Rebeliones Peruanas

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Sesión 2:

Rebeldes y rebeliones del Perú

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➢ La escuela militar de Sendero Luminoso- Gustavo Gorriti

El 2 de abril empezó la I Escuela Militar del Partido. Los futuros dirigentes militares
de Sendero estaban ahí, y era ese el lugar donde iban a adquirir su formación básica; sin
embargo, la escuela tenía muy poco en común con una academia o escuela militar
convencional.

Esta escuela duró 17 días intensos y decisivos para Sendero. Comprimió al máximo
el tiempo disponible para instruir a sus alumnos en habilidades militares puramente
técnicas. Desde la preparación de explosivos hasta técnicas de demolición, preparación de
emboscadas, combinación de armas a nivel táctico, manejo de armamento y puntería, armas
silenciosas, técnica de comunicaciones clandestinas, formas de seguimiento, vigilancia y
contravigilancia…

El propósito de la Escuela Militar, bajo la supervisión directa del Comité Central, no


era el de empaparse en la tecnología militar—puesto que ello se iba a aprender en la
durísima escuela de la experiencia—sino el de imbricar y relacionar a cada nivel el aspecto
ideológico con la expresión militar. Ese era para Sendero el aspecto crítico, y merecía toda la
atención, así fuera en vísperas de la guerra.

Que la línea ideológica era el factor decisivo fue machacado desde el inicio mismo de
la escuela, a través de la selección de citas rituales. La primera fue aquella célebre de Mao,
que había figurado en forma tan prominente en las disputas con los partidarios de la línea
cubana:

“Cuando la línea del Partido es correcta, lo tenemos todo: si no tenemos


fusiles los conseguiremos, y si no tenemos el poder lo conquistaremos. Si la línea es
incorrecta, perderemos lo que hemos obtenido”.

Las otras citas eran también de Mao, precisas para el propósito de la escuela. Y en el
primero de los gestos dramáticos que Abimael Guzmán iba a utilizar en esta serie de
eventos, se leyeron partes de Julio César, de Shakespeare, para ilustrar las formas de la
conspiración.

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Desde el 9 de abril, la escuela empezó a examinar aspectos básicamente militares.
Luego de la exposición y el debate sobre la filosofía militar maoísta (la guerra prolongada, el
camino de cercar las ciudades desde el campo, las bases de apoyo), se pasó a discutir el
inminente comienzo de la lucha armada a la luz del marxismo. Para explicar el punto de
“cómo iniciar la lucha armada a partir de la nada”, se examinó la experiencia temprana de
Mao (“Cosecha de otoño”, “investigación rural en Junán”) y las tesis de Lenin sobre las
condiciones revolucionarias y el papel del Partido Comunista en ellas.

Entre el 14 y el 19 de abril se dedicaron solamente a temas militares. El primer


aspecto abordado fue el de la forma de “la construcción del ejército revolucionario”, cuyo
eje debía ser la “dirección absoluta del Partido en el Ejército”, mediante un permanente
“trabajo político en el Ejército”. A continuación se debatió el “Plan de inicio” de la
insurrección. El plan combinaba una minoría de acciones armadas con una mayoría de
“medidas de fuerza”. Las principales eran: “levantar cosechas” (de dueño ajeno, se entiende),
dirigir invasiones y “combatir al gobierno reaccionario apuntando al poder local” (a nivel de
distrito), para pasar meses después a las acciones guerrilleras. En forma más inmediata, se
discutieron acciones para reforzar el “boicot electoral”, que se concretarían un mes después
en la primera acción de la guerra.

La lucha inicial debía ejecutarse y canalizarse a través de las “formas germinales” de


acción revolucionaria. Las acciones armadas o de fuerza deberían ser dirigidas por
destacamentos, embrión de la futura “Primera Compañía”; las acciones administrativas, a
través de “comités de reparto”. En los términos esquemáticos de Sendero, el plan
comprendía:

“Primero, las tareas políticas a cumplir, esto es iniciar la lucha armada,


boicotear las elecciones, impulsar armadamente la lucha armada por la tierra y
sentar las bases de lo nuevo, especialmente del poder; segundo, formas de lucha:
guerrilla, sabotaje, propaganda y agitación armadas, aniquilamiento selectivo;
tercero, formas orgánicas y militares: destacamentos militares, con o sin armas
modernas; cuarto, cronograma, día del inicio y duración del plan, acciones
simultáneas para fechas específicas; quinto, consignas: “¡lucha armada!”, “¡gobierno
de obreros y campesinos!” y “¡abajo el nuevo gobierno reaccionario!”

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Otra parte importante de la discusión fue prever la respuesta del Estado. Sendero
sabía que la debilidad del gobierno militar y, sobre todo, el estado de transición hacia la
democracia, hacían sumamente improbable una respuesta contundente. Se podía contar
solo con una reacción policial limitada. Sobre la base de eso se concretó el plan de acciones,
que abarcaba desde “el inicio hasta el quiebre de los primeros cercos”.

El 16 y el 17 de abril estuvieron dedicados a la inmersión en los postulados de la


filosofía militar maoísta y su aplicación a la realidad peruana, en particular la relación
dialéctica entre categorías estratégicas y tácticas. Si el Estado peruano, como el proverbial
“tigre de papel” podía ser estratégicamente despreciado, en razón de sus debilidades
estructurales, debía ser a la vez tenido muy en cuenta en el aspecto táctico, en cada caso
concreto donde sus medios y poderío podían ser los de un tigre real.

Se leyeron citas relativas a las virtudes del optimismo. Guzmán hizo leer las citas
clásicas de Mao: “Changsha”, “Tres poemas breves”, “Montañas Chingkang”. Pero al lado
de estas, también hizo leer trozos de las memorias del mariscal Andrés Avelino Cáceres, para
mostrar “la necesidad de infundir en los mandos el más grande optimismo”. Luego,
Guzmán trazó paralelos entre el debate con el “movimiento positivo” y los que había
enfrentado Mao al inicio de su ruta rural. Lo que estaba ahora en juego era por lo menos tan
importante como entonces, “luchamos por el comunismo, no solo por la revolución
democrática nacional”.

El plan abarcaba varios años. El objetivo de la agresividad táctica era crear, “mediante
nuestros esfuerzos, muchos casos de superioridad e iniciativa locales, privando así una y otra
vez al enemigo de esta superioridad e iniciativa y empujándolo a la inferioridad y a la
pasividad”. De acuerdo a Mao, “el vencedor debe necesariamente su triunfo a una dirección
correcta y el vencido debe su derrota a una dirección errónea. [...] Armados de esta
dirección correcta en la línea correcta, podemos lograr más victorias y transformar nuestra
inferioridad en superioridad y nuestra pasividad en iniciativa”.

La parte final de la Escuela Militar versó sobre la forma de organizar guerrillas y los
principios básicos de la guerra insurreccional, incluyendo las categorías maoístas de guerra
prolongada en líneas interiores y ofensiva táctica en líneas exteriores. En este último aspecto
se revisaron las formas de combate de la guerra de guerrillas (ataque sorpresivo y

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emboscada), y se terminó con una revisión de “Los 10 principios militares”, “normas
generales y concretas” y la “gran generalización de estrategia y táctica”.

Un día después, el 19 de abril, se clausuró la Escuela Militar. Temprano hubo un


debate sobre el “significado” de la escuela, y después los militantes intervinieron para
expresar los cambios que aquellos diecisiete intensos días habían operado en ellos. Todos,
sin excepción, emocionados, penetrados por una sensación intensa de protagonismo
universal, de destino.

En la clausura misma, Abimael Guzmán tomó la palabra y pronunció el discurso


que adquiriría luego fama como su más acabada pieza oratoria: “Somos los iniciadores”.
Hay varias versiones del mismo. Reproduzco los fragmentos más emotivos de una de las
fuentes más confiables.

“Camaradas: Ha concluido nuestra labor con las manos desarmadas, se inicia


nuestra labor armada. Un período ha terminado. Sellamos hasta aquí lo hecho;
aperturamos el futuro, la clave son las acciones, objetivo el poder. Eso haremos
nosotros, la historia lo demanda, lo exige la clase, lo ha previsto el pueblo y lo
quiere; nosotros debemos cumplir y cumpliremos. Somos los iniciadores.

La revolución anidará en nuestra patria; de eso respondemos nosotros.


Estamos entrando a la ofensiva estratégica de la revolución mundial, los próximos
cincuenta años serán del barrimiento del dominio del imperialismo y todos los
explotadores. La guerra popular crecerá más cada día hasta derrumbar el viejo
orden, el mundo está entrando en una nueva situación: la ofensiva estratégica de la
Revolución Mundial.

El presidente Mao planteó: “La tormenta se acerca, el viento brama en la


torre”. Crecerán las llamas invencibles de la revolución, convirtiéndose en plomo, en
acero, y del fragor de las batallas con su fuego inextinguible saldrá la luz, de la
negrura la luminosidad y habrá un nuevo mundo. Sueños de sangre de hiena tiene
la reacción; agitados sueños estremecen sus noches sombrías, su corazón maquina
siniestras hecatombes; se artillan hasta los dientes, pero no podrán prevalecer, su
destino está pesado y medido.

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Las trompetas comienzan a sonar, el rumor de la masa crece y crecerá más,
nos va a ensordecer, y así habrá la gran ruptura y seremos hacedores del amanecer
definitivo. El fuego negro lo convertiremos en rojo y lo rojo en luz. Eso somos
nosotros, esa es la reconstitución. ¡Camaradas, estamos reconstituidos!

Hemos aprendido a manejar la historia, las leyes, las contradicciones. Están


compaginados el proceso mundial, el proceso del país y el proceso del Partido. Por
tanto, el futuro está asegurado. Somos los iniciadores. Comenzamos diciendo que
somos los iniciadores. Terminamos diciendo que somos los iniciadores. Camaradas,
la hora llegó, no hay nada que discutir, el debate se ha agotado. Es tiempo de actuar,
es momento de la ruptura y no la haremos en lenta y tardía meditación, ni en
pasillos ni en cuartos silenciosos, la haremos en el fragor de las acciones bélicas.

El marxismo-leninismo pensamiento Mao-Tse-tung, el proletariado


internacional y los pueblos del mundo, la clase obrera y el pueblo del país, el Partido
con sus bases, cuadros y dirigentes, toda esta grandiosa acción conjunta de siglos se
ha concretado aquí. La promesa se abre, el futuro se despliega”.

No es difícil imaginarse a los militantes de la I Escuela Militar en ese momento.


Jóvenes, incluso muy jóvenes la mayoría, sintiendo la intensa emoción de quien está seguro
que va a luchar por una causa noble, que conduciría en determinado momento a la
humanidad entera hacia la felicidad. No eran muchos y no tenían medios, pero no había
ningún grupo en el país y quizá en el hemisferio más motivado, convencido y decidido que
aquel.

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➢ Los poetas que querían hacer la revolución - Arturo Corcuera

Solo a partir de Antonio Cisneros fue posible ver a un poeta en jeans. Ni los más
recalcitrantes rebeldes del 50 se permitieron esta licencia. Solo Julio Ramón Ribeyro,
montando bicicleta, se dio ese aire informal y juvenil al final de su vida. Para Antonio, los
jeans eran su distintivo generacional, como lo fue el bastón para César Calvo, el abrigo de
invierno para Reynaldo Naranjo, y la gorrita Jorge Chávez para Marco Martos.

Por aquella época, en San Marcos, hacíamos ruido congregando a una gran
audiencia en La Casona. Éramos un conocido grupo de poetas decididos a cambiar el
mundo. Los poetas de San Marcos no éramos esclavos de la belleza. Sacrificábamos nuestra
poesía a favor de los ideales revolucionarios, volantéabamos poemas, participábamos en
peleas y mítines estudiantiles, íbamos a los sindicatos, cantábamos alborozados a la
Revolución Cubana. Soñábamos con incorporar la poesía a la canción y sacarla a la calle.
Por otra parte, nos sentíamos sacudidos por los debates, las polémicas. Téngase en cuenta la
atmósfera política que se vivía en aquellos años, la fascinación de las guerrillas, la gravitación
que ejercían los poetas recién retornados del destierro, perseguidos, encarcelados y
despatriados por la dictadura de Odría, además de los ecos todavía frescos de la guerra civil
española que no cesaban. Nuestros poemas favoritos eran el ‘Canto coral a Túpac Amaru’ y
‘A otra cosa’, de Alejandro Romualdo.

Por aquel entonces estaba terminantemente prohibido viajar a los países socialistas,
así lo advertía un sello en los pasaportes. Recordemos que, hasta mediados del 60, el filme
‘Morir en Madrid’ se tuvo que proyectar clandestinamente en Lima, lo mismo que ‘El
acorazado Potemkin’. Sumergidos en ese clima escribíamos. “¿Iba a ser la poesía / una
solitaria columna de rocío?”, nos preguntaba Manuel Scorza.

Varios años más tarde se uniría al grupo Javier Heraud, a quien habíamos visto en la
primera fila de nuestros recitales. Él nos confesaría más tarde que se escapaba de sus clases en
la Católica para oírnos recitar.

Los poetas de San Marcos recitábamos no solo en la universidad sino también en


sindicatos, en la Federación Bancaria, en el gremio de pescadores del Callao, en el Instituto
José Carlos Mariátegui. Estábamos ligados por ideales comunes, leíamos los mismos libros y

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los mismos sueños alimentaban nuestro corazón. Estábamos convencidos de que antes de
elaborar una poesía pulcra, acabada, nos preocuparíamos por hacer una poesía inmediata
que ayude a la revolución. Por eso volanteábamos poemas de denuncia, de paz, de
solidaridad con la clase trabajadora. Apelábamos también a la poesía mural, intentábamos el
panfleto. Ya habría tiempo, decíamos, para dedicarnos a nuestra propia poesía. No
escribimos manifiestos, pero suscribimos declaraciones públicas ante algunos políticos.

Los poemas contestatarios que difundimos por esos años no han sido recogidos en
ningún libro. Cumplieron con su cometido y se los llevó el viento. Uno que otro puede
encontrarse por allí en alguna revista. Después, ya más reposados, nos entregamos en serio al
trabajo más íntimo, a la difícil tarea del creador. Recién comenzaría nuestra obra.

Los poetas de La Católica eran más concentrados en sus estudios, más medidos, más
académicos, mejor formados. Sabían otros idiomas, estaban preocupados por el cuidado del
lenguaje, la política no les interesaba hasta nuevo aviso. Y efectivamente, tocados después
por la realidad latinoamericana, los poetas asumirían una posición contestataria y se
incorporarían a la lucha. La inmolación de Javier Heraud no deja ninguna duda.

Fueron muy provechosos los lazos de una vida en común, de un acercamiento casi
diario de ambos bandos. Ellos tenían como lecturas inmediatas a Martín Adán, Emilio
Adolfo Westphalen, Eielson, Sologuren; nosotros a Alejandro Romualdo, Juan Gonzalo
Rose, Gustavo Valcárcel, Manuel Scorza. Vallejo y Neruda eran nuestros padres tutelares.
Ellos tenían a José María Eguren y César Moro como suyos. A Washington Delgado lo
compartíamos mita y mita.

Nosotros estábamos más cerca de los clásicos españoles y de la generación del 27,
mientras ellos empezaban a mirar el entorno con los ojos de la poesía inglesa. Pero no vaya a
pensarse que no conociéramos y leyéramos a los poetas de la otra orilla. Sucede que nos
inclinábamos por la “poesía del pómulo morado”, para decirlo con palabras de Vallejo.
Porque pómulo morado tiene quien abre un camino, construye un puente, edifica una casa,
erige una represa, sueña al pie del traqueteo de su máquina que produce un bien solidario.

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➢ El poeta obrero - Leoncio Bueno

Pese a mis sueños de querer ser escritor, nunca dejé de ser un peón, un trabajador de
pico y lampa.

Intentaré resumir mi vida. Nací el 2 de enero de 1920 en un lugar montañoso de la


hacienda La Constancia, en el distrito de Chocope, antigua provincia de Trujillo. Mi padre
se llamó Wulmar de Leoncio Donasor, originario de San Marcos, en Cajamarca. Mi madre
era una morena muy saludable que se llamaba Sara Barrantes Matos. Mi papá era un
trabajador golondrino, es decir, venía de vez en cuando a la hacienda en la época de siembra
y cosecha de caña de azúcar. Debido a su condición de domador de caballos, este golondrino
se hizo amigo de mi abuelo, conoció a mi madre y se la levantó. Entre gallos y medianoche,
se fueron a una zona montaraz, donde se dedicaba a cortar la leña.

Yo nací en esas condiciones. Mi padre no pudo inscribirme, sino hasta un año y


meses después de mi nacimiento. De esto me enteré recién cuando tenía 66 años y debía
hacer los trámites de mi jubilación. Esto me lo había ocultado mi familia durante toda mi
vida. Fui hijo único y al desaparecer mi padre y alzar vuelo, fui criado por mis abuelos y mis
tías maternas. Aprendí las primeras letras con mi tía Andrea Barrantes, quien era la
sabionda de una familia de nueve hermanos. Después hice el tercero de primaria y eso es
todo. Antes de salir de la hacienda Casa Grande, ya conocía a los anarquistas y trabajaba
como peoncito en diversos trabajos que había para niños y mujeres, como sembríos, jalada
de higuerillas, desbroce, despeje, etcétera.

Con estos antecedentes, ustedes se preguntarán cómo es que me hice escritor. Fue
cuando los anarcosindicalistas me dijeron que para ofrecer discursos, realizar arengas y
redactar volantes, tenía que aprender a escribir y para aprender a escribir, tenía que leer. Así
fue que en la casa de la hacienda había libros que mi abuela compraba a plazos. Teníamos
Las mil y una noches, Flor de Fango y un libro de poemas de Quevedo. Los
anarcosindicalistas nos hacían leer obras como ‘Historia Universal del Proletariado’, ‘Veinte
siglos de opresión capitalista’. Esos eran como los evangelios de la Santa Anarquía.

Entonces, antes que escritor quise ser orador, un hombre de arenga. Mi primer
contacto con la poesía se produjo cuando un dirigente anarquista me dijo: “¿Quieres hablar

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bien? Entonces, tienes que leer mucho y comenzar por la poesía”. La poesía tiene fuerza e
impacto. Los primeros poetas que me deslumbraron fueron Homero, Bécquer y César
Vallejo con Los Heraldos Negros, un poemario lleno de provincia.

Al cumplir 15 años, le dije a mi mamá que tenía que ir a Lima porque quería ser
escritor; en Casa Grande nunca llegaría a serlo. Ella me respondió que era demasiado joven y
me aconsejó que espere unos años más. Así fue como me embarqué un 2 de enero de 1939
—el día que cumplí 19 años— y llegué a Lima cinco días después, cargando mis cuadernos
llenos de poemas. Ya me creía un hombre de letras en condiciones de despegar en el mundo
de la literatura.

Lima era una maravilla para mí. Tenía tranvías, todo era flores, belleza, el río Rímac.
Lima era una joya. Una vez instalado, me recomendaron que presente mis poemas al diario
La Prensa. Había que averiguar primero quién era el director, pero yo era tan audaz y
vehemente que me mandé y fui al periódico para hablar con el director. Cuando este vino y
vio mis escritos a mano me dijo: “A ver, páselos a máquina y tráigalos”. Pero al final no
regresé.

Luego fui a Radio Nacional, donde César Miró era director, y recité algunos de mis
versos. Al final de la presentación, me aconsejó que publique mis poemas. Me dio una
tarjeta dirigida a Jorge Falcón, quien iba a sacar la revista llamada ‘Hora del hombre’. Fue así
que en 1943 aparecieron mis primeros poemas. En la tarjeta don César Miró le decía a
Falcón: “En esos poemas hay algo”. El resto es historia.

No crean que después de esto el camino fue fácil. Necesitaba trabajar y, aunque
quería ser periodista, tuve que volver a utilizar mis manos de peón. Trabajé como obrero y a
punta de pico y lampa, construimos lo que se llamó el Hospital del Cáncer, ubicado al
frente del Hospital Loayza. Como tenía la firme decisión de ser escritor, recién podía leer en
las noches. Antes de hacer el servicio militar, me coloqué en una fábrica de tejidos llamada
El Progreso. Luego volví a la fábrica y empecé a militar furiosamente en las lides gremiales.

En Lima, comencé a hacer mis prácticas en el periódico del Partido Socialista. Esto
fue en 1943. He sido uno de los fundadores de la Federación de Periodistas del Perú, y
además fui elegido secretario departamental de prensa y propaganda del Partido Comunista
de Lima. En 1946 sacamos el semanario Revolución, del cual yo era director.

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Mis primeros libros de poemas los escribí en la isla penal El Frontón, luego de haber
sido sentenciado a cinco años por instigar contra el Gobierno del general Odría. No fue la
primera vez que estuve tras las rejas, pues en 1948 estuve en la Cárcel Central de Varones
por haber llamado “sirviente del capitalismo” al entonces presidente Bustamante y Rivero.
La prisión me sirvió para recuperar mi antigua vocación literaria. En esos cuatro años de
encierro me consolaba dedicándome febrilmente a escribir. Al salir en libertad, gracias a una
amnistía, ya tenía mis ‘Cuadernos de un condenado’, ‘Al pie del yunque’ y otros libritos que
publiqué posteriormente.

En mi época de militancia comunista, conocí al poeta Manuel Moreno Jimeno, a


quien considero mi maestro. Iba a su casa para que puliera mis poemas a punta de palos.
Recuerdo que me obsequió el libro de Rilke, ‘Cartas a un joven poeta', y me dijo algo que
en ese momento no entendí: “Tienes que encontrar tu voz”. Gracias a él, conocí a los poetas
Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren y Sebastián Salazar Bondy. En 1948 formamos el
Grupo Obrero Marxista. Ese mismo año estuve en prisión y mi vínculo se interrumpió.
Cuando salí de la cárcel, el patrón de la fábrica impidió mi regreso y con la indemnización
abrí un taller de baterías en Breña, al que bauticé como El Túngar.

En el taller me visitaban poetas y periodistas. Nos pasábamos horas conversando de


política y literatura. Allí, el 7 de junio de 1956, fundamos el Grupo Intelectual Primero de
Mayo. Eran tiempos en que se atendía a las inquietudes de la clase obrera, y nos dimos el
gusto de llamarnos “intelectuales” cuando éramos unos pichones. Me retiré del grupo en
1968 para dedicarme a la construcción de mi casa en Comas y debido a mi condición de
trotskista, la cual nos hacía víctimas de ataques.

¿Qué clase de poesía hago yo? En realidad no hago poemas perfectos como Eielson,
como Eguren o como los surrealistas. ¿En qué reside lo que hago? En el punch. Más que en
el ego, mi fuerza está en el eros. Me llamaban “un poeta del tercer mundo”. Siempre decían
“es un poeta obrero”. Mi poesía revela lo que soy. Soy un hombre de tercer mundo. Soy un
hombre que trata de exponer su cólera, su inconformidad con el mundo, su civilización y su
propia especie, que destruye no solo para sobrevivir, sino para ejercer la dominación y el
enriquecimiento desmesurado de una minoría impuesta.

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Debo confesar que no me siento poeta. Ser poeta es una metáfora que han creado los
griegos. Solo diez años después de que estés muerto se sabrá si en realidad eres poeta. Si
después de esos años se acuerdan de ti, te lloran y te recitan, entonces, sí eres poeta. Cuando
me dicen “poeta” me siento vivo, siento que aún no me he muerto. Sé que falta poco para
eso y aunque no sabré si después de diez años de dejar este mundo me leerán, confío en que
siquiera uno de mis poemas será recitado.

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➢ El burgués guerrillero - Rodolfo Hinostroza

Javier Heraud fue el poeta mártir de nuestra generación, pero nada hacía presagiar
que lo fuera, pues era un chico de familia burguesa, educado en el exclusivo colegio
Markham, y estudiante de la Universidad Católica cuando todavía era regentada por los
curas...

No éramos muy amigos, pues yo había sido educado en las antípodas del Markham,
o sea en el colegio Guadalupe, que tenía fama de bravo, y estudiaba medicina en San
Marcos, donde nos conocimos a principios de la década del 60. El ya oficiaba de poeta, pues
había publicado en la imprenta de Javier Sologuren un pequeño volumen llamado El río,
que había sido muy alabado por la crítica. Se le veía como el continuador de la moderna
poesía española, Antonio Machado, Pedro Salinas, Jorge Guillén, y era alumno predilecto
de Luis Jaime Cisneros y Washington Delgado, que enseñaban en La Católica.

Mi relación con Javier no era pues muy cercana, aunque éramos de la misma edad:
unos mocosos de 19 años apasionados por la poesía. Javier era un pata casi demasiado alto,
aunque desgarbado y medio agachado como si le incomodase ser tan alto, además de
huesudo, pacato, snob y buena gente como lo aprendí luego. Tenía una cara larga, medio
caballuna, medio lúgubre por efecto de sus grandes y oscuras ojeras, y hablaba con un
acento irremediablemente pituco. Se expresaba en un inglés perfecto, que además enseñaba
nada menos que en mi ex colegio Guadalupe, citaba a Shakespeare de memoria, a Juan de
Mairena de memoria, y era el engreído de los profesores de literatura, de los críticos, de los
escasos editores.

En 1961 la revista trujillana, cuadernos trimestrales de poesía, que dirigía un


hermano de Arturo, Marco Antonio Corcuera, convocó al premio Poeta Joven del Perú,
muy oportunamente por cierto, porque el país estaba hirviendo de jóvenes poetas que
aparecían por todas partes, como champiñones después de la lluvia: en Puna, en Trujillo, en
Cajamarca, en Huancayo, y hasta en la punta del cerro, porque si hay algo que siempre me
va a asombrar de mis compatriotas es su fervor por la poesía, de la que no esperan nada, pero
sí todo. Este concurso fue como echarle aceite al fuego, porque la pradera ardió, los
muchachos se pusieron pilas ya que por primera vez se les tomaba en cuenta para un
premio, y todo el mundo apareció de pronto con su manuscrito de poemas, y hasta yo me
atreví a presentar el mío, que felizmente no ganó ni una mención porque hasta ahora

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andaría medio avergonzado. Ganaron, como es sabido, Javier Heraud con su poemario ‘El
viaje' y César Calvo con ‘Poemas bajo tierra', empatando el primer puesto. Después supe
que Javier había viajado a un festival de juventudes, en la Unión Soviética, como delegado
del partido Social Progresista, de izquierda moderada.

Perdí de vista a Javier durante meses, y lo vine a encontrar sorpresivamente en el


lugar más inesperado del mundo, o sea en Arica, Chile, cuando ambos esperábamos un
avión que nos llevaría a Cuba en un vuelo especial, con 70 estudiantes más que venían,
como nosotros, becados por el Gobierno Revolucionario para estudiar una carrera en la
Universidad de la Habana. Habían convocado un concurso para las becas en San Marcos y
nosotros lo habíamos ganado. ¿Pero qué es lo que habíamos en verdad ganado? Como ya lo
he dicho en alguna parte, esa historia de las becas fue solo un señuelo de Fidel Castro para
embarcarnos, a nosotros y a muchachos de Argentina, de Colombia, de Guatemala de toda
América latina en su proyecto anunciado en la conferencia Tricontinental de la Habana, de
exportar la revolución a toda la América Latina, utilizándonos como guerrilleros, o más
bien como carne de cañón. Fue un engaño, una estafa, una trampa, que después quisieron
hacer pasar por "la voluntad soberana de los estudiantes", pero que sólo fue un enorme
embarque para alimentar los fines geopolíticos de Cuba.

Ninguna revolución "a la cubana" triunfó en las décadas siguientes, pero decenas de
guerrilleros argentinos fueron masacrados a traición, y centenares de estudiantes guerrilleros
murieron en toda América Latina, porque fueron forzados o seducidos por Fidel Castro en
persona. Claro, él nos fue a visitar al edificio de estudiantes cuando apenas habíamos llegado
a La Habana, para gritamos su consigna: "El deber de todo revolucionario es hacer la
revolución" que no tenía nada que ver con lo que veníamos a hacer en Cuba. Pero había
muchos chicos entusiasmados con la propuesta, que ya se veían como héroes de la
Revolución Peruana.

Es en este marco donde ocurre la radicalización de Javier, porque desde que pusimos
pie en Cuba el adoctrinamiento comenzó, implacable, y se nos ordenó trepar al Pico
Turquino, el más alto del país, en una marcha con mochila, fusil e impedimenta que duró
17 días, para probar si éramos o no aptos para ir a la guerrilla, cosa que no entraba en los
planes de nadie. Durante todo el camino se escucharon, esporádicamente, protestas
enconadas: "Nos han embarcado". "Yo quiero regresar a Perú" "Nos quieren para carne de
cañón" a las que los cubanos ni caso les hacían.

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El caso de Javier es curioso y meritorio, porque él sí tenía una verdadera beca en
Checoslovaquia para estudiar cine con el maestro Joris lvens, y podía haber continuado
viaje, pero se quedó en Cuba con nosotros, aunque no tenían las más mínimas condiciones
para guerrillero. Era grandazo, si, pero torpe. Y desmañado como él solo, y sospecho que
tenia pie plano, porque cuando se trataba de cruzar un río el único que pisaba mal era Javier
y terminaba cataplum de culo en el arroyo, y ni que de los resbalones: golpes y heridas, pues
él ostentaba el récord de ellas, pero no quería quedarse atrás.

Sin embargo Javier disonaba en ese ambiente popular, grosero y hasta belicoso
conformado por el resto de los becados, que me recordaban mucho a mis compañeros de
Guadalupe, Y desde un principio se lo hicieron notar. Nosotros éramos cholos egresados de
los rudos colegios nacionales, y no gringos amariconados que hablaban inglés. La bronca se
olía en el aire.

Cuando hablé con Javier, en un jardincito frente a la casa donde habitábamos, me


comunicó que él ya había decidido enrolarse en la guerrilla, pero igual conversamos. Yo le
dije, básicamente, que el Perú no era Cuba, y en nuestro enorme territorio, con el triple de
su población. Y con un gobierno no dictatorial, como el de Manuel Prado, era imposible
que una guerrilla de unas pocas decenas de personas tomase el poder en 6 meses, como nos
lo había profetizado Castro, y continué en la misma línea de razonamiento, que Javier no
objetó durante un rato. "Entonces, ¿por qué vas a la guerrilla?" le dije, mirándolo a los ojos,
y él se tomó su tiempo para contestar. Se estiró en el pasto como desperezándose, se sentó y
me dijo:

—¿Sabes cuánto mido yo? Un metro ochenta y cinco....


— ¿Y a qué viene eso? —repuse.
—Tú no entiendes… lo que pasa es que siempre he sido el punto en el colegio, el
gringo cojudo, el grandazo por las huevas —dijo levantando la voz dramáticamente—.
Siempre todo el mundo me ha pegado porque yo no sabía defenderme, siempre me han
tomado de punto, desde la primaria. ¿Entiendes? Seguro que a ti no te ha pasado eso…

Y luego de un silencio continuó: "Pero ahora yo no me corro y quiero demostrarles,


a ti y a todo el grupo, que soy tan hombre como cualquiera, ¿entiendes?", me dijo

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mirándome a la cara, y yo lo comprendí, hondamente. Me puse de pie, le di una palmada
antes de irme y jamás volví a tocarle el punto.

Después me contaron que en el entrenamiento militar Javier había echado cuerpo,


que ahora caminaba erguido, que ya no se tropezaba, y era el único que podía cargar la
ametralladora, esa que de una sola bala tumbaba una palmera. Ya nadie se metía con él y más
bien se había ganado el respeto de todos, que tanto trabajo le había costado. Cuando supe
que había muerto con el ancho pecho destrozado por una bala dum dum, casi lloré por él,
recordando nuestra conversación, la primera y última verdadera que tuvimos, y respeté más
que nunca la desesperada hombría de su decisión.

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➢ Dos destinos: un presidente y un terrorista - Guillermo Thorndike

POR PRIMERA VEZ SE MOSTRABA EL JEFE del MRTA. Era un hombre


delgado, quemado por el sol, con facciones que recordaban su ancestro cusqueño y su
ascendencia china. Estaba próximo a cumplir los 37 años. Su verdadero nombre era Víctor
Polay, y «comandante Rolando» su nombre de combate.

Durante la entrevista, Polay resumió la historia del partido y marcó sus diferencias
con la izquierda «legal» y con Sendero Luminoso. Sus declaraciones contenían varias
sorpresas. El MRTA era un instrumento de lucha, no un fin en sí mismo. El partido se daría
por satisfecho cuando se cumpliesen indispensables transformaciones en la sociedad
peruana. En todos sus manifiestos y propuestas, el MRTA llamaba a la alianza más amplia
posible con los sectores demócratas y patriotas que entendiesen la impostergable necesidad
de un cambio profundo para la salvación nacional. ¿Una alianza, un frente popular... con
quienes? Con los miembros de las fuerzas armadas y policiales aun no contaminados por el
vasto proceso de corrupción, con las bases del pueblo aprista que siguieran identificándose
con las luchas populares. Con la mayoría cristiana. Con los nacionalistas que habían
apoyado al general Velasco Alvarado. No quedaba otro camino que el de la unidad popular,
nacionalista y tercermundista. De ello dependía la supervivencia del país. El Perú se disponía
a entrar al Siglo XXI a la cola de las naciones en subdesarrollo. Los tupamaros se proponían
“rescatar” a todos, dar a cada quien su lugar salvando lo positivo de cada posición.

El jefe del MRTA recordó la tregua acordada por su partido cuando Alan García
asumió la presidencia. Habían suspendido las acciones no porque hubiesen conversado con
el APRA o porque existiera alguna forma de acuerdo. El país avanzaba hacia la guerra con
Sendero y la primera responsabilidad de los tupamaros como revolucionarios no era
empujar la guerra sino evitarla. No podía haber paz sin justicia. La paz tendría que ser fruto
de la justicia social. Si a través del diálogo y de propuestas políticas podían aliviar tensiones,
era su obligación intentarlo. El MRTA nunca sería un obstáculo para la paz verdadera.

Pese a la tregua, el jefe del MRTA no se mostraba optimista. Acaso la profunda


herida peruana no llegase a cicatrizar. No faltaban generales que proponían una gran
matanza: “Liquídese a medio millón de peruanos y se acabó la insurrección”. ¿A quiénes? A
todos. Descontentos, radicales, sindicalistas, sospechosos. Y a sus parientes, a sus amigos, a

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los amigos de los amigos. Medio millón de personas equivalía apenas al dos por ciento de la
población del país. Nada. Una insignificancia.

La suya era otra lógica. Polay explicaba que la subversión, con todos sus errores, con
todas las atrocidades cometidas por Sendero, era expresión de una sociedad determinada.
Mientras no se resolviese el problema social, la violencia tampoco tendría solución. Podían
matar a todo el MRTA, pero aparecerían nuevos insurgentes. ¿No habían matado a Túpac
Amaru, a Rumi Maqui, a Atusparia y a de la Puente? Y ahí estaba el MRTA, la insurrección
que regresaba, la historia inconclusa.

Polay hablaba con soltura y seguridad en sí mismo. ¿Quién era? ¿de dónde había
salido? ¿Cuál era su pasado? También la vida de Polay era una sorpresa para los peruanos.
Era contemporáneo del Presidente Alan García, la vida los había juntado unos veinte años
atrás, para después oponerlos en la búsqueda de un destino distinto para el mismo país.

Ambos venían de familias apristas. El padre de Polay había sido uno de los
fundadores del APRA en 1930. El de Alan García estuvo cerca del líder Haya de la Torre
desde la primera persecución, un año más tarde. Las madres de ambos habían tenido que
criar solas a sus hijos, mientras los maridos sufrían prisión. El viejo Polay y el viejo García
habían conocido lo peor de las cárceles peruanas. Fueron torturados. Ninguno habló. Sus
hijos habían sido preparados por el partido para ejercer futuro liderazgo. Uno y otro
recordaban bien los tiempos en que se habían encontrado en Europa. Cierto destino, aun
indescifrable los hizo coincidir en la misma universidad de España. Se fueron juntos a
Ginebra. a trabajar abriendo zanjas. En París ocurrió el desencuentro. La historia los
convirtió en rivales. Mientras el gobierno reunía una fuerza militar de cinco mil hombres
para lanzarla en su persecución, los tupamaros seguían su metódico recorrido por el valle de
Sisa.

El joven Polay había sido secretario juvenil aprista, jefe del ala izquierda en la escuela
de dirigentes, agitador callejero después de la matanza de mineros en Cobriza. Sufrió seis
meses de prisión. En la cárcel había encontrado a los dirigentes de las minas y fue entonces
que decidió romper con el APRA. Como antes con el viejo Polay, ahora su madre visitaba
puntualmente al hijo para llevarle ropa limpia y alimentos. Cuando salió libre a los veintiún
años, ella le entregó sus ahorros para que se fuese al extranjero. Así había empezado todo, no

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una repetición sino la continuación de una historia inconclusa, como el cumplimiento de
un deber.

Ahora había sido nuevamente encarcelado por su antiguo partido. Alan García
afirmaba que Polay era un delincuente común y que así sería juzgado. Los compañeros de
antes eran diputados, senadores, ministros, presidente. Tenían edecanes, intercambiaban
condecoraciones. Ya no discurseaban en una escuela de dirigentes. Estaban al mando.

En su primera noche en la Prefectura de Lima, invisibles carceleros pateaban la


puerta del calabozo para luego decirle que era hombre muerto. No le habían sacado la
capucha ni las esposas. Ya de madrugada lo llevaron por helados pasadizos a un lugar
alfombrado. Una lámpara hirió sus ojos cuando le arrancaron la venda que los cubría. Lo
hicieron pasar a una oficina presuntuosa en la que esperaban tres personas. De inmediato
sólo pudo reconocer al Primer Ministro, Armando Villanueva.

—Hola Víctor, cómo estás —dijo con familiaridad el Primer Ministro. Había sido
candidato aprista a la presidencia en 1980 y varias veces secretario general del partido. Polay
nunca había tenido trato con él. Villanueva tuvo que explicarse—. Soy un viejo amigo de tu
padre. Juntos hemos estado presos, muchos años…

—Matan al pueblo, no respetan los derechos humanos, ni siquiera sienten piedad


por los heridos que se entregan prisioneros —se revolvió Polay—. Yo no tengo nada de qué
hablar con usted, señor Primer Ministro.
—Quítenle las esposas —amonestó Villanueva—. ¿Quién ha ordenado este
maltrato?

Detrás de Villanueva había un hombre blanco, bien plantado. De todas maneras es


militar, pensó Polay. Mejor aún, marino. Posiblemente un almirante con ropas civiles.

—Tu padre ha pedido que respeten la totalidad de tus derechos. Y así va a ser…

Polay miró largamente al viejo Villanueva. Conservaba cierta apostura pese a los
maltratos de la vida y las persecuciones. En los años cuarenta, había sido el duro entre los
jóvenes apristas, el peleador, el radical, el búfalo. Y ahora, sin embargo, no tenían de qué
hablar. El jefe del MRTA sintió pena por el pasado, por el Perú, por sí mismo. A los cinco

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minutos partió el Primer Ministro con los marinos que lo acompañaban. A Polay lo
esposaron de inmediato.

En la sala de prensa brillaban los reflectores de la televisión. No quedaba sitio para


un reportero más. Forcejeaban por los mejores lugares, discutían. Oyó una voz que
intentaba prevalecer: “Y ahora, caballeros, rogamos un poco de orden... vamos a presentar a
ustedes a Víctor Polay, alias comandante Rolando, el terrorista subversivo considerado jefe
de la secta llamada MRTA”...

—Vamos, camina —escuchó a su escolta. Una descarga de luz sancochó el rostro de


Polay cuando salió al pequeño anfiteatro, seguido por un grupo de gorilas de la Policía
Técnica. El general seguía hablando. Explicaba quién era Rolando y los infinitos delitos que
se le atribuían. La prensa quería escuchar al jefe del MRTA. El general hizo una pausa. De
un salto Polay se puso frente a los periodistas.

—¡Soy un revolucionario del MRTA y exijo que se me trate en condición de tal!


Alan García no tiene ninguna autoridad moral para llamarme delincuentes. En todo caso, él
es el delincuente!...

Recobrados de la sorpresa, los gorilas lo tomaron de los sobacos para sacarlo del
proscenio.

—¡Abusivos!
—¡Déjenlo... quiere hablar! ¡Que hable!
—¡Comandante Polay!... ¿Es cierto que lo han torturado?

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Reflexiones de mi alma - Leoncio Bueno

Burbujita de mi alma, yo te juro


Convertirme en un peón incomparable,
Ser de veras un negro en las tareas,
Cumplir diez mil, cien mil jornadas sudorosas,
Empernarme en mi banco de trabajo
A fin de que tú, ¡siquiera tú!,
Crezcas buenamoza,
Distinguida y un poco impertinente
Y vayas, algún día,
A esa vieja casona de San Marcos
A juntarte con centenares de estudiantes
Inquietos, talentosos, pendencieros,
Desde donde tal vez llegues a hacerte oír
Y suene tu voz como un rebenque impávido,
Y digas esas cosas
Que nosotros no sabemos decir por ser tan rústicos.

Huayno de Comas - Leoncio Bueno

Hablo aquí, en este lugar, atrapado


al alambre de púas del combate social.
Hablo aquí, donde antes no había nada,
siento cada día aumentar mi jaleo.
mi voz, bien subversiva en esta tierra tomada
al impulso de tantos.

Somos 700 mil artistas preñados de violencia moderna,


entre ellos, muchos mejores que yo
hablan y escriben vaticinios.
Soy uno de tantos arrimados.
De tal forma que ni los mismos padres
reconocen a sus hijas.

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Un día la masa dijo ¿somos o no somos?
Tomamos estos cerros, he aquí, se alza una obra
grande
enganchada al remolino de la era espacial.
Mañana vendrán historiadores gringos: sociólogos,
psicólogos, antropólogos.
dirán: “Que interesante…¿Comas ega un paisaje
lunag?”
Exacto. Vinieron los hombres de la masa,
no tenían agua para beber
pero sembraron árboles.

Canto coral a Túpac Amaru - Alejandro Romualdo

Lo harán volar con dinamita.


En masa, lo cargarán, lo arrastrarán.
A golpes le llenarán de pólvora la boca,
lo volarán: ¡Y no podrán matarlo!

Le pondrán de cabeza.
Arrancarán sus deseos, sus dientes y sus gritos.
Lo patearán a toda furia.
Luego lo sangrarán.¡Y no podrán matarlo!

Coronarán con sangre su cabeza;


sus pómulos, con golpes.
Y con clavos, sus costillas.
Le harán morder el polvo.
Lo golpearán: ¡Y no podrán matarlo!

Le sacarán los sueños y los ojos.


Querrán descuartizarlo grito a grito.
Lo escupirán.

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Y a golpe de matanza lo clavarán:
¡y no podrán matarlo!

Lo pondrán en el centro de la plaza,


boca arriba, mirando al infinito.
Le amarrarán los miembros.
A la mala tirarán:¡Y no podrán matarlo!

Querrán volarlo y no podrán volarlo.


Querrán romperlo y no podrán romperlo.
Querrán matarlo y no podrán matarlo.

Querrán descuartizarlo, triturarlo,


mancharlo, pisotearlo, desalmarlo.
Querrán volarlo y no podrán volarlo.

Querrán romperlo y no podrán romperlo.


Querrán matarlo y no podrán matarlo.

Al tercer día de los sufrimientos


cuando se crea todo consumado,
gritando ¡LIBERTAD! sobre la tierra,
ha de volver.¡Y no podrán matarlo!

A otra cosa - Alejandro Romualdo

Basta ya de agonía. No me importa


la soledad, la angustia ni la nada.
Estoy harto de escombros y de sombras.

Quiero salir al sol. Verle la cara


al mundo. Y a la vida que me toca,
quiero salir, al son de una campana
que eche a volar olivos y palomas.

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Y ponerme, después, a ver qué pasa

con tanto amor. Abrir una alborada


de paz, en paz con todos los mortales,
Y penetre el amor en las entrañas
del mundo. Y hágase la luz a mares.

Déjense de sollozos y peleen


para que los señores sean hombres.
Tuérzanle el llanto a la melancolía.
Llamen siempre a las cosas por su nombres.

Avívense la vida. Dense prisa.


Esta es la realidad. Y esta es la hora
de acabar de llorar mustios collados,
campos de soledad. ¡A otra cosa!

Basta ya de gemidos. No me importa


la soledad de nadie. Tengo ganas
de ir por el sol. Y al aire de este mundo
abrir, de paz en paz, una esperanza

Palabra de guerrillero - Javier Heraud

Porque mi patria es hermosa


corno una espada en el aire,
y más grande ahora y aun
más hermosa todavía,
yo hablo y la defiendo
con mi vida.
No me importa lo que digan
los traidores,
hemos cerrado el pasado
con gruesas lágrimas de acero.

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El cielo es nuestro,
nuestro el pan de cada día,
hemos sembrado y cosechado
el trigo y la tierra,
son nuestros,
y para siempre nos pertenecen
el mar
las montañas y los pájaros.

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