Cuento

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LA CORTADA DE LAS BICICLETAS CANTORAS.

Carolina Tosi.

La cortada de las bicicletas cantoras (inédito) La cortada era una calle arbolada que nacía a unas cuadras de la avenida y terminaba en un paredón pintado de azul.
Del otro lado, se encontraban las vías que vibraban nerviosas ante el andar apurado de los trenes. En la cortada, había una docena de casas y una bicicletería. Allí,
don Victorio fabricaba unas bicicletas muy especiales, que durante mucho tiempo habían sido muy famosas… Eran las bicicletas cantoras que, con sus voces de
bocinas, silbaban tangos, entonaban canciones de rock e improvisaban cumbias pegadizas. Sin embargo, ya casi nadie les prestaba atención y muy poca gente
visitaba el negocio. Solo los vecinos de la cortada entraban de vez en cuando a escuchar los conciertos de bocinas. Para el resto de la gente, la ciudad terminaba en
la avenida, donde había de todo: edificios, oficinas y hasta un centro comercial con una juguetería que vendía bicicletas ultramodernas con veinte velocidades y
ruedas todo terreno, pero que no sabían cantar. Así, el negocio de don Victorio se convirtió en un pedacito olvidado de la ciudad, en donde algo raro comenzó a
suceder. Fueron los chicos de la cortada los primeros en darse cuenta. Un sábado de noviembre, mientras jugaban en la vereda de la bicicletería, notaron el
problema: –¡Es terrible! –exclamó Maite señalando las bicicletas: la suya, las de sus amigos y las que estaban amontonadas en el negocio–. Las bicis están mudas, ya
no cantan... –Sí, es cierto, están tan tristes como don Victorio… –dijo Martín que, a través de la vidriera, divisaba al solitario bicicletero detrás del mostrador. –¡Esto
no puede ser! –gritó Lihuén–. ¡Don Victorio tiene que volver a hacer bicicletas tan entonadas y alegres como lo eran las nuestras! Sin perder tiempo, los chicos
idearon un plan y, esa misma tarde, fueron a la casa del abuelo de Lihuén, el señor Vialuna, que había trabajado muchos años en la Municipalidad y era el único que
podía ayudarlos. Enseguida, los chicos le contaron su plan. –Buena idea –les respondió el abuelo–. Yo aún tengo mi caja… Tengo la famosa caja de señales de
Vialuna. Espérenme –agregó mientras entraba en su casa. Luego de un rato, apareció con una caja misteriosa. Y montados en sus bicicletas enmudecidas, el señor
Vialuna y los chicos se propusieron cumplir el plan. Les costó llevarlo a cabo, pero, afortunadamente, al otro día la ciudad se despertó diferente… En la esquina de la
avenida había un cartel que indicaba “gire a la izquierda”, en la cuadra siguiente otra señal mostraba “dirección obligatoria” y en el inicio de la cortada, sobre uno
de los árboles, se veía un cartel reluciente que marcaba “circulación exclusiva de bicicletas”. Ese domingo, muchas personas, en auto, en camioneta, en moto o a
pie, siguieron los carteles: giraron a la izquierda, avanzaron derecho y luego descubrieron una cortada de veredas arboladas, con una docena de casas, una
bicicletería, un viejito y un grupo de niños ciclistas. Poco a poco, el negocio de don Victorio volvió a ser visitado por la gente de toda la ciudad. Y, así, el bicicletero
recuperó la alegría, y las bicicletas, sus voces entonadas. Desde entonces, los vecinos de todos los barrios se reúnen cada domingo en las veredas arboladas de la
cortada para escuchar los conciertos de las bicicletas cantoras.

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