Candido. Micromegas. Zadig - Voltaire

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François-Marie Arouet (1694-1778), por mal pseudónimo «Voltaire»

fue educado en los jesuitas, pero a los pocos años ya militaba en la


libertina y elegante Sociedad del Templo. En Inglaterra conoció el
espíritu científico y de tolerancia. Problemas políticos, huidas y
enfrentamientos, cartas, sátiras y publicaciones jalonaron toda su
vida.

Los cuentos de Voltaire —y este volumen reúne tres de los mejores


— son portadores de tesis filosóficas o políticas, pero el vehículo
literario resulta de una singular frescura y modernidad, muy en
consonancia con los valores (tolerancia, pacifismo, antimilitarismo)
que encarnan.
Voltaire

Cándido. Micromegas. Zadig


ePub r1.0
Titivillus 23.02.17
Título original: Candide (1759); Micromegas (1752); Zadig (1748)
Voltaire, 1759
Traducción: Elena Diego
Edición: Elena Diego
Diseño de cubierta: Diego Lara
Ilustración de cubierta: Luciano Martín
Las ilustraciones de las páginas 58, 91, 172, 198 y 225 son grabados de
Moreau Le Jeune, de las Obras completas de Voltaire, 1846

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
INTRODUCCIÓN
A Saulo
VOLTAIRE Y SU ÉPOCA

E S el siglo XVIII, siglo de las luces, el siglo de los «filósofos».


Empieza, política y literariamente, en el año 1715, a la muerte
del rey Sol. En palabras de André Maurois «el reino de Luis XIV fue
la dictadura legítima y necesaria de un hombre de estado
inteligente». Si bien es cierto que consiguió concluir la liquidación
del régimen feudal emprendida por Richelieu, y dar a las artes un
amparo que les permitió brillar con esplendor solar, también es
dolorosamente cierto que en los últimos años el país, esquilmado
por las continuas guerras, soportaba con amargura el peso del largo
reinado. En Versailles, la corte, envarada en una austeridad triste,
había perdido el fasto de años anteriores y la rígida devoción de
Madame de Maintenon la había sometido a una fingida beatería.
Esta hipocresía, añadida al triste papel que algunos segundones de
familias aristocráticas hacían en puestos de responsabilidad
eclesial, empezaron a fomentar una actitud crítica ante la Iglesia.
La subida al trono del sobrino de Luis XIV, el duque de Orléans,
para regentar al reino hasta que el heredero, el futuro Luis XV, que
contaba entonces tan sólo cinco años, pudiera tomar sus riendas,
fue el inicio de una nueva era. Su autoridad fue menor y como
reacción ante la austeridad de los últimos años del reinado anterior,
el lujo, el dinero y la diversión fueron la norma de la nueva sociedad.
Cuando en 1723 sube al trono Luis XV, intenta, con un mayor
control policial, silenciar el descontento y la crítica que su
desafortunada política suscita, pero la crisis del régimen está ya
abierta y, a pesar de los clarividentes esfuerzos de un Turgot,
eficiente ministro de Luis XVI, nada podrá impedir ya la sangrienta
revolución de 1789. Ya durante la regencia la corte había dejado de
ser el centro de la vida artística e intelectual y el rey de ser
considerado promotor y mecenas de los grandes proyectos
intelectuales y artísticos.
Así pues, paulatinamente, sucede al siglo XVII cristiano y
monárquico, un XVIII violentamente crítico. La transición es política y
socialmente clara. En lo intelectual el sucesor tiene mucho de su
antecesor. En efecto, en la crítica general a la que durante el siglo
XVIII se somete a las opiniones tradicionales y a las instituciones, el
punto capital es la destrucción del principio de fe: todo lo que ocurre
en el universo, proclaman, es perfectamente explicable natural y
racionalmente. Pero, ¿no fue el racionalismo cartesiano la piedra
angular del clasicismo francés del XVII? En esencia contrario al
principio de fe, el cartesianismo se desarrolló entonces en forma
compatible con los dogmas cristianos y permanecieron soterradas
las corrientes inspiradas en un naturalismo anti-cristiano. Tuvo, sin
embargo, una peligrosa aplicación en ciertas disputas eclesiales,
recordemos las de jansenistas y jesuitas, las de Bossuet y Fénelon,
por no citar más que dos que tuvieron especial repercusión literaria.
En ellas, los polemistas no dudaron en acudir a la razón para
defender sus postulados sentando con ello el peligroso principio de
la intervención de ésta en materia de dogma. El daño, y grave, fue
para la Iglesia.
A finales del XVII, Fontenelle, en su Historia de los oráculos, que
tuvo gran difusión y éxito en los ambientes mundanos por la
sencillez y claridad de su presentación argumental, utiliza ya la
razón como arma anti-religiosa. Defiende en ella la tesis de que los
oráculos de los antiguos nada tenían que ver con una revelación de
los demonios. Quiso demostrar que la credulidad popular los aceptó
por ignorancia y que los sacerdotes sacaron provecho de esta
ingenuidad, desapareciendo los oráculos cuando el espíritu fue
ilustrado por la filosofía. Extrapolar esta argumentación a épocas
más recientes era, para los lectores, casi automático. Fue éste el
primer ataque contra el fundamento del cristianismo y todos los
argumentos filosóficos que se esgrimirán posteriormente contra él
están ya en la argumentación de Fontenelle.
Diez años después, en 1697, la publicación del Diccionario
histórico y crítico de Bayle, marca un nuevo hito en el
enfrentamiento de la fe y la razón. Bayle no expone doctrina alguna,
se limita a alegar todas las razones en pro o en contra de las
opiniones admitidas, siendo la conclusión lógica de la lectura de los
artículos, que remiten unos a otros, que todo es relativo y que
ninguna supuesta verdad merece que se muera por ella. El
voluminoso trabajo, fraccionado en libritos manejables, se convirtió
en los célebres «pâtés calentitos de Berlín», que fueron leídos por
todos.
La razón es juez soberano y no tiene ya fronteras que limiten su
campo de actuación en el siglo XVIII. La tradición, la sociedad, la
religión, todo se observa con espíritu crítico y de esta observación
surge un espíritu reformista que pretende enderezar todo lo que es
contrario a la «razón universal». Pero las generalizaciones y
abstracciones son siempre peligrosas y las conclusiones de los
«filósofos», ingenuas en muchas ocasiones, dieron lugar, según
define certeramente Lanson, a «la asombrosa inocencia de una
filosofía temeraria»[1].
Por otra parte, siendo la ciencia conocimiento racional del
universo, es lógico que una época tan racionalista tuviera hacia la
ciencia una especial inclinación que la grandiosa figura de Newton
ayudó a convertir en veneración. Ésta quiere sustituir entonces a la
religión para aclararle al hombre su origen, presencia en el mundo y
futuro, y así las ciencias morales se apartan de la teología para
acercarse a las ciencias físicas por considerar al hombre como un
ser animal sometido por tanto a las leyes de la naturaleza. El
método de análisis que utilizan es el matemático: simplificar,
abstraer, analizar, generalizar y deducir.
El racionalismo llevó también a considerar solamente digno del
nombre de hombre a aquél que obedeciera únicamente a la razón.
Desaparecía así, evidentemente, todo prejuicio racial y de esta
forma entraba el cosmopolitismo en el arte.
Añadiremos ya sólo, en este brevísimo esbozo del siglo XVIII que
las «reglas» de tradición greco-romana, llevadas al arte en el siglo
XVII con el fin de ayudar al autor a hallar la verdad, subsisten y que
la lengua prosigue la depuración intelectual iniciada el siglo anterior.
Dos grandes periodos en este denso y fecundo siglo XVIII
francés:

— de 1715 a 1750 con Marivaux, Montesquieu y Voltaire como


figuras cimeras, una crítica aún moderada de instituciones y
creencias y en el arte fidelidad al genio del clasicismo,
— a partir de 1750 la crítica se hace más virulenta, pero a su
vez el racionalismo exacerbado propicia una reacción contra
su frialdad y, en nombre de exigencias sentimentales o
místicas, va naciendo lo que llegará a ser una auténtica
revolución literaria. La publicación de la Enciclopedia, iniciada
en 1751, prosigue. En nombre de la ciencia y de la razón
combate las creencias tradicionales. Acompañados de
cábalas e interdictos los seis últimos volúmenes verán la luz
en 1772. Voltaire, entretanto, ejerce un verdadero imperio
intelectual, pero su mortal enemigo y rival, Rousseau, con la
publicación de la Nouvelle Heloise, pone ya el primer jalón del
romanticismo.

Voltaire, del que se empieza a hablar en 1714, pocos meses antes


de la muerte de Luis XIV, muere en 1778, casi en vísperas de la
revolución. «Esta dúctil naturaleza —escribe Lanson— se desarrolló
a lo largo de las tres cuartas partes del siglo, recogiendo todas las
influencias, estremeciéndose a todos los soplos; las adquisiciones,
transformaciones, progresos de este espíritu son exactamente las
adquisiciones, transformaciones, progreso del espíritu público; ha
sido así de poderoso porque su desarrollo interno coincidía con el
movimiento de las ideas de la nación: su papel fue el de lanzar a las
cuatro esquinas del mundo los pensamientos recién nacidos en
todas las cabezas»[2]. Si el siglo XVIII tiene dos momentos
claramente diferenciados, encontramos también en nuestro autor
dos épocas distintas en su vida que coinciden con las del siglo.
Hasta 1755 domina en él el escritor. Con existencia agitada, hecha
de rebeldías e imprudencias que le llevarán en varias ocasiones a la
cárcel y al exilio, libertinaje y adulación cortesana, hace su
educación de filósofo. A partir de su retiro en Ferney, el «patriarca»,
encerrado en casa, domina al mundo por la presencia de su
pensamiento. En él el escritor se somete al filósofo polemista que
arrecia en su ataque contra la Iglesia y las instituciones.

VIDA Y OBRA DE VOLTAIRE

François-Marie Arouet nace en París el año de 1694. Es el hijo


menor de un notario, niño menudo y frágil, fragilidad que él
transformará en arma pues fue, en realidad, «de cuerpo y espíritu
maravillosamente vivos» como anota André Maurois.
Su madre, Madame Arouet, era mujer de ingenio y destacaba en
las fiestas de sociedad por su viveza satírica. En casa de los Arouet
las recepciones eran frecuentes y brillantes. Allí acudían, entre
otros, la famosa Ninon de Lenclos, el duque de Richelieu, Saint-
Simon, testigo excepcional de la corte de Luis XIV y autor de
célebres Memorias, Boileau, el gran teórico del clasicismo francés,
amigo y vecino de la familia.
A los nueve años el niño asiste ya a las clases del colegio Louis-
le-Grand, dirigido por los jesuitas. En sus años de sólidos estudios
aprenderá a apreciar a los autores clásicos griegos y latinos, gusto
clásico al cual siempre permanecerá fiel. Esa misma fidelidad y
respeto sintió hacia sus maestros —él tan poco dado a esta última
virtud.
En Louis-le-Grarid se codea con los hijos de las mejores familias
cuya amistad buscará pronto, incluso a costa de vejaciones
personales. Y ya tenemos dos caras de este complejo personaje: el
estudioso y el vividor que desea disfrutar del refinamiento de la alta
sociedad. Su padrino, el abate de Chateauneuf, a quien confiaron la
educación del niño tras la muerte temprana de Mme. Arouet en
1701, fue su mentor en esta vía. Ya en 1706 lo lleva consigo a la
elegante y libertina Sociedad del Templo donde el joven François, a
pesar de sus pocos años, se encuentra como el pez en el agua
asombrando y divirtiendo a todos por la viveza de su ingenio. Si los
jesuitas formaron su gusto literario, los libertinos del Templo fueron
los educadores de su espíritu anti-religioso.
El padre, alarmado por los progresos en incredulidad del hijo,
pretende hacerle estudiar Derecho, pero el joven François no siente
atracción ninguna hacia una carrera que obliga a «comprar la fama»
y quiere hacerse una que «no cueste nada»[3]. Tanto empeño pone
en ello que tienen que enviarle a Caen una temporada para alejarle
de París.
El marqués de Chateauneuf, hermano de su padrino, nombrado
embajador en La Haya en 1713, se lo lleva a su nuevo destino
intentando encauzar hacia la diplomacia al joven rebelde pero éste,
nada más llegar, se dedica a frecuentar los salones de Mme. du
Noyer, refugiada protestante, fundadora de una revista satírica, La
quintaesencia, en la cual colabora. Mme. du Noyer tiene una hija,
Olympe, y Voltaire se propone huir con ella a París, llegando incluso
a intentar convencer al padre Tournemine, antiguo maestro suyo del
colegio, de la necesidad de este rapto ¡para arrancar a un alma de
la religión protestante! Pero en diciembre de aquel año, Arouet
vuelve solo a París y entra en el bufete de Maître Alain. Aquel
trabajo no le satisface y se consuela escribiendo sátiras (Le
Bourbier, L’Anti-Giton) que firma con el seudónimo de Voltaire,
probable anagrama de Arouet le jeune. Su pluma imprudente le
obliga a refugiarse en el castillo de Saint-Ange, a orillas del Loing.
De nuevo en París en 1716 se une a los que intrigan contra el
Regente. En un primer momento éste no lo toma en serio, pero
pronto lo envía desterrado a Sully-sur-Loire donde pasa unos
meses. Al regresar a París le atribuyen dos poemas satíricos de los
cuales sólo Puero regnante es suyo. El Regente lo manda esta vez
encarcelar en la Bastilla. Pasará en prisión once meses y cuando
salga será con residencia forzosa en Châtenay y obligación de
solicitar permiso para sus desplazamientos a París.
En 1718, escarmentado, da un nuevo rumbo a su vida. Escribe
una tragedia, El triunfo de Edipo, que dedica al Regente. Tras
cuarenta y cinco representaciones triunfales, el Regente le otorga
una pensión. A partir de esta fecha y hasta 1725 lleva el joven
Voltaire una placentera vida de sociedad, tanto en la corte como en
casa de grandes aristócratas: Villars, Richelieu, lord Bolingbroke.
Escribe dos comedias Marianne y El indiscreto que se representan
con ocasión de los esponsales de Luis XV. Un poema épico, La Liga
o Enrique el Grande, publicado sin autorización de la censura, tiene
gran éxito. Con las pensiones del Regente y luego la del rey, así
como con la herencia paterna (su padre muere de viruelas, que a
punto estuvieron de llevárselo también a él, en 1723), aconsejado
por los hermanos París, se lanza a fructuosas operaciones
especuladoras. Tiene el firme propósito de enriquecerse pues
piensa, no sin razón, que sin independencia económica no existe
libertad de acción.
Esta vida de éxitos sociales «de castillo en castillo», como él la
llama, se ve bruscamente interrumpida por un desdichado incidente.
El caballero de Rohan-Chabot al que Voltaire había contestado
impertinentemente en diciembre de 1725, manda a sus criados que
le apaleen en la misma puerta del palacio del duque de Sully con el
cual nuestro autor acababa de cenar. Cuando Voltaire creía tener
derecho a reparar la afrenta con un duelo, se encuentra con la risa
de Sully y una orden de encarcelación en la Bastilla conseguida por
Rohan-Chabot. Esta vez sólo estaría cinco meses en prisión, pero
debe exiliarse y escoge Inglaterra.
1694-1726. Voltaire tiene ya 32 años. «Voltaire ha caminado —
escribe Pomeau— en todas las direcciones, pero ha avanzado en
una sola. Debuta como autor clásico que busca en Versailles
aplausos y protección. Aduló al Regente, luego a la joven reina
María Leczinska; recibió, a cambio, pensiones. Pero esta empresa
de poeta cortesano y todas las que seguirán terminarán por
fracasar. Sus producciones seudo-clásicas son más subversivas de
lo que cree. No pudo conseguir para su Liga aprobación ni privilegio,
ni siquiera permiso tácito. Una inspiración generosa, en esta obra de
juventud, lo encauza en su verdadera vía de opositor. Desde el
principio detesta el espíritu de los participantes en la coalición de la
Liga por fermentar en sus almas una pasión negra, cruel, absurda.
Se presenta ya como el hombre de la gran emancipación. Los palos
del caballero de Rohan vuelven a ponerle en buen camino: perdía el
tiempo haciendo reverencias en Fontainebleau; mejor está en el
exilio»[4].
A su llegada a Londres, en mayo de 1726, Voltaire se hospeda
en casa de Lord Bolingbroke, en el Pall Mall. Ésta es la última etapa
de su periodo de formación. No ceja en su empeño de medrar en la
alta sociedad londinense y en la corte al tiempo que se familiariza
con el idioma. Es presentado al rey Jorge I en enero de 1727 y
dedica a la reina Carolina la primera edición de La Henriade, nueva
versión del poema épico La Liga, editado clandestinamente en
Francia años antes. Este poema, de tema histórico, es de clara
inspiración anglófila. Narra en él la petición de ayuda de Enrique IV
de Francia a Inglaterra para luchar contra la Liga, a la que apoya la
corona española, representando naturalmente Inglaterra al partido
progresista mientras se tacha al absolutismo español católico de
retrógrado. Aunque, como acabamos de ver, Pomeau presente este
poema como obra idealista, tenía sin embargo Voltaire al escribirlo y
posteriormente al retocarlo, una clara intencionalidad política. Había,
en efecto, en 1719, fecha de la primera edición, cierto paralelismo
político entre lo narrado en los versos y la actualidad: el Regente
temía que una muerte prematura del joven rey Luis XV pusiera el
trono de Francia en manos del rey de España, nieto de Luis XIV.
Para apoyar su propia pretensión al trono buscó el apoyo de
Inglaterra. Cuando Voltaire dedicó La Henriade a la reina Carolina
además de halagar a la reina inglesa quiso ganarse a Fleury,
ministro de Luis XV, que llevaba en aquel momento una política
anglófila.
Si de su actividad política y social en Londres poco o nada
quedó, pues salió de Inglaterra enfadado con su protector lord
Peterborough y no conservó relaciones con el medio político inglés,
su estancia allí fue determinante en lo intelectual y artístico.
Descubrió a Shakespeare y a Milton, a Wycherley y Congreve, a
Dryden y Addison. De Dryden aprendió a poner más violencia en el
drama y de Addison a moralizar la tragedia planteando en ella con
claridad una tesis filosófica.
Pero más aún que la literatura le interesó el desarrollo científico
inglés. Hasta entonces no se había sentido especialmente atraído
por las ciencias, allí descubrió su valor así como el de la reflexión
sistemática. Leyó a Bacon, a Locke, a Shastesbury, Collins y del
polemista anterior nació un filósofo.
Apreció también en la sociedad inglesa que él frecuentó el
respeto, la tolerancia, la cómoda vida material de una sociedad
industrial rica y pudo ratificarse, al presenciar las disputas de las
sectas protestantes, en su odio al fanatismo. ¡Cómo encomió, en
cambio, al pueblo que elige a sus intelectuales para cargos de
responsabilidad política! ¡Qué contraste con Francia que los envía,
como a él, a la Bastilla y que echa al estercolero el cuerpo de la
actriz Mlle. Lecouvreur! ¿Cuándo aprenderán a rendirles los mismos
honores que a Newton, enterrado con gran solemnidad en
Westminster?
De vuelta a París, a finales de 1728, inicia un periodo de intenso
trabajo marcado en gran parte por el impacto de Inglaterra en su
pensamiento. Bruto (1730) y Zaïre (1732), inspirada en el Otelo de
Shakespeare, son dos éxitos teatrales clamorosos. La muerte de
César y la Historia de Carlos XII, ambas de 1732, son prohibidas. En
su Historia de Carlos XII Voltaire, con rigor científico de historiador,
retrata al joven rey de Suecia, hábil guerrero y espíritu quimérico,
viva muestra de la vanidad de las grandezas y del afán
conquistador. La lección será poco apreciada por el poder político en
Francia en vísperas de la guerra de sucesión de Polonia.
Las Cartas filosóficas o Cartas inglesas, editadas en Holanda y
distribuidas clandestinamente en Francia, son, a un tiempo, obra de
vulgarización y de combate: al mostrar a Inglaterra como el país de
la libertad bajo todas sus formas condena, implícitamente, las
instituciones francesas. Al librero le encierran en la Bastilla y
Voltaire, contra quien se dicta una orden de arresto, huye a Lorena
de donde pronto vuelve para instalarse en el castillo de Mme. du
Chatelet, en Cirey.
1734-1744. Diez años de fecundo trabajo con largas estancias
en el castillo de Cirey y frecuentes viajes. Cirey está en un lugar
estratégico: suficientemente cerca de la frontera de Lorena para
poder huir con presteza y lo suficientemente cerca de París como
para poder actuar allí y manejar sus propios hilos. La compañía de
Mme. du Chatelet, amiga prudente, le evitará enzarzarse en
polémicas de baja estofa y publicar escritos que le hubieran
acarreado nuevas detenciones. Es además mujer culta e inteligente,
con gran afición a las ciencias. A su lado Voltaire compagina
actividades teatrales en el teatro del castillo con la lectura de
Leibnitz y con estudios de metafísica, física y astronomía. Va
recogiendo datos para lo que será su Siglo de Luis XIV, escribe
nuevas tragedias: Alzire, Zulime, Mahomet, Mérope y, en su sátira El
Mundano, el epicúreo canta su amor al lujo: «Amo el lujo e incluso la
molicie», las comodidades que la industria proporciona, «¡Ay, qué
feliz tiempo el de este siglo de hierro!», y concluye con este verso
que le obligó a refugiarse de nuevo algún tiempo en Holanda: «El
paraíso terrestre está donde yo estoy.»
En 1745 retorna a París. Conoce la gloria oficial: es nombrado
historiógrafo de Francia, académico y gentilhombre ordinario del rey.
Su vanidad satisfecha aprecia muy especialmente este último honor
y las prerrogativas cortesanas que confiere. Ha ganado mucho
dinero con sus negocios de proveedor del ejército, Mme. de
Pompadour y el marqués de Argenson le protegen, es poeta oficial
de la corte, sueño largo tiempo acariciado, siente que ha llegado al
cabo de sus sueños de gloria, sólo le queda ya disfrutar antes de
morir. En 1747 publica su primer cuento, Zadig.
La muerte cruel de Mme. du Chatelet, en 1749, de posparto, tras
dar a luz a una niña habida de St. Lambert del que se enamoró
perdidamente, deja a Voltaire en auténtico desamparo. En la casa
de París, que había compartido con ella, deambula de noche
llamando a la amiga. A este luto se une el fracaso de sus últimas
obras de teatro: Semiramis, Orestes, Nanine. Decide entonces
aceptar la invitación del rey de Prusia.
La relación entre ambos era ya antigua. La primera carta del
entonces príncipe de Prusia a Voltaire data de 1736. El príncipe
Federico vivía entonces en Rheinsberg, alejado de la corte, mal
avenido con su padre el rey Federico-Guillermo y se dedicaba a la
literatura y a la música, mostrando más afición al mundo del arte y
de la inteligencia que hacia los ejércitos que apasionaban a su
padre. Federico admiró siempre la inteligencia de Voltaire y, hombre
práctico, lo utilizó eficazmente: Voltaire consiguió hacer de él un fino
escritor en lengua francesa. Cuando sube al trono en 1740 una de
sus primeras ambiciones es tener a su lado al ilustre escritor.
Aprovecha el encargo de una delicada misión diplomática de
Voltaire en su corte (conseguir que el aliado prusiano vuelva a coger
las armas, misión que fue un fracaso) para halagar la vanidad del
artista tratándole como amigo… aunque, a sus espaldas, hiciera
todo lo posible por enemistarle con el ministro francés para que, al
ser su retorno imposible, permaneciera a su lado. Cuando Voltaire,
desilusionado por sus últimos fracasos teatrales y entristecido por la
muerte de Mme. du Chatelet, decide marchar a Potsdam, siente
también la vanidad de mostrar al rey de Francia y a su corte cómo le
tratan, reciben y aprecian en otras.
Voltaire llega a Potsdam el 10 de julio de 1750. Nombrado gran
chambelán del rey, le deslumbra tanta grandeza: «¡Ciento cincuenta
mil soldados victoriosos, ningún procurador, ópera, comedia,
filosofía, poesía, un héroe filósofo y poeta, grandeza y gracia,
granaderos y musas, trompetas y violines, banquetes de Platón,
sociedad y libertad! ¿Quién lo creería?»[5]. Sueña con ser ministro
ilustrado de este «Salomón del norte» que tiene ya a su lado a dos
sabios franceses: al matemático Maupertuis y al filósofo materialista
La Mettrie. Con la cruz de la Orden Real recibe una pensión de
20.000 libras.
Dado el carácter de los dos personajes, no podía durar mucho
tan idílica situación. «El tiempo está frío y despejado», define pronto
Voltaire. Estas frases, sacadas de su correspondencia ilustran a la
perfección este enfriamiento progresivo:

(El Rey) … es en la cena el más amable de los hombres, lazo y encanto de la


sociedad (Voltaire a d’Argenson. 7 de agosto 1750).

Me he retirado de las cenas del Rey, hay demasiados generales y príncipes.


No podía acostumbrarme a estar siempre frente a un Rey, en continua
recepción (Voltaire a Mme. Denis. 13 de octubre de 1750).

(Pequeño diccionario para uso de reyes)… Cene conmigo esta noche quiere
decir: me burlaré de usted esta noche (Voltaire a Mme. Denis. 18 de diciembre
de 1752)[6].

La Mettrie comunica a Voltaire que le ha oído decir al Rey: «Se


exprime la naranja y se tira la cáscara.» Sus relaciones con
Maupertuis, presidente de la Academia de Prusia, se agrian
también. Escribe contra él la violenta y famosa «Diatriba del doctor
Akakia», pero el Rey manda quemar el libelo. Voltaire,
desengañado, alegando estar enfermo, se despide y se vuelve a
Francia en viaje de cortas etapas, no sin sobresaltos puesto que en
el camino, en Francfurt, le detienen reclamándole un libro de
poesías del Rey. Mal visto en París, huyendo de Prusia, se refugia
en Lorena, en Alsacia y termina yendo a Suiza en busca de
seguridad, tranquilidad y libertad.
Con la compra de una casa, «Las Delicias», cerca de Ginebra, y
de otra en Morion, cerca de Lausana, pues «los filósofos deben
tener dos o tres agujeros contra los perros que corren tras ellos», en
1755 empieza la segunda gran etapa de su vida, el reino del filósofo
y la apoteosis del patriarca. Recién instalado, se entera de la
publicación clandestina de La Doncella que la prudente Mme. du
Chatelet «había tenido encerrada bajo cien llaves». Se alarma,
escribe a personas influyentes y, con gran asombro suyo, no pasa
nada. Está, decididamente, lejos del peligro, ya puede escribir sin
temor. Publica en 1756 el Ensayo sobre las costumbres y el
Discurso sobre la religión natural. El poema sobre El desastre de
Lisboa, de ese mismo año, así como Cándido que se publica tres
años después, nacen bajo la impresión de aquel terrible terremoto
que asoló Lisboa. Aprovecha Voltaire el fenómeno sísmico para
ridiculizar las teorías de Leibnitz y atacar el sentido cristiano de la
Providencia. El poema merece una carta reprobatoria de Rousseau.
Ésta es el inicio de una relación cada vez más tirante entre los dos
grandes y polémicos autores que terminará en ruptura definitiva y
continuos ataques.
Entretanto siguen apareciendo tomos de la Enciclopedia y se
acusa a Voltaire, no sin razón, de haberle inspirado a d’Alembert el
artículo sobre Ginebra. Los austeros pastores calvinistas protestan,
Rousseau escribe a d’Alembert su famosa Carta y el Consejo de
Ginebra, que había recibido unos años antes a Voltaire como al
cantor de la tolerancia, se alarma ante la virulencia de su obra y su
falta de docilidad ante las leyes: está prohibido el teatro y él, en su
castillo, hace continuas representaciones. La situación se deteriora y
Voltaire tiene que cambiar, una vez más, de domicilio.
Busca un nuevo refugio y, ahora sí, encontrará uno que se
revelará como inexpugnable: en territorio francés, pero a un
kilómetro sólo de la frontera suiza. Ferney es el nombre de la finca y
1760 el año de su instalación allí. Madame Denis, su sobrina, le
ayudará a regentar casa y tierras. Se siente «señor» y emprende
obras y mejoras que llegarán a proporcionar al dueño y a los
arrendatarios un mayor bienestar.
Tenían los filósofos de la Ilustración el firme convencimiento de
que el interés particular estaba en correlación con el interés general
y de que existía entre ellos perfecta armonía, y que, por tanto, la
suma de felicidades particulares era la felicidad de la sociedad. Ya
Palissot, en su comedia Los filósofos se burlaba de este «interés»
convertido en palabra clave:

Del globo en el que vivimos, déspota universal


Sólo hay un resorte, el interés personal[7].

Voltaire trabaja activamente en conseguir bienestar personal y social


creando, buen empresario, fuentes de riqueza a su alrededor. Es
admirado y adorado por muchos, su fama se extiende por toda
Europa. Por Ferney pasan a visitar al patriarca soberanos y artistas,
aristócratas y sabios, políticos, los hombres más famosos de la
época. La fortuna le sonríe aunque el odio de otros le persiga
también en los últimos años de su vida. Pero, ¿es feliz? En 1770 le
escribe al marqués de Florian: «El final de la vida es triste, el medio
no vale nada y el principio es ridículo». A Mme. du Deffand le
confiesa, en 1772: «Me paso el tiempo brincando al borde de mi
tumba y es, realmente, lo que hacen todos los hombres. Todos son
Juan que ríe y Juan que llora.» Además de su labor de industrioso
terrateniente, benefactor de los que le rodean, se siente también
amparo de las víctimas de la intolerancia e inicia, con gran talento
de periodista, campañas para rehabilitar a los perseguidos por razón
de sus ideas. Su éxito en varias de estas empresas le convirtió en el
paladín de la justicia y su fama alcanzó grados inauditos.
El caso Calas fue el primero, y no el de menos renombre. En
1762, un protestante de Toulouse fue acusado de haber ahorcado,
con la complicidad de los suyos, a uno de sus hijos que pretendía
convertirse al catolicismo. Después de ejecutada la sentencia, el hijo
menor fue condenado al exilio. Voltaire lo acogió en Ferney y acudió
a amigos y conocidos, a libelos y escritos para difundir el hecho y
pedir justicia. Al cabo de tres años consiguió, al fin, la rehabilitación
de Calas.
El caso Sirven (1764) será similar. El éxito conseguido con su
intervención lo aprovechará para reclamar una revisión del
procedimiento judicial.
El caballero de La Barre (1766), joven de diecinueve años, fue
ejecutado por haber blasfemado y mutilado un crucifijo. Su actitud
se interpretó como lógica consecuencia de las enseñanzas de los
filósofos, sobre todo de las contenidas en el Diccionario filosófico de
Voltaire. Un ejemplar de éste se quemó junto al cuerpo del reo. La
intervención de Voltaire, solicitando la revisión de la sentencia, fue
en esta ocasión inútil y sólo pudo recoger en Ferney a un
compañero de la Barre, condenado en rebeldía.
El caso Montbailli (1770), dio lugar al libelo El error de Arras en
el que Voltaire denuncia la arbitrariedad de los juicios y la utilización
de la tortura.
Por último, la ejecución de Lally-Tollendal (1776), gobernador de
las Indias francesas, acusado de haber capitulado prematuramente
ante los ingleses, le mantuvo hasta muy pocos días antes de su
muerte en lucha para obtener su rehabilitación.
Esta lucha por la justicia se encuentra reflejada en su obra de
creación. El Ingenuo, por ejemplo, denuncia las famosas «cartas
selladas» que mandaban al destinatario a la Bastilla.
Denunció también Voltaire los impuestos que agobiaban al
pueblo y consiguió la supresión de la gabela para los campesinos de
Gex. El edicto de Turgot autorizándola, así como otros suprimiendo
aranceles, autorizando el libre comercio del trigo, etc. granjearon al
ministro el apoyo y ferviente admiración del escritor.
Su actividad literaria no se detiene. Publica un Comentario sobre
Corneille cuyos derechos de autor cede a una sobrina-nieta del gran
dramaturgo, un requisitorio sobre Shakespeare, al que tanto había
admirado anteriormente, nuevas Notas sobre los pensamientos de
Pascal. Todo ello indica su interés por la crítica literaria, pero su
pluma está ya, primordialmente, al servicio de la difusión de sus
tesis. El huérfano de China, Los Guèbres o la tolerancia, Las leyes
de Minos, obras dramáticas, son verdaderas defensas de tesis. Sus
últimas obras históricas atacan, alaban o denuncian. El siglo de Luis
XV es un ataque a los jesuitas y una loa a los filósofos, La Historia
del Parlamento de París una denuncia de las interferencias entre el
parlamento y el poder real, de los errores judiciales. Sus cuentos
son más satíricos y alegóricos: en Jeannot y Colin se burla de los
nuevos ricos, en El Ingenuo ataca la hipocresía social, la
arbitrariedad de las famosas «cartas selladas», la corrupción de la
corte y de los ministros, en El hombre de los cuarenta escudos a los
financieros ostentosos y, por fin, en La princesa de Babilonia las
costumbres licenciosas de los distintos países de Europa.
Sus libelos y escritos inundan Francia: de formato pequeño,
fáciles de llevar, de leer, y con las más variadas firmas aunque este
último ardid a nadie engañe. Sus cartas tienen por destinatarios a
reyes, aristócratas, políticos, escritores… Es la correspondencia de
Voltaire tan copiosa, rica y variada que su testimonio es
imprescindible para conocer al hombre, al escritor y, a través de él, a
toda una época.
En los últimos años de su vida fue, como Víctor Hugo en el siglo
siguiente, objeto de una verdadera idolatría sentimental. Acudían a
visitarle las gentes más variadas, como aquella Mme. Suard, de
veinte años, que siente hacia él «los mismos arrobos que sentía Sta.
Teresa ante Dios» y que al despedirse implora su bendición.
Esta veneración tuvo su más grandiosa manifestación en los
últimos días de su vida, en París. Con la muerte de Luis XV había
desaparecido la prohibición que le impedía ir a París. A él llegó el 10
de febrero de 1778. Se alojó en casa del marqués de la Villette. La
Academia francesa, la Comedia francesa mandaron diputaciones a
saludarle, los aristócratas y príncipes de sangre real acudieron a
rendirle homenaje, Franklin le llevó a su nieto para que lo bendijera.
El 16 de marzo asistió a una representación de su Irene. Fue una
auténtica apoteosis. Así, durante tres meses, paladeó su triunfo y
gloria. Era ya muy anciano, las emociones le mataron. Murió en la
noche del 30 al 31 de mayo.
«CÁNDIDO», «MICROMEGAS», «ZADIG»

Son los cuentos, de toda la varia y rica obra de Voltaire, que mayor
difusión y gloria han merecido y los que han conservado con mayor
viveza el frescor de su encanto. Quizás porque en ellos es donde,
bajo la ficción, más se esconde el autor.
En realidad, ¿cómo era Voltaire? Al relatar, sucintamente, su
novelesca biografía, hemos evocado situaciones y ambientes
distintos, muchos personajes a su alrededor y algunas reacciones
suyas ante todo ello, pero ¿dónde habla en primera persona
revelando su íntimo sentir? En su correspondencia podemos,
obviamente, encontrarle, pero la realidad es que, como buen
clásico, tuvo siempre el pudor del yo. Pomeau anota[8] que los
intentos de autobiografía que inició quedaron enseguida truncados.
En las Memorias para servir a la vida de M. de Voltaire, escritas por
él mismo en 1758, parece que va a revelarnos su íntimo sentir: «Voy
a caer en el ridículo de hablar de mí a mí mismo», pero, apenas
iniciada la confesión, pasa enseguida a hablar de la Enciclopedia,
de los jesuitas, de Federico II… Unos años después, en 1776, un
Comentario histórico pone en boca de uno de sus íntimos, su
secretario Wagnière, lo que los demás pueden saber de él: «Nos ha
dicho varias veces», «yo mismo le oí decir»… Tampoco en sus
Carnets de notas, auténtico fichero para sus estudios históricos,
anota nada personal. Habrá que buscar, por lo tanto, al autor en sus
personajes.
De hecho, el teatro, y el cuento sobre todo, le permitieron crear
un mundo de ficción en el que podía hablar sin ser visto. Su afición
al teatro fue muy temprana y su primer gran éxito lo debió a una
obra de teatro, Edipo, y la apoteosis final a otra: Irene. Pero no sólo
era autor, sino que, como profundo amante de la escena, era
también actor y en los cenáculos íntimos, en sus castillos o los de
sus amigos, montaba obras teatrales en las cuales él representaba
a uno de los personajes. Hemos visto los disgustos que esta afición
le acarreó en Las Delicias por el escándalo que causó entre los
severos calvinistas de Ginebra, escándalo que le obligó a cambiar
su lugar de residencia.
En las largas noches de invierno, en Cirey, entretenía a todos
proyectando imágenes y vitalizándolas con la palabra. La
impaciencia, una vez, por la lentitud de su paso, le hizo volcar la
máquina y quemarse. Como en un guiñol, él movía los hilos en la
sombra y se escondía, los personajes hablaban en nombre suyo.
Así nacieron los cuentos. No empezó a escribirlos hasta los
cuarenta y cinco años, nacen pues en época de total madurez del
autor y, además, en momentos especialmente tensos de su vida,
con lo cual no es aventurado afirmar que tuvieron una función
catártica y que en la ficción se reflejan problemas ambientales y
personales muy concretos[9]. Veamos los tres objeto de nuestro
análisis que aparecen estudiados en orden cronológico.
1747-1749. Voltaire está en la cima de su carrera cortesana, es
el poeta oficial de la corte. En su vida privada es momento de
grandes tensiones pues compagina su vida amorosa con su antigua
compañera Mme. du Chatelet con nuevas relaciones. Su nueva
amante, Mme. Denis, su sobrina, no parece serle demasiado fiel.
Problemas personales y problemas nacionales llevan a Voltaire a
plantearse el problema del destino. El académico, historiógrafo,
gentilhombre ordinario de la cámara pone en boca de Zadig, que
como él alcanza las mayores cotas de poder, la amargura del que ve
el poder de cerca. En efecto, el rey no está a la altura que él
desearía, la guerra contra Austria ha causado reveses a las tropas
francesas y Voltaire teme que el enemigo invada «Babilonia». Sólo
un hombre «ilustrado», como Zadig, si llegara a ser rey salvaría al
país. En cuanto a la virtud y fidelidad femeninas no salen siempre
muy bien paradas…
Micromegas, que se publicó durante la estancia de Voltaire en
Prusia, tiene como origen el Viaje del Barón de Gangan que envió
en 1739 a Federico de Prusia. «Nadería filosófica», historia de un
«viajero celeste», en la cual queda «reducido a su justo valor lo que
los hombres acostumbran a llamar grande». El manuscrito de este
Viaje del Barón de Gangan ha desaparecido, pero Micromegas
parece ser, por referencias y alusiones, una nueva versión de aquel
mismo relato. En él encontramos a un Voltaire que se dedica
intensamente a la ciencia en Cirey, llevado del entusiasmo hacia ella
de Mme. du Chatelet. Refleja en un cuento jocoso las teorías de
Newton, el problema de la inmensidad del universo y la relatividad
de toda magnitud. Verdadero cuento de ciencia-ficción, plasma en él
la idea de la relatividad de todo y se burla de los falsos sabios del
momento, en particular de Fontenelle, el «enano de Saturno» que
sabe «dar cuenta de los inventos de los demás», hacer «versitos y
grandes cálculos» y cuyas andanzas amorosas a una edad muy
avanzada son el hazmerreír de París, «pillé a la naturaleza in
fraganti» dijo, parece ser, un testigo al sorprenderle con Mme. du
Tencin. Vuelve a aparecer al final del libro como secretario de la
Academia de las Ciencias comentando ante el libro en blanco: «¡Ya
me lo temía yo!» La vida de Voltaire, sus ocupaciones y fobias
vuelven a aparecer en Micromegas disfrazadas de extra-terrestres.
Cándido, la obra maestra de Voltaire, es diez años posterior a
Zadig. Grandes acontecimientos han variado totalmente el
panorama del siglo y la vida misma de Voltaire. Diderot y Rousseau,
en lo literario, han marcado nuevas pautas. La guerra de los Siete
Años y las derrotas francesas han señalado la urgencia de una
reforma política. Voltaire, que había partido a la corte de Federico II
lleno de sueños de grandeza, ha vuelto decepcionado y su retorno,
amargado por temores y recelos, será una prueba. Cuando se
instala en Las Delicias los problemas se multiplican. En París arrecia
la campaña contra los enciclopedistas. D’Alembert se retira y se
interrumpe la publicación. Cándido nace entonces. ¿Razones para
el optimismo? Bien pocas. En julio de 1758 pasa un mes en la
residencia del elector palatino en Schwetzingen, cerca de
Mannheim, y le lleva el manuscrito para leérselo. Pensaba Voltaire,
gracias a este viaje diplomático, que se le levantara la prohibición de
volver a París, pero no consigue nada y tiene que volver a su
«jardín», Las Delicias, a esperar tiempos mejores. La profunda
conmoción que le causó el terremoto que asoló Lisboa y que él llegó
a sentir en su casa suiza, le llevó a escribir uno de sus capítulos
más célebres. La guerra, presente a lo largo de todo el cuento,
refleja lo absurdo de aquellas incensantes batallas en las cuales las
alianzas cambiaban arbitrariamente al enemigo de ayer en aliado de
hoy. Si en 1748 Francia luchaba al lado de Prusia contra Austria, era
esta última con Francia quien se enfrentaba a Prusia en 1756.
Suecia, Alemania, Bohemia… Europa en guerra continuamente,
pero también luchas por tierra y mar en la India, en América, el
mundo entero ensangrentado. Con su mirada «cándida», el
personaje central descubre y denuncia, como el niño, lo absurdo de
estas situaciones y lo absurdo de las múltiples convenciones en las
que se basan los hombres para justificar tan injustas acciones. Su
clarividencia es la de Voltaire mismo.
Podemos quizás preguntarnos el porqué de la elección de este
género, aparentemente menor, para temas de tan vital importancia
para su autor. La primera respuesta sería: Prudencia. En efecto, el
poder político y religioso tuvieron en jaque a nuestro autor a lo largo
de gran parte de su vida, llegando a verse encarcelado en varias
ocasiones. El escribir bajo nombres falsos —que a nadie engañaban
pues el estilo era inconfundible— y el buscar géneros
aparentemente intrascendentes y anodinos, de ficción pura, eran
artimañas bien comprensibles.
Su correspondencia está llena de temores, precauciones y
ardides en los que un cinismo a veces insultante, nos revela al
combatiente infatigable que no retrocede ante dificultad alguna para
la difusión de sus ideas. Recoge Pol Gaillard[10] estas tres citas que
dan buena cuenta de ello:
«Golpead y esconded la mano» escribió a sus cómplices en
«buena filosofía».
«En cuanto haya el menor peligro, os ruego, por favor, me
aviséis para que yo niegue la obra de todos los papeles públicos con
mi candor e inocencia ordinarios» (carta a d’Alembert, 19 de
septiembre de 1764).
Por último, esta carta al pastor Vernes, del 15 de marzo de 1759,
directamente referida a nuestro cuento y en la cual no sólo niega la
paternidad de la obra sino que aprovecha para, de paso, demostrar
su perfecta ortodoxia: «Al fin leí Cándido; tienen que haber perdido
el juicio para atribuirme semejante majadería; tengo, a Dios gracias,
mejores ocupaciones. Si alguna vez llegara a excusar a la
Inquisición, les perdonaría a los inquisidores de Portugal el haber
ahorcado al razonador Pangloss por haber defendido el optimismo.
En efecto, este optimismo destruye visiblemente los fundamentos de
nuestra santa religión; lleva al fatalismo, hace considerar la caída
del hombre como una fábula, y vana la maldición de Dios mismo
contra la tierra. Éste es el sentir de todas las personas religiosas y
cultas: tienen el optimismo por espantosa impiedad. En cuanto a mí,
que soy más moderado, perdonaría ese optimismo, siempre que los
que defienden este sistema añadiesen que creen que Dios, en otra
vida, nos dará, según su misericordia, el bien del que nos priva en
este mundo, según su justicia. La eternidad por venir es la que hace
el optimismo, no el momento presente.»
La prudencia le aconseja a veces al autor presentar sus cuentos
como traducciones. «Os ofrezco la traducción de un libro de un
antiguo sabio», dice presentando a Zadig. Cándido está «traducido
del alemán por el Sr. Ralph, con las notas adicionales que se
encontraron en el bolsillo del doctor, cuando murió en Minden, el
año de gracia de 1759».
El cuento le permite también al autor, por ser un género más
familiar, más íntimo, intervenir discretamente en el relato y, creado el
ambiente de confianza, pedirle al lector que supla con sus dotes
deductivas y su inteligencia todo lo que él ha tenido, por prudencia,
que callar. Es revelador, en este sentido, el prólogo de Zadig, «la
bella epístola dedicatoria a la sultana Sheara». En su ofrecimiento
de la traducción de esta «obra que dice más de lo que parece»,
invita a su lectora a una lectura atenta de la misma y a un juicio: «Os
ruego la leáis y opinéis», seguro de su buen criterio: «Tenéis incluso
una aptitud para la filosofía que me ha inclinado a pensar que
apreciaríais más que otra esta obra de un sabio».

EL CUENTO FILOSÓFICO

El cuento de Voltaire es una «historia filosófica»; Zadig, Micromegas


y Cándido, viajeros terrestres o siderales, los encargados de
plantear, debatir y concluir la tesis que no será metafísica.
Micromegas es presentado ya en el primer capítulo como «un
pésimo metafísico». Zadig «de grandes dotes naturales
enriquecidas por la educación», versado en «las ciencias de los
antiguos caldeos, no ignoraba los principios físicos de la
naturaleza», pero «sabía de metafísica lo que en toda época se ha
sabido, o sea muy poca cosa». Pangloss, en cambio, especialista de
la enseñanza de la «metafisico-teologo-cosmolonigología» es, con
sus teorías, el blanco de la sátira y Cándido, su fiel discípulo que
«escuchaba atentamente y creía inocentemente» «pues siempre
había sentido inclinación por la metafísica», la primera víctima de su
falsa ciencia. Considera Voltaire la metafísica como una pura
especulación intelectual que sólo lleva a crear sistemas y él fue,
durante toda su vida, el más encarnizado enemigo de todo sistema
por creerlos causa de rigidez e intolerancia.
En efecto, para Voltaire los hombres no podrán nunca ponerse
de acuerdo sobre lo que no es resultado de una observación directa,
sobre lo que no es científicamente mensurable, esas son las únicas
verdades. El asombro del gigante ante la precisión de los cálculos
de los seres microscópicos que tenía delante es tan grande que
«tentado estuvo de tener por bruja a aquella misma gente a la cual
un cuarto de hora antes había negado un alma», pero añade «les
dijo Micromegas: “Puesto que tan bien sabéis lo que está fuera de
vosotros, sin duda sabéis mejor aún lo que está dentro. Decidme lo
que es vuestra alma, y cómo formáis las ideas.” Los filósofos
hablaron todos a un tiempo como anteriormente; pero tuvieron
distintos pareceres». Los hombres, por sí mismos, son pues
incapaces de saber «el fondo de las cosas», pero tampoco pueden
esperar que se les revele la solución. Micromegas les prometió
hacerles un hermoso libro de filosofía, escrito con letra muy menuda
para uso suyo, y que, en ese libro, verían el fondo de las cosas.
Efectivamente, les dio aquel volumen antes de su partida, se llevó a
París a la academia de Ciencias, pero cuando lo abrió el secretario,
sólo vio un libro totalmente en blanco: «¡Ay!, dijo, ya me lo había
figurado.»
Zadig piensa también que «no hay mayor ventura que la de un
filósofo que lee en ese gran libro que Dios ha puesto ante nuestros
ojos. Las verdades que descubre son suyas: alimenta y eleva su
alma, vive tranquilo; nada teme de los hombres». De lo demás, inútil
querer saber. El ermitaño, enviado divino, pone en manos de Zadig
«el libro de los destinos», pero Zadig «aunque muy versado en
varias lenguas, no pudo descifrar ni una sola letra del libro». Como
en las pesadillas, cuando cree el hombre tener a su alcance la
solución, ésta se esfuma.
La naturaleza se puede conocer, lo sobrenatural debe dejarse de
lado porque además no es necesario, afirma Zadig-Voltaire. «No me
gusta lo sobrenatural, dijo Zadig, la gente y los libros de prodigios
siempre me han disgustado; si vuestra majestad quiere dejarme
hacer la prueba que le propongo, bien se convencerá de que mi
secreto es la cosa más sencilla y más fácil.» «Serendib se extrañó
más al saber que aquel secreto era sencillo, que si se hubiera dado
por milagroso.» Con la sencillez y eficacia de Zadig rigiendo
Babilonia, debe actuar el hombre prudente e ilustrado. «El imperio
gozaba de paz, de fama y de abundancia; fue el siglo más hermoso
de la tierra: estaba gobernada por la justicia y el amor. Bendecían a
Zadig, y Zadig bendecía al cielo.» La conclusión de Cándido es tan
práctica como la de Zadig, pero las ambiciones de un anciano no
son ya las de un hombre en plena pujanza vital, no pretende ya regir
un imperio sino, más modestamente, «cultivar su jardín».
Lógicamente, Voltaire renunció a crear un sistema y dedicó
buena parte de sus cuentos filosóficos a criticar y burlarse de los
existentes. Esquematizando al máximo las premisas y conclusiones,
los sistemas aparecen como auténticas caricaturas al desaparecer
la lógica del engarce de las secuencias del pensamiento. Voltaire,
maestro indiscutible en este arte de la ironía, presenta así en
Micromegas y Zadig las grandes escuelas filosóficas desde la
antigüedad hasta sus días. Pero una de ellas mereció
especialmente su atención satírica, fue la de Leibnitz.
Recordemos sucintamente el razonamiento leibnitziano: Si Dios
existe, es perfecto y sólo Él es perfecto. Por consiguiente, todo lo
que no es Él es imperfecto. Si Él es perfecto es, por necesidad:

— todopoderoso: puede todo lo que quiere


— bondad y justicia: sólo puede querer el bien
— sabiduría: adapta armónicamente los medios a los fines.

Por todo ello ha podido, querido y sabido crear el menos imperfecto


de los mundos teóricamente imaginables, el mejor adaptado a sus
fines. El mal existe en él bajo tres formas: a) mal metafísico que
consiste en las propias limitaciones de los seres pues no son dioses,
b) mal físico o dolor permitido, aunque no querido por Dios, para que
aparezcan bienes de mayor rango, bienes espirituales, c) por último,
mal moral o pecado, también permitido por Dios como condición
necesaria para un bien mayor, el libre albedrío del hombre. En todo
caso, concluye Leibnitz, la cantidad de bien existente en el universo
es superior a la del mal, dado que por su calidad el bien,
cualitativamente elevado, aunque numéricamente escaso, supera al
mal numéricamente abundante pero cualitativamente inferior.
El problema del bien y del mal aparece ya en Zadig. Ante la
persecución de la que es objeto por parte del «destino», a Zadig «al
fin se le escapó murmurar de la Providencia, y tentado estuvo de
creer que todo estaba regido por un destino cruel que oprimía a los
buenos y hacía prosperar a los caballeros verdes». «Seguía la orilla
del Eufrates, lleno de desesperación y acusando en secreto a la
Providencia, que siempre lo perseguía.» Ante el aparente triunfo del
mal la rebeldía es lógica. Sin embargo, «se convino en la
conversación en que las cosas de este mundo no iban siempre a
gusto de los más sabios. El ermitaño sostuvo que no se conocían
los caminos de la Providencia, y que los hombres hacían mal en
juzgar un todo del que sólo percibían una pequeñísima parte». Tesis
leibnitziana y perfectamente ortodoxa desde el punto de vista
religioso. «Zadig, de rodillas, adoró a la Providencia y se sometió» a
ese Dios que los hombres representan de formas distintas y por
cuyas representaciones llegan en ocasiones a luchar sin advertir
que «no hay motivo de disputa» pues todos admiten «un Ser
superior del cual dependen la forma y la materia».
Cándido en medio del torbellino de personajes y aventuras
encuentra su unidad en la ridiculización del sistema de Leibnitz.
Para conseguirla Voltaire esquematiza y falsea el pensamiento
filosófico. El estribillo del cuento: «Todo es óptimo en el mejor de los
mundos posibles» es una distorsión que acentúa aún más la
pregunta de Cándido: «Si éste es el mejor de los mundos posibles,
¿cómo serán entonces los demás?». Leibnitz aseguraba que Dios
había creado el menos malo de los mundos posibles y no muchos
mundos de los cuales éste sería el mejor. En cuanto al «todo es
óptimo» de Pangloss, que afirma al iniciarse el terremoto de Lisboa
que «las desgracias particulares hacen el bien general; de suerte
que cuantas más desgracias particulares haya, mejor estará todo»,
es igualmente un falseamiento del pensamiento del filósofo alemán.
No es evidentemente la suma de males lo que trae un bien sino la
superación del mal la que es causa de un bien superior espiritual.
¿Qué se proponía Voltaire? En el Poema sobre el desastre de
Lisboa plantea el problema filosófico en términos similares.
Rousseau le escribía el 18 de agosto de 1756, comentándolo:
«Estas preguntas se refieren todas a la existencia de Dios. Si Dios
existe, es perfecto, si es perfecto, es sabio y poderoso, etc. Si se me
concede la primera proposición, no se podrán mover las siguientes;
si se niega, es inútil discutir sobre sus consecuencias.» ¿Es
Cándido una proclamación de ateísmo? Esta «primera proposición»
a la que aludía Rousseau no la negará nunca Voltaire, pero es cierto
que en el cuento que nos ocupa tampoco hay una afirmación clara.
En Eldorado, Cándido interroga al anciano sobre sus creencias, su
religión. Éste, atónito, se escandaliza de que pueda haber varias
religiones, sólo puede el hombre agradecer a Dios sus dones como
hacen ellos: «Le damos gracias sin cesar», «le adoramos de la
noche a la mañana», responde. Pomeau piensa que este «de la
noche a la mañana» no tiene intención irónica por ser expresión
corriente en el siglo XVIII[11]. Sin embargo, Pol Gaillard[12],
recordando el diálogo de Las bodas de Fígaro, de Beaumarchais (—
Susana: «¿Cuándo cesaréis, inoportuno, de hablarme de vuestro
amor de la mañana a la noche?» —Fígaro, misteriosamente:
«Cuando pueda demostrártelo de la noche a la mañana»), y dado el
ambiente de sátira del cuento piensa en que quizás Voltaire quisiera
evocar como «religión de todo el mundo» la de perpetuar la especie.
No es imposible descartar esta hipótesis ni dejar de pensar que en
la epístola dedicatoria de Zadig las alabanzas «de la noche a la
mañana» que se prodigan a la sultana tengan la misma intención.
La duda de Voltaire sobre la finalidad del hombre y la existencia
de Dios aflora así en los cuentos. Los hombres «insectos
devorándose en un átomo de barro», escribe en Zadig, «átomos
inteligentes, en los que el Ser eterno se ha complacido
manifestando su habilidad y poderío», los define en Micromegas,
son «como ratones que van en el barco», según el derviche de
Cándido. «Maestro, venimos a rogaros nos digáis por qué ha sido
formado un animal tan extraño como el hombre. —¿A ti qué te
importa?, le dijo el derviche; ¿acaso es asunto tuyo? —Pero,
reverendo Padre, dijo Cándido, hay un mal horrendo en la tierra. —
¿Qué más da, dijo el derviche, que haya bien o mal? Cuando su
Alteza manda un navío a Egipto, no se preocupa de si los ratones
que van en el barco están o no a gusto. —¿Entonces qué hay que
hacer?, dijo Pangloss. —Callarte, dijo el derviche.» El silencio, el
sarcasmo o la burla esconden la emoción y desesperación que el
mal y el dolor, misterios inexplicables, producen al hombre Voltaire.
Si en Cándido la duda sobre su creencia en Dios queda flotando,
no ocurre lo mismo en escritos íntimos quizás por ello más sinceros.
En la Epístola a Uranie, no destinada a la imprenta escribe:

Oye, Dios al que imploro, oye desde lo alto del cielo, una
voz quejosa y sincera;
Mi incredulidad no debe disgustarte,
Mi corazón abierto está ante tus ojos;
Te hacen tirano, y en Ti busco a un Padre,
No soy cristiano, pero es para mejor amarte.

Sus constantes y despiadados ataques al cristianismo, su burla


constante a creencias y religiones no parecen, a pesar de todo,
autorizar a considerarle, según algunos autores hacen, como
precursor del ateísmo moderno[13]. Su Dios era el Dios de Newton,
Dios creador del universo, autor de la armonía de las esferas
celestes, que se revela a la inteligencia y no al corazón. Ese temor
al sentimiento, esa glorificación de la razón quizás se deban,
reforzando la tónica general de la época, a traumáticos recuerdos
infantiles: su padre, jansenista ferviente, y su hermano,
«convulsionario», le hicieron huir de aquellos extremismos
religiosos, de la rigidez y del fanatismo. Anota Pomeau[14] que
quizás esté aquí la clave psicológica de su incansable guerra contra
el cristianismo y contra todas las creencias singulares que
apartaban de la «religión universal» que anhelaba. Hay que añadir
también que las trabas que la moral católica ponía al gran dilettante
y vividor que fue, debieron también tener su parte de influencia en
su alejamiento de la Iglesia.
Una de las consecuencias del fanatismo es la guerra. Contra ella
arremete Voltaire en nuestros tres cuentos. En Micromegas le
confiesan los hombres al gigante: «¿Sabéis, por ejemplo, que en el
momento en que os hablo, hay cien mil locos de nuestra especie,
cubiertos con sombreros, que matan a otros cien mil cubiertos con
turbante, o que son por ellos asesinados, y que, en casi toda la
tierra, así se hace desde tiempo inmemorial?» El sombrero y el
turbante sólo disimulan ambiciones puramente terrenas disfrazadas
de causa religiosa pues lo que está en juego es «un montón de
barro» «y sólo se trata de saber si pertenecerá a cierto hombre al
que se llama sultán, o a otro al que se llama, no sé por qué César»,
«tal exceso de loca rabia» se debe «a esos bárbaros sedentarios
que desde el fondo de sus gabinetes ordenan, durante su digestión,
el asesinato de un millón de hombres, y mandan luego darle
solemnemente gracias a Dios por ello».
Zadig, más preocupado por el destino personal, ironiza
insistentemente sobre las creencias religiosas y denuncia
supercherías. Atribuye a motivos poco confesables ciertas condenas
por herejía, como la de los «sacerdotes de las estrellas» que le
condenan a morir «a fuego lento» por haberlos privado de las joyas
de las viudas que, antes de su oportuna intervención, morían en la
hoguera. Sólo se menciona una guerra, la de Babilonia que «tan
largo tiempo sumida en una ociosa molicie, fue escenario de una
atroz guerra civil».
Donde el fanatismo y sus dramáticas consecuencias cobran un
papel primordial es en Cándido, cuento pacifista y antimilitarista. La
guerra entre naciones está por todas partes, como lo estaban en el
mundo cuando el autor lo escribió, pero no sólo es ésta la violencia
que tifie de sangre el relato, también la Inquisición y sus autos de fe,
los bandidos y sus abusos, los señores y reyes que abusan de
esclavos y vasallos, los sacerdotes que se aprovechan de la
credulidad de los fieles están representados.
La conclusión de Zadig y Cándido, hemos aludido anteriormente
a ella, es eminentemente práctica. Ante la injusticia, el abuso, la
superstición y el fanatismo, el filósofo debe trabajar para hacer más
próspera su vida y la de los demás. «Zadig fue rey y fue feliz», «el
imperio gozaba de paz, de fama y de abundancia; fue el siglo más
hermoso de la tierra: estaba gobernada por la justicia y el amor.
Bendecían a Zadig y Zadig bendecía al cielo».
Cuando Cándido y los suyos se retiran a su jardín «era muy
natural que tras tantos desastres» fueran todos, tranquilos ya, muy
felices. Pero no era así. Debajo de sus ventanas pasaban «barcos
cargados de efendíes, de pachás, de cadíes a los que mandaban a
Lemnos, a Mitilene, a Ezrerun, veían venir a otros cadíes, a otros
pachás, a otros efendíes, que sustituían a los expulsados, y que
eran a su vez expulsados». Aquellos «espectáculos» les recordaban
la arbitrariedad y la violencia y «redoblaban las disertaciones». Pero,
sin hacer más que hablar, salvo Cacambo que «sobrecargado de
trabajo, maldecía su suerte», «el aburrimiento era tan excesivo que
la vieja osó decirles un día: «Quisiera saber ¿qué es peor si ser
violada cien veces por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar
por las varas de los búlgaros, ser azotada y ahorcada en un auto-
de-fe, ser disecada, remar en galeras, soportar al fin todas las
miserias por las que hemos pasado, o estarse aquí sin hacer nada?
—Es una gran pregunta», dijo Cándido. La respuesta a esa
pregunta se la da el hospitalario turco con su ejemplo: «Sólo tengo
veinte arpendes, los cultivo con mis hijos; el trabajo aleja de
nosotros tres grandes males, el aburrimiento, el vicio y la
necesidad.» Después de «meditar profundamente sobre el discurso
del turco», concluye Cándido: «También sé que tenemos que
cultivar nuestro jardín. —Tenéis razón, dijo Pangloss; porque cuando
el hombre fue puesto en el jardín del Edén, fue puesto allí “ut
operaretur eum”, para que trabajara: lo cual prueba que el hombre
no ha nacido para el descanso. —Trabajemos sin razonar, dijo
Martín; es la única forma de hacer soportable la vida.» «Toda la
pequeña sociedad entró por este loable propósito; cada cual se
puso a ejercitar sus talentos» para cultivar aquel simbólico jardín
pues en un jardín lo útil va unido a lo agradable. Como Cándido y
los suyos, Voltaire en Las Delicias y luego en Ferney cultivó «su
jardín» poniendo en valor las fincas y creando industrias y nuevas
fuentes de riqueza mientras proseguía sin tregua su lucha contra el
Infame, o sea contra la superstición y el fanatismo.

EL CUENTO, OBRA DE ARTE

Esbozado el contenido filosófico de los cuentos, analizaremos ahora


brevemente los medios de los que se vale Voltaire para exponer su
filosofía deleitando al lector.
Maestro de la sátira y la ironía consigue gracias a ellas su
propósito. Veamos cómo. Por ejemplo en Micromegas, Voltaire,
admirador de Newton que acaba de descubrir la ley de la gravedad,
desea, burlándose de Fontenelle, secretario de la Academia de las
Ciencias, que permanecía aferrado a la astronomía cartesiana de
los «torbellinos» y de otros sabios como Maupertuis que «con su
bandada de filósofos volvía del círculo Polar», plantear el problema
de la relatividad. Varios planos pues: una idea científica y filosófica y,
por otra parte, una realidad social muy concreta.
Voltaire encarna a sus víctimas. Fontenelle es el enano de
Saturno, pésimo hombre de ciencia puesto que tan
apresuradamente lo enjuicia todo. Pasa por ello «de un exceso de
desconfianza a un exceso de credulidad» y se ve «avergonzado por
haberse equivocado». Fontenelle es también el secretario de la
Academia de las Ciencias que aparece al final del cuento. Los
contemporáneos reconocían al personaje gracias a alusiones muy
concretas. Cita, por ejemplo, casi textualmente un pasaje de la
Pluralidad de los mundos de Fontenelle: «La belleza del día es
como una belleza rubia más deslumbrante, pero la belleza de la
noche es una belleza morena, más entrañable.» Hace igualmente
alusión a su vida de galanteos con el «pillé a la naturaleza in
fraganti» que de él se dijo.
Estos gigantes, y aquí entra ya lo fantástico, vienen de lejanas
estrellas o planetas. Son lejanas sólo por su distancia de nosotros y
sus dimensiones porque allí, como aquí, puede uno tropezar con un
«muftí, gran quisquilloso y muy ignorante que encuentre en su libro
proposiciones sospechosas, malsonantes, temerarias, heréticas,
oliendo a herejía» y que tenga poder suficiente para «hacer
condenar el libro por unos jurisconsultos que no lo habían leído» y
dé «la orden al autor de no aparecer por la corte en ochocientos
años». Intolerancia y arbitrariedad terrenas en medio de la más
sideral fantasía crean un doble plano irónico y satírico. Tienen
también los gigantes los mismos disgustos, las mismas flaquezas
amorosas que los «átomos pensantes»: «Ve, no eres más que un
curioso, nunca tuviste amor: si fueras un auténtico saturnino serías
fiel. ¿A dónde vas a correr?, ¿qué quieres? Nuestras cinco lunas
son menos errantes que tú, nuestro anillo menos mudable. Está
decidido, ya no amaré nunca a nadie.» «El filósofo la abrazó, lloró
con ella, y eso que era filósofo; y la dama, tras desmayarse, fue a
consolarse con un petimetre del lugar.» Con habilidad y gran
maestría Voltaire introduce detalles astronómicos que al contrastar
tan vivamente con el «petimetre del lugar», referencia tan concreta a
la realidad social francesa de la época, crean automáticamente
comicidad.
Los dos gigantes viajan, Zadig viaja, Cándido viaja. No siempre
por ansia de ver mundo, sino huyendo de los poderosos. Un muftí,
un rey arbitrario y celoso o un barón impulsivo obligan a los
personajes a abandonar su país. Los viajes les permiten conocer
tierras y costumbres, ambientes y gentes ante los cuales extrañarse.
Vieja técnica de crítica y sátira especialmente en boga en tiempos
de Voltaire. Recordemos las Cartas Persas de Montesquieu cuyos
personajes son dos persas de paso por Francia y el Gil Blas de
Lesage, novela picaresca francesa que recoge la larga y fecunda
tradición satírica del pícaro español que, sin hogar ni oficio, recorre
distintos ambientes y tierras en busca de sustento y aventuras.
Estos personajes en continuo movimiento recorren el mundo.
Mundo interplanetario en Micromegas, circunscrito a oriente en
Zadig, europeo y transatlántico en Cándido. Ya hemos visto cómo,
con unas simples alusiones, da el autor a la despedida de los dos
gigantes, tan humana, su toquecillo de realismo sideral. Esta técnica
hábilmente utilizada, le evitará prolijas descripciones, inútiles para la
finalidad filosófica que se propone. Una mención a Zoroastro, a un
gran desterhan, a un sátrapa, una evocación de babuchas o
camellos, una invocación al juez como «almohada del trono de la
equidad» y ya tenemos a Oriente de telón de fondo.
El toque para la identificación es similar en Cándido. A veces le
basta al autor con citar una moneda nacional o referirse a un
sistema de medidas, otras, citar manjares o frutas característicos del
lugar, o bien nombres geográficos, todo ello siempre breve y
eficazmente. En estas evocaciones queda patente la amplia cultura
de Voltaire y su labor de documentación.
En algunos casos, en el auto de fe al que son condenados
Cándido y Pangloss, por ejemplo, los detalles que da son, por su
concisión, especialmente reveladores. Recoge Pol Gaillard[15] citas
de dos libros Relación de la Inquisición de Dellon e Historia de la
Inquisición, de Marsollier, editados en Francia y Alemania y muy
leídos durante el siglo XVII, que permiten comprobar que tras el
fondo de sátira y exageración de Voltaire hay un fondo de verdad en
relación con los procesos inquisitoriales. Por ejemplo: una ley
eclesiástica prohibía a los padrinos casarse con sus ahijados por
haber contraído con ellos parentesco espiritual, a menos de que se
les concediera una dispensa especial. Asimismo había que
denunciar «al que retira de la carne de animales con los que se
nutre el sebo o la grasa», pues el que toma esta precaución es
presuntamente judío. Escribe Voltaire: «En consecuencia habían
apresado a un vizcaíno convicto de haberse casado con la madrina
de su ahijado, y a dos portugueses que al comerse el pollo le habían
arrancado el tocino.» Además, el procedimiento judicial era
absolutamente secreto, la denuncia estaba permitida y los
«familiares» tenían especialmente encomendada la detección de
sospechosos. «Para ser considerado sospechoso de herejía,
escribe Marsollier, basta con enunciar alguna proposición que
escandalice a los que la oyen, o incluso no denunciar a los que las
hacen.» Leemos en Cándido: «Vinieron después de cenar a esposar
al doctor Pangloss y a su discípulo Cándido, a uno por haber
hablado, y al otro por haber escuchado con aire de aprobación» la
afirmación herética de Pangloss: «Es imposible que las cosas no
estén donde están, pues todo está bien», que hace sospechar al
familiar que quien tal afirma «no cree en el pecado original; pues si
todo es óptimo, no ha habido ni caída ni castigo». El sambenito y la
mitra, la procesión solemne añaden una nota colorista a esta
evocación.
La ironía acompaña al relato. Detrás de la futilidad de los indicios
se escondía, sin que Voltaire haga la más mínima alusión a ella, la
transgresión de una ley o una sospecha de perjurio o herejía. A esta
futilidad aparente en los motivos de la condena añade una razón
totalmente absurda: es evidente que un auto de fe nada tiene que
ver con los terremotos. La relación que entre ellos establece
Voltaire, relación de causa a efecto, no es gratuita, al darla como
cierta el autor añade a la arbitrariedad e inconsistencia de los
motivos de la condena que presenta un elemento más, el de la
superstición, y lo pone en el mismo plano que los anteriores. La
presentación esquemática de una realidad lleva a una caricatura de
la misma y el disparate que viene a entremezclarse con ella da al
lector la oportunidad de sonreír de una fantasía satírica presentada
como algo real. Una nota más de humor, y ésta de humor negro. El
familiar de la inquisición que con su denuncia será posiblemente el
causante dé una sentencia de muerte pide en aquel mismo instante,
con un breve gesto a su criado «vino de Porto o de Oporto para
beber». El contraste entre los dos hechos, acentuado por la doble,
redundante, inútil y por ello cómica puntualización cierra la escena.
Por ser quizás menos conocido el tema, la veracidad en detalles
muy concretos de la vida de las «reducciones» de los jesuitas del
Paraguay demuestra por parte de Voltaire un conocimiento
sorprendente de una realidad que presenta, obviamente
caricaturizada, cargando malévolamente las tintas. La organización
comunitaria, el recelo ante los españoles y portugueses y la
prohibición de estancia a todos ellos, etc., son hechos
absolutamente históricos.
Entre las críticas que se han hecho a los cuentos, una de las
más frecuentes es la poca consistencia de los personajes. ¿Es esto
cierto? Si Voltaire se hubiera propuesto escribir novelas, sus
personajes serían, evidentemente, demasiado esquemáticos, pero
lo que desea en sus cuentos es probar una idea filosófica, esta idea
es el centro de interés y los personajes simples instrumentos a su
servicio. Basta pues con presentarlos, definirlos y moverlos, los
largos análisis psicológicos sobran.
Zadig es quizás el más convencional. Ya en Micromegas las
caricaturas de personas reales y concretas, la de Fontenelle, por
ejemplo, representado en el Saturnino, eran lo suficientemente
claras para que los contemporáneos reconocieran al modelo.
En Cándido, a pesar de la gran cantidad de actores, los
personajes están, con pocos trazos de fino dibujante, bien
caracterizados y sus reacciones muy en consonancia con su
nombre y situación. Pangloss es el único que, verdadero muñeco
mecánico, repite incansablemente el mismo estribillo. Pero es lo que
el autor quería que fuese: palpable demostración de lo que la
aceptación de un sistema tiene de alienante. El intentar encajar la
compleja realidad en la rigidez de un sistema, es empeño
intelectualmente imposible, el que se aferra a ello renuncia a toda
racionalidad y supedita todo a una ley previa y reiterativamente
enunciada.
Cándido no es, como acertadamente señala André Maurois, un
héroe romántico en lucha contra un destino adverso. Voltaire lo
presenta como un niño «cándido» que asiste atónito e impotente al
espectáculo de la demencia que lo rodea. Pero no es insensible,
llora a menudo. Es de una fidelidad al amor y a la amistad
inquebrantables y tiene un acendrado sentido del deber —su boda
con Cunegunda, fea y rezongona— bien lo demuestran.
No podemos, en este breve apunte, entrar en un análisis de los
personajes, pero mencionaremos como modelo de concisión
psicológica y obra maestra de la caricatura las breves líneas que
dedica al altivo gobernador de Buenos Aires: «Fueron a casa del
gobernador don Fernando de Ibarra, y Figueroa, y Mascarenes y
Lampourdos, y Souza. Este señor tenía la soberbia que a un
hombre con tantos apellidos conviene. Hablaba a los hombres con
el más noble desdén, elevando tan alto la nariz, alzando tan
despiadadamente la voz, tomando un tono tan imponente, afectando
un andar tan altivo» y, ante tantos nobles atributos, ante esta prolija
enumeración ascensional, captada con suma gracia la reacción de
los demás: «Que todos los que le saludaban tenían tentaciones de
pegarle».
El movimiento de los personajes marca el ritmo del cuento. Zadig
debe huir de su país, pero a él vuelve. Tras muchas aventuras ve al
fin reconocidos sus méritos. La persecución de la que es objeto por
parte del destino es tenaz, los avatares se suceden, pero el ritmo de
la vida tiene cierto tempo pausadamente oriental. Zadig «tenía, en
las afueras de Babilonia, una casa adornada con gusto, en la cual
reunía todas las artes y placeres dignos de un caballero», se le tenía
«por el más afortunado de los hombres, el imperio estaba lleno de
su nombre». Incluso en los momentos de prueba, durante su
esclavitud, «Setoc, encantado, hizo a su esclavo su amigo íntimo»,
«no podía separarse de aquel hombre en quien habitaba la
sabiduría». Zadig guarda cierto optimismo que se traduce en relativa
calma, calma que habrá desaparecido totalmente de Cándido.
Cándido es un torbellino de aventuras, un alocado correr que
plasma en su veloz evocación lo absurdo de un mundo lleno de
violencia, de arbitrariedad, de injusticia. El ojo observador y
denunciador de Cándido es el de una cámara cinematográfica que
se mueve en todas las direcciones con bruscos cambios de ángulo
en sus tomas. Ya no hay pausa posible en esta visión en múltiples
direcciones y en este juego de huidas, persecuciones o búsquedas
frenéticas. Pero Voltaire ha sabido crear con maestría, dentro del
disperso conjunto de personajes y hechos, una traba que les da
cohesión, es el estribillo «todo es óptimo». Estas palabras, tan
inadaptadas a la imagen que tenemos ante nosotros, muestran la
evidencia de lo real, le evitan al autor detenerse en superfluas
disquisiciones. El lector ve y saca automática y rápidamente sus
propias conclusiones.
Al ritmo general del relato se adapta con precisión la frase.
Veamos algunos ejemplos. La vieja cuenta su dramática vida. La
cascada de atrocidades que evoca justificaría un tono más enfático
para conmover a quien escucha, pero no, sólo le hace notar a su
interlocutora, interpelándola, lo absurdo de todo ello. Los pretéritos
indefinidos, en su concisión («me dio pero no me mató») tienen una
enorme carga de fatalismo, nada hay que añadir, acatemos y basta.
«Habéis visto terremotos; pero señorita, ¿habéis visto alguna vez la
peste? —Nunca, contestó la baronesa. —Si la hubierais tenido,
prosiguió la vieja, confesaríais que está muy por encima de un
terremoto. Es muy común en África; me dijo. Figuraos qué situación
para la hija de un papa, con quince años, que en tres meses ha
soportado la pobreza, la esclavitud, que ha sido violada casi todos
los días, ha visto a su madre descuartizada, ha sufrido hambre y
guerra, y moría apestada en Argel. Pero no me mató; sin embargo
mi eunuco y casi todo el serrallo perecieron.»
Cunegunda le cuenta a Cándido la interminable serie de sus
desdichas: «Agitada, enajenada, tan pronto fuera de mí como presta
a morirme de debilidad, tenía la cabeza llena de la matanza de mi
padre, de mi madre, de mi hermano, de la insolencia del villano
soldado búlgaro, de la cuchillada que me dio, de mi esclavitud, de mi
oficio de cocinera, de mi capitán búlgaro, del villano de Don Isachar,
de mi abominable inquisidor, de la horca del doctor Pangloss, de
aquel gran miserere en fabordón mientras os azotaban, y sobre todo
del beso que os había dado detrás del biombo, el día que os vi por
última vez.» El ritmo vertiginoso que adopta la frase para enumerar
las mil desgracias, ritmo que deja sin aliento a quien la lee, se
rompe con el recuerdo placentero de aquel primer beso inocente,
como si deseando huir de las calamidades evocadas se refugiase
en un idílico ayer.
La cámara enfoca a los actores: el paso del pretérito al presente
lo señala. El Sirio y el Saturnino estaban observando «al supuesto
animal» y el relato se está haciendo en pasado: «Los pasajeros y la
tripulación, que habían creído que se los había llevado un huracán,
y que creían estar sobre una especie de roca, se ponen todos en
movimiento; los marineros cogen toneles de vino, los echan a la
mano de Micromegas y se precipitan después. Los geómetras
cogen los segmentos graduados, los sectores, y a unas muchachas
laponas, y bajan a los dedos del sirio. Tanto hicieron que éste sintió
al fin moverse algo.» Quizás si el autor no hubiera tomado la
precaución de ponerlos a actuar así muy cerca de nuestros ojos no
los hubiésemos visto pues «el microscopio, que apenas permitía
distinguir entre una ballena y un barco, no permitía coger a un ser
tan imperceptible como los hombres».
Se ha dicho de Voltaire que es un gran clásico que permaneció
siempre fiel al espíritu del siglo XVII francés. Si con ello se entiende
que supo expresar con claridad, concisión y elegancia ideas
sencillas, sus cuentos serían la más palpable demostración de esta
aseveración. No tuvo además él mismo reparo en dejar constancia
de su gusto clásico y en defender el «estilo de la razón» aunque,
como a su personaje, le valiera algunas críticas: «Es seco y sin
genio, decían; en él no se ve ni al mar huir, ni a las estrellas caer, ni
al sol derretirse como la cera: no tiene buen estilo oriental. Zadig se
contentaba con tener el estilo de la razón.»
La separación de los géneros le parecía igualmente buena
norma literaria: «Hacía representar tragedias en las que se lloraba,
comedias en las que se reía, lo cual estaba pasado de moda desde
hacía tiempo, y él lo hizo renacer porque tenía buen gusto.» De
buena gana hubiera hecho lo mismo Voltaire, pero este «buen
gusto» de Zadig-Voltaire está «pasado de moda» pues el
romanticismo alborea ya con la nueva sensibilidad de un Rousseau
y de un Diderot.
En París, Cándido interviene en una discusión literaria en casa
de la marquesa de Parolignac. «Se habló luego de tragedias» y «el
hombre de buen gusto» «demostró con pocas palabras que no
bastaba con llevar una o dos de esas situaciones que se encuentran
en las novelas, y que siempre seducen a los espectadores, sino que
hay que ser nuevo sin ser extraño, a menudo sublime y siempre
natural; conocer el corazón humano y hacerlo hablar; ser gran poeta
sin que ningún personaje de la obra parezca nunca poeta; saber
perfectamente la lengua, hablarla con pureza, con continua armonía,
sin que nunca el sentido sufra por la rima». Al autor que escribe «en
estilo barroco, propósitos interrumpidos, largas interpelaciones a los
dioses, porque no sabe hablar a los hombres, falsas máximas,
lugares comunes» «no se le contará nunca entre los buenos
escritores».
El senador veneciano, persona de refinado gusto, expone sin
recelo sus críticas artísticas que chocan frontalmente con los valores
establecidos. ¿Sirve de portavoz a Voltaire? «Cándido discutió un
poco, pero con discreción. Martín fue totalmente del parecer del
senador.» La pintura le parece mediocre, la de Rafael
especialmente: «No encuentro en ello imitación verdadera de la
naturaleza misma: no los hay de esa especie. Tengo muchos
cuadros pero ya no los miro». «La música hoy es sólo el arte de
ejecutar cosas difíciles, y lo que sólo es difícil a la larga no gusta»,
las óperas son «malas tragedias con música, en las cuales las
escenas sólo están para traer de mala manera a dos o tres
canciones ridículas que realzan la garganta de una actriz.» Al leer
Homero «todas las personas sinceras me han confesado que se les
caía el libro de las manos pero que había que tenerlo en la
biblioteca como un monumento de la Antigüedad y como esas
medallas roñosas que ya no sirven para comerciar». «Cándido, a
quien se había educado para que no juzgara nada por sí mismo, se
extrañaba mucho de lo que oía; y Martín encontraba la forma de
pensar de Pococurante bastante razonable.» Las máximas de
Horacio «de las que puede sacar provecho un hombre de mundo, y
que, al estar encerradas en versos enérgicos, se graban con mayor
facilidad en la memoria» reciben su admiración mientras que a
Milton «ese bárbaro que hace un largo comentario del primer
capítulo del Génesis en diez libros de duros versos» recibe uno de
los más peyorativos juicios. «A Cándido le afligían estos discursos;
respetaba a Homero, le gustaba un poco Milton. “¡Qué hombre
superior, seguía diciendo Cándido entre dientes, qué gran genio
este Pococurante! ¡no le gusta nada!”».
Como Pococurante, Voltaire se burla en sus cuentos de tantas
cosas, de tantos seres e instituciones, de tantas ideas que
podríamos contestar como el abate: «¿Es cierto que en París se ríe
siempre?, dijo Cándido. —Sí, dijo el abate, pero rabiando: porque de
todo se queja uno a carcajadas; incluso se hacen riendo las
acciones más detestables.» «Es un triste privilegio.» Y dejaríamos
en el aire las preguntas: «¿Es que no se halla placer en criticarlo
todo, en sentir defectos allí donde los hombres sólo creen ver
bellezas? —¿O sea, prosiguió Martín, que hay placer en no
tenerlo?»

VOLTAIRE EN ESPAÑA

Voltaire y los Enciclopedistas tuvieron una enorme influencia en toda


Europa. Escribe Frédéric Loliée en su Historia de las literaturas
comparadas: «Semejante influencia, y tan universal, no podía
depender sólo del mérito de algunos escritores superiores. Provenía
sobre todo de que estaba en total acuerdo con el estado
momentáneo de los espíritus. París había fijado las ideas flotantes
de Europa». Estas ideas llevaron en España el nombre de
ilustración, progresismo, liberalismo y dieron lugar a toda una
corriente polémica y renovadora.
Para estudiar la presencia e influencia de la obra de Voltaire en
España es referencia obligada la tesis doctoral de Francisco Lafarga
Maduell: «Voltaire en España. Difusión y traducción de sus obras
hasta 1835», leída el 13 de diciembre de 1973 en la Facultad de
Filosofía y Letras de Barcelona. Desgraciadamente sólo hemos
dispuesto de un resumen de ella. De esta fuente provienen los datos
que a continuación transcribimos.
La obra de Voltaire fue polémica en Francia y fue objeto de
múltiples condenas e interdicciones, su autor sufrió encarcelaciones
y exilios y recurrió frecuentemente al subterfugio de los nombres
falsos para editarlas. En España fueron la censura y la Inquisición
las encargadas de frenar su difusión, la primera como censura
gubernativa a través del Consejo de Castilla y la segunda como
censura religiosa.
La mayor parte de las obras prohibidas lo fueron en su versión
original y, de los cuentos, Zadig mereció una prohibición expresa
además del Edicto de la Inquisición de Corte, de Madrid por lo tanto,
de 18 de agosto de 1762. Este Edicto prohibía «in totum» las obras
de Voltaire colocando a su autor en la primera clase del Indice:
«Prima classis auctorum damnatae memoriae quorum edita et
edenda sunt prohibita», incluso para los poseedores de licencia de
leer libros prohibidos por contener «proposiciones respectivamente
heréticas, erróneas, escandalosas, y temerarias, que inducen al
Deísmo y Naturalismo, con notable perjuicio de la Religión, y
experimentada ruina de las almas».
A pesar de las prohibiciones la obra de Voltaire fue pronto
conocida en España. Una de las alusiones más antiguas a ella es la
del Padre Feijoo en sus Cartas eruditas. El primer análisis amplio y
documentado es del jesuita Juan Andrés: Origen, progresos y
estado actual de toda la literatura (Madrid, 1784-1806; 10 vols.),
traducida del italiano, idioma de su versión original, por el hermano
del autor, Carlos. En ella analiza Andrés la obra de Voltaire con
ecuanimidad, distinguiendo entre el escritor y el filósofo.
Anota Lafarga que, a pesar del elevado número de traducciones
de Voltaire, traducciones que debían llevar la autorización previa de
la censura gubernativa, fueron numéricamente pocas las
condenadas por la Inquisición. Esta tolerancia quizás se debiera a
las presiones del nutrido grupo de ilustrados españoles. Algunos
personajes de renombre fueron, sin embargo, sentenciados por la
Inquisición por su simpatía hacia Voltaire y los Enciclopedistas.
Entre ellos se encuentran Tomás y Bernardo de Iriarte, Pablo de
Olavide, Samaniego, Mariano Luis de Urquijo y el catedrático de
Salamanca Ramón Salas. De todos modos, la Inquisición del siglo
XVIII no era ya la del capítulo sexto de Cándido, había perdido fuerza
y era objeto de crítica por parte de la sociedad.
Al margen de las censuras y prohibiciones oficiales los
Enciclopedistas tuvieron acérrimos enemigos de sus tesis que
lucharon denodadamente en múltiples escritos para rebatir sus
ideas y argumentaciones. Las obras de apologética, crítica, las
ridiculizaciones y libelos que se escribieron en Francia fueron a
menudo traducidos al español y los autores españoles sumaron sus
voces contra tan polémico autor. Entre las más interesantes escritas
en España menciona Lafarga La falsa filosofía de Fray Fernando de
Cevallos y el Juicio final de Voltaire del mismo autor, asi como,
aunque de menor rango unos «diálogos filosóficos» titulados El
Cándido, de Buenaventura Antonio Anubaly. Polemista importante
fue también Juan Pablo Forner que ataca a los filósofos en varias
obras: Oración apologética por la España y su mérito literario
(Madrid, 1786), Discursos filosóficos sobre el hombre (Madrid,
1787), Los gramáticos (Madrid, 1790). Pablo de Olavide, ferviente
admirador de Voltaire en su juventud escribió El Evangelio en triunfo
(Valencia, 1797-98), «historia de un filósofo desengañado», en la
cual critica duramente al autor francés. Otra obra curiosa es la de
José María Cagigal que imaginó un diálogo ficticio entre Pascal y
Voltaire: Corrección fraterna a los filósofos (Barcelona, 1829).
Las traducciones de Voltaire fueron frecuentes, a pesar de los
problemas de censura, y sus traductores, aunque de distintas
condiciones, tienen en común el ser ilustrados, progresistas,
liberales y antiabsolutistas. Dentro de los géneros, el dramático fue
el más representado y el filosófico, quizás por ser el más polémico,
el que menos traducciones tuvo.
Los relatos tuvieron como primer traductor a José Marchena. La
primera edición de las Novelas es la de Burdeos, en 1819. La obra
se reeditó en la misma ciudad en 1822 y hasta 1836 no se edita en
España (Sevilla). Leandro Fernández de Moratín publicó en 1838 en
Cádiz y Valencia una traducción de Cándido, probablemente hecha
en 1814. Blas Corchos editó en 1786 en Madrid una de Micromegas,
y traducción de autor desconocido es la de Zadig publicada en 1804
en Salamanca y condenada en septiembre de 1806 por la
Inquisición.
La bibliografía de las traducciones posteriores de los cuentos de
Voltaire es imposible de recoger en tan breve presentación, pero con
este mismo título se ha publicado un estudio de F. Lafarga Maduell
en el «Anuario de la Facultad de Filología de Barcelona» del año
1975 al que puede acudir el lector interesado, así como otra más
completa y detallada debida a Christopher Todd (1976).

ACTUALIDAD DE VOLTAIRE

El segundo centenario de la muerte de Voltaire, en 1978, ha dado


ocasión para reflexionar sobre la vigencia de su pensamiento, pero
las celebraciones a las que ha dado lugar han quedado reservadas
a los ambientes intelectuales y han tenido escaso eco popular, en
evidente contraste con las del primer centenario.
En efecto, en 1878, para coincidir con la Gran Exposición
Universal que iba a cerrar las heridas de la desdichada guerra de
1870, el periódico republicano Le Bien Public lanza la idea de
organizar homenajes a Voltaire y Rousseau, «los dos grandes
espíritus que mejor personifican el pensamiento libre y la
revolución» según Louis Blanc. Pronto se prescinde de Rousseau y
se piensa en una serie de actos, en toda Francia, para honrar la
memoria de Voltaire. Víctor Hugo es, con su inmenso prestigio y
popularidad, el principal invitado. Pero este homenaje, cuya fecha se
fija el día 30 de mayo, elegido con anterioridad para conmemorar
solemnemente a santa Juana de Arco, es interpretado por gran
parte de los franceses como una provocación. En el interesante
estudio que sobre esta efemérides publica la Revue d’Histoire
Littéraire de la France[16] para conmemorar precisamente el
segundo centenario de nuestro autor se recogen unas líneas
publicadas por el Boletín religioso de Versalles del 19 de mayo de
1878: «El centenario de Voltaire subleva con razón a todos los
verdaderos franceses, así como a los simples cristianos. Voltaire fue
amigo de Prusia, insultador de Francia, insultador de nuestra gloria
más pura, Juana de Arco.» Fue tan acalorada la discusión que, para
evitar incidentes de orden público, se dio orden de que los actos en
homenaje a Voltaire se celebraran en locales cerrados. Los
católicos, por su parte, honraron con misas y celebraciones
solemnes en toda Francia el aniversario del martirio de su santa en
la hoguera de Rouen el 30 de mayo 1431.
En contraste con esta presencia de Voltaire en la sociedad de
finales del siglo XIX, André Billaz[17] en su estudio Voltaire: el
pensador, publicado igualmente para celebrar el segundo centenario
de su muerte, constata la escasa influencia, hoy, de sus ideas y
pensamientos frente al auge de Rousseau a quien Bergson atribuye
la mayor influencia, después de Descartes, sobre el espíritu humano
mientras que se excusa en 1915 por no incluirle entre los filósofos
franceses con estas palabras: «Voltaire pertenece a la historia de las
letras más que a la de la filosofía.» Cuando en 1944 Francia decidió
celebrar el 150 aniversario del nacimiento de Voltaire ya no despertó
este homenaje la polvarededa anterior. Hoy su obra se estudia en el
mundo entero y los especialistas y eruditos analizan las múltiples
facetas del pensamiento de este polifacético autor, a menudo
contradictorio y que se presta a las más variadas interpretaciones, y
por ello ya no es sólo su figura sinónimo de enemigo de la religión.
El Voltaire de hoy no es ya el del siglo XIX.
Recoge Billaz el testimonio de Sartre quien en Qu’est-ce que la
Littérature le llama último testigo de una situación de escritor que la
historia no volverá a repetir. Barthes le dedica un estudio sólo en
1965, y lleva por expresivo título El último de los escritores felices.
Voltaire pertenece al pasado. Camus, tan próximo a él en muchos
aspectos, no se acuerda de citarle, ni siquiera cuando menciona
hechos denunciados por Voltaire (por ejemplo cuando evoca, en el
Mito de Sísifo, el entierro de la actriz Adrienne Lecouvreur).
Y sin embargo, como escribe Besterman, uno de sus más
importantes estudiosos: «Es bajo el empuje de Voltaire
principalmente como se ha realizado el mundo moderno en
preparación desde principios de siglo, en el cual el Estado,
independiente de la Iglesia y puramente laico, garantiza a cada
ciudadano la libertad de persona, de palabra, de prensa, de
conciencia y de culto.» Quizás estas conquistas, apunta A. Billaz,
parezcan hoy tan evidentes que nadie se acuerda ya de su
promotor; Voltaire sería víctima de su propio éxito.

ESTA EDICIÓN

La presente traducción se basa en la edición de Romans et Contes


de Voltaire preparada por René Pomeau, profesor de la Sorbona y
uno de los más prestigiosos especialistas de la literatura francesa
del siglo XVIII. Publicada por Flammarion (París), consta de
Cronología, prefacio y notas. Desde 1966, fecha de la primera
edición, los estudios sobre Voltaire han aportado nuevas precisiones
sobre textos y ediciones; en Notas incluye Pomeau algunos nuevos
datos sobre los tres cuentos objeto de esta traducción.
BIBLIOGRAFÍA
Los estudios sobre la obra de Voltaire son innumerables y la
reciente segunda edición por Théodore Besterman de su
Correspondencia ha renovado su crítica y suscitado nuevos
enfoques y publicaciones. Citaremos sólo algunos títulos
representativos de tan copiosa, varia y especializada
bibliografía.
Dos ediciones críticas de sus obras completas: las publicadas por
L’Institut et Musée Voltaire, de Ginebra y, posteriormente, por
la Voltaire Foundation de Banbury dirigida por Besterman, 58
volúmenes, 1965-77.
Los 64 volúmenes publicados hasta ahora por The Voltaire
Foundation, Taylor Institution, St. Giles, Oxford. El tomo XLVIII
está dedicado a Candide y preparado por R. Pomeau.
De Candide, otra edición crítica de R. Pomeau, París, Nizet, 1959.
Candide, edición crítica de A. Morize, París, Ginebra, Droz, 1931.
Zadig, edición crítica de V. L. Saulnier, París, Droz, 1946.
Desnoiresterres. Voltaire et la societé française au XVIIIème siècle,
París, Didier, 1867-1876, 8 vols. Nueva edición: Slatkine
Reprints, Ginebra, 1967.
En Studies on Voltaire and the Eigteenth Century dirigidos por
Besterman han sido publicados 120 volúmenes dedicados a
Voltaire y su época (1955-1978) por el Institut et Musée
Voltaire de Ginebra.
Libro clásico el de Gustave Lanson, Voltaire, París, Hachette, 1906.
André Maurois, Voltaire, París, Gallimard, 1945.
Raymond Naves, Voltaire, l’homme et l’oeuvre, París, Boivin-Hatier,
1942.
René Pomeau, Voltaire par lui-même, París, Seuil, 1955.
René Pomeau, La religión de Voltaire, París, Nizet, 1956.
René Pomeau, Voltaire, París, Seuil, 1981.
Jean Orieux, Voltaire ou la royauté de l’esprit, París, Flammarion,
1966.
J. Van den Heuvel, Voltaire dans ses contes, A. Colín, 1967. Revue
d’Histoire littérarie de la France. Voltaire-Rousseau. 1778-
1978. París, Armand Colín, 1979.
Para una información bibliográfica sobre Voltaire: M. Barr y Frederik
A. Spear, Quarente années d’études voltairiennes,
bibliographie analytique des livres et articles sur Voltaire (1926-
1965), París, A. Colin, 1968.
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

Traducido del alemán, del Sr. Doctor Ralph

Con las adiciones que se encontraron en el bolsillo del Doctor,


cuando murió en Minden, el año de grada de 1759.
CAPÍTULO PRIMERO

De cómo Cándido fue educado en un hermoso castillo, y de cómo


se le echó de aquél

H ABÍA en Vestfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-


ten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dado los más
dulces hábitos. Su fisionomía anunciaba su alma. Tenía juicio
bastante recto con alma muy simple; por ello, creo, le llamaban
Cándido. Los criados viejos de la casa sospechaban que era hijo de
la hermana del señor barón, y de un buen y honrado hidalgo de la
vecindad, con el cual esta señorita nunca quiso casarse porque no
había podido probar mas que setenta y un cuartos[1]: el resto de su
árbol genealógico habíase perdido por estragos del tiempo.
Era el señor barón uno de los más poderosos señores de
Vestfalia, pues su castillo tenía puertas y ventanas. Incluso la gran
sala estaba adornada con un tapiz. Todos los perros de sus corrales
componían una jauría, en caso de necesidad; sus palafreneros eran
los monteros; el vicario del pueblo su capellán mayor. Todos le
llamaban Monseñor, y le reían las gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas
cincuenta libras[2], se granjeaba con ello gran consideración, y hacía
los honores de su casa con una dignidad que la hacía aún más
respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era de
tez encendida, fresca, rolliza, apetitosa. El hijo del barón parecía en
todo digno de su padre. El preceptor Pangloss[3] era el oráculo de la
casa, y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con toda la
buena fe de su edad y carácter.
Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología[4].
Demostraba admirablemente que no hay efecto sin causa y que, en
este mundo, el mejor de los posibles, el castillo de monseñor barón
era el más bello de los castillos, y la señora baronesa la mejor de las
baronesas posibles.
«Está demostrado, decía, que las cosas no pueden ser de otra
forma: pues teniendo todo un fin, todo es necesariamente para el
mejor fin. Fijaos en que las narices se han hecho para llevar gafas;
por ello tenemos gafas. Las piernas, a la vista está, se han instituido
para ser calzadas, y llevamos calzas. Las piedras han sido formadas
para ser talladas y hacer con ellas castillos; por ello tiene monseñor
un castillo bellísimo: el mayor barón de la provincia debe ser el que
mejor alojado esté; y los cerdos hechos para ser comidos, comemos
cerdo todo el año. Por consiguiente, los que han sostenido que todo
está bien han dicho una necedad: había que decir que todo está
óptimo.»
Cándido escuchaba atentamente, y creía inocentemente: pues
encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque
no se tomara nunca la libertad de decírselo. Concluía que tras la
dicha de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo
grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla a
diario; y el cuarto, oír al maestro Pangloss, el mayor filósofo de la
provincia, y por consiguiente de toda la tierra.
Un día, Cunegunda, al pasear cerca del castillo, en el bosquecillo
al que llamaban parque, vio entre unas malezas al doctor Pangloss
que daba una lección de física experimental a la doncella de su
madre, morenita muy linda y muy dócil. Como la señorita
Cunegunda era muy dispuesta para las ciencias, observó sin
rechistar las experiencias reiteradas de las que fue testigo; vio con
claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y se
volvió sobresaltada, toda pensativa, toda llena del deseo de ser
sabia, pensando que bien podría ser ella la razón suficiente del
joven Cándido, el cual también podría ser la suya.
Se encontró con Cándido al volver al castillo, y se sonrojó;
Cándido también se sonrojó; le dio los buenos días con voz
entrecortada, y Cándido le habló sin saber lo que decía. Al día
siguiente, después de cenar, al levantarse todos de la mesa,
Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un biombo;
Cunegunda dejó caer el pañuelo, Cándido lo recogió; le cogió
inocentemente la mano; el joven besó inocentemente la mano de la
joven con una presteza, una sensibilidad, una gracia particular; sus
bocas se encontraron, sus ojos se inflamaron, sus rodillas
temblaron, sus manos se perdieron. El señor barón de Thunder-ten-
trockh pasó cerca del biombo, y al ver esa causa y ese efecto, echó
a Cándido del castillo a patadas en el trasero; Cunegunda se
desvaneció: en cuanto volvió en sí fue abofeteada por la señora
baronesa; y todo quedó consternado en el más bello y más
agradable de los castillos posibles.
CAPÍTULO II

De lo que le aconteció a Cándido entre los búlgaros

C ÁNDIDO, expulsado del paraíso terrenal, caminó mucho tiempo


sin saber hacia dónde, alzando los ojos al cielo, volviéndolos a
menudo hacia el más hermoso de los castillos, que encerraba a la
más linda baronesita, se acostó sin cenar entre dos surcos en medio
de un campo; caían grandes copos de nieve. Cándido, aterido, se
llegó el día siguiente a rastras hasta la ciudad vecina, que se
llamaba Valdbrghoff-trarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de hambre y
de cansancio. Se detuvo tristemente a la puerta de una taberna.
Dos hombres vestidos de azul se fijaron en él: «Camarada, dijo
uno de ellos, mira un joven apuesto y que tiene la talla requerida.»
Se acercaron a Cándido y le invitaron cortésmente a cenar.
«Señores, les dijo Cándido con encantadora modestia, me hacen un
gran honor, pero no tengo con qué pagar mi escote. —Ay, señor, dijo
uno de los de azul, personas de mérito y figura como los vuestros
nunca pagan nada: ¿no tenéis cinco pies[1] con cinco pulgadas[2] de
altura? —Sí, señores, ésa es mi estatura, dijo haciendo una
reverencia. —Ah, señor, sentaos a la mesa; no sólo abonaremos
vuestros gastos, sino que no permitiremos que a un hombre como
vos le falte dinero; los hombres sólo están hechos para socorrerse
unos a otros. —Tenéis razón, dijo Cándido; es lo que siempre me
dijo el señor Pangloss, y bien veo que todo es óptimo.» Le ruegan
acepte unos escudos, los toma y quiere hacer un recibo; no se lo
admiten, se sientan a la mesa. «¿No amáis tiernamente?… —¡Oh!
sí, contesta, amo tiernamente a la señorita Cunegunda. —No, dice
uno de aquellos señores, os preguntamos si no amáis tiernamente
al rey de los búlgaros[3]. —En absoluto, dice, pues nunca lo vi. —
¡Cómo! Es el rey más encantador, y hay que beber a su salud. —
¡Eso con mucho gusto, señores!» Y bebe. «Es suficiente, le dicen,
ya sois apoyo, sostén, defensor, héroe de los búlgaros; vuestra
fortuna está hecha, y vuestra fama asegurada.» Le colocan en el
acto grilletes en los pies, y se lo llevan al regimiento. Allí le hacen
girar a derecha, a izquierda, alzar la baqueta, enfundar la baqueta,
apuntar, tirar, redoblar el paso, y le dan veinte bastonazos; al día
siguiente, hace la instrucción un poco mejor, y sólo recibe veinte
golpes; al otro, sólo le dan diez, y sus compañeros le tienen por
prodigio.
Cándido, atónito, no discernía del todo todavía por qué era un
héroe. Un hermoso día de primavera, se le ocurrió ir a pasear,
caminando en línea recta, creyendo que era privilegio de la especie
humana, como de la animal, utilizar las dos piernas a placer. Ni dos
leguas había hecho cuando otros cuatro héroes de seis pies le
alcanzan, lo atan, lo llevan a un calabozo. Le preguntaron
jurídicamente lo que prefería si ser fustigado treinta y seis veces por
todo el regimiento, o recibir a un tiempo doce balas de plomo en la
cabeza. Por más que dijo que las voluntades son libres, y que no
quería ni lo uno ni lo otro tuvo que elegir: se determinó, en virtud del
don de Dios llamado «libertad», por pasar treinta y seis veces por
las varas; aguantó dos paseos. El regimiento lo componían dos mil
hombres. Aquello le valió cuatro mil varazos, que, desde la nuca al
culo, le dejaron al descubierto músculos y nervios. Cuando se iba a
proceder a la tercera carrera, Cándido, que ya no podía más, pidió
como una gracia que tuvieran la bondad de romperle la cabeza:
obtuvo el privilegio; le vendaron los ojos; le mandaron arrodillarse. El
rey de los búlgaros pasa en aquel momento, se informa del crimen
del paciente; y como aquel rey tenía gran talento, comprendió, por
todo lo que le dijeron de Cándido que era un joven metafísico muy
ignorante de las cosas de este mundo, y le acordó su gracia con
clemencia que será alabada en todos los periódicos y por todos los
siglos. Un buen cirujano sanó a Cándido en tres semanas con los
emolientes enseñados por Discórido. Ya tenía un poco de piel, y
podía caminar, cuando el rey de los búlgaros entabló batalla con el
rey de los ábaros[4].
CAPÍTULO III

De cómo Cándido huyó de los búlgaros y de lo que le aconteció

N ADA había tan hermoso, ágil, brillante, tan bien dispuesto como
aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes,
tambores, cañones, formaban una armonía tal que nunca igual se
vio en el infierno. Los cañones tumbaron primero a unos seis mil
hombres de cada lado; luego la mosquetería sacó del mejor de los
mundos, cuya superficie infectaban, a nueve o diez mil bribones,
aproximadamente. La bayoneta fue también razón suficiente para la
muerte de algunos millares de hombres. El total bien podía ascender
a unas treinta mil almas. Cándido, que temblaba como un filósofo,
se escondió lo mejor que pudo durante esta heroica carnicería.
Al fin mientras los dos reyes mandaban cantar unos Te Deum,
cada uno en su campo, resolvió ir a otro sitio a razonar sobre
efectos y causas. Pasó por encima de montones de muertos y
moribundos, y llegó primero a un pueblo vecino; estaba hecho
cenizas: era un pueblo ábaro que habían quemado los búlgaros,
siguiendo las leyes del derecho público. Aquí, ancianos molidos a
golpes miraban morir a sus mujeres degolladas, que sostenían a los
hijos en sus pechos ensangrentados; allá muchachas, destripadas
tras haber satisfecho las naturales necesidades de algunos héroes,
exhalaban el último suspiro; otras, medio quemadas, gritaban que
terminaran de darles muerte. Había sesos esparcidos por el suelo al
lado de brazos y piernas cortados.
Cándido huyó apresuradamente a otro pueblo: pertenecía a los
búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tratado igual. Cándido, sin
dejar de caminar sobre miembros palpitantes, o a través de ruinas,
llegó al fin fuera del escenario de la guerra, llevando escasas
provisiones; pero como había oído decir que en aquel país todo el
mundo era rico, y que eran cristianos, no dudó de que le tratarían
tan bien como lo habían hecho en el castillo del señor barón, antes
de que le echaran de él por culpa de los bellos ojos de la señorita
Cunegunda.
Pidió limosna a varios dignos personajes que le contestaron
todos que, si seguía haciendo aquel oficio, lo encerrarían en un
correccional para que escarmentara.
Acudió entonces a un hombre que acababa de hablar, él sólo,
una hora entera en una gran asamblea. Este orador, mirándole de
reojo le dice: «¿A qué venís aquí? ¿estáis por la buena causa? —
No hay efecto sin causa, contestó modestamente Cándido; todo
está necesariamente encadenado, y óptimamente solucionado. Ha
sido necesario que me echaran de al lado de la señorita
Cunegunda, que me pasaran por las varas, y tenga que pedir mi pan
hasta que pueda ganármelo; todo esto no podía ser de otra forma.
—Amigo, le dice el orador, ¿creéis que el papa es el Anticristo? —
No lo había oído decir aún, contestó Cándido; pero tanto si lo es
como si no, a mí me falta el pan. —No mereces comerlo, dice el
otro; anda, bribón; anda miserable no te acerques en toda tu vida.»
La mujer del orador habiéndose asomado a la ventana, y avistando
a un hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le vertió
en la cabeza todo un… ¡Oh cielos! ¡a qué excesos lleva en las
damas el celo por la religión!
Un hombre que no había sido bautizado, un buen anabatista[1],
llamado Jacobo, vio de qué forma cruel e ignominiosa se trataba a
uno de sus hermanos, ser con dos pies sin plumas, que tenía alma;
lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos
florines, y quiso incluso enseñarle a trabajar en sus manufacturas de
telas de Persia que se fabrican en Holanda. Cándido, casi postrado
ante él, exclamaba: «Bien me había dicho el maestro Pangloss que
todo es óptimo en este mundo, pues vuestra extrema generosidad
me conmueve más que la dureza de aquel señor de manto negro y
de su señora esposa.»
Al día siguiente, al pasearse, se encontró con un pordiosero
totalmente cubierto de pústulas, con los ojos muertos, la punta de la
nariz roída, la boca torcida, los dientes negros y que hablaba con
voz ronca, atormentado por violenta tos, y que escupía un diente en
cada esfuerzo.
CAPÍTULO IV

De cómo Cándido encontró a su antiguo maestro de filosofía, el


doctor Pangloss, y de lo que aconteció

C ÁNDIDO, más compadecido que horrorizado, dio a aquel


espantoso pordiosero los dos florines que había recibido de su
honrado anabatista Jacobo. El fantasma le miró fijamente, vertió
lágrimas, y se le echó al cuello. Cándido, aterrado, retrocede. «¡Ay!,
dijo el miserable al otro miserable, ¿no reconocéis ya a vuestro
querido Pangloss? —¿Qué oigo?, ¡vos, querido maestro, vos en
este horrible estado! ¿Qué desgracia os ha acaecido? ¿Por qué no
estáis ya en el mas hermoso de los castillos? ¿Qué ha sido de la
señorita Cunegunda, alhaja de muchacha, obra maestra de la
naturaleza? —Estoy agotado, dijo Pangloss.» Cándido lo llevó
inmediatamente al establo del anabatista, donde le dio de comer un
poco de pan; y cuando Pangloss se hubo rehecho: «Bueno, le dijo,
¿y Cunegunda? —Ha muerto, contestó el otro.» Al oírlo Cándido se
desvaneció; su amigo le hizo volver en sí con un poco de mal
vinagre que por casualidad había en el establo. Cándido vuelve a
abrir los ojos. «¡Ha muerto Cunegunda! Ah, tú mejor de los mundos
¿dónde estás? ¿Pero de qué enfermedad ha muerto? ¿No será por
haber visto que me echaban a patadas del bello castillo de su señor
padre? —No, dijo Pangloss, ha sido destripada por unos soldados
búlgaros, tras ser violada todo lo que ser se pueda; le rompieron la
cabeza al señor barón, que quería defenderla; a la señora baronesa
la hicieron pedazos; a mi pobre pupilo le trataron igual que a su
hermana; y en cuanto al castillo, no ha quedado piedra sobre piedra,
ni una granja, ni un cordero, ni un pato, ni un árbol; pero bien nos
han vengado los ábaros, pues han hecho otro tanto en una baronía
próxima que pertenecía a un señor búlgaro.»
Con semejante discurso, Cándido volvió a desvanecerse; pero,
vuelto en sí y tras decir todo lo que tenía que decir, preguntó por la
causa y el efecto, y por la razón suficiente que había puesto a
Pangloss en tan lamentable estado. «¡Ay!, dijo el otro, es el amor: el
amor, consolador del género humano, conservador del universo,
alma de todos los seres sensibles, el tierno amor. —¡Ay! dijo
Cándido, he conocido ese amor, ese soberano de los corazones,
alma de nuestra alma; y sólo me valió un beso y veinte patadas en
el culo. ¿Cómo esa hermosa causa ha podido producir en vos tan
abominable efecto?»
Pangloss contestó en estos términos: «Querido Cándido,
conocisteis a Paquita, aquella linda señorita de compañía de nuestra
augusta baronesa; gocé en sus brazos las delicias del paraíso, que
han producido estos tormentos infernales que me devoran; la
infectaban, quizás la hayan matado. A Paquita le venía el regalo de
un franciscano muy sabio que había indagado su procedencia, pues
él lo había cogido de una vieja condesa, que lo había recibido de un
capitán de caballería, que se lo debía a una marquesa, que lo cogió
de un paje, el cual lo había recibido de un jesuita, el cual, siendo
novicio, lo había recibido por línea recta de uno de los compañeros
de Cristobal Colón. Yo no se lo daré a nadie, porque me muero.
—¡Oh Pangloss! exclamó Cándido, ¡extraña genealogía! ¿no
será el diablo el tronco de este linaje? —En absoluto, contestó aquel
gran hombre; era cosa indispensable en el mejor de los mundos,
ingrediente necesario: pues si Cristóbal Colón no hubiera pillado en
una isla de América esta enfermedad que envenena el manantial de
la generación, y que es evidentemente lo opuesto a la gran finalidad
de la naturaleza, no tendríamos ni chocolate ni cochinilla; hay que
observar además que hasta el día de hoy, en nuestro continente,
nos es propia esta enfermedad, así como la controversia. Los
turcos, indios, persas, chinos, siameses, japoneses, aún no la
conocen; pero hay una razón suficiente para que a su vez la
conozcan dentro de unos siglos. Entretanto, ha progresado
maravillosamente entre nosotros, y sobre todo en esos grandes
ejércitos compuestos por honrados estipendiarios bien educados,
que deciden del destino de los Estados; se puede asegurar que
cuando treinta mil hombres combaten en batalla campal contra
tropas de igual número de hombres, hay aproximadamente veinte
mil con viruelas a cada lado.
—Es admirable, dice Cándido; pero debéis curaros. —¿Y cómo
podría?, dice Pangloss; no tengo ni blanca amigo, y en toda la
extensión de este globo no nos podemos sangrar ni darnos una
lavativa sin pagar, o sin que alguien pague por nosotros.»
Este último discurso decidió a Cándido; fue a echarse a los pies
de su caritativo anabatista Jacobo, y le pintó tan conmovedoramente
el estado al que su amigo había quedado reducido, que el buen
hombre no dudó en recoger al doctor Pangloss; lo mandó curar a
expensas suyas. Pangloss, en la cura, sólo perdió un ojo y una
oreja. Escribía bien y sabía aritmética a la perfección. El anabatista
lo hizo su tenedor de libros. Al cabo de dos meses, obligado a ir a
Lisboa por asuntos de su comercio, llevó en su barco a los dos
filósofos. Pangloss le explicó que todo era lo mejor posible. Jacobo
no era de ese parecer. «Seguro que los hombres han corrompido
algo la naturaleza, pues no han nacido lobos y se han hecho lobos.
Dios no les ha dado ni cañones del veinticuatro, ni bayonetas; y
ellos se han hecho bayonetas y cañones para destruirse. Podría
apuntar también las quiebras, y la justicia, que se apodera de los
bienes de quienes han quebrado para frustrar con ello a los
acreedores. —Todo eso era indispensable, contestaba el doctor
tuerto, y las desgracias particulares hacen el bien general; de suerte
que cuantas más desgracias particulares hay, mejor está todo.»
Mientras razonaba, se oscureció el aire, soplaron los vientos de las
cuatro esquinas del mundo, y al barco le asaltó la más horrible
tempestad, al avistar el puerto de Lisboa.
CAPÍTULO V

Tempestad, naufragio, terremoto y de lo que al doctor Pangloss, a


Cándido y al anabatista Jacobo les aconteció

L A mitad del pasaje débil, expirando por las inconcebibles


angustias que el balanceo de una nave causa a los nervios y a
todos los humores del cuerpo agitados en direcciones contrarias, no
tenía fuerza ni para preocuparse del peligro. La otra mitad lanzaba
gritos y hacía preces; las velas estaban rotas, los mástiles
destrozados, la nave entreabierta. El que podía trabajaba, nadie se
entendía, nadie mandaba. El anabatista ayudaba algo en la
maniobra; estaba en cubierta; un marinero furioso le golpea con
rudeza y lo deja tendido en las tablas; pero del golpe que dio recibió
él también tan fuerte sacudida que cayó de cabeza fuera de la nave.
Permanecía colgado y agarrado a un trozo de mástil roto. El buen
Jacobo corre a socorrerlo, le ayuda a volver a subir, y del esfuerzo
que hace es precipitado al mar ante el marinero, que lo deja perecer
sin dignarse siquiera mirarlo. Cándido se acerca, ve a su bienhechor
reaparecer un momento, y hundirse para siempre. Quiere echarse
tras él al mar: el filósofo Pangloss se lo impide, demostrándole que
la bahía de Lisboa había sido formada a propósito para que aquel
anabatista se ahogara en ella. Mientras lo demostraba «a priori», el
barco se entreabre; todo en él perece, excepto Pangloss, Cándido y
aquel marinero brutal que había ahogado al virtuoso anabatista: el
pillo nadó felizmente hasta la orilla: a la que Pangloss y Cándido
fueron llevados en una tabla.
Cuando volvieron un poco en sí, caminaron hacia Lisboa; les
quedaba algún dinero, con el que esperaban librarse del hambre
tras haber salido de la tempestad.
Nada más pisar la ciudad, llorando la muerte de su bienhechor,
sienten temblar la tierra bajo sus pies[1], el mar se alza borboteando
en el puerto, y rompe los navíos anclados. Torbellinos de llamas y
cenizas cubren las calles y plazas públicas; las casas se derrumban,
los tejados son derribados sobre los cimientos, y los cimientos son
dispersados; treinta mil[2] habitantes de toda edad y sexo son
aplastados bajo las ruinas. El marinero decía silbando y jurando:
«Algo habrá que ganar aquí. —¿Cuál puede ser la razón suficiente
de ese fenómeno?, decía Pangloss. —¡Es el fin del mundo!,
exclamaba Cándido.» El marinero corre incontinente en medio de
las ruinas, afronta la muerte para hallar dinero, lo halla, se apodera
de él, se emborracha, y, tras dormir el vino, compra los favores de la
primera moza de buena voluntad que encuentra sobre las ruinas de
las casas destruidas, y en medio de moribundos y muertos.
Pangloss entretanto le tiraba de la manga: «Amigo, le decía, no está
bien, faltáis a la razón universal, mal uso hacéis de vuestro tiempo.
—¡Voto a bríos!, contestó el otro, soy marinero y nacido en Batavia,
en cuatro viajes al Japón, cuatro veces pisé el crucifijo; ¡venirme a
mí con la razón universal!»
Algunos pedruscos habían herido a Cándido; estaba tendido en
la calle y cubierto de escombros. Le decía a Pangloss:
«¡Consígueme un poco de vino y de aceite; me muero! —Este
terremoto no es cosa nueva, contestó Pangloss; la ciudad de Lima
padeció las mismas sacudidas en América el año pasado; mismas
causas, mismos efectos: hay ciertamente bajo tierra un reguero de
azufre de Lima a Lisboa[3]. —Nada más probable, dijo Cándido; pero
por Dios, un poco de aceite y de vino. —¿Cómo probable?, replicó
el filósofo, sostengo que la cosa está demostrada.» Cándido perdió
el conocimiento, y Pangloss le llevó un poco de agua de una fuente
cercana.
Al día siguiente, habiendo encontrado algunos víveres al
deslizarse entre los escombros, repararon un poco las fuerzas.
Luego trabajaron con los demás en aliviar a los habitantes que
habían escapado de la muerte. Algunos ciudadanos, socorridos por
ellos, les dieron la mejor cena que en semejante desastre darse
podía: verdad es que la comida era triste; los comensales regaban
el pan con lágrimas; pero Pangloss los consoló, asegurándoles que
las cosas no podían ser de otro modo: «Porque, dijo, esto es lo
mejor; pues si hay un volcán en Lisboa, no podía estar en otro lugar;
pues es imposible que las cosas no estén donde están; pues todo
está bien.»
Un hombrecillo negro, familiar de la Inquisición, que estaba a su
lado, tomó cortésmente la palabra y dijo: «Aparentemente el señor
no cree en el pecado original[4]; pues si todo es óptimo, no ha
habido ni caída ni castigo.
—Pido muy humildemente perdón a su Excelencia, contestó
Pangloss con mayor cortesía aún, pues la caída del hombre y la
maldición entraban por necesidad en el mejor de los mundos
posibles. —¿El señor no cree entonces en la libertad?, dijo el
familiar. —Su Excelencia me disculpará, dijo Pangloss; la libertad
puede subsistir con la necesidad absoluta: pues era necesario que
fuéramos libres; porque al fin la libertad determinada…»
Pangloss estaba en medio de la frase cuando el familiar le hizo
una seña con la cabeza a su estafero[5] que le servía vino de Porto o
de Oporto para beber.
CAPÍTULO VI

De cómo se hizo un bello auto de fe para impedir los terremotos y


de cómo Cándido fue azotado

T RAS el terremoto que había destruido las tres cuartas partes de


Lisboa, los sabios del lugar no habían encontrado método más
eficaz para prevenir una ruina total que el de darle al pueblo un bello
auto de fe; decidido estaba por la universidad de Coimbra que el
espectáculo de algunas personas quemadas a fuego lento, con gran
ceremonial, era secreto infalible para impedirle a la tierra temblar.
En consecuencia habían apresado a un vizcaíno convicto de
haberse casado con la madrina de su ahijado, y a dos portugueses
que al comerse un pollo le habían arrancado el tocino: vinieron
después de cenar a esposar al doctor Pangloss y a su discípulo
Cándido, al uno por haber hablado, y al otro por haber escuchado
con aire de aprobación: los dos fueron llevados por separado a unos
aposentos de frescor extremado, en los cuales nunca incomodaba el
sol: ocho días después fueron ambos revestidos con el sambenito, y
les adornaron la cabeza con mitras de papel: la mitra y el sambenito
de Cándido llevaban pintadas llamas invertidas, y diablos que no
tenían ni rabo ni garras, pero los diablos de Pangloss llevaban
garras y rabos y las llamas estaban derechas. Así vestidos
caminaron procesionalmente, y oyeron un sermón muy patético,
seguido de una bella música en fabordón[1]. Cándido fue azotado al
compás, mientras cantaban; el vizcaíno y los dos hombres que no
habían querido comer tocino fueron quemados, y Pangloss fue
ahorcado, aunque no fuera lo acostumbrado. El mismo día, la tierra
tembló de nuevo con espantoso estrépito.
Cándido, espantado, desconcertado, perdido, ensangrentado,
temblando, se decía a sí mismo: «Si aquí está el mejor de los
mundos posibles, ¿cómo son los demás? Si sólo me hubieran
azotado, ya lo fui por los búlgaros; pero, ¡oh mi querido Pangloss! ¡el
más grande de los filósofos, tenía que veros ahorcar, sin saber por
qué! ¡oh mi querido anabatista! ¡el mejor de los hombres y teníais
que ahogaros en el puerto! ¡oh señorita Cunegunda! ¡alhaja de
muchacha, tenían que rajaros el vientre!»
Se volvía, sosteniéndose apenas, predicado, azotado, absuelto y
bendecido, cuando una vieja le abordó y le dijo: «Hijo mío,
seguidme.»
CAPÍTULO VII

De cómo una vieja cuidó de Cándido, y de cómo volvió a encontrar a


lo que amaba

C ÁNDIDO no se animó, pero siguió a la vieja hasta una casucha:


ésta le entregó un tarro de pomada para que se la diera, le
dejó comida y bebida; le mostró una camita bastante limpia; al lado
de la cama había un traje completo. «¡Comed, bebed, dormid, le
dijo, y que Nuestra Señora de Atocha, monseñor San Antonio de
Padua y monseñor Santiago de Compostela cuiden de vos! Volveré
mañana.» Cándido, asombrado aún por todo lo que había visto, por
todo lo que había padecido, y más aún por la caridad de la vieja,
quiso besarle la mano. «No es mi mano la que hay que besar, dijo la
vieja; volveré mañana. Daos la pomada, comed y dormid.»
Cándido, a pesar de tantas desgracias, comió y durmió. Al día
siguiente, la vieja le lleva el desayuno, pasa visita a su espalda, le
da ella misma otra pomada; le lleva luego la comida; vuelve a la
noche, y le lleva la cena. Al otro día repitió las mismas ceremonias.
«¿Quién sois? le decía Cándido cada vez; ¿quién os ha inspirado
tanta bondad? ¿Cómo puedo agradecéroslo?» La buena mujer no
contestaba nunca nada; volvió al atardecer, y no trajo cena: «Venid
conmigo, le dijo, y no digáis nada.» Lo coge del brazo, y camina con
él por el campo, como un cuarto de milla: llegan a una casa aislada,
rodeada de jardines y canales. La vieja llama a una puertecita. Le
abren; lleva a Cándido por una escalera excusada, a un gabinete
dorado, le deja en un canapé de brocado, vuelve a cerrar la puerta,
y se va. Cándido creía soñar, y miraba su vida como un sueño
funesto, y el momento presente como agradable sueño.
Pronto reapareció la vieja; sostenía con dificultad a una mujer
temblorosa, de majestuosa estatura, deslumbrante de piedras
preciosas, y tapada con un velo. «Alzad ese velo», le dijo la vieja a
Cándido. El joven se acerca; con mano tímida levanta el velo. ¡Qué
momento! ¡Qué sorpresa! Creyó ver a la señorita Cunegunda; en
efecto la veía, era ella misma. Se queda sin fuerzas, no puede
proferir palabra alguna, cae a sus pies. Cunegunda cae sobre el
canapé. La vieja los colma de aguas espiritosas, vuelven en sí, se
hablan; primero son palabras entrecortadas, preguntas y respuestas
que se cruzan, suspiros, lágrimas, gritos. La vieja les recomienda
que metan menos ruido, y los deja en libertad. «¡Cómo! sois vos, le
dice Cándido; ¡vivís! ¡Y os encuentro en Portugal! ¿No os han
violado, pues? ¿No os han rajado el vientre, como me había
asegurado el filósofo Pangloss? —Claro que sí, dice la bella
Cunegunda; pero no siempre se muere de esos dos accidentes. —
¿Pero han matado a vuestro padre y a vuestra madre? —Nada hay
más cierto, dice Cunegunda llorando. —¿Y a vuestro hermano? —
También han matado a mi hermano. —¿Y por qué estáis en
Portugal? ¿Y cómo habéis sabido que estaba yo y por qué extraña
aventura me habéis traído a esta casa? —Ya os lo diré todo,
contestó la dama; pero antes tenéis que contarme todo lo que os ha
ocurrido tras el beso inocente que me disteis y el puntapié que
recibisteis.»
Cándido le obedeció con profundo respeto; y aunque estuviera
aturdido, aunque su voz estuviera débil y temblorosa, aunque
todavía le doliera un poco el espinazo, le contó de la forma más
ingenua todo lo que había padecido desde el momento de su
separación. Cunegunda alzaba los ojos al cielo: ofreció lágrimas por
la muerte del buen anabatista y de Pangloss; tras lo cual habló en
estos términos a Cándido, que no se perdía ni una palabra y que se
la comía con los ojos.
CAPÍTULO VIII

Historia de Cunegunda

E STABA en la cama y dormía profundamente, cuando quiso el


cielo enviar a los búlgaros a nuestro bello castillo de Thunder-
ten-tronckh; degollaron a mi padre y a mi hermano, y cortaron a mi
madre a trozos. Un búlgaro grande, de seis pies de altura, viendo
que yo había perdido el conocimiento ante aquel espectáculo, se
puso a violarme; aquello me hizo volver en mí, recobré el sentido,
grité, forcejeé, mordí, arañé, quería sacarle los ojos a aquel búlgaro
grande, sin saber que todo lo que ocurría en el castillo de mi padre
era cosa usual: el bruto me dio un navajazo en el costado izquierdo
cuya señal todavía llevo. —¡Qué pena! espero verla, dijo el ingenuo
Cándido. —La veréis, dijo Cunegunda; pero prosigamos. —
Continuad», dijo Cándido.
Ella volvió a tomar así el hilo de su relato: «Un capitán búlgaro
entró, me vio toda ensangrentada, y el soldado no se cohibía. El
capitán montó en cólera por el poco respeto que aquel bruto
mostraba por él, y le mató sobre mi cuerpo. Luego me mandó curar,
y me llevó prisionera de guerra a su cuartel. Yo lavaba sus pocas
camisas, le guisaba; me encontraba muy bonita, preciso es
confesarlo; y no negaré ni que él fuera muy agraciado, ni que tuviera
la piel blanca y suave; poco ingenio, poca filosofía, por otra parte:
bien se veía que no había sido educado por el doctor Pangloss. Al
cabo de tres meses, habiendo perdido todo su dinero, habiéndose
hastiado de mí me vendió a un judío llamado don Isachar, que
traficaba en Holanda y Portugal, y a quien gustaban con pasión las
mujeres. Este judío tomó mucho afecto a mi persona, pero no pudo
vencerme; le resistí mejor que al soldado búlgaro: una persona de
honor puede ser violada una vez, pero con ello su virtud se hace
más firme. El judío, para domeñarme, me trajo a esta casa de
campo que veis. Hasta entonces yo había creído que nada había
tan hermoso en la tierra como el castillo de Thunder-ten-tronckh; me
he desengañado.
»El gran inquisidor me vio un día en misa; me miró mucho de
reojo y mandó decirme que tenía que hablarme de asuntos secretos.
Fui llevada a su palacio; le informé de mi cuna; me mostró que el
pertenecer a un israelita estaba muy por debajo de mi rango. De
parte suya se propuso a don Isachar que me cediera a monseñor.
Don Isachar, que es el banquero de la corte, y hombre de crédito, no
quiso saber nada de aquello. El inquisidor le amenazó con un auto
de fe. Al fin mi judío, amedrentado, concluyó un trato por el cual la
casa y yo le pertenecíamos en común a los dos; que serían del judío
los lunes, miércoles y el día del sábado, y que el inquisidor tendría
los demás días de la semana. Hace seis meses que subsiste este
convenio. La cosa no ha ido sin discusiones; pues a menudo no ha
quedado claro si la noche del sábado al domingo pertenecía a la ley
antigua o a la nueva. En cuanto a mí, he resistido hasta ahora a los
dos; y creo que es por esta razón por la que he seguido siendo
amada.
»En fin, para desviar el azote de los terremotos, y para
amedrentar a don Isachar, le plugo a monseñor el inquisidor celebrar
un auto de fe. Me hizo el honor de invitarme a él. Tuve buen sitio;
sirvieron refrescos a las damas entre la misa y la ejecución. En
verdad fui presa de horror al ver quemar a aquellos dos judíos y a
aquel honrado vizcaíno que se había casado con la madrina de su
ahijado; ¡pero cuál no fue mi sorpresa, mi horror, mi turbación,
cuando vi en un sambenito y bajo una mitra, a un rostro que se
parecía al de Pangloss! Me restregué los ojos, miré atentamente, lo
vi ahorcar; me desmayé. Cuando apenas volvía en mí os vi
despojado, completamente desnudo; aquello fue el colmo del horror,
de la desesperación. Os diré, en verdad, que vuestra piel es aún
más blanca, y de un encarnado más perfecto que el de mi capitán
de los búlgaros. Esta visión acrecentó todos los sentimientos que
me agobiaban, que me devoraban. Clamé, quise decir: “¡Deteneos,
bárbaros!” Pero me falló la voz, y mis gritos hubieran sido inútiles.
Después de que os hubieran tan bien azotado: “¿Cómo puede ser,
decía yo, que el amable Cándido y el sabio Pangloss se encuentren
en Lisboa, uno para recibir cien latigazos, y el otro para ser
ahorcado por orden de monseñor el inquisidor, de quien soy la
amada? Muy cruelmente me engañó Pangloss cuando me decía
que todo iba óptimamente.”
»Agitada, enajenada, tan pronto fuera de mí, como presta a
morirme de debilidad, tenía la cabeza llena de la matanza de mi
padre, de mi madre, de mi hermano, de la insolencia del villano
soldado búlgaro, de la cuchillada que me dio, de mi esclavitud, de mi
oficio de cocinera, de mi capitán búlgaro, del villano de don Isachar,
de mi abominable inquisidor, de la horca del doctor Pangloss, de
aquel gran miserere en fabordón mientras os azotaban y, sobre
todo, del beso que os había dado detrás de un biombo, el día que os
vi por última vez. Alabé a Dios, quien tras tantas pruebas os volvía a
traer cerca de mí. Le encomendé a la vieja que os cuidara, y os
trajera aquí en cuanto pudiera. Ha cumplido muy bien mi encargo;
he saboreado el gozo indecible de volver a veros, de oíros, de
hablaros. Debéis de tener un hambre devoradora; tengo mucho
apetito; empecemos por cenar.»
Ya se sientan los dos a la mesa; y, después de cenar, vuelven a
colocarse en aquel hermoso canapé del que ya se ha hablado; en él
estaban cuando el señor don Isachar, uno de los dueños de la casa,
llegó. Era el día del sábado. Venía a disfrutar de su derecho, y a
explicar su tierno amor.
CAPÍTULO IX

De lo que les aconteció a Cunegunda, a Cándido, al gran inquisidor


y a un judío

E STE Isachar era el hebreo más colérico de cuantos en Israel se


vieron, desde el cautiverio en Babilonia. «¡Cómo!, dijo, ¿galilea
perra, no te basta con el señor inquisidor? ¿Tiene este bribón que
compartir también conmigo?» Diciendo esto saca un largo puñal del
que siempre andaba provisto, y creyendo que su adversario no
llevaba armas, se lanza sobre Cándido; pero nuestro buen
vestfaliano había recibido de la vieja, con el traje completo, una
hermosa espada. Saca la espada, aunque él fuera de mansas
costumbres, y hete que deja al israelita tieso en el suelo a los pies
de la bella Cunegunda.
«¡Virgen santa!, exclamó ella, ¿qué va a ser de nosotros? ¡Un
hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, estamos perdidos. —
Si Pangloss no hubiera sido ahorcado, dijo Cándido, nos daría un
buen consejo en este trance, pues era un gran filósofo. A falta suya,
consultemos a la vieja.» Ésta era muy prudente, y empezaba a dar
su parecer cuando se abrió otra puertecita. Era la una de la
madrugada, empezaba el domingo. Aquel día le pertenecía a
monseñor el inquisidor. Entra y ve al azotado Cándido, con la
espada en la mano, un muerto en el suelo, a Cunegunda aterrada, y
a la vieja dando consejos.
En aquel momento esto es lo que ocurrió en el alma de Cándido,
y cómo razonó: «Si este santo varón pide ayuda, me mandará
indefectiblemente quemar, podrá hacer otro tanto con Cunegunda;
ha mandado azotarme despiadadamente; es mi rival; estoy
matando; no hay que dudarlo.» Este razonamiento fue claro y
rápido; y, sin darle tiempo al inquisidor para salir de su sorpresa, lo
atraviesa de parte a parte, y lo echa al lado del judío. «¡Otra!, dice
Cunegunda, ¡ya no tenemos remisión; estamos excomulgados,
nuestra última hora ha llegado! ¿Cómo habéis podido, vos que tan
apacible nacisteis, matar en dos minutos a un judío y a un prelado?
—Mi bella señorita, contestó Cándido, cuando se está enamorado,
celoso, y ha sido uno azotado por la Inquisición, ya no se conoce ni
uno mismo.»
La vieja tomó entonces la palabra, y dijo: «Hay tres caballos
andaluces en la cuadra, con sillas y riendas: que el valiente Cándido
los prepare; la señora tiene moyadores y diamantes, montemos
rápidamente a caballo, aunque yo sólo pueda apoyarme en una
nalga, y vayamos a Cádiz; hace un tiempo magnífico, y es muy
placentero viajar con el frescor de la noche.»
Cándido ensilla enseguida los tres caballos. Cunegunda, la vieja
y él, se hacen treinta millas de un tirón. Mientras se alejaban, llega
la Sta. Hermandad, se entierra a monseñor en una bella iglesia y se
tira a Isachar al muladar.
Cándido, Cunegunda y la vieja estaban ya en la pequeña ciudad
de Avacena, entre las montañas de Sierra Morena; y hablaban así
en una taberna.
CAPÍTULO X

Un qué penuria llegaron Cándido, Cunegunda y la vieja a Cádiz, y


de cómo embarcaron

¿ Q UIÉN me habrá robado mis doblas y mis diamantes?, decía


llorando Cunegunda; ¿de qué viviremos? ¿cómo haremos?
¿dónde encontrar a inquisidores y judíos que me den otros? —¡Ay!,
dijo la vieja, mucho sospecho de un reverendo padre franciscano
que durmió ayer en la misma posada que nosotros en Badajoz;
¡Dios me guarde de juicios temerarios, pero entró por dos veces en
nuestro cuarto, y partió mucho antes que nosotros! —¡Ay!, dijo
Cándido, el buen Pangloss me había a menudo demostrado que los
bienes de la tierra son comunes a todos los hombres, que cada cual
tiene a ellos el mismo derecho. Aquel franciscano bien debía,
siguiendo este principio, habernos dejado con qué terminar el viaje.
¿Entonces, no nos queda nada de nada, mi bella Cunegunda? —Ni
un maravedí, dijo. —¿Qué determinación tomar?, dijo Cándido. —
Vendamos uno de los caballos, dijo la vieja; montaré en la grupa
detrás de la señorita, aunque sólo pueda apoyarme en una nalga, y
llegaremos a Cádiz.»
Había en la misma hospedería un prior de benedictinos; compró
barato el caballo. Cándido, Cunegunda y la vieja pasaron por
Lucena, por Chillas, por Lebrija, y llegaron al fin a Cádiz. Se estaba
equipando allí a una flota, y se reunían tropas para hacer entrar en
razón a los reverendos padres jesuitas de Paraguay, a los que se
acusaba de haber sublevado a una de sus hordas contra los reyes
de España y Portugal, cerca de la ciudad de Sto. Sacramento[1].
Cándido, que había servido en los búlgaros, hizo la instrucción
búlgara ante el general de aquel pequeño ejército con tanta gracia,
celeridad, habilidad, arrogancia y agilidad que le dieron el mando de
una compañía de infantería. Ya es Capitán; embarca con la señorita
Cunegunda, la vieja, dos criados y los dos caballos andaluces que
habían pertenecido al gran inquisidor de Portugal.
Durante toda la travesía razonaron mucho sobre la filosofía del
pobre Pangloss. «Vamos a otro universo, decía Cándido; allí es, sin
duda, donde todo está bien. Pues hay que confesar que algo podría
uno gemir de lo que en el nuestro pasa en lo físico y lo moral. —Os
amo de todo corazón, decía Cunegunda; pero tengo todavía el alma
espantada de lo que he visto, de lo que he sufrido. —Todo irá bien,
replicaba Cándido; el mar de este nuevo mundo ya es mejor que los
mares de nuestra Europa; es más tranquilo, los vientos más
constantes. El nuevo mundo es seguramente el mejor de los
universos posibles. —¡Dios lo quiera!, decía Cunegunda; pero he
sido tan horriblemente desgraciada en el mío que mi corazón casi
está cerrado a la esperanza. —Os quejáis, les dice la vieja; ¡ay! no
habéis sufrido infortunios como los míos.» Cunegunda se echó a
reír, y le pareció gracioso que aquella buena mujer pretendiera ser
más desgraciada que ella. «¡Ay!, le dijo, querida, a menos que os
hayan violado los búlgaros, que hayáis recibido dos cuchilladas en
el vientre, que os hayan derruido dos de vuestros castillos, que
hayan estrangulado ante vuestro ojos a dos madres y dos padres, y
que hayáis visto a dos amantes vuestros azotados en un auto de fe,
no veo que podáis tener ventaja sobre mí; añadid que nací baronesa
con setenta y dos cuartos, y que he sido cocinera. —Señorita,
contestó la vieja, no sabéis cuál es mi cuna; y si os mostrara mi
trasero, no hablaríais como lo estáis haciendo, y suspenderíais
vuestro juicio.» Este discurso hizo nacer una curiosidad extremada
en el espíritu de Cunegunda y de Cándido. La vieja les habló en
estos términos.
CAPÍTULO XI

Historia de la vieja

N O siempre he tenido el párpado vuelto y los ojos ribeteados de


escarlata; ni ha topado siempre mi nariz con la barbilla y no he
sido siempre criada. Soy hija del papa Urbano X y de la princesa de
Palestrina. Me educaron hasta los catorce años en un palacio al cual
todos los castillos de vuestros barones alemanes no hubieran
servido ni de cuadra; y uno de mis vestidos valía más que todas las
magnificencias de Vestfalia. Crecía en belleza, gracia, talento, en
medio de placeres, respeto y esperanzas. Ya inspiraba amor; mi
pecho se formaba; y ¡qué pecho! blanco, firme, tallado, como el de
la Venus de Médicis; y ¡qué ojos! ¡qué párpados! ¡qué negras cejas!
Qué llamas brillaban en las niñas de mis ojos y borraban el centelleo
de las estrellas, como decían los poetas del barrio. Las mujeres que
me vestían y me desnudaban caían en éxtasis al mirarme por
delante y por detrás; y todos los hombres hubieran deseado estar en
su lugar.
»Me prometieron a un príncipe soberano de Masa-Carrara. ¡Qué
príncipe! tan bello como yo, hecho de dulzura y agrado, de vivo
ingenio y ardiente amor. Yo lo amaba como se ama por vez primera,
con idolatría, arrebatadamente. Prepararon la boda. Era una pompa,
una magnificencia inaudita; había fiestas, carruseles, óperas bufas
continuos; y toda Italia compuso sonetos para mí entre los cuales no
hubo ni uno pasable. Alcanzaba ya el momento de mi felicidad,
cuando una vieja marquesa que había sido querida de mi príncipe le
invitó a su casa a tomar chocolate. Murió en menos de dos horas
con espantosas convulsiones. Pero esto sólo es una bagatela. Mi
madre, desesperada, y mucho menos afligida que yo, quiso
apartarse por algún tiempo de tan funesto lugar. Tenía una finca muy
hermosa cerca de Gaiete. Embarcamos en una galera del país,
dorada como un altar de S. Pedro de Roma. He aquí que un
corsario se nos echa encima y aborda; nuestros soldados se
defendieron como soldados del papa: se hincaron todos de rodillas
tirando las armas, pidiéndole al corsario una absolución “in artículo
mortis”.
»Los despojaron inmediatamente dejándolos desnudos como
monos, y a mi madre también, y a nuestras damas de honor
también, y a mí también. Es cosa de admirar la diligencia con la cual
estos señores desnudan a la gente. Pero lo que más me sorprendió,
es que nos metieron a todos el dedo por un lugar en el cual nosotras
las mujeres sólo dejamos habitualmente que nos metan cánulas.
Aquella ceremonia me parecía extraña: así es como se enjuicia todo
cuando uno no ha salido de su tierra. Pronto me enteré que era para
ver si habíamos escondido allí algún diamante: es costumbre
establecida desde tiempo inmemorial entre naciones civilizadas que
navegan por la mar. He sabido que los religiosos señores caballeros
de Malta no dejan nunca de hacerlo cuando cogen a turcos o turcas;
es ley del derecho de las gentes que nunca se contravino.
»No os diré lo duro que fue para una joven princesa el ser
llevada como esclava a Marruecos con su madre. Bien imagináis lo
que tuvimos que soportar en el barco corsario. Mi madre era aún
bellísima; nuestras damas de honor, nuestras simples doncellas,
tenían más encanto que todo el que encontrarse pueda en Africa
entera. En cuanto a mí, era encantadora, era la belleza, la
mismísima gracia, y era doncella. No lo fui por mucho tiempo:
aquella flor que se había reservado para el príncipe de Masa-
Carrara me fue arrebatada por el capitán corsario; era un negro
abominable, que creía además honrarme mucho. Es cierto que era
necesario que la señora princesa de Palestrina y yo fuéramos muy
fuertes para resistir todo lo que soportamos hasta nuestra llegada a
Marruecos. Pero, pasemos; son cosas tan corrientes que no vale la
pena hablar de ellas.
»Marruecos estaba bañado en sangre cuando llegamos.
Cincuenta hijos del emperador Mulei-Ismäl tenían cada uno su
partido: lo cual producía en efecto cincuenta guerras civiles, de
negros contra negros, de negros contra morenos, de mulatos contra
mulatos: era una continua carnicería en toda la extensión del
imperio.
»Apenas hubimos desembarcado, unos negros de bando
enemigo al de mi corsario se presentaron para quitarle el botín.
Eramos, tras los diamantes y el oro, lo más preciado. Fui testigo de
un combate de los que no se ven en vuestros climas de Europa. Los
pueblos septentrionales no tienen la sangre bastante ardiente. No
rabian por las mujeres como lo hacen comúnmente en África.
Parece que vuestros europeos llevan leche en las venas; es vitriolo,
fuego lo que corre por las de los habitantes del monte Atlas y de los
países vecinos. Se combatió con furia de leones, tigres y serpientes
del lugar, para saber quién se quedaría con nosotras. Un moro cogió
a mi madre por el brazo derecho, el teniente de mi capitán la retuvo
por el brazo izquierdo; un soldado moro la cogió por una pierna, uno
de nuestros piratas la tenía cogida por la otra. En cosa de un
momento nuestras criadas se vieron casi todas tiradas así por
cuatro soldados. Mi capitán me tenía escondida detrás de él. Tenía
empuñado el alfanje, y mataba todo lo que se oponía a su rabia. En
fin, vi a todas nuestras italianas y a mi madre desgarradas, cortadas,
degolladas por los monstruos que pugnaban por ellas. Los cautivos,
mis compañeros, a los que habían cogido, soldados, marineros,
negros, blancos, mulatos, y mi capitán al fin, todo fue muerto, y
permanecí moribunda sobre un montón de cadáveres. Escenas
semejantes ocurrían, ya se sabe, en una extensión de más de
trescientas leguas, sin que se faltara a las cinco oraciones diarias
mandadas por Mahoma.
»A duras penas me quité de encima el montón de cadáveres,
tantos, ensangrentados y amontonados, y me arrastré hasta debajo
de un naranjo grande, a la orilla de un riachuelo próximo; me caí de
terror, de fatiga, de horror, de desesperación y de hambre. Poco
después, mis sentidos abrumados se entregaron a un sueño que
más tenía de desvanecimiento que de descanso. Estaba en aquel
estado de debilidad e insensibilidad, entre la vida y la muerte,
cuando sentí que me oprimía algo que se agitaba encima de mi
cuerpo; abrí los ojos, y vi a un hombre blanco y con buen aspecto
que suspiraba y decía entre dientes: “O che sciagura d’essere senza
c…!”».
CAPÍTULO XII

Continuación de las desgracias de la vieja

E XTRAÑADA y encantada de oír la lengua de mi patria, y no


menos sorprendida por las palabras que aquel hombre
profería, le contesté que mayores desgracias había que aquella de
la que se quejaba. Le informé en dos palabras de los horrores que
había soportado, y volví a desvanecerme. Me llevó a una casa
próxima, mandó que me acostaran, que me dieran de comer, me
sirvió y me consoló, me halagó, me dijo que no había visto nada tan
bello como yo, y que nunca había echado tanto de menos lo que
nadie podía devolverle. «Nací en Nápoles, me dijo, allí se capan a
dos o tres mil niños todos los años; unos mueren, otros adquieren
una voz más bella que la de las mujeres, otros se van a gobernar
estados. Me operaron con éxito, y he sido músico de la capilla de la
señora princesa de Palestrina. —¡De mi madre!, exclamé. —¡De
vuestra madre!, exclamó él llorando, ¡cómo! ¡acaso sois aquella
joven princesa a la que eduqué hasta los seis años, y que prometía
ser tan bella como sois! —La misma; mi madre a cuatrocientos
pasos de aquí, descuartizada bajo un montón de muertos…»
Le conté todo lo que me había ocurrido; me contó también sus
aventuras, y me informó de que había sido enviado cerca del rey de
Marruecos por una potencia cristiana, para firmar con este monarca
un tratado por el cual le proporcionarían pólvora, cañones y barcos,
para ayudarle a exterminar el comercio de los demás cristianos. «Mi
misión está cumplida, dijo este honrado eunuco; voy a Ceuta a
embarcar, y os llevaré de nuevo a Italia. “Ma che sciagura d’essere
senza c…!” Le di las gracias con lágrimas enternecidas; y en lugar
de llevarme a Italia, me condujo a Argel, y me vendió al dey de
aquella provincia. Apenas vendida, aquella peste que dio la vuelta a
África, a Asia y a Europa, se declaró con furia en Argel. Habéis visto
terremotos; pero, señorita, ¿habéis visto alguna vez la peste? —
Nunca, contestó la baronesa. —Si la hubieseis tenido, prosiguió la
vieja, confesaríais que está muy por encima de un terremoto. Es
muy común en África; me dijo. Figuraos qué situación para la hija de
un papa, con quince años, que en tres meses ha soportado la
pobreza, la esclavitud, que ha sido violada casi todos los días, ha
visto a su madre descuartizada, ha sufrido hambre y guerra, y moría
apestada en Argel. Pero no me mató; sin embargo, mi eunuco y el
dey, y casi todo el serrallo de Argel perecieron.
»Cuando los primeros estragos de aquella espantosa peste
pasaron, vendieron a los esclavos del dey. Un mercader me compró,
y me llevó a Túnez; me vendió a otro mercader que volvió a
venderme a Trípoli; de Trípoli fui vendida a Alejandría, de Alejandría
a Esmirna, de Esmirna a Constantinopla. Al fin he pertenecido a un
agá de janisarios, al que pronto se le ordenó que fuera a defender
Azof contra los rusos, que lo asediaban.
»El agá, que era hombre galante, se llevó a todo el serrallo, y
nos alojó en un pequeño fuerte sobre los Palus-Meótides, guardado
por dos eunucos negros y veinte soldados. Mataron a un número
prodigioso de rusos, pero bien nos lo devolvieron. Azof fue puesto a
sangre y fuego y no perdonaron ni sexo ni edad; sólo quedó nuestro
pequeño fuerte; los enemigos quisieron hacerse con nosotros por
hambre. Los veinte janisarios habían jurado no rendirse. Los
extremos de hambre a que se vieron llevados les obligaron a
comerse a nuestros dos eunucos, por temor a incumplir su
juramento. Al cabo de unos días resolvieron comerse a las mujeres.
»Teníamos un imán muy piadoso y compasivo, que les hizo un
bello sermón con el cual les convenció de que no nos mataran del
todo. “Cortad, dijo, solamente una nalga a cada una de estas
señoras, comeréis muy bien; si hay que repetir, tendréis otras tantas
dentro de unos días; el cielo os agradecerá tan caritativa acción, y
os socorrerá.”
»Tenía mucha elocuencia; les persuadió. Nos hicieron aquella
horrible operación. El imán nos aplicó el mismo bálsamo que se
pone a los niños a los que se acaba de circuncidar. Estuvimos todas
a la muerte.
»Apenas hubieron tomado los janisarios la comida que les
habíamos proporcionado, cuando llegaron los rusos en barcazas: no
salió con vida ni un janisario. Los rusos no se lijaron para nada en el
estado en que estábamos. Por todas partes hay cirujanos franceses;
uno de ellos, que era muy hábil, se ocupó de nosotras; nos sanó, y
toda la vida me acordaré de que, cuando mis llagas estuvieron
totalmente cerradas, me hizo proposiciones. En cuanto a lo demás,
nos dijo a todas que nos consoláramos; nos aseguró que en varios
asedios semejante cosa había ocurrido, y que era ley de guerra.
»En cuanto mis compañeras pudieron caminar, las mandaron ir a
Moscú. Le toqué en el reparto a un boyardo que me hizo jardinera
suya y me dio veinte latigazos diarios; pero este señor habiendo
sido condenado a la rueda al cabo de dos años con otra treintena de
boyardos por alguna intriga cortesana, aproveché esa aventura: huí,
crucé toda Rusia; fui mucho tiempo criada de cabaret en Riga, luego
en Rostock, en Vismar, en Leipsick, en Cassel, en Utrech, en Leyde,
en La Haya, en Rotterdam; me he hecho vieja en la miseria y el
oprobio, no teniendo más que medio trasero, acordándome siempre
que era hija de un papa; cien veces quise matarme, pero todavía
amaba la vida. Esta debilidad ridícula es quizá una de nuestras más
funestas inclinaciones: pues ¿hay algo más necio que el querer
llevar continuamente un fardo al que continuamente se quiere tirar al
suelo? ¿tener a su ser en horror, y tener apego a su ser? ¿acariciar
al fin a la serpiente que nos devora hasta que nos haya comido el
corazón?
»He visto en los países que el destino me ha hecho recorrer, y
en las tabernas en las que he servido, a un número prodigioso de
personas que aborrecían su existencia; pero no he visto más que a
doce que pusieran voluntariamente fin a su miseria: a tres negros,
cuatro ingleses, cuatro genoveses, y a un profesor alemán llamado
Robeck. Terminé por ser criada en casa de don Isachar; me puso a
vuestro lado, mi bella señorita; me he unido a vuestro destino, y me
he ocupado más de vuestras aventuras que de las mías. No os
hubiera incluso hablado nunca de mis desgracias si no me hubierais
provocado un poco, y si no fuera costumbre, en un barco, contar
historias para no aburrirse. En fin, señorita, tengo experiencia,
conozco el mundo, concedeos un placer, invitad a cada pasajero a
contaros su historia, y si no hay uno solo que no haya a menudo
maldecido de su vida, y que no se haya dicho a sí mismo que era el
más desgraciado de los hombres, tiradme al mar de cabeza.»
CAPÍTULO XIII

De cómo obligaron a Cándido a separarse de la bella Cunegunda y


de la vieja

L A bella Cunegunda, tras oír el relato de la vieja, tuvo hacia ella


toda la cortesía que a una persona de su rango y mérito se
deben. Aceptó la propuesta: invitó a todos los pasajeros, uno tras
otro, a contar sus aventuras. Cándido y ella confesaron que la vieja
tenía razón. «Es gran pena, decía Cándido, que el prudente
Pangloss haya sido ahorcado, en contra de la costumbre, en un auto
de fe; nos diría cosas admirables sobre el mal físico y sobre el mal
moral que cubren mar y tierra, y me sentiría con fuerza bastante
para atreverme a hacerle respetuosamente algunas objeciones.»
A medida que cada uno contaba su historia, avanzaba el barco.
Abordaron en Buenos-Aires. Cunegunda, el capitán Cándido y la
vieja fueron a casa del gobernador don Fernando Ibaraa, y
Figueroa, y Mascarenes, y Lampourdos, y Souza. Este señor tenía
la soberbia que a un hombre con tantos apellidos conviene. Hablaba
a los hombres con el más noble desdén, elevando tan alto la nariz,
alzando tan despiadadamente la voz, tomando un tono tan
imponente, afectando un andar tan altivo, que todos los que le
saludaban tenían tentaciones de pegarle. Amaba con furor a las
mujeres. Cunegunda le pareció lo más bello que había visto. Lo
primero que hizo fue preguntar si no era la mujer del capitán. El aire
con el que hizo esta pregunta alarmó a Cándido: no se atrevió a
decir que era su mujer, porque en efecto no lo era; no se atrevió a
decir que era su hermana, porque tampoco lo era; y aunque esa
mentira oficiosa hubiera estado muy de moda entre los antiguos, y
pudiera ser útil a los modernos, su alma era demasiado pura para
traicionar a la verdad. «La señorita Cunegunda, dijo, debe hacerme
el honor de casarse conmigo y suplicamos a Vuestra Excelencia se
digne hacer nuestra boda.»
Don Fernando de Ibaraa, y Figueroa, y Mascarenes, y
Lampourdos, y Souza, enderezando el bigote, sonrió amargamente,
y mandó al capitán Cándido a pasar revista a su compañía. Cándido
obedeció; el gobernador se quedó con la señorita Cunegunda. Le
declaró su pasión, protestó ante ella de que al día siguiente se
casaría con ella a la faz de la Iglesia, o de otra forma, como
pluguiera a sus encantos. Cunegunda le pidió un cuarto de hora
para recogerse, para consultar a la vieja, y para decidirse.
La vieja le dijo a Cunegunda: «Señorita, tenéis setenta y dos
cuartos y ni un óbolo; sólo de vos depende el ser la mujer del más
grande señor de la América meridional, que tiene un hermoso
bigote; ¿va con vos el tener a gala una fidelidad a toda prueba?
Habéis sido violada por los búlgaros; un judío y un inquisidor han
tenido vuestros favores: las desgracias dan derechos. Confieso que,
si estuviera en vuestro lugar, no tendría ningún escrúpulo en
casarme con el señor gobernador, y en hacer la felicidad del señor
capitán Cándido.» Mientras hablaba la vieja con toda la prudencia
que dan la edad y la experiencia, se vio entrar en el puerto un
barquito; llevaba a un alcalde y alguaciles, y esto es lo que había
pasado. Bien había adivinado la vieja que había sido el franciscano
de manga ancha quien robó el dinero y las joyas de Cunegunda en
la ciudad de Badajoz, cuando huía apresuradamente con Cándido.
Este monje quiso vender algunas de las piedras preciosas a un
joyero. El mercader las reconoció, eran las del gran inquisidor. El
franciscano, antes de ser ahorcado, confesó que las había robado:
indicó a las personas y la ruta que tomaban. Ya era conocida la
huida de Cunegunda y Cándido. Los siguieron a Cádiz: mandaron,
sin perder tiempo, un barco en persecución suya. El barco ya estaba
en el puerto de Buenos Aires. Corrió la voz de que un alcalde iba a
desembarcar, y de que se perseguía a los asesinos de monseñor el
inquisidor mayor. La prudente vieja vio al instante todo lo que había
que hacer. «No podéis huir, le dijo a Cunegunda, y no tenéis nada
que temer: no habéis matado vos a monseñor, y además el
gobernador, que os ama, no permitirá que se os maltrate;
permaneced.» Corre al momento hacia Cándido: «Huid, dice, o
dentro de una hora vais a ser quemado.» No se podía perder ni un
momento; pero ¿cómo separarse de Cunegunda y dónde
refugiarse?
CAPÍTULO XIV

De cómo Cándido y Cacambo fueron recibidos por los jesuitas del


Paraguay

C ÁNDIDO había traído de Cádiz a un criado de los que se


encuentran en las costas de España y en las colonias. Tenía
un cuarto de español, nacido de un mestizo en Tucumán; había sido
monaguillo, sacristán, marinero, monje, factor, soldado, lacayo. Se
llamaba Cacambo y quería mucho a su amo, porque su amo era
hombre muy bueno. Ensilló a toda prisa los dos caballos andaluces.
«Vamos, amo, sigamos el consejo de la vieja; partamos y corramos
sin mirar hacia atrás.» Cándido vertió lágrimas: «¡Oh querida
Cunegunda! es preciso dejaros en el momento en que el gobernador
va a hacer nuestras bodas. ¡Cunegunda desde tan lejos traída!
¿Qué va a ser de vos? —Será lo que tenga que ser, dijo Cacambo;
las mujeres no tienen nunca problema; Dios proveerá; corramos. —
¿Adónde me llevas? ¿adónde vamos? ¿qué haremos sin
Cunegunda?, decía Cándido. —Por Santiago de Compostela, dijo
Cacambo, ibais a guerrear contra los jesuitas; vamos a guerrear por
ellos: conozco bastante los caminos, os llevaré a su reino, les
encantará tener un capitán que haga la instrucción a la búlgara,
haréis un fortuna prodigiosa: cuando no encuentra uno acomodo en
un mundo, lo encuentra en otro. Es gran placer ver y hacer cosas
nuevas.
—¿Ya has estado pues en Paraguay?, dice Cándido. —¡Claro
que sí!, dijo Cacambo; he sido fámulo en el colegio de la Asunción y
conozco las reducciones[1] de los Padres igual que las calles de
Cádiz. Aquellas reducciones son cosa admirable. El reino tiene ya
más de trescientas leguas de diámetro; está dividido en treinta
provincias. Los Padres lo tienen todo, y la población nada; es la obra
maestra de la razón y la justicia. En cuanto a mí, nada veo tan divino
como los Padres, que le hacen aquí la guerra al rey de España y al
de Portugal, y que en Europa confiesan a esos reyes; que aquí
matan a españoles, y que en Madrid los mandan al cielo: me
maravilla; apresurémonos: vais a ser el más feliz de todos los
hombres. ¡Qué alegría tendrán los Padres cuando sepan que les
llega un capitán que sabe la instrucción búlgara!»
En cuanto llegaron a la primera barrera, Cacambo le dijo al
guardia del primer puesto que un capitán pedía licencia para hablar
con monseñor el comandante. Fueron a avisar a la guardia mayor.
Un oficial paraguayo corrió a los pies del comandante a darle parte
de la noticia. Desarmaron primero a Cándido y a Cacambo; cogieron
sus dos caballos andaluces. Introducen a los dos extranjeros por
entre dos filas de soldados; el comandante estaba al final, el hábito
arremangado, la espada al costado, el espontón en la mano. Hizo
una señal, enseguida veinticuatro soldados rodean a los dos recién
llegados. Un sargento les dice que hay que esperar, que el
comandante no puede hablar con ellos, que el reverendo padre
provincial no permite que ningún español abra la boca a no ser en
presencia suya, y permanezca más de tres horas en el país. «¿Y
dónde está el reverendo padre provincial?, dijo Cacambo. —Está en
la parada después de haber dicho misa, contestó el sargento, y no
podréis besar sus espuelas hasta dentro de tres horas. —Pero, dijo
Cacambo, el señor capitán, que se muere de hambre igual que yo,
no es español, es alemán; ¿no podríamos desayunar esperando a
su Reverencia? El sargento fue en el acto a dar cuenta de este
discurso al comandante. «¡Alabado sea Dios!, dijo este señor,
puesto que es alemán, puedo hablar con él; que lo lleven a mi
enramada.» Enseguida llevan a Cándido a un cenador, adornado
con una preciosa columnata de mármol verde y oro, y enrejados que
encerraban loros, colibríes, pájaros-mosca, pintadas, y las más
raras aves. Un excelente desayuno estaba preparado en jarros de
oro; y mientras los paraguayos comieron maíz en escudillas de
madera, en pleno campo, bajo el ardor del sol, el reverendo padre
comandante entró en la enramada.
Era un apuesto joven, de cara redonda, bastante blanco, de color
subido, ceja levantada, ojo vivo, roja oreja, labios bermejos, aire
altivo, pero de altivez que no era ni la de un español ni la de un
jesuita. Devolvieron a Cándido y a Cacambo las armas que les
habían quitado, así como los dos caballos andaluces; Cacambo les
dio de comer avena cerca de la enramada; sin quitarles la vista de
encima, por temor a sorpresas.
Cándido le besó primero al comandante el bajo del hábito, luego
se sentaron a la mesa. «¿Sois pues alemán?, le dijo el jesuita en
aquel idioma. —Sí, reverendo padre», dijo Cándido. Uno y otro al
pronunciar estas palabras, se miraban con extremada sorpresa, y
con una emoción de la que no eran dueños. «¿Y de qué país de
Alemania sois?, dijo el jesuita. —De la sucia provincia de Vestfalia,
dijo Cándido; nací en el castillo de Thunder-ten-tronckh. —¡Oh
cielos! ¡será posible!, exclamó el comandante. —¡Qué milagro!,
exclamó Cándido. —¿Sois vos?, dice el comandante. —No es
posible», dice Cándido. Se dejan ambos caer de espaldas, se
abrazan, vierten ríos de lágrimas. «¡Cómo! ¡sois vos, reverendo
padre! ¡vos, hermano de la bella Cunegunda! ¡vos que fuisteis
muerto por los búlgaros! ¡vos, el hijo del señor barón! ¡vos jesuita en
Paraguay! Hay que reconocer que el mundo es cosa extraña. ¡O
Pangloss! ¡Pangloss! ¡qué contento estaríais si no hubierais sido
ahorcado!»
El comandante mandó retirar a los esclavos negros y a los
paraguayos que servían la bebida en cubiletes de cristal de roca.
Dio mil veces gracias a Dios y a S. Ignacio; estrechaba a Cándido
entre sus brazos, sus rostros estaban bañados en lágrimas. «Más
os asombraríais, enterneceríais y estaríais fuera de vos, dijo
Cándido, si os dijera que la señorita Cunegunda, vuestra hermana, a
la que habéis creído destripada, esta llena de salud. —¿Dónde? —
Cerca de aquí, en casa del señor gobernador de Buenos Aires; y yo
venía para haceros la guerra.» Cada palabra que pronunciaron en
esta larga conversación acumulaba prodigio tras prodigio. Su alma
entera volaba a su lengua, estaba atenta a sus oídos, y chispeaba
en sus ojos. Como eran alemanes, estuvieron mucho tiempo en la
mesa, esperando al reverendo padre provincial; y el comandante
habló así a su querido Cándido.
CAPÍTULO XV

De cómo Cándido mató al hermano de su querida Cunegunda

« T ODA la vida tendré presente en la memoria el horrible día en


que vi matar a mi padre y a mi madre y violar a mi hermana.
Cuando se hubieron retirado los búlgaros, no encontraron a aquella
adorable hermana, y pusieron en una carreta a mi madre, a mi
padre y a mí, a dos criados y a tres niños degollados, para llevarnos
a enterrar a una capilla de jesuitas, a dos leguas del castillo de mis
padres. Un jesuita nos echó agua bendita; estaba terriblemente
salada; me entraron algunas gotas en los ojos: el padre se dio
cuenta de que mi párpado se movía un poco: puso su mano en mi
corazón, y lo sintió latir; me socorrieron, y al cabo de tres semanas
ya no se notaba nada. Sabéis, mi querido Cándido, que yo era muy
guapo; me puse más aún; por ello el reverendo padre Croust[1]
superior de la casa, se encariñó mucho conmigo: me dio el hábito de
novicio; algún tiempo después me enviaron a Roma. El padre
general necesitaba reclutar a jóvenes jesuitas alemanes. Los
soberanos del Paraguay reciben al menor número posible de
jesuitas españoles; prefieren a los extranjeros, de los que se creen
más dueños. El reverendo padre general me juzgó a propósito para
ir a trabajar a aquella viña. Partimos, un polaco, un tirolés y yo. Me
honraron, al llegar, con el subdiaconado y con el grado de teniente;
hoy soy coronel y sacerdote. Recibimos airadamente a las tropas
del rey de España; os respondo de que serán excomulgadas y
vencidas. La Providencia os envía aquí para ayudarnos. ¿Pero es
realmente cierto el que mi querida hermana esté aquí al lado, en
casa del gobernador de Buenos-Aires?» Cándido le aseguró con
juramento de que nada había más cierto. Sus lágrimas volvieron a
correr.
El barón no se cansaba de abrazar a Cándido; le llamaba su
hermano, su salvador. «¡Ay! quizás podamos, le decía, querido
Cándido, entrar vencedores en la ciudad, recoger a mi hermana
Cunegunda. —Es lo que más deseo, dijo Cándido; pues contaba
con casarme con ella y aún lo espero. —¡Vos, insolente!, contestó el
barón, ¡tendríais la osadía de casaros con mi hermana, que tiene
setenta y dos cuartos! ¡Muy atrevido os veo al osar hablarme de
proyecto tan temerario!» Cándido, petrificado ante semejante
discurso, le contestó: «Reverendo padre, nada tienen que ver todos
los cuartos del mundo en esto; he sacado a vuestra hermana de los
brazos de un judío y de un inquisidor; me está muy agradecida,
quiere casarse conmigo. El maestro Pangloss me dijo siempre que
los hombres somos iguales; y con seguridad que me casaré con
ella. —¡Eso lo veremos, bribón!», dijo el jesuita barón de Thunder-
ten-tronckh; y al mismo tiempo le dio un fuerte cintarazo en la cara.
Cándido saca al instante la suya, y la hunde hasta la guarda en el
vientre del barón jesuita; pero al retirarla humeante, se echó a llorar:
«¡Qué desgracia, Dios mío!, dice, he matado a mi antiguo señor, a
mi amigo, a mi cuñado; soy la mejor persona del mundo, y ya he
matado a tres hombres; y de los tres dos son sacerdotes.»
Cacambo, que montaba la guardia a la puerta de la enramada,
acudió. «Sólo nos queda vender caras nuestras vidas, le dijo su
amo; van a entrar, sin duda, en el enramado; hay que morir con las
armas en la mano.» Cacambo, que en otras se había visto, no
perdió la cabeza; cogió el hábito de jesuita que llevaba el barón, lo
puso sobre el cuerpo de Cándido, le dio el bonete del muerto, y le
mandó montar a caballo. Todo se hizo en un santiamén.
«Galopemos, amo; todo el mundo os tomará por un jesuita que va a
dar órdenes; y habremos pasado las fronteras antes de que puedan
correr tras nosotros.» Ya volaba pronunciando estas palabras, y
gritando en español: «¡Paso, paso al reverendo padre coronel!»
CAPÍTULO XVI

Lo que aconteció a los dos viajeros con dos muchachas, dos monos
y los salvajes llamados orejones

C ÁNDIDO y su criado fueron más allá de las barreras y nadie en


el campamento sabía todavía la muerte del jesuita alemán. El
precavido Cacambo había cuidado de llenar su maleta de pan,
chocolate, jamón, fruta y algunas medidas de vino. Se metieron con
sus caballos andaluces en una tierra desconocida en la que no
descubrieron ninguna carretera. Al fin una bella pradera cruzada por
riachuelos se presentó ante ellos. Nuestros dos viajeros hicieron
pastar a sus cabalgaduras. Cacambo propone a su amo comer y le
da ejemplo. «¿Cómo quieres, decía Cándido, que coma jamón,
cuando he matado al hijo del señor barón, y que me veo condenado
a no volver a ver en la vida a la bella Cunegunda? ¿De qué me
servirá prolongar mis miserables días, puesto que debo arrastrarlos
lejos de ella en el remordimiento y la desesperación? ¿Y qué va a
decir el Periódico de Trévoux?»[1].
Al decirlo, no dejaba de comer. Se ponía el sol cuando los dos
extraviados oyeron algunos grititos que parecían lanzados por
mujeres. No sabían si aquellos gritos eran de dolor o de alegría;
pero se levantaron precipitadamente con esa inquietud y alarma que
toda tierra desconocida inspira. Aquel clamor partía de dos
muchachas totalmente desnudas que corrían con ligereza en la linde
de la pradera, mientras dos monos las seguían mordiéndoles las
nalgas. A Cándido le movió la piedad; había aprendido a tirar con
los búlgaros, y le hubiera dado a una avellana en un zarzal sin tocar
las hojas. Coge su fusil español de repetición, tira, y mata a los dos
monos. «¡Alabado sea Dios, mi querido Cacambo! he librado de
gran peligro a esas dos pobres criaturas: si he cometido pecado al
matar a un inquisidor y a un jesuita, bien lo he reparado salvándoles
la vida a estas dos muchachas. Quizás sean dos señoritas de
condición, y esta aventura pueda traernos grandes ventajas en el
país.»
Iba a proseguir, pero su lengua se quedó paralizada cuando vio a
aquellas muchachas abrazar tiernamente a los dos monos,
deshacerse en lágrimas sobre sus cuerpos, y llenar el aire con los
gritos más dolorosos. «No me esperaba tanta bondad», le dijo al fin
a Cacambo; el cual le replicó: «¡Qué gran obra maestra habéis
hecho, mi amo! ¡habéis matado a los dos amantes de estas
señoritas! —¿Sus amantes? ¿será posible? os burláis de mí,
Cacambo; ¿cómo creeros? —Querido amo, contestó Cacambo, todo
os extraña siempre; ¿por qué encontráis tan extraño que en algunos
países haya monos que consigan los favores de las damas? Son
cuartos de hombre, como yo soy cuarto de español. —¡Ay!,
prosiguió Cándido, recuerdo haberle oído decir a mi maestro
Pangloss que antiguamente habían ocurrido semejantes accidentes,
y que estas mezclas habían producido egipanes, faunos y sátiros;
que varios grandes personajes de la antigüedad los habían visto;
pero yo consideraba eso fábulas. —Ya estáis convencido ahora,
dice Cacambo, de que es verdad, y veis cómo se comportan las
personas que no han recibido cierta educación; lo que temo es que
estas damas nos hagan alguna fechoría.»
Estas sólidas reflexiones invitaron a Cándido a dejar la pradera,
y a adentrarse en un bosque. Allí cenó con Cacambo; y ambos, tras
haber maldecido al inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos
Aires, y al barón se durmieron sobre musgo. Al despertar, sintieron
que no podían moverse; la razón de ello era que durante la noche
los orejones, habitantes del país, a quienes las dos damas los
habían denunciado, los habían atado con cuerdas de corteza de
árbol. Estaban rodeados por unos cincuenta orejones totalmente
desnudos, armados con flechas, mazos y hachas de piedra: unos
hacían hervir un gran caldero; otros preparaban asadores, y todos
gritaban: «¡Es un jesuita! ¡seremos vengados y tendremos comida
fina; comamos jesuita, comamos jesuita[2]!
«Ya os lo decía yo, querido amo, exclamó con tristeza Cacambo,
que esas dos muchachas nos harían una jugarreta.» Cándido,
viendo el caldero y los asadores, exclamó: «Ciertamente vamos a
ser asados o hervidos. ¡Ay! ¿Qué diría mi maestro Pangloss, si viera
cómo está hecha la pura naturaleza? Todo está bien; sea, pero
confieso que es muy cruel haber perdido a la señorita Cunegunda y
ser asado por unos orejones.» Cacambo no perdía nunca la cabeza.
«No perdáis la esperanza por nada, le dijo al desconsolado
Cándido; entiendo algo de la jerga de estos pueblos, voy a
hablarles. —No dejéis, dijo Cándido, de hacerles ver lo
horriblemente inhumano que es cocer a hombres, y lo poco cristiano
que es eso.»
«Señores, dijo Cacambo, ¿tienen intención de comer hoy a un
jesuita? Muy bien hecho; nada hay más justo que tratar así a sus
enemigos. En efecto el derecho natural[3] nos enseña a matar a
nuestro prójimo, y así se hace en toda la tierra. Si no hacemos uso
del derecho a comerlo, es que tenemos con qué comer bien por otro
lado; pero no tienen ustedes los mismos recursos que nosotros:
ciertamente más vale comer a los enemigos que abandonar a los
cuervos y cornejas el fruto de la victoria. Pero, señores, no querrán
ustedes comer a sus amigos. Creen que van a meter en el asador a
un jesuita, y es a su defensor, al enemigo de sus enemigos a quien
ustedes van a asar. En cuanto a mí, nací en su tierra; el señor que
ven es mi amo, y lejos de ser jesuita, acaba de matar a un jesuita,
sus despojos lleva; de ahí su equivocación. Para comprobar lo que
les digo, cojan su sotana, llévenla a la primera barrera del reino de
los padres; infórmense de si mi amo ha matado a un oficial jesuita.
Necesitarán poco tiempo; siempre estarán a tiempo de comernos, si
encuentran que les he mentido. Pero si les he dicho la verdad,
demasiado bien conocen los principios del derecho público, los usos
y las leyes, para no indultarnos.» Los orejones encontraron este
discurso muy razonable; delegaron a dos notables para que fueran
diligentemente a informarse de la verdad; los dos delegados
cumplieron con su encargo como gente inteligente, y pronto
volvieron a traer buenas noticias. Los orejones desataron a los dos
prisioneros, les hicieron toda suerte de cortesías, les ofrecieron a
sus hijas, les dieron refrescos, y los acompañaron a los confines de
sus Estados, gritando con júbilo: «¡No es jesuita! ¡no es jesuita!».
Cándido no se cansaba de admirar la razón de su liberación:
«¡Qué pueblo!, decía, ¡qué hombres! ¡qué costumbres! si no hubiera
tenido la dicha de darle una buena estocada al hermano de la
señorita Cunegunda, me comían sin remedio. Pero, después de
todo, la pura naturaleza es buena[4], puesto que estas gentes, en
vez de comerme, me han hecho mil amabilidades en cuanto han
sabido que no era jesuita.»
CAPÍTULO XVII

Llegada de Cándido y de su criado al país de Eldorado, y de lo que


allí vieron

C UANDO estuvieron en la frontera de los orejones: «Ya veis, le


dice Cacambo a Cándido, que este hemisferio no es mejor que
aquél; creedme, volvamos a Europa por el camino más corto. —
¿Cómo volver?, dice Cándido; y ¿adónde ir? Si voy a mi país, los
búlgaros y los ábaros todo lo degüellan; si vuelvo a Portugal, me
llevan a la hoguera; si nos quedamos en este país, nos arriesgamos
en todo momento a ser asados. Pero, ¿cómo resolverse a dejar la
parte del mundo que habita la señorita Cunegunda? —Vayamos
hacia Cayena, dice Cacambo, allí encontraremos franceses, van por
todo el mundo; podrán ayudarnos. Dios se apiadará de nosotros.»
No era fácil ir a Cayena; sabían más o menos hacia qué lado
había que caminar; pero montañas, ríos, precipicios, bandidos,
salvajes, eran por doquier terribles obstáculos. Sus caballos
murieron de agotamiento; se consumieron sus provisiones; se
alimentaron un mes entero con frutas silvestres, y se encontraron al
fin cerca de un riachuelo en cuyas orillas había cocoteros que
sostuvieron sus vidas y esperanzas.
Cacambo, que siempre daba tan buenos consejos como la vieja,
le dijo a Cándido: «Ya no podemos más, hemos caminado bastante;
veo una canoa vacía en la orilla, llenémosla de cocos, echémonos
en esa barquita, dejémonos llevar por la corriente; un río lleva
siempre a algún lugar habitado. Si no encontramos cosas
agradables, al menos encontraremos cosas nuevas. —Vamos, dice
Cándido, encomendémonos a la Providencia.»
Navegaron algunas leguas entre riberas, ya con flores, ya áridas,
ya escarpadas. El río seguía ensanchándose; se perdía al fin bajo
una bóveda de espantosas rocas que se alzaban hasta el cielo. Los
dos viajeros tuvieron la osadía de abandonarse a la corriente bajo
aquella bóveda. El río se estrechaba en aquel lugar, los llevó con
rapidez y ruido horrible. Al cabo de veinticuatro horas volvieron a ver
la luz del día; pero la canoa se quebró en los escollos; tuvieron que
arrastrarse de roca en roca una legua entera; por fin descubrieron
un inmenso horizonte rodeado de montañas inaccesibles. El país
estaba cultivado tanto con vistas al placer como a la necesidad; en
todas partes lo útil era agradable. Los caminos estaban cubiertos o
más bien adornados con coches de elegante forma y materia, que
llevaban a hombres y mujeres de singular belleza, tirados con
rapidez por grandes carneros rojos que aventajaban en velocidad a
los más hermosos caballos de Andalucía, de Tetuán o de Mequínez.
«Pues hay aquí, dijo Cándido, un país mejor que Vestfalia.»
Puso pie en tierra con Cacambo cerca del primer pueblo que
encontró. Algunos niños del pueblo, cubiertos con brocados de oro
rotos, jugaban al tejo a la entrada de la villa; nuestros dos hombres
del otro mundo se entretuvieron mirándolos: sus tejos eran piezas
redondas, bastante anchas, amarillas, rojas, verdes, que tenían un
singular destello. Les entraron ganas a los viajeros de coger
algunos; eran oro, esmeraldas, rubíes, el menor de los cuales
hubiera sido el mayor adorno del trono del Mogol. «Sin duda, dijo
Cacambo, que estos niños son los hijos del rey del país, jugando al
tejo.» El maestro del pueblo apareció en aquel momento para
meterlos en la escuela. «Aquí está, dijo Cándido, el preceptor de la
familia real.»
Los pordioserillos cesaron inmediatamente el juego, dejando en
el suelo sus tejos, y todo lo que había servido a su diversión.
Cándido los recoge, corre al preceptor, y se los presenta
humildemente, dándole a entender por señas que sus altezas reales
habían olvidado su oro y piedras preciosas. El maestro del pueblo,
sonriendo, los tiró al suelo, miró un momento la cara de Cándido con
gran sorpresa, y prosiguió su camino.
Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los rubíes y las
esmeraldas. «¿Dónde estamos?, exclamó Cándido. Los hijos de los
reyes de este país tienen que estar bien educados, puesto que se
les enseña a despreciar el oro y las piedras preciosas.» Cacambo
estaba tan sorprendido como Cándido. Se acercaron al fin a la
primera casa del pueblo; estaba construida como un palacio de
Europa. Una muchedumbre se agolpaba en la puerta, y más aún en
la vivienda; se oía una música muy agradable, y se respiraba un
delicioso olor a cocina. Cacambo se acercó a la puerta, y oyó que
hablaban peruano; era su lengua materna; pues todo el mundo sabe
que Cacambo había nacido en Tucumán, en un pueblo en el que
sólo se conocía aquel idioma. «Os serviré de intérprete, le dijo a
Cándido; entremos, es una taberna.»
Inmediatamente dos mozos y dos mozas de la hospedería,
vestidos con paño de oro, y el pelo atado con lazos, les invitaron a
sentarse a la mesa del hospedero. Sirvieron cuatro potajes hechos
con dos loros cada uno, una guarnición hervida que pesaba
doscientas libras, dos monos asados muy ricos, trescientos colibríes
en una fuente, y seiscientos pájaros-mosca en otra; guisos de carne
exquisitos, deliciosos pasteles; todo elfo en fuentes de una especie
de cristal de roca. Los mozos y las mozas de la hostelería vertían
licores hechos con caña de azúcar.
Los comensales eran en su mayoría mercaderes y transportistas,
todos de una amabilidad extrema, que le hicieron a Cacambo
algunas preguntas con la más circunspecta discreción, y que
contestaron muy satisfactoriamente a las suyas. Cuando terminó la
comida, creyó Cacambo, así como Cándido, pagar bien su escote
echando sobre la mesa del hostelero dos de aquellas anchas piezas
de oro que habían recogido; el hospedero y la hospedera soltaron
una carcajada, y se desternillaron de risa mucho rato. Al fin se
sosegaron. «Señores, les dijo el hospedero, ya vemos que son
ustedes extranjeros; no tenemos costumbre de verlos. Perdonadnos
si nos hemos echado a reír cuando nos han ofrecido en pago las
piedras de nuestros anchos caminos. No tienen, sin duda, moneda
del país, pero no es necesario tenerla para comer aquí. Todas las
hospederías instaladas para comodidad del comercio las paga el
gobierno[1]. Han comido mal aquí, porque es un pobre pueblo; pero
por todos los demás lugares serán recibidos como lo merecen.»
Cacambo le explicaba a Cándido todos los discursos del hospedero,
y Cándido los escuchaba con la misma admiración y el mismo
asombro con que su amigo Cacambo los refería. «¿Cuál es pues
este país, se decían uno a otro, desconocido para el resto de la
tierra, y donde toda la naturaleza es de una especie tan distinta a la
nuestra? Es probablemente la tierra donde todo va bien: pues tiene
que haber necesariamente una de esta especie. Y, por mucho que
dijera el maestro Pangloss, a menudo me he dado cuenta de que
todo iba mal en Vestfalia.»
CAPÍTULO XVIII

Lo que vieron en el país de Eldorado

C ACAMBO le manifestó al hospedero toda su curiosidad; el


hospedero le dijo: «Soy muy ignorante, y no me va mal; pero
tenemos aquí a un anciano retirado de la corte que es el hombre
más sabio del reino, y el más comunicativo.» Enseguida llevó a
Cacambo a casa del anciano. Cándido ya no tenía el papel principal
y acompañaba a su criado. Entraron en una casa muy modesta,
puesto que la puerta sólo era de plata, el revestimiento de las
paredes sólo de oro, pero labrado con tanto gusto que ni los más
ricos desmerecía. La antecámara sólo estaba, a decir verdad,
incrustada de rubíes y esmeraldas; pero el orden con el que todo
estaba arreglado, bien compensaba esta extrema sencillez.
El anciano recibió a los dos extranjeros en un sofá acolchado
con plumas de colibrí, y mandó que les trajeran licores en vasos de
diamantes; tras lo cual satisfizo su curiosidad en estos términos:
«Tengo ciento setenta y dos años, y supe por mi difunto padre,
escudero del rey, de las asombrosas revoluciones del Perú de las
que había sido testigo. El reino en el que estamos es la antigua
patria de los Incas, de la que salieron muy imprudentemente para ir
a sojuzgar a otra parte del mundo y que fueron al fin destruidos por
los españoles. Los príncipes de la familia que se quedaron en su
país natal fueron más prudentes; ordenaron, con el consentimiento
de la nación, que ningún habitante saliera ya nunca de nuestro
pequeño reino; y es lo que ha conservado nuestra inocencia y
nuestra felicidad. Los españoles han tenido confusa noticia de este
país, y lo han llamado Eldorado; y un inglés, llamado el caballero
Raleigh[1], incluso se ha acercado a él hace unos cien años; pero
como estamos rodeados de rocas inabordables y de precipicios,
hemos estado hasta ahora al cubierto de la rapacidad de las
naciones de Europa, que tienen un inconcebible furor por las piedras
y el fango de nuestra tierra, y que, por conseguirlos, nos matarían a
todos hasta el último.»
La conversación fue larga; versó sobre la forma de su gobierno,
sobre las costumbres, sobre las mujeres, sobre los espectáculos
públicos, sobre las artes. Al fin Cándido, que siempre había sentido
inclinación por la metafísica, mandó preguntar a Cacambo si en el
país había una religión.
El anciano se ruborizó un poco. «¡Cómo!, dijo. ¿Podéis ponerlo
en duda? ¿nos tomáis por ingratos?» Cacambo preguntó
humildemente cuál era la religión de Eldorado. El anciano volvió a
ruborizarse: «¿Acaso puede haber dos religiones?, dijo. Tenemos,
creo, la religión de todo el mundo; adoramos a Dios de la noche a la
mañana. —¿No adoráis más que a un Dios?, dijo Cacambo, que
seguía sirviendo de intérprete a las dudas de Cándido. —
Aparentemente, dijo el anciano, no hay dos, ni tres, ni cuatro. Os
confieso que la gente de vuestro mundo pregunta cosas muy
singulares.» Cándido no se cansaba de mandar interrogar a aquel
buen anciano; quiso saber cómo se rezaba a Dios en Eldorado. «No
le rezamos, dijo el buen y respetable sabio; no tenemos nada que
pedirle, nos ha dado todo lo que necesitamos; le damos gracias sin
cesar.» Cándido tuvo curiosidad por ver sacerdotes; mandó
preguntar dónde estaban. El buen anciano sonrió. «Amigo, dijo,
todos somos sacerdotes; el rey y todos los cabezas de familia
cantan cánticos en acción de gracias solemnemente todas las
mañanas, y cinco o seis mil músicos los acompañan. —¡Cómo! ¿no
tenéis monjes que enseñan, discuten, gobiernan, intrigan, y mandan
quemar a los que no son de su parecer? —Tendríamos que estar
locos, dijo el anciano; todos somos del mismo parecer, y no
comprendemos lo que queréis decir con vuestros monjes.» Cándido
ante todos aquellos discursos permanecía en éxtasis, y se decía
entre sí: «Esto es muy diferente de Vestfalia y del castillo del señor
barón: si nuestro amigo Pangloss hubiera visto Eldorado, ya no
hubiera dicho que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor de
la tierra; es cierto que hay que viajar.»
Tras esta larga conversación, el buen anciano mandó enganchar
una carroza con seis carneros, y dio doce de sus criados a los dos
viajeros para llevarlos a la corte. «Perdonadme, les dijo, si mi edad
me priva del honor de acompañaros. El rey os recibirá de suerte que
no quedaréis descontentos, y perdonaréis sin duda los usos del
país, si alguno hay que os disguste.»
Cándido y Cacambo montaron en la carroza; los seis carneros
volaban y en menos de cuatro horas se llegó al palacio del rey
situado a la otra punta de la capital. La portada tenía doscientos
veinte pies de altura y cien de anchura; es imposible expresar de
qué materia estaba hecha. Bien se ve la superioridad prodigiosa que
debía tener sobre esas piedras y esa arena que nosotros llamamos
oro y piedras preciosas.
Veinte bellas mozas de la guardia recibieron a Cándido y a
Cacambo cuando bajaron de la carroza, los llevaron a los baños, los
revistieron con trajes de tejido de plumón de colibrí; tras lo cual los
oficiales y oficialas mayores de la coloría los llevaron al aposento de
su Majestad pasando entre dos filas de músicos, de mil músicos
cada una, según el protocolo habitual. Cuando se acercaban a la
sala del Trono, preguntó Cacambo a un gran oficial qué había que
hacer para saludar a Su Majestad: si se echaba uno de rodillas o
cuerpo a tierra; si se ponía uno las manos a la cabeza o en el
trasero; si se lamía el polvo de la sala; en una palabra, que cuál era
la ceremonia. «El protocolo es, dijo el oficial mayor, besar al rey y
besarle en los dos carrillos.» Cándido y Cacambo se echaron al
cuello de Su Majestad, que los recibió con todo el agrado
imaginable, y que los invitó a cenar.
Entretanto, les hicieron visitar la ciudad, los edificios públicos que
se elevaban hasta las nubes, los mercados adornados con mil
columnas, las fuentes de agua pura, las fuentes de agua rosa, las
de licor de caña de azúcar que corrían continuamente en grandes
plazas empedradas con una especie de piedras preciosas que
soltaban un olor semejante al del clavero y la canela. Cándido pidió
ver la audiencia, el parlamento; le dijeron que no había y que no se
pleiteaba nunca. Se informó sobre si había prisiones, le dijeron que
no. Lo que más le sorprendió, y más le agradó, fue el palacio de las
ciencias, en el cual vio una galería de dos mil pasos llena de
instrumentos de matemática y física.
Después de haber recorrido en toda la tarde aproximadamente la
milésima parte de la ciudad, los volvieron a llevar donde el rey.
Cándido se sentó a la mesa entre su Majestad, su criado Cacambo,
y varias damas. Nunca se comió mejor, y nunca se tuvo más ingenio
cenando que el que tuvo Su Majestad. Cacambo le explicaba a
Cándido las agudezas del rey y, aunque traducidas, seguían
pareciendo agudezas. De todo lo que a Cándido sorprendía, no fue
esto lo que menos le sorprendió.
Pasaron un mes en aquel hospitalario lugar. Cándido no cesaba
de decirle a Cacambo: «Es verdad, amigo, una vez más, que el
castillo en el que nací no vale el país en el que estamos; pero al fin
la señorita Cunegunda no está en él, y tenéis, sin duda, alguna
amada en Europa. Si permanecemos aquí, sólo seremos como los
demás; en cambio si volvemos a nuestro mundo, sólo con doce
carneros cargados con piedras de Eldorado, seremos más ricos que
todos los reyes juntos, y ya no tendremos que temer a los
inquisidores, y podremos fácilmente volver a llevarnos a la señorita
Cunegunda.»
Este discurso complació a Cacambo; gusta tanto correr, y
hacerse valer entre los suyos, y hacer gala de lo que se ha visto en
los viajes, que los dos felices resolvieron no serlo ya, y pedirle
licencia a Su Majestad para ausentarse.
«Hacéis una tontería, les dijo el rey; bien sé que mi país es poca
cosa; pero cuando se está medianamente bien en un sitio, hay que
quedarse en él. No tengo ciertamente derecho a retener a unos
extranjeros; es tiranía que no está ni en nuestros usos ni en
nuestras leyes: todos los hombres son libres; partid cuando gustéis,
pero la salida es muy difícil. Es imposible subir el río rápido por el
que de milagro habéis llegado, y que corre bajo bóvedas de roca.
Las montañas que rodean mi reino tienen diez mil pies de altura, y
están derechas como murallas: ocupan cada una a lo ancho un
espacio de más de diez mil leguas; sólo se puede bajar de ellas por
precipicios. Sin embargo, puesto que a toda costa queréis marchar,
voy a dar instrucciones a los intendentes de las máquinas para que
hagan una que pueda transportaros cómodamente. Cuando os
hayan conducido al reverso de las montañas, nadie podrá
acompañaros, pues mis súbditos han prometido no salir nunca de su
recinto, y son demasiado prudentes para romper su promesa.
Pedidme por lo demás todo lo que os plazca. —Sólo le pedimos a
Vuestra Majestad, dijo Cándido, algunos carneros cargados de
víveres, de piedras y de barro del país.» El rey se rió: «No concibo,
dijo, qué gusto tiene vuestra gente de Europa por nuestro barro
amarillo; pero llevaos todo el que queráis, y que os aproveche.»
Dio orden en el acto a sus ingenieros de que hicieran una
máquina para guindar a aquellos dos hombres extraordinarios fuera
del reino. Tres mil buenos físicos trabajaron en ella; estuvo lista a los
quince días, y no costó más de veinte millones de libras esterlinas,
moneda del país. Pusieron en la máquina a Cándido y a Cacambo;
había dos grandes carneros rojos ensillados y embridados para
servirles de montura cuando hubieran pasado las montañas, veinte
carneros con albarda cargados de víveres, treinta que llevaban
presentes de lo más curioso que tenía el país, y cincuenta cargados
de oro, piedras preciosas y diamantes. El rey besó tiernamente a los
dos vagabundos.
Fue su partida bello espectáculo, así como la forma en que
fueron izados, ellos y sus carneros, a lo alto de las montañas. Los
físicos se despidieron de ellos tras haberlos puesto en lugar seguro,
y Cándido no tuvo ya más deseo ni más meta que los de ir a
presentar sus carneros a la señorita Cunegunda. «Tenemos, dijo,
con qué pagar al gobernador de Buenos Aires, si es que se puede
poner precio a la señorita Cunegunda. Vamos hacia Cayena,
embarquemos y ya veremos luego qué reino podremos comprar.»
CAPÍTULO XIX

De lo que les aconteció en Surinam[1], y de cómo Cándido conoció a


Martín

L A primera jornada de nuestros dos viajeros fue bastante


agradable. Les daba ánimos la idea de saberse poseedores de
más tesoros de los que Asia, Europa y África podían reunir.
Cándido, arrobado, escribió el nombre de Cunegunda en los
árboles. En la segunda jornada, dos de sus carneros se hundieron
en las marismas, y allí se abismaron con sus cargamentos; otros
dos carneros murieron de cansancio unos días después; siete u
ocho perecieron luego de hambre en el desierto; otros cayeron al
cabo de unos días en precipicios. Al fin, tras cien días de marcha,
sólo les quedaron dos carneros. Cándido dijo a Cacambo: «Amigo,
ya veis lo perecederas que son las riquezas de este mundo; nada
hay sólido más que la virtud y la felicidad de volver a ver a la
señorita Cunegunda. —Lo confieso, dijo Cacambo; pero aún nos
quedan dos cameros con más tesoros de los que pueda tener jamás
el rey de España; y a lo lejos veo una ciudad que sospecho ha de
ser Surinam, que pertenece a los holandeses. Estamos al cabo de
nuestras fatigas y al comienzo de nuestra dicha.»
Al aproximarse a la ciudad, encontraron a un negro echado en el
suelo, que no tenía más que la mitad del traje, o sea un calzón de
tela azul; a aquel pobre hombre le faltaban la pierna izquierda y la
mano derecha. «¡Eli! ¡Dios mío!, le dijo Cándido en holandés, ¿qué
haces ahí, amigo, en el horrible estado en que te veo? —Espero a
mi amo, al señor Vanderdendur, el famoso negociante, contestó el
negro. —¿Es el señor Vanderdendur, dijo Cándido, el que así te ha
tratado? —Sí señor, dijo el negro, es lo habitual. Nos dan un calzón
de tela azul por todo traje dos veces al año. Cuando trabajamos en
azucareras, y la muela nos pilla el dedo, nos cortan la mano; cuando
queremos huir nos cortan la pierna: me he visto en los dos casos. A
ese precio comen azúcar en Europa. Sin embargo, cuando mi
madre me vendió por diez escudos patagones en la costa de
Guinea, me decía: “Querido hijo, bendice a nuestros fetiches,
adóralos siempre, te harán vivir feliz; tienes el honor de ser esclavo
de nuestros señores los blancos, y con ello haces la fortuna de tu
padre y de tu madre.” Desgraciadamente, no sé si hice su fortuna,
pero ellos no han hecho la mía. Los perros, monos y loros son mil
veces menos desgraciados que nosotros; los fetiches holandeses
que me han convertido me dicen todos los domingos que todos
somos hijos de Adán, blancos y negros. No soy genealogista; pero
si esos predicadores dicen la verdad, todos somos primos nacidos
de primos hermanos. Pero reconoceréis que no se puede tratar a los
parientes de forma más horrible. —¡Oh Pangloss!, exclamó
Cándido, no habías adivinado esta abominación; decidido está,
tendrá que renunciar al fin a tu optimismo. —¿Qué es el optimismo?,
decía Cacambo. —¡Ay!, dijo Cándido, “es el empeñarse
rabiosamente en sostener que todo está bien cuando todo está mal”;
y vertía lágrimas al ver a su negro; llorando, entró en Surinam.
La primera cosa de la que se informan, es si no hay en el puerto
algún barco que se pudiera mandar a Buenos Aires. Aquel a quien
se dirigieron era precisamente un patrón español que se ofreció a
hacer con ellos trato honrado. Los citó en una taberna. Cándido y el
fiel Cacambo fueron a esperarle allí con sus dos carneros.
Cándido, que hablaba con el corazón, le contó al español todas
sus aventuras, y le confesó que quería raptar a la señorita
Cunegunda. «Ya me guardaré de pasaros a Buenos Aires, dice el
patrón; me ahorcarían y a vos también; la bella Cunegunda es la
amante favorita de monseñor.» Aquello fue para Cándido como si le
partiera un rayo, lloró largamente; al fin llamó aparte a Cacambo.
«Querido amigo, le dijo, esto es lo que tienes que hacer. Tenemos
cada uno en nuestros bolsillos cinco o seis millones en diamantes;
eres más hábil que yo; ve a Buenos Aires a recoger a la señorita
Cunegunda. Si el gobernador pone alguna pega, dale un millón, si
no se rinde, dale dos; no has matado a inquisidor alguno, nadie
desconfiará de ti. Equiparé otro barco, iré a esperarte a Venecia: es
un país libre en que nada hay que temer ni de los búlgaros, ni de los
ábaros, ni de los judíos, ni de los inquisidores.» Cacambo aplaudió
tan prudente resolución. Estaba desconsolado por separarse de tan
buen amo convertido en su amigo íntimo; pero la dicha de serle útil
venció al dolor de dejarlo. Se abrazaron vertiendo lágrimas: Cándido
le encomendó no olvidara a la buena vieja. Cacambo partió aquel
mismo día: era muy buen hombre aquel Cacambo.
Cándido se quedó algún tiempo en Surinam, y esperó a que otro
patrón quisiera llevarlos a Italia, a él y a los dos carneros que le
quedaban. Tomó criados y compró todo lo que le era necesario para
un largo viaje; al fin el señor Vanderdendur, dueño de un barco
grande, vino a presentarse ante él. «¿Cuánto queréis, preguntó a
este hombre, para llevarme derecho a Venecia, a mí, a mis criados,
mi equipaje, y a los dos carneros que aquí veis?» El patrón ajustó el
precio en diez mil piastras; Cándido no dudó.
«¡Oh!, ¡oh!, dijo entre sí el prudente Vanderdendur, este
extranjero da diez mil piastras de golpe ¡muy rico tiene que ser!»
luego, volviendo un momento después, declaró que no podría partir
por menos de veinte mil. «Bien, se os darán, dijo Cándido. —Bueno,
se dijo quedo el mercader, este hombre da veinte mil piastras tan
fácilmente como diez mil.» Volvió una vez más, y dijo que no podría
llevarle a Venecia por menos de treinta mil piastras. «Pues se os
darán treinta mil, contestó Cándido. —¡Oh, oh!, volvió a decirse el
mercader holandés, a este hombre no le cuestan nada treinta mil
piastras; sin duda los dos carneros llevan tesoros inmensos: no
insistamos más; que nos paguen primero las treinta mil piastras, y
luego veremos.» Cándido vendió dos diamantes pequeños, el menor
de los cuales valía más dinero que todo el que pedía el patrón. Le
pagó por adelantado. Se embarcó a los dos carneros. Cándido
seguía en un bote para reunirse con el barco en la rada; el patrón lo
toma con calma, tiende las velas, desamarra; el viento lo favorece.
Cándido, enajenado y estupefacto, pronto lo pierde de vista. «¡Ay!,
gritó, ésta es una jugarreta digna del viejo mundo.» Vuelve a la
orilla, sumido en dolor, puesto que en fin había perdido con qué
hacer la fortuna de veinte monarcas.
Se traslada a casa del juez holandés; y como estaba algo
turbado, llama con brusquedad a la puerta; entra, expone su
aventura y grita un poco más de lo conveniente. El juez empezó por
hacerle pagar diez mil piastras por el ruido que había metido; luego
le escuchó pacientemente, le prometió examinar su asunto en
cuanto volviera el mercader, y se hizo pagar otras diez mil piastras
por las costas de la audiencia.
Este proceder acabó de desesperar a Cándido; había, a decir
verdad, soportado desgracias mil veces más dolorosas; pero la
sangre fría del juez, y la del patrón que le había robado, le
calentaron la bilis, y le sumieron en la más negra melancolía. La
maldad de los hombres se presentaba a su espíritu con toda su
fealdad, y no abrigaba más que ideas negras. Al fin, estando un
barco francés a punto de salir para Burdeos, como ya no tenía
carneros cargados de diamantes que embarcar, alquiló un camarote
a precio ajustado, y mandó decir por la ciudad que pagaría el
pasaje, la comida y daría dos mil piastras a un hombre honrado que
quisiera hacer el viaje con él, a condición de que ese hombre fuera
el más asqueado de su estado y el más desgraciado de la provincia.
Se presentó tal multitud de pretendientes que una flota no
hubiera podido darles cabida. Cándido, queriendo escoger entre los
más aparentes, distinguió a unas veinte personas que le parecían
bastante sociables, y que todas pretendían merecer preferencia. Los
juntó en su taberna, y les dio de cenar, con la condición de que cada
uno prometiera contar fielmente su historia, asegurando escoger a
aquel que pareciera más digno de su compasión y más descontento
de su estado, con más motivos, y dar a los demás alguna
compensación.
La sesión duró hasta las cuatro de la mañana. Cándido, al
escuchar todas sus aventuras, se volvía a acordar de lo que le había
dicho la vieja al ir a Buenos Aires, y de la apuesta que había hecho,
de que nadie había en el barco a quien no le hubieran ocurrido
grandísimas desgracias. Pensaba en Pangloss con cada aventura
que le contaban: «Ese Pangloss, se decía, muy apurado se vería
para demostrar su sistema. Me gustaría que estuviera aquí.
Ciertamente si todo va bien, es en Eldorado, y no en el resto de la
tierra.» Al fin se decidió en favor de un pobre sabio que había
trabajado diez años para los libreros de Amsterdan. Juzgó que no
había oficio en el mundo del que más asqueado se pudiera estar.
Este sabio, que era por otra parte buen hombre, había sido
robado por la mujer, pegado por el hijo, abandonado por la hija, que
se había hecho raptar por un portugués. Acababa de verse privado
de un modesto empleo con el que subsistía; y los dos predicadores
de Surinam le perseguían porque lo tomaban por un sociniano[2].
Hay que reconocer que los demás eran tan desgraciados al menos
como él, pero Cándido esperaba que el sabio le distrajera durante el
viaje. Todos los demás rivales encontraron que Cándido cometía
con ellos gran injusticia, pero los calmó dándoles cien piastras a
cada uno.
CAPÍTULO XX

De lo que les sucedió a Cándido y a Martín en el mar

E L viejo sabio, que se llamaba Martín, embarcó pues hacia


Burdeos con Cándido. Uno y otro habían visto mucho y sufrido
mucho; y aunque la nave hubiera tenido que navegar desde
Surinam hasta el Japón por el Cabo de Buena Esperanza, hubieran
tenido comentarios sobre el mal físico y el mal moral para todo el
viaje.
Sin embargo Cándido tenía gran ventaja sobre Martín, pues
seguía con la esperanza de volver a ver a la señorita Cunegunda, y
Martín no tenía nada que esperar; tenía además oro y diamantes, y
aunque había perdido cien grandes carneros rojos cargados con los
mayores tesoros de la tierra, aunque estuviera todavía dolido de la
canallada del patrón holandés, sin embargo, cuando pensaba en lo
que le quedaba en los bolsillos, y cuando hablaba de Cunegunda,
sobre todo al final de la comida, se inclinaba entonces por el sistema
de Pangloss.
«Pero vos, señor Martín, le dijo al sabio ¿qué pensáis de todo
esto? ¿Cuál es vuestra idea sobre el mal moral y el mal físico? —
Señor, contestó Martín, mis sacerdotes me han acusado de ser
sociniano; pero la verdad del asunto es que soy muy maniqueo. —
Os burláis de mí, dijo Cándido; ya no hay maniqueos en el mundo.
—Estoy yo, dijo Martín; qué le voy a hacer, no puedo pensar de otro
modo. —Tenéis que tener metido el diablo en el cuerpo, dijo
Cándido.
—Se mete tanto en los asuntos de este mundo, dijo Martín, que
bien podría haberse metido en mi cuerpo como en todo lo demás;
pero os confieso que al echar un vistazo a este globo, o más bien a
este glóbulo, pienso que Dios se lo ha dejado a algún malvado;
aunque exceptuando Eldorado. Apenas vi ciudad que no deseara la
ruina de la ciudad vecina, familia que no quisiera exterminar a
alguna otra familia. En todas partes los débiles aborrecen a los
poderosos ante los cuales se arrastran, y los poderosos los tratan
como rebaños cuya lana y carne se venden. Un millón de asesinos
alistados, corriendo de una punta a otra de Europa, ejercen el
asesinato y el bandolerismo disciplinadamente para ganarse el pan,
porque no tienen mejor oficio; y en las ciudades que parecen gozar
de paz, y donde florecen las artes, devoran a los hombres más
envidia, cuidados e inquietudes que azotes soporta una ciudad
asediada. Las penas secretas son más crueles aún que las miserias
públicas. En una palabra, tanto he visto y tanto he sufrido que soy
maniqueo. —Y sin embargo hay cosas buenas, replicaba Cándido.
—Puede ser, decía Martín; pero yo no las conozco.»
En medio de tal disputa se oyó el ruido de un cañón. El ruido
redobló por momentos. Cada uno coge su anteojo. Vislumbran a dos
navíos que combatían a unas tres millas: el viento los acercó tanto
uno y otro a la nave francesa que tuvieron el placer de ver a gusto el
combate. Al fin una de las dos naves soltó a la otra una andanada
tan baja y ajustada que la hundió. Cándido y Martín vieron
claramente a un centenar de hombres en la cubierta del barco que
se hundía; todos alzaban las manos al cielo y lanzaban horrendos
clamores: en un momento todo fue abismado. «Ya veis, dijo Martín,
cómo se tratan los hombres unos a otros. —Es verdad, dijo
Cándido, que hay algo diabólico en este asunto.» Al hablar de este
modo, vio no sé qué de un rojo vivo que nadaba cerca de su nave.
Desataron la chalupa para ver qué podía ser: era uno de sus
carneros. A Cándido le dio más alegría encontrar a este carnero que
pena tuvo al perder a cien cargaditos de grandes diamantes de
Eldorado.
El capitán francés se dio pronto cuenta de que el capitán de la
nave hundidora era español, y que el de la nave hundida era un
pirata holandés; era el mismo que había robado a Cándido. Las
inmensas riquezas de las que aquel canalla se había apoderado
fueron sepultadas con él en el mar, y sólo se salvó un carnero. «Ya
veis, le decía Cándido a Martín, que el crimen es castigado a veces;
este granuja de patrón holandés ha tenido la suerte que merecía. —
Sí, dijo Martín; ¿pero era necesario que los pasajeros que estaban
en su barco perecieran también? Dios castigó a ese bribón, el diablo
ahogó a los demás.»
Entretanto, las naves francesa y española prosiguieron su ruta, y
Cándido prosiguió sus conversaciones con Martín. Discutieron
quince días seguidos, y al cabo de los quince días estaban como el
primero. Pero al fin hablaban, se comunicaban ideas, se
consolaban. Cándido acariciaba a su carnero. «Puesto que te
encontré, dijo, bien podré encontrar a Cunegunda.»
CAPÍTULO XXI

Cándido y Martín se aproximan a las costas de Francia y razonan

S E vieron al fin las costas de Francia. «¿Habéis estado alguna


vez en Francia, señor Martín?, dijo Cándido. —Sí, dijo Martín,
he recorrido varias provincias. Las hay en las que la mitad de la
población está loca, otras en las cuales son demasiado ladinos,
otras en las que son bastante tranquilos y bastante tontos, otras en
las que se las dan de ingeniosos; y, en todas, la principal ocupación
es el amor; la segunda, maldecir; y la tercera, decir necedades. —
Pero señor Martín, ¿habéis visto París? —Sí, he visto París; tiene
algo de todas esas especies; es un caos, es un gentío en el que
todo el mundo busca el placer, y donde casi nadie lo encuentra al
menos según me ha parecido. He vivido poco allí; unos rateros me
robaron al llegar todo lo que tenía, en la feria de St. Germain; me
tomaron a mí mismo por ladrón, y estuve ocho días en prisión; tras
lo cual me hice corrector de pruebas para ganarme con qué volver a
pie a Holanda. Conocí a la canalla escribiente, a la canalla
conspiradora, y a la canalla convulsionaria[1]. Dicen que hay gente
muy civilizada en aquella ciudad: quiero creerlo. —Pues yo no siento
ninguna curiosidad por ver Francia, dijo Cándido; adivináis
fácilmente que cuando se ha pasado un mes en Eldorado, ya no
interesa ver nada en la tierra salvo a la señorita Cunegunda: voy a
Venecia a esperarla; cruzaremos Francia para ir a Italia; ¿no me
acompañaréis? —Con mucho gusto, dijo Martín; dicen que Venecia
sólo es buena para los nobles venecianos, pero que sin embargo se
recibe allí muy bien a los extranjeros cuando tienen mucho dinero:
yo no tengo, vos tenéis, os seguiré a todas partes. —A propósito,
dijo Cándido, ¿pensáis que la tierra haya sido en su origen un mar,
como lo asegura el librote[2] que pertenece al capitán del barco? —
No me lo creo, dijo Cándido, como tampoco creo todas esas
fantasías que nos cuentan de un tiempo a esta parte. —Pero, ¿con
qué fin ha sido entonces fundado este mundo?, dijo Cándido. —
Para hacernos rabiar, contestó Martín. —No os extraña mucho,
continuó Cándido, el amor que aquellas dos muchachas de la tierra
de los orejones tenían por aquellos dos monos, y cuya aventura os
conté. —En absoluto, dijo Martín; no veo lo que esa pasión pueda
tener de extraño: he visto tantas cosas extraordinarias que ya no
hay nada extraordinario. —¿Creéis, dijo Cándido, que los hombres
siempre se hayan asesinado mutuamente como lo hacen hoy? ¿que
siempre hayan sido mentirosos, falsos, pérfidos, ingratos, bandidos,
débiles, veleidosos, cobardes, envidiosos, golosos, borrachos,
avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, depravados,
fanáticos, hipócritas y necios? —¿Creéis, dijo Martín, que los
gavilanes siempre se hayan comido a las palomas cuando las han
encontrado? —Sí, sin duda, dijo Cándido. —Pues bien, dijo Martín,
si los gavilanes siempre han tenido el mismo carácter ¿por qué
queréis que los hombres hayan cambiado el suyo? —¡Oh!, dijo
Cándido, hay mucha diferencia, pues el libre albedrío…»
Razonando de esta suerte, llegaron a Burdeos.
CAPÍTULO XXII

De lo que a Cándido y a Martín les aconteció en Francia

C ÁNDIDO se detuvo en Burdeos sólo el tiempo necesario para


vender algunos pedruscos de Eldorado, y para hacerse una
buena silla de dos plazas, pues no podía prescindir ya de su filósofo
Martín; sólo le disgustó mucho separarse de su carnero, al que dejó
en la Academia de Ciencias de Burdeos[1], la cual propuso como
tema del premio de aquel año averiguar por qué la lana de aquel
carnero era roja; y se adjudicó el premio a un sabio del norte, que
demostró que A, más B, menos C dividido por Z, que el carnero
tenía que ser rojo y morir de viruelas.
Entretanto, todos los viajeros que Cándido encontró en las
tabernas del camino le decían: «Vamos a París.» Esta general
diligencia le dio al fin ganas de ver aquella capital; no era desviarse
mucho de su camino a Venecia.
Entró por el arrabal de Saint-Marceau, y creyó estar en el pueblo
más feo de Vestfalia.
Apenas llegado Cándido a su posada, le dio una enfermedad
ligera, debida a la fatiga. Como tenía en el dedo un diamante
enorme, y que habían visto entre su equipaje un arca
prodigiosamente pesada, tuvo en seguida a su lado a dos médicos a
los que no había llamado, a algunos amigos íntimos que no se
separaron de él y a dos devotas que le calentaban los caldos. Decía
Martín: «Recuerdo haber estado también enfermo en París en mi
primer viaje; era muy pobre: por ello no tuve amigos, ni devotas, ni
médicos, y sané.»
Mientras tanto, a fuerza de medicinas y sangrías, la enfermedad
de Cándido se hizo seria. Un asiduo del barrio vino con dulzura a
pedirle un pagaré al portador para el otro mundo[2]: Cándido no
quiso hacerlo. Las devotas le aseguraron que era una nueva moda;
Cándido contestó que no era hombre de modas. Martín quiso tirar al
asiduo por la ventana. El clérigo juró que no se enterraría a
Cándido. Martín juró que enterraría al clérigo si seguía
importunándolos. La disputa se acaloró: Martín lo cogió por los
hombros y lo echó con rudeza; lo cual causó gran escándalo, del
que se hizo atestado.
Cándido sanó; y durante su convalecencia tuvo muy buena
compañía en su casa para cenar. Se jugaba fuerte. Cándido se
extrañaba mucho de que nunca le vinieran los ases; y a Martín no le
extrañaba.
Entre los que hacían los honores de la ciudad, había un joven
abate del Perigord, una de esas personas solícitas, siempre alertas,
siempre serviciales, desvergonzadas, cariñosas, acomodadizas, que
acechan el paso de los extranjeros, les cuentan la historia
escandalosa de su ciudad, y les ofrecen placeres de todos los
precios. Éste llevó primero a Cándido y a Martín a la comedia. Se
representaba una tragedia nueva[3]. Cándido se encontró colocado
al lado de algunas personas cultas. Lo cual no le impidió llorar ante
algunas escenas perfectamente representadas. Uno de los
razonadores que estaba a su lado le dijo en un entreacto: «Hacéis
mal en llorar, esa actriz es muy mala; el actor que trabaja en ella
todavía peor; la obra es peor aún que los actores; el autor no sabe
ni palabra de árabe, y sin embargo la escena es en Arabia; y
además, es un hombre que no cree en las ideas innatas[4]; mañana
os traeré veinte folletos sobre él. —Señor, ¿cuántas obras de teatro
tienen en Francia?», dijo Cándido al abate; el cual contestó: «Cinco
o seis mil.» —Muchas son, dijo Cándido; pero ¿cuántas hay
buenas? —Quince o dieciséis, contestó el otro. —Mucho es, dijo
Martín.
A Cándido le contentó mucho una actriz que hacía de reina
Isabel, en una tragedia bastante sosa que a veces se representa.
«Esta actriz, le dijo a Martín, me gusta mucho; tiene un parecido
engañoso con la señorita Cunegunda; me gustaría mucho
saludarla.» El abate del Perigord se ofreció a introducirlo en su casa.
Cándido, educado en Alemania, preguntó cuál era la etiqueta, y
cómo se trataba en Francia a las reinas de Inglaterra. «Depende,
dijo el abate; en provincias se las lleva a la taberna; en París se las
respeta mucho cuando son hermosas y se las echa al vertedero
cuando están muertas. —¡Reinas al vertedero!, dijo Cándido. —Sí,
es cierto, dijo Martín; el señor abate tiene razón: estaba yo en París
cuando la señorita Monime[5] pasó, como se dice, a mejor vida; le
negaron lo que aquí la gente llama “los honores de la sepultura”, o
sea pudrirse con todos los desharrapados del barrio en un mal
cementerio, la enterraron a ella sola de su compañía en la esquina
de la calle de Borgoña; lo cual debió causarle extremada pena, pues
pensaba con mucha nobleza. —Eso es muy descortés, dijo
Cándido. —¿Qué queréis?, dijo Martín; así son estas gentes.
Imaginaos todas las contradicciones, todas las incompatibilidades
posibles, las veréis en el gobierno, en los tribunales, en las iglesias,
en los espectáculos de esta extraña nación. —¿Es cierto que en
París se ríe siempre?, dijo Cándido. —Sí, dijo el abate, pero
rabiando: porque de todo se queja uno a carcajadas; incluso se
hacen riendo las acciones más detestables. —¿Quién es, dijo
Cándido, ese gran cerdo que me hablaba tan mal de la obra en la
que tanto he llorado, y de los actores que tanto me han gustado? —
Es un hombre de mala vida, contestó el abate, que pasa el tiempo
hablando mal de todas las obras y de todos los libros; odia a todo el
que triunfa, como los eunucos odian a los que gozan; es una de
esas serpientes de la literatura que se nutren de fango y de veneno;
es un foliculario. —¿A qué llamáis foliculario?, dijo Cándido. —Es,
dijo el abate, un fabricante de panfletos, un F…»[6].
Así es como Cándido, Martín y el de Perigord, razonaban en la
escalera, viendo desfilar a la gente al salir de la obra[7]. «Aunque
tenga mucha prisa por volver a ver a la señorita Cunegunda, dijo
Cándido, quisiera sin embargo cenar con la señorita Clairon, pues
me ha parecido admirable.»
El abate no era hombre que frecuentara a la señorita Clairon,
que sólo se codeaba con gente distinguida. «Tiene un compromiso
para esta noche, dijo, pero tendré el honor de llevaros a casa de una
dama de calidad, y allí conoceréis París como si hubierais pasado
en él cuatro años.»
Cándido, que era curioso por naturaleza, se dejó llevar a casa de
la dama, al final del arrabal de St. Honoré; estaban ocupados en un
faraón; doce tristes jugadores tenían en la mano un librito de cartas,
registro cornudo de sus infortunios. Reinaba un profundo silencio, la
palidez estaba en la frente de los jugadores, la inquietud en la del
banquero; y la señora de la casa, sentada cerca de aquel
despiadado banquero, se fijaba con ojos de lince en todos los
párolis[8], en todos los siete y paso con el que cada jugador doblaba
un pico de sus cartas; se las hacía desdoblar con atención severa,
pero cortés, y no se enfadaba por miedo a perder a sus clientes. La
dama se hacía llamar marquesa de Parolignac. Su hija, de quince
años, estaba entre los jugadores, y avisaba con un guiño las
granujadas de aquella pobre gente que intentaba reparar las
crueldades de la suerte. El abate de Perigord, Cándido y Martín,
entraron; nadie se levantó, ni los saludó, ni los miró; todos estaban
profundamente ocupados en sus naipes. «La señora baronesa de
Thunder-ten-tronckh era más cortés», dijo Cándido.
Entretanto, el abate se acercó al oído de la marquesa, que se
levantó a medias, honró a Cándido con atenta sonrisa, y a Martín
con una expresión de gran nobleza; mandó dar un asiento y un
juego de naipes a Cándido, que perdió cincuenta mil francos en dos
manos, tras lo cual cenaron con mucha alegría; y todos se
extrañaban de que a Cándido no le hubiera afectado su pérdida; los
lacayos decían entre sí, con su lenguaje de lacayos: «Tiene que ser
un milord inglés.»
La cena fue como la mayoría de las cenas de París: primero
silencio, después ruido de palabras que no se distinguen, luego
bromas en su mayoría insípidas, falsas noticias, malos
razonamientos, un poco de política y mucha maledicencia; hasta se
habló de nuevos libros. «¿Habéis visto, dijo el abate de Perigord, la
novela del señor Gauchat[9], doctor en teología? —Sí, contestó uno
de los comensales, pero no pude terminarla. Tenemos un montón de
escritos impertinentes, pero todos juntos no alcanzan la
impertinencia de Gauchat, doctor en teología; tan saturado estoy de
esta inmensidad de libros detestables que nos inunda que me he
puesto a apostar al faraón. —¿Y de las Mezclas del arcediano T…
[10] qué me dice usted?, dijo el abate. —¡Ay!, dijo la señora de

Parolignac, ¡qué mortal tan aburrido! ¡Qué curiosamente os cuenta


lo que todo el mundo sabe! ¡Con qué pesadez discute aquello en
que no vale la pena fijarse ni levemente! ¡Cómo se apropia, sin
ingenio, del ingenio de los demás! ¡Cómo estropea lo que pilla!
¡Cómo me asquea!, pero no me volverá a asquear; con haber leído
algunas páginas del arcediano ya es suficiente.»
Estaba en la mesa un hombre sabio y de buen gusto que
corroboró lo que decía la marquesa. Hablaron luego de tragedias[11];
la dama preguntó por qué había tragedias que a veces se
representaban y que no se podían leer. El hombre de buen gusto
explicó muy bien cómo una obra puede tener algún interés, y no
poseer apenas mérito; demostró con pocas palabras que no bastaba
con llevar una o dos de esas situaciones que se encuentran en las
novelas, y que siempre seducen a los espectadores, sino que hay
que ser nuevo sin ser extraño, a menudo sublime y siempre natural;
conocer el corazón humano y hacerlo hablar; ser gran poeta sin que
ningún personaje de la obra parezca nunca poeta; saber
perfectamente su lengua, hablarla con pureza, con continua
armonía, sin que nunca el sentido sufra por la rima. Cualquiera,
añadió, que no observe estas reglas puede hacer una o dos
tragedias aplaudidas en el teatro, pero no se le contará nunca entre
los buenos escritores; hay muy pocas tragedias buenas; unas son
idilios en diálogos bien escritos y bien rimados; otras, razonamientos
políticos que duermen a uno, o amplificaciones que echan para
atrás; otras, sueños de energúmeno, en estilo barroco, propósitos
interrumpidos, largas interpelaciones a los dioses, porque no se
sabe hablar a los hombres, falsas máximas, lugares comunes
ampulosos.
Cándido escuchó con atención estos propósitos y concibió gran
estima por el discursante; y, como la marquesa había tenido cuidado
de colocarle a su lado, se le acercó al oído, y se tomó la libertad de
preguntarle quién era aquel hombre que tan bien hablaba. «Es un
sabio, dijo la dama, que no apuesta, y al que el abate trae a veces a
cenar: es muy entendido en tragedias y en libros, y ha hecho una
tragedia pateada, y un libro del cual sólo se ha visto fuera de la
librería de su editor un ejemplar, que me ha dedicado. —¡Qué gran
hombre!, dijo Cándido, es otro Pangloss.»
Entonces, volviéndose hacia él le dijo: «Señor, ¿pensáis, sin
duda, que todo es óptimo en el mundo físico y en el moral y que
nada podía ser de otro modo? —Yo, señor, le contestó el sabio, no
pienso nada de todo eso: encuentro que entre nosotros todo va mal;
que nadie sabe ni cuál es su rango ni cuál su cargo, ni lo que hace,
ni lo que debe hacer, y que exceptuando la cena, que es bastante
alegre, y donde parece que hay bastante unión, todo el resto del
tiempo transcurre en impertinentes querellas: jansenistas contra
molinistas, gente del parlamento contra gente de la iglesia, gente de
letras contra gente de letras, cortesanos contra cortesanos,
financieros contra pueblo, mujeres contra maridos, parientes contra
parientes; es una eterna guerra.»
Cándido le replicó: «Peores cosas he visto, pero un sabio, que
luego tuvo la desgracia de ser ahorcado, me enseñó que todo va de
maravilla: son sombras a un bello cuadro. —Vuestro ahorcado se
burlaba de la gente, dijo Martín; vuestras sombras son horribles
manchas. —Son los hombres los que hacen las manchas, dijo
Cándido, y no pueden evitarlo. —Por lo tanto no tienen culpa, dijo
Martín.» La mayoría de los jugadores, que no entendía nada de este
lenguaje, bebía; y Martín razonó con el sabio, y Cándido le contó
parte de sus aventuras a la dueña de la casa.
Después de cenar, la marquesa llevó a Cándido a su gabinete, y
le hizo sentar en un sofá. «Bueno, le dijo, ¿seguís amando
perdidamente a la señorita Cunegunda de Thunder-ten-tronckh? —
Sí señora», contestó Cándido. La marquesa replicó con tierna
sonrisa: «Contestáis como un joven de Vestfalia; un francés me
hubiera dicho: “Es verdad que amaba a la señorita Cunegunda, mas
al veros, señora, temo no amarla ya.” —Ay, señora, dijo Cándido,
contestaré como gustéis. —Vuestra pasión por ella, dijo la
marquesa, comenzó al recoger su pañuelo; quiero que recojáis mi
liga. —De todo corazón», dijo Cándido; y la recogió. «Pero quiero
que volváis a ponérmela», dijo la dama; y Cándido volvió a
ponérsela. «Veis, dijo la dama, sois extranjero; languidecen a veces
mis amantes de París quince días, pero me rindo a vos la primera
noche, porque hay que hacerle los honores de su tierra a un joven
de Vestfalia.» La bella, habiendo visto dos hermosos diamantes en
las dos manos de su joven extranjero, los alabó con tanta fe que
pasaron de los dedos de Cándido a los de la marquesa.
Cándido, al volverse con su abate del Perigord, sintió algún
remordimiento por haberle sido infiel a la señorita Cunegunda; el
señor abate compartió su pesar; sólo le tocaba una pequeña parte
de las cincuenta mil libras perdidas por Cándido en el juego, y del
valor de los dos brillantes medio dados, medio sacados. Su
propósito era aprovechar, todo lo que pudiera, las ventajas que el
haber conocido a Cándido pudiera aportarle. Le habló mucho de
Cunegunda, y Cándido le dijo que pediría cumplidamente perdón a
aquella bella por su infidelidad, cuando volviera a verla en Venecia.
El del Perigord redoblaba cortesías y atenciones y tomaba tierno
interés por todo lo que Cándido decía, por todo lo que hacía, por
todo lo que quería hacer. «¿Tenéis pues, señor, le dijo, cita en
Venecia? —Sí, señor abate, dijo Cándido; es absolutamente
necesario que vaya a encontrar a la señorita Cunegunda.»
Entonces, alentado por el placer de hablar de lo que amaba, contó,
según su costumbre, parte de sus aventuras con aquella ilustre
vesfaliana.
«Creo, dijo el abate, que la señorita Cunegunda es muy
ingeniosa, y que escribe cartas encantadoras. —Nunca las recibí,
dijo Cándido; pues advertid que habiéndome echado del castillo por
amor de ella, no podía escribirle; que poco después me enteré de
que había muerto, que luego la volví a encontrar, y que la perdí, y
que le he enviado a dos mil quinientas leguas de aquí a un
mensajero cuya respuesta aguardo.»
El abate escuchaba atentamente, y parecía algo pensativo. Se
despidió de los dos extranjeros, tras haberlos abrazado tiernamente.
Al día siguiente, Cándido, al despertar, recibió una carta concebida
en estos términos:
«Muy querido señor amante, hace ocho días que estoy enferma
en esta ciudad; me entero de aquí estáis. Volaría a vuestros brazos
si moverme pudiera. He sabido de vuestro paso por Burdeos; allí
dejé al fiel Cacambo y a la vieja, que pronto vendrán conmigo. El
gobernador de Buenos Aires todo lo ha cogido, sólo me queda
vuestro corazón; vuestra presencia me devolverá la vida o me hará
morir de gozo.»
Esta carta encantadora, esta carta inesperada, llenó a Cándido
de inexpresable alegría; y la enfermedad de su querida Cunegunda
le abrumó de dolor. Desgarrado por estos dos sentimientos, coge su
oro y diamantes, y se hace llevar con Martín al hotel en el que se
hospedaba la señorita Cunegunda. Entra temblando de emoción,
palpita su corazón, solloza su voz; quiere abrir las cortinas de la
cama; quiere mandar traer luz. «No se os ocurra, dice la dama de
compañía, la luz la mata»; y vuelve a cerrar precipitadamente la
cortina. «Mi querida Cunegunda, dice Cándido llorando, ¿cómo os
encontráis? si no podéis verme, habladme al menos. —No puede
hablar», dice la dama de compañía. La dama saca entonces de la
cama una mano regordeta que Cándido riega con lágrimas durante
largo rato, y que llena luego de diamantes, dejando una bolsa de oro
en la butaca.
Cuando estaba en pleno arrobamiento llega un alguacil seguido
del abate del Perigord y de una escuadra. «¿Éstos son, dice, los dos
extranjeros sospechosos?» Los manda detener en el acto, y manda
a sus valientes llevarlos a prisión. «No se trata así a los viajeros en
Eldorado, dice Cándido. —Soy más maniqueo que nunca, dice
Martín. —Pero señor, ¿adónde nos lleváis?, dice Cándido. —A una
mazmorra», dice el aguacil.
Martín, tras recobrar la sangre fría, juzgó que la dama que
pretendía ser Cunegunda era una bribona, el señor abate del
Perigord un bribón que había abusado a toda prisa de la inocencia
de Cándido, y el alguacil otro bribón al que se podía uno quitar de
encima con facilidad.
Antes que exponerse a los autos de la justicia, Cándido, ilustrado
por sus consejos y siempre impaciente por otra parte por volver a
ver a la verdadera Cunegunda, le ofrece al alguacil tres diamantitos
de tres mil doblas cada uno. «¡Ay!, señor, le dice el hombre de la
vara de marfil, aunque hubieseis cometido todos los crímenes
imaginables, sois el hombre más honrado del mundo. ¡Tres
diamantes! ¡de tres mil doblas cada uno! ¡Señor! por vos me dejaría
matar, en vez de llevaros a un calabozo. Se detiene a todos los
extranjeros, pero dejadlo de mi mano; tengo un hermano en Dieppe,
en Normandía; voy a llevaros allá; si tenéis algún diamante que
darle, cuidará de vos como de mí. —¿Y por qué detienen a todos los
extranjeros?[12]», dice Cándido. El abate del Perigord tomó entonces
la palabra y dijo: «Es porque un pícaro del país de Atrebatia oyó
decir necedades: aquello sólo le hizo cometer un parricidio, no como
el de 1610[13] en el mes de mayo, sino como el de 1594 en el mes
de diciembre, y tal como otros varios cometidos en otros años y en
otros meses por pícaros que habían oído decir necedades.»
El alguacil explicó entonces de qué se trataba: «¡Oh, qué
monstruos!, exclamó Cándido. ¡Cómo tales horrores en un pueblo
que canta y baila! ¿No podría yo salir lo antes posible de este país
en el que monos provocan a tigres? En mi país he visto osos; sólo
en Eldorado he visto hombres. Por Dios, señor alguacil, llevadme a
Venecia, donde debo esperar a la señorita Cunegunda. —Sólo
puedo llevaros a la Baja Normandía», dice el guardia. Enseguida
manda quitarle los hierros, dice que se ha confundido, manda a su
gente retirarse, y lleva a Dieppe a Cándido y a Martín, y los deja en
manos de su hermano. Había un barquito holandés en la rada. El
normando, con ayuda de otros tres diamantes, vuelto el más
servicial de los hombres, embarca a Cándido y a su gente en el
navío que iba a zarpar a Portsmouth en Inglaterra. No era el camino
dé Venecia, pero Cándido creía haberse librado del infierno y
contaba con proseguir su ruta a Venecia en la primera ocasión.
CAPÍTULO XXIII

Cándido y Martín van a Las costas de Inglaterra; lo que allí ven

«¡ A YCunegunda!
, Pangloss! ¡Pangloss! ¡Ay, Martín! ¡Martín! ¡Ay, querida
¿Qué mundo es éste?, decía Cándido en el
navío holandés. —Algo muy loco y muy abominable, contestaba
Martín. —Conocéis Inglaterra, ¿están allí tan locos como en
Francia? —Es otra especie de locura, dijo Martín. ¿Sabéis que estas
dos naciones están en guerra por unos arpendes de nieve allá por
Canadá[1], y que gastan en esa hermosa guerra mucho más de lo
que vale el Canadá entero? Deciros con precisión si hay más locos
de atar en un país que en el otro, es lo que mis pocas luces no me
permiten; sólo sé que en general la gente a la que vamos a ver es
muy atrabiliaria.»
Charlando de esta suerte llegaron a Portsmouth; gran gentío
cubría la orilla, y miraba atentamente a un hombre bastante grueso
que estaba de rodillas, con los ojos vendados, en cubierta de uno de
los buques de la flota; cuatro soldados, apostados frente a este
hombre, le tiraron cada uno tres balas en el cráneo, con la mayor
tranquilidad del mundo; y toda la asamblea se retiró
extremadamente satisfecha. «¿Pero qué es todo esto?, dijo
Cándido; y ¿qué demonio ejerce en todas partes su imperio?»
Preguntó quién era aquel hombre grueso al que se acababa de
matar con esa ceremonia. «Es un almirante[2], le contestaron. —¿Y
por qué matar a un almirante? —Es, le dijeron, porque no ha
mandado matar a bastante gente; ha entablado combate con un
almirante francés, y han encontrado que no estaba suficientemente
cerca de él. —Pero, dijo Cándido, ¡el almirante francés estaba tan
lejos del almirante inglés como éste de aquél! —Eso es
incontestable, le replicaron; en este país es bueno matar de vez en
cuando a un almirante para animar a los demás.»
Cándido quedó tan atónito y tan escandalizado por lo que veía y
oía que no quiso ni pisar tierra, y cerró el trato con el patrón
holandés (aunque le fuera a robar como el de Surinam) para que le
llevara sin demora a Venecia.
El patrón estuvo listo al cabo de dos días. Bordearon Francia;
avistaron Lisboa, y Cándido se estremeció. Entraron en el Estrecho
y en el Mediterráneo; llegaron por fin a Venecia. «¡Alabado sea
Dios!, dijo Cándido abrazando a Martín, aquí es donde volveré a ver
a la bella Cunegunda. Cuento con Cacambo como conmigo mismo.
Todo está bien, todo va bien, todo va lo mejor posible.»
CAPÍTULO XXIV

De Paquita y del hermano Alhelí

E N cuanto llegaron a Venecia, mandó buscar a Cacambo por


todas las tabernas, por todos los cafés, en casa de todas las
prostitutas, y no lo encontró. Mandaba a diario a buscar por todos
los buques y barcas: ni rastro de Cacambo. «¡Cómo!, le decía a
Martín, ¡he tenido tiempo de pasar de Surinam a Burdeos, de ir de
Burdeos a París, de París a Dieppe, de Dieppe a Portsmouth, de
bordear Portugal y España, de cruzar todo el Mediterráneo, de pasar
algunos meses en Venecia, y la bella Cunegunda no ha venido! ¡En
su lugar sólo encontré a una bribona y a un abate del Perigord!
Cunegunda ha muerto, sin duda; ya sólo me queda morir. ¡Ay!, más
me valía haberme quedado en el paraíso de Eldorado que volver a
esta maldita Europa. Tenéis razón, ¡querido Martín!, todo no es más
que ilusión y calamidad.»
Cayó en negra melancolía, y no tomó parte alguna en la ópera
«alla moda» ni en las demás diversiones del carnaval; ninguna
dama le dio la más mínima tentación. Martín le dijo: «En verdad sois
bien simple al figuraros que un criado mestizo que tiene cinco o seis
millones en los bolsillos va a ir a buscar a vuestra amada a los
confines del mundo y que os la va a traer a Venecia. La tomará para
sí, si la encuentra. Si no la encuentra, tomará a otra: os aconsejo
olvidéis a vuestro criado Cacambo y a vuestra querida Cunegunda.»
Martín no estaba consolador. La melancolía de Cándido aumentó, y
Martín no dejaba de probarle que había poca virtud y poca felicidad
en la tierra; exceptuando quizás en Eldorado, a donde nadie podía
ir.
Discutiendo sobre esta importante materia, y esperando a
Cunegunda, Cándido reparó en un joven teatino en la plaza de San
Marcos, que daba el brazo a una moza. El teatino parecía fresco,
regordete, vigoroso; tenía los ojos brillantes, aire seguro, buena
prestancia, paso firme. La moza era muy bonita, y cantaba; miraba
amorosamente al teatino, y de vez en cuando le pellizcaba los
gordos mofletes. «Confesaréis al menos, le dijo Cándido a Martín,
que esta gente es feliz. Hasta ahora no he encontrado en toda la
tierra habitable, salvo en Eldorado, mas que a infortunados, pero
esta moza y este teatino, apuesto a que son criaturas muy felices.
—Apuesto a que no, dijo Martín. —Basta con invitarlos a cenar, y
veréis si me equivoco.»
Enseguida los aborda, les hace un cumplido, y los invita a venir a
su hospedería a comer macarrones, perdices de Lombardía, huevos
de esturión, y a beber vino de Montepulciano, lácrima-cristi, chipre y
samos. La señorita se ruborizó, el teatino aceptó el convite, y la
moza le siguió mirando a Cándido con ojos de sorpresa y confusión,
que se oscurecieron con algunas lágrimas. Apenas hubo entrado en
el cuarto de Cándido, le dijo: «¡Bueno, señor Cándido, ya no
reconoce a Paquita!» Ante estas palabras, Cándido, que hasta
entonces no la había mirado atentamente, porque sólo de
Cunegunda estaba ocupado, le dijo: «¡Ay!, pobre hija, ¿sois vos
quien puso al doctor Pangloss en el bonito estado en el que le vi?
—¡Ay señor! la misma, dijo Paquita; veo que estáis al corriente
de todo. He sabido las espantosas desgracias ocurridas a toda la
casa de la señora baronesa y a la bella Cunegunda. Os juro que mi
destino no ha sido menos triste. Era yo muy inocente cuando me
visteis. Un franciscano, que era confesor mío, me sedujo fácilmente.
Las consecuencias de aquello fueron horribles; me vi obligada a
salir del castillo poco después de que el señor barón os echara a
vos a puntapiés en el trasero. Si un médico famoso no se hubiera
apiadado de mí, muerta era. Fui algún tiempo, por agradecimiento,
querida de aquel médico. Su mujer, que era rabiosamente celosa,
me pegaba despiadadamente todos los días; era una furia. Aquel
médico era el más feo de todos los hombres, y yo la más
desgraciada de todas las criaturas por ser continuamente pegada a
causa de un hombre al que no amaba. Sabéis, señor, lo peligroso
que es para una mujer de mal genio el ser esposa de un médico.
Éste, indignado por el proceder de su mujer, le dio un día, para
curarle un catarrito, una medicina tan eficaz que se murió al cabo de
dos horas con horribles convulsiones. Los parientes de la señora
interpusieron al señor un proceso criminal; huyó, y a mí me metieron
en la cárcel. Mi inocencia no me hubiera salvado si no hubiera sido
un poco bonita. El juez me liberó, con la condición de que sucedería
al médico. Pronto me suplantó una rival, me echaron sin
recompensa, y me vi obligada a seguir este abominable oficio que a
vosotros, hombres, tanto os gusta, y que para nosotras es sólo un
abismo de miseria. Fui a ejercer la profesión a Venecia. ¡Ay!, señor,
si pudierais imaginar lo que es estar obligada a acariciar
indistintamente a un viejo mercader, a un abogado, a un monje, a un
gondolero, a un abate; estar expuesta a todos los insultos, a todas
las afrentas; verse a menudo reducida a pedir prestada una falda
para que la alce un hombre asqueroso; que uno robe lo que con otro
se ha ganado; verse multada por los encargados de la justicia, y no
tener más perspectiva que la de una vejez atroz, un hospital, y un
muladar, concluiríais que soy una de las criaturas más desdichadas
del mundo.» Paquita abría de esta suerte su corazón al buen
Cándido en un gabinete, en presencia de Martín, que decía a
Cándido: «Veis que ya gané la mitad de la apuesta.»
El hermano Alhelí se había quedado en el comedor, y echaba un
trago esperando la cena. «Pero, le dijo Cándido a Paquita, parecíais
tan alegre, tan contenta, cuando os encontré; cantabais, acariciabais
al teatino con natural complacencia, me parecisteis tan dichosa
como infortunada pretendéis ser. —¡Ay, señor!», contestó Paquita,
«ésta es otra de las miserias del oficio. Ayer me robó y pegó un
oficial, y hoy tengo que parecer de buen humor para gustarle a un
monje.»
Cándido se dio por satisfecho; confesó que Martín tenía razón.
Se sentaron a la mesa con Paquita y el teatino; la comida fue
bastante divertida, y hacia el final se hablaron con cierta confianza.
«Padre, le dijo Cándido al monje, me parecéis gozar de un destino
que todo el mundo debe envidiaros; brilla la flor de la salud en
vuestra cara, vuestra fisionomía anuncia felicidad; y tenéis para
recreo vuestro a una moza muy bonita, y parecéis contento con
vuestro estado de teatino.
—A fe mía, señor, dijo el hermano Alhelí, quisiera que todos los
teatinos estuvieran en el fondo del mar. Cien veces he tenido
tentación de quemar el convento, y de ir a hacerme turco. Mis
padres me forzaron, a la edad de quince años, a revestir este
detestable hábito, para dejarle más fortuna a un maldito hermano
mío mayor ¡al que Dios confunda! La envidia, la discordia, la rabia,
viven en el convento. Verdad es que he predicado algunos malos
sermones que me han valido un poco de dinero del cual me roba la
mitad el prior: el resto me sirve para sostener a mozas de la vida,
pero cuando vuelvo por la noche al monasterio, a punto estoy de
romperme la cabeza contra las paredes de la celda; y todos mis
hermanos están en el mismo caso.»
Martín volviéndose hacia Cándido con su sangre fría habitual:
«¡Bueno!, le dijo, ¿no he ganado entera la apuesta?» Cándido dio
dos mil piastras a Paquita y mil piastras al hermano Alhelí. «Os
respondo, dijo, que con esto serán felices. —No lo creo en absoluto,
dijo Martín; quizás con estas piastras los hagáis mucho más
desgraciados aún. —Será lo que haya de ser, dijo Cándido; pero
una cosa me consuela, veo que uno encuentra a menudo a gente a
la que creía no volver a encontrar: bien podría ser que habiendo
vuelto a encontrar a mi carnero rojo y a Paquita, encuentre también
a Cunegunda. —Deseo, dijo Martín, que un día haga vuestra dicha;
pero dudo mucho que así sea. —Muy duro sois, dijo Cándido. —Es
que he vivido, dijo Martín.
—Pero mirad a esos gondoleros, dijo Cándido; ¿acaso no cantan
continuamente? —No los veis en sus hogares, con sus mujeres y
sus chiquillos, dijo Martín. El dux tiene sus penas, los gondoleros
tienen las suyas. Verdad es que, bien mirado, la suerte de un
gondolero es mejor que la de un dux; pero creo que es tan mediocre
la diferencia que no vale la pena tenerlo en consideración. —Se
habla, dijo Cándido, del senador Pococurante, que vive en aquel
hermoso palacio, a orillas del Brenta, y que recibe bastante bien a
los extranjeros. Pretenden que es un hombre que nunca ha tenido
penas. —Quisiera ver tan rara especie», dijo Martín. Cándido mandó
inmediatamente pedir al señor Pococurante licencia para ir a verle al
día siguiente.
CAPÍTULO XXV

Visita a casa del señor Pococurante[1], noble veneciano

C ÁNDIDO y Martín fueron en góndola por el Brenta, y llegaron al


palacio del noble Pococurante. Los jardines estaban bien
cuidados y adornados con bellas estatuas de mármol; el palacio, de
bella arquitectura. El dueño de la casa, hombre de sesenta años,
muy rico, recibió muy cortésmente a los dos curiosos, pero con muy
poca solicitud, lo cual desconcertó a Cándido y no disgustó a Martín.
Primero, dos hermosas doncellas bien ataviadas sirvieron
chocolate, al que batieron muy bien. Cándido no pudo dejar de
alabar su belleza, su amabilidad, y su habilidad. «Son criaturas
bastante buenas, dijo el senador Pococurante; las acuesto a veces
en mi cama, pues estoy harto de las damas de la ciudad, de su
coquetería, de sus celos, de sus disputas, de su mal humor, de sus
pequeñeces, de su orgullo, de sus necedades, y de los sonetos que
hay que hacer o encargar para ellas; pero, realmente, estas dos
doncellas empiezan a aburrirme mucho.»
Cándido, tras el desayuno, al pasearse por una larga galería, se
sorprendió de la belleza de los cuadros. Preguntó de qué maestro
eran los dos primeros. «Son de Rafael, dijo el senador; los compré
muy caros por vanidad, hace algunos años; dicen que es lo más
bello que hay en Italia, pero no me gustan nada: el color está muy
ensombrecido, las figuras no son suficientemente redondas, y no
sobresalen bastante; los chapeados en nada se parecen a una tela:
en una palabra, por mucho que digan, no encuentro en ello imitación
verdadera de la naturaleza. Sólo me gustará un cuadro cuando vea
en él la naturaleza misma: no los hay de esa especie. Tengo
muchos cuadros, pero ya no los miro.»
Pococurante, mientras esperaban la comida, mandó dar un
concierto. Cándido encontró la música deliciosa. «Este ruido, dijo
Pococurante, puede divertir media hora; pero si dura más tiempo,
cansa a todos aunque nadie ose confesarlo. Ya la música hoy es
sólo el arte de ejecutar cosas difíciles, y lo que sólo es difícil a la
larga no gusta. Quizás prefiriera la ópera, si no hubieran dado con el
secreto de hacer de ella un monstruo que me subleva. Que vaya
quien quiera a ver malas tragedias con música en las cuales las
escenas sólo están para traer de mala manera dos o tres canciones
ridículas que realzan la garganta de una actriz; que se pasme de
placer quien quiera o quien pueda al ver a un castrado canturrear el
papel de César o de Catón, y pasearse torpemente por las tablas;
en cuanto a mí hace tiempo que renuncié a esas pobrezas, que son
hoy gloria de Italia, y que algunos soberanos pagan tan caro.»
Cándido discutió un poco, pero con discreción. Martín fue totalmente
del parecer del senador.
Se sentaron a la mesa; y, tras una excelente comida, entraron en
la biblioteca. Cándido, al ver un Homero magníficamente
encuadernado, alabó al ilustrísimo por su gusto. «Éste es un libro,
dijo, que hacía las delicias de Pangloss, el mejor de los filósofos de
Alemania. —No hace las mías, dijo fríamente Pococurante; me
hicieron creer hace tiempo que sentía placer al leerlo; pero esta
continua repetición de combates que se parecen todos, esos dioses
que actúan siempre para no hacer nada decisivo, esa Helena que es
el motivo de la guerra, y que apenas es una actriz en la obra; esa
Troya asediada, y que no se toma: todo ello me causa el
aburrimiento más mortal. He preguntado a veces a sabios si se
aburrían tanto como yo con esta lectura: todas las personas
sinceras me han confesado que se les caía el libro de las manos,
pero que había que tenerlo siempre en la biblioteca, como un
monumento de la Antigüedad, y como esas medallas roñosas que
ya no sirven para comerciar.
—¿Su excelencia no piensa lo mismo de Virgilio?, dijo Cándido.
—Reconozco, dijo Pococurante, que el segundo, el cuarto y el sexto
libro de su Eneida, son excelentes; pero en cuanto a su piadoso
Eneas, y al fuerte Cloanto, y al amigo Acato, y al pequeño Ascanio,
y al imbécil rey latino, y a la burguesa Amata, y a la insípida Lavinia,
no creo que haya nada más frío y desagradable. Prefiero el Tasso y
los inverosímiles cuentos del Ariosto.
—Me atrevería a preguntaros, señor, dijo Cándido, si no sentís
gran placer leyendo a Horacio. —Hay en él máximas, dijo
Pococurante, de las que puede sacar provecho un hombre de
mundo, y que, al estar encerradas en versos enérgicos, se graban
con mayor facilidad en la memoria; pero muy poco me importan su
viaje a Brindes, y su descripción de una mala cena, y su disputa de
mozos de cuerda entre no sé qué Pupilo cuyas palabras, dice,
estaban llenas de pus, y otro cuyas palabras eran vinagre. Sólo he
leído con extremado asco esos versos groseros contra viejas y
brujas; y no veo qué mérito pueda tener el decirle a su amigo
Mecenas que, si le pone entre los poetas líricos, tocará con sublime
frente los astros. Los necios todo lo admiran en un autor afamado.
Yo sólo leo para mí; sólo me gusta lo que me sirve.»
Cándido, al que se había educado para que no juzgara nada por
sí mismo, se extrañaba mucho de lo que oía; y Martín encontraba la
forma de pensar de Pococurante bastante razonable.
«¡Oh!, un Cicerón, dijo Cándido; pienso que a este gran hombre
no os cansaréis de leerlo. —No lo leo nunca, contestó el veneciano.
¿A mí qué me importa que haya abogado por Rabinius o por
Cluentius? Bastante tengo con los pleitos que yo juzgo; más me
hubieran complacido sus obras filosóficas; pero cuando vi que de
todo dudaba, concluí que ya sabía yo tanto como él, y que para ser
ignorante a nadie necesitaba.
—Ah, aquí hay ochenta volúmenes de obras de una academia
de ciencias, exclamó Martín; puede que haya algo bueno. —Habría,
dijo Pococurante, con que uno sólo de los autores de este fárrago
hubiera inventado el arte de hacer alfileres; pero en todos estos
libros no hay más que sistemas vanos, y ni una cosa útil.
—¡Cuántas obras de teatro veo ahí, dijo Cándido, en italiano,
español, francés! —Sí, dijo el senador, hay tres mil, y ni tres
docenas buenas. En cuanto a estos compendios de sermones, que
entre todos no valen una página de Séneca, y todos esos gruesos
volúmenes de teología, ya supondréis que jamás los abro, ni yo, ni
nadie.»
Martín reparó en estanterías cargadas de libros ingleses. «Creo,
dijo, que a un republicano le deben gustar la mayoría de estos libros
escritos con tanta libertad. —Sí, contestó Pococurante; es hermoso
escribir lo que se piensa: es privilegio del hombre. En toda nuestra
Italia, sólo se escribe lo que no se piensa; los que habitan la patria
de Césares y Antoninos no se atreven a tener una idea sin permiso
de un jacobino. Me contentaría la libertad que inspira a los genios
ingleses si la pasión y el espíritu partidista no corrompieran todo lo
que esta preciosa libertad tiene de estimable.»
Cándido, fijándose en un Milton, le preguntó si no consideraba a
este escritor como un gran hombre. «¿Quién?, dijo Pococurante,
¿este bárbaro que hace un largo comentario del primer capítulo del
Génesis en diez libros de duros versos? ¿ese grosero imitador de
los griegos, que desfigura la creación, y que, mientras Moisés
describe al Ser eterno produciendo el mundo por la palabra, le hace
coger al gran Messiah un compás en un armario para trazar su
obra? ¿Tendría yo estima por el que ha estropeado el infierno y el
diablo del Tasso; por el que disfraza a Lucifer ya de sapo, ya de
pigmeo; que le hace repetir cien veces machaconamente los
mismos discursos; que le hace discutir de teología; al que, al imitar
en serio la invención cómica de las armas de fuego del Ariosto, hace
tirar el cañón en el cielo por los diablos? Ni yo, ni nadie en Italia, ha
podido gustar de estas extravagancias. El casar pecado y muerte, y
las culebras a las que alumbra el pecado, hace vomitar a todo
hombre un poco delicado; y su larga descripción de un hospital sólo
vale para un enterrador. Este poema oscuro, raro, asqueroso, fue
despreciado cuando nació; yo lo trato hoy como en su patria lo
trataron sus contemporáneos. Por lo demás, digo lo que pienso, y
muy poco me importa que los demás no piensen como yo.»
A Cándido le afligían estos discursos; respetaba a Homero, le
gustaba un poco Milton. «¡Ay!, le dijo muy bajito a Martín, mucho me
temo que este hombre tenga un soberano desprecio por nuestros
poetas alemanes. —No habría gran mal en ello, dijo Martín. —¡Qué
hombre superior!, seguía diciendo Cándido entre dientes, qué gran
genio este Pococurante ¡nada le gusta!»
Tras haber pasado así revista a todos los libros, bajaron al jardín.
Cándido alabó todas sus bellezas. «No conozco nada de tan mal
gusto, dijo el dueño: aquí no tenemos más que adornillos, pero
mañana mismo voy a mandar plantar otro de trazado más noble.»
Cuando se hubieron despedido los dos curiosos de su
Excelencia: «Bueno, dijo Cándido a Martín, convendréis en que éste
es el más feliz de todos los hombres, pues está por encima de todo
lo que posee. —¿No veis, dijo Martín, que está harto de todo lo que
posee? Platón dijo, hace tiempo, que los mejores estómagos no son
los que hacen ascos a todos los alimentos. —Pero, dijo Cándido,
¿es que no hay placer en criticarlo todo, en sentir defectos allí
donde los hombres sólo creen ver bellezas? —¿O sea, prosiguió
Martín, que hay placer en no tenerlo? —¡Entonces, dijo Cándido,
soy el único feliz, cuando vuelva a ver a la señorita Cunegunda! —
Siempre está bien tener esperanza», dijo Martín.
Entretanto, pasaban días, semanas; Cacambo no volvía, y
Cándido estaba tan abismado en su dolor que ni se paró a pensar
que Paquita y el hermano Alhelí ni siquiera habían vuelto a darle las
gracias.
CAPÍTULO XXVI

De una cena que hicieron Cándido y Martín con seis extranjeros, y


de quiénes eran

U NA noche, Cándido, seguido de Martín, se iba a sentar a la


mesa con los extranjeros que residían en la misma
hospedería, cuando un hombre con cara color de hollín le abordó
por detrás y, cogiéndole del brazo, le dijo: «Estad listo para partir
con nosotros, no faltéis.» Se vuelve, ve a Cacambo. Sólo el ver a
Cunegunda podía haberle asombrado y gustado más. A punto
estuvo de volverse loco de alegría. Abraza a su querido amigo.
«¿Cunegunda está aquí, sin duda? ¿dónde está? Llévame hacia
ella, que con ella muera de alegría. —Cunegunda no está aquí, dijo
Cacambo, está en Constantinopla. —¡Oh! ¡cielos! ¡en
Constantinopla!, pero aunque estuviera en China, voy volando,
partamos. —Partiremos después de cenar, prosiguió Cacambo; no
puedo deciros más; soy esclavo, mi dueño me espera; tengo que ir
a servir la mesa: no digáis ni una palabra; cenad, y estad listo.»
Cándido, con dolor y alegría, encantado por haber vuelto a ver a
su fiel agente, extrañado por verle esclavo, lleno de la idea de volver
a ver a su amada, el corazón preocupado, el espíritu conturbado, se
sentó a la mesa con Martín, que veía a sangre fría todas aquellas
aventuras, y con los extranjeros que habían ido a Venecia a pasar el
carnaval.
Cacambo, que servía de beber a uno de aquellos extranjeros, se
acercó al oído de su amo, hacia el final de la comida, y le dijo:
«Señor, Vuestra Majestad partirá cuando guste, el navío está listo.»
Habiendo dicho estas palabras salió. Los comensales, extrañados,
se miraban sin proferir una sola palabra, cuando otro criado,
acercándose a su amo, le dijo: «Señor, la silla de Vuestra Majestad
está en Padua, y el barco está listo.» El amo hizo una seña, y el
criado se marchó. Todos los comensales volvieron a mirarse, y la
común sorpresa se acrecentó. Un tercer lacayo, acercándose
también a un tercer extranjero, le dijo: «Señor, creedme, Vuestra
Majestad no debe permanecer aquí por más tiempo: voy a
prepararlo todo»; e inmediatamente desapareció.
Cándido y Martín no dudaron entonces de que aquello no fuera
una mascarada del carnaval. Un cuarto criado le dijo al cuarto amo:
«Señor, Vuestra Majestad partirá cuando guste», y salió al igual que
los demás. El quinto lacayo dijo otro tanto al quinto amo. Pero el
sexto criado habló diferentemente al sexto extranjero, que estaba
cerca de Cándido; le dijo: «Por mi fe, señor, ya no quieren fiar a
Vuestra Majestad ni a mí tampoco, y bien podríamos vernos en
chirona esta noche, vos y yo; voy a proveer a mis asuntos, adiós.»
Al desaparecer todos los criados, los seis extranjeros, Cándido y
Martín permanecieron en profundo silencio. Cándido lo rompió al fin:
«Señores, dijo, qué extraña broma. ¿Por qué todos son reyes? En
cuanto a mí les confieso que ni Martín ni yo lo somos.»
El amo de Cacambo tomó entonces muy seriamente la palabra y
dijo en italiano: «No bromeo, me llamo Achmet III[1]; he sido varios
años gran sultán; destroné a mi hermano; mi sobrino me destronó;
han cortado el cuello a mis visires; acabo la vida en el viejo serrallo;
mi sobrino el gran sultán Mahmond me permite a veces viajar por el
bien de mi salud; y he venido a pasar el carnaval en Venecia.»
Un joven que estaba cerca de Achmet habló tras él, y dijo: «Me
llamo Iván[2]; he sido emperador de todas las Rusias; he sido
destronado en la cuna; mi padre y mi madre han sido encarcelados;
se me ha educado en prisión; tengo a veces permiso para viajar,
acompañado por los que me custiodan; y he venido a pasar el
carnaval en Venecia.»
El tercero dijo: «Soy Carlos-Eduardo[3], rey de Inglaterra; mi
padre cedió sus derechos al reino; luché para defenderlos;
arrancaron el corazón a ochocientos partidarios míos, y les
golpearon con ellos en las mejillas; me han encarcelado; voy a
Roma a visitar a mi padre el rey, destronado como yo, y a mi abuelo;
y he venido a pasar el carnaval en Venecia.»
El cuarto tomó entonces la palabra y dijo: «Soy rey de los
polacos[4]; la suerte de la guerra me ha privado de mis estados
hereditarios; mi padre ha padecido los mismos reveses; me resigno
ante la Providencia como el sultán Achmet, el emperador Iván y el
rey Carlos-Eduardo, a quienes Dios conceda larga vida; y he venido
a pasar el carnaval en Venecia.»
El quinto dijo: «También soy rey de los polacos[5]; dos veces
perdí el reino, pero la Providencia me ha dado otro estado en el cual
he hecho más bien que el que todos los reyes de los sármatas
juntos jamás hicieran a orillas del Vístula. También me resigno ante
la Providencia, y he venido a pasar el carnaval en Venecia.»
Quedaba por hablar el sexto monarca. «Señores, dijo, no soy tan
gran señor como vuestras mercedes; pero al fin he sido rey como
los demás; soy Teodoro[6]; me eligieron rey en Córcega; me han
llamado Vuestra Majestad, y apenas me llaman ahora señor; he
acuñado moneda, y no poseo ni un maravedí; he tenido dos
secretarios de Estado, y apenas tengo un lacayo; me he visto en un
trono, y he estado mucho tiempo en prisión en Londres sobre paja;
mucho me temo ser tratado aquí de igual modo, aunque haya
venido, como Vuestras Majestades a pasar el carnaval en Venecia.»
Los otros cinco reyes escucharon este discurso con noble
compasión. Cada uno de ellos le dio veinte cequíes al rey Teodoro
para que tuviera trajes y camisas; Cándido le regaló un diamante de
dos mil cequíes. «Pero ¿quién es, decían los cinco reyes, este
simple particular[7] que está en condiciones de dar cien veces lo que
cada uno de nosotros, y lo da?»
En el instante en que se levantaban de la mesa, llegaron a la
misma hospedería cuatro altezas serenísimas que también habían
perdido sus Estados por la suerte de la guerra, y que venían a pasar
el resto del carnaval en Venecia. Pero Cándido ni se fijó en los
recién llegados. Sólo le preocupaba el ir a Constantinopla al
encuentro de su querida Cunegunda.
CAPÍTULO XXVII

Viaje de Cándido a Constantinopla

E L fiel Cacambo ya había conseguido del patrón turco que iba a


llevar al sultán Achmet de vuelta a Constantinopla que
acogiera a bordo a Cándido y a Martín. Uno y otro allí acudieron,
tras haberse prosternado ante su miserable Alteza. Cándido, de
camino, le decía a Martín: «¡Pues hemos cenado con seis reyes
destronados y más aún, a uno he tenido que darle limosna! Quizás
haya otros muchos príncipes infortunados. En cuanto a mí, sólo
perdí cien borregos y vuelvo a los brazos de Cunegunda. Querido
Martín, te lo repito, Pangloss tenía razón, todo está bien. —Eso
deseo, dijo Martín. —Pero, dijo Cándido, es poco verosímil la
aventura que en Venecia hemos tenido. Jamás se había visto ni
oído que seis reyes destronados cenaran juntos en una taberna. —
No es más extraordinario que la mayoría de los casos que nos han
ocurrido. Es muy corriente que los reyes sean destronados; y en
cuanto al honor que hemos tenido de cenar con ellos, es una
bagatela que no merece nuestra atención.»
Apenas estuvo Cándido en el barco cuando se le echó al cuello a
su antiguo lacayo, a su amigo Cacambo. «Bueno, le dijo, ¿qué hace
Cunegunda? ¿Sigue siendo un prodigio de belleza? ¿Me sigue
amando? ¿Cómo se encuentra? ¿Sin duda le compraste un palacio
en Constantinopla?
—Querido amo, contestó Cacambo, Cunegunda lava escudillas a
orillas del Propóntide, en casa de un príncipe que tiene muy pocas
escudillas; es esclava en casa de un antiguo soberano, llamado
Ragotski[1], a quien el Gran Turco da tres escudos al día en su
refugio; pero lo más triste es que ha perdido la belleza, y que está
horrorosamente fea. —¡Ay!, bella o fea, dijo Cándido, soy un
caballero, y mi deber es seguir amándola. Pero, ¿cómo puede verse
reducida a tan abyecto estado con los cinco o seis millones que tú le
habías llevado? —Bueno, dijo Cacambo, ¿acaso no tuve que darle
dos millones al señor don Fernando de Ibarra y Figueroa y
Mascarenes y Lampourdos y Souza, gobernador de Buenos Aires,
para que me permitiera llevarme a la señorita Cunegunda? ¿Y no
nos ha despojado tristemente un pirata de todo lo demás? ¿Este
pirata no nos ha llevado al cabo Matapan, a Milo, a Nicaria, a
Samos, a Petra, a los Dardanelos, a Marmora, a Sartari?
Cunegunda y la vieja sirven en casa de ese príncipe del que os
hablé, y yo, soy esclavo del sultán destronado. —¡Cuántas
espantosas calamidades enlazadas unas con otras!, dijo Cándido.
Pero, después de todo, todavía tengo algunos diamantes; liberaré
fácilmente a Cunegunda. Es pena que se haya puesto tan fea.»
Luego, volviéndose hacia Martín: «¿Quién pensáis, dijo, que sea
más digno de lástima, el emperador Achmet, el emperador Iván, el
rey Carlos-Eduardo, o yo? —No lo sé, dijo Martín; tendría que estar
en vuestros corazones para saberlo. —¡Ay!, dijo Cándido, si
Pangloss estuviera aquí, lo sabría y nos lo diría. —No sé, dijo
Martín, con qué básculas vuestro Pangloss hubiera podido pesar los
infortunios de los hombres, y apreciar sus dolores. Lo que yo
presumo, es que hay millones de hombres en la tierra cien veces
más dignos de lástima que el rey Carlos-Eduardo, el emperador Iván
y el sultán Achmet. —Bien podría ser, dijo Cándido.»
En pocos días llegaron al canal del Mar Negro. Cándido empezó
por rescatar a alto precio a Cacambo; y sin perder tiempo, se echó a
una galera, con sus compañeros, para ir a la orilla del Propontide a
buscar a Cunegunda, por fea que estuviera.
Había entre aquellos galeotes dos forzados que remaban muy
mal, y a quienes el patrón levantino asestaba de vez en cuando
algunos latigazos con nervios de buey en los hombros desnudos;
Cándido, por natural impulso, los miró más atentamente que a los
demás galeotes, y apiadado se acercó a ellos. Algunos rasgos de
sus rostros desfigurados le parecieron tener algún parecido con
Pangloss y con aquel desdichado jesuita, aquel barón, aquel
hermano de la señorita Cunegunda. Esta idea le emocionó y
entristeció. Los consideró más atentamente. «En verdad, dijo a
Cacambo, si no hubiera visto ahorcar al maestro Pangloss, y si no
hubiera tenido la desgracia de matar al barón, creería que son ellos
quienes reman en esta galera.»
Al oír nombrar al barón y a Pangloss los dos forzados lanzaron
un grito, se pararon en el banco, y dejaron caer los remos. El patrón
levantino acudía a ellos y los latigazos de un nervio de buey
redoblaban. «¡Deténgase! ¡deténgase!, señor, exclamó Cándido, le
daré todo el dinero que quiera. —¡Cómo! ¡es Cándido!, decía uno de
los forzados. —¡Cómo! ¡es Cándido!, decía el otro. —Es un sueño,
dijo Cándido; ¿estoy despierto? ¿estoy en esta galera? ¿es éste el
señor barón que maté? ¿es éste el maestro Pangloss al que vi
ahorcar? —Somos los mismos, somos los mismos, contestaban. —
¡Cómo! ¿éste es el gran filósofo?, decía Martín. —¡Eh, señor patrón
levantino!, dijo Cándido, ¿cuánto dinero quiere como rescate por el
señor barón de Thunder-ten-tronckh, uno de los primeros barones
del imperio, y por el del señor Pangloss, el más profundo metafísico
de Alemania? —Perro cristiano, contestó el patrón levantisco,
puesto que estos dos forzados perros cristianos son barones y
metafísicos, lo cual es sin duda gran dignidad en su país, me darás
por ellos cincuenta mil cequíes. —Los tendrá, señor; lléveme como
un rayo a Constantinopla y se le pagará en el acto. Pero no, lléveme
cerca de la señorita Cunegunda.» El patrón levantisco, al primer
ofrecimiento de Cándido, ya había vuelto la proa hacia la ciudad, y
mandaba remar más aprisa que el pájaro hiende el aire.
Cándido abrazó cien veces al barón y a Pangloss. «¿Y cómo no
os maté, mi querido barón? y querido Pangloss ¿cómo estáis vivo
tras haber sido ahorcado? y ¿por qué estáis ambos en galeras en
Turquía? —¿Es realmente cierto que mi querida hermana está en
este país?, decía el barón. —Sí, contestaba Cacambo. —Vuelvo a
ver a mi querido Cándido», exclamaba Pangloss. Cándido les
presentaba a Martín y a Cacambo. Todos se abrazaron; todos
hablaban a la vez. La galera volaba, ya estaban en el puerto.
Mandaron venir a un judío, al que Cacambo vendió en cincuenta mil
cequíes un diamante que valía cien mil, y que le juró por Abraham
que no podía dar más. Pagó al punto el rescate del barón y de
Pangloss. Éste se echó a los pies de su liberador, y los bañó en
lágrimas; el otro le dio las gracias inclinando la cabeza, y le prometió
devolverle aquel dinero en cuanto tuviera ocasión. «¿Pero es
posible que mi hermana esté en Turquía?, dijo. —Nada hay tan
posible, replicó Cacambo, puesto que friega los platos en casa de
un príncipe de Transilvania.» Mandaron venir inmediatamente a dos
judíos: Cándido volvió a vender diamantes; y volvieron a partir todos
en otra galera para ir a liberar a Cunegunda.
CAPÍTULO XXVIII

De lo que les aconteció a Cándido, a Cunegunda, a Pangloss, a


Martín, etc.

« P ERDÓN , de nuevo, le dijo Cándido al barón; perdón,


reverendo padre, por haberos dado una gran estocada a
través del cuerpo. —No hablemos más de ello, dijo el barón; fui algo
brusco, lo confieso; pero si deseáis saber por qué azar me habéis
visto en galeras, os diré que tras ser curado de mi herida por el
hermano boticario del colegio, fui atacado y raptado por una partida
de españoles; me encarcelaron en Buenos Aires cuando mi
hermana acababa de partir de allí. Pedí retornar a Roma cerca del
padre general. Me destinaron a ir de capellán a Constantinopla con
el embajador de Francia. No hacía ocho días que había empezado
el servicio, cuando al atardecer me encontré a un joven oficial del
sultán, muy apuesto. Hacía mucho calor: el joven quiso bañarse;
aproveché la ocasión para bañarme también. No sabía que fuese un
crimen capital para un cristiano el que le encontraran desnudo con
un joven musulmán. Un cadí[1] ordenó que me dieran cien
bastonazos en la planta de los pies y me condenó a galeras. No
creo que se haya cometido más horrible injusticia. Pero quisiera
saber por qué mi hermana está en la cocina de un soberano de
Transilvania refugiado entre los turcos.
—Pero a vos, mi querido Pangloss, dijo Cándido, ¿cómo es
posible que vuelva a veros? —Es verdad, dijo Pangloss, que me
visteis ahorcar; debía, naturalmente, ser quemado: pero recordáis
que llovió a cántaros cuando iban a cocerme: la tormenta fue tan
violenta que renunciaron a encender la lumbre; me ahorcaron,
porque no se podía hacer cosa mejor: un cirujano compró mi
cuerpo, me llevó a su casa, y me disecó. Me hizo primero una
incisión crucial desde el ombligo hasta la clavícula. No podían
haberme ahorcado peor de lo que lo hicieron. El ejecutor de las altas
obras de la santa Inquisición, que era subdiácono, quemaba
realmente a la gente de maravilla, pero no estaba acostumbrado a
ahorcar: la cuerda estaba mojada y se deslizó mal, se hizo un nudo;
en fin, que yo todavía respiraba: la incisión crucial me hizo lanzar
tan gran grito que mi cirujano cayó de espaldas; y creyendo que
disecaba al diablo, huyó muriéndose de miedo, y al huir volvió a
caerse en la escalera. Su mujer acudió al ruido, desde un gabinete
próximo: me vio echado en la mesa con mi incisión crucial; tuvo más
miedo aún que su marido, huyó y cayó encima de él. Cuando
volvieron un poco en sí, oí a la cirujana que le decía al cirujano:
“Querido, ¿cómo se os ocurre disecar a un hereje? ¿No sabéis que
el diablo anda siempre en el cuerpo de esa gente? Voy corriendo a
buscar a un sacerdote para exorcizarle.” Me estremecí al oír aquello,
y auné las pocas fuerzas que me quedaban para gritar: “¡Tened
piedad de mí!” Al fin, el barbero portugués se armó de valor: volvió a
coserme la piel; hasta su mujer cuidó de mí; estuve en pie a los
quince días. El barbero me encontró acomodo, y me hizo lacayo de
un caballero de Malta que iba a Venecia; pero mi amo no tenía con
qué pagarme y entré a servir a un mercader veneciano al que seguí
a Constantinopla.
Tuve capricho un día por entrar en una mezquita; no había más
que un viejo imán y una joven devota muy bonita que decía sus
paternósters; tenía el pecho totalmente descubierto: había entre sus
dos teticas un precioso ramillete de tulipanes, rosas, anémonas,
ranúnculos, jacintos y orejas de oso; dejó caer el ramillete; lo recogí,
se lo volví a poner con celo muy respetuoso. Tardé tanto en volver a
ponérselo que el imán se encolerizó, y viendo que yo era cristiano,
pidió ayuda. Me llevaron a casa del cadí, que mandó darme cien
varazos en la planta de los pies, y me envió a galeras. Me
encadenaron precisamente en la misma galera y en el mismo banco
que al señor barón. Había en aquella galera cuatro jóvenes de
Marsella, cinco sacerdotes napolitanos, y dos monjes de Corfú, que
nos dijeron que semejantes aventuras ocurrían a diario. El señor
barón pretendía que había sufrido mayor injusticia que yo; yo
pretendía que era mucho más lícito volver a colocar un ramillete en
el pecho de una mujer que el estar desnudo con un oficial del sultán.
Discutíamos sin tregua, y recibíamos veinte latigazos de nervio de
buey al día, cuando el encadenamiento de los acontecimientos de
este universo os ha conducido a nuestra galera, y nos habéis
rescatado.
—¡Bueno! mi querido Pangloss, le dijo Cándido, cuando os han
ahorcado, disecado, molido a golpes, y habéis remado en galeras,
¿habéis seguido pensando que todo iba lo mejor posible? —Sigo fiel
a mi primer sentir, contestó Pangloss; puesto que al fin soy filósofo:
no me conviene desdecirme. Leibnitz no puede equivocarse y, por
otra parte, la armonía preestablecida es, con lo pleno y la materia
sutil, lo más bello.»
CAPÍTULO XXIX

De cómo Cándido volvió a encontrar a Cunegunda y a la vieja

M IENTRAS
contaban
Cándido, el barón, Pangloss, Martín y Cacambo
sus aventuras, razonaban sobre
acontecimientos contingentes o no contingentes de este universo,
los

disputaban sobre los efectos y las causas, sobre el mal moral y el


mal físico, sobre la libertad y la necesidad, sobre los consuelos que
se pueden experimentar cuando se está en galeras en Turquía,
llegaron a la costa del Propóntide, en casa del príncipe de
Transilvania[1]. Lo primero que vieron fue a Cunegunda y a la vieja,
que tendían servilletas en unas cuerdas para ponerlas a secar.
El barón palideció al ver aquello. El tierno amante Cándido, al ver
a su bella Cunegunda morena, con los ojos enrojecidos, el pecho
enjuto, las mejillas con arrugas, los brazos rojos y escoriados,
retrocedió tres pasos, sobrecogido de horror, y avanzó luego por
cortesía. Ella abrazó a Cándido y a su hermano; se abrazó a la
vieja; Cándido las rescató a las dos.
Había una granjita en las cercanías; la vieja le propuso a
Cándido servirse de ella, a la espera de que toda la tropa tuviera
mejor destino. Cunegunda no sabía que estaba fea, nadie se lo
había advertido: le recordó a Cándido sus promesas con tono tan
absoluto que el bueno de Cándido no se atrevió a rechazarla. Le
comunicó pues al barón que iba a casarse con su hermana. «Jamás
admitiré, dijo el barón, tal bajeza por su parte, y tal insolencia por la
vuestra; no se me reprochará tal infamia: los hijos de mi hermana no
podrían entrar en los capítulos de Alemania. No, mi hermana sólo se
casará con un barón del Imperio.» Cunegunda se echó a sus pies, y
los bañó con lágrimas; él fue inflexible. «Amo loco, le dijo Cándido,
te rescaté de las galeras, pagué tu rescate, pagué el de tu hermana;
ella aquí fregaba escudillas, es fea, y tengo la bondad de hacerla mi
mujer, ¡y todavía pretendes oponerte a ello! Te mataría si atendiera
a mi cólera. —Puedes volver a matarme, dijo el barón, pero,
mientras yo viva, no te casarás con mi hermana.»
CAPÍTULO XXX

Conclusión

C ÁNDIDO, en el fondo del alma, no tenía ninguna gana de


casarse con Cunegunda, pero la extrema impertinencia del
barón le determinaba a concluir la boda, y Cunegunda le apremiaba
tan vivamente que no podía desdecirse. Consultó a Pangloss, a
Martín y al fiel Cacambo. Pangloss hizo una bella memoria en la
cual probaba que el barón no tenía ningún derecho sobre su
hermana, y que ella podía, según todas las leyes del Imperio, hacer
con Cándido un matrimonio de la mano izquierda[1]. Martín resolvió
tirar al barón al mar; Cacambo decidió que había que devolvérselo
al patrón levantino, y volver a ponerlo en galeras, tras lo cual se lo
mandarían al padre general, a Roma, en el primer barco.
Encontraron muy bueno este parecer; la vieja lo aprobó; no se le dijo
nada a la hermana; se ejecutó la cosa merced a algún dinero, y
tuvieron el placer de pillar a un jesuita y de castigar el orgullo de un
barón alemán.
Era muy natural imaginar que tras tantos desastres Cándido,
casado con su amada y viviendo con el filósfo Pangloss, el filósofo
Martín, el prudente Cacambo, y la vieja, habiéndose por otra parte,
traído tantos diamantes de la patria de los antiguos Incas, llevaría la
vida más agradable del mundo, pero los judíos le estafaron tanto
que sólo le quedó la granjita; su mujer, al estar cada día más fea, se
hizo desabrida e insoportable; la vieja estaba inválida y tuvo peor
humor todavía que Cunegunda. Cacambo, que trabajaba en el
jardín, y que iba a vender la verdura a Constantinopla, estaba
sobrecargado de trabajo, y maldecía su suerte. Pangloss estaba
desesperado por no brillar en ninguna universidad de Alemania. En
cuanto a Martín, estaba firmemente convencido de que se está igual
en todas partes; se tomaba las cosas con paciencia. Cándido,
Martín y Pangloss, disputaban a veces sobre metafísica y moral. A
menudo se veían pasar bajo las ventanas de la granja barcos
cargados de efendíes, de pachás, de cadíes a los que mandaban al
exilio a Lemnos, a Mitilene, a Erzerum, se veía venir a otros cadíes,
a otros pachás, a otros efendíes, que sustituían a los expulsados, y
que eran a su vez expulsados[2]. Se veían cabezas limpiamente
disecadas que se iban a presentar a la Puerta Sublime. Aquellos
espectáculos redoblaban las disertaciones; y cuando no disputaban,
el aburrimiento era tan excesivo que la vieja osó decirles un día:
«Quisiera saber ¿qué es peor si ser violada cien veces por piratas
negros, verse cortar una nalga, pasar por las varas de los búlgaros,
ser azotada y ahorcada en un auto de fe, ser disecada, remar en
galeras, soportar al fin todas las miserias por las que hemos pasado,
o estarse aquí sin hacer nada? —Es una gran pregunta», dijo
Cándido.
Este discurso hizo nacer nuevas reflexiones, y Martín concluyó al
cabo que el hombre había nacido para vivir en las convulsiones de
la inquietud, o en el letargo del aburrimiento. Cándido no estaba de
acuerdo, pero no aseguraba nada. Pangloss confesaba que había
sufrido siempre horrorosamente; pero al haber sostenido una vez
que todo iba de maravilla, seguía sosteniéndolo, sin creerlo en
absoluto.
Una cosa acabó de afianzar a Martín en sus detestables
principios, de hacerle dudar más que nunca a Cándido, y de
confundir a Pangloss. Es que vieron un día a Paquita y al hermano
Alhelí llegar a su granja, en la más extrema de las miserias; muy
pronto se habían comido las tres mil piastras, se habían separado,
se habían reconciliado, se habían enfadado, habían sido
encarcelados; habían huido, y al fin el hermano Alhelí se había
hecho turco. Paquita seguía con su oficio en todas partes, y ya no
ganaba nada con él. «Ya había previsto yo, le dijo Martín a Cándido,
que vuestros presentes pronto se malgastarían y los harían aún más
miserables. Vos y Cacambo habéis poseído millones de piastras, y
no sois más felices que el hermano Alhelí y Paquita. —¡Ay, ay!, dijo
Pangloss a Paquita, ¡os trae el cielo aquí con nosotros, pobrecilla!
¿Sabéis que me habéis costado la punta de la nariz, un ojo y una
oreja? Pero ¡cómo estáis! ¡Ay! ¡qué mundo es éste!» Esta nueva
aventura los llevó a filosofar más que nunca.
Había en los alrededores un derviche muy famoso que pasaba
por ser el mejor filósofo de Turquía; fueron a consultarlo; Pangloss
fue el portavoz, y le dijo: «Maestro, venimos a rogaros nos digáis por
qué ha sido formado un animal tan extraño como el hombre. —¿A ti
que te importa?, le dijo el derviche; ¿acaso es asunto tuyo? —Pero
reverendo padre, dijo Cándido, hay un mal horrendo en la tierra. —
¿Qué más da, dijo el derviche, que haya bien o mal? Cuando su
Alteza manda un navío a Egipto, no se preocupa de si los ratones
que están en el barco van o no a gusto. —¿Entonces, qué hay que
hacer?, dijo Pangloss. —Callarte, dijo el derviche. —Me ilusionaba,
dijo Pangloss, razonar un poco con vos sobre los efectos y las
causas, sobre el mejor de los mundos posibles, sobre el origen del
mal, de la naturaleza del alma y de la armonía preestablecida.» El
derviche al oír esto, les dio con la puerta en las narices.
Durante esta conversación, cundió la noticia de que acababan de
estrangular en Constantinopla a dos visires del banco y al muftí, y
de que se había empalado a varios amigos suyos. Esta catástrofe
dio en todas partes mucho que hablar durante algunas horas[3].
Pangloss, Cándido y Martín, al volver a su modesta granja,
encontraron a un buen viejo que tomaba el fresco en un cenador de
naranjos a la puerta de su casa. Pangloss, que era tan curioso como
razonador, le preguntó cómo se llamaba el muftí al que acababan de
estrangular. «No tengo ni idea, contestó el buen hombre; nunca he
sabido el nombre de ningún muftí ni de ningún visir. Ignoro
totalmente la aventura de la que me habláis; presumo que en
general los que se ocupan de asuntos públicos perecen a veces
miserablemente, y que lo merecen; pero no me informo nunca de lo
que hacen en Constantinopla; me contento con mandar llevar allí
para vender la fruta del jardín que cultivo.» Dichas estas palabras,
hizo entrar en su casa a los extranjeros; sus dos hijas y sus dos
hijos les presentaron varios sorbetes que ellos mismos hacían,
kainak adornado con corteza de cidra confitada, naranjas, limones,
limas, piñas, pistachos, café de moka y no mezcla del mal café de
Batavia y de las islas. Tras lo cual las dos hijas de aquel buen
musulmán perfumaron la barba a Cándido, a Pangloss y a Martín.
«¿Debéis tener, le dijo Cándido al turco, una extensa y magnífica
tierra? —Sólo tengo veinte arpendes, contestó el turco; los cultivo
con mis hijos; el trabajo aleja de nosotros tres grandes males, el
aburrimiento, el vicio y la necesidad.»
Cándido, al volver a su granja, meditó profundamente sobre el
discurso del turco. Les dijo a Pangloss y a Martín: «Este buen
anciano me parece haber conseguido mejor condición que los seis
reyes con los que hemos tenido el honor de cenar. Las grandezas,
dijo Pangloss, son muy peligrosas, según informan todos los
filósofos: pues en fin, Eglon, rey de los moabitas, fue asesinado por
Aod; Absalón fue colgado del pelo y traspasado con tres dardos; el
rey Nadab, hijo de Jeroboam, fue muerto por Baasa; el rey Ela, por
Zambri; Ocozías, por Jehú; Atali, por Joiada; los reyes Joaquín,
Jeconías, Sedecías, fueron esclavos. ¿Sabéis cómo perecieron
Creso, Astiages, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Nerón,
Oto, Vitelio, Domiciano, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres
Enriques de Francia, el emperador Enrique IV? Sabéis… —También
sé, dijo Cándido, que tenemos que cultivar nuestro jardín. —Tenéis
razón, dijo Pangloss; porque cuando el hombre fue puesto en el
jardín del Edén, fue puesto allí “ut operaretur eum”, para que
trabajara: lo cual prueba que el hombre no ha nacido para el
descanso. —Trabaja sin razonar, dijo Martín; es la única forma de
hacer soportable la vida.»
Toda la pequeña sociedad entró por este loable propósito; cada
cual se puso a ejercitar sus talentos. La tierrecilla produjo mucho.
Cunegunda era, realmente, muy fea; pero llegó a ser excelente
repostera; Paquita bordó; la vieja se ocupó de la ropa. Hasta el
hermano Alhelí fue útil; fue excelente ebanista, y se hizo incluso
hombre honrado, y Pangloss le decía a veces a Cándido: «Todos los
acontecimientos vienen encadenados en el mejor de los mundos
posibles: puesto que si no os hubieran echado a patadas en el
trasero de un bello castillo por amor a la señorita Cunegunda, si no
os hubieran entregado a la Inquisición, si no hubierais recorrido
América a pie, si no le hubierais dado una buena estocada al barón,
si no hubierais perdido todos vuestros borregos de la buena tierra de
Eldorado, no comeríais aquí confite de cidra y pistachos. —Bien
hablado, contestó Cándido, pero tenemos que cultivar nuestro
jardín.»
MICROMEGAS

HISTORIA FILOSÓFICA
CAPÍTULO PRIMERO

Viaje de un habitante del mundo de la estrella Sirio al planeta


Saturno

E N uno de aquellos planetas que giran alrededor de la estrella


llamada Sirio, había un joven muy inteligente, al que tuve el
honor de conocer en el último viaje que hizo a nuestro pequeño
hormiguero; se llamaba Micromegas, nombre que les va muy bien a
todos los que son grandes. Medía a lo alto ocho leguas[1]: entiendo
por ocho leguas, veinticuatro mil pies geométricos de cinco pies[2]
cada uno. Algunos algebristas, gente siempre útil al público, cogerán
inmediatamente la pluma, y encontrarán que, puesto que el señor
Micromegas, habitante del país de Sirio, mide de pies a cabeza
veinticuatro mil pasos, que son ciento veinte mil pies reales[3], y que
nosotros, ciudadanos de la tierra, no tenemos más de cinco pies, y
que nuestro globo tiene nueve mil leguas de contorno, encontrarán
digo, que es absolutamente necesario que el globo que lo ha
producido tenga justamente veintiún millones seiscientas mil veces
más de circunferencia que nuestra pequeña tierra. Nada hay tan
sencillo y tan corriente en la naturaleza. Los Estados de algunos
soberanos de Alemania o de Italia, que se pueden recorrer en media
hora, comparados con el imperio de Turquía, de Moscovia o de
China, no son más que débil reflejo de las prodigiosas diferencias
que la naturaleza ha puesto en todos los seres.
Sobre la estatura de Su Excelencia siendo la que he dicho, todos
nuestros escultores y todos nuestros pintores estarán
indudablemente de acuerdo en que su cintura puede tener cinco mil
pies reales de contorno: lo cual le da una proporción muy bonita.
En cuanto a su mente, es una de las más cultas que tengamos;
sabe muchas cosas; ha inventado algunas; no tenía todavía
doscientos cincuenta años, y estudiaba, como es costumbre, en el
colegio de los jesuitas de su planeta, cuando adivinó, por la potencia
de su inteligencia, más de cincuenta proposiciones de Euclides. Son
dieciocho más que las de Blas Pascal[4], el cual, tras haber
adivinado treinta y dos como quien juega, según dice su hermana,
fue después un geómetra bastante mediocre, y un pésimo
metafísico. Hacia los cuatrocientos cincuenta años, al salir de la
infancia, disecó muchos de esos pequeños insectos que no llegan a
los cien pies de diámetro, y que escapan a los microscopios
corrientes; compuso con ello un libro muy curioso, pero que le valió
algunos disgustos. El muftí[5] de su país, gran quisquilloso y muy
ignorante, encontró en su libro proposiciones sospechosas,
malsonantes, temerarias, heréticas, oliendo a herejía, y le persiguió
prontamente: tratábase de saber si la forma sustancial de las pulgas
de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles.
Micromegas se defendió inteligentemente; puso de su lado a las
mujeres; el proceso duró doscientos veinte años. Al fin, el muftí hizo
condenar el libro por unos jurisconsultos que no lo habían leído, y se
dio orden al autor de no aparecer por la corte en ochocientos años.
No le afligió mas que medianamente el verse proscrito de una
corte sólo llena de engorros y pequeñeces. Hizo una canción muy
graciosa contra el muftí, a la cual éste apenas hizo caso; y se puso
a viajar de planeta en planeta, para acabar de formarse la mente y
el corazón, como se suele decir. Los que sólo viajan en silla de
posta o en berlina se extrañarán sin duda de las embarcaciones de
allá arriba, pues nosotros, en nuestro montoncito de barro, no
concebimos nada más allá de nuestros usos. Nuestro viajero
conocía maravillosamente las leyes de la gravitación, y todas las
fuerzas atractivas y repulsivas. Las utilizaba tan a propósito que, ya
con la ayuda de un rayo de sol, ya con la comodidad de un planeta,
iban de globo en globo, él y los suyos, como pájaro que revolotea de
rama en rama. Recorrió en poco tiempo la vía láctea, y obligado me
veo a confesar que nunca vio, a través de las estrellas de las que
está constelada, ese bello cielo empíreo que el ilustre vicario
Derham[6] alardea haber visto tras su anteojo. No es que yo
pretenda que el señor Derham lo haya visto mal, ¡Dios me guarde!,
pero Micromegas estaba allí mismo, es buen observador, y no
quiero contradecir a nadie. Micromegas, después de dar muchas
vueltas, llegó al globo de Saturno. Por muy acostumbrado que
estuviera a ver cosas nuevas, no pudo en un primer momento, al ver
la pequeñez del globo y de sus habitantes, evitar esa sonrisa de
superioridad que se les escapa a veces a los más prudentes. Pues
Saturno no es, al fin y al cabo, más que unas novecientas veces
mayor que la tierra, y los ciudadanos de aquel país son enanos que
sólo tienen mil toesas[7] de altura aproximadamente. Primero se
burló un poco de ellos con sus criados, más o menos como se echa
a reír el músico italiano que viene a Francia con la música de Lulli.
Pero como el Sirio era comprensivo muy pronto entendió que un ser
pensante puede muy bien no ser ridículo aun no teniendo más que
seis mil pies de altura. Se familiarizó con los Saturnianos, después
de haberlos asombrado. Entabló estrecha amistad con el secretario
de la Academia de Saturno, hombre muy inteligente, que no había
inventado nada, pero que daba muy buena cuenta de los inventos
de los demás, y que hacía decorosamente versitos y largos
cálculos[8]. Traeré aquí, para satisfacer a los lectores, una
conversación singular que Micromegas tuvo un día con el señor
Secretario.
CAPÍTULO II

Conversación del habitante de Sirio con el de Saturno

D ESPUÉS de que su Excelencia se hubo acostado y el secretario


acercado a su cara: «Hay que reconocer, dijo Micromegas,
que la naturaleza es muy variada. —Sí, dijo el Saturnino; la
naturaleza es como un parterre cuyas flores… —¡Oh!, dijo el otro,
dejad el parterre. —Es, continuó el secretario, como un conjunto de
rubias y morenas, cuyos atavíos[1]… —Pero ¿a mí qué me importan
las morenas?, dijo el otro. —Entonces es como una galería de
pinturas cuyos rasgos… —¡Oh no!, dijo el viajero; se lo repito, la
naturaleza es como la naturaleza. ¿Por qué buscar comparaciones?
—Para complaceros, contestó el secretario. —No quiero que se me
complazca, contestó el viajero; quiero que se me instruya: empezad
primero por decirme cuántos sentidos tienen los hombres de vuestro
globo. —Tenemos setenta y dos, dijo el académico, y nos quejamos
a diario de su poquedad. Nuestra imaginación va más allá de
nuestras necesidades; nos parece que con nuestros setenta y dos
sentidos, nuestro anillo, nuestras cinco lunas, estamos demasiado
limitados; y, a pesar de toda nuestra curiosidad y del número
bastante grande de pasiones que resultan de nuestros setenta y dos
sentidos, nos sobra tiempo para aburrirnos. —Ya lo creo, dijo
Micromegas, pues en nuestro globo tenemos cerca de mil sentidos,
y todavía nos queda no sé qué vago deseo, no sé qué inquietud,
que nos advierte continuamente que somos poca cosa, y que hay
seres mucho más perfectos. He viajado algo, he visto mortales muy
inferiores a nosotros; los he visto muy superiores, pero no he visto a
ninguno que no tuviera más deseos que verdaderas necesidades, y
más necesidades que satisfacciones. Quizás llegue un día a la tierra
en la que no falte nada, pero hasta ahora nunca me ha dado nadie
noticias positivas de esa tierra.» El Saturnino y el Sirio se agotaron
entonces en conjeturas, pero, después de muchos razonamientos
muy ingeniosos y muy inciertos, fue preciso volver a los hechos.
«¿Cuánto tiempo vivís?, dijo el Sirio. —¡Muy poco!, contestó el
hombrecillo de Saturno. —Igual que nosotros, dijo el Sirio; siempre
nos quejamos de poquedad. Debe ser ley universal de la naturaleza.
—Desgraciadamante, dijo el Saturnino, sólo vivimos quinientas
revoluciones del sol. (Lo que viene a ser unos quince mil años más
o menos, contando a vuestra usanza.) Bien veis que casi es morir al
nacer; nuestra existencia es un punto, nuestra duración un instante,
nuestro globo un átomo. Apenas empieza uno a instruirse un poco,
llega la muerte antes de que tenga uno experiencia. Yo no me
atrevo a hacer ningún proyecto; me encuentro como una gota de
agua en un inmenso océano. Me avergüenzo, sobre todo ante vos,
del papel ridículo que hago en este mundo.»
Micromegas le replicó: «Si no fuerais filósofo, temería afligiros
informándoos de que nuestra vida es setecientas veces más larga
que la vuestra; pero demasiado sabéis que cuando hay que
devolver el cuerpo a los elementos, y reanimar a la naturaleza bajo
otra forma, a lo cual se llama morir, cuando ese momento de
metamorfosis ha llegado, haber vivido una eternidad o haber vivido
un día es exactamente lo mismo. He estado en un país en el cual se
vive mil veces más que en el mío, y he visto que aún se quejaban.
Pero en todas partes hay gente con sentido común que sabe
resignarse y dar gracias al autor de la naturaleza. Ha extendido por
este universo gran profusión de variedades con una especie de
uniformidad admirable. Por ejemplo, todos los seres pensantes son
diferentes, y en el fondo todos se parecen por el don del
pensamiento y de los deseos. La materia se extiende por todas
partes; pero tiene en cada globo distintas propiedades. ¿Cuántas
propiedades distintas contáis en vuestra materia? —Si habláis de
esas propiedades, dijo el Saturnino, sin las cuales creemos que este
globo no podría subsistir tal como es, contamos trescientas, como la
extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la
divisibilidad, y las demás. —Aparentemente, replicó el viajero, ese
pequeño número basta a los designios que el Creador tenía sobre
vuestra pequeña morada. En todo admiro su sabiduría, por todas
partes veo diferencias, pero también por todas partes proporciones.
Vuestro globo es pequeño, vuestros habitantes también lo son;
tenéis pocas sensaciones; vuestra materia tiene pocas propiedades;
todo ello es obra de la Providencia. ¿De qué color es vuestro sol
cuando se examina atentamente? —De un blanco muy amarillento,
dijo el Saturnino; y cuando dividimos uno de sus rayos, encontramos
que contiene siete colores. —Nuestro sol tira a rojo, dijo el
Saturnino, y tenemos treinta y nueve colores primarios. No hay dos
soles que se parezcan, entre todos aquellos a los que me he
acercado, así como entre nosotros no hay un rostro que no sea
diferente de todos los demás.»
Tras varias preguntas de esta índole, se informó sobre cuántas
sustancias esencialmente diferentes se contaban en Saturno. Se
enteró de que sólo se contaban unas treinta, como Dios, el espacio,
la materia, los seres con extensión que sienten, los seres con
extensión que sienten y piensan, los seres pensantes que no tienen
extensión; los que se penetran, los que no se penetran, y los demás.
El Sirio, en cuya tierra se contaban trescientos, y que había
descubierto otros tres mil en sus viajes, asombró prodigiosamente al
filósofo de Saturno. Al fin, tras haberse comunicado uno a otro un
poco de lo que sabían, tras haber razonado durante una revolución
del sol, decidieron hacer juntos un viajecito filosófico.
CAPÍTULO III

Viaje de dos habitantes de Sirio y de Saturno

N UESTROS dos filósofos estaban listos para embarcarse a la


atmósfera de Saturno, con excelente provisión de
instrumentos matemáticos, cuando la amada del Saturnino, a quien
llegó la noticia, vino lacrimosa a reprenderle. Era una morenita
guapa que no medía más que seiscientas sesenta toesas, pero que
compensaba con sus muchos encantos la pequeñez de su estatura.
«¡Ay! ¡cruel!, exclamó, después de resistirme quinientos años,
cuando ya empezaba a rendirme, cuando apenas he pasado cien
años en tus brazos, me dejas para ir a viajar con un gigante de otro
mundo; ve, no eres más que un curioso, nunca tuviste amor: si
fueras un auténtico Saturnino serías fiel. ¿Adónde vas a correr?
¿Qué quieres? Nuestras cinco lunas son menos errantes que tú,
nuestro anillo menos mudable. Está decidido, ya no amaré nunca a
nadie.» El filósofo la abrazó, lloró con ella, y eso que era filósofo; y
la dama, tras desmayarse, fue a consolarse con un petimetre del
lugar.
Entretanto, nuestros dos curiosos partieron; saltaron primero
sobre el anillo, que encontraron bastante llano como muy bien
adivinó un ilustre habitante de nuestro pequeño globo; de allí se
fueron de luna en luna. Un cometa pasaba muy cerca de la última;
se lanzaron sobre él con sus criados e instrumentos. Después de
recorrer aproximadamente quinientos millones de leguas,
encontraron los satélites de Júpiter. Pasaron al mismo Júpiter y allí
permanecieron un año, durante el cual aprendieron muy hermosos
secretos que estarían hoy imprimiéndose a no ser por los señores
inquisidores, que encontraron algo duras algunas proposiciones.
Pero he leído el manuscrito en la biblioteca del ilustre arzobispo
de…, que me ha dejado ver sus libros con una generosidad y
bondad imposibles de encomiar.
Pero volvamos a nuestros viajeros. Al salir de Júpiter, cruzaron
un espacio de cien millones de leguas aproximadamente, y
bordearon el planeta Marte, el cual, como se sabe, es cinco veces
menor que nuestro pequeño globo; vieron dos lunas que sirven a
este planeta, y que han escapado a la mirada de nuestros
astrónomos. Ya sé que el padre Castel[1] escribirá, con bastante
gracia incluso, en contra de la existencia de estas dos lunas, pero
me remito a los que razonan por analogía. Estos buenos filósofos
saben lo difícil que sería que Marte, que está tan lejos del sol,
pudiera contentarse con menos de dos lunas. Sea como fuere,
nuestra gente vio aquello tan pequeño que temió no encontrar allí
donde dormir, y prosiguió su ruta como dos viajeros que desprecian
una tabernucha de pueblo y siguen hasta la próxima ciudad. Pero el
Sirio y su compañero pronto se arrepintieron. Anduvieron mucho
tiempo y nada encontraron. Por fin vislumbraron un pequeño
resplandor: era la tierra; aquello dio lástima a los que venían de
Júpiter. Sin embargo, temiendo arrepentirse por segunda vez,
decidieron desembarcar. Pasaron sobre la cola del cometa, y
encontraron una aurora boreal a punto, se metieron dentro, y
llegaron a la tierra por el borde septentrional del mar Báltico, el cinco
de julio de mil setecientos treinta y siete, según el nuevo lenguaje.
CAPÍTULO IV

Lo que les ocurre en el globo de la tierra

D ESPUÉS de haber descansado algún tiempo, se desayunaron


con dos montañas, que sus criados les condimentaron
bastante bien. Luego quisieron reconocer el pequeño país en el que
estaban. Fueron primero de norte a sur. Los pasos normales del
Sirio y de sus criados eran aproximadamente de treinta mil pies de
rey; el enano de Saturno los seguía de lejos jadeando, pues tenía
que dar aproximadamente doce pasos por cada zancada del otro
(figuraos, si es que pueden hacerse semejantes comparaciones, a
un perrito faldero siguiendo a un capitán de guardias del rey de
Prusia).
Como estos extranjeros van bastante aprisa, dieron la vuelta al
globo en treinta y seis horas; el sol, en verdad, o mas bien la tierra,
hace semejante viaje en un día; pero hay que pensar que se va
mucho más a gusto cuando uno gira sobre su propio eje que cuando
camina sobre los pies. Ya estaban de vuelta a su punto de partida,
después de haber visto aquella charca, casi imperceptible para
ellos, a la que se llama «Mediterráneo», y aquel otro estanquito,
que, bajo el nombre de «Gran Océano», rodea a la topera. Al enano
sólo le había llegado el agua hasta media pierna y el otro apenas se
había mojado el talón. Hicieron todo lo que pudieron yendo y
viniendo por encima y por debajo para intentar ver si aquel globo
estaba o no habitado. Se agacharon, se tumbaron, palparon por
doquier, pero sus ojos y sus manos no guardaban proporción con
los pequeños seres que se arrastran por aquí, no recibieron la más
mínima sensación que pudiera hacerles sospechar que nosotros y
nuestros congéneres los demás habitantes de este globo tenemos el
honor de existir.
El enano, que juzgaba a veces algo apresuradamente, decidió
primero que en la tierra no había nadie. Su primera razón es que no
había visto a nadie. Micromegas le hizo notar educadamente que
aquello era razonar bastante mal: «¿Porque, decía, no veis con
vuestros ojitos ciertas estrellas de quinta magnitud, que yo distingo
perfectamente, concluís por ello que esas estrellas no existen? —
Pero, dijo el enano, he palpado bien. —Sin embargo, contestó el
otro, habéis sentido mal. —¡Pero, dijo el enano, este globo está tan
mal construido, es tan irregular y con una forma que me parece tan
ridícula! Aquí todo parece caótico. ¿Veis esos riachuelos, ninguno
va derecho, aquellos estanques que no son ni redondos, ni
cuadrados, ni ovalados, ni de ninguna forma regular; estos granitos
puntiagudos con los que está erizado y que me han lastimado los
pies? (se refería a las montañas). ¿Os fijáis en la forma de todo el
globo, lo achatado que es en los polos, con qué torpeza gira
alrededor del sol, de suerte que las tierras del polo están incultas
por necesidad? Realmente, lo que me hace pensar que aquí no hay
nadie, es que me parece que gente con sentido común no querría
habitar en este lugar. —Bueno, dijo Micromegas, quizás no sea
gente con sentido común la que aquí viva. Pero al fin y al cabo no
parece que esto se haya hecho en balde. Aquí todo os parece
irregular, decís, porque en Saturno y Júpiter todo está hecho a
cordel. Bueno, quizás por esta misma razón haya por aquí un poco
de confusión. ¿No os dije que en mis viajes siempre había notado
variedad?» El Saturnino replicó a todas estas razones. La disputa no
hubiera terminado nunca, si felizmente Micromegas, en el calor de la
charla, no hubiera roto el hilo de su collar de diamantes. Los
diamantes cayeron; eran buenos quilates bastante desiguales, los
mayores pesaban cuatrocientas libras, y los más pequeños
cincuenta. El enano recogió algunos; se dio cuenta, al acercárselos
a los ojos, que aquellos diamantes, por la forma en la que estaban
tallados, eran excelentes microscopios. Tomó entonces un
microscopio pequeño de ciento sesenta pies de diámetro, que se
acercó a la niña del ojo; y Micromegas escogió uno de dos mil
quinientos pies. Eran excelentes, pero en un primer momento no
ayudaron en nada: había que enfocarlos. Por fin, el habitante de
Saturno vio una cosa imperceptible que se movía entre dos aguas
en el mar Báltico: era una ballena. La cogió con el meñique con gran
habilidad, y poniéndosela en la uña del pulgar, se la enseñó al Sirio,
que por segunda vez se echó a reír de la excesiva pequeñez de los
habitantes de nuestro globo. El Saturnino, convencido de que el
mundo estaba habitado, pronto imaginó que sólo lo estaba por
ballenas; y como era muy dado a razonar, quiso adivinar de dónde
sacaba el movimiento un átomo tan pequeño, si tenía ideas,
voluntad, libertad. Le costó mucho a Micromegas; examinó con
mucha paciencia al animal, y del examen resultó que no podía
creerse que un alma estuviera allí alojada. Los dos viajeros se
inclinaban a pensar por lo tanto que no había espíritu en nuestra
morada, cuando con la ayuda del microscopio apercibieron algo del
tamaño de una ballena que flotaba en el mar Báltico. Se sabe que
en aquel mismo momento una bandada de filósofos volvía del
círculo polar, al que habían ido a hacer unas observaciones de las
que nadie se había percatado hasta entonces[1]. Las gacetas dirán
que su nave encalló en las costas de Botnia, y que les costó mucho
ponerse a salvo, pero en este mundo nunca se sabe el intríngulis de
las cosas. Voy a contar ingenuamente lo que pasó, sin añadir nada
de mi cosecha: lo que no es pequeño esfuerzo para un historiador.
CAPÍTULO V

Experiencias y razonamientos de dos viajeros

M ICROMEGAS tendió la mano muy despacito hacia el lugar en el


que aparecía el objeto, y avanzando los dedos, y retirándolos
por temor a equivocarse, volviéndolos a abrir luego y apretándolos,
cogió muy diestramente el barco que llevaba a aquellos señores, y
volvió a colocárselo en la uña, sin apretarlo demasiado por miedo a
aplastarlo. «Éste es un animal muy distinto del primero, dijo el enano
de Saturno.» El Sirio puso al supuesto animal en la palma de la
mano. Los pasajeros y la tripulación, que habían creído que se los
había llevado un huracán, y que creían estar sobre una especie de
roca, se ponen todos en movimiento; los marineros cogen toneles
de vino, los echan a la mano de Micromegas y se precipitan
después. Los geómetras cogen los segmentos graduados, los
sectores y a unas muchachas laponas, y bajan a los dedos del Sirio.
Tanto hicieron que éste sintió al fin moverse algo que le cosquilleaba
los dedos: era la punta de hierro de un palo de un pie de largo lo
que le clavaban en el índice; juzgó por aquel picor que algo había
salido del animalito al que sostenía, pero de primera intención no
sospechó más. El microscopio, que apenas permitía distinguir entre
una ballena y un barco, no captaba a un ser tan imperceptible como
los hombres. No pretendo con ello herir la vanidad de nadie, pero
me veo obligado a rogar a los entendidos que hagan aquí conmigo
una pequeña reflexión: considerando la estatura de los hombres de
quinientos pies más o menos, no representamos en la tierra más de
lo que representaría en una bola de diez pies de contorno, un animal
que tuviera aproximadamente la seiscienta millonésima parte de un
pulgar de altura. Figuraos una sustancia que pudiera sostener la
tierra con la mano, y que tuviera órganos proporcionados a los
nuestros; y muy bien puede ser que haya gran número de estas
sustancias: concebid entonces, os lo ruego, lo que pensarían de
esas batallas que nos han proporcionado dos aldeas que se han
tenido que devolver.
No dudo de que si algún capitán de los granaderos del rey lee
algún día esta obra, no añada dos grandes pies al menos a los
gorros de su tropa, pero le advierto que por mucho que haga, él y
los suyos no serán más que unos seres infinitamente pequeños.
¿Qué maravillosa habilidad no necesitaría nuestro filósofo de
Sirio para percibir los átomos de los que acabo de hablar? Cuando
Leuwenhoek y Hartsoeker vieron los primeros, o creyeron ver, la
semilla de la que estamos formados, no hicieron con mucho tan
asombroso descubrimiento. ¡Qué placer sintió Micromegas al ver
moverse a aquellas maquinitas, al examinar todas sus idas y
venidas, al seguirlas en todas sus operaciones! ¡Qué exclamaciones
lanzó! ¡Con qué alegría puso un microscopio en las manos de su
compañero de viaje! «Los veo, decían los dos a la vez; ¿no los veis
llevando fardos, agachándose, volviéndose a levantar?» Al hablar
de esta suerte les temblaban las manos por el placer de ver objetos
tan nuevos y por temor a perderlos. El Saturnino, pasando de un
exceso de desconfianza a un exceso de credulidad, creyó percibir
que trabajaban en la propagación. ¡Ay!, decía, pillé a la naturaleza in
fraganti[1]. Pero las apariencias le engañaban: esto ocurre
demasiado a menudo, tanto si se utiliza microscopio como si no.
CAPÍTULO VI

Lo que les ocurrió con los hombres

M ICROMEGAS, mucho más observador que el enano, vio con


claridad que los átomos se hablaban; se lo hizo notar a su
compañero, el cual, avergonzado por haberse equivocado en lo de
la generación no quiso creer que semejantes especies pudieran
comunicarse con ideas. Tenía, así como el Sirio, don de lenguas,
pero no oía hablar a nuestros átomos y suponía que no hablaban.
Además, ¿cómo iban a tener órganos para la voz aquellos seres
imperceptibles, y qué tendrían que decirse? Para hablar, hay que
pensar, o algo que se le parezca; pero si pensaban, tendrían el
equivalente de un alma. Y atribuir el equivalente a aquella especie le
parecía absurdo. «Pero, dijo el Sirio, os ha parecido hace un
momento que hacían el amor, ¿creéis que se pueda hacer el amor
sin pensar y sin proferir palabra, o al menos sin darse a entender?
¿Suponéis que es más difícil producir un argumento que un hijo?
Para mí lo uno y lo otro me parecen grandes misterios. —Ya no me
atrevo ni a creer ni a negar, dijo el enano; ya no opino. Hay que
intentar examinar a estos insectos, luego razonaremos. —Muy bien
dicho», repuso Micromegas; e inmediatamente sacó un par de
tijeras con las que se cortó las uñas, y con un recorte de la uña del
pulgar, hizo, inmediatamente, una especie de gran trompetilla, como
un amplio embudo, cuyo canuto se metió en la oreja. La
circunferencia del embudo envolvía al barco y a toda la tripulación.
La más débil voz entraba por las fibras circulares de la uña, de
suerte que, gracias a su ingenio, el filósofo de allá arriba oyó
perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abajo. En
pocas horas consiguió distinguir las palabras y, por fin, entender el
francés. El enano hizo otro tanto aunque con más dificultad. El
asombro de los viajeros aumentaba por instantes. Oían a unas
polillas hablar con bastante sensatez: este juego de la naturaleza les
parecía inexplicable. Ya suponéis que el Sirio y el enano se hacían
ascuas por entablar conversación con los átomos; temían que su
voz de trueno, y la de Micromegas sobre todo, ensordeciera a las
polillas y que no les oyeran. Habría que disminuir su fuerza. Se
metieron en la boca una especie de mondadientes pequeños, cuya
punta afilada venía a caer cerca del barco. El Sirio tenía al enano en
las rodillas, y al barco con la tripulación encima de una uña;
agachaba la cabeza y hablaba bajo. Al fin, gracias a todas estas
precauciones y muchas más, empezó así su discurso:
«Invisibles insectos, que la mano del Creador se ha complacido
en hacer nacer en el abismo de lo infinitamente pequeño, le doy
gracias por haberse dignado descubrirme secretos que parecían
impenetrables. Quizás en mi corte no se dignen miraros, pero yo no
desprecio a nadie y os ofrezco mi protección.»
Para asombro, el de los que oyeron aquellas palabras. No
podían adivinar de dónde salían. El capellán del barco recitó las
preces de los exorcismos, los marineros juraron, y los filósofos del
barco hicieron un sistema; pero por mucho sistema que hicieran, no
llegaron a adivinar quién les hablaba. El enano de Saturno, que
tenía la voz más suave que Micromegas, les aclaró entonces con
pocas palabras con qué especie estaban tratando. Les contó el viaje
desde Saturno, les puso al corriente de quién era el señor
Micromegas; y, tras haberlos compadecido por ser tan pequeños,
les preguntó si habían estado siempre en aquel miserable estado
tan próximo a la nada, lo que hacían en un globo que parecía
pertenecer a ballenas, si eran felices, si se multiplicaban, si tenían
un alma, y cien preguntas más de esta índole.
Un razonador de la tropa, más lanzado que los demás, y
ofendido de que pusieran en duda su alma, observó al interlocutor
con pínulas enfocadas a un segmento graduado, hizo dos
mediciones, y a la tercera habló así: «Creéis, señor, que porque
medís mil toesas desde la cabeza a los pies, sois un… —¡Mil
toesas!, exclamó el enano; ¡cielo santo! ¿Cómo puede saber mi
estatura? ¡Mil toesas! No se equivoca ni en una pulgada; ¿cómo?
¡este átomo me ha medido! ¡es geómetra, conoce mi tamaño; y yo
que no puedo verle a él más que con microscopio aún no conozco el
suyo! —Sí, os he medido, dijo el físico, y también mediría a vuestro
compañero.» Se aceptó la propuesta; Su Excelencia se echó al
suelo, pues si hubiera permanecido de pie, su cabeza hubiera
estado muy por encima de las nubes. Nuestros filósofos le plantaron
un árbol grande en un sitio al que el doctor Swift[1] nombraría, pero
que yo me guardaré de citar por su nombre, por mi gran respeto a
las damas. Luego, con una serie de triángulos ligados entre sí,
concluyeron que lo que veían era en efecto a un joven de ciento
veinte mil pies de rey.
Entonces Micromegas pronunció estas palabras: «Ahora más
que nunca veo que no hay que juzgar nada por su tamaño aparente.
¡Oh Dios! que habéis dado inteligencia a unas sustancias que tan
despreciables parecían, tan poco os cuesta lo infinitamente pequeño
como lo infinitamente grande; y si es posible que haya seres más
pequeños que éstos, todavía pueden tener un espíritu superior al de
esos soberbios animales que he visto en el cielo, cuyo solo pie
cubriría todo el globo al que hemos bajado.»
Uno de los filósofos le contestó que podía dar por cierta la
existencia de seres inteligentes mucho más pequeños que el
hombre. Le contó no todo lo fabuloso que Virgilio ha dicho de las
abejas, pero sí lo que Swammerdam[2] ha descubierto y lo que
Reaumur[3] ha disecado. Le enseñó al fin que hay animales que son
a las abejas lo que las abejas son al hombre, lo que el Sirio mismo
era a aquellos animales tan vastos como decían, y lo que aquellos
grandes animales son a otras sustancias ante las cuales sólo
parecen átomos. Poco a poco la conversación se hizo interesante, y
Micromegas habló así.
CAPÍTULO VII

Conversación con los hombres

« O Hcomplacido
átomos inteligentes, en los que el Ser eterno se ha
manifestando su habilidad y poderío, sin duda
debéis gustar alegrías bien puras en vuestro globo, pues teniendo
tan poca materia, y pareciendo todo espíritu, debéis pasaros la vida
amando y pensando; es la verdadera vida de los espíritus. En
ningún lugar he visto la verdadera felicidad, pero aquí está sin
duda.» Ante este discurso, todos los filósofos movieron la cabeza; y
uno de ellos, más franco que los demás, confesó de buena fe que,
exceptuando a un reducido número de habitantes a los que se tenía
en poca consideración, todos los demás eran un conjunto de locos,
malos y desgraciados. «Tenemos más materia de la que
necesitamos, dijo, para hacer mucho mal, si el mal viene de la
materia; y demasiado espíritu, si el mal viene del espíritu. ¿Sabéis,
por ejemplo, que en el momento en que os hablo, hay cien mil locos
de nuestra especie, cubiertos con sombreros, que matan a otros
cien mil cubiertos con turbante, o que son por ellos asesinados, y
que, en casi toda la tierra, así se hace desde tiempo inmemorial?»
El Sirio se estremeció, y preguntó cuál podía ser la razón de
aquellas horribles riñas entre animales tan endebles. «Se trata, dijo
el filósofo, de algunos montones de barro del tamaño de vuestro
tacón. No es que ninguno de esos millones de hombres que se
hacen degollar pretenda una brizna de paja sobre ese montón de
barro. Sólo se trata de saber si pertenecerá a cierto hombre al que
se llama sultán, o a otro al que se llama, no sé por qué, César. Ni
uno ni otro ha visto ni verá jamás el rinconcito de tierra del que se
trata; y casi ninguno de esos animales, que se degüellan
mutuamente, ha visto al animal por el cual se matan.
—¡Ay, desgraciados!, exclamó el Sirio con indignación. ¡Es
posible concebir tal exceso de loca rabia! Ganas me dan de dar tres
pasos y de aplastar con tres pisotones a todo este hormiguero de
asesinos ridículos. —No os molestéis en ello, le contestaron, ya
trabajan ellos bastante en su ruina. Sabed que al cabo de diez años,
no quedará ni la centésima parte de estos miserables; sabed que,
aunque no hubieran sacado la espada, el hambre, el cansancio o la
intemperancia, se los llevan a casi todos. Además, no es a ellos a
quien hay que castigar, es a esos bárbaros sedentarios que desde el
fondo de sus gabinetes ordenan, durante su digestión, el asesinato
de un millón de hombres y mandan luego darle solemnemente
gracias a Dios por ello.» El viajero se sentía movido a piedad por la
pequeñez de la raza humana, en la que tan asombrosos contrastes
descubría. «Puesto que pertenecéis al pequeño número de los
sabios, dijo a aquellos señores, y que aparentemente no matáis a
nadie por dinero, decidme, os lo ruego, a qué os dedicáis. —
Disecamos moscas, dijo el filósofo, medimos líneas, juntamos
números; estamos de acuerdo en dos o tres puntos que
entendemos, y discutimos sobre dos o tres mil que no entendemos.»
Enseguida tuvieron el Sirio y el Saturnino capricho por interrogar a
aquellos átomos pensantes, por saber las cosas sobre las cuales
estaban de acuerdo. «¿Cuánto contáis desde la estrella de la
Canícula a la gran estrella de Géminis?» Contestaron todos a la vez:
«Treinta y dos grados y medio. —¿Cuánto contáis de aquí a la luna?
—Sesenta semi-diámetros de la tierra, redondeando cifras. —
¿Cuánto pesa vuestro aire?» Creía pillarlos, pero todos le dijeron
que el aire pesa aproximadamente novecientas veces menos que su
mismo volumen del agua más ligera, y mil novecientas veces menos
que el oro de ducado. El enanito de Saturno, sorprendido por sus
respuestas, tentado estuvo de tener por bruja a aquella misma gente
a la cual un cuarto de hora antes había negado un alma.
Al fin les dijo Micromegas: «Puesto que tan bien sabéis lo que
está fuera de vosotros, sin duda sabréis mejor aún lo que está
dentro. Decidme lo que es vuestra alma, y cómo formáis las ideas.»
Los filósofos hablaron todos a un tiempo como anteriormente, pero
tuvieron distintos pareceres. El más viejo citaba a Aristóteles, otro
pronunciaba el nombre de Descartes; éste el de de Malebranche;
este otro el de Leibnitz; aquél el de Locke. Un viejo peripatético dijo
en voz alta confiado: «El alma es una entelequia, y una razón por la
cual lo que es tiene poder para ser. Es lo que declara expresamente
Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre. —No entiendo
mucho el griego, dijo el gigante. —Ni yo tampoco, dijo la polilla
filosófica. —Entonces, replicó el Sirio, ¿por qué citáis a un cierto
Aristóteles en griego? —Es que, contestó el sabio, hay que citar lo
que no se entiende en absoluto en el idioma que menos se
entiende.»
El cartesiano tomó la palabra y dijo: «El alma es un espíritu puro
que ha recibido en el vientre de su madre todas las ideas
metafísicas, y que, al salir de allí, se ve obligada a ir a la escuela y a
volver a aprender todo lo que tan bien ha sabido, y que ya no
volverá a saber. —Por lo tanto no valía la pena, contestó el animal
de ocho leguas, que tu alma fuese tan sabia en el vientre de tu
madre, para ser tan ignorante cuando tuvieras barba en la cara.
Pero, ¿qué entiendes por espíritu? —¿Pero qué me peguntáis?, dijo
el razonador; no tengo ni idea; dicen que no es materia. —Pero,
¿sabe al menos lo que es la materia? —Muy bien, contestó el
hombre. Por ejemplo esta piedra es gris, y de tal forma, tiene tres
dimensiones, es pesada y divisible. —Bueno, dijo el Sirio,
¿acabarás de decirme lo que es esta cosa que te parece ser
divisible, pesada y gris? Ves algunos atributos, pero el fondo de la
cosa ¿lo conoces? —No, dijo el otro. —Entonces no sabes lo que es
la materia.»
Entonces el señor Micromegas, dirigiéndose a otro sabio que
tenía encima del pulgar, le preguntó qué era su alma, y lo que hacía.
«Absolutamente nada, contestó el filósofo malebranchista, Dios lo
hace todo por mí: todo lo veo en él, todo lo hago en él; él lo hace
todo sin que yo intervenga. —Tanto daría no ser, contestó el sabio
de Sirio. Y tú, amigo mío, le dijo a un leibnitziano que estaba allí,
¿qué es tu alma? —Es, contestó el leibnitziano, una aguja que
señala las horas mientras mi cuerpo toca, o, si preferís, es la que
toca mientras mi cuerpo da la hora; o bien, mi alma es el espejo del
universo, y mi cuerpo el borde del espejo: está claro.»
Un pequeño partidario de Locke estaba muy cerca de allí; y
cuando al fin le dirigieron la palabra: «No sé, dijo, cómo pienso, pero
sé que sólo he pensado movido por mis sentidos. Que haya
sustancias inmateriales e inteligentes no lo pongo en duda, pero que
a Dios le sea imposible comunicar el pensamiento a la materia, es
de lo que seriamente dudo. Reverencio el poder eterno; no me
pertenece a mí limitarlo: no afirmo nada; me contento con creer que
hay más cosas posibles de las que se piensa.»
El animal de Sirio sonrió: no encontró que aquél fuera el menos
sabio; y el enano de Saturno hubiera abrazado al seguidor de Locke
a no ser por la extremada desproporción. Pero había allí, por
desgracia, un animalucho pequeño de bonete cuadrado que les
quitó la palabra a todos los animaluchos filósofos; dijo que sabía
todo el secreto, que se encontraba en la Suma de Santo Tomás;
miró de arriba a abajo a los dos habitantes celestes; sostuvo que
sus personas, sus mundos, sus soles, sus estrellas, todo estaba
hecho únicamente para el hombre. Ante este discurso, nuestros dos
viajeros se echaron uno encima de otro ahogando esa risa
inextinguible que es, según Homero, atributo de los dioses: sus
hombros y vientres iban y venían, y en aquellas convulsiones el
barco, que el Sirio tenía en la uña, se cayó a un bolsillo del calzón
del Saturnino. Aquellas dos buenas personas lo buscaron mucho
tiempo; al fin volvieron a encontrar el equipaje y lo recompusieron
primorosamente. El Sirio volvió a coger a las polillitas; les volvió a
hablar con mucha bondad, aunque en el fondo del corazón estuviera
un poco enfadado al ver que los infinitamente pequeños tenían un
orgullo casi infinitamente grande. Les prometió hacerles un hermoso
libro de filosofía, escrito con letra muy menuda para uso suyo, y que
en ese libro verían el fondo de las cosas. Efectivamente, les dio
aquel volumen antes de su partida: se llevó a París a la academia
de Ciencias, pero cuando lo abrió el secretario, sólo vio un libro
totalmente en blanco: «¡Ay!, dijo, ya me lo había figurado.»
ZADIG O EL DESTINO

HISTORIA ORIENTAL
EPÍSTOLA DEDICATORIA DE ZADIG A LA SULTANA SHERAA[1]

Por Sadi

A 10 del mes de Schewal, año 837 de la hégira

E NCANTO de los ojos, tormento de los corazones, luz de los


espíritus, no beso el polvo de vuestros pies ya que apenas
camináis, o si camináis lo hacéis sobre alfombras de Irán o sobre
rosas. Os ofrezco la traducción de un libro de un antiguo sabio que,
teniendo la dicha de no tener nada que hacer, tuvo la de
entretenerse en escribir la historia de Zadig, obra que dice más de lo
que parece. Os ruego la leáis y opinéis, pues, aunque estéis en la
flor de la vida, aunque todos los placeres vayan tras vos, aunque
seáis bella y vuestro talento realce vuestra belleza; aunque os
alaben de la noche a la mañana, y que, por todas estas razones
tuvierais perfecto derecho a no tener sentido común, sin embargo
tenéis gran prudencia y refinado gusto, y os he oído razonar mejor
que viejos derviches de larga barba y puntiagudo gorro. Sois
discreta y no sois desconfiada; sois dulce sin ser débil; sois
bienhechora con discernimiento; amáis a vuestros amigos y no os
hacéis enemigos. Vuestro ingenio no aprovecha nunca la
maledicencia para lucirse, ni habláis mal de nadie ni se lo causáis, a
pesar de la prodigiosa facilidad que para ello tendríais. En fin,
vuestra alma me pareció como vuestra belleza, pura. Y tenéis
incluso una aptitud para la filosofía que me ha inclinado a pensar
que apreciaríais más que otra esta obra de un sabio.
Se escribió primero en caldeo antiguo, que ni vos ni yo
entendemos. Se tradujo al árabe, para entretener al célebre sultán
Oulong-beb. Ocurría cuando árabes y persas empezaban a escribir
aquellas Mil y una noches, aquellos Mil y un días, etc. Oulong
prefería la lectura de Zadig, pero las sultanas preferían los Mil y un.
«¿Cómo podéis preferir, les decía el sabio Oulong, cuentos tan sin
razón, y que no significan nada? —Por eso mismo nos gustan,
contestaban las sultanas.» Tengo la certeza de que no os pareceréis
a ellas y que seréis un verdadero Oulong. Incluso espero que
cuando os canséis de las conversaciones generales, que se
parecen bastante a los Mil y un, sólo que son menos divertidas,
podré encontrar un minuto para tener el honor de convenceros. Si
hubierais sido Thalestris en tiempo de Scander, hijo de Felipe; si
hubierais sido la reina de Sabea en tiempos de Soleiman, el viaje lo
hubieran hecho estos reyes. Pido para vos a las virtudes celestes
alegrías sin cuidados, belleza duradera y felicidad sin fin.

SADI
EL TUERTO

E N tiempos del rey Moabdar había en Babilonia un joven


llamado Zadig, de grandes dotes naturales enriquecidas por la
educación. Aunque rico y joven, sabía moderar sus pasiones; no
disimulaba nada; no quería tener siempre razón y sabía respetar la
debilidad de los hombres. Sorprendía que él, tan ingenioso, no
insultara nunca contestando con burlas a esas palabras tan vagas,
tan sin concierto, tan tumultuosas, a esas maledicencias temerarias,
a esas decisiones ignorantes, a esas chocarrerías groseras, a ese
vano ruido de palabras a las que se llamaba «conversación» en
Babilonia. Había aprendido, en el primer libro de Zoroastro, que el
amor propio es un globo hinchado de viento del que salen
tempestades cuando se le ha pinchado. Sobre todo, Zadig no se
vanagloriaba de despreciar a las mujeres y de sojuzgarlas. Era
generoso, no temía hacer favores a los ingratos, siguiendo ese gran
precepto de Zoroastro[1]: «Cuando comes, dales de comer a los
perros, aunque te muerdan.» Era tan sabio como ser se puede,
pues intentaba vivir con sabios. Instruido en las ciencias de los
antiguos caldeos, no ignoraba los principios físicos de la naturaleza,
tal como entonces se conocían, y sabía de metafísica lo que en toda
época se ha sabido, o sea muy poca cosa. Estaba firmemente
convencido de que el año era de trescientos sesenta y cinco días y
cuarto, a pesar de la nueva filosofía de su tiempo de que el sol
estaba en el centro del mundo; y cuando los principales magos le
decían, con altanería insultante, que tenía malos sentimientos, y que
era ser enemigo del Estado creer que el sol giraba sobre sí mismo, y
que el año tenía doce meses, callaba sin ira y sin desprecio.
Zadig, con grandes riquezas y por consiguiente con amigos,
teniendo salud, rostro agraciado, inteligencia justa y moderada,
corazón sincero y noble, creyó que podía ser feliz. Iba a casarse con
Semira, cuya belleza, cuna y fortuna hacían de ella el primer partido
de Babilonia. Sentía por ella afecto sólido y virtuoso y Semira le
amaba apasionadamente. Alcanzaban ya casi el momento dichoso
que iba a unirlos cuando, paseando juntos hacia una puerta de
Babilonia, bajo las palmeras que adornaban la orilla del Eufrates,
vieron venir hacia ellos a hombres armados con sables y flechas.
Eran los satélites del joven Orcan, sobrino de un ministro, a quien
los aduladores de su tío habían hecho creer que todo le estaba
permitido. No tenía nada del encanto ni de la virtud de Zadig, pero,
al creerse que valía mucho más, estaba desesperado de no ser él el
preferido. Esta envidia, que sólo provenía de su vanidad, le llevó a
pensar que amaba perdidamente a Semira. Quería raptarla. Los
raptores la cogieron y en su arrebatada violencia la hirieron,
vertiendo la sangre de una persona cuya aparición hubiera
enternecido a los tigres del monte Imaüs[2]. Sus lamentos llegaban
al cielo. Gritaba: «¡Querido esposo! Me arrancan a quien yo adoro.»
No se preocupaba del peligro que corría, no pensaba más que en su
querido Zadig. Éste, en aquellos momentos, la defendía con toda la
fuerza que dan valor y amor. Ayudado sólo por dos esclavos,
ahuyentó a los raptores y llevó a casa a Semira, desvanecida y
ensangrentada, la cual al abrir los ojos vio a su querido libertador. Le
dijo: «¡Oh Zadig! Os amaba como esposo mío; os amo como aquel
a quien debo honor y vida.» Jamás hubo corazón más agradecido
que el de Semira. Jamás boca más encantadora expresó
sentimientos más emocionados, con esas palabras de fuego que
inspiran el sentimiento de deber el mayor de los favores y la más
tierna efusión del más legítimo amor. Su herida era superficial; sanó
pronto. Zadig tenía una lesión de mayor cuidado; un flechazo
recibido cerca del ojo le había hecho una herida profunda. Semira
sólo les pedía a los dioses la curación de su amado. Sus ojos
estaban noche y día bañados en lágrimas: esperaba el momento en
que los de Zadig pudieran disfrutar de su mirada, pero un absceso
que le sobrevino al ojo herido hizo temer lo peor. Se mandó hasta
Menfis[3] a buscar al gran médico Hermes[4], que vino con numeroso
cortejo. Visitó al enfermo y declaró que perdería el ojo; incluso
predijo el día y la hora en el que aquel fatal accidente ocurriría. «Si
hubiera sido el ojo derecho, dijo, lo hubiera sanado, pero las llagas
del ojo izquierdo son incurables.» Toda Babilonia, compadeciéndose
del destino de Zadig, admiró la hondura de la ciencia de Hermes.
Dos días después, reventó por sí mismo el absceso; Zadig quedó
perfectamente curado. Hermes escribió un libro en el que demostró
que no hubiera debido sanar. Zadig no lo leyó, pero, en cuanto pudo
salir, se dispuso a visitar a la que era esperanza de la felicidad de su
vida, y aquella para quien sólo quería tener ojos. Hacía tres días que
Semira estaba en el campo. Se enteró de camino que aquella bella
dama, habiendo declarado abiertamente que sentía una aversión
insuperable hacia los tuertos, acababa de casarse con el mismísimo
Orcán. Al oír la noticia cayó sin sentido; el dolor le llevó al borde de
la tumba; estuvo enfermo mucho tiempo, pero al fin la cordura
venció a su aflicción y la atrocidad de lo que sentía le sirvió incluso
de consuelo.
«Puesto que he sufrido tan cruel capricho de una joven criada en
la corte, me tengo que casar con una burguesa.» Eligió a Azora, la
más prudente y de mayor alcurnia de la ciudad; se casó y vivió un
mes con ella en el embeleso de la unión más tierna. Sólo notaba en
ella algo de ligereza, y mucha inclinación a encontrar siempre que
los jóvenes más apuestos eran los más inteligentes y virtuosos.
LA NARIZ

U N día, Azora volvió de pasear muy enfadada y dando grandes


voces: «¿Qué tenéis, querida esposa, le dijo, quién puede así
enojaros? —¡Ay!, le dijo, estaríais como yo si hubierais visto el
espectáculo del que acabo de ser testigo. He ido a consolar a la
joven viuda de Cosron, que ha hecho construir, hace dos días, una
tumba a su joven esposo cerca del arroyo que bordea esta pradera.
Les ha prometido a los dioses, en su dolor, permanecer junto a la
tumba mientras junto a ella corriera el agua de este arroyo. —Bien,
dijo Zadig, ¡sí que es una mujer digna de estima que amaba
verdaderamente a su marido! —¡Ay, prosiguió Azora, si supierais a
qué se dedicaba cuando la he visitado! —¿A qué, bella Azora? —
Hacía desviar el arroyo.» Azora se lanzó a tan largas invectivas, que
ese derroche de virtud no le gustó a Zadig.
Tenía un amigo, llamado Cador, que era uno de esos jóvenes a
los que su mujer encontraba más honradez y mérito que a los
demás: se confió a él y se aseguró, en cuanto podía, de su fidelidad
por un considerable presente. Azora, habiendo pasado dos días en
el campo en casa de sus amigas, volvió a casa al tercer día. Criados
bañados en lágrimas le anunciaron que su marido había muerto de
repente aquella misma noche, que no había osado llevarle esta fatal
noticia y que acababan de sepultar a Zadig en la tumba de sus
padres, al final del jardín. Lloró, se mesó el cabello y juró morir. Al
atardecer, Cador pidió licencia para hablarle y lloraron los dos. Al día
siguiente lloraron menos y cenaron juntos. Cador le confió que su
amigo le había dejado la mayor parte de sus bienes y le dio a
entender que sería feliz compartiendo con ella su fortuna. La dama
lloró, se enfadó, se ablandó; la cena fue más larga que la comida; se
hablaron con más confianza. Azora elogió al difunto, pero confesó
que tenía defectos de los que Cador estaba exento.
En medio de la cena, Cador se quejó de un agudo dolor de bazo;
la dama preocupada y solícita mandó traer todas las esencias con
las que se perfumaba para probar si no habría alguna que fuera
buena para el dolor de bazo; sintió mucho que el gran Hermes ya no
estuviera en Babilonia; se dignó incluso tocar el costado en el que
Cador sentía tan punzante dolor. «¿Sois propenso a esta cruel
enfermedad?, le dijo con compasión. —Me deja a veces con un pie
en la tumba, le contestó Cador, y sólo hay un remedio que pueda
aliviarme; es aplicarme a un lado de la nariz la nariz de un hombre
que haya muerto la víspera. —Es extraño remedio, dijo Azora. —No
es más extraño, contestó, que las bolsitas del señor Arnou contra la
apoplejía.» Esta razón, unida al extremado mérito del joven, decidió
al fin a la dama. «Al fin y al cabo, se dijo, cuando mi marido pase del
mundo del ayer al mundo del mañana sobre el puente Tchinavar, ¿el
ángel Asraél le concederá menos el paso porque su nariz sea algo
menos larga en la segunda vida que en la primera?» Cogió pues
una navaja de afeitar; fue a la tumba de su esposo, la regó con
lágrimas, se acercó para cortarle la nariz a Zadig a quien encontró
tendido en la tumba. Zadig se incorporó cogiéndose la nariz con una
mano, y deteniendo la navaja con la otra. «Señora, le dice, no
vociferéis ya tanto contra la joven Cosron; el plan de cortarme la
nariz bien vale el de desviar el riachuelo.»
EL PERRO Y EL CABALLO

Z ADIG comprobó que el primer mes de matrimonio, como está


escrito en el libro de Zend[1], es la luna de miel, y que el
segundo es la luna de ajenjo. Poco después tuvo que repudiar a
Azora, demasiado intratable ya, y buscó la felicidad en el estudio de
la naturaleza. «No hay mayor ventura, decía, que la de un filósofo
que lee en ese gran libro que Dios ha puesto ante nuestros ojos. Las
verdades que descubre son suyas: alimenta y eleva su alma, vive
tranquilo; nada teme de los hombres, y su tierna esposa no viene a
cortarle la nariz.»
Convencido de ello, se retiró a una casa de campo a orillas del
Eúfrates. Allí no se entretenía en calcular cuántas pulgadas de agua
corrían en un segundo bajo los arcos de un puente, o en si caía una
fracción cúbica más de agua en el mes del ratón que en el del
cordero. No ideaba hacer seda con telarañas, ni porcelana con
botellas rotas, sino que estudió sobre todo las propiedades de
animales y plantas, y adquirió pronto una sagacidad que le
descubría mil diferencias allí donde los otros hombres no ven más
que uniformidad.
Un día, paseando cerca de un bosquecillo, vio acudir corriendo
hasta él a un eunuco de la reina, seguido por varios oficiales que
parecían extremadamente preocupados, y que corrían de acá para
allá como hombres fuera de sí que buscan algo muy precioso
perdido. «Joven, le dice el primer eunuco, ¿no habéis visto el perro
de la reina?» Zadig contesta con modestia: «Es una perra, y no un
perro. —Tenéis razón, replica el primer eunuco. —Es una perra
setter muy pequeña, añadió Zadig; ha parido hace poco; cojea de la
mano izquierda y tiene orejas muy largas. —¿La habéis visto,
claro?, dice el primer eunuco jadeante. —No, contesta Zadig, nunca
la vi, ni supe nunca que la reina tuviera una perra.»
Precisamente en aquella misma época, por una rareza ordinaria
de la fortuna, el mejor caballo de la cuadra del rey se le había
escapado de las manos a un palafrenero en las llanuras de
Babilonia. El montero mayor y los demás oficiales corrían tras él tan
preocupados como el primer eunuco tras la perra. El montero mayor
se dirigió a Zadig, y le preguntó si no había visto pasar el caballo del
rey. «Es, contestó Zadig, el caballo que mejor galopa; tiene cinco
pies de altura y el casco muy pequeño; lleva una cola de tres y
medio de largo; los adornos del bocado de su freno son de oro de
veintitrés quilates; sus herraduras de plata de once denarios. —
¿Qué dirección tomó? ¿Dónde está?, preguntó el montero mayor. —
No lo he visto, contestó Zadig, y nunca oí hablar de él.»
El montero mayor y el primer eunuco no dudaron por un
momento de que Zadig no hubiera robado el caballo del rey y la
perra de la reina; lo mandaron llevar ante la asamblea del gran
Desterham, que lo condenó al knut[2] y a pasar el resto de sus dias
en Siberia. Apenas fallado el juicio aparecieron el caballo y la perra.
Los jueces se vieron en la dolorosa necesidad de rectificar su
sentencia, pero condenaron a Zadig a pagar cuatrocientas onzas de
oro por haber dicho que no había visto lo que había visto. Primero
hubo que pagar la multa; luego se le permitió a Zadig defender su
causa en el consejo del gran Desterham; habló en estos términos:
«Estrellas de justicia, abismos de ciencia, espejos de verdad,
que tenéis el peso del plomo, la dureza del hierro, el destello del
diamante, y mucha afinidad con el oro, puesto que se me permite
hablar ante esta augusta asamblea, os juro por Orosmade que
nunca vi la respetable perra de la reina, ni el caballo sagrado del rey
de reyes. Esto es lo que me ha pasado. Me paseaba hacia el
bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco y al muy
ilustre montero mayor. Vi en la arena las huellas de un animal, y
fácilmente deduje que eran las de un perrito. Surcos ligeros y largos,
impresos en las pequeñas eminencias de arena entre las huellas de
las patas me han dado a entender que era una perra cuyas ubres
colgaban y que por lo tanto había tenido cachorros hacía pocos
días. Otras huellas en distinta dirección, que parecían haber rozado
la superficie de la arena al lado de las patas delanteras, me
mostraron que tenía orejas muy largas; y como me fijé en que la
arena había sido menos hollada por una pata que por las otras tres,
entendí que la perra de nuestra augusta reina era un poco coja, con
perdón.
En cuanto al caballo del rey de reyes, sabéis que paseándome
por los caminos de este bosque, vi señales de herraduras; estaban
todas a igual distancia. Este caballo, dije, tiene un galope perfecto.
El polvo de los árboles, en un camino estrecho que no tiene más de
siete pies de anchura, estaba un poco quitado a derecha y a
izquierda, a tres pies y medio del centro del camino. Este caballo,
dije, tiene una cola de tres pies y medio, la cual, al moverse a
derecha e izquierda, ha barrido el polvo. He visto bajo los árboles,
que formaban una bóveda de cinco pies de altura, las hojas recién
caídas de las ramas; y he sabido que este caballo las había tocado
y por ende que tenía cinco pies de altura. En cuanto al bocado del
freno, debe ser de oro de veintitrés quilates; pues se ha restregado
contra una piedra a la que he reconocido como piedra de toque y
que he probado. Por fin juzgué, por las marcas que sus herraduras
dejaron en piedras de otra clase, que llevaba herraduras de plata
fina de once denarios»[3].
Todos los jueces admiraron el profundo y sutil discernimiento de
Zadig; la noticia llegó hasta el rey y la reina. No se hablaba más que
de Zadig en las antecámaras, en la cámara, en el gabinete; y
aunque varios magos opinasen que se le debía llevar a la hoguera
por brujo, el rey mandó que se le devolviera la multa de
cuatrocientas onzas de oro a la que había sido condenado. El
escribano, los ujieres, los procuradores fueron a su casa con gran
pompa a devolverle sus cuatrocientas onzas; sólo retuvieron
trescientas noventa y ocho por las costas del juicio y sus criados
pidieron honorarios.
Zadig vio lo peligroso que es a veces ser demasiado sabio y se
propuso, cuando se presentara la ocasión, no decir nada de lo que
había visto.
La ocasión se presentó pronto. Un prisionero de Estado se
escapó; pasó bajo las ventanas de su casa. Se interrogó a Zadig, no
contestó nada, pero se le demostró que había mirado por la
ventana. Se le condenó por ese crimen a quinientas onzas de oro y
dio gracias a los jueces por su indulgencia, como es costumbre en
Babilonia.
«¡Vive Dios!, se dijo para sus adentros ¡Qué digno de lástima es
uno cuando se pasea por un bosque por el que han pasado la perra
de la reina y el caballo del rey! ¡Qué peligroso es asomarse a la
ventana! ¡Y qué difícil es ser feliz en esta vida!»
EL ENVIDIOSO

Z ADIG quiso consolarse, con la filosofía y la amistad, de los


males que le había causado la fortuna. Tenía en las afueras de
Babilonia una casa adornada con gusto, en la cual reunía todas las
artes y placeres dignos de un caballero. Por la mañana, su
biblioteca estaba abierta a todos los sabios; por la noche su mesa lo
estaba a la buena compañía, pero pronto conoció lo peligrosos que
son los sabios: se suscitó una gran disputa sobre una ley de
Zoroastro, que prohibía comer grifo[1]. «¿Cómo prohibir el grifo,
decían los unos, si no existe tal animal? —Pues tiene que existir,
decían los otros, puesto que Zoroastro no quiere que se coma.»
Zadig quiso ponerlos de acuerdo diciéndoles: «Si hay grifos, no los
comamos; si no los hay, menos aún los comeremos; y así
obedeceremos a Zoroastro.»
Un sabio, que había compuesto trece tomos sobre las
propiedades del grifo y que, además, era gran teúrgo se apresuró a
ir a acusar a Zadig ante un archimago llamado Yebor[2], el más tonto
de los caldeos, y por lo tanto el más fanático. Este hombre hubiera
mandado empalar a Zadig a la mayor gloria del sol, y al tiempo
hubiera recitado el breviario de Zoroastro con tono más satisfecho.
El amigo Cador (más vale un amigo que cien sacerdotes) se fue a
ver al viejo Yebor, y le dijo: «¡Vivan el sol y los grifos! Guardaos de
castigar a Zadig: es un santo; tiene grifos en el corral y no los come;
y su acusador es un hereje que se atreve a defender que los
conejos tienen la pata hendida y no son inmundos. —Bueno, dijo
Yebor cabeceando su calva cabeza, hay que empalar a Zadig por
haber pensado mal de los grifos, y al otro por haber hablado mal de
los conejos.» Cador apaciguó el asunto mediante una dama de
honor con la que había tenido un hijo y que gozaba de gran crédito
entre el colegio de los magos. A nadie se empaló, de lo cual
murmuraron varios doctores, y presagiaron la decadencia de
Babilonia. Zadig exclamó: «¡De qué depende la felicidad! Todo me
persigue en este mundo, hasta los seres que no existen.» Maldijo a
los sabios, y ya sólo quiso vivir en buena compañía.
Reunía en su casa a los más discretos de Babilonia y a las más
amables damas; daba refinadas cenas, frecuentemente precedidas
de conciertos y animadas por encantadoras charlas de las que
había sabido proscribir el afán por mostrar ingenio, que es la forma
más segura de no tenerlo y echar a perder la sociedad más brillante.
Ni la elección de los amigos ni la de los manjares se hacían por
vanidad, pues en todo prefería el ser al parecer, y con ello se
granjeaba la verdadera consideración que no pretendía.
Enfrente de su casa vivía Arimaze, personaje cuya mala alma se
pintaba en su grosera fisonomía. Le roía la hiel y le hinchaba la
vanidad, y para colmo era persona fastidiosamente culta. Por no
haber conseguido nunca tener éxito en sociedad, se vengaba
hablando mal de ella. A pesar de lo rico que era, le costaba reunir
en su casa a los aduladores. El ruido de los carruajes que entraban
por la tarde en casa de Zadig le importunaba, el rumor de sus
alabanzas le irritaba aún más. Iba a veces a casa de Zadig, y se
sentaba a la mesa sin ser invitado: allí corrompía toda la alegría de
la sociedad, como dicen que las harpías infectan las viandas que
tocan. Un día le ocurrió que quiso darle una fiesta a una dama y
ésta en vez de aceptarla, se fue a cenar a casa de Zadig. Otro día,
charlando con él en palacio, abordaron a un ministro que invitó a
Zadig a cenar, y no invitó a Arimaze. Los odios más implacables no
tienen, a menudo, mayor fundamento. Este hombre, al que se
llamaba el envidioso en Babilonia, quiso perder a Zadig porque le
llamaban el feliz. La ocasión de hacer daño se presenta cien veces
al día, y la de hacer bien, una vez al año, según dice Zoroastro.
El envidioso fue a casa de Zadig, que se paseaba por sus
jardines con dos amigos y una dama a la que a menudo decía
galanterías, sin más intención que el decírselas. La conversación
versaba sobre una guerra que el rey acababa de concluir felizmente
contra el príncipe de Hircania, su vasallo. Zadig, que había mostrado
su valor en aquella guerra, alababa mucho al rey y más aún a la
dama. Tomó sus tablillas y escribió cuatro versos que hizo sobre la
marcha para que los leyese aquella bella señora.
Sus amigos le rogaron que se los enseñara: la modestia, o más
bien un amor propio bien entendido, se lo impidió. Sabía que los
versos improvisados sólo valen para aquella en cuyo honor se han
hecho: rompió por la mitad la hoja de las tablillas sobre la que
acababa de escribir, y echó las dos mitades a un matorral de rosas
donde inútilmente las buscaron. Sobrevino una lluvia fina, se
volvieron a casa. El envidioso, que se quedó en el jardín, tanto
buscó, que encontró un trozo de la hoja. Tanto se había roto que
cada medio verso, que ocupaba un renglón, tenía sentido, e incluso
medida de verso menor; pero, por azar aún más extraño, aquellos
versitos tenían un sentido que contenía los más horrorosos insultos
contra el rey; se leía:

Por los mayores delitos


En el trono fortalecido
En la pública paz
Es el único enemigo

El envidioso por primera vez en la vida fue feliz. Tenía entre manos
con qué perder a un hombre virtuoso y amable. Lleno de esta cruel
alegría, le hizo llegar al rey esta sátira escrita por la mano de Zadig:
los metieron en la cárcel, a él, a sus dos amigos y a la dama. Pronto
le juzgaron sin que se dignaran oírle. Cuando acudió a recibir la
sentencia, el envidioso se encontró a su paso y le dijo en voz alta
que sus versos no valían nada. Zadig no se las daba de ser buen
poeta, pero se desesperaba al verse condenado como criminal de
lesa-majestad y al ver que se retenía en prisión a una bella dama y
a dos amigos por un crimen que él no había cometido. No se le
permitió hablar porque sus tablillas hablaban: tal era la ley en
Babilonia. Se le mandó pues al suplicio atravesando una
muchedumbre de curiosos, ninguno de los cuales se atrevía a
compadecerle, y que se precipitaban para examinarle el rostro y ver
si moría de buen grado. Sólo sus parientes estaban afligidos, pues
no heredaban. Tres cuartas partes de sus bienes se confiscaban en
beneficio del rey, y la otra cuarta parte en beneficio del envidioso.
Mientras se preparaba para la muerte, el loro del rey voló de su
balcón, y se abatió en el jardín de Zadig sobre un matorral de rosas.
Un melocotón había sido llevado allí por el viento desde un árbol
cercano; había caído sobre un trozo de tablilla en el que se había
pegado. El pájaro levantó la tablilla con el melocotón y los llevó
sobre las rodillas del monarca. El príncipe curioso, leyó unas
palabras que carecían de sentido y que parecían finales de verso.
Le gustaba la poesía y siempre está lleno de recursos el príncipe
amante de versos: la aventura de su loro le dio que pensar. La reina,
que se acordaba de lo que estaba escrito en el trozo de la tablilla de
Zadig, mandó que se lo llevaran. Confrontaron los dos trozos, que
ajustaban perfectamente, leyeron entonces los versos tal como
Zadig los había compuesto:

Por los mayores delitos he visto turbar la tierra


En el trono fortalecido, el rey todo sabe vencer
En la pública paz sólo el amor guerrea:
Es el único enemigo que debamos temer.

El rey ordenó que se llevara inmediatamente a Zadig a su presencia,


y que se sacara de la cárcel a sus dos amigos y a la bella dama.
Zadig se echó rostro a tierra, a los pies del rey y de la reina: les pidió
muy humildemente perdón por haber hecho versos malos; les habló
con tanta gracia, ingenio e inteligencia, que el rey y la reina
quisieron volverle a ver. Volvió, y gustó aún más. Se le dieron todos
los bienes del envidioso, que lo había injustamente acusado, pero
Zadig los devolvió todos, y al envidioso sólo le quedó el placer de no
perder sus bienes. La estima del rey hacia Zadig creció de día en
día. Le hacía partícipe de todos sus placeres, y le consultaba en
todos los negocios. A partir de entonces la reina le miró con una
complacencia que podía hacerse peligrosa para ella, para el rey, su
augusto esposo, para Zadig, y para el reino. Zadig empezaba a
creer que no es difícil ser feliz.
LOS GENEROSOS

L LEGÓ el tiempo en el que se celebraba una gran fiesta que se


daba cada cinco años. Era costumbre en Babilonia proclamar
solemnemente al cabo de cinco años, a aquel ciudadano que
hubiera hecho la acción más generosa. Los grandes y los magos
eran los jueces. El primer sátrapa[1], encargado del cuidado de la
ciudad, exponía las más hermosas acciones que bajo su mandato
habían tenido lugar. Se votaba y el rey pronunciaba el fallo. Se
acudía a esta solemnidad desde los confines de la tierra. El
vencedor recibía de manos del monarca una copa de oro
guarnecida de pedrería y el rey le decía estas palabras: «¡Recibe
este premio a la generosidad, y quieran darme los dioses muchos
vasallos que se parezcan a ti!»
Llegado el día memorable, el rey apareció en su trono, rodeado
de los grandes, de los magos, de los diputados de todas las
naciones que acudían a estos juegos en los cuales se alcanzaba la
fama no por la ligereza de los caballos, no por la fuerza del cuerpo,
sino por la virtud. El primer sátrapa refirió en voz alta las acciones
que podían merecer a sus autores aquel inestimable premio. No
habló de la nobleza con que Zadig había devuelto toda su fortuna al
envidioso; no era hecho que mereciera competir en el premio.
Presentó en primer lugar a un juez que, habiéndole hecho perder
a un ciudadano un juicio considerable, por un error del cual no era
siquiera responsable, le había dado todos sus bienes, que eran el
valor de lo que el otro había perdido.
Dio luego a conocer a un joven que, locamente enamorado de
una joven con la que iba a casarse, se la había cedido a un amigo a
punto de expirar de amor por ella, y que además, al ceder a la joven
había pagado su dote.
Mostró luego a un soldado que, en la guerra de Hircania[2], había
dado mayor ejemplo aún de generosidad. Unos soldados enemigos
le arrebataban a su amada y él la defendía contra ellos; vinieron a
decirle que otros hircanos se llevaban a su madre a pocos pasos de
allí; dejó llorando a su amada, y corrió a liberar a la madre; volvió
luego hacia la que amaba y la encontró moribunda. Quiso matarse;
su madre le amonestó, sólo le tenía a él, su único socorro, y tuvo el
valor de soportar la vida.
Los jueces se inclinaban hacia este soldado. El rey tomó la
palabra y dijo: «Su acción y las de los demás son hermosas, pero no
me asombran; ayer, Zadig hizo una que me ha asombrado. Había
retirado desde hacía unos días mi favor a mi ministro y favorito
Coreb. Me quejaba de él violentamente, y todos mis cortesanos me
aseguraban que era demasiado indulgente: me hablaban a cual
peor de Coreb. Le pregunté a Zadig lo que opinaba y se atrevió a
hablarme bien de él. Confieso que he visto, en vuestras historias,
ejemplos de pago de un error con los bienes propios, de cesión de
la amada, que se haya preferido una madre al objeto de su amor,
pero jamás leí que un cortesano hablara con encomio de un ministro
caído en desgracia contra el cual el soberano estuviera enojado.
Doy veinte mil monedas de oro a cada uno de aquellos cuyas
generosas acciones acaban de ser relatadas, pero doy la copa a
Zadig.
—Señor, le dijo, sólo vuestra majestad merece la copa; es ella
quien ha hecho la acción más inaudita, puesto que, siendo rey, no
se ha enfadado con su esclavo cuando éste contradecía vuestra
pasión.»
Admiraron al rey y a Zadig. El juez que había dado sus bienes, el
amante que había casado a su amada con su amigo, el soldado que
había preferido salvar a su madre antes que a su amada, recibieron
los presentes del monarca; vieron escritos sus nombres en el libro
de los generosos. A Zadig le dieron la copa. El rey adquirió fama de
buen príncipe, pero no le duró mucho. Aquel día se consagró con
fiestas más largas que las que manda la ley. Todavía perdura su
recuerdo en Asia. Decía Zadig: «¡Por fin soy feliz!» Pero se
equivocaba.
EL MINISTRO

H ABÍA perdido el rey a su primer ministro. Eligió a Zadig para


desempañar el cargo. Todas las bellas damas de Babilonia
aplaudieron la elección, pues desde la fundación del imperio nunca
había habido un ministro tan joven. Todos los cortesanos se
enojaron; el envidioso escupió sangre, y se le hinchó
prodigiosamente la nariz. Zadig, tras dar las gracias al rey y a la
reina, fue también a dárselas al loro: «Bello pájaro, le dijo, vos me
habéis salvado la vida y me habéis hecho primer ministro; la perra y
el caballo de Sus Majestades me habían hecho gran daño, pero vos
me habéis hecho gran beneficio. ¡Ved de qué dependen los destinos
de los hombres! Pero, añadió, quizás se desvanezca pronto tan
extraña felicidad.» El loro contestó: «Sí.» Esta palabra chocó a
Zadig. Sin embargo era buen físico y no creía que los loros fueran
profetas, se tranquilizó pronto y se puso a ejercer su ministerio lo
mejor que supo.
Hizo sentir a todo el mundo el poder sagrado de las leyes, y a
nadie dejó sentir el peso de su dignidad. No fue estorbo para las
voces del diván y cada visir podía opinar sin desagradarle. Cuando
juzgaba un asunto, no era él quien juzgaba sino la ley; pero cuando
ésta era demasiado severa, la atemperaba, y cuando faltaban leyes,
su equidad hacía unas que bien podían haber sido de Zoroastro.
De él tomaron las naciones este gran principio: más vale
arriesgarse a salvar a un culpable que condenar a un inocente.
Creía que las leyes estaban para socorrer a los ciudadanos tanto
como para intimidarlos. Su principal talento consistía en desentrañar
la verdad, que todos los hombres intentan oscurecer. Desde los
primeros días de su administración puso en práctica este gran
talento. Un conocido negociante de Babilonia había muerto en la
India; había dejado como herederos a partes iguales a sus dos hijos,
después de haber casado a su hermana, y dejaba un presente de
treinta mil monedas de oro a aquel de los hijos que se juzgara que
más le amaba. El mayor le construyó una tumba, el segundo
aumentó con parte de su herencia la dote de su hermana; todos
decían: «Es el mayor el que más ama a su padre, el pequeño
prefiere a su hermana; al mayor pertenecen las treinta mil
monedas.»
Zadig los mandó llamar uno tras otro. Dijo al mayor: «Vuestro
padre no ha muerto, ha sanado de su última enfermedad, vuelve a
Babilonia. —Alabado sea Dios, contestó el joven, pero muy cara me
ha costado la tumba.» Zadig le dijo luego lo mismo al hijo menor.
«Alabado sea Dios, contestó; voy a devolverle a mi padre lo que
tengo; pero quisiera que él le dejara a mi hermana lo que yo le di. —
No devolváis nada, dijo Zadig, y tendréis las treinta mil monedas:
sois vos quien más ama a su padre.»
Una joven muy rica había hecho promesa de matrimonio a dos
magos y tras haber recibido durante unos meses instrucciones de
uno y otro, se quedó embarazada. Los dos querían casarse con ella.
«Tomaré por marido, dijo, al que me puso en estado de darle un
ciudadano al imperio. —Esa buena obra la hice yo, dijo uno. —Esa
ventura la he tenido yo, dijo el otro. —Entonces, contestó ella,
reconozco como padre del niño al que mejor educación pueda
darle.» Dio a luz a un hijo. Cada mago quería educarle. Se lleva la
causa a Zadig. Manda venir a los dos magos. «¿Qué le enseñarás a
tu pupilo?, le dice al primero. —Le enseñaré, dice el doctor, las ocho
partes del discurso, dialéctica, astrología, demoniomanía, lo que son
sustancia y accidente, abstracto y concreto, las mónadas y la
armonía preestablecida. —Yo, dijo el segundo, intentaré hacerle
justo y digno de tener amigos.» Zadig sentenció: «Seas o no el
padre, te casarás con la madre.»
DISPUTAS Y AUDIENCIAS

A SÍ, pues, a diario mostraba la sutileza de su genio y la bondad


de su alma; se le admiraba, y sin embargo se le quería. Se le
tenía por el más afortunado de los hombres, el imperio todo estaba
lleno de su nombre; todas las mujeres le admiraban; todos los
ciudadanos celebraban su justicia; los sabios le miraban como su
oráculo; incluso los sacerdotes confesaban que sabía más que el
viejo archimago Yebor. Muy lejos se estaba entonces de procesarle
por los grifos; sólo creían lo que a él le parecía creíble.
Había en Babilonia una gran disputa, que duraba desde hacía
quinientos años, y que dividía al imperio en dos tercas sectas: una
pretendía que no se podía entrar en el templo de Mitra más que con
el pie izquierdo; la otra abominaba esa costumbre, y sólo entraba
con el pie derecho. Se esperaba el día de la solemne festividad del
fuego sagrado para saber a qué secta favorecía Zadig. El universo
tenía los ojos puestos en sus pies, y toda la ciudad estaba agitada y
suspensa. Zadig entró en el templo saltando a pies juntillas, y
demostró luego, con un elocuente discurso, que el Dios de cielo y
tierra, que no hace acepción de personas, no le da mayor
importancia a la pierna izquierda que a la derecha.
El envidioso y su mujer pretendieron que en su discurso no había
bastantes figuras, que no había hecho suficientemente bailar a
montañas y colinas. «Es seco y sin genio, decían; en él no se ve ni
al mar huir, ni a las estrellas caer, ni al sol derretirse como la cera:
no tiene buen estilo oriental.» Zadig se contentaba con tener el estilo
de la razón. Todo el mundo estuvo de su parte, no porque estuviera
en el buen camino, sino porque era razonable, no porque fuera
amable, sino porque era primer visir[1].
También concluyó felizmente el gran pleito entre los magos
blancos y los magos negros. Los blancos sostenían que era
impiedad volverse, al rezar, hacia el oriente en invierno; los negros
aseguraban que a Dios le horrorizaban las oraciones de los
hombres que se volvían hacia el poniente en verano. Zadig mandó
que cada cual se volviera hacia donde quisiera.
Encontró así el secreto para despachar, por la mañana, los
asuntos particulares y generales; el resto del día se ocupaba de los
embellecimientos de Babilonia: hacía representar tragedias en las
que se lloraba, comedias en las que se reía, lo cual estaba pasado
de moda desde hacía tiempo, y él lo hizo renacer porque tenía buen
gusto. No pretendía saber más que los artistas; los recompensaba
con beneficios y distinciones, y no estaba, en secreto, celoso de su
talento. Por la noche, divertía mucho al rey y sobre todo a la reina.
El rey decía: «¡Gran ministro!» La reina decía: «¡Amable ministro!» y
los dos añadían: «Hubiera sido gran pena que se le hubiera
ahorcado.»
Nunca hombre bien situado se vio obligado a conceder tantas
audiencias a damas. La mayoría venía a hablarle de asuntos que no
tenían, por ver si tenían uno con él. La mujer del envidioso se
presentó de las primeras; le juró por Mithra, por Zenda-Vesta, y por
el fuego sagrado, que había detestado la conducta de su marido; le
confió luego que ese marido era celoso, brutal; le dio a entender que
los dioses le castigaban negándole los preciosos efectos de ese
fuego sagrado sólo por el cual el hombre se asemeja a los
inmortales; terminó dejando caer la liga; Zadig la recogió con su
habitual cortesía, pero no volvió a atarla a la rodilla de la dama; y
esta falta, si lo es, fue causa de los mas terribles infortunios. Zadig
no volvió a pensar en ello y la mujer del envidioso sí que pensó
mucho.
Otras damas se presentaban todos los días. Los anales secretos
de Babilonia pretenden que sucumbió una vez, pero que se extrañó
mucho de gozar sin voluptuosidad y de abrazar a su amante
distraídamente. Aquella a quien dio, casi sin darse cuenta, señas de
su protección, fue a una doncella de la reina Astarté[2]. Esta tierna
babilonia se decía a sí misma para consolarse: «Este hombre tiene
que tener en la cabeza un número prodigioso de asuntos, puesto
que hasta haciendo el amor piensa en ellos.» Se le escapó a Zadig,
en momentos en los que las personas no dicen nada, y en los que
otras sólo pronuncian palabras sagradas, exclamar de repente: «¡La
reina!» La babilonia creyó que por fin había vuelto en sí en buen
momento, y que le decía: «Mi reina.» Pero Zadig, siempre tan
distraído pronunció el nombre de Astarté. La dama, que en aquellas
felices circunstancias interpretaba todo en su provecho, se imaginó
que eso quería decir: «Sois más bella que la reina Astarté.» Salió
del serrallo de Zadig con muy buenos presentes. Fue a contarle su
aventura a la envidiosa, que era su amiga íntima; ésta se picó
mucho por la preferencia. «Ni siquiera se dignó —dijo— volver a
sujetarme esta liga que veis y que ya no quiero utilizar. —¡Oh, oh,
dijo la afortunada a la envidiosa, lleváis las mismas ligas que la
reina! ¿Os las hace la misma corsetera?» La envidiosa le dio
muchas vueltas, no contestó nada y fue a consultar con su marido el
envidioso.
Sin embargo Zadig se daba cuenta de que se distraía cuando
daba audiencias y cuando juzgaba; no sabía a qué atribuirlo y ése
era su único disgusto.
Tuvo un sueño: le parecía que estaba acostado primero sobre
hierbas secas, entre las cuales había algunas que al picarle le
incomodaban; y que luego descansaba blandamente en un lecho de
rosas, de donde salía una serpiente que le hería en el corazón con
su lengua acerada y venenosa. «¡Ay!, decía, he estado mucho
tiempo acostado en esas hierbas secas y picantes, estoy ahora en
lecho de rosas, pero, ¿qué será la serpiente?
LA ENVIDIA

L A desgracia le llegó a Zadig por su felicidad misma, y sobre


todo por sus méritos. Conversaba a diario con el rey y con
Astarté, su augusta esposa. El encanto de su charla se duplicaba
por el deseo de agradar que es al ingenio lo que el aderezo a la
belleza; su juventud y gracias produjeron en Astarté una impresión
de la que al principio no se dio cuenta. Su pasión crecía en el seno
de la inocencia. Astarté se entregaba sin escrúpulos y sin temor al
placer de ver y oír a un hombre caro a su esposo y al Estado; no
dejaba de ponderarlo ante el rey; de él hablaba a sus damas, que
abundaban aún más en alabanzas; todo servía para clavar aún más
en su corazón el dardo que no sentía. Le hacía a Zadig presentes
en los que entraba más galantería de la que ella pensaba; creía
hablarle sólo como reina contenta por sus servicios; y a veces sus
expresiones eran de mujer sensible.
Astarté era mucho más hermosa que esa Semira que tanto
odiaba a los tuertos, y que aquella otra mujer que había querido
cortarle la nariz a su esposo. El trato familiar de Astarté, sus tiernos
discursos, de los que empezaba a ruborizarse, sus miradas, que
quería desviar y que se fijaban en las suyas, encendieron en el
corazón de Zadig un fuego que le extrañó. Luchó, pidió socorro a la
filosofía, que siempre le había socorrido; de allí sacó sólo ideas que
en nada le aliviaron. El deber, el agradecimiento, la majestad
soberana violada se mostraban ante sus ojos como dioses
vengadores; luchaba, ganaba, pero esta victoria, que había que
ganar en todo momento, le costaba gemidos y lágrimas. Ya no se
atrevía a hablarle a la reina con aquella dulce libertad que tanto
encanto había tenido para ambos; se le velaban los ojos; sus
discursos se cohibían y quebraban: bajaba la vista; y cuando, a
pesar suyo, su mirada se volvía hacia Astarté, encontraba la suya
bañada en lágrimas, lanzando rayos de pasión; parecían decirse el
uno al otro: «Nos adoramos y tememos amarnos; a ambos nos
abrasa un fuego que reprobamos.»
Salía Zadig de verla perdido, trastornado, el corazón
sobrecargado con un peso con el que ya no podía; en la violencia de
su turbación le dejó a su amigo Cador penetrar su secreto, como
hombre que al haber soportado largo tiempo los golpes de un dolor
punzante, da por fin a conocer su mal por un grito que le arranca un
súbito recrudecimiento y por el sudor frío que le corre por la frente.
Cador le dijo: «Ya he desentrañado los sentimientos que a vos
mismo os queríais esconder; las pasiones tienen señales que a
nadie engañan. Juzgad, mi querido Zadig, si puesto que yo he leído
en vuestro corazón, no descubrirá en él el rey un sentimiento que le
ofende. No tiene más defecto que el de ser el más celoso de los
hombres. Resistís a vuestra pasión con más fuerza que la que tiene
la reina para luchar contra la suya, porque sois filósofo, y porque
sois Zadig. Astarté es mujer, deja hablar a sus miradas con
imprudencia tanto mayor cuanto que no se cree culpable.
Desgraciadamente, tranquilizada por su inocencia, descuida
apariencias necesarias. Temblaré por ella mientras no tenga nada
que reprocharse. Si uno y otro estuvierais de acuerdo, sabríais
engañar a todos los ojos; una pasión naciente y combatida salta a la
vista; un amor satisfecho sabe disimular.»
Zadig se estremeció cuando le propuso traicionar al rey, su
bienhechor; y nunca fue más fiel a su príncipe que cuando hacia él
fue culpable de un crimen involuntario. Sin embargo la reina
pronunciaba tan a menudo el nombre de Zadig, su frente se
ruborizaba tanto al pronunciarlo, estaba tan pronto tan animada
como tan desconcertada cuando le hablaba en presencia del rey; un
ensimismamiento tan profundo se apoderaba de ella cuando él
salía, que el rey se turbó. Creyó lo que veía e imaginó todo lo que
no veía. Se fijó sobre todo en que las babuchas de su mujer eran
azules, y en que las babuchas de Zadig eran azules, en que las
cintas de su mujer eran amarillas y en que el gorro de Zadig era
amarillo; aquello eran terribles indicios para un príncipe delicado.
Las sospechas se transformaron en certeza en su espíritu
amargado.
Todos los esclavos de reyes y reinas son otros tantos espías de
sus corazones. Pronto se descubrió que Astarté estaba tierna y
Moabdar celoso. El envidioso animó a la envidiosa a enviarle al rey
su liga, que se parecía a las de la reina. Para colmo de males, la liga
era azul. El monarca sólo pensó ya en cómo vengarse. Resolvió
envenenar a la reina una noche, y estrangular a Zadig al amanecer.
La orden se la dio a un despiadado eunuco, ejecutor de sus
venganzas. Había entonces en el cuarto del rey un enanito que era
mudo, pero que no era sordo. Estaba siempre allí: era testigo de los
hechos más secretos, como un animal doméstico. Este mudito tenía
mucho afecto a la reina y a Zadig. Oyó, tan sorprendido como
horrorizado, dar la orden de su muerte. Pero, ¿qué hacer para
prevenir aquella horrenda orden real que iba a ejecutarse dentro de
pocas horas? No sabía escribir, pero había aprendido a pintar, y
sobre todo sacaba bien los parecidos. Se pasó parte de la noche
dibujando lo que quería darle a entender a la reina. Su dibujo
representaba al rey preso de furia, en una esquina del cuadro,
dando órdenes a su eunuco; un cordel azul y un jarro encima de una
mesa, con ligas azules y lazos amarillos; la reina en el centro del
cuadro, expirando en brazos de sus damas; y Zadig estrangulado a
sus pies. El horizonte representaba al sol naciente para indicar que
aquella horrible ejecución debía hacerse con los primeros rayos de
la aurora. En cuanto hubo terminado este trabajo, corrió al aposento
de una dama de Astarté, la despertó y le dio a entender que había
que llevar en aquel mismo instante ese cuadro a la reina.
Poco después, a media noche, llaman a la puerta de Zadig, le
despiertan, le dan un papel de la reina; duda, ¿será un sueño?; abre
la carta con mano temblorosa. Cuál fue su sorpresa, y quién podría
describir la consternación y desesperación que le anonadaron
cuando leyó estas palabras: «¡Huid, en este mismo instante, os van
a arrancar la vida! Huid, Zadig; os lo mando en nombre de nuestro
amor y de mis cintas amarillas. Yo no era culpable, pero siento que
voy a morir como criminal.»
Apenas tuvo Zadig fuerzas para hablar. Ordenó que mandaran
venir a Cador; y, sin decirle nada, le dio la carta. Cador le obligó a
obedecer y a tomar inmediatamente el camino de Menfis. «Si os
atrevéis a ir a ver a la reina, le dijo; adelantáis su muerte; si habláis
al rey más la perdéis. Me encargo de su destino; seguid vos el
vuestro. Haré correr la voz de que habéis tomado el camino de las
Indias. Pronto iré a vuestro encuentro y os informaré de lo que haya
ocurrido en Babilonia.»
Cador, al momento, mandó colocar cerca de una puerta secreta
de palacio a dos dromedarios de los de más ligero correr; hizo
montar a Zadig, al que hubo que llevar, y que estaba a la muerte. Un
criado solo le acompañó; y pronto Cador, hundido en asombro y
dolor, perdió de vista a su amigo.
Este ilustre fugitivo, llegado a la cima de una colina desde la cual
se veía a Babilonia, volvió la vista al palacio de la reina y se
desmayó; no volvió en sí más que para verter lágrimas y desear la
muerte. Al fin, tras haberse ocupado del deplorable destino de la
más amable de las mujeres y primera reina del mundo, volvió un
momento a pensar en sí mismo y exclamó: «¿Qué es la vida
humana? ¡Oh virtud! ¿De qué me has servido? ¡Dos mujeres me
han engañado indignamente; la tercera, que no es culpable y que es
más hermosa que las otras va a morir! Todo lo que he hecho bien ha
sido para mí fuente de maldiciones y sólo me he elevado a la cima
de la grandeza para caer en el más horrendo precipicio del
infortunio. Si hubiera sido malo como tantos, sería feliz como ellos.»
Abatido por estos funestos pensamientos, cargados los ojos con el
velo del dolor, con palidez de muerte en el rostro, y el alma
abismada en lo excesivo de una sombría desesperación, proseguía
su viaje hacia Egipto.
LA MUJER MALTRATADA

Z ADIG se guiaba por las estrellas. La constelación de Orion y el


brillante astro Sirio le llevaban hacia el polo de Canope[1].
Admiraba aquellos vastos globos de luz que ante nuestros ojos sólo
parecen débiles chispas, mientras la tierra, que no es en efecto mas
que un punto imperceptible en la naturaleza, le parece a nuestra
codicia algo tan grande y tan noble. Se representaba entonces a los
hombres tal como en efecto son, insectos devorándose unos a otros
en un pequeño átomo de barro. Esta imagen verdadera parecía
aniquilar sus desgracias, al evocarle la nada de su ser y del de
Babilonia. Su alma se lanzaba hasta el infinito, y contemplaba,
desligada de los sentidos, el orden inmutable del universo. Pero
cuando luego, recobrando el sentido y volviendo a su corazón,
pensaba que quizás Astarté hubiera muerto por él, el universo
desaparecía de su vista, y no veía en toda la naturaleza más que a
la moribunda Astarté y al infortunado Zadig.
Entregándose a ese flujo y reflujo de filosofía sublime y de dolor
abrumador, avanzaba hacia las fronteras de Egipto, y ya estaba su
fiel criado en el primer poblado buscándole alojamiento. Mientras
tanto, Zadig se paseaba por los jardines que bordeaban aquella
aldea. Vio, no lejos del camino principal, a una mujer desconsolada
que pedía auxilio a cielo y tierra, y a un hombre que la seguía
furioso. Ya le había dado alcance, ella le abrazaba las rodillas. El
hombre la agobiaba a golpes y reproches. Juzgó por la violencia del
egipcio y por los reiterados perdones que le pedía la dama, que uno
era un celoso y la otra una infiel, pero al fijarse en la mujer, que era
de una belleza conmovedora, y que se parecía incluso a la
desdichada Astarté, se sintió penetrado de compasión hacia ella y
de horror hacia el egipcio. «¡Socorredme!, le gritó a Zadig
sollozando; ¡sacadme de las manos del más bárbaro de los
hombres, salvadme la vida!»
Al oír estos gritos, Zadig corrió a interponerse entre ella y aquel
bárbaro. Tenía algún conocimiento de la lengua egipcia y le dijo en
aquel idioma: «Si tenéis algo de humanidad, os conjuro respetéis la
belleza y la debilidad. ¿Podéis ultrajar de esta suerte a una obra
maestra de la naturaleza, que está a vuestros pies, y que no tiene
más defensa que sus lágrimas? —¡Ya, ya, le dice el exaltado aquel,
tú también la amas! De ti es de quien tengo que vengarme.»
Diciendo estas palabras deja a la dama, a la que con una mano
tenía agarrada del pelo, y, cogiendo la lanza quiere traspasar al
extranjero. Éste, que estaba sereno, esquivó fácilmente el golpe de
un furioso. Agarró la lanza cerca del hierro del que iba provista. Uno
quiere echarla a un lado, el otro arrebatársela. Se les rompe entre
las manos. El egipcio saca la espada; Zadig se arma con la suya. Se
atacan uno a otro. Este asesta cien golpes con precipitación, aquél
los para con habilidad. La dama, sentada en el césped, se arregla el
peinado y los mira. El egipcio era más fuerte que su adversario,
Zadig era más hábil. Éste se batía como hombre cuya cabeza dirige
al brazo, y aquél como un violento cuya ciega cólera guiaba al azar
los movimientos. Zadig se acerca y lo desarma; y cuando el egipcio,
cada vez más furioso, quiere echársele encima, él lo agarra, lo
empuja, lo tira poniéndole la espada en el pecho; le ofrece la vida. El
egipcio, fuera de sí, saca el puñal; hiere con él a Zadig en el
momento mismo en que su vencedor le perdonaba. Zadig,
indignado, le clava la espada en el pecho. El egipcio lanza un grito
horrible, y muere forcejeando. Zadig fue entonces a la dama y le dijo
con voz sumisa: «Me obligó a matarle: os he vengado; os he librado
del hombre más violento que jamás vi. ¿Qué queréis ahora de mí,
señora? —¡Que mueras, infame, le contestó, que mueras! has
matado a mi amante; poder quisiera despedazar tu corazón. —En
verdad, señora, teníais por amante a un hombre muy extraño, le
contestó Zadig; os pegaba con todas sus fuerzas y quería
arrancarme la vida porque me habíais suplicado que os socorriera.
—¡Quisiera que me siguiera pegando, replicó la dama dando gritos.
Bien lo merecía, le había dado celos. Ojalá me pegara y estuvierais
vos en su lugar!» Zadig, en el colmo de la sorpresa y del enfado, le
dice: «Señora, por muy bella que seáis, mereceríais que yo a mi vez
os pegara, por lo extravagante que sois, pero no me molestaré en
hacerlo.» Dicho esto, volvió a montar en su camello y avanzó hacia
el pueblo. Cuando apenas había dado algunos pasos se vuelve al
ruido que hacían cuatro correos de Babilonia. Venían a rienda
suelta. Uno de ellos, al ver a la mujer, exclamó: «¡Es ella! Se parece
al retrato que de ella nos han hecho.» No se preocuparon del
muerto, y cogieron al momento a la dama. No dejaba de gritarle a
Zadig: «¡Socorredme de nuevo, generoso extranjero! ¡Os pido
perdón por haberme quejado de vos: socorredme y vuestra soy
hasta la tumba!» Se le habían quitado a Zadig las ganas de volver a
batirse por ella. «Nunca más volveré a defenderos», contestó.
Además estaba herido, le corría la sangre, necesitaba auxilio; y
la vista de los cuatro babilonios, enviados probablemente del rey
Moabdar, le llenaba de inquietud. Avanza aprisa hacia el pueblo, sin
saber por qué cuatro correos de Babilonia venían a coger a aquella
egipcia, y más extrañado aún del carácter de aquella dama.
LA ESCLAVITUD

A L entrar en el pueblo egipcio, se vio rodeado de gente. Cada


cual gritaba: «¡Éste es el que ha raptado a la bella Misuf, y
acaba de asesinar a Cletofis! —Señores, dijo, ¡Dios me libre de
raptar a vuestra bella Misuf! es demasiado caprichosa; y, en cuanto
a Cletofis, no lo he asesinado, sólo me he defendido. Quería
matarme, porque muy humildemente le rogaba yo que tuviera
piedad de la bella Misuf, a la que pegaba despiadadamente. Soy un
extranjero que viene a Egipto a buscar asilo; y aparentemente no
voy a empezar raptando a una de vuestras mujeres y asesinando a
un hombre cuando a lo que vengo es a pedir vuestra protección.»
Los egipcios eran entonces justos y humanos. El pueblo condujo
a Zadig al ayuntamiento. Empezaron por mandar vendar su herida, y
luego les interrogaron, a él y a su criado por separado, para saber la
verdad. Reconocieron que Zadig no era asesino, pero que se había
hecho culpable de la sangre de un hombre: la ley le condenaba a
ser esclavo. Se vendieron sus dos camellos en beneficio del pueblo;
se distribuyó entre los habitantes todo el oro que había traído; su
persona fue expuesta para ser vendida en la plaza pública, así como
la de su compañero de viaje. Un mercader árabe, llamado Setoc, se
llevó la subasta; pero el criado, más apto para el trabajo, fue
vendido mucho más caro que su amo. No había comparación entre
aquellos dos hombres. Zadig fue pues esclavo subordinado a su
lacayo: los ataron juntos con una cadena que les pusieron a los pies
y en este estado siguieron al mercader árabe hasta su casa. Al
caminar, Zadig consolaba a su criado y le exhortaba a tener
paciencia; pero, según su costumbre, reflexionaba sobre la vida
humana: «Veo, le decía, que las desgracias de mi destino se
extienden al tuyo. Todo me ha ido hasta ahora de forma muy
extraña. Me han puesto una multa por haber visto pasar a una perra;
bien creí que me empalaban por un grifo; me mandaron al suplicio
por haber escrito versos alabando al rey; a punto he estado de ser
estrangulado porque la reina tenía cintas amarillas, y aquí estoy de
esclavo contigo porque un bruto pegó a su amada. ¡Vamos,
tengamos valor!; quizás acabe todo esto; claro que los mercaderes
árabes necesitan esclavos; ¿y por qué no voy a serlo yo, puesto que
soy un hombre como los demás? Este mercader no será
despiadado; tiene que tratar bien a sus esclavos, si quiere sacarles
provecho.» Así hablaba, y en el fondo de su corazón se preocupaba
por la suerte de la reina de Babilonia.
Setoc, el mercader, partió dos días después con sus esclavos y
sus camellos a la Arabia desierta. Su tribu vivía hacia el desierto de
Horeb. El camino fue largo y penoso. Setoc, en el viaje, le hacía
más caso al criado que al amo, porque el primero cargaba mucho
mejor los camellos; todas las pequeñas atenciones fueron para él.
Un camello se murió a dos jornadas de Horeb: la carga se
repartió por las espaldas de los sirvientes; a Zadig le tocó su parte.
Setoc se echó a reír al ver a todos sus esclavos caminar
encorvados. Zadig se tomó la libertad de explicarle la razón de ello,
y le enseñó las leyes del equilibrio. El mercader, extrañado, empezó
a mirarle con otros ojos. Zadig, al ver que había excitado su
curiosidad, la duplicó enseñándole muchas cosas que no eran
ajenas a su comercio; los pesos específicos de metales y productos
a igual volumen; las propiedades de varios animales útiles; la forma
de conseguir que lo fueran los que no lo eran; en suma, que le
pareció un sabio. Setoc le dio preferencia sobre su compañero, al
que tanto había estimado. Lo trató bien y no tuvo motivo de
arrepentirse de ello.
Llegado a su tribu, Setoc empezó por reclamarle quinientas
onzas de plata a un hebreo a quien en presencia de dos testigos las
había prestado; pero esos dos testigos habían muerto, y el hebreo,
no pudiendo ser convicto, se quedaba con el dinero del mercader,
dándole gracias a Dios que le había dado la oportunidad de engañar
a un árabe. Setoc confió su problema a Zadig, que se había
convertido en su consejero. «¿En qué lugar, preguntó Zadig,
prestasteis vuestras quinientas onzas a este infiel? —En una piedra
ancha, contestó el mercader, que está cerca del monte Horeb. —
¿Cómo es el carácter de vuestro deudor?, dijo Zadig. —El de un
bribón, contestó Setoc. —Os pregunto si es hombre vivo o flemático,
sagaz o imprudente. —Es de todos los malos pagadores, dijo Setoc,
el más vivo que conozco. —Entonces, insistió Zadig, permitidme que
defienda vuestra causa ante el juez.» En efecto, demandó al hebreo
ante el tribunal, y habló así ante el juez: «Almohada del trono de la
equidad, vengo a reclamar a este hombre, en nombre de mi amo,
quinientas onzas de oro que no quiere devolver. —¿Tenéis
testigos?, dijo el juez. —No, han muerto; pero queda una ancha
piedra sobre la cual se contó el dinero; y si place a vuestra
Grandeza ordenar que vayan a buscar esa piedra, espero que
testifique; permaneceremos aquí el hebreo y yo, esperando a que
llegue la piedra; la mandaré buscar a expensas de Setoc, mi amo.
—Con mucho gusto, contestó el juez; y se puso a despachar otros
asuntos.»
Al final de la audiencia: «Bueno, le dijo a Zadig, ¿vuestra piedra
no ha llegado aún?» El hebreo, riendo, contestó: «Vuestra Grandeza
podría estarse aquí hasta mañana sin que llegara la piedra; está a
más de seis millas de aquí y harían falta quince hombres para
moverla. —Vaya, contestó Zadig, ya os decía yo que la piedra
testificaría; puesto que este hombre sabe dónde está, confiesa que
fue sobre ella donde se contó el dinero.» El hebreo, desconcertado,
pronto se vio obligado a confesarlo todo. El juez ordenó que fuera
atado a la piedra, sin comer ni beber, hasta que devolviera las
quinientas onzas de oro, que pronto fueron pagadas.
Se tuvo gran consideración en Arabia al esclavo Zadig y a la
piedra.
LA HOGUERA

S ETOC, encantado, hizo a su esclavo su amigo íntimo. Como le


había pasado al rey de Babilonia ya tampoco podía prescindir
de él; y Zadig se alegró de que Setoc no tuviera mujer. Descubría en
su señor inclinación al bien, mucha rectitud y sentido común. Le
disgustó ver que adoraba al ejército celeste, o sea al sol, a la luna y
a las estrellas, según la antigua costumbre de Arabia. De ello le
hablaba a veces con mucha discreción. Por fin le dijo que eran
cuerpos como los demás, que no merecían su homenaje más que
un árbol o una roca. «Pero, decía Setoc, son seres eternos de los
cuales sacamos todos nuestros bienes; animan la naturaleza;
regulan las estaciones; además están tan lejos de nosotros que no
podemos dejar de venerarlos. —Mas provecho recibís, contestó
Zadig, de las aguas del mar Rojo, que lleva vuestras mercancías a
las Indias. ¿Por qué no iba a ser tan antiguo como las estrellas? Y si
adoráis a lo que está tan lejos de vos, también debéis adorar la
tierra de las Gangáridas[1], que está en los confines del mundo. —
No, decía Setoc, son las estrellas demasiado brillantes para que no
las adore.» Al llegar la noche, Zadig encendió gran número de
antorchas en la tienda donde tenía que cenar Setoc; y en cuanto
apareció el jefe, se echó de rodillas ante aquellas ceras encendidas,
y les dijo: «¡Eternas y brillantes claridades, sedme siempre
propicias!» Tras proferir estas palabras, se sentó a la mesa sin mirar
a Setoc. «¿Pero qué hacéis?, le dijo extrañado Setoc. —Hago lo
mismo que vos, contestó Zadig; adoro a estas velas, y desatiendo a
su señor y mío.» Setoc comprendió el sentido profundo de este
apólogo. La prudencia de su esclavo entró en su alma; ya no
prodigó su incienso a las criaturas, y adoró al Ser eterno que las
hizo.
Había entonces en Arabia una costumbre horrorosa, que
provenía de Escitia, y que habiéndose establecido en la India por
influencia de los brahmanes, amenazaba con invadir todo el Oriente.
Cuando un hombre casado había muerto, y su amada mujer quería
ser santa, se quemaba en público sobre el cuerpo de su marido. Era
una fiesta solemne que se llamaba «la hoguera de la viudedad». La
tribu en la cual morían quemadas más mujeres era la más
considerada. Habiendo muerto un árabe de la tribu de Setoc, su
viuda, llamada Almona, que era muy devota, dio a conocer el día y
la hora en los que se echaría al fuego al son de tambores y
trompetas. Zadig amonestó a Setoc sobre lo contraria que era
aquella horrible costumbre al bien del género humano; el que se
dejara a diario que se quemaran jóvenes viudas que podían darle
hijos al Estado, o al menos criar a los suyos; le hizo reconocer que
era preciso, si podía, abolir tan bárbara costumbre. Contestó Setoc:
«Hace más de mil años que las mujeres tomaron posesión del
derecho a quemarse. ¿Quién de nosotros se atreverá a cambiar una
ley que el tiempo ha consagrado? ¿Hay algo más respetable que un
abuso antiguo? —La razón es más antigua, contestó Zadig. Hablad
a los jefes de las tribus, y yo voy a ver a la joven viuda.»
Pidió que le presentaran; y después de haberse insinuado en su
espíritu con alabanzas sobre su belleza, después de haberle dicho
la lástima que era echar al fuego tantos encantos, volvió a elogiar su
constancia y valor. «¿Queríais pues prodigiosamente a vuestro
marido?, le dijo. —¿Yo? en absoluto, contestó la dama árabe. Era
bruto, celoso, un hombre insoportable, pero estoy firmemente
decidida a echarme a su hoguera. —Tiene que sentirse, dijo Zadig,
aparentemente, un placer muy delicioso al ser quemada viva. —Ay,
la naturaleza se estremece, pero no hay más remedio. Soy devota;
perdería la honra, y todo el mundo se burlaría de mí si no me
quemara.» Zadig, tras hacerle reconocer que se quemaba por los
demás y por vanidad, le habló mucho rato hasta hacerle amar un
poco la vida, e incluso consiguió inspirarle cierta benevolencia hacia
el que le hablaba. «En fin, ¿qué haríais, le dijo, si no os atenazara la
vanidad de quemaros? —Ay, dijo la dama, creo que os rogaría que
os casarais conmigo.»
Zadig estaba demasiado imbuido de la idea de Astarté como
para no eludir aquella declaración, pero fue al instante a ver a los
jefes de las tribus, les dijo lo que había ocurrido, y les aconsejó que
hicieran una ley por la que no se le permitiría a ninguna viuda
quemarse más que tras haber conversado a solas con un joven por
espacio de una hora. A partir de entonces, ninguna dama se quemó
en Arabia. Sólo a Zadig se debió agradecer el haber destruido en un
día tan cruel costumbre que duraba desde hacía tantos siglos. Era
pues un benefactor de Arabia.
LA CENA

S ETOC, que no podía separarse de aquel hombre en quien


habitaba la sabiduría, le llevó a la gran feria de Balzora,
adonde debían acudir los mayores negociantes de toda la tierra
habitada. Fue para Zadig notable consuelo ver a tantos hombres de
diferentes tierras reunidos en el mismo lugar. Le pareció que el
universo era una gran familia que se parecía a Balzora. Se encontró
sentado a la mesa, desde el segundo día, con un egipcio, un indio
del Ganges, un habitante de Catay, un griego, un celta y otros
extranjeros más quienes, en sus frecuentes viajes por el golfo
Arábigo, habían aprendido suficiente árabe para hacerse
comprender. El egipcio parecía muy enojado: «¡Qué abominable
país es Balzora!, decía; me niegan mil onzas de oro sobre el mejor
efecto del mundo. —¿Cómo es eso, dijo Setoc; sobre qué efecto os
han negado esa cuantía? —Sobre el cuerpo de mi tía, contestó el
egipcio; era la mujer más buena de Egipto. Siempre me
acompañaba, ha muerto en camino: he hecho con ella una de
nuestras mejores momias; y en mi país me darían lo que yo quisiera
si la empeñara. Es extrañísimo que aquí no quieran darme ni mil
onzas sobre tan sólido efecto.» Mientras se encolerizaba, estaba a
punto de tomar gallina guisada, excelente, cuando el indio,
cogiéndole la mano, exclamó con dolor: «¡Ay! ¿Qué vais a hacer? —
Comer de esta gallina, dijo el hombre de la momia. —Guardaos de
hacerlo, dijo el del Ganges; pudiera ser que el alma de la difunta
hubiera pasado al cuerpo de esta gallina, y no querréis exponeros a
comeros a vuestra tía. Guisar gallina, es ultrajar manifiestamente a
la naturaleza. —¿Qué queréis decir con eso de la naturaleza y de
las gallinas?, repuso el colérico egipcio; adoramos a un buey y bien
que comemos de él. —¿Adoráis a un buey? ¿Será posible?, dijo el
hombre del Ganges. —Nada hay más posible, contestó el otro; hace
treinta y cinco mil años que lo hacemos, y nadie entre nosotros tiene
nada que objetar. —¡Bueno, ciento treinta mil años!, dijo el indio, esa
cuenta es un poco exagerada; no hace más que noventa mil que
está poblada la India, y nosotros somos ciertamente más antiguos, y
Brama nos había prohibido comer bueyes antes de que se os
hubiera ocurrido ponerlos en los altares y en el asador. —¡Bonito
animal vuestro Brama, por compararlo a Apis!, dijo el egipcio; ¿se
puede saber qué ha hecho?» El brahmán contestó: «Él enseñó a
leer y a escribir a los hombres, y a él debe la tierra entera el juego
del ajedrez. —Os equivocáis, dijo un caldeo que estaba cerca de él;
es al pez Oanés a quien se deben tan grandes beneficios, y es justo
no rendir más que a él estos homenajes. Todo el mundo os dirá que
era un ser divino, que tenía la cola dorada, con una bella cabeza de
hombre, y que salía del agua tres horas al día para venir a predicar
a la tierra. Tuvo varios hijos que fueron reyes, como sabe todo el
mundo. Tengo su retrato en casa y lo reverencio como es mi
obligación. Se puede comer todo el buey que se quiera; pero es
ciertamente muy gran impiedad guisar pescado; sois ambos además
de origen demasiado poco noble y demasiado reciente para
discutirme nada. La nación egipcia sólo tiene ciento treinta mil años;
y los indios no se vanaglorian más que de noventa mil, mientras que
nosotros tenemos almanaques de cuatro mil siglos. Creedme,
renunciad a vuestras locuras, y os daré a cada uno un bello retrato
de Oanés.»
El hombre de Cambalu, tomando la palabra, dijo: «Respeto
mucho a los egipcios, a los caldeos, a los griegos, a los celtas, a
Brama, al buey Apis, al pez Oanés, pero quizás el Li o el Tien, como
quiera llamársele, bien vale a los bueyes y a los peces. Nada diré de
mi país; es tan grande como la tierra de Egipto, Caldea e India
juntas. No discuto sobre antigüedad, pues basta ser feliz, y bien
poca cosa es ser antiguo; pero si de almanaques se tratara diría que
toda Asia coge los nuestros y que los teníamos muy buenos antes
de que en Caldea se supiera aritmética.
—¡Sois unos grandísimos ignorantes todos!, exclamó el griego;
¿acaso no sabéis que el caos es el padre de todo, y que la forma y
la materia han puesto al mundo en el estado en que está?» Este
griego habló mucho tiempo; al fin le interrumpió un celta, que, tras
haber bebido mucho mientras discutían, se creyó entonces más
sabio que los demás, y dijo jurando que sólo Teutath[1] y el
muérdago valían la pena de que se hablara de ellos; que él siempre
llevaba muérdago en el bolsillo; que los escitas, sus antepasados,
eran la única gente de bien que había habido en el mundo; que
habían, era cierto, comido a veces a hombres, pero que aquello no
impedía que se le debiera mucho respeto a su nación; y, en fin, que
si alguien hablaba mal de Teutath, le daría su merecido. Entonces
se acaloraron en la discusión, y Setoc vio el momento en que la
mesa iba a ser ensangrentada. Zadig, que había guardado silencio
durante toda la disputa, se levantó al fin: se dirigió primero al celta,
como al más furioso; le dijo que tenía razón y le pidió muérdago;
alabó al griego por su elocuencia, y calmó todos los espíritus
acalorados. Le dijo muy poco al hombre de Catay porque había sido
el más razonable de todos. Luego les dijo: «Amigos, ibais a pelear
por nada, pues todos sois del mismo parecer.» Ante estas palabras
todos protestaron. «¿No es verdad, dijo al celta, que no adoráis a
ese muérdago, sino al que hizo el muérdago y el roble? —
Ciertamente, contestó el celta. —¿Y vos, señor egipcio, que
reverenciáis de forma aparente en cierto buey al que os dio los
bueyes? —Sí, dijo el egipcio. —El pez Oanés, prosiguió, debe ceder
ante quien hizo el mar y los peces. —De acuerdo, dijo el caldeo. El
indio, añadió, y el de Catay, reconocen, como vosotros, un primer
principio; no he entendido del todo las cosas admirables que ha
dicho el griego, pero seguro estoy de que él también admite un Ser
superior, del cual dependen la forma y la materia.» El griego, al que
se admiraba, dijo que Zadig había cogido muy bien su pensamiento.
«Estáis por lo tanto todos de acuerdo, replicó Zadig, y no hay motivo
de disputa.» Todo el mundo le abrazó. Setoc, tras haber vendido
muy caras sus mercancías, acompañó a su amigo Zadig a su tribu.
Zadig se enteró al llegar de que le habían procesado en ausencia
suya, y de que se le iba a quemar a fuego lento.
LAS CITAS

D URANTE su viaje a Balzora, los sacerdotes de las estrellas


habían decidido castigarlo. Las piedras preciosas y los
adornos de las jóvenes viudas a las que enviaban a la hoguera les
pertenecían por derecho; lo menos que podían hacer era mandar
quemar a Zadig por la jugarreta que les había hecho. Acusaron pues
a Zadig de tener opiniones erróneas sobre el ejército celeste;
depusieron en contra suya, y juraron que le habían oído decir que
las estrellas no se ponían en el mar. Esta horrenda blasfemia
estremeció a los jueces; a punto estuvieron de rasgarse las
vestiduras cuando oyeron aquellas palabras impías, y lo habrían
hecho, sin duda, si Zadig hubiera tenido con qué pagarlas. Pero,
traspasados de dolor, se contentaron con condenarlo a ser quemado
a fuego lento. Setoc, desesperado, utilizó en vano su crédito para
salvar a su amigo; pronto se vio obligado a callarse. La joven viuda
Almona, que le había tomado mucho gusto a la vida, y que le estaba
por ello muy obligada a Zadig, resolvió sacarle de la hoguera, cuyo
abuso él le había dado a conocer. Dio vueltas en la cabeza a su
proyecto, sin hablar de ello con nadie. Zadig debía ser ejecutado al
día siguiente; no tenía más que la noche para salvarlo: así procedió,
mujer caritativa y prudente. Se perfumó; realzó su belleza con las
más ricas y hermosas galas, y fue a pedir audiencia secreta al jefe
de los sacerdotes de las estrellas. Cuando estuvo ante aquel
venerable anciano, le habló en estos términos: «Primogénito de la
Osa Mayor, hermano del Tauro, Primo del Can Mayor (eran los
títulos de este pontífice) vengo a confiaros mis escrúpulos. Mucho
temo haber cometido un pecado enorme al no quemarme en la
hoguera de mi querido marido. ¿Qué tenía yo, en efecto, que
conservar? Una carne perecedera, ya toda marchita.» Diciendo
estas palabras sacó de sus largas mangas de seda sus brazos
desnudos, de forma admirable y de deslumbrante blancura. «Ved, le
dijo, lo poco que vale.» El pontífice, en su corazón, encontró que
aquello valía mucho. Sus ojos lo dijeron, y su boca lo confirmó: juró
que en su vida había visto tan hermosos brazos. «¡Ay! le dijo la
viuda, quizá estén los brazos algo menos mal que lo demás; pero
confesaréis que el pecho no era digno de mis cuidados.» Dejó
entonces ver el seno más encantador que la naturaleza jamás haya
formado. Un capullo de rosa sobre manzana de marfil sólo habría
parecido a su lado granza sobre boj, y los corderillos saliendo del
lavadero habrían parecido de un amarillo pardusco. Aquel pecho,
sus grandes ojos negros que languidecían brillando dulcemente con
tierno fuego, sus mejillas animadas con la más bella púrpura
mezclada al blanco de la más pura leche; su nariz, que no era como
la torre del monte Líbano; sus labios que eran como orla de coral
cerrando las más bellas perlas del mar de Arabia, todo aquello junto
le hizo creer al anciano que tenía veinte años. Se declaró
tiernamente balbuciendo. Almona, al verle tan prendido, le pidió la
gracia de Zadig. «Desgraciadamente, dijo, bella dama, aunque os
acordara su gracia, mi indulgencia de nada serviría, debe ser
firmada por otros tres colegas míos. —Aun así, firme, dijo Almona.
—Con mucho gusto, dijo el sacerdote, siempre que vuestros favores
sean el precio de mi ayuda. —Me honráis demasiado, dijo Almona;
si lo consideráis oportuno, venid a mi dormitorio tras la puesta del
sol, en cuanto la brillante estrella Sheat esté en el horizonte, me
encontraréis en un sofá color de rosa, y usaréis como os plazca de
vuestra servidora.» Salió entonces, llevándose la firma, y dejó al
anciano lleno de amor y de desconfianza hacia sus propias fuerzas.
Empleó el resto del día en bañarse; bebió un licor compuesto de
canela de Ceylán, y especias preciosas de Tidor y de Tenrate, y
esperó con impaciencia a que apareciera la estrella Sheat.
Entretanto la bella Almona fue a ver al segundo pontífice. Éste le
aseguró que el sol, la luna, y todos los fuegos del firmamento sólo
eran fuegos fatuos comparados con sus encantos. Le pidió la misma
gracia, y le propuso que la pagara. Se dejó vencer, y citó al segundo
pontífice al nacer de la estrella Algenib. De allá se fue a visitar al
tercer y cuarto sacerdotes, recogiendo siempre una firma, y
citándolos de estrella en estrella. Mandó entonces que avisaran a
los jueces y les dijeran que fueran a su casa para un asunto
importante. Allí acudieron: les mostró los cuatro nombres, y les dijo
a qué precio habían vendido los sacerdotes la gracia de Zadig. Cada
uno llegó a la hora señalada; cada cual se extrañó mucho de
encontrar allí a sus colegas, y aún más a los jueces, ante quienes su
vergüenza se hizo patente. Se salvó a Zadig. Setoc quedó tan
prendado de la habilidad de Almona, que la hizo su esposa.
Zadig partió tras haberse echado a los pies de su bella
liberadora. Setoc y él se separaron llorando, jurándose amistad
eterna, y prometiéndose que el primero que hiciera gran fortuna se
lo comunicaría al otro.
Zadig marchó hacia Siria sin dejar de pensar en la desgraciada
Astarté, y reflexionando siempre sobre el destino que se empeñaba
en burlarse de él y perseguirle. «¡Cómo, decía, cuatrocientas onzas
de oro por haber visto pasar a una perra! ¡condenado a ser
decapitado por cuatro malos versos en alabanza al rey! ¡a punto de
ser ahorcado porque la reina tenía babuchas del color de mi gorro!
¡hecho esclavo por haber socorrido a una mujer a la que pegaban; y
a punto de ser quemado por haberles salvado la vida a todas las
jóvenes viudas árabes!»
EL BANDIDO

A L llegar a la frontera que separa a la Arabia pedregosa de Siria,


cuando pasaba cerca de un castillo bastante bien fortificado,
salieron de él unos árabes. Se vio rodeado; le gritaban: «Todo lo que
tenéis nos pertenece, y vuestra persona pertenece a nuestro amo.»
Zadig, como contestación, sacó la espada; su criado, que tenía
valor, hizo otro tanto. Dejaron muertos en el suelo a los primeros
árabes que les pusieron la mano encima; se duplicó su número: no
se extrañaron, y resolvieron perecer combatiendo. Se veía a dos
hombres defenderse contra una muchedumbre; semejante combate
no podía durar mucho. El dueño del castillo, llamado Argobad,
habiendo visto desde una ventana los prodigios de valor que hacía
Zadig, deseó conocerle. Bajó apresuradamente, y vino él mismo a
apartar a sus gentes y a libertar a los dos viajeros. «Todo lo que
pasa por mis tierras es mío, dijo, así como todo lo que encuentro en
las tierras de los demás; pero vos me parecéis hombre tan
esforzado que os eximo de la ley general.» Le hizo entrar en su
castillo, mandando a sus criados que lo trataran bien; y, por la
noche, Argobad quiso cenar con Zadig.
El señor del castillo era uno de aquellos árabes a los que se
llama «ladrones», aunque a veces hacía buenas obras entre un
montón de malas; robaba con furiosa rapacidad, y daba con
liberalidad, intrépido en la acción, de trato bastante afable,
licencioso en la mesa, alegre en la licencia y, sobre todo, lleno de
franqueza. Zadig le gustó mucho; su charla, que se animó, alargó la
comida; al fin, le dijo Argobad: «Os aconsejo que os enroléis a mis
órdenes, no podríais hacer cosa mejor; no es mal oficio; podréis un
día llegar a ser lo que yo soy. —¿Puedo preguntaros, dijo Zadig,
desde cuándo ejercéis esta noble profesión? —Desde mi más tierna
juventud, replicó el señor. Era criado de un árabe bastante hábil; mi
situación me resultaba insoportable. Me desesperaba ver que el
destino no me hubiera reservado mi parte en lugar alguno de la
tierra que por igual pertenece a todos los hombres. Confié mis
penas a un viejo árabe que me dijo: “Hijo mío, no perdáis la
esperanza; había antaño un grano de arena que se lamentaba por
ser un átomo ignorado en los desiertos; al cabo de algunos años se
hizo diamante, es ahora el adorno más hermoso de la corona del rey
de las Indias.” Aquel discurso me impresionó; yo era el grano de
arena, resolví llegar a ser diamante. Empecé robando dos caballos;
me asocié con unos compañeros; me dispuse a robar pequeñas
caravanas: hice así cesar la desproporción que había entre los
hombres y yo. Tuve mi parte de los bienes de este mundo, e incluso
me resarcí con creces: se me consideró mucho; me llamaron señor
bandido; adquirí este castillo por vía de hecho. El sátrapa de Siria
quiso desposeerme de él, pero ya era yo demasiado rico para temer
nada; le di dinero al sátrapa, mediante lo cual conservé este castillo,
y agrandé mis posesiones; me nombró incluso tesorero de los
tributos que la Arabia pedregosa pagaba al rey de reyes. Cumplí con
mi cargo de recaudador y no con el de pagador.
El gran desterham de Babilonia envió aquí, en nombre del rey
Moabdar, a un pequeño sátrapa para estrangularme. Este hombre
llegó con su orden: yo estaba informado de todo; hice estrangular en
presencia suya a las cuatro personas que había traído consigo para
apretar el lazo; tras lo cual le pregunté lo que podía valerle el
encargo de estrangularme. Me contestó que sus honorarios podían
llegar a trescientas monedas de oro. Le hice ver con claridad que
podía ganar más conmigo. Le hice sub-bandido; es hoy uno de mis
mejores oficiales y uno de los más ricos. Hacedme caso, triunfaréis
como él. Nunca ha sido tan buena la temporada del robo como
desde que ha muerto Moabdar y toda Babilonia es pura confusión.
—¡Moabdar asesinado!, dijo Zadig; y ¿qué ha sido de la reina
Astarté? —No lo sé, contestó Argobad; lo único que sé es que
Moabdar enloqueció, que le mataron, que Babilonia es un gran
degolladero, que todo el imperio está asolado, que todavía pueden
darse muchos buenos golpes y que, por mi parte, he dado algunos
admirables. —Pero la reina, dijo Zadig; por piedad, ¿no sabéis nada
de la suerte de la reina? —Me han hablado de un príncipe de
Hircania, contestó; probablemente esté entre sus concubinas, si no
la han matado en el tumulto, pero más cuidado me da el botín que
las noticias. He cogido a varias mujeres en mis correrías, no me
quedo con ninguna; las vendo caras cuando son bellas, sin
informarme de lo que son. No se compra el rango; una reina fea no
encontraría comprador: quizás haya vendido ya a la reina Astarté,
quizás haya muerto; pero poco importa; y pienso que no debéis
preocuparos por ello más que yo.» Al hablar de esta suerte, bebía
con tanto ánimo, confundía tanto las ideas todas, que Zadig no pudo
sacar de él ninguna aclaración.
Permanecía suspenso, abrumado, inmóvil. Argobad seguía
bebiendo, fabulaba, repetía sin cesar que era el más feliz de todos
los hombres, exhortando a Zadig a esforzarse por ser tan feliz como
él. Por fin, dulcemente adormecido por los vapores del vino, se fue a
dormir tranquilo sueño. Zadig pasó la noche en la más violenta
agitación. «¡Cómo, decía, el rey ha enloquecido! ¡le han matado! No
puedo evitar el compadecerle. El imperio está desgarrado, y este
bandido es feliz: ¡oh fortuna! ¡oh destino! un ladrón es feliz, y quizás
haya muerto de horrenda manera lo más digno de amor hecho por
la naturaleza, o quizás viva en un estado peor que la muerte. ¡Oh
Astarté! ¿Qué ha sido de vos?»
Al despuntar el día interrogó a todos los que encontraba en el
castillo, pero todo el mundo estaba ocupado, nadie le contestaba: se
habían hecho durante la noche nuevas conquistas, se repartían los
despojos. Todo lo que consiguió obtener en aquella tumultuosa
confusión fue permiso para marcharse. Lo aprovechó sin tardanza,
más abismado que nunca en sus dolorosas reflexiones.
Zadig caminaba inquieto, nervioso, la mente enteramente
ocupada en la desgraciada Astarté, en el rey de Babilonia, en su fiel
Cador, en el bandido feliz Argobad, en aquella mujer tan caprichosa
que habían raptado los babilonios en los confines de Egipto, en fin
en todos los contratiempos e infortunios que había padecido.
EL PESCADOR

A pocas leguas del castillo de Argobad, se encontró junto a un


riachuelo, deplorando sin tregua su destino, y viéndose como
dechado de desgracia. Vio a un pescador echado en la orilla,
sosteniendo apenas con mano lánguida la red, a la que parecía
abandonar, y que alzaba los ojos al cielo.
«Soy ciertamente el más desdichado de todos los hombres,
decía el pescador. He sido, todos lo reconocían, el mercader de
queso fresco más célebre de Babilonia, y me han arruinado. Tenía la
mujer más linda que hombre de mi condición poseer pudiera, y me
ha traicionado. Me quedaba una pobre casa, la he visto saqueada y
destruida. Refugiado en una cabaña no tengo más recurso que la
pesca, y no cojo ni un pez. ¡Ay red, ya no te echaré al agua, a mí me
toca echarme!» Diciendo estas palabras se levanta, y avanza con el
ademán decidido del hombre que va a precipitarse y acabar con su
vida.
«¡Así pues, se dijo Zadig a sí mismo, hay hombres tan
desgraciados como yo!» El afán por salvarle la vida al pescador fue
tan pronto como esta reflexión. Corre hacia él, lo detiene, lo
interroga con aire enternecido y consolador. Pretenden que uno es
menos desdichado cuando no lo es él sólo; pero, según Zoroastro,
no es por malicia, sino por necesidad. Se siente entonces uno
arrastrado hacia un infortunado como hacia un semejante. La
alegría de un hombre feliz sería un insulto, pero dos desdichados
son como dos endebles arbolitos que apoyándose uno sobre otro se
fortalecen frente a la tormenta.
«¿Por qué sucumbís ante vuestras desgracias?, le dice Zadig al
pescador. —Es, contesta éste, porque no veo a ellas remedio. He
sido el más considerado de la aldea de Delback, al lado de
Babilonia, y hacía, con ayuda de mi mujer, los mejores quesos
frescos del imperio. A la reina Astarté y al famoso ministro Zadig les
gustaban con locura. Había entregado a sus casas seiscientos
quesos. Fui un día a la ciudad para que me pagaran; me enteré al
llegar a Babilonia de que la reina y Zadig habían desaparecido. Corrí
a casa del señor Zadig, al que nunca había visto; me encontré con
los arqueros del gran desterham, quienes, provistos de un papel
real, saqueaban su casa leal y ordenadamente. Fui volando a las
cocinas de la reina; algunos de los gentileshombres de boca me
dijeron que había muerto; otros dijeron que estaba en prisión; otros
pretendieron que había huido; pero todos me aseguraron que no se
me pagarían los quesos. Fui con mi mujer a casa del señor Orcán,
que era uno de mis clientes: le pedimos su protección en nuestra
desgracia. Se la concedió a mi mujer, y me la denegó. Era más
blanca que aquellos quesos frescos que dieron comienzo a mi
desgracia; y el resplandor de la púrpura de Tiro no era más brillante
que el encarnado que animaba aquella blancura. Eso hizo que
Orcán la retuviera y me echara de su casa. Escribí a mi querida
mujer la carta de un desesperado. Le dijo al portador: “¡Ah, sí! ya sé
quién es el hombre que me escribe, he oído hablar de él: dicen que
hace quesos frescos excelentes; que me traigan algunos y se los
paguen.”
»En mi desdicha, quise apelar a la justicia. Me quedaban seis
onzas de oro: hubo que dar dos onzas al magistrado al que
consulté, dos al procurador que llevó mi asunto, dos al secretario del
juez primero. Cuando se hizo todo aquello, todavía no había
empezado mi pleito, y ya había gastado más dinero del que valían
mis quesos y mi mujer. Retorné a la aldea con intención de vender
la casa para tener a mi mujer.
Mi casa bien valía sesenta onzas de oro, pero me veían pobre y
con prisa por vender. El primero al que hablé me ofreció por ella
treinta onzas, el segundo veinte; y el tercero diez. A punto estaba al
fin de cerrar el trato, tan ciego estaba, cuando un príncipe de
Hircania vino a Babilonia y asoló todo a su paso. Mi casa fue
primero saqueada y luego quemada.
Habiendo perdido de esta suerte dinero, mujer y casa, me retiré
a esta tierra donde me veis; he intentado subsistir con el oficio de
pescador. Los peces se ríen de mí igual que los hombres; no cojo
nada, me muero de hambre; y a no ser por vos, augusto consolador,
iba a morir en el río.»
El pescador no hizo todo el relato seguido pues a cada momento
Zadig emocionado y enajenado, le decía: «¿Cómo? ¿no sabéis
nada de la suerte de la reina? No señor, contestaba el pescador;
pero sé que la reina y Zadig no me pagaron los quesos frescos, que
me han cogido a mi mujer y que estoy desesperado. —Estoy
convencido, dijo Zadig, de que no perderéis todo el dinero. He oído
hablar de ese Zadig; es hombre honrado; y si retorna a Babilonia,
como espera, os dará más de lo que os debe; pero en cuanto a
vuestra mujer, que no es muy honesta, os aconsejo que no intentéis
volver a tomarla. Creedme, id a Babilonia; allí estaré antes que vos
porque voy a caballo y vos a pie. Hablad al ilustre Cador; decidle
que habéis encontrado a su amigo; esperadme en su casa. Id,
quizás no seáis siempre desgraciado.
¡Oh poderoso Orosmade, prosiguió, de mí os servís para
consolar a este hombre! ¿de quién os serviréis para consolarme?»
Hablando así daba al pescador la mitad de todo el dinero que había
traído de Arabia, y el pescador, confundido y encantado, besaba los
pies del amigo de Cador, y decía: «Sois un ángel salvador».
Entretanto, Zadig seguía pidiendo noticias, y vertía lágrimas.
«¿Qué, señor, exclamó el pescador, sois tal vez también
desdichado, vos que hacéis el bien? —Cien veces más desdichado
que tú, contestaba Zadig. —¿Pero cómo puede ser, decía el buen
hombre, que haya que compadecer más al que da que al que
recibe? —Es que tu mayor desdicha, replicó Zadig, era la
necesidad, y mi infortunio es del corazón. —¿Será que Orcán os ha
cogido a vuestra mujer?, dijo el pescador.» Esta palabra volvió a
llevar a la mente de Zadig todas sus aventuras; repitió la lista de sus
infortunios, empezando por la perra de la reina hasta su llegada a
casa del bandido Argobad. «¡Ay!, le dijo el pescador, Orcán, merece
ser castigado. Pero ordinariamente son esas gentes las favoritas de
la suerte. —De cualquier forma, ve a casa de Cador y espérame.»
Se separaron: el pescador caminó dándole gracias a su destino y
Zadig corrió sin dejar de acusar al suyo.
EL BASILISCO[1]

A L llegar a una hermosa pradera, vio a varias mujeres que


buscaban algo con gran diligencia. Se tomó la libertad de
acercarse a una de ellas y de preguntarle si podía caberle el honor
de ayudarlas en su búsqueda. «Guardaos de hacerlo, contestó la
siria; lo que buscamos sólo puede ser tocado por mujeres. —Muy
extraño es, dijo Zadig; ¿me dais licencia para preguntaros qué es lo
que sólo a las mujeres les está permitido tocar? —Es un basilisco,
dijo. —¡Un basilisco, señora! ¿y por qué razón, os lo ruego, buscáis
un basilisco? —Es para nuestro dueño y señor Ogul, cuyo castillo
veis a orillas de este río, al cabo de la pradera. Somos sus muy
humildes esclavas; el señor Ogul está enfermo; su médico le ha
recetado comer basilisco cocido en agua rosa; y como es un animal
muy poco frecuente, y que sólo se deja coger por mujeres, el señor
Ogul ha prometido escoger por esposa amada a aquella que le lleve
un basilisco: dejadme buscar, os lo ruego, pues ya veis lo que me
costaría que una de mis compañeras se me anticipara.»
Zadig dejó a aquella siria y a las demás buscar el basilisco y
siguió caminando por la pradera. Cuando estuvo a orillas de un
riachuelo, encontró a otra dama tumbada en el césped, y que no
buscaba nada. Su talle parecía majestuoso, pero su rostro estaba
cubierto con un velo. Vuelta hacia el riachuelo, hondos suspiros
salían de su boca. Tenía en la mano una varita, con la cual trazaba
signos en una arena fina que había entre el césped y el riachuelo.
Zadig tuvo curiosidad por lo que aquella mujer escribía; se acercó,
vio la letra Z, luego una A: se extrañó; luego apareció una D: se
estremeció. Jamás hubo sorpresa semejante a la suya cuando vio
las dos últimas letras de su nombre. Permaneció algún tiempo
inmóvil; al fin, rompiendo el silencio con voz entrecortada: «¡Oh
generosa dama! perdonad a un extranjero, a un infortunado, osar
preguntaros por qué asombrosa aventura encuentro aquí escrito el
nombre de Zadig por vuestra divina mano trazado.» Al oír aquella
voz, aquellas palabras, la dama alzó el velo con mano temblorosa,
miró a Zadig, lanzó un grito de ternura, sorpresa y alegría, y
sucumbiendo a los diversos impulsos que asediaban a un tiempo su
alma, cayó desvanecida en sus brazos. Era Astarté en persona, era
la reina de Babilonia, era aquella a quien Zadig adoraba y a la que
se le reprochaba adorar, era aquella por cuya suerte tanto había
llorado y temido. Estuvo un momento sin poder reaccionar; y cuando
hubo clavado su mirada en los ojos de Astarté, que se volvían a
abrir con mezcla de confusión y ternura: «¡Oh poderes inmortales!,
exclamó, que regís el destino de los débiles humanos, ¿me
devolvéis a Astarté? ¡En qué tiempo, en qué lugar, en qué estado
vuelvo a verla!» Se hincó de rodillas ante Astarté, y clavó la frente
en el polvo de sus pies. La reina de Babilonia le alza, le sienta a su
lado a la orilla de aquel riachuelo, y limpia reiteradamente sus ojos
cuyas lágrimas volvían a correr. Reanudaba veinte veces un
discurso que sus gemidos interrumpían; le interrogaba sobre el azar
que los reunía, y se adelantaba de repente a sus contestaciones con
otras preguntas.
Empezaba el relato de sus desgracias y quería saber las de
Zadig. Al fin, habiendo aplacado ambos un poco el tumulto de sus
almas, Zadig le contó con pocas palabras por qué aventura se
encontraba en aquella pradera. «Pero, ¡oh desdichada y respetable
reina! ¿cómo es que os encontré en este apartado lugar, vestida de
esclava, y acompañada por otras mujeres esclavas que buscan un
basilisco para cocerlo en agua rosa por prescripción del médico? —
Mientras buscan el basilisco, dice la bella Astarté, voy a referiros
todo lo que he soportado, y todo lo que al cielo le perdono tras
haberos vuelto a ver. Sabéis que el rey mi marido se enojó de que
fuerais el más amable de todos los hombres; y por esta razón tomó
una noche la determinación de haceros estrangular y de
envenenarme. Sabéis cómo el cielo permitió que mi mudito me
avisara de la orden de su Sublime Majestad. Apenas el fiel Cador os
hubo forzado a obedecerme y a marcharos, osó entrar en mis
aposentos en plena noche por un pasadizo secreto. Me raptó, y me
llevó al templo de Orosmade, en el cual el mago, su hermano, me
encerró en una estatua colosal cuya base toca los cimientos del
templo, y cuya cabeza alcanza la bóveda. Allí estuve como
sepultada, pero servida por el mago, y no faltándome nada de lo
necesario. Entretanto, al despuntar el día, el apoticario de Su
Majestad entró en mi habitación con una poción, mixtura de beleño,
opio, cicuta, eléboro negro y acónito; y otro oficial iba a vuestra casa
con un cordón de seda azul. No encontraron a nadie. Cador, para
engañar mejor al rey, fingió ir a acusarnos a ambos. Dijo que habíais
tomado la ruta de las Indias, y yo la de Menfis: mandaron satélites
tras vos y tras de mí.
Los correos que me buscaban no me conocían. No había
mostrado mi rostro casi mas que a vos, en presencia y por orden de
mi esposo. Corrieron en persecución mía, por las señas que de mi
persona les daban: una mujer de mi estatura, y que quizás tuviera
más encantos que yo, se ofreció a su vista en las fronteras de
Egipto. Estaba errante, anegada en llanto. No dudaron que aquella
mujer fuera la reina de Babilonia; se la llevaron a Moabdar. Su error
llevó primero al rey a una fuerte cólera; pero pronto, al considerar
más de cerca a aquella mujer, la encontró muy bella, y se consoló.
La llamaban la bella Misuf. Luego me han dicho que en lengua
egipcia ese nombre significa «bella caprichosa». Lo era, en efecto,
pero era tan hábil como caprichosa. Agradó a Moabdar. Le subyugó
hasta hacerse proclamar su esposa. Entonces su carácter se
destapó entero: se entregó sin temor a todas las locuras de su
imaginación. Quiso obligar al rey de los magos, que era viejo y
gotoso, a bailar ante ella; y ante la negativa del mago le persiguió
violentamente. Mandó a su escudero mayor hacerle una tortada de
confitura. Por más que el escudero mayor le hiciera ver que no era
pastelero, tuvo que hacer la tortada; le despidieron porque estaba
demasiado quemada. Dio el cargo de escudero mayor a su enano y
la plaza de canciller a un paje. Así gobernó Babilonia. Todo el
mundo me echaba de menos. El rey, que había sido bastante
discreto hasta el momento en que quiso envenenarme y
estrangularos, parecía haber ahogado sus virtudes en el amor
prodigioso que tenía por la bella caprichosa. Vino al templo el día
del gran fuego sagrado. Le vi implorar a los dioses por la bella Misuf
al pie de la estatua donde yo estaba encerrada. Alcé la voz; le grité:
«Los dioses rechazan los ruegos de un rey hecho tirano, que ha
querido hacer morir a una mujer razonable para casarse con una
extravagante.» A Moabdar le confundieron aquellas palabras hasta
el punto de perturbarle la cabeza. El oráculo que yo había hecho, y
la tiranía de Misuf, bastaron para hacerle perder el juicio. Enloqueció
en pocos días.
Su locura, que pareció castigo del cielo, fue la señal de la
revuelta. Se sublevaron, corrieron a las armas. Babilonia, tan largo
tiempo sumida en una ociosa molicie, fue escenario de una atroz
guerra civil. Me sacaron de dentro de la estatua, y me pusieron a la
cabeza de una facción. Cador corrió a Menfis, para llevaros a
Babilonia. El príncipe de Hircania, al saber estas funestas noticias
volvió con su ejército a formar un tercer partido en Caldea. Atacó al
rey, corrió a su encuentro con la extravagante egipcia. Moabdar
murió acribillado. Misuf cayó en manos del vencedor. Mi desgracia
quiso que una facción hircana me cogiera a mí también, y que me
llevaran ante el príncipe precisamente en el momento en que le
llevaban a Misuf. Os halagará, sin duda, saber, que el príncipe me
encontró más bella que la egipcia; pero os disgustará saber que me
destinó a su serrallo. Me dijo, muy resueltamente que, en cuanto
concluyera una operación militar que iba a llevar a cabo, vendría a
mí. Juzgad mi dolor. Mis lazos con Moabdar estaban rotos, podía
ser de Zadig; y caía en las cadenas de aquel bárbaro. Le contesté
con toda la arrogancia que me daban mi rango y sentimientos.
Siempre había oído decir que el cielo concedía a las personas de mi
condición un carácter de grandeza que, con una palabra o una
mirada, volvía a la sumisión más respetuosa a los temerarios que
habían osado apartarse de ella. Hablé como reina, pero fui tratada
como dama de compañía. El hircano, sin dignarse siquiera dirigirme
la palabra, le dijo a su eunuco negro que era yo impertinente, pero
que me encontraba bonita. Le mandó cuidar de mí y ponerme al
régimen de las favoritas, para refrescarme la tez, y hacerme más
digna de sus favores el día en que le fuera cómodo honrarme con
ellos. Le dije que me mataría: contestó, riendo, que uno no se
mataba, que ya estaba hecho a aquellos modales, y me dejó como
el que acaba de meter a un loro en su zoológico. ¡Qué estado para
la primera reina del universo, y, lo que es peor, para un corazón que
era de Zadig!»
Al oír aquellas palabras, él se echó a sus pies y los bañó con
lágrimas. Astarté lo alzó con dulzura y prosiguió así: «Me veía en
poder de un bárbaro, y rival de una loca con la cual estaba
encerrada. Me contó su aventura de Egipto. Juzgué por los rasgos
con los cuales os describía, por el tiempo, por el dromedario sobre
el que habíais montado, por todas las circunstancias, que era Zadig
quien había combatido por ella. No dudé de que estuvierais en
Menfis; tomé la determinación de retirarme allí. «Bella Misuf, le dije,
sois mucho más atractiva que yo, divertiréis mucho mejor que yo al
príncipe de Hircania. Facilitadme la huida; reinaréis sola, y
librándoos de una rival, me haréis feliz. Misuf concertó conmigo los
medios de mi huida. Marché pues secretamente con una esclava
egipcia.
Estaba ya cerca de Arabia, cuando un ladrón famoso, llamado
Argobad, me raptó y me vendió a unos mercaderes que me trajeron
a este castillo, en el que vive el señor Ogul. Me ha comprado sin
saber quién era yo. Es hombre voluptuoso que sólo busca comer
opíparamente y que cree que Dios le ha traído al mundo para estar
en la mesa. Es de una gordura excesiva, que a punto está siempre
de sofocarlo. Su médico, que goza de poco crédito cuando digiere
bien, le gobierna despóticamente cuando ha comido demasiado. Le
ha persuadido de que le curaría con un basilisco cocido en agua
rosa. El señor Ogul ha prometido su mano a aquella de sus esclavas
que le llevara un basilisco. Ya veis que las dejo afanarse en merecer
ese honor, y nunca deseé menos encontrar ese basilisco que ahora
en que el cielo permitió que os volviera a ver.»
Entonces Astarté y Zadig se dijeron todo lo que sentimientos
largo tiempo callados, todo lo que sus desventuras y amores podían
inspirar a los corazones más nobles y apasionados; y los genios que
presiden el amor llevaron sus palabras hasta la esfera de Venus.
Las mujeres volvieron a casa de Ogul sin haber encontrado
nada. Zadig se hizo presentar y le habló en estos términos: «¡Que la
salud inmortal descienda del cielo para cuidar de todos vuestros
días! Soy médico, me he apresurado a acudir hacia vos al correrse
la voz de vuestra enfermedad, y os he traído un basilisco cocido en
agua rosa. No es que yo pretenda desposarme con vos; os pido la
libertad de una joven esclava de Babilonia que tenéis desde hace
unos días; y consiento en permanecer yo como esclavo en su lugar
si no tengo la dicha de sanar al magnífico señor Ogul.»
La propuesta fue aceptada. Astarté partió a Babilonia con el
criado de Zadig, le prometió mandarle inmediatamente un correo
para informarle de todo lo que hubiera ocurrido. La despedida fue
tan tierna como fuera su reconocimiento. El momento del
reencuentro y el de la separación son los momentos más
importantes de la vida, como dice el gran libro del Zend. Zadig
amaba a la reina tanto como se lo juraba y la reina amaba a Zadig
más de lo que le decía.
Entretanto, Zadig habló así a Ogul: «Señor, mi basilisco no se
come, toda su virtud debe entrar en vos por los poros. Lo he metido
en un odrezuelo bien hinchado y cubierto con fina piel: tenéis que
lanzar este odre con todas vuestras fuerzas, y yo devolvéroslo
varias veces; en pocos días de régimen veréis lo que mi arte
consigue.» Ogul, ya el primer día se sofocó mucho y creyó morir de
cansancio. Al segundo, se cansó menos y durmió mejor. En ocho
días recobró toda la fuerza, la salud, la ligereza y la alegría de sus
años más brillantes: «Habéis jugado al balón, y habéis sido sobrio,
le dijo Zadig: sabed que en la naturaleza no hay basilisco, que con
sobriedad y ejercicio siempre está uno sano, y que el arte de hacer
coexistir salud e intemperancia es un arte tan quimérico como la
piedra filosofal, la astrología judicial y la teología de los magos.»
El primer médico de Ogul, advirtiendo lo peligroso que era aquel
hombre para la medicina, se unió al boticario para mandarle a Zadig
a buscar basiliscos al otro mundo. Así, tras haber sido siempre
castigado por haber actuado bien, estaba a punto de perecer por
haber sanado a un señor glotón. Se le invitó a una cena excelente.
Debía ser envenenado en el segundo servicio, pero recibió un
correo de la bella Astarté durante el primero. Dejó la mesa y partió.
El que es amado por una bella mujer, dice el gran Zoroastro,
siempre sale de apuros en este mundo.
LOS COMBATES

S E recibió a la reina Astarté en Babilonia con vivas muestras de


la emoción que siempre se siente hacia una princesa que ha
sido desgraciada. Babilonia parecía entonces estar más tranquila. El
príncipe de Hircania había muerto en un combate. Los babilonios,
vencedores, declararon que Astarté se casaría con el que se
escogiera por soberano. No quisieron que el mejor empleo del
mundo, que sería el de marido de Astarté, dependiera de intrigas y
cábalas. Juraron reconocer como rey al más valiente y al más sabio.
Una gran liza, rodeada de anfiteatros magníficamente adornados se
montó a algunas leguas de la ciudad. Los combatientes debían
acudir allí con armadura completa. Cada uno tenía detrás de los
anfiteatros un aposento propio, donde no debía ser visto ni conocido
por nadie. Había que correr cuatro lanzas. Los que tuvieran la
fortuna de vencer a cuatro caballeros debían combatir luego unos
contra otros, de suerte que el último por quien quedara el campo
sería proclamado vencedor de los juegos. Debía volver cuatro días
después con las mismas armas, y explicar los enigmas propuestos
por los jueces. Si no explicaba los enigmas, no era rey, y había que
volver a correr lanzas, hasta que se encontrara a un hombre que
venciera en estos dos combates, pues estaban firmemente
decididos a tener por rey al más valiente y al más sabio. La reina,
durante todo este tiempo, debía ser cuidadosamente guardada: sólo
se le permitiría asistir a los juegos, tapada con un velo; pero no se
toleraba que hablara con ninguno de los pretendientes, a fin de que
no hubiera ni favor ni injusticia.
Esto es lo que Astarté le hada saber a su amante, esperando
que mostraría por ella más arrojo y discreción que ninguno. Partió,
rogó a Venus fortaleciera su valor e iluminara su ingenio. Llegó a
orillas del Eufrates la víspera de aquel gran día. Inscribió su divisa
entre las de los combatientes, escondiendo su rostro y nombre,
como mandaba la ley, y fue a descansar al aposento que le tocó por
sorteo. Su amigo Cador, que había vuelto a Babilonia, tras haberle
inútilmente buscado en Egipto, mandó llevar a su cuarto una
armadura completa que la reina le enviaba. Mandó llevar también,
de parte suya, el caballo más hermoso de Persia. En estos
presentes Zadig reconoció a Astarté: su valor y su amor cobraron
nuevos bríos y nuevas esperanzas.
Al día siguiente, estando la reina bajo palio de pedrería, y los
anfiteatros totalmente ocupados por todas las damas y órdenes de
Babilonia, aparecieron los combatientes en el circo. Cada uno fue a
poner su divisa a los pies del gran mago. Se echaron a suerte las
divisas; la de Zadig fue la última. El primero que salió fue un señor
muy rico, llamado Itobad, muy vano, poco valiente, muy torpe y sin
ingenio. Sus criados le habían convencido de que un hombre como
él debía ser rey; les había contestado: «Un hombre como yo debe
reinar.» Así pues le habían armado de pies a cabeza. Llevaba una
armadura de oro esmaltada en verde y una lanza adornada con
cintas verdes. Pronto se vio por la forma en la que Itobad llevaba el
caballo, que no era a un hombre como él a quien el cielo reservaba
el trono de Babilonia. El primer jinete que corrió contra él lo
desarzonó; el segundo lo echó sobre la grupa del caballo, con las
piernas por alto y los brazos extendidos. Itobad volvió a colocarse,
pero con tan poca gracia que todo el anfiteatro empezó a reírse. Un
tercero no se dignó utilizar la lanza, sino que, dándole un pase, lo
cogió por la pierna derecha y, girándole, le hizo caer a la arena: los
escuderos de los juegos acudieron a él y le volvieron a poner en la
silla. El cuarto combatiente lo cogió por la pierna izquierda, y lo tiró
del otro lado. Le llevaron con gran griterío a su cuarto, donde según
la ley tenía que pasar la noche; y decía sin poder apenas caminar:
«¡Qué aventura para un hombre como yo!» Los otros caballeros
cumplieron mejor con su deber. Los hubo que vencieron a dos
combatientes seguidos; algunos llegaron a tres. Sólo el príncipe
Otame venció a cuatro. Por fin Zadig combatió a su vez; desarzonó
a cuatro jinetes seguidos con toda la gracia posible. Faltaba pues
por saber quién sería vencedor si Otame o Zadig. El primero llevaba
armas azul y oro, con un penacho igual, las de Zadig eran blancas.
Los votos los compartían el jinete azul y el jinete blanco. La reina, a
quien le latía el corazón, rogaba al cielo por el blanco. Los dos
campeones dieron pases y volteos con tanta agilidad, se dieron tan
hermosas lanzadas, estaban tan firmes en las sillas, que todo el
mundo, salvo la reina, deseaba que hubiera dos reyes en Babilonia.
Al fin, cansados los caballos y rotas las lanzas, Zadig utilizó este
ardid: pasa por detrás del príncipe azul, se lanza a la grupa de su
caballo, lo coge por la cintura, lo echa al suelo, se coloca en la silla
en su lugar, y caracolea alrededor de Otomane tendido en la plaza.
Todo el anfiteatro grita: «¡Victoria al jinete blanco!» Otame,
indignado, se levanta, saca la espada; Zadig se tira del caballo,
sable en mano. Ya están los dos en la arena, librando un nuevo
combate en el cual la fuerza y la agilidad triunfan alternativamente.
Las plumas de sus cascos, los clavos de sus brazales, las mallas de
sus armaduras saltan a lo lejos bajo mil golpes precipitados. Dan
con punta y filo, a derecha, a izquierda, en la cabeza, en el pecho;
retroceden, avanzan, se miden, se alcanzan, se cogen, se repliegan
como serpientes, se atacan como leones; el fuego salta
continuamente de los golpes que se asestan. Al fin Zadig, volviendo
en sí un momento, se detiene, le hace una finta, pasa sobre Otame,
lo tira, lo desarma y Otame exclama: «¡Oh caballero blanco! vos
debéis reinar en Babilonia.» La reina estaba en el colmo de la
alegría. Llevaron al caballero azul y al caballero blanco cada uno a
su cuarto, así como a todos los demás, según lo establecido por la
ley. Unos mudos fueron a servirles y a llevarles comida. Ya se puede
imaginar que fue él mudo de la reina el que sirvió a Zadig. Luego se
los dejó solos para dormir hasta el día siguiente por la mañana,
tiempo en el que el vencedor debía llevar su divisa al gran mago
para darse a conocer.
Zadig durmió, aunque enamorado, por lo cansado que estaba.
Itobad, que estaba acostado a su lado, no durmió. Se levantó de
noche, entró en su cuarto, cogió las armas blancas de Zadig con su
divisa, y puso la armadura verde en su lugar. Al despuntar el día, fue
ufano al gran mago a declarar que él era el vencedor. Nadie se lo
esperaba, pero fue proclamado mientras Zadig seguía durmiendo.
Astarté, sorprendida, y el corazón desesperado, se volvió a
Babilonia. Todo el anfiteatro estaba ya casi vacío cuando despertó
Zadig; buscó sus armas y sólo encontró aquella armadura verde.
Forzado se veía a cubrirse con ella, no teniendo allí otra cosa.
Extrañado e indignado se viste con furia y avanza así equipado.
Los que aún estaban en el anfiteatro lo recibieron con griterío. Lo
rodean, le insultan a la cara. Nunca hombre soportó mortificaciones
tan humillantes. Su paciencia se acabó; apartó a sablazos al
populacho que se atrevía a ultrajarle, pero no sabía qué resolución
tomar. No podía ver a la reina; no podía reclamar la armadura
blanca que ella le había enviado pues hubiera sido comprometerla;
así, mientras Astarté estaba sumida en dolor, estaba él lleno de furia
e inquietud. Se paseaba a orillas del Eufrates, persuadido de que su
estrella lo destinaba sin remedio a ser desgraciado, repasando en
mente todas sus desgracias desde la aventura de la mujer que
odiaba a los tuertos, hasta la de su armadura. «Esto es, decía, por
haberme despertado demasiado tarde; si hubiera dormido menos,
sería rey de Babilonia, poseería a la bella Astarté. Las ciencias, las
costumbres, el valor sólo han servido para desdicha mía.» Al fin se
le escapó murmurar de la Providencia, y tentado estuvo de creer
que todo estaba regido por un destino cruel que oprimía a los
buenos y que hacía prosperar a los caballeros verdes. Una de sus
penas era llevar aquella armadura verde que tantos abucheos le
había valido. Pasó un mercader y se la vendió a vil precio,
comprándole a cambio un traje y un gorro largo. Con este atuendo,
seguía la orilla del Eúfrates, lleno de desesperación y acusando en
secreto a la Providencia, que siempre le perseguía.
EL ERMITAÑO

C AMINANDO se encontró con un ermitaño, cuya barba blanca y


venerable le llegaba hasta la cintura. Llevaba en la mano un
libro que leía atentamente. Zadig se detuvo, y le hizo una profunda
inclinación. El ermitaño le saludó con aire tan noble y tan dulce que
Zadig tuvo curiosidad por conversar con él. Le preguntó qué libro
leía. «Es el libro de los destinos, dijo el ermitaño; ¿queréis leer algo
en él?» Puso el libro en manos de Zadig, el cual, aunque muy
versado en varias lenguas, no pudo descifrar ni una sola letra del
libro. Aquello redobló su curiosidad. «Me parecéis muy apenado, le
dice aquel buen padre. —¡Ay! ¡y con razón!, dice Zadig. —Si me
permitís que os acompañe, contestó el anciano, quizás pueda seros
útil; a veces he derramado consuelo en el alma de los afligidos.»
Zadig sintió respeto por el aspecto, por la barba, y por el libro del
ermitaño. Encontró en su conversación luces superiores. El ermitaño
hablaba del destino, de la justicia, de la moral, del bien soberano, de
la debilidad humana, de virtudes y vicios, con elocuencia tan viva y
tan conmovedora que Zadig se sintió llevado hacia él por un
invencible hechizo. Le rogó insistentemene que no le dejara, hasta
que estuvieran de vuelta en Babilonia. «Yo mismo os pido esa
gracia, le dijo el anciano; juradme por Orosmade que no os
separaréis de mí en unos días, haga lo que haga.» Zadig lo juró y
marcharon juntos.
Los dos viajeros llegaron al atardecer a un castillo soberbio. El
ermitaño pidió hospitalidad para él y para el joven que le
acompañaba. El portero, al que se hubiera tomado por un gran
señor, los introdujo con una especie de bondad despectiva. Los
presentaron a un criado principal, que les enseñó los magníficos
aposentos del dueño. Los admitieron a su mesa en el último puesto,
sin que el señor del castillo los honrara con una mirada, pero fueron
servidos como los demás con delicadeza y profusión. Les
presentaron luego para lavarse una jofaina de oro guarnecida de
esmeraldas y rubíes. Los llevaron a acostar a un bello aposento, y al
día siguiente por la mañana un criado les llevó a cada uno una
moneda de oro, tras lo cual se les despidió.
«El dueño de la casa, dijo Zadig de camino, me parece un
hombre generoso, aunque algo soberbio; ejercita con nobleza la
hospitalidad.» Al decir estas palabras, se fijó en que una especie de
bolsilo muy ancho que llevaba el ermitaño parecía tenso e hinchado:
vio en él la jofaina de oro guarnecida de pedrería, que éste había
robado. En un primer momento no se atrevió a manifestar nada,
pero estaba extrañamente sorprendido.
Hacia el mediodía el ermitaño se presentó a la puerta de una
casa muy pequeña, donde vivía un rico avaro; allí pidió hospitalidad
por unas horas. Un viejo criado mal vestido le recibió con rudeza, e
hizo pasar al ermitaño y a Zadig a la cuadra, donde les dieron
algunas aceitunas podridas, pan malo, y cerveza pasada. El
ermitaño comió y bebió con el mismo contento que la víspera; luego,
dirigiéndose a aquel viejo criado que los observaba a los dos para
ver si no robaban nada, y que les urgía a que se fueran, le dio las
dos monedas de oro que había recibido por la mañana, y le
agradeció todas las atenciones.
«Os ruego, añadió, que me hagáis hablar con vuestro amo.» El
criado, extrañado, introdujo a los dos viajeros: «Magnífico señor, dijo
el ermitaño, no puedo dejar de daros muy humildemente gracias por
la noble forma en que nos habéis recibido: dignaos aceptar esta
jofaina de oro en pobre prenda de mi agradecimiento.» El avaro
estuvo a punto de caerse de espaldas. El ermitaño no le dejó tiempo
de volver de su asombro; salió apresuradamente con su joven
viajero. «Padre, le dijo Zadig, ¿qué es todo esto que veo? En nada
os parecéis a los demás hombres: robáis una jofaina de oro
guarnecida de pedrería a un señor que os recibe magníficamente, y
se la dais a un avaro que os trata indignamente. —Hijo mío,
contestó el anciano, ese hombre espléndido, que sólo recibe a los
extranjeros por vanidad, y para hacer admirar sus riquezas, se hará
más prudente; el avaro aprenderá a ejercer la hospitalidad: no os
extrañéis por nada y seguidme.» Zadig no sabía todavía si se
trataba del más loco o del más sabio de todos los hombres; pero el
ermitaño hablaba con tal autoridad que Zadig, ligado además por su
promesa, no pudo dejar de seguirlo.
Llegaron al anochecer a una casa agradablemente construida,
pero sencilla, donde nada denotaba prodigalidad ni avaricia. El
dueño era un filósofo retirado del mundo, que cultivaba en paz
sabiduría y virtud, y que además no se aburría. Se había complacido
en la construcción de aquel retiro en el que recibía a los extranjeros
con una nobleza que nada tenía de ostentación. Él mismo salió al
encuentro de los dos viajeros, a los que hizo primero descansar en
un aposento cómodo. Algún tiempo después vino él mismo a
buscarlos para invitarles a una comida apropiada y en la cual,
naturalmente, habló con discreción de las últimas revoluciones de
Babilonia. Pareció tenerle a la reina sincera obligación, y deseó que
Zadig hubiera aparecido en la lid para disputar la corona: «Pero los
hombres, añadió, no merecen tener un rey como Zadig.» Éste se
sonrojaba y sentía redoblar su dolor. Se convino en la conversación
en que las cosas de este mundo no siempre iban a gusto de los más
sabios. El ermitaño sostuvo que no se conocían los caminos de la
Providencia, y que los hombres hacían mal en juzgar un todo del
cual sólo percibían una pequeñísima parte.
Se habló de pasiones. «¡Ay, qué funestas son!, decía Zadig. —
Son los vientos que hinchan las velas del barco, contestó el
ermitaño, a veces lo sumergen; pero sin ellas no podría bogar. La
bilis nos vuelve coléricos y nos enferma, pero sin la bilis el hombre
no podría vivir. Aquí abajo todo es peligroso y todo es necesario.»
Se habló del placer, y el ermitaño probó que es un presente de la
Divinidad, «pues, decía, el hombre no puede darse ni sensaciones
ni ideas, todo lo recibe; al igual que su ser, la pena, y el placer de
fuera le vienen».
Zadig se admiraba de cómo un hombre que había hecho cosas
tan extravagantes podía razonar tan bien. Por fin, tras una charla tan
instructiva como agradable, el huésped volvió a acompañar a sus
dos viajeros a su aposento, bendiciendo al cielo que le había
enviado a dos hombres tan prudentes y virtuosos. Les ofreció dinero
con una naturalidad y nobleza que no podían disgustar. El ermitaño
lo rehusó y le dijo que se despedía de él, pensaba salir para
Babilonia antes del amanecer. Su separación fue tierna, Zadig se
sentía lleno sobre todo de estima e inclinación hacia un hombre tan
amable.
Cuando el ermitaño y él estuvieron en su aposento, elogiaron
largamente a su huésped. El anciano, al despuntar el día, despertó
a su compañero. «Hay que partir, le dijo; pero mientras todo el
mundo sigue durmiendo, quiero dejarle a este hombre un testimonio
de mi estima y afecto.» Diciendo estas palabaras, coge una tea y
pega fuego a la casa. Zadig, espantado, chilló y quiso impedirle que
cometiera acción tan atroz. El ermitaño le arrastraba con una fuerza
superior; la casa estaba en llamas. El ermitaño, que ya estaba lejos
con su compañero, la miraba arder tranquilamente. «¡A Dios
gracias, dijo, ya está la casa de nuestro huésped destruida de arriba
abajo! ¡Feliz hombre!» Ante aquellas palabras tuvo a un tiempo
tentación de reírse a carcajadas, de decirle insultos al reverendo
padre, de pegarle, y de huir; pero no hizo nada de todo aquello, y,
subyugado aún por el ascendiente del ermitaño, le siguió a pesar
suyo hasta la última noche.
Fue en casa de una viuda caritativa y virtuosa que tenía un
sobrino de catorce años, encantador y su única esperanza. Hizo lo
mejor que pudo los honores de su casa. Al día siguiente, le mandó
al sobrino que acompañara a los viajeros hasta un puente que,
habiéndose roto hacía poco, era paso peligroso. El joven, solícito,
camina delante de ellos. Cuando estuvieron en el puente: «Venid, le
dice el ermitaño al joven, tengo que mostrar mi agradecimiento a
vuestra tía.» Lo coge entonces por el pelo, y lo tira al río. El niño
cae, vuelve a aparecer un momento sobre el agua, y es tragado por
el torrente. «¡Oh monstruo! ¡Oh el más canalla de todos los
hombres!, exclamó Zadig. —Me habíais prometido más paciencia, le
dice el ermitaño interrumpiéndole; sabed que bajo las ruinas de
aquella casa a la que la Providencia prendió fuego, el dueño ha
encontrado un inmenso tesoro; sabed que este joven al que la
Providencia ha retorcido el pescuezo hubiera asesinado a su tía
dentro de un año y a vos dentro de dos. —¿Quién te lo ha dicho,
bárbaro?, gritó Zadig; y aunque hubieras leído este acontecimiento
en tu libro de los destinos, ¿te estaba permitido ahogar a un niño
que no te ha hecho daño?»
Mientras hablaba, el babilonio se dio cuenta de que el anciano ya
no tenía barba, de que su rostro tomaba los rasgos de la juventud.
Su hábito de ermitaño desapareció; cuatro hermosas alas cubrían
un cuerpo majestuoso y resplandeciente de luz. «¡Oh enviado del
cielo! ¡Oh ángel divino!, exclamó Zadig prosternándose, ¿has bajado
del empíreo para enseñar a un pobre mortal a someterse a las
órdenes eternas? —Los hombres, dijo el ángel Jesrad, todo lo
juzgan sin saber nada: tú eras entre todos los hombres el que más
merecía ser ilustrado.» Zadig le pidió permiso para hablar.
«Desconfío de mí mismo, dijo; pero osaría pedirte que me aclararas
una duda; ¿no hubiera sido mejor haber corregido a este niño,
haberle hecho virtuoso, que ahogarlo?» Jesrad contestó: «Si
hubiera sido virtuoso, y si hubiera vivido, su destino hubiera sido ser
él mismo asesinado con la mujer con la que debía casarse, y el hijo
que de ella iba a nacer. —Pero, dijo Zadig, ¿es pues necesario que
haya crímenes y desgracias? ¡y las desgracias recaen sobre los
hombres de bien! —Los malos, contestó Jesrad, son siempre
desgraciados; sirven para probar a un pequeño número de justos
diseminados por la tierra, y no hay mal del que no nazca un bien. —
Pero, dijo Zadig, ¿si no hubiera más que bien y no hubiera mal? —
Entonces, contestó Jesrad, esta tierra sería otra tierra, el
encadenamiento de los acontecimientos sería otro orden de
sabiduría; y este otro orden, que sería perfecto, no puede hallarse
más que en la morada eterna del Ser Supremo, a quien el mal no
puede acercarse. Ha creado millones de mundos de los cuales
ninguno puede parecerse a otro. Esta inmensa variedad es un
atributo de su inmenso poder. No hay ni dos hojas de un árbol en la
tierra, ni dos globos en los campos infinitos del cielo, que sean
semejantes, y todo lo que ves en el pequeño átomo en el que has
nacido debía estar en su lugar y en su tiempo fijo, según las órdenes
inmutables del que todo lo abarca. Los hombres piensan que este
niño que acaba de perecer ha caído al agua por casualidad, que por
esa misma casualidad ha ardido aquella casa, pero no hay azar:
todo es prueba o castigo, o recompensa, o previsión. Acuérdate de
aquel pescador que creía ser el más desgraciado de los hombres.
Orosmade te envió a cambiar su destino. ¡Débil mortal! acaba de
discutir lo que hay que adorar. —Pero, dijo Zadig…» Al decir pero, el
ángel remontaba ya el vuelo hacia la décima esfera. Zadig, de
rodillas, adoró a la Providencia y se sometió. El ángel le gritó desde
lo alto: «Dirígete a Babilonia.»
LOS ENIGMAS

Z ADIG, fuera de sí y como hombre a cuyo lado cayó un rayo,


caminaba sin rumbo. Entró en Babilonia el día en el que los
que habían luchado en la gran liza estaban ya reunidos en el gran
vestíbulo de palacio para explicar los enigmas, y para contestar a
las preguntas del gran mago. Habían llegado todos los caballeros,
excepto el de la armadura verde. En cuanto apareció Zadig en la
ciudad, el pueblo se congregó a su alrededor; los ojos no se
cansaban de verle, las bocas de bendecirle, los corazones de
desearle el imperio. El envidioso le vio pasar, se estremeció, y miró
para otro lado; el pueblo lo llevó hasta el lugar de la asamblea. La
reina, a quien se comunicó la llegada, se vio presa de temor y
esperanza; la inquietud la consumía: no podía entender ni por qué
estaba Zadig sin armas, ni cómo Itobad llevaba la armadura blanca.
Un confuso murmullo surgió al ver a Zadig. Estaban sorprendidos y
encantados de volver a verle, pero sólo se permitía aparecer en la
asamblea a los caballeros que habían combatido.
«He combatido como los demás, dijo, pero otro aquí lleva mis
armas; y, esperando a tener el honor de probarlo, solicitó permiso
para presentarse a explicar los enigmas.» Se votó: su fama de
probidad estaba aún tan fuertemente impresa en las mentes que no
se dudó en admitirle.
El gran mago propuso primero esta pegunta: «De todas las
cosas del mundo, ¿cuál es la más larga y la más corta, la más
pronta y la más lenta, y la más divisible y la más extensa, la que
más se descuida y la que más se echa de menos, sin la cual nada
se puede hacer, que devora todo lo pequeño y vivifica todo lo
grande?» Le tocaba hablar a Itobad. Contestó que un hombre como
él no entendía nada de enigmas, y que le bastaba haber vencido a
lanzazos. Otros dijeron que la solución al enigma era la fortuna,
otros la tierra, otros la luz. Zadig dijo que era el tiempo: «Nada hay
más largo, añadió, puesto que es la medida de la eternidad; nada
hay más corto puesto que le falta a todos nuestros proyectos; nada
hay más lento para quien aguarda; nada más rápido para quien
goza; en lo grande se extiende hasta el infinito; en lo pequeño hasta
lo infinito se divide; todos los hombres lo descuidan, todos lamentan
su pérdida; nada se hace sin él; hace olvidar todo lo que es indigno
de la posteridad, e inmortaliza las grandes cosas.» La asamblea
convino en que Zadig tenía razón.
Preguntaron después: «¿Qué cosa es la que se recibe sin
agradecerla, de la cual se goza sin saber cómo, que se da a los
demás cuando uno ya no sabe ni dónde está, y que se pierde sin
notarlo?»
Todos intervinieron: sólo Zadig adivinó que era la vida. Explicó
todos los demás enigmas con la misma facilidad. Itobad seguía
diciendo que nada era más fácil y que lo hubiera conseguido con la
misma facilidad si se hubiera molestado en ello. Propusieron
preguntas sobre la justicia, sobre el bien soberano, sobre el arte de
reinar. Se falló que las respuestas de Zadig eran las más sólidas.
«¡Qué lástima, decían, que con tan clara mente sea tan mal jinete!
Ilustres señores, dijo Zadig, he tenido el honor de vencer en la
liza. La armadura blanca me pertenece a mí. El señor Itobad se
apoderó de ella durante mi sueño: juzgó, aparentemente, que le
sentaría mejor que la verde. Estoy dispuesto a demostrar ante
vuestras mercedes, en primer lugar, con traje y espada, frente a esa
hermosa armadura blanca que él me ha quitado, que fui yo quien
tuvo el honor de vencer al valiente Otame.»
Itobad aceptó muy confiadamente el desafío. No dudaba de que
con casco, coraza y brazal, pudiera no acabar fácilmente con un
campeón en gorro de dormir y batín. Zadig sacó la espada,
saludando a la reina, que le miraba presa de alegría y de temor.
Itobad sacó la suya, sin saludar a nadie. Avanzó hacia Zadig como
hombre que nada tiene que temer. Estaba dispuesto a abrirle la
cabeza; Zadig supo parar el golpe, oponiendo lo que se llama lo
fuerte de la espada a lo débil de la de su adversario, de forma que la
de Itobad se rompió. Entonces Zadig, agarrando el cuerpo de su
enemigo, le tiró al suelo; y llevando la punta de su espada al punto
más vulnerable de la coraza: «Dejaos desarmar, dijo, u os mato.»
Itobad, sorprendido siempre por las desgracias que ocurrían a un
hombre como él, dejó actuar a Zadig, éste le quitó tranquilamente su
magnífico casco, su soberbia coraza, sus bellos brazales, sus
brillantes quijotes, se revistió con ellos y corrió con este atuendo a
echarse a los pies de Astarté. Cador probó fácilmente que la
armadura pertenecía a Zadig. Se le reconoció como rey por
consentimiento unánime, y sobre todo con el de Astarté que gozaba,
tras tantas adversidades, la dulzura de ver a su amante digno, ante
el universo, de ser su esposo. Itobad se fue a su casa a que le
llamaran monseñor. Zadig fue rey y fue feliz. Tenía presente en la
mente lo que le había dicho el ángel Jesrad. Se acordaba incluso
del grano de arena hecho diamante. La reina y él adoraron a la
Providencia. Zadig dejó a la bella caprichosa Misuf recorrer el
mundo. Mandó buscar al bandido Argobad, al que dio una honrosa
graduación en su ejército, con promesa de ascenderle a las
primeras dignidades si se comportaba como un verdadero guerrero,
y de ahorcarle si ejercía de bandido.
Mandó venir a Setoc desde los confines de Arabia, así como a la
bella Almona, para que estuviera a la cabeza del comercio de
Babilonia. Cador fue colocado y amado en la medida de sus
servicios; fue amigo del rey, y el rey fue entonces el único monarca
de la tierra que tuvo un amigo. No se olvidó del mudito. Se le dio
una bella casa al pescador. Se condenó a Orcán a pagarle una
fuerte suma, y a devolverle su mujer, pero el pescador, prudente ya,
no cogió más que el dinero.
Ni la bella Semira se consolaba de haber creído que Zadig era
tuerto, ni Azora dejaba de llorar por haber querido cortarle la nariz.
Mitigó sus penas con presentes. El envidioso murió de rabia y de
vergüenza. El imperio gozaba de paz, de fama y de abundancia; fue
el siglo más hermoso de la tierra: estaba gobernada por la justicia y
el amor. Bendecían a Zadig, y Zadig bendecía al cielo.
APÉNDICE

EL BAILE

S ETOC tenía que ir, por asuntos de su comercio, a la isla de


Serendib, pero el primer mes de su matrimonio que es, como
se sabe, la luna de miel, no le permitía ni dejar a su mujer, ni creer
que nunca pudiera dejarla: rogó a su amigo Zadig que hiciera por él
el viaje. «¡Ay!, decía Zadig ¿tendré que poner más distancia aún
entre la bella Astarté y yo? Pero tengo que servir a mis
bienhechores», dijo, lloró y partió.
No pasó mucho tiempo en la isla de Serendib sin que le
considerasen hombre extraordinario. Se hizo el árbitro de todas las
diferencias entre negociantes, amigo de sabios, consejero de los
pocos que se dejan aconsejar. El rey quiso verle y oírle. Pronto
conoció todo lo que Zadig valía; tuvo confianza en su prudencia y le
hizo amigo suyo. La familiaridad y la estima del rey hicieron temblar
a Zadig. Recordaba, noche y día, las desgracias que las bondades
de Boabdar le habían acarreado. «Le plazco al rey, decía, ¿no
estaré perdido?» Sin embargo no podía sustraerse a las muestras
de afecto de Su Majestad, pues hay que confesar que Nabusán, rey
de Serendib, hijo de Nusanab, hijo de Nabasún, hijo de Sanbusna,
era uno de los mejores príncipes de Asia, y que, cuando se hablaba
con él era difícil no amarlo.
Aquel buen príncipe era siempre alabado, engañado y robado;
luchaban por entrar a saco en sus tesoros. El recaudador mayor de
la isla de Serendib daba siempre ejemplo, fielmente seguido por los
demás. El rey lo sabía; había cambiado varias veces de tesorero,
pero no había podido cambiar la moda establecida de dividir las
rentas del rey en dos partes desiguales, de las cuales la menor le
tocaba siempre a Su Majestad, y la mayor a sus administradores.
El rey Nabusán confesó su cuita al sabio Zadig. «Vos que sabéis
tantas cosas bellas, le dijo, ¿no sabríais el modo de hacerme hallar
un tesorero que no me robe?» «—Ciertamente, contestó Zadig, sé
una manera infalible de daros un hombre con manos limpias.» El rey
encantado, le preguntó, abrazándole, qué debía hacer. «No hay mas
que hacer bailar, dijo, a todos los que se presenten para la dignidad
de tesorero, y el que baile con más ligereza será, infaliblemente, el
hombre más honrado. —Os burláis, dijo el rey, ¡bonita manera de
escoger al recaudador de mis finanzas! ¿Cómo pretendéis que el
que mejor haga un trenzado sea el financiero más íntegro y más
hábil? —No os respondo de que sea el más hábil, replicó Zadig,
pero os aseguro que será indudablemente el hombre más honrado.»
Zadig habló tan confiadamente que el rey creyó que tenía algún
secreto sobrenatural, para conocer a los financieros. «No me gusta
lo sobrenatural, dijo Zadig, la gente y los libros de prodigios siempre
me han disgustado; si vuestra majestad quiere dejarme hacer la
prueba que le propongo, bien se convencerá de que mi secreto es la
cosa más sencilla y más fácil.» Nabusán, rey de Serendib, se
extrañó más al saber que aquel secreto era sencillo que si se le
hubiera dado por milagroso: «Está bien, dijo, haced como creáis
oportuno. —Dejadlo en mis manos, dijo Zadig, ganaréis con esta
prueba más de lo que pensáis.» Aquel mismo día mandó publicar,
en nombre del rey, que todos los que pretendieran al cargo de
recaudador mayor de los dineros de su Majestad Nabusán, hijo de
Nusanab, se presentaran con traje ligero de seda, el día primero de
la luna del cocodrilo, en la antecámara del rey. Acudieron sesenta y
cuatro. Habían llevado violines a un salón contiguo; todo estaba
preparado para el baile, pero la puerta de aquel salón estaba
cerrada, y era menester, para entrar en él, pasar por una galería
pequeña bastante oscura. Un ujier vino a buscar y a introducir a
cada candidato, uno tras otro, por aquel sitio de paso en el que se le
dejaba sólo unos minutos. El rey, que estaba en el secreto, había
expuesto todos sus tesoros en aquella galería. Cuando todos los
pretendientes hubieron llegado al salón, Su Majestad mandó que se
les hiciera bailar. Nunca se bailó más pesadamente y con menos
gracia; todos llevaban la cabeza inclinada, encorvada la espalda, las
manos pegadas al costado. «¡Qué bribones!», decía por lo bajo
Zadig. Sólo uno de ellos marcaba los pasos con agilidad, alta la
cabeza, fija la mirada, los brazos estirados, el cuerpo derecho, firme
la pantorrilla. «¡Qué hombre tan honrado! ¡qué buena persona!»,
decía Zadig. El rey abrazó a aquel buen danzador, le nombró
tesorero, y todos los demás fueron castigados y multados con la
mayor justicia del mundo, pues cada uno, mientras había estado en
la galería, se había llenado los bolsillos, y apenas podía caminar. Al
rey le apenó, por la humana naturaleza, que de aquellos sesenta y
cuatro danzadores sesenta y tres fueran rateros. A la galería oscura
se la llamó corredor de la tentación. En Persia se habría empalado a
aquellos sesenta y tres señores, en otros países se habría
constituido una cámara de justicia que hubiera consumido con sus
gastos el triple del dinero robado, y que no hubiera restituido nada a
las arcas del soberano; en otro reino, se hubieran justificado
plenamente, y habrían hecho caer en desgracia a aquel danzador
tan ligero; en Serendib, sólo se les condenó a aumentar el tesoro
público, pues Nabusán era muy indulgente.
También era muy agradecido; le dio a Zadig una suma de dinero
más considerable que la que ningún tesorero había robado nunca al
rey su señor. Zadig la utilizó para enviar expresos a Babilonia, que
debían informarle de la suerte de Astarté. Le tembló la voz al dar
aquella orden, la sangre le fluyó al corazón, los ojos se le cubrieron
de tinieblas, su alma se dispuso a abandonarle. El correo partió,
Zadig lo vio embarcar; volvió al aposento del rey, no viendo a nadie
y creyendo estar en su propia habitación, pronunció la palabra amor.
«¡Ay! el amor, dijo el rey; de eso se trata precisamente; habéis
adivinado lo que me apena. ¡Qué hombre sois! Espero que me
enseñéis a conocer a una mujer a prueba de todo, así como me
habéis hecho encontrar a un tesorero desinteresado.» Zadig, vuelto
en sí, prometió servirle en amor como en finanzas, aunque la cosa
le pareciera aún más difícil.
LOS OJOS AZULES

« E Lbabilonio
cuerpo y el corazón…», le dijo el rey a Zadig. Al oírlo, el
no pudo evitar interrumpir a su Majestad.
«¡Cuánto agradezco, dijo, que no hayáis dicho la inteligencia y el
corazón! Sólo se oyen estas palabras en las conversaciones de
Babilonia; sólo se ven libros que tratan de corazón e inteligencia,
compuestos por gente que ni uno ni otro tiene; pero, os lo ruego,
Majestad, proseguid.» Nabusán continuó así: «El cuerpo y el
corazón están en mí destinados a amar; la primera de estas dos
potencias todo lo tiene para sentirse satisfecha. Tengo aquí, a mi
servicio, a cien mujeres, todas bellas, complacientes, atentas,
incluso voluptuosas o que fingen serlo conmigo. A mi corazón le
falta mucho para tal felicidad. He notado en demasía que acarician
mucho al rey de Serendib, y que se preocupan muy poco de
Nabusán. No es que crea a mis mujeres infieles, pero quisiera
encontrar a un alma que fuera mía; por semejante tesoro daría las
cien bellezas cuyos encantos poseo: mirad a ver si, entre las cien
sultanas, podéis encontrarme a una de cuyo amor esté seguro.»
Zadig le contestó como lo había hecho en lo referente a los
financieros: «Majestad, dejadlo en mis manos, pero permitidme que
disponga de aquello que habíais expuesto en la galería de la
tentación; respondo de ello y nada perderéis.» El rey le dejó como
dueño absoluto. Escogió en Serendib a treinta y tres cheposillos, los
más feos que encontró, a treinta pajes, los más agraciados, y a
treinta y tres bonzos, los más elocuentes y robustos. A todos dejó en
libertad para entrar en las celdas de las sultanas; cada cheposillo
dispuso de cuatro mil monedas de oro para darlas; y desde el primer
día todos los cheposos fueron felices. Los pajes, que sólo podían
darse a sí mismos, tardaron dos o tres días en triunfar. A los bonzos
les costó más, pero por fin treinta y tres devotas se les rindieron. El
rey, que por una celosía podía ver todas las celdas, contempló
aquellas pruebas y se maravilló. De sus cien mujeres, noventa y
nueve sucumbieron ante sus ojos. Quedaba una muy jovencita,
doncella aún, a quien su Majestad nunca se había acercado.
Mandaron a uno, dos, tres cheposos que le ofrecieron hasta veinte
mil monedas; fue incorruptible y no pudo dejar de reírse de la idea
que tenían aquellos cheposos de que el dinero los iba a dejar mejor
formados. Le presentaron a los dos pajes más bellos; dijo que
encontraba al rey aún más bello. Le mostraron al más elocuente de
los bonzos, y luego al más intrépido; encontró al primero charlatán, y
no se dignó siquiera pensar en el mérito del segundo. «Sólo vale el
corazón, decía; y nunca cederé ni ante el oro de un cheposo, ni ante
el encanto de un joven, ni ante las seducciones de un bonzo: amaré
únicamente a Nabusán, hijo de Nusanab, y esperaré a que se digne
amarme.» El rey se llenó de alegría, asombro y ternura. Recogió
todo el dinero que había dado el éxito a los cheposos, y se lo regaló
a la bella Falida: era el nombre de aquella joven. Le dio su corazón,
bien lo merecía. Jamás fue tan brillante la flor de la juventud; jamás
fueron tan luminosos los encantos de la belleza. La verdad de la
historia no permite silenciar que hacía mal la reverencia, pero
bailaba como las hadas, cantaba como las sirenas y hablaba como
las Gracias: estaba llena de talento y virtud.
Nabusán, amado, la adoró, pero tenía los ojos azules, y aquello
dio origen a las mayores desgracias. Había una ley antigua que
prohibía a los reyes amar a una de aquellas mujeres a las que los
griegos llamaron boopies. El jefe de los bonzos había establecido
aquella ley hacía más de cinco mil años; era para apropiarse de la
amante del primer rey de la isla de Serendib por lo que el primer
bonzo había establecido el anatema de los ojos azules como
constitución fundamental del reino. De hecho, todas las órdenes del
imperio condenaban a Nabusán. Se decía públicamente que habían
llegado los últimos días del reino, que se había colmado la medida
de la abominación, que un acontecimiento siniestro amenazaba toda
la naturaleza; en una palabra, que Nabusán, hijo de Nusanab,
amaba a dos grandes ojos azules. Los cheposos, los financieros, los
bonzos y las morenas llenaron el reino de protestas.
Los pueblos salvajes que viven al norte de Serendib
aprovecharon aquel descontento general. Irrumpieron en los
estados del buen Nabusán. Pidió subsidios a sus súbditos; los
bonzos, que poseían la mitad de las rentas del Estado, se
contentaron con alzar las manos al cielo, y se negaron a meterlas en
sus arcas para ayudar al rey. Hicieron hermosas plegarias cantadas,
y dejaron al Estado ser presa de los bárbaros.
«Oh mi querido Zadig, ¿volverás a sacarme de este horrible
apuro?, exclamó dolorosamente Nabusán. —Con mucho gusto,
contestó Zadig; tendréis todo el dinero que queráis de los bonzos.
Dejad abandonadas las tierras en las que están situados sus
castillos, y defended sólo las vuestras.» Nabusán no dejó de
hacerlo: los bonzos vinieron a echarse a los pies del rey y a implorar
su ayuda. El rey les contestó con una hermosa música cuya letra
eran plegarias para la conservación de sus tierras. Los bonzos
dieron al fin dinero, y el rey terminó felizmente la guerra. Así Zadig,
con sus consejos prudentes y felices, y con sus grandes servicios,
se había atraído la irreconciliable enemistad de los hombres más
poderosos del Estado; los bonzos y las morenas juraron perderle;
los financieros y los cheposos le trataron sin piedad; se le hizo
sospechoso ante el buen Nabusán. Los servicios prestados
quédanse a menudo en la antecámara, y los recelos entran en el
gabinete, según la sentencia de Zoroastro: todos los días había
nuevas acusaciones; la primera se rechaza, le segunda roza, la
tercera hiere, la cuarta mata.
Zadig atemorizado, resueltos los asuntos de su amigo Setoc, y
habiéndole conseguido el dinero, no pensó más que en partir de la
isla, y resolvió ir él mismo en busca de noticias de Astarté. «Pues,
decía, si me quedo en Serendib, los bonzos me mandarán empalar;
pero ¿adónde ir? seré esclavo en Egipto, quemado con toda
seguridad en Arabia, estrangulado en Babilonia. Sin embargo hay
que saber qué ha sido de Astarté: partamos y veamos lo que mi
triste destino me guarda.»
NOTAS
[1]
Gustave Lanson, Histoire de la Littérature française, París,
Hachette, 12 ed., 1922, pág. 627. <<
[2] Íd., pág. 689. <<
[3]
Voltaire, Candide, edición abreviada, París, Nouveaux classiques
Larousse, 1979, pág. 4. <<
[4] R. Pomeau, Voltaire, París, Seuil, 1981, pág. 22. <<
[5]
G. Lanson, Histoire de la Littérature française, París, Hachette,
1922, pág. 696. <<
[6] P. Castex 17 P. Surer, Manuel des Etudes littéraires françaises, t.
IV, XVIIIe siècle, París, Hachette, 1960, pág. 59. <<
[7]
Henri Grange, Les réactions d’un adversaire des philosophes,
Revue d’Histoire littéraire de la France, num. 2-3, Armand Colin,
1979, pág. 216. <<
[8] R. Pomeau, Voltaire, París, Seuil, 1981, págs. 11-14. <<
[9] Voltaire, Romans et contes, París, Garnier Flammarion, pág 12.
<<
[10]
Pol Gaillard, Candide, Profil d’une oeuvre, París, Hatier, 1982,
página 16. <<
[11]
Voltaire, Candide, edición crítica de R. Pomeau, París, Nizet,
1959, pág. 26l. <<
[12]
Pol Gaillard, Candide, Voltaire, Profil d’une oeuvre, París, Hatier,
pág. 22. <<
[13] R. Pomeau, Voltaire, París, Seuil, 1981, pág. 51. <<
[14] Íd., pág. 49. <<
[15]
Pol Gaillard, Candide, Voltaire, Profil d’une oeuvre, París, Hatier,
1972, pág. 31. <<
[16]
G. Benrekasaa y otros, «Le premier centenaire de la mort de
Rousseau et de Voltaire: significations d’une conmémoration»,
Revue d’Histoire littéraire de la France, 79e année, núm. 2-3, París,
1979, páginas 265-295. <<
[17]André Billaz, «Voltaire: le penseur. Essai de mise en
perspective», Revue d’Histoire littéraire de la France, 79e année,
núm. 2-3, París, 1979, págs. 320-330. <<
[1]
cuarto: cada una de las líneas de los antepasados más distantes
cuando se conservan las armas o memoria particular de ellas. <<
[2]libra: unidad de masa que variaba según las provincias entre 380
y 550 gramos. <<
[3]
Nombre formado con dos palabras griegas «todo» y «lengua».
Los discursos de Pangloss todo lo explican. <<
[4]
metafísico…: sátira de los pedantescos títulos de los libros de
Wolf, discípulo de Leibnitz. <<
[1] pie: antigua medida, 33 cms, aproximadamente. <<
[2]
pulgada era la 1/12 parte del pie. La medida de Cándido era 1,80
m, aproximadamente. <<
[3]
el rey de los búlgaros es alusión a Federico Guillermo I o a su hijo
Federico II, reyes de Prusia, tan militaristas uno como otro. <<
[4]abaros: era un pueblo asiático que en el siglo VI invadió Europa
central obligando a los búlgaros a someterse. Quizá sea una alusión
a la guerra de los Siete años: el rey de Francia (ábaros) lucha contra
el de Prusia (búlgaros). <<
[1]anabatista: que pertenece a la secta reformada de este nombre
que sólo admitía el bautismo de los adultos. Se distinguieron a lo
largo del siglo XVI por sus avanzadas ideas sociales y humanitarias.
<<
[1] Terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755. <<
[2] Causó unos 25.000 muertos. <<
[3]Según A. Morize alude aquí Voltaire a las teorías seudo-
científicas del pastor Elie Bertrand. <<
[4]
Anota A. Séailles que se había acusado a Voltaire de negar el
pecado original en sus Anotaciones a los Pensamientos de Pascal.
Aquí lanza hábilmente la acusación a Leibnitz. <<
[5] estafero: criado de a pie o mozo de espuelas. <<
[1]fabordón: contrapunto sobre canto llano usado principalmente en
la música religiosa. <<
[1]Por acuerdo firmado con Portugal, España le cedía la ciudad del
Santo Sacramento, situada en las misiones de los jesuitas en
Paraguay. Los padres y sus súbditos se opusieron a ello y corrió la
voz que habían elegido rey al padre Nicolás. España envió tropas
contra ellos y el capital de Voltaire ayudó a financiar la expedición.
Escribe el 7 de enero de 1756: «El rey de España envía cuatro
buques de guerra contra el padre Nicolás a Buenos Aires con
barcos de carga llenos de tropa. Tengo el honor de tener intereses
en el buque Pascal que va a combatir la moralidad relajada del
Paraguay. Alimento a los soldados. Les hago la guerra a los
jesuitas. Dios me bendecirá.» (Nota de Pomeau, ed. crítica, pág.
247.) <<
[1]«Con el deseo de aislar a los guaraníes de los españoles —que
los esclavizaban y consideraban como raza inferior en algunos
casos— los jesuitas organizaron lejos de los poblados españoles y
con prohibición a éstos de residir en ellos unas “reducciones” cuyos
estatutos fueron confirmados en 1631, 1633 y 1647. En el centro de
las “reducciones” se encontraba la iglesia; en la plaza, en torno a la
iglesia, se situaban las escuelas, la residencia de los Padres, un
edificio para los enfermos, las viudas y los forasteros. Después,
alineadas, las casas de los particulares. El molino y las industrias se
levantaban fuera del pueblo; la plaza, centro de la población estaba
adornada con palmeras, naranjos y monumentos religiosos. El jefe
de familia poseía un huerto en torno a la casa y una parcela de los
bienes comunes para su labranza, de la que debía entregar a la
comunidad ciertos productos. Con el importe de éstos se pagaban
los impuestos reales y se atendía a los enfermos y ancianos. El
trabajo estaba controlado y era obligatorio. Para el indio, el concepto
de la propiedad privada era una cosa nueva y oscura. Los jesuitas
tomaron lo bueno de aquella mentalidad y formaron un régimen
mixto, en el cual la propiedad o la posesión privada de la tierra se
apoyaba en la propiedad colectiva. Leyes sencillas; la justicia era
ejercida por los Padres; el mayor castigo era la expulsión. Junto a
los religiosos había un alcalde nativo. Los españoles no podían vivir
en estos pueblos.» Las relaciones con las autoridades civiles y
religiosas no fueron fáciles pues todos ellos intentaban ejercer en
ellas su jurisdicción. La ambición de quienes se dedicaban al tráfico
de indios, la invasión de los paulistas o mestizos de la colonia de
San Pablo de Brasil y, finalmente, la expulsión de la Compañía
fueron causa de su desaparición. Duraron ciento cincuenta años
(Llorca, G. Villoslada, Laboa, Historia de la Iglesia católica, IV. Edad
moderna. La época del absolutismo monárquico (1648-1814).
Madrid, Biblioteca de Autores cristianos, 1980). <<
[1]
P. Antoine Croust o Kroust, jesuita con el que se enfrentó Voltaire
en Colmar en febrero de 1754. <<
[1]El periódico de Trévoux (Memorias para servir a la historia de las
ciencias y las artes) era una publicación dirigida por los jesuitas. <<
[2]Recoge Pomeau en nota a su edición crítica (pág. 257) el
testimonio de Muratori en su «Relación de las Misiones del
Paraguay» sobre el padre Ruiz al que los indígenas quisieron
comerse pensando que por ser los jesuitas los únicos que tomaban
sal su carne sería más sabrosa. Le salvó un neófito que corrió a
casa del misionero, cogió su hábito y sombrero y corrió hacia los
bárbaros. En el clima de hostilidad creciente contra la Compañía el
«comamos jesuita» se había convertido en habitual, según escribe
el duque de la Vallière a éste poco después de la publicación de
Cándido. <<
[3]derecho natural: el que resulta de las fuerzas de la naturaleza, sin
idea del bien ni del mal, según Spinoza. <<
[4] Alusión irónica a las teorías del buen salvaje de Rousseau. <<
[1]
Garcilaso de la Vega en su Historia de los Incas explica que éstos
habían establecido hospederías gratuitas muy bien aprovisionadas
en todas las rutas. (Nota de Pomeau, ed. critica, pág. 260.) <<
[1]Walter Raleigh, marino y hombre de confianza de Isabel I de
Inglaterra. Nació en 1552 y murió ejecutado bajo Jacobo I en 1618.
Fue poeta distinguido e intentó colonizar Virginia y el valle del
Orinoco. <<
[1] Surinam, capital de la Guayana holandesa. <<
[2]
Discípulo de Socinio, protestante italiano nacido en Siena (1525-
1562), negaba la Santísima Trinidad. <<
[1]
convulsionarios: secta de jansenistas fanáticos franceses del siglo
XVIII que acudían al cementerio de San Medrardo, en París, a visitar
el sepulcro del diácono París y que allí por medio de un
estremecimiento ocasional e involuntario, se creían curados de la
enfermedad que padecían. <<
[2] Alusión al Génesis y a los libros de Buffon. <<
[1]Voltaire fue nombrado miembro de la Academia de Burdeos en
1746. En 1758 ésta dio un premio a Jacobi, de Göttingen, por su
disertación sobre «la forma de sembrar bosques de robles». Voltaire
desconocía que ya en 1740 y en 1743 eran dos nórdicos quienes se
habían llevado los premios (Introducción a la edición critica de
Pomeau, pág. 42). <<
[2]Para evitar que los jansenistas, contrarios a la bula Unigenitus,
confesaran a los moribundos se exigió que para que se concedieran
confesión y viático se presentaran unos papeles firmados por
sacerdotes fieles a Roma. Estallaron con este motivo disturbios
callejeros en París y en varias ciudades de provincias. (Nota de la
edición crítica de Pomeau, página 270.) <<
[3]El conde de Essex, tragedia de Thomas Corneille. (Nota de la
edición crítica de Pomeau, pág. 270.) <<
[4]
«Es un hombre que no cree en las ideas innatas», alusión a la
metafísica de Descartes. El autor trágico citado era discípulo de
Locke, «filósofo» por lo tanto. (Nota de la edición crítica de Pomeau,
pág. 270.) <<
[5]Alude aquí Voltaire a la actriz Adrienne Lecouvreur que debutó en
el papel de Monime y a la cual, como era habitual para los cómicos,
se negó cristiana sepultura. <<
[6]
F… es Fréron, periodista director de L’Année littéraire a partir de
1754 y enemigo de Voltaire. <<
[7]Tancredo, tragedia de Voltaire, estrenada con gran éxito el 3 de
septiembre de 1760, tiene en el papel principal a Mlle. Clairon que
«llora y hace llorar» a todo París (carta a d’Argental, 1 de
septiembre de 1760), excepto a Fréron. (Nota de la edición crítica de
Pomeau, pág. 272.) <<
[8]
pároli es la jugada del faraón —juego de naipes en el cual se
emplean dos barajas— que se hace no cobrando la suerte ganada,
para cobrar por triplicado si se gana segunda vez. <<
[9]Gauchat era autor de Cartas críticas o análisis y refutación de
diversos escritos modernos en contra de la religión (1753-63),
«novela» en 12 volúmenes en la que se atacaba frecuentemente a
Voltaire. (Nota de la edición crítica de Pomeau, pág. 273.) <<
[10]El arcediano Trublet en sus Ensayos de literatura y moral había
escrito que la Henrtade era aburrida y que se bostezaba al leerla.
Voltaire se había burlado de él:

El abate Trubblet rabiaba


Por ser en París un personajillo;
Al poco ingenio que el buen hombre tenía
Suplía el ingenio de los demás
Amontonaba adagio sobre adagio;
Compilaba, compilaba, compilaba;
Se le veía escribir, escribir, sin parar
Lo que él había oído decir,
Y nos cansaba sin cansarse él.
(Nota de la edición crítica de Pomeau, pág. 273.) <<
[11] Todo este párrafo sobre la tragedia es una especie de
contestación somera a las críticas que suscitó su Tancredo cuyo
tema, tomado de Ariosto, lo había sido a través de una novela de
Mme. de Fontaine: La condesa de Saboya. En la versificación
Voltaire, buscando una mayor naturalidad de la expresión, había
utilizado rimas cruzadas. (Nota de la edición crítica de Pomeau,
págs. 273-274.) <<
[12]El 5 de enero de 1757 Damiens atenta contra Luis XV. Tras el
atentado se arresta a muchos extranjeros en París. El 20 de enero
le escriben a Voltaire: «La Bastilla está llena; han encerrado en ella
a otra dama de Mecklembourg.» Damiens, oriundo de Artois —
Atrebatia era el nombre galo de la región— había oído las «críticas
generales» de los parlamentarios contra el clero y el rey. Estos
discursos «encendieron su imaginación». (Nota de la edición crítica
de Pomeau, pág. 274.) <<
[13]
Enrique IV fue herido el 27 de diciembre de 1594 por una
puñalada de Jean Chátel y asesinado por Ravaillac en mayo de
1610. <<
[1]
Con la guerra de los Siete Años (1756-1763) iniciada por Luis XV
para frenar las ambiciones de Prusia e Inglaterra, pierde Francia sus
posesiones de la India y del Canadá, ante la indiferencia de la
opinión pública francesa. <<
[2]La toma de Mahon y de Menorca por los franceses al comienzo
de la guerra de los Siete Años había causado gran alegría en
Francia y profunda humillación en Inglaterra. El almirante Byng, al
que Voltaire intentó salvar mandando a sus defensores un informe
favorable del mariscal de Richelieu, jefe de las tropas enemigas, fue
ejecutado el 14 de marzo de 1757 acusado de traición. (Nota de la
edición crítica de Pomeau, pág. 275.) <<
[1] Pococurante, el que se preocupa poco. <<
[1]Achmet III, sultán de los turcos de 1703 a 1730, concedió
hospitalidad al rey de Suecia, Carlos XII, después de Poltava. <<
[2]
Iván VI, nacido en 1740, proclamado zar aquel mismo año y
destronado al año siguiente por Isabel. Murió asesinado en 1764. <<
[3]
Carlos-Eduardo, llamado «El Pretendiente» (1720-1788), hijo de
Jacobo Estuardo y nieto de Jacobo II. Fue vencido en Culloden en
1746. <<
[4]Augusto III, elector de Sajonia, rey de Polonia. La guerra de los
Siete Años se inició con la invasión de Sajonia por Federico II en
mayo de 1756. Augusto III tuvo que refugiarse en Polonia. Su padre
Augusto II había padecido similares reveses al ser invadido el
electorado por Carlos XII. Su hija M.a Josefa fue la madre de Luis
XVI. <<
[5]Stanislas Leczinski, rey de Polonia gracias a Carlos XII, fue
expulsado después de Poltava, restablecido en el trono en 1733
hasta 1735, y establecido en Lorena por su yerno Luis XV. <<
[6]
Teodoro, rey de Córcega, fue destronado en 1736, encarcelado
por deudas en Amsterdam y Londres donde murió pocos días
después de ser excarcelado. Nació en Metz (1690-1756). <<
[7]En 1758, Voltaire, «simple particular», había prestado dinero a
tres Altezas Serenísimas: Carlos Eugenio, duque de Wurtemberg,
Carlos Teodoro, elector palatino, y el duque de Sajonia Gotha. En
carta a Labat, acreedor nominal de este último escribe: «No debéis
hacer pasar malos ratos a los pobres diablos de príncipes que
suspiran por vuestro dinero. Sus Altezas Serenísimas se quejan de
que después de haber firmado aún no han recibido nada». (Nota de
la edición crítica de Pomeau, págs. 281-282.) <<
[1]Durante la guerra de sucesión de España, Luis XIV había
ayudado con sus subsidios al príncipe Ragotski, jefe de los
húngaros, en rebeldía contra el emperador. Vencido, Ragotski se
había retirado a un palacio a orillas del mar de Mármara. (Nota de la
edición crítica de Pomeau, página 282.) <<
[1] cadí: juez musulmán. <<
[1]
¿Por qué termina Voitaire las aventuras de Cándido a orillas del
Porpóntide y coloca allí su «jardín»? Es una transposición novelesca
de su propio «jardín» a orillas del lago Leman, pues, según
Tavernier, la vista del lago se parece mucho a la de Constantinopla.
Son varias las alusiones a ello en su correspondencia. (Nota de la
edición crítica de Pomeau, página 283.) <<
[1] Matrimonio de la mano izquierda se dice en Francia de la unión
libre. Tiene su origen en el matrimonio morganático pues durante la
ceremonia nupcial el esposo daba la mano izquierda a la esposa. <<
[2]En su Historia de Carlos XII Voltaire había puesto en evidencia la
inestabilidad de los altos dignatarios turcos: al visir Chourbouli,
exiliado en Crimea, le sucede Couprougli, a éste, exiliado en
Negrepont le sucede Baltagi, a Baltagi, enviado a Lemos, le sucede
Yusuf, a Yusuf Solimán, etcétera. (Nota de la edición crítica de
Pomeau, pág. 284.) <<
[3]
Alusión a los frecuentes cambios de ministros en Francia con Luis
XV, hecho que causaba escándalo. (Nota de la edición crítica de
Pomeau, pág. 285.) <<
[1] legua: antigua medida de distancia, 4 kms, aproximadamente. <<
[2] pie: medida que equivalía a 0,324 m. <<
[3] pie real: medida antigua, 12 pulgadas, o sea 2,54 m. <<
[4]
Pascal: la obra del gran matemático y escritor que fue Pascal fue
objeto de innumerables ataques por parte de Voltaire. <<
[5]muftí: especialista en derecho canónico musulmán que
desempeña a la vez funciones religiosas, judiciales y civiles. <<
[6] El vicario Derham fue un sabio contemporáneo de Voltaire. <<
[7] toesa: antigua medida de longitud, 2 metros aproximadamente.
<<
[8]Alusión a Fontenelle, autor de Mundos y Elogios. Tenía gran
autoridad hacia 1739 como secretario de la Academia de Ciencias.
Voltaire se burla de su visión cartesiana y de su hostilidad hacia las
nuevas teorías de Newton. <<
[1]
Cita casi textual de Fontenelle en su Pluralidad de los mundos:
«La belleza del día es como una belleza rubia que deslumbra más,
pero la belleza de la noche es una belleza morena que emociona
más.» (Citado por Pomeau, ed. Romans et Contes, Garnier, pág.
126.) <<
[1] P. Castel, jesuita. <<
[1]
Alusión a Maupertuis, director de la Academia de Berlín y a una
expedición que dirigió al círculo polar. En la disputa entre éste y
Koenig Voltaire tomó partido contra Maupertuis escribiendo su
famosa «Diatriba del doctor Akakia». <<
[1]
Alusión a los devaneos amorosos de Fontenelle, ya anciano, con
Madame de Tencin. Al sorprenderles un testigo había pronunciado
esas palabras. <<
[1]
En Londres (1726-1727) Voltaire conoce a Swift que publicaba un
periódico humorístico, Graftsman. <<
[2]Swammerdam, Juan (1637-1680), holandés cuyos estudios sobre
plantas y animales, en especial de los insectos, han proporcionado
grandes progresos a la ciencia. Su principal obra es Descripción
anatómica de los insectos efímeros. <<
[3] Reaumur Renato Antonio Ferchault (1683-1757), físico y
naturalista francés llamado el Plinio del siglo XVIII. Investigando la
porcelana de China halló un vidrio blanco y opaco conocido con el
nombre de porcelana de Reaumur. También se deben a él los
primeros ensayos sobre incubación de las aves. Pero lo que le dio
fama universal fue su perfeccionamiento del termómetro. <<
[1] Sultana Sheraa: Madame de Pompadour, favorita de Luis XV. <<
[1]Zoroastro o Zaratustra: reformador de la religión iraní antigua,
nacido en Media hacia 660 antes de Jesucristo. Instituyó la casta de
los magos. <<
[2]Montaña semi-legendaria que corresponde más o menos al
Himalaya. <<
[3] Menfis era la capital del Egipto antiguo. <<
[4]Hermes: antiguo rey de Egipto, del siglo XX antes de Jesucristo,
inventor de todas las ciencias y a quien la tradición atribuye
numerosísimos libros, entre ellos obras secretas de magia,
astronomía y alquimia. <<
[1]Libro de Zend-Avesta: nombre dado al conjunto de textos
sagrados iraníes atribuidos a Zaratustra. <<
[2]
knut: suplicio usado en Rusia que consiste en azotar las espaldas
con un látigo de tiras de cuero terminadas en bolas de metal. <<
[3] denario: antigua moneda francesa que valía la 240 parte de la
libra. <<
[1]
grifo: animal fabuloso de medio cuerpo arriba águila y de medio
abajo león. <<
[2] Yebor: obispo Boyer, jefe del partido devoto. <<
[1] sátrapa: gobernador de una provincia de la antigua Siria. <<
[2]
Hircania: comarca de Asia Antigua, en la costa sureste del mar
Caspio. Formó una satrapía persa. <<
[1] visir: ministro de un soberano musulmán. <<
[2]Astarté: nombre de una diosa fenicia a la cual se ofrecían, como a
Baal, sacrificios humanos, y cuyo culto tenía grandes analogías con
el de Venus. <<
[1]Canope: dudad del bajo Egipto situada en el brazo canópico del
Nilo, famosa por la corrupción de costumbres de sus habitantes. Es
en la actualidad Abukir. <<
[1] Gangáridas: pueblo próximo al Ganges. <<
[1] Teutath: uno de los principales dioses de Galia, común a los
belgas y a los celtas bajo cuya protección estaban las artes y la
inteligencia. <<
[1]Animal fabuloso al que se atribuía la propiedad de matar con la
vista. En zoología, género de reptiles saurios, de la familia de los
iguánidos, con un repliegue dérmico en la cabeza en forma de
cresta. Viven en las regiones cálidas de América del Sur, son
inofensivos y se alimentan de insectos. Los machos poseen una
cresta espinosa a lo largo de la columna vertebral. <<

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