Guillén Oligarquía Financiera
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asalto-del-poder
La oligarquía financiera en México: Surgimiento, consolidación y asalto del poder político
8 de marzo de 2021
Introducción
El objetivo del presente texto es analizar las mutaciones que ocurren en la estructura de la
oligarquía financiera mexicana, fracción hegemónica del bloque en el poder desde mediados
de los años sesenta. Se enfatiza el periodo neoliberal (1983-¿) periodo en el cual la
oligarquía mexicana experimenta una fuerte recomposición.
Es por ello que el estudio de la oligarquía financiera tiene un carácter histórico. Solo se
puede partir, como lo postularon los teóricos marxistas del imperialismo (Hilferding, Lenin y
Bujarin), de la comprensión de los cambios registrados en el capitalismo en su tránsito de la
fase “librecompetitiva” a su fase monopolista, con el surgimiento de las sociedades por
acciones y de las grandes corporaciones y bancos. En el caso de México como parte de las
periferias del capitalismo, el surgimiento de la oligarquía financiera sigue un camino
diferente. Está asociado con la segunda fase de la industrialización basada en la “sustitución
de importaciones” (1955-1970).
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Sabemos que el “capital financiero” como capital que asume la forma de “capital dinero” y
que se remunera con la tasa de interés, antecede al mismo capitalismo. Pero el capital
financiero entendido como planteaba Hilferding (1973), como la “forma suprema del capital”,
es el resultado de la fusión, de la ensambladura del capital industrial y el capital bancario, en
una nueva fase de desarrollo del capitalismo -el imperialismo-, en la que domina el capital
monopolista. El capital financiero y la oligarquía financiera, segmento de clase de la
burguesía, que emerge como la fracción dominante del capital en los países centrales del
capitalismo durante el último tercio del siglo XIX, no sólo es el corazón del poder económico,
sino que, por tal motivo, ejerce el control sobre la emisión y circulación de capital ficticio. Ello
le permite junto con el control oligopólico de la economía, la apropiación de ganancias
extraordinarias respecto del capital no monopolista (Guillén, 2015).
La revolución mexicana desplazó del poder a la oligarquía porfirista. Se produjo una fuerte
recomposición de la clase dominante. Una vez concluida la fase armada de la revolución y
establecido un nuevo marco constitucional en 1917, los gobiernos emanados de la
revolución emprendieron la tarea de efectuar diversas transformaciones estructurales y del
marco institucional, enfocadas, fundamentalmente, a efectuar la reforma agraria y a
recuperar los recursos naturales en manos del capital extranjero. México reemprendió un
desarrollo capitalista, bajo un capitalismo de estado nacional-popular que alcanzó su punto
culminante durante el cardenismo (1934-1940). Las reformas cardenistas fortalecieron el
mercado interno y propiciaron el impulso de la industrialización sustitutiva de importaciones,
la cual se abría paso en América Latina. El esfuerzo de industrialización en una primera
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etapa, definida por los estructuralistas cepalinos, como la fase de la “sustitución fácil” de
importaciones (1930-1955), recayó fundamentalmente en una emergente burguesía
nacional, apoyada activamente por el Estado.
B. Una segunda fase que hemos calificado como “el interregno”, durante la década de los
setenta, en la cual la irrupción de la crisis económica internacional de finales de los años
sesenta, las secuelas del movimiento estudiantil-popular de 1968 y la estatificación de la
banca, generan fuertes confrontaciones entre la oligarquía financiera y el Estado mexicano.
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C. Una tercera fase, de los años 90 hasta 2018, que se podría rotular como la del “asalto” de
la oligarquía al poder político Esta fase coincidiría con la crisis de la deuda externa de 1982
y a partir de la misma con el ascenso del neoliberalismo y su consolidación durante el
gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994).
Preguntarse cuándo México se convirtió en una formación social capitalista es lo mismo que
cuestionarse cuando concluyó el proceso de acumulación originaria del capital, es decir el
proceso de desposesión de los productores directos de sus medios de producción (Marx,
2018 [1872]). Definir el origen el capitalismo en México y en América Latina y el Caribe, fue
motivo de un intenso debate entre los científicos sociales de la izquierda latinoamericana.
Por un lado, la llamada teoría de la dependencia que postulaba que el capitalismo
latinoamericano se asentó desde la Colonia, al insertarse como periferias del capitalismo
comercial europeo en ascenso (Bagú, 1949; Frank,1969; Marini, 1973). Ello sería tanto
como pensar que el capitalismo arribó a México junto con Hernán Cortes cuando éste bajó
de sus naves en V eracruz. En buena medida, la posición dependentista representaba una
respuesta a las posiciones de intelectuales vinculados a los partidos comunistas, quienes en
una interpretación mecanicista del materialismo histórico, confundían el atraso y el
subdesarrollo con feudalismo, y asumían que España y Portugal habían trasladado formas
feudales de producción a sus colonias americanas. De allí que la superación del atraso
pasaba por la necesidad de efectuar una revolución democrático- burguesa, que eliminara
las trabas “feudales” y permitiera el desarrollo pleno del capitalismo. Mientras unos sólo
veían capitalismo, otros solo observaban feudalismo.
Una tercera posición es la de los autores (Laclau, 1977; Aguilar ob.cit.), quienes, sin negar
la importancia de la dependencia colonial en la configuración del subdesarrollo situaron la
discusión en el proceso de transformación de las relaciones internas de producción. Estos
autores criticaron el enfoque dependentista como “circulacionista”, dado que privilegiaba el
mercado, en vez de poner el acento en las relaciones de producción internas. Para ellos, lo
importante en esta discusión era determinar bajo que condiciones históricas la relación
capital-trabajo se vuelve dominante y el grueso de la población económicamente activa se
convierte en asalariada.
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En el caso de México, el tránsito al capitalismo se gesta en el último cuarto del siglo XIX, en
el periodo definido como la República Restaurada (1867-1877) y el Porfiriato (1877- 1910).
En esa época, si bien persistían formas de producción precapitalistas, sobretodo en el
campo -lo que algunos confundían con “feudalismo”-, los principales medios de producción
en la agricultura, la minería, la industria incipiente, la banca, así como el comercio interior y
exterior, estaban en manos de capitales privados, nacionales o extranjeros. Y la fuerza de
trabajo si bien podía asumir formas bastardeadas de dominación como el peonaje, era
crecientemente fuerza de trabajo asalariada. Se trataba, por supuesto, de un capitalismo
periférico y dependiente del exterior, con una base productiva y social heterogénea, muy
diferente del capitalismo de los países centrales.
El proceso de ascenso del capitalismo mexicano fue acicateado por la Reforma Liberal de
mediados del Siglo XIX, la cual impulsó la formación del mercado interno, mediante la
desamortización de las propiedades del clero y de las comunidades indígenas, entre otros
factores. El proyecto modernizador del Porfiriato fue determinante en esa expansión. Se
construyó una amplia red ferroviaria que integró el espacio nacional y conectó las tierras del
Norte y del Sureste con los mercados internacionales (Florescano, 1991). En materia de
comercio exterior, se redujo la dependencia de las exportaciones de plata al abrirse nuevos
cultivos como el henequén, el algodón y el café, y se comenzó la explotación petrolera por
parte de consorcios internacionales; los flujos comerciales se orientaron más hacia los
Estados Unidos, acelerando la norteamericanización del comercio exterior. En 1912, el
75.3% de las exportaciones se destinaban al mercado estadounidense y de ese país
provenían el 53.9% de las importaciones (Bulmer-Thomas, 2003).
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extranjeros y de una burguesía compradora. De acuerdo con Cosío Villegas (2010) “el
Porfirismo era en sus postrimerías era una organización piramidal: en la cúspide estaban las
‘cien familias’; los demás eran desvalidos, en mayor o menor grado”.
El gobierno de Cárdenas, al amparo del 1er. Plan Sexenal elaborado durante las elecciones,
impulsó la reforma agraria y decretó la expropiación del petróleo. Para realizarlas se apoyó
en los sindicatos obreros y en las organizaciones campesinas, los cuales pasaron a forma
parte de la estructura del partido oficial, en ese entonces Partido Nacional Revolucionario
(PNR).
industrialización en una primera etapa, definida por los estructuralistas cepalinos, como la
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fase de la “sustitución fácil” de importaciones, recayó fundamentalmente en una emergente
burguesía nacional, apoyada activamente por el Estado. Los principales estratos de la
burguesía estaban conformados por una naciente burguesía industrial, a la que se
agregaron personajes provenientes de los gobiernos 1; y las burguesías comercial y
bancaria. Estos últimos, en términos generales, se opusieron a las reformas cardenistas y
alentaron la formación de grupos opositores de derecha.2 El gobierno cardenista representó
el clímax del proceso revolucionario. Como afirma Gilly:
“Erraría quien creyera que el sexenio cardenista, uno de esos lapsos excepcionales que de
pronto aparecen en la historia, fue un proyecto destinado de antemano al fracaso. Ese
tiempo intenso y fugaz cambió al país y trajo a los hechos promesas de la revolución por
años postergadas. Fue a su manera la culminación, todo lo incompleta que se quiera pero
real, del pacto mexicano inscrito en la Constitución de 1917 (Gilly, 2020, p. 5)”.
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población económicamente activa se transformó en población asalariada: obreros de la
industria, así como empleados y trabajadores en el comercio, los servicios y el gobierno. Se
ensancharon las clases medias urbanas. De un país predominantemente rural, México se
convirtió en un país predominantemente urbano. Según datos del INEGI, la población rural
que en 1930 representaba el 67% del total disminuyó al 42% en 1970, mientras que la
población urbana pasó en el mismo periodo del 33 al 58%.
Las ETN capitalizaron el desarrollo del mercado interno y se apoderaron de las ramas y
actividades más dinámicas de la industria. Se produce lo que Cardoso y Faletto (1969)
denominaban “la internacionalización del mercado interno”. Ello implicaba, el traslado de los
centros de decisión de la acumulación de capital al exterior, lo que debilitaba la conducción
nacional del proceso, o la “densidad nacional” como le llamaba Ferrer (2004). Ello limitaba el
campo de acción y la influencia de las políticas económicas de los gobiernos. Las
decisiones fundamentales para la continuación del proceso de industrialización dejaron de
estar en manos nacionales y pasaron a depender de decisiones externas, altamente
centralizadas, tomadas en el ámbito de las ETN (Furtado, 1976). El proceso de
industrialización en su origen fundamentalmente nacional, devino transnacional. La inserción
de las ETN en el proceso de industrialización significó como Sunkel (1996) lo señaló en su
tiempo, un proceso simultáneo de integración transnacional y de desintegración nacional.
Durante el periodo 1940-1970, que coincidió con en el más largo auge expansivo de la
historia del capitalismo mundial, México logró un crecimiento económico alto, con elevados
niveles de empleo y con salarios reales crecientes. En ese lapso, el PIB se incrementó 6.4%
en términos reales anualizados, mientras que el ingreso por habitante aumentó anualmente
3.1%. Fue la época del “milagro mexicano” etiqueta que pretendía igualar a nuestro país con
el “milagro alemán”.
A finales de los años cincuenta, durante los gobiernos de Adolfo López Mateos (1958- 1964)
y Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) se implementó la llamada estrategia del “desarrollo
estabilizador”. Esta estrategia mantenía los objetivos desarrollistas e industrializadores, pero
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planteaba la necesidad de modificar la política de financiamiento público. Debería
abandonarse el financiamiento primario del gasto público mediante la monetización del
déficit presupuestal, –el cual se asumía como la causa de la inflación y de la devaluación de
la moneda-, y optarse por una política que movilizara los recursos de la banca privada,
impulsara el crédito a través de la banca de desarrollo, y que recurriera al endeudamiento
interno y externo. (Ortiz Mena, 1998) [1].
El propio Ortiz Mena, zar de la política económica durante tres sexenios seguidos, al
referirse a la visita que realizaron él y el presidente López Mateos a Estados Unidos,
comenta que durante la entrevista con el presidente J.F. Kennedy este le preguntó qué
cuales eran los principales retos de la relación económica entre los dos países, a la que
Ortiz Mena le respondió “que el más importante era mantener buenas relaciones con las
autoridades financieras, con los principales inversionistas y, en general, con todos los
participantes del sistema financiero de ese país (Ibíd: p. 74).
Las políticas del “desarrollo estabilizador” lograron mantener altas tasas de crecimiento del
producto y estabilidad de precios, pero agravaron los desequilibrios estructurales de la
economía. En 1970, el déficit presupuestal del sector público y el déficit de la balanza en
cuenta corriente representaban el 3.8% y el 1.3% del PIB, respectivamente. La deuda
externa comenzaba a expandirse [2].
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sesenta, la IED controlaba prácticamente la industria farmacéutica, la industria química, la
petroquímica secundaria, la industria automotriz y de autopartes, la agroindustria y la
industria cigarrera.
En un importante libro de esa época (Aguilar y Carrión, 1975), Alonso Aguilar llegaba a la
conclusión de que a finales de la década de los sesenta el núcleo del poder económico se
concentraba en no más de un millar de familias. Su inmenso poder económico aseguraba su
hegemonía en la definición de la política en el seno del Estado [4].
“La oligarquía- afirmaba Aguilar- (está) formada por no más de un millar de influyentes
mexicanos, de unos mil capitalistas del sector privado y del público, que, en virtud de las
posiciones que ocupan tanto en el proceso económico como en la estructura del poder,
constituyen el núcleo que controla el grueso de la riqueza e influye decisivamente en la vida
económica y política de la nación”. (Aguilar y Carrión, ob.cit., p. 112)
De ese millar de oligarcas, opinaba el mismo autor, un centenar representaba la cúpula del
poder económico, y era la fracción hegemónica del “bloque en el poder” en lo económico y
lo político. Bazáñez (2011) analizando el mismo periodo plantea que el poder económico se
sintetizaba en el Grupo Monterrey con todas sus ramificaciones, el Grupo Televicentro
(ahora Televisa) [5] y los grandes banqueros de la época (Espinosa Yglesias, A. Legorreta,
C. Trouyet, A. Bailleres). Los grandes banqueros no sólo eran dueños de los activos de los
bancos, sino que eran propietarios o socios de importantes firmas industriales, mineras o
comerciales. A su vez, los dueños de los grandes grupos industriales eran miembros
prominentes de los consejos de administración de los bancos. Los bancos fueron además,
un eslabón fundamental en la trasnacionalización de la economía mexicana, al vincular al
gobierno mexicano y a las corporaciones con la banca trasnacional. Por intermedio de los
bancos mexicanos, ambos entraron de lleno en el endeudamiento internacional impulsado
por los bancos transnacionales que operaban en el mercado del eurodólar.
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A finales de la década de los sesenta dos acontecimientos vinieron a trastocar al “milagro
mexicano” y a poner fin a la emblemática estabilidad económica y política que había
experimentado México a lo largo de cuarenta años. Uno, fue el movimiento estudiantil de
1968 que desnudó el carácter antidemocrático del sistema político mexicano y el cual
significó en las palabras de Monsiváis (2003) “el principio del fin del encanto universal
priísta” [6]. Y el segundo, la irrupción de una “gran crisis” con epicentro en los principales
países desarrollados, pero que afectó al conjunto del sistema capitalista mundial.
La luna de miel entre las cúpulas empresariales y el gobierno llegó a su fin, y se rompió al
menos temporalmente, el proceso de “domesticación del Estado mexicano” que se había
construido desde el avilacamachismo, y el cual se había mantenido y ensanchado con el
alemanismo y durante el periodo del desarrollo estabilizador (1958-1970) [7]. Como
consecuencia del asesinato de Garza Sada, una de las cabezas principales, sino es que la
principal del Grupo Monterrey, la fracción oligárquica de la burguesía regiomontana
desplegó una amplia campaña ideológica en contra de Echeverría, quien se resistía a
aceptar pasivamente la “domesticación del Estado”. Esa campaña contó con el apoyo
abierto de la televisión comercial [8]. La oligarquía decidió crear en 1975 el Consejo
Coordinador Empresarial (CCE) como organismo cúpula de las cúpulas, y al crearlo asumió
en su seno a las principales cámaras empresariales.
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La molestia empresarial no se debía solamente al asesinato de Garza Sada y a la existencia
de guerrillas, sino que recelaban y se oponían a la política exterior y al discurso
tercermundista del presidente, quien, entre otras cosas, apoyaba al gobierno de la Unidad
Popular de Salvador Allende y permitía el ingreso de exiliados que huían de las dictaduras
militares del Cono Sur (Monsiváis, Ibid).
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Las contradicciones entre la oligarquía financiera y el Estado mexicano fueron subsanadas
transitoriamente durante el gobierno de José López Portillo (1978-1982). En el marco de la
sucesión presidencial, en 1977 se firmó un acuerdo de carácter ortodoxo con el FMI
mediante el cual el gobierno se comprometía a reducir el medio circulante, restringir el gasto
público, establecer topes a los aumentos salariales, liberalizar el comercio exterior, y limitar
el crecimiento de las empresas paraestatales (Guillén, 2010). Por primera vez el FMI
firmaba una Carta de Intención en la que combinaba las clásicas políticas de ajuste, con lo
que el Banco Mundial llamaría después el “cambio estructural”, que no era otra cosa que el
cambio de modelo económico, el tránsito hacia una economía abierta y con menor
presencia económica del Estado.
Una vez zanjadas las diferencias con la oligarquía, el gobierno de López Portillo hizo a un
lado la estrategia “concertada” con el FMI (con excepción de los topes salariales) y puso en
marcha una estrategia expansionista basada en la explotación intensiva de los campos
petroleros del Sureste del país, descubiertos años antes. Esa estrategia fue respaldada por
la oligarquía y por el conjunto de la clase dominante, así como por los organismos
multilaterales (FMI y Banco Mundial).
El gobierno consideraba que ante los altos precios internacionales del petróleo que
acompañaron la formación de la OPEP, la producción y exportación masiva de crudo,
permitirían resolver la restricción externa y generar las divisas necesarias para impulsar la
industrialización a un nivel superior y convertir a México en una potencia industrial
intermedia. Ya no era hora de restricciones, sino de “administrar la abundancia”, según las
propias palabras de López Portillo.
Algunos años después, Tello junto con Rolando Cordera escribieron un libro intitulado
“México la disputa por la nación (1988)”, en la que explicaban las contradicciones en el seno
del gobierno y con la clase empresarial como resultado de una disputa por el poder político
entre dos proyectos: el neoliberal encabezado por los grandes empresarios y un sector
tecnocrático del gobierno incrustado, sobretodo, en las instituciones financieras del mismo y
el banco central; y un “proyecto nacionalista” integrado por los pequeños y medianos
empresarios, los sindicatos de trabajadores y los cuadros del Estado no neoliberales. La
disputa era cierta y como ya lo constatamos, se decidió en favor del proyecto neoliberal, no
porque no hubiera defensores de una vía nacionalista, sino porque aquél se apoyaba en el
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poder económico, que es la base de cualquier poder político. Tanto nacional como
internacionalmente, el poder económico descansaba decididamente en el capital
monopolista-financiero.
Durante 1978-1981, México experimentó uno de los periodos de crecimiento más intensos
de su historia moderna, apoyado, en gran medida, en la expansión del gasto e inversión
públicos y financiado con endeudamiento externo. En ese lapso, el PIB registró un
crecimiento promedio anual superior al 8%. Con la misma fuerza que crecía la economía, se
agudizaron los desequilibrios estructurales. En 1981, el déficit financiero del sector público
llegó al 14.1% del PIB, mientras que el déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos
alcanzó el 8.4%. El uso del endeudamiento externo como mecanismo de financiamiento
asumió, cada vez más, la forma de un endeudamiento ponzi [10].
La baja en el precio internacional del petróleo crudo detonó la crisis mexicana, la cual
rápidamente se tornó en una crisis sistémica –la crisis de la deuda externa- que se irradió en
todos los países sobreendeudados, principalmente de América Latina. El gobierno mexicano
enderezó las críticas hacia los banqueros culpándolos de la fuga de capitales y de la crisis.
El 1 de septiembre de 1982 en el marco del informe de su último año de gobierno, López
Portillo anunció la estatificación de la banca comercial en su totalidad en manos de
mexicanos, así como el establecimiento del control de cambios. Al margen de la validez y
viabilidad de tal decisión esta representó uno de los últimos momentos el que el Estado
mexicano ejerció su autonomía respecto del poder económico [11].
Dicha decisión desató de nuevo las contradicciones con la oligarquía financiera, desposeída
ahora de sus activos financieros y de las corporaciones industriales pertenecientes a sus
grupos. La complacencia con la estrategia expansionista de la administración de la
abundancia se convirtió en desencanto y en una oposición abierta y acrecentada hacia el
gobierno. Varias cámaras y grupos empresariales anunciaron un paro de actividades, el cual
nunca llegó a concretarse (Basáñez y Camp). Más que desatar una tormenta, los sectores
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inconformes de la oligarquía decidieron mejor replegarse y dirimir sus diferencias con el
nuevo gobierno de Miguel de la Madrid, quien ya había sido elegido como el candidato del
PRI a la presidencia para el periodo 1982-1988.
México aplicó desde el inicio de ese sexenio, de común acuerdo con el FMI, un draconiano
programa ortodoxo de ajuste, en el marco de las negociaciones para la reestructuración de
la deuda externa. El objetivo del programa era controlar la inflación y los desequilibrios
externo y presupuestal, mediante diversas medidas de contracción de la demanda agregada
La economía mexicana se paralizó con el ajuste ortodoxo. Durante el periodo 1983-1988, el
PIB decreció 0.03% en términos reales y el PIB por habitante se contrajo 1.9%. La tasa de
inversión bruta en ese periodo disminuyó del 26.4% del PIB al 16.8%, una baja inusitada de
casi diez puntos porcentuales. Esa situación anómala no fue privativa de México, sino que
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se extendió a todos los países sobreendeudados de las periferias. El estancamiento
económico fue la norma, lo que motivó que la década de los ochenta fuera calificada como
la “década perdida”. Los bancos acreedores seguían cobrando el servicio de la deuda, pero
los productores de bienes de los centros no podían vender, debido al desplome de la
capacidad de importación de las periferias (De Bernis, 2007).
La contracción de la economía obedeció tanto a los efectos recesivos de las políticas del
programa de ajuste, como al impacto perverso provocado por los acuerdos de
reestructuración de la deuda externa pactados con el “bloque acreedor”. Dado el cierre del
crédito decidido por los bancos, el servicio de la deuda tuvo que ser financiado, como ya se
dijo, con el saldo favorable de la balanza comercial En el periodo 1983-1987, México
acumuló un superávit comercial de 47,900 md. En el mismo lapso, la transferencia neta de
capitales al exterior fue de 63,300 md, lo que representaba el 7% del PIB.
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Varios de los grandes grupos económicos nativos, así como las empresas transnacionales
que operaban en el país -en ese entonces fundamentalmente para el mercado interno-,
lograron reconvertir sus empresas y orientarlas hacia el mercado externo. Otros grupos y
empresas medianas y pequeñas fracasaron en este proceso de reestructuración y quedaron
ancladas a un menguado mercado interno.
En México la estrategia del Consenso se aplicó en tres fases sucesivas. En la primera fase
se lanzó el Pacto de Solidaridad Económica, programa de estabilización, que más tarde
sería replicado en Brasil con el Plan Real. Aunque el Pacto fue implantado en 1987, último
año de la administración de De la Madrid, fue diseñado por el equipo de Salinas de Gortari,
Secretario de Programación y Presupuesto de ese sexenio, y nombrado candidato del PRI a
la presidencia de la República.
La reforma neoliberal salinista fue completada en una tercera fase por la firma del Tratado
de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el cual entró en vigor en 1994, y por la
aceleración del proceso de privatización de los activos públicos.
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La privatización gradual de las empresas públicas efectuada por la administración de De la
Madrid se convirtió en un programa de privatización generalizada durante el gobierno de
Salinas. La privatización abarcó todos los sectores en que participaba el Estado con
excepción de los llamados sectores estratégicos (petróleo, electricidad, etc.). Sin embargo,
en el caso de la banca comercial, entonces estatizada, se efectuó una reforma
constitucional para eliminarla del universo de los sectores estratégicos y se adjudicó
mediante subasta a inversionistas nacionales, principalmente a quienes habían operado la
llamada “banca paralela” (casas de bolsa, arrendadoras, etc.) y a empresarios cercanos al
círculo de Salinas de Gortari. Se efectuó, asimismo, la reforma del artículo 3ero.
constitucional, la cual permitió la venta de parcelas ejidales.
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esfera financiera [12]. Sigue siendo válida la frase de Carlos Monsiváis de que los políticos
de cada sexenio se convierten en la iniciativa privada del sexenio siguiente. Y cada vez
más, ocurre lo opuesto.
No es un accidente de la historia sino una derivación necesaria del modo de operar del
RADF, que mientras México se estancaba y la pobreza se extendía, el número de
multimillonarios mexicanos listados en la revista Forbes se robustecía. En 2009, Forbes
incluía a nueve mexicanos en la lista de multimillonarios del mundo. En 2016, a pesar de
que la economía mexicana se ha mantenido estancada, seguían apareciendo nueve. Ellos
son Carlos Slim, Germán Larrea, Alberto Bailleres, Emilio Azcárraga Jean, María Asunción
Aramburuzaba, Familia Garza Lagüera, Familia Chedraui, Ricardo Salinas Pliego, Jerónimo
Arango (véase anexo). Como se observa, varios de esta lista forman parte de la “nueva
oligarquía” encumbrada durante las administraciones neoliberales, a través de los procesos
de privatización y su relación “carnal” con el poder político, mientras que el resto son
familias de la “vieja oligarquía” que tienen varias décadas de ubicarse en la cima. Algunos
miembros de la oligarquía como Slim, Larrea, Bailleres, Azcárraga y otros tienen una base
de acumulación propia, mientras que personajes como Roberto Hernández, Harp Helú,
Arango, Aramburuzabala y varios más, han devenido fundamentalmente en socios menores
de las corporaciones y/o rentistas financieros e inmobiliarios. Muchos de los miembros de la
oligarquía operan entidades financieras (bancos, afores, etc.) y/o obtienen una importante
proporción de sus ganancias en los mercados financieros, debido al acceso privilegiado que
tienen a la emisión y circulación primaria del capital ficticio (Guillén, 2015).
La oligarquía mexicana y el Estado mexicano son instancias cada vez más dependientes de
los Estados Unidos. La primera es crecientemente una oligarquía rentista, con una base de
acumulación de capital cada vez más débil, que actúa, en gran medida, como gestora de los
intereses trasnacionales e imperiales. Y el Estado que había mantenido cierta autonomía
hasta el ascenso del neoliberalismo, selló la sumisión al vecino del Norte desde la firma del
TLCAN y de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN),
pactada por la administración de Vicente Fox, la cual convertió a México yLa concentración
del ingreso y de la riqueza es un problema ancestral de México. Sin embargo, durante la
etapa neoliberal este proceso se acentuó como nunca antes, principalmente en el seno de la
oligarquía financiera. En verdad los realmente ricos no pasan de ser el 1% de la población; y
seguramente en el 0.1% más rico se ubica la oligarquía financiera, la verdadera dueña del
poder económico.
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Son pocos los estudios sobre la riqueza concentrada en manos de la oligarquía mexicana,
por lo que resulta complicado calcular su peso económico. En un interesante estudio
patrocinado por el Banco Mundial (Guerrero, López Calva y Walton, 2006: 6-9) estiman que
los multimillonarios mexicanos listados por Forbes acumulan una riqueza equivalente de
entre y cinco y seis porciento del PIB, y tienen “un ingreso potencial de casi 400 veces el
ingreso del 0.1% de la población de ingresos más altos, y casi 14,000 veces el del promedio
de la población”. Según otra estimación, “las 20 familias más acaudaladas del país
concentran una proporción superior al 10% del PIB, y más de la mitad del valor accionario
de la Bolsa Mexicana” (Zepeda, 2016, p. 9).
Hay razones para suponer que el crimen organizado no es un poder externo que acecha
desde fuera al poder político y lo infiltra. Los lazos entre el crimen organizado, el
empresariado y el Estado constituyen, desde hace varios años, una estructura orgánica,
como lo revelan con todo su dramatismo los acontecimientos de Ayotzinapa, de Michoacán,
Tamaulipas, Veracruz o Coahuila. La captura reciente en Estados Unidos de Genaro García
Luna, exsecretario de Seguridad del gobierno de Felipe Calderón y las acusaciones de
haber estado al servicio del Cártel de Sinaloa, son la mejor evidencia de la existencia de un
narcoestado [13]
Hay una ensambladura entre los intereses del narco, de los capitalistas privados y los
distintos segmentos del aparato de estado. En otras palabras, el crimen organizado opera
tanto en la sociedad civil, como en la sociedad política. Los capos son grandes empresarios
trasnacionales que operan con una lógica capitalista y que necesitan del sistema financiero
–un baluarte central del poder oligárquico – parar lavar sus ingresos. No se quiere decir con
esto que todos los empresarios o los banqueros son narcos, o que todos los políticos o
todos los miembros de los partidos políticos pertenecen al crimen organizado, sino que la
imbricación de intereses entre los distintos segmentos del poder económico y político
(incluyendo los de narco) tiene un carácter estructural, razón por la cual el concepto
“narcoestado”, si bien a veces se sobredimensiona o se caricaturiza, apunta a un elemento
visible de la realidad mexicana y explica, en buena medida, la magnitud del desastre
nacional, con todos sus lacras: corrupción desmedida, impunidad, descomposición del tejido
social y represión crónica.
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Durante el periodo neoliberal, las relaciones entre la oligarquía financiera y el Estado
mexicano se modificaron cualitativamente. Aquélla no solamente se consolidó como la
fracción hegemónica del bloque en el poder, sino que prácticamente asaltó el poder político
y convirtió al Estado en un aparato bajo su control. Ello se evidenció, sobretodo a partir de
los dos gobiernos panistas de la alternancia (2000 a 2012) y el gobierno de Enrique Peña
Nieto (2012-2018). Como lo ha planteado el actual presidente, López Obrador, el Estado se
había vuelto, en buena medida, un comité al servicio del poder económico.
6. Conclusiones
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El triunfo de la Revolución Mexicana significó la derrota de la oligarquía latifundista. México
siguió el camino de un capitalismo de Estado, nacional-popular que alcanzó su clímax con
las reformas del gobierno de Lázaro Cárdenas. El proceso de industrialización, emprendido
bajo el modelo de sustitución de importaciones, cobijó la formación de una burguesía
industrial nativa apoyada por el Estado.
Hacia mediados de los años sesenta, y en el marco de las políticas del “desarrollo
estabilizador se había conformado una oligarquía financiera en el seno de la burguesía
mexicana, fuertemente entrelazada con el capital trasnacional y con la oligarquía financiera
internacional a través del endeudamiento externo.
La naturaleza de las relaciones de esa nueva fracción hegemónica del poder económico con
el Estado mexicano se modificó cualitativamente. Aunque éste mantenía autonomía relativa,
debido, en gran medida, al control orgánico e ideológico que mantenía sobre las clases
subalternas, la política económica tendía cada vez más, a favorecer ese segmento de la
clase dominante. El ascenso y consolidación de la oligarquía financiera condujo a lo que en
este ensayo hemos denominado “la domesticación del Estado mexicano”.
La “gran crisis” de finales de los años sesenta que afectó al sistema capitalista en su
conjunto, combinada con los efectos políticos de la represión del movimiento estudiantil-
popular de 1968, provocaron un interregno en las relaciones entre la oligarquía financiera y
el Estado. Los gobiernos de Echeverría y López Portillo usaron su autonomía relativa, el
primero para confrontar la crisis económica y para restañar las heridas abiertas por la
matanza de Tlatelolco, y el segundo para contener, mediante la estatificación de la banca, el
fracaso de su estrategia económica expansionista y el inicio de la crisis de la deuda externa.
Las decisiones de ambas administraciones llevaron a una aguda confrontación con la
oligarquía en los años postreros de sus mandatos.
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El gobierno de Miguel de la Madrid se inscribió en la Historia como el de la transición al
neoliberalismo, proceso que se consolidó con el arribo de Carlos Salinas de Gortari a la
presidencia de la república. Su régimen representó el fin del “viejo PRI” y de las políticas
desarrollistas. La adopción del modelo neoliberal no solamente estrechó los lazos entre una
oligarquía financiera crecientemente rentista y el Estado, sino que podría ser interpretada
como un verdadero asalto del poder político de parte de aquélla.
La continuidad neoliberal de tres décadas fue interrumpida por el
arrollador triunfo de
Andrés Manuel López Obrador y de su partido Morena en las lecciones de 2018. El nuevo
gobierno ha ofrecido abandonar el modelo neoliberal y efectuar la separación del poder
político del poder económico. Alcanzar ambos objetivos no será una tarea sencilla. Su
gobierno ha llevado a cabo un conjunto de medidas y de cambios en el orden legal que se
alejan de las recetas del Consenso de Washington, y que demuestran autonomía respecto a
la fracción hegemónica del poder económico. Sin embargo, romper la camisa de fuerza de
la globalización neoliberal y trascender el neoliberalismo, no será un reto que se resuelva en
el corto plazo, ni depende solo de la voluntad del Presidente. Reclamará entre otras cosas,
de la transformación de Morena en un verdadero partido político de izquierda, ajeno al
oportunismo y el arribismo, así como cercano y activo en las luchas populares y en la
satisfacción de sus demandas. Sólo así será posible aspirar a la construcción de una nueva
hegemonía política, nacional y popular, autonomizada del poder económico concentrado, y
capaz de conducir una agenda posneoliberal.
Referencias bibliográficas
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Notas :
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[1] La reapertura del acceso al endeudamiento internacional se dio en el año de 1941
cuando los gobiernos de México y Estados Unidos firmaron varios acuerdos bilaterales,
después de un periodo de alejamiento entre los dos gobiernos como consecuencia de la
revolución mexicana y de la expropiación petrolera. En 1941 se reabrió la llave al
financiamiento internacional, mediante la concesión de un crédito del Eximbank y el
establecimiento de líneas de estabilización cambiaria con el Departamento del Tesoro de
EUA. Posteriormente en 1942 y 1946 se reestructuró la deuda externa anterior a la
revolución con descuentos superiores al 80 (Ortiz Mena, Ibíd, p. 29).
[4] “Lo que es indudable, es que los grandes empresarios mexicanos son cada vez
políticamente poderosos. Directamente y a través de sus empresas o instituciones influyen
en la prensa y en otros medios de comunicación, y sus posiciones en intereses suelen ser
los que deciden el rumbo de la acción o la inacción gubernamental” (Aguilar, 1972, p.77)
[6] El movimiento estudiantil del 68 tiene como antecedente rupturista más inmediato, los
movimientos obreros de ferrocarrileros, maestros y telegrafistas de finales de los años
cincuenta que intentaban romper el control oficial corporativo de los sindicatos. Dichos
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movimientos fueron reprimidos por el gobierno de López Mateos y fueron tachados, ya en
plena “Guerra Fría” como intentos comunistas por extender la influencia soviética en nuestro
país.
[7] Cosío Villegas observaba con agudeza en una de sus últimas obras, el creciente poder
de los empresarios privados dentro de los gobiernos. “el poder de los Iniciativos-se refería a
la llamada iniciativa privada- disminuye perceptiblemente en la era cardenista, pero
comienzan a recobrarlo con Ávila Camacho, más todavía durante el gobierno de Alemán,
hasta llegar a proporciones considerables en el sexenio de Díaz Ordaz (Cosío Villegas,
1975: 148)”.
[8] En el funeral de Garza Sada, un líder empresarial, Ricardo Margáin Zozaya, culpó al
presidente Echeverría del clima de violencia que se vivía en el país. “Solo de puede actuar
impunemente cuando se ha perdido el respeto; cuando no tan sólo se deja que tengan libre
cauce las más negativas ideologías, sino que además se les permite que cosechen sus
frutos negativos de odio, destrucción y muerte. Cuando se ha propiciado desde el poder a
base de declaraciones y discursos el ataque reiterado al sector privado, del cual formaba
parte destacada el occiso, sin otra finalidad aparente que fomentar la división y el odio entre
las clases sociales. Cuando no se desaprovecha ocasión para favorecer y ayudar todo
cuanto tenga relación con las ideas marxistas a sabiendas de que el pueblo mexicano
repudia ese sistema de opresión”. (citado por Monsiváis, 2003, p. 313)
[10] Minsky (1976) llama endeudamiento Ponzi aquél que es contratado con fines
meramente especulativos y en un momento en que el deudor no posee los suficientes
ingresos para cubrir su servicio.
[11] Aunque existen una variedad de interpretaciones acerca de las razones que llevaron al
gobierno a decretar la estatificación de la banca, el propio ex presidente López Portillo en
sus memorias, justifica la medida en términos de la necesidad de preservar la autonomía del
Estado frente al poder económico. “Y la nacionalización de la banca –afirma-,
independientemente del operativo económico que significa, fue eso, una decisión correctiva,
ante el riesgo del derrumbe de in proyecto político nacional, para afirmar el principio de la
soberanía del Estado frente a la acción perversa de las presiones asociadas o coincidentes,
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intra y extranacionales, que le disputaban el espacio de sus funciones. Fue sencillamente un
acto de fuerza institucional para expresar y fortalecer el poder político del Estado y facilitar la
función del económico en cuanto satisface el interés general” (López Portillo, Ibíd. Segunda
Parte, p, 1248).
[13] Ante tal panorama no es gratuito que el actual presidente, López Obrador, en en de sus
conferencias mañaneras haya manifestado: “imagínense en qué situación estaba el país.
Llegó a hablarse de un narcoestado y yo en ese entonces pensaba que no era correcto
clasificar de esa manera; pero luego, con todo esto que está saliendo a relucir, pues sí se
puede hablar de un narcoestado, porque estaba tomado el gobierno; quienes tenían a su
cargo combatir la delincuencia estaban al servicio de la delincuencia, mandaba la
delincuencia, era la que decidía a quién perseguir y a quién proteger. Entonces, sí, esto
tiene que atenderse para que no se repita jamás. Tiene que haber una línea divisoria entre
autoridad y delincuencia, que no haya contubernio, porque estamos desprotegidos todos. Es
un asunto que debe seguirse tratando sin miramientos, sin protección a nadie, sin
impunidad” (citado por Férnandez Vega, 2020).
Arturo Guillén R.
Arturo Guillén. Profesor – Investigador del Departamento de Economía la Universidad
Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Profesor del “Posgrado en Estudios Sociales, Línea
Economía Social” de la misma Universidad. Coordinador General de la Red de Estudios
sobre el Desarrollo Celso Furtado (www.redcelsofurtado.edu.mx). Miembro del Sistema
Nacional de Investigadores. E-mail: artguillenrom chez hotmail.com. Fax: 55 5612 5682.
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