Anibal Gonzalez El Discurso Anticlerical
Anibal Gonzalez El Discurso Anticlerical
Anibal Gonzalez El Discurso Anticlerical
en Fernando Vallejo, o
cómo narrar sin religión
The anti-clerical discourse of Fernando Vallejo, or how to narrate without religion
Aníbal González
YA L E U N I V E R S I T Y, E S TA D O S U N I D O S
Artículo de reflexión
Este ensayo es parte de un libro en preparación sobre la religión en la novela hispanoamericana contemporánea.
Documento accesible en línea desde la siguiente dirección: http://revistas.javeriana.edu.co
doi:10.11144/Javeriana.cl19-37.edaf
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o cómo narrar sin religión
RECIBIDO: 2 DE MARZO DE 2014. EVALUADO: 29 DE MARZO DE 2014. DISPONIBLE EN LÍNEA: 15 DE ENERO DE 2015.
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“La ‘razón’ en el lenguaje: ¡oh qué vieja hembra estafadora! Me temo que
no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática…”
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utilizaban términos religiosos para referirse a ellas, como sucede con el vocablo
epifanía, en James Joyce. Según apunta Lewis: “The modernists sought a secular
sacred, a form of transcendent or ultimate meaning to be discovered in this world,
without reference to the supernatural” (19-21).
A finales del siglo XIX y principios del XX, señala Lewis, el género de la
novela comienza a incorporar en su constitución, de modo deliberado y autocon-
sciente, la idea de lo sagrado. Sin embargo, hubo también diferencias importantes
en el modo en que esto ocurrió en distintas regiones del mundo: los modernists
europeos, como subraya Lewis, enfocaron su búsqueda de lo sagrado no en la
experiencia colectiva ni de los sucesos extraordinarios, sino en la experiencia
individual y cotidiana, a fin de describir lo que Virginia Woolf llamó “an ordinary
mind on an ordinary day” (Lewis 22).1 De ahí el uso prominente por parte de
estos escritores de técnicas como el monólogo interior, el fluir de conciencia y
el acendrado descriptivismo al que se refería Ortega y Gasset en Ideas sobre la
novela cuando señalaba que en Proust “la novela queda reducida […] a pura
descripción inmóvil” (Meditaciones del Quijote e ideas sobre la novela 176). De
ahí, además, el relieve de “la novela moderna” en el psicologismo, como observa
Ortega al postular que esta novelística se basa en “la psicología imaginaria” y “la
invención de almas interesantes” (199, 202).
En cambio, la narrativa vanguardista hispánica e hispanoamericana durante
las décadas de los veinte y de los treinta va evolucionando a contrapelo de los dic-
támenes de Ortega de que la novela es un “género moroso” o un “género tupido”
(160, 193), y tiende a preferir lo que Pérez Firmat llama con acierto una estética
neumática para producir novelas “leves, ágiles, incorpóreas” o “gaseiformes”
(49). La insistencia sobre la experimentación formal y verbal, y la concepción
del arte como juego en novelas de vanguardia en lengua española como El profe-
sor inútil (1926), del español Benjamín Jarnés, o Margarita de niebla (1927), del
mexicano Jaime Torres Bodet, las lleva a manifestar de primera mano posturas
deliberadamente intrascendentes en las que el interés por lo sagrado no tiene
cabida. En poco tiempo, sin embargo, las fuertes presiones sociopolíticas que se
ciernen a ambos lados del Atlántico —encarnadas en sucesos que van desde la
Revolución Mexicana (1910-1940) hasta la Guerra Civil Española (1936-1939)— van
a conducir tanto a los autores que militaron en el vanguardismo como a los que
mantuvieron su distancia de este movimiento, a reorientar su enfoque y a buscar
darles trascendencia a sus textos vinculándolos con fenómenos más abarcadores
y significativos. En este sentido, no fueron pocos los autores para quienes los
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dimes y diretes del discurso político, y las diferencias ideológicas que parecían
agotarse en consignas, resultaban insuficientes para darle valor y resonancia tanto
a la poesía como a la prosa narrativa de aquellos años: desde la poesía de César
Vallejo, en Poemas humanos (1938), y de José Gorostiza, en Muerte sin fin (1939),
hasta la novelística de Miguel Ángel Asturias, en El señor presidente (escrita en
1933, publicada en 1946) y Alejo Carpentier en ¡Ecué Yamba-O! (1934).
A su vez, el surgimiento de tendencias irracionalistas en la cultura europea
tras la debacle de la primera guerra mundial propició el auge del neoprimitivismo
en las artes de vanguardia y motivó tanto en Europa como en las Américas una re-
novada curiosidad artística por la experiencia religiosa y sus efectos en la sociedad
y la cultura. Esto se aprecia claramente en el “negrismo”, uno de los movimientos
vanguardistas de mayor alcance social y literario en Hispanoamérica, del cual
Carpentier formó parte. Incluso en la “narrativa de la tierra” hispanoamericana
de los años veinte y treinta, pese a su retórica derivada del realismo decimonóni-
co, se observa la postulación de una relación de tipo espiritual, casi panteísta,
entre los hispanoamericanos y su tierra, es decir, su entorno geográfico y natu-
ral. Como señala Carlos J. Alonso, en la literatura telúrica “the authochtonous
Latin American landscape became a privileged literary category, since it was
through its constant contact with it that the spiritual essence of the continent’s
people was shaped” (63).
Todo esto apunta al hecho —ya muy conocido— de que la narrativa his-
panoamericana coetánea y un poco posterior a la del High Modernism estaba
movida por urgencias mayores que las que movían a las novelas de Joyce, Woolf,
Proust o Kafka, pues la crisis de secularización que perturbaba a esos autores
escasamente podía parangonarse con las serias cuestiones de fundamentación
existencial y legitimidad política y cultural que atormentaban a los hispanoameri-
canos desde la crisis de la guerra hispano-cubano-norteamericana de 1898. Dicho
de otro modo, a los hispanoamericanos les preocupaba mucho menos la “muerte
de Dios”, proclamada por Nietzsche, que la muerte de la nación —o por lo menos
las inestabilidades políticas, sociales y económicas que amenazaban con deshacer
unos sentimientos de identidad colectiva que, a principios del siglo XX, llevaban
poco más de un siglo de inaugurados—.
La nación —sus orígenes, su destino, sus contornos y definiciones— siguió
siendo en gran medida el referente trascendental de las novelas del boom hispano-
americano de los años sesenta, las cuales buscaron, además, renovar el poderío
del género novelesco. Se trataba de textos que prometían un saber trascendente
sobre los orígenes nacionales y que exigían una lectura devota, atenta, informada
por algún tipo de fe; una lectura que era menos una experiencia de placer, que
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4 Vale la pena señalar que en los pasados veinte años ha resurgido entre los teóricos y pensadores
el interés por los cínicos de la Antigüedad. Pocos meses antes de su fallecimiento, en 1983,
el pensador francés Michel Foucault anticipó esta revisión del cinismo antiguo al dictar una
serie de charlas en la Universidad de Berkeley sobre los cínicos y el discurso de la verdad
(Discourse and Truth). Cinco años después, el teórico alemán Peter Sloterdijk publicó un
influyente estudio sobre el tema: Crítica de la razón cínica. El renovado interés en los cínicos
surge en parte como respuesta a lo que algunos han visto como la acentuada tendencia en la
cultura posmoderna hacia el cinismo en el sentido actual del término, que el Diccionario de la
Real Academia Española define tajantemente como “Desvergüenza en el mentir o en la defensa
y práctica de acciones o doctrinas vituperables”. Ciertamente, hoy día llamamos cínico a todo
aquel que descuenta los “altos” ideales como la justicia, la generosidad, el patriotismo, el amor
y la santidad, pues considera que las personas son incorregiblemente egoístas y que la naturale-
za humana es esencialmente malvada (Desmond viii). El cinismo clásico, sin embargo, sí tenía
“altos” ideales y se fundaba precisamente en la creencia en la virtud innata del ser humano.
Desaseados y deambulantes, pobres y protestones, los cínicos eran ascetas y rebeldes sociales
que vagaban por las ciudades del mundo grecorromano como perros realengos: iban en medio
del pueblo, pero sin formar parte de este, como perros guardianes potencialmente amistosos
pero también como agresivos y rabiosos espíritus satíricos (Desmond viii). La desvergüenza
de los cínicos era legendaria: es fama que Diógenes de Sinope se masturbaba en el ágora para
luego exclamar: “¡Ojalá que frotándome el vientre se me quitase el hambre!” (Diógenes Laercio
341). Diógenes orinaba, defecaba, copulaba y comía en público (esto último tampoco era bien
visto en la antigua Grecia), y así lo hacían también sus seguidores, los esposos Crates e Hipar-
quia, para escándalo de la sociedad de la época (Branham y Goulet-Cazé 9-10).
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una estrategia de “ofender a todos por igual” para no permitir que sus textos
sean sacralizados —es decir, vistos como fuente de revelación— ni que su persona
sea vista como la de un vates o un profeta. Inasible y mercurial como un Diablo
Cojuelo, la escritura de Fernando Vallejo busca remontarse al instante inaugural
en el cual la literatura empezó a darse cuenta de que está hecha, a la misma vez,
de afirmaciones y de negaciones, de algo y de nada, y comenzó a descubrirse a
sí misma, como afirmara Michel Foucault, en “el ser salvaje e imperioso de las
palabras” (Las palabras y las cosas 313).
Obras citadas
Alonso, Carlos J. The Spanish American Regional Novel: Modernity and
Authocthony. Cambridge: Cambridge University Press, 1990.
Aristizábal, Juanita. “Teología literaria en El desbarrancadero de Fernando
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Borges, Jorge Luis. Obras completas II. Buenos Aires: Emecé, 1996.
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