Tu Yo y Un Tal Vez

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Hay caminos destinados

María Martínez
AURORA

a encontrarse.

ú, yo y un al vez
Cristina

¿Renunciarías a tu
mundo por amor?

ú, yo
¿Bastaría ese amor
si perdieras todo lo demás?
Él ha crecido en un entorno en el que Rústica con S

y un al vez
las tradiciones y unos valores anclados 145X225
en el pasado determinan su futuro.
147X225
Ella se siente tan perdida que le cuesta © Mario Miranda. 147X225
recordar quién es.
Él guarda un secreto que podría destruir María Martínez es autora, entre 27 mm OK
el vínculo que lo une a su familia. otras obras, de Tú y otros desastres
Ella apenas cree en el amor y camina naturales, La fragilidad de un corazón
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de puntillas por el mundo. bajo la lluvia y Cuando no queden
Cuando una casualidad hace que los más estrellas que contar (todas ellas
pasos de Jun y Daniela se crucen en las publicadas en Crossbooks). Cuando

María Martínez
calles de Londres, no imaginan que sus no está ocupada escribiendo, pasa
vidas se acabarán uniendo. su tiempo libre leyendo, escuchando
música o viendo series y películas.
Porque hay encuentros fugaces que se Aunque sus hobbies favoritos son
convierten en comienzos. perderse en cualquier librería y
Porque hay huellas en la nieve que no divertirse con sus hijas.
se pueden borrar, y amores imposibles
que, tal vez, y solo tal vez, duren para www.mariamartinez.net
siempre.

PVP 17,95 € 10292360 Soft touch


planetadelibros.com
@teenplanetlibros Ilustraciones: © Elena Pancorbo
María Martínez

ú, yo
y un al vez

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CROSSBOOKS, 2022
infoinfantilyjuvenil@planeta.es
www.planetadelibrosjuvenil.com
www.planetadelibros.com
Editado por Editorial Planeta, S. A.

© del texto: María Martínez, 2022


© de las ilustraciones de cubierta: Elena Pancorbo, 2022

© Editorial Planeta, S. A., 2022


Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
Primera edición: junio de 2022
ISBN: 978-84-08-25387-7
Depósito legal: B. 9.316-2022
Impreso en España – Printed in Spain

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Jun

Las familias son complicadas, independientemente de su


origen, y la mía no era una excepción. Complicada, absor-
bente y muy tradicional. Una familia típica coreana, dirían
algunos. Una definición demasiado simple para la realidad
tan compleja que se esconde en sus cimientos. Preceptos
transmitidos por tradición, de generación en generación, en-
raizados en los huesos. Normas que, tras más de una década
asentada en Londres, mi familia cumplía como si aún viviese
en Seúl.
Es lo que ocurre cuando te mudas de una burbuja grande
a una más pequeña, que nada cambia salvo el espacio; y eso
era New Malden, un suburbio al suroeste de Londres que
había acabado por convertirse en una pequeña Corea para
los miles de inmigrantes y exiliados que habían llegado al
país a lo largo de las últimas décadas.
En sus calles, hasta el tiempo transcurría de un modo dis-
tinto. Un mundo con un idioma propio y una forma de vida
anclada en el pasado, en el que la devoción, el honor y el
deber eran mucho más que un sentimiento.
La obediencia, un mandamiento.
Dirigir tu propia vida, una insolencia y una provocación.

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Aun así, yo lo intentaba. Buscaba cada resquicio de liber-
tad escondido en la sombra que proyectaba Hae In, mi herma-
no mayor. En él se centraban todas las miradas y esperanzas
en casa. También la presión por unas expectativas que, a ve-
ces, resultaban demasiado duras y exigentes.
Era un pensamiento egoísta, pero me alegraba de no es-
tar en su pellejo.
Mi familia no solía fijarse tanto en mí y había crecido con
cierta independencia y un espíritu rebelde que me había
ayudado a alcanzar cada meta que me había propuesto. Un
espíritu que solía quebrarse cuando era mi madre la que tra-
taba de aplastarlo.
—¿Qué haces aquí? —pregunté sorprendido.
Mi madre hizo un gesto para que me apartara de la puer-
ta y entró en mi casa como si fuese la dueña de todo. De su
brazo colgaban un par de portatrajes de una firma conocida.
Mi hermano la seguía con cara de fastidio.
—Quiero asegurarme de que te vistes de forma adecuada
y no llegas tarde —respondió mientras se dirigía a mi dormi-
torio.
Le dediqué a mi hermano una mirada inquisitiva y él se
encogió de hombros, antes de lanzar su chaqueta a un sillón
y desplomarse en el sofá con un suspiro.
—¿Por qué la has traído? —susurré molesto.
—Lo preguntas como si no la conocieras.
Me lo quedé mirando. Tenía razón, cuando a mi madre se
le metía algo en la cabeza era imposible detenerla. Había sido
así desde siempre, y no cedía un ápice. Imponía su voluntad
sin importarle que ya no fuésemos unos niños. O cómo sus
deseos afectaban a nuestras vidas. O sus sueños destrozaban
los nuestros.
Me senté al lado de Hae In y hundí la cabeza entre las
rodillas.

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—Todo es una mierda —mascullé mientras me tiraba del
pelo con frustración.
Él me dio una palmadita en la espalda.
—Venga, complácela. Ve a esa cita.
—No quiero hacer esto.
—Solo es una cena.
—Sabes que es mucho más que eso.
—Puede que salga bien.
Levanté la cabeza y lo miré con el ceño fruncido.
—¿Tan bien como te salió a ti? —no pude evitar el tono
sarcástico.
—Mi mujer y yo nos queremos —replicó con dureza.
Tragué saliva, sintiéndome mal por mi actitud, y sacudí
la cabeza a modo de disculpa. Quería creerlo, de verdad que
deseaba creerlo. Y, a veces, cuando los veía juntos, cogidos
de la mano como cualquier otro matrimonio, parecía tan real
que me avergonzaba de mi sentimiento de lástima. Sin em-
bargo, sabía cómo había comenzado su relación. Fui testigo
desde el principio, y nunca tuvieron elección.
A ver, nadie les puso una pistola en la sien. Ojalá hubiera
sido así de sencillo. Pero cuando creces con la creencia de
que la familia es lo más importante, que no existes como in-
dividuo sino como parte de un todo que define quién eres,
romper con tus raíces por un deseo personal, como elegir a la
mujer con la que quieres pasar el resto de tu vida, no es algo
que te atrevas a plantearte.
Mi madre me llamó desde mi habitación.
—Hae Jun.
La encontré frente a mi armario, corriendo las perchas de
un lado a otro. Sobre la cama había dos trajes: uno negro con
rayas grises y otro azul oscuro. También dos camisas blancas.
No pensaba ponerme nada de eso.
Me apoyé con la espalda en la pared y los brazos cruza-

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dos sobre el pecho. Observé a mi madre mientras se volvía
loca revolviendo los cajones. Llevaba un vestido turquesa
con una chaqueta del mismo color y su collar de perlas favo-
rito. El pelo, recogido en un moño, adornado con un pasa-
dor, y zapatos de tacón. Siempre tan presumida.
Y continuaba siendo la mujer más guapa del mundo.
La oí refunfuñar y mi corazón se ablandó un poco. A pe-
sar de todo, la quería con locura y que perdiera la sonrisa me
mataba.
—¿Cuál te gusta más? —me preguntó. Frunció el ceño,
pensativa—. Creo que deberías ponerte el traje azul, tiene un
corte más clásico.
—Me gusta el negro —repliqué, solo por llevarle la con-
traria.
—El azul es más elegante.
—No sé para qué me preguntas —dije en un susurro.
Ella se volvió y me miró.
—Con las prisas, he olvidado comprar corbatas. Espero
que alguna de las tuyas quede bien. ¿Dónde las guardas?, no
las encuentro.
—No tengo.
—¿No tienes corbatas?
—No.
—¿Y qué pensabas ponerte esta noche? —Moví mis ma-
nos de abajo arriba, señalando mi atuendo: vaqueros negros y
una camisa azul sobre una camiseta blanca. Arrugó los labios
con una mueca—. ¿Por qué me haces sufrir de este modo?
—Mamá...
—¿No te das cuenta de lo importante que es este momen-
to? Debes causarle una buena impresión. Hoy en día no es
fácil encontrar un buen partido y yo me he esforzado mucho
para que sea posible —dijo de forma atropellada, mientras
sacaba del armario una camisa azul y la colocaba sobre el

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traje negro—. Minah es muy bonita y ha estudiado en la Uni-
versidad de Seúl, al igual que sus padres y su hermano.
—Yo también.
Hizo un ruidito de desaprobación.
—¿Y para qué te ha servido? Tienes suerte de que su fa-
milia valore tanto a la nuestra, que tu ocupación no les su-
ponga un gran problema.
—¿Qué tiene de malo mi trabajo? —protesté ofendido.
—¿A eso lo llamas trabajo? ¡Dibujas monigotes!
Sus palabras me atravesaron el corazón. Un escalofrío de
indignación me recorrió la espalda.
—Desarrollo videojuegos, mamá.
—Lo que he dicho, monigotes.
—Soy dueño de mi propio estudio y hasta tengo emplea-
dos que dependen de mí —repliqué a la defensiva.
Me molestaba que menospreciara mis logros, cuando no
tenía la menor idea de lo que hacía y lo mucho que me había
costado abrirme camino en un mundo tan competitivo.
—¿Cuántos empleados?
—Muchos. Una docena.
—¿Y les pagas por hacer esas tonterías para niños?
Parpadeé sin dar crédito a su actitud tan cáustica.
—Pues sí, y bastante. Que sepas que gano mucho dinero
dibujando esos monigotes, mucho más que Hae In en la em-
presa. ¿Eso no cuenta?
—¡Y también eres más idiota! —gritó mi hermano desde
el salón.
Puse los ojos en blanco. Me estaba comportando como un
niño enfurruñado, pero no podía evitarlo.
—El dinero es importante, Hae Jun, pero el prestigio lo es
mucho más —repuso mi madre sin mucha paciencia—. Mé-
dico, abogado, juez, analista, director... esas son las profesio-
nes que inspiran confianza y seguridad a una mujer.

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—Dijiste que esa chica es abogada y trabaja, ¿para qué
necesita un hombre que le dé seguridad?
Mi madre me fulminó con la mirada y yo me tensé.
Primer aviso.
—A ti desde luego que no te necesita, y deberías sentirte
afortunado por tener esta oportunidad. Nunca encontrarás a
nadie como ella. Su familia es importante, tienen muchas in-
fluencias y contactos, aquí y en Corea, que harán crecer el
negocio de tu padre y su reputación, la tuya desde que te
adoptó. Es ventajoso para todos.
—¿También para mí? Porque me siento como una mone-
da de cambio que...
Dejó escapar un sollozo y se llevó las manos al pecho.
Estaba sacando la artillería pesada.
—Aunque no lo creas, me preocupo mucho por ti, y siem-
pre me he esforzado por darte la mejor vida posible y un
buen futuro.
—Lo sé.
—Y encontrarte una buena mujer y unos buenos suegros
es ahora mi prioridad. Mi deber como madre. Un matrimo-
nio no es solo la unión de dos personas, sino la de dos hoga-
res. No es un capricho con el que frivolizar.
Sus palabras sonaban tan anticuadas. Tan fuera de lugar.
Citas arregladas por las familias, matrimonios concertados
en pleno siglo XXI. Esos conceptos me parecían un despropó-
sito, a pesar de haber crecido con ellos como una religión y
ser testigo de cómo mi propio hermano pasaba por todo
ello.
Yo no quería salir con nadie, y mucho menos comprome-
terme. Casarme, una bandera roja. Era demasiado joven para
algo así. Además, ¿dónde quedaban la atracción y el amor?
—Pero ¿los que van a casarse no deberían sentir algo el
uno por el otro?

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—Consideración, respeto, lealtad... ¿Te parecen senti-
mientos triviales?
—No, son importantes, pero hablamos de compartir toda
una vida. —Tragué saliva y noté que se me calentaban las
orejas hasta arder—. Y de hacer bebés.
Los ojos de mi madre se abrieron como platos. Después
se aclaró la garganta para disimular su propia incomodidad.
—A tu padre y a mí no nos ha ido tan mal. Yu Ri es la
prueba.
Empezaba a arrepentirme de aquella conversación.
Hablar de sexo con mi madre, aunque fuese de forma tá-
cita, no era algo que hubiese hecho antes. No era correcto y
sí muy irrespetuoso. Sin embargo, para mí era un punto im-
portante en una relación. ¿Cómo se afronta algo así en un
matrimonio que no has elegido?
—Pero hacer bebés con una persona que no te quiere o a
la que tú no... Quiero decir que... No sería algo así como...
¿No estaría mal...?
Levantó la mano para hacerme callar. Me apuntó con el
dedo.
Segundo aviso.
—Estoy segura de que no tendréis ese problema, ambos
sois muy guapos. Os adorareis el uno al otro.
—¿Y si...?
—Minah es perfecta para ti en todos los sentidos y debe-
rías estar agradecido de que ambas familias apoyemos y
queramos esta unión.
—Mamá... —gemí frustrado.
—No continuaremos esta conversación. Vístete. No de-
bes llegar tarde —dijo en tono cortante.
Se encaminó hacia la puerta con paso rápido.
—Mamá... —insistí, alzando la voz.
Se volvió y clavó sus ojos cargados de dolor en mí.

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Tercer aviso. Nunca había un cuarto.
Abrió la boca y sus palabras me golpearon. A propósito y
sin dudar. Tan amorosas como duras. Porque así era ella. Ca-
paz de enfrentarse a un dragón con las manos desnudas
para protegernos. Capaz de devorarnos para protegerse a sí
misma.
—Comprendo que te parezcas a él, incluso que tengas
sus ideas —empezó a decir con un nudo de emoción en la
garganta—. Es inevitable por más que lo deteste. Está en tu
interior, forma parte de ti y aflora como el agua de un ma-
nantial, pero soy yo quien te ha llevado de la mano y te ha
convertido en un hombre. Quien ha estado a tu lado. No ol-
vides nunca mis sacrificios, Kim Hae Jun.
Ella sabía que me dolerían. También que usara mi nom-
bre completo de ese modo. Aunque no imaginaba hasta qué
punto, porque ese recordatorio me hacía sentir una gran cul-
pa. Un sentimiento que crecía tanto como se alargaba mi si-
lencio.
Aparté la mirada e incliné la cabeza en un gesto de respe-
to. No podía mirarla a los ojos sin sentirme el peor hijo del
mundo. La vergüenza me calentó la cara y frenó mis palabras.
—Lo siento, no quería enojarte.
Mi madre acortó la distancia que nos separaba y alzó los
brazos para enmarcar mi rostro con sus manos.
—¿Cómo voy a enfadarme contigo si pones esta cara?
Nadie debería ser tan guapo.
La miré a los ojos y fruncí los labios con un puchero.
—No tengo la culpa de serlo, me parezco a ti. —Rompió
a reír y me apretujó los mofletes—. ¡Ay, duele!
—Cuándo madurarás, ¿eh? —Suspiró y el amor que ex-
presaba su mirada me traspasó el alma—. Sé que te cuesta
aceptar esta situación, y que ha sido un poco precipitada,
pero el momento propicio es este.

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—Si ahora dices que nuestros grupos sanguíneos son
compatibles...
—Y las fechas de nacimiento. —Maldije en silencio. Odia-
ba las supersticiones—. Confía en mí cuando te digo que Mi-
nah es perfecta para ti. Ambos provenís del mismo entorno
social. Al final, con el paso de los años, lo que de verdad une
a una pareja es compartir los mismos valores y metas. ¿Re-
cuerdas lo que decía tu abuelo?
Asentí malhumorado.
—Los esposos están hechos de tierra y los amantes, de
nieve. Los primeros florecen cuando llega la primavera y los
segundos desaparecen bajo su calor.
—Así es. Y estoy segura de que Minah y tú os converti-
réis en un hermoso jardín. —Sus palabras me hicieron tragar
saliva y fruncir el ceño—. Vamos, alegra esa cara. Nadie está
diciendo que debáis casaros mañana, solo salir y conoceros.
El tiempo se encargará de lo demás.
Forcé una sonrisa y asentí.
—Está bien, lo haré.
—Eres un buen hijo, Hae Jun, y serías un buen juez, in-
cluso un médico admirable. Aún podrías...
Gruñí al tiempo que la tomaba por los hombros y la sa-
caba de la habitación entre risas. Nunca se rendía, y dudaba
de que lo hiciera algún día. No aceptaba que la imagen per-
fecta que había construido a mi alrededor nunca se haría rea-
lidad. Sabía que la había decepcionado en ese sentido, y lo
sentía, pero mi instinto de libertad era mucho mayor.
Ninguno de los dos imaginábamos cuánto.

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