Unidad 3 - La Sagrada Escritura: de La Palabra Al Texto

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA ARGENTINA Introducción a la Teología

Apuntes de clase
Prof. P. Julián Ces

Unidad 3 – La Sagrada Escritura

De la Palabra al texto

1. LA REVELACIÓN, PALABRA DE DIOS Y PALABRA HUMANA

Después de haber hecho un recorrido de la historia de la salvación, donde descubrimos como Dios se
reveló con gestos y palabras, vamos ahora a reflexionar sobre las dimensiones humanas de la revelación divina
En todo diálogo y encuentro -y eso es la revelación- los dos interlocutores son parte activa. De ahí el carácter
divino-humano de la revelación, tanto en su origen, como en su estructura y también en lo referente a su
recepción.

a. En su origen
Hay revelación para la conciencia humana cuando determinados acontecimientos significativos se
interpretan desde la experiencia de la fe en Dios. Esta fe no cambia el acontecimiento, le descubre un sentido.
La interpretación del hecho se convierte en palabra, “palabra de Dios”. Por tanto, hay revelación cuando los
hechos (que, en cuanto tales no son ni profanos ni religiosos, sino simplemente hechos) van acompañados de
unas palabra que los explican (Cf. DV 2), y esta explicación se considera proveniente de Dios. En el origen de
la revelación está la voluntad de Dios de darse a conocer por medio de unos signos. Pero la cuestión ahora es
saber cómo la conciencia humana puede ver en estos signos una palabra de revelación, un origen divino.
Para el pueblo de Israel, el acontecimiento histórico de la liberación de Egipto se convirtió en una confesión
de fe, en un “descubrimiento”: Es Yahvé el que ha sacado a su pueblo de Egipto (Deuteronomio 26,5-9). De
manera semejante, los Evangelios presentan el hecho histórico de la vida y muerte de Jesús interpretado desde
una fe, desde una “revelación”: Jesús es el Señor. Tenemos ahí dos tradiciones históricas convertidas en
profesiones de fe y en memorial que actualiza en una posterior comunidad la situación de revelación de la que
se está haciendo memoria.
El acontecimiento histórico que para Israel fue el comienzo de su constitución como pueblo no ha dejado
huella en la literatura egipcia de la época. Porque lo que para Egipto fue una escaramuza fronteriza sin
importancia (algunas tribus conducidas por Moisés escaparon de la esclavitud de Egipto), para Israel fue el
comienzo de su libertad y de una vida nueva algo parecido cabría decir del acontecimiento histórico de Jesús de
Nazareth: disponemos de muy pocos documentos romanos que nos hablen de él. En lo que para Roma fue un
asunto menor ocurrido en una lejana provincia, los cristianos vieron allí su salvación.
Pero detrás de estas historias hay quien sabe interpretar religiosamente los acontecimiento hasta el punto
de que quienes le escuchan reconocen en esa interpretación su propia experiencia. Moisés no era sólo un buen
conductor de hombres; tenía una dimensión “mística” de la vida (Éxodo 33,18-34,9) y se acordaba del “Dios de
los Padres”. El lenguaje religioso, del material humano, descifra posibles (no obligatorias) dimensiones más
profundas que pueden, no obstante, ser experimentadas. Desde su vivencia religiosa, Moisés descubrió la
presencia viva de Dios en el anisa de sus paisanos para librarse de la opresión: el Señor estaba allí presente y
les apoyaba. En la medida en que fue contagiando esta certeza a los demás (cf. Éxodo 14,32: “creyeron en
Yahvé y en Moisés”), ayudándoles a descubrir esta presencia, suscitó historia, promovió el sentimiento religioso
y creó el yahvismo. No se trata solo de un profeta inspirado, capaz de leer la presencia de Dios en los
acontecimientos, no se trata solo de Moisés. Dios también trataba de revelar a los israelitas oprimidos
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acompañantes de Moisés lo mismo que a Moisés. Moisés les ayudó a descubrir la presencia de Dios en el acto
liberador, pero una vez ayudados, ellos lo vieron por sí mismo.
También los apóstoles, tras un largo sábado santo desconcertante, trasformados por la experiencia de la
resurrección de Cristo, supieron explicitar lo que otros admiradores de Jesús de Nazaret, de forma más o menos
vaga, también visto en él, y lograron que el poder de su resurrección, gracias al Espíritu Santo, les moviera a
confesar que Jesús es el Señor. Tampoco aquí se trata solo de los apóstoles. Ellos tuvieron una experiencia de
Jesús resucitado, pero al contagiar esta experiencia a otros seguidos de Jesús, los otros seguidos también
experimentaron -en el mismo sigo de la Palabra, a partir el pan, de la fraternidad- que el Espíritu del Resucitado
actuaba en sus vidas.

b. En sus estructuras
En realidad no hay revelación químicamente pura. No se trata de un oráculo escuchado por un vidente o
adivino. No se trata de un dictado de Dios a un escritor. Esta es la gran diferencia entre la concepción cristiana
y musulmana de la revelación. Las palabras recibidas por el profeta Mahoma son consideradas literalmente como
palabras dictadas por Dios, que Mahoma únicamente transcribe. En la revelación cristiana el profeta tiene un
papel activo, de modo que la palabra de Dios entra en la humanidad por medio de la subjetividad humana. La
revelación pasa por la conciencia de los seres humanos. Pero eso no significa ninguna reducción de lo divino a
lo humano, porque es el don revelador del Padre el que provoca la experiencia religiosa del ser humano.
La revelación no es una palabra que viene de afuera, sino un descubrimiento que provoca lo de fuera. Así
como el poeta descubre en determinadas situaciones, normales y extraordinarias a la vez, dimensiones
profundas de la vida, también la persona religiosa tiene conciencia de la presencia de Dios y de su acción, que
está ahí desde siempre, y le precede. Algo o alguien me abre los ojos: eso es una revelación. En la experiencia
cotidiana ocurre algo que rompe la rutina, y entonces lo que nunca habíamos pensado, nos alcanza como una
gracia que viene de fuera. Desde la vivencia de la fe, de pronto el profeta cobra conciencia de la voluntad de
Dios.
Hay en el evangelio un episodio que puede resultar iluminador. Se trata de Mt. 16,13-20. Jesús después
de preguntar a sus discípulos lo que la gente dice de él, les inquiere sobre lo que dicen sobre ellos sobre él.
Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús respondió: “Dichoso tú, Simón, hijo
de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Jesús
autentifica como palabra revelada proveniente del Padre la confesión de fe de Pedro. Parece como si le dijera:
“No sabes cuánta razón tienes diciendo lo que dices, porque lo que dices no proviene de ti, sino que es una
revelación de Dios”. Pedro, desde su experiencia y conocimiento dela humanidad de Jesús, ha tenido una
“inspiración”; recibida del mismo Dios, que le permite confesar a Jesús como el Mesías y alcanzar así lo más
profundo de la realidad de Jesús. Porque “nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es movido por el Espíritu”
(1 Co 12,3). Y, sin embargo, cada vez que decimos: Jesús es el Señor, podemos señalar las concretas
circunstancias humanas, y sin embargo “divinas”, que nos mueven a ello.

c. La Palabra se hizo libro


Ha llegado el momento de hacer una aclaración a propósito de algo que hemos dicho de diferentes
maneras: la Palabra de Dios, en sentido pleno, es el Verbo encarnado, Jesucristo. En su humanidad Dios ha
dicho todo lo que tenía que decir y lo ha dicho de forma definitiva. El es la Palabra de Dios dicha en forma
humana. Ahora bien, esta Palabra, por ser humana, estaba condicionada y limitada por el tiempo. Su tiempo,
por decirlo de algún modo, era finito, tenía un término. Este término fue, como para cualquier humano, la muerte.
Pero precisamente porque se trataba del Verbo de Dios, la muerte no tenía dominio sobre él. La Palabra
encarnada, rechazada por los hombres, fue acogida por Dios mediante la resurrección.
La Palabra encarnada ya no está aquí. No es de este mundo. Y, sin embargo, “está con nosotros todos
los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La Palabra se ha ido y se ha quedado. ¿De qué modo se ha quedado?
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De muchos modos, pero aquí nos interesa destacar que, por la acción del Espíritu Santo, el Nuevo Testamento
y, a su modo, también el Antiguo, dan testimonio de esta Palabra y la hacen presente. Hoy Jesús de Nazaret
sigue hablando a los hombres que leen y escuchan las Escrituras. Ellas dan testimonio de él y en ellas sigue
resonando su voz para los hombres de todos los tiempos. En analogía con la Palabra del eterno Padre es legítimo
llamar también palabra de Dios a los textos del Antiguo y Nuevo testamento. Y así como en Jesús la Palabra se
hizo hombre, en la Escritura la Palabra se hace libro.
Tales libros son hoy necesarios como testimonio original de Jesús y su mensaje. Con una transmisión
únicamente oral del mensaje, palabras, obras y vida de Jesús, los fallos inevitables de la memoria, las
deficiencias del entendimiento, las formulaciones distintas de la palabra original debido a su transmisión en
épocas y lugares distintos, harían irreconocible la revelación primitiva. Dentro de la fenomenología de la religión,
la consignación por escrito es un hecho normal. Difícilmente cabe pensar en una universalidad escrita sin
escritura. El escrito permanece (cf. Isaías 30,8; 40,8). Pero, por otra parte, el escrito necesita leerse bien y
actualizarse; queda así insinuado el papel de la predicación de la Iglesia y la función del Magisterio, del que
hablaremos en las próximas clases.
La Iglesia apostólica puso por escrito la revelación recibida por medio del Hijo, de la Palabra. Desde
entonces tales escritos son considerados “santos”. En estos escritos la Iglesia ha reconocido no solo un libro
promovido por Dios, sino la palabra de Dios que ha tomado forma en un libro humano, como en Jesucristo ha
asumido la carne humana, de modo que existe un paralelismo entre el hacerse carne y el hacerse libro de la
palabra. En el evangelio de Juan, el mismo Jesús se identifica con su palabra, esta misma palabra que
permanece en sus discípulos (Juan 15,7). La carta a los Gálatas (3,8) identifica la “palabra de Dios” que según
el génesis Dios dirigió a Abraham con “la Escritura”. Resulta significativa al expresión de Romanos 9,17: “La
Escritura dice, habla”, refiriéndose a lo que Moisés dijo al Faraón como “palabra de Dios”. Decir, hablar,
propiamente solo puede emplearse de una persona. “La Escritura dice”: así quedan combinados dos conceptos
opuestos, la palabra hablada y escrita. La Palabra de Dios se hace perceptible para los hombres de todos los
tiempos al transformarse en Escritura.
La Escritura es hoy el sacramento, la mediación de l a que disponemos para acceder y escuchar la “Palabra
de Dios”. La Escritura es el sacramento del que hoy disponemos para acceder a Jesucristo que, propiamente
hablando, es el sacramento original de Dios, el lugar en el que Dios se hace presente en nuestra humanidad.
Hecha esta aclaración podemos seguir con nuestra reflexión. En adelante al hablar de la Palabra de Dios nos
referiremos a la mediación del la Escritura. A continuación trataremos de los autores de estos escritos.

d. Los hagiógrafos “verdaderos autores”


Para comprender correctamente la revelación y, en concreto la revelación escrita, hay que colocar, junto
a la acción divina, la acción humana. Esto lo ha sabido destacar la Dei Verbum (del Concilio Vaticano II), en claro
contraste con la tendencia imperante en los documentos del Magisterio y en los teólogos anteriores al Concilio,
que más bien consideraban la revelación escrita como una especie de “dictado” y recurrían al concepto de
“causalidad instrumental” para definir la actividad de los autores sagrados.. En efecto. La Dei Verbum (nº 11),
después de recordar que “todos los libros del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento, en cuanto que
escritos por inspiración del Espíritu Santo, tiene a Dios como autor”, también afirma que “en la composición de
los Libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos”, de forma
que a estos hombres hay que considerarlos como “verdaderos autores”. En suma, “todo en la Biblia viene a la
vez de Dios y del autor humano.
Hay que afirmar, pues, que si Dios es autor y los escritores bíblicos son “verdaderos autores”, estamos
ante dos auténticos autores de un mismo texto. Encontramos una buna analogía para entenderlo en el caso del
secretario de un jefe de estado que le redacta los discursos. El discurso es, en cierto modo, de los dos. Aunque
a efectos jurídicos e ideológicos el discurso es del jefe de estado, a efectos literarios y también ideológicos, el
discurso es del secretario. Dos referencias bíblicas pueden servir para confirmar esta cuestión del doble autor.
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Dice la primera carta a los Corintios 12, 3: “nadie puede decir: Jesús es el Señor, si no es movido por el Espíritu
Santo”. Y, sin embargo, Lucas, para decir que Jesús es el Señor, ha realizado todo un trabajo de paciencia y
cuidadosa investigación y ha redactado los materiales recogidos en el orden que la parecido conveniente (Lucas,
1,1-4).
El problema, en este asunto del doble autor, surge porque la acción divina no se encuentra al lado de la
acción humana, sino en la misma acción humana. Lo divino y lo humano no son dos magnitudes separables
(como podría serlo en el caso del secretario y del jefe de estado, en el que cada un tiene su propia aportación
en el resultado único), sino que forman una unidad sustancial, en la que lo divino impregna, da forma, es como
el alma de lo humano, pero solo se capta a través de lo humano. “Dios habla en la Escritura por medio de
hombres y en lenguaje humano”, afirma Dei Verbum 12. Lo mismo Juan Pablo II en Fides et Ratio 84: “La palabra
de Dios es siempre palabra divina en lenguaje humano”. En la partícula “en” está toda la dificultad, porque la
dimensión humana y la divina de la revelación no so dos realidades distintas, forman una única realidad. Dios
donde habla es “en” el lenguaje humano, no “además de”, más allá de, por encima de o por debajo del lenguaje
humano. Por tanto, el hablar de Dios no podrá descubrirse nunca al margen o más allá del lenguaje humano en
el que se manifiesta.
El número 12 de la Dei Verbum, tras afirmar que Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en
lenguaje humano, ofrece dos orientaciones fundamentales para conocer lo que dice Dios. En primer lugar es
necesario captar con la mayo exactitud lo que dice el texto humano y su sentido. Eso exige tener en cuenta los
géneros literarios, conocer el ambiente social en el que el texto se escribió, buscar lo que el autor dice e intenta
decir, según su tiempo y su cultura, tener en cuenta el modo de narrar, de pensar, y de expresarse en tiempos
del escritor. Pero sin olvidar que un texto humano puede recibir distintas, a veces, contradictorias
interpretaciones. De ahí la importancia de la segunda advertencia, que nos sitúa en sintonía con la palabra divina
que el texto humano expresa: “La Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita”. Pues los
textos bíblicos no son sólo históricos, son textos teológicos, tienen una pretensión salvífica (cf. Juan 20.31),
necesitan de la fe para ser comprendidos hasta el fondo. Para leer la Escritura con el es Espíritu con que fue
escrita hay que “tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la
Iglesia y la analogía de la fe”. Sólo leído con fe, en su totalidad y en su contexto eclesial el texto bíblico alcanza
su verdad sentido.

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