Vía Crucis
Vía Crucis
Vía Crucis
INTRODUCCIÓN
Señor mío y Dios mío,
bajo la mirada amorosa de nuestra Madre,
nos disponemos a acompañarte
por el camino de dolor,
que fue precio de nuestro rescate.
Se asusta Pilatos ante el creciente tumulto. Manda entonces traer agua,
y se lava las manos a la vista del pueblo, mientras dice:
Jesús está solo. Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del
Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas
procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de
Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los
hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios! ¡Si tú y yo
hubiésemos conocido el día del Señor!
¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que
la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad
divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos
físicos o morales?
A derecha e izquierda, el Señor ve esa multitud que anda como ovejas
sin pastor. Podría llamarlos uno a uno, por sus nombres, por nuestros
nombres. Ahí están los que se alimentaron en la multiplicación de los panes
y de los peces, los que fueron curados de sus dolencias, los que adoctrinó
junto al lago y en la montaña y en los pórticos del Templo.
Tú y yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por qué pesa tanto la
Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias y también la ingratitud
tremenda del corazón humano. Del fondo del alma nace un acto de
contrición verdadera, que nos saca de la postración del pecado. Jesús ha
caído para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre.
Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus
ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma
de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.
¡Oh ustedes cuantos pasan por el camino: miren y vean si hay dolor
comparable a mi dolor!
Me presenté a los que no preguntaban por mí, me hallaron los que no me
buscaban.
A veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por
nosotros. Y si acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura,
el corazón mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de una
noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia:
corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!
La debilidad del cuerpo y la amargura del alma han hecho que Jesús
caiga de nuevo. Todos los pecados de los hombres —los míos también—
pesan sobre su Humanidad Santísima.
Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de El. Como el niño
débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos
asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad
transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina.
Entre las gentes que contemplan el paso del Señor, hay unas cuantas
mujeres que no pueden contener su compasión y prorrumpen en lágrimas,
recordando acaso aquellas jornadas gloriosas de Jesucristo, cuando todos
exclamaban maravillados: todo lo ha hecho bien.
—Hijas de Jerusalén, no lloren por mí, lloren por ustedes y por sus hijos...
Pues si al árbol verde le tratan de esta manera, ¿en el seco qué se hará?
Tus pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo
el mal que hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama
desolador de los delitos e infamias sin cuento, que habríamos cometido, si
El, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada amabilísima.
¡Qué poco es una vida para reparar!
El Señor cae por tercera vez, en la ladera del Calvario, cuando quedan sólo
cuarenta o cincuenta pasos para llegar a la cumbre. Jesús no se sostiene en
pie: le faltan las fuerzas, y yace agotado en tierra.
Se entregó porque quiso; maltratado, no abrió boca, como cordero llevado
al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores.
Todos contra El...: los de la ciudad y los extranjeros, y los fariseos y los
soldados y los príncipes de los sacerdotes... Todos verdugos. Su Madre —mi
Madre—, María, llora.
¡Dios mío!, que odie el pecado, y me una a Ti, abrazándome a la Santa Cruz,
para cumplir a mi vez tu Voluntad amabilísima..., desnudo de todo afecto
terreno, sin más miras que tu gloria..., generosamente, no reservándome
nada, ofreciéndome contigo en perfecto holocausto.
Al llegar el Señor al Calvario, le dan a beber un poco de vino mezclado con
hiel, como un narcótico, que disminuya en algo el dolor de la crucifixión.
Pero Jesús, habiéndolo gustado para agradecer ese piadoso servicio, no ha
querido beberlo. Se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor.
Los verdugos toman sus vestidos y los dividen en cuatro partes. Pero la
túnica es sin costura, por lo que dicen:
Anegada en dolor, está María junto a la Cruz. Y Juan, con Ella. Pero se
hace tarde, y los judíos instan para que se quite al Señor de allí.
Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada —ni siquiera el lugar donde
reposa— se nos ha ido.
La Madre del Señor —mi Madre— y las mujeres que han seguido al
Maestro desde Galilea, después de observar todo atentamente, se marchan
también. Cae la noche.
Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos
hacemos una misma cosa con El.
Para terminar este Santo Vía Crucis, pidamos por las necesidades de la
Iglesia, por nuestro país, por el Papa Francisco, por nuestro Obispo Marco
Antonio y todos los obispos, por los sacerdotes, por el aumento de
vocaciones y por cada uno de nosotros que hoy hemos acompañado a
nuestro Señor en el camino de la Cruz.
Padre nuestro que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu Reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy
nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal. Amén.