Viento de Sangre
Viento de Sangre
Viento de Sangre
este nuevo misterio sin resolver, Mulder y Scully, los dos agentes de FBI
destinados a la investigación de fenómenos paranormales, deben trasladarse
a Nuevo México, donde varias personas han aparecido muertas en anómalas
circunstancias. Todos los cadáveres se hallan despellejados y entre los
restos se detectan pequeñas piedras y material vegetal.
Las sospechas apuntan a una reserva india que, por su situación tras unos
montes conocidos como «Viento de Sangre», se encuentra prácticamente
incomunicada del mundo.
El hermetismo de la comunidad india supondrá un obstáculo casi insalvable.
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Charles L. Grant
Viento de sangre
Expediente X - 2
ePub r1.2
Titivillus 14.03.2015
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Título original: Whirlwind
Charles L. Grant, 1995
Traducción: José Arconada
Ilustraciones: Camino Stañ
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Para Kathryn Ptacek.
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Agradecimientos
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1
Hacía un sol de justicia y el viento soplaba incesantemente. Annie Hatch se
hallaba a solas en el porche de su casa, acariciándose distraídamente el abdomen
mientras resolvía qué hacer. El sol del mediodía la obligaba a entornar los ojos y la
temperatura rozaba ya los 33 grados.
Sintiendo el viento que barría el desértico altiplano deseó por primera vez en
mucho tiempo estar de nuevo en California.
El viento ululaba suavemente entre los matorrales y le susurraba algo al oído.
«Aunque quizá —pensó—, sólo oyes cosas porque eres una vieja chiflada».
Tras una fugaz sonrisa y un corto suspiro, tomó aire lenta y profundamente,
absorbiendo el calor, el olor a pino y, tan leve que bien podría estar sólo en su
imaginación, un tenue aroma de enebro.
Viento o no, voces o no, aquello era en definitiva mucho mejor que Hollywood.
Fue allí donde Burt y ella amasaron su fortuna hacía ya tantos años que quizá
fuera un sueño; allí donde por fin se habían establecido, y eso sí que no era un sueño.
La melancolía la obligó a cerrar los ojos un instante. La viudedad no estaba
siendo fácil, ni siquiera después de quince años. Con demasiada frecuencia tenía la
impresión de oírlo volver del establo que habían construido detrás de la casa o silbar
una canción mientras manipulaba el generador, o de sentir su aliento en la nuca.
También eso era efecto del viento.
—Basta —masculló entre dientes, y caminó con impaciencia hasta el extremo del
porche, se asomó por encima de la baranda de madera toscamente desbastada y miró
hacia el establo. Dio dos silbidos agudos y fuertes y soltó una silenciosa risita al oír
las blasfemias de Nando, quien de modo tan poco sutil le comunicaba que aún no
había terminado de ensillar a Diamante y que si pretendía que acabase pisoteado por
el animal.
Instantes después lo vio aparecer en el vano de la puerta, con las manos apoyadas
en la cintura, mirándola con expresión de enfado bajo la sombra de su desgastado
Stetson.
Ella lo saludó con un alegre gesto de bienvenida al que él respondió con un
disgustado manotazo al aire antes de desaparecer de nuevo.
—¡Qué mala eres! —dijo una voz suave a sus espaldas.
Annie se volvió riéndose.
—A él le encanta, Sil, y tú lo sabes.
Silvia Quintodo le dirigió una mirada de escepticismo que mantuvo todo el
tiempo que pudo. A continuación le sonrió, meneando la cabeza como quien se
enfrenta con una niña demasiado angelical para merecer castigo alguno. Era una
mujer oronda de rostro y figura, de piel casi cobriza y ojos grandes del color de una
noche estrellada; tenía el pelo negro y liso y lo llevaba siempre atado en una cola que
le colgaba a la espalda. Aquél, como todos los días, lucía un vestido blanco y sencillo
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que la cubría hasta un palmo por debajo de las rodillas, y botas de piel y color de
venado.
—Otra vez mirando así —dijo con tono de blanda reprimenda.
Annie parpadeó.
—¿De verdad? Lo siento. Estaba distraída. —Bajó la mirada hacia los tablones
del suelo, deteriorados por la intemperie—. Supongo que hoy siento la edad que
tengo.
Silvia entornó los ojos como quien dice: «No, por favor, otra vez no», y entró de
nuevo en la casa para preparar el almuerzo un poco antes que otros días.
Annie le agradeció sin palabras que no alimentara su autocompasión. A decir
verdad, sabía que no estaba tan mal para ser una señora de sesenta y un años. La
angostura del rostro acentuaba el verde de los ojos y la oscuridad de unos labios
moderadamente gruesos; las arrugas se debían más al sol que a la edad. Tenía el
cabello discretamente cano, corto y peinado hacia atrás por encima de las orejas.
Práctico y sin embargo encantador. Y su figura era estilizada hasta un punto que, pese
a su edad hacía volver más de una cabeza cada vez que conducía hasta la ciudad o a
Santa Fe. Y eso era un bálsamo para su ego.
«Increíble —pensó—. Es peor de lo que imaginaba».
Tenía uno de esos días que se le metían adentro de vez en cuando, días en los que
Burt le hacía tanta falta que la añoranza le quemaba. Nunca sucedía por algo en
particular, por algún detalle que desatara los recuerdos. Sucedía y punto. Como hoy.
Y el único remedio era montar a Diamante, no olvidar la cantimplora y cabalgar
hacia el desierto.
Y tal vez, si reunía el coraje suficiente, llegar hasta la Mesa.
«Seguro —pensó—, y mañana cuando me despierte encontraré a Burt tendido a
mi lado».
La sobresaltó un resoplido a su espalda.
Se volvió con rapidez justo cuando Diamante adelantaba la cabeza por encima de
la baranda, de modo que le dio con el morro en el estómago y la empujó un paso
hacia atrás.
—¡Oye, tú! —Exclamó con tono de risueña amonestación—. ¡A ver si te quedas
quieto, burro!
Diamante estaba ya ensillado y embridado. Era un caballo negro de poca alzada
con una mancha en la frente que sugería la forma de un diamante. Nando estaba a su
lado, sonriente, una mano apoyada en la grupa del animal y el manchado sombrero
marrón echado hacia atrás.
—Te está bien empleado —comentó cariñosamente. De no ser por las mechas
grises que le poblaban la cabeza y la nariz, ancha y ordinaria, rota en demasiadas
ocasiones como para que se le considerase apuesto, parecería el gemelo de Silvia, en
lugar de su marido. Los que no lo conocían lo tomaban por boxeador o marine
retirado, por cualquier cosa antes que por el capataz de un rancho ganadero en
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declive.
Annie hizo como si no hubiera reparado en su desplante. Se ajustó el sombrero de
paja, se ató la cinta bajo la barbilla y saltó por encima de la baranda con agilidad. A
continuación asió las riendas y se sentó en la silla con un suave balanceo. Sólo
entonces se dignó a mirar al capataz.
—No está mal para una anciana, ¿eh?
—El día que sea usted una anciana, señora[1] —replicó Nando solemnemente—,
yo dejaré de palear mierda de caballo para ganarme la vida y me iré a vender
turquesas falsas a los turistas de Santa Fe.
Diamante agitó la crin con impaciencia. Una corriente de aire caliente les hizo
volver la mirada, pero no sin que la mujer alcanzara a ver la expresión de Nando.
Cuando éste volvió a mirarla lo hizo con expresión sombría.
—Está hablando.
—Yo no sabría decirlo.
Nando meneó la cabeza lentamente, no del todo triste.
—Sí que sabría. Usted siempre lo sabe.
Annie asió las riendas con gesto de irritación.
—Yo de eso no sé nada, Nando. —Estaba a punto de espolear a Diamante cuando
Nando le dio una palmadita en la pierna—. ¿Qué pasa ahora?
Nando se llevó la mano a los bolsillos traseros del pantalón y sacó una
cantimplora. Sonreía de nuevo.
—Donde no hay lluvia no hay agua —dijo, y metió el envase en las alforjas.
Annie se lo agradeció con un gesto seco de la cabeza y guio a Diamante por el
jardín lateral hasta una abertura en la cerca de tablas que había pintado de blanco el
año anterior. Una vez estuvo al otro lado de la cerca, continuó bordeándola hasta
llegar al frente de la propiedad, observando el césped del jardín vallado. Todo se
secaba. Todo.
Pese al sistema de riego subterráneo extraordinariamente caro, que su difunto
esposo había instalado con sus propias manos y conectado a uno de los profundos
pozos del rancho, era raro que la hierba sobreviviera intacta todo el verano. Con todo,
pensó mientras dejaba la finca atrás, ineficaz o no, era mejor que nada. Al menos el
césped era verde y estaba vivo.
—¡Ya está bien! —le espetó a la sombra que cabalgaba a su lado—. Ya basta,
Annie. Ya basta —repitió. La mano derecha sostenía débilmente las riendas, la
izquierda descansaba en el muslo y temblaba.
No le hizo caso, y se concentró en el paisaje ondulante que se extendía ante sus
ojos, buscando sistemáticamente los daños que el viento o las inundaciones habían
infligido en los angostos puentes de madera que Burt y Nando habían construido
sobre los diversos arroyos que surcaban serpenteantes las mil seiscientas hectáreas.
Annie miraba una y otra vez a la derecha, hacia la parda colina que ocultaba el sol
cada mañana. Como la raíz nudosa de un árbol añoso y distante, la colina flanqueaba
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la carretera recién asfaltada que conducía por el este a la interestatal, y por el oeste a
la Mesa. A la reserva. Desde donde estaba no podía verla.
La colina interceptaba la carretera a un kilómetro de allí; en ese lugar era alta y se
hallaba cubierta de arbustos espinosos y matas de hierba filosa y cortante; todavía allí
la jalonaban grandes piedras pardas y pedruscos semienterrados. Era como una tapia
que dejase fuera el resto del mundo, o que mantuviese a los konochinos encerrados.
Sin embargo, había quienes no la encontraban lo bastante alta ni fuerte.
Habían salido de allí para ver qué aspecto tenía el mundo exterior, para descubrir
qué ofrecía el mundo aparte de una vida en una reserva. Para ella había consistido en
Burt y una breve pero lucrativa carrera en Hollywood; para otros, desgraciadamente,
sólo prejuicios y dolor y, en última instancia, una tumba demasiado lejos de casa.
Diamante hizo un abrupto corcoveo para obligarla a prestar atención, a buscar en
el suelo señales de serpientes de cascabel. A esa hora ya debían de estar por ahí —el
sol estaba alto y calentaba lo suficiente— y podían encontrarse enroscadas y
acechantes bajo cualquier piedra.
Pero no halló ninguna, y se extrañó de que el caballo diera saltos y caracoleos
para indicarle que no le entusiasmaba la idea de acercarse al flanco de la colina que
daba a los terrenos del rancho. Fue entonces cuando vio los buitres. Eran cinco y
sobrevolaban en círculo la carretera de doble carril. Annie soltó una maldición y
espoleó al caballo para llevarlo en esa dirección. Apenas le quedaba ganado; habían
vendido casi todas las reses poco después de la muerte de Burt y desde entonces rara
vez decidía reponer las cabezas que iban perdiendo. De vez en cuando alguna lograba
cruzar la cerca de espinos que delimitaba sus pastizales, resbalaba y caía al fondo de
una quebrada; en ocasiones la mataba una serpiente; y otras veces sencillamente no
encontraba agua ni alimento y, dándolo todo por perdido, se echaban a morir.
Annie vio una furgoneta aparcada en el arcén junto al extremo más apartado de la
cerca que se extendía en paralelo al asfalto. El aire recalentado sobre el pavimento
producía ondulaciones fantasmales que distorsionaban la figura del vehículo.
—¿A ti qué te parece? —preguntó a Diamante—. ¿Serán turistas?
El desierto que se abría más allá de Sierra Sandía era hermoso a su modo duro y
desolado; los destellos de color tanto más bellos cuanto más raros. Su belleza
constituía también una trampa. No era raro que algún turista desaprensivo aparcara a
un lado de la carretera para caminar un poco o para estirar las piernas y admirar el
paisaje; tampoco era infrecuente que el calor y las engañosas distancias se aliaran
para extraviarlo. Si al principio podía ver todo cuanto lo rodeaba, un instante después
podía encontrarse solo. A veces le era imposible regresar.
Al cabo de unos veinte metros Diamante se detuvo en seco.
—¡Venga! —dijo Annie—. ¡Camina, hombre! ¡No seas idiota!
El caballo sacudió la cabeza con violencia y trató de morderle la bota, señal de
que no estaba dispuesto a dar un paso más. Annie echó una mirada de furiosa
impotencia a la cabeza del animal, que retorció agitadamente las orejas. De nada
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serviría tratar de obligarlo a avanzar. Era tan testarudo como ella, y encima mucho
más fuerte.
—Está claro que no hay nada que hacer —dijo malhumorada mientras se apeaba
de la silla—. ¡Idiota!
Sacudiéndose el polvo de las manos en los tejanos se aproximó a la furgoneta, al
tiempo que miraba hacia los lados por si veía que había sido lo bastante estúpido para
alejarse de ella.
No había recorrido ni diez metros cuando oyó el zumbido de las moscas. Se le
contrajo el estómago en una reacción anticipada a lo que podrían ver sus ojos si
seguía acercándose, pero no se detuvo. Miró la cerca y no encontró alambres cortados
ni estacas arrancadas. La furgoneta, de color verde oscuro, estaba salpicada de barro.
—¿Hola? —dijo en voz alta, por si acaso.
Las moscas sonaban como abejas. El viento la empujó por la espalda. Sorteó un
enebro extendido y se llevó la mano izquierda al estómago.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Jesús, Jesús!
No se trataba de una res extraviada. Eran dos y yacían boca abajo, piernas y
brazos abiertos, plegados de forma antinatural. Las moscas se arremolinaban en
masas ondulantes, negras y espesas, alzándose en el aire para bajar otra vez con
violencia. A un par de metros un gallinazo miraba, abriendo y cerrando las alas
lentamente. Dio un picotazo al aire. Una vez.
Annie giró sobre sus talones y se inclinó hacia adelante, con los ojos cerrados y el
estómago contraído por los retortijones, tragando saliva para frenar el vómito. Eran
cuerpos humanos, lo supo por la forma.
A pesar de las moscas, a pesar del sol, estaba claro que habían sido desollados.
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Hacía un sol de justicia, y no soplaba una pizca de viento.
En la capital del país los coches avanzaban a trompicones ruidosamente, y los
escasos peatones caminaban con la mirada fija en el suelo, rogándole al cielo que
funcionase el aire acondicionado en el próximo edificio en que entraran: en la
prolongada ola de calor de aquel mes de julio eso no siempre sucedía.
La irascibilidad había subido como la espuma; el índice de crímenes pasionales
aumentaba, y rara vez se echaba la culpa al clima por el ambiente de inquietud
reinante.
El despacho, que ocupaba parte del sótano del edificio J. Edgar Hoover, era, al decir
de algunos, un monumento vivo a la lucha del orden contra el caos. Era largo, no
demasiado estrecho, y estaba dividido por la mitad por una mampara de cristal que se
alzaba hasta el techo y de la que hacía tiempo que se había quitado la puerta. Las
paredes estaban cubiertas de anuncios y carteles, y no había superficie horizontal que
no estuviese sepultada bajo libros, carpetas y pilas de papeles. La luz era escasa sin
llegar a ser fúnebre y, como de costumbre, el funcionamiento del aire acondicionado
dejaba mucho que desear.
En la sala del fondo dos hombres y una mujer examinaban el contenido de una
serie de carpetas señaladas con etiqueta roja. Abiertas sobre un estante bajo, cada una
de ellas revelaba una foto en blanco y negro de un cadáver desnudo que yacía en
medio de lo que parecía ser el suelo embaldosado de un cuarto de baño.
—Te juro que esto nos está volviendo locos —aseguró el primer hombre con tono
apesadumbrado. Era alto, fornido y pelirrojo. Llevaba un traje marrón demasiado
ceñido para que se sintiera cómodo; se había bajado el nudo de la corbata y abierto el
botón del cuello de la camisa, únicas concesiones que se había permitido para
combatir el calor y la inmovilidad del aire. Se pasó la mano por la bronceada mejilla
y se secó la palma en el pantalón—. Sé que eso es una firma, pero soy incapaz de
leerla.
—Pues ponte las gafas, Stan —dijo la mujer. Era casi de su estatura, de rostro
ovalado y plano, casi blando; labios estrechos y ojos pequeños bajo cejas oscuras. A
diferencia de la ropa de su compañero, su traje de lino color crema parecía hecho a
medida—. Eso no es una firma, sólo son cortes de cuchillo. A ver si te enteras,
porque eres tú el que nos está volviendo locos.
Stan Bournell cerró los ojos un instante, como si rezara. No dijo nada.
—Lo que importa es el cuarto de baño —siguió ella con tono aburrido. El otro
hombre entendió claramente que era la centésima vez que ella se hacía esa reflexión.
La mujer sacó un pañuelo de papel de un bolsillo y se lo aplicó a los labios—. Es más
fácil de limpiar, y demasiado pequeño para que la víctima pueda esconderse o echar a
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correr, y…
—Beth, Beth —dijo Bournell cansinamente—. Eso ya lo sé. Yo también tengo
ojos en la cara, ¿sabes?
El segundo hombre se hallaba de pie entre los dos, con las manos apoyadas
holgadamente en las caderas. Había dejado la chaqueta doblada junto a su corbata
sobre el respaldo de una silla en la sala de al lado, y llevaba la camisa arremangada.
No tenía arrugas y su edad podría ser cualquiera entre veinte y muchos y treinta y
pocos, según la generosidad de quien lo calculara. En aquel momento, él tenía la
impresión de sobrepasar los cincuenta años.
La discusión había empezado desde el instante en que los dos agentes entraron en
el despacho como una tromba y abrieron las carpetas.
El hombre se alejó de sus compañeros un paso para acercarse al anaquel. Ambos
tenían razón. Había leído los expedientes unos días atrás a petición del jefe de su
sección, pero no dijo nada al respecto a los agentes; éstos ya estaban bastante
irritados. Aspiró aire y se pasó un dedo por la nariz pensativamente.
Las cinco víctimas —al menos las cinco de las que el FBI tenía conocimiento—
habían sido inicialmente agredidas en otras dependencias de sus respectivas casas. Se
trataba de casas, no de apartamentos; en urbanizaciones de la periferia urbana, no en
las ciudades. Todas las señales acusaban la escasez o inexistencia de señales de lucha
tras el primer ataque, lo cual indicaba un exceso de conocimiento por parte del
agresor, o que jugaba con el factor sorpresa. Todas las víctimas habían sido
inmovilizadas con cloroformo y arrastradas hacia otro lugar. Todas eran mujeres de
veinte y pocos años, y todas habían sido asesinadas en sus cuartos de baño,
estranguladas con lo que podía ser un cinturón de cuero o una tira de piel sin curtir;
desnudas hasta la cintura, y heridas en los senos con una hoja de afeitar. Un corte en
cada uno. Ninguna había sido violada.
Beth Neuhouse soltó un gemido y se acomodó la blusa.
—Por favor, ¿acaso no funciona el aire acondicionado en este lugar? ¿Cómo
podéis trabajar aquí? Esto es una sauna.
Fox Mulder hizo un gesto de indiferencia y se llevó una mano a la cabeza. Volvió
a examinar las fotos una por una con creciente rapidez, como si leyera.
—¿Y bien? —preguntó Bournell—. ¿Nos vas a enseñar uno de tus trucos de
magia? ¿Nos darás un conejo que perseguir?
Mulder alzó la mano para pedir silencio. Sacó las fotos de sus carpetas y las puso
en fila. Poco después intercambió los lugares de la segunda y la cuarta.
—Mulder —dijo Neuhouse—, no tenemos todo el día. O sabes algo o no lo sabes.
No te pongas a jugar, ¿de acuerdo?
Mulder enderezó la espalda y casi sonrió.
—Beth, alcánzame una hoja de papel, por favor —dijo, señalando vagamente con
la mano izquierda hacia el despacho vecino.
Fue más el tono de su voz que la petición en sí lo que puso en movimiento a la
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mujer. Quienes habían trabajado para él habían oído ese tono al menos una vez. Uno
de los agentes más veteranos decía que era como cuando se oye el primer ladrido de
un sabueso que por fin ha localizado el olor que buscaba: no se le discute, se le sigue
y basta. Y de paso uno se asegura de que el arma esté engatillada.
Bournell frunció el entrecejo.
—¿Qué es? Yo no lo veo.
Mulder acercó más las fotos entre sí y señaló con el dedo.
—Está ahí. Creo. —Vaciló—. Estoy…
—Aquí la tienes. —Neuhouse le puso una hoja en blanco en la mano. Miró las
fotos y añadió con voz más queda—: Hace un mes que vengo mirando a esas
mujeres, Mulder. Sueño con ellas.
Mulder sabía exactamente lo que quería decir. En muchos sentidos, mirar las
fotos en blanco y negro era tan desagradable como ver los cadáveres en vivo. Pese a
la falta de color, se percibía la muerte violenta y aunque no había olor, cualquiera
podía evocarlo con un mínimo esfuerzo.
—Bueno, ¿qué hemos encontrado? —preguntó Bournell.
—No estoy seguro. Parece una locura.
Neuhouse rio discretamente.
—En ese caso el lugar no podía ser más apropiado, ¿no?
Mulder sonrió. No había hostilidad en aquella observación y él no se la tomó a
mal. Conocía su fama en el FBI y ya no le preocupaba. Era un loco, un solitario,
alguien capaz de atravesar la frontera de lo racional. Seguía la lógica y el
razonamiento tanto como cualquier otro, pero en ocasiones consideraba que no había
por qué ceñirse a las normas. En ciertas ocasiones daba abruptos saltos de intuición
que lo llevaban mucho más adelante que los demás jugadores.
A veces eso bastaba para que lo consideraran un mago, pero otras muchas veces
lo miraban como a un brujo. A él no le importaba porque esa fama a menudo
resultaba útil.
—Vamos, Houdini —se quejó Bournell—. Me tienes en ascuas.
Beth le propinó un juguetón manotazo en el brazo.
—Cállate y déjalo pensar.
—¿Qué pensar ni qué pensar? Lo único que tiene que…
—Aquí está. —Desvanecida la indecisión, estampó el papel en el estante, y se
sacó una pluma del bolsillo de la camisa—. Mirad esto.
Los otros dos se asomaron por encima de sus hombros mientras él apuntaba a la
primera de las fotografías, que no coincidía con la primera víctima en orden
cronológico.
—El corte se extiende desde la parte de arriba del seno derecho hasta la inferior
del izquierdo. Con la siguiente sucede lo contrario.
—¿Y? —preguntó Bournell.
—Podría ser que el asesino se colocara por encima y cortara sin más. —Mulder se
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incorporó de pronto y los otros saltaron hacia atrás cuando con la mano izquierda
hizo una furiosa y desatinada demostración del movimiento de corte—. Podría ser,
pero yo no lo creo. Esta vez no. —Señaló la foto de la tercera mujer—. Esto es sin
duda la mayor parte de una letra. ¿No es así?
—Una «erre», tal vez, si se combina con la siguiente —dijo Neuhouse mirando a
su compañero, como si le desafiara a contradecirla—. No se me ocurre otra cosa.
—Pues vaya torpeza —dijo Bournell.
—¡Por lo que más quieras, Stan, el tipo está cortando carne! ¿Cómo diablos
esperas que le salga?
Mulder copió las líneas de los cortes en el papel, lo volvió del otro lado y lo alzó
en vertical.
Los dos agentes miraron el papel desconcertados y luego miraron a Mulder.
Bournell con cara de perplejidad, Neuhouse con una incredulidad que la obligó a
reprimir una carcajada.
—Está escribiendo su nombre —dijo Mulder—. Os está diciendo quién es. —
Suspiró ruidosamente—. Letra por letra.
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maldecían el calor que desde hacía casi dos semanas atormentaba a los habitantes de
Washington. A su derecha, sentado en el último taburete del mostrador, un anciano
que vestía un jersey desgastado y una gorra de golf escuchaba un programa de
opinión en una radio portátil. Los oyentes llamaban a la emisora para saber qué
pensaban hacer las autoridades locales ante la inminente escasez de agua y las
deficiencias del suministro eléctrico. Algunos eran lo bastante viejos para seguir
echándole la culpa a los rusos.
Mulder suspiró y se frotó los párpados. No cabía duda. Necesitaba salir de la
ciudad. No tanto como unas verdaderas vacaciones, simplemente alejarse algunos
días del ruido y de la contaminación, del fuego cruzado en el que se encontraba casi
siempre que se le pedía opinar sobre un caso.
En épocas más tranquilas era agradable saberse requerido; en días como aquél, en
que la tensión se veía exacerbada por la prolongada ola de calor, ansiaba que lo
dejaran en paz de una maldita vez. Cogió una patata del plato con el tenedor y la
miró, sombrío. La radio anunció un festival de cine de ciencia ficción en uno de los
canales por cable. Viejas películas de los cuarenta y los cincuenta. No había garantías
de que fueran buenas, sólo entretenidas. Soltó un gruñido y se metió una patata en la
boca. «Está bien —pensó—, si no puedo salir de la ciudad al menos puedo
encerrarme en casa, desenchufar el teléfono, pedir unas pizzas y cervezas y ponerme
a mirar la tele hasta que se me caigan los ojos. Susan Cabot en «La mujer avispa»;
Ken Tobey en «La criatura», Ann Hatch en «La mujer que vino de más allá de
Marte»». La vida en toda su diversidad.
Se sonrió. Cuanto más pensaba en ello más le gustaba la idea. De hecho, justo
cuando empezó a atacar la hamburguesa decidió que era justo lo que necesitaba:
colgar el cerebro en el perchero de su casa y dejar que el mundo real siguiera su curso
prescindiendo de él unos días. Con estos pensamientos se terminó la hamburguesa sin
darse cuenta. Buena señal. Sonrió más abiertamente cuando una mujer se acercó a su
mesa lanzando una mirada asqueada al plato que estaba a punto de terminar.
—¿Sabes una cosa? —le dijo su colega—: Tus arterias tienen que ser un prodigio
de la ciencia. —Mulder pescó la última patata frita en el momento en que Dana
Scully le dio una palmada en el dorso de la mano—. Deja eso y escucha. Tenemos
trabajo.
Dana tenía casi la edad de Mulder, era más baja que él, de rostro ligeramente
redondeado y cabello castaño rojizo que le rozaba los hombros. En más de una
ocasión algún delincuente en fuga la había considerado demasiado femenina para
representar un obstáculo. Ninguno había mantenido esa opinión por mucho tiempo.
Mulder se limpió los labios con una servilleta al tiempo que su sonrisa perdía
resolución.
—¿Trabajo?
—Skinner —dijo ella—. A primera hora de la mañana. Sin excusa que valga.
Mulder mantuvo la sonrisa, pero su mirada había cambiado. Había en sus ojos un
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brillo de anticipación. Que el director adjunto Skinner los llamara en un momento
como aquél, en que se hallaban empantanados en una ciénaga de casos pendientes,
significaba por regla general una cosa. En algún lugar los esperaba un Expediente X.
—Puede que sea eso —dijo Dana leyéndole el pensamiento. Le arrebató la última
patata y la mordió hasta la mitad—. O simplemente que te hayas vuelto a meter en un
lío.
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La luz crepuscular anticipaba el desierto, y la ciudad que se extendía al pie de
Sierra Sandía una noche agradablemente fresca. A esas horas el calor había empezado
a disiparse y la brisa del atardecer levantaba vacilantes torbellinos de arena a lo largo
de la carretera que iba de Albuquerque a Santa Fe. Las serpientes buscaban sus nidos.
Un correcaminos atravesó velozmente un pequeño corral, haciendo las delicias de un
grupo de chiquillos que se resistían a dar por terminada su clase de equitación. En lo
alto un halcón volaba dejándose llevar por las corrientes térmicas.
En la vega de Río Grande, a la sombra de un bosque de álamos gigantescos,
Paulie Deven arrojaba piedras y guijarros a las menguadas aguas, maldiciendo cada
vez que el proyectil caía en barro seco. Detestaba Nuevo México.
Se suponía que Río Grande era impresionante, profundo, abundante en rápidos,
acantilados y esas cosas tan emocionantes. Allí no era así. Allí podía lanzar un
escupitajo con la seguridad de que llegaría a la otra orilla, y apenas si había caudal.
En cuanto a los acantilados y los rápidos, ni hablar.
Arrojó otra piedra. A sus espaldas podía oír, velada, la música que salía de la
caravana que sus padres habían alquilado al promotor para vivir mientras se construía
la nueva casa. La casa debería haber estado terminada hacía tres meses, cuando
llegaron de Chicago. Pero faltaban unos permisos, y encima había habido una huelga,
y que si esto, y que si aquello. Soltó un gruñido y lanzó otra piedra, esta vez con tanta
fuerza que le dolió el hombro.
Pensó que iba a vivir en el Oeste. Tal vez no en el «legendario» pero en el Oeste
al fin y al cabo. Se dijo que lo único que habían hecho sus padres era cambiar una
ciudad por otra.
Lo sobresaltó una leve lluvia de guijarros, pero no se volvió para mirar. Sin duda
se trataba de la pelmaza de su hermana, que se deslizaba por el terraplén para decirle
que mamá y papá querían que volviese a la caravana antes de que algún animal
salvaje se lo llevara al desierto como desayuno. Y qué más. Como si por esos
andurriales hubiese algo lo bastante grande para comerse a un jugador de rugby.
—Paulie, ¿eres tú?
Él la miró por encima del hombro.
—¿Estás ciega o qué? —contestó Paulie malhumorado.
Patty lo imitó burlonamente y se detuvo a su lado. Tenía dieciséis años, uno
menos que Paulie. Llevaba gafas de cristal espeso, no menos que su cerebro, y el pelo
recogido en dos desaliñadas coletas que le saltaban sobre el pecho a cada paso. No es
que fuera estúpida, pero él no podía evitar pensarlo cada vez que la veía. Patty se
sentó y se abrazó a sus rodillas.
—Vaya río, ¿eh? —comentó la chica.
—Qué observadora.
—Se están peleando otra vez.
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—Vaya sorpresa.
Desde que se instalaron en la caravana no habían dejado de reñir por la casa, por
la mudanza, por la cuerda floja en que andaba el empleo del padre, por cualquier cosa
que les diera tema de discusión. Paulie había desencadenado una auténtica guerra el
día en que echó mano de sus ahorros para comprarse un pendiente indio de cuentas de
vidrio y piedrecitas. Su padre lo trató de hippie maricón; su madre lo defendió, y
Paulie terminó por marcharse dando un portazo antes de que le hirviera la sangre de
verdad.
Patty miraba el lento discurrir del agua con la barbilla apoyada en las rodillas. Al
cabo de un rato miró a su hermano.
—Paulie, ¿vas a fugarte?
No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Qué?
Patty se encogió de hombros y volvió la vista al río.
—Tal como has estado actuando, no sé, pensé… Pensé que a lo mejor te daba por
tratar de volver a Chicago.
—Ojalá. —Arrojó otra piedra que fue a estrellarse contra el barro de la otra orilla
—. ¿Has pensado alguna vez en eso?
—No hago otra cosa.
Aquello lo sorprendió. Patty era la sensata, la madura, la que no dejaba nunca que
nada la afectara. Le fastidiaba reconocerlo, pero había perdido la cuenta de las veces
que su hermana le había salvado el pellejo sólo con hablar con sus padres y hacerles
olvidar que estaban furiosos con él. Fugarse, escapar y volver a Chicago, era la típica
insensatez que se le ocurriría a él, no a ella.
El sol desapareció detrás del horizonte.
Entre los álamos se hizo de noche. La luz de la caravana de sus padres y de las
otras cercanas se reflejaba en el río junto a otras luces de la orilla opuesta: todo se
orquestaba para recordarle que seguía en aquel lugar. De pronto advirtió que no le
gustaba la idea de quedarse solo.
—Tú no estarás pensando en marcharte, ¿no?
Su hermana soltó una risita.
—¿Estás loco? ¿Irme yo, de este paraíso? —Volvió a reír—. Lo siento, Paulie,
pero me faltan dos años para graduarme. No voy a echarlo todo a perder, bajo ningún
concepto. —Lo miró otra vez y él sólo alcanzó a verle los ojos—. Pero cuando acabe
te juro que me largaré de este maldito pueblo tan deprisa que no podrás acordarte ni
de mi cara.
Paulie sonrió.
—No es que sea muy difícil de olvidar.
—Vete a la mierda, hermano.
—Odio la mierda. No huele más que a mierda.
Tras un instante en silencio prorrumpieron en carcajadas, tapándose la boca con
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las manos y doblando la cintura hasta que a Patty le dio hipo, lo cual ofreció a Paulie
la placentera oportunidad de aporrearle la espalda hasta que su hermana le apartó el
puño de un manotazo.
—Te lo digo en serio —insistió, congestionada por la risa—. No estoy
bromeando.
—Ya. Bueno. Sí. —Paulie fijó la mirada en el agua oscura y se rascó la nariz—.
Yo tampoco.
Por encima de la música se oyeron voces airadas.
A lo lejos se oyó un portazo y luego el arranque de un motor de camioneta,
seguido por un chirrido de neumáticos. Hacia la izquierda, más allá del último árbol,
se escuchó un siseo.
Paulie fue el primero en oírlo y miró río arriba, el entrecejo fruncido, tratando de
ver en la oscuridad.
—Pat.
—¿Eh?
—¿Las serpientes salen de noche?
—¿Qué dices? ¿Qué serpientes?
Paulie le apretó el brazo para que callara. Un siseo, lento y constante, casi
inaudible.
—No —susurró ella con un discreto temblor en la voz—. Al menos no que yo
sepa. Hace demasiado fresco, ¿sabes? A las serpientes les gusta el calor…, creo.
Puede que tuviera razón, pero a él eso le sonaba a serpientes. A muchas
serpientes, allá lejos, a unos treinta metros donde no había luz.
Patty le tocó la mano para que la soltara y para que supiera que también ella lo
escuchaba. Fuera lo que fuera. No alcanzaban a ver a un palmo de sus narices. Una
ráfaga de viento agitó las hojas y Paulie dirigió la mirada hacia arriba, conteniendo el
aliento hasta que supo qué había sido aquello.
Ésta era otra de las cosas que más detestaba de aquel maldito lugar: estaba lleno
de ruidos que no podía identificar, sobre todo a partir del crepúsculo. Todos esos
ruidos extraños le ponían la piel de gallina. La fuente del ruido cambió de lugar. Pero
ahora parecían cuchicheos secos y rápidos, y Paulie se levantó apoyándose en una
rodilla y entrecerrando los ojos para averiguar qué los producía. Patty lo siguió casi a
rastras sin quitarle la mano de la espalda.
—Vámonos de aquí, Paulie, ¿vale?
Su hermano sacudió la cabeza obstinadamente. No bastaba con que a sus padres
se les hubiera ocurrido la absurda idea de volver a empezar cuando se ganaban la vida
perfectamente allá, en el Norte, parecía que los catetos de la zona estaban empeñados
en meterle miedo. Al niñato de ciudad. Así es como lo llamaban en el colegio,
burlándose de él, nada impresionados por su tamaño ni por las miradas iracundas que
les dedicaba. Claro. Porque eso no era una ciudad, ¿verdad? Porque allí no había
embotellamientos, ¿verdad? Porque allí la gente no se mataba a tiros, a puñaladas y a
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golpes como en Chicago, ¿verdad?
Algo se movió en la oscuridad. Se oyó otro siseo.
—¿Paulie?
El muchacho se puso de pie tratando de no hacer mucho ruido. Se limpió las
manos en los pantalones y las cerró en un puño. Habían logrado enojarlo de verdad.
—Vamos, Paulie.
—Márchate —ordenó a su hermana sin volverse para mirarla.
Estaba claro que allí había algo que se movía; tal vez no fueran más que unos
chiquillos tratando de meterle miedo. Dio un paso hacia un lado de la orilla y tropezó
con un palo. Sin apartar la mirada de la oscuridad se agachó para recogerlo.
—¡Paulie!
—¡Qué subas a casa te he dicho! —espetó él con voz más alta de la que hubiera
querido—. No me provoques, Patty.
Fijaba la vista con tal intensidad que casi se mareó. Era como tratar de perfilar los
contornos de la niebla.
Se frotó los ojos con fuerza, pero no logró ver mejor. No había luz.
«No hagas el tonto —se dijo—. Márchate de aquí antes de que pase algo».
Notó un brazo por encima del hombro y su esfuerzo para reprimir el grito fue tal
que casi se ahogó.
Patty abrió la mano para que viera el pálido reflejo de un encendedor de oro.
Paulie se volvió para preguntarle desde cuándo fumaba con la mirada. Se dio cuenta
de lo inoportuno de su curiosidad cuando ella lo miró con cara de decirle «después te
cuento, idiota», y con un gesto de la barbilla le instó a mirar hacia adelante. Sonrió
sin ganas. Se aseguró de la firmeza y equilibrio del palo que asía y dio un decidido
paso hacia adelante al tiempo que enderezaba la espalda.
—Oídme bien, gilipollas. Iros a la mierda si no queréis que os haga daño.
Nadie respondió, sólo el siseo. Alzó el mechero y lo encendió, entrecerrando los
ojos para ajustar la visión al tenue resplandor amarillo de la llama. Mientras alzaba la
mano y la movía de un lado a otro algunas sombras se alejaban y otras se acercaban.
Los árboles se movían; las hojas formaban una tonalidad gris; la orilla del río
adoptaba contornos que no existían.
—¡Eh!
Dio un paso más.
—¡Eh!
Otro. La brisa le acarició la nuca y agitó la llama que distorsionó las sombras.
Seguían acercándose y susurrando, y Paulie asió con más fuerza el palo, alzándolo,
listo para asestar un batacazo a la primera cabeza que surgiera de las tinieblas. No
sería la primera vez que desplomaba a un corredor de béisbol con un solo brazo.
Las hojas de una rama baja le rozaron la mejilla y el hombro derechos sin darle
tiempo a apartarse. Le pareció que Patty había pronunciado su nombre, pero no
estaba seguro. Ahora no oía más que el ruido de sus zapatillas arrastrándose por el
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suelo, la brisa que pasaba entre las ramas y el susurro. Frunció el entrecejo.
No; no eran susurros. Era un siseo, como le había parecido desde el principio.
Pero era raro. No era como el que hacen las serpientes, no, sino como de muchas
cosas rozando una superficie áspera. Susurros de voces. Dio un traspié. Se pasó la
lengua por los labios.
«De acuerdo —pensó—. Puede que no sea gente, y Patty ha dicho que no creía
que fueran serpientes; desde luego el río no era».
Entonces, ¿qué demonios era?
La brisa agitó las hojas y Paulie miró rápidamente hacia arriba, miró de nuevo
hacia adelante y sonrió. Era eso: alguien que arrastraba una rama por el suelo. Hojas;
el siseo lo hacían las hojas.
Pero el ruido cada vez era más fuerte. De pronto el encendedor se calentó
demasiado para seguir sosteniéndolo. Maldijo en silencio y dejó que la llama se
apagara, agitando la mano para enfriarse los dedos y el metal de modo que pudiera
volver a encenderlo en una emergencia.
Esperaría hasta que el muy imbécil estuviese lo bastante cerca, entonces
encendería el mechero y golpearía al mismo tiempo. El muy idiota ni sabría qué le
pasó. Se dispuso a escuchar, adoptando la postura de un bateador esperando el
lanzamiento.
«Al bate —pensó—. Yo os voy a dar bate».
Más fuerte. No se oían pasos, pero eso no venía al caso.
Miró hacia atrás pero no pudo ver a su hermana; miró hacia adelante y distinguió
vagamente una sombra que, a causa de la absoluta falta de luz, parecía más alta de lo
normal. Más fuerte. Muy fuerte.
«Niñato de ciudad», pensó airadamente, y encendió el mechero.
No llegó a batear. Su hermana gritó. No podía batear. Su hermana soltó un
alarido. Y Paulie también.
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4
El director adjunto Walter Skinner estaba sentado ante su escritorio, con las
manos apoyadas en el regazo, la mirada extraviada en el cielo raso. No sonreía. Sobre
el escritorio, en el centro, había una carpeta abierta. Skinner bajó la vista y la miró
con desagrado, meneó la cabeza y se quitó las gafas de montura de alambre. Se
masajeó la nariz con el índice y el pulgar.
Mulder no decía nada, y, sentada a su lado, Scully mantenía una expresión
perfectamente neutra.
Hasta ese momento la reunión no había dado buenos resultados. Seis meses de
conversaciones telefónicas interceptadas a un capo de la mafia de Pittsburgh se
habían ido al garete al extraviarse las transcripciones. Mulder, que fue el primero en
llegar, se topó de lleno con el huracán que Skinner había desatado contra su secretario
y a otros sonrojados agentes. Mulder, que ya había probado en repetidas ocasiones las
hieles de Skinner, supo escurrirse discretamente hacia el despacho con un saludo
desde lejos.
Después metió la pata protocolaria de sentarse sin haber sido invitado a hacerlo.
Cuando Skinner entró a su despacho, rojo de exasperación, a Mulder le faltó
velocidad para ponerse de pie, y el gélido saludo que el director le dedicó no se
habría derretido ni en los altos hornos.
Desde entonces todo había ido de mal en peor, aun después de que llegara Scully,
pues Skinner no dejó de maldecir a los idiotas, incompetentes y torpes agentes y
técnicos con los que se veía obligado a trabajar, ninguno de ellos capaz de atarse los
cordones de los zapatos, y mucho menos de seguirle la pista a un felón sin que
alguien los llevara de la mano.
Mulder lo encajó todo sin hacer comentarios. Al menos para variar, esta vez, la
diatriba no iba contra él.
La manzana de la discordia entre ellos dos era, por regla general, el Expediente X,
igual que ese día.
El FBI investigaba una amplia gama de delitos federales, desde el secuestro a la
extorsión, pasando por el asesinato político y el atraco a un banco; también se
ocupaban de casos locales si las autoridades competentes les pedían ayuda y si el
caso era de tal envergadura que podía considerarse de posible interés federal, es decir,
si, en líneas generales, podía afectar a la seguridad nacional.
Pero no siempre era así. Ocasionalmente se presentaban casos que desafiaban la
definición jurídica, e incluso a veces toda definición racional. Casos que parecían
sujetos a influencias paranormales, inexplicables, extrañas, o que se consideraban
ligados a participación de OVNIS. Los Expedientes X.
No había nada en el mundo que intrigara más a Mulder y su inquietud constante
rayaba casi en la obsesión; los Expedientes X eran la prueba de su convicción de que
la verdad no resultaba siempre tan manifiesta como pudiera parecer, ni era siempre
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liberadora o bienvenida. Pero existía, y él se había resuelto a descubrirla. Y
desvelarla. El precio era lo de menos; él tenía sus razones.
Skinner dejó caer la mano pesadamente sobre la carpeta.
—Mulder… —Hizo una pausa. La luz que se reflejaba en sus gafas le ocultaba
los ojos de manera inquietante—. Mulder, ¿cómo espera usted que me crea que este
asesino está escribiendo su nombre en el pecho de sus víctimas?
Fue por el tono más que por las palabras que Mulder adivinó que en realidad al
director le preocupaba otra cosa.
—A mí me pareció obvio, señor, una vez establecida la pauta.
Skinner lo miró a los ojos unos instantes antes de decir llanamente:
—Ya.
Una rápida ojeada a Scully le bastó para saber que no se equivocaba con respecto
al ángulo que le interesaba al director; supo también que, de algún modo, se las había
arreglado para pisar a alguien. Otra vez, para variar.
Mulder se sabía incapaz de bailar al son que tocaba el Buró, y así se lo había
confesado a Scully en más de una ocasión. Había, en efecto, pocas cosas que lo
sacaran más de quicio que la política interna del Buró. Reconoció que se había
equivocado, habida cuenta de las personalidades involucradas en el caso en cuestión;
que tendría que haber dejado que fuesen Neuhouse o Bournell quienes dieran con la
solución. Él tendría que haber actuado como guía, limitándose a sugerir en lugar de
pontificar.
Y, habida cuenta de las personalidades involucradas, tendría que haber supuesto
que al menos uno de ellos, probablemente Bournell, se quejaría de que Mulder estaba
tratando de robarles el caso y de paso el mérito.
—Señor —dijo Scully.
Skinner alzó la mirada sin mover en absoluto otra parte del cuerpo.
—Tal como yo lo veo, nos enfrentamos a una grave limitación temporal. A juzgar
por los intervalos que ya ha establecido, el asesino debería volver a matar en el
espacio de la quincena que viene. Tal vez antes. Cualquier cosa que el agente Mulder
les dé a estas alturas, cualquier orientación que ofrezca, pese a su ya pesada carga de
casos, sólo puede ser una ayuda, y no una interferencia.
Mulder asintió con un cauteloso gesto de cabeza. Su otra reacción habría sido
echarse a reír.
—Además —añadió Scully sin énfasis cuando el director volvió a ponerse las
gafas—, dudo que a Mulder este caso le parezca lo bastante extraño como para
sentirse tentado.
Skinner miró a Mulder sin parpadear.
—En eso estamos de acuerdo, agente Scully —afirmó el director.
Mulder no lograba descifrar la expresión de aquel hombre. No podía olvidar que
había sido Skinner quien cerrara los Expedientes X siguiendo órdenes de los de
arriba, a quienes les preocupaba que Mulder se enterara de según qué cosas que, en
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opinión de ellos, no eran de su incumbencia. Tampoco podía olvidar que había sido
Skinner quien ordenó abrir esos casos de nuevo, y Mulder sospechaba que el director
no había recibido aplausos por esa decisión.
Era todo muy confuso. Skinner no era un enemigo pero tampoco un aliado
incondicional. Pese a la importancia de su cargo era una sombra, y Mulder nunca
había llegado a saber de qué clase de sombra se trataba o qué la proyectaba.
—Perdone usted, señor —eligió con cuidado las palabras—, ¿se me está
amonestando por prestar una ayuda que fue solicitada?
—No, agente Mulder —respondió el director con voz cansina—. No es una
amonestación. —Volvió a frotarse la nariz, esta vez sin quitarse las gafas—. Aunque
en las actas consta que yo lo he convocado, no hay por qué hacer constar esta
conversación. Pero para la próxima vez hágame un favor: ahórreme problemas y
llamadas telefónicas y, para variar, deje que sean los demás quienes busquen la
solución. Tal como lo ha sugerido la agente Scully, sea usted el guía.
No sonrió, cosa que tampoco hicieron sus interlocutores. Por último, cerró la
carpeta de golpe y con un gesto de cabeza indicó a los agentes que podían marcharse,
pero cuando éstos alcanzaban el vano de la puerta, añadió:
—¿Griego, Mulder?
—Griego clásico, señor.
—Sí, claro —asintió el director.
Mulder venció la tentación de despedirse con un saludo militar y siguió por el
vestíbulo a Scully, quien le propuso ir a la cafetería.
—Mira, Scully —empezó a decir mientras caminaban—, te agradezco el apoyo.
De verdad. Pero no necesito que me defiendan.
Ella lo miró y soltó un suspiro.
—Sí que lo necesitas, Mulder.
Él le devolvió una mirada perpleja.
—Confía en mí —dijo ella dándole una palmadita en el brazo—. Esta vez tendrás
que confiar en mí.
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Se apoyó en el respaldo de la silla, estiró las piernas y fijó la vista en la puerta
cerrada. Un hilillo de sudor le cruzó la mejilla.
No pudo evitar preguntarse si ellos habían decidido volver a por él una vez más:
los poderes invisibles a los que había dado en llamar el Gobierno de las Sombras;
gente que sabía más de lo que estaba dispuesta a reconocer sobre la verdad que él
creía escondida en los Expedientes X. No era paranoia. En más de una ocasión habían
tratado de desacreditarlo para justificar su despido. Hasta habían tratado de matarlo Y
también a Scully.
Sólo el haber atraído algunos amigos hacia el territorio gris de las sombras
movedizas lo mantenía vivo y activo, y él lo sabía. Era posible que fuesen ellos otra
vez. Tal vez lo estuviesen provocando, tratando de distraerlo, de obligarlo a cometer
un descuido en uno de los casos que tenía a su cargo. Por las malas había aprendido
que ni Skinner ni los demás estaban en posición de protegerlo.
—Tendría que haberles dicho que era ruso —musitó mirando al suelo. Y rio.
Necesitaba salir de aquel lugar. Un cambio de aires, nada más. Aclararse las
ideas.
La puerta se abrió de golpe y el sobresalto casi le hizo caer de la silla. Bournell
apareció en el vano de la puerta y lo señaló con el dedo.
—Mulder, ¿quiénes saben griego antiguo? —preguntó autoritariamente.
—¿Y yo qué sé? —Dijo Mulder contrayendo los hombros—. Los griegos
antiguos, ¿no?
Bournell parpadeó lentamente y dio un paso al frente en el momento en que las
rejillas de ventilación dejaron escapar una corriente de aire frío. Hizo ademán de
cerrar la puerta del despacho, pero cambió de idea. Se metió la mano en el bolsillo.
—Los curas, Mulder. Los seminaristas. Los profesores de los seminarios. Los
predicadores, Mulder. Los pastores. —Se alisó la corbata y agregó—: En definitiva,
Mulder, gente que estudie la Biblia.
Mulder esperó pacientemente, imperturbable.
Sospechaba que no resultaría útil ni diplomático señalar que la lista podía incluir
profesores de lenguas antiguas, arqueólogos y quién sabe cuántos oficios más, por no
hablar de los inmigrantes griegos que hubieran estudiado en Grecia, o los eruditos, no
necesariamente universitarios, de al menos quince disciplinas científicas o
humanísticas. El colega parecía entusiasmado consigo mismo y no sería Mulder
quien le echara el jarro de agua fría.
—He estado pensando —prosiguió el agente, haciendo tamborilear los dedos en
el archivador más cercano—. Tenías razón en lo del griego, y me he dado no sé
cuántas bofetadas por no haberlo visto antes. Pero he de decirte que te equivocabas
con respecto al nombre.
Mulder se incorporó lentamente en el asiento, ladeando la cabeza y entrecerrando
los párpados.
—¿A ver?
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—En la universidad fui miembro de una hermandad de chicos.
—Habría sido más divertida una de chicas.
Bournell lo calló con una mirada escandalizada y Mulder tuvo que alzar las
manos en gesto de disculpa.
—Bueno, bueno, decías que estuviste en una hermandad. ¿Qué tiene que ver eso
con…?
—Alfa, Ci, Ro. Ni más ni menos. —Extendió la mano derecha, en la que
ostentaba un impresionante anillo de sello, un oscuro rubí tallado en bisel y engastado
en oro. Se acercó otro paso para que Mulder pudiese verlo mejor—. En el borde,
Mulder, fíjate en el borde.
Mulder vio las tres letras y contuvo el aliento.
—¡Recórcholis! ¡Claro!
Bournell retiró la mano.
—Ci, Ro. El símbolo de Cristo, Mulder —aclaró con tono entusiasta—. Eso es lo
que ha escrito: Ci Ro. Esas mujeres no son putas callejeras; sería demasiado fácil.
Pero apuesto todo lo que tengo a que algo las relaciona, algún nexo hay que a un
fanático religioso le resulta, cómo lo llamaría, pecaminoso.
Mulder se reclinó en el respaldo, sin disimular su admiración.
—¡Está clarísimo!
Bournell sonrió y se frotó las manos. Miró entonces hacia la rejilla del aire
acondicionado.
—Esto parece una nevera, oye. ¿Se ha estropeado el termostato o qué? —Giró
sobre sus talones y se encaminó a la puerta, asió el pomo y se detuvo antes de salir.
Mulder vio que sus hombros se contraían y que luego se relajaban.
—Oye, gracias, Mulder. Te lo digo en serio. Te seré sincero: no estoy seguro de
que yo me hubiera dado cuenta de lo del griego. Hace años que llevo este anillo y
nunca lo había mirado con tanta atención. Pero acababa de hacerlo limpiar, y me lo
estaba poniendo esta mañana cuando…, bueno, me puse a pensar, ¿sabes? Sin darme
cuenta, me fijé en el anillo como nunca lo había hecho.
Bournell vaciló, parecía a punto de añadir algo, pero repitió su agradecimiento y
salió, dejando la puerta cerrada.
Mulder permaneció un buen rato totalmente inmóvil. Finalmente, dijo a las
paredes de su despacho:
—En verdad os digo que tengo que salir de esta ciudad.
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5
El sheriff Chuck Sparrow se quitó el sombrero, se secó con el brazo el sudor del
poco cabello que le quedaba y volvió a colocarse el sombrero, tirando fuerte del ala
para ajustárselo bien.
—¿Qué te parece? —le preguntó la mujer que lo acompañaba, tragando saliva
para no devolver la cena.
Sparrow movió la cabeza. Sólo se le ocurrían dos posibilidades: alguien
necesitaba desesperadamente ejercitar sus habilidades de curtidor, o había vuelto a
surgir una de esas condenadas sectas que se escondían en las montañas del lugar. En
cualquiera de los casos, no hacía falta ser neurocirujano para darse cuenta de que le
esperaba una carga de trabajo muy superior a la que estaba acostumbrado a
despachar.
Se hallaban frente a la boca de una gruta pequeña que se abría en el flanco oeste
de un cerro solitario que se alzaba a poca altura y a unos cuatro kilómetros al oeste
del rancho de los Hatch. A sus pies yacían los restos de un novillo sobre el que se
agitaban legiones de hormigas y de moscas, ansiosas por ejercer su derecho a
despojar al animal de lo poco que de él quedaba.
—¿Qué te parece?
—Donna —dijo el sheriff—. Te aseguro que me gustaría saberlo.
Era una mujer de elevada estatura que escondía su figura en vaqueros muy
holgados, una camisa de hombre de una talla más grande que la suya y botas de caña
alta. Llevaba el pelo castaño corto y peinado hacia atrás por encima de las orejas. En
la mano derecha lucía el anillo de plata más grande que Sparrow había visto en su
vida. Su Cherokee, que cogía hasta para ir a la esquina, estaba aparcado junto a la
cuneta, a pocos metros de allí; el sheriff había aparcado su coche patrulla justo detrás.
—¿Has echado un vistazo ahí dentro? —preguntó Donna apuntando con el
mentón hacia la cueva.
—Sí —respondió el sheriff, con un exagerado tono de impaciencia—, sí, he
mirado.
—¿Y?
—Y he encontrado catorce clases distintas de mierda de animal, ¿sabes? Huesos;
huesecillos; la misma basura que siempre se encuentra en una cueva —añadió
exasperado.
—En alguna parte he leído que suelen usar las grutas como refugio temporal —
dijo la mujer.
Sparrow miró hacia la ladera del cerro y luego hacia los coches.
—Mira, Donna, no quiero que te lo tomes a mal, pero por estos lugares no se ha
visto un solo puma en mucho tiempo, al menos desde que yo vivo y trabajo aquí.
Además, por si no lo sabías, los pumas no suelen desollar sus presas antes de
merendárselas.
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—No hace falta que seas tan sarcástico, Chuck.
«No —pensó el sheriff—, lo que a ti te hace falta es un buen coscorrón en la
cabeza, a ver si así dejas de tocarme las narices».
Lo malo era que se trataba ya del cuarto animal que encontraba hecho trizas en
poco más de una semana; y siempre era igual: ni una sola señal, ni una huella, ni una
maldita pista que insinuara qué podía haberlos matado, o, mejor dicho, qué podía
haberlos despellejado de aquella manera. Por alguna razón sospechaba que el
despellejamiento había precedido a la muerte; que las pobres bestias habían muerto a
causa del shock, o desangradas.
También él moriría atormentado por el hedor de la carnaza, si no se largaba de
allí. Se llevó una mano a los labios y echó a andar de vuelta hacia su coche. Donna lo
siguió, caminando más despacio, tarareando una canción y haciendo chasquear los
dedos.
Lo malo, pensaba el sheriff mientras salvaba el socavón de la cuneta con dos
largas zancadas, era que si aquello se hubiese limitado a animales, su despacho no se
habría llenado de otros hedores.
Pero los problemas habían surgido con la aparición de tres cadáveres humanos,
tres víctimas que habían muerto de la misma manera que los animales, fuera cual
fuera ésta. Y cada vez que alguien informaba de la aparición de otro cadáver era él
quien se presentaba personalmente en el lugar de los hechos. No porque no confiara
en sus ayudantes, pero al cabo de treinta y cinco años de rondar por los caminos
rurales del desierto, de tratar con los indios de Santo Domingo, San Felipe y con los
pueblo, recorriendo colinas y montañas hasta conocérselas de memoria, se había
convertido en el experto local, por mucho que no deseara el título, pues, no sólo no lo
había pedido, sino que daría gustoso el brazo derecho porque se le considerase
sencillamente estúpido.
Metió el brazo por la ventanilla del coche y sacó el micrófono; llamó y comunicó
al encargado de la centralita lo que había encontrado y dónde. Mientras Donna lo
miraba con desconfianza, Sparrow pidió que enviasen una camioneta para recoger el
cadáver del animal, y que pidieran al veterinario de turno que se hiciese cargo de la
autopsia. A continuación, echó el micrófono sobre el asiento de su coche patrulla y se
recostó en la portezuela, con los brazos cruzados sobre un pecho casi tan voluminoso
como su enorme barriga.
—¿Irás a comentárselo a Annie? —Donna estaba en el centro de la carretera y
trazaba dibujos sin sentido en la arena que teñía de gris el negro del asfalto.
—¿Para qué? —Sparrow hizo un gesto vago con la mano señalando hacia la
derecha—. Su casa está lejos de aquí.
—Podría ser suyo.
—Probablemente —reconoció Sparrow—, pero también podría ser de ellos, ¿no
te parece? —Y señaló hacia la colina, más allá de la cual se alzaba lo que los
lugareños llamaban la Pared de los Konochinos.
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Donna no desvió la mirada; Sparrow sonrió. Donna no era lo que se dice amiga
de los konochinos. Hacía años habían rechazado su oferta para actuar como
intermediaria comercial en la venta de las artesanías indias; en una ocasión llegaron
al punto de echarla de la reserva. La habían sacado de allí a cajas destempladas: a
gritos, arrojándole lo que tuvieran a mano. Si hubieran podido la habrían llevado a lo
alto de la meseta Viento de Sangre y la habrían lanzado al vacío, igual que hicieran
sus antepasados con los curas y soldados españoles durante la rebelión de los pueblo,
unos trescientos años atrás.
La única diferencia radicaba en que los españoles nunca volvieron a insistir ante
los konochinos. Nadie sabía por qué. Ahora contaba con un intermediado, un tal Nick
Lanaya, que trabajaba con ella y gracias a quien no había tenido que volver a poner
los pies en la reserva.
—Una secta de satánicos —había comentado él, sin dejar de dibujar líneas con la
punta de las botas; las manos en los bolsillos.
Sparrow soltó un bufido. Había repasado mentalmente la lista de habituales:
desde los satanistas hasta los drogatas que pensaban crear un mundo mejor
decapitando terneras y cabras. Ninguno de ellos mataba así y mucho menos gente y
animales, y jamás de modo tan despiadado, para encima dejar los cadáveres tirados.
Después de todo, pensó Sparrow, él no era todo lo experto que se podía imaginar,
y tuvo que reconocer que tal vez había llegado la hora de llamar a los expertos de
verdad. Su soberbia y la falta de resultados no tardarían en ser comidilla de todos los
medios de comunicación locales.
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El más joven se inclinó para arrancar un matojo de hierbas, pero se detuvo en el
último momento. Eran hierbas de hoja filosa: se habría herido los dedos con sólo
rozarlas. Cogió entonces un guijarro y lo arrojó colina abajo. A sus pies pasaba la
carretera que llevaba a la garganta, también al rancho de Annie Hatch y, más allá, a la
interestatal. A sus espaldas se alzaba la meseta Viento de Sangre.
—Está muriendo gente, Dugan —dijo por fin, dejando de lado todo trato
protocolario en favor del nombre de pila—. Ahora llega hasta Albuquerque. —No
hizo ademán de mirarlo: sabía que el anciano tampoco lo miraba—. Se está haciendo
demasiado grande para esconderlo. Tarde o temprano vendrán las autoridades. Y no
podremos hacer nada por evitarlo.
El viejo se acarició el collar.
—Que vengan, Nick. Que vengan y busquen. No encontrarán nada.
—¿Y si lo encuentran? —insistió el joven.
El anciano sonrió.
—No se lo creerían.
Donna se quedó mirando cómo se alejaba el coche del sheriff, levantando nubes de
polvo. Sabía que no haber identificado a la secta responsable de aquellas atrocidades
suponía un duro golpe para el ego del sheriff, pero le parecía que ni él ni la policía
local habían buscado donde había que hacerlo. Las redadas por los bares del centro de
Albuquerque y el envío de agentes secretos a la universidad no servirían más que
para aumentar el gasto en horas extras. Miró hacia el cielo con los ojos entrecerrados
pero sólo distinguió una nube muy fina que parecía perdida en medio de aquella
pálida inmensidad azul.
El Journal y el Tribune exigían cabezas, y si Sparrow no espabilaba la suya sería
la primera en rodar. No es que a ella le preocupase demasiado, pensó con amargura
mientras volvía a su coche. Sparrow ya era mayorcito. Sabía cuidarse solo. Y no era
porque él no le prestase la menor atención, ni siquiera cuando ella trataba de
ayudarlo, ni porque la considerase algo desquiciada, ni porque no le diera la hora a
menos que ella se la pidiese…
—Mierda —dijo, dando una patada a uno de los neumáticos delanteros de su
Cherokee—. Idiota.
Subió al automóvil y silbó de dolor cuando puso los dedos en el volante caliente.
En el asiento del acompañante descansaban un par de guantes de trabajo que habían
perdido su color original. Se los puso mientras miraba por el espejo retrovisor. Luego
miró hacia la colina y la nube de moscas que marcaban el lugar donde yacía el
novillo muerto. Se le contrajo el estómago. Respiró lenta y profundamente.
Había visto cosas peores en el desierto, y mucho peores en la ciudad, donde
abundaban las trifulcas a navajazos o a tiros. No se explicaba por qué esto le afectaba
tanto.
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Bastó girar la llave un cuarto de vuelta para poner el motor en marcha; bastó otro
vistazo al retrovisor para que casi soltara un grito.
Una camioneta de carga roja, cubierta de óxido y de polvo, se abalanzaba
directamente contra su parachoques trasero; Donna no pudo ver otra cosa que el
parabrisas inundado de luz solar y la calandra del radiador como los relucientes
colmillos de un tiburón.
Donna se ovilló como pudo, preparándose para el impacto, pero la camioneta se
desvió en el último instante, redujo abruptamente la velocidad, y pasó a su lado con
tanta suavidad que Donna se preguntó si de verdad se habría acercado a la velocidad
que le había parecido, si no habría sido una jugada de su imaginación. Al mirar a la
derecha se encontró con el rostro del otro conductor.
«¡Jesús, Dios mío!», pensó.
Un sombrero gris calado, gafas de sol negras, pelo negro y largo recogido en una
coleta. León Ciola.
Donna no se dio cuenta de que había dejado de respirar hasta que la camioneta se
perdió de vista más allá del polvo que levantaban sus ruedas; se recostó sobre el
respaldo del asiento, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. La corriente del aire
acondicionado apuntaba a su regazo produciéndole temblores, pero no apagó el aire
ni desvió las salidas. Mantuvo los ojos cerrados hasta que no pudo más. Cuando los
abrió se encontró sola; hasta el polvo había desaparecido.
«Márchate —se ordenó mientras intentaba tragar saliva que no tenía—. Márchate
a casa, muchacha».
Pasaron diez minutos antes de que pudiese coger de nuevo el volante sin que le
temblaran las manos; diez minutos hasta que se dio cuenta de que continuaba parada.
Pisó a fondo el acelerador, luchando por controlar el coche hasta que logró enderezar
el rumbo. El sol no le dejaba ver más que la carretera. Primero iría a casa; una vez allí
se serviría un trago. Sólo entonces llamaría a Sparrow para decirle que Ciola había
regresado.
Estaba segura de que el sheriff iba a recibir una bronca de campeonato.
El más joven se puso de pie, fingiendo un gemido mientras se frotaba la zona lumbar
y estiraba las piernas para aliviar la rigidez.
—No podemos permitir que esto suceda, Dugan —insistió—. Echará a perder lo
que hemos logrado con tanto trabajo.
El viejo no se levantó ni le devolvió la mirada, que mantuvo fija en las nubes de
polvo que se alzaban a lo lejos.
—No podemos detenerlo, Nick.
—Tal vez no, pero a él sí que podemos detenerlo.
—De eso no hay ninguna seguridad.
«Sí que la tenemos, maldita sea —pensó el más joven con irritación—. Sabemos
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de sobra que es él y no estamos haciendo nada. Nada de nada».
El viejo preguntó quedamente:
—¿Qué pasa si estás equivocado?
Nick meneó la cabeza, aunque sabía que el viejo no le miraba.
—Si estoy equivocado no habremos perdido nada. Vendrán los anglos, echarán un
vistazo, se marcharán y nos dejarán de nuevo en paz. ¿Qué habremos perdido,
Dugan?
La respuesta fue igualmente queda:
—Lo que es nuestro.
El joven sacudió de nuevo la cabeza. Aquella discusión era tan vieja como él, e
incluso más: «Dejad que entre el mundo, no perderemos nada; tenemos la televisión y
la radio, maldita sea». La réplica era: «Que el mundo se quede fuera porque nada
tiene que ver con lo que nos hace ser como somos». Por esa razón se marchaban
tantos jóvenes, y muchos de ellos no volvían jamás.
En un solo movimiento, tan ágil y rápido que apenas se vio, el viejo se puso de
pie y se sacudió el polvo de los pantalones al tiempo que consultaba la hora en el sol.
Sin decir una palabra caminó hasta lo alto del cerro. Nick lo siguió a un paso de
distancia. Cuando llegaron a la cima, Dugan señaló hacia el pálido fantasma de la
luna.
—Una noche más y habrá acabado.
Nick no dijo nada; el silencio fue el vocero de sus dudas.
—Una noche más. —El viejo se cogió de su brazo: la bajada al valle era muy
pronunciada y resbaladiza—. Hoy en día hace falta mucha fe, ¿sabes? —Esbozó
apenas una sonrisa—. Mucha más que antes, me temo. Pero ahí está.
A Nick no le preocupaba la fe. También él la tenía, y la conservó incluso durante
su permanencia en el mundo exterior. No era la fe. Eran las muertes. Y lo que las
muertes traerían.
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6
Mulder iba de un lado a otro de su despacho, silbando. Era uno de esos días que
empiezan con un amanecer apoteósico, irreal, de película, que parece traer tantas
promesas que uno teme estar soñando. La ola de calor había remitido hacía tres días y
en su lugar la capital disfrutaba de temperaturas primaverales; cada noche un ligero
chubasco limpiaba las calles, y una brisa suave y constante impedía que la
contaminación enturbiara el cielo azul. Las hojas de los árboles no acumulaban
polvo, las flores brillaban: todo era tan perfecto que casi producía mareo.
Tardó un instante en darse cuenta de que Scully se encontraba sentada en su silla.
—Buenos días —saludó él alegremente.
Desde la reunión con Skinner había deshecho dos nudos más de otros dos casos
que lo habían mantenido intrigado semanas enteras. Para variar, en ambos casos los
agentes encargados se mostraron abierta e inmediatamente agradecidos; no hubo egos
lesionados, y dos delincuentes más estaban a punto de ser capturados.
Tampoco le sorprendía que Beth Neuhouse, a diferencia de Bournell, no le
hubiera pedido disculpas por su comportamiento. De hecho hacía una semana que no
la veía: otra señal de que la vida era hermosa y que tal vez él se hubiera equivocado
con respecto a lo de la amonestación amañada.
Y como broche de oro, el festival de cine de ciencia ficción que aún pasaban por
la tele le había permitido ver casi todas sus películas favoritas sin las molestas
interrupciones de anuncios publicitarios de coches de ocasión o productos para
combatir las hemorroides.
Lo único que le faltaba para colmar su felicidad era un generoso suministro de
pipas de girasol.
—Bueno, ¿qué me cuentas? —preguntó al tiempo que dejaba caer su maletín al
lado de un escritorio sobrecargado.
—Se te ve encantado de la vida. —Llevaba un traje verde y una blusa a juego—.
¿Ligaste anoche o qué?
—La cosa —respondió Mulder, apoyando la espalda en un archivador y
exhalando un exagerado suspiro de satisfacción—. James Arness haciendo de
zanahoria gigante. Insuperable.
—¿Qué?
Mulder hizo un gesto de desaprobación ante la ignorancia de la mujer con
respecto a los buenos momentos de la vida.
—¿Te suena Ann Hatch? ¿La científica que se convierte en una criatura de fango
verde y se come a los marineros borrachos de San Francisco? ¿Presas de la noche?
Tras un silencio, lleno de vacilaciones, Scully cayó en la cuenta.
—Ah, películas.
—Ah, películas —repitió Mulder—. Más que eso, Scully, mucho más. —Dio un
golpe con los nudillos en el archivador que contenía los Expedientes X—. El arte
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imita a la vida.
Scully entornó los ojos, recogió una bolsa de plástico del suelo y se la arrojó a
Mulder, que la atrapó con una mano a la altura del pecho. Contenía medio kilo de
pipas. Sonrió. Una señal; tenía que ser una señal. La sonrisa se transformó en mueca
de desconfianza.
—No hay cosa que te moleste más que verme comer estas cosas. Ensucio, y tú
odias la suciedad. —Miró la bolsa—. ¿Qué te traes entre manos?
Scully se encogió de hombros inocentemente y volvió a bajar la mano, esta vez
para recoger su maletín.
—Tú quieres salir de la ciudad una temporada, ¿no es así? Huir del calor; ver algo
distinto, ¿no? Cambiar tu vida monótona y gris, ¿no?
—¿Qué? ¿Y perderme la versión original de Los invasores de Marte? ¿Gente que
se convierte en zombis y lleva cojinetes y rodamientos injertados en el cuello? ¿Estás
loca o qué?
Scully alzó una carpeta, la sacudió y se la puso en el regazo con gesto de severa
institutriz.
—Tú querías salir de la ciudad. Bueno, pues ahora tienes la oportunidad de
hacerlo.
Mulder miró la carpeta, luego a Scully, luego la bolsa de pipas, y lamentó haber
abierto la boca. Definitivamente, todo eran señales, y él no estaba preparado para
interpretarlas. Scully sonrió tímidamente, divertida por la expresión de Mulder.
—No te preocupes. Esta vez probablemente te guste.
Mulder permaneció a la expectativa y Scully se acomodó en el asiento.
—A ver, ¿qué experiencia tienes en materia de reses mutiladas?
—No, por favor, Scully, eso otra vez no. —Se encaminó hacia una silla con
ruedas y se dejó caer sentado aprovechando el impulso para girar y quedarse
mirándola. Cruzó las piernas. No pensaba responder a lo que evidentemente no era
más que una pregunta retórica, hasta que cayó en la cuenta de que tenía que hacerlo.
Scully lo estaba preparando para algo que escapaba del ámbito de lo «corriente».
—Está bien —dijo, dando una palmada sin levantar los codos de los brazos de la
silla—. Dependiendo del caso, podemos hablar de sectas neo raras que exigen
sacrificios, siendo la vaca el animal favorito; o de experimentos secretos del gobierno
en el campo de la inmunología, basados en premisas de guerra química real o
potencial; pruebas de guerra química sin más; o —miró al techo—… o experimentos
realizados con tecnología supuestamente extraterrestre. —Meneó la cabeza
lentamente—. Por nombrar sólo algunas posibilidades.
Scully abrió la carpeta.
—En unos casos las reses han sido desangradas, o se les han extraído trozos de
piel y músculos u órganos…
—O sencillamente han sido descuartizadas y tiradas en medio del campo para que
se las encontrase algún campesino. ¿Y a mí qué me cuentas? Tú sabes que ése es el
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tipo de cosas que yo… —Y se calló. Los dos se miraron.
Había estado a punto de decir «que yo no necesito saber».
El primero en apartar la mirada fue él, que se concentró en la punta de sus
zapatos.
—¿Dónde?
—En Nuevo México.
Mulder soltó una risotada.
—Mutilaciones de reses, ¿eh? Muy bien. Cerca de Roswell, supongo. Venga,
Scully. No me tomes el pelo. No estoy yo para ésas…
Scully le enseñó un par de fotografías que no daban lugar a comentarios. Cogió
las fotos y al cabo de un rato puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante,
los codos apoyados en los muslos. Tardó en entender el significado de todo aquello, y
cuando lo comprendió empezó a respirar con más rapidez. Al principio no vio más
que masas compactas de color blanco y gris esparcidas por la tierra, o lo que parecía
tierra. Se trataba de arena del desierto, tal vez. Parpadeó y las masas tomaron la
forma de cuerpos de animales desollados, descarnados, en algunos casos hasta el
hueso. Salvo los cráneos al aire, no quedaba nada de sus cabezas.
—La de la izquierda —le dijo Scully— llevaba dos días perdida.
No tenía ojos, y un examen más pormenorizado le reveló un ejército de hormigas
y unas cuantas moscas que el fotógrafo no habría logrado ahuyentar. Tenía las patas
traseras descoyuntadas; la boca abierta y se le veía la lengua, pero ésta era mucho
más pequeña y estrecha de lo que correspondía, además de estar manifiestamente
descarnada. Aunque había manchas oscuras, Mulder buscó en vano charcos de sangre
o rastros de ella.
—La de la derecha fue encontrada, según creen, pocas horas después de morir.
Una vez más, la piel y la mayor parte del tejido muscular habían sido arrancados
por completo; y hasta donde Mulder pudo ver, tampoco en este caso se veían rastros
de sangre.
Mulder miró a Scully.
—Aquí no se trata de simple despellejamiento. ¿Cómo lo llamarías tú?
¿Desollamiento?
Scully asintió con gesto cauteloso, poco dispuesta, como de costumbre, a
comprometer su opinión hasta no haber visto las pruebas personalmente.
—Yo diría que sí. Pero no estaré segura hasta que lo haya visto con mis propios
ojos. —Le alcanzó otro par de fotografías.
Desconcertado, Mulder las tomó y, después de mirarlas detenidamente, se apoyó
en el respaldo, consternado y haciendo un esfuerzo sobrehumano para tragar saliva.
—¡Por Dios!
Gente. Era gente. Cerró los ojos un instante y dejó las fotos a un lado. A lo largo
de los últimos años había visto todo tipo de horrores, desde desmembramientos hasta
la más cruda carnicería, pero nunca había tenido delante nada tan perverso como
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aquello. No tuvo que volver a mirarlas para saber que en este caso se trataba de algo
diferente, por decirlo de algún modo.
Esa gente había sido desollada, y a Mulder no le hizo falta preguntar si las
víctimas habían sido desolladas vivas.
—Esto viene de Skinner, ¿no?
Scully asintió mientras trataba de sujetarse un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Las autoridades locales, en fin, el sheriff del condado llamó… —Se
interrumpió para consultar una página del expediente—. Llamaron a Rojo Garson, de
la oficina de Albuquerque. Por lo visto enseguida se acordó de ti.
Mulder guardaba algún recuerdo de Garson. Era un tipo del Oeste, curtido y
atlético, que había pasado una breve temporada en la academia del Buró en Quantico,
haciendo menos gala de sus habilidades —aunque las tenía en abundancia— que de
unas ganas casi incontrolables de marcharse del Este en cuanto pudiera. Cosa que
hizo a la primera de cambio. Mulder sabía que Garson nunca se hacía el loco cuando
se trataba de acudir al lugar de los hechos, de modo que este caso tenía que haberlo
dejado completamente desconcertado. No era el tipo de persona dada a pedir ayuda.
—Mulder, quienquiera que haya hecho esto está enfermo de verdad.
Un enfermo, un perturbado, o alguien tan desprovisto de emociones que bien
podría no ser humano. Escogió una foto al azar: una pareja. Mulder agradeció que lo
que les quedaba de rostro no mirase a la cámara.
—¿Amarrados? ¿Drogados?
Scully se aclaró la garganta.
—Es difícil saberlo, pero los indicios apuntan a que… —volvió a callar, y Mulder
percibió el nerviosismo y la rabia en la voz de la mujer—, los indicios apuntan a que
no estaban ni una cosa ni otra. Y Garson no cree que hayan sido asesinadas en otro
lugar y abandonadas en ése.
Mulder se pasó la mano por la boca y se mordió el labio inferior con actitud
pensativa.
—La doctora forense Helen Ríos no ha podido determinar si las víctimas estaban
conscientes o no en el momento de su muerte. La ausencia de cantidades
significativas de epinefrina parece indicar que sucedió con demasiada rapidez para
que el cuerpo produjera esta sustancia, cosa que suele hacer en casos de violencia
extrema.
—El rush adrenalínico de la víctima —aclaró Mulder quedamente.
Scully levantó la vista desde el informe.
—Eso. Pero hay otra cosa.
Mulder no supo qué preguntar.
—Por lo visto estaban vestidas en el momento de la agresión.
Mulder se movió en su asiento, inquieto.
—Espera un momento.
—En cada uno de los escenarios se encontraron jirones de ropa. Ni siquiera eran
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jirones, apenas si eran trocitos. Tiras de cuero de botas o zapatos. Botones de metal.
—Scully, espera.
A Scully le temblaban las manos cuando metió la carpeta de nuevo en el maletín.
—El patólogo dice que o murieron del shock o desangradas. —Tomó aire
despacio—. Garson, por su parte, piensa que murieron del susto, que ya estaban
muertas cuando cayeron al suelo.
Mulder le pidió que callase con un gesto de la mano.
—Scully, esta gente, y olvídate de los animales un momento, esta gente fue
atacada por alguien o por un grupo, fue desollada, su ropa terminó hecha trizas y de
la piel no ha quedado ni rastro. Me estás diciendo…
—Yo no te digo nada, son ellos —corrigió Scully.
—Vale. Vale. Ellos dicen que sucedió tan rápido que no dio tiempo para que la
epinefrina… —Sonrió sin ganas y miró a su alrededor sin fijarse en nada en
particular—. Scully, tú sabes tan bien como yo que eso es imposible.
—Probablemente —admitió Scully—. No he tenido mucho tiempo para pensar.
Mulder se puso de pie abruptamente.
—No tienes por qué pensar, Scully. No hay nada que pensar. Eso es prácticamente
imposible y punto.
—Razón por la cual tenemos que estar en Dulles a primera hora de la mañana.
Haremos escala en Dallas y estaremos en Nuevo México hacia la una de la tarde,
hora local. —Alzó un dedo para adelantarse a la objeción—. Y recuerda, en este caso
la palabra clave es prácticamente, Mulder, la cual no quiere decir definitivamente.
Mulder se quedó mirando el maletín de Scully. Extendió los brazos como si
abarcara todo el trabajo que quedaba por hacer en el despacho y dijo:
—¿Qué se le va a hacer? —lo que provocó una sonrisa en Scully, quien no tuvo
nada que añadir.
Mulder solía reaccionar de aquel modo cada vez que un Expediente X aterrizaba
en sus manos. Era como un cambio de marchas, de estado mental; el entusiasmo
corriente se transformaba en otro de distinta especie. Para él, imposible significaba
que alguien había decidido que no había explicación para lo que hubiera sucedido.
Pero siempre había una explicación, siempre.
Aunque no siempre les gustaran a sus superiores y a Scully las explicaciones
existían. A veces bastaba un poco de imaginación para encontrarla, una perspectiva
menos rígida desde la que contemplar el mundo, una disposición a entender que a
veces la verdad se ocultaba tras una máscara.
—Hay algo más —añadió Scully cuando ya Mulder recogía la bolsa de pipas y su
maletín.
—¿De qué se trata?
Scully se puso de pie y se alisó la falda.
—Hay una persona que dice haber presenciado una de las muertes.
Mulder quedó boquiabierto.
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—¿Lo dices en serio? ¿Un testigo que ha visto quién ha hecho esta carnicería?
—Una testigo —corrigió Scully—. Y dice que no era una persona.
Mulder guardó silencio, esperando oír más.
—Dijo que era una sombra.
«Diablos», pensó Mulder.
—Eso. O fantasmas.
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7
Un fuego ardía en un agujero de poca profundidad. El humo se alzaba en oscuras
volutas que se retorcían reflejando las llamas antes de escapar por el irregular orificio
que se abría en la bóveda de la sala subterránea. En las paredes toscamente excavadas
se proyectaban sombras nacidas de otras sombras que se hallaban sentadas en bancos
de tablones alrededor del agujero.
Eran un total de seis hombres sentados con las piernas cruzadas y las manos
apoyadas en las rodillas, seis cuerpos magros desnudos de tensa musculatura y de
cabello lacio, que brillaban con el sudor que reflejaba el fuego, los ojos fijos en las
llamas que bailaban empujadas por una corriente que ninguno de ellos podía sentir.
Encima del fuego, colocado en una parrilla de metal, un cuenco cocido al fuego
contenía un líquido incoloro que burbujeaba sin despedir vapor.
Había un séptimo hombre sentado en un asiento esculpido en la piedra roja,
retirado de los demás, entre las sombras a las que, según prescribía el rito, pertenecía.
No llevaba ropa alguna; sólo una cinta en la cabeza decorada con piedras
pulimentadas y gemas, todas ellas distintas, ninguna más grande que la yema de un
dedo. Con la mano derecha sostenía el esqueleto de una serpiente; de la izquierda
colgaba la cola negra de un caballo, rematada con un nudo y entrelazada con cintas
azules, rojas y amarillas. Sus ojos negros no fijaban la mirada en ninguna parte en
concreto. Uno de los seis hombres terminó por moverse; hinchó el pecho y exhaló el
aire con un suspiro silencioso. Cogió un cazo de arcilla que sostenía el hombre
sentado a su izquierda, lo hundió en el cuenco, y se puso de pie como pudo, estirando
unas escuálidas piernas que apenas si lo sostenían. Le dijo una palabra al fuego. Otra
palabra al cielo que, velado por el humo, se alcanzaba a ver por el orificio de la
bóveda. Llevó entonces el cazo hacia el hombre de la silla, susurró unas palabras y
vertió el líquido hirviente sobre la cabeza del séptimo hombre. Éste permaneció
inmóvil.
El agua se abrió paso entre sus cabellos, por encima de los hombros, por la
espalda y el pecho. Siguió sin moverse.
La cola de caballo se agitó un poco, pero no la mano que la sostenía. El anciano
regresó al círculo, tomó asiento, y, tras ese único movimiento, volvió a la inmovilidad
anterior. Sólo se escuchaba el fuego.
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La luz de la luna arrancaba reflejos esmeralda del centro de la masa de humo.
El hombre sonrió inopinadamente.
Extendió los brazos como para invitar al humo a acercarse a él, pero éste no se
movió.
El hombre tenía paciencia. Se había movido antes; se movería otra vez.
Y pasada esa noche, cuando aquellos viejos necios hubieran terminado, él
actuaría por su cuenta.
Todo cuanto tenía que hacer era creer.
Donna giró entre las sábanas, dormida; gimió tan fuerte que su propia voz la
despertó. Abrió y cerró los ojos repetidas veces para ahuyentar la pesadilla, y cuando
estuvo segura de haberlo logrado, sacó las piernas de la cama y se sentó, abriendo la
boca para tragar el aire frío que le hacía estremecerse.
La casa estaba en silencio. El escaso vecindario se mantenía en silencio. La luz de
la luna se filtraba por los resquicios que las cortinas dejaban en las dos ventanas de la
habitación y en su recorrido iluminaban conos de partículas de polvo en suspensión.
Bostezó y se levantó; bostezó de nuevo mientras se rascaba los costados y por
debajo de los senos. La pesadilla se había esfumado, en fragmentos dispersos, pero
sabía lo que había soñado, sospechaba que se trataba de la misma pesadilla que venía
atormentándola desde hacía dos semanas.
Caminaba en el desierto, cubierta únicamente por una camiseta larga; sus pies
descalzos sentían el frío nocturno del suelo del desierto. Un viento constante le
acariciaba el rostro. La luna estaba tan grande que parecía a punto de chocar con la
tierra, y las estrellas eran demasiado numerosas para contarlas.
Pese a que caminaba en contra del viento, podía oír que algo se acercaba a ella
por detrás, pero cada vez que se giraba se encontraba con el vacío de la noche y con
su propia sombra.
Algo que la interpelaba con silbidos siseantes, se le acercaba arrastrándose.
Cuando no podía soportarlo más se despertaba, consciente de que de lo contrario
moriría. No era supersticiosa, pero no podía evitar hacerse preguntas.
Se encaminó con pasos adormilados hasta la cocina, abrió la nevera y se preguntó
si sería demasiado tarde o demasiado temprano para tomarse una cerveza. La hora no
le importaba demasiado, pero sabía que si bebía en ese momento se encontraría en la
ducha antes del amanecer, maldiciéndose y preguntándose cómo iba a sobrellevar la
jornada que la esperaba con tan pocas horas de sueño.
Dejó que la puerta se cerrara por su propio peso, hizo un gesto de aprobación a su
actitud responsable, bostezó y se encaminó hacia la puerta trasera.
El patio de su casa era pequeño y terminaba, igual que todos los demás patios que
daban al camino vecinal, en una tapia de ladrillo color tierra. Los álamos que
bordeaban la pared tapaban la vista de las otras casas, aunque éstas se encontraban
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demasiado lejos para verlas incluso a la luz del día, a menos que uno mirase desde la
misma tapia. De pronto se sintió demasiado sola. Allí fuera no había nadie. Se
encontraba completamente aislada e indefensa.
Le entró pánico. Desde la ventana del salón tampoco podía ver gran cosa: los
rosales que con tanto empeño trataba de convertir en seto le ocultaban la carretera y
el campo que se abría más allá. Estaba atrapada.
Soltó un grito y corrió a la puerta. La abrió de golpe y salió al porche pero se
detuvo antes de rodar escaleras abajo. El contacto de los pies con el frío hormigón la
estremeció; un viento gélido le ciñó la camiseta al pecho y al estómago.
«Me mudo a la ciudad en cuanto amanezca», resolvió, como hacía siempre
después de cada pesadilla. Sonrió al recordarlo.
«Vaya pedazo de mujer estás hecha —se dijo con sarcasmo—. Te crees muy dura,
pero tienes un sueño de nada y dejas un charco en las sábanas».
Dio un paso atrás para entrar de nuevo en la casa, riendo en voz alta, pero no tan
alta como para no oír el silbido siseante a su espalda.
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Otra risotada, otro eructo. Había sido una buena noche. Mejor dicho, había sido
una noche estupenda. Aquellos capullos de Santa Fe, convencidos de saber mucho
antes que el resto del mundo cuál sería la próxima tendencia artística, habían decidido
que era él. «Collages vivientes», habían llamado a sus obras; «el genio del desierto»,
lo habían llamado a él.
—¡Es increíble! —gritó, a medias contento, a medias escéptico.
Después de pasar doce años tratando de vender cuadros que ni a él mismo
gustaban, cortó un cacto pequeño en dos mitades longitudinales, las pegó a un lienzo,
agregó unos cuantos huesecillos de pájaros y un par de cuentas, le dio un nombre
cualquiera y, para ver qué pasaba, lo llevó al norte del país.
Les encantó. Los dejó a todos encantados.
Él se había burlado de ellos y sus pretensiones, y ellos se desvivían por comprar
su obra.
El viento que entraba por la ventanilla tiraba de sus largos mechones rubios,
enredándoselos y amenazando con producirle un intenso dolor de cabeza.
Cinco años después, al cabo de veinticinco obras más, montadas cuidadosamente
en el transcurso de borracheras fulgurantes, su cuenta bancaria se había hinchado
hasta el delirio, tenía casa nueva y cambiaba de coche de año en año; las mujeres
hacían cola para estar con él, en la esperanza de que sus dedos del desierto viviente
surtieran efectos mágicos en sus pieles.
El éxito casi le hacía sentirse mal. Pero no estúpido.
Las tendencias eran poco más o menos lo mismo que las modas, y sabía de sobra
que la siguiente temporada bien podría ser para él la última en la cresta de la ola. Por
eso necesitaba aislarse un tiempo, sacar adelante una buena docena de proyectos más,
y salir de todo aquello antes de que terminara como los demás: arruinado y
diciéndole: «Yo antes era un tipo importante, ¿sabes? De verdad. Te lo digo en serio»
al desconocido que tuviera a bien brindarle otra cerveza en algún bar desconocido.
El velocímetro marcó ciento treinta. Empezó el dolor de cabeza. Los ácidos
burbujeaban en su estómago.
Se pasó el dorso de la mano por la cara y, justo cuando recuperó una visión nítida,
percibió algo a su derecha, apenas al borde del haz de luz.
Observó con el entrecejo fruncido y gritó cuando el coche siguió su mirada y se
precipitó hacia el arcén. El golpe de volante fue demasiado abrupto y se vio lanzado
al centro de la carretera, dio otro volantazo, pisó el acelerador en lugar del freno y
gritó sin voz cuando las ruedas derechas rascaron los ásperos guijarros que bordeaban
el asfalto. El coche tembló ruidosamente avanzando de manera peligrosa.
Quedó paralizado sin saber qué hacer: ¿tenía que girar el volante a favor o en
contra del patinazo? Vio con horror que los arbustos bajos y la cuneta se le acercaban
a paso de carga. Consiguió girar el volante en el último instante y se encontró de
nuevo en el asfalto.
Tenía el rostro empapado en sudor. Necesitaba aliviar su vejiga de inmediato.
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Le temblaba tanto la mano izquierda que se la puso entre las rodillas y apretó con
fuerza hasta que se calmó.
—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, ay, ay, Dios mío!
«A partir de ahora, a cuarenta», se juró a sí mismo; tanto le daba si no llegaba
hasta el amanecer, pero no iba a pasar de cuarenta hasta llegar a casa. No estaba
sobrio, pero desde luego tampoco se encontraba tan borracho como hacía un instante.
Al cabo de un rato el velocímetro llegó a ochenta. Vio cómo la aguja subía poco a
poco, y decidió que estaba bien. A cien, ni uno más. Así llegaría antes a casa, lo que
no era mala idea, pues tal como estaba de borracho representaba una amenaza para sí
mismo fuera de casa.
Tragó saliva, respiró hondo; apagó la radio pero lo último que necesitaba ahora
era perder la concentración. Tenía que mirar la carretera y nada más.
Volvió a verlo. No fue más que la insinuación de un movimiento que corría junto
a él al otro lado de la cuneta, lo cual era imposible. Iba a ciento cinco, por favor, sólo
otro coche podría correr tanto. Aventuró un rápido vistazo que le obligó a dar un
golpe de volante cuando el coche empezó a desviarse. Se pasó la lengua por los
labios. No se veía nada.
Pero si estaba claro que no podía haber nada, Dios mío. Son los faros. Eso es
todo. Es la luz al enfocar una hilera de enebros, quizá, o algún pino, una roca, o algo
así. Sus ojos habían percibido el reflejo seudoestroboscópico y el whisky se había
encargado de convertirlo en algo que corría a su lado. Eso era todo, se repitió.
Lamentó que la luna no brillara más.
«Olvídate de los cuadros —decidió medio kilómetro más adelante—; a la mierda
con todo». Había terminado. Tenía suficiente dinero, la casa estaba pagada, ¿qué más
quería?
Al recibir un impacto en la puerta lateral, el coche dio otro bandazo. Gritó y vio
que sus manos aferradas al volante perdían definición, que la carretera se oscurecía
cada vez más; gritó más fuerte con el segundo golpe y miró hacia el lado para
encararse con el estúpido borracho que quería sacarlo de la carretera. No vio nada.
Cuando miró de nuevo hacia adelante ya era demasiado tarde. La carretera había
desaparecido. Lo único que pudo hacer fue protegerse el rostro con los brazos, cerrar
los ojos, y gritar.
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La Posada de la Mosca se hallaba situada entre Río Grande y una elevada tapia de
adobe que se alzaba frente a la carretera. Se trataba de una edificación central de dos
plantas que albergaba los despachos de administración, un amplio salón
embaldosado, refrescado por una fuente chispeante, y un restaurante lo bastante
espacioso para recibir cómodamente a cien comensales. A izquierda y derecha de este
edificio, se extendían ocho dependencias. El tejado era de tejas de estilo español, y
unos cuantos álamos, serbales y un enorme y solitario olivastro que se alzaba en el
centro del patio daban sombra al lugar.
Scully estaba sentada en el banco circular que rodeaba al árbol del patio, de cara
al arco de la entrada, cuya cancela de hierro forjado se cerraba todas las noches,
según le había dicho el propietario, a las doce en punto. Cerró los ojos y se llevó un
dedo a la frente para detener el recorrido de una gota de sudor que bajaba desde el
nacimiento del pelo.
—¿Te sientes mejor? —dijo una voz carrasposa a su lado.
—La verdad es que no.
El día había ido de mal en peor desde el principio: se despertó tarde y tuvo que
salir a toda carrera para llegar al aeropuerto, donde se enteró de que el vuelo había
sido retrasado. Una hora. Después dos. Pensó que, una vez en el aire, conectaría el
ordenador portátil para que Mulder y ella pudieran repasar los pormenores del caso
que los ocupaba. No fue así.
Las turbulencias de montaña rusa que los acompañaron hasta Dallas convirtieron
la lectura de la pantalla en una experiencia vomitiva; trató entonces de echar una
cabezada, pero fue en vano. Luego, al ir a aterrizar, hallaron la ciudad tejana inmersa
en un torbellino de tormentas eléctricas, lo que les obligó a desviarse y a esperar
hasta que los elementos se hubieron sosegado. Así perdieron otra hora, y de paso el
vuelo de conexión.
—Una maldición —había dicho Mulder en algún momento—. Sobre este caso
pesa una maldición. Podría haberlo sabido si hubiese leído las hojas de té de esta
mañana.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque me las tomé.
Cuando aterrizaron en Albuquerque, Scully creía en la existencia de las
maldiciones. Después de que Rojo Garson los sacara de la ciudad a toda pastilla a
bordo de su jeep, en dirección norte, hacia Bernalillo, estaba dispuesta a pasar el resto
de sus días caminando.
El hombre que estaba sentado a su lado se movió para atraer su atención. Scully
abrió los ojos y le sonrió lánguidamente.
Rojo era tal como se lo había descrito Mulder: un hombre de elevada estatura y
mediana edad, en cuyo rostro y manos podían leerse los muchos días pasados en las
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montañas y el desierto. No entendía de dónde le venía ese apodo, pues era muy rubio
y tenía ojos azul oscuro; le faltaba parte de la oreja izquierda: se la habían mordido,
según le contó, en una pelea con un hombre que sentía una fuerte aversión ante la
sola idea de pasar el resto de su vida en una cárcel federal.
Rojo no respondía en nada al estereotipo de agente del FBI. Sonreía con la boca
cerrada, sin que se le viera un solo diente. Señaló con el pulgar por encima de su
hombro.
—¿Crees que se habrá quedado dormido?
—Lo dudo.
Una camioneta de carga pasó delante de la Posada, pistoneó ruidosamente dos
veces, y dejó tras de sí una estela de humo negro.
—¿Dana?
Scully asintió con la cabeza, para indicarle que lo escuchaba.
—¿Por qué siempre te llama Scully? ¿Por qué no te llama por tu nombre?
—Porque puede —respondió Scully sin molestarse en dar más explicaciones.
Igual de difícil sería explicarle por qué Mulder era, sin lugar a dudas, su mejor amigo.
Su relación iba más allá de la común entre compañeros de trabajo; eran capaces de
confiar el uno en el otro cuando uno de los dos se hallaba en peligro, o cuando
cualquiera de ambos necesitaba que se le echara una mano para un caso que se
complicaba; iba también más allá de sus diferentes estilos, por lo que, si bien para
algunos era una relación retorcida, representaba para cada uno de ellos el
complemento perfecto. A veces pensaba que se trataba de un instinto indefinible, una
señal tácita que le aseguraba que, por mucho que cambiaran las cosas, por muchas
cosas que sucedieran, podría contar con Mulder cuando lo necesitara. Siempre.
De repente oyó una fuerte pisada, y sonrió.
—Ahí viene.
Garson pareció sobresaltarse, giró la cabeza y lo vio acercarse por uno de los
senderos de piedra que cruzaban serpenteantes el patio ajardinado. Scully tuvo que
reconocer que sin su traje habitual se veía muy raro, y se sintió aliviada al ver que por
lo menos se había guardado la gorra en el bolsillo trasero del pantalón. Llevaba una
cazadora tejana colgada al hombro, no por coquetería, sino para ocultar la pistola, que
llevaba sujeta a la altura de la cadera izquierda.
También él parecía cansado.
—Hace calor —dijo mientras se dejaba caer a su lado en el banco.
—Estamos en julio, Mulder —le recordó Garson—. En Nuevo México. ¿Qué
esperabas?
—Me basta y sobra con el que hace en casa. Mi piso es un verdadero horno. —Se
rascó la cabeza y la sacudió, como obligándose a despertar—. Y yo quería salir de la
ciudad.
—Bueno, la verdad es que esto no es un paraíso para todo el mundo —reconoció
Garson, dando a entender que todos cuantos llegasen a aquella parte del país, tenían
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que estar locos para no enamorarse instantáneamente de la región—. Recuerda una
cosa: aquí estás a mil seiscientos metros más arriba que en Washington. El aire es
más puro. Te lo tienes que tomar con calma al principio, ¿sabes? Como salgas
disparado en doce direcciones a la vez te irás de bruces al suelo.
Mulder asintió con un gruñido, y se volvió a levantar.
—Eh, mira eso. —Y echó a andar.
—Mulder —dijo Scully—, no tenemos tiempo.
Él se volvió para mirarla, sonriendo, y señaló hacia un pequeño torbellino de
arena que giraba perezosamente en medio de la carretera.
—En mi pueblo había de éstos. Pero eran de hojas, ¿sabes? —Se acercó más. El
torbellino le llegaba a la barbilla—. Jugábamos a tratar de entrar. —Adelantó un pie
hacia la base del remolino y debió de romper alguna barrera invisible, pues el
torbellino se deshizo y la arena cayó al suelo. Mulder tocó con la punta del zapato el
lugar donde había estado.
Scully, que empezaba ya a sentir los efectos de la altitud, dejó transcurrir unos
segundos de silencio antes de insistir.
—Mulder, ven un momento. Creo que no podemos seguir perdiendo el tiempo. —
Consultó su reloj; acababan de dar las cuatro—. Supongo que será demasiado tarde
para dar con la doctora Ríos. ¿Qué me dice de… Patty? Patty Deven. ¿Estará en
condiciones de hablar con nosotros?
Garson la señaló con el pulgar cuando Mulder se acercaba.
—¿Ésta siempre es así?
—Tenemos tres personas asesinadas, Rojo, y no fue la altura lo que las mató.
Garson asintió con la cabeza como para señalar que ella tenía razón.
—Los Deven viven a poco más de un kilómetro de aquí. Han decidido volver a
Chicago en cuanto esto quede aclarado. Os llevaré a verlos, pero os advierto que no
os darán la bienvenida.
Tenía razón. Scully advirtió la hostilidad instantánea en los ojos de Kurt Deven en
cuanto abrió la puerta de su caravana. Cuando Garson le presentó a sus colegas,
Deven gruñó y les dijo que esperasen. Cerró la puerta con un golpe fuerte.
Mulder apuntó hacia el bosque de álamos que bordeaba el río, a unos setenta
metros de allí.
—¿Fue allí?
—Sí. Un poco más a la derecha de donde tú estás mirando.
Scully se puso las manos como visera para mirar contra el sol, ya cercano al
horizonte, y trató de imaginarse el lugar de noche, con la luna y las estrellas por toda
iluminación. La luz de la caravana no debía de iluminar nada allí. Estaba demasiado
lejos; y a excepción de una casa a medio construir al lado, no había más viviendas en
las inmediaciones, sólo estacas de madera clavadas en la tierra para marcar parcelas
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en las que se construiría en un futuro. La caravana más cercana estaba a más de
sesenta metros de allí.
Se abrió la puerta. Los dos hombres se hicieron a un lado para dejar pasar a una
señora que bajó los peldaños de ladrillos de hormigón. Era de baja estatura y llevaba
el pelo, lacio y rubio, bastante descuidado. Tenía la mirada vacía. Habló con una voz
enronquecida de rabia y dolor.
—Ella no quiere volver a hablar con usted, señor Garson. —Rojo le dijo con tono
suave y amable que lo entendía, y pidió disculpas por la intromisión.
—Estos señores, señora Deven, han venido desde Washington. —Tosió para
aclararse la garganta mientras miraba hacia la puerta abierta—. Son expertos en este
tipo de crímenes. Si hay alguien que pueda capturar al…
—Nadie ha hecho nada —espetó la mujer—. Han pasado ya dos semanas y nadie
ha logrado hacer nada.
Scully alzó la mano para llamar su atención.
—Señora Deven.
La mujer tardó en responder.
—¿Qué?
Scully hizo un esfuerzo para hablar con suavidad.
—Señora Deven, yo no le voy a mentir. No voy a decirle que sé cómo le duele a
usted esta pérdida, ni cómo le duele a su hija. Pero el agente Mulder y yo hemos
hecho esto más veces de las que se puede usted imaginar. Sólo puedo prometerle que
no nos daremos por vencidos. No somos perfectos, pero no abandonamos los casos.
Mary Deven se apretó el estómago con las manos y entrecerró los ojos.
—¿Me está prometiendo que lo van a capturar?
—No —respondió Mulder, con la misma suavidad y firmeza de su compañera—.
Sólo le prometemos que no vamos a rendirnos. Y si no quiere usted que la
molestemos, a usted o a su familia, con nuestras preguntas, no tiene porqué
preocuparse.
La señora Deven parpadeó mirando hacia los árboles y de pronto se interrumpió
en seco.
—No la lleven allí —dijo, apenas en un susurro—. Si la llevan allí la pierdo.
Scully estuvo conforme y no dijo nada cuando Mulder le pidió a Garson que le
enseñara el lugar de los hechos. Después de tantos días no podía quedar nada de
interés: Garson y sus colegas habrían peinado la zona palmo a palmo. Sin embargo,
Mulder tenía un don para encontrar cosas en lugares vacíos, un don que ella quería y
no quería entender al mismo tiempo.
—¿Agente Scully?
Lánguida, dolorosamente delgada, Patty Deven era el vivo retrato de su madre,
hasta en la mirada espantada. Un hematoma a punto de desaparecer se apreciaba
todavía en su mejilla derecha y en la sien. Sus ojos se veían demasiado grandes detrás
de las gafas.
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Scully y Patty se sentaron en sendas sillas de jardín. No había nada que ofreciera
sombra, ni nadie que ofreciese algo de beber.
Tras un prolongado silencio, mientras la chica permanecía absorta en la
contemplación de sus manos retorcerse sobre su regazo, Scully se inclinó y dijo:
—¿Qué fue lo que viste, Patty?
Mulder se detuvo en aquel tramo de tierra desnuda y se dedicó a mirar las ramas que
se extendían por encima de su cabeza; miró luego hacia el río casi seco.
—¿Aquí?
—En efecto —dijo Garson.
«Aquí» no significaba nada. El terreno estaba demasiado seco para que hubiera
huellas; además, no disponiendo de visión en línea recta hacia la caravana, no había
mucho material para trabajar. Le pidió a Garson que se situase aproximadamente
donde había estado Patty, y frunció el entrecejo.
En una noche oscura, estando a unos treinta o cuarenta metros de su hermano, la
muchacha no debía de haber visto gran cosa. Hablaba de destellos de movimiento que
acompañaron la agresión y los gritos de su hermano. Vio un fantasma porque sus ojos
no podían visualizar nada concreto.
Mulder se agachó y barrió con la palma de la mano unos centímetros del suelo.
—¿Ha llovido últimamente?
Garson se acercó lentamente.
—Estamos en lo que aquí llamamos la estación de los monzones, Mulder. A esta
hora no lo parece, pero por las tardes tenemos tormentas. De las grandes. Suelen
venir del oeste y no se andan con tonterías. —Mulder se irguió—. Lo malo es que la
lluvia se lleva las pruebas, y la tierra queda como de piedra antes del mediodía del día
siguiente. Esto es una pérdida de tiempo —concluyó.
«Quizá sí —pensó Mulder—. Pero puede que no».
Caminó hacia el norte por la orilla del río, mirando despacio a un lado y a otro. La
vegetación era baja y espesa allá donde no había caído en manos de los constructores.
No vio señales de que alguien hubiera atravesado aquella maleza, lo cual significaba
que habían llegado desde la orilla, o desde el otro lado de los árboles. Eso podía
significar algo, pero quizá no fuera nada.
Cuando se acercó al otro agente Mulder fruncía el ceño.
—¿Hay pandillas por aquí?
—Alguna que otra. —Se encaminaron hacia la caravana—. Pero esto no es obra
de pandillas. No hay rastro de navajas ni de pistolas.
—¿Sectas?
Habían dejado atrás el bosque de álamos, y Mulder sintió que bajaba la
temperatura. Scully seguía sentada en la silla de jardín. Estaba sola.
—¿Qué clase de sectas quieres, Mulder? Tenemos a los maestros New Age y sus
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comunas del desierto. Tenemos a los creyentes de la Segunda Venida, que vagan por
las montañas y se llaman con sus teléfonos portátiles cada vez que se pierden. Y
tenemos a los chiflados de los platillos volantes, convencidos de que Roswell
constituye la clave para la comprensión de lo intergaláctico. —Le dirigió una mirada
significativa que Mulder no pasó por alto—. Es tu especialidad, ¿no?
La única respuesta fue un gruñido vacío de sentido, y Garson tuvo la sensatez de
no insistir.
Scully se levantó de la silla en cuanto los vio acercarse, y ante la mirada
interrogativa de Mulder negó con la cabeza. Éste no pudo reprimir un bostezo, pero
giró la cara para que la pálida mujer que lo miraba desde una ventana de la caravana
no pudiera verlo. Si había algo que Mary Deven no necesitaba ver en ese instante era
a un agente del FBI bostezar cuando acababa de estar en el lugar donde habían
asesinado a su único hijo varón. Pero Garson lo vio.
—Ahora mismo regresamos —le dijo a los dos sin darles oportunidad de réplica
—. Vosotros dos vais a comer algo y luego a dormir, si no mañana no serviréis para
nada.
—¿Por qué? ¿Qué pasa mañana?
Garson se tocó el ala del sombrero.
—Mañana, amigos míos, vais a conocer a una auténtica estrella de cine.
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Mulder no pudo dormir. Tras una cena que se le hizo eterna, escuchó el relato de
la conversación de Scully con la muchacha, que no le dijo nada nuevo. Patty había
visto menos de lo que sugería su propia declaración inicial. Inmediatamente después
de iniciarse la agresión, la rama que su hermano había usado a guisa de mazo salió
saltando desde la oscuridad y le dio en un lado de la cara. La chica cayó al suelo,
aturdida, y en ese estado le pareció oír una voz que susurraba y otra que reía. Pero era
todo muy confuso, y no tardó en perder el conocimiento. Fue su padre quien más
tarde encontró el cuerpo.
—No se trata de fantasmas, Scully —había dicho Mulder mientras la acompañaba
hasta su habitación—. Esto es obra de gente.
—Pareces decepcionado.
Mulder no respondió en ese momento, y tampoco podía encontrar una respuesta
ahora que acababa de ponerse una chaqueta y salía de su habitación, contento de
haberle hecho caso a Garson: pese al calor del día, la noche en el desierto era sin
lugar a dudas refrescante.
Recorrió el corto corredor que unía las habitaciones con el edificio central, y se
detuvo. En la parte de atrás crecía un jardín de cactos y flores del desierto, plantados
en círculos al azar y rodeados con un anillo de piedras, igual que en el patio
delantero. Entre los setos serpenteaban senderos de piedra que confluían en uno solo
que conducía hasta seis bancos colocados de cara al río. Los álamos y los sauces
estaban iluminados con diminutas linternas que, colgadas entre las hojas, arrojaban
movedizos parches de luz sobre el suelo. No estaba seguro, pero le pareció percibir
un aroma de madreselva.
Una vez se aseguró de que se encontraba a solas, se sentó en uno de los bancos a
contemplar la escasa corriente que fluía a sus pies. La luz de los postes que
bordeaban el río apenas si matizaban la oscuridad. Salió la luna. Mulder metió las
manos en los bolsillos de la chaqueta y se puso a contemplar la luna un rato, sin
pensar en nada de particular hasta que una nube le cubrió en parte.
Patty Deven, o su madre, a la deriva en una oscuridad de la que nunca podrían
escapar. Pálidas sombras sin expresión, vagos indicios de lo que antaño había tras sus
sonrisas. Representaba un salto demasiado fácil, y demasiado doloroso, pasar de esos
pensamientos al recuerdo de su hermana, desaparecida hacía tantos años cuando sólo
tenía ocho años. Alguien o algo que se escondía tras el resplandor de una luz en la
que ni siquiera hoy podía pensar sin estremecerse se la había arrebatado.
Tratar de ver lo que había detrás, ése era el cimiento de su búsqueda de las
verdades que se ocultaban en algún lugar de los Expedientes X.
Dejó de contemplar la luna y se pasó una mano por la cara; a continuación se
frotó distraídamente la nuca. Encontraría a Samanta, se dijo, de eso no había duda;
pero hasta entonces lo mejor que podía hacer era dar con los hombres que habían
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asesinado al hermano de Patty.
Se pasó la mano por la cara, y cuando volvió a meterla en el bolsillo de la
chaqueta, sonrió.
—Estoy bien —dijo, haciéndose a un lado para dejarle sitio a Scully—. Estaba
pensando; nada más.
—¿Aquí fuera? Pillarás una neumonía.
—¿Hablas con conocimiento de causa?
Scully estiró las piernas y cruzó los brazos delante del estómago.
—No, pero hace frío, es indudable. Dime una cosa, Mulder, ¿de verdad no puedes
estar de buen humor cuando hace calor?
Pasaron un buen rato en silencio, mirando el río, oyendo los árboles, escuchando
los ladridos de los perros o el paso veloz de algún vehículo por delante de la posada.
Durante unos minutos pasearon por el jardín huéspedes que habían salido a dar una
vuelta después de cenar con una copa en la mano, conversando en voz baja, dejando
escapar de vez en cuanto una risotada. Al rato cesó la brisa y sólo pudieron escuchar
el sonido de sus propias respiraciones.
Entonces dijo Mulder:
—Scully, ¿no se te ha ocurrido que a lo mejor los que mutilaron a las vacas no
son los mismos que han asesinado al hermano de Patty?
—¡Les digo que no estoy loco! —insistió Mike Ostrand postrado en su cama de
hospital. Miraba furioso al sheriff Sparrow, quien le devolvía la mirada desprovista de
toda expresión—. No me he inventado el accidente. Tampoco me he inventado esta
horrible escayola en el brazo. Ni el coche boca arriba ni yo colgando ahí dentro como
un pato a la pequinesa.
Sparrow era un hombre paciente.
—Está bien. —Ostrand se movió con dificultad, e hizo una mueca—. Está bien,
yo iba un pelín borracho, lo reconozco. Pero no me estrellé por eso.
—No, se estrelló usted porque un misterioso vehículo, tan bajo que no pudo usted
verlo por la ventanilla, lo obligó deliberadamente a salir de la calzada.
Ostrand lo miró airado.
—Así es.
—Y luego alguien trató de matarlo mientras colgaba usted del cinturón de
seguridad.
El artista se encogió de hombros e hizo una mueca de dolor. Decidió darse por
vencido.
—De acuerdo, de acuerdo, no fue más que un coyote, ¿vale? Y estaba tan
asustado que imaginé cosas de puro miedo. Un coyote le da miedo a cualquiera. ¡Pero
no fue un coyote lo que me sacó de la carretera!
—Muy bien —dijo Sparrow enérgicamente—. Ahora sí que estamos
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encaminados. —Bajó la mirada hacia el cuadernillo de notas que llevaba en la mano
izquierda, mordisqueó la goma de borrar del lapicero y añadió—: Y dígame, eso del
vehículo invisible…
El Bar Coronado era poco original tanto en lo que se refería a su nombre como al
decorado. Así como Bernalillo siguió la inexorable evolución de un caserío de Río
Grande a una ciudad dormitorio, satélite de Albuquerque, el Bar Coronado se había
negado obstinadamente a adaptarse al cambio del tiempo. A mano derecha se
extendía el largo mostrador de la barra. El resto del local estaba ocupado por mesas y
cubículos que las encerraban, y la gramola no paraba de tronar música country todo el
santo día. El televisor, situado en la pared del fondo, estaba siempre sintonizado en
canales deportivos; esa noche emitía un partido de béisbol celebrado en el sur de
California entre dos equipos de segunda división. El aire olía a humo de tabaco y
alcohol, y en el suelo había tantas colillas de cigarrillos como en los ceniceros de
aluminio. No era un bar para turistas ni recién llegados, y sus dueños no perdían el
sueño por el hecho de que no fuera un negocio precisamente boyante. Daba para ir
tirando, y eso bastaba también para los clientes asiduos.
El área para los indios quedaba al fondo. Aparte de alguna que otra excepción, la
mayoría proveniente de los pueblo ocupaba siempre los dos últimos cubículos y las
últimas tres mesas. No había en ello beligerancia alguna: era por costumbre. Hasta los
hispanos se mantenían alejados de esa parte del bar. La mayoría eran konochinos.
León Ciola bebía una cerveza de botella de cuello largo en la última mesa. Estaba
solo y, al sentarse, había desenroscado la bombilla de la lámpara de pared de su
cubículo. No le gustaba la luz y menos el modo en que los anglos evitaban mirarle las
cicatrices que le cruzaban el rostro y los nudillos de las manos. Era mejor mantenerse
en la penumbra, así como sentarse mirando hacia la puerta. Así, cuando el hombre
entrase, Ciola sería el primero en verlo; alzaría la mano para saludarlo antes de que
nadie le hiciese ninguna pregunta y mucho menos en voz alta. Esta noche no estaba
para charlas ni discusiones «¿Qué le pasa a tu gente, León? ¿No se han dado cuenta
de que estamos ya en el siglo XX?». Esa época había pasado a la historia. Que fueran
los tontos como Nick Lanaya y Dugan Velador quienes perdiesen el tiempo
manteniendo el debate vivo haciendo tratos con anglos estafadores como esa fulana,
Falkner, y vendiendo a los pueblo que mal vivían a orillas del río como si tal cosa.
Eso no era para él. Él tenía otros planes. Creían haberlo vencido. Pensaban que la
cárcel lo cambiaría.
Bebió. Sí que lo había cambiado. La cárcel lo había hecho peor.
El hombre al que esperaba entró en el bar poco antes de las once, lo localizó
enseguida, fue hasta su mesa y se dejó caer pesadamente en el asiento.
Ciola se acomodó la visera de su gorra a modo de saludo y ajuste de cuentas.
—Llegas tarde.
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—Ese asco de camioneta no arrancaba. De no ser por ti no me hubiera tomado la
molestia.
Ciola lo miró con una repugnancia que intentó disimular apurando la botella y
agitándola luego por encima de la cabeza para que la camarera le trajera otra. El otro
hombre no pidió nada, y nadie se lo ofreció.
—¿Y? —preguntó León.
El hombre se encogió de hombros.
—Nada, que han traído federales directamente desde Washington. Vinieron esta
mañana. Un hombre y una mujer.
Ciola se echó a reír.
—Estás bromeando.
—Al parecer son expertos.
—¿Una mujer?
El hombre asintió y sonrió torcidamente.
—Y eso no es nada. Son anglos.
La camarera se llevó la cerveza vacía y dejó una llena en su lugar. El hombre se
apoderó de ella antes de que Ciola pudiera reaccionar, bebió un trago prolongado y la
volvió a poner en la mesa, pero sin soltarla.
—¿Tengo que preocuparme? —preguntó el hombre.
—No.
—Así me gusta. —El hombre se puso de pie y se acomodó la cintura de los
pantalones—. No me gustan las preocupaciones. Me cabrea mucho estar preocupado.
Se marchó sin saludar a nadie. El chico que atendía la barra subió el volumen del
partido de béisbol.
Ciola secó la boca de la botella con la palma de la mano y se tomó lo que quedaba
de un solo trago. Cuando la camarera volvió él la cogió por la muñeca con la fuerza
suficiente para obligarla a inclinarse sobre la mesa.
—Chica —susurró—. ¿Qué haces esta noche?
—Ganarme la vida —replicó ella, liberándose de su mano con un fuerte tirón del
brazo—. Cosa que podrías intentar alguna vez.
Ciola soltó una risotada muda. Echó la cabeza hacia atrás y sonrió. Maravillosa.
¡Era maravillosa! Se enjugó una lágrima del ojo izquierdo. Dado que ella no deseaba
su compañía, él le dejaría la propina más grande que le hubieran dado en su miserable
vida. Y encima ni siquiera la mataría.
Scully lo dijo por tercera vez, con la esperanza de que la idea se abriese camino en la
hermética sesera de Mulder.
—A menos que se trate de un grupo que sabe lo que hace el otro grupo y cómo lo
hace, cosa a todas luces improbable (habida cuenta del modo en que se ha actuado),
la única posibilidad que queda es que sea un solo grupo. Algunos miembros se
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encargarían de las vacas mientras que otros se cargaran a la gente, o, si no, todos
hacen las dos cosas. —Ladeó la cabeza como para escuchar lo que acababa de decir,
y exhaló un prolongado suspiro—. Cielos, Mulder. Me siento aturdida.
—Los dos estamos aturdidos. —Mulder estiró un brazo hacia lo alto y luego el
otro, entrelazó los dedos y arqueó las manos con las palmas hacia arriba—. Sigo sin
ver la relación. Unas cuantas vacas, un chico al lado de un río, una pareja en medio
del desierto. —Bajó los brazos y apoyó una mano en la nuca—. Lo único que tienen
en común es el estar muertos.
—Oye, tú, que acabamos de llegar, no lo olvides. Ya daremos con ello. Además,
ya sabes que el aire aquí es más puro; que nos llega menos oxígeno al cerebro y eso
entorpece los procesos intelectuales.
Mulder la miró de reojo.
—¿Es una de tus teorías médicas?
—No, es más bien del estilo Mulder. —Scully se levantó de su asiento y le tendió
la mano a su compañero para ayudarlo a levantarse. Una vez en pie le hizo dar media
vuelta y lo empujó hacia el motel—. Mi consejo médico es que duermas un poco,
como ha dicho Rojo, o de lo contrario mañana no servirás de nada.
Mulder obedeció y se despidió de ella con un vago gesto de la mano, esquivando
una jardinera de flores.
—Estoy bien. Sé lo que hago —dijo antes de desaparecer por el corredor. Scully
se preguntó cómo se sentiría una persona que como él, captaba cosas que otras
personas no percibían y que se veía lanzado en una búsqueda de una intensidad en
ocasiones aterradora; que hacía gala de una candidez tan malinterpretada que en más
de una ocasión había sido subestimado gravemente.
«Es como un gato», pensó Scully. Un gato que escondía garras potencialmente
mortales.
—Ay, hermano —susurró incómoda, y se obligó a seguir su propio consejo e irse
a dormir.
Cuando pasó delante de la habitación de Mulder, vio luz debajo de la puerta, cosa
que no le sorprendió. Sabía que por agotado que estuviera permanecería en vela casi
toda la noche, dándole vueltas una y otra vez a lo que sabía y haciendo listas mentales
de lo que ignoraba para preparar las preguntas adecuadas, más allá del cómo, el quién
y el porqué.
Scully le deseó suerte. En cuanto a ella, a estas alturas le costaba recordar su
propio nombre.
Sacó del bolsillo el llavero de su habitación, y al ir a introducir la llave en la
cerradura, se detuvo. «Estás cansada, Dana. Eso es todo».
Las puertas de la posada estaban cerradas. Las luces apagadas. Sólo brillaba el
tenue resplandor que una farola de la calle arrojaba por encima de la tapia.
Había un hombre parado frente al portón. Las manos le colgaban a la altura de los
bolsillos del pantalón. No podía ver su cara ni la ropa que llevaba: sólo su silueta.
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«Estás cansada», repitió, y abrió la puerta, encendió la luz de su habitación, y se
asomó por entre las cortinas de su ventana para mirar de nuevo hacia el portón.
Seguía allí y estaba mirando.
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Mulder no necesitó salir al aire libre para saber que hacía calor y que haría más
calor todavía aunque acababan de dar las diez. Incluso con gafas oscuras la luz del sol
era excesiva. Bastaba mirar un rato hacia el paisaje que desfilaba fugaz por la
ventanilla del coche para verlo vibrar y dar saltos, mostrando cosas que Mulder sabía
que no existían. No había nubes ni el menor indicio de lluvia. Costaba creer que en
un lugar como aquél cayera una sola gota de agua alguna vez. Mulder iba sentado
junto a Scully en el asiento trasero del polvoriento coche patrulla azul y blanco del
sheriff Sparrow, que conducía con Garson al lado. A juzgar por la conversación que
sostenían, abundante en taquigráficos gestos de la mano, respuestas de una sola
palabra y gruñidos de confirmación, aquellos dos hombres se conocían desde hacía
mucho tiempo. Por lo que Mulder llegó a entender no se habían producido más
incidencias desde la muerte del chico, a excepción del caso de un conductor borracho
que aseguraba haber sido obligado a salir de la carretera por un vehículo invisible, o
al menos increíblemente bajo.
—Es para volverse loco —dijo el sheriff mirando por el espejo retrovisor—. ¿No
le parece, agente Mulder?
Mulder asintió. Era cierto. Tan cierto como que Chuck Sparrow estaba pasándose
de la raya con su numerito de sheriff del Lejano Oeste, acomodándose sin cesar el
cinturón del revólver, mascando un chicle como si fuera tabaco, arrastrando las
palabras con voz ronca y grave cada vez que abría la boca. No era necesariamente
molesto, pero Mulder se preguntaba a santo de qué venía tanta pose. Sin duda Garson
habría informado al sheriff sobre Mulder y Scully y, a fin de cuentas, había sido el
sheriff quien solicitara la intervención del FBI.
Algo no encajaba. Como lo de no llevar traje y corbata; como lo de calzar
zapatillas deportivas.
Sabía que Garson tenía razón: ir trajeado por aquellos andurriales habría resultado
ridículo además de tonto; pero daba igual, sucedía como con el sheriff: algo no
encajaba.
Cuando la carretera interestatal 25 se alejó de Albuquerque, dejaron las Sandías a
mano derecha, salvo por el perfil de las serranías que quebraban el horizonte, no se
veía más que el inmenso desierto del altiplano. Y el sol.
—Sectas —dijo Sparrow de pronto, alzando la voz para imponerse al ruido del
aire acondicionado.
—¿Cómo dice? —Scully salió de su ensoñación con un sobresalto.
—Sectas. Ya sabe. Adoradores del demonio y esas cosas. Por como pintan las
cosas, apuesto a que los pobres diablos andaban metidos en alguna historia de ésas.
—¿Un chico de diecisiete años? —preguntó Mulder con escepticismo.
—¿Qué tiene de raro? Con la música que suena hoy en día; que si el heavy metal
con sus rollos subliminales, que si las letras de los raps, aconsejándole a los chicos
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que asesinen policías y que se maten a base de drogas y sexo… —Alzó una mano del
volante—. ¿Qué más quieres?
Mulder le miró a los ojos reflejados en el retrovisor, tratando de calibrar el
sentido de sus palabras.
—Sí. Quizá sí —respondió de mala gana, haciendo caso omiso de la mirada de
incredulidad que le dirigió Scully.
—Nada de quizá sí, muchacho, nada de eso.
Veinte kilómetros después, cuando iban a una velocidad que Mulder consideró
suficiente para entrar en órbita, el sheriff soltó el pedal del acelerador, dobló hacia el
arcén y cruzó un angosto puente de madera. Una carretera asfaltada y de doble carril
se abría hacia el desierto.
—Eso que ven allá al fondo —informó Sparrow—; esos cerros de unos quince
kilómetros de largo, es lo que llaman la Pared de los Konochinos. —Se rascó la
cabeza por debajo del sombrero—. Parece una bombilla rota apoyada en una mesa.
Bueno, pues la parte más ancha da a Sandías, al sur. La carretera que lleva al rancho
adónde vamos atraviesa la parte de la base. A menos que se esté dispuesto a subir a lo
alto de los cerros, la única entrada a la Pared es una garganta que se abre en la roca.
Mulder vio una cerca de alambre de espino a la izquierda. Al otro lado de la cerca
se extendía el desierto, y parecía inimaginable que a alguien se le ocurriese criar
animales en un lugar como aquél. Y mucho menos vacas. Cuando había preguntado
al respecto a Garson, mientras desayunaba, éste le había respondido que esperase, que
no quería echar a perder la sorpresa.
—¿Tienen algo que ver los konochinos? —Preguntó Scully—. Con este caso,
quiero decir.
—Vaya usted a saber —dijo Sparrow—. Yo no lo creo. Ellos no son como los
demás indios pueblo, ¿sabe? Es una reserva como las otras, sí, pero a éstos no les
gustan los turistas, no les gustan los anglos, y menos los otros indios. —Rio—. Vaya,
que ni entre ellos se llevan muy bien que se diga. —Se tiró del lóbulo y luego se
rascó vigorosamente por detrás de la oreja. Hay algunos, pero sobre todo los más
jóvenes, que llevan años tratando de cambiar las cosas. Pero casi nunca lo logran.
Muchos se marchan para no volver.
—¿Y los que vuelven?
—Pues… —Dirigió una rápida mirada hacia Garson—. Es el caso de Nick
Lanaya. ¿No es así?
Garson asintió y se volvió hacia los ocupantes del asiento posterior para no tener
que alzar la voz.
—Nick es un buen tipo. Fue a la universidad y volvió con suficientes ideas como
para llenar un cañón. Por su familia pertenece al Consejo Tribal, así que la gente tiene
que escuchar lo que dice. Y se hace oír, de eso no hay duda. Lo malo es que hay
muchos que no están dispuestos a escuchar.
—¿Y entonces por qué se queda?
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Garson meditó un instante la respuesta.
—Porque es su gente.
Sparrow soltó una risita llena de sarcasmo y carente de humor.
—Y porque se gana sus buenos dólares, Rojo.
Garson dejó escapar un espectacular suspiro al tiempo que hacía un guiño a
Mulder, señal evidente de que ésa era una discusión ya antigua.
—Nick tiene un trato con una mujer de por aquí. Donna Falkner. Una anglo. Él le
lleva las artesanías que hacen los konochinos y ella las vende en la ciudad o en Santa
Fe. Cada cual se lleva una parte y la tribu se queda con lo que sobra. Se trata sobre
todo de joyas —añadió—. De vez en cuando venden unos cuencos y unas bandejas
de ceremonia que son increíbles. Cada vez que saca material tiene que vérselas con
los del otro bando, los que lo acusan de vender su patrimonio al mejor postor.
—Pero cada vez que vuelve a la Mesa con el dinero —dijo Sparrow agriamente—
se ponen en fila para recibir sus billetes.
—¿La Mesa? —dijo Scully.
—La Mesa Viento de Sangre —explicó Garson—. Está en el centro de la reserva.
Tienen sus casas al pie de la meseta, y celebran sus ceremonias religiosas en lo alto.
—¿Cómo has dicho que se llama?
—Viento de Sangre —dijo Garson, mirando al frente—. Se llama Viento de
Sangre.
El cerco del alambre de espino dio paso a una cerca de tablas que se veía en perfecto
estado de conservación. En el centro se abría un portón coronado con un amplio arco
de madera y en lo alto del arco, quemadas con hierro de marcar, resaltaban las letras
del nombre de la finca: «DOBLE H.»
Mulder se irguió rápidamente en el asiento cuando el coche cruzó el arco para
entrar en un camino de tierra.
—Tranquilo —le dijo Scully, divertida por su sobresalto.
Mulder no le hizo caso, aunque sospechaba que su comportamiento resultaba un
tanto extraño. Sólo cuando vio el nombre marcado en el arco cayó en la cuenta de que
estaba a punto de conocer a Ann Hatch en persona.
—¡Guau! —exclamó Scully.
Mulder se asomó para mirar entre los dos hombres que iban delante y vio lo que
sólo podía ser una alucinación.
Una cerca de madera, de un blanco cegador encerraba una vasta extensión de
césped de un verde inverosímil. En el centro se alzaba un caserón de ladrillo, de
adobe y tejado de estilo español, tan sencillo en su diseño que parecía
prohibitivamente caro; a la izquierda un establo y un corral en el que un potrillo
negro trotaba hacia la sombra de un árbol que Mulder desconocía; al fondo un garaje
con espacio para dos automóviles, y a la derecha un camino de acceso que avanzaba
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bordeando la cerca para terminar en la entrada principal; de las vigas del porche, de
unos veinte metros de largo, colgaban ristras de pimientos rojos secos.
—¿Te gustaría ser millonada y vivir así, Scully?
—No me importaría.
—Nada más fácil. Te pones muy poca ropa, o trajes de caucho muy ajustados, y
dejas que unos hombres armados te persigan durante noventa minutos. —Chasqueó
los dedos—. Pero eso sí, olvídate de…
—No, Mulder —lo atajó Scully—. De todos modos muchas gracias.
—Tú te lo pierdes.
—No creo.
Sparrow aparcó en un terreno sin césped al lado del camino de acceso. Se quitó el
sombrero y se alisó el pelo hacia atrás.
—Les voy a agradecer —dijo antes de salir del coche— que no la agobien
demasiado con preguntas. Ella sólo encontró los cadáveres. No vio nada más.
Tras oír tan poco sutil advertencia Mulder esperaba encontrarse a una anciana
frágil y decrépita y no a la hermosísima mujer que salió de la puerta de doble hoja y
se quedó a esperarlos en el porche, protegiéndose los ojos con las manos y sonriendo.
Scully alcanzó a Mulder mientras Sparrow forcejeaba con el pestillo de la
cancela.
—Mulder, si cuando tenga esa edad no tengo ese aspecto quiero que me pegues
un tiro.
Mulder la miró y, sonriendo, puso los dedos en forma de pistola y apretó el
gatillo.
—Muy gracioso —susurró ella—. Muy gracioso.
Se acercaban al porche cuando vieron salir de la casa a un hombre y una mujer
que se pararon en seco. Ella llevaba un sencillo vestido blanco, él ropa de trabajo.
Los dos miraban con recelo.
—Hola, Annie —saludó el sheriff antes de hacer las presentaciones.
«Ann Hatch —pensó Mulder mientras estrechaba su mano seca y fría y miraba
aquellos insólitos ojos verdes—; estoy con Ann Hatch en persona». Cuando ella los
invitó a tomar asiento frente a una mesa de hierro forjado, decidió que bajo ningún
concepto, en ninguna circunstancia, le diría algo como «Vaya, señora Hatch, no sabe
cuánto me gustan sus películas».
Estaba claro que Scully la encontró simpática desde el primer instante.
—No sé si lo sabe —dijo como quien no quiere la cosa, mientras aceptaba de la
mujer vestida de blanco un vaso de limonada—, pero el agente Mulder es un devoto
admirador de usted.
Annie abrió mucho los ojos, agradablemente sorprendida.
—¿De verdad? ¿Es eso cierto, agente Mulder?
«Voy a tartamudear —se dijo Mulder—. Maldita sea. Voy a tartamudear».
—Absolutamente cierto.
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Annie le dedicó una amplia sonrisa, y pese a la mirada socarrona de Scully,
Mulder no supo evitar devolverle la sonrisa. Diez minutos después los tres charlaban
como si fueran viejos amigos que no se veían desde hacía mucho tiempo pero que no
se habían olvidado. Mulder no pensó ni por un momento que la mujer fingiera
simpatía.
Poco después Mulder notó con incomodidad que Annie había reparado en el arma
que llevaba enfundada a la altura de la cadera. Annie advirtió también la súbita
rigidez del agente y exhaló un largo suspiro.
—Supongo que querrán saber qué vi y cómo.
—Si a usted no le importa contárnoslo, señora Hatch.
Annie entornó los ojos.
—No, por Dios, agente Mulder, llámeme Annie. Desde luego que no me importa
hablar de eso. —Su mirada se volvió hacia el increíble jardín y el desierto que lo
rodeaba—. Eran recién casados, ¿sabe? Estaban en viaje de novios.
Mulder había leído el informe tantas veces que podría recitarlo de memoria,
palabra por palabra, incluyendo las notas al pie de página.
Doris y Matt Constella, de Kansas, veinticinco años de edad, cinco días en
Albuquerque y, por lo que había colegido Garson, recorrían la región a bordo de una
furgoneta alquilada. Habían visitado al menos dos tribus de indios pueblo, y quizá
éstos les habían hablado de la existencia de los konochinos. De otro modo nadie se
explicaba qué hacían en aquella carretera, que no estaba señalizada, como tampoco lo
estaba el rancho de Annie Hatch.
Annie les contó que había descubierto los cadáveres y llamado de inmediato al
sheriff.
—Cerca de la quebrada —añadió con tono apesadumbrado—. Estaban justo en la
quebrada.
«¿No buscaba yo relación entre este caso y el del chico?», se dijo Mulder.
—Señora Hatch —dijo Scully, interrumpiéndose de inmediato al ver la
amonestación en la mirada de la mujer—. Quiero decir, Annie. ¿Has tenido alguna
vez problemas con los de la reserva?
Annie parpadeó, una sola vez, despacio.
—No.
«Miente», pensó Mulder y miró a la izquierda al percibir el sonido de unos pasos.
Nando Quintodo se había adelantado, y tenía la mano cerrada en un puño, pegada al
muslo. Pero cuando cruzó la mirada con la de Mulder se detuvo, relajó los músculos
de la cara y distendió los dedos.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Annie.
—Sólo rutina —dijo Mulder adelantándose a Scully, a cuya mirada escéptica
respondió con una sonrisa—. Ya sé que suena a frase de película, pero es verdad.
Hemos oído decir que ha habido algún que otro problema y… no podemos dejar de
preguntar.
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Scully se hizo eco de Mulder y pidió disculpas a Annie por hacerle repetir su
relato. Entretanto, estirándose como si estuviera demasiado tenso para permanecer
sentado, susurró una disculpa por levantarse de su asiento y dejarles alrededor de la
mesa. En cuanto dio un solo paso, Quintodo se alejó de él, encaminándose hacia la
puerta.
Mulder lo llamó por su nombre. El hombre se volvió para mirarlo. Había vuelto a
cerrar el puño. Mulder se apoyó en la baranda del porche para mirar hacia el jardín.
No tuvo que levantar la voz: sabía que el hombre lo podía oír.
—¿Lo llaman Tonto[2] los turistas?
—Aquí no hay turistas. —Voz queda, desprovista de emoción, cautelosa.
—Pero a veces…
Silencio. Mulder esperó.
—Sí. En la ciudad. A veces. —La misma voz sin inflexiones, desprovista de
emoción.
Mulder lo miró a los ojos, sentándose en la baranda, con una mano en el bolsillo.
—¿Usted es de…?
Quintodo miró hacia un lado y de nuevo a Mulder.
—La Mesa.
—¿Su mujer también?
Asintió. Mulder miró al resto del grupo y advirtió que el sheriff lo estaba
estudiando con la mirada.
—Es cierto, ¿sabe? Soy un gran admirador de esa mujer.
No hubo respuesta.
—Dígame, señor Quintodo. ¿Para qué querría mentir una mujer como ella?
El sheriff susurró algo a Annie y se levantó de la silla. Quintodo lo vio y Mulder
no pudo dejar de reparar en el odio que había en sus ojos.
—¿Para qué? —insistió con voz más baja.
Pero ya Sparrow se les acercaba con gafas oscuras y su sonrisa melancólica.
—¿Para qué, qué? —preguntó, pasándose una mano por el pecho.
—Para qué iba yo a querer visitar el establo si no sé montar —respondió Mulder
—. Le diré por qué: porque soy un niñato de ciudad y quiero ver mierda de caballo de
primera mano.
—Cómo no, señor Mulder —dijo Quintodo, antes de que el sheriff pudiera decir
nada—. Se lo enseñaré todo. La señora Hatch tiene dos caballos muy finos. Le van a
gustar, ya verá. A lo mejor hasta aprende algo.
Dedicó un cortés saludo a Sparrow y entró en la casa sin volverse. El sheriff se
acomodó el cinturón y escupió por encima de la baranda.
—Bonito lugar.
—Ya lo creo.
—Annie lleva mucho tiempo sola por aquí, ¿sabe? Hay quien dice que demasiado
tiempo.
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—Eso yo no lo sé, sheriff.
Sparrow volvió a escupir.
—Déjeme que le dé un consejo, agente Mulder.
—Se lo agradezco, señor Sparrow. Aquí el experto es usted, no yo.
Sparrow meneó enérgicamente la cabeza en señal de asentimiento.
—Ahí va el primero: Nando es un indio konochino. Supongo que eso ya lo sabe
usted. No confíe en él. Puede que viva aquí con Annie, pero en el fondo su corazón
continúa al otro lado de la Pared.
Mulder no replicó.
—El segundo es… —De pronto calló. Se quitó el sombrero, se enjugó el sudor de
las cejas con el brazo y meneó la cabeza antes de volver hacia la mesa.
Mulder se quedó mirándolo. El segundo consejo, nunca pronunciado, era toda una
amenaza.
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11
El establo, pese a estar la puerta abierta, se hallaba sumido en una oscuridad
tétrica.
Tenía seis pesebres a cada lado, aunque hacía mucho tiempo que la mayor parte
no era utilizada. Había heno esparcido por todo el suelo. De los ganchos de las
paredes colgaban martillos de herrador y otros aperos. Cuando Mulder miró hacia
afuera, quedó cegado por la luz; el corral y el potro negro eran siluetas fantasmales.
Quintodo cepillaba a una yegua zaina con un cepillo de cerdas rígidas. No miró a
Mulder cuando lo oyó entrar, tampoco se inmutó cuando lo siguió Scully, que
ignoraba por qué Mulder le había pedido que lo buscase en el establo.
Quintodo estaba concentrado en su trabajo.
—¿Usted sabe lo que quiere decir tonto, señor Mulder?
—Mis conocimientos de español son nefastos.
—Significa estúpido —dijo el hombre, acariciando la grupa del animal con la
palma de la mano. Sacó un terrón de azúcar del bolsillo y se lo dio a Scully—. No la
morderá. Basta con que mantenga la mano abierta; así no le pillará los dedos con los
dientes.
Scully dio la golosina a la yegua, que resopló antes de engullirla; a continuación
estiró el morro para pedir más.
—Es una cerda —dijo Quintodo, insinuando una sonrisa—. Se come todo lo que
le echen, y después se encuentra mal. —Le dio una cariñosa palmada a la yegua en el
lomo—. Tonto.
Scully lanzó una mirada interrogativa a Mulder, que le hizo un gesto para que
tuviera paciencia y dio la espalda a la puerta.
—¿Por qué? —preguntó.
Quintodo siguió trabajando un rato sin decir palabra. Sólo se oía el rascar del
cepillo contra la piel del animal.
—Ella también lo es, ¿sabe? —dijo de pronto.
Mulder ladeó la cabeza con actitud interrogante.
—Konochina. Es de las nuestras. Su marido, el señor Hatch, la conoció en la
ciudad vieja, en Albuquerque. Ella tenía quince años; él venía de Los Ángeles.
Estaba… no sé cómo se dice, cuando se busca un lugar para hacer una película.
—Buscando locaciones.
Quintodo asintió.
—Eso es, gracias. Él le habló de las películas, y de que si quería podía trabajar en
eso. —Quintodo se puso serio—. En La Mesa se abrió la tapa del infierno. Pero el
señor Hatch era muy convincente. Muy guapo, muy amable, y muy joven, e… —
vaciló— idealista. Lo cierto es que ella se marchó con él enseguida. A hacer
películas. A casarse. —Miró a Mulder desde el otro lado de la yegua—. Fueron muy
felices. Siempre.
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—¿No tuvieron hijos? —preguntó Scully.
—No podía ser.
La yegua dio una coz contra el suelo en señal de impaciencia, y Quintodo le
susurró algo al oído antes de reanudar el cepillado.
—Ella es especial, señor Mulder —dijo por fin—. Sabe oír el viento.
Scully abrió la boca para preguntar, pero Mulder la disuadió con un rápido
movimiento de cabeza. Quintodo tragó saliva, como si se diera tiempo para ordenar
sus pensamientos. Cuando volvió a hablar, lo hizo muy despacio.
—Nosotros tenemos sacerdotes, ¿sabe? —La yegua volvió a dar una coz contra el
suelo. Una mosca zumbaba, enloquecida por el calor—. Pero no católicos, no como
los padres. Los konochinos echaron a los padres hace mucho tiempo. Los que ahora
tenemos son de los nuestros. Son siete. Siempre. Ellos… hacen cosas para nosotros.
¿Comprende? Hoy en día son todos hombres. Así son las cosas. A veces hay mujeres,
pero ahora no. Los sacerdotes no son… —Frunció el entrecejo, molesto por no dar
con la palabra—. Viven como nosotros, y luego se mueren. Cuando uno muere se
hace una ceremonia, y se sustituye al difunto.
Un silbido de dos tonos lo interrumpió. Mulder oyó un caballo trotar en el corral.
La yegua zaina no se inmutó.
—Cada cual reconoce su llamado —explicó Quintodo—. Ése era para Diamante.
—¿Y lo de la ceremonia? —insistió Mulder en voz baja.
Quintodo bajó la cabeza, meditando.
—Estos últimos días se celebró una. Igual que las demás, ésta duró seis días. No
se permite a nadie presenciarla. Pero el viento…, el viento lleva la ceremonia a todas
partes. A veces se puede oír. Se habla a sí mismo. O lleva las palabras de la kiva. Las
canciones. Los rezos. La señora Hatch… —Tomó aire, lenta y profundamente, y miró
a Mulder—. A veces a uno le parece que el viento trae voces, ¿no es así? Uno cree
que se lo imagina, ¿no? —Meneó la cabeza—. Pues no. Son voces. Pero sólo algunos
pueden entenderlas, como los sacerdotes de la kiva. También la señora Hatch las
entiende. Nos hemos enterado hace poco, Silvia y yo, y lo supimos porque la señora
Hatch estaba muy nerviosa, muy, cómo se dice…
—¿Asustada? —sugirió Scully.
—No. No. Pero no le gustó lo que escuchó. —Endureció la voz—. Desde que
volvió de lo de las películas no ha ido nunca a La Mesa. Ni una sola vez. Ella los
despreció, ¿sabe? Uno de los viejos murió, y los otros le pidieron que lo sustituyera,
pero ella dijo que no; que tenía un marido, dijo, y que ahora vivía su propia vida. Dijo
que no aceptaba y ellos nunca volvieron a dirigirle la palabra.
—No les hace falta —susurró Mulder acercándose a la yegua—. Ella los escucha
por el viento.
Quintodo lo miró fijo, tratando en vano de detectar la burla o el sarcasmo en las
palabras de Mulder, y a continuación entrecerró los ojos.
—Señor Mulder, esos muertos empezaron a aparecer coincidiendo con la
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ceremonia.
Scully se hizo a un lado, asustada por la yegua, que trató de tocarla con el morro,
levantando el labio superior y enseñándole los dientes.
—¿Qué está diciendo usted, señor Quintodo? ¿Qué han sido los sacerdotes los
que han matado a toda esa gente? ¿Y al ganado? ¿Y todo por…?
—No —la interrumpió Quintodo sin dejar de mirar a Mulder—. Pasan seis días y
seis noches en la kiva. Rezando con el hombre que se unirá a ellos. Invocando
visiones de los espíritus para asegurarse de que han elegido bien, y para marcarse el
camino que habrán de seguir la próxima vez. Cuando hacen esas cosas el viento se
pone a soplar. —Hizo un rápido gesto de rotación con la mano—. En torbellino, señor
Mulder. ¿Entiende lo que le digo?
Mulder no entendía, y Quintodo escupió al suelo, asqueado de sí mismo.
—Viento de sangre, señor Mulder. Hay quien dice que son ellos los que hacen el
viento de sangre.
El golpe en la puerta sonó como un trueno. Donna estaba sentada ante su escritorio,
un pequeño secreter que tenía en la sala de estar, trabajando en su contabilidad. Las
cuentas iban saliendo, pero las cifras no crecían a la velocidad deseada. Si quería
marcharse de allí en breve y en buenas condiciones tendría que arreglárselas para
aumentar las ganancias.
Se sintió tentada a no hacer caso de la llamada, fuera quien fuese, hacer como si
no estuviera en casa, pero cayó en la cuenta de que cualquiera podría haberla visto
por la ventana. Con un suspiro de fastidio escondió el libro de contabilidad y demás
papeles en un cajón, se arregló el pelo de cualquier modo y fue a abrir la puerta. No
pudo dar crédito a sus ojos.
—¿Qué haces aquí? ¡Es casi mediodía!
—No. Te equivocas de pregunta. La pregunta correcta es: ¿has estado
engañándome?
Una mano se apoyó con fuerza en su hombro, empujándola hacia atrás.
—Y ahí va otra pregunta, chica: ¿qué crees que harán si lo descubren?
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concertar una cita con la inaccesible médico forense. A continuación Mulder se
dirigió directamente al mostrador del hotel a fin de alquilar un coche para esa misma
tarde.
—No me gusta ir por ahí con un chofer —le explicó a Scully mientras la invitaba
a seguirlo hacia el restaurante, añadiendo que estaba muerto de hambre—. Y mucho
menos con este chofer. Él sabe algo, pero no me explico qué ni cómo puede saberlo.
Scully dijo que ésa era la parte más sencilla del enigma. Estaba claro que el
hombre se sentía atraído por Annie. Y que iba a hacer todo lo que estuviera en su
mano para evitar que siguiera sola por el resto de sus días.
—¿Te parece que es por su dinero?
—No lo sé. Esas cosas suceden. En todo caso, te habrás dado cuenta de que se
mostraba protector con ella, no sólo amable o cariñoso.
Escogieron la mesa más cercana a la entrada, y Scully se sentó frente a una
ventana con cortina blanca a la que Mulder daba la espalda. Una vez hubieron
pedido, Mulder reparó en el modo en que Scully jugueteaba con los cubiertos y
manipulaba la servilleta antes de extenderla en su regazo.
—¿Qué pasa?
Scully no pudo disimular su exasperación.
—Sé muy bien lo que estás pensando, y no voy a dejar que conviertas esto en lo
que no es.
«Ése es el problema de trabajar con alguien que te conoce a fondo», pensó
Mulder.
Pese a todo, con probar no se perdía nada. En más de una ocasión, con su empeño
de mantenerlo cerca de lo razonable, Scully le había ahorrado el ridículo.
—Tú también oíste lo que dijo.
Scully asintió.
—Y puede que hasta esa pareja, los Constella, vieran algo que no tendrían que
haber visto. Puede que los hayan matado por eso. No serían los primeros que mueren
por presenciar una ceremonia religiosa supuestamente secreta. —Alzó el cuchillo
como si fuera el dedo índice—. Pero óyeme bien, Mulder: sólo he dicho puede que es
posible.
—De acuerdo. Posible.
—¿Probable? —Scully sonrió.
—No me metas prisas. —Mulder le devolvió la sonrisa—. Aún estoy en la esfera
de lo posible.
Scully iba a replicar algo pero decidió no hacerlo, y al instante cambió de opinión
y preguntó:
—¿Y qué me dices de Paulie Deven? ¿No te parece que es un poco forzado
pensar que también él vio algo? Es la única hipótesis posible si pretendes enlazar su
caso con el de los Constella.
—¿Lo cual significa?
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—Significa que no hay ninguna relación entre las víctimas y la ceremonia. Es una
horrible coincidencia, nada más.
—¿Y qué me dices tú de… —Tartamudeó varias veces antes de poder pronunciar
la frase en español, lo cual hizo sonreír a Scully— del «Viento de Sangre»?
Mulder hizo una mueca de dolor al oírse decirlo: su castellano seguía siendo
horroroso.
Cuando el camarero trajo la cena, Mulder se quedó mirando las tiras de carne, las
verduras, la salsa picante, casi sintiendo ya el ardor en la boca. Sabía que luego lo
lamentaría, y después de probar un primer bocado supo que tendría que ingerir una
dosis masiva de pastillas para la acidez si pretendía dormir algo esa noche. Lo malo
era que estaba todo tan bueno que no había forma de apartar el plato.
Scully se llevó un pequeño jalapeño a la boca, retuvo el tallo entre los dientes y
dijo:
—No está mal. Nada mal.
A Mulder le agradó saber que Sparrow le había causado a Scully la misma
impresión que a él. Ninguno de los dos se explicaba la afectación del sheriff, y no
pensaban que Sparrow se creyera capaz de engañar a nadie con sus poses. Su
actuación, calcada de las malas películas y peores series de televisión, era demasiado
burda. Ello los llevó a preguntarse, dejando de lado los sentimientos de Sparrow por
Annie, si no estaría el sheriff de algún modo involucrado en los asesinatos, o si, por el
contrario, no era más que un policía mediocre que trataba de cubrirse las espaldas, de
hacer que se apiadaran de él para que, llegado el momento de rendir cuentas, no le
quitaran la chapa de sheriff.
—Quizá llevemos las cosas demasiado lejos —consideró Scully cuando estaban
ya en los cafés—, aunque no sería la primera vez que se ve algo así.
—No es eso. No sé lo que es, pero no es eso.
—Tampoco tiene que ver con ese Viento de Sangre.
Mulder abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Cogió una cucharilla y la
hizo tamborilear en la pierna.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—No empieces, Mulder. No empieces a tirarme de la lengua.
—Lo digo en serio, Scully. —Apoyó los codos en los brazos de la silla y
entrelazó las manos a la altura de la barbilla—. Se ha registrado una buena cantidad
de fenómenos extraordinarios relacionados con reuniones, sobre todo religiosas,
donde se alcanzan cotas anormalmente altas de intensidad emocional y
concentración.
—Todos ellos registrados por quienes participaron en las reuniones, no por
observadores externos.
—Esos sacerdotes estaban en una kiva. Una cámara subterránea cuya única
entrada y salida, y fuente de aire es un orificio en la bóveda. Suelen consumir drogas
naturales, quizá peyote, o algo por el estilo. Seis días con sus noches, Scully, y todos
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concentrándose en una sola cosa: en el hombre a quien están invistiendo de sus
conocimientos, su historia, de su poder sobre la gente con la que viven. —Se inclinó
y dejó caer las manos sobre la mesa—. ¿Te imaginas lo que tiene que ser? Día tras
día, noche tras noche acumulando toda esa energía. Debe de ser electrizante.
Scully tardó en replicar. Sorbía el café, miraba por la ventana, echaba vistazos a
uno y otro lado del comedor, que se había quedado vacío. Estaba a punto de hablar
cuando apareció una mujer bajo el arco de la entrada. Baja de estatura, compacta,
vestida con un austero traje de verano, llevaba el pelo negro y canoso recogido en un
moño. Sujetaba un bolso de mano contra su costado.
Mulder la vio vacilar al principio y luego acercarse con resolución hacia su mesa,
con la actitud de quien viene a hablar de trabajo y no está dispuesto a perder ni un
segundo en tonterías.
—¿Son ustedes los agentes de Washington?
—Sí —respondió Mulder—. ¿Y usted es…?
—Soy la doctora Ríos. Helen Ríos. Fui yo quien hizo las autopsias a esos pobres
desgraciados.
Mulder se puso de pie en el acto para ofrecerle una silla mientras hacía las
presentaciones. Una vez estuvieron todos sentados, agradeció a la doctora que
hubiera ido a verlos. Así Garson no tendría que hacer nada para concertar la
entrevista.
—No lo hubiera logrado —dijo la doctora.
—Yo… ¿cómo dice?
—¿Ha leído usted mi informe? —preguntó la mujer a Scully.
—Sí. Y para serle franca, no encontré muchos…
—Es incorrecto.
Scully miró hacia la mesa y luego de nuevo a la doctora Ríos.
—¿Cómo dice?
La mujer abrió su bolso y extrajo una hoja de papel doblada en dos.
—Esto es lo que escribí primero. Lo que ustedes han leído es lo que se me ordenó
escribir.
Mulder no podía creer lo que estaba oyendo. Tampoco dio crédito a sus ojos
cuando vio a Scully desplegar la hoja, echarle un vistazo y exclamar:
—¡Dios todopoderoso!
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12
Mulder firmó la cuenta de la cena con cargo a su habitación y hacia ella encaminó
a sus dos acompañantes como medida de precaución contra ojos y oídos que no
pudiera controlar. Las mujeres se sentaron frente a una mesa baja cercana a la ventana
cubierta por oscuras cortinas verdes. Mulder se sentó en el borde de la enorme cama.
Las cuatro lámparas de la habitación estaban encendidas.
La doctora Ríos fue al grano.
—Hace años, décadas —dijo la doctora—, que Nuevo México trata de mejorar su
imagen. Con todo, la gente sigue preguntando si hace falta pasaporte para visitar el
estado. Los turistas del Este siguen buscando indios y vaqueros enzarzados en
combates al pie de las colinas. Y lo que menos quieren los políticos y empresarios de
la región es que se fomenten esas historias y fabulaciones de creación urbana que
estigmatizan al estado como un lugar donde abundan los OVNIS y las sectas raras.
Que esas tonterías se las queden los de Arizona —añadió—, será un lastre menos.
Y entonces les estalló en las manos un caso como aquél. La doctora dobló el
papel que Scully le había devuelto.
—Agente Mulder. Ya es bastante desgracia que esa pobre gente muriera de ese
modo. Desde que los vi supe cómo habían muerto. Cualquier médico interno con un
año de experiencia lo habría sabido. Pero por guardar las apariencias, y como mis
superiores sabían que ese tipo de hechos es pasto de periódicos, se me pidió que
presentase un segundo informe. Y ése fue el que llegó a conocimiento del público.
En la habitación hacía fresco, pero la doctora sacó un pañuelo de su bolso y se
secó la frente. Mulder podía entender el riesgo que estaba corriendo la mujer y la
tensión que sufría. Si había alguien familiarizado con ambas cosas, ése era él.
—Así lo hice, y por la más mezquina de las razones: para conservar mi empleo.
—Miró a Scully con una sonrisa melancólica—. Soy mujer e hispana, para acabarlo
de arreglar, en un estado donde son los anglos y otros forasteros quienes llevan la
batuta. No estoy orgullosa de lo que he hecho, pero tampoco estoy pidiendo
disculpas.
Scully conservó su expresión neutra, y la doctora volvió a enjugarse el sudor de la
frente.
—La versión oficial, agente Mulder, es que las víctimas fueron desolladas. Pero
no fue así.
Mulder alzó una ceja.
—¿Despellejadas?
—Raspadas. Lijadas.
Mulder ahogó una risa de incredulidad.
—Perdone usted, pero no entiendo.
La mujer consultó el reloj.
—No me queda tiempo. En los cadáveres se encontraron partículas de tierra,
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guijarros y otros materiales profundamente incrustados, no sólo en el tejido muscular,
sino también en la boca y el fondo de la garganta. Hay otros indicios, como
estriaciones circulares en los músculos y huesos expuestos, así como la cauterización
de la mayoría de los vasos sanguíneos. Todo ello apunta a una única conclusión.
—Raspados.
—Sí. Como si los hubiesen sujetado contra un disco rotatorio de alta velocidad
forrado con papel de lija gruesa, agente Mulder. O dentro del tambor de una secadora,
también forrado con lija gruesa. Lo único que no logro explicarme es la tierra. —Otra
lánguida sonrisa. Otra mirada al reloj—. Gracias por escucharme. Les ruego que no
digan a nadie que he hablado con ustedes. Si vienen a mi despacho, si el agente
Garson insiste en que nos reunamos, lo único que oirán de mis labios será lo que ya
han leído en el informe oficial. —Se colocó el bolso bajo el brazo—. Dicho sea de
paso, el agente Garson también está enterado de la verdad.
Mulder se puso de pie cuando la doctora salió de la habitación sin despedirse. Un
tambor rotatorio de alta velocidad forrado con lija gruesa, pensó.
—Scully…
—No me digas nada.
—Pero tú has visto…
—Sí, he visto las fotos; he leído el informe, sí. Pero a no ser que el padre y la
hermana de Paulie carezcan del más mínimo sentido del paso del tiempo, no hay
Forma de que haya sucedido así.
Mulder la miró, la joven se veía pálida bajo la luz de la lámpara.
—Pero sucedió, Scully. Sucedió.
—Entonces explícame —dijo ella apoyando los brazos en la mesa—, explícame
cómo puede alguien montar un aparato de ese tamaño, llevarlo al río sin ser visto,
meter al chico, matarlo, sacarlo y marcharse. Y todo eso sin que nadie viera nada.
—La chica…
—No vio nada que podamos documentar. Fantasmas, Mulder. Dijo que vio
fantasmas.
—Y oyó susurros —le recordó Mulder—. Declaró haber oído susurros.
Scully se apoyó en el respaldo y movió la cabeza.
—¿Qué significa eso? No lo entiendo.
—Yo tampoco. —Mulder descorrió las cortinas, apagó las lámparas y se dejó caer
en la silla frente a Scully—. Lo cierto es que hasta el momento todos los que han
hablado con nosotros han… —Calló. Cerró los ojos un instante. Fue a sentarse a la
cama y se quedó mirando el teléfono que descansaba en la mesita de noche.
—¿Mulder?
—Los konochinos —dijo, y levantó el auricular—. ¿Por qué estamos siempre
topándonos con los konochinos?
—Ya que estás en ésas —dijo Scully—, llama a Garson y averigua por qué le
cuesta tanto decirnos la verdad.
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Donna contempló con ojos de impotencia las veintitantas cajas de cartón apiladas en
el cuarto de huéspedes. Todas estaban listas para su envío o entrega personal en las
tiendas de la región. Tenía la impresión de llevar el frío adherido a la columna y al
estómago. No podía dejar de temblar. Había negado haber engañado a nadie,
naturalmente; hasta le enseñó el libro de contabilidad para demostrarlo. Pero había
estado a punto de meter la pata. Él no le pidió disculpas, y le dirigió una ominosa
mirada de advertencia antes de salir de la habitación dando un portazo.
Tenía que largarse de allí. Todo el dinero que había en esa habitación no le
serviría de nada si no vivía para gastarlo. Consultó la hora en el reloj. Si se daba prisa
podría sacar todo el dinero de su cuenta bancaria, hacer las maletas y largarse de
aquel estado olvidado de Dios antes de la medianoche. Dejarlo todo detrás. Nada
importaba. La casa, los vestidos: nada tenía importancia; sólo sacar el dinero y
marcharse.
Pero antes tenía que hacer una llamada telefónica. No podía marcharse sin
despedirse.
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ante el volante, Mulder vio que el coche estaba dotado de todos los dispositivos
conocidos por la industria de Detroit; quizá sólo le faltaba un sistema orbital de
seguimiento de trayectorias.
Tardó unos minutos en entender el instrumental, y algunos más en convencerse de
que no estaba zambulléndose a ciegas en una gestión sin pies ni cabeza. El modo en
que se cometieron los asesinatos permanecía más allá de su entendimiento, a pesar de
las descripciones de la doctora Ríos. Mulder sabía que debía concentrarse en el quién
y el porqué, el cómo llegaría solo, arrastrado por la resaca de lo primero. Eso
esperaba.
Salió a la calle y se dirigía ya hacia el norte cuando Scully dio un brinco en el
asiento.
—¿Qué ocurre?
Acababan de pasar frente una edificación de una sola planta, ocupada por
pequeños locales comerciales. Un hombre miraba sin disimulo el coche en que
viajaban los agentes del FBI.
—Anoche —dijo Scully—, no lo pude ver bien, pero había un hombre parado
frente al portón del hotel, mirándome.
Mulder miró por el espejo retrovisor. Con el rostro oculto por la visera de la
gorra, el hombre seguía mirando.
Sin pensarlo dos veces, Mulder dio media vuelta y detuvo el coche frente a las
tiendas. El hombre no se había movido. Scully bajó su ventanilla.
—¿Desea algo? —preguntó con mucha tranquilidad.
León Ciola se inclinó para asomarse a la ventanilla.
—¿Ustedes son los federales?
Manteniendo una mano en el volante, Mulder se inclinó por delante de Scully,
picado en su curiosidad por las finas cicatrices que surcaban el rostro de aquel
hombre.
—Agentes especiales Mulder y Scully. Usted nos ha estado observando, ¿por
qué?
Ciola abrió los brazos en cruz con gesto burlón y sonrisa insolente.
—A uno le gusta saber quién llega al pueblo, amigos, eso es todo. La vida aquí es
muy aburrida, ¿saben? No hay mucho que hacer. El sol calienta demasiado. No hay
trabajo para un hombre como yo.
—¿Qué clase de hombre es usted? —dijo Scully.
—Un ex convicto. ¿No les han informado?
«No —pensó Mulder—. No nos han informado de muchas cosas». Entonces
detectó una vaga semejanza racial entre el hombre y Nando Quintodo.
—¿Es usted de La Mesa?
Ciola mantuvo su sonrisa, imperturbable.
—Muy bien, amigo. Casi todos me preguntan si soy apache. —Agitó los dedos
por encima de su cara—. Es por las cicatrices. Me hacen parecer malvado.
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—¿Lo es usted?
La sonrisa desapareció.
—Yo soy un hijo de puta, agente Mulder. Para que lo sepa.
«No es una bravuconada —pensó Mulder—. Tampoco una advertencia». Ciola
miró a uno y otro lado de la calle, y apoyó una mano en el marco inferior de la
ventanilla.
—El sheriff Sparrow le dirá que he matado a un hombre. Es verdad. Tal vez a más
de uno, ¿quién sabe? Le dirá, cuando venga al caso, que tal vez fui yo quien mató a
esos estúpidos turistas. No he sido yo, agente Mulder. Tengo cosas más importantes
que hacer.
Se llevó los dedos a la visera en saludo de deferencia a Scully y se separó del
coche. La entrevista había terminado.
Mulder se quedó mirando al hombre mientras se alejaba. Luego arrancó el coche
y se marchó a poca velocidad. El tipo lo había impresionado. Pero lo que más le
había llamado la atención era que Sparrow no les hubiese hablado de él: un
sospechoso evidente, un ex convicto que reconocía abiertamente ser un asesino, Y el
sheriff se había guardado de pronunciar su hombre.
—Scully, ¿no tienes la impresión de que hemos dado con algo?
No respondió. Mulder la miró de reojo y vio que tenía los labios blancos de
apretarlos. No quiso seguir interrogándola. Algo de aquel hombre, algo que él no
había logrado percibir, había hecho sonar una cuerda. Tarde o temprano ella le diría
de qué se trataba. De momento, le bastaba con descifrar las indicaciones de la calle,
cuyas letras minúsculas a duras penas conseguía leer. Los conductores de los coches
que iban detrás de ellos empezaban a impacientarse con la lentitud de aquel forastero.
Y el sol no ayudaba precisamente. Su luz era tan brillante y cegadora que empalidecía
todo alrededor.
Por todas partes se apreciaban señales de una población que se esforzaba por dar
con la manera adecuada de crecer: locales comerciales novísimos, comercios cerrados
tras una breve e infructuosa actividad, casas y edificios en diversas fases de
construcción o restauración. Vivir allí tenía que ser o muy emocionante o
sencillamente espantoso.
—Allí —dijo Scully.
Mulder dobló a la izquierda, hacia el río, y se encontró en una calle que
atravesaba una serie de parcelas grandes y vacías, una planicie interrumpida muy de
tanto en tanto por casas pequeñas de una planta, de ladrillo o falso adobe. La rareza
del lugar quedaba acentuada por los jardines y los grandes arbustos que florecían con
violentos colores. No había juguetes en los senderos de acceso a las casas; los pocos
coches aparcados junto a la acera parecían abandonados.
Mulder detuvo el coche frente a una casa construida al estilo de las antiguas
haciendas cuya ventana frontal se hallaba oculta tras un rosal. El Cherokee aparcado
en la rampa de acceso miraba hacia la calle. Cuando se apearon del coche Mulder vio
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una maleta en el suelo, al lado de la puerta del conductor.
—Alguien se va de vacaciones.
—No lo creo —dijo Scully, apuntando con el mentón hacia las otras dos maletas
que esperaban en el porche—. A menos que la señora vaya a pasar seis meses de
vacaciones.
Mulder tocó el timbre de la puerta de tela metálica. Nadie respondió. Volvió a
tocar, y una mujer joven que sostenía un maletín en la mano izquierda abrió la puerta
de madera.
—No estoy interesada —dijo.
Scully le mostró su chapa de identificación.
—Agentes especiales del FBI, Scully y Mulder. ¿Es usted Donna Falkner?
No hacía falta poseer un sexto sentido para darse cuenta de que la mujer estaba
asustada. Mulder empujó la puerta de tela metálica con cautela y añadió:
—Sólo queremos hablar con usted, señora Falkner. Será sólo un momento.
Entonces podrá marcharse.
—¿Cómo saben ustedes que…? —quiso saber Donna casi gritando. Mulder
apuntó hacia el equipaje—. Ah.
—Será sólo un momento —le aseguró Scully.
La mujer se relajó.
—Bueno, ¡qué diablos! ¿Por qué no? Peor no se pueden poner las cosas.
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El aire acondicionado estaba apagado. En la sala hacía un calor asfixiante. «Aún
no se ha marchado —pensó Mulder—, y la casa ya parece abandonada». Donna cogió
una silla que había frente a un pequeño escritorio y le dio la vuelta para sentarse
frente a ellos. Se sentó apoyando el maletín sobre las piernas, aunque parecía querer
sujetarlo contra el pecho. Scully, pluma y cuaderno en mano, fue a sentarse en un
sofá de dos plazas, y Mulder se quedó de pie, apoyando el hombro contra la pared
que daba a la entrada de la sala.
En esa posición estaba en semipenumbra; la mujer quedaba totalmente expuesta a
la luz.
—¿Y bien? —Dijo con resignación—. ¿Qué quieren saber?
—Los konochinos —dijo Mulder, y vio cómo la mirada de la mujer se disparaba
hacia él.
—¿Qué les pasa?
—Usted vende sus objetos artesanales —acabó Scully—. Hemos oído decir que
no les gusta mucho el mundo exterior.
—No les gusta nada —replicó Donna, encogiéndose de hombros levemente—.
Una vez me echaron de la reserva, hace mucho tiempo, cuando aún no sabía cómo se
hacían estas cosas. —Dejó el maletín en el suelo, junto a la silla—. Verán, no son los
únicos indios con los que hago negocios, pero sí los que me traen más problemas.
Pero eso era antes. Ahora hay un señor…
—¿Nick Lanaya? —preguntó Mulder.
—Sí. Es uno de los que se fue y volvió, no sé si saben cómo va eso. Bueno, en
todo caso lo conocí en una fiesta y nos pusimos a charlar. Es muy buen conversador,
habla como un sacerdote; no sé si me explico. En todo caso, él sabía que su gente
necesitaba dinero, y después de un rato concluyó que yo podía pagarle muy bien si
me ayudaba.
Scully alzó la mano para volver a llamar su atención.
—¿Tan enfadados están que no quieren contacto con el exterior?
Donna frunció el entrecejo, tratando de entender el sentido de la pregunta.
—¡Ah! ¡Ya! ¡No, mujer! ¡Tan enfadados no están! ¿Creen ustedes que son ellos
los que han matado a esa pobre gente? ¡No, por Dios! —Rechazó tan insólita idea
con un gesto de la mano—. Hablan mucho y gritan más, eso sí, pero Nick les grita
más a ellos. Es… —Y calló, como si se le acabara de ocurrir algo—. A decir verdad,
con quien deberían hablar ustedes es con León Ciola.
—Nos hemos conocido —replicó Mulder secamente.
—No me diga. —Rozó el maletín con la mano derecha—. ¿Saben ustedes que
estuvo preso en la cárcel de Santa Fe? Mató a un hombre en una trifulca de bar. —
Hizo un gesto lento con el dedo como si se cortara el cuello—. Casi le cortó la
cabeza. No sé cómo ha salido. Habrá tenido un buen abogado, supongo yo.
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—¿Hacia dónde se dirige usted? —preguntó Scully.
—Me voy de vacaciones —respondió Donna al instante.
—Se lleva usted más ropa que Scully —dijo Mulder riendo.
—Estaré fuera mucho tiempo.
—¿Y quién atenderá el negocio? ¿Nick?
—Sí. Básicamente —dijo Donna con gesto de indiferencia. Scully cerró su
cuaderno de anotaciones.
—¿Tiene usted algún control sobre el tipo de mercancía que recibe de La Mesa?
¿Sabe si hay alguien que les compre al por menor?
—No. Nick elige las piezas, yo escojo las tiendas. Después de eso él se queda con
la mayor parte del dinero.
Mulder se separó de la pared.
—¿Qué pasaría si algún incauto entrase en la reserva?
—Nada —Donna recogió su maletín—. Nadie le dirigiría la palabra,
probablemente. Tarde o temprano, el forastero entendería la indirecta y se marcharía.
—¿Y si no se marchase?
—¿Se refiere usted a mí? —Donna rio, pero era una risa falsa—. Yo soy una
pelmaza, agente Mulder. Me puse demasiado pelma. Lo más que puede pasar es que
lo echen, créame. —Se levantó de la silla y miró con total falta de sutileza hacia la
puerta—. Insisto en que deberían hacer una visita a Ciola. Tiene un cuchillo, y… —
Hizo como si la recorriera un escalofrío para añadir efecto a sus palabras.
Scully se levantó también.
—Muchas gracias, señora Falkner. Le agradecemos el tiempo que nos ha
dedicado.
—No se preocupe. —Los condujo hasta el porche—. El caso es que mi avión sale
dentro de muy poco rato, ¿me entienden, verdad?
Mulder también le dio las gracias y le pidió que llamase al agente Garson si antes
de marchar se le ocurría algo que le pareciese de interés.
Fuera el sol brillaba implacable y el coche era un horno. De nuevo al volante,
Mulder se maldijo por haber olvidado dejar abiertas las ventanillas del coche. Puso el
aire acondicionado en máxima potencia y se alejaron de allí, despacio, mientras
Scully miraba a Donna Falkner por el retrovisor lateral de su puerta. Doblada la
esquina, Scully dijo:
—La verdad es que se relaja con mucha rapidez.
—Sí. Porque no le preguntamos lo que ella pensaba que veníamos a preguntarle.
—¿O sea?
—Scully, si yo lo supiera se lo habría preguntado.
Scully emitió un gruñido de escepticismo; Mulder sabía lo que ella estaba
pensando. Hay veces en que preguntar produce respuestas, pero no necesariamente en
el momento en que se desean. En otras ocasiones es mejor tejer una telaraña y
sentarse a ver quién trata de escapar. Y Donna trataba de huir. Una vez estuviera a
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salvo en el avión, Nuevo México no la volvería a ver.
Scully lo miró.
—¿Qué vas a hacer para impedir que se marche?
Mulder señaló hacia el asiento trasero para que Scully le alcanzara su chaqueta de
algodón azul. Al hacerlo, el teléfono portátil cayó del bolsillo interior.
—¿Llamarás a Garson?
—Alegaré que se trata de un testigo esencial para una investigación en curso.
—Pero ella no lo es, Mulder.
—No, puede que no. Pero él puede retrasarla lo suficiente como para hacerle
perder el avión. Quién sabe, quizá la convenza de que espere hasta mañana.
—Eres malo.
—Tú llama, Scully. Ya hablaremos de mis valores morales en otra ocasión.
Scully obedeció y, al enterarse de que no había manera de dar con Garson, exigió
hablar con el agente de guardia. Después de convencerlo de que no bromeaba con
respecto a la señora Falkner, le preguntó dónde se hallaba la furgoneta del
matrimonio Constella.
—Aquí mismo —le informó a Mulder tras colgar—. En un aparcamiento que está
detrás de la subestación del sheriff.
—¿Para qué quieres ver la furgoneta?
—Tú quisiste ver a Ann Hatch, y fíjate adonde nos llevó esa visita. Ahora yo
quiero ver la furgoneta.
No explicó nada más, y Mulder supuso que Scully tenía una corazonada. Sonrió
casi imperceptiblemente. Scully y las corazonadas no hacían buenas migas, y no
porque desconfiara de ellas —era demasiado buen agente para eso— sino porque la
incomodaban profundamente. Y a veces hacían que la joven se pareciera demasiado a
él.
—¿Y qué has querido decir con eso de que pongo demasiada ropa en mi
equipaje?
La subestación era poco más que una caravana muy ancha montada sobre pilares de
hormigón; únicamente un rótulo en la puerta indicaba su función. El aparcamiento
que había enfrente daba cabida sólo a cuatro coches, y el árbol que lo sombreaba
precariamente parecía a punto de venirse abajo. Detrás del árbol había otro
aparcamiento cerrado con cerca de alambre que contenía unos cuantos turismos, una
camioneta de carga y una furgoneta.
El sheriff Sparrow los estaba esperando fuera cuando Mulder condujo por el
camino de acceso.
—Garson trabaja rápido —dijo Scully cuando Mulder detuvo el coche.
—Para eso le pagan.
Sparrow les hizo señas para que se encaminaran hacia el portón cerrado con
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candado que protegía el aparcamiento.
—¿Buscan algo en particular? —preguntó cuando empujó el portón hacia
adentro, una vez estuvo abierto el candado.
—Nunca se sabe —replicó Mulder.
La furgoneta estaba al fondo, donde había acumulado la suficiente cantidad de
polvo para guarecerse del sol. Mulder hizo visera con una mano y miró hacia el
interior de la furgoneta por el parabrisas y las lunas laterales. Le pidió las llaves a
Sparrow.
—¿Para qué las quiere?
—Para entrar. —Dio unos golpecitos con los nudillos en la puerta lateral
corredera—. Nunca se sabe.
Sparrow refunfuñó que había dejado las llaves en la caravana, y se alejó.
—Mulder.
Scully estaba al otro lado de la furgoneta, y Mulder no se apresuró para llegar
hasta ella. El calor era brutal, peor que el de la víspera; ahora entendía por qué la vida
era tan lenta en aquella parte del mundo. Todo movimiento de velocidad superior a la
del caracol suponía un infarto seguro, o la necesidad de sumergirse en una bañera
rebosante de hielo.
—¿Y?
Scully señaló la chapa lateral de la camioneta. Mulder miró y sólo vio polvo, pero
enseguida percibió lo que había bajo éste. Quiso barrerlo con la mano y soltó un grito
cuando el calor de la chapa le quemó los dedos.
—¡Dios! —Sacudió la mano, la sopló y sacó un pañuelo del bolsillo.
—Ten cuidado —dijo Scully. Cuando él quiso matarla con la mirada ella se
encogió de hombros y añadió—: Para eso te pagan.
La furgoneta tenía dos grandes lunas ahumadas, la primera estaba situada sobre la
puerta corredera, la otra sobre la ventana posterior. Mulder desplegó el pañuelo y
luego lo dobló en dos mitades. A continuación sacó el polvo y la tierra pegada antes
de ponerse a frotar con fuerza.
—¿Qué diablos busca? —preguntó Sparrow mientras tiraba las llaves a Scully.
—Esta furgoneta era de alquiler —dijo Mulder sin apartar la vista de lo que
estaba haciendo.
—Ya. ¿Y qué?
—Que entonces era nueva, ¿no?
—Probablemente. —El sheriff se asomó por encima de Mulder, mirando hacia el
salpicadero—. ¿Y?
—Entonces el señor Constella debía de ser muy mal conductor.
No tuvo que frotar demasiado rato. Una vez limpio el trozo de chapa, Mulder se
enderezó y dio un paso atrás, a la espera de los comentarios de Sparrow. También
esperaba que el sheriff le explicara cómo era posible que no hubiese reparado en ello
en su momento, hacía días. O, si lo había notado, por qué no había dicho nada al
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respecto.
No había restos de pintura desde la ventanilla hasta la base del marco de la puerta;
la chapa había sido lijada hasta dejar el metal a la vista. Pese a la gruesa capa de
polvo acumulada a lo largo de más de una semana en el aparcamiento del sheriff,
Scully había detectado el brillo tenue de un trozo de chapa descubierta.
—¡Vaya! —Dijo el sheriff, acomodándose el cinturón—. ¡Esto sí que es bueno!
Mulder miró hacia el árbol, preguntándose si habría una rama lo bastante alta para
colgarlo de allí con su maldito cinturón.
—Da la impresión de que pasó rozando una pared de piedra, o una roca; algo así.
—A mí no. —Mulder pasó un dedo suavemente por la superficie—. No se
aprecian abolladuras, de modo que no ha habido lo que se pueda llamar una colisión.
Scully se acercó a ellos, observó la superficie detenidamente y luego el resto del
lateral hasta el parachoques trasero.
—De haberse producido ese choque no habría señales sólo en este lado. —Se
incorporó para acercarse a la ventana. La tocó con un dedo. Sacó su pañuelo y limpió
la luna—. Aquí también hay raspaduras.
—Polvo y arena de la carretera —dijo Sparrow—. Aquí siempre pasa, sobre todo
a las velocidades que llevan.
Scully hizo caso omiso de su comentario, y con la punta del dedo siguió el perfil
de las raspaduras, que llegaban hasta la franja de chapa por encima de la ventana.
—Fuera lo que fuese era muy grande. De estatura humana, al menos.
—Lo que yo le digo: una roca.
—¡Venga ya, sheriff! —Dijo Mulder, harto de su ignorancia fingida—. Scully
tiene razón; un choque habría producido daños más grandes que éste; esta ventana
tendría que haber quedado resquebrajada, por no decir hecha añicos por la fuerza del
impacto. —Mulder se rascó el mentón y volvió a acercarse a la chapa.
—Agente Mulder, esto es…
—¿Tiene usted una lupa? —lo interrumpió Mulder.
Oyó el gruñido asqueado del sheriff, pero el altercado que se esperaba no se llegó
a producir. Sparrow volvió a la caravana arrastrando los pies, murmurando, en voz lo
bastante alta para hacerse oír, maldiciones contra esos federales que creen que se las
saben todas.
Scully abrió la puerta del acompañante y se echó atrás para dejar que saliera el
calor. Entonces subió al asiento y pasó hacia la parte de atrás. Mulder no la vio hasta
que ella golpeó en la ventana con los nudillos y le hizo señas para que se acercase.
Scully se arrodilló en el asiento del acompañante y se asomó por encima del respaldo.
Las dos filas de asientos corridos habían sido extraídas, y en su lugar sólo quedaban
los rieles de sujeción. Tanto el suelo como las paredes estaban forrados con trozos
alternados de moqueta violeta brillante y marrón opaco.
—¿Y esto es un nido de amor? —preguntó Mulder, haciendo una mueca ante el
mal gusto patente en la combinación de los colores.
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—El amor es ciego, Mulder. —Scully estaba de rodillas, hurgando con el
bolígrafo un trozo de moqueta suelta.
—La verdad es que aquí tendría que serlo.
—Ya lo tengo.
Scully se incorporó apoyándose en los talones y sostuvo el bolígrafo en alto. De
la punta colgaba un trozo de cadenilla de plata. Mulder salió de la furgoneta y ella lo
siguió. Una vez fuera le dio la cadena.
—No es una cadena de joyería. Está hecha a mano. —La removió con el
bolígrafo—. Apuesto a que tampoco tiene un baño de plata.
Mulder se acercó la cadenilla a los ojos. Los eslabones eran más alargados de lo
que esperaba, y no delicadamente delgados como parecían a primera vista. Tampoco
tenían todos la misma longitud.
Scully volvió a coger la cadenilla, la sostuvo por los extremos y la estiró. Dio un
tirón.
—Es sólida. ¡No puedes arrancársela a nadie del cuello sin hacerle mucho daño!
—Artesanía konochina.
Scully ladeó la cabeza en señal de quizá, y se acercó al coche que habían
alquilado para sacar una bolsa de plástico de recolección de pruebas de su bolso.
—Tráete un par de ellas —le gritó Mulder, y consultó su reloj.
Sparrow seguía sin volver y Mulder terminó por perder la poca paciencia que le
quedaba. Salió a buen paso hacia la caravana, abrió la puerta de un tirón y entró. El
sheriff estaba sentado detrás de uno de los tres escritorios; se había quitado el
sombrero, puesto los pies sobre la mesa, y se llevaba una petaca a los labios.
Pareció sobresaltado al ver a Mulder, pero no se movió hasta que hubo terminado
el trago.
—Hace un calor ahí fuera… —dijo.
—Más calor va a hacer —dijo Mulder sin molestarse en disimular su irritación—.
Deme esa lupa y dígale a uno de sus ayudantes que se prepare para llevar pruebas
materiales a los técnicos de Garson. Yo mismo lo llamaré para decirle qué es lo que
tienen que buscar.
Sparrow lo miró airado mientras dejaba la petaca en la mesa.
—Me parece que no he oído todavía la palabra mágica, agente Mulder.
Mulder lo miró a los ojos y se limitó a decir:
—FBI.
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No podía ver a Scully mientras regresaba al aparcamiento, caminando a zancadas
y golpeándose la pierna con la lupa. Se sentía molesto y decepcionado, más consigo
mismo que con el sheriff. No era su estilo perder el control de aquella manera, y
mucho menos restregarle su rango en la cara a la gente. Hacía años que había
aprendido a trabajar con la policía local, y sabía que su ayuda y buena disposición
eran tan vitales para la investigación en curso como la de los propios agentes
federales. Había transgredido no sólo las reglas de comportamiento más elementales,
sino su propio código de conducta.
—¿Scully? —Había sido un tonto—. ¡Eh, Scully!
Un estúpido.
—¡Por aquí, Mulder!
Pero ¿y lo bien que le había sentado la descarga?
Encontró a Scully junto a lo que debía de haber sido un elegante Jaguar. Ahora no
le quedaba una ventanilla sana, el parabrisas ostentaba una telaraña de
resquebrajaduras, la sobria pintura verde presentaba picaduras y rayas desde el capó
hasta el maletero, y el techo se veía aplastado como si le hubiese caído un vagón de
carga encima.
—¿Nuestro conductor borracho? —preguntó.
—No lo sé. Supongo que sí. Mira esto.
Se acercó a Scully y observó en la chapa el mismo tipo de lijadura presente en la
carrocería de la furgoneta, sólo que en este caso la zona afectada era más amplia.
—El coche invisible —dijo Mulder.
Scully alzó una mano para señalar su desconcierto.
—Me rindo, Mulder. ¿Qué está ocurriendo aquí? —Le miró fijo—. Tanto da.
Creo que prefiero no saberlo.
Mulder no tuvo tiempo de responder. La puerta de la caravana se cerró con
estruendo. Sparrow se acercaba a ellos a grandes zancadas como un loco desatado.
Por el modo en que agitaba las manos y cortaba el aire con ellas, Mulder sospechó
que el sheriff estaba pegándose una tremenda bronca a sí mismo. Cuando llegó hasta
ellos, la bronca había terminado.
Se detuvo y adoptó una de sus poses: una mano apoyada en el mango de su
pistola enfundada mientras que con la otra se introducía un chicle entre los labios.
Luego se quitó las gafas de sol, cogiéndolas por el puente y deslizándolas nariz abajo.
—Yo mismo llevaré las pruebas. —No era una orden, ni una exigencia, sino un
ofrecimiento de tregua.
—Por mí encantado, señor sheriff —respondió Mulder.
—Tutéame. —El sheriff mascaba con frenesí.
Mulder esbozó una media sonrisa.
—Me parece que no voy a hacerlo.
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—Yo tampoco. A mi madre la sacaba de quicio. Decía que era de muy mala
educación. —Volvió a ponerse las gafas—. Bueno, FBI, a ver, ¿qué es eso tan
importante que hay que llevar corriendo a la ciudad?
Mientras Scully hablaba de la cadena de plata que habían encontrado, Mulder
regresó a la parte trasera de la furgoneta. Allí, armado de la lupa y de su navaja suiza,
fue sacando muestras de escombros y residuos de las acanaladuras de la puerta. Tras
realizar lo mismo en el Jaguar, selló las pruebas en las bolsas y las entregó.
Aún incómodos, si bien más relajados, los tres volvieron a la caravana,
agradeciendo el frescor de la tregua. Scully puso etiqueta y número a las bolsas.
Mulder llamó al despacho de Garson para dar instrucciones y alguna que otra
indicación sobre lo que debían buscar en las bolsas.
—No creo que tome mucho tiempo —dijo el secretario confiadamente.
—¿Ha dado ya con el agente Garson?
—No, señor, ni rastro de él.
Mulder dio su número de teléfono y dejó recado de que Garson lo llamara en
cuanto llegase. Preguntó si habían dado con Donna Falkner antes de que se marchara
y le respondió que se había encargado de ello uno de los agentes. Por lo visto la
mujer no había reaccionado muy bien ante la iniciativa, y mucho menos cuando vio
que se la llevaban al despacho local del FBI en Silver Avenue, donde ahora se
encontraba prestando declaración.
—¿Declaración? ¿Sobre qué?
—No le sabría decir, señor. Yo sólo soy el secretario. Se me informa sólo de
aquello que necesito saber.
«Desde luego —pensó Mulder—. Todo lo demás es magia».
Se sentó en el borde del escritorio más cercano y se secó el sudor de su frente con
la manga de la camisa. Sparrow había vuelto a su silla.
—¿Le parece que los konochinos tienen algo que ver? —Preguntó el sheriff—. Es
lo que me pareció, sobre todo desde su entrevista con Donna Falkner.
—No veo que pueda ser de otro modo. Hay demasiados nexos.
—En cualquier caso es una pista —añadió Scully.
—Pues no nos espera nada —exclamó el sheriff, que fue a coger la petaca, pero
cambió de idea y puso de nuevo los pies sobre la mesa—. El problema está en que
son como doscientos. No puede ser tan… —Se puso en pie de un salto y sus botas
tronaron en el suelo—. ¡El muy hijo de puta!
Mulder miró a Scully.
—León Ciola.
—Vaya, Mulder. Es usted muy bueno —dijo el sheriff. Puso cara de profunda
reflexión y descolgó el auricular de su teléfono—. Hay alguien a quien deben
conocer. Él podrá decirles lo que quieren saber. Lanaya. Ya les he hablado de él. Lo
crean o no, todavía vive en la reserva.
—¿Qué me dice de Ciola?
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Sparrow alzó el dedo pulgar cuando su llamada recibió respuesta, hizo todo un
repertorio de muecas mientras concertaba con el intermediario una entrevista en el
hotel esa misma noche, hizo más muecas y se frotó el oído mientras colgaba.
—Se avecina una tormenta —explicó—. A veces la estática te puede dejar sordo.
«Gracias a Dios —pensó Mulder—; al menos así refrescará».
—¿Y Ciola? —le recordó Mulder a Sparrow.
—Es un cabrón. Un cabrón con todas las letras. Fue a la cárcel por asesinato, pero
su abogado encontró una brecha en el expediente y por ahí se libró el muy hijo de
perra. Ahora lo único que puedo hacer es no quitarle el ojo de encima, y rezar para
que no pierda los nervios.
No hacía falta ser extremadamente perceptivo para saber que el sheriff no sólo
odiaba a Ciola, sino que también le temía.
—¿Cree usted que está metido en esto? —inquirió el sheriff.
—Hay que reconocer que se trata de un candidato con muchos puntos.
—No. Yo no lo creo —replicó Sparrow.
Mulder no ocultó su sorpresa.
—No es su estilo —explicó Sparrow—. Lo suyo es la intimidación valiéndose de
su mala fama. El nombre que mató fue un asunto rápido y sucio. En cambio esa
gente… en fin, quien los asesinó sabía esperar.
—Pero no mucho tiempo, sheriff —dijo Scully—. ¿Se acuerda de Paulie Deven?
Sparrow le dio la razón de mala gana, pero insistió en que no podía haber sido
Ciola.
—Esa gente necesita razones, agente Scully. Lo que pasa es que nosotros todavía
no hemos descubierto cuáles son. Con León es diferente: a él no le hacen falta
razones.
—El horrible calor —sugirió Mulder.
—Ya le dio en una ocasión.
Scully no parecía convencida, pero no intervino en la discusión. El sheriff aceptó
su silencio sin hacer comentarios; revisó con la mirada su despacho y luego sacó de
un cajón un maletín en el que guardó cuidadosamente las bolsas de las pruebas.
—Más vale que salgamos ya. Quiero estar de vuelta antes de que empiece la
tormenta. —Fue al fondo del despacho y llamó por radio a uno de sus hombres para
decirle dónde estaría y por cuánto tiempo; a continuación contactó con la centralita
para dar la misma información y para que interceptaran cualquier llamada. Escupió el
chicle en la papelera; abrió un armario y sacó un sombrero impoluto. Al ver que
Mulder lo miraba con curiosidad, señaló hacia el sombrero que descansaba en el
escritorio.
—Ése es mi sombrero de andar por casa, el cómodo; hace años que lo tengo. —Se
tocó el ala del que llevaba puesto—: Y éste es el de lucir en la ciudad. Parece una
tontería, ¿no?
Scully rio, y Mulder apenas pudo asentir con la cabeza, pues ya Sparrow salía de
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la caravana y se encaminaba al coche de alquiler.
—No la pierdan de vista —dijo, apuntando a la caravana—. Hay que estar aquí
dentro cuando empiece la movida.
Mulder miró hacia lo alto incrédulo: que nubes tan descomunales y altas pudieran
congregarse con semejante velocidad le parecía imposible. Las nubes formaban un
yunque allá en lo alto que se había tragado ya todo el cielo azul del Oeste.
—¡Dios todopoderoso, Scully, nos vamos a ahogar!
Mulder condujo de regreso hacia el hotel a toda velocidad, aunque bastante más
lento que los demás conductores que transitaban la carretera. Lo adelantaban por la
izquierda, por la derecha, y, de ir más lento, le habrían pasado por encima.
—Tranquilo —recomendó Scully cuando apagó el motor—. Todavía nos queda
trabajo por hacer mientras esperamos a Lanaya.
El montón de huesos se agitó, barrido por el viento; nubes de polvo marrón pasaron
entre costillas, cuentas oculares y el amplio orificio abierto en uno de los cráneos. Un
escorpión recorrió a hurtadillas el retorcido cuerno de un carnero.
En el centro, con el hueso pélvico de un caballo a modo de improvisado taburete,
un hombre removía la tierra suelta con la punta de un cuchillo creando formas que
luego se desvanecían, palabras que luego borraba. El hombre miró hacia lo alto para
contemplar cómo se acercaba la tormenta, y volvió a su trabajo cuando vio el
relámpago, pero antes de oír el trueno. Todo iba a precipitarse.
Pero él actuaría con mayor rapidez.
Donna Falkner entró en su casa como una tromba, cerró de un portazo sin mirar atrás,
arrojó la maleta al otro lado de la sala y gritó para descargar su rabia. Dio patadas a la
pared más cercana; cogió la silla de trabajo y la arrojó al fondo del corredor; se
abalanzó sobre los cojines del sofá y trató de desgarrar la tela con las uñas; los tiró a
un lado y se echó al suelo, sollozando. No era justo. Era una verdadera injusticia. Lo
único que tenía que hacer era subir a bordo de aquel maldito avión y largarse.
Marcharse. Perderse en otra ciudad donde los indios únicamente salieran en la tele,
donde sólo se vieran artesanías indias en las tiendas elegantes que cobraban un ojo de
la cara por cualquier cosa, desde una billetera hasta un broche. Largarse. Un nombre
nuevo. Otro color de cabello. Todo nuevo. Largarse. Pero ahora el FBI quería
disponer de ella, y él quería disponer de ella, y ella no podía hacer absolutamente
nada que no fuera sentarse a esperar.
Dio un puñetazo en el suelo. Gritó otra vez; estaba roja de ira, apretaba los dientes
con furia.
Atardecía ya y las espinas de los rosales comenzaron a golpear las ventanas,
empujadas por el viento.
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De pronto se sintió incapaz de respirar; entrelazó las manos y se las llevó al
pecho, tratando de respirar. Se meció hasta que pensó que se desmayaría. Tenía la
cara empapada en lágrimas que goteaban desde la barbilla y le habían llenado los
labios de sal. Pasado el ataque, se dejó ir hacia atrás poco a poco; contempló las finas
grietas que se habían abierto en el estucado del techo y las ordenó en imágenes que
volvieron a hacerla llorar.
Sonó el teléfono. Se enjugó las lágrimas con el dorso de las manos y se incorporó.
No pensaba responder. Que sonara. Si eran los agentes que habían ido a verla, pues
que volvieran otra vez. Que se fueran al infierno. Al infierno todos.
Al ponerse de pie sintió que se balanceaba; recorrió el corto trayecto que separaba
el vestíbulo del baño dando tumbos. Llegó al cuarto de baño y se miró en el espejo;
hizo una arcada y luego soltó una risita.
Tocó la punta de su nariz reflejada en el espejo con un dedo y se dijo que no tenía
por qué preocuparse, que no había nada a lo que no supiera enfrentarse.
Si no la dejaban volar, entonces que se fueran a la mierda todos los aviones y
agentes del FBI del mundo: se marcharía en coche. Cuando se dieran cuenta, Donna
estaría ya muy lejos. Volvió a reír.
Lejos, pero no olvidada. Lejos, y asquerosamente rica.
«Toma una ducha —se ordenó—. Cámbiate de ropa, coge el maldito dinero y
márchate».
¿Por qué diablos estaba tan preocupada? No lo sabía. Así, de pronto, no podía
entenderlo.
Corrió hasta la habitación de invitados y se asomó a la ventana. A juzgar por el
cielo, le quedaba una hora hasta que se desencadenara la tormenta. Si es que llegaba,
pues a menudo se quedaban en mucho ruido y pocas nueces, aunque eso no venía al
caso: sólo un loco desafiaría a esos nubarrones. Otra risita. Que les zurzan.
Ahora que no iba a volar, podía cargar el Cherokee hasta el techo y llevarse
algunas existencias para engrosar su cuenta. No era un plan perfecto, pero peor era no
tener ninguno. No tener plan significaba quedarse sentada, esperando a que las cosas
sucedieran. Cogió una caja de cartón y se dirigió hacia la puerta de salida.
La arena se agitó, alzándose perezosamente del suelo como atraída por un débil imán.
Cerca de allí, una hoja seca tembló en el suelo. Una ramita se movió, rodó unos
centímetros y se detuvo. La arena se asentó instantes después. Nada se movía.
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La ducha fue una bendición del cielo. Después de pasar todo el día a pleno sol y a
gatas en el interior de la furgoneta y el otro coche, Scully estaba empapada en sudor y
recubierta por una espesa capa de polvo, y a punto de ponerse a gritar. A pesar de la
cadenilla de plata, y a los laterales de los coches, no habían adelantado gran cosa.
Scully se sentía frustrada no sólo por el caso en sí, que parecía no llevarlos a
ninguna parte, sino además por la certidumbre de que había pasado por delante de la
clave sin verla. Era algo tan insignificante y obvio que lo había pasado por alto.
La tormenta no facilitaba las cosas. Aterradoramente oscuros, de una inmensidad
inconcebible, los nubarrones seguían allí, en lo alto. No parecía que se movieran. Allí
estaban, suspendidos, demasiado grandes para considerarlos como una simple
amenaza. Un viento constante y caliente anunciaba la tormenta inminente.
Estaban cansados. La mezcla de altitud y calor había ido agotando sus energías
sin que se dieran cuenta. Cuando llegaron al hotel decidieron de mutuo acuerdo darse
un baño, descansar una hora y volverse a encontrar para preparar su entrevista con
Nick Lanaya.
Así que Scully se abandonó al agua de la ducha para relajar los hombros y las
piernas, y para dejar vagar su mente por caminos y lugares en los que pudiera dar con
algo concreto, alguna pista que seguir, un atisbo de esperanza. Fue en vano, y eso la
molestó un poco, pero trató de no darle importancia. Tarde o temprano vendría; de
eso estaba segura. Tardó en vestirse. Pasó un rato sentada en el borde de la cama,
mirando por la ventana, tratando de no dejarse dominar por la tensión. Giró los
hombros, se dio masajes en la nuca, estiró las extremidades con tal fuerza que de
poco se descoyunta. Nada de eso dio resultado. Tal vez fuera a causa de la tormenta.
Los nubarrones debían de haberse acercado mientras estaba en el baño. La luz del
sol se había atenuado, y por el patio delantero se filtraba una falsa luz crepuscular.
Miró hacia los árboles y advirtió que el viento había cesado. Era como si la
naturaleza entera estuviese a la espera de que la tormenta se resolviera a actuar.
—Maldita sea —murmuró entre dientes.
Con razón se sentía tan tensa. Scully estaba haciendo exactamente lo mismo;
esperar sin actuar. Algún hijo de puta había hecho picadillo a tres inocentes, y todo
cuanto ella hacía era quedarse sentada esperando a que empezara y acabara el
chaparrón.
Se puso en pie de un salto, asió su bolso, decidió que el sombrero no iba con ella
y salió apresuradamente.
No había nadie en el patio y —no pudo dejar de comprobarlo— tampoco frente al
portón del hotel. Detuvo sus pasos, estremecida, cuando la asaltó el recuerdo del
rostro de León Ciola. Aquellas cicatrices, esos ojos glaucos. Sintió otro escalofrío y
tocó con fuerza a la puerta de Mulder, taconeando impaciente. Mulder abrió la puerta,
desnudo de cintura para arriba y secándose el pelo con una toalla.
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—Adecéntate, Mulder. Salimos de nuevo.
—Eres tú quien ha establecido los nexos —dijo Scully mientras Mulder se ponía una
camisa—. ¿A qué esperamos entonces?
—Scully, no hace ni veinticuatro horas que estamos aquí.
—Eso no responde mi pregunta: ¿por qué esperamos?
A Mulder no se le ocurrió una respuesta convincente y tampoco ansiaba encontrar
una en ese instante, en que Scully despedía chispas de energía. Era mejor, siempre era
mejor, ir paso a paso. Aparte de eso, Scully tenía razón: con tantos indicios
apuntando a los konochinos, lo más lógico era hacerles una visita en la reserva. El
único problema era que en su opinión necesitaban un guía, alguien que dominase
ambos idiomas.
—El sheriff.
—Está el Albuquerque. ¿Lo has olvidado?
—Falkner.
—La sacaron de la reserva a patadas.
Scully tamborileó en la mesa con las uñas.
—Lanaya sería el intérprete ideal, pero no sabemos cómo ponernos en contacto
con él.
Buscaron en la guía telefónica, pero no dieron con su nombre; llamaron al
despacho del sheriff, y también fue en vano. Probaron con Falkner, pero tampoco
sirvió de nada: Scully dejó que el teléfono sonara unas veinte veces antes de colgar,
asqueada. Ninguno de los dos se atrevió a susurrar siquiera el nombre de Ciola.
Mulder encendió una de las lámparas.
—Siempre podemos ir al rancho —sugirió, aunque no le gustaba la idea.
Tampoco a Scully, a juzgar por su reacción. Sin embargo, en aquel momento no
tenía a quién más dirigirse. Y, añadió Mulder mientras se ajustaba la pistola y la
funda, no tenían por qué hablar con Annie si no querían. De hecho, tal vez no fuera lo
más indicado, si lo que el capataz les había dicho era cierto. Quintodo también podría
serles útil, si quería. Al fin y al cabo no estaban procediendo a una redada, sino
buscando información.
«Información que tal vez no podamos obtener», pensó Mulder apesadumbrado.
Como los indios no querían contacto alguno con los blancos, los representantes del
gobierno de Washington, especialmente los de las fuerzas del orden, serían sin duda
tratados como la peste.
Abrió la puerta de la habitación y dio un rápido paso hacia atrás.
—¿No tendrás un arca en el bolso, por casualidad?
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Por fin había llegado la tormenta.
Scully quedó boquiabierta al ver cómo la lluvia caía en columnas de plata sobre el
patio; del suelo se alzaban volutas de vapor que eran rápidamente disueltas por el
agua. La cortina de lluvia era tan densa que apenas si alcanzaban a distinguir la pared
de enfrente. Scully encendió las otras lámparas y se frotó los brazos.
—Cierra la puerta. Hace frío.
A Mulder no le molestaba el frío. Después de haber pasado el día caminando
dentro de un horno, aquélla era una sensación maravillosa. Y el espectáculo de la
lluvia lo fascinaba.
—No puede durar mucho —dijo Scully, aunque con tono interrogativo.
Mulder había visto muchos aguaceros en su vida, pero esto iba más allá de dicha
definición: aquello era un diluvio a carta cabal; así que no podía durar más que unos
minutos. Era inconcebible que hubiese tanta agua en el cielo.
Al cabo de diez minutos, Mulder cerró la puerta y alzó los brazos con impotencia.
—Parece que estamos varados. A menos que quieras intentarlo de todos modos.
—¿Salir? ¿A enfrentarnos con la tormenta?
Al mirar por la ventana, Scully sintió crecer su desazón: la lluvia lo velaba todo;
borraba el mundo. Mulder lamentó que no se levantara el viento. No parecía natural
que lloviese tanto y no hubiese viento que zarandease el agua. Scully se sentó en la
cama.
—Voy a intentar dar con Garson otra vez. Me gustaría saber qué habrá estado
haciendo todo el día.
También Mulder sentía curiosidad. Se había imaginado un par de respuestas, y
ninguna le resultaba plausible. Dudaba que Garson estuviese molesto por su llegada:
se suponía que todos los agentes jugaban en el mismo equipo, sin que el estado en
que jugaban importara realmente. Tampoco le parecía que Garson tuviese arte ni
parte en el caso que los ocupaba: no tenía sentido, sólo por eso, porque no tenía
sentido.
Scully colgó.
—Nada. Sparrow ha estado por allí, pero aún no tienen los resultados.
La lluvia golpeó en la puerta. Por fin un poco de viento. Se oía un golpeteo
constante por encima de sus cabezas, como si un batallón desfilara a paso militar por
el techo.
—Dime algo, Mulder —dijo Scully.
Mulder se sentó en la mesa, trazando dibujos con el dedo para concentrarse y al
mismo tiempo, para pensar en voz alta.
—Es un tópico —declaró despacio—, pero puede que en este caso sea verdad,
¿quién sabe? Sabemos que tanto Paulie como los Constella tenían joyas konochinas.
Salvo el pedacito de cadena que tú encontraste, esas joyas habían desaparecido
cuando se descubrieron los cadáveres. Fueron destruidas o robadas, eso no lo
sabemos. El caso es que no estaban.
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»Puede que Lanaya comerciara con joyas que no debía. Puede que tuvieran algún
significado religioso o tradicional que no conocemos. Todos los que han hablado con
nosotros nos han dicho que no quieren contactos de ninguna clase, o en todo caso el
menor contacto posible. Así que exponer esas joyas al mundo exterior quizá fuese
considerado una forma de sacrilegio. Puede que haya en la reserva gente dispuesta a
todo para recuperarlas.
—Tienes razón. Es un tópico. —Scully se inclinó y apoyó los brazos en las
piernas—. Y no olvides que Lanaya es uno de ellos. Él no cometería un error
semejante. Ni siquiera por descuido.
—Entonces quizá fuera porque las joyas en su totalidad salieron de la reserva, y
punto.
—Hace años que Lanaya comercia con ellas.
—Y hace años que discute con ellos.
—Pero continúa vendiendo las joyas.
«Es cierto —pensó Mulder—. Además, después de todos estos años, deben
contarse por centenares las personas que van por ahí con anillos, collares y brazaletes
konochinos y quién sabe qué más. Cientos de personas, pero sólo tres han muerto».
Un frío húmedo se coló en la habitación. La luz vaciló una vez y se estabilizó.
Mulder cayó en la cuenta de que hacía rato que no se oían truenos. ¿Cómo era
posible?
—Sigo sin saber cómo lo hicieron.
—Los lijaron. La doctora Ríos dijo que los habían raspado.
—Ya, pero ¿cómo?
Mulder estuvo tentado de nombrar una conocida marca de esponjas de alambre
para restregar cacerolas, pero cambió de idea cuando vio que Scully lo miraba con
cara de no te atreverás.
—No tengo ni idea —replicó en su lugar.
—¡Sí! —exclamó Scully airadamente—. ¡Sí, maldita sea! Tenemos una idea, pero
no sabemos cuál es.
Mulder no encontró respuesta para ese exabrupto, así que se puso otra vez a trazar
dibujos con el dedo sobre la mesa, uno tras otro, mientras escuchaba los taconazos
del ejército que marchaba sobre el tejado.
—Viento de Sangre —dijo por fin.
—Suena bonito, pero ¿qué quiere decir, aparte de su significado literal?
Figuras, siempre figuras. Mulder siguió los movimientos de su dedo, dejándose
llevar por él. Se trataba de una especie de escritura automática que dibujaba figuras
sin significado.
Media hora después de iniciada la tormenta, Mulder se levantó de la silla y abrió
la puerta, entrecerrando los ojos para protegerse de la helada llovizna que le salpicaba
el rostro.
—No puede ser, ¿cuándo demonios va a parar?
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De repente dejó de llover. Mulder estuvo a punto de caer sentado en la silla,
aturdido por el modo abrupto en que había acabado el diluvio. Hacía sólo un instante
no podía verse más allá del árbol, y ahora todo alrededor era un universo de gotas que
brillaban y se desprendían de las hojas y los aleros.
Miró a Scully y dijo:
—Soy un mago, ¿a que sí?
Donna musitó una plegaria cuando vio que había escampado y que el sol volvía a
brillar. Una última ronda por la casa, un vistazo al patio trasero y se largaría. El
Cherokee seguía lleno de maletas, que no había llegado a descargar. No tardó en
llegar a la conclusión de que habría sido una estupidez pensar que podía valerse de la
lluvia para cubrir su huida. No habría recorrido medio kilómetro de la interestatal
antes de verse obligada a aparcar a un lado. Ahora que las cosas estaban en calma,
también ella se sentía más lúcida.
Había tenido tiempo para pensar. Por fin había llegado el momento de actuar, de
ser martillo y no yunque.
La pila de huesos que ahora brillaban recién lavados, limpios, había recibido sólo un
pequeño toque de la tormenta. Las hojas, las raíces y el suelo poroso del desierto se
habían tragado toda el agua. No había charcos. No soplaba una brizna de viento. No
obstante, la arena se agitaba.
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Mulder salió al patio y aspiró profundamente. Se mezclaban demasiados aromas
para que pudiera identificarlos, pero todos eran agradables, y él se sentía
estupendamente. Por fin se había contagiado de la determinación de Scully. La lluvia
se había llevado el polvo y lo había dejado todo limpio y resplandeciente; ahora las
perspectivas de éxito parecían más brillantes.
«Nos estamos precipitando», se dijo, pero no le importó gran cosa. Se sentía bien,
y eso era algo que había que aprovechar siempre.
Scully salió detrás de él, no sin asegurarse de haber dejado la puerta bien cerrada.
Dieron el número de su teléfono portátil al recepcionista para que éste pudiera
transmitirles las llamadas y mensajes que recibieran.
Al salir, Scully señaló con el mentón hacia el exterior.
—Creo que tenemos compañía.
Un hombre alto, vestido con camisa y pantalón vaqueros y con el cabello largo
recogido en una coleta se acercaba a ellos. Se quitó el sombrero cuando los tuvo
delante.
—¿Agente Mulder? ¿Agente Scully?
Mulder asintió sin demasiada convicción. El hombre le tendió la mano.
—Soy Nick Lanaya. Teníamos que encontrarnos más tarde. Disculpen que haya
venido antes de lo convenido, pero quería asegurarme de encontrarlos. Iba a
detenerme en casa de un amigo antes de venir, pero con la tormenta…
—A decir verdad —dijo Scully—, su visita no podía ser más oportuna.
Estábamos a punto de salir para La Mesa.
—¿Solos? —preguntó, perplejo.
—No. Esperábamos que alguien del rancho «Doble H» se animara a
acompañarnos. Pero —añadió con una sonrisa—, ahora que está usted aquí, no será
necesario.
—Tiene toda la razón —replicó Lanaya, devolviéndole la sonrisa—. Hoy es
jueves. Si llegan ustedes a presentarse hoy por allí, los sacan a tiros.
—¿Qué? —exclamó Mulder.
—Bueno, no a tiros; por lo menos a usted, agente Mulder, pero les aseguro que no
habrían podido entrar. Hoy es, cómo se dice, un día sagrado. Como si fuera domingo,
sólo que un poco más intenso. —Señaló con el sombrero hacia el restaurante—.
Bueno, ¿qué les parece si comemos algo? Chuck me ha dicho que querían hacerme
algunas preguntas, y yo respondo mejor con el estómago lleno.
Poco después ocupaban una mesa cerca de la entrada. Enseguida comenzaron a
llegar otros comensales, y el comedor pareció más animado y alegre que la última
vez. La diferencia era tan enorme que Mulder tuvo que concentrarse para entender lo
que Lanaya decía.
No dejó de contar anécdotas mientras comían, con la intención de darles una idea
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de la forma de ser de su pueblo. Eran conservadores, muy trabajadores y, por
sorprendente que pudiera parecer, no se sentían en absoluto oprimidos.
—Viven en Viento de Sangre desde que empezó su Tiempo. Nunca han sido
derrotados hasta el punto de verse obligados a cambiar de lugar, aunque los apaches
les dieron dolores de cabeza durante una larga temporada, de eso hace unos cien
años; y el hombre blanco no ha visto nunca razones de peso para no dejarlos en paz.
—De pronto pareció incómodo—. Para serles franco, eso los ha hecho un poquito
pretenciosos.
Scully se secó los labios con una servilleta.
—Tengo entendido que es usted una persona importante en el pueblo.
Lanaya rio con los ojos cerrados.
—¿Pero qué dice, por Dios? Qué va. ¿Importante? —Volvió a reír—. No en el
sentido que usted le da. Supongo que quiere decir que represento algún tipo de
autoridad, que ocupo una posición de poder, o algo así.
—Algo así, en efecto.
—No. Lamento decepcionarla. Soy importante sólo en la medida en que
mantengo vivos sus contactos con el mundo exterior, eso es todo. No son tontos,
agente Scully. No viven primitivamente, en todo caso desde su punto de vista. Del
blanco escogen lo que quieren, nada más. Algunos tienen televisor; todos tienen
radio. La escolarización es importante. No soy el único universitario.
—Pero usted regresó.
—Sí, sí. Yo volví. A veces hay lazos demasiado difíciles de romper. —Se llevó la
mano izquierda al pecho y Mulder alcanzó a ver un bulto bajo la chaqueta.
«Un paquete de hierbas medicinales —pensó—. Lleva su poder a todas partes».
—Bueno, ¿qué querían preguntarme?
Mulder vio la sonrisa de Scully y reprimió la suya. El hombre estaba prendado de
ella y, consciente o inadvertidamente, Scully le había sacado más información de la
que probablemente él estaba dispuesto a ofrecer. Ellos. Lanaya siempre utilizaba la
tercera persona, nunca nosotros. La siguiente pregunta de Scully era previsible, y
Mulder no pudo evitar sentirse decepcionado con la pregunta:
—No, ninguna de las cosas que le llevo a Donna para que las venda tiene
significado alguno. Son diseños tradicionales, nada más. —Soltó una risita—. Sólo
que algunas veces los diseños son… ¿fusilados, se dice? Los artesanos se aburren de
hacer siempre lo mismo.
—¿Quiere usted decir que falsifican? ¿O que presentan sus obras como si fueran
de otro autor?
—Quiero decir que se aburren, agente Scully. Lo que ellos se ponen es para ellos
solos.
Otra vez ese ellos. Mulder empezó a hacerse preguntas. De pronto el hombre
gruñó y se apretó el estómago con una mano. Scully se levantó de inmediato, pero él
la disuadió con un gesto de la mano.
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—No pasa nada —dijo, jadeando con los ojos húmedos—. Me ha tomado por
sorpresa, eso es todo.
—¿A qué se refiere? —preguntó Scully, ahora junto a él.
Lanaya señaló su plato.
—A la úlcera, supongo.
—¿Qué? ¿Tiene una úlcera y come estas cosas? —Scully entornó los ojos y se
sentó de nuevo—. Está usted loco de atar.
—Puede ser. —Sacó de un bolsillo un tubo de pastillas para la acidez y se tragó
una—. Sin duda estoy loco. Pero no pierdo la esperanza de acostumbrarme a ello
antes de morir.
—No se preocupe, no se acostumbrará —replicó Scully—. Porque estas comidas
no tardarán en matarlo.
Lanaya se rio y Mulder se obligó a responder con una sonrisa. Empezaba a
cansarse de que la gente le mintiera en la cara.
Había alguien en el patio trasero. Oyó un ruido de pasos cuando dejaba la maleta en
el asiento del acompañante, y soltó una maldición. Si apenas tenía vecinos, ¿de qué
diablos podía tratarse? Como no fuera un gato perdido, o un jodido coyote…
Entró corriendo en la casa, abrió de un tirón un cajón del escritorio y sacó un
revólver de calibre treinta y ocho. Nunca le habían importado las debidas
precauciones: siempre la tenía cargada. Una mujer soltera que vivía sola apenas
tendría tiempo de cargar un revólver si alguien irrumpía en su casa en medio de la
noche.
Quitó el seguro y cruzó la cocina hacia la puerta que daba al patio. El patio
parecía desierto; la maleza hacía tiempo que se había apoderado del descuidado
jardín.
Sin embargo… Oyó un siseo lejano y constante.
«Mierda —pensó—; he dejado el grifo del patio abierto». Era eso: un chorrito de
agua que caía sobre la maleza. Trató de recordar cuándo había estado en el patio por
última vez, y no pudo. Quizá una semana, puede que más. La factura del agua le iba a
salir por…
Echó a reír y sacudió la cabeza. ¿Por qué se preocupaba de una factura de agua?
De todos modos no estaría allí para pagarla. No obstante, sintió remordimientos por
el despilfarro, abrió la puerta y salió al patio donde se agachó bajo la ventana de la
cocina.
No era el grifo. Entonces ¿qué diablos era?
El ruido se hizo más fuerte, y ahora oyó algo parecido a un susurro. Se incorporó
y dio media vuelta.
Demasiado espantada para gritar, logró apretar el gatillo dos veces antes de salir
disparada de la casa dando vueltas con los brazos magullados, la ropa hecha jirones,
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trozos de carne arrancados y arrojados contra la tapia, sin ojos, sin labios. Cuando
todo hubo terminado, permaneció de pie hasta que un soplo de brisa la rozó. Entonces
cayó al suelo sin que nadie oyera nada.
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hechos llamó al sheriff, sabiendo que el FBI se ocupaba de ese tipo de casos.
Había varias patrullas en la calle frente a la casa cuando llegaron, y una
ambulancia entraba en el camino de acceso en marcha atrás. La policía había
acordonado la casa y el jardín con la característica cinta plástica amarilla. Un grupo
de curiosos miraba desde el jardín de enfrente.
—¿La conocía bien? —preguntó Mulder, mientras Sparrow los llevaba por un
lado del garaje hacia el fondo de la casa.
—Era una pesada, pero no era mala persona.
—¿Sabía usted que se iba de vacaciones?
Sparrow se detuvo en seco y se volvió para mirarlo.
—¿Está usted loco? Ella nunca salió de vacaciones. Lo único que sabía hacer era
matarse trabajando. Quería llegar a millonaria antes de los treinta y cinco.
Mulder adelantó a Sparrow y avanzó a pasos lentos por entre la maleza. El
cadáver estaba cubierto con una sábana. No se molestó en preguntar si habían
llamado a la forense; ésta redactaría un informe parecido a los anteriores.
Scully lo rozó antes de arrodillarse junto a la sábana. Mulder se detuvo a su lado,
sin respirar, mientras ella se ponía un par de guantes de látex, cogía un extremo de la
sábana y la levantaba.
Mulder miró hacia otro lado. Scully apoyó una mano en el suelo y susurró algo
que Mulder no alcanzó a oír, aunque percibió cómo la recorría de arriba abajo un
escalofrío al preguntar si alguien había traído una cámara. Un asistente le dio una
máquina y Scully dirigió el objetivo al cadáver tras bajar un poco más la sábana.
En este caso la mutilación no había sido tan completa como en los anteriores.
Había zonas de piel enrojecida pero intacta, y áreas donde se percibía un brillo blanco
sobre acumulaciones de líquido rojo. El rostro, sin embargo, había desaparecido por
completo, al igual que la cabellera. No había sido una muerte pacífica.
Mientras Sparrow ladraba y gruñía órdenes a sus subordinados, Mulder inició un
lento recorrido por el patio, hasta que se dio cuenta de que las manchas de color
esparcidas cerca del cadáver por todas partes eran en realidad trocitos de carne, lo
mismo que las salpicaduras que veteaban la tapia alrededor del grifo. Se inclinó y
encontró el revólver; sacó una pluma de un bolsillo y recogió el arma. Dos disparos,
quizá tres, había dicho el vecino. ¿Contra qué?
—Scully.
Scully alzó el rostro, algo pálido pero más entero que hacía un instante.
Con un movimiento de la cabeza Mulder le dio a entender que estaría dentro de la
casa; a continuación abrió la puerta de la cocina y entró.
Aún hacía calor; olía a cerrado y todo apuntaba a sugerir que la fallecida no tenía
la más mínima intención de volver a aquella casa. Los cajones del reducido ropero de
la habitación estaban vacíos; había algunas cajas en la habitación de huéspedes,
parecidas a las que había visto en el interior del Cherokee. No había nada en el
botiquín. En el escritorio quedaban papeles y algunos libros de contabilidad, facturas
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pagadas y por pagar; ninguna carta.
Mulder no se dio cuenta de lo mucho que había oscurecido hasta que alguien
encendió una lámpara de techo. La luz no contribuyó a mejorar el aspecto del lugar.
Tras otro rodeo por la sala encontró un maletín apoyado contra la pared, junto al
escritorio. Mulder se agachó para recogerlo y alzó una ceja, sorprendido. Pesaba más
de lo que parecía.
En cuanto lo abrió supo por qué.
—Vaya sorpresa —musitó—. Cerró el maletín y ajustó las presillas de seguridad.
Prosiguió el recorrido de la casa con el maletín en la mano, pero no encontró más que
montones de polvo en los rincones. Por último se asomó a la ventana que daba a la
calle y vio a Nick Lanaya, de pie junto a una camioneta de carga al otro lado de la
calle. «Curiosa reacción —pensó Mulder mientras se encaminaba hacia la puerta—.
Han asesinado a su socia y él se queda allí, como un curioso más».
Salió al porche e hizo un gesto con la mano para llamarlo, pero Lanaya no lo vio.
Estaba demasiado enfrascado en su conversación con León Ciola.
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—Mulder.
Mulder alzó una mano hasta la altura del hombro para indicar a Scully que saliera
del porche y al mismo tiempo advertirle que había algo que ver. Cuando llegó a su
lado le indicó hacia adonde mirar.
—Vaya, vaya.
Los dos hombres estaban muy cerca el uno del otro, y desde el porche se les veía
de perfil. De vez en cuando miraban hacia el cajón de carga de la camioneta. En
ningún momento mostraron curiosidad por las idas y venidas de los ayudantes del
sheriff, que habían ocupado la zona, ni por la llegada de la policía con sus sirenas y
sus luces giratorias. Mulder no supo decir si la discusión era amistosa o no, pero
estaba claro que no estaban allá para matar el tiempo.
Podía ver la sonrisa de tiburón de Ciola, pero no alcanzaba a ver los rasgos de
Lanaya. De pronto observó cómo Ciola daba con el dedo en el pecho de Lanaya, una
y dos veces, y se le acercaba hasta el punto de que casi le rozaba la nariz con la suya.
—¿Te parece que vayamos a saludarlos? —preguntó Scully.
—¿Qué? ¿Y perturbar su duelo? —Mulder volvió a la sala—. Mira esto, Scully.
—Puso el maletín sobre el escritorio y lo abrió para enseñarle los fajos de billetes que
contenía, casi hasta reventar.
—Estaría más seguro en un banco. —Scully cogió un fajo, y luego otro, pero no
halló sentido en tratar de determinar la cantidad en aquel momento. Algunos fajos
eran de igual tamaño pero otros contenían billetes mezclados. No cabía la menor
duda, sin embargo, de que había allí muchos miles de dólares. Sacó la mano del
maletín y lo cerró con las presillas—. Ha ocurrido lo mismo que con las víctimas
anteriores, Mulder. —Se había quitado los guantes y se limpió las manos con un
pañuelo—. No de forma tan completa, pero igual. —Lo miró casi con rabia—. Esta
vez haré yo la autopsia. Y esta vez el informe dirá la verdad.
—¿Qué dirá el informe, agente Scully? —preguntó Nick Lanaya desde el vano de
la puerta.
Scully se volvió hacia él.
—Dirá, una vez sean identificados los restos, que Donna Falkner fue asesinada
por una o varias personas desconocidas. Dirá también que le fue infligida la muerte
del mismo modo en que fueron asesinadas las otras víctimas en esta localidad. —Le
dio la espalda—. En cuanto al resto del informe, tendrá usted que esperar.
Lanaya se apoyó contra el marco de la puerta con la cabeza gacha.
—Me he asomado al Cherokee.
Mulder sostenía el maletín cuando se acercó a Lanaya.
—Ella era su socia. ¿Adónde iba con todo eso?
Lanaya no alzó la mirada.
—Yo diría que estaba robando. Según los sellos de las cajas, esa mercancía
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tendría que haberse vendido hace meses. —De pronto dio una patada contra la puerta
de tela metálica y la cerró de golpe—. ¡Maldita sea, Mulder! ¿Adónde diablos se iba?
¡Todos estos años trabajando juntos! —Volvió a patear la puerta y se quedó mirando
hacia la sala, sin fijar la vista en nada en particular.
Esta vez Mulder vio dolor en su expresión. Y algo más: el desengaño de la
traición, tal vez. Mulder lo invitó a salir de la casa y lo guio hasta su camioneta. En el
cajón de carga no había nada más que una lona doblada colocada detrás de la cabina.
—No sabía que conociera usted a León —dijo Mulder, procurando mantener un
tono neutro.
—No hay konochino adulto que no conozca a todos los demás, agente Mulder.
Por nuestro modo de vida es casi imposible evitarlo.
—Parecía algo más que una conversación entre conocidos, a juzgar por lo que vi.
—Era una conversación personal, ¿entiende? Personal. —Su tono expresaba una
mezcla de irritación y ofensa—. Yo estaba con ustedes dos, no sé si se acuerda. —
Una media sonrisa se asomó a sus labios—. Lo digo por si acaso sospecha de mí.
—No sospecho. Mi memoria no es tan mala. ¿Sabe por casualidad dónde se
encontraba el señor Ciola?
—Ni lo sé ni me importa. —Lanaya se asomó al cajón de carga y sacó una ramita
con espinas que hizo girar entre los dedos antes de arrojarla al suelo—. Qué mujer tan
idiota. Dios mío, qué… qué… —Se dio por vencido.
—¿Eran ustedes amantes?
El indio se encogió de hombros.
—Lo fuimos durante una temporada. Hace unos dos años. Luego nos dimos
cuenta de que nos interesaba más ser socios, así que lo dejamos correr.
—Este maletín está lleno de dinero. ¿Tiene idea de dónde lo pudo conseguir?
Se oía un ruido de fondo de radios de coches patrulla. Un policía y un ayudante
del sheriff rieron estentóreamente.
«Ya debería haber oscurecido —pensó Mulder—. Aquí hay demasiada luz;
debería estar más oscuro».
—Últimamente no nos iba muy bien, a decir verdad —admitió Lanaya—. Hace
cosa de un año Donna me dijo que la mercancía ya no tenía la salida de antes, que
necesitábamos algo nuevo, algo que distinguiera nuestro género de las otras
artesanías indígenas que se producen por aquí. —Rio con amargura—. Tengo un mal
presentimiento, agente Mulder. Presiento que me han engañado. —Volvió a reír y
asestó una fuerte palmada al costado de la camioneta—. ¡La puta que la parió!
Cuando se enteren de esto no volverán a confiar en mí.
Scully y Sparrow salieron de la casa hablando en susurros. Lanaya se pasó la
mano por el pelo varias veces con nerviosismo.
—¿Tendré que… (Porque ella no tiene familia, quiero decir). Tendré que
identificarla?
—No hará falta.
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Lanaya lo miró, guiñando un ojo.
—¿Tan mal ha quedado?
Mulder desvió la mirada.
—Habrá que hacer las pruebas de costumbre.
—¿Pruebas? —Lanaya amagó un gesto de salir corriendo hacia la casa—.
¿Pruebas dice usted? ¿Cómo diablos van a saber que es ella, Mulder? ¡Dios mío!
¿Quién sabe si es otra persona, una mendiga o algo así?
—Lo sé, señor Lanaya. Tampoco a mí me gusta la idea, pero esta vez tendrá que
confiar en mí. Sé que es ella.
Lanaya soltó un gruñido desde el fondo de la garganta, dio un paso hacia su
camioneta y preguntó con la mirada si se le necesitaba. Mulder le dio a entender con
otro gesto que podía marcharse, y retrocedió unos pasos cuando la camioneta salió
casi disparada y dobló la esquina inclinándose peligrosamente; las luces de los frenos
no se encendieron ni una sola vez.
Esa noche, una vez finalizaron el trabajo burocrático y las entrevistas y hubieron
intercambiado impresiones con el sheriff Sparrow, Mulder volvió a sentarse en el
banco que rodeaba el árbol del patio del hotel. Su habitación se le había hecho
pequeña, y Scully estaba ocupada transcribiendo sus apuntes en el ordenador. En su
imaginación Scully estaba ya trabajando en la autopsia de la mañana siguiente. En
momentos como aquél, era difícil competir con un cadáver reciente y lleno de
misterios.
«Estás enfermo, Mulder —se dijo—. Necesitas unas buenas vacaciones». Estuvo
a punto de echarse a reír. «Claro. Por eso me he metido yo sólito en estas cosas».
El Río Grande se veía algo más crecido como consecuencia del aguacero de hacía
unas horas. No obstante, los parterres y senderos del jardín estaban completamente
secos. Esa noche no había nadie en el patio, lo cual no le extrañó. Seguramente se
había propagado el rumor de que el asesino había vuelto a actuar; la gente no saldría
de sus casas durante un par de noches. La prensa publicaría editoriales sobre la
alarmante incidencia de sicópatas asesinos en la sociedad contemporánea, y algún
político, en algún lugar, sabría utilizar el asunto en beneficio propio. Pero esas
reflexiones no lo llevaban a ninguna parte.
Se inclinó para recoger un guijarro del suelo y lo hizo saltar varias veces en la
palma de la mano antes de arrojarlo al agua. Repitió el ejercicio, pero esta vez arrojó
la piedra con más fuerza. A continuación se levantó para hacer un tercer lanzamiento,
bateando la piedra con el puño. Se lastimó los nudillos, pero no sintió el dolor. Lo que
importaba era moverse. Cuando erró el cuarto lanzamiento consideró la posibilidad
de dejar de perder el tiempo y volver a su habitación. Pero esas cavilaciones duraron
lo que tardó en encontrar el mismo guijarro, que tampoco esta vez consiguió lanzar.
Ahora era una cuestión de honor, y no lograba dar con la dichosa piedrecita. No
No bien abrió los ojos, Mulder admitió para sí que merecía la ensordecedora
explosión cuyos ecos resonaban hasta la eternidad en la cavidad de su cráneo.
Nick se acuclilló junto al anciano, abrazándose las rodillas con las manos.
—Te vas a cocer aquí, Dugan.
El viejo se encogió de hombros.
—Vienen los del FBI.
—Ha habido una muerte.
—Ya lo sé.
—Una mujer. Creo que la conozco.
Nick se movió un poco, incómodo.
—Era Donna Falkner, Dugan. Es… era mi socia.
—Ah, sí. Ahora la recuerdo. Le iban bastante bien las cosas.
Nick no pudo evitar sonreír.
—Sí. No le iba mal. Y a nosotros nos ayudó mucho. Espero que también eso lo
recuerdes.
—No tendría que haber muerto esa gente, Nick.
—Sí. Lo sé.
—No tendría que haber muerto nadie. —Dugan movió un poco la cabeza—. Un
poco de ganado vaya y pase. Recuerdo que una vez fue un coyote. Pero gente no,
Nick. Antes nunca había sido gente.
Nick asintió con un enérgico movimiento de la cabeza, inclinándose todo lo que
pudo hacia el regazo del anciano.
—Es lo que he tratado de decirte todos estos días, Dugan. Si no hacemos algo, el
FBI se enterará, y no podremos evitar a los periodistas ni a la policía ni a nadie.
Todos vendrán a La Mesa y nos caerán encima. —Bajó la voz—. Pero si lo
detenemos ahora, no habrá nada que ver. Nada que encontrar.
Una brisa agitó la hierba.
—Dugan. Padre. La Falkner no va a ser la última víctima. Tú lo sabes.
El anciano asintió con la cabeza al tiempo que juntaba las manos sobre el regazo.
—Yo sólo espero que…
Nick no pudo evitarlo; cogió al anciano por el hombro y lo sacudió bruscamente.
—¡Maldita sea, Dugan! ¡Ella no volverá! Annie no va a regresar, y no nos va a
ayudar. —Sintió que los músculos del hombro que aferraba se tensaban y dejó caer la
mano—. Si queremos salir de ésta tenemos que asegurarnos de que León esté…
No terminó la frase. No tuvo que hacerlo. Sólo le quedaba esperar a que Velador
Ciola cruzó el salón con un contoneo exagerado, balanceando los brazos y dando
deliberados taconazos para producir el sonido de un tiroteo. No llevaba sombrero,
pero parecía estrenar la camisa y los vaqueros; llevaba la cabellera suelta, que saltaba
sobre su espalda al andar.
—¿Les gusta el sitio? —preguntó, extendiendo los brazos. Ni Mulder ni Scully
respondieron y él hizo una mueca.
—Esto, por si no lo saben, es el lugar donde se reúnen todos los meses. Están
buscando la manera de expulsarme, ¿saben? —Rio y dio otro pisotón—. Soy una
vergüenza para ellos, FBI. He pasado mucho tiempo en la cárcel, y tengo la
impresión de que los avergüenzo.
Llegó al extremo de la mesa, retiró la silla correspondiente y se dejó caer en ella;
luego pasó una pierna por encima de uno de los brazos.
Scully se giró para mirarlo sin decir nada. Ciola hizo un gesto hacia la entrada.
—Es usted la comidilla del vecindario, agente Scully, ¿lo sabía? Es por su pelo
rojo, creo. Bueno, se me ocurre que han venido para hablar conmigo, ¿no es así? Pues
muy bien, aquí estoy, así que hablen.
Scully hizo un leve gesto de asentimiento.
—¿Dónde se encontraba usted ayer por la tarde, señor Ciola?
Ciola movió la cabeza, decepcionado.
—Tendrá que preguntarme algo más difícil. Estaba explicando al policía que me
controla la libertad condicional lo estupendo que es volver a estar al aire libre.
—¿Y entonces cómo se enteró de lo de Donna Falkner? Usted estaba allí.
—Tengo un aparatito que capta lo que la policía se dice por radio. —Sonrió—. Es
de lo más práctico.
—¿Un escáner? —Scully no parecía creérselo.
La sonrisa se borró de inmediato.
—Soy un indio, agente Scully, no un salvaje.
—De poco decapita a un hombre —dijo Mulder suavemente—. A mí eso me
parece de lo más salvaje.
Ciola le dirigió una breve mirada cargada de aversión antes de volverse a
concentrar en Scully.
—¿Algo más?
—Robo —dijo Scully.
Ciola dejó que la pierna resbalara lentamente del brazo de la silla al suelo.
—Yo mato gente, señorita Scully, no robo. Si busca ladrones le sugiero que hable
Una hoja seca revoloteaba haciendo espirales en el aire, a dos palmos por encima del
suelo. Vista de lejos parecía una mariposa que buscase una flor donde libar. Poco
después otra hoja, atravesada por la espina de un cacto, se sumaba a la danza de la
primera.
Por debajo de ellas la arena inició su ascenso.
De toda la información que había reunido Mulder no había podido deducir cuánto
tardaba en formarse un torbellino. Era imposible que un solo hombre, en un instante,
chasqueando los dedos, consiguiera lo mismo que seis hombres después de toda una
semana.
—Ay, Dios mío —suspiró cuando dejaron atrás la última casa del pueblo. No
sería chasqueando los dedos, sino preparándose debidamente, lo cual significaba…
Scully, que se había mantenido a su izquierda para que Mulder le hiciera de
parapeto, comentó:
—Es Lanaya, ¿verdad?
—Sí —dijo Mulder, cada vez más convencido de la culpabilidad del indio.
El torbellino crecía y giraba con mayor rapidez a cada vuelta, sin moverse de su sitio.
Ahora ya medía poco más de un metro de altura y vacilaba sobre su eje, como si el
menor golpe de viento pudiera derribarlo.
Mariposas y arena de silencio.
Mulder tropezó con algo y Scully lo cogió del brazo para impedir que se cayera.
Mulder le dirigió una lánguida sonrisa.
—Se supone que esos detalles me corresponden a mí.
—¿Qué te hace pensar que soy una mujer indefensa, Mulder?
—Nada. Nunca lo he pensado.
Penetraron en la garganta en sombras. Ante ellos la carretera subía y bajaba con
suaves ondulaciones. A Mulder le dolían los tobillos, y temía las ampollas
espectaculares que encontraría en sus pies cuando tuviera la oportunidad de
descalzarse.
De repente vieron algo pequeño y oscuro cruzando la carretera a toda prisa.
Le tentaba quitarse la camisa. La tela empapada pesaba tanto que le dolían los
hombros. La misma chaqueta que llevaba colgada al hombro pesaba una tonelada, y
Mulder sabía que no podría seguir sosteniéndola mucho más tiempo.
—¿Cómo lo hicieron? —preguntó Scully cuando salieron de la garganta y se
detuvieron a descansar. Miró el desierto a su alrededor. No había ninguna carretera a
la vista, ni coches ni camiones, ni aviones en lo alto. Sólo cielo y montañas—.
¿Cómo pudieron atravesar este desierto sin morir en el intento?
—Supongo que tendrían agua, para empezar —dijo Mulder amargamente.
—Tiene que haber sido increíble. —Scully rio—. Horroroso, quiero decir.
Mulder tropezó y trató de darse ánimos. No había para tanto; no estaban en medio del
desierto, a cientos de kilómetros de toda civilización. Ya podía ver la cerca de madera
y adivinar el perfil de la casa. Como mucho un kilómetro y medio. No estaba seguro.
Pero parecía como si fueran quince o más.
Scully dio un traspié para evitar una chumbera, y del esfuerzo por poco cae
encima de otra. Al golpearla con la chaqueta, dio una vuelta sobre sí misma.
—¿Crees que Sparrow está metido en esto?
—¿Qué? ¿Sparrow? No. ¿Por qué?
—No entró con nosotros a la reserva, y no nos estaba esperando cuando salimos.
Hacía demasiado calor para pensar con lucidez, pero Mulder dudaba que Sparrow
fuera más allá de considerar todo aquel asunto con el mayor escepticismo. En ese
momento estaría sentado en su despacho, bebiendo de la petaca y pensando en cómo
hacer para convencer a Mulder y Scully, u obligarlos de que le hicieran partícipe del
mérito si llegaban a dar con la clave de los asesinatos. Hasta se avendría a aceptar que
la historia contenía algo de magia.
Ciola, u otro indio se había apiadado de ellos y salía a buscarlos en una
camioneta. Miró también hacia lo alto de la colina, por si veía al anciano Velador.
Acto seguido preguntó:
—¿A qué velocidad puedes correr, Scully?
Empezó a sisear.
No veía nada, pero Mulder alcanzaba a oír el Viento, así que urgió a Scully a
ponerse de pie una vez más; la empujó para darle ánimos mientras sacaba la pistola.
No pensaba disparar al Viento, sino a Lanaya, quien se preparaba ya para la siguiente
«Si es que acierto», pensó Mulder mientras corría como mejor podía hacia la
camioneta.
El parabrisas estaba hecho añicos; el motor seguía en marcha, y cuando Mulder
llegó a la puerta vio a Nick sentado al volante, la cabeza echada hacia atrás, el rostro
bañado en sangre que aún fluía.
El torbellino se le echaba encima.
«Si es que acierto», volvió a pensar, y abrió la puerta de un tirón, subió al asiento
y buscó casi a tientas la garganta de Lanaya.
El silbido había desaparecido y en su lugar se había instalado un rugido. Asió la
cinta de cuero sin curtir que colgaba del cuello de Lanaya y tiró una y otra vez
mientras la camioneta era violentamente sacudida.
Del parabrisas empezaron a caer trozos de vidrio dentro de la cabina.
Mulder dejó de forcejear con el collar y, sentándose en el regazo del cadáver de
Lanaya, le abrió la camisa de un tirón, cogió la bolsa de hierbas medicinales y trató
de abrirla de cualquier manera. No lo consiguió. Un costado de la camioneta recibió
un fuerte impacto que le rebotó en el hombro; Mulder cayó contra el pecho de Lanaya
y luego contra el volante.
Se oía el choque de metal contra metal. Las lunas de las ventanillas saltaron
hechas añicos.
Alzó la bolsa y la alejó de sí todo lo que pudo. Hundió el cañón de la pistola en la
tela y disparó. La bolsa quedó reventada, al tiempo que Mulder se arrojaba al suelo de
la cabina a esperar que uno de los dos muriera.