El hombre sufre una caída accidental mientras trabaja en su bananal y se clava un machete en el estómago. A pesar de darse cuenta de que está muriendo, se niega a aceptarlo debido a que todo a su alrededor parece normal. Piensa que es solo un descanso como cualquier otro día, hasta que finalmente comprende que ha llegado su hora de morir.
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El hombre sufre una caída accidental mientras trabaja en su bananal y se clava un machete en el estómago. A pesar de darse cuenta de que está muriendo, se niega a aceptarlo debido a que todo a su alrededor parece normal. Piensa que es solo un descanso como cualquier otro día, hasta que finalmente comprende que ha llegado su hora de morir.
El hombre sufre una caída accidental mientras trabaja en su bananal y se clava un machete en el estómago. A pesar de darse cuenta de que está muriendo, se niega a aceptarlo debido a que todo a su alrededor parece normal. Piensa que es solo un descanso como cualquier otro día, hasta que finalmente comprende que ha llegado su hora de morir.
El hombre sufre una caída accidental mientras trabaja en su bananal y se clava un machete en el estómago. A pesar de darse cuenta de que está muriendo, se niega a aceptarlo debido a que todo a su alrededor parece normal. Piensa que es solo un descanso como cualquier otro día, hasta que finalmente comprende que ha llegado su hora de morir.
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LIBROdot.
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Horacio Quiroga
El Hombre Muerto
CortesÌa de†: VerÛnica vaymelek@yahoo.com.ar
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle
del bananal. Falt·banles a˙n dos calles; pero como en Èstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenÌan por delante era muy poca cosa. El hombre echÛ, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzÛ el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.
Mas al bajar el alambre de p˙a y pasar el cuerpo, su pie
izquierdo resbalÛ sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caÌa, el hombre tuvo la impresiÛn sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado
derecho, tal como Èl querÌa. La boca, que acababa de abrÌrsele en toda su extensiÛn, acababa tambiÈn de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. SÛlo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgÌan de su camisa el puÒo y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veÌa.
El hombre intentÛ mover la cabeza en vano. EchÛ una mirada de
reojo a la empuÒadura del machete, h˙meda a˙n del sudor de su mano. ApreciÛ mentalmente la extensiÛn y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquiriÛ frÌa, matem·tica e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al tÈrmino de su existencia.
La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces
en que un dÌa, tras aÒos, meses, semanas y dÌas preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginaciÛn a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el ˙ltimo suspiro.
Pero entre el instante actual y esa postrera expiraciÛn, °quÈ
de sueÒos, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! °QuÈ nos reserva a˙n esta existencia llena de vigor, antes de su eliminaciÛn del escenario humano!
Es Èste el consuelo, el placer y la razÛn de nuestras
divagaciones mortuorias: °Tan lejos est· la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir a˙n!
øA˙n...? No han pasado dos segundos: el sol est· exactamente
a la misma altura; las sombras no han avanzado un milÌmetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se est· muriendo.
Muerto. Puede considerarse muerto en su cÛmoda postura.
Pero el hombre abre los ojos y mira. øQuÈ tiempo ha pasado?
øQuÈ cataclismo ha sobrevivido en el mundo? øQuÈ trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. FrÌa, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hambre resiste ó°es tan imprevisto ese horror! y piensa:
Es una pesadilla; °esto es! øQuÈ ha cambiado? Nada. Y mira: øNo es acaso ese bananal? øNo viene todas las maÒanas a limpiarlo? øQuiÈn lo conoce como Èl? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. AllÌ est·n, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodÌa; pero deben ser las doce.
Por entre los bananos, all· arriba, el hombre ve desde el
duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevÈ el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver m·s, pero sabe muy bien que a sus espaldas est· el camino al puerto nuevo; y que en la direcciÛn de su cabeza, all· abajo, yace en el fondo del valle el Paran· dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmÛviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendr· que cambiar... °Muerto! øPero es posible? øNo es Èste uno de los tantos dÌas en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? øNo est· allÌ mismo con el machete en la mano? øNo est· allÌ mismo, a cuatro metros de Èl, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de p˙a?
°Pero sÌ! Alguien silba. No puede ver, porque est· de
espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las maÒanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque Èl mismo, al levantar el alambrado, midiÛ la distancia.
øQuÈ pasa, entonces? øEs Èse o no un natural mediodÌa de los
tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? °Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...
Nada, nada ha cambiado. SÛlo Èl es distinto. Desde hace dos
minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formÛ Èl mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una c·scara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el
costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenÛmeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monÛtono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los dÌas acaba de pasar el puente.
°Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su
machote (pronto deber· cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de p˙a. Tras diez aÒos de bosque, Èl sabe muy bien cÛmo se maneja un machete de monte. Est· solamente muy fatigado del trabajo de esa maÒana, y descansa un rato como de costumbre.
øLa prueba..? °Pero esa gramilla que entra ahora por la
comisura de su boca la plantÛ Èl mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! °Ya Èse es su bananal; y Èse es su malacara, resoplando cauteloso ante las p˙as del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque Èl est· echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los dÌas, como Èse, ha visto las mismas cosas.
...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya
varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde all· arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprender·n hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las dem·s, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: °Piapi·! ° Piapi·!
øNo es eso... ? °Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente
la voz de su hijo...
°QuÈ pesadilla...! °Pero es uno de los tantos dÌas, trivial
como todos, claro est·! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmÛvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero nada m·s. °Cu·ntas veces, a
mediodÌa como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando Èl llegÛ, y antes habÌa sido monte virgen! VolvÌa entonces, muy fatigado tambiÈn, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.
Puede a˙n alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere
abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por Èl construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volc·nico con gramas rÌgidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeÒecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y m·s lejos a˙n ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los dÌas, puede verse a Èl mismo, como un pequeÒo bulto asoleado sobre la gramilla ódescansando, porque est· muy cansado. Pero el caballo rayado de sudor, e inmÛvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve tambiÈn al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearÌa. Ante las voces que ya est·n prÛximas ó°Piapi·!ó vuelve un largo, largo rato las orejas inmÛviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.