Guillén Oligarquía Financiera

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Surgimiento, consolidación y asalto del poder político

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asalto-del-poder
La oligarquía financiera en México: Surgimiento, consolidación y asalto del poder político

por Arturo Guillén R.

8 de marzo de 2021

Introducción

El objetivo del presente texto es analizar las mutaciones que ocurren en la estructura de la
oligarquía financiera mexicana, fracción hegemónica del bloque en el poder desde mediados
de los años sesenta. Se enfatiza el periodo neoliberal (1983-¿) periodo en el cual la
oligarquía mexicana experimenta una fuerte recomposición.

Partimos de la hipótesis que los cambios en la estructura social responden


fundamentalmente, a las transformaciones que ocurren en el modo de producción
capitalista. Dichas transformaciones, si bien no eliminan la relación fundamental capital-
trabajo, modifican la estructura social, tanto en el seno de la clase dominante, la burguesía,
como en la composición de las clases subordinadas, asalariadas y otras capas dominadas.

Es por ello que el estudio de la oligarquía financiera tiene un carácter histórico. Solo se
puede partir, como lo postularon los teóricos marxistas del imperialismo (Hilferding, Lenin y
Bujarin), de la comprensión de los cambios registrados en el capitalismo en su tránsito de la
fase “librecompetitiva” a su fase monopolista, con el surgimiento de las sociedades por
acciones y de las grandes corporaciones y bancos. En el caso de México como parte de las
periferias del capitalismo, el surgimiento de la oligarquía financiera sigue un camino
diferente. Está asociado con la segunda fase de la industrialización basada en la “sustitución
de importaciones” (1955-1970).

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Sabemos que el “capital financiero” como capital que asume la forma de “capital dinero” y
que se remunera con la tasa de interés, antecede al mismo capitalismo. Pero el capital
financiero entendido como planteaba Hilferding (1973), como la “forma suprema del capital”,
es el resultado de la fusión, de la ensambladura del capital industrial y el capital bancario, en
una nueva fase de desarrollo del capitalismo -el imperialismo-, en la que domina el capital
monopolista. El capital financiero y la oligarquía financiera, segmento de clase de la
burguesía, que emerge como la fracción dominante del capital en los países centrales del
capitalismo durante el último tercio del siglo XIX, no sólo es el corazón del poder económico,
sino que, por tal motivo, ejerce el control sobre la emisión y circulación de capital ficticio. Ello
le permite junto con el control oligopólico de la economía, la apropiación de ganancias
extraordinarias respecto del capital no monopolista (Guillén, 2015).

En virtud de la ley del desarrollo desigual y combinado del sistema capitalista, la


conformación de la burguesía como clase dominante y de la oligarquía financiera como
fracción hegemónica de la misma, asume formas diversas en el tiempo y en el espacio. En
el caso de México, el surgimiento del capital monopolista-financiero en los centros
capitalistas y el impulso sin precedentes que dicho proceso provoca en la exportación de
capital, coincide con el momento que nuestro país culmina el proceso de acumulación
originaria del capital y en el cual el capitalismo se convierte en el modo de producción
dominante. (Aguilar, 1993). El capitalismo mexicano al igual que el de otros países
latinoamericanos y de las periferias, es un capitalismo diferente al de los centros; un
capitalismo periférico, estructuralmente dependiente de los centros capitalistas,
subdesarrollado y heterogéneo. La burguesía interna nace como una clase dominante-
dominada. Las relaciones capitalistas de producción se encontraban fundamentalmente
ancladas en la Hacienda y en las actividades agropecuarias. La presencia de la burguesía
nativa en las actividades manufactureras y en el comercio interior y exterior era débil. Las
actividades económicas más dinámicas como la minería y la banca estaban controladas por
el capital extranjero. La fracción hegemónica del bloque en el poder era la oligarquía
latifundista.

La revolución mexicana desplazó del poder a la oligarquía porfirista. Se produjo una fuerte
recomposición de la clase dominante. Una vez concluida la fase armada de la revolución y
establecido un nuevo marco constitucional en 1917, los gobiernos emanados de la
revolución emprendieron la tarea de efectuar diversas transformaciones estructurales y del
marco institucional, enfocadas, fundamentalmente, a efectuar la reforma agraria y a
recuperar los recursos naturales en manos del capital extranjero. México reemprendió un
desarrollo capitalista, bajo un capitalismo de estado nacional-popular que alcanzó su punto
culminante durante el cardenismo (1934-1940). Las reformas cardenistas fortalecieron el
mercado interno y propiciaron el impulso de la industrialización sustitutiva de importaciones,
la cual se abría paso en América Latina. El esfuerzo de industrialización en una primera

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etapa, definida por los estructuralistas cepalinos, como la fase de la “sustitución fácil” de
importaciones (1930-1955), recayó fundamentalmente en una emergente burguesía
nacional, apoyada activamente por el Estado.

La Segunda Guerra Mundial puso fin al reformismo nacional-popular del cardenismo. La


decisión del General Cárdenas de apoyar la candidatura a la presidencia de Manuel Ávila
Camacho (1940-1946), un católico moderado, implicó un giro a la derecha, el cual se
consolidó durante el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952). Si bien se mantuvo una
estrategia industrializadora enfocada al mercado interno y un rol activo del Estado en la
esfera económica y social, se abandonó la reforma agraria, se abrió la economía a la
inversión extranjera directa (IED) y se fortalecieron las relaciones con los Estados Unidos.
En este texto se sostiene que las décadas de los cincuenta y sesenta corresponden al
periodo de surgimiento y consolidación de la oligarquía financiera mexicana y su conversión
en la fracción hegemónica del “bloque en el poder”. Se trata, por supuesto, de una
oligarquía muy diferente de la oligarquía terrateniente que se conformó, en México y en
América Latina, durante el periodo colonial y en el marco del modelo primario-exportador.
Esta nueva oligarquía fue el resultado del proceso de concentración y centralización del
capital que se dio al calor del rápido crecimiento económico que se registró en esas dos
décadas. El proceso concentrador se registró no solo en las actividades productivas, el
comercio y los servicios, sino también en los bancos comerciales, en ese entonces
controlados por el capital nativo. Al convertirse la oligarquía en la fracción dominante del
poder económico (base de todo poder), cambiaron sus relaciones con el Estado. Si bien
este mantuvo su autonomía relativa, la orientación del rumbo de la Nación y de la política
económica pasó a responder crecientemente a los intereses de la fracción hegemónica
(Pereira, 1980).

Para el estudio de la evolución de la oligarquía financiera mexicana y de sus cambiantes


relaciones con el Estado, se proponen tres fases históricas:

A. La fase de surgimiento, y consolidación de la oligarquía financiera, grosso modo, de 1950


a 1970, la cual corresponde al periodo de la segunda fase de la industrialización, o
“industrialización difícil”. En ese entonces la oligarquía se trasnacionaliza y se entrelaza con
la oligarquía financiera internacional por la vía de la deuda externa. Su influencia sobre el
Estado mexicano no solo se agranda, sino que éste experimenta un proceso de
“domesticación” de parte de los intereses oligárquicos.

B. Una segunda fase que hemos calificado como “el interregno”, durante la década de los
setenta, en la cual la irrupción de la crisis económica internacional de finales de los años
sesenta, las secuelas del movimiento estudiantil-popular de 1968 y la estatificación de la
banca, generan fuertes confrontaciones entre la oligarquía financiera y el Estado mexicano.

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C. Una tercera fase, de los años 90 hasta 2018, que se podría rotular como la del “asalto” de
la oligarquía al poder político Esta fase coincidiría con la crisis de la deuda externa de 1982
y a partir de la misma con el ascenso del neoliberalismo y su consolidación durante el
gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994).

2. La génesis del capitalismo mexicano y la naturaleza de la burguesía


mexicana.

Preguntarse cuándo México se convirtió en una formación social capitalista es lo mismo que
cuestionarse cuando concluyó el proceso de acumulación originaria del capital, es decir el
proceso de desposesión de los productores directos de sus medios de producción (Marx,
2018 [1872]). Definir el origen el capitalismo en México y en América Latina y el Caribe, fue
motivo de un intenso debate entre los científicos sociales de la izquierda latinoamericana.
Por un lado, la llamada teoría de la dependencia que postulaba que el capitalismo
latinoamericano se asentó desde la Colonia, al insertarse como periferias del capitalismo
comercial europeo en ascenso (Bagú, 1949; Frank,1969; Marini, 1973). Ello sería tanto
como pensar que el capitalismo arribó a México junto con Hernán Cortes cuando éste bajó
de sus naves en V eracruz. En buena medida, la posición dependentista representaba una
respuesta a las posiciones de intelectuales vinculados a los partidos comunistas, quienes en
una interpretación mecanicista del materialismo histórico, confundían el atraso y el
subdesarrollo con feudalismo, y asumían que España y Portugal habían trasladado formas
feudales de producción a sus colonias americanas. De allí que la superación del atraso
pasaba por la necesidad de efectuar una revolución democrático- burguesa, que eliminara
las trabas “feudales” y permitiera el desarrollo pleno del capitalismo. Mientras unos sólo
veían capitalismo, otros solo observaban feudalismo.

Una tercera posición es la de los autores (Laclau, 1977; Aguilar ob.cit.), quienes, sin negar
la importancia de la dependencia colonial en la configuración del subdesarrollo situaron la
discusión en el proceso de transformación de las relaciones internas de producción. Estos
autores criticaron el enfoque dependentista como “circulacionista”, dado que privilegiaba el
mercado, en vez de poner el acento en las relaciones de producción internas. Para ellos, lo
importante en esta discusión era determinar bajo que condiciones históricas la relación
capital-trabajo se vuelve dominante y el grueso de la población económicamente activa se
convierte en asalariada.

En el periodo colonial, se configuró lo que los pensadores de la CEPAL llamarían el “modelo


primario-exportador” (MPE), el cual convertiría a nuestros países en productores y
exportadores de productos primarios. Este régimen de acumulación, orientado hacia fuera,
persistió con la Independencia, y se adaptó a las necesidades del capitalismo industrial
inglés, en un primer momento y del capitalismo estadounidense en un segundo.

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En el caso de México, el tránsito al capitalismo se gesta en el último cuarto del siglo XIX, en
el periodo definido como la República Restaurada (1867-1877) y el Porfiriato (1877- 1910).
En esa época, si bien persistían formas de producción precapitalistas, sobretodo en el
campo -lo que algunos confundían con “feudalismo”-, los principales medios de producción
en la agricultura, la minería, la industria incipiente, la banca, así como el comercio interior y
exterior, estaban en manos de capitales privados, nacionales o extranjeros. Y la fuerza de
trabajo si bien podía asumir formas bastardeadas de dominación como el peonaje, era
crecientemente fuerza de trabajo asalariada. Se trataba, por supuesto, de un capitalismo
periférico y dependiente del exterior, con una base productiva y social heterogénea, muy
diferente del capitalismo de los países centrales.

La burguesía mexicana se constituyó como clase dominante en el marco de una estructura


productiva primario-exportadora. El bloque en el poder estaba constituido por la oligarquía
latifundista y una burguesía compradora ubicada en el comercio interior y exterior. Junto a
ellos, enclaves del capital extranjero en las actividades extractivas y la banca. Se trataba
como planteaba Aguilar (ob.cit.), de una burguesía dominante-dominada, dominante en el
seno de la formación social mexicana, pero dominada en su relación con el sistema
capitalista internacional. Como se dijo arriba, México se convierte en una formación
capitalista justo en el momento en que los países centrales transitan de su “fase libre-
competitiva” a la fase imperialista, bajo el dominio del capital monopolista y el surgimiento
del capital financiero. Esta confluencia histórica, en el momento en que la exportación de
capital se convierte en el principal instrumento de expansión internacional del capital
financiero de los centros, condena a México a reproducir su dependencia y condiciones de
atraso, lo cual bloqueó las posibilidades de un desarrollo autónomo.

El proceso de ascenso del capitalismo mexicano fue acicateado por la Reforma Liberal de
mediados del Siglo XIX, la cual impulsó la formación del mercado interno, mediante la
desamortización de las propiedades del clero y de las comunidades indígenas, entre otros
factores. El proyecto modernizador del Porfiriato fue determinante en esa expansión. Se
construyó una amplia red ferroviaria que integró el espacio nacional y conectó las tierras del
Norte y del Sureste con los mercados internacionales (Florescano, 1991). En materia de
comercio exterior, se redujo la dependencia de las exportaciones de plata al abrirse nuevos
cultivos como el henequén, el algodón y el café, y se comenzó la explotación petrolera por
parte de consorcios internacionales; los flujos comerciales se orientaron más hacia los
Estados Unidos, acelerando la norteamericanización del comercio exterior. En 1912, el
75.3% de las exportaciones se destinaban al mercado estadounidense y de ese país
provenían el 53.9% de las importaciones (Bulmer-Thomas, 2003).

El progreso material durante el porfirismo no significó mayor desarrollo ni mayor bienestar


para las grandes mayorías de la población. Se mantuvo la matriz primario-exportadora. La
industria, con excepción de la industria acerera de Monterrey, mantuvo un perfil artesanal. El
ingreso se concentró fuertemente en manos de la oligarquía latifundista, de los capitales

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extranjeros y de una burguesía compradora. De acuerdo con Cosío Villegas (2010) “el
Porfirismo era en sus postrimerías era una organización piramidal: en la cúspide estaban las
‘cien familias’; los demás eran desvalidos, en mayor o menor grado”.

La precariedad de las condiciones de vida y de trabajo de las grandes mayorías eran


ostensibles. La tasa bruta de mortalidad en 1913 era de 46.6 por millar de habitantes,
mientras en los países del Cono Sur del continente era sensiblemente más baja: 17.7
en
Argentina, 35.5 en Chile, 13.2 en Uruguay. Lo mismo se observa en las tasas de mortalidad
infantil, pues mientras México en mismo año registraba una tasa de 228 muertes por cada
mil nacidos vivos, Argentina tenía 121 y Uruguay 103 (Bulmer-Thomas, ob.cit.).

No se trata aquí de entrar en el análisis de las causas de la Revolución Mexicana. Baste


señalar que el periodo armado (1910-1917) provocó una enorme destrucción de fuerzas
productivas. Asimismo, la revolución mexicana provocó una fuerte recomposición de la clase
dominante al desplazar del poder a la oligarquía porfirista y al destruir al ejército porfirista, el
cual se mantuvo hasta la dictadura de Victoria Huerta (1913-1914).

Una vez concluida la fase armada de la revolución y establecido un nuevo marco


constitucional en 1917, los gobiernos emanados de la revolución emprendieron la tarea de
remodelar el marco institucional, mediante la creación de nuevas instituciones como el
banco central y diversos bancos públicos de fomento. Asimismo, se plantearon efectuar
diversas transformaciones estructurales enfocadas fundamentalmente a efectuar la reforma
agraria y a recuperar los recursos naturales en manos del capital extranjero, así como a
desarrollar la infraestructura (carreteras, obras de riego, etc.). México reemprendió de esa
forma su desarrollo capitalista, ahora bajo un capitalismo de estado nacional-popular que
alcanzó su punto culminante durante el cardenismo (1934-1940). El gobierno y el Partido
Nacional Revolucionario (PNR) se convirtieron en el eje articulador de la estrategia de
desarrollo. Desplazada la oligarquía terrateniente por la revolución, las clases propietarias,
desarticuladas y parceladas, incapaces de imponer su hegemonía, se acuerpan en torno al
Estado (como fue el caso de algunos segmentos de una burguesía industrial emergente que
se agrupaba en torno a la CNIT, después CANACINTRA) o, en el otro extremo, intentan
construir un polo opositor al margen del Estado (Zermeño, 2003).

El gobierno de Cárdenas, al amparo del 1er. Plan Sexenal elaborado durante las elecciones,
impulsó la reforma agraria y decretó la expropiación del petróleo. Para realizarlas se apoyó
en los sindicatos obreros y en las organizaciones campesinas, los cuales pasaron a forma
parte de la estructura del partido oficial, en ese entonces Partido Nacional Revolucionario
(PNR).

Las reformas cardenistas fortalecieron el mercado interno y propiciaron el impulso de la


industrialización sustitutiva de importaciones, la cual se abría paso en América Latina
como respuesta a los efectos de la Gran Depresión de los años treinta. El esfuerzo de

industrialización en una primera etapa, definida por los estructuralistas cepalinos, como la

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fase de la “sustitución fácil” de importaciones, recayó fundamentalmente en una emergente
burguesía nacional, apoyada activamente por el Estado. Los principales estratos de la
burguesía estaban conformados por una naciente burguesía industrial, a la que se
agregaron personajes provenientes de los gobiernos 1; y las burguesías comercial y
bancaria. Estos últimos, en términos generales, se opusieron a las reformas cardenistas y
alentaron la formación de grupos opositores de derecha.2 El gobierno cardenista representó
el clímax del proceso revolucionario. Como afirma Gilly:

“Erraría quien creyera que el sexenio cardenista, uno de esos lapsos excepcionales que de
pronto aparecen en la historia, fue un proyecto destinado de antemano al fracaso. Ese
tiempo intenso y fugaz cambió al país y trajo a los hechos promesas de la revolución por
años postergadas. Fue a su manera la culminación, todo lo incompleta que se quiera pero
real, del pacto mexicano inscrito en la Constitución de 1917 (Gilly, 2020, p. 5)”.

3. El desarrollismo de los años cincuenta y sesenta y el ascenso y


consolidación de la oligarquía financiera.
La Segunda Guerra Mundial y el cambio de gobierno de 1940 significaron el fin al
reformismo nacional-popular del cardenismo. Como se dijo arriba, la decisión del General
Cárdenas de apoyar la candidatura a la presidencia de Manuel Ávila Camacho (1940-1946),
implicó un giro a la derecha. Se adoptaron posiciones más conservadoras, proceso que se
consolidó durante el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952). Si bien se mantuvo una
estrategia desarrollista e industrializadora enfocada al mercado interno y el Estado mantuvo
un rol activo en la esfera económica y social, se frenó la reforma agraria, se estimuló la
inversión privada, se abrió la economía a la inversión extranjera directa (IED) y se
fortalecieron las relaciones con los Estados Unidos. En el plano interno, ante el resquemor
de algunos sectores del empresariado ante las reformas del cardenismo, se estableció una
política de conciliación de clases y de “unidad nacional” (Garrido,2005). A esa política se
asimiló, inclusive, el Partido Comunista Mexicano (PCM) y el sindicalismo de izquierda,
tarea que fue facilitada por la política de “frente popular” adoptada por la III Internacional
Comunista ante el avance del fascismo en Europa.

La Segunda Guerra Mundial reforzó la industrialización mexicana. En virtud de que los


Estados Unidos tuvieron que volcar su atención en la producción bélica, México por su
proximidad geográfica, se convirtió en productor y exportador privilegiado de alimentos y
manufacturas ligeras.

Bajo el régimen de acumulación sustitutivo de importaciones, el eje del proceso de


acumulación de capital residió en la industria. La estructura social se transformó
profundamente. La burguesía industrial y la ligada al comercio, la banca y los servicios se
convirtieron en la columna vertebral del poder económico. Sin embargo, el Estado conservó
autonomía respecto a la clase dominante. El rumbo de la política económica era
determinado desde el Estado, aunque cada vez más orientado a favorecer los intereses de
los capitalistas privados y a contener las demandas de los grupos populares. El grueso de la

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población económicamente activa se transformó en población asalariada: obreros de la
industria, así como empleados y trabajadores en el comercio, los servicios y el gobierno. Se
ensancharon las clases medias urbanas. De un país predominantemente rural, México se
convirtió en un país predominantemente urbano. Según datos del INEGI, la población rural
que en 1930 representaba el 67% del total disminuyó al 42% en 1970, mientras que la
población urbana pasó en el mismo periodo del 33 al 58%.

La segunda etapa de la industrialización la llamada “sustitución difícil” de importaciones, se


inicia hacia mediados de los años cincuenta. Ella involucró cambios importantes en el
funcionamiento del régimen de acumulación. Si bien siguió siendo un crecimiento orientado
“hacia dentro”, es decir hacia el mercado interno, dicho régimen registró cambios
sustantivos. En primer lugar, como lo apreció correctamente Tavares (1972), en esta etapa
el proceso meramente sustitutivo se había eclipsado. Los nuevos bienes industriales que
comienzan a producirse son, principalmente, bienes de consumo duradero
(electrodomésticos, automóviles, etc.). Más que una sustitución de importaciones era una
descentralización de actividades desde los centros hacia las periferias. A diferencia de la
etapa anterior, en la que el esfuerzo de industrialización descansó en capitales nativos, en
esta segunda etapa son las ETN, sobretodo estadounidenses, las que comandan el proceso
de industrialización (Fajnzylber y Martínez T., 1976).

Las ETN capitalizaron el desarrollo del mercado interno y se apoderaron de las ramas y
actividades más dinámicas de la industria. Se produce lo que Cardoso y Faletto (1969)
denominaban “la internacionalización del mercado interno”. Ello implicaba, el traslado de los
centros de decisión de la acumulación de capital al exterior, lo que debilitaba la conducción
nacional del proceso, o la “densidad nacional” como le llamaba Ferrer (2004). Ello limitaba el
campo de acción y la influencia de las políticas económicas de los gobiernos. Las
decisiones fundamentales para la continuación del proceso de industrialización dejaron de
estar en manos nacionales y pasaron a depender de decisiones externas, altamente
centralizadas, tomadas en el ámbito de las ETN (Furtado, 1976). El proceso de
industrialización en su origen fundamentalmente nacional, devino transnacional. La inserción
de las ETN en el proceso de industrialización significó como Sunkel (1996) lo señaló en su
tiempo, un proceso simultáneo de integración transnacional y de desintegración nacional.

Durante el periodo 1940-1970, que coincidió con en el más largo auge expansivo de la
historia del capitalismo mundial, México logró un crecimiento económico alto, con elevados
niveles de empleo y con salarios reales crecientes. En ese lapso, el PIB se incrementó 6.4%
en términos reales anualizados, mientras que el ingreso por habitante aumentó anualmente
3.1%. Fue la época del “milagro mexicano” etiqueta que pretendía igualar a nuestro país con
el “milagro alemán”.

A finales de los años cincuenta, durante los gobiernos de Adolfo López Mateos (1958- 1964)
y Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) se implementó la llamada estrategia del “desarrollo
estabilizador”. Esta estrategia mantenía los objetivos desarrollistas e industrializadores, pero

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planteaba la necesidad de modificar la política de financiamiento público. Debería
abandonarse el financiamiento primario del gasto público mediante la monetización del
déficit presupuestal, –el cual se asumía como la causa de la inflación y de la devaluación de
la moneda-, y optarse por una política que movilizara los recursos de la banca privada,
impulsara el crédito a través de la banca de desarrollo, y que recurriera al endeudamiento
interno y externo. (Ortiz Mena, 1998) [1].

El propio Ortiz Mena, zar de la política económica durante tres sexenios seguidos, al
referirse a la visita que realizaron él y el presidente López Mateos a Estados Unidos,
comenta que durante la entrevista con el presidente J.F. Kennedy este le preguntó qué
cuales eran los principales retos de la relación económica entre los dos países, a la que
Ortiz Mena le respondió “que el más importante era mantener buenas relaciones con las
autoridades financieras, con los principales inversionistas y, en general, con todos los
participantes del sistema financiero de ese país (Ibíd: p. 74).

Las políticas del “desarrollo estabilizador” lograron mantener altas tasas de crecimiento del
producto y estabilidad de precios, pero agravaron los desequilibrios estructurales de la
economía. En 1970, el déficit presupuestal del sector público y el déficit de la balanza en
cuenta corriente representaban el 3.8% y el 1.3% del PIB, respectivamente. La deuda
externa comenzaba a expandirse [2].

La década de los cincuenta y sesenta fueron las del surgimiento y consolidación de la


oligarquía financiera mexicana. Ello como resultado del rápido proceso de concentración y
centralización del capital experimentado en esos años, del entrelazamiento creciente de las
corporaciones mexicanas con las ETN y de su articulación con una banca y un sector
financiero también cada vez más concentrados. Se trataba de una oligarquía muy distinta de
la oligarquía terrateniente que fue la fracción hegemónica del poder durante el MPE.

El alto crecimiento alcanzado bajo el régimen sustitutivo fue un proceso altamente


concentrador del ingreso y del capital. Conforme se avanzaba desde mediados de la década
de los cincuenta y durante los sesenta a la “fase difícil” de la industrialización, el capital y el
ingreso tendían a concentrarse en manos de algunos grupos industriales y bancos. En 1975,
de acuerdo con datos de los censos industriales, las empresas industriales que ocupaban
más de 500 trabajadores controlaban el 41.3% de los activos fijos, el 41.3% del valor bruto
de la producción y el 30.7% del personal ocupado. Los grupos privados nacionales más
importantes (Alfa, Cifra, Vitro, Televisa, ICA, entre otros) comenzaron a organizarse como
holdings. Cuatro bancos (Banamex, Bancomer, Serfín y Comermex) controlaban más del
50% de los activos de los bancos. Al mismo tiempo se aceleraba el ingreso de IED, por lo
que las empresas trasnacionales se apoderaron crecientemente de las ramas más
dinámicas de la industria y el comercio, mediante el establecimiento de filiales, empresas
mixtas y/o alianzas con el capital privado nacional y el Estado. A finales de los años

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sesenta, la IED controlaba prácticamente la industria farmacéutica, la industria química, la
petroquímica secundaria, la industria automotriz y de autopartes, la agroindustria y la
industria cigarrera.

Las relaciones entre la clase dominante y el Estado se modifican, y éste tiende


crecientemente a expresar los intereses de la fracción oligárquica (Zermeño, 2003) [3]. El
peso de esa oligarquía financiera en las decisiones del Estado se acrecentó grandemente.
Pero si bien la gravitación de la oligarquía en el Estado en esos años ya era muy grande,
aquél seguía ejerciendo su autonomía, amparado en la amplia legitimación y control de los
grupos populares que aún conservaban los gobiernos “revolucionarios”. Sin embargo, paso
a paso, pero sin pausas, el Estado mexicano fue perdiendo autonomía frente al poder
económico y convirtiéndose en un “Estado domesticado”, proceso que si hizo evidente
durante la administración de Gustavo Díaz Ordaz.

En un importante libro de esa época (Aguilar y Carrión, 1975), Alonso Aguilar llegaba a la
conclusión de que a finales de la década de los sesenta el núcleo del poder económico se
concentraba en no más de un millar de familias. Su inmenso poder económico aseguraba su
hegemonía en la definición de la política en el seno del Estado [4].

“La oligarquía- afirmaba Aguilar- (está) formada por no más de un millar de influyentes
mexicanos, de unos mil capitalistas del sector privado y del público, que, en virtud de las
posiciones que ocupan tanto en el proceso económico como en la estructura del poder,
constituyen el núcleo que controla el grueso de la riqueza e influye decisivamente en la vida
económica y política de la nación”. (Aguilar y Carrión, ob.cit., p. 112)

De ese millar de oligarcas, opinaba el mismo autor, un centenar representaba la cúpula del
poder económico, y era la fracción hegemónica del “bloque en el poder” en lo económico y
lo político. Bazáñez (2011) analizando el mismo periodo plantea que el poder económico se
sintetizaba en el Grupo Monterrey con todas sus ramificaciones, el Grupo Televicentro
(ahora Televisa) [5] y los grandes banqueros de la época (Espinosa Yglesias, A. Legorreta,
C. Trouyet, A. Bailleres). Los grandes banqueros no sólo eran dueños de los activos de los
bancos, sino que eran propietarios o socios de importantes firmas industriales, mineras o
comerciales. A su vez, los dueños de los grandes grupos industriales eran miembros
prominentes de los consejos de administración de los bancos. Los bancos fueron además,
un eslabón fundamental en la trasnacionalización de la economía mexicana, al vincular al
gobierno mexicano y a las corporaciones con la banca trasnacional. Por intermedio de los
bancos mexicanos, ambos entraron de lleno en el endeudamiento internacional impulsado
por los bancos transnacionales que operaban en el mercado del eurodólar.

4. La década de los setenta: y las fracturas entre el “Estado domesticado” y


la oligarquía financiera.

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A finales de la década de los sesenta dos acontecimientos vinieron a trastocar al “milagro
mexicano” y a poner fin a la emblemática estabilidad económica y política que había
experimentado México a lo largo de cuarenta años. Uno, fue el movimiento estudiantil de
1968 que desnudó el carácter antidemocrático del sistema político mexicano y el cual
significó en las palabras de Monsiváis (2003) “el principio del fin del encanto universal
priísta” [6]. Y el segundo, la irrupción de una “gran crisis” con epicentro en los principales
países desarrollados, pero que afectó al conjunto del sistema capitalista mundial.

El gobierno de Luis Echeverría (1970-1976) arribó a la presidencia en una coyuntura muy


difícil. La hegemonía política mantenida por los gobiernos posrevolucionarios había
resultado fracturada por el desenlace represivo del movimiento estudiantil y las secuelas de
la matanza de Tlatelolco. El gobierno intentó enfrentar la crisis política mediante la llamada
“apertura democrática”, durante la cual se legalizó al Partido Comunista y se autorizó la
creación de nuevos partidos, y a través la cooptación dentro del gobierno de algunos de los
cuadros que habían participado o simpatizado con el movimiento estudiantil. Por otro lado,
el gobierno procedió a reprimir a otro sector del movimiento estudiantil que había decidido
recurrir a la lucha armada. Estas tentativas de guerrilla urbana coincidieron con el
surgimiento y desarrollo de guerrillas rurales en Guerrero, lo que desembocó en la llamada
“guerra sucia” de los setenta.

Al comienzo de su gobierno, Echeverría intentó enfrentar la crisis económica -que se


manifestaba principalmente en una aceleración de la inflación y en la agudización del
desequilibrio externo y el déficit fiscal- mediante la introducción de una reforma fiscal
redistributiva y el fomento de las exportaciones para corregir el sesgo antiexportador del
régimen de acumulación sustitutivo. Sin embargo, ese intento reformador fue abandonado a
mitad de su mandato, en el momento en que se agudizaron las diferencias entre el gobierno
y la cúpula empresarial, con motivo del asesinato del empresario Bernardo Garza Sada por
la Liga Comunista 23 de septiembre.

La luna de miel entre las cúpulas empresariales y el gobierno llegó a su fin, y se rompió al
menos temporalmente, el proceso de “domesticación del Estado mexicano” que se había
construido desde el avilacamachismo, y el cual se había mantenido y ensanchado con el
alemanismo y durante el periodo del desarrollo estabilizador (1958-1970) [7]. Como
consecuencia del asesinato de Garza Sada, una de las cabezas principales, sino es que la
principal del Grupo Monterrey, la fracción oligárquica de la burguesía regiomontana
desplegó una amplia campaña ideológica en contra de Echeverría, quien se resistía a
aceptar pasivamente la “domesticación del Estado”. Esa campaña contó con el apoyo
abierto de la televisión comercial [8]. La oligarquía decidió crear en 1975 el Consejo
Coordinador Empresarial (CCE) como organismo cúpula de las cúpulas, y al crearlo asumió
en su seno a las principales cámaras empresariales.

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La molestia empresarial no se debía solamente al asesinato de Garza Sada y a la existencia
de guerrillas, sino que recelaban y se oponían a la política exterior y al discurso
tercermundista del presidente, quien, entre otras cosas, apoyaba al gobierno de la Unidad
Popular de Salvador Allende y permitía el ingreso de exiliados que huían de las dictaduras
militares del Cono Sur (Monsiváis, Ibid).

Las diferencias entre el gobierno y el empresariado se ahondaron desde 1974 cuando


estalló la recesión 1974-1975, la más profunda en ese entonces desde la Gran Depresión
de los treinta. Esa recesión tuvo un impacto sistémico. En México, no solamente paralizó el
crecimiento económico, sino que significó el fin de la estabilidad cambiaria y de la existencia
de un régimen de tipo de cambio fijo.

Para mantener el crecimiento de la economía, y ante la contracción de la inversión privada y


el fracaso de sus intentos de reformas, el gobierno de Echeverría recurrió crecientemente al
gasto público y a acelerar el endeudamiento externo. Las grandes corporaciones privadas
se integraron también al circuito del endeudamiento internacional. A diferencia del periodo
inicial de la industrialización sustitutiva, en el cual el endeudamiento externo era
fundamentalmente público y con organismos multilaterales a tasas concesionadas, el nuevo
endeudamiento se contrató con los bancos trasnacionales en el mercado del eurodólar, a
tasas de mercado variables. La banca privada fue la intermediaria del gobierno y de las
corporaciones privadas ante la banca trasnacional. Debido a la disminución de la demanda
de crédito de parte de las corporaciones y las ETN de los centros provocada por la crisis del
fordismo, los bancos trasnacionales que operaban en el mercado del eurodólar reciclaron
sus recursos hacia las periferias. Ese proceso se intensificó con el alza del precio del
petróleo provocada por la formación de la Organización de Países Productores de Petróleo
(OPEP) y el reciclaje de sus excedentes comerciales hacia el mercado del eurodólar. Las
tasas de interés eran bajas, lo que aumentaba el atractivo por el crédito externo. Durante el
sexenio de Echeverría, el gasto público como proporción del PIB se incrementó del 22.4%
en 1970 al 32% en 1976. El déficit presupuestal del sector público en el mismo periodo saltó
del 3.8% al 10% del PIB. Por su parte, la deuda externa se triplicó al aumentar de 6,090
millones de dólares (md) a 25,900 md.

Al finalizar el sexenio de Echeverría el país confrontaba una profunda crisis económica y


una crisis política debida al enfrentamiento con el gran empresariado. La fuga de capitales
acompañó los años finales de su gobierno. Como afirmó López Portillo, quien fue secretario
de estado en ese periodo, al final del gobierno de Echeverría prevalecían “rumores a veces
hasta infantiles; golpe de Estado, fuga de capitales, chismes y chistes (López Portillo, 1998,
t. 1, p. 432)”. En su opinión, se abría “una etapa en las relaciones entre el estado Nacional y
las agrupaciones empresariales que precisamente en 1976 acuerdan una política de
oposición más agresiva y se organizan intencionalmente para ello, solidarizándose
abiertamente y por primera vez con terratenientes y latifundistas para presentar un solo
frente al gobierno. Se abre así una nueva modalidad de lucha no solo económica, sino
política e ideológica (Ibíd, p. 501)”.

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Las contradicciones entre la oligarquía financiera y el Estado mexicano fueron subsanadas
transitoriamente durante el gobierno de José López Portillo (1978-1982). En el marco de la
sucesión presidencial, en 1977 se firmó un acuerdo de carácter ortodoxo con el FMI
mediante el cual el gobierno se comprometía a reducir el medio circulante, restringir el gasto
público, establecer topes a los aumentos salariales, liberalizar el comercio exterior, y limitar
el crecimiento de las empresas paraestatales (Guillén, 2010). Por primera vez el FMI
firmaba una Carta de Intención en la que combinaba las clásicas políticas de ajuste, con lo
que el Banco Mundial llamaría después el “cambio estructural”, que no era otra cosa que el
cambio de modelo económico, el tránsito hacia una economía abierta y con menor
presencia económica del Estado.

Una vez zanjadas las diferencias con la oligarquía, el gobierno de López Portillo hizo a un
lado la estrategia “concertada” con el FMI (con excepción de los topes salariales) y puso en
marcha una estrategia expansionista basada en la explotación intensiva de los campos
petroleros del Sureste del país, descubiertos años antes. Esa estrategia fue respaldada por
la oligarquía y por el conjunto de la clase dominante, así como por los organismos
multilaterales (FMI y Banco Mundial).

No obstante, el consenso en torno a esa estrategia, al comienzo de esa administración se


presentaron fuertes contradicciones en el seno del gabinete económico, entre el Secretario
de Hacienda, Julio Rodolfo Moctezuma, y el Secretario de Programación y Presupuesto,
Carlos Tello, las que orillaron al presidente López Portillo a separarlos de sus cargos.
Mientras Moctezuma era partidario de una estrategia más restrictiva en el manejo del gasto
público como lo recomendaba el FMI, Tello era partidario, junto con el Secretario del
Patrimonio y Fomento Industrial, J. Andrés de Oteyza, de expandir el gasto [9].

El gobierno consideraba que ante los altos precios internacionales del petróleo que
acompañaron la formación de la OPEP, la producción y exportación masiva de crudo,
permitirían resolver la restricción externa y generar las divisas necesarias para impulsar la
industrialización a un nivel superior y convertir a México en una potencia industrial
intermedia. Ya no era hora de restricciones, sino de “administrar la abundancia”, según las
propias palabras de López Portillo.

Algunos años después, Tello junto con Rolando Cordera escribieron un libro intitulado
“México la disputa por la nación (1988)”, en la que explicaban las contradicciones en el seno
del gobierno y con la clase empresarial como resultado de una disputa por el poder político
entre dos proyectos: el neoliberal encabezado por los grandes empresarios y un sector
tecnocrático del gobierno incrustado, sobretodo, en las instituciones financieras del mismo y
el banco central; y un “proyecto nacionalista” integrado por los pequeños y medianos
empresarios, los sindicatos de trabajadores y los cuadros del Estado no neoliberales. La
disputa era cierta y como ya lo constatamos, se decidió en favor del proyecto neoliberal, no
porque no hubiera defensores de una vía nacionalista, sino porque aquél se apoyaba en el

13/28
poder económico, que es la base de cualquier poder político. Tanto nacional como
internacionalmente, el poder económico descansaba decididamente en el capital
monopolista-financiero.

Durante el gobierno de López Portillo, la economía mexicana se petrolizó con rapidez. El


petróleo crudo se convirtió en el principal rubro de exportación. Las exportaciones de crudo
se incrementaron de un insignificante 0.8% del total de las exportaciones en 1974 al 71% en
1981. El fisco pasó a depender crecientemente de los impuestos aplicados a los
hidrocarburos.

Durante 1978-1981, México experimentó uno de los periodos de crecimiento más intensos
de su historia moderna, apoyado, en gran medida, en la expansión del gasto e inversión
públicos y financiado con endeudamiento externo. En ese lapso, el PIB registró un
crecimiento promedio anual superior al 8%. Con la misma fuerza que crecía la economía, se
agudizaron los desequilibrios estructurales. En 1981, el déficit financiero del sector público
llegó al 14.1% del PIB, mientras que el déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos
alcanzó el 8.4%. El uso del endeudamiento externo como mecanismo de financiamiento
asumió, cada vez más, la forma de un endeudamiento ponzi [10].

En 1982, la expansión tirada por el gasto público y el endeudamiento externo se trocó en


una nueva crisis, ante la baja del precio del petróleo. La fuga de capitales se desató
imparable; el peso, apreciado durante el auge, sufrió una nueva depreciación. En Estados
Unidos la FED encabezada por Paul Volcker, había establecido una agresiva política
monetaria para proteger el dólar y contener la inflación, lo que llevó las tasas de interés por
encima del 20%. Los bancos trasnacionales cerraron el crédito a los países endeudados. En
agosto el gobierno mexicano se declaró incapaz de cubrir el servicio de la deuda externa, la
cual había llegado a 87,600 millones de dólares (md).

La baja en el precio internacional del petróleo crudo detonó la crisis mexicana, la cual
rápidamente se tornó en una crisis sistémica –la crisis de la deuda externa- que se irradió en
todos los países sobreendeudados, principalmente de América Latina. El gobierno mexicano
enderezó las críticas hacia los banqueros culpándolos de la fuga de capitales y de la crisis.
El 1 de septiembre de 1982 en el marco del informe de su último año de gobierno, López
Portillo anunció la estatificación de la banca comercial en su totalidad en manos de
mexicanos, así como el establecimiento del control de cambios. Al margen de la validez y
viabilidad de tal decisión esta representó uno de los últimos momentos el que el Estado
mexicano ejerció su autonomía respecto del poder económico [11].

Dicha decisión desató de nuevo las contradicciones con la oligarquía financiera, desposeída
ahora de sus activos financieros y de las corporaciones industriales pertenecientes a sus
grupos. La complacencia con la estrategia expansionista de la administración de la
abundancia se convirtió en desencanto y en una oposición abierta y acrecentada hacia el
gobierno. Varias cámaras y grupos empresariales anunciaron un paro de actividades, el cual
nunca llegó a concretarse (Basáñez y Camp). Más que desatar una tormenta, los sectores

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inconformes de la oligarquía decidieron mejor replegarse y dirimir sus diferencias con el
nuevo gobierno de Miguel de la Madrid, quien ya había sido elegido como el candidato del
PRI a la presidencia para el periodo 1982-1988.

5. El asalto oligárquico del poder político bajo el neoliberalismo.


La crisis de la deuda externa de 1982 señaló el fin del régimen de acumulación sustitutivo
de importaciones y el tránsito al neoliberalismo. La crisis de la deuda fue detonada, como se
dijo arriba, por la decisión de la FED, de elevar abruptamente las tasas de interés para
proteger el dólar y frenar la alta inflación. La decisión de la FED coincidió el alto nivel de
endeudamiento externo alcanzado por los países de las periferias durante los años setenta.
Los bancos acreedores suspendieron el financiamiento voluntario, lo que impidió el
refinanciamiento de la deuda.
La rigidez de los programas de
ajuste acordados con el Fondo Monetario Internacional FMI
para renegociar la deuda externa, orillaron a los países latinoamericanos a proyectar sus
economías hacia el exterior y a financiar el pago del servicio de la deuda mediante la
obtención de superávit en la balanza comercial, lo que se tradujo en una drástica
compresión de la capacidad de importación y de los niveles de inversión, consumo y
empleo.

Desde 1983 México inició el tránsito al neoliberalismo y a un nuevo régimen de acumulación


dominado por las finanzas (RADF). Se trata un régimen en que la lógica del proceso de
acumulación de capital está determinada por las finanzas (Guillén, 2015). Se instaura, junto
con él, un modelo liberal de economía abierta orientado hacia fuera, caracterizado por la
reconversión de la estructura productiva hacia la exportación de manufacturas y de
productos agroindustriales. Las exportaciones se convirtieron en el eje del proceso de
acumulación.

La administración de Miguel de la Madrid (1982-1988) puede ser considerada como un


gobierno de transición al nuevo régimen neoliberal y financiarizado, en un contexto político
aún de indefinición y de contradicciones en el seno del gobierno en torno al rumbo de la
nación; entre quienes querían apresurar el paso hacia el neoliberalismo, y quienes sin
oponerse a éste, preferían una transición gradual conservando algunos elementos del viejo
régimen.

México aplicó desde el inicio de ese sexenio, de común acuerdo con el FMI, un draconiano
programa ortodoxo de ajuste, en el marco de las negociaciones para la reestructuración de
la deuda externa. El objetivo del programa era controlar la inflación y los desequilibrios
externo y presupuestal, mediante diversas medidas de contracción de la demanda agregada
La economía mexicana se paralizó con el ajuste ortodoxo. Durante el periodo 1983-1988, el
PIB decreció 0.03% en términos reales y el PIB por habitante se contrajo 1.9%. La tasa de
inversión bruta en ese periodo disminuyó del 26.4% del PIB al 16.8%, una baja inusitada de
casi diez puntos porcentuales. Esa situación anómala no fue privativa de México, sino que

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se extendió a todos los países sobreendeudados de las periferias. El estancamiento
económico fue la norma, lo que motivó que la década de los ochenta fuera calificada como
la “década perdida”. Los bancos acreedores seguían cobrando el servicio de la deuda, pero
los productores de bienes de los centros no podían vender, debido al desplome de la
capacidad de importación de las periferias (De Bernis, 2007).

La contracción de la economía obedeció tanto a los efectos recesivos de las políticas del
programa de ajuste, como al impacto perverso provocado por los acuerdos de
reestructuración de la deuda externa pactados con el “bloque acreedor”. Dado el cierre del
crédito decidido por los bancos, el servicio de la deuda tuvo que ser financiado, como ya se
dijo, con el saldo favorable de la balanza comercial En el periodo 1983-1987, México
acumuló un superávit comercial de 47,900 md. En el mismo lapso, la transferencia neta de
capitales al exterior fue de 63,300 md, lo que representaba el 7% del PIB.

La devaluación de la moneda mexicana, la contracción de los salarios reales y la obligación


de continuar con el pago del servicio de la deuda externa no sólo provocaron el
estancamiento económico, sino que coadyuvaron al reforzamiento de la orientación
exportadora del nuevo régimen de acumulación y de las reformas estructurales promovidas
por el FMI y el Banco Mundial. En ese lapso, México se incorporó al GATT (ahora OMC);
efectuó una apertura comercial unilateral y generalizada; se inició la privatización de las
empresas estatales; se liberalizó el sistema financiero; se creó una “banca paralela”
mediante la creación de casas de bolsa, arrendadoras y otros intermediarios financieros; y
se revirtió la estatificación de los grupos bancarios mediante la devolución de empresas no
financieras a sus antiguos dueños.

El RADF se consolidó durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) con la


adopción de la estrategia del Consenso de Washington. El fracaso del “ajuste ortodoxo” de
los ochenta obligó al replanteamiento de la agenda de la estrategia de la reforma neoliberal.
El centro de la nueva estrategia consistió en la apertura de la cuenta de capitales y en la
incorporación a la globalización financiera desplegada desde el centro hegemónico.

El Consenso no consistió meramente en un decálogo de política económica impulsado


desde Washington, con la anuencia del FMI y el Banco Mundial, ni reflejaba únicamente una
convergencia de ideas neoliberales, sino que expresaba, ante todo, un compromiso político,
un entramado de intereses, entre el capital monopolista-financiero globalizado del centro
hegemónico estadounidense y las élites internas y los gobiernos de América Latina. Estas
buscaban con su inserción en la globalización una salida de la crisis y un nuevo campo de
acumulación para sus capitales. En el terreno político, el Consenso implicó una alianza
estrecha entre el capital monopolista-financiero de los centros y las elites internas de la
periferia, con el objetivo de desplegar la globalización neoliberal.

16/28
Varios de los grandes grupos económicos nativos, así como las empresas transnacionales
que operaban en el país -en ese entonces fundamentalmente para el mercado interno-,
lograron reconvertir sus empresas y orientarlas hacia el mercado externo. Otros grupos y
empresas medianas y pequeñas fracasaron en este proceso de reestructuración y quedaron
ancladas a un menguado mercado interno.

En México la estrategia del Consenso se aplicó en tres fases sucesivas. En la primera fase
se lanzó el Pacto de Solidaridad Económica, programa de estabilización, que más tarde
sería replicado en Brasil con el Plan Real. Aunque el Pacto fue implantado en 1987, último
año de la administración de De la Madrid, fue diseñado por el equipo de Salinas de Gortari,
Secretario de Programación y Presupuesto de ese sexenio, y nombrado candidato del PRI a
la presidencia de la República.

El Pacto estuvo basado en la concertación de precios y salarios – para la cual el control


corporativo del partido oficial sobre los sindicatos fue fundamental –, pero sobretodo a
través del uso del tipo de cambio como ancla inflacionaria. En cuanto a su objetivo
antiinflacionario, el Pacto fue un programa eficaz, a diferencia de programas de choque
anteriores experimentados en otros países latinoamericanos. La tasa de inflación bajó del
159% en 1987, a 51,7% en 1988 y 19,7% en 1989, hasta que ubicó en niveles de un dígito
en 1993 (8%).

La segunda fase de la estrategia consistió en la renegociación de la deuda externa. Al llegar


Salinas de Gortari al gobierno, su primera acción fue renegociarla bajo los auspicios del
Plan Brady, lo que permitió reducir el principal y aligerar el pago de intereses, pero
sobretodo, junto con la inflación en proceso de declinación, elevó las expectativas de los
actores involucrados en la reforma neoliberal.

La renegociación fue seguida por la apertura de la cuenta de capitales, la cual se


consideraba fundamental para reanudar el crecimiento y financiar el desequilibrio de la
cuenta corriente. El control de la inflación era un prerrequisito del nuevo esquema, con el
objetivo prioritario de mantener la confianza de los colocadores de fondos de capital de
cartera del exterior en las economías emergentes y detener la fuga de capitales internos.

La estrategia de financiamiento y de recuperación del crecimiento del Consenso estaba


basada en el ahorro externo. Se suponía que el influjo de capital externo, aparte de
favorecer la modernización y competitividad del sistema productivo y del sistema financiero
de los países receptores, se traduciría en un incremento de la tasa de inversión, y por ende
de la productividad del trabajo, el crecimiento económico y el empleo.

La reforma neoliberal salinista fue completada en una tercera fase por la firma del Tratado
de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el cual entró en vigor en 1994, y por la
aceleración del proceso de privatización de los activos públicos.

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La privatización gradual de las empresas públicas efectuada por la administración de De la
Madrid se convirtió en un programa de privatización generalizada durante el gobierno de
Salinas. La privatización abarcó todos los sectores en que participaba el Estado con
excepción de los llamados sectores estratégicos (petróleo, electricidad, etc.). Sin embargo,
en el caso de la banca comercial, entonces estatizada, se efectuó una reforma
constitucional para eliminarla del universo de los sectores estratégicos y se adjudicó
mediante subasta a inversionistas nacionales, principalmente a quienes habían operado la
llamada “banca paralela” (casas de bolsa, arrendadoras, etc.) y a empresarios cercanos al
círculo de Salinas de Gortari. Se efectuó, asimismo, la reforma del artículo 3ero.
constitucional, la cual permitió la venta de parcelas ejidales.

El TLCAN fue la joya de la corona de la reforma neoliberal. Se trató de un acuerdo entre


gobiernos y grupos empresariales oligopólicos que veían en la integración una palanca
importante para ampliar sus mercados y zonas de operación e influencia, así como para
maximizar sus beneficios beneficiándose de los bajos salarios y las normas ambientales
laxas existentes en México. En lo fundamental, fue impulsado por los grupos y empresas
más globalizados del capital monopolista-financiero de Estados Unidos, así como por los
grupos y empresas más poderosos de Canadá y México.

El nuevo régimen de acumulación que enraizó en México al calor de la crisis de la deuda


externa de 1982 no significó solamente una modificación de la estructura económica del
país, sino que implicó una recomposición de las clases sociales, tanto de la clase dominante
como de las clases subordinadas; en particular introdujo modificaciones importantes en la
configuración de la oligarquía financiera. Nuevos segmentos de la oligarquía vinculados al
“sistema financiero paralelo” emergieron y se instalaron en la cúspide del poder. El proceso
de privatización de empresas estatales y paraestatales (acumulación por desposesión como
le llama D. Harvey (2003), impulsado grandemente durante la administración de Salinas de
Gortari, favoreció el proceso de recomposición de la oligarquía mexicana. La “nueva
oligarquía” se insertó, principalmente, en la banca, en las telecomunicaciones y en los
medios de comunicación masiva. Nuevos jerarcas (Carlos Slim, Roberto Hernández, Alfredo
Harp Helú, Ricardo Salinas Pliego, R. González Barrera, etc.) se incorporaron a la lista de
los superpoderosos.

La fracción oligárquica de la burguesía mexicana está constituida en la actualidad por


alrededor de cien familias, que representan el núcleo del poder económico (véase anexo),
las cuales tienen una estrecha articulación con el capital monopolista-financiero de los
centros. Se trata de los dueños de los grandes grupos monopolistas nativos con intereses
entrelazados en la minería, los agronegocios, la industria, el comercio, las finanzas y los
servicios; por los propietarios de los medios masivos de comunicación en la televisión, la
radio y los grandes diarios nacionales y regionales; por los altos jerarcas de las Iglesias y el
Ejército; y por los grandes capos del narcotráfico; y sin duda, crecientemente, también, por
miembros de la cúpula política, principalmente por los altos funcionarios vinculados a la

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esfera financiera [12]. Sigue siendo válida la frase de Carlos Monsiváis de que los políticos
de cada sexenio se convierten en la iniciativa privada del sexenio siguiente. Y cada vez
más, ocurre lo opuesto.

La concentración del ingreso y de la riqueza es un problema ancestral de México. Sin


embargo, durante la etapa neoliberal este proceso se acentuó como nunca antes,
principalmente en el seno de la oligarquía financiera. En verdad los realmente ricos no
pasan de ser el 1% de la población; y seguramente en el 0.1% más rico se ubica la
oligarquía financiera, la verdadera dueña del poder económico.

No es un accidente de la historia sino una derivación necesaria del modo de operar del
RADF, que mientras México se estancaba y la pobreza se extendía, el número de
multimillonarios mexicanos listados en la revista Forbes se robustecía. En 2009, Forbes
incluía a nueve mexicanos en la lista de multimillonarios del mundo. En 2016, a pesar de
que la economía mexicana se ha mantenido estancada, seguían apareciendo nueve. Ellos
son Carlos Slim, Germán Larrea, Alberto Bailleres, Emilio Azcárraga Jean, María Asunción
Aramburuzaba, Familia Garza Lagüera, Familia Chedraui, Ricardo Salinas Pliego, Jerónimo
Arango (véase anexo). Como se observa, varios de esta lista forman parte de la “nueva
oligarquía” encumbrada durante las administraciones neoliberales, a través de los procesos
de privatización y su relación “carnal” con el poder político, mientras que el resto son
familias de la “vieja oligarquía” que tienen varias décadas de ubicarse en la cima. Algunos
miembros de la oligarquía como Slim, Larrea, Bailleres, Azcárraga y otros tienen una base
de acumulación propia, mientras que personajes como Roberto Hernández, Harp Helú,
Arango, Aramburuzabala y varios más, han devenido fundamentalmente en socios menores
de las corporaciones y/o rentistas financieros e inmobiliarios. Muchos de los miembros de la
oligarquía operan entidades financieras (bancos, afores, etc.) y/o obtienen una importante
proporción de sus ganancias en los mercados financieros, debido al acceso privilegiado que
tienen a la emisión y circulación primaria del capital ficticio (Guillén, 2015).

La oligarquía mexicana y el Estado mexicano son instancias cada vez más dependientes de
los Estados Unidos. La primera es crecientemente una oligarquía rentista, con una base de
acumulación de capital cada vez más débil, que actúa, en gran medida, como gestora de los
intereses trasnacionales e imperiales. Y el Estado que había mantenido cierta autonomía
hasta el ascenso del neoliberalismo, selló la sumisión al vecino del Norte desde la firma del
TLCAN y de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN),
pactada por la administración de Vicente Fox, la cual convertió a México yLa concentración
del ingreso y de la riqueza es un problema ancestral de México. Sin embargo, durante la
etapa neoliberal este proceso se acentuó como nunca antes, principalmente en el seno de la
oligarquía financiera. En verdad los realmente ricos no pasan de ser el 1% de la población; y
seguramente en el 0.1% más rico se ubica la oligarquía financiera, la verdadera dueña del
poder económico.

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Son pocos los estudios sobre la riqueza concentrada en manos de la oligarquía mexicana,
por lo que resulta complicado calcular su peso económico. En un interesante estudio
patrocinado por el Banco Mundial (Guerrero, López Calva y Walton, 2006: 6-9) estiman que
los multimillonarios mexicanos listados por Forbes acumulan una riqueza equivalente de
entre y cinco y seis porciento del PIB, y tienen “un ingreso potencial de casi 400 veces el
ingreso del 0.1% de la población de ingresos más altos, y casi 14,000 veces el del promedio
de la población”. Según otra estimación, “las 20 familias más acaudaladas del país
concentran una proporción superior al 10% del PIB, y más de la mitad del valor accionario
de la Bolsa Mexicana” (Zepeda, 2016, p. 9).

Con el neoliberalismo se registró un ascenso vertiginoso de las actividades del narcotráfico


y el crimen organizado. La desregulación y la apertura externa facilitaron sus actividades
tanto nacionales como internacionales. No es que el narco no existiera antes, pero no tenía
los alcances de ahora. Bajo el neoliberalismo, el narcotráfico creció y se transformó en un
negocio trasnacional. México se convirtió en uno de los centros mundiales del narcotráfico.
De productores de mariguana e intermediarios de los cárteles colombianos, los narcos
mexicanos desplazaron a estos como los principales productores e introductores de droga al
mercado estadounidense y europeo, a la par que ampliaron su radio de acción a otras
actividades criminales como el huachicoleo, el comercio de órganos humanos, el tráfico de
armas y el tráfico de migrantes.

Hay razones para suponer que el crimen organizado no es un poder externo que acecha
desde fuera al poder político y lo infiltra. Los lazos entre el crimen organizado, el
empresariado y el Estado constituyen, desde hace varios años, una estructura orgánica,
como lo revelan con todo su dramatismo los acontecimientos de Ayotzinapa, de Michoacán,
Tamaulipas, Veracruz o Coahuila. La captura reciente en Estados Unidos de Genaro García
Luna, exsecretario de Seguridad del gobierno de Felipe Calderón y las acusaciones de
haber estado al servicio del Cártel de Sinaloa, son la mejor evidencia de la existencia de un
narcoestado [13]

Hay una ensambladura entre los intereses del narco, de los capitalistas privados y los
distintos segmentos del aparato de estado. En otras palabras, el crimen organizado opera
tanto en la sociedad civil, como en la sociedad política. Los capos son grandes empresarios
trasnacionales que operan con una lógica capitalista y que necesitan del sistema financiero
–un baluarte central del poder oligárquico – parar lavar sus ingresos. No se quiere decir con
esto que todos los empresarios o los banqueros son narcos, o que todos los políticos o
todos los miembros de los partidos políticos pertenecen al crimen organizado, sino que la
imbricación de intereses entre los distintos segmentos del poder económico y político
(incluyendo los de narco) tiene un carácter estructural, razón por la cual el concepto
“narcoestado”, si bien a veces se sobredimensiona o se caricaturiza, apunta a un elemento
visible de la realidad mexicana y explica, en buena medida, la magnitud del desastre
nacional, con todos sus lacras: corrupción desmedida, impunidad, descomposición del tejido
social y represión crónica.

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Durante el periodo neoliberal, las relaciones entre la oligarquía financiera y el Estado
mexicano se modificaron cualitativamente. Aquélla no solamente se consolidó como la
fracción hegemónica del bloque en el poder, sino que prácticamente asaltó el poder político
y convirtió al Estado en un aparato bajo su control. Ello se evidenció, sobretodo a partir de
los dos gobiernos panistas de la alternancia (2000 a 2012) y el gobierno de Enrique Peña
Nieto (2012-2018). Como lo ha planteado el actual presidente, López Obrador, el Estado se
había vuelto, en buena medida, un comité al servicio del poder económico.

6. Conclusiones

La oligarquía financiera es la fracción dominante de la burguesía en los principales países


capitalistas desde finales del siglo XIX, como resultado del tránsito del capitalismo de su
fase libre-competitiva a la fase imperialista. En los países subdesarrollados de las periferias
su emergencia como fracción hegemónica del capital, ocurre tardíamente y de manera muy
diferente. En el caso de México, el nacimiento del imperialismo coincide con el periodo
histórico en el cual concluye el proceso de acumulación originaria del capital, es decir el
momento en el cual las relación capital-trabajo, bajo las limitaciones que imponía el modelo
primario-exportador y las condiciones de subdesarrollo y dependencia, se torna dominante.
La fracción hegemónica del poder era la oligarquía latifundista.

El triunfo de la Revolución Mexicana significó la derrota de esa oligarquía. México siguió el


camino de un capitalismo de Estado, nacional-popular que alcanzó su clímax con las
reformas del gobierno de Lázaro Cárdenas. El proceso de industrialización, emprendido bajo
el modelo de sustitución de importaciones, cobijó la formación de una burguesía industrial
nativa apoyada por el Estado.

La Segunda Guerra Mundial, el peligro fascista en el mundo y la resistencia de un segmento


de la burguesía (principalmente los banqueros y la burguesía compradora) a la continuación
de las reformas de corte cardenista, provocaron un viraje conservador en las políticas de los
gobiernos posrevolucionarios. No obstante que se mantuvo una estrategia desarrollista e
industrializadora, se abandonó la reforma agraria, se abrió la economía a la inversión
extranjera y se estrecharon las relaciones con los Estados Unidos.

La oligarquía financiera es la fracción dominante de la burguesía en los principales países


capitalistas desde finales del siglo XIX, como resultado del tránsito del capitalismo de su
fase libre-competitiva a la fase imperialista. En los países subdesarrollados de las periferias
su emergencia como fracción hegemónica del capital ocurre tardíamente y de manera muy
diferente. En el caso de México, el nacimiento del imperialismo coincide con el periodo
histórico en el cual concluye el proceso de acumulación originaria del capital, es decir el
momento en el cual las relación capital-trabajo, bajo las limitaciones que imponía el modelo
primario-exportador y las condiciones de subdesarrollo y dependencia, se torna dominante.
La fracción hegemónica del poder era la oligarquía terrateniente.

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El triunfo de la Revolución Mexicana significó la derrota de la oligarquía latifundista. México
siguió el camino de un capitalismo de Estado, nacional-popular que alcanzó su clímax con
las reformas del gobierno de Lázaro Cárdenas. El proceso de industrialización, emprendido
bajo el modelo de sustitución de importaciones, cobijó la formación de una burguesía
industrial nativa apoyada por el Estado.

La Segunda Guerra Mundial, el peligro fascista y la resistencia de un segmento de la


burguesía (principalmente los banqueros y la burguesía compradora) a la continuación de
las reformas de corte cardenista, provocaron un viraje a la derecha en las políticas de los
gobiernos posrevolucionarios. Se abandonó la reforma agraria, se abrió la economía a la
inversión extranjera y se estrecharon las relaciones con los Estados Unidos.

Durante las décadas de los cincuenta y sesenta se desplegó un acelerado proceso de


concentración y centralización de capital que llevó a la formación de grandes grupos, tanto
en la industria y las principales actividades económica como en la banca. La segunda fase
de la industrialización, lo que implicaba pasar de la producción de bienes ligeros a la
producción de bienes duraderos, intermedios y de capital, impulsó el ingreso de empresas
transnacionales, principalmente estadounidenses, las cuales se apoderaron y dominaron las
ramas más dinámicas de la economía mexicana.

Hacia mediados de los años sesenta, y en el marco de las políticas del “desarrollo
estabilizador se había conformado una oligarquía financiera en el seno de la burguesía
mexicana, fuertemente entrelazada con el capital trasnacional y con la oligarquía financiera
internacional a través del endeudamiento externo.

La naturaleza de las relaciones de esa nueva fracción hegemónica del poder económico con
el Estado mexicano se modificó cualitativamente. Aunque éste mantenía autonomía relativa,
debido, en gran medida, al control orgánico e ideológico que mantenía sobre las clases
subalternas, la política económica tendía cada vez más, a favorecer ese segmento de la
clase dominante. El ascenso y consolidación de la oligarquía financiera condujo a lo que en
este ensayo hemos denominado “la domesticación del Estado mexicano”.

La “gran crisis” de finales de los años sesenta que afectó al sistema capitalista en su
conjunto, combinada con los efectos políticos de la represión del movimiento estudiantil-
popular de 1968, provocaron un interregno en las relaciones entre la oligarquía financiera y
el Estado. Los gobiernos de Echeverría y López Portillo usaron su autonomía relativa, el
primero para confrontar la crisis económica y para restañar las heridas abiertas por la
matanza de Tlatelolco, y el segundo para contener, mediante la estatificación de la banca, el
fracaso de su estrategia económica expansionista y el inicio de la crisis de la deuda externa.
Las decisiones de ambas administraciones llevaron a una aguda confrontación con la
oligarquía en los años postreros de sus mandatos.

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El gobierno de Miguel de la Madrid se inscribió en la Historia como el de la transición al
neoliberalismo, proceso que se consolidó con el arribo de Carlos Salinas de Gortari a la
presidencia de la república. Su régimen representó el fin del “viejo PRI” y de las políticas
desarrollistas. La adopción del modelo neoliberal no solamente estrechó los lazos entre una
oligarquía financiera crecientemente rentista y el Estado, sino que podría ser interpretada
como un verdadero asalto del poder político de parte de aquélla.
La continuidad neoliberal de tres décadas fue interrumpida por el
arrollador triunfo de
Andrés Manuel López Obrador y de su partido Morena en las lecciones de 2018. El nuevo
gobierno ha ofrecido abandonar el modelo neoliberal y efectuar la separación del poder
político del poder económico. Alcanzar ambos objetivos no será una tarea sencilla. Su
gobierno ha llevado a cabo un conjunto de medidas y de cambios en el orden legal que se
alejan de las recetas del Consenso de Washington, y que demuestran autonomía respecto a
la fracción hegemónica del poder económico. Sin embargo, romper la camisa de fuerza de
la globalización neoliberal y trascender el neoliberalismo, no será un reto que se resuelva en
el corto plazo, ni depende solo de la voluntad del Presidente. Reclamará entre otras cosas,
de la transformación de Morena en un verdadero partido político de izquierda, ajeno al
oportunismo y el arribismo, así como cercano y activo en las luchas populares y en la
satisfacción de sus demandas. Sólo así será posible aspirar a la construcción de una nueva
hegemonía política, nacional y popular, autonomizada del poder económico concentrado, y
capaz de conducir una agenda posneoliberal.

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Notas :

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[1] La reapertura del acceso al endeudamiento internacional se dio en el año de 1941
cuando los gobiernos de México y Estados Unidos firmaron varios acuerdos bilaterales,
después de un periodo de alejamiento entre los dos gobiernos como consecuencia de la
revolución mexicana y de la expropiación petrolera. En 1941 se reabrió la llave al
financiamiento internacional, mediante la concesión de un crédito del Eximbank y el
establecimiento de líneas de estabilización cambiaria con el Departamento del Tesoro de
EUA. Posteriormente en 1942 y 1946 se reestructuró la deuda externa anterior a la
revolución con descuentos superiores al 80 (Ortiz Mena, Ibíd, p. 29).

[2] Durante el desarrollo estabilizador, la política exterior mexicana se alineó con la política


de “guerra fría” emprendida por el gobierno estadounidense para enfrentar a la Unión
Soviética, a China y la os países centroeuropeos del “socialismo real”. Aunque el gobierno
nunca rompió con Cuba después de su revolución, permitió desde el gobierno de López
Mateos (1958-1964), la actuación en nuestro país de las agencias de espionaje
estadounidenses, pues el gobierno de ese país consideraba que México era el principal
objetivo de la subversión comunista financiada desde Moscú. Los movimientos obreros de
ferrocarrileros, maestros, telefonistas y telegrafistas por la democracia sindical de finales de
los cincuenta fueron tachados de comunistas. Esa política permisiva a la actuación de las
agencias de espionaje y seguridad estadounidenses, se ha mantenido hasta la fecha.

[3] “Los empresarios y la burguesía en todas sus expresiones van encontrando un


continuum de intereses solidarios que a través de la ‘burguesía de origen estatal’ logra
imponer sus decisiones en los aparatos más estratégicos de la política económica:
reducidos costos de producción al mantenerse bajos los insumos industriales y los servicios
en manos del Estado”. (Ibíd: p. 90)

[4] “Lo que es indudable, es que los grandes empresarios mexicanos son cada vez
políticamente poderosos. Directamente y a través de sus empresas o instituciones influyen
en la prensa y en otros medios de comunicación, y sus posiciones en intereses suelen ser
los que deciden el rumbo de la acción o la inacción gubernamental” (Aguilar, 1972, p.77)

[5] Televicentro en manos de la familia Azcárraga, no sólo era un poderoso emporio


económico de la televisión y la radiodifusión, sino que jugaba una papel de primer
importancia en la formulación y difusión de la ideología del bloque dominante. Tan
importante era su papel político como aparato ideológico del Estado, que el jefe y principal
conductor de noticieros, Jacobo Zabludovski, era considerado en los medios políticos
opositores como el Ministro de Información del gobierno. Años más tarde, el hijo del
fundador del consorcio, Azcárraga Milmo, se definió a si mismo como un “soldado del PRI”.

[6] El movimiento estudiantil del 68 tiene como antecedente rupturista más inmediato, los
movimientos obreros de ferrocarrileros, maestros y telegrafistas de finales de los años
cincuenta que intentaban romper el control oficial corporativo de los sindicatos. Dichos

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movimientos fueron reprimidos por el gobierno de López Mateos y fueron tachados, ya en
plena “Guerra Fría” como intentos comunistas por extender la influencia soviética en nuestro
país.

[7] Cosío Villegas observaba con agudeza en una de sus últimas obras, el creciente poder
de los empresarios privados dentro de los gobiernos. “el poder de los Iniciativos-se refería a
la llamada iniciativa privada- disminuye perceptiblemente en la era cardenista, pero
comienzan a recobrarlo con Ávila Camacho, más todavía durante el gobierno de Alemán,
hasta llegar a proporciones considerables en el sexenio de Díaz Ordaz (Cosío Villegas,
1975: 148)”.

[8] En el funeral de Garza Sada, un líder empresarial, Ricardo Margáin Zozaya, culpó al
presidente Echeverría del clima de violencia que se vivía en el país. “Solo de puede actuar
impunemente cuando se ha perdido el respeto; cuando no tan sólo se deja que tengan libre
cauce las más negativas ideologías, sino que además se les permite que cosechen sus
frutos negativos de odio, destrucción y muerte. Cuando se ha propiciado desde el poder a
base de declaraciones y discursos el ataque reiterado al sector privado, del cual formaba
parte destacada el occiso, sin otra finalidad aparente que fomentar la división y el odio entre
las clases sociales. Cuando no se desaprovecha ocasión para favorecer y ayudar todo
cuanto tenga relación con las ideas marxistas a sabiendas de que el pueblo mexicano
repudia ese sistema de opresión”. (citado por Monsiváis, 2003, p. 313)

[9] López Portillo en sus memorias al referirse a ese acontecimiento ocurrido el 17 de


noviembre de 1977, a menos de un año de su toma de posesión, señala “ayer acepté la
renuncia de Carlos Tello y provoqué la de Julio Rodolfo Moctezuma (...) No podía admitir la
renuncia de Carlos solo y se la pedí a Moctezuma, quien procedió como auténtico señor; no
así Carlos que repartió su renuncia como baraja para justificar su gesto de ́bonzo ́(...) La
renuncia de Carlos gira en torno de la necesidad por él sentida de generar empleos y
expandir la economía. Expuso también su repudio al FMI, como si tuviéramos la posibilidad
real, actual y objetiva de salirnos del sistema financiero en el que estamos inmersos (Ibid,
p.650)”.

[10] Minsky (1976) llama endeudamiento Ponzi aquél que es contratado con fines
meramente especulativos y en un momento en que el deudor no posee los suficientes
ingresos para cubrir su servicio.

[11] Aunque existen una variedad de interpretaciones acerca de las razones que llevaron al
gobierno a decretar la estatificación de la banca, el propio ex presidente López Portillo en
sus memorias, justifica la medida en términos de la necesidad de preservar la autonomía del
Estado frente al poder económico. “Y la nacionalización de la banca –afirma-,
independientemente del operativo económico que significa, fue eso, una decisión correctiva,
ante el riesgo del derrumbe de in proyecto político nacional, para afirmar el principio de la
soberanía del Estado frente a la acción perversa de las presiones asociadas o coincidentes,

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intra y extranacionales, que le disputaban el espacio de sus funciones. Fue sencillamente un
acto de fuerza institucional para expresar y fortalecer el poder político del Estado y facilitar la
función del económico en cuanto satisface el interés general” (López Portillo, Ibíd. Segunda
Parte, p, 1248).

[12] Utilizando el concepto de “campo de poder” de Bordieu, Salas Porras (2017) muestra


cómo en torno al poder económico oligárquico y la ideología neoliberal, se habían incrustado
en el Estado y en diversos “think thanks”, lo que ella denomina los “arquitectos de las
reformas estructurales”. Entre los más connotados “arquitectos” se encontrarían, entre otros,
Pedro Aspe, Francisco Gil Díaz, Ernesto Zedillo, José Ángel Gurría, Guillermo Ortiz, Jaime
Serra Puche, Jesús Reyes Heroles G.G., Luis Téllez K. y Agustín Carstens.

[13] Ante tal panorama no es gratuito que el actual presidente, López Obrador, en en de sus
conferencias mañaneras haya manifestado: “imagínense en qué situación estaba el país.
Llegó a hablarse de un narcoestado y yo en ese entonces pensaba que no era correcto
clasificar de esa manera; pero luego, con todo esto que está saliendo a relucir, pues sí se
puede hablar de un narcoestado, porque estaba tomado el gobierno; quienes tenían a su
cargo combatir la delincuencia estaban al servicio de la delincuencia, mandaba la
delincuencia, era la que decidía a quién perseguir y a quién proteger. Entonces, sí, esto
tiene que atenderse para que no se repita jamás. Tiene que haber una línea divisoria entre
autoridad y delincuencia, que no haya contubernio, porque estamos desprotegidos todos. Es
un asunto que debe seguirse tratando sin miramientos, sin protección a nadie, sin
impunidad” (citado por Férnandez Vega, 2020).

Arturo Guillén R.
Arturo Guillén. Profesor – Investigador del Departamento de Economía la Universidad
Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Profesor del “Posgrado en Estudios Sociales, Línea
Economía Social” de la misma Universidad. Coordinador General de la Red de Estudios
sobre el Desarrollo Celso Furtado (www.redcelsofurtado.edu.mx). Miembro del Sistema
Nacional de Investigadores. E-mail: artguillenrom chez hotmail.com. Fax: 55 5612 5682.

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