Papa Francisco Año de La Fe
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Papa Francisco Año de La Fe
Sala Pablo VI
Sábado 6 de julio de 2013
Vídeo
¡Buenas tardes!
Cuando he entrado, he visto lo que había escrito. Quería deciros una palabra, y la palabra era
alegría. Siempre, donde están los consagrados, los seminaristas, las religiosas y los religiosos,
los jóvenes, hay alegría, siempre hay alegría. Es la alegría de la lozanía, es la alegría de seguir a
Cristo; la alegría que nos da el Espíritu Santo, no la alegría del mundo. ¡Hay alegría! Pero,
¿dónde nace la alegría? Nace… Pero, ¿el sábado por la noche volveré a casa e iré a bailar con
mis antiguos compañeros? ¿De esto nace la alegría? ¿De un seminarista, por ejemplo? ¿No? ¿O
sí?
Algunos dirán: la alegría nace de las cosas que se tienen, y entonces he aquí la búsqueda del
último modelo de smartphone, el scooter más veloz, el coche que llama la atención… Pero yo os
digo, en verdad, que a mí me hace mal cuando veo a un sacerdote o a una religiosa en un auto
último modelo: ¡no se puede! ¡No se puede! Pensáis esto: pero entonces, Padre, ¿debemos ir en
bicicleta? ¡Es buena la bicicleta! Monseñor Alfred va en bicicleta: él va en bicicleta. Creo que el
auto es necesario cuando hay mucho trabajo y para trasladarse… ¡pero usad uno más humilde! Y
si te gusta el más bueno, ¡piensa en cuántos niños se mueren de hambre! Solamente esto. La
alegría no nace, no viene de las cosas que se tienen. Otros dicen que viene de las experiencias
más extremas, para sentir la emoción de las sensaciones más fuertes: a la juventud le gusta
caminar en el borde del precipicio, ¡le gusta de verdad! Otros, incluso, del vestido más a la moda,
de la diversión en los locales más en boga, pero con esto no digo que la religiosas vayan a esos
lugares, lo digo de los jóvenes en general. Otros, incluso, del éxito con las muchachas o los
muchachos, quizás pasando de una a otra o de uno a otro. Esta es la inseguridad del amor, que
no es seguro: es el amor «a prueba». Y podríamos continuar… También vosotros os halláis en
contacto con esta realidad que no podéis ignorar.
Sabemos que todo esto puede satisfacer algún deseo, crear alguna emoción, pero al final es una
alegría que permanece en la superficie, no baja a lo íntimo, no es una alegría íntima: es la euforia
de un momento que no hace verdaderamente feliz. La alegría no es la euforia de un momento:
¡es otra cosa!
La verdadera alegría no viene de las cosas, del tener, ¡no! Nace del encuentro, de la relación con
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los demás, nace de sentirse aceptado, comprendido, amado, y de aceptar, comprender y amar; y
esto no por el interés de un momento, sino porque el otro, la otra, es una persona. La alegría
nace de la gratuidad de un encuentro. Es escuchar: «Tú eres importante para mí», no
necesariamente con palabras. Esto es hermoso… Y es precisamente esto lo que Dios nos hace
comprender. Al llamaros, Dios os dice: «Tú eres importante para mí, te quiero, cuento contigo».
Jesús, a cada uno de nosotros, nos dice esto. De ahí nace la alegría. La alegría del momento en
que Jesús me ha mirado. Comprender y sentir esto es el secreto de nuestra alegría. Sentirse
amado por Dios, sentir que para él no somos números, sino personas; y sentir que es él quien
nos llama. Convertirse en sacerdote, en religioso o religiosa no es ante todo una elección nuestra.
No me fío del seminarista o de la novicia que dice: «He elegido este camino». ¡No me gusta esto!
No está bien. Más bien es la respuesta a una llamada y a una llamada de amor. Siento algo
dentro que me inquieta, y yo respondo sí. En la oración, el Señor nos hace sentir este amor, pero
también a través de numerosos signos que podemos leer en nuestra vida, a través de numerosas
personas que pone en nuestro camino. Y la alegría del encuentro con él y de su llamada lleva a
no cerrarse, sino a abrirse; lleva al servicio en la Iglesia. Santo Tomás decía bonum est diffusivum
sui —no es un latín muy difícil—, el bien se difunde. Y también la alegría se difunde. No tengáis
miedo de mostrar la alegría de haber respondido a la llamada del Señor, a su elección de amor, y
de testimoniar su Evangelio en el servicio a la Iglesia. Y la alegría, la verdad, es contagiosa;
contagia… hace ir adelante. En cambio, cuando te encuentras con un seminarista muy serio, muy
triste, o con una novicia así, piensas: ¡hay algo aquí que no está bien! Falta la alegría del Señor,
la alegría que te lleva al servicio, la alegría del encuentro con Jesús, que te lleva al encuentro con
los otros para anunciar a Jesús. ¡Falta esto! No hay santidad en la tristeza, ¡no hay! Santa Teresa
—hay tantos españoles aquí que la conocen bien— decía: «Un santo triste es un triste santo». Es
poca cosa… Cuando te encuentras con un seminarista, un sacerdote, una religiosa, una novicia
con cara larga, triste, que parece que sobre su vida han arrojado una manta muy mojada, una de
esas pesadas… que te tira al suelo… ¡Algo está mal! Pero por favor: ¡nunca más religiosas y
sacerdotes con «cara avinagrada», ¡nunca más! La alegría que viene de Jesús. Pensad en esto:
cuando a un sacerdote —digo sacerdote, pero también un seminarista—, cuando a un sacerdote,
a una religiosa, le falta la alegría, es triste; podéis pensar: «Pero es un problema psiquiátrico».
No, es verdad: puede ser, puede ser, esto sí. Sucede: algunos, pobres, enferman… Puede ser.
Pero, en general, no es un problema psiquiátrico. ¿Es un problema de insatisfacción? Sí. Pero,
¿dónde está el centro de esta falta de alegría? Es un problema de celibato. Os lo explico.
Vosotros, seminaristas, religiosas, consagráis vuestro amor a Jesús, un amor grande; el corazón
es para Jesús, y esto nos lleva a hacer el voto de castidad, el voto de celibato. Pero el voto de
castidad y el voto de celibato no terminan en el momento del voto, van adelante… Un camino que
madura, madura, madura hacia la paternidad pastoral, hacia la maternidad pastoral, y cuando un
sacerdote no es padre de su comunidad, cuando una religiosa no es madre de todos aquellos con
los que trabaja, se vuelve triste. Este es el problema. Por eso os digo: la raíz de la tristeza en la
vida pastoral está precisamente en la falta de paternidad y maternidad, que viene de vivir mal esta
consagración, que, en cambio, nos debe llevar a la fecundidad. No se puede pensar en un
sacerdote o en una religiosa que no sean fecundos: ¡esto no es católico! ¡Esto no es católico!
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Esta es la belleza de la consagración: es la alegría, la alegría…
No quisiera hacer avergonzar a esta santa religiosa [se dirige a una religiosa anciana en la
primera fila], que estaba delante de la valla, pobrecita, y estaba propiamente sofocada, pero tenía
una cara feliz. Me ha hecho bien mirar su cara, hermana. Quizás usted tenga muchos años de
vida consagrada, pero usted tiene ojos hermosos, usted sonreía, usted no se quejaba de esta
presión… Cuando encontráis ejemplos como este, muchos, muchas religiosas, muchos
sacerdotes que son felices, es porque son fecundos, dan vida, vida, vida… Esta vida la dan
porque la encuentran en Jesús. En la alegría de Jesús. Alegría, ninguna tristeza, fecundidad
pastoral.
Para ser testigos felices del Evangelio es necesario ser auténticos, coherentes. Y esta es otra
palabra que quiero deciros: autenticidad. Jesús reprendía mucho a los hipócritas: hipócritas, los
que piensan por debajo, los que tienen —para decirlo claramente— dos caras. Hablar de
autenticidad a los jóvenes no cuesta, porque los jóvenes —todos— tienen este deseo de ser
auténticos, de ser coherentes. Y a todos vosotros os fastidia encontraros con sacerdotes o
religiosas que no son auténticos.
Esta es una responsabilidad, ante todo, de los adultos, de los formadores. Es vuestra,
formadores, que estáis aquí: dar un ejemplo de coherencia a los más jóvenes. ¿Queremos
jóvenes coherentes? ¡Seamos nosotros coherentes! De lo contrario, el Señor nos dirá lo que
decía de los fariseos al pueblo de Dios: «Haced lo que digan, pero no lo que hacen». Coherencia
y autenticidad.
Pero también vosotros, por vuestra parte, tratad de seguir este camino. Digo siempre lo que
afirmaba san Francisco de Asís: Cristo nos ha enviado a anunciar el Evangelio también con la
palabra. La frase es así: «Anunciad el Evangelio siempre. Y, si fuera necesario, con las
palabras». ¿Qué quiere decir esto? Anunciar el Evangelio con la autenticidad de vida, con la
coherencia de vida. Pero en este mundo en el que las riquezas hacen tanto mal, es necesario que
nosotros, sacerdotes, religiosas, todos nosotros, seamos coherentes con nuestra pobreza. Pero
cuando te das cuenta de que el interés prioritario de una institución educativa o parroquial, o
cualquier otra, es el dinero, esto no hace bien. ¡Esto no hace bien! Es una incoherencia. Debemos
ser coherentes, auténticos. Por este camino hacemos lo que dice san Francisco: predicamos el
Evangelio con el ejemplo, después con las palabras. Pero, antes que nada, es en nuestra vida
donde los otros deben leer el Evangelio. También aquí sin temor, con nuestros defectos que
tratamos de corregir, con nuestros límites que el Señor conoce, pero también con nuestra
generosidad al dejar que él actúe en nosotros. Los defectos, los límites y —añado algo más— los
pecados… Querría saber una cosa: aquí, en el aula, ¿hay alguien que no es pecador? ¡Alce la
mano! ¡Alce la mano! Nadie. Nadie. Desde aquí hasta el fondo… ¡todos! Pero, ¿cómo llevo mi
pecado, mis pecados? Quiero aconsejaros esto: sed transparentes con el confesor. Siempre.
Decid todo, no tengáis miedo. «Padre, he pecado». Pensad en la samaritana, que para tratar de
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decir a sus conciudadanos que había encontrado al Mesías, dijo: «Me ha dicho todo lo que hice»,
y todos conocían la vida de esa mujer. Decir siempre la verdad al confesor. Esta transparencia
nos hará bien, porque nos hace humildes, a todos. «Pero padre, he persistido en esto, he hecho
esto, he odiado»…, cualquier cosa. Decir la verdad, sin esconder, sin medias palabras, porque
estás hablando con Jesús en la persona del confesor. Y Jesús sabe la verdad. Solamente Él te
perdona siempre. Pero el Señor quiere solamente que tú le digas lo que Él ya sabe.
¡Transparencia! Es triste cuando uno se encuentra con un seminarista, con una religiosa, que hoy
se confiesa con éste para limpiar la mancha; y mañana con otro, con otro y con otro: una
peregrinatio a los confesores para esconder su verdad. ¡Transparencia! Es Jesús quien te está
escuchando. Tened siempre esta transparencia ante Jesús en el confesor. Pero ésta es una
gracia. Padre, he pecado, he hecho esto, esto y esto… letra por letra. Y el Señor te abraza, te
besa. Ve, y ya no peques. ¿Y si vuelves? Otra vez. Lo digo por experiencia. Me he encontrado
con muchas personas consagradas que caen en esta trampa hipócrita de la falta de
transparencia. «He hecho esto», con humildad. Como el publicano, que estaba en el fondo del
templo: «He hecho esto, he hecho esto…». Y el Señor te tapa la boca: es Él quien te la tapa. Pero
no lo hagas tú. ¿Habéis comprendido? Del propio pecado, sobreabunda la gracia. Abrid la puerta
a la gracia, con esta transparencia.
Los santos y los maestros de la vida espiritual nos dicen que para ayudar a hacer crecer la
autenticidad en nuestra vida es muy útil, más aún, es indispensable, la práctica diaria del examen
de conciencia. ¿Qué sucede en mi alma? Así, abierto, con el Señor y después con el confesor,
con el padre espiritual. Es muy importante esto.
[Monseñor Fisichella: si usted habla así, estaremos aquí hasta mañana, absolutamente]
Pero él dice hasta mañana… Que os traiga un sándwich y una Coca Cola a cada uno, si es hasta
mañana, por lo menos…
La coherencia es fundamental, para que nuestro testimonio sea creíble. Pero no basta; también
se necesita preparación cultural, preparación intelectual, lo remarco, para dar razón de la fe y de
la esperanza. El contexto en el que vivimos pide continuamente este «dar razón», y es algo
bueno, porque nos ayuda a no dar nada por descontado. Hoy no podemos dar nada por
descontado. Esta civilización, esta cultura… no podemos. Pero, ciertamente, es también arduo,
requiere buena formación, equilibrada, que una todas las dimensiones de la vida, la humana, la
espiritual, la dimensión intelectual con la pastoral. En la formación vuestra hay cuatro pilares
fundamentales: formación espiritual, o sea, la vida espiritual; la vida intelectual, este estudiar para
«dar razón»; la vida apostólica, comenzar a ir a anunciar el Evangelio; y, cuarto, la vida
comunitaria. Cuatro. Y para esta última es necesario que la formación se realice en la comunidad,
en el noviciado, en el priorato, en los seminarios… Pienso siempre esto: es mejor el peor
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seminario que ningún seminario. ¿Por qué? Porque es necesaria esta vida comunitaria. Recordad
los cuatro pilares: vida espiritual, vida intelectual, vida apostólica y vida comunitaria. Estos cuatro.
En estos cuatro debéis edificar vuestra vocación.
Pero hay dos extremos; en este aspecto de la amistad y de la fraternidad, hay dos extremos:
tanto el aislamiento como la disipación. Una amistad y una fraternidad que me ayuden a no caer
ni en el aislamiento ni en la disipación. Cultivad las amistades, son un bien precioso; pero deben
educaros no en la cerrazón, sino en la salida de vosotros mismos. Un sacerdote, un religioso, una
religiosa jamás pueden ser una isla, sino una persona siempre dispuesta al encuentro. Las
amistades, además, se enriquecen con los diversos carismas de vuestras familias religiosas. Es
una gran riqueza. Pensemos en las hermosas amistades de muchos santos.
[Seminaristas: «¡Noooo!»]
Querría deciros: salid de vosotros mismos para anunciar el Evangelio, pero, para hacerlo, debéis
salir de vosotros mismos para encontrar a Jesús. Hay dos salidas: una hacia el encuentro con
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Jesús, hacia la trascendencia; la otra, hacia los demás para anunciar a Jesús. Estas dos van
juntas. Si haces solamente una, no está bien. Pienso en la madre Teresa de Calcuta. Era audaz
esta religiosa… No tenía miedo a nada, iba por las calles… Pero esta mujer tampoco tenía miedo
de arrodillarse, dos horas, ante el Señor. No tengáis miedo de salir de vosotros mismos en la
oración y en la acción pastoral. Sed valientes para rezar y para ir a anunciar el Evangelio.
Querría una Iglesia misionera, no tan tranquila. Una hermosa Iglesia que va adelante. En estos
días han venido muchos misioneros y misioneras a la misa de la mañana, aquí, en Santa Marta, y
cuando me saludaban, me decían: «Pero yo soy una religiosa anciana; hace cuarenta años que
estoy en el Chad, que estoy acá, que estoy allá…». ¡Qué hermoso! Pero, ¿tú entiendes que esta
religiosa ha pasado estos años así, porque nunca ha dejado de encontrar a Jesús en la oración?
Salir de sí mismos hacia la trascendencia, hacia Jesús en la oración, hacia la trascendencia,
hacia los demás en el apostolado, en el trabajo. Dad una contribución para una Iglesia así, fiel al
camino que Jesús quiere. No aprendáis de nosotros, que ya no somos tan jóvenes; no aprendáis
de nosotros el deporte que nosotros, los viejos, tenemos a menudo: ¡el deporte de la queja! No
aprendáis de nosotros el culto de la «diosa queja». Es una diosa… siempre quejosa. Al contrario,
sed positivos, cultivad la vida espiritual y, al mismo tiempo, id, sed capaces de encontraros con
las personas, especialmente con las más despreciadas y desfavorecidas. No tengáis miedo de
salir e ir contra la corriente. Sed contemplativos y misioneros. Tened siempre a la Virgen con
vosotros en vuestra casa, como la tenía el apóstol Juan. Que ella siempre os acompañe y proteja.
Y rezad también por mí, porque también yo necesito oraciones, porque soy un pobre pecador,
pero vamos adelante.
Muchas gracias, no veremos de nuevo mañana. Y adelante, con alegría, con coherencia, siempre
con la valentía de decir la verdad, la valentía de salir de sí mismo para encontrar a Jesús en la
oración y salir de sí mismo para encontrar a los otros y darles el Evangelio. Con fecundidad
pastoral. Por favor, nos seáis «solteras» y «solteros». ¡Adelante!
Ahora, decía monseñor Fisichella, que ayer rezasteis el Credo, cada uno en su propia lengua.
Pero somos todos hermanos, tenemos un mismo Padre. Ahora, cada uno en su propia lengua,
rece el Padrenuestro. Recemos el Padrenuestro.
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