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EFPEM

Técnicas de Investigación y Métodos de estudio


Catedrático: Regino Andrés Batz Menchú
Taller de lectura. ODISEA
Apenas el sol se puso y sobrevino la oscuridad. Circe me cogió de la mano, me hizo sentar
separadamente de los compañeros y, acomodándose cerca de mí, me preguntó cuanto había
ocurrido: y yo se lo conté por su orden. Entonces me dijo estas palabras: Oye ahora lo que voy a
decir y un dios en persona te lo recordará más tarde: llegarás primero a las sirenas, que encantan
a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su
voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos rodeándole llenos de júbilo, cuando torna a su
hogar; las sirenas le hechizan con el sonoro canto, sentadas en una piedra en el centro de un
enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y
todas las orejas de tus compañeros con cera blanca, más si tu deseas oírlas, haz que te aten los
pies y manos a la parte inferior de mástil, y que las sogas se liguen a él: así podrás deleitarte
escuchando a las sirenas, y en caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten,
atente con más lazos todavía. Así dijo: y al punto apareció la Aurora, de áureo trono. La divina
entre las diosas se internó en la isla, y yo, encaminándome al bajel, ordené a mis compañeros que
subieran a la nave y desataran las amarras. Embarcándose acto seguido y sentándose por orden
los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Por detrás de la nave de azulada
proa soplaba próspero viento que henchía la vela; buen compañero que nos mandó Circe, la de
lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz. Colocados los aparejos cada uno en su sitio, nos
sentamos en la nave, que era conducida por el viento y el piloto. Entonces alcé la voz a mis
compañeros, con el corazón triste, y les hablé de este modo: - ¡Oh amigos! No conviene que sean
únicamente uno o dos quienes conozcan los vaticinios que me reveló Circe, la divina entre las
diosas; y os los voy a contar para que, sabedores de ellos, o muramos o nos salvemos,
liberándonos de la Parca. Nos ordena lo primero rehuir la voz de las divinales sirenas y el florido
prado en que éstas habitan. Sólo yo debo oírlas; pero atadme con fuertes lazos, en pie y arrimado
a la parte inferior del mástil para que me esté allí sin moverme. Y en el caso de que os ruegue o
mande que me soltéis, atadme con más lazos todavía. Mientras hablaba, la nave llegó muy presto
a la isla de las sirenas, pues la sosegada calma, pues algún numen adormeció las olas.
Levantarónse mis compañeros, amainaron las velas y pusiérolas en la nave; y, habiéndose
sentado nuevamente en los bancos, emblanquecían el agua, agitándola con los remos de
pulimentado abeto. Tomé al instante un gran pan de cera y lo partí con el agudo bronce en
pedacitos, que me puse luego a apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera,
porque hubo de ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano sol, y fui tapando con ella los
oídos de todos los compañeros. Ataréenme éstos en la nave, de pies y de manos, derecho y
arrimado a la parte inferior del mástil; ligaron las sogas al mismo; y, sentándose en los bancos,
tornaron a batir con los remos el espumoso mar. Hicimos andar la nave muy rápidamente, y, al
hallarnos tan cerca de la orilla que allá pudieran llegar nuestras voces, no les pasó inadvertido a
las sirenas que la ligera embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un sonoro canto.
¡Ea, oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de
nuestra boca, sino que se van todos, después de recrearse con ella, sabiendo más que antes,
pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya griegos y troyanos por la voluntad
de los dioses, y conocemos también todo cuánto ocurre en la fértil tierra. Esto dijeron con su
hermosa voz. Sintiose mi corazón con ganas de oírlas, y moví las cejas, mandando a los
compañeros que me desatasen: pero todos se inclinaron y se pusieron a remar, Y, levantándose
al punto Perimedes y Eurílocoataréenme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente.
Cuando dejamos atrás las sirenas y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronle mis fieles
compañeros la cera con que había yo tapado sus oídos y me soltaron las ligaduras. HOMERO

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