La Política y El Idioma Inglés

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La política y el idioma inglés

George Orwell

La mayoría de las personas que de algún modo se preocupan por el tema


admitiría que el lenguaje va por mal camino, pero por lo general suponen que
no podemos hacer nada para remediarlo mediante la acción consciente.
Nuestra civilización está en decadencia y nuestro lenguaje —así se
argumenta— debe compartir inevitablemente el derrumbe general. Se sigue
que toda lucha contra el abuso del lenguaje es un arcaísmo sentimental, así
como cuando se prefieren las velas a la luz eléctrica o los cabriolés a los
aeroplanos. Esto lleva implícita la creencia semiconsciente de que el lenguaje
es un desarrollo natural y no un instrumento al que damos forma para
nuestros propios propósitos.
Ahora bien, es claro que la decadencia de un lenguaje debe tener, en últimas,
causas políticas y económicas: no se debe simplemente a la mala influencia
de este o aquel escritor. Pero un efecto se puede convertir en causa, reforzar
la causa original y producir el mismo efecto de manera más intensa, y así
sucesivamente. Un hombre puede beber porque piensa que es un fracasado, y
luego fracasar por completo debido a que bebe. Algo semejante está
sucediendo con el lenguaje inglés. Se ha vuelto tosco e impreciso porque
nuestros pensamientos son disparatados, pero la dejadez de nuestro lenguaje
hace más fácil que pensemos disparates. El punto es que el proceso es
reversible. El inglés moderno, en especial el inglés escrito, está plagado de
malos hábitos que se difunden por imitación y que podemos evitar si estamos
dispuestos a tomarnos la molestia. Si nos liberamos de estos hábitos podemos
pensar con más claridad, y pensar con claridad es un primer paso hacia la
regeneración política: de modo que la lucha contra el mal inglés no es una
preocupación frívola y exclusiva de los escritores profesionales. Volveré
sobre esto y espero que, en ese momento, sea más claro el significado de lo
que he dicho hasta aquí. Entre tanto, he aquí cinco especímenes del lenguaje
inglés tal como se escribe habitualmente.
No elegí estos cinco pasajes porque fueran especialmente malos —podría
haber citado otros mucho peores si lo hubiese querido— sino porque ilustran
algunos de los vicios mentales que hoy padecemos. Están un poco por debajo
del promedio, pero son ejemplos bastante representativos. Los enumero para
que pueda remitirme a ellos cuando sea necesario:
1. De hecho, no estoy seguro de que no sea válido decir que el Milton que
alguna vez parecía no ser diferente de un Shelley del siglo XVII no se
convirtiera, a partir de una experiencia siempre más amarga cada año, más
ajena [sic] al fundador de esa secta jesuita que nada podía inducirlo a tolerar
(Harold Laski, Ensayo sobre la libertad de expresión).
2. Por encima de todo, no podemos hacer saltar una piedra sobre el agua con
una batería nativa de modismos que prescribe tolerar colocaciones egregias
de vocablos como las del inglés básico “dejar que pase” en vez de “tolerar” o
“dejar perdido” en vez de “desconcertar” (Profesor Lancelot
Hogben, Interglossia).
3. Por una parte, tenemos la libre personalidad: por definición ésta no es
neurótica, pues no tiene conflictos ni sueños. Sus deseos, tal como son, son
transparentes, pues son justamente lo que la aprobación institucional
mantiene en el primer plano de la conciencia; otro modelo institucional
alteraría su número e intensidad; hay poco en ellos que sea natural,
irreducible o culturalmente peligroso. Pero, por otra parte, el vínculo social
no es más que el reflejo mutuo de estas integridades autoprotegidas.
Recordemos la definición de amor. ¿No es éste el retrato de un académico
menor? ¿Dónde hay lugar en esta sala de espejos para la personalidad o la
fraternidad? (Ensayo sobre la psicología en la política, Nueva York).
4. Todas las “excelentes personas” de los clubes de caballeros, y todos los
capitanes fascistas frenéticos, unidos en su odio común al socialismo y en el
horror bestial a la marea creciente del movimiento de masas revolucionario,
han recurrido a acciones provocadoras, a discursos incendiarios, a leyendas
medievales de pozos envenenados, para legalizar la destrucción de las
organizaciones proletarias, y para despertar en la pequeña burguesía agitada
el fervor chauvinista en nombre de la lucha contra la salida revolucionaria de
la crisis (Panfleto comunista).
5. Para infundir un nuevo espíritu en este vetusto país, hay que abordar una
reforma espinosa y contenciosa, la de la humanización y la galvanización de
la BBC. Aquí, la timidez revelará el cáncer y la atrofia del alma. El corazón
de Gran Bretaña puede estar sano y latir con fuerza, por ejemplo, pero el
rugido del león británico es, en el presente, como el de Berbiquí en Sueño de
una noche de verano de Shakespeare, tan gentil como el arrullo de una
paloma. La nueva Gran Bretaña viril no se puede seguir traduciendo indefini-
damente a los ojos o, mejor, a los oídos del mundo mediante las languideces
estériles de Langham Palace, disfrazadas desvergonzadamente de “inglés
estándar”. ¡Cuando la Voz de Gran Bretaña se escucha a las 9 en punto, es de
lejos mejor e infinitamente menos ridículo escuchar haches pronunciadas
honestamente que los actuales sonsonetes melifluos, afectados, inflados e
inhibidos de esas doncellas virginales que murmuran tímidamente “¡Yo no
fui!” (De una carta al Tribune).
Cada uno de estos pasajes tiene faltas propias, pero, además de la fealdad
evitable, tienen dos cualidades comunes. La primera, las imágenes trilladas;
la segunda, la falta de precisión. El escritor tiene un significado y no puede
expresarlo, o dice inadvertidamente otra cosa, o le es casi indiferente que sus
palabras tengan o no significado. Esta mezcla de vaguedad y clara
incompetencia es la característica más notoria de la prosa inglesa moderna, y
en particular de toda clase de escritos políticos. Tan pronto se tocan ciertos
temas, lo concreto se disuelve en lo abstracto y nadie parece capaz de
emplear giros del lenguaje que no sean trillados: la prosa emplea menos y
menos palabras elegidas a causa de su significado, y más y más expresiones
unidas como las secciones de un gallinero prefabricado. A continuación
enumero, con notas y ejemplos, algunos de los trucos mediante los que se
acostumbra evadir la tarea de componer la prosa:
Metáforas moribundas. Una metáfora que se acaba de inventar ayuda al
pensamiento evocando una imagen visual, mientras que una metáfora
técnicamente “muerta” (por ejemplo, “una férrea determinación”) se ha
convertido en un giro ordinario y por lo general se puede usar sin pérdida de
vivacidad. Pero entre estas dos clases hay un enorme basurero de metáforas
gastadas que han perdido todo poder evocador y que se usan tan sólo porque
evitan a las personas el problema de inventar sus propias frases. Veamos
algunos ejemplos: “doblar las campanas por”, “blandir el garrote”, “mantener
a raya”, “pisotear los derechos ajenos”, “marchar hombro a hombro”,
“hacerle la jugada a”, “no casar pelea”, “echar grano al molino”, “pescar en
río revuelto”, “al orden del día”, “el talón de Aquiles”, “canto del cisne”,
“estercolero”. Muchas de ellas se usan sin saber su significado (¿qué es una
“fisura”, por ejemplo?) y muchas veces se mezclan metáforas incompatibles,
un signo seguro de que el escritor no está interesado en lo que dice. Algunas
metáforas que hoy son comunes se han alejado de su significado original sin
que quienes las usan sean conscientes de ese hecho. Por ejemplo, “mantener a
raya” a veces se confunde con “trazar la raya”. Otro ejemplo es el del martillo
y el yunque, que hoy siempre se usa con la implicación de que el yunque
recibe la peor parte. En la vida real es siempre el yunque el que rompe el
martillo, nunca al contrario: un escritor que se detuviese a pensar en lo que
está diciendo evitaría pervertir la expresión original.
Operadores o extensiones verbales falsas. Éstas evitan el problema de elegir
los verbos y sustantivos apropiados, y al mismo tiempo atiborran cada
oración con sílabas adicionales que le dan una apariencia de simetría.
Algunas expresiones características son “volver no operativo”, “militar
contra”, “hacer contacto con”, “estar sujeto a”, “dar lugar a”, “dar pie a”,
“tener el efecto de”, “cumplir un papel (rol) principal en”, “hacerse sentir”,
“surtir efecto”, “exhibir la tendencia a”, “servir el propósito de”, etc. El
principio básico es eliminar los verbos simples. En vez de una sola palabra,
como romper, detener, despojar, remendar, matar, un verbo se convierte en
una frase, formada por un sustantivo o un adjetivo unido a un verbo de
propósito general, como resultar, servir, formar, desempeñar, volver.
Además, dondequiera que es posible, se prefiere usar la voz pasiva a la voz
activa, y construcciones sustantivadas en vez de gerundios (“mediante el
examen” en vez de “examinando”). La gama de verbos se restringe aún más
usando formas verbales que terminan en “izar” o empiezan con “des”, y se da
a las afirmaciones triviales una apariencia de profundidad empleando
expresiones que empiezan por “no” en vez de usar el prefijo “in”, como “no
fundado” en vez de “infundado”. Las conjunciones y preposiciones simples
se sustituyen por expresiones tales como “con respecto a”, “teniendo en
consideración que”, “el hecho de que”, “a fuerza de”, “en vista de”, “en
interés de”, “de acuerdo con la hipótesis según la cual”; y se evita terminar
las oraciones con un anticlímax mediante lugares comunes tan resonantes
como “tan deseado”, “no se puede dejar de tener en cuenta”, “un desarrollo
que se espera en el futuro cercano”, “merecedor de seria consideración”,
“llevado a una conclusión satisfactoria”, etcétera.
Dicción pretenciosa. Palabras como fenómeno, elemento, individual (como
sustantivo), objetivo, categórico, efectivo, virtual, básico, primario,
promover, constituir, exhibir, explotar, utilizar, eliminar, liquidar, se usan
para adornar una afirmación simple y dar un tono de imparcialidad científica
a juicios sesgados. Adjetivos como epocal*, épico, histórico, inolvidable,
triunfante, antiguo, inevitable, inexorable, verdadero, se usan para dignificar
el sórdido proceso de la política internacional, mientras que los escritos que
glorifican la guerra adoptan un tono arcaico, y sus palabras características
son: dominio, trono, carroza, mano armada, tridente, espada, escudo, coraza,
bota militar, clarín. Se usan palabras y expresiones extranjeras, como “cul de
sac”, “ancien régime”, “deus ex machina”, “mutatis mutandis”, “status quo”,
“Gleichschaltung”, “Weltanschauung” para dar un aire de cultura y elegancia.
Salvo las abreviaturas útiles “i. e.”, “e. g.”, y “etc.”, no hay ninguna
necesidad real de tantos centenares de locuciones extranjeras que hoy son
corrientes en el lenguaje inglés. Los malos escritores, en especial los
escritores científicos, políticos y sociológicos, casi siempre están
obsesionados por la idea de que las palabras latinas o griegas son más
grandiosas que las sajonas, y palabras innecesarias como expedito, mejorar,
predecir, extrínseco, desarraigado, clandestino, subacuático y otros cientos
más ganan terreno sobre las anglosajonas. La jerga peculiar de los escritos
marxistas (hiena, verdugo, caníbal, pequeño burgués, estos hidalgos, lacayo,
adulador, perro rabioso, guardia blanco, etc.) está integrada por palabras
traducidas del ruso, el alemán o el francés; pero la manera normal de acuñar
una nueva palabra es usar la raíz latina o griega con la partícula apropiada y,
donde sea necesario, el sufijo de tamaño. A menudo es más fácil formar
palabras de esta clase (desregionalizar, impermisible, extramarital, no
fragmentario, etc.) que pensar palabras inglesas que tengan ese significado.
En general, el resultado es un aumento de la dejadez y la vaguedad.
Palabras sin sentido. En ciertos escritos, en particular los de crítica de arte y
de crítica literaria, es normal encontrar largos pasajes que carecen casi
totalmente de significado. Palabras como romántico, plástico, valores,
humano, muerto, sentimental, natural, vitalidad, tal como se usan en crítica
de arte, son estrictamente un sinsentido, por cuanto no sólo no señalan un
objeto que se pueda descubrir, sino que ni siquiera se espera que el lector lo
descubra. Cuando un crítico escribe “El rasgo sobresaliente de la obra del
señor X es su cualidad vital”, mientras que otro escribe “Lo que atrae de
inmediato la atención en la obra del señor X es su tono mortecino peculiar”,
el lector acepta esto como una simple diferencia de opinión. Si se emplearan
palabras como “negro” y “blanco”, en vez de los términos de jerga “vida” y
“muerte”, se vería en seguida que el lenguaje se está usando de manera
impropia. Se abusa asimismo de muchos términos políticos. El término
fascismo hoy no tiene ningún significado excepto en cuanto significa “algo
no deseable”. Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico,
realista, justicia tienen varios significados diferentes que no se pueden
reconciliar entre sí. En el caso de una palabra como democracia, no sólo no
hay una definición aceptada sino que el esfuerzo por encontrarle una choca
con la oposición de todos los bandos. Se piensa casi universalmente que
cuando llamamos democrático a un país lo estamos elogiando; por ello, los
defensores de cualquier tipo de régimen pretenden que es una democracia, y
temen que tengan que dejar de usar esa palabra si se le da un significado. A
menudo se emplean palabras de este tipo en forma deliberadamente
deshonesta. Es decir, la persona que las usa tiene su propia definición
privada, pero permite que su oyente piense que quiere decir algo bastante
diferente. Declaraciones como “El mariscal Petain era un verdadero patriota”,
“La prensa soviética es la más libre del mundo”, “La Iglesia católica se opone
a la persecución” casi siempre tienen la intención de engañar. Otras palabras
que se emplean con significados variables, en la mayoría de los casos con
mayor o menor deshonestidad son: clase, totalitario, ciencia, progresista,
reaccionario, burgués, igualdad.
Después de haber expuesto este catálogo de estafas y perversiones,
permítanme dar otro ejemplo del tipo de escritura que lleva a ellas. Esta vez
su naturaleza debe ser imaginaria. Voy a traducir un pasaje de buen inglés en
inglés moderno de la peor especie. He aquí un verso muy conocido
del Eclesiastés:
Retorné y vi que bajo el sol la carrera no es de los veloces, ni la batalla de los
fuertes, ni el pan para el sabio, ni las riquezas para los hombres de
conocimiento, ni el favor para los capaces; sino que el tiempo y la
oportunidad acontecen a todos ellos.
Helo aquí en inglés moderno:
Las consideraciones objetivas de los fenómenos contemporáneos obligan a
concluir que el éxito o el fracaso en las actividades competitivas no exhibe
ninguna tendencia conmensurable con la capacidad innata, sino que es un
notable elemento de que lo imprevisible debe tenerse invariablemente en
cuenta.
Ésta es una parodia, pero no muy tosca. El numeral 3, por ejemplo, contiene
varios retazos de ese mismo tipo de inglés. Verán que no hice una traducción
completa. El principio y el final de la frase siguen el sentido original muy de
cerca, pero en el medio las ilustraciones concretas —carrera, batalla, pan—
se disuelven en expresiones vagas como “éxito o fracaso en las actividades
competitivas”. Esto tenía que ser así, porque ninguno de los escritores
modernos que estoy examinando —ninguno capaz de usar frases como “las
consideraciones objetivas de los fenómenos contemporáneos”— expresaría
sus pensamientos en esa forma tan precisa y detallada. La tendencia general
de la prosa moderna es alejarse de la concreción. Ahora analicemos estas dos
oraciones un poco más de cerca. La primera consta de 51 palabras y sólo 86
sílabas, y todas sus palabras se usan en la vida cotidiana. La segunda consta
de 44 palabras y 108 sílabas: muchas de ellas tienen raíz latina y algunas
griega. La primera frase contiene seis imágenes vívidas, y sólo una expresión
(“tiempo y oportunidad”) que se puede llamar vaga. La segunda no contiene
ni una sola expresión fresca, llamativa, y a pesar de sus más de 100 sílabas
sólo da una versión recortada del significado de la primera. Y es sin una duda
el segundo tipo de expresiones el que está ganando terreno en el inglés
moderno. No quiero exagerar. Este tipo de escritura no es aún universal, y los
brotes de simplicidad aparecen aquí y allá en la página peor escrita. Sin
embargo, si a usted o a mí nos pidieran que escribiéramos unas líneas sobre la
incertidumbre del destino humano, es probable que estuviéramos más cerca
de mi frase imaginaria que del Eclesiastés. Como he intentado mostrar, lo
peor de la escritura moderna no consiste en elegir las palabras a causa de su
significado e inventar imágenes para hacer más claro el significado. Consiste
en pegar largas tiras de palabras cuyo orden ya fijó algún otro, y hacer
presentables los resultados mediante una trampa. El atractivo de esta forma
de escritura es que es fácil. Es más fácil —y aun más rápido, una vez se tiene
el hábito— decir “En mi opinión no es un supuesto injustificable” que decir
“Pienso”. Si usted usa frases hechas, no sólo no tiene que buscar las palabras;
tampoco se debe preocupar por el ritmo de las oraciones, puesto que por lo
general ya tienen un orden más o menos eufónico. Cuando se redacta de prisa
—cuando se dicta a un taquígrafo, por ejemplo, o se hace un discurso público
— es natural caer en un estilo latinizado y pretencioso. Muletillas como “una
consideración que debemos tener en mente” o “una conclusión con la que
todos estaríamos de acuerdo” ahorran a muchos una expresión cuya
construcción les produciría un síncope. El empleo de metáforas, símiles y
modismos trillados ahorra mucho esfuerzo mental, a costa de que el
significado sea vago, no sólo para el lector sino también para el que escribe.
Ésta es la importancia de la mezcla de metáforas. El único fin de una
metáfora es evocar una imagen visual. Cuando estas imágenes chocan —
como “El pulpo fascista cantó la canción del cisne”, “la bota militar fue
arrojada al crisol”— se puede dar por cierto que el autor no está viendo la
imagen mental de los objetos que está nombrando; en otras palabras, que no
está pensando realmente. Veamos de nuevo los ejemplos que presenté al
comienzo de este ensayo. El profesor Laski (1) usa cinco negativos en 54
palabras. Uno de éstos es superfluo y quita sentido a todo el pasaje, y además
hay un desliz —ajeno por afín— que agrava el sinsentido, y varias muestras
evitables de torpeza que aumentan la vaguedad general. El profesor Hogben
(2) hace saltar una piedra en el agua con una batería capaz de prescribir
reglas, y, al tiempo que desaprueba la expresión cotidiana que utiliza, no está
dispuesto a buscar “egregio” en el diccionario para ver qué significa; (3), si
se adopta una actitud poco caritativa, simplemente carece de sentido: tal vez
se podría desentrañar su significado intencional leyendo todo el artículo en el
que aparece. En (4) el autor sabe más o menos lo que quiere decir, pero la
acumulación de frases trilladas ahoga el sentido como la hojas de té
obstruyen un lavaplatos. En (5) las palabras y el significado casi no guardan
relación. La gente que escribe de esta manera manifiesta un significado
emocional general —detesta una cosa y quiere expresar solidaridad con otra
— pero no está interesada en los detalles de lo que está diciendo. En cada
oración que escribe, un escritor cuidadoso se hace al menos cuatro preguntas,
a saber:
¿Qué intento decir?
¿Qué palabras lo expresan?
¿Qué imagen o modismo lo hace más claro?
¿Esta imagen es suficientemente nueva para producir efecto?
Y quizá se haga dos más:
¿Puedo ser más breve?
¿Dije algo evitablemente feo?
Pero usted no está obligado a encarar todo este problema. Puede evadirlo
dejando la mente abierta y permitiendo que las frases hechas lleguen y se
agolpen. Ellas construirán las oraciones por usted —y, hasta cierto punto,
incluso pensarán sus pensamientos por usted— y si es necesario le prestarán
el importante servicio de ocultar parcialmente su significado, aun para usted
mismo. A estas alturas, la conexión especial entre política y degradación del
lenguaje se torna clara.
En nuestra época es una verdad general que los escritos políticos son malos
escritos. Cuando no es así, el escritor es algún rebelde que expresa sus
opiniones privadas y no la “línea del partido”. La ortodoxia, cualquiera que
sea su color, parece exigir un estilo imitativo y sin vida. Los dialectos
políticos que aparecen en panfletos, artículos editoriales, manifiestos, libros
blancos y discursos de los subsecretarios varían, por supuesto, entre un
partido y otro, pero todos se asemejan en que casi nunca emplean giros de
lenguaje nuevos, vívidos, hechos en casa. Cuando un escritorzuelo repite
mecánicamente frases trilladas en la tribuna —“bestial”, “atrocidades”, “talón
de hierro”, “tiranía sangrienta”, “pueblos libres del mundo”, “marchar
hombro a hombro”— se tiene el extraño sentimiento de no estar viendo a un
ser humano vivo sino a una especie de maniquí: un sentimiento que se torna
más intenso en los momentos en que la luz ilumina los anteojos del orador y
se ven como discos vacíos detrás de los cuales no parece haber ojos. Y esto
no es del todo imaginario. Un orador que emplea esa fraseología ha tomado
distancia de sí mismo y se ha convertido en una máquina. De su laringe salen
los ruidos apropiados, pero su cerebro no está comprometido como lo estaría
si eligiese sus palabras por sí mismo. Si el discurso que está haciendo es un
discurso que acostumbra hacer una y otra vez, puede ser casi inconsciente de
lo que está diciendo, como quien entona letanías en la iglesia. Y este reducido
estado de conciencia, aunque no es indispensable, es de todos modos
favorable para la conformidad política.
En nuestra época, el lenguaje y los escritos políticos son ante todo una
defensa de lo indefendible. Cosas como “la continuación del dominio
británico en la India”, “las purgas y deportaciones rusas”, “el lanzamiento de
las bombas atómicas en Japón”, se pueden defender, por cierto, pero sólo con
argumentos que son demasiado brutales para la mayoría de las personas, y
que son incompatibles con los fines que profesan los partidos políticos. Por
tanto, el lenguaje político está plagado de eufemismos, peticiones de
principio y vaguedades oscuras. Se bombardean poblados indefensos desde el
aire, sus habitantes son arrastrados al campo por la fuerza, se abalea al
ganado, se arrasan las chozas con balas incendiarias: y a esto se le llama
“pacificación”. Se despoja a millones de campesinos de sus tierras y se los
lanza a los caminos sin nada más de lo que puedan cargar a sus espaldas: y a
esto se le llama “traslado de población” o “rectificación de las fronteras”. Se
encarcela sin juicio a la gente durante años, o se le dispara en la nuca o se la
manda a morir de escorbuto en los campamentos madereros del Ártico: y a
esto se le llama “eliminación de elementos no dignos de confianza”. Dicha
fraseología es necesaria cuando se quiere nombrar las cosas sin evocar sus
imágenes mentales. Veamos, por ejemplo, a un cómodo profesor inglés que
defiende el totalitarismo ruso. No puede decir francamente: “Creo en el
asesinato de los opositores cuando se pueden obtener buenos resultados
asesinándolos”. Por consiguiente, quizá diga algo como esto:
Aunque aceptamos libremente que el régimen soviético exhibe ciertos rasgos
que un humanista se inclinaría a deplorar, creo que debemos aceptar que
cierto recorte de los derechos de la oposición política es una consecuencia
inevitable de los períodos de transición, y que los rigores que el pueblo ruso
ha tenido que soportar han sido ampliamente justificados en la esfera de las
realizaciones concretas.
El estilo inflado es en sí mismo un tipo de eufemismo. Una masa de palabras
latinas cae sobre los hechos como nieve blanda, borra los contornos y sepulta
todos los detalles. El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de
sinceridad. Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados,
se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados,
como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse. En nuestra época no es
posible “mantenerse alejado de la política”. Todos los problemas son
problemas políticos, y la política es una masa de mentiras, evasiones, locura,
odio y esquizofrenia. Cuando la atmósfera general es perjudicial, el lenguaje
debe padecer. Podría conjeturar —una suposición que no puedo confirmar
con mis insuficientes conocimientos— que los lenguajes alemán, ruso e
italiano se deterioraron en los últimos diez o quince años como resultado de
la dictadura.
Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede
corromper el pensamiento. Un mal uso se puede difundir por tradición e
imitación aun entre personas que deberían saber y obrar mejor. El lenguaje
degradado que he examinado es, en cierta forma, muy conveniente.
Expresiones como “un supuesto no injustificable”, “una consideración que
siempre debemos tener en mente”, dejan mucho que desear, no cumplen un
buen propósito, son una tentación continua, una caja de aspirinas siempre al
alcance de la mano. Relea este ensayo, y con toda seguridad encontrará que
una y otra vez he cometido las mismas faltas contra las que he protestado. En
el correo de esta mañana recibí un panfleto sobre las condiciones en
Alemania. El autor me decía que se “sintió impelido” a escribirlo. Lo abrí al
azar y ésta es la primera frase que leí: “ [Los Aliados] no sólo tienen la
oportunidad de lograr una transformación radical de la estructura social y
política de Alemania de tal manera que eviten una reacción nacionalista en la
misma Alemania, sino que al mismo tiempo pueden sentar los fundamentos
de una Europa cooperativa y unificada”. Cuando se lee que se “sintió
impelido” a escribir es de presumir que tiene algo nuevo que decir, pero sus
palabras, como corceles de caballería que responden al clarín, se juntan
automáticamente en una alineación monótonamente familiar. Esta invasión
de la mente por frases hechas (“sentar los fundamentos”, “lograr una
transformación radical”) sólo se puede evitar si se está continuamente en
guardia contra ellas, y cada una de esas frases anestesia una parte del cerebro.
Dije antes que la decadencia de nuestro lenguaje es remediable. Quienes lo
niegan argumentarían, en caso de que pudieran elaborar un argumento, que el
lenguaje simplemente refleja las condiciones sociales existentes, y que no
podemos influir en su desarrollo directamente, jugando con palabras y
construcciones. Así puede suceder con el tono o espíritu general de un
lenguaje, pero no es verdad para sus detalles. Las palabras y las expresiones
necias suelen desaparecer, no mediante un proceso evolutivo sino a causa de
la acción consciente de una minoría. Dos ejemplos recientes: “explorar todas
las avenidas” y “no dejar piedra sobre piedra”, que fueron liquidadas por las
burlas de algunos periodistas. Hay una larga lista de metáforas corruptas que
también desaparecerían si un buen número de personas se empeñara en esa
tarea; y debería ser posible burlarse de la expresión “no informe” hasta que
deje de existir, reducir la cantidad de latín y griego en la frase promedio,
excluir las locuciones extranjeras y las palabras científicas erróneas, y, en
general, lograr que el tono pretencioso pase de moda. Pero todos éstos son
puntos menores. La defensa del lenguaje inglés implica más que esto, y
quizás es mejor empezar diciendo lo que no implica.
Para empezar, nada tiene que ver con el arcaísmo, con la preservación de
palabras y giros obsoletos del lenguaje, ni con la exaltación de un “inglés
estándar” del que nunca deberíamos apartarnos. Por el contrario, se trata de
desechar toda palabra o modismo que se ha desgastado y perdido su utilidad.
Nada tiene que ver con la gramática ni con la sintaxis correctas, que carecen
de importancia cuando se expresa claramente el significado, ni con la
eliminación de los americanismos, ni con tener lo que se denomina una
“buena prosa”. Por otra parte, no se trata de fingir una falsa simplicidad ni de
escribir en inglés coloquial. Ni siquiera implica preferir en todos los casos la
palabra sajona a la latina, aunque sí implica usar el menor número de
palabras, y las más breves, que cubra el significado. Lo que se necesita, por
encima de todo, es dejar que el significado elija la palabra y no al revés. En
prosa, lo peor que se puede hacer con las palabras es rendirse a ellas. Cuando
usted piensa en un objeto concreto, piensa sin palabras, y luego, si quiere
describir lo que ha visualizado, quizá busque hasta encontrar las palabras
exactas que concuerdan con ese objeto. Cuando piensa en algo abstracto se
inclina más a usar palabras desde el comienzo, y salvo que haga un esfuerzo
consciente para evitarlo, el dialecto existente vendrá de golpe y hará la tarea
por usted, a expensas de confundir e incluso alterar su significado. Quizá sea
mejor que evite usar palabras en la medida de lo posible y logre un
significado tan claro como pueda mediante imágenes y sensaciones. Después
puede elegir —y no simplemente aceptar— las expresiones que cubran mejor
el significado, y luego ponerse en el lugar del lector y decidir qué
impresiones producen en él las palabras que ha elegido. Este último esfuerzo
de la mente suprime todas las imágenes desgastadas o confusas, todas las
frases prefabricadas, las repeticiones innecesarias, y las trampas y
vaguedades. Pero a menudo usted puede tener dudas sobre el efecto de una
palabra o una expresión, y necesita reglas en las que pueda confiar cuando
falla el instinto. Pienso que las reglas siguientes cubren la mayoría de los
casos:
Nunca use una metáfora, un símil u otra figura gramatical que suela ver
impresa.
Nunca use una palabra larga donde pueda usar una corta.
Si es posible suprimir una palabra, suprímala.
Nunca use la voz pasiva cuando pueda usar la voz activa.
Nunca use una locución extranjera, una palabra científica o un término de
jerga si puede encontrar un equivalente del inglés cotidiano.
Rompa cualquiera de estas reglas antes de decir un barbarismo.
Estas reglas parecen elementales, y lo son, pero exigen un profundo cambio
de actitud en todos aquellos que se han acostumbrado a escribir en el estilo
que hoy está de moda. Uno puede cumplir todas ellas y aun así escribir un
mal inglés, pero no podría escribir el tipo de banalidades que cité en esos
cinco especímenes al comienzo de este artículo.
Aquí no he examinado el uso literario del lenguaje, tan sólo el lenguaje como
instrumento para expresar y no para ocultar o evitar el pensamiento. Stuart
Chase y otros han llegado a pretender que todas las palabras abstractas
carecen de sentido, y han usado esto como pretexto para defender una especie
de quietismo político. Si no sabe qué es el fascismo, ¿cómo puede luchar
contra el fascismo? Uno no tiene que tragarse absurdos como éste, pero ha de
reconocer que el actual caos político está ligado a la decadencia del lenguaje
y que quizá puede aportar alguna mejora empezando por el aspecto verbal. Si
simplifica su inglés, se libera de las peores tonterías de la ortodoxia. No
puede hablar ninguno de los dialectos necesarios, y cuando haga un
comentario estúpido su estupidez se tornará obvia, aun para usted mismo. El
lenguaje político —y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos
políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas— es construido para
lograr que las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable, y para
dar una apariencia de solidez al mero viento. Uno no puede cambiar esto en
un instante, pero puede cambiar los hábitos personales, y de vez en cuando
puede incluso, si se burla en voz bastante alta, lanzar alguna frase trillada e
inútil —alguna bota militar, un talón de Aquiles, un crisol, una prueba ácida,
un verdadero infierno, o algún otro desecho o residuo verbal— a la basura, al
lugar a donde pertenece.
***
*Epoch making, en el original. Aunque en castellano esta expresión no es un
adjetivo, se eligió este neobarbarismo de uso frecuente en algunas
traducciones de textos ingleses de historia y sociología de la ciencia.

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