El Sermon Eficaz Demanda Un Predicador Idoneo

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CAPÍTULO 2.

EL SERMÓN EFICAZ DEMANDA UN


PREDICADOR IDÓNEO
Como vimos en el capítulo anterior, la personalidad del predicador constituye uno de los elementos
imprescindibles de la predicación. Es importante que hagamos hincapié a este elemento. La relación
entre el predicador y su mensaje no es mecánica sino vital. Una relación mecánica podría ser ilustrada
por la obra del telegrafista. No importa si el carácter moral de éste es bueno o malo. Mientras toque con
exactitud sobre la llave de su aparato, el mensaje que le ha sido encomendado será transmitido con
entera fidelidad. No así con el predicador. Sostiene con su mensaje una relación vital. Exactamente
como la limpieza del vaso influye en la pureza de su contenido liquido, de la misma manera el carácter
del predicador afecta la pureza y el poder de su mensaje. “Este hecho fue el que hizo decir a Emerson
que lo importante no es lo que se aprende, sino con quién se aprende”. Por esto, entre los requisitos del
sermón eficaz hemos puesto en primer lugar la idoneidad del predicador. En nuestra discusión veremos
que el predicador idóneo se caracteriza por cuatro rasgos fundamentales.

1. EL PREDICADOR IDÓNEO ES CONVERTIDO


A personas bien cimentadas en las enseñanzas neotestamentarias, esta declaración podría parecer
demasiado evidente para necesitar discusión. Pero la historia de la predicación registra tantos casos de
hombres irredentos ocupando púlpitos “cristianos” que no nos atrevemos a omitir el punto. Sin
detenernos a enumerar las funestas consecuencias producidas por la predicación de hombres no salvos,
f48 consideraremos desde un punto de vista positivo la razón principal para insistir en que el que
predica el evangelio debe ser antes convertido, a saber: la naturaleza de la obra lo demanda.

La naturaleza de su obra como testigo lo demanda. En el capítulo veintiséis de Los Hechos


encontramos el discurso de Pablo ante el rey Agripa. Entre otras cosas, el apóstol relata su experiencia
en el camino de Damasco. Nos interesan aquí las palabras de Cristo, consignadas en el versículo
dieciséis: “Mas levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto te he aparecido, para ponerte por
ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que apareceré a ti”. Estas palabras
constituyen, no sólo la comisión divina de Pablo, sino un indicio claro de la naturaleza fundamental de
la obra de todo predicador verdadero. Esta obra es de índole doble: es un testimonio y un ministerio. Y
tanto lo uno como lo otro presupone la conversión del predicador.

El predicador es un testigo. A semejanza de su Salvador declara que “lo que sabemos hablamos, y lo
que hemos visto, testificamos”. Con Pedro insiste en que “no os hemos dado a conocer la potencia y la
venida de nuestro Señor Jesucristo, siguiendo fábulas por arte compuestas; sino como habiendo con
nuestros propios ojos visto su majestad”. Y con Juan afirma que “lo que hemos visto y oído, eso os
anunciamos”. Pero el hecho de ser testigo presupone una experiencia personal de aquello que
constituye el tema del testimonio. Lo que el predicador proclama tiene que haber sido experimentado
primero. Y como el mensaje básico de todo predicador es la proclamación de la buena nueva de la
salvación en Cristo, se sigue que la condición más elemental para ser predicador del evangelio es ser
convertido.

La naturaleza de su obra como ministro lo demanda.


En relación con este punto, debemos entender en primer lugar cuál es el significado del término
“ministro”. Y cuando entendamos lo que esto significa, comprenderemos que solamente una
experiencia de regeneración espiritual puede hacerlo posible. La palabra “ministro” en el pasaje que
estamos comentando es la traducción de la voz griega juperetes, vocablo que aparece veinte veces en el
Nuevo Testamento y que significa “un remero subordinado; cualquiera que sirve con las manos; un
criado; cualquiera que ayuda a otro en algún trabajo; un ayudante”. Trench nos dice que es un término
militar que designaba originalmente al remero que tripulaba una galera de guerra. Luego llegó a
significar aquel que ejecutaba cualquier trabajo físico arduo y difícil, y finalmente vino a designar al
oficial militar subordinado (el ordenanza) que aguardaba y ejecutaba las órdenes de su superior”. En la
Versión de Valera este término es traducido “ministro” diez veces; cinco veces es traducido

“servidor”; dos veces, respectivamente, “ministril” y “criado”; y una vez “alguacil”, De manera que
cuando hablamos de “ministerio” estamos hablando de servicio y de subordinación. Morgan dice:

La idea de dignidad, o de importancia oficial, o de prerrogativa es completamente ajena a la palabra.


Por supuesto, hay dignidad en todo servicio, y hay prerrogativas inherentes al servicio; pero éstas
resultan de la naturaleza del trabajo que tiene que ser hecho, y existen únicamente para que éste sea
hecho cabalmente. La palabra “ministerio” connota la subordinación, la sumisión; e implica
necesariamente la diligencia y la fidelidad.

Todo esto es contrario al espíritu del hombre natural. El tal es egoísta y rebelde a la voluntad de Dios.
Sólo por el milagro del nuevo nacimiento puede llegar a ser un ministro en el verdadero sentido de la
palabra.

En segundo lugar, debemos recordar que hay un sentido verdadero en que todo creyente es un
“ministro”. Todos los que somos salvos hemos sido llamados para servir. La noche antes de su
crucifixión el Salvador dijo a sus apóstoles: “Yo os elegí a vosotros; y os he puesto para que vayáis y
llevéis fruto...” Pedro, hablando de todo el pueblo del Señor, dice: “Mas vosotros sois linaje escogido,
real sacerdocio, gente santa, pueblo adquirido, para que anunciéis las virtudes de aquel que os ha
llamado de las tinieblas a su luz admirable”. Pablo explica que somos “criados en Cristo Jesús para
buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviésemos en ellas.” Santiago declara
enérgicamente “que la fe sin obras es muerta”. Juan insiste en que “no amemos de palabra ni de lengua,
sino de obra y en verdad”. Y el autor de la Epístola a los Hebreos dice: “Y de hacer bien y de la
comunicación no os olvidéis: porque de tales sacrificios se agrada Dios” En este sentido todo cristiano
es un “ministro”.

Pero dentro de este ministerio cristiano común existe una grande diversidad. No todos somos llamados
para servir en la misma capacidad. Las Escrituras afirman que “a cada uno le es dada la manifestación
del Espíritu para el bien general”, indicando que todos somos aptos para algún servicio. Pero afirman
también que “hay diversidad de dones... hay diversidad de ministerios... y hay diversidad de
operaciones” indicando que tanto la capacidad individual de cada creyente como la esfera particular de
su servicio y los resultados específicos de su labor, serán distintos y de acuerdo con la soberana
dirección del Trino Dios.f62
“Hay diversidad de ministerios”, pero en todos ellos la idea fundamental es la de servicio y de
subordinación. Por tanto, cuando la iglesia primitiva nombró a siete hermanos “de buen testimonio,
llenos de Espíritu Santo y de sabiduría” para encargarse del “ministerio cotidiano”, permitiendo de esta
manera que los apóstoles persistieran “en la oración, y en el ministerio de la palabra”, no fue con el fin
de establecer una jerarquía eclesiástica, sino simplemente de hacer un reparto de responsabilidades para
facilitar el desarrollo del programa total de la iglesia. Al hacer este reparto se estableció que la
prosperidad de la iglesia exige, entre otras cosas, que haya un “ministerio de la palabra”. A este
ministerio volveremos ahora nuestra atención.

La descripción más completa de este ministerio especializado del predicador (el ministerio de la
Palabra) se encuentra en Efesios 4:8-12. Indica el pasaje que cuando Cristo ascendió al cielo, dio dones
a su iglesia con el fin de equipar a cada creyente para su servicio particular y así lograr la edificación
de todo el cuerpo. Estos dones consistieron “en que algunos fuesen apóstoles, otros profetas, otros
evangelistas, otros pastores y maestros”.

Los apóstoles fueron llamados para estar con Cristo en íntima comunión y para dar testimonio
autoritativo de la verdad de Dios, así como ésta era revelada en Jesús. Habían visto al Señor y fueron
testigos de su resurrección. Constituyeron, juntamente con los profetas de la nueva dispensación, el
fundamento de la iglesia, siendo Cristo mismo la principal piedra del ángulo. Y su enseñanza formaba
parte esencial del vínculo cuádruple que mantenía a los creyentes primitivos unidos entre sí. Su labor
permanece como el fundamento inalterable sobre el cual todos los que actúen en el ministerio de la
Palabra han de edificar. En este sentido no tuvieron sucesores.

Para apreciar la función de los profetas neotestamentarios, necesitamos conocer el significado de su


nombre y examinar la historia de sus acciones. El profeta es “aquel que da a conocer el consejo de Dios
con la claridad, la energía y la autoridad que dimanan de la conciencia de estar hablando en nombre de
Dios, y de haber recibido directamente de él un mensaje que entregar... Del profeta, tanto del Antiguo
Testamento como del Nuevo, podemos con la misma confianza afirmar que no es principal sino
incidentalmente uno que predice cosas futuras, siendo más bien uno que ha sido enseñado de Dios y
que da a conocer su voluntad (Deuteronomio 18:18; Isaías 1; Ezequiel 2; 1 Corintios 14:3)”. Thayer
define al profeta como “un intérprete o vocero de Dios; uno por medio de quien Dios habla; uno que
habla por inspiración divina”.

Cuando examinamos la historia de su actuación descubrimos que a veces predecían eventos futuros,
pero que más comúnmente hablaban bajo la influencia directa del Espíritu de Dios (aunque sin perder
el dominio propio) para expresar en lenguaje apasionado (pero inteligible) lo que el Espíritu les
enseñaba, con el propósito de instruir, consolar, estimular, reprender, redargüir e inspirar a sus oyentes.

El evangelista, como su nombre lo indica, se ocupaba en el anuncio de las buenas nuevas de salvación.
Thayer dice que en el Nuevo Testamento el nombre es dado a aquellos que sin ser apóstoles fueron
heraldos de la salvación por medio de Cristo. La verdad es que sólo tres veces es mencionado el
nombre en el Nuevo Testamento: en el pasaje que estamos comentando; en Hechos 21:8, donde Felipe
es llamado “evangelista”; y en 2 Timoteo 4:5, donde Pablo exhorta a Timoteo a que haga “la obra de
evangelista”. Pero la idea es bastante clara. El evangelista es pregonero de la buena nueva de la
salvación en Cristo al mundo inconverso. Podría ser llamado también un misionero.

La expresión “pastores y maestros” parece designar a una sola clase de obreros. Fueron los mismos que
en otros pasajes del Nuevo Testamento son llamados “ancianos” u “obispos”. Se encargaban
principalmente de la edificación de los creyentes por medio de la enseñanza y la vigilancia del
desarrollo de su vida espiritual.

Pero, ¿qué significa todo esto para nosotros? Nos hace ver con claridad, no sólo lo que “el ministerio
de la Palabra” fue en los tiempos neotestamentarios, sino lo que debe ser hoy y siempre. Este
ministerio ha de ser apostólico, profético, evangelístico y pastoral. Ha de ser apostólico en el sentido de
basar su mensaje en “la fe entregada una vez para siempre a los santos”. Ha de ser profético en el
sentido de entregar su mensaje bajo el impulso directo del Espíritu Santo y con el fin de satisfacer las
necesidades espirituales de los oyentes. Ha de ser evangelístico o misionero en su urgencia de traer las
almas perdidas a Cristo como salvador. Ha de ser pastoral en su empeño constante y abnegado de
edificar a los creyentes en Cristo como Señor.

2. EL PREDICADOR IDÓNEO TIENE LAS CUALIDADES PERSONALES


INDISPENSABLES PARA EL BUEN DESEMPEÑO DEL MINISTERIO DE LA
PALABRA
El desempeño de un ministerio especializado como el que acabamos de describir exige la posesión de
ciertas cualidades personales indispensables. La lista más completa de éstas se encuentra en 1 Timoteo
3:2-7. Un estudio cuidadoso de las quince consideraciones allí expuestas revela que el apóstol hace
hincapié en tres cosas fundamentales, a saber; la conducta moral, la madurez espiritual y la aptitud para
enseñar.

(1) La conducta moral del predicador ha de ser “irreprochable”. Esta es una expresión muy fuerte.
Significa no sólo que no debe haber acusación en su contra, sino que debe ser imposible formularle una
acusación que pudiera resistir la investigación. Su conducta debe ser tal que no le deje al adversario
ninguna base posible para vituperar su vocación. Tan así ha de ser que aun entre los extraños “es
necesario que goce de buen nombre”. El predicador ha de ser un “modelo a los que creen, en palabra,
en comportamiento, en amor, en fe y en pureza”. Es cierto que todo hijo de Dios tiene la misma
obligación de andar como es digno de la vocación con que ha sido llamado, pero la posición
prominente del predicador aumenta grandemente su responsabilidad a este respecto.

Spurgeon ilustró el punto como sigue:

Sucede con nosotros y nuestros oyentes lo que con los relojes de bolsillo y el reloj público: si el de
nuestro propio uso anduviese mal, pocos se engañarían por su causa, con excepción de su dueño; pero
si el de un edificio público, tenido como cronómetro, llagas a desarreglarse, una buena parte de su
vecindario desatinaría en la medida del tiempo. No es otra cosa lo que pasa con el ministro: él es el
reloj de su congregación; muchos regulan su tiempo por las indicaciones que él hace y si fuere
inexacto, cual más, cual menos, todos se extraviarán siendo él en gran manera responsable de los
pecados a que haya dado ocasión.

Tan vital es esta cuestión de la conducta que el apóstol especifica algunos de sus aspectos más
importantes. En primer lugar, habla de la vida doméstica del predicador, tratando de la fidelidad
conyugal, de la dirección de los hijos y del espíritu hospitalario que el hogar debe manifestar.

El predicador debe ser “marido de una mujer”. Esto, por supuesto, no quiere decir que es obligatorio
que sea hombre casado (aunque sí indica que en los tiempos neotestamentarios tal era la costumbre),
sino que no debe ser casado con más de una mujer. La ocurrencia común de la poligamia en la
sociedad pagana que rodeaba las iglesias neotestamentarias, así como la facilidad con que el divorcio
era conseguido hacían necesaria esta estipulación. Sigue en pie la misma demanda. El predicador del
evangelio debe ser “marido de una sola mujer”. No pueden ser tolerados en él ni la infidelidad
conyugal ni el divorcio. Es cierto que existe base bíblica para el divorcio en el caso de la infidelidad de
uno de los esposos. Y aunque el punto es discutido, algunos intérpretes insisten en que el cónyuge
inocente hasta tiene derecho a segundas nupcias. Pero sea esto como fuere, en el caso de un pastor el
divorcio es fatal para su ministerio. Lo deja encerrado en el siguiente dilema: o se casó con una mujer
no idónea o con una mujer idónea. Si se casó con una mujer no idónea, esto indica una de dos cosas: o
que fue incapaz de discernir la voluntad de Dios en una de las más serias decisiones de toda la vida; o
que, discerniéndola, no tuvo voluntad para acatarla. Si se casó con una mujer idónea y ésta llegó a serle
infiel después, esto indica que no supo cultivar y conservar su cariño, lo cual es indicio de su
incapacidad para gobernar bien su casa. En cualquier caso, resulta descalificado para ejercer la delicada
labor del ministerio de la Palabra.

Además, el pastor ha de tener en sujeción a sus hijos, criándolos “en disciplina y amonestación del
Señor”. Si fracasa en esto, hace patente su incapacidad para “cuidar de la iglesia de Dios”. Por último,
su hogar ha de ser caracterizado por un espíritu hospitalario que lo convierta en un verdadero oasis de
refrigerio físico y espiritual para los que sean invitados a encontrar albergue en él.

En segundo lugar, la conducta del predicador ha de ser irreprochable fuera del hogar. El apóstol se
limita aquí a dos clases de relaciones: los tratos sociales y los tratos comerciales. En cuanto a los
primeros nos hace ver que el ministro debe ser “no dado al vino, no violento, sino amable, no
pendenciero”. En todas estas expresiones se hace hincapié en la necesidad de tener lo que a veces
llamamos “el don de gentes”. El predicador ha de saber congeniar con las personas que lo rodean, pero
sin participar de sus vicios. Para mantener relaciones cordiales con el prójimo se necesita, por una
parte, una disposición no violenta. La idea es que no debe ser fácilmente ofendido. Por otra parte, no
debe insistir siempre en sus derechos legales, sino tener más bien la disposición de sufrir la injuria y
dejarla pasar, no dando pábulo a la contienda. Esto es el significado de la palabra traducida “amable”.
Si ha de demostrar estas dos actitudes, claro está que necesitará abstenerse por completo del vino, el
cual inflama las pasiones y convierte hasta a los apacibles en pendencieros.

En cuanto a los tratos comerciales, tenemos la expresión “ajeno a la avaricia”, y en la Epístola a Tito la
expresión adicional, no “codicioso de torpes ganancias”. Con esto el apóstol toca sobre una cuerda
sensible y señala la razón del fracaso de muchos ministros. “Porque el amor al dinero es la raíz de toda
clase de males, por ambición del cual algunos se desviaron de la fe y se vieron acribillados de muchos
dolores”. El predicador que acostumbra gastar más de lo que gana, tomando prestado sin poder liquidar
sus compromisos con puntualidad, está incurriendo en la falta denunciada por el apóstol en este pasaje.
Aparte de la impureza sexual, quizá no hay pecado que desacredite más al ministerio que el de faltar a
la más completa honradez en cuanto al dinero. El sueldo del pastor suele ser raquítico, y sus exigencias
generalmente son numerosas. Pero si con todas las veras de su alma busca “primeramente el reino de
Dios y su justicia”, el Señor le ayudará a saldar todos sus compromisos, con tal de que aprenda a
distinguir entre lo deseable y lo necesario.

Además, el buen desempeño del ministerio de la palabra exige la madurez espiritual. “No un neófito,
no sea que envaneciéndose caiga en la misma condenación que el diablo”. En la Versión
latinoamericana la palabra “neófito” es traducida “recién convertido”. Pero no hemos de creer que el
hecho de haber transcurrido mucho tiempo desde que alguien se convirtió a Cristo es indicio infalible
de madurez espiritual. Ejemplo de lo contrario fueron los cristianos hebreos, a quienes el autor
inspirado tuvo que decir: “Porque debiendo ser ya maestros a causa del tiempo, tenéis necesidad de
volver a ser enseñados cuáles sean los primeros rudimentos de las palabras de Dios; y habéis llegado a
ser tales que tengáis necesidad de leche, y no de manjar sólido. Que cualquiera que participa de la
leche, es inhábil para la palabra de la justicia, porque es niño; más la vianda firme es para los perfectos,
para los que por la costumbre tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del mal”.

Esta cuestión de la madurez espiritual envuelve la posesión y el desarrollo de las cualidades indicadas
por el apóstol con los adjetivos “sobrio, “prudente” y “decoroso”. Estos podrían, con igual propiedad,
ser traducidos “moderado”, “juicioso” y “ordenado”. El primero indica que el predicador no debe ser
dado a exceso de ninguna naturaleza. Es decir, que no debe ser de un temperamento extremoso. El
segundo entraña dos ideas: la posesión de lo que a veces llamamos “sentido común”; y el ejercicio del
dominio propio. El último señala la necesidad, no sólo de un comportamiento decente, sino de una
disciplina de regularidad y de buenos hábitos en todos los aspectos de la vida tanto en lo físico, como
en lo intelectual y espiritual. A medida que el siervo de Dios entregue su ser al dominio del Espíritu de
Cristo, estas virtudes serán acrecentadas en él.

Juntamente con el aumento de la madurez espiritual del predicador va un correspondiente aumento de


eficacia en su predicación. La madurez espiritual significa que las verdades divinas han sido apropiadas
por el predicador y hechas suyas por la experiencia, y que él es testigo de lo que predica. A la verdad
divina, cuando así pasa al través de la experiencia personal del predicador, le sucede lo mismo que a
los rayos de luz solar cuando pasan al través de un prisma triangular o de un lente convexo. El prisma
recibe los rayos del sol y los separa en sus partes constituyentes, o sea los siete colores del arco iris,
produciendo un fenómeno de hermosura incomparable. El lente recoge los rayos del sol y los enfoca,
concentrando toda su energía en un solo punto pequeño y produciendo un calor intenso. Así el
predicador recoge las verdades divinas y las hace suyas por la experiencia. Y cuando predica después,
su mensaje tiene poder para atraer la atención y para penetrar las conciencias, y hay frutos para la
gloria de Dios.
Por último el buen desempeño del ministerio de la palabra exige la posesión de lo que el apóstol llama
“aptitud para enseñar”. En esta aptitud están implícitas dos cosas: primera, la posesión de cierta
capacidad natural, y segunda, la adquisición de conocimientos.

En relación con lo primero caben las acertadas palabras de Spurgeon: “Dios ciertamente no ha criado al
hipopótamo para que vuele: y aunque el leviatán tuviese un fuerte deseo de remontarse con la alondra,
sería ésa evidentemente una inspiración insensata, puesto que no está provisto de alas”. Las “alas” de
que necesita ser provisto el predicador son: “Raciocinio claro, fuertes sentimientos y vigorosa
imaginación como también capacidad para expresarse y poder de enunciación”.

En cuanto a los conocimientos que el predicador necesita adquirir tendremos que poner en primer lugar
el conocimiento de Dios en una experiencia personal de salvación. Pero además de éste, necesita el más
amplio y sólido conocimiento posible de cuando menos tres cosas: las Escrituras, la naturaleza humana
y la cultura general del pueblo al cual predica, incluyendo su historia, su idioma, su literatura, sus
costumbres y su psicología particular.

3. EL PREDICADOR IDÓNEO ES LLAMADO DE DIOS PARA DEDICARSE AL


MINISTERIO DE LA PALABRA
Además de poseer las cualidades personales enumeradas en la sección anterior, el que se dedique al
ministerio de la Palabra necesita ser llamado de Dios para ello.

(1) Hay poderosas razones que exigen un llamamiento divino especial. La existencia de tal
llamamiento divino especial para los que han de asumir la responsabilidad de esta obra queda
patentizada por las siguientes consideraciones:

En primer lugar, la naturaleza del caso exige un llamamiento divino especial. El ministro de la palabra
es llamado por dos nombres significativos en los escritos del apóstol Pablo: dispensador y embajador.
La palabra traducida “dispensador” es oikonomos y significa, según Thayer, “el que maneja los asuntos
domésticos; un mayordomo, gerente, superintendente; un sobrestante o inspector”. Claro está que nadie
puede ejercer las funciones de mayordomo, gerente, sobrestante o inspector sin ser comisionado para
ello por el dueño de aquello que necesita ser vigilado, dirigido o inspeccionado. Y es igualmente claro
que el que es nombrado para tal puesto tendrá que desempeñar su cometido con fidelidad y con la mira
de adelantar los intereses, no suyos, sino del que lo nombró. Siendo el ministro de la Palabra un
“dispensador de los misterios de Dios” tenemos que concluir que lo es por nombramiento divino. El
mismo razonamiento es válido en cuanto al embajador. Si el ministro de la Palabra es “embajador en
nombre de Cristo”, lo es, no por voluntad propia, sino por la designación de Dios.

La necesidad de un llamamiento divino especial de parte de los que se dediquen al ministerio de la


Palabra puede ser establecida también por la analogía de los profetas de la antigua dispensación. Cada
uno de ellos asumió su responsabilidad bajo la convicción de que Dios se la exigía. Si hacemos un
estudio de las experiencias de Moisés, de Samuel, de Isaías, de Jeremías o de Amós, encontraremos
que aunque estos hombres diferían entre sí en cuanto a cultura, temperamento y talento natural, había
una cosa que tenían en común y que constituía un baluarte inexpugnable en contra de los desalientos y
las decepciones inherentes a su tarea: una experiencia positiva de llamamiento divino. Moisés podía
recordar la zarza que ardía sin ser consumida por las llamas. Samuel podía hacer memoria de la voz
apacible que le hablaba en el silencio nocturno del tabernáculo. Isaías podía tener presente la visión del
serafín que purificó sus labios con brasas tomadas del altar celestial, y de la voz divina que preguntaba:
“¿Y quién nos irá?” Y Amós pudo decir, cuando con desprecio le ordenaban que saliera de Betel: “No
soy profeta, no soy hijo de profeta, sino que soy boyero, cogedor de cabra higos: y Jehová me tomó de
tras el ganado, y díjome Jehová: Ve, y profetiza a mi pueblo Israel”. Si los que anunciaban la promesa
necesitaban ser llamados de Dios, ¡con cuánta más razón los que proclaman el cumplimiento!

Además, y esto es de especial importancia, el Nuevo Testamento revela claramente la existencia de un


llamamiento divino especial para el ministerio de la Palabra. Dos veces durante su vida terrenal el
Señor dio a sus discípulos este mandamiento: “Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su
mies”. Tal oración reconoce tanto la soberanía divina en la elección de los obreros, como la necesidad
de la sabiduría divina en su colocación. Pablo dirigió a los ancianos de la iglesia de Éfeso esta
exhortación: “... mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por
obispos, para apacentar la iglesia del Señor”. Estas palabras manifiestan la intervención positiva del
Espíritu de Dios en el llamamiento de los pastores. La misma intervención es patentizada en cuanto a la
comisión de los predicadores en general en la pregunta que el apóstol dirige a la iglesia de Roma: “¿Y
cómo predicarán si no fueren enviados?” Todos los apóstoles fueron llamados directamente por el
Señor, y hasta hoy no habido ningunas noticias de la suspensión de este requisito para poder dedicar la
vida al ministerio de la Palabra.

Por último, podemos decir que la necesidad de un llamamiento divino especial para este ministerio se
ve al considerar las funestas consecuencias de acometer la tarea sin ser llamado.

(a) En primer lugar, quien lo haga descubrirá muy pronto que no tiene mensaje. Le sucederá lo mismo
que a los profetas falsos en el tiempo de Miqueas. “Por tanto, de la profecía se os hará noche, y
oscuridad del adivinar; y sobre los profetas se pondrá el sol, y el día se entenebrecerá sobre ellos. Y
serán avergonzados los profetas, y confundiránse los adivinos; y ellos todos cubrirán su labio, porque
no hay respuesta de Dios”. Un mensajero sin mensaje es tan inútil como una lámpara sin aceite. Si el
tal persiste en querer desempeñar un oficio que no le corresponde, tendrá que ser puesto a un lado,
como Ahimaas el hijo de Sadoc, para dar lugar a otro.

b. Además de esto, el ministerio de un hombre no llamado será estéril. Si el tal tiene algo de talento
natural, no niego la posibilidad de que al principio parezca ser una lumbrera en el firmamento
ministerial. Pero con el correr del tiempo se opacará su brillo y se verá que no era sino un meteoro
fugaz. Y lo que es peor, las gentes que tuvieron la desdicha de ser pastoreadas por él descubrirán que lo
que recibían por alimento no era sino rastrojo y espuma. Se repetirá lo que dijo Dios por boca de
Jeremías: “... yo no los envié, ni les mandé; y ningún provecho hicieron a este pueblo.”

Otra consecuencia será la inestabilidad del hombre no llamado en el tiempo de la prueba. Verá venir al
lobo y abandonará las ovejas por carecer de la convicción de que Dios lo ha colocado en el sitio donde
está. La vida ministerial es difícil. Tiene muchas exigencias y escasas remuneración material. El
ministro, más que cualquier otro hombre, es blanco de las saetas del tentador. Sostiene una lucha
continua “contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas
tinieblas, contra malicias espirituales en los aires”. Si no es llamado, no podrá hacer otra cosa que
fracasar.

Para terminar, es menester advertir que el que se meta al ministerio de la Palabra sin ser llamado tendrá
que sufrir la descarga de la ira de Dios por causa de su pecaminosa presunción. ¿Qué no se hará al
falsario que pretende ser embajador sin tener las debidas credenciales? ¿Qué cuentas no se exigirán al
que usurpa el puesto de mayordomo en la hacienda del Señor? He aquí la respuesta. “Empero el profeta
que presumiere hablar palabra en mi nombre, que yo no le haya mandado hablar, o que hablare en
nombre de dioses ajenos, el tal profeta morirá” “Por tanto así ha dicho Jehová sobre los profetas que
profetizan en mi nombre, los cuales yo no envié... con cuchillo y con hambre serán consumidos esos
profetas”.

(2) Consideremos en seguida las evidencias de una vocación divina especial para el ministerio de la
Palabra. En vista de las consideraciones expuestas arriba, el creyente concienzudo bien podría sentirse
como encerrado en un dilema. Por una parte, siendo salvo, participa de un llamamiento al servicio
cristiano que debería ser la cosa más importante en su vida. En conjunto con todo el pueblo del Señor
su obligación es buscar “primeramente el reino de Dios y su justicia”. Y aunque hay diversas maneras
de cumplir con esta obligación — todas ellas buenas y necesarias en su lugar —, no cabe duda de que
la mejor y la más necesaria es “la proclamación personal, pública y autoritativa de la verdad de Dios a
los hombres por medio de un hombre”. Por otra parte, el peso de las responsabilidades, así como el
cúmulo de los peligros inherentes al ministerio de la Palabra, constituyen una fuerza desanimadora de
no pequeñas proporciones.

¿Qué, pues, debe uno hacer? Debe examinar el corazón y su experiencia para determinar cuál es la
voluntad de Dios en el asunto. Si existe un llamamiento divino especial para el ministerio de la Palabra,
y sí éste es tan esencial como lo indican los párrafos anteriores, entonces debe haber manera de saber si
Dios está llamando a uno para este ministerio o no. Debe haber ciertas evidencias bien definidas para
indicar que Dios está llamando a su hijo para ser pastor de almas y heraldo de su Verdad.

Hay cuando menos cinco evidencias que atestiguan la realidad de la vocación divina para el ministerio
de la Palabra.

Quizá la primera que se presenta en la experiencia de la persona llamada es el deseo de emprender esta
obra. Dice Pablo en su Primera Epístola a Timoteo, “Si alguno apetece obispado, buena obra desea”,
indicando que tal deseo puede existir, y que de hecho existe, como indicio de la dirección de Dios.
Pero, como insiste Spurgeon, este deseo debe ser meditado, desinteresado y persistente. Debe ser
templado por la seria consideración de todas las dificultades comprendidas en la tarea. Debe ser un
deseo desprovisto de toda ambición egoísta, — un deseo por el ministerio como tal, y no por las
ventajas sociales o intelectuales que éste podría acarrear. Debe ser un deseo que como un fuego
ardiente metido en los huesos persiste a pesar del desaliento producido por la oposición del mundo.
Pero debe haber más que un deseo. Debe haber una convicción del deber de predicar. Ya aludimos a
esta convicción en la experiencia de los profetas de Israel. No es menos característica de los verdaderos
predicadores del evangelio. Cuando el sanedrín prohibió a los apóstoles que “en ninguna manera
hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús”, leemos que “Pedro y Juan respondiendo, les dijeron:
Juzgad si es justo delante de Dios obedecer antes a vosotros que a Dios. Porque no podemos dejar de
decir lo que hemos visto y oído”. La misma convicción de un deber imperativo fue expresada por
Pablo en su carta a la iglesia de Corintio: “Pues bien que anuncio el evangelio, no tengo por qué
gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” Se ve también
en su carta a los creyentes en Roma cuando dice “a Griegos y a bárbaros, a sabios y a no sabios soy
deudor”. Y se ve en su súplica encarecida a los cristianos de Efeso: “Orando... por mí... que
resueltamente hable de él, como debo hablar”. El que es llamado de Dios para el ministerio de la
Palabra tendrá esta suprema convicción: tengo que predicar. No es asunto de una mera preferencia
particular. Es cuestión de un sentido ineludible de obligación, producido por el impacto directo del
Espíritu Santo sobre el corazón.

Si Dios ha inspirado a su hijo con el deseo de dedicarse a la proclamación de las buenas nuevas, y si ha
intensificado este deseo hasta convertirlo en una apremiante convicción de deber, podemos estar
seguros de que juntamente con estos dos indicios subjetivos, concederá también evidencias de índole
externa. Una de éstas se encontrará en los movimientos misteriosos de la providencia divina. Digo
misteriosos, porque sucede que a menudo el creyente se halla confuso y perplejo ante el curse de los
acontecimientos en su vida, y de momento no los sabe interpretar. Pero si Dios lo está llamando para
alguna tarea especial, llegará el día en que comprenderá que por todo el camino la mano divina lo
estaba conduciendo, aunque él no lo sabía. Algo parecido les sucedió a Pablo y a Silas cuando “les fue
prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia. Y como vinieron a Misia, tentaron de ir a
Bithynia; más el Espíritu no les dejó”. Bien podemos figurarnos el desaliento y la perplejidad que
invadían sus respectivos espíritus cuando llegaron a Troas. Pero allí recibieron la visión, y su camino
se despejó.

Esto no quiere decir que el hecho de haber fracasado en todo cuanto se haya emprendido constituya
una dirección providencial de Dios hacia el ministerio de la Palabra. Dios necesita a hombres de talento
y de capacidad, y no hay ninguna evidencia de que haya llamado jamás a un hombre que no hubiera
podido tener buen éxito en alguna ocupación secular. Pero cuando Dios llama, también guía por medio
de su dominio sobre los sucesos ordinarios de la vida.

Además, cuando Dios extiende su llamamiento a alguien para que dedique su vida al pregón del
evangelio, otorga su sello de aprobación sobre los esfuerzos que el llamado haga por traer almas a los
pies de Cristo. Cuando en Corinto sus enemigos ponían en tela de duda el apostolado de Pablo, éste
contestó así: “Si a los otros no soy apóstol, a vosotros ciertamente lo soy: porque el sello de mi
apostolado sois vosotros en el Señor”. La noche antes de su crucifixión el Señor dijo a sus discípulos:
“...yo os elegí a vosotros; y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca”.
El llamamiento divino constituye una garantía de que habrá algún fruto como premio de nuestra labor.
En relación con este punto no puedo hacer nada mejor que citar un párrafo entero del discurso de
Spurgeon sobre este mismo tema.

Es para mí una maravilla el que haya hombres que se hallen a gusto predicando año tras año sin lograr
una conversión. ¿No tienen entrañas que los muevan a compadecerse de los demás? ¿Carecen del
sentimiento de responsabilidad? ¿Se atreven por una vana y falsa representación de la soberanía divina,
a dejar que caiga el vituperio sobre su Señor? ¿O tienen la creencia de que Pablo planta, Apolos riega,
y Dios no da aumento alguno? En vano son sus talentos, su filosofía, su retórica y aun su ortodoxia, sin
las señales que les deben seguir. Profetas cuyas palabras carecen de poder, sembradores cuyas semillas
todas se secan, pescadores que no cogen peces, soldados que no combaten, ¿son éstos hombres de
Dios? Seguramente valdría más ser rastrillo de lodo o escoba de chimenea, antes que hallarse en el
ministerio como un árbol enteramente infecundo. La ocupación más baja proporciona algún beneficio a
la humanidad; pero el hombre miserable que ocupa un púlpito y no glorifica a Dios haciendo
conversiones, es un cero social, un borrón, un mal de ojos, una calamidad. Es caro por la sal que se
come, y mucho más por su pan; y si llegara a quejarse de la pequeñez de su salario, su conciencia, si
tiene alguna, podría bien contestarle: “ni aun lo que tienes mereces”. Puede haber tiempos de sequía, y
¡ay! Años de amargura pueden consumir lo adquirido en años anteriores; pero con todo, habrá frutos de
qué echar mano, y frutos para la gloria de Dios; y en el entretanto, la esterilidad transitoria hallará al
alma presa de angustia indecible. Hermanos, si el Señor no os da celo por las almas, dedicaos a
cualquiera cosa que no sea el púlpito; tomad el banco de zapatero o la cuchara del albañil, por ejemplo,
si es que estimáis en algo la paz de vuestro corazón y vuestra futura salvación.

Por fin, el llamamiento divino al ministerio de la Palabra será atestiguado por la opinión favorable de la
iglesia. No basta la opinión de uno mismo respecto a sus cualidades e idoneidad para esta obra. Es
necesario que, como el diácono, “sea antes probado”, y con el fin de facilitar el fallo de la iglesia el
apóstol Pablo ha dado una larga lista de las virtudes que debe manifestar el que es llamado por el
Señor.

No se quiere decir con esto que es menester que haya una aprobación unánime del candidato, porque
algunas veces el joven es víctima de cierto menosprecio entre aquellos que lo han visto crecer desde su
niñez. “No hay profeta sin honra sino en su tierra y en su casa”. Pero es un hecho comprobado por la
experiencia cristiana general que cuando el Espíritu Santo llama a un obrero, comunica este hecho
también a otros hermanos de vida consagrada y de discernimiento espiritual. Cuando dos arpas
perfectamente afinadas son colocadas juntas, y se le toca fuertemente a una sobre la cuerda dedo, la
ondas de sonido así puestas en movimientos pondrán en ligera vibración la cuerda dedo del otro
instrumento. Así sucede con la obra del Espíritu de Dios en el llamamiento de obreros para su viña.

Ejemplo dramático de esta verdad lo tenemos en la experiencia del doctor Jorge W. Truett, una vez
Presidente de la Alianza Mundial Bautista, y durante cuarenta y siete años pastor de la Primera Iglesia
Bautista de Dallas, Texas. Oigamos su propio testimonio:

Desde el tiempo de mi conversión en adelante, dondequiera que iba, hombres y mujeres piadosos me
llamaban a un lado para dirigirme esta pregunta: “¿No deberías estar predicando?” Desde la niñez yo
había ambicionado ser abogado... Todos mis planes apuntaban hacia ese fin... Estaba dispuesto a hablar
por Cristo, con tal de que no fuese detrás de un púlpito.

Siguiendo a mis padres, que se habían cambiado al estado de Texas, llegué al pueblo de Whitewright.
Muy pronto fui escogido como superintendente de la escuela dominical de la iglesia bautista de ese
lugar. Con frecuencia dirigía los cultos, teniendo cuidado siempre de pararme enfrente del púlpito por
sentirme indigno de estar detrás de él. Todavía acariciaba la ambición de ser abogado.

Acostumbraba la iglesia de Whitewright celebrar sus sesiones de negocios los sábados por la mañana.
Cierto sábado, en el año de 1890, hubo una asistencia enorme a la sesión de negocios. Pensé para mí:
“¡Qué cosa tan rara. El templo está lleno!”

Cuando habían terminado con los demás asuntos y después del sermón, el diácono más anciano,
hombre de delicada salud, se levantó y empezó a hablar pausada y solemnemente. Pensé para mí:
“¡Qué plática tan inusitada! Tal vez piensa que es la última vez que tomará la palabra en la iglesia.” De
repente me sentí perturbado por sus palabras, pues dijo a la iglesia lo siguiente.

“Hay deberes colectivos que exigen la acción de toda la iglesia en conjunto. Hay también deberes
particulares que demandan que el individuo, aislado de todos los demás, haga frente a su
responsabilidad y actúe. Pero es mi profunda convicción, así como lo es de vosotros también, porque
hemos hablado mucho de este asunto, que esta iglesia tiene un deber que cumplir, y que hemos
demorado ya demasiado en acometerlo. Por tanto, propongo que esta iglesia convoque un presbiterio
para ordenar al hermano Jorge W. Truett a la obra cumplida del ministerio del evangelio.”

Fue secundada la moción, e inmediatamente me puse en pie y les imploraba que desistiesen. “Me
habéis asombrado; sencillamente me habéis asombrado”, les decía. Luego, uno tras otro, los hermanos
hablaron, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras me decían: “Hermano Jorge, tenemos
la profunda convicción de que tú deberías estar predicando”. Otra vez les supliqué, diciendo:
“Esperadme seis meses; dadme seis meses de plazo”. Y me contestaron: “Ni seis horas te esperaremos.
Somos llamados para hacer esto ahora mismo, y vamos a llevar a cabo el propósito. Somos movidos
por una convicción profunda de que ésta es la voluntad de Dios. No nos atrevemos a esperar. Tenemos
que actuar de acuerdo con nuestras convicciones”. Allí me encontraba, oponiéndome a toda la iglesia,
y a una iglesia profundamente conmovida. No hubo ojo seco en todo el templo... Fui echado a la
corriente, y no hubo más remedio que nadar.

A la mañana siguiente, después del relato de su conversión y de un examen sustentado ante la iglesia,
el hermano Truett fue ordenado al ministerio sagrado. Y como sello de la aprobación divina sobre todo
lo acaecido, dispuso el Señor que el impacto de aquel culto solemne y conmovedor trajese a los pies de
Cristo a uno de los ciudadanos más malvados de la comunidad.

No hemos de esperar que cada caso sea tan dramático como el que acabamos de presentar. Pero el
principio básico de la aprobación de la iglesia sí debe encontrarse en la experiencia de todo aquel que
es llamado de Dios para el ministerio de la palabra.
Cuando estas cinco evidencias atestiguan la realidad de su vocación divina, el predicador puede con
confianza emprender su tarea. Pero aun entonces será consciente de que el mayor buen éxito posible
demanda una cosa más.

4. EL PREDICADOR IDÓNEO ACTÚA EN LA PLENITUD DEL PODER DEL


ESPÍRITU SANTO
(1) El modelo de los tiempos apostólicos nos hace ver que así debe ser. Antes de ascender al cielo el
Señor dijo a sus discípulos: “Y he aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros: más
vosotros asentad en la ciudad de Jerusalem, hasta que seáis investidos de potencia de lo alto”. En
obediencia al mandato divino esperaron, perseverando “unánimes en oración y ruego... Y como se
cumplieron los días de Pentecostés... fueron todos llenos del Espíritu Santo”, y en consecuencia, tres
mil almas fueron agregadas al Señor. Después de una noche de encarcelamiento, Pedro y Juan fueron
interrogados por el sanedrín respecto a la curación del cojo de la puerta Hermosa del templo. Pedro
respondió, estando “lleno del Espíritu Santo” y el impacto de su discurso fue tal que las autoridades “se
maravillaban; y les conocían que habían estado con Jesús”. Ante las amenazas del concilio y la
prohibición terminante de que “en ninguna manera hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús”, los
apóstoles reunieron a la iglesia, y en conjunto presentaron la situación al Señor. “Y como hubieron
orado, el lugar en que estaban congregados tembló: y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaron
la palabra de Dios con confianza”.

Esteban fue hombre “lleno de Espíritu Santo y de sabiduría”, y cuando discutía con los judíos en las
sinagogas de Jerusalem, “no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba”. No pudiendo
ganarle en la discusión, sus enemigos lo lapidaron. Pero en medio de la lluvia de piedras, “estando
lleno de Espíritu Santo”, vio la gloria de Dios y oró por sus asesinos, y el poder de su testimonio a la
hora de morir dejó enclavado en el corazón de Saulo un aguijón de convicción que a la larga lo trajo a
los pies de Cristo Jesús.

Bernabé también “era varón bueno, y lleno de Espíritu Santo y de fe” y en virtud de ello “mucha
compañía fue agregada al Señor”. Y cuando la obra misionera fue estorbada en Chipre por Elimas,
leemos que el apóstol Pablo, “lleno del Espíritu Santo” reprendió al encantador y la mano castigadora
de Dios cayó sobre él, dejándolo ciego, y la causa de Cristo prosperó en la conversión del procónsul
romano.

La conversión de las almas perdidas; el valor para testificar; la sabiduría para responder a los que
contradecían; y el poder para confundir y deshacer las tretas traicioneras del enemigo, todo se debió a
la plenitud del poder del Espíritu de Dios. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha
dicho Jehová de los ejércitos”.

(2) También el mandato apostólico nos inculca este deber. En vista de tales resultados, podemos
comprender la razón del mandato inequívoco del Señor: “Y no os embriaguéis de vino, en lo cual hay
disolución: más sed llenos de Espíritu”.
Todo verdadero creyente tiene el Espíritu Santo. Todos los que somos salvos tenemos el Espíritu de
Dios. Somos regenerados con su poder, y sellados por él para el día de la redención. Su testimonio en
el corazón nos asegura de la calidad de hijos de Dios, a la vez que nos da un anticipo de las glorias
inefables que nos esperan en la presencia del Señor. Pero a pesar de todo esto, muchas veces no
estamos “llenos del Espíritu”. Y la razón no es difícil de encontrar.

Hay ciertos pecados que el creyente puede cometer en contra del Espíritu Santo. Son dos: Lo puede
“contristar” y lo puede “apagar”.

De acuerdo con el contexto, entendemos que el primero consiste en ceder “al viejo hombre que está
viciado conforme a los deseos de error”. La mentira, la ira, el hurto, la pereza, el egoísmo, las palabras
torpes y el espíritu no perdonador son las manifestaciones del “viejo hombre” que el pasaje consiga. La
lista es sugestiva solamente. Estos pecados se manifiestan en la vida del creyente cuando “da lugar al
diablo”. El Espíritu Santo mora en su corazón. Tiene derecho a ser el único inquilino de él. Pero
cuando el creyente da lugar al diablo, cediéndole cabida en su corazón, comete en efecto adulterio
espiritual, y el Espíritu de Dios es contristado e impedido en su deseo de manifestarse con poder.

Pero, ¿qué es lo que entendemos por “apagar el Espíritu”? Claro está que no significa extirparlo del
todo de nuestro corazón, puesto que eso significaría la pérdida de nuestra salvación y sería una
contradicción absoluta del tenor general de la enseñanza neotestamentaria. Hemos de entender la
expresión, pues, en un sentido relativo y no absoluto. Nos ayuda a entenderla el contexto en que
aparece, así como otros dos pasajes del Nuevo Testamento.

En Romanos 14:17 leemos que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo por
el Espíritu Santo”. Y en Efesios 5:9 tenemos la declaración: “Porque el fruto del Espíritu es en toda
bondad, y justicia, y verdad”. En ambos textos la palabra “justicia” se refiere, no a la justicia de Cristo
la cual es la base de nuestra salvación, sino a los actos justos del creyente individual, los cuales
constituyen la evidencia y la manifestación de su condición de persona regenerada. Además, estos
textos declaran que tales actos de justicia son “por el Espíritu” y “el fruto del Espíritu”.

Ahora bien, a la luz de estas verdades, examinemos el contexto de 1 Tesalonicenses 5:19. En el pasaje
el apóstol Pablo está indicando a los creyentes de Tesalónica cuáles son sus obligaciones en el Señor.
Especifica unos catorce deberes particulares, y cerca del fin de la lista dice, “no apaguéis el Espíritu”.
Por la lectura de la Palabra de Dios conocemos cuáles son nuestros deberes. Pero es el Espíritu Santo
quien nos encarece el cumplimiento de ellos. Si obedecemos, todo está bien. Pero si nos resistimos a
cumplir con una obligación conocida, hemos “apagado el Espíritu”, amortiguando la intensidad de su
llama en nuestro corazón e impidiendo la manifestación de su poder en nuestra vida.

c. Hay también condiciones positivas para ser llenos del Espíritu Santo. El predicador, así como
cualquier creyente, necesita tener cuidado de no incurrir en los dos pecados que acabamos de discutir.
Pero la mejor manera de evitarlo es por medio de un programa de acción positiva.
En primer lugar, debe haber una entrega sin reserva de todo su ser a la soberanía absoluta de Cristo.
Sus talentos necesitan ser dedicados a la gloria de Cristo. Sus ambiciones necesitan ser sublimadas por
la devoción a Cristo. Sus móviles íntimos necesitan ser purificados por el escrutinio constante de

Cristo el Señor. Tal entrega puede ser consumada en el instante mismo en que Cristo es recibido como
Salvador. Eso sería lo ideal, y no hay nada en la naturaleza del caso que impida que así sea. Sin
embargo, en la mayoría de los casos, esta entrega incondicional suele hacer crisis en una experiencia de
dedicación que es posterior a la conversión. Pero sea esto como fuere, es necesario que la decisión
inicial sea sostenida por una actitud continua de dedicación. Exactamente como tenemos que pedir por
el pan cotidiano, tenemos que entregarnos de día en día sobre el altar de nuestro Dios.

Además, el predicador necesita mantener una comunión ininterrumpida con su Señor mediante una
disciplina diaria de lectura bíblica devocional y de oración. La Biblia es su pan y la oración el aire que
su alma respira. No puede prosperar espiritualmente sin alimento y sin respiración. En la frescura
matutina el predicador tiene que abrir su oído a la voz de Dios dejando que el Espíritu le hable al través
de la página sagrada. Sin pensar en sermones que predicar a los demás, buscará el sustento de su propio
corazón. Y luego, a semejanza de su Salvador, postrará su alma ante el Padre en adoración, en súplica
intercesora y en la búsqueda de socorro para sus propias necesidades.

Semejante disciplina espiritual cuesta trabajo. El diablo prefiere ver al predicador haciendo cualquier
cosa que no sea ésta. Pero tenemos que recordar que sólo una vida devocional vigorosa puede sostener
un ministerio público eficaz. Necesitamos estar con Cristo antes de ser enviados a predicar.

Por último, el predicador necesita acometer cada responsabilidad con esta actitud: “La tarea que tengo
por delante merece lo mejor de que soy capaz”. Debemos hacer una preparación completa para cada
ocasión sean cuales fuesen el número o la condición de nuestros oyentes. Además, debemos tener por
indigno de nuestra vocación celestial el predicar sermones ajenos. A semejanza del rey David digamos:
“No tomaré para Jehová lo que es tuyo, no sacrificaré holocausto que nada me cueste”. Si lo hacemos
así nuestro esfuerzo será coronado con algo de aquella hermosura que caracterizó la acción de María de
Bethania cuando ungió la cabeza y los pies de su Señor con un “ungüento de nardo espique de mucho
precio”.

Siempre me sentiré agradecido para con Judas por la molestia que se tomó en calcular el precio de
aquel ungüento costoso... La dádiva de María fue costosa, y el Señor merece ser servido de la mejor
manera y con el mayor precio... No sé cuánto dinero tenía María, pero estoy persuadido de que ese
ungüento representaba cerca del total de sus posesiones, y que todo lo que ella podía reunir le parecía
todavía poca cosa que dar a su Señor. Aceite ordinario habría podido conseguir en abundancia, puesto
que Bethania estaba cerca del monte de las Olivas. Pero la idea de ungir a Jesús con aceite común le
hubiera parecido menospreciable. Era necesario encontrarle un ungüento imperial, uno que el mismo
César habría aceptado... La gloria del servicio a Cristo consiste en servirle con lo mejor de lo mejor. Si
le servimos con sermones, él merece que prediquemos el mejor discurso que la mente sea capaz de
elaborar y la lengua de proclamar. Si le servimos con la enseñanza de una clase, él merece que
enseñemos con la mayor solicitud y que alimentemos a los corderos con los mejores pastos. O si le
servimos con la pluma, que no escribamos una sola línea que tendrá que ser borrada. Y si le servimos
con dinero, que demos liberalmente de lo mejor que tenemos. En todo debemos ver que nunca
sirvamos a Cristo con lo flaco del rebaño o con aquél que esté herido o perniquebrado o desgarrado de
las fieras, sino que él tenga la grosura de nuestras ofrendas... Démosle a nuestro Bien Amado lo mejor
que tengamos, y él lo llamará hermoso. Dada la completa dedicación de sí mismo, una comunión
ininterrumpida con Cristo y un esfuerzo concienzudo por tener la preparación más completa posible, el
predicador puede estar seguro de que cuando entregue su mensaje al pueblo, el fuego descenderá de los
cielos y consumirá el holocausto, y la gloria de Jehová henchirá la casa.

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