Evelyn Waugh Un Punado de Polvo

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Un

crítico ha señalado con razón que «Evelyn Waugh (1903-1966) es el más


importante novelista cómico inglés desde Charles Dickens».
El clima habitual de sus relatos es la alta sociedad británica de los años veinte y
treinta, cuya estudiada dosificación de refinamiento y superficialidad le atrae y
disgusta simultáneamente; mediante el distanciamiento humorístico, la sátira
corrosiva y la comedia negra, el cronista transforma esa realidad mundana
sociológicamente observada en una estructura literaria penetrada por la ironía, espejo
deformante en el que se reflejan —sin que sus perfiles se desdibujen hasta la
caricatura ni sus movimientos degeneren en farsa— los hombres y los conflictos de
una Inglaterra que trata de olvidar sufrimientos pasados. Evelyn Waugh es sobre todo
un maestro en la construcción de personajes; entre los que pueblan Un puñado de
polvo (1934) —su más lograda novela en opinión de Edmund Wilson— encontramos
figuras tan acabadas como Tony Last (el aristócrata que, siguiendo una vieja tradición
literaria, trata de rehacer su vida en países lejanos e ignotos), John Beaver (un
cazador de dotes que obedece disciplinadamente la estrategia establecida por su
madre) y Brenda Rex (espécimen femenino de la sociedad londinense, obligada por
su matrimonio a aburrirse en una mansión campestre).

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Evelyn Waugh

Un puñado de polvo
ePub r1.0
Titivillus 14.02.2020

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Título original: A Handful of Dust
Evelyn Waugh, 1934
Traducción: Josefina Gainza, 1957

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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1. Du Côté de Chez Beaver

—¿Alguien se lastimó?
—No, gracias a Dios —dijo Mrs. Beaver—; sólo dos sirvientas que, aterrorizadas,
saltaron al patio a través de la claraboya. No corrían ningún peligro. El fuego no llegó
a los dormitorios. Sin embargo, será necesario redecorarlos, pues todo quedó negro
de humo y chorreando agua. Felizmente tenían uno de esos viejos matafuegos que lo
arruinan todo. No nos podemos quejar: las habitaciones principales están
completamente destruidas y todo estaba asegurado. Sylvia Newport conoce a la gente
de la compañía. Tengo que verlos hoy, antes de que los pesque ese vampiro de Mrs.
Shutter.
Mrs. Beaver, en pie y de espaldas a la chimenea, tomaba su yogur matutino.
Sostenía el envase debajo de la barbilla y sorbía el contenido con la cuchara.
—¡Cielos, que mejunje desagradable! Debieras tomarlo, John. Tienes mala cara
últimamente. Si yo no lo tomara, no sé cómo podría soportar el trajín del día.
—Pero, mamita, no tengo tanto que hacer como tú.
—Es cierto, hijo.
John Beaver vivía con su madre en la casa de Sussex Gardens, adonde se había
mudado después de la muerte de su padre. Había poco en ella que recordara los
interiores, elegantemente austeros, que Mrs. Beaver planeaba para su clientela.
Estaba repleta de los muebles invendibles de dos casas más grandes, muebles que no
aspiraban a pertenecer a periodo alguno y menos aún al presente. Los mejores y los
que tenían algún interés sentimental para Mrs. Beaver se arrumbaban en el salón en
forma de L del piso alto.
Beaver tenía un oscuro saloncito en la planta baja, detrás del comedor, con su
teléfono particular. Una sirvienta ya vieja se encargaba de su ropa. También limpiaba,
lustraba y ordenaba simétricamente sobre el tocador y sobre la cómoda una colección
de objetos sombríos y voluminosos que habían pertenecido al cuarto de vestir de su
padre: indestructibles recuerdos de su casamiento y mayoría de edad, de marfil,
orlados de bronce, revestidos de cuero, con monogramas de oro —características de
una masculinidad «Eduardina» y costosa—, frascos de bolsillo para llevar whisky a
las carreras y cacerías, cajas de cigarros, recipientes para tabaco, complicadas pipas
de espuma de mar, abotonadores, cepillos para sombreros.

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Tenían cuatro personas de servicio, todas mujeres y, menos una, todas viejas.
Cuando le preguntaban a Beaver por qué vivía allí en vez de instalarse solo, a
veces contestaba que creía que a su madre le gustaba tenerlo en casa (ella, a pesar de
su trabajo, se sentía sola); otras veces decía que economizaba así por lo menos cinco
libras por semana. Como su renta total oscilaba alrededor de las seis libras por
semana, esto le significaba un ahorro importante.
John tenía veinticinco años. Desde que saliera de Oxford hasta el comienzo de la
crisis mundial había trabajado en una agencia de publicidad. A partir de entonces,
nadie había podido conseguirle otro trabajo. Por lo tanto, se levantaba tarde y se
quedaba casi todo el día al lado del teléfono a la espera de algún llamado.
Mrs. Beaver, siempre que podía, se tomaba una hora de descanso a media
mañana. Acudía a las nueve en punto a su negocio, y hacia las once sentía la
necesidad de un descanso. Entonces, cuando no esperaba a ningún cliente importante,
tomaba su auto y se volvía a Sussex Gardens.
Allí ya la esperaba Beaver, vestido y listo para el matutino intercambio de
chismes, al que ella había llegado a aficionarse tanto.
—¿Qué hiciste anoche?
—Audrey me llamó a las ocho y me invitó a comer. Éramos diez en el Embassy.
Medio pesado. Luego fuimos a una reunión planeada por una señora de Trommet.
—Ya sé a quién te refieres. Norteamericana. Aún no ha pagado las fundas de toile
de jouy que le hicimos en abril. Yo también me aburrí, no ligué una carta en toda la
noche, y salí perdiendo cuatro libras con diez.
—¡Pobre mamita!
—Almuerzo en casa de Viola Chasm. ¿Qué vas a hacer tú? Creo que no he dado
órdenes para hoy.
—Por el momento no sé. Puedo ir a almorzar al Brat’s Club.
—Pero es tan caro…; estoy segura de que si se lo pedimos, Chambers puede
prepararte algo aquí. Pensé que almorzabas fuera.
—Bueno, quizá lo haré; aún no son las doce.
(Casi siempre las invitaciones para Beaver llegaban en el último momento, a
veces cuando ya había empezado a comer solo en una bandeja. «John, querido, ha
habido una confusión y Sonia vino sin Reggie. Sé bueno y sácame del apuro. Eso sí,
tienes que venir pronto, pues ya pasamos al comedor». Entonces John se lanzaba
como loco en procura de un taxi y llegaba, lleno de disculpas, después del primer
plato… Rara vez reñía con su madre, pero una de las últimas peleas fue cuando
abandonó de esta manera un almuerzo que daba ella).
—¿Adónde vas este fin de semana?
—A Hetton.
—¿Quién vive en Hetton? No recuerdo.
—Tony Last.
—¡Ah!, claro. Ella es preciosa, él medio pesado. No sabía que lo conocieses.

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—Bueno, en realidad no lo conozco. La otra noche, en el Brat’s, Tony me invitó.
A lo mejor se ha olvidado.
—Mándales un telegrama para recordárselo. Es mucho mejor que hablar por
teléfono, pues evitas la oportunidad de que busquen excusas. Envíalo mañana, justo
antes de partir. Me deben una mesa.
—¿Sus antecedentes?
—Solía verla a menudo antes de su matrimonio. Es Brenda Rex, hija de lord St.
Cloud. Muy rubia, aspecto de ondina. Tenía mucho éxito de soltera. En cierto
momento, todos creyeron que se iba a casar con Jock Grant-Menzies. Fue una lástima
que se casara con Tony Last; es un pedante. Me parece que ya es hora de que empiece
a aburrirse. Se casaron hace cinco o seis años. Tienen bastante dinero, pero todo se
les va en mantener la finca. No la conozco, pero creo que es enorme y horrenda.
Tienen un chico por lo menos, quizá más.
—Mamita, eres una maravilla, conoces la vida y milagros de todo el mundo.
—Resulta muy útil; es sólo cuestión de escuchar lo que dicen los demás.
Mrs. Beaver fumó otro cigarrillo y luego regresó a su negocio. Una señora
norteamericana compró dos acolchados a treinta guineas cada uno; lady Metroland
habló por teléfono para pedir detalles sobre un cielo raso de cuarto de baño; un joven
desconocido compró un almohadón al contado. En los intervalos, Mrs. Beaver pudo
bajar al subsuelo, donde dos chicas tristonas estaban empaquetando pantallas para
lámparas. Abajo hacía frío, a pesar de la estufa de queroseno, y las paredes estaban
siempre húmedas. Advirtió con satisfacción que las chicas se estaban poniendo
bastante diestras, en especial la más bajita, que manejaba los cajones como un
hombre.
—Muy bien —dijo Mrs. Beaver—, lo está haciendo usted muy bien, Joyce;
pronto le daré una tarea más interesante.
—Muchas gracias, Mrs. Beaver.
«Será mejor que sigan haciendo paquetes —resolvió para sí Mrs. Beaver— tanto
tiempo como puedan aguantar. Ninguna de las dos tiene bastante chic para trabajar
arriba». Ambas habían pagado suculentas primas para que Mrs. Beaver les enseñara
su arte.
John permanecía sentado junto al teléfono. De pronto sonó la campanilla y una
voz dijo: «¿Mr. Beaver? No corte, por favor, lady Tipping quiere hablar con usted».
Siguió un silencio pleno de agradable expectativa. Lady Tipping daba un almuerzo
ese mismo día; Beaver lo sabía. La noche anterior habían estado un rato juntos y John
creía haberle causado muy buena impresión. Quizás alguien le había fallado a última
hora…
—Mr. Beaver, ¡oh! siento tanto incomodarlo. Pero quisiera saber si usted podría
darme el nombre de aquel muchacho que me presentó anoche en casa de madame de
Trommet. El de bigote rojizo. Creo que es miembro del Parlamento.
—Me imagino que se refiere a Jock Grant-Menzies.

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—Sí, al mismo. ¿Sabe usted por casualidad dónde podría encontrarlo?
—Figura en la guía; pero no creo que lo encuentre en su casa ahora. Podría tal vez
hablarle al Brat’s, alrededor de la una. Casi siempre está allí.
—Jock Grant-Menzies, Brat’s Club. Muchísimas gracias. Ha sido usted muy
amable. Espero que venga a visitarme algún día. Adiós.
Después de esta llamada, el teléfono permaneció silencioso.
A la una, Beaver había perdido toda esperanza. Se puso el sobretodo, los guantes,
el sombrero, y, con el paraguas cuidadosamente enrollado, se dirigió al Club, luego
de tomar el autobús hasta la esquina de Bond Street.

El aire vetusto que emanaba el Brat’s a causa de su fachada Georgiana y de sus


salones recubiertos con paneles de hermosa madera, era enteramente espurio, pues se
trataba de un club de origen reciente, fundado durante aquella fiebre de
bienaventuranza que siguió a la terminación de la guerra. Estaba destinado a gente
joven, para que ésta tuviese un lugar donde poder repantigarse frente al fuego y hacer
bulla en el salón de juegos sin recibir las miradas adustas de los socios mayores.
Pero ahora, esos mismos fundadores estaban entrando en la madurez; eran más
pesados, más calvos, de cara más colorada, que cuando abandonaron el servicio
activo, pero su jovialidad persistía y ahora les había llegado el turno de avergonzar a
sus sucesores, deplorando su falta de masculinidad y de hidalguía.
Seis anchas espaldas separaban a Beaver del bar. Se instaló en uno de los sillones
del salón y comenzó a hojear el New Yorker, a la espera de que llegase algún
conocido.
Jock Grant-Menzies subió. Los hombres del bar lo recibieron con los saludos de
siempre: «Hola, Jock, viejo, ¿qué quieres beber?», o más sencillamente: «¿Qué hay
de nuevo, viejo?». Era demasiado joven para haber intervenido en la guerra, pero ello
no obstante, aquellos hombres tenían buena opinión de él. Les gustaba mucho más
que Beaver, que, en su opinión, nunca debió haber sido admitido en el Club. Pero
Jock se detuvo para conversar con Beaver.
—Bueno, viejo —dijo—, ¿qué vas a tomar?
—Nada, por el momento —Beaver miró su reloj—. Sin embargo, me parece que
ya es hora de tomar algo. Coñac y ginger ale.
Jock llamó al barman y luego dijo:
—¿Quién es esa vieja con quien me clavaste en la fiesta de anoche?
—Lady Tipping.
—Me lo figuraba. Eso lo explica todo. Abajo me dejaron un mensaje de que
alguien, con un nombre parecido, quería invitarme a almorzar hoy.
—¿Vas a ir?
—No, no me resultan los almuerzos. Además, hoy al levantarme resolví que
comería unas ostras aquí.

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El barman trajo las bebidas.
—Mr. Beaver. En mis cuentas del mes pasado figura una deuda suya de diez
chelines.
¡Ah!, gracias, Mac Dougal, recuérdemelo otra vez, ¿quiere?
—Muy bien, señor.
Beaver dijo:
—Me voy a Hetton mañana.
—¿Vas a ir? Dales cariños a Tony y a Brenda.
—¿Qué tal se lo pasa allí?
—Muy tranquilo y agradable.
—¿No hay juegos con papel y lápiz? Usted sabe a qué me refiero: completar
palabras, palabras cruzadas, etc.
¡Oh!, no, nada de eso. Un poco de bridge, chaquete y póquer barato con los
vecinos.
—¿Cómodo?
—No está mal. Bebida abundante; más bien escasos de cuartos de baño. Te
puedes quedar en cama toda la mañana.
—No conozco a Brenda.
—Te gustará; es una muchacha espléndida. Pienso a menudo que Tony Last es
uno de los hombres más afortunados que conozco. Tiene bastante dinero, le gusta el
lugar, tiene un hijo a quien adora, una mujer afectuosa; y ni la más mínima
preocupación.
—Muy envidiable. ¿No sabes de nadie más que piense ir? Estaba pensando en
conseguir que alguien me llevase.
—Lo siento, no sé de nadie. Pero es muy fácil llegar por tren.
—Ya sé; pero es más agradable en automóvil.
—Y más barato.
—Sí, más barato, me imagino… Bueno, bajo a almorzar. ¿No quieres tomar otro?
Beaver se levantó para marcharse.
—Sí, creo que sí.
—Mac Dougal, dos más, por favor.
Mac Dougal preguntó:
—¿Se los pongo en su cuenta, señor?
—Sí, por favor.
Más tarde, en el bar, Jock comentaba:
—Lo obligué a Beaver a pagarme una copa.
—No le debe haber hecho gracia.
—Por poco se muere. ¿Saben ustedes algo sobre cerdos?
—No, ¿por qué?
—Porque insisten en escribirme sobre cerdos desde mi distrito electoral.

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Beaver bajó a la planta baja, pero, antes de entrar en el comedor, le pidió al
portero que llamara a su casa para ver si había algún mensaje para él.
—Lady Tipping llamó hace unos minutos y preguntó si usted podría almorzar con
ella hoy.
—¿Quiere hacerme el favor de llamarle y decirle que con mucho gusto, pero que
quizá llegue unos minutos tarde?
Poco después de la una y media salía del Brat’s y se dirigió a paso apresurado
hacia Hill Street.

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2 Gótico inglés

El extenso parque de Hetton Abbey está situado entre las aldeas de Hetton y
Compton Last. Esta mansión, otrora una de las más notables del Condado, fue
enteramente reconstruida en el año 1864 en estilo gótico, y carece ahora de todo
interés. Los jardines están abiertos al público todos los días hasta la puesta del sol y
la casa puede visitarse previa solicitud por escrito. Posee algunos buenos retratos y
buenos muebles. Desde la terraza se domina una hermosa perspectiva.
Este párrafo de la Guía del Condado no molestó mucho a Tony Last. Había oído
cosas peores. Su tía Francés, amargada por una educación demasiado severa, observó
que los planos de la casa debían haber sido adaptados por Mr. Pecksniff[1], de
acuerdo con los que había diseñado uno de sus alumnos para un Asilo de Huérfanos.
Pero Tony amaba de corazón cada uno de sus ladrillos y tejas barnizadas. Sabía que,
en cierto modo, ofrecía dificultades a una dueña de casa. Pero lo mismo sucedía con
toda casa grande. No se adaptaba del todo a las ideas del confort moderno; pero él
tenía proyectadas muchas pequeñas mejoras, que podrían efectuarse en cuanto
terminara de pagar los impuestos de la sucesión. Mas el aspecto general y la
atmósfera de la residencia, el perfil de las almenas proyectadas contra el cielo; la
torre central con el reloj, cuyas campanadas despertaban cada cuarto de hora a todos
salvo a los de sueño muy pesado; la penumbra eclesiástica del vestíbulo central, con
su cielo raso ornamentado con arabescos en rojo y oro y apoyado en columnas de
granito pulido, con capiteles esculpidos, alumbrado a medias durante el día por la luz
que se filtraba a través de las ventanas ojivales, cuyos cristales ostentaban motivos
heráldicos, y que por la noche se iluminaba con un inmenso candelabro de bronce y
hierro forjado, en el cual los primitivos mecheros habían sido reemplazados por
veinte lamparillas eléctricas; las ráfagas de aire caliente que subían repentinamente
del suelo a través de las rejas de hierro fundido del anticuado aparato para
calefacción; las corrientes de frío glacial de los corredores más alejados, donde se

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habían clausurado los radiadores para economizar carbón; el gran comedor con su
cielo raso artesonado y su palco de pinotea para los músicos; los dormitorios con sus
camas de bronce, cada una con un friso decorado con un texto gótico, cada una con
un nombre tomado de la obra de Malory: Isolda, Elaine, Mondulfo, Merlín, Gandolfo,
Berenguela, Lancelote, Perceval, Tristón, Galahad. El cuarto de vestir de Tony se
llamaba Pata Morgana, y en el aposento de Brenda, denominado Ginebra, la cama
descansaba sobre una tarima, las paredes estaban cubiertas de tapices y la chimenea
parecía una tumba de siglo XIII; desde la ventana saliente se podían contar las torres
de seis iglesias… Todas estas cosas, entre las cuales se había criado, eran para Tony
fuente permanente de deleite y felicidad; objeto de tiernos recuerdos y de orgullosa
posesión.
Sabía bien que ya no estaba de moda. Veinte años atrás gustaban los
revestimientos de madera y el peltre; se preferían urnas y columnas; pero llegaría el
momento, quizá en la época de John Andrew, en que la opinión pública restituyera
Hetton al lugar que le correspondía. Ya se referían a él como a «algo divertido» y un
joven muy cortés había pedido permiso para sacar fotografías de la casa para una
revista de arquitectura.

El cielo raso de Fata Morgana no estaba en perfecto estado. Para dar una
impresión de madera artesonada habían clavado sobre el revoque tablillas en forma
de cuadros, pintadas de oro y azul y decoradas alternativamente con flores de lis y
rosas Tudor. Pero en un rincón había penetrado la humedad, dejando una gran
mancha que había oxidado el oro y borrado el color. En otro lugar las tablillas se
habían astillado y despegado del yeso. Acostado en la cama, durante los graves diez
minutos que separan el momento de despertar del instante en que uno se resuelve a
tocar el timbre, Tony estudió todas esas fallas y nuevamente tomó la resolución de
subsanarlas. Se preguntaba, sin embargo, si sería fácil hoy en día encontrar artesanos
capaces de una tarea tan delicada.
Fata Morgana había sido su habitación desde que dejara el cuarto de los niños.
Lo habían puesto allí para que estuviera cerca de sus padres —inseparables en
Ginebra—, pues hasta grande solía tener pesadillas. Desde que dormía en Fata
Morgana no había quitado nada de la habitación; en cambio, cada año añadía alguna
cosa, por lo que ahora era como una exposición representativa de cada fase de su
adolescencia: la estampa de un acorazado del suplemento ilustrado de Chums, con
todos sus cañones arrojando fuego y humo; una fotografía de un grupo de
condiscípulos; un bargueño, llamado «El Museo», lleno de los frutos de hobbies
pasajeros (huesos, mariposas, fósiles y monedas); las fotografías de sus padres en el
mismo marco de cuero que tenía a su cabecera en el colegio; la de Brenda, de ocho
años atrás, cuando trataba de comprometerse con ella; una de Brenda y John, tomada
inmediatamente después del bautismo; una acuatinta de Hetton, tal como era antes de

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que su bisabuelo lo demoliera; algunos estantes con libros: Bevis, Escultura de
Madera para el hogar, Prestidigitación para todos, Los jóvenes visitantes, Las leyes
de hacendados y arrendatarios y Adiós a las Armas.
Era el momento en que en toda Inglaterra la gente se estaba despertando,
deprimida y nerviosa. Tony, durante diez minutos, planeó alegremente desde la cama
la reparación de su techo. Luego tocó el timbre.
—¿Se ha despertado la señora?
—Llamó hace un cuarto de hora, señor.
—Entonces tomaré el desayuno en su habitación.
Se puso la bata y las chinelas, y pasó a Ginebra.
Brenda estaba en la cama, colocada sobre una tarima. Había insistido en tener una
cama moderna. La bandeja del desayuno estaba a su lado y la colcha se hallaba
cubierta de sobres, cartas y periódicos. Tenía la cabeza apoyada en una pequeña
almohada celeste. La cara, sin afeites, aparecía descolorida, casi como una perla
rosada, con un tono apenas más acentuado que el de los brazos y el cuello.
—¿Qué tal? —dijo Tony.
—Un beso.
Se sentó en la cabecera al lado de la bandeja. Brenda se inclinó hacia él (una
ondina surgiendo de lo más profundo de aguas claras). Eludiendo sus labios, le rozó
la mejilla, como un gato. Una manera muy suya.
—¿Nada interesante? —dijo Tony, recogiendo algunas cartas.
—No. Mamá quiere que la niñera le mande las medidas de John. Le está tejiendo
algo para Navidad. Y el alcalde quiere que yo inaugure algo el mes próximo. No es
necesario que acepte… ¿No?
—Creo que deberías. Hace mucho tiempo que no lo ayudamos en nada.
—Bueno, tendrás que escribirme el discurso. Ya estoy un poco vieja para el tono
infantil del que solía endilgarles siempre. También escribe Angela para convidarnos a
pasar Año Nuevo con ella.
—La respuesta es fácil. No iremos mientras yo esté vivo.
—Ya me lo imaginaba…, aunque podría ser divertido.
—Ve tú si quieres; yo no podré salir de aquí.
—Está bien. Ya sabía que sería «no», antes de abrir la carta.
—Dime, ¿qué placer puede haber en ir nada menos que hasta Yorkshire en pleno
invierno?
—Querido, no te enojes, ya sé que no iremos. No me importa nada. Sólo pensé
que sería divertido por una vez probar la comida ajena.
En este momento entró la mucama de Brenda y trajo la otra bandeja. Tony la hizo
poner al lado del asiento del ventanal y empezó a abrir sus cartas. Miró por la
ventana. Sólo cuatro de las seis torres de iglesias eran visibles aquella mañana. De
pronto, dijo:
—En realidad, creo que podría arreglármelas para estar libre ese fin de semana.

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—Querido, ¿estás seguro de que no te resultará demasiado desagradable?
—No, creo que no.
Mientras se desayunaba, Brenda le leía los diarios.
—Reggie ha pronunciado otro discurso… Hay una fotografía muy buena de Babe
y Jock… Una mujer en América ha tenido mellizos de dos maridos diferentes. ¿Lo
hubieras creído posible? Dos personas más en los hornos de gas… Una niñita fue
estrangulada con un cordón de zapatos en un cementerio… Están en las últimas
representaciones de aquella pieza que fuimos a ver acerca de una granja.
Luego le leyó el folletín. Él encendió la pipa.
—Me parece que no me escuchas. ¿Por qué Sylvia no quiere que Rupert reciba la
carta?
—¿Qué? ¡Ah! Sí. Bueno, en realidad ella no confía en Rupert.
—Lo sabía. No hay ningún personaje en el cuento que se llame Rupert. Nunca
más te voy a leer.
—Bueno, te diré la verdad. Estaba pensando.
¡Hum!
—Estaba pensando en lo agradable que resulta que hoy sea sábado por la mañana
y que nadie venga para el fin de semana.
¡Oh!, ¿pensabas en eso?
—¿Tú no?
—Bueno, a veces me parece un poco absurdo mantener una casa de este tamaño
si de vez en cuando no invitamos a alguien.
—¿Absurdo? No sé qué quieres decir. Yo no conservo esta casa para que sirva de
hotel a una cantidad de chismosos insoportables. Hemos vivido siempre aquí y espero
que John pueda conservarla cuando yo desaparezca. Tenemos deberes que cumplir
para con la gente que empleamos y también con la propiedad. Sería una gran pérdida
para la tradición y sociabilidad inglesas si…
Tony interrumpió su discurso y miró hacia la cama. Brenda se había puesto boca
abajo y sólo asomaba la coronilla por encima de las sábanas.
¡Dios mío! —murmuró con la cara hundida en la almohada—. ¿Qué habré hecho?
—Dime, ¿me estoy poniendo pomposo otra vez?
Brenda se volvió a un lado de manera que asomaran sólo un ojo y la nariz.
¡Oh!, no, querido, no podrías serlo.
—Lo siento.
Brenda se incorporó.
—Por favor, perdóname, no quise molestarte. Yo también estoy encantada de que
no venga nadie.
(Estas escenas de buen humor y comprensión doméstica habían sido más o menos
continuas en la vida de Tony y Brenda, durante siete años).
El día era templado para Inglaterra: bruma en los bajos y sol pálido en las colinas.
Los matorrales ya no goteaban porque no tenían hojas que conservaran la lluvia; pero

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el suelo debajo de los arbustos estaba húmedo, oscuro en las sombras, irisado donde
daba el sol.
Los senderos estaban empapados y el agua corría por las zanjas.
John Andrew, tieso y solemne como un oficial de la Guardia Real, montado en su
pony, esperaba que Ben terminase de prepararle la valla para el salto. Tormenta le
había sido regalada por su tío Reggie el día que cumplió seis años. John le había
puesto ese nombre después de prolongadas consultas. Antes se llamaba Christabella,
lo cual, según Ben, era más bien un nombre de galgo que de caballo. Ben había
conocido un ruano de ese nombre que había muerto a dos jinetes y ganado la carrera
de vallas local durante cuatro años seguidos. Era un caballo espléndido, decía Ben,
hasta que, en una cacería, se llevó por delante una valla y hubo que sacrificarlo. Ben
conocía la historia de muchos caballos. Había uno llamado Cero con el cual un año,
en Chester, había ganado cinco apuestas. Y durante la guerra había conocido una
mula llamada Menta, que había muerto por beber toda la ración de ron del
regimiento. Pero John no iba a dar a su caballo el nombre de una mula borracha. De
suerte que al final se decidieron por Tormenta, a pesar de su temperamento
imperturbable.
Era una yegua baya oscura de crin y cola largas. Ben le había dejado las patas sin
tusar. Insistía en mordiscar el pasto a pesar de los esfuerzos de John por mantenerle la
cabeza alta.
Antes de la llegada de Tormenta las lecciones de equitación habían sido muy
distintas. Trotaba por el paddock sobre un pequeño Shetland llamado Bunny, al cual
llevaba de la brida su niñera jadeante. Ahora, era asunto de hombres. Nanny, sentada
en un banco plegadizo, tejía y no los podía oír. En consecuencia, Ben había adquirido
mayor importancia. De peón cuidador de caballos de la chacra, ahora era todo un
caballerizo especializado. En lugar del pañuelo anudado al cuello, usaba un corbatín
con un alfiler en forma de cabeza de zorro. Era un hombre que había recogido variada
experiencia en otros lugares del país.
Ni Tony ni Brenda practicaban la caza, pero deseaban que John lo hiciera. Ben ya
imaginaba las caballerizas llenas y se veía dirigiéndolas. Mr. Last no era persona de
tomar a un extraño.
Ben había hecho agujerear dos postes para colocar allí garfios de hierro y una
barandilla blanca. Con esto armó un obstáculo de sesenta centímetros de altura en
medio del potrero.
—Ahora, ¡cuidado! Lárguela a galope corto, y cuando salte, inclínese hacia
delante en la montura y pasará como un pájaro. Llévela derecho al obstáculo.
Tormenta salió al trote, galopó dos trancos, luego cambió de idea, y, justo al llegar
frente al obstáculo, se puso a trotar de nuevo y pasó por el costado. John recobró el
equilibrio soltando las riendas y agarrándose a la crin con las dos manos; miró con
aire de culpabilidad a Ben, que le gritó:

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—¿Para qué cree que sirven esas malditas piernas? Tome esto y péguele cuando
se arrime al obstáculo —y le entregó una fusta.
Nanny estaba al lado del portón releyendo una carta de su hermana.
John retrocedió con tormenta y probó de nuevo el salto. Esta vez fueron derechos
al obstáculo. Ben le gritó: «¡Las piernas!», y John taloneó con fuerza, perdiendo los
estribos. Ben levantó los brazos como espantando cuervos. Tormenta saltó; John se
alzó sobre la montura y aterrizó de espaldas sobre el pasto.
Nanny se levantó alarmada.
—¡Oh! ¿Qué ha sucedido, Mr. Hacket? ¿Se ha lastimado?
—No le ha pasado nada —dijo Ben.
—Estoy perfectamente —aseguró John—. Creo que Tormenta cambió el paso.
—¿Cambió el paso? ¡Su abuela! Usted abrió las malditas piernas y se dio un
culazo. No suelte las riendas la próxima vez. En esa forma puede perder la presa.
En la tercera tentativa, John saltó y se encontró jadeante e inseguro con un estribo
balanceándose en el aire y una mano agarrada a la crin; pero, a pesar de todo, firme
en la montura.
—Muy bien. ¿Qué tal anduvo esto? Pasó como una golondrina. ¿Quiere probar
otra vez?
John y Tormenta saltaron dos veces más la barandilla; entonces la niñera lo llamó,
pues era la hora de tomar la leche. Llevaron el potrillo a la caballeriza. Nanny
observó:
¡Dios mío! Está cubierto de barro.
Pero Ben agregó:
—Pronto lo veremos montando al ganador de Aintree.
—Adiós, Mr. Hacket.
—Adiós, señorita.
—Adiós, Ben, ¿puedo ir esta tarde a ver cómo limpia los caballos de la chacra?
—Eso no lo decido yo. Pregúntele a Nanny. El caballo tordillo del carro tiene
gusanos. ¿Quiere ver cómo le doy una píldora?
—Oh, sí. Por favor, Nanny, ¿puedo ir?
—Tiene que preguntarle a su mamá. Ya ha tenido bastante caballo por hoy.
—Nunca puedo tener bastante caballo —protestó John. Y durante el trayecto
agregó—: ¿Puedo tomar la leche en el cuarto de mamá?
—Eso depende.
Las respuestas de Nanny siempre eran evasivas, tales como «ya veremos», o
«quién sabe», o «los que no preguntan no oyen mentiras». Todo lo contrario de los
juicios contundentes y decididos de Ben.
—¿De qué depende?
—De muchas cosas.
—Di me una.
—Por ejemplo, que no haga preguntas tontas.

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—Vieja buscona.
¡John!, ¿cómo se atreve? ¿Qué quiere decir con eso?
Encantado con el efecto que había producido su salida, John se soltó de la mano
de Nanny y bailó frente a ella repitiendo: «Vieja buscona», «Vieja buscona», durante
todo el trayecto hasta la entrada del parque. Cuando llegaron al portón, la niñera le
quitó silenciosamente las polainas. Esta seriedad lo calmó un poco.
—Suba inmediatamente a su cuarto —le dijo—. Tengo que hablar con su mamá.
—Por favor, Nanny, no sé lo que quiere decir eso, pero no quise decirlo.
—Suba inmediatamente a su cuarto.
Brenda estaba arreglándose la cara.
—Ha sido siempre lo mismo, señora, desde que Ben Hacket empezó a darle
lecciones de equitación; ¡no se puede con él!
Brenda humedeció el rimmel con saliva.
—Pero, Nanny, ¿qué fue lo que dijo exactamente?
—Oh, señora, no lo podría repetir.
—Tonterías; tiene que decírmelo. De lo contrario, pensaría en algo mucho peor de
lo que fue.
—No pudo ser peor… Me llamó «vieja buscona», señora.
Brenda se tapó la cara con la toalla para disimular la risa.
—¿Dijo eso?
—Varias veces. Y durante todo el camino bailaba y lo cantaba.
—Bueno, ha hecho muy bien en decírmelo.
—Gracias, señora. Y ya que estamos en eso, creo que es mi deber advertirle que
Ben Hacket trata de hacer adelantar al niño demasiado de prisa en equitación. Es muy
peligroso. Esta mañana se dio un golpe que pudo haber sido serio.
—Está bien, Nanny, hablaré con el señor.
Habló con Tony. Ambos se rieron mucho.
—Querido —le dijo—, tienes que decírselo tú; tienes la virtud de parecer más
serio que yo.

—Yo creía que era muy agradable ser llamada «buscona» —arguyo John—.
Además, es una palabra que Ben emplea mucho al referirse a la gente.
—Bueno, no tiene por qué hacerlo.
—Me gusta Ben más que nadie en el mundo; y me parece también más inteligente
que cualquiera de las personas que conozco.
—Bueno, pero tú bien sabes que no lo quieres más que a tu madre.
—Sí, lo quiero mucho más.
Tony sintió que había llegado el momento de cortar por lo sano este diálogo y
recitar el sermón que había preparado.

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—Escúchame, John. Has hecho muy mal en llamar a Nanny vieja buscona. En
primer lugar, porque es hiriente para ella. Piensa en todo lo que hace por ti.
—Para eso se le paga.
—No sigas. En segundo lugar, porque empleaste una palabra que no debe ser
usada por chicos de tu edad y de tu clase. La gente pobre usa a veces ciertas
expresiones que los señores no emplean. Tú eres un caballero. Cuando seas mayor,
esta propiedad y muchas otras cosas serán tuyas. Tienes que aprender a hablar como
quien va a ser dueño de todo esto, y como quien debe consideración a las personas
menos afortunadas, especialmente las mujeres. ¿Entiendes?
—¿Ben es menos afortunado que yo?
—Eso no tiene nada que ver con el asunto. Ahora vas a subir, a pedirle perdón a
Nanny y a prometerle que nunca más usarás esa palabra con nadie.
—Bueno, papá.
—Y como te has portado tan mal hoy, mañana no saldrás a caballo.
—Pero mañana es domingo.
—Bueno, pasado mañana.
—Pero tú dijiste «mañana»; no es justo cambiar ahora.
—John, no discutas. Si no te comportas mejor voy a devolver a Tormenta al tío
Reggie, y le diré que no eres bastante bueno como para tenerlo. No te gustaría,
¿verdad?
—¿Qué haría tío Reggie con Tormenta? Es demasiado pesado para él. Además,
siempre está viajando.
—Se la daría a otro chico. Además, eso no tiene nada que ver. Ahora corre a
pedirle perdón a Nanny.
En la puerta, John preguntó:
—Podré montar el lunes, ¿no es cierto, papá? Dijiste mañana.
—Sí, supongo que sí.
—¡Viva! Tormenta se portó muy bien hoy. Saltamos una valla muy alta. La
primera vez no quiso saltar, pero después pasó volando.
—¿No te caíste?
—Sí, una vez; pero no fue culpa de Tormenta. Abrí las malditas piernas y me di
un culazo.

—¿Qué tal el sermón? —preguntó Brenda.


—Mal, pésimamente.
—Lo que sucede es que Nanny está celosa de Ben.
—Probablemente, pronto lo estaremos también nosotros.
Almorzaron en un mesita redonda en medio del amplio comedor. No había
manera de conseguir una temperatura pareja en esta habitación; mientras un lado se
asaba dolorosamente en la llamarada de la chimenea, el otro se congelaba ante el

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ataque de una docena de corrientes de aire. Brenda había hecho varios experimentos
con biombos y radiadores eléctricos, pero sin éxito alguno. Incluso aquel día,
templado a la intemperie, el comedor estaba helado.
A pesar de su perfecta salud y de sus figuras normales, Tony y Brenda seguían un
régimen alimenticio estricto. Esto daba cierto interés a sus comidas y los salvaba de
esos dos pecados contra la civilización que acechan a los comensales solitarios: una
gula obsesiva o un régimen desordenado de huevos revueltos y sándwiches de carne
cruda. El sistema que entonces seguían prohibía la combinación de proteínas e
hidratos de carbono en la misma comida. Tenían un catálogo impreso que indicaba
cuáles alimentos contenían proteínas y cuáles hidratos. Casi todos los platos comunes
parecían ser una combinación de ambos, por lo que resultaba entretenido para Tony y
Brenda elegir el menú. Generalmente ponían punto final al juego declarando que un
alimento era «comodín».
—Estoy seguro de que me hace mucho bien.
—Sí, querido; y cuando nos cansemos, podremos probar un régimen alfabético,
con platos que empiecen por una letra distinta cada día. ¡Qué hambre tendría el día
que tocara J, con sólo jaleas, jugos y jarabes! ¿Qué planes tienes para esta tarde?
—Nada especial. Cárter viene a las cinco para revisar unas cosas. Puede que vaya
a Pigstanton después de almorzar. Creo que hemos conseguido un arrendatario para la
chacra de Lowater, pero como ha estado desocupada durante un tiempo, tengo que
ver si necesita algún arreglo.
—No me disgustaría ir a un cinematógrafo.
—Bueno, puedo dejar a Lowater para el lunes.
—Y luego podríamos ir a Woolworth, ¿no te parece?
Con los modales suaves de Brenda y el buen sentido de Tony, no era de extrañar
que sus amigos los señalasen como ejemplo de una pareja que había resuelto con
éxito el problema de la convivencia.
El budín, sin proteínas, no era sabroso.
Cinco minutos después trajeron un telegrama. Tony lo abrió y exclamó:
—¡Demonios!
—¿Malas noticias?
—Algo horrible. ¡Mira!
Brenda leyó: Llego 3,18. Me muero por verlos. Beaver, y preguntó:
—¿Qué es Beaver?
—Es un muchacho.
—Entonces no es tan desastroso.
—Veremos qué piensas cuando lo veas.
—¿Y a qué viene? ¿Lo invitaste?
—Supongo que lo hice, así… en una forma vaga. Fui al club una noche, no había
nadie más que él, tomamos unas copas y me dijo algo así como que le gustaría ver la
casa.

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—Supongo que estabas borracho.
—No del todo, pero nunca creía que me tomaría tan al pie de la letra.
—Pues te lo tienes merecido. Es lo que te pasa por irte a Londres por negocios y
dejarme sola aquí… Y al fin, ¿quién es?
—Un joven. Su madre es la dueña de la tienda aquélla.
—La conozco. Es atroz. Ahora que pienso, creo que le debemos plata.
—Oye. Tenemos que telegrafiarle y decirle que estamos enfermos.
—Ya es demasiado tarde. A estas horas estará en el tren, mezclando
imprudentemente proteínas con hidratos en el almuerzo de tres chelines y seis
peniques que brinda el Ferrocarril del Oeste… De todos modos, podemos alojarlo en
Galahad. Nadie que haya dormido allí vuelve jamás. Creo que la cama es una agonía.
—¿Qué diablos haremos con él? Ya es demasiado tarde para invitar a nadie más.
—Ve tú a Pigstanton; yo me ocuparé de él. Es más fácil estando sola. Esta noche
lo llevaremos al cine y mañana le mostraremos la casa. Si tenemos suerte, podrá
regresar en el tren de la tarde. ¿Tiene que trabajar el lunes por la mañana?
—No tengo la menor idea.
Las tres y dieciocho distaba mucho de ser la hora más adecuada para llegar. Más
o menos, a las cuatro menos cuarto se llegaba a la casa, y si —como era el caso de
Beaver— el visitante era un desconocido, había un intervalo incómodo hasta la hora
del té; pero, sin Tony, Brenda podía llevar las cosas con cierta amable desenvoltura; y
como el pobre Beaver no estaba acostumbrado a ser bien venido en ninguna parte, no
percibió la leve frialdad de la recepción.
Brenda lo recibió en lo que todavía llamaban el salón de fumar, que era, en cierto
modo, la habitación menos tétrica de la casa.
—¡Qué suerte que pudo venir! —le dijo—. Tengo que advertirle ahora mismo que
no hay otras visitas.
—Temo que se aburra usted mucho… Tony tuvo que salir, pero pronto volverá.
¿Estaba muy lleno el tren? Generalmente lo están los sábados… ¿Quiere que
salgamos? Oscurece temprano ahora, así que conviene aprovechar los pocos
momentos de sol que nos quedan —etcétera.
Si Tony hubiera estado presente, todo habría sido más difícil, pues al encontrar su
mirada, sus modales de chátelaine se habrían derrumbado instantáneamente.
Beaver estaba acostumbrado a la charla mundana, de suerte que salieron por las
puertas de vidrio hacia la terraza, bajaron los escalones que conducían al jardín
holandés y regresaron por los invernáculos sin sentirse turbados en ningún momento.
Brenda hasta llegó a oír decir a Beaver que su madre era una de sus más viejas
amigas.
Tony volvió a tiempo para el té. Se disculpó por no haber estado en casa para
recibir a su huésped y casi inmediatamente volvió a salir, para recibir al
administrador en su escritorio.

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Brenda comenzó a hacer preguntas sobre Londres y sobre las fiestas que se
daban. Beaver mostró estar muy al corriente de todo.
—Polly Cockpurse va a dar una pronto.
—Sí, ya sé.
—¿Vendrá usted?
—No creo; ahora no salimos nunca.
Los cuentos que habían estado circulando durante las últimas seis semanas eran
todos nuevos para Brenda. De tanto repetirse habían quedado pulidos y
perfeccionados, por lo que Beaver pudo reproducirlos con brillo y eficacia. Le refirió
los últimos chismes.
—¿Qué pasa con Mary y Simón?
—¿No sabía? Pues han roto.
—¿Cuándo?
—Empezó en Austria este verano.
—¿Y Billy Angmering?
—Tiene un lío fantástico con una chica llamada Sheila Shrub.
—¿Y los Helm-Hubbard?
—Ese matrimonio tampoco anda muy bien que digamos… Daisy ha abierto un
nuevo restaurante. Es todo un éxito…, y hay una nueva boite que se llama Warren…
¡Dios mío! —exclamó Brenda por fin—. ¡Parece que todos se divierten mucho!
Después del té trajeron a John Andrew, quien pronto usurpó la conversación.
—¿Cómo está usted? No sabía que iba a venir. Papá dijo que por una vez tendría
un fin de semana tranquilo. ¿Caza usted?
—Hace mucho que no lo hago.
—Ben dice que todos los que pueden pagarse ese lujo lo deben hacer, por el bien
de la patria.
—Quizá no pueda pagarlo.
—¿Es usted pobre?
—Por favor, Mr. Beaver, no deje que el chico lo aburra.
—Sí, muy pobre.
—¿Bastante pobre como para llamar «busconas» a la gente?
—Sí, bastante pobre.
—¿Cómo se volvió pobre?
—Siempre lo he sido.
¡Ah! —John perdió todo interés en el tema—. El tordillo de la chacra tiene
gusanos.
—¿Cómo lo sabes?
—Ben lo dice. Además, no tiene más que ver la bosta.
¡Dios santo! —dijo Brenda—. ¡Qué diría la niñera si te oyera hablar así!
—¿Qué edad tiene usted?
—Veinticinco años, ¿y tú?

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—¿En qué trabaja?
—Trabajo poco.
—Bueno, si yo fuera usted, trabajaría mucho y ganaría dinero. Entonces podría
cazar.
—Pero entonces no podría llamar «busconas» a las gentes.
—De todos modos, no le veo la gracia.
Momentos después, en su cuarto, mientras comía, John comentó:
—Creo que Mr. Beaver es un tonto. ¿No te parece?
—No sé —contestó la niñera.
—Creo que es el hombre más tonto que ha estado aquí.
—Las comparaciones son odiosas.
—No tiene nada de simpático. Tiene una voz tonta y una cara tonta, ojos tontos y
una nariz tonta —la voz de John adoptó un ritmo litúrgico—: Pies tontos y dedos
tontos, cabeza tonta y trajes tomos.
—Bueno, basta; termine de comer —dijo Nanny.

Aquella noche, antes de la comida, Tony se acercó a Brenda, que estaba sentada
frente al tocador, y le hizo una mueca en el espejo.
—Me siento culpable por lo de Beaver, irme y dejarte así. Te portaste como un
ángel.
—¡Bah! —contestó—. No estuvo tan mal. Es un tanto patético.
En el otro extremo del corredor, Beaver examinaba su cuarto con ojos de huésped
experimentado. No había lámpara en la mesa de luz. El tintero estaba seco. El fuego
había sido encendido, pero ahora estaba apagado. Ya había descubierto que el baño
estaba muy lejos y para llegar a él había que subir por una escalera caracol. La cama
le resultó totalmente desagradable, tanto a la vista como al tacto; los resortes estaban
rotos en el centro y se oyó un sospechoso crujido cuando se recostó para probarla. El
boleto de ida y vuelta de tercera había costado dieciocho chelines. Y había que pensar
también en las propinas.

Impulsado por la sensación de culpa, Tony ordenó que sirvieran champaña


durante la comida, a pesar de que ni a Brenda ni a él les gustaba particularmente;
tampoco le gustaba a Beaver, pero le causó placer que lo sirvieran. Lo habían
trasvasado a una jarra grande y se lo pasaban entre los tres en la mesita como símbolo
de hospitalidad. Después tomaron el auto para ir al cinematógrafo de Pigstanton,
donde daban un film que Beaver había visto hacía algunos meses. Al regreso,
hallaron una bandeja con grog y sándwiches en el salón de fumar. Comentaron el
film, pero Beaver no dijo que ya lo había visto. Tony lo acompañó hasta la puerta de
sir Galahad.

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—Espero que duerma usted bien.
—Estoy seguro de que sí.
—¿Quiere que lo despierten a alguna hora?
—¿Puedo llamar?
—Naturalmente. ¿Tiene todo lo que necesita?
—Sí, gracias. Buenas noches.
—Buenas noches.
Pero al volver a su dormitorio, Tony dijo:
—Sabes, tengo remordimientos por Beaver.
—Oh, no te preocupes —contestó Brenda.
Pero Beaver estaba lejos de sentirse cómodo, y mientras se revolvía
pacientemente en la cama buscando alguna postura en la que le fuera posible
conciliar el sueño, reflexionaba que, puesto que no tenía intención de volver a esta
casa, no daría nada al mucamo de comedor y sólo cinco chelines al sirviente que lo
atendía. Por fin se adaptó a la rugosa topografía del colchón y durmió a ratos hasta la
mañana. Pero el nuevo día empezó melancólicamente con la información de que
todos los periódicos del domingo habían sido llevados al dormitorio de la señora.

Los domingos, Tony invariablemente llevaba traje oscuro y cuello duro. Iba a la
iglesia, donde ocupaba un banco grande de pino, donado por su bisabuelo cuando
reconstruyó la casa, tapizado con almohadones rojos y provisto de una estufa
completa con su rejilla y su atizador, que el padre de Tony empleaba para hacer ruido
cuando desaprobaba algún punto del sermón. No se había vuelto a encender fuego allí
desde la época de su padre. Tony acariciaba la idea de retomar esa costumbre el
invierno próximo. El día de Navidad y el de Agradecimiento por la Cosecha Tony
leía las epístolas desde un atril de bronce que representaba un águila.
Al concluir el oficio, se quedaba conversando afablemente en el atrio con la
hermana del vicario y algunas personas del pueblo. Luego volvía a su casa por un
sendero que cruzaba los campos y conducía a una puertecilla abierta en el muro del
jardín. Visitaba entonces los invernáculos y cortaba una flor para el ojal, se detenía en
las casitas de los jardineros para decirles unas palabras (a través de las puertas se
filtraba el perfume cálido y penetrante de las comidas domingueras) y luego,
solemnemente, bebía una copa de jerez en la biblioteca. Éste era el orden sencillo,
ligeramente ceremonioso, de sus mañanas dominicales, nacido más o menos
espontáneamente de las prácticas más severas de sus padres; pero le causaba una
profunda satisfacción continuarlas. Brenda se burlaba de él siempre que lo sorprendía
representando el papel del piadoso gentilhombre a la antigua, y Tony aceptaba la
broma; pero esto no disminuía en nada el placer que le causaba su rutina semanal, ni
su fastidio cuando la presencia de visitantes lo obligaba a interrumpirla.

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Por eso le dio un vuelco el corazón cuando, al entrar al hall a las once menos
cuarto, se encontró con Beaver ya vestido y preparado para que lo atendieran. Sin
embargo, su fastidio duró poco, pues notó que su huésped tenía en la mano un horario
de ferrocarriles, en el cual evidentemente estaba buscando un tren.
—Espero que haya dormido bien.
—Estupendamente —dijo Beaver, aun cuando su aspecto lánguido no confirmaba
en absoluto lo que acababa de decir.
—Cuánto me alegro. Yo siempre duermo bien aquí. Oiga usted, no me gusta verlo
con ese horario de ferrocarriles en la mano. Espero que no estará pensando en
abandonarnos.
—Desgraciadamente, tengo que volver a Londres esta misma noche.
—¡Qué lástima! Apenas lo he visto. Los trenes no son muy convenientes los
domingos. El mejor sale de aquí a las cinco y cuarenta y cinco y llega a las nueve.
Para en casi todas las estaciones y no lleva coche comedor.
—Ése me viene bien.
—¿Está seguro de que no puede quedarse hasta mañana?
—Absolutamente seguro.
Las campanas de la iglesia sonaban a través del parque.
—Bueno, me voy a la iglesia. Me imagino que usted no vendrá.
Beaver hacía siempre lo que se esperaba de él cuando se hospedaba en casa ajena,
aun durante una visita tan poco satisfactoria como la presente.
—Oh, sí, me gustaría ir.
—En realidad, si yo fuera usted, no iría. No le va a gustar. Yo voy porque es casi
una obligación. Quédese aquí. Brenda bajará en cualquier momento. Llame al
mucamo cuando tenga ganas de tomar algo.
—Muy bien.
—Bueno, hasta luego.
Tony tomó el sombrero y el bastón y salió.
«Caramba —se dijo—, otra vez he sido poco hospitalario con este muchacho».
Por el camino, las campanas se oían tañer clamorosamente; Tony se encaminó
rápidamente hacia ellas. Después cesaron y sólo se oyó una nota anunciando al
pueblo que faltaban cinco minutos para que el organista empezara con el primer
himno.
Alcanzó a la niñera y a John, también camino de la iglesia. John estaba en uno de
sus raros momentos de confidencia. Metió su manecita enguantada en la de Tony y
sin mayores preámbulos se embarcó en un cuento que duró hasta la puerta del templo.
Se trataba de la mula Menta, que había bebido el ron del regimiento, cerca de Wipers,
en 1917. Lo contaba jadeante mientras trotaba para seguir el paso de su padre. Al
final dijo Tony:
—¡Qué triste historia!
—Yo también pensé que era triste, pero no lo es tanto.

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Ben dijo que le había hecho reír hasta hacerle reventar los pantalones.
Las campanas habían callado, y el organista espiaba detrás de la cortina la llegada
de Tony. Éste entró por la nave seguido por John y Nanny. En su recinto privado
ocupó uno de los sillones; ellos ocuparon un banco detrás de él. Se inclinó durante
medio minuto, apoyando la frente en la mano, y cuando se irguió, el organista atacó
los primeros compases del himno No juzgues, Señor, a tu siervo. El oficio siguió su
curso. Tony respiraba la atmósfera agradable, algo enmohecida, y cumplía los
movimientos rituales de ponerse en pie, sentarse e inclinarse hacia adelante, en tanto
que sus pensamientos pasaban de los acontecimientos de la semana pasada a sus
planes para el futuro. De cuando en cuando, alguna frase llamativa de la liturgia lo
hacía volver a la tierra; pero durante la mayor parte de aquella mañana pensó en los
cuartos de baño y los retretes, y sobre cuántos más podría instalar sin cambiar la
fisonomía de la casa.
El jefe de Correos del pueblo hizo la colecta. Tony depositó en la bolsa su media
corona; John y Nanny, sus peniques.
El vicario trepó al púlpito con cierta dificultad. Era un hombre maduro que había
servido en la India durante la mayor parte de su vida. El padre de Tony le había dado
el cargo a instancias de su dentista. Era dueño de una voz noble y sonora, y tenía
fama de ser el mejor predicador en muchas millas a la redonda.
Había preparado sus sermones en los días de su mayor actividad para ser
pronunciados en la capilla de la guarnición. Nada había hecho más tarde para
adaptarlos a los cambios circunstanciales de su ministerio, y casi siempre terminaban
con algunas referencias a los seres queridos ausentes y a los hogares lejanos. Los
aldeanos en modo alguno se sorprendían. Pocas de las cosas que se decían en la
iglesia parecían referirse particularmente a ellos. Les gustaban mucho, sin embargo,
los sermones del vicario y sabían que cuando empezaba con aquello de los hogares
lejanos, era tiempo ya de sacudir el polvo de las rodillas y recoger los paraguas…
«Y ahora que nos encontramos aquí, en pie y con la cabeza descubierta en esta
hora solemne de la semana», leyó ahuecando su poderosa voz para dar énfasis a la
peroración, «recordemos a nuestra Graciosa Reina Emperatriz, en cuyo servicio nos
encontramos aquí, y reguemos a Dios nos la conserve por mucho tiempo para que nos
mande a cumplir con nuestro deber en los últimos confines de la tierra; y pensemos
en los seres queridos ausentes o en los hogares que hemos abandonado en su nombre;
y recordemos que aunque nos separan millas de desiertos continentes y leguas de
océanos, nunca estaremos más cerca de ellos que en estos domingos por la mañana,
unidos a través de médanos y montañas en nuestra lealtad hacia nuestra Soberana y
nuestro agradecimiento al Señor por su bienestar; confundidos con ellos como
orgullosos vasallos de su cetro y su corona».
(«El reverendo Tendril sí que sabe ponderar a la Reina», había comentado a Tony
la mujer de un jardinero).

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El coro se retiró entonando el último himno. Luego de permanecer hincados unos
pocos segundos, los fieles se dirigieron hacia la puerta. No dieron señal de
reconocerse hasta que estuvieron fuera, entre las tumbas; entonces se inició el
intercambio de saludos solemnes, cordiales, efusivos.
Tony cambió unas palabras con la mujer del veterinario y con Mr. Pastridge, el de
la tienda; luego se reunió con ellos el vicario.
—Espero que lady Brenda no esté enferma.
—No, nada serio —ésta era una fórmula invariable, cada vez que aparecía en la
iglesia sin ella—. Un sermón muy interesante, vicario.
—Mi querido muchacho, estoy encantado de oírle decir eso. Es uno de mis
favoritos. Pero ¿no lo había oído usted antes?
—No, le aseguro que no.
—No lo he utilizado aquí últimamente. Es el que elijo siempre cuando me llaman
para algún reemplazo en otra parroquia. Déjeme ver. Siempre anoto las veces que lo
utilizo —el viejo pastor abrió el libro manuscrito que llevaba consigo. Tenía
encuadernación negra flexible y las páginas estaban amarillentas por los años—. Ah,
sí, aquí estamos; lo prediqué primero en Jellahabad, cuando estaban destacados allí
los Goldstream; después lo usé en el mar Rojo, en el viaje de vuelta durante mi cuarta
licencia; luego en Sidmouth…, Mentone…, Winchester…, en el campamento de
exploradoras durante el verano de 1921…, en la Corporación Teatral de la Iglesia de
Leicester…, dos veces en Bournemouth durante el invierno de 1926, cuando estuvo
tan enferma la pobre Ada… No, no me parece haberlo utilizado aquí desde 1911,
cuando usted era demasiado joven para apreciarlo…
La hermana del vicario había entablado conversación con John, que le relataba la
historia de Menta.
—… se habría salvado perfectamente si hubiese podido vomitar el ron, asegura
Ben; pero resulta que las mulas no pueden vomitar, como tampoco los caballos…
Nanny lo asió del brazo con firmeza y se lo llevó rápidamente hacia la casa.
—¿Cuántas veces te he dicho que no andes repitiendo por ahí todo lo que dice
Ben Hacket? A la señorita Tendril no le interesa Menta; y no uses más esa palabra
grosera de vomitar.
—Sólo quiere decir «estar descompuesto».
—Bueno, a la señorita Tendril tampoco le interesan las descomposturas.
Cuando empezó el grupo a disgregarse entre el atrio y el portón, Tony se dirigió a
sus jardines. Siempre había en los invernáculos gran variedad de flores para adornar
los ojales; escogió claveles amarillos de bordes rojos, para él y para Beaver, y una
camelia para su mujer.

Los rayos del sol de noviembre, teñidos de verde, oro, gules y azur por los
escudos de armas de los vitrales, al chocar contra las divisiones de plomo se

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convertían en parches de luz multicolor. Brenda bajó las escaleras paso a paso, yendo
alternativamente de las sombras al arco iris. Tenía las dos manos ocupadas apretando
contra el pecho una cartera, un sombrero diminuto, una labor de petit-point a medio
hacer y un montón desordenado de periódicos dominicales, por encima de los cuales
sólo aparecían sus ojos y su frente como por sobre un yashmak[2].
Beaver surgió de las sombras al pie de la escalera y quedó contemplándola.
—¿No podría cargar con algo yo?
—No, gracias; puedo con todo. ¿Cómo durmió?
—Maravillosamente.
—Estoy segura de que no es cierto.
—Bueno, nunca duermo muy bien.
—La próxima vez que venga le daré otro cuarto; pero temo que usted no quiera
volver más. La gente en general no vuelve. Resulta triste, pero para nosotros es muy
divertido recibirlos, y como vivimos tan lejos, no tenemos muchos amigos nuevos.
—Tony se fue a la iglesia.
—Sí, a él le gusta eso. Ya pronto estará de vuelta. Salgamos unos minutos; ¡está
tan bonito!
Cuando regresó Tony, estaban sentados en la biblioteca; Beaver, con unos naipes,
le estaba adivinando el porvenir a Brenda.
—Ahora corte otra vez —le decía—. Veré si se aclara esto… Ah, sí…, habrá una
muerte súbita que le causará a usted mucho placer y beneficio. En realidad, usted va a
matar a alguien. No puedo decirle si es hombre o mujer… Sí, es mujer…, y después
emprenderá usted un largo viaje por mar, se casará con seis hombres, todos morenos,
y tendrá once hijos, le crecerá la barba y se morirá.
—¡Bárbaro! Y pensar que durante todo este tiempo yo creí que hablaba en serio.
¡Hola, Tony! ¿La iglesia estuvo divertida?
—Muy agradable. ¿Qué les parece si tomamos un jerez?
Cuando se quedaron solos, un poco antes de almorzar, Tony le dijo:
—Querida, has estado heroica con Beaver.
—Oh, me divierte bastante ocuparme de él. En realidad, le estoy coqueteando un
poco.
—Ya vi. Bueno, lo cuidaré esta tarde. Esta noche se va.
—¿Se va? Lo sentiré mucho. Ya sabes que hay cierta diferencia entre nosotros
dos: cuando alguien resulta atroz, tú te escapas y te escondes; mientras tanto, yo me
divierto, agasajándolo primero y vanagloriándome luego de lo bien que puedo
hacerlo. Además, Beaver no está tan mal; en algunos aspectos se parece bastante a
nosotros.
—A mí no se parece —dijo Tony.
Después del almuerzo Tony sugirió:
—Bueno, si realmente le divierte, podríamos visitar la casa. Ya sé que esta clase
de arquitectura no está de moda ahora… Mi tía Francés dice que es auténtico

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Pecksniff…, pero yo pienso que está bien en su estilo.
La visita les tomó dos horas. Beaver tenía mucha práctica en el arte de admirar
casas. En realidad, había sido educado para ello desde que comenzó a acompañar a su
madre, que lo había tomado primero como pasatiempo, y luego, con el cambio de
fortuna, como profesión. Hizo entonces comentarios ponderativos y sagaces, lo que
aumentó considerablemente el placer que Tony experimentaba cada vez que exponía
sus tesoros.
Era un edificio inmenso, concebido en la última etapa del renacimiento gótico,
cuando el movimiento había perdido su vuelo fantástico y se había hecho
estructuralmente lógico y macizo.
Lo vieron todo: la sala oscurecida por las persianas, que parecía un salón de actos
de colegio; los corredores claustrales; el oscuro patio interior; la capilla donde,
mientras vivieron los padres de Tony, se leían las oraciones diarias ante familiares y
sirvientes; el cuarto de de la platería y el escritorio; los dormitorios y buhardillas; el
tanque de agua oculto detrás de las almenas. Treparon por una escalera caracol hasta
la maquinaria del reloj y esperaron que diera las tres y media. Luego bajaron con los
oídos todavía zumbando, para ver la colección de esmaltes, marfiles, sellos, cajitas
para rapé, porcelanas, bronces dorados; se detuvieron ante cada cuadro de la galería
revestida de roble y discutieron su historia; sacaron a relucir los infolios más notables
de la biblioteca y examinaron grabados que representaban el edificio original; libros
de cuentas, manuscritos de la vieja abadía, diarios de viaje de antepasados de Tony.
De cuando en cuando Beaver observaba: «Fulano tiene uno parecido en tal o tal
sitio», y Tony contestaba: «Sí, lo he visto, pero creo que el mío es anterior».
Finalmente, volvieron al salón de fumar y Tony dejó a Beaver con Brenda.
Ella estaba bordando su tapicería de petit-point, acurrucada en un sillón.
—Bueno —preguntó sin levantar los ojos de su labor—, ¿qué le pareció?
—Magnífico.
—A mí no tiene obligación de decirme eso, ya sabe.
—Bueno, muchas de las cosas son verdaderamente hermosas.
—Sí, las «cosas» están bien, supongo.
—Pero ¿no le gusta a usted esta casa?
—La detesto… Bueno, no quiero decir exactamente eso, pero a veces desearía
que no fuese toda, cada rincón de ella, tan espantosamente fea. Sólo que me moriría
antes de decirle esto a Tony. Naturalmente, no podríamos vivir nunca en otra parte. Él
está chiflado por este lugar: es curioso. A ninguno de nosotros le importó mucho
cuando mi hermano Reggie vendió nuestra casa, y eso que había sido construida por
Vanburgh, ¿sabe? Supongo que es una verdadera suerte poder mantenerla. ¿Sabe
usted lo que nos cuesta el vivir aquí? Seríamos ricos si no fuera por esto. Para
empezar, mantenemos quince sirvientes para el interior de la casa, y además, los
jardineros, carpinteros, sereno y todo el personal de la granja y unos hombrecitos
extras que parecen constantemente para dar cuerda a los relojes, preparar las cuentas

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y limpiar el foso, mientras que Tony y yo nos tenemos que romper la cabeza para
saber si resulta mas barato ir en automóvil a Londres o sacar un boleto de recreo…
No me haría tanta mala sangre su fuese una casa bonita (como la nuestra, por
ejemplo), pero naturalmente Tony se ha criado aquí y lo ve todo con distintos ojos.

Tony se reunió con ellos para el té.


—No quiero parecer poco hospitalario; pero si usted ha resuelto tomar ese tren,
debería ir preparándose.
—Ya está todo arreglado, lo he convencido de que se quede hasta mañana.
—Si está seguro de que no le…
¡Estupendo! Estoy encantado; es horrible tener que volver a esa hora, y en
especial en ese tren.
Cuando llegó John, dijo:
—Creía que Mr. Beaver se iba.
—No, se va mañana.
¡Ah!
Después de la comida Tony se puso a leer los diarios. Brenda y Beaver se
instalaron en el sofá y juntos iniciaron una serie de juegos de salón. Primero,
adivinanzas.
—Estoy pensando en algo —dijo Beaver.
Brenda le hizo varias preguntas para descubrir lo que era. Beaver estaba pensando
en el ron que Menta había bebido. John le había contado el cuento a la hora del té.
Brenda lo adivinó pronto. Luego jugaron a las «analogías» sobre sus amigos y
después sobre ellos mismos.
Se despidieron esa misma noche porque Beaver tomaba el tren de las nueve y
diez.
—No deje de avisarme cuando vaya a Londres.
—Puede ser que vaya esta semana.
A la mañana siguiente, Beaver dio diez chelines de propina al mucamo de
comedor y diez al valet. Tony, sintiéndose aún algo culpable, a pesar del
comportamiento heroico de Brenda, bajó a la hora del desayuno para despedir a su
huésped. Después regresó a Ginebra.
—Bueno, ya concluimos con éste. Estuviste estupenda, querida. Estoy seguro de
que se fue creyendo que estás loca por él.
—Oh, no estuvo demasiado pesado.
—No. Debo convenir en que mostró gran interés cuando visitamos la casa.
Mrs. Beaver estaba tomando su yogur cuando Beaver llegó a su casa.
—¿Quiénes estaban?
—Nadie.
—¿Nadie? ¡Pobrecito!

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—No me esperaban. Al principio fue espantoso, pero después mejoró. Eran
exactamente como dijiste. Ella es encantadora. El apenas abrió la boca.
—Me gustaría verla alguna vez.
—Habló de alquilar un departamento en Londres.
—¿Dijo eso? —transformar caballerizas y garajes en departamentos era una parte
importante del negocio de Mrs. Beaver—. ¿Qué quiere?
—Algo muy sencillo: dos habitaciones y un cuarto de baño. Pero todo está
bastante en el aire. No le ha dicho nada a Tony todavía.
—Estoy segura de que podré encontrarle algo.

Cuando Brenda tenía que ir a Londres para hacer compras, para cortarse el pelo o
para una sesión de osteopatía (un pasatiempo que le agradaba sobremanera), iba los
miércoles, porque ese día los boletos costaban la mitad. Salía a las ocho de la mañana
y volvía poco después de las diez de la noche. Viajaba en tercera clase, en coches
generalmente repletos, pues otras amas de casa que vivían en esa línea aprovechaban
el pasaje barato. Por lo general, pasaba el día con su hermana menor, Marjorie, quien
se había casado con el candidato conservador de un distrito electoral del sur de
Londres, que gozaba de fuertes simpatías laboristas. Era más sólida que Brenda. Los
periódicos siempre se referían a ellas como las «hermosas hermanas Rex». Marjorie y
Allan eran pobres, pero lo pasaban bien; no podían permitirse el lujo de tener un
niño; habitaban una casita en la vecindad de Portman Square, a una distancia
conveniente de la estación Paddington. Tenían un perro pequinés llamado Djinn.
Brenda había venido obedeciendo a un impulso, dejando encargado al mucamo
que llamara a Marjorie para anunciarle su llegada. Bajó del tren, después de pasar dos
horas y cuarto en un compartimiento repleto con cinco personas de cada lado, en
apariencia tan fresca y frágil como si en ese momento se hubiera despedido de un
regimiento de masajistas, pedicuros, manicuras y peinadoras en el departamento de
un gran hotel. Era una especialidad suya no parecer nunca desaliñada; cuando estaba
realmente exhausta, como le sucedía a menudo cuando volvía a Hetton, después de
esos días de Londres, se venía abajo súbitamente y se transformaba en un huérfano
abandonado. Solía entonces acurrucarse, medio muerta, junto al fuego, con una taza
de leche con pan, hasta que Tony la llevaba a la cama.
Marjorie, con el sombrero puesto, estaba sentada frente a su escritorio,
devanándose los sesos con su libreta de cheques y un montón de facturas.

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—Querida, ¿qué hace el campo contigo? Estás estupenda. ¿Dónde conseguiste
ese traje?
—No sé. En una tienda cualquiera.
—¿Qué noticias traes de Hetton?
—Siempre lo mismo. Tony bárbaramente feudal, John Andrew hablando y
maldiciendo como un caballerizo.
—¿Y tú?
—¿Yo? Pues estoy muy bien.
—¿Qué visitas han tenido?
—Nadie. El último fin de semana estuvo Beaver, un amigo de Tony.
—¿John Beaver? ¡Qué raro! ¡Nunca hubiera creído que tuviese algo que ver con
Tony!
—No tiene nada que ver. ¿Qué tal es?
—Apenas lo conozco. Lo veo a veces en casa de Margot. Es un gran especialista
en reuniones sociales.
—Me pareció más bien patético.
—Sí, en realidad es patético. ¿Te gusta?
—¡No, por Dios!
Llevaron a Djinn a pasear por el parque. Era un perro apático, indiferente a todo
lo que pasaba en torno y al que había que arrastrar por el collar; lo llevaron a Energía
Física de Watt; cuando lo soltaron, quedó perfectamente quieto y mirando al asfalto,
de mal humor, hasta que volvieron a casa. Lina sola vez dio señales de alguna
emoción y fue cuando le tiró un tarascón a un niño que había intentado acariciarlo;
poco después se perdió y lo hallaron unos metros más lejos, debajo de una silla,
mirando fijamente un pedazo de papel. Djinn era de color indefinido, de nariz y
labios rosados y círculos también rosados de piel pelada alrededor de los ojos.
—No creo que posea un átomo de sensibilidad humana —declaró Marjorie.
Charlaron sobre Cruttwell, el osteópata, y el tratamiento nuevo de Marjorie.
—Nunca me ha hecho eso —manifestó Brenda con envidia, para agregar—:
¿Cómo imaginas la vida sexual de Beaver?
—No tengo la menor idea; poco intensa, me imagino… ¿Te interesa?
—Oh, bueno —contestó Brenda—, no trato mucho a esa clase de muchachos…
Dejaron el perro en casa e hicieron algunas compras: toallas para John, duraznos
en conserva, un reloj para uno de los porteros que cumplía sesenta años de servicio en
Hetton, un tarro de camarones de Morecambe Bay, para llevarle de sorpresa a Tony.
Reservaron hora con Mr. Cruttwell para esa tarde. Hablaron de la fiesta de Polly
Cockpurse.
—Tienes que ir. Seguramente será divertida.
—Puede ser que vaya…, si encuentro a alguien que me acompañe. Tony no la
quiere…, y yo no puedo ir a fiestas sola, a mi edad…

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Almorzaron en un restaurante nuevo, en Albemarle Street, que acababa de
inaugurar una amiga llamada Daisy.
—Estás con suerte —dijo Marjorie cuando traspusieron el umbral—. Ahí está la
madre de tu Beaver.
Ésta había invitado a ocho personas a una gran mesa redonda en el centro del
salón. Daisy le pagaba para ello, pues el restaurante no rendía todo lo que esperaba…
En otras palabras, el almuerzo era gratis y Mrs. Beaver sería la encargada de
redecorar el salón para la primavera, si aún estaba abierto. Era, evidentemente, un
grupo «fabricado», cuyos integrantes no habían sido elegidos por sus vínculos
comunes, ni mucho menos por su afecto hacia Mrs. Beaver, sino porque sus nombres
eran muy conocidos: un duque accesible, pero no renegado del todo; una chica soltera
con experiencia, una bailarina, un novelista y un escenógrafo, un ministro joven
tímido, quien se había dado cuenta demasiado tarde de lo que le esperaba, y ladi
Cockpurse.
—¡Dios mío, qué reunión! —dijo Marjorie, saludándolos alegremente con la
mano.
—¿Vendrán las dos a mi fiesta, queridas? —la voz estridente de Polly resonó a
través del restaurante—. Pero, por favor, no lo comenten. Es una fiesta muy íntima y
muy reservada. En la casa cabe muy poca gente, solamente los viejos amigos.
—Sería divertido ver cómo son los verdaderos viejos amigos de Polly —comentó
Marjorie—. Cinco años atrás no conocía a nadie aquí.
—Ojalá Tony la apreciara.
(Aun cuando su fortuna provenía de los hombres, Polly era más popular entre las
mujeres, quienes admiraban sus vestidos y se los compraban de segunda mano a
precios de liquidación. Había dado sus primeros pasos hacia la eminencia en círculos
lo suficientemente oscuros como para no originarle enemistades en el mundo al cual
aspiraba; se había casado, algún tiempo atrás, con un conde de buen carácter a quien
nadie codiciaba en aquel momento. Desde entonces, había escalado todas las
cumbres, salvo las más elevadas, de cada montaña social).
Después de almorzar Mrs. Beaver cruzó hacia la mesa de Brenda.
—Quiero charlar un rato con ustedes, aunque tengo mucha prisa. Hace tanto que
no nos vemos y John me ha contado el delicioso fin de semana que pasó con ustedes.
—Fue muy tranquilo.
—Eso es justamente lo que más le gusta. El pobre muchacho se siente abrumado
en Londres. Dígame, lady Brenda: ¿es verdad que usted está buscando departamento?
Porque creo que tengo justamente lo que usted necesita. Lo están arreglando y estará
listo antes de Navidad —miró su reloj—. ¡Dios mío!, tengo que volar. ¿No podría
venir a tomar un coctel esta tarde? Entonces podría hablarle de todo esto.
—Sí, creo que puedo —contestó Brenda, como dudando.
—Entonces venga. La espero alrededor de las seis. Creo que no sabrá dónde vivo.
Le dio las señas y se alejó.

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—¿Qué significa todo esto del departamento? —preguntó Marjorie.
—¡Bah!, solamente algo que se me ocurrió.

Aquella tarde, mientras estaba cómodamente acostada en la mesa del osteópata y


sus vértebras sonaban como un cierre relámpago bajo los dedos vigorosos de Mr.
Cruttwell, Brenda se preguntaba si Beaver estaría en su casa aquella noche.
«Probablemente no. Si le gusta tanto salir —pensó—. Y de todos modos, ¿qué más
da?».
Pero él estaba en casa, a pesar de otras dos invitaciones.
Brenda escuchó todo lo que se podía decir sobre la maisonnette. Mrs. Beaver era
experta en su oficio: Lo que la gente necesita —decía— es un sitio donde poder
vestirse y hablar por teléfono. Justamente en ese momento estaba convirtiendo una
pequeña casa en Belgravia en seis departamentos de tres libras por semana,
compuesto cada uno de un dormitorio y un cuarto de baño; los baños iban a ser
ultramodernos, con agua caliente ilimitada y todos los refinamientos transatlánticos;
la otra habitación tendría un ropero grande incrustado en la pared, con luz eléctrica
interior y sitio para una cama. Hace tiempo que venimos necesitando algo así, declaró
Mrs. Beaver.
—Se lo preguntaré a mi marido y le contestaré.
—¿Me lo hará saber pronto? ¡Porque todo el mundo va a querer uno!
—Se lo haré saber cuanto antes.
Cuando se retiró, Beaver la acompañó hasta la estación. Generalmente, Brenda
comía tortas con chocolate en el compartimiento; las compraron juntos. Faltaba
bastante tiempo para que saliera el tren y el compartimiento no se había llenado aún.
Beaver subió y se sentó junto a ella.
—¿Seguro que no quiere irse?
—No, de veras.
—Tengo mucho para leer.
—Quiero quedarme.
—Es muy gentil de su parte.
Al rato, con cierta timidez, pues no estaba acostumbrada a pedir estas cosas, dijo
ella:
—Supongo que no le gustaría llevarme a la fiesta de Polly, ¿no?
Beaver titubeó. Habría varias comidas aquella noche y estaba casi seguro de que
lo invitarían a alguna de ellas… Si la llevaba a Brenda a comer, habría de ser al
Embassy o a algún otro restaurante elegante…, ¡tres libras por lo menos!, y tendría
que ocuparse de ella y acompañarla a su casa…, y, si realmente no conocía a mucha
gente (¿por qué se lo habría pedido si no fuera así?), iba a resultar que quedaría atado
toda la noche…
—Ojalá pudiera —le manifestó—, pero he aceptado una comida.

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Brenda había observado su vacilación.
—Ya me temía que estuviera invitado.
—Pero nos veremos allí.
—Sí, si es que llego a ir.
—Hubiese deseado mucho llevarla.
—No importa, sólo pensé…
Se esfumó la alegría con la cual habían comprado las tortas. Mantuviéronse en
silencio un minuto; luego Beaver le dijo:
—Creo que tendré que irme.
—Sí, váyase. Gracias por haber venido.
Bajó la plataforma. Faltaban aún ocho minutos. El compartimiento se llenó pronto
y Brenda se sintió rendida. ¿Por qué iba a querer llevarme? «Pobre muchacho —
pensó—. Solamente que hubiera debido disimularlo».

—¿Muy deprimida?
Brenda asintió.
—Estoy deshecha —dijo—. Hundida, tocando fondo.
Estaba sentada, tomando su pan con leche, revolviendo distraídamente la taza. Se
sentía como si toda ella no sirviese para nada.
—¿Te fue bien?
Asintió con la cabeza.
—Vi a Marjorie y a su inmundo perro. Compré algunas cosas. Almorcé en ese
antro nuevo de Daisy. Osteópata. Eso es todo.
—Sabes que me gustaría que suprimieses estos viajes a Londres; es demasiado
cansado para ti.
—¿Para mí? ¡Oh, no! Estoy perfectamente. Desearía morirme…, esto es todo…,
y, por favor, querido Tony, no digas una palabra sobre cama, porque no puedo ni
moverme.
Al día siguiente llegó un telegrama de Beaver:
Librado comida día 16. ¿Libre todavía?
La contestación fue:
Encantada. Segunda decisión siempre mejor. Brenda.
Hasta entonces habían evitado los nombres de pila.
—Pareces de muy buen humor hoy —observó Tony.
—Me siento estupenda. Creo que se lo debo a Mr. Cruttwell. Me arregla todos los
nervios y la circulación y todo lo demás.

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—¿Adónde ha ido mamá?
—A Londres.
—¿Por qué?
—Alguien llamada lady Cockpurse da una fiesta.
—¿Es linda?
—A mamá le parece que sí; a mí, no.
—¿Por qué?
—Porque se parece a un mono.
—Me gustaría verla. ¿Vive en una jaula? ¿Tiene cola? Ben vio una vez a una
mujer que parecía un pescado, con escamas por todas partes en vez de piel. Era en un
circo, en El Cairo. Olía también a pescado, dice Ben.
Estaban tomando el té juntos, la tarde de la partida de Brenda.
—Papá, ¿qué come lady Cockpurse?
—Oh, nueces y otras cosas.
—¿Nueces? ¿Y qué cosas?
—Distintas clases de nueces.
Durante los días que siguieron, la imagen de esa condesa velluda y traviesa ocupó
la mente de John Andrew. Llegó a ser uno de los habitantes de su mundo, tal como
Menta, la mula que murió de ron. Cuando la gente del pueblo le dirigía la palabra, les
hablaba de la condesa y les refería cómo se balanceaba cabeza abajo colgada de una
rama y cómo bombardeaba a los transeúntes con cáscaras de nuez.
—No debe hablar así de las personas reales —le advirtió la niñera—. ¿Qué diría
lady Cockpurse si lo supiese?
—Charlaría como una cotorra sacudiendo la cola, y luego me imagino que cazaría
unas enormes y jugosas pulgas, y se olvidaría de todo.

Brenda se alojaba en casa de Marjorie. Se vistió la primera y entró en el


dormitorio de su hermana.
—Precioso, querida. ¿Es nuevo?
—Regular.
La amiga en cuya casa debía comer Marjorie la llamó por teléfono. («¡Oye!
¿Estás segura de que no puedes obligar a Allan a que venga esta noche?».
«Imposible, tiene una reunión en Camberwell, tal vez ni pueda ir a casa de Polly».
«¿No hay otro hombre que puedas traer?». «No se me ocurre ninguno». «Bueno, nos
faltará uno, eso es todo. No comprendo lo que pasa esta noche; llamé a Beaver, pero
ni siquiera él puede venir»).
—¿Sabes? —dijo Marjorie al colgar el tubo—, estás causando mucho revuelo;
has acaparado al único hombre disponible de Londres.

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—Dios mío, no me había dado cuenta.
Beaver llegó a las nueve menos cuarto, eufórico.
Había rehusado dos invitaciones mientras se vestía esa noche, había cambiado un
cheque de diez libras en el Club y reservado una mesa, estratégicamente ubicada, en
el restaurante Espinoza. Era ésta casi la primera vez en su vida que invitaba a alguien
a comer; pero sabía perfectamente cómo había que hacerlo.
—Tengo que examinar bien a tu Beaver —dijo Marjorie—. Invítalo a quitarse el
abrigo y a tomar una copa.
Las dos hermanas bajaron la escalera presas de una vaga timidez; Beaver, en
cambio, estaba perfectamente calmo y dueño de sí. Se veía muy elegante y
representaba más edad que la que en realidad tenía.
«No está tan mal tu Beaver —parecía decir la mirada de Marjorie—, nada mal», y
él, al ver juntas a las dos mujeres, ambas bellas, de tipos tan distintos que aun cuando
resultaba evidente que eran hermanas podrían pertenecer a dos razas totalmente
diferentes, empezó a comprender aquello que lo había tenido perplejo durante toda la
semana: la razón por la cual, en contra de todos sus principios y costumbres, le había
telegrafiado a Brenda para convidarla a comer.
—Mrs. Jimmy Deane está muy contrariada porque no pudo conseguirlo esta
noche. No le conté lo que hacían ustedes.
—Déle mis saludos —dijo Beaver—. De todos modos, nos encontraremos en lo
de Polly.
—Tengo que irme; comemos a las nueve.
—Quédate un rato más —dijo Brenda—. Con toda seguridad va a llegar tarde.
Ahora, cuando ya era inevitable, no quería quedarse a solas con Beaver.
—No. Tengo que marcharme. Que se diviertan.
Sentíase la hermana mayor, al ver a Brenda tan tímida y tan a la expectativa al
borde de una aventura.
Al quedar solos se sintieron incómodos, pues durante la semana en que habían
estado separados, cada cual había ido imaginando una intimidad mayor de la que en
realidad existía. De haber tenido Beaver más experiencia, habría cruzado el cuarto
hasta el sillón, en uno de cuyos brazos Brenda estaba sentada, y le hubiera hecho el
amor inmediatamente, y con probabilidades de éxito. En cambio, observó con
desenvoltura:
—Me imagino que nosotros también debiéramos irnos.
—¿Sí? ¿Adónde?
—He pensado en Espinoza.
—Espléndido. Ahora escúcheme: quiero que comprenda desde ya que esta
comida es mía.
—Por supuesto que no… De ninguna manera.
—Sí, es así. Tengo un año más que usted y soy una mujer casada, vieja y muy
rica. Por lo tanto, yo voy a pagar. Por favor…

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Beaver continuó protestando hasta la puerta del taxi. Pero todavía prevalecía entre
ellos cierto malestar, y Beaver empezó a preguntarse: «¿Estará esperando mi
ofensiva?». Por eso, cuando se detuvieron por una interrupción del tránsito, cerca de
Marble Arch, se inclinó para besarla; pero cuando su rostro estaba muy cerca del de
ella, Brenda se alejó. Él susurró: «Brenda, por favor», pero ella volvió la cara y,
mirando por la ventanilla, sacudió la cabeza repetidas veces. Luego, con los ojos aún
fijos en la ventanilla, puso su mano en la de él, y permanecieron en silencio hasta
llegar al restaurante. Beaver se sentía completamente perplejo.
Pero cuando de nuevo se encontraron en público, recuperó su confianza. Espinoza
los condujo a la mesa que les tenía reservada; estaba en un lugar solitario a la derecha
de la puerta, la única mesa del restaurante donde la conversación no podía ser
escuchada por los vecinos. Brenda le alcanzó la lista.
—Elija usted; muy poco para mí, pero debe tener sólo hidratos, nada de proteínas.
La cuenta en Espinoza era generalmente de igual monto, cualquiera fuese el plato
que se pidiera; pero Brenda no lo sabía. Por lo tanto, como habían convenido en que
ella pagaba, Beaver se sintió obligado a no pedir nada caro. Sin embargo, ella insistió
en tomar champaña y luego una copa de coñac para él.
—No puede usted imaginarse qué emocionante me resulta invitar a un muchacho.
Nunca lo había hecho.
Se quedaron en el restaurante hasta que llegó la hora de ir a la fiesta. Bailaron una
o dos veces, pero la mayor parte del tiempo la pasaron sentados a la mesa,
conversando. Aunque se conocían poco, el interés que cada uno sentía por el otro
había crecido en tal forma que el tema parecía inagotable.
De pronto dijo Beaver:
—Siento haberme portado como un tonto en el taxi hace un rato.
—¿Qué?
Cambió entonces la frase y preguntó:
—¿Se molestó cuando traté de besarla, hace un rato?
—¿Yo? No demasiado.
—Entonces, ¿por qué no me dejó?
—Dios mío, todavía tiene mucho que aprender.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Nunca hay que hacer ese tipo de preguntas. Trate de recordarlo.
—Usted me habla como si yo fuera un estudiante en su primera aventura —
refunfuñó Beaver.
—¡Cómo! ¿Esto es una simple aventura?
—En lo que a mí concierne, no.
—No estoy segura —dijo Brenda tras una pausa— si no ha sido un error
convidarlo a comer. Pidamos la cuenta y vayamos a casa de Polly.
Pero tardaron diez minutos en traer la cuenta, y en el intervalo había que decir
algo. Beaver decidió pedir perdón.

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—Tiene usted que aprender a portarse mejor —sentenció Brenda—. No creo que
le resulte imposible.
Cuando finalmente llegó la cuenta le preguntó:
—¿Cuánto le doy de propina? —y ante la respuesta de Beaver—: ¿Está seguro de
que es bastante? Yo le hubiera dado el doble.
—Está perfectamente bien —aseguró Beaver, sintiéndose de nuevo más maduro,
justamente como había querido Brenda que se sintiese.
Una vez en el taxi, Beaver se dio cuenta en seguida de que Brenda deseaba que le
hiciera el amor. Pero resolvió que había llegado el momento de tomar las riendas en
sus manos. Por lo tanto, se mantuvo alejado del asiento y empezó a hacer
comentarios sobre una casa vieja que estaban demoliendo para construir un bloque de
apartamentos.
—Cállate —le dijo Brenda—. Ven aquí.
Cuando él la hubo besado, ella comenzó a frotar su mejilla contra la de él, en esa
forma tan suya.

La fiesta de Polly fue, exactamente como ella lo deseaba, una reproducción


exacta de las mejores fiestas a las cuales había asistido ese año: la misma orquesta, la
misma comida y, sobre todo, los mismos invitados. Polly no ambicionaba causar
sensación, ni que se comentara su fiesta durante los próximos meses como algo del
otro mundo, ni por descubrir celebridades esquivas o presentar exóticos forasteros.
Quería que fuese una fiesta perfectamente sencilla y elegante; y lo consiguió.
Concurrieron prácticamente todos los que habían sido invitados. Si existían otros
mundos, más remotos, que ella no había logrado alcanzar, Polly los ignoraba. Ésta era
la gente que ella buscaba y ahí la tenía. Y al contemplar a sus invitados —entre los
cuales estaba lord Cockpurse, en una de sus raras apariciones— pudo felicitarse de
que estuvieran presentes pocas personas indeseables. En años anteriores, algunas
personas habían tomado su hospitalidad menos seriamente y habían llevado consigo a
sus invitados de aquella noche. Este año, sin ningún esfuerzo consciente de su parte,
había más formalidad. Los que deseaban llevar amigos, habían llamado por la
mañana para preguntar si podían hacerlo, y, en conjunto, se habían mostrado discretos
aun en esto. Gentes que un año y medio antes simulaban ignorar su existencia, ahora
colmaban sus escaleras. Ya se había puesto a la par de las demás mujeres casadas de
su mundo.
Cuando se aprontaron a subir, Brenda le dijo a Beaver:
—No me dejes sola, por favor. No voy a conocer a nadie —y Beaver sintióse de
nuevo el hombre dominante.
Atravesaron los salones hasta aproximarse a la orquesta y comenzaron a bailar,
sin hablar mucho, excepto para saludar a otras parejas conocidas. Bailaron durante
media hora.

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—Está bien ya —dijo Brenda—; te voy a conceder un descanso. Pero no me dejes
sola.
Bailó con Jock Grant-Menzies y con dos o tres viejos amigos y no volvió a ver a
Beaver hasta que se encontró con él en el bar. Estaba solo. Se había quedado allí un
largo rato, conversando con las parejas que entraban y salían. Pero siempre terminaba
por quedar solitario. No se estaba divirtiendo y se dijo, no sin cierto rencor, que era
por culpa de Brenda. Si hubiese ido con un grupo numeroso, habría sido distinto.
Brenda vio que estaba de mal humor, y le dijo:
—Es hora de comer.
Era aún temprano y no había nadie en las mesas, excepto algunas parejas aisladas
y serias. Se dirigieron hacia una mesa redonda y grande entre las ventanas; nadie la
ocupaba. Se sentaron allí.
—Estoy resuelta a no moverme por mucho rato. ¿No te importa?
Y para que de nuevo se sintiera importante, le hizo preguntas sobre las demás
personas que estaban en el salón.
Poco a poco su mesa se llenó de gente. Eran viejos amigos de Brenda, con
quienes solía alternar cuando comenzó a actuar en sociedad, y durante los dos
primeros años de su matrimonio, antes de que muriera el padre de Tony. Hombres de
poco más de treinta años, mujeres casadas de su misma edad, ninguna de las cuales
conocía a Beaver ni sentía simpatía por él. Resultó por mucho la mesa más animada
del salón. Brenda pensó: «¡Cómo debe odiar todo esto mi pobre muchacho!». No se
le ocurrió pensar que, desde el punto de vista de Beaver, estos viejos amigos suyos
eran la gente más deseable de toda la fiesta y que estaba encantado de que lo vieran
en esa mesa.
—Esto es la muerte para ti —le murmuró.
—No, en verdad nunca me he sentido más a gusto.
—Bueno, yo también lo estoy; vamos a bailar.
Pero los músicos estaban descansando y no había nadie en el salón de baile, salvo
las parejas serias que habían emigrado allí para alejarse de la multitud y, solitarias y
acurrucadas contra las paredes, estaban engolfadas en sus conversaciones.
—¡Oh! —exclamó Brenda—, ahora ya no podemos volver a la mesa… Casi es
mejor que volvamos a casa.
—No son aún las dos.
—Es tarde para mí. No vengas. Quédate y diviértete.
—Por supuesto que me iré contigo.
Era una noche fría y clara. En el taxi Brenda tuvo un escalofrío y él la rodeó con
el brazo. No hablaron mucho.
—¿Ya llegamos?
Permanecieron unos pocos segundos sin moverse; luego Brenda se escurrió y
Beaver bajó del coche.

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—Me temo que no te pueda convidar a tomar algo aquí. No es mi casa, y no
sabría ni dónde encontrar las cosas.
—Naturalmente que no —dijo Beaver.
—Bueno, buenas noches, mi querido. Mil gracias por haberte ocupado de mí.
Temo haberte estropeado la noche.
—Naturalmente que no —aseguró nuevamente Beaver.
—¿Me llamarás por la mañana? ¿Lo prometes?
Se llevó la mano a los labios y luego se volvió hacia la puerta.
Beaver titubeó un minuto sobre si debía volver a la fiesta, pero resolvió no
hacerlo. Estaba cerca de su casa y en la de Polly todos estarían ya instalados; por lo
tanto, dio su dirección al chófer y se fue a la cama.
Ya desvestido, oyó la campanilla del teléfono en la planta baja. Era su teléfono.
Bajó los dos pisos, aterido. Oyó la voz de Brenda.
—Querido, ya estaba por colgar. Pensé que habrías vuelto a casa de Polly, ¿no
tienes el teléfono al lado de la cama?
—No, está en el piso bajo.
—¡Oh! Entonces fue una mala idea llamarte, ¿no?
—No sé. ¿Qué sucede?
—Era sólo para decirte… buenas noches.
—Ah, sí; bueno…, buenas noches.
—¿Y me vas a llamar por la mañana?
—Sí.
—¿Temprano? ¿Antes de hacer ningún proyecto? —Sí.
—Bueno, buenas noches. Hasta mañana.
Beaver volvió a subir los dos pisos y se metió en la cama.

—… ¡saliendo en medio de la fiesta!


—No puedo decirte lo inocente que resultó todo. Ni siquiera entró.
—Nadie va a creer eso.
—Y se puso furioso cuando lo llamé.
—¿Qué piensa de ti?
—Sencillamente no entiendo lo que pasa. Terriblemente intrigado, y un poco
aburrido a ratos.
—¿Vas a continuar con eso?
—No sé —sonó el teléfono—. Quizá sea él.
Pero no era.
Brenda había pasado al cuarto de Marjorie y ambas estaban desayunándose en la
cama. Marjorie se sentía cada vez más como una hermana mayor.
—Pero, Brenda, realmente, ¡es un muchacho tan pesado!

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—Ya lo sé. No es una maravilla, y además es un esnob, y hasta sospecho que es
frío como un pez; pero resulta que siento debilidad por él, eso es todo… Por otra
parte, no estoy convencida de que sea del todo espantoso… Tiene esa madre odiosa a
quien adora… y ha sido siempre muy pobre. Creo que nunca ha tenido suerte.
Anoche he oído comentarios sobre él. Una vez tuvo novia, pero no pudo casarse por
falta de dinero, y desde entonces no ha tenido relaciones con ninguna mujer
decente… Hay que enseñarle una cantidad de cosas. Es parte de su atractivo.
¡Demonios! Parece que esto va en serio.
Sonó el teléfono.
—Quizá sea él.
Pero del aparato salió una voz familiar, tan fuerte que Brenda pudo oírla.
—Buenos días, querida; ¿cuál es el chisme de hoy?
¡Oh, Polly, qué linda fiesta la de anoche!
—No estuvo tan mal, ¿no? Oye, ¿qué hay de tu hermana con Beaver?
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Cuándo empezó esto?
—No hay absolutamente nada, Polly.
—No me lo digas a mí. Estaban entusiasmadísimos anoche. ¿Cómo se las arregló
para conquistarla? Eso es lo que quisiera saber. Debe tener algo que nosotros
ignoramos…
—Así es que Polly está enterada de tu asunto. En este momento lo debe estar
repartiendo por todo Londres.
—Cómo me gustaría que hubiese algo que contar. El cachorro ni siquiera me ha
llamado por teléfono… Bueno, lo voy a dejar en paz. Si no hace nada por mí, me iré a
Hetton esta misma tarde. Quizá sea él.
Pero era Allan desde la sede Central del Partido Conservador, que llamaba para
decir que sentía mucho no haber podido llegar a la fiesta de la noche anterior.
—Me dicen —manifestó— que Brenda se ha desprestigiado anoche.
¡Cielos! —dijo Brenda—. La gente cree que en realidad es fácil conseguirse un
joven.

—Casi no te vi anoche en casa de Polly —dijo Mrs. Beaver—. ¿Dónde estuviste?


—Nos fuimos temprano; Brenda Last estaba cansada.
—Es preciosa. Cuánto me alegro de que hayas trabado amistad con ella. ¿Cuándo
vas a volver a verla?
—Le dije que la llamaría.
—Bueno, ¿y por qué no lo haces?
¡Oh!, mamita, ¿para qué? No me puedo permitir el lujo de invitar a una mujer
como Brenda Last. Si la llamo, va a preguntarme qué pienso hacer y yo tendré que

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convidarla a algo y va a ser lo mismo todos los días. Sencillamente, no tengo
suficiente dinero.
—Ya lo sé, hijo. Es muy difícil para ti…, y eres maravilloso en cuestiones de
dinero. Debería estar agradecida de no tener un hijo que me viniera siempre con
deudas. Sin embargo, no hay que privarse de todo, ya lo sabes. A los veinticinco
años, te estás convirtiendo en un viejo solterón. Noté que Brenda gustaba de ti
aquella tarde que vino.
¡Oh, sí!, ya sé que le gusto.
—Espero que se resuelva por ese departamento. La gente se vuelve loca por ellos.
Voy a tener que buscar otra casa que se preste para estas subdivisiones. Te
sorprendería saber quiénes los han tomado: muchas personas que tienen ya sus casas
en Londres… Bueno, tengo que volver a mi trabajo. A propósito, estaré ausente
durante dos noches. Haz que Chambers te atienda en debida forma. Hay actualmente
unos australianos, descubiertos por Sylvia Newport, que quieren alquilar una casa en
el campo y los voy a llevar en auto a ver una o dos que podrían convenirles…
¿Dónde almuerzas?
—En lo de Margot.
Alrededor de la una, después de haber llevado a Djinn al parque, Beaver aún no
había llamado.
—Bueno, es mejor así —dijo Brenda—. Creo que en el fondo estoy más contenta.
Envió un telegrama a Tony para que la esperase a la llegada del tren de la tarde, y
pidió que hicieran sus maletas.
—Parece que no tengo donde almorzar —dijo.
—¿Por qué no vienes a lo de Margot? Sé que estará encantada.
—Bueno, llámala y pregúntale.
Así volvió a encontrarse con Beaver.
Estaba sentado lejos de ella, y no se hablaron hasta que todo el mundo se hubo
retirado.
—Intenté comunicarme contigo durante toda la mañana —le dijo—, pero estaba
siempre comunicando.
—Bah, déjate de historias. Te invito a ir al cine.
Más tarde le telegrafió a Tony: Me quedo con Marjorie un día o dos más. Cariños
para los dos.

—¿Mamá volverá hoy?

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—Espero que sí.
—La fiesta de esa mujer mono ha durado mucho tiempo; ¿puedo ir a la estación a
recibirla?
—Sí, iremos los dos.
—Hace cuatro días que no ve a Tormenta; no me ha visto saltar la nueva valla,
¿no es así, papá?
Brenda debía llegar en el tren de las tres y dieciocho. Tony y John Andrew
estaban en la estación desde temprano. Vagaron por el andén durante un rato, y
compraron chocolates en una máquina automática. El jefe de la estación se acercó
para charlar con ellos.
—¿Vuelve hoy la señora?
Era un viejo amigo de Tony.
—Espero que sí. Usted sabe lo que pasa cuando las señoras van a Londres.
—La mujer de San Brace se fue a Londres, y no pudo hacerla volver. Tuvo que ir
él mismo a buscarla y luego ella le pegó una paliza.
En seguida entró el tren en la estación y Brenda surgió, exquisita, de su
comportamiento de tercera clase.
—¡Han venido los dos! ¡Qué ángeles son! No lo merezco.
—Oh mamá, ¿no trajiste a la señora mono?
—¿Qué quiere decir eso, Tony?
—Se le ha puesto en la cabeza que tu amigota Polly tiene cola.
—Pensándolo bien, no me sorprendería que la tuviera.
Todo su equipaje consistía en dos valijas pequeñas. El chófer las amarró detrás
del auto y salieron para Hetton.
—¿Qué noticias hay?
—Ben ha puesto la barrera más alta, y Tormenta y yo saltamos seis veces ayer y
seis veces hoy y han muerto dos peces más de los del estanque chico, los he visto
flotando panza arriba todos hinchados, y Nanny se quemó el dedo ayer con la pava y
papá y yo vimos un zorro muy, muy cerca y se quedó quietito y después se metió en
el bosque y yo he empezado a dibujar una batalla, pero no pude terminar porque los
lápices de colores no eran buenos, y el caballo gris del carro, el que estuvo
agusanado, ya está bien de nuevo.
—No ha sucedido nada importante —dijo por su parte Tony—. Te hemos echado
de menos. ¿Qué has estado haciendo en Londres durante todo este tiempo?
—¿Yo? Oh, a decir verdad me he portado bastante mal.
—Comprando cosas.
—Peor. He coqueteado desenfrenadamente con muchachos…, y he gastado
montones de dinero y me he divertido muchísimo. Pero hay una cosa terrible.
—¿De qué se trata?
—No, creo que es mejor reservarlo para más tarde. Es algo que no te va a gustar
nada.

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—¿Te has comprado un pequinés?
—Peor, mucho peor. Sólo que aún no lo he hecho. Pero lo quiero hacer,
terriblemente.
—Vamos, dilo.
—Tony, he encontrado un departamento.
—Bueno, será mejor que lo pierdas de nuevo y pronto.
—Bueno, bueno; te atacaré sobre ese punto más adelante. Por el momento,
¿quieres tratar de no pensar en eso?
—No le dedicaré ni un solo pensamiento.
—¿Qué es un departamento, papá?

Brenda comió en pijama y después se sentó junto a Tony en el sofá y empezó a


robarle el azúcar de su taza de café.
—Me imagino que todo esto significa que vas a volver a empezar con lo del
departamento.
¡Hum!…
—No habrás firmado ningún papel todavía.
—¡Oh, no! —Brenda sacudió con énfasis la cabeza.
—Entonces no está todo perdido.
Tony comenzó a llenar la pipa. Brenda se arrodilló en el sofá, sentándose sobre
los talones.
—Oye, ¿has estado pensando en eso?
—No.
—Porque cuando dices departamento estás pensando en algo completamente
diferente de lo que pienso yo. Tú te imaginas un departamento con ascensor, un
portero de librea, una imponente puerta de calle y un hall de entrada y puertas que se
abren en todas direcciones, con cocinas y antecomedores y comedores y salas y
cuartos de servicio… ¿No es así, Tony?
—Más o menos.
—Exactamente. Y, en cambio, pienso en un solo dormitorio con un baño y un
teléfono. ¿Ves la diferencia? Pues bien, una mujer que conozco…
—¿Quién?
—Una mujer cualquiera… ha arreglado así una casa entera cerca de Belgrave
Square y cada departamento cuesta tres libras por semana, sin otros gastos y sin
impuestos, agua caliente y calefacción central a toda hora; y cuando lo necesitas,
viene una mujer a hacer la cama. ¿Qué te parece?
—Ya veo.
—Así es como yo lo veo. ¿Qué son tres libras por semana? Menos de nueve
chelines por noche. ¿Dónde podría uno alojarse por menos de nueve chelines por
noche con todas esas comodidades? Tú siempre vas al club y eso cuesta más y yo no

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puedo quedarme siempre en lo de Marjorie, pues es muy incómodo para ella, y
además tiene ese perro y tú siempre te lo pasas diciéndome cuando vuelvo por la
noche, después de mis compras: «¿Por qué no pasaste allí la noche en vez de matarte
de cansancio?». Lo dices todo el tiempo. Estoy segura de que gastamos más de tres
libras por semana por no tener un departamento. ¿Sabes qué? Voy a dejar a Mr.
Cruttwell. ¿Qué te parece?
—¿Realmente lo deseas?
—¡Hum!…
—Bueno, voy a estudiarlo. Tal vez podríamos arreglarnos, pero ello significará
tener que postergar las mejoras aquí.
—No lo merezco realmente —dijo ella poniendo punto final al asunto—. ¡Me he
portado malísimamente esta semana!

La estada de Brenda en Hetton duró sólo tres noches. Luego volvió a Londres
para ocuparse, según dijo, del departamento. Sin embargo, el asunto no necesitaba
mucha atención. Sólo había que elegir el color de la pintura y unos pocos muebles.
Mrs. Beaver los tenía listos para que los viera: una cama, una alfombra, un tocador y
una silla; no cabía nada más. Mrs. Beaver trató de venderle un juego de tapices para
las paredes, pero Brenda los rehusó; lo mismo que una bolsa eléctrica para la cama,
una balanza miniatura para el cuarto de baño, una heladera, un reloj de pie antiguo,
un juego de chaquete de espejos y marfil sintético y una colección de poetas
franceses del siglo XVIII, bien encuadernada, un aparato para masajes, uno de radio en
un mueble de laca estilo Regencia; todo lo cual había sido agrupado para ella en el
negocio como «sugestiones». Mrs. Beaver en ningún momento se sintió molesta por
las escasas necesidades de Brenda. Le iba muy bien en el piso de arriba con una
señora canadiense que, por una suma sideral, estaba haciendo revestir sus paredes con
metal cromado.
Mientras tanto, Brenda se alojó en casa de Marjorie, pero sus relaciones día a día
se hacían más agrias.
—Siento mucho parecer pomposa —le dijo una mañana—, pero no quiero que tu
Beaver esté metido todo el día en casa ni que me llame Marjorie. —Bueno, el
departamento estará listo dentro de poco.
—Y yo seguiré diciendo que cometes un error ridículo.
—Lo que pasa es que Baever no te gusta.
—No es eso solamente. Pienso que eres injusta con Tony.
—¡Bah! Tony está bien.
—¿Y si hay un escándalo?
—No va a haber ningún escándalo.
—Nunca se sabe. Y si lo hay, no quiero que Allan crea que yo he servido de
cómplice.

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—Yo no estuve tan desagradable contigo cuando lo de Robín Beaseley.
—Nunca pasó nada —contestó Marjorie.
Pero su hermana era la única excepción, pues las opiniones se inclinaban muy en
favor de la aventura de Brenda. Por la mañana el teléfono zumbaba con noticias sobre
ella; gentes a quienes apenas conocía, estaban encantadas de poder contar que la
habían visto con Beaver la noche anterior en el cine o en un restaurante. Había sido
un otoño escaso de romances interesantes; sólo personas ya catalogadas se habían
separado o juntado; y Brenda estaba llenando una necesidad largo tiempo sentida por
aquéllos cuyo mayor placer consistía en discutir esa clase de asuntos por teléfono
desde la cama. Para esta gente las circunstancias conferían al caso de Brenda un
especial atractivo. Durante cinco años, ella había sido sólo un nombre legendario, de
fantasma casi, la princesa cautiva de un cuento de hadas. Ahora, que había aparecido,
el acontecimiento tenía mayor encanto que un mero cambio de costumbres de
cualquier otra esposa circunspecta. La elección de Brenda daba al asunto un toque
apropiado de fantasía: Beaver, el jocoso personaje a quien todos conocían y
despreciaban, elevado de pronto hasta ella en medio de las nubes luminosas de la
divinidad. Si después de siete años de no mirar ni a derecha ni a izquierda se hubiese
escapado con Jock Grant-Menzies o Robín Beaseley o cualquier otro don Juan con
quien casi todas habían estado entusiasmadas en una u otra época, el acontecimiento,
aunque emocionante, no habría pasado de ser una simple comedia de salón. La
elección de Beaver, para Polly, para Daisy y Angela y para todo el grupo de
chismosas, elevaba la aventura toda al reino de la poesía.
Mrs. Beaver no ocultaba su alegría.
—Naturalmente, John ni siquiera ha mencionado el asunto, pero si lo que oigo es
verdad, pienso que le va a hacer tantísimo bien. Es cierto que lo han buscado siempre
muchísimo y tiene un sinnúmero de amigos, pero esto no es lo mismo. Siempre sentí
en él la falta de algo, y pienso que una mujer encantadora y experimentada como
Brenda es justamente la persona que podrá ayudarlo. John es muy afectuoso, pero es
tan sensible que no lo deja entrever casi nunca. A decir verdad, la semana pasada tuve
la sensación de que algo así había en el aire; por eso busqué un pretexto para irme
durante unos días. Si yo hubiese estado aquí las cosas no habrían llegado a nada. Es
muy tímido y reservado, hasta conmigo. Voy a hacer empaquetar el juego de ajedrez
y se lo enviaré esta tarde. Muchísimas gracias.
Y Beaver, por primera vez en su vida, se encontró convertido en una persona
digna de interés y casi importante. Las mujeres lo estudiaban con renovada curiosidad
y se preguntaban qué había en él que hubiesen pasado por alto; los hombres lo
trataban ahora de igual a igual, y hasta como un rival de éxito. «¿Cómo diablos ha
podido lograr esto?», se preguntaban entre sí. Y ahora, cuando llegaba al Brat’s le
hacían sitio en el bar y le decían: «Bueno, viejo, ¿qué tal si tomamos una copa?».

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Brenda llamaba a Tony todas las mañanas y todas las noches. A veces John
Andrew también le hablaba, con una voz tan aguda como la de Polly Cockpurse; y
sin molestarse por oír las respuestas. Brenda fue a Hetton a pasar el fin de semana y
luego volvió a Londres, esta vez al departamento. La pintura ya se había secado, pero
el agua caliente todavía no funcionaba a la perfección. Todo tenía olor a nuevo:
paredes, sábanas y cortinas, pero los radiadores, también nuevos, exhalaban un olor
menos agradable a hierro caldeado.
Aquella tarde telefoneó a Hetton.
—Estoy hablando desde el departamento.
—Ah, ah.
—Querido, trata de parecer interesado. Esto es lo más emocionante para mí.
—¿Cómo es?
—Bueno, por el momento hay una cantidad de olores, y el baño hace unos ruidos
extraños, y cuando se abre el grifo del agua caliente sólo viene una ráfaga de aire y
nada más, y el grifo del agua fría pierde, y el agua tiene un color oscuro, y las puertas
de las alacenas no deslizan, y las cortinas no se pueden correr del todo, así que se ven
brillar las luces de la calle durante toda la noche… Pero es precioso.
—No me digas.
—Tony, tienes que ser más amable. Todo es tan emocionante…: puerta de calle y
llave… y todo lo demás, y alguien me ha enviado un montón de flores, tantas que
casi no hay lugar para ellas y he tenido que ponerlas en la palangana porque no tengo
floreros. ¿No fuiste tú, no?
—Sí…, en realidad fui yo.
—Querido, tenía la esperanza de que fueses tú… ¡Es tan tuyo!
—Tres minutos por favor.
—Tengo que dejarte ahora.
—¿Cuándo piensas volver?
—Casi en seguida; buenas noches, mi amor.
—Cuánta charla —dijo Beaver.
Durante toda la conversación Brenda había estado con una mano ocupada en
defender el teléfono que él juguetonamente intentaba desconectar.
—Las flores las mandó Tony. ¡Qué bueno es!
—No quiero demasiado a tu Tony.
—No te preocupes por eso, precioso, porque lo que es él, ¡no te quiere nada!
—¿No me quiere? ¿Y por qué?
—Nadie te quiere, salvo yo. Tienes que convencerte… Hasta resulta muy raro que
yo te quiera.

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Beaver y su madre iban a ir a Irlanda para Navidad a casa de unos primos. Tony y
Brenda tenían una reunión de familia en Hetton: Marjorie y Allan, la madre de
Brenda, Francés, la tía de Tony, y dos familias Last, empobrecidas, humildes y
resignadas víctimas de los mayorazgos, para los cuales Hetton representaba tanto
como para Tony. Había un pequeño árbol de Navidad en el cuarto de John Andrew, y
uno grande abajo en el hall central, decorado por los Last pobres e iluminado durante
media hora después del té. Dos sirvientes montaban guardia al lado del árbol
provistos de unos largos palos con una esponja en la punta para apagar las velas que
se daban vuelta y amenazaban incendiarlo todo. Para cada sirviente había un regalo
de un valor estrictamente graduado en proporción a su rango, y diversos obsequios
para cada uno de los huéspedes (y cheques para los Last pobres). Allan siempre traía
foie gras en croúte, un manjar al que era particularmente afecto. Como consecuencia
de la copiosa comida, hacia fines de la Noche Buena todos los comensales habían
sido invadidos por un ligero sopor. Cucharones de plata llenos de coñac circularon
alrededor de la mesa, se abrieron crackers, se repartieron sombreros de papel, y luces
de Bengala. Todo sucedió, ese año, en la forma acostumbrada; nada parecía amenazar
la paz y la estabilidad de la casa. El coro llegó y cantó villancicos en el palco de
pinotea, y después sus componentes devoraron dulces y tragaron ponche caliente. El
vicario predicó su sermón habitual de Navidad. Un sermón que gustaba
particularmente a sus feligreses.
«Cuán difícil es para nosotros», comenzó, al tiempo que contemplaba
complacientemente a su congregación, cuyos integrantes tosían tras sus bufandas y se
rascaban los sabañones debajo de los guantes de lana, «advertir que esto es una
verdadera Navidad. En lugar del ardiente fuego y de las ventanas bien cerradas para
defendernos de la nieve, sólo tenemos el calor agobiante de un sol extranjero; en vez
del círculo feliz de rostros amados, del hogar y de la familia, las miradas en blanco de
los sojuzgados, aunque sin duda agradecidos paganos. En lugar del plácido buey y del
asno de Belén», agregaba el vicario perdiendo ligeramente el hilo de sus
comparaciones, «tenemos por compañeros al tigre enfurecido y al exótico camello, al
chacal furtivo y al voluminoso elefante…». Y así seguía a lo largo de las páginas de
borroso manuscrito. Aquellas palabras habían llegado al corazón empedernido de
numerosos soldados, y al volver a oírlas —como las oían, año tras años, desde que
Mr. Tendril había venido a la parroquia— Tony y la mayoría de los huéspedes de
Tony, sentían que el sermón era parte inevitable de las festividades de Navidad, muy
difícil de eliminar. «El tigre enfurecido» y «el camello exótico» eran, desde hacía
tiempo, frases familiares a las cuales todos recurrían con frecuencia en sus juegos.
Estos juegos eran la parte más penosa para Brenda. No la divertían, y no podía
ver a Tony disfrazado para las charadas sin cierta sensación de vergüenza. Además, la
torturaba el temor de que la más leve falta de entusiasmo de parte suya fuera atribuida

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por los Last pobres a un complejo de superioridad. Debería haber sabido que esos
escrúpulos eran completamente superfluos, pues nunca se les hubiera ocurrido a los
parientes de su marido tratarla sino con cordialidad familiar y cierta tolerancia; pues
como Last que eran se consideraban con muchos mayores derechos que ella sobre
Hetton. La tía Francés, con su espíritu agrio, descubrió pronto su inquietud e intentó
tranquilizarla, diciéndole:
—Mi querida niña, todos esos sentimientos delicados no tienen valor; solamente
los ricos se dan cuenta del abismo que los separa de los pobres.
Pero la inquietud persistía, y noche tras noche la echaban del cuarto, contestaba y
hacía preguntas, actuaba en forma extraña, pagaba prendas, dibujaba imágenes,
escribía versos, se disfrazaba, y hasta la perseguían por la casa o la escondían en
roperos, a voluntad de sus parientes. Aquel año, la Navidad cayó en viernes, de suerte
que la fiesta se prolongó desde el jueves hasta el lunes.
Brenda le había prohibido a Beaver que le enviara un regalo o que le escribiera:
en defensa propia, pues sabía que cualquier cosa que él dijera sería pobre y la
lastimaría; pero a pesar de todo, aguardaba nerviosamente el correo con la esperanza
de que Beaver le hubiera desobedecido. Ella le había enviado a Irlanda un anillo
formado por tres argollas de oro y platino entrelazadas. Una hora después de haberlo
encargado se arrepintió de la elección. El martes le llegó una carta de agradecimiento.
Querida Brenda —escribía Beaver—, mil gracias por el bonito regalo de Navidad.
Puedes imaginarte mi alegría cuando vi el estuche de cuero rosa y mi sorpresa al
abrirlo. Realmente has sido un amor al enviarme un regalo tan encantador. Mil
gracias otra vez. Espero que tu fiesta haya sido un éxito. Aquí todo es un poco
aburrido. Los demás fueron a cazar ayer. Yo fui al encuentro de la cacería. No
tuvieron un día muy bueno. Mamá está aquí y te manda cariños. Nos marchamos
mañana o pasado. Mamá se ha resfriado…
Terminaba ahí, al final de la página. Beaver la había escrito antes de comer, y más
tarde había metido la carta en el sobre sin acordarse de concluirla.
Escribía con letra grande de colegiala, dejando anchos espacios entre renglón y
renglón.
Brenda mostró la carta a Marjorie, que todavía estaba en Hetton:
—No puedo quejarme —le dijo—. Nunca demostró quererme mucho. Y de todos
modos fue un regalo muy tonto.
Tony se había sentido molesto ante la idea de tener que ir a visitar a Angela.
Odiaba salir de su casa.
—No vengas, querido. Yo me arreglaré con ellos.
—No, voy a ir. No te he visto en las últimas tres semanas.
El miércoles estuvieron solos todo el día. Brenda realizó el máximo esfuerzo para
aplacar los nervios de Tony. Estuvo especialmente tierna con él y trató de no hacerlo
rabiar.

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El jueves partieron para Yorkshire. Beaver estaba allí. Tony lo descubrió casi en
seguida y subió a darle la noticia a Brenda:
—Tengo que contarte algo muy extraño —dijo—. ¿Adivina quién está aquí?
—¿Quién?
—Nuestro viejo amigo Beaver.
—¿Por qué resulta eso particularmente extraño?
—Oh, no sé. Lo había olvidado completamente, ¿tú no? ¿Crees que le habrá
enviado un telegrama a Angela como hizo con nosotros?
—Es probable.
Tony supuso que Beaver debía sentirse solo y se tomó el trabajo de serle
agradable. Le dijo:
—Ha habido toda clase de cambios desde que lo vimos la última vez. Brenda ha
tomado un departamento en Londres.
—Sí, ya sé.
—¿Cómo?
—Pues mi madre se lo alquiló, ¿sabe?
Tony se sorprendió mucho y empezó a abrumar a Brenda con preguntas.
—Nunca me dijiste quién estaba detrás de tu departamento. Si lo hubiese sabido,
quizá no habría sido tan complaciente.
—No querido, por eso no te lo dije.
La mitad de los huéspedes se preguntaban por qué Beaver estaba allí, la otra
mitad lo sabía. El resultado de esto fue que Brenda y Beaver se vieron muy poco,
menos que si hubiesen sido meros conocidos. Por eso Angela comentó con su
marido:
—Creo que fue un error invitarlo. Es tan difícil saber…
Brenda nunca tocó el tema de la carta a medio terminar, pero advirtió que Beaver
llevaba su anillo y que había adquirido la costumbre de jugar con él mientras hablaba.
En la víspera de Año Nuevo hubo una fiesta en una casa de la vecindad. Tony
regresó temprano, y Beaver y Brenda volvieron juntos en el asiento trasero de un
automóvil. A la mañana siguiente, mientras se desayunaba ella le dijo a Tony:
—He tomado una decisión para Año Nuevo.
—¿No tiene nada que ver con pasar más tiempo en casa?
—Oh, no, todo lo contrario. Oyeme, Tony, esto es muy serio. Creo que seguiré un
curso sobre algo.
—¿Nada de osteopatía, supongo? Creí que aquello había terminado.
—No, algo así como ciencias económicas. Lo he estado pensando. No hago
realmente nada por el momento. Es absurdo creer que John Andrew me necesita, y la
casa se maneja sola. Me parece que es tiempo de que me dedique a algo. Ahora bien:
tú siempre estás hablando de entrar al Parlamento. Bueno, si yo siguiera un curso de
ciencias económicas podría serte útil haciendo propaganda electoral o escribiendo
discursos y otras cosas. Sabes, así como lo hizo Marjorie cuando Allan se presentó en

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Clydeside. En Londres hay toda clase de cursos, relacionados con la Universidad, a
los que asisten mujeres. ¿No te parece una buena idea?
—Es mejor que la osteopatía —admitió Tony.
Así empezó el Año Nuevo.

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3 Tiempos difíciles

No es extraño ver en el Brat’s Club, entre las nueve y las diez de la noche, hombres
vestidos de frac, solitarios, visiblemente deprimidos, comiendo cenas abundantes y
costosas. Son los abandonados en el último momento por sus mujeres. Durante unos
veinte minutos han estado sentados en el hall de algún restaurante mirando llenos de
expectativa hacia la puerta giratoria, alternadamente sacando el reloj y pidiendo
cocteles, hasta que por fin llega un mensaje telefónico por el que se enteran de que
sus invitadas no podrían acompañarlos. Entonces se van al Brat’s con la leve
esperanza de encontrar algún amigo, pero al hallar el Club desierto o poblado de
extraños, la mayoría siente una melancólica satisfacción. Se sientan allí junto a la
pared, contemplan con tristeza las mesas de caoba, y comen y beben copiosamente.
Con ese humor y por esa causa cierta tarde de mediados de febrero llegó Jock
Grant-Menzies al Club.
—¿No hay nadie aquí?
—Está muy tranquilo esta noche, señor. Mr. Last está en el comedor.
Jock lo halló sentado en un rincón; estaba vestido con ropa de calle; la mesa y la
silla que tenía a su lado estaban cubiertas de diarios y revistas. Leía. Estaba en la
mitad de la comida y había tomado tres cuartas partes de una botella de borgoña.
—Hola —le dijo—, ¿plantado? Siéntate conmigo.
Hacía tiempo que Jock no veía a Tony; el encuentro lo turbaba ligeramente, pues
como todos sus amigos, ignoraba lo que sentía Tony y cuánto sabía sobre el asunto de
Brenda y Beaver. Sin embargo, se sentó a la mesa con él.
—¿Plantado? —preguntó Tony de nuevo.
—Sí, es la última vez que convido a esa perra.
—Mejor es que tomes un trago. Yo he bebido mucho; es lo mejor.
Se bebieron lo que quedaba del borgoña y pidieron otra botella.
—He venido sólo por esta noche —dijo Tony—. Dormiré aquí.

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—Pero ahora tienes un departamento, ¿no?
—Bueno, Brenda lo tiene; en realidad, no hay lugar para dos…; probamos una
vez, pero sin éxito.
—¿Qué hace ella esta noche?
—Ha salido. No le avisé que venía…, fue una tontería, pero me harté de estar
solo en Hetton, pensé que me gustaría ver a Brenda y me vine así, siguiendo un
impulso. Una estupidez… Debí pensar que tendría que salir. Brenda, por principio, no
deja plantado a nadie…, así que aquí estoy. Me va a llamar más tarde si puede
zafarse.
Bebieron abundantemente.
Tony acaparó la conversación.
—Extraordinaria idea la suya de estudiar ciencias económicas —dijo—. Nunca
creí que le duraría, pero parece que realmente está interesada… Me imagino que es
un buen plan. Sabes que no tenía mucho que hacer en Hetton. Desde luego, se habría
muerto antes de confesarlo, pero creo que a veces se aburría un poco. Lo he estado
pensando y ésta es la conclusión a la cual he llegado. Brenda debe de haberse
aburrido… Me imagino que algún día se aburrirá de las ciencias económicas… Por
ahora, parece bastante contenta. Hemos tenido visitas todos los fines de semana
últimamente… Me gustaría que vinieses alguna vez, Jock…, no me entiendo muy
bien con los nuevos amigos de Brenda.
—¿Gente de los cursos de ciencias económicas?
—No, pero gente que no conozco. Creo que los aburro. Pensándolo bien, ésta es
la conclusión a la cual he llegado. Los aburro. Hablan de mí como de «el viejo»; John
los oyó.
—Bueno, ese calificativo es bastante amistoso.
—Sí, es amistoso.
Apuraron todo el borgoña y después tomaron oporto. Luego dijo Tony:
—Oye, ¿por qué no vienes el próximo fin de semana?
—Bueno, con muchísimo gusto.
—Espero que vengas. No veo mucho a mis viejos amigos. Seguramente habrá
mucha gente en la casa, pero no te importa, ¿no? Eres un tipo sociable, Jock, no te
importa estar rodeado de gente. A mí me importa, ¡qué diablos!
Bebieron algo más de oporto y Tony agregó:
—No hay suficientes cuartos de baño, ¿sabes?… Pero claro que lo sabes. Has
estado antes allí muchísimas veces. No como estos amigos nuevos que me consideran
un aburrido. Tú no me crees un aburrido, ¿no?
—No, viejo.
—¿Ni cuando estoy borracho como ahora?… Íbamos a poner los cuartos de baño;
ya teníamos listos los planos…, serían cuatro nuevos. Un tipo de la región hizo los
planos…, pero entonces Brenda quiso tener el departamento, y tuve que postergarlos

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por razones de economía… ¡Mira qué gracioso! Tuvimos que economizar a causa de
las ciencias económicas de Brenda.
—Sí, es gracioso. Tomemos más oporto.
—Me pareces algo deprimido esta noche —dijo Tony.
—Lo estoy. Preocupado por lo de los cerdos. Los electores no hacen más que
escribirme.
—Yo me sentía deprimido, atrozmente deprimido; pero ahora ya estoy bien. Lo
mejor es emborracharse. Eso es lo que hice, y ya no me siento deprimido… Es
descorazonador llegar a Londres y descubrir que uno está de más. Es una cosa
curiosa: tú te sientes deprimido porque tu amiga te plantó, y yo porque la mía no me
quiso plantar.
—Sí, es curioso.
—Pero, sabes, desde hace varias semanas me siento deprimido…, atrozmente
deprimido… ¿Qué te parece un poco de coñac?
—¿Por qué no? Al fin y al cabo hay otras cosas en esta vida más importante que
las mujeres y los cerdos.
Tomaron el coñac, y al rato Jock empezó a animarse.
En eso se presentó un botones ante la mesa diciendo:
—Un mensaje de lady Brenda, señor.
—Bueno, ya voy.
—No es la señora la que habla. Es alguien que quiere dejar un mensaje.
—Voy a hablar con ella.
Fue al teléfono del pasillo.
—Querida… —comenzó.
—¿Hablo con Mr. Last? Tengo un recado de lady Brenda.
—Bien, póngame con ella.
—No puede hablarle personalmente, pero me pidió que transmitiera este mensaje:
que lo siente mucho, pero no puede encontrarse con usted esta noche. Está muy
cansada y se ha ido a dormir.
—Dígale que quiero hablarle.
—Lo siento, no puedo; se ha ido a la cama. Está muy cansada.
—¿Está muy cansada y se ha ido a la cama?
—Así es.
—Bueno, quiero hablar con ella.
—Buenas noches —dijo la voz.

—El «viejo» está borracho —comentó Beaver al colgar el receptor.


¡Dios mío!, me siento un poco culpable. Pero ¿qué pretende si llega así, tan de
repente? Hay que enseñarle a no hacer visitas sin avisar.
—¿Es así a menudo?

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—No, esto es una novedad.
El teléfono sonó otra vez.
—¿Crees que puede ser él de nuevo? Será mejor que conteste yo.
—Quisiera hablar con lady Brenda Last.
—Tony, querido, soy yo, Brenda.
—Un idiota me dijo que no podía hablar contigo.
—Dejé un mensaje donde comí. ¿Estás pasando una noche agradable?
—No, infernal. Estoy con Jock. Está muy preocupado con el proyecto sobre los
cerdos. ¿Podemos ir a verte?
—No, ahora no, querido; estoy cansadísima y me voy a acostar.
—Vamos a ir a verte.
—Tony, ¿no estás un poquito borracho?
—Asquerosamente. Jock y yo vamos a ir a verte.
—Tony, no lo hagas, ¿me oyes? No puedes dar un escándalo aquí. Ya están
tomando mala fama estos departamentos.
—Su fama quedará por los suelos cuando lleguemos Jock y yo.
—Tony, óyeme, por favor, no vengas, esta noche no. Sé bueno y quédate en el
Club. ¿Me haces el favor?
—No tardaré mucho —y colgó el receptor.
¡Oh Dios mío! —dijo Brenda—, es raro esto en Tony. Llama al Brat’s y trata de
comunicarte con Jock. Tendrá más juicio.

—Era Brenda.
—Lo supuse.
—Está en el departamento, le dije que iríamos a verla.
—Estupendo. No la veo desde hace varias semanas. La quiero mucho.
—Yo también; es una chica espléndida.
—Espléndida chica.
—Una señora en el teléfono para usted, Mr. Grant-Menzies.
—¿Quién?
—No dio su nombre.
—Bueno, ya voy.
Brenda le dijo:
—Jock, ¿qué le has estado haciendo a mi marido?
—Está un poco alegre, eso es todo.
—Está hecho una uva. Oyeme, me amenaza con venir aquí; no puedo soportarlo
esta noche en ese estado. Estoy muerta de cansancio. ¿Me comprendes?
—Sí, te comprendo.
—Entonces, por favor, no lo dejes venir. ¿Estás borracho tú también?
—Sí, un poquito.

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—¡Dios mío! Pero ¿puedo confiar en que vas a disuadirlo?
—Voy a intentarlo.
—Bueno, no suena muy tranquilizador. Adiós…
«John, debes irte ahora. Estos locos pueden aparecer en cualquier momento.
¿Tienes dinero para el taxi? En mi cartera hay cambio».

—¿Era tu invitada?
—Sí.
—¿Lo arreglaste?
—No del todo.
—Mejor será que lo arregles. ¿Tomamos más coñac o vamos en seguida a lo de
Brenda?
—Tomemos un poco más de coñac.
—Jock, ya no estás deprimido, ¿no? No conviene dejarse deprimir. Yo no me
siento deprimido. Lo estaba, pero ahora ya no lo estoy.
—No, no me siento deprimido.
—Entonces tomemos un poco de coñac y luego vamos a lo de Brenda.
—Muy bien.
Media hora después se metieron en el auto de Jock.
—Te diré: en tu lugar, yo no conduciría.
—¿No conducirías?
—No; no conduciría. Dirían que estás borracho.
—¿Quién lo diría?
—Cualquiera a quien atropellaras; dirían que estas borracho.
—Bueno, y lo estoy.
—Entonces no deberías conducir.
—Es demasiado lejos para ir a pie.
—Entonces tomemos un taxi.
—¡Oh demonios!, puedo conducir.
—Quizá sea mejor no ir a lo de Brenda.
—Mejor será ir a lo de Brenda —arguyó Jock—; nos está esperando.
—Bueno, no puedo ir tan lejos a pie; además no me parece que tuviera gran
interés en que fuéramos.
—Estará contenta cuando nos vea.
—Sí, pero está muy lejos; vamos a otra parte.
—Quisiera ir a ver a Brenda —dijo Jock—. La quiero mucho.
—Es una chica estupenda.
—Sí, es una chica estupenda.
—Bueno, tomemos un taxi hasta lo de Brenda.
Pero a mitad de camino dijo Jock:

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—No vayamos allí, vamos a otra parte; vamos a algún lugar de perversión.
—A mí me da lo mismo; dile que nos lleve a algún lugar de perversión.
—Vaya a algún lugar de perversión —dijo Jock, sacando la cabeza por la
ventanilla.
El taxi dio media vuelta y se dirigió hacia Regent Street.
—Siempre podremos llamar a Brenda desde el lugar de perversión.
—Sí, creo que debemos hacerlo; es una chica estupenda.
—Una chica estupenda.
El taxi dobló por Golden Square y después tomó por Sink Street, una callejuela
sórdida, habitada en su mayor parte por asiáticos.
—Sabes, me parece que nos está llevando al Oíd Hundreth.
—¿Estará aún abierto? Creí que lo habían cerrado hace años.
Pero la puerta estaba brillantemente iluminada y una silueta andrajosa con gorra
de visera y librea con alamares salió para abrirles la portezuela del taxi.
El Oíd Hundreth nunca había sido clausurado. Durante una generación, otros
clubs nocturnos habían surgido con variados nombres y distintos gerentes, así como
también con variadas pretensiones de respetabilidad, y vivido una existencia precaria
y breve, para acabar en manos de la Policía o de los acreedores; pero el Old Hundreth
mantenía aún un frente sólido contra toda adversidad. No había sido inmune a toda
persecución, ni mucho menos. Innumerables veces, diversos magistrados lo habían
cerrado, privado de su licencia y condenado el local; el personal y la propietaria
habían estado entrando y saliendo constantemente de la cárcel; había habido
interpelaciones en la Cámara y comisiones investigadoras; pero, mientras los
secretarios del Interior y los jefes de Policía habían alcanzado renombre para luego
retirarse desprestigiados, las puertas del Old Hundreth habían permanecido siempre
abiertas, desde las nueve de la noche hasta las cuatro de mañana, y en su interior
había corrido un torrente ilimitado de dudosos preparados alcohólicos. Una joven
bondadosa recibió a Tony y a Jock en el desvencijado edificio.
—¿Tiene inconveniente en firmar?
Tony y Jock inscribieron nombres ficticios al pie de un formulario que decía: He
sido invitado a un festín alcohólico en el número 100 de Sink Street, ofrecido por el
capitán Charles Weybridge.
—Son cinco chelines cada uno, por favor.
No es un club cuyo sostenimiento cueste mucho dinero, pues el personal no
recibe salario alguno; sacan lo que pueden revisando los bolsillos de los sobretodos y
trampeándoles en el cambio a los borrachos. Las muchachas entran sin pagar, pero
tienen que dedicarse a fomentar los gastos de sus comensales.
—La última vez que vine aquí, Tony, fue para tu despedida de soltero.
—Me emborraché aquella noche.
—Como una uva.

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—Te diré quién más estaba borracho: Reggie; rompió una máquina automática de
caramelos de fruta.
—Reggie estaba a la miseria.
—Oye, ¿aún te sientes deprimido por aquella chica?
—No, no estoy deprimido.
—Ven, pues, vamos abajo.
El salón de baile estaba bastante lleno. Un señor maduro se había acercado a la
orquesta e intentaba dirigirla.
—Me gusta este sitio —dijo Jock—. ¿Qué vamos a beber?
—Coñac.
Tuvieron que comprar la botella. Llenaron una orden para la Compañía de Vinos
Montmorency y pagaron dos libras. Cuando llegó el coñac, tenía una etiqueta que
decía Licor añejo de Fino Champagne, importado por la Cía. de Vinos Montmorency.
El mozo trajo ginger ale y cuatro copas. Dos señoritas vinieron y se sentaron con
ellos. Se llamaban Milly y Babs. La primera dijo:
—¿Han venido a la ciudad por poco tiempo?
Y Babs dijo:
—¿Tienen ustedes algo que se parezca a un cigarrillo?
Tony bailó con Babs, que le preguntó:
—¿Le gusta a usted bailar?
—No, ¿y a usted?
—Regular.
—Entonces sentémonos.
El mozo dijo:
—¿Quiere comprar una rifa de una caja de bombones?
—No.
—Cómpreme uno —suplicó Babs.
Jock empezó a describir las características del Cerdo Básico y Milly dijo:
—Usted es casado, ¿no?
—No —contestó Jock.
—Bah, yo siempre lo descubro —repuso Milly—. Su amigo también lo es.
—Sí, él sí es casado.
—Se sorprendería usted si supiese cuántos señores vienen aquí sólo para hablar
de sus esposas.
—Él no ha venido a eso.
Tony, entre tanto, apoyado en la mesa, le decía a Babs:
—Como ve, lo malo es que mi mujer es estudiosa. Está siguiendo un curso de
ciencias económicas.
Babs contestó:
—A mí me parece bien que una muchacha se interese por esas cosas.
El mozo preguntó:

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—¿Qué van a comer?
—¿Por qué? Si acabamos de comer.
—¿Qué les parece un rico róbalo?
—Lo que tengo que hacer, en realidad, es hablar por teléfono. ¿Dónde está?
—¿Quiere ir de veras al teléfono o a «caballeros»? —preguntó Milly.
—Al teléfono.
—Arriba, en el escritorio.
Tony llamó a Brenda. Transcurrió un tiempo antes que contestara; luego:
—Sí, ¿quién es?
—Tengo un mensaje de Mr. Anthony Last y de Mr. Joselyn Grant-Menzies.
—¡Cómo! ¿Eres tú, Tony? Bueno, ¿qué te pasa?
—¿Reconociste mi voz?
—Sí, la reconocí.
—Bueno, sólo quería dejar mi recado; pero ya que te estoy hablando, puedo
comunicártelo personalmente, ¿no es así?
—Sí.
—Bueno, Jock y yo estamos desolados, pero no podremos ir a verte esta noche,
después de todo.
¡Oh!
—A ti no te parecerá muy descortés; tenemos mucho que hacer.
—Está bien, Tony.
—¿Te desperté, por casualidad?
—Está bien, Tony.
—Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.
Tony bajó a la mesa.
—Estuve hablando con Brenda; parecía medio fastidiada. ¿Crees que deberíamos
ir?
—Prometimos que iríamos —advirtió Jock.
—Nunca hay que defraudar a una dama —dijo Milly—. Ahora es demasiado
tarde.
Babs les dijo:
—Ustedes dos son oficiales, ¿no es así?
—No, ¿por qué?
—Creí que lo eran.
—Yo, por mi parte —dijo Milly—, prefiero a los hombres de negocios; tienen
más cosas que contar.
—¿Qué hacen ustedes?
—Yo diseño gorras para carteros —contestó Jock.
¡Oh, vamos!
—Y mi amigo adiestra focas.

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—Cuéntanos otro.
—Yo tengo un amigo —advirtió Babs— que trabaja en un diario.
Después de un rato, Jock dijo:
—Oye, ¿no deberíamos hacer algo por Brenda?
—Le dijiste que no iríamos, ¿no es así?
—Sí…, pero a lo mejor nos está esperando.
—Tengo una idea; ve y llámala y trata de saber si en realidad nos espera.
—Muy bien.
Volvió diez minutos más tarde.
—Me pareció que estaba un poco enojada —observó—. Pero al fin dije que no
iríamos.
—Debe de estar cansada —dijo Tony—. Tiene que levantarse temprano para
estudiar economía. Pensándolo bien, me parece que alguien dijo hoy temprano que
estaba cansada.
—¿Qué significa este horrible pedazo de pescado?
—El mozo dijo que lo habían encargado.
—Quizá lo haya hecho.
—Se lo daré a la gata del club —dijo Babs—. Es un tesoro; se llama Mora.
Bailaron una o dos veces. Luego propuso Jock:
—¿Te parece que deberíamos volver a llamar a Brenda?
—Quizá deberíamos. Parecía fastidiada con nosotros.
—Vámonos ahora y llamémosla al salir.
—¿No vienen a casa con nosotras? —preguntó Babs.
—No, esta noche no.
—Sean buenos —dijo Milly.
—No, realmente no podemos.
—Muy bien; ¿y qué les parece un regalito? Somos bailarinas profesionales,
¿saben? —dijo Babs.
—¡Ah, sí! Perdón. ¿Cuánto?
—Oh, eso lo dejamos al criterio de los señores.
Tony les dio una libra.
—Podrían darnos un poco más —dijo Babs—, hemos estado sentadas con ustedes
durante dos horas.
Jock les dio otra libra.
—Vengan a vernos otra noche, cuando tengan más tiempo —les dijo Milly.
—Me siento mal —advirtió Tony, mientras subía las escaleras—. No creo que me
tome el trabajo de llamar a Brenda.
—Envía un mensaje.
—Es una buena idea… ¡Oiga! —le dijo al desaliñado portero—. ¿Quiere llamar a
este número de Sloane y hablar con la señora y decirle que Mr. Grant-Menzies y Mr.

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Last lo sienten mucho, pero no pueden visitarla esta noche? ¿Ha comprendido? —le
dio media corona al hombre y salieron a vagar por Sink Street.
—Brenda —dijo— no puede pretender que hagamos más.
—Te diré lo que voy a hacer. Pasaré por su puerta y tocaré un poco la campanilla,
para el caso en que esté aún despierta y esperándonos.
—Sí, hazlo tú. ¡Qué buen amigo eres, Jock!
—Oh, la quiero mucho a Brenda…, una chica estupenda.
—Chica estupenda… ¡Cómo me gustaría no sentirme tan mal!

A la mañana siguiente Tony se despertó a las ocho, articulando mentalmente, con


desesperación, fragmentos de recuerdos de la noche anterior. Cuanto más la
recordaba, más despreciable le parecía su conducta. A las nueve se bañó y tomó un
poco de té. A las diez se preguntaba si debía llamar a Brenda, cuando la dificultad se
resolvió con una llamada de ella.
—Y, Tony, ¿cómo te sientes?
—Muy mal. Me emborraché.
—Sí, te emborrachaste.
—Me siento también bastante culpable.
—No me sorprende.
—No recuerdo nada con claridad, pero tengo la impresión de que Jock y yo
estuvimos algo pesados.
—Efectivamente.
—¿Estás furiosa?
—Bueno, lo estaba anoche. ¿Por qué hicieron eso, Tony? Dos hombres grandes,
como ustedes.
—Nos sentíamos deprimidos.
—Apuesto a que ahora se sienten más deprimidos… Acaba de llegarme una caja
de rosas blancas de parte de Jock.
—Ojalá hubiera pensado en eso.
—Son dos chiquillos.
—¿No estás realmente furiosa?
—De veras que no, querido. Ahora vuélvete en seguida al campo. Mañana te
sentirás del todo bien.
—¿No podré verte?
—Hoy no. Tengo clases toda la mañana y almuerzo fuera. Pero iré el viernes por
la noche o a más tardar el sábado por la mañana.
—Comprendo. ¿No podrías dejar el almuerzo o alguna de las clases?
—Imposible, querido.
—Comprendo. Eres un ángel por perdonarme lo de anoche.

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—No hubiera podido resultar mejor —dijo Brenda—. Conociendo a Tony, sé que
su conciencia lo torturará durante las próximas semanas. Lo de anoche fue como para
enloquecer a cualquiera, pero valía la pena. Se ha colocado en inferioridad de
condiciones, tanto que no se animará jamás a sentir rencor, ni pensará en decir nada,
aunque yo haga cualquier cosa. Y no se ha divertido nada, el pobrecito; y eso también
es bueno. Tiene que aprender a no hacer visitas sin avisar.
—Eres una maravilla para dar lecciones a la gente —aseguró Beaver.

Tony bajó del tren a las tres y dieciocho, cansado, con frío y abrumado por su
culpa. John Andrew había venido a recibirlo en el auto.
—¡Hola, papá! ¿Te divertiste en Londres? ¿No te molesta que haya venido a la
estación? Obligué a Nanny a que me dejara.
—Me alegro de que hayas venido.
—¿Cómo estaba mamá?
—Creo que muy bien. No la vi.
—Pero dijiste que ibas a verla.
—Sí. Creí que la vería, pero me equivoqué. Hablé con ella varias veces por
teléfono.
—Pero también le puedes hablar desde aquí, ¿no, papá? ¿Por qué tuviste que irte
hasta Londres para telefonearle? ¿Por qué, papá?
—La explicación es demasiado larga.
—Bueno, explícame un poco…, ¿por qué, papá?
—Mira, estoy cansado. Si sigues con las preguntas, no permitiré que vuelvas a
buscarme al tren.
John Andrew comenzó a hacer pucheros.
—Creí que te gustaría que viniese a buscarte.
—Si lloras te pondré delante, con Dawson. Es absurdo llorar a tu edad.
—Prefiero entonces ir delante, con Dawson —dijo John Andrew en medio de sus
lágrimas.
Tony tomó el tubo para decirle al chófer que se detuviera, pero no pudo hacerse
oír. De modo que volvió a colgarlo en su gancho y continuaron en silencio, John
Andrew apoyado en la ventanilla y lloriqueando bajito. Cuando llegaron a la casa
dijo:
—Nanny, no quiero que en el futuro John Andrew vaya a la estación, a menos que
la señora o yo se lo digamos expresamente.
—Bueno, señor; no lo hubiera dejado ir hoy; sólo que insistió tanto. Vamos, John,
quítese el sobretodo. Dios mío, niño, ¿dónde está su pañuelo?
Tony fue y se sentó solo frente a la chimenea de la biblioteca. «Dos hombres de
treinta años —se dijo a sí mismo— portándose como recién salidos del cuartel…,
emborrachándose, y llamando a la gente y bailando con prostitutas en el Oíd

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Hundreth…, y lo peor es que Brenda estuvo tan buena en todo». Dormitó un poco y
después subió a cambiarse. Durante la comida dijo:
—Ámbrose, cuando esté solo, me parece que será mejor comer en la biblioteca.
Después se instaló con un libro frente al fuego, pero no pudo leer. A las diez
dispersó los leños en la chimenea antes de subir, cerró las ventanas y apagó las luces.
Esa noche durmió en el dormitorio vacío de Brenda.

Eso sucedió un miércoles; el jueves, Tony se sintió otra vez bien. Por la mañana tenía
una reunión del Consejo del Condado; por la tarde fue a ver al chacarero principal y
comentó con su administrador un nuevo tipo de tractor. A partir de ese momento
empezó a decirse: «Mañana a esta hora estarán aquí Brenda y Jock». Comió frente al
fuego en la biblioteca; hacía unas semanas que había abandonado su régimen y había
dicho a Ambrose que cuando estuviera solo tomaría solamente dos platos. Revisó
algunas cuentas que le había dejado el administrador y luego se fue a la cama
diciéndose: «Cuando me despierte, habrá llegado el fin de semana».
Pero por la mañana llegó un telegrama de Jock que decía: Visita imposible.
Requerido distrito electoral. ¿Qué opinas dentro dos semanas? Contestó por
telégrafo: Encantado cuando quieras. Siempre aquí. «Supongo que se habrá
arreglado con aquella muchacha», pensó Tony.
También había llegado una nota de Brenda, escrita a lápiz:

Vendré sábado con Polly y una amiga de Polly llamada Verónica en el auto
de P. Quizá Daisy, mucamas y equipaje por el tren de las 3,18. Por favor, avisa
Ambrose y Mrs. Mossop. Será mejor abrir Lyonesse para Polly, tú sabes lo
exigente que es. Verónica puede alojarse en cualquier lado, menos Galahad.
Polly dice que es m. divertida. También viene Mrs. Beaver; por favor, no te
importe, es sólo por negocios; cree que puede arreglar el cuarto de estar. Sólo
Polly lleva mucama. También chófer. A propósito, dile a Mrs. Mossop pienso
dejar a Grimshawe en Hetton la semana próxima. Resulta caro y molesto tener
que pagarle pensión en Londres. En realidad, podría arreglarse sin ella, ¿qué te
parece?, sólo resulta útil para la costura. Deseando volver a ver a John.
Regresamos todos el domingo por la noche. No te emborraches, querido…
Inténtalo.

Besos. B.

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Tony halló muy poco en que ocuparse el viernes. A las diez ya había concluido
todas sus cartas. Fue hasta la chacra, pero no tenía nada que hacer allí. Las tareas que
antes parecían multiplicarse, ahora sólo llenaban una pequeña parte de su día; no se
había dado cuenta de las muchas horas que le dedicaba a Brenda. Se entretuvo
mirando a John cabalgar en el paddock. El chico le guardaba visible rencor por su
pelea del miércoles. Cuando aplaudió un salto, John comentaba: «Generalmente lo
hace mejor». Después: «¿Cuándo viene mamá?».
—No viene hasta mañana.
¡Ah!
—Tengo que ir a Little Bayton esta tarde. ¿Quieres venir a ver los perros?
Durante las últimas semanas John había estado rezando para que lo llevasen.
—No, gracias —contestó—. Quiero terminar un cuadro que estoy pintando.
—Puedes hacerlo en cualquier momento.
—Quiero hacerlo esta tarde.
Cuando Tony los dejó, Ben dijo:
—¿Por qué le has contestado así a tu papá? Has estado fastidiando, desde
Navidad, para ir a ver los perros.
—Con él no —contestó John.
¡Ingrato, mal parido! ¡Es una sucia manera de hablar de tu padre!
—Y usted no debe decir mal parido ni cochino delante de mí; Nanny dice que no.
Por lo tanto, Tony fue solo a Little Bayton, donde tenía que discutir un asunto con
el coronel Brink. Esperaba que lo convidaran a quedarse, pero el coronel y su mujer
debían tomar el té fuera, de modo que volvió a Hetton al anochecer.
Abajo, en el parque, flotaba una ligera bruma: las torres y almenas de la abadía
aparecían chatas y grises; el encargado de la caldera estaba arriando la bandera de la
torre central.

—Mi querida Brenda, es un cuarto atroz —señaló Mrs. Beaver.


—No lo usamos muy a menudo —dijo Tony muy secamente.
—Me imagino —dijo la que llamaban Verónica.
—No veo que tenga nada de feo —dijo Polly—, sólo que tiene manchas de
humedad.
—En realidad —explicó Brenda sin mirar a Tony—, lo que pensé es que
necesitaba tener un cuarto habitable abajo. La sala es inmensa y completamente
imposible. Pensé que lo que necesitaba era una salita pequeña más o menos privada.
Por ahora tenemos solamente el salón de fumar y la biblioteca. ¿Cree que hay alguna
posibilidad?
—Pero, mi ángel, la forma es un desastre —advirtió Daisy—, y esa chimenea, el
granito rosa y todo ese yeso y el decorado; todo es horrible. ¡Y tan oscuro!

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—Yo sé exactamente lo que quiere Brenda —dijo Mrs. Beaver con más
consideración—. No creo que sea imposible. Tengo que pensarlo; como dice
Verónica, la estructura limita un poco…; creo que lo único que se puede hacer es
olvidarla completamente y hallar un arreglo tan definido que arrase con la
habitación… ¿Comprenden lo que quiero decir?… Supongamos que cubriéramos las
paredes con metal cromado y el suelo con una alfombra de piel de carnero… ¿Les
costaría más de lo que quieren gastar?
—Yo haría volar todo hasta el cielo —dijo Verónica.
Tony las dejó en plena discusión.

—¿Tienes muchas ganas de que Mrs. Beaver decore el cuarto de estar?


—No, si tú no lo quieres, querido.
—Pero imagínate…, ¡metal cromado!
—Bah, eso fue solamente una idea.
Tony entraba y salía de Fata Morgana y Genoveva como lo hacía siempre
mientras se vestía.
—Oye —dijo, volviendo con su chaleco—, tú no pensarás marcharte también
mañana, ¿verdad?
—Debo.
Volvió a Fata Morgana por su corbata y, llevándola al cuarto de Brenda, se sentó
a su lado frente al tocador para anudarla.
—A propósito —dijo Brenda—, ¿qué te parece si despedimos a Grimshawe? ¿No
te parece que está de más?
—Siempre decías que no podías pasarte sin ella.
—Sí; pero ahora que estoy viviendo en el departamento, todo resulta tan sencillo.
—¿Viviendo? Querida, hablas como si te hubieses instalado allí para siempre.
—¿No te importa correrte un poco, querido? No me puedo ver bien.
—Brenda, ¿cuánto tiempo vas a seguir con este curso de ciencias económicas?
—¿Yo? No sé.
—Pero ¿tienes idea?
¡Oh, es sorprendente cuánto hay que aprender!… Estaba tan atrasada cuando
empecé…
¡Brenda!
—Ahora date prisa y ponte la americana; deben de estar todos abajo
esperándonos.
Aquella noche, Polly y Mrs. Beaver jugaron al chaquete; Brenda y Verónica se
sentaron juntas en el sofá, mientras cosían y hablaban de su labor. De cuando en
cuando la conversación se generalizaba entre las mujeres; tenían la costumbre de caer
en una jerga propia incomprensible para Tony, en la cual se trasponía las sílabas de
cada palabra. Tony estaba sentado fuera de la rueda, leyendo bajo otra lámpara.

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Aquella noche, cuando subieron, las invitadas se instalaron en el cuarto de
Brenda, para charlar mientras ella se acostaba. Tony podía oír sus risas apagadas a
través de la puerta del cuarto de vestir. Habían hecho hervir agua en un calentador
eléctrico y juntas bebían Sedobrol.
Seguían riéndose aún cuando se retiraron y Tony penetró en el dormitorio de
Brenda. Estaba oscuro, pero al oírlo entrar y ver el recuadro de luz, encendió el
velador.
—¿Qué hay, Tony? —preguntó.
Estaba acostada con la cabeza hundida en las almohadas; su cara relucía con la
crema de limpieza; un brazo desnudo sobre el acolchado de plumas quedó fuera
después de encender la luz.
—¿Qué hay, Tony? —dijo—. Estaba casi dormida.
—¿Muy cansada?
—¡Hum!…
—¿Quieres que te deje sola?
—Tan cansada… y acabo de beber una buena dosis de ese remedio de Polly.
—Ya veo… Bueno, buenas noches.
—Buenas noches… No te importa, ¿no?… ¡Tan cansada!
Él se acercó a la cama y la besó. Brenda permaneció inmóvil, con los ojos
cerrados. Tony apagó la luz y volvió al cuarto de vestir.

—¿Lady Brenda no está enferma, espero?


—No, nada serio, muchas gracias. Se cansa un poco en Londres durante la
semana y le gusta tomar con tranquilidad el domingo.
—¿Y cómo andan esos altos estudios?
—Muy bien, según creo. Todavía parece entusiasmada.
—Espléndido. Pronto la consultaremos todos para solucionar nuestros problemas
económicos. Pero me imagino que usted y John deben echarla mucho de menos.
—Sí, bastante.
—Bueno, déle muchos saludos.
—Serán dados, muchísimas gracias.
Tony abandonó el atrio y volvió por su camino acostumbrado hacia los
invernáculos; una gardenia para él, algunos claveles casi negros para las damas.
Cuando llegó a la habitación donde estaban, oyó una explosión de risas. Se quedó
parado en el umbral, algo perplejo.
—Entra, querido, no es nada. Sólo habíamos hecho una apuesta sobre el color de
la flor que llevarías en el ojal, y ninguna de nosotras acertó.
Se reían aún mientras él les prendía las flores que les había traído; todas, excepto
Mrs. Beaver, quien le dijo:

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—Cuando usted tenga que comprar semillas o gajos, encárguemelos a mí. Quizá
no sepa, pero es un pequeño negocio marginal que tengo…, toda clase de flores raras.
Surto de esto y otras cosas a Sylvia Newport y a toda clase de gente.
—Tendría que hablar con mi jardinero.
—Bueno, a decir verdad, ya lo he hecho esta mañana, mientras usted estaba en la
iglesia. Le pareció muy bien.
Se fueron temprano para llegar a Londres a la hora de comer. En el auto Daisy
dijo:
—¡Jesús, qué casa!
—Ahora ya saben lo que he soportado durante todos estos años.
—Pobrecita —dijo Verónica, desprendiendo su clavel y tirándolo por la ventanilla
a un costado del camino.

—¿Sabes? —confesó Brenda al día siguiente—, no estoy completamente contenta


con Tony.
—¿En qué ha andado el «viejo»? —preguntó Polly.
—Nada especial aún, pero sospecho que se aburre bastante en Hetton.
—Yo no me preocuparía.
—Oh, no, no me preocupo. Pero supongamos que le dé por la bebida o algo por el
estilo. Todo sería mucho más difícil.
—No creo que le diera por ahí… Tenemos que interesarlo en alguna muchacha.
—Si pudiéramos hacerlo… ¿Quién hay?
—Está siempre la vieja Sybil.
—Pero, querida, ¡la conoce de toda la vida!
—O más bien Souki de Foucauld-Esterhazy.
—No se entiende con las americanas.
—Bueno, ya le buscaremos alguna.
—Lo malo es que se ha acostumbrado tanto a mí… No se dará tan fácilmente con
otra… ¿Tendría que ser parecida a mí o distinta?
—Yo diría distinta, pero es difícil saber.
Discutieron el problema en todos sus aspectos.

Brenda escribió:

Querido Tony:
Siento no haber escrito ni telefoneado, pero he estado muy ocupada con el
bimetalismo. M. complicado. Voy sábado con Polly otra vez. Qué bonito volver.
Lyonesse no será tan terrible como los demás cuartos. ¿No?

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También muchacha encantadora que he descubierto y con quien deseo que
seamos amables. Ha llevado una vida terrible y vive en uno de estos
departamentos. Se llama Jenny Abdul Akbar. No es negra, pero está casada con
un negro. Haz que te lo cuente. Irá tren 3,18 creo. Tengo que dejarte para asistir
a una clase. Aléjate del demonio Rom. Besos. Brenda.
P. D. Vi a Jock anoche en el café de París, con una rubia desvergonzada.
¿Quién es? Kin… No, Djinn… ¿Cómo se escribe? Tiene reumatismo y Marjorie
está m. preocupada con eso. Cree que tiene la pelvis fuera de lugar y Cruttwell
no quiere atenderla, lo cual es bastante mezquino si piensa en toda la clientela
que ella le ha llevado.

—¿Estarás segura de que Jenny será el tipo que le gusta a Tony?


—Nunca se puede estar segura —afirmó Polly—. Yo me aburro con ella como
una ostra, ¡pero tiene tan buena voluntad!

—¿Llegará hoy mamá, papá?


—Sí.
—¿Quién más?
—Alguien llamada Jenny Abdul Akbar.
—Qué nombre tan tonto. ¿Es extranjera?
—No sé.
—Suena a extranjera, ¿no, papá? ¿Crees que sabrá inglés? ¿Es negra?
—Mamá dice que no.
—Hum…, ¿quién más?
—Lady Cockpurse.
—La mujer mono. Sabes, no tenía nada de mono, nada más que la cara; y no creo
que tenga cola, pues yo miré lo más cerca que pude…, al menos que la tuviera
enrollada entre las piernas. ¿Crees que sí tiene, papá?
—No me sorprendería nada.
—Debe ser incómodo.
Tony y John ya eran amigos de nuevo, pero había sido una semana pesada.
Llegar tarde a Hetton formaba parte del plan de Polly Cockpurse.
—Hay que dar a la chica oportunidad de explayarse —dijo.
Por lo tanto, ella y Brenda no salieron de Londres hasta que calcularon que Jenny
ya estaba cerca de Hetton. Era un día de frío cruel y de lluvias aisladas. La figurita
resuelta se acurrucó en las mantas hasta que llegó a los portones. Luego abrió la
cartera, levantó el velo, sacudió el cisne y se retocó la cara. Lamió el rojo de sus
dedos con una lengua roja y afilada.
Cuando la anunciaron, Tony estaba en el salón de fumar; durante el día había
demasiado ruido en la biblioteca, pues varios obreros estaban quitando la decoración
de yeso de las paredes del saloncito antiguo.

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—La princesa Abdul Akbar.
Tony se puso en pie para recibirla. La precedía un penetrante olor de almizcle.
—¡Oh, Mr. Last —dijo ella—, qué encanto de casona!
—Me temo que últimamente haya sufrido demasiadas restauraciones —advirtió
Tony.
—Sí, ¡pero la atmósfera! Estoy convencida de que eso es lo que importa en una
casa. Tanta dignidad, tanta paz. Pero, claro, usted está acostumbrado a ella. Cuando
se ha sido tan desdichada como yo, se aprecian más estas cosas.
—Temo que Brenda no haya llegado aún —le dijo Tony—. Viene en automóvil
con lady Cockpurse.
—Brenda ha sido tan buena amiga conmigo.
La princesa se quitó las pieles y se sentó en un banquillo frente al fuego, mirando
a Tony desde abajo.
—¿Me quito el sombrero?
—Sí, sí…, naturalmente.
Lo tiró sobre el sofá y sacudió el pelo renegrido y rizado.
—Mr. Last, desde ahora lo voy a llamar Teddy. ¿No le parece demasiado
atrevimiento de mi parte? Y usted tiene que llamarme Jenny. «Princesa» es tan
ceremonioso, ¿no es verdad? Y sugiere pantalones apretados y galones de oro…
Naturalmente —continuó, estirando las manos hacia el fuego y dejando caer el pelo
un poco sobre la frente—, a mi marido no lo llamaban «Príncipe» en Marruecos; su
título era Moulay…, pero no hay equivalente para una mujer, así es que en Europa
me hago llamar princesa… Moulay es mucho más importante, en realidad… Mi
marido era descendiente del Profeta. ¿Le interesa a usted el Oriente?
—No…; sí, quiero decir que lo conozco muy poco.
—Para mí tiene una extraña fascinación. Tiene que conocerlo, Teddy. Sé que le
gustará. Le he estado diciendo lo mismo a Brenda.
—Supongo que querrá ver su cuarto —dijo Tony—; en seguida van a traer el té.
—No, me quedaré aquí. Me gusta enroscarme como un gato frente al fuego, y si
usted es amable conmigo, voy a ronronear; si usted es cruel, haré como que no lo
noto…, tal como un gato… ¿Tendré que ronronear, Teddy?
—Eh…, sí, hágalo por favor, si le gusta.
—Los ingleses son tan suaves y considerados. Es maravilloso estar de nuevo
entre ellos…, ¡entre mi gente! A veces, cuando rememoro mi vida, especialmente en
momentos como éstos, rodeada de hermosos objetos ingleses y de gente tan buena,
creo que todo lo demás debe haber sido una horrible pesadilla… Luego recuerdo mis
cicatrices…
—Brenda me dice que usted ha tomado un departamento en la misma casa de
ella; deben de ser muy cómodos.
—Qué inglés es usted, Teddy…, tan tímido para hablar de cosas personales, de
cosas íntimas… Por eso me gusta, ¿sabe? Amo todo lo que es sólido y doméstico, y

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bueno, después…, ¡después de todo lo que he tenido que soportar!
—¿Usted también está estudiando ciencias económicas como Brenda?
—No. ¿Brenda estudia? Nunca me lo dijo. ¡Qué persona extraordinaria es! ¿De
dónde sacará tiempo?
—Ah, por fin llega el té —dijo Tony—. Espero que usted coma bollitos. Tantas
de nuestras huéspedes están a régimen hoy en día. Creo que los bollitos son una de
las pocas cosas que hacen soportable el invierno inglés.
—Los bollitos representan tantas cosas —dijo Jenny.
Comió con ganas; con frecuencia se pasaba la lengua por los labios recogiendo
las migas que habían quedado pegadas y la manteca derretida. Una gota de manteca
se deslizó hasta el mentón y allí quedó, reluciente, inadvertida, salvo para Tony. Fue
un alivio para él cuando trajeron a John Andrew.
—Ven, que te voy a presentar a la princesa Abdul Akbar.
John Andrew nunca había visto a una princesa; la contempló fascinado.
—¿No me vas a dar un beso?
John se acercó y ella le besó en la boca.
¡Oh! —dijo retrocediendo y borrando el gusto del rojo, y después—: ¡Qué rico
olor!
—Es mi último vínculo con Oriente —dijo ella.
—Tiene manteca en el mentón.
La princesa tomó su bolsa, riendo.
¡Es verdad! Teddy, me lo podría haber dicho.
—¿Por qué llama Teddy a papá?
—Porque espero que seamos grandes amigos.
—Qué razón más graciosa.
John se quedó con ellos una hora, y durante todo ese tiempo la observó fascinado.
—¿Tiene usted corona? —preguntó—. ¿Cómo aprendió a hablar inglés? ¿De que
está hecho este anillo grande? ¿Costó muy caro? ¿Por qué tiene las uñas de ese color?
¿Sabe montar a caballo?
Ella contestó a todas sus preguntas, a veces enigmáticamente, con la mirada
puesta en Tony. Sacó un pequeño pañuelo exageradamente perfumado y le mostró el
monograma a John.
—Ésta es mi única corona… ahora —le dijo.
Le habló de los caballos que solía tener…: negros, brillantes, de pescuezo
arqueado y espuma en los frenos de plata; con plumas que se agitaban sobre la frente,
tachas de plata en el arnés y mandiles carmesí.
—El día del cumpleaños del Moulay…
—¿Qué es el Moulay?
—Un hombre muy bello, pero muy cruel —dijo ella con gravedad—, y el día de
su cumpleaños, toda su caballería acostumbraba reunirse alrededor de una gran plaza,

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con sus mejores ropas, arreos y joyas, empuñando largas espadas. El Moulay se
sentaba en un trono debajo de un gran dosel carmesí.
—¿Qué es un dosel?
—Como una tienda de campaña —dijo ella en tono más seco; y luego,
reasumiendo su voz suave—, y toda la caballería galopaba por la llanura, en medio de
una gran nube de polvo, blandiendo las espadas, derecho hacia el Moulay. Y todos
contenían la respiración creyendo que los jinetes lo arrollarían; pero cuando les
faltaban escasos metros y estaban tan cerca como estoy yo de ti, lanzados los caballos
a toda carrera, tiraban bruscamente de las riendas, haciéndolos clavar sobre las patas
y saludar.
—Ah, pero eso no se hace —dijo John—. Sólo lo hacen los malos jinetes, de
veras… Ben lo dice.
—Son los jinetes más maravillosos del mundo. Es bien sabido.
—Oh, no, no puede ser, si hacen eso. Es una de las peores cosas. ¿Eran nativos?
—Sí, naturalmente.
—Ben dice que los nativos no son seres humanos.
—Ah, pero él piensa en los negros, me imagino. Éstos son semitas puros.
—¿Qué es eso?
—Lo mismo que los judíos.
—Ben dice que los judíos son peores que los nativos.
—Oh Dios, qué niño tan severo eres. Yo también era así antes; la vida le enseña a
uno a ser más tolerante.
—A Ben no se lo ha enseñado —aseguró John—. ¿Cuándo viene mamá? Yo creí
que estaría aquí, si no hubiera seguido pintando mi cuadro.
Pero cuando Nanny vino a buscarlo, John sin ser invitado, se acercó a Jenny y la
besó, deseándole buenas noches.
—Buenas noches, «hombrecito» —dijo ella.
—¿Cómo me llamó?
—Hombrecito.
—Qué graciosa es con los nombres.
Arriba, mientras aplastaba meditativamente con la cuchara el pan con leche, dijo
John:
—Nanny, la princesa me parece lindísima, ¿y a usted?
Nanny resopló con desprecio.
—Sería un mundo aburrido —contestó— si todos pensásemos igual.
—Es más linda casi que miss Tendril. Creo que es la señora más linda que he
visto nunca…, ¿cree que le gustaría verme en el baño?
Abajo, Jenny dijo:
—Qué niño angelical…, me encantan los niños. Ésa ha sido mi gran tragedia.
Cuando el Moulay descubrió que yo no podía tener hijos, me reveló el «otro yo» de
su naturaleza. No era culpa mía…, usted sabe, tengo la matriz fuera de sitio… No sé

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por qué le cuento todo esto, pero tengo la sensación de que me comprende. ¡Qué
pérdida de tiempo, cuando usted sabe desde el principio que va a gustar de alguien y
tiene que disimularlo…! Yo sé en seguida si alguien va a ser un verdadero amigo.

Polly y Brenda llegaron antes de las siete. Brenda subió directamente al cuarto de
John.
—¡Oh mamita! ¡Hay una señora tan linda abajo! Por favor, dile que venga a
darme las buenas noches. Nanny no cree que quiera venir.
—¿Te parece que a papá también le gustó?
—No habló mucho…, ella no sabe nada de caballos ni de nativos; pero es
lindísima. Por favor, dile que suba.
Brenda bajó y encontró a Jenny con Polly y Tony en el salón de fumar.
—Has tenido un éxito loco con John Andrew. No quiere dormir sin volver a verte.
Subieron juntas y Jenny dijo:
—Son dos amores.
—¿Cómo te entendiste con Tony? Siento tanto no haber estado aquí cuando
llegaste.
—Estuvo tan simpático y dulce… y tan pensativo.
Se sentaron sobre la camita de John, en su dormitorio. Él echó a un lado las
cobijas y se acurrucó al lado de Jenny.
¡Métete en la cama —le ordenó ella—, o te daré una paliza!
—¿Una paliza fuerte? No me importaría.
¡Oh Dios! —dijo Blenda—, ¡qué influencia terrible pareces tener! Nunca se porta
así.
Cuando salieron, Nanny abrió otra ventana.
¡Puff! —exclamó—. ¡Ha apestado todo el cuarto!

—¿No le gusta? A mí me parece un perfume riquísimo.


Brenda llevó a Polly a Lyonesse. Era un departamento grande, decorado
especialmente para el rey Eduardo, cuando era todavía príncipe de Gales. En esa
oportunidad, lo habían invitado a una cacería, pero no apareció.
—¿Cómo anda el romance? —preguntó Brenda ansiosamente.
—Demasiado pronto para saberlo; estoy segura de que andará bien.

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—Pía pescado al que no debía. John Andrew está loco por ella… Bastante
incómodo.
—Yo diría que Tony es lento. Es una lástima que ella oyera mal el nombre.
¿Quieres que se lo advierta?
—No, dejémosla.

Mientras se vestían, Tony preguntó:


—Brenda, ¿quién es esa mujer caricaturesca?
—¿No te gusta, querido?
La desilusión y el disgusto de su voz enternecieron a Tony.
—No es cuestión de gustar o no gustar. Parece un chiste.
—¿Sí?… No, pobre… Ha tenido una vida terrible, ¿sabes?
—Sí, ya sé.
—Sé bueno con ella, Tony, por favor.
—Seré bueno con ella. ¿Es judía?
—No sé. Nunca me detuve a pensarlo. Quizá lo sea.
Terminada la comida, Polly dijo que estaba cansada y pidió a Brenda que la
acompañara mientras se desvestía.
—Dejemos sola a la joven pareja —murmuró detrás de la puerta.
—Querida, no creo que dé resultado… El pobrecito tiene cierto buen gusto y
sentido del humor.
—Jenny no se lució mucho durante la comida, ¿no es verdad?
—Habla tanto…, y después de todo, Tony, al cabo de siete años, se ha
acostumbrado a mí. Es un cambio demasiado brusco.

—¿Cansada?
¡Hum!… Un poco.
—Me diste una dosis bastante fuerte de Abdul Akbar.
—Ya sé; lo siento, querido; pero Polly da tantas vueltas antes de acostarse… ¿Lo
pasaste muy mal? Desearía que te gustase un poco más.
—Es atroz.
—Hay que ser más tolerante… ¡Tiene las cicatrices más horribles!
—Así me dijo.
—Las he visto.
—Además, esperaba verte un poco más de ti.
¡Ah!
—Brenda, ¿aún estás enojada por aquella noche en que me emborraché y te
desperté?
—No, mi amor. ¿Parezco enojada?

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—… No sé, a veces pareces… ¿Ha sido una semana divertida?
—No muy divertida; mucho trabajo. El bimetalismo, ¿sabes?
¡Hum!… Bueno, me imagino que querrás dormir.
¡Hum!… Tan cansada. Buenas noches, querido.
—Buenas noches.

—¿Puedo ir a darle los buenos días a la princesa, mamita?


—Me imagino que no debe estar despierta aún.
—Por favor, mamita, ¿puedo ir a ver? Me asomaré apenas, y si duerme, no
entraré.
—No sé en qué cuarto está.
—Galahad, señor —dijo Grimshawe, mientras le estaba preparando la ropa.
¡Dios mío!, ¿por qué la pusieron allí?
—Fueron órdenes de Mr. Last, señora.
—Entonces es probable que esté despierta.
John se escabulló y, trotando por los corredores, llegó a Galahad.
—¿Puedo entrar?
—Hola, hombrecito, entra.
John, colgado del picaporte, se mecía.
—¿Ha tomado el desayuno? Mamá dijo que no estaría despierta.
—Hace rato que estoy despierta. Sabes, estuve mucho tiempo lastimada, y ahora
no siempre duermo bien. Aun las camas más blandas son demasiado duras para mí.
¡Oh!, ¿qué le pasó? ¿Fue un accidente de automóvil?
—Un accidente no, hombrecito, no fue un accidente…; pero entra; hace frío con
la puerta abierta; aquí hay unas uvas, ¿quieres?
John se trepó a la cama.
—¿Qué va a hacer hoy?
—No sé. No me han dicho nada.
—Bueno; yo le diré: iremos a la iglesia por la mañana, porque yo tengo que ir; y
después iremos a ver a Tormenta y le mostraré el lugar donde saltamos, y luego usted
puede venir conmigo mientras como, porque yo lo hago temprano, y después
podemos ir a Bruton Woods, y no necesitamos llevar a Nanny porque se embarra
tanto y usted podrá ver dónde encontraron un zorro en la alcantarilla al lado del
bosque, casi se escapó, y entonces usted puede venir a tomar el té a mi cuarto y yo
tengo un pequeño gramófono que me dio Reggie como regalo de Navidad y toca
Cuando papá empapeló la sala; ¿conoce usted esa canción? Ben la sabe cantar y
tengo que enseñarle unos libros y un dibujo que hice de la batalla de Marston Moor.
—Un día muy divertido; pero ¿no te parece que debería pasar un rato con papito y
mamita y lady Cockpurse?

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—¡Oh ellos…! Además, es mentira que lady Cockpurse tenga cola. Por favor,
¿quiere pasar el día conmigo?
—Bueno, ya veremos.

—Ha ido a la iglesia con él. Es un buen síntoma, ¿no te parece?


—No estoy tan segura, Polly. A él le gusta ir solo o conmigo. Es el momento que
aprovecha para enterarse de los chismes del pueblo.
—Jenny no va a ser un estorbo.
—Temo que no comprendas en absoluto a mi marido; es mucho más complicado
de lo que imaginas.

—Veo por su sermón que ha estado en Oriente, rector.


—Sí, he pasado allí la mayor parte de mi vida.
—Tiene una extraña fascinación, ¿verdad?
—Vamos —dijo John, tirándole del abrigo—, tenemos que ir a ver a Tormenta.
Tony volvió solo con las flores para el ojal.

Después de almorzar dijo Brenda:


—¿Por qué no le muestras la casa a Jenny?
—Oh, sí, por favor.
Cuando llegaron al cuarto de estar dijo Tony:
—Brenda está haciéndolo decorar de nuevo.
Estaba lleno de tablas, escaleras y montañas de yeso.
¡Oh Teddy, qué lástima! Detesto ver modernizar las cosas.
—No es una habitación que utilicemos mucho.
—No, pero con todo… —removía las molduras de flores de lis que cubrían el
piso, los fragmentos de oro deslustrado y los estarcidos polvorientos—. Sabe usted,
Brenda ha sido una amiga incomparable. No podría decir nada contra ella…; pero
desde que llegué aquí, me he preguntado si realmente comprende esta casa tan
hermosa y todo lo que significa para usted.
—Cuénteme algo más sobre su terrible vida —dijo Tony, conduciéndola hacia el
hall de entrada.
—No le gusta hablar de usted mismo, ¿verdad, Teddy? Es un error, sabe, eso de
guardarse todo. Yo también he sido muy desgraciada.
Tony miró desesperadamente alrededor de sí en busca de ayuda; y la ayuda llegó.
—Oh, aquí está —dijo una firme voz infantil—. Venga: ahora vamos al bosque;
tenemos que ir rápido, antes de que oscurezca.
¡Ay, hombrecito!, ¿tengo que ir? Estaba conversando con papá.

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—Venga. Está todo arreglado; y después le van a dejar tomar el té conmigo
arriba.
Tony se refugió en la biblioteca, habitable ese día porque los obreros
descansaban. Brenda lo encontró allí dos horas después.
—¿Aquí solo, Tony? Creímos que estabas con Jenny; ¿qué has hecho con ella?
—John se la llevó…, justo a tiempo para evitar que le dijera una grosería.
¡Dios mío!… Bueno, estamos solas con Polly en el salón de fumar. Ven a tomar el
té. Estás rarísimo…, ¿has estado durmiendo?

—Hay que considerarlo un fracaso definitivo, no cabe duda.


—Pero ¿qué pretende el «viejo»? Cualquiera diría que él es muy solicitado.
—Me imagino que todo habría andado bien si ella no se hubiera equivocado de
nombre.
—De todos modos, quédate tranquila. Has hecho mucho más que la mayoría de
las mujeres para entretenerlo.
—Sí, es verdad —concluyó Brenda.

Después de cinco días Brenda volvió a Hetton.


—El próximo fin de semana ya no estaré —dijo—. Iré a casa de Verónica.
—¿A mí no me invitaron?
—Sí, naturalmente; pero rehusé por ti. Tú sabes muy bien que nadie te arranca de
aquí.
—Me habría gustado ir.
—¡Oh querido!, ojalá lo hubiera sabido. A Verónica le habría encantado…, pero
temo que ahora ya sea demasiado tarde. Tiene una casa demasiado chica, y, a decir
verdad, no creía que Verónica te gustara mucho.
—La odio.
—Bueno, ¿y entonces?
—Ya no importa; me imagino que tienes que volverte el lunes. La cacería
empieza aquí el miércoles, ¿recuerdas?
—¿Hay que hacer preparativos?
—Sí, querida; ya sabes que todos los años les damos un almuerzo.
—Sí, es verdad.
—¿No podrías quedarte hasta el miércoles?

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—Imposible, querido. Si pierdo una sola clase, me retraso y no puedo seguir la
próxima; además, no me entusiasma demasiado la cacería.
—Ben preguntó si dejaríamos ir a John.
—Es demasiado chico.
—No es para cazar. Pero pensé que podría ir con su potrilla al encuentro de la
cacería y seguir con los cazadores hasta la primera guarida. ¡Le gustaría tanto!
—¿No hay ningún peligro?
¡Oh!, no, ninguno.
¡Pobrecito! ¡Cómo me gustaría verlo!
—Trata de cambiar de idea.
—No, no es posible; no compliques las cosas, Tony.

Así las cosas a su llegada; luego todo anduvo mejor. Jock pasó allí el fin de
semana, con Allan y Marjorie y otra pareja a quienes Tony había conocido toda la
vida. Brenda había arreglado la reunión para él; Tony se divirtió mucho. Al atardecer,
salió con Allan a cazar conejos; después de comer, los cuatro hombres jugaron al
billar, mientras una de las mujeres los observaba.
—El viejo está feliz como una alondra —dijo Brenda a Marjorie—. Se está
adaptando maravillosamente al nuevo régimen.
Entraron jadeantes a buscar apresuradamente whisky y soda.
—Tony dio un tacazo que casi atravesó la ventana.
Aquella noche Tony durmió en Ginebra.
—Todo anda bien…, ¿no es verdad? —dijo.
—Sí, naturalmente, querido.
—Me siento deprimido aquí solo y me imagino cosas…
—No tienes que preocuparte, Tony. Sabes que eso es cosa prohibida.
—No me preocuparé más —dijo Tony.
Al día siguiente, Brenda fue a la iglesia con él; había resuelto dedicarle
enteramente el fin de semana; sería el último, por un tiempo.
—¿Y cómo van las ciencias abstrusas, lady Brenda?
—Absorbentes.
—Todos iremos a consultarla por nuestros cheques sin provisión de fondos.
¡Ja, ja!
—¿Y cómo está Tormenta? —preguntó miss Tendril.
—La voy a llevar a cazar el miércoles —repuso John.
Con la emoción de la próxima cacería se había olvidado de la princesa Abdul
Akbar.
«Por favor, Dios mío, que haya una buena pista; por favor, Dios, haz que esté
presente cuando maten al animal; por favor, Dios, que no cometa ningún error; Dios

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bendiga a Ben y a Tormenta; por favor, Dios, haz que salte un cerco enorme…», se lo
pasó repitiendo durante el oficio.
Brenda recorrió con Tony las cabañas e invernáculos y lo ayudó a elegir su flor
para el ojal.
Tony estaba de muy buen humor durante el almuerzo. Brenda se había olvidado
lo entretenido que podía ser. Después se cambió de traje y se fue a jugar al golf con
Jock. Se quedaron un tiempo en el club. Tony dijo:
—Tenemos cacería en Hetton el miércoles. ¿No podrías quedarte hasta entonces?
—Tengo que volver. Va a haber un debate sobre «La Planificación de los
Cerdos».
—Ojalá pudieras quedarte; mira, ¿por qué no convidas a aquella chica? Mañana
se van todos; podrías llamarla por teléfono, ¿qué te parece?
—Podría.
—¿Temes que no le guste? Podríamos darle Lyonesse. Polly durmió allí dos fines
de semana seguidos, así que no debe ser demasiado incómodo.
—Probablemente estará encantada; la voy a llamar para invitarla.
—¿Por qué no cazas tú también? Hay un hombre llamado Brinkwell, que creo
alquila caballos bastante decentes.
—Sí, tal vez.

—Jock se queda. Ha invitado a la rubia desvergonzada. ¿No te importa?


—¿A mí? Naturalmente que no.
—Éste sí que ha sido un fin de semana divertido.
—Me pareció que lo pasabas bien.
—Como en otros tiempos…, antes de que empezaras con las ciencias
económicas.

Marjorie le dijo a Jock:


—¿Crees que Tony sabe algo sobre Beaver?
—No sabe nada.
—No se lo he mencionado a Allan. ¿Crees que él sabe?
—Lo dudo.
¡Oh Jock! ¿Cómo crees que va a terminar esto?
—Pronto se aburrirá de Beaver.
—Lo malo es que Brenda no significa nada para él. Si le importara, esto se
acabaría pronto… ¡Qué borrica, cómo se está portando!
—Yo diría que está llevando las cosas extraordinariamente bien.

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El otro matrimonio comentó:
—¿Crees que Marjorie y Allan saben lo de Brenda?
—Estoy seguro de que no.

Brenda le dijo a Allan:


—Tony está tan feliz como un niño en vacaciones, ¿verdad?
—Lleno de bríos.
—Yo me estaba preocupando por él…, ¿crees que tiene idea de mis andanzas?
¡Cielos, no! Es lo último que cabría en su cabeza.
Brenda agregó:
—No quisiera que se sintiese desgraciado, sabes… En todo este asunto Marjorie
ha sido de una intolerancia inaguantable.
—¿Ah, sí? No lo he comentado con ella.
—Y tú, ¿cómo supiste?
—Querida, hasta este minuto ignoraba que tuvieses algún asunto. Y ahora
tampoco te hago ninguna pregunta sobre el particular.
¡Oh!, creía que todos lo sabían.
—Ése es siempre el error de las personas que tienen aventuras. O bien creen que
nadie lo sabe o que lo sabe todo el mundo. La verdad es que hay unas pocas personas
como Polly o Sybil que se dedican a descubrir la vida íntima de los demás; al resto de
nosotros no nos interesa.
¡Oh!
Más tarde Allan le dijo a Marjorie:
—Brenda intentó hacerme confidencias sobre Beaver esta tarde.
—Ignoraba que estuvieses enterado.
—¡Oh!, claro que lo sabía; pero no iba a dejar que se sintiese importante hablando
de ello.
—Todo este asunto me parece absolutamente inaceptable. ¿Conoces a Beaver?
—Lo he visto por ahí. De todos modos, es asunto de ella y de Tony y no nuestro.

La rubia de Jock se llamaba Mrs. Rattery. Tony se había hecho de ella una idea, por
los chismes de Polly y algunos datos que Jock había dejado escapar. Tenía poco más

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de treinta años. En algún lugar de la región de Cottesmore vivía un mayor Rattery, de
piernas largas y de dudosa reputación, con quien ella había estado casada alguna vez.
Era americana de origen, ahora sin nacionalidad alguna, rica, sin más propiedades ni
posesiones que las que pudieran caber en cinco grandes baúles. Jock le había echado
el ojo el verano anterior en Biarritz y la había vuelto a encontrar en Londres, donde
ella jugaba bridge con habilidad consumada durante seis o siete horas por día;
cambiaba de hotel aproximadamente cada tres semanas. Periódicamente era presa de
ataques de morfinomanía; entonces abandonaba su bridge y se quedaba durante
varios días seguidos sola en su departamento del hotel, alimentándose de cuando en
cuando con vasos de leche fría.
Llegó por avión el lunes por la tarde. Era la primera vez que un huésped llegaba
en aquella forma, razón por la cual el personal de servicio estaba apreciablemente
emocionado. Bajo las directivas de Jock, el encargado de la caldera y uno de los
jardineros clavaron una sábana en el parque para facilitarle el aterrizaje, y
encendieron una fogata con hojas secas para indicar la dirección del viento. Los cinco
baúles llegaron por tren, con una mucama madura e irreprochable. Mrs. Rattery traía
sus propias sábanas en uno de los baúles. No eran de seda ni de color, ni tenían
encajes ni adornos de ninguna especie, sino sus monogramas pequeños y sencillos.
Tony, Jock y John salieron para verla aterrizar. Ella salió de la cabina del piloto,
se desperezó, desabrochó las orejeras de su casco de cuero y avanzó hacia ellos.
—Cuarenta y dos minutos —les dijo—, no está mal con viento en contra.
Era alta y esbelta, casi austera con su casco y su traje de aviadora; totalmente
distinta a lo que Tony había imaginado. Subconscientemente, había abrigado la
secreta esperanza, un tanto absurda, de una corista en shorts de seda y corpiño,
surgiendo de un inmenso huevo de pascua lleno de moños con un grito de «¡Holapee
muchachos!». Los saludos de Mrs. Rattery fueron medidos e impersonales.
—¿Va a ir a cazar el miércoles? —preguntó John—. Se reúnen aquí, ¿sabe?
—Quizá salga por medio día, si encuentro un caballo. Será la primera vez este
año.
—Es la primera vez para mí también.
—Quedaremos terriblemente molidos los dos —le hablaba exactamente como si
fuese un hombre de su misma edad—. Tendrá que indicarme el recorrido.
—Me imagino que empezarán por Bruton Wood. Allí hay un zorro grande; papá y
yo lo hemos visto.

Cuando quedaron solos los dos, Jock dijo:


—Estoy encantado de que hayas venido. ¿Qué te parece Tony?
—¿Está casado con aquella mujer tan bonita que vimos en el café de París?
—Sí.
—¿Aquella que dijiste que estaba enamorada de aquel muchacho?

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—La misma.
—Qué raro de parte de ella…, ¿cómo se llama éste?
—Tony Last. Es una casa horrible, ¿no?
—¿Sí? Nunca me fijo mucho en las casas.
No era huésped difícil. El lunes, después de la comida, sacó cuatro mazos de
naipes, y sobre la mesa del cuarto de fumar empezó un solitario muy complicado, que
la tuvo ocupada toda la noche.
—No me esperen para ir a acostarse —les dijo—; me quedaré aquí hasta que
salga. A veces tarda varias horas.
Le mostraron dónde estaba la llave de la luz, y la dejaron con su solitario.
Al día siguiente, Jock le preguntó:
—¿Tienes cerdos en las chacras?
—Sí.
—¿No te importaría que fuera a verlos?
—En lo más mínimo…, pero ¿por qué?
—¿Y hay algún cuidador que pueda informarme? —Sí.
—Bueno, creo que pasaré la mañana con él. Dentro de poco tengo que pronunciar
un discurso sobre cerdos.
No vieron a Mrs. Rattery hasta la hora de almorzar. Tony creyó que estaba
durmiendo, hasta que apareció vestida con su traje de aviadora. Venía del cuarto de
estar.
—Bajé temprano —explicó— y encontré a los obreros que desmantelaban el
techo. No resistí a la tentación de ayudarlos. Espero que no le importe.
Por la tarde fueron a una caballeriza vecina para alquilar caballos. Después del té,
Tony le escribió a Brenda. En las últimas semanas le había dado por escribirle cartas.

¡Qué agradable estuvo el fin de semana! Gracias mil veces por toda tu
bondad. Cuánto desearía que volvieses para el próximo fin de semana o que
pudieras haberte quedado un poco más; pero comprendo todo muy bien.
La rubia desvergonzada no es en lo más mínimo lo que nos imaginábamos…
muy serena y distante. Nada que ver con el gusto habitual de Jock. Estoy seguro
de que no tiene la menor idea sobre dónde está ni quién soy.
Las obras del saloncito andan bien. El capataz me dijo hoy que podrían
empezar con el metal cromado este fin de semana. Ya sabes tú lo que pienso
sobre esto; John no habla más que de su cacería de mañana. Espero que no se
rompa la cabeza. Jock y su R. D. también tomarán parte.

Hetton estaba situado cerca del límite de tres fundos. A los del Pigstanton, que
cazaban allí, les había tocado la peor parte del campo; y conservaban un
resentimiento permanente por causa de unos bosques cercanos a Bayton. Eran un
grupo malhumorado, que despreciaba las hazañas de los demás; hostiles con los
extraños, divididos por rencores internos y solamente unidos por su mala voluntad

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hacia el «Señor». En el caso del coronel Inch, esta falta de popularidad ya tradicional
en la asociación de cazadores era completamente inmerecida. Era un hombre tímido,
insignificante, que no reparaba en gastos para que sus vecinos pudieran practicar ese
deporte. Él rara vez seguía la pista y a menudo se lo encontraba al final de la jornada,
en otro lugar del campo mordisqueando tristemente galletitas de jengibre en alguna
pradera, completamente perdido; una silueta roja y solitaria destacándose sobre el
campo arado, mirando alrededor de sí en el crepúsculo, y pidiendo informes a gritos a
los campesinos. El único placer que le deparaba su posición, placer muy sustancial,
era poder referirse a ella, como al pasar, en las reuniones de directorio de las varias
empresas que manejaba.
Los del Pigstanton se reunían dos veces por semana. Rara vez había mucha gente
los miércoles, pero la concentración de Hetton era popular: estaba en el mejor campo
y la perspectiva de las copas de despedida había atraído a numerosas señoras curtidas
y viejas de los fundos vecinos. También había quienes seguían la cacería a pie, y en
toda clase de vehículos, algunos tímidos que se quedaban atrás y otros más o menos
conocidos por Tony, reunidos alrededor de refrescos. Una sobrina de Mr. Tendril que
vivía con él apareció en una motocicleta.
John estaba en pie al lado de Tormenta, solemne y emocionado. Ben había
conseguido una poderosa yegua, de cabeza cuadrada, que pertenecía a un chacarero
vecino; esperaba poder intervenir en la cacería después de llevar a John de vuelta a la
casa. A causa de los insistentes ruegos de John, Nanny había sido confinada, adentro,
entre las mucamas cuyas cabezas aparecían en las ventanas de los altos; no era su día.
Había estado de mal humor mientras lo vestía.
—Si estoy presente cuando maten al zorro, espero que el coronel Inch me
salpique con la sangre.
—No verás ninguna muerte —dijo Nanny.
Ahora espiaba por una ranura, los ojos fijos con cierto resentimiento en la
animada escena de abajo. «Todo esto es una gran tontería de Ben Hacket», pensó. Lo
deploraba todo: galgos, cabeza de cacería, pista, cazadores y rastreadores, la sobrina
de Mr. Tendril con su impermeable, Jock con su traje de cazador; Mrs. Rattery de
sombrero de copa y levita, abstraída de las miradas sospechosas de los abonados,
Tony sonriendo y charlando con sus huéspedes, el viejo loco con los «perros», el
fotógrafo de la prensa, la bonita miss Ripon en dificultades con un caballo nuevo que
hacía cabriolas sobre el césped, los caballerizos y caballos de relevo, los humildes y
desconocidos seguidores en el fondo…, todo era una tontería de Ben Hacket. «Eran
más de las once cuando el chico se durmió anoche —protestó para sí—. ¡Estaba tan
sobreexcitado!».
Luego se dirigieron hacia Bruton. Se iba por el camino del sur a través de
Compton Last, por la carretera durante más de medio kilómetro y después cortando
campo.
—Podrá seguir a caballo con ellos hasta la guarida —había dicho Tony.

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—Sí, señor; y no molestará si se queda un rato y ve trabajar a la jauría, ¿no le
parece?
—Supongo que no.
—Y si el zorro sale en dirección a la casa, no estaría mal que lo siguiésemos un
poco, si nos arrimamos a las praderas y los portales, ¿no le parece, señor?
—Bueno…, pero tiene que estar de vuelta en casa antes de una hora.
—Así lo haré, señor —y dirigiéndose a John—: No te preocupes, querido, tendrás
tu cacería.
Esperaron hasta que pasó la fila de caballos, y los siguieron trotando, muy
juiciosos. Pisándoles los talones, venían los automóviles, en primera, y en una nube
de escapes. John estaba jadeante y algo mareado; Tormenta cabeceaba y mascaba el
freno. Dos veces, mientras emprendían camino los cazadores, había intentado salir al
galope y había caracoleado; por tanto, Ben le dijo:
—Agárrate, hijo —y se había acercado lo bastante para poder tomar las riendas si
se le ocurría disparar.
Otra vez, dando un gran cabezazo, lo tomó de sorpresa a John y lo echó adelante
haciéndole perder el equilibrio. Se agarró de la montura para sentarse y lo miró a Ben
con aire culpable.
—Me parece que estoy montando muy mal hoy. ¿Crees que alguien lo habrá
notado?
—Está bien, hijo, no se puede conservar los modales de la escuela de equitación
cuando se va de cacería.
Jock y Mrs. Rattery trotaban al lado.
—Me gusta bastante este caballo absurdo —advirtió ella.
Montaba a horcajadas y desde el primer momento demostró hacerlo
admirablemente.
Los miembros del Pigstanton lo notaron con resentimiento, porque contrariaba su
idea fija de que, mientras todos los socios eran payasos o cobardes, los forasteros
eran, sin excepción, dementes mal educados y una seria amenaza para cualquiera que
se les arrimara a un cuarto de milla.
A mitad de camino, al atravesar la aldea, miss Ripon tuvo dificultades para pasar
un camión de panadero que se hallaba estacionado. Su caballo se encabritó,
temblando, dando vueltas y resbalando desesperadamente sobre el asfalto. La
rodearon, alejados lo más posible de los cascos, mirándola con ceño inamistoso y
rezongando contra ella. Todos conocían ese caballo. El padre de miss Ripon había
intentado venderlo durante la temporada; y ahora lo había rebajado a ochenta libras;
saltaba bien en algunas ocasiones, pero era una mala bestia para montar. ¿Creía acaso
el padre de miss Ripon que mejoraba las posibilidades de venta dejándola exhibirse
así? Era característico del avaro padre de miss Ripon arriesgar la cabeza de su hija
por ochenta libras. Y de todos modos, miss Ripon no sabía montar ningún caballo…

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De pronto los pasó a todo galope. Llevaba la cara colorada y el rodete torcido;
echada hacia atrás, tiraba de la rienda con toda su fuerza.
—Esta chica va a terminar mal —dijo Jock.
Se encontraron con ella más tarde cerca de la guarida. Su caballo estaba sudoroso
y con las riendas cubiertas de espuma; pero por el momento parecía tranquilo y
pastaba en las matas y juncos que bordeaban el bosque. Miss Ripon se hallaba muy
sofocada y sus manos temblaban mientras se arreglaba el velo, el rodete y el
sombrero. John se puso al lado de Jock.
—¿Qué sucede, Mr. Grant-Menzies?
—Los galgos recorren la guarida.
¡Ah!
—¿Te estás divirtiendo?
¡Oh, sí! Tormenta está terriblemente briosa; nunca la he visto así.
Hubo una larga espera mientras el cuerno de caza sonaba en el corazón del
bosque. Todos se hallaban reunidos en un rincón del campo grande, cerca de un
portón. Es decir, todos, menos miss Ripon, que algunos minutos antes había
desaparecido de repente en medio de una frase y a todo galope en dirección a las
colinas de Hetton. Transcurrida media hora, Jock dijo:
—Están llamando de vuelta a los galgos.
—¿Eso significa que no han encontrado nada?
—Sí, temo que sí.
—Me da rabia que suceda esto en nuestros bosques —dijo Ben—; hace mal
efecto.
Los Pigstanton ya estaban olvidándose de su hospitalidad y se preguntaban unos a
otros qué se podía esperar cuando Last ni siquiera cazaba él mismo; y hacían circular
rumores sombríos acerca de un guardabosque a quien la semana anterior habían
sorprendido enterrando algo durante la noche.
Se pusieron de nuevo en movimiento alejándose de Hetton. Ben empezó a sentir
su responsabilidad.
—¿No le parece que debo llevar al niño a casa, señor?
—¿Qué dijo Mr. Last?
—Dijo que podía ir hasta la guarida. No dijo cuál, señor.
—Me parece que debería volver.
—¡Oh, Mr. Menzies!
—Sí, vámonos, John. Ya ha tenido bastante por hoy.
—Pero no he tenido nada.
—Si vuelve hoy temprano, su papá lo dejará salir más fácilmente otro día.
—Pero quizá no haya otro día. Puede venir el fin del mundo. ¡Por favor, Ben; por
favor, Mr. Menzies!
—Es una vergüenza que no hayan encontrado nada —dijo Ben—. John ha
esperado tanto.

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—A pesar de todo, creo que Mr. Last desearía que volviera —dijo Jock.
Y así se resolvió el destino de John. Los perros fueron en una dirección; él y Ben
en otra. John se hallaba cercano a las lágrimas cuando llegaron a la carretera.
—Mire —dijo Ben para animarlo—, ahí viene miss Ripon en ese bayo soñoliento.
Parece que ella también vuelve. Debe haberse caído por lo que veo.
El sombrero y la espalda de miss Ripon estaban cubiertos de barro y de musgo.
Había pasado veinte minutos muy malos después de su desaparición.
—Me lo llevo —dijo—. No puedo con él hoy.
Siguió al tranco al lado de ellos hacia el pueblo.
—Pensé que quizá Mr. Last me permitiría subir a la casa y telefonear para pedir
el automóvil. No me siento con fuerza para volver con él en este estado. No sé lo que
le pasa —confesó lealmente—. Salió a pasear el sábado; yo nunca lo he visto así
antes.
—Necesita que lo monte un hombre —afirmó Ben.
—Oh, no se porta mejor con el caballerizo, y papá no quiere acercársele —dijo
miss Ripon, indiscretamente—. Por lo menos…, quiero decir…, no creo que se las
arreglarían mejor con él en este estado.
Iba bastante tranquilo en ese momento, siguiendo el paso de los demás caballos.
Marchaban a la par, ella por el lado de fuera, con la potrilla de John entre su caballo y
el de Ben.
Llegaron a un recodo del camino y se encontraron frente a frente con uno de los
ómnibus rurales de un solo piso que hacían el servicio local. No iba de prisa; y viendo
a los caballos, el conductor disminuyó aún más la velocidad y se puso a un costado.
La sobrina de Mr. Tendril, que también había abandonado el deporte aquel día, los
estaba siguiendo de cerca en su motocicleta; ella también anduvo despacio, y al
observar que el caballo de miss Ripon podría espantarse, se detuvo.
Ben dijo:
—Déjeme pasar primero, señorita. Déjelo que me siga. No le tire de la rienda y
déle sólo una palmadita.
Miss Ripon hizo lo que le dijeron; en realidad todos se comportaron con entero
buen juicio.
Avanzaron así hasta el costado del ómnibus. Al caballo de miss Ripon no le gustó,
pero parecía que iba a pasar. Los pasajeros observaban con interés. En aquel
momento el cilindro de la motocicleta, cuyo motor andaba suavemente en punto
muerto, se atascó, produciendo una fuerte detonación.
Durante un instante el caballo de miss Ripon se quedó rígido de terror; luego,
amenazado por delante y por detrás, hizo lo que para él resultaba natural: se tiró de
costado, chocando violentamente con el caballo que iba a su lado. El golpe arrojó a
John de la montura; y cayó sobre el camino, mientras el bayo de miss Ripon,
encabritado, trataba de alejarse del ómnibus.
—¡El chico está en el suelo!

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Ella azotó el caballo y éste se lanzó a toda carrera en dirección a la aldea; pero
antes de arrancar, con una patada, lo mandó a John dentro de la zanja, donde se quedó
doblado en dos, absolutamente inmóvil.
Todos estuvieron de acuerdo en que nadie había tenido la culpa.

Transcurrió casi una hora antes de que la noticia llegara a Jock y Mrs. Rattery en
el lugar donde estaban esperando, al lado de otra guarida vacía. El coronel Inch
suspendió la cacería por el día, y mandó a la jauría de vuelta a sus perreras. Las
voces, que no hacía cinco minutos proclamaban como un hecho que Last había
mandado matar a tiros a todos los zorros de aquella región, callaron. Más tarde,
después de haberse bañado, se desquitaron criticando al padre de miss Ripon; pero
por el momento todos estaban impresionados y silenciosos. Alguien les prestó un
auto a Jock y a Mrs. Rattery para volver a la casa y un caballerizo para ocuparse de
los caballos alquilados.
—Es espantoso —dijo Jock dentro del coche prestado—. ¿Qué diablos vamos a
decirle a Tony?
—Soy la persona menos indicada para una ocasión como ésta —dijo Mrs.
Rattery.
Pasaron por el lugar del accidente. Aún había gente comentando.
Había gente también que esperaba en el hall de la casa, haciendo comentarios. El
médico se abrochaba el sobretodo; estaba por irse.
—Murió instantáneamente —aseguró—. Recibió el golpe de lleno en la base del
cráneo. Muy triste; yo lo quería mucho al chico. No hay que culpar a nadie, sin
embargo.
Nanny se encontraba allí, sollozando; también Mr. Tendril y su sobrina. Un
policía y Ben y dos hombres que habían ayudado a traer el cuerpo estaban en el hall
de servicio.
—No fue culpa del chico —afirmó Ben.
—No fue culpa de nadie —decían.
—Había tenido un mal día, pobrecito mocoso —musitó Ben.
—Si alguien tuviera la culpa, sería Mr. Grant-Menzies, que fue quien lo hizo
volver.
—No fue culpa de nadie —decían.

Tony estaba solo en la biblioteca. Lo primero que dijo cuando entró Jock fue:
—Tenemos que decírselo a Brenda.
—¿Sabes dónde se la puede encontrar?
—Está probablemente en ese colegio… Pero no podemos decírselo por
teléfono…; de todos modos, Ambrose intentó y también llamó al departamento, pero

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no consiguió comunicación… Dios mío, ¿qué le vamos a decir?
Jock se quedó callado. Estaba en pie al lado de la chimenea, con las manos en los
bolsillos de su pantalón de montar, de espaldas a Tony. Tony de pronto preguntó:
—Ustedes no estaban cerca, ¿no?
—No. Habíamos ido a otra guarida.
—La sobrina de Mr. Tendril fue la primera que me lo dijo… Después los
encontramos cuando subían y Ben me contó todo lo que había ocurrido… Es un
horror para esa pobre chica.
—¿Miss Ripon?
—Sí, acaba de marcharse…, se dio un golpe serio justo después. Su caballo
costaló en la aldea…, pobrecita, se hallaba en un estado desastroso, con eso, y por lo
de… John. Sólo un buen rato después supo que lo había lastimado…, estaba en la
farmacia haciéndose vendar la cabeza, cuando se lo contaron. Se había cortado al
caer. Estaba desesperada. La mandé de vuelta en el auto…, no fue culpa suya.
—No, no fue culpa de nadie. Sucedió porque tenía que suceder.
—Eso es —dijo Tony—, tenía que ser… ¿Cómo se lo diremos a Brenda?
—Tendrá que ir uno de nosotros.
—Sí…, creo que yo tengo que quedarme aquí. No sé por qué en realidad, pero
habrá que ocuparse de algunas cosas. Es un horror pedirle a alguien que vaya, pero…
—Iré yo —dijo Jock.
—Habrá cosas que arreglar aquí… El doctor dice que harán una investigación. Es
una simple formalidad, naturalmente, pero va a ser atroz para esa chica de Ripon. La
citarán como testigo…, estaba deshecha. Espero haberme portado bien con ella.
Acaban de traer a John y yo estaba medio enloquecido. Parecía desesperada. Creo
que el padre es malísimo con ella… Ojalá Brenda hubiese estado aquí; es tan buena
con todos. Yo pierdo la serenidad.
Ambos hombres callaron un rato; luego agregó Tony:
—¿De veras te animas a ir a ver a Brenda?
—Sí, iré —contestó Jock.
En ese momento entró Mrs. Rattery.
—El coronel Inch estuvo aquí —dijo—. Hablé con él, quería darle el pésame.
—¿Está aún aquí?
—No, le dije que probablemente usted prefería estar solo. Quería que usted
supiera que había suspendido la cacería.
—Le agradezco que haya venido… ¿Ha sido buena la cacería?
—No.
—Lo siento; habíamos visto un zorro en Bruton la semana pasada, John y yo…
Jock se va a Londres a buscar a Brenda.
—Lo llevaré en el avión. Será más rápido.
—Sí, será más rápido.
—Ahora me voy a cambiar. Estaré lista en diez minutos.

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—Yo también iré a cambiarme —dijo Jock.
Cuando se quedó solo, Tony tocó el timbre. Respondió a su llamada un mucamo
muy joven, que hacía poco que estaba en Hetton.
—¿Quiere avisar a Ambrose que Mrs. Rattery se va hoy? Se va a Londres en
avión con Mr. Grant-Menzies. La señora llegará probablemente en el tren de la tarde.
—Muy bien, señor.
—Será mejor que almuercen algo antes de partir. Yo los acompañaré… ¿y quiere
usted llamar por teléfono al coronel Indi y agradecerle su visita? Dígale que le
escribiré. Y a Mr. Ripon, para preguntar cómo sigue miss Ripon. Y a la parroquia a
preguntar a Mr. Tendril si lo puedo ver esta tarde. Ya se fue, ¿no?
—Sí, señor, se fue hace unos minutos.
—Dígale que quiero hablar con él.
—Muy bien, señor.
«Mr. Last tomó todo con mucha calma», comentó el mucamo más tarde.
En la biblioteca reinaba silencio, pues los obreros habían interrumpido el trabajo.
Mrs. Rattery fue la primera en estar lista.
—Están preparando el almuerzo.
—No comeremos —dijo ella—. Usted se olvida que estábamos cazando.
—Será mejor que tomen algo —dijo Tony, y agregó—: es tremendo para Jock
tener que decírselo a Brenda. ¿Cuánto tardará en llegar?
Algo en la voz de Tony al pronunciar estas palabras le hizo preguntar a Mrs.
Rattery:
—¿Qué hará usted mientras espera?
—No sé; me imagino que tendré que ocuparme de algunas cosas.
—Mire usted —le dijo ella—, será mejor que Jock se vaya en auto. Yo me
quedaré aquí hasta que venga lady Brenda.
—Va a ser terrible para usted.
—No, me quedaré.
—Supongo que es ridículo de mi parte —dijo Tony—, pero me gustaría que se
quedara… Quiero decir, ¿no será horrible para usted? Estoy como atontado. Es difícil
creer que realmente ha sucedido esto.
—Y ha sucedido en realidad.
El mucamo entró para decir que Mr. Tendril iría después del té; que miss Ripon se
había acostado y que dormía.
—Mr. Grant-Menzies se irá en su automóvil. Puede ser que vuelva esta noche.
Mrs. Rattery se quedará hasta que llegue la señora.
—Muy bien, señor. Y el coronel Inch quiere saber si a usted le gustaría que los
cazadores toquen a silencio en el entierro.
—Dígale que le escribiré —y cuando salió el lacayo de la habitación, Tony
comentó—: Una sugerencia atroz.
—¡Oh!, no sé. Quiere ser útil de alguna manera.

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—No lo quieren mucho como cabeza de cacería.
Jock salió poco después de las dos y media. Tony y Mrs. Rattery tomaron el café
en la biblioteca.
—Temo que ésta sea una situación muy incómoda —dijo Tony—. Después de
todo apenas nos conocemos.
—No se preocupe por mí.
—Pero debe de ser muy incómodo para usted.
—Y usted debe dejar de pensar en eso.
—Lo intentaré… Lo más absurdo es que no pienso, lo digo solamente… Estoy
pensando en otras cosas todo el tiempo.
—Lo comprendo. No diga nada.
De pronto dijo Tony:
—Va a ser aún mucho peor para Brenda. Para ella lo más importante era John, y
fuera de él no tiene nada, o casi nada. Yo la tengo a ella, y esta casa que quiero…,
pero para Brenda, John siempre fue lo primero…, naturalmente…, y sabe usted, lo ha
visto muy poco últimamente. Ha pasado tanto tiempo en Londres. Temo que eso le
duela.
—Nunca se sabe lo que va a doler más a las personas.
—Pero, sabe, yo la conozco tan bien a Brenda…

Las ventanas de la biblioteca estaban abiertas y el reloj daba la hora en lo alto de la


torre; se lo oía con toda claridad en la habitación silenciosa. Había transcurrido un
tiempo sin que hablaran. Mrs. Rattery estaba sentada de espaldas a Tony; había
desparramado un complicado solitario de cuatro mazos sobre la mesa de juego. Él
estaba frente al fuego en la misma silla que ocupara después del almuerzo.
—¿Son sólo las cuatro? —preguntó.
—Creí que estaba dormido.
—No, pensando solamente… Jock debe de estar a mitad de camino ahora; por
Aylesbury o Tring.
—Es un modo muy lento de viajar.
—Hace menos de cuatro horas que sucedió… Es extraño pensar que es el mismo
día; que hace sólo cinco horas estaban todos aquí en la reunión bebiendo —hubo una
pausa durante la cual Mrs. Rattery recogió los naipes y empezó a distribuirlos otra
vez—. Eran las doce y veintiocho minutos cuando supe. Miré el reloj…, era la una

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menos diez cuando trajeron a John…, hace justo tres horas…, es casi increíble, ¿no es
verdad? Todo completamente cambiado, así, de golpe.
—Siempre es así —contestó Mrs. Rattery.
—Brenda lo sabrá dentro de una hora… Si Jock la encuentra en casa. Claro que
es probable que haya salido. No sabrá dónde encontrarla, porque no queda nadie en el
departamento. Lo deja cerrado con llave, vacío, cuando sale…, y está fuera la mitad
del día. Lo sé porque a veces la llamo, y no contestan. Podría suceder que no la
encontrara durante horas…, quizá tanto como el tiempo transcurrido desde que
sucedió, lo cual vendría a ser cerca de las ocho… Imagínese, ¡el mismo número de
horas entre lo ocurrido y este momento, antes de que Brenda lo sepa! Es apenas
creíble, ¿no es verdad? Y después tendrá que llegar aquí. Hay un tren que sale a las
nueve y algo. Podría alcanzarlo. No sé si yo debería haber ido también…, pero no
quería dejar a John.
(Mrs. Rattery estaba concentrada en su juego, moviendo pequeños grupos de
cartas de un lado a otro con sus manos ágiles como lanzaderas en un telar; sus dedos
hacían surgir el orden en el caos; fijaba precedencias y consecuencias. Ante ella, los
símbolos se volvían coherentes y relacionados entre sí).
—… naturalmente, podría suceder que ella estuviera en casa cuando él llegara.
En ese caso podría tomar el tren de la tarde, el que tomaba siempre cuando iba a
Londres por el día, antes de alquilar el departamento…; estoy tratando de imaginarlo
todo, cómo va a suceder: la llegada de Jock y su sorpresa al verlo; y después, lo que
él dirá…, ¡es tremendo para Jock! Podría saberlo a las cinco y media o un poco más
temprano…
—Es una pena que usted no haga solitarios —dijo Mrs. Rattery.
—En cierto modo, me sentiré mejor cuando ella lo sepa… No puedo soportar esta
situación de estar en un secreto que Brenda ignora. No sé con seguridad cómo
organiza su día; supongo que la última clase termina alrededor de las cinco… No sé
si vuelve a casa primero para cambiarse, si tiene un té o un coctel. No puede quedarse
mucho en ese departamento; ¡es tan pequeño!
Mrs. Rattery estudiaba su solitario; luego atrajo los naipes hacia sí en un montón
desordenado y sin sentido; casi había resultado aquella vez, pero la defraudó un seis
de trébol fuera de lugar y un rincón perfectamente congestionado donde no se podía
mover nada.
—Es un juego cruel —dijo ella.
De nuevo el reloj dio la hora.
—¿Es solamente el cuarto de hora?… Sabe usted, creo que yo habría enloquecido
si me hubiese quedado solo. ¡Qué buena es haberse quedado conmigo!
—¿Sabe jugar al bésigue?
—Temo que no.
—¿Y a los cientos?
—No; el único juego de naipes que he podido aprender es el de los animales.

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—Es una lástima.
—Tendría que telegrafiar a Marjorie y a otras personas; pero creo que es mejor
esperar hasta que Jock haya visto a Brenda. Podría estar con Marjorie cuando llegue
el telegrama.
—Tiene que dejar de pensar en esas cosas. ¿Sabe jugar al pase inglés?
—No.
—Es fácil; le voy a enseñar; debe de haber dados en el tablero de chaquete.
—Estoy bien realmente; preferiría no jugar.
—Traiga los dados y siéntese a la mesa. Tenemos seis horas por delante.
Le enseñó el juego.
—Lo he visto —le dijo— en el cinematógrafo; camareros de tren y chóferes de
taxi.
—Claro que lo ha visto, es fácil…, ya ve; usted ha ganado. Se lleva todo.
De pronto dijo Tony:
—He pensado que…
—¿Usted nunca deja de pensar?
—Figúrese si los diarios de la tarde han publicado la noticia. Brenda podría
enterarse con sólo tomar un diario por casualidad, y ahí estaría…, quizá hasta con una
fotografía.
—Sí, ya pensé en eso hace un rato, cuando usted hablaba de telegrafiar.
—Pero es muy probable, ¿no? Los periodistas saben todo tan pronto. ¿Qué
podemos hacer para evitarlo?
—No podemos hacer nada. Sólo esperar…; vamos, muchacho, tire los dados.
—No quiero jugar más, estoy preocupado.
—Ya sé que está preocupado. No necesita decírmelo…, pero no va a dejar de
jugar ahora que está ganando.
—Lo siento…, es inútil.
Se puso a caminar por el cuarto, primero hacia la ventana, después hacia la
chimenea. Empezó a llenar la pipa.
—Por lo menos podríamos averiguar si los diarios de la tarde lo han publicado.
Podríamos preguntarle por teléfono al portero del club.
—Eso no impedirá que su mujer lo lea. No podemos hacer nada más que esperar.
¿Cuál es ese juego que usted sabe? ¿Algo de animales?
—Sí.
—Juguemos.
—Es un juego de niños. Sería ridículo sólo entre nosotros.
—Enséñemelo.
—Bueno, cada uno tiene que elegir.
—Muy bien, yo soy gallina y usted perro; y ahora, ¿qué más?
Tony explicó.

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—Me imagino que es uno de esos juegos que hay que practicar mucho para llegar
a divertirse —dijo Mrs. Rattery—, pero soy capaz de probar cualquier cosa.
Cada uno tomó un mazo y empezó a dar vuelta a las cartas. Pronto apareció un
par de ochos.
—Guau-guau —dijo Mrs. Rattery, recogiendo las cartas.
Otro par.
—Guau-guau —dijo Mrs. Rattery—. Me parece que está jugando de mala gana.
—¡Oh! —dijo Tony—. Quiquiriquí.
De pronto volvió a decir:
—Quiquiriquí.
—No sea tonto —dijo Mrs. Rattery—, no es un par.
Estaban jugando aún cuando entró Alberto para cerrar las cortinas. A Tony le
quedaban sólo dos cartas que daba vueltas una tras otra; Mrs. Rattery tuvo que dirigir
las suyas, pues eran demasiadas para tenerlas en la mano. Dejaron de jugar cuando se
dieron cuenta de que Alberto estaba en la habitación.
—¿Qué habrá pensado este hombre? —dijo Tony en cuanto salió.
(«Cacareando como una gallina —comentó luego Alberto— y el pobre chiquillo
muerto allá arriba»).
—Mejor será que terminemos.
—No ha sido un juego muy entretenido; ¡y pensar que es el único que conoce!
Ella recogió los naipes y separó los mazos. Ambrosio y Alberto llevaron el té.
Tony miró su reloj.
—Las cinco. Ahora que han cerrado los postigos no podremos oír las
campanadas. Jock ya debe de estar en Londres.
—Preferiría tomar un poco de whisky —dijo Mrs. Rattery.
Jock no había visto el departamento de Brenda, ubicado en una casa grande, sin
rasgos distintivos, típica del barrio. Mrs. Beaver deploraba el espacio desperdiciado
por la escalera y el hall de entrada. No había portero; una mujer iba tres veces por
semana, por la mañana, con un balde y un cepillo. Un tablero pintado con los
nombres de los inquilinos informó a Jock de que Brenda estaba en casa. Pero él no le
dio mucha importancia a dicha información, sabiendo que Brenda no era capaz de
acordarse de cambiar el indicador al entrar o al salir. El departamento estaba en el
segundo piso. Después del primero, la escalera pasaba del mármol a una alfombra
gastada que ya había estado allí antes que Mrs. Beaver emprendiera la
reconstrucción. Jock apretó el timbre y lo oyó sonar detrás de la puerta. No abrió
nadie. Eran más de las cinco y él no esperaba encontrar a Brenda en casa. Durante el
trayecto había resuelto que si no la encontraba en el departamento iría al club y desde
allí llamaría a varios amigos de Brenda, que tal vez supieran dónde se encontraba.
Llamó otra vez, por costumbre, y esperó un rato; luego se volvió para marcharse.
Pero en aquel momento la puerta vecina a la de Brenda se abrió y se asomó una
señora morena, con un vestido de terciopelo rojo; llevaba puestos unos aros muy

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grandes de filigrana oriental, engarzados con relieves de grandes piedras opacas y de
poco valor.
—¿Busca usted a lady Brenda Last?
—Sí. ¿Es amiga suya?
—Oh, ¡y qué amiga! —contestó la princesa Abdul Akbar.
—Entonces quizá pueda usted decirme dónde la podré encontrar.
—Creo que debe de estar en lo de lady Cockpurse. Yo también voy para allá.
¿Puedo darle algún mensaje?
—Será mejor que vaya yo.
—Bueno, espere cinco minutos e iremos juntos. Entre.
La única habitación de la princesa estaba amueblada con promiscuidad y un
descuido verdaderamente orientales, por el valor real de las cosas. Espadas que
debieron adornar los trajes de ceremonias de algún caíd moro, estaban colgadas como
si fuesen cuadros; alfombras para las oraciones cubrían el diván; la alfombra de piso
había sido hecha en Bokhara para tapizar una pared, mientras un chal, hecho en
Yokohama para vender a los turistas de los cruceros, formaba drapeados sobre el
tocador; una mesa octogonal, proveniente de Port Said, tenía encima un Buda
tibetano de pálida esteatita; seis elefantes de marfil de Bombay estaban alineados
sobre el radiador. Otras culturas también estaban representadas por un juego de
frascos y polveras de Lalique, un fetiche fálico del Senegal, un tazón de cobre
holandés, una papelera hecha con aguatintas barnizadas, un golliwog regalado en una
comida de gala de algún hotel junto al mar, una docena de fotografías de la princesa,
con sus respectivos marcos, una escena campestre ingeniosamente construida con
trocitos de madera pintada, y una radio de roble oscuro estilo Tudor. En una
habitación tan pequeña, el efecto resultaba perturbador. La princesa se sentó ante el
espejo, mientras Jock permanecía detrás de ella, en el diván.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó por encima del hombro.
Él se lo dijo.
—¡Oh, sí, ya lo he oído nombrar! Estuvo en Hetton el penúltimo fin de semana…
¡Qué lugar viejo y curioso!
—Será mejor que le diga todo. Esta mañana hubo allí un accidente terrible.
Jenny Abdul Akbar se volvió en el banquillo de cuero, con ojos asustados, y se
llevó la mano al corazón.
—Pronto —murmuró—, dígame usted. No puedo soportarlo. ¿Hubo algún
muerto?
Jock asintió con la cabeza.
—El hijito…, pateado por un caballo.
—El pequeño Jimmy.
—John.
—John… muerto. Es horrible.
—No ha sido culpa de nadie.

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—Oh, sí —dijo Jenny—, yo tengo la culpa. Nunca debí ir allí… Una terrible
maldición me persigue. A donde voy, llevo conmigo desgracia… Si por lo menos
fuera yo la muerta…, nunca podré enfrentarme con ellos, de nuevo. Me siento como
una asesina… Ese pequeño ser muerto.
—Vea usted, oiga, realmente yo no tomaría las cosas así.
—No es la primera vez que sucede…, siempre me alcanza, dondequiera que
esté…, sin compasión. ¡Oh Dios mío! —agregó Jenny Abdul Akbar—, ¿qué he
hecho para merecerlo?
Se levantó dispuesta a quedar a solas con su emoción; no había adónde ir, fuera
del cuarto de baño. Jock dijo a través de la puerta:
—Bueno, tengo que ir a lo de Polly a ver a Brenda.
—Espere un momento e iré con usted.
Cuando reapareció, estaba un poco más animada.
—¿Tiene auto —preguntó— o llamo un taxi?

Mr. Tendril llegó de visita después del té. Tony lo recibió en su escritorio. Cuando
volvió media hora después se acercó a la bandeja que según las instrucciones de Mrs.
Rattery había quedado en la biblioteca y se sirvió un whisky con ginger ale. Mrs.
Rattery había vuelto a su solitario.
—¿Desagradable la visita? —preguntó sin levantar la vista.
—Espantosa.
Bebió el whisky y se sirvió otro.
—Déme uno, por favor.
—Yo sólo quería verlo por unos arreglos —dijo Tony— y él trató de consolarme.
Fue muy doloroso…; después de todo, de lo que menos quiere uno hablar en estos
momentos es de religión.
—A algunas personas les gusta.
—Naturalmente —comentó Tony después de una pausa—, si no, no tiene hijos.
—Yo tengo dos hijos —advirtió Mrs. Rattery.
—¿Sí? Discúlpeme. No me di cuenta…, nos conocemos tan poco. ¡Qué
impertinente de mi parte!
—Está bien. La gente siempre se sorprende. No los veo mucho. Están en un
colegio por ahí. Los llevé al cinematógrafo el verano pasado. Están creciendo mucho.
Creo que uno de ellos va a ser muy buen mozo. El padre lo es.
—Son las seis y cuarto —dijo Tony—. Ya debe habérselo dicho.

Había una reunión en casa de lady Cockpurse; Verónica y Daisy y Sybil, Souki de
Foucauld-Esterhazy y cuatro o cinco más, todas mujeres. Iban a consultar a una
nueva adivina llamada Mrs. Northcote. La había descubierto Mrs. Beaver, y por cada

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cinco guineas que ganaba, a Mrs. Beaver le correspondía una comisión de dos libras,
doce chelines y seis peniques. Decía la buenaventura en una forma nueva, leyendo las
plantas de los pies. Esperaba su turno con impaciencia. ¡Cuánto tiempo le está
llevando Daisy!
—Es muy minuciosa —dijo Polly— y hace cosquillas.
En eso apareció Daisy.
—¿Qué tal te fue? —le preguntaron.
—No tengo que decir nada, pues de lo contrario se estropearía todo —contestó
Daisy.
Habían tirado cartas para ver quién entraba primero. Ahora le correspondía a
Brenda. Pasó al cuarto contiguo, donde estaba Mrs. Northcote, sentada en un
banquito, al lado de un sillón. Era una mujer vejancona y mal entrazada, con un
acento ligeramente afectado. Brenda se sentó y se quitó el zapato y la media. Mrs.
Northcote apoyó el pie sobre su rodilla, lo observó solemnemente y comenzó a seguir
las pequeñas arrugas de la planta con la punta de un lápiz de plata. Brenda movió los
dedos del pie con fruición y se dispuso a escuchar.
En la habitación vecina comentaban:
—¿Dónde está su Beaver hoy?
—Ha cruzado a Francia, en avión, con su madre para escoger unos nuevos
papeles para paredes. Brenda ha estado todo el día preocupada pensando que ha
tenido un accidente.
—Todo esto es muy enternecedor, ¿no? Aunque yo no entiendo qué busca él.
—Nunca haga nada los jueves —aconsejó Mrs. Northcote.
—¿Nada?
—Nada importante. Usted es intelectual, imaginativa, comprensiva, fácilmente
influible por los demás, impulsiva, afectuosa. Tiene grandes dotes artísticas y no
aprovecha totalmente sus posibilidades.
—¿No hay nada sobre amor?
—Ahora vamos a eso. Todas estas líneas entre el arco y el dedo gordo significan
los amantes…
—Siga, siga…
Anunciaron a la princesa Abdul Akbar.
—¿Dónde está Brenda? —preguntó—. Pensé que estaría aquí.
—Está en manos de Mrs. Northcote en este momento.
—Jock Grant-Menzies quiere verla. Está abajo.
—¡Querido Jock!… ¿Por qué no lo hiciste subir?
—No, es algo muy importante. Tiene que ver a Brenda a solas.
—Por Dios, ¡qué misterioso! Bueno, no ha de tardar mucho ahora. No podemos
interrumpirlas. Perturbaríamos a Mrs. Northcote.
Jenny les dio la noticia.
Del otro lado de la puerta, a Brenda se le estaba enfriando un poco la pierna.

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—Cuatro hombres dominan su destino —seguía diciendo Mrs. Northcote—. Uno
es leal y tierno, pero no le ha declarado aún su amor; otro es apasionado y
avasallador; usted le teme un poco.
—Dios mío —dijo Brenda—, ¡qué emocionante! ¿Quiénes podrán ser?
—Tiene que evitar a uno, no le traerá nada bueno; es un ave de rapiña y tiene un
corazón de piedra.
—Estoy segura de que ése es mi Beaver, pobrecito.
Abajo, Jock esperaba en una habitación pequeña donde los invitados de Polly se
reunían antes de almorzar. Eran las seis y cinco.
Brenda se puso la media y el zapato y se reunió con las demás.
—De lo más agradable —declaró—. ¿Qué hay? ¡Qué raras parecen todas!
—Jock Grant-Menzies quiere verte. Está abajo.
—¿Jock? ¡Qué raro! No ha sucedido nada malo, ¿no?
—Mejor será que vayas a verlo.
De pronto, por el ambiente extraño del cuarto y la expresión desazonada de los
rostros de sus amigas, Brenda se asustó. Bajó corriendo hasta la habitación donde
Jock la esperaba.
—¿Qué pasa, Jock? Dímelo pronto. Estoy asustada. No es nada grave, ¿no?
—Temo que sí…, ha habido un accidente muy serio.
—¿John?
—Sí.
—¿Muerto?
Él asintió con la cabeza.
Brenda se sentó en una sillita imperio, dura, pegada a la pared. Allí quedó inmóvil
con las manos juntas sobre las faldas, como una niñita bien educada introducida en
una habitación llena de personas mayores. Dijo:
—Cuéntame lo que sucedió. ¿Por qué lo has sabido tú primero?
—He estado en Hetton desde el sábado.
—¿Hetton?
—¿No lo recuerdas? John tomaba parte en la cacería de hoy.
Ella frunció el ceño, sin comprender aún del todo lo que sucedía.
—John… John Andrew…, yo…, ¡oh, gracias a Dios!… —entonces rompió a
llorar.
Sollozó desconsoladamente, dándose vuelta en la silla y apoyando la frente sobre
el respaldo dorado.
Arriba, Mrs. Northcote leía en el pie de Souki Foucauld-Esterhazy:
—Hay cuatro hombres que dominan su destino. Uno es leal y tierno, pero aún no
ha declarado su amor…

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En el silencio de Hetton, sonó el teléfono cerca del cuarto del ama de llaves y la
comunicación fue pasada a la biblioteca. Tony contestó.
—Habla Jock. Acabo de ver a Brenda. Irá en el tren de las siete.
—¿Está muy desesperada?
—Naturalmente.
—¿Dónde está ahora?
—Está conmigo. Hablo desde lo de Polly.
—¿Te parece que hable con ella?
—No.
—Bueno… La esperaré en la estación. ¿Vendrás tú también?
—No.
—Bueno, muchas gracias por todo. No sé lo que habría hecho sin ti y sin Mrs.
Rattery.
—Oh, no es nada. Acompañaré a Brenda a la estación.
Brenda había dejado de llorar y estaba acurrucada en la silla. No levantó la vista
mientras Jock hablaba por teléfono. Luego dijo:
—Sí, tomaré ese tren.
—Ya es hora. Me imagino que tendrás que buscar algunas cosas en el
departamento.
—Mi cartera…, arriba. Tráemela tú. No podría volver a entrar.
Durante el trayecto al departamento permaneció en silencio, sentada al lado de
Jock con la mirada fija hacia delante. Cuando llegaron, abrió la puerta y lo hizo
entrar. El cuarto tenía muy pocos muebles. Se sentó en la única silla.
—Tenemos bastante tiempo en realidad. Cuéntame exactamente lo que sucedió.
Jock se lo contó.
—¡Pobre chiquito! —murmuró—, ¡pobre chiquito!
Luego abrió su armario y empezó a meter algunas cosas en una maleta. Entró y
salió del baño una o dos veces.
—Esto es todo —dijo—. Aún sobra mucho tiempo.
—¿Quieres comer algo?
—Oh, no, nada.
Sentóse de nuevo y se miró al espejo. No intentó arreglarse la cara.
—Cuando me diste la noticia —dijo— no comprendí. No sabía lo que decía.
—Ya sé.
—No dije nada, ¿no?
—Tú sabes lo que dijiste.
—Sí, ya sé… No lo quise decir… Creo que es inútil tratar de explicarme.
—¿Estás segura de que tienes todo? —le preguntó Jock.

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—Sí, eso es todo —y señaló la maleta que estaba sobre la cama. Parecía
totalmente desesperada.
—Bueno, será mejor que vayamos a la estación.
—Cuando quieras; es temprano, pero no importa.
Jock la llevó al tren. Como era miércoles, los compartimientos estaban llenos de
mujeres que volvían de hacer compras.
—¿Por qué no vas en primera?
—No, no. Siempre viajo en tercera.
Se sentó entre dos mujeres que la observaban con curiosidad, preguntándose si
estaría enferma.
—¿No quieres algo para leer?
—No, no voy a leer.
—¿Ni para comer?
—No, no voy a comer.
—Entonces, adiós.
—Adiós.
Otra mujer, haciendo a un lado a Jock, se metió en el compartimiento, cargada de
paquetes.

Cuando se supo la noticia, Marjorie dijo a Allan:


—Bueno, de todos modos, éste es el fin de Beaver.
En cambio, Polly Cockpurse le aseguró a Verónica:
—Éste es el fin de Tony para Brenda.
Los Last pobres quedaron atónitos con el telegrama.
Vivían en una extensa, pero improductiva chacra cerca de Princess Risborough. A
ninguno de ellos se le ocurrió pensar que ahora, si sucedía cualquier cosa, serían los
herederos de Hetton. Si se les hubiese ocurrido, su pena no hubiese sido menor.
Desde Paddington, Jock se dirigió al club en su auto. Uno de los hombres del bar
exclamó:
—¡Qué horrible lo del chico de Tony Last!
—Sí, yo estaba allí.
—¿De veras? ¡Qué cosa más horrible!
Más tarde trajeron un mensaje telefónico: «La princesa Abdul Akbar desea saber
si usted está en el club».
—No, no, dígale que no estoy aquí —dijo Jock.

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El interrogatorio judicial tuvo lugar a las once de la mañana del día siguiente.
Terminó pronto. El médico, el conductor del ómnibus, Ben y miss Ripon prestaron
declaración. A miss Ripon le permitieron permanecer sentada; estaba muy pálida y
hablaba con voz temblorosa; su padre la miraba atentamente desde un asiento vecino.
Bajo el sombrero, se veía la pequeña superficie que le habían afeitado para limpiar la
herida. En su exposición final, el fiscal declaró que de la prueba se desprendía que
nadie tenía culpa alguna del accidente. Sólo le quedaba expresar el profundo pesar
del tribunal por la tremenda pérdida sufrida por Mr. Last y lady Brenda. El público se
apartó para dejar salir a Tony y Brenda. El coronel Inch y el secretario del club de
cazadores estaban presentes. Todo se hizo con delicadeza y con respeto por su dolor.
—Espera un minuto —dijo Brenda—. Tengo que hablar con la pobre chica de
Ripon.
Lo hizo en forma encantadora. Cuando estaban en el auto, Tony le dijo:
—¡Cómo hubiera deseado tenerte aquí ayer! Había tanta gente y yo no sabía qué
decirles.
—¿Qué hiciste durante todo el día?
—Estaba la Rubia Desvergonzada…, parte del tiempo jugamos a los animales.
—¿A los animales? ¿Te sirvió para algo?
—No mucho… Es extraño pensar que ayer a esta hora no había ocurrido.
—¡Pobre chiquito! —murmuró Brenda.
Casi no se había hablado desde la llegada de Brenda. Tony la había ido a buscar a
la estación. Cuando llegaron a la casa, Mrs. Rattery se había ido a dormir; a la
mañana se fue en su avión sin ver a ninguno de los dos. Oyeron pasar la máquina
sobre la casa, Brenda desde el baño y Tony abajo, en el escritorio, dedicado a la
correspondencia.
Un día de sol intermitente y de ráfagas de viento. En las alturas, apenas se movían
las nubes blancas y grises, pero los árboles desnudos alrededor de la casa se sacudían
y se inclinaban, y se formaban rápidos torbellinos de paja en los corrales de las
caballerizas. Ben se cambió el traje dominguero que llevó al tribunal y se dedicó a
sus tareas habituales. Tormenta también había recibido una patada el día anterior y
cojeaba un poco de la mano derecha.
Brenda se quitó el sombrero y lo tiró sobre una silla del hall.
—No hay nada que decir, ¿verdad?
—No hay necesidad de hablar.
—No, supongo que tendría que haber un funeral.
—Claro, naturalmente.
—¿Mañana?
Brenda se asomó al cuarto de estar.
—Han hecho bastante, ¿no te parece?

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Los movimientos de Brenda eran más lentos que de costumbre y su voz apagada e
inexpresiva. Se dejó caer en uno de los sillones del centro del hall, de los que nunca
eran ocupados por nadie. Se quedó allí sin hacer nada. Tony le puso la mano en el
hombro, pero ella le dijo: «No lo hagas», sin impaciencia ni nerviosidad, pero sin
ninguna expresión. Tony le dijo entonces:
—Voy a terminar estas cartas.
—Bueno.
—Te veré a la hora del almuerzo.
—Sí.
Se levantó, buscó el sombrero con la mirada, lo halló y subió muy despacio las
escaleras en medio de los rayos de sol que brillaban a través de los vitrales.
Se sentó en su dormitorio frente a la ventana, contemplando a través de las
praderas los campos arados, los árboles desnudos sacudidos por el viento, las torres
de las iglesias, los montones de tierra y hojas que se arremolinaban en la terraza; aún
tenía el sombrero en la mano y sus dedos jugaban distraídamente con un prendedor
que tenía a un costado.
Nanny golpeó a la puerta y entró con los ojos colorados.
—Por favor, señora, he estado revisando las cosas de John. He encontrado este
pañuelo que no le pertenece.
El perfume fuerte y el monograma con corona cosido en un ángulo proclamaban
su origen.
—Yo sé de quién es. Se lo devolveré.
—No puedo comprender cómo llegó allí —dijo Nanny.
—¡Pobre chico, pobrecito! —murmuró Brenda cuando Nanny la dejó y de nuevo
se quedó mirando el agitado paisaje.

—He estado pensando en la potrilla, señor.


¡Ah!, sí.
—¿Todavía quiere que siga aquí?
—No lo he pensado… No, creo que no.
—Mr. Westmacott, el de Restall, estuvo preguntando por ella. Pensó que tal vez
le serviría a su hijita.
—Es cierto.
—¿Cuánto podemos pedirle?
¡Oh!, no sé…, lo que le parezca estará bien.
—Es una potrilla muy buena y siempre ha estado muy bien cuidada. No creo que
debamos venderla por menos de veinticinco guineas, señor.
—Muy bien, Ben, usted se ocupará de eso.
—Pediré treinta, ¿no le parece, señor?, y podré rebajar un poco.
—Haga lo que le parezca.

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—Muy bien, señor.

Durante el almuerzo, Tony advirtió:


—Llamó Jock. Preguntó si necesitábamos algo.
¡Qué bueno es! ¿Por qué no le dices que venga este fin de semana?
—¿Te gustaría?
—Yo no estaré aquí. Voy a lo de Verónica.
—¿Vas a lo de Verónica?
—Sí, ¿no te acuerdas?
Había sirvientes en la habitación, de modo que no hicieron ningún comentario
hasta más tarde, cuando estuvieron solos en la biblioteca. Entonces:
—¿De veras piensas irte?
—Sí, no puedo quedarme aquí. Lo comprendes, ¿no?
—Claro, naturalmente. Pensaba que podríamos irnos juntos, al extranjero quizá.
Brenda no contestó, pero siguiendo su idea continuó:
—No podría quedarme aquí. Todo ha terminado, ¿comprendes?, nuestra vida
aquí.
—Querida, ¿qué quieres decir?
—No me pidas que te explique…, al menos por ahora.
—Pero, Brenda, mi amor, no te comprendo. Los dos somos jóvenes. Por supuesto
que nunca podremos olvidar a John. Siempre será nuestro hijo mayor, pero…
—No sigas, Tony, por favor, no sigas.
Tony calló y después de un rato dijo:
—¿Así que vas a lo de Verónica mañana?
¡Hum!…
—Creo que le pediré a Jock que venga.
—Sí, yo lo haría.
—Y más adelante, cuando nos hayamos acostumbrado a las cosas, podremos
hacer proyectos.
—Sí, más adelante.

A la mañana siguiente.
—Una carta muy tierna de mi madre —dijo Brenda, pasándosela. Lady St. Cloud
había escrito:
… No iré a Hetton para el funeral, pero estaré pensando todo el tiempo en
ustedes dos y en mi querido nieto. Pensaré en ustedes tal como los vi, a los tres
juntos, el día de Navidad. Queridos hijos, en un momento como éste, sólo ustedes dos
pueden ayudarse mutuamente. El amor es lo único más fuerte que el dolor…
—Recibí un telegrama de Jock —dijo Tony—; puede venir.

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—Realmente, es bastante violento para todos nosotros que venga Brenda —dijo
Verónica—. Me parece que no debería venir. No tengo idea de lo que voy a decirle.

Cuando quedaron solos, después de comer, Tony le dijo a Jock:


—He tratado de pensar y creo que ahora comprendo. No se trata de lo que yo
pueda sentir; pero Brenda y yo somos muy diferentes en muchos aspectos. Brenda ha
ido a lo de Verónica nada más que porque allí se va a encontrar entre gente totalmente
distinta a John, a mí, y a nuestra vida aquí. Ésa es la razón, ¿no te parece? Quiere
estar completamente sola y lejos de todo lo que pueda recordarle lo sucedido… Sin
embargo, estoy desesperado por haberla dejado ir. No puedo explicarte cómo ha
estado Brenda estos días…, hacía todo mecánicamente. Es mucho peor para ella que
para mí, eso lo veo. Es tan terrible no poder hacer nada por ella.
Jock no contestó.

Beaver estaba pasando unos días donde Verónica.


—Hasta el miércoles, cuando creí que te había sucedido una desgracia —le dijo
Brenda—, no tenía idea de que te quería.
—Bueno, ya lo has dicho bastantes veces.
—Te lo voy a hacer entender —agregó Brenda—. ¡Salvaje!
El lunes por la mañana Tony encontró en su bandeja del desayuno esta carta:

Querido Tony:
No volveré más a Hetton. Grimshawe puede juntar mis cosas y llevarlas al
departamento. Después no la necesitaré más.
Tienes que haberte dado cuenta de que, desde hace un tiempo, las cosas no
han andado bien.
Me he enamorado de John Beaver y quiero divorciarme para casarme con
él. Si no hubiese muerto John Andrew, quizá las cosas no habrían sucedido de
esta manera. No sé. Pero siendo así, sencillamente, no puedo empezar de nuevo.
Por favor, no lo tomes demasiado a pecho. Me imagino que no podremos vernos
mientras el asunto esté en los tribunales, pero espero que después seguiremos
siendo grandes amigos. De todos modos, yo siempre te consideraré así, a pesar
de lo que puedas pensar de mí.
Todo el cariño de
Brenda.

Cuando Tony leyó estas líneas, su primer pensamiento fue que Brenda había
perdido el juicio.

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—Ha visto a Beaver dos veces, según tengo entendido —dijo.
Pero más tarde le mostró la carta a Jock, que le dijo:
—Siento que haya tenido que suceder así.
—Pero no es verdad, ¿no?
—Sí, siento decirlo, pero es así. Todo el mundo lo sabe desde hace mucho
tiempo.
Pero pasaron varios días antes de que Tony se diera cuenta de la realidad. Se
había acostumbrado a querer a Brenda y a confiar en ella.

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4 Gótico inglés II

—¿Cómo lo soporta Tony?


—No muy bien. Esto me hace sentirme una bestia culpable —dijo Brenda—. Me
parece que le importa demasiado.
—Bueno, no te gustaría tanto si no le importase nada —contestó Polly para
consolarla.
—No, me imagino que no.
—Yo estaré de tu lado siempre —dijo Jenny Abdul Akbar.
—¡Bah! Todo anda bien ahora —aseguró Brenda—, aunque hubo ciertos
tropiezos con los parientes.

Tony había estado viviendo con Jock las últimas tres semanas. Mrs. Rattery se
había ido a California, y le estaba agradecido por su compañía. Comían juntos casi
todas las noches. Habían dejado de ir al Brat’s; Beaver también. Temían encontrarse.
Tony y Jock iban, en cambio, al Brown, pues Beaver no era socio. Beaver seguía
viendo a Brenda continuamente, en media docena de casas.
A Mrs. Beaver no le gustaba mucho el rumbo que habían tomado las cosas; sus
obreros habían sido despedidos de Hetton con el trabajo a medio hacer.
Durante la primera semana, Tony había tenido varias conversaciones
desagradables. Allan quiso intervenir para hacer las paces.
—Espérate unas semanas —le había dicho—. Brenda volverá. Pronto se hartará
de Beaver.
—Pero no quiero que vuelva.
—Sé lo que sientes, pero no tienes que ser tan medieval. Si Brenda no hubiera
sufrido un golpe tan fuerte con la muerte de John, esto nunca habría hecho crisis. El
año pasado Marjorie iba a todas partes con ese burro de Robín Beaseley. Estaba loca

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por él en aquel momento, pero yo aparenté no advertirlo y pronto todo se esfumó. Si
yo fuera tú, no me daría por enterado.
Marjorie había dicho:
—Por supuesto que Brenda no lo quiere a Beaver. ¿Cómo podría quererlo? Y si lo
cree en este momento, pienso que es tu deber impedirle que se ponga en ridículo.
Rehúsale el divorcio, por lo menos hasta que encuentre alguien más razonable.
Lady St. Cloud había dicho:
—Brenda ha sido muy, muy alocada. Siempre fue una chica emotiva, pero estoy
segura de que no ha habido jamás nada malo; estoy completamente segura. No sería
digno de Brenda. No conozco a este Mr. Beaver y no quiero conocerlo. Tengo
entendido que no le conviene de ninguna manera. Brenda nunca se casaría con
alguien así. Tony, te voy a explicar exactamente lo sucedido. Brenda debe de haberse
sentido un poco abandonada, cosa que sucede a menudo en los matrimonios; he
conocido un sinnúmero de casos: y le resultó naturalmente halagador encontrar un
muchacho dispuesto a llevarla y traerla. Esto es todo…, nada malo. Luego vino el
golpe terrible del accidente de John, que la ha trastornado y no ha sabido lo que decía
ni escribía. Ustedes dos se reirán de este percance dentro de unos años.
Tony no había vuelto a ver a Brenda desde la tarde del funeral. Una sola vez
habló con ella por teléfono.
Durante la segunda semana fue cuando se sintió más solo y desorientado por los
consejos diversos que le fueron dando. Allan había estado insistiendo en una
reconciliación.
—He estado hablando con Brenda —le había dicho—, ya está harta de Beaver. Lo
único que ella desea es volver a vivir contigo en Hetton.
Mientras Allan estuvo presente, Tony se negó resueltamente a escucharlo; pero
más tarde, sus palabras y la imagen que habían evocado volvían con insistencia a su
mente. Entonces la llamó, y ella le contestó con calma y seriedad.
—Brenda, soy Tony.
—Hola, Tony, ¿qué pasa?
—Estuve hablando con Allan; me acaba de decir que has cambiado de idea.
—No entiendo bien qué quieres decir.
—Que quieres dejar a Beaver y volver a Hetton.
—¿Allan dijo eso?
—Sí… ¿Acaso no es verdad?
—Temo que no; Allan es un entremetido. Estuvo aquí esta tarde. Me dijo que no
querías divorciarte y que estabas dispuesto a dejarme sola en Londres y hacer lo que
quisiera, con tal de que no hubiera un escándalo público. Me pareció una buena idea
y justamente te iba a llamar por teléfono. Pero supongo que esto es también parte de
su diplomacia. De todos modos, por el momento, no pienso volver a Hetton.
—¡Hum!…, ya veo… No me pareció probable… Te llamé por si acaso.
—Está bien. ¿Cómo estás, Tony?

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—Muy bien, gracias.
—Bueno, yo también; adiós.
Eso fue todo lo que supo de ella. Ambos evitaban los sitios donde hubiese
probabilidad de encontrarse.

Se consideró conveniente que Brenda apareciera como demandante. Tony no


utilizó a los abogados de la familia en el asunto, sino a otro estudio de menos
reputación que se especializaba en divorcios. Estaba preparado para encontrar en
ellos cierta complacencia y hasta superficialidad, pero los halló, en cambio,
inclinados a la melancolía y la suspicacia.
—Tenemos datos de que lady Brenda se está portando en una forma que está lejos
de ser discreta. Es muy posible que intervenga el procurador del rey… Además, está
la cuestión de dinero. Como usted comprenderá, dentro de los términos del actual
arreglo, siendo ella la parte inocente y perjudicada, tiene derecho a pedir a la Corte
una suma importante en concepto de alimentos.
—¡Oh!, está bien —dijo Tony—. He discutido eso con su cuñado y he decidido
pasarle una renta de quinientas libras al año. Ella tiene una entrada propia de
cuatrocientas, y entiendo que Mr. Beaver tiene algo.
—Es una pena que no lo podamos dejar sentado por escrito —dijo el abogado—,
pues si lo hacemos, podría acusarnos de acuerdo previo.
—No es necesario escribirlo, la palabra de lady Brenda es suficiente —dijo Tony.
—Deseamos proteger a nuestros clientes frente a las contingencias más remotas
—dijo el abogado con cierto aire de piedad, pues no había tenido oportunidad, como
Tony, de habituarse a querer a Brenda y a confiar en ella.

El cuarto fin de semana después de la partida de Brenda de Hetton fue la fecha


fijada para la infidelidad de Tony. Reservaron un departamento en un hotel balneario
(«Siempre enviamos a nuestros clientes allí. Los sirvientes están acostumbrados a
prestar declaración») y contrataron a unos detectives privados.
—Sólo queda la selección de la compañera —dijo el abogado. Ni un dejo de
picardía iluminó su aspecto sombrío—. En ciertas ocasiones nos hemos hecho
responsables y hemos provisto a nuestros clientes; pero ha habido frecuentes quejas,
así que preferimos dejarles la elección. Últimamente tuvimos un caso particularmente
delicado, pues comprometía a un hombre de moralidad rígida y de gran timidez. Por
fin, su propia esposa consintió en ir con él y proporcionar la prueba. Se puso una
peluca roja. Fue todo un éxito.
—No creo que resulte en este caso.
—No; es verdad. Sólo lo citaba como un caso interesante.
—Me imagino que podré encontrar a alguien —dijo Tony.

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—No tengo ninguna duda al respecto —contestó el abogado inclinándose
cortésmente.
Pero cuando luego se puso a discutir el asunto con Jock, no pareció tan fácil.
—No es una cosa que se pueda pedir a cualquier muchacha —dijo—, sea cual
fuere la manera en que presentes el caso. Si le dices que es sólo una formalidad legal,
resulta más bien insultante; y si le sugieres llevar a cabo el programa completo,
parece más bien atrevido. Quiero decir, si nunca has prestado ninguna atención antes
y no proyectas continuar después… Naturalmente, siempre nos queda la vieja Sybil.
Pero hasta Sybil rehusó.
—Lo hubiera hecho encantada en cualquier otro momento —aseguró—, pero
ahora no me conviene. Existe cierta persona que podría llegar a saberlo y tomarlo a
mal… Hay una muchacha preciosa, llamada Jenny Abdul Akbar. ¿La conoce?
—Sí, la conozco.
—¿No le resultaría?
—No.
—¡Dios mío!, no sé a quién sugerir.
—Será mejor que vayamos a estudiar la plaza en el Old Hundreth —advirtió
Jock.
Comieron en casa de Jock. Últimamente encontraban que el Brown estaba algo
triste: la gente siempre trataba de evitar a los que sufren alguna desgracia. A pesar de
que bebieron dos botellas de champaña, no pudieron recuperar la alegría de aquella
última vez que habían visitado Sink Street. Entonces dijo Tony:
—¿Valdrá la pena ir?
—Podemos probar. Después de todo, no vamos para divertirnos.
Las puertas estaban abiertas en el número 100 de Sink Street y la orquesta tocaba
ante una pista desierta. Los mozos comían en una mesita, en un rincón. Dos o tres
chicas rodeaban una ruleta, y perdían chelines mientras se quejaban del frío. Pidieron
una botella de coñac Montmorency y se sentaron a esperar.
—¿Serviría alguna de éstas? —preguntó Jock.
—No me importa mucho.
—Mejor será llevar a alguna que te guste; tendrás que pasar mucho rato con ella.
En eso bajaron Milly y Babs.
—¿Cómo andan las gorras de cartero?
No captaron la alusión.
—¿No son ustedes los dos muchachos que estuvieron aquí el mes pasado?
—Sí, y temo que estuviéramos bastante borrachos.
—¿No digan?
Rara vez Milly y Babs se encontraban con alguien que estuviera del todo fresco
durante sus horas de trabajo.
—Bueno, vengan y siéntense. ¿Cómo están los dos?

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—Creo que me estoy resfriando —comentó Babs—; me siento muy mal. ¿Por qué
no calentarán esta pocilga estos perros mezquinos?
Milly estaba más alegre y se mecía en la silla al compás de la música.
—¿Quiere bailar? —dijo; y ella y Tony empezaron a arrastrar los pies por la pista
desierta.
—Mi amigo está buscando una dama para llevarla a una playa —dijo Jock.
—¿Cómo? ¿Con este tiempo? Sería un bonito programa para un chica solitaria.
Babs se sonó con un pañuelo arrugado.
—Es por un divorcio.
—¡Ah!, ya veo. Bueno, ¿por qué no lleva a Milly? No se resfría tan fácilmente.
Además, sabe cómo conducirse en un hotel. Muchas de las chicas de aquí están muy
bien para una juerga en la ciudad, pero para un divorcio es necesario buscar una
dama.
—¿Les piden a menudo que hagan esto?
—De vez en cuando. Es un descanso agradable. Pero significa tanta
conversación; y los caballeros siempre quieren hablar de sus esposas.
Mientras bailaban Tony fue derecho al grano.
—¿Tendría inconveniente en pasar conmigo el fin de semana? —le preguntó.
—No me disgustaría —contestó Milly—. ¿Dónde?
—Había pensado en Brighton.
¡Ah!… ¿Es para un divorcio?
—Sí.
—¿No le importaría que llevara a mi hijita con nosotros? No incomodaría nada.
—Sí.
—¿Quiere decir que no le importaría?
—Quiero decir que sí me importaría.
¡Oh! Usted hubiera pensado que tengo una niñita de ocho años.
—No.
—Se llama Winnie. Yo tenía sólo dieciséis años cuando nació. Y era la menor de
la familia y nuestro padrastro no nos dejaba tranquilos. Por eso tengo que trabajar.
Winnie vive con una señora en Finchley. Me cuesta veintiocho chelines por semana,
sin contar la ropa. Le gusta mucho la playa.
—No —dijo Tony—, lo siento, pero es completamente imposible. Le
compraremos un bonito regalo para que usted se lo dé cuando vuelva.
¡Qué bueno!…, un señor le regaló una bicicleta para Navidad; se cayó y se
lastimó una rodilla… ¿Cuándo vamos?
—¿Quiere ir en tren o en auto?
¡Oh!, en tren. Winnie se marea en automóvil.
—Winnie no viene.
—Bueno, pero vamos en tren de todos modos.
Por lo tanto, resolvieron encontrarse en la estación Victoria el sábado por la tarde.

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Jock le dio diez chelines a Babs, y volvió a su casa con Tony. Tony no dormía
bien últimamente. Una vez solo, no podía evitar que su mente volviera una y otra vez
sobre todo lo sucedido desde la visita de Beaver a Hetton, buscando indicios que se le
hubieran escapado entonces, preguntándose si alguna palabra o acto suyo hubiese
podido cambiar el curso de los acontecimientos, rememorando el principio de su
relación con Brenda, para bailar signos que pudieran hacerle comprender el cambio
sobrevenido, reviviendo escena tras escena los últimos años de su vida. Todo esto lo
mantenía desvelado.

La reunión general tuvo lugar en el despacho de primera clase. Los detectives


llegaron primero, diez minutos antes de la hora fijada. Se los habían presentado a
Tony en el estudio del abogado para evitar confusiones. Eran hombres de edad
madura y aspecto satisfecho, con sombreros de fieltro y sobretodos gruesos. Gozaban
de antemano ante la perspectiva de ese fin de semana, pues generalmente su labor
diaria consistía en estacionarse en las esquinas para vigilar puertas de calle. En la
oficina todos trataban de conseguir tareas de esta clase. En los casos de divorcios más
modestos, los abogados se contentaban con el testimonio de los sirvientes del hotel.
Los detectives eran un lujo, y éstos se habían propuesto gastar lo que valían.
Una ligera bruma cubría Londres aquel día; las luces de la estación estaban
encendidas desde temprano.
Tony llegó después, acompañado por Jock, que en su papel de amigo leal iba a
despedirlo. Sacaron los billetes y esperaron. Los detectives, celosos de la etiqueta
profesional, hicieron un esfuerzo para desaparecer, estudiando los carteles de las
paredes y espiando detrás de una columna.
—Esto va a ser un infierno —dijo Tony.
Pasaron unos diez minutos antes de que llegara Milly.
Surgió de las tinieblas, precedida por un mozo que llevaba su valija, y arrastrando
por el brazo a una niña. El guardarropas de Milly consistía principalmente en vestidos
de baile, pues durante el día estaba siempre sentada frente a la estufa de gas y vestida
con un batón. Tenía un aspecto insignificante y más bien respetable.
—Siento llegar tarde —dijo—. Winnie no podía encontrar sus zapatos. La traje
conmigo. Sé que en el fondo a usted no le importa. Paga medio billete.
Winnie era una niña fea, con anteojos de armazón de oro. Al hablar mostraba que
le faltaban dos dientes.
—Me imagino que no pensará traerla con nosotros.

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—Sí, ésa es mi idea —contestó Milly—. No incomodará nada. Lleva su
rompecabezas.
Tony se inclinó para hablar a la niña.
—Oye —le dijo—, tú no querrás venir a un hotel grande y feo. Tú te vas con este
señor bueno. Él te llevará a una tienda y te dejará escoger la muñeca más grande que
encuentres, y después te llevará en su automóvil a tu casa. ¿Quieres?
—No —dijo Winnie—, yo quiero ir a la playa. No quiero ir con ese hombre. No
quiero una muñeca. Quiero ir a la playa con mamita.
Varias personas, además de los detectives, empezaron a fijarse en aquel grupo
extraño.
—¡Oh cielos! —dijo Tony—. Supongo que tendrá que venir.
Los detectives los siguieron de lejos por el andén. Tony instaló a sus
acompañantes en un coche pullman.
—Mira —dijo Milly—, viajamos en primera clase. ¿No es divertido? Podemos
tomar el té.
—¿Puedo tomar un helado?
—No creo que tengan helados. Pero puedes tomar un buen té.
—Quiero un helado.
—Tomarás un helado cuando lleguemos a Brighton. Sé buena, y juega con tu
rompecabezas, o de lo contrario mamá no te llevará más a la playa.
—El «niño terrible» de las novelas populares —dijo Jock al despedirse de Tony.
Winnie cumplió con su papel durante todo el viaje a Brighton. No tenía inventiva,
pero conocía a fondo tanto los recursos clásicos como los más comunes, pero
igualmente alarmantes: respirar profundamente, gruñir y quejarse de náuseas.

Los abogados habían reservado cuartos para Tony en el hotel. El gerente se


sorprendió al ver llegar a Winnie.
—Le hemos reservado una habitación para dos, y una para una persona, con baño
y salida —dijo—. Ignorábamos que traería a su hija. ¿Quiere otra habitación?
—¡Oh! Winnie puede dormir conmigo —dijo Milly.
Los dos detectives, que se hallaban cerca del mostrador, cambiaron una mirada de
desaprobación.
Tony escribió Mr. y Mrs. Last en el registro.
—E hija —dijo el empleado señalando con el dedo el renglón correspondiente.
Tony titubeó.
—Es mi sobrina —dijo, y escribió «Miss Smith» en el renglón siguiente.
El detective que se inscribió a continuación comentó con su colega:
—Se zafó muy bien; bastante listo; pero no me gusta el giro que está tomando el
caso. Es de lo más irregular. Traer la chica da al asunto un aspecto desagradablemente

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respetable. Hay que pensar en la firma. No le hará ningún favor que intervenga el
procurador del rey.
—¿Qué tal si tomamos algo? —respondió su colega con indiferencia.
Arriba, Winnie preguntó:
—¿Dónde está el mar?
—Al otro lado de la calle.
—Quiero ir a verlo.
—Pero ya es de noche, tesoro. Mañana lo verás.
—Quiero verlo esta noche.
—Llévela a verlo ahora —pidió Tony.
—¿Seguro que no se sentirá solo?
—Completamente seguro.
—No tardaremos mucho.
—No se preocupe, déjela que lo vea bien.
Tony bajó al bar, donde se alegró de ver a los dos detectives. Sentía necesidad de
compañía masculina.
—Buenas noches —les dijo.
Lo miraron atónitos. En este caso, todo parecía estar deliberadamente preparado
para herir su sensibilidad profesional.
—Buenas noches —saludó el detective mayor—. ¡Qué noche de perros!
—¿Quieren tomar una copa?
Puesto que Tony, de todos modos, corría con los gastos, la invitación parecía
superflua; pero el detective más joven se alegró instintivamente y contestó:
—No me disgustaría.
—Quédese conmigo. Me siento un poco solo.
Llevaron sus bebidas hasta una mesa desde donde no pudiera oírlos el barman.
—Mr. Last, esto está todo mal —dijo el detective más viejo—. Usted no debe
reconocernos… No sé qué dirían en la compañía.
—Salud —dijo el detective más joven.
—Éste es Mr. James, mi colega —dijo el detective mayor—. Mi nombre es
Blenkinsop. James es novicio en esta clase de trabajo.
—Yo también lo soy —dijo Tony.
—Qué lástima que tengamos un fin de semana tan feo para esta tarea —advirtió
Blenkinsop—. Muy húmedo y ventoso; va mal a las articulaciones.
—Dígame —preguntó Tony—, ¿se usa traer a una niña en esta clase de
expediciones?
—No se usa.
—Ya me imaginé que no podía ser.
—Ya que usted me lo pregunta, Mr. Last, me parece de lo más irregular e
insensato. Queda mal, y en los casos de esta clase importa mucho causar buena
impresión. Naturalmente, en lo que nos concierne a James y a mí, no habrá

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inconveniente. Ni una palabra de todo esto aparecerá en nuestro testimonio. Pero no
se puede confiar en los sirvientes. Puede dar con uno que no tenga experiencia en los
tribunales, que diga todo lo que ha visto, y entonces, ¿qué pasaría? La verdad es que
no me gusta nada este asunto, Mr. Last.
—Opino exactamente lo mismo.
—A mí me gustan los chicos —afirmó James, el novicio en esta clase de trabajos
—. ¿Qué tal si tomara un trago con nosotros?
—Díganme —dijo Tony después de haber estado un rato en la mesa—. En los
últimos tiempos ustedes deben de haber observado a muchas parejas en trance de
conseguir un divorcio; díganme, ¿cómo hacen para pasar el día?
—Es más fácil en verano —contestó Blenkinsop—; las señoras generalmente se
bañan mientras los caballeros leen los diarios en la explanada; algunos salen en auto a
pescar, otros rondan por el bar. La mayoría se alegra cuando llega el lunes.

Milly y su hija estaban en el saloncito cuando volvió Tony.


—He pedido un helado —dijo Milly.
—Muy bien.
—Quiero comer tarde. Quiero comer tarde.
—No, querida, nada de comer tarde. Tomarás un helado aquí.
Tony volvió al bar.
—Mr. James, creo que usted dijo que le gustaban los niños.
—Sí, pero siempre que estén en el lugar que les corresponde.
—¿Sería pedirle demasiado que comiera esta noche con la niñita que nos
acompaña? Me haría un gran favor.
—¡Oh!, no, señor, eso sí que no.
—No se arrepentirá.
—Bueno, señor. No me gusta parecer poco servicial, pero no está dentro de mis
obligaciones.
Parecía titubear, pero Blenkinsop intervino:
—Es completamente imposible, señor.
Cuando Tony se alejó, Blenkinsop habló desde las profundidades de su
experiencia: era la primera vez que James y él trabajaban juntos y se sentía en la
obligación de instruir al novato.
—Nuestra dificultad es siempre la misma: hacerles entender a los clientes que el
divorcio es un asunto muy serio.

Por fin, mediante exageradas promesas para el día siguiente, dos o tres helados y
la natural depresión causada por ellos, pudieron convencer a Winnie de que se fuera a
acostar.

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—¿Cómo vamos a dormir? —preguntó Milly.
—Como quiera.
—Como quiera usted.
—Bueno, quizá Winnie prefiera dormir con usted… Es claro que mañana, cuando
traigan el desayuno, tendrá que pasar al otro cuarto.
Por lo tanto, la metieron en un rincón de la cama grande y, con gran sorpresa de
Tony, se durmió antes de que bajaran a comer.
Tanto Tony como Milly cambiaron de ánimo al cambiar de ropa. Milly, con su
mejor vestido de baile color rojo, la espalda totalmente descubierta, la cara recién
arreglada y los rizos oxigenados bien cepillados, con zapatos rojos de tacón alto,
pulseras y una gota de perfume detrás de las grandes perlas falsas de sus orejas, se
había liberado de las preocupaciones domésticas. Metida de nuevo en su uniforme,
estaba lista para la batalla, igual que un legionario llamado al servicio activo después
del ocio exasperante de los cuarteles de invierno. Tony, frente al espejo, mientras
ponía unos cigarros en el bolsillo de su esmoquin, pensó que, por fantástica y
grotesca que pudiera parecerle la situación en que se hallaba, no debía olvidar sus
deberes de anfitrión. Por lo tanto, llamó a la puerta y pasó con toda calma al cuarto de
su invitada. Durante un mes había vivido en un mundo súbitamente despojado de
orden: era como si la esencia razonable y respetable de las cosas, la suma de todo lo
que había experimentado o aprendido a esperar, fuese un objeto anodino, sin
importancia, traspapelado en algún rincón de su escritorio; ninguna circunstancia
afrentosa en que pudiera encontrarse, ningún hecho nuevo o descabellado que entrara
en su ámbito, podría agregar un ápice al caos devorador que aturdía sus sentidos.
Sonrió a Milly desde la puerta.
—Encantadora —dijo—, perfectamente encantadora. ¿Bajamos a comer?
Las habitaciones estaban en el primer piso. Milly apoyó la mano en el brazo de
Tony y lentamente bajaron la escalera que llevaba al hall.
—Animo —dijo Milly—, y coma un sándwich de lengua; puede ser que eso le dé
gana de hablar.
—Lo siento. ¿Se aburre mucho?
—Estaba bromeando. Usted es un hombre serio, ¿no es cierto?
A pesar del tiempo borrascoso, el hotel parecía estar lleno ese fin de semana.
Otros viajeros entraban en ese momento por las puertas giratorias, con los ojos
húmedos y las mejillas rígidas por el frío glacial.
—Judíos —observó Milly innecesariamente—. Sin embargo, es agradable salir
del club de vez en cuando.
Uno de los recién llegados era amigo de Milly. Estaba vigilando la entrada de su
equipaje. En cualquier otro lado hubiera llamado la atención, pues llevaba un gran
abrigo de pieles y una boina; debajo del abrigo asomaban medias escocesas y zapatos
blancos y negros.
—Llévenlas arriba y vacíenlas. Rápido —dijo.

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Era un joven bajito y gordo. Su compañera, también con abrigo de pieles,
contemplaba resentida una de las vitrinas que adornaban el hall.
—¡Oh! ¡Santo Dios! —exclamó ella.
Milly y el joven se saludaron.
—Éste es Dan —dijo.
—Bien, bien, bien —dijo Dan—, ¿qué hay?
—¿Podré tomar algo? —preguntó la compañera de Dan.
—Claro que sí, Baby, aunque tuviera que traerla yo mismo. ¿Quieren sentarse con
nosotros o estamos de más?
Entraron juntos al iluminado salón.
—Tengo un frío de todos los diablos —dijo Baby.
Dan se había quitado el abrigo, descubriendo un traje de golf color púrpura y una
camisa de seda con un dibujo que Tony hubiera escogido para pijamas.
—Ya te vamos a calentar —le aseguró.
—Este sitio apesta a judíos —afirmó Baby.
—Para mí es señal de que es un buen hotel, ¿no le parece? —dijo Tony.
—Como el diablo —dijo Baby.
—No le haga caso a Baby, tiene frío —explicó Dan.
—¿Quién no va a tener frío después de viajar en semejante auto?
Tomaron cocteles. Luego Dan y Baby subieron a su cuarto, porque según
explicaron tenían que arreglarse para ir a una fiesta que daba un amigo de Dan en una
casa de la vecindad. Tony y Milly entraron al comedor.
—Es muy buen muchacho —dijo ella— y viene a menudo al club. Vemos de todo
por allí, pero Dan es uno de los más decentes. En una oportunidad estuvimos a punto
de ir al extranjero juntos, pero al fin no pudo hacer el viaje.
—Su amiga no pareció simpatizar con nosotros.
—¡Bah!, tenía frío.
A Tony le resultó difícil mantener la conversación durante la comida. Al principio
comentó a los vecinos de mesa, como si hubiera estado comiendo con Brenda en
Espinoza.
—Allí, en el rincón, hay una chica bastante bonita.
—Y entonces, ¿por qué no se va con ella? —exclamó Milly, ofendida.
—Mire los brillantes que tiene aquella mujer. ¿Cree que serán verdaderos?
—¿Por qué no le pregunta a ella si le interesa tanto?
—Tiene un tipo interesante aquella mujer que baila.
—Seguramente estará encantada de oírlo.
De pronto Tony se dio cuenta de que dentro del mundo de Milly no era correcto
mostrar interés por otras mujeres que no fuera la que estaba con uno.
Bebieron champaña. También lo hicieron, observó Tony con disgusto, los dos
detectives. Les llamaría la atención sobre esto cuando presentasen su cuenta de
gastos. Si por lo menos hubiesen sido más dóciles en el asunto de Winnie. En el

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fondo, estaba preocupado por el problema de lo que harían después de comer; pero la
aparición de Dan en el comedor en el preciso momento en que encendía el cigarro
solucionó las cosas.
—Oigan —dijo—, si ustedes dos no tienen nada especial que hacer, ¿por qué no
vienen con nosotros a la fiesta de mi amigo? Les gustará. Siempre sirven de lo mejor.
—¡Oh, sí, vamos! —dijo Milly.
El esmoquin de Dan era de un género azul que debía parecer negro bajo la luz
artificial, pero que por alguna causa oculta seguía muy azul.
De modo que Milly y Tony fueron a casa del amigo de Dan y tomaron de lo mejor
de todo. Había un grupo de veinte o treinta personas, todos parecidos a Dan. El amigo
era de lo más hospitalario. Cuando no estaba ocupándose de la radio, que se
descomponía de vez en cuando, durante la noche, vagaba en medio de sus huéspedes
volviendo a llenar las copas.
—Es del bueno —decía, mostrando la etiqueta—, no le va a hacer daño; es
auténtico.
Tomaron mucho auténtico.
Varias veces el amigo de Dan advirtió que Tony parecía estar fuera de ambiente.
Entonces venía y le apoyaba la mano en el hombro.
—Me alegro tanto de que Dan lo haya traído —le decía—. Espero que lo estén
atendiendo bien. Encantado de verlo. Venga otra vez cuando no haya tanta gente, para
ver el lugar. ¿Le interesan las rosas?
—Sí, me gustan muchísimo.
—Venga cuando estén en flor. Si le interesan las rosas, le gustará. Demonio con
esa radio, anda mal otra vez.
Tony se preguntaba si él era tan amable con los desconocidos que le llevaban
inesperadamente a Hetton.
En cierto momento se encontró sentado en el mismo sofá que Dan, que le dijo:
—Buena chica Milly.
—Sí.
—Le voy a decir algo que he notado en ella: atrae a otro tipo de hombre que las
otras muchachas: personas como usted y yo.
—Sí.
—No parece que tuviera una chica de ocho años.
—No, es muy sorprendente.
—Lo ignoré durante años. Pero una vez la quise llevar a Dieppe un fin de semana
y ella quiso llevar a la chica. Naturalmente, eso hizo fracasar el proyecto; pero
siempre quiero igual a Milly. Puede estar seguro de que se portará correctamente en
cualquier sitio.
Esto lo dijo lanzando una mirada amarga en dirección a Baby, que estaba llena ya
de auténtico, y lo demostraba.

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Eran las tres pasadas cuando terminó la fiesta. El amigo de Dan reiteró su
invitación para que volvieran cuando florecieran las rosas.
—Dudo —aseguró— que encuentre un conjunto de rosas mejor en todo el sur de
Inglaterra.
Dan los llevó de vuelta al hotel en su auto. Baby iba sentada a su lado, delante,
dispuesta a pelear.
—¿Dónde estabas? —preguntó repetidas veces—. No te vi en toda la noche.
¿Adónde fuiste? ¿Dónde estabas escondido? Me parece muy mal sacar a pasear una
chica y portarse en esa forma.
Tony y Milly iban sentados atrás. Por costumbre y cansancio ella apoyó la cabeza
en el hombro de él y le tomó la mano. Cuando llegaron a sus habitaciones, sin
embargo, ella le dijo:
—No haga ruido. No sea que despertemos a Winnie.
Alrededor de una hora, acostado en su pequeño y abrigado dormitorio, Tony
repasó una y otra vez los incidentes de los últimos tres meses; luego él también se
durmió.
Lo despertó Winnie.
—Mamá todavía duerme —le dijo.
Tony miró su reloj.
—Me imagino —dijo; eran las siete y cuarto—. Vuélvete a la cama.
—No, estoy vestida, salgamos.
Se fue a la ventana y abrió las cortinas, llenando el cuarto con una luz matutina y
glacial.
—Llueve un poquito —advirtió.
—¿Qué quieres hacer?
—Quiero ir al muelle.
—No debe estar abierto aún.
—Bueno, entonces quiero ir a la orilla del mar. Vamos.
Tony sabía que no podría volver a dormirse aquella mañana.
—Bueno, ve y espera mientras me visto.
—Te esperaré aquí. Mamá ronca tanto…
Veinte minutos después bajaron al hall, donde unos mozos con delantales estaban
amontonando los muebles y barriendo las alfombras. Un viento penetrante los
envolvió cuando salieron por la puerta giratoria. La lluvia y las olas salpicaban el
camino de asfalto. Dos o tres siluetas femeninas iban apresuradas, encogidas para
protegerse del viento, con los libros de oraciones apretados en sus enguantadas
manos. Cuatro o cinco viejos arrugados bajaron cojeando para bañarse, silbando
como palafreneros.
—¡Oh!, vamos —pidió Winnie.
Bajaron a la playa y avanzaron dificultosamente hasta la orilla del mar. Winnie
tiró unas piedras. Los bañistas estaban en el agua ahora; algunos de ellos tenían

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perros que nadaban a su lado resoplando.
—¿Por qué no te bañas? —preguntó Winnie.
—Demasiado frío.
—Pero ellos se bañan. Yo quiero bañarme.
—Tienes que pedirle permiso a tu madre.
—Creo que tienes miedo. ¿Sabes nadar?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no nadas? A que no sabes.
—Está bien, no sé.
—¿Entonces por qué dijiste que sabías? ¡Embustero!
Caminaron al borde del mar. Winnie se cayó sentada en un charco.
—Ahora estoy toda mojada —dijo.
—Será mejor volver para que te cambies.
—Es feo estar mojada; vamos a tomar el desayuno.
El hotel, en principio, no estaba preparado para servir desayuno a las ocho en el
piso principal los domingos por la mañana. Tardaron bastante en preparar las cosas.
No había helados, con gran disgusto de Winnie. Comió pomelo, arenque ahumado y
tostadas con huevos revueltos, quejándose a intervalos de su ropa mojada. Después
del desayuno, Tony la mandó arriba para que se cambiara y él fumó una pipa en el
salón y echó una mirada a los periódicos del domingo. Allí, a las nueve, fue
interrumpido por la llegada de Blenkinsop.
—Lo perdimos de vista anoche —dijo.
—Fuimos a una fiesta.
—Estrictamente hablando, no deberían haberlo hecho. Pero supongo que no
traerá complicaciones. ¿Han tomado el desayuno?
—Sí, en el comedor, con Winnie.
—Pero, Mr. Last, ¿en qué piensa? Usted tiene que conseguir pruebas de testigos
del hotel.
—Pero no quería despertar a Milly.
—Para eso le pagan. Vamos, vamos, Mr. Last. No va a conseguir su divorcio si no
se esmera un poco.
—Bueno —dijo Tony—, me desayunaré otra vez.
—En cama, acuérdese.
—En cama.
Y subió lentamente a su departamento.
Winnie había corrido las cortinas, pero su madre dormía aún.
—Se despertó una vez, pero se dio vuelta del otro lado. Hágala levantar. Yo
quiero ir al muelle.
¡Milly! —llamó Tony con firmeza—. ¡Milly!
¡Oh! —dijo ella—. ¿Qué hora es?
—Tenemos que desayunarnos.

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—No quiero desayuno. Quiero dormir otro poco.
—Ya tomaste desayuno —advirtió Winnie.
—Vamos —dijo Tony—, habrá mucho tiempo para dormir después. Hemos
venido para otra cosa.
Milly se sentó en la cama.
—Bueno —dijo—; Winnie, querida, alcánzale a tu madre la bata que está sobre la
silla —era una muchacha consciente, dispuesta a cumplir su tarea, por poco atractiva
que pareciera—. Pero es temprano.
Tony se fue a su dormitorio, se quitó los zapatos, el cuello y la corbata, chaqueta
y chaleco y se puso una bata.
—Eres un glotón —acusó Winnie—, tomarte dos desayunos.
—Cuando seas un poco más grande entenderás estas cosas. Es la ley. Ahora
quiero que te quedes en el salón muy quietecita durante un cuarto de hora. ¿Me
prometes? Y después podrás hacer exactamente lo que quieras.
—¿Podré bañarme?
—Sí, ciertamente, si te quedas quietecita ahora.
Tony se metió en la cama al lado de Milly con la bata bien cruzada sobre el
pecho.
—¿Queda bien así?
—Un primer sueño de amor —contestó Milly.
—Muy bien, entonces. Voy a llamar.
Cuando trajeron la bandeja, Tony se levantó de la cama y se volvió a vestir.
—Ésta es mi infidelidad —dijo—. Es curioso pensar que en los diarios será
calificado de «intimidad».
—¿Puedo bañarme ahora?
—Naturalmente.
Milly se volvió a dormir otra vez y Tony llevó a Winnie a la playa. Se había
levantado viento y fuertes olas rompían sobre la ripia.
—Esta niñita quiere bañarse.
—No hay baños para niños hoy —dijo el bañero.
—¡Qué idea estrafalaria! —dijeron algunos espectadores—. ¿No querrá ahogar a
la niña? Es absurdo confiar niños a un hombre así. ¡Bestia desnaturalizada!
—Pero yo quiero bañarme —insistió Winnie—. Dijiste que podría bañarme si
tomabas dos desayunos.
La gente que los había rodeado para observar lo incómodo que se sentía Tony, se
miraron los unos a los otros preguntando: «¿Dos desayunos? ¿Y quiere dejar bañar a
la niña? Ese hombre está loco».
—No importa —dijo Tony—, iremos al muelle.
Algunos los siguieron entre las máquinas automáticas, deseosos de ver qué nueva
enormidad podría ensayar este padre loco.

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—Hay un hombre que ha tomado dos desayunos y que quiere ahogar a su hijita
—informaban a otros espectadores, que veían con escepticismo sus ensayos de
entretener a Winnie. La conducta de Tony confirmaba la opinión sobre la humana
naturaleza de los semanarios que habían estado leyendo aquella mañana.

—Bueno —dijo el abogado de Brenda—. Ahora tenemos nuestra causa completa


y regularizada. No creo que pueda ser oída en la próxima sesión, pues hay muchos
asuntos en trámite en este momento, pero no estaría de más que tuviera ya lista su
prueba. La he hecho escribir a máquina para usted. Será mejor que la conserve y
aprenda de memoria.
—… Mi matrimonio fue idealmente feliz —leyó ella— hasta poco antes de la
última Navidad, cuando comencé a sospechar que la actitud de mi esposo hacia mí
había cambiado. Siempre se quedaba en el campo cuando mis estudios me llevaban a
Londres. Yo me di cuenta de que no me quería como antes. Empezó a beber mucho y
en una ocasión causó un disturbio en nuestro departamento en Londres, llamando
por teléfono constantemente y enviando a un borracho amigo suyo a golpear a la
puerta. ¿Es necesario decir esto?
—Estrictamente, no, pero es aconsejable. Mucho depende de la impresión
psicológica. Los jueces en sus momentos lúcidos se preguntan a veces por qué hay
hombres respetables, cuyo matrimonio es perfectamente feliz, que se van a pasar el
fin de semana a orillas del mar con mujeres a quienes no conocen. Siempre ayuda
ofrecer pruebas de degeneración general.
—Ya veo —dijo Brenda—. Desde entonces lo hice vigilar por agentes privados y,
como consecuencia de su información, abandoné la casa de mi esposo el 5 de abril.
Sí; todo esto parece bastante claro.

Lady St. Cloud conservaba una fe atávica en la autoridad y el buen sentido


preternatural del jefe de familia; por lo tanto, al enterarse por Marjorie de la conducta
alocada de Brenda, lo primero que hizo fue telegrafiar a Reggie para que volviera de
Túnez, donde estaba ocupado profanando algunas tumbas. Su viaje, como todos sus
movimientos, fue lento. No tomó el primer barco ni el segundo, pero por fin llegó a
Londres el lunes, después de la visita de Tony a Brighton. Sostuvo una conferencia
familiar en la biblioteca, a la que concurrieron su madre, Brenda, Marjorie, Allan y el
abogado; luego discutió el asunto a fondo con cada uno de ellos separadamente. Salió

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a almorzar con Beaver. Comió con Jock y hasta fue a visitar a Francés, la tía de Tony.
Por último, el jueves por la noche arregló con Tony comer en el Brown Club.
Era ocho años mayor que Brenda; tal vez existiera un parecido leve e indefinido
entre él y Marjorie, pero a Brenda no se parecía en lo más mínimo ni por su carácter
ni por su aspecto. Era prematura y monstruosamente gordo y llevaba su carga de
carnes como si aún no estuviera acostumbrado a ella, como si se la hubieran echado
encima por primera vez aquella mañana y estuviera aún experimentando un ajuste
más perfecto; la inestabilidad de sus pasos y la mirada furtiva de sus ojos parecían
indicar que se sentía a cada momento expuesto a una emboscada y que se daba cuenta
de que estaba en situación de desventaja para huir. Esta impresión, sin embargo, tenía
como única causa su apariencia física; el colchón de grasa en el cual descansaban sus
ojos producía esa mirada de desconfianza; la cautela de sus movimientos provenía del
esfuerzo para mantener el equilibrio y no de vergüenza ante la propia torpeza, pues
jamás se le habría ocurrido pensar que su aspecto podía parecer extraño.
Reggie St. Cloud se dedicaba a modestas expediciones arqueológicas en el
extranjero, que le llevaban algo más de la mitad de su tiempo y de sus rentas. Los
frutos de esas expediciones colmaban su casa de Londres: fragmentos de ánforas,
cabezas de hachas de bronce corroído, pequeños pedazos de hueso y madera
carbonizados, una cabeza grecorromana de mármol con los rasgos borrados y
suavizados por el tiempo. Había escrito dos pequeñas monografías sobre sus trabajos,
impresas por su cuenta, y ambas dedicadas a la familia real. Cuando iba a Londres
asistía con regularidad a las sesiones de la Cámara de los Lores. Todos sus amigos
tenían más de cuarenta años y hacía varios que él se había incorporado al grupo como
miembro de aquella generación; pocas madres lo consideraban aún como posible
yerno.
—Todo este asunto de Brenda es muy desgraciado —dijo Reggie St. Cloud.
Tony asintió.
—Mi madre está profundamente afectada, naturalmente. Yo también lo estoy. Y
para ser franco, debo confesar que, en mi opinión, Brenda se ha portado de una
manera muy tonta. Tonta y equivocada. Comprendo muy bien que tú también estés
profundamente afectado.
—Sí —asintió Tony.
—Pero, sin embargo, y haciendo caso omiso de tus sentimientos, pienso que estás
reaccionando en forma por demás vengativa.
—Estoy haciendo exactamente lo que desea Brenda.
—Mi querido amigo, ella no sabe lo que quiere. Ayer vi a ese tipo Beaver. No me
gustó nada. ¿Y a ti?
—Yo apenas lo conozco.
—Bueno, puedo asegurarte que no me gustó. Ahora bien, creo que tú estás
arrojando a Brenda en sus brazos. Ésa es la consecuencia de tu conducta, según lo
veo yo, y eso se llama venganza. Naturalmente, en este momento Brenda cree estar

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enamorada de Beaver. Pero no durará con un tipo como Beaver. Antes de un año
querrá volver a ti, ya lo verás; Allan piensa lo mismo.
—Ya se lo he dicho a Allan; no quiero que vuelva.
—Bueno, es justamente lo que llamo ser vengativo.
—No, señor. La verdad es que no podría sentir lo mismo por ella.
—¿Por qué sentir lo mismo? Uno debe ir cambiando a medida que envejece.
Mira, hace diez años yo no podía interesarme por nada que fuera posterior a la época
sumeria, y ahora te aseguro que encuentro que hasta la era cristiana está llena de
interés.
Durante un tiempo habló de unas tabulae excecrationum que había desenterrado
últimamente.
—Casi todas las tumbas las tienen —agregó— y la mayor parte están
relacionadas con las luchas circenses y grabadas sobre plomo. Se acostumbraba
dejarlas caer dentro de un respiradero. Hasta que ocurrió este desdichado asunto
habíamos encontrado cuarenta y tres, y me tuve que volver. Naturalmente, estoy
afligido.
Durante algunos instantes comió en silencio. Este último comentario había vuelto
a llevar la conversación a su punto de partida. Se veía que él tenía algo más que decir
acerca del tema y que estaba meditando sobre el modo más conveniente de hacerlo.
Comía en forma voraz, mascando ferozmente la comida (a menudo, y sin poner
atención, solía ingerir los restos que quedaban en los platos: cabezas y colas de
pescado, huesecitos de pollo, carozos de duraznos y pepitas de manzanas, cáscaras de
queso y la parte fibrosa de los alcauciles).
—Además, sabes —agregó—, Brenda tampoco tiene toda la culpa.
—No he estado pensando especialmente en quién tiene la culpa.
—Bueno, está muy bien; pero pareces haber adoptado el papel de marido
ultrajado…, diciendo que no podrás sentir de nuevo lo mismo y todo lo demás.
Quiero decir con esto que para una pelea se necesitan dos, y que tengo entendido que
las cosas andaban mal desde hace algún tiempo. Por lo pronto, has estado bebiendo
mucho. A propósito, toma un poco más de borgoña.
—¿Brenda ha dicho eso?
—Sí. Y, además, has estado andando con mujeres. He sabido de una mujer, con
un nombre morisco, que tuviste viviendo en Hetton estando Brenda allí. Bueno, es un
poco fuerte, ¿no te parece? Yo soy partidario de que cada cual ande por su lado; pero
si lo hacen, no puedes echarle la culpa al otro, ¿comprendes?
—¿Brenda dijo eso?
—Sí. No creas que quiero darte un sermón o algo por el estilo, pero creo que,
siendo así las cosas, no tienes derecho a vengarte de Brenda.
—¿Ella dijo que yo bebía y que tenía un asunto con una mujer de nombre
morisco?

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—Bueno, no sé si ha dicho eso exactamente; pero afirmó que últimamente te
embriagabas y que por cierto estabas interesado en esa mujer.
El joven gordo sentado frente a Tony pidió ciruelas con crema. Tony manifestó
que había terminado de comer.
Durante el último fin de semana había imaginado que ya nada podía sorprenderlo.
—De modo que esto explica lo que yo quería decir —continuó Reggie
suavemente—. Se trata del dinero. Creo que cuando Brenda se encontraba en estado
de gran agitación a consecuencia de la muerte de su hijo, llegó a un acuerdo verbal
contigo.
—Sí, le pasaré quinientas libras por año.
—Bueno, no creo que tengas derecho a abusar así de su generosidad. Fue muy
imprudente de su parte aceptar tu propuesta; ahora admite que no estaba en su sano
juicio cuando lo hizo.
—¿Qué sugiere en cambio?
—Vamos afuera a tomar café.
Cuando estuvieron solos e instalados frente al fuego en el salón de fumar, Reggie
contestó:
—Bueno, lo he discutido con los abogados y con la familia, y hemos resuelto que
debe aumentarse la suma a dos mil libras.
—Es completamente imposible. No está al alcance de mis medios.
—Bueno, yo tengo que velar por los intereses de Brenda. Ella tiene un poco de
dinero suyo y no va a recibir nada más. Lo que tiene mi madre es una renta que yo le
paso por disposición del testamento de mi padre. Yo no podré darle nada. Estoy
tratando de conseguir todo lo que pueda para una expedición a uno de los oasis del
desierto de Libia. Ese Beaver no tiene prácticamente un centavo, ni parece capaz de
ganar nada. Así que ya ves…
—Pero, mi querido Reggie, tú sabes tan bien como yo que es imposible.
—Es un poco menos de la tercera parte de tu renta.
—Sí, pero cada penique vuelve directamente a la propiedad. Te das cuenta de que
Brenda y yo, juntos, no hemos gastado ni la mitad de esa suma por año en nuestros
gastos personales. Apenas puedo mantener las cosas tales como están.
—No esperaba que tomases esta actitud, Tony. No me parece razonable de tu
parte. Después de todo, es absurdo querer convencernos de que, en la actualidad, un
hombre solo no puede vivir cómodamente con cuatro mil libras al año. Yo nunca he
tenido tanto.
—Para eso tendría que desprenderme de Hetton.
—Bueno, yo vendí Brakeleigh y te aseguro, mi querido amigo, que nunca lo he
lamentado. Naturalmente, en aquel momento fue una pérdida desagradable: herencia
de familia y todo lo demás…, pero te repito que cuando se efectuó por fin la venta,
me sentí otro hombre, libre de ir donde quisiera.
—Pero ocurre que yo no deseo ir a ninguna parte, fuera de Hetton.

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—Hay mucho de verdad en lo que proclaman estos tipos del partido Laborista.
Las grandes casas en Inglaterra ya son cosas del pasado.
—Dime, cuando Brenda aprobó lo que acabas de proponerme: ¿se dio cuenta de
que eso significaba liquidar Hetton?
—Sí, creo que se mencionó. Te aseguro que será bastante fácil venderlo a una
escuela o algo parecido. Recuerdo que cuando estaba tratando de vender Brakeleigh,
el comisionista me dijo que era una pena que no fuese estilo gótico, porque las
escuelas y los conventos siempre se precipitan sobre el gótico. Creo que conseguirás
un precio conveniente y después de todo serás más rico que ahora.
—No; es imposible —dijo Tony.
—No comprendo por qué adoptas esta actitud; lo único que consigues es que las
cosas resulten extremadamente violentas para todos.
—Más aún, no creo que Brenda haya esperado ni deseado jamás que yo accediera
a esto.
—Pues sí, te aseguro que sí.
—Es inconcebible.
—Bueno —insinuó Reggie, aspirando una bocanada de humo—. No es sólo una
cuestión de dinero. Quizá sea mejor que te lo cuente todo. No había pensado hacerlo,
pero la verdad es que Beaver se ésta poniendo difícil. Dice que no puede casarse con
Brenda a menos que le aseguren una situación económica decorosa. Considera que lo
contrario no sería justo para ella. En cierto modo, comprendo su punto de vista.
—Sí, comprendo su punto de vista —contestó Tony—. De modo que lo que en
definitiva propones es que yo me desprenda de Hetton para comprar a Beaver y
regalárselo a Brenda.
—Yo no lo diría en esa forma —dijo Reggie.
—Bueno, no me voy a prestar a eso, y basta. Si eso es todo lo que querías
decirme, será mejor que te deje.
—No, no es todo lo que quería decirte. En realidad, creo que debo haber
planteado mal las cosas. Esto me pasa por respetar demasiado los sentimientos de la
gente. Mira, yo no te estaba pidiendo que aceptaras, sino más bien estaba tratando de
explicarte lo que nos proponemos hacer. He tratado de mantenerme en un terreno
amistoso, pero veo que no es posible. Brenda va a pedir al tribunal alimentos por
valor de dos mil libras por año, y con nuestros testimonios lo conseguiremos. Siento
que me hayas obligado a exponer las condiciones en forma tan cruda.
—No había pensado en eso.
—Nosotros tampoco, para ser francos. Fue idea de Beaver.
—Parece que me han colocado en una situación más bien enojosa.
—No es lo que hubiera deseado.
—Quisiera estar seguro de que Brenda está metida en todo esto. ¿Tienes
inconveniente en que la llame?
—No, ninguno. Sé justamente que esta noche está donde Marjorie.

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—Brenda, soy Tony… Acabo de comer con Reggie.
—Sí, nos habló de algo así.
—Dice que me vas a demandar por alimentos… ¿Es verdad?
—Tony, no seas tan belicoso. Los abogados están haciendo todo; es inútil recurrir
a mí.
—Pero ¿sabías que se proponía pedir dos mil libras?
—Sí, así me lo dijeron. Ya sé que parece mucho, pero…
—Tú sabes exactamente cuál es mi situación económica, ¿no? Sabes que esto
significa vender Hetton, ¿no?… ¡Hola!, ¿estás ahí?
—Sí, estoy aquí.
—¿Tú sabes lo que significa esto?
—Tony, no me hagas sentirme una bestia. Todo ha resultado tan difícil.
—¿Te das cuenta exacta de lo que estás pidiendo?
—Sí…, supongo que sí.
—Muy bien; es todo lo que quería saber.
—Tony, qué tono extraño tienes…, no cortes…
Tony colgó el receptor y volvió al salón de fumar. Ahora veía claramente muchas
cosas que antes lo habían intrigado. Todo aquel mundo gótico había muerto…, no
había más armaduras relucientes entre las ciénagas del bosque, ni calzados bordados
en los verdes prados; los unicornios habían huido…
Reggie estaba repantigado en su sillón.
—¿Y? —preguntó.
—Di con ella. Tenías razón; siento mucho haber dudado de tu palabra. ¡Al
principio me pareció tan increíble!
—Está bien, amigo.
—He decidido exactamente lo que voy a hacer.
—Muy bien.
—Brenda no conseguirá su divorcio. Las pruebas de Brighton no tienen ningún
valor. El caso es que durante todo el tiempo estuvo con nosotros una chica. Durmió
las dos noches en el cuarto que yo debía estar ocupando. Si piensan pedir el divorcio,
yo lo defenderé y lo ganaré. Pero creo que cuando hayan visto mi testimonio van a
desistir. Me iré de viaje durante unos cinco o seis meses. Cuando vuelva, si Brenda
quiere, le daré el divorcio, sin alimentos de ninguna especie… ¿Está claro?
—Pero ¡óyeme, amigo!
—Buenas noches. Gracias por la comida. Buena suerte con las excavaciones.
Al salir del club advirtió que John Beaver, del Brat’s, había presentado su
solicitud de ingreso.

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—¿Quién se hubiera imaginado que el viejo iba a reaccionar así? —preguntó
Polly Cockpurse.
—Ahora comprendo por qué los diarios critican tanto las leyes de divorcio —dijo
Verónica—. Es demasiado monstruoso que pueda zafarse así.
—El error fue prevenirlo —afirmó Souki.
—Es tan de Brenda eso de confiar en todos —aseguró por su parte Jenny Abdul
Akbar.

—Me parece que Tony ha quedado bastante mal —dijo Marjorie.


—¡Bah!, no sé —dijo Tallan—. Supongo que el burro de tu hermano habrá
planteado mal las cosas.

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5 En busca de una ciudad

—¿Tiene idea de cuántas veces hay que recorrer la cubierta para hacer una milla?
—No sé —contestó Tony—, pero me imagino que debe haber recorrido una gran
distancia.
—Veintidós veces. Uno en seguida se pone nervioso a bordo si está acostumbrado
a una vida activa. No es un barco muy bueno. ¿Viaja a menudo en esta línea?
—Nunca lo he hecho antes.
¡Ah! Pensé que tenía negocios en las islas. No viajan muchos turistas en esta
época del año. Al contrario. Todos vuelven, ¿comprende? ¿Va lejos?
—Demerara.
¡Ah! ¿En busca de minerales, quizá?
—No, lo cierto es que voy en busca de una ciudad.
El pasajero locuaz se sorprendió primero; luego se rió y dijo:
—Me pareció que usted decía que buscaba una ciudad.
—En efecto.
—¿Fue eso lo que dijo?
—Sí.
—Me pareció… Bueno, hasta luego, tengo que dar unas vueltas más antes de
comer.
Se alejó por el puente, abriendo un poco las piernas para conservar el equilibrio, y
de vez en cuando se agarraba a la borda para sostenerse.
El hombre había pasado regularmente, cada tres minutos, o aproximadamente,
durante la última hora. Al principio, Tony había levantado la vista cada vez que se
acercaba y, luego, la había vuelto al mar. Después, el hombre lo había saludado con
una inclinación de cabeza; luego le había dicho «¡Hola!» o «Está picado» o «Aquí
estamos de nuevo»; finalmente, se había detenido y había iniciado la conversación.

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Tony se dirigió a popa, para interrumpir una reiteración molesta. Bajó por la
escalerilla que llevaba a la cubierta inferior. Allí, en cajones amarrados a la borda,
tenían su resguardo animales diversos: toros de pedigree, un caballo de carreras
cubierto con pesadas mantas y una pareja de perros de caza, que debían ser
exportados a varias islas de las Antillas. Tony se abrió camino entre éstos y las
escotillas hasta la popa, donde se sentó, mientras veía subir el horizonte hasta más
arriba de las chimeneas, para luego caer haciendo que éstas se destacaran en negro
sobre el cielo del atardecer. El cabeceo se sentía más allí que en el centro del barco;
los animales se movían sin descanso en sus reducidos alojamientos. Los sabuesos
gemían a ratos; un marinero descolgó de un alambre algunas ropas lavadas que
habían estado secándose allí durante todo el día.
La estela del barco se perdía rápidamente en el fuerte oleaje. Navegaban rumbo al
Oeste por el canal de la Mancha. Al caer la noche se vieron brillar los faros en la
costa francesa. Entonces apareció en la cubierta superior, ya iluminada, un camarero
que golpeaba un gong de bronce. El pasajero locuaz bajó para bañarse antes de
comer. El agua caliente y salada, que salpicaba el baño de un lado a otro, formaba con
el jabón una espuma pobre y pegajosa. Fue el único pasajero que se vistió aquella
noche. Tony se quedó sentado en la oscuridad hasta la segunda campanada. Después
dejó su sobretodo en el camarote y bajó a comer.
Era la primera noche a bordo.
Tony se sentó a la mesa del capitán; pero éste se hallaba en el puente. Tenía una
silla vacía a cada lado. El barco no se movía tanto como para que pusieran las
barandillas en las mesas, pero los camareros habían quitado los floreros y
humedecido los manteles para que se mantuvieran adheridos. Un archidiácono negro
se sentó frente a Tony. Comía con gran refinamiento, pero sus manos resaltaban,
enormes, sobre el blanco del mantel.
—Temo que nuestra mesa no se luzca mucho esta noche —expresó—. Veo que
usted es de los que no se marean; mi mujer está en su camarote; ella sí se marea.
Informó a Tony que volvía de un congreso.
Escaleras arriba había un salón que llamaban Sala de Música y Lectura,
iluminado por una luz tenue: durante el día, por los vitrales de las ventanas, y por la
noche, por las pantallas rosadas que cubrían las bombillas eléctricas. Allí se reunían
los pasajeros para tomar café, sentados en voluminosas butacas cubiertas de tapicería
o en las sillas giratorias fijas ante los escritorios. Allí también el camarero estaba a
cargo durante una hora de la estantería llena de novelas, que constituía la biblioteca
del barco.
—No es un barco tan bueno —dijo el pasajero locuaz, sentándose al lado de Tony
—, pero espero que las cosas resulten más alegres cuando lleguemos al sol.
Tony encendió un cigarro, pero el camarero le dijo que no podía fumar en aquella
habitación.

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—Está bien —dijo el pasajero locuaz—, iremos al bar. Sabe —dijo unos minutos
más tarde—, me parece que tengo que pedirle disculpas. Antes de la comida, pensé
que usted era medio chiflado. De veras que lo creí, cuando dijo que iba a Demerara,
en busca de una ciudad. Bueno, me pareció un disparate. Luego el comisario… (estoy
en su mesa; siempre se encuentra la gente más alegre en la mesa del comisario y,
además, el mejor trato), el comisario me habló de usted. Usted es el explorador, ¿no
es verdad?
—Sí, pensándolo bien, supongo que lo soy —le contestó Tony.
No le resultaba fácil convencerse de que era un explorador. Sólo hacía quince días
que lo era. Ni siquiera lograba convencerse totalmente de la seriedad de la expedición
por el hecho de que en la bodega hubiera dos grandes cajones que llevaban su
nombre: cajones que contenían objetos tan extraños y poco usuales como un botiquín,
una escopeta automática, equipo de campamento, monturas, una cámara
cinematográfica, dinamita, desinfectantes, una canoa plegable, filtros, manteca en
latas, y aún más extraño, un surtido de lo que el doctor Messinger llamaba
«mercancías». El doctor Messinger había arreglado todo. Fue él quien eligió las cajas
de música, los ratones mecánicos y los espejos, los peines, los artículos de
perfumería, las píldoras, los anzuelos, las cabezas de hachas, los cohetes de colores y
las piezas de seda artificial que estaban empaquetadas en los cajones de
«mercancías». El propio doctor Messinger, casi un desconocido, postrado en su
lecho, cobraba aquel día, por primera vez desde que Tony lo había encontrado,
apariencia humana.
Tony había pasado poco tiempo de su vida en el extranjero. A los dieciocho años,
antes de entrar a la Universidad, había estado de pensionista durante el verano en casa
de un señor de cierta edad, cerca de Tours, con intención de aprender el idioma (…
una casa de piedra gris rodeada de viñas. Había un perro de aguas embalsamado en el
cuarto de baño. El viejo lo había llamado Stop porque en aquel tiempo resultaba
elegante poner nombre inglés a un perro. Tony había andado en bicicleta por caminos
blancos, rectos, para visitar los castillos. Llevaba panecillos con ternera fría atados
detrás de la máquina y el polvo fino que los penetraba a través del papel le raspaba
los dientes. Estaban allí dos muchachos ingleses, de modo que había aprendido poco
francés. Uno de ellos se enamoró y el otro se emborrachó con vouvray espumante en
una feria de la ciudad, la tarde en que Tony ganó una paloma viva en una rifa; la soltó
y luego vio que la volvía a capturar el dueño del puesto con una red de cazar
mariposas…). Más adelante había ido a Europa central por unas pocas semanas con
un amigo de Balliol. (Se vieron súbitamente enriquecidos por la caída del marco, y
habían vivido con inusitado esplendor en los mejores departamentos de los hoteles.
Tony había comprado una piel por pocos chelines y se la había regalado a una chica
de Munich que no hablaba inglés). Después, su luna de miel con Brenda en una villa
de la Riviera italiana que les habían prestado… (… cipreses y olivos, una iglesia
antigua en la ladera de la montaña, entre la villa y el puerto; un café donde se

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sentaban por las noches a contemplar los barcos pesqueros, y las luces reflejadas en el
agua mansa, mientras esperaban la llegada de la lancha de carrera, con su ruido y
movimiento repentinos. La lancha pertenecía a un joven funcionario que la había
bautizado Jazz Girl. Parecía dedicar veinte horas del día a entrar y salir del pequeño
puerto). En otra oportunidad Brenda y él habían ido a Le Touquet con el equipo de
golf del Brat’s. Eso era todo. Después de 1.a muerte de su padre, no había salido de
Inglaterra. No podían darse ese lujo; era una de las cosas que postergaban para
cuando hubiesen terminado de pagar los impuestos sucesorios. Además, él nunca se
sentía feliz lejos de Hetton, y a Brenda no le gustaba dejar a John Andrew.
Por eso Tony no tenía ideas muy claras sobre viajes, y cuando resolvió ir al
extranjero, lo primero que hizo fue visitar una agencia de turismo, de donde salió
cargado de folletos de brillantes colores que anunciaban confortables cruceros en un
ambiente de palmeras, mujeres negras y arcos en ruinas. Se marchaba porque ésa
parecía ser la conducta que todos esperaban de un marido en sus circunstancias;
porque los recuerdos de Hetton por el momento eran veneno para él; porque quería
vivir, durante unos pocos meses, lejos de la gente que lo conocía a él o a Brenda, en
lugares donde no habría posibilidad de encontrarse en cualquier rincón que
frecuentase con ella o con Beaver o Reggie St. Cloud; y dominado por ese deseo de
evasión, se llevó los prospectos para leerlos en el Greville Club. Había sido socio
desde años atrás, pero no lo frecuentaba. No había renunciado porque siempre se
olvidaba de ordenar al banco que suspendiera el pago de las cuotas. Ahora que el
Brat’s y el Brown le resultaban desagradables, se alegraba de haber continuado en el
Greville Club. Era una institución con sabor intelectual, compuesta de profesores de
la Universidad, algunos escritores y funcionarios de museos y asociaciones
científicas. Sus socios tenían fama de no cuidarse demasiado de las reglas fijadas por
la etiqueta, de modo que no se sorprendió cuando, sentado en un sillón y rodeado de
folletos, oyó que un socio desconocido le preguntó si pensaba ir de viaje. Se
sorprendió algo cuando levantó los ojos y estudió a su interlocutor.
El doctor Messinger, aunque bastante joven, usaba barba, y Tony conocía a muy
pocos hombres jóvenes barbudos. Era de baja estatura, muy tostado por el sol, y
prematuramente calvo. El color bronceado de su cara se interrumpía de pronto al
llegar a la frente, que parecía una rápida cúpula; llevaba anteojos de armazón de
acero, y algo en su traje de sarga azul sugería que quien lo llevaba lo hallaba
incómodo.
Tony admitió que estaba pensando en la posibilidad de un viaje.
—Yo pienso irme pronto al Brasil —dijo el doctor Messinger—. Puede ser el
Brasil o la Guayana holandesa. No se sabe; la frontera nunca ha sido fijada. Debía
haber zarpado la semana pasada, pero se trastornaron mis planes. ¿Por casualidad
conoce usted a un nicaragüense que se hace llamar alternativamente Ponsonby y Fitz
Clarence?
—No, no creo conocerlo.

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—Tiene suerte; ese hombre me acaba de robar doscientas libras esterlinas, y
algunas ametralladoras.
—¿Ametralladoras?
—Sí, viajo con una o dos; más bien como muestras o para negocio; y no es fácil
comprarlas hoy en día. ¿Lo ha intentado alguna vez?
—No.
—Bueno, créame cuando le aseguro que no resulta fácil. No se puede entrar en un
negocio y pedir ametralladoras.
—No, me imagino que no.
—Sin embargo, si es necesario, puedo arreglarme sin ellas; pero no puedo
arreglarme sin las doscientas libras.
Tony tenía sobre las rodillas una fotografía del puerto de Agadir. El doctor
Messinger la miró por encima del hombro.
—¡Ah!, sí —dijo—, es un pueblecito interesante. Me imagino que conoce a
Zingermann.
—No, aún no he estado allí.
—Le agradaría; es una persona muy recta. Le iba muy bien vendiendo
municiones a los caídes del Atlas antes de la pacificación. Naturalmente, era ganancia
fácil con las capitulaciones, pero él lo hacía mejor que los demás. Creo que ahora
tiene un restaurante en Mogador —luego continuó con voz soñadora—: Es una
lástima que el gobierno no pueda costear esta expedición; tengo que conseguir los
fondos en forma privada.
Era la una de la tarde y el salón empezaba a llenarse. Un egiptólogo exhibía un
pañuelo lleno de escarabajos ante los ojos de un editor de una semanario eclesiástico.
—¿Qué le parece si subimos a almorzar? —dijo el doctor Messinger.
Tony no había pensado almorzar en el Greville, pero la invitación tenía algo de
conminatorio. Además, no tenía ningún otro compromiso.
El doctor Messinger almorzó manzanas asadas y arroz con leche. «Tengo que
cuidarme mucho en la comida», dijo.
Tony comió pastel de carne y riñones. Estaban sentados frente a una ventana en el
comedor grande, en el piso de arriba. Las mesas vecinas pronto fueron ocupadas por
socios que cultivaban la tradición de la conversación generalizada, al extremo de
echarse hacia atrás en las sillas y conversar por encima del hombro de mesa a mesa,
práctica que dificultaba aún más el servicio, ya imperfecto. Pero Tony permanecía
indiferente a todo lo que decían, absorto en lo que le contaba el doctor Messinger.
—… Ve usted, desde los primeros exploradores del siglo dieciséis existe una
tradición sobre la ciudad. Ha sido localizada en distintas regiones, a veces en Matto
Grosso, a veces sobre el Alto Orinoco, en lo que es hoy Venezuela. Yo mismo solía
creer que estaba situada en algún punto del Uraricuera. Estuve allí el año pasado, y
entonces establecí contacto con los indios pie-wies. Ningún hombre blanco que los
hubiera visitado habría salido con vida. Y por los pie-wies averigüé la situación

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aproximada. Ninguno de ellos había visitado la ciudad, naturalmente; pero sabían que
existía. Todos los indios entre Ciudad Bolívar y Pará la conocen, pero se niegan a
hablar. ¡Qué gente extraña! Pero me hice hermano de sangre con un pie-wie.
Interesante ceremonia: me enterraron en el barro hasta el cuello y todas las mujeres
de la tribu me escupieron en la cabeza. Luego comimos un sapo, una víbora y un
escarabajo; y después de todo eso quedé convertido en hermano de sangre. Mi
hermano me contó que la ciudad se hallaba situada entre las altas aguas del Curantino
y del Takutu. Hay una franja extensa de tierras sin explorar. Muchas veces he
pensado visitarla.
»También he estado investigando el aspecto histórico; y más o menos sé cómo se
fundó la ciudad. Fue resultado de una emigración del Perú en los comienzos del siglo
quince, cuando los incas estaban en la cima de su poderío. Lo mencionan todos los
documentos españoles más antiguos como una leyenda popular. Parece que uno de
los príncipes más jóvenes se rebeló y llevó a su pueblo a la selva. En una u otra forma
casi todas las tribus conservan alguna tradición relativa a una raza extraña que pasó
por su territorio.
—¿Cómo cree usted que será esa ciudad?
—Imposible decirlo. Cada tribu tiene una palabra distinta para ella. Los pie-wies
la llaman la «Brillante» o «Resplandeciente»; los arekuma, la de las «Aguas
Múltiples»; los patamonas, la de las «Plumas Brillantes»; los warau, cosa extraña,
usan la misma palabra que la empleada para designar una especie de dulce aromático
que fabrican. Naturalmente, no se puede saber cómo se ha desarrollado o cómo ha
degenerado una civilización en el transcurso de quinientos años de aislamiento…
Ese día, antes de dejar el Greville, Tony hizo trizas los folletos de turismo: había
decidido acompañar al doctor Messinger en su expedición.

—¿Ha andado mucho en esas cosas?


—No, a decir verdad, es la primera vez.
—¡Ah!, bueno; probablemente resulta más interesante de lo que parece —
concedió el pasajero locuaz—. De lo contrario no habría tanta gente que lo hiciera.
Aun suponiendo que al construirlo se hubiesen tenido en cuenta ciertos detalles
de confort, el barco había sido planeado para los trópicos. Hacía un poco más de frío
en el salón de fumar que en la cubierta. Tony bajó a su camarote y buscó su gorra y
su sobretodo; luego volvió a popa, al sitio donde había estado antes de comer. Era una
noche sin estrellas y no se veía nada más allá de la pequeña zona luminosa alrededor
del buque, salvo un faro solitario cuyo destello, breve-largo, brillaba allá lejos, a
babor. Las crestas de las olas absorbían la luz de la cubierta de paseo, y se iluminaban
fugazmente antes de sumirse en las profundidades oscuras que el barco iba dejando
atrás. Los perros estaban despiertos, y aullaban.

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Desde hacía algunos días, Tony había dejado de cavilar sobre los acontecimientos
del pasado inmediato. Su mente estaba ahora ocupada con la ciudad, la
Resplandeciente, la de Aguas Múltiples, la de Plumas Brillantes y la del Dulce
Aromático. Se había forjado una imagen nítida. Era de estilo gótico, llena de veletas y
pináculos, gárgolas, almenas, espolones y tracería, pabellones y terrazas, un Hetton
transfigurado, con pendones y estandartes flotando con la brisa. Todo era luminoso y
traslúcido: una ciudadela de coral, coronando la cima de una colina sembrada de
margaritas, en medio de arboledas y de arroyos; un paisaje de tapicería, cubierto de
animales heráldicos y fabulosos y de flores simétricas y desproporcionadas.
El barco rolaba y se abría camino como a través de un túnel por las oscuras aguas
hacia ese santuario radiante.
—¿Habrá alguien que se ocupe de estos perros? —dijo el pasajero locuaz,
acercándose a Tony—. Le preguntaré mañana al comisario. Podríamos obligarlos a
hacer un poco de ejercicio. Es un poco lúgubre, ¿no?

Al día siguiente estaban en pleno Atlántico. Olas inmensas se alzaban desde las
profundidades lóbregas y oscuras. Las crestas salpicadas de espuma se parecían a los
valles, cuando, en las cimas altas y expuestas, la nieve aún sobrevive al deshielo. Gris
plomo y pizarra bajo el sol, oliva, azul claro y caqui como los uniformes en un campo
de batalla; el cielo estaba neutro y acerado, atravesado por hinchadas nubes, con
intermitencias de sol. Los mástiles se mecían suavemente contra el cielo, y la proa se
alzaba y se hundía en el horizonte. El hombre que había trabado amistad con Tony se
paseaba por la cubierta con los dos sabuesos, que tiraban del extremo de las cadenas,
olfateando los imbornales, y haciéndolo tambalear. Llevaba un par de prismáticos,
con los cuales observaba de vez en cuando el mar; cada vez que se cruzaban, se los
ofrecía a Tony.
—He estado hablando con el radioperador —dijo—; pasaremos muy cerca del
castillo de Yarmouth alrededor de las once.
Quedaban en pie muy pocos pasajeros. Los que habían subido a cubierta yacían
en las sillas plegables, alineadas a sotavento, pensativos y envueltos en mantas
escocesas. El doctor Messinger estaba recluido en su camarote. Tony fue a verlo y lo
halló adormecido, pues había tomado grandes dosis de doral. Al atardecer, el viento
refrescó, y a la hora de la comida soplaba reciamente. Atornillaron los ojos de buey, y
colocaron los objetos frágiles en el piso de los camarotes; un súbito rolido rompió
una docena de tazas de café en el salón de música y lectura. Nadie durmió bien a
bordo esa noche; el casco crujía, y los bultos se movían de un costado a otro. Tony se
aseguró sólidamente en su lecho con el salvavidas, y pensó en la ciudad…
Alfombras y pabellones, tapicería y terciopelo, puente levadizo y bastión, pájaros
acuáticos en el foso y flores doradas en la orilla, pavos reales que paseaban sus galas

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por el césped; arriba, en un cielo de zafiro y plumas de cisne, las campanas de plata
tañían en su torrecilla de alabastro.
Pasaron días de sombra y de cansancio, de vientos salados y húmedas brumas,
con la sirena ululando en la niebla, y el constante gemir y crujir del metal en tensión.
Pasadas las Azores, se vieron libres de todo esto. Tendieron los toldos, y los pasajeros
mudaron sus sillas a barlovento. El sol alto a mediodía y una quilla serena; el agua
azul, lamiendo los costados del barco, rizándose detrás en la estela, hacia el
horizonte; gramófonos y tenis de cubierta; arcos relucientes de peces voladores.
(«Mira, Ernie, ven pronto, allí va un tiburón». «No es un tiburón, es un delfín». «Mr.
Brink dijo que era una tonina». «Ahí va otra vez. ¡Oh!, si tuviera mi cámara»). Aguas
tranquilas y claras, y la regularidad del rotar y pulsar de la hélice; muchas manos
acariciaban a los sabuesos en sus paseos. Mr. Brink sugirió, en medio de risas, la idea
de varear el caballo de carreras o (en una nueva explosión de inventiva) al toro. Mr.
Brink comía en la mesa del comisario, con el grupo alegre.

El doctor Messinger salió de su camarote, recorrió la cubierta y entró en el


comedor, seguido por la mujer del archidiácono. Era mucho más blanca que su
marido. A Tony le tocó de vecina de mesa una muchacha llamada Thérése de Vitré.
La había observado una o dos veces, durante los días grises: silueta desamparada, casi
perdida entre las pieles, almohadones y mantas; una carita pálida con grandes ojos
oscuros. Ella le dijo:
—Los últimos días fueron terribles. Lo vi pasear por cubierta. ¡Cómo lo envidié!
—De ahora en adelante tendremos mar en calma y el inevitable: «¿Va lejos?».
—Trinidad. Vivo allí… Intenté descubrir quién era usted por la lista de pasajeros.
—¿Y quién resulté ser?
—El coronel Strapper.
—¿Parezco tan viejo?
—¿Acaso son viejos los coroneles? No lo sabía; no son cosa corriente en
Trinidad. Ahora ya sé quién es porque se lo pregunté al maître. Cuénteme, sobre
explotaciones.
—Será mejor que le pregunte al doctor Messinger; él sabe mucho más que yo.
—No, cuénteme usted.
Tenía dieciocho años; era pequeña y morena, con una cara que desaparecía en un
mentón suave y puntiagudo, de modo que lo que llamaba la atención eran los grandes
ojos graves y la frente despejada. Hacía poco que había superado su figura sin gracia
de colegiala, y se movía con aire de triunfo, como si hubiera dejado caer un peso y
aún no se sintiera fatigada por las cargas que podrían sobrevenir. Había estado
durante dos años en un colegio de París.
—… Algunas de nosotras teníamos escondidos lápices labiales y colorete en
nuestros dormitorios, y los probábamos por la noche. Una chica llamada Antoinette

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se pintó un domingo para ir a misa. Se produjo un drama terrible con madame de
Supplice y se marchó después de aquel trimestre. Estuvo muy valiente. Todas la
envidiábamos…, pero era fea, y constantemente comía bombones…
»… Ahora vuelvo a casa para casarme… No, no tengo novio todavía, pero hay
tan pocos jóvenes con quienes yo me podría casar. Tiene que ser católico y de una
familia de las islas. No me gustaría casarme con un funcionario del gobierno y tener
que ir a vivir a Inglaterra. Pero va a ser fácil, porque no tengo hermanos ni hermanas
y mi padre tiene una de las mejores casas de Trinidad.
Tiene que venir a verla. Es una casa de piedra, en las afueras de la ciudad. Mi
familia llegó a Trinidad durante la Revolución francesa. Hay otras dos o tres familias
ricas, y yo me casaré con algún miembro de una de ellas. Nuestro hijo heredará la
casa. Será fácil…
Llevaba un abrigo corto, entonces de moda, y no usaba ningún adorno, salvo un
hilo de perlas…
—En lo de madame de Supplice había una chica americana que tenía novio. Tenía
un anillo de oro con un brillante, pero sólo podía usarlo en la cama. Un día recibió
una carta de su novio en la cual le anunciaba que se iba a casar con otra chica. ¡Cómo
lloró! Todas leímos la carta y la mayoría lloramos también… Pero en Trinidad va a
ser muy fácil.
Tony habló sobre la expedición. Sobre los emigrantes peruanos de la Edad Media,
y sus largas caravanas que atravesaban las montañas y las selvas, con las llamas
cargadas de objetos de complicada artesanía; sobre los rumores continuos que se
filtraban hasta la costa y atraían a los aventureros hacia la selva; sobre la ruta que
pensaban seguir, remontando ríos, cortando luego por la selva, siguiendo senderos
abiertos por los indios y atravesando territorios inexplorados; sobre el río que
encontrarían en lo más alto; y sobre cómo, según el doctor Messinger, tendrían que
fabricar canoas con la corteza de los árboles y volver a embarcarse; sobre cómo, por
fin, llegarían a las murallas de la ciudad, como los vikingos llegaron a Bizancio.
—Pero, naturalmente —agregó—, puede ser que no encontremos nada. De todos
modos ha de ser un viaje interesante.
—Cómo me gustaría ser hombre —dijo Thérése de Vitré.
Después de comer bailaron al son de un gramófono con altavoz, y la muchacha
sorbió con dos pajitas su limonada, sentada en un banco del bar.

Una semana de aguas azules, más claras y más tranquilas día a día; de sol más
cálido que bañaba barco y pasajeros, llenándolos de buen humor y bienestar; aguas
azules que reflejaban el sol en mil puntos refulgentes, cegando los ojos que buscaban
toninas y peces voladores; claras aguas azules, que en las zonas poco profundas
revelaban un lecho de arenas plateadas y pedregullo pulido; sombra dulce y tibia en

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la cubierta bajo los toldos; el barco se movía en medio de horizontes ilimitados en un
ancho disco azul, resplandeciente de luz solar.
Tony y miss de Vitré jugaron a los tejos y al tenis de cubierta; jugaron a embocar
argollas de cuerda en un balde desde corta distancia. («Iremos en un barco chico —
había dicho el doctor Messinger— para evitar toda la estupidez de los juegos de
cubierta»). Dos veces consecutivas Tony ganó las apuestas sobre la velocidad del
barco; el premio fue de dieciocho chelines. Compró a miss de Vitré un conejo de lana
en el quiosco de la peluquería.
Tony acostumbraba usar el «miss» al dirigirle la palabra a alguien. Fuera de miss
Tendril, no recordaba haberse dirigido a nadie en esa forma. Pero fue Thérése quien
primero lo llamó Tony, al ver el nombre grabado en su cigarrera con la letra de
Brenda.
—¡Qué gracioso! —dijo—. Así se llamaba el hombre que no se casó con la chica
americana de lo de madame de Supplice.
Y después de esto ambos usaron sus nombres de pila, con gran satisfacción de los
pasajeros, cuyo único entretenimiento a bordo era el florecimiento de aquel romance.
—No puedo creer que éste sea el mismo barco de aquellos días fríos y
borrascosos.
Llegaron a la primera de las islas: una cintura verde de palmeras con montañas
boscosas que se alzaban detrás de ellas, y una ciudad pequeña amontonada a orillas
de una bahía. Thérése y Tony bajaron a tierra y se bañaron. Thérése nadaba mal, con
su cabeza erguida fuera del agua en forma ridícula. Explicó que casi no se podía uno
bañar en Trinidad. Se tendieron durante algún tiempo sobre la playa firme, plateada;
después volvieron a la ciudad en el coche desvencijado y viejo de dos caballos que
Tony había alquilado, pasando por delante de chozas ruinosas, de donde salían
negritos pequeños que mendigaban o se colgaban del eje trasero entre la blanca
polvareda. No había ningún lugar en la ciudad donde se pudiera comer; por lo tanto, a
la puesta del sol, volvieron al barco. Estaba fondeado a cierta distancia, pero desde
donde ellos estaban después de la comida, apoyados en la barandilla, podían oír, en
los intervalos en los cuales no trabaja el guinche, las charlas y los cantos de la calle.
Thérése pasó su brazo por el de Tony, pero las cubiertas estaban colmadas de
pasajeros, de agentes y de hombrecillos morenos con listas de las cargas. No se
bailaba aquella noche. Subieron a la cubierta de los botes y Tony la besó.
El doctor Messinger regresó a bordo con la última lancha. Se había encontrado
con un conocido suyo en la ciudad. Había observado la intimidad creciente entre
Tony y Thérése, con marcada desaprobación; y le había contado el caso de un amigo
suyo que había sido apuñalado en una callejuela de Esmirna, como advertencia de lo
que suele suceder a los que se meten con mujeres.
En las islas la vida de a bordo se desintegró. Hubo cambios de pasajeros; el
archidiácono negro bajó después de dar la mano a todo el mundo. La última mañana
su mujer hizo una colecta para reparar el órgano del templo. El capitán no volvió a

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aparecer en el comedor. Ni el amigo de Tony de la primera hora se cambiaba ya para
comer. Los camarotes olían a encierro después de haber estado clausurados durante
todo el día.
Tony y Thérése se bañaron de nuevo en Barbados y dieron una vuelta por la isla,
visitando iglesias. Comieron en un hotel de las afueras de la ciudad, y les sirvieron
pez volador.
—Tienes que venir a casa, a probar la verdadera cocina criolla —dijo Thérése—.
Tenemos una cantidad de viejas recetas que usaban los dueños de las plantaciones.
Quiero que conozcas a mi madre.
Desde la terraza donde estaban comiendo veían las luces del barco y sus cubiertas
iluminadas, con las siluetas que se movían de un lado a otro y la doble línea de los
ojos de buey.
—Trinidad pasado mañana —dijo Tony.
Hablaron de la expedición y ella dijo que seguramente sería peligrosa.
—No me gusta nada el doctor Messinger —comentó—; no me agrada nada.
—Y tú tendrás que elegir marido.
—Sí; son siete. Había uno llamado Honoré que me gustaba, pero, naturalmente,
no lo he visto en dos años. Estudiaba ingeniería. Hay otro llamado Mendoza, que es
muy rico, pero no es en realidad de Trinidad. Su abuelo era de Santo Domingo y
dicen que tiene sangre negra. Me imagino que será Honoré. Mamá siempre hablaba
de él cuando me escribía, y él me enviaba regalos para Navidad y para mi santo.
Regalos un poco tontos, porque las tiendas no son muy buenas en Puerto España.
Más tarde ella le dijo:
—Volverás a Trinidad, ¿no? Entonces volveré a verte. ¿Piensas quedarte mucho
tiempo en la selva?
—Me imagino que cuando vuelva ya estarás casada.
—Tony, ¿por qué no te has casado?
—Soy casado.
—¿Casado?
—Sí.
—Es una broma.
—No, en verdad. Por lo menos, era casado.
¡Oh!
—¿Te sorprende?
—No sé. No sé por qué nunca pensé que fueras casado. ¿Dónde está ella?
—En Inglaterra. Nos peleamos.
¡Oh!… ¿Qué hora es?
—Muy temprano.
—Volvamos.
—¿Ya quieres volver?
—Sí, por favor. Ha sido un día delicioso.

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—Has dicho eso como si estuvieras diciendo adiós.
—¿Sí? No sé.
El chófer negro los llevó a toda velocidad hacia el pueblo. Luego se sentaron en
un bote y fueron remando lentamente hasta el barco. Temprano, aquel día de buen
humor, habían comprado un pescado embalsamado. Thérése descubrió que lo había
olvidado en el hotel.
—No importa —dijo.

El agua azul terminó después de Barbados. Alrededor de Trinidad el mar era


opaco e incoloro, lleno del barro que trae el Orinoco de tierra adentro. Thérése pasó
el día en su camarote haciendo las maletas.
Al día siguiente se despidió apresuradamente de Tony. Su padre había ido en el
remolcador a recibirla. Era un hombre delgado y bronceado, con un bigote largo y
gris. Usaba sombrero de Panamá y elegante ropa de seda, y fumaba un cigarro. Su
aspecto era exactamente el de un dueño de esclavos del siglo pasado. Thérése no lo
presentó a Tony.
—Era uno de los pasajeros —explicó.
Tony la vio una vez al día siguiente en la ciudad, en coche, con una señora que
evidentemente era su madre. Ella lo saludó con la mano, pero no se detuvieron.
—Son muy reservados estos criollos auténticos —observó el pasajero que
primero se había hecho amigo de Tony, y que ahora había vuelto a pegársele—.
Pobres como ratas la mayor parte de ellos, pero asquerosamente orgullosos. Muchas
veces me he hecho amigo de ellos a bordo, y cuando llegábamos al puerto…, adiós.
¿Acaso lo invitan jamás a uno a sus casas? Nunca.
Tony pasó esos días con su primer amigo, que tenía relaciones comerciales en el
lugar. El segundo día llovió mucho y no pudieron salir de la terraza del hotel. El
doctor Messinger estuvo ocupado en algunas investigaciones técnicas en el Instituto
de Agricultura.

Mar barroso entre Trinidad y Georgetown; y mar de fondo que hacía rolar
pesadamente el barco aligerado de cargamento. El doctor Messinger volvió a
encerrarse en su camarote. La lluvia incesante y la ligera bruma que los envolvía les
daban la sensación de estar moviéndose en un charco de agua pardusca. La sirena
sonaba con regularidad a través de la lluvia. Apenas quedaban doce pasajeros a
bordo. Tony vagaba desconsolado por las cubiertas desiertas, o se refugiaba en el
salón de música, mientras su imaginación lo llevaba por el camino que él mismo se
había prohibido: Hetton, con su avenida de olmos enhiestos y sus arbustos en flor.
Al día siguiente llegaron a la desembocadura del Demerara. En los galpones de la
aduana se percibía el olor acre del azúcar y el ruidoso zumbido de las abejas. Hubo

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prolongados trámites para desembarcar sus equipajes. El doctor Messinger se ocupó
de ello, mientras Tony encendió un cigarro y se fue a vagar por el muelle. Alrededor
de él estaban fondeadas embarcaciones de todas clases. En la orilla opuesta, una
franja de mangle baja y verde. Detrás, los techos de cinc de la ciudad, a través de las
palmeras plumosas. En todas partes, un vaho de lluvia reciente. Los estibadores
negros gruñían siguiendo el ritmo de su labor; los nativos trotaban de un lado a otro,
atareados con guías de equipajes y liquidaciones de cuentas. De pronto el doctor
Messinger anunció que todo estaba en orden y que podían ir al centro, a su hotel.

El farol de tormenta estaba colocado en el suelo, entre las dos hamacas que,
enfundadas en los mosquiteros, parecían capullos de enormes gusanos de seda. Eran
las ocho; hacía dos horas que el sol se había puesto; los ríos y los bosques ya se
sumían en la noche. Los chillidos de los monos habían cesado, pero las ranas de las
cercanías seguían con su coro ronco y continuo. Los pájaros, despiertos, gritaban y
silbaban, y desde las profundidades de la selva les llegaba de vez en cuando el ruido
que hacían las ramas muertas al desgarrarse y caer entre los árboles.
A cierta distancia, los seis muchachos negros que tripulaban el bote se habían
colocado en cuclillas alrededor del fuego. Hacía tres días habían recogido algunas
mazorcas, en un lugar de la selva, desierto ahora, ahogada y cubierta por la maleza,
donde antes había existido una plantación. Los muchachos asaban sus mazorcas en
las brasas.
El fuego y el farol juntos daban poca luz; sólo la indispensable para sugerir el
techo destartalado sobre sus cabezas, el montón de provisiones desembarcadas, y ya
cubiertas de hormigas, la maleza que había invadido el claro, y más allá las columnas
inmensas de los árboles que se perdían en la penumbra.
Los murciélagos colgaban del techo de paja como racimos de fruta ya seca; y
grandes arañas lo cruzaban cabalgando sobre sus sombras. Aquel lugar había estado
antes dedicado a la explotación de balata. Era el punto extremo hasta donde había
llegado la penetración comercial. El doctor Messinger lo había marcado en su mapa
con un triángulo y había escrito en rojo «Primer campamento base».
Llevaban cumplida la primera etapa del viaje. Durante diez días habían
remontado el río en una barcaza ancha y chata. En una o dos oportunidades, para
pasar rápidos, tuvieron que reforzar la potencia del motor mediante los remos; los
hombres se esforzaban al ritmo que les imprimía el capitán, cantando; el timonel, en
pie en la proa, con un palo largo evitaba que la embarcación chocara contra las rocas.

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Acampaban, al ponerse el sol, sobre bancos de arena, o en claros abiertos en la
maleza que los rodeaba. Una o dos veces llegaron a una «casa» abandonada por los
explotadores de balata o los buscadores de oro.
Tony y el doctor Messinger pasaban el día tendidos en el centro del barco, en
medio del equipaje, debajo de un techo improvisado con hojas de palmera. A veces se
dormían durante las horas de la siesta. Comían conservas en el barco, y bebían ron
mezclado con agua del río, la cual, no obstante su color caoba, era bastante cristalina.
A Tony las noches le parecían interminables. Doce horas de tinieblas, más ruidosas
que una plaza de ciudad, con los aullidos y graznidos y el trompeteo de la fauna
selvática. El doctor Messinger reconocía las horas por la sucesión de los sonidos. No
era posible leer a la luz del farol. Después de los días de cansancio y sopor, dormían
poco y en forma irregular. No había mucho tema de conversación; todo había sido
dicho durante el día, en la sombra tibia, entre los equipajes. Tony, desvelado, se
rascaba.
Desde que abandonaran Georgetown, ninguna parte de su cuerpo había estado
libre de molestias. Tenía la cara y el cuello quemados por el reflejo del sol sobre el
agua. No podía afeitarse, pues se estaba despellejando y la barba le producía entre el
mentón y el cuello un escozor insoportable. Cada pedazo expuesto de su piel había
sido picado por las moscas caburíes, que se habían abierto camino a través de los
ojales de la camisa y los cordones de los breeches. Los mosquitos lo habían picado en
los tobillos cuando se cambiaba para la noche. En la maleza había recogido bichos
colorados que le producían una horrible picazón. Un aceite especial, que le había
dado el doctor Messinger para protegerse, le había irritado los lugares en que lo había
aplicado. Todas las noches, después de lavarse, quemaba con el cigarrillo alguna
garrapata que le dejaba unas cicatrices pequeñas, pero irritantes. También las djiggas,
que uno de los negros sirvientes había tenido que arrancar debajo de las uñas de los
pies y de los callos de los talones y de la planta del pie. Una marabunta le había
hinchado la mano izquierda, que le dolía.
Al rascarse, Tony sacudió la armazón de la cual colgaban las hamacas. El doctor
Messinger se volvió y dijo: «¡Por amor de Dios!». Intentó dejar de rascarse; luego
intentó rascarse sin ruido; después, ya frenético, se rascó lo más fuerte que pudo,
lastimándose la piel en una docena de lugares. «¡Oh!, ¡por amor de Dios!», musitó el
doctor Messinger.
«Las ocho y media —pensó Tony—. En Londres están empezando a reunirse para
comer». Era la época del año en que en Londres había fiestas todas las noches. (En
otros tiempos, cuando trataba de conquistar a Brenda, había ido a todas. Si ambos
comían en casas distintas, Tony trataba de descubrir a Brenda entre la multitud, o se
quedaba cerca de las escaleras para verla llegar. Más tarde, se quedaba esperando
para llevarla de vuelta a su casa. Lady St. Cloud había hecho lo posible para
facilitarle las cosas. Después de casados, en los dos años que pasaron en Londres
antes de la muerte del padre de Tony, hubo menos fiestas; cuando mucho, una o dos

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por semana, excepto un mes muy movido después del nacimiento de John Andrew).
Tony comenzó a imaginarse los invitados de alguna comida, reunidos en aquel
momento en Londres. Brenda estaría allí, con su mirada de sorpresa con que saludaba
a todo recién llegado. Si había una chimenea, ella estaría lo más cerca posible.
¿Habría fuego a fines de mayo? No recordaba. En Hetton casi siempre encendían las
chimeneas por la tarde, en cualquier época del año. Luego, después de haber vuelto a
rascarse con desesperación, se le ocurrió que no eran las ocho y media en Inglaterra.
Había cinco horas de diferencia. Habían cambiado los relojes diariamente durante el
viaje. ¿En qué sentido? Debía ser fácil descubrirlo. El sol salía por el Este; Inglaterra
quedaba al este de América; de modo que él y el doctor Messinger recibían al sol más
tarde. Les llegaría de segunda mano, y levemente sucio después de que Polly
Cockpurse y Mrs. Beaver y la princesa Abdul Akbar hubieran terminado con él…
Como los trajes de Polly que Brenda solía comprar por diez o quince libras cada
uno… Se durmió.
Se despertó una hora después al oír las maldiciones del doctor Messinger, que,
montado sobre la hamaca, se cubría con vendas y yodo el dedo gordo del pie.
—Me picó un vampiro. Debo haberme dormido con un pie pegado al mosquitero.
Dios sólo sabe cuánto tiempo ha estado en eso, antes de que yo me despertara. Esta
lámpara debería ahuyentarlos, pero parece que no da resultado.
Los negros estaban aún despiertos masticando cerca del fuego.
—Los vampiros bastante malos en esta región, jefe —dijeron—. Por eso nosotros
no alejar del fuego.
—Ésta es justamente la manera de enfermarse. ¡Maldita sea! —protestó el doctor
Messinger—. Debo de haber perdido litros de sangre.

Brenda y Jock estaban bailando en donde Anchorage. Era tarde; muchos invitados
ya se habían ido y por primera vez en la noche era posible bailar a gusto. El salón de
baile estaba adornado con tapices e iluminado con candelabros. Ladi Anchorage
acababa de despedir con reverencias al último miembro de la familia real.
—Cómo odio acostarme tarde —dijo Brenda—, pero me da pena llevarme a mi
Beaver. Está tan emocionado de estar aquí, el bendito; y fue muy difícil conseguirle
la invitación… Pensándolo bien —agregó luego—, me imagino que éste será el
último año que podré asistir a esta clase de fiestas.
—¿Piensas continuar con el divorcio?
—No sé, Jock. Realmente, no depende de mí. Es todo cuestión de retener a
Beaver. Se está poniendo muy nervioso. Tengo que suministrarle un poco de vida
social todas las semanas y me imagino que esto se acabará si hay divorcio. ¿No hay
noticias de Tony?
—Hace un tiempo que no. Recibí un telegrama cuando desembarcó. Se ha ido en
una expedición con un médico charlatán.

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—¿No hay ningún peligro?
—¡Oh!, me imagino que no. El mundo entero ya está civilizado; autobuses y
oficinas Cook en todas partes.
—Sí, supongo que sí… Espero que no cavile demasiado. No me gusta la idea de
que se sienta desgraciado.
—Me imagino que se estará acostumbrando.
—Espero; le tengo mucho cariño a Tony, ¿sabes?, a pesar de la forma monstruosa
en que se ha portado.
Había una aldea india a uno o dos kilómetros de distancia del campamento. Allí
Tony y el doctor Messinger pensaban reclutar peones que cargaran con el equipaje,
para la etapa de trescientos kilómetros que los separaban de la región de los pie-wies.
Los negros eran hombres del río y no se les podía llevar a territorio indio. Tendrían
que regresar con el barco.
Al amanecer, Tony y el doctor Messinger bebieron cada uno su taza de cocoa,
comieron algunos bizcochos y lo que quedaba de la conserva de carne abierta la
noche anterior. Luego salieron para la aldea. Uno de los negros iba delante con un
machete para abrirse camino; lo seguían el doctor Messinger y Tony, uno detrás del
otro; otro negro venía más atrás llevando muestras de mercadería: una escopeta belga
de veinte dólares, piezas de algodón estampado, espejos de mano en marcos de
celuloide multicolor, frascos de pomada muy perfumada. Eran una senda nada
frecuentada y salvaje, obstaculizada por muchos troncos caídos. Con el agua hasta las
rodillas, vadearon dos arroyos, afluentes del río principal. Por momentos caminaban
sobre una red dura de raíces peladas; por momentos, sobre un suelo de hojas húmedas
y resbaladizas.
De pronto llegaron a la aldea. La vieron de repente, surgiendo de la selva en un
extenso claro. Consistía en ocho o nueve chozas de barro techadas con hojas de
palmera. No había nadie; pero dos o tres columnas de humo, que se alzaban rectas y
delgadas en el aire matutino, indicaban que el lugar estaba habitado.
—Esta gente todos asustados —advirtió el negrito.
—Ve a buscar a alguien que venga a hablar con nosotros —le dijo el doctor
Messinger.
El negro se acercó a la puerta baja de la casa más cercana y espió.
—No hay más que mujeres aquí —informó—; se están vistiendo. ¡Salgan de ahí!
—gritó en la penumbra—; el jefe quiere hablarles.
Por fin asomó tímidamente una viejecita con un vestido de algodón, sucio, que
conservaba para usar en presencia de forasteros. Avanzó tambaleante en dirección a
ellos, con sus piernas combadas. En los tobillos tenía, estrechamente enrollados,
varios hilos de cuentas azules. Tenía el pelo lacio y desgreñado; sus ojos estaban fijos
en el tazón de cerámica que sostenía en una mano. Cuando estuvo cerca de Tony y
del doctor Messinger, depositó el recipiente en el suelo y, siempre con los ojos bajos,

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les dio la mano. Luego se agachó, recogió el tazón, y se lo ofreció al doctor
Messinger.
—Casirí —advirtió él—. La bebida hecha con cazabe fermentado.
Bebió un poco y le pasó el recipiente a Tony. Contenía un líquido espeso y
purpúreo. Cuando Tony hubo bebido algo, el doctor Messinger le explicó:
—Lo preparan de una manera muy interesante. Las mujeres mastican la raíz y la
escupen dentro de un tronco hueco.
Después le dirigió la palabra a la mujer en idioma indígena. Ésta lo miró por
primera vez. Su cara morena y mogólica era perfectamente inexpresiva, carente tanto
de comprensión como de curiosidad. El doctor Messinger repitió y amplió su
pregunta. La mujer tomó el tazón de manos de Tony y lo puso en el suelo. Mientras
tanto, otras caras iban apareciendo en las puertas de las chozas. Una sola de las
mujeres se animó a salir. Era muy gorda y sonrió, confiada, a los visitantes.
—Buenos días —les dijo—, ¿cómo están? Soy Rosa. Hablo inglés bueno. Vivo
dos años tras los juncos con Mr. Forbes. Usted darme cigarrillos.
—¿Por qué no contesta esta mujer?
—Ella no hablar inglés.
—Pero yo le hablo en wapishiano.
—Ella mujer macushi. Toda esta gente es gente macushi.
—¡Oh!, no sabía. ¿Dónde están los hombres?
—Hombres todos cazando tres días.
—¿Cuándo vuelven?
—Ir detrás de pécari.
—¿Cuándo volverán?
—No, pécari, mucho pécari. Hombres todos cazando. Darme cigarrillos.
—Oiga, Rosa: quiero ir a la región de los pie-wies.
—No, esto es macushi. Toda gente macushi.
—Pero queremos ir a los pie-wies.
—No, todos macushi; dame cigarrillos.
—Es inútil —dijo el doctor Messinger—, tendremos que esperar hasta que
vuelvan los hombres —sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos—. Mire —dijo—,
¡cigarrillos!
—Dame.
—Cuando vuelvan los hombres de la cacería. Usted viene al río y me lo dice,
¿comprende?
—No, hombres cazar pécari. Dame cigarrillos.
El doctor Messinger le dio los cigarrillos.
—¿Qué más tener? —dijo ella.
El doctor Messinger señaló la carga que el segundo negro había depositado en el
suelo.
—Dame —dijo ella.

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—Cuando vuelvan los hombres. Te daré muchas cosas si los hombres vienen
conmigo a la región de los pie-wies.
—No, todos macushi aquí.
—No adelantamos nada —dijo el doctor Messinger—. Será mejor volver al
campamento y esperar. Los hombres han estado ausentes ya tres días. Es poco
probable que se queden mucho más… Me gustaría saber hablar macushi.
Dieron media vuelta los cuatro, y dejaron la aldea. Eran las diez en el reloj
pulsera de Tony cuando llegaron al campamento.

Las diez en el río Waurupang; hora de interpelaciones en Westminster. Hacía


tiempo que Jock tenía que plantear una cuestión en nombre de su condado. La
ocasión se presentó aquella tarde.

Me permito preguntar al ministro de Agricultura si, en vista del «dumping»


de los pasteles de cerdo japoneses, Su Excelencia está dispuesto a considerar en
el cerdo tipo de ciento setenta kilos una reducción de dos pulgadas y media a
dos de espesor alrededor de la panza, tal como fue especificado
originariamente.

En nombre del ministro, dijo el subsecretario:


—Se está prestando al asunto la mayor atención. Como sin duda lo sabrá el
honorable representante, la cuestión de la importación de los pasteles de cerdo es un
asunto que incumbe a la Cámara de Comercio y no a la Cámara de Agricultura. En
cuanto a las especificaciones del cerdo tipo, tengo que recordarle al honorable colega,
que sin duda ya debe saberlo, que el cerdo de ciento setenta kilos se amolda a las
exigencias de los fabricantes de tocino; y no tiene relación directa con la carne que se
usa para los pasteles. De esto se ocupa un Comité especial que no ha presentado aún
su informe.
—¿Quisiera el honorable secretario considerar un aumento del máximo de grasa
especificado para las paletas?
—Tengo que estudiar la cuestión.
Jock salió del Parlamento aquella tarde con la agradable sensación de haber
logrado por fin algo tangible en beneficio de su condado.

Dos días después volvieron los indios de la cacería. Había sido una espera
tediosa. El doctor Messinger empleó unas horas diarias haciendo inventario de las
provisiones. Tony penetró en la selva con su escopeta, pero la fauna había emigrado
de aquella orilla del río. Una raya lastimó seriamente en el pie y la pantorrilla a uno
de los negros; después de eso, suprimieron los baños y se lavaron en un balde.
Cuando llegó al campamento la noticia del regreso de los indios, Tony y el doctor

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Messinger fueron a la aldea para verlos; pero ya había empezado una fiesta y todos
estaban borrachos. Los hombres yacían en sus hamacas, y las mujeres trotaban de uno
a otro lado llevándoles calabazas de casirí. Todo olía a cerdo asado.
—Tardarán una semana en reponerse —dijo el doctor Messinger.
Durante toda la semana, los negros holgazanearon en el campamento. A veces
lavaban la ropa y la colgaban en el barco para que se secara al sol; a veces iban a
pescar y volvían con gran cantidad de pescados ensartados en un palo (la carne no
tenía sabor y parecía de caucho). Por las noches solían cantar alrededor del fuego. El
muchacho lastimado se quedó en su hamaca gimiendo en voz alta y pidiendo
remedios a cada rato.
Al sexto día comenzaron a aparecer los indios. Saludaron a todos dando la mano
y luego se retiraron al borde de la selva, donde se quedaron contemplando el equipo
del campamento. Tony quiso fotografiarlos, pero se escabulleron riéndose como
colegialas. El doctor Messinger extendió en el suelo las mercaderías que había traído
para trueque.
Se retiraron a la puesta del sol, pero al séptimo día volvieron con grandes
refuerzos. Toda la población de la aldea estaba allí. Rosa se sentó en la hamaca de
Tony, bajo el techo de palmeras.
—Dame cigarrillos —pidió.
—Dígales que necesito hombres para ir a la región de los pie-wies —replicó el
doctor Messinger.
—Pie-wies, gente mala; gente macushi no va con gente pie-wies.
—Dígale que quiero diez hombres. Les daré fusiles.
—Usted darme cigarrillos…
Las negociaciones duraron dos días enteros. Finalmente doce hombres aceptaron
ir; siete de ellos insistieron en llevar a sus mujeres. Una de ellas era Rosa. Cuando
todo estuvo arreglado, hubo una fiesta en la aldea, y todos los indios se
emborracharon de nuevo. Esta vez, sin embargo, fue asunto más breve, pues las
mujeres no habían tenido tiempo de preparar mucho casirí. En tres días estuvo lista la
caravana para salir.
Uno de los hombres tenía fusil largo con un solo caño que se cargaba por la boca;
algunos llevaban arcos y flechas. Estaban desnudos, salvo unos trapos de algodón
colocados alrededor de las caderas. Las mujeres llevaban sucias y raídas túnicas de
algodón; se las había repartido, hacía años, un predicador viajero y las guardaban
para esta clase de ocasiones. Llevaban canastas de mimbre sobre los hombros, sujetas
con una tira de género ceñida alrededor de la frente. Las mujeres cargaban en sus
cestas el equipaje más pesado, incluyendo las raciones para ellas y los hombres. Rosa
tenía, además, un paraguas con un mango de plata abollada, reliquia de su relación
con Mr. Forbes.
Los negros se volvieron río abajo, hacia la costa. Dejaron en el abrigo ruinoso de
la orilla un montón de provisiones bien protegidas en cajones de lata.

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—No hay quien lo toque. Podremos mandar a buscarlas desde la región pie-wie,
en caso de emergencia —afirmó el doctor Messinger.
Tony y el doctor Messinger caminaban inmediatamente detrás del hombre con el
fusil, que hacía de guía; detrás de ellos, la fila se extendía casi media milla a través
del bosque.
—De ahora en adelante el mapa ya no servirá para nada —dijo el doctor
Messinger con fruición.
(«Enrollen el mapa, no lo necesitarán más por muchos años», dijo William Pitt…
Las palabras del doctor Messinger evocaron en Tony recuerdos de escuela, y de
pequeños pupitres manchados de tinta, y la imagen en colores de una incursión de los
vikingos y del señor Trotter, que le había enseñado historia y usaba corbatas
vistosas).

—Mamita, Brenda está buscando trabajo.


—¿Por qué?
—El problema de todos; falta de dinero y nada que hacer. Me preguntó si habría
algo para ella en tu negocio.
—Bueno…, no sé qué decirte. En cualquier otro momento resultaría justo el tipo
de vendedora que siempre busco…, pero no sé. Dadas las circunstancias, no estoy
segura de que sería razonable.
—Le dije que te preguntaría; esto es todo.
—John, tú nunca me cuentas nada y no me gusta parecer entremetida; pero ¿qué
piensan hacer tú y Brenda?
—No sé.
—Nunca me cuentas nada —repitió Mrs. Beaver—. Y corren tantos rumores. ¿Se
va a divorciar?
—No sé.
Mrs. Beaver suspiró.
—Bueno, tengo que volver al negocio. ¿Dónde almuerzas?
—En el Brat’s.
—Pobre John. Entre paréntesis, creía que ibas a hacerte socio del Brown.
—No sé si ya me habrán aceptado.
—Tu padre era socio.
—Sospecho que no entraré… De todos modos, no podría pagármelo.

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—No estoy contenta contigo, John. No me parece que las cosas estén sucediendo
tal como esperaba la víspera de Navidad.
—Está llamando mi teléfono; quizá sea Margot. No me ha convidado a nada
desde hace varias semanas.
Pero era nada más que Brenda.
—Siento mucho, pero mi madre no tiene nada para ti en el negocio —le dijo.
—Bueno; ya aparecerá algo. En este momento me hace falta un poco de suerte.
—A mí también. ¿Le preguntaste a Allan sobre lo del Brown?
—Sí. Dijo que aceptaron unos diez socios la semana pasada.
—¿O sea que me pusieron bolilla negra?
—No sé. Los hombres son tan raros en cuestión de clubs.
—Creí que le pedirías a Allan y a Reggie que me apoyaran.
—Se lo pedí. ¿Qué importa? ¿Quieres ir dónde Verónica este fin de semana?
—No estoy seguro de tener ganas.
—A mí me gustaría.
—Es una casita atroz, y además no creo que Verónica me tenga simpatía. ¿Quién
va?
—Yo.
—Bueno, te contestaré luego.
—¿Te veré esta noche?
—Luego te contestaré.
—¡Oh Dios mío! —dijo Brenda al cortar la comunicación—. Ahora le ha dado
contra mí. No es culpa mía que no pueda entrar al Brown. La verdad es que creo que
Reggie trató de ayudarlo.
Jenny Abdul Akbar estaba en el cuarto con ella. Todas las mañanas, en un batón
de seda marroquí a rayas, iba a leer el diario al departamento de Brenda.
—Vamos al Ritz y almorcemos tranquilamente allí —dijo.
—El Ritz no es tranquilo a la hora de almorzar y cuesta ocho chelines y seis
peniques. Hace tres semanas que no me animo a cobrar un cheque. Los abogados son
tan odiosos… Nunca me ha pasado una cosa así.
—Lo mataría a ese Tony. Mira que abandonarte en esa forma…
—¿De qué sirve culpar a Tony? Por otra parte, no se ha de estar divirtiendo
demasiado en Brasil, o donde esté.
—Me han dicho que están instalando cuartos de baño en Hetton, mientras tú te
estás muriendo de hambre. Y ni siquiera se los ha encargado a Mrs. Beaver.
—Sí, eso me parece una mezquindad.
Jenny se fue a vestir. Brenda pidió por teléfono unos sándwiches a la tienda de
fiambres de la vuelta. Pasaría el día en cama; últimamente pasaba dos o tres días por
semana en la cama. Quizá, si Allan estaba en algún lado echando discursos, como
acostumbraba hacerlo, Marjorie la llamaría para comer. Los Helm-Hubbard daban
una comida esa noche, pero no habían invitado a Beaver.

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«Si fuera sin él, sería un escándalo máximo… Pensándolo bien, es probable que
vaya Marjorie. Bueno, siempre me queda el recurso de comer unos sándwiches aquí.
Gracias a Dios, está esa tienda de fiambres de la vuelta». Estaba leyendo una
biografía de Nelson que acababa de aparecer; era muy larga y le alcanzaría para llegar
a la noche.
A la una Jenny vino a despedirse vestida para un almuerzo íntimo.
—Voy con Polly y Souki al boliche de Daisy. ¡Me encantaría que vinieras!
—¿Yo? No, gracias; estoy muy bien aquí —dijo Brenda, pero pensó: «Se le
podría ocurrir convidarla a una a comer de vez en cuando».

Caminaron durante quince días a un promedio de veinticinco kilómetros por día.


Algunas veces llegaban a hacer mucho más; otras, mucho menos. El indio que iba
delante elegía los lugares para acampar. Dependía del agua y de los espíritus
malignos.
El doctor Messinger, con ayuda de la brújula, trazaba la ruta. Así tenía algo en
que pensar. Cada hora observaba el barómetro. Al atardecer, si acampaban temprano,
empleaba las últimas horas de luz para ir completando su mapa. Lecho de arroyo
seco, tres chozas desiertas, suelo rocoso…
Un buen día anunció satisfecho:
—Hemos llegado al sistema del Amazonas. Fíjese, el agua corre hacia el sur —
pero inmediatamente cruzaron un arroyo que corría en dirección opuesta—. Muy
curioso —comentó el doctor Messinger—. Un descubrimiento de auténtico valor
científico.
Al día siguiente vadearon cuatro arroyos, con intervalos de dos millas, que
corrían alternadamente hacia el norte y hacia el sur. El mapa empezó a tomar el
aspecto mítico.
—¿Tienen nombre estos arroyos? —le preguntó a Rosa.
—La gente macushi llamarlo Waurupang.
—No, no el río donde acampamos primero. Estos ríos.
—Sí, Waurupang.
—Este río, aquí.
—Macushi lo llaman todos Waurupang.
—Es desesperante —exclamó el doctor Messinger.
—¿No cree posible que hayamos llegado al curso superior del Waurupang —
sugirió Tony— y que hayamos cruzado y vuelto a cruzar el río a medida que va
bajando por el valle?
—Es una posibilidad.
Cuando iban cerca del agua tenían que abrirse camino a través de la selva virgen,
pues la maleza y los troncos caídos habían cubierto la senda; sólo los ojos de un indio
y la memoria de un indio podían seguir su curso. A veces cruzaban pequeños claros

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de sabana seca, pajonales que crecían en la tierra quemada por el sol; miles de
lagartos surgían y se escabullían debajo de sus pies y el pasto crujía como papel de
diario. Hacía un calor de horno en esos lugares encerrados. A veces trepaban hacia
colinas donde corría alguna brisa, caminando sobre pedregullo suelto que les
lastimaba los pies; después de estas ascensiones penosas, se acostaban al viento hasta
que las ropas se enfriasen sobre sus cuerpos; desde aquellas pequeñas elevaciones
veían otras colinas, el cinturón de selva que habían atravesado y la fila de cargadores
que los seguían. Cada hombre y cada mujer que llegaba se echaba en el pasto seco y
descansaba recostado sobre su carga; cuando los alcanzaba el último, el doctor
Messinger daba la señal y nuevamente emprendían el camino, bajando hacia el verde
corazón del bosque que tenían delante.
Tony y el doctor Messinger casi no se dirigían la palabra, ni durante la marcha, ni
en los descansos, pues estaban constantemente tensos y exhaustos. Por las noches,
después de haberse lavado y puesto camisas secas y pantalones de franela,
conversaban un poco, la mayor parte de las veces sobre el número de millas que
habían recorrido aquel día, su probable posición y el estado de sus pies. Bebían ron y
agua después del baño. Cenaban generalmente carne en conserva guisada con arroz y
buñuelos de harina. Los indios comían harina, cerdo ahumado y algún manjar
encontrado en el camino: armadillo, iguana, insectos gordos y blancos de las
palmeras. Las mujeres tenían unos pescados secos que les duraron ocho días. El olor
era cada vez más fuerte hasta que se los comieron; entonces quedaron aún
impregnadas las provisiones, pero se fue perdiendo hasta que se confundió con el olor
general e indefinible del campamento.
No había indios en esa región. En los últimos cinco días de viaje sintieron la falta
de agua. La mayor parte de los arroyos que cruzaron estaban secos; tenían que
explorar los lechos en busca de charcos tibios estancados. Pero después de dos
semanas, llegaron de nuevo a un río, que corría rápido y profundo hacia el sudeste.
Era la frontera de la región pie-wie, y el doctor Messinger dio el nombre de
«Segundo Campamento Base» al sitio donde acamparon. Nubes de moscas caburíes
infectaban aquel río.
—John, creo que es tiempo de que tomes un descanso.
—¿Un descanso de qué, mamita?
—Un cambio… Me voy a California en julio. A casa de los Fischbaum. Mrs.
Arnold Fischbaum, no la que vive en París. Creo que te haría bien venir conmigo.
—Sí, mamita.
—¿Te gustaría?
—¿A mí? Sí, me gustaría.
—Has copiado ese modo de hablar de Brenda. Suena ridículo en un hombre.
—Lo siento, mamita.
—Muy bien, entonces ya está resuelto.

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Las moscas caburíes desaparecían a la puesta del sol. Hasta entonces y durante
todo el día era necesario cubrirse; se posaban en todas partes del cuerpo que
quedaban expuestas, como las moscas comunes sobre el dulce. Sólo cuando ya se
habían hartado resultaba perceptible la picadura; dejaban un círculo rojo y ardiente,
con un punto negro en el centro. Tony y el doctor Messinger usaban guantes de
algodón, comprados con ese objeto y velos de muselina que colgaban de los
sombreros. Mas adelante emplearon a dos mujeres para que, sentadas al lado de sus
hamacas, los abanicaran con un ramo de hojas; pero en cuanto Tony y el doctor
Messinger se adormecían, las mujeres abandonaban la tarea y ellos se despertaban
inmediatamente atormentados por un centenar de picaduras. Los indios soportaban
los insectos lo mismo que las vacas soportaban los tábanos: pasivamente, y con
explosiones ocasionales de fastidio que hacían que se pegaran palmadas en los
hombros y en los muslos.
Después del anochecer gozaban de algún descanso, pues había pocos mosquitos
en el campamento; en cambio, oían durante toda la noche el aleteo de los vampiros
que se golpeaban contra los mosquiteros.
Los indios no querían ir de caza en ese bosque. Decían que no había caza; pero el
doctor Messinger opinaba que era porque tenían miedo a los espíritus malignos de los
pie-wies. Las provisiones no duraban lo que había calculado el doctor Messinger.
Durante el camino había sido difícil vigilar el equipaje. Faltaban una bolsa de fariña,
media bolsa de azúcar y una bolsa de arroz. El doctor Messinger implantó un
racionamiento cuidadoso. Servía todo personalmente, midiendo estrictamente las
raciones en una taza de metal enlozado; a pesar de eso, las mujeres se arreglaban para
sacar el azúcar cuando no las veía. Él y Tony habían consumido el ron, menos una
botella que conservaban para caso de emergencia.
—No podemos continuar mermando las conservas —advirtió el doctor Messinger
con fastidio—. Los hombres deben salir a cazar.
Pero recibieron la orden con caras mustias e inexpresivas y se quedaron en el
campamento.
—No pájaros, no animales aquí —explicó Rosa—. Todos desaparecidos. Pescar
sí.
Pero los indios no se dejaron persuadir. Veían bolsas y paquetes de alimentos
amontonados en la orilla; ya habría tiempo de cazar y pescar cuando los hubieran
consumido.
Mientras tanto, había que construir las canoas.
—Éstas son en realidad aguas del Amazonas —aseguró el doctor Messinger—.
Probablemente van a confluir al Río Branco o al Río Negro. Los pie-wies viven en
sus orillas, y la Ciudad, según todas las crónicas, debe de estar río abajo, sobre uno de
los afluentes. Cuando lleguemos a la primera aldea pie-wie, conseguiremos guías.
Construyeron canoas de corteza. Pasaron tres días buscando árboles de edad
apropiada y cortándolos. Hacharon cuatro y los trabajaron en el lugar donde cayeron,

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limpiando unos metros de maleza alrededor. Tardaron una semana en separar la
corteza con sus machetes. Trabajaban pacientemente, pero con escasa habilidad. Una
corteza se partió al separarla del tronco. Ni Tony ni el doctor Messinger podían
ayudar en nada. Pasaron aquella semana defendiendo el azúcar contra las mujeres.
Los hombres se movían por el campamento y la selva circundante con pasos
silenciosos; sus pies descalzos no parecían remover las hojas caídas, sus hombros
desnudos no hacían crujir la maleza enmarañada; sus palabras eran breves y apenas
audibles; nunca tomaban parte en la charla y en las risas de sus mujeres; sólo una vez
dieron muestras de alegría, cuando uno de ellos dejó resbalar su cuchillo mientras
trabajaba en el tronco del árbol y se cortó profundamente la yema del dedo pulgar. El
doctor Messinger curó la herida con yodo, gasa y vendas. Desde entonces, las
mujeres lo solicitaron constantemente, mostrándole pequeños rasguños en los brazos
y piernas y pidiendo yodo.
Dos de los árboles se terminaron en un día, luego otro al día siguiente y el cuarto
dos días después. Era éste un árbol mayor que los demás. Al quedar separada la
última fibra, cuatro hombres rodearon al tronco y separaron íntegra la corteza, que se
enrolló inmediatamente, formando un cilindro que los hombres cargaron hasta la
orilla del río y pusieron a flote amarrándolo a un árbol con un lazo de enredaderas.
Cuando estuvieron listas todas las cortezas, fue fácil el transformarlas en canoas.
Cuatro hombres las mantenían abiertas mientras otros dos las apuntalaban. Los
bordes quedaban abiertos y ligeramente enroscados como para levantarla (la
embarcación cargada apenas hacía una o dos pulgadas de agua). Después se pusieron
a fabricar remos de una sola pala. Ésa también fue tarea fácil.

Todos los días el doctor Messinger le preguntaba a Rosa:


—¿Cuándo estarán listos los botes? Pregunta a los hombres.
Y ella contestaba:
—Ahora ya.
—¿Cuántos días? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Cuántos?
—No, no muchos. Botes terminados ahora ya.
Por fin, cuando vio que el trabajo estaba casi acabado, el doctor Messinger se
dispuso a tomar medidas. Puso orden en las provisiones, dividiendo en dos grupos
todo aquello que era necesario transportar; él y Tony irían en distintos botes y cada
uno llevaría un rifle y municiones, una cámara fotográfica, conservas, mercaderías y
su propio equipaje. La tercera canoa, tripulada exclusivamente por indígenas, llevaría
harina y arroz, azúcar y fariña, y las raciones de los hombres. Todas las provisiones
no cabían en las canoas, de suerte que construyeron otro depósito de emergencia un
poco más arriba, a orillas del río.
—Llevaremos ocho hombres; cuatro pueden quedarse atrás con las mujeres para
cuidar el campamento. Una vez que estemos entre los pie-wies, todo será fácil. Los

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macushi podrán entonces volver a sus casas. No creo que roben las provisiones; no
hay nada que pueda serles muy útil.
—¿No convendría llevar a Rosa para que haga de intérprete con los macushi?
—Sí, quizá sea mejor. Se lo diré.
Esa noche todo quedó concluido, menos los remos. A poco de oscurecer, cuando
la temperatura se hizo más agradable y Tony y el doctor Messinger pudieron quitarse
los guantes y los velos que los habían molestado durante todo el día, llamaron a Rosa
para que fuera a la parte del campamento donde ellos comían y dormían.
—Rosa, hemos resuelto llevarte con nosotros. Te necesitamos para que nos
ayudes a hablar con los hombres. ¿Entiendes?
Rosa no dijo nada; su cara permaneció totalmente inexpresiva, alumbrada desde
abajo por el farol de tormenta que estaba colocado sobre un cajón, entre ellos; la
sombra de sus pómulos altos ocultaba los ojos. Tenía el pelo enmarañado, un tenue
dibujo tatuado en la frente y el labio, el cuerpo rotundo dentro de un vestido de
algodón inmundo, las piernas morenas cambadas.
—¿Entiendes?
Pero ella no dijo palabra; parecía estar mirando por encima de sus cabezas hacia
el bosque oscuro; sus ojos se perdían en las sombras.
—Oyeme, Rosa: todas las mujeres y cuatro hombres quedan aquí, en el
campamento. Ocho hombres vendrán en botes hasta la aldea pie-wie. Tú vienes con
los botes. Cuando lleguemos a la aldea pie-wie, tú y los ocho hombres y los botes
volverán al campamento con las otras mujeres y hombres. Después volverán a la
región macushi. ¿Comprendes?
Finalmente Rosa habló:
—Macushi no va con pie-wie.
—No te estoy pidiendo que vayas con los pie-wies. Tú y tu gente nos llevarán
hasta los pie-wies; después volverán con los macushi. ¿Comprendes?
Rosa trazó con el brazo un círculo que abarcaba el campamento, el trayecto que
habían recorrido y las anchas sabanas que habían dejado atrás.
—Gente macushi allá —dijo. Luego alzó el otro brazo y lo extendió río abajo,
hacia la región oculta—. Gente pie-wie allá —señaló—. Gente macushi no va con
gente pie-wie.
—Escúchame, Rosa. Tú eres una mujer sensata. Has vivido dos años con
caballero negro, Mr. Forbes. Te gustan los cigarrillos…
—Sí, dame cigarrillos.
—Tú vienes con los hombres en los botes. Te daré entonces muchos, muchos
cigarrillos.
Rosa miró impasible hacia delante y no dijo nada.
—Oyeme, tendrás a tu hombre y a otros para protegerte. ¿Cómo podríamos hablar
con los hombres sin ti?
—Hombres no van —dijo Rosa.

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—Naturalmente que van los hombres. La única cuestión es saber si vendrás tú
también.
—Gente macushi no va con gente pie-wie —insistió Rosa.
—¡Oh, Dios! —dijo, hastiado, el doctor Messinger—. Muy bien; hablaremos de
esto por la mañana.
—Dame cigarrillos.
—Las cosas se van a complicar si no viene esta mujer.
—Mucho más se van a complicar si ninguno de ellos viene —agregó Tony.

Al día siguiente estuvieron listos los botes. A mediodía estaban botados y


amarrados a la orilla. Los indios, silenciosamente, se ocupaban de su comida. Tony y
el doctor Messinger comieron lengua, arroz hervido y duraznos en conserva.
—Estamos bien en cuanto a provisiones —aseguró el doctor Messinger—.
Alcanzarán para tres semanas por lo menos, y seguramente encontraremos a los pie-
wies dentro de un día o dos. Saldremos mañana.
El salario de los indios, en rifles, anzuelos y piezas de algodón, lo habían
depositado por adelantado en su aldea. Había aún media docena de cajas de
«mercancías» para usar durante las últimas etapas del viaje. Una pierna de pécari
valía, en aquella moneda, un puñado de munición o veinte balas; un ave gorda
costaba un collar.
Cuando terminaron de comer, alrededor de la una, el doctor Messinger llamó a
Rosa.
—Saldremos mañana —le dijo.
—Sí, ahora mismo.
—Diles a los hombres lo que te dije anoche. Ocho hombres para los botes, los
otros esperarán aquí. Tú vendrás en los botes. Todas esas provisiones quedan aquí.
Todas éstas vienen en los botes. Tú les dices esto a los hombres.
Rosa quedó callada.
—¿Comprendes?
—Gente no va en botes —dijo—; toda gente va por allá —y extendió su brazo
hacia la senda que habían seguido últimamente—. Mañana o pasado, toda la gente
vuelve aldea.
Hubo una larga pausa; por fin el doctor Messinger dijo:
—Diles a los hombres que vengan… Es inútil amenazarlos —comentó a Tony
cuando Rosa se volvió meneándose al lado del fuego—. Son gentes tímidas, extrañas.
Si se les amenaza, se asustan y desaparecen, dejándolo a uno desamparado. No se
preocupe, creo que podré persuadirlos.
Veían a Rosa junto al fuego, hablando; pero ninguno del grupo se movió. Luego,
después de haber transmitido su mensaje, permaneció en silencio y se acurrucó entre

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ellos con la cabeza de una mujer en sus faldas. Estaba buscando piojos cuando fue
interrumpida por la llamada del doctor Messinger.
—Será mejor que crucemos a hablar con ellos.
Algunos de los indios estaban en las hamacas. Los demás, sentados sobre sus
talones, habían echado tierra sobre el fuego y lo habían extinguido. Contemplaban a
Tony y al doctor Messinger con sus ojitos rasgados de cerdo. Sólo Rosa parecía
indiferente. Con la cabeza apartada, toda su atención se concentraba en sus dedos
ágiles, que cazaban y aplastaban los piojos del pelo de su amiga.
—¿Qué sucede? —preguntó el doctor Messinger—. Yo te dije que hicieras venir
a los hombres aquí.
Rosa no contestó nada.
—¿Así que el pueblo macushi es cobarde, que le tiene miedo al pueblo pie-wie?
—Es el tiempo de cazabe —dijo Rosa—; tenemos que volver juntar cazabe. Si
no, arruinarse.
—Oyeme: necesito a los hombres por una semana o dos. Nada más. Después todo
terminará. Pueden volver a casa.
—Es época juntar cazabe. Gente macushi junta cazabe antes lluvias grandes. Toda
la gente vuelve ahora.
—Esto es pura extorsión —advirtió el doctor Messinger—. Saquemos algunas
mercancías.
Él y Tony abrieron uno de los cajones y empezaron a exponer el contenido sobre
una manta. Habían elegido estas cosas juntos, en una tienda barata de Oxford Street.
Los indígenas observaban en silencio. Había frascos de perfume y píldoras, peines
brillantes de celuloide engarzados con piedras, espejos, cuchillos de bolsillo con
mangos de aluminio, cintas y collares y objetos de trueque de valor más subido, como
cabezas de hachas, cartuchos de bronce y frascos chatos y rojos de pólvora.
—Usted, dame esto —dijo Rosa, escogiendo una roseta celeste que había sido
fabricada como un distintivo de regata—. Dame esto —repitió, volcando unas gotas
de perfume en la palma de la mano e inhalando profundamente.
—Cada hombre puede elegir tres cosas de este cajón si viene en los botes.
Pero Rosa contestó en forma monótona:
—Pueblo macushi junta cazabe ahora mismo.
—Es inútil —manifestó el doctor Messinger después de media hora de
negociaciones infructuosas—. Tendremos que ensayar con los ratones. Los quería
conservar hasta que encontráramos a los pie-wies; es una lástima, pero se dejarán
tentar por los ratones, verá usted. Conozco la mentalidad indígena.
Aquellos ratones eran artículos relativamente caros. Habían costado tres chelines
y seis peniques cada uno, y Tony recordaba vividamente la turbación que le había
producido en la juguetería el funcionamiento de los ratones.
Eran de manufactura alemana, del tamaño de ratas grandes, pero vistosamente
pintados con manchas verdes y blancas. Tenían unos ojos grandes de vidrio, bigotes

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tiesos y colas de anillos verdes y blancos; corrían sobre unas ruedas ocultas, y en el
interior había unos cascabeles que sonaban con el movimiento. El doctor Messinger
sacó uno de su caja, desenvolvió el papel de seda y lo mantuvo en alto para que todos
lo observaran. No cabía duda de que había ganado el interés del auditorio. Luego le
dio cuerda. Los indios se movieron aprensivamente ante el sonido.
El suelo donde estaban acampados era de tierra dura. El doctor Messinger
depositó el juguete en el suelo y lo dejó ir cascabeleando alegremente mientras corría
hacia el grupo de los indios. Durante un momento Tony temió que volcara o que se
trabara en una raíz; el mecanismo andaba bien, y por suerte tenía campo abierto. El
efecto sobrepasó todas sus esperanzas. Hubo un suspiro ruidoso, una serie de
gruñidos horrorizados, un grito agudo de terror de las mujeres y una huida súbita y
despavorida, un rumor amortiguado de pies morenos y descalzos entre las hojas
caídas. Miembros desnudos, silenciosos como murciélagos, pasaron entre la maleza,
vestidos de algodón raído se prendieron y rompieron en los arbustos espinosos. Antes
de que el juguete quedara sin cuerda, antes de que hubiera alcanzado cascabeleando
el sitio donde el indio más cercano estaba en cuclillas, el campamento había quedado
vacío.
¡Demonios! —exclamó el doctor Messinger—. Esto es mejor de lo que esperaba.
—Más de lo que esperaba, por lo pronto.
¡Oh!, está bien; ya volverán, los conozco.
Pero no hubo ninguna señal a la hora del crepúsculo. Durante toda la tarde
ardiente, Tony y el doctor Messinger, con sus velos que los protegían contra las
caburíes, permanecieron recostados en sus hamacas. Las canoas vacías flotaban en el
río. Guardaron el ratón mecánico. A la puesta del sol, el doctor Messinger dijo:
—Será mejor que hagamos un fuego; volverán cuando oscurezca.
Quitaron la tierra de las brasas viejas, trajeron leña nueva y encendieron fuego;
también encendieron el farol de tormenta.
—Será mejor que cenemos —dijo Tony.
Hirvieron agua y prepararon cocoa, abrieron una lata de salmón y terminaron los
duraznos que habían quedado del mediodía. Encendieron luego sus pipas y corrieron
los mosquiteros sobre las hamacas. Estuvieron en silencio durante la mayor parte del
tiempo. Luego resolvieron dormir.
—Los encontraremos a todos aquí por la mañana —aseguró el doctor Messinger
—; son un grupo extraño.
Alrededor de ellos, las voces de la selva silbaban y croaban, cambiando a medida
que la noche iba quedando atrás.

El alba en Londres, clara y suave, en sus tonos grises y dorados, prometía buen
tiempo. Las luces de las calles empalidecieron hasta desaparecer. El agua corría por el
pavimento desierto, y el sol naciente se reflejaba en ella cuando se juntaba en los

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desagües. Los barrenderos corrían las mangueras de lado a lado y el agua surgía y se
desparramaba en un reguero de luz.
—Hagamos abrir la ventana —dijo Brenda—. Está muy encerrado aquí.
El mozo apartó las cortinas y abrió las ventanas.
—Ya es de día —agregó Brenda.
—Son más de las cinco, ¿no te parece que es hora de acostarse?
—Sí.
—Una semana más y se habrán acabado todas las fiestas —dijo Beaver.
—Sí.
—Bueno, vamos.
—Muy bien. ¿Puedes pagar? No tengo más dinero.
Habían venido después de la fiesta para desayunarse en un club que Daisy había
abierto. Beaver pagó el arenque ahumado y el té.
—Ocho chelines —dijo—. ¿Cómo se imagina Daisy que va a tener éxito
cobrando semejantes precios?
—Parece mucho… ¿Así que te vas a América?
—Tengo que ir, mi madre ha tomado los pasajes.
—¿Nada de lo que te he dicho esta noche te ha hecho cambiar de idea?
—Querida, no sigas. Ya hemos agotado el tema. Tú sabes que es la única salida.
¿Por qué estropear la última semana?
—Te has divertido este verano, ¿no?
—Naturalmente… Bueno, ¿vamos?
—Sí; y no necesitas molestarte en acompañarme.
—¿Seguro que no te importa? Me queda muy a trasmano y ya es tarde.
—Ya no sé qué me importa.
—Brenda, querida, por amor de Dios… No es propio de ti comportarse así.
—Nunca me he preocupado por hacerme valer…

Los indios regresaron durante la noche, mientras Tony y el doctor Messinger


dormían. Sigilosamente, habían abandonado su escondite; las mujeres se habían
quitado las ropas y las habían dejado a cierta distancia para que ninguna rama pudiera
delatar sus movimientos; sus cuerpos desnudos se movían silenciosos por la maleza;
la única luz era la de las brasas y el farol de tormenta a veinte metros de distancia; no
había luna. Recogieron sus cestos de mimbre y sus raciones de fariña, sus arcos y
flechas, el fusil y sus machetes; enrollaron sus hamacas en cilindros compactos. No
se llevaron nada que no les perteneciera. Luego se escurrieron de nuevo en las
sombras, hacia la noche oscura.
Cuando Tony y el doctor Messinger se despertaron, advirtieron claramente lo
sucedido.
—La situación es grave —dijo el doctor Messinger—, pero no desesperada.

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4

Durante cuatro días Tony y el doctor Messinger remaron río abajo. Iban
precariamente sentados en los dos extremos de la canoa. Entre los dos habían
amontonado lo más esencial de sus provisiones; lo demás, junto con las otras canoas,
había quedado en el campamento, para ser recogido cuando consiguieran ayuda de
los pie-wies.
A pesar de que el doctor Messinger había seleccionado un mínimo de carga, la
embarcación quedaba peligrosamente baja. Cualquier movimiento hacía que el agua
llegara tan cerca de la borda como para amenazar un desastre. Resultaba difícil
timonearla y el progreso era lento, contentándose los navegantes, la mayor parte del
tiempo, con mantenerla a nivel y dejarse llevar por la corriente.
Dos veces llegaron a zonas de cataratas, y allí tuvieron que encallar la canoa en la
orilla, desembarcar el equipaje y después vadear el paso, a veces con el agua hasta la
cintura, otras trepándose por las rocas, guiándola con la mano hasta que alcanzara de
nuevo aguas mansas. Entonces amarraban la embarcación en la orilla y transportaban
toda la carga a través de la maleza. Durante el resto del camino, el río siguió siendo
ancho y sereno: una superficie oscura que reflejaba en detalle las murallas de bosque
a ambos lados, murallas que, desde la maleza a las copas coronadas de flores,
alcanzaban los treinta metros. A veces cruzaban sectores en donde el agua estaba
salpicada de pétalos caídos, en medio de los cuales flotaban, moviéndose casi tan
despacio como ellos, como si descansasen sobre una pradera florida. Por la noche,
estiraban sus lonas sobre franjas de playa seca, o colgaban las hamacas en la selva.
Sólo las caburíes y extraños e inmóviles lagartos amenazaban la paz de sus días.
Constantemente escudriñaban las orillas, sin descubrir señal alguna de vida
humana.
Fue entonces cuando Tony empezó a tener fiebre. Le acometió súbitamente, la
tarde del cuarto día. A mediodía estaba sano y bueno y cazó un ciervo pequeño que
había ido a beber a la orilla opuesta; una hora más tarde, estaba tiritando tan
violentamente que tuvo que dejar el remo; la cabeza le hervía y el cuerpo y los
miembros estaban helados. Cuando se puso el sol deliraba un poco.
El doctor Messinger le tomó la temperatura y vio que tenía cuarenta grados. Le
dio veinticinco granos de quinina y encendió un fuego tan cerca de su hamaca que
por la mañana la encontró chamuscada y ennegrecida por el humo. Le dijo a Tony
que se mantuviera envuelto en la manta; durante toda esa larga noche se despertó
varias veces empapado en sudor. Lo consumía la sed y bebía vaso tras vaso de agua
de río. Ni aquella noche ni a la mañana siguiente pudo comer nada.
Pero a la mañana siguiente ya le había bajado la fiebre. Se sentía débil y exhausto,
pero pudo quedarse firme en su puesto y remar un poco.

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—Ha sido sólo un ataque pasajero, ¿verdad? —preguntó—. Mañana estaré
perfectamente, ¿no?
—Espero que sí —contestó el doctor Messinger.
A mediodía, Tony bebió un poco de cocoa y comió una taza de arroz.
—Me siento estupendamente bien —dijo.
—Me alegro.
Esa noche reapareció la fiebre. Estaban acampados en un banco de arena. El
doctor Messinger calentó piedras y las puso debajo de los pies y la cintura de Tony.
Estuvo despierto casi toda la noche, echando leña al fuego y llenando de agua el
cubilete del enfermo. Al amanecer, Tony durmió una hora y se despertó sintiéndose
un poco mejor. Tomaba frecuentes dosis de quinina y le zumbaban los oídos como si
estuviera escuchando esos caracoles que, según le habían dicho de niño, reproducían
el ruido del mar.
—Tenemos que seguir viaje —dijo el doctor Messinger—. Ya no debemos de
estar muy lejos de alguna aldea.
—Me siento muy mal. ¿No sería mejor esperar un día más hasta que me sintiera
del todo bien?
—No vale la pena esperar. Tenemos que continuar. ¿Cree que puede arreglarse
para entrar en la canoa?
El doctor Messinger sabía que Tony tenía fiebre para rato.
Durante las primeras horas de aquel día, Tony estuvo echado, sin fuerzas, en la
proa. Habían cambiado de sitio las provisiones para que pudiera acostarse. Después
volvió a acometerle la fiebre y comenzaron a rechinarle los dientes. Se incorporó e
inclinó la cabeza sobre las rodillas, mientras le temblaba todo el cuerpo; sólo las
mejillas y la frente le ardían bajo el sol del mediodía. Aún no se veía rastro de aldea
alguna.
Fue esa tarde cuando por primera vez vio a Brenda. Durante algún tiempo había
estado fijando la vista intensamente en la forma extraña que veía en medio del bote,
donde había amontonado el equipaje. Entonces comprobó que era un ser humano.
—¿Así es que volvieron los indios? —dijo.
—Sí.
—Sabía que volverían; qué tontos, asustarse por un juguete. Me imagino que los
otros nos siguen.
—Sí, espero que sí. Trate de quedarse quieto.
—¡Malditos estúpidos!, asustarse de un ratón de juguete —dijo Tony con sorna a
la mujer sentada en medio del bote. Entonces vio que era Brenda—. Lo siento —
siguió—. No advertí que eras tú; tú no te asustarías de un ratón de juguete.
Pero ella no le contestó. Se quedó quieta, tal como lo hacía cuando volvía de
Londres, acurrucada con su tazón de leche y pan.
El doctor Messinger dirigió el bote hacia la orilla. Casi zozobraron cuando ayudó
a Tony a desembarcar. Brenda bajó sin ayuda alguna. Saltó hábil y delicadamente,

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conservando el equilibrio del bote.
—Eso es lo que se llama «clase» —afirmó Tony—. Una vez vi un formulario que
la gente debe llenar cuando busca empleo en una firma americana, y una de las
preguntas que hay que contestar es: «¿Tiene usted clase?».
Brenda lo esperaba en la orilla.
—Lo que resultaba absurdo en tal pregunta es que hay que confiar en la palabra
del solicitante —explicó Tony laboriosamente—. Quiero decir, ¿es señal de «clase»
creer que uno la tiene?
—Quédese quieto aquí mientras cuelgo su hamaca.
—Sí, me quedaré aquí con Brenda. Estoy tan contento de que haya podido venir.
Debe haber tomado el tren de las tres y dieciocho.
Su mujer estuvo junto a él durante esa noche y el día siguiente. Tony le hablaba
sin cesar, pero sólo recibía escasas respuestas o respuestas enigmáticas. La noche
siguiente tuvo otro acceso de transpiración. El doctor Messinger mantuvo encendida
una gran fogata al lado de la hamaca y envolvió a Tony en su manta. Tony se durmió
una hora antes del amanecer y cuando despertó, Brenda se había ido.

—Su temperatura ha vuelto a ser normal.


—¡Gracias a Dios! He estado bastante mal, ¿no? No me puedo acordar mucho.
El doctor Messinger había puesto un poco de orden en el campamento. Había
cortado con el hacha y limpiado de maleza un claro del tamaño de un cuarto pequeño.
Sus dos hamacas colgaban de los extremos. Las provisiones se amontonaban en la
orilla, colocadas en orden sobre la lona impermeable.
—¿Cómo se siente?
—Estupendamente —contestó Tony. Pero cuando salió de la hamaca, descubrió
que no podía ponerse en pie sin ayuda—. Naturalmente, no he comido nada. Me
imagino que pasarán un día o dos antes de que esté del todo bien.
El doctor Messinger no dijo nada, pero filtró el té, pasándolo despacito de una
taza a la otra. Le agregó una cucharada grande de leche condensada.
—Trate de beber esto.
Tony lo bebió con gusto y comió unas galletitas.
—¿Seguiremos viaje hoy? —preguntó.
—Lo pensaremos —tomó las tazas y fue a lavarlas al río. Cuando volvió dijo—:
Creo que es mejor explicarle las cosas. Es inútil que crea estar sano porque no tenga
fiebre durante un día. Generalmente sucede así. Un día con fiebre y un día normal.
Puede durar una semana o mucho más. Tenemos que hacer frente a la situación. No
puedo correr el riesgo de llevarlo en la canoa. Anteayer estuvo varias veces a punto
de hacerla zozobrar.
—Pensé que había alguien que yo conocía.

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—Pensó muchas cosas. Va a continuar así. Mientras tanto, tenemos provisiones
para diez días más o menos. No es una preocupación inmediata, pero es algo que hay
que recordar. Además, necesita un techo y cuidados constantes. Si por lo menos
estuviéramos en una aldea…
—Temo ser un estorbo muy grande.
—No se trata de eso. Lo que hay que hacer es pensar qué nos conviene más.
Pero Tony estaba demasiado cansado para pensar y dormitó durante una hora más
o menos. Cuando se despertó, el doctor Messinger estaba ampliando el claro.
—Voy a arreglar la lona impermeable como techo.
(Había marcado aquel sitio en su mapa como «Campamento Temporario de
Emergencia»).
Tony lo observaba indiferente. De pronto, le dijo:
—Escúcheme, ¿por qué no me deja aquí y va río abajo a buscar ayuda?
—Lo había pensado. Pero es un riesgo demasiado grande.
Aquella tarde Brenda volvió al lado de Tony mientras él tiritaba y se revolvía en
su hamaca.

Cuando volvió a estar en condiciones de observar las cosas, Tony advirtió que la
lona, atada a los troncos de los árboles, le servía de techo.
—¿Cuánto tiempo hemos estado aquí?
—Sólo tres días.
—¿Qué hora es?
—Serán las diez de la mañana.
—Me siento muy mal.
El doctor Messinger le dio un poco de sopa.
—Voy a bajar por el río para ver si encuentro una aldea —dijo—. Estaré ausente
todo el día. No me gusta dejarlo solo, pero vale la pena correr el riesgo. Podré ir
bastante lejos ahora que la canoa está vacía. Quédese tranquilo. No se mueva de la
hamaca. Estaré de vuelta antes de la noche. Espero que con algunos indios para
ayudarnos.
—Muy bien —contestó Tony, y se durmió.
El doctor Messinger bajó a la orilla y desató la canoa; se llevó un rifle, un vaso y
las provisiones para un día. Se sentó en la popa y se alejó del borde; la corriente
movió la proa y con unos pocos golpes de remo llegó a la mitad del río.
El sol estaba alto y su reflejo en el agua lo deslumbraba y le abrasaba la piel.
Remaba con golpes regulares, tranquilos; avanzaba rápidamente.
El río se enangostó y durante una milla el agua corría tan rápidamente que no
tuvo más que dejar atrás el remo para que le sirviera de timón; después se abrieron las
murallas de la selva a cada lado y penetró en un lago grande, abierto, donde tuvo que
esforzarse mucho para avanzar. Constantemente escudriñaba el horizonte buscando la

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columna de humo, el techo de hojas de palmera, la silueta morena agazapada en la
maleza, el ganado bebiendo o cualquier otra manifestación de la aldea que buscaba.
Pero no había rastro alguno. En medio del agua despejada tomó su catalejo y estudió
la orilla boscosa; pero no había ninguna señal.
Después, el cauce del río volvió a estrecharse y la canoa fue impelida por la fuerte
corriente. Más adelante, venían los rápidos, y el agua mansa bullía y remolineaba; un
ruido sordo y monótono le advirtió que detrás de los rápidos había una catarata. El
doctor Messinger comenzó a timonear hacia la orilla. La corriente era fuerte y tuvo
que emplear todo su vigor; diez metros más allá de donde comenzaban los rápidos la
proa del bote se incrustó en la orilla. Había unos densos arbustos espinosos que caían
sobre el río; la canoa se deslizó debajo de ellos y encalló en la playa. Con gran
cautela, el doctor Messinger se inclinó hacia adelante e intentó asirse de una rama que
se extendía sobre su cabeza. En aquel momento se produjo el desastre. El bote se
deslizó río abajo y cuando él se prendió del remo, la embarcación fue arrastrada de
costado entre las aguas agitadas; allí adoptó un curso excéntrico, dando vueltas y
tumbos en dirección a las cataratas. El doctor Messinger cayó al agua. El río tenía
poca profundidad en ese lugar, y él se asió a las rocas; pero éstas eran lisas como el
marfil y sus manos resbalaban; rodó dos veces, hallóse en aguas profundas e intentó
nadar; se encontró de nuevo entre rocas e intentó asirse a ellas. Así llegó a las
cataratas.
No eran tan espectaculares como suelen ser en esas regiones: un salto de tres
metros o poco menos; pero fueron suficientes para el doctor Messinger. En el fondo,
la espuma iba a morir en una gran remanso, casi inmóvil y salpicado con las flores de
los árboles del bosque que lo rodeaba. El sombrero del doctor Messinger siguió
flotando muy lentamente hacia el Amazonas y las aguas se cerraron sobre su cabeza
calva.

Brenda fue a ver a los abogados de la familia.


—Mr. Graceful —dijo—, necesito dinero.
Mr. Graceful la contempló con tristeza.
—Entiendo que esto incumbe al gerente de su banco. Tengo entendido que hay
acciones depositadas a su nombre y que los dividendos se acreditan en su cuenta.
—Parece que nunca pagaran dividendos. Además, es realmente muy difícil vivir
con tan poco.
—Sin duda, sin duda.
—Mr. Last le dejó un poder, ¿no?
—Con facultades estrictamente limitadas, ladi Brenda. Tengo instrucciones de
pagar los sueldos de Hetton y todos los gastos relacionados con la propiedad, pues se
están instalando cuartos de baño nuevos y restaurando algunas decoraciones del

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saloncito que habían sido destruidas. Pero temo no estar autorizado para extraer
fondos de la cuenta de Mr. Last destinados a otro fin.
—Pero, Mr. Graceful, estoy segura de que no tuvo intención de quedarse tanto
tiempo fuera. No puede haber pensado en dejarme así abandonada; ¿no le parece?,
¿no le parece?
Mr. Graceful calló y pareció un poco molesto.
—Para ser del todo sincero, lady Brenda, creo que ésa fue su intención. Yo
planteé la cuestión poco antes de su partida; estaba completamente resuelto a ello.
—Pero ¿puede hacer eso? Quiero decir…, ¿el contrato matrimonial, o lo que sea,
no me da ningún derecho?
—Nada que pueda reclamar sin presentarse ante los tribunales. Podría encontrar
abogados que la aconsejasen hacerlo. No puedo decirle que yo sería uno de ellos. Mr.
Last defendería su causa hasta cualquier extremo y creo que, en las circunstancias
actuales, los tribunales fallarían a su favor. En todo caso, sería un procedimiento
lento, costoso y poco elegante.
—¡Oh!, comprendo… Bueno, es definitivo, ¿no?
—Me parece que sí.
Brenda se puso en pie para salir. Era pleno verano y a través de la ventana podía
contemplar los jardines bañados de sol de Lincoln’s Inn.
—Otra cosa. Usted sabe…, quiero decir, ¿puede informarme si Mr. Last ha hecho
otro testamento?
—Es un asunto que no puedo comentar.
—No, supongo que no. Lo siento, he hecho mal en preguntar. Sólo quería saber
cuál es mi situación respecto a él.
En pie, entre la mesa y la puerta, Brenda, vestida de colores vivos, parecía
perdida.
—Quizá pueda adelantarle, para darle una idea, que los herederos presuntos de
Hetton son ahora sus primos, los Last Princess Risborough. Creo que usted conoce lo
suficiente el modo de ser y las ideas de Mr. Last para saber que siempre deseó que su
fortuna estuviera unida a su propiedad, a fin de conservarla en las condiciones que a
él le parecen apropiadas.
—Sí —dijo Brenda—; debería haber pensado en eso. Bueno, adiós.
Y se alejó sola bajo los rayos de sol.

Durante todo ese día, Tony estuvo acostado solo, sin tener conciencia del
transcurso del tiempo. Dormitó un poco, abandonó la hamaca una o dos veces, pero
se sintió débil y mareado. Intentó comer parte de los alimentos que el doctor
Messinger le había dejado preparados, pero sin lograrlo. Sólo cuando ya había
oscurecido, advirtió que había pasado otro día. Encendió entonces el farol y empezó a
recoger leña para el fuego, pero se le resbalaba entre los dedos, y cada vez que se

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agachaba se sentía mareado; de modo que, después de algunos esfuerzos
exasperantes, dejó la leña donde había caído y volvió a la hamaca, y allí, envuelto en
la manta, se echó a llorar.
Al cabo de unas horas, la llama del farol comenzó a achicarse; Tony se inclinó
con dificultad y sacudió el farol. Necesitaba combustible. Como sabía dónde estaba el
queroseno, se arrastró hacia él, apoyándose primero en la cuerda de la hamaca y
luego en una pila de cajones. Encontró la lata, sacó el tapón y comenzó a llenar la
lámpara, pero le temblaba la cabeza y el queroseno se derramó en el suelo. Entonces
la cabeza empezó a darle vueltas, obligándole a cerrar los ojos; el tambor rodó y se
fue vaciando poco a poco. Cuando advirtió lo que sucedía, empezó a llorar de nuevo.
Se recostó en la hamaca y en pocos minutos la luz bajó, parpadeó un poco y luego se
extinguió. Un penetrante olor a queroseno subió desde la tierra empapada. Tony
quedó a oscuras, desvelado, llorando.
Poco antes del amanecer volvió la fiebre y la ininterrumpida visita de espectros
que le perturbaban los sentidos.

Brenda se despertó profundamente deprimida. Había pasado la tarde anterior sola,


en un cinematógrafo. Después había sentido hambre, pues no había comido casi nada
ese día, pero no tenía fuerzas para entrar sola en un restaurante. Entonces compró un
pastel de carne y lo llevó a su casa. Parecía delicioso; pero cuando se dispuso a
comerlo, descubrió que había perdido el apetito. Los restos del pastel estaban sobre
su tocador cuando despertó. Era agosto, y estaba completamente sola. Beaver
desembarcaría ese mismo día en Nueva York. Le había telegrafiado desde alta mar
para anunciarle que la travesía había sido excelente. Para Brenda, fue el final de
Beaver. El Parlamento estaba en receso, y Jock Grant-Menzies, como todos los años,
estaba de visita en lo de su hermano mayor, en Escocia; Marjorie y Allan habían
alcanzado a último momento el yate de lord Monomark y navegaban a todo lujo por
las costas de España, y asistían a corridas de toros. Hasta le habían pedido que se
ocupara de Djinn. Su madre estaba instalada en la casa sobre el lago de Ginebra que
siempre le prestaba lady Anchorage. Polly estaba un poco en todas partes. Hasta
Tenny Abdul Akbar estaba haciendo un crucero por el Báltico.
Brenda abrió el diario y leyó un artículo de un joven que decía que la
«temporada» de Londres era cosa pasada; que todo el mundo estaba demasiado
ocupado para pensar en seguir la rutina de la preguerra; que no había más bailes, sino
una serie constante de recepciones más modestas; que el mes de agosto en Londres
era el momento más animado del año, afirmación que venía repitiendo anualmente,
aunque con diferentes palabras. Brenda no se consoló con la lectura del artículo.
Durante las pasadas semanas había tratado de conservar cierta ecuanimidad hacia
Tony y la forma en que la había tratado; pero por fin estalló y, volviéndose, escondió
la cara en la almohada, sumida en resentimiento y autocompasión.

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En Brasil, Brenda llevaba un vestido raído de algodón del mismo estampado que
el de Rosa. Era tentador. Tony la observó durante algún tiempo antes de hablar.
—¿Por qué estás vestida así?
—¿No te gusta? Se lo compré a Polly.
—Parece tan sucio…
—Bueno, Polly viaja tanto. Tienes que levantarte para ir a la reunión del Consejo
del Condado.
—Pero hoy no es miércoles.
—No, pero en Brasil es distinto, ¿no te acuerdas?
—No puedo llegar hasta Pigstanton. Tengo que quedarme aquí hasta que vuelva
Messinger. Estoy enfermo. Me dijo que me quedara tranquilo; volverá esta noche.
—Pero todos los del Consejo del Condado están aquí. La Rubia Desvergonzada
los trajo en avión.
Y era verdad que estaban ahí. Reggie St. Cloud ocupaba la presidencia.
—Me opongo enérgicamente —dijo— a que Milly esté en la comisión. Es una
mujer de mala reputación.
Tony protestó:
—Tiene una hija. Tiene tanto derecho a estar presente como lady Cockpurse.
—Calma —dijo el alcalde—. Quiero pedirles, señores, que limiten sus
observaciones al asunto que se discute. Tenemos que tomar una resolución sobre el
ensanche de la carretera de Bayton a Pigstanton. Ha habido varias quejas porque es
imposible que los ómnibus de la línea verde doblen sin peligro la esquina de Hetton
Cross.
—Las Ratas de la Línea Verde. Dije las Ratas de la Línea Verde. Ratas mecánicas
de la Línea Verde. Muchos de los aldeanos se han asustado y han evacuado sus casas.
—Yo también tuve que irme —dijo Reggie St. Cloud—. Me han sacado de mi
casa las ratas Mecánicas Verdes.
—Orden —exclamó Polly Cockpurse—. Propongo que Mr. Last haga uso de la
palabra.
—De acuerdo. Aprobado.
—Señoras y señores —dijo Tony—, les ruego que consideren que estoy enfermo
y no puedo moverme de mi hamaca. El doctor Messinger ha dejado instrucciones
bien claras.
—Winnie quiere bañarse.
—No hay baño en Brasil. No hay baño en Brasil —los presentes empezaron a
gritar: «¡No hay baño en el Brasil!».
—Pero usted ha tomado dos desayunos…
—Orden —pidió el alcalde—. Sugiero, lord St. Cloud, que se someta a votación
el asunto.

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—El asunto es resolver si se contrata a Mrs. Beaver para ensanchar la esquina de
Hetton Cross. De todos los que respondieron a la licitación, ella presentó el
presupuesto más elevado, pero tengo entendido que sus planes incluyen una pared de
metal cromado en el lado sur de la aldea…
—… y dos desayunos —sugirió Winnie.
—… y dos desayunos para los obreros. Los que estén en favor de la moción que
cacareen imitando las gallinas y los que estén en contra que digan guau-guau.
—Se trata de un procedimiento de lo más impropio —dijo Reggie—. ¿Qué
pensarán los sirvientes?
—Tenemos que hacer algo, hasta que lo sepa Brenda.
—¿Yo? Estoy muy bien…
—Entonces, tengo entendido que se ha aprobado la moción.
—¡Me alegro tanto de que Mrs. Beaver haya ganado esa licitación! —dijo Brenda
—. Saben, estoy enamorada de John Beaver. Estoy enamorada de John Beaver. Estoy
enamorada de John Beaver.
—¿Es ésa la decisión de la comisión?
—Sí, está enamorada de John Beaver.
—Entonces resulta aprobada por unanimidad.
—No —protestó Winnie—, él tomó dos desayunos.
—… por mayoría absoluta.
—¿Por qué se están cambiando de ropa? —preguntó Tony, pues se estaban
poniendo las chaquetas de caza.
—Para la reunión en el parque; los galgos hoy vienen aquí.
—Pero no se puede cazar en verano.
—El tiempo es distinto en Brasil, y no hay baños.
—Ayer vi un zorro en Bruton Wood. Un zorro verde, mecánico, con una
campanilla dentro que sonaba al correr. Los asusté tanto que se escaparon todos, y
toda la playa quedó desierta, y no hubo baño, excepto para Beaver. Él se puede bañar
todos los días, porque el tiempo es distinto en Brasil.
—Estoy enamorado de John Beaver —dijo Ambrose.
—¿Qué? Yo no sabía que estaba aquí.
—Vine para recordarle que está enfermo, señor. No debe moverse de la hamaca
por nada del mundo.
—Pero ¿cómo llegaré a la ciudad si me quedo aquí?
—La ciudad estará servida en seguida, señor, en la biblioteca.
—Sí, en la biblioteca. No vale la pena usar el comedor ahora que la señora se ha
ido a vivir a Brasil.
—Voy a dar las órdenes en la caballeriza, señor.
—Pero no quiero a Tormenta. Le he dicho a Ben que la venda.
—Tendrá que ir a caballo al salón de fumar, señor. El doctor Messinger se llevó la
canoa.

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—Muy bien, Ambrose.
—Gracias, señor.
La Comisión en pleno había salido por la avenida, menos el coronel Inch, que
había tomado el otro camino y trotaba hacia Compton Last. Tony y Mrs. Beaver
quedaron solos.
—Guau-guau —dijo, barajando los naipes—. Esto significa que se aprueba la
moción.
Tony, quitando la vista de la mesa de juego, vio, detrás de los árboles, los muros y
las torres de la ciudad: estaba muy cerca. En la torre de entrada la brisa tropical hacía
flotar un estandarte heráldico. Tony se irguió con dificultad y echó a un lado las
mantas. Estaba más fuerte y más firme que cuando le subía la fiebre. Escogió un
camino a través de los árboles espinosos que lo rodeaban; el son de la música subía
desde las murallas relumbrantes, por donde pasaba una procesión. Tropezó contra
unos troncos y se enredó en las raíces y los tentáculos pendientes de las enredaderas;
pero siguió adelante sin sentir fatiga ni dolor.
Por fin llegó a un claro. Los portones estaban frente a él y los clarines sonaban en
los muros, saludando su llegada; de bastión en bastión, el mensaje corrió a los cuatro
puntos cardinales; pétalos de almendros y flores de manzano flotaban en el aire,
tapizaban el camino, tal como cuando, después de una tormenta de verano, caían en
las huertas de Hetton. Cúpulas doradas y agujas de alabastro relucían al sol.
Ambrose anunció:
—La Ciudad está servida.

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6 Du côte de chez Todd

Aun cuando Mr. Todd había vivido en la región del Amazonas durante casi sesenta
años, nadie, salvo unas cuantas familias pie-wies, estaba enterado de su existencia.
Su casa se alzaba en la sabana, en uno de esos pequeños claros, cubiertos de arena
y pasto, que afloran de vez en cuando en la zona y se extiende alrededor de cinco
kilómetros, cercados de selva.
El curso de agua que lo surcaba no figuraba en ningún mapa; se precipitaba en
torrentes, siempre peligrosos, y en algunas épocas del año imposible de vadear, hasta
confluir, aguas arriba, con el río donde había desaparecido el doctor Messinger.
Ninguno de los habitantes de este distrito, excepto Mr. Todd, había oído hablar
jamás de los gobiernos del Brasil o de la Guayana holandesa, que de tanto en tanto
reclamaban su dominio.
La casa de Mr. Todd era más amplia que la de sus vecinos, pero de arquitectura
similar: techo de hojas de palmeras trenzadas, paredes bajas, construidas de barro y
zarza, y piso de tierra. Era dueño de una docena y media de cabezas de ganado enano
que pastaba en la pradera, de una plantación de cazabe, de algunos plátanos y
mangos, un perro y, pieza única en toda la vecindad, una escopeta de repetición de un
solo cañón.
Las pocas provisiones del mundo exterior que solía utilizar le llegaban de mano
en mano por medio de una larga cadena de traficantes, tras regateos polilingües e
interminables, punto final del largo hilo de la madeja comercial que, arrancando de
Manaos, se perdía en esa región selvática.
Un día, mientras Mr. Todd estaba ocupado llenando unos cartuchos, llegó un pie-
wie con la noticia de que un hombre blanco, solo y enfermo, se acercaba a través del
bosque. Mr. Todd taponó el cartucho, cargó la escopeta, metióse al bolsillo los
cartuchos ya listos y fue a su encuentro.
El hombre ya había salido de la maleza cuando Mr. Todd lo encontró sentado en
el suelo, y evidentemente muy mal. No llevaba sombrero ni botas, y sus ropas estaban
tan desgarradas que sólo se mantenían adheridas al cuerpo por el sudor; tenía los pies
lastimados e hinchadísimos. Toda la piel estaba cubierta de picaduras de insectos y
mordeduras de murciélagos, y los ojos brillaban febrilmente. En su delirio hablaba

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consigo mismo, pero calló cuando Mr. Todd se acercó y le dirigió la palabra en
inglés.
—Usted es la primera persona que, desde hace días, me dirige la palabra —dijo
Tony—. Los demás no quieren detenerse, pasan a mi lado en bicicleta…, estoy
cansado… Brenda estaba conmigo, pero se asustó de un ratón mecánico y entonces
tomó la canoa y se fue. Dijo que volvería esa misma tarde, pero no volvió. Supongo
que estará viviendo en casa de alguno de sus nuevos amigos de Brasil… ¿Usted no la
habrá visto, por casualidad?
—Usted es el primer forastero a quien veo desde hace muchos años.
—Cuando me dejó, llevaba puesto un sombrero de copa. No puede pasar
inadvertida.
Luego comenzó a hablar con una persona inexistente que veía al lado de Mr.
Todd.
—¿Ve esa casa? —dijo el señor Todd—; ¿puede caminar hasta allí? Si no, llamaré
a unos indios para que lo lleven.
Tony miró extraviadamente hacia la choza de Mr. Todd.
—Arquitectura en armonía con el ambiente local —dijo—. Construida totalmente
con material indígena. Que no la vea Mrs. Beaver, o la cubrirá de metal cromado.
—Trate de caminar.
Mr. Todd ayudó a Tony a ponerse de pie y lo sostuvo firmemente del brazo.
—Iré en su bicicleta. Usted fue quien pasó hace un momento en bicicleta, ¿no?…
Sólo que la barba era de distinto color. La del otro era verde…, verde ratón.
Mr. Todd condujo a Tony a través de la pradera ondulada hacia la casa.
—Ya estamos cerca. En cuanto lleguemos, le daré algo que hará que se sienta
mejor.
—Mil gracias… A cualquier hombre le resulta muy desagradable que su mujer
huya en una canoa. Ocurrió hace mucho tiempo. No he comido nada desde entonces
—luego agregó—: Dígame, ¿usted es inglés? Yo también. Me llamo Last.
—Bueno, Mr. Last; ya no se preocupe por nada más. Está enfermo y ha hecho un
viaje agotador. Yo lo voy a cuidar.
Tony miró en torno.
—¿Son todos ingleses?
—Sí, todos.
—Esa chica morena se casó con un moro… He tenido suerte en encontrarme con
todos ustedes. ¿Pertenecen a un club de ciclismo?
—Sí.
—Bueno. Estoy demasiado cansado para andar en bicicleta… Nunca me gustó
demasiado… Deberían conseguir bicicletas con motor, saben; son más rápidas y más
ruidosas… Quedémonos aquí.
—No; tenemos que llegar hasta la casa. No falta mucho.

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—Muy bien…, me imagino que se habrán visto en dificultades para conseguir
nafta.
Siguieron avanzando lentamente y por fin llegaron a la casa.
—Acuéstese en esta hamaca.
—Eso es lo que dijo Messinger. Está enamorado de John Beaver.
—Voy a buscar algo para que tome.
—Qué bueno es usted. Sólo quiero el desayuno acostumbrado: café, tostadas,
fruta y los diarios de la mañana. Si ya han despertado a la señora, lo tomaré con ella.
Mr. Todd se introdujo en un cuartucho del fondo y de debajo de unos cueros sacó
una lata llena de hojas y cortezas secas. Tomó un puñado y se dirigió al fogón.
Cuando volvió, halló a su huésped erguido y a horcajadas sobre la hamaca
protestando enérgicamente.
—Me oirían mejor y demostrarían mayor educación si se quedaran quietos
cuando les dirijo la palabra, en vez de andar dando vueltas. Se lo digo por su bien…
Sé que son amigos de mi mujer y por eso no quieren escucharme. Pero tengan
cuidado. Ella no pronunciará palabras duras ni crueles, ni levantará la voz. Querrá
que continúen siendo amigos para siempre. Pero los abandonará. Se marchará
silenciosamente durante la noche. Se llevará la hamaca y su ración de harina.
Oiganme, sé que no soy inteligente; pero eso no justifica que olviden toda cortesía.
Asesinemos en la forma más suave posible. Les voy a referir lo que aprendí en la
selva, donde el tiempo transcurre de distinta manera. No hay ciudad: Mrs. Beaver la
ha cubierto con metal cromado y la ha transformado en departamentos. Muy
apropiados para amores ocultos. Y Polly estará allí. Ella y Mr. Beaver bajo las
almenadas murallas destruidas…
Mr. Todd sostuvo la cabeza de Tony con la mano y acercó a sus labios la calabaza
llena de la infusión de yerbas. Tony sorbió un trago y volvió la cabeza.
—¡Qué remedio asqueroso! —dijo. Y se echó a llorar.
De pie, a su lado, Mr. Todd sostenía la calabaza. Luego Tony bebió un poco más
haciendo muecas y ascos, pues la bebida le sabía amarga. Mr. Todd esperó hasta que
terminara de beber y luego volcó los restos en el piso de tierra; Tony se recostó
entonces en la hamaca sollozando silenciosamente. Poco después se quedaba
profundamente dormido.

La convalecencia de Tony fue lenta. Al principio, los días de lucidez alternaron


con días de delirio; más adelante, le bajó la temperatura y aun en los momentos de
mayor gravedad estaba consciente. Por último, los accesos de fiebre fueron cada vez
menos frecuentes, alternados, como suele ocurrir normalmente en el trópico, con los
largos periodos de relativa salud.
Mr. Todd le administraba regularmente los brebajes preparados con yerbas.
—Son muy feos —decía Tony—, pero en verdad hacen bien.

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—Hay remedios para todo en la selva —solía contestarle Mr. Todd—, tanto para
curar como para enfermar. Mi madre era india y me enseñó a preparar muchos de
ellos. Otros me fueron revelados por mis diversas esposas. Existen plantas que curan
y otras que dan fiebre; unas que matan, enloquecen o preservan de las víboras; otras
que emborrachan a los peces para que puedan pescarse con la mano, como si fueran
frutos maduros de un árbol. Hay medicamentos que ni yo conozco. Dicen que es
posible hasta resucitar a los muertos, aun cuando hayan empezado a oler mal; pero yo
no he visto a nadie que lo hiciera.
—¿Pero es usted realmente inglés?
—Mi padre era inglés. Por lo menos, era de Barbada. Llegó a la Guayana como
misionero. Estaba casado con una mujer blanca, pero la dejó allí cuando salió en
busca de oro. Luego tomó a mi madre; las mujeres pie-wies son feas, pero muy
felices. He tenido muchas. Casi todos los habitantes de esta zona son hijos míos. Por
eso me obedecen…, por eso y por la escopeta. Mi padre vivió hasta muy viejo. No
hace ni veinte años que murió. Era un hombre educado. ¿Sabe leer?
—Sí, por supuesto.
—No todos tienen esa dicha. Yo no sé.
Tony sonrió modestamente.
—Me imagino que aquí no tendrá usted muchas oportunidades para leer.
—¡Oh!, sí, ya lo creo. Tengo una buena cantidad de libros. Se los mostraré
cuando se sienta mejor. Hasta hace cinco años teníamos un inglés, por lo menos un
negro, pero educado en Georgetown. Murió. Me leía en voz alta todos los días, hasta
que murió. Usted me leerá cuando se mejore.
—Lo haré con mucho gusto.
—Sí, usted me leerá en voz alta —repitió Mr. Todd, haciendo un gesto afirmativo
por encima de la calabaza.

Durante los primeros días de su convalecencia Tony conversó poco con Mr. Todd;
descansaba en su hamaca, contemplando el techo de paja y pensando en Brenda. Los
días, de doce horas cada uno, transcurrían con monotonía; Mr. Todd se recogía
siempre a la puesta del sol, dejando encendida una lamparita, una mecha empapada
en grasa de cerdo, dentro de su cacharro, a fin de alejar los vampiros.
Cuando Tony dejó la casa por primera vez, Mr. Todd le hizo dar un paseo por la
chacra.
—Voy a mostrarle la tumba del negro —le dijo, encaminándose hacia un
montículo situado en medio de un manchón de árboles de mango—. Era una buena
persona. Todas las tardes, hasta el día de su muerte, me leía durante dos horas. Me
parece que voy a poner una cruz para conmemorar su muerte y la llegada de usted; es
una bonita idea. ¿Cree en Dios?
—Supongo que sí. En realidad, nunca he pensado demasiado.

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—Yo, en cambio, lo he pensado mucho; y aún no sé. Dickens sí que creía.
—Me imagino.
—¡Oh, sí! Se advierte en todos sus libros; ya verá.
Esa tarde Mr. Todd comenzó a construir una cruz para la tumba del negro. La
madera era tan dura que al serrarla rechinaba con sonido de metal.
Por fin, después que Tony pasó seis o siete días seguidos sin temperatura, Mr.
Todd le dijo:
—Creo que ya está bastante repuesto como para ver mis libros.
En un extremo de la choza se alzaba una especie de buhardilla formada por una
tosca plataforma construida entre las vigas del techo. Mr. Todd apoyó una escalera
sobre el tinglado, y subió. Tony, aunque algo vacilante después de su enfermedad, lo
siguió. Mr. Todd se sentó en la plataforma mientras Tony se quedaba en pie en lo alto
de la escalera. Había un montón de paquetes, envueltos en trapos, hojas de palmera y
cueros sin curtir.
—Ha resultado difícil protegerlos de los gusanos y hormigas. Dos están casi
destruidos. Pero hay un aceite que fabrican los indios y da buenos resultados.
Abrió el paquete más próximo y sacó de él un libro encuadernado en cuero: era
una edición antigua americana de La casa vacía.
—Saquemos uno cualquiera, lo mismo es.
—¿Le gusta Dickens?
—Sí, ¡ya lo creo! Más que gustarme, me obsesiona. Sabe, son los únicos libros
que he conocido; mi padre solía leérmelos, y después el negro, y ahora usted. Hasta
este momento los he oído todos varias veces; pero no me canso nunca. Siempre se
aprende o se descubre algo nuevo. ¡Hay tantos personajes!, ¡tantos cambios de
escenario!, ¡tan hermosas palabras! Tengo todos los libros de Dickens, salvo los que
fueron devorados por las hormigas. Hace falta mucho tiempo para leerlos todos. Más
de dos años.
—Bueno —dijo Tony alegremente—, espero irme antes de que acabemos.
—¡Oh!, no, espero que no. Me resulta fascinante poder empezar de nuevo. Cada
vez me parece encontrar nuevos motivos de goce y admiración.
Bajaron el primer tomo de La casa vacía, y esa misma tarde tuvo lugar la primera
sesión de lectura.
A Tony siempre le había gustado leer en voz alta y durante el primer año de su
matrimonio había compartido así algunos libros con Brenda, hasta que un día ella, en
un arranque de franqueza, le confesó que le resultaba una verdadera tortura. Había
leído también para John Andrew, en las tardes de invierno, mientras el niño comía, al
lado del fuego. Pero Mr. Todd era en verdad un oyente excepcional.
El viejo se sentaba a horcajadas en su hamaca, frente a Tony, la mirada fija sobre
él, formando con los labios, silenciosamente, cada palabra. A menudo, cuando
aparecía un nuevo personaje, solía decir: «Repita el nombre, lo he olvidado»; o si no:
«¡Ah!, sí, la recuerdo muy bien; después se muere, pobre mujer». Con frecuencia

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interrumpía la lectura con preguntas; no las que hubiera imaginado Tony sobre la
circunstancia del relato (como, por ejemplo, los procedimientos de la Corte Suprema,
o las convenciones sociales de aquel tiempo, porque aunque ininteligibles para él, no
le interesaban), sino que sus preguntas siempre se relacionaban con los personajes.
«Bueno —decía—, ¿por qué dice eso ella? ¿Lo pensará realmente? ¿Se habrá
desmayado a causa del calor del fuego o por algo que leyó en ese papel?». Reía
estrepitosamente de todos los chistes, así como también en algunos pasajes que a
Tony no le parecían tan graciosos y le rogaba que los repitiera dos o tres veces. Más
adelante, en el relato de los sufrimientos que padecían los exiliados en Tom el
Solitario, las lágrimas le corrían por las mejillas hasta perdérsele en las barbas. Sus
comentarios sobre el argumento eran generalmente simples: «Creo que Dedlock es un
hombre muy orgulloso»; y otras veces: «Mrs. Jellyby no cuida bastante a sus hijos».
Tony se divertía casi tanto como el señor Todd con estas lectura.
Al término del primer día, el viejo le dijo:
—Usted lee admirablemente, con mucho mejor acento que el negro, y explica
también mejor. Me da la impresión de tener aquí de nuevo a mi padre.
Y al cabo de cada sesión daba las gracias a su huésped con suma cortesía.
—Me ha gustado muchísimo, ha sido un capítulo profundamente angustioso,
pero, si mal no recuerdo, todo se arregla al final.
Pero cuando se adentraron en el segundo volumen, la simpatía de Tony por el
entusiasmo del viejo empezó a decaer, pues ya se sentía bastante fuerte como para
inquietarse por su propia situación. Tocó así varias veces el tema de su partida,
averiguando sobre canoas, lluvias y las posibilidades de hallar un guía. Pero Mr.
Todd parecía no oír sus insinuaciones.
Cierto día, hojeando las páginas de La casa vacía que aún quedaban sin leer, dijo
Tony:
—Aún nos falta mucho; espero poder terminarlo antes de mi partida.
—No se preocupe por eso —contestó Mr. Todd—, ya tendrá usted tiempo de
terminarlos, amigo mío.
Por primera vez Tony advirtió algo levemente amenazador en el tono de Mr.
Todd. Esa misma noche, mientras tomaba una comida liviana compuesta de fariña y
carne seca, Tony volvió a tocar el tema.
—Creo, Mr. Todd, que ha llegado el momento de pensar en volver a la
civilización; ya he abusado demasiado tiempo de su hospitalidad.
Mr. Todd se inclinó sobre su plato masticando ruidosamente su fariña, pero no
contestó.
—¿Cuándo cree que podré conseguir un bote?… ¡Oiga! ¿Cuándo cree que podré
conseguir un bote?… Aprecio toda su bondad, más de lo que puedo expresarlo,
pero…
—Mi querido amigo, todo lo que yo haya podido hacer por usted me lo está
retribuyendo con creces con su lectura de Dickens. No vuelva a mencionarlo más.

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—Bueno, me alegro que se haya divertido. A mí también me ha gustado, pero ya
tengo que pensar en mi regreso.
—Así es —le contestó Mr. Todd—. El negro era igual. Pensaba todo el tiempo en
volver, pero murió aquí.
En dos oportunidades, al día siguiente, volvió Tony sobre el tema, pero su
protector se mostró evasivo. Finalmente, le dijo:
—Discúlpeme, Mr. Todd, pero tengo que insistir sobre el particular. ¿Cuándo
podré conseguir un bote?
—No hay bote.
—Bueno, en ese caso, los indios podrían construirme uno.
—Hay que esperar las lluvias; ahora el río está muy bajo.
—¿Cuánto durará esto?
—Un mes…, dos meses…

Habían concluido La casa vacía y estaban acercándose al final de Dombey e hijo


cuando llegaron las lluvias.
—Ahora sí debo empezar a preparar mi regreso.
¡Oh!, no; es imposible. Los indios no construirían nunca una canoa durante la
estación de las lluvias. Es una de sus supersticiones.
¡Podría habérmelo dicho antes!
—¿No se lo dije? Debo de haberme olvidado.
A la mañana siguiente, mientras el viejo se hallaba ocupado en la chacra, Tony
salió solo de la casa y, haciéndose el distraído, cruzó el claro y se acercó a un grupo
de indígenas.
Cuatro o cinco pie-wies estaban sentados a la puerta de una de las casas. Ni lo
miraron cuando se acercó. Se dirigió a ellos empleando las pocas palabras macushis
aprendidas durante el viaje, pero no dieron ninguna señal de haber comprendido.
Entonces dibujó una canoa sobre la arena, hizo la mímica de su construcción,
señalándose a sí mismo y a ellos sucesivamente, haciendo ademán de darles algo,
garabateando los contornos de una escopeta, de un sombrero y de otros objetos
fáciles de reconocer. Una de las mujeres se rio entre dientes, pero nadie demostró
comprender y Tony se retiró decepcionado.
Durante el almuerzo Mr. Todd le dijo:
—Mr. Last, los indios me advierten que usted estuvo tratando de conversar con
ellos. Es más fácil que me diga a mí lo que quiera hacerles saber. Debe comprender
que no harán nada sin mi consentimiento. Ellos se consideran hijos míos y muchos de
ellos en realidad lo son.
—Bueno, la verdad es que los estuve interrogando acerca de una canoa.
—Así me dieron a entender…, y ahora, si usted ha terminado su comida,
podríamos tal vez leer otro capítulo. Este libro me ha absorbido por completo.

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Terminaron Dombey e hijo.
Había transcurrido casi un año desde que Tony saliera de Inglaterra, y sus tristes
presentimientos de un destierro permanente se agudizaron cuando entre las páginas
de Martín Chuzzlewit encontró un papel escrito a lápiz con letra irregular.

Año 1919.
Yo, James Todd del Brasil juro a Bernabé Washington de Georgetown que si
termina de leer este libro Martín Chuzzlewit lo dejaré ir de vuelta en cuanto lo
termine.
Luego venía una x dibujada con gruesos caracteres a lápiz, y a renglón
seguido, Mr. Todd hizo esta marca. Firmado: Bernabé Washington.

—Mr. Todd —dijo Tony—, quiero hablarle con franqueza. Usted me ha salvado
la vida, y en cuanto vuelva a la civilización, lo recompensaré lo mejor que pueda. Le
daré cualquier cosa, dentro de límites razonables. Pero en este momento usted me
tiene detenido contra mi voluntad. Exijo mi liberación.
—Pero, amigo mío, ¿quién le impide marcharse? No está sujeto a ninguna
restricción. Váyase cuando quiera.
—Usted sabe perfectamente que no puedo irme sin su ayuda.
—En tal caso debe usted complacer a un pobre viejo. Léame otro capítulo.
—Le juro, Mr. Todd, por lo que usted más quiera, que en cuanto llegue a Manaos
encontraré alguien que me reemplace. Pagaré a un hombre para que le lea durante
todo el día.
—Pero es que yo no necesito a otro hombre. Usted lee tan bien…
—He leído por última vez.
—Espero que no —advirtió Todd, amablemente.
Esa noche, a la hora de comer, llevaron únicamente un plato de carne seca y
cereales, y Mr. Todd se lo comió solo. Tony se quedó en su hamaca mudo y
contemplando el techo.
Al día siguiente, para el almuerzo, también pusieron ante Mr. Todd un solo plato
de la misma comida, y él lo comió con la escopeta cargada sobre las rodillas. Tony
continuó leyendo Martín Chuzzlewit desde donde lo había dejado.
Las semanas transcurrieron sin esperanza. Leyeron así Nicolás Nikleby y La
pequeña Dorrit y Oliverio Tioist. Entonces apareció un forastero en el lugar: era un
mestizo buscador de oro, uno de esos hombres solitarios que se pasan la vida vagando
por la selva, siguiendo el curso de los arroyos, pasando por un tamiz de arena y el
pedregullo y llenando onza a onza su bolsita de cuero con polvillo de oro. Uno de
esos hombres que, las más de las veces, acaban por morir a la intemperie, de
inanición, con quinientos dólares en oro colgado del cuello. Mr. Todd se fastidió
visiblemente por su llegada, y, aun cuando le facilitó algo de fariña y tasajo, apenas lo

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dejó descansar una hora. Pero durante esa hora Tony encontró tiempo para escribir su
nombre en un pedazo de papel y ponerlo en la mano del hombre.
Desde entonces acarició nuevas esperanzas. Los días pasaron en su invariable
rutina: café al amanecer, la mañana ociosa, mientras Mr. Todd andaba por ahí en las
tareas de la chacra, fariña y tasajo a mediodía, Dickens por la tarde, fariña y tasajo y a
veces fruta para la comida, silencio desde la puesta del sol hasta el amanecer, con la
mecha ardiendo en la grasa de vaca y el techo de palmas apenas discernible sobre su
cabeza. Pero Tony vivía en tranquila y confiada expectativa.
Algún día, ese año o el próximo, el buscador de oro llegaría a una aldea de Brasil
con la noticia de su hallazgo. No podían haber pasado inadvertidos los desastres de la
expedición Messinger. Tony ya se imaginaba los titulares que habrían aparecido en la
prensa popular; a lo mejor, las expediciones salvadoras ya estarían explorando la
región que él había cruzado. El día menos pensado oiría voces inglesas resonando a
través de la pradera y vería surgir de la maleza una docena de voluntarios amigos.
Aun mientras leía, en tanto sus labios pronunciaban maquinalmente las palabras
impresas, su mente abandonaba al loco e impaciente dueño de casa que tenía delante
y empezaba a imaginar los incidentes de su regreso al hogar: las diversas etapas de su
retorno a la vida civilizada (se afeitaba y compraba ropa en Manaos, telegrafiaba
pidiendo dinero, recibía telegramas de felicitación, gozaba del descanso del viaje
fluvial hasta Belén, el trasatlántico a Europa, saboreaba un buen burdeos, la carne
fresca y legumbres de estación, se sentía intimidado al encontrarse con Brenda y se
preguntaba cómo le hablaría. «Querido, has tardado mucho más de lo que dijiste, ya
creía que te habías perdido…»).
En ese momento lo interrumpió Mr. Todd:
—¿Puedo pedirle que vuelva a leer ese párrafo? Es uno de los que más me gusta.
Pasaron las semanas; no se advertían señales de rescate, pero Tony soportaba el
día de hoy con la esperanza de lo que podría sucederle mañana. Hasta sintió cierta
cordialidad hacia su carcelero; y, por tanto, aceptó de buena gana una invitación a una
fiesta que Mr. Todd le hizo una tarde después de conferenciar largamente con un
indio vecino.
—Es una de las festividades locales —le explicó Mr. Todd— y han estado
fabricando pivaú. A lo mejor a usted no le gusta, pero debe probarlo. Esta noche
iremos a casa de ese hombre.
En efecto, después de la comida se incorporaron a un grupo de indios reunidos
alrededor de un fogón en una de las chozas del lado opuesto de la pradera. Estaban
cantando apática y monótonamente, y se pasaban de boca en boca una gran calabaza
llena de líquido. Trajeron dos recipientes especiales para Tony y Mr. Todd y les
ofrecieron unas hamacas para sentarse.
—Debe beberlo todo de una vez. Es lo que establece la etiqueta.
Tony tragó el oscuro líquido tratando de no sentir el gusto; pero no era
desagradable ni áspero ni espeso, como casi todas las bebidas que le habían ofrecido

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en Brasil, sino que tenía cierto sabor a miel y pan negro. Se recostó en su hamaca
sintiéndose curiosamente satisfecho; quizá en ese mismo momento los hombres que
iban en su búsqueda estarían acampando a pocas jornadas de allí. Sentía calor y
somnolencia, la cadencia del canto subía y bajaba interminablemente, litúrgicamente.
Le ofrecieron otra copa de pivarí y la devolvió vacía. Estaba acostado, observando el
juego de las sombras en el techo de palmas, cuando los pie-wies comenzaron a bailar.
Luego cerró los ojos, pensó en Inglaterra y en Hetton y se quedó dormido.

Despertó en la choza del indio, con la impresión de que había dormido más de la
cuenta. Por la posición del sol advirtió que era entrada la tarde. Estaba solo. Quiso
ver la hora, pero comprobó con sorpresa que le faltaba el reloj pulsera; supuso que lo
había olvidado en la casa, antes de salir para la fiesta.
«Debo de haberme emborrachado anoche —pensó—. Esa bebida es traicionera».
Sintió dolor de cabeza y temió un nuevo ataque de fiebre. Cuando quiso ponerse de
pie, tuvo cierta dificultad. Se sintió flojo y con la mente tan confusa como en las
primeras semanas de su convalecencia. Tuvo que detenerse varias veces al cruzar la
pradera, cerrar los ojos y respirar profundamente. Al llegar a la casa, encontró a Mr.
Todd sentado en el umbral.
¡Querido amigo! Hoy ha llegado tarde para la lectura. Queda apenas una hora de
luz. ¿Cómo se siente?
—Muy mal. Parece que esta bebida me cae mal.
—Le daré algo para que se reponga. La selva tiene remedios para todo: tanto para
desvelar como para hacer dormir.
—¿No ha visto mi reloj por ahí?
—¿Lo ha perdido?
—Sí, creía tenerlo puesto. Creo que jamás he dormido tanto tiempo seguido.
—No, desde su más tierna infancia. ¿Sabe cuánto tiempo ha dormido? Dos días.
¡Qué disparate! ¡No puede ser!
—Así es; ha dormido mucho; es una lástima, pues se perdió a los visitantes.
—¿Visitantes?
—Sí; esto estuvo animadísimo mientras usted dormía. Llegaron tres forasteros
ingleses. ¡Es una lástima que no los haya visto! También fue una pena para ellos,
pues tenían mucho interés en verlo, pero, ¿qué podía hacer yo? Dormía tan
profundamente. Venían a buscarlo desde muy lejos, de modo que, pensando que a
usted no le importaría, ya que no podía saludarlos personalmente, les di un pequeño
recuerdo…, su reloj. Querían llevar algo a Inglaterra, donde parece que ofrecen una
recompensa a quien lleve noticias suyas. Quedaron encantados, y también tomaron
fotografías de la crucecita que planté como recuerdo de su llegada. Eso también les
gustó muchísimo. Fue muy fácil complacerlos; pero no creo que vuelvan de nuevo a
visitarnos, porque es un lugar muy solitario. La única distracción consiste en la

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lectura…; no creo que tengamos jamás otras visitas… Bueno, le voy a dar un remedio
para que se sienta mejor. ¿Le duele la cabeza? Pues bien, hoy nada de Dickens…,
pero sí mañana, y pasado y traspasado. Leamos de nuevo La pequeña Dorrit: hay
pasajes en el libro que me hacen saltar las lágrimas.

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7. Gótico inglés III

Una ligera brisa en los huertos cubiertos de rocío; sol brillante, fresco, sobre los
prados y los bosques; los álamos de la avenida ya con brotes; todo precoz ese año,
pues el invierno había sido templado.
Allá en lo alto, entre las gárgolas y los pináculos, el reloj dio la hora y
solemnemente sonó catorce veces. Eran las ocho y media. El reloj andaba mal
últimamente: era una de las cosas que iba a arreglar Richard Last en cuanto hubiera
satisfecho los derechos sucesorios y empezaran a dar ganancia los zorros plateados.
Molly Last apareció por la avenida en su motocicleta de dos cilindros; tenía unas
semillas de afrecho pegadas a los breeches y al pelo. Había estado dando de comer a
los conejos de Angora.
Sobre el pedregullo, frente a la casa, estaba el nuevo monumento recordatorio,
cubierto con una bandera. Molly apoyó su motocicleta en el muro del puente levadizo
y entró corriendo a tomar el desayuno.
La vida en Hetton era más atareada, pero más sencilla, desde la llegada de
Richard Last. Ambrose había quedado, pero no había más lacayos; él, un muchacho y
cuatro sirvientes hacían el trabajo de la casa. Richard Last los llamaba «esqueleto de
personal». Cuando la situación fuera más holgada, lo ampliaría. Mientras tanto, el
comedor y la biblioteca, junto con los salones de fiestas, habían sido clausurados. La
familia ocupaba el saloncito, el salón de fumar y lo que había sido el escritorio de
Tony. La cocina y casi todas sus dependencias habían dejado de usarse, y en una de
las despensas habían instalado una cocina moderna y económica.
La familia entera bajaba a las ocho y media, excepto Agnes, que tardaba más en
vestirse, y generalmente llegaba unos minutos más tarde. Teddy y Molly habían
estado fuera desde hacía una hora, ella entre los conejos, él entre los zorros plateados.
Teddy tenía veintidós años y vivía en la casa; Peter todavía estaba en Oxford.
Desayunaban juntos en el saloncito. Mrs. Last en una punta de la mesa y su
marido en la otra. Había un movimiento constante de tazas, platos, tarros de miel y
correspondencia.
Mrs. Last advirtió:
—Molly, otra vez tienes comida de conejos en el pelo.
—¡Bah!, de todos modos tendré que arreglarme antes de la «función».

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—«¡La función!» —exclamó Mr. Last—. ¿No hay nada sagrado para ustedes?
Teddy dijo:
—Otro desastre en el criadero: a la zorrita que compramos en Oakhampton, le
comieron la cola durante la noche. Deben de haberla mordido a través de la reja
desde la jaula vecina. Pájaros raros, estos zorros.
Agnes llegó la última; era una niña de doce años, aseada y circunspecta, con
grandes ojos serios detrás de sus gafas. Besó a su padre y a su madre, y dijo:
—Siento mucho si llego tarde.
—Si llegas tarde… —dijo con cierta tolerancia Mr. Last.
—¿Cuánto tiempo durará el espectáculo? —preguntó Teddy—. Tengo que hacer
una escapada a Bayton a comprar más conejos para los zorros. Chivers dice que tiene
alrededor de unos cincuenta esperándome. Aquí no podemos cazar bastantes. Son
unos avarientos.
—Terminará todo a las once y media. Mr. Tendril no va a predicar. Es una suerte,
en realidad. Se le ha puesto en la cabeza que el primo Tony murió en Afghanistán.
—Hay una carta de la prima Brenda. Lo siente mucho, pero no puede venir al
homenaje.
¡Oh!
Hubo un silencio general.
—Dice que Jock tiene una interpelación brava para la tarde.
¡Ah!
—Podría haber venido sin él —dijo Molly.
—Nos manda saludos a todos y a Hetton.
Hubo otra pausa.
—Bueno, creo que es mejor así —dijo Molly—. Brenda no habría podido
demostrar mucho dolor; no tardó mucho en reemplazar a Tony.
¡Molly!
—Y ustedes saben que piensan lo mismo.
—No te voy a permitir que hables así de la prima Brenda, por más que lo
pensemos. Tenía derecho de volver a casarse y espero que ella y Mr. Grant-Menzies
sean muy felices.
—Siempre se portó bien con nosotros, cuando vivía aquí —dijo Agnes.
—Bueno, qué menos —dijo Teddy—. Después de todo, es nuestra casa.

El día seguía hermoso a las once, aun cuando se había levantado un viento que
sacudía los papeles en los cuales se había impreso el programa de la ceremonia, y
hasta amenazaba descubrir prematuramente el monumento. Varios miembros de la
familia estaban presentes: lady St. Cloud, la tía Francés y la familia de los Last
pobres a quienes no había aprovechado la desaparición de Tony. También todo el
personal y sirvientes de la propiedad, algunos arrendatarios y la mayor parte del

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pueblo; y además, había más o menos una docena de vecinos, entre ellos el coronel
Inch (Richard Last y Teddy habían cazado a menudo con los Pigstanton). Mr. Tendril
dirigió la breve ceremonia con una voz tonante que se hacía oír a pesar del viento
borrascoso. Cuando tiró de la cuerda, la bandera cayó del monumento sin que se
produjera ningún accidente. Era un sencillo monolito hecho de piedra de la zona, y
con la siguiente inscripción:

ANTHONY LAST DE HETTON


Explorador
Nació en Hetton en 1902
Murió en Brasil en 1934

Cuando los visitantes locales se marcharon y los parientes hubieron entrado en la


casa para ver los nuevos arreglos que simplificaban el trabajo, Richard Last y lady St.
Cloud se quedaron un rato en el camino de acceso.
—Me alegro de haber erigido esto —dijo Richard—. Y no se me habría ocurrido
nunca si no hubiese sido por Mrs. Beaver. Me escribió en cuanto se publicaron las
noticias de la muerte de Tony. Yo no la conocía entonces. En realidad, conocíamos a
muy pocos de los amigos de Tony.
—¿Fue sugerencia de Mrs. Beaver?
—Sí. Me dijo que, como amiga íntima de Tony, sabía que a él le habría gustado
tener un monumento en Hetton. Fue de lo más servicial, y hasta se ofreció a tratar con
los constructores. Sus planes eran más ambiciosos. Propuso que redecorásemos la
capilla, a manera de bóveda. Pero yo creo que esto es lo que hubiera preferido Tony.
La piedra proviene de una de sus canteras y ha sido trabajada por los obreros de la
propiedad.
—Sí, creo que hubiera preferido esto —dijo lady St. Cloud.

Teddy había elegido Galahad como dormitorio. Se zafó de la familia y escapó a


quitarse las ropas de luto. Diez minutos más tarde estaba en su coche camino a la
chacra de Chivers. Antes de almorzar regresó con los conejos.
Estaban desollados y atados por los pies en cuatro bultos.
—¿Vienes al criadero de zorros? —preguntó a Agnes.
—No, estoy buscando a la prima Francés. Puso nerviosa a mamá, criticando la
caldera nueva.
El criadero de los zorros plateados estaba detrás de las caballerizas. Consistía en
una larga doble fila de jaulas de alambre tejido con pisos también de alambre para
impedir que los animales se fugaran y cubiertos de tierra y ceniza. Los zorros vivían
en parejas. Algunos eran moderadamente mansos, pero no se podía confiar en ellos.
Teddy y Ben Hacket, que lo ayudaba, habían sido mordidos más de una vez ese
invierno.

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Los zorros corrieron hacia las puertas cuando vieron llegar a Teddy con los
conejos. La zorra que había perdido la cola no parecía disminuida por el accidente.
Teddy examinó a sus pupilos con orgullo y afecto. Por medio de ellos tenía
esperanza de restaurar algún día la gloria que Hetton había conocido en tiempos del
primo Tony.

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EVELYN WAUGH: (Londres 1903 - Somerset 1966). De nombre Arthur Evelyn St.
John Waugh, inició estudios de Historia en el Hertford College de la Universidad de
Oxford, que no concluyó, dedicándose a varios trabajos como la ebanistería y la
marquetería. Publicó su primera novela en 1928, y dos años más tarde, se convirtió al
catolicismo, era anglicano, lo que marcaría su obra, especialmente en sus últimos
años. Participó activamente en la Segunda Guerra Mundial, en varios frentes, lo que
también tendría una gran influencia en su obra. La novela Retorno a Brideshead, fue
llevada años más tarde a la televisión como serie, con gran éxito.
Fue autor de relatos cortos, biografías, libros de viajes y especialmente novelas,
caracterizadas en una primera etapa por su humor e ironía, y más tarde por sus
referencias, también irónicas a la alta sociedad de su tiempo.

Página 181
Notas

Página 182
[1] Personaje de Dickens. (N. de la T.) <<

Página 183
[2] Velo que cubre el rostro de las mujeres árabes. (N. de la T.) <<

Página 184

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