La Loba y El Leñador Ava Reid
La Loba y El Leñador Ava Reid
La Loba y El Leñador Ava Reid
ISBN: 978-84-19251-42-8
Primero llegó el rey István, con su capa blanca como una calavera.
Después su hijo, Tódor, hizo que el norte resplandeciera.
Más tarde llegó Géza, con la barba larga y gris de un vejete.
Y, por último, el rey János…
Y su hijo, Fekete.
—No; el príncipe, no —murmura Peti. Su aliento se eriza, blanco
por el frío—. Su otro hijo. Su verdadero hijo. Nándor.
Levanto los hombros. Es la segunda vez que oigo ese nombre.
Recuerdo la sombra que cayó sobre el semblante del capitán cuando
Peti invocó a Nándor antes, y lo miro en este momento. Su caballo va
varios pasos por delante, envuelto en la bruma, apenas un borrón
negro en la niebla gris.
—Nándor —repito, con un hormigueo en la piel—. ¿Y qué
pretende hacer conmigo?
Peti abre la boca y la cierra sin decir nada, como una carpa
arrastrada hasta la orilla del río. Se inclina sobre el costado del
caballo y vomita. La sangre y la bilis salpican el sendero.
Se me nubla la visión. El olor es lo peor de todo, peor que su roce
frío y sudoroso, peor que el brillo de escarcha de su piel, peor
incluso que la mancha negra que se ltra a través de la mezcla de
hojas secas y de la arpillera de su hombro, sus vendajes
improvisados. Peor que la atenazante sensación de mirar su brazo y
darse cuenta, con asombro, de que no está ahí, de que hay un
morboso espacio vacío en su lugar. En su agonía, Peti huele como la
putrefacción verde de la madera húmeda, cubierta de moho. Intento
contener el aliento.
Murmura algo en régyar antiguo y eleva su mano buena, y la mía a
la vez, para limpiarse el vómito de la barbilla.
La repulsión me atrapa como un anzuelo, entrelazada con algo
más grave, peor. Recuerdo una de las bromas más crueles e
ingeniosas de Katalin. Ambas éramos crías entonces, no mucho
después de que se llevaran a mi madre, y me preguntó si quería
jugar a algo. El corazón se me aceleró ante su invitación, ansiosa por
la improbable perspectiva de su amistad. Me dijo que me escondiera
en el bosque, que ella me buscaría. Me oculté en una maraña de
maleza y excavé un pequeño agujero con la barbilla en la tierra.
Esperé y esperé, hasta que los parches de cielo visibles entre los
dedos del escaramujo y de las oscilantes frondas del sauce se
volvieron de un azul profundo y brillante. El frío del crepúsculo se
asentó sobre mí como una segunda capa, y de repente las sombras de
los árboles me parecieron bocas abiertas y la zarza bajo la que me
escondía ya no era una cuna sino una jaula. Hui de mi escondite,
mientras las espinas tiraban de mi ropa, y regresé a Keszi
tambaleándome y llorando.
Mis lágrimas desconcertaron a Virág.
—¿Por qué no saliste?
Miré a Katalin, impotente, demasiado afectada para hablar.
Ella me miró, parpadeando, astutamente ingenua.
—Te he buscado en todas partes. No he conseguido encontrarte.
Solo más tarde comprendí por qué era la treta perfecta. No había
dejado ninguna prueba de su malvado propósito, ninguna herida
que yo pudiera señalar y decir: Mirad, me ha hecho daño. Cuando
intenté articular mi dolor, solo conseguí parecer una niña
balbuceante. Después de todo, ¿por qué no había salido? Todo el
mundo sabe que el bosque es peligroso por la noche.
Ver a Peti agonizando contra mí hace que me sienta como si
estuviera esperando a Katalin en el bosque. Es mi repulsión, mi
terror, mi propia e inapropiada lástima y mi remordimiento los que
me están lacerando, nada más. Odio al capitán por haberme atado a
mi propia indefensión. Lo odio tanto que es un calor desplegándose
en mi pecho, lívido y jadeante.
De repente, mi caballo se detiene. Se acerca al corcel negro de Imre,
con las orejas aplanadas contra su cabeza mar leña.
—¿Oís eso? —pregunta Imre. Sus pestañas pálidas están cubiertas
de diminutas perlas de hielo. A lo lejos, casi demasiado lejos para
notarlo, se oye un susurro lento y medido.
—Es Peti —dice Ferkó, deteniendo su caballo al otro lado—. Los
monstruos del bosque pueden oír sus gemidos desde kilómetros de
distancia. Los está sacando de sus guaridas y…
El capitán se gira hacia nosotros con la mano en el hacha. Hay un
rocío blanco en sus rizos oscuros, una pequeña corona de escarcha.
—Guardad silencio —les espeta, pero el pulso late en su garganta.
Peti se queda inmóvil contra mí. No decimos nada mientras el
susurro se hace más fuerte. Más cercano. Siento el pecho de mi
yegua, moviéndose entre mis muslos. Imre toma su hacha y Ferkó
prepara su arco y nos agrupamos, como una única masa de una
enorme presa humana.
La niebla escupe algo al camino ante nosotros. Los cuatro caballos
se encabritan, relinchando frenéticamente, y Peti se desliza de la
grupa de mi yegua, arrastrándome con él. Aterrizo sobre mi espalda
contra la fría y dura tierra, demasiado sorprendida incluso para
gritar.
—¡Parad! —grita el capitán.
—Es un pollo —dice Imre.
Una gallina solitaria está picoteando el camino, ajena al caos que
ha creado. Tiene las plumas tan brillantes como la obsidiana pulida.
Incluso su pico y su cresta son negras.
No puedo evitarlo. Empiezo a reírme. Me río tan fuerte que me
lloran los ojos, aunque mi yegua trota en círculos ansiosos por el
sendero, resoplando como reproche. Imre también se ríe, y el sonido
aleja los vestigios del miedo de mi corazón y funde el hielo de mi
vientre. El capitán me mira como si me hubieran salido siete cabezas.
—¿Esto es lo peor que tienes para ofrecer? —pregunta Imre al
bosque, cuando su histeria remite—. ¿Una gallina negra?
Los árboles muertos susurran una respuesta ininteligible. El
capitán salta de su caballo con un ruido sordo de sus botas. Me
apoyo en los codos; un nudo de pánico sube hasta mi garganta de
nuevo.
Pero el capitán no se acerca a mí. Se arrodilla junto a Peti y se quita
un guante para presionarle la columna a la altura del cuello con dos
dedos. La suavidad con la que lo hace me arrebata el aliento, y tengo
que recordarme qué es lo que he visto: el destello de su hacha en la
oscuridad, la rápida certeza de sus dedos mientras unía mi muñeca a
la de Peti.
El capitán levanta la cabeza. Hay una película húmeda sobre su ojo
negro, como un estanque en una noche sin estrellas.
—Está muerto.
No hay más risas.
La ropa de los aldeanos parece más rica y delicada a la luz del fuego,
como imbuida del brillo de la seda tejida. El kantele de alguien
empieza a sonar y recuerdo la historia de Virág sobre Vilmötten, que
estaba vagando por el bosque cuando oyó un sonido adorable y
encontró los intestinos de una ardilla colgados entre dos árboles, que
tomó y convirtió en un laúd que emitía una música más hermosa
que cualquier ruiseñor o zorzal. Incluso el perro del pelo rizado
añade sus aullidos a la melodía.
Gáspár y yo observamos mientras los aldeanos forman dos largas
las, los hombres a un lado y las mujeres al otro. Reconozco los
pasos de inmediato: es la misma enérgica danza por parejas que
bailamos en Keszi, solo cuando necesitamos distraernos del frío o del
vacío de nuestros estómagos. Los hombres y las mujeres cambian de
pareja, golpeando el suelo y saltando al ritmo del rasgueo del
kantele, y riéndose siempre que la falda de una chica está a punto de
quemarse en la hoguera.
Mirarlos me llena del peor tipo de odio: la envidia. De no ser por la
extensión de hierba que nos rodea y de los sombríos diamantes
negros que proyectan sus tiendas sobre la tierra, podría haber creído
que estoy de nuevo en Keszi, enfurruñada mientras las otras chicas
reclaman a sus parejas de baile. Pero estos aldeanos no viven con el
miedo a los Leñadores o a los muchos horrores del Ezer Szem.
Aunque ahora tienen su propio monstruo, me recuerdo. A pesar del
cuidado con el que alimentan su llama divina.
Una chica se aparta del círculo. Es guapa y delicada, con el cabello
rubio de Boróka y los ojos de una cierva ajena al arco de un cazador.
Se acerca a Gáspár con timidez y extiende la mano. Tiene una
mancha de hollín en la mejilla, pero incluso así hay algo adorable en
ella.
Gáspár niega con la cabeza, educadamente, y la chica retrocede,
alicaída y ruborizada. Me pregunto si alguna vez ha tocado a una
mujer que no fuera una chica lobo. Después de todo, los Leñadores
son una orden religiosa.
Me inclino hacia él, bajando la voz hasta un susurro.
—No tienes que rechazarla por mí.
—No lo he hecho —dice Gáspár, apretando los labios.
—Entonces, ¿por qué? Parece tu tipo.
Gáspár se tensa y levanta los hombros hasta sus orejas. Sé que he
aterrizado en una zona especialmente sensible.
—¿Y qué tipo es ese?
Miro a la chica, que ha regresado al círculo de bailarines y ha
tomado del brazo a otro hombre de cabello rubio que parece su
hermano. Pienso en mis torpes encuentros amorosos junto al río, en
los hombres y chicos que deslizaron sus manos entre mis muslos y
después me suplicaron que no se lo dijera a nadie, por favor, cuando
ambos estábamos cubiertos de sudor y jadeando. A cambio, me
decían que era guapa, lo que podía ser cierto, y que era dulce, lo que
sin duda no lo era, pero solo cuando estábamos a solas en la
oscuridad.
—Inocente —digo.
Gáspár se ríe de mí; su suba se mueve cuando se gira para dejar de
mirarme. Su rostro está iluminado por la luz del fuego, como un
trozo de ámbar sobresaliendo de un pino negro. Creo que podría ser
víctima de la broma cruel de un dios embaucador, que me ha
hechizado para que pensase que su piel parece bruñida bajo el
resplandor de las llamas, para que notase cómo aprieta la mandíbula
cuando mis burlas dan en la diana. Me digo que debo dejar de
jarme en esas cosas.
Hay un momento de calma en la música y una voz se alza sobre el
resto.
—¿Dónde está Kajetán?
—Debe estar recluido en su tienda —contesta Dorottya. Introduce
su cuerpo delgado entre la multitud—. Que alguien vaya a buscarlo.
—Yo iré —se ofrece Gáspár, con demasiado entusiasmo. Sé que
está desesperado por olvidarse de nuestra conversación—. Debo
decirle que nalmente no he conseguido encontrar al monstruo.
Baja la cabeza, avergonzado, y siento una punzada de culpa; me
arrepiento de mi arrogancia, de mis burlas. Después de todo, podría
haber encontrado al monstruo si yo no me hubiera reído de su
habilidad para cazar y lo hubiera molestado con mis historias.
Gáspár no me invita a ir con él, pero no quiero quedarme sola con
estos patricios, así que lo sigo de todos modos. En la oscuridad
tienen los ojos tan brillantes como las ascuas; re ejan la feroz luz, y
sus miradas me siguen en una hilera de calor. Toco la trenza de mi
bolsillo derecho y después la moneda de mi izquierdo, extrayendo el
poco consuelo que puedo del ritual.
—¿Qué tipo de líder deja que su gente se preocupe? —murmura
Gáspár mientras nos dirigimos a la tienda de Kajetán—. Lo menos
que debería hacer es mostrar su rostro en un momento de con icto.
—Quizá no quiera ser el líder. Kajetán parece muy joven para ser el
jefe de una aldea, aunque sea pequeña.
—Pero es el jefe —dice Gáspár—. Y solo por eso debería actuar con
honor.
La simpleza del mensaje patricio me hace poner los ojos en blanco:
bien y mal, y la inextricable división entre ambas cosas. No puedo
negar que hay algo atractivo en su rectitud. Si no fuera tan difícil ser
bueno a los ojos de un patricio, y tan fácil ser malo.
Gáspár aparta la solapa de la tienda y ambos entramos. El fuego de
Kajetán está apagado, su cama fría. Mientras Gáspár da vida a un
pequeño fuego, yo camino hasta la mesa de madera, donde está el
cubo de agua junto al vaso diminuto. El cubo está casi lleno, pero
tiene un aspecto extraño, una densidad que el agua no debería tener.
Cuando me inclino para examinar el líquido, la mesa cojea. Frunzo
el ceño y bajo la mirada. Hay un pequeño agujero en el suelo de
tierra de la choza de Kajetán, y una de las patas de la mesa se ha
alojado en él.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta Gáspár—. No curiosees en
las cosas de un hombre, como una vulgar ladrona.
Lo ignoro. El agujero es pequeño y tan negro como el interior de
un pozo. Meto la mano dentro, hasta la muñeca, y muevo los dedos
hasta que consigo agarrar algo. Cuando saco la mano, lo que veo me
hiela las venas.
Abandonando sus principios, Gáspár mira sobre mi hombro.
—¿Qué es eso?
—Es una muñeca —contesto.
La muñeca de palitos y arcilla de una niña pequeña, con un trozo
de lana por falda y hierba amarilla de la llanura como cabello. La
muñeca no tiene ojos ni boca; solo un rostro de barro, mudo y ciego.
—¿Por qué tiene una muñeca? —me pregunta Gáspár—. ¿Por qué
la esconde?
Vuelvo a meter la mano en el agujero. Esta vez, cierro los dedos
alrededor de algo más pequeño, más tierno. Un puñado de bayas
oscuras. Su jugo violeta me colorea las arrugas de la palma.
Hay otro color: un rojo brillante y oscuro, casi negro.
Tiro las bayas al suelo. Dejan un rastro de sangre sobre la tierra.
Miro a Gáspár, y cuando veo el horror que ha aparecido en su rostro,
sé que él también lo comprende.
—¿Qué crees que estás haciendo, mujer lobo?
Gáspár y yo nos giramos en perfecta sincronía. Kajetán está en la
entrada de su tienda, con el rostro más sonrojado que antes,
salpicado de capilares rotos. Sus ojos tienen un brillo mate y
retorcido.
—Eres tú —susurro—. Tú mataste a la niña. Eszti.
—Sí —dice.
—Y a Hanna. Y a Balász.
Gáspár echa mano a su hacha.
—Entonces no solo eres un hombre débil. Eres un hombre
monstruoso.
—¿Por qué lo haces? —Tengo la voz ronca, me arde la garganta—.
¿Por qué matas a tu propia gente?
—No tengo por qué responder las preguntas de la escoria pagana
—replica, pero su voz ya no contiene rencor, solo un desprecio grave
y resignado.
—Entonces responde las de un Leñador —le espeta Gáspár—.
Responde las de tu dios.
—Tú deberías saber mejor que nadie que nuestro dios demanda
sacri cio, Leñador. Bien podrías estar preguntando por el ojo que te
falta. —Kajetán emite una carcajada amarga y breve—. Los inviernos
en la llanura son infértiles y largos. Muchos habrían fallecido de
todos modos. Es cierto, tenemos poca madera seca para alimentar el
fuego, pero la carne y el hueso también sirven.
He visto monstruos clavando sus garras en las caras de Ferkó y de
Imre, devorando sus cuerpos mutilados. He visto a Peti morir
lentamente a mi lado, respirando la verde putrefacción de su
horrible herida. Esto es más terrible que ambas cosas: me llevo la
mano a la boca, temiendo vomitar.
Gáspár no parece asqueado. En lugar de eso, tiembla mientras
eleva su hacha. Presiona la hoja contra el pecho de Kajetán,
rezumando gentileza, justo debajo de su cuello y del pálido hueco de
su garganta. Con cuidado de no cortar.
—Arrepiéntete —le ordena—. O te dejaré sordo y ciego como
castigo por tus crímenes.
Kajetán se ríe de nuevo. Sus ojos contienen la luz del fuego.
—¿De qué debo arrepentirme, Leñador? ¿De servir al
Prinkepatrios como Él demanda ser servido? Mejor morir
rápidamente de una cuchillada que ver cómo el frío te pudre los
dedos de las manos y de los pies, o sentir que tu vientre se está
comiendo a sí mismo hasta que no queda más que hueso.
Gáspár agarra su hacha con fuerza. Su nuez sube y baja en su
garganta.
—Ante los ojos del Prinkepatrios, sigues siendo un asesino.
Arrepiéntete ante mí, o parecerás el Leñador más beato de todo
Régország cuando haya terminado contigo.
—Debes estar loco —le espeto—. Él no está arrepentido.
No hay pesar en el rostro brillante y rubicundo de Kajetán, ni en su
mirada vidriosa. Nos mira a Gáspár y a mí, burlón, y los hombros le
tiemblan con una carcajada muda. Recuerdo que ordenó que me
ataran, que me tiró al suelo y me puso la rodilla en la espalda para
poder hacerlo, su aliento caliente contra mi oreja. Recuerdo que sus
aldeanos se alejaron de mí, como si fuera a comérmelos mientras
dormían, todo mientras el monstruo llevaba una suba blanca y vivía
en la tienda del jefe. Recuerdo cómo habló Dorottya del saco de
víboras yehuli del rey.
Hay monstruos, y hay mujeres lobo, e incluso hay mujeres lobo
con sangre yehuli. Ahora lo comprendo: incluso atada y sin dientes,
soy más insoportable para ellos que cualquier asesino patricio.
Desenvaino mi cuchillo y me lanzo sobre Kajetán, tirándolo contra
la pared de la tienda. Se tambalea pero recupera el equilibrio y me
clava un codo en el pecho. Antes de que pueda hincarle el cuchillo,
me abandona el aliento.
—¡Évike! —grita Gáspár, pero su voz suena lejana, como algo que
oigo desde debajo del agua.
Kajetán me agarra por los hombros con tal fuerza que mi cuchillo
sale volando. Me retuerce el brazo y chillo; el dolor cubre mi visión
de estrellas. Se produce un remolino de tela y destellos de piel y
termino inmovilizada contra el pecho de Kajetán, con mi propia
daga contra mi garganta.
—Deberías mantener a tu chica lobo encadenada y amordazada —
dice Kajetán, jadeando—. Será la ruina de ambos. ¿Cuánto tiempo
arderá la hoguera cuando su cuerpo sea añadido a la pira? ¿Cuánto
valdrá una feroz mujer lobo, una pagana del mayor orden, para el
Prinkepatrios?
Me presiona la herida de la garganta con el dedo, abriéndola de
nuevo con la uña del pulgar. Ahogo otro grito; las lágrimas arden en
mi mirada. Cuando Kajetán aparta la mano, está orida por la
mezcla de sangre nueva y antigua.
—Suéltala —dice Gáspár. Baja su hacha, dejando que su hoja
golpee la tierra.
Casi puedo oír el surco de la sonrisa de Kajetán, como el metal
arañando el metal.
—¿Cuánto vale una feroz mujer lobo para ti, señor Leñador? Los
hombres de tu orden seguramente brindarían por su muerte.
—Por favor. —Gáspár levanta la mano, desarmada—. Puedo traer
oro a vuestra aldea, comida…
—No, no —dice Kajetán, negando con la cabeza—. No hay nada
que puedas ofrecerme que sea de mayor valor para el Prinkepatrios
que la muerte de una mujer lobo.
Y entonces cierra los dedos alrededor de mi cuello, levantándome,
curvando mi cuerpo por la cintura. Arrastra el cuchillo hasta la
comisura de mi boca, justo sobre mi lengua, y me doy cuenta con un
sobresalto de lo que pretende hacer: cortarme en trocitos que
quemará de uno en uno, alargando mi sacri cio tanto como sea
posible.
Cierro los ojos, pero no siento el mordisco de la hoja. Solo se
escucha el hueso aplastado, el sonido húmedo de la carne cediendo.
Cuando abro los ojos, veo riachuelos de sangre sobre la tierra, y
Kajetán ha apartado los dedos de mi garganta.
La inercia me envía al suelo y aterrizo sobre mis rodillas, jadeando.
Tengo sangre en la boca, pero mi lengua está intacta. El cuerpo de
Kajetán cae a mi lado como un gran roble talado, con el hacha de
Gáspár alojada en su pecho.
Observo mientras su cuerpo se convulsiona por última vez,
mientras sus extremidades se sacuden y después se quedan
inmóviles. Su cabeza cae hacia un lado, con los ojos abiertos y
terriblemente vacíos, como dos esquirlas pálidas de cerámica
esmaltada. Tiene la barba salpicada de sangre, de los negros
coágulos vermiformes que ha tosido al morir.
Me pongo en pie con las manos temblorosas. Aunque me sangra la
herida de la garganta, apenas la noto ahora. Todo está embotado, tan
romo como una piedra de a lar.
—Gáspár —comienzo, pero después no se me ocurre nada que
decir. Está demacrado, jadeando. La sangre de Kajetán es una
mancha de vino en su dolmán, y tiñe la piel de algo más oscuro que
el negro. Solo puedo mirar mientras cae de rodillas y posa una mano
sobre la frente de Kajetán para cerrarle los párpados.
Con cada paso que damos en dirección norte, los árboles se hacen
más y más altos, sus troncos son tan gruesos como casas. La capa
más baja de sus ramas está tan lejos del sol que la mayor parte de la
madera está quebradiza y muerta; sus agujas secas se amontonan en
el suelo del bosque. Pero sobre nuestras cabezas, donde los árboles
rozan el cielo, las agujas son de un verde intoxicante, exuberantes
gracias al agua y a la luz y vibrantes contra la nieve pálida.
Cualquiera de estos árboles podría ser el árbol de la vida, y el turul
podría estar oculto entre el follaje escarchado. Pero no puedo ver
nada más que la nieve cayendo en gruesas sábanas blancas. Cuando
miro sobre mi hombro tampoco puedo ver a Gáspár, solo el borrón
de su suba, como la huella de una mano tiznada de hollín en el
cristal de una ventana. No sé si sigue sangrando, pues la tormenta ha
cubierto el rastro.
Los caballos golpean la tierra con sus patas y relinchan
obstinadamente. Bajamos de nuestras monturas y las dirigimos a
través del bosque a pie, hasta que nos topamos con un árbol tan
grueso como la choza de Virág, con su madera porosa y picada por
la termita, oliendo a humedad y a podredumbre. Frondas de musgo
cuelgan de las raíces retorcidas y el liquen trepa por el tronco, del
color pálido del encaje viejo. Dirigimos a los caballos al espacio vacío
donde sus raíces se separan y Gáspár ata las riendas a una rama recia
y bulbosa.
—Ya hemos perdido mucho tiempo —dice, frunciendo el ceño.
Elevo la voz sobre el balido del viento.
—Puedes seguir solo. Yo volveré para desenterrarte cuando llegue
la primavera.
Gáspár hace una mueca, pero no protesta. Nos adentramos un
poco más en el bosque, buscando refugio, y nalmente nos
detenemos a los pies de otro árbol. Su laberinto de raíces se extiende
sobre un hueco entre el tronco y la tierra, con apenas espacio
su ciente para dos cuerpos. Me paro ante la rendija, ciñéndome la
capa de lobo.
Hasta ahora no lo he tocado excepto cuando le estreché la mano
para cerrar nuestro incómodo trato o para examinarle la herida. La
perspectiva de estar tan cerca de él me hace un nudo en el estómago;
sobre todo porque sé que sigue enfadado por la indignidad de haber
necesitado que le vendase el corte. Me deslizo a través del hueco más
estrecho en las raíces, soltando puñados de tierra. Repto bajo el árbol
y me subo las rodillas hasta el pecho. Gáspár sigue fuera, inmóvil a
pesar de que el viento le carda furiosamente la suba. Tiene los labios
apretados y pálidos. Durante un breve momento me pregunto si será
tan testarudo como para quedarse allí fuera toda la noche, esperando
que la nieve lo entierre. Entonces se desliza entre las raíces y se
agacha en el hueco a mi lado.
Apenas tenemos espacio su ciente para movernos, cuando ambos
estamos dentro. Gáspár tiene el hombro presionado contra el mío; el
calor de su cuerpo se desangra a través de su suba y de mi capa de
lobo. Siento la tensión de sus músculos, cuando abre y cierra los
dedos, cuando aprieta la mandíbula. Nuestras frías respiraciones se
mezclan en el espacio pequeño, oscuro.
Gáspár está ojeroso, su nuez sube y baja. Me pregunto por segunda
vez si alguna vez habrá estado tan cerca de una mujer que no sea
una chica lobo, pero decido no importunarlo con el asunto, pues ya
está enfadado. Fuera, el viento agita las ramas con un aullido feroz.
—¿Quién podría vivir en un lugar así? —murmura, casi para sí
mismo.
No conozco a nadie que tenga su hogar tan al norte, excepto los
juvvi, que pastorean renos y construyen cabañas de pesca a lo largo
de la irregular costa kalevana. Pero no le menciono a los juvvi.
Cuando su bisabuelo, Bárány Tódor, conquistó Kaleva, decidió
someterlos. Virág dice que capturó a uno de sus líderes tribales, una
mujer llamada Rasdi, y que la con nó en una prisión hasta que se
comió su propio pie. Recordar la historia hace que la ira me erice la
piel.
—Dices que matar es un pecado para los patricios. —Mantengo la
voz rme, intentando no pensar en el calor de su cuerpo junto al mío
—. Pero vuestros reyes patricios masacraron a miles, sin que les
importaran sus almas o las de sus víctimas.
Gáspár entorna el ojo.
—Esos eran paganos que se negaron a postrarse ante el rey y a
someterse al Prinkepatrios. Kajetán era patricio. Podría haberse
arrepentido.
—No iba a arrepentirse —digo, haciendo un mohín alrededor de la
palabra—. Y dijiste que no eras tú quien decide si un hombre merece
morir, pero lo decidiste. Decidiste que yo debía vivir, en lugar de
Kajetán.
—Solo lo hice porque no sobreviviré en el norte sin ti, y mi alma
sufrirá por ello —me espeta. Siento cómo eleva los hombros, cómo
tensa los músculos—. Si muero antes de confesar este pecado ante el
Érsek, me uniré a Thanatos durante toda una eternidad de tormento.
Casi me río ante el tono grave de su voz, ante su suprema certeza.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no te unirás a Ördög en
el Inframundo?
—Tu demonio no es más que una ilusión forjada por el mío —dice
Gáspár, bajando la voz. Esto no es más que su retórica cortesana,
practicada y repetida. Pongo los ojos en blanco.
—Ördög no es un demonio. Incluso tiene una esposa humana.
Él resopla.
—Como si alguna mujer lobo quisiera casarse con un monstruo.
—Csilla no era una mujer lobo —le digo—. Era como las chicas de
tus historias patricias, dulce y bonita, pero con una madre y un
padre crueles. Vivía junto a un pantano y sus hermanos la enviaron a
cazar ranas para la cena, aunque no tenía red. Csilla pescó a las ranas
de todos modos, pero una mano se le quedó atrapada en el barro y
este se endureció. Por mucho que lo intentó, no consiguió liberarse y
se resignó a morir. Entonces oyó una voz, grave y resonante, a su
espalda.
»—¿De quién es la mano blanca que ha bajado hasta el
Inframundo? —preguntó Ördög. Csilla le dijo su nombre y le suplicó
que la ayudara. Pero Ördög le dijo—: Tienes una mano preciosa.
Debes tener un rostro igualmente adorable. Si mueres en la ciénaga,
puedes venir al Inframundo y ser mi esposa.
»Csilla agarró con fuerza la mano de Ördög. Era como aferrarse a
un trozo de abedul en invierno, duro e inhumanamente frío.
»—Podría morir aquí, en la ciénaga —le digo Csilla—. Pero, antes
de hacerlo, mi piel se volverá pálida y violácea. Mis labios se
tornarán azules, y se me caerá la nariz por el frío. Entonces me uniré
a ti en el Inframundo, pero ya no seré hermosa.
»—Eso es cierto —meditó Ördög—. Noto que tu piel ha empezado
ya a arrugarse.
»—Dame un cuchillo —le pidió Csilla—. Me cortaré la garganta y
moriré mientras mi rostro sigue siendo bonito y mi piel se conserva
adorable.
»El agua del pantano borboteó a su lado, y un cuchillo con
empuñadura de hueso otó hasta la super cie. Csilla lo tomó con su
mano libre. Pero en lugar de cortarse el cuello, buscó en el fango y se
cortó la mano atrapada por la muñeca. Cuando estuvo libre, la joven
huyó de la ciénaga tan rápido como sus piernas frías se lo
permitieron. Todavía podía oír a Ördög protestando, sosteniendo su
mano cortada.
—Ahórrame tus mitos paganos —me dice Gáspár, pero hay un
destello de reacio interés en su ojo.
—Ördög no se rindió tan fácilmente —continúo—. Fue a por Csilla
dos veces más, primero como una mosca y después como una cabra
negra. En ambas ocasiones ella volvió a engañarlo. Primero, usó su
cabello dorado para atraparlo en una telaraña. Después, se quemó la
mitad de la cara con carbones encendidos para dejar de ser hermosa,
pensando que así Ördög la dejaría en paz.
—¿Y lo hizo? —me pregunta Gáspár, en voz baja.
—No —respondo—. Tú mismo has dicho que era un monstruo. Y
un monstruo necesita a una esposa monstruosa.
La historia de Csilla y Ördög es una de las favoritas de Virág, pero
yo siempre odio que nos la cuente, porque el resto de las chicas
aprovecha la oportunidad para lanzarme ramitas y barro y para
intentar tirarme del pelo, a rmando que yo no soy mejor que la
horrible consorte de Ördög y que bien podría unirme a él en el
Inframundo. Es distinto ser la que cuenta la historia, y descubro que
el relato me llena de una inesperada calidez, como un ascua ardiente
en la cuenca de mi mano. A través de las rendijas nas como
cuchilladas entre las raíces del árbol, solo veo estrechos diamantes
blancos.
—¿Esos son los cuentos que las madres paganas les narran a sus
niños para dormirlos?
Aunque la voz de Gáspár es solo ligeramente mordaz, oír la
palabra madre saliendo de su boca me llena de ira.
—Ya te lo he dicho: a mi madre se la llevaron los Leñadores
cuando yo tenía diez años —le digo con frialdad—. Virág era quien
me las contaba. Además, pensé que esta te gustaría, ya que los
Leñadores parecéis tan a cionados a cortaros extremidades.
Gáspár contiene el aliento. Sé que es especialmente cruel por mi
parte mencionar a Peti, pero hablar de madres ha abierto mi vieja
herida, volviéndome tan feroz como una loba con una espina en la
pata.
—Yo perdí a mi madre cuando tenía ocho años, chica lobo —me
cuenta. En su voz vuelve a haber un borde a lado; blande la
revelación tan miserablemente como una daga—. No necesito que
me ilumines sobre ese dolor en concreto.
Fue estúpido por mi parte hablar sin recordarlo: Gáspár es el hijo
de la esposa merzani del rey János, la mujer extranjera con la que se
casó para evitar una guerra con nuestro rival del sur, para disgusto
de sus cortesanos. Murió hace casi dos décadas de una ebre
violenta, y la guerra entre las dos naciones comenzó con el primer
tañido de las campanas de luto en Király Szek. Por supuesto, nadie
tenía en demasiada estima al heredero que había dejado atrás, cuya
sangre estaba ennegrecida por el linaje del enemigo.
Siento una tristeza tan descarnada y repentina que es como si
alguien me hubiera clavado un cuchillo entre las costillas. Con cierta
di cultad, me muevo para tocar la trenza de mi bolsillo. Cuando por
n hablo, mi voz suena extraña, distante.
—¿Te acuerdas de ella?
—No mucho. —Cada palabra es una vaharada blanca. Relaja los
hombros contra mi cuerpo—. Ella no hablaba régyar bien. Hablaba
merzani conmigo, pero solo cuando no había nadie que pudiera
oírla.
—Cada día que pasa creo que recuerdo menos a mi madre.
La confesión escapa de mí antes de que pueda pensar siquiera en
callármela. Antes de pensar que este Leñador podría convertirla en
un arma.
—Yo también —dice Gáspár, después de un largo momento—.
Olacakla çare bulunmaz.
Arrugo la frente. Las palabras son similares, en su cadencia, al
régyar, pero a pesar de su inesperada familiaridad, no las
comprendo.
—¿Eso es merzani? ¿Qué signi ca?
—«Lo que ha de pasar, pasará».
El dicho pende en el aire como una constelación sibilante. Me
duele el pecho. Me pregunto qué tipo de vida de Inframundo habrá
vivido él en Király Szek mientras Katalin me frotaba la cara con
tierra y me quemaba el cabello.
Una luz azul se ltra a través de los espacios estrechos, y la noche
sedosa se proyecta a través de las raíces y de la tormenta.
—No es lo mismo. Tú todavía tienes padre.
Gáspár ladea la cabeza.
—Tú también.
Tengo que retorcer las manos en mi capa de lobo para encontrar mi
moneda, atrapada entre nuestros cuerpos adyacentes. Cuando lo
hago, la agarro con fuerza a pesar del temblor de mis dedos.
—Es posible.
—Más que las otras chicas lobo, según he oído.
Las niñas de Keszi tienen padre, por supuesto, pero solo como las
ores tienen a las semillas de las que brotan; son aldeanos sin rostro
que las miran brevemente antes de apartar la mirada, ruborizándose
y sintiéndose culpables. El cortejo se limita a los encuentros furtivos
en el bosque o a las reuniones privadas junto al río. Las madres crían
a sus hijos solas.
No me gusta pensar en ello. Me recuerda que nuestras vidas en
Keszi se estructuran en torno a la supervivencia, y que las cosas
super uas, como el amor, tienen que ser cortadas como una
extremidad fétida. Como Csilla dejó su brazo atrás en el pantano de
Ördög o como se deshicieron de mí en Keszi. Todos los hombres de
la aldea temían que yo pasara mi legado estéril a una niña y por eso
ponían cuidado, cuando lo hacíamos, para no convertirme en madre.
Me ruboriza pensar en emparejamientos mientras estoy tan cerca
de Gáspár. Pero ahora solo puedo ver las espirales de su cabello
oscuro, su nariz larga y regia y la delicada curva de su mandíbula,
cubierta por una sombra de bozo. Una vez me acosté con un joven
de Keszi y su barba áspera me dejó un sarpullido rojo en la garganta
y en la barbilla. Amargamente, recuerdo a la chica de la aldea de
Kajetán, la que acarició la mejilla de Gáspár. Me pregunto si él se
habrá imaginado besándola. Sospecho que es demasiado severo y
beato para pensar en mí como yo he estado pensando en él. Huele a
pino y a sal, no muy distinto de los hombres con los que he estado.
Me pregunto si tiene cosquillas detrás de la oreja, o si el cabello de su
nuca es suave.
La nieve se amontona sobre nuestro embrollo de raíces, suave
como pasos lejanos. El crepúsculo azulado se ha marchado, dejando
solo unas esbeltas franjas de luz de luna para iluminar nuestro
pequeño hueco. Esa pálida luz laca el per l de Gáspár, haciendo que
parezca más tierno y joven que sus veinticinco años, y difícilmente
un Leñador.
Me echo hacia atrás sobre la trenza de raíces, húmedas por la nieve
derretida, y sobre mi cabello envuelto en guirnaldas de musgo.
Tengo la cabeza tan cerca de la de Gáspár que creo que nuestras
mejillas podrían tocarse, y me pregunto cómo voy a conseguir
dormir. No tendría que preocuparme tanto por ello. Tan pronto
como cierro los ojos, el mundo tiembla y desaparece.
Todavía está oscuro cuando abro los ojos, en ese amodorrado lugar
entre el sueño y la vigilia. Me he movido durante la noche y tengo la
mejilla aplastada contra la mezcla de madera y musgo. El cuerpo de
Gáspár es una cálida luna creciente alrededor del mío, mi espalda
contra su pecho. Estoy casi convencida de que debo estar soñando:
acurrucada en esta cuna de raíces, con los brazos de Gáspár
rodeándome como un tejado de juncos, todo parece brumoso e irreal.
Incluso más cuando siento su aliento en mi mejilla.
—¿Por qué seguís llevando capas de lobo?
—Cuando los primeros Leñadores persiguieron a la Tribu del Lobo
hasta el bosque, la mayoría murió —contesto. Mi voz está cargada de
sueño, cada palabra supone un esfuerzo—. Los hombres eran
guerreros, así que los soldados del rey los mataron. Solo quedaron
las mujeres y los niños. Los soldados creyeron que se los comerían, o
que morirían de hambre y de frío, pero no lo hicieron. Sus capas de
lobo los mantuvieron calientes, y construyeron sus aldeas en la
seguridad del bosque.
—Por eso… —murmura Gáspár.
—Por eso son las mujeres las que tienen magia —termino,
parpadeando en la vaporosa oscuridad—. Por eso no hay nada por
lo que recemos tanto como para que nazcan más niñas.
Gáspár permanece en silencio tanto tiempo que me pregunto si ha
vuelto a quedarse dormido. Cuando por n habla, sus palabras
tiemblan en mi garganta.
—Entonces tú eres una rareza.
—Ese es un modo inusualmente amable de decirlo.
—Puede que eso signi que que estás más cerca de nuestro dios —
me dice—, porque estás más alejada del tuyo.
—¿Quieres decir que podría arrancarme un ojo o cortarme la
lengua y tener poder como tú? —le contesto, aunque en este estado
semidormido, no puedo estar realmente molesta con él.
—Solo si de verdad lo crees. San István también era pagano.
—Ese es el problema —le digo—. En realidad, tampoco he creído
nunca que encajara en Keszi.
O quizá nadie en Keszi me permitió creerlo. Katalin, con su mirada
cruel y sus canciones burlonas; el resto de los aldeanos demasiado
aterrado o desdeñoso para mirarme a los ojos; e incluso Virág, que
me salvó por compasión pero que nunca me quiso. ¿Cómo iba a
dominar su magia, si todos pensaban que estaría mejor muerta?
Isten guiaba sus manos cuando forjaban o sanaban o hacían fuego,
pero los hilos de su magia, los que anudan sus muñecas, nunca
moverán las mías. Con cada palabra cruel y cada mirada
despiadada, y cada vez que el látigo de junco de Virág me lamía la
parte de atrás de los muslos, mis hilos se deshilachaban sin cesar
hasta que un día se quebraron.
—Lo hacías —susurra Gáspár. Su voz acaricia suavemente mi piel,
como un fantasma; su aliento me humedece el cabello—. Al menos,
pareces tan chica lobo como yo Leñador.
Las raíces de los árboles nos sostienen en perfecta suspensión,
como un cuerpo en un lodazal, ajeno a la erosión del tiempo. Abro la
boca para contestar, notando el sabor de la tierra y del musgo, pero
tengo los párpados pesados y el sueño vuelve a arrastrarme a la
inconsciencia. Cuando despierto a la mañana siguiente, en medio de
la calma después de la tormenta, decido que debo haberlo soñado
todo: sus palabras amables, la calidez de su cuerpo alrededor del
mío. Pero, más de una vez, lo pillo mirándome de un modo extraño,
como si supiera algún secreto que yo desconozco.
CAPÍTULO OCHO
S obrevivimos a la nevasca con pocos daños, pero el invierno llega
de verdad a Kaleva tres días después. Las ardillas se refugian en
los agujeros de los árboles, con las barrigas redondas y llenas. Los
zorros están mudando sus abrigos rojizos de verano por un
camu aje de mar l. Los mal encarados gansos hace mucho que se
fueron, dejando las ramas de los árboles mudas y desnudas. Bajo
nuestros pies, la nieve se ha solidi cado en una resbaladiza capa de
hielo, demasiado peligrosa para avanzar a caballo. Llevamos a
nuestras monturas por las riendas y caminamos, con los dedos de los
pies apretados en el interior de las botas.
Una mitad de mí espera ver un destello de plumas de fuego
atravesando el cielo gris, y la otra mitad desea que el turul nunca
aparezca. A menudo atisbo otras aves rapaces, halcones y gavilanes
que rodean el bosque con los ojos jos en sus presas. Cuando los veo,
elevo el arco, trazando su camino a través de las nubes, pero no
consigo disparar. Las aves son demasiado bonitas y nobles para
morir por mi mano, y de todos modos serían una comida exigua. No
habría gloria en sus muertes.
El ojo de Gáspár se entorna cada vez que bajo el arco, pero no dice
una palabra. Como yo, debe estar aguardando en silencio a que
reúna la fuerza para lanzar mi echa.
Szabín se sienta junto al fuego, con los hombros hasta las orejas y las
manos entrelazadas en su regazo. A diferencia de Tuula, ella sí
parece una auténtica norteña: sus ojos son como dos estanques de
hielo fundido y su cabello es tan pálido como la cascarilla del trigo,
cortado muy cerca de su cuero cabelludo. Es casi como el de un
Leñador. Hay algo brusco y áspero en su rostro, algo casi masculino.
Desde atrás o con poca luz, podría haberla confundido con un chico.
La osa apoya su nariz negra sobre la punta de su bota, con los ojos
entrecerrados.
—Te había visto antes —susurra Szabín, mirando a Gáspár. No
debió reconocerlo al principio, cuando lo encontró en el hielo, pálido
y sin el ceño fruncido—. Viniste a visitar nuestro monasterio en
Kuihta con tu padre. En aquel entonces, tenías dos ojos.
—Las cosas cambian —dice Gáspár con brusquedad.
—Sí, lo hacen. Eso fue cuando pensaba que podía ser una leal
sierva del Prinkepatrios. En Kuihta rezaba cada día, cada hora.
Venían a nosotros para que los curáramos: ebres y forúnculos,
huesos rotos. Necesitaban mi sangre para ello. Con el tiempo, me
cansé de sangrar para otros. Quería algo para mí.
Apenas soporto mirarla ahora, sabiendo lo que hay debajo de su
ropa. Gáspár se ciñe la suba.
—Y, no obstante, sigues llevando su símbolo. —Señala su colgante
—. ¿Todavía rezas al Padre Vida? ¿Él todavía te responde?
—A veces. —Szabín pasa el pulgar por la longitud del colgante de
hierro—. Pero en el momento en el que decidí huir, hubo un cambio.
Todavía responde a mi llamada, pero su voz es distante. Solía
sentirlo como si estuviera susurrándole al oído, pero ahora es como
si le gritara a través de un lago, en la nieve.
Recuerdo que a Gáspár le falló su oración cuando intentó encender
el fuego en la Pequeña Llanura. Quizá cada paso que ha dado hacia
el norte con una mujer lobo a su lado ha hecho que los hilos que lo
unen al Prinkepatrios se erosionen y se quiebren. La idea cae en mi
estómago, cargada de un inesperado sentimiento de culpa.
—Kuihta. —Gáspár dice la palabra norteña con cautela en su
acento del sur, como si fuera un ámbar en su lengua—. Ese es el
monasterio que acogió a mi hermano. Nándor.
Una sombra cae sobre el rostro de Szabín.
—Sí. Yo lo conocí bien.
El aire de la estancia destella, como lo hace en el lánguido calor del
verano. Hay un momento de silencio que parece que nadie quiere
llenar hasta que Gáspár dice:
—Debiste ver el instante en el que recibió su bendición.
Los dedos de Szabín se curvan alrededor de las púas de su
colgante con una certeza tan presta que estoy segura de que es una
vieja costumbre de la que todavía no se ha despojado.
—Todos los Hijos e Hijas de Kuihta fueron testigos.
—Entonces, ¿es cierto? —La voz de Gáspár está desprovista de
emoción, pero la nuez se mueve en su garganta—. Siempre creí que
era una historia inventada para satisfacer al Érsek.
—No —dice Szabín—. Yo estaba allí, aquel día, en el hielo.
Los miro a los dos, punteados por sus cicatrices patricias. Tuula
coloca la mano en la coronilla de la osa, con los ojos entornados y
astutos.
—Que seamos paganas impías no signi ca que podáis hablar como
si no estuviéramos aquí.
En otras circunstancias, su a rmación me habría hecho reír. Szabín
sonríe un poco.
—Tú ya has oído esta historia antes.
—Sí; pero la chica lobo, no. Cuéntala de nuevo, por ella. Tiene más
que temer a Nándor que ninguno de nosotros.
Mi corazón se salta un latido. A diferencia de estos patricios, Tuula
no parece propensa a la morbosa teatralidad. Confío en el tono débil
de sus palabras.
—Cuéntamelo.
Szabín toma aire.
—Nándor era un niño monstruoso, consentido en todos sus
caprichos por el Érsek y su madre, Marjatta. Torturaba a los otros
niños cuando los adultos le daban la espalda, y cuando se reunían de
nuevo con él, se mostraba sonriente y tan dulce como un cordero.
Gáspár emite un sonido que es casi una carcajada. Aun sin mirarlo,
noto el cambio en su respiración, siento la tensión de sus músculos
mientras varía de postura sobre las tablas del suelo. Mi conciencia de
él es tanto un consuelo como una maldición. Cierro mis cuatro dedos
en un puño.
—Estaba muy mimado —continúa Szabín—. Apenas había un
momento que no pasara pegado al pecho de su madre o subido a la
rodilla del Érsek. Pero solía desoír sus advertencias. Pasábamos los
meses más amargos del invierno encerrados en el monasterio, un frío
y deprimente día tras otro. Así que Nándor organizó una pequeña
rebelión y condujo al resto de los niños al exterior, para jugar en el
lago congelado. A pesar de sus momentos de crueldad, todos
buscábamos su favor desesperadamente; tenía un modo extraño de
conseguirlo. Marjatta decía que podía hacer que una gallina le
hiciera ojitos mientras la descuartizaba para la cena.
—Las gallinas no son las mejores juzgando el carácter —apunto,
pero las palabras salen de mi boca sin vida, sin humor.
Szabín apenas reacciona a mi intervención.
—Así que todos estábamos jugando en el hielo, exhalando vaho,
riéndonos. No notamos que gemía bajo nosotros. Y cuando se
rompió, pareció imposible: Nándor se vio arrastrado bajo la
super cie, tan rápido que ni siquiera gritó.
»Estábamos todos paralizados por el terror. Pareció una eternidad,
pero apenas pasaron unos minutos antes de que uno de nosotros
corriera de vuelta al monasterio, buscando ayuda. Recuerdo haber
mirado la pequeña daga de agua oscura, la estrecha abertura por la
que Nándor había caído, esperando ver su cuerpo otando hasta la
super cie. Estaba segura de que estaba muerto. Todos estábamos
seguros, cuando el Érsek y Marjatta llegaron. Debió ser el Érsek
quien lo sacó, azulado y tan frío como el mismo hielo. Tenía las
pestañas congeladas, los ojos cerrados. Yo estaba tan asustada que
lloré.
»Los otros niños también lloraban, pero Marjatta estaba gritando.
Maldijo a Dios en la lengua del norte y en régyar, e incluso en régyar
antiguo. El Érsek tenía a Nándor en su regazo, y estaba rezando. El
hielo seguía crujiendo bajo nuestros pies. Y entonces Nándor abrió
los ojos. Por un momento pensé que me lo había imaginado; su
corazón no latía, no había pulso en su garganta. Pero abrió los ojos y
después se levantó y el Érsek le dio la mano y lo alejó del hielo, con
Marjatta en su estela. Y al día siguiente, durante nuestras oraciones
de la mañana, el Érsek dijo que Nándor era un santo.
—Eso es imposible —digo, demasiado rápido, antes de que el
silencio se haya asentado. Quiero decir que solo hubo un hombre
que fue al Inframundo y regresó, y que Nándor no es Vilmötten.
Pero no creo que aprecien mis cuentos de hadas paganos.
—Yo lo vi —a rma Szabín, sin levantar la mirada—. Todos lo
vimos.
—Nándor está ahora en la capital —dice Gáspár—. Lleva años allí,
reuniendo apoyos. Con la ayuda del Érsek, ha puesto a la mitad del
consejo de nuestro padre y a una camarilla de Leñadores de su lado.
Sospecho que planea apoderarse de la Corona durante la festividad
de San István.
Oigo que Tuula se mueve en su asiento, dejando escapar un tenso
suspiro. Szabín lo mira jamente, boquiabierta.
—La celebración de San István es dentro de ocho días.
—Lo sé.
Mi corazón ha comenzado un tamborileo enfebrecido.
—No es tiempo su ciente para…
—Lo sé —dice Gáspár de nuevo, con brusquedad, y me mira. Me
quedo en silencio, con el rostro acalorado. Aunque no sé decir por
qué, tengo la intensa sensación de que no sería prudente revelar
nuestro plan a Tuula y a Szabín, ni contarles lo del turul.
—Y aun así aquí estamos sentadas, con el legítimo heredero, al que
pescamos del hielo junto a su consorte loba. —Tuula se inclina hacia
delante, entornando los ojos—. Perdóname por preguntarte por qué
no has cabalgado de vuelta a la capital para cortarle la cabeza al
usurpador de tu hermano.
Me ruborizo aún más ante la palabra consorte. A Gáspár se le tiñen
de rojo las puntas de las orejas.
—Ojalá la política de la corte fuera tan sencilla —dice—. Nándor
tiene a la mitad de la población de Király Szek de su lado, por no
mencionar a los Leñadores y a los condes. Si su salvador imaginario
fuera asesinado, habría revueltas en la plaza. Y el primer lugar
contra el que se volvería la turba sería la calle yehuli.
—¿Qué? —Me giro hacia él. El asombro y el miedo es como una
echa a lada en mi pecho—. Nunca me dijiste nada sobre eso.
Gáspár inclina la cabeza, como si se estuviera conteniendo contra
mi repentino enfado.
—Te advertí que Nándor había alimentado el odio hacia los yehuli,
y hará cosas peores si consigue subir al trono.
—Peores —repito lentamente. Tengo la garganta tremendamente
seca—. Dime qué signi ca eso.
—Los países patricios del oeste han empezado a expulsar a sus
yehuli a Rodinya. Sospecho que Nándor quiere hacer lo mismo: eso
agradaría a los embajadores volken, sin duda: poder ver una
caravana de yehuli saliendo de la ciudad y sus casas convertidas en
cenizas.
Un fuego me calienta la sangre y sube hasta mis mejillas, y
entonces me pongo en pie y atravieso la puerta hacia el frío. La
escala de cuerda se balancea bajo mis pies en la oscuridad y casi me
caigo del estrecho saliente intentando alcanzarla. Tuula me llama,
pero el viento atenúa sus palabras. Mis botas hacen crujir la escarcha
y curvo los dedos sobre la áspera cuerda, notando cómo se aplasta
contra mi palma. Exhalo, en un pobre esfuerzo de mantener mis
lágrimas a raya, y mi respiración se solidi ca ante mi cara.
El corazón me late tan fuerte en los oídos que no oigo a Gáspár
bajando la escala hasta que ya está a mi lado. Durante un largo
momento, el viento se despliega por la llanura vacía y ambos
miramos hacia delante en silencio.
—Creí que lo comprendías —me dice al nal—. Nándor y sus
seguidores quieren purgar el país de todo lo que no sea patricio, de
todo lo que no sea régyar.
Lo había entendido, pero solo con difusos condicionales y «quizá»,
como mirar una silueta borrosa en la oscuridad con los ojos
entornados. Había hecho las paces, lo mejor que pude, con lo que
signi ca ser una mujer lobo, temer siempre que los Leñadores
llamen a tu puerta y se lleven a tu madre o a tu hermana o a tu hija.
Pero no me había permitido considerar la otra mitad de lo que soy:
me dolía sostenerla, como un atizador de hierro hundido durante
demasiado tiempo en el fuego. Encuentro la moneda en mi bolsillo y
presiono su borde estriado con el pulgar.
El viento pasa junto a nosotros y me echa hacia atrás la capucha.
Me giro para evaluar la expresión de su rostro: no tiene el ceño
fruncido, no tiene el ojo entornado, no hay una línea dura y
arrogante en su boca. Tiene la cabeza ladeada, los labios ligeramente
separados. Bajo la plateada luz de la luna, puedo ver el movimiento
de sus pestañas oscuras contra su mejilla. Es fácil imaginar, en este
momento silencioso, suspendido, que se ha despojado de todo lo que
lo hacía un Leñador. Es solo el hombre que me abrazó en el
caparazón de aquel enorme árbol. El hombre que se lanzó a las
aguas heladas para salvarme.
—Si tu madre estuviera viva —comienzo, y me detengo para
inhalar super cialmente—, en alguna parte, ¿dejarías de buscarla
algún día?
Gáspár parpadea. Después de otro instante de silencio, dice:
—No. Pero esperaría que ella también estuviera buscándome a mí.
—¿Y si no lo supiera? —continúo—. ¿Y si te creyera muerto?
—Esto empieza a sonar cada vez menos hipotético —dice Gáspár,
pero su tono es amable.
Con las manos temblorosas, me saco la moneda del bolsillo y se la
ofrezco.
—¿Puedes leerla? —Mi voz suena débil, casi ininteligible en el
viento—. Está en régyar.
Gáspár toma la moneda y la gira. Me doy cuenta, por primera vez,
de que tiene la mano desnuda, sin guante.
—Solo dice el nombre del rey. Bárány János. No sé leer yehuli.
—Yo sabía —susurro—. Antes.
Oigo el cambio en la respiración de Gáspár.
—Creía que habías dicho que no conociste a tu padre.
Solo fue una pequeña mentira, y me sorprende que se acuerde.
Niego con la cabeza, cerrando los ojos con fuerza como si pudiera
invocarlo todo de vuelta, recuerdos medio olvidados latiendo como
la distante luz de una antorcha.
—Cuando era pequeña, venía todos los años. A Virág y a las otras
mujeres no les gustaba, pero él se quedaba con mi madre y conmigo
en nuestra choza. Nos traía baratijas de Király Szek, y libros. Largos
pergaminos. Cuando los desplegaba, se extendían desde la puerta de
nuestra choza hasta la chimenea, en la esquina. Empezó a enseñarme
las letras, alef y bet y guímel… —El recuerdo titila y se aleja de mí,
pero juro que puedo oír el crujido del pergamino viejo—. Había una
historia de una reina muy lista y astuta y de un ministro malvado, y
cuando la contaba siempre le ponía al ministro una voz aguda y muy
tonta, así que sonaba como una vieja con la nariz congestionada.
Dejo escapar una carcajada breve y, cuando miro a Gáspár, él
también sonríe un poco. Pero hay algo tenso y cauto en su sonrisa,
como un conejo ante una serpiente.
—Él no estaba allí cuando se llevaron a mi madre. —Mi voz se
debilita con cada palabra—. Los Leñadores vinieron a por ella y el
resto de los hombres y mujeres quemaron todo lo que él nos había
traído, todos los pergaminos e historias. Yo enterré la moneda en el
bosque y la desenterré más tarde.
—¿Y tu padre? —me pregunta Gáspár, todavía amable—. ¿Por qué
no volvió a por ti?
—Porque creyó que estaba muerta —le digo. Siento una extraña
oleada de alivio al decirlo, como si el poder que esperaba que
tuvieran esas palabras no fuera más que cenizas en el viento—. Y
tenía razones para pensarlo, en realidad. Cuando se llevan a una
mujer que tiene un hijo pequeño, un niño, es la costumbre dejarlo en
el bosque para que el frío y los lobos terminen con él. Apenas hay
comida su ciente, pero cuando es una niña, la comparten hasta que
ella desarrolla su magia. Todos en Keszi sabían ya que yo no tenía
magia, y no merecía la pena malgastar un trozo de pan de sus mesas.
Algo se quiebra, como un relámpago. Me encorvo buscando aire,
cuando el poder de la historia me abandona como un grupo de hojas
secas, atrapado durante mucho tiempo bajo el agua corriente.
Doblada por la cintura, toso y escupo, y Gáspár me pone una mano
en la espalda. Puedo sentir sus dedos tensándose sobre mi capa de
lobo, como si no supiera si quitármela o dejarlo estar.
—Virág me salvó —consigo decir—. Aunque era una niña
terriblemente arisca que siempre tenía la nariz roja y las rodillas
peladas. —Gáspár abre la boca, pero sigo con ferocidad antes de que
pueda decir una palabra—. Y no me digas que no he cambiado nada.
—No iba a decir eso.
Con el estómago revuelto, busco la moneda en mi bolsillo antes de
recordar que la tiene él, tan brillante como un estanque de luz solar
en el cuenco de su mano. La sostiene con cautela, como si fuera algo
extraordinariamente valioso, aunque una moneda de oro no puede
valer demasiado para un príncipe, lo hayan desheredado o no.
—Sabes que mi padre está en Király Szek —le digo. El viento se ha
calmado y es un débil lamento que suena como un animal huérfano
en el hielo—. Nándor lo expulsará, ¿no? Si le dan la oportunidad. Y
ahora no habrá nadie allí que lo detenga.
Gáspár duda. Oigo que une los dientes, que su mandíbula asume
su tensión habitual. Después asiente.
Me miro las manos. A la luz de la luna, son tan pálidas como la
grasa del cordero, y mis nudillos están cubiertos de diminutas
cicatrices. Veo la ausencia de mi meñique, el espacio negro donde
estuvo antes imbuido de un poder que todavía no comprendo. Y
después miro a Gáspár, alto y silencioso como un centinela. Si la luna
se ocultara y el viento se levantara de nuevo con la fuerza su ciente
para ampollar la piel, me pregunto si estaría lo bastante oscuro y frío
para que quisiera abrazarme de nuevo, para que ambos nos
prometiéramos separarnos ante la primera franja rosada del alba.
—No seas imprudente, Évike —me pide en voz baja, y después
deja la moneda en mi mano. La aprieto con tanta fuerza que sus
bordes grabados dejan marcas emplumadas en mi palma, y cuando
me la guardo de nuevo en el bolsillo, todavía puedo sentir el calor
que la piel de Gáspár ha dejado en ella.
CAPÍTULO DIEZ
D uermo intranquila, apresada por la preocupación, con un seísmo
en el vientre. Las palabras de Szabín giran en mi mente, y tengo
los dientes apretados alrededor de la silueta del nombre de Nándor.
Tiemblo a pesar de estar debajo de la piel de reno; mi cuerpo se
contorsiona en una postura que encaja con la de Gáspár a la
perfección, un recuerdo carnal de las noches que hemos pasado en el
bosque helado. Miro tan a menudo su cuerpo durmiente que me
enfado conmigo misma, y en lugar de acercarme a él, arrastro mi piel
hacia la osa. Una osa es un enemigo que puedo comprender con
mayor facilidad, y temer u odiar según corresponda. Incluso
roncando, puedo ver todos sus dientes.
Un amanecer púrpura se eleva en el hielo; el alba humea tras una
bruma de nubes y niebla. Gáspár se pone de lado, con el ojo abierto,
y me mira por n. Siento una oleada de vergüenza, y me pregunto si
me ha visto moviéndome y dando vueltas toda la noche. El recuerdo
de nuestra conversación es un zumbido insistente en el fondo de mi
mente, como el suave lamido del agua contra la orilla. Me incorporo,
con cuidado de no despertar a la osa, y me agacho a su lado.
—Siete días —susurro—. Todavía queda tiempo para encontrar el
turul, pero tenemos que marcharnos ya.
Gáspár asiente y se levanta; un músculo aletea en su mandíbula.
Sin decir nada, toma su hacha, apoyada contra la pila de leña. Se me
da bastante bien descifrar sus sobrios silencios y sé que hay algo
atrapado en él, como un abrojo en el pelaje de un perro, pero no
puedo preguntarle ahora. En la otra habitación de la pequeña choza,
Tuula y Szabín todavía no se han despertado. Me pongo la capucha
de mi capa y abro la puerta; el frío me picotea las mejillas y la nariz.
Gáspár empieza a bajar la escala de cuerda y, tan pronto como sus
pies tocan el hielo, lo sigo. No he llegado lejos antes de sentir que
algo tira de mi caperuza desde abajo y, con un gemido ahogado, casi
pierdo el pie en el peldaño. Cuando mi capucha cae hacia atrás,
descubro a Szabín mirándome, con una mueca enfadada en los
labios y el colgante destellando bajo esta luz dura y cruel.
—Suéltame —le espeto—. ¿O somos prisioneros aquí?
Szabín me agarra con más fuerza.
—Ningún sureño ha venido nunca a Kaleva sin ansia en sus ojos.
Quiero contestarle que haber nacido en Keszi difícilmente me
convierta en una sureña, pero lo que Szabín quiere decir está claro:
para ella, todos somos sureños. Echo una mirada rápida a Gáspár,
todavía sosteniendo la escala, y él me mira con desconcierto.
—Ya me he llenado la barriga de carne de reno, gracias a Tuula —
digo, y sonrío con tanta dulzura como consigo reunir. Szabín frunce
el ceño—. ¿Qué sentido tiene renunciar a tus votos, hermana, si
tratas a todos los paganos con los que te encuentras con cautela y
reproche?
—Tú eres la primera que me encuentro —dice Szabín. Me mira con
el mismo desprecio amordazado que Gáspár en los primeros días de
nuestro viaje, cuando alternaba entre los reproches por mi barbarie y
la preocupación por el estado de su alma—. Y no has hecho nada
para ganarte mi con anza.
—Tampoco he hecho nada para ganarme tu ira —replico. El viento
nos gruñe con renovada ferocidad, sacudiendo la escala, y si Gáspár
no la estuviera sosteniendo desde abajo, me habría caído. Tengo la
extraña y espontánea sensación de que, si me cayera, se movería
para atraparme—. No me parece adecuado que me mire con
desagrado alguien que comparte cama con una juvvi. ¿Te quitas el
colgante antes de yacer con ella?
Mis palabras son su ciente para desequilibrarla, para hacer que su
mano se debilite. Me zafo de ella, dejando algunos pelos de mi capa
de lobo en sus dedos, y bajo apresuradamente el resto de la escala.
Cuando mis botas rozan la nieve, veo que Szabín sigue mirándome
desde arriba, con los ojos entornados, nos como tajos.
—¿Qué te ha dicho? —me pregunta Gáspár.
—El morboso dramatismo patricio —contesto, con tono brusco.
Sus palabras me han herido en un lugar inesperadamente tierno, o
quizá sea solo una ascua más profunda y antigua a la que ha
insu ado vida. Szabín no es tanto una enemiga como una tonta, por
creer que una patricia podría vivir en una paz feliz y satisfecha con
una juvvi. La hoja de alguien se interpondrá entre ellas al nal, o sus
propios agravios quemarán la choza de Tuula hasta los cimientos.
Hay una pequeña parte de mí irritada con la idea de que yo soy
igual de tonta por querer encontrar consuelo en los brazos de un
Leñador. Me subo la capucha de nuevo y me concentro en lo que
tengo delante.
A la luz del día, el lago está tan pulido como una brillante moneda
de plata, y el re ejo de los árboles oscuros ondea sobre su super cie.
Se han convertido en algo más pequeño y comprensible, en árboles a
los que podría haber trepado de niña cuando estaba en Keszi.
Piso sus re ejos mientras caminamos. El hielo gime y cruje bajo
nuestros pies, pero no se rompe. Ni siquiera veo el agujero por el que
caí, o el encaje de grietas. El hielo se ha remendado de nuevo, como
seda blanca sobre un rasgón negro.
Cuando terminamos de cruzar, podría besar la tierra, el suelo
sólido. Me siento aliviada, a pesar del incesante peligro del bosque,
que retumba como si poseyera su propio latido, verde y blanco.
Envuelto en la niebla, el bosque no ha cambiado: ahí están los
árboles enormes, cubiertos de líquenes y oscurecidos por la nieve
derretida. La escarcha destella en cada aguja de pino como el cristal
derramado.
Recuerdo la certeza que tuve hace apenas un día, el instinto
innombrable que llameó en mi pecho mientras miraba el embrollo de
ramas, entrelazadas como la urdimbre de una cesta y que apenas
permitían ver el cielo azul. No siento nada de esa certeza ahora. En
mi mente solo está el nombre de Nándor y el estribillo de siete días,
siete días, siete días farfullando tras él como un perro de caza
siguiendo a su presa. Presiono el tronco más cercano con la palma,
pero si alguna vez he tenido una intuición de bruja, esta ha
desaparecido ya.
La desesperación me abruma.
—Ya no lo sé. Creí que el turul estaría aquí, pero ahora…
La expresión de Gáspár no cambia; es como si mis palabras
hubieran rebotado en él. Hay una expresión dura en su ojo, como si
no hubiera esperado más de mí. No sé por qué eso, su decepción, me
duele más que ninguna otra cosa.
Entonces hay un destello en su ojo.
—¿Oyes eso?
Me detengo, con el puño cerrado en mi costado. Es el suelo, no los
árboles, lo que late bajo nuestros pies, y de repente el viento se
queda en silencio. Abro la boca para contestar, pero las palabras se
marchitan en mi garganta cuando una mano gigante se curva
alrededor del tronco que tengo más cerca, con los dedos del color y
la textura exacta de la madera. La mano gira un instante para agarrar
bien, y después arranca el árbol de raíz, tirando de él hacia el
inadvertido cielo gris.
La criatura que tengo delante no tiene ojos, solo dos ranuras
deformadas en la corteza acanalada de su rostro. Su barba entrecana
está hecha de guirnaldas de agujas de pino y hojas secas, sostenidas
con una pegajosa savia amarilla. Su cuerpo es tan grueso como dos
árboles encajados, y sus brazos y piernas están cubiertos de musgo y
podredumbre. Un único pájaro sobrevuela su cabeza, como si
buscara un lugar donde anidar entre el follaje animado.
Sigo mirándolo, boquiabierta y perpleja, cuando su dedo rodea mi
torso y me eleva en el aire.
Gáspár grita mi nombre, esas tres sílabas que me desconcertaron
tan completamente anoche, y después oigo la esco na del metal
cuando saca su hacha. La criatura me gira en sus manos, soltándome
y agarrándome de nuevo, como un gato curioso con un juguete.
Cada vez que caigo hacia el suelo, mi estómago se agita en una
mareada protesta, pero estoy demasiado aturullada para gritar, y
mucho más para recurrir a mi inescrutable y nueva magia.
Me siento abrumada por mi propia y desesperada estupidez
cuando la criatura me toma por la capa, como un hilo entre sus
dedos gigantes, y me sostiene sobre su boca abierta. El aliento le
apesta a carne quemada y madera podrida, y un par de lágrimas
aparecen en los rabillos de mis ojos, inútiles y condenadas. El hacha
de Gáspár golpea furiosamente la pierna de madera de la criatura, y
la urgencia de su acción me sorprende: no ha dudado, como lo hizo
en la tienda de Kajetán.
Y entonces, inexplicablemente, otra voz se eleva, brusca y clara:
Avanza sin pausa, se curva mas no se quiebra, tiene ramales y nudos pero
fronda no lo enhebra.
La criatura se detiene, dejándome pender, retorciéndome entre sus
dedos. La corteza de su rostro se arruga como si frunciera el ceño.
Con la mano libre se rasca la cabeza, desconcertada; parece, por un
instante, bastante humana.
Tuula es una mota de llamativo color sobre la nieve. Repite: Avanza
sin pausa, se curva mas no se quiebra, tiene ramales y nudos pero fronda no
lo enhebra.
La criatura entorna los ojos. Cuando me escurro de entre sus
dedos, aprieto los ojos con fuerza y me preparo para golpear el
suelo. Pero el impacto ha sido atenuado, amortiguado. Abro los ojos
y me encuentro en el lomo de Bierdna. La osa gira la cabeza y me
olfatea, y mi aliento atrapa la palabra gracias. ¿Cuándo he empezado
a creer que puede entenderme?
Gáspár se detiene en su camino hacia mí, con el hacha levantada y
el rostro pálido. Cuando me mira de arriba abajo, no creo estar
imaginando la preocupación de su ojo, pero se detiene antes de
llegar a mi lado.
Bajo de la osa, todavía jadeando. Tuula me mira, con los brazos
cruzados y Szabín a su espalda. Cuando consigo hablar, solo puedo
preguntar:
—¿Qué es eso?
—Solo uno de nuestros inoportunos y terribles gigantes de madera
—dice Tuula—. Son muy fuertes, como puedes ver, pero muy
estúpidos. Si les dices un acertijo, se quedan siglos paralizados,
intentando resolverlo, hasta que al nal se olvidan de la frase por
completo.
La miro, abatida y amedrentada. Como ella ha dicho, la criatura
está clavada al suelo, todavía rascándose la cabeza de madera.
—Es un río, por cierto —continúa Tuula.
—¿Un qué?
—La respuesta al acertijo. —Su voz se vuelve aguda—. Avanza sin
pausa, se curva mas no se quiebra, tiene ramales y nudos pero fronda no lo
enhebra. Un río. Supongo que debes saberlo, ya que planeas
enfrentarte al bosque sola. No disfruto salvando tu insípida vida,
chica lobo.
Me trago el insulto, al menos medio merecido, y me pongo en pie
sin dejar de mirarla. Renos y cuervos, gigantes de madera y osos.
Tuula tiene un conocimiento y una magia que hace que el norte
parezca agua en el cuenco de una mano, algo que puede sostenerse
sin di cultad. Si nosotros tuviéramos que dibujar un mapa de
Kaleva, estaría lleno de caminos que esquivan a los monstruos y a
los árboles en movimiento, líneas que atraviesan el peligro hacia la
seguridad. Ni siquiera las mujeres de mi aldea soñarían con moverse
por el bosque con tanta seguridad como ella.
Aprieto los cuatro dedos de mi mano, todavía pálida con su poder
sin probar. Tuula me mira con sus ojos de halcón negro, como si
pudiera ver la parte animal de mi mente, como si pudiera oír el
estribillo de siete días, siete días, siete días, o ver el ansia en mis ojos.
Szabín tenía razón en una cosa: nadie iría a un lugar tan desabrido y
brutal a menos que estuviera desesperado.
—Tú sabes dónde está, ¿verdad? —le pregunto, poniéndome en
pie—. El turul.
La voz de Tuula suena brusca y rápida.
—Tú no has de encontrar al turul.
La energía de su respuesta hace que el calor orezca en mi pecho.
Avanzo hacia ella, aunque la osa gruñe, mostrándome sus dientes
amarillos.
—Tú sabías que estábamos aquí para encontrar al turul. Lo has
sabido todo este tiempo, y no has dicho una sola palabra.
—Por supuesto que lo sabía —me espeta Tuula—. No os
adentraríais tanto en el norte a menos que buscarais poder. Y todos
los Leñadores quieren lo mismo. Si no intentan aplastar a los juvvi,
están tratando de robar la magia que nos protege de ellos.
Me giro hacia Gáspár, con el corazón desbocado. No se ha acercado
a nosotras, pero tiene la mano en el hacha. Nubes de tormenta
cruzan su rostro.
—¿Por qué te molestaste en salvarnos, entonces? —replico—. ¿Por
qué no nos dejaste morir?
Tuula hace un mohín, como si hubiera probado alguna fruta
pasada.
—Te lo dije, chica lobo. No tengo el corazón totalmente negro. Los
Leñadores son humanos, bajo esos ridículos uniformes y su odio
fanático. Esperaba que la gratitud os persuadiera de abandonar esta
búsqueda absurda.
Su voz es implacable y suave, y hace que una horrible impotencia
crezca en mi interior. Las palabras de Gáspár sobrevuelan mi cabeza
como una bandada de cuervos; la moneda de mi padre me quema a
través de mi capa.
—Es posible que vosotras estéis satisfechas, escondidas aquí, en
una esquina del mundo —le digo, y esta vez miro a Szabín también,
que tiene el ceño fruncido bajo su capucha—, pero hay mucha gente
que no cuenta con la protección del hielo, de la nieve y de la magia.
Si el turul es lo único que puede igualar el poder de Nándor, los
estáis condenando al esconderlo.
—Yo no estoy escondiendo nada. —Tuula camina hacia la osa y le
apoya la mano en el hueco entre sus enormes hombros—. Tú no has
de encontrar al turul. Y quizá cometí un error cuando evité que os
congelarais. El príncipe te ha inyectado su veneno… Bien podrías
jurar lealtad a su dios, porque tu aldea no te aceptará si pones el
turul en las manos del rey.
La ira me atraviesa con tal ferocidad que se me humedecen los
ojos. Miro a Gáspár, estúpidamente, sin expresión. He intentado
durante mucho tiempo no pensar en Virág, no pensar en el turul
cayendo del cielo con mi echa en su pecho. Pero siempre he sabido,
por supuesto, la verdad: que matar al turul me alejará de Keszi para
siempre. No podré cojear de vuelta con su sangre todavía caliente en
mis manos; esta vez Virág me arrojaría a los lobos, y no sentiría ni
una pizca de pesar.
Abro la boca, pero ninguna palabra sube por mi garganta. La osa
resopla, y la humedad perla su hocico negro.
—No tiene sentido —dice Gáspár entonces.
Las palabras se elevan rápidas, furiosas.
—¿Qué?
—No tiene sentido insistir; no nos dirá dónde está el turul. —Su
voz suena dura y átona, y dedica a Tuula una mirada de pedernal—.
Además, ya hemos perdido mucho tiempo. La festividad de San
István será dentro de siete días, y si me entretengo más aquí, no
podré detenerlo.
—Dijiste que no podrías detenerlo sin el turul. —Por el contrario,
mi voz suena tan temblorosa como el viento—. Hicimos un trato.
—Lo sé.
No dice nada más y solo puedo mirarlo: su mandíbula dura,
cuadrada, su piel como el bronce pulido. Sus pestañas oscuras y sus
labios arrogantes. Pero no parece enfadado. Su mirada es rme, casi
demasiado brillante.
—No es culpa mía —consigo decir, pensando en los Leñadores
asolando nuestra aldea, en todos los modos que el rey podría
encontrar para castigar a Keszi—. Tu padre…
—Lo sé —dice Gáspár de nuevo, en un tono susurrado y tranquilo,
como si intentara sacar a un conejo de su madriguera para hacerlo
caer en una trampa—. Y te prometo que evitaré que mi padre se
vengue sobre tu aldea, pero tengo que regresar ya a Király Szek. No
puedo perder más tiempo.
El tono de sus palabras me hace sentir pequeña como una niña,
con el rostro rosado contra el reproche del viento.
—¿Y qué voy a hacer yo?
—Vete a casa —me dice.
Por un momento, me permito imaginarlo. Pienso en arrastrarme a
través de la tundra, por la Pequeña Llanura, ante los aldeanos con
sus horquetas y sus ojos abrasadores, con la palabra bruja en sus
lenguas. Pienso en enfrentarme a los monstruos del Ezer Szem y en
atravesar el límite del bosque, jadeando y resollando, y en ver solo
las expresiones vacías del resto de aldeanos. Katalin me exhalará su
llama azul, pero no antes de arrancarme su capa de lobo de la
espalda. Los muchachos con los que me he emparejado apartarán la
mirada, ruborizados por la vergüenza. Boróka protestará, intentando
apaciguarlos. Ni siquiera puedo pensar en Virág. Y todos me odiarán
el doble, por no haberme muerto cuando se suponía que debía
hacerlo.
Y entonces, sin quererlo, otra inundación de imágenes me golpea.
Pienso en los brazos de Gáspár rodeándome en el interior del hueco
húmedo del árbol, suspendidos en el tiempo por sus raíces. Pienso
en su voz suave y cansada en mi oído, en su olor a pino y a sal.
Recuerdo que se zambulló en el hielo tras de mí, y que me cubrió con
su capa mientras él se congelaba. La vergüenza me retuerce el
estómago. Le he contado cuánto me odiaban todos, cómo deseaban
que me devoraran, incluso le confesé el horrible secreto de mi
menguante dolor: que a veces no recuerdo a mi madre. Me guardé
las garras y escondí mis dientes para él, y ahora quiere que vuelva,
dócil y desdentada, con Virág y su látigo de junco, con Katalin y su
fuego, y con todos los demás aldeanos con sus miradas despiadadas.
Todo lo que pienso que podría decir me parece terriblemente
estúpido. Así que le doy la espalda a Gáspár, le doy la espalda a
Tuula y a Szabín y a la maldita osa, y camino a través de la nieve,
hacia el ojo jo y pálido del lago.
Primero llegó el rey István, con su capa blanca como una calavera.
Después su hijo, Tódor, hizo que el norte resplandeciera.
Más tarde llegó Géza, con la barba larga y gris de un vejete.
Y, por último, el rey János…
Y su hijo, Fekete.
Miro a Gáspár mientras canto, sin apartar mis ojos, desa ándolo a
que deje de mirarme. Tiene el brazo alrededor de los hombros de su
hermano menor, el puño agarrando la tela del dolmán verde del
muchacho. No hay subterfugios en su rostro, ninguna máscara de
cortés indiferencia. En su ojo brilla la angustia, pero no dice nada.
Cuando yo muera, me pregunto si pensará en cómo me besó el
cuello, si recordará que recorrió suavemente con los labios la misma
piel que ha orecido bajo la hoja de su padre.
Termino la canción y el carbón sigue tiznado y negro.
—No tiene talento para la forja —murmura el rey—. Bueno, quizá
seas una sanadora. Leñador, ven aquí.
Hace un ademán a Lajos, que se ha aplastado contra la pared,
como si fuera una sombra. El Leñador avanza y hace una reverencia
lenta y muda ante el rey.
—Su cara —dice el rey.
Creo que voy a vomitar mientras presiono la mano manchada de
negro contra la mejilla de Lajos, contra el cruento resto de su nariz, la
cicatriz que parte su frente en dos. Mientras, Lajos respira como un
toro furioso, tragando saliva y con las manos cerradas con fuerza, sin
duda deseando poder rodearme el cuello con ellas.
Pero no se eleva ningún músculo nuevo para completar su nariz;
no hay piel nueva extendiéndose sobre los riscos de su retorcida
cicatriz. Lajos se aparta de mí, escupiendo y resollando, y yo caigo
sobre mis talones, tambaleándome delante de todos los invitados
patricios.
El rey inhala bruscamente.
—¿Cuál es tu magia, mujer lobo?
—¿Qué más da? —Tengo la voz ronca e inútil—. Vas a matarme de
todos modos.
Un murmullo esperanzado atraviesa la multitud. Quieren verme
sacri cada como un ciervo, una rapaz, un lobo. Una mujer.
—No puedo permitir que esta estafa de los paganos quede sin
castigo —dice el rey János—. Keszi me prometió una vidente, y en
lugar de eso me han entregado una cosa vacía. ¿Preferirías que me
vengara sobre tu aldea?
Murmullos de aprobación de nuevo. Nándor se inclina hacia
adelante en su asiento, y sus ojos se mueven como el agua bajo el
hielo.
Casi me río. Recuerdo a Gáspár amenazándome con eso mismo, en
la orilla del Lago Negro, cuando se cayeron nuestras máscaras. Si no
consigo otra cosa, al menos lograré que hable antes de morir.
—¿Te lo dijo tu hijo? —le pregunto—. ¿Fue él quien te contó que
no soy vidente?
—Mi hijo… —El rey dirige su mirada aletargada a Gáspár, y
después me habla mientras lo mira—. Mi hijo tiene toda la sabiduría
de Géza, y nada del ardor de István.
Géza fue el padre del rey, que murió joven y enfermo y es
recordado por poco más que eso. A pesar de todo, las palabras del
rey me hieren, un dolor fantasma y mutilado. Gáspár traga saliva, y
creo que por n abrirá la boca, pero solo mira su plato.
La traición me lancea la herida, haciéndola añicos como si fuera
cristal. Nándor gira la cabeza.
—Padre, es una mujer lobo —dice, con un toque de petulancia—.
Si se niega a arrepentirse ante el único Dios y a renunciar a sus falsos
dioses, mátala y demuestra que el clamor de justicia del pueblo no
ha pasado inadvertido. Es una gran afrenta para la memoria del rey
István acoger a una pagana aquí, en el mismo palacio que él
construyó, el día de su onomástico.
Su voz se alza y atipla justo al nal, invocando susurros renovados
entre los asistentes. Justicia, justicia, justicia.
El rey se mueve ligeramente, como si intentara enderezar algo en
su interior que estuviera a punto de volcarse.
—¿Es cierto, mujer lobo, que no posees magia?
«Sí» y «no» me condenarán, así que no digo nada.
El rey János se gira hacia Gáspár.
—¿Alguna vez has visto a esta chica utilizando la magia? Dijiste
que no podía ver el futuro, pero ¿está tan vacía como aparenta?
Gáspár aprieta la mandíbula. Conozco esa expresión suya, ese
miserable esfuerzo, como un perro sin dientes dándose cuenta de la
inutilidad de su mordisco. Puede que esté sentado a la mesa del rey,
pero apenas tiene más poder aquí que yo. Pienso, con una oleada de
traidora y condenada ternura tan repentina que me asusta, en la
tranquilidad con la que está mirando al hombre que le sacó el ojo.
—Padre —dice, la palabra cargada de una súplica muda—, hay
otros modos…
—Basta —lo interrumpe Nándor—. Mi bondadoso e indeciso
hermano se ha acercado demasiado a los paganos en el tiempo que
ha pasado fuera, y su buen juicio está por tanto comprometido. La
memoria del rey István debería ser su ciente para guiar tu espada,
por no mencionar la voluntad de tus súbditos, de tu pueblo. La
mujer lobo debe morir.
Los invitados ronronean su aprobación, y en este momento los
odio tanto que apenas puedo respirar, los odio más de lo que nunca
he odiado a los monstruosos Leñadores. Pueden verme aquí, ver lo
lastimeramente humana que soy, no menos humana que ellos, y aun
así salivan pensando en mi muerte. Nunca había deseado tanto
gritarle a Gáspár, furiosa con su estúpida nobleza, con su impotente
sabiduría, con su deseo de salvar a su gente de Nándor. Si Nándor es
de verdad el rey que anhelan, sin duda es el rey que se merecen.
Puede que yo sea igual de tonta por desear salvar a Keszi. Quizá,
incluso ahora, siga comiendo de las manos que me han golpeado.
El rey János tiene la mirada perdida en un punto a media distancia,
los ojos vidriosos.
—Traedme mi espada —dice.
Me pongo en pie, pero Lajos y Ferenc están a mi espalda al
instante, con las hachas preparadas. Es Nándor quien baja del
estrado para recuperar la espada del rey, una cosa enorme y pesada
con la empuñadura esmaltada. Su funda tiene grabada una
elaborada tracería de hojas y viñas que al principio confundo con
una espiral de cien víboras devorándose unas a otras. Espinas
rodean el blasón de la casa del rey. Nándor pone la espada en las
manos de su padre.
—Padre… —comienza Gáspár, levantándose de su asiento. Rápido
como un látigo, Nándor también se levanta, con uno de los cuchillos
forjados por el rey en la mano. Bajo la línea de la mesa, donde
apenas puedo ver su brillo, presiona la hoja contra el interior de la
muñeca de Gáspár.
—Ningún verdadero heredero de San István se levantaría para
evitar la muerte de una pagana bajo su espada sagrada —dice
Nándor en voz baja.
El corazón me late con fuerza, la bilis se eleva en mi garganta.
Pienso en correr, pero mis músculos se paralizan como si me hubiera
zambullido en las frígidas aguas de nuevo y el hielo se hubiera
cerrado sobre mi cabeza. Pienso en gritar, pero mis labios solo
consiguen separarse en silencio mientras el sudor me enfría la frente.
Pienso en usar mi magia, pero apenas noto mis manos y el dolor
fantasma ha desaparecido. Pienso en morir al menos como una
auténtica mujer lobo, gruñendo y echando espuma por la boca, pero
ya hay varias hachas amontonadas en mi espalda.
—Yo —comienza el rey, y después tiene que detenerse para exhalar
temblorosamente—, el rey János, de la casa Bárány, jefe de la tribu de
Akosvár, heredero al trono de San István y regente de Régország, te
condeno a muerte.
No estaba ni la mitad de aterrada cuando los Leñadores me
apresaron, cuando Peti se lanzó sobre mí o cuando vi la capa de mi
madre desapareciendo en la boca del bosque. Y entonces otra cosa
acuchilla el miedo, brillante como un rayo de sol. No es más que el
instinto animal, el deseo de vivir más feroz y crudo. La espada del
rey se precipita sobre mí y levanto mi mano de cuatro dedos, con los
hilos negros haciendo un nudo corredizo alrededor de mi muñeca.
La hoja se detiene contra la punta de mi dedo, tallando el corte
más nimio en el que orece una única gota de sangre, roja como una
nariz sonrosada por el verano. Mientras la hoja está ahí, en ese
momento suspendido, comienza a oxidarse: el acero pierde su lustro
y adquiere el tono mate y granulado del ámbar antes de
descascarillarse y desaparecer.
La empuñadura roma de la espada del rey repiquetea contra el
suelo.
—Tú, mujer lobo —susurra—. ¿Qué eres?
—Tú lo has dicho. Una mujer lobo.
Avanzo, demasiado rápido para que los aturdidos Leñadores me
sigan, y antes de que ninguno de ellos piense en matarme, cierro la
mano alrededor de la muñeca del rey. Su carne está seca y
apergaminada, sin cicatrices. Dejo que mi magia escape de debajo de
mi piel para arañar la suya: solo una pequeña herida, pero su ciente
para hacerlo gritar.
—No lo hagas —resuella el rey—. Mis soldados te matarán,
aunque yo muera.
—Moriré de todos modos —contesto—, pero lo haré
persiguiéndote fuera de este mundo, porque te mataré primero.
El rey János traga saliva. Se parece al per l de mi moneda, si esta
fuera lanzada a la forja de nuevo; los planos de su rostro se ondulan
y su mandíbula pierde fuerza bajo el fundente calor, su frente se
arruga como una fruta podrida. Imagino qué sentiría si dejara que
mi magia trepara hasta su garganta, ampollando toda la piel de su
cuerpo, si lo viera caer al suelo como los animales a los que ha
ordenado matar.
El rey sabe que podría matarlo. Sé que moriré, si lo hago. Una
balanza sopesa estas ideas, inclinándose entre dos deseos iguales:
ambos queremos vivir.
—Quizá —dice el rey, en voz baja, levantando la mano para
detener a los Leñadores que se amontonan sobre mí— ninguno de
nosotros tenga que morir hoy.
Nándor emite un sonido estrangulado, como si no pudiera
pronunciar una sola palabra.
No a ojo la mano.
—¿Qué me ofrecerás a cambio de tu vida?
—La seguridad de tu aldea —me dice el rey—. Ningún soldado
mío marchará contra Keszi.
—No es su ciente. —Tengo el estómago agitado, revuelto con este
recién encontrado y no comprobado poder. Ahora yo soy la
guardiana del destino de Keszi—. Quiero que liberes a Zsigmond,
ileso.
—¿A quién?
—Zsidó Zsigmond —repito—. Un hombre yehuli al que Nándor
sometió a juicio y encarceló injustamente. Debes liberarlo y prometer
que nadie intentará dañar a los yehuli de tu ciudad.
—Ya he emitido edictos prohibiendo la violencia contra los yehuli
en Király Szek.
—Es evidente que no son su cientes —le espeto, enrojeciendo de
furia—. No con tu propio hijo socavándolos.
El rey cierra los ojos un instante. Sus párpados son tan nos como
la piel de cebolla; puedo ver sus pupilas girando debajo. Después los
abre de nuevo.
—Liberaré a ese yehuli y haré lo que esté en mi mano para
proteger a los yehuli de esta ciudad. Pero ahora tú debes ofrecerme
algo. Supongo que no puedo convencerte para que me entregues tus
uñas.
—No —le digo. La repulsa hace que me duela el estómago. Pienso
en Nándor, en sus dedos cada vez más cerca del cuchillo. Pienso en
lo que Gáspár me dijo, aquella primera noche junto al Lago Negro.
Ansía el poder más que la pureza, y quiere encontrar un modo de ganar la
guerra. Pienso en mi padre, empapado hasta las rodillas en sangre de
cerdo. Pienso, durante el más breve instante, en Katalin, en su rostro
teñido de azul por la luz de su llama. Esto demostrará que tenía
razón—. Pero puedo entregarte mi poder. Mi magia.
La confusión se agrupa como nubes oscuras en la frente del rey, y
después la comprensión amanece en él tan brillante como el día.
—Jurarás lealtad a la Corona.
—Sí. —El bramido de la sangre en mis oídos es tan fuerte que
apenas me oigo pronunciar la palabra—. Mi poder será tuyo,
siempre que mantengas tu parte del trato.
—Juro por el Prinkepatrios, el único y todopoderoso Dios, que
mientras estés a mi servicio, ni Keszi ni el hombre yehuli, Zsigmond,
recibirán daño alguno—. El brazo del rey János tiembla bajo mi
mano—. ¿Cuál es tu nombre, mujer lobo?
Recuerdo que Gáspár me preguntó lo mismo, mientras el agua del
lago nos lamía las botas. Diciéndoselo al rey me siento como si le
estuviera entregando algo frágil y valioso, como mi propia lengua
cortada.
—Évike —le digo—. Me llamo Évike.
El rey baja la cabeza, tragándose mi nombre de un bocado.
—Évike de Keszi, ¿juras proteger la Corona de Régország? ¿Ser mi
espada cuando no tenga ninguna, y hablar con mi voz cuando yo no
pueda hacerlo?
—Sí. —Me sorprende la facilidad con la que la promesa abandona
mis labios, como un ascua escapando de una chimenea—. Lo juro.
—Para que sea una auténtica promesa patricia, debes arrodillarte.
Echo una mirada a Lajos, cuyos ojos están quemándome la
espalda.
—Aleja a tus perros primero.
—Retiraos —ordena el rey a los Leñadores.
Muy despacio, Lajos baja su hoja. A su lado, Ferenc hace lo mismo,
pero puedo oírlo murmurando algo que suena como una maldición,
algo cercano a la traición.
Relajo mi mano en la muñeca del rey y los hilos de Ördög se
a ojan. Tiene la piel resbaladiza y roja allí donde yo lo había
agarrado, con cuatro quemaduras con la longitud y la amplitud de
mis dedos. Manteniendo un ojo en el rey y el otro en los Leñadores a
mi espalda, me arrodillo.
—Padre, esto es una locura —oigo decir a Nándor, palabras
deslizadas a través de sus blancos dientes apretados. Hay
murmullos de acuerdo entre los invitados, demasiado boquiabiertos
para hablar.
El rey se encorva para recoger la empuñadura esmaltada de su
espada y sus largas mangas se encharcan sobre el suelo de piedra.
Cierra los ojos y otra hoja cobra vida con un destello, saliendo
disparada de la empuñadura como un árbol elevándose hacia el sol.
Me pregunto qué pensaría Virág si viera al despreciable rey lleno de
magia pagana. Me pregunto qué pensaría si me viera a mí, con los
hombros encorvados bajo su espada. No debería sorprenderla. Si
algo me ha enseñado, es a arrodillarme.
El rey János posa su espada en cada uno de mis hombros, uno tras
otro. Apenas siento su presión. Lo único que siento es la
estabilización de mis latidos, como una rueda cayendo en su surco.
Me enviaron con los Leñadores, pero he sobrevivido. He llegado a la
capital, pero no me he enfrentado al destino de mi madre. Estoy viva
a pesar de todos los que me deseaban muerta, paganos y patricios
por igual. Me siento como si hubiera salido reptando de algún
abismo negro, con los ojos brillantes y salvajes cuando la luz los llena
por primera vez. El peso de su odio me abandona como una capa
suelta. Aquí, en la capital, sus palabras y sus latigazos no pueden
alcanzarme, y soy yo la que mantiene a los lobos alejados de la
puerta de Keszi. A pesar de la promesa que me ata al rey, mi vida me
parece más mía que nunca. Mía para usarla como considere
adecuado, y mía para perderla absurdamente, si es lo que deseo.
Gáspár me mira con el rostro pálido y a igido, pero ya debería
importarle lo que haga. Nándor se levanta de su asiento y camina
por el salón, con paso rápido sobre la fría piedra. Cuando me levanto
de nuevo, apenas puedo oír los lamentos de los patricios.
No tengo ningún plan mientras camino hacia los aposentos del rey;
solo la ira tira de mí. Gáspár va un paso por detrás, y sus palabras
me persiguen como echas.
—Piensa en lo que quieres conseguir antes de entrar en la
habitación —me dice, con una pizca de súplica en la voz—. No tiene
sentido que te enfrentes a él con veneno y furia… Solo conseguirás
terminar de nuevo en los calabozos.
Me giro para mirarlo.
—Y en lugar de eso, ¿debería ser como tú? ¿Debería tragarme las
palabras crueles y postrarme ante el hombre que me arrancó el ojo?
¿Debería dejar que mi hermano bastardo se llevase por delante lo
que me pertenece por derecho?
Estoy tan furiosa que no me importa hacerle daño, pero Gáspár me
mira con rmeza, con su ojo negro implacable.
—Tú también le hiciste un juramento a mi padre —me dice.
—Sí, y es mi mayor vergüenza —replico, enrojecida.
—¿Y no crees que para mí también lo es? —Su pecho se hincha;
por un momento, creo que va a acortar el espacio entre nosotros—.
Pero tienes que entender, como hago yo, que la supervivencia no es
una batalla que se gane solo una vez. Debes lucharla cada día y
aceptar las pequeñas derrotas, para seguir viviendo y luchando
mañana. Sabes que mi padre es un veneno más lento y dulce.
Sus palabras me muerden como una astilla bajo la uña. Aminoro el
paso. La furia se reduce, y la desesperación se eleva en su lugar.
—Pero entonces, ¿qué debería hacer? ¿Debo dejar que tu padre se
me escape entre los dedos una y otra vez, convenciéndome de que al
menos es mejor que su bastardo, hasta que un día, sin que yo lo sepa,
todas las mujeres de Keszi estén muertas?
Gáspár inhala.
—¿No sobreviviría Keszi a la pérdida de una sola chica cada pocos
años, como ha hecho durante todo el reinado de mi padre?
Pienso en ello, aunque tengo el estómago revuelto. Virág vivirá al
menos otra década: es tan robusta como un árbol viejo que se hace
más fuerte con los años. Seguramente nacerá otra vidente mientras,
con el augurio alegre de su cabello blanco. Y hasta que fuera lo
bastante mayor para recibir su magia, Keszi podría aprender a vivir
sin ella, aunque eso signi case no saber cuándo llegará la escarcha
para matar nuestras cosechas o cuándo aparecerán los Leñadores en
nuestra puerta.
Como por instinto, busco la trenza de mi madre en mi bolsillo,
pero recuerdo que llevo puesto el vestido de Jozefa y no mi capa de
lobo.
—Yo era solo una chica —susurro—. Y también lo fue mi madre.
Gáspár abre la boca para contestar, y después la cierra de nuevo.
La culpa atraviesa su rostro, aunque en realidad no pretendía hacerle
daño con mis palabras. Sé que está recordando la primera vez que
me vio en el claro, como un sacri cio atado y tembloroso. Antes de
que el recuerdo me haga aquear, giro sobre mis talones y entro en
los aposentos del rey.
El rey János está arrodillado ante su cama, con las manos unidas.
Cuando me ve, se pone en pie de un salto y levanta una mano para
enderezarse la corona de uñas. Me mira, parpadeando y sin decir
nada; hay algo reseco en las comisuras de sus labios.
—No he venido a matarte —le digo—, aunque lo justo sería que lo
hiciera, porque has roto nuestro trato.
El rey levanta la barbilla, indignado.
—No he roto nada. Tu aldea no ha recibido daño alguno, solo la
pérdida de una sola mujer.
—¡Eso es nuestra aldea! —estallo—. Niñas y mujeres, niños y
hombres. Gente. ¿Dirías que no te he hecho daño si te cortara el
brazo o la pierna?
El rey János se aleja un paso de mí, con una mano todavía en la
corona.
—No te atrevas, mujer lobo. Mi sangre se derramaría bajo la puerta
y te delataría. No saldrías del palacio viva.
Pero eso siempre ha sido verdad. En cuanto entré en Király Szek
con una capa de lobo en la espalda, supe que morir era más probable
que cruzar de nuevo sus puertas. Pienso en cómo le habló Ester al
rey, con tanta astucia; pienso en la cautela con la que lo manejó, igual
que si te comieras una manzana evitando un punto negro. Solo
puedo intentar hacer lo mismo ahora.
—La matarás, entonces. —Mi tono es suave, cauto. Gáspár me
felicitaría, por estar hablando con tan poco veneno—. Igual que
hiciste con todas las demás. Añadirás sus uñas a tu corona.
—Ella no es como las demás —dice el rey—. Es una vidente.
—¿Y qué tipo de poder crees que te proporcionará su muerte? —
Mi mente conjura imágenes de Virág, retorciéndose sobre la tierra—.
La magia de una vidente no es lo que tú crees. Sus visiones son
aleatorias, y lo que ve nunca es lo que realmente quiere ver. Crees
que su poder te pondrá en el interior de la mente del bey, que podrás
anticipar sus movimientos antes de que los haga, pero no será así.
No sería como si…
Casi menciono al turul. Cierro la mandíbula con fuerza.
Los ojos del rey János se nublan. Se acerca a la larga ventana y su
rostro se tiñe de gris ante la cuadrícula de luz débil. No puedo evitar
pensar en la estatua de su padre en el patio, encorvada bajo el legado
de sus fracasos.
—Si consigo poner n a la guerra —me dice—, pondré n también
a lo que nos aqueja aquí. Cuando la comida es escasa y los hijos
mueren, la gente siempre busca a alguien a quien culpar. Nándor ha
señalado a los yehuli, a los paganos. Ahora me culpan a mí por
protegerlos. —Me mira con una expresión turbia, como el agua de
un estanque alborotada por el movimiento de algún pez—.
Sinceramente, mujer lobo, ¿qué harías tú? Dime… Tu consejo no
puede ser menos útil que el de mis insípidos asesores, que solo
tienen su propio bene cio en mente.
Sus palabras me aturden, por no mencionar el tono implorante de
su voz. No es tan tonto como había pensado, no se limita a beber
vino, ajeno a los cuchillos que le lanzan a la espalda. Recuerdo el
rostro del conde Reményi entre la multitud y todos esos Leñadores,
negros como sombras. Puede que el rey esté tan encadenado como
yo, tan encadenado como Gáspár, sobreviviendo a pesar de la
vergüenza. La verdad de lo que el rey es no me consuela. Casi
desearía seguir imaginándolo como un monstruo, como una bestia
de siete cabezas agitando sus lenguas, tragando mujeres lobo para
cenar. Ahora veo que no es más que un perro aco mordisqueando
un hueso viejo, ya desprovisto de los trozos más jugosos.
—¿Por qué los proteges, entonces? —le pregunto, cuando consigo
hablar de nuevo—. ¿Por qué no terminas lo que comenzó San
István?
—Ya lo sabes —me contesta el rey.
Y me sorprende que sea cierto. Lo he sabido desde que vi por
primera vez su morbosa corona, desde que vi a los condes con sus
atuendos paganos, engalanados con plumas y envueltos en capas de
lobo. No pueden extirpar las viejas costumbres por completo, o
perderán su poder. Solo pueden arrebatarnos las partes que les
gustan, las uñas y los títulos que su sangre pagana les concede, una
chica cada pocos años, no toda la aldea. Nándor me dijo que el
Patridogma había creado Régország, pero eso no es cierto. Está
compuesto por un millar de hilos distintos que se entrelazan como
las raíces de un árbol que crece alto y grueso, anhelando una
reuni cación imposible. Mithros y Vilmötten son como una escultura
con dos cabezas, o una moneda con un rostro distinto en cada lado.
Me corté un dedo solo para sobrevivir. Gáspár dejó que su padre le
sacara el ojo para que no le rebanara el cuello. Y ahora Katalin debe
morir, para que el resto de Keszi pueda vivir.
—Entonces es eso —le digo, con la voz llena de dolor—. Otra
mujer muerta para mantener a los lobos al otro lado de la puerta.
El rey se encoge de hombros, con la mirada rme. Por un instante
veo un fragmento de Gáspár en él, como un truco de la luz.
—Sé que debes odiarme, mujer lobo —replica—. Pero estoy seguro
de que odias más a mi hijo.
No tengo ningún otro sitio al que ir, así que regreso a mi dormitorio.
Siento la mente y el cuerpo pesados, cargados por un millar de
decisiones no tomadas. El cielo ya es negro, insondable y sin
estrellas. Apenas han pasado unas horas desde que mi padre me
abrazó en casa de Batya, pero el recuerdo parece irremediablemente
lejano, y aunque intento invocarlo, no consigo recuperar nada de su
calidez. Lo único que puedo ver es a Katalin desapareciendo por el
pasillo, como una piedra blanca lanzada a un pozo. Lo único que
puedo ver es el rostro de Nándor, dorado a la luz de las antorchas.
El cuello del vestido de Jozefa me parece agobiante ahora, y la lana
almidonada me ha dejado un sarpullido rojo. Como movida por una
mano invisible, me acerco al baúl a los pies de mi cama y saco mi
capa de lobo. La capa de lobo de Katalin. Los dientes de lobo están
más amarillos de lo que recordaba. Cuando toco uno, un pequeño
fragmento de hueso se me queda entre los dedos. Busco en los
bolsillos y encuentro la trenza de mi madre, enroscada sobre sí
misma como una serpiente fría. La aprieto con fuerza en mi puño.
Recuerdo cuánto me enfureció la decisión de Virág de enviarme
con los Leñadores, cuánto me atormentó su traición. Cada día me
parecía una herida distinta, pues mi mente estaba siempre
conjurando un nuevo modo de sufrirla. Al ver a Virág pintándome el
cabello de gris en su choza, Katalin se calló por n. Incluso ella
estaba acobardada por la inimaginable frialdad de Virág, un dolor
peor que ninguno que ella pudiera haberme causado.
Si dejo que Katalin muera, tendré que admitir que Virág tenía
razón al expulsarme. Que la vida de una mujer lobo no es más que
un escudo frágil ante la más ligera amenaza o provocación. Que nos
han criado solo para las hachas de los Leñadores.
Llaman a la puerta suavemente y me sobresalto. Pero es solo la
temblorosa criada, Riika, con un bulto de seda de un profundo tono
ciruela. Cuando lo desenrolla, veo que es un vestido, con las mangas
largas y bordados dorados en el corpiño.
—El rey hizo que cosieran esto para ti —me dice—. Para que
puedas asistir a los banquetes sin atraer tanta atención como una…
Las palabras mujer lobo mueren en su garganta. Enfurezco y le
arrebato el vestido. Lo lanzo en la dirección de la chimenea, aunque
no está encendida. En lugar de caer en ella, cae al suelo, tan
incorpóreo como un fantasma.
—Dile que no pienso usar sus vestidos —le espeto—. Si cree que
mantendré mi parte de nuestro trato mientras él no…
Un repentino y tenso cordón de dolor se extiende por mi brazo,
cortando la ternilla de mi hombro. Me giro lentamente; la habitación
se ladea sobre un eje desigual. Riika deja que una pequeña daga
caiga de su mano, con la hoja llena de mi sangre.
—Lo siento —susurra—. Él me pidió que lo hiciera.
Me tambaleo. El suelo se abalanza sobre mí, y después se aleja de
nuevo. No tengo que preguntarle para saber que no se re ere al rey.
—¿Qué te ofreció? —le pregunto mientras mi visión comienza a
ondearse y a deshilacharse.
Los ojos de Riika se humedecen. Le tiembla el labio inferior,
sobresaliendo bajo los carámbanos de sus dientes.
—Nada —contesta en voz baja, entonando de modo que la palabra
es casi una pregunta—. Solo me dijo que eso lo haría muy feliz, que
lo ayudara, y que el Padre Vida también me recompensaría.
Oigo la dulce melodía de su voz, casi cantando las palabras; veo el
rubor en sus mejillas y sé que está enamorada de él. Quiero gritarle y
zarandearla y decirle lo idiota que es, esta lastimosa chica del norte,
por pensar que Nándor la corresponderá. Pero estoy demasiado
mareada para hablar.
Paso junto a ella, presionándome la herida con la mano derecha. La
presión de mis dedos solo lo empeora, así que rasgo una tira de tela
del vestido de Jozefa y me la ato sobre la herida, con los dedos
resbaladizos y temblorosos. Debería matarla, pienso, pero no me
decido a hacerlo. Soy tan estúpida como ella, por haber venido a la
capital, por haber creído que soy lo bastante fuerte o lista como para
sobrevivir aquí.
Un millón de ideas atraviesan mi mente, cada una más terrible que
la anterior. Caigo de rodillas y busco la daga antes de que Riika
pueda tomarla de nuevo. Curvo mis dedos ensangrentados
alrededor de su empuñadura mientras la puerta se abre, y las botas
de Nándor resuenan, tranquilas y ligeras, sobre el suelo.
CAPÍTULO VEINTE
I ntento ponerme en pie, tambaleándome, pero Nándor me posa una
mano amable en el hombro, apretando la herida apenas con la
fuerza su ciente para hacerme gemir. El dolor cubre mi visión de
blanco.
—No te levantes —me dice Nándor—. Me gusta verte arrodillada.
Sus uñas parecen tan a ladas como cuchillos. Tomo aire y extiendo
la mano hacia él, pero antes de que pueda rodearle la muñeca con los
dedos, da un paso atrás. La inercia me hace caer hacia delante y
apoyarme en mis manos. El suelo está resbaladizo por mi sangre.
—Qué heroico —le espeto—, enviar a una criada para que haga el
trabajo desagradable por ti.
Nándor se levanta y camina hasta la pared, donde está Riika,
temblando. Le pasa un dedo manchado de rojo por la mejilla y el
rostro de la muchacha se ablanda como el pan jalá recién sacado del
horno.
—Tengo amigos en todas partes, mujer lobo —dice, mirándome
mientras le agarra la barbilla a Riika—. Ya deberías saberlo.
Amigos en los barracones de los Leñadores y en el consejo del rey.
Recuerdo la mirada a lada del conde Reményi, agudizándose al
encontrarme en la oscuridad. Recuerdo a Zsigmond, temblando bajo
el escrutinio de Nándor, y al rabino paralizado como un ciervo
asustado, y a todos los niños yehuli llorando. Mi furia se abre paso a
través del dolor.
—Entonces, ¿por qué has tardado tanto en matarme? —consigo
preguntarle.
—Habrías muerto el día que llegaste a la ciudad, si hubieras sido
capaz de leer mi nota —me dice—. La dejé en tu puerta, pero olvidé
que las chicas lobo sois tan tontas como peces muertos, y que ni
siquiera sabéis leer vuestro propio nombre.
Emito un sonido que es casi una carcajada: fue mi propio
analfabetismo el que me salvó, o al menos el que prolongó mi vida.
Debió invitarme a alguna parte, quizá ngiendo ser el rey, y me
esperó en la oscuridad con un cuchillo con el que cortarme el cuello.
Y si vino a mi habitación cualquier otra noche, mientras dormía,
también la habría encontrado vacía, ya que he pasado las últimas
cinco noches en la casa de Zsigmond.
—No te servirá de nada —le digo. La habitación, su rostro, todo
titila como pálidas estrellas—. Aunque muera, el rey nunca te
nombrará su sucesor. No cuando todavía hay un hijo legítimo…
Me detengo, tartamudeando agónicamente. Nándor se aparta de la
pared y se agacha ante mí. Sus ojos azules son tan claros y fríos que
casi puedo ver el hielo en ellos.
—Quizá —dice—. Quizá no. Como sea, tú no vivirás para verlo. Ni
vivirás para ver la calle yehuli saqueada y vaciada, o tu aldea
convertida en cenizas.
No tengo duda de que lo dice en serio, de que volverá su fuego
frío contra la calle yehuli y contra Keszi en el momento en el que
tenga la oportunidad. Intento recordar cuántos Leñadores vi entre la
multitud y calcular el número que el rey sigue teniendo de su lado,
pero mi mente parece una cuerda deshilachada, apenas a unas
hebras de romperse.
—El heredero del rey todavía vive —repito, aunque la lengua me
sabe a cobre y mis ojos empiezan a emborronarse—. Y, mientras sea
así, no tienes ninguna posibilidad de sentarte en el trono, a menos
que pretendas reinar según la ley pagana.
Espero ver un rastro de desconcierto en su rostro, pero él solo
sonríe, una sonrisa tan bonita, tan pura y tan blanca, que por un
momento le creo a Szabín: una gallina le haría ojitos mientras la está
descuartizando.
—Sé que mantienes un ojo sobre mi hermano, como él lo tiene
sobre ti —dice Nándor—. No he tenido que preguntarme por qué, ya
que regresó a Király Szek con un moretón en la garganta con la
forma de tu boca.
Lo sabe. Claro que lo sabe. El miedo sube sin esperanza por mi
columna.
—¿Qué crees que hará mi hermano cuando vea tu cuerpo? —Con
tranquilidad, Nándor comienza a desatar el vendaje improvisado de
mi hombro—. ¿Qué concesiones crees que me hará?
—Puede que te dé las gracias. —Tengo la voz ronca, casi inaudible
—. Entonces no tendría que confesar su pecado. Le habrías quitado
de encima un bochornoso problema.
—No lo creo, chica lobo —dice Nándor—. Creo que mi hermano
llorará.
Y entonces me clava los dedos en la herida, presionando a través
de la carne y del tendón, casi hasta el hueso. Un dolor caliente y
asombroso estalla en mis ojos, cegándome. Grito, pero el sonido
queda amortiguado por la sangre de mi boca.
Gáspár tenía razón. Nándor me torturará hasta la muerte o la
locura, lo que llegue antes, solo para debilitarlo. Aun después de
muerta, condenaré a Gáspár. Quizá sea mi cadáver lo que consiga
que lo maten.
Nándor aparta los dedos. Tiene un guante escarlata en la mano,
hasta la muñeca, pero más allá su piel es blanca e inmaculada, tan
pura como la primera nieve del año. Me pasa la mano por el hombro,
por mi clavícula, y la cierra sobre mi pecho izquierdo.
—Has fallado —dice, y al principio no me doy cuenta de que está
hablando con Riika—. Te dije que apuntaras a su corazón. Pero creo
que morirá de todos modos; sin duda hay bastante sangre en mi
camisa.
La parte delantera de su dolmán está salpicada de rojo. Contra la
pared, Riika ha comenzado a sollozar, con los ojos cerrados con
fuerza.
—Lo siento —susurra. No sé si habla con Nándor.
Los cuatro dedos de mi mano derecha se curvan sobre el suelo de
piedra. Los músculos tensos de la pálida columna de la garganta de
Nándor, sobre el cuello de su dolmán, están a centímetros de mi
rostro.
—O quizá mueras tú primero —digo, retrayendo los labios para
mostrar mis dientes.
Levanto la mano y le abro el dolmán, rasgando la seda como si
tuviera garras. Expongo su pecho, tan pálido y brillante como el
resto de su ser, las venas azules tan tensas bajo su piel como el agua
bajo el hielo. Los hilos de Ördög me ciñen la muñeca. Unas marcas
negras recorren su piel, con la forma de mis dedos; mi mano está
quemándolo justo hasta el hueso. Es una herida lo bastante profunda
para matarlo.
Riika grita. Nándor se derrumba y un suave gemido escapa de sus
labios. La sangre lava su dolmán destrozado, vertiéndose en el suelo
como pétalos de ores, del color exacto del vino derramado. La luz
empieza a escapar de sus ojos, una luna blanca disipándose, y eleva
las manos. Creo que va a suplicarme piedad y sonrío ante la
perspectiva, a pesar de mi propio y vertiginoso dolor.
En lugar de eso, une las manos y pronuncia una oración en
silencio.
La herida de su pecho se cose de nuevo, una aguja invisible
hilvanada con un hilo invisible. Su rostro, grisáceo por la pérdida de
sangre, vuelve a colorearse de rosa, con la vibrante palidez de un
hombre vivo. Su piel está tan inmaculada como un lago helado en la
mañana más fría del invierno. Despacio, Nándor se pone en pie.
—¿No te dije que era santo? —me pregunta con voz ronca, como si
la muerte todavía no hubiera abandonado su garganta—. ¿Quieres
intentar matarme de nuevo?
Examino su cuerpo, lo que puedo ver de él, buscando una
evidencia de su sacri cio, alguna pequeña ruina que me ayude a
encontrar sentido a lo que he visto. Pero no encuentro nada. No le
falta un ojo, como a su hermano; no tiene cicatrices, como Szabín. No
se ha cortado un dedo, como yo. Está indemne, libre del precio que
normalmente se cobra el poder.
Eso es más aterrador que un millar de cicatrices.
Me derrumbo sobre mis manos y rodillas, chafada por el miedo y
el dolor, mientras Nándor se acerca a mí. Me agarra por el cuello del
vestido y me lanza sobre mi espalda, aplastando mi herida contra el
suelo de piedra. El corazón me late con tanta fuerza en los oídos que
ni siquiera oigo mi propio grito.
—Volveré cuando estés fría, chica lobo. —La voz de Nándor se
eleva sobre mí. Su rostro se emborrona y duplica tras el velo que ha
caído sobre mis ojos—. Y después traeré a mi hermano para que llore
sobre tu cadáver. O quizá lo mate primero… Si el Padre Muerte me
lo permite.
Intento emitir un sonido, cualquier sonido de protesta, pero mis
pulmones son como violetas marchitas. Oigo las botas de Nándor
camino de la puerta y después otros pasos más suaves, los de Riika
escabulléndose tras él. Mi visión se ondula y se funde en negro.
Después se oye el pestillo.
B
Balász (boʊ-lash): Un hombre de la aldea de Kajetán.
Bárány Gáspár (bɑ-ræn-jɑ gæʃ-pɑr): El príncipe legítimo, Leñador,
hijo de Bárány János y de la difunta reina merzani, también
conocido como Fekete.
Bárány Géza (ʤi-zah): El tercer rey patricio del Régország, nieto de
San István y padre de János; se lo conoce también como Szürke.
Bárány János (jɑ-nosh): Rey de Régország, bisnieto de San István.
Bárány Tódor (tu-dor): Segundo rey patricio de Régország, hijo del
rey István, fundador de la Sagrada Orden de Leñadores y
conquistador de Kaleva.
Batya (bæt-jɑ): Mujer yehuli de Király Szek.
bey (beɪ): Soberano del imperio merzani.
Bierdna (bi-erd-nɑ): Una osa.
Boróka (bɑ-roʊ-kɑ): Mujer pagana de Keszi.
boszorkány (bɑ-sær-kɑn-jɑ): Bruja.
C
Csilla (tʃil-la): En la mitología pagana, esposa de Ördög y reina del
Inframundo.
Conde Furedi (fu-rɛ-di): Conde de Farkasvár.
Conde Korhonen (ko-ro-nen): Conde de Kaleva.
Conde Németh (ni-mɛθ): Conde de Szarvasvár.
Conde Reményi (rɛ-min- ɲi): Conde de Akosvár.
D
Dorottya (do-ro-te-ya): Una mujer de la aldea de Kajetán.
E
Élet (i-lɛt): Signi ca «vida», y es el río más largo que divide el
territorio de Régország.
Elif Hatun (ʌ-lif hɑ-tiɛn): La fallecida esposa merzani del rey János.
Érsek (i-i-ɑr-ʃɛk): Arzobispo.
Eszti (ɛs-ti): Una niña de la aldea de Kajetán.
Évike (i-vi-keɪ): Mujer pagana de Keszi con sangre yehuli.
Ezer Szem (ɛ-zer ɛs-i-ɛm): Bosque de Farkasvár, donde se asientan las
últimas aldeas paganas.
F
Farkasvár (fɔr-kɑʃ-var): Región este de Régország, que limita con
Rodinya. En el pasado fue la tierra de la Tribu del Lobo.
Ferenc (fʊ-rɛnts): Un Leñador.
Ferkó (fʊr-koʊ): Un Leñador.
H
Hanna (hɑ-nɑ): Una mujer de la aldea de Kajetán.
harcos (or-kash): Guerrero, soldado.
I
Imre (ɪm-reɪ): Un Leñador.
Írisz (ɪ-riz): Una mujer pagana de Keszi.
Isten (ɪʃ-tɛn): En la mitología pagana, el dios padre y creador del
mundo.
István (iz-βan): El primer rey patricio de Régország, considerado su
fundador y santo.
J
Jozefa (joʊ-zɛ-fa): Chica yehuli de Király Szek.
Juvvi (ju-vi): Grupo etnorreligioso que reside en las zonas al norte de
Kaleva.
K
Kajetán (koʊ-jɛ-tæn): Jefe de una aldea de la Pequeña Llanura.
Kaleva (kɑ-lɛv-ɑ): La región al norte de Régország, en el pasado un
reino independiente.
kantele (kæn-te-leh): Instrumento de cuerda que se dice que tocaba
Vilmötten.
kapitány (koʊ-pi-tæn-jɑ): Capitán.
Katalin (kɑt-oʊ-lɪn): Mujer pagana de Keszi, y vidente.
Keszi (kes-si): Una de las aldeas paganas del Ezer Szem, ubicada
cerca del límite del bosque.
Király és szentség (ˈkɪər-aɪ ɛs sɛnt-sheg): Literalmente, «rey y santo»,
usada como expresión coloquial de «realeza y divinidad».
Király Szek (ˈkɪər-aɪ ɛs sik): La capital de Régország.
Kuihta (ku-i-ta): Monasterio en Kaleva.
L
Lajos (la-yos): Un Leñador.
Lidércek (li-dɜr-sek): Monstruos comunes en el bosque de Ezer Szem.
M
Magda (‘mag-da): Madre de Évike, una mujer pagana.
Marjatta (mɑr-jɑ-ta): Madre de Nándor, una mujer del norte.
Matyi (mɑ-ti): Hijo bastardo del rey János.
Meghal (meɪ-kal): Literalmente, «extinguir», un hechizo para apagar
el fuego.
Megvilágit (mæg-vi-la-git): Literalmente, «iluminar», un hechizo para
invocar el fuego.
mente (men-te): Abrigo.
Merzan (mɛr-zæn): Imperio al sur de Régország.
Miklós (mi-klos): Un Leñador.
Mithros (mi-tros): Héroe y salvador de la tradición patricia.
N
Nándor (nan-dor): El mayor de los hijos bastardos del rey János.
O
Ördög (or-ðok): En la mitología pagana, el dios de la muerte y del
Inframundo.
P
Patricio: Seguidor del Patridogma, o relacionado con este.
Patridogma: Religión o cial de Régország.
Peti (pe-ti): Un leñador.
Prinkepatrios: El dios padre del Patridogma, compuesto por dos
aspectos, Padre Vida y Padre Muerte.
R
Rasdi (ræs-di): Mujer juvvi de la tradición oral.
Régország (rig-ɔr-sahg): Reino limitado en el oeste por el Volkstadt,
en el este por Rodinya y en el sur por Merzan.
régyar (ri-ʤɑr): Idioma y pueblo de Régország.
Riika (ři-ka): Criada en el palacio del rey János.
Rodinya (roʊ-dɪn-jɑ): Imperio al este de Régország.
S
Shabbos (ʃɑ-bʌs): Día yehuli del descanso.
suba (ʃu-bɑ): Capa de lana que llevan los Leñadores, históricamente
asociada a los ganaderos de la Pequeña Llanura.
Szabín (sɑ-bɪn): Antigua Hija del Patridogma.
Szarvasvár (sar-βaz-βar): Región al oeste de Régország, en el pasado
la tierra de la Tribu del Ciervo.
T
Taivas (tɑ-i-βas): Literalmente, «cielo», un lago de Kaleva.
táltos (tal-tos): Vidente, habitualmente la jefa de una aldea pagana.
Thanatos (ta-’na-tos): Entidad demoniaca de la tradición patricia,
responsable de tentar a los humanos al pecado.
Turul (tu-rul): En la mitología pagana, un halcón que concedió a
Vilmötten el don de la videncia.
Tuula (tu-lah): Chica juvvi de Kaleva.
V
Vilmötten (bil-meu-ten): En la mitología pagana, hombre mortal que
ha recibido el favor de los dioses y se ha convertido en una gura
heroica.
Virág (vi-ræg): La táltos de Keszi, una mujer pagana y vidente.
Volkstadt (foʊk-stæt): Reino al oeste de Régország.
Y
yehuli (jɛ-hu-li): Grupo etnorreligioso que reside principalmente en
Király Szek.
Z
Zsidó (tʃi-ðo): El nombre para los yehuli en régyar.
Zsigmond (tʃid-mond): Hombre yehuli de Király Szek, orfebre.
Zsófia (ʎo-fja): Mujer pagana de Keszi.
AGRADECIMIENTOS
G racias a mi excepcional agente, Sarah Landis, por comprender
este libro desde el primer día, por defender esta novela y mi
trabajo, y por supuesto por todas las veces en las que se aseguró de
que me mantuviera cuerda. Habría estado realmente a la deriva sin
ti. Gracias a mis igualmente brillantes editores, David Pomerico y
Gillian Green, por sus perspicaces notas que ayudaron a transformar
este libro en algo de lo que estoy increíblemente orgullosa. Gracias a
todo el equipo de Harper Voyager, y a Ben Brusey, Sam Bradbury, y
todos en Del Rey, por llevar este libro al mundo. Mi más profunda
gratitud a todos vosotros, por darle una oportunidad a una autora
debutante y a un manuscrito con demasiadas metáforas pastorales.
Un millón de gracias y mi in nito reconocimiento a Isabel Ibañez,
la primera persona en el mundo editorial en creer en este libro y en
mí como autora, por todas las sugerencias que hicieron del primer
manuscrito algo in nitamente mejor. No estaría aquí hoy sin tu
paciente, generosa y considerada orientación.
A mis compañeras Judías Sutiles, Rachel Morris y Allison Saft…
¿Por dónde empezar? Aunque escriba la utopía fantástica más
indulgente y evasiva, no podría imaginar mejores amigas.
A los Monstruos, Maria Dong, Samantha Rajaram, Kola Heyward-
Rotimi y Steve Westenra: valiosos con dentes, a cionados al género
y algunos de los escritores más brillantes que he tenido el privilegio
de conocer. Maria, gracias por un millar de rescates, grandes y
pequeños.
A mis otros muy valiosos y talentosos amigos escritores: Courtney
Gould, Emily Khilfeh, Jessica Olson, Sophie Cohen y Amanda
Helander. Gracias por todas las sesiones de desahogo, por los chistes
privados y los MP de madrugada. Nadie puede sobrevivir a la
publicación sin un poco de frivolidad.
A Manning Sparrow, polu philtatos hetairos: mi compañero más
querido, con diferencia. Con lo que hemos vivido juntos podría
llenar otro libro.
A James Macksoud: a pesar de ser escritora, las palabras me fallan
a veces. ¿Qué otra cosa podría decir, excepto gracias? Por todo.
A Doris Margalit, por encender una antorcha y ayudarme a salir
del bosque.
A mis padres, por leerme desde antes de que supiera hablar, y por
solo hacer una ligera mueca cuando os dije que quería ser escritora.
A Henry Reid, por ser tan buen hermano que jamás podría escribir
sobre ti en un libro.
Porque dije que lo haría, gracias a Hozier y Florence Welch, por
componer la música que me hizo compañía durante las muchas
horas en las que revisé y edité este libro, y por todas las canciones
que me conmovieron y me inspiraron tanto que atenuaron la niebla
de mis bloqueos de escritora.
Y por último, gracias a mis abuelos, Thomas y Suellen Newman,
por darme el regalo de la educación. Abuelo, nunca habría
conseguido escribir sobre la naturaleza con tanto amor de no haber
sido por ti. Abuela, tú me criaste para que creyera en el poder de las
letras. No podría haber escrito esto sin vosotros.
SOBRE LA AUTORA
A va Reid nació en Manhattan y se crio al otro lado del río en
Hoboken, Nueva Jersey, pero actualmente vive en Palo Alto,
donde el clima es demasiado soleado y la gente demasiado amistosa.
Tiene una licenciatura en Ciencias Políticas del Barnard College,
centrada en la religión y el etnonacionalismo. La loba y el leñador es su
primera novela.