L23456ectura B1 El Hombre Muerto

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Horacio Quiroga

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Falta


banales aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas
silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó,
en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el
alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

1-MACHETE 2-GRAMILLA. GRAMA

3.CHIRCAS 4- ALAMBRADO
Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre
un trozo de corteza desprendida del poste, al tiempo que el machete se le
escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente
lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él


quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también
de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano
izquierda sobre el pecho. Sólo que, tras el antebrazo, e inmediatamente por
debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete,
pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la


empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció
mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y
adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al
término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día,


tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al
umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos
dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo
entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños,


trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva
aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias:


¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún ¿Aún...? No
han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras
no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el
hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo. Muerto. Puede
considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira.
¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué
trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.


El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! Y piensa: Es una pesadilla;
¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene
todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él?

Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol.


Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es
la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo
de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza
a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto
nuevo; y que, en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle
el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol
de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de
postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es este uno de los tantos días en que ha salido al
amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el
machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su
mala cara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas
siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa
todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.
Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de
monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe
perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la
distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones,
en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos
de hormigas, silencio, sol a plomo...

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona,
su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él
mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de
sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente,
naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre.

Hace dos minutos: Se muere El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla


sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa
trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la
hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado...! El mango de su machote (pronto


deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido
entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe
muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado
del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba...? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la
plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es
su bananal; ¡y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del
alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del
alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y
ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a
plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve.
Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas. ...Muy fatigado, pero
descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos
cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el
bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar.
Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse
de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...

¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está!
Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que
hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido...

Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora,
ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes
había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete
pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un


instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de
siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja:
el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y
más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste
descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas,
exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño
bulto asoleado sobre la gramilla — descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del


alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal
como desearía. Ante las voces que ya están próximas

—¡Piapiá! — vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y


tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya
ha descansado.

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