Candido. Micromegas. Zadig - Voltaire
Candido. Micromegas. Zadig - Voltaire
Candido. Micromegas. Zadig - Voltaire
(Pequeño diccionario para uso de reyes)… Cene conmigo esta noche quiere
decir: me burlaré de usted esta noche (Voltaire a Mme. Denis. 18 de diciembre
de 1752)[6].
Son los cuentos, de toda la varia y rica obra de Voltaire, que mayor
difusión y gloria han merecido y los que han conservado con mayor
viveza el frescor de su encanto. Quizás porque en ellos es donde,
bajo la ficción, más se esconde el autor.
En realidad, ¿cómo era Voltaire? Al relatar, sucintamente, su
novelesca biografía, hemos evocado situaciones y ambientes
distintos, muchos personajes a su alrededor y algunas reacciones
suyas ante todo ello, pero ¿dónde habla en primera persona
revelando su íntimo sentir? En su correspondencia podemos,
obviamente, encontrarle, pero la realidad es que, como buen
clásico, tuvo siempre el pudor del yo. Pomeau anota[8] que los
intentos de autobiografía que inició quedaron enseguida truncados.
En las Memorias para servir a la vida de M. de Voltaire, escritas por
él mismo en 1758, parece que va a revelarnos su íntimo sentir: «Voy
a caer en el ridículo de hablar de mí a mí mismo», pero, apenas
iniciada la confesión, pasa enseguida a hablar de la Enciclopedia,
de los jesuitas, de Federico II… Unos años después, en 1776, un
Comentario histórico pone en boca de uno de sus íntimos, su
secretario Wagnière, lo que los demás pueden saber de él: «Nos ha
dicho varias veces», «yo mismo le oí decir»… Tampoco en sus
Carnets de notas, auténtico fichero para sus estudios históricos,
anota nada personal. Habrá que buscar, por lo tanto, al autor en sus
personajes.
De hecho, el teatro, y el cuento sobre todo, le permitieron crear
un mundo de ficción en el que podía hablar sin ser visto. Su afición
al teatro fue muy temprana y su primer gran éxito lo debió a una
obra de teatro, Edipo, y la apoteosis final a otra: Irene. Pero no sólo
era autor, sino que, como profundo amante de la escena, era
también actor y en los cenáculos íntimos, en sus castillos o los de
sus amigos, montaba obras teatrales en las cuales él representaba
a uno de los personajes. Hemos visto los disgustos que esta afición
le acarreó en Las Delicias por el escándalo que causó entre los
severos calvinistas de Ginebra, escándalo que le obligó a cambiar
su lugar de residencia.
En las largas noches de invierno, en Cirey, entretenía a todos
proyectando imágenes y vitalizándolas con la palabra. La
impaciencia, una vez, por la lentitud de su paso, le hizo volcar la
máquina y quemarse. Como en un guiñol, él movía los hilos en la
sombra y se escondía, los personajes hablaban en nombre suyo.
Así nacieron los cuentos. No empezó a escribirlos hasta los
cuarenta y cinco años, nacen pues en época de total madurez del
autor y, además, en momentos especialmente tensos de su vida,
con lo cual no es aventurado afirmar que tuvieron una función
catártica y que en la ficción se reflejan problemas ambientales y
personales muy concretos[9]. Veamos los tres objeto de nuestro
análisis que aparecen estudiados en orden cronológico.
1747-1749. Voltaire está en la cima de su carrera cortesana, es
el poeta oficial de la corte. En su vida privada es momento de
grandes tensiones pues compagina su vida amorosa con su antigua
compañera Mme. du Chatelet con nuevas relaciones. Su nueva
amante, Mme. Denis, su sobrina, no parece serle demasiado fiel.
Problemas personales y problemas nacionales llevan a Voltaire a
plantearse el problema del destino. El académico, historiógrafo,
gentilhombre ordinario de la cámara pone en boca de Zadig, que
como él alcanza las mayores cotas de poder, la amargura del que ve
el poder de cerca. En efecto, el rey no está a la altura que él
desearía, la guerra contra Austria ha causado reveses a las tropas
francesas y Voltaire teme que el enemigo invada «Babilonia». Sólo
un hombre «ilustrado», como Zadig, si llegara a ser rey salvaría al
país. En cuanto a la virtud y fidelidad femeninas no salen siempre
muy bien paradas…
Micromegas, que se publicó durante la estancia de Voltaire en
Prusia, tiene como origen el Viaje del Barón de Gangan que envió
en 1739 a Federico de Prusia. «Nadería filosófica», historia de un
«viajero celeste», en la cual queda «reducido a su justo valor lo que
los hombres acostumbran a llamar grande». El manuscrito de este
Viaje del Barón de Gangan ha desaparecido, pero Micromegas
parece ser, por referencias y alusiones, una nueva versión de aquel
mismo relato. En él encontramos a un Voltaire que se dedica
intensamente a la ciencia en Cirey, llevado del entusiasmo hacia ella
de Mme. du Chatelet. Refleja en un cuento jocoso las teorías de
Newton, el problema de la inmensidad del universo y la relatividad
de toda magnitud. Verdadero cuento de ciencia-ficción, plasma en él
la idea de la relatividad de todo y se burla de los falsos sabios del
momento, en particular de Fontenelle, el «enano de Saturno» que
sabe «dar cuenta de los inventos de los demás», hacer «versitos y
grandes cálculos» y cuyas andanzas amorosas a una edad muy
avanzada son el hazmerreír de París, «pillé a la naturaleza in
fraganti» dijo, parece ser, un testigo al sorprenderle con Mme. du
Tencin. Vuelve a aparecer al final del libro como secretario de la
Academia de las Ciencias comentando ante el libro en blanco: «¡Ya
me lo temía yo!» La vida de Voltaire, sus ocupaciones y fobias
vuelven a aparecer en Micromegas disfrazadas de extra-terrestres.
Cándido, la obra maestra de Voltaire, es diez años posterior a
Zadig. Grandes acontecimientos han variado totalmente el
panorama del siglo y la vida misma de Voltaire. Diderot y Rousseau,
en lo literario, han marcado nuevas pautas. La guerra de los Siete
Años y las derrotas francesas han señalado la urgencia de una
reforma política. Voltaire, que había partido a la corte de Federico II
lleno de sueños de grandeza, ha vuelto decepcionado y su retorno,
amargado por temores y recelos, será una prueba. Cuando se
instala en Las Delicias los problemas se multiplican. En París arrecia
la campaña contra los enciclopedistas. D’Alembert se retira y se
interrumpe la publicación. Cándido nace entonces. ¿Razones para
el optimismo? Bien pocas. En julio de 1758 pasa un mes en la
residencia del elector palatino en Schwetzingen, cerca de
Mannheim, y le lleva el manuscrito para leérselo. Pensaba Voltaire,
gracias a este viaje diplomático, que se le levantara la prohibición de
volver a París, pero no consigue nada y tiene que volver a su
«jardín», Las Delicias, a esperar tiempos mejores. La profunda
conmoción que le causó el terremoto que asoló Lisboa y que él llegó
a sentir en su casa suiza, le llevó a escribir uno de sus capítulos
más célebres. La guerra, presente a lo largo de todo el cuento,
refleja lo absurdo de aquellas incensantes batallas en las cuales las
alianzas cambiaban arbitrariamente al enemigo de ayer en aliado de
hoy. Si en 1748 Francia luchaba al lado de Prusia contra Austria, era
esta última con Francia quien se enfrentaba a Prusia en 1756.
Suecia, Alemania, Bohemia… Europa en guerra continuamente,
pero también luchas por tierra y mar en la India, en América, el
mundo entero ensangrentado. Con su mirada «cándida», el
personaje central descubre y denuncia, como el niño, lo absurdo de
estas situaciones y lo absurdo de las múltiples convenciones en las
que se basan los hombres para justificar tan injustas acciones. Su
clarividencia es la de Voltaire mismo.
Podemos quizás preguntarnos el porqué de la elección de este
género, aparentemente menor, para temas de tan vital importancia
para su autor. La primera respuesta sería: Prudencia. En efecto, el
poder político y religioso tuvieron en jaque a nuestro autor a lo largo
de gran parte de su vida, llegando a verse encarcelado en varias
ocasiones. El escribir bajo nombres falsos —que a nadie engañaban
pues el estilo era inconfundible— y el buscar géneros
aparentemente intrascendentes y anodinos, de ficción pura, eran
artimañas bien comprensibles.
Su correspondencia está llena de temores, precauciones y
ardides en los que un cinismo a veces insultante, nos revela al
combatiente infatigable que no retrocede ante dificultad alguna para
la difusión de sus ideas. Recoge Pol Gaillard[10] estas tres citas que
dan buena cuenta de ello:
«Golpead y esconded la mano» escribió a sus cómplices en
«buena filosofía».
«En cuanto haya el menor peligro, os ruego, por favor, me
aviséis para que yo niegue la obra de todos los papeles públicos con
mi candor e inocencia ordinarios» (carta a d’Alembert, 19 de
septiembre de 1764).
Por último, esta carta al pastor Vernes, del 15 de marzo de 1759,
directamente referida a nuestro cuento y en la cual no sólo niega la
paternidad de la obra sino que aprovecha para, de paso, demostrar
su perfecta ortodoxia: «Al fin leí Cándido; tienen que haber perdido
el juicio para atribuirme semejante majadería; tengo, a Dios gracias,
mejores ocupaciones. Si alguna vez llegara a excusar a la
Inquisición, les perdonaría a los inquisidores de Portugal el haber
ahorcado al razonador Pangloss por haber defendido el optimismo.
En efecto, este optimismo destruye visiblemente los fundamentos de
nuestra santa religión; lleva al fatalismo, hace considerar la caída
del hombre como una fábula, y vana la maldición de Dios mismo
contra la tierra. Éste es el sentir de todas las personas religiosas y
cultas: tienen el optimismo por espantosa impiedad. En cuanto a mí,
que soy más moderado, perdonaría ese optimismo, siempre que los
que defienden este sistema añadiesen que creen que Dios, en otra
vida, nos dará, según su misericordia, el bien del que nos priva en
este mundo, según su justicia. La eternidad por venir es la que hace
el optimismo, no el momento presente.»
La prudencia le aconseja a veces al autor presentar sus cuentos
como traducciones. «Os ofrezco la traducción de un libro de un
antiguo sabio», dice presentando a Zadig. Cándido está «traducido
del alemán por el Sr. Ralph, con las notas adicionales que se
encontraron en el bolsillo del doctor, cuando murió en Minden, el
año de gracia de 1759».
El cuento le permite también al autor, por ser un género más
familiar, más íntimo, intervenir discretamente en el relato y, creado el
ambiente de confianza, pedirle al lector que supla con sus dotes
deductivas y su inteligencia todo lo que él ha tenido, por prudencia,
que callar. Es revelador, en este sentido, el prólogo de Zadig, «la
bella epístola dedicatoria a la sultana Sheara». En su ofrecimiento
de la traducción de esta «obra que dice más de lo que parece»,
invita a su lectora a una lectura atenta de la misma y a un juicio: «Os
ruego la leáis y opinéis», seguro de su buen criterio: «Tenéis incluso
una aptitud para la filosofía que me ha inclinado a pensar que
apreciaríais más que otra esta obra de un sabio».
EL CUENTO FILOSÓFICO
Oye, Dios al que imploro, oye desde lo alto del cielo, una
voz quejosa y sincera;
Mi incredulidad no debe disgustarte,
Mi corazón abierto está ante tus ojos;
Te hacen tirano, y en Ti busco a un Padre,
No soy cristiano, pero es para mejor amarte.
VOLTAIRE EN ESPAÑA
ACTUALIDAD DE VOLTAIRE
ESTA EDICIÓN
N ADA había tan hermoso, ágil, brillante, tan bien dispuesto como
aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes,
tambores, cañones, formaban una armonía tal que nunca igual se
vio en el infierno. Los cañones tumbaron primero a unos seis mil
hombres de cada lado; luego la mosquetería sacó del mejor de los
mundos, cuya superficie infectaban, a nueve o diez mil bribones,
aproximadamente. La bayoneta fue también razón suficiente para la
muerte de algunos millares de hombres. El total bien podía ascender
a unas treinta mil almas. Cándido, que temblaba como un filósofo,
se escondió lo mejor que pudo durante esta heroica carnicería.
Al fin mientras los dos reyes mandaban cantar unos Te Deum,
cada uno en su campo, resolvió ir a otro sitio a razonar sobre
efectos y causas. Pasó por encima de montones de muertos y
moribundos, y llegó primero a un pueblo vecino; estaba hecho
cenizas: era un pueblo ábaro que habían quemado los búlgaros,
siguiendo las leyes del derecho público. Aquí, ancianos molidos a
golpes miraban morir a sus mujeres degolladas, que sostenían a los
hijos en sus pechos ensangrentados; allá muchachas, destripadas
tras haber satisfecho las naturales necesidades de algunos héroes,
exhalaban el último suspiro; otras, medio quemadas, gritaban que
terminaran de darles muerte. Había sesos esparcidos por el suelo al
lado de brazos y piernas cortados.
Cándido huyó apresuradamente a otro pueblo: pertenecía a los
búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tratado igual. Cándido, sin
dejar de caminar sobre miembros palpitantes, o a través de ruinas,
llegó al fin fuera del escenario de la guerra, llevando escasas
provisiones; pero como había oído decir que en aquel país todo el
mundo era rico, y que eran cristianos, no dudó de que le tratarían
tan bien como lo habían hecho en el castillo del señor barón, antes
de que le echaran de él por culpa de los bellos ojos de la señorita
Cunegunda.
Pidió limosna a varios dignos personajes que le contestaron
todos que, si seguía haciendo aquel oficio, lo encerrarían en un
correccional para que escarmentara.
Acudió entonces a un hombre que acababa de hablar, él sólo,
una hora entera en una gran asamblea. Este orador, mirándole de
reojo le dice: «¿A qué venís aquí? ¿estáis por la buena causa? —
No hay efecto sin causa, contestó modestamente Cándido; todo
está necesariamente encadenado, y óptimamente solucionado. Ha
sido necesario que me echaran de al lado de la señorita
Cunegunda, que me pasaran por las varas, y tenga que pedir mi pan
hasta que pueda ganármelo; todo esto no podía ser de otra forma.
—Amigo, le dice el orador, ¿creéis que el papa es el Anticristo? —
No lo había oído decir aún, contestó Cándido; pero tanto si lo es
como si no, a mí me falta el pan. —No mereces comerlo, dice el
otro; anda, bribón; anda miserable no te acerques en toda tu vida.»
La mujer del orador habiéndose asomado a la ventana, y avistando
a un hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le vertió
en la cabeza todo un… ¡Oh cielos! ¡a qué excesos lleva en las
damas el celo por la religión!
Un hombre que no había sido bautizado, un buen anabatista[1],
llamado Jacobo, vio de qué forma cruel e ignominiosa se trataba a
uno de sus hermanos, ser con dos pies sin plumas, que tenía alma;
lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos
florines, y quiso incluso enseñarle a trabajar en sus manufacturas de
telas de Persia que se fabrican en Holanda. Cándido, casi postrado
ante él, exclamaba: «Bien me había dicho el maestro Pangloss que
todo es óptimo en este mundo, pues vuestra extrema generosidad
me conmueve más que la dureza de aquel señor de manto negro y
de su señora esposa.»
Al día siguiente, al pasearse, se encontró con un pordiosero
totalmente cubierto de pústulas, con los ojos muertos, la punta de la
nariz roída, la boca torcida, los dientes negros y que hablaba con
voz ronca, atormentado por violenta tos, y que escupía un diente en
cada esfuerzo.
CAPÍTULO IV
Historia de Cunegunda
Historia de la vieja
Lo que aconteció a los dos viajeros con dos muchachas, dos monos
y los salvajes llamados orejones
«¡ A YCunegunda!
, Pangloss! ¡Pangloss! ¡Ay, Martín! ¡Martín! ¡Ay, querida
¿Qué mundo es éste?, decía Cándido en el
navío holandés. —Algo muy loco y muy abominable, contestaba
Martín. —Conocéis Inglaterra, ¿están allí tan locos como en
Francia? —Es otra especie de locura, dijo Martín. ¿Sabéis que estas
dos naciones están en guerra por unos arpendes de nieve allá por
Canadá[1], y que gastan en esa hermosa guerra mucho más de lo
que vale el Canadá entero? Deciros con precisión si hay más locos
de atar en un país que en el otro, es lo que mis pocas luces no me
permiten; sólo sé que en general la gente a la que vamos a ver es
muy atrabiliaria.»
Charlando de esta suerte llegaron a Portsmouth; gran gentío
cubría la orilla, y miraba atentamente a un hombre bastante grueso
que estaba de rodillas, con los ojos vendados, en cubierta de uno de
los buques de la flota; cuatro soldados, apostados frente a este
hombre, le tiraron cada uno tres balas en el cráneo, con la mayor
tranquilidad del mundo; y toda la asamblea se retiró
extremadamente satisfecha. «¿Pero qué es todo esto?, dijo
Cándido; y ¿qué demonio ejerce en todas partes su imperio?»
Preguntó quién era aquel hombre grueso al que se acababa de
matar con esa ceremonia. «Es un almirante[2], le contestaron. —¿Y
por qué matar a un almirante? —Es, le dijeron, porque no ha
mandado matar a bastante gente; ha entablado combate con un
almirante francés, y han encontrado que no estaba suficientemente
cerca de él. —Pero, dijo Cándido, ¡el almirante francés estaba tan
lejos del almirante inglés como éste de aquél! —Eso es
incontestable, le replicaron; en este país es bueno matar de vez en
cuando a un almirante para animar a los demás.»
Cándido quedó tan atónito y tan escandalizado por lo que veía y
oía que no quiso ni pisar tierra, y cerró el trato con el patrón
holandés (aunque le fuera a robar como el de Surinam) para que le
llevara sin demora a Venecia.
El patrón estuvo listo al cabo de dos días. Bordearon Francia;
avistaron Lisboa, y Cándido se estremeció. Entraron en el Estrecho
y en el Mediterráneo; llegaron por fin a Venecia. «¡Alabado sea
Dios!, dijo Cándido abrazando a Martín, aquí es donde volveré a ver
a la bella Cunegunda. Cuento con Cacambo como conmigo mismo.
Todo está bien, todo va bien, todo va lo mejor posible.»
CAPÍTULO XXIV
M IENTRAS
contaban
Cándido, el barón, Pangloss, Martín y Cacambo
sus aventuras, razonaban sobre
acontecimientos contingentes o no contingentes de este universo,
los
Conclusión
HISTORIA FILOSÓFICA
CAPÍTULO PRIMERO
« O Hcomplacido
átomos inteligentes, en los que el Ser eterno se ha
manifestando su habilidad y poderío, sin duda
debéis gustar alegrías bien puras en vuestro globo, pues teniendo
tan poca materia, y pareciendo todo espíritu, debéis pasaros la vida
amando y pensando; es la verdadera vida de los espíritus. En
ningún lugar he visto la verdadera felicidad, pero aquí está sin
duda.» Ante este discurso, todos los filósofos movieron la cabeza; y
uno de ellos, más franco que los demás, confesó de buena fe que,
exceptuando a un reducido número de habitantes a los que se tenía
en poca consideración, todos los demás eran un conjunto de locos,
malos y desgraciados. «Tenemos más materia de la que
necesitamos, dijo, para hacer mucho mal, si el mal viene de la
materia; y demasiado espíritu, si el mal viene del espíritu. ¿Sabéis,
por ejemplo, que en el momento en que os hablo, hay cien mil locos
de nuestra especie, cubiertos con sombreros, que matan a otros
cien mil cubiertos con turbante, o que son por ellos asesinados, y
que, en casi toda la tierra, así se hace desde tiempo inmemorial?»
El Sirio se estremeció, y preguntó cuál podía ser la razón de
aquellas horribles riñas entre animales tan endebles. «Se trata, dijo
el filósofo, de algunos montones de barro del tamaño de vuestro
tacón. No es que ninguno de esos millones de hombres que se
hacen degollar pretenda una brizna de paja sobre ese montón de
barro. Sólo se trata de saber si pertenecerá a cierto hombre al que
se llama sultán, o a otro al que se llama, no sé por qué, César. Ni
uno ni otro ha visto ni verá jamás el rinconcito de tierra del que se
trata; y casi ninguno de esos animales, que se degüellan
mutuamente, ha visto al animal por el cual se matan.
—¡Ay, desgraciados!, exclamó el Sirio con indignación. ¡Es
posible concebir tal exceso de loca rabia! Ganas me dan de dar tres
pasos y de aplastar con tres pisotones a todo este hormiguero de
asesinos ridículos. —No os molestéis en ello, le contestaron, ya
trabajan ellos bastante en su ruina. Sabed que al cabo de diez años,
no quedará ni la centésima parte de estos miserables; sabed que,
aunque no hubieran sacado la espada, el hambre, el cansancio o la
intemperancia, se los llevan a casi todos. Además, no es a ellos a
quien hay que castigar, es a esos bárbaros sedentarios que desde el
fondo de sus gabinetes ordenan, durante su digestión, el asesinato
de un millón de hombres y mandan luego darle solemnemente
gracias a Dios por ello.» El viajero se sentía movido a piedad por la
pequeñez de la raza humana, en la que tan asombrosos contrastes
descubría. «Puesto que pertenecéis al pequeño número de los
sabios, dijo a aquellos señores, y que aparentemente no matáis a
nadie por dinero, decidme, os lo ruego, a qué os dedicáis. —
Disecamos moscas, dijo el filósofo, medimos líneas, juntamos
números; estamos de acuerdo en dos o tres puntos que
entendemos, y discutimos sobre dos o tres mil que no entendemos.»
Enseguida tuvieron el Sirio y el Saturnino capricho por interrogar a
aquellos átomos pensantes, por saber las cosas sobre las cuales
estaban de acuerdo. «¿Cuánto contáis desde la estrella de la
Canícula a la gran estrella de Géminis?» Contestaron todos a la vez:
«Treinta y dos grados y medio. —¿Cuánto contáis de aquí a la luna?
—Sesenta semi-diámetros de la tierra, redondeando cifras. —
¿Cuánto pesa vuestro aire?» Creía pillarlos, pero todos le dijeron
que el aire pesa aproximadamente novecientas veces menos que su
mismo volumen del agua más ligera, y mil novecientas veces menos
que el oro de ducado. El enanito de Saturno, sorprendido por sus
respuestas, tentado estuvo de tener por bruja a aquella misma gente
a la cual un cuarto de hora antes había negado un alma.
Al fin les dijo Micromegas: «Puesto que tan bien sabéis lo que
está fuera de vosotros, sin duda sabréis mejor aún lo que está
dentro. Decidme lo que es vuestra alma, y cómo formáis las ideas.»
Los filósofos hablaron todos a un tiempo como anteriormente, pero
tuvieron distintos pareceres. El más viejo citaba a Aristóteles, otro
pronunciaba el nombre de Descartes; éste el de de Malebranche;
este otro el de Leibnitz; aquél el de Locke. Un viejo peripatético dijo
en voz alta confiado: «El alma es una entelequia, y una razón por la
cual lo que es tiene poder para ser. Es lo que declara expresamente
Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre. —No entiendo
mucho el griego, dijo el gigante. —Ni yo tampoco, dijo la polilla
filosófica. —Entonces, replicó el Sirio, ¿por qué citáis a un cierto
Aristóteles en griego? —Es que, contestó el sabio, hay que citar lo
que no se entiende en absoluto en el idioma que menos se
entiende.»
El cartesiano tomó la palabra y dijo: «El alma es un espíritu puro
que ha recibido en el vientre de su madre todas las ideas
metafísicas, y que, al salir de allí, se ve obligada a ir a la escuela y a
volver a aprender todo lo que tan bien ha sabido, y que ya no
volverá a saber. —Por lo tanto no valía la pena, contestó el animal
de ocho leguas, que tu alma fuese tan sabia en el vientre de tu
madre, para ser tan ignorante cuando tuvieras barba en la cara.
Pero, ¿qué entiendes por espíritu? —¿Pero qué me peguntáis?, dijo
el razonador; no tengo ni idea; dicen que no es materia. —Pero,
¿sabe al menos lo que es la materia? —Muy bien, contestó el
hombre. Por ejemplo esta piedra es gris, y de tal forma, tiene tres
dimensiones, es pesada y divisible. —Bueno, dijo el Sirio,
¿acabarás de decirme lo que es esta cosa que te parece ser
divisible, pesada y gris? Ves algunos atributos, pero el fondo de la
cosa ¿lo conoces? —No, dijo el otro. —Entonces no sabes lo que es
la materia.»
Entonces el señor Micromegas, dirigiéndose a otro sabio que
tenía encima del pulgar, le preguntó qué era su alma, y lo que hacía.
«Absolutamente nada, contestó el filósofo malebranchista, Dios lo
hace todo por mí: todo lo veo en él, todo lo hago en él; él lo hace
todo sin que yo intervenga. —Tanto daría no ser, contestó el sabio
de Sirio. Y tú, amigo mío, le dijo a un leibnitziano que estaba allí,
¿qué es tu alma? —Es, contestó el leibnitziano, una aguja que
señala las horas mientras mi cuerpo toca, o, si preferís, es la que
toca mientras mi cuerpo da la hora; o bien, mi alma es el espejo del
universo, y mi cuerpo el borde del espejo: está claro.»
Un pequeño partidario de Locke estaba muy cerca de allí; y
cuando al fin le dirigieron la palabra: «No sé, dijo, cómo pienso, pero
sé que sólo he pensado movido por mis sentidos. Que haya
sustancias inmateriales e inteligentes no lo pongo en duda, pero que
a Dios le sea imposible comunicar el pensamiento a la materia, es
de lo que seriamente dudo. Reverencio el poder eterno; no me
pertenece a mí limitarlo: no afirmo nada; me contento con creer que
hay más cosas posibles de las que se piensa.»
El animal de Sirio sonrió: no encontró que aquél fuera el menos
sabio; y el enano de Saturno hubiera abrazado al seguidor de Locke
a no ser por la extremada desproporción. Pero había allí, por
desgracia, un animalucho pequeño de bonete cuadrado que les
quitó la palabra a todos los animaluchos filósofos; dijo que sabía
todo el secreto, que se encontraba en la Suma de Santo Tomás;
miró de arriba a abajo a los dos habitantes celestes; sostuvo que
sus personas, sus mundos, sus soles, sus estrellas, todo estaba
hecho únicamente para el hombre. Ante este discurso, nuestros dos
viajeros se echaron uno encima de otro ahogando esa risa
inextinguible que es, según Homero, atributo de los dioses: sus
hombros y vientres iban y venían, y en aquellas convulsiones el
barco, que el Sirio tenía en la uña, se cayó a un bolsillo del calzón
del Saturnino. Aquellas dos buenas personas lo buscaron mucho
tiempo; al fin volvieron a encontrar el equipaje y lo recompusieron
primorosamente. El Sirio volvió a coger a las polillitas; les volvió a
hablar con mucha bondad, aunque en el fondo del corazón estuviera
un poco enfadado al ver que los infinitamente pequeños tenían un
orgullo casi infinitamente grande. Les prometió hacerles un hermoso
libro de filosofía, escrito con letra muy menuda para uso suyo, y que
en ese libro verían el fondo de las cosas. Efectivamente, les dio
aquel volumen antes de su partida: se llevó a París a la academia
de Ciencias, pero cuando lo abrió el secretario, sólo vio un libro
totalmente en blanco: «¡Ay!, dijo, ya me lo había figurado.»
ZADIG O EL DESTINO
HISTORIA ORIENTAL
EPÍSTOLA DEDICATORIA DE ZADIG A LA SULTANA SHERAA[1]
Por Sadi
SADI
EL TUERTO
El envidioso por primera vez en la vida fue feliz. Tenía entre manos
con qué perder a un hombre virtuoso y amable. Lleno de esta cruel
alegría, le hizo llegar al rey esta sátira escrita por la mano de Zadig:
los metieron en la cárcel, a él, a sus dos amigos y a la dama. Pronto
le juzgaron sin que se dignaran oírle. Cuando acudió a recibir la
sentencia, el envidioso se encontró a su paso y le dijo en voz alta
que sus versos no valían nada. Zadig no se las daba de ser buen
poeta, pero se desesperaba al verse condenado como criminal de
lesa-majestad y al ver que se retenía en prisión a una bella dama y
a dos amigos por un crimen que él no había cometido. No se le
permitió hablar porque sus tablillas hablaban: tal era la ley en
Babilonia. Se le mandó pues al suplicio atravesando una
muchedumbre de curiosos, ninguno de los cuales se atrevía a
compadecerle, y que se precipitaban para examinarle el rostro y ver
si moría de buen grado. Sólo sus parientes estaban afligidos, pues
no heredaban. Tres cuartas partes de sus bienes se confiscaban en
beneficio del rey, y la otra cuarta parte en beneficio del envidioso.
Mientras se preparaba para la muerte, el loro del rey voló de su
balcón, y se abatió en el jardín de Zadig sobre un matorral de rosas.
Un melocotón había sido llevado allí por el viento desde un árbol
cercano; había caído sobre un trozo de tablilla en el que se había
pegado. El pájaro levantó la tablilla con el melocotón y los llevó
sobre las rodillas del monarca. El príncipe curioso, leyó unas
palabras que carecían de sentido y que parecían finales de verso.
Le gustaba la poesía y siempre está lleno de recursos el príncipe
amante de versos: la aventura de su loro le dio que pensar. La reina,
que se acordaba de lo que estaba escrito en el trozo de la tablilla de
Zadig, mandó que se lo llevaran. Confrontaron los dos trozos, que
ajustaban perfectamente, leyeron entonces los versos tal como
Zadig los había compuesto:
EL BAILE
« E Lbabilonio
cuerpo y el corazón…», le dijo el rey a Zadig. Al oírlo, el
no pudo evitar interrumpir a su Majestad.
«¡Cuánto agradezco, dijo, que no hayáis dicho la inteligencia y el
corazón! Sólo se oyen estas palabras en las conversaciones de
Babilonia; sólo se ven libros que tratan de corazón e inteligencia,
compuestos por gente que ni uno ni otro tiene; pero, os lo ruego,
Majestad, proseguid.» Nabusán continuó así: «El cuerpo y el
corazón están en mí destinados a amar; la primera de estas dos
potencias todo lo tiene para sentirse satisfecha. Tengo aquí, a mi
servicio, a cien mujeres, todas bellas, complacientes, atentas,
incluso voluptuosas o que fingen serlo conmigo. A mi corazón le
falta mucho para tal felicidad. He notado en demasía que acarician
mucho al rey de Serendib, y que se preocupan muy poco de
Nabusán. No es que crea a mis mujeres infieles, pero quisiera
encontrar a un alma que fuera mía; por semejante tesoro daría las
cien bellezas cuyos encantos poseo: mirad a ver si, entre las cien
sultanas, podéis encontrarme a una de cuyo amor esté seguro.»
Zadig le contestó como lo había hecho en lo referente a los
financieros: «Majestad, dejadlo en mis manos, pero permitidme que
disponga de aquello que habíais expuesto en la galería de la
tentación; respondo de ello y nada perderéis.» El rey le dejó como
dueño absoluto. Escogió en Serendib a treinta y tres cheposillos, los
más feos que encontró, a treinta pajes, los más agraciados, y a
treinta y tres bonzos, los más elocuentes y robustos. A todos dejó en
libertad para entrar en las celdas de las sultanas; cada cheposillo
dispuso de cuatro mil monedas de oro para darlas; y desde el primer
día todos los cheposos fueron felices. Los pajes, que sólo podían
darse a sí mismos, tardaron dos o tres días en triunfar. A los bonzos
les costó más, pero por fin treinta y tres devotas se les rindieron. El
rey, que por una celosía podía ver todas las celdas, contempló
aquellas pruebas y se maravilló. De sus cien mujeres, noventa y
nueve sucumbieron ante sus ojos. Quedaba una muy jovencita,
doncella aún, a quien su Majestad nunca se había acercado.
Mandaron a uno, dos, tres cheposos que le ofrecieron hasta veinte
mil monedas; fue incorruptible y no pudo dejar de reírse de la idea
que tenían aquellos cheposos de que el dinero los iba a dejar mejor
formados. Le presentaron a los dos pajes más bellos; dijo que
encontraba al rey aún más bello. Le mostraron al más elocuente de
los bonzos, y luego al más intrépido; encontró al primero charlatán, y
no se dignó siquiera pensar en el mérito del segundo. «Sólo vale el
corazón, decía; y nunca cederé ni ante el oro de un cheposo, ni ante
el encanto de un joven, ni ante las seducciones de un bonzo: amaré
únicamente a Nabusán, hijo de Nusanab, y esperaré a que se digne
amarme.» El rey se llenó de alegría, asombro y ternura. Recogió
todo el dinero que había dado el éxito a los cheposos, y se lo regaló
a la bella Falida: era el nombre de aquella joven. Le dio su corazón,
bien lo merecía. Jamás fue tan brillante la flor de la juventud; jamás
fueron tan luminosos los encantos de la belleza. La verdad de la
historia no permite silenciar que hacía mal la reverencia, pero
bailaba como las hadas, cantaba como las sirenas y hablaba como
las Gracias: estaba llena de talento y virtud.
Nabusán, amado, la adoró, pero tenía los ojos azules, y aquello
dio origen a las mayores desgracias. Había una ley antigua que
prohibía a los reyes amar a una de aquellas mujeres a las que los
griegos llamaron boopies. El jefe de los bonzos había establecido
aquella ley hacía más de cinco mil años; era para apropiarse de la
amante del primer rey de la isla de Serendib por lo que el primer
bonzo había establecido el anatema de los ojos azules como
constitución fundamental del reino. De hecho, todas las órdenes del
imperio condenaban a Nabusán. Se decía públicamente que habían
llegado los últimos días del reino, que se había colmado la medida
de la abominación, que un acontecimiento siniestro amenazaba toda
la naturaleza; en una palabra, que Nabusán, hijo de Nusanab,
amaba a dos grandes ojos azules. Los cheposos, los financieros, los
bonzos y las morenas llenaron el reino de protestas.
Los pueblos salvajes que viven al norte de Serendib
aprovecharon aquel descontento general. Irrumpieron en los
estados del buen Nabusán. Pidió subsidios a sus súbditos; los
bonzos, que poseían la mitad de las rentas del Estado, se
contentaron con alzar las manos al cielo, y se negaron a meterlas en
sus arcas para ayudar al rey. Hicieron hermosas plegarias cantadas,
y dejaron al Estado ser presa de los bárbaros.
«Oh mi querido Zadig, ¿volverás a sacarme de este horrible
apuro?, exclamó dolorosamente Nabusán. —Con mucho gusto,
contestó Zadig; tendréis todo el dinero que queráis de los bonzos.
Dejad abandonadas las tierras en las que están situados sus
castillos, y defended sólo las vuestras.» Nabusán no dejó de
hacerlo: los bonzos vinieron a echarse a los pies del rey y a implorar
su ayuda. El rey les contestó con una hermosa música cuya letra
eran plegarias para la conservación de sus tierras. Los bonzos
dieron al fin dinero, y el rey terminó felizmente la guerra. Así Zadig,
con sus consejos prudentes y felices, y con sus grandes servicios,
se había atraído la irreconciliable enemistad de los hombres más
poderosos del Estado; los bonzos y las morenas juraron perderle;
los financieros y los cheposos le trataron sin piedad; se le hizo
sospechoso ante el buen Nabusán. Los servicios prestados
quédanse a menudo en la antecámara, y los recelos entran en el
gabinete, según la sentencia de Zoroastro: todos los días había
nuevas acusaciones; la primera se rechaza, le segunda roza, la
tercera hiere, la cuarta mata.
Zadig atemorizado, resueltos los asuntos de su amigo Setoc, y
habiéndole conseguido el dinero, no pensó más que en partir de la
isla, y resolvió ir él mismo en busca de noticias de Astarté. «Pues,
decía, si me quedo en Serendib, los bonzos me mandarán empalar;
pero ¿adónde ir? seré esclavo en Egipto, quemado con toda
seguridad en Arabia, estrangulado en Babilonia. Sin embargo hay
que saber qué ha sido de Astarté: partamos y veamos lo que mi
triste destino me guarda.»
NOTAS
[1]
Gustave Lanson, Histoire de la Littérature française, París,
Hachette, 12 ed., 1922, pág. 627. <<
[2] Íd., pág. 689. <<
[3]
Voltaire, Candide, edición abreviada, París, Nouveaux classiques
Larousse, 1979, pág. 4. <<
[4] R. Pomeau, Voltaire, París, Seuil, 1981, pág. 22. <<
[5]
G. Lanson, Histoire de la Littérature française, París, Hachette,
1922, pág. 696. <<
[6] P. Castex 17 P. Surer, Manuel des Etudes littéraires françaises, t.
IV, XVIIIe siècle, París, Hachette, 1960, pág. 59. <<
[7]
Henri Grange, Les réactions d’un adversaire des philosophes,
Revue d’Histoire littéraire de la France, num. 2-3, Armand Colin,
1979, pág. 216. <<
[8] R. Pomeau, Voltaire, París, Seuil, 1981, págs. 11-14. <<
[9] Voltaire, Romans et contes, París, Garnier Flammarion, pág 12.
<<
[10]
Pol Gaillard, Candide, Profil d’une oeuvre, París, Hatier, 1982,
página 16. <<
[11]
Voltaire, Candide, edición crítica de R. Pomeau, París, Nizet,
1959, pág. 26l. <<
[12]
Pol Gaillard, Candide, Voltaire, Profil d’une oeuvre, París, Hatier,
pág. 22. <<
[13] R. Pomeau, Voltaire, París, Seuil, 1981, pág. 51. <<
[14] Íd., pág. 49. <<
[15]
Pol Gaillard, Candide, Voltaire, Profil d’une oeuvre, París, Hatier,
1972, pág. 31. <<
[16]
G. Benrekasaa y otros, «Le premier centenaire de la mort de
Rousseau et de Voltaire: significations d’une conmémoration»,
Revue d’Histoire littéraire de la France, 79e année, núm. 2-3, París,
1979, páginas 265-295. <<
[17]André Billaz, «Voltaire: le penseur. Essai de mise en
perspective», Revue d’Histoire littéraire de la France, 79e année,
núm. 2-3, París, 1979, págs. 320-330. <<
[1]
cuarto: cada una de las líneas de los antepasados más distantes
cuando se conservan las armas o memoria particular de ellas. <<
[2]libra: unidad de masa que variaba según las provincias entre 380
y 550 gramos. <<
[3]
Nombre formado con dos palabras griegas «todo» y «lengua».
Los discursos de Pangloss todo lo explican. <<
[4]
metafísico…: sátira de los pedantescos títulos de los libros de
Wolf, discípulo de Leibnitz. <<
[1] pie: antigua medida, 33 cms, aproximadamente. <<
[2]
pulgada era la 1/12 parte del pie. La medida de Cándido era 1,80
m, aproximadamente. <<
[3]
el rey de los búlgaros es alusión a Federico Guillermo I o a su hijo
Federico II, reyes de Prusia, tan militaristas uno como otro. <<
[4]abaros: era un pueblo asiático que en el siglo VI invadió Europa
central obligando a los búlgaros a someterse. Quizá sea una alusión
a la guerra de los Siete años: el rey de Francia (ábaros) lucha contra
el de Prusia (búlgaros). <<
[1]anabatista: que pertenece a la secta reformada de este nombre
que sólo admitía el bautismo de los adultos. Se distinguieron a lo
largo del siglo XVI por sus avanzadas ideas sociales y humanitarias.
<<
[1] Terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755. <<
[2] Causó unos 25.000 muertos. <<
[3]Según A. Morize alude aquí Voltaire a las teorías seudo-
científicas del pastor Elie Bertrand. <<
[4]
Anota A. Séailles que se había acusado a Voltaire de negar el
pecado original en sus Anotaciones a los Pensamientos de Pascal.
Aquí lanza hábilmente la acusación a Leibnitz. <<
[5] estafero: criado de a pie o mozo de espuelas. <<
[1]fabordón: contrapunto sobre canto llano usado principalmente en
la música religiosa. <<
[1]Por acuerdo firmado con Portugal, España le cedía la ciudad del
Santo Sacramento, situada en las misiones de los jesuitas en
Paraguay. Los padres y sus súbditos se opusieron a ello y corrió la
voz que habían elegido rey al padre Nicolás. España envió tropas
contra ellos y el capital de Voltaire ayudó a financiar la expedición.
Escribe el 7 de enero de 1756: «El rey de España envía cuatro
buques de guerra contra el padre Nicolás a Buenos Aires con
barcos de carga llenos de tropa. Tengo el honor de tener intereses
en el buque Pascal que va a combatir la moralidad relajada del
Paraguay. Alimento a los soldados. Les hago la guerra a los
jesuitas. Dios me bendecirá.» (Nota de Pomeau, ed. crítica, pág.
247.) <<
[1]«Con el deseo de aislar a los guaraníes de los españoles —que
los esclavizaban y consideraban como raza inferior en algunos
casos— los jesuitas organizaron lejos de los poblados españoles y
con prohibición a éstos de residir en ellos unas “reducciones” cuyos
estatutos fueron confirmados en 1631, 1633 y 1647. En el centro de
las “reducciones” se encontraba la iglesia; en la plaza, en torno a la
iglesia, se situaban las escuelas, la residencia de los Padres, un
edificio para los enfermos, las viudas y los forasteros. Después,
alineadas, las casas de los particulares. El molino y las industrias se
levantaban fuera del pueblo; la plaza, centro de la población estaba
adornada con palmeras, naranjos y monumentos religiosos. El jefe
de familia poseía un huerto en torno a la casa y una parcela de los
bienes comunes para su labranza, de la que debía entregar a la
comunidad ciertos productos. Con el importe de éstos se pagaban
los impuestos reales y se atendía a los enfermos y ancianos. El
trabajo estaba controlado y era obligatorio. Para el indio, el concepto
de la propiedad privada era una cosa nueva y oscura. Los jesuitas
tomaron lo bueno de aquella mentalidad y formaron un régimen
mixto, en el cual la propiedad o la posesión privada de la tierra se
apoyaba en la propiedad colectiva. Leyes sencillas; la justicia era
ejercida por los Padres; el mayor castigo era la expulsión. Junto a
los religiosos había un alcalde nativo. Los españoles no podían vivir
en estos pueblos.» Las relaciones con las autoridades civiles y
religiosas no fueron fáciles pues todos ellos intentaban ejercer en
ellas su jurisdicción. La ambición de quienes se dedicaban al tráfico
de indios, la invasión de los paulistas o mestizos de la colonia de
San Pablo de Brasil y, finalmente, la expulsión de la Compañía
fueron causa de su desaparición. Duraron ciento cincuenta años
(Llorca, G. Villoslada, Laboa, Historia de la Iglesia católica, IV. Edad
moderna. La época del absolutismo monárquico (1648-1814).
Madrid, Biblioteca de Autores cristianos, 1980). <<
[1]
P. Antoine Croust o Kroust, jesuita con el que se enfrentó Voltaire
en Colmar en febrero de 1754. <<
[1]El periódico de Trévoux (Memorias para servir a la historia de las
ciencias y las artes) era una publicación dirigida por los jesuitas. <<
[2]Recoge Pomeau en nota a su edición crítica (pág. 257) el
testimonio de Muratori en su «Relación de las Misiones del
Paraguay» sobre el padre Ruiz al que los indígenas quisieron
comerse pensando que por ser los jesuitas los únicos que tomaban
sal su carne sería más sabrosa. Le salvó un neófito que corrió a
casa del misionero, cogió su hábito y sombrero y corrió hacia los
bárbaros. En el clima de hostilidad creciente contra la Compañía el
«comamos jesuita» se había convertido en habitual, según escribe
el duque de la Vallière a éste poco después de la publicación de
Cándido. <<
[3]derecho natural: el que resulta de las fuerzas de la naturaleza, sin
idea del bien ni del mal, según Spinoza. <<
[4] Alusión irónica a las teorías del buen salvaje de Rousseau. <<
[1]
Garcilaso de la Vega en su Historia de los Incas explica que éstos
habían establecido hospederías gratuitas muy bien aprovisionadas
en todas las rutas. (Nota de Pomeau, ed. critica, pág. 260.) <<
[1]Walter Raleigh, marino y hombre de confianza de Isabel I de
Inglaterra. Nació en 1552 y murió ejecutado bajo Jacobo I en 1618.
Fue poeta distinguido e intentó colonizar Virginia y el valle del
Orinoco. <<
[1] Surinam, capital de la Guayana holandesa. <<
[2]
Discípulo de Socinio, protestante italiano nacido en Siena (1525-
1562), negaba la Santísima Trinidad. <<
[1]
convulsionarios: secta de jansenistas fanáticos franceses del siglo
XVIII que acudían al cementerio de San Medrardo, en París, a visitar
el sepulcro del diácono París y que allí por medio de un
estremecimiento ocasional e involuntario, se creían curados de la
enfermedad que padecían. <<
[2] Alusión al Génesis y a los libros de Buffon. <<
[1]Voltaire fue nombrado miembro de la Academia de Burdeos en
1746. En 1758 ésta dio un premio a Jacobi, de Göttingen, por su
disertación sobre «la forma de sembrar bosques de robles». Voltaire
desconocía que ya en 1740 y en 1743 eran dos nórdicos quienes se
habían llevado los premios (Introducción a la edición critica de
Pomeau, pág. 42). <<
[2]Para evitar que los jansenistas, contrarios a la bula Unigenitus,
confesaran a los moribundos se exigió que para que se concedieran
confesión y viático se presentaran unos papeles firmados por
sacerdotes fieles a Roma. Estallaron con este motivo disturbios
callejeros en París y en varias ciudades de provincias. (Nota de la
edición crítica de Pomeau, página 270.) <<
[3]El conde de Essex, tragedia de Thomas Corneille. (Nota de la
edición crítica de Pomeau, pág. 270.) <<
[4]
«Es un hombre que no cree en las ideas innatas», alusión a la
metafísica de Descartes. El autor trágico citado era discípulo de
Locke, «filósofo» por lo tanto. (Nota de la edición crítica de Pomeau,
pág. 270.) <<
[5]Alude aquí Voltaire a la actriz Adrienne Lecouvreur que debutó en
el papel de Monime y a la cual, como era habitual para los cómicos,
se negó cristiana sepultura. <<
[6]
F… es Fréron, periodista director de L’Année littéraire a partir de
1754 y enemigo de Voltaire. <<
[7]Tancredo, tragedia de Voltaire, estrenada con gran éxito el 3 de
septiembre de 1760, tiene en el papel principal a Mlle. Clairon que
«llora y hace llorar» a todo París (carta a d’Argental, 1 de
septiembre de 1760), excepto a Fréron. (Nota de la edición crítica de
Pomeau, pág. 272.) <<
[8]
pároli es la jugada del faraón —juego de naipes en el cual se
emplean dos barajas— que se hace no cobrando la suerte ganada,
para cobrar por triplicado si se gana segunda vez. <<
[9]Gauchat era autor de Cartas críticas o análisis y refutación de
diversos escritos modernos en contra de la religión (1753-63),
«novela» en 12 volúmenes en la que se atacaba frecuentemente a
Voltaire. (Nota de la edición crítica de Pomeau, pág. 273.) <<
[10]El arcediano Trublet en sus Ensayos de literatura y moral había
escrito que la Henrtade era aburrida y que se bostezaba al leerla.
Voltaire se había burlado de él: