Abordaje Familiar en Los Cuidados Paliativos M.Cuesta
Abordaje Familiar en Los Cuidados Paliativos M.Cuesta
Abordaje Familiar en Los Cuidados Paliativos M.Cuesta
Resumen
En los cuidados paliativos la unidad de trabajo está constituida por el binomio paciente-familia, al considerarse
la enfermedad terminal como una enfermedad familiar que afecta a cada uno de sus miembros.
Esta situación supone una amenaza para la estabilidad del sistema, generando dinámicas relacionales y
problemas en la comunicación que dificultan la adaptación a la enfermedad. Entre otras, destacamos la
sobreprotección del enfermo, la sobrecarga del cuidador y la conspiración del silencio, las cuáles se deben
prevenir o abordar por parte del equipo.
Finalmente, la enfermedad terminal conecta directamente a la familia con la finitud de la vida y la pérdida de
un ser querido, por lo que resulta fundamental el trabajo del duelo, así como favorecer el desarrollo de una
muerte digna del paciente.
Palabras clave: cuidados paliativos, modelo circumplejo del funcionamiento familiar, sobrecarga del cuidador,
conspiración del silencio, terapia de la dignidad
Abstract
In palliative care the work unit is made up of the patient-family binomial, as terminal illness is considered a
family disease that affects each of its members.
digital de Medicina Psicosomática y Psicoterapia. Volúmen 11, nº 2. Septiembre 2021
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This situation has become a threat to the stability of the system, resulting in relational dynamics and
communication problems that make it difficult to adapt to the disease. Among others, we want to highlight the
overprotection of the patient, the overload of the caregiver and the conspiracy of silence, which must be
prevented or addressed by the team.
Finally, the terminal illness directly connects the family with the finiteness of life and the loss of a loved one,
making the grieving process essential, as well as supporting the dignified death of the patient.
Keywords: palliative care, circumplexed model of family operation, caregiver overload, conspiracy of silence,
therapy of dignity
La Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) fue fundada en 1992 con el objetivo, entre otros, de
mejorar la calidad de la atención a los enfermos terminales y sus familiares. Para ello, establece la necesidad
de, no solo prestar atención a los factores físicos, sino también a los sociales, espirituales y psicológicos, siendo
primordial el bienestar y la promoción de la dignidad y la autonomía de los enfermos y sus familias (SECPAL,
2014).
Los cuidados paliativos centran su trabajo en la situación terminal, la cual tiene las siguientes características
(SECPAL, 2014):
Las bases sobre las que se asienta son las siguientes (Barbero, 2010):
1. Se prioriza el CUIDAR frente al CURAR, por lo que sigue teniendo sentido cuando la medicina no ha
conseguido su objetivo. Este hecho, supone para los médicos una gran frustración, ya que choca con
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una medicina que se considera omnipotente y que todo lo puede, excepto la muerte. Ya advertía
Paracelso que, “ la gran virtud de la medicina era la “modestia”, saber cuándo la naturaleza dice basta
y respetar ese basta; no hacerlo lleva al tristemente célebre “encarnizamiento terapéutico”, que de
terapéutico no tiene nada y sí mucho de encarnizamiento. Hacemos cosas porque no podemos tolerar
no hacer nada, incluso cuando esa sería la mejor opción” (Flichtentrei y Mastandueño, 2014, p.9).
2. Se valora la subjetividad y el tratamiento individualizado, teniendo en cuenta factores personales,
espirituales o emocionales. (Porta 2004, citado en Barbero, 2010). Esta idea contrasta con la medicina
actual, en la que existe un proceso de deshumanización, es decir, se deja de ver al paciente y sólo se
ve la enfermedad. En palabras del Dr. Horacio Jinich (citado en Mejía, 1991, p.81): "Se ha acusado al
médico actual de que, al encontrarse con el paciente, ya no se pregunta: ¿quién es este hombre?, sino
¿qué tiene este caso? El paciente se ha convertido en objeto: se le interroga, pero no hay diálogo; se
le hace una historia, más no una entrevista clínica; se presta más atención a la enfermedad que al
enfermo, que es visto como un "portador" de la enfermedad o terreno donde ella se desarrolla".
3. Se reconoce la relevancia de otros profesionales implicados en el cuidado y acompañamiento del
paciente. Por lo que se da una gran importancia al trabajo interdisciplinar.
4. Tiene una función preventiva, en la que no se conceptualiza la muerte como algo patológico, sino como
una parte natural de la vida. Esta visión, contrasta con la sociedad actual, en la que el lema es que
“todo lo podemos” y que se dedica a dar la espalda a la muerte, marcando distancias con actuaciones
como trasladar el velatorio de la casa a lugares fríos y neutros. El acercamiento al fin de la vida resulta
una tarea compleja ya que constituye un límite a nuestra falsa omnipotencia.
5. La unidad de trabajo es tanto el paciente como la familia, considerando igual de importante el proveer
cuidados a ambos. Así, los familiares no son sólo vistos como meros cuidadores, sino que son personas
con necesidades que requieren ser atendidas.
En relación a este último punto, en este artículo vamos a profundizar en el abordaje llevado a cabo con los
familiares de enfermos terminales, teniendo en cuenta que la enfermedad mortal afecta a todos los miembros
involucrados durante todas las fases (Doka y Aldekoa, 2010).
LA IMPORTANCIA DE LA FAMILIA
La familia es un elemento básico para poder garantizar el cuidado del paciente terminal, siendo necesario su
participación activa durante todo el proceso (Benítez del Rosario 1998, citado en Cobos et al., 2002a). Como
hemos mencionado previamente, es necesario prestar atención y proveer de cuidados a los familiares, ya que
enfrentarse a una enfermedad terminal supone una situación de crisis que implica afectaciones en múltiples
niveles.
De esta manera, podemos encontrar dificultades a nivel físico, como por ejemplo cansancio, pérdida del
apetito, cambios en el peso, alteraciones en los ritmos cronobiológicos, etc. En el ámbito emocional, son
frecuentes las reacciones de negación, cólera, miedo y la ambivalencia afectiva, la cual se caracteriza por
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sentimientos contradictorios, en los que por un lado se desea cuidar al familiar y seguir teniendo su presencia,
y por otro lado, necesidad de que la situación finalice. Por último, en el área social nos encontramos problemas
laborales, aislamiento social, etc. (Arranz et al., 2005; Cobos et al., 2002a; Jiménez Alcázar, 2016).
Hay que tener en cuenta que todos los síntomas previamente mencionados deberían de ser considerados
dentro de la “normalidad”, en un contexto en el que se espera diariamente la pérdida de un ser querido. ¿Nos
podríamos imaginar a una hija que está esperando la muerte de su padre, que no sienta rabia, impotencia o
que no tenga dificultades para poder dormir? Seguramente nos parecería, lo que menos, extraño. Pero muchas
veces, los profesionales de la Salud Mental, nos adelantamos a tratar estos síntomas como patológicos, poniendo
en algunos casos etiquetas que descontextualizan y desvalorizan el sufrimiento de la persona. Nuestra
intervención, por lo tanto, tendría que ofrecerse cuando observamos que la sintomatología está siendo
desadaptativa, ya sea por su intensidad, duración en el tiempo, por la interferencia que genera en la vida diaria
de la persona, por la falta de apoyo social o, bien, cuando hay una demanda explicita por parte del familiar.
• La edad: tanto de la persona enferma (no es lo mismo la muerte de un abuelo, que ha podido hacer su
proyecto vital, que la de un niño), como de los miembros de la familia (los niños suelen ser excluidos del
entorno de la enfermedad).
• El rol que desempeña la persona enferma: La enfermedad obliga a todos los miembros a un momento de
transición, en el que se tendrán que organizar para hacerse cargo del rol que desempeñaba el enfermo.
Este proceso será mayor si el paciente ocupa una pieza clave en el funcionamiento familiar y puede dificultar
que cada miembro desempeñe sus propias tareas evolutivas o, incluso, la detención del momento evolutivo
(De la Revilla 2001, citado en Cobos et al., 2002a). Por ello, es fundamental encontrar un equilibrio en el
que se facilite que los familiares puedan continuar con sus tareas vitales, realizando repartición de
responsabilidades que compensen la ausencia de uno de sus integrantes y consiguiendo una nueva dinámica
familiar (Cobos et al., 2002a).
• Características psicológicas de cada uno de los miembros y las variables claves del funcionamiento familiar:
Importancia de los vínculos y sentimientos de cohesión, la existencia de una comunicación fluida y abierta,
la flexibilidad que favorece la reorganización, etc.
• El lugar en el que se encuentra ubicado el paciente: Una de las primeras intervenciones llevadas a cabo por
el equipo de paliativos es valorar si el paciente puede ser atendido en el domicilio, siempre y cuando exista
deseos por su parte y la familia puede asumir los cuidados (Astudillo y Mendinueta, 2003). Se ha puesto en
evidencia que el cuidado en casa se relaciona con una mejor calidad de vida del enfermo y tasas más bajas
de enfermedades psiquiátricas en los cuidadores en el momento del duelo (Wright et al., 2010).
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• Los recursos de la familia: Apoyos sociales, vínculos con la familia extensa, nivel de educación, capacidad
de pedir ayuda, etc.
Objetivos terapéuticos
Desde el equipo de cuidados paliativos, según Arranz et al. (2005), el objetivo principal es ayudar a los
familiares a la adaptación a una enfermedad terminal, potenciando las herramientas que tienen para hacer
frente a la situación y disminuyendo su vulnerabilidad, mostrando la disponibilidad del equipo como proveedores
de atención a sus necesidades. En este último aspecto, es importante validar a los familiares como merecedores
de cuidados. Podemos desglosar los principales objetivos específicos en los siguientes (Arranz et al., 2005):
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en la forma, según la cual, el sistema familiar opera, evalúa o se comporta” (McCubbin y Thompson, 1987,
citado en Ruíz, 2015, p. 55).
Este modelo fue desarrollado por Olson, Rusell y Sprenkle entre los años 1979 y 1989 como un intento de
integrar los aspectos teóricos y prácticos, proponiendo una escala que evalúa el funcionamiento familiar (FACES-
III) (Sigüenza, 2015). Se basa en tres dimensiones (Schmidt, Barreyro, y Maglio, 2010):
• La cohesión: Se refiere al nivel de vinculación emocional entre los miembros de la familia. Se tienen en
cuenta los lazos emocionales, las coaliciones/limites, el tiempo/espacio, los amigos/toma de decisiones y
los intereses /recreaciones (Sigüenza, 2015). En función de esta dimensión, podemos encontrar cuatro
tipos de familias (Sigüenza et al., 2017):
1. Desligada: Límites rígidos, no tienen nada en común y no comparten tiempo entre ellos, así como
que cada individuo configura un subsistema.
2. Separada: Cada individuo es un subsistema, los límites externos e internos son semi-abiertos, pero
los límites generacionales están claramente fijados.
3. Unida: Límites externos semi-abiertos e intergeneracionales claros. Existe espacio entre sus
integrantes para su desarrollo.
4. Enredada: Límites difusos, es difícil poder establecer el rol de cada uno de ellos.
Se dice que la enfermedad grave de un miembro de la familia producirá un aumento de la cohesión, aunque
no en todas las familias se dará esta unión, dependiendo de su funcionamiento previo y la tendencia en la que
se encuentre (Astete, 2018).
Cuando surge una enfermedad terminal, se produce una amenaza a la estabilidad y dinámica del sistema,
ante lo que la familia puede actuar de diferentes maneras: algunas mantienen rígidamente la estructura, en
otros casos se disuelve totalmente, etc. Según Ledeberg (1998), la respuesta ideal sería una adecuada
flexibilidad, mientras la familia se va trasformando y probando, hasta encontrar una manera de adaptarse a la
situación estresante (Citado en Cortés-Funes et al., 2012). Así, el tener vínculos fuertes entre sus miembros,
con una estructura familiar flexible que permita la readaptación de sus funciones, y una comunicación abierta y
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honesta entre ellos, va a facilitar la capacidad de la familia para afrontar la enfermedad mortal (Rando 1984,
citado en Doka y Aldekoa, 2010).
Teniendo en cuenta lo anterior, no en todos los casos se consigue que la familia se pueda adaptar, dando
lugar a actuaciones familiares que alteran el funcionamiento familiar y dificultan el afrontamiento de la
enfermedad. En este caso vamos a hablar de la sobreprotección al enfermo, la sobrecarga del cuidador y la
conspiración del silencio
En un estudio llevado a cabo con 130 pacientes con enfermedad terminal, se encontró que el 60% de los
familiares tenían actitudes de sobreprotección con el paciente (Torregrosa et al., 2005).
La intervención se basa en que exista una buena comunicación entre el equipo médico, el paciente y la
familia, así como negociar un plan de cuidados en el que la familia no anule las capacidades del enfermo, como
por ejemplo, que se pueda ocupar del control de su medicación, que siga realizando tareas acorde a sus
posibilidades, etc. (Cobos et al., 2002a).
La Organización Mundial de la Salud (1999), define al cuidador principal como “la persona del entorno de un
paciente que asume voluntariamente el papel de responsable del mismo en un amplio sentido; este individuo
está dispuesto a tomar decisiones por y para el paciente, y a cubrir las necesidades básicas del mismo, ya sea
de manera directa o indirecta”. (Citado en Barbi Pérez, 2015, p.4).
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Se afirma que la sobrecarga del cuidador está directamente relacionada con la duración de la enfermedad y
con el nivel de dependencia del enfermo (Pérez Peñaranda, 2015).
Existen una serie de síntomas y signos que nos permiten reconocerla (Moreira y Turrini, 2011; Aguilar, 2015):
• Síntomas físicos: Por un lado nos encontramos con el agotamiento físico que está directamente relacionado
con el nivel de dependencia del enfermo, teniendo que el familiar hacerse cargo de sus necesidades básicas,
como el aseo, la nutrición, etc. Asimismo, el familiar va realizando menos conductas de autocuidado
(descuidando su alimentación, sus posturas a la hora de dormir, etc.) y tienden a retrasar sus necesidades
de salud al considerar que en este momento son menos importantes o que no tienen tiempo para ello.
• Síntomas psicológicos y emocionales: El hecho de encontrarse con que, a pesar de sus cuidados, no va a
haber una mejora del paciente y que el desenlace es la muerte, genera sentimientos de impotencia y
desvalorización. Predominan síntomas de ansiedad que aparecen en una situación donde existe un peligro
real y de larga duración y que son causados por emociones como el miedo, la preocupación, etc. También
hay que tener en cuenta la presencia de sintomatología depresiva, como la falta de querer hacer cosas,
abandono del aspecto físico, tristeza, etc. Son frecuentes sentimientos de culpabilidad al no poder atender
al resto de los familiares de la misma forma por falta del tiempo, ya que la encargada del cuidado del
enfermo suele ser la cuidadora de todos los miembros de la familia. Finalmente, señalar los problemas de
insomnio que pueden ser generados por las continuas atenciones al enfermo, o bien, porque la persona se
encuentra en un estado de alarma constante que le imposibilita poder conciliar el sueño.
• Aislamiento social: Abandono del trato con otros familiares y amistades, centrando toda su atención y su
tiempo en los cuidados al enfermo, lo cual genera sentimientos de soledad. Surge el miedo a que pueda
suceder algo malo si se encuentra fuera de casa, o bien, porque considera que el paciente no va a tener
compañía, lo que produce que se vaya distanciando del entorno, disminuyendo sus actividades y rutinas y
siendo prisionero de su hogar ( Araya 2014, citado en Aguilar, 2015).
En un estudio llevado a cabo con 419 pacientes ambulatorios con demencia y sus cuidadores, se encontró
que la edad y el tipo de relación que se tuviera con el paciente eran factores determinantes. En cuanto a la
edad, es importante señalar que las personas de más de 55 años tienen mayor riesgo de padecer problemas
emocionales y se sienten menos satisfechos con su vida; al igual que los cuidadores más jóvenes al tener que
compatibilizar su vida laboral con los cuidados del paciente (Rinaldi et al, 2005).
En relación al género, la mayoría suelen ser mujeres. En muchos casos se pueden sentir presionadas debido
a que todavía en nuestra sociedad se atribuye el cuidado familiar al género femenino y se las hace directamente
responsables de estas labores. También nos encontramos casos que la mujer tiene tan integrado este rol, que
asume directamente estas funciones (Moreira y Turrini, 2011). Teniendo en cuenta lo anterior, en los casos en
los que el paciente enfermo es un varón, el peso del cuidado recae en su esposa; pero en los casos inversos,
puede ser frecuente que, si existen hijas, se ocupen en mayor medida ellas que el esposo, o incluso, las nueras.
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En algunos casos, la sobrecarga del cuidador puede llevar a lo que se conoce como “Claudicación Familiar”
que es “la incapacidad de los miembros de una familia para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples
demandas y necesidades del paciente. Si no se resuelve, puede llevar al abandono emocional y al deterioro de
los cuidados del paciente” (Arranz et al., 2005, p.103).
• Conspiración del silencio adaptativa: En este caso, es cuando el paciente no quiere recibir información de
alguna de las partes de su proceso, es decir, no quiere saber la verdad. Esto significa que aún necesita
tiempo para poder asimilarlo. Un proceso intermedio, es en el que el paciente intuye su enfermedad
terminal, pero no lo hace explicito, y realiza preguntas a partir de las cuales se puede deducir su nivel de
información (Barbero, 2006).
• Conspiración del silencio desadaptativa: El paciente quiere conocer la información, pero es la familia quién
se niega a proporcionársela. Tiene como base una dificultad de comunicación entre los familiares y/o
profesionales. A su vez, puede ser parcial, cuando el paciente no conoce el pronóstico, o total, cuando no
conoce ni el pronóstico ni el diagnóstico. (Rodríguez Lago, 2016).
Entre los principales argumentos que existen para justificar estas actuaciones nos encontramos con (Rodríguez-
Castillo, 2015):
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función del nivel de conocimiento sobre su enfermedad, desde no recibir ninguna noticia hasta conocer el
diagnóstico y el mal pronóstico; se encontró que a nivel de síntomas físicos no existían diferencias, pero en
los grupos que recibieron más información sobre su enfermedad terminal, la ansiedad se redujo
considerablemente y, en general, tenían mejor calidad de vida (Nakajima et al., 2013).
2. Autoprotección tanto de los familiares como de los profesionales por su propia incapacidad a enfrentarse a
las reacciones emocionales del paciente.
3. Dificultad de los profesionales para trasmitir malas noticias. En este caso, nos encontramos a veces con la
llamada “conspiración de la palabra”, que se refiere a dar esperanzas con lo que se le dice al paciente, por
ejemplo “podemos ir controlando la enfermedad” (Oliver 1993, citado en Barbero, 2006).
4. Problemas para poder establecer pronósticos precisos.
5. El sentimiento de fracaso que supone para el médico aceptar que no hay una opción curativa del paciente.
6. El tema tabú de la muerte en nuestra sociedad actual.
7. Ciertas creencias generalizadas, como por ejemplo, que si el paciente sabe la verdad puede acelerar el
proceso de muerte.
El perfil de persona conspiradora sería el de un familiar normalmente del género femenino, de una media de
edad de 65 años, con dificultades para comunicarse con el enfermo, miedo a las repercusiones que pueda tener
la información, que se siente desbordada emocionalmente ante la presencia de la muerte y que piensa que es
mejor que la persona ignore su estado terminal (Ruíz Benítez y Coca, 2008).
El mantener la conspiración del silencio genera consecuencias tanto en el paciente, como en la familia y en
el equipo sanitario. Así, en el paciente se le niega su derecho fundamental a tener información sobre su estado
de salud, se favorecen conductas de sobreprotección y el aislamiento del paciente; finalmente se le impide que
pueda tomar decisiones de cómo quiere afrontar su propia muerta y se le quita la opción de poder trasmitir su
propia angustia. En cuanto a los familiares, produce una gran tensión al tener que estar siempre “haciendo un
papel”, disimulando delante del paciente y controlando sus reacciones emocionales; asimismo, puede ser un
precursor del duelo patológico al sentirse culpables por haberle ocultado la verdad al paciente. Para el equipo
sanitario, se impide que se cree una relación de confianza con el enfermo, que es una de las premisas básicas
para poder realizar su trabajo, creándose barreras en la comunicación y creando una relación con el paciente
basada en la cordialidad o creando falsas expectativas. (Cobos, 2002a; Espinosa-Suárez et al., 2017; Gómez
Sancho, 2006).
En un estudio llevado a cabo por Bermejo et al. (2012), se encuentra un desfase entre el grado de
conocimiento de los enfermos y las familias. De esta manera, un 71% de los pacientes desconocen su pronóstico
al ingreso, frente a un 9% de los familiares. Tan sólo el 18,6% no sufría conspiración del silencio.
Es importante tener en cuenta que, en la mayoría de los estudios llevados a cabo en España, un porcentaje
significativo de pacientes sospecha o, incluso está subjetivamente seguro del pronóstico de su enfermedad, a
pesar de la ausencia de información. Asimismo, la mayoría de las familias españolas (entre un 61-73%) se
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oponen a informar al enfermo, lo cual influye en los profesionales. Las demandas de información no son
uniformes en los pacientes, siendo los más jóvenes los que más desearían tener una comunicación abierta
(Núñez Olarte et al., 2001). En este sentido, no nos tenemos que olvidar que existen diferencias individuales en
cuanto al grado que se desea tener de conocimiento de la enfermedad y que los profesionales deben de
adecuarse a ello, ya que, un exceso del mismo, puede tener consecuencias negativas en los pacientes.
La forma de actuar para prevenirla se basaría en ofrecer información veraz sobre la enfermedad, pronóstico,
etc. tanto a los familiares como al paciente. Es imprescindible crear una relación cercana y humana entre el
médico y el enfermo, ya que éstos van a necesitar ser escuchados y recibir palabras reconfortantes de su doctor.
La premisa principal a la hora de dar malas noticias es individualizar, teniendo en cuenta a la persona y familia
que tenemos delante. Es importante que estemos seguros de que lo que se va a trasmitir es información veraz,
buscar un lugar tranquilo y adecuado, averiguar aquello que sabe el paciente, dosificar, dar tiempo para acoger
las reacciones emocionales y ofrecer algo a cambio (paliar el dolor, muerte digna, etc.) (Gómez Sancho, 2006).
En los casos en los que la conspiración del silencio ya está insaturada, tendremos que abordar el entorno
familiar, siempre teniendo en cuenta que no lo hacen por perjudicar al paciente, sino porque ellos creen que de
esta manera le están protegiendo. Para ello, nos tendremos que acercar sin realizar juicios de valor sobre su
actuación, facilitando la expresión emocional de los motivos que han instaurado esta dinámica y trasmitiéndoles
que la no información es contraproducente para el proceso de adaptación del enfermo. Si tras ello, se siguieran
negando, a pesar de que el paciente desea que se le comunique su estado de salud, se puede decidir
unilateralmente informar al enfermo, pero siempre y cuando hayamos intentando previamente realizar un
trabajo comunicativo con la familia. En esta situación, surge un conflicto de lealtades, en el que no nos tenemos
que olvidar tanto de proteger el derecho del paciente como de intentar llegar a un acuerdo con los familiares,
ya que esta actuación puede generar una pérdida de la confianza en el equipo de profesionales. (Barbero,
2006).
Según Tolstoi (citado en Torralba, 1998, p.6) “Morir dignamente significa, ante todo, morir bien acompañado
tanto desde el punto de vista humano como tecnológico, significa ser asistido en toda la integridad, corpórea y
espiritual, significa morir sin sufrir innecesariamente, significa morir con conciencia y esperanza”.
La inclusión del sentido de dignidad se refiere al derecho que tiene toda la persona de ser reconocido como
valioso para él y para sus familiares. Podríamos desglosarlo en tres dimensiones (Campos, 2014):
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1. Adaptación del enfermo a la nueva etapa que está viviendo: debilidad y fragilidad, con dependencia de su
entorno y un cambio abrupto en su sentido del “ser”.
2. Apoyo y protección de la familia y de personas significativas, potenciadores del sentido valioso que
representa el enfermo.
3. Esperanza de significación: poder morir de acuerdo a sus preferencias, a ser respetado en estas últimas
decisiones.
La terapia de la dignidad
En este contexto, surge la Terapia de la Dignidad en 1995, cuando el Doctor Chochinov empezó a explorar
por qué algunos pacientes deseaban la muerte, mientras que otros, con sintomatología similar, podían tener
cierta serenidad (Chochinov et al., 2008). El objetivo es abordar la angustia psicosocial y existencial de los
pacientes terminales para generar un sentido de significado y propósito, reduciendo de esta manera el
sufrimiento. Consiste en hacer una serie de preguntas al paciente acerca de su historia de vida, cosas por las
que se ha sentido orgulloso, palabras que le gustaría trasmitir a su familia, etc. Las sesiones de terapia se
transcriben y se revisa conjuntamente el manuscrito final. Este documento de generatividad se devuelve al
paciente para legar a un familiar o amigo (Chochinov et al., 2005).
1. Dime un poco sobre tu historia de vida, particularmente las partes que recuerdes o
pienses como las más importantes. ¿Cuándo te sentiste más vivo?
2. ¿Hay algunas cosas específicas que te gustaría que tu familia supiera sobre ti y hay
algunas cosas particulares que te gustaría que ellos recordaran?
3. ¿Cuáles son los roles más importantes que has desempeñado en tu vida?
4. ¿Cuáles son tus logros más importantes y que te hace sentir orgulloso?
5. ¿Hay cosas particulares que sientes que aún necesitan decir a tus seres queridos, o
cosas que te gustaría poder decir una vez más?
6. ¿Cuáles son tus esperanzas y tus sueños para tus seres queridos?
7. ¿Qué has aprendido sobre la vida que te gustaría trasmitir a los demás?
8. ¿Qué consejo o palabras te gustaría trasmitir a tu hijo/hija, esposo/esposa…?
9. ¿Hay palabras o, incluso, instrucciones que te gustaría decir a tus familiares para
ayudarlos a prepararse para el futuro?
10. ¿Hay otras cosas que te gustaría incluir?
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En un estudio llevado a cabo por los anteriores autores, el 95% de los familiares informaron que la terapia
había ayudado a los pacientes, empoderándolos, aumentando su sentimiento de dignidad o su propósito.
Respecto al impacto en la familia, el 78% refirió que la generatividad del documento les ayudó durante su
tiempo de duelo, el 76% de que seguiría siendo una fuente de consuelo para ellos y el 95% que recomendaría
esta terapia para otros familiares de pacientes terminales (McClement et al., 2007).
Zisook (2000) afirma: "quizás el medio más poderoso de mitigar la angustia de perder a un ser querido es
mantener una relación continua con la persona fallecida”. (Citado en McClement et al., 2007, p. 1080)
EL DUELO
El duelo se puede definir como “el conjunto de procesos psicológicos y psicosociales que siguen a la perdida
de una persona con la que el sujeto en duelo estaba psicosocialmente vinculado" (Cabodevilla, 2007, p. 165).
Es una reacción normal ante la muerte de un ser querido, por lo que en la mayoría de los casos, no va a ser
necesario realizar una intervención psicoterapéutica. En los casos de enfermos terminales, el proceso comienza
antes de que se produzca la muerte y finaliza cuando la persona puede pensar en el fallecido sin fuertes
reacciones emocionales.
Los factores condicionantes para su evolución que el equipo tiene que tener presentes tras el fallecimiento
del familiar son los siguientes (Rodríguez et al., 1998):
• El momento del fallecimiento: Si se produce dentro del tiempo que se consideró estimado o no.
• El lugar: Una gran cantidad de pacientes reciben atención en su domicilio y, como hemos mencionado
previamente en este artículo, permanecer en casa suele relacionarse con una mejor evolución.
• Los síntomas presentes y el grado de control alcanzado.
• El proceso y tiempo de duración de la agonía: Una muerte precipitada puede llevar a generar una gran
ansiedad a los familiares, pero del mismo modo, una larga agonía puede generar agotamiento físico y
mental de los cuidadores.
• Complicaciones surgidas en el momento del fallecimiento.
• La situación emocional del paciente y la familia, así como el grado de ajuste y de conocimiento de ambos
ante la situación.
• Duelo anticipado: Dolor experimentado por el paciente y la familia antes de la muerte, ya que ésta se
considera inevitable. Ayuda a los familiares a poder prepararse para la pérdida de su ser querido. Comienza
en el momento en el que se informa de un pronóstico de incurabilidad. Es una experiencia muy estresante,
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ya que diariamente se convive con la incertidumbre de cuándo se producirá el desenlace final, preparándose
para la muerte mientras se tiene al familiar presente físicamente (Durán, 2019).
• Duelo hiperagudo: Inmediatamente después del fallecimiento. Se caracteriza por reacciones de shock
emocional y suele durar horas o pocos días. Pueden existir reacciones físicas intensas como opresión en el
pecho. Tras ello, aparece el duelo agudo que dura meses, en el que se disminuye la intensidad de los
síntomas físicos y predomina las respuestas de negación. En ese momento la persona no puede aceptar
emocionalmente la pérdida, aunque sí racionalmente.
• Periodo intermedio: Supone el reinicio de la vida cotidiana y la persona empieza a ser consciente de la
realidad de la pérdida. Comienza a realizar múltiples duelos de su vida diaria y algunas veces se distancia
de su entorno más cercano. Progresivamente, la persona va aceptando emocionalmente la pérdida. Dura
entre uno y dos años.
• Período tardío y duelo resuelto: La persona rehace su vida, se redefine. Los recuerdos del fallecido ya no
generan dolor, sino nostalgia.
No siempre la persona es capaz de poder adaptarse a la pérdida de un ser querido, quedando estancada en
alguno de los anteriores momentos. De esta manera, cuando existe una relación con el fallecido caracterizada
por elevada hostilidad no expresada y ambivalencia, es más frecuente que se genere un duelo patológico. Otro
tipo de relación que suele producir problemas es la narcisista, en la que el fallecido sería una extensión de la
persona, y por lo tanto, su pérdida supone una pérdida de una parte de sí mismo. Asimismo, en los casos en
los que existe una relación de dependencia también suele dificultar el proceso. Finalmente, en algunos casos la
muerte abre heridas anteriores, sería una forma de retraumatización que dificulta el duelo. (Worden, Aparicio
y Barberán, 2013).
Así, podemos diferenciar los siguientes tipos de duelo complicado (Cabodevilla, 2007; Cobos, 2002b; Worden
et al., 2013):
1. Duelo crónico: Se caracteriza por la duración excesivamente prolongada, que puede durar años y en el que
a veces hay fuertes sentimientos de desesperación. Toda la vida de la persona gira en torno al fallecido,
siendo frecuentes las momificaciones (continuar dejando objetos o pertenencias del fallecido de manera
intacta) y las reacciones de aniversario.
2. Duelo congelado o retrasado: La persona en el momento de la pérdida no ha tenido afectación emocional
o, si la ha tenido, no ha sido suficiente. Suele aparecer más tarde con motivo de otra pérdida, apareciendo
de forma desmesurada. Se debe de sospechar de aquellos que tras la pérdida comienza a tener una
hiperactividad exagerada para no pensar en lo sucedido.
3. Duelo enmascarado: Puede que existan síntomas, principalmente de tipo somático, o conductas que le
causan sufrimiento y que no relaciona con la pérdida. Suelen acudir a los servicios especializados con
quejas orgánicas, sin hacer referencia al fallecimiento.
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4. Duelo exagerado: Intensificación de la reacción emocional del duelo, en el que la persona se siente
desbordada y recurre a conductas desadaptativas. Son conscientes de su relación con la pérdida. Suelen
darse patologías psiquiátricas como la depresión.
Para la prevención del duelo patológico, es importante que se pueda hablar con los familiares antes de que
la muerte se produzca y acompañar tras el fallecimiento, facilitando que puedan llevar a cabo las tareas del
duelo (Worden, 1997, citado en Payás, 2012): aceptar la realidad de la pérdida, trabajar las emociones y el
dolor de la pérdida, adaptarse a un medio en el que el fallecido ya no está y recolocar emocionalmente al
fallecido y seguir viviendo.
CONCLUSIONES
El recibir la noticia de que un miembro de la familia tiene una enfermedad terminal supone un acontecimiento
vital estresante tanto para los familiares como para el paciente. Solemos vivir con la llamada “ilusión de
invulnerabilidad”, que se basa en la tendencia de las personas a considerar que tienen menos probabilidades
que el resto de que le ocurran eventos negativos (Concha et al., 2012). Así, mantenemos la ilusión de que nunca
tendremos que atravesar una situación tan dolorosa como la llegada de una enfermedad mortal en nuestro
entorno, dando de esta manera la espalda a la muerte. Esta actitud se ve reforzada por una sociedad en la que
la muerte es un tema tabú, en la que prima el consumismo y vivimos deprisa, sin poder parar a pensar en la
muerte, ya que, si lo hiciéramos, nos haríamos conscientes de la finitud propia y de nuestros allegados, con la
ansiedad y el miedo que ello genera. De esta manera, al recibir el diagnóstico, la muerte se anuncia de manera
silenciosa, sin preverlo, provocando en muchos casos reacciones de negación porque, “esto no puede estar
pasando en nuestra familia”.
Pero progresivamente, la muerte va entrando en cada rincón de la casa. Una casa, en la que existe un
funcionamiento previo de sus miembros y que, ahora, tendrá que realizar reajustes para poder adaptarse a esta
nueva situación. Se hace fundamental que el equipo de paliativos ayude a este proceso, facilitando que se
reorganicen los roles, que exista implicación de todos los miembros de la familia en los cuidados y que haya
una comunicación fluida. Porque, los problemas en la comunicación, afectarán tanto a la cohesión de sus
miembros como a la reestructuración familiar. De esta manera, cuando se instaura la conspiración del silencio,
todos comienzan a hacer una gran obra de teatro, y son todos, porque el paciente, al que consideramos
ignorante de su estado, es el mejor experto de su cuerpo y sabe que algo está fallando, pero se hace imposible
verbalizarlo, ya que, “no se puede hablar del gran secreto”. Así, se instaura una dinámica en la que paciente y
familia consideran que se están protegiendo mutuamente, cuando en realidad lo único que se consigue es
aumentar la distancia emocional entre ellos y favorecer la sobreprotección del enfermo.
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Las dinámicas familiares disfuncionales comentadas en este trabajo, van a tener repercusiones en el proceso
de duelo, generando en ocasiones sentimientos de culpabilidad por no haber podido despedirse del familiar, por
haberle ocultado la verdad, por desear que llegara el momento final debido a la sobrecarga del cuidador, etc.
Por todo ello, se considera imprescindible el trabajo con el enfermo y sus familiares como un todo estructurado.
Se hace de vital importancia favorecer una muerte digna, en la que no queden asuntos inacabados, siendo una
valiosa alternativa la Terapia de la Dignidad para que tanto la familia como el paciente puedan otorgar
significado a la muerte.
Finalmente, según el Comité Europeo de Salud Pública, 1981 (citado en López-Casero y Cerezo, 2011) “Se
muere mal cuando la muerte no es aceptada, se muere mal cuando los profesionales sanitarios no están
formados en el manejo de las reacciones emocionales que emergen en la comunicación con los pacientes; se
muere mal cuando se abandona la muerte al ámbito de lo irracional, al miedo, a la soledad, en una sociedad
donde no se sabe morir”.
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