El Amor Occidental
El Amor Occidental
El Amor Occidental
Los antiguos griegos representaron al dios Eros como un niño ciego, sordo, caprichoso y carente
de piedad hasta con su propia madre. Caprichoso porque ama tan pronto como deja de amar.
Ciego porque cuanto más viva es una pasión, más lejos nos encontramos del pensamiento
reflexivo. Hesíodo juzgó a Eros como el más bello entre los dioses inmortales porque relaja los
miembros y somete en el pecho al corazón. Las flechas de Eros fulminan con la instantaneidad de
un relámpago: el inglés y el francés dan cuenta de este efecto con las metáforas to fall in love y
tomber amoureux ("caer enamorado"). Esta dulce caída es provocada por un agente externo, y por
ello en la mitología griega el amor aparece como una pasión, es decir como una alteración de
ánimo tan irracional como la ira, la envidia, la alegría, la tristeza o el odio.
Aristóteles ya discute en su Etica a Nicómaco la creencia de que las pasiones vienen de afuera y
son impuestas por un dios. Sin embargo, la idea del afecto como instancia externa continuó
signando un concepto de pasión que en su especie amorosa era capaz de provocar el más temible
de los naufragios. Los griegos opusieron la categoría de pasión a la de acción, entendiendo por
pasión una alteración del alma que se siente pasivamente (de este concepto derivan paciente o
patología). Como el enfermo, el enamorado-apasionado sería víctima de una acción externa a sí
mismo compuesta por fuerzas extrañas sobre las cuales no puede ejercer ningún control. De esto
se deduciría que el enamorado no es libre, y que por tanto tampoco es responsable por sus
acciones, lo que ubicaría al amor en la vereda opuesta de los valores éticos. El sofista Gorgias
justifica que Helena haya traicionado a su pueblo abandonando a su marido, al argumentar que en
realidad ella fue víctima de la acción externa de Eros y de la extraordinaria elocuencia de Paris
para enamorarla. Hoy día los efectos de haber escindido amor y ética se ven, por ejemplo, cuando
un hombre inicia una relación amorosa con la hija de su mujer justificándose con un escuálido
argumento: "Se dio". Ni Helena ni este hombre parecen responsables por sus acciones. Sin
embargo, aunque en principio no podamos decidir sobre un sentimiento, podemos decidir y por
tanto ser responsables por las acciones a seguir en relación a ese sentimiento. Es la distinción que
hace Aristóteles cuando al referirse al acto libre y voluntario escribe que sería absurdo pensar que
uno se ha visto forzado por el placer a seducir a la mujer de su amigo. Digo que "en principio" no
podríamos decidir sobre un sentimiento, porque aunque desde una perspectiva naturalista los
sentimientos suelen ser vistos como afectos evidentes de suyo, tan naturales como el arbusto que
crece en un jardín, creo que los sentimientos no son un destino que sólo puede padecerse. La
reflexión y el desarrollo de nuevos hábitos producen variaciones en la forma en que sentimos las
cosas. Las emociones emergen de un contexto cultural y también se construyen socialmente. La
biología a lo sumo brinda la capacidad de sentirlas. Cambiar una idea -y el hábito que se sigue de
esa idea- puede producir variaciones en la forma en que sentimos y en que actuamos.
El hecho de que el amor haya sido inscripto en la esfera de las irracionalidades hace que los
científicos sociales y los filósofos vean con recelo la posibilidad de reflexionar sistemáticamente
sobre el amor a partir de explicaciones que excedan la psicología individual. Pareciera que un
modelo fuertemente racional como el de Occidente hubiera necesitado concebir una zona franca
despojada de racionalidad, y que esa forma de "locura" no hubiera sido otra que el amor.
Shakespeare describe este temple irracional y caprichoso del amor en Sueño de una noche de
verano: allí unos duendes mueven los hilos del amor mientras las personas duermen, provocando
que al despertar se enamoren caprichosamente tan pronto de una como de otra, la bella de la
bestia, el cuerdo de la absurda, la mujer apasionada del varón que la desprecia.
Una parte significativa de nuestro bienestar se juega en las relaciones amorosas. Cabría
preguntarse por qué diablos habremos de utilizar la razón para otras decisiones importantes de la
vida y preferir en cambio la sinrazón a la hora del amor.
La consideración del amor como un fenómeno irracional ha contribuido en mucho a que Occidente
anudara amor y sufrimiento, al punto de valorar el sufrimiento por amor como un signo de virtud y
heroísmo. Esta relación entre amor y sufrimiento en modo alguno es universal. Nace en la antigua
Grecia con la consideración del amor como una pasión irracional, como una deseada y temida
forma de locura. En la tragedia griega las pasiones -el amor, la ira, el odio y la envidia, entre otras-
obnubilan la razón y conducen a la desdicha. Los filósofos estoicos más radicales propusieron
extirparlas de raíz como un cáncer, exaltando -en las versiones más extremas- una ética de la
insensibilidad. A través del amor cortés, la Edad Media revaloriza la pasión de amor frente al
ascetismo cristiano, pero exclusivamente en el contexto extramatrimonial, lo que llevó a Denis de
Rougemont a afirmar que allí comienza a exaltarse un tipo de relación cuyo destino no es otro que
el de la desdicha. Los cantos de los trovadores -en base a los cuales se comenzó a hablar de fin
amour o amor cortés- son casi todos testimonios de amor desdichado, al igual que casi todas las
historias de amor anteriores a la aparición de los medios de formación de masas. El romanticismo
exalta la pasión amorosa y su reguero de desdichas, y con frecuencia da a entender que los goces
que no producen dolor son meras expresiones filisteas. Sade continúa en esta línea y entiende que
el goce que no produce sufrimiento no vale nada. En Madame Bovary Flaubert escurre el pañuelo y
pone un poco de cordura frente a tanto desatino: la pasión de amor es valiosa, dice, pero muy triste
cuando conduce a la desdicha.
Convengamos que frente al goce siempre existe la posibilidad de sufrimiento. Esto es indudable.
Pero de ahí a considerar que el sufrimiento por amor es virtuoso en sí mismo, hay un largo camino
abonado por obras literarias que subrayaron el período de la conquista, y que entendieron que el
camino hacia el amor verdadero debía estar necesariamente empedrado de obstáculos.
Al igual que Ema Bovary, que pasaba buena parte de su tiempo leyendo historias de amor, gran
cantidad de personas leyeron novelas en las que la consumación del amor está preludiada por un
sinnúmero de contratiempos (ya que una historia feliz se agotaría en pocas páginas), y sintieron
que sin esos obstáculos el suyo no sería un amor verdadero.
Otra idea heredada que quizá haya contribuido a que Occidente anudara amor y sufrimiento se
vincula con el mito griego del andrógino, antecedente del mito contemporáneo de la media naranja.
En la mitología griega el andrógino es un ser compuesto tanto por órganos genitales femeninos
como por masculinos, así como también hay andróginos que duplican los órganos sexuales
femeninos y los masculinos. La duplicidad de sexos torna a esta criatura poderosísima, razón por
la cual Zeus manda un rayo que la parte en dos, y desde entonces cada mitad busca
afanosamente a su otra mitad perdida y cuando la encuentra la estrecha en un abrazo. El mito del
andrógino presupone que existe "un amor de la vida", es decir una y sólo una persona a la que
podremos amar, una media naranja que nos está predestinada, que conforma nuestra mismísima
identidad y a la reconoceremos inmediatamente apenas se nos cruce por el camino. Lucrecio y
unos pocos autores más encontraron absurda esta idea según la cual aunque vivamos rodeados
de muchísimas personas, una y sólo una puede satisfacernos en términos amorosos. Bernard
Shaw lo dijo así: "Enamorarse es exagerar demasiado la diferencia entre una mujer y otra".
La concepción de la media naranja se vincula con la del flechazo, que también ha llegado hasta
nuestros días, y según la cual Eros hiere con sus flechas y enamora instantáneamente, de modo
que pareciera que si el amor no surge a primera vista, mediante una primera intuición para la que
el atractivo físico suele ser decisivo, no podrá surgir más tarde. El flechazo hipnotiza, electrifica y
fascina con una primera imagen primordial por la que se "cae" enamorado. En la mitología griega
no hay amores que surjan de otra manera. Pero no todas las personas se enamoran así. Algunos
lo hacen a fuego lento, serenamente, menos por un mecanismo de relojería que por una narración
cuya materia prima es el tiempo. Muchas personas adscriben hoy día a la concepción del flechazo,
y se privan de conocer a quien podrían empezar a amar con el tiempo. Como toda intuición, el
flechazo es falible y supone altas dosis de idealización. Confiar ciegamente en una intuición es
exponerse a grandes desencantos. El amor también puede nacer con el conocimiento, con la
reflexión, con la aparición de ciertas circunstancias, con el descubrimiento paulatino de la persona
a la que se aprende a amar.
Otra razón que probablemente contribuya a asociar el amor a la desdicha es que, a diferencia de la
amistad, a la que consideramos una relación, y que por tanto presupone reciprocidad, designamos
con la palabra amor a un sentimiento, y ningún sentimiento presupone correspondencia. Mientras
no puedo decir que soy amigo de quien no se siente amigo mío, parece legítimo decir que se ama
a quien no corresponde a nuestro amor. Creo que este factor también contribuye a vincular el amor
a la desdicha. En otro de los diálogos de Sueño de una noche de verano, un hombre increpa a una
mujer:
— ¿No te digo en los términos más claros que no te amo ni podría amarte?
Ella responde:
— Y por eso mismo te amo más. Yo soy tu terrier, y cuanto más me pegues, más afecto te tendré.
Trátame como a tu terrier, úsame, recházame, pégame, descuídame, piérdeme, pero por indigna
que sea deja que te siga. ¿Qué puesto más humilde puedo implorar sino que me trates como a tu
perro?
La concepción platónica del deseo como ausencia también contribuyó a que Occidente generara
una idea sobre el amor tan estrechamente asociada al sufrimiento. No hace falta haber leído a
Platón para suscribir esta teoría que está presente en el sentido común, en las páginas de filósofos
como Schopenhauer y Sartre, y en la bibliografía psicoanalítica. Esta concepción es expuesta por
Platón en el Banquete e identifica al amor con el deseo. Sólo podemos desear aquello de lo que
carecemos, afirma Sócrates, y si deseamos lo que tenemos es exclusivamente por miedo a
perderlo. En base a esta idea muchos han creído que la insatisfacción es un mandato fatal que
signa a la condición humana. Sería imposible disfrutar de lo que se posee, ya que cuando algo
bueno se nos brinda, empezaríamos a aburrirnos a paso firme. Si la persona que nos gusta
corresponde a nuestro amor, ya no nos resultaría pues tan deseable. Extrañamos a la persona que
amamos pero cuando la vemos la intensidad de nuestro amor disminuye. Deseamos más su
ausencia que su presencia. De allí que esta idea platónica sea conocida como la concepción del
deseo como ausencia. El capitalismo se vincula con esta idea de deseo: si ansiamos el lavaplatos,
una vez que lo obtuvimos deberemos aspirar al secarropas. Un deseo reemplaza al otro sin que
parezca posible estar conforme con lo que se tiene.
Por contraposición al amor-pasión o enamoramiento, que en casi todas las historias que nos ha
legado la literatura no excede los tres o cuatro años de duración, también es posible
predisponernos al amor-acción, amor-compañero o amor-alegría, tal como lo entendió Spinoza,
que asoció el amor con el deseo pero que entendió al deseo como presencia, como alegría, y no
como ausencia ni como desdicha. De allí que con el objeto de concebir el amor en términos de
acción y no de pasión, Fromm proponga para el inglés la expresión be in love (ser o estar en el
amor) para reemplazar a la de fall in love ("caer en el amor").
¿Cómo es que ideas que comenzaron a gestarse hace 2.500 años influyen aún en nuestras formas
contemporáneas de amar? Occidente es resultado de la confluencia de la cultura griega con la
judeocristiana, y en lo atinente al amor esto supone la influencia de dos concepciones diversas, la
del Eros griego, que acentúa el deseo, el cultivo egoísta del placer -en su movimiento centrípeto-, y
la del ágape cristiano -en su movimiento centrífugo-, que acentúa la acción de dar, la ética de la
ternura, la justicia y el respeto por los derechos individuales.
Es cierto que el enamoramiento puede no depender de nosotros, que no se ordena, que suele ser
un misterio, una gracia que escapa a las virtudes. El amor en cambio podría ser incluido, a
contramano de lo que afirman muchos filósofos, en la esfera voluntaria de las virtudes, tal como lo
hizo el cristianismo, y habría buenas razones para dudar de su pretendida irracionalidad, ¿o acaso
se supo alguna vez que a la mayoría de los hombres les diera lo mismo salir con una mujer treinta
años menor que con una treinta años mayor? Razón y sinrazón se entrelazan con más frecuencia
que la que los apóstoles del amor-pasión se atreverían a reconocer.
Encuentro muy respetable el desinterés que sienten algunas personas por formar una pareja
estable, e incluso el desinterés por el sexo. Es posible obligar a trabajar, pero no creo que sea
posible obligar a amar. Quien se niega al amor se pierde una de las extraordinarias experiencias
que ofrece la vida. No obstante, creo que es posible apasionarse muy legítimamente por otros
bienes. No todos tenemos las mismas necesidades. La mayor parte de las personas no están en
pareja. No parece pues vana la reflexión en torno a otras redes de contención afectiva que
excedan el -a veces- monopólico imperativo de la pareja, particularmente teniendo en cuenta que
el amor-pasión se ha convertido en la gran religión moderna ante la retracción de otros sistemas de
creencias.
Como se ve, el amor no se explica sólo en correlato con la psicología individual. La comprensión
filosófica e histórica de este tema tiene mucho para decirnos al respecto. En el último siglo
asistimos a cambios sociales que han producido modificaciones significativas en nuestras formas
de amar. Fenómenos como los movimientos de emancipación femenina, la aceptación de las
múltiples orientaciones sexuales, la escisión entre sexualidad y reproducción -con la aparición de
los anticonceptivos primero y mediante los métodos de fertilización in vitro más tarde- han
producido cambios que apenas alcanzamos a vislumbrar. De la pareja como institución (destinada
principalmente a la crianza de los hijos) se ha pasado a la pareja como relación (en la que los hijos
aparecen como un fenómeno subsidiario). De la familia extensa se ha pasado a la familia nuclear, y
de allí a la familia monoparental. Las parejas duran cada vez menos. Cada vez hay más adultos sin
pareja estable. Cada vez más hijos son criados y mantenidos exclusivamente por su madre. Los
lazos de solidaridad y contención afectiva se resquebrajan y el individuo queda cada vez más
librado a su propia suerte. Con redes sociales que progresivamente tienden a disolverse, la
separación de una pareja puede convertirse en una verdadera tragedia por la soledad en que sume
a alguno de sus integrantes. ¿Dónde hacer pie ante semejante edificio que se derrumba?