La Hija Del Dragon - Myriam Millan

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En el año 1600, el pueblo de Nyitra, en Transilvania, contemplaba

horrorizado cómo una mente perturbada acababa con la vida de más de


quinientas doncellas. La creencia popular susurraba que en los bosques
habitaba un demonio que buscaba sangre de jóvenes vírgenes, pero los
habitantes de aquellas tierras no tenían dudas de que el destino que sufrían sus
hijas estaba relacionado con algo que ocurría tras los muros del castillo de
Cachtice.
Londres 2013. Comienzan a aparecer cadáveres de jóvenes, aparentemente
desangradas con antiguos aparatos de tortura. El Doctor Emanuel Mason,
encargado de estudiar el caso, pronto descubre que tendrá que analizar una de
las mentes más sádicas de la historia hasta llegar a los orígenes de un
misterioso ceremonial de sangre, un rito milenario practicado por distintas
culturas y religiones que aún hoy es un misterio para el común de los
mortales.

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Myriam Millán

La hija del dragón


El Dragón 2

ePub r1.0
Titivillus 23.10.2024

Página 2
Myriam Millán, 2015

Editor digital: Titivillus


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La hija del dragón
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Preámbulo

Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

La noche era fría. Notaba como sus pequeños pies se hundían en la nieve
haciendo el sonido inconfundible del hielo crujiendo sobre la hierba o lo que
quedaba de ella bajo aquel inmenso y denso manto blanco. Un gran pájaro
gris revoloteó de un árbol a otro emitiendo el sonido característico de las aves
de la noche. La niebla no le dejaba ver más allá de la segunda hilera de
arbustos, ni siquiera una leve brisa movía las hojas de los árboles. El bosque
estaba sumido en un silencio absoluto. Nadie se atrevía a alejarse del pueblo,
en pleno invierno a aquellas horas de la noche.

—¡Kiva! —gritaba el niño llamando a su perro. Su voz se perdía en aquel


silencio.
Pero ningún animal acudía a él. Se estaba alejando demasiado, hacía ya un
rato que era consciente de ello, pero se había empecinado en encontrar al can
y llevarlo de vuelta a casa.
Se guiaba, para no perderse, por las señales que habían dejado los carros
en el sendero. En cuanto encontrara a Kiva solo tenía que dar media vuelta,
caminar en sentido contrario el sendero, y llegaría al pueblo antes de morir
congelado. Pero el perro no daba señales de vida, y si había ido mucho más
allá del lugar en el que su amo se encontraba en aquel momento, no volvería
jamás.
El niño detuvo su marcha y miró con decepción el oscuro bosque, que
entre niebla y penumbra, hacía difícil diferenciar un seto de Kiva. Así que dio
media vuelta y se dispuso a regresar a casa, más le valía con rapidez, para no
perecer congelado.
Oyó un ruido, algo se acercaba a toda velocidad. La luna no alumbraba lo
suficiente para poder verlo, pero su instinto lo empujó a retirarse del sendero
de inmediato.

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Resbaló y cayó al suelo de espaldas. De entre la bruma y penumbra
surgieron dos altos caballos color azabache que avanzaban al trote, rompiendo
el silencio de la noche. Tiraban de un carruaje, negro, grande, señorial.
Pasaron junto a él, apenas un segundo, pero en mitad de aquella helada, pudo
notar el vaho cálido de los animales. Aquello le recordó a Kiva y sintió unas
ganas enormes de llorar. Pero si lo hacía, las lágrimas le congelarían la cara y
las quemaduras que ellas le producirían, sin duda alguna dolerían aún unos
días después. Así que se levantó mientras miraba alejarse al gran carruaje. Su
vista no pudo apartarse del emblema que el carro llevaba a su espalda. No
lograba apreciarlo bien «algo como pinchos» pensó.
Pero daba igual qué escudo llevara, igual quién paseara a aquellas horas
de la noche en un carruaje negro, en medio de un bosque con más peligros de
los que dos veloces corceles pudieran salvar.
Y entonces comenzó a recordar mientras reanudaba su camino.
Habladurías de la gente del pueblo. Rememoraba aquellos murmullos.
«Desaparecen», el demonio del bosque, aquella historia le gustaba, cómo
podía gustarle. Claro, era muy fácil oírla rodeado de sus hermanos mayores,
en el calor de su casa. Era muy fácil oírla de día, cuando el pastor relataba a
su padre lo que habían hallado en el bosque. Era muy fácil, cuando Kiva
estaba a su lado. Pero Kiva no estaba, y el demonio del bosque podía
atraparlo en cualquier momento. Cuando se dio cuenta iba andando tan
deprisa que había perdido todo el frío que unos metros atrás venía
padeciendo. Notaba como el calor llenaba sus pulmones, y su boca desprendía
humo como un dragón de cuento.
«El demonio de los bosques», tenía que alejarse. Nunca estuvo
convencido de esa historia. La mayoría achacaban las desapariciones a alguna
manada de animales salvajes. Pero había algo que nadie podía explicar y lo
único que a él podía tranquilizarlo por un momento. No desaparecían
pastores, ni campesinos, ni viejos, ni niños. Solo desaparecían jóvenes
doncellas, a veces casi niñas. De ahí la leyenda del demonio del bosque. Las
viejas del pueblo decían, que un demonio habitaba los bosques y que llevaba
años buscando esposa. De ahí el hecho de que solo desaparecieran doncellas,
llegando a aparecer alguna que otra vez los cuerpos de algunas de ellas,
totalmente destrozados. La explicación razonable del pueblo era que las
muchachas escogidas hasta ahora no eran del gusto del demonio, y su
respuesta era devorarlas y lanzarlas lejos, para que las hallaran y así saber
respetarlo. Todo esto no sería tan asombroso ni creíble, ni tan siquiera para un

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niño de siete años como él, si no fuera porque tanto en su pueblo como en los
alrededores quedaban ya vivas pocas jóvenes de edades casaderas.
Oyó un ruido tras él y se volvió temeroso, algo pegajoso y húmedo se
acercó a su cara. Empujó la cabeza de Kiva para alejarlo. De su gran hocico
salía humo y sintió el calor de su pelaje.
—Eres un perro estúpido ¿sabes? Y yo soy aún más estúpido que tú con
venir a buscarte ¿dónde estabas?
El viento removió las copas de los árboles y una leve brisa le heló la cara.
Niño y perro se quedaron quietos. Era un grito lejano, un grito continuado,
detrás de él llegó otro. Era una voz de mujer, una voz aguda, desesperada. «El
demonio».
—¡Corre Kiva! —gritó— ¡corre!
No miró atrás, siguió el camino que habían dejado las ruedas del carruaje.
Corrió sin respiro, sin descanso, sin bajar el ritmo ni un segundo. Los gritos se
sucedían uno tras otro. El demonio existía, y tanto que existía, y quizá había
estado más cerca de él de lo habría pensado nunca. Quizá iba en el carruaje.
Había alguien dentro, no tenía dudas de que alguien ocupaba su interior, pero
no pudo verlo. No se detuvo en él, porque un niño no servía a sus
pretensiones. Quizás si hubiese sido alguna doncella no habría vivido para
contarlo. Seguía corriendo, no podía parar. Kiva iba tras él. No volvería al
bosque, no de noche. Jamás volvería a alejarse del pueblo. Era verdad, todo
era verdad, tenía que llegar casa. Tenía que contárselo a su padre, a su madre,
a sus hermanos… Tenía que apartar de allí a sus hermanas. Él vendría a por
ellas, eran pequeñas aún, pero tarde o temprano vendría a por ellas.
Poco a poco el frío y el silencio fueron dispersándose. Eso solo
significaba una cosa, el pueblo estaba cerca. Los árboles comenzaban a ser
familiares y la luna parecía dar más luz. Llegaba a tiempo para contarlo. Su
padre le regañaría, y seguramente el pan que le correspondía la mañana
siguiente, se lo comería Kiva, pero lo escucharían. Era verdad, el demonio
habitaba el bosque. Y si querían mantener con vida a sus dos hermanas,
tendrían que irse lejos de allí.

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Lo estaban esperando. Era campo abierto y sobre una leve colina, el grupo lo
contemplaba curioso. Notaba sonrisas estúpidas en algunos y miradas
sorprendidas en otros. De alguna forma sabía de antemano que iba a ser así. Y
empezaba a arrepentirse de haber aceptado ir.
Una mujer de rostro familiar se acercó a él.
—Me alegro que hayas decidido venir —le dijo acompañándole al paso.
Y Nel pareció disminuir su marcha, como si quisiera decirle algo, antes de
llegar al grupo que los esperaba. Ella pareció darse cuenta, se giró levemente
hacia él y antes que Emanuel pudiera abrir la boca lo agarró del brazo para
que se detuviera.
—No quiero que te veas obligado, ¿estás seguro? —le dijo cogiéndole de
los hombros.
Nel la miró serio, como él acostumbraba a mirar a todo el mundo. Con el
cielo a medio despejar de nubes, sus ojos adquirieron un tono grisáceo. Y ella
se preguntó qué era lo que habían visto aquellos ojos unos años atrás, para
que hasta su color hubiese cambiado. Qué es lo que había ocurrido para que
un genio dejara de estudiar víctimas y asesinos durante más de tres años.
Había rumores sobre algo que lo había cambiado, algo que ocurrió en su
último caso. Decían que su carrera había acabado.
—Completamente seguro, Dorian. —Respondió él mirando al hombre que
se acercaba hacia ellos.
Dorian confiaba plenamente en él y en su criterio. Emanuel Mason, o Nel
como lo llamaban sus más allegados, apenas había cumplido 34 años y
llevaba a sus espaldas más de cien casos, unos más polémicos que otros, y
todos resueltos satisfactoriamente. Todos menos uno, el último, cuyas lagunas
aún eran un misterio, del cual las respuestas que el mundo se hacía sobre lo
ocurrido, solo las conocía el hombre que tenía delante y era él mismo el que
las había vetado al resto.
El hombre que se había acercado a ellos, levantó la mano para
estrechársela.

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—Emanuel, me alegro de que hayas venido —lo saludó apretándole la
mano con demasiada fuerza.
—No me diste otra elección Rip —le respondió Emanuel—. Ya te he
dicho que este caso no tiene nada que ver ni con mi último, ni con ningún otro
que yo haya estudiado.
Los tres emprendieron la marcha hacia la colina donde estaba el resto del
equipo. Algunos habían ya comenzado a descender hacia un lugar que no
alcanzaba a ver.
—Algo está pasando Nel —decía Rip sin detener el paso—. Están por
todas partes desde aquel revuelo, la alarma social de tu último caso. Por todo
el mundo están saliendo organizaciones y sectas de debajo de las piedras. Los
rituales se están poniendo de moda, y los asesinos solo necesitan una excusa
para matar.
—Ya te he dicho que le echaré un vistazo. Volveré a decirte que no tienen
nada que ver con ninguno de mis casos y me iré.
Rip lo miró con decepción. Llegaron al saliente. Se escuchaba el sonido
de las cámaras de fotos. A Nel le pareció familiar, demasiado familiar aquel
ambiente. La única vida que había conocido y de la que ya ni siquiera se
acordaba. Tres años escondido entre libros, quizás fue demasiado tiempo.
Se adelantó a Rip y a Dorian, o quizás fueron ellos los que le dejaron el
paso. Nel bajó la vista y lo vio. Se tomó su tiempo con la mente en blanco
porque quizás no encontraba palabras ni en su mente para describir aquello.
Bajo él, al pie de aquel saliente, en un agujero en la tierra, ya desenterrado
había algo parecido a un cuerpo humano. Desnudo, destrozado, desgarrado.
No podía pensar, no sabía qué pensar. Nada se le pasaba por la cabeza en
aquel momento.
Le permitieron tomarse su tiempo, no tanto como necesitaba. Pero
tampoco quería demorarse en los que se había habituado últimamente a hacer
en aquellos casos, «huir». Sintió la mano de Rip en su hombro. Rip se había
ganado su simpatía, respeto y admiración en sus años de estudiante. Rip era el
profesor más joven de toda la Universidad y el más cercano. Siendo todavía
Emanuel estudiante, Rip ya le había pedido en alguna ocasión opinión sobre
casos reales, en uno de ellos, tan certero fue en su teoría, que llevó a Rip a
desenredar el caso que le dio el prestigio. Quizás por esa razón se había
sentido de alguna forma en deuda con Emanuel, y por lo que intentaba
continuamente sacarlo de aquel abismo en el que se había sumido desde que
su último caso acabara con su carrera.

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Dorian se situó a su lado, sin dejar de mirar el cuerpo desgarrado de la
víctima, reducido a un amasijo de carne y hueso, sucio y putrefacto.
—Todas jóvenes —comenzó Rip— demasiado jóvenes, dieciséis,
diecisiete años…
Nel tragó saliva.
—No sabemos cómo las matan —continuó Dorian—. Cortes, desgarros,
hechos casi al mismo tiempo. Es imposible que esto lo pueda hacer una sola
persona.
En eso Nel estaba de acuerdo. Una sola persona, un solo arma, no podía
hacer aquel destrozo en un cuerpo humano. ¿Usarían animales? Se reservó la
pregunta. Dio un paso atrás, intentando detener la mente que cada vez le
planteaba más dudas y sabía que si le daba el más mínimo margen, no podría
pararla y tendría que aceptar el caso. Volvió a mirar a la víctima. Una centena
de rituales se le pasaron por la mente.

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La sala estaba en penumbra. Solo alumbrada por las velas de los candelabros,
apenas podían distinguirse las letras escritas con pluma y tinta, del documento
que estaban firmando.
Jean-Marc miró a su alrededor con satisfacción. Junto a él, sentados
alrededor de la gran mesa redonda, se encontraban los líderes de las
organizaciones secretas más poderosas del mundo.
Seguidores del legado que dejaron creencias antiguas, sin cuestionar los
medios ni los peligros que presuponen continuar sus tradiciones. Los tiempos
habían cambiado, ya no era fácil llevar a cabo rituales con víctimas. La
ciencia había avanzado, y aunque personalidades de gran autoridad
salvaguardaban la seguridad de las religiones, las investigaciones se
acercaban demasiado. El problema era común. Los medios de comunicación
se hacían eco de cada asesinato y rápidamente el mundo entero era conocedor
de lo que hacían. Era muy difícil mantenerse ocultos, compitiendo
continuamente con ciencia cada vez más avanzada, forenses, policías
secretos, sociólogos, criminólogos. No tenían elección, tenían que firmar una
alianza. Era la única manera de mantener sus legados, entre todos podrían
protegerse, mientras que de manera independiente, era cuestión de tiempo que
acabaran enjaulados.
Jean-Marc comprobaba como, poco a poco, las plumas iban descansando
sobre cada tintero mientras los documentos pasaban de un líder a otro en un
silencio absoluto.
Las verdaderas intenciones de algunas de aquellas organizaciones que a
simple vista podrían parecer un puñado de torturadores y asesinos, jamás
habían sido descubiertas. Algunos eran famosos por sus peculiares formas de
matar, y muy conocidos sus antiguos líderes que pasaron a la historia como
asesinos de leyenda, así Jean-Marc pudo recordar nombres como «La
Voison», «Guilles de Rais», «Jack el destripador» o «Erzsébet Báthory».
Solo se oía el sonido de las hojas de pergamino pasar de una mano a otra.
El plan no era difícil de cumplir, se apoyarían y financiarían en orden,
compartirían patrimonio. Y todos, coordenadamente, realizarían una

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estrategia de ejecución de ritos con víctimas, que era la parte más peligrosa de
su legado. A partir de aquel momento, realizarían los rituales
encadenadamente, para desviar y dificultar las investigaciones que los
rodeaban. Ya habían hecho una prueba antes de firmar oficialmente el tratado.
Podían mostrar sus rituales al mundo, crear confusión, atemorizar a una
nación entera. Juntos, se unían grandes fortunas, inmensos capitales solo
comparables con los de la Iglesia. Los hombres y mujeres más poderosos del
mundo, a menudo, tienen aficiones inconfesables. Juntos se unían bastantes
poderes políticos de los cinco continentes. Adeptos que se introdujeron en la
política aprovechando sus influencias para favorecer sus creencias o políticos
que se vieron atraídos por ciertas prácticas. Personas con poder social, a veces
ciudadanos ejemplares, poseedores de galardones, con una cara oculta al
mundo que los admiraba. Jean-Marc comprobaba en cada rostro, algunos de
ellos muy conocidos en medios de comunicación, la verdadera realidad.
Respiró hondo, el incienso se estaba acabando.
Los documentos estaban apilados frente a él. Comprobó uno por uno, que
todos estuvieran firmados por la totalidad de los líderes. Seguidamente los
repartió por la mesa, colocando uno frente a cada líder. Su mirada se dirigió
hacia una mujer, depositó el último documento frente a ella.
—Habéis comenzado antes de lo acordado —le espetó.
—No había peligro —se defendió ella.
Jean-Marc frunció el ceño.
—Tenéis dos meses, ¿suficiente?
—Creemos que sí —respondió la mujer.
—Después vais vosotros. —Jean-Marc se dirigió a un hombre de tez
sumamente clara. El hombre asintió—. El resto del orden lo iremos
estableciendo conforme a los acontecimientos.
Jean-Marc se dirigió de nuevo a la mujer.
—No os desplacéis, acabad todo el ritual allí. Ellos te proporcionarán las
víctimas que necesites de cualquier parte del mundo.
La mujer asintió.
—Sin embargo —intervino ella—. Ya os comuniqué que mis sacerdotes
necesitan elegir a tres, personalmente.
—¿No son suficiente las otras? —Jean-Marc la miró con desconfianza.
—Para esto, no —la respuesta sonó rotunda.

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Jean-Marc la miró. Estaba ante la líder de una de las sectas más antiguas y
misteriosas de las que se reunían allí. Con un legado que atraía al resto de
organizaciones pero con unos cultos que hacían estremecerse por su extrema
crueldad. Muy conocidos gracias a una de sus máximas representantes en el
siglo XVII y que dio origen a la propia orden, sin embargo era desconocido
para la mayoría el misterio sobre su origen y fin.
La mujer que ahora dirigía aquella organización era hermosa, tenía la piel
clara, los ojos azules, y su pelo formaba ondas diminutas quizá hechas con
algún tipo de aparato de pelo. Lo llevaba extremadamente largo, ya que
sentada, el pelo caía a ambos lados de sus rodillas. En pie la melena podría
llegar a sus muslos. Sin embargo, aquella imagen excéntrica no impedía que
ese carácter altivo que la líder poseía, a Jean-Marc le recordara terriblemente
a otra mujer, en la que él mismo tantos años antes depositó su confianza una
vez.
—Hay cierto nuevo investigador rondando tu orden —dijo Jean-Marc
seriamente.
La mujer asintió.
—¡Mantenlo alejado! —ordenó Jean-Marc alzando la voz y su tonó
pareció hacer efecto en las personas que lo acompañaban, ya que se miraron
unos a otros.
—No supondrá un problema —la mujer también estaba sorprendida por el
cambio brusco de Jean-Marc.
—Él no es el problema. —Colocó su mano derecha sobre el tratado—. Si
no lo que puede atraer consigo.

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Emanuel Mason se había retirado de las investigaciones hacía ya más de tres


años. Era experto en sectas, rituales y cultos con víctimas, pero últimamente
se había dedicado al estudio de otro tipo de asesinos.
Mason se dio media vuelta para marcharse. Logró alejarse unos pasos,
despacio.
—Nel —le llamó Rip—. Yo te estoy ayudando en esas investigaciones
absurdas con las que te has obsesionado, y no por interés académico, sino
esperando a que un milagro te traiga de vuelta. ¡Vives aquí mismo!, en el
centro de Londres, ni siquiera tendrías que viajar, y te prometo que solo harás
trabajo de estudio. No tendrás contacto con nadie de la investigación, ni
testigos, ni víctimas si no quieres. Dorian y yo nos encargaremos de eso.
Nel guardó silencio, empezaba a sentir, hacía tiempo que no sentía.
Aquello había comenzado y por primera vez en tres años volvió a
experimentar algo que le arrebataron con cierta puñalada en el costado. La
cicatriz, más que curada, le dio un pinchazo al menor roce, como si el arma
con el que lo hirieron una vez, llevara un veneno conectado a sus
sentimientos.
Miró a Rip.
—Está bien —le dijo y Rip sonrió aún pensando que sus palabras habían
surtido efecto. No era así—. Necesito todo lo que tengáis sobre las víctimas y
la forma de morir. También necesito tiempo, no os prometo la rapidez que
tenía antaño. ¿Cada cuánto tiempo aparecen?
—No hay tiempo exacto, ni número de víctimas concreto —le respondió
Dorian—. A veces una, a veces dos, o tres. En una semana puede no haber
nada, y diez en tres días. Hace un tiempo, hubo rituales parecidos con varones
en Sudamérica. Sin embargo, nadie logró dar con los culpables.
«¿No hay orden?» su cabeza comenzó a pensar. Sintió gran necesidad de
acudir a sus libros, a su pequeño portátil. En otro tiempo había sido adicto al
trabajo, y como en toda adicción solo hacía falta probar una pequeña dosis
para que la necesidad volviera con la misma fuerza. Había iniciado un caso en

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su cabeza, y aquella sensación le era tan familiar y placentera que parecía que
nunca hubiera abandonado su trabajo.

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Nyitra 30 de Noviembre de 1600.

La historia que había relatado no había llamado la atención en absoluto. Una


de dos, o era algo que pasaba a menudo en los bosques, o bien no lo habían
creído. Miró a Katryna, su hermana pequeña, ella solo tenía cuatro años.
Recordó los gritos que había escuchado la otra noche, eran aterradores. ¿Qué
es lo que les ocurría a las doncellas del pueblo? Si era una manada de
animales salvajes, no harían distinción entre pastores y doncellas. Tendría que
ser un verdadero monstruo lo que habitaba en los alrededores de Nyitra.
Aún no sabía contar con exactitud, pero pensaba que cuando Katryna
tuviera la edad peligrosa, él tendría la suficiente fuerza como para salvarla de
aquel monstruo.
Puso su mano derecha sobre Kiva, tenía tiempo, el suficiente para
averiguar qué era lo que habitaba en los bosques. Seguía observando a
Katryna, ella jugaba con unas ramitas. Era la más pequeña de la familia
Beneczky, la menor de nueve hermanos.
—¡Mirsha! —lo llamaban— ¿dónde andáis?
Mirsha giró la cabeza, era la voz de su hermana mayor, muy parecida a la
de su madre, aunque más aguda. En seguida la vio aparecer entre los árboles.
—¿Qué hacéis aquí? —hablaba en plural pero era a Mirsha a quien
reprendía su mirada.
Verania era la encargada de ellos desde hacía algún tiempo en el que su
madre andaba más delicada de salud. Mirsha ni siquiera le respondió, no le
gustaba en absoluto la forma en la que su hermana los trataba últimamente.
Dudaba del origen del cambio de actitud de Verania con ellos y con el resto de
la familia. No hacía mucho que había cumplido los trece años, y oía a sus
hermanos decir que las mujeres en esa edad cambiaban. Bajo su punto de
vista, Verania había cambiado a peor, pasaba todo el día reprendiéndolos y
quejándose por todo.
—Ni siquiera has cogido abrigo para Katryna —la ayudó a ponerse en pie
—. Puede enfermar. ¿Ya no te acuerdas de los niños que murieron el invierno

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pasado? ¡Mirsha!
Mirsha no la miraba, tampoco había escuchado nada de lo que acababa de
decir Verania. Kiva se había levantado y ambos miraban un pequeño sendero,
habitualmente transitado por cabras y cabreros. Pero no era animal ni hombre
lo que se acercaba a ellos.
Kiva se adelantó, Mirsha notó la tensión en el cuerpo del animal. Miró a
Verania, ella también se había percatado de que alguien se acercaba a ellos.
—Vamos Mirsha —le dijo Verania a media voz— vámonos de aquí.
Mirsha no apartaba la vista ni hizo gesto de iniciar la marcha.
—Espera Verania —le respondió.
—No…
—Ella tiene que oírlas —la cortó su hermano—. Ella vive en el bosque.
Un olor diferente llegó hasta ellos, era el olor característico de la mujer
que se acercaba por el camino. Un olor a flores y hierbas que solo podían
encontrarse en el interior del bosque, en lugares que nadie se atrevía pisar y
donde se aseguraba que vivía el demonio, el monstruo que aterrorizaba a los
habitantes del pueblo. Solo había una persona que se paseara por aquellos
campos sin miedo ni temor, una sola persona, la mujer que tenían delante. Era
anciana, decían que quizás pasara de los cien años. Su cuerpo era tan solo
pellejo y huesos. Y en su cara, rugosa, pálida y llena de pliegues, resaltaban el
celeste níveo de unos ojos pequeños que helaba la sangre del que los mirara.
Habían crecido temiéndola. Era frecuente que los padres atemorizaran a
sus hijos con cuentos e historias protagonizados por ella. La bruja del bosque,
una mujer encorvada y vieja, que al menos una vez en cada estación, se
acercaba al pueblo. Vivía lejos, en el interior del bosque, nadie sabía
exactamente en qué lugar estaba su casa, porque nadie se atrevía a alejarse
tantos kilómetros de aquel lugar.
Mirsha solo la había visto en dos ocasiones y jamás se había atrevido a
acortar distancias con ella. Cualquier niño con un mínimo de cordura salía
corriendo en cuanto la veía. Se decía que practicaba brujería, y que hacia
pactos con el demonio que habitaba en los bosques. Que robaba niños y los
cocinaba en un caldero, que sacrificaba animales para beber su sangre, y que
era ella misma en persona, la que elegía las jóvenes doncellas para su
hambriento señor.
Verania dio otro paso atrás. El cambio acababa de producirse en ella hacía
solo unos meses. Si era verdad lo que se decía sobre la vieja bruja y las
doncellas, los ojos de Darvulia no debían de fijarse en Verania.

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Kiva comenzó a gruñir. Mirsha no pudo contenerlo y el perro se adelantó
a ellos amenazante contra Darvulia. La anciana mujer dio un paso atrás y
amenazó al perro alzando su bastón.
—¡Agarra ese chucho, niño! —gritó la vieja con voz aguda.
Mirsha agarró con fuerza al perro, que no paraba de gruñir. La vieja dio
dos pasos al frente hacia ellos. Katryna se aferró con fuerza a Verania.
Darvulia la miró con interés. Los pequeños ojos celestes de la anciana se
clavaron en la niña que en cuanto se percató de la mirada de la mujer,
comenzó a gemir.
—Usted las oye, ¿verdad? —preguntó Mirsha y Darvulia tuvo que mirarlo
de nuevo.
La vieja hizo una mueca con la boca, dejando entrever unas oscuras encías
sin dientes.
—Que oigo qué niño —respondió la vieja con enfado.
Mirsha dio un paso atrás. La mirada de Darvulia comenzaba a producirle
inseguridad.
—Usted vive en el bosque… —aunque temeroso, prosiguió sin embargo
—. Tiene que oírlas gritar.
Mirsha sintió que debía callarse. Darvulia se acercó aún más a él. El chico
pudo percibir con claridad el olor a hierbas de la anciana.
—Todo el pueblo las oye —susurró y sonrió.
Darvulia miró a Verania, Katryna aún estaba aferrada a ella. La vieja
levantó el bastón hacia la pequeña.
—¡Abriga a esa niña o no llegará viva a este invierno! —reprendió la
mujer, mientras se giraba para emprender la marcha nuevamente.
Kiva gruñó de nuevo a la mujer. Mirsha intentó calmarlo acariciando el
hocico del animal. A punto estuvo de detener nuevamente a la anciana, pero
prefirió no hacerlo. Verania estaba aterrada y Katryna también.
Su hermana mayor cogió a Katryna en brazos, mientras miraba temerosa
como Darvulia se alejaba hacia el pueblo.
—Mirsha, no vuelvas a decir nada más sobre eso —reprendió a su
hermano.
Mirsha frunció el ceño. Ahora estaba seguro de algo, nadie prestó
atención a su relato de la otra noche. Pero no porque no lo creyeran.

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El despacho de Rip era luminoso. El doctor Mason quitó una montaña de


papeles de una de las sillas para poder sentarse. Miró a su alrededor. Rip era
tremendamente desordenado. Sonaba la máquina de café y el aroma a
capuchino inundó todo el despacho.
—¿Quieres uno Nel? —preguntó Rip y él negó con la cabeza.
Rip se echó para atrás el pelo con la mano. Lo llevaba largo y despeinado.
Todo su aspecto era descuidado. Tan descuidado como su despacho. Nel
observó una especie de mueble archivador que estaba situado bajo la ventana.
Sus cajones estaban a medio cerrar repletos de papeles. A su espalda, la única
pared libre de muebles, estaba ocupada por una colección de máscaras, y
algunas espadas medievales. Tampoco Rip brillaba por su buen gusto en la
decoración.
Olía a polvo de almacén y eso hacía que a Nel se le secara la garganta. Se
levantó de la silla para abrir la ventana, temeroso de que el asma que le
producían los ácaros comenzara a incomodarle. Si aquel iba a ser su lugar de
trabajo durante un tiempo, tendría que pedir a Rip que pusiera orden en el
despacho, porque se negaba a trabajar en aquellas condiciones.
—Dorian llegará ahora con los datos de esta víctima —dijo Rip—.
Mientras, te enseñaré el material que llevo acumulado.
Nel asintió.
—Quiero que te sientas cómodo —añadió Rip.
«Con este desorden será imposible».
—Este es un caso con mucha expectación —continuó—. Hay cámaras de
TV en cada escenario del crimen. Periodistas de investigación me visitan a
diario. Recibo llamadas de políticos continuamente… —Rip respiró hondo—.
Y no tengo nada que ofrecerles.
Nel comprendía lo que significaba aquella presión.
—En Colombia ocurrió algo similar con varones. Contacté con las
personas que lo habían investigado. Me enviaron todo el material que tenían
¡está por aquí! —continuó.

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Rip rebuscó en el mueble archivador que había bajo la ventana y los
papeles que estaban en los cajones eran tan numerosos y estaban tan
ajustados, que Rip rajó una de las hojas al tratar de sacarlos. Nel esbozó una
sonrisa.
—Estos no son —dijo Rip volviendo a introducir los papeles en el cajón,
empujándolos con la mano, para poder cerrarlo.
Nel supuso que Rip tardaría en encontrar aquellos documentos. El doctor
dirigió su mirada hacia las carpetas que había sobre la mesa.
—Los coloqué por aquí —oía decir a Rip que con gran esfuerzo cerraba
otro cajón repleto de papeles.
Mientras, Nel apartaba dos carpetas de una pila, que tapaban una caja de
cartón negra. La reconoció de inmediato. Leyó la etiqueta.

«Doctor Emanuel Mason»


Caso 121: «Natalia, la décima docta»

Nel tomó aire al oír en su mente cómo su voz interior leía aquel nombre.
Hacía unos meses que había entregado aquella caja a Rip. Los últimos tres
años se había apartado del estudio de asesinos colectivos para analizar a cierta
compleja asesina individual. En el interior de aquella caja, se encontraban al
completo sus deducciones. Había pedido a Rip una opinión al respecto.
Nel se sobresaltó. No se había percatado de que Rip estaba junto a él. Al
parecer ya había encontrado lo que estaba buscando y sostenía en la mano
algunos folios encuadernados con una portada transparente y arrugada. Los
puso sobre la mesa.
—La caja la tenía aquí para que te la llevaras —dijo Rip.
Nel no respondió.
—Una personalidad compleja sin ninguna duda. Estoy de acuerdo con que
no es una asesina convencional. Tengo que reconocer que es digna de un
estudio pormenorizado como el que le has hecho.
Nel era consciente de que aquellas palabras de Rip eran solo fruto de la
cordialidad, para tratar de agradarle. Y casi pudo leer los pensamientos del
que un día fue su profesor.
—No tiene cura. No puedes ayudarla —añadió Rip, que pareció entender
en la expresión de Mason que sus anteriores palabras no se habían oído
sinceras.

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Nel apretó los labios. Rip no podría entenderlo jamás, no conocía a
Natalia, no más que a través de aquellos folios. Era una asesina implacable,
peligrosa, pero había algo más en ella. Claro que no era una psicópata, no, no
lo era. «No tiene cura». Él no podía opinar, no la conocía, «Fue una estupidez
invitarle a leer estos documentos». Se sintió imbécil y estúpido.
Rip apartó la caja torpemente dejándola caer al suelo, y su contenido se
esparció. Ambos se apresuraron a recogerlos.
Nel se alegró de que al menos su antiguo profesor hubiese sido cuidadoso
con el material que le dejó. Aquellos folios podrían ser los únicos de toda la
oficina que no estuviesen doblados ni arrugados.
—Cuando salgamos de este asunto —dijo el profesor—. Volveré a revisar
este tema.
Y miró con atención uno de los dibujos de Nel. Había representado un
arma de más de tres mil años de antigüedad, que tenía una forma extraña,
tanto su hoja como su empuñadura, que según Nel era capaz de atravesar el
granito sin ningún esfuerzo. Aquella arma estaba en poder de la extraña
asesina que estudiaba Mason, una asesina que había intentado matarlo en una
ocasión y que al parecer lo había marcado de alguna forma. Una asesina a la
que el propio Mason había salvado de la muerte, ya que fue en su momento
una de las víctimas del último ritual del doctor.

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A través de la puerta entraba cada nota de la melodía. El piano de su padre


sonaba en la planta baja de la casa. «Nocturne» de Chopin. La joven cerró los
ojos mientras las notas penetraban a través de su oído. «Inoperable». La voz
del médico fue rotunda. Tragó saliva, tenía la garganta seca. No había podido
pronunciar palabra desde que escuchó aquel «inoperable» de la voz del
doctor. Aún no era consciente de que aquel «inoperable» se refería a ella, solo
hacía unos meses que sufría aquellos dolores de cabeza.
Tomó aire, la voz sonó de nuevo en su mente «inoperable». Apenas
comenzaba a vivir, ni siquiera había conocido la independencia y estaba
obligada a aceptar el significado de una palabra, «inoperable». Renunciar a
todo por lo que había trabajado, a todo lo que había soñado, «inoperable».
Renunciar al comienzo de una vida libre, fuera del seno familiar. Renunciar a
tener amigas, a fiestas, al amor de algún joven, «inoperable» era el final de su
historia.
Se había hecho silencio en la consulta del doctor. Ni ella misma, ni sus
propios padres se habían atrevido a realizar la pregunta que azotaba sus
mentes. El médico les respondió sin embargo «De dos a seis meses». La joven
cerró los ojos con fuerza al recordarlo mientras que las notas penetraban en su
oído, le encantaba aquella parte de la melodía, por un momento le pareció ver
los delgados dedos de su padre sobre las teclas del piano. El ritmo de la
música aminoró de nuevo, aún más lento que de costumbre, el adagio, con el
que un músico expresaba sus sentimientos más profundos.
Diecisiete años, eso es lo que se le había permitido vivir. «Solo diecisiete
años». No era suficiente. Estiró sus piernas con fuerza sobre la cama. Aquella
palabra maldita sonó de nuevo en su mente «inoperable». No había
alternativa, no había opción de terapia. Se giró. En aquel lado de la pared de
su habitación había un espejo grande y una barra transversal. Recordó los
años en los que practicaba ballet y soñaba con el Royal Garden Ballet. Otro
camino musical que a punto estuvo de separarla de la lírica. Se incorporó y
bajó de la cama, acercándose hacia el espejo. Colocó sus manos sobre la barra

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de madera y arqueó levemente su espalda. Estaba descalza, ya sus zapatillas
de ballet no encajarían en sus pies, «inoperable».
Apartó con sus manos los rizos rubios que caían a ambos lados de su cara
y se acercó al espejo hasta que el vaho de su boca empañó el cristal. Sus ojos
eran los de siempre, y sus mejillas continuaban sonrosadas. Arqueó su espalda
nuevamente y llevó la punta de su pie derecho hasta su nuca. Echó la cabeza
hacia atrás, aún podía tocar su frente con la punta del pie. Su cuerpo se
mantenía vital, «inoperable». Nadie lo esperaba. No había signos de
enfermedad en ella. Tan solo esos dolores de cabeza. No podía ser, no moriría
tan pronto.
Bajó la pierna, y se sujetó las sienes con las manos al notar un leve
latigazo que pareció atravesarle el cerebro. Sin duda ahí dentro estaba, y rugía
con fuerza. Se preguntaba cómo serían esos meses que le quedaban por vivir
«¿Se me hinchará la cabeza?». Sus labios esbozaron una leve sonrisa que en
seguida se convirtió en llanto. Su padre seguía tocando «Nocturne». Como
hija de músicos, había aprendido el lenguaje de la música. Se sintió culpable,
al fin y al cabo, ella moriría y sus padres seguirían vivos tras su muerte. Su
llanto se acentuó al imaginar el dolor que su muerte supondría para ellos. Era
su única hija, tardarían años en recuperarse o quizá nunca lo harían.
Tomó aire. Tenía que aceptarlo «inoperable», no tenía más remedio que
aceptarlo. El tumor crecería sin remedio. Recordó todos y cada uno de sus
proyectos que tenía tan solo un mes atrás, cuando suponía que sus dolores
eran simples jaquecas.
Otro latigazo hacía presagiar que el dolor intenso no tardaría en llegar.
Qué difícil era aceptar su fin, cuando aún le quedaban tantas cosas por hacer.
«Nocturne» pareció finalizar, pero en seguida su padre la retomó con
maestría. Le encantaba la forma en la que su padre interpretaba.
Su madre no tardaría en llegar, estaba en una reunión. Fue a trabajar aun
después de recibir la noticia de que su única hija moriría sin remedio. No
había mediado palabra con su madre, tampoco con su padre. Ambos eran
artistas, reacios a expresarse mediante palabras, mediantes gestos, solo con
música.
Un tercer latigazo sacudió el interior de su cabeza «Ya viene». Aquel mal
enjaulado en el interior de su cerebro se anunciaba poderosamente antes de
aparecer en todo su esplendor.
Lamentó su mala suerte. Deseó que aquello acabara cuanto antes «De dos
a seis meses», si aquellos dolores insoportables eran el principio del

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sufrimiento, no quería ni imaginar qué tendría que sufrir más adelante, cuando
el tumor creciera y el tiempo se acortara.
Tomó aire despacio para controlar el siguiente calambre que parecía
desplazarle el cerebro. «No sentiré», se alegró. Había medicación para paliar
el dolor, para sumirla en un limbo en el que no vería su cara deformada, no
vería a su familia sufriendo… sí, eso era un consuelo, que la durmieran, que
la sedaran. Lo hubiese pedido a gritos en la consulta de a aquel médico que
repetía continuamente en su mente «inoperable». Que la hubiesen hecho
desaparecer en aquel mismo instante, que la liberaran de aquella angustia
«Que me maten». Se sujetó las sienes, el dolor comenzaba sin remedio, era un
dolor inaguantable, sin piedad. Gritó. El piano dejó de sonar de inmediato.
Volvió a gritar, el dolor llegaba a unos límites que no podía aguantar. Sintió
los pasos de su padre, a prisa, escaleras arriba. «De dos a seis meses, es
demasiado».

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Su madre estaba en la puerta de la casa, hablando con una mujer y un hombre


completamente desconocidos para Mirsha. El chico los rebasó y se colocó
bajo la ventana de su casa, depositando en el suelo el cesto de grano que traía
para su madre. El hombre y la mujer fueron conscientes del descaro con el
que el niño los miraba, a pesar de su corta edad. No eran del pueblo, o al
menos él nunca los había visto. La mujer era muy alta y robusta, casi
hombruna. Llevaba un vestido verde claro y sobre él una especie de jubón sin
mangas, atado con un cinto de cuero en la cintura. Cubría su pelo con una
cofia. Tenía la tez clara, pero sin embargo, su piel estaba cubierta de pecas
oscuras producidas por el sol. En la parte baja de su barbilla, asomaban
algunos vellos, largos y repugnantemente gruesos.
El hombre en cambio, era de baja estatura, apenas le ganaba unos
centímetros a Mirsha. Tenía la cara delgada, alargada, con una barbilla fina y
puntiaguda y nariz aguileña. Era pálido, y bajo sus redondos ojos pequeños y
oscuros, resaltaba el color púrpura de unas ojeras marcadas, que le daban
aspecto tétrico. De entre sus labios finos entreabiertos asomaban una hilera de
dientes grisáceos. Por un momento, pareció sonreír a Mirsha, pero la seriedad
de la mirada del niño lo hizo cambiar de opinión. El pequeño hombre iba
ataviado con una capa negra que llegaba hasta sus caderas.
—Mirsha, ¿qué haces ahí? —le reprendió su madre al ver la conducta del
niño respecto a los dos visitantes.
Mirsha buscó con la mirada a Kiva, el perro no estaba cerca. Se dispuso a
salir corriendo para buscarlo, pero en seguida divisó a Verania, que acababa
de aparecer rodeando la esquina de la casa.
—¡Verania hija! —la llamó su madre efusivamente—. Han venido a por
ti.
Verania sonrió en cuanto vio a los desconocidos para Mirsha y se acercó a
ellos enseguida. Mirsha se inclinó en el suelo para recoger el grano que había

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dejado caer al depositar el saco y así ganar tiempo para entender lo que estaba
ocurriendo. ¿Quienes había venido a por Verania?
—Él es Juan Ujvary, mayordomo del castillo y ella es Jo Ilona —les
presentó su madre.
«Cachtice» Mirsha comprendió. Había oído a sus padres hablar con
Verania. La señora de aquellas tierras estaba buscando doncellas para el
castillo, y como las doncellas escaseaban por los alrededores, dados ciertos
sucesos, habían pensado en Verania. Criados de la condesa habían llamado a
la puerta de los Beneczky en busca de sus hijas, pero una de ellas era
demasiado pequeña. Con lo cual Verania se marcharía, y podría ser una suerte
para ella, ya que en el castillo no pasaría frío, ni hambre, también allí tendría
curas para las enfermedades, los nobles tenían curanderos en sus castillos.
Estaría cerca de grandes damas y nobles caballeros, quizá allí encontrara un
buen marido, quizá un marido rico. Eso es lo que ansiaban todas las
jovencillas del pueblo cuando miraban el castillo que se divisaba sobre las
montañas. Servir a la condesa, una de las mujeres más poderosas de Hungría,
más rica que el propio rey. Se había asentado en Cachtice tras enviudar de
Ferenc Nadasdy, un héroe húngaro. No era frecuente verla por el pueblo,
aunque algunos pastores decían que sí solía montar a caballo por los bosques
o pasear en carruaje. Fuera como fuera, Mirsha y casi nadie la había visto
nunca. Decían que era hermosa, la noble más hermosa de cuantas hubiera, y
que eran numerosos los pretendientes que visitaban su castillo desde que hubo
enviudado. No solo su belleza era un manjar preciado en aquella época, sino
sus innumerables castillos y millas de tierra.
—Hoy mismo —dijo el mayordomo y Mirsha salió de sus pensamientos.
Se llevaban a Verania, nunca más regresaría.
—Madre, podré visitaros, el castillo esta solo a unos pasos de aquí. —
Verania intentaba consolar a su madre, que aunque orgullosa de la buena
suerte que corría su hija, estaba apenada de que marchara.
—No te preocupes por eso. Solo unas cuantas privilegiadas son elegidas
para servir a los grandes nobles. Estaremos orgullosos —su madre la besó.
—Cogeré mis cosas —dijo Verania emocionada.
—No hará falta —se adelantó Jo Ilona sujetando a la joven por el brazo.
Mirsha se detuvo en los gruesos dedos de la mujer y en la fuerza con la que
rodeaban el delgado brazo de Verania—. Allí encontrarás lo que necesites.
—Pero mi padre… —Verania se resistía a marcharse tan de repente.
—No te preocupes —la tranquilizó su madre—. Lo comprenderá.

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Jo Ilona no soltaba a Verania. Mirsha se incorporó y dio unos pasos hacia
ellos. Parece que fue el mayordomo Ujvary quien se dio cuenta de la cercanía
del niño. Pero Mirsha no se detuvo en él, sino en la corpulenta mujer, a la que
se acercó aún más, justo hasta el momento en que pudo olerla. Una mezcla de
aromas, un fuerte olor a sudor y hierbas aromáticas. No era la primera vez que
las olía. Jo Ilona deparó en el niño al fin, que observaba con descaro como la
poderosa mano de la mujer sostenía el delicado brazo de Verania. Luego
Mirsha miró a la mujer a los ojos. No era tan joven como suponía, quizá la
piel tirante a causa de la gordura, la hiciera parecer más joven de lejos. De
cerca tendría que ser mayor que su madre, pasaba de la treintena, quizá más.
—¡Mirsha! —le reprendió de nuevo su madre—. ¡Vete ahora mismo!
Mirsha mantenía la mirada de la mujer sin miedo alguno.
—¿Protegerá a mi hermana del demonio? —preguntó y la mujer no
pareció sorprenderse con la pregunta.
—No hay demonios en Cachtice —respondió ella.
Mirsha volvió a mirar la mano de la mujer, luego miró al pequeño
hombre. Este pareció sonreírle, pero Mirsha no hizo ningún gesto de
complicidad con él. El niño sintió el húmedo hocico de Kiva a su espalda. El
can se colocó a su lado. Era de gran tamaño, a dos patas superaría con creces
la altura del mayordomo del castillo. Así que el hombre dio unos prudentes
pasos atrás.
—Nos vamos entonces. —Jo Ilona tiró de la muchacha—. Hemos traído
el carro para hacer algunas compras. Nos acompañarás y así te irás
familiarizando con los quehaceres.
Verania sonrió tímidamente. La madre de Mirsha los acompañó hasta el
carro. Era un carro de madera normal, tirado por un solo caballo. Mirsha vio
como Jo Ilona se montaba en el carro y se apenó del pobre animal. Su
hermana la imitó. Juan Ujvary sin embargo se colocó junto al animal,
agarrando sus riendas. El pequeño se había percatado de los peculiares
contoneos del hombre al caminar. Al parecer una de sus piernas era aún más
corta que la otra.
El niño acariciaba a Kiva mientras miraba como Verania se despedía de su
madre y luego le decía a él adiós con la mano, el carro se alejaba dirección
hacia la colina.

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Dorian había esparcido por la mesa las fotos del cadáver de aquella mañana.
Algunas de las fotos eran de cuando el cadáver estaba enterrado aún y solo
sobresalía una de las manos de la rojiza arena. Nel cogió la foto y observó la
mano detenidamente, estaba amoratada, con manchas secas de sangre, y
agarrotada como si hubiese estado agarrando algo en el momento en el que
murió.
—Innumerables cortes y desgarros de diferente grosor y profundidad —
dijo Dorian dirigiéndose a Nel—. Otras veces el cuerpo no aparece
destrozado, solo agujereado por diferentes puntos, cuidando de no atravesar
ningún órgano vital.
Dorian tendió otra foto a Nel. Era una chica de color de unos dieciocho
años. Estaba desnuda y su cuerpo aparecía con numerosas perforaciones en
brazos, piernas, estómago, muslos. Pero su cabeza cuello y pecho, estaban
intactos.
«El cuerpo carece de importancia para ellos. No está en el cuerpo lo que
buscan» la cabeza de Nel trabajaba a gran velocidad.
—No mueren inmediatamente —añadía Rip—. Buscan alargar el
sufrimiento lo máximo posible.
Nel pasaba una foto tras otra rápidamente sin mediar palabra.
—En los análisis se encuentran restos de medicación. Las drogan,
suponemos, para raptarlas o manejarlas mejor. Y también se han hallado
restos de anticoagulantes.
«Sangre fluida», en principio estaba claro. Buscaban desangrar a la
víctima, durante, horas o días. Con lo cual buscaban alargar lo máximo
posible, no su sufrimiento, sino su capacidad de producir más sangre, hasta
dejar el cuerpo completamente seco. «Vampirismo», asunto complicado.
Había tantos indicios, tantos rituales de sangre a lo largo de la historia,
ejercido por tantas culturas, que sería como buscar una aguja en un pajar.
—Vampirismo. —Rip pareció responder a sus pensamientos—.
Desangran a las víctimas y se deshacen del cuerpo. Por eso en un principio no

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pedimos tu ayuda. Los vampiros están de moda, hay organizaciones
vampíricas por todos los países, internet está lleno de grupos de siniestros.
—Pero —intervino Nel— los fanáticos de los vampiros se dedican a
empolvarse, a vestir con crucifijos, y beber preparados de fresa y frambuesa.
—Exacto —confirmó Rip— cuando las víctimas comenzaron a aparecer a
esa velocidad, desechamos la idea de que fuera la locura de un grupo actual.
—Es un vampirismo clásico —añadió Dorian—. El verdadero
vampirismo, que existía mucho antes de que nos llenaran el cine y los libros
de seres inmortales. Por eso te necesitamos.

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Lara soltó el bolso en la taquilla. En un principio no tenía pensado acudir al


centro aquel día. No tenía ganas de cantar, de hecho, se había jurado no
volver a cantar jamás. Solo había una razón por la que quería estar allí y era
Grace, su mejor amiga. Ella ya sabía la nueva noticia de la mañana. Sus
padres eran muy amigos. Pero Grace no parecía estar en ninguna parte de
aquel instituto de música.
Caminó a lo largo del pasillo a través de las aulas, se oyeron diferentes
instrumentos: pianos, violines, trombones, contrabajos, flautas, violas…
Miraba a través de cada puerta de cristal, pero Grace no estaba.
Comenzaba a impacientarse. No entraba dentro de sus pensamientos el
recorrer todo el conservatorio para encontrarla. Pasaron un grupo de
estudiantes y Lara se pegó a la pared para dejarlos pasar, ellos la miraron
sorprendidos del atuendo con el que la chica recorría el centro. No había
tenido ganas de arreglarse de ningún modo. Así que llevaba un pantalón de
chándal color gris claro y una sudadera rosa. Las zapatillas de deporte
chirriaban al rozar el suelo de la escuela. A su madre no le gustaba que Lara
fuera a la escuela con aquel atuendo, aún menos siendo la hija de la directora.
Pero Lara no pensaba que su madre fuera a regañarla por esos motivos,
seguramente no la volvería a regañar jamás.
La gruesa trenza cayó a un lado de su cara cuando se giró ágilmente de la
trayectoria de un estudiante que portaba un instrumento de gran tamaño. Lara
aminoró la marcha. Grace no estaba en ninguna parte. Las clases estaban a
punto de empezar, los pasillos se presentaban cada vez más silenciosos.
Lara miró en el último aula. No parecía haber nadie. Se sobresaltó. Miró a
su izquierda, no los había oído y no recordaba que hubiese nadie en aquel
lado del pasillo cuando se asomó al aula. Uno de ellos apoyó la mano en la
puerta abriéndola para que pasaran los demás. Lara levantó la cabeza para
mirarlos, los jóvenes eran bastante altos. Contó cinco, dos chicos y tres
chicas, todos algo mayores que ella. Lara se apartó y colocó su espalda en la
pared. El chico que había abierto la puerta la miró con interés. Lara desvió la
mirada, no estaba acostumbrada que la miraran de ese modo. Una de las

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chicas también la observó detenidamente, antes de entrar en el aula. Atravesó
el umbral otro chico, que llevaba partituras en las manos. Lara no pudo evitar
mirarlo. Era alto, llevaba el flequillo largo, y tenía los ojos de un azul intenso.
Lara dio un paso atrás para irse a toda prisa. Se sentía intimidada por
aquel grupo de estudiantes que no había visto jamás. «Serán de intercambio»,
pensó. A su madre le encantaba intercambiar estudiantes con escuelas de otras
ciudades. Alguien tocó su hombro y se sobresaltó.
—¡Lara! —Grace la abrazó.
La puerta del aula se cerró de golpe.
—¡Estás temblando! —dijo Grace.
Lara no fue consciente de ello hasta que Grace lo mencionó. Miró la
puerta cerrada del aula. Se acercó a la ventana superior de cristal que tenía la
puerta. Los chicos ya se habían colocado. Un piano, un violín, un violonchelo,
un arpa y una flauta. Suficiente para interpretar cualquier pieza. La chica del
arpa clavó su mirada en Lara obligándola a apartarse de la puerta.
—Vámonos de aquí —le dijo a Grace tirando de su brazo.
—¿Los conoces? —preguntó Grace asomándose mientras Lara tiraba de
ella.
—No los he visto en mi vida —respondió Lara.
Salieron al jardín. Lara se sentó en el césped.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Grace.
—Estoy jodida —dijo Lara—. Aún no he me hecho a la idea.
Lara resopló. Un leve latigazo azotó su cerebro.
—Sabes que puedes contar conmigo —dijo Grace.
Lara sonrió, no tenía dudas de que Grace estaría a su lado hasta el último
momento. Lara no tenía hermanos, pero siempre tuvo a Grace. Grace era de
altura un poco más baja que Lara. Tenía la piel clara, y el pelo ondulado de un
tono rubio rojizo, o más bien restos de pelo rojo intenso que tenía de niña.
La trenza de Lara cayó nuevamente a un lado de su cara. Con el esfuerzo
físico que le había llevado la búsqueda de Grace, se le habían soltado algunos
rizos de la parte del flequillo. Ella los apartó con la mano.
—No quiero pasar lamentándome los días que me queden «sana», quiero
decir… que antes de que me duerman tengo que hacer cosas que me hagan
sentir mejor.
—Pues haz una lista y las haremos —la animó Grace, y aunque la joven
sonreía, Lara veía en su cara la hinchazón que reflejaba el llanto que
momentos antes habría experimentado.
Lara sonrió también.

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—Cosas que hacer antes de morir —arrancó una rama del césped y la
dobló con los dedos—. Son tantas cosas…
—¿Un viaje? —preguntó Grace y Lara negó con la cabeza.
Las jóvenes se miraron. Grace comenzó a reír.
—¡Anda ya! —dijo Grace.
Lara cruzó las piernas, miró el reloj. Hacía ya unas horas que no recibía
dolores fuertes, solo simples calambres. Aquello era un regalo. Tras de Grace
divisó un grupo de personas salir al jardín. Su corazón se aceleró de
inmediato, eran otra vez los nuevos estudiantes. Grace se giró en cuanto se
percató del gesto de Lara.
Grace se detuvo en el primero de los chicos, el que miraba hacia ellas con
más descaro. Llevaba el pelo largo y ondulado, de un color castaño rojizo.
Tenía barba un poco crecida, del mismo tono rojizo que el pelo. Y no pudo
apreciar el color de sus ojos a aquella distancia, pero no había oscuridad en su
mirada. A su lado había una chica con el mismo tono de pelo rojizo, podrían
ser hermanos, sin ninguna duda lo serían, la nariz, los gruesos labios que
ambos compartían, que en ella, al estar maquillados, resaltaban hermosos y
sensuales.
Ambos se sentaron en el césped. Otro chico iba tras ellos y los imitó
situándose a un lado. Este era moreno, y llevaba el flequillo largo que caía
sobre sus ojos. Vestía una camisa azul marino muy ajustada y era el único de
ellos que no llevaba chaqueta. Tras él dos chicas se arrodillaron. Una de ellas
era rubia y llevaba sobre el pelo unas gafas de sol. La otra era morena, era
extraño encontrar en Londres una piel tan morena. La chica llevaba el pelo
castaño en un recogido alto, mientras su flequillo caía hacia un lado. Parecía
estar ajena al grupo, a pesar de pertenecer a él. Sin participar en la
conversación con el resto, se recolocó con las manos sus gafas de vista y se
dispuso a hojear partituras.
Lara miró a esta chica morena con interés. Era la única de los cinco que,
al parecer, había visto en algún lugar. Pero no recordaba dónde, y aún menos
cuándo.
—El de la chaqueta marrón no deja de mirarte —rio Grace.
Lara no respondió. Se colocaba bien el pantalón del chándal con las
manos. Todo aquel grupo la miraba de una manera que la ponía nerviosa.
—Vámonos de aquí. —Pidió a Grace.
Grace negó con la cabeza sonriendo.
—Como quieras —dijo levantándose y ayudando a Lara a incorporarse
también—. ¡Ah! Estoy intentando conseguir entradas para el concierto de

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Goddess Hator. Dicen que es un espectáculo maravilloso.
—Pero si llevan meses agotadas.
—En reventa. —Grace ladeó la cabeza.
—¿Estás loca? —se sorprendió Lara.
—Quiero ir contigo. —Grace sonrió y Lara pudo ver como asomaba una
lágrima de su ojo derecho.
Lara le dio una palmada en el hombro, comprobando de reojo como el
chico del pelo rojizo aún la miraba fijamente.
—Vámonos de aquí —le volvió a decir a su amiga.
Grace no dijo nada más y la siguió. Pasaron junto al grupo de estudiantes.
En seguida los cinco callaron mientras ellas los rebasaban. Seguidamente se
miraron unos a otros. Lara sintió algo dentro de ella y no fue un latigazo de
dolor. Le dolía el pecho, de repente, el corazón se le había acelerado a una
velocidad sorprendente. ¿Qué le producían aquellos chicos? ¿Miedo? No
podía ser posible.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Kiva se adelantó a su amo. La madre de Mirsha había caído al suelo entre


gritos. El Pastor del pueblo estaba junto a su padre.
—Era una enfermedad contagiosa, y han tenido que quemar su cuerpo en
el bosque —dijo el pastor.
Mirsha no necesitó preguntar. Verania estaba muerta. Sus hermanos
mayores y su madre habían intentado ponerse en contacto con ella sin éxito.
No había vuelto a visitarles, temían que algo malo le hubiera ocurrido. No se
equivocaban.
—Lo siento mucho —dijo el pastor colocando una mano sobre el hombro
del señor Beneczky.
Mirsha miró a Katryna, era la única hermana que le quedaba. Sus
hermanos y él mismo, pondrían todo su empeño en protegerla. Se acercó al
Pastor.
El hombre puso una mano en el hombro del chico.
—Lo siento hijo —le dijo.
—¿Le han dejado verla? —preguntó Mirsha.
El pastor al principio dudó al responder al niño, pero seguidamente negó
con la cabeza.
—Pero a usted siempre le dejan ver a los muertos ¿no? —insistió el chico.
—¡Mirsha! —su padre alzó la voz y el niño fue consciente que si su padre
no hubiese estado tan dolido por la muerte de Verania, le hubiese arreado una
bofetada.
—Es una enfermedad contagiosa, tenían que quemarla. No es la única
doncella que ha muerto de la misma enfermedad en estos días.
El niño frunció el ceño.
—Y a todas las queman —concluyó el pastor.
Mirsha se inclinó hacia su madre que yacía en el suelo. Se abrazó a ella.
El chico no recordaba la última vez que lloró ni el por qué. Pero pensó que

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jamás había llorado con un dolor similar al que en aquel momento le quemaba
en la garganta.

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Nel entró en su despacho. Era una habitación pequeña, muy luminosa y


repleta de libros colocados en perfecta armonía. Traía consigo dos carpetas
que le había fotocopiado Rip. Dorian lo acompañaba. Nel se dirigió a una
mesa circular pequeña que tenía junto a la ventana. Sobre la mesa, descansaba
un pequeño portátil.
—Ninguna de las víctimas es de Londres ni de sus alrededores —dijo
Dorian—. Así es imposible…
Nel abrió su pequeño portátil.

Doctor Emanuel Mason. Caso 122:


1 de Marzo de 2013:

Miró la fecha detenidamente. Hacía tres años, sí exactamente tres, de su


último caso. Respiró hondo, esta vez tampoco lo tendría fácil. Ya sabía de
antemano, la complicación y diversidad de los rituales vampíricos. A
diferencia de lo que la mayoría pudiera pensar al oír esa palabra
«vampirismo» nada tenía que ver con la versión fantástica o romántica que
ordinariamente tenía. «Vampirismo» para ellos eran rituales de sangre, muy
utilizados por diferentes civilizaciones, muy difíciles de localizar, y por
desgracia, los que los ejecutaban solían ser muy numerosos.
Como siempre comenzaba sus apuntes de cada caso, por la descripción de
las víctimas. Rip le había dejado las fotos de las víctimas encontradas en
Sudamérica hacía unos años, Nel ni siquiera estaba seguro de que se tratara
del mismo ritual. En Colombia eran varones. Sin embargo, las víctimas de
Londres, eran todas mujeres, si es que podía llamarlas mujeres. Eran menores
de edad, jóvenes niñas.
Ninguna de ellas había recibido la misma muerte. Hojeó sus fotos y las
autopsias. En total tenía trece víctimas, y al menos había diferenciado tres
muertes diferentes. Una de estas muertes era la de los orificios en ciertas
partes del cuerpo. Milimétricamente no estaban justamente en el mismo sitio
y eso le extrañó. Luego, había un segundo tipo de muerte, era como la víctima

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que había podido ver aquella mañana, convertida en un amasijo de carne y
huesos. Se descartaba que hubiesen usado animales según la autopsia. Así que
solo cabía la posibilidad de que fueran varias personas las que causaran las
heridas a la vez, o bien usaran algún tipo de aparato de tortura similar a los
usados en la edad media. Miró al tercer tipo de muerte y en seguida dirigió su
mirada hacia la estantería.
Dorian lo observaba. Era llamativa la forma de trabajar de Nel. Sin duda
era una persona incapaz de trabajar en equipo, entre otras cosas, porque no
creía que hubiese mente capaz de seguirle. Dorian se dispuso a irse. Había
acompañado a Nel hasta su apartamento, ella era la que traía la caja de cartón
negra que Nel había dejado a Rip. Dorian dirigió su mirada hacia la etiqueta y
leyó aquel nombre tan familiar ya para ella, «Natalia». Ella también era
conocedora de los documentos de su interior, cada estudio de Nel sobre la que
podría ser una de las mentes más prodigiosas del planeta, pero vetada por un
instinto incurable. Dorian tan solo esperaba que aquella mujer no volviera a
aparecer en la vida de Nel. Ya una vez estuvo a punto de matarlo, pero no era
ella precisamente por lo que Dorian temía. El caso de la Décima Docta nunca
se cerró, y Emanuel estaba aún dentro del juego.
Dorian se asomó por la ventana.
—Yo me voy —dijo a su compañero.
Nel ni siquiera la miró. Había cogido un libro de la estantería. Dorian
sonrió. Se acercó a él y le acarició la mejilla mientras se dirigía hacia la
puerta.
—Mañana me cuentas —dijo con la puerta ya abierta.
Nel levantó la mano para despedirse sin despegar su mirada del libro.
Dorian cerró la puerta.
Nel se dirigió hacia su mesa. Giró la palanca de la persiana veneciana. Ya
era por la tarde y entraba menos luz, quería aprovechar los últimos rayos
naturales del día. Se oyó la puerta principal del apartamento cerrarse, Dorian
se había marchado.
Respiró hondo, miró su portátil. Había llegado la hora. Releyó lo que
acababa de escribir «Caso 122», pasaba página al fin. El caso de la «Décima
Docta» quedaba atrás. Se sintió mejor de lo que esperaba y despertó en su
interior un ansia que ya ni recordaba. Le gustaba aquella sensación. Todo
volvía a ser como antes, como antes de aquello, como antes de «ella». Nuevas
víctimas, nuevos asesinos, un nuevo ritual. Una película había comenzado
delante de sus ojos y estaba impaciente por ver su desarrollo. Pocas piezas
para construir lentamente un puzle que le llevara hacia los asesinos, piezas

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con las que derrumbaría un legado quizá milenario. El juego había
comenzado dentro de él, y agradeció a Rip que lo sumergiera en aquel caso.
Quedaban innumerables horas de trabajo por delante. Movió el ratón del
portátil, ya que la pantalla del ordenador se había vuelto oscura. Miró el libro
de gruesa pasta marrón que tenía sobre la mesa. Con su otra mano cogió la
foto de una de las víctimas. Abrió el libro y buscó en el índice. «Aparatos e
instrumentos de tortura de la edad media».

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Lara esperaba a Grace en la puerta de la escuela. Se detuvo a mirar un cartel


de la pared, en la que aparecía una joven con la cara cubierta por una máscara
blanca. Era una fiesta de carnaval veneciano. Lara sonrió, sonaba bien. Nunca
había ido a ninguna fiesta similar.
Alguien se apoyó en la baranda de las escaleras de mármol por las que se
accedía a la escuela. Olía muy bien, quien fuera que estuviera tras ella. Era
evidente que usaría perfume bueno, con un acertado toque de canela. Lara se
agarró a la baranda, no se atrevía a girarse, ni a mirar a través del cristal de la
puerta el reflejo de quien la precedía. La intuición ya era suficiente. Se oyó el
sonido de papel de partitura rasgarse uno con otro. Lara tomó aire. Se apartó
de aquel lado de la escalera con disimulo.
Se lamentó terriblemente de su acción. Se había apresurado tanto en
alejarse de él, que había olvidado en el suelo su mochila. El chico en seguida
se percató y la recogió del suelo. Ahora no tenía escapatoria, tendría que
mirarlo de frente.
—Te olvidas esto —escuchó a su espalda y se vio obligada a girarse hacia
él.
Las ondas rojizas de su pelo caían a ambos lados de sus ojos, de un
llamativo tono turquesa. Lara en seguida recogió su mochila, que el chico ya
alzaba con una mano.
—No creo que lleves dentro ningún instrumento —sonrió él.
—No —respondió ella girándose hacia la puerta, dándole la espalda de
nuevo. Grace no aparecía.
—Solo unos cuantos privilegiados pueden decir que llevan el instrumento
en la garganta —dijo el chico y tras sus palabras Lara se vio obligada a
girarse hacia él—. ¿Lírica?
Lara asintió. Él se colocó una mano en el pecho.
—Piano —dijo.
Lara estuvo a punto de sonreír.
—Mi nombre es Eric —dijo él y ella no respondió.

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Grace no aparecía en el hall pero sí una de las amigas del Eric. La que
compartía con él el mismo tono de pelo. Salió a prisa y se colocó junto a él.
—Están recogiendo —le dijo al chico. Lara supuso que se refería al resto
de sus amigos.
La chica se adelantó a Lara fijándose en el cartel que anunciaba la fiesta
veneciana. Lara la miró de reojo. Tenía la misma cara de Eric, el mismo pelo,
y mismo color de ojos. La chica la miró de repente, y sonrió amablemente.
Lara desvió su mirada. Se sintió estúpida. Grace seguía sin aparecer.
La joven y Eric se miraron contrariados. Pero la chica nuevamente sonrió
y se acercó a Lara, que estuvo a punto de dar un paso hacia la izquierda para
alejarse. Pero en seguida divisó a su amiga. Tuvo que pestañear dos veces.
Grace venía acompañada del otro chico del grupo y de una de las chicas, la
rubia.
Lara se apoyó en la otra baranda de la escalera confundida, nerviosa y
avergonzada. Un leve calambre le sacudió el interior de la cabeza. Grace y los
dos jóvenes se detuvieron.
—Y ellos son Eric y Christine. —Dijo el joven presentando a sus amigos.
Lara, que miraba hacia el hall aún, aunque Grace ya estaba a su lado, no
pudo evitar sonreír al escuchar esos nombres. Eric pareció leerle el
pensamiento ya que en seguida se dirigió a ella.
—Nuestro padre adora «El fantasma de la ópera».
No cabía duda de que eran mellizos, nunca había visto unos hermanos que
se parecieran tanto entre sí. Lara bajó un par de escalones, Grace entendió en
seguida a su amiga.
—Encantada —les dijo—. Hasta otro día.
Los jóvenes se despidieron de Grace y también dirigieron alguna sonrisa a
Lara. Fue Eric el único que mantuvo su mirada en ella hasta que la joven
hubo bajado el último escalón.
—Grace —la reprendió en cuanto se alejaron.
—Venga ya, si son guapísimos —rio Grace.
—Grace… —Lara negó con la cabeza—. ¿Crees que tengo tiempo de esas
cosas?
—¿Y qué me dices de tu lista de deseos? —Grace se detuvo.
—No… —Lara negaba con la cabeza. Otro calambre pareció mover su
cerebro.
—Por cierto. —Lara sacó de su bolso un sobre—. Me lo ha dado tu
madre. Dice que llegará hoy tarde a casa. Esto es para nosotras.

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Lara cogió el sobre y miró en su interior. Vio la foto de la chica de la
máscara. Sonrió, nada le apetecía más que esa fiesta. Las dos jóvenes
sonrieron. Lara sintió como sus párpados comenzaron a pesar toneladas.
Aquellas sensaciones eran las que le hacían atormentarse y lamentarse de su
mala suerte, «De dos a seis meses».

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Nyitra 18 de Enero de 1601

Había nevado durante toda la noche. Llevaba puesto el abrigo de uno de sus
hermanos mayores. Hacía mucho frío, y aunque el abrigo le estaba grande, era
de pelo de animal y le abrigaba más de lo que podían hacerlo los harapos con
los que vestía por costumbre.
Kiva iba a su lado. El animal caminaba dando saltos, ya que sus patas se
hundían en la nieve. Mirsha estaba agotado, le costaba andar con una cuarta
de nieve bajo sus pies. Atravesó uno de los caminos que llevaba hasta el
pueblo y se adentró aún más en el bosque. Llevaba mucho tiempo caminando,
y casi no valoraba lo que tendría que caminar de vuelta a casa. Por eso había
salido a tempranas horas de la mañana. Tendría todo el resto del día para
regresar a casa.
Llevaba en el interior de una bolsa, atada a la cintura con una cuerda, dos
trozos de pan y un pequeño pedazo de queso que le había dado un vecino del
pueblo la noche anterior. El pobre hombre sufría de reuma y se acentuaba el
dolor los días de tanto frío. Mirsha le llevaba diariamente sopa que hacía su
madre y el hombre quiso agradecérselo con el queso. Mirsha omitió a su
madre tan sabroso detalle, guardándose el manjar para él solo.
Levantó la vista hacia la montaña. El castillo de Cachtice aparecía
majestuoso. Mirsha recordó a Verania. Maldijo a los que se llevaron a su
hermana. Siguió caminando, los pies se le entumecerían de frío si paraba. Pisó
algo duro, así que se detuvo e introdujo la mano en la nieve. Era solo pasto
apelmazado y mojado. Siguió su camino.
Sería casi medio día, estaba muy cerca del castillo. Miró a ambos lados
del bosque. Era peligroso andar por las cercanías del castillo, ya que era un
lugar frecuentado por cazadores, y entre la nieve, no habría diferencia entre
un ciervo y un niño con abrigo de pelo, y un perro. Había oído que la propia
condesa era muy aficionada a la cacería y a montar a caballo, aunque dudaba
que un día tan frío ninguna gran dama saliera a pasear. Tampoco era día de
carruajes, ya que las ruedas se hundirían en la nieve.

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Divisó algo a lo lejos. Quizá tendría suerte. Realmente no sabía qué
esperaba encontrar en el bosque. Tenía demasiadas preguntas, solo necesitaba
resolver una de ellas, y las demás se resolverían solas. Era solo un niño, y lo
que estaba haciendo era más que atrevido, casi estúpido si lo meditaba con
detenimiento. Pero estaba decidido de todas formas. Lo peor que podría
pasarle sería morir, y tras lo que fuera que hubiera después de la muerte,
Verania estaría esperándolo.
Se acercó hacia el punto verde y amarillo que a medida que acortaba
distancias con él, iba tomando forma. Se inclinó para fundirse con la nieve, no
lo verían si caminaba casi a ras del suelo. Kiva pareció imitarlo y se agazapó
también. Mirsha decidió que ya estaba lo suficientemente cerca y se escondió
tras un árbol.
Todo su cuerpo temblaba de frío. Se arrodilló mojando sus ropas con la
nieve. No podía hacer ruido ni moverse. Entornó los ojos, el cielo estaba
despejado, y había claridad suficiente para verlos.
Eran dos personas, y reconoció a una. No había dudas, su contoneo lo
delataba, era el mayordomo de Cachtice, acompañado de otro hombre más
corpulento y de mayor altura. Habían depositado algo en el suelo y se
disponían a marcharse. Mirsha los observó mientras se alejaban. Tenía que
asegurarse de que estaban lo suficientemente lejos. Quería ver lo que habían
abandonado en la nieve, pero no podía arriesgarse aún.
No perdió de vista ni un segundo el punto exacto de la nieve donde se
había sumergido el bulto. Si desviaba la vista tan siquiera un segundo, sería
imposible localizarlo después. Su cuerpo temblaba cada vez con más fuerza.
No podía moverse, tenía que aguantar. Todavía los hombres se apreciaban
alejándose. Si él podía verlos, ellos a él también lo harían.
Introdujo su mano en el interior de la boca de Kiva, era un recurso que
usaba a menudo. El calor de la boca del can, solía descongelar su mano en
pocos segundos. Era difícil mantener la vista fija en un punto en la nieve, y a
la vez vigilar a dos hombres que se alejaban hacia Cachtice. Pero por suerte,
ambos elementos coincidían en un mismo plano.
Comenzó a lamentarse de su poca cordura al atreverse a hacer aquello,
teniendo en cuenta el grosor de la capa de nieve. Le costaría una pulmonía y
quizá la vida, contando con que lograra llegar a casa. No le iba a ser fácil
retomar el control de su cuerpo, tras aquellos convulsivos temblores que
estaba padeciendo. Mojado, entumecido.
Al fin, ambos hombres eran ya solo un punto a lo lejos, sobre la nieve y
en seguida desparecieron por completo. Mirsha se levantó con gran esfuerzo,

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las rodillas le dolían demasiado. Le costó dar el primer paso. El punto en la
nieve no estaba muy lejos. Kiva caminaba despacio, a su lado. El niño apenas
podía andar.
Metió el pie en un agujero y se agarró al gran perro para no caer al suelo.
Dio un par de torpes pasos más y su bota derecha chocó contra una piedra.
Tenía la punta de los dedos de los pies tan congelados que ni siquiera sintió
dolor.
Un poco más y ya llegaría al punto donde los hombres habían depositado
el bulto. Mirsha tanteó con los pies y con las manos. Pisó algo, más blando
que la tierra. Introdujo su mano. Estaba áspero, un saco de grano quizá. Tiró
de él. Sí, era un saco sin duda. Estaba helado y húmedo. Apartó la nieve con
las manos, desenterrando el saco y tirando de él para sacarlo. Pesaba
demasiado para él. Intentó girarlo, darle la vuelta al menos. Tiró de él con
fuerza de nuevo. Gritó. Soltó el saco de repente.
Mirsha dio un paso atrás. La nieve bajo el saco estaba teñida
completamente de rojo. «Hay dentro algún animal». Quizá fuera un animal
contagiado por alguna enfermedad «No. Entonces lo habrían quemado».
Buscó bajo su abrigo, rápidamente sacó un viejo cuchillo roto. Lo clavó en el
saco y lo rajó con él. Sus manos heladas añadidas a los nervios que sentía,
dificultaban el trabajo que conllevaba abrir aquello. Hizo falta un segundo
corte para rajarlo por completo, ya que algo en el interior del saco estaba
pegado a la tela.
Mirsha abrió la boca. No salió ningún sonido de su garganta. Si sus manos
y sus pies estaban helados, su pecho comenzó a arder bajo su abrigo. Eran dos
muchachas metidas en el pequeño hueco. Una de ellas era tan solo un amasijo
de carne y huesos reducido a casi nada. La otra chica no estaba tan mutilada,
era la que estaba boca arriba, la que Mirsha podía ver mejor. Tendría la edad
de Verania, unos trece años. Estaba desnuda por completo, en su cuerpo,
había heridas de diferentes tamaños, numerosos cardenales, y quemaduras.
Mirsha intentó apartarla y el cadáver cayó sobre la nieve. El niño pudo
contemplar su espalda. La habían flagelado con maldad y ahínco. La nieve se
tiñó de rojo en seguida.
El niño apartó la vista del segundo cadáver. El año anterior había visto a
un pastor devorado por los lobos. Nada tenía comparación con aquello. Sintió
como en su estómago algo se revolvía. Dio hasta cuatro pasos atrás.
Eso era lo que hacía con las doncellas el demonio de los bosques.
Innumerables veces se encontraban cadáveres en el bosque, y eran tal y como
los describían los habitantes del pueblo. Mirsha miró Cachtice nuevamente.

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«Ese demonio existe».

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Hasta día de hoy han aparecido trece víctimas de sexo femenino


y de distintas nacionalidades, algunas de ellas pendientes de
identificar aún. Por lo que se puede observar, la forma de matar es
aleatoria, ya que no es un rito de asesinato o tortura. Sin embargo
sí que se pueden distinguir tres formas de muerte, entre las trece
víctimas que han aparecido.
Las víctimas reciben una muerte lenta, ya que lo que quieren
conseguir con estos rituales es la máxima recolección de sangre
posible por cuerpo. De ahí que se produzcan heridas, sin dañar
órganos vitales, y ayudándose tratando a la víctima con
anticoagulantes. Esto me lleva a clasificar el rito como
«vampirismo» algo que parece coincidir con las divagaciones de
Rip y Dorian. Esta razón me abre un abanico de posibilidades, ya
que los ritos de sangre son numerosos en la historia, y llevará aún
más tiempo ir descartando y centrándolo en el ritual concreto.
De momento mi interés está en la forma de matar. El cadáver de
esta mañana era un amasijo mutilado. Y ni siquiera los forenses
están seguros de las armas usadas. Otros cadáveres tienen
perforaciones en el cuerpo. Y solo uno de ellos tiene heridas
completamente distintas. Simples cortes, de poca profundidad, en
todo el cuerpo.
A pesar de tener mis dudas, las muertes me han recordado a
antiguas torturas usadas en la historia. Aunque sin duda es un ritual
ejecutado por numerosos sujetos, no es lo común que todos maten a
la vez a una víctima mutilándola en comandita. Son ritos muy
elaborados en el que solo unos pocos son encargados de las
ejecuciones mientras el resto mira. Por esta razón me he decantado
porque los asesinatos los cometen con algún tipo de mecanismo o
artilugio. Y así al menos me atrevo a aventurar que he encontrado
uno de ellos.

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Son cuatro las víctimas que han asesinado con este artilugio o
una variante similar. En concreto es un sarcófago de hierro, con el
interior provisto de clavos, en donde se introducía a la víctima, se
cerraba el sarcófago y los clavos perforaban el cuerpo. Pero nunca
se perforaban órganos vitales, ni cuello ni cabeza, ya que lo que se
pretendía era alargar todo lo posible la agonía de la víctima. Hay
varios tipos o variantes de este artilugio, el más conocido «La
doncella de hierro».
El otro artilugio aún no lo he concretado. Pero cada vez tengo
menos dudas de que es un aparato de similares características,
provisto de cuchillas, pero con alguna movilidad, de ahí los
desgarros y mutilaciones.
El que las víctimas sean unas desconocidas dificulta la
investigación. En primer lugar, porque al no desaparecer ni siquiera
en este país, hace imposible saber quien las rapta. Y por otro lado,
tampoco conocemos datos de su vida que pueda determinar qué
tienen en común con el resto. Esta vez al no estar limitado en el
espacio la selección de víctimas, tener un perfil de ellas, no nos va
ayudar a salvar a ninguna, pero para mí es necesario para
determinar el origen de este ritual.
Está completamente descartado que sea un moderno ritual
«vampírico», habiendo hallado la «Maquinaria» utilizada no tengo
dudas que es un ritual con siglos de antigüedad, datado al menos
entre el siglo X y XIX, en los que se utilizaban aparatos de tortura
similares a la doncella de hierro. Pero eso no me hace descartar
otros rituales con sangre más primitivos. Ya desde los Incas era de
gran importancia desangrar al enemigo e incluso comerse el
corazón del vencido. Insisto que esto es un caso de «vampirismo»
clásico. ¿Qué se quiere encontrar en la sangre? Para eso es
imprescindible conocer el perfil exacto de la víctima, en él está la
respuesta.

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Nel iba colocando las fotos sobre la mesa rectangular del desordenado
despacho de Rip. Terminó de posicionar la quinta y última ilustración. Dorian
tomó una de ellas para observarla con detenimiento. Era un sarcófago de
hierro semiabierto, su interior estaba provisto de pinchos. La imagen le heló
la sangre.
—La doncella de hierro —dijo Rip tomando una de las fotos.
—Es la explicación de los orificios de la muerte de al menos alguna de las
víctimas.
—Pero… —Dorian tomó la foto de otro modelo de «doncella de hierro»,
una versión más lujosa del aparato— las víctimas son de altura y complexión
distintas. Un aparato de medidas estándar no puede causarles las heridas en
los mismos puntos físicos.
—Este aparato está provisto de un mecanismo para regular las cuchillas o
pinchos. De forma que se claven en zonas estratégicas para avivar el flujo de
sangre, pero sin tocar puntos vitales. No se pretendía una muerte rápida sino
una tortura.
—Las víctimas presentan restos de anticoagulantes —dijo Rip convencido
—. Se aseguran de no desperdiciar ni un centímetro cúbico de sangre.
—Nos situamos entonces en el s. XIX que es cuando se comienza a utilizar
este aparato. —Añadía Dorian.
—No. —Nel enseguida corrigió—. Está demostrado su uso siglos antes.
Necesito saber más sobre las víctimas.
Nel miró a Rip y este pudo percibir la desesperación en el rostro de su
amigo. Era cierto que Nel había cambiado, y perdido el temple y la frialdad
por la que se caracterizaba su comportamiento respecto a las investigaciones.
Pero quizá este nuevo sociólogo pudiera dar más en aquella diferente forma
de concebir las cosas.
—De las víctimas no sabemos nada ni sabremos nada —respondió Rip—.
No son británicas. Diferentes nacionalidades, sudafricanas, sudamericanas o
de países del este. Han podido ser compradas en alguna red ilegal.

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Nel guardó silencio. Estaba acostumbrado a analizar las características de
las víctimas para llegar al origen de los rituales, era un elemento
indispensable, irremplazable. Tendría que cambiar de táctica.
—Jóvenes adolescentes —dijo casi para sí. Era lo único que sabía de
ellas, jóvenes adolescentes, sin nombre, sin familia, casi sin rostro,
desangradas y cruelmente torturadas. Tenía que pararlo, él era responsable en
gran medida de que se dispararan los casos de asesinos colectivos. Desde
aquel ritual inaudito de la décima docta el concepto criminal había cambiado
y los desequilibrados de todo el mundo se sentían cada vez más atraídos por
los cultos de sangre. Reuniéndose y organizándose para cometer los crímenes
más horribles que había podido ver en toda su carrera. «Como en la
antigüedad», cuando nadie era capaz de descubrirlos, cuando no existía la
ciencia forense y escaseaba la cultura. Nada había cambiado, el patrón era el
mismo, numerosos adeptos cegados por la fe, mezclados con auténticos
psicópatas que solo necesitaban una excusa para matar, dirigidos por personas
de tremendo poder. Y las víctimas, simples plebeyas indefensas por las que
nadie se atrevía a hacer nada.
Aquella organización en concreto parecía seguir las normas antiguas, ya
que una «plebeya» de un país moderno, tiene familia y una red policial que
investigaría su muerte como si se tratara de la hija de un rey, presionados por
toda una nación volcada en la causa. Sin embargo, estos miserables acudían a
países en los que todo esto no fuera posible, a redes cuyas mafias nunca los
delataría. Dinero ilimitado, era la característica principal de cualquier orden y
sabían a quien acudir para atender sus necesidades. Mafias en las que
encontrar donantes involuntarios de órganos, niños, mujeres para su
explotación sexual. Demasiado difícil. Tomó aire y lo expulsó poco a poco.
«No es el camino».

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Victoria estaba de pie. Llevaba un vestido largo blanco. Las diminutas ondas
de su pelo caían por su espalda y llegaban hasta los muslos. Bajó los
escalones lentamente. Iba descalza, notaba bajo sus pies la suave moqueta
roja. Tomó aire, el aroma era diferente en aquella parte del castillo. Avanzó
por el pasillo hasta llegar a un gran salón. Las paredes eran de piedra color
gris, y lo presidía un elevado sillón o lujoso trono.
Se detuvo ante el trono un instante, pensativa. Se giró para después
sentarse sobre él. Una vez acomodada, recorrió con su mirada el oscuro salón.
Las personas que la habían seguido se habían repartido por el gran habitáculo.
Justo frente a ella a unos cinco metros, había una especie de bañera redonda a
ras del suelo. En uno de los lados de la bañera circular, comenzaba una
canaleta de unos cuatro o cinco metros de largo que llevaba hasta un
sarcófago vertical.
Estaba iluminada por varios focos. Era una obra de arte, una variante de
lujo de la popular «Doncella de hierro». Un sarcófago de dos puertas que
representaba una especie de diosa de largos cabellos, con la cubierta tallada
en oro macizo y repleta de incrustaciones de piedras preciosas. Victoria alzó
su mirada hacia el alto techo, allí había una jaula de forma esférica, sujeta con
una pesada cadena fijada al suelo.
Dirigió su mirada hacia la izquierda. En un altar, había dispuestas cuatro
mesas con forma humana, muy cerca una de la otra. Bajo ellas, canaletas
como las de la bañera cruzaban de un lado a otro de la habitación formando
algún tipo de símbolo inapreciable desde aquella perspectiva.
Un hombre se acercó a Victoria y le susurró algo al oído. Ella inclinó la
cabeza en señal de aprobación. El hombre hizo una señal con el brazo a
alguien que se encontraba cerca de la «Doncella de hierro». Dos muchachas
se acercaron a él y se dispusieron a seguirlo. Victoria las observó, eran
jóvenes, envidiablemente jóvenes. Una de ellas tenía el pelo rubio, la otra,
ondas castañas rojizas que caían hasta la mitad de su espalda. Esta miró a
Victoria y esbozó una leve sonrisa.

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Abrió los ojos, se había quedado dormida. Nada había sido una pesadilla,
«inoperable», era real. Miró el reloj, sus padres no la habían despertado
aquella mañana para ir a clase. «¿Para qué?». Ni siquiera llegaría con vida a
final de curso.
Bajó las escaleras mientras pensaba, seguramente le diría a sus padres que
no continuaría en Londres las próximas semanas, quería viajar, hacer algo
antes de…
No lloró, sentía los párpados pesados, aquella noche había llorado lo
suficiente, ya no había más lágrimas. Tenía un examen de canto aquella
misma tarde, sonrió al recordarlo. Habían venido examinadores desde Italia,
necesitaba su aprobación. De nada le serviría su aprobado ya, pero llevaba
meses preparándose para aquel examen. Tenía que hacerlo, comprobar que de
verdad había nacido para la música. Miró el reloj, aún quedaban horas, tenía
tiempo suficiente para preparar su voz. Su garganta no estaba en su mejor
momento, el llanto la había inflamado.
Sonrió de nuevo. Necesitaba un día de descanso para luego afrontar su
destino fatal, un solo día, «hoy», para hacer lo que siempre deseó, «tengo que
cantar».
Cogió el teléfono para llamar a su madre. El teléfono se le cayó de las
manos, el dolor llegaba pero no era su prioridad en aquel momento. Volvió a
marcar.
—Mamá.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

—¿Qué te pasa Mirsha? —oyó la voz de su madre—. No comes nada, ¿te


encuentras mal?
Mirsha miró a su madre. No había relatado lo que había visto en el interior
del saco de grano, en mitad de la nieve. Y menos aún, quién había depositado
el saco allí.
Mirsha alargó la mano y cogió un bollo de pan oscuro de la mesa.
—Mamá —dijo al fin el muchacho—. Qué hay que hacer cuando…
La madre de Mirsha frunció el ceño.
—¿Cuando qué hijo?
Mirsha guardó silencio un instante.
—Si se descubre que ese demonio del bosque que mata doncellas… es
alguien de por aquí.
—Pues supongo que decírselo a la señora de estas tierras.
—¿Y si no se le dice a ella? ¿A quién más?
—¡Ay Mirsha! No lo sé. ¿A qué vienen esas cosas?
—¿El pastor lo sabrá? —aquello despertó una idea en Mirsha.
—Deja ya esas historias o terminarás teniendo pesadillas.
Se oyó un portazo antes de que su madre acabara la frase. Mirsha ya no
estaba.

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Miró el reloj. Aún quedaba más de una hora para la audición. Su madre le
había cedido una de las salas para calentar la voz y ensayar algo más junto
con un pianista, «el mejor de toda la escuela», fueron las palabras de su
madre. Lara habría preferido que fuera su padre el que tocara en el examen,
sin embargo, su madre opinaba que no era una buena idea tal y como estaban
ahora las cosas.
Llegó a la sala treinta y cinco, justo la que su madre le había indicado.
Lara abrió la puerta y el sonido del piano procedente del interior inundó el
pasillo. Se apresuró a entrar y volver a cerrar la puerta, una de las normas de
la escuela.

Se giró hacia el piano que desprendía suaves notas. El asa de su bolso


resbaló de su hombro brazo abajo. El pianista ni siquiera la miró. Estaba
interpretando «Moonlight sonata». Lara se detuvo a escucharlo
silenciosamente. Era parte de la disciplina en la que se había educado, no
interrumpir a un artista mientras tocaba.
El pelo ondulado de Eric tapaba parte de su cara. Lara cerró los ojos, le
encantaba aquella música. Sin duda su madre había hecho una buena elección.
El chico era un gran artista. La música dejó de sonar de repente y Eric se giró
hacia ella.
El joven sonrió y su magnífica dentadura resaltó entre sus gruesos labios.
—¿Estás nerviosa? —preguntó.
Lara negó con la cabeza mientras soltaba su bolso en una mesa.
—No sé si te ha dicho mi madre que ha habido un cambio de última hora.
Eric asintió mientras buscaba la partitura.
—La antigua elección era más espectacular —dijo él— ¿por qué el
cambio?
Lara arqueó las cejas mientras lo miraba, aprovechando que él se
encontraba de espaldas. Al ver que Lara no respondía se giró nuevamente
hacia ella.

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—He visto en las notas los tonos que alcanzas, no entiendo el cambio —
añadió.
Lara cogió una banqueta y se sentó junto a él. Eric olía bien, una mezcla
de canela que ya recordaba de la tarde anterior. «Limítate a tocar y deja de
hacer preguntas». Lo miró y en aquella distancia los ojos azul turquesa de
Eric la intimidaron. Sin embargo, logró responderle, como si no fuera la
primera vez que hablaba con él.
—Desde pequeña, mis padres me llevaban a numerosos conciertos. Fue
«Carusso» la canción que hizo que yo decidiera dedicarme a la lírica.
Eric sonrió.
—Tu madre me ha dado estos tonos. Comprueba que estén bien —añadió
él—. Tenemos más de una hora. Las audiciones van con retraso.
Lara hizo una mueca. Quería acabar con la audición cuanto antes. El estar
a solas con Eric le aturdía, le incomodaba. Tenía que haber dejado que Grace
le acompañara. Rozó con el codo una de las teclas del piano y este sonó. Lara
retiró el taburete para alejarse un poco más.
—Están bien —dijo levantándose y dirigiéndose hacia el otro lado del
piano.
Eric colocó su taburete en el centro y comenzó a tocar las primeras notas.
Levantó las manos y se detuvo. Miró a Lara y esta asintió con la cabeza.
«Carusso» sonó lento y elegante. Lara cerró los ojos y se concentró en el
compás de los dedos de Eric. Aún desde donde se encontraba podía percibir el
peculiar olor de Eric. La música la envolvió.

Qui dove il mare luccica,


e tira forte il vento

La voz de Lara hizo que Eric levantara la vista hacia ella.

sulla vecchia terrazza,


davanti al golfo di Surriento

Notó como sus vellos se erizaban y su frecuencia cardiaca se aceleraba a


medida que se acercaba el estribillo.

uno uomo abbracia una ragazza

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dopo che aveva pianto,
poi si schiarisce la voce,
e ricomincia il canto

La voz de Lara rompió.

Te voglio bene assai


Ma tanto tanto bene sai
É una catena ormai
Che scioglie il sangue tinto vene sai…

Eric continuó tocando sin la voz de Lara ansioso por que la letra continuara.

Vide le luci in mezzo al mare,


penso alle notti là in America

La garganta de Lara era un prodigio tal y como le habían contado. Notaba


como las teclas del piano iban solas y las notas bailaban enredándose en la
voz de la joven. Cerró los ojos un instante para sumirse por completo en la
música.

senti il dolore nella musica,


e si alzo dal pianoforte

Y otro estribillo magistral lo obligó a abrir los ojos y dirigirlos directamente


hacia ella.

Te voglio bene assai


Ma tanto tanto bene sai

Era sumamente fácil interpretar junto a Lara.

É una catena ormai

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Che scioglie il sangue tinto vene sai…

Eric sonrió, no tenía palabras, las palabras sobraban. Comenzó a tocar de


nuevo, Lara tenía esa magia que todo músico desea encontrar en una voz. Y
sintió la necesidad de oírla de nuevo.

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Había hecho falta excavar más de un metro. Las víctimas estaban cubiertas de
arena aún. Eran tres, dos abajo y una tercera yacía sobre ellas bocarriba.
Estaban muy sucias, pero era apreciable que al menos dos de las muchachas
tenían la piel oscura.
Nel se acercó a la fosa y se inclinó hacia las jóvenes. Los flashes de las
cámaras sonaban a su alrededor. Una multitud de ruidosos periodistas se
apilaban tras el cordón policial. Se encontraban en las afueras de Oxford, en
un lugar tranquilo y poco transitado. Intentó apartar de su mente el ruido de su
alrededor y se concentró en las víctimas, guardando especial cuidado en no
perder el equilibrio y caer en la fosa junto a ellas.
Las piernas de la chica superior estaban ya limpias de tierra, bajo ellas, se
apreciaba la cabeza de las otras dos. Se podían observar ya las heridas de sus
cuerpos, al menos parcialmente. Eran tres muertes diferentes. Una de ellas
tenía los orificios característicos de la doncella de hierro, una segunda
presentaba cortes profundos, y una tercera estaba completamente destrozada.
Nel se irguió, notó a Rip a su espalda.
—Llevan muertas menos de veinticuatro horas. —Dijo Rip—. Ayer por la
tarde o por la noche.
—¿Murieron a la vez? —preguntó Nel. Dudaba que la respuesta fuera
afirmativa. Era complicado, graduar tres torturas diferentes para conseguir
una muerte al mismo tiempo.
—Ahí tienes a la forense, puedes preguntarle lo que quieras.
Nel no dudó. Se retiró de la fosa y se acercó hacia una mujer de mediana
edad, muy delgada, con la piel pálida, el pelo oscuro y los dientes
amarillentos.
—Encantada de verle de nuevo por aquí doctor —dijo la mujer en cuanto
lo vio.
Nel no sabía de qué conocía a aquella mujer, no recordaba haberla visto
con anterioridad, pero aun así sonrió.
—Necesito hacerle unas preguntas —respondió con tono cortés.

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La mujer se acercó a él la distancia suficiente como para que nadie más se
enterara de la conversación. Nel se sintió incómodo y la mujer se vio obligada
a justificar su reacción.
—Están sucediéndose demasiados filtros a la prensa —sonrió.
Nel asintió.
—Necesito saber, qué exactamente les ocasiona la muerte. —Preguntó el
doctor.
—La pérdida de sangre sin ninguna duda. Hay un tipo de tortura de
heridas más profundas, y desgarros. Pero se presupone que cuando llegan a
órganos vitales las jóvenes han perdido la suficiente sangre como para estar
ya muertas o moribundas. Les inyectan anticoagulantes en dosis altas.
—Sufren otro tipo de maltrato antes, abusos…
—Hay fracturas en algunas ocasiones y hematomas anteriores a esas
torturas, sin ninguna duda, no son bien tratadas. Abusos sexuales… para nada,
de hecho, ninguna de ellas parece haber mantenido relaciones sexuales nunca.
Los ojos de Nel se abrieron como platos, algo se encendió en su interior,
sus vellos se erizaron y un nombre se grabó en su mente. Miró a su alrededor,
Rip y Dorian hablaban junto a la fosa en la que se encontraban las víctimas.
Se giró y avanzó a gran velocidad alejándose de todos ellos. La doctora
forense se sorprendió de la reacción de Nel. Ni siquiera se había despedido, su
expresión había perdido todo tono cortés. Algo había hecho huir al doctor
Mason.
Nel no deparó ni en Rip ni en Dorian, no eran su prioridad. Necesitaba
llegar a casa y comprobar en sus libros si su única intuición era certera. Si era
así, aquella organización se basaba en una de las mentes más perversas y
sádicas de la historia.

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Eric tocó las últimas notas y cerró el piano.


—Creo que ya es la hora —dijo.
Lara miró el reloj, el tiempo había pasado demasiado rápido. Llevaba más
de una hora con Eric y sus terribles dolores de cabeza no habían aparecido.
Levantó la mirada y se encontró con la de el joven.
—No tienes de qué preocuparte —la tranquilizó—. Solo tienes que volver
a hacerlo tal y como lo has hecho aquí.
Lara esbozó una leve sonrisa. La presencia de Eric parecía ser más
efectiva que la nueva medicación.
Eric apoyó un codo sobre el piano y colocó la barbilla sobre su mano.
—¿Qué haces después del examen? —preguntó.
Lara, que estaba recogiendo su bolso, se giró hacia él sorprendida por la
pregunta. Abrió la boca para responder, pero cantarle a Eric parecía más fácil
que hablarle.
El joven no esperó la respuesta.
—Te esperaré fuera de todas formas —dijo levantándose del taburete.
Miró hacia la puerta en la que a través del cristal podía apreciarse el rostro de
su hermana Cristine.
Lara se sorprendió al verla, desconocía el tiempo que la chica llevaba allí.
Sintió un leve pinchazo en la cabeza. La forma en la que Cristine la miraba le
helaba la sangre sin razón. Su rostro era idéntico al de Eric, pero su presencia
producía escalofríos, nada que ver con la calidez que desprendía su hermano.
—Tengo que irme —dijo Lara rápidamente.
Salió de la sala a toda prisa, haciendo una mueca a Cristine en señal de
saludo, sin detenerse ante ella ni un instante. Lara en seguida se perdió entre
la multitud de alumnos que aguardaban en el pasillo.
—¿Qué haces aquí? —le espetó en seguida su hermano.
—Quería oírla —respondió ella.
Eric salió de la sala rebasando a su hermana, rozándole el hombro con
brusquedad. Cristine, sorprendida por la reacción de su hermano intentó

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agarrarlo por la chaqueta. Eric fue más rápido y en seguida se perdió de su
vista entre el resto de alumnos.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Mirsha encontró al Pastor del pueblo en el cementerio. Al parecer acababan


de enterrar a un bebe de pocos meses. Los inviernos en Nyitra en muy duros,
pocos niños podían sobrevivir a ellos.
Esperó con paciencia junto a Kiva, hasta que los familiares de la criatura
se marcharan. Cuando comprobó que el Pastor estaba completamente solo, se
acercó con cautela, comprobando a cada paso que realmente no quedaba
nadie por allí.
El Pastor se encontraba frente a un montículo de tierra en el que habían
apartado la nieve. Mirsha comprobó como las flores que descasaban en el
montículo estaban aún congeladas por el hielo que las habría cubierto toda la
noche.
El Pastor pareció sentir la presencia del niño y su perro y se giró hacia
ellos. En seguida lo reconoció.
—Mirsha, ¿qué haces por aquí? —preguntó el hombre extrañado.
—Quería hablar con usted sobre algo —respondió el niño con
tranquilidad.
El Pastor frunció el ceño, si bien la familia de Mirsha era de las familias
más fieles en cuanto a la religión, Mirsha nunca pareció tener interés en temas
espirituales.
El niño se acercó al Pastor y volvió a comprobar que no había nadie en los
alrededores. Se detuvo junto a él, y miró hacia la montaña.
—¿Llegó a ver a Verania muerta? —preguntó sin dudar.
—Ya te dije que no.
El niño lo miró con firmeza.
—¿Y las muchachas que se encuentran en el bosque? ¿Dónde se
entierran? —volvió a preguntar.
El hombre colocó su mano sobre el hombro del niño.
—Aquí en el cementerio. —Respondió.

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—No hay ningún demonio en el bosque, como tampoco hay extrañas
fiebres —no era una pregunta, afirmaba con convicción.
El pastor abrió la boca para añadir algo a la afirmación del niño. Pero
Mirsha no le dio margen.
—Vi a Juan Ujvary, mayordomo de la condesa, arrojar un saco con dos
jóvenes muertas en el bosque. Verania no murió de ninguna enfermedad.
Ninguna joven que vaya al castillo vuelve.
El Pastor se acuclilló con su mano aún en el hombro del niño. Kiva estaba
junto a ellos, demasiado cerca, tanto que el hombre pudo notar el cálido jadeo
del can.
—Mirsha…
—Vi el carruaje negro, escuché los gritos. La bruja Darvulia vio a
Verania, fue ella quien les dijo que mi hermana ya tenía la edad suficiente.
Los ojos del niño brillaron. Algo en la mirada del Pastor decía que no
estaba sorprendido de lo que estaba oyendo, aunque la edad de la voz que le
hablaba de aquella manera sí que era sorprendente. El niño levantó su
pequeño brazo y señaló, el Pastor siguió con la mirada la dirección que el
niño le indicaba. El gran castillo de Cachtice.
—El demonio de los bosques, el que mata a las doncellas, vive allí —
demasiada valentía para tan corta edad—. Y quiero que me diga qué hay que
hacer para que pare de matar.
El Pastor abrió la boca para responder, pero se detuvo a meditar que quien
tenía delante a pesar de hablar como un adulto era tan solo un niño. Un niño
que no había tardado en deducir lo que solo unos cuantos sabían con certeza,
y de lo que nadie, absolutamente nadie se atrevía a hablar. La señora de
aquellas tierras no era una noble cualquiera, era una de las mujeres más
poderosas de Hungría, emparentada con príncipes, reyes. ¿Qué plebeyo iba a
ser capaz de denunciarla? ¿Y qué rey los escucharía?
Mirsha esperó la respuesta del Pastor, pero el silencio continuaba.
—Hijo —dijo al fin.
Mirsha tomó aire, su corazón se había acelerado, y su sensación térmica
había subido unos grados.
—Solo un rey podría, pero aún así, nadie se atrevería a…
Mirsha no apartaba su mirada de Cachtice.
—Yo lo haré —respondió—. En cuanto tenga la edad suficiente lo haré.
El Pastor sonrió porque verdaderamente sonaba real lo que el pequeño
decía. Apretó con fuerza el hombro del niño, este apenas tenía capacidad para
analizar con cordura sus propias palabras. El hombre no lo contradijo. Con los

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años cambiaría de parecer, contando que llegara a la edad adulta, ya que
pocos niños de la zona lo conseguían. A pesar de ello, admiró su postura.

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Nel entró en su estudio soltando abrigo y llaves en el primer lugar que


encontró. Encendió su portátil y se dirigió a la estantería. Buscó con su dedo
índice entre los títulos en los lomos de los libros. Notaba sus vellos aún
erizados, y sin duda su tensión estaría ligeramente alta. No estaba ante un
caso cualquiera y aunque tenía que documentarlo con atención y precaución,
su instinto le decía que estaba en lo cierto.
Y si estaba en lo cierto, no lo tendría fácil. Apilaba uno tras otro los libros
en su mesa y los fue abriendo con rapidez, «La doncella de hierro» ahora
parecía evidente, «Rituales de sangre», «Vampirismo». Todo encajaba.
Jóvenes torturadas, desangradas. Se detuvo en una ilustración, una especie de
bañera llena de sangre, alguien la removía con algún tipo de instrumento.
«Ella». Decían que ella fue la musa del creador de los vampiros de ficción.
«Transilvania».
Se sentó sin apartar la mirada de la ilustración. Su ordenador estaba
preparado.

Este ritual se realizó a finales del siglo XVI principios del XVII.
Cerca de Nyitra, Transilvania, tras los muros del castillo de
Cachtice y por orden de una de las mentes más perturbadas de la
historia, Erzsébet Báthory, más conocida como la condesa
sangrienta. Una de las mujeres más poderosas de la Hungría de la
época. Aún tengo que documentarlo, pero no tengo dudas.
Dice la leyenda de la condesa, que se bañaba en sangre de
jóvenes vírgenes, para conseguir la belleza eterna. Para ello,
recurría a diversos aparatos de tortura, entre ellos la doncella de
hierro, y una jaula colgante en forma de esfera, con su interior
cubierto de cuchillas (eso explicaría que se encuentren cuerpos
mutilados). Se dice que llegó a matar a más de seiscientas jóvenes
de los alrededores de Cachtice, algunas raptadas y otras a las que
ofrecía trabajo como doncellas en su castillo. No era la propia

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condesa la que las elegía, tenía un grupo de personas que hacían
ese trabajo por ella así como también se deshacían de los cuerpos.
Personalmente nunca he creído en ninguna teoría sobre
Báthory, ya que en la época eran muy frecuentes las falsas
acusaciones sobre brujería, sobre todo cuando una sola mujer tenía
demasiadas tierras y ningún ejército para defenderla. También es
verdad que la condesa se sale de cualquier patrón de perfil asesino
conocido, y la razón por la que mataba, «juventud eterna» no es
más que un absurdo. Aún teniendo en cuenta la incultura de la
época, Erzsébet era una mujer instruida, demasiado instruida para
su tiempo. ¿Hasta dónde llegaba su locura?, es algo que nunca se
ha llegado a delimitar, sin embargo, si alguien sigue cometiendo ese
ritual en la actualidad, es por algo más. Algo que se ha escapado a
los ojos de los investigadores e historiadores durante siglos, y que
tendré que averiguar para llegar hasta el final de este caso.

Sonó el timbre y el sonido lo sobresaltó. Serían Rip y Dorian, los había


olvidado por completo. No le gustaba trabajar en grupo, nunca lo hacía, tenía
que explicar las cosas demasiadas veces. Suspiró. Se levantó de la silla y se
dirigió hacia la puerta. Ni siquiera los saludó cuando abrió sino que les indicó
que lo siguieran hasta su estudio. La mesa estaba llena de libros abiertos.
Los ojos de Rip fueron ávidos, y su mirada enseguida deparó en las
ilustraciones, no hizo falta nada más.
—La condesa Báthory… —dijo.
Nel lo miró con satisfacción.
—¿Estás seguro? —Dorian se apoyó en uno de los sillones.
—Completamente —le respondió—. Las muertes concuerdan con
exactitud, no solo la doncella de hierro, sino también la jaula, y los numerosos
cortes. Hoy hemos encontrado tres víctimas, ¿cuánta sangre hace falta para
llenar una bañera?
Dorian entornó los ojos. Por inverosímil que pareciera, Nel parecía estar
en lo cierto.
—¿Buscamos a una mujer entonces? —preguntó Rip.
—No, buscamos a una organización completa. Dirigidos posiblemente por
una mujer. Aún me queda mucho trabajo por delante, mañana por la mañana
espero poder daros algo más.
—Pero si este es el origen… —añadió Rip.

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—Yo no he dicho que este sea el origen —replicó Nel de inmediato, y Rip
y Dorian lo miraron sorprendidos—. Solo digo que es el mismo ritual.
—No… —Dorian no podía creerlo. Realmente Nel se había vuelto loco
desde su último ritual. Un misterio al que nadie había dado respuesta en años,
él pretendía descubrirlo en pocas horas.
—Por eso digo que aún queda mucho trabajo. —Nel se dirigió hacia su
ordenador.
—¿Piensas resolver un enigma de hace siglos? —le preguntó Rip con
incredulidad.
—Pienso hallar el origen de un ritual antiguo, como siempre —respondió
Nel sentándose—. El hecho que lo haya realizado un personaje histórico
bastante conocido no dice nada. Fue un ritual como otro cualquiera, con
demasiadas consecuencias literarias y cinematográficas.
—¿Y qué clase de ritual necesita más de quinientas víctimas? —Rip
parecía estar furioso.
—Posiblemente, uno que continuamente saliera mal. —Nel sonrió—. A
medida que se retrotrae en la historia, un mismo ritual necesita más víctimas
para ser realizado con la misma exactitud. Desconocimiento de la anatomía
humana, de la capacidad de supervivencia…
—Erzsébet estaba loca, ese ritual fue fruto de su locura —repetía Rip.
—Para analizar con detalle un estudio —añadió Nel— hay de dejar a un
lado las influencias externas. Lo dijiste en una de las primeras clases a las que
asistí.
Rip guardó silencio. Nel lo miró con seguridad.
—Me llamaste para que investigara —le dijo—. Deja que haga mi trabajo.
—Dejar que hagas tu trabajo es dividir la investigación en dos —replicó
Rip—. Con todos mis respetos Nel, no es lo suficiente verosímil como para
dedicarnos a ello.
—Puedes considerar el ritual de Báthory como el origen —respondió Nel
—. Pero te garantizo que no lo es.
Dorian se acercó hacia la puerta. Ella estaba de acuerdo con Rip, pero
confiaba en Nel, no podía dejar de creer en él.
—No diré nada a la policía —dijo Rip tras meditar— de momento. Tienes
solo hoy y el día completo de mañana para darme algo más. Mañana por la
noche, comunicaré a la policía lo que tenemos. Me pondré hoy mismo con el
informe y documentación ampliada.
Nel dirigió la mirada hacia su ordenador con satisfacción. Sabía que no
dormiría aquella noche, tenía material para investigar una semana entera y

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Rip solo le daba día y medio. Pero ese era su trabajo, estudiar a contra reloj,
ya que en un día y medio, podrían morir hasta cinco jóvenes más.
—Hasta mañana Doctor —se despidió Rip.
Dorian le sonrió, y se despidió con la mano. Nel sintió el apoyo en el
gesto de Dorian. Y sabía que en el fondo Rip también creía en él. Pero ahora
tocaba demostrar que estaba en lo cierto.
La puerta de entrada se oyó cerrarse. Nel no perdió tiempo y cogió
algunos folios de su escritorio y un bolígrafo. Tomó uno de los tomos de libro
titulado «Mujeres asesinas de la historia», y lo abrió por uno de sus capítulos
«Gabrielle Erzsébet Báthory de Ecsed, “La condesa sangrienta”».

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Lara salió de la escuela de música y echó un vistazo a lo largo de la calle. Eric


no estaba por ninguna parte a pesar que le dijo que la esperaría. Los nervios
de la audición se estaban calmando, aunque aún tenía el pecho a punto de
reventar. Justo tras la audición tuvo a apresurarse a entrar en el baño para
recibir una de sus peores crisis de dolores de cabeza. Le dolía la mandíbula,
había mordido el pañuelo que llevaba atado al cuello para proteger su
garganta de la humedad londinense, y lo había hecho muy fuerte para no
gritar y alarmar a la alumnas que se encontraban cerca. Abrió la boca
estirando la parte inferior de su mandíbula, el músculo parecía estar contraído
y entre los dientes aún le quedaba la sensación y el sabor a la tela mezclada
con su propio perfume.
Comenzó su camino, dirección a casa. Y al girar la primera esquina
encontró a Eric que se colocó ante ella cortándole el paso. Lara se detuvo.
—¿Tranquila ya? —le preguntó.
—No ha sido para tanto —tras el examen, volvió a valorar su situación.
Un examen por muy importante que fuera no era nada comparado con lo que
tenía que llegar.
Eric miró el reloj.
—¿A qué hora tienes que estar en casa? —preguntó el joven y Lara abrió
la boca para responder.
Pero Eric no le dio margen para contestar. El chico tomó la mano de Lara
y tiró de ella hacia el coche que estaba junto a ellos.
—¡Vamos! —abrió el coche.
Lara se detuvo un instante. Realmente Eric era un extraño, aunque la
hubiese acompañado al piano en las últimas horas. También era consciente de
que algo había hecho apresurarse al chico a entrar en el coche. Así que antes
de sentarse en él, Lara miró. Y vio lo que al parecer Eric había visto segundos
antes. Su hermana Cristine caminaba lentamente calle abajo.

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No miraba el reloj, la hora no importaba. Había llenado los folios de


esquemas, documentado las torturas de Báthory y comparado con las
autopsias que Rip le había facilitado. No había dudas de que era el mismo
ritual.
Aún le quedaban dudas, se dejaba llevar por la idea que había tenido
siempre que el ritual de Báthory era tan solo una farsa. Llenar una bañera con
sangre humana era sumamente difícil, ya que la sangre humana se coagula
con rapidez. En la actualidad había anticoagulantes de todo tipo, pero era un
problema al que se enfrentaría Erzsébet en el siglo XVI.
Por otro lado, tenía el inconveniente de que el tema de Báthory no estaba
documentado con exactitud. Ni siquiera tenía la certeza que fuera verdad eso
que se contaba y las coincidencias solo fueran casualidad. Respiró hondo. Y
se acercó a su portátil.

Analizando la biografía de Báthory y centrándome en los


rituales, puedo confirmar que de ser ciertas las acusaciones hacia
la condesa, se trata del mismo ritual. Sin bien tengo claro, que no es
el origen. Erzsébet no fue la primera que lo realizó.
En un primer momento podría parecer que fue ella la creadora
de un ritual sin sentido. Pero la locura aislada de una noble, no
podría sobrevivir siglos después. Tampoco creo probable que
buscara no envejecer bebiendo o bañándose en sangre de
adolescentes vírgenes, no se seguiría haciendo el ritual si esa fuera
la causa, ya que en este tipo de organizaciones secretas el aspecto
físico no tiene mayor valor (aunque hay excepciones, que en
cualquier caso sería solo un valor añadido a algo más).
Puede extrañar sin embargo, que la condesa necesitara matar a
casi seiscientas jóvenes, estaríamos hablando de un ritual con
demasiadas muertes. Pero pienso que el hecho de esas numerosas
muertes es que Erzsébet no estaba familiarizada con la técnica
correcta. Es decir, lo que quiera que quisiera conseguir con esas

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muertes, fallaba a menudo o quizás fallaba siempre, por eso esa
necesidad de matar cada vez más y más rápido.
Y todo esto toma sentido si tenemos en cuenta que se dice que
hubo un diario, en el que la condesa Báthory narraba
detalladamente cada una de las torturas que le realizó a las más de
quinientas jóvenes. Quizá Erzsébet anotaba con detalle qué no tenía
que volver a repetir. Es muy frecuente en cierto tipo de asesinos,
llevar un diario de estas características, sobre todo cuando se
persigue algún fin concreto. No eran asesinatos apresurados
cometidos por una loca común. En ese diario estaría la clave de este
caso, pero lleva años desaparecido y la experiencia me lleva a
pensar y a estar completamente seguro que quien posee esos diarios
en estos momentos, son las mismas personas que llevan a cabo el
ritual. Descubrir a Erzsébet y su relación con este ritual ha sido un
paso, que no hace más que complicar las cosas.
Tengo que añadir, que numerosos historiadores han intentado
esclarecer el misterio que rodea a Báthory, sin embargo, ninguno de
ellos ha sabido ir más allá. Se la ha nombrado en miles de clases de
criminología, no sabiéndola catalogar en ningún perfil conocido, y
se ha puesto en duda su verdadera historia. Quizás esté ante uno de
los rituales más difíciles de toda mi carrera.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

La reina irrumpió en una sala repleta de hombres que se sentaban en una


mesa. El rey ocupaba el lugar central. Todos los caballeros se levantaron con
respeto en cuanto se percataron de la presencia de la noble dama. El rey sin
embargo solo se movió de su lugar para reprender a su esposa con la mirada.
La reina sin mirar a nadie más que al rey, puso una carta sobre la mesa.
—Anna —espetó el rey.
—¿Cómo el rey no ha sido informado antes de esto? —preguntó ella de
inmediato.
El rey guardó silencio mientras tomaba la carta de la mesa.
—No quiero que esto se quede así —exigió la reina.
El rey frunció el ceño. Realmente lo que estaba leyendo parecía
asombroso, aún así no entendía la reacción de su esposa.
—¿De qué se trata majestad? —se atrevió a preguntar uno de los
caballeros que más cerca se encontraba del rey.
—Es una carta de un Pastor de Nyitra… —el rey releyó la carta.
—¿Nyitra pertenece a Erzsébet Báthory, no? —el caballero que había
hablado se dirigió hacia otro caballero de la mesa.
—Sí —respondió aquel, extrañado—. ¿Qué ha sucedido allí?
—¿Desde cuando no visitas a Erzsébet conde Thurzó? —preguntó el rey
al caballero.
—Su majestad sabe perfectamente desde cuando no voy por Cachtice —
respondió el conde.
El rey sonrió mientras la reina miraba los gestos de uno y otro caballero.
Era muy popular entre los nobles la historia del conde respecto a su prima la
condesa Erzsébet Báthory, pues no era ningún secreto que el conde la había
pretendido con gran perseverancia, recibiendo por respuesta un intento de
atentado por parte de Erzsébet. La casualidad o un milagro, quizá la
desconfianza del conde respecto a su amada, lo libró de morir envenado. Un
veneno que se decía mantenía viva a la víctima durante días antes de morir,

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haciendo sufrir múltiples dolores, espasmos y asfixias. Obra poderosa de
cierta vieja curandera que siempre acompañaba a la condesa.
La ancha manga de encaje de la reina rozó la mano del rey cuando ella
quitó la carta de sus manos. El rey pareció salir de sus pensamientos.
—Hay una denuncia por parte de los habitantes del pueblo, no solo de
Nyitra, sino también de sus alrededores. Al parecer la bella Erzsébet tiene
aficiones inexplicables y bastantes sangrientas. De hecho está acabando con la
población femenina de la zona.
Irrumpieron murmullos. El rey los acalló de inmediato.
—No hay que alarmarse, no se puede dar credibilidad a las habladurías de
un pueblo. Un pueblo atrevido, hay que reconocer la valentía de estos
habitantes ya que Erzsébet es prima de Gábor, príncipe de Transilvania.
Alguien resopló.
—Majestad —sugirió uno de los caballeros—. Esa familia está en guerra
con alemanes. Erzsébet no merece nuestro respeto ni nuestra protección, es
prima de un traidor y además una asesina.
—Querido conde, no puedo colgar a Erzsébet por esto, aunque la mayoría
de nobles de Hungría me lo pidieran. La ley me lo impide. Además matar
doncellas no es imputable a ningún noble.
—Majestad —dijo otro caballero—. Permítame decirle que también yo he
oído hablar de esa historia. Aquí en Viena había una familia de panaderos, me
lo contó una de mis doncellas, que decían haber tenido que huir de Nyitra,
puesto que tenían cinco hijas. Dicen que la mayor de ellas entró a trabajar en
el castillo como doncella.
El hombre tomó aire y miró al resto.
—No lo conté porque no le di mayor credibilidad ni importancia. La
muchacha era plebeya.
—Prosiga —dijo la reina—. Lo sorprendente de esta historia no es que las
pobres muchachas sean nobles o campesinas. Es el horror de…
El rey tomó la mano de su esposa. El caballero prosiguió.
—Dicen que la joven un día acompañaba a la condesa Báthory en un
paseo en su carruaje. Es conocido que Erzsébet solo utiliza su carruaje en
invierno, cuando la nieve no le permite montar a caballo. El carruaje se
detuvo, y Erzsébet cortó el pecho de la joven y la empujó tirándola a la nieve.
Luego ordenó a uno de sus sirvientes volcar agua sobre la joven. Y dicen que
contempló plácidamente cómo la joven se iba congelando hasta morir.
La reina miró a su marido.

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—¿Hasta qué punto es libre el castigo que un noble puede darle a sus
sirvientes? —le preguntó.
—No hay límites.
—Nos repugna el empalamiento, aunque este sea sobre nuestros
enemigos, y sin embargo, permitimos torturas hacia nuestro propio pueblo.
El rey miró hacia el conde Thurzó.
—Es algo que tengo que deliberar con detenimiento —el rey sonrió.
—¿Quién ha traído esa carta? —preguntó a la reina el caballero que había
narrado la tortura que Erzsébet había cometido con una joven.
—Un joven de Nyitra… —la reina intentaba recordar—. M… Beneczky,
sí, Mirsha Beneczky. Lleva meses queriendo hacer llegar a su majestad esta
misiva.
—¿Sabe ese joven que expone su vida? —dijo el rey—. Si estas
acusaciones son ciertas, ni me imagino lo que haría Erzsébet con él.
Se oyeron risas, pero la reina no encontró gracia alguna en las palabras del
rey.
—Ruego protección para él —pidió la reina—. Su valentía la merece, es
solo un muchacho.
—De eso se encargará mi querido conde Thurzó. —Dijo el rey cruzando
su mirada con él—. ¿Puede acompañarme? Creo que puede ser de gran ayuda
en este tema.
—¿Con Erzsébet? —se extrañó el conde.
El rey arqueó las cejas haciendo un gesto irónico.
—¿Tan temible es? ¿O es su hermosura a la que teme?
Se oyeron risas de nuevo y la reina se volvió a enfurecer. La belleza de la
condesa Báthory era famosa, aún más que sus posesiones. Era invitada a
fiestas y eventos nobles en su mayoría, por la curiosidad de comprobar si esos
rumores de su belleza eterna eran ciertos. Pues se decía de Erzsébet que a
pesar de que los años pasaban, su belleza seguía intacta. Que no aparentaba
más de la treintena, cuando ya quedaba cerca de los cincuenta. Que su pelo no
cambiaba de color, que no había arrugas en su rostro ni perdía la esbelta
figura de su cuerpo. Conservaba uno y cada uno de sus dientes y aún con el
color de la leche como los dientes de un niño. Quien la había visto aseguraba
que era la mujer más hermosa de Hungría. Según se decía, era aficionada a
los caballos y la cacería y que lo hacía mejor que un hombre. La reina había
mantenido conversaciones con hombres que habían cazado con Báthory y
aseguraban que era la primera vez que veían a una mujer vestida con ropa de

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hombre, pues no era un secreto que la condesa para montar o cazar usaba
pantalones.
Entre las féminas de la corte, había habladurías, que la belleza intacta de
Erzsébet se debía a esa curandera vieja que siempre la acompañaba, que
según algunas nobles, era más bruja que curandera, y que proporcionaba a
Erzsébet ungüentos e infusiones para eternizar la juventud y belleza. La reina
jamás pensó en que Erzsébet estuviera relacionada con hechos como aquellos.
Podrían ser mentira, podría ser una estrategia de alguien que quisiera
hundirla, puesto que Erzsébet iba sobrada de enemigos. Pero algo en los ojos
del muchacho que le entregó la misiva le decía que aquel terror era cierto.

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Tuvo que mudarse a la gran mesa central, porque en la de su ordenador


apenas había hueco ya para el portátil. Había sacado de su estantería dos
ediciones del famoso «Malleus Maleficarum», una guía referente a las caza de
brujas en toda Europa. Nel sabía que allí no encontraría más que excusas del
porqué matar a una bruja. Pero no quería dejar ningún paso sin dar. Era un
libro muy extendido por la Europa de la época, Báthory sin ninguna duda
sabría de su existencia, y posiblemente tuviese un ejemplar en su biblioteca.
Nel frunció el ceño, tenía muchas vías para investigar, no solo la brujería
era un posible motivo, el propio vampirismo tiene su origen en Transilvania.
Seres no muertos que absorbían la sangre de sus víctimas. Tomo aire, había
leído y releído hasta el último punto de todos sus estudios referentes a la
brujería. No hacía tanto tiempo desde que descifró cierto grimorio con el que
cazó quizás a las últimas brujas que quedaron en Francia.
No había aparentemente nada por donde rastrear y llegó a dudar de la
propia leyenda de la condesa «Y si todo fue mentira», una excusa como el
mismo «Malleus Maleficarum». Lo valoró un instante, con Erzsébet no fue
diferente que con el resto de inocentes que se sentenciaron a morir. Las
acusaciones de brujería eran muy frecuentes en la época, y por supuesto, por
ley, las posesiones de la bruja tenían que repartirse entre la iglesia y el estado.
¿Qué pasó con Erzsébet? ¿Era una verdadera bruja? ¿En qué se basaron para
condenarla? ¿Qué investigaciones se hicieron? No era una época en la que se
pudiese condenar a un noble por las buenas, y menos aún a la prima del
príncipe de Transilvania.
Miró sus apuntes. Los parientes de Báthory eran demasiado influyentes.
Había hecho un esquema del árbol genealógico de la condesa. Estaba casada
con Ferenc Nadasdy, conocido como «El caballero negro de Hungría», ávido
en la guerra, un psicópata famoso por su afición al empalamiento. En la
biografía de Báthory había leído que Erzsébet le ayudaba en la búsqueda de
una mejora en la técnica del empalamiento. Fue tras la muerte de su esposo,
cuando al parecer comenzaron los rituales.

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Sonó el teléfono y Nel se sobresaltó. Era ya avanzada la madrugada, Rip
seguramente no tenía paciencia para esperar hasta el día siguiente, era muy
propio de él.
La pantalla del teléfono de Nel mostraba claramente «número
desconocido». Nel frunció el ceño, tomó aire y descolgó. Notó como sus
vellos se erizaron sin explicación.
—Doctor Mason —respondió. Sintió que había alguien al otro lado, pero
solo se oía una melodía. Nel la reconoció en seguida.

O mio babino caro

Una soprano interpretaba la primera estrofa.


—¿Emanuel? —la voz se perdía entre el fuerte sonido de la música.

Mi piace é bello bello

Nel soltó todo el aire que quedaba en sus pulmones. Cerró los ojos «Natalia».
—Los diarios de la condesa, se subastaron hace más de diez años, y quien
los compró los pagó caros.
—Pero… —cómo podía Natalia conocer los detalles de sus
averiguaciones.
—Ten cuidado con ellos. —Ella no le daba margen al pensamiento,
parecía tener prisa—. Esta vez los libros no serán suficiente.
Nel oyó como Natalia expiraba el aire.
—Ojalá no hubieses aceptado este caso. —La frase sonó dolorosa en la
voz de la joven.
—Por qué. —Nel no entendía las palabras de Natalia.
—Porque no dejarán que te acerques demasiado —respondió ella.
—Es imposible que sepan…
—Ya lo saben —le cortó ella.
Nel enmudeció. Las palabras de Natalia no dejaban de sorprenderle. Su
pulso se había acelerado y notaba cómo se habían humedecido sus axilas.
Sintió miedo, pánico y una necesidad incontrolable de tener cara a cara a su
interlocutora. Algo le decía que Natalia no podía decir más de lo que le estaba
diciendo. La última vez que la vio, ella dirigía una orden milenaria que
buscaba el conocimiento antiguo, pero de aquello hacía más de tres años.

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Donde se encontrara Natalia, ahora era un misterio. Había una búsqueda
internacional sobre ella, acusada de al menos diez asesinatos, de los cuales,
cuatro de ellos, se habían cometido ante los ojos de Nel.
—¿Natalia dónde estás? —le preguntó él.
—En la boca del dragón —respondió ella en un susurro.
Ambos guardaron silencio un instante. La voz de Natalia lo rompió.
—Doctor Mason, abre los ojos, no busques explicación. Los ángeles
matan.
Natalia cortó la llamada y Nel quedó de pie, inmóvil, oyendo como el
teléfono comunicaba. Sin atreverse a mover ni un ápice los músculos de su
cuerpo. No acababa de asimilar las palabras de Natalia, que por un momento
se entremezclaron en su mente hasta formar un nudo que hizo tambalear su
cordura por un instante.
Ellos, quien quiera que fueran lo sabían, sabían que él había encontrado
una réplica del mismo ritual. Aquello despejaba sus dudas. El mito de la
condena de Báthory no era una farsa. Sintió la felicidad y el ímpetu de haber
dado con algo en claro, pero aquella sensación solo le duró un instante. El
pánico lo invadió de repente. Sí, ellos lo sabían. Y Nel solo lo había
comentado con Rip y Dorian. Entonces tomó aire. O bien alguno de ellos lo
habían comunicado alguien más. O uno de los dos eran parte de la
organización.
Al fin logró mover su tronco y sentarse en la silla. Rip, lo conocía hacia
años. Podría ser desordenado, desaliñado, mal educado a veces, pero no un
asesino. Rip en el fondo, era similar al propio Nel. Y Dorian, también la
conocía desde hacía mucho tiempo. Su mejor amiga desde hacía casi tres años
atrás, cuando él se sumió en una especie de locura, ella estuvo a su lado,
«Para vigilarme quizá». No, no podía ser. Dorian había estado junto a él por
otras razones, que él conocía muy bien. Esperando, quizá que al fin él se
olvidara de cierta asesina que le había robado el alma con una puñalada en el
costado. Y aquella asesina había vuelto para advertirle. «Ojalá no hubieras
aceptado este caso», oyó las palabras de Natalia en su mente y casi pudo
imaginar sus ojos, aquellos ojos color esmerada que por más que había
buscado no había vuelto a encontrar ni siquiera en otra dueña. ¿Qué interés
tenía Natalia en este caso? ¿Por qué no quería que Nel lo aceptara?, ¿qué
lugar podría ser «la boca del dragón»? «Abre los ojos». Su cabeza se llenó de
dudas y Nel sabía que aquellas dudas no le llevarían a ninguna parte, ya que
todo aquello solo tenía que ver con él, con él y con Natalia.

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Volvió a valorarlo. Siempre había imaginado a Natalia aquellos tres años,
buscando a su padrastro Jean-Marc. Sabía que en la mente de Natalia no cabía
ningún otro pensamiento que el de matar a ese ser que le provocó la peor de
las torturas y despertó en ella algo que la atormentaba por momentos. Al fin y
al cabo, Natalia tenía el espíritu de un ángel atrapado en el cuerpo de un
asesino. Al menos eso quería creer, y a esa conclusión había llegado después
de años de estudio de su comportamiento. «No busques explicaciones. Los
ángeles matan». Natalia se salía de cualquier patrón de perfil de asesino,
«Como Erzsébet».
Y aunque una parte de él sentía terror, su otra mitad se alegraba de haber
aceptado el caso. Era el mayor reto con el que se había encontrado hasta el
momento, y no se encontraba al cien por cien de sus cualidades. Había hecho
un cambio en su actitud, cuando aceptó, aceptaba renunciar a la búsqueda de
Natalia, tanto la búsqueda física como la mental, y sin embargo, se había
acercado a ella.
No tuvo dudas que encontraría el origen de los rituales. «No dejarán que
te acerques demasiado», recordó. Y fue consciente que esta vez, y a pesar de
todos los temores que lo habían acompañado durante toda su vida, conocería
verdaderamente el miedo.

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La música aún no había terminado. No sabía si había hecho bien llamando a


Mason. Pero tenía que advertirle. No había pensado en otra cosa desde que
conoció la noticia de que Nel investigaría el ritual. Aquello perjudicaba sus
planes, podría echarlo todo a perder. Tomó aire, sentía como su corazón se
aceleraba por momentos. Estaba cerca, muy cerca, había arriesgado
demasiado y quizá todo fuera para nada.
Miró hacia la mesa de su habitación. Sobre ella, había un pequeño libro de
páginas amarillentas. Se tapó la cara con las manos. «Emanuel». No lo
esperaba, no había aceptado ningún caso en tres años. «Por qué este». No
tenía dudas de que Nel llegaría hasta el final, y eso era lo que temía, ellos no
lo dejarían llegar hasta el final. «Y entonces todo lo que he hecho…».
La pesada puerta de su habitación se abrió. Natalia se giró hacia el
umbral. Una joven de espeso pelo castaño rojizo la miró.
—India —la llamó la joven. Tanto tiempo y aún Natalia no se
acostumbraba a ese falso nombre—. Victoria te está esperando. Mi hermano y
vuestra chica están de camino.
—Ya bajo —respondió ella, pero sus palabras no hicieron que la joven se
retirara. La mirada de la joven se dirigió hacia el libro que Natalia tenía sobre
la mesa—. ¿Victoria te lo ha dejado?
Natalia no respondió.
—Te estás haciendo imprescindible —el tono de voz de Cristine solo
reflejaba lo que Natalia llevaba notando hacía meses, «envidia»—. ¿Cuál de
ellos es?
—El tercero —respondió Natalia.
—Si lo pierdes morirás —la voz de Cristine sonó dura.
«Si alguien intenta quitármelo correrá la misma suerte».
—¿Puedes decirle a Victoria que ahora bajo? —Natalia perdió todo tono
de cordialidad con Cristine.
—Puedo —respondió ella cerrando la puerta.
Natalia expulsó por la boca todo el aire que había contenido en sus
pulmones frente a Cristine. Cada vez le era más difícil fingir. Dos años y

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medio exactamente era el tiempo que llevaba infiltrada en aquella orden y sin
embargo, todavía tenía que estar pendiente de cierto nombre «India», al que
no siempre respondía. Usaba lentes para oscurecer sus ojos, fácilmente
reconocibles en su color original, y procuraba llevar el pelo siempre recogido.
Usaba gafas, con poca graduación para no marearse demasiado, y
continuamente tenía que aclararse la piel con antiguos ungüentos, no con
demasiado éxito. Todo para no tener ningún rasgo similar con quien algún día
fue.
Se encontraba en el interior, dentro de la boca del dragón, y en cuanto este
escupiera fuego, ella sería la primera en quemarse. Era consciente de todo a lo
que se exponía, llevaba meses presenciando y colaborando con los rituales. Si
ellos la descubrían, conocía cual sería su inmediato destino. Ahora cierto
doctor le complicaba las cosas. Sintió rabia. Estaba ya cerca de Jean-Marc,
muy cerca. Había faltado poco para que Victoria la eligiera a ella para
acompañarla a firmar el tratado, pero no, se llevó a Eric y Cristine. No era su
turno, tenía que esperar. Resopló. Había oído conversaciones acerca del
doctor, el propio Jean-Marc había advertido sobre él y lo que podría atraer.
«Eso que tanto temen, ya lo tienen dentro».
Se sentó en la cama. No podía hacer esperar mucho a Victoria. Al parecer
últimamente estaba de gran agrado con ella, pero Victoria era variable,
inestable y con cualquier cosa que la molestara, Natalia acabaría en la
«doncella de hierro». «Quizá sea ahí donde acabe, o en el interior de la jaula,
junto a Emanuel». Podrían morir ambos. Tomó aire de nuevo mientras asía el
pequeño libro para mirarlo por última vez. Tenía que devolverlo. Cristine no
tardaría en decirle a todos que lo tenía en su poder. Había demasiadas
personas dentro de la orden a las que no les agradaba su presencia allí dentro.
Y en parte era normal, los conocimientos de Natalia en cuanto a química eran
demasiado avanzados y en seguida superó al resto. Victoria estaba encantada,
pero cualquier otro haría desaparecer el diario a posta para que la acusaran y
la mataran en menos de media hora.
Miró en el interior del diario, «Gabrielle Erzsébeth Báthory de Ecsed».

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—¿Por qué el laberinto de Leeds? —preguntó Lara con curiosidad.


—¿No te gusta?
—Está demasiado lejos —respondió ella.
Miraba por la ventana. No le gustaba alejarse tanto de casa sin decirle
nada a sus padres. Se comenzaba a sentir incómoda con Eric. Temía que
llegaran sus terribles dolores de cabeza, porque tendría que dar explicaciones.
Y avanzar kilómetros en la carretera le daba inseguridad. El trayecto no se
estaba haciendo largo. La verdad es que el tiempo junto a Eric pasaba rápido,
algo negativo para alguien a quien se le agotaba el tiempo. No quería
engañarse, aunque existiera la posibilidad de que Eric tuviera algún interés en
ella, ella era una joven enferma. Y su enfermedad era terminal. Dudó por un
momento en la larga conversación que habían mantenido en referírselo. Pero
había decidido que no. En ese momento sintió una necesidad, solo una. Que
Eric diera la vuelta y la llevara a casa.
—¡Para Eric! —dijo sin pensarlo.
—¿Qué? —respondió él sorprendido.
—Que pares, no quiero ir a Leeds —la voz de Lara sonó a orden.
—Pero…
—¡Para el coche! —Lara no se daba por vencida, y el que Eric no
detuviera el coche, la comenzaba a aterrar.
«No tenía que haber subido, no tendría que haber venido». Apenas lo
conocía ni siquiera sabía el porqué había subido al coche. Sí, sí que lo sabía.
Era guapo, Eric era terriblemente guapo, por eso subió al coche. Tampoco
parecía un mal chico. No, seguramente no sería un psicópata. Lara se
avergonzó de sus pensamientos. Pero quería que detuviera el auto.
—¡Para! —gritó y Eric aminoró la marcha hasta llegar al comienzo de un
camino de arena en el que se detuvo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él apagando el motor del coche.
—Quiero regresar —respondió ella.
Eric la miró y frunció el ceño. Lara comenzó a sentir latigazos en su
cabeza, y sintió fatiga, síntoma inequívoco de su mal mortal. Su mano se

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dirigió hacia la puerta del coche. No podía abrirla, y su corazón se aceleró.
Sonó un click y la puerta cedió. Eric habría pulsado algún botón de
desbloqueo. Lara salió de inmediato.
Estaban en un camino de arena. No había casas en los alrededores. Eric
salió del coche también y se colocó junto a ella.
Lara se sujetó las sienes, los latigazos iban tomando terreno en su cerebro.
El dolor llegaría pronto.
—¿Te ocurre algo? —preguntó el chico.
Lara no le respondió. Miró a su alrededor asustada. Algo malo iba a pasar.
No tenía razones para pensarlo, pero estaba completamente segura. Eric la
cogió del brazo.
—Lara, ¿qué te pasa? —preguntó de nuevo.
Lara fijó sus ojos en los azules iris de Eric.
—Quiero irme a casa —pidió—. Y quiero irme ahora.
Un nuevo latigazo la azotó. La expresión del rostro de Eric cambió de
repente y eso lo hizo parecer un reflejo exacto del rostro de su hermana
Cristine, esa que provocaba cierta rara sensación en Lara.
Lara apartó la mano de Eric de su brazo y retrocedió unos pasos. Eric
intentó dar un paso hacia ella. Pero Lara volvió a retroceder. El dolor se hacía
intenso. Dio la espalda al joven mientras se sostenía la cabeza. Frente a ella
había un gran cartel. Estaban en Leeds. Quería marcharse de allí, salir
corriendo hasta llegar a algún lugar en el que llamar a casa para que la
recogieran. Sintió la mano de Eric nuevamente sobre su hombro.
—¡No me toques! —gritó y Eric levantó las dos manos.
—Tranquila —dijo él—. No voy a…
Lara vio a lo lejos un coche acercarse por la carretera, estaba aminorando
la marcha. La mano de Eric sobre su mejilla la tomó desprevenida, y se
sobresaltó. Sin embargo, no la apartó. Eric era capaz de alejar sus dolores sin
ninguna duda. Lara tenía la respiración entrecortada, y sus ojos brillaban.
Estaba nerviosa, únicamente sus dolores no podían haberla puesto así. Había
algo más.
—¿Qué es lo que te ha pasado? —preguntó el muchacho.
—Hay algo que… —el coche que se acercaba por la carretera se detuvo
junto al coche de Eric. Él ni siquiera se giró para mirarlo.
Lara sintió a su espalda el sonido de un segundo motor acercarse y
detenerse. Miró los ojos de Eric. «No puede ser». El joven no apartaba la
mano de su mejilla. Ella agarró la otra mano de él y la apretó.

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—¿Es tu hermana y ese grupo tuyo de amigos? —Lara los recordó al
completo, tres chicas, y un joven moreno además de Eric.
Eric asintió y a Lara se le erizaron los vellos. Bajó la cabeza, no la habían
llevado a un lugar solitario para hablar de música. Aquellos jóvenes tenían
alguna afición más aparte de la música.
—¿Qué buscáis? —preguntó mientras oía abrirse las puertas de los
coches.
—La inmortalidad —respondió Eric.
A Lara le brillaron los ojos, si la eternidad existiera de verdad, sin ninguna
duda, ella, en aquel mismo instante, la pediría a gritos.
—¿A dónde me lleváis? —preguntó.
—Al castillo de Leeds —no apartaba sus ojos de ella a pesar de que más
personas los rodeaban.
—¿Y por qué yo? —preguntó nuevamente con la leve esperanza de que
Eric supiera lo de su enfermedad. Si iba a morir de todos modos, qué más
daba si la mataban unos meses antes. Quizá le estaban haciendo un favor, no
le robaban nada, solo meses de dolores y penurias. Casi logró esbozar una
sonrisa.
—No lo sé. —Eric apretó la mano de la chica. Era sincero, no lo sabía. Él
nunca la hubiese elegido a ella.
Alguien sujetó su brazo. Lara miró rápidamente, pero la chica que la
agarró ya había clavado la aguja en su piel. Sintió como un hilo frío llegaba
hasta su hombro. Basculó su cuerpo hacia Eric en cuanto sintió el leve mareo
de la anestesia. Eric en seguida la sostuvo. Sus ojos se cerraron de inmediato.

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2 de Abril de 1610, Viena.

Mirsha miró por la ventana desde el interior del carruaje del conde Thurzó.
Estaban ambos solos en el interior del habitáculo, por orden del conde. Se
alejaban de Viena, y les esperaba un largo camino hacia Cachtice.
En la corte del rey lo habían tratado bien. Mirsha fue inteligente al optar
por la reina antes del propio rey Mathyas. Llevaba casi un año entero
deambulando por los distintos pueblos. Estuvo ante infinidad de jueces y
clérigos que no hicieron sino mirar hacia otro lado o incluso intentar apresarlo
y entregárselo a la mismísima Erzsébet. La corte fue su última esperanza, la
idea más atrevida. Llegar hasta los reyes de Hungría. Y contra todo pronóstico
fue bien recibido y en seguida creyeron todo lo que decía en las cartas y
documentos que había aportado. Eran solo los relatos de algunos testigos,
pocos para la cantidad de personas que temían acusar a la condesa. En los
últimos años, toda Nyitra conocía el cruel comportamiento de la condesa, y
sin embargo, nadie se atrevía a hablar de lo que allí dentro podría ocurrir.
Recordó los años que había esperado aquel momento. El rey había dado
orden a Thurzó de investigar lo que verdaderamente ocurría tras los muros de
Cachtice.
Mirsha miró de reojo al conde. Llevaba una capa oscura que cubría
parcialmente su elegante traje. Tenía la tez clara, y el pelo negro azabache.
Llevaba una pequeña barba puntiaguda, afeitada con gran precisión. No
parecía un hombre de guerra, sin embargo Mirsha sabía de antemano, que el
rey había dispuesto para él un pequeño número de soldados, por si existiera la
posibilidad o necesidad de asaltar Cachtice. Mirsha ya había comunicado a su
majestad que en Cachtice no había soldado alguno, solo lavanderas, doncellas
y hombres que trabajaban para la condesa. Pero el rey insistió que de hallar a
Erzsébet culpable, era la mejor forma de apresarla. Algo así como un ataque
sorpresa, para que no pudiera escapar, ni esconder pruebas, ni quitarse la vida.
Mirsha había hecho hincapié en el hecho de que ningún campesino del pueblo
acusaría a Báthory ni aunque los soldados fueran en nombre del rey,

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«Morirían si es necesario antes de delatarla». El rey estuvo de acuerdo con él
en ese punto. También informó a su majestad de la muerte de la bruja que
escogía a las doncellas «la vieja Darvulia», así como detalló y nombró a uno
por uno los sirvientes más allegados a ella. Sus colaboradores, Juan Ujvary, Jo
Ilona, Dorottya, Piroska y la mujer de un burgués de la zona, que últimamente
no se separaba de Erzsébet. Una mujer repugnante, arrogante, cruel, Erzi
Majorova.
—Bien Mirsha —comenzó el conde—. He estado hablando con el rey,
qué mejor forma de investigar todo esto sin alarmar a Erzsébet y mucho
menos al pueblo de Nyitra. Seguramente no entenderás nada de política, pero
mi prima es una mujer con demasiada influencia y el rey en estos momentos
no está en situación de iniciar conflictos con los protectores de la condesa.
Mirsha no entendió muy bien pero asintió para complacer al conde. Desde
luego no entendía nada de política, apenas había aprendido a leer, algo
completamente necesario para llevar a cabo la misión encomendada por el
pastor de Nyitra.
—El rey y yo, pensamos que Erzsébet puede que no se conforma con tan
solo doncellas de la plebe —continuó el conde y Mirsha frunció el ceño—.
Últimamente Erzsébet acoge en su castillo algunas nobles de antiguas
familias poco favorecidas, para contribuir a su educación.
El joven lo vio claro. Pensaban que Erzsébet también mataba a nobles y
comprendió. No iban a arriesgarse por unas plebeyas, no eran suficiente.
Mirsha conocía la escala social de su época, y era parte de su cultura y
educación de que fuera así. Pero no pudo evitar sentir tristeza. Verania había
muerto hacía ya diez años a manos de Erzsébet, era hija de campesinos, pero
podía percibir el mismo sufrimiento que el hijo de cualquier noble.
—Vamos de camino a la casa de un antiguo amigo mío, y del rey. Allí
pasaremos la noche —añadía el conde—. Es un noble cuya familia ha caído
en desgracia durante generaciones, sin embargo el rey confía plenamente en
su buen nombre. Hace unos meses, camino de Viena, permanecí unos días en
su casa. Tiene nueve hijas, cuatro de ellas ya casadas.
Mirsha miró al conde fijamente, sin importarle su inferioridad frente a él.
No era un muchacho de corto entendimiento, había vivido demasiado a sus
diecisiete años como para no saber adelantarse a los acontecimientos. No
daba crédito a lo que estaba oyendo.
—La mayor de ellas tiene edad suficiente para casarse, pero… —hizo una
pausa— creo que sus padres estarían encantados de entregársela a Báthory
para su educación.

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No se había equivocado en sus especulaciones. Pensaba que Báthory era
cruel, pero el resto de nobles no eran muy diferente a ella. Entregar una
doncella a Báthory, iban a llevar a una pobre chica al matadero, como si fuera
un animal, solo para comprobar si Erzsébet era o no una asesina. Pues claro
que era una asesina, Mirsha había visto decenas, centenas de cuerpos
mutilados por ella.
—Durante nuestra estancia allí —advirtió el conde—. No podrás decir
nada, a nadie. Comerás, beberás y dormirás junto con el resto de las personas
del servicio. Y ni una palabra o te entregaré yo mismo a Erzsébet.
El conde le dio unas palmadas a Mirsha en el hombro y sonrió. El joven
no hizo ningún gesto, aún estaba recuperándose del hecho de escoger a una
chica para la condesa. Dudó entonces que el plan del rey saliera bien. En parte
seguro que saldría bien. Estaba seguro que la doncella no duraría más de una
semana en Cachtice, pero no sabía como Thurzó podría acusaría de asesinato.
Erzsébet y sus colaboradores eran sorprendentemente rápidos a la hora de
esconder un cadáver.
El carruaje se detuvo, y el cochero bajó de un salto de su asiento e
inmediatamente abrió la puerta del conde. Mirsha lo siguió. El conde se
colocó bien la capa, arrugada del viaje y comenzó a caminar hacia la puerta
de la casa. Mirsha quedó junto al cochero.
—Si quiere puedo ayudarle con los caballos —dijo Mirsha al cochero.
—Los llevaremos al establo, les queda un largo camino aún —respondió
el cochero.
Mirsha subió al asiento junto al cochero y ambos emprendieron el camino.
No parecía la casa de ningún noble. Era una villa, más bien una gran villa de
campesinos, no muy bien conservada. Los establos estaban tan solo a la
vuelta de la parte principal de la casa.
El cochero detuvo el carruaje y ambos de bajaron de un salto. El establo
tenía cabida para una docena de caballos, en cambio solo dos estaban
ocupadas. Mirsha en seguida ayudó al cochero a desatar los caballos.
—¿Sabes algo del cuidado de caballos? —le preguntó el buen hombre.
—He trabajado con toda clase de animales —respondió Mirsha.
—Pues estos hay que tratarlos bien, son un obsequio de su majestad para
la causa —el cochero sonrió.
Mirsha no sabía hasta qué punto el cochero estaba informado de los
planes de Thurzó y el rey. El muchacho pudo notar como el cochero lo miró
casi obligándolo a responder con un comentario sobre «la causa». Pero
Mirsha no podía decir nada.

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Se oyó el sonido del galope de un caballo y joven y cochero se giraron.
Era un caballo marrón rojizo, y sobre él una bella jinete los miró con
curiosidad.
Mirsha notó como sus orejas enrojecían de inmediato. La chica vestía
pantalones de hombre.
—¿A quien acompañáis? —preguntó enseguida la joven.
—Al conde Thurzó —respondió el cochero casi sin mirarla.
La joven sonrió al escuchar ese nombre y levantó la cabeza hacia la casa.
Mirsha pudo verla al completo. Era joven, muy joven, quizá menor que él.
Tenía una larga y gruesa trenza de pelo, despeinada que caía hasta sus
caderas. Tenía la barbilla pequeña, los labios gruesos, y una pequeña y fina
nariz. Ella dirigió sus ojos hacia Mirsha y sonrió. El joven bajó la cabeza de
inmediato en cuanto sus ojos oscuros se cruzaron con los azules de la chica.
En ese instante, recordó algo, no era la primera mujer que había visto con
ropa de hombre, no, no lo era, desgraciadamente no lo era. Había otra mujer,
de sangre noble como la joven que tenía delante, que también montaba y
cazaba con ropa masculina. El nombre de aquella otra mujer era Erzsébet
Báthory y sin duda alguna, la joven que tenía delante, era la elegida que
Thurzó llevaría a Cachtice. No podía levantar la cabeza y mirarla, no
sabiendo lo que sabía.
La chica bajó del caballo. Su cabeza llegaba más o menos al hombro de
Mirsha. Pasó por su lado y dejó el caballo en uno de los establos. Cerró la
puerta de madera y se acercó nuevamente a ellos.
—No reconocía este carruaje como el del conde —dijo ella, y ninguno de
los dos logró responderle.
Una puerta se abrió, una señora irrumpió en el establo.
—Anna —gritó la mujer.
—Mamá estoy aquí.
—¡Anna hija! —dijo la mujer mientras su hija se acercaba
apresuradamente—. No sabes la noticia que trae el conde Thurzó.
La mujer entusiasmada, agarró a la joven por el brazo y la hizo atravesar
la puerta por la que había accedido al establo. La puerta se cerró tras ella.

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Estaba amaneciendo. Nel había apilado los libros a medida que los iba
desechando. Erzsébet Báthory se consideraba la primera vampira, con lo cual,
aparte de la brujería de la época, había tenido que mirar detalladamente todo
lo que tenía sobre el vampirismo clásico. La fuerte creencia de la zona de
Transilvania en los vampiros, lo hizo pensar, que más que brujería
propiamente dicha, el ritual de sangre ejercido por la condesa iba por el otro
lado.
Mirando el árbol genealógico de Báthory no pudo evitar el dejarse llevar
por un hecho curioso. Se dice que fue Erzsébet el personaje en el que Bram
Stoker se basó para su legendario conde Drácula, y sin embargo, no usó a la
condesa sangrienta sino a un conde anterior, Vladimir Tepes o Vlad Drakul,
como protagonista de su famosa novela. Esto no sería relevante para Nel si no
hubiese un parentesco real entre Vladimir Tepes y Erzsébet Báthory. Erzsébet
era descendiente de la estirpe de Drácula. Y no solo ese hecho podía ser
significativo, no solo la sangre los unía, sino su extraña afición o fascinación
por el empalamiento.
Aquello lo había hecho pensar un buen rato. En las biografías de Báthory,
en todas sin excluir ninguna, se decía que Erzsébet y su marido estudiaban
detalladamente la anatomía humana para perfeccionar la técnica del
empalamiento. Vlad Drakul se hizo famoso por sus terribles empalamientos.
«El empalamiento», tenía muy poco sobre él. Nunca había surgido en su
trabajo tal tema. Tampoco nunca creyó necesario documentarse sobre algo tan
cruel y absurdo, tan solo usado en las guerras antiguas. Era una técnica muy
primitiva, ya los asirios la usaban y consistía, en atravesar con una larga
estaca un cuerpo humano, desde algún orificio inferior (ano o vagina) hasta
acabar sacando la estaca por la boca. Esto solía ser una muerte cruel, máxime
teniendo en cuenta que la pobre víctima no moría en el acto, ya que la técnica
correcta y perfeccionada consistía en atravesar el cuerpo de forma que no se
atravesara el corazón ni los pulmones.
«Órganos vitales», aquello le recordó algo que había estado comprobando
en la biografía de Erzsébet. Nel colocó las manos sobre su teclado:

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Se dice que Erzsébet se sentaba en una especie de trono
presidiendo la mazmorra del sótano de su castillo en la que
llevaban a cabo las torturas. Y desde allí ordenaba a sus
colaboradores las atrocidades que ellos tenían que ir cometiendo
con las víctimas. Era algo necesario para Erzsébet que las víctimas
estuvieran conscientes, con lo cual, cuando las chicas se
desmayaban del dolor, Erzsébet ordenaba reanimarlas de inmediato.
En las biografías, esto se considera como algo sádico, pero bajo mi
punto de vista, para la mente de Erzsébet era algo necesario. Quiero
decir con esto, que es un detalle significativo. Erzsébet estaba
intentando hacer un ritual que ya conocía de antemano, y en el cual
era necesario que la víctima estuviera completamente consciente.
He estado indagando en las creencias paganas de la época, el
tema de la brujería estaba muy extendido por toda Europa. Y en
Transilvania, primaba la creencia de los vampiros, seres de la
noche, que aguardaban que sus víctimas estuvieran dormidas, para
chuparles la sangre. En el caso de los vampiros, solían ser varones,
que aguardaban tras la ventana de alguna joven doncella, al ser
mejor virgen. Los vampiros y vampiras transilvanos, me traen a la
memoria a los famosos incubos y súcubos de la brujería clásica.
Seres demoniacos, que copulaban por las noches con los fieles
mientras dormían, para engendrar demonios. Por motivos de
copulación con seres demoniacos murieron gran número de
personas en la quema de brujas. De hecho, los monjes cristianos se
colocaban un crucifijo en los genitales mientras dormían, para
protegerse de las súcubo. Aún a día de hoy persiste la creencia de
que los crucifijos alejan a los vampiros.
La primera súcubo de la que hay conocimiento es de origen
cristiano y su nombre es Lilith.
Aunque en el Génesis de la Biblia no se la nombra, fue Lilith, y
no Eva, la primera mujer de Adam. Lilith no resultó ser la mujer
sumisa que se esperaba de ella, y tras imponerse ante Adam por
problemas copulativos, acabó abandonándolo. Lilith insistía en
mantener relaciones sexuales con Adam situándose encima del
hombre, postura que el cristianismo siempre consideró maligna.
Para estos la única practica sexual admitida era la «Venus observa»
o «Postura del misionero», siendo más conocida por este último

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nombre, ya que los misioneros cristianos insistían a los nuevos
conversos que en sus lechos matrimoniales utilizaran esta práctica.
Tras abandonar a Adam, Lilith se transforma para el
cristianismo en una súcubo. La historia dice que tuvo cientos de
hijos, que copulaba con hombres mientras estos dormían, o que
atrapaba el semen de los fieles de dios para fecundarse y engendrar
demonios. Hay representaciones de Lilith en numerosas pinturas. Es
la imagen de una mujer hermosa, de voluptuosas curvas y larga
cabellera roja.

Nel se detuvo a pensar, algo que en un primer momento se le había pasado


por alto, un detalle sin importancia, o al que en un principio no dio
importancia alguna. Miró sus apuntes sobre la biografía de Erzsébet, ni
siquiera había incluido el detalle en sus apuntes por carecer de relevancia bajo
su punto de vista. Pero todo parecía importante en tan complejo caso.
Se levantó de la silla, volcando la taza de té y derramando todo su
contenido sobre la mesa, pero no deparó en el estropicio ni en los libros que
se mojaron. Buscó sobre la mesa central el libro sobre la biografía de Báthory,
ya en la portada encontró lo que estaba buscando, el retrato de la condesa. «El
pelo rojo», había leído en la biografía que no era su tono natural, que se lo
hacía teñir, «Rojo» como la sangre que derramaba de sus víctimas, «Rojo»,
como Lilith.
Su mente tomó otra dirección, Lilith. Solo había hablado de ella en sus
notas como dato histórico, sin saber, sin tener intención de hallar ninguna otra
cosa, y podría estar ante la clave, o ante una de las pistas más importantes de
las que había encontrado hasta ahora. Porque la Lilith de los cristianos, no era
la única Lilith de la historia. Lo meditó un instante, y todo comenzó a tener
sentido.

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Afueras de Viena, 2 de Abril de 1610.

Mirsha paseaba por alrededores de la villa de los Wittelsbach. Durante la cena


con los empleados, en la rústica cocina de la casa, había conocido un poco la
procedencia de aquella familia. Eran descendientes de un antiguo rey de
Hungría, llamado Oton. Era una familia de origen alemán, y la cultura y
conocimiento de Mirsha no pudo llegar a mucho más. Oyó algunas palabras
que sí conocía, «Guerra, imperio, rey, palatinos», pero del resto de la historia
no se enteró en absoluto. Le sorprendió, que aunque las personas que
trabajaban en la villa fueran plebeyos de baja cultura que no sabían leer ni
escribir, entendieran bastante sobre historia, política y la situación actual.
Mirsha no sabía que era inminente una guerra entre Alemania, y alguien más
que no supo reconocer. La conversación entre los habitantes de la villa y el
cochero se dificultaba por momentos, hasta el punto de creer que hablaban un
idioma totalmente diferente al que él conocía, y decidió salir a dar un paseo.
Hacía años que Kiva, su gran perro, había muerto, y sin embargo cuando
paseaba por las noches, aún podía notar la sensación junto a sus piernas, del
espeso pelaje del can. Lo echaba de menos. Anduvo durante un rato,
pensando lo que el conde había ido a hacer a aquella familia. No podía decir
nada. Había tenido que callar en la cocina, mientras la señora de la villa
comentaba a la cocinera, con gran entusiasmo, como su hija Anna iba a ser
educada por una de las altas damas de Hungría, nada menos que por la
condesa de Báthory, viuda, del noble héroe Ferenc Nadasdy. La pobre mujer
decía, que así su hija no tendría que casarse con el hijo de cualquier burgués
como había ocurrido con sus hijas mayores, que Báthory encontraría para ella
un alto noble, un palatino. Mirsha se había mordido unas cuantas de veces la
lengua mientras oía aquella conversación.
Había emprendido el viaje desde Viena, pensando que quien le
acompañaba en el carruaje era algo así como el héroe de Nyitra, el salvador
de las doncellas. Y sin embargo, la acción del conde se limitaba a escoger una

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doncella, y entregársela a Báthory para que la matara, y así prenderla. La ira
recorría su cuerpo, y sintió calor, y una sed atroz.
Dio media vuelta para regresar a la villa, no conocía aquellos campos y
temía desorientarse. Durante el paseo, había decidido que en el camino de
vuelta a Nyitra no viajaría en el interior del carruaje con Thurzó y la joven,
aunque el conde se lo pidiera, intentaría poner algunas escusa para viajar con
el cochero. El rey había ordenado a Thurzó, por petición de la reina, que
protegiera a Mirsha en todo momento. Y para comprobarlo, Mirsha tendría
que enviarle a la reina una misiva desde Nyitra, de su puño y letra, que ella
compararía con la que Mirsha le entregó. Al parecer la reina desconfiaba del
conde «lo conoce bien».
Oyó unos murmullos y por instinto se agazapó junto a un árbol. Eran dos
personas, un hombre y una mujer. Mirsha no estaba haciendo nada malo,
podría haber rebasado a los viandantes sin ningún temor, pero una vez
agazapado no podía descubrirse o parecería que estaba espiando. Casi ni
respiraba para no hacer ruido. Las voces se oían más cerca aún. Reconoció la
voz masculina, Thurzó.
—No quiero llevarte engañada —decía el conde—. Por eso te lo he
contado.
—Pues hubiese preferido no saberlo —respondió una voz joven que
Mirsha reconoció en seguida.
—El rey me prohibió que te contara nada de esto —añadió el conde—.
Pero no quiero llevarte como cebo para Erzsébet, lo único que quiero es, que
me ayudes a descubrirla.
—¿Sabes a lo que voy a exponerme? Si es verdad lo que cuentan, no
habrá forma de…
—Yo no andaré lejos, no dejaré que te hagan nada —decía Thurzó—. Y
sabiendo que soy yo quien te entrega no se atreverá a tocarte.
Mirsha se avergonzó de todos los pensamientos que había traído consigo
respecto al conde. Estaba contando a Anna sus intenciones y el porqué se la
llevaba. Era una hombre respetable sin duda alguna.
—¿Y si me niego a ir? —se oyó la voz de Anna decidida.
—Me llevaré a alguna de tus hermanas —respondió él—. Y es menos
probable que ellas sobrevivan.
Mirsha torció el labio, no, no era tan respetable. Anna no tenía elección.
Se oyó un suspiro.
—Tienes que indicarme qué es exactamente lo que Erzsébet hace y el por
qué lo hace, y cual es mi papel en esto.

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—Lo que mi prima hace y el por qué, es un misterio Anna —respondió
Thurzó—. Tu papel, es descubrirlo.
—Terminaré empalada —la voz se fue alejando.

Mirsha permaneció inmóvil en el silencio de la noche durante un buen rato.


Nunca imaginó que el conde le dijera a Anna lo de Erzsébet. Al parecer
Thurzó no había hecho mala elección. Anna sin ninguna duda no era ninguna
cobarde, y por otro lado, había algo en ella que recordaba a Erzsébet, al
menos el mismo gusto por la ropa masculina. Estaba convencido, a Erzsébet
le encantaría esta nueva doncella, y según lo encantada que estuviera la
condesa con ella, dependerían los días que le quedaran de vida.

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Se había levantado de su asiento nuevamente para buscar la ilustración de la


otra Lilith. No tardó en sacar un nuevo libro de su estantería y colocarlo en la
mesa. «Lilitu o Lamatsu: Espíritu del viento nocturno».
Era un relieve esculpido en una tablilla asiria. Representaba una mujer
alada, con pies de pájaro. «Abre los ojos. No busques explicaciones. Los
ángeles matan». Dejó caer el libro sobre la mesa. Las palabras de Natalia
sonaron nuevamente en su mente. «La he encontrado». Lo vellos de su piel
erizados le indicaban que aquel era el camino.

La diosa Lilitu o Lamatsu es una diosa sumeria y asiria…

Asirios, no era la primera vez que salía esa cultura en su investigación. Ya


cuando estuvo viendo los empalamientos, esa gran afición de Erzsébet, salió a
lucir aquella cultura. Los asirios heredaron la mayor parte de su cultura de los
sumerios.
Se sentó de inmediato a escribir.

En la antigua Enkidu, ciudad sumeria que coincide con el lugar


con el que el génesis hebreo sitúa el Edem donde según la biblia
habitaba Adam, y su primera mujer Lilith, había una diosa sumeria
con el mismo nombre.
La diosa Lilith está relacionada de manera muy directa con otra
diosa sumeria llamada Inanna. A esta última se la consideraba
diosa creadora, diosa madre y diosa de la naturaleza. Aquí cabe
señalar la importancia que las culturas antiguas le daban a las
deidades femeninas, considerándolas como creadoras del mundo y
de los humanos. (Un claro ejemplo de ello en la prehistoria, se
adoraban unas estatuillas talladas con forma de mujer embarazada,
llamadas Venus, y a estas venus le siguieron, Inanna, Isthar, Isis,
Deméter, Cibeles, etc). Con el paso del tiempo, se impuso el sexo
masculino como creador de los hombres y de todo lo que existe,

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como podemos comprobar en las religiones actuales, cristiana,
musulmana por citar alguna.
La diosa Inanna, cuyo nombre significa «la diosa del cielo», fue
muy venerada por el pueblo sumerio. Y es famosa en la historia por
protagonizar la fábula escrita, más antigua de la historia.
En la mitología sumeria, Inanna tenía una incestuosa relación
con Dumuzi, su propio hijo, apodado El Pastor. Los sumerios nos
dejaron escritas en sus tablillas de arcilla, que la diosa Inanna fue
condenada al inframundo (el inframundo sumerio es algo similar a
la visión general que tenemos hoy día del infierno), en el que
reinaba su hermana Ereshkigal (el diablo en su versión femenina).
Tras tres días de calvario, a Inanna se le concedió la posibilidad
de volver al mundo terrenal, con la condición de que alguien
ocupara su lugar. Y así Innana ascendió hacia el mundo de los vivos
y eligió a su amante Dumuzi para sustituirla.
Tengo que hacer un inciso para argumentar que desde las
creencias más primitiva, se relaciona la ausencia del dios amante de
la diosa creadora, como augurio de catástrofe. El mito de la diosa
que pierde a su amante y va a buscarlo para traerlo de vuelta, se
repite continuamente. Anualmente, solían estas antiguas culturas,
practicar ritos, en los que se sacrificaba a algún muchacho en
reprsentación del dios perdido, y así satisfacer a la diosa. A medida
que se fueron imponiendo las tribus patriarcales, desaparecieron los
sacrificios de jóvenes fieles y comenzaron los de mujeres, ya que
como he dicho antes, el dios al que había que satisfacer pasó a ser
de sexo masculino.
Sin embargo en sumeria, no se habla de sacrificios humanos
referencia a Inanna, sino de ritos sexuales. Una sacerdotisa
representaba a Inanna, y el rey a Dumuzi, ambos tenían una
relación sexual en el templo. De esta forma recreaban el mito de la
diosa y la honraban.
En mis años de estudiante realicé un trabajo profundo sobre la
cultura sumeria, en concreto sobre sus creencia y mitos,
encontrando la base histórica en la que luego se basaron las
religiones que le precedieron, siendo la cristiana, la más llamativa,
ya que numerosos personajes bíblicos, coinciden con personajes
sumerios, con exactitud. El propio Dumuzi, apodado «El pastor»,

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tiene gran similitud con el propio Jesucristo. De hecho, en la cultura
sumeria, cada primavera se veneraba su muerte, fecha en la que los
cristianos conmemora la muerte de Jesús.
Regresando al mito de la diosa Inanna; cuando Inanna ascendió
al mundo de los vivos tras intercambiar a Dumuzi por ella, algo
cambió. La diosa Inanna, ahora tenía patas de ave, y alas, es decir,
regresó convertida en Lilith.
En la antigua sumeria, la misión de Lilith era la de custodiar las
puertas que separaran el plano físico del espiritual. Se decía que la
diosa Lilith guiaba hacia la inmortalidad.
De estar en lo cierto, la leyenda de la Condesa sangrienta
Erzsébet no sería del todo falsa, pues cuenta que se bañaba en
sangre de doncellas vírgenes para conservar la juventud. Quizá
Erzsébet no buscaba solo la juventud, o no la juventud como la
consideramos ahora. Sino la inmortalidad.

Se le erizaron todos lo vellos de la piel, estaba entrando en un plano


surrealista creado por la obsesión de una cultura antigua. «La inmortalidad»,
sintió temor, se estaba acercando a algo, y ahora que había dirigido
correctamente su investigación, había muchas piezas que encajaban. Miró
hacia la parte superior de su interminable librería. Estaban allí, gruesos tomos
con una lista que tenía que mirar detenidamente. Algo que siempre obvió por
inverosímil. Arrastró la escalera de la librería hacia la izquierda. Y subió por
ella rápidamente, no sin tropezar al menos dos veces. Alargó su brazo hacia
un tomo en concreto, allí arriba olía a polvo, y su nariz sufrió las
consecuencias. Cogió el libro, su empleada del hogar no revisaba a menudo
las estanterías superiores y se lamentó por ello.
Descendió con cuidado, y lanzó el libro sobre la mesa. «Inmortalidad», no
tenía sentido, pero en la cultura sumeria había muchos elementos sin sentido.
Buscó el índice y de inmediato se situó en la página deseada. El título del
capítulo, que siempre había pasado desapercibido para sus ojos y su sentido
común, ahora sonaba diferente.
«Reyes longevos de la antigua sumeria».

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Natalia se encontraba en laboratorio de las mazmorras del castillo de Leeds.


Eric estaba tras ella, sentado en una de las sillas, pensativo. Miró de reojo la
puerta que había quedado entre abierta cuando la última persona salió. Golpeó
el hombro de Eric.
—Eres un imbécil —le dijo.
Eric la miró con furia.
—No la traías al laberinto —susurró ella—. Tuve que decirle a Victoria
que había quedado contigo en el camino.
Eric no respondió.
—No pienso jugármela por ti ni una sola vez más —le advirtió.
Eric continuaba sin responder. Natalia lo miró detenidamente. Eric era
uno de los miembros de más confianza de Victoria, su mano derecha (la
izquierda lo ocupaba su melliza Cristine). Eric era una amenaza para sus
planes, siempre lo había sido, porque él se empeñaba en observarla
continuamente. Incluso llegando a inspeccionar a escondidas, todo lo que se
relacionara con Natalia o India como ellos la conocían. Natalia en aquellos
dos años y medio, había intuido en varias ocasiones que el joven desconfiaba
de ella continuamente. Vio una oportunidad en el fallo que él había cometido
la tarde anterior al no dirigirse directamente a Leeds como habían acordado y
detenerse a mitad de camino. ¿Las razones? Las desconocía. Lo que la llevaba
a elegir entre dos opciones, o bien acusarlo ante Victoria y que lo empalaran,
o bien, ganarse su confianza al cubrirlo.
—¿Por qué te detuviste? —le preguntó—. Ibas a dar la vuelta.
Eric reaccionó ante la acusación de la joven.
—Lara se puso nerviosa…
—¿Y?
No obtuvo respuesta. No estaba acostumbrada a que algo se le pasara por
alto. Así que su cabeza comenzó a funcionar rápidamente. Los
acontecimientos últimamente cambiaban a menudo, y no sabía si aquello la
beneficiaría en sus planes o la perjudicaría aún más.

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No había otra explicación, Eric sentía cierta «simpatía» por la joven
donante. Y del nivel de esa «simpatía» dependían muchas cosas, entre ellas, la
vida de Eric. Natalia suspiró, Eric ya no sería una amenaza para ella nunca
más, ese primer objetivo estaba conseguido. No sería difícil eliminarlo ahora
que tenía una debilidad, «como yo». Eso la hizo pensar en Emanuel.

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Tal y como Mirsha había previsto, viajaba en el asiento del cochero de


Thurzó. Había sido un largo camino de días. Pero ya el bosque olía a Nyitra y
a los lejos en las colinas podía apreciarse la silueta de grisáceo castillo de
Cachtice.
Mirsha se giró hacia el interior del carruaje. Anna era sorprendente.
Sonreía y reía en todo momento. Era difícil pensar que sabía a dónde iba. O
bien no era consciente de todo lo que Erzsébet era capaz de hacer, o
simplemente le daba igual la tortura y la muerte. Mirsha pensó que la
explicación certera era que Thurzó no contara toda la verdad a Anna sobre la
condesa, solo le dijo que asesinaba doncellas, no el cómo. No le habló de
cómo las congelaba o las cortaba una y otra vez, o las quemaba en pies y
manos, y eso sin contar con sabe dios qué clase de mecanismo tenía en las
mazmorras capaz de destrozar un cuerpo humano de aquella forma.
Llegaron a Nyitra y Mirsha se bajó antes de que el cochero detuviera el
carruaje. Thurzó abrió la puerta y Mirsha anduvo a paso apresurado de los
caballos para oír lo que el conde tenía que decir.
—No quiero que comentes nada a nadie —advirtió—. Haz como si
hubieses vuelto sin noticia alguna.
—Pero el pastor…
—¡Al diablo con el pastor! —le cortó el conde—. Tú no conoces a
Erzsébet.
Mirsha no abrió la boca para responder. El carruaje lo adelantó y tomó
camino del castillo. Mirsha pudo ver la profunda mirada de Anna tras Thurzó.
La joven le dedicó una dulce sonrisa. Mirsha pensó que aquella sonrisa no le
duraría mucho tiempo una vez estuviera en el interior de Cachtice.
Anduvo un rato sin pararse con ningún campesino. Fue directamente a su
casa. Tenía ganas de ver a su madre y a su hermana Katryna. Desde que su
madre quedara viuda, Mirsha se había convertido en el cabeza de familia. El
resto de sus hermanos se habían casado, con jóvenes de lejanos pueblos (en
Nyitra y sus alrededores ya no quedaban doncellas) y no habían vuelto por
allí. Ya solo quedaban su madre, Katryna y él. Le había dolido partir ya que

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su trabajo era el principal sustento familiar. Le había dejado dinero a su madre
para sobrevivir unos meses, y el pastor había prometido suministrarlas en la
medida de sus posibilidades, pero Mirsha no tenía previsto tardar casi un año
en encontrar respuesta a su cometido.
La puerta estaba abierta así que entró. Su madre se encontraba calentando
un caldero.
—¡Mirsha! —la mujer en seguida abrazó a su hijo—. No sabes la alegría
que… ¡Pensábamos que habrías conocido a alguna joven y no volverías!
El joven, que apretaba con fuerza el cuerpo de su delgada madre, dejó
caer sus brazos y levantó la cabeza en una búsqueda desesperada.

—¿Y Katryna? —Mirsha recorría con la mirada cada rincón buscando a la


más pequeña de sus hermanos.
La sonrisa de su madre se borró de inmediato.
—¿Le ha pasado algo? —preguntó Mirsha alarmado.
Su madre se sentó. Mirsha se arrodilló junto a ella.
—Katryna esta en Cachtice —dijo la mujer.
Mirsha sintió como su cuerpo comenzó a pesar más de lo debido y un
calor que comenzaba por la punta de sus pies le recorrió el cuerpo.
—¿Por qué la dejaste ir? —le reprendió Mirsha—. Verania no volvió.
¿Por qué la dejaste ir?
El joven había alzado demasiado la voz. Se hizo el silencio, su madre
lloraba.
—No teníamos nada —respondió la mujer en cuanto su garganta le
permitiera hablar—. Fue ella la que aceptó. Vino Juan con Ilona Jo a por ella,
y ella dijo que sí.
—Pero…
—Es diferente, lleva allí meses —dijo su madre y Mirsha se sobresaltó—.
Viene a verme una vez en semana, a veces dos, y me trae comida, cacharros
de cocina, hasta ese asiento.
Mirsha pudo contemplar en un rincón una especie de sillón señorial de
madera, no muy típico en las humildes casas de campesinos.
—El carpintero de la condesa lo hizo para mí —dijo la mujer—. Katryna
pidió permiso, no ando muy bien de la espalda ya conoces mis continuos
dolores, y…
Mirsha no entendía nada. Aquello no podía ser verdad, las muchachas
morían en el primer mes de su estancia en el castillo, y su hermana llevaba en
Cachtice ¿meses?, era imposible. Y encima le dejaban traer a su madre

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comida, y un sillón de madera. Salió de repente de la casa, la rodeó y dirigió
su mirada hacia la montaña de Cachtice.
«Katryna» suspiró. Se preguntó por qué ella no. Por qué Erzsébet no la
había matado a ella. Era virgen, no tenía dudas, su hermana no salía nunca de
casa. Era hermosa, la más hermosa de toda Nyitra. Por qué. Y una idea cruel e
inesperada surgió en su cabeza. «¿Qué estás haciendo en Cachtice Katryna?».

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Anna esperaba en el carruaje a la puertas del castillo de Erzsébet. Su


curiosidad le había llevado a mirar a través de la ventana. Era un lugar
hermoso. El castillo se encontraba en una colina, desde aquel ligar podía
verse el pueblo entero de Nyitra, los bosques, los frondosos árboles. Era
primavera, y el campo parecía una gran alfombra verde.
El castillo era alto, desprovisto de ornamentos y con pequeñas ventanas.
Le llamó la atención un alto torreón. No había visto muchos castillos en su
vida, pero aunque sí que es verdad que el tamaño era colosal, no era todo lo
impresionante y bonito que esperaba. Parecía más bien un fuerte, sí uno de
esos fuertes medievales que imaginaba cuando leía los libros en los que un
pueblo entero se escondía tras murallas. ¿Qué se escondía detrás de esos
muros? Era algo que el conde Thurzó la había obligado a averiguar. Según le
había contado, Erzsébet mataba doncellas e hijas de nobles menores, como
era ella. Las razones si las sabía, el palatino se las había reservado.
No era una ingenua, sabía perfectamente que le había contado solo una
parte, una parte mínima, para que aceptara ir. Si no hubiese ido ella, se
hubiese llevado a cualquiera de sus hermanas, pero sus hermanas no
sobrevivirían en Cachtice, eran ingenuas, inseguras, no sabían montar a
caballo con lo cual sus probabilidades de escapar eran nulas, tampoco sabían
manejar armas. Acabarían empaladas por la condesa en semanas. En cambio
Anna era diferente, tenía conocimientos de cacería, y muchas otras cosas que
intuía le serían de gran ayuda en Cachtice.
No llevaba más que una pequeña bolsa de equipaje. Erzsébet la proveería
de nuevos vestidos. Así que se limitó a llevar lo esencial. Algunas plantas que
usaba para pequeños resfriados, una de ellas, en alta dosis, letal para un
humano, y que sería de gran ayuda si la cosa pintara fea. Y por supuesto, una
daga familiar que siempre llevaba atada a su corsé. La había llevado durante
años, cuando comenzaron a ser frecuentes las violaciones en el campo o

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caminos. Nunca había tenido que usarla, pero sin duda permanecía preparada
por si algún día llegaba el momento, y de alguna forma, estaba impaciente.
Estaba nerviosa, nervios que cualquier joven tenía en los momentos
previos al conocer a una gran dama tan conocida en Hungría. Y por otro,
temerosa por los días, quizás semanas y probables meses, que quedaban por
delante. Aparentemente estaba ante un antiguo castillo, sin ninguna otro
elemento que pudiese llamar la atención, que su situación demográfica y su
gran tamaño. Pero Cachtice no era un castillo cualquiera, y sabía que no
tendrían que pasar muchas noches para averiguarlo.
Necesitaba aire y abrió la puerta del carruaje para tomarlo. La leve brisa
de la mañana entró a través de la pequeña ranura y pudo respirar aire limpio y
el olor amargo de la hierba. Thurzó tardaba demasiado. Era un hombre con
grandes dotes de interpretación, Anna rezaba porque Erzsébet no percibiera
nada inusual en su comportamiento y sus palabras. Porque de la credibilidad
de las palabras del conde, dependía su propia vida.
Cerró la puerta del carruaje de un golpe demasiado brusco. El carruaje
comenzó a moverse nuevamente, acercándose aún más a las puertas del
castillo. El corazón de Anna se aceleró. Era el momento, tenía que hacerlo
bien, no le quedaba otra que hacerlo bien. Si lo hacía bien, el rey compensaría
a su familia. Si fallaba, sus hermanas ocuparían su propio lugar en Cachtice.
El carruaje se detuvo y al instante la puerta se abrió y desplegó los
escalones para descender. El conde estaba preparado con su mano alzada para
ayudarla a bajar. Anna se había puesto su mejor traje, que no era gran cosa,
pero lo suficiente para presentarse ante una gran dama. No llevaba un peinado
muy sofisticado, pero ya había sido toda una hazaña para Anna, el haberlo
introducido al completo en una redecilla de menudo tamaño, regalo de un
arrogante burgués que la pretendió un tiempo atrás, y que por causas
evidentes en el temperamento de Anna, acabó casandose con una de sus
hermanas mayores.
La joven bajó la vista mientras apoyaba un pie y luego otro en los
inestables escalones del carruaje. El primer pie que puso en Cachtice fue el
izquierdo. Era un suelo firme, duro, frío, pudo sentirlo bajo las finas suelas de
sus modestos zapatos.
Apretó la mano del conde antes de soltarla mientras levantaba
tímidamente la cabeza hacia alguien cuya mirada sintió podía traspasar el
cuerpo y llegar hasta el alma. Los ojos de Anna se clavaron en las pupilas más
brillantes de cuantas había visto hasta ahora.

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Elegantemente vestida, con un lujoso traje rojo oscuro de puntas de tul
marfil, ceñido en un estrecho talle y desprovisto de escote, aparecía la gran
señora de Cachtice. Llevaba un sencillo peinado con raya en medio, recogido
en la nuca. Y al sol podían apreciarse reflejos rojizos en su tono, natural o
teñido. Su piel era blanca, pero carecía de la palidez y las manchas propias de
las señoras que rozaban la cincuentena. Y sus ojos, de un gris similar al color
de los muros de Cachtice, la miraban con gran atención, estudiando cada
fragmento de su cara. Anna hizo gran esfuerzo por permanecer en su lugar
cuando la condesa se acercó a ella, intentando mantener su mirada en todo
momento, no mostrando los verdaderos nervios que llevaba en su interior, ni
el temor que desde hacía unos días atrás producía el apellido Báthory. E
implantando en su mente un único pensamiento, fuente de curiosidad para la
mayoría de nobles del reino, Anna sonrió. Pues cuál podría ser el secreto que
guardaba aquella gran dama, como para que una anciana no aparentara más de
treinta años.
—Muy bien —dijo la condesa a tan solo unos centímetros de ella—.
Katryna te acompañará a tus aposentos.
En seguida una de las doncellas de la condesa se acercó a Anna y tras algo
que parecía una reverencia, cogió la bolsa de las manos de Anna. Esta le
sonrió con agradecimiento y se dispuso a seguirla. Pero una mano firme la
sujetó del brazo. Anna miró la mano de Erzsébet, las piedras preciosas de sus
anillos reflejaron los rayos del sol.
—Bienvenida a Cachtice Anna Wittelsbach —le dijo.
—Quiero agradecerle…
—A la hora del almuerzo tendré una conversación contigo —la cortó—.
Ahora ve con Katryna mientras despido a mi querido primo.
El conde se sobresaltó con las palabras de Erzsébet, intuía que ella no
querría su presencia durante mucho tiempo en Cachtice, pero tampoco se
imaginaba que lo echara tan rápidamente, algo descortés para un noble,
cuando la hora del almuerzo no andaba lejos.
Erzsébet soltó el brazo de Anna y esta se limitó a bajar la cabeza y seguir
a la doncella que portaba su bolsa. En cuanto quedaron solos, la dama se
dirigió a la puerta del carruaje del conde abriéndola ella misma, invitándolo a
subir.
—Una Wittelsbach —dijo Erzsébet lanzándole una mirada desafiante—.
Querido Gyorgy Thurzó, una alemana.
—Es una familia vienesa.

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—El enfrentamiento de mi primo Gabor contra los alemanes ya me ha
colocado en una situación delicada con la corte y ahora me traes a una
alemana a mi castillo.
Thurzó arqueó las cejas. No había previsto que Erzsébet se temería una
encerrona de ese tipo. Sin embargo la condesa estaba en lo cierto. El primo de
Erzsébet, Gabor I, Príncipe de Transilvania, había tenido algún
enfrentamiento con los alemanes, y Erzsébet podía salir mal parada por ello si
la corte del rey la acusaba de traición. Lamentó no haberlo valorado. No era
conveniente para los intereses de Erzsébet tener a la hija de un noble alemán
en Cachtice. Ni siquiera sabía como había podido aceptar tal cosa. Pero si lo
valoraba con cautela para los intereses de Anna vendría bien, si era cierto eso
de que Erzsébet mataba doncellas, no se atrevería a tocar ni un pelo de una
noble alemana. Claro estaba que si Erzsébet finalmente no mataba a Anna, él
lo tendría más difícil a la hora de acusarla. De haberlo valorado hubiese
elegido a una muchacha de otra familia. Fuera como fuera, a Erzsébet siempre
le sonreía la suerte y tenía posibilidades de librarse de esta y conservar su
cabeza sobre los hombros, si jugaba bien sus cartas. Y la condesa Báthory era
una experta en juegos.
—¿Piensas que…? —intentó defender el conde.
—Pienso que mis posesiones son lo suficientemente extensas como para
que tú o cualquier otro me la juegue. —Lo cortó ella.
—Su familia está en una situación difícil. Sus hermanas mayores han sido
casadas con burgueses.
—No es mi problema —respondió ella con frialdad.
—No estará aquí mucho tiempo —añadió el palatino.
Erzsébet entornó los ojos hacia él. Thurzó la observó, ninguna expresión
que Erzsébet pudiese hacer con su rostro, marcaba una sola arruga en su piel.
—No quiero que andes visitándola continuamente —le advirtió Erzsébet.
—No volveré por aquí —dijo el conde subiendo a su carruaje—. Solo
recuerda a Anna que escriba semanalmente a su familia, y a mí por supuesto.
El cochero del conde se subió al carruaje y Erzsébet lo miró con
detenimiento. Aquel hombre estaba jadeando, como si hubiese estado
corriendo al sol por aquellos campos. Lentamente la condesa dirigió sus ojos
de nuevo hacia el conde.
—Yo misma te iré informando de su evolución —se despidió Erzsébet.
—No es una campesina cualquiera, verás como te sorprende.
Erzsébet hizo una mueca, casi pudo parecer una falsa sonrisa. El conde
hizo un ademán con la cabeza, en forma de reverencia formal. Indicó al

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cochero que iniciara la marcha.
La condesa permaneció inmóvil hasta que el carruaje del conde Thurzó
desapareció en la lejanía del sendero. Tras ella, al menos tres de sus
empleados aguardaban sus órdenes.
—Juan —llamó a su mayordomo y el hombre se inclinó frente a ella de
inmediato—. Averigua qué ha estado haciendo el cochero de Thurzó mientras
el conde ha estado en Cachtice.
—En seguida, mi señora —respondió el hombre.
—Y tráeme a cualquiera con quien haya hablado, en el castillo o en el
pueblo.
El mayordomo se marchó a paso apresurado, sin que su cojera le
impidiera avanzar camino de las cuadras.
—¡Piroska! —llamó a una de sus doncellas—. Quiero que no os apartéis
de Anna, ni tú, ni Ilona, ni Dorkó. Díselo también a Katryna. No me fio de
nadie más.
—La mujer hizo una reverencia ante su señora y se marchó camino de la
puerta principal del castillo.
Erzsébet permaneció durante un tiempo pensativa. Sabía que el palatino
había traído a Anna por alguna razón. El por qué, lo averiguaría pronto. Y
cuando lo averiguara, rodarían cabezas.

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Abrió los ojos todo lo que le permitieron sus pesados párpados. Le dolía el
cuello y las lumbares. No veía del todo bien, seguramente aún tendría las
pupilas dilatadas por la droga que le habían inyectado. Pero tenía cierta
percepción del espacio, y podía ver los objetos que la rodeaban, que no eran
muchos.
Estaba es un especie de cárcel de piedra, con una pequeña puerta de
barrotes que daba a un pasillo. Estaba todo en silencio, aunque tampoco podía
confiar en su oído ya que los sentía taponados. Se colocó la mano sobre su
frente y la frotó, estaba helada. Ni siquiera llegaría a la temperatura normal
corporal. Lo que fuera que le hubiesen inyectado era fuerte.
Se colocó a cuatro patas y se acercó gateando hacia la puerta, demasiado
mareada para incorporarse. Los barrotes estaban los suficientemente
separados como para introducir su cabeza. Tuvo que hacer presión para que
sus sienes se escurrieran entre ellos, el olor a hierro intenso entró a través de
los orificios de su nariz provocándole nauseas. Podía ver el pasillo al
completo, pero su vista aún no era muy fiable ya que la droga no se le había
pasado por completo. El pasillo era largo y estaba lleno de puertas de barrotes
como la suya, «es una especie de cárcel». La suya estaba al fondo, a su
derecha, solo había pared, y frente a ella, una pequeña puerta de madera
pintada de rojo oscuro.
Agarró los barrotes e hizo presión en ellos, pero la puerta no se movió un
ápice y sintió un leve mareo. Intentó sacar la cabeza de entre los barrotes,
pero no fue capaz. Su vista había mejorado, pero aún no podía ver con
claridad. Entornó los ojos, dos puertas más a la izquierda, en la hilera de en
frente, había apoyado un antebrazo y una mano.
—¡Shhss! —intentó llamar sin subir mucho la voz—. ¡Eh! Chica, ¿me
oyes? —no obtuvo respuesta.
Sin embargo mucho más cerca, en la celda contigua a la suya, los barrotes
sonaron. Y pudo ver una mano sobresalir hacia el pasillo. Lara alargó la suya
hasta poder alcanzarla. Era una mano delgada, de una chica joven sin ninguna

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duda. La piel era un poco más oscura que la suya, y aunque estaba limpia, se
podían apreciar hematomas y rasgaduras con sangre seca.
—¿Me oyes? —susurró, pero tampoco obtuvo respuesta.
Tiró levemente de la mano que yacía casi sin fuerzas y logró ver parte del
antebrazo. Lara abrió la boca y hubiese gritado si se hubiera armado de valor
suficiente. El antebrazo de la muchacha tenía un corte profundo que supuso
llegaría hasta el codo.
—¡Dios bendito! —susurró mientras sus ojos se bañaron de lágrimas de
inmediato.
Soltó la mano de la chica, e intentó volver a sacar la cabeza de los
barrotes, le costó unos segundos encontrar la postura correcta para poder
liberarse de ellos. Unas de sus orejas se enganchó y sintió dolor cuando su
cartílago tuvo que plegarse contra el hierro para que pudiera escapar al fin de
aquella postura. Se sentó en el suelo, el mareo estaba desapareciendo. Sintió
como su pecho se aceleraba. Tenía miedo, estaba aterrada. Lamentó haber
subido al coche de Eric, ellos le provocaban temor, no sabía como al fin el
chico había logrado obtener su confianza. Pero eso ya no importaba. Solo
importaba el presente. En un primer momento, cuando fue consciente que
iban a raptarla, pensó que podía ser casi un regalo que alguien terminara con
su angustia antes del tiempo previsto. Pero no era así. Allí no solo la matarían,
sino que la torturarían. Y era miedosa, le aterraba el dolor. Nunca soportó los
dolores, nunca. No podría. Lloraba, de una forma que no lo había hecho ni
siquiera cuando oyó aquella palabra «inoperable» de la voz del neurólogo.
Sintió ganas de gritar, no era capaz. Podrían oírla, podrían venir y
golpearla por haber gritado. No podía calmar su llanto. Sintió un latigazo en
el interior de su cabeza, el dolor se acercaba, y no como otras veces. Allí
dentro no recibía la medicación que hacían esos dolores más soportables.
Ahora tendría que recibirlo en todo su esplendor, tal y como eran. Un segundo
llegó aún más intenso y apretó los dientes mientras se agarraba la cabeza. No
podía gritar, no. Pero el tercero llegó arrasando a su paso todo lo que su
pequeña cabeza pudiera tener dentro y no pudo evitar el emitir un grito agudo
que retumbó en la pared de piedra y en todo el pasillo. Se oyeron murmullos,
murmullos de mujeres y el pánico la paralizó, paralizó su cuerpo, pero no sus
dolores.
Nunca había tenido una crisis de las dimensiones que estaba teniendo en
aquel momento. Con la droga que le habían puesto se los habían calmado,
anestesiado, pero una vez que su cuerpo la hubo expulsado por completo, lo
dolores aparecieron. No podía soportarlo. Gritó nuevamente, mientras sus

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manos temblaban hacia sus sienes. Por un momento no le importó que alguien
viniera, ojalá le cortaran la cabeza de inmediato.
La puerta pequeña y roja que podía ver a través de sus barrotes se abrió y
un hombre apareció en el umbral. Lara volvió a gritar con fuerza, sin mirarlo
ni importarle quien pudiera ser. El hombre sacó una llave y quitó el candado
que cerraba la puerta de barrotes de Lara. La puerta emitió un crujido al
abrirse y el hombre se introdujo en el estrecho habitáculo.
—¡Eh niña! —dijo agarrándola por el pelo—. ¡Déjalo ya!
Lara ignoró la tirantez en su cuero cabelludo, ningún dolor era
comparable con el del interior de su cabeza, gritó de nuevo y aquello
desconcertó al hombre. Sintió una patada en el costado y otra en la pierna.
Pero sus gritos no los provocaban aquellos golpes.
—¡Cállate ya! —gritaba el hombre y los murmullos procedentes de las
otras celdas alzaban el tono por segundos.
El hombre sacó a Lara al pasillo tirando de la abundante mata de pelo
rizado de la joven. Las rodillas de Lara se rozaban con el basto suelo de
cemento. Entonces fue consciente de algo en lo que no había deparado. Su
ropa, no llevaba ya el pantalón y la camisa con la que fue a la audición. Ahora
llevaba una especie de camisón blanco o enaguas, enaguas que no
correspondían con la época ni el lugar que dejó atrás cuando la raptaron.
El hombre pareció satisfecho con el silencio de Lara, que había perdido la
cuenta de los golpes que llevaría en los costados y en las piernas. La joven lo
miró aterrorizada. Sus dolores le habían dado unos segundos de tregua.
—¡La próxima vez que te oiga gritar, te arrancaré la lengua con unas
tenazas! —gritó el hombre.
El dolor no pudo llegar en peor momento. Lara gritó con todas sus fuerzas
mientras encorvaba su cuerpo. El hombre tomó aquel grito como una
provocación y pateó con fuerza la cabeza de la joven. Se oyó un golpe seco,
pero Lara no lo percibió en su cuerpo. Levantó en seguida la cabeza. «Eric».
Eric había empujado al cruel hombre que la estaba golpeando y lo
fulminaba con la mirada. Y a pesar que aquel hermoso demonio la había
llevado hasta allí y era el mayor culpable de su estado y su inminente muerte,
se arrastró hacia él hasta colocarse junto a las rodillas del joven.
—No se te ocurra volver a tocarla —oyó decir a Eric.
—Pues impide que arme jaleo —le respondió el hombre.
—No vuelvas a tocarla —repitió Eric—. Solo India o yo podemos entrar
en esta celda.

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—No te equivoques —le respondió el hombre desafiante—. Puedes ser el
niño bonito de Victoria, pero yo me encargo de las donantes. Tu trabajo es
otro.
Lara sintió como una de las piernas de Eric se movía, pero el joven no
replicó a aquel hombre. El hombre miró altivo y con autoridad a Lara, para
luego dirigir su mirada a Eric. Levantó un dedo hacia el muchacho.
—Ni se te ocurra volver a tocarme —le advirtió.
El hombre se marchó por la misma puerta por la que había entrado y
dando un fuerte portazo. La puerta rebotó y volvió a abrirse. Lara gritó
nuevamente agarrándose las sienes. Eric se inclinó hacia ella.
—¿Qué te pasa? —Eric había visto a decenas de jóvenes gritar en las
celdas, pero nunca de la forma que lo hacía Lara.
Lara lo miró, no pensaba decirle nada, no se merecía que le dijera nada.
Hubiese sido fácil. «Soy una enferma terminal. Acaba ya con mi vida».
Levantó una de sus rodillas para sentarse en el suelo. Y se apoyó en la
pared y los barrotes de otra puerta que se encontraba cerrada. Se giró al notar
los hierros y pudo ver al completo a la joven dueña de la mano que había
agarrado minutos antes. Llevaba unas enaguas como las suyas, y tenía el resto
del cuerpo en el mismo estado que su antebrazo, lleno de cortes y hematomas.
—¿Qué es este lugar? —preguntó entre lágrimas.
Eric no respondió.
—¿Por qué me has traído a los infiernos? —Lara sentía como las lágrimas
ardían en sus mejillas.
—No fue mi elección. —Respondió Eric mientras se inclinaba hacia Lara
en un intento de ayudarla a levantarse. Pero Lara estaba inmóvil en el suelo.
Eric se acuclilló frente a ella.
—Mírame —le dijo al joven y él dirigió su mirada hacia ella. Era guapo,
guapo hasta el punto de que Lara llegara a perder la cordura y creer que aún
en medio de aquel infierno, Eric fuera el ser más hermoso que había visto en
sus diecisiete años—. Dime que no eres un asesino.
—Tienes que entrar dentro otra vez. —Eric apartó la vista y la dirigió
hacia la celda.
—Por qué no termináis esto ya y me matáis de una vez —dijo ella y algo
pasó por su mente—. Si es que queréis para algo mi muerte. Antes que
ninguna otra cosa me mate.
Eric frunció el ceño, no entendió las palabras de Lara. Miró hacia la
puerta roja.
—Él no va a matarte —dijo mirándola de nuevo.

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«Me haría un gran favor. Terminad esto ya. Quiero que me matéis de una
vez».
—Entonces quién —apoyó su cabeza en la pared—. ¿Tú?
Eric la ayudó a incorporarse. Lara se tambaleó mientras recibía un leve
latigazo de dolor. Eric notó algo en ella.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó de nuevo.
Lara empujó a Eric.
—Es para lo que me has traído ¿no? —gritó—. ¡Mátame de una puta vez!
Eric golpeó la pared que estaba tras la espalda de Lara. Lara lo miró
perpleja, aterrada. Por un momento pensó que se había orinado encima, pero
el resto de su cuerpo estaba igualmente húmedo, sudaba sin parar. Había
pegado su cuerpo a la pared que había golpeado Eric, tras la reacción agresiva
del joven. Sí, no cabía dudas, era un asesino. No podía ser otra cosa allí
dentro. Eric estaba muy cerca de ella, con una mano en la pared a milímetros
de su hombro. Entonces la puerta se abrió, y una joven apareció en el umbral.
Eric retiró inmediatamente la mano de la pared y se alejó de Lara.
Lara reconoció a la joven. Era una de las alumnas de la escuela, del grupo
de Eric, la morena. La chica en seguida se introdujo en el interior de la celda
situándose junto a Lara, mientras miraba a Eric con interés. Él enseguida se
giró, dándole a ambas la espalda.
—¿Ese imbécil la ha golpeado? —preguntó la chica y él asintió.
La joven inspeccionó a Lara.
—Se lo diré a Victoria —decía la joven—. Él está de parte de tu hermana,
hará todo lo posible para que…
—Esto no tenemos porqué hablarlo delante de ella —la cortó Eric
bruscamente.
La joven se giró hacia Eric, por un momento pareció que iba a replicarle.
Pero se limitó a acercarse de nuevo a Lara.
—Date la vuelta —le dijo.
No tuvo que repetirlo, Lara la obedeció de inmediato y entonces recordó,
que aquella era la misma joven que le había pinchado algún tipo de
«anestesia» en el camino de Leeds. Sintió un pinchazo en su hombro, y al
saber lo que vendría después de él, lo agradeció. Bajó la cabeza.
—Gracias —susurró Lara mientras se preparaba para que sus ojos se
cerraran al fin y escapar por unos momentos de aquel infierno. Pero en
cambio, sus ojos se abrieron como platos cuando sintió en su brazo un firme
apretón por parte de la chica.

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Pestañeó dos veces, no podía creerlo. Iban a matarla, pero aquella joven le
había mostrado un signo de afecto, sí, era un signo de afecto, no tenía dudas,
aunque seguramente fuera de allí, aquel gesto pasaría desapercibido, nadie
más que ella, conocía lo que podía significar allí dentro. Un hilo de esperanza
la inundó mientras se sentaba en el suelo ya mareada. La cabeza no le dolería
al menos durante horas. Sus ojos se nublaron, y la oscuridad la inundó.
Eric miró como India, colocaba el cuerpo dormido de Lara. Había estirado
sus piernas, y puesto el cuello derecho. Para que cuando despertara no sintiera
ningún tipo de molestia muscular. Miró a India con desconcierto. Ella
colaboraba con los ritos como una más, sin inmutarse, ni expresar ni una leve
sensación de empatía respecto a las víctimas. Sin embargo, en las mazmorras
era diferente. Aunque no solía cruzar palabras con las jóvenes y se limitaba a
hacer su trabajo, les hablaba con respeto, las miraba con algo en su mirada
que Eric no era capaz de explicar. Nunca lo había hablado con nadie. India se
negaba a bajar allí con Cristine, ni con nadie más que no fuera él. Quizá
odiaba la forma cruel de comportarse del resto. Eric estaba acostumbrado a
acompañar a Cristine y ella era una miserable con las muchachas, y el resto
no muy diferente. Incluso él mismo alguna vez fue diferente, no mucho
tiempo atrás. Si lo pensaba con precisión quizás cambió en el momento en el
que conoció a la persona que su compañera de rito había elegido para ellos. Y
se alegró por haber elegido a India y no a Cristine como su compañera. Al
menos esta vez fue capaz de contradecir los deseos de Victoria, esa que
siempre lo obligaba a estar piel con piel con su gemela. Esta vez decidió que
no. Y eligió a India, el porqué lo desconocía. Era la más inexperta de todos
los sacerdotes, con ella nunca conseguiría superar a Cristine y al resto. Pero
eso ya no era su prioridad. Miró nuevamente el cuerpo inerte de Lara.
India se levantó y lo miró.
—Si no quieres que ese imbécil siga golpeándola no te podrás alejar
mucho —le dijo—. Sabes que hará todo lo posible por…
—No —la cortó y ya a su compañera no le extrañó que por segunda vez
Eric no la dejara acabar la frase.
India sonrió y su sonrisa produjo temor en el interior de Eric. La chica se
estaba dando cuenta, se estaba dando cuenta de todo. Lo cual lo situaba en un
lugar delicado. En aquella organización no era bueno estar en las manos de
alguien, ni siquiera de tu propia hermana, menos aún si tu hermana era
Cristine. Pero sentía que podía confiar en India, ya le había demostrado
lealtad arriesgándose por él, Cristine no lo habría hecho.

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Eric miró a India, y lo hizo lanzando una mirada desesperada. India lo
agarró del brazo haciendo el mismo gesto que le había hecho a Lara.
—En cuanto vean en ti un hilo de debilidad, te meterán en la jaula —le
advirtió.
Y Eric sabía que India tenía razón.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

El carruaje del conde ya había salido del pueblo de Nyitra y adentrado en un


camino bordeado de esplendorosos árboles. El cochero hizo detener el
carruaje. Thurzó se bajó de él. Mirsha salió de entre unos arbustos.
—Bueno Mirsha —comenzó el conde—. Yo no puedo volver por aquí.
Erzsébet desconfía de mi, y sabe que he traído a Anna por alguna razón. Así
que serás tú quien tendrá que vigilar Cachtice y a Anna.
Mirsha frunció el ceño.
—Ni siquiera me ha dejado despedirme de Anna para decirle que todo lo
que me tenga que decir será a través de ti. Erzsébet sin ninguna duda, leerá
cada una de las cartas que Anna me escriba antes de enviarlas.
El conde sonrió y Mirsha no entendió sus sonrisa. Tal y como Mirsha
esperaba, el conde había abandonado a aquella pobre muchacha a su suerte.
—Toma —le dijo el conde entregándole un sobre al muchacho—.
Necesito que me informes en cada momento, no menos de un día por semana.
Mirsha asintió.
—En el momento que pasen dos semanas sin recibir noticias tuyas,
volveré a Nyitra —añadió el palatino montándose de nuevo en su carruaje—.
Suerte muchacho, creo que lo conseguiremos.
Mirsha asintió entendiendo lo que significaba para el conde volver a
Nyitra, ya que no volvería solo, sino con un ejercito del rey para prender a
Erzsébet.
Se separó del carruaje lo suficiente para que las ruedas no le aplastaran los
pies cuando emprendiera la marcha. El cochero no se demoró y los veloces
corceles tomaron velocidad en un instante. Mirsha tuvo que entornar los ojos
para protegerlos del polvo que las ruedas y las patas de los caballos habían
levantado del suelo. El carruaje se alejaba.
Quedó pensativo. No sabía como sería capaz de informar sobre el estado
de Anna en Cachtice, no tenía permitido entrar en el castillo y si lo hacía a
hurtadillas acabaría colgado de uno de los árboles que rodeaban Nyitra o algo

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aún peor. Tenía la posibilidad de hacerlo mediante Katryna, pero esta ya tenía
demasiada suerte con permanecer con vida junto a la condesa por razones que
desconocía pero que posiblemente intuía y hasta llegaba a avergonzarse de
ellas. Pero Katryna se conservaba viva, y eso primaba sobre las diferentes
razones del por qué. Sentía que no estaba en condiciones de juzgarla, al fin y
al cabo, él no sabía la realidad de lo que ocurría tras los muros del castillo, y
el instinto de supervivencia es grande. Katryna sería capaz de hacer cualquier
cosa por su madre, por él, por permanecer con vida, y era al fin y al cabo, lo
que estaba haciendo, sobrevivir.
Oyó un crujido de rama de árbol, seguidamente otro y se alertó. Una joven
con un fino camisón blanco y medio hecho jirones apareció de entre los
matorrales. Corría desesperadamente.
—¡Eh! —gritó Mirsha al ver a la muchacha herida.
La muchacha lo miró presa del pánico.
—El carruaje —murmuró—. Tengo que llegar al…
—¿Quién eres? —preguntó Mirsha.
—¡Ese carruaje! —gritó ella.
—Ya está demasiado lejos. ¿Quién eres tú? —preguntó de nuevo.
—Mi nombre es Pola —dijo la joven que a penas podía mantenerse en
pie.
Mirsha la miró con detenimiento. Tenía el cabello oscuro y la piel pálida,
llena de hematomas y cortes. Tendría unos trece años, no más.
—Ven conmigo —dijo Mirsha.
—¡No! —grito ella—. No puedo volver. Me he escapado de Cachtice,
¡van a matarme!
Mirsha intentó sostenerla pero ella le apartó la mano.
—Tengo que huir.
—En ese estado no pasarás de esta noche. Los lobos huelen la sangre.
—Prefiero que me devoren los lobos, si la condesa me atrapa…
—¿Has huido de Cachtice? —preguntó Mirsha extrañado.
«¿Cómo?» el castillo era una fortaleza difícil de franquear en ambos
sentidos. Y la muchacha parecía moribunda.
—Me arriesgué cuando vi el carruaje. No era el de la señora Majorova, y
oí decir que era de alguien de la corte del rey —la muchacha comenzó a llorar
—. En la mazmorra hay muchas, muchas.
La chica cayó de rodillas.
—¿Estabas en la mazmorra? —preguntó Mirsha.
La joven negó con la cabeza.

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—De allí es imposible escapar —respondió con un hilo de voz—. Yo
trabajaba en el castillo…
No continuó el relato. Mirsha la ayudó a levantarse. Miró hacia los lados
del sendero. Tenía que sacarla de allí, en cuanto la condesa se enterara de que
la joven había escapado, la prendería y la mataría.
—Ven, te llevaré con el pastor.
—¡No! —dijo la joven—. A Nyitra no.
—El pastor te esconderá.
—No —lloró.
—Pero en el bosque no puedes quedarte.
—No sabes, no tienes ni idea de lo que pasa en Cachtice… —murmuraba
la joven—. La mazmorra…
—El pastor no dejará que te ocurra nada —insistió Mirsha.
La chica se limpió las lágrimas con las manos y asintió con la cabeza. No
tenía donde ir, y un pastor protestante le daba la suficiente seguridad como
para contarle y que le ayudara a salir de aquel horrible pueblo llamado Nyitra.
Sabía que a pie no llegaría muy lejos. El mayordomo de la condesa y el resto
de trabajadores, correrían a caballo tras ella. La cortarían por la mitad nada
más verla.
La chica contrajo su cuerpo, y comenzó a escupir en el suelo. Mirsha se
apartó sin dejar de mirar. La habrían golpeado sin descanso, ya que la
muchacha comenzó a vomitar sangre coagulada procedente de su estómago.
La miró apenado mientras veía a Katryna reflejada en la joven.
La ayudó a incorporarse y comenzaron a caminar hacia la villa del pastor.

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Nel estaba haciendo un esquema en uno de los numerosos folios que había
esparcidos sobre la mesa. Miraba continuamente la página del libro en el que
estaba la lista de los antiguos reyes de sumeria, traducción de una antigua
tablilla sumeria conocida como El Prisma de Weld. Eran nombres
complicados, complejos, no quería equivocarse en ningún apunte.
Encabezaba su esquema, los primeros reyes documentados en sumeria, los
que gobernaron antes del gran diluvio sumerio, y sus impactantes periodos de
reinado:

Alulin Eridú 28000 años


Alalmar Eridú 36000 años
Emanluanna Bodgurgurru 43000 años
Dumuzi Bodgurgurru 28000 años
Sibzianna Larak 28000 años
Emendurama Sippar 21000 años
Uburrato Shuruppack 18000 años

—Zinsudú.
—Utnapishtim.
Durante el reinado de este último comenzó el gran diluvio. Entonces la
traducción de la tablilla continuaba: «Después de que las aguas cubrieran la
tierra y que la Realeza volviera a bajar del Cielo, la Realeza se asentó en
Kish».
El libro continuaba enumerando nombres de reyes, que aunque sus
edades, no era tan superlativas como los antiguos reyes antediluvianos, no
dejaban de sorprender.

Melem-Kish 900 años


Barsai-nuna 1200 años

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Nel continuaba sus esquemas. Y pronto notó como entre las dinastías de
las antiguas capitales sumerias, comenzaba a aparecer diferencias notables en
las edades de sus patriarcas. Así comprobó, cómo la segunda dinastía de
Uruk, eran edades aceptables a día de hoy, tal y como ocurría en los periodos
de reinado de los reyes de Mari, o de Ur. Quedando únicamente una dinastía
con reyes longevos, la de Dish.
Nel nunca había prestado atención a ello, de hecho, era la primera vez,
que leía uno por uno, los numerosos nombres de reyes de Sumer, así como sus
impactantes periodos de reinado.
Sus investigaciones al respecto, le había hecho concluir hacía tiempo, que
los años inscritos en las tablillas, eran fruto de alguna forma diferente de
calcular años (tal vez en días, lo cual llevaba al cálculo de una edad creíble), y
que una vez averiguada la verdadera fórmula, el resultado sería algo más
aceptable. En otras culturas, había patriarcas longevos, no era algo inusual.
En la biblia cristiana, se cita desde Adán a Noé, con más 900 años,
pasando por Matusalém, aunque realmente para Nel, los diez patriarcas
bíblicos eran una copia exacta, de los antiguos patriarcas de Sumer, adaptados
por una nueva cultura. Un claro ejemplo de ellos fue el rey Utnapistin, que
protagonizaba una historia exacta al mito de Noé y su arca. Pero esta vez era
un dios sumerio, el que dijo a Utnapistin, que construyera un arca para
proteger a su familia, y que introdujera en él, a una pareja de cada especie
animal. Entonces llovió durante siete días y siete noches (tiempo exacto a la
fábula de Noé). Una vez, que Utnapistin sobrevive al diluvio, los dioses le
conceden la inmortalidad, a él y a su esposa. De hecho hay otra fábula
sumeria muy conocida, «La leyenda de Gigalmesh» en la que aparece
Utnapistin y su esposa. «Gigalmesh», fue un rey sumerio, que vivió durante
126 años, algo inusual en la actualidad, pero no sorprendente comparado con
sus antecesores. Al parecer, según las fábulas que los escribas sumerios
dejaron escritas sobre él, fue uno de los buscadores de la inmortalidad. Y solo
había en aquel entonces dos conocedores del secreto de la inmortalidad,
Utnapistín y su esposa. La leyenda contaba que Gigalmesh llegó hasta ellos
en su búsqueda de la inmortalidad, pero el final de la epopeya es difuso. Ya
que por un lado, Utnapistin no tiene la respuesta, puesto que le dice al rey que
la inmortalidad es exclusiva de los dioses, y solo ellos, pueden obtenerla o
regalarla. Otra versión de la epopeya, es que el inmortal, muestra a Gigalmesh
la forma de ser inmortal, con algún tipo de fuente de la vida. Nel entornó los
ojos y se detuvo a pensar. «Fuente de la vida», ¿sería en eso en lo que
convertía Erzsébeth su bañera? Fuera como fuese el final de la epopeya,

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Gigalmesh no consiguió la inmortalidad, ni siquiera una longevidad que
pudiera sorprender. Gigalmesh, conocía de cerca a Inanna, de hecho la
epopeya, narra cómo Inanna intenta seducir al rey, pero este la rechaza,
reprochándole su conducta con antiguos amantes (recuerdo de Dumuzi).

Fueron muchas las religiones que se beneficiaron de los


sumerios. Abraham, patriarca bíblico, es natural de Ur, (capital
sumeria), de él descienden las doce tribus de Jacob para los
cristianos, y las doce tribus de Arabia para los musulmanes.
La inmortalidad y la longevidad no es desconocida en otras
culturas, ya que en la cultura hindú también se habla de diez
«pitris» longevos, y en china, antiguos emperadores buscaron la
inmortalidad.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

La puerta de la biblioteca se abrió y Erzsébet levantó la cabeza hacia ella. Era


el mayordomo, que inclinándose con cortesía cojeó hasta situarse frente a ella.
—Nadie del pueblo vio al cochero en ningún momento —anunció—. Pero
al menos hemos logrado encontrar a Pola.
—¿Dónde? —Erzsébet se levantó de la silla.
—Salía de la villa del pastor, Ilona Jo y Piroska la encontraron.
El mayordomo acompañó a Erzsébet hasta el patio del castillo, en el cual
había un carro lleno de hortalizas y sacos de grano. Erzsébet observó en
seguida como uno de los sacos se movía sin cesar. Se acercó despacio y
silenciosamente, agarró una vara de hierro que descansaba sobre una de las
columnas.
Piroska, Ilona Jo y Dorkó estaban junto al carro y miraban a su señora con
impaciencia. Solo faltaba una de sus más allegadas doncellas, Katryna, que en
esos momentos, andaría en su labor de vigilar a la protegida del palatino
Thurzó.
Erzsébet levantó la vara por encima de su cabeza, y la dejó caer con
fuerza sobre el saco en cuyo interior yacía la desdichada Pola. Se oyó un grito
y Erzsébet repitió la acción.
—¡Imbécil! —gritó.
Agarró con una mano el saco que contenía a la chica y tiró de él. El saco
cayó al duro suelo del patio donde Erzsébet volvió a descargar su ira sobre él,
apaleando y maldiciendo a la pobre chica.
—¡Sacadla de ahí! —ordenó y de inmediato sus secuaces la obedecieron.
Pola con sus ropajes hechos jirones y con la cara completamente
ensangrentada yacía en el suelo, mirando a Erzsébet con terror.
—¿A dónde crees que ibas? —preguntó Erzsébet y no obtuvo respuesta.
Erzsébet apaleó nuevamente a la chica y otro grito retumbó en Cachtice.
Agarró a Pola por el pelo y acercó su cara hacia ella.

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—¿Tienes miedo? —le preguntó con ira—. Ahora vas a conocer el miedo.
¡Llevadla a las mazmorras!
Erzsébet dejó caer la vara en el suelo. Su respiración y pulso estaban
acelerados. Tardaría unos minutos en tranquilizarse. Hubiese matado a Pola
allí mismo y sin ayuda de nadie, pero quería dejarla con vida. No podía
desperdiciar ni una muchacha, ahora que unos ojos extraños rondaban el
castillo. Miró a su alrededor como si alguien la estuviera observando. Si Anna
se llegara a enterar de lo que yacía en los sótanos del castillo, no se podía
demorar en matarla. Pero eso supondría un nuevo problema para Erzsébet, la
chica era de origen germano. Si Anna moría, podían acusarla de traición, y se
lo pondría demasiado fácil a Thurzó, intuía que el conde lo estaba deseando.
Se alisó el vestido con ambas manos y se introdujo nuevamente en el
castillo para buscar a Anna. Se había cerciorado que el dormitorio de la joven
fuera el más alto y el más alejado de las mazmorras. Entonces recordó algo.
Había salido de la biblioteca de forma apresurada, y se había olvidado de
cerrar cierto mueble cuyo interior protegía bajo dos llaves.
Entró a gran velocidad y atravesó pasillo tras pasillo hasta llegar a la
biblioteca. La puerta estaba entreabierta. Sacó las dos llaves atadas por una
cinta de terciopelo negro y se dispuso a cerrar la puerta del mueble, las
cerraduras estaban a la altura de su cintura, con lo cual tuvo que encorvarse
hacia ella. Oyó un ruido procedente de la misma sala en la que se encontraba,
levantó la cabeza. No estaba sola.

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Nel era consciente que el plazo que Rip le había dado para anunciar el origen
del ritual, había acabado hacía horas. Aún no tenía nada, aunque estaba
seguro que sus últimos pasos fueron certeros, y el origen del ritual estaba en
Sumer. Esperaba la llegada inminente de Rip junto a Dorian, para contarles
los avances del caso.
No olvidaba las palabras de Natalia en las que le advertía sobre todos los
que lo rodeaban, y estaba valorando si omitir o no lo que había encontrado
sobre el ritual y su relación con la antigua sumeria. Si había algún topo cerca
de ellos, tenía que ser precavido.
Era de noche, no tenía hambre ni sueño. Había dormido unas horas
aquella tarde, tras la visita de Dorian. Ahora tenía que seguir trabajando.
Había mirado el teléfono varias veces, tenía una leve esperanza de que Natalia
volviera a llamar, pero le daba vergüenza reconocerlo.
No sabía tampoco si omitir lo de la llamada de Natalia y ni imaginaba la
cara de Rip y Dorian si finalmente se decidía a contarlo, sobre todo, la
reacción de ella. Dorian le desveló sus sentimiento hacía unos meses, aunque
él fuera conocedor de ellos desde mucho tiempo atrás. Nel fue claro con ella,
tan sincero como pensó que no iba a ser capaz de serlo nunca. «Estoy
enamorado de otra». Y entonces Dorian inició un discurso doloroso para Nel.
Quizá en un intento de aconsejarlo o de abrirle los ojos. Sabía quien era esa
otra mujer, aunque él nunca dijo nombre alguno. Recordaba cada palabra de
Dorian respecto a ella «Acabarás muerto», «Es una asesina». Nel no entendía
el porqué Dorian se molestaba en aquellas cosas. Él conocía todas y cada una
de las consecuencias de amar a quien amaba.
Tomó aire, y el aire ardió en su pecho. Valoró unos instantes el porqué de
su fascinación por aquella cierta mujer, si al fin y al cabo era todo lo que él
detestaba y temía. Pero con ella cerca, él podía ser otra persona, con una
fuerza interior que desconocía. No sabía el por qué, pero ella podía
transformar algo en su interior, algo contra lo que llevaba luchando toda su
vida, algo por lo que había sufrido, por lo que se había sentido diferente,

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desplazado. Ella, podía hacerlo enfrentarse al fin, a todos sus miedos, y podía
hacerle creer que era capaz de superarlos.
Recordó sus palabras «Esta vez los libros no serán suficiente», no quería
que fueran suficiente. Esta vez no quería esconderse. «Tú me diste cierta
lección». Bajó la cabeza y miró su ordenador. El timbre sonó y se dirigió
hacia la puerta.

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Natalia estaba en el laboratorio de Leeds. Frente a ella, había dos camillas, y


sobre ellas, dos jóvenes inertes. Estaban vivas, solo dormían tras haberles
inyectado un fármaco sedante. Aquellas dos muchachas, junto a Lara,
formaban el triángulo de Victoria. Si ella daba el visto bueno, el ritual
comenzaría.
Seis sacerdotes, dos para cada chica. Se acercó a una de ellas. Era alta,
delgada y hermosa. Tenía la tez clara, que se tornaba azulada con la luz del
laboratorio, y que contrastaba con una bonita melena negra. Una versión
contemporánea de blancanieves, fina, elegante. Era la elegida por Adele y
Jack. «Frívolos imbéciles», demasiado delgada, no tardaría en morir. No
entendió su elección, y sin embargo se espera algo así de ellos.
Al otro lado, había otra chica. Casi tan alta como la primera y de
complexión musculosa, era la elegida de Federic y Cristine. Tampoco le
sorprendió su elección, viniendo de ellos. Una chica fuerte físicamente tenía
más posibilidades de llegar hasta el final. Su cara no era hermosa, si se
comparaba con la de la joven anterior. Tenía el cuello demasiado ancho, lo
que hacía parecer su cabeza demasiado pequeña. Tenía la piel clara también, y
el pelo rubio y abundante.
Allí faltaba una chica. Lara, la elegida por ella misma y Eric. Aunque Eric
en la elección de Lara tuvo poco que ver. No era Eric en un principio su
pareja en el ritual, sino Federic. Federic era un superior en la orden, algo así
como el jefe de los sacerdotes. Y ella era una novata. Con lo cual tendría que
ser Federic el encargado de iniciarla. La responsabilidad de los sacerdotes del
dragón era muy grande en un rito como aquel, y aunque todos estaban seguros
de la capacidad de Natalia para ejecutarlo (muy a pesar de Cristine y Adele),
un veterano tenía que guiarla y enseñarla.
Pero algo en Eric hizo que cambiara de opinión respecto a su pareja de
ritos, y decidió separarse de su gemela. Convenció a Victoria para que lo
dejara cambiarse por Federic. Algo que Cristine deseaba, ya que Federic era
un veterano y el único de los sacerdotes que estuvo cerca de conseguir acabar
el rito una vez. Natalia se preguntaba el porqué Eric la elegía a ella. Quizá se

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negara a ser pareja de Adele. Adele estaba deseosa por supuesto de ser la
pareja de rito de Eric. Lo acosaba continuamente, Natalia no estaba segura si
realmente Adele estaba enamorada del chico o no. Pero era una psicópata
obsesiva, y sin ninguna duda, a Eric, su comportamiento terminaría
causándole problemas. Adele venía de una familia multimillonaria que
financiaba la orden. Hija única, consentida, siempre vivió sin límites. No
aceptaba la disciplina, una particularidad bastante negativa, ya que se
encontraba en el interior de una orden de bases rectas, en la que el castigo era
frecuente y doloroso. Pero Adele era hija de quien era. Eso la ayudaría sin
ninguna duda.

Así que se inició una guerra de sacerdotes. Eric quería cambiar a su hermana
por ella. Cristine aceptaba el cambio de buen grado. Federic se negaba al
cambio y apoyaba a Adele, para que de surgir alguna modificación entre
sacerdotes, Eric fuera pareja de ella y no de Natalia. Victoria estaba hecha una
furia, negó varias veces la modificación y aquello empeoró la relación entre
los sacerdotes. Ya que los gemelos llegaron a negarse la palabra. Y Adele
golpeó a Jack en más de una ocasión. La razón, él no quería ser la pareja de
rito de una novata y se negaba al cambio. Natalia había presenciado alguna de
las agresiones de Adele hacia otros miembros de la orden, y sabía que algún
día esa ira descontrolada de aquella sacerdotisa inestable, tendría
consecuencias terribles.
Y mientras todos ellos se debatían, discutían y se agredían, Natalia
aprovechó para elegir a Lara. Cuando finalmente Eric consiguió librarse de
Cristine y de Adele, no debatió ni puso objeciones a la elección de Natalia. Ni
siquiera mostró interés en ver a la chica antes que el resto.
Lara era su elegida. Por circunstancias fortuitas que la beneficiaron, fue
ella quien la inspeccionó y la siguió durante días. Y no podía haber elegido
una candidata mejor. No era tan hermosa como la elegida por Jack y Adele, ni
tan robusta y fuerte como la de Federic y Cristine. Pero tenía todas y cada una
de las características y particularidades que buscaba en una elegida. Y aquella
elegida que modeló en su mente, la encontró sin dificultad. Como si se la
hubiesen expuesto a conciencia.
Natalia sacudió la cabeza. Le invadió en su pecho un nerviosismo que no
esperaba. Intentaba vivir sin sentimientos el tiempo que durara aquello. Pero
su sentir era continuo. Tomó aire y dio un paso atrás. Victoria había pedido
que subieran a Lara a sus aposentos, quería conocerla. Natalia desconocía las

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razones. Quizá la líder de la orden, no había confiado en su criterio. O quizá
quería comprobar esa cualidad de la que ella y Eric le habían hablado. Ella no
iba a poder estar presente. Y no le gustaba que Lara estuviera a solas con
Federic y Cristine. No ahora. Aquello pronto comenzaría y Lara era una de las
tres elegidas. Una rival, para el resto. No tenía dudas que jugarían sucio, y
Lara sería el primer objetivo. Cristine estaba deseando de ver un mínimo fallo
en Natalia, una mínima debilidad. Que la elegida por el desertor de su
hermano y la novata de la orden fuera la primera en morir, sería muy
satisfactorio para ella. Un gran deseo, que perseguiría con insistencia y que
instrumentaría si fuera necesario. ¿Hasta qué punto? Hasta el de matar a Lara,
sin ninguna duda. O al menos el de debilitarla lo máximo posible para que su
muerte se acelerara.
Miró a las dos jóvenes. Dormían con tranquilidad. «Ojalá pudieseis seguir
así el tiempo que…», los ojos se le llenaron de lágrimas. Era misión de los
sacerdotes mantener con vida a su elegida, pero este no era su único
cometido.
Comenzó a faltarle el aire, cerró los ojos. No quería ni imaginar el destino
de la elegida por Federic y Cristine. Respiraba por la boca muy
aceleradamente, lo que le provocaba cierto mareo. El nerviosismo que venía
soportando desde instantes atrás se tornaba a terror. Recordaba aquella
sensación. Aunque por todos lo medios intentaba no ponerse en la piel de
aquellas chicas, no podía evitarlo. Algo muy fuerte la enlazaba con ellas.
Algo que marca para siempre. Algo que siempre está vivo, en un rincón
remoto en el cerebro, que este guarda celosamente para sacarlo una y otra vez
volviendo a producir la misma sensación que antaño vivió. Volver a
recordarlo tal y como ocurrió, una película que pasó veloz e intensa por su
mente. Volvió a sentir el miedo pasado. Y el terror de la posibilidad de
volverlo a vivir la invadió.
No podía evitarlo, estaba en la piel de aquellas desdichadas. Derramando
cada gota de sudor que el pánico provoca. Los ritos se acercaban y dudaba
que la máscara que la convertía en India para aquella orden, fuera lo
suficientemente fuerte.

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Ya en el umbral y en cuanto Nel hubo abierto la puerta, Rip no se demoró.


—Han desaparecido tres chicas aquí mismo, en el centro de Londres —
dijo nada más entrar.
—¿Cómo? —aquello descuadraba sus planes, no era lo normal en un
ritual el que cambiaran el modo de reclutar a sus víctimas.
Dorian le dio una palmadita en el hombro al entrar.
—Ya hemos estado hablando con sus padres —dijo ella—. Por eso hemos
tardado tanto.
Nel fruncía el ceño. «No puede ser».
—No creo que tenga nada que ver con ellos —dijo convencido mientras
entraba en su estudio—. No es su forma de…
—Tienen entre diecisiete y dieciocho años. —Lo cortó Rip—. Una
modelo, una tenista y una cantante de lírica.
Nel abrió la boca, pero no fue capaz de explicar lo que le pasó por la
mente. «Lírica» recordó la música de fondo que sonaba durante la llamada de
Natalia. «Sí, sí han sido ellos». Se sentó en una silla.
Rip y Dorian se miraron.
—Por qué no le han servido las otras. —Nel parecía hablar para sí y no a
sus compañeros.
—La primera de ellas desapareció ayer, tras una audición de lírica —dijo
Dorian, esperando que Nel saliera de sus pensamientos y pareció lograrlo—.
Su nombre es Lara Midlleton —continuó Dorian—. Hija de un músico y de la
directora de la Royal music academy. Estudiante de lírica en el mismo centro
que dirige su madre. Desapareció camino a casa, tras una audición al parecer
bastante importante. Iba sola, su mejor amiga estaba en clase. Nadie ha visto
nada, no sabemos en qué punto desapareció exactamente, ni tampoco la hora.
—Escogen muchachas procedentes del tráfico humano y ahora eligen a
una londinense de clase media-alta. —Nel no le encontraba mucho sentido.
—Que además está enferma. —Añadió Rip y sus palabras sobresaltaron a
Nel aún más. Rip se vio obligado a ampliar aquella información—. La joven
tiene un tumor cerebral, solo le quedan unos meses de vida.

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—Es muy posible que no lo supieran, —intervino Dorian— ya que no
hacía ni 48 horas que el médico le había confirmado su enfermedad. Solo eran
conscientes de ello, sus padres y su mejor amiga.
—¿Habéis hablado con ella? —preguntó Nel que apenas podía asimilar
más información desconcertante.
—Estaba con los padres de Lara. Dice que no llegó a verla en todo el día.
Lara estuvo ensayando en casa y luego en el centro, en un aula reservada,
junto al pianista que la acompañó en la audición. Tanto él, como su madre,
como el resto de presentes en el examen dicen que se marchó a casa sola. El
trayecto desde el centro hasta su casa es bastante corto, como para poder
hacerlo a pie, de hecho era como siempre lo hacía. Y son calles anchas y
concurridas de gente.
—Entonces quizá no fuera un rapto con violencia, alguien que ella
conociera…
—Podría ser. Hemos valorado la posibilidad de que las chicas
desaparecidas se sintieran atraídas por algún circulo social concreto. Al
parecer no es el caso.
—Tenéis que centraros en la escuela —dijo Nel con seguridad—. En la
Royal music academy. Alumnos, profesores…
—La lista podría ser interminable —intervino Rip—. Un hermano mío
estudió allí. Vienen alumnos de todas partes del mundo, a hacer cursos
completos o cursos cortos de perfeccionamiento.
Nel levantó un dedo.
—Pues da prioridad a los extranjeros —dijo Nel—. Ya sabes que los
adeptos a estas organizaciones suelen llevar una vida nómada. No
permanecen mucho tiempo en un lugar.
—La madre nos facilitará los datos —dijo Rip levantándose—. Así nos
aseguraremos de que nadie más se entere de por donde buscamos.
—Habladme de las otras. —Se interesó Nel.
—Ambas desaparecieron esta mañana —explicaba Dorian—. Nicole
Evans, de dieciocho años. Estudiante de turismo, y desde hace un par de años
trabajaba como modelo. Desapareció esta mañana, en la misma puerta de su
casa.
—¿Alguien vio algo? —a Nel le resultó extraño que Rip estuviera tan
seguro del lugar exacto de la desaparición.
—Sí, su misma madre vio a través de la ventana cómo un chico moreno y
bastante atractivo, recogía a su hija en un mercedes SL negro.

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Nel arqueó las cejas. Aquel caso no tenía precedentes para él. En ningún
sentido.
—¿Y quién era el chico? ¿Lo conocía? —preguntó perplejo.
Rip ladeó la cabeza.
—Al parecer lo había conocido la tarde anterior, nos confirmó su madre
—continuó Rip—. La llevó a casa en el mismo coche, y a la mañana
siguiente, como te he dicho, la recogió. Y no sabemos dónde la llevó.
—¿Y no se sabe nada más? Su nombre, esa chica no tiene amigas que
estuvieran con ella el día que lo conoció.
Rip negó con la cabeza.
Nel negó la cabeza también, pero por otras razones. Era la primera vez en
todos sus años de profesión, que raptaban a una víctima a plena luz del día, en
la puerta de su casa, dejándose ver por la propia madre de la víctima.
—¿Y la última? —quería finalizar ya aquel cúmulo de sorpresas.
—La última es Katya Robinson, —nombró Dorian— diecisiete años,
natural de Bath. Llevaba aquí un año aproximadamente en un centro de alto
rendimiento para deportistas. Tenista exactamente, al parecer bastante buena.
Dorian miró a Rip invitándolo a continuar. Y Nel percibió que alguna otra
particularidad había en aquella desaparición.
—La chica estaba entrenando —comenzó Rip— con una compañera y su
entrenador. Al parecer llegó una joven, según me han descrito ambos, de pelo
largo, ondulado, castaño rojizo. Katya cuando la vio, dijo que tenía que
marcharse.
—¿Pero se marchó con aquella joven? —preguntó Nel.
—No volvieron a ver ni a Katya ni a la joven —respondió Rip.
Nel apoyó un brazo en la mesa.
—Tenemos un joven con un coche deportivo, una joven de pelo ondulado,
y tres desaparecidas. —Algo pasó por su mente, apartó el brazo de la mesa y
miró a Rip—. ¿Quién más sabe lo de la primera chica?
—Ha salido en todos los medios de comunicación. La están buscando. —
Rip acompañó sus frases con un irónico tono.
—No es eso, quién más ha hablado con sus padres.
—Solo nosotros —respondió Rip y Nel lo miraba intentando ver más allá
de los ojos de su antiguo profesor, este bajó la cabeza. «Sabe que sé que ha
hablado con alguien».
Rip desconocía por completo aquella faceta de Mason, y su reacción hizo
a Nel sentirse seguro. Se hizo el silencio unos instantes. Dorian se dirigió
hacia el ordenador de Nel, pero este rápidamente cerró la tapa de su portátil y

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volvió a mirar a Rip. Dorian se retiró de Nel sintiendo que algo diferente se
había activado en él.
—Cada fallo que cometáis me pone en peligro, y vosotros no os quedareis
fuera. —Dijo con firmeza Mason.
—¿Qué quieres decir? —Rip estaba desconcertado.
—Que no se me informa de todo lo que se me tiene que informar. ¿A
quién le dijiste lo de Erzsébet?
Rip abrió la boca perplejo, era imposible que Nel lo supiera. Rip guardó
silencio y Dorian lo miró con desconfianza. Nel se dirigía a él, su instinto lo
hizo no desconfiar de Dorian, «ella no me traicionaría».
—Rip. —Nel se impacientaba.
—Al jefe de la policía, y…
—Y a quién —la ira se veía reflejada en los ojos de Nel.
—A un antiguo historiador, tú lo conoces, Gerald Parker.
—Pues uno o ambos están dentro —afirmó Nel y Dorian dio un paso
atrás.
Rip se agarró a la mesa. Nel expulsó todo el aire contenido y se
tranquilizó levemente. Rip no lo sabía. Confiaba Rip, era muy parecido a él
mismo, adoraba los libros, las escenas de los crímenes y desmantelar
organizaciones que practicaban asesinatos colectivos. No era un corrupto y
moriría antes de serlo.
—Lo siento —se lamentó Rip. Y Nel sabía que era sincero.
—Ahora dime —pero no podía detenerse en lamentaciones y disculpas—.
¿Quién más sabe lo de la chica? Los detalles de su enfermedad.
—Solo nosotros tres, en los informativos no se ha dicho que estaba
enferma. Sus padres no quieren que…
—Tienes que advertir a la familia que no hablen con nadie.
Rip asintió con la cabeza.
—Tengo que informar de los avances, quieres que diga algo más —
sugirió Rip y Nel estaba convencido que su antiguo profesor no daría un paso
más sin su permiso.
—Da como origen el ritual de Erzsébet, para ellos no tenemos nada más
—concluyó Nel.
Dorian no apartaba la mirada de él.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó y encontró la respuesta en los ojos de
Nel—. Pero cómo…
—No sé el cómo —respondió Nel—. Solo se que si no andamos con
cuidado, los tres acabaremos muertos.

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Se apoyó en el marco de la puerta del estudio, con la mirada perdida.
—Rip —lo llamó Nel—. A partir de ahora, nos reuniremos aquí. Cabe la
posibilidad de que nos estén vigilando de cerca, y tu oficina sería en primer
sitio al que se dirigirían.
Rip asintió con la cabeza.
Nel fue consciente de que ninguno de sus compañeros le había preguntado
por sus avances, quizá alguna señal de lealtad. Lo prefería así.
Rip se dirigió hacia la puerta principal para marcharse, seguido de Dorian.
Abrió la puerta, antes de atravesar el umbral, se giró hacia Nel.
—Esto no pinta bien y puedes retirarte si quieres —le ofreció.
Nel negó con la cabeza.
—Sabes mejor que yo, que una vez que comienzas no puedes parar —
respondió—. Me matarían de todas formas. Pero tranquilo, se lo pondré
difícil.
Nel sonrió con ironía, y Rip dudó si tenía delante al antiguo alumno que
creía conocer, el que se escondía detrás de los libros en clase, el que tomaba
tranquilizantes antes de cualquier conferencia, el que huía de los asesinos, el
que investigaba a kilómetros de distancia para no verse personalmente
afectado en las investigaciones.
Nel se despidió de sus compañeros y quedó solo de nuevo. Volvió a abrir
su portátil. Aunque hubiese bromeado ante Rip y Dorian, en su interior tenía
miedo, claro que lo tenía e intuía que esta vez tendría que enfrentarse
directamente a él. Y aunque la voz le temblaba cada vez que lo pensaba, una
parte de él, necesitaba hacerlo desesperadamente.

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Lara levantó la cabeza al oír el sonido de la puerta de su celda abrirse.


Reconoció al hombre que la había golpeado y su corazón se aceleró de
inmediato. Junto a él estaba la gemela de Eric, Cristine y la miró con los ojos
brillantes.
Apenas podía ponerse en pie. Pero el hombre la obligó tirando
bruscamente de sus codos hacia arriba. Lara lo miró con desesperación y se
retiró de él apoyando su espalda en la pared. El hombre levantó la mano y ella
protegió su rostro temerosa. Pero él retiró el brazo de la joven, y la empujó
hacia Cristine.
—Ahora tienes que venir con nosotros. —Le dijo ella.
Lara comenzó a sentir un pinchazo en su garganta que la empujaba a
iniciar el llanto. Y percibió un leve calor en su pecho, mezcla de miedo y de
ira contra ella. Sus piernas temblaban, por debilidad debido a la medicación
que le impartían, y por el pánico que la estaba invadiendo por segundos. Se
sentía sin fuerzas, como si hubiese recorrido kilómetros a pleno sol.
Necesitaba agua, aunque no tenía sed, y su estómago vacío le amargaba el
paladar. Su boca se humedeció y sintió el sabor de la sangre, quizás el apretar
los dientes con tanta fuerza había hecho a sus encías sangrar. Temía por sus
fuertes dolores de cabeza porque irrumpieran en aquel momento y la
respuesta que nuevamente recibiría a sus gritos.
Cristine abrió la puerta pequeña que estaba frente a la celda y la invitó a
salir. Lara miró con desconfianza, cualquier cosa sería mejor que estar allí
encerrada, incluso la muerte. Así que no dudó y atravesó la puerta sin decir
nada. Fuera, había pasillos vacíos, Cristine la conducía mientras el hombre de
la nariz prominente caminaba a su espalda. No podía huir, no podía revelarse,
no podía hacer nada contra ellos y eso la hacía enfadarse y llorar, y arder, y
helarse. Infinidad de sensaciones, sentimientos, miedos pasaron por su cuerpo
y por su mente en aquel trayecto. Y no sabía si recorría pasillos o
habitaciones, su vista aún no se había aclarado por completo, y sus pies se
movían por inercia.

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Sintió como las lágrimas caían ardientes por sus mejillas mientras su
garganta enrojecía. Al menos esa sensación sí era bien conocida por ella en
los últimos días. Esos días en los que creía tener mala suerte por padecer una
enfermedad terminal. No, morir por naturaleza no era triste ni injusto. Lo
injusto era morir a manos de unos depravados, que seguramente disfrutarían
con su sufrimiento. «Que acaben ya por favor». Eso deseaba, morir lo antes
posible. Solo disponía de unos meses de vida, muy poco tiempo. Si la
mantenían con vida muchos días, sin la medicación necesaria, moriría aún
antes. «Matadme ya imbéciles, no disponéis de mucho tiempo».
Subieron numerosos escalones hasta llegar a un hall con dos grandes
puertas de decoración barroca. Cristine las rebasó e inició el ascenso por unas
escaleras, cuya baranda tenía la anchura de dos palmos. Lara se sostuvo en
ella para no perder el equilibrio al subir. Se detuvo en el descansillo en el que
los escalones cambiaban de dirección. Estaba exhausta, sin aliento, sus
fuerzas se agotaban y caería al suelo de un momento a otro. Pero el hombre
que iba tras ella la empujó para que continuara.
Acabaron de subir. Ahora estaba en otro tipo de pasillo, mucho más ancho
que los anteriores, decorado con cuadros, esculturas, de puertas más
ornamentadas. Y al final, una puerta diferente a las demás, adornada con
trozos de espejos, imitación a piedras preciosas, y un símbolo en la puerta que
Lara no supo reconocer.
Cristine llamó a la puerta y esta se abrió. El rostro de Eric apareció tras el
umbral y Lara sintió como su cuerpo basculaba hacia un lado. El joven la
miró en seguida. No supo reconocer nada en su expresión. El hombre, tras
ella, la empujó hacia el interior de la habitación.
Aunque estaba mareada no pudo evitar mirar con atención a su alrededor.
Solo parecía estar Eric allí dentro. Era un lujoso dormitorio. Unos amplios
ventanales estaban cubiertos por abultadas cortinas color turquesa. Había un
sofá de un tono plateado, una chimenea y un reposapiés a juego con el sofá.
Su mirada se dirigió hacia una alta y ancha cama de madera color oscura.
Tenía un dosel de la misma tela de las cortinas, combinada con colores plata.
En su interior podían verse mullidos almohadones de terciopelo turquesa y
otros plateados. Lara sintió ganas de recostarse sobre la cama, su cuerpo
caería al suelo de un momento a otro.
—Traedla aquí —se oyó decir a una voz de mujer.
El hombre la empujó. La estancia era enorme. Al otro lado de la cama,
había un gran espacio cubierto de espejos. Eric no esperaba solo allí dentro.
Lara avanzó cuatro pasos, y en cuanto los doseles de la cama, le dejaron ver

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lo que había al otro lado se detuvo, quedando inmóvil. Ni siquiera fue
consciente de que dejó de respirar por un instante.
Era un tríptico de espejos, rodeados de un marco de oro y al parecer
piedras preciosas. En la parte central del tríptico había una mujer de espaldas
a ellos. Tenía el brazo derecho apoyado en un reposabrazos que sobresalía del
gran espejo. La mujer la miró a través de su reflejo. Y su rostro se iluminó
visiblemente.
Lara abrió la boca, hubiese gritado, pero no tenía valor ni fuerzas para
hacerlo. Reconocía aquel rostro, aquella mujer. La había visto en posters,
revistas, la televisión.
Victoria llevaba el pelo suelto y en pie la melena podría llegarle casi a las
rodillas. Llevaba un camisón blanco, exactamente igual que el que le habían
colocado a Lara mientras dormía en su celda. También iba descalza. La mujer
se giró hacia ella sin dejar de contemplarla con interés.
Lara retrocedió un paso en cuanto percibió que el brazo de la mujer se
alargó hacia ella invitándola a acercarse. Al retroceder pisó al hombre que la
escoltaba, y si tenía que decidir entre el criminal o una estrella loca, prefería
la hermosa mujer. Recordó un reportaje en televisión sobre criminología, que
decía que las mujeres mataban produciendo menos dolor que los asesinos
varones. Entre mujeres, su miedo disminuía. Pero a pesar de haber visto a
aquella mujer en tantos videoclips, y programas de televisión, nunca había
percibido el desequilibrio mental en ella, que en aquel momento, con tan solo
mirarla, podía apreciar.
Dio un paso hacia ella y luego otro hasta que la mano de la mujer la
alcanzó acercándola a su cuerpo hasta colocarla a su lado. Las dos se miraron
en el espejo. Victoria sonreía complacida.
—Quería vete antes que a las otras —dijo la mujer en un susurro.
Los ojos de Lara se abrieron como platos. Nada parecía tener sentido allí
dentro. Estaban locos, de eso estaba completamente segura, pero cada instante
allí con ellos era un continuo desconcierto. «Que me maten por favor»
imploraba su interior mientras su ojos se llenaban de lágrimas de nuevo.
—¡Eric! —la voz de Victoria la sobresaltó y miró a Eric a través del
espejo. Este se acercó a un antiguo tocadiscos y lo accionó.
Comenzó la música entre los leves gemidos de Lara. Puccini invadió la
habitación. «O mio babino caro». La sonrisa de Victoria se amplió ignorando
el llanto de la chica.
Apretando el brazo de Lara comenzó a cantar, con un registro diferente al
que Lara estaba acostumbrada a oír en ella, que cantaba música pop.

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Lara levantó los ojos y miró los claros ojos de la cantante a través del
espejo. Una de las voces soprano más prodigiosas que hubiese oído nunca,
reproducía en un perfecto tono, una de las piezas más difíciles de la lírica.
En la segunda estrofa, Victoria apretó el brazo de la joven, y Lara vio en
sus ojos que deseaba que fuera ella la que continuara cantando. La música no
se detuvo y Lara sintió que la voz no salía de su garganta. La presión en
aumento en su brazo producida por la mano de la soprano la hizo balbucear
en mitad de su llanto, un susurro que a penas seguía el tono. Y pudo ver la ira
reflejada en la dura expresión de la mujer.
Eric detuvo la música.
—Quiero que cantes —el tono de voz de la mujer sonó a amenaza—.
Necesito oír tu voz.
El llanto de Lara no cesó. Se tapó la cara con las manos. Victoria se las
quitó bruscamente y la sujetó por los hombros.
—Canta para mí —le pidió esta vez serena, y el cambio en su voz
aumentó el miedo de Lara.
Miró a su alrededor. Eric estaba junto al tocadiscos, sin apartar la mirada
de él, a la espera una nueva orden de Victoria para accionarlo de nuevo.
Cristine estaba a su lado, y miraba con indiferencia. El hombre que la había
golpeado la miraba con ira, deseoso al parecer de volver a golpearla. Miró a
Victoria, su llanto aumentó y asintió con la cabeza. La música volvió a sonar.

Oh mio babino caro,


mi piace é bello, bello

La voz de Victoria sonaba con seguridad, con experiencia, serena, grandiosa.


Lara volvió a sentir como la mujer apretaba su brazo tras la segunda estrofa.
Esta vez no dudó y al menos comenzó en su tiempo, aunque no en el tono.
Sonó un hilo de su voz entre lágrimas. Estaba aterrada, en aquel estado,
ningún humano sería capaz de cantar.

Sì, sì, ci voglio andaré,


e se l´amassi indarno

Pero sin embargo su voz mejoraba en cada estrofa, y el rostros de Victoria se


iluminaba con cada nota.

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… ma per buttarmi in Arno

La voz imperiosa de Victoria irrumpió de nuevo.

Mi struggo e mi tormento, oh dio.

Y la mujer volvió a invitar a Lara a que continuara. Y Lara en aquel instante


sintió la música en su interior, ya que por un instante, significaba lo que su
mente estaba repitiendo continuamente.

vorrei morir

Levantó sus ojos llenos de lágrimas hacia Eric.

Babbo pietà, pietà

Su voz se cruzó con la de Victoria, y la música terminó.


Lara cerró los ojos, mientras Victoria la miraba orgullosa. No entendía el
por qué de la felicidad de aquella mujer. Ni siquiera lo había hecho bien, y
aunque lo hubiese hecho bien, su voz al lado de la gran soprano que tenía al
lado, poco tenía que hacer. Pero tan solo era música, daba igual. Su voz
moriría con ella en cuanto la mataran, o en cuanto el tumor del cerebro la
matara. Nada tenía sentido y menos aún allí dentro. Deseó que la devolvieran
a su celda. Sí, se sentía mejor llorando entre gemidos de compañeras que no
podía ver, que entre aquellos locos. Quería irse de allí, correr escaleras abajo.
Entonces, la mujer apretándola con fuerza, alzó su otra mano, en la que
portaba una pequeña daga. Lara respiró, pero no halló aire. Se retiró de
Victoria, apartando los brazos de la mujer con ambas manos. La sonrisa de la
soprano desapareció de inmediato. Y de un rápido movimiento, cortó en el
antebrazo de Lara, profundamente.
La chica gritó y logró apartarse de la mujer, pero otros la sujetaron. Vio
como Cristine acercaba una copa de cristal, labrada y decorada con algo que
parecía oro blanco y diamantes. Entonces Federic, sujetó su brazo, y la roja
sangre de Lara se derramó en el interior de la lujosa copa.

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Lara detuvo sus bruscos movimientos, era inútil resistirse ante la fuerza de
aquel hombre. Y el terror recorrió sus piernas hasta el estómago. Dejó de
gemir y llorar, casi no notaba la sangre que brotaba por su herida. Cristine se
había apartado de ella, y le entregaba con sumo cuidado, la copa a la señora
de aquel castillo de Leeds.
Victoria sonreía. Lara dedujo lo que iba a ocurrir y cerró los ojos, las
lágrimas cayeron por sus mejillas, ardían. Estaba encerrada en una pesadilla
de libro de ficción. Apresada en un castillo de vampiros, sádicos psicópatas
que acumulaban víctimas en los sótanos para cortarlas y beber su sangre. Su
corte del brazo, era el mismo que tenía su débil compañera de la celda
continua. Lloró de forma desconsolada, abrió los ojos. Victoria aún saboreaba
su sangre, bebiendo despacio, cada gota que se escurría en el interior de su
boca.
Entonces la mujer apartó sus labios de la copa y miró a Lara.
—Federic, llévatela de aquí —ordenó.
Ferenc agarró a Lara con dureza y le señaló la puerta con el dedo.
—¡Vamos niña! —y no tuvo que repetirlo, Lara se apresuró a salir de
aquella habitación.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Anna la miraba perpleja y hasta asustada. De sus manos caía un libro que
Erzsébet reconoció enseguida. La condesa entornó los ojos, no podía
mostrarse enojada con la muchacha por coger uno de sus libros prohibidos,
sería demasiado llamativo. Respiró hondo, tenía que tratarlo con naturalidad y
la joven lo olvidaría en unos instantes.
—La doncella me dijo que sí se me permitía usar la biblioteca —se
excusó Anna.
Y era cierto, pero Erzsébet no contaba con el pequeño detalle de dejar
aquel mueble abierto. Nunca lo hacía, ni siquiera a sus sirvientes les dejaba
tocar allí. Eran libros prohibidos, comprometidos, algunos únicos. Y sus
diarios, estaban allí escondidos. La condesa sonrió sin embargo, mientras el
interior de sus labios temblaban. Una sensación que nunca había
experimentado, intimidada en su propio castillo. Tenía que sacar a aquella
muchacha de allí, con vida o muerta. No podía dejar que nadie lo supiera, y
menos ella, protegida de Thurzó. Aquel maldito palatino. Lo mataría también
en cuanto tuviera ocasión.
—Querida Anna, —dijo con aparente parsimonia— cada libro de estos
estantes es tuyo. Puedes llevar a tus aposentos cuantos quieras.
La joven pareció ilusionada con sus palabras, como si las estuviera
aguardando con ansias.
—Quiero llevarme este y… —en seguida se dirigió hacia el mueble
prohibido—. Estos dos de aquí.
Erzsébet frunció el ceño. No podía dejarla leer aquellos libros.
—Tengo aquí una colección… —invitó a Anna a acercarse a una de las
librerías de la pared.
—Los leeré en otro momento —respondió Anna con desenvoltura.
Erzsébet frunció el ceño mientras observaba nerviosa como la chica
continuaba rebuscando en el pequeño armario. Con cualquier otra joven
hubiese sido fácil. Una bofetada, gritos y la joven saldría espantada. Con

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Anna no podía reaccionar así, Thurzó se acabaría enterando. «Ese maldito» se
repetía. Por un momento su mente divagó y dirigió si mirada hacia la
chimenea. Estaba solo a unos metros de ambas. Allí se encontraba el atizador
de hierro. Podía acabar con todo aquello en un instante. No era difícil abrir el
cráneo de una joven con un utensilio como aquel. Era experta en ello. De un
tiempo a la fecha, nunca necesitaba un segundo golpe, con el primero era
suficiente. Cerró sus ojos y respiró hondo, casi podía ver en su mente a Anna
en el suelo, desangrándose junto a aquella chimenea, junto a aquel armario.
Pestañeó dos veces para recuperar la conciencia y volver a la realidad. La
imagen de su mente la había tranquilizado un instante, de esa forma que la
tranquilizaba la muerte, la sangre y todo lo que la rodeaba. Sí, era una opción
que tendría siempre, en cualquier momento. Anna era frágil, menuda, solo
sería un instante. Sí, lo había decidido. La mataría. No en aquel preciso
momento. Pero tarde o temprano lo haría. Thurzó no podría acusarla, no si no
la veía. Era una noble, una de las más grandes nobles de Europa.
—Está bien llévate estos tres —aprobó al fin.
La joven sacó un libro de tapas plateadas y un símbolo irreconocible en la
portada. Lo abrió, estaba escrito a mano y aquello aumentó su curiosidad al
límite. Erzsébet alargó su mano de inmediato hacia él.
—Ese lo estoy leyendo yo —dijo con firmeza.
—No tiene título, de qué trata —preguntó Anna con curiosidad.
Erzsébet la contempló un instante. Al parecer la joven tímida e
introvertida que había conocido a las puertas de Cachtice no existía. El
imbécil de Thurzó le había colado en el castillo a una muchacha decidida y
atrevida, desenvuelta, y muy interesada por la cultura. Tenía la esperanza de
que la chica se pasara los días bordando. Pero al parecer se las iba a pasar
husmeando donde no debía. Y todo esto hacía que los días de vida que podían
quedarle a la joven allí dentro se acortaran sin remedio.
—Qué clase de historia es —volvió a preguntar.
—Es sobre una religión antigua. Historia, muy aburrida.
—¿Qué religión? —preguntó la chica y Erzsébet la miró con recelo.
Erzsébet comenzó a caminar alrededor de Anna, observándola
detenidamente. Cómo le recordaba a ella misma unos años atrás.
—Es de mal gusto hacer preguntas tan repetidas veces —le dijo.
Anna guardó silencio.
—Llévate esos libros si quieres —continuó— y cuando los termines me
gustaría comentarlos contigo.
Anna asintió con la cabeza.

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—Ahora retírate —le ordenó.
La chica hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta. Llevaba los
libros en su mano derecha, y la izquierda la apoyó en el marco de la puerta.
—Erzsébet —se dirigió a la condesa, ella le había permitido llamarla así
—. Quiero las llaves de mi dormitorio.
—¿Por qué? —aquellas palabras hicieron tambalear el leve temple de
Erzsébet. Una campesina desconfiando de las doncellas de Cachtice y de su
propia señora.
—Porque si alguien encontrara estos libros en mi dormitorio, yo acabaría
en una hoguera.
La condesa miró con frialdad a Anna. Se había confundido con ella, pero
completamente. Era aún más atrevida de lo que en un principio creyó. Apretó
los puños, y dirigió de nuevo su mirada hacia el atizador de la chimenea.
Quería gritarle, golpearla. Sintió calor y ese calor la hacía sudar de manera
abundante. Aquella chica la estaba retando en sus propias narices. Alargó su
mano hacia el atizador. Anna la observaba desde el marco de la puerta.
Entendió la reacción de Erzsébet al agarrar el atizador.
La joven agarró sus libros con ambas manos y se acercó a Erzsébet. Esta
la miró con desesperación, contrariada. Las doncellas solían correr
despavoridas cuanto la señora de Cachtice agarraba algo con lo que golpear.
—Condesa —la muchacha le presentó sus respetos de nuevo con una
reverencia—. Quién más tiene esas llaves.
Erzsébet la miraba con los ojos perdidos. Se sentía cansada, como si no
fuera capaz de levantar el atizador hacia Anna. La condesa se puso la mano en
la sien.
—Ilona Jo tiene todas las llaves del castillo —respondió. Y su sincera y
sumisa respuesta la enfureció aún más.
Anna sonrió y su sonrisa se tornaba inocente e ingenua. Erzsébet sabía
que no era esa la realidad.
—Gracias —la voz de Anna era acorde a su expresión. La joven se giró
hacia la puerta y la atravesó apresuradamente hacia sus aposentos.
Erzsébet quedó sola. Notaba como sus párpados comenzaban a pesar. Sí,
era una sensación extraña. Como si hubiese golpeado a alguien hasta quedar
exhausta, como si hubiese asesinado, desangrado en las mazmorras. Pero nada
de aquello había ocurrido. Anna, una joven noble campesina y maleducada
niña, la había echo dudar, la había hecho temblar, a ella, a la señora de
Cachtice. «No me tiene miedo». Aquello la enfurecía. Ella mandaba sobre sus
tierras y sobre las personas que la habitaban, eso incluía a Anna. «No sabe de

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lo que soy capaz». Apretó los labios mientras se sentaba en un sillón frente a
un escritorio. Un abre cartas reposaba sobre la mesa. «No sabe de lo que soy
capaz». Cogió el abrecartas y lo clavó con fuerza en la mesa, sintiendo la
madera crujir. «Ni ella ni el imbécil de Thurzó, lo saben». Hizo palanca con el
abrecartas haciendo un hueco en la madera del escritorio mientras las astillas
saltaban. Claro estaba que Thurzó no iba a meter a cualquiera en Cachtice y
aún menos cuando había un interés paralelo en sus intenciones.
De todas formas daba igual. Lo había decidido. Iba a matar a Anna.
Deseaba matarla. Eliminarla de Cachtice. «Y ójala pudiese enviarle a Thurzó
su cabeza partida en dos».

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Bajó los escalones uno a uno lentamente. Las plantas de sus pies descalzos se
entumecían con el frío del suelo de los sótanos de Leeds. Victoria se
preparaba para uno de los momentos más interesantes de toda su vida.
Caminó por el centro de la sala lentamente, pasando por debajo de la jaula,
que aún vacía, se balanceaba levemente. Dejó atrás a su derecha la doncella
de hierro, un antiguo aparato de tortura versionado y convertido en una obra
de arte. Llegó hasta las tres mesas grises de forma humana y se situó entre
ellas, justo en el centro del triángulo que formaban. Levantó la cabeza para
mirar hacia el altar con una amplia sonrisa y sus ojos brillaron de la emoción
y la impaciencia.
Ante ella, y de más de tres metros de altura, una escultura de dulce y
hermoso rostro femenino la miraba con una sonrisa en sus labios. Dos alas,
caían a ambos lados de su cuerpo. Sus piernas terminaban en patas de ave que
clavaban sus garras en la fuerte piedra en la que estaba tallada. Sus brazos
descansaban a ambos lados de su torso. Y portaba dos grandes esferas en sus
manos.
«Lilith» imploraban los adentros de Victoria, ansiando que esta vez saliera
bien.
Oía a sus espaldas el ir y venir de los miembros que preparaban los ritos,
pero aquello no desviaba su atención. Sabía que no solo su exterior tenía que
prepararse, sino lo más importante, su espíritu. Llevaba años haciéndolo, «no
podrá fallar esta vez». Se arrodilló ante la diosa. «Esta vez no Lilith».

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Era una suerte que Anna no saliera de sus aposentos sumida en aquellos libros
prohibidos pertenecientes a Erzsébet. Erzi ya había llegado y la esperaba en
las mazmorras, junto a Piroska, Dorkó e Ilona Jo, su mayordomo al que
llamaban en la mayoría de ocasiones Ficzko ya habría comenzado su labor
junto a ellas. Katryna había quedado en el cometido de vigilar la puerta de
Anna.
Erzsébet estaba impaciente. Comenzó a bajar escaleras camino de las
mazmorras, quería hacerlo tranquilamente para disfrutar del momento. Sabía
que estaba cerca, y recordó a la vieja Darvulia. La echaba tanto de menos, no
había ni un solo rito en el que no la tuviera en la mente. «Ojalá alguna vez lo
hubiésemos conseguido» sabía que no había otra cosa en el mundo que la
vieja Darvulia ansiara más que haberlo conseguido. «Estuvieron cerca, tan
cerca, que hasta Erzsébet creyó que lo conseguirían». Recordó como el
cuerpo de Darvulia convulsionaba. «Demasiado vieja», decía la anciana bruja.
A tan avanzada edad era imposible. Por eso Erzsébet no quería demorarse.
Llegó hasta la pesada puerta doble de hierro y la abrió, cerrándola con
llave en cuanto entró. Comenzaban los laberintos de cloacas. No era fácil
llegar hasta su guarida, ni siquiera para los que ya conocían el camino. Sonrió
al recordar la estúpida cara de su primo el conde, seguramente su estupidez le
llevaría a perderse entre aquellos pasillos por toda la eternidad. Su sonrisa se
amplió, eso es lo que haría con él algún día, introducirlo en el laberinto de
Cachtice, nunca saldría con vida de allí.
Pasó junto a las mazmorras, se escuchaban lamentos. Piroska ya habría
sacado a tres o cuatro muchachas, una de ellas, la impertinente y atrevida
Pola. Ni siquiera miró su arsenal de abastecimiento, su mirada seguía al
frente, donde tras una segunda pesada puerta le esperaban las llaves de la
inmortalidad. Se acordó de todos y cada uno de aquellos nobles egocéntricos,
incrédulos y prepotentes, ellos, que no conocían el secreto «imbéciles,
envejeceréis y moriréis», pero ella no. Ella nunca sería una anciana, nunca

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moriría. Sonrió, ya en toda Hungría se hablaba de su eterna juventud. «Nunca
moriré».

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Natalia se miró en el espejo. Había cerrado con llave la cerradura de su


habitación. Tenía sobre la cama, las blancas vestiduras del rito. Estaba
nerviosa, unos nervios que no había podido calmar ni un minuto desde que se
introdujo en aquella organización.
Sobre la ropa interior, llevaba colocado un corpiño que tapaba la totalidad
de su torso y gran parte de su escote. Aunque en un principio, aquel corpiño le
produjera una extraña sensación parecida a la asfixia, no había tenido más
remedio que acostumbrarse a él, ya que tendría que ser su segunda piel
inclusive para dormir. Nadie podía ver lo que había bajo él.
Tiró suavemente de las cuerdas que lo ajustaban a su espalda y las ató
haciendo un lazo. Notó como en su costado izquierdo se apretaba contra ella,
una funda de metal cilíndrica que protegía un arma del que no se había podido
separar ni un segundo desde hacía tres años atrás.
Estiró el escote del corpiño hacia arriba, para que cubriera la mayor parte
de su cuerpo. Bajo la tela, en cicatrices en su piel, había unas palabras que
nadie que habitara Leeds debía de ver. Unas palabras que delatarían su
verdadera identidad, restos de unas heridas que no fue capaz de curar
completamente, pero que continuamente le hacían recordar cual era su
verdadera misión allí dentro.
Cogió con sumo cuidado la blanca túnica que descansaba sobre la cama y
se la colocó. Abrochó el único botón que ajustaba el cuello de la prenda.
Seguidamente cogió el cordón dorado que colgaba del respaldo de una silla y
rodeó con él su cintura, ajustándolo. Las borlas de los extremos del cordón se
balancearon sobre su muslo derecho.
Cogió por último la capa. Era una capa con bastante vuelo, similar a la
que había usado una vez. Esta, no tenía capucha, sino que del cuello volvía a
salir una segunda capa que acababa a la altura de los codos, y que estaba
rematada por un filo dorado.
Se miró cuando estuvo completamente vestida, mientras sin apartar la
vista de su imagen cogía de la mesa, una máscara dorada sostenida por una
corta y fina vara. Natalia quedó inmóvil un instante, y luego fue levantando el

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brazo, despacio, hasta que la mascara quedó cubriendo su cara. Sentía sus
pulsaciones. No era aquella dorada, su única máscara en el interior de Leeds.
No, no lo era. Había otra aún más profunda, invisible, inmensamente
peligrosa, que llevaba durante día y noche, cada segundo de sus días junto a
Victoria.
Tenía miedo. Miedo a su futuro inmediato. A menudo se sentía débil,
quizá se había sobrestimado pensando que su plan saldría bien. Pero ya no
podía dar un paso atrás «Jean-Marc» pensó, era su única prioridad y se juró
hacer todo lo posible para llegar hasta él.
Y ese todo, en su mente y en su vida diaria, incluía acciones que
detestaba, acciones por las cuales merecería morir. Era una asesina, una
ayudante de torturadores, una matadora de inocentes. Le aterraban tanto
aquellos rituales… un presentimiento que no se apartaba de su pensamiento.
En cada rito, sabía, estaba completamente segura, que algún día podía volver
a verse del otro lado.
Aquella noche morirían más, más pobres desdichadas que habían
comprado a las mafias en los confines del mundo. Jóvenes, que iban
acumulando en unas celdas bajo el subsuelo de Leeds, casi en las catacumbas
del castillo. Donde nadie podía oír sus gritos, donde nadie podía acudir en su
ayuda. Alejadas del mundo y de todo derecho a la vida. Bajó la vista
avergonzada de sí misma por volver a contribuir en algo como aquello.
Cerró los ojos, en los últimos días, no podía apartar de su pensamiento a
Emanuel. Y eso hacía tambalear sus planes hasta el punto de caer y desistir a
su verdadero propósito. Al fin y al cabo, ellos, no tardarían en descubrir que
su verdadero punto débil, no se encontraba en ninguna de las partes de su
cuerpo. Y cuando eso sucediera, ella tenía que hacer lo que se esperaba de
ella. Sin importarle las consecuencias.
Era la hora, no podía demorarse. Allí no solían castigarte más de una vez,
porque ningún cuerpo humano era capaz de sobrevivir a un castigo.
Giró la llave que acorazaba su puerta, y salió al pasillo.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Katryna estaba sentada en un sillón en el pasillo, mientras zurcía ropa del


personal del servicio del castillo. Sus manos apenas atinaban a moverse al
compás de la aguja y el hilo. Estaba nerviosa. Había tenido suerte, Erzsébet le
había ordenado que aquella noche mientras «ellos» estuvieran en la mazmorra
vigilara a Anna. Su cuerpo se relajó pero no lo suficiente. Sabía qué es lo que
había en la mazmorra y que ocurriría en las sucesivas horas. Ya solo ese
hecho le helaba la sangre, pero esta vez iba a ser diferente. Esta vez había una
muchacha que conocía bien en las mazmorras.
Levantó la vista, una doncella salía de unas de las habitaciones y se alejó a
paso apresurado. Katryna soltó la prenda que tenía entre las manos en el cesto
y cogió otra. Era un pantalón del mayordomo, los perniles desiguales eran
inconfundibles. Aún olía a su dueño. Katrina hizo una mueca de asco. No
había otra persona en todo el castillo que odiara más, o sí, la propia señora de
aquellas tierras, su ama.
Tomó aire, llevaban ya un rato abajo. Rezó por Pola, porque hubiese
muerto rápidamente. Su respiración se aceleró. No era fácil la vida en
Cachtice. Por un lado, si encontrabas la aprobación de la condesa, podrías
vivir sin complicaciones, pero ello conllevaba en complacerla en todo, y
Erzsébet tenía unos caprichos muy peculiares, que bien podrían terminar con
tu propia alma. Por el otro, en Cachtice nunca se sabía cuándo te llegaría el
momento.
Llevaba ya unos meses en el castillo. Recordaba la presión y el miedo de
los primeros días, muy diferentes a los que ahora vivía. Pola ya trabajaba allí
cuando Katryna llegó, fue su compañera, su mayor apoyo y su mejor amiga.
Pola le hizo ver la realidad de Cachtice y como conservarse con vida. Sin
embargo un buen día, Erzsébet comenzó a gritar nadie sabía muy bien por
qué. Pola tuvo la desgracia de ser la primera doncella que Erzsébet encontró
en su camino. La condesa la golpeó hasta que quedó exhausta. La bajaron a
las mazmorras pero Pola logró escapar aprovechando que todos los sirvientes

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estaban pendientes del conde Thurzó y de la nueva inquilina del castillo. Pero
no pudo llegar muy lejos.
Katryna no quería ni imaginar qué destino le esperaba a la pobre
muchacha. Una lágrima resbaló por sus mejillas y la aguja con la que cosía se
distorsionó por un momento mientras caía una segunda. La garganta le
escocía. Era una suerte estar en el torreón, allí no llegaban los gritos.
Una decena de imágenes se le pasaron por la mente. Cuál de ellas sería el
destino de Pola. No tardaría mucho en comprobarlo, porque aunque Erzsébet
no contaba con ella para realizar las torturas, sí que era la destinada a limpiar
las consecuencias de aquellos extraños cultos. Esa era la razón por la que
Katryna a pesar de disponer de comida en abundancia, estuviera más delgada
que la familia más pobre de Nyitra. Vomitaba cada noche, varias veces,
vomitaba en las mañanas, y apenas comía. Cada vez que cerraba los ojos veía
aquellas imágenes que le tocaba hacer desaparecer, y el olor… desde que
probó por primera vez ese olor, no se había podido apartar de él.
Estar presente en aquellos sucesos, era una tortura que su mente no podía
admitir ni superar. Y una vez que hubo presenciado tan siquiera una, cada vez
que los veía bajar, podía verlo una y otra vez en su mente. Katryna sacudió la
cabeza. Erzsébet era tan cruel, que si contaba lo que de verdad hacía la
condesa en sus mazmorras, nadie la creería.

Cortaba, quemaba y rajaba cuerpos e pobres muchachas. Les cosía la boca


o las introducía en aparatos mezquinos y dolorosos. Todo para provocar el
máximo dolor. Si alguna muchacha perdía el conocimiento, mandaba
reanimarla, y la tortura continuaba. Erzsébet siempre insistía en que para que
saliera bien, tenía que producir dolores extremos y mantener a las chicas al
borde de la muerte durante el máximo tiempo posible. No lo entendía, qué
ganaba con ello. Si tan solo lo que buscaba era darse un baño en sangre de
doncellas, Katryna sabía que había formas más rápidas y menos dolorosas
para hacerlo.
Suspiró. De momento había sido afortunada, Erzsébet no la veía como
uno de sus corderos. Pero ignoraba por cuanto tiempo. No podía escapar. No
tenía a donde ir, y a donde fuera, ellos la cogerían. Una vez que entrabas en
Cachtice solo había una forma de salir, y a Katryna no le importaba morir, no
era a la muerte a lo que temía. Pero el concepto de muerte de Erzsébet
Báthory era muy diferente. Nadie que conociera lo que ella era capaz de hacer
podría estar tranquilo cerca de ella. La había visto apalear sin motivos a una
antigua lavandera, azotar con crueldad a un labrador. No le importaba la edad

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de a quien castigaba, una vez sugirió empalar a un pobre niño, hijo de un
carpintero, que robaba bollos de las cocinas. Gracias a dios Piroska la hizo
cambiar de opinión. Katryna lo había notado, los hijos varones de sus
sirvientes les daban igual, puesto que no servían para sus fines, con lo cual,
matarlos no era ninguna locura o simplemente, dejarlos morir de alguna
enfermedad. Sin embargo, las niñas que rondaban por el castillo, esas sí que
les eran necesarias, y en cuanto alguna enfermaba, daba orden de medicarlas.
Erzsébet no quería que ninguna joven muriera, sino era de su mano.
Al castillo llegaban todos los días noticias, que por el resto de Europa
(Katryna ni siquiera sabía que era Europa), quemaban a todo aquel que
practicara brujería. Dudaba que aquello pudiese cumplirse con Erzsébet.
Erzsébet era una bruja, no tenía dudas. No practicaba ninguna religión
permitida, ni siquiera a ellos se les tenía permitido rezar (Katryna lo hacía a
escondidas a sabiendas de cual era su fin si la encontraban), y adoraba a cierta
estatua que tenía en el sótano. Una estatua de piedra de una mujer alada, a la
que ofrecía sangre humana.
Se detuvo, los pantalones del mayordomo olían a las mazmorras. Casi dio
una arcada al acercárselos a la nariz. «Pola», recordó a su risueña amiga. No
era justo, Pola arriesgó su vida para denunciar a Erzsébet, para contarle al
conde Thurzó lo que sucedía allí dentro y como Erzsébet practicaba una
extraña magia con sangre de inocentes.
Katryna sabía que de poco serviría, ya que en aquel momento solo había
plebeyas en las mazmorras. Pero ella sabía mejor que nadie que Erzsébet
también había matado hijas de nobles de los alrededores, muchachas a las que
había invitado a pasar el verano, y que no habían regresado a casa. Erzi era la
encargada de traerlas. Hacían una pequeña fiesta, con música y un gran
banquete. Luego las bajaban a las mazmorras y de ahí no salían.
Alguna que otra vez los familiares de estas chicas habían venido a
Cachtice a buscarlas. La condesa tenía historias para todos ellos. Unas veces,
que en la fiesta (que según los relatos de Erzsébet, eran unas fiestas a las que
acudían jóvenes nobles de toda Hungría en busca de doncellas), las jóvenes
habían conocido a algún noble, y se habían marchado con ellos. Otras que una
tal «condesa de» las había adoptado como protegidas y que era toda una
suerte porque la mujer era muy anciana y no tenía hijos, con lo cual les
dejarían toda la herencia. Y por último y las menos veces, las jóvenes morían
de alguna fiebre.
Y por muy inverosímiles que parecieran sus relatos, Erzsébet era muy
convincente. Al fin y al cabo, quién era capaz de dudar de la palabra de una

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Báthory de Ecsed.

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El doctor Mason había decidido volver a centrarse de nuevo en el personaje


de la condesa y en el acto ritual que realizaba, con la esperanza de hallar
algún dato, alguna similitud que encendiera al fin la luz sobre aquello.
No había mucho que deducir entre las numerosas obras biográficas de
Erzsébet. Para Nel era muy difícil poder separar la realidad de la ficción entre
los libros que relataban la vida de la condesa. La mayoría de ellos eran
recreaciones morbosas de las torturas que en teoría (pues dudaba que los
autores supieran a ciencia cierta la existencia del ritual) se producían en
Cachtice. Relatos muy crueles con todo tipo de detalles no apto para
personalidades sensibles, un buen reclamo para lectores curiosos. Según su
forma de investigar, en todos sus casos hacía una recreación del rito en sí,
pues era una buena forma y hasta ahora le había sido muy útil, de analizar
detalles que pudiese relacionar con alguna cultura en concreto. Sin embargo,
de este rito en particular, solo tenía relatos ficticios, en los que la imaginación
del autor sin ninguna duda, había jugado una buena partida.
Tenía que escribir, no había otra forma, y de entre tantos relatos, alguno
tendría similitud con la realidad, con lo cual, decidió hacer un compendio en
lo que todas las obras coincidían.

Se decía que eran durante las noches, cuando Erzsébet


preparaba los ritos. Le gustaba vestirse de blanco para la ocasión.
Entre los laberintos de los sótanos de Cachtice, había una sala
preparada para las torturas. Se decía que estaba diseñada por
Erzsébet y que contenía algún aparato de tortura o bien algún tipo
de mesa en el que se practicaban torturas manuales.
Se hablan de dos aparatos de tortura. La «doncella de hierro»
que en algunos relatos se describe hecha con oro y piedras
preciosas. Una esfera colgante, de tamaño bastante pequeño, en el
que el cuerpo apenas puede estirarse, y con su interior provisto de
cuchillas y que con sus balanceos podían despedazar un cuerpo. Se
discute ya que en algunos sitios se nombra y en otros no, que

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hubiese instalado debajo de esta jaula mortal, una especie de
embudo en el que se filtraba la sangre (ya que caería sangre, piel y
carne) y que por medio de unas canaletas, al igual que en la
doncella de hierro, la sangre iba a parar a una bañera. En esta
bañera, se preparaba la sangre, alguno de los ayudantes de
Erzsébet era encargado de remover la sangre mezclada con algún
tipo de plantas, para que no se coagulara, mientras un brasero
situado bajo la bañera, calentaba tan agradable fluido para la
condesa.
Y por último, un sillón, un trono en un lugar privilegiado donde
podía verse la sala al completo y las torturas que iban
sucediéndose. Se habla también de un espejo de suelo, con un
reposabrazos, en el que Erzsébet pasaba horas contemplándose. No
parecía encontrarse en las mazmorras sino en sus aposentos.

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Subió los tres escalones que accedían al trono blanco y dorado. Se giró hacia
sus adeptos y se sentó lentamente en él. Victoria sonrió, estaba impaciente.
Llevaba la larga melena suelta y sus diminutas ondas caían a ambos lados de
sus brazos, sobrepasando el reposabrazos del sillón.
Los numerosos adeptos se habían colocado tras las canaletas que unían el
altar con la jaula y la doncella de hierro, dejando al otro lado un pasillo libre
para el paso de los ejecutores de los cultos. Llevaban los blancos ropajes de
culto y portaban en sus manos las máscaras doradas que en instantes se
colocarían. Victoria miró nuevamente a la diosa Lilith con su eterna sonrisa,
quizá conocedora de lo que pronto iba a suceder.
Se oyeron murmullos de una oración inapreciable. Eran palabras sueltas,
su sonido, helaba la sangre, y las acompañaba una tenue música, quizás
macabra, para los oídos que no estaban acostumbrados a ciertos instrumentos.
Entonces la puerta se abrió y Eric accedió a la sala a través de ella,
portando a una joven muchacha entre los brazos. Lara estaba
semiinconsciente. Victoria no apartaba sus ojos de ella mientras Eric se
colocaba frente al trono, haciendo una reverencia, mostrando el cuerpo inerte
de Lara a Victoria.

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Al parecer Erzsébet, en ocasiones, castigaba a sus sirvientes con


gran ira, ella misma los azotaba, abofeteaba, apaleaba o incluso
apuñalaba. Sin embargo, cuando se realizaban los rituales, ella
permanecía sentada, dando ordenes a sus secuaces. La condesa se
situaba en su trono, presidiendo toda la sala. Sus ayudantes las
brujas Piroska, Ilona Jo y Dorkó, ayudadas por el tullido Ficzko,
traían a las víctimas para realizar el ritual.

Miró nuevamente uno de los libros, para intentar escenificar el ritual con
mayor exactitud.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Erzsébet se sentó en su trono. Erzi le acercó una copa dorada y ornamentada,


de la que Erzsébet tomó un sorbo. Cerró los ojos mientras el aroma mentolado
recorría su garganta. Erzi no sabía prepararlo tan bien como lo hacía Darvulia,
pero los efectos eran similares. En segundos, Erzsébet experimentaría un
inmenso placer. Tomó un segundo sorbo, Erzi, no se atrevía hacer los brebajes
de tanta intensidad, quizá por temor a envenenar a la condesa. Darvulia sabía
bien justo el punto donde estaba el límite, entre el éxtasis y la muerte. Desde
su fallecimiento Erzsébet no había vuelto a experimentar tales placeres. Quizá
esa falta de experiencia de Erzi con los brebajes pudiese dificultar el
verdadero fin de sus cultos.
Piroska entró y arrastraba tras ella a una muchacha que se retorcía. Ficzko
iba tras ellas, portando un atizador incandescente con el que castigaba cada
signo defensivo que la joven pudiese mostrar. Erzsébet la reconoció, era la
traidora Pola.
Tras ellos llegó Ilona Jo. Era una mujer muy corpulenta y a pesar de su
avanzada edad, no tenía problemas cuando una joven se le resistía. Por último
apareció Dorkó, con una joven atada por cuerdas.
Ficzko, se dirigió hacia la pared, donde colgaban unas cadenas. Allí
ataron a Pola. Erzsébet le lanzó a la joven una sonrisa. Pola aterrada suplicaba
piedad, pero Ficzko presionó el atizador a los labios de la joven que de
inmediato se retorció de dolor emitiendo un alarido.
Dorkó llevó a la joven atada por la cuerda hasta una mesa situada frente a
una estatua de piedra, de un diosa con forma de mujer alada. En Seguida
Ficzko la ayudó a atarla bien, para que la muchacha no pudiera escabullirse.
Por último Ilona Jo se situó junto a la doncella de hierro haciendo gran
esfuerzo por inmovilizar a la joven, que presa del pánico, se contorsionaba
con fuerza.
Erzi ofreció nuevamente la copa con el brebaje aún caliente, a la dama de
Cachtice. Pronto la señora sufriría las consecuencias de la bebida, y

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comenzaría el ritual.

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Erzsébet, situada en su trono, y bajo los efectos de plantas


estupefacientes, daba orden de que comenzara el ritual. Con lo cual,
sus secuaces se ordenaban, y colocaban a las víctimas en sus
lugares preestablecidos, listas para recibir las torturas.

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Victoria sonrió. La chica tenía un cabello dorado que brillaba a la luz de los
focos, largas pestañas y una piel luminosa y sonrosada. La mujer asintió con
su cabeza en un gesto de aprobación y Eric llevó lentamente a Lara hasta el
altar donde repitió el mismo gesto que había hecho con Victoria, frente a la
estatua de la diosa Lilith.
Eric colocó lentamente a Lara sobre una de las mesas, a la derecha de la
diosa. La oración de los adeptos sonó ahora más alta y clara, en una lengua
muerta que parecía no decir nada.
—Uuuuuuur —se escuchaba y retumbaba en todo el sótano.
Palabras sumerias, a las que aún Natalia no se acostumbraba a oír sin que
se le erizara la piel. No hacía tanto tiempo desde que le permitieron por
primera vez estar presente en los cultos. Había comenzado en aquella
organización desde abajo, haciendo trabajos sin importancia, tras encargarse
de otras labores menores como limpiar las consecuencias, un trabajo que
detestaba, pero prueba que era necesaria superar, si quería estar donde estaba
en aquel momento. Siempre fue consciente de la crudeza de las torturas que
se cometían allí, pero fue, realizando las labores de limpieza de la «Sala del
traspaso», cuando comprobó la realidad de lo que sucedía, y cuando temió si
iba a ser capaz de superarlo.
Pronto sus avanzados conocimientos en materia química y médica la
llevaron a ostentar el título de sacerdotisa del Dragón. Una de las piezas
claves de aquel rito.
Se encontraba entre el altar y Victoria. Intentaba mantener la mente fría
ante ellos, a veces debilitada por la cordura y otras alentada por un instinto
contra el que no era capaz de luchar. Odiaba todo aquello que hacían en los
cultos y se juraba, que llegado el momento, todos arderían por lo que estaban
haciendo. Pero su otro lado, ese que detestaba y que superaba a menudo a su
yo racional, adoraba la sangre y había sucumbido al poder y la atracción que
producía aquel ritual.
En seguida la mirada de Victoria se dirigió nuevamente hacia la puerta.
Jack entró a través del gran portón, llevando a Nicole en sus brazos.

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Comparada con la menuda Lara, que no medía más de un metro sesenta, el
metro setenta y cinco de Nicole era más que llamativo.
—Uuuuuuuuuur —se volvió a escuchar y una voz más aguda, entonó una
oración de forma acelerada, en un cántico que parecía hecho por el mismo
diablo.

La elegida de Adele y Jack era hermosa, a más no poder. Aquella tez clara y
su magnífico contraste con el negro azul de su liso pelo. Jack se la mostró a
Victoria, y a esta le brillaron los ojos complacida. Era la primera vez que
Victoria veía a Nicole, ya que la líder confiaba en aquella pareja de sacerdotes
ciegamente. Sabía que le traerían a una chica de su gusto y agrado. Victoria
miró a Jack con orgullo y asintió con su cabeza, aprobando a la bellísima
donante.
Mientras Jack depositaba a la joven donante en el altar junto a Lara,
Natalia dirigió su mirada hacia Cristine. La tenía en el punto de mira y una de
las primeras en la lista «Después de Jean-Marc». Cristine era la versión joven
de alguien que conoció en el pasado y que acabó matando. Natalia era capaz
de reconocer en los ojos de alguien, nada más con mirarlos, su finalidad
dentro de una organización como aquella. Todos se sentían atraídos por aquel
rito, y quién no. Pero había algunos que adoraban el dolor y la tortura. Tres
encabezaban la lista, Cristine, Adele y Federic, el psicópata que Victoria
había colocado para guardar las mazmorras. Lo odiaba, lo odiaba con toda sus
fuerzas. Siempre la estaba observando, siempre la estaba mirando. Y lo hacía
de aquella forma… de la misma forma que solía mirarla la persona a quien
había venido a buscar, Jean-Marc. Sus ojos le recordaban a él. «Hijo de puta».
Apretó los dientes. Él y gente como él, la habían convertido en lo que era.

Aún quedaba una última elegida por entrar y Cristine no se demoró en abrir
nuevamente el portón, para que hiciera entrada Federic, que traía a su elegida
en los brazos. Katya era muy alta, y hasta portada por un hombre corpulento,
destacaba su buena forma física. Federic se colocó frente al trono de Victoria,
haciendo una reverencia tal y como lo había hecho Eric.
—Uuuuuuuur —los latidos de su corazón se aceleraban con cada sonido.
Cerró los ojos enumerando en su mente cada una de las razones por las
que estaba allí. Lo hacía en cada rito, era lo único que le daba fuerzas para
aguantar la presión y el terror que de vez en cuando la invadía. Entró sabiendo

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que solo había una forma de salir de allí con vida, y era si no matándolos a
todos, al menos a la mayoría. Lo haría en cuanto la llevaran hasta su padrastro
Jean-Marc, fundador del tratado.
Aquello estaba apunto de comenzar. En el momento en el que Victoria
diera su consentimiento y Federic depositara a la pobre chica en el último
lado del triangulo del altar de Lilith.
Entonces, el segundo cántico agudo y diabólico se detuvo de repente y
todo quedó en silencio. Natalia buscó la razón del por qué el culto se
interrumpía. Victoria se había puesto en pie, fulminando a Federic con la
mirada.
—¿Pero qué es esto? —le preguntó furiosa.
Y Natalia cerró los ojos al comprender lo que ocurría. «Esta puta loca lo
va a echar a perder todo» se dijo. Y era cierto, no era fácil llevar a cabo un
plan, cuando una mente desequilibrada como la de Victoria, podía cambiar las
circunstancias en segundos.
—Confía en nosotros —respondió Federic. En seguida Cristine se acercó
a ellos con la piel blanquecina. Que Victoria los pusiera en evidencia ante
toda la orden era algo que detestaba.
Y realmente era detestable y vergonzoso lo que estaba ocurriendo. Un
culto espiritual avanzado como era aquel, con una tradición milenaria, un fin
solo accesible para unos pocos privilegiados, interrumpido por la frivolidad
«de una puñetera loca», se repetía Natalia.
—Tiene la mandíbula de un caballo —oyó el susurro de Victoria.
Natalia sintió bochorno de pensar que algún adepto, situado tras ella,
hubiese podido escucharlo. Adeptos que invertían impensables fortunas por
llevar a cabo aquel ritual, con la esperanza de algún día poder ocupar el lugar
de Victoria.
Decidió acercarse al trono de la líder. No podía dejar que Victoria metiera
a Katya en la doncella de hierro, y estropeara su plan. Ya que ninguna de las
elegidas servirían, y las tres tendrían que morir esa misma noche. No podía
dejarla echar a perder todo lo que había trabajado y urdido.
Llegó hasta ellos, y agarró firmemente el brazo de Victoria, temiendo
ganarse una bofetada o que Victoria descargara su ira contra ella y la
introdujera a ella misma en la jaula.
—Victoria —dijo Natalia, ante la mirada asombrada de la líder y de los
dos sacerdotes—. Mira al frente.
Victoria, contrariada y con la mirada en parte perdida, por los
estupefacientes que acostumbraba a tomar antes de cada rito, levantó la vista

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hacia la imponente «Sala del Traspaso», repleta de adeptos de la orden,
ataviados con idénticas túnicas blancas, portando cada uno su máscara
dorada, máscaras que todos ansiaban en ponerse, algunos de ellos lo hacían
por primera vez. Personas que darían su vida por aquel rito y lo que
significaba, otras, que entregaban su fortuna por presenciarlo, otros, que
habían cometido atrocidades por poder estar allí. Todos y cada uno de ellos,
habían contribuido en una parte elemental, para que lo que estaba pasando,
fuera posible.
—Victoria —le susurró Natalia—. Hay que continuar.
Victoria la miró y liberó bruscamente su brazo de la mano de Natalia. La
líder volvió a fulminar con la mirada a Cristine y a Federic, antes de sentarse
de nuevo en el trono.
Natalia se colocó en su lugar junto a Eric. Y Cristine se colocó frente a
ellos, al otro lado del altar. Bajo Lilith, tres plataformas de piedra, formaban
un triángulo, y sobre cada una de ellas, estaban las tres donantes elegidas por
los sacerdotes.
En el centro del triángulo, había otra plataforma similar. Federic conducía
a Victoria hacia ella. Victoria apenas podía caminar. Quien le había preparado
el brebaje aquella noche, no lo había hecho con exactitud, y el efecto que
tendría que tener la droga, se veía visiblemente aumentado.
Todos los adeptos giraron sus cuerpos hacia la estatua de la diosa Lilith.
Victoria se acostaba en su lugar. Entonces Jack y Eric se situaron junto a sus
donantes.
La fatídica música volvió a sonar, y junto a ella, una voz grave entonaba
un cántico aterrador, que se cruzaba con la aguda oración de la voz del mismo
diablo.
Natalia se situó frente a Lilith, y el triángulo que formaban las elegidas. A
su izquierda estaba Cristine, y al lado de esta Adele. Tras de sí, a su espalda,
la multitud de adeptos esperaban el comienzo.
Natalia miró la cadena de la jaula, uno de los letales aparatos de tortura
que se usaban en los ritos. Se estaba moviendo, eso solo quería decir una
cosa, alguien estaba introduciendo a alguna desdichada dentro.
—Uuuuuuuuuuuurush —se oyó de nuevo y tuvo que acompañar el canto
—. Urrrrrrrrrrrrr.
Se oyó el sonido de un bastón golpear el suelo, una sola vez. Ya
comenzaba.
—Uuuuuuuuuuurush —repitieron y Natalia levantó su máscara dorada
para colocársela, a la vez que lo haría el resto. Victoria y las donantes eran las

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únicas que permanecerían con la cara descubierta—. Uuuuuuuuurrr.
Miró de reojo a Lara, la chica se movía lentamente de cuando en cuando.
La había drogado lo suficiente para que no fuera consciente de nada. Sabía
mejor que nadie, que sobrevivir a un rito similar, iba a complicar las cosas los
días sucesivos.
Sonó el bastón de nuevo, ahora dos veces. La cadena de la jaula se tensó.
Se oían los lamentos de una chica. Los presentes repitieron el canto, y tras él,
se apreciaron otros gemidos «por favor, por favor» procedentes del otro lado,
«La doncella de hierro».
La cadena de la jaula chirrió. Los vellos de Natalia se erizaron. El bastón
sonó, esta vez tres veces. La jaula comenzó a ascender.
La voz aguda recitaba alto y rápido. Natalia empezó a notar un cosquilleo
en la punta de los dedos de sus pies, reacción física de su cuerpo en los ritos,
en un leve intento de querer salir corriendo de allí.
El órgano sonaba ahora alto y los cánticos se detuvieron.
Natalia se colocó la máscara dorada. Ninguna de las máscaras de los
presentes eran iguales. Victoria permitía una libre elección, que una vez
realizada, te acompañaría siempre.
Natalia pudo ver a Cristine y Adele junto a ella, colocándose las suyas. Si
bien no todas eran iguales, las de los sacerdotes resaltaban por su ostentación.
Porque aunque los rasgos del rostro dorado que elegías, te acompañaba
siempre, la ornamentación cambiaba y aumentaba en cada escala que
ascendías en la orden. Así, los adeptos del final de la sala, llevaban simples
rostros dorados. En la parte central ya podían apreciarse ciertas máscaras
labradas y más cuidadas, continuando con los miembros privilegiados de la
primera fila, en la que sus máscaras eran de un lujo sublime. Y acabando con
los sacerdotes, que portaban máscaras que podrían considerarse verdaderas
obras de arte.
Adele se ataba las cintas de su máscara. La ornamentación de Adele era,
en la opinión de Natalia, la menos favorecedora. Ya que, aunque el rostro que
había elegido, tenía rasgos hermosos, la parte superior tenía forma de concha
de almeja, que se elevaba más de diez centímetros sobre su cabeza. Bien
tallado, labrado y decorado con diminutos brillantes, que resplandecían a la
luz de los focos del altar. Lo que más llamaba la atención de la máscara de
Adele, era la forma en la que estaba tallada. Ya que el artífice de la obra,
había conseguido tallar en ella un antifaz simulando el encaje, y el efecto era
de un realismo sorprendente.

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La máscara de Cristine era espectacular, de finos rasgos y sonrisa burlona.
Y ornamentada con un antifaz de diamantes. Acaba la decoración con grandes
plumas negras, que caían hacia atrás junto a su melena, y se mezclaban con
sus abundantes ondas rojizas.
Natalia colocó la máscara sobre su rostro. El interior de las máscaras
estaban hechas a medida, mediante molde de sus verdaderas caras, aunque el
exterior no lo mostrara. Era una sensación mezcla de angustia y placer, el
sentir como la máscara encanjaba al milímetro en sus facciones. Sintió el peso
de la ornamentada máscara mientras ataba su cinta.
La suya no era muy diferente a la de sus compañeras. Con rasgos muy
parecidos a los suyos de verdad, nariz fina de punta respingona, gruesos y
serios labios, y barbilla redondeada. Su máscara también simulaba un antifaz,
pero mucho menos ostentoso que el de el resto de sacerdotisas. Tan solo unas
líneas labradas, alguna incrustación en nácar y algunos pequeños brillantes,
formaban un falso antifaz sobre el rostro dorado. Enmarcado por una diadema
de plumas blancas, que se le levantaban hasta la altura de la punta de la
concha de Adele, y que formaban hermosa aureola blanca, alrededor de su
rostro dorado.
Una vez bien atada la cinta, dirigió su mirada hacia el altar. Los tres
sacerdotes ya se habían colocado también sus falsos rostros. El de Federic era
tan espantoso como su dueño. El repugnante criminal había elegido su mismo
rostro en oro puro, con su misma prominente barbilla, y con el labio superior
sobresaliente. Tenía ornamentación de brillantes en la barbilla, mejillas y
frente. La terminación superior de la máscara tenía forma de sol, y era la más
alta de cuantas de apreciaban en la sala.
La máscara de Jack tenía rasgos dulces, como de niño. Y su
ornamentación superior imitaba altas llamas, alternando oro amarillo y rojo.
La de Eric era la más simple de todos los sacerdotes. Llevaba una máscara
dorada sin incrustaciones, con el molde de su propia cara, con una
ornamentación superior, que simulaba pelo ensortijado revuelto. Es decir, una
versión dorada de él mismo.
El bastón, sonó de nuevo, una vez. Y la voz grave, se inició en el cántico.
Eric se colocó en el altar junto a Lara, portaba un cuchillo curvo. Se
inclinó hacia ella, y clavó la punta en el antebrazo de Lara realizando un corte
hasta la muñeca. Mientras el cántico de la voz aguda comenzaba,
mezclándose con la aterradora oración de la voz grave.
Lentamente Eric bajó el brazo y lo dirigió hacia los tobillos de la chica,
cortó de nuevo. La roja sangre de Lara fluía sin descanso dirigiéndose hacia

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las canaletas del suelo del altar de Lilith. Victoria recostada en la plataforma
central, permanecía inmóvil.
—Uuuuurush —se oyó en cuanto Jack puso un pie en la parte del altar en
el que yacía Nicole, sobre la mesa de forma humana—. Uuuuuurrrrrrrrr.
Natalia no perdía de vista a Victoria, parecía estar muerta. Era
sorprendente, como alguien, desequilibrado, torpe y necio como lo era ella,
podía llegar a aquel estado de concentración. Una dura preparación que había
hecho durante años, y la fe que sentía ante aquel rito, la habían llevado a
obtener aquel estado de semiinconsciencia, separando su cuerpo mortal, de su
espíritu eterno.
El pelo de Nicole brillaba con los focos del altar situados tras la estatua de
Lilith. La belleza de aquella chica con la ropa blanca de los ritos era
sorprendente. Victoria, con su interminable melena, y los restos que habían
dejado los años, de una belleza cálida, se veía insignificante al lado de la
joven.
Natalia observó el perfil de Lara, estaba perdiendo mucha sangre. Abría
los ojos de vez en cuando, cerrando luego sus párpados lentamente,
embriagada en un estaxis profundo, causado por la medicación suministrada
por Natalia. Natalia sabía que de otra forma, la chica se hubiese aterrado, la
sangre habría fluido demasiado rápido de sus cortes, y hasta su vida podía
correr peligro. Lara no podía morir, no para los planes de Victoria, no para los
suyos propios. Lara era una pieza clave que no podía fallar.
Sonó el batón de nuevo, dos veces. La voz grave inició la misma oración
que había cantado con Lara. Jack, no se demoró a la orden y cortó a Nicole de
la misma forma que lo había hecho Eric con Lara, mientras la voz aguda
cantaba veloz una oración a Lilith al compás del órgano. La sala parecía
enfriarse por momento. La sangre de Nicole se derramaba hacia las canaletas,
mezclándose con la de Lara, llenándose poco a poco el símbolo que formaban
alrededor del triángulo.
Sonó el bastón, tres veces. Y Federic y su monstruosa máscara, se situó
junto a Katya. La voz grave repitió la oración, que esta vez sonó, si cabe, más
satánica que las anteriores veces. Entonces Federic, cortó con su cuchillo
curvo el antebrazo de su elegida. La sangre brotó más abundante que en el
resto de chicas. Natalia observó en seguida como la sangre de Katya, se unía
en las canaletas con la sangre de las otras dos donantes, mostrando un color
visiblemente más claro. Y Natalia se preguntó que mezcla anticoagulante
habrían usado aquellos dos necios para desangrar a Katya así, y su
atrevimiento en debilitar de esa manera a su donante, en el primero de los

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ritos. Federic cortó en el tobillo de la chica, y en seguida la clara sangre de
Katya, se impuso en las canaletas, ocupando la mayor parte del símbolo de
Lilith.
—Uuuuuurush —se oyeron palabras sumerias procedentes de la garganta
de Victoria. Y las plegarias cesaron permaneciendo únicamente la música del
órgano.
Los tres sacerdotes se acercaron a Victoria, portando los tres cuchillos de
hoja curva aún con sangre de las donantes. Uno se colocó a la derecha, otro a
la izquierda y otro a sus pies. Los tres a la vez, propiciaron un corte en el
inmóvil cuerpo de la líder, y sorprendentemente, ella no pareció inmutarse, no
emitió ni el más leve gemido ni signo de dolor, y Natalia sintió curiosidad por
saber cómo alguien como Victoria, que solía quejarse por la más mínima
incomodidad, podía soportar aquello. La sangre de Victoria se derramó junto
a la sangre de sus tres donantes, acabando por fin, el símbolo de Lilith, que
formaban las canaletas del suelo.
Irrumpió de repente la voz aguda, que cantaba una nueva oración,
aumentando la velocidad gradualmente conforme recitaba, sin detenerse, sin
tomar aliento. Algo realmente estremecedor. Se cruzó de nuevo la voz grave,
el bastón sonó, seguidamente oyó el tintineo de las cadenas de la jaula, y el
leve chirrido de las bisagras de la dama de hierro. Natalia tomó aire, pero el
aire no llegaba a sus pulmones. La fuerte música difuminaba los lamentos
procedentes de la jaula y de la doncella de hierro.
Los tres sacerdotes llenaban una copa ornamentada, con sangre de
Victoria, tomando luego, un poco de sangre, de cada una de las víctimas. La
líder se incorporó, y para sorpresa de Natalia, se puso en pie sin ayuda,
mientras de sus heridas continuaba brotando la sangre. Y colocándose cara a
cara ante Lilith alzó la copa hacia la estatua de la diosa alada, mostrándole su
contenido.
—Uuuuuuuuuuuur —se oyeron la voces al unísono y todos se
arrodillaron. Mientras el órgano y la voz aguda continuaban con la oración.

Natalia puso su frente en el suelo, sobre su máscara. No era una buena postura
para la asfixia y el tremendo dolor de pecho que le causaba cada ritual. No era
fácil para ella. Ella no estaba allí para realizar el ritual, no estaba allí para
colaborar con las torturas. Esto solo era una consecuencia a la persecución de
otros planes. Y cuando los diseñó, nunca imaginó que su cuerpo sufriría de
aquel modo. Sí, posiblemente ella sería una asesina, atraída por la sangre y

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por muchas otras cosas que manejaba la organización. Pero había algo más.
Ella tenía sentimientos, unos sentimientos que la desgarraban, aumentados
por la empatía que pudiese sentir por cualquier víctima de un ritual, puesto
que ella misma lo fue una vez. Y algún día, un fallo la llevaría a serlo una vez
más.
Llevaba en su costado un arma, seguramente invencible, pero tampoco
ella podría salvarla si alguien la señalara con el dedo en aquel preciso instante
y pronunciara su verdadero nombre.
Victoria había posado sus labios en el borde de la copa, y bebía el fluido
procedente de su cuerpo y del de sus donantes.
—Uuuuuuuuuurrrrr —se oyó mientras los presentes incorporaban sus
rostros ya sin máscaras y aún arrodillados miraban hacia Lilith, dejando las
máscaras en el suelo.
Entonces, el órgano emitió una nueva melodía. Ya no se oían los
lamentos, las dos desdichadas ocupantes de la jaula o la doncella de hierro
habrían muerto, o estarían moribundas.
Victoria estaba frente a la diosa alada, con su interminable melena y sus
ropajes blancos manchados de sangre. Tras ella estaban tumbadas sus tres
donantes, aún sangrando, y ya llenas, las canaletas de altar, se podía apreciar
un símbolo triangular, en cuyos vértices había un nudo y que se unían en un
cuarto nudo en el centro. El símbolo de Lilith. Se había creado un vínculo
entre los cuerpos. Las donantes respiraban con normalidad, a pesar de haber
perdido gran cantidad de sangre. Al igual que a Victoria, curas y transfusiones
serían suficiente para recuperarlas.
Natalia miró hacia su líder, «Ha comenzado», la última oportunidad de
Victoria.

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En el momento en el que se cerraba la tapa de la «doncella de


hierro» la sangre comenzaba a fluir recorriendo las canaletas hasta
desembocar en la bañera…

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Erzsébet dio orden a Ficzko, y este introdujo a la chica en la «doncella de


hierro» a fuerza de atizador. Dorkó sujetaba una palanca que atravesaba una
argolla del otro lado. Hizo falta la fuerza de dos para cerrar el sarcófago. Se
oyeron gritos agudos llenos de tormento y de dolor. La sangre comenzó a fluir
bajo la cruel maquinaria, muy lentamente.
Erzsébet miró a Piroska y esta comenzó a hacer cortes a la chica de la
mesa con un cuchillo curvo. Los gritos de la segunda joven se unieron a los
de la primera. La sangre comenzó a bañar la mesa y a gotear hacia el suelo,
que en nivel descendente, conducía el fluido directo hacia la bañera.
Los gritos no durarían demasiado. La sangre las debilitaba rápido,
demasiado rápido. Erzsébet se levantó. Ilona Jo ayudada de un instrumento
contribuía a que la sangre llegara a su destino.
Erzsébet sentía calor, ese calor agradable que le producían los brebajes. Se
estaba impacientando, siempre lo hacía, era el error que Darvulia
continuamente culpaba. «Debes de esperar, tiene que ser más despacio». Pero
Erzsébet nunca esperaba.
—No es suficiente —protestó con ira.
En seguida sus secuaces tomaron a Pola. La joven gritaba, pero sin
demorarse para no provocar la ira de Erzsébet, la introdujeron en la jaula.
Piroska ayudó a Ficzko a tirar de las cadenas y la pequeña esfera en seguida
comenzó a balancearse. Pola se agarró con fuerza a los barrotes de la parte
superior, para que su cuerpo no se moviera de su lugar y no ser dañada por las
cuchillas. Pero en cuanto hubieran fijado las cadenas al suelo, Ficzko tomó el
atizador, e introduciéndolo entre los barrotes de la jaula, quemaba las plantas
de los pies de Pola, que en seguida en un esfuerzo por escapar del hierro
incandescente del atizador, se producía numerosos cortes. La sangre roja de
Pola comenzó a caer en el suelo. Con el balanceo que provocaba las
contorsiones de la chica, a la jaula que la cortaba constantemente, la sangre
comenzó a salpicar, escapando de las canaletas. En seguida Ilona Jo, comenzó

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a arrastrar la sangre hacia su camino. Piroska acercó un instrumento de metal
con una malla dentro y lo colocó bajo la jaula.
Dorkó se dirigió hacia la mesa, donde una joven se desangraba poco a
poco.
—No aguantará —anunció a su ama.

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Erzsébet enloquecía cuando una chica perdía el conocimiento


durante un rito. Ordenaba reanimarla para continuar, llenándose de
ira si la desdichada moría antes de lo previsto…

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Mazmorras de Cachtice, madrugada del 7 de Abril de 1610.

Erzsébet se levantó lentamente mirando la estatua de Lilith y se dirigió hacia


el altar. Se situó en medio de las dos mesas, la de la derecha ocupada por la
chica moribunda. Erzsébet la cogió por la barbilla y la miró a los ojos. Dorkó
era ya una veterana en aquello y llevaba razón.
Apretó los dientes con fuerza y gritó. Agarró uno de los cuchillos de la
pared y apuñaló a la chica con fuerza una vez y otra y otra. Con tanta fuerza,
que le costaba volver a sacar el cuchillo del cuerpo de la desdichada. Apuñaló
cada hueco, cada recodo, cada extremidad, cuello, estómago, piernas, brazos.
Gritaba mientras lo hacía, maldecía. Erzsi se dirigió hacia ella y la contuvo.
—Déjala ya Erzsébet —logró quitarle el cuchillo y lo tiró al suelo—. Así
no.
Erzsébet se giró hacia la burguesa. La ira que se reflejaba en sus ojos
anunciaba que golpearía a Erzsi de un momento a otro. Pero sus ojos se
bañaron en lágrimas y se abrazó a ella.

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Es cierto que Erzsébet lo tenía complicado si quería que una


muchacha de la época aguantara horas de torturas extremas (nunca
sabremos el tiempo necesario de esas torturas en este ritual). Las
jóvenes de la época, a menudo enfermaban, no solían estar bien
nutridas, y en un primer intento de desangrarlas, sus cuerpos no
podrían recuperarse. Con este problema, no tendrá que enfrentarse
la organización que realiza los rituales en la actualidad. Hay
avances suficientes para recuperar un cuerpo.

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Mazmorras de Cachtice, madrugada del 7 de Abril de 1610.

Erzsébet se encontraba en el interior de la bañera. La sangre estaba tibia, las


brasas se apagaban lentamente. También comenzaba a hacerse más densa, se
le agotaba el tiempo.
Sacó las manos de la sangre y acarició su cara. «Se me acaba el tiempo»,
Darvulia decía que cada vez sería más difícil. Tenía que volver a intentarlo
aquella noche. Antes de que fuera demasiado tarde, antes de que Thurzó o
cualquier otro pudiera descubrirla.
Sintió alguien a su espalda y see giró. Erszi puso la mano sobre la nuca de
Erzsébet.
—¿Cuándo quieres que vuelva? —preguntó a la señora del castillo.
—Esta noche —respondió Erzsébet con la mirada perdida.
—¿Tan seguido? —preguntó la burguesa extrañada.
—A partir de ahora lo intentaremos cada noche.
—No tienes jóvenes suficientes —le discutió la mujer.
—Tendréis que conseguirlas. —Erzsébet se giró hacia ella, su cuerpo
desnudo impregnado en sangre se incorporó en la bañera—. ¡De donde sea!
—Erzsébet. —Erszi intentó hacerla entrar en razón—. Ahora con Anna
aquí no te conviene.
—Mataría a Anna si ello me garantizara conseguirlo al fin, y a mi
repugnante primo, ¡y al mismo rey si fuera necesario!
La jovencísima Katryna se dirigió hacia su señora envolviéndola con una
sábana blanca. Las vestiduras de la joven estaban completamente llenas de
manchas secas de sangre y otros fluidos. Mientras que su señora se tomaba el
baño, ella se había encargado de limpiar cada palmo de aquella horrible sala
de torturas. La palidez de su rostro, y el púrpura de sus ojeras, podían hacer
deducir a cualquiera que la mirara, la realidad de la dureza del trabajo que
estaba realizando.
Erszi bajó la cabeza. No podía discutir con Erzsébet, aunque pensara que
era una locura llevar un rito por día. Ni siquiera creyó que Erzsébet pudiera

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resistirlo.
—Te traeré tantas como pueda —dijo la burguesa.
—Esta noche. —Erzsébet acarició el rostro de Erszi— lo conseguiremos.
Erszi sonrió para complacerla. No había que pasar largas temporadas con
Erzsébet para descubrir su locura, ni tampoco para aprender a evitar su ira. La
condesa en cualquier arrebato insignificante, bien podía acabar con la vida de
alguien en décimas de segundo. Darvulia le había enseñado a controlarla, por
medio de plantas tranquilizantes y de algunas formulas psicológicas. Una vez
aprendidas las pautas, no era difícil llevarla por el buen camino, aunque para
ello fuera necesario complacerla en ciertas cosas. Erzsébet necesitaba creer,
necesitaba la esperanza de poder pensar que lo conseguiría. Darvulia llegó a
confesarle a Erszi, que a pesar de todo lo que le enseñó y le proporcionó a la
condesa, tenía la absoluta convicción de que nunca llegaría a completar el
ritual. Erszi no difería mucho en sus pensamientos con Darvulia, pero ni su
voz, ni sus ojos podían confesárselo a Erzsébet.

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En todos los libros dice, que el ritual concluía cuando Erzsébet


se introducía en una gran bañera llena de sangre, sangre que
trataban con alguna planta anticoagulante, y que previamente
calentaban con un caldero situado debajo de la bañera.
Pero hay algo que se ha escapado a los ojos de todos. Algo más
ocurría allí dentro…

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Natalia y Eric habían retirado a Lara y se encontraban en una sala privada,


cerca de las mazmorras. Una sala que ellos mismos habían preparado con
anterioridad. Había tres salas iguales, en cada uno de los tres pasillos que se
dirigían a las mazmorras, en la que se encontraban las chicas de los rituales.
La sala era amplia y gris, como todos los habitáculos del sótano. Lara
estaba tumbada en una camilla, mientras Eric colocaba el cableado de la
transfusión. Natalia le había colocado una mascarilla para que su respiración
fuera menos dificultosa. Lara no parecía haber sufrido gran pérdida en su
primera transferencia con Victoria y su piel iba tomando color. Incluso antes
de que Eric diera paso a la transfusión. Natalia la observaba, aunque era una
chica enferma, parecía recuperarse sin ayuda. Sonrió inconscientemente.
Oyó a Eric resoplar, ya había acabado. Se retiraron de la camilla de Lara y
se acercaron a una mesa de laboratorio cerca de la pared. Frente a ellos había
una bañera en la que bañarían a Lara una vez recuperada. Colgada de una
percha, había una nueva túnica para Lara y, junto a ella una cesta en la que los
chicos habían dejado sus túnicas manchadas de sangre.
—Ahora empieza —dijo Eric.
No era el primer ritual de Eric, pero estaba nervioso. La presión por parte
de su hermana y Adele, unida a la que Victoria ejercía sobre él, y la simpatía
que sentía por su elegida, habían hecho que la expresión de Eric cambiara. No
había que ser muy observadora para percibirlo.
Natalia lo miró. No había sentido, en ningún momento desde que entró en
aquella orden, ningún tipo de sentimiento respecto a ninguno de sus adeptos,
salvo odio, repulsión, ira. Ni siquiera con Eric. Pero en el poco tiempo que
llevaba como compañera de rito de él, estaba descubriendo un Eric que no
conocía. Un Eric, que increíblemente, parecía estar sufriendo. Su pasividad
ante el rito, contrastaba con la competitividad del resto.
El chico ahora observaba a Lara, que sumida en sedantes y tratada con los
ungüentos que Natalia había colocado en cada herida, se recuperaba del
primer rito. El más leve de todos.

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Natalia observaba el rostro de Eric: no había dudas, estaba aterrado, y la
situación empeoraba a cada momento que pasaba. No era difícil de adivinar.
Lo había visto instantes antes, mientras colocaba las vías de Lara, quitarle de
la cara una hebra de lino de las gasas que ella le estaba colocando. No, Lara
no era un objeto en aquel rito, no lo era.
¿Un asesino podía tener sentimientos? Natalia era una experta en ese
sentido. Y no hablaba de los sentimientos de alguien como Adele, que para
ella el amor era algo como un capricho, un culto más a su autoconcepto de
semidiosa. No, muy lejos de eso, estaba Eric y ella misma. Sí un asesino
puede amar. No como quizá lo haría otra persona, no, sino de una manera
única.
Exactamente, esa era la respuesta. Las personas normales necesitaban un
tiempo para amar u odiar. Un asesino tiene un brote, algo imperceptible que le
dice cuándo y cómo odiar y cuándo y cómo amar. En tan solo un instante. Al
igual que un instante puede ser suficiente para que un asesino corte una
garganta, o abra unas entrañas, sin razones, sin conocimiento. En un mismo
instante, un asesino se puede enamorar perdidamente de alguien, sin límites,
sabiendo que nunca jamás amará a nadie más de la misma forma.
Natalia conocía esa sensación. Ser lo que uno es, y un día cruzarse con
unos ojos, que la hicieron avergonzarse de su propia naturaleza. Porque ese es
el efecto que el amor produce en un criminal.
Natalia puso su mano sobre el hombro Eric: él era un criminal inusual, sin
ninguna duda. Los criminales se aferraban entre sí, por eso eran posibles
organizaciones y sectas como de la que ellos mismos formaban parte. Eran los
menos, los casos como el de Eric y Natalia. Ellos rechazan lo que eran, y a los
que eran como ellos. Natalia ya estaba acostumbrada a ese sentimiento de
culpa por ser lo que era sin remedio, pero Eric hacía solo unos pocos días que
lo estaba experimentando. Primero fue su rechazo hacia su propia hermana, y
en medio de aquel conflicto existencial, apareció un ángel que le enseñó que
había otro camino que él desconocía y que otros diferentes a él tenían el
privilegio de poder disfrutar. Pero su naturaleza no le permitía una vida
normal. Una exclusión social con una doble excepción: nunca podría formar
parte de una organización criminal, pero tampoco podría ver el mundo como
el resto de los buenos humanos.
Natalia sabía que Eric se torturaría así durante mucho tiempo, durante
años, viendo cada noche los ojos de Lara, aunque ella ya no viviera para
entonces, aunque ella muriera a manos de él. Un asesino sigue amando,
aunque su ángel muera, aunque sea él mismo quien lo hiera y lo mate.

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Eric miró a su compañera un instante. No había pronunciado palabra, pero
algo en la expresión de Natalia o India como él la llamaba, parecía conocer
cada uno de los sentimientos y pensamientos que llenaban su cerebro. «Cómo
puede saberlo», nunca hablaba con ella, nunca se había dirigido a ella si no
era por motivos estrictos de trabajo. No era su amiga, India no era amiga de
nadie. Todos la odiaban, hasta él mismo lo había hecho semanas atrás. Solo
Victoria sentía simpatía con ella, atada a una necesidad constante en su
conocimiento. India era un privilegio para la orden y para Victoria, por esa
razón la colocó en el más alto nivel que le permitieron. El conocimiento de
India junto a la experiencia de Federic, era lo que Victoria deseaba en aquel
rito. Sin embargo, la casualidad hizo que él mismo y ella fueran compañeros.
El tiempo se acortaba. Lara se estaba recuperando. Había que empezar.
No iba a ser fácil. Natalia lo estaba considerando. Ella en un primer momento
había pensado en dedicarse a la ciencia mientras Eric hacía el trabajo. Sin
embargo, algo le decía que muy a su pesar, iba a ser al revés. Dudaba que Eric
fuese capaz de dañar a Lara en el estado en que se encontraba. O quizás la
matara en un desequilibrio. Y eso no lo podía permitir. Necesitaba a Lara viva
hasta el final de aquel ritual.
—Eric hay que empezar —dijo Natalia.
Eric palideció. Y Natalia se dirigió de nuevo a la mesa de laboratorio.
—¿Has pensado cómo hacerlo? —preguntó Natalia y Eric se acercó a ella.
—No —respondió.
—Bien. —Natalia lo miró, Eric no sería de gran ayuda a pesar de tener
experiencia previa—. ¿Cómo lo has hecho otras veces?
Eric agachó la cabeza.
—¡Eric espabila! —Natalia levantó la voz—. No tengo ni idea de cómo se
hace. ¿Cómo lo habéis hecho otras veces?
—Si no tienes ni idea, ¿qué coño haces aquí? —le respondió Eric de
forma agresiva.
Natalia se llevó las manos a la cara.
—¡Joder! —discutir no era una opción, no podía permitirse una discusión
con su propio compañero.
Se dirigió hacia Lara, y subió el sonido del pequeño monitor del contador
cardiaco. Los latidos de Lara eran uniformes aunque algo acelerados, era
normal para alguien de su edad y personalidad. Tenía que acostumbrarse a ese
sonido, ya que era el que le iba a fijar la pauta. Leer en los latidos de Lara en
el arraigo con su alma. No era tarea fácil. De hecho era una de las cosas que
más le llamaba la atención de aquel ritual. Y cómo podía conseguirse.

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Eric no iba a ser de gran ayuda si ella no lo provocaba. Lo intentaría de
otro modo.
Le quitó la mascarilla a Lara y puso sus manos directamente en la
garganta de la chica, haciendo presión. En seguida dicha presión cortó el riego
sanguíneo de Lara y pudo apreciar cómo los latidos se resintieron. Siguió
apretando.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó su compañero.
Natalia no respondía. Estaba atenta memorizando cada cambio en la
frecuencia cardiaca de Lara. Sabía muy bien que los valores comunes de
frecuencia cardiaca, no se acercarían a la realidad de Lara tanto como la
prueba que estaba ejerciendo.
—Qué haces. ¡Para! —Lara se asfixiaba, pero Natalia continuaba
ahogando a la chica.
Y los latidos se esparcieron en el tiempo. Eric apartó a Natalia.
—¿Estás loca? —le reprendió—. Vas a matarla.
—¿No consiste en eso? —se defendió ella.
—¡No! —Eric volvió a colocar la mascarilla a Lara.
Los latidos volvieron a acelerarse lentamente.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Querido Gyorgy Thurzó:


Mi estancia en Cachtice está superando las expectativas que
tenía cuando llegué. La condesa me complace en todo lo que está en
su mano. Coincidimos en gran parte de nuestras aficiones. Odia la
costura y las labores manuales tanto como yo. Dos o tres veces por
semana, salimos de cacería. Tiene una colección muy amplia de
armas de caza, que desconocía en absoluto y que han resultado muy
útiles con animales de gran tamaño.
Erzsébet quiere dar una fiesta antes de acabe la primavera, y me
está ayudando con la danza. Nunca en toda mi vida había tomado
clases de baile, y le comuniqué que me avergonzaría asistir a una
fiesta sin saber bailar.
Los sastres de Erzsébet me han hecho innumerables vestidos con
telas que la condesa trajo de otros países de Europa para su propia
vestimenta. La verdad es que Erzsébet es una mujer muy generosa y
estoy muy agradecida del trato que estoy recibiendo en su castillo,
así como la educación que me está impartiendo.
Ella misma la que me está instruyendo personalmente, y ya soy
capaz de leer libros en latín. Esto me ha abierto un gran abanico de
nuevas lecturas. Cachtice posee una de las bibliotecas más extensas
de las que conozco, y cada día descubro nuevas lecturas.
Es imposible aburrirse en Cachtice, Erzsébet planifica las tareas
de cada día con antelación de forma que nunca seguimos una
rutina. Me alegra intensamente la facilidad con la que me he
adaptado a las costumbres del castillo. Y nada me gustaría más que
ampliar mi estancia aquí al menos hasta Navidad.
Anna Wittelsbach

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Dobló la hoja y la introdujo en el sobre destinado al conde Thurzó, la cerró y
la colocó sobre otro sobre destinado a sus padres. Las dos cartas eran
similares. No había mentido. Su estancia en Cachtice estaba siendo más que
agradable. Erzsébet tenía las mismas aficiones que ella. Incluso ambas vestían
pantalones los días de cacería. Algo inaudito para el resto de nobles del nivel
de Erzsébet.
Le gustaba Cachtice, el pueblo de Nyitra, los paisajes, los bosques. Miró
las cartas con recelo. Había omitido ciertas clases que la condesa le impartía
en los bosques, podría haberlo dicho, no era nada malo. Su familia era
consciente de que a Anna siempre le atrajeron las plantas medicinales. Sin
embargo, no eran plantas medicinales las que Erzsébet le mostraba en los
bosques.
Abrió un cajón de su escritorio. Una docena de bolsitas de fina tela
cerrada por lazos de terciopelo, contenían plantas cuyos efectos en la raza
humana eran en su mayor parte letales. Cogió una de ellas y se la acercó a la
nariz. Su aroma mentolado penetró a través de sus orificios nasales y cerró los
ojos concentrándose en él. No, no había contado todo lo que estaba
aprendiendo en Cachtice. Era verdad que Erzsébet le enseñaba nuevas lenguas
y que ahora podría acceder a nuevos libros. Sin embargo, la temática de los
mismos era algo que tenía que permanecer oculto a los ojos de cualquiera que
no fuera de Cachtice. Una valiosa colección antigua que podría llevar a la
tumba a la propia Erzsébet y a ella misma por tenerlos en sus aposentos.
Leyó nuevamente el nombre del destinatario de la carta. Él le había dejado
claro cual era su misión en Cachtice. Quizá los numerosos sacos que cargaban
Ficzko, Dorkó o Ilona Jo, pudieran ser las respuestas. Cada noche, cada
mañana, sacos de grano de grandes dimensiones salían y entraban en
Cachtice. Sí, posiblemente ellos eran la respuesta. Y conociendo las lecturas a
las que Erzsébet era aficionada, podría deducir el porqué de aquellos sacos.
Aún así, todavía no lo sabía todo. Quizás por eso nunca trató de
comunicárselo a Thurzó. No, no solo eran asesinatos, no lo eran. Y se juró no
denunciar nada contra Erzsébet mientras no lo averiguara todo.

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Lara se había estabilizado, tanto de la pérdida de sangre como de la locura de


Natalia. Esta y Eric estaban en la mesa de laboratorio. Natalia manipulaba
unos frascos.
—¿Qué es? —le preguntó Eric.
—Es Urushi —respondió ella. Al ver que aquella palabra no produjo
reacción en Eric, fue consciente que el chico no la había entendido—. ¿No
sabes qué es?
Que un miembro elite de una organización como aquella no supiera de la
existencia del Urushi le asombró en gran medida. Eric negó con la cabeza.
—¿Qué demonios os enseñan en esta orden? —Natalia en seguida se dio
cuenta de su metedura de pata. Eric no tardó en reaccionar y la miró dudoso.
Natalia se había dejado llevar por esa sensación odiosa que le producía la falta
de conocimiento o de enseñanza. Victoria la habría azotado por el desprecio
que desprendió su tono de voz al pronunciarlas. Tenía que reaccionar rápido
ante Eric, porque por un momento pareció revelar su ajenidad hacia la orden.
Volvió a mirar la probeta.
—El Urushi es savia de un árbol llamado Toxicodendrón Vernici Fluum,
—se apresuró a explicar— y su uso actual es para hacer laca decorativa en
jarrones.
Con un cuenta gotas, tomó una parte y comenzó a llenar una probeta.
—Sin embargo, el efecto en un cuerpo humano es totalmente distinto —
sonrió—. Los antiguos monjes budista la usaron en gran medida, para hacer el
Sokushinbutstu, una automomificación en vida.
Eric arqueó las cejas. Aquello era interesante, la momificación de un
cuerpo, el deseo que el plano físico de un ser sea eterno. Algo completamente
contrario a lo pretendían los Hijos del Dragón.
—Durante el siglo XV, era habitual esta práctica —continuó Natalia—, y
constaba de tres fases. En la primera fase, el objetivo del monje era reducir su
grasa corporal, con lo cual, durante 1000 días, limitaban su dieta a frutos
secos y semillas.
Depositó la probeta en un portador y continuó con una segunda.

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—La segunda fase constaba también de otros 1000 días, en la que el
monje, solo podía comer raíces y corteza de árbol, y beber en abundancia, un
té elaborado con Urushi. El Urushi, provocaba sudores y vómitos, que era lo
que el monje buscaba, una pérdida de fluidos corporales. Por tanto, tras esta
segunda fase, el monje había conseguido disecar su cuerpo en vida, lo cual era
una ventaja a la hora de conseguir que el cuerpo no se corrompiera tras su
muerte, reduciéndose a pellejo y huesos, protegiéndose con una sangre
envenenada por el Urushi que habían tomado y que mataría larvas, gusanos y
moscas que trataran de comérselo.
Eric se sorprendió tanto de la explicación que abrió la boca. La pregunta
que le surgió era evidente.
—¿Su sangre? —no podía creerlo—. ¿Puedes envenenar tu sangre y si
alguien la toma…?
Natalia asintió. «Sí, puedo envenenar a todos los putos vampiros de este
castillo».
—Y la última y más sorprendente de las fases —reanudó mientras
continuaba con su labor—. El monje se hacía enterrar vivo, en postura de flor
de loto, con una caña que asomaba al exterior y que le permitía respirar, y una
campana que hacía sonar cada día, para avisar que aún seguía vivo. Si un día,
la campana del monje enterrado no sonaba, se retiraba la caña y después de
mil días más, se desenterraba. Si el cuerpo no había conseguido momificarse,
se le enterraba con honores, pero si verdaderamente estaba momificado, se le
situaba en un templo y se le adoraba como a un buda.
Eric estaba perplejo, aquel relato erizaba la piel. Dudaba si el resto de
sacerdotes o Victoria conocían aquello. Sin duda no lo harían, ellos eran
frívolos e imbéciles. No tenían ningún interés en té o plantas, si no era para
tomárselos y disfrutar de sus efectos.
Cogió una de las probetas y se detuvo a mirar su interior. ¿Y si Victoria se
enterara de aquello? Ella era una bebedora de sangre, una gran adicta a la
sangre, una más de entre tantos que habitaban el castillo. Una de aquellas
pobretas inyectada en cualquiera de las chicas, sería peligroso para toda la
orden.

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Nel volvió a hojear todos los apuntes de los reyes de la antigua sumeria, que
había estado tomando las últimas horas. Era evidente que algo sobre Erzsébet
se les había escapado al resto de historiadores que la habían estudiado. Quizá
ninguno la hubiese relacionado con los longevos de Sumer. Quizá él mismo
estuviese equivocado. Ya no estaba seguro de nada.
Volvió a repasar los reyes de todas las disnastías, y sus complejos
nombres. Y se detuvo en el último rey longevo de sumeria. Un rey llamado
Urzababa, que había reinado durante 400 años. Aquel nombre le sonaba de
haberlo leído en otro lugar. Intentó recordar. El agotamiento lo vencía, era
complicado ya rendir y sin embargo no deseaba tomarse un descanso aún.
Continuó leyendo los reyes que le sucedieron, ningún nombre más le resultó
relevante, salvo uno, más abajo, cinco reinados despúes; Sargón I.
Entonces recordó nuevamente su trabajo sobre las similitudes entre la
religión católica y sumeria. Su trabajo no estaba muy lejos, había sido
precavido y colocado cerca de las biografías de Báthory, sobre la gran mesa
central.
Enseguida buscó el índice que lo que parecía un basto cuaderno anillado
de unas 500 páginas y cuya nota, escrita con bolígrafo de gel verde, en una
esquina de la portada, decía claramente, MH, matrícula de honor.
Allí en el capítulo 15 exactamente decía; «Sargón I de Acad, el Moisés de
los sumerios».
Leyó el capítulo, y lo releyó tomando apuntes en sus hojas. Aquella
historia, juntos con sus nuevas investigaciones, podrían tener sentido.
Seguidamente y una vez aclaradas sus ideas, se sentó en su portátil para
escribir.

He localizado al último rey longevo sumerio,


que reinó durante 400 años, llamado Urzababa.
Según la historia, el trono le fue arrebatado
por su copero Sargón. Sin embargo, es muy
llamativo que haya cinco reinados de diferencia

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entre ambos, en la misma dinastía. De cualquier
forma, la longevidad murió con Urzababa, rey de
Kish. Y quizá la clave está en el rey que le
arrebatara su reinado. Pues tras Sargón I, no
hubo más longevos.
Hace varios años, realicé un trabajo sobre
este personaje y su similitud con el Moisés
hebreo: Sargón I, según la leyenda sumeria, fue
hijo de una sacerdotisa, pero esta lo abandonó,
colocáncolo en una cesta de juncos, sobre el
río Eufrates. Fue encontrado por un aguador,
que lo educó en el oficio de jardinero. Con el
tiempo, Sargón se hizo copero del rey Urzababa.
No existen documentos de la época que lo
confirmen, pero algunos textos sumerios más
modernos, sí reflejaron el origen humilde de
este rey.
Sargón se rebeló contra Urzababa y se hizo
con el poder de Kish, no fue tardía la reacción
del rey vecino Lugalzagesi, soberano de Uruk,
así como medio centenar de gobernantes de otras
ciudades controladas por Uruk. Pero Sargón les
venció y se proclamó rey legítimo, como su
propio nombre significa (en acadio «sarru-
Kenu», rey verdadero).
Su reinado está repleto de victorias bélicas
más allá de Mesopotamia. Nombró a su hija
Enheduanna gran sacerdotisa del dios Sin. Este
personaje de Enheduanna es muy llamativo, no
solo porque ostentara un tan alto cargo en la
religión, si no porque esta mujer fue la
primera escritora de la historia. Sus obras se
limitaban a ser poemas, cantos y adoraciones de
tipo religioso, siendo en su mayoría, hacia la
diosa Innana. La hija de Sargón tenía gran
predilección, devoción y admiración hacia esta
diosa. Le compuso un Himno, La exaltación de
Inanna (Nin-me-sar-ra); y compuso también la

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música que la acompañaba. Pero su propio
hermano, uno de los sucesores de Sargón,
Rimush, la expulsó de Ur. Rimush solo reinó
durante nueve años.

Aquello le hizo pensar. Sargón acabó con el reinado del último longevo, y se
hizo con el poder de toda Mesopotamia, con sus templos, redes comerciales y
todo lo que ello conllevaba, además destruyó veinte mil tablillas del archivo
real de Ebla. Con lo cual, si algún rito sumerio relacionado con la longevidad,
se llevaba a cabo en Sumer, cayó en el poder del Gran Sargón. Es muy
llamativo, que dejara todo el peso de la religión en su hija Enheduanna.
Se puso de pie y volvió a la mesa rectangular, buscando las diosas
sumerias. El rito tenía que ser religioso, sin ninguna duda. «Innana», estaba
cerca, «Lilith». ¿Por qué su propio hermano expulsó a Enheduanna de Ur?
«Solo reinó nueve años», tomó aire mientras cogía uno de sus libros. La diosa
Inanna sumeria, la Isthar acadia, su exaltación como Lilith. «No quiso
concederle la inmortalidad».
Resopló. Estaba muy cerca de encontrarlo.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Anna se asomó a la ventana. Anochecía. La puerta del muro de Cachtice se


abrió y Ficzko entró acompañado de Ilona Jo y Dorkó. Portaban un gran saco
entre los tres. El saco daba vaivenes supuso que por el dispar andar del cojo
mayordomo del castillo, pero al entornar sus ojos, comprobó que había algo
que se movía en el interior de aquel saco.
Cada noche podía ver la misma escena. Por la mañana temprano, los tres
individuos salían del castillo a primeras horas de la mañana, con varios sacos
depositados en un carro, tirado por un caballo a veces dos. Volvían al
anochecer. Hoy, sin embargo, habían regresado a pie, desconocía el motivo.
Lo recordaba a la perfección, aquella mañana habían salido en el carro tirado
por dos caballos de color marrón.
La comitiva se detuvo. Dorkó, que era la que iba atrás se inclinó
colocando el saco en el suelo, que no paraba de contraerse. Ilona Jo, sin soltar
el saco, levantó una vara de metal y golpeó repetidas veces, con lo que el saco
quedó inmóvil de inmediato. Dorkó volvió a cargarlo y continuaron.
«Llevan seres humanos dentro», no podía afirmarlo. Podría ser algún
animal. Una parte de ella quería que fuera así, y seguramente lo afirmaría si
Thurzó no la hubiese advertido.
Se giró hacia la puerta de su dormitorio, decidida a bajar. Tenía que
apresurarse si quería llegar a tiempo antes de que los tres sirvientes
desaparecieran con el saco. Necesitaba ver qué era lo que continuamente salía
y entraba de Cachtice.
Corrió escaleras abajo. Los aposentos de Erzsébet quedaban lejos. No
estaba sola. Minutos antes de la comitiva de Ficzko, había entrado una mujer
de ropajes elegantes, Erzsi. Todas las noches visitaba a la condesa y
desconocía a qué hora volvía a marcharse ya que por mucho que esperara, el
sueño siempre la vencía tras la ventana.
Oyó pasos tras ella. No se giró, sino que continuo disminuyendo la carrera
hasta caminar lentamente. Dobló una esquina. Sí, la seguían. Nunca había

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notado que alguien en Cachtice la siguiera. Quizá con tan buen trato se había
vuelto más confiada, cuando en realidad era una especie de espía contratada u
obligada por el conde palatino Thurzó. Y aunque ella se olvidara de ello,
seguramente Erzsébet no lo hacía.
Erzsébet era una mujer instruida, extremadamente inteligente, de
personalidad fuerte y pensamientos firmes, aunque con un carácter inestable
que pasaba de la más absoluta felicidad, a la ira, al odio o a la pena, en
sorprendentes décimas de segundo.
Sí, podía decirse que Erzsébet era una mujer admirable. Pero había que
ser imbécil para no darse cuenta de que algo se ocultaba en Cachtice. Algo
relacionado con ciertos libros encerrados bajo llave en la biblioteca. Dioses
paganos, brujería. Pero, ¿qué tipo de brujería? A Anna le mataba la
curiosidad. Había leído cada uno de los libros de Erzsébet, en varias lenguas.
Podría ser cualquier cosa, sin embargo, juraba que aún no lo sabía todo.
No hacía mucho tiempo, unas tres semanas atrás, uno de los libros
desapareció. Lo recordaba, era el de las pastas oscuras casi descosidas,
escritos en un idioma que antes no conocía. Pero que ahora dominaba
perfectamente.
Vio la sombra de alguien menudo en la escalera «Katryna». Era su
perseguidora. Anna frunció el ceño. Allegados a Erzsébet, estaban Dorkó,
Ilona Jo, Piroska y Ficzko además de la menuda niña. La condesa había
dispuesto para ella la más débil «¿Me considera débil también?». Quizá fuera
eso, debilidad. De una forma u otra, Erzsébet no se fiaba de ella.
Introdujo la mano bajo el fino corpiño que formaba su camisón y sacó la
daga. Se giró y empujó a Katryna escaleras abajo, tras pinchar la barbilla de la
chica con la punta de la daga.
Tras seis escalones Katryna se encogió en el suelo. Anna se situó de pie
junto al cuerpo de la muchacha.
—¿Por qué me sigues? —le preguntó y no obtuvo respuesta.
Anna se giró para marcharse, pero Katryna sujetó su vestido. Erzsébet
apareció en el oscuro pasillo.
—¿Qué ocurre? ¿Fiszko? —llamaba.
—Soy yo Erzsébet —respondió Anna y la condesa se acercó a ella de
inmediato—. Esta joven me estaba siguiendo.
Erzsébet miró sorprendida a Katryna y cómo la barbilla de esta sangraba.
De inmediato inspeccionó con la mirada las manos de Anna, que permanecían
vacías.
—La mandaré a azotar de inmediato —dijo Erzsébet.

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—No creo que deba castigarla a ella —respondió Anna—. Si no a quien la
ha enviado a seguirme.
«Tú» la mirada de Anna fulminó a la condesa. Notó como Erzsébet se
enfurecía.
—¿Y qué haces tú en los pasillos a estas horas? —preguntó Erzsébet.
Anna sonrió.
—Esta mañana el mayordomo salió del castillo en un carro tirado por
caballos y acompañado de dos de tus sirvientas —respondió con desenvoltura
—. Han vuelto sin carro ni caballos. Quería saber si alguien les había robado.
—Sea como sea, no es de tu incumbencia —le espetó Erzsébet perdiendo
todo tono cordial.
La sonrisa de Anna se borró de inmediato. Se giró y comenzó a subir los
escalones que la dirigían nuevamente a sus aposentos.
—Anna —la voz de Erzsébet la hizo girarse hacia la condesa—. No
quiero volver a verte rondando por Cachtice en las noches.
Erzsébet le dio la espalda y se marchó. Katryna la seguía. No tardaría en
contarle a Erzsébet lo de la daga. Se mordió el labio mientras continuaba
subiendo escalones. Oyó una puerta. Dio la vuelta, bajó rápidamente y echó a
correr por el pasillo contrario al de Erzsébet. Estaba decidida en averiguar qué
ocurría por las noches, tras los muros de Cachtice.

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Era la hora. Tenían la sensación de haber perdido el tiempo. No habían hecho


nada con Lara y no era algo malo. En absoluto. El ritual acababa de comenzar
y, aunque no podían demorarse, podían permitirse el lujo de saltarse la
primera sesión. De hecho, era una práctica habitual entre sacerdotes, que el
primer día solo explorasen a la chica, sin comenzar con su labor.
Lara podía andar por sí sola. Natalia había decido no medicarla con nada.
Eric esperaba en la puerta mientras ella vestía a la joven. Lara estaba sentada
en la propia camilla en la que la habían recuperado del culto de la noche
anterior y Natalia tras ella, atándole las cintas de la túnica.
—¿Cuándo pensáis matarme? —preguntó la chica, con un tono de voz tan
tranquilo, que Natalia se sorprendió de que aquella chica tuviera tan asumida
su muerte.
—Victoria te lo explicará esta noche —le respondió.
—Sé quién es Victoria. —Lara bajó la cabeza—. Yo la admiraba…
Se oyó un sollozo. Natalia apartó el pelo de Lara hacia un lado para ver su
perfil.
—¿Por qué hacéis esto? —lloró la chica.
Natalia volvió a tener un dejavú, uno real. Ella misma había hecho
idéntica pregunta a la persona que la preparaba para ser torturada y morir. No
sabía qué responder. No se le permitía informar sobre el ritual a ninguna
víctima y aunque lo hiciera, aquel rito ni ninguno en los que sufriera ningún
ser vivo, tenía explicación.
El llanto de Lara aumentó al no obtener respuesta: «miedo», pánico,
terror. Natalia conocía muy bien aquella mezcla en su propio cuerpo. La falta
de respuestas, la incertidumbre. Tomó aire.
—Qué me hicisteis anoche —se giró hacia ella y levantó su brazo derecho
mostrando la cicatriz.
Natalia sujetó la muñeca de la joven e inspeccionó la herida. Lo había
hecho bien, la herida había dejado de sangrar y curaba con rapidez, no tan
rápido como podía hacer curar una herida sin levantar sospechas allí dentro,
pero sí lo suficiente como para superar al resto de elegidas.

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Tenía que tener cuidado a la hora de emplear sus conocimientos en el
culto. No podía delatarse, ya que todos eran conocedores, de que algunas
formulas eran privilegio de tan solo unos pocos. Solo una orden tenía el
conocimiento tan avanzado y profundo, como para hacer pura magia con
ciencia. Solo unos pocos eran capaces de sanar en tan solo horas, hacer
desaparecer heridas o cardenales, reconstruir fracturas e incluso salvar algún
órgano vital. Solo unos pocos en el mundo. Y esos pocos, eran la élite más
selecta de una de las organizaciones más ricas y numerosas de todo el mundo.
La orden de los Buscadores del conocimiento, la orden que la propia Natalia
dirigía.
Lara tenía muy buen aspecto y estaba ansiosa por el ver al resto. Y porque
el resto de sacerdotes vieran a Lara. Sí, no habían hecho nada, no habían
empezado, quizás se burlasen de ellos. Pero era lo mejor. Lo que iba a pasar
aquella noche, iba a marcar un antes y un después en el rito y en sus víctimas.

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Tenía tres libros abiertos sobre la mesa. En uno aparecía una ilustración de
Erzsébet, tomando un baño de sangre. Otro, tenía la imagen de la diosa alada
Lilith. El tercero de ellos, era la lista de los reyes longevos sumerios, y luego
estaba la sacerdotisa hija de Sargón, el rey que pareció ganar una batalla
contra los longevos… Cerró los ojos, se sentía colapsado de información sin
conexión ni sentido. Andaba perdido, perdido en una investigación que no
llegaba a ninguna parte. Ningún historiador había sabido dar explicación a los
sacrificios cometidos por Báthory, sabía que estaba cerca, que lo tenía delante
de sus ojos, pero era incapaz de verlo.

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Cachtice, madrugada del 30 de Septiembre de 1610.

Había logrado llegar hasta el patio, sin toparse con nadie que pudiera
delatarla. Ficzko, Ilona Jo y Dorkó habían desaparecido. Ya hacía horas de su
encuentro con Erzsébet. Los empleados de las cocinas, trasteando de un lado
para otro, la habían obligado a volver a su dormitorio y permanecer allí hasta
que Cachtice quedara completamente en silencio.
Aunque aquella noche al fin conoció el silencio de las noches de Cachtice:
puesto que en toda la planta baja del castillo, podían oírse gritos aterradores
de mujer. El carro del mayordomo ya se encontraba en el patio, y apoyado
sobre una de las columnas, un gran saco de grano. Anna se inclinó sobre él. El
saco estaba cerrado. Anna sacó su daga y lo abrió cortando las cuerdas que lo
cerraban.
Abrió la boca y se la tapó con la mano para no gritar. Dio un paso atrás, y
luego otro. Se giró y corrió hacia el interior del castillo en dirección a su
dormitorio. No, no era aquello lo que esperaba encontrar. Las advertencias de
Thurzó, los gritos en la planta baja. No, no hacían imaginarse lo que se
encontraba en el interior de aquellos sacos.
Se refregó la nariz mientras corría, el olor era insoportable. Había asistido
a innumerables matanzas de animales, pero nada olía como aquello.
Alguien frenó su carrera agarrándola fuertemente del brazo. Anna daga en
mano empujó al individuo contra la pared y colocó instintivamente el arma
sobre el cuello de quien la sujetaba en la penumbra del pasillo, vio caer gotas
de sangre.
Sintió cómo los dedos que agarraban su brazo la soltaban lentamente. Y
Anna miró los ojos de quien la había intentado detener. Unos ojos grises, de
un brillo especial. «Erzsébet».
No la hizo retrotraerse en sus intenciones. Y apretó la daga aún más contra
la piel de la señora de Cachtice.
—Anna —susurró la condesa con decepción.

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—¿Qué hacéis cada noche en las mazmorras de Cachtice? —Anna
entornó los ojos.
—No es lo que…
—Eres una asesina. —Anna obligó con la cuchilla de su daga a que
Erzsébet levantara la cabeza. No le importaba la vida de la gran dama, podría
acabar con ella en segundos. Despues de lo que había visto en los sacos, era lo
que se merecía.
La condesa negó con la cabeza.
—Tú no lo entiendes —respondió la mujer—. No es eso.
—Gritos cada noche, ¡no soy imbécil! —decía Anna en un susurro.
—Anna, suéltame —ordenó a la joven.
—Se acabó, Erzsébet —respondió Anna apretando la daga, y la sangre
brotó cayendo sobre el blanco vestido de la condesa.
—No —imploró Erzsébet. Pero de inmediato su expresión se tornó altiva
y empujó a la joven alejándola de ella—. Soy una Báthory de Ecsed, podrían
colgarte por esto.
—También soy noble —se defendió Anna que ahora estaba a un metro de
la condesa—. Y no todo lo tienes tan fácil.
—¿Qué quieres decir con eso? —respondió Erzsébet.
Anna no respondió ni falta que hizo. Aquella insinuación de la joven,
acabó por confirmar las sospechas de Erzsébet. El único objetivo que en aquel
momento rondaba su cabeza, era bajar a Anna a las mazmorras y hacerla
desaparecer. Pero su plan se nublaba por segundos. Ya que Anna sin ninguna
duda, podría ser la sentencia final a su vida. Era noble, no se le permitía
herirla ni matarla, pero eso no era un problema para Erzsébet, no sería la
primera noble que moría en Cachtice. El problema era, que tras de Anna había
un conde palatino, que no dudaría en llegar hasta el fondo del asunto y
apresarla sin ninguna compasión.
No, Anna no era la joven delicada que aparentó en un primer momento,
tampoco era la que le había mostrado en sus clases, y en sus aficiones. Había
otra Anna diferente, quizás la verdadera, alguien a la que no le importaba
matar aunque conllevara su propia vida. «Me hubiese matado». Sabía que la
hubiese matado, el por qué no lo hizo era algo que le daba escalofríos, y era la
primera vez que los sentía. Nunca había experimentado un miedo similar, ella
era la noble, la señora de Cachtice, inmune a la ley, intocable. Pero ahora un
hilo de sangre brotaba de su cuello y la muerte la había mirado a los ojos, con
los ojos de un hermosa doncella virginal. Una doncella parecida a las que ella
mataba cada noche. Sería el destino. No era el destino, era obra del conde. Sí,

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los planes del conde no eran quizás prenderla, ni expropiarla, sino su muerte:
su muerte a manos de una noble menor, que de recibir castigo no supondría
una gran perdida para la sociedad, y de quedar impune tampoco una ganancia.
Se agarró las sienes. Tenía ganas de gritar. Si hubiese tenido delante a
Thurzó lo habría matado con sus propias manos. Profirió un grito y Anna
retrocedió un paso con cautela.
—Soy la señora de Cachtice —gritó— y Ningún imbécil palatino va a
venir a poner orden en mi casa.
Agarró a Anna por la muñeca y tiró de ella pasillo abajo.
—¿Quieres ver lo que hay en las mazmorras? —preguntó llena de ira a la
joven.
—Muéstramelo —respondió, porque no había nada que deseara más en
aquel momento.
Erzsébet se irguió aparentando nuevamente ser la dama del castillo. Anna
agarró con fuerza la daga y siguió a Erzsébet por las escaleras que descendían
hasta las mazmorras de Cachtice.

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Se sentía frustrado, enfadado, y experimentó una ira que rara vez azotaba su
cuerpo. Demasiadas horas sin descanso frente al ordenador y sus libros,
pasaban factura a su cuerpo. Apenas podía mantener los ojos abiertos.
Apoyó la frente sobre su antebrazo derecho, que descansaba sobre la
mesa, mientras recordaba la voz de Natalia. Sin los diarios de Erzsébet era
imposible. No tenía datos ni documentación verdadera sobre lo que ocurrió
tras los muros de Cachtice, y las biografías de la condesa, eran simples
descripciones de torturas macabras y mezquinas, influenciadas por la
admiración del autor hacia un personaje que había pasado a la historia con el
record guinnes por ser la mayor asesina en serie de todos los tiempos.
Se dormía sin poder poner remedio. Había albergado la esperanza de que
Natalia volviese a llamar, tenía demasiadas preguntas para ella. Pero el
teléfono no sonaba. «¿Dónde estás?». No recordaba en aquellos tres años
ningún momento en el que la hubiese echado más en falta que en aquel
instante. La necesitaba, necesitaba sus palabras desesperadamente. «En la
boca del Dragón».

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La colocaron frente a un gran trono desde el cual Victoria la observaba. Y


habían traído a dos chicas más y las habían situado a su derecha. La sala era
enorme. Los llorosos ojos de Lara miraban a su alrededor. La sala estaba
repleta de personas, vestidas con idénticas túnicas blancas de filos dorados.
De sus cintos, colgaban monstruosas máscaras doradas. En la lisa y extensa
pared, había una fila de antorchas encendidas que llameaban, reflejando las
sombras de los presentes. A la derecha, había un altar presidido por una
estatua enorme, de una especie de mujer pájaro, que sonreía de manera
diabólica. Oyó un chirrido metálico procedente del techo de la sala y no pudo
evitar levantar la mirada. Tres metros detrás de ella, colgada del techo de la
sala, había una jaula de forma esférica que se balanceaba levemente y cuya
sombra era reflejada por el blanco techo. Entornó los ojos, había algo en el
interior, no estaba vacía.
Eric y Natalia pasaron por su lado, pero ella ni siquiera reparó en ellos.
Estaba intentando ver qué había entre aquellos barrotes. Y su vista no tardó en
darle forma. No, no estaba vacía. Multitud de cuchillas brillantes y plateadas,
sobresalían de aquellos barrotes.
Abrió la boca para gritar, pero no tuvo el valor de poder hacerlo. Miró a
las dos jóvenes que estaban a su lado. No las había visto nunca. Llevaban la
misma túnica que ella, distinta de la de los presentes pero blanca también.
Solo las ropas de ellas tres eran diferentes al resto. Y la de una persona más.
Lara miró al frente, algo en lo que no había deparado hasta que no hubo
visto a las otras dos chicas. Victoria estaba ataviada de forma idéntica a ellas.
La joven volvió a mirar a sus dos compañeras. Una lloraba y miraba a su
alrededor, tal y como lo estaba haciendo ella misma. La otra chica, la que
estaba a la izquierda frente al trono, parecía estar drogada, ya que su mirada
estaba completamente perdida. Lara la envidió. A ella también le hubiese
gustado no poder ver aquello, no poder comprender lo que iba a ocurrir.
Percibió como la joven que estaba a su lado giraba la cabeza hacia ella y
se obligó a mirarla. Se encontró con la mirada de una altísima y robusta
joven. No hicieron falta palabras para saber qué quería decirle. Estaba

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aterrada, sabía que iban a morir, y ni Dios se imaginaba de qué manera.
Quizás en aquella jaula, o de otra manera inimaginablemente peor. Lara sintió
como sus piernas se aflojaron y cayó de rodillas. Aquello la superaba. Y solo
pidió a gritos en su interior que su muerte fuera lo más rápido posible.
Se oyó el sonido de un bastón golpear contra el frío mármol, y el leve
murmullo de la multitud se acalló.
—Levántate Lara —ordenó Victoria.
Lara levantó la vista hacia ella. Victoria se había inclinado hacia delante,
y su interminable melena caía a un lado de su cuerpo, hasta el suelo. La
soprano repitió la orden, pero no era tan fácil levantarse cuando las piernas no
respondían al cerebro.
Lara negó con la cabeza y su llanto aumentó.
—Ayudadla —pidió Victoria, y de inmediato alguien se acercó a
levantarla.
Lara se aferró al brazo que la impulsó, y logró ponerse de pie y ver el
rostro de quien la ayudaba. En cuanto lo vio se soltó de inmediato, como si el
contacto con la piel de aquel ser fuera abrasante. Recibió como respuesta a su
gesto la mirada asesina de la gemela de Eric. El cuerpo de Lara basculó de
nuevo hacia un lado y volvió a perder el equilibrio. Una fuerte desorientación
había invadido su cuerpo, presa del pánico. Algo que no había experimentado
nunca antes. Un hormigueo por todas las partes de su cuerpo, un sudor intenso
que notaba caer en gruesas gotas por su espalda. Inestabilidad física, sus
piernas no la podían sostener. Ni siquiera habría sido capaz de agarrarse a
Cristine, si hubiera aceptado su ayuda.
Pero el talante altivo de la gemela de Eric, su sonrisa burlona, no hacía
más que aumentar su debilidad y su sudoración, mezclada con cierta ira
interior e impotencia. No podía hacer nada contra ella, no podía hacer nada
contra la soprano, ni con aquella chica soberbia de pelo rubio que la miraba
con satisfacción, ni contra el ser repulsivo que la había golpeado en las
mazmorras y que parecía impaciente porque algo empezara. Tampoco podía
hacer nada por evitar la mirada del chico alto, y moreno que los acompañaba.
Él permanecía inmóvil, como si de una sesión de fotos se tratase. Eric, él
estaba allí.
Sus rodillas no pudieron soportarlo y notó como se doblaban de nuevo.
Cristine intentó agarrarla para que no cayera, pero Lara la apartó rápidamente
y cayó al suelo otra vez.
Aquella acción de Lara pareció sobresaltar a Victoria y sus sacerdotes.
Lara pegó su cara ardiente al frío mármol. Tenía pánico, pavor. Notó como

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Cristine le agarraba el brazo y aunque se notaba agotada, a pesar de no haber
hecho ningún esfuerzo, una fuerza inesperada le sobrevino de manera
sorprendente. Empujó a Cristine lejos de ella y se encogió en el suelo.
El rostro de Cristine en seguida se transformó y agarró a Lara por el pelo
obligándole a levantar la cabeza y después el cuerpo. La fuerza de Cristine sí
que era sorprendente.
—¡Ya vale! —gritó Victoria—. ¡Suéltala!
Cristine soltó el pelo de Lara y se sacudió las manos. Lara pudo ver como
algunos de sus pelos ondulados caían de las manos de Cristine hasta el suelo.
Luego la miró a los ojos. Y notó la superioridad de la joven, lo que la hizo
sentirse más vulnerable y débil que antes. Todo lo que hiciera, sería para
nada. Se prometió dejarse morir.
—Miradme las tres —comenzó Victoria de nuevo y Lara tuvo que apartar
la mirada de Cristine.
La gemela de Eric se colocó junto a Victoria. Se habían acomodado
rodeando a la líder, en una posición que no parecía ser casual sino muy
estudiada, como si estuviesen posando para un retrato. Lara pudo ver el
cuadro al completo: Los cinco jóvenes del conservatorio, entre ellos Eric e
India, y el hombre que le había golpeado en las celdas. Eric tenía su antebrazo
apoyado en el trono, junto a él, estaba India, inmóvil y completamente
inexpresiva. En cuclillas delante de Eric, estaba una chica rubia, muy cerca de
Victoria, con una postura que le hacía parecer al acecho, deseosa de saltar
sobre sus presas. Si no estuviese viendo aquel cuadro al natural, si sus
personajes no respiraran, si no los hubiese podido oler ni sentir, seguramente
le hubiese parecido hermoso. Tan hermoso como los demonios que tenía
delante. Varias cosas se le pasaron por su cabeza en aquel momento, pero no
pudo detenerse en ninguna. Victoria no le daba margen.
—Bien —dijo—. Voy a explicaros la razón por la que estáis aquí.
Ya la conocía: iba a morir, eso no era ninguna novedad para ella. No hacía
falta que nadie le explicara un por qué. No a ella. Iba a morir a manos de ellos
o de un tumor cerebral poco después. Morir era morir, fuera de la forma que
fuera.
—Ellos. —Victoria se giró hacia los que la rodeaban— son mis
sacerdotes. Ellos os han elegido.
Victoria volvió a mirarlas, y bajó la cabeza.
—Lara, Katya, Nicole —las nombró— vais a morir.
Pero saberlo no era lo mismo que oírlo con rotundidad. Lara sintió cómo
sus piernas volvían a hacerla caer, pero seguía en pie. No sentía las piernas,

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caería de un momento a otro de nuevo.
—Vais a morir cada noche —continuó Victoria— y mis sacerdotes os
traerán de vuelta tantas veces como puedan…
Lara no la estaba escuchando, nada parecía tener sentido. «Inoperable», la
sensación no era la misma a pesar de que misma era la consecuencia.
—Moriréis todas menos una —aquellas palabras la hicieron que Lara
levantara la cabeza hacia Victoria—. El cuerpo que sobreviva, no morirá.
Victoria sonrió.
«¿Que sobreviva?», aquello solo tenía un solo sentido, y ya podía
imaginarse qué le esperaba. Ahora sí recibió un fuerte mareo que sus piernas
no fueron capaces de resistir y cayó al suelo. Miró a Eric y a India, que
seguían inexpresivos, tan serios como el resto. Negó con la cabeza y se
encogió llorando. Sintió caer a la joven que estaba a su lado, pero ni siquiera
la miró. No, no podía estar pasando aquello, no podía ser real. «Inoperable»,
era una enferma terminal, ¿sobrevivir?, sobrevivir a qué, a torturas que la
lleven al borde de la muerte, para qué. Ella moriría de todos modos. Por qué
tenía que morir y sobrevivir si iba a terminar muriendo. Lloraba sin consuelo,
el llanto se había apoderado de ella como nunca lo había hecho antes, ni
siquiera cuando supo su destino final en la consulta del médico.
Algo pasó por su cabeza, algo terrible. Su llanto se detuvo un instante.
Logró incorporarse hasta colocarse de rodillas, y temblando, miró a Victoria.
—No quiero sobrevivir —dijo en un susurro.
Victoria la miró.
—¿Cómo dices? —le preguntó.
Lara puso la planta de uno de sus pies descalzos en el suelo y se impulsó
para ponerse en pie, lo logró.
—Quiero morir —dijo en un tono más audible.
Victoria frunció el ceño.
—¿Quieres morir? —le respondió—. ¿Sabes lo que estás diciendo, niña?
Lara asintió.
—No funciona así Lara —le dijo Victoria—. No eres tú la que eliges
morir o vivir. Ni siquiera yo puedo elegir cuál de vosotras vivirá.
Victoria se levantó y giró hacia la estatua de la mujer alada.
—Es ella la que decide —levantó su brazo hacia la diosa—. Lilith.
Lara miró hacia la estatua de aquella tal Lilith. Volvió a negar con la
cabeza.
—Esto es absurdo —dijo Lara—. Ella no podrá decidir conmigo…

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—¿Qué estás diciendo? —gritó Victoria bajando los tres escalones que
había bajo el trono, con rapidez. Por un momento Lara pensó que iba a
golpearla—. Lilith es poderosa, no puedes…
—Ella no puede… —la cortó Lara.
—¡Ya basta! —intervino India cogiendo a Lara por la muñeca, tan fuerte
que Lara la miró asustada.
—Sí —asintió Victoria— no debemos demorarnos. ¡Vamos a comenzar
ya! ¿Quién bajará primero?
Los sacerdotes se miraron.
—Pienso —dijo Cristine—. Que India estará encantada de estrenarse.
Cristine fulminó a India con la mirada, pero esta supo encajar el reto.
—Estaré encantada —confirmó.
Victoria asintió.
—Muy bien, Lara será la primera —dijo—. ¡Atad a las otras!

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Cachtice 30 de Septiembre de 1610.

Erzsébet se colocó frente a una doble puerta de hierro situada entre laberintos
de pasillos. Se giró lentamente hacia Anna y esta notó como los ojos de la
condesa brillaban.
—Al abrir estas puertas pongo mi destino en tus manos —le dijo la señora
de Cachtice y bajó la cabeza mientras abría la puerta.
Anna esperó a que Erzsébet estuviera dentro, solo entonces la joven
accedió por el gran portón hacia una gran sala levemente iluminada.
Aún olía a sangre y muerte, aunque sabía de antemano que ninguna de las
víctimas muertas se encontraba allí, sino en sacos de grano. Avanzó despacio,
sin decir una palabra, mientras observaba. De la pared principal colgaban
cadenas a un metro del suelo. Algo bajo sus pies la obligó a bajar la cabeza.
Se detuvo, unas hendiduras en el suelo la guiaban a alguna parte, decidió
seguir el camino que la canaleta le indicaba. Levantó la mirada, y vio, en el
techo, las sombras que proyectaba una jaula colgante. Tenía forma de esfera,
y dudaba que hubiese espacio suficiente para que una persona, aun menuda,
cupiera de pie. Entre los numerosos barrotes, podían verse afiladas cuchillas.
Se detuvo bajo ella y su vista se dirigió al frente. Se encontró con una
especie de ataúd vertical, tallado en oro y decorado con piedras preciosas que
formaba una hermosa doncella. Lo habían dejado semiabierto, y Anna pudo
apreciar que su interior estaba provisto de cuchillas similares a las de la esfera
colgante. Bajo los pies de la doncella de oro, en el suelo, aparecían
hendiduras que llegaban hasta donde Anna se encontraba. Dio un paso atrás
para separarse de las canaletas, y proseguir con su mirada el camino que estas
dibujaban hacia el único foco de luz de toda la sala. Abrió la boca
sorprendida, al ver que una mujer alada con pies de pájaro presidía un altar.
Tenía a sus pies, dos mesas con forma humana. Las hendiduras del suelo
formaban un símbolo que Anna reconoció de inmediato, ya que aparecía en
los libros de Erzebeth un antiguo símbolo sumerio: «Lilith». Fue
retrocediendo un paso atrás seguido de otro, alejándose de tan pagano altar

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que de ser descubierto bien podría llevar a Erzsébet a morir en una hoguera
independientemente de su condición de noble.
La buscó con la mirada, pero no la encontró. Sintió el frío que producía la
humedad de las mazmorras. Estaba descalza mas no había sido consciente del
detalle hasta aquel momento en el que sus pies se estaban helando. Giró y
avanzó unos pasos más siguiendo nuevamente las hendiduras del suelo hasta
que llegó a una gran bañera iluminada por cuatro velas, la cual estaba llena de
un fluido casi negro. Una luz llameante indicaba que había brasas bajo ella y
que aún ardían. Introdujo la punta de sus dedos en el fluido. Estaba caliente,
la temperatura exacta que debía tener el agua del baño, pero cuando sacó la
mano, el fluido no se tornó negro sino rojo, rojo oscuro y no tan líquido como
el agua, apenas goteaba, se quedaba pegado en la piel. Notó un susurro cerca
de su nuca y reconoció la voz de Erzsébet.
—Es la eternidad —le había dicho la condesa con un hilo de voz casi
imperceptible.
Anna cerró los ojos mientras introducía su mano en el interior del fluido.
Ahora entendía: no se trataba de asesinatos, se trataba de magia, una magia
prohibida y castigada durante siglos. Los vellos de su piel se erizaron dejando
su piel rasposa en busca de la agradable temperatura de la bañera. El mal olor
que percibió al entrar allí, había desaparecido por completo y solo perduraba,
un extraño olor procedente del fluido de la bañera.
Sintió las manos de Erzsébet desabrochando los botones de su camisón.
Anna no opuso resistencia y en seguida sus hombros quedaron al descubierto.
El frío aumentó y sintió como toda su piel se volvía rugosa al quedar al aire.
Miró el interior de la cálida bañera y se puso en pie. Ni siquiera miró a
Erzsébet que se encontraba tras ella.
Bajó uno por uno, los tres escalones que accedían a la bañera, y el fluido
llegó hasta sus rodillas. El fondo de la misma estaba aún más cálido, casi
quemaba bajo las plantas de sus pies. Sus glúteos estaban helados y no pudo
evitar el deseo de sentarse sobre el caliente fondo de la bañera.
Se giró hacia Erzsébet, la condesa no decía nada, solo miraba a la joven
con los ojos brillantes. Su rostro estaba tranquilo, terso, rosado, hermoso. El
gris de sus ojos resaltó entre las oscuras sombras móviles que producía el
balanceo de la esfera colgante.
Y Anna flexionó las rodillas lentamente buscando el fluido: la sensación
era placentera, más que ninguna otra que hubiese experimentado. Podía sentir
cómo su piel helada, y rugosa por el frío, iba suavizándose a medida que la
introducía en el calor que desprendía la sangre. Por un instante la sensación

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pareció ser la misma que cuando se introduce el cuerpo en agua caliente, pero
no, nada tenía que ver. El agua, era solo agua, que mojaba el cuerpo, sin color,
sin sentimiento, sin pasar a ser parte de él. En cambio este fluido se fusionaba
con la piel, adhiriéndose a cada poro, calmando cada vello que se erizaba en
contra de la piel que lo sostenía, suavizando cada milímetro en el que se
pegaba, sin desprenderse. Anna echó su cabeza hacia atrás y apoyó la nuca en
una especie de almohada con forma curva, en la que el cuello humano
encajaba a la perfección. Entonces cerró los ojos: sintió como si su cuerpo
estuviera envuelto en miel en el interior de un recipiente lleno de líquido, ya
que podía sentir ambas cosas a su alrededor. Separaba las piernas una de la
otra, y aunque el líquido oponía resistencia a su movimiento haciéndolo más
duro que el aire, algo envolvía su piel continuamente, haciendo diferente,
cada resquicio de aquella bañera. El centro estaba muy caliente, los bordes
fríos comparado con el resto. La sensación pasó de ser más que agradable, a
convertirse en un éxtasis extremo.
Sintió el aliento de Erzsébet junto a su oído.
—Había algo que te faltaba por aprender —dijo—. Algo que no aparece
en los libros, porque nadie tuvo el valor suficiente para escribirlo.
Erzsébet suspiró.
—Pero yo sí lo hice —continuó—. Puedo abrirte las puertas. Puedo
hacerte inmortal.

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Nel se incorporó lentamente de su asiento sintiendo un fuerte dolor muscular


en la parte de los omóplatos. Estaba completamente derrotado, y las ideas y el
tiempo se le acababan. Necesitaba un descanso, y volver a repasar todo lo
investigado. Ya no había más. Todo estaba allí, solo tenía que verlo.
Estiró sus hombros hacia atrás y los sintió crujir, un pinchazo en la zona
lumbar hizo que se encogiera levemente. Giró el cuello hacia un lado, luego
hacia otro, acabando con movimientos circulares mientras sus vértebras
emitían un clic con efectos placenteros. Apoyó los codos sobre la mesa y se
sostuvo por las sienes, haciendo una leve presión con sus dedos pulgares,
mientras cerraba los ojos. Se tomó unos instantes en blanco.
Abrió los ojos y los dirigió hacia la imagen de Erzsébet, «Juventud
eterna…», entornó los ojos, «por medio de la sangre…». Miró en un rápido
movimiento hacia la diosa sumeria, «Guía hacia la sabiduría de la
inmortalidad», abrió la boca expulsando aire y tomándolo de nuevo.
«Guardiana de las puertas que separan el plano espiritual del físico». Apartó
el libro con la ilustración de los vampiros «seres inmortales», y acercó a él el
de Erzsébet, «sangre de jóvenes doncellas», puso su mano sobre la diosa
Lilith. La satisfacción lo inundó y su pecho pareció abrirse al tomar
nuevamente aire. Sus labios esbozaron una sonrisa y su ojos brillaron.
Lo había encontrado. Había hallado el origen del ritual de la condesa
Erzsébet Báthory: Un ritual sumerio con un nombre propio, un ritual
desconocido para la mayoría, pero que al parecer la condesa sangrienta
perseguía desesperadamente.
«Urushdaur» aún no lo creía, estaba tan claro que se sintió imbécil por no
haberlo deducido antes «Es el Urushdaur». Se echó el pelo para atrás con las
manos. Un ritual sangriento con una finalidad inverosímil. Pero nada era
inverosímil si uno se dedicaba a descubrir antiguos ritos que perduraban en el
tiempo. «El traspaso del alma», hacerse inmortal, «Están intentando traspasar
el alma de un cuerpo a otro». Inverosímil, pero tan real como los crímenes
que estaban cometiendo, «El Urushdaur» nunca pensó que llegara a cruzarse

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con él «Por eso Erzsébet enloquecía cuando la chica no resistía el rito…».
Ahora todo comenzaba a tener sentido.

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Katia y Nicole, estaban junto a la pared principal, atadas con cadenas a ella, y
presenciando todo lo que iba a ocurrir a continuación. La imagen que ofrecía
la sala era dantesca: numerosas personas, con los rostros cubiertos con
máscaras doradas.
Natalia ya con su máscara de plumas colocada, se situó ante dos
columnas, que ya estaban preparadas para el rito. Eric sujetaba a Lara. Sus
ojos, tras el hueco dorado de máscara de Apolo, evitaban la mirada de la
joven.
No iba a ser fácil hacer aquello, ni para Eric ni para ella, pero no podían
retractarse, no en aquel momento. Eric dejó a Lara en el centro, y se colocó
tras ella, desatando su túnica, que cayó al suelo, dejándola completamente
desnuda. Luego se dirigió a una de las columnas, mientras comenzaba el
sonido de la música de las oraciones. En la columna izquierda había una
cadena que terminaban en grilletes que ató en la muñeca de Lara. Esta lo miró
con desesperación.
—Por favor —gimió—. Mátame.
La chica lloraba ya sin lágrimas. Natalia pudo ver la piel enrojecida de sus
mejillas. Le recordó terriblemente a alguien que estuvo a su lado durante un
ritual similar.
—Por favor —continuó—. Quiero morir.
—No puedes morir ahora —le respondía Eric mientras cortaba en sus
antebrazos, como habían hecho la noche anterior—. Tienes que llegar hasta el
final.
La sangre de Lara caía al suelo de forma escandalosa y alarmante.
—¿Dónde está ese final? —respondió ella llorando, mientras miraba
cómo su sangre brotaba en abundancia—. Por favor…
Pero Eric ya se había apartado de ella para agarrar el grillete de la
columna derecha y atarla, del mismo modo que había hecho con la otra mano.
Eric era un ser diferente en aquella sala y eso helaba la sangre de Lara y
aumentaba su temor hasta los límites: serio, inexpresivo; un psicópata más
entre aquella manada de locos. Lo miró mientras que él se retiraba de ella

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lentamente tensando las cadenas que la sujetaban. Una vez tensadas, Federic y
Jack le ayudaron a ascender a Lara.
Mientras ascendía, la joven pudo sentir cómo su cuerpo colgaba de sus
brazos, lo que producía gran asfixia y dolor. Natalia estaba frente a ella con la
mirada perdida.
Natalia cerró los ojos, «cinco, seis, siete», contaba su mente. El momento
llegaba, lo lamentó por Lara, pero era algo que tenía que suceder. Abrió los
ojos y miró a Eric mientras este prendía las llamas bajo Lara, lo cual subió la
temperatura de inmediato. El calor del fuego llegó hasta la piel de la propia
Natalia, que notó cómo sus ropajes se iban calentando. Tomó aire, un aire
cálido que quemaba sus pulmones. El olor de las llamas quemando la sangre
que brotaba de la chica, le hizo recordar lo que verdaderamente significaba un
ritual. Pero no podía perderse en sus pensamientos, no en aquel momento. No
podían demorarse, pronto comenzarían los dolores internos de Lara y el resto
se daría cuenta de que algo raro ocurría con la chica. Natalia hizo una señal a
su compañero: podía comenzar.

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Nel miró la hora, era ya bien entrada la noche. Movió el ratón de su portátil y
la pantalla se encendió de inmediato.

El origen del ritual que estoy llevando a


estudio, y el propio que realizó en el s. XVII
la condesa Erzsébet Báthory de Ecsed, es un
antiguo ritual sumerio llamado Urushdaur. El
fin este ritual es arrojar el alma fuera del
cuerpo para que otra alma pueda usurparlo. Es
un ritual sobre el cual hay muy poca
información. Aunque hay quien afirma que
existen unas tablillas de terracota en la que
se explica detalladamente en qué consistía,
pero que están vetadas al público; otros
expertos dicen que no son más que una leyenda
urbana, como el propio Urushdaur. Lo cierto es
que solo existen especulaciones sobre este
rito. Hasta el momento no se ha profundizado
científicamente en él, y de encontrar algún
libro sobre el tema del Urushdaur y la
usurpación de cuerpos, nos cruzamos con puro
esoterismo muy lejos de la profesionalidad
historiadora, y absurdas teorías sobre
visitantes de otros planetas como Anunnakis y
reptilíneos.
Aunque puedo recordar que en mis años de
estudiante, asistí a una conferencia de este
ritual que impartió una vieja historiadora
llamada Margaret Brown. Esta mujer estaba
intentando realizar una investigación profunda
acerca de este rito sumerio en la que afirmaba

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que no era magia, sino una técnica exacta de
separar el espíritu del cuerpo. También
afirmaba que era una realidad que se pudiera
traspasar el alma de un cuerpo a otro con él y
estaba a favor de que de existir esas
tablillas, no vieran jamás la luz. Ya perdió
toda credibilidad y el prestigio en su campo,
cuando se atrevió a confirmar, que este
poderoso ritual y los detalles certeros cada
vez más perfeccionados, estaban en poder de
altos mandos de organizaciones secretas…

Emanuel asistió a la conferencia y oyó como la anciana fue abucheada de


manera bochornosa. Había hecho un trabajo para la facultad de aquella
conferencia, pero del que desgraciadamente no había guardado ninguna copia.
Realmente él mismo nunca dio credibilidad a la mujer ni al Urushdaur, y
aquella charla inverosímil, no le pareció más que una ridícula obra de teatro,
creada para dar que hablar a la sociedad o quizá para atemorizar. No pasó de
unos pocos alumnos y no llegó a ninguna parte. Desde entonces, Margaret
Brown se retiró de la profesión y se aisló en su domicilio de Londres. Nel
solo disponía de lo que recordaba de aquella charla.

La estructura de los que llevaban a cabo el


ritual, según lo que recuerdo, se dividía entre
aprendices y sacerdotes. Un aprendiz entraba en
la orden y tenía que superar una serie de
pruebas. Seguidamente tenía que hacer una
preparación física y espiritual durante años,
que conllevaba ofrecer sacrificios humanos, y
prostituirse con el resto de sacerdotes…

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La oración de los presentes comenzó. El sonido metálico del látigo que Eric
portaba tintineó.
«Ahora», cerró los ojos de nuevo mientras oía los gemidos de Lara,
abrasada por el calor que producían las llamas bajo sus pies. Estas le rozaban
levemente, y la chica encogía sus piernas para alejarse de aquel calor
insoportable.
Se oyó el primer latigazo y el grito de Lara helaba la sangre. «Diez», era
lo que Eric y ella habían acordado; diez latigazos que romperían la tersa piel
de la espalda de Lara, y que a consecuencia del anticoagulante con la que la
habían tratado antes del rito, la harían perder la mayor parte de su sangre.
El grito de Lara volvió a escucharse, esta vez antes del sonido del látigo.
Era desgarrador. «Lo siento». Esos dolores terroríficos no los provocaba Eric
y su látigo. Era otra fuente de dolor en el interior de su cabeza exactamente,
agudo, sin límites. Un dolor tumoral que Natalia había aumentado con cierta
poción exacta, a espaldas de Eric, completamente ajeno a la enfermedad de la
chica. Una enfermedad de dolores inhumanos, y con los cuales Natalia tenía
margen de emplear en el rito, por la desgracia de la desdichada Lara. «Lo
siento», no había excusas, estaba actuando como aquellos a los que tanto
odiaba y condenaba cada día. Sonó un tercer latigazo y Natalia casi pudo
sentirlo en su propia piel. Lara se retorcía en el aire, prendida de aquellas
cadenas que a cada segundo que pasaba parecían arder más, mientras la
sangre continuaba cayendo sobre las llamas.
«Merezco morir», se decía mientras sentía el tintineo de la jaula
balanceándose en el techo de la sala. «Merezco morir de la peor de la
formas». No quería mirarla, no podía mirar a su condenada, ella
personalmente la había elegido, era ella la que la había traído hasta el centro
de aquellas columnas.
Abrió los ojos al fin justo en el momento del cuarto latigazo «Cuatro».
Pudo verla, tuvo el valor de mirarla y los ojos comenzaron a brillarle. Tomó
aire, no podía debilitarse en aquel momento. Tenía que ser consecuente con
sus actos. «Cinco», hubiesen sido suficiente cinco latigazos. Se lamentó de

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haber decidido diez, «Seis» contaba su mente cada vez que Eric dejaba caer
con gran fuerza el cuero y acero en la piel de Lara. «Diez», aquel número que
le había marcado de por vida, «Éramos diez». Sonó el séptimo latigazo
«Aguanta Lara», pero Lara ya no gritaba, apenas emitió un gemido, estaba
perdiendo demasiada sangre.

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Una vez que el aspirante estaba preparado, se elegía a la


víctima. Por lo que recuerdo, la víctima no debía de ser ni
demasiado joven ni demasiado vieja. Ya que si era demasiado joven,
no resistiría las fuertes torturas a las que tenía que ser sometidas
antes del traspaso, y si era demasiado vieja, su alma estaría tan
apegada a su forma física que sería imposible expulsarla del
cuerpo.
La técnica exacta de cómo se puede separar un alma del cuerpo
es totalmente desconocida…

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Las plegarias del cántico de la voz aguda se cruzaban, como era habitual, con
la demoniaca voz grave del oratorio.
—UUUrrrr —se oía a su espalda al unísono las voces de todos los
presentes. Victoria estaría ya colocándose en el altar, en el centro del
triángulo.
«Ocho», Lara ya no gemía, había dejado caer su cabeza a un lado. Las
plantas de sus pies descalzos se quemaban. «Nueve», no podía morir en el
primer rito. Miró a Eric, este sudaba con el calor de las brasas, sumado al
esfuerzo físico y mental que le suponía torturar a Lara.
La joven parecía estar muerta, o a punto de morir. Su pecho aspiraba aire
con fuerza, bruscamente. «Se asfixia», aquella postura colgada de cadenas,
sumada al calor del fuego, y soportando dolor por fuera y por dentro, iba
debilitando su vida. «Diez».
Natalia se apresuró hacia Lara. Eric rápidamente apagó el fuego y
descendieron a la joven. El resto de sacerdotes ya no podían ayudarlos, a
partir de ahora tenían que hacerlo solos.
Eric enseguida cogió el cuerpo desnudo de Lara y se apresuró hasta el
altar. Victoria ya estaba colocada en su lugar, mientras su sangre caía sobre las
canaletas y ya podía apreciarse el símbolo rojo de Lilith.
Eric tumbó a Lara en su lugar, junto a Victoria. Natalia levantó la barbilla
de la chica, su respiración era muy agresiva, la vida se le iba sin ninguna
duda. Puso sus dedos sobre la vena del cuello de Lara, su corazón se movía
lento, demasiado lento. La oración avanzaba.

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… Pero su finalidad era debilitar a la victima hasta llevarla al


borde de la muerte, en la que alma, a punto de desprenderse de su
cuerpo se situaba en una especie de abismo o limbo, y es, en ese
preciso instante, en el que se practicaba el traspaso…

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Natalia y Eric se miraron. El bastón sonó, llegaba la orden. El sacerdote


colocó un parche de metal en el pecho desnudo de Lara, y los latidos de esta
se oyeron en la sala, pero prácticamente inapreciables entre el sonido del
órgano y las voces que cantaban la oración.
—Urush —se oyeron las voces de los adeptos en un cántico uniforme, y a
Natalia se erizó la piel viendo cómo la clara sangre de Lara se unía a la oscura
sangre de Victoria.

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El traspaso se hacía mediante la sangre, al parecer se podía


crear algún tipo de vínculo mediante esta, y además la sangre
producía cierto tipo de energía con la que el espíritu del aspirante
podía poseer el cuerpo de la víctima…

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Según la teoría del Urushdaur, Lara en aquel momento, estaba en manos de


Lilith, aunque Natalia era bastante escéptica sobre ello. La vida de la chica no
dependía de una estatua alada en absoluto, sino en la rapidez o no, con la que
ella y Eric la reanimaran. Pero para ello contaba con alguna ventaja. En su
mano izquierda llevaba la salvación de Lara en el interior de una jeringuilla.
«No es magia ni el poder de ningún dios», pero aquellos imbéciles nunca
podrían verlo.
Lara moría, y Natalia comenzó a impacientarse. Los latidos se
ralentizaron de una manera preocupante. La chica se encogió de repente y
Natalia y Eric se sobresaltaron. Los dolores del interior de su cabeza
continuaban aún en aquel estado. El corazón de Natalia se aceleró. Lara podía
morir en cualquier momento, algo con lo que no había contado, no podía dejar
que mueriera. Levantó la jeringa y la acercó al brazo de la joven, no podía
arriesgarse a ser más lenta que la muerte así que con su otra mano, preparó el
brazo de Lara y acercó la aguja a su vena principal. Eric la detuvo. Natalia
levantó bruscamente la cabeza hacia él, amenazante, pero el sacerdote no le
soltaba la mano.
No podía hablarle, no podía pedirle explicaciones sobre lo que estaba
haciendo. Lara moría y él no le permitía salvarla. El corazón de Natalia se
aceleraba por momentos. Aquel imbécil iba a echar a perder su plan, y todas
las penurias que estaba pasando en aquel castillo maldito habría sido en vano.

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Era un ritual complejo, y llevaba tiempo realizarlo: ya que entre


el aspirante y el donante, tenía que establecerse un vínculo. No era
algo que pudiese hacerse de un día para otro. También las
probabilidades de éxito dependían de lo que una víctima resistiese y
luchase para no abandonar su cuerpo. Ahí toma mayor importancia
la tortura, alguien se resiste a abandonar un cuerpo sano, pero si el
cuerpo provoca dolores inimaginables, la víctima no opondría
resistencia en marcharse.

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La joven volvió a encogerse de dolor, esta vez más levemente. Natalia la miró
y sintió el dolor con ella. Su objetivo allí dentro no valía lo suficiente para
justificar lo que estaba haciendo con Lara, pero ya tenía que continuar lo que
había empezado. Nada podía interponerse entre ella y su padrastro, no ahora
que estaba tan cerca de él.
Pero Lara moría, no oponía resistencia a abandonar el mundo, ella que
estaba destinada a morir de todos modos. Tenía que haberlo meditado antes de
elegir a alguien condenado a morir por la propia naturaleza. Lo había hecho
por diversas razones, quizá no fue consciente de aquella consecuencia. Lara
no haría nada por sobrevivir y su vida se iba.
Logró zafarse de las manos de Eric, este volvió a alcanzarle la muñeca
con fuerza, impidiéndole inyectar a Lara, apenas la aguja rozó su piel. Natalia
lo fulminó con la mirada mientras tomaba aire enfurecida. Su cuerpo estaba
entrando en un fuego intenso y acabaría clavándole la aguja al propio Eric en
uno de sus ojos si no la soltaba.
El corazón de Lara se detuvo.

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Otro de los problemas del Urushdaur era, que si se sometía a la


víctima a tan intensas torturas, aunque su cuerpo sobreviviera a las
sesiones, cabría la posibilidad de el cuerpo donante muriera, aún
con el nuevo alma dentro, ya que el traspaso se hacía en el último
soplo de vida. Esto no supondría mayor problema en la actualidad,
sería mucho más fácil una reanimación si no se dañan órganos
vitales. No aseguraría el éxito pero al menos sí tendrían esa ventaja.

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Se hizo el silencio. Las oraciones se detuvieron. No había latido alguno, y a


Natalia se le acababa el tiempo. Hizo fuerza y se soltó de Eric. En una rápido
movimiento clavó la aguja directamente en la vena del cuello de Lara y vació
en ella completamente el amarillo líquido que con suma precisión había
preparado.
Los latidos no se demoraron en volver a sonar y Natalia expulsó el aire
contenido en aquellos instantes, mientras sentía cómo su propio corazón se
estabilizaba a la par del de Lara. Había que llevarse a la chica de allí, el efecto
de la inyección solo duraría unos pocos minutos y su corazón volvería a
debilitarse y detenerse, si no hallaba sangre a la que bombear. Se llevó las
manos a la cabeza, la muerte de su elegida había estado cerca, el imbécil de
Eric había estado a punto de estropearlo todo.
Se dispuso a levantar a Lara en peso, cuando Victoria se incorporó y la
miró perpleja, como si estuviera viendo a la propia Lilith. Natalia se
sobresaltó con la acción de la líder, pues concentrada en los latidos de Lara, se
había olvidado por completo de aquella loca y sus deseos sobre un ritual que
poco le importaba.
—India —le dijo agarrándole la mano.

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Si finalmente el Urushdaur se completaba, el alma de la víctima


se guardaba en un recipiente que debían ocultar, pues se tenía la
creencia, que si el alma del donante llegara a escapar, podría
reclamar su antiguo cuerpo. El cuerpo muerto del usurpador, se
hacía desaparecer.

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Victoria se llevó las manos a la cabeza.


—He podido sentirla —dijo y Natalia frunció el ceño. No podía
demorarse en aquellas sandeces o Lara moriría, pues no llevaba consigo un
segundo chute similar al que le había suministrado—. Su cuerpo…
El resto de sacerdotes se acercaron a Victoria.
—Me atraía como un imán —continuó y miró nuevamente a Natalia—. Es
la primera vez que en el primer rito me ocurre esto.
Natalia se giró hacia Lara. Miró a Eric con desesperación, pidiéndole
ayuda para llevarse a la joven de allí. Él reaccionó rápido, a ninguno de ellos
dos le importaba lo que había ocurrido en el plano espiritual.
Victoria agarró por segunda vez a Natalia obligándola a mirarla de nuevo.
Natalia se estaba impacientando y notaba cómo su cuerpo no soportaría el
control durante mucho tiempo más. Acabaría empujando a Victoria si
continuaba retrasando las curas de Lara.
—He sentido el dolor —le dijo—. Ella no se resiste. Usa su energía para
salir, y eso me empuja a entrar.
A Natalia no le interesaba nada aquello. Solo quería salvar a Lara, así que
se apartó de las manos de Victoria.
—India. ¿Me estás escuchando? —Victoria levantó la voz. Natalia le dio
la espalada. Eric ya llevaba a Lara en brazos—. ¡India!
Natalia se dispuso a seguir a Eric.
—¡India! —gritó nuevamente y agarró a Natalia por el brazo obligándola
a girarse hacia ella. —¡Escúchame!
Natalia tomó aire para resistirse a no golpearla y escapar de allí. Eric ya
había salido a toda prisa de la sala.
—Has conseguido la unión del cuerpo, el despegue del alma. Estás
consiguiendo el Urushdaur —los ojos de Victoria brillaban de la emoción y
Natalia solo tenía ganas de golpearla.
«Pedazo de loca», se apartó de la líder lentamente, mientras Victoria
continuaba mirándola llena de emoción. Natalia giró dándole la espalda
nuevamente y salió a toda prisa de allí hasta alcanzar a Eric en el pasillo.

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Cachtice, 3 de Octubre de 1610.

Erzsébet puso una mano en su hombro.


—Anna —le dijo mientras se acuclillaba junto a ella.
Anna sonrió al verla.
—He traído algo para ti —la condesa sacó de entre sus ropajes un viejo
libro y se lo ofreció.
La joven lo abrió, estaba escrito a mano y pudo reconocer la letra de la
señora de aquel castillo.
—Pero…
Erzsébet negó con la cabeza.
—No dejaré que estés presente hasta que no lo leas al completo —la
interrumpió—. No quiero otra Erzi, ni tampoco otra Darvulia. No me serías
de gran ayuda.
La condesa acarició el rostro de Anna.
—Tú eres como yo —le dijo—. Y estoy segura de que juntas podríamos
conseguirlo.
Erzsébet inclinó la cabeza apoyando su cara sobre las piernas de Lara.
—Cada noche se me escapa de las manos —dijo cerrando los ojos.
Anna quedó inmóvil. Tenía a Erzsébeth Báthory de Ecsed recostada en su
regazo como si fuera una niña pequeña. La condesa estaba tranquila,
demasiado tranquila. Su carácter había cambiado por completo respecto a ella
desde que le hubo enseñado el interior de las mazmorras. Desde aquel día
Erzi no había vuelto por allí, lo cual significaba que no habían cometido más
atrocidades allí abajo. Aunque los sirvientes de la condesa seguían reclutando
jovencitas.
—He perdido la cuenta de cuantas veces lo he hecho —continuó la
condesa—. Intenté ir narrando detalladamente cada rito, para no repetir el
mismo error, para poner en práctica otros métodos… pero no es suficiente.
Erzsébet se llevó la mano izquierda hacia su sien.

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—Ya he perdido la cuenta —repitió— hasta el punto, que ya no sé qué
método he utilizado en la realidad o solo lo he imaginado en mi cabeza.
La condesa levantó la cabeza hacia Lara. Sus ojos brillaban.
—Cuando Thurzó te trajo a Cachtice lo maldecí. Incluso traté de pensar la
manera de matarte sin causar sospechas —le confesó.
Anna abrió la boca para responder, pero fue incapaz de emitir sonido.
Conocía los pensamientos de Erzsébet, sin embargo, no esperaba una
confesión tan directa.
—Recé a Lilith innumerables veces para que te cayeras del caballo y
murieras, para que enfermaras y enviarte de regreso a tu casa —se lamentó
mientras apoyaba nuevamente su cara en el regazo de Anna—. Sin embargo,
tu presencia aquí no se debe a la casualidad, ni a las estrategias de Thurzó.
Algo divino y sobrenatural te dirigió hacia Cachtice.
Erzsébet estaba desvariando, o al menos eso pensaba Anna. No estaba del
todo segura de a dónde quería llegar la condesa con aquellos actos. Había
cambiado tanto Erzsébet desde que la invitó a bañarse en sangre que ni
siquiera parecía la misma persona. No era la tutora distante que había sido los
meses anteriores. Ahora había entre ellas una extraña unión o eso era lo que
demostraba Erzsébet en cada momento. La joven dudaba de a qué se debía
ese extraño comportamiento. Quizá Erzsébet había cambiado de estrategia,
incluso la había elegido a ella de donante. Sí, aquello podría ser una
posibilidad. No habían vuelto a haber ritos, eso era extraño, los había casi
cada noche. Quizá el introducirla en una bañera con sangre era el inicio de
uno de ellos. Sí, Erzsébeth probaba nuevas posibilidades, ella misma se lo
admitía. Quizá su estrategia fuera otra ahora, y pensara que en primer lugar
debía unir el cuerpo en vida de su donante, antes del verdadero traspaso.
Podría ser, no era descabellado. Erzsébeth la había invitado a estar presente en
los ritos. Una vez que Anna hubiese bajado a las mazmorras, podrían hacer lo
que quisieran con ella. No podría escapar, ninguna joven salía con vida de las
mazmorras del castillo de Cachtice.
Miró a Erzsébet y colocó su mano sobre las trenzas que recogían su
cobrizo cabello. Esta la miró.
—Tienes que ayudarme Anna —le pidió—. Tú quizás seas capaz de ver lo
que yo no veo. Quizás tú puedas ayudarme. Necesito que me ayudes.
Las lágrimas cayeron por el rostro de la condesa.
—Se me acaba el tiempo.

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Llevaba más de seis horas recuperando a Lara. Tenía a la joven sedada.


Natalia esperaba, que una vez la joven estuviera estabilizada, pudiera
levantarla de la camilla y asearla. La había recostado de un lado, lo cual le
permitía curar sus heridas de la espalda. Había colocado una palangana en un
soporte, y con agua tibia y desinfectante que ella misma había preparado,
comenzó a limpiarla.
Exprimió la gasa, y un leve olor a rosas llegó hasta su nariz. No era tan
intenso como el que ya conocía, pero no podía utilizarlo en su más alta
concentración sin levantar sospechas. Una fórmula preparada con los mismos
ingredientes pero en otras medidas, podían hacer cerrar las heridas de Lara, y
hacer desaparecer las rojeces y hematomas, pero mostrar tal nivel de
conocimiento era algo impensable en aquel momento.
La espalda de la chica estaba entera amoratada por los golpes del cuero. A
medida que Natalia retiraba la sangre de su piel, podían apreciarse claramente
los desgarros que el plomo le había producido. Levantó la mirada, se detuvo
en el rostro de Lara y sus ojos se humedecieron. Tomó aire a través de su
nariz, pero este se le entrecortó.
Acarició el pelo de la joven antes de continuar limpiando el destrozo que
ella y Eric habían causado en su espalda. El agua de la palangana no tardó en
teñirse de rojo, y el leve olor a rosas, se tornaba a sangre corrompida. No se
demoró en vaciar el contenido por la pila, y volverla a llenar de agua tibia.
Seguidamente, vertió el contenido de un pequeño frasco de cristal en el agua.
El olor calmante de las rosas rojas, esta vez se percibió más intenso, pero
Natalia sabía que aquella agua bendita no llegaba a más que curar la
superficie, y el dolor seguiría intenso en la piel de la joven.
Con una nueva gasa limpia continuó limpiando las heridas. Eran muy
numerosas, demasiado numerosas. Se llevó las manos a la cabeza al ser
consciente de que todo lo que estaba viendo, había sido por su culpa, y el
sufrimiento que provocaba la consecuencia de sus actos, no iba a ser fácil
soportarlo. Dio dos pasos atrás, alejándose de la chica mientras contaba las
heridas una por una. Quince tiras de cuero con puntas de plomo, diez

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latigazos, «Ciento cincuenta», ciento cincuenta heridas con desgarros
desiguales, cruzadas, con distintas direcciones y diferente intensidad.
Las lágrimas cayeron por sus mejillas y se llevó la gasa impregnada de
rosas hacia su nariz. «Qué he hecho». Cerró los ojos, pero una vez abiertos de
nuevo, la espalda de Lara apareció ante ella. No había vuelta atrás por mucho
que se lamentara. «Qué te he hecho».
Pensaba que sería más fácil. Estaba acostumbrada a matar, lo había hecho
otras veces, unas por voluntad e instinto, otras, las menos, por orden
impuesta. Pero no era lo mismo, no lo era. Ella no elegía a sus víctimas a no
ser que alguien mereciera morir, o necesitara morir. Jamás había hecho sufrir
a nadie por beneficio propio. Apretó los dientes hasta el punto que le dolieron
las mandíbulas. No había vuelta atrás, no podía salir de allí, no podía salvar a
Lara de ese estado, ni de futuros e inmediatos sufrimientos.
Se acercó a ella. Lara dormía, su rostro tranquilo, no reflejaba haber
sufrido ninguna tortura. El agua de rosas habría penetrado en su sangre,
relajando sus músculos. «Lo siento». Lara, era especial, admirable. Ella nunca
merecería morir. Ni la naturaleza, ni la propia Natalia, habían sido justas con
ella.
Puso su mano sobre el cuello de la chica y lo rodeó con fuerza en un
abrazo, mientras apoyaba su frente en la sien de la joven. Su llanto se
intensificó, hasta el límite que creyó explotar, arder, desmayar, vomitar, e
innumerables sensaciones que no hacían más que cerrarle la garganta y
aumentarle el dolor de pecho, mientras su estómago se encogía y sus cinco
úlceras dentro de él, le achicharraban por dentro.
—Lo siento —lloró sobre Lara. Pero no podía hacer nada, no podía
sacarla de allí. Aunque sí que había otra opción para acabar con su
sufrimiento. Abrió los ojos y se retiró un poco de la joven, «Sí puedo sacarte
de aquí». Acarició la cara de la chica, la próxima noche le esperaba una
segunda tortura. «Puedo hacer que todo acabe para ti».
Entró en un arrebato de locura, que ni en sus más remotas posibilidades
había considerado y con aquello se despedía de todo por lo que había luchado.
Era verdad, podía sacarla de allí, no de la forma que le gustaría, pero sí de una
forma rápida y fácil. Cogió las manos de Lara, estaban amoratadas y heridas a
causa de las cadenas que la sujetaron, también sus hombros estaban
hinchados. Incluso uno de ellos, el derecho, se había salido de su lugar y
habían tenido que recolocárselo. Sin soltar sus manos, acarició de nuevo el
pelo de Lara.

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—Voy a sacarte de aquí —dijo—. No es el camino. No quiero que sigas
sufriendo por mi culpa.
Y se limpió las lágrimas con la manga de su túnica. Pensó en Eric, él
estaría tras la puerta, no muy lejos. En cuanto Natalia había ladeado a Lara, él
decidió marcharse. Estaba sola, era el momento de hacerlo.
Besó a la joven en la mejilla y volvió a tener otro recuerdo intenso, viendo
cómo el rostro de Lara poco a poco se tornaba en el rostro de otra chica,
tumbada en una mesa de piedra, desangrándose lentamente. Cerró los ojos y
volvió a besar a Lara.
—Todo se ha acabado —dijo.
Colocó a Lara bocarriba y se acercó el monitor para no perder de vista los
latidos. Miró de nuevo a la chica y cuidadosamente le apartó el pelo de la
cara. Sabía que una vez que acabara con ella, aquel nudo que parecía sacarle
las tripas por el ombligo, se suavizaría al fin y su pulmones volverían a
respirar aliviados. Iba a salvarla de la única forma que sabía.
Sus manos comenzaron a sudar. No se demoró, colocó ambas en el cuello
de Lara; era un cuello pequeño, fino, suave. Hizo presión, no era difícil, la
joven estaba sedada, ni siquiera emitía sonidos de asfixia.
—¡India! —se oyó la voz de Cristine claramente pronunciar su nombre y
a Eric responderle.
Natalia se sobresaltó al sentir la puerta abrirse con fuerza y rebotar en la
pared. Retiró sus manos del cuello de Lara con tanta rapidez, que dio con el
codo al soporte de la palangana y esta cayó al suelo emitiendo gran estruendo,
el contenido sangriento y ya poco aromático del recipiente, se esparció por el
piso.
Cristine y Eric estaban en el umbral. La gemela en seguida se detuvo en el
agua sangrienta esparcida por el suelo. Eric sin embargo, solo observaba a
Lara, que aún respiraba pero con dificultad. Seguidamente miró a su
compañera y algo en su mirada la hizo conocer que intuía qué le había hecho
la sacerdotisa.
—India —la llamó Cristine—. Victoria te necesita.
Realmente, tenía pensado descansar tras el relevo de Eric, ya que llevaba
allí más de seis horas. Ni siquiera conocía cómo había ido el resto del rito con
Katya y Nicole. Pero negarse a una voluntad de Victoria significaba la
muerte, hasta para alguien cerca de conseguir el Urushdaur.
—Ahora mismo voy —respondió sin más opciones.
—No está en su suite —dijo la joven—. Ha pedido que vayas a la sala de
música.

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India asintió con la cabeza.
—Inmediatamente —advirtió Cristine antes de cerrar la puerta.
Natalia resopló tras ver la puerta cerrarse.
—Qué le has hecho? —preguntó Eric.
—Limpiarla, algo de lo que tú no has sido capaz —le retó ella.
Eric inspeccionó a Lara, deteniéndose en su cuello y pecho.
—La elegida de Jack y Nicole no está bien —dijo el chico, y Natalia abrió
la boca sorprendida, aunque estaba segura que sería la primera en morir, no lo
esperaba tan pronto. Un extraño sentimiento de lástima, a pesar de no conocer
a la chica, y apenas haber cruzado con ella un par de miradas aterradas
durante el culto, sentía la empatía que debía de sentir, con alguien que ha
sufrido tanto como lo había hecho ella. Porque no había nada, absolutamente
nada, más aterrador que ser la víctima de un ritual humano.
—La elegida de mi hermana y Federic, —continuó— al parecer tampoco
se está recuperando muy bien. Ellos lo niegan evidentemente.
Natalia frunció el ceño. No era usual que el primer rito comenzaran de ese
modo. Debió de ser algo horrible. Se alegró de que hubiesen sido ellos los que
salieron de allí los primeros.
—No suele pasar esto el primer día —explicó Eric—. Pero nosotros
comenzamos con un nivel de varios ritos. Después de que dijera Victoria que
había podido sentir a Lara, el resto aceleró. Y a Jack y a Adele se les fue la
mano. Y a mi hermana también.
Natalia echó todo el aire por la boca mientras que sus ojos brillaron y Eric
percibió su reacción.
—Esto no es lo que imaginabas, ¿verdad? —le preguntó Eric.
Natalia se giró hacia la puerta dándole la espalda a su compañero.
—No te separes de ella —le advirtió sin responder a su comentario—.
Voy a ver qué es lo que quiere Victoria.

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Llegó a la sala de música y observó el piano y el taburete vacío junto a él.


Eric solía ocuparlo con frecuencia. Las grandes lámparas colgantes del salón,
estaban encendidas y los asientos habían sido retirados hacia la pared. Se
preparaban los ritos sexo y sangre que allí se llevaban a cabo, tras los cultos.
Condición de la que Natalia estaba excluida por orden de Victoria, orden que
la hacía sentirse enormemente afortunada.
No había nadie, ni siquiera la líder estaba allí, con lo cual no tardó en
deducir que era una trampa. Recibió un golpe en la cabeza y cayó de boca en
el suelo. Natalia se giró en seguida. Federic y Cristine la miraban fijamente.
Natalia se arrastró de espaladas en el suelo hasta el piano de Eric. No se
esperaba un ataque tan traicionero y brusco.
La gemela de Eric dejó caer una maleta marrón entre ellos y Natalia. Esta
la reconoció en seguida, su maletín de medicamentos, que escondía en su
dormitorio y eso solo podía significar una cosa, la habían descubierto, y el
terror la invadió soberanamente. Cruzó sus brazos como si se abrazara a sí
misma, mientras su mano izquierda la dirigía hacia su costado derecho, lugar
donde escondía junto a su piel el arma que empezaba a tomar la tibia
temperatura de su cuerpo. Pudo sentir las curvas de su empuñadura, la gubia
se calentaba en el interior de su funda de titanio, funda cuya hoja ni siquiera
podía rozar, funda que rompería en una décima de segundo en cuanto su
dueña la empuñara. Hoja que rajaría titanio y tela para cortar en dos a Cristine
y Federic, en un solo movimiento.
El sacerdote se había acercado a ella.
—Muy bien India —comenzó Cristine, mientras, Federic la levantó de un
brazo y la inmovilizó en el piano—. Ahora vas a acompañarnos.
Natalia apenas la escuchaba. Se había dejado inmovilizar por Federic a
pesar de tener la oportunidad de partirlo en dos. Estaba desconcertada,
parecía, que a pesar de lo evidente, no la habían descubierto. ¿Era eso
posible? En aquel maletín, llevaba ungüentos y pociones químicas, que la
delatarían ante cualquier imbécil. Pero aquellos locos sobrepasarían el límite
de la estupidez.

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La obligaron a bajar al sótano, había intentado zafarse de los brazos de
Federic, durante todo el camino hacia las mazmorras, pero era inútil, el
repulsivo hombre era físicamente muy superior a ella. Cristine iba delante y
llevaba en su mano derecha el maletín de Natalia. Esta no lo perdía de vista, si
no lograba recuperarlo, sus opciones de supervivencia allí dentro se reducirían
a cero.
La obligaron a entrar en la habitación de su elegida. Idéntica a la de Lara,
solo que sobre la camilla había una corpulenta joven moribunda.
Federic lanzó a Natalia sobre la mesa de piedra en la que se encontraba la
pila. Sobre la mesa, tenían varios botes de cristal y probetas que cayeron,
rodaron y rompieron. Cristine la señaló con el dedo.
—Se está muriendo —le dijo—. Recupérala.
Natalia miró a Katya. Estaba tapada con una sábana hasta el cuello. Tenía
la tez amoratada, y temblaba de manera preocupante.
—Ese es vuestro trabajo, no el mío —respondió.
Los sacerdotes se miraron uno al otro, luego Federic se acercó a Natalia.
Esta pudo ver de reojo como el sacerdote cerraba su puño. No tuvo tiempo de
reaccionar, Federic la agarró por el recogido del pelo y le dio un tremendo
puñetazo en el estómago. Natalia se encorvó con la respiración cortada. Había
intentado apretar los músculos de su estómago ante el impacto. Pero nada
podía bloquear los nudillos de Federic. Le dolía y aunque el sacerdote la
había soltado, no podía erguirse.
—Sabemos que tienes úlceras —le dijo el repulsivo sacerdote igorando
los sonidos que emitía Natalia, que respiraba con dificultad—, al parecer te
están abrasando por dentro. Pero hay algo en el interior de este maletín que
puede aplacar ese fuego, ¿verdad? Si Katya muere, tu maletín se quedará con
nosotros.
—¿Sabes lo que ocurre con las úlceras cuando no se tratan? —añadió
Cristine desafiante—. Claro que lo sabes. Tú lo sabes todo. Hasta sabes hacer
un Urushdaur en una sola sesión.
—Eso ya nos lo contará en otro momento —la cortó Federic—. Cuando
estabilice a Katya.
—Elige. —Cristine levantó el maletín y Natalia, aún encorvada dirigió su
mirada hacia él.
Eran más imbéciles de lo que pensaba. Ni siquiera sabían cual de los
numerosos botes del interior del maletín, era la medicación para las úlceras.
Pero llevaban razón. No podía dejar de medicarse, y aunque pudiese hacerlo,

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un maletín delatante en manos de Cristine tampoco era una opción. Así que se
giró hacia Katya.
—No sé si va a ser posible —pudo decir aún respirando con dificultad, y
sus palabras fueron sinceras, la chica estaba realmente mal.
—Lo has hecho con Lara, delante de toda la orden —le dijo Cristine—.
Tu elegida estaba muerta, lo oímos todos, y tú la trajiste de vuelta.
Natalia retiró la sábana del cuerpo de la muchacha, y tuvo que llevarse las
manos a la boca. Era brutal y espantoso lo que habían hecho con ella.
Fracturas, desgarros, cortes, quemaduras. Como decía Eric, un Urushdaur
acelerado, si es que aquello tenía nombre. Era evidente que algo parecido
había ocurrido con Nicole.
—Dejadme sola —pidió apoyándose en la camilla para erguirse al fin.
—Ni hablar —respondió Cristine—. ¿Tú sola con ella? Quiero ver lo que
vas a hacerle.
Natalia se giró hacia ella. Podía permitirse jugar con la estupidez una sola
vez, aunque solo fuera por intentarlo. Ellos dependían de ella en ese
momento, tanto como ella de su maletín.
—Me has traído, ¿y no te fías de mí? —dijo—. Trabajo sola o podéis
quemar ese maletín si queréis.
Federic abrió la puerta para salir, sin decir una palabra. Cristine lanzó una
de sus repetitivas miradas asesinas, mientras dejaba en el suelo el maletín,
antes de salir. La puerta se cerró.
Natalia quedó sola y en seguida abrió la maleta. Para inspeccionarla.
Evidentemente habían estado hurgando en ella, sin embargo, asombrosamente
no faltaba nada. Tampoco estaban las costuras descosidas, con lo cual, no
habían encontrado nada que le pudiese delatar, aunque lo tuvieran delante de
sus puñeteras narices, no lo vieron.
En seguida cogió un par de botes y abrió uno de los cajones de la mesa de
piedra, buscando jeringas y agujas. No iba a ser fácil recuperar a Katya,
posiblemente tenía tantos derrames internos, que apenas aguantaría unos días
más, aún con medicación avanzada.
Era un absurdo lo que Federic y Cristine le pedían. Aquella noche era el
segundo culto, una segunda tortura sería la muerte para la chica. Algo que
beneficiaba a Natalia, su elegida debía ser la última víctima en morir, y si
Nicole estaba en estado lamentable, eso no iba a ser difícil. En el último culto,
en el Urushdaur, Jean Marc, prometió a Victoria estar presente. Tan atrayente
era aquel ritual y lo que se aseguraba que se podía hacer con él, que altos
miembros de otras sectas, de otras religiones, eran invitados a la sesión final.

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Natalia cerró los ojos. Tan solo la idea de tener a su padrastro cerca le
erizaba la piel. No la reconocería, nunca lo haría, sus ojos, la única porción de
su cara que su máscara no cubría, estaban oscurecidos por una lentes que
durante los dos últimos años formaban ya parte de su córnea.
Podría acabar con él al fin, había preparado minuciosamente lo que
ocurriría a cada minuto del último culto. Tomó aire, ya todo acabaría. Con
Jean Marc muerto, todo acababa. No importaría si lograba salir viva de allí o
no. Su sufrimiento moriría con él. Y los minutos que ella lograra sobrevivirlo,
conocería la paz al fin.

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Llevaba todo el día intentando localizar a Margaret Brown. La anciana había


sido vetada tanto en las universidades como en el ámbito historiador. No
encontraba ningún compañero, ni profesor, ni investigador que pudiese
llevarle hasta ella. Sin Margaret, poco más podría averiguar.
Se sentó frente a su portátil a escribir la inútil información que tenía sobre
el Urushdaur. Creencias absurdas mezcladas con la imaginación humana.
Razones inverosímiles, pero que tenía que añadir a su estudio.

Investigando sobre el Urushdaur, es imposible obviar la


cantidad de absurdos que existen sobre él. Y con tan solo indagar un
poco, se desvía la investigación hacia el ámbito paranormal, muy
inflado por la creatividad humana, y hasta dónde algunos están
deseando llegar con cualquier escusa.
El Urushdaur era usado ya en los primeros años de la
civilización sumeria, es allí donde se datan los reyes sumerios de
edades superlativas.
Las principales razones para realizar el Urushdaur, eran bien
para alargar la vida de una persona, o bien para infiltrarse en el
bando enemigo como espía. Cabe señalar que en los últimos años
de civilización, los sumerios se dividieron según adoraciones a los
distintos dioses sumerios, y de esa división, nacieron tres grandes
religiones que perduran a día de hoy, el cristianismo, el judaísmo y
el islam.
Centrándome en el rito y sus razones, tengo que citar, que según
las tablillas de arcilla sumerias, el dios Enkil, era uno de los
primeros hacedores del Urushdaur. Los dioses sumerios, como
tantos otros en diferentes culturas, eran inmortales. De ahí que en la
historia de Gilgamesh, Utnapistin, protagonista del gran diluvio, le
dijera al rey que la inmortalidad era cosa de dioses.
Y en cuanto a su uso, si era cierto que se utilizaba para
infiltrarse en el bando enemigo podría decirse que el último rey en

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utilizarlo sería sin ninguna duda, Sargón I, que fue copero de su
anterior rey. Y muy llamativo me parece, que con Sargón se acabara
la época longeva, aún más que nombrara a su hija suma
sacerdotisa, y que su heredero, expulsara a su hermana de la
ciudad.
Quizá Sargón, al conocer y temer los resultados y peligros del
Urushdaur, lo hiciera desaparecer, e hiciera responsable del secreto
de este rito a su hija. De ahí que Endehuana, dedicara cánticos a la
diosa Inanna, siendo en realidad Lilith.
Pero mis cábalas poco tienen que ver con las suposiciones que
se hacen sobre el Urushdaur. Con solo una simple búsqueda rápida
sobre este rito, me encuentro desde el más puro vampirismo, hasta
una conspiración de hombres reptiles que controlan el planeta.
Hay muchos que piensan que los dioses sumerios, tal y como
dicen las tablillas sumerias, descendieron del cielo. Los Annunakis,
como eran llamados estos dioses, son considerados verdaderos
extraterrestres tomando al pie de la letra lo que escribieron los
sumerios (algo totalmente absurdo, la mayoría de dioses de otras
culturas, también descienden del cielo). Ellos, que al parecer eran
grandes genetistas, crearon al homo sapiens, mezclando su propio
ADN con el de los homínidos de la tierra. Y más tarde, crearon al
homo sapiens sapiens (ya más perfeccionado). Al ser el ADN de los
Annunakis diferente al de los humanos, al parecer podían realizar el
Urushdaur con más facilidad y a cualquier edad, algo más limitado
en los hombres.
Las teorías más inverosímiles, hablan de que los Anunnakis han
ido realizando el Urushdaur a lo largo de los siglos y a día de hoy
son dirigentes de grandes potencias mundiales. También me he
encontrado con otra raza de extraterrestres, llamados reptiláneos,
que usurpan cuerpos humanos con este mismo método, y cuyos
argumentos no merecen ni una línea más en este estudio.
La verdad es que vuelvo a estar en una espiral sin salida, si no
encuentro pronto a Margaret Brown. Ella sí que investigó otra línea,
que aunque en un primer momento pareciera inverosímil también,
comparada con todo esto que me estoy encontrando, es al parecer la
línea correcta.

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Natalia salió al pasillo y les dejó la puerta entreabierta a los dos sacerdotes
que esperaban en el pasillo. Katya se recuperaba levemente. No podía hacer
milagros, pero al menos pudo recuperarla para aguantar una sesión más.
Cristine entró enseguida a ver a su elegida sin ni siquiera cruzar palabra
con la sacerdotisa que había conseguido que ella y Federic no quedaran en
evidencia ante toda la orden.
Federic en cambio, se situó delante de Natalia y bajó la vista hasta el
maletín que ella portaba con su mano izquierda.
—¿Qué puede aguantar Katya? —preguntó.
—No más de dos sesiones —sentenció Natalia— si son leves.
Federic frunció el ceño.
—Eric acaba de bajar a tu elegida a las celdas —continuó él—. ¿Cómo
puede estar bien después de haber despegado el alma de su cuerpo?
El sacerdotes se había acercado a ella obligándola a pegar su espalda
contra la pared. No le respondió.
—¡No me tomes por imbécil! —una gota de saliva procedente de la
repulsiva boca de Federic, impactó en la mejilla de Natalia. Su estómago se
arqueó en su interior—. Soy el más antiguo de los sacerdotes. He estudiado
cada diario de todos los Urushdaur desde el que escribiera Erzsébet y te puedo
asegurar que esto no ha ocurrido nunca.
—¿Qué es lo que no ha ocurrido nunca? —le retó Natalia para el asombro
de Federic. Ya que el personaje que interpretaba allí dentro no solía tener
reacciones respecto a nada. Temple que poco a poco iba perdiendo a causa de
las tensiones, el dolor y la angustia que la consumía desde dentro—. ¿Que dos
elegidas no aguanten más de un rito?
Federic le puso la mano en el hombro, Natalia notó la fuerza en la gran
mano de aquel hombre, que le provocaba arcadas cada vez que la miraba.
—Quizás sea tu elegida la que no aguante —aquello era una amenaza
abierta.
Natalia tuvo que retrotraer su ira. Podía responderle, pero no era a ella
sino a Lara a quien exponía. No, ya era suficiente el sufrimiento al que la

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estaba sometiendo, para engrosarlo aún más con la ira que podrían volcar
sobre ella cuatro sacerdotes despechados.
—Dos sesiones más —acabó Natalia apartándose de Federic para
marcharse—. Depende de vosotros lo que Katya aguante.
Cristine había salido al pasillo. En seguida con un gesto de satisfacción, le
indicó a Federic que todo estaba bien.
—India —la llamó el de nuevo y ella se detuvo pero no se giró para
mirarlo—. Cuando el alma se separa del cuerpo, produces lesiones más graves
que las heridas físicas que puedas causarle.
—¿Qué me quieres decir con eso? —preguntó ella aún dándole la espalda.
—Que a partir de ahora, os será más fácil separar el cuerpo de Lara de su
alma, pero también más difícil traerla de vuelta.
Natalia se giró hacia él.
—Tu elegida tampoco aguantará más de dos sesiones más. —Federic
sonrió y Cristine lo acompañó en su burla—. No subestimes el Urushdaur.
Natalia les dio la espalda de nuevo y se alejó de ellos serenamente. «Dos
sesiones», llevaban razón, todo había ocurrido tan rápido que apenas había
podido detenerse a pensarlo. No esperaba que el cuerpo de Lara absorbiera de
esa manera absoluta el alma de Victoria. Tenía que detenerlo. No podía
permitirse ni un error más o verdaderamente Lara moriría.

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Cachtice 8 de Octubre de 1610

Anna abrió el portón de los sótanos y ni siquiera le dio tiempo a cerrarlo. Se


encorvó y vomitó lo poco que había comido aquella noche. Los nervios de las
últimas horas previas a su primer rito, sumado a lo que había experimentado
allí abajo, pudieron con ella.
En seguida apareció Erzsébet seguida de Erzsi. La condesa llamó a sus
sirvientes y fue ella misma la que incorporó a Lara.
—Te dije que era demasiado pronto —le reprendía la burguesa Erzsi—.
Que no iba a ser capaz de soportarlo.
Erzsébet la ignoraba. Apoyó el cuerpo de Anna contra la pared la pared.
—¿Estás mejor? —le preguntó a la joven, pero esta negó con la cabeza.
Volvió a arquear su cuerpo y a vomitar, ya con más trabajo y amargura, al
no tener nada en su estómago.
Erzsi negaba con la cabeza.
—Hemos perdido una noche —decía la burguesa— y dos chicas para
nada.
Erzsébet se lamentaba por ello, pero no era esa su prioridad ahora sino la
joven que intentaba incorporar de nuevo. Ella sabía que Anna no estaba
preparada para ver lo que ocurría en las mazmorras, pero la chica insistió y
Erzsébet ya no oponía resistencia a sus persuasiones.
—Llevádsela de aquí —ordenó y Katryna y Dorkó, en seguida se situaron
una a cada lado de Anna y la condujeron hasta las escaleras por las que se
accedía a las habitaciones.
Erzsébet las siguió con la mirada hasta que las tres mujeres
desaparecieron de su vista. Entonces, dirigió su mirada hacia Erzsi. Esta se
disponía a colocarse una capa azul con capucha, que solía traer las noches de
culto, para que no la reconocieran al salir y entrar de Cachtice. Estaba
despeinada, sobresalían numerosos rizos rojos del recogido entrenzas que
solía hacerse en su nuca. Erzi tenía un cabello natural pelirrojo intenso que

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Erzsébet envidiaba en gran medida, y al que no había llegado a igualar con
ninguna tintura.
—Fue un error —dijo Erzsi— y yo te advertí que no estaba preparada.
Erzsébet se sobresaltó con el tono de voz de la burguesa.
—Yo soy la señora de Cachtice —le respondió—. Yo soy la que decido
quién forma parte de esto.
—Pero tus decisiones me influyen a mí —le replicó la burguesa—. Si esa
niña habla…
—No va a hacerlo. —Respondió Erzsébet con tranquilidad.
—Ya has comprobado que no puede soportar el ritual, no te ciegues con
ella.
La condesa levantó la cabeza hacia la mujer.
—¿Qué estás diciendo? —Erzsébet perdió todo tono cordial en sus
palabras. Pero por fortuna, Erzsi conocía muy bien a la señora del castillo.
—Te delatará a Thurzó —le dijo Erzsi— en cuanto se recupere, correrá a
denunciarte ante la corte. No es capaz de soportar el ritual, no es capaz de
verlo. Ella solo ve sangre y tortura. No tiene ni idea de lo que ocurre aquí
abajo cada noche.
—No está preparada aún, es cuestión de tiempo —contestó Erzsébet.
—No te queda tiempo. —Erzsi acercó su cara a la de la condesa—. No
hay tiempo y menos ahora que Thurzó anda detrás de ti.
Erzsi se retiró de Erzsébet sin dejar de mirarla.
—Mátala —le susurró.
Erzsébet dio un paso atrás. No podía creer lo que Erzsi le estaba
proponiendo.
—No es la primera vez que matamos a una noble…
—¡No! —la cortó Erzsébet mirando a Erzsi con asombro.
La burguesa se acercó a la luz de las velas del pasillo. El rojo de su pelo se
iluminó con la luz, y se podían apreciar las numerosas pecas de su cara y
escote.
—Utilízala —sugirió—. Ella puede servirte. Su cuerpo es joven, su
alma…
La condesa se giró bruscamente empujando a Erzsi contra la pared, con tal
fuerza que la mujer cayó al suelo.
—¡No vuelvas a insinuarlo! —gritó la dueña del castillo—. La próxima
vez Erzsi, ¡la próxima vez que te atrevas a decir algo similar!, te juro por
Lilith que perecerás entre estas mazmorras.

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—Ella no es como tú Erzsébet —replicó la mujer—. No lo es. Y nuestra
condena, nuestro ritual depende de que tus ojos se abran.
Erzsébet se acuclilló junto a Erzsi tapándose la cara con las manos.
—Anna nunca me traicionaría —le repitió entre lamentos—. No sé las
razones por las que Thurzó la trajo a mí pero su presencia es el mayor regalo
que he recibido en mi vida.
La burguesa levantó su mano y acarició la larga melena de la condesa. La
llevaba suelta, como en todos los ritos. A la luz de las velas, entre su oscuro
rojizo pelo, brillaban aislados cabellos blancos. Erzsébet envejecía.
—Erzsébet —susurró la burguesa mientras dirigía su mano hacia el rostro
de la señora de Cachtice, casi pudiendo leer sus pensamientos. La condesa
abrió la boca para añadir algo más, pero Erzsi en seguida hizo un gesto con la
mano para acallarla—. No digas nada Erzsébet. Yo seguiré a tu lado.
La condesa se abrazó a ella. Erzsi conocía lo que vendría después, la
señora de Cachtice comenzó a llorar.
—Pase lo que pase —continuó la burguesa— estaré junto a ti.
Pero su interior le decía que debía matar a Anna si quería que no la
descubrieran. Anna era una espía de Thurzó. Ella lo sabía, Erzsébet lo sabía.
Había que matarla, pero la condesa se negaba a hacerlo y lo impediría con su
propia vida, con su propio rito. Anna era el ángel que Erzsébet esperaba. Erzsi
la conocía bien, sabía cada uno de sus pensamientos, cada uno de sus
sentimientos. Durante días y noches, Erzsébet le había narrado su vida, de una
forma muy diferente a lo que se podía imaginar de la señora de Cachtice.
Anna era el ángel que la condesa esperaba y que tantas veces había nombrado
en sus crisis. Ese ángel que la salvaría, que la haría inmortal.
La burguesa tomó aire, era difícil. Lo tenía realmente muy difícil si quería
convencer a Erzsébet de matar a Anna o bien de utilizarla en el ritual. Había
una forma, solo una, por la que Erzsébet abriría los ojos. Erzsi no era imbécil,
sabía que si mataba a Anna a escondidas de la condesa, esta en seguida la
tomaría contra ella. No era la forma. Solo le quedaba una opción. Descubrir a
Anna ante Erzsébet. Sí, esa era la única manera de hacerlo.
Pero Erzsébet no la condenaría por traidora si no tuviera pruebas, pruebas
reales de que la joven la estaba delatando. Tenía que pensarlo detenidamente.
El tiempo se acababa para ambas. Thurzó no era famoso por su paciencia.

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Lara abrió los ojos. Estaba de nuevo en la celda. La habían dejado en una
esquina, recostada de lado. Intentó moverse y entonces sintió un dolor
indescriptible en su cuerpo que le hizo recordar todo lo que había ocurrido la
noche anterior. No había muerto, había sobrevivido a la tortura y al dolor,
para su desgracia, su cuerpo, maldito y condenado por una enfermedad
terminal, había sobrevivido a la paliza recibida.
Cerró los ojos y pareció sentir de nuevo el calor del fuego, el tintineo de
los látigos, cada desgarro en su piel unido a aquellos latigazos invisibles que
el mal provocaba en su cabeza. Lloró aterrorizada. No había muerto. Recordó
las palabras de Victoria «moriréis cada noche».
Un ruido la sacó de su lamentación. Giró su cabeza hacia los barrotes, no
estaba sola. Las otras dos chicas, si habían sobrevivido, estarían en las celdas
contiguas, a su izquierda. Recordó la mano de la chica el primer día, con
aquel corte en el antebrazo. Se miró los suyos. Eric le había hecho cortes
profundos, uno de ellos, el del brazo izquierdo, se había cruzado con los
cortes que tenía de la noche anterior, de la que no recordaba nada. Y un tercer
corte ya seco que le hicieron para que Victoria bebiera su sangre.
Aunque colgada de la cadenas había sentido el dolor en todo su cuerpo, al
parecer los látigos habían impactado solo contra su espalda. Sin embargo, las
pequeñas bolas de metal, habían desgarrado la piel de sus costados, y hasta en
uno de sus glúteos. Casi no podía moverse. Sentía gran tirantez y peso que le
oprimía las costillas, la columna. Tomó aire y hasta el respirar le dolía.
Logró ponerse boca abajo y arrastrarse medio metro. Aquello dolía, dolía
tanto como sus crisis. Se arrastró una vez más y lanzó un grito. En respuesta,
se oyó un murmullo. Procedía de la celda contigua.
Su celda era pequeña, ya faltaba poco para llegar hasta los barrotes. Y
aunque le pareció un milagro, logró ponerse de rodillas, sacar la cabeza entre
los hierros y asomarse al pasillo de las celdas.
La imagen no se parecía mucho a la que vio el primer día o al menos a la
que recordaba. Claramente había tres celdas de puerta de barrotes como la
suya. Y el pasillo acababa en lo que parecía una celda enorme con una puerta

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pequeña de madera, con barrotes solo en la parte superior. Entornó los ojos
hacia aquellos hierros, que más parecía un sistema de ventilación que de
seguridad y comprobó que algo se movía en su interior. Allí había al menos
otra chica más.
Alargó su mano golpeando los hierros de la puerta contigua. Sin embargo,
fue el tintineo de la puerta de la tercera celda la que oyó por respuesta y era
por esa misma, por la que sobresalía una mano ensangrentada, seguida de un
musculado brazo, completamente morado.
Lara empezó a llorar. Era la robusta chica que había estado a su lado en
aquel altar, en medio de aquellos locos.
—¿Me oyes? —le susurró entre lágrimas.
Oyó un gemido como respuesta.
—Mi nombre es Lara —continuó susurrando—. A ti y a la otra chica os
ataron en la pared. Os hicieron después lo mismo que a mí, ¿verdad?
Se oyó una fuerte tos y una respiración dificultosa.
—Tranquila si no puedes hablar. —Lara alzó levemente la voz—. Estoy a
tu derecha, entre nosotras hay una celda más.
Entonces oyó otro gemido, y el sonido de cómo el pesado cuerpo de la
chica se arrastraba por el suelo de la celda hacia el lado donde ella estaba. Y
volvió a ver aparecer el brazo entre los barrotes y alargarse hasta ella. Lara
sintiendo gran dolor, empujó sus hombros contra los hierros, notando como la
piel de alguna de sus cicatrices se abría de nuevo mientras estiraba su brazo
hacia la mano de la joven, que buscaba a ciegas la suya.
Costó gran esfuerzo, pero lograron tocarse la punta de sus dedos. Se oyó
otra fuerte tos.
—Soy Katya —oyó decir. Una voz que Lara no logró identificar como la
voz de una joven. Le recordó a la voz de un boxeador tras un combate, a la
voz de un convaleciente, de una persona enferma. Su rostro tenía que estar
hinchado y desfigurado si hablaba así.
El llanto de Lara aumentó y el escozor de su garganta le impedía decir
nada más. No conocía a la joven, nunca la había visto, solo unos minutos
estuvo junto a ella. Sin embargo, la lástima que sintió en aquel instante era tan
intensa como si la persona que apenas rozaba con sus dedos, fuera su amiga
Grace.
—Y la otra chica —dijo al fin—. ¿Sobrevivió?
Casi esperaba la respuesta de Katya.
—Ella fue la segunda que colgaron de las columnas —un golpe de tos la
impidió continuar sin gran esfuerzo—. Está aquí, en esta…

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Sintió la respiración de Katya, se ahogaba al hablar. Los silbidos que
producía su pecho al respirar no auguraban nada bueno.
Lara volvió a estrujar sus hombros contra los barrotes para asomarse a la
celda contigua. Sin soltar los dedos de Katya, alzó la vista todo lo que su
cuello le permitió. Logró sacar parte de uno de sus hombros. Alcanzaba a ver
una de las esquinas de la celda. Gritó al tirar de nuevo de su hombro. Tenía la
sensación que se separaría de su cuerpo si seguía empujando y dudaba si iba a
ser capar de meterse dentro luego. Pero ya le daba igual. Estaba en el límite,
no había nada peor. Hiciera lo que hiciera, le esperaría una tortura tras otra.
En Leeds no existía la muerte limpia. Aunque viniera el ser que la había
golpeado el primer día y volviera a hacerlo, aunque llegara la hermana de
Eric, la joven rubia, el chico o el propio demonio. Ya no podían hacerle nada
peor.
Alcanzó la mano de Katya. Pudo agarrarla fuertemente y su llanto se hizo
intenso.
—Lara —oyó decir a Katya—. ¿Puedes verla? Se llama…
Los silbidos de sus pulmones se hicieron sonoros.
—Nicole —susurró Lara al recordar los tres nombres que Victoria dijo la
noche anterior. —Nicole, ¿estás bien?
Si se estiraba, podía ver un pie descalzo y el borde de un camisón blanco.
Un camisón idéntico al que ella llevaba puesto.
—No se mueve —dijo sin susurrar.
Katya tosió de nuevo antes de hablar.
—Lo que le hicieron… —se oyó el llanto intenso de Katya.
Lara apretó su mano. No le fue difícil deducir, que no fueron las mismas
torturas para las tres.
—¿Nicole? —Lara volvió a llamarla entre lágrimas—. ¡Nicole!
El llanto de Lara cesó de repente. Una fuerte ira e impotencia desconocida
para ella la inundó.
—¡Nicole! —gritó apretando la mano de Katya.
Su llanto se intensificaba por momentos.
—¡Nicole! —gritó de nuevo entre lo que empezaba a ser un ataque de
histeria. —¡Nicole!
Sus gritos alarmarían a los locos que las habían traído hasta allí. Deseaba
que vivieran, que vivieran todos y acabaran ya lo que habían empezado.
—¡Nicole! —volvió a gritar tan fuerte como pudo su garganta.
Y Nicole se movió levemente. Lara abrió la boca y tomó aire, una gran
alegría la inundó.

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—Se mueve —notaba como las lágrimas ardían por sus mejillas—, se está
moviendo.
Se hizo el silencio. Nicole emitía unos sonidos que Lara no supo
identificar. Y parecía que se arrastraba por la celda hacia ella.
—Nicole —¿me oyes?— preguntó y oyó un gemido por respuesta.
Nicole tardó en llegar hasta los barrotes y apoyó su cara en ellos. Lara
abrió la boca para gritar cuando vio su rostro. Era imposible que aquella chica
pudiera hablar. Tenía la cara muy inflamada, y de la comisura de sus labios
caía un hilo de baba mezclada con sangre. La chica tosió y dejó caer su
cabeza en el suelo, su cuello parecía convulsionar. Lara no sabía lo que le
estaba ocurriendo a aquella joven, pero enseguida soltó a Katya para girar la
cabeza de Nicole. No podía hacer nada, en aquella postura no tenía margen de
movimiento para girarla. Nicole se ahogaba en sangre, no tenía dudas, era lo
que le estaba pasando y ella no podía hacer nada, nada más que mirar, nada
más que gritar.
Por más que empujaba su cuerpo contra la puerta, sus barrotes no cedían,
su hombro no avanzaba más. Acercó sus rodilla hacia la esquina, metió los
brazos y hombro de nuevo en el interior de su celda, y con fuerza y dolor,
sacó la cabeza apresada entre los barrotes.
Pegó su cuerpo a al muro que compartía con la celda de Nicole. Y sacó el
brazo, entre el hueco que dejaba el hierro y la pared. Un hueco mucho más
estrecho que el que había entre barrote y barrote. Pudo alargar la mano, y
llegar hasta el pelo de Nicole. Agarró la melena con fuera y tiró de ella «lo
siento de verdad», para acercar a la chica hacia ella. No había otro modo. Una
vez que tenía la cabeza de Nicole en la esquina, pudo girar su cabeza y
levantarla. Nicole pesaba, pesaba mucho para poder levantarla con un brazo
dolorido. Se oyeron gemidos, Lara no podía ni siquiera ver de qué forma
estaba levantando a Nicole. Una sola mano no era suficiente.
Logró palpar buscando el cuello de la joven, sin dejarla caer agarró con
fuerza lo que parecía la nuca y la alzó, pero la nuca de Nicole escapó de entre
sus manos. Lara quedó inmóvil, se hizo el silencio. Había hecho un último
intento de sentar al chica y ni siquiera sabía si lo había hecho con éxito.
En seguida se oyeron vómitos y Lara abrió la boca para echar fuera todo
el aire contenido. Las lágrimas no tardaron el volver. Se apoyó en la pared
aliviada. Estaba aún más dolorida que antes, casi no podía girar el cuello sin
marearse. Los hombros los sentía completamente rotos y le costaba coger
aire.
El vómito cesó.

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—Lara —oyó decir a Katya.
Giró la cabeza hacia la puerta para poder oírla mejor.
—Si eso me ocurre a mí —hizo una pausa para respirar—. Déjame morir.
Lara cerró los ojos para llorar. Quizá Nicole hubiese muerto o ella misma
hubiese podido girarse. No tenía importancia su gesto. Nicole no duraría
mucho viva.
Se incorporó de nuevo para asomarse a ver a Nicole.
—Tú eres la que va a sobrevivir —se oyó de nuevo a Katya.
—¿Yo? —casi se rio de aquellas palabras—. Mi cuerpo tampoco resistirá
esto mucho tiempo. Mañana estaré como Nicole.
—Mañana yo ya habré muerto —le respondió la joven.
Lara sonrió sin saber por qué. Quizá allí dentro la muerte tenía un
significado diferente. Allí morir era salvarse de ellos. Se alegró por Katya.
—Ojalá mañana yo esté muerta también —dijo.
Cada vez le era más fácil sacar la cabeza de entre los barrotes o es que su
cuerpo se estaba inmunizando al dolor. Nicole estaba tumbada en el suelo y
respiraba con dificultad. Había vomitado sangre coagulada. Lara se detuvo en
su rostro, blanquecino, moribundo, y pudo ver a la muerte en ella de una
forma que no sabía explicar. Sin embargo la envidió.
—¿Está viva? —preguntó Katya.
—Sí —respondió Lara.
La puerta del pasillo se abrió tan rápido que Lara no tuvo tiempo de meter
su cabeza dentro de la celda antes de que la vieran. Se oyó una risa y notó
cómo le agarraban del pelo.
—Me lo pones muy fácil. —Lara notó cómo le caía sobre la cara
ondulado cabello rubio que desprendía aroma a manzana. De reojo, vio la
cara de una de las secuaces de Victoria—. No tengo las llaves de tu celda,
pero tú has salido a verme.
La chica volvió a reír.
—¡Mira Jack! —el chico acababa de acceder al pasillo de las celdas—. El
pajarito ha sacado la cabeza.
Jack miró a Lara entre risas.
Adele tiró del pelo de Lara obligándola a gritar mientras reía.
—¿Nunca has tenido pájaros Lara? —preguntó sin esperar respuesta—.
En mi casa había canarios. A mi madre le encantaban. Un día uno de sus
canarios apareció sin cabeza en el interior de su jaula.
La joven no dejaba de tirar con fuerza del cabello de Lara mientras esta
gemía de dolor.

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—Cuando hay halcones cerca, nunca debes acercar la cabeza a los
barrotes de tu jaula. —Lara sentía cómo algunos de sus pelos se rompían—. O
terminas perdiéndola.
Jack abrió la celda de Nicole. Sin embargo a Adele parecía importarle
poco lo que le ocurriera a su elegida.
—La elegida de India y Eric —dijo mientras torcía el cuello de Lara para
obligarla a mirarle la cara—. La preferida de Victoria.
Adele se detuvo a contemplarla un instante, perdiendo su mirada en la
imagen de la joven.
—¿Qué hay entre Eric y esa retrasada de India? —preguntó de repente,
como si Lara supiera la respuesta—. Qué tienen esos dos.
La joven no entendía a qué venía aquella pregunta y no sabía qué
responder. Si Adele seguía girándole el cuello de aquella manera, terminaría
rompiéndoselo.
—¡Dime! —le gritó.
Lara casi no podía respirar, y no podía moverse en aquella postura. Adele
iba a matarla, algo que deseaba sin ninguna duda. Pero una fuera irremediable
le hacía luchar contra la muerte, un instinto natural que no podía contener.
Sacó los brazos para hacer fuerza contra Adele, mientras sentía cómo algunos
de sus cabellos continuaban rompiéndose o desprendiéndose de su cuero
cabelludo, produciéndole gran dolor.
—¡Maldita niña! —Adele levantó su pierna para darle una patada en la
cara pero Lara sacó la suya a través de los barrotes a ras del suelo y mientras
recibía el impacto en su cara, logró dejar caer a Adele que gritaba con furia
llamando a Jack mientras Lara la agarraba del cabello también, tirando de ella
hacia los barrotes. La cabeza de Adele impactó contra ellos produciendo un
sonido metálico que retumbó por todas las celdas. Lara no la soltaba, aflojó y
volvió a tirar, esta vez con más fuerza. Y sintió la necesidad de hacerlo una
vez más.
—¡Adele! —se oyó un grito y Lara reconoció la voz de un ángel.

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He encontrado a Margaret Brown, debe tener ya más de ochenta


años, pero por suerte para mi, no solo sigue viva, sino que no vive
muy lejos de aquí. A pesar de que dudo que quiera recibirme, iré a
visitarla. Seguramente ella puede responder y resolver gran parte de
mis dudas.

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Desde el umbral de la puerta, se podía ver a Adele, de rodillas, con su cabeza


pegada a los barrotes. Tras ellos estaba Lara, que agarraba con ambas manos
la melena de Adele. De su nariz caía abundante sangre roja, rasgo de una
herida recién hecha.
Natalia quedó inmóvil con la imagen y fue Eric el que reaccionó de
inmediato. Cogiendo el hombro de Adele y lanzándola lejos de Lara.
Discutían, Natalia los oía discutir, a lo lejos, como un murmullo. Su
mirada estaba perdida hacia la imagen de Lara. Sus ojos brillaban y una
lágrima asomó por uno de ellos. Habían atacado a Lara, no había ninguna
duda. Eso era algo que había considerado de antemano. Lara era la donante de
Victoria por excelencia, el vínculo. Todos los sacerdotes estaban contra ella,
todos querían su muerte. Pero no era por eso por lo que se había petrificado.
Lara había reaccionado de una forma terriblemente familiar para ella. Y la
había llevado a otro momento y lugar. Sus ojos brillaban inundados en
lágrimas que caían por sus ojos ya. No podía evitarlo. Lara estaba haciendo
un vínculo con ella también y no podía aceptarlo, o aquel vínculo le
complicaría tremendamente las cosas.
Algo la sacó al fin de sus pensamientos. Nicole estaba convulsionando
con gran intensidad. Jack los llamó. La había cogido en brazos, quizá para
llevársela a la sala de recuperación, pero se vio obligado a depositarla de
nuevo en el suelo.
Nicole moría, Natalia no tenía dudas. Ni un milagro podría sacarla de
aquel abismo. Quizá su maletín, no lo tenía muy lejos de allí, como ya no
desconfiaba de Eric, lo había dejado bajo la camilla de Lara. Pero no iba a
mover ni un dedo para alargar la tortura de la joven. Ya no podía cargar con
ninguna culpa más, la culpa la consumía cada segundo. Estaba ya muy cerca
de Jean Marc, acababa de hablar con Victoria y dado el estado de las donantes
y la facilidad con la que Lara salía de su cuerpo, el Urushdaur acabaría la
noche siguiente. Solo dos sesiones más y todo acabaría.
«Mañana a esta hora», Jean-Marc estaría en el Leeds. Victoria preparaba
su llegada con todo detalle. Todos los invitados llegarían al día siguiente y

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Jean-Marc era un invitado muy especial. Lo había conseguido «Todo va a
acabar».
Nicole agonizaba bajo la mirada de Natalia. Jack y Eric habían ido hacia
las salas, a por algo para ayudarla pero Natalia sabía que ya era tarde
«Muere».
Se acuclilló junto a la víctima, y ante la mirada perpleja de Adele, le
sujetó la cara con las manos.
—Todo ha acabado ya —dijo acariciándola.
—¿Qué vas a hacerle? —preguntó Adele desconfiada.
Natalia ni siquiera levantó la mirada para responderle.
—Lo único que puedo hacer por ella —y aunque no era realmente cierto,
sí que era lo mejor que podía hacer por ella. Dejarla morir, acompañarla en su
muerte.
Se inclinó ante la mirada perdida de la chica, sabía que ella no podría
verla. Acercó su boca hacia el oído de Nicole.
—Tranquila, todo ha acabado ya —le susurró para que Adele no pudiera
oírla—. Todos pagarán por lo que te han hecho.
La besó en la sien, Eric y Jack ya habían llegado. Era tarde, Nicole
expiraba su último aliento. Natalia se separó de ella y se incorporó.
—Preparad el crematorio —dijo—. Yo misma la incineraré.
—Pero Victoria dijo que nada de más humo —espetó Jack—. Por eso
empezamos a enterrarlas. Otra incineración nos…
—Ella sí ha estado entre nosotros, y ha bebido sangre de Victoria —le
respondió Natalia con brusquedad—. Si la encuentran, Victoria no podrá
terminar el Urushdaur.
Le importaba poco que los cogieran o que Victoria pudiera terminar o no
el rito. Pero quería acabar con su cometido allí dentro, sin interferencias
policiales, sin que su plan y todo lo que la había llevado a él pudiera verse
truncado. Y existía el riesgo, que ante la amenaza de que la policía pudiese
estar ya cerca, Jean-Marc decidiera no aparecer en Leeds. Y eso no lo podía
permitir.
—Eric, ayúdame a preparar el crematorio —pidió.
Este en seguida asintió.
—¿Ahora eres el títere de esta imbécil? —Adele descargaba la frustración
de haber perdido a su elegida contra Eric, era de esperar—. Tú eres superior a
ella en la orden…
—Lo hará Adele —intervino Jack pasando por delante de su compañera
para salir por la puerta del pasillo.

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—Imbécil —lo insultó ella.
Jack se giró.
—Esto es culpa tuya —se defendió él—. Tú fuiste la que le hiciste esto.
Te dije que pararas.
Adele se levantó y Natalia pensó que pronto lo golpearía como siempre.
—Inútil —le volvió a insultar.
Pero Jack tenía más temple del que Natalia pensaba.
—Tú la elegiste —le respondió sin gritar—. Pero yo me acerqué a ella, yo
la traje aquí, yo la preparé, tú la malheriste y yo intenté recuperarla.
Adele se acercaba a él, pronto empezaría a agredirlo.
—Y ahora tú vas a acabar el trabajo —hizo una pausa— sola.
Adele lo golpeó o eso intentó, pero Jack ya había salido de allí y el puño
de la sacerdotisa golpeó la puerta de madera del pasillo. La joven dio un grito
enloqueciendo por momentos mientras siguió el camino de Jack, se
continuaron oyendo golpes y gritos cada vez más lejos.
Natalia se acercó a la pared en la que había un armario y sacó un saco
blanco, estrecho y largo, para envolver en él a Nicole.
—No es tu trabajo —le dijo Eric.
—No —confirmó la joven— pero no es culpa de ella.
Se inclinó sobre Nicole.
—Comprueba que Lara esté bien —le pidió.
Eric la miró. Su compañera era tan diferente al resto, como fascinante
para los ojos que la veían de cerca. No solo era admirable por su
conocimiento científico increíblemente acertado, sino por su propio
comportamiento, por su propia personalidad. Sabía que había aún mucho más
dentro de India de lo que él conocía, algo misterioso que dudaba si algún día
ella iba a llegar a mostrarle. Algo que deseaba descubrir. Sacó las llaves de la
celda de su elegida y se acercó a la puerta.
Lara tenía los ojos abiertos como platos después de haber presenciado
aquel circo. Y en cuanto vio a Eric se alejó al fondo de su celda, huyendo de
su captor.
La puerta rechinó al abrirse y Eric entro y se acercó a ella. Pero Lara no lo
recibió de buen modo.
—Deja que te vea —pidió él sin hacer fuerza contra ella.
Y no tuvo que repetirlo dos veces. Lara dejó caer el brazo con el que se
tapaba la cara, descubriendo la sangre que le había provocado Adele.
La joven observaba a Eric mientras este la inspeccionaba detenidamente.
Pensó que el chico podría ser el demonio personificado, pero su rostro parecía

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más hermoso cada día. Entre aquel paisaje gris en el que la habían sumido, el
pelo cobrizo del chico y sus ojos color turquesa, parecían una puerta hacia
otro lugar. Una esperanza que Lara sabía que no existía para ella, porque en
Eric estaba la muerte y no la libertad.
—Ellos no tienen las llaves de esta celda —le dijo—. No te acerques a los
barrotes.
Lara dirigió su mirada hacia India, que ya había entrado y se arrodillaba
junto a ella.
—Hay mucha gente que desea matarte —le dijo.
Lara pareció sonreír, pero en seguida comenzó a llorar.
—Pues matadme de una vez —pidió mirando hacia Nicole ya envuelta en
una bolsa de lino.
Eric y su compañera se miraron.
—Nosotros no queremos que mueras —dijo él y Lara se sobresaltó.
No entendía qué querían decirle aquellos descerebrados. ¿Había esperanza
de sobrevivir? No para ella.
—Aguanta hasta el final —le pidió la chica a la que llamaban India.
Lara estaba desconcertada. Negaba con la cabeza.
—Mi cuerpo no aguantará esto mucho tiempo —dijo, y era
completamente sincera, lo que hacían con ella era brutal, no había cuerpo que
pudiera resistirlo.
—Tienes que llegar hasta el final —añadió Eric.
Lara negaba llorando.
—No puedo más —lloró.
Natalia puso su mano sobre la espalda de la joven y esta se sobresaltó. La
sacerdotisa entendió el gesto y se lamentó por ello. Podía quitarle el dolor,
pero no debía, una medicación tan avanzada la delataría ante el resto.
Natalia apartó su mano mientras observaba a Eric y la manera en la que
este miraba cada una de las heridas en los brazos de Lara. Sintió que era el
momento de marcharse. Eric solo disponía de dos días junto a su ángel.
Momentos que grabaría en su mente para recordar mañana y noche, todos los
días de su vida.
Los dejó solos.

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Natalia tenía en las manos tres cuchillas procedentes del interior de la


doncella de hierro. Las había limpiado con un pequeño trapo y las depositó
sobre una de las mesas del laboratorio. No se oía nadie por los pasillos. El
resto de la orden, estaría en la sala de música. No le había sido fácil contar
con el consentimiento de Victoria para librarse de aquel rito sexual al que se
negaba a participar. Sin embargo, no le fue difícil hacerse necesaria e
imprescindible para la directora de aquel circo, y contar con sus innumerables
favores.
Le dolía el estómago y sintió una leve fatiga. La medicación cada vez
parecía hacerle menos efecto. Los sacrificios, la sangre, y el ritual posterior…
Tomó aire. Si Victoria la hubiese obligado a formar parte de aquel ritual no
sabía como lo hubiese hecho. Todos los miembros de la organización se
reunían y protagonizaban orgías que ni su mente quería ni podía imaginar.
Quizá hubiera desistido en su propósito y habría escapado con los suyos, o
hubiese muerto en el intento.
Abrió la boca, se ahogaba. Nunca sería capaz de enfrentarse a aquello.
Jamás, ni aún no teniendo las marcas en su piel que delataban su verdadera
identidad, podría hacerlo. Cerró los ojos, el ser consciente que existía la
posibilidad de que algún día Victoria la obligara, convertían su existencia allí
en un tormento aún más atroz, un tormento más de tantos que la perseguían
constantemente. Era capaz de torturar, de matar, de preparar pócimas
mortales, pero no de participar en algo como aquello.
Recordó su infancia y se vio a sí misma encogida bajo su cama. Oía las
pisadas de su padrastro en los pasillos y temía el crujir de la cerradura de la
puerta de su dormitorio. Nunca podría olvidarlo, nunca lo superaría, y eso sin
contar las consecuencias que tuvieron aquellos abusos, no solo en su mente
sino en su cuerpo, ya que una parte de ella nunca se desarrolló como debería.
Nunca podría descubrirse ante los hijos del Dragón. Jean-Marc era conocedor
de su deformidad genital, eso junto a las cicatrices en su torso que formaban
su nombre, sería la confirmación de su verdadera identidad, y por tanto de su

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muerte. Una lágrima recorrió su mejilla izquierda, y el arma que apretaba su
costado pareció arder con sus sentimientos.
La puerta del laboratorio se abrió, ya habrían terminado y alguien venía a
meter las narices en su trabajo. Natalia se giró de inmediato. Era Federic, que
sonrió con amabilidad, una amabilidad de la que Natalia era consciente que
carecía.
Cada vez le repugnaba más aquel ser despreciable, su pelo castaño claro y
su tez de tono colorado, como si siempre estuviera borracho. Su nariz era
ancha, con la punta redondeada y su labio superior sobresalía sobre el inferior
llegando a igualar la punta de su nariz. No podía soportarlo.
—India —le dijo—. ¿Qué haces por aquí?
Se acercó a su hombro, tanto que Natalia pudo notar el cálido aliento del
indeseable a través de la capa blanca que cubría su cuerpo, y percibió su
característico olor. El estómago de se le encogió sin remedio, si Federic no se
apartaba de ella, acabaría vomitándole encima.
—Estoy arreglando las cuchillas de la doncella —dijo apartándose a un
lado.
Federic apoyó su cadera en la mesa sin dejar de observar las cuchillas.
—¿Qué les ha pasado? —preguntó con interés.
Natalia tomó aire despacio. La voz y el olor de aquel criminal se estaban
haciendo insoportables.
—Le sugerí a Victoria un cambio en la posición de las cuchillas —dijo
manteniendo la calma, mientras su interior pedía a gritos que entrara alguien
más en el laboratorio—. Estas deben de ser más cortas.
—También modificaste algunas cuchillas de la jaula hace poco ¿no? —
preguntó con curiosidad.
Natalia asintió con la cabeza, se hizo un breve silencio que se vio obligada
a interrumpir. Evidentemente Federic quería saber un por qué.
—La jaula no tiene las cuchillas móviles como la doncella, no es posible
adaptarla a la altura y forma de la persona que esté dentro. —Sintió como un
leve temor le recorría las entrañas—. Victoria estuvo de acuerdo conmigo en
que si la chica era demasiado pequeña o demasiado alta, las cuchillas no
hacían su trabajo. Ahora son desiguales, y producen el mismo efecto con
cualquier altura.
Federic asintió.
—¿Y por qué no se balancea como antes? —preguntó el criminal y
Natalia se apresuró a responder.

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—Al tener desigualdad en la longitud y grosor de las cuchillas, el peso no
está repartido de manera uniforme. Están colocadas de manera que el peso del
cuerpo caiga hacia la parte contraria del peso de la mayor parte de las
cuchillas gruesas. Con lo cual, el movimiento hace que la jaula se balancee
con menor amplitud.
—Es el balanceo lo que produce las heridas. —Espetó él.
—Es el balanceo lo que produce que la mayor parte del residuo caiga
fuera del embudo, y el sacrificio se convierta en una carnicería.
Federic no supo qué responder a las palabras de la sacerdotisa,
permanecía sin moverse de su lugar, observando como Natalia preparaba un
artilugio para cortar las cuchillas. Una situación que Natalia necesitaba que
terminara.
—Aún no entiendo cómo Victoria no te obliga a terminar los ritos. —Dijo
él perdiendo todo tono cordial.
Y ahí era a donde Natalia no quería llegar. Federic no obtuvo respuesta.
—No soy el único que se opone a esa libertad que te permites.
—Entonces habladlo con ella —la respuesta de la joven pareció ofender a
Federic.
El hombre se acercó a Natalia por detrás, pegando su cuerpo
repulsivamente contra el de ella.
—Aún sabes muy poco de esta organización. —Le dijo él, mientras
Natalia podía sentir el calor del cuerpo que se pegaba al suyo—. Cuanto más
enemigos te crees aquí dentro, menos posibilidades tendrás de permanecer
viva.
—Apártate de mí —las manos de Natalia comenzaron a sudar y el arma
que llevaba atada a su costado, ardía sin remedio.
—Vas a venir conmigo por propia voluntad —la reprendió él, agarrando
con fuerza el brazo de Natalia.
Ella ni siquiera se movió, quedó inmóvil mientras la boca de Federic se
acercaba a su oído derecho.
—O te puedo asegurar que las cosas para ti pueden cambiar aquí dentro.
Natalia cerró los ojos mientras notaba la presión de la mano de Federic en
su brazo. Estaba ocurriendo algo que desde un principio temía, y ese temor
era aún más grande que el pensar que alguien la podía obligar a participar en
una orgía. Bajó la cabeza, y sintió cómo la sangre que recorría sus venas
comenzaba a recordarle quién era verdaderamente.
Apretó los dientes mientras el cuerpo de Federic casi aplastaba al suyo
contra la mesa. Su interior gritaba, sí, pedía a gritos que sacara eso que

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llevaba guardando aquellos dos años y medio. «Eso», eso que la hacía sentir a
veces tan bien y otras tan culpable. El arma que llevaba sobre la piel del
costado vibraba. Podía sacarla y rajar con ella a Federic de arriba abajo, de
lado a lado, carne, huesos, vísceras, nada era impedimento para la cuchilla de
un arma invencible. Podía gritarle, gritarle quien era mientras lo hacía «Soy
Natalia, esa de la que Jean-Marc os advierte continuamente». Pero entonces
todo acabaría.
—Así que da la vuelta —ordenaba él ajeno a los pensamientos de Natalia
— y sígueme.
Natalia relajó los músculos del cuerpo, que inconscientemente había
contraído. Lo había intentado por todos lo medios, pero una parte de ella no
quería guardar lo que Federic estaba sacando de las entrañas de su ser. Le
recordaba tanto a Jean-Marc.
Notó como la mano del repulsivo hombre palpaba su cuerpo por encima
de la ropa. El estómago de Natalia se encogió, y su interior ardió con fuerza.
Podía llevar una máscara las veinticuatro horas del día, ayudar en las torturas,
colaborar con el ritual, ¿pero su instinto?, este era incontrolable.
Se giró rápidamente hacia Federic cogiendo una de las cuchillas de la
doncella de hierro, que con gran puntería, con su mano zurda clavó en el
lagrimal derecho del criminal.
Lo había hecho, había sacado eso que llevaba guardando, quizás
demasiado pronto, siempre era demasiado pronto. Ahora tendría que recibir
las consecuencias. No le importaron.
La acción de Natalia había pillado desprevenido al criminal que
inmediatamente se encorvó sobre la mesa, mientras se tapaba el ojo del que
brotaba roja sangre, sangre similar al que él acostumbraba a hacer a las
víctimas. Sin embargo, no se detuvo en su dolor, agarró un reloj de arena que
estaba sobre la mesa y giró su cuerpo, haciéndolo chocar contra la cabeza de
Natalia, que aunque intentó protegerse con los brazos, recibió el impacto.
La puerta del laboratorio se abrió. Eric no tuvo que detenerse en
contemplar la escena para deducir qué estaba ocurriendo y en seguida acudió
a inmovilizar a Federic. Este se resistió y logró escapar de los brazos de Eric
para volver a golpear a la sacerdotisa. El puño de Federic impactó en la cara
de Natalia que cayó al suelo.
—¡Maldita puta! —despotricaba el criminal agarrando la piedra de la
máquina de afilar las cuchillas y la levantó con sus brazos, para dejarla caer
sobre la chica. Natalia ya estaba en pie. Eric empujó a Federic y la piedra
cayó sobre la mesa rompiendo el mármol de la encimera. Natalia fue

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consciente que el mármol podría haber sido su propia cabeza. Federic era
fuerte, ni siquiera Eric podía detenerlo.
—No vuelvas a amenazarme —continuaba ella.
—¡Basta! —gritaba Eric, pero Federic no lo escuchaba. No apartaba su
mirada de Natalia a la vez que buscaba desesperadamente algo con lo que
golpearla—. ¡Basta!
Eric volvió a empujar a Federic y se colocó interponiéndose entre el
agresivo criminal y su compañera.
—Vete de aquí —gritó el joven y recibió la intimidante mirada de un
asesino.
Federic frunció el ceño. No había dudas de que el criminal golpearía
también a Eric de un momento a otro. Natalia fue consciente de que no lo
conocía bien. Sabía que era agresivo, pero no había palabras para describir a
aquel salvaje.
Eric estaba más cerca de él, recibiría el primer impacto. Natalia cogió un
atizador, con una afilada punta en forma de uve. Sería suficiente para
golpearlo y alejarlo. Pero ya viendo a Federic en aquel estado, dudaba que
una brecha en su cabeza lo detuviese. Y si se lanzaba sobre Eric, no tenía más
remedio que sacar la gubia. Algo que no debía hacer a pesar de que
verdaderamente era lo que deseaba y lo más eficaz contra aquel criminal,
porque era evidente que su fuerza física era muy superior a la de ambos, y
poco podían hacer contra él.
Pero Federic permanecía inmóvil, la sangre de su ojo brotaba sin parar.
Levantó una mano hacia ellos.
—Adele tiene razón —dijo al fin—. Te has convertido en el títere de esta
maldita puta.
—Vete de aquí —le repitió Eric y a Natalia no le gustaba el tono que
estaba tomando el asunto. Su compañero se arriesgaba por ella, algo que
irremediablemente crearía un vínculo entre ella y el joven, un vínculo similar
al que ella comenzaba a crear con Lara, vínculo que no podía permitir, que no
cabía en sus planes.
Federic miró a uno y a otro y asintió con la cabeza.
—Sí, la loca de Adele tiene razón —continuó—. No sois solo compañeros
de rito.
Los señaló con el dedo.
—Se lo diré a Victoria —la amenaza era hacia Natalia—. Recibirás tu
castigo, tenlo por seguro.

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No obtuvo más respuesta que la intimidante mirada de una asesina, «Ten
por seguro que tendrás una muerte acorde con tus actos, y no me demoraré».
Federic se marchó aún tapando su ojo derecho con su mano de la que
entre los dedos goteaba sangre en abundancia.
—¡Estás loca! —le reprendió Eric en cuanto se quedaron solos.
Natalia lo apartó de la mesa para pasar por delante de él. Cogió la cuchilla
con la que había rajado el lagrimal de Federic, y la limpió con el mismo trapo
con la que momentos antes, había limpiado la sangre de la víctima que
aquella noche, había muerto en el interior de la doncella de hierro.
—No me gustan las amenazas —dijo ella.
—Pues vete acostumbrando, ya que en este nivel son muy frecuentes —le
respondió él—. Si sigues así, acabarán matándonos.
Natalia frunció el ceño, Eric hablaba en plural, y no debía de hablar en
plural. No eran compañeros realmente, ella no era la sacerdotisa del
Urushdaur. Y en su plan, no podía tener compañeros, negó toda compañía que
se ofreció entre los buscadores del conocimiento. No quería arriesgar a
ninguno de los suyos con su locura. Impensable dejarse acompañar por un
Hijo del Dragón. No, no quería deberle nada, ni un solo favor, aunque
tampoco quería perjudicar a Eric allí dentro, una vez que ella acabara con su
cometido.
Tomó aire mientras se tranquilizaba. Ya quedaba poco para acabar con
aquello, su existencia en Leeds se estaba haciendo insufrible, insoportable. Ya
estaba en un nivel bastante alto dentro de la organización y su vida era un
autentico infierno. Y aunque cualquier cosa mereciera la pena si finalmente
podía matar a Jean-Marc, sí que era cierto que le estaba saliendo
tremendamente caro. Ahora tenía un problema añadido, si Victoria decidía
castigarla, lo tendría bastante feo. Los castigos allí rondaban los latigazos, el
empalamiento si se pretendía la muerte, o bien los aparatos de tortura que
servían para los sacrificios.
Temía a los latigazos, no tanto al dolor que le produjeran, como a
descubrir su torso. Comenzó a considerar, como tanta veces había hecho con
anterioridad y a pesar de tener a Jean-Marc prácticamente en sus manos, que
todo aquello había sido una locura por su parte.
—Victoria va a castigarte por esto —dijo Eric.
—Si también lo castiga a él, habrá merecido la pena —respondió y Eric
sonrió mientras negaba con la cabeza.
—Federic no es uno más —dijo el joven—. No creo que a él lo castigue.

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Realmente daba igual el castigo que recibiera Federic, ya estaba
sentenciado, como todos ellos. Todos los que firmaron el tratado de Jean-
Marc porque «Aliarse con mi padrastro es hacerse mi enemigo. Todos están
en la lista». Todos y cada uno de ellos estaba, de principio a fin, y aunque las
cosas no salieran como esperaba, y finalmente ella muriera, antes de que eso
ocurriera, se llevaría consigo a la mayoría, «Tú el primero maldito Federic».
Y como tantas veces en su vida, sobre todo en los últimos años, se alegró de
ser como era y de poseer la particularidad que tanto detestaba.
Alguien más irrumpió en el laboratorio, Natalia dirigió los ojos hacia la
puerta, era Jack. Miró con atención cada uno de los objetos que Federic había
volcado sobre la mesa, y se detuvo en el reloj de arena roto en el suelo.
—Eric, necesito que me ayudes con la incineración —le dijo—. Adele se
niega a hacerlo.
Eric asintió con la cabeza y se dispuso a seguirlo mientras Jack lanzó una
mirada a Natalia, que bien habría podido impactarle como un segundo reloj de
arena sobre su cabeza.
Natalia quedó sola. Colocó sobre la mesa alineadas las tres cuchillas y un
medidor de hierro junto a ellas, e hizo una muesca con un punzón a la altura
deseada. Conectó el cortador. Se dispuso a continuar con su trabajo.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

El invierno había llegado y con él el frío y la nieve. Aún durante el día, el sol
era capaz de derretir parte de la nieve y permitía pasear. Erzsébet iba delante,
en un corpulento caballo negro. Montar a caballo era una de las aficiones
favoritas de la condesa, quizás de las pocas que tenía que no implicara sangre
y muerte.
Erzsi la observaba. Aunque la condesa ya tuviera una edad avanzada, era
una amazona ágil. Se mantenía erguida sobre la montura a pesar que en aquel
momento, montaba de lado como las damas. Era bien sabido que para la
cacería, le gustaba vestir ropa masculina y montar como los hombres, un
gusto al que Anna Wittelsbach la acompañaba con gran entusiasmo.
Erzsi las había acompañado sin más remedio en numerosas ocasiones, ya
que a ella no le gustaba la cacería y mucho menos de la forma que lo hacían la
condesa y la joven. Ella no era tan buena jinete y mucho menos, capaz de
apuntar con la ballesta encima de un caballo a galope. Siembre terminaba
quedando atrás, aburrida y perdida, hasta que Erzsébet y Anna llegaban
riendo, mostrando sus trofeos de caza, seguidas de una jauría de perros que la
joven podía dominar con unos potentes silbidos mucho mejor de lo que la
hacía la dueña del castillo.
A Erzsébet no parecía importarle que Anna fuera mejor que ella en algo, y
eso era bien extraño, ya que la condesa no soportaba que nadie fuera mejor
que ella en nada y mucho menos una noble menor. Sin embargo, con Anna
era diferente. Se sentía orgullosa de todo lo que la chica aprendía, de todo lo
que lograra hacer mejor que lo demás, mejor de lo que lo hacía ella. Ni
siquiera con sus hijos había sido así.
Erzsébet se giró para hablarle y su gesto la sacó de sus pensamientos. Sin
embargo, la condesa no dijo nada, volvió a mirar al frente y aligeró el paso.
Erzsi tenía frío a pesar de llevar abrigo. Un pesado abrigo de pelo gris que le
había regalado Erzsébet, cuando ella era la mejor amiga de la condesa.

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Miró hacia la nieve. Recordó los años junto a ella, cuando la burguesa era
su único apoyo. Y Erzsi hubiese seguido así para siempre, sin embargo, algo
había cambiado las cosas, «Anna» y mucho se temía que las cosas pronto se
tornarían a peor.
La condesa no llevaba bien el invierno, nunca lo llevaba bien. No
soportaba estar encerrada en el castillo durante días sin poder salir porque la
nieve no se lo permitía. Era también una época difícil para proveerle
muchachas, sin contar el número que morían por enfermedades aún en las
mazmorras y que solía ser un mal presagio, porque cuando esto sucedía,
solían morir varias a la vez o en días sucesivos. Cada vez era más difícil
encontrarle cuerpos para el ritual y habían terminado acordando hacer solo un
ritual cada siete días. Algo que había causado un empeoramiento del estado
de ánimo de Erzsébet. Uno cada siete días no eran suficientes, la condesa era
insaciable. Recordaba que en los años en los que abundaban muchachas,
hacían ritos a diario. Y Erzsébet estaba tranquila, sin sus crisis nocturnas, sin
sus pesadillas ni miedos. Hasta el invierno era más llevadero, porque podía
tan solo salir al patio y mandar atar a una biga a cualquier muchacha del
castillo, denudarla, y vaciar sobre ella un cubo de agua fría. Y esperar y
observarla temblar y convulsionar a la pobre desdichada, hasta acabar
congelada. Luego se acercaba al cadáver y observaba detenidamente la
escarcha fusionada en la piel desnuda de la chica y la acariciaba por largos
ratos. Sentía verdadera fascinación por los cuerpos congelados y eso se
reflejaba en su humor. Ahora la condesa tenía que renunciar a ello y a muchas
otras cosas.
Erzsébet seguía sin hablar. Cada vez tenía menos conversaciones con ella.
Ya le parecía extraño que pasearan juntas, sin Anna, Anna siempre estaba,
con su sonrisa perfecta y su forma serena de hablar.
—¿Dónde está Anna? —preguntó la burguesa.
Erzsébet ni siquiera la miró para responderle.
—Ha ido al pueblo con Katryna —le respondió—. Aunque ya estará de
vuelta en Cachtice.
Katryna, era la sirvienta que Erzsébet había puesto a vigilar a Anna, pero
sin embargo Anna le daba un trato muy especial. La explicación que Erzsi le
daba al comportamiento de Anna con respecto a los sirvientes era su
condición de nobleza baja. Una nobleza casi fusionada con la servidumbre.
Katryna era algo así como la dama de compañía de la joven, su sombra por
orden de la propia condesa. Anna odiaba ser observada y seguida, pero le

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gustaba la compañía de Katryna. Erzsi no la culpaba, quizás si la compañía
hubiese sido Dorkó o Piroska no hubiese sido así.
Una vez en semana las dos jóvenes iban al pueblo a visitar a la familia
Beneczky que ya se reducía solo a una madre y un hermano.
—Regresamos —le ordenó Erzsébet pasando por su lado a galope.

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Había tenido que hacer varias llamadas y prometer varios favores para que le
dieran la dirección exacta del domicilio de Margaret Brown. El GPS del
coche le indicó que era el punto exacto de la calle. Buscó un hueco para
aparcar el coche y salió de él rápidamente. Llevaba una carpeta en la que si
tenía suerte de que Margaret lo recibiera, apuntaría todos y cada uno de los
detalles del Urushdaur.
Llamó al timbre con decisión. Una joven africana abrió la puerta de
inmediato.
—No estamos interesados en contratar nada —le dijo con una amplia
sonrisa.
Emanuel abrió la boca para responder, pero una anciana gritó desde el
pasillo interior.
—¡Vete! —dijo la mujer—. No tenemos ordenadores en casa, ni los tendré
en lo que me quede de vida.
Nel encontró la oportunidad.
—Disculpe, ¿es usted Margaret Brown? —preguntó con cordialidad.
—¡No! Y no pienso contratar nada —dijo la mujer con convicción
colocándose en el umbral de la puerta.
—No vengo a venderle nada —respondió Mason, intimidado por la
mirada de la anciana mujer—. Mi nombre es Emanuel Mason, y soy…
—Sé quien es —respondió la vieja Margaret—. Y tampoco me interesa
nada de usted así que ¡márchese!
—Pero…
—¡Váyase le he dicho! —la mujer se apresuró a cerrar la puerta y Nel se
lo impidió con una mano.
—Vengo por el Urushdaur. —Nel agotaba sus escasas posibilidades.
—Ya se han reído bastante de mí por ese tema —protestó la mujer—.
Usted y todos sus arrogantes colegas de profesión.
Margaret escupió y la saliva verdosa cayó a pocos milímetros de los
flamantes zapatos de Nel.

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—Están intentando llevarlo acabo —dijo Nel sin dejar que Margaret
cerrara la puerta y aquellas palabras parecieron llamar la atención de la mujer,
pero sin embargo, no dejaba de hacer presión sobre la puerta.
—¡Váyase de una vez imbécil! —fue la respuesta de la historiadora.
Nel necesitó ayudarse con el hombro para evitar que la anciana cerrase la
puerta, a pesar de los años, Margaret era más fuerte de lo que parecía a simple
vista.
—Necesito su ayuda —imploró—. No hay mucho sobre ese ritual. Hay
jóvenes que están muriendo, ya tienen los cuerpos donantes.
—¡Déjeme en paz! —gritó la mujer.
Nel se dio por vencido, y utilizó su último cartucho.
—Erzsébet Báthory realizó el Urushdaur durante años —dijo a la vez que
dejaba de hacer presión sobre la puerta, y esta se cerró en sus narices.
Esperó un instante, sin decir ni una palabra mientras pensaba alguna
forma de poder convencer a la testaruda historiadora de que lo recibiera. No
tuvo margen de pensar mucho. La puerta se volvió a abrir.

La sala del traspaso estaba vacía. Natalia estaba arrodillada en el hueco que
quedaba entre el sarcófago de la dama de hierro y la tapa de pinchos que
estaba entreabierta. Había tenido que quitarse la capa para poder trabajar
mejor. Tan solo quedaba una única cuchilla que colocar.
La puerta se abrió y a paso apresurado entraron Victoria y su séquito.
Natalia los miró de reojo y continuó trabajando, sabía que no se demorarían
en buscarla. La sonrisa de Federic significaba que Victoria le había dado carta
blanca respecto a ella. Era algo que esperaba, ahora solo le faltaba albergar la
esperanza de poder resistir el castigo.
Victoria puso la mano en la tapa de la doncella de hierro, un solo gesto
rápido de la mujer, hubiese sido suficiente, para hacer de Natalia un sándwich
con aquel aparato de tortura.
—India —la llamó y Natalia la obedeció de inmediato, levantándose hacia
ella con la cabeza baja—. Bien, Federic me lo ha contado todo.
No estaba en una posición segura con aquellas cuchillas rozando su
túnica, ante Victoria y cinco sacerdotes, de los cuales cuatro, deseaban su
muerte. Cristine parecía satisfecha con la imagen, al igual que Adele. Natalia
podía leer en sus ojos el deseo de ambas, cualquier movimiento brusco de
cualquiera de ellos, era peligroso.

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Victoria se acercó, cortándole toda salida de aquel sarcófago de la muerte.
Por un momento temió que fuera el sarcófago el castigo que la esperaba. Pero
la mujer alzó su mano y la cogió por la barbilla obligándola a levantar la
vista. Natalia miró de reojo a Federic, llevaba el ojo tapado con gasas y
esparadrapo. La satisfacción al verlo fue tal que por un instante no temió el
castigo que le fueran a imponerle.
—No quiero que algo como esto vuelva a pasar —dijo con tono severo—,
nunca has dado problemas en este tiempo. Era algo que no esperaba de ti.
«Hay tantas cosas que no esperas de mí».
—Pero no por eso debo de dejar este caso impune —dijo—. Síguenos.

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—La señora lo está esperando en la biblioteca. —Le dijo la mujer africana,


invitándolo a pasar.
Emanuel hizo un gesto cortés con la cabeza, como si aquel recibimiento
fuera el primero que le hubiesen ofrecido y entró en la vivienda. Siguió a la
mujer por un largo pasillo de estilo barroco, hasta llegar a una puerta doble.
Sintió el calor de una chimenea en seguida. Junto a ella, en un antiguo sillón
de piel marrón oscura, esperaba Margaret Brown, que sin dirigir su mirada
hacia él, señaló un sillón gemelo al suyo, frente a ella.
—Siéntese ahí por favor, doctor Mason —lo invitó.
Nel sin decir nada, obedeció a la mujer y se sentó en el sillón, con la
sensación de que conversar con Margaret no iba a ser una tarea fácil.
Margaret lo miró y sonrió.
—¿Qué es eso de Erzsébet Báthory? —preguntó la mujer y Nel percibió
como los ancianos ojos de Margaret brillaban.
—Tengo la total convicción y podría explicarle los motivos en otro
momento, de que Erzsébet practicó el Urushdaur durante años.
—Busqué a lo largo de la historia asesinos en serie que pudieron
realizarlo, pero nunca consideré a Erzsébet. Sus asesinatos nunca se han
probado.
—Le puedo garantizar que eran ciertos.
—Considerándolos como reales, estaría de acuerdo con usted. No es un
ritual fácil, y necesitaría muchas víctimas. —La mujer asentía mientras
hablaba.
—Usted afirmaba que el Urushdaur no era cosa del pasado sino una
realidad. Que organizaciones secretas lo realizaban en la actualidad…
—Sí —confirmo la mujer—. Y por ello perdí toda la credibilidad.
—En este momento, en los alrededores de Londres, se está llevando a
cabo el Urushdaur —replicó Nel de inmediato.
—Y usted los está investigando. —Margaret rio—. Está firmando su
propia sentencia doctor Mason.
Nel frunció el ceño.

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—Son organizaciones extremadamente peligrosas —añadió Margaret.
—Ese es precisamente mi trabajo.
—Pues ese trabajo lo llevará a la tumba… o hacia algo aún peor.
Nel miró el fuego en el interior de la chimenea. No era la primera vez que
oía esas palabras. Palabras a las que toda la vida había temido, sin embargo,
esta vez sonaban diferentes.
—Hábleme de esas organizaciones que según usted, practican el
Urushdaur. —Continuó Nel.
Margaret sonrió.
—Después de años de trabajo solo logré localizar un par de ellas. —La
mujer se acomodó en el respaldo del sillón—. Son organizaciones con una
jerarquía muy bien organizada, y con poder económico sin límites. Encontré
muchas trabas.
—¿Logró introducirse en alguna? —preguntó Nel con curiosidad.
Margaret rio.
—No —respondió—. Estoy loca, pero no tanto. Entrar, era algo parecido
a hacerse esclavo de los niveles superiores, y estamos hablando de
costumbres muy primitivas de esclavitud. La vida de los niveles más bajos, no
valen nada. Habrá estudiado cientos de organizaciones, pero le puedo
asegurar que pocas de este tipo. Cuando hablo de esclavitud, habría que
retrotraerse unos siglos. Usted ya me entiende.

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Natalia no dijo nada. Dejó caer al suelo la cuchilla de la doncella de hierro


que le quedaba por poner. Bajó la vista y se miró su mano izquierda, llevaba
el utensilio para atornillar las cuchillas. Se tomó un instante, mientras dentro
de ella, un cierto temor comenzó a recorrer sus piernas. Podían flagelarla, y
no temía a los latigazos, Federic y Victoria la desnudarían para hacerlo. Sus
piernas se aflojaron y su cuerpo pareció pesar toneladas sobre sus pies. No
podían verle el pecho, no podían ver sus cicatrices. Tomó aire y dejó caer la
herramienta.
Dio dos paso y se colocó tras Victoria, Cristine sonreía a su lado. Eric
estaba tras Federic, cabizbajo, evitando la mirada de Natalia. Junto a él estaba
Adele, su eterna perseguidora. Ella estaba radiante, orgullosa y satisfecha por
el inminente castigo de su rival. Si la relación que mantenía con Adele ya era
mala desde que hubo puesto un pie en Leeds, desde el comienzo del rito,
desde que fue designada compañera de Eric, y en las últimas horas en la que
Adele había inundado el castillo con invenciones sobre ella y Eric, sumado a
la muerte de Nicole, su relación se tornó a una gran batalla silenciosa, silencio
que se rompería en cualquier momento, momento del que Natalia estaba
ansiosa de que llegase.
A su otro lado, estaba Cristine. Esta no tenía más razones para odiarla que
envidiar su particular conocimiento y encima, a pesar de ser una novata, la
hubiese superado en el ritual. Aunque las chispas que producían sus cuerpos
cuando estaban cerca, habían estado desde siempre. Desde la primera vez que
se vieron, Natalia la sentenció en su mente. Era de esas personas, que tan solo
con verlas, necesitaba matar. Le pasaba con ella y con Federic, con una
intensidad que a veces no podía controlar. Y por último, tras ella, se colocó
Jack. El más inútil de todos los sacerdotes, un imbécil con un cuerpo grande y
fuerte y un cerebro reducido. Un asesino, que tampoco encajaba mucho en
aquella orden. Natalia siempre lo consideró un asesino solitario. De hecho,
eran numerosas sus escapadas nocturnas y muy conocidos los fines en ellas.
Una personalidad atormentada, quizás por el hecho de haber tenido durante

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un tiempo su instinto reprimido, y una vez que entró en la orden y le quitaron
los límites, no podía controlar.
Por último miró de nuevo a Federic, y tuvo que apartar la mirada de él
para poder controlarse, porque ahora que estaba escoltada por todos ellos,
sabía que de su costado, podría sacar algo con lo que terminar con aquello en
menos de un minuto. Eran seres despreciables, lo merecían. Hasta un imbécil
podría ver, cómo en el interior de aquel tipo de organizaciones solo ascendían
los miserables, los mezquinos, los verdaderos asesinos, siendo ella misma, un
claro ejemplo de ellos.
Siguió a Victoria por el pasillo, escoltada por el resto de sacerdotes, y
bajaron al sótano. Victoria se detuvo ante una de las habitaciones, abrió la
puerta e invitó con un gesto a que entraran. El resto de sacerdotes y Natalia,
entraron tras ella.
Natalia observaba la habitación. No había nada, solo pared de piedra. Del
techo colgaban dos cadenas que terminaban en grilletes. Era una sala de
tortura que no se solía usar con frecuencia, ya que dada la dureza de los
castigos, pocos en la organización se atrevían a ir contra las normas.
Federic no se demoró y en seguida empujó a Natalia y la ató a las cadenas
en muñecas y tobillos, inmovilizándola completamente. Victoria tenía la
mirada perdida sin embargo, como si quisiera acabar con aquello cuanto
antes, para atender otros asuntos más importantes.
Natalia miró hacia la pared, allí había varios utensilios de tortura,
ganchos, cuchillos de distinto tamaño, grandes tenazas, atizadores, un flagelo
de correas de piel y otro de piel y plomo, el mismo que Eric y ella usaron
contra Lara en el primer rito. Federic los recorría con la mirada uno por uno y
Natalia supuso que el repulsivo criminal elegiría los más hirientes. Sintió un
leve temblor en las piernas, pero algo en su interior le recordó que tras aquel
castigo vendría otra cosa. Recordaba la sensación que se sentía al acabar con
la vida de alguien como Federic, claro que la recordaba, la sensación más
placentera que pudiera experimentar un ser humano. Cualquier cosa que le
hiciera padecer merecería la pena. «Porque si sobrevivo a esto, estarán
contados tus días».
Dirigió la mirada hacia su compañero. Eric la observaba completamente
aterrorizado. Natalia no entendía el motivo. Quizá temía quedarse solo en
Urushdaur con Lara, o quizá sentía lástima por ella.
Ambas cosas pasaban por la cabeza de aquel extraño asesino entre otras
muchas más. Al contrario que su compañera, él no había puesto oposición a
un inexplicable vínculo de lealtad y admiración por la sacerdotisa. Un vínculo

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similar al que hasta hacía muy poco tiempo había tenido con su gemela
Cristine y que había roto por voluntad propia. Temía por su sufrimiento o por
su muerte. Estaba seguro que Victoria no quería matarla, no podía deshacerse
de su única esperanza en el Urushdaur, si su compañera no hubiese sido la
pieza clave en el rito, sin ninguna duda, hubiese permitido su muerte. Pero
temía que como siempre, Federic entrara en un ataque de locura como había
hecho en el laboratorio momentos antes, y acabara con ella. Victoria no podía
detener a aquel salvaje, la mataría. Y no se imaginaba continuar el rito sin
ella, no podía quedarse solo con Lara, era incapaz de hacerlo solo.
—Vosotros no os podéis quedar —dijo Victoria al resto, se pudo ver la
decepción en el rostro de Cristine y Adele.
—Quiero ser yo quien lo haga —pidió Adele.
Victoria negó con la cabeza.
—Ya lo hemos hablado antes —respondió—. Ella es una sacerdotisa del
Dragón, su alma es de Lilith. Y según las normas, solo la puede castigar
alguien superior, Federic o yo.
—Pues déjanos estar presente —pidió Cristine.
Victoria volvió a negar.
—Solo Eric puede estar presente. —Todos dirigieron la mirada hacia el
joven, este no había apartado los ojos de su compañera. Natalia negó con la
cabeza.
—No —oyó decir a Victoria y esta negativa iba dirigida a Federic, este
soltó los flagelos con las puntas de plomo. Natalia expulsó aliviada todo el
aire contenido en su pecho.
Parecía que aunque el poder de los niveles superiores sobre los inferiores
fuera ilimitado, Victoria sí que limitaba a Federic respecto a ella.
Victoria señaló el atizador.
—Será suficiente —dijo.
Natalia cerró los ojos, y notaba como el sudor le caía axilas abajo. El
atizador, no sabía qué era peor. Al fin y al cabo Federic la quemaría en
lugares estratégicos, para causarle mayor dolor.
El pulso se le aceleró hacia tal velocidad que le provocó un fuerte dolor en
el pecho, como si contra él hubiese chocado un adoquín pesado. Federic
encendió un soplete, y lo pasó un par de veces sobre la punta del atizador
hasta que tomó temperatura, seguidamente lo mantuvo sobre él, el hierro se
calentaba.
«Joder».

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Victoria se dirigió hacia la puerta e invitó a salir al resto de sacerdotes.
Jack, Adele y Cristine, miraron a Natalia hasta el momento en el que cruzaron
el umbral. Ella agradeció el gesto de Victoria al echarlos de allí, su tortura
hubiese sido más tormentosa con ellos dentro. En seguida dirigió su mirada
hacia Eric, que ahora observaba a Federic y su manera de preparar la tortura.
—Vete —le dijo—. No te quedes, vete.
Sus palabras parecieron hacer reacción en Federic, que los miró primero a
uno y después al otro. Soltó un insulto inaudible para ellos y continuó con su
labor.
Eric puso su mano en el brazo de Victoria.
—Victoria…
—Son las normas y lo sabes —le respondió.
El chico volvió a mirar a su compañera.
—Vete —le repitió.
Y Eric se giró y cruzó la puerta, Victoria al fin la cerró, pero la puerta se
abrió nuevamente. Cristine entraba con algo en la mano, dirigiendo
curiosamente los ojos hacia Natalia. Victoria en seguida se colocó frente a
ella, tapándole la imagen de la satisfecha cara de la joven.
—Os he dicho que no me molestéis —la reprendió.
—Es Jean-Marc y dice que es muy importante —se excusó la chica.
Los ojos de Natalia se abrieron como platos cuando oyó aquel nombre
mientras el sudor que expiraba de su cuerpo aumentó, y sus pulsaciones se
duplicaron. La expresión de Victoria cambió de inmediato, y su tez tomó un
tono blanquecino. Cogió el teléfono y con la mano indicó a Cristine que se
marchara.
—Jean-Marc —respondió al teléfono—. Ahora mismo no puedo hablar,
estoy aplicando un castigo.
En el silencio, Natalia pudo oír los murmullos de la grave voz de su
padrastro. Aquello ya era demasiado para su inestable cordura. Apretó los
dientes hasta que se le engarrotó la mandíbula. Solo esperaba que Federic no
descubriera su torso.
—No, no. Ha sido una discusión sin importancia —decía ella.
Federic murmuró una protesta a la calificación de Victoria «Casi pierdo
un ojo». Natalia no apartaba la mirada de la mujer, intentando deducir de qué
hablaban. Casi había perdido su interés en lo que estaba haciendo Federic. Y
consideró una dificultad añadida, si Victoria no terminaba la llamada antes de
que Federic le aplicara el castigo, tendría que permanecer en silencio mientras
este la quemaba, Jean-Marc podría reconocer su voz. Una lágrima cayó por el

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rabillo de su ojo y no supo deducir si era por ira o miedo. Estaba cerca de
Jean-Marc, a tan solo unas horas, el dolor sería solo unos minutos, y
permanecería unos días la hinchazón en su piel, pero lo más probable era que
no superara viva esos días. Cada paso que pudiera dar hacia Jean-Marc
merecía la pena.
Victoria le daba la espalda, se seguían oyendo los murmullos.
—Victoria, no lo estáis vigilando lo suficiente. —Jean-Marc parecía
enfadado.
«Dios mío».
—Lo hemos vigilado, no sale de su casa —respondió ella.
«Van a por él».
—En estos momentos, está en casa de Margaret Brown. Ha descubierto
vuestras pretensiones, y será cuestión de horas que llegue a vosotros.
—Ese Mason no supondrá un peligro —dijo Victoria.
Natalia abrió la boca cuando oyó aquel nombre y sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—Os advierto que él no es el peligro.
—Leeds es como una fortaleza. —Victoria sonrió—. Ella no podrá llegar
hasta aquí.
El concentrar la atención hacia Victoria la hizo olvidar a Federic, pero este
no se había olvidado de ella. Sintió el aliento maloliente del repulsivo hombre
junto a su oreja.
—A partir de ahora me aseguraré que completes los ritos —le susurró.
Natalia apretó la mandíbula de nuevo.
—No nos será difícil acabar con él —las frases de Victoria parecían sonar
a kilómetros.
Cerró los ojos, el olor de Federic era insoportable. Hacía mucho calor en
aquella sala, o el calor procedía del interior de su cuerpo. Las gotas de sudor
caían por su cuello. «Nel, van a por ti».
—Es tu deber complacer a tus superiores —volvió a susurrar—. Es parte
del juramento.
Las lágrimas de Natalia cayeron al fin.
—Está bien —decía Victoria—. Entonces ordenaré que lo traigan de
inmediato.
«Emanuel en Leeds» su situación se estaba complicando tanto.
—La falta al juramento se castiga con la tortura o con la muerte —las
palabras de Federic hacían que su estómago se contrajera.

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—Ahora no lo podemos permitir —continuaba la mujer—. No ahora, no
me queda mucho tiempo, quizás sea mi última oportunidad, y Lara parece ser
la idónea. No, ese imbécil no va a impedir el Urushdaur.
Federic rodeó su cintura con el brazo, pegándola por completo a su
cuerpo. «Quieren matar a Nel», la mente de Natalia divagaba entre el miedo a
ser quemada, el asco por Federic y el terror a que capturaran al doctor Mason.
Federic levantó la túnica blanca de los ritos que aún Natalia llevaba puesta
e introdujo su ancha mano entre los muslos de la joven. Natalia contrajo todos
los músculos de su cuerpo.

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La rodilla de la anciana crujió cuando esta intentó estirarla.


—Entonces también existen torturas entre ellos —se extrañó Emanuel.
—Estamos hablando de una disciplina muy peculiar —respondió la
anciana—. De hecho no muchos de los que entran logran pasar todas las
pruebas, hasta llegar a aprendices o sacerdotes. Y la mayoría de ellos mueren
antes de ascender a aspirante del traspaso. Ya le digo, no solo es el Urushdaur,
sino todo lo que lo rodea. Se necesita una fuerte fortaleza mental y física para
sobrevivir en una organización así.

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La llamada de Victoria no terminaba. La mujer parecía estar escuchando


atentamente las indicaciones de Jean-Marc. Federic la obligó a separar sus
piernas clavando los dedos en el aductor de Natalia. Ella cerró los ojos y más
lágrimas cayeron de sus ojos. Sintió el calor del hierro incandescente entre sus
piernas y la risa de Federic tras su oído.
Apretó los dientes, tanto, que sintió en su paladar el sabor a sangre. Jean-
Marc escuchaba al otro lado del teléfono, no podría gritar. Hacía años que él
no escuchaba su voz, pero aún así no podía arriesgarse. Federic acercó el
atizador lentamente, lo detuvo a unos centímetros de su piel. Natalia llegó a
dudar en qué lugar exactamente decidiría quemarla. Con un movimiento
rápido el torturador pegó la punta del atizador incandescente a su ingle.
En el primer instante no sintió nada. En una décima de segundo
experimentó el dolor más grande que nunca pensó que sentiría, no podía
mover la pierna para retirarse del hierro, una cadena y una mano de Federic,
se la inmovilizaba. Abrió la boca para gritar, pensó que no podía detener el
grito, y en su intento de detenerlo su lengua giró y a punto estuvo de volverse
hacia su garganta.
—Entonces en cuanto lo tengamos aquí te avisamos —decía Victoria—.
Estaremos alerta.

Federic retiró el atizador de su entrepierna, pero el dolor no cesaba, no, su piel


seguía cociéndose a más profundidad. Natalia lloraba, sus lágrimas caían sin
cesar, y por primera vez desde que entró en la organización, se sintió
vulnerable, débil, incapaz. Quizá no había valorado lo suficiente los peligros
que suponía estar dentro. Y bendijo su buena suerte porque ellos no la
hubiesen descubierto, ya que no hacía falta poseer una inteligencia superlativa
para imaginar lo que le esperaría si ellos conocieran su verdadero nombre.
Victoria retiró el teléfono de su oído, su conversación con Jean-Marc
había terminado, se acercó a Natalia. La chica se sostenía únicamente con una
pierna, la derecha, la otra permanecía encogida.

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—Suéltala —ordenó a Federic.
—No he terminado —replicó el criminal.
—He dicho que la sueltes —repitió Victoria alzando la voz.
Miró la cara de Natalia con atención, a la espera de que la joven implorara
su perdón.
—India —dijo al no obtener ningún tipo de súplica—. A partir de este
momento no disfrutarás de ningún tipo de privilegios otorgado por mi parte.
Realizarás los rituales como el resto de miembros de la orden. De hecho, será
Federic quien te inicie en el rito de Inanna.
Aquellas palabras quizás su mente las esperaba y ya no le causaron
ninguna impresión. No ahora que ya había tomado una decisión, no ahora que
estaban decididos a capturar a Nel y quizás a torturarlo y matarlo. Había
estado muy cerca de Jean-Marc, el fracaso de sus planes quemaba su interior
tanto como el hierro había quemado su piel. Se había rendido, por completo.
Un solo asalto, un solo amago por parte de ellos la hacía querer retroceder y
no dudaba en retroceder.
«Tengo que salir de aquí. Tengo que avisar a Nel».
Bajó los brazos ya libres de las cadenas y cayó al suelo. El dolor de la
quemadura persistía con la misma intensidad que cuando el hierro presionaba
su piel. No podía demorarse, tenía que escapar de Leeds.

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La anciana, removió con el atizador las brasas de la chimenea.


—Hábleme de las víctimas, qué características deben de tener.
—Para los sacrificios que se les ofrece a Lilith, ser similares simplemente
a las características del cuerpo que se elija como donante; misma edad, mismo
sexo. Para un donante, pues sobre todo la edad, ni demasiado joven ni
demasiado vieja. Se suele elegir también un cuerpo donante del mismo sexo
que el del aspirante, ya que en el traspaso da dificultades un cambio de sexo.
Y principalmente, lo más importante, la salud del cuerpo donante. Tenga en
cuenta que realizar un Urushdaur lleva consigo torturar hasta la muerte una o
varias veces, un cuerpo sano tiene más posibilidades de resistirlo. Y por
supuesto, asegurarse el traspasar un alma hacia un cuerpo con una larga
esperanza de vida, de otro modo, todo habría sido en vano.
Nel se quedó pensativo. Si era verdad que Lara era un cuerpo donante, no
veía lógico que la eligieran si le quedaban meses de vida, «No lo saben».
Margaret lo sacó de sus pensamientos con rapidez.
—Este estudio derrumbó mi carrera —se lamentó la historiadora—.
Después de todos los impedimentos que tuve…
Nel no intervino. La anciana lo miró y sus arrugados párpados
pestañearon rápidamente esperando alguna otra pregunta.
—De dónde proceden estas organizaciones —preguntó y la anciana
sonrió.
—Como ya sabrá, las tres grandes religiones principales judaísmo, islam y
cristianismo proceden de la división de los dioses sumerios. —Respondió—.
Se sorprendería de la cantidad de religiones que lo han practicado.
Nel se inclinó en su sillón hacia ella.
—Lo tiene delante de sus ojos en todas las creencias —continuó—.
Dioses como Osiris o Tamúz eran simbolizados con un pan sagrado, un
sacramento de la comunión, pan carne de dios y el vino la sangre. Beber la
sangre de dios, ¿le suena?
Nel asintió.

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—La sangre, un santo grial de la eternidad. Urushdaur doctor Mason. —
Continuó—. Resurrección, reencarnación, traspaso del alma.
Nel frunció el ceño. Era esa la razón por la que a Margaret se la vetó de
los círculos. Una parte que nunca había oído de su estudio.
—El Urushdaur no es otra cosa que conseguir la eternidad a través de la
sangre. Esa pantomima inventada del santo grial de Cristo, que durante siglos
se ha buscado desesperadamente. —La anciana comenzó a reír—. No es una
copa, ni una mujer, ni nada material. Es una técnica, un ritual milenario, que
conlleva sacrificios y ritos sexuales. Un ritual que crearon los sumerios, no
me pregunte el cómo, pero que funciona si se hace con exactitud.
—Pero eso es imposible —a pesar de hallar organizaciones que lo
realicen, Nel no podía creer que una alma pudiera poseer un cuerpo diferente
al propio.
Margaret quedó pensativa un instante.
—Ahora que dice usted lo de Erzsébet… —la mujer se levantó y se
dirigió hacia una estaría repleta de libros—. En mi estudio analicé si se
practicó el Urushdaur en el entorno de Juan Bautista.
Nel se sobresaltó con aquellas palabras. Él no pertenecía a ninguna
religión, pero comprendió lo que podía significar para un colectivo una
investigación como aquella.
—Como usted sabe, en los años de Cristo, los profetas eran algo parecido
a los políticos de hoy día. Cada uno con sus ideales, sus prácticas. Juan
Bautista era el más importante de ellos, superando a Jesús por supuesto y con
un mayor número de seguidores. De hecho a la competencia, le benefició su
muerte. ¡Aquí está, mi eslabón perdido! —exclamó sacando un grueso tomo
de pastas azules.
Margaret se dirigía de nuevo hacia su sillón.
—Yo en mi estudio, como le he dicho antes, estuve investigando indicios
de Urushdaur en el entorno Juanista. De hecho, Herodes tras la muerte de
Juan, pensaba que este se había reencarnado en Jesús. —Continuó la anciana
—. Le invitaría a leer mi estudio completo pero usted carece de tiempo.
Nel asintió.
—Como le decía, Jesús y Juan eran rivales como también lo eran los
miembros de sus sectas. Y esto no me lo estoy inventando yo doctor, usted
sabe que hay muchos estudios al respecto. Los libros de los Mandeos
Gnósticos narran estos enfrentamientos. Juan era líder de una organización de
sacerdotes y sacerdotisas, el joven Juan o Lázaro era sacerdote de esta orden
de Juan, como también lo sería su hermana María de Magdala.

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La anciana tomó aire para seguir con su explicación.
—María y Juan, se unieron después a Jesús. Una vez Juan muerto, hubo
una especie de unión entre las dos organizaciones. De hecho a día de hoy, no
se sabe si las atribuciones en los libros a Jesús, el protagonista real fuera Juan
en vez de Cristo. Le repito, que el propio Herodes, cuando Jesús alcanzó la
fama tras la muerte de Juan, creía que el cuerpo de Jesús estaba poseído por el
espíritu de Juan, que había resucitado entre los muertos. Y conociendo la
existencia del Urushdaur no me parece una idea descabellada. Fue su hijastra
Salomé quien convencida por su madre Herodías, pidió la cabeza de Juan
Bautista como regalo a cambio de una danza.
Nel sí conocía el relato.
—En un pasaje eliminado del evangelio de San Marcos aparece una
Salomé discípula de Jesús y también aparece en el evangelio gnóstico de
Tomás. Tiene sentido que sea la misma Salomé que aparece como hijastra de
Herodes en las «Antigüedades judías» de Flavio Josefo. Y es muy llamativo
que en la catedral St Beranrd de Comminges al sur de Francia, se represente
la figura de una mujer con alas y pies de pájaro, imagen de la propia Lilith, en
la misma zona donde existe la leyenda que muriera ahogada Herodías, en un
arroyo del lugar.
Nel abrió la boca para añadir algo, pero no le sucedieron palabras en aquel
momento.
—Usted me ha enlazado un eslabón que creía perdido en esta historia. —
Continuó—. Un episodio de Lázaro en el evangelio secreto de Marcos, una
ceremonia relacionada con la magia erótica, y una bañera bautismal. Son muy
conocidos los supuestos baños de Erzsébet, baños con los que se inician a los
sacerdotes del ritual del Urushdaur.
La anciana cerró el tomo del libro.
—Hay una carta de San Clemente a la que pude acceder, en la que
afirmaba que los ritos sexuales sagrados fueron transmitidos por María de
Magdala y Salomé. El propio San Clemente afirma que Jesús y su círculo
habían practicado esos ritos sexuales. De ahí viene que entre los ortodoxos se
crea que María la Magdalena fuera prostituta. Es lo que tiene creer en los
textos al pie de la letra en un punto en la historia en concreto, sin querer saber
nada de lo que ocurría con anterioridad. Claro que era prostituta, era una
sacerdotisa y en aquella época las sacerdotisas se prostituían en los templos.
No exactamente el tipo de prostitución que conocemos ahora, aquello era una
especie de acto divino, la unión con un dios. Y una forma de recaudar dinero
para el templo.

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Se levantó y volvió a colocar el tomo en la estantería.
—Volviendo al tema de la reencarnación, no sé si Herodes se equivocaba
o no, pero el nuevo líder compartió con sus sacerdotes su sangre en una
última cena. Murió y al tercer día resucitó de entre los muertos. Pero ¿en qué
cuerpo lo hizo? —Margaret miró al doctor esperando una reacción por su
parte.
A Nel no le extrañó que aquella mujer hubiese perdido toda credibilidad si
en público había hecho tales insinuaciones. Sus ideas eran descabelladas.
—¿Entonces esta organización es una variante pagana de esas antiguas de
la época? —preguntó al fin.
—¿Pagana? —se sorprendió la anciana—. ¿Qué entiende como pagano
doctor? En la antigüedad toda creencia era pagana. Los orígenes del
cristianismo o el judeocristianismo son paganos. Jesucristo era pagano, Juan
era pagano. Y a partir de ellos, se abrieron las dos corrientes que inventaron el
paganismo. Los ortodoxos, que creían al pie de la letra la vida de Jesús tal y
como la cuenta la biblia, y los gnósticos, que transmitían las creencias que
predicaba Jesús. Anterior a esto, todo es pagano.
Nel frunció el ceño ante la evidente alteración en las pulsaciones de la
mujer. La historiadora se estaba enfadando al parecer, no sabía la razón.
—De todos modos a usted no le debe importar esto —continuó la mujer
—. Los hijos del Dragón no son tan antiguos. Los orígenes de esa
organización en concreto encajarían con el siglo de su condesa Erzsébet. Muy
posiblemente sean ellos los que usted persigue, herederos directos del
conocimiento de alguien que lo comenzó a practicar en aquella época.
Miró a Nel fijamente.
—No se meta en la boca del dragón —le advirtió—. No hay forma de salir
de allí.

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Habían dejado a Natalia a solas. La quemadura aumentaba el dolor por


segundos hasta el punto que creyó perder el conocimiento. Apenas podía
andar en aquel estado. Federic con su tortura, se había asegurado de que
Natalia no pudiera andar ni moverse en al menos cinco días. «Mason» repetía
su mente. Tenía que escapar de allí, no podía dejar que atraparan a Mason,
«No habría forma de sacarlo de aquí», pero la quemadura dificultaba sus
planes hasta unos límites que no quería ni imaginar.
Lloraba de dolor y rabia mientras ayudándose con una de las cadenas,
logró ponerse en pie y dar un paso. No, no era fácil caminar en aquel estado.
Notaba como su piel se cocía tras la quemadura. Dio un segundo paso y luego
un tercero hacia una pila de piedra, situada junto al expositor de utensilios de
tortura.
La pila estaba limpia, no era habitual encontrarla así. La imagen que
guardaba en su mente de aquel lavadero de sangre le removía el estómago.
Abrió el grifo, y la fría agua procedente de las tuberías del sótano emanó en
abundancia. Levantó la pierna herida y no pudo evitar soltar un alarido de
dolor, similar al que oía cada noche, procedente de otras gargantas. Logró
subir la pierna a la pila, pero el agua no llegaba hasta su ingle. Sabía que tenía
que detener la cocción de su piel y para ello tenía que sumergir en agua la
herida. Pero ni aún subiéndose en aquella pequeña pila lo conseguiría. No
podría calmar el dolor hasta llegar a su habitación, hasta su maletín. Lamentó
el haberlo subido, lo había tenido en la sala de recuperación hasta momentos
antes, pero temía que el resto de sacerdotes se lo volviera a arrebatar y lo
escondió en un lugar más seguro.
Bajó la pierna y se dirigió hacia la puerta. Era consciente que apenas
podía caminar y eso le limitaba una huida. El pecho comenzó a dolerle tanto
como le dolía aquella en vez que estuvo presa. Se ahogaba y el dolor la hacía
llorar sin remedio.
Levemente llegó hasta sus oídos el sonido de un violín. Natalia entornó
los ojos, la música procedía de unos de los salones de la planta baja, al
parecer Victoria y Federic habían dejado abierta la puerta del sótano.

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Logró salir al oscuro pasillo, y no muy lejos, a su izquierda, se
encontraban las escaleras que accedían a la planta principal. Separando sus
piernas tanto como le permitía su equilibro, logró subir los quince escalones
que la llevaban a la planta superior. La música se oía intensa allí, sabía quién
tocaba aún sin verlo. Eric interpretaba una melodía que Natalia conocía y
adoraba. La imagen que ella como tantos otros guardaba de aquella música,
era el brillo del rojo abrigo de una niña judía, en medio de una multitud en
blanco y negro. Película que la había impactado en su niñez.
Eric tenía un talento prodigioso para los instrumentos, fuera piano, violín
o cualquier cosa que sirviera para hacer música. Victoria no andaría lejos de
allí, la música de Eric producía un efecto imán en ella, y podía pasar horas en
un sillón, inmóvil, únicamente oyéndolo tocar.
Un efecto imán como en aquel momento sin saber el porqué estaba
produciendo en ella. Se apoyó en la pared para descansar, entre ella y las
escaleras que accedían a la planta de su habitación, estaba la puerta de la que
emananaban tan magníficas notas. Cerró los ojos y tomó aire. Estaba agotada,
el dolor la había debilitado, debilidad aumentada por la subida de adrenalina
que le había producido oír como Victoria y su padrastro hablaban sobre la
captura de Nel.
Ayudándose con las manos sobre la pared continuó dando paso tras paso,
mientras notaba cómo su pierna no respondía a las órdenes de su cerebro. Era
extraño cómo una quemadura en un lugar estratégico, podía echar a perder el
movimiento de una pierna entera, de casi la mitad de un cuerpo.
Llegó hasta la puerta del salón en el que Eric tocaba. Tuvo que entornar
los ojos, la luz del interior la deslumbró en la penumbra del pasillo. Sus
párpados parecieron pesar toneladas.
Pudo ver a Eric y a su violín, se encontraba solo y le extrañó no contar
con la presencia de ningún sacerdote, ni de Victoria, ni siquiera de la obsesiva
Adele. Natalia accedió al salón y se acercó al músico, que no se había
percatado de su presencia. La música continuaba, y ella lloraba sin remedio,
tenía que salir de allí, salvar a Nel, volver con lo suyos y dejar todo aquello
atrás. Tras su partida dudaba qué sería de Eric y de Lara. Era algo en lo que
no se podía detener para meditar y aumentar su tormento con ello.
Todo había sido un error y cerca del final, había comprobado la
consecuencia de infiltrarse en algo como aquello. Se había convertido en
alguien detestable, aunque ser una asesina fuese algo que llevara en su ADN,
nada tenían que ver sus asesinatos cometidos fuera, con lo que estaba
haciendo allí dentro y lo que tendría que seguir haciendo. Se había convertido

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en una torturadora de inocentes, en una sirviente de sádicos, en una sumisa de
psicópatas y pronto la harían prostituta de criminales. Había elegido a una
chica inocente ya afectada por una enfermedad, y la había elegido para el
sufrimiento, la tortura y la muerte, como una vez hicieron con ella. Y ahora la
captura de Mason, eso traspasaba los límites de su desequilibrado cerebro.
No, la vida de Jean-Marc no valía tanto.
Eric se giró hacia ella y la música cesó de repente. El joven la
inspeccionaba buscando las consecuencias del castigo de Federic. Natalia
comenzó a caminar hacia él y su cojera delató que el castigo había sido firme.
Eric en seguida abandonó su violín en uno de los sillones y se acercó a ella.
Natalia sintió a Eric cercano, familiar, alguien que a pesar de su condición
y pasado era terriblemente similar a ella. El chico colocó sus manos en los
hombros de su compañera. Y esta, que siempre había sido distante, lejana y
apática con él y el resto de miembros de la orden, basculó su cuerpo hacia el
joven, en busca de apoyo. Un gesto que Eric comprendió en seguida y abrazó
a su compañera sin dudarlo. El llanto de Natalia aumentó en cuanto su mejilla
tomó contacto con el pecho del joven. Estaba derrotada, rendida y las pocas
fuerzas que le quedaban tenía que emplearlas en salvar a Emanuel Mason de
aquellos locos.
Eric levantó la vista. El salón de música, tenía una segunda planta
circular, una terraza por la que se accedía hacia las habitaciones. Desde allí
Cristine y Adele los observaban detenidamente y sus ojos desprendían una
sentencia. A Eric se le erizaron los vellos de la piel. Nada que procediera de la
mente de su hermana o de Adele, podía ser bueno.

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—Señor Mason —dijo Margaret Brown levantándose con gran dificultad


mientras que su rodilla volvía a crujir—. Le agradecería que se largara de mi
casa.
Nel se sobresaltó por el tono y las palabras carentes de cortesía en las que
se había tornado el diálogo de Margaret. De buenas a primeras, aquella mujer
lo estaba echando de su casa. Se levantó enseguida.
—Pero…
—Por favor —la mujer le indicó la puerta.
—No le interesa…
La mujer rio.
—Si han iniciado un Urushdaur y está usted metiendo las narices,
seguramente lo estén siguiendo y será cuestión de horas o minutos que lo
capturen y lo maten. Y no quiero que lo hagan en mi casa. ¡Lárguese!
Nel abrió la boca para responder, pero el miedo le paralizó la garganta y la
lengua.
—Es usted un imbécil, no tiene ni idea de lo que significa este ritual.
—Usted también lo estudió y…
—Exacto, yo lo estudié, pero nunca me metí en sus asuntos. Usted intenta
desarticularlos, detenerlos —la mujer frunció el ceño—. ¿Pero qué cree?
Alguien que tiene en sus manos la inmortalidad no se detendrá ante nada, ni
se dejará detener. Y aunque lo consiga, el Urushdaur, una vez iniciado, se
podría continuar en la distancia. Aunque encierre al aspirante en los confines
de una mazmorra, podrá hacer el traspaso. ¡Váyase! Usted y todos los que
estén investigando esto moriréis, hoy o la semana que viene. Y prepárese para
conocer la muerte en su más amplio sentido, porque no son de los que matan
rápidamente.
Margaret sonrió un instante, luego frunció el entrecejo y empujó a Nel
hacia la puerta.
—Y no vuelva más por aquí —le advirtió.

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Cerró con llave la puerta de su dormitorio, y se acercó cojeando hasta su


armario. Sacó su maleta de piel que cerraba mediante cremallera, la abrió
sobre la cama y la maleta quedó extendida, como si se tratara de una bandeja,
en cuyo interior, tras redes, había multitud de tarros y pequeñas botellas con
algún tipo de líquido.
No se demoró y tomó uno de los tarros y lo colocó sobre la mesa. Se quitó
la blanca túnica y quedó únicamente con el corpiño color carne que llevaba
bajo ella. La quemadura estaba en un lugar que no alcanzaba a ver
cómodamente, tampoco el espejo que cubría la puerta de su armario era de
gran ayuda si ella no podía levantar la pierna. Federic le había quemado entre
la ingle y el aductor, una parte esencial, ya que cualquier movimiento de la
pierna le producía un dolor inaguantable. El agua fría de la ducha ya no
podría parar la cocción de la piel puesto que ya se había quemado por
completo. Ignoraba la profundidad de la quemadura, pero suponía que una
medicación tópica no iba a ser suficiente.
Buscó en la maleta un espejo de mano y se lo colocó entre los muslos.
Toda la quemadura, que era una línea de unos tres dedos de grosor y al menos
siete centímetros de largo, se había convertido en una inmensa ampolla.
Aquello dificultaba sus pretensiones. En el sitio estratégico en el que se
encontraba la herida le iba a impedir correr o hacer movimientos rápidos. Ni
siquiera sabía como iba a ser capaz de colocarse unos pantalones con
tremenda ampolla. Seguramente los «Buscadores del conocimiento»,
organización que ella misma dirigía desde hacía tres años, pudieran curársela
sin problemas, era bien conocido por el resto de organizaciones, el poder
curativo que poseían los Buscadores. Pero ella no pudo guardar tal capacidad
en una pequeña maleta. Cogió uno de los ungüentos.
Hizo una mueca, sabía que entre dragones podría quemarse en cualquier
momento, sin embargo, no era lo mismo que vivirlo en su propia piel. El
ungüento no servía de nada mientras que la ampolla siguiera hinchada, y si la
rompía, ella misma sabía que las consecuencias serían aún peores. Cogió de la
maleta una jeringuilla y un bote de cristal, en el que seguidamente clavó la

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aguja y la llenó por completo. Si quería escapar de allí necesitaba quitarse
aquel dolor.
Había planeado su salida precipitada de Leeds aun antes de haberse
introducido en la organización. Leeds era como una fortaleza, un gran castillo
rodeado por un lago y aparentemente con una única salida. No era fácil salir y
entrar sin ser visto. Y no podían verla huir o todo habría acabado. Sin
embargo, conocía salidas alternativas, de las que Victoria ni siquiera tenía
conocimiento.
Tomó aire, había estado muy cerca de Jean-Marc, demasiado cerca. Pero
no le dejaban elección. Iban a capturar a Mason, y eso dificultaría las cosas
allí dentro, ya que por un lado, le iba a ser difícil protegerlo de las torturas
que le esperarían, y por otro lado, la presencia de Nel, y bajo el dominio de la
Orden del dragón, podrían avivar su instinto, ese que ni la medicación ni la
meditación, ni ningún control de su mente podrían detener. No, no podía
permitirlo, no podía. Clavó la aguja en su piel al borde de la quemadura.
Sintió el frío del líquido bajo su piel y el dolor se fue disipando poco a poco.
Dudaba que el efecto de la anestesia local le fuera a durar mucho tiempo, pero
necesitaba el suficiente para salir de allí y llegar hasta Emanuel.
Nel tenía vigilancia por su parte. Ben, uno de sus buscadores en el que
más confiaba y al que había elegido como su sucesor en el liderazgo de la
orden. Sin embargo, no podía arriesgarse. Tenía que avisar a Nel, y obligarlo
a irse con ella y con los buscadores hasta que pudieran acabar con la Orden
del dragón en otro momento, aunque sabía que si esta orden desaparecía
significaba también que Jean-Marc volvería a perderse en la jungla de
organizaciones milenarias, perdiendo así una clara posibilidad de matarlo.
No podía valorarlo, tenía que irse. Podía llegar antes que ellos, ellos no
eran muy rápidos en organizarse para capturar a alguien. Lo hacían de manera
comedida para no llamar la atención. Tendría tiempo, el suficiente, de llegar
hasta Nel y hasta la célula de los buscadores que había situado a las afueras de
Leeds y que esperaban su regreso.
Contó hasta cuatro pinchazos y el dolor casi había desaparecido. Respiro
aliviada. Introdujo su mano en el tarro, la crema estaba helada, si la hubiese
utilizado en cuanto la quemaron ni siquiera hubiera aparecido la ampolla.
Tomó gran cantidad de ungüento y pegó la mano a la herida. No sintió el frío
contacto contra su piel, porque la anestesia había hecho efecto por completo.
Se vendó la herida con rapidez.
Alargó las manos hacia su espalda y desató el ajustado corpiño que cubría
su torso, y lo echó sobre la cama. Pudo ver reflejadas en el espejo las

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cicatrices en su pecho y estómago. Era curioso, aunque no eran las únicas
palabras que una vez grabó en su piel, sí que el resto parcialmente habían
desaparecido, quedando únicamente ilegibles dos palabras que formaban un
nombre: Jean-Marc.
Atado a su cuerpo llevaba una tiras de piel que sujetaban en su costado
una funda metálica y asomaba una empuñadura dorada a la altura de su axila.
Natalia bajó el brazo cubriéndola por completo. Era el único arma que había
introducido en Leeds, y aún estaba segura que era suficiente.
Se apresuró a colocarse sus pantalones. Una especie de fina malla negra,
que supuso no sería tan dolorosa como un pantalón de costuras, cuando la
anestesia desapareciera.
Tenía que escapar de allí, aunque necesitara matar a la mitad de los
dragones para abrirse paso, no podía demorarse. Recordó a Lara, no podía
hacer nada por ella, el fin de Lara siempre era el mismo en todas las
posibilidades. Lara fallecería, bien desistiendo a las torturas o bien
completando el Urushdaur.
Ya se había vestido. Todo acababa, al fin podría salir de aquella pesadilla
que la ahogaba cada segundo, y se liberaría de todos, de Victoria, de Federic,
de Cristine, de Jack, de Adele, y del resto de palmeros de la líder. Tomó aire,
una vez que estuviera reunida con los suyos, podría respirar tranquila. Allí no
podrían atraparla, no se atreverían, no contra los Buscadores. La Orden del
dragón era poderosa, pero no era ni la mitad de lo que lo era la que ella
dirigía. Ya pensaría la forma de acabar con ellos. La sensación que le recorrió
el cuerpo era placentera.
Se miró en el espejo por última vez, al fin volvería a ser ella de nuevo,
con su piel dorada, su verdadero color de ojos, sin aquellas estúpidas gafas de
grueso cristal. Acercó sus manos hacia su cara, y levantó la patilla derecha,
separando las gafas de su piel. Tuvo un leve impulso de quitarse las oscuras
lentillas que tapaban sus claros iris, pero aquello era demasiado arriesgado
«todavía no». Llevar lentes de contacto día y noche, suponía tener una
sensación continua de ojos secos, a las que ya se había acostumbrado, pero
añoraba y deseaba liberarse de ellas, poder pestañear tantas veces como
quisiera sin tener la precaución de que la lente no se moviera ni un ápice.
Entonces fue consciente, en aquel mismo instante de todo lo que había
conllevado permanecer allí dentro. Cualquier acción sin premeditar,
conllevaba la muerte, cualquier metedura de pata, por pequeña que fuera,
conllevaba la muerte, cualquier filtro o espía hacia su persona, conllevaba la
muerte. Y la muerte allí tenía un significado amplio, ya que eran especialistas

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en retrasar el momento de la muerte en un cuerpo, todo lo máximo que
permite la vitalidad humana.
Cuando llegara hasta Emanuel, al fin, podría respirar tranquila.

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Había salido de la casa de Margaret Brown de manera apresurada. Se había


introducido en el coche y llamó a Rip a través del bluetooth, este en seguida
descolgó.
—¿Qué tienes? —preguntó enseguida.
—Id de inmediato a mi casa, si llegáis antes que yo, decidle a Lissy que
esperareis en mi estudio —dijo Nel acelerado.
—¿Dónde estás? —preguntó Rip extrañado.
—Voy en el coche, he estado en casa de Margaret Brown —respondió Nel
—. Pero un atasco me está retrasando. Hay una multitud de jóvenes
transitando.
—Sí —afirmó Rip—. Esta tarde hay un concierto de la tal Goddess
Hathor. Yo mismo fui seguidor suyo, parece mentira que después de tantos
años siga manteniendo el mismo número de fans. ¿Qué hacías en casa de esa
vieja loca?
—Se llaman Los Hijos del Dragón, y practican el Urushdaur.
—¿Cómo? —la voz de Rip sonó sorprendida.
—Esas tres chicas, no correspondían con el resto de victimas porque son
cuerpos donantes. Aquí no puedo hablar, ni siquiera puedo oírte con los
cláxones de los coches. Esperadme en mi estudio y os lo explico mejor.
Tenéis en la mesa todos los libros y los apuntes que he realizado, id
mirándolos.
Nel colgó con el botón del lado derecho del volante del coche. A lo que
llegaba a ver a su alrededor, le tomaría más de una hora salir de aquel atasco.
Apoyó la frente sobre el volante, aturdido por la cantidad de información que
manejaba su cabeza. Levantó bruscamente su mirada, el coche que le precedía
al parecer iba a aparcar a un lado, y lo obligaba a retroceder. Nel dio marcha
atrás todo lo que le permitía la distancia con el coche de detrás. Multitud de
jóvenes caminaban por la acera, provistos de mochilas. Entre ellos pudo ver
una pared empapelada con la publicidad del concierto. De lejos, no podía
apreciarlo con claridad, pero le pareció ver alas blancas en los posters.

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Justo tras el aparcamiento del coche que le precedía, había un hueco en el
que bien podía encajar su coche. No se lo pensó y aprovechó el margen de
movimiento que se le permitía con el espacio que había quedado libre y
aparcó el suyo tras el otro auto.
Salió rápidamente del vehículo y se acercó a la pared empapelada.
Ninguno de los posters estaban completos, los fans de Goddess habían
arrancado la foto. Era comprensible. Dio la vuelta a la esquina en la que
estaba el último poster y se introdujo en un pequeño callejón en el que había
uno más. Era un callejón sin tránsito y por eso era el único posters que se
había librado de ser despegado, aunque al tener varios posters pegados
previamente en la pared, la mitad superior había caído por su propio peso.
Nel alargó la mano para colocarlo sobre la pared y mirarlo mejor. Era la
foto de Goddess Hator en cuclillas, completamente desnuda. Por su espalda y
hasta el suelo, caía una interminable melena de ondas diminutas que cubría su
glúteo y llegaba hasta el suelo. Y a través del pelo, sobresalían de su espalda
dos alas de plumas blancas. Era una mujer hermosa, debía de tener ya unos
cincuenta años, y sin embargo, en la foto no aparentaba más de veinticinco,
Nel pensó que el photoshop había jugado un gran papel en ello.
Sacó del bolsillo de su chaqueta un bolígrafo de tinta líquida y lo dirigió
hacia el nombre de la cantante:
Goddess Hathor.
Nel entornó los ojos mientras sobre la H de Hathor suscribía una B
mayúscula, y tras la r, suscribía una Y. No podía creer el resultado, «Abre los
ojos. No busques explicaciones. Los ángeles matan». Dio un paso atrás,
«Goddess Báthory».
No, las palabras de Natalia no eran casuales. Era ella, Goddess Hathor.
Miró el poster nuevamente. «Están en el castillo de Leeds».
Sacó su móvil, no podía esperar una hora en aquel atasco sin comunicarle
a Rip una información tan trivial. Los tenía, no sería muy difícil desmantelar
Leeds, menos aún si su inquilina principal estaba en un concierto. Buscó su
última llamada y dirigió su dedo pulgar hacia el botón verde. Sintió en la base
de su cráneo un golpe tremendamente contundente. Su vista se nubló.

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Lissy, la asistenta de hogar de Emanuel Mason no había puesto impedimento


en que esperaran en el estudio, ya que los conocía de antemano. Rip estaba
sentado en la silla del escritorio de Nel, leyendo los últimos apuntes del
doctor, y Dorian estaba situada en la mesa grande, ojeando los libros que
aparecían abiertos y señalados.
La puerta del estudio se abrió, ambos estaban deseosos de que Nel les
explicara de primera mano lo que había podido descubrir del ritual. Sin
embargo no era Nel sino Lissy la que irrumpió, con cara de preocupación.
—Una señorita pregunta por el doctor —dijo dirigiéndose a Rip—. No he
querido decirle que el doctor no se encuentra. No se si usted la conocerá, está
esperando en la puerta.
Dorian se levantó enseguida dirigiendo su mirada a Rip. El doctor Mason
no solía recibir visitas de ningún tipo, carecía de familia ni amigos.
—¿Le ha dicho su nombre? —preguntó Rip en seguida.
Lissy negó con la cabeza.
—Solo me ha dicho que necesitaba ver al doctor, y que era muy
importante —hizo una pausa—. Y que si el doctor no se encontraba que lo
localizara de inmediato. Y algo sobre La Orden del dragón, que quieren…
Lissy miró a Rip con desesperación.
Dorian dirigió los ojos hacia la puerta, tras de Lissy había alguien. Quizá
la visitante carecía de la paciencia suficiente como para esperar en la puerta, y
eso significaba que si sabía abrir puertas acorazadas, no era una mujer
cualquiera. En seguida Dorian sacó su arma y apuntó hacia la silueta. Lissy se
giró aterrada. Rip sin embargo, permaneció inmóvil en su asiento.
Una joven de abundante pelo ondulado, de un tono castaño oscuro, rebasó
el cuerpo de la asistenta y se colocó frente a ellos. Llevaba unas botas
oscuras, un pantalón negro de malla y una camisa de manga larga del mismo
color. A pesar de hacer frío, no llevaba abrigo alguno. Rip se detuvo en el
rostro de la joven. Entre las ondas que enmarcaban su cara, se encontraba una
cara de fina forma ovalada, con una nariz recta y proporcionada y gruesos
labios. Y Rip se preguntó el por qué en ninguno de los más de mil folios que

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Nel había escrito sobre ella, el doctor no había dedicado ni una sola palabra a
los maravillosos ojos de Natalia. Natalia era bella, bella hasta hacer perder la
cordura. Y logró comprender las razones de Nel y su obsesión por aquella
asesina.
Dorian abrió la boca pero no fue capaz de decir nada. Era la primera vez
que la tenía delante, pero la conocía a través de los estudios de Nel. Aunque
ni el propio doctor Mason fue capaz de deducir qué había en el interior de la
mente de aquella joven de ojos transparentes. Era hermosa, no la esperaba tan
hermosa, Nel nunca le mostró su imagen, supuso que tampoco poseería
ninguna, ni falta le haría, porque una vez que alguien pudiera contemplarla,
dudaba que esa imagen se borrara nunca de la memoria. Pero tras toda aquella
fachada que la envolvía y que por un momento la hacía admirable, no podía
dejar de pensar que al fin y al cabo, estaba ante una de las asesinas más
impulsivas de cuantas había tratado. Una mujer que se salía de todo patrón de
perfil criminal. Según Nel no era una psicópata y no mataba sin razones, pero
no había justificación ante un asesinato. «Tú no sabes nada de ella», le
respondía siempre Emanuel. Era cierto, no sabía nada de ella. Solo los hechos
que se describieron en los diarios del caso. Pero había asesinado a más de una
decena de personas. La tenía a tiro, Natalia ni siquiera ponía impedimento y
esperaba paciente ante el cañón de su pistola. Podría dispararle en aquel
mismo instante. Era una asesina, con una orden de búsqueda internacional,
declarada como muy peligrosa. Desconocía las intenciones de la asesina,
según el estudio de Nel, era tremendamente agresiva, impulsiva. En pocos
minutos si le daban margen, podría acabar con ellos dos. Poseía un arma al
parecer invencible, que era capaz de cortar piel y huesos sin ningún esfuerzo
y seguramente la llevaría encima, una mujer como ella siempre iría con su
arma. Y por último, no podía olvidar que aquella muchacha aparentemente
angelical había apuñalado a Nel y lo había llevado al borde de la muerte.
—Dorian baja el arma —ordenó Rip.
—No. —Dorian se negaba rotundamente a dejar de apuntar a Natalia.
Natalia no se movía pero sí que dirigió su mirada hacia la mujer que la
apuntaba. Dorian cruzó sus ojos con los brillantes ojos esmeralda de la
asesina, y estos, no le pedían que le bajara el arma. No sabía qué clase de
persona no era capaz de sentirse intimidada mientras otra la apuntaba con un
revolver. Sin embargo sí que reconocía esa reacción, era el comportamiento
de los asesinos, de los criminales sin escrúpulos cuando la justicia se imponía
ante ellos. Tenía un calificativo, indiferencia, una indiferencia que podría
llegar al insulto, ya que para las personas como Natalia, la justicia y los que la

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impartían no eran merecedores de su respeto, ni de su miedo, puesto que la
mayoría no temían a las consecuencias de sus actos.
—¡Dorian! —Rip levantó la voz.
Natalia en cambio sí que los conocía de antemano. No tanto a Rip pero sí
a Dorian. Desde que entró en los Buscadores no había dejado de vigilar a Nel,
ya que sabía que estaba en el punto de mira de su padrastro, y que si este no
se había atrevido a capturarlo, era por el propio miedo que Jean-Marc tenía a
sus antiguos aliados y a su hijastra. Sí, la había visto en videos y en fotos que
le transmitían sus vigilantes. Conocía cada paso que habían dado juntos y
hasta sus intenciones respecto a Mason. Los conocía y hasta los condenaba,
puesto que le hacía experimentar una ira incomprensible que no podría
comparar con ninguna otra a las que acostumbraba a experimentar, ya que
esta ira no la llamaba a la lucha ni al ataque. Miró el arma de Dorian, si no le
apuntaba directamente a la cabeza, y no lo hacía, tendría tiempo suficiente de
clavarle la gubia y matarla antes de morir. Sin duda lo haría si la mujer
finalmente disparara, aunque conocía bien lo que significaba el matar a
alguien y sabía que si Dorian dudaba, posiblemente no dispararía nunca.
Dorian bajó el arma al fin. Y Natalia apoyó las manos sobre la mesa.
—Lissy vete —ordenó Rip y la asistenta desapareció de inmediato
cerrando la puerta tras ella. Y haciendo el ruido de alguien que retiene el
llanto.
Natalia entornó los ojos hacia Dorian.
—¿Dónde está? —preguntó y su voz sonó desesperada.
—Hace más de una hora me llamó. Acaba de salir de la casa de una vieja
historiadora y estaba metido en un atasco —era Rip quien le respondía—.
Pero…
—Ya tendría que estar de vuelta —lo cortó Dorian.
Natalia miró hacia un lado, luego hacia otro, como intentando buscar algo.
Vio el teléfono al fin en la mesa frente a la que estaba sentado Rip y se dirigió
hacia él.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Dorian con autoridad.
—La orden del dragón quieren capturarlo, y Jean-Marc al parecer está de
acuerdo con hacerlo desaparecer.
Rip y Dorian conocían que Jean-Marc era el padrastro de Natalia.
—¿Y tú cómo sabes todo esto? —preguntó Dorian con recelo.
Natalia se giró hacia ella y Dorian pudo ver reflejados en sus claros iris el
leve rasgo de un asesino.

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—Si se lo han llevado soy la única posibilidad de Nel —dijo—. Y ni
siquiera sé si sería capaz de sacarlo de allí.
Cogió el teléfono y marcó.
—Ben —dijo en cuanto hubieron descolgado—. Mason, ¿dónde está?
—Natalia —la voz de Ben mostró alivio al oírla—. Hemos perdido el
rastro de Mason en un atasco en el centro. Su coche estaba aparcado en la
acera, pero de él ni rastro.
Natalia guardó silencio y sus ojos se llenaron de lágrimas «He llegado
tarde».
—Lo siento —añadió Ben—. Lo habríamos impedido.
—Lo sé —respondió ella.
—¿Quieres que entremos en Leeds? —preguntó Ben de inmediato.
—No, se lo llevarían antes de que llegarais hasta él.
Natalia se tocó la frente con la mano. Aquello volvía a arruinar sus nuevos
planes y otros nuevos los sustituían. Unos planes, con un muy reducido y
borroso final.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó el hombre.
—Tal y como lo teníamos previsto, esperad mi señal.
—¿Y tú?
—Volveré a Leeds —sus propias palabras le quemaron la garganta.
—Pero…
—No tengo opción. —Las lágrimas en su garganta le impedían hablar con
claridad—. Hay que sacar a Emanuel de allí, como sea.
Natalia colgó y se giró hacia Rip y Dorian.
—No han podido evitarlo —dijo—. Se lo han llevado.
—¿A dónde? —preguntó Rip.
—Al castillo de Leeds, es allí donde se realiza el ritual.
Rip se levantó.
—Entonces toda la policía de Londres se personará en Leeds.
—¡No! —Natalia puso la mano sobre el hombro de Rip haciendo que se
sentara de nuevo—. Eso sería sentenciar a Nel y al resto de víctimas. Y te
puedo asegurar que los líderes escaparían.
Los líderes, Rip abrió la boca sorprendido. Si el ritual se realizaba en
Leeds, significaba que su propietaria, la cantante de la que él mismo fue un
día admirador los dirigía.
La cabeza de Natalia comenzó a funcionar a gran velocidad construyendo
una nueva estrategia. Por más que le daba vueltas no podía plantearse otra
solución, no la había. Tenía que volver y enfrentarse a Victoria, a Federic, a

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Cristine, a todos, con el agravante de conocer la tortura que estaría
padeciendo Nel. Se encontró con la mirada interrogante de Dorian esperando
una explicación al por qué conocía toda aquella información.
—Llevo más de dos años en la Orden del dragón. —Les dijo—. Ellos no
saben mi verdadero nombre. Para ellos soy India, química de laboratorio, y
sacerdotisa del Urushdaur.
Sintió el reproche en la mirada de Dorian.
—Era la forma más sencilla de llegar hasta mi padrastro.
«Una forma sencilla», meditó Dorian, eso era para aquella psicópata
formar parte de un ritual en el que se torturaban y mataban inocentes a diario.
—¿Y qué haces aquí entonces? —preguntó Rip.
—Las cosas se me complicaron dentro… —hizo una pausa—. Y entonces
me enteré de sus intenciones respecto al doctor.
Rip asintió con la cabeza.
—¿Cuántas víctimas hay en el castillo? —preguntó Dorian.
—Veinticuatro más Lara y Katya —respondió—. Katya no aguantará otra
tortura.
—¿Dónde están exactamente? —preguntó Dorian.
—En las mazmorras de Leeds, pero están diseñadas para que no se pueda
acceder a ellas sin pasar por el corazón del castillo. Es imposible sacarlas de
allí.
—¿Y Nel?
—Desconozco exactamente donde lo tendrán, pero no con las víctimas.
Rip meditó. Como investigador no podía dejar que aquella noche
murieran más víctimas. Pero una asesina le decía que si la policía entraba en
Leeds, no podrían salvarlas. No sabía qué hacer. Arriesgarse a contradecir a
Natalia y desarticular el castillo, o confiar en ella sacrificando al menos tres o
cuatro vidas a sabiendas de la culpa que conllevaría esa decisión. En ese
instante encontró la mirada de Natalia y esta pareció poder leer sus
pensamientos.
—Tengo buscadores en la puerta de este apartamento, y en los alrededores
de Leeds. No podrás avisar a los tuyos —lo miró—. Ni siquiera podéis salir
de aquí, así que ni lo intentes porque mis buscadores no dudan ante mis
órdenes.
La amenaza de Natalia alivió el interior de Rip. No era su decisión, sino
una imposición por parte de una líder. No podía hacer nada al respecto, estaba
secuestrado y estaba seguro que contradecir a Natalia era morir. Agradeció

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aquellas palabras que lo liberaron de la locura de hacer su deber a pesar de
jugar con la vida de un compañero.
Se hizo el silencio. Dorian se acercó a Natalia con los ojos brillantes de ira
y de algo más que Natalia decidió obviar.
—Sácalo de allí —le dijo y sonó a una imploración hecha orden.
Natalia la miró a los ojos de nuevo, lo cual hizo que Dorian se
estremeciera.
—No saldré viva de Leeds sin él. —Le respondió—. Y si mi muerte sirve
para salvarlo, no dudaré.
Dorian asintió y sus ojos se llenaron de lágrimas mientras se giraba hacia
Rip buscando su apoyo. Pero Rip ni siquiera había visto su gesto porque no
dejaba de contemplar a Natalia. Dorian lo conocía desde hacía años, lo había
visto en innumerables casos tratar con profesionales y asesinos. Jamás había
mirado de esa forma a nadie que hubieran conocido, la admiración se
reflejaba en sus ojos. Por un momento, estuvo convencida de que Nel tenía
razón respecto a Natalia, no era una asesina común, no podía serlo si todo el
que algún día se cruzara con ella, la admiraba de aquel modo. Era verdad que
había cometido crímenes, pero poseía una valentía que aún no había visto en
ninguna otra persona. Y pensó que después de aquello, no volvería a ver más
esa cualidad en ningún otro. Conocía su pasado, la historia de la Décima
Docta, un relato que nunca olvidaría y no tenía dudas, que de haber sido un
relato ajeno a Nel, ella misma sentiría gran admiración por la mujer que tenía
delante. Y muy a su pesar, Natalia ganaba puntos al respecto. Era una asesina,
ella odiaba a los asesinos y dedicaba su vida a perseguirlos. Pero la criminal
que tenía delante desprendía un sentimiento diferente. Sus palabras, sus actos.
Acababa de decirles que se le habían complicado las cosas en el interior de la
Orden de los Hijos del dragón, y sin embargo, estaba decidida a volver con
ellos para tratar de salvar a Nel, y por sus palabras, parecía estar
completamente segura que sus posibilidades de subsistencia allí dentro eran
mínimas. Y morir sería una consecuencia quizás fácil de aceptar en esa
situación, pero no era a la muerte a lo que se enfrentaba Natalia. Dorian tenía
gran experiencia en organizaciones como aquella, había visto cadáveres de
otros infiltrados, y su sangre se helaba al recordarlos. Estaba convencida de
que Natalia era consciente de cual sería su fin si la descubrían, pero eso no
parecía importarle si era el precio por salvar a Nel. Incluso se preguntó si ella
misma, que tantas veces le había declarado a Nel sus sentimientos, hubiese
sido capaz de aceptar tal cosa. Quizás no. Entonces se lamentó de tantas veces
que la hubo maldecido por los sentimientos de Nel, cuando realmente era

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inevitable cambiar de parecer cuando se conocía a Natalia. No, aquella mujer
no estaba hecha de la misma materia que el resto de los mortales.

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Abrió los ojos. Se encontraba en una pequeña habitación en la que no había


absolutamente nada. Se incorporó hasta sentarse y sus gafas que estaban sobre
su pecho, cayeron al suelo. Las cogió y se las colocó pero no había otra cosa
que ver más que pared. Aún estaba mareado pero de inmediato fue consciente
de qué le había pasado. «Ellos no permitirán que te acerques demasiado».
Exacto, eso era lo que le había pasado, las advertencias de Natalia no eran en
vano.
Se encogió colocando las rodillas sobre su pecho. No, esta vez no había
sido capaz de permanecer tras sus libros. Era un caso diferente, lo intuyó
desde un primer momento. Tomó aire pero este dejaba de entrar en sus
pulmones a medida que el miedo crecía en su estómago. Se habían cambiado
las tornas. Ahora él también pasaba a ser una víctima y tras haber visto miles
de víctimas de órdenes similares a aquella, sabía lo que podría esperarle.
Nel tenía una personalidad cobarde, sin embargo nunca se había
avergonzado de ello. Innumerables miedos agonizaban su existencia
continuamente, miedos absurdos que ahora carecían de importancia. Porque
ahora sintió que verdaderamente estaba experimentando el miedo por primera
vez. Recordó una por una, cada víctima de sus últimos casos. Ahora las
entendía, todas esas percepciones que él describía en sus notas sin empatía
alguna, se convertían ahora en realidad, en una realidad de la que no iba a
poder escapar, o quizás sí tenía una vía de escape. La muerte, algo mucho
mejor que la tortura.
Cerró sus ojos con fuerza. «Qué van a hacerme». No recordaba la última
vez que había llorado. La cicatriz de su costado le dio un leve pinchazo.
Quizá el día en que lo hirieron en ese costado, fuese la única vez que
experimentara el dolor, y en el instante en el que se encontraba le pareció un
dolor menor, puesto que la persona que lo hirió no era tan temible como los
que en ese momento lo custodiaban. Recordó a Natalia «Si yo fuera como tú».
Deseó ser como ella, ser como cada uno de los criminales que había prendido
en su carrera. «Entonces tendría alguna posibilidad». Posibilidad no solo de

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poder escapar, esa idea casi había desaparecido de su mente, pero al menos de
poder tener una muerte digna, sin llantos ni imploraciones.
El estómago completamente vacío pareció dar un vuelco. Sintió un
pinchazo en su ano, quizá el pánico estaba llegando al último extremo de sus
intestinos. Mientras que su corazón no dejaba de acelerar sus pulsaciones. Le
faltaba el aire, padecía de asma, asma relacionado con alergias, pero que en
un momento determinado, un estado de stress al límite podía hacer aparecer.
Expulsó el poco aire que le había entrado por la boca, y oyó un leve soplido
procedente de su propio pecho. Se asfixiaba y aquello no hizo sino aumentar
su miedo. Rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y pantalones. Siempre
llevaba con él dos inhaladores de los que ni física ni psicológicamente se
podía desprender. Los bolsillos estaban completamente vacíos. «Joder».
Se incorporó para comprobar si con ello podría respirar mejor. Se quitó la
chaqueta y desabrochó la camisa. Era un espacio cerrado, concurrido, ni un
halo de aire corría por el habitáculo. Se acercó hacia la puerta y comprobó
que estaba cerrada, «No podía ser de otra manera». Recorrió nuevamente la
mirada por la habitación. No había agua, con la sudoración que estaba
experimentando la falta de agua sería un problema inminente. Su respiración
no mejoraba, los silbidos de su pecho aumentaban considerablemente, tanto
en sonido como en rapidez. Empujó la puerta y a punto estuvo de gritar. Pero
temió a las represalias. Cayó de rodillas. No podía avergonzarse. Entre
respiraciones cada vez más costosas, lloraba como un niño. Su nariz se había
taponado por completo, y el aire no pasaba de garganta abajo. Supuso que la
asfixia lo haría perder el conocimiento en unos instantes. Perdió todo control
sobre su mente, no estaba preparado para afrontar el pánico de aquel modo.
Se tumbó en el suelo y deseó la muerte.

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Nadie había entrado en su dormitorio desde que hubo escapado. Cada objeto
estaba en el lugar que lo dejó. No esperaba volver allí, y aunque estaba
nerviosa y asustada, lo que realmente sentía era pena. Aquello no olía bien,
nada bien. Desde fuera, ni los buscadores, ni la policía podían hacer nada por
Nel. Y ella desde dentro tampoco estaba segura de poder librar del destino
que le esperaba al pobre doctor Mason.
No era Nel su único problema, debía de enfrentarse a otro contratiempo.
Ahora carecía de privilegios en la Orden del dragón. Aquella noche, tras el
rito del Urushdaur, tendría que participar en otro rito milenario y
supuestamente necesario. Era obligatoria la practica de prostitución con los
sacerdotes o superiores en la organización, que con el tiempo, se había
traducido en unas orgías inauditas. Y como no, Federic era el encargado de
iniciarla.
No, no podía permitirlo. Desde que entró allí sabía que existía una
posibilidad. En un principio pensó que sus cicatrices y el nombre que aparecía
en ellas podría ser su mayor problema. Sin embargo, el uso del látex caliente
podría borrarlas casi haciéndolas desaparecer. Si alguien no se acercaba
mucho, podrían pasar desapercibidas. Pero había otras cicatrices que no se
podían borrar, que eran profundas, internas. Recordó el consejo de los
buscadores de reconstruir su vagina por completo, pero ella se negó en
rotundo. Era una marca más, que le recordaba su deber en la vida, y su
obligación respecto a su objetivo «Matar a Jean-Marc». Un objetivo al que
ahora tendría que renunciar, porque sabía que si quería salvar a Nel, no se
podría encargar de su padrastro.
Dos años y medio perdidos, a eso se traducía todo. Y si aún fuera capaz de
sacar de allí al doctor hubiesen valido la pena. Pero era conocedora de que
aquello también era alto imposible. Su mente trabajaba a la velocidad a la que
la tenía acostumbrada, por más que barajara hipótesis, todas tenían lagunas, y
en aquella materia, las lagunas significaban la muerte. Ni siquiera sabía dónde
tendrían a Nel, pero seguramente estaría mejor vigilado que las propias
víctimas.

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«Víctimas», aquella palabra le hizo arquear las cejas y una idea apareció
en su mente. Tenía pocas cartas, y tenía que jugarlas bien. No era su vida la
única que corría peligro. Sabía por experiencia, lo fácil que resultaba
contrariar a una organización como aquella. Esbozó una sonrisa. Quizá serían
sus últimos momentos de vida, pero tenía libertad infinita para hacer lo que
más le gustaba. «Prepárate Victoria», todos los dragones debían de prepararse.
Se incorporó y se miró en el espejo, faltaban solo unas horas para que el
ritual comenzara de nuevo. Jugaba con algo a su favor, ellos la conocían,
Jean-Marc les advertía continuamente sobre ella. Todos estaban preparados
para que tras prender a Emanuel, apareciera en cualquier momento, «No
saben el cómo». Quizás no, no esperaban tenerla tan cerca. Había esperado
impaciente en el interior de la boca del dragón arriesgándose a arder en
cualquier momento. No podía ocultar su felicidad interior, pensó que había
encontrado la forma, su forma de hacer la cosas. Y todo ellos tenía que
hacerlo antes de la llegada de Jean-Marc, no podía arriesgarse, no podía
ponerlo en el peor de los peligros. Era capaz de sacrificar a miles de inocentes
para llevar a cabo su objetivo, pero no la de Nel no. Sus ojos brillaron,
desconocía si ya le habían hecho daño. Victoria habría pasado toda la tarde en
el concierto. Pero Federic sí había estado en Leeds todo el tiempo y algunos
de sus secuaces también. Cerró los ojos al recordar a Jack y a Federic torturar
al dirigente de una mafia que le proporcionaba víctimas. Fue aterrador, la
propia Natalia, acostumbrada a la sangre sintió como sus tripas se revolvían.
«No os dejaré tocarlo. A él no». Fue consciente de nuevo de que su verdadero
punto débil, no estaba en ningún lugar de su cuerpo. Y ellos, habían cometido
un fallo capturándolo, por eso Jean-Marc siempre les advertía. Pero ellos la
subestimaban, «No podrán entrar en Leeds» afirmaban. Y era lógico, Leeds
por un lado era una fortaleza y por otro, un laberinto en el cual era fácil
escabullirse si alguien ajeno a la organización intentaba capturarlos. Pero algo
se escapaba a los ojos de aquellos miserables, ya que aquella mujer que
dirigía la organización más temida de cuantas había, aquella que le arrebató el
poder a Jean-Marc, a la que tanto temían, era ya desde hacía meses y por
votación unánime de todos los líderes, una hija del dragón.

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Cachtice 10 de Noviembre de 1610

Erzsébet había pasado una mala noche y a Erzsi no le habían dejado visitarla
en sus aposentos. Algo que enojó a la burguesa ya que su amiga nunca se
había negado a recibirla. Tras sus noches de crisis la mandaba a llamar para
que le preparara una mezcla de plantas y facilitarle el descanso.
Ya no la consideraba su amiga, ni su confidente, sino solo una proveedora
de cuerpos y la situación la estaba cansando, enojando y desesperando. No
podía más, el origen de su desprestigio estaba en Anna. Sabía que Erzsébet
podía parecer indomable en un primer momento, altiva, orgullosa, irritable, y
tal vez lo era. Pero en cuanto alguien conocía su forma de pensar y lo que
necesitaba, la condesa era muy fácil de sobrellevar incluso de influir y
manipular. Parecía que todo ello Anna lo había aprendido con gran facilidad y
rapidez. Porque en poco tiempo y a pesar de que en un principio la condesa la
odiaba y había deseado su muerte, ahora solo se guiaba por sus palabras. Y a
juzgar por la conducta de Erzsébet, en las palabras de Anna debían de estar, el
degradarla de estatus y limitar sus decisiones. Erzsébet no se lo había dicho
directamente, pero ya no le pedía opinión sobre nada, no consideraba sus
consejos, no recurría a ella cuando estaba necesitada.
Llegó hasta la biblioteca, allí estaba la joven con Katryna. Sabía que debía
de actuar rápido para que Erzsébet se quitara al fin la venda que le impedía
verla tal y como es. Una espía, pura hipocresía con Erzsébet, mostrando
interés por los rituales cuando ni siquiera era capaz de levantar una daga
contra ninguna muchacha para llenar la bañera de su señora.
Siempre huía, siempre escapaba corriendo de las mazmorras. A ella no le
interesaba el ritual ni ayudar a Erzsébet a ser inmortal. Solo le interesaba
conocer bien todo lo que pasaba en las mazmorras para informar a Thurzó.
Pero Erzsébet no lo veía, y la excusaba «Si hubiese informado a Thurzó, él ya
habría aparecido en Cachtice con un ejército», le decía. No podía creer que
tuviera que ver a Thurzó entrar en el castillo por la fuerza para dudar de
Anna. Esperó pacientemente unos meses, deseando que Erzsébet al fin se

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aburriera de la joven y decidiera bañarse en ella, siempre terminaba
cansándose de todo, personas, lugares, animales… pero no de Anna, de Anna
nunca se cansaba.
Abrió la puerta de la biblioteca y allí estaba la joven, con un vestido de
anchas mangas y demasiado lujoso y ornamentado para la condición social de
la que procedía la muchacha. Erzsi sabía que Erzsébet no escatimaba en
regalos cuando apreciaba a las personas que la rodeaban, que era algo poco
frecuente. A ella misma siempre la agasajaba con joyas y telas traídas de otros
países. Sintió cómo la ira la invadía. Erzsébet no se estaba cansando de Anna
en absoluto, sino de ella misma. Podría terminar muerta, era consciente de
ello. Cualquier día a falta de víctimas la mataría a ella, aunque ella no era
joven ni pura, no serviría para el rito. Pero sí para morir congelada y
proporcionarle otro tipo de placeres. «La piel vieja no produce la escarcha tan
hermosa» la oyó decir una vez y eso la tranquilizaba. Pero Erzsébet siempre
tenía gran creatividad cuando de tortura se trataba.
Anna la miró, estaba escribiendo «Una carta a Thurzó» y aquello
encendió una luz en la cabeza de Erzsi. No podía falsificar una carta de Anna
y mostrar a Erzsébet su traición, la condesa no era tan estúpida como para
creérselo. Pero había formas. Al fin y al cabo, Anna no era más que una niña.
—Anna —comenzó con cortesía y se sentó a su lado—. La condesa no ha
pasado una buena noche, me dicen.
Anna negó confirmándolo, Erzsi guardó silencio esperando una
explicación más detallada.
—Erzsébet enloqueció, no se si fue por una de sus pesadillas —dijo—. Se
abalanzó sobre Piroska, pero pudieron sujetarla. Bajó corriendo y salió al
patio gritando y Katryna me llamó. La condesa salió en camisón y temían que
enfermara.
Anna inclinó la cabeza sobre el papel que escribía, Erzsi miró la carta,
pero no podía leer desde su ángulo las finas letras que hacía Anna.
—Bajé —continuó— y la convencí para que entrara. No quería quedarse
sola, y la acompañé hasta que logró dormir.
Erzsi entornó los ojos hacia Anna.
—Sé lo que Erzsébet necesita —dijo la burguesa—, pero no puedo hacer
más de lo que hago.
Erzsi se puso en pie para marcharte.
—Anna —sus palabras desprendían amabilidad—. ¿Te encuentras bien en
Cachtice?

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Anna la miró desconcertada, mientras buscaba en su mente el por qué la
mujer le hacía tal pregunta.
—Claro —respondió.
Erzsi se inclinó hacia ella, de forma maternal.
—¿No echas de menos a tu familia? —preguntó.
—Sí, pero… yo estoy bien aquí, es lo que debo hacer.
Erzsi le acarició el pelo recogido en gruesas trenzas.
—¿Thurzó es el que decide cuando te marcharás? —sus preguntas cada
vez iban más allá y Anna dudaba qué responderle.
—Él me trajo aquí, así que supongo que sí.
La burguesa le cogió la cara y la obligó a levantarla hacia ella.
—Ha llegado el invierno —le dijo—. No es seguro vivir en Cachtice en
invierno.
Anna negó con la cabeza.
—Estoy acostumbrada al frío y la nieve —respondió.
La mujer frunció el ceño mientras que inspeccionaba el rostro de Anna.
—No lo digo por el frío, ni por la nieve. Cachtice no es seguro en
invierno, para una joven como tú. —Susurró.
Erzsi se retiró de Anna, que la miraba con desconfianza.
—Volveré mañana —se despidió la mujer antes de marcharse.

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Iba por el pasillo camino de las celdas donde se encontraba Lara. Tenía que
prepararla ya que había medido el tiempo de su plan muy ajustado y aquella
noche el rito iba a ser diferente. Los minutos se hacían largos. Si salía bien,
Nel y ella estarían fuera de Leeds en unas horas. Victoria no se opondría.
Miró una por una las puertas de las mazmorras. Nel estaría en alguna de
ellas aunque desconocía cuál. No había nadie vigilando y eso era extraño.
«Vigilan las entradas de Leeds», aquellos miserables incapaces estaban
vigilando las entradas de Leeds esperando que ella y los suyos aparecieran. Se
detuvo repentinamente en una de las puertas cerradas y se giró hacia ella.

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El ataque de asma se había atenuado. Había apoyado su espalda en la puerta


de madera, que guardaba menos el frío que el resto de la pared. Tenía la
cabeza entre sus rodillas en un intento de disipar su fatiga.
Temía un nuevo ataque de asma, y los minutos le parecieron horas allí
dentro. Había sudado mucho, su camisa estaba empapada, y la deshidratación
ya le pasaba factura. Eran sus últimas horas, tenía tanto en qué pensar que no
sabía por dónde empezar, cuando sus ideas sobre la incertidumbre de su
futuro inmediato lo hacía decaer hasta casi perder el conocimiento y la
cordura.
Sin embargo, su más remota conciencia, le hacía recordar una imagen, un
nombre. «Natalia». Ella había estado en su lugar, compartiendo cada temor,
cada sentimiento. Y a pesar de que su temible asesina estuviera lejos, nunca
en aquellos años la había tenido tan cerca.

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Algo llevaba a su mano izquierda hacia el picaporte de hierro mientras su


mano derecha tocaba la vieja madera de la puerta. El frío y la humedad de los
sótanos se podía percibir en su tacto. Logró acercarse suficientemente y
acercar su nariz hacia la leve ranura que había entre la madera y la pared del
pasillo. Sus ojos brillaron bañados en lágrimas cuando aspiró aire y en él,
mezclado con el aroma de la madera y el metal, percibió el perfume
acanelado del doctor «Nel». Estaba allí, a centímetros de ella. Abrió la boca
para tomar aire, mientras notaba cómo las lágrimas caían por el rabillo de sus
ojos.

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La puerta se movió tras su espalda y en seguida se apartó de ella, observando


y esperando que alguien al fin la abriera y entrara a matarlo. Aguardó unos
instantes impaciente, sin apartar la mirada del picaporte de metal. Pero el
picaporte no se movía.
Se acercó hacia la puerta, parecía haber alguien al otro lado. «Me
vigilan». No había dudas, alguien estaba junto a la puerta. Una presencia, una
respiración en el más absoluto silencio.

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Apoyó su frente sobre la puerta y cerró los ojos. Nel estaba cerca, no había
dudas, aquel olor, grabado en su memoria desde que una vez lo tuvo cerca, se
hacía intenso a través de la ranura. Apretó sus ojos mientras de manera
inconsciente su mano acariciaba la puerta como si esta no existiera, como si
su mano hubiese podido traspasarla y llegar hasta él.
Podía abrir la puerta, el arma de Nellifer podía atravesarla y sacarlo de
allí. Pero entonces lo pondría en riesgo, no podía dejarse llevar por un
arrebato de locura. Pero era tan difícil ahora que lo tenía cerca.

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Apoyó su cabeza en la puerta de nuevo. Había alguien al otro lado, se oía una
respiración entrecortada que le erizaba el vello sin razón y hacía que su
garganta no pudiera emitir palabra. Un halo de esperanza lo invadió
repentinamente y sus ojos se humedecieron en respuesta a un inesperado
alivio y tranquilidad. Aquella sensación no tenía explicación, ya nada tenía
explicación allí dentro. Las bases de su cordura se perdían a cada minuto que
pasaba encerrado esperando la muerte. Y su mente no dejaba de repetir un
nombre. La sentía. Pensaba que al fin estaba desvariando, enloqueciendo. La
locura que sobreviene a todo humano cuando la muerte se acerca, sea cual sea
la forma de morir.
Todo acababa y agradecía aquella sensación. Sentía al ángel de sus sueños
cerca, más cerca que nunca, podía sentirla, podía olerla, aquella sensación que
había anhelado tanto y que tanto agradecía momentos antes a la muerte.
Sus pensamientos nunca habían errado. Sabía que la próxima vez que
sintiera a Natalia cerca, sería por su inminente muerte, aunque sí que de
verdad había pensado que sería ella la que finalmente lo matara y no un
puñado de locos. Quizá fuera su miedo a la muerte y a la tortura lo que le
había llevado a pensar y a desear que moriría a manos de Natalia. Sí, ahora
estaba completamente seguro de que era esa la razón. Deseaba que de ella
fuera la mano que lo matara al fin, porque ella nunca lo torturaría, le daría una
muerte limpia, digna, rápida.
Aspiró y el aire penetró en sus pulmones sin silbidos. La tranquilidad que
lo había invadido le permitía respirar. Tenía un ángel de la guarda con nombre
propio y lo estaba sintiendo en aquel momento, cerró los ojos «Natalia».

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Lloraba. Su situación había llegado a un límite al que nunca habría querido ni


acercarse, al lo que siempre le había dolido ni siquiera imaginar. Emanuel
Mason en manos de los Hijos del Dragón, en manos de Jean-Marc. Su mayor
debilidad, esa que no se encontraba en ninguna de las partes de su cuerpo, era
un cautivo, una víctima del temor, del miedo, de la tortura. Se sentía culpable
por ello. «Esta es la consecuencia de mis actos». Él no debería de estar allí,
Recordó sus palabras al teléfono, demasiadas insinuaciones, demasiadas
pistas. Ella lo había acercado a ellos. Era su culpa, su responsabilidad. Nel no
podía morir ni mucho menos podía dejar que Jean Marc llegara hasta él. No lo
permitiría, y se juró de nuevo que si su vida o su muerte contribuían a
salvarlo, ella no dudaría.
Se sintió vulnerable, más vulnerable que cuando se vio atada ante la
voluntad de Victoria y Federic. Con tan solo un gesto habían conseguido
desnudarla, desarmarla, y pronto la llevaría al borde de la ira y la locura si no
lograba sacarlo de allí cuanto antes.
Pensó en Lara. Ya no había posibilidades para ella, realmente nunca hubo
posibilidades reales con ella. «Lo siento». Pero era algo que tenía que hacer.
No tenía opciones. Victoria no dejaría jamás que Nel saliera de Leeds de otro
modo.
Bendijo su buena suerte, Lara estaba viva, si hubiese muerto, si ella la
hubiese matado cuando tuvo la oportunidad, no habría posibilidades de sacar
a Nel de allí. La vida de Lara y el Urushdaur, eran lo único que tenía Nel a
favor de su vida. Tomó aire, no podía demorarse.

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Victoria acababa de llegar del concierto. En cuanto entró en Leeds se dirigió


de inmediato a su suite. Estaba agotada, los conciertos la dejaban exhausta.
Estaba ya cerca de la cincuentena, su cuerpo ya no era el de antes. Sentía el
paso de los años tanto por fuera como por dentro.
Tenía un gran espejo y frente a él, un maniquí de tela negra en que relucía
su blanca túnica de los ritos. No había podido quitarse de la cabeza ni un
momento la continuación del Urushdaur. Lara era la idónea, era joven,
hermosa y poseía una voz prodigiosa. No le servía una candidata cualquiera,
amaba la música, esta era parte de su existencia. De nada le serviría vivir
eternamente joven, si no pudiera cantar. La garganta de Lara junto con sus
conocimientos de música, eran más que suficientes para permitirle vivir de la
misma manera que lo hacía ahora.
Le habían informado que tenían a Mason apresado en un calabozo en los
sótanos. Pasaría a verlo tras los ritos, no antes. La unión con una de sus
donantes estaba cerca.
Buscó su teléfono para llamar a Jean-Marc, él aunque era muy reacio a
atraparlo, estaba deseoso por encontrarse con Mason, pero no dejaba de
advertirles sobre la posibilidad de que una asesina, líder de la organización
secreta más poderosa de cuantas había, su hijastra Natalia, vendría a por él.
Era imposible que aquella organización entrara en Leeds, ya que era un
palacio rodeado por un lago, con una única entrada que estaba más que
vigilada. Sin contar con los numerosos fans de la artista, que a menudo se
acumulaban en sus alrededores y que tan incómodos eran, para hacer entrar y
salir del castillo las víctimas del Urushdaur. Conocía cada palmo de su
castillo, no era fácil transitar por él sin perderse y mucho menos sin ser vistos.
Los buscadores nunca llegarían hasta ellos.
Sonó la llamada y de inmediato respondió Jean-Marc directamente.
—Tenemos a Mason —dijo Victoria.
—No ha salido en las noticias —respondió Jean-Marc.
—Te puedo asegurar que lo tenemos. —Victoria sonrió.

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—Que la desaparición de uno de los investigadores del caso más
importante del momento no aparezca en las noticias, no me gusta.
—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó sorprendida Victoria.
—Que a alguien no le interesa que se sepa, para que no sepamos a qué
atenernos.
—Ni siquiera se habrán dado cuenta. Ese doctor no salía de su domicilio.
—No seas imbécil Victoria —la voz de Jean-Marc sonó severa—. Y
duplica las vigilancias. Si los buscadores se enteran, mi hijastra no dudará en
ir contra vosotros.
—¿Qué quieres que haga con Mason? —preguntó Victoria ignorando las
palabras de Jean-Marc.
—Conservadlo vivo por el bien de todos. Si ellos vienen, será vuestra
única defensa.
—Jean-Marc. —Victoria se estaba cansando. Aquel loco no iba a
estropearle la noche de su penúltimo ritual, ni mucho menos atemorizarla con
nimiedades. Ellos también eran una organización numerosa, poderosa, y se
encontraban en una fortaleza—. Si tu hijastra aparece, la meteré en la jaula, y
te puedo asegurar que ninguna mente prodigiosa va a poder sacarla de allí. En
cuanto al resto de buscadores, los combatiremos. No son tan numerosos desde
que te fuiste.
—Te creía más inteligente —respondió Jean-Marc—. Todos los que han
subestimado a Natalia están muertos. Y en cuanto a los buscadores, aunque
los superarais en número de nada os serviría. No existen armas que puedan
competir con las suyas.
—Entonces piensas venir o no —la voz de Victoria sonó firme.
—Por supuesto que iré. Mason es necesario para mis planes.
—Como quieras —la idea de que Jean-Marc se llevará a Mason aquella
misma noche le gustaba, un problema menos. Podría volcarse plenamente en
el Urushdaur.

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—¡India! —los gritos de Eric retumbaban por todo el sótano.


Natalia corría hacia las celdas de las víctimas. Eric continuaba gritando.
La ira y el dolor que presagiaba su voz no auguraban nada bueno.
«Lara» no podía haber otro motivo para Eric. Algo había ocurrido con
ella, algo que definitivamente acabaría con sus planes y con la vida de Mason.
Entró en la sala, Eric estaba junto a Lara. Natalia enmudeció y se llevó las
manos a las sienes en cuanto vio a la chica. Alguien había entrado en la celda.
Eric sostenía su cuerpo que yacía entre un charco de sangre. Los ojos de
Natalia se llenaron de lágrimas y sintió como la ira recorría su cuerpo. Se
estaba descontrolando, demasiado tiempo retraída, demasiado dolor
contenido. La presencia del doctor el Leeds no hacía más que multiplicar su
locura.
—Tu hermana —acusó gritando—. ¡Y Adele!
Eric levantó la cabeza hacia ella.
—Está perdiendo mucha sangre —la voz de Eric sonaba desesperada.
Los ojos de Natalia se llenaron de lágrimas y les dio la espalda. Natalia se
tapó los ojos con ambas manos. «Hijos de puta». La paliza que había recibido
Lara era brutal. Tomó aire, pero no hallo aire que inhalar. Se giró de nuevo
hacia ellos.
—Vamos —ordenó a Eric y este se levantó casi sin reconocer a su
compañera. Pero no era momento de hacer preguntas ni discutir. Y con Lara
en brazos, la siguió por el pasillo camino a la sala de recuperación.
India estaba despeinada. Su pulcro recogido habitual, ahora era un puñado
de ondas liadas con una goma en su nuca, y llevaba en las manos las gafas de
grueso cristal que solo se quitaba en los cultos tras su máscara. Algo había
cambiado en ella y no sabía exactamente la razón. No había vuelto a verla
desde que saliera de su castigo y no había querido molestar su descanso, que
era más que necesario después de lo ocurrido. Pero quizá aquel castigo la
hubiese cambiado y transformado su expresión en odio y en ira, todo era
diferente en ella. Y el estado de Lara no hacía más que emporar las cosas.

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Eric estaba apenado, dolido. Se sentía responsable por no haberla
protegido. Pero al fin y al cabo, nunca podría protegerla de sí mismo, ya que
aquella noche o la siguiente tendría que acabar matándola para Victoria.
Quizá quien había hecho aquello, habría salvado a Lara, y lo habría salvado a
él.
Entró tras su compañera y esta cerró la puerta dando un portazo.
La sacerdotisa se puso de rodillas buscando su maletín bajo un mueble,
que seguidamente cogió y lo tiró sobre la mesa, junto a la pila. Algunos botes
cayeron y rodaron. No parecía importarle.
—Con quién creen que se han metido esos hijos de puta —decía y sus
palabras lo desconcertaron.
Depositó a Lara sobre la camilla.
—India —dijo—. Quizá esto haya sido lo mejor.
Ella se giró hacia él con un bisturí en la mano. Eric por un instante creyó
que se lo clavaría de la misma forma que lo había hecho con Federic.
—No soy capaz de seguir —se sinceró él y sus ojos brillaron—. No con
ella.
Bajó sus ojos hacia la joven y no obtuvo respuesta de su compañera.
—Ahora, en este estado —dijo—. Victoria la matará, y el Urushdaur se
hará con Katya.
India lo ignoró a pesar del sentimiento que le produjeron las palabras del
chico en su interior. Clavó el bisturí en el cuero del fondo de su maletín y lo
rajó. Inmediatamente sacó unos sobres transparentes con unos polvos en su
interior, contó al menos tres colores diferentes. En seguida se dispuso a
disolverlos en un frasco de cristal.
—Llena la bañera —le ordenó.
—India, ya da igual —le respondió Eric a la orden—. Todo ha terminado.
Ella se giró hacia él con aquella expresión de locura acentuada por la luz
blanca de la sala.
—Esto acaba de comenzar —dijo.
No había duda que algo extraño le pasaba. Eric en un primer momento
pensó que había sido por la decepción y la impotencia de un rito fracasado.
Pero parecía haber algo más.
—Se está muriendo —le repitió.
Su compañera negó con la cabeza.
—Lara no va a morir —le respondió ella abriendo el grifo de la bañera—.
Y nadie va a saber qué ha ocurrido.

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Eric no daba crédito a lo que estaba oyendo. La cara de Lara estaba
completamente desfigurada por los golpes. Ya no resistiría ninguna tortura
más, tenía peor aspecto que Katya.
Natalia inspeccionaba a Lara.
—Dos costillas rotas —dijo aliviada mientras que con el escáner
comprobaba el estado de los huesos de sus piernas, que aunque repletas de
hematomas, milagrosamente no tenían ninguna factura. Sonreía. Si Lara podía
caminar por su propio pie. Su plan seguiría adelante.
Volcó líquido transparente procedente de uno de sus frascos y el olor
intenso a rosas inundó la habitación. Hacía mucho que no apreciaba el aroma
tan intenso. Su cuerpo se calmaba. Se giró hacia Eric.
—Puedo recuperarla y borrar las señales de todo lo que le han hecho —
dijo a su compañero y este la miró incrédulo. A pesar de que la expresión de
la sacerdotisa se había calmado y tornado parecida a la habitual en ella, sus
palabras no mostraban cordura.
—Puedo hacer que Lara viva —le dijo.
Eric apoyó su frente en el muslo de Lara buscando algo que decirle a la
locura que se había apoderado de su compañera.
—Puedo sacar a Lara de aquí —continuó y Eric levantó la cabeza de
repente.
Un ataque de locura se había apoderado de ella, ahora sí estaba
completamente seguro.
—Puedo hacer que viva —ella conocía los pensamientos de Eric, pero los
ignoró— y que Victoria nunca la atrape.
Eric se levantó y se acercó a ella. Las preguntas sucedieron en su mente
con rapidez sin tener valor para emitir ninguna.
—¿Quieres sacar a Lara de aquí? —le preguntó ella.
Eric puso sus manos en los hombros de su compañera. No sabía las
razones de la locura de la chica a la que llamaba India y que ahora no conocía
bien quien era. Pero no le importaba saberlo, no quería saberlo, solo quería
saber si eran ciertas sus palabras. Porque de ser ciertas él no dudaría.
—Sí —respondió con contundencia.
—No preguntes —dijo ella—. Solo confía en mí.
Su compañera lo miró a los ojos.
—Tienes que confiar en mí, oigas lo que oigas, veas lo que veas. No
preguntes, solo haz lo que yo te pida. Y te prometo que Lara saldrá de aquí
esta noche, después de ritual.
Eric negó con la cabeza.

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—Ella no puede aguantar otro ritual —añadió él.
Ella se acercó a la víctima.
—Los imbéciles de tus compañeros —dijo—. Creen que esto es suficiente
para arruinar nuestro Urushdaur.
No, no era una hija del dragón. Una idea se le pasó por la mente. Su
compañera lo miró en seguida como si pudiera leer sus pensamientos.
Aquello lo asustó. Quién demonios podría ser aquella mujer que le ofrecía
sacar de allí a Lara.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué razones tienes para querer sacarla de
aquí?
—Te he dicho que no hagas preguntas —respondió—. Es mejor para ti no
conocer las respuestas. De todos modos… yo la elegí, yo decidí meterla en
Leeds, y yo voy a hacerla salir de aquí.
Daba igual las razones. Sacar a Lara de allí, era algo que solo en sueños lo
habría imaginado. Liberar a su ángel, algo que creyó que no tendría valor de
hacer y menos aún de la forma más difícil, pues ahora India le ofrecía la
posibilidad salvarla con la vida y no mediante la muerte. Algo que pocas
veces sabía hacer un asesino.
El vapor del agua con olor a rosas había empañado los monitores, el
espejo. Las paredes, los botes de cristal estaban llenas de vaho.
—Esta noche —advirtió la sacerdotisa— lo único que no podemos
permitir es que Victoria vuelva a echar a Lara de su cuerpo. No podemos
arriesgarnos.
—¿Qué complete el Urushdaur? —preguntó él.
Ella rio.
—El Urushdaur no existe —respondió Natalia y él arqueó sus cejas.
—Tú lo estás consiguiendo —su voz sonó sincera—. A pesar de lo que
puedas pensar, Victoria siempre fue buena usurpando cuerpos ajenos que
Federic no fue capaz de mantener con vida el tiempo suficiente. Tú lo estás
consiguiendo.
Natalia lo meditó un instante. No, no era una posibilidad verosímil. El
espíritu de Victoria no sería una amenaza.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Anna no había delatado a Erzsébet ni en aquella ni en todas las sucesivas


cartas que le envió a Thurzó. No se sentía amenazada dentro de Cachtice y
Erzsi no podía soportarlo. Se enfurecía cada vez que veía Anna pasear por el
castillo con los mismos privilegios que la propia dueña y señora de Cachtice.
Hasta la joven Katryna había ascendido alguna escala. La muchacha, que
siempre se había limitado a echar y barrer serrín en las mazmorras, ahora
podía permitirse ciertos privilegios impensables en ninguna sirvienta.
—¿No te encuentras bien? —le preguntó Erzsébet y ella se sobresaltó. No
estaba acostumbrada a que ya la condesa deparara en ella y mucho menos en
su ánimo.
Erzsi entornó los ojos.
—No hay más doncellas —dijo—. Hay que dejar que pase el invierno.
Notó cómo los pómulos de Erzsébet tomaron calor a pesar del frío que
hacía en el salón.
—No puede ser —respondió—. Tienes que encontrar la manera de…
—No puedo sacarlas de la nada —la cortó la burguesa y Erzsébet se puso
en pie.
—Necesito comenzar de nuevo —pidió la condesa.
—Las únicas dos muchachas del pueblo que sirven están enfermas —le
respondió Erzsi— con lo cual no son una opción. Y hasta el noble más
cercano, tiene hijas demasiado jóvenes, ocho y siete años, tampoco te sirven.
Erzsébet dejó caer en el sillón y se colocó la mano sobre su frente.
—No puedo esperar tanto —dijo—. Tráelas.
Erzsi frunció el ceño.
—Las niñas no valen Erzsébet —le respondió la mujer.
La condesa se tapó la cara con ambas manos. Erzsi miró al frente, cerca
de la chimenea estaba Anna y Katryna, esta última acariciando un pequeño
cachorro, regalo del ama. «Kiva» la oía llamarlo.

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Hubiese sido fácil tiempo atrás. No había doncellas en las afueras del
castillo, pero sí que habitaban dos dentro que bien podían valer para los
planes de Erzsébet, con las edades más idóneas para el rito, una catorce y la
otra diecisiete. Sacudió la cabeza. Erzsébet estaba desesperada. Llevaban dos
semanas sin poder hacerlo por falta de muchachas y las pocas que quedaban
en las mazmorras, unas cinco, las estaban aprovechando más de lo que
acostumbraban. Erzsébet mandaba hacerles cortes para llenar un cuarto de
bañera. Las iba rotando para dejar que se recuperaran y así, las mantenía con
vida más tiempo. Aunque Báthory no le había explicado cómo se le ocurrió
tal idea, Erzsi sabía que había sido cosa de Anna y su compasión por las
víctimas. Incluso había conseguido algo que la burguesa sabía que era
sumamente imposible, contener a Erzsébet con las víctimas ya que la última
chica que eligieron como nuevo cuerpo, logró mantenerse con vida diez días.
El record de Erzsébet habían sido dos, pero la condesa solía decir que con
Darvulia logró mantener viva a una joven durante siete días. Aunque Dorkó la
contradecía a sus espaldas, al parecer Darvulia le hacía creer que era la misma
chica una y otra vez para intentar contener sus arrebatos.
Pero sí, era verdad que habían hecho un gran avance. Darvulia tenía
razón, cuanto más días pasaban, Erzsébet lograba concentrarse más en el altar.
No sabía explicarlo, era como si la unión fuera más fácil y el intercambio
estuviera más cerca. Pero si con diez días no habían conseguido un
intercambio dudaba cuantos días más podrían mantener a una víctima viva
hasta lograrlo. Era muy difícil. Miró a Katryna.
—¿Y si no buscamos fuera de Cachtice? —propuso la mujer.
Erzsébet ladeó su cabeza mientras pensaba y suspiró.
—Estamos muy cerca —insistió la mujer—. Ya lo has comprobado, puede
salir esta vez o la próxima.
Erzsébet miró a Katryna, lo que le proponía Erzsi no era del todo de su
agrado, no porque no le gustara la muchacha, al contrario, Katryna era muy
joven, tenía una edad idónea, y era hermosa aunque muy delgada. Sí, era una
buena elección. Pero temía las represalias de Anna si lo hacía. Esta estaba
muy unida a Katryna y Erzsébet lo permitía para tenerla feliz. Sin embargo,
cualquier daño que le causara podría cambiar a Anna por completo respecto a
ella y a Cachtice. Podría marcharse, escapar, huir de allí, o algo todavía peor,
traicionarla. No podría soportar estar en Cachtice sin Anna, ni tampoco una
traición por su parte, sería demasiado doloroso. En ambas suposiciones el
final sería el mismo, enloquecería y la acabaría matando, algo que quería
evitar a toda costa. Tomó aire, estaba en una tesitura demasiado difícil.

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—Su tuviera la certeza de que esto iba a salir bien —dijo la condesa—, no
dudaría. Pero si no sale y Katryna muere…
—Le buscarás otra acompañante —la convencía la mujer.
—No aceptará a otra —le debatía Erzsébet—. Dice que le recuerda a su
hermana.
Erzsi sonrió.
—Pues coge a Katryna para ti y tráele a su hermana.
Erzsébet arqueó las cejas. Quizás Erzsi no era ya tan inútil como pensaba.
Katryna comenzaba a ser una opción, una opción muy golosa para ella. Una
joven de catorce años con cierto parecido a la hermana de Anna, si el ritual
salía bien y finalmente conseguía el traspaso…
—Hablaré con Anna —dijo al fin Erzsébet.
Erzsi abrió la boca sorprendida. No podía creer que la condesa hubiese
accedido en escoger a Katryna, protegida intocable de su idílica Anna, como
cuerpo donante del ritual. Aquello podría hacer cambiar la relación entre
ellas, cosa que ansiaba. Miró a Anna, «No lo permitirá, delatará a Erzsébet»,
y sería su final. Sonrió en su interior. No había sido tan difícil.

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Estaba terminando de atar las cintas del vestido de Lara y le acarició el brazo.
Lara se había dejado caer hacia Eric y este le rodeó los hombros. Natalia se
situó frente a ella.
—No tengas miedo —le dijo—. Hoy no debes tener miedo. Mírame, no
dejes de mirarme y te prometo que no pasará nada.
Lara asintió.
Natalia la cogió por lo hombros.
—No puedes dejar que Victoria te gane la batalla —le advirtió—. Tienes
que resistirte hasta el final.
Lara tomó aire. Recordaba aquella sensación, sus vellos se erizaron. Era
muy difícil resistir el dolor en el interior de su cuerpo. El dolor, el rechazo a
su propio ser, la lanzaba fuera de ella sin poderlo remediar. Cerró los ojos. La
sintió, sintió como algo que parecía material, o al menos su peso lo hacía
parecer real, se apoyaba sobre ella, entraba en ella. La sacerdotisa la obligó a
abrir los ojos de nuevo.
Natalia acercó sus labios a la frente de Lara y la besó.
—Siento haberte traído hasta aquí —se confesó—. Siento haberte hecho
todo esto.
Los ojos de Lara se llenaron de lágrimas. Eric la abrazó con fuerza.
—Aguanta y saldrás de aquí. —Dijo Natalia dirigiéndose hacia la puerta
cojeando.
Tenía que salir de allí. Ya estaba preparado el salón del traspaso. La
anestesia de la quemadura se estaba disipando y volvía a sentir el dolor. Cerró
la puerta con cuidado dejando a Eric y a Lara a solas. El corredor estaba
vacío. Tenía solo unos minutos pero pensaba que eran suficientes «Empieza
mi ritual Victoria».

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Tuvo que soportar la mirada de Federic continuamente mientras se colocaba


en su sitio en el altar para preparar el intercambio. Lo detestaba, lo detestaba
hasta el límite más profundo que su cuerpo pudiera soportar. Él, junto con
Cristine, Adele y Jack habían golpeado a Lara hasta la saciedad, ella misma se
lo había relatado después que Natalia la hubiese recuperado de forma casi
milagrosa de sus heridas, y aunque no había podido salvarla de la totalidad
del dolor, sí que era capaz de moverse por su propio pie y atender a las
explicaciones que ella y Eric le habían dado. «Confía en mí», solo tres
palabras bastaron para que ella contuviera sus lágrimas y creyera en ella.
Podía traerla de vuelta y darle energía para moverse siempre y cuando sus
órganos no estuviesen afectados, y ahora que ya no temía ser descubierta,
había podido quitarle el dolor. Sabía que todo ello iba a ser por tiempo
limitado, pero al menos tenía el tiempo suficiente.
Se giró y vio a Adele, esta estaba desconcertada. Todos esperaban que
Eric y ella contaran a Victoria lo sucedido, pero no había sido así. Esperaba
ver bien sus expresiones cuando comprobaran que su elegida era capaz de
entrar en la sala por su propio pie, sin magulladuras, sin rastros de una paliza,
nimiedades que el agua de rosa podía disimular y hacer desaparecer en veinte
minutos.
Desde su posición podía ver la doncella de hierro y la jaula, en el que
pobres criaturas indefensas eran desangradas de manera salvaje cada noche,
pero que aquella noche tendrían un significado diferente. Estaba deseosa e
impaciente por que empezara. Sonrió en el interior de su alma mientras el
bastón dio la primera orden.
La puerta principal se abrió. Jack apareció con pobres desdichadas que
miraban aterrorizadas a su alrededor. Una para cada aparato de tortura en los
cuales se desangrarían, sangre necesaria para que Lilith produjera la energía
necesaria para promover el traspaso.
Victoria se encontraba en las mesa central del altar, haciendo la
meditación previa al Urushdaur. Natalia cerró los ojos. Su respiración hacía
cierto esfuerzo por acelerarse, pero lograba controlarlo, no podía mostrarse

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alterada, cualquier mínimo fallo los condenaría, a ella, a Nel, y ahora también
a Eric y a Lara.
Tomó aire y lo mantuvo en su pecho. Había tapado sus cicatrices con látex
caliente, por si algo salía mal, aunque en aquel instante no creyó tener que
enfrentarse a ningún contratiempo. Inconscientemente sus labios esbozaron
una leve sonrisa y abrió los ojos. Federic la observaba de nuevo. Pero este ya
no era un problema para ella, nunca más sería un problema para nadie. Estaba
sentenciado y la consecuencia de su sentencia era irreversible.
Sonó el bastón por segunda vez. El órgano comenzó a tocar y la voz grave
tan familiar ya en los ritos, recitaba palabras sumerias, el cántico de Lilith
sonaba aterrador.

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Durante horas, Nel había albergado la esperanza de que le traerían agua.


Nadie había aparecido por allí. Algo que por un lado agradeció. Se oía el eco
de una música procedente del pasillo y se acercó hacia la puerta para oírlo
mejor. Era el sonido de un órgano, un órgano de iglesia sin ninguna duda. La
música le recordó a los ritos satánicos que tantas veces había estudiado.
Agudizó su oído, todo lo que pudo. Su respiración hacía ya rato que se
había normalizado cosa que agradeció inmensamente. También el miedo, a
ratos pasaba, a ratos volvía. Tal y como había deducido tantas veces, el miedo
no perdura demasiado tiempo en el cuerpo humano sino que actuaba a
oleadas.
Se oía una voz, una voz muy grave, al parecer rezando una plegaria. «Es
lengua sumeria». No se había equivocado de ritual, pero no entendía ni una
palabra de lo que la voz decía. O solo una «Ur», la antigua capital sumeria.
Sonrió. Seguramente sería su último caso, ya que irremediablemente
moriría quizá aquella noche o las sucesivas. Pero tenía la gran satisfacción de
haber resuelto la totalidad de los casos que se decidió a estudiar.
Se oyó una segunda voz, muy aguda, y rezando a un ritmo muy acelerado.
Había llegado a oír grabaciones de audio de ritos masónicos, satánicos,
paganos. Las músicas siempre fueron parecidas, y las plegarias también.
Apoyó su espalda contra la puerta y se dejó caer hasta el suelo. El suyo era un
trabajo peligroso, que siempre había logrado solventar escondido tras sus
libros. Ya en el caso anterior a este estuvo a punto de morir a manos de otra
orden, que además estaba dirigida por su propio padre. Quizá era su destino.
Ciento veintidós casos, era el total de su invicto currículum, merecía la pena
morir, si había logrado salvar a cientos personas, entre ellos numerosos niños.
Recordó a Natalia, dentro de aquel calabozo podía comprender gran parte
del carácter de la joven. Ahora sentía lo que ella y otros tantos habían sentido,
su vida miserablemente a manos de un puñado de locos para los cuales la vida
humana no significa nada.
Cerró los ojos y casi pudo ver los ojos de Natalia.

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Cristine apareció en el umbral sujetando a su elegida. Katya apenas podía


andar.
—¡Uuuuurrrr! —se oyó al unánime a los presentes y Natalia no los
acompañó.
«Ur, el centro del poder», no tenían el poder, ya no lo tenían. Lo perdieron
el día en que la aceptaron como una Hija del dragón.
Vio cómo Cristine, Adele y Federic se miraron contrariados. Todos
dirigieron su mirada hacia la puerta a la espera de la entrada de Lara.
Se vio a Eric en el umbral. Los rostros de los sacerdotes mostraban
interés. Eric se giró y de su mano entraba su elegida como donante. A la luz
de las antorchas, se pudo apreciar la aterrorizada y hermosa cara de Lara. Un
halo de orgullo invadió el pecho de Natalia mientras el resto de sacerdotes se
miraban contrariados. Esbozó una sonrisa.
Sintió cómo la mirada de los cuatro la fulminaron, pero no le importó,
seguía sonriendo. El éxtasis de volver a hacer aquello en el interior de una
orden. No podía contenerse, sonreía. Su momento había llegado al fin, y
aquellos miserables pagarían las consecuencias de sus actos.
Eric ató a Lara en la pared, en la que había más chicas. Una de ellas era
Katya. Las otras tres eran cuerpos que se donaban a Lilith. Excepto Katya y
ella, el resto de chicas estaban tan medicadas, que ni parecían ser conscientes
de lo que ocurría a su alrededor. Lara las miró aterrorizada. La noche anterior
todo pareció suceder tan rápido, el fuego, las cadenas, las columnas, los
latigazos, que ni siquiera había deparado en ellas.
Lara cerró los ojos. Quería que aquello acabara cuanto antes.
La voz aguda cantaba la oración mezclándose nuevamente en los cánticos,
y los presentes se colocaron sus máscaras. Rezaron una breve oración a Lilith
y Victoria dio la orden del comienzo.
Eric y su compañera se miraron. No podían fallar porque un simple fallo
sería la muerte de Lara. Natalia lo rebasó y se dirigió hacia la joven,
quitándole los grilletes de inmediato.
—Confía en mi —le susurró—. Pase lo que pase.

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Lara se puso en pie. Natalia le sostenía por el brazo izquierdo y Eric por el
derecho, la condujeron hacia un ornamentado sarcófago de hierro, colocado
en vertical.
Eric lo abrió y Lara pudo ver su interior cubierto de cuchillas. La joven
dio un grito mientras retrocedía en sus pasos, negando con la cabeza.
—Lara mírame —le pidió Natalia bajándole el vestido y dejándola
completamente desnuda.
Lara no obedeció. ¿Podía confiar en su torturadora? ¿Podía confiar en su
asesino? Era difícil hacerlo y acceder a un sarcófago lleno de pinchos en los
cuales moriría desangrada en segundos. El bastón sonó dos veces, se oyeron
tintinear las cadenas. Cristine y Federic alzaban a Katya en las columnas,
como ella y Eric habían hecho con Lara la noche anterior.
«Las dos a la vez» había pedido Victoria y Natalia conocía la razón. A la
vez sufrirían, y Victoria detendría la tortura de la superviviente. Era necesario
para Lara que Katya muriera pronto porque aunque la doncella estaba
adaptada a sus medidas y era algo de lo que la propia sacerdotisa se estaba
encargando de hacer cuando Federic llegó a importunarla, no sabía cuanto
tiempo podría aguantar la joven allí dentro.
Siempre supo que tarde o temprano necesitaría utilizar la doncella o la
jaula. Bien para ella o bien para Lara. Ambas las había retocado, medido y
adaptado a peso y altura de cada una de ellas. «La doncella para Lara, la jaula
para mí». La jaula, el aparato preferido de Victoria y al que sin ninguna duda
iría a parar el día que la descubrieran. Cerró los ojos. Aún adaptada no quería
verse en aquella jaula, ella mejor que nadie sabía que ninguna de sus
habilidades podían sacarla de aquel aparato. No había forma de salir de él.
Eric tuvo que empujar a Lara hacia el interior porque la chica no podía
evitar resistirse. Los cánticos se repetían una y otra vez. Natalia la giró
poniéndola cara a ella.
—No te muevas —le susurró tras su máscara.
Sonó el bastón y un foco los alumbró al igual que ocurría con Katya entre
las dos columnas. La orden no se demoró. Tenían que cerrar la tapa del
sarcófago.
—¡No! —gritó Lara con los ojos llenos de lágrimas.
—Lara mírame —pidió Natalia.
Pero Lara negaba con la cabeza, mientras sus lágrimas brotaban en
abundancia, presa de un auténtico pánico.
—Lara… —Natalia le sujetó la barbilla obligándola a mirarla a los ojos.
Mientras Eric fue cerrando la tapa inferior de la doncella. Las cuchillas

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obligaban a Lara a retroceder mientras empujaban su cuerpo contra los
pinchos traseros. Solo el rostro quedaba libre de aquellas paredes hirientes
gracias a una pequeña puerta superior, ornamentada con un hermoso rostro de
marfil, que Eric había dejado abierta.
—No —gritaba la chica—. No.
Natalia apretó su mano en la barbilla de Lara y al fin esta la miró a los
ojos y la joven se paralizó de inmediato. La luz de los focos era intensa sobre
ellas. Las pupilas de la sacerdotisa habían encogido hasta el tamaño de dos
puntas de alfiler. Lara entornó los ojos cegada por la claridad, y entonces
pudo verlos, tras aquella curva oscura de los iris de la sacerdotisa, pudo
verlos.
—Cierra Eric —ordenó sin soltar la barbilla de la chica, sin perder el
contacto visual con ella.
Eric empujó con fuerza y las cuchillas penetraron en la carne de Lara.
Esta soltó un alarido de dolor, pero no podía moverse o se haría aún más
daño. El ritmo de los cánticos se alzó.
¿Qué había detrás de aquellos iris?, detrás de aquellas pequeñas pupilas
que se clavaban en ella como agujas. Un aro blanco parecía resplandecer ante
la luz. Un color esperanza que se asomaba o se escondía entre sol y tinieblas.
—Uno, dos —la escuchaba contar tras su máscara y recordó sus
explicaciones— tres.
Lara apretó los dientes y empujó sus muslos contra las cuchillas que la
sostendrían si se desmayaba a causa del dolor y la sangre.
—No es suficiente —volvía a oír la voz de su salvadora susurrándole—.
Más.
Repitió su gesto ahora con más fuerza hasta que notó cómo las cuchillas
se abrían paso en su carne. Se mareaba, se desvanecería en unos segundos. La
sangre brotaba de su cuerpo en abundancia, la notaba caer a través de su piel
hacia abajo. Y tras la sacerdotisa, podía ver como en un pequeño canal del
suelo, corría parte de la sangre que estaba perdiendo, tan líquida como el
agua.
—No dejes de mirarme —continuaban los susurros de Natalia—. Confía
en mí. ¡Aguanta Lara!
Pero las luces comenzaban a brillar demasiado para ella. Su cuerpo la
abandonaba. Las máscaras de Eric y la sacerdotisa, la de todos los presentes,
reflejaban el resplandor de los focos.
Natalia notó cómo el cuello contraído de la chica, se iba aflojando
lentamente. No podía permitir a Lara desmallarse o moriría en el interior de la

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doncella. Pero la cabeza de Lara basculó hacia delante. Sus pupilas se
dilataron y su piel se tornó violácea.
—Eric, se va —su voz sonó desesperada mientras oía los golpes que
recibía Katya. «Aguanta Lara». Pero Lara ya no podía escuchar su voz.
«Tienes que aguantar hasta final». Cerró los ojos. Katya tenía que morir, las
cuchillas que sostenían a Lara abrían paso en su carne poco a poco a causa del
peso. No tenía mucho tiempo si quería conservarla con vida. Bajo sus pies
descalzos notaba cómo la sangre de Lara se desbordaba de las canaletas.
Se oyeron los murmullos entre los cánticos y el bastón sonó por fin, Katya
había muerto. Empujó a Eric hacia Lara. Abrir la doncella a un cuerpo inerte
sin hacerle aún más daño no era fácil. Lara estaba clavada en la parte
delantera en la zona de muslos, caderas y hombros. Era lo que la mantenía en
pie. Sin embargo, las cuchillas no estaban clavadas en su totalidad en partes
vitales o de lo contrario hubiese muerto.
Natalia abrió la tapa del sarcófago mientras Eric la sostuvo dejándola
inmóvil y las cuchillas salieron de su piel. Lara no emitía ningún sonido así
que no se demoraron en llevarla hasta la mesa del altar y tumbarla junto a
Victoria. La única de las tres que había sobrevivido.
Natalia tenía el aire contenido. Eric y ella trabajan rápido sin más
remedio. A Lara le quedaba un soplo de vida que no podían desperdiciar,
aquello tenía que acabar cuanto antes.
Eric asía el cuchillo de hoja curva y con él cortó a Victoria tal y como
había hecho en el resto de ritos. Esta permanecía inmóvil, concentrada. A
Lara ni siquiera hizo falta hacerle más cortes. De todo su cuerpo brotaba
abundante sangre que en seguida se esparció por entre las canaletas. Pero su
sangre y la de Victoria no iba a ser suficiente para rellenar el símbolo de Lilith
y por eso necesitaban tres víctimas más que ya tenían preparadas. Una
ocuparía el lugar de Lara en la doncella, otra para la jaula, y una tercera, por
si dos cuerpos no fueran tampoco suficiente.
Se hizo un breve silencio para oír los latidos de Lara y Victoria. Y
lentamente, la voz grave recitaba una nueva oración.
—Ur —se oyó al unísono y la voz grave prosiguió.
Natalia y Eric se miraron. Tenía que ser rápido o Lara moriría. Esta vez
era Eric el que llevaba en la mano la jeringuilla que traería la vida en el
corazón de Lara. Natalia contaba sus latidos y su respiración, mientras
fórmulas imposibles sucedían en su cabeza.
En seguida los latidos de Lara, que en su lentitud contrastaba con el
vigoroso sonido de los latidos de Victoria, se comenzaron a disipar. Natalia

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alzó una mano y la puso en el pecho de Lara. Le costaba respirar y ella misma
inconscientemente aguantaba la respiración también. Alzó su otra mano hacia
el pecho de Victoria y cerró los ojos. Ambas estaban en sus cuerpos. Era un
absurdo temer a un intercambio, era científicamente imposible usurpar un
cuerpo. Una pantomima a la que tenía que contribuir y que ya no le quedaba
más remedio que acabar.
El cuerpo de Victoria se detuvo unos segundos, algo que la alarmó, pero
sin embargo, en seguida retomó sus pulsaciones y respiración. Se centró en
Lara, dando la espalda a Victoria.
Tomó aire y puso ambas manos en la arteria principal del cuello de la
chica. Los labios de Lara se tornaban azules, no había mucho tiempo, si
perdía más sangre, podría librarla de la muerte pero no podría sacarla de allí
de ninguna de las maneras.
El órgano y los cánticos se sucedían fuerte, tanto que apenas podía oír los
monitores. Miró a Eric con desesperación, algo no iba bien. Y los cánticos se
detuvieron confirmando su augurio.
Se oyó el primer sonido del bastón contra el suelo. Las cadenas de la jaula
tintinearon con el primer movimiento. Lilith necesitaba sangre para sellar el
intercambio. Las víctimas estaban preparadas. Usaban tranquilizantes para
que no opusieran mucha resistencia, facilitando las torturas. Rápidamente
introdujeron a las pobres muchachas en sus respectivos aparatos de tortura.
—Urushdaur —se oyó a los presentes y una sensación que no supo
describir la hizo que un nervio repentino le recorriera el pecho.
A través de las yemas de sus dedos en el cuello de la joven podía sentir
cómo sus pulsaciones se detenían, mientras de sus labios salía levemente su
aliento. El estómago de la chica estaba completamente contraído,
sobresaliendo prominentemente las costillas. Las pulsaciones de Victoria se
detuvieron en el mismo instante. Natalia abrió la boca para gritar mientras
observaba el rostro de Lara, pero nada pudo salir de su garganta. Por un
momento pensó que Victoria la miraría desde aquel mismo rostro, pero en
seguida las pulsaciones de ambas volvieron a sonar. Natalia respiró hondo
aliviada con los ojos brillantes de lágrimas.
La sangre de Lara mezclada con la de Victoria formaban en el suelo el
símbolo del Urushdaur, pronto se mezclaría con la sangre de los sacrificios.
Los cánticos se sucedieron y sonó al fin el doble sonido de bastón.
—Urushdaur —se volvió a escuchar y de sus manos, que aún rodeaban el
cuello de Lara, sintió cómo un hilo frío recorrió su piel erizándole el vello de
todo su cuerpo.

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Los latidos lentos de Lara cesaron nuevamente y de inmediato los de
Victoria. Buscó con sus dedos las arterias de Lara y las presionó. Abrió la
boca para gritar, para expulsar todo el aire contenido. Lara se le acababa de ir
de las manos. Y el frío en su cuerpo le demostraba que se estaba librando una
batalla invisible a su alrededor, contra la que no podía hacer nada. «Aguanta
Lara, resístete. No le permitas entrar». Las lágrimas cayeron por sus ojos aún
sin ser consciente de la gravedad del hecho de perder a Lara. Eric había
bajado la cabeza y respiraba con rapidez sin dejar de observar el rostro de la
donante.
—Urushdaur —repitieron.
Y en aquellas décimas de segundo, el corazón de Lara comenzó a latir.
Natalia no dejaba de observar el cuello de la joven. Estaba aterrorizada por lo
que estaba sintiendo y presenciando. No podía ser posible, nunca, jamás en
ninguna de sus posibilidades había considerado el Urushdaur como un
problema para sus planes. Pero su cuerpo, sensible a los estímulos, le decía
continuamente que algo estaba sucediendo. Y cuando la ciencia no podía dar
explicación ella solo podía guiarse por el instinto.
Ya no había música de órgano ni plegarias, no sonaba el bastón ni
tintineaban cadenas. Estaban sumidos en el más puro y absoluto silencio.
Nadie parecía respirar en aquel momento.
«Resiste Lara» decía su interior contrariado. Y los latidos de Lara
comenzaron a percibirse levemente. Sus manos sintieron el frío aún más
intenso y sus ojos se dirigieron a los de Lara. Levemente se percibía cómo
volvía a salir aire de la boca de la chica y sus párpados hicieron un leve
movimiento, entreabriéndose unos milímetros. Los iris de Lara se dirigieron
hacia ella. Y el frío que Natalia estaba sintiendo se convirtió de repente en
calor, en odio, en ira. Y todo eso solo podía significar una cosa. Presionó con
sus manos el cuello de la donante obligándola a ahogar su último aliento de
aquel cuerpo.
«Sal de aquí. Maldita hija de puta sal de ella».
El monitor de Lara dejó de sonar y se hizo el silencio absoluto. Las
lágrimas de Natalia caían por sus mejillas sin parar y Eric, contrariado
permanecía inmóvil, con los ojos llenos de lágrimas también y la respiración
entrecortada.
«Acabad ya de una maldita vez».
La satisfacción inundó su cuerpo cuando oyó el triple sonido del bastón
«Ahora». Oyó el chirrido de la tapa de la doncella de hierro y el cerrojo de la
jaula. Se oyeron lamentos, leves gritos. Cerró los ojos concentrándose en el

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posible sonido de los latidos. «Lara vuelve». La jaula ascendía entre
balanceos. «Lara». El tiempo se acababa.
—Urushdaur —se oyó aún más fuerte, ya no sentía el frío y el calor, solo
angustia y terror.
Abrió los ojos a la vez que se oyó un grito, acompañado de murmullos. La
sangre de las víctimas, más espesa que las otras veces, fluía azul bajo las
canaletas de la doncella de hierro y recorría el suelo hacia el altar de Lilith.
Los latidos de Lara volvieron a sonar levemente. Eric y Natalia se miraron,
Lara había vuelto y el sacerdote no se demoró en inyectarle enseguida. Tras
Natalia, el monitor de Victoria volvía a retomar también sus latidos.
El grito de Cristine había retumbado en toda la sala. Los miembros de la
orden miraban perplejos la blanca capa de Cristine que lentamente iba
manchándose de gotas de sangre azul procedente de la víctima que se
encontraba en el interior de la jaula.
La respiración de Natalia se recuperaba lentamente. Todo había sido
demasiado rápido y ni siquiera había podido saborear la victoria de haberles
detenido aquel intenso culto. Pero Lara se recuperaba, eso era suficiente. Eric
inyectó una segunda dosis. En seguida Natalia se dispuso a cogerla en brazos,
pero Eric se la quitó de los brazos.
Victoria se incorporó y su gesto hizo que Natalia diera un sobresalto.
Sabía que la líder tendría que estar mareada por la pérdida de sangre, sin
embargo, aún así se puso en pie entre gritos. Mirando a un lado y a otro, el
cómo las canaletas se bañaban de sangre azul, tornándose cada vez más
oscura.
Victoria recorrió con su mirada el altar buscando algo, Natalia dedujo qué
quería encontrar Victoria. Alargó su mano hasta los pies de Lilith y cogió el
cuchillo de hoja curva de Eric y se dirigió con rapidez hacia la víctima que
permanecía atada en la pared, junto a la que estaba una aterrada Adele.
La chica, aunque drogada, parecía entender lo que ocurría a su alrededor y
se cubrió la cara con el antebrazo cuando Victoria se acercó a ella. La líder
proclamó una maldición tras hacer un corte en el cuello a la joven desdichada,
de la que emanaba abundante sangre azul eléctrico, a cada momento más
brillante.
Al otro lado Federic había abierto la doncella de hierro y sacado de ella a
la víctima, que aún viva emitía gemidos. También bajaron la jaula y liberado a
la joven, que por suerte para ella, solo había recibido leves cortes superfluos.
Federic no perdió el tiempo y cogió a la víctima por el cuello.

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—¿Quién os ha hecho esto? —preguntó golpeándola y tirándola al suelo.
La joven entre gemidos negaba con la cabeza.
Federic se inclinó y la volvió a agarrar para lanzarla hacia el interior de la
doncella en el cual la chica cayó de lado. El interior de Natalia se incendiaba
por segundos con aquella visión. El criminal, desbordando furia, golpeó una y
otra vez con fuerza la tapa de la doncella contra la chica mientras, Natalia se
acercaba lentamente a él, tirando al suelo su máscara dorada. Los profundos
cortes que la tapa de la doncella estaban produciendo a la chica, en seguida
acabaron con su vida. La sacerdotisa se detuvo ante él. «Vas a pasar miedo, y
dolor, y angustia».
Tuvo que girarse hacia Victoria que se dirigía hacia la ya única víctima
viva. Eric había desaparecido de allí con Lara y la hizo recordar que ella
misma también tenía que marcharse de allí.
—¡Habla! —le gritó la líder a la joven—. Y te perdonaré la vida.
La chica estaba de rodillas en el suelo. Encogida, apenas podía hablar
invadida por el terror. Tampoco arrancaba su llanto.
—¡Habla! —gritó Cristine propinándole una patada y Natalia la fulminó
con la mirada. El hecho de comenzar a actuar a su forma, la hacía
descontrolarse ante ellos continuamente. Se estaba liberando su verdadero
interior, y no podía detenerlo. Pero nadie reparaba en ella ni en su forma de
acercarse al resto de sacerdotes, tampoco en su forma de mirarlos—. ¡Habla!
La chica negó con la cabeza. Natalia se cubrió la cara con sus manos.
Tenía que salir de allí, estaba enloqueciendo, sacaría la gubia en cualquier
momento. Pensó en Nel y en las consecuencias que sus actos tendrían en él.
—¡Habla! —volvía a gritar con locura Cristine agarrando a la víctima por
el cuello.
—No lo sé —gimió la chica—. No lo sé.
Natalia tuvo que cerrar los ojos al percibir el intenso miedo en aquella
voz. Su pecho pareció reventar. El grito de Victoria la obligó a abrirlos en
seguida.
La inestable líder, se abalanzó sobre la víctima y Natalia contó hasta siete
puñaladas con una fiereza y una rapidez que hasta a una criminal como lo era
ella misma, pudieron sorprender. Estaba enloquecida, casi o más enloquecida
que la propia Natalia. La sangre de Lara y Victoria, ya se había unido por
completo en el altar, con la azul del resto de chicas, formándose un color
violáceo.
Había perdido la noción del tiempo y del espacio. Y estaba dejando
entrever su postura diferente ante el resto. «Nel». No podía permitirse

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aquello. Así que de inmediato se movilizó y se dirigió hacia la canaleta más
cercana. Jack se inclinó junto a ella.
—¿Qué es? —le preguntó el joven.
—Hay que analizarlo —respondió ella.
Vio como alguien del laboratorio ya tomaba muestras. Victoria con los
ojos muy abiertos miraba los pequeños tubos con la sangre azul.
—Quien haya hecho esto, lo pagará —sentenció.
«Esto solo acaba de comenzar». La mente de Natalia continuó con el
siguiente paso de su plan. Uno que ya estaba iniciado. Miró el reloj, faltaba
muy poco para que aquello continuara.

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Hacía ya un rato que aquella música satánica había dejado de sonar. Oyó
voces y pasos en el pasillo. Y la puerta se abrió de repente. Antes de que Nel
pudiera ver a las personas que irrumpieron en la celda, alguien pateó su cara
haciendo que sus gafas cayeran mientras un dolor intenso en su nariz le
hicieran presagiar que el golpe que acababa de sentir no era nada con lo que
vendría después.
—Miserable —una mujer rodeada de interminables cabellos castaños se
lanzó sobre él golpeándole de nuevo.
Nel cayó de espaldas esta vez. Pudiendo apreciar las manchas de sangre
sobre su camisa de rayas blanca y azul.
—¡Cogedlo! —gritó la mujer—. Y arrancadle la lengua si no habla.
Nel comenzó a sentir una fuerte presión en su pecho mientras lo agarraban
y lo arrastraban fuera de allí. Lo matarían, lo matarían de una forma cruel,
pero todo acabaría, no había sido larga la espera. «Si no habla». Ignoraba qué
exactamente quería aquella mujer que dijera.
Lo introdujeron en otra habitación similar a la que él estaba y lo ataron a
unas cadenas que colgaban del techo. En seguida su mirada deparó en los
utensilios que había en la pared. Era una sala de torturas. Sintió la humedad
bajo sus pantalones y esta llegó hasta los calcetines a la altura del talón. Había
perdido el zapato derecho en el pasillo. El olor a orina en seguida llegó hasta
su nariz. La defecación no tardaría en hacer presencia.
A su espalda, sintió cómo la tela de su camisa se rajaba. Un hombre de
gran tamaño y de ancha nariz de tabique torcido y un parche marrón oscuro
en su ojo derecho, cuchillo en mano, rompía a jirones su camisa y la
desprendía de su cuerpo. Había dos mujeres más junto a él, muy jóvenes, de
apenas veinte años y de hermoso aspecto. Y un joven más, de pelo oscuro. En
seguida Goddess Hator se situó ante él. Llevaba una túnica blanca, como el
resto, pero manchada de sangre y otro fluido color azul eléctrico. Se acercó a
él mostrándole las manchas de la túnica.
—¿Ve esto doctor? —le preguntó la mujer mientras una de las jóvenes le
colocaba las gafas sobre su nariz ensangrentada.

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Nel abrió la boca para responder pero alguien se la golpeó impidiendo
palabra alguna.
El hombre del parche en el ojo se colocó en un rápido movimiento ante él.
Nel solo vio el giro que hizo con su cuerpo. Al menos seis cintas de cuero
golpearon su torso. Nunca pensó que existiría tal dolor. El hombre tiró del
flagelo hacia sí, y una última cinta de punta de plomo, quedó clavada en la
piel de Nel, produciendo un pequeño desgarro al desprenderse haciéndolo
gritar de dolor. «Bolas de acero», aquello era peor de lo que su mente había
sido capaz de imaginar. No aguantaría. Su pecho y parte de su estómago
estaba atravesado por cortes de un solo latigazo del flagelo. Y era incapaz de
volver a ponerse derecho del dolor. Encorvado volvió a mirar a la mujer.
—Son manchas azules —le aclaró Victoria—. Manchas azules, sangre
azul.
La mujer sostuvo la nuca de Nel mientras acercaba su cara a la de él.
—Todo iba bien señor Mason, hasta que usted llegó aquí —relataba la
mujer con la voz inundada por la ira—. Ahora la sangre de mis veinticuatro
víctimas es azul. ¿Usted sabe por qué?
Nel negó con la cabeza mientras sus ojos se inundaban de lágrimas. Sus
pantalones nuevamente se habían humedecido con nuevo fluido templado.
—No, no. Claro. Usted no sabe nada —decía ella alejándose—. ¡Federic!
El hombre de la nariz ancha agarró unas pinzas que estaban colgadas
junto a los flagelos y se acercó a Nel mientras este gemía e imploraba.
—Hay quien asegura que usted atrae el mal —dijo la mujer y Nel cerró
los ojos.
Algo estaba ocurriendo entre ellos y lo creían culpable. Pagaría las
consecuencias sin ninguna duda, aún sin entender el por qué lo culpaban a él.
—Parece ser que alguien de cierto poder y conocimiento lo protege —
añadió Victoria y Nel abrió los ojos dirigiéndolos hacia la mirada de la
hermosa mujer—. Ah. ¿Eso sí le suena de algo?
Nel abrió la boca, quizá ahora sí que intuía qué es lo que quería aquella
gente y el nombre que llevaba grabado en su mente, y en el interior de su
cuerpo llegó hasta su garganta, pero la cobardía y el temor al dolor impidió
pronunciarlo «Natalia».
—¿Dónde está ella? —la mujer lo agarró de un pellizco en el cuello y Nel
hizo una mueca de dolor.
«Dónde estaba ella», Nel lo ignoraba. Todo su cuerpo le ardía y hasta la
sangre que había brotado de sus heridas parecía escocerle como si de alcohol
se tratara. Tenía una cierta quemazón en la garganta, quizá de su bochornoso

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llanto de niño. Y de sus axilas caía abundante fluido. Tenía sed, nunca pensó
que en una situación como aquella, el cuerpo continuara teniendo necesidades
vitales como el agua. Se deshidrataba por segundos e intuyó que la tensión de
su cuerpo, quizá al haberse acelerado demasiado en los instantes anteriores,
comenzaba a bajar. Sintió frío, un frío parecido al que produce la fiebre y notó
como sus hombros temblaban.
—Tu silencio solo nos llevará más tiempo doctor —decía la mujer
soltándole el cuello—. Pero le aseguro que hablará. Aquí dentro nadie podrá
protegerlo.
La mujer estaba muy cerca, y sus piernas estaban libres, podría haberla
pateado sin ningún esfuerzo. Pero no tuvo el valor suficiente para hacerlo, con
un ser junto a ella portando unas pinzas de hierro. Cerró los ojos e imaginó a
Natalia. Ella sin duda la hubiese pateado. Y como tantas veces en aquellos
años, nuevamente deseó ser como ella.
—Una vez más doctor Mason —dijo la mujer subiendo el tono de voz—.
¡Dónde está Natalia!
Nel negó con la cabeza.
—No lo sé —susurró.
Y a pesar de las consecuencias que tendría, y el terror que estaba
padeciendo, estuvo completamente seguro que de saberlo, tampoco hubiese
hablado. Aquel pensamiento lo calmó una décima de segundo, y por un breve
instante percibió un leve rasgo de valor en su interior. Pero el fragmento de
segundo duró poco ya que en su costado, a la altura de la cicatriz que le hizo
Natalia años atrás, sintió un fuerte dolor, que aumentaba por segundos, y que
lo obligó a proclamar un grito que retumbó en todos los corredores del sótano
de Leeds.
Abrió los ojos sin dejar de gritar, el dolor seguía aumentando. El
individuo de las grandes pinzas desprendería con ella la carne de su costado si
seguía apretando. Pudo verlo dejar de hacer presión y retirarse de él. La carne
aún era parte de su cuerpo, sin embargo el dolor no cesaba, seguía
aumentando como si las pinzas continuaran allí. Gritaba, lloraba, gemía, y se
volvió a orinar. El frío había desaparecido nuevamente, y sudaba por todos los
poros de su piel, enrojecida por el sufrimiento. Aquellas contorsiones habían
hecho que la sangre de sus heridas fluyera con más rapidez. La muerte estaba
cerca.
—¿Ves? —la mujer se acercó—. Sería muy fácil doctor…
Entornó los ojos hacia él mientras se acercaba. Apoyó su antebrazo en el
hombro de Nel y ladeó su rostro para poder hablarle junto al oído.

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—Los buscadores no pueden entrar en Leeds —susurró—. No hay forma
de que usted salga de aquí. Y aunque alguien me prohíbe que lo mate, sí que
puedo torturarle a mi antojo.
Se retiró de Nel de un rápido movimiento, como si su cuerpo hubiese
salido ardiendo de repente.
—Tenga por seguro, que pedirá la muerte —añadió.
Nel entornó los ojos, sus gafas se habían caído, ignoraba el momento que
lo hicieron. No la veía con claridad, ni a ella ni a ninguna de las caras que lo
rodeaban. Por un momento el miedo desapareció y apareció un curiosidad
inesperada en aquel momento trágico y doloroso. Y por primera vez, pudo
hablar con claridad.
—¿Quién le prohíbe que me mate? —preguntó completamente sereno—.
¿Jean-Marc?
Instintivamente sonrió mientras que la mujer abría los ojos como platos,
completamente llenos de ira. Recibiría una dolorosa respuesta, pero había
descubierto algo. Jean-Marc estaba cerca, por eso Natalia estaba cerca de
ellos y sabía todo lo que sabía. Su sonrisa se amplió. Y se alegró
enormemente de haber aceptado el caso, de haberse acercado a ellos, de haber
tenido el valor suficiente de no dar paso atrás. Probablemente moriría, o
sufriría durante días una tortura peor que la muerte, pero todo aquello merecía
la pena, si lo había acercado a ella. Porque ahora sentía en su propio cuerpo
como Natalia había abandonado su mente sus divagaciones, sus sueños, y la
había traído de vuelta a la realidad. A una realidad en la cual más personas
sabían de su existencia y no a través de sus estudios.
Recibió un golpe contundente en la cara, por la velocidad y la fuerza,
intuyó que fue la mujer la que lo golpeó. Apenas hubo girado el cuello tras el
impacto, tuvo que contorsionarse. Esta vez las pinzas se clavaron en su
costado derecho y Nel volvió a gritar apretando sus párpados con fuerza.
Entonces sintió cómo las pinzas dejaban de hacer presión y se oyó un sonido
metálico. Abrió los ojos y vio a la mujer mirar al suelo sorprendida. Las
pinzas habían caído junto al pie de Mason. Y el individuo que las había
portado, estaba inmóvil, mientras colocaba las manos en su entrecejo y
refregaba su ojo izquierdo, el único ojo que tenía destapado.
—¡Federic! —se oyó una voz de mujer tras la espalda de Nel, y él supuso
que provenía de alguna de las jóvenes. Pero él no perdía de vista al hombre
del parche, que no parecía encontrarse bien.
El criminal se incorporó e intentó decir algo, pero no fueron capaces de
entenderlo. Victoria proclamó un pequeño grito mientras cogía del hombro al

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individuo y lo zarandeaba. El hombre levantó la mirada hacia ella, pero sus
ojos yacían perdidos.
«No puede ver». Nel notó cómo los vellos de su piel se erizaban, «No
puede hablar». Una fuerte adrenalina que provocaba cosquillas en su interior
comenzó a recorrer su cuerpo, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas de
orgullo y alivio. Sonrió y casi rio al reconocer los síntomas que aquel ser
estaba recibiendo. Todos los presentes rodearon al individuo, pero tuvieron
que apartarse de él cuando este cayó al suelo entre convulsiones. Y Nel pudo
ver cómo uno por uno, los músculos del individuo de contraían, mientras sus
muñecas se giraban hacia dentro, y los codos se pegaban a su pecho,
completamente encogidos, como las patas de un pájaro moribundo. Tardaría
en morir, Nel no sabía cuanto tiempo perduraría en aquella situación,
padeciendo dolores, sumido en la más absoluta oscuridad y silencio, y sin
poder pronunciar ni una sola palabra. Nadie podría hacer nada por él en las
horas de angustia que le quedarían por delante.
De los rabillos de los ojos de Nel comenzaron a caer lágrimas templadas
que corrían por sus pómulos. Cerró los ojos y llenó sus pulmones de aire.
Solo había una organización en el mundo capaz de preparar un veneno con los
efectos que había presenciado, solo una, aquellos buscadores que dirigía
cierta asesina a la que conocía muy bien. Lloró, tenía un ángel de la guarda,
uno al que él amaba a pesar de las consecuencias que ello conllevaba y hacia
donde lo habían llevado y condenado. Su llanto aumentó, «Natalia», ella no
dejaría que lo torturaran. Sintió que no estaba solo ante ellos y la tranquilidad
inundó su cuerpo. Ya que después de lo que había presenciado, no cabía
dudas, Natalia no andaba lejos de allí.

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Los gritos del doctor Mason habían retumbado por el pasillo helando la piel
de quien los oía. Natalia se lavaba las manos en el lavabo del cuarto de aseo
más cercano al laboratorio. Tenía la túnica colgada en la percha, tras la puerta
de uno de los servicios. No podía llevarla puesta, no en aquel momento. Tomó
aire, los gritos de Nel habían despertado ese animal que yacía en el interior de
sus entrañas y necesitaba liberarlo. Algo le hacía presión en el costado, sentía
las curvas de la empuñadura de su arma clavándose en su piel. No sabía qué
extraña conexión podía haber entre aquel objeto y sus estados de ánimo, pero
los cambios de temperatura en el peculiar material del que estaba hecho no
tenían explicación alguna. Podía sentirla calentarse, hasta arder, vibrar,
incluso latir a veces. No era un arma convencional, si es que podría llamársele
así, ya que su confección fue otra muy distinta. Su verdadera dueña, fue una
arquitecta egipcia llamada Nellifer. No era un arma en sus inicios, sino una
herramienta que se usaba en la escultura. Una gubia, herramienta cortante de
hoja curva y punta redondeada, pero hecha de un material más duro que el
diamante, capaz de atravesar el mármol sin ningún esfuerzo. Muy eficaz si la
usaba como arma en la defensa o el ataque, ya que si su hoja era capaz de
atravesar la dura piedra, podría hacer añicos en segundos cualquier cuerpo
humano.
Le debía la vida a aquel arma, era tan consciente de ello como de que no
había sido capaz de separarse de ella desde aquel día en que la empuñó por
vez primera. Sabía que era un riesgo llevarla consigo en Leeds, cualquiera
podría encontrarla, y reconocerla, ya que era un objeto único y muy codiciado
por multitud de organizaciones, más aún por Victoria. Ya que aquella gubia
hubiese sido muy eficaz para el rito final del Urushdaur.
Se secó las manos lentamente en una toalla blanca que colgaba en el
toallero derecho. Y como los depredadores salvajes, aguardó con gran
impaciencia que su objetivo apareciera por el pasillo. Victoria no quería
revelar al resto de la orden lo ocurrido con Federic, ya la mayoría de adeptos,
que huirían despavoridos y ellos quedarían prácticamente solos ante los
buscadores del conocimiento. Así que lo llevaron a una de las salas de

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recuperación, y lo comenzaron a tratar con sus medios. Algo inútil. Victoria le
había pedido que lo medicara. Pero ni siquiera ella podría sacarlo del abismo
en el que lo había sumido el veneno.
Se miró en el espejo. Sus latidos se habían acelerado y el calor comenzaba
a verse reflejado en el color de sus mejillas. Oyó la voz de su presa y aguardó
junto a la puerta. Sintió sus pasos. Cerró los ojos.
—India —la llamó y su voz que siempre había sonado vanidosa, estúpida,
altiva, sonó desesperada.
La joven criminal se acercó a ella en tono suplicante.
—¡Tienes que ayudarlo! —Adele se asfixiaba—. Lo que le ha pasado…
¡Los buscadores están en Leeds!
Adele accedió a los lavabos y accionó uno de los grifos. Natalia se situó
junto a ella y la miró mientras la chica llenaba los cuencos de sus manos de
fría agua y los vaciaba sobre su rostro. Natalia inspeccionaba la túnica de
Adele buscando algo en concreto. No tardó en hallar la ornamentada máscara
dorada de la sacerdotisa, atada en el cíngulo de su túnica.
—¡Dios mío! —Adele se miró en el espejo y su rostro mostraba terror,
sudaba, las gotas de sudor caían por su cara y cuello—. Cualquiera de
nosotros podría estar envenenado.
Colocó sus manos en las mejillas y cerró los ojos.
—¿Tú te encuentras bien? —preguntó Natalia mirándola a través del
espejo, seguidamente le recogió a la joven la capa hacia atrás volviendo a
bajar la mirada hacia la máscara. Adele la miró a través del espejo extrañada.
India nunca la tocaba, bajo ningún concepto se acercaba a ella. Menos aún
después de lo que le habían hecho a su donante. De pronto su cuerpo se
encorvó. No se encontraba bien. Su estómago se encogía en su interior. La
fatiga aumentaba por momentos.
—La fatiga es propia del miedo —le aclaró Natalia—. Lo has visto
innumerables veces en las mazmorras. El vómito, la incontinencia, la
defecación.
Adele abrió los ojos como platos mirando a la sacerdotisa.
—¿Qué bebiste antes del ritual? —le preguntó Natalia.
«Sangre», sangre envenenada con Urushi, veneno que más tarde se tornó
azul en el Urushdaur. Un veneno que actuaba con fuerza, y hacía expulsar
todo tipo de fluido de un cuerpo. En forma de vómitos, diarreas, sudor,
salivación, sumado a grandes dolores de estómago y espasmos musculares.
Adele no pudo responder, se giró rápidamente hacia uno de los inodoros.
Natalia sonrió a su espalda mientras arrancaba la máscara dorada de Adele de

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la cinta que la sostenía. La joven dio una arcada en el inodoro, pero su
estómago, ya vacío, nada tuvo que expulsar. La chica se sujetó con una mano
en la pared y miró a su compañera India con desesperación. Sus ojos estaban
llenos de terror, como nunca imaginó que podría verla. Y Natalia sabía que no
solo era por el veneno. La estaba descubriendo, pero no podía escapar de allí,
su cuerpo no se lo permitía. Natalia depositó la máscara de Adele en el
lavabo, bajo la mirada de su dueña.
Adele dio una segunda arcada y se contorsionó dando un grito. Natalia
sonrió y Adele pudo ver su sonrisa entre contorsiones. Las víctimas
vomitaban a menudo, Adele provocó demasiadas veces esos vómitos con sus
maltratos. Era justo que experimentara el terror, aunque no había tiempo de
dejarla sufrir todo lo que merecía. El cuerpo de Adele se arqueó de nuevo.
Natalia introdujo su mano izquierda bajo el escote de su túnica, en busca de
su costado derecho.
—Tú nos estás envenenando —sus palabras apenas se podían entender.

La plateada hoja de la gubia reflejó la leve luz de los baños. La hermosa


empuñadura de oro brilló con fuerza, mientras los dos arcos que esta formaba,
rodeaban su mano, que asía el arma suavemente.
—Los buscadores tenemos mejores armas que el veneno —susurró
Natalia.
Adele levantó la cabeza rápidamente y vio la gubia que en seguida
reconoció, abrió la boca para gritar pero no emitió sonido alguno, ya que el
arma había cortado cada cuerda vocal de su garganta. Natalia sacó la gubia
del cuello de Adele y esta aún viva cayó al suelo. Natalia se retiró de ella.
Sabía que no podía ensañarse con ella, era justo que muriera lentamente.
Tampoco pudo recrearse en su hazaña, no había tiempo suficiente.
Miró su reloj. Habían muerto dos, pero lo más difícil acababa de
comenzar. Cerró la puerta en la que se encontraba el cuerpo de Adele, que se
desangraba con rapidez. Se lavó las manos, cogió su túnica y su capa y se la
colocó. Se ató en el cinto su máscara dorada tal y como la llevaba Adele, y
cogió seguidamente la de esta, y la guardó bajo su túnica.
Miró la gubia egipcia, ya no había sangre en su hoja y brillaba como si no
hubiese sido clavada en ningún cuerpo. La guardó con gran pesar de nuevo y
se miró en el espejo. «Federic».

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Era el quinto día del rito. Katryna a pesar de su delgadez era fuerte. Erzsi la
inspeccionaba en las mazmorras. Temía que la muchacha pereciera aquella
noche, no se estaba recuperando bien. Todavía no podía creer que Anna
hubiese accedido a aquello. Se enfurecía por momentos al pensarlo. La única
condición que le pidió a Erzsébet fue no estar presente, y ella se lo permitió.
Con Katryna lo estaban haciendo diferente que con las otras. No se
ensañaban en ella, simplemente le provocaban cortes y otros dolores, y la
dejaban recuperarse dos o tres días, incluso cuatro. Según la condesa, a
petición de Anna.
Aquello era insoportable, la muchacha parecía dirigir hasta el ritual a
pesar de ser la última en llegar, cuando no era capaz ni de estar presente en
los ritos. No podía ser y tenía que hacérselo ver a Erzsébet.
—Qué piensas. —Erzsébet irrumpió en las mazmorras.
Erzsi se sobresaltó.
—Podemos seguir hoy, —respondió— mañana no estará mejor. Si no
muere, habrá que dejarla unos días más.
La condesa asintió. Voy a llamar a Piroska.
—Erzsébet —la llamó Erzsi y Báthory se giró hacia ella—. Anna debe
estar presente en los ritos.
—Le prometí que no la obligaría —respondió la condesa.
—¿Confías en ella? —preguntó la mujer.
—Completamente —afirmó.
—Pues hazla participar —insistía Erzsi—. Que sea ella quien lo haga. Te
dice lo que debemos hacer o no hacer aquí abajo, y ni siquiera está presente.
¿No es ella tu ángel? Tú misma dices que ella te traería la inmortalidad, la que
te haría escapar de todo. Pues que lo haga.
Erzsébet frunció el ceño.
—No está preparada —la defendió Erzsébet.
—Si no participa, nunca lo va a estar —debatía la burguesa.

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—Tú misma decías que había que darle tiempo…
—El tiempo se acaba Erzsébet. ¿Cuánto tiempo tardará Thurzó en venir a
por ella? ¿Cuánto tiempo tardará en venir a por ti? No hay tiempo.
Erzsébet tomó aire, por un momento pareció añadir algo, pero finalmente
dio la espalda a la mujer, y se fue.
Erzsi se sintió triunfante nuevamente. A ver qué excusa pondría Anna
para librarse nuevamente.

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Tenían a Federic en su propia sala de recuperación. Cristine no estaba.


Victoria no quería que nada detuviera su ritual y para no alertar a los
miembros de la orden, preparaban el acto sexual de Inanna en la planta
principal.
Cerró la puerta. Federic yacía en la camilla completamente con todas sus
extremidades completamente contorsionadas. No podía ver ni hablar y pronto
no podría oír. Un antiguo veneno que su propia orden usaba en su tradicional
ritual de la Décima Docta, concretamente en el segundo sacrificio. Y que
finalmente provocaba la muerte. Pero que ella había modificado para Federic.
Se acercó a él.
—Federic —le susurró y este movió la cabeza levemente—. Sé que
puedes escucharme. El veneno aún no ha actuado en su totalidad.
El cuerpo de Federic se sacudió y Natalia por un instante temió haber
fallado en su composición y que las extremidades de Federic volvieran a su
posición natural. Pero no era posible.
—Sé que aún puedes ver. —Le dijo situándose sobre su repulsivo rostro
—. Vista y oído tienen el mismo componente, no podía arrebatarte una sin la
otra. Dentro de unas horas solo habrá silencio y oscuridad.
Los ojos de Federic se abrieron todo lo que le permitieron sus párpados.
El criminal abrió la boca, pero solo se oyeron gemidos. Escupió pero no
acertó.
—El cuello no te responde —dijo Natalia sonriendo mientras observaba la
forma en la que se había arqueado hacia atrás la musculatura cervical de
Federic.
Se retiró de él y sacó la gubia. Federic la miró perplejo.
—¿La conoces? —le preguntó mostrándole la gubia—. Sé que Jean-Marc
os la enseñó una vez. ¿La llegaste a coger?
Natalia miró su arma.
—Es curioso cómo cambia de temperatura —dijo colocándola sobre el
pecho de Federic seguidamente se colocó tras de él, sujetándole los encogidos
hombros.

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El criminal se contorsionó y la hoja del arma penetró en su piel sin
esfuerzo y sin que nadie la tocara.
—Solo con su propio peso —le aclaró Natalia.
Federic se contorsionó de nuevo, y la gubia profundizó en su carne.
—¿Arde verdad? —le preguntó sin esperar una respuesta y cogió la gubia
de nuevo, luego miró al repulsivo hombre—. No voy a matarte Federic.
La joven negó con la cabeza y el terror inundó la mirada del criminal.
—Te dejaré vivir —añadía—. En la más absoluta oscuridad, en el más
profundo silencio. Con dolores óseos y musculares tan fuertes que ninguna
medicación que se conozca pueda hacer desaparecer. Tu piel se romperá en
úlceras y tu cuerpo se debilitará. Sufrirás Federic, todos los años que tu
naturaleza resista. Y como ya has comprobado, los buscadores somos
expertos en mantener un cuerpo con vida. Los míos se encargarán de alargar
tu agonía tanto como sea posible.
Acercó su boca al oído de Federic.
—Mi padrastro se encargó de advertiros sobre mí —le susurró—. Pero ya
era demasiado tarde.
Se retiró de él dirigiéndose hacia la puerta, dejando a Federic solo, con la
satisfacción de haberle dado al criminal la sentencia más dura de cuantas
imaginó.
Salió al pasillo. El siguiente paso era el más complicado. Sacar a Lara de
Leeds. Cerró los ojos y suspiró. Cualquier contratiempo lo echaría todo a
perder.

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Natalia había cubierto su rostro de nuevo con la máscara dorada. Lo


miembros de la orden caminaban desde sus habitaciones hacia el gran salón
en el que se practicaba cierto ritual paralelo al Urusdahur. Un rito por el que
numerosos pervertidos adeptos se sentían atraídos. Pasaron junto al
laboratorio, donde se trabajaba intentando deducir qué era lo que volvía la
sangre azul. Todas las víctimas que yacían en las mazmorras tenían la misma
particularidad en el fluido, todas, menos dos, Lara, y la ya muerta Katya,
cuerpos del Urushdaur. Los hijos del dragón tenían miedo, ni siquiera se
fiaban del miembro que tenían al lado, y Natalia sabía que hacían bien. Los
buscadores eran gente temida, y no cabía duda de que habían entrado en
Leeds. Fue un acierto que Victoria ocultara lo de Federic y continuara con los
ritos, de otro modo, el pánico invadiría el castillo.
Sonrió tras la falsa sonrisa de su máscara. Eric la seguía con su rostro
también cubierto. Lo había tenido fácil con Eric, un elemento con el que en
un principio no contaba, pero que dados los acontecimientos se volvía
indispensable. Lo había observado desde los primeros momentos junto a Lara
y que le confirmaba su pensamiento, cuando un asesino tenía una debilidad,
era tan peligroso como si poseyera un objetivo. Era consciente de ello,
continuamente lo vivía en su propia piel. Ahora el sentimiento de Eric le
facilitaba las cosas. Al fin y al cabo, había dado la vida de Lara por perdida en
casi todas las probabilidades, pero la cosa podría cambiar. Lara era un
elemento valioso, indispensable para el Urushdaur, máxime ahora que los días
de Victoria estaban contados. Lara era el seguro de vida de Nel y quizás el
suyo propio. Se lamentó por sus pensamientos hacia la chica que ya había
hecho mella en el extraño interior de Natalia. Lara era valiente aún en
condiciones extremas, cosa que Natalia valoraba por encima de todas las
cosas ya que conocía bien la dificultad que ello conllevaba. Aparte había que
añadir algo que no dejaba de ser sorprendente, y era su actitud respecto a Eric.
La había visto arrastrarse hasta él mientras Federic la golpeaba, buscando
protección. No lo culpaba por haberla atraído mediante engaños, ni por
amarrarla en la mesa del traspaso y desangrarla en cada rito. Natalia percibía

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cómo en el rostro de la joven desaparecía el miedo cada vez que lo veía
aparecer en su celda.
Se alegraba de haber elegido a Lara, su pieza clave no podía ser más
acertada. Lara era obediente y sabía controlarse. Solo habían hecho falta tres
palabras en un susurro, «Confía en mí», para que la chica siguiera sus
indicaciones fueran las que fueran sin poner impedimento. Era la única de las
veinticinco jóvenes de la mazmorra que sabía quién había inyectado algo en
el resto, y sin duda, la única que no pronunciaría palabra alguna sobre ella. No
hacía preguntas, no pedía explicaciones. Nada parecía importarle a aquella
hermosa joven menos que la muerte. Natalia era consciente de lo que
significaba la muerte para Lara, un significado diferente que para el resto,
quizás por eso se comportaba así. Lamentó el destino de la joven, el que le
había sido designado por razones naturales, y uno aún peor que le había
destinado ella misma. Lara no lo merecía.
Eric la seguía sin rechistar. Era consciente al igual que el resto de la
orden, de que los buscadores estaban dentro de Leeds, y que de aquella noche
no pasaría que los mataran uno por uno. Solo había una cosa en su mente y
era, sacar a Lara de allí antes de que todo eso ocurriera. Le daba igual morir, a
manos de Victoria, de Jack, de su propia hermana o de aquella tal Natalia que
dirigía a los buscadores. Pero Lara tenía que salir de allí tan pronto como
fuera posible.
—Shhhh. —Natalia se detuvo y puso su mano en el pecho de Eric, dos
personas regresaban de las mazmorras con más muestras azules.
Eric los observó hasta que se alejaron.
—Si nos cogen…
—Sé qué nos ocurrirá si nos cogen —le cortó ella.
Eric desconocía quien era ella realmente. De haberlo sabido, Natalia
dudaba de que él hubiese accedido a hacer lo que estaba haciendo. Así era
diferente, para Eric, India era algo parecido a una salvadora dentro de la
orden, alguien que lo comprendía, que se arrepentía de contribuir a aquellos
crímenes y que deseaba subsanarlo salvando a quien eligió para que Victoria
ocupara su cuerpo.
«Yo la elegí. Yo soy la culpable de su sufrimiento».
Y sus palabras eran ciertas, no en el mismo sentido que las entendió Eric,
pero cada sílaba la pronunció con la más absoluta sinceridad. No podía
sentirse culpable de sus verdaderos planes, no ahora, eso limitaría sus
posibilidades y tenía que concentrarse plenamente en las pocas cartas que le
quedaban por jugar.

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Habían llegado a la mazmorra. Se oían lamentos. Sintió ganas de abrir una
por una todas las celdas y dejar libres a las veintiuna víctimas que quedaban.
Pero sabía que aquella acción sería terrible para ella. Lara estaba tumbada en
el suelo de su celda, con los brazos llenos de profundos cortes y agujeros en
sus venas, producidos por las transfusiones de sangre posteriores al ritual.
No se movía, permanecía inmóvil. Era admirable lo que aquella chica
había hecho sin que decenas de personas se dieran cuenta de la realidad.
Aquella noche, durante el Urushdaur, sus terribles cantos y dolorosas heridas
producidas por la doncella de hierro, Lara estuvo completamente consciente.
Natalia no la había drogado, simplemente se limitó en inyectarle
anticoagulante para que sus heridas brotaran sin sospecha alguna. Nadie había
sospechado de ella.
—Lara —la llamó y la chica se incorporó de inmediato al reconocer su
voz.
Eric abrió la celda y Lara le apretó el brazo con agradecimiento. Natalia
apartó su capa blanca y sacó de debajo de su túnica otra túnica igual, una capa
y una máscara dorada. Eric miró la máscara con interés, la reconocía. Miró a
su compañera con los ojos abiertos como platos.
Era la máscara de Adele.
Lara era rubia y tenía su cabello similar a la verdadera dueña de la
máscara. También coincidía el color de ojos de ambas, y más o menos la
estatura. Las manos cubiertas por blancos guantes de piel de canguro no
suponían ningún problema, con la máscara de Adele nadie la reconocería.
Eric llevó a cabo la otra parte del primer plan de las mazmorras. Sacó a
una chica rubia que yacía dormida en una celda compartida por al menos tres
víctimas más y la introdujo en la celda de Lara. La colocó al fondo, de
espalda, nadie depararía en ella. Una celda llena no llamaría tanto la atención
como una celda vacía.
—Colócate la mascara, y por nada del mundo te la retires del rostro ni un
milímetro. —Le advirtió—. Hay que atravesar el salón de arriba para salir, y
allí estarán todos los miembros de la orden.
Lara miró a Eric con preocupación mientras este le apretaba la mano con
fuerza. Natalia se giró dándoles la espalda, pero pudo apreciar cómo él
inclinaba su cabeza hacia ella y le besaba la frente. Algo se movió en el
estómago de Natalia. Estaba a metros de Nel, tendría que pasar de nuevo por
delante de la puerta que lo apresaba, y no podría hacer nada por sacarlo de
allí. «De momento».

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Se había asegurado de que no volverían a tocarlo mientras ella continuaba
con su plan. No, no lo volverían a tocar. Lamentaba lo poco que había faltado
esta vez para llegar hasta su padrastro, cuando Jean-Marc llegara, ella ya no
estaría en Leeds ni Nel tampoco. Debía de ser así, sabía que no había más
opciones.
Comenzó a avanzar lentamente por el pasillo, detrás suya estaba Lara y
tras ella Eric. Dobló la esquina y continuó por otro pasillo. El subsuelo de
Leeds era un laberinto, muy parecido al que se encontraba en su exterior.
Tomó aire y algo invisible hizo presión en su pecho, hacia dentro, con tanta
fuerza que la obligó a expulsar todo el aire de golpe. Una puerta de madera
marrón oscuro, la separaba del doctor Mason. Cerró los ojos, y sintió como la
humedad rebosaba en el interior de sus párpados. «Lo siento» dijo para sí. Era
consciente de que cada sufrimiento físico y mental que venía padeciendo el
doctor Mason desde hacía tres años hasta aquel día, eran culpa suya. Estaba
herido, ni siquiera llegó a saber qué cosas le habían hecho, y no quería
saberlo. Oír los gritos ya habían sido suficiente para acelerar su cuerpo y
descontrolar su instinto que instantes después descargó contra Adele. Por un
momento temió que Victoria le pidiera que estuviera presente durante las
torturas. «Si lo hubiese hecho yo ahora estaría muerta».
Alargó el brazo hacia la puerta mientras la rebasaba, pero lo encogió en
seguida. Eric podría darse cuenta y entonces se estropearía todo. Se preguntó
qué querría hacer Jean-Marc con él, y por qué prohibió que lo mataran. Pero
no iba a ser posible comprobar las intenciones de su padrastro, ya que no se
arriesgaría dejando que se llevara a Nel. «Entonces me tendría en sus manos».
Quizás fuera eso, sí, eso era. Jean-Marc sabía con exactitud cada debilidad de
su hijastra y eso incluía a Mason. «Sabía que yo vendría a por él» sonrió,
«Pero te he vuelto a engañar, al igual que a todos». Dos años y medio, ahora
le parecieron una eternidad. Pero ya todo acabaría, era cuestión de una hora y
sería libre de nuevo.
Terminó de subir el último escalón y se detuvo en la doble puerta de
hierro que conducía a la planta baja del castillo. Se giró hacia Lara.
—Ahora colócate delante de Eric y de mí. —Le indicó—. Adele nunca
iría tras ninguno de nosotros dos.
—No hables —añadió Eric—. Solo mueve la cabeza asintiendo
lentamente si alguien te pregunta algo.
—Arriba estarán todos —continuaba Natalia— incluyendo a Victoria.
Cristine es inseparable de Adele, no tardará en situarse junto a ti. Si te
descubren estaremos muertos los dos.

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Los dos eran, con evidencia, Eric y ella. Victoria no podía matar a Lara,
ya que sería como matarse a sí misma.
Lara asintió con la cabeza tal y como le había indicado Eric. Natalia
esbozó una leve sonrisa a pesar de la tensa situación que les quedaba por
delante. Dirigió su mirada hacia el hall y a las grandes puertas que cerraban el
salón. Por entre las juntas de los marcos, podía apreciarse que su interior
estaba encendido. Caminó lentamente mientras Lara la rebasaba. Aquello le
hizo revivir ciertos momentos de su vida en el que estuvo al otro lado, y se
sintió por un momento vulnerable.
Lara colocó su mano en el picaporte de la puerta doble, de al menos dos
metros y medio de altura, y de dorada decoración barroca. Eric asintió a la
chica, y esta giró el picaporte. La puerta se abrió con un leve chirrido. Una
gran alfombra de terciopelo rojo cubría la totalidad de las baldosas de toda la
habitación. Era amplio, muy amplio. Tenía una especie de escenario en el que
había un antiguo órgano de iglesia como en la sala del rito y algún que otro
instrumento. Bordeando los laterales de la sala, había unos circulares sofás del
mismo terciopelo rojo de la alfombra. También las paredes estaban forradas
de la misma tela hasta un metro de altura. Natalia supuso para qué servirían.
Y en el centro, una especie de altar, cubierto del mismo terciopelo del suelo y
los sofás. Con una estatua dorada y giratoria, de la diosa alada Lilith. Bajo
ella, una plataforma mullida era el lugar que de tornarse las cosas de otra
manera, la propia Natalia tendría que yacer allí junto a Federic. La sola idea le
revolvía el estómago. Aquello nunca ocurriría. Federic estaba muerto en vida.
Sonreía bajo su máscara mientras que alcanzaban el centro de la sala.
Victoria irrumpió en la sala, y las capas blancas hicieron una reverencia.
Ya había un músico colocado en el órgano. Natalia se giró para mirar a Lara,
que no se separaba de Eric ni un milímetro. Alargó su mano hacia ella y
suavemente la retiró. Eric no permitía que Adele se le acercara tanto.
Alguien la sobresaltó a su derecha, era Cristine, que a su paso empujó a
Natalia, ignorando su presencia por completo y se dirigió hacia su hermano y
a la que creía su gran confidente dentro de la orden.
—¿Dónde estabais? —preguntó sin alzar la voz, que sonó desesperada.
—India y yo recuperando a Lara —respondió su hermano.
—Nadie está seguro de querer continuar con los ritos esta noche, pero
Victoria se niega. Dice que hay que completar el Urushdaur —decía Cristine
—. No podemos saber en qué momento envenenaron a Federic, ya que el
veneno puede hacer efecto tras días. Sin embargo, no hay dudas de que estaba
preparado para que comenzaran los efectos durante la tortura de Mason.

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Cristine alargó sus manos envolviendo a los tres para que se acercaran a
ella. La música ya había comenzado y apenas podían oírla. Se separó un poco
la máscara de la boca para que la oyeran mejor.
—Se están examinando todas las habitaciones de cada uno de los
miembros —susurró— y tras el rito, se hará llamar uno por uno a cada
miembro. Jean-Marc está completamente convencido de que los tenemos
dentro. Y si nadie ha entrado en Leeds es que están entre nosotros.
Cristine miró la máscara de Adele esperando un frase de la joven añadida
a su discurso. Pero Eric se adelantó.
—No puede ser posible —dijo—. Todos los que estamos aquí tenemos
antigüedad superior al tratado. Nadie podría saber lo de Jean-Marc, ni lo de
Mason antes de esto.
—Parece ser que es la única explicación —respondió su hermana—.
Alguien se adelantó a los acontecimientos. Aunque no pudimos acabar de
interrogar a Mason, parece que de verdad no sabía nada. Creo que nos
equivocamos pensando que estaba del lado de los buscadores. Se sorprendió
tanto como nosotros cuando vio a Federic contorsionarse de aquella forma.
—¿Qué quiere Victoria que hagamos nosotros? —preguntó Natalia.
—No os podéis quedar aquí. Hay trabajo por hacer. —Cristine tiró de la
mano de quien pensaba que era Adele, para que la siguiera.
Siguieron a Cristine a lo largo del salón. Natalia podía ver como las
personas que estaban sobre el altar se despojaban de su túnica quedando
completamente desnudos, aunque las máscaras continuaban sobre sus rostros.
Natalia aceleró el paso, necesitaba salir de allí con rapidez. Dejó atrás a
Cristine, a Eric, y a Lara, el roce de sus piernas sobre la quemadura le
producía un dolor insoportable, ya que el efecto de la medicación se había ido
casi por completo. Llegó hasta la puerta y colocó su mano en el picaporte. Se
giró hacia sus compañeros intentando no mirar hacia el altar. Victoria estaba
junto a Lara. «Joder».
Natalia se mordió el labio tras la máscara. Junto a Victoria, Lara era
apreciablemente de estatura más baja que Adele, sostenía la varilla que
sujetaba la máscara, y pudo apreciar cómo la mano de la joven comenzaba a
temblar en cuanto vio a Victoria a menos de medio metro de ella. La líder
había pronunciado un nombre cuando se hubo dirigido hacia ella «Adele».
Lara la miró con temor, y rezó para que no se reflejara en sus ojos.
Victoria dio dos pasos atrás y Lara percibió lo que la mujer quería indicarle
con aquel gesto. Así que se acercó a ella, sintiendo cómo todo su cuerpo
temblaba hasta el punto de no poder dar un paso.

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—Cristine ya te ha adelantado algo —le susurró la líder—. Estamos
registrando todas las habitaciones. Jean-Marc cree que puede haber algún
buscador infiltrado.
Lara asintió con la cabeza tal y como le habían indicado.
—No te separes de India —añadió la mujer sujetándole el brazo. El
estómago de Lara dio un vuelco, si no la soltaba pronto, Victoria terminaría
descubriendo su temblor—. Es una de los miembros más nuevos de la orden.
Menos de tres años, es el margen que tenemos según Jean-Marc.
Lara volvió a asentir mientras Victoria se retiraba de ella lentamente y le
daba la espalda dirigiéndose hacia el resto de hijos del dragón, como si nada
ocurriera.
Lara quedó inmóvil, mirando a Eric y a Cristine con los ojos muy
abiertos. Vio a India abrir la puerta al fin y se dirigió hacia ella, sin deparar en
los mellizos que la aguardaban.
Cristine la miró de reojo. Sabía lo que Victoria le había indicado, y no se
extrañó de que Adele se colocara de inmediato junto a India, sin embargo, le
llamó la atención que lo hiciera con tal descaro.
—Bien. —Cristine se dirigió a ellos quitándose la máscara de su rostro—.
La primera planta está revisada. Adele, acompañarás a India, tenéis que
volver a hacer análisis a las víctimas. Al parecer la sangre está volviendo a ser
sangre nuevamente. Nadie excepto vosotras dos podrán entrar en las
mazmorras. ¡Eric! Tú las acompañarás durante la próxima hora, después le
relevarás a Jack la guardia de Mason.
Eric asintió. Cristine se marchó siguiendo el mismo camino de Victoria.
Natalia fue la primera en salir, seguida de Lara y tras esta Eric que cerró de
inmediato. La música procedente del interior se difuminó en el aire húmedo
del descansillo de un corta escalera.
—Ahora tenéis que seguirme —dijo Natalia quitándose la máscara del
rostro—. No podemos salir por la puerta principal.
—¿Hay otra salida? —preguntó Eric sorprendido.
Natalia sonrió.
—¡Vamos! —dijo descendiendo las escaleras.
Lara la sujetó del brazo obligándola a detenerse. Natalia dirigió su mirada
hacia la chica.
—Me han pedido que te vigilen —le dijo Lara y Eric se detuvo tras ella
esperando la respuesta de su compañera.
—Es algo que suponía —respondió—. Soy la última en llegar.

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Continuó la marcha. Eric permaneció inmóvil un instante mientras
observaba a la morena joven bajar las escaleras. India era nueva, demasiado
nueva en la orden. Tenía el suficiente contacto con las víctimas como para
poder haberles hecho aquello. Y los estaba traicionando. Podría ser una
buscadora, y si era así, él estaba sentenciado. Tomó aire. Era una posibilidad
que en aquel momento no le importaba. Tenía que sacar a Lara de allí, fuera
India una buscadora, una hija del dragón o lo que quiera que fuese. Morir,
moriría en cuanto Victoria se enterase de lo ocurrido, que los buscadores lo
atraparan no era una amenaza. Sintió que era lo que tocaba, había matado a
tantas personas, que supuso que era la hora de que alguien lo hiciera pagar por
sus actos. Había albergado la esperanza de lograr hacer el Urushdaur antes de
morir. Pero ya no importaba, solo importaba Lara, salvarla, aunque ello
conllevara la muerte. «Soy un asesino, mi vida no supone nada. Pero la de
Lara sí».

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Acababa de amanecer, había esperado la salida del sol a través de la ventana.


En cuanto la luz del día iluminó las montañas, no se demoró y corrió escaleras
abajo hasta las cuadras.
Se detuvo en la tercera cuadra, era el caballo que Erzsébet le había
destinado a ella. Un semental blanco de gran tamaño, el más veloz junto al
suyo, de todos los caballos que poseía la condesa. Se montó en seguida sobre
él.
Salió a toda prisa. Las puertas de Cachtice estaban abiertas, a primera
hora de la mañana salían y entraban trabajadores del castillo con carros y
comida para habitantes y animales que vivían en Cachtice. Tuvieron que
retirarse para que Anna no los arrollara.
El viento era frío sobre aquel caballo, y la nieve blanda, con lo cual
dificultaba el galope, y temía que el más mínimo tropiezo del animal, sería su
fin. Pero aún así, tenía que intentarlo.
No tardó demasiado en llegar al pueblo y una vez allí, sabía el camino de
memoria. Lo había hecho con Katryna todas las semanas. El caballo relinchó
al detenerse y ella bajó de él, y sin soltar las riendas llamó a la puerta.
Pero Mirsha no estaba en el interior sino en un huerto junto a la casa. Se
acercó enseguida a Anna.
—¿Anna? —dijo extrañado—. Qué…
Anna levantó su mano hacia él.
—Llévale esto a Thurzó —dijo.
Mirsha miró la mano de Anna, y en ella un sobre color marfil.
—Tienes que darte prisa —le dijo desesperada—. Quieren matar a
Katryna.
—¿Qué? —Mirsha se llevó las manos a la cabeza.
—Aquí se lo explico todo —continuó—. Dile que todo lo que dicen es
verdad, Erzsébet practica la brujería y mueren cientos de muchachas en

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Cachtice, nobles y plebeyas. Dile —contuvo las lágrimas— que ni siquiera
sabré si estaré viva cuando él llegue.
Soltó la carta en las manos de Mirsha y se montó rápidamente en el
caballo.
—¡Corre Mirsha! —le pidió.
Y se marchó tan veloz como había llegado. Mirsha en seguida se dispuso
a salir en camino también. Podrían ser dos días de viaje llegar hasta Thurzó.

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Victoria entró en su habitación con rapidez. En la puerta había dejado dos


miembros de confianza de la orden. Miró desconfiada, buscando entre los
rincones de su gran dormitorio algún indeseable. Pero la habitación parecía
estar vacía.
Cogió su teléfono en seguida. Jean-Marc no tardó en responder.
—Estoy llegando a Cachtice —dijo él de inmediato.
—Tal y como me indicaste, estamos registrando todo Leeds.
—No es suficiente —respondió él—. Los buscadores no suelen dejar
rastro por donde pasan.
—Pero…
—Los he dirigido durante años, sé muy bien de lo que son capaces. —La
cortó él.
—Tengo a Mason vigilado por Jack, y lo sustituirá Eric en cuanto llegues.
—¿Y el resto?
—Cristine vigila el ritual que se está llevando a cabo, y Adele está
vigilando a India, la sacerdotisa que está haciendo el Urushdaur.
—¿A quién? —la voz de Jean-Marc sonó sorprendida.
—Era una chica del laboratorio, lleva poco más de dos años en la orden, y
hace unos meses la hicimos sacerdotisa.
—Victoria —la ira se apreció en la voz de Jean-Marc—. Nunca me
hablaste de una sacerdotisa nueva.
—No te puedo hablar de cada uno de los miembros de esta orden, no le di
importancia.
—Una chica del laboratorio ¿y la hiciste sacerdotisa?, ¿quizás porque
resaltaba sobre el resto? —Se oyó cómo Jean-Marc tomaba aire—. Porque era
inteligente, obediente, aunque conociéndola, seguramente se te haya ido de
las manos, ¿me equivoco? ¡Qué imbéciles sois!
Victoria abrió la boca para responder, se tomó unos segundos y negó con
la cabeza.
—Es imposible que se infiltrara, ella ha sido una más aquí. No ha dado
ningún motivo para…

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—Te dije que era lista. No es la primera vez que arruina los planes de una
orden milenaria y os irá matando uno por uno si no la detenéis.
—He puesto a Adele a vigilarla —se defendió Victoria y se oyó la risa de
Jean-Marc.
—A estas horas Adele estará muerta.
—Acabo de verla viva. —Respondía ella a la afirmación de él.
—Es cuestión de segundos acabar con una vida, de eso entiendes un poco,
¿no?
—Ha superado todas las pruebas —no podía creerlo—. Es una Hija del
Dragón.
«Todas no».
—Encontradla —le ordeno Jean-Marc—. Desnudadla, aún conservará las
cicatrices en su cuerpo con mi nombre. Encerradla bajo vigilancia, numerosa
vigilancia, hasta que yo llegue. No me esperaba encontrarla como una hija del
dragón pero quizás de esta forma sea más fácil terminar con ella al fin.
—Somos muchos, si está sola no supondrá un problema.
—Si sigues subestimándola acabarás muerta. —Le advirtió Jean-Marc—.
Ya te ha engañado una vez, y volverá a hacerlo tantas veces como le sea
necesario.
—Ten por seguro que no me volverá a engañar —respondió Victoria llena
de ira—. Yo misma te ayudaré a introducirla en la jaula. Ningún arma le
servirá para salir de allí.
La llamada se cortó o fue Jean-Marc el que cortó de repente. Victoria
quedó inmóvil, valorando cada palabra que acababa de oír al otro lado del
teléfono. India, una impostora, nunca lo hubiese pensado. Realmente nunca
pensaron que ninguna orden arremetería contra ellos. No hasta que entró
Mason en Leeds, entonces comenzaron a suceder cosas. No había explicación
al por qué Natalia se decidiera infiltrar antes. «A no ser que». El mal, ese mal
del que tanto hablaba Jean-Marc, que podría atraer consigo el doctor Mason,
no fuera el doctor Mason el que lo introdujo en Leeds. «No». No era él. Nadie
sabía que él investigaría el caso, nadie, ni la policía ni los propios
investigadores, todo el mundo pensaba que se negaría a estudiarlo. No, ese
mal con nombre propio, venía junto al nombre de Jean-Marc y fueron
numerosas la órdenes que firmaron junto a aquel nombre un tratado por el que
se protegían unos a otros, «Maldito tratado». ¿Dónde estaban ahora todos esos
adeptos al tratado? Nadie vendría a salvarlos de los buscadores, ni siquiera de
la propia Natalia si es que era cierto que ella misma en persona estuviera allí.

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No entendía por qué Natalia los había sentenciado a ellos, eran muchas las
órdenes que firmaron, por qué ellos. Y una idea fugaz pasó por su mente.
«Pensaría que sería fácil, pensaría que somos más estúpidos que el resto». Se
miró al espejo, aquel espejo alto, ancho, decorado, con su saliente
reposabrazos. Apretaba con fuerza el teléfono en su mano. Recordó la historia
de lo que ocurrió en el ritual de la décima docta. Las órdenes de todo el
mundo se conmocionaron en cuanto les llegó la noticia. No creían que lo que
había ocurrido fuera posible. Era tan inverosímil, tan poco probable que una
sola mujer pudiera hacer tambalear una orden como las de los Buscadores del
conocimiento.
—¡Maldita seas! —dijo casi para sí.
Se oyó la puerta abrirse. Entraron dos hombres acompañados de Cristine.
La joven apretó los hombros de Victoria y esta pareció reaccionar a tal acción.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó.
Cristine tomó aire.
—Adele está muerta.
Victoria enmudeció sin embargo su labio superior comenzó a temblar y
sus ojos rebosantes de ira reflejaron las palabras que pasaron por su mente
mientras volvía a dirigir su mirada hacia el gran espejo.
—¡Maldita seas! —gritó lanzando el teléfono contra el espejo.
Sonó un estruendo mientras los trozos de cristal caían al suelo. Victoria
volvió a gritar y su pies descalzos pisaban los cristales caídos que ahora se
teñían de sangre. Cristine la intentaba sujetar pero Victoria era indomable en
sus crisis.
—Te juro que la mataré —decía Victoria.
Cristine no entendía a quien se refería Victoria, su preocupación era otra.
Una que la había hecho temer, temer por el Urushdaur, por su hermano Eric,
por su propia vida.
—Victoria —dijo lo más serena posible—. Adele lleva al menos una hora
muerta.
La líder dejó de forcejear con ella y se detuvo a escucharla.
—Si Adele estaba en los sótanos desangrándose —continuó la sacerdotisa
—. Quién era la joven que acompañaba a Eric y a India.
Los ojos de Victoria se abrieron como platos.

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Natalia fue la primera que salió del agua. Se quitaba el mono de plástico que
cubría su cuerpo. Eric y Lara salieron a la vez. Estaban a las afueras de Leeds.
Había sido fácil, rápido. Los buscadores los esperaban muy cerca de allí. Solo
tenían que rodear el laberinto de los jardines.
El aire limpio y tranquilo de la noche llenó sus pulmones. Una respiración
solo entrecortada cuando pensaba en Nel, aún preso en el castillo. Miró hacia
el gran coloso y deseó estar dentro de nuevo. Pero ese no era el final de su
plan.
—Vamos —los llamó y corrieron con ella unos metros hasta el laberinto
de Leeds.
Natalia fue la primera en entrar en el laberinto, colocó su mano derecha
sobre el muro de setos y se fue guiando por ella, sin despegarla, mientras
dibujaba en su mente su recorrido. De repente, sintió un fuerte golpe en la
espalda y cayó de bruces al suelo bajo Eric. El chico la agarró con fuerza por
el pelo. Se oyó un gemido procedente de la garganta de Lara.
—¿Quién eres? —le preguntó él.
Natalia basculó su cuerpo mientras agarraba la empuñadura de la gubia
por encima de la tela de su camiseta. Rasgó la tela al sacarla de la funda y con
un rápido movimiento cortó a Eric en el brazo. Solo fue un corte sin
importancia aunque mucho más profundo que el daño que ella hubiese
querido causarle. Él cayó a un lado y Natalia colocó la hoja de su arma sobre
la piel del cuello del chico.
—No te muevas ni un milímetro —le advirtió.
Eric la miró. El pelo mojado de la joven se ondulaba a cada lado de su
cara. Y sus ojos brillaron, con un color que Eric desconocía en India. Los ojos
que ahora lo miraban, a pesar de la oscuridad de la noche, parecían reflejar los
rayos del sol en un inusual verde esmeralda, completamente transparentes.
«Natalia», no había ningún otro nombre que se le pasara por la mente. Su
historia era bien conocida, odiada y sentenciada por todos los que creían en
los ritos paganos.

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—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Eric— poniendo todo de su parte
para no mover su cuello apresado bajo una hoja cortante de la que había oído
hablar en gran medida.
Natalia se puso en pie sin dejar de mirar a Eric. Lara estaba junto a ella
mirando a uno y otro con desconcierto. No sabía nada, ni quien era ella, ni sus
pretensiones. Solo que la había sacado de aquel horrible castillo y salvado de
su destino inmediato. Una parte de ella desconfiaba de la joven, mientras que
la otra parte desconfiaba de Eric, ambos eran asesinos. Salir corriendo no era
una opción, la atraparían en seguida. Quiso gritar, pero gritando llamaría la
atención de los que aguardaban en el castillo. Estaba lejos de casa, lejos de
cualquier zona habitada. Era de noche, no había turistas por los alrededores.
Nadie podría ayudarla. Dependía exclusivamente de aquel par de criminales,
que por un lado, dudaba que le dieran una muerte tan cruel como esperaba en
el interior de Leeds, pero que tampoco le aseguraba una mejor muerte que la
que le ofrecía su enfermedad.
—Jean-Marc nos dijo que vendrías —dijo Eric y hasta pareció sonreír—.
Pero tú ya estabas dentro.
Natalia sonrió.
—Ya no soy un hijo del dragón, los he traicionado —añadió él.
Natalia miró de reojo a Lara, estaba agotada, en breve sus heridas
comenzarían a sangrar de nuevo y sus terribles dolores de cabeza se sumarían
al dolor de todo su cuerpo. Sin embargo, la agarró con fuerza en un brusco
movimiento pillando a la joven desprevenida.
—¡No! —gritó Eric.
—No te muevas —le advirtió ella colocando la gubia sobre el estómago
de Lara—. Y escucha.
Eric se retiró de ellas no entendiendo nada de lo que Natalia pretendía.
Había sacado a Lara de allí dentro, fue de ella la idea y sin embargo ahora no
parecía importarle el matarla. En seguida aparecieron sombras tras Natalia.
«Buscadores». Las sombras de momento guardaban las distancias, pero allí
acechaban la seguridad de su líder; una mujer de hermosos ojos, temida por
su carácter variable, impredecible, una asesina que no solía fallar en sus
objetivos.
—La has salvado de Victoria —le dijo Eric—. ¿Por qué ahora amenazas
con matarla? Ella no tiene nada que ver con esto.
—Te equivocas Eric —le respondió Natalia—. Ella es todo en esto. No la
has salvado de nadie, solo la has cambiado de bando.

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Eric dio un paso adelante y notó como las sombras se movían tras su líder.
Lara se retorció, Natalia la sostuvo con fuerza.
—No te acerques Eric —le advirtió.
—Todo lo que dicen de ti, no es suficiente para describirte —le dijo con
rabia.
Natalia pudo ver cómo Eric apretaba los dientes y su mandíbula se movió.
Ella empujó con fuerza a Lara hacia los setos para alejarla de la lucha. Eric se
lanzó sobre ella golpeándola en la cara no sin antes recibir un fuerte corte en
el centro del pecho. En seguida se vio inmovilizado por al menos tres
personas. Otras tres tenían a Lara. Salieron más personas de entre la
oscuridad, dos de ellas esposadas, que dejaron a un lado.
Cuatro hombres vestidos de oscuro se colocaron junto a Natalia y Eric
pudo ver la devoción en los ojos de todos los buscadores cuando miraron a su
líder.
—Le hemos dado a Victoria treinta minutos —dijo uno de ellos.
Natalia se inclinó hacia Lara, que estaba en el suelo, mientras tres
personas la retenían.
—Tenéis que medicarla —les dijo—. Pronto volverá a recibir sus dolores.
Lara frunció el ceño «Conoce mi enfermedad». Comenzó a llorar. No
entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Por unos segundos se había libre,
fuera de aquel castillo de los horrores, fuera del mal, del sufrimiento. Le daba
igual sangrar, soportar dolores mientras corría lejos de allí. Pero ahora India,
no era India. Era otra persona, con otros ojos, otro pelo, y casi otro rostro. La
llamaban por otro nombre y hasta Eric parecía temerle. Su llanto aumentó y
Natalia pareció entenderla.
—Lo siento —le dijo—. Pero no había otro modo de sacarlo de allí.
Miró de reojo a las dos personas esposadas e inmovilizadas por sus
buscadores. Eran Rip y Dorian. Arrodillados junto al muro de setos, la
miraban con interés y desesperación. La mirada de Natalia volvió a dirigirse
hacia la joven Lara.
—Ben —llamó a su secuaz, y en seguida un hombre se colocó a su lado
—. Jean-Marc viene de camino. Hay que darse prisa, si él entra en Leeds, no
permitirá que Victoria nos la intercambie por Mason.
Lara miró a Natalia con los ojos abiertos como platos. Su boca se abrió y
comenzó a jadear. Se le habían aflojado las piernas, o lo que ya quedaba de
ellas. Su cuerpo, azotado, golpeado, acuchillado, ya no resistía más. Quería
morir, morir de inmediato. «Volver a Leeds». Tomó aire con fuerza sin dejar

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de mirar a Natalia. Le suplicó, le suplicó sin emitir sonidos, su expresión lo
decía todo. Lara le agarró las manos.
—No —por favor— imploró y se oía a Eric pronunciar insultos y recibir
represalias por parte de los buscadores. —No quiero volver allí.
Natalia cogió el rostro de Lara con las manos «lo siento». Pero no había
opciones. No había otro modo de que le entregaran a Mason. Lara ahora
estaba unida con Victoria según la creencia de aquellos locos. Era su cuerpo
donante, infinitamente valiosa.
—Lara —comenzó a decirle Natalia— ellos tienen a alguien que necesito
fuera.
Lara dejó de llorar y se detuvo a escuchar a la asesina aun sin comprender
sus palabras.
—Tienen… —los ojos se le inundaron en lágrimas y su voz temblaba,
tomó aire— a la única persona que puede salvarme.
Lara arqueó las cejas. No entendía nada, no podía entender por qué tenía
que volver allí. Por qué le habían dado una esperanza imposible para volver a
arrebatársela.
—No quiero volver —lloró Lara.
Natalia negó con la cabeza.
—Te robé unos meses de vida —le dijo—. Siento hacerte todo esto.
El llanto de Lara se reanudó. Se oían los golpes que recibía Eric cada vez
que este gritaba algún insulto.
Natalia se incorporó.
—Vamos —más de los suyos llegaron.
La propia Natalia agarró a Lara para incorporarla.
—¿De qué tiene que salvarla ese hombre que está en Leeds? —preguntó
la joven sin dejarse incorporar.
Natalia la miró entornando los ojos, sin saber si debía de responder o no a
su pregunta.
—De mí misma —confesó.
Uno de sus buscadores se acercó a Natalia y le colocó la mano en su
hombro.
—Natalia —dijo—. Jean-Marc está en Leeds.

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Cuando le avisaron de que Jean-Marc estaba en el castillo, sus esperanzas se


hundieron de repente. Las vendas de sus pies se estaban soltando y le daba
igual. El suelo seguía lleno de cristales. No se atrevía a dejar entrar a nadie en
su dormitorio ni siquiera para recoger los trozos de espejo rotos que se habían
esparcido por todo el piso.
La puerta se abrió y Jean-Marc atravesó el umbral sin detenerse, seguido
de Cristine.
—Qué es eso de un intercambio —ordenó explicaciones.
Se colocó frente a Victoria.
—Acabarás hundiendo a los dragones —le recriminó.
—Necesito a Lara —se defendió ella—. Mason no me supone nada.
—¿Nada? —él le dio la espalda y se dirigió hacia la ventana—. Mason es
lo único que os mantiene con vida. En cuanto lo saques de Leeds, moriréis
todos. Hundirán Leeds.
Victoria se mordió el labio. Necesitaba a Lara, era lo único que quería.
—No habrá intercambio —dijo él.
Victoria lo miró enloquecida.
—Mason es mío. Yo lo atrapé.
Jean-Marc la agarró por el brazo.
—Mira —la invitó hacia la ventana.
Victoria se asomó. La oscuridad y el silencio ininterrumpido rodeaba
Leeds. No entendía qué tenía que ver.
—Qué quieres que mire —le preguntó de mala gana.
—¿No lo ves? —invitó también a Cristine a acercarse.
Cristine se asomó con ellos.
—Yo no veo nada —protestó Victoria—. ¿Qué demonios tengo que ver?
Jean-Marc sonrió.
—Buscadores —respondió—. Quizás cientos de buscadores. No podéis
salir del castillo y no entraran ni os atacarán hasta que Mason esté fuera de
aquí.
Jean-Marc se dirigió hacia Cristine.

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—¿Puedes llevarme con el doctor? —preguntó—. Me encantará
conocerlo.
Victoria lo agarró por el brazo.
—Recuerda que Mason es mío —le advirtió.
Jean-Marc sonrió.
—Ten por seguro que te lo daré en cuanto traiga hasta mí a mi hijastra —
respondió—. Y podrás hacer con él lo que quieras.
—¿Pero qué vas a hacer para traerla? —preguntó Victoria al poderoso
hombre.
—Es tremendamente fácil provocarla. —Jean Marc se dirigió hacia
Cristine—. Llevad a Mason a la sala de torturas.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

—Y qué hacía Anna en casa de los Beneczky entonces? —debatía Erzsi—. Te


ha traicionado.
—Eso es imposible —la defendía Erzsébet.
Erzsi abrió los ojos como platos ante la pasividad de Erzsébet.
—Pero cómo puedes defenderla aún, lo tienes claro.
—Te estoy diciendo que Anna no va a traicionarme, nunca lo haría.
Erzsi suspiró.
—Hasta que no te aten en la hoguera no lo acabarás viendo —le reprendió
Erzsi abriendo la puerta de la biblioteca. En su interior estaba Anna.
Erzsébet fue la primera en entrar.
—Anna —le dijo—. Erzsi dice que te han visto en el pueblo en casa de
los Beneczky. —Anna asintió con la cabeza— ¿qué hacías allí?
—Katryna suele ir una vez a la semana a visitarlos y como últimamente
no ha podido ir —se justificaba la chica— fui a decirles que había enfermado.
Erzsébet sonrió satisfecha mirando a su pupila, seguidamente se dirigió
hacia Erzsi.
—Ahora vete —la echó.
Erzsi se enfureció y su piel pecosa tomó un tono anaranjado. No dijo nada
más y se marchó con rapidez.
Erzsébet cerró la puerta y se acercó a Anna.
—Ya no confío en Erzsi —le dijo a Anna, esta no levantó la cabeza de los
libros—. Está cada vez más enfadada contigo, y…
La condesa se acercó a la chimenea.
—Trata de ponerme en tu contra continuamente, que si Katryna, que si te
elija a ti, que vas a traicionarme con Thurzó —continuó mientras Anna la
miraba de reojo—. Definitivamente no puedo confiar en ella. Tendré que
matarla.
Anna levantó la cabeza al oír aquellas palabras.
—No lo hagas —le respondió con rapidez—. No es necesario.

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Natalia se puso en pie, sin apartar sus ojos de Lara, mientras su mente
divagaba por unos segundos, repasando cada paso que dio en Leeds. Los
cimientos de su plan se habían desmoronado hasta el punto de estar cubierto
por una espesa neblina que se fue aclarando en el interior de su cerebro y
comenzó a ver con claridad el horror de lo que ocurriría a partir de aquel
momento. Miró a Eric, este estaba inmóvil, mirándola.
—Hay que buscar otra manera de sacarlo de allí —decía Ben a su líder—.
Tiene que haber alguna manera de…
—Solo hay una manera —respondió ella acercándose hacia Eric
lentamente.
«No puede ser». Se colocó frente al joven, que estaba inmovilizado por
dos buscadores. Natalia levantó la gubia y sus ojos se llenaron de ira.
—Cuando Victoria llamó a Jean-Marc —dijo—. Este ya estaba de
camino.
Dejó caer con fuerza la empuñadura de la gubia sobre el rostro de Eric.
—¿Por qué? —gritó.
Volvió a golpearlo.
—¿Por qué? —los gritos reflejaban ira y llanto—. ¡Pedazo de hijo de
puta! ¿Por qué?
Natalia cayó de rodillas esperando la respuesta de Eric. El rosto del joven
estaba ensangrentado por los golpes recibidos por los buscadores y por los
que ahora le propinaba su líder.
—Has traicionado a Victoria —decía ella todavía sin poder creerlo—.
Pero no has podido traicionar a Jean-Marc.
Eric bajó la cabeza y Natalia se incorporó apuntando la gubia hacia el
cuello de Eric.
—Voy a morir a manos de Jean-Marc —le dijo—. Dime al menos en qué
fallé. Dime qué se me escapó estos dos años.
Sus ojos se bañaron de lágrimas ante el silencio del joven.
—Qué te une con Jean-Marc —le preguntó en un susurro mientras las
lágrimas resbalaban por su cara.

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Eric no respondía y una respuesta inverosímil pasó por la cabeza de
Natalia.
—Nacisteis hijos del dragón —continuó ella casi en un susurro—. Pero
fuisteis engendrados por buscadores.
No había otra respuesta. Gemelos de distinto sexo no era algo que la
naturaleza daba por que sí. Eric y Cristine compartían la misma bolsa antes de
nacer, mismo ADN, misma cara, idénticos ojos. Los gemelos no solían nacer
de distinto sexo.
—Deben de ser alguno de los embriones que hizo Jean-Marc —dijo Ben
cerca de su oído—. Eran cinco embriones hembra, en el laboratorio solo dejó
cuatro. Nadie sabía qué había hecho con el quinto.
«Gemelarlo». Embriones que Jean-Marc manipuló con su propio ADN,
«hijos de Jean-Marc» hechos en laboratorio. Nadie sabía qué había ocurrido
con el que faltaba, aunque la respuesta era evidente. En cuanto los buscadores
le enseñaron la obra de Jean-Marc y le hablaron de un quinto embrión ella
supuso que Jean-Marc tenía una hija en algún lugar que desconocía. Una hija
que había apartado de los buscadores y que se hallaba en algún lugar
desconocido que se había propuesto encontrar. Pero nunca le fue posible. Sin
embargo su padrastro había ido más allá y para borrar cualquier huella, había
gemelado el embrión haciéndole un gemelo varón y los había introducido en
los hijos del dragón. «A cargo de Victoria», esa era la relación íntima que
Victoria tenía con Jean-Marc. Victoria sentía debilidad por los gemelos, de
hecho, Natalia siempre pensó que podría ser su verdadera madre biológica.
Pero no era así, ella solo fue su cuidadora. «Hijos de Jean-Marc», ocultos en
un vientre de alquiler, protegidos de los enemigos que quisieran hacerle un
daño directo. Sin embargo, ellos siempre habían estado expuestos. «Tan a la
vista que nadie pensarían que eran sus hijos».
Admiró la inteligencia de su padrastro y se avergonzó de no haberlo
considerado. Un fallo un mínimo fallo y su plan se había destruido. Desde que
comenzó el juego con Jean Marc era consciente de que podría pasar en
cualquier momento. Tomó aire, ahora tenía que afrontar lo que vendría y
temió no ser capaz de soportarlo.
Lamentó haber fallado, ahora que lo pensaba, «los tenía delante de mis
ojos». Pero todo eso ya no importaba, solo eran elementos secundarios en su
historia. «Jean-Marc» siempre Jean-Marc, él siempre estaba ahí. Sus terribles
momentos eran causados por él. Hasta la propia sentencia de su muerte la
había firmado un hijo de este. «Has ganado». Sus ojos se llenaron de
lágrimas. Había ganado todas y cada una de las batallas que había liberado

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contra ella, hasta la última. Siempre se libró de ella, siempre escapaba. «Me
has vencido». No era justo, pero esa era a la realidad a la que se enfrentaba.
Miró a Eric entre lágrimas.
—Jean-Marc se casó con mi madre cuando yo tenía cinco años —
comenzó a decirle a Eric pero todos los presentes levantaron su cabeza hacia
ella, incluso Rip y Dorian, para oír el inédito relato de Natalia—. Todos me
decían que era afortunada porque el que iba a ser mi padre tenía una gran
fortuna y un gran conocimiento. Mi padrastro me enseñó su idioma, su gran
biblioteca y me contaba cuentos por las noches. El reloj del salón sonaba de
madrugada y yo esperaba agazapada en mi cama el sonido de la puerta de mi
dormitorio abrirse. El tintineo de las cadenas y las correas con la que me
ataba.
Tuvo que detener su discurso y su voz comenzó a vibrar. Se acercó a Eric
aún más.
—Me golpeaba, me ataba y me violóa una noche y otra, y otra, durante
años. —Continuaba buscando la mirada del joven que intentaba evitarla—.
Me amenazaba con matar a mi madre si yo hablaba, si yo gritaba. Yo siempre
cumplí mi parte, sin embargo él acabó matando a mi madre. Vi cómo la
apuñalaron buscando algo que yo había escondido. En cuanto fui consciente
de lo que ellos buscaban, corrí a llevárselo, pero ya era tarde. Ya no pude
salvarla. La sala estaba vacía y vi a mi madre en suelo, aún vivía.
El llanto de Natalia se acentuó al recordar la imagen de su madre,
golpeada y torturada por su padrastro y sus cuatro amigos.
—Habían estado con ella durante horas —continuó—. Ya no podía
salvarla.
Se pasó las manos por la cara. Recordaba la mirada moribunda de su
madre, esa misma mirada que había vuelto a ver tantas veces en otras
mujeres. Y a las que siempre consolaba con las mismas palabras «Todos
pagarán por lo que te han hecho».
Ben levantó la mano en un intento de ponerla sobre el hombro de su líder,
pero decidió bajarla antes de llegar al contacto.
—Jean-Marc se libró, —prosiguió— el cuerpo de mi madre no apareció y
nadie creyó mi relato. Ni siquiera las violaciones de mi padre a pesar de los
signos evidentes que me encontraron los forenses, él y su dinero consiguieron
disuadirlos, o amenazarlos. —Tomó aire y su llanto se calmó—. Al cabo de
los años, Jean-Marc ordenó realizar el ritual de la Décima Docta en la ciudad
en la que yo vivía y mandar a dos de los suyos a elegirme a mí como una de
las diez. Una buena forma de acabar al fin conmigo sin levantar sospechas.

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El resto de la historia Eric ya la conocía.
Natalia se llevó las manos a la cabeza. Había estado cerca de conseguirlo,
aguardando entre aquellos criminales, arriesgándolo todo, esperando el
momento en el que Victoria la llevara hacia su padrastro.
—Te prometo que encontraremos la manera de sacar a Mason de allí —le
dijo Ben pero ella no lo escuchó.
Renunciar a matar a Jean-Marc por salvar a Mason era algo que aceptaba
sin más remedio. Sin embargo ahora la cosa había cambiado. No era justo, no,
no lo era. Retrocedió unos pasos mientras enloquecía.
—Natalia confía en nosotros —la intentó calmar Ben, pero ya no había
calma para ella.
—Solo hay una forma de que nos devuelvan a Mason —decía y no
supieron a quién se dirigía.
Ben negó con la cabeza al entender sus palabras.
Cerró los ojos, la ira la inundó de tal manera que no lo podía soportar. Se
alejaba de ellos mientras lanzaba la gubia que quedó clavada en el suelo.
—¡Natalia! —Ben intentó sujetarla—. Escucha, hay otro modo. Tenemos
a su hijo…
—¡Jean-Marc no quiere a su hijo! —gritó ella apartándolo—. ¡Me quiere
a mí!
Se dirigió hacia el fondo de la calle del laberinto. No podía creer que el
hombre que la había hecho sufrir durante toda la vida, ese que la dejó sin
infancia, sin madre y que la había convertido en un monstruo y que luego
quiso acabar con su vida en el mayor de los sufrimientos durante un ritual
humano, condenada por una piedra que giraba y elegía su destino. Ese
hombre que sin razones vio un día a una niña de cinco años y decidió dirigirla
al peor de los destinos. Ese hombre al que había perseguido y por el que había
matado y torturado. Era ese mismo hombre, pederasta, maltratador y asesino,
el que acabaría con su vida aquella noche.
Gritó, gritó tan fuerte que hasta Victoria y Jean-Marc la oirían desde
Leeds y volvió a gritar mientras caía de rodillas. Tenía que liberar de alguna
forma la presión que sentía en el pecho y que no la dejaba respirar. No había
más opciones y sentía pánico por su destino. Apoyó su frente en el suelo
mientras lloraba. No tendría una muerte rápida, Jean-Marc había esperado
mucho tiempo para poder matarla, no tendría ninguna prisa. Levantó la
cabeza, no podía acallar sus propios gritos, no serían los únicos que daría
aquella noche.

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Todo lo que había hecho había sido para nada, su sufrimiento, el de las
personas que estaban junto a ella «Lara». Una vez que Jean-Marc la tuviera
en su poder, le permitiría a Victoria hacer el intercambio. Nel sería libre al fin,
sin embargo, Lara no tendría tal fortuna.
Se puso en pie aunque sus piernas temblaban de miedo y se giró hacia el
castillo. Contempló el coloso, dentro la esperaban los Hijos del Dragón y
después de todo lo que ella les había hecho sumándose a la ira de Jean Marc,
se imaginaba su fin, doloroso y terrible.
Miró a sus buscadores, a Lara, a Rip y Dorian, incluso a Eric. Todos la
miraban perplejos. Pestañeó lentamente y sintió cómo su cuerpo basculaba.
Sus párpados pesaban a causa del llanto, sintió cansancio y sueño. Tenía sed,
y hambre y fatiga a la vez. Volvió a mirar Leeds y sus numerosas ventanas.
Parecía un castillo monstruoso, un castillo del terror al que tenía que ir. En
cuanto la vieran la apresarían y la meterían en la jaula y allí… no quería
pensar lo que le esperaba allí. Tomó aire. Estaba ya junto a su grupo y se
dirigió hacia Dorian, se inclinó junto a ella.
—Cuida de Mason —le dijo ante la mirada perpleja de la mujer.
Se puso en pie en seguida y se dirigió hacia Ben.
—Natalia, no podemos dejarte que…
—Soy la líder de los buscadores —lo cortó ella y el hombre calló de
inmediato.
Natalia puso la mano en el hombro de Ben.
—Mañana los buscadores te seguirán a ti —dijo y Ben abrió los ojos
sorprendido.
—Pero…
Natalia negó con la cabeza y vio en los ojos agradecidos de aquel hombre
la admiración que sentía por ella.
—En cuanto Mason esté fuera, sabéis lo que tenéis que hacer.
Ben asintió.
—Te juro que los buscadores velarán por su seguridad día y noche.
Natalia sonrió mientras se giraba hacia Lara sin embargo pasó de largo y
se detuvo en Eric.
—Soltadlo —ordenó y tuvo que repetir la orden ya que los buscadores
desconfiaban de la reacción que el joven tendría contra su líder.
Pero sin embargo Eric en cuanto fue liberado bajó los brazos sin mostrar
ningún intento de golpearla. La miraba con respeto a pesar de todo. Conocía a
los suyos y a Jean-Marc tan bien como para saber con exactitud qué harían

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con Natalia. Bajó la cabeza. Natalia sin embargo, lo cogió por la barbilla y lo
obligó a mirarla.
—Yo no tengo opciones —le dijo—. Pero tú sí.
Lara levantó la cabeza hacia ellos escuchando cada palabra de Natalia.
—Los hijos del dragón te dan por muerto pero no por traidor —continuó
—. Todavía puedes salvarla.
Eric frunció el ceño. No lo entendía bien, pero Natalia le estaba
ofreciendo una oportunidad de salvar a Lara.
Ben sin embargo sí que entendía a su líder.
—Pero pondrías en riesgo la vida de Mason si los cogen —intervino.
Natalia negó con la cabeza.
—Victoria quiere a Lara, no tocará a Mason te lo aseguro. —Respondió
ella y luego se dirigió a Eric de nuevo—. Saca a Mason antes del intercambio.
Eric miró a Lara. Podía salvarla. Si lo cogían llevándose a Mason lo
matarían sin ninguna duda, pero si no lo hacían podía salvar a Lara. Era una
oportunidad que planteaba Natalia sin arriesgar a Mason, ya que de una forma
u otra, saldría vivo de Leeds.
—¡No! —gritó Lara—. No Eric.
—No puedes confiar en él —intervino Ben—. Sirve a Jean-Marc.
—Es exactamente lo que va a hacer —respondió ella— servirle.
Eric dirigió sus ojos hacia los de Natalia, parecía estar convencido.
—Ven conmigo a Leeds y sácalo de allí —le pidió.
Lara gritó de nuevo y se puso en pie para dirigirse hacia el joven.
—Huye Eric —le pidió agarrándole el brazo—. No arriesgues tu vida.
Eric negó con la cabeza.
—Tengo que intentarlo —respondió él—. Puedo salvarte de ellos.
—Voy a morir de todos modos —dijo ella soltándole el brazo y el joven la
miró buscando una explicación a aquellas palabras.
Lara bajó la cabeza.
—Tengo una enfermedad en grado terminal. —Confesó sin levantar la
mirada del suelo.
Eric abrió la boca pero no encontró palabras. En seguida miró a Natalia
para comprobar si ella contradecía las palabras de Lara.
—Por eso la elegí —dijo la que fue su compañera, mientras se disponía a
coger la gubia, que aún continuaba clavada en el suelo.
Eric cerró los ojos y tomó aire, luego miró a Lara y colocó la mano en la
cara de la joven.
—Cualquier cosa es mejor que Leeds —dijo.

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Natalia ya lo esperaba apartada a unos metros del grupo. Eric se giró hacia
ella. Ambos se marcharon a toda prisa en dirección a Leeds.

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Las piernas de Nel temblaban y apenas podía sostener su cuerpo atado de


nuevo en aquella habitación del terror, entre los dos pilares centrales en los
cuales lo habían torturado tan solo un par de horas antes.
Su respiración estaba entrecortada. Lo habían dejado a solas, sin embargo,
podía sentir la presencia de alguien que vigilaba al otro lado de la puerta.
Sentía miedo, sabía que algo estaba ocurriendo entre los buscadores y aquella
orden miserable. Pero eso no apaciguaba sus miedos, al contrario. Victoria
pensaba que él tenía algo que ver en las desgracias de los suyos.
La puerta se abrió y un hombre de unos cincuenta años apareció en el
umbral. Nel entornó los ojos hacia él. No parecía ser muy alto y tenía una
complexión fina. Su pelo era corto y cano y sus ojos pequeños eran de un azul
intenso. Con sus pómulos marcados y la barbilla pronunciada, parecía una
imagen viva de Adolf Hitler. Su tan sola mirada podía atravesar a Nel
mientras sentía cómo se helaba su sangre.
—Doctor Mason —dijo el hombre accediendo a la sala y cerrando la
puerta—. Parece que el albinismo ocular de mi hijastra ha hecho buena mella
en usted.
Nel tomó aire por la boca, pero no parecía haber aire dentro de la sala.
«Jean Marc», ni en sus peores temores en Leeds estaba aquel hombre. Bajó la
cabeza. Las cosas no se estaban poniendo bien para los buscadores y aún
menos para su líder.
El padrastro de Natalia se dirigió hacia la pared en el que estaban
colocadas las herramientas de tortura, y cogió un garfio metálico. Luego se
colocó frente a Nel.
—No se moleste en disimular, ambos sabemos que usted es un cobarde —
sonrió—. Realmente, no sé qué ve mi hijastra en usted.
Nel no respondía. Tenía miedo y no lo estaba disimulando en absoluto.
Sin embargo, miraba a aquel hombre con sumo interés. Era el hombre que
despertaba tanta ira y odio en Natalia, su verdadero y único objetivo. La razón
del por qué ella se había convertido en una asesina. Jean Marc era un ser

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despreciable, un pederasta, un asesino que siempre había logrado salir impune
a sus delitos una y otra vez.
—Ahora doctor haga bien su trabajo —continuó—. Tráigala hasta mí.
Nel frunció el ceño mientras comprendía cual era el interés de Jean Marc
respecto a mantenerlo con vida. «Piensa que ella vendrá a por mí».
Cerró los ojos, no quería que Natalia entrara en el juego de su padrastro,
porque eso significaría la muerte para ella.
—Ella anda en algún lugar de Leeds —decía él—. Siempre estuvo en
Leeds.
Esa parte Nel la desconocía y aunque no dejaba de vigilar el gancho que
portaba Jean Marc centró la atención en sus palabras.
—Durante estos tres años la perseguí entre los buscadores —añadió—.
Sin embargo ella era una Hija del Dragón.
«En la boca del dragón» recordó Nel, fue la respuesta de Natalia cuando
él le preguntó por su paradero. Tomó aire y el olor de Jean Marc llegó hasta
su nariz, una mezcla repulsiva de perfume y sudor. Y pensó si ese fue el
mismo olor que Natalia tuvo que soportar en su infancia. Una ira inexplicable
e incontrolable lo inundó. La pederastia era lo único que condenaba por
encima del acabar con la vida de alguien. Porque cualquier persona podía
asesinar en un momento dado, en una situación límite y puntual en su vida.
Pero el abusar de un niño, eso no tenía cabida en su cabeza, en su cordura.
Miró a Jean Marc y sus ojos se encontraron con los azules ojos de él. Nada en
aquel hombre le indicaba que pudiera ser lo que era, si no hubiese sabido su
nombre. Era uno como tantos hombres de mediana edad que había por el
mundo. Sin embargo, él sí lo conocía, era un ser repulsivo como jamás había
encontrado a ningún otro.
—Haga conmigo lo que quiera —le dijo a Jean Marc, y tuvo que bajar la
cabeza para dirigirse a él, porque era cuantiosamente más bajo que Nel—. No
van a cogerla.
Jean Marc rio sin embargo.
—No le pega ese talante —se burló—. Usted no es un héroe. Y mi hijastra
no es más que una criminal como tantas, que lamentablemente no eliminé
cuando tuve que hacerlo.
—Es su culpa —respondió Nel—. Usted la ha convertido en lo que es.
—Yo no hice nada —negó—. Ella es así, no puede remediarlo.
—Va a matarlo —le dijo Nel lleno de ira—. Porque no piensa en otra cosa
desde que murió su madre. Lo seguirá y lo perseguirá hasta matarlo.
—No se moleste doctor —rio él—. Esta noche acabará todo.

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Jean Marc alzó el gancho y lo clavó con fuerza en el hombro de Nel, este
gritó con fuerza. Mientras que oía las palabras de aquel hombre.
—Grite con fuerza —le decía—. Sus gritos la atraerán hasta mí.
Nel no culpó a Natalia de su odio hacia aquel ser. Tras arrastrar el gancho
y rajar parte de su brazo, Jean Marc se disponía a hacerle un segundo
desgarro. La puerta se abrió de repente y Nel albergó la esperanza de que
fueran buscadores enviados por Natalia. Pero era tan solo un joven de
ondulado pelo rojizo. Lo habían golpeado y herido en su cara, brazos y pecho.
Contusiones y cortes que aún sangraban. Jean Marc sonrió al verlo.
—Eric —dijo levantando una mano hacia él. Sin embargo el chico no hizo
ningún gesto gentil hacia él—. Cristine me dijo que no aparecías. Pensé que
los buscadores te habían…
—Tengo a Natalia —dijo el joven y sus palabras cortaron la respiración
de Nel.
Jean Marc cambió su expresión de repente, mirando al chico como si
fuera un espejismo. Deteniéndose en cada herida del joven, como si buscara
alguna señal en él que indicara que lo que estaba diciendo era cierto.
—No puede ser —decía incrédulo, mientras se acercaba al joven.
El chico lo miró y Nel pudo observar la extraña cercanía que Jean Marc
parecía tener con él, y el rechazo del joven sin embargo. Pero no podía
detenerse en percepciones, cuando la tristeza más absoluta lo estaba
invadiendo. «No puede ser» dudaba tanto como lo hacía Jean Marc, «Es
imposible, ella nunca se dejaría coger, lo buscadores la protegían».
—Tú solo no has podido…
Eric hizo un movimiento brusco clavando la gubia de Natalia en uno de
los pilares en los que estaba atado Nel y la hoja metálica no tuvo ningún
problema en atravesar la materia sin esfuerzo, de una forma sorprendente y
rápida. No cabía duda, solo había un arma en el mundo que era capaz de hacer
aquello.
—¿Tienes dudas ahora? —preguntó Eric.
Jean Marc observaba sorprendido la dorada empuñadura del arma que tan
bien conocía y que había estado en su poder durante años. Al fin volvía a él y
al fin Natalia era suya. Era cierto.
Puso su mano sobre el hombro de Eric.
—¿Dónde está? —preguntó ansioso.
—En la jaula —respondió Eric sin mirarlo.
Los ojos de Nel se inundaron en lágrimas. «La jaula», Natalia no podría
salir de allí.

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Jean Marc en seguida alargó su mano hacia la gubia, pero Eric se la
apartó.
—Sirvo a Victoria —dijo altivo—. Este arma ahora es de mi orden.
Jean Marc miró al chico mientras bajaba la mano.
—Cuando esto acabe —le dijo—. Cristine y tú vendréis conmigo.
Eric negó con la cabeza y miró a Jean-Marc.
—Soy un Hijo del Dragón —fue su respuesta a lo que el hombre asintió.
—Lo has hecho realmente bien —dijo Jean Marc con orgullo—. He
llegado en el justo momento gracias a ti. Y has atrapado a la líder de los
buscadores.
Eric no reaccionaba.
—Cuando esto acabe hablaremos —dijo—. Te espero en la sala del
traspaso, lo haremos juntos, los tres.
Jean Marc se dirigió hacia Mason.
—Todo ha acabado Doctor —le dijo—. También para usted.
Jean Marc se fue apresuradamente, dejando a Eric a solas con Nel. El odio
que desprendía Eric hacia Jean Marc era palpable y poco le importaba a Nel
las razones. Tal y como decía Jean Marc todo había acabado. Aún no podía
creer que tuvieran a Natalia en la jaula. No podía ser verdad, ella nunca se
dejaría coger por su padrastro. «Ni siquiera por mí, no lo haría por nadie. Su
odio está por encima de todos».
El joven había sacado la gubia de la pared, pero Nel ni siquiera deparaba
en él. Ya poco le importaba lo que hicieran con él. El joven levantó la gubia y
Nel deseó que el gesto fuera para acabar al fin con su vida, algo que
agradecería enormemente. Sin embargo se oyó el sonido del choque metálico.
Y Nel miró rápidamente sus muñecas. El gesto volvió a repetirse esta vez
liberando su otro brazo. No podía creerlo.
—Vamos doctor —le dijo—. Hay que salir de aquí cuanto antes.
Nel lo miró con desconfianza. Sin embargo la experiencia lo había
acostumbrado a confiar en la persona que solía portar aquel arma, porque en
ella solía estar la esperanza de sobrevivir.
—Dónde está Natalia —preguntó esperando, necesitando que el joven le
dijera que su relato había sido mentira. De lo contrario, se negaba a salir de
Leeds y sobrevivirla. Nunca elegiría vivir después de Natalia.
Eric le tendió ropa limpia que Nel tomó en seguida para colocársela ya
que al menos de cintura para arriba estaba ya completamente desnudo y sus
pantalones llenos de orín y heces.
—¿Dónde está ella? —volvió a preguntar.

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—Está fuera de Leeds —respondió el chico y Nel pudo echar el aire
contenido desde que hiciese la pregunta—. Ella te espera fuera. Necesitaba
distraer a Jean Marc para sacarte de aquí.
Eric abrió la puerta y se asomó al pasillo. Luego se dirigió hacia Nel.
—Vamos —le dijo—. Tenemos poco tiempo.
El joven salió al pasillo con rapidez y Nel se dispuso a seguirlo a lo largo
de los corredores de las mazmorras de Leeds.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Antes de que el carruaje se detuviera, abrió la puerta y se bajó de un salto.


—Erzsébet —gritaba enloquecida—. En seguida salieron unos sirvientes a
atenderla. Pero Erzsi los alejó de ella empujándolos con fuerza. —¡Erzsébet!
La condesa salió para ver quién estaba formando tal alboroto. Y vio a
Erzsi, gritando su nombre, mientras sus sirvientes la sujetaban.
—Thurzó está de camino —gritó—. ¡Y viene con un ejército a por ti!
Los sirvientes la soltaron al fin y la burguesa corrió hacia ella. Erzsébet se
llevó las manos a la cabeza.
—Anna te ha delatado —le dijo llena ira—. Están a una hora de camino,
quizás menos, vienen a toda prisa. El rey Mathyas ha ordenado tu detención.
Anna te ha delatado, lo ha contado todo.
Erzsébet daba pasos atrás alejándose de Erzsi.
—¡Te dije que era una traidora! —gritó—. Te quemarán, a ti, a todos.
La mujer corrió hacia su coche de nuevo.
—¡Todos arderemos! —dijo subiéndose al coche de caballos y su cochero
azuzó a los caballos para que al galope los llevaran fuera de Cachtice.
Erzsébet quedó inmóvil unos instantes. Jadeaba, se asfixiaba, una de sus
terribles crisis la invadía. Gritó con fuerza a sus sirvientes.
—¿Dónde está Anna? —les preguntó pero nadie le dio respuesta. Volvió a
gritar. Agarró a una de sus sirvientas, una mujer de unos treinta años y la llevó
hasta el patio del castillo. Allí más sirvientes la observaban—. ¿Dónde está
Anna?
Zarandeó a la mujer y la lanzó al suelo y la pateó. Luego recorrió con la
mirada las paredes buscando alguna herramienta para golpearla, pero no
parecía haber nada. Así que la pateó de nuevo una vez y otra mientras
continuaba gritando.
—Buscad a Anna y llevadla hasta las mazmorras —ordenaba.
Miró a la mujer que estaba golpeando, estaba sangrando. Si hubiese tenido
algo en la mano habría acabado con ella. Le dio la espalda. Todo el mundo la

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miraba. Gritó y sus sirvientes se apartaron de su camino mientras ella volvía a
entrar en el castillo.
Y encontró a Ilona Jo, que llevaba a Anna casi a rastras hacia la puerta de
las mazmorras.
—¡Ah! —gritó la condesa corriendo hacia la joven, la cogió por el pelo e
hizo chocar su cabeza contra la pared. Anna sangraba—. ¡Thurzó está de
camino! Pero tú no estarás viva cuando él llegue.
Anna gritó intentando escaparse, pero el mayordomo ayudaba a Ilona. La
joven sacó su pequeña daga, pero en seguida se la arrebataron. Erzsébet la
cogió en seguida.
—¡Baja! —la amenazó.
Anna se resistió y Erzsébet la empujó haciéndola caer escaleras abajo.
Anna gritaba y lloraba intentando escapar de ellos. Pero no había forma de
salir de allí. Vio a las víctimas de las celdas y a Katryna, que lloraba al ver la
escena.
—Thurzó está de camino —gritó Anna—. Os liberarán.
—¡Cállate! —gritó Erzsébet golpeándola—. ¡Metedla en la jaula!
Y no tuvo que repetirlo. En seguida Piroska y Dorkó la introdujeron en el
interior, y tal resistencia puso Anna que la propia Erzsébet tuvo que acudir en
ayuda de las dos brujas. Anna, la condesa y Dorkó acabaron con cortes en los
brazos de las cuchillas de la jaula.
El mayordomo de la condesa se dirigió hacia las cadenas, Piroska le
ayudó.
—¡Señora, vienen! —decía Dorkó—. ¡Salgamos de aquí!
Erzsébet la miró con ira.
—No iré a ninguna parte. Soy una Báthory de Ecssed, no pueden tocarme,
no pueden juzgarme. ¡No pueden matarme!
Anna lloraba y gritaba, mientras se cortaba con las cuchillas.
—¡Atizadla! —gritó—. ¡Rápido! ¡Quiero que se retuerza en la jaula!

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La jaula se balanceaba levemente. Le había dicho a Eric que la dejara a media


altura. Del balanceo de la jaula dependía el débil hilo de esperanza de salir
viva de allí. Conocía cada una de las cuchillas que ahora la apresaban en el
interior de la esfera. Las había adaptado a su cuerpo, peso y estatura. En un
primer momento, ya que nunca la probó en su propio cuerpo cuando la
reformó, pensó que sus formulaciones habían fallado. Notaba como las
cuchillas de la parte posterior de la esfera a la altura de la cabeza le punzaban
el cuero cabelludo.
Se había colocado tal y como debía de colocarse para no cortarse. Sus
piernas separadas y sus pies no se apoyaban en la base de la esfera, sino en la
parte delantera, para poder bascular su cuerpo sin cortarse y con él balancear
la jaula a su antojo. Sus brazos se agarraban uno en la parte superior, cerca de
su cabeza. El otro, el derecho y más débil ya que era zurda, en la parte lateral,
a la altura de su hombro. No tenía más puntos de apoyo. Si su cuerpo fallaba
ella caería convirtiéndose la jaula en una lavadora punzante que la iría
desgarrando hasta la muerte. Una muerte dolorosa y lenta, que Jean Marc
alargaría y contemplaría disfrutando cada momento. Aquel pensamiento la
llenaba de dolor y de ira. Jean Marc llegaría pronto con su séquito, y
comenzaría la cuenta atrás. No aguantaría demasiado tiempo haciendo aquel
esfuerzo físico. Sus músculos terminarían vibrando y propinándole latigazos
hasta desistir. Solo deseaba aguantar el tiempo suficiente para oír la señal de
Ben.
No se demoraron en llegar. La puerta doble se abrió y pareció haber un
cruce de palabras para decidir quien entraba primero. Vio como Cristine
pasaba delante de Victoria, seguida de Jack. Todos la miraban perplejos,
orgullosos de su captura.
—Te dije que la cogeríamos —dijo Victoria, pero Natalia aunque sabía a
quien se dirigía Victoria, aún no podía verlo.
Sintió una punzada en el pecho mientras su garganta comenzaba a
escocerle. Aquello era peor de lo que había imaginado. La ira que la invadía

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cada vez que escuchaba su nombre o recordaba su cara, no eran nada
comparado a lo que está experimentando en aquel momento.
Sentía la mirada intimidante de Victoria y la satisfacción de Cristine, que
ya andaba imaginando todo lo que se le permitiría hacer aquella noche con
Natalia. Pero a esta poco le importaban Cristine ni Victoria, aún menos el
inútil de Jack y el resto de personas que había en la sala, unas diez, en las que
ni siquiera había deparado en sus rostros.
Su mirada no se apartaba del umbral, y de la figura que allí aparecería en
décimas de segundo. Contenía la respiración y la jaula pareció detenerse en
un perfecto equilibrio creado por su peso repartido cuidadosamente en varios
puntos de la jaula. Estaba muy nerviosa, sus pulsaciones se habían aumentado
considerablemente. Había esperado durante años su reencuentro con Jean
Marc y lamentaba en gran medida un encuentro tan desafortunado para ella.
Jean Marc apareció y Natalia entreabrió sus labios para tomar aire
levemente, se asfixiaba. La imagen de su padrastro era algo diferente a lo que
recordaba. Su pelo se había vuelto cano, al igual que el color de sus cejas. Sus
prominentes pómulos, estaban algo más caídos a causa de la edad. Sin
embargo, la mirada de aquellos ojos pequeños, no habían variado ni un ápice.
Claras cuchillas que atravesaban el alma y a través de las cuales se podían
adivinar los pensamientos y deseos de aquel pederasta. Rompió a llorar en
cuanto fue consciente de la miseria que Jean Marc había traído a su vida y
agradeció que su sufrimiento acabara al fin aquella noche. Hasta el momento
en que lo vio no fue consciente de lo cansada que estaba de aquello, un gran
agotamiento la invadió haciéndola bascular el cuerpo y la jaula comenzó a
balancearse. Su cerebro que ya debía de estar agujereado de soportar tantos y
tan rápidos pensamientos, parecía encogerse por momentos hasta convertirse
en el de una niña, débil y asustada, mientras su padrastro le provocaba dolores
genitales insoportables a los que tuvo que acostumbrarse cada noche. Levantó
la cabeza mientras sentía la jaula balancearse con más fuerza y las cuchillas
posteriores rozar levemente su cabeza. No podía más, su dolor debía de
detenerse alguna forma, ese dolor que ni la ira ni el comportamiento criminal
habían podido apaciguar. Esa locura que detestaba buscando la salida de su
ansiedad continua, de su malestar constante, de su persecución continua. Allí
enjaulada entre bestias, esperaba y deseaba la muerte al fin sin esperanzas ni
ideas de salvación. Era el final y casi no le importaba. Qué más daba si
mataba o no a Jean Marc, la muerte de Jean Marc nunca podría acabar con su
dolor, este perduraría los años que ella lograra vivir. Lloraba, lloraba por todo
lo que hubo vivido alguna vez y ahora podía sentirlo todo junto, todo eso que

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llevaba acumulado en los rincones de su cerebro desde que fuera una niña.
Nada en ningún minuto de su vida que recordara había tenido un momento de
tranquilidad. Había escapado de los secuaces de Jean Marc la noche en que
murió su madre, había escapado de un ritual milenario, pero solo había sido
para alargar su sufrimiento.
Jean Marc se acercó hacia la jaula, las rejas que formaban aquella brillante
esfera no le permitían ver con claridad la forma de la figura humana que había
en su interior desde aquella distancia. A un metro de altura sobre sus cabezas
la esfera se balanceaba y dejaba entrever a una mujer vestida con la oscura y
ajustada ropa de los buscadores. Habían pasado tantos años desde que la vio
por última vez que casi no podía reconocerla. La pequeña Natalia ahora era
alta, seguramente mucho más alta que él. Conservaba las gruesas ondas
oscuras en su pelo, que caían a ambos lados de su cara hasta su cintura. Su
pequeña nariz respingona ahora era delgada y ligeramente redondeada y
perfecta. Sus redondas mejillas se había menguado y resaltaban sus pómulos.
Sus gruesos labios entreabiertos parecían jadear levemente. No había duda,
era su hijastra la que se encontraba en el interior de aquella jaula aun no
pudiendo ver todavía la verdadera firma inconfundible de Natalia.
La jaula continuaba balanceándose y con ella se oía el tintineo de las
cadenas que la sostenían. Estaba llorando, las lágrimas caían por sus mejillas,
sin embargo no emitía ningún sonido y su mirada se mantenía baja. Sus
espesas y exageradas pestañas le impedían ver aquel rasgo que tanto llamaba
la atención de quien la contemplaba. La razón por la cual Jean Marc desde
que la vio por primera vez se negó a separarse de ella. La razón por la cual se
casó con su madre a pesar de ser casi una niña para él. La razón por la cual
hizo todo lo que hizo. «Natalia mírame» repetía su mente en deseos de saciar
su necesidad de volver a verlos otra vez. Aquellos ojos que lo hicieron
detenerse entre el bullicio al verlos en una niña de cinco años. Unos ojos que
ya había visto en anterioridad, un color que solo podía imitar el cuarzo
incrustado en los ojos de una imagen egipcia miles de años atrás. Ojos que
brillaban intensamente de forma espectacular sobre la morena piel de su
hijastra. Sin embargo, la explicación que pronto encontró a tan maravilloso
contraste tiempo después, estaba muy lejos de la maravilla. Su hijastra tenía
albinismo en los ojos, un precioso don de la naturaleza que solo sucedía una
vez por cada trillón de seres vivos y que conllevaba su propia maldición, ya
que Natalia perdería la visión irrevocablemente poco a poco hasta sumirse en
la más absoluta oscuridad para siempre.

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«Natalia mírame» no dejaba de repetir hasta el momento en el que se situó
junto a la jaula y pudo sentir el olor a buscadora que ahora poseía su hijastra.
La jaula tintineó con fuerza, la fiera de su interior se movía lentamente y con
cuidado de no cortarse con las afiladas puntas de las cuchillas y giraba su
cabeza hacia él. Y Jean Marc pudo ver cómo se abrían los párpados de Natalia
dejando ver sus transparentes iris que reflejaban la luz de la sala. Jean Marc
expiró todo el aire que había contenido desde que reconoció la figura de su
hijastra tras las rejas. El balanceo aumentó en recorrido y velocidad mientras
Natalia lo miraba, una felina enjaulada que a pesar de haberse convertido en
un referente de respeto y temor entre las ordenes activas del momento, ahora
parecía apaciguada e inofensiva.
—Me lo has puesto demasiado fácil —dijo entornando sus ojos sin dejar
de seguir su imagen en el balanceo—. Después de haber vuelto a mi propia
orden contra mí, esperaba otra cosa.
Natalia entreabrió los labios, tenía demasiadas cosas que decirle a Jean
Marc, pero no era capaz en aquel momento. Ya ni siquiera la ira podía
invadirla. Estaba muerta de miedo, Jean Marc seguía produciéndole el mismo
temor que en aquellos años. Ni aunque hubiese tenido la gubia de Nellifer
hubiese podido hacer nada con ella contra él en aquel estado. Sus rodillas
temblaban y sus brazos se aflojaron perdiendo la balanza que frenaba el
movimiento de la jaula. Las cuchillas comenzaban a clavarse en su espalda
sin remedio. Avergonzada y hundida por su reacción deseó que aquello
acabara cuanto antes. No estaba preparada para enfrentarse a Jean Marc, no
podía soportar su presencia. Y ahora, en el interior de aquella espera repleta
de cuchillas estaba indefensa, terriblemente vulnerable. Pronto sus brazos no
podrían soportar su propio peso, caería y la jaula se balancearía con fuerza y
giraría, convirtiéndose en una lavadora letal desgarrando a trozos su cuerpo.
—¿Tanto tiempo y esfuerzo en llegar hasta mí y ahora te quedas callada?
—le preguntó y ella bajó la mirada dándolo todo por perdido. Sabía que se
merecía una muerte horrible, pero no era capaz de ponerle nombre a aquello.
Buscó a Cristine con la mirada. Ella y Jack habían cogido las lanzas que
solían utilizar en los sacrificios. La propia Natalia las había utilizado con
víctimas en la jaula «Lo merezco», sabía que lo merecía. Morir, soportando
dolor tras dolor, sentir como su cuerpo se rompía ante la mirada de Jean Marc
«Es lo que me merezco». Cerró los ojos y oyó la risa de Victoria.
—¡Imbécil! —oyó su voz—. Pensabas que éramos débiles. Ahora vas a
conocer de qué son capaces los Hijos del Dragón.

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Enjaulada tampoco iba a ser un mérito para ninguno de ellos el haberla
matado. Eric sería el único que ganaría fama por haberla enjaulado. Pero él ya
no era un Hijo del Dragón. «Hijo de Jean Marc» aún no podía creerlo, de
haberlo sabido la suerte de Eric y Cristine bien hubiese cambiado. Sin
embargo, se alegraba en gran medida de no haberlo sabido antes, de que las
cosas hubiesen sido de otra manera. Eric muerto no la habría podido ayudar a
sacar a Lara de allí ni a salvar a Mason. Las cosas hubiesen sido peores sin
ninguna duda y tampoco habría adelantado nada. Dudaba que Jean Marc
sintiera algo por ellos, ël no sentía nada por nadie, era un miserable e
inhumano criminal sin moral y sin sentimientos. Una aberración de la
naturaleza que lo único de lo que era capaz era de destruir hasta reducir
cuerpos y almas. Matar en vida, o quitarla, eso era lo único que sabía hacer su
padrastro. Un leve hilo de ira y calor recorría su cuerpo pero no era capaz de
encenderse. La debilidad física se lo impedía. Era consciente de que todo
aquello se lo producía su cerebro, ese que siempre le ayudó a escapar de la
muerte ahora la reducía irremediablemente, rendido ante sus torturadores.
Jean Marc se recreaba en su imagen con satisfacción.
Se agarró fuertemente a los barrotes tras oír la voz de Jean Marc dar el
honor a Cristine de ser la primera en intentarlo. Y Cristine tenía experiencia
de sobra en hacerlo. La punta de la lanza se clavó en el femoral de Natalia y
el dolor y la fuerza de la lanza la hizo moverse clavándose las cuchillas en la
parte delantera de su torso. La jaula viró a causa del choque con la lanza. El
dolor, el giro y la pérdida de equilibrio acentuada ahora con los giros la
hicieron tambalearse en el interior de la esfera, mientras una intensa fatiga
subió hasta su garganta. Pronto vomitaría y eso la haría perder todo punto de
apoyo. Era peor, infinitamente peor de lo que imaginaba. La peor muerte que
podía esperar.
No oía la señal de Ben y eso no era bueno. Lo único que podría ayudarla
en aquel momento era el anuncio de que Nel era libre. Pero nada parecía oírse
más allá del tintineo de las cadenas ni de los movimientos de sus torturadores.
Victoria había hecho chocar su lanza con uno de los barrotes de la jaula con lo
cual la lanza no había logrado herirla sin embargo aumentó el giro de la jaula,
hacia la derecha con gran fuerza, para luego detenerse y girar hacia la
izquierda y repetir el viro ahora más suave nuevamente hacia la derecha.
Fatigada, mareada, ya apenas podía ver a su padrastro y al resto. Comenzó a
llorar. Las cuchillas comenzaban a pinchar en su espalda.
—Grita —oyó decir a Victoria—. Nadie puede oírte.

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Pero jean Marc le enseñó a soportar el dolor sin gritos. Sintió cómo una
lanza se clavaba en su lumbar y otra en el muslo derecho. La jaula pareció
detener su movimiento, frenada por las varas de acero que en seguida Cristine
y Jack sacaron de entre los barrotes. Y pronto una afilada punta más se
clavaba en su estómago con fuerza empujándola hacia las cuchillas de su
espalda.
Natalia levantó la vista y vio a su padrastro sosteniendo la lanza que la
había herido mucho más profundo que las anteriores. Pero no había herida
más grande y más dolorosa que la que ya le causó una vez. Sus ojos se
entornaron hacia él y su brazo izquierdo se soltó del barrote que la sostenía
para agarras la lanza aún clavada. La jaula basculó y ella echó su cuerpo hacia
atrás para aumentar el balanceo aun a sabiendas que aquello le desgarraría la
espalda. Jean Marc tuvo que soltar la lanza para no ser arrastrado hacia la
esfera con ella, que ahora volvía hacia él a gran velocidad. Natalia dejó caer
la lanza en el frío mármol de la sala. El balanceo amplio de la jaula
dificultaba el poder herir a la persona de su interior. Todos conocían cómo
funcionaba el mecanismo y Natalia mejor que todos ellos.
Mantenía la cabeza baja, la fatiga a causa del movimiento aumentaba, la
esfera giraba a un lado y a otro a la vez que aumentaba el balanceo.
—Tranquilos —oyó decir a Jean Marc y se cruzó con sus palabras el grito
de Victoria.
Natalia levantó la cabeza, todo daba vueltas a su alrededor, apenas podía
verla. Cerró los ojos para concentrarse en sus palabras.
—¡Maldita puta! —gritaba—. Detened la jaula.
Jean Marc, Cristine y Jack la miraron sorprendidos. Entretenidos con
Natalia, no se habían percatado de las personas que habían entrado en el salón
dando la noticia. Natalia a pesar del dolor, la tensión y la irremediable fatiga,
sonrió.
—Mason no está —dijo a los suyos.
—Es imposible —dijo Jean Marc—. Dejé a Eric con él.
Victoria abrió los ojos como platos y los dirigió a Cristine.
—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó, pero Cristine no lo sabía, era
evidente que no lo sabía.
Victoria gritó enloquecida.
—Eric nunca me fallaría —lo defendió Jean Marc y Victoria se giró hacia
él y en su cara se reflejaba que el inminente ataque de locura no se iba a
demorar.

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—A ti no te ha fallado —le gritó y señaló a Natalia—. Te ha dado lo que
querías. Pero a mí…
Se miraba las palmas de las manos, luego se las llevó hacia las sienes.
Gritó y su grito retumbó en el salón. En seguida dirigió su mirada hacia
Natalia.
—Tú —la señaló.
Se dirigió hacia la esfera que Jack y Cristine habían detenido.
—Sacadla de ahí —gritó.
—Pero qué estás diciendo. —Jean Marc la cogió por los hombros y
Victoria lo empujó.
—Si no los encuentran y escapan de Leeds —le dijo ella llena de ira—.
Nos atacarán, hundirán Leeds, es lo que decías ¿no? Es otra trampa más de tu
hijastra.
Jean Marc miró a Natalia mientras respiraba profundamente.
—Hay que matarla —añadió Victoria—. Y escapar de Leeds.
Se oyó un portazo metálico y todos se giraron hacia el origen de aquel
sonido. Cristine volvió a agarrar el pomo de la puerta del armario dando un
segundo portazo y un tercero que hizo caerse el armario por completo y al que
ya en el suelo le propinó una pata.
—¡Las llaves de la jaula no están! —gritó con histeria.
Miraron a Natalia con ira, y desde su interior, encogida y ensangrentada,
soportó sus miradas silenciosamente. Cristine gritó y zarandeó con fuerza la
jaula.
—Hay que sacarla de aquí como sea —dijo.
Jack no perdió el tiempo y con un hacha golpeó los barrotes. Sonó un
estruendo y Natalia cayó de espaldas iniciando nuevamente el balanceo
mientras en su espalda se clavaron profundamente las cuchillas. Victoria gritó
de nuevo, ella mejor que nadie conocía la dureza de aquel metal. No había en
todo Leeds nada que pudiera cortar esos barrotes. Empujó la jaula e introdujo
la mano entre los barrotes intentando agarrar a Natalia, pero no podía
alcanzarla. Se cortó en la palma de la mano al sacarla con rapidez.
—Maldita puta —gritó quitándole a Cristine una lanza y con fuerza se
clavó certeramente a Natalia en una pantorrilla, esta gritó y el dolor
desestabilizó su cuerpo cayendo de rodillas en las cuchillas en un nuevo
balanceo. No tenía punto de apoyó en ningún lugar y únicamente una de sus
mano sostenía su peso.
—Hay que acabar con ella ya —dijo Jean Marc.

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Cristine y Jack se miraron. Ambos sabían que la finalidad de la jaula era
alargar la tortura, una muerte lenta que no podían acelerar desde fuera todo lo
que se proponían. Por eso Victoria había entrado en un ataque de locura.
Natalia levantó la cabeza hacia el techo de la esfera buscando donde
agarrarse. Pero era difícil con las rodillas clavadas en el suelo. Solo tenía una
opción y era volver a apoyar su espalda en la parte posterior, e ir subiendo
poco a poco. Los minutos estaban pasando lentamente. Eric y Nel ya tendrían
que haber salido de Leeds. De momento no los habían encontrado y eso era lo
único que la mantenía lejos de abandonar su cuerpo al desastre de las
cuchillas. Se había prometido vivir lo suficiente hasta la señal de Ben.
Una esfera de barrotes con el interior cubierto de cuchillas punzantes era
lo que la protegía de sus torturadores. Solo tenía que sobrevivir unos minutos
más. No abandonar. Pero no se lo pondrían fácil. Si no podían matarla fuera,
lo acelerarían allí dentro. Casi se avergonzaba de pensar en la posibilidad de
sobrevivir en el interior de una jaula como aquella, estando Cristine, Jack,
Victoria y Jean Marc en su exterior. Los cuatro estaban en silencio, rodeando
la esfera que ya estaba deteniéndose de nuevo. Natalia los observó uno por
uno. Aquello no pintaba bien. Tenía que incorporarse rápido, antes que ellos
comenzaran a hacer aquello que habían ideado y de lo que Natalia se hacía
una ligera idea.
Apoyó su espalda en las cuchillas y se alzó sacando las cuchillas de sus
rodillas, algo que le produjo gran dolor, mientras que notó como la piel de su
espalda se desgarraba. Alzó su mano izquierda hasta el único punto de apoyo
en el techo de la esfera, y colocó uno de sus pies tal y como lo había hecho
cuando Eric la encerró. La quemadura de Federic comenzaba a dolerle de
nuevo. No iba a poder aguantar mucho tiempo, pero al menos iba a intentarlo.
«Hasta la señal de Ben».
Los cuatro se colocaron en la parte posterior de la jaula.
—Da igual lo que hagas —dijo Victoria—. No puedes salir de aquí.
La esfera comenzó a moverse hacia delante, mientras los cuatro
empujaban cargándola, Natalia los notaba jadear, el peso de la esfera sumado
al suyo propio, supondría para ellos un esfuerzo considerable, e intentaban
apurar todo el margen de balanceo de la cadena. Y se esforzaron hasta el
máximo de sus posibilidades, porque lograron volcar la esfera hacia atrás y
tumbar levemente a Natalia mirando al techo de la sala.
Natalia se agarró con fuerza, en cuanto la soltaran, el peso de la jaula
haría un balanceo a gran velocidad, que aumentaría en cada movimiento. Con
un solo fallo, estaría perdida. Respiró hondo. No se oía a los buscadores.

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Soltó el aire por la boca. Sintió el olor de Jean Marc a su espalda, un olor que
no había olvidado en todos aquellos años. Los ojos se le llenaron de lágrimas
mezcla de ira y terror.
—Has perdido —lo oyó decir.
Soltaron la jaula. El balanceo fue veloz, en seguida pudo ver el suelo de la
sala, y su cuerpo volvía a balancearse hacia delante, con mucha fuerza y
aumentando el recorrido. Un gran columpio que le producía vértigo en el
estómago mientras las cuchillas punzaban su cuerpo. Sus torturadores se
preparaban abajo. Sabía que no podrían atacarla por delante ni por detrás para
no ser arrollados por la esfera, solo la atacarían por los laterales y el suelo.
«Vamos Eric» su interior solo pensaba en que no los cogieran. «Salva a
Lara», algo que la llevaría con menos cargos a la tumba. Pero el fuerte
balanceo de la jaula era muy difícil de soportar, el más mínimo roce que
pudiesen hacerle la dejaría caer por completo. Los vio colocarse. Contuvo el
aire.
Se oyó el sonido metálico del choque y la jaula empezó a girar sobre sí
misma en un viro mareante que a punto estuvo de hacerla caer. Volvía a
balancearse de espaldas. No perdieron el tiempo, no todas chocaron contra los
barrotes esta vez. Alguno de ellos coló la lanza bajo sus pies clavándosela en
el tobillo, algo que la hizo gritar en gran medida, pero que sin embargo hizo
que la jaula perdiera velocidad aunque aumentara la fuerza del giro.
Balanceaba hacia delante o eso parecía porque ya giraba todo el tiempo y
los sonidos de choque se oyeron con menos intensidad, sintió lanzas, pero no
supo cuantas, una en la parte de atrás de la rodilla y otra en el glúteo. Su
rodilla se dobló hacia delante, sin embargo la fuerza de su brazo izquierdo
logró sostenerla para no caer sobre las cuchillas por completo.
El esfuerzo fue en vano, nuevos giros, balanceo que ya no sabía hacia
dónde se dirigía y más lanzadas en su cuerpo. Una de ellas se hundió en su
hombro, cayó hacia delante y su manos al fin se soltaron.
Sí, no había dudas, la jaula era peor de lo que se imaginaba. «Es el final»,
nunca pensó que llegara ese día, aunque jugaba con la muerte a diario. Era
algo lejano, algo en lo que no quería pensar. La muerte, esa de la que otrass
veces había huido, ya no había escapatoria. Su cuerpo giró con el balanceo
clavando nuevamente las paredes de la esfera, mientras que seguía recibiendo
lanzazos. Lloraba, aunque era diferente a la mayoría de personas, por diversas
cualidades, al fin y al cabo era una humana más, sintiendo el dolor del mismo
modo que lo hacían el resto de seres vivos. No tenía donde apoyarse, había
logrado ponerse de cuclillas. Recordó la de veces que había visto esa imagen

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desde fuera. Todas terminaban de cuclillas y ahora comprendió el porqué. Era
la mejor forma de combatir la fatiga y el balanceo, mientras la caída no era
tan dolorosa. Sin embargo, todo el cuerpo estaba al alcance de las lanzas.
Miró el techo de la esfera. Ya no era capaz de alcanzarlo, su fuerza y el dolor
no se lo permitían. Sintió más pinchazos en los riñones, genitales, plantas de
pies y otros cuantos que ya ni siquiera sentía. Pronto su cuerpo inerte giraría
entre cuchillas que la irían mutilando. Notaba cómo se mojaba lentamente su
ropa a causa de la sangre.
Lloraba, quería que aquello parara, morir desangrándose lentamente, pero
no girando y rodando entre cuchillas mientras la acribillaban a lanzazos, gritó
y gritó, pero ellos solo reían. Pudo ver entre las rejas la sonrisa de Jean Marc
al ver su imagen, su llanto aumentó. Jean Marc era un sádico, ella mejor que
nadie lo conocía. Era capaz de dejarla atada toda la noche a la pata de la
cama, por si le apetecía volver no tener que amarrarla de nuevo. Cerró los
ojos, y el tintineo de las cadenas de la jaula parecieron ser los de las cadenas
que aquellos años escuchaba.
Recordaba cómo venía a casa un médico de Jean Marc a inspeccionarla, y
le decía que parara de hacer aquello. Pero ningún buscador podía detenerlo
porque él era su líder. Tomó aire de nuevo aunque ya ni siquiera sus pulmones
respondían. El dolor pareció disminuir y su cuerpo basculaba hacia delante.
Se iba, notaba cómo se distorsionaban los sonidos reales de su alrededor y
solo continuaban los del interior de su cabeza.
Lloraba sin embargo, un llanto amargo y profundo que le quemaba la
garganta. Jean Marc no se merecía que sus últimos pensamientos fueran para
él. No, no serían para él de ningún modo. Recordó a su madre, y era extraño
como siempre la había recordado adulta y ahora la imagen de su madre que
recordaba era la de una joven como Lara. Las lágrimas caían por sus mejillas
mientras apoyaba su cara sobre las cuchillas de la esfera, protegiéndose con
las manos.
Recordaba su vida con su madre, antes de que apareciera Jean Marc.
Tenía muchos recuerdos de aquella época, más de lo que podía recordar en los
escasos instantes que le quedaban de vida. Los pinchazos continuaban en un
intento de hacerla desplazarse y rodar por la esfera. Pero su cuerpo pesado ya,
estaban clavados en la pared derecha. Y allí, en aquel costado es donde estaba
recibiendo la mayoría de golpes. La jaula había disminuido su movimiento
considerablemente o eso le parecía. Tenía fatiga, vomitaría en cualquier
momento. Todo le daba vueltas, no podía abrir los ojos, ni quería hacerlo.
Veía la imagen de su madre nítidamente y temía que abriendo los ojos la

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imagen de aquellos degenerados la hiciera desaparecer. Todo acababa ya para
ella, y en parte se alegraba. Había dejado mucho atrás y ni siquiera había
acabado con la mayoría de sus deseos, pero confiaba en que los buscadores lo
hicieran por ella. Ya ella no podía hacer nada más. Sintió un pinchazo en la
nuca que casi la sacó de sus pensamientos, su llanto se intensificó, estaba
perdiendo aquella imagen. Gritó aunque ya no tenía fuerzas para gritar. Sentía
el olor de su padrastro cerca, muy cerca. Apretó los párpados, necesitaba
volver a verla, pero la imagen que vio fue muy distinta. Bajaba las escaleras
que accedían al salón y llevaba un libro de tapas rojas en la mano. Sabían que
iban a castigarla por haberlo robado y escondido, pero tenía que llevárselo a
las personas que estaban gritando a su madre.
Las luces del salón estaban ya apagadas, su padrastro y aquellos hombres
parecían haberse ido. Sin embargo oyó un ruido procedente del otro lado del
sofá. Aún a oscuras rodeó el sillón de su padrastro y se acercó a la chimenea.
En el suelo, en medio de un charco de sangre estaba su madre. Dejó caer el
libro al suelo y se inclinó junto a ella. Su madre jadeaba. Todavía viva, la
mujer giró la cabeza hacia su hija, y Natalia pudo ver su rostro y sus ojos
brillantes. Estaba llena de cortes tal y como ella misma estaba ahora. Su cara
hinchada y pálida, mostraba la señal de duros golpes. Su nariz y su boca
sangraba, y en su estómago tenía un gran corte profundo que llegaba hasta el
ombligo y por el cual se podía ver sus entrañas. Inconscientemente sacudió su
cabeza al recordar aquella imagen mientras que los gemidos se unieron a su
llanto.
—Huye —oyó la voz de su madre—. Corre Natalia.
Entonces la niña, envolvió a su madre con los brazos y la besó mientras
lloraba.
—Corre Natalia —repetía su madre con su último aliento.
Pero su llanto se detuvo, y acercó sus labios al oído de su madre, mientras
la apretaba con sus brazos.
—Tranquila —le susurró—. Todo ha acabado ya.
La besó en la sien.
—Todos pagarán por lo que te han hecho.

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Los buscadores los habían recogido en un coche junto al laberinto y lo


llevaron a un lugar apartado, en medio del campo, entre los árboles, desde el
que podía verse la imagen al completo del gran coloso de Leeds.
Eric bajó del coche en cuanto se detuvo dejándole la puerta abierta a Nel,
que bajó todo lo rápido que le permitían sus heridas. Había más buscadores
allí colocando trípodes y ordenadores que sacaban de una furgoneta y los
recorrió con la mirada buscando a su líder. Vio a Eric lanzar la gubia hacia el
suelo y esta quedar completamente clavada, y seguidamente dirigirse hacia
una de las furgonetas oscuras, en su interior, tumbada sobre una camilla, había
una chica rubia, al parecer malherida que comenzó a llorar en cuanto lo vio.
Nel observó la gubia, era extraño que Eric la lanzara al suelo, y no se la
hubiese devuelto a su dueña, y aún menos que esta no se apresurara a
recogerla. Sintió un pinchazo en el pecho y el estómago se le encogió con un
leve temor, mientras su garganta comenzó a escocerle.
Se giró, al otro lado había más buscadores y en el suelo estaban Rip y
Dorian. Estos se levantaron en seguida en cuanto lo vieron y aunque
esposados se dirigieron rápidamente hasta él.
—Dónde está —preguntó Nel sin saber ni él mismo a quién se dirigía su
pregunta.
No obtuvo respuesta de nadie. Algunos buscadores lo miraron
desconcertados, otros continuaban con su trabajo. Nel se alejó del coche
buscando entre los miembros de la orden.
—Dónde está —gritó esta vez.
Dorian se acercó a él y comenzó a llorar, de una forma como la que Nel
no la había visto llorar nunca. Dorian lo abrazó y su llanto aumentó. Sin
embargo Nel ni siquiera levantó los brazos para responderle al abrazo, sus
ojos de dirigieron a los de Rip, y estos no le auguraron nada buen. Apartó a
Dorian inmediatamente.
—Dónde está —grito enloqueciendo y su grito hizo que todos los
buscadores lo miraran. Se llevó las manos a la cabeza mientras daba pasos
hacia atrás. Empezaba a tomar consciencia de la realidad—. Dónde está.

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Buscó a Eric, estaba con la joven herida. Ambos lo miraban a él sin
embargo, con una expresión tan clara, que sobraban las palabras.
—Dónde está —el doctor comenzaba a llorar porque quizá ya conocía la
respuesta. Eric le desvió la mirada.
Nel se giró hacia Cachtice, mientras las lágrimas caían por sus mejillas a
gran velocidad. Natalia no lo estaba esperando en ninguna parte, una mentira
necesaria si quería que él luchara por salir de Leeds. Sin embargo Eric no
mintió en la sala de torturas.
—Dónde está —seguía preguntando mientras su interior recordaba las
palabras que Eric le había dicho a Jean Marc «En la jaula».
Cayó al suelo de rodillas. Natalia fue la distracción para que Eric pudiera
sacarlo de allí. Era tanta la atención que reclamaba la captura de la líder de los
buscadores, que nadie iba a vigilar que su propio captor traicionara a los
suyos liberando otro prisionero. Su llanto aumentó al pensar qué había sido de
Natalia. Gritó de furia, Eric corrió hacia él.
—Hay que ir a por ella —le pidió Nel—. Tenemos que ir a por ella.
Un hombre delgado, de pelo rapado se acercó a ellos, ayudando a Nel a
incorporarse. Una vez en pie, Nel pudo reconocer la cara de aquel hombre.
Alguna vez lo había visto en algún lugar, o quizás en más de un lugar. Un
buscador, un vigilante, no esperaba menos de Natalia. El dolor aumentaba por
momentos y la garganta le temblaba.
—Hay que ir a por ella —le dijo al hombre agarrándole el brazo.
Ben le puso la mano en el hombro a Nel.
—Natalia nos dio otra orden —dijo girándose hacia el resto de
buscadores, pero Eric lo detuvo.
—He traído esto —le dijo tendiéndole algo brillante.
Ben frunció el ceño mientras cogía una pequeña cadena de la que colgaba
una llave.
—Solo dos llaves abren la jaula —aclaró Eric—. Cuando todo esto
acabe… podeis ir a por ella. Ellos no la podrán sacar de allí. Al menos os
podréis llevar su cuerpo.
Nel tuvo que girar y mirar hacia otro lado, «Natalia muerta», no podía
creerlo. Se sentía miserable, ella se había cambiado por salvarlo a él. Había
decidido cambiarse por él, por propia voluntad. No podía soportar aquella
idea en su cabeza, no podría vivir con aquella carga. Miró hacia Leeds,
correría hacia el castillo y moriría en el intento de salvarla, aunque ya
estuviera muerta, le daba igual, que lo mataran también a él y lo liberaran de

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aquel dolor que conociéndose bien sabía que lo iba a enloquecer el resto de su
vida.
—Si lo haces, lo que ella ha hecho no habrá servido de nada —le dijo Eric
que parecía haber adivinado sus pensamientos—. Ten en cuenta siempre que
ella murió por ti. Tu vida vale más a partir de ahora.
Vieron a Ben sentarse frente a un ordenador y colocarse un auricular.
—Mason está aquí —dijo y a Nel se le erizaron los vellos de la piel—.
Hundid Leeds.
Nel miró el hermoso Castillo, y aunque para cualquiera fuera una pena
que pensaran acabar con él, para los que conocían la verdadera historia de su
interior el hundimiento de Leeds era algo distinto Pensó mirar, y observar
hasta verlo convertido en piedras «Natalia», ella se hundiría con Leeds en el
interior de aquella jaula. Se giró hacia Eric que estaba también esperando a
ver qué ocurría ahora con el gran coloso.
—Has dicho antes —le dijo— que solo dos llaves abren la jaula, dónde
está la otra.
El joven lo miró con sus ojos turquesas y pareció sonreír.

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Sentía el olor a su padrastro, más intenso. «Todos pagarán por lo que te han
hecho». Y los mató, uno por uno en cuanto los vio años más tarde, los mató a
todos. «A todos no».
Abrió los ojos, el olor intenso procedía de la mano que su padrastro había
introducido en la jaula, para apartarle las manos que protegían su cara. Ni
siquiera se había dado cuenta del gesto. Se preparaba para asestarle el último
golpe, en el cuello, con una lanza afilada, llena de sangre.
Se oyó una gran estruendo.

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Cuatro explosiones en cuatro extremos del castillo, mientras que se fue


incendiando de izquierda a derecha los muros que lo rodeaban, hasta hacer un
gran muro de fuego que rodeaba Leeds. El campo se iluminó, el lago reflejaba
las llamas, llamas que el agua contenía y no se esparciría por los alrededores.
Solo ardería Leeds. Se sucedió otra explosión, seguida de otra y otra y así Nel
contó hasta cinco. «Hundid Leeds», y no dudaba que lo hundirían por
completo. Por mucha prisa que se dieran los bomberos, todos los de los
alrededores, no podrían aplacar el muro de fuego a tiempo.
—Tenemos que irnos —dijo Ben.

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El sonido de las explosiones se oían intensos y amenazadores en el interior de


la sala.
«Nel es libre» había logrado mantenerse con vida el tiempo suficiente,
había conseguido sobrevivir a la jaula.
—¡Buscadores! —gritó Victoria mientras las paredes del salón vibraban
—. Hay que salir de aquí.
Jean Marc no apartaba la mirada de Natalia. Le levantó la barbilla para
dejar ver su cuello. Alzó la lanza.
—Jean Marc —gritaba Victoria—. Leeds se hunde.
Cristine tiró al suelo la lanza que tenía en la mano para huir.
«Todos pagarán por lo que te han hecho» se repetía en su mente, ahora
con más fuerza desde que hubo oído el sonido de sus buscadores. No podrían
escapar de Leeds.
Se oyó una explosión en el interior del salón y Jean Marc se giró para ver
de dónde procedía. Lilith se tambaleó ante Victoria que gritó con gran fuerza
apartándose de la gran estatua.
Jean Marc gritó, y todos se giraron hacia él. Pero no tuvieron tiempo de
conocer qué le sucedía. Una segunda y más fuerte explosión derrumbó la
estatua de Lilith y tuvieron que apartarse de su longitud. La estatua cayó
rompiéndose en dos trozos, y machacando el mármol sobre el que hubo caído.
Cristine se giró hacia Jean Marc rápidamente. Natalia le agarraba la
muñeca en el interior de la jaula, apretándosela contra las cuchillas.
—Vamos —le gritó a Jack dirigiéndose hacia la cadena de la jaula.
Jean Marc continuaba gritando, Natalia no lo soltaba, y si él tiraba se
desgarraría con las cuchillas. Otra explosión de oyó «el patio central» las
salidas se le acotaban.
Cristine y Jack soltaron la cadena de la jaula, dejándola caer al tiempo que
Natalia basculó su cuerpo hacia el brazo de Jean Marc. La jaula se precipitó
hacia el mármol e impactó sobre el cuerpo de Jean Marc para luego rodar por
el mármol. La joven cayó sobre su hombro izquierdo clavándose por
completo las cuchillas por ese costado. Gritó y su grito se cruzó con el de su

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padrastro, antes del cual se oyó el crujido de un hueso romperse por completo.
Cristine y Jack en seguida acudieron en su ayuda, ya que Victoria sola no
podía sacar el brazo roto atrapado en la jaula. Jack sujetó la esfera mientras
las dos mujeres tiraron. Jean Marc volvió a gritar y Natalia pudo ver como
piel y carne de Jean Marc quedaban en las cuchillas de la jaula.
Jean Marc se puso en pie mirando a Natalia con los ojos enloquecidos por
el dolor y la ira. De su antebrazo que sangraba en abundancia, sobresalía el
hueso. La sala se llenó en seguida de más Hijos del Dragón.
—Tenemos que salir de aquí —gritaron a Victoria.
Y Victoria no se demoró en dirigirse hacia la puerta de la sala. Jean Marc
miraba la jaula en cuyo interior se encontraba su hijastra.
—No puedes hacer nada —le dijo Cristine—. Tenemos que irnos.
Otra explosión aún más fuerte que las anteriores se oyó seguida de un
derrumbamiento. Salieron a toda prisa, pero Jean Marc se volvió a acercar a la
jaula. Natalia lo miraba desde el interior y sus claros ojos parecieron reflejar
una victoria. Jean Marc puso su mano sobre la esfera e hizo el esfuerzo para
moverla, pero con un solo brazo, fue imposible, la jaula pesaba demasiado.
Gritó y golpeó la jaula. Luego miró a su hijastra.
—No has ganado —le dijo ella.
Él volvió a golpear la jaula.
—Si sales de esta, te juro que la próxima vez…
—La próxima vez… —le cortó ella incorporándose— ¡la próxima vez
seré yo quien te mate!
El grito de Natalia hizo que Cristine y Jack volvieran a la sala.
—Jean Marc —lo llamó Jack.
El padrastro golpeó la jaula de nuevo.
—Maldita puta, esto no es nada para lo que te espera —gritó dirigiéndose
hacia la puerta.
Natalia no apartó su mirada felina de él hasta que lo vio desaparecer.
Tomó aire. Estaba muy malherida. Posiblemente no sobreviviera. Sabía
exactamente los puntos de Leeds que iban a derrumbarse y los que no. No
podía salir todavía, no estaba en condiciones de luchar con ningún hijo del
dragón que hubiese quedado rezagado. Pero tampoco podía demorarse.
Policía, bomberos, medio Londres estaría pronto en Leeds, y a ella la
perseguían por sus crímenes. No era una opción que la encontraran allí.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Las puertas de Cachtice estaban abiertas, nadie opuso resistencia al palatino


ni a su ejército. Thurzó no se detuvo a las puertas del castillo. La atravesó a
caballo y parte de su ejercito lo siguió, hasta llegar al patio. Allí había una
sirvienta abandonada en el suelo. Parecía estar herida, el palatino no reparó en
ella. Unos golpes no mostraban la práctica de brujería y él necesitaba pruebas
claras para prender a Erzsébet.
Anna le había dicho que todo sucedía en las mazmorras. Así que se bajó
de su caballo y se dirigió a pie hacia los pasillos interiores. El castillo parecía
estar desierto. Todos los sirvientes habían huido hacia el pueblo. Más tarde se
encargaría de ellos. Ël había venido por Erzsébet.
Encontró las puertas cerradas. Pero junto a sus soldados no tardaron en
derribarla. Había unas celdas con algunas muchachas moribundas, con los
cuerpos repletos de cortes y profundos golpes. Se oyeron gritos y gemidos y
corrió por el pasillo hasta llegar a una gran sala, presidida por un gran altar
con una enorme estatua de una mujer pájaro. Frente a ella y colgada del techo,
una esfera de la que chorreaba sangre. Erzsébet y algunos de sus sirvientes
estaban bajo ella.
La condesa se giró hacia Thurzó. Tenía su lujoso vestido manchado,
también tenía sangre por su cara y cabello. La condesa se limpió la sangre de
la cara con la manga y tiró al suelo el atizador, que aún estaba incandescente.
—Prendedlos —ordenó.
Báthory no se resistió, simplemente guardó silencio, mientras la prendían
alzó la vista hacia la jaula. La sangre seguía cayendo sobre ella, y ahora
también, sobre los soldados que la retenían.
Thurzó alzó la vista también, pero tuvo que cerrar los ojos.
—Bajadla —ordenó.
Y sus soldados no se demoraron en obedecerlo.

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No podía apoyar su cabeza hacia atrás para no clavarse más cuchillas y el


cuello se le estaba agarrotando. Tenía la puerta de la jaula bajo la espalda, ni
en la caída había tenido suerte. Tenía cortes y agujeros de lanzas por todas
partes, y estos dolían mucho más que los producidos por la jaula, porque
aparte de ser más profundos, llevaban el añadido del golpe. El peor de todos
ellos era el del estómago. Era el que más sangraba, y ahí sí que la lanza habría
traspasado el músculo y llegado a algún órgano.
Se incorporó del todo. Sus pies descalzos buscaban el apoyo para girar la
jaula pero era imposible sin cortarse. La jaula era muy pesada, le iba a costar
gran esfuerzo. Logró ponerse en pie y fue consciente de la gravedad de la
herida de su estómago. «Joder». Se agarró a la parte de arriba y como un ratón
una rueda, fue girando la jaula lentamente, apoyando su peso hacia delante,
despacio para no dar la vuelta por completo y acabar cayendo. No creyó
poder soportar más heridas.
Se detuvo cuando vio margen para abrir la puerta. Ya las explosiones se
oían más esparcidas en el tiempo. Ya quedaba poco que explotar. Y mucho
menos tiempo para salir. Cogió la llave que había guardado en la funda donde
solía llevar la gubia, y alzó su brazo hasta la cerradura.
Casi no podía creer que iba a ser capaz de salir viva de la jaula. Aunque
tampoco nadie le aseguraba que lograra salir de Leeds, estaba perdiendo
demasiada sangre y su estómago pintaba mal. Le era complicado abrir la jaula
desde dentro, la cerradura se encontraba por fuera. Tanteó con sus dedos hasta
lograr introducirla y giró la llave. La puerta cedió, y aunque estaba entre
barrotes, de la puerta abierta pareció notar una corriente de aire fresco. Sacó
un pie primero mientras la esfera basculaba, luego otro sin dejar de agarrarse,
y al fin todo su cuerpo se liberó.
Exhaló aire con intensidad y sus ojos se llenaron de lágrimas, no podía
creerlo. Estaba viva, muy malherida, pero viva, y si alcanzaba los buscadores,
ellos la curarían sin problemas.
Miró la estatua de Lilith, su cabeza desprendida de su cuerpo de pájaro se
había girado hacia ella y le sonreía de aquella manera diabólica. Natalia puso

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su mano en la mejilla de la diosa mientras tomaba aire «Inmortal», sonrió a
pesar de todos los dolores que soportaba su cuerpo. Tenía que salir de allí. Su
maletín no andaba lejos, entornó los ojos mirando a Lilith, estaba muy cerca
de la sala de recuperación. Dio unos pasos, sus piernas podrían llegar hasta la
sala, de eso estaba segura, y allí al menos encontraría el remedio para salir. Se
pasó la mano por la frente «Me he librado», el pecho se le inundó de alegría.
Tendría una oportunidad más, una más, y se juró, que en la siguiente
oportunidad que se concediera, no fallaría.

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Bictse, 30 de Enero de 1611

Las pruebas aportadas por Thurzó fueron contundentes y suficientes para


juzgarlos y condenarlos.
Erzsébet Báthory no estuvo presente, se acogió a su condición de noble
para no comparecer y no se declaró ni culpable ni inocente, pero eso no la
libraría de la condena. A pesar de ser prima del Príncipe de Transilvania, este
no pudo llegar a mejor acuerdo con el rey Mathyas, que el de retener a
Erzsébet de por vida, en castillo en el que cometió todos sus crímenes.
Frente a la multitud, estaban las brujas Piroska, Ilona y Dorkó. Miraban
aterrorizadas como las insultaban y le tiraban objetos que más de una vez, les
asestaba certeramente. Cerca de ella estaba Juan, el mayordomo cojo de la
condesa, y al que llamaban Fizsco. Y por último una despeinada, mugrienta y
asustada, Erzi.
Thurzó miró por encima del hombro a su derecha. Anna, vestida de forma
tan elegante como una noble de alto rango observaba con atención todo lo que
iba a ocurrir en los próximos minutos. La joven tenía sus manos entrelazadas
una con la otra. Parecía estar nerviosa a pesar de que todo había acabado. El
palatino la había encontrado muy mal herida, sin embargo, sus cortes no eran
profundos y pudo salvarse y declarar en contra de todos ellos, incluida
Erzsébet y la mujer de un burgués de la zona, Erzsi Majorova, que prepara su
huida cuando la prendieron. El rey Mathyas estaba muy agradecido con Anna,
ya Erzsébet no iba a ser un problema para nadie, y sus posesiones, la mayor
parte de ellas habían sido confiscadas y ahora pertenecían al rey. En su
agradecimiento con la joven, los reyes, habían regalado un castillo digno a su
familia, y solventado todos sus problemas económicos. Sus hermanas se
habían prometido con condes palatinos de buen apellido, salvo Anna, que
renunció a ello. Solo tuvo una petición a sus majestades, algo que sorprendió
al resto, aunque no a los cómplices de Erzsébet, ni a esta. Anna pidió un
indulto para Katryna, y aunque en sus declaraciones la nombró como una de
las ayudantes cercanas de la condesa, aclaró que Katryna nunca hizo daño a

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nadie y que ella misma pasó a ser una víctima más. Con lo cual no la
condenaron a morir, pero decidieron darle un castigo ejemplar de cien
latigazos.
Anna miró a Thurzó y este sonrió a la joven y envolvió con una de sus
manos las dos que ella entrelazaba. Anna parecía estar tranquila. Cerró los
ojos para no ver la decapitación de Juan. Pero la multitud y el sonido de su
cabeza caer, la hicieron saber en qué momento exacto había muerto. Se
oyeron vítores y aplausos.
Ahora les tocaba a las brujas, bajó la cabeza, tampoco quería mirar a pesar
de que lo merecieran. Todos lo merecían, los cinco, habían matado a cientos
por orden de Erzsébet, cuando realmente sabía que no hacían falta tantas
muertes. Miró a Erzsi, se alegraba que la hubiesen dejado para el final. Quería
comprobar su cara cuando vieran gritar y arder a las tres sirvientas. Si
Erzsébet la hubiese escuchado en sus insinuaciones, ella habría muerto. Se
alegró que no fuera así, que la condesa creyera en ella. Era necesario que lo
hiciera.
Oyó los gritos de las brujas. Antes de quemarlas, les arrancaron los dedos
con tenazas calentadas en el fuego, porque con aquellos dedos habían dado
muerte a cientos de jóvenes inocentes. Los gritos eran aterradores y la
multitud vitoreaba y aplaudía el castigo. Entre la plebe pudo oír los gritos de
la burguesa y no pudo evitar una sonrisa. Se oyó un chisporroteo, los bloques
de paja supuso, los había visto amontonar y preparar la quema de brujas.
Había oído hablar de ellas muchas veces pero nunca presenció ninguna. Tomó
aire y alzó la vista.
Entre las llamas que se alzaban, pudo ver cuatro mujeres atadas cada una
a una viga, contorneándose fuertemente, gritando, mientras sus ropas y
cabellos prendían con una rapidez asombrosa y ellas mismas, se fusionaron
con el fuego. Las vio arder, pero continuaban gritando, a pesar de que sus
cuerpos ennegrecidos ya no parecían tener vida. Ahora parecían pequeños
demonios oscuros bailando en el fuego, sombras, que se convertían en polvo.
Entornó los ojos, ya no gritaban, ya no eran nada, solo un amasijo, que el
fuego seguía quemando.
Tomó aire, ya todo había acabado.

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Cachtice 4 de Febrero de 1611

Iba escoltada por soldados. Thurzó también estaba presente, sin embargo
Erzsébet ni siquiera le dirigió la mirada. Al palatino le extrañó la actitud de la
condesa. La esperaba implorando el perdón del rey, un indulto por pertenecer
a la casa Báthory. Sin embargo, encontró a una condesa, callada, altiva y
orgullosa, que no se arrepentía de sus crímenes, que no defendía su inocencia,
y que no parecía temer a su castigo.
Bajaron sigilosamente. Abajo esperaban más soldados y tres trabajadores
procedentes de Nyitra, que esperaban con paciencia la llegada de la condesa.
Erzsébet se detuvo ante ellos, observando las herramientas que portaban.
Cerró los ojos y pareció estar a punto de decir algo, pero finalmente alzó su
vista al frente en la que una oscura mazmorra la esperaba.
Erzsébet se colocó en la puerta, sin gritar, sin llorar, sin resistirse lo más
mínimo, tomó aire, lo que Thurzó entendió como el último contacto con el
exterior, con el aire fresco. Los años que le quedaran a partir de ahora, solo
sería oscuridad y silencio. Volvió a respirar profundo y le dieron su tiempo.
Parecía haberse puesto algo más nerviosa cuando vio lo que iba a ser sus
aposentos eternos. Pero siendo una Báthory de Ecssed no iba a darles la
satisfacción de verla aterrorizada.
Erzsébet abrió los ojos y accedió a la mazmorra.
—Tapiadla —ordenó el palatino.
Y así lo hicieron los obreros, dejando únicamente un pequeño agujero,
para poder pasarle comida y agua, hasta sus últimos días. Thurzó sacudió la
cabeza. No sabía si Gabor le había hecho un favor negociando que la dejaran
con vida. Aquello no era una vida, era el infierno. Erzsébet tendría que
soportar las más horribles penurias, oscuridad, enfermedad, temperaturas
extremas tanto de frío como de calor, suciedad. Tendría que convivir con su
orina, con sus heces y con ratas.
Tendría vigilantes que le pasarían la comida una o dos veces al día. Pero
esa vida, para Erzsébet, era peor que la muerte. No pensó que así, ella durara

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más de un año viva.

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Natalia iba por lo anchos pasillos del castillo escocés, centro de mando de los
buscadores. Los miembros de la orden la habían recibido con gran
entusiasmo. Su leyenda crecía dentro y fuera de su orden. Se estaba
convirtiendo en un mito, la líder más temida por el resto, eclipsando al propio
Jean Marc. Ninguno de los que firmaron aquel tratado se atreverían a vengar a
Victoria. No había conseguido el Urushdaur, sin embargo, entre los creyentes
paganos la llamaban «la inmortal». Los buscadores habían intentado matarla
de niña y no lograron dar con ella. Años más tarde, volvieron a intentarlo,
encerrándola bajo tres llaves, casi desnuda, y acabó matando sin embargo a
todos sus líderes y haciéndose con el poder de la orden. Los Hijos del dragón
la atraparon ayudados por Jean Marc, y volvió a salir viva. Era llamativa la
forma que tenía de liberarse de la muerte, ya que en ninguna de las ocasiones
había utilizado armas de ningún tipo y siempre había estado en desigualdad
de condiciones.
Tras ella iban Ben y Eric, ambos portaban en sus hombros una pesada y
gruesa alfombra. Uno de sus buscadores abrió una puerta por la cual se
accedía a unas escaleras que llevaban al sótano. Allí abajo, más buscadores la
esperaban.
—Nos alegramos tanto de verte —le dijo uno de ellos acercándose a ella
—. De verdad pensábamos que…
Natalia sonrió. Eric y Ben se detuvieron al llegar al sótano. Natalia miró
una puerta que estaba abierta y que había mandado preparar. Se asomó
inspeccionando y el recuerdo del zulo de las docta le erizó los vellos de la
piel. Se giró hacia Eric y Ben.
—Dejadla en el suelo —ordenó.
Y de inmediato Ben y Eric dejaron caer el bulto, que sonó en el suelo
indicando gran peso y a su vez, se oyó un gemido. Ben se inclinó y pisó con
sus pies el filo de la alfombra, empujando luego el bulto para que se
desenrollara por completo.
La alfombra se desenlió y en su interior se fue descubriendo un cuerpo de
mujer, que con la fuerza de la inercia de la tela desenvolviéndose, siguió

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dando vueltas en el suelo ya sin alfombra. Natalia sonrió al verla.
Victoria la miró aterrorizada, como nunca la había visto, ni siquiera Eric
la recordaba con esa expresión. Aún llevaba el camisón blanco del Urushdaur,
y su exagerada cabellera, estaba alborotada y enredada a más no poder. La
imagen era verdaderamente patética.
—Mátame de una vez —dijo con ira, pero todos sabían que estaba
aterrorizada.
Natalia sonrió mientras sacaba la gubia de Nellifer se su funda.
—Te equivocas Victoria, tú no te mereces morir —le dijo—. La historia
no acaba así, tú la conoces bien.
Victoria la siguió con la mirada mientras que Natalia se dirigía hacia la
pared. Pudo ver la puerta de la mazmorra y su interior oscuro y entonces
comprendió el por qué la habían llevado hasta allí. Se llevó las manos a la
cabeza.
—No puedes hacerme esto —gritó—. Los hijos del Dragón te matarán.
¡Eric!
Se dirigió hacia el joven.
—Eric, he sido como una madre para ti estos años —le suplicó—
convéncela dile que me mate, prefiero morir. ¡No puedes encerrarme!
—Sí que puedo, de hecho es lo único que puedo hacer —le dijo—. Hay
tanto paralelismo entre tú y Erzsébet, no puedo darte otro final.
Victoria levantó el dedo.
—Haces bien en dejarme viva —le dijo—. Tu padrastro vendrá y te
matará y entonces volveré a ser libre. Te cortará en trozos, pedirás la muerte
durante días…
Natalia alzó la gubia.
—Mi padrastro está comprobando de qué materia está hecha su hijastra —
dijo hundiendo la gubia en la pared y seguidamente la giró para hacer un
agujero de unos cinco centímetros. Victoria abrió los ojos como platos
reconociendo cual era el fin de aquel agujero.
Natalia se giró hacia ella.
—Vamos —la invitó a entrar en el zulo, pero Victoria no parecía estar
petrificada. Natalia notaba cómo le temblaba el labio superior. Sabía que era
un fin cruel y miserable para ella. Pero no se merecía menos. Al igual que
Federic, que yacía no muy lejos de allí, al cuidado de los buscadores con
orden de no dejarlo morir bajo ningún concepto, sordo, mudo, ciego y sin
movimiento. Sumido en la más profunda oscuridad, en un limbo eterno.

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Natalia arqueó las cejas y viendo que Victoria no se movía, fue ella misma
a por ella. La agarró del pelo y tiró con fuerza pero solo logró despegarle un
puñado de extensiones de pelo falso que dejó caer al suelo. Volvió a agarrarla
esta vez cogiendo más cantidad de pelo y logró que se pusiera en pie, y
lanzarla al interior de la mazmorra.
—¿Crees que así vas a encerrarme? —le replicó la mujer.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

A petición de Gabrielle Erzsébet Báthory de Ecssed habían hecho llamar a


dos sacerdotes del arzobispado de Esztergom. Los guardas que custodiaban a
Erzsébet esperaban alejados, para no oír lo que la condesa les confesaba a los
clérigos. Aunque no era un secreto y lo sabía toda Hungría, que la condesa
deseaba hacer testamento de los pocos bienes que no le habían confiscado.
Contra todo pronóstico y para sorpresa de los habitantes y el rey Mathyas,
Erzsébet había sobrevivido tres años y medio ya, emparedada en su propio
castillo.

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—Así no consigues nada. ¡Imbécil! El Urushdaur puede hacerse en la


distancia. Si mis dragones encuentran a Lara…
—Seguirás condenada —la cortó Natalia.
—Erzsébet lo consiguió —le amenazó—. Consiguió liberarse. Yo también
podré.

Se la oía susurrar. Nunca había hablado directamente con ninguno de los


guardas hasta que unos días antes había solicitado la visita de los clérigos,
aunque era muy frecuente oírla gritar durante horas. Día y noche, ya que
siempre vivía en la oscuridad.

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Nyitra, Transilvania, 28 de Noviembre de 1600.

Katryna ayudaba a su hermano en el huerto. El rey también a Mirsha lo había


compensado generosamente por su contribución a apresar a Erzsébet. Ahora
vivían en una granja, amplia, en la cual no pasaban frío, ni hambre. Vivían de
vender lo que cultivaban y los animales que criaban. Y su granja cada vez
crecía más.
Mirsha se había casado y era padre de dos hijos. Katryna vivía con él y su
esposa, aunque se había comprometido con un joven del pueblo y pronto se
casaría también.
La esposa de Mirsha, una joven de la edad de Katryna de blanca tez y pelo
oscuro, llegó a avisarles de que había un carruaje esperando en la puerta de la
granja. Mirsha fue el primero en salir, el carruaje era bastante señorial, le
recordó en el que viajó con Thurzó cuando llevaron a Anna hasta Cachtice.
La joven Anna que ya era una mujer de veinte años, se asomaba por la
ventana del carruaje.
Mirsha la reconoció en seguida, pero estaba muy cambiada. Llevaba un
vestido cuyas mangas se veían muy ornamentadas, con bordados y encajes.
Llevaba el pelo elegantemente recogido y adornado con un peinecillo que
brillaba al sol. El cochero en seguida abrió la puerta y le ofreció su ayuda para
bajar. Pero ella no hizo el intento de incorporarse.
—Me dijeron que os encontraría aquí —dijo y Mirsha no supo qué
responder, intimidado por la curiosa mirada de la mujer.
Katryna apareció tras él y a Anna se le cambió la expresión en cuanto la
vio. La joven ya no estaba tan delgada como cuando servía en el castillo, ni
tan pálida. Ahora el sol le había sonrosado la piel, y la tranquilidad y la
ausencia del miedo, la habían hecho convertirse en una bella y humilde joven.
—¡Anna! —Katryna se alegró de verla. Desde el juicio y la ejecución de
las brujas no había vuelto a verla. Gracias a ella, no murió quemada. Se
acercó enseguida al carruaje.
Anna le puso su mano sobre la mejilla.

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—Me alegra verte —le dijo y luego dirigió su mirada hacia Mirsha—.
¿Puede dar un paseo conmigo?
Mirsha miró a su hermana contrariado y luego a Anna. Al ver la ilusión en
los ojos de su hermana accedió.
—Está bien —dijo bajando la cabeza.
—Será solo un paseo —añadió Anna mientras cerrada la puerta del
carruaje que en seguida se puso en marcha.
Katryna admiraba el interior forrado del carruaje, del mismo estilo de los
que tenía Erzsébet, imaginó que Anna se había casado con un hombre
poderoso.
Estaban sentadas una junto a la otra. Anna le pasó el brazo alrededor de
los hombros.
—Tenía muchas ganas de verte —le dijo Anna.
—Y yo a ti —le dijo Katryna sonriendo—. No pude darte las gracias por
pedir mi indulto.
Anna sonrió.
—Ya todo eso pasó —le dijo observando la espalda de la joven y las
cicatrices que habían dejado los latigazos.
Con una mano bajó un poco el escote trasero del vestido de Katryna para
verlas mejor. Estaban muy marcadas, pasó su mano y palpó las prominencias
en la piel.
—Tuvo que ser horrible —susurró y abrazó a la joven—. No sabía que te
iban a hacer esto.
—No pasa nada, ya no duelen —respondió Katryna mientras notaba cómo
Anna la apretaba.
No dejaba de tocar las cicatrices, apretó aún más a Katryna que ya ansiaba
liberarse del abrazo. Anna sonrió.
—A ella no le importará.

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Natalia miraba a Victoria, estaba desquiciada.


—¡Ella lo consiguió! —gritó.
—Erzsébet nunca se enfrentó a un genio —dijo colocándose en el umbral
de la puerta—. Estaba segura de que caerías como una imbécil, por eso la
elegí.
—Que estás diciendo —los ojos de Victoria desbordaban ira.
—Que estaba segura de que en cuanto la oyeras cantar, en cuanto la
vieras, no te fijarías en nada más —le respondió Natalia—. A Lara le quedan
solo unos meses de vida.
Victoria abrió la boca para decir algo pero no se le ocurrió nada que
añadir. Su única esperanza se esfumaba de allí.
—Aunque tus dragones logren burlar la vigilancia que le tengo puesta a
Lara, y se la lleven para volver a torturarla, no te servirá para nada. Métete en
su cuerpo si quieres, morirás de todas formas.
Natalia cerró la puerta dejando a Victoria sumida en la más profunda
oscuridad. Lo gritos no tardaron en llegar. Natalia cerró con llave hasta tres
cerrojos de la puerta. Luego se alejó de ella.
—Tapiadla —ordenó y de inmediato los buscadores se pusieron a ello.
Miró a Ben y a Eric.
—Hay trabajo —les dijo, y ambos la siguieron escaleras arriba.

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Cachtice 21 de Agosto de 1614

Los guardas habían dado el aviso de que Erzsébet tras dos días sin comer ni
beber, parecía no escucharse. No respondía si la llamaban y casi podían ver
un bulto inmóvil en el suelo, a través de la luz del agujero por el que le daban
la comida.
Con un martillo, soldados del rey abrieron la puerta que hacía casi cuatro
años habían cerrado.
Abrieron y la luz entró en la mazmorra. Erzsébet, yacía en el suelo,
inmóvil, sin vida. Los soldados miraron a su alrededor aterrados. El suelo
estaba completamente lleno de heces y orina, había insectos, excrementos
pequeños de algún roedor. Salieron en seguida de allí, no podían soportar el
hedor, mezclado con el cuerpo corrupto de Erzsébet.
—Avisa al pastor del pueblo —dijo uno de los soldados a uno de los
guardias—. Hay que enviar una carta al rey, Erzsébet Báthory ha muerto.

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Hacía más de un mes que había acabado todo aquello y todavía no podía
diferenciar si lo que había vivido fue real o una terrible pesadilla. Se
encontraba en…
—¿Doctor Mason? —oyó una voz aguda y dulce.
Levantó la cabeza hacia la voz y no puedo evitar sonreír al verla. Se puso
en pie en seguida.
—¡Lara! —la chica tenía realmente buen aspecto.
Lara miró el banco en el que había estado sentado Mason y luego a él.
—¿Le importa que mejor paseemos? —preguntó decidida.
Nel negó con la cabeza y ambos comenzaron a andar.
—Cómo estás —le preguntó él.
Lara ladeó la cabeza.
—Poco tiempo después de salir del hospital, Natalia me envió unos
médicos a mi casa —la joven torció la boca—. Me hicieron un montón de
pruebas. No tienen mucho que hacer la verdad. Pero dicen que pueden hacer
retenerlo un poco más.
Miro a Mason.
—Siendo positivos y generosos, no me dan más de un año —confesó.
Nel no supo qué decirle. Ni siquiera los buscadores y su avanzada ciencia
podían hacer nada por ayudarla. Era sorprendente con la naturalidad que Lara
lo contaba, si realmente lamentaba su enfermedad, no parecía demostrarlo.
Nel evitó la mirada de la chica. Lara sonrió.
Lara se detuvo, e hizo que él también lo hiciera.
—Mi primer médico me daba seis meses, y con los del dragón iba a durar
mucho menos —sonrió—. Ahora me ofrecen doce meses sin dolor hasta que
me seden.
La joven bajó la cabeza y Nel le colocó la mano en el hombro, y lo apretó.
—Ni yo misma lo entiendo —dijo—. Cuando me contaron lo de mi
enfermedad quería morir, estaba muerta de miedo. Cuando me raptaron, supe
de verdad lo que era el miedo. Hoy soy afortunada por poder vivir un año
más.

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Lara se adelantó un poco a él reanudando la marcha.
—¿Y usted se ha recuperado? —preguntó.
Nel sonrió.
—Son heridas, cicatrices sin importancia —le dijo.
Lara bajó la cabeza.
—Los buscadores que vinieron a hacerme las pruebas me contaron lo de
Natalia, lo de el otro ritual.
—Sí, lo tuvo también difícil. —Añadió él.
—Pero salió —decía Lara pensativa.
Nel se detuvo a pensar antes de hacer la pregunta.
—¿La has vuelto a ver? —preguntó al fin.
Lara sonrió con picaresca.
—Sí —afirmó con rotundidad y Nel sintió una especie de vértigo en el
estómago—. Vino a verme.
—¿Y Eric? —preguntó para cambiar de tema.
—A él bastante más —sonrió Lara.
Nel frunció el ceño.
—¿No les guardas rencor por lo que te hicieron? —se extrañaba.
—¿Lo que me hicieron? —Lara rio—. Ellos me sacaron de allí, de un
lugar que no me imaginaba ni en mis peores pesadillas. Ahora viviré el doble
de lo que tenía destinado y viendo las cosas de otra manera. Si pudiera volver
atrás, elegiría Leeds. ¿Usted no?
Negó con la cabeza.
—Usted encontró un ángel de la guarda doctor —dijo Lara—. Cómo
puede renunciar a eso.
Nel no supo qué responder. Tomó aire, una niña de diecisiete años no era
la consejera en aquel caso.
—Ni tú tampoco deberías andar con asesinos —le previno—. No traen
nada bueno.
Lara sonrió de nuevo.
—Yo voy a vivir lo suficiente para saber lo que traen —respondió con
desenvoltura—. Y usted debería comenzar a pensar del mismo modo que yo.
Conociendo a sus enemigos tampoco creo que vaya vivir mucho más que yo.
Nel se sobresaltó con las palabras de la joven.
—Eres demasiado joven para entender…
—No me tome por estúpida —le cortó ella y Nel se incomodó—. No se
trata de juventud. Usted parece creer en otra realidad distinta a la que le ha
tocado vivir. —Se acercó a él—. No es usted una persona normal, por mucho

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que quiera aparentarlo, nunca lo va a poder ser. Así que no pierda el tiempo
haciendo las mismas cosas que hace la gente corriente. No tiene tiempo ni
ganas de hacerlas, reconózcalo. Está aquí porque yo se lo he pedido en
reiteradas ocasiones.
—¿Y por qué querías que viniera? —preguntó al fin, deseando que
aquella conversación acabara.
—Porque usted tiene un ángel de la guarda —respondió ella— que sabe
que está bien, pero tiene duda de si usted se siente bien.
—Me han raptado, encerrado y torturado. Estoy lo mejor que podría estar.
Lara rio.
—Me puedo hacer una idea.
Lara se volvió a adelantar al paso. No era ninguna imbécil, en absoluto.
Parecía muy segura de sus palabras. Oyó sus declaraciones a la policía, muy
detalladas en todo momentos salvo en dos cosas concretas. Narró una y otra
vez los ritos y las atrocidades que cometían con ellas. Pero omitía siempre los
mismos datos. Dos sacerdotes, dos personas, dos nombres. En ningún
momento los delató.
—Natalia me aclaró muchas cosas respecto a ella y respecto a Eric —
añadió.
—Son asesinos Lara —le aclaró él.
Lara se detuvo de nuevo, y él la imitó. Se colocó delante de Nel.
—No entiendo nada de su psicología o lo que quiera que usted estudie —
le explicó—, solo le digo lo que he visto en ellos. Asesinos, sí doctor, son
asesinos. Pero yo como ya le he dicho antes, no tengo demasiado tiempo
como para andar lamentándome por querer a un asesino.
Cogió a Nel por la barbilla y lo obligó a mirarla.
—Deje de buscar explicaciones, no las hay —le dijo—. Nunca la
entenderá.
Sonrió y ladeó su cabeza esperando las palabras de Mason.
—Llevo toda la vida persiguiendo a asesinos como Eric y Natalia —dijo
al fin—. No puedo.
Lara no hablaba, esperaba algo más que las escuetas palabras de Nel.
—Ella es asesina, torturadora, ayudante de criminales. —Nel se llevó su
mano derecha a la sien—. Es la líder de una secta. No puedo.
El doctor negó con la cabeza, Lara lo miró fijamente y apartó la mano que
Nel tenía en la sien y la obligó a bajarla.
—Y por qué no —le dijo con los ojos brillantes—. Dígame una razón para
no hacerlo. Es una criminal, sí, claro que lo es. Pero le digo que no dudó en

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elegir morir a manos de esa gente si eso lo salvaba a usted. Si ella no fuese lo
que es, probablemente usted no estuviera aquí ahora, ni siquiera hubiese
sobrevivido a la Décima Docta. No le busque más explicaciones, no las hay.
Nunca podrá de dejar de ser como es, y no se lamente porque ninguno de los
dos vivirá lo suficiente como para que usted lo sienta una traición hacia su
trabajo. Lo quiera o no usted está ligado a ella, y no me explique el cómo,
pero ya ha comprobado las consecuencias de lo que eso significa. No, junto a
ella nunca tendrá una vida normal o correcta, porque ella no es como usted ni
como yo —sonrió—. Natalia es de titanio.
Nel alzó la vista por encima de la cabeza de Lara. Esta se giró también.
Eric estaba junto a unos setos y llevaba claramente la vestimenta de los que
servían a Natalia. Lara sonrió al joven y luego miró a Mason de nuevo.
—Natalia me pidió un último favor —le cogió la mano—. Traerlo hasta
aquí.
Soltó la mano de Nel y se dirigió hacia Eric, que la apartó suavemente
para alejarse de él. Frente a él, había un arco de arbustos, una entrada por la
que se accedía a un jardín. Nel respiró hondo y se acercó a él, inseguro,
indeciso, temblando, y sin embargo deseaba acercarse. Era su verdadero
propósito, siempre lo fue, estar cerca de ella. No había sido su mejor
investigación y había sufrido más que en ninguna otra, pero no importaba,
Natalia estaba allí. Y cerca de Natalia le daba igual morir.
Atravesó el arco de arbustos y sintió como a su espalda dos personas
cerraban el paso, para que nadie más que él pudiera entrar. Era un pequeño
jardín cerrado, con plantas y un pequeño mirador. Allí dándole la espalda
estaba Natalia, vestida con un ajustado pantalón negro y una camiseta del
mismo color. Le recordó a otra líder de aquella misma orden que la propia
Natalia troceó con la gubia. Natalia era alta, y aunque se notaba que había
perdido peso, la ajustada ropa dejaba entrever un cuerpo fuerte.
Se detuvo, Natalia no se giraba hacia él, a pesar que él estaba deseando de
que lo hiciera. Se pasó las manos por la cara a la vez que expiraba aire con
fuerza. Estaba demasiado nervioso. Era el momento que estaba esperando y
que una vez que todo acabó lo había dado por perdido. Era cierto que estuvo
cerca de Natalia, y sin embargo ni siquiera se cruzaron, o sí lo hicieron, claro
que lo hicieron, estaba seguro, tras aquella puerta la sintió tan intensamente
como la estaba sintiendo ahora.
Dio un paso y después otro hacia ella mientras su mente divagaba «Es
asesina». Estaba a tan solo medio metro de ella «ayudante de torturadores»,
casi podía verle el perfil y sus enormes pestañas, «criminal, líder de una

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organización secreta». Natalia fue girando la cabeza lentamente,
«secuestradora, sádica, perversa», ella bajó la cabeza quizás avergonzada
«estuvo a punto de matarme», levantó la mirada lentamente hacia él y a pesar
de creer tenerlos grabados en su mente, no recordaba que al reflejar el sol
fueran tan realmente maravillosos. Las palabras de Lara sonaron en su mente
«Y por qué no».
Abrazó a Natalia como tanto había anhelado en su interior en aquellos tres
años y pudo al fin besarla. Al fin había llegado hasta ella, a pesar de todo lo
que tuvo que vivir, había merecido la pena tan solo por verla. No le
importaron las torturas ni las cicatrices que conservaría siempre y que le
recordarían la razón del por qué se las hicieron. «Ella», la única persona en el
mundo por la que él era capaz de vencer a todo lo que siempre temió. «Ella»
esa que lo salvaba y lo condenaba constantemente para luego volverlo a
salvar. No le importaban los peligros que ella consiguiera atraer hacia él, eran
la consecuencia de tener el privilegio de poder tocar a un ángel. No, no
pensaba renunciar a su ángel, nunca lo haría. Si el tratado de Jean Marc
seguía en pie, poderosas organizaciones vendrían a por ellos. Pero no le
importaba. Lara tenía razón, ambos morirían, y ahora que conocía a Jean-
Marc y en el círculo por el que se movía no quería ni imaginar lo que le
esperaba a Natalia, lo que le esperaba a él. Pero cuando ese momento llegara,
Nel estaría junto a ella, y se juró morir junto a ella, cuando el momento
llegara… Ya la cordura no era suficiente. Miró a Natalia a los ojos y pudo
verse reflejado en aquellos iris transparentes. Ella era lo que era, eso nunca
podría cambiarlo, él no debía de querer a una asesina. Las palabras de Lara
volvieron a su mente.
«Y por qué no».

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