Onfray - La Pareja y La Esfera PDF
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perfección
Pt. 1
Desde Aristófanes hasta Lacan -que volvió a dorar el blasón del andrógino platónico
en sus seminarios, no lo olvidemos-, el deseo pasa por la energía de la reconquista
de la unidad primitiva, por la fuerza motriz de las restauraciones de la entidad
primera. Sería la electricidad que impulsa la luz amorosa. ¿Los hombres engañan a
las mujeres? ¿Las esposas desean otros compañeros distintos a sus maridos? ¿El
mundo vive de energías sexuales cruzadas? ¿Lo real se estructura en potencias
genésicas monstruosas? Aristófanes da la solución del enigma: cada uno busca a cada
una —o a su cada uno-, padece la necesidad libidinal ciega, prueba algo, no
encuentra nada, sigue buscando, pero fracasa siempre, experimentando perpetuamente
la reiteración de un deseo vivido como sufrimiento, dolor y castigo por una
hipotética falta que, sin embargo, no ha cometido ja- más. Desde entonces,
culpabilidad, enfermedad y deseo se representan unidos y se piensan conjuntamente
-y esto desde hace más de veinte siglos (…).
El otro nos cura el vacío, el otro nos sana la herida. Aquella que
surgió en el proceso de represión originaria por medio del cual fuimos
separados de ese campo inicial de la plenitud, de ese campo previo a la
estructuración de nosotros como sujetos en el que éramos uno y todo con
nuestro complemente nutricial original. Antes de que llegara el aparato
cultural a hacer de nosotros esto que somos, sea como incompletudes
extraviadas, sea como unidades sustraídas a la accesibilidad por otro. Se
supone que fuimos plenos, en algún momento y toda la vida afectiva de un
sujeto es un intento por recuperar (por distintas formas, objetos, cuerpos,
actos) eso que se perdió. Restaurar el tiempo perdido, que no es el tiempo
cronológico, sino el tiempo fenomenológico de la experiencia con
significación.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros
y en aquel momento se vio en el espejo. Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le
pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años.
Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y
calor, temblaban. Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan
encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo
amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en
realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su
imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar
su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El
tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca
había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor. Y he aquí que ahora, cuando
su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su
vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer,
como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué
ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir
en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse
en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo
con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía
profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos
un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir
en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel
intolerable cautiverio?... -¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre
las manos-. ¿Cómo?... Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a
solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían
claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte
más complicada y difícil no había hecho más que empezar.
El testimonio poético nos revela otro mundo dentro de este mundo, el mundo otro
que es este mundo. Los sentidos, sin perder sus poderes, se convierten en servidores
de la imaginación y nos hacen oír lo inaudito y ver lo imperceptible. ¿No es esto
por lo demás, lo que ocurre en el sueño y en el encuentro erótico? Lo mismo al
soñar que en el acoplamiento, abrazamos fantasmas. Nuestra pareja tiene cuerpo,
rostro y nombre pero su realidad real, precisamente en el momento más intenso del
abrazo, se dispersa en una cascada de sensaciones que, a su vez, se disipan.
La cultura, el registro simbólico y su tráfico intersubjetivo, es la
única vía que el sujeto tiene para expresar aquello que le es más propio.
Pero lo que la cultura espera es que lo que sentimos coincida con la forma
que culturalmente se definió para ese sentimiento. El lenguaje traiciona
al afecto en tanto el afecto no es del sentido lógico y epistemológico. El
afecto es ilógico y contradictorio, o mejor, es paralógico, pues acontece
en regiones más extensas, profundas, oscuras e indeterminadas de nuestra
subjetividad:
Pero ese Otro no puede dominar todo lo que puede acontecer dentro del
lenguaje: si el lenguaje fuera solo regularidades epistemológicas, no
podría tener su indudable aspecto creativo. ¿Qué espera la cultura entonces
que digamos del amor? ¿En qué términos y qué mensajes quiere que sea dicha
la relación amorosa? La cultura romántica contemporánea, la cultura Disney,
pone en nuestra boca el discurso de la media naranja, de las
complementariedades absolutas e ideales, de la esfera perfecta, de la
recuperación del andrógino. Pero, ya lo dijimos, esa perfección geométrica,
no existe más que como un modelo teórico, como una aspiración, como una
tendencia. Si el proyecto es encontrar la perfección, es decir, la plenitud
en el otro, la búsqueda está condenada al fracaso. Sin embargo, la cultura
Disney no admite jamás ese engaño terrible. Nadie nos dice que la cuota de
realidad del amor es la imperfección del otro. Nadie nos dijo que no puede
existir un cierre pleno cuando se compone una pareja, que las fisuras, las
fricciones, los baches y las oscuridades impiden el ensamblaje funcional
porque no somos piezas de una cadena de producción. Y esto no nos importaría
si no causara tristeza y decepción y, con ello, no nos habilitara para
otras interacciones y despliegues.
Pt. 2
Volvamos a Onfray:
La idea con la que pensamos la relación amorosa es una idea que exige
la perfección radical del otro. Dios puede fracasar, la justicia puede
fracasar, el sistema económico todos los días fracasa, y el amor también,
pero solo a este último no se lo permitimos. El amor no puede fracasar. Por
eso es mucho más satisfactoria y libre la relación con su mejor amigo o
amiga que son su pareja: y esto se debe a que las relaciones de philia no
tienen la carga de la imposibilidad del fracaso. Esta idea del amor como
esfera perfecta, dice Onfray, es responsable de mucha tristeza, de mucha
neurosis. Fundamentalmente porque es inevitable sentirnos engañados cuando
se anuncia que hemos ganado un premio que no existe: la felicidad sostenida
en el tiempo. Y esta condena al fracaso no se debe a la fábula puesta por
Platón en boca de Aristófanes, sino al que podemos considerar el defecto
metafísico del individualismo.
Como celebración de un mundo ideal, no engendrado, incorruptible, inmóvil,
perfecto, la esfera ofrece un modelo teórico inaccesible, esto es, generador de
frustraciones y dolores. Al ser demasiado elevado, el ideal produce el desánimo y
el abatimiento, en lugar del estímulo excitante e incitativo. Haciendo de la pareja
y de la reconstitución de la unidad primordial el proyecto de toda tentativa
amorosa. (…) Lo absoluto no puede cumplir sus promesas. La aspiración a la
perfección genera más impotencia que satisfacción, la voluntad de pureza
proporciona más frustración que plenitud (Onfray, 2002: 60 – 61)
La pareja y la esfera sirven como modelos, como formas puras que en la concepción
que la mayoría tiene en materia de relación sexuada provocan más malentendidos y
penas que sensaciones gozosas. Aspirar a la fusión es querer la confusión, perder
la identidad, renunciar a nosotros mismos en provecho de una figura alienante y
caníbal (Onfray, 2002: 61)
Dejar de contemplar la estrella, así dicen los étimos: de y sidere. Esto es tanto
como decir que el deseo rompe con lo celeste, lo divino, lo inteligible, el universo
de las ideas puras, ése donde danzan Saturno y Venus, Marte y Júpiter, la melancolía
y el amor, la guerra y el poder. Aquel que desea baja la mirada, renuncia a la Vía
Láctea, al azul apabullante y arraiga su voluntad en la tierra, en las cosas de la
vida, en los pormenores de lo real, en la pura inmanencia. Algunos celebran
acertadamente al animal que tiene siempre el hocico a ras de suelo y la mirada
incapaz de dirigirse a las estrellas. Desear supone menos buscar una unidad perdida
que preocuparse por la Tierra y apartar la vista del firmamento (Onfray, 2002: 62).
De ahí que sostengamos una concepción radicalmente materialista del deseo: ni falta
ni aspiración a lo completo, sino exceso que tiende al desbordamiento. De manera
inducida, esta opción fisiológica supone una concepción particular del otro: no es
un pedazo identitario, un fragmento incompleto que espera la revelación de sí
mediante la superación de la alteridad y la reconstitución de la unidad primitiva,
sino una totalidad solipsista, una entidad integral, una mónada absoluta totalmente
semejante a mí. Ontológicamente, la igualdad absoluta triunfa entre los hombres y
las mujeres. Lejos de las identidades platónicas mutiladas, las individualidades
materialistas se bastan a sí mismas, y todas sin excepción evolucionan en el cosmos,
entre dos nadas, como planetas independientes y cometas libres (Onfray, 2002: 93)
El amor es raro, dijimos. Aceptémoslo como tal. Como algo que está acá, a
nuestro alcance. Como construido sobre un plano inmanente en el que actúan
unidades imperfectas y solitarias imposibles de recomponerse en una unidad
primaria. Comencemos a entender que en él nos encontramos sin la presencia
del otro y a pesar de él, desesperadamente solos, trágicamente aislados,
pero enteramente autónomos: fin y medio, origen y resultado de nosotros
mismos. Entendamos además que amar es relacionarse con otro en su condición
de otro, no en su condición de espejo. Otro que “obedece como yo a las
mismas necesidades, a las mismas leyes, al mismo orden” (Onfray, 2002:
93): que es como yo, pero que no es yo. Onfray se convierte aquí en la
limadura de la lanza, o de la flecha, que hirió a Filoctetes: la pócima con
la que fue curado contenía el mismo elemento que lo hirió. Ayudémosle ahora
al filósofo a remediar su caída en el individualismo con las mismas
herramientas que nos ofrece. Porque admite que el deseo es expansivo, que
hay una ética erótica en reconocer que los otros tienen el mismo déficit
de necesidad y sometimiento y que por ello la aperturidad es una apuesta
tan riesgosa como inevitable. El sujeto materialista lucreciano resulta tan
ideal y tan insatisfactorio como el andrógino aristofánico y está igualmente
sometido a la pobreza recursiva, a la búsqueda incesante y al merodeo
ansioso de ese Eros demónico propuesto por Diótima.
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Judith Butler (Cleveland, 24 de febrero de 1956) es una filósofa posestructuralista estadounidense judía que
ha realizado importantes aportes en el campo del feminismo, la teoría queer, la filosofía política y la ética.
Autora de El Género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad (1990) y Cuerpos que importan. El
límite discursivo del sexo (1993), y traducida a 20 lenguas, ambos libros describen lo que hoy se conoce como
teoría queer. Otros trabajos de Butler tratan problemas relevantes para diversas disciplinas académicas, tales
como filosofía, derecho, sociología, ciencia política, cine y literatura.