Valiente Mundo Nuevo - C. Fuentes.

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ÚNICAMENTE

CARLOS FUENTES PARA USO


DIDÁCTICO

VALIENTE MUNDO NUEVO


Epica, utopía y 1nito
en la novela hispanoan1ericana

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FONDO DE CULTURA ECONÓI--.1ICA


MÉXICO
CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL

1. Las dos caras de la crisis

Al escribir este libro, dos fechas se me imponían como


mexicano. Una, el fin del siglo xx, la compartía con la huma¬
nidad: todos los seres vivientes, en el año 2001, iniciaremos
un nuevo milenio. Sus páginas en blanco están escritas con
dos manos. Una de ellas es la de la esperanza; la otra es la
del miedo.
Pero aquí en las Américas, la otra fecha que se nos impo¬
ne es la de 1992, el Quinto Centenario de algo que, antiguo y
actual a la vez, ni siquiera sabemos nombrar. ¿Descubri¬
miento de América, como la tradición más eurocentrista nos
indica? ¿Encuentro de dos mundos, como una nueva tradi¬
ción, más esclarecida, nos propone? ¿Conquista de América,
que simplemente condena como un gigantesco crimen todo
lo ocurrido a partir de 1492? ¿Re-encuentro de Iberia e Ibe¬
roamérica, programa político más generoso, que nos propo¬
ne calibrar el pasado, no hacer caso omiso de errores y
crímenes, pero entender que somos lo que somos porque
tenemos un pasado común y sólo seremos algo en el futuro
si actuamos unidos para el porvenir? ¿Invención de Améri¬
ca, deseo europeo de un nuevo espacio que diese cabida a la
energía excedente del Renacimiento? Pero también, enton¬
ces, invención de Europa por "la expresión americana" que
se siente parte de Europa, pero que le muestra a Europa su
rostro mestizo, rayado de indígena y negro. Y sobre todo,
quizás, imaginación de América, afirmación de que el conti¬
nente no acaba de ser descubierto por sus hombres y mu¬
jeres. Y sólo puede ser imaginado, es decir, continuado, a
partir de los siguientes presupuestos.
El primero es que somos un continente multirracial y poli-
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cultural. De allí que a lo largo de este libro no emplee la de¬


nominación "América Latina", inventada por los franceses
en el siglo xix para incluirse en el conjunto americano, sino
la descripción más completa, Indo-Afro-Iberoamérica, o por
razones de brevedad, Iberoamérica o aun, por razones lite¬
rarias cuando me refiero a la unidad y continuidad lingüísti¬
cas, Hispanoamérica. Pero en todo caso, el componente indio
y africano está presente, implícito.
El segundo es que la continuidad de la cultura contrasta
dramáticamente con la fragmentación política del continen¬
te. La crisis que vivimos es, en parte, resultado de nuestros
fracasos políticos. Pero ha revelado, también, el vigor de la
continuidad cultural a pesar de ellos. Ambos hechos nos
proponen crear modelos de desarrollo que no estén reñidos
con la continuidad cultural sino que, basados en ella, le den
sentido y posibilidad a la continuidad política.
Por el momento, llamemos como llamemos al evento del
Quinto Centenario, lo recibimos como antesala de un nuevo
siglo y un tercer milenio; y lo recibimos, nuevamente, viajan¬
do en el furgón de cola de la modernidad que tanto hemos
anhelado, o debatido, o rechazado, en cada etapa de los últi¬
mos cinco siglos. La pareja de este debate sobre la moder¬
nidad es el debate sobre la tradición. Ambos se funden en
nuestras preguntas actuales.
Somos un continente en búsqueda desesperada de su
modernidad. Pero demasiadas veces, hemos reaccionado
violentamente contra semejante búsqueda, prefiriendo pre¬
servar el lastre de sociedades anacrónicas, "patrimonia-
listas", como las llamaría Max Weber, en las que la voluntad
del jefe, los intereses de su clan y las recompensas debidas
a sus ejércitos de parásitos y pistoleros, crean un mundo
irracional de capricho político y de "violencia impune", para
emplear una descripción debida a Rómulo Gallegos y que
evocaré a menudo en este libro.
Una racionalización reviste esta realidad: somos los hijos
de la Contrarreforma española, la muralla levantada contra
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la expansión de la modernidad. ¿Cómo podemos entonces


ser modernos? Pero somos —aún más profundamente— los
herederos intelectuales, morales y políticos de las filosofías
de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, más que de las
ideas "modernas" de John Locke y Martín Lutero. Con San
Agustín, nos cuesta trabajo creer que la gracia de Dios se co¬
munica directamente con el individuo; contra John Locke,
nos cuesta creer que el propósito del gobierno civil sea la
protección de la propiedad privada. Creemos, más bien, en
los poderes de la jerarquía y de la mediación. Creemos, con
Santo Tomás, que el bien común y la unidad requerida piara
obtenerlo son superiores a las metas individuales y a los
intereses privados.
Si éstos son algunos de los parámetros de la tradición, a
menudo hemos reaccionado violentamente contra ellos
adoptando, simplemente, la última versión de la moderni¬
dad occidental, nos convenga o no. El anticlerical Voltaire y
el romántico Rousseau, el liberal Adam Smith, Auguste
Comte el positivista, Karl Marx el socialista, Vilfredo Pare-
to el corporativista. La materia del capitalismo norteame¬
ricano, el comunismo soviético y el fascismo italiano han
circulado por la vida, la literatura y la política de Iberoamé¬
rica.
La imitación extralógica, como la llamase Antonio Caso
citando a Gabriel de Tarde, nos ha marcado tanto como las
más fatales herencias. Sólo hemos superado la imitación o la
fatalidad mediante la crítica. Y la crítica ha trascendido las
opciones enemigas mediante la continuidad. De los poemas
épicos y las crónicas de la Conquista a la poesía de Pablo
Neruda y las novelas de Alejo Carpentier. De las tradiciones
múltiples de la España medieval —árabe, judía y cristiana—
a su recuperación en las fábulas de Jorge Luis Borges. De las
tradiciones míticas orales de la selva y la montaña a las na¬
rrativas contemporáneas de Gabriel García Márquez. De los
mitos y construcciones solares del mundo indígena a las
manifestaciones actuales de todos los órdenes, el cine de
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Elíseo Subieta y de Héctor Babenco, la música de Eduardo


Mata y Mario Lavista, el arte de Jacobo Borges y José Luis
Cuevas, las novelas de César Aira y Nélida Piñón, los ensa¬
yos de Julio Ortega y José Miguel Oviedo, la poesía de Rosa¬
rio Ferré, José Emilio Pacheco, Raúl Zurita, Arturo Carrera y
Coral Bracho. Semejante continuidad, de pie y resistente en
medio de la crisis de los modelos de desarrollo, contrasta
con la fragmentación de nuestra vida política y nos propone
esta cuestión: ¿podemos trasladar a la vida política la fuerza
de la vida cultural, y, entre ambas, crear modelos de desarro¬
llo más consonantes con nuestra experiencia, con nuestro ser,
con nuestra proyección probable en el mundo por venir?
Por el momento, sumergidos en el desastre económico y
la fragilidad política, sometidos a las erosiones tanto físicas
como psíquicas, nos sentimos inermes ante los nuevos desa¬
fíos de la nueva modernidad, la que se manifiesta ya como
interdependencia económica, comunicaciones instantáneas,
avances tecnológicos. ¿Esta modernidad, como todas las an¬
teriores, también nos rebasará? ¿Estaremos condenados para
siempre, como lo lamentó Alfonso Reyes, a comer las miga¬
jas del banquete de la civilización?
Esta pregunta debería, sin embargo, generar otra: ¿tene¬
mos nuestro propio banquete, podemos comer, por lo pron¬
to, en nuestra propia mesa?
Creo que la respuesta depende de nuestra capacidad o
incapacidad para hacer pasar toda la dramática complejidad
de nuestra sociedad, economía y política actuales, tan con¬
fusa y contradictoria a veces, por la crítica de la cultura. Pues
si algo ha revelado la crisis actual, es que mientras los mode¬
los políticos y socioeconómicos se han derrumbado uno tras
otro, sólo ha permanecido de pie lo que hemos hecho con
mayor seriedad, con mayor libertad y también con mayor
alegría, nuestros productos culturales, la novela, el poema, la
pintura, la obra cinematográfica, la pieza de teatro, la com¬
posición musical, el ensayo —pero también el mueble, la
cocina, el amor y la memoria, pues todo esto es cultura.
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hasta integrar lo que José Ortega y Gasset llama "un conjun¬


to de actitudes ante la vida"—.

2. ¿Desaparece la nación?

En contra de las grandes ilusiones de los fabricantes de mila¬


gros económicos en las décadas que siguieron a la segunda
Guerra Mundial, ni la modernidad nos aseguró la felicidad,
ni los artistas se prestaron a decir que progreso y felicidad
eran, fatalmente, espejos el uno de la otra. Hegelianos de día
y epicúreos de noche, los gobernantes de nuestros booms
económicos creyeron que el proceso dialéctico de la historia
hacia la perfección y el progreso nos daría, por partes igua¬
les, libertad, bienestar y felicidad. Sus políticas —crecimien¬
to por el crecimiento, concentración de la riqueza hasta arriba
con la esperanza infundada de que tarde o temprano, gota
por gota, llegaría hasta abajo; reaganomismo de nopal— nos
condenaron, a pesar de las apariencias, aunque en condicio¬
nes internacionales novedosas, a prolongar el drama de la
dependencia denunciado por Claudio Véliz en su estudio
sobre la tradición centralista iberoamericana. Desde la Inde¬
pendencia, nuestra dependencia dependió de un espejismo: la
prosperidad de la América "Latina" estaba condicionada
por la prosperidad de las clases altas. Por desgracia, estas cla¬
ses han sido muy ágiles en copiar los modos de consumo
occidentales, pero muy morosas en adaptarse a los modos
de producción europeos y norteamericanos.
Los novelistas, los poetas, los pintores, los músicos, más
nietzscheanos que hegelianos, nos permitieron entender que
es imposible integrar completamente al ser humano en un
proyecto racional. Los hombres y las mujeres oponemos
demasiadas visiones, estéticas, eróticas, irracionales, a cual¬
quier intento de armonización integral con el Estado, la cor¬
poración, la Iglesia, el partido o aun, con la novia legítima de
todas estas instituciones: "La Historia".
Creadores de otra historia, los artistas, sin embargo, están
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inmersos en esta historia. Entre ambas se crea la verdadera


Historia, sin entrecomillado, que es siempre resultado de
una experiencia y no de una ideología previa a los hechos.
La ideología exige coincidencia entre sus postulados y los
hechos: clama y llama a traición cuando tal coincidencia no
existe. Pero como la coincidencia no existe nunca, la traición
es, para el ideólogo, el nombre de la vida; mas como la ideo¬
logía no puede denunciar a la vida, mejor denuncia a la obra
literaria y artística que traiciona la identidad ideológica.
Los milagros, obrados por magos capitalistas, marxistas o
económicamente mixtos, fueron espejismos. Se han eva¬
porado. En cambio, la vida urbana de Iberoamérica es el es¬
pejo fiel de una situación generalizada de injusticia económi¬
ca y deformación social.
El boom económico la ocultó. El boom literario contribuyó a
revelarla. Los actores hegelianos de la política quisieron
mirar sólo hacia adelante. Se tropezaron y cayeron. Los au¬
tores nietzscheanos de la novela quisieron mirar tanto hacia
adelante como hacia atrás para darle sentido al único lugar
que verdaderamente es nuestro: el aquí y el ahora.
Este aquí y este ahora son los de la crisis. Las ilusiones per¬
didas de la clase media, el agotamiento de la clase campe¬
sina tradicional, la angustia de la masa de trabajadores
urbanos, nos ofrecen un retrato proliferante de lo perdido y
lo anónimo: ciudades, individuos, esperanzas. Nuestras
frágiles democracias mal pueden resistir estos embates; pero
sólo el fortalecimiento de la democracia puede reunir cultu¬
ra y política y permitir que al cabo salgamos de la crisis. Sin
embargo, cualquier nueva democracia tiene que proponerse
una meta que hasta ahora sólo las revoluciones han pro¬
puesto seriamente: el crecimiento con justicia.
Una democracia que, revolucionariamente, se determine a
romper la fatalidad de la injusticia, tiene que fundarse en dos
pactos. Uno, económico, es el mismo que permitió al mundo
industrial su enorme desarrollo: asegurar ante todo un nivel
de vida en aumento para las mayorías. Ni el capitalismo, ni
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el socialismo, ni la potencial democracia de la autogestión


pueden ser viables sin una masa creciente de consumidores
bien alimentados, bien vestidos y bien educados. Esto no se
obtiene esperando que la riqueza, acumulada en la cima,
descienda, un buen día y espontáneamente, hasta la base. Se
obtiene mediante políticas de justicia social que acompañen
cada paso del desarrollo económico; políticas del Estado
nacional sujeto a la vigilancia y el debate democráticos en
partidos, prensa y parlamentos.
Pero otro, el pacto de civilización, consiste en reconocer
que somos un área policultural, dueña de una enorme varie¬
dad de tradiciones de donde escoger elementos para un
nuevo modelo de desarrollo y sin razones para estar casados
con una sola solución. Nuestra cartelera no se limita a es¬
coger entre los Chicago Boys y los Marx Brothers. Somos
parte de las Américas que tienen viva una tradición indíge¬
na y una tradición medieval, agustiniana y tomista. El mun¬
do anglosajón carece de ellas; su proyecto democrático es
distinto del nuestro; la América Española sí tuvo una civili¬
zación preeuropea y una cultura política medieval.
Ambas le dan a nuestra democracia posibles rasgos origi¬
nales. Las tradiciones del humanismo secular comprometido
con el debate de la modernidad democrática son nuestras:
garantías individuales, equilibrio y renovación de poderes.
Pero la práctica ha demostrado que esas conquistas son letra
muerta si no se combinan con otras, mas antiguas herencias,
como lo son las tradiciones comunitarias del mundo rural
prehispánico, la tradición escolástica que orienta la política a
la consecución del bien común y las tradiciones de la demo
cracia medieval española: la independencia judicial, las li
bertades municipales y las asambleas populares en pugna
con una tradición secularmente autoritaria. Nuestra demo¬
cracia ha nacido y nacerá del conflicto entre estas tradiciones,
no de su omisión en aras de un proyecto utópico más, capi¬
talista o marxista.
La base para una cultura democrática en Iberoamérica
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es la continuidad cultural, de la cual tanto la democracia


como la literatura son manifestaciones. Ambas crean la di¬
mensión de la sociedad civil, a pesar de los inmensos obs¬
táculos históricos que significan las tradiciones autocíti¬
cas de los imperios indígenas y del Imperio español en sus
dos vertientes: el patemalismo habsburgo y el activismo
centralizante y modemizador borbónico. La Iglesia, el ejérci¬
to y el Estado imperial español fueron nuestras instituciones
más antiguas. La sociedad civil es nuestra realidad más re¬
ciente. La independencia expulsó al Estado español. La Igle¬
sia y el ejército permanecieron, a veces más fuertes que los
incipientes estados nacionales, aunque siempre más fuertes
que las débiles sociedades civiles. El resultado fue anarquía
y fue dictadura, alternándose hasta la desesperación en la
mayoría de nuestros países.
La primera respuesta a esta crisis constante de la sociedad
fue la creación de estados nacionales. No escuchamos, nadie
escuchó, el consejo del ministro de Carlos III, el conde de
Aranda: creemos una comunidad de naciones hispánicas,
flexible, hecha por partes iguales de unidad, de autonomías
y de identificaciones culturales. Fracasó, también, el sueño
unitario de Simón Bolívar. Levantamos, en cambio, la facha¬
da de un país legal ocultando la cara injusta y miserable del
país real. Entre ambos, llenando el vacío, se instaló “el hom¬
bre fuerte". Pero entre ambos —país real, país legal— los es¬
critores, artistas y pensadores de Iberoamérica pugnaron por
diseñar el rostro de la continuidad cultural; pugna, a veces,
entre ellos mismos y sus contradicciones fecundas. El ar-
quería renovación civilizadora
mas que continuidad con el pasado —como si la civilización
del porvenir pudiese desentenderse de las creaciones ante¬
riores-. El mexicano Lucas Alamán quería continuidad con
e pasado, español y colonial, en contra de una renovación
que juzgaba enajenante —como si los valores del pasado
pudiesen mantenerse sin una nueva creación que, al con-
tradecirlos, los salva—.
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La síntesis entre Alamán y Sarmiento la anunciaría la cul¬


tura misma, proponiéndose como continuidad de cuanto
hemos sido: indios, negros, criollos y mestizos; autoritarios
y demócratas; liberales y conservadores; modernizantes y
arcaizantes.
El tiempo de los milagros despreció esa continuidad, por¬
que ella impone la obligación de conjugar la memoria con el
deseo, radicados ambos —pasado y futuro— en el presente.
La impaciencia progresista resultó ser un capítulo más de la
historia de rupturas políticas y económicas de la América
"Latina”. La paciencia cultural insistió, en cambio, en que la
imaginación del pasado era inseparable de la imaginación
del futuro; un porvenir, imperfecto, quizás, pero vivible, para
Indo-Afro-Iberoamérica.
Vivimos hoy. Mañana tendremos una imagen de lo que
fue el presente. No podemos ignorar esto, como no podemos
ignorar que el pasado fue vivido, que el origen del pasado es
el presente.
Recordamos aquí, hoy. Pero también imaginamos aquí,
hoy. Y no debemos separar lo que somos capaces de imagi¬
nar de lo que somos capaces de recordar.

3. La segunda nación

Imaginar el pasado. Recordar el futuro. Un escritor conju¬


ga los tiempos y las tensiones de la vida humana con me¬
dios verbales.
Recordarlo y escribirlo todo: desde la época colonial, la
América Española ha vivido la doble realidad de leyes hu¬
manas, progresistas y democráticas (las Leyes de indias, las
constituciones de las repúblicas independientes) en con¬
tradicción con una realidad inhumana, retrógrada y auto¬
ritaria. Habitamos, simultáneamente, un país legal y un país
real, ocultado por la fachada del primero. La otra nación,
más allá de los espacios urbanos, el mundo arcaico, paciente,
poblado por quienes aún no alcanzan la modernidad, sino
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que continúan sufriendo sus explotaciones, estaba allí para


comentar, con ironía a veces, con rabia otras, sobre nuestro
limitado progreso, en las ficciones míticas de Miguel Ángel
Asturias en Guatemala, en el encuentro con la naturaleza
primigenia del venezolano Rómulo Gallegos, en las cons¬
trucciones barrocas del cubano Alejo Carpentier y en los
desnudos mitos rurales del mexicano Juan Rulfo.
La naturaleza, vasta e hiperbólica, del Nuevo Mundo, está
presente en las obras de todos estos autores, pero en las no¬
velas de Carpentier se enfatiza la búsqueda de una Utopía
temporal, descubierta a medida que el narrador avanza en el
espacio, buscando el manantial de la música, de la palabra y
de la vida. Rulfo, en cambio, nos habla desde la otra orilla de
la naturaleza. Pedro Páramo ocurre en un camposanto rural y
desde él sólo escuchamos los murmullos de los muertos: sus
memorias se convierten en nuestra única historia. La natu¬
raleza ha muerto y la ha matado el poder.
Con Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, lo
que sucedió fue que el vasto espacio natural del Nuevo
Mundo fue finalmente conquistado por un tiempo humano,
es decir, imaginativo, igualmente vasto. García Márquez
logra combinar el asombro de los primeros descubridores
con la ironía de los últimos: nosotros mismos. La maravilla
de esta gran novela es que hace presentes los tiempos perso¬
nales e históricos de la América india, negra y española, en
el espacio intemporal del inmenso continente. Nos hace dar¬
nos cuenta del hambre que nuestro inmenso espacio sigue
teniendo de historia. Pero esa historia, cuando se manifiesta,
lo hace con una fuerza épica que avasalla y sojuzga a la na¬
turaleza y a los hombres. Entre la naturaleza y la historia.
García Márquez fabrica la respuesta del mito, de la narra¬
ción, del arte. Al recordarlo todo. García Márquez lo desea
todo. La condición es escribirlo todo para obtener algo: la
parcela de realidad que nos corresponde vivir.
Lo mismo hace el gran narrador argentino Julio Cortázar,
aunque desde el extremo opuesto, el de una contranatu-
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raleza urbana, a la que dota de mitos contemporáneos que


ponen en duda nuestra capacidad de comunicamos, escribir
y hablar de las maneras acostumbradas. Cortázar se pro¬
pone dotar a nuestra conflictiva modernidad, más que de un
lenguaje, de un contralenguaje inventado por la colabo¬
ración entre el escritor y el lector, para colmar todas las lagu¬
nas e insuficiencias de los lenguajes parciales, agotados,
mentirosos.
La empresa modernísima de Julio Cortázar se suma, sin
embargo, a la empresa constante de lo que su amigo, José
Lezama Lima, llamó la contraconquista. A la conquista del
Nuevo Mundo siguió, nos dice Lezama, la creación de un
continente de civilización multirracial y policultural, euro¬
peo, indio y africano, dueño de un estilo de vida y un gusto
que se comprueba lo mismo en la cocina que en el sincre¬
tismo religioso, en el sexo que en la arquitectura barroca. La
contraconquista es visible en los altares cristianos decorados
por artesanos indígenas, de acuerdo con la idea mítica del
paraíso aborigen, en Perú, Guatemala, Ecuador y México, y
en las ceremonias católicas impregnadas de rito africano, en
el Caribe. Son parte de la historia de la contraconquista la
revuelta nacionalista de los dos Martín Cortés, el hijo del
conquistador Hernán Cortés y de su lengua y amante india,
la Malinche, y su hermano, el Martín legítimo, en la primera
generación de mestizos mexicanos, así como la revuelta
milenarista de Túpac Amaru, en las postrimerías del virrei¬
nato peruano. La contraconquista abarca tanto las crónicas
del imperio perdido del Inca Garcilaso en Perú como las del
fraile franciscano Bemardino de Sahagún en México. E in¬
cluye, también, la observación, como celebratoria o cáustica,
de la naciente sociedad colonial por Bernardo de Balbuena
en la ciudad de México o por Rosas de Oquendo en Lima.
El mundo de fe y sensualidad de Lezama Lima en su gran
novela Paracliso, le da su más alta expresión literaria a los
conflictos de nuestra tradición católica, vista como tradición
erótica y moral conflictiva; más que como obligación de
20 CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL

escoger entre el bien y el mal, como opcion entre valores,


la fe cristiana y la sensualidad pagana, la historia visible y la
invisible, el saber y el sentir, lo natural y lo sobrenatural.
Culmino, por el momento, mi evocación del valiente
mundo nuevo de la narrativa hispanoamericana con las fi¬
guras de Lezama y Cortázar, miembros de la generación que
precede a la mía, que ya es seguida por un par de nuevas
generaciones literarias. Lo hago porque, hasta donde es po¬
sible ver con nitidez un proceso dinámico y perpetuamen¬
te modificado por la nueva lectura del pasado y las nuevas
lecturas de un presente en transición, Cortázar y Lezama,
ambos nacidos al estallar la Gran Guerra europea en 1914 y
muertos en medio de la miserable guerra de los EE.UU. con¬
tra Nicaragua en los ochentas, son quienes aceptan con
mayor lucidez los desafíos probables de nuestra continuidad
narrativa y de su auténtica relación, verbal, imaginaria, con
la historia, en sus dos vertientes: tradición y modernidad.

4. Aparece la ciudad

Hace algunos años, publiqué un librito sobre la nueva nove¬


la hispanoamericana en el que discutía los orígenes urbanos
de nuestra narrativa más reciente, asociada al crecimiento
explosivo de nuestras ciudades, la aparición de clases socia¬
les modernas y los trabajos de una inteligencia de orienta¬
ción intemacionalista.
Jorge Luis Borges fue el surtidor de esta modernidad na¬
rrativa: el argentino que debió inventar todo lo que no estaba
allí: el Aleph donde se encuentran, "sin confundirse, todos
los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos"; el jardín
de senderos que se bifurcan, donde el tiempo es una serie
infinita de tiempos, "una red creciente y vertiginosa de tiem¬
pos divergentes, convergentes y paralelos".
El autor de Ficciones alcanzó una suprema síntesis narrati¬
va en la cual la imaginación literaria se apropia de todas las
tradiciones culturales a fin de damos un retrato más comple-
CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL 21

to de lo que somos, gracias a la memoria actualizada de todo


lo que hemos sido. La herencia árabe y judía de España,
mutilada por el absolutismo real y su doble legitimación: la
fe cristiana y la pureza de la sangre, reapareció, maravillosa¬
mente fresca y viva, en los cuentos de Borges.
Borges trascendió las ataduras del psicologismo para vis¬
lumbrar un nuevo horizonte de figuras probables, ya no de
personajes veristas. Más allá del agotado psicologismo rea¬
lista, le dio categoría protagónica al jardín y el laberinto, el
libro y el espejo, los tiempos y los espacios. Nos recordó que
nuestra cultura es más ancha que cualquier definición re-
ductivista de la misma —literaria o política—. Más allá de
sus deudas obvias y fecundas con la literatura fantástica
de los uruguayos Felisberto Hernández y Horacio Quiroga
o con la libertad lingüística de los argentinos Macedonio
Fernández y Roberto Arlt, Borges fue el primer escritor que
nos liberó verdaderamente del naturalismo y que re-definió
lo real en términos literarios, es decir, imaginativos, no psi¬
cológicos o estadísticos.
Todo esto es lo que he llamado, en otra parte, la constitu¬
ción borgiana: confusión de todos los géneros, rescate de
todas las tradiciones, creando un terreno nuevo sobre el cual
pueden levantarse la ironía, el humor, el juego, pero también
una profunda revolución que equipara la libertad con la
imaginación, y con ambas constituye un nuevo lenguaje.
Pero nuestra modernidad urbana también se manifestó
con la capacidad de desearlo todo a partir de lo que somos y
hemos sido. Si Borges conjuga memoria y deseo, éste priva,
en la forma de una esperanza crítica, en los novelistas espe¬
cíficamente urbanos. Por primera vez en su historia, Ibero¬
américa es una civilización preponderantemente citadina. La
narración crítica de la modernidad se manifiesta en los in¬
fiernos proletarios e intelectuales de la ciudad de México,
descritos por José Revueltas, y en la onda libérrima de mis
jóvenes compatriotas José Agustín y Gustavo Sáinz, que ven
a la misma ciudad, más bien, como un purgatorio que es a la
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vez cabaret, prostíbulo y expendio de hamburguesas. El títu¬


lo de Arturo Azuela —El tamaño del infierno— lo dice todo.
La modernidad hispanoamericana, en todas estas ficcio¬
nes, adquiría una presencia apresurada, como compensando
su ausencia a partir de la Contrarreforma española. Moder¬
nidad de Lima la horrible de Mario Vargas Llosa, de la Cara¬
cas sin rumbo de Salvador Garmendia y Adriano González
León y de La Habana nocturna, idilio y pesadilla a la vez, de
Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante.
La modernidad, que tan desesperadamente habíamos
buscado desde la Independencia, adaptando con premura
las leyes del Occidente a nuestra realidad colonial, estaba
allí, compensada, criticada, en un Santiago de Chile de su¬
pervivencias fantasmales para José Donoso y de "figu¬
ras de cera" para Jorge Edwards, en la memoria lúcida de
nuestro pasado inmediato ofrecida por el mexicano Sergio
Pitol, en el metafísico tango sin música del bonaerense Er¬
nesto Sábato y, sobre todo, en la invención de las "ciuda¬
des inalcanzables", la lúcida conciencia de la distancia entre
realidad y deseo, en las novelas del uruguayo Juan Carlos
Onetti.
La traslación, popular o culta, de esta modernidad, se ex¬
presaba en la integración de cine y narrativa en Manuel Puig
el argentino, y de novela y música popular en el puertorri¬
queño Luis Rafael Sánchez. Pero el mexicano Salvador Eli-
zondo convierte la experiencia estética moderna en un acto
narrativo de recompensa inmediata, aun al precio de la cruel¬
dad y la muerte. Recordarlo todo, desearlo todo, pero sólo
a condición de escribirlo todo. Este sufrimiento de desear
más de lo que se vive o escribe, informa las novelas de
otro escritor mexicano, Juan García Ponce. El humor de la
misma situación, en cambio, lo dice con ironía el peruano
Alfredo Bryce Echenique. Su desperdicio en la abundancia
del consumo y la basura aparece, angustiante, en las novelas
de otro mexicano. Femando del Paso, y la persistencia de la
raíz provinciana, recoleta, es descrita magistralmente por
CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL 23

Sergio Ramírez en su comedia de crímenes pueblerinos Cas¬


tigo divino.
La novela de la ciudad cada vez abarca más, temáti¬
camente, pero sólo porque cada vez libera más, individual¬
mente. Liberada, en primer término, de la dictadura de cier¬
tos géneros, intentando crear formas novedosas, da libre
curso a intuiciones y preocupaciones personales tan varia¬
das y contradictorias como lo son la vida urbana de Buenos
Aires, Lima, México o San Juan. María Luisa Puga puede
vivir, paralelamente, su experiencia de mujer joven en dos
ciudades: México y Nairobi. Isaac Goldenberg puede reve¬
lamos la existencia de unas vidas judías en Lima y Luis Za¬
pata la del mundo del homosexualismo mexicano. Los ar¬
gentinos Osvaldo Soriano, David Viñas, Luisa Valenzuela
y Elvira Orphée, en fin, pueden convulsionar sus vidas
personales con el horror político de la desaparición: des¬
aparecen las personas como desaparece la nación, y Ariel
Dorfman, Antonio Skármeta y Daniel Moyano pueden man¬
tener, en la visión desde el exilio, la esperanza más lúcida.

5. Síntesis y continuidad culturales

Seymour Mentón, de la Universidad de Irvine en California,


destaca específicamente la vocación histórica de la más nue¬
va novela hispanoamericana, la reflexión sobre el pasado
como un signo de narrativa para el futuro. En esta tendencia
central que Mentón atribuye a nuestra novela, yo veo una
afirmación del poder de la ficción para decir algo que pocos
historiadores son capaces de formular: el pasado no ha con¬
cluido; el pasado tiene que ser re-inventado a cada momento
para que no se nos fosilice entre las manos.
Sugiero que nuestras novelas históricas sean leídas con
este espíritu, trátese de la minuciosa reconstrucción del bre¬
ve reino mexicano de Maximiliano y Carlota en Noticias del
Imperio de Femando del Paso; de la estremecedora mutación
del descubrimiento en encubrimiento de América en las
24 CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL

grandes novelas de Abel Posse: revelación de un oculta-


miento que nos impone la obligación de descubrir verdade¬
ramente, a través de la imaginación literaria; o de las secretas
relaciones entre la historia pública y la historia privada de
Ansay de Martín Caparros, situada en la revolución de inde¬
pendencia argentina.
El tamiz del humor nos revela, también, la verdadera y
posible historia, en el relato picaresco de Reynaldo Arenas
acerca del más picaresco personaje de la Independencia, fray
Servando Teresa de Mier, en El mundo alucinante; y la cari¬
catura literaria se revela como el más realista de los retratos
en Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia. Pero gra¬
cias al humor, un día el pasado inmediato que Tomás Eloy
Martínez identifica en La novela de Perón, será un pasado
humanamente presente y maleable.
El general en su laberinto de Gabriel García Márquez logró
cerrar, con la cicatriz histórica, las heridas manantes del lla¬
mado "realismo mágico" que, inventado por Alejo Carpen-
tier, se ha aplicado indiscriminadamente como etiqueta a
demasiados novelistas hispanoamericanos, aunque en ver¬
dad se convirtió en el sello personal de uno solo: Gabriel
García Márquez. Lo primero que sorprende al iniciar la lec¬
tura de El general en su laberinto es, precisamente, la ausencia
de los elementos asociados con el "realismo mágico". La
narrativa de García Márquez, esta vez, es directa e histórica¬
mente localizada, pero la iniciación lineal no tarda en flore¬
cer, hacia arriba y hacia abajo, y lateralmente, como una
planta, histórica, triste y vibrante, de la ilusión del poder y la
traición del cuerpo.
Siguiendo al libertador Simón Bolívar en su viaje hacia la
muerte. García Márquez no sólo desacraliza a la estatua.
Convierte a Bolívar en un ser reconocible y sufriente, cuya
misión más grande, quizás, fue la de liberar al continente de
su obsesión fundadora con la utopía. Pero esta conciencia
sólo se hace inteligible para nosotros hoy, cuando podemos
al cabo entender la convivencia de un cuerpo enfermo y un
CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL 25

sueño político fallido. Ambos traicionan a la inteligencia y a


la impaciente voluntad que ese cuerpo arrastra a la tumba.
Esta manera de ficcionalizar la historia llena, además, una
necesidad muy precisa en el mundo moderno —en el mun¬
do, más bien, de la llamada posmodemidad—. Jean Baudril-
lard nos asegura que "el futuro ha llegado, todo ha llega¬
do, todo está ya aquí..." Por ello se ha agotado lo que Jean
Franqois Lyotaid llama "los metarrelatos de liberación" de la
modernidad ilustrada. Pero el fin del metarrelato, por defini¬
ción abstracto y absolutista, ¿no promete la multiplicación
de los multirrelatos del mundo policultural, más acá del do¬
minio exclusivo de la modernidad occidental? La "incredu¬
lidad hacia las metanarrativas" puede ser sustituida por la
credulidad hacia las polinarrativas que nos hablan de pro¬
yectos de liberación múltiples, no sólo occidentales. El Occi¬
dente de la acedía y la incredulidad puede recibir, desde su
otra mitad indo-afro-iberoamericana, un mensaje que tanto
Baudrillard como Lyotard quizás aceptarían: el de "activar
las diferencias" (Lyotard). Las novelas históricas de Posse,
Caparros, Del Paso, García Márquez, Ibargüengoitia y otros
autores contemporáneos nuestros, cumplen ejemplarmente
esta función. Son una forma de vigilar históricamente la con¬
tinuidad cultural del continente.
En este sentido, la novela histórica en Hispanoamérica no
es ni una novedad más, ni una tradición agotable, sino una
presencia constante del multi-relato opuesto al meta-relato,
y que, modernamente, abarca tanto la espectacular funda¬
ción del género por Arturo Uslar Pietri en Las lanzas colora¬
das (1931) como la actualidad más directa evocada por Héc¬
tor Aguilar Camín en Morir en el golfo (1987). Uslar puede
tratar la historia de los llaneros de la guerra de independen¬
cia venezolana; Aguilar Camín, darnos la noticia de los
manejos del Sindicato Petrolero mexicano. Pero Las lanzas
coloradas es un relato tan actual como éste, y Morir en el golfo
una promesa histórica de que, ahora, no careceremos del tes¬
timonio presente capaz de convertirse en pasado vivo.
26 CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL

Pero donde la historia urbana adquiere un grado narrati¬


vo más intenso es, obvia aunque paradójicamente, en Argen¬
tina. Obviamente, porque Buenos Aires ha sido el conglome¬
rado urbano más acabado y consciente de su urbanidad de
toda Iberoamérica: la ciudad más ciudad de todas y, a partir
de 1900, la más moderna. Sin embargo, la evidencia de una
arquitectura narrativa urbana tan clásica como el Adán Buenos-
ayres de Leopoldo Marechal, me parece menos indicativa de
la relación ciudad-historia que obras de ausencia radical:
visiones de civilización ausente capaces de evocar, precisa¬
mente, un vacío estremecedor, una suerte de fantasma para¬
lelo que sólo da cuenta de la ciudad a través de su espectro,
de su no-ser, de su contrariedad. Buenos Aires: cabeza de
Goliat; Argentina: cuerpo de David. Ésta es la paradoja, indi¬
cada por Ezequiel Martínez Estrada. Mucha ciudad, poca
historia, pero, ¿cuánta ausencia? El grado de la ausencia se
convierte en la medida de la ficción rioplatense.
Así, la ausencia que Borges llena con las construcciones
fabulosas de sus bibliotecas, sus alephs y sus ciudades exis¬
tentes sólo en la memoria de otras ciudades, permanece
como ausencia pura en otras más recientes ficciones que no
se atreven a suplantar la nada con otra presencia que no sea
la de las palabras. Sin embargo, muchas de estas ficciones
van a la raíz misma de las ausencias argentinas: el descubri¬
miento, la colonización, el destino de los indios... En ¡Caver¬
nícolas!, Héctor Libertella lanza al mar, como una botella, la
mirada de Pigafetta armada con la única prueba del viaje de
Magallanes: un puñado de hojas escritas. Juan José Saer, en
El entenado, radicaliza aún más la ausencia de los indios o,
mejor dicho, del universo tribal hermético y aislado que
constituye la otra civilización americana. César Aira demues¬
tra, en fin, que todos estos temas son mejor tratados como
ausencias que como presencias: "Los indios, bien mirados,
eran pura ausencia, pero hecha de una cualidad exclusiva de
presencia. De ahí el miedo que provocaban." En sus esplén¬
didas narraciones —Moreira, Canto Castrato, Emma la Cauti-
CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL 27

va— Aira emprende periplos que no llevan a ninguna parte,


porque en el fondo ocurren en un solo lugar, el mismo desde
donde Cortázar se preguntó: "¿Encontraría a la Maga?" Más
que una pampa verbal, ese lugar es un puente literario y
moral indeciso entre dos orillas. ¿En cuál de ellas vamos a
fundar la ciudad e iniciar la historia? No en balde fue funda¬
da dos veces Buenos Aires. Y nacer dos veces es tener dos
destinos.
La historia como fundación por la palabra y en la ausen¬
cia, es el gran tema de la narrativa argentina —y, a veces,
también— del tango: "Anclao en París." Y si Aira, Saer y Li-
bertella nos inquietan tanto, sus antepasados inmediatos,
Adolfo Bioy Casares y José Bianco, no nos perturban menos
sólo porque sus paisajes son más inmediatamente urbanos o,
en apariencia, menos solitarios. La invención de Morel de Bioy,
Sombras suele vestir de Bianco, son obras maestras de la mejor
imaginación, que es la imaginación del detalle. Pero esta pre¬
cisión en el detalle, que es el sustento del gran éxito estilísti¬
co de Bioy y de Bianco, nos conduce a algo tan terrible como
la pampa vacía de Aira o las tribus perdidas de Saer. Es la
ausencia por medio de un engranaje mental o científico, im¬
placable en Bioy, o como realidad paralela, espectral y turba¬
dora, sin la finitud reconfortante de la muerte, en Bianco. En
ambos casos, la presencia resulta una ficción y la historia debe
recomenzar a partir de una nueva ausencia. ¿Ha sido otra
cosa la desconcertante historia de Argentina?
La narrativa argentina es, en su conjunto, la más rica de la
América Española; por ello hago especial hincapié en ella.
Esto se debe, quizás, a que ningún otro país exige con más
desesperación que se le verbalice. Al hacerlo, los escritores
del Río de la Plata cumplen precisamente la función que
aquí vengo señalando: la de crear una segunda historia, tan
válida o más que la primera.
Así, el movimiento de la literatura iberoamericana ha
constituido una suerte de vigilancia de nuestra historia, dán¬
dole, junto con las demás formas de nuestra cultura, conti-
28 CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL

nuidad. En este libro, lo concibo como un movimiento de


la utopía con que el viejo mundo soñó al nuevo mundo, a la
épica que destruyó la ilusión utópica mediante la conquista,
a la contraconquista que respondió tanto a la épica como a la
utopía con una nueva civilización de mestizajes, barroca y
sincrética, policultural y multirracial.
Este movimiento va acompañado de cuatro funciones:
Nominación y Voz; Memoria y Deseo. Cada una revela una
constelación de problemas constantes, relacionados con la
creación de una policultura indo-afro-iberoamericana.
¿Cómo te llamas? ¿Cómo se llamó antes esta montaña y
cómo se llama ahora este río?
¿Cuáles son tus palabras, cómo hablas, quién habla por ti?
¿Qué recuerdas? ¿De dónde vienes? ¿Quiénes son tu pa¬
dre y tu madre? ¿Reconoces a tus hermanos?
¿Qué quieres?
Es difícil imaginar una gran obra literaria iberoamericana
que, de una u otra manera, no formule estas preguntas: ayer,
hoy y mañana. Preguntas actualísimas, son también las del
pasado y serán las del porvenir mientras nuestros más anti¬
guos problemas no encuentren solución.
Italo Calvino nos dice algo que une, sin embargo, la expe¬
riencia universal de la literatura a la experiencia particular
del nuevo mundo americano. Hablando de los usos correc¬
tos de la literatura política, Calvino escribe que la literatura
es necesaria a la política cuando da voz a lo que carece de
ella, o da nombre a lo que aún es anónimo.
Nombre y voz: no hay nada que identifique mejor a la
escritura propia del continente iberoamericano. Nombre y
voz: esto es lo que nuestra literatura ha sabido dar mejor que
cualquier otro sistema de información, porque sus dos pro¬
yecciones han sido la memoria y el deseo. La certidumbre de
que no hay presente vivo con un pasado muerto, o futuro
vivo que no dependa de la fuerza de nuestro deseo, hoy.
El presente libro propone un encuentro entre nuestros
movimientos de fundación —épica y mito; utopía y barro-
CRISIS Y CONTINUIDAD CULTURAL 29

co— con las manifestaciones modernas de la narrativa his¬


panoamericana. Lo hace mediante un entrelazamiento cons¬
tante del movimiento con sus funciones: dar nombre y dar
voz; recordar y desear.
Pero este triple movimiento y estas cuatro funciones reve¬
lan, por un lado, dinámicas y formas de expresión literaria
universales, como lo son el mito, la épica y la tragedia, su-
cediéndose de manera circular en el mundo antiguo; la no¬
vela, sucediendo paródica y linealmente a la épica en el
mundo moderno; y la poesía, como manifestación idéntica a
la palabra, uniendo origen y presente narrativos.
A fin de conjugar estas facetas de la cultura literaria uni¬
versal con la tradición de la literatura hispanoamericana, es
necesario un método que pueda acompañar los diferentes
capítulos de este libro, tácitamente, sin interrumpir el flujo
de las ideas, pero otorgándoles estructura subyacente, fun¬
dación. Acudo, para ello, a dos pensadores: Giambattista
Vico y Mijail Bajtin. A través de ellos quiero, en seguida, ar¬
ticular una idea amplia de la literatura y la historia con las
obras concretas de nuestra literatura a las que prestaré aten¬
ción en este libro.
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

1. Vico y la historia

Uno de los primeros intentos de organizar el conocimien¬


to de la antigüedad americana se debió a un observador ita¬
liano, el caballero Lorenzo Boturini, quien a mediados del
siglo xvm viajó por México, Centroamérica y el Caribe. En
1746, dio a conocer sus comentarios en el libro titulado Idea
de una nueva historia general de la América Septentrional. En
efecto, lo que Boturini llevó a cabo en su libro fue aplicar el
sistema de su compatriota Giambattista Vico, a quien había
leído extensamente, al estudio del cosmos indígena de las
Américas al norte del Istmo de Panamá. La actitud intelec¬
tual que el discípulo trajo al Nuevo Mundo fue la del maes¬
tro en el Viejo Mundo: el relativismo histórico, la convicción
de que el valor de la historia es su variedad concreta, no su
uniformidad abstracta.
Giambattista Vico nació en 1688 en Nápoles, a la sazón
parte de la corona española, donde murió en 1744. En su
libro La ciencia nueva, o principios de una nueva ciencia relati¬
va a la naturaleza común de las naciones (1725), Vico se opone a
los criterios del racionalismo, en particular a la distinción car¬
tesiana de ideas ''claras y distintas", objetivas y científicas,
como el único camino para conocer la verdad. Estas ideas
cartesianas existen con independencia de su desarrollo his¬
tórico o de su contexto cultural. Son la base de un conoci¬
miento certificable: una ciencia de la naturaleza humana
liberada, al fin, del mito, la superstición, la fábula y otros
cocidos próximos a la hechicería.
Pero Vico, crítico radical del racionalismo, ve la super¬
chería y el engaño, más bien, en la creencia en un conjunto
objetivo, claro e invariable de ideas como presupuesto del
30
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 31

conocimiento. Para Vico, conocer algo, conocerlo de verdad


y no sólo percibirlo, requiere que el conocimiento mismo
cree lo que quiere conocer. Sólo conocemos verdaderamente
lo que nosotros mismos hemos creado. Las matemáticas
cumplen esta condición: "Demostramos la geometría porque
la hacemos", escribe Vico. La literatura la cumple. Y la histo¬
ria también. La naturaleza no, porque fue creada por Dios.
El mundo natural no es una creación humana: pero el mun¬
do social e histórico —"el mundo de las naciones"— sí lo es
y en consecuencia puede ser conocido.
¿Cómo conocemos la historia que es nuestra propia
creación? Muy a tiempo, Vico hizo la crítica de un racionalis¬
mo que podía conducir —y condujo— al concepto de una
naturaleza humana uniforme, invariable, correspondencia
fiel del conjunto invariable de ideas objetivas necesario para
el conocimiento. Temió la exclusión de la diversidad y po¬
tencialidad de las culturas creadas por hombres y mujeres en
muy diversos momentos históricos, pasados y concurrentes
con la concepción de lo universal y constante, propuesta por
el racionalismo europeo.
Vico rechazó un concepto puramente lineal de la histo¬
ria, concebida como marcha inexorable hacia el futuro, que
se desprendía del presupuesto racionalista. Concibió la
historia, en cambio, como un movimiento de corsi e ricorsi,
un ritmo cíclico en virtud del cual las civilizaciones se su¬
ceden, nunca idénticas entre sí, pero cada una portando la
memoria de su propia anterioridad, de los logros así como
de los fracasos de las civilizaciones precedentes: proble¬
mas irresueltos, pero también valores asimilados; tiempo
perdido, pero también tiempo recobrado.
Los corsi e ricorsi (cursos y recursos) ascienden en forma
de espiral. No son, propiamente, parte de un tiempo circular
como el imaginado por Borges, ni el eterno retomo evocado
por Carpentier, sino el presente constante de las ficciones de
Cortázar —el "presente continuo" del que habló Gertrude
Stein: el presente propio de la literatura, la música, la pintura
32 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

y la ciencia contemporáneas, inclusivo y fluido—. En cada


uno de nuestros actos presentes, portamos todo lo que
hemos hecho, genéricamente. La filosofía de la historia de
Vico es una concepción inclusiva, pero, en primer lugar, es
una concepción humana: sólo podemos conocer lo que
nosotros mismos hemos hecho; la historia es nuestra propia
fabricación; debemos conocerla porque es nuestra y poique
debemos continuar haciéndola y recordándola. Si somos
creadores de la historia, mantenerla es nuestro deber.
Vista como la tarea incluyente de la humanidad, la histo¬
ria es para Vico la historia de la cultura, porque sólo la cultu¬
ra conjuga las facetas múltiples de la existencia humana en
un todo comprensible, aunque no abstracto. Vico fue detes¬
tado por la Ilustración dieciochesca porque reveló sus pre¬
tensiones eurocentristas, su ficción de una universalidad
comprensible sólo en términos europeos. Y, como lo dice
Isaiah Berlín en su incomparable estudio sobre Vico y Her-
der, "la noción de que la historia puede ser juzgada por nor¬
mas absolutas, morales, estéticas, sociales, en virtud de las
cuales la totalidad del pasado humano es en gran medida
una historia de errores, crímenes y engaños —ésta es la
piedra angular de la visión ilustrada—, es el absurdo corola¬
rio de la falaz creencia en una naturaleza humana fija, final e
inmutable".
Para Vico, la naturaleza humana es una realidad varia¬
da, históricamente ligada, eternamente cambiante, móvil
pero portando el equipaje de las creaciones culturales de la
propia historia. Los hombres y las mujeres hacen su propia
historia y lo primero que hacen es su lenguaje y, en segui¬
da, basados en el lenguaje, sus mitos, y luego sus obras de
arte, sus costumbres, leyes, maneras de comer, modas, or¬
ganizaciones políticas, códigos sexuales, deportes, sistemas
educativos, todo ello, dice Vico, en flujo perpetuo, todo ello
siendo siempre.
El tenor verdaderamente universalista, contrario al eu-
rocentrismo de la época. Vico lo da con esta visión genero-
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 33

sa: "En la noche de espesas tinieblas que encubre las más


remotas antigüedades... brilla la luz eterna y jamás men¬
guante de una verdad incontrovertible: el mundo de la so¬
ciedad civil ha sido creado por los hombres, y sus princi¬
pios, por lo tanto, han de encontrarse en las modificaciones
de nuestra propia mente humana."
Semejante concepto de la historia humana no podía com¬
placer, como lo indica Berlin, a la filosofía triunfalista de la
Ilustración. No podía conciliarse la idea, que es la de Vico,
de una historia hecha y compartida por muchas razas y civi¬
lizaciones en etapas diversas de desarrollo material, con la
idea, que es la de David Hume, de que "nuestras facultades
racionales, nuestros gustos y sentimientos, son perfecta¬
mente uniformes e invariables, subyacentes a, y condicio¬
nantes de, todo cambio histórico".
Este sofisma se sostiene sobre la teoría de que la natu¬
raleza humana es constante, es la misma siempre y en todas
partes, aunque lo que en verdad se considera como universal
es sólo la naturaleza humana, históricamente determinada,
de algunos europeos ilustrados del siglo xvm, dado que el
pasado es abolido como algo irracional. Puesto que es siem¬
pre la misma, la naturaleza ilustrada no puede ser histórica.
Pero puesto que es siempre la misma, ha de ser universal.
Semejante fe sería llevada con entusiasmo por Clive a la
India y por Rhodes al África negra, por Napoleón III a
Indochina y por el Destino Manifiesto norteamericano a
México, América Central y el Caribe. Revela la necesidad
de una clase política, industrial y mercantil en ascenso, de
contar con una identidad; transparentemente, nos muestra
a una clase particular demandando una esencia universal,
un papel mundial, al tiempo que se lo niega a las culturas
opuestas al Occidente, sujetas al Occidente o, simplemente,
ajenas al Occidente: el otro del Occidente. ¿Cómo es posible
ser persa?, se pregunta un personaje de Montesquieu. En
efecto, ¿cómo es posible ser vietnamita, mexicano, hindú o
congolés, desde una perspectiva que niega la humanidad
34 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

del otro para afirmar la propia universalidad? Desde 1690,


John Locke había escrito que "asumimos que el entendi¬
miento humano es, en todas partes, el mismo, aunque im¬
perfectamente desarrollado en los idiotas, los niños y los
salvajes."
Carentes de historia y de universalidad —todo lo que es
diferente es ilusorio, diría Voltaire— los pueblos del Hemis¬
ferio Occidental —salvajes, niños o idiotas— nos unimos, sin
embargo, en el entusiasmo de la independencia, la fe en el
progreso y la negación del pasado, a lo que nos negaba. Qui¬
simos, esta vez, llegar a tiempo a la mesa de la civilización:
superar de un golpe lo que veíamos como retrasos indios,
negros, mestizos, españoles, coloniales, contrarreformistas.
Negamos lo que habíamos hecho —un mundo policultural y
multirracial en desarrollo— y afirmamos lo que no podía¬
mos ser —europeos modernos— sin asimilar lo que ya
éramos —indo-afro-iberoamericanos—. El precio político y
cultural fue muy alto. Mejor hubiéramos hecho en leer a Vico
que a Voltaire.
El día de Vico llegaría en el siglo xx, cuando la riqueza de
un pasado pluralista, vivido de manera concreta por muchas
naciones y muchas razas, se volvió evidente. Es importante
añadir que Vico reingresó a su hogar europeo a través de
James Joyce, toda vez que el filósofo napolitano mantiene
vigilia expresa sobre buena parte de la obra del novelista
irlandés, particularmente Finnegan's Wake, que su autor
define como un vicociclómetro, o medidor de los ciclos de
Vico, los corsi e ricorsi.
Joyce vuelve a colocar a Vico en el centro de la cultura
occidental, donde pertenece, porque Joyce, como Vico y a
través de Vico, busca un mundo que no es externo a los
acontecimientos, sino que vive en ellos, en la sustancia mis¬
ma de la historia, como Leopold Bloom vive su día en el
corazón de Dublín. Además, la experiencia del siglo xx fue
vista muy pronto por Joyce en términos que esencialmente
son los de Vico: la historia no es un progreso ininterrumpi-
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 35

do, sino un movimiento en espiral, en el que los progresos


alternan con factores recurrentes, muchos de ellos negativa¬
mente regresivos.
Finalmente, basado en Vico —vicus of recirculation— Joyce
prefiere apostar más a la identidad cultural que al desarro¬
llo. Y la identidad cultural, en el filósofo como en el nove¬
lista, tiene un origen presente, lo que Vico llama "la lógica
auroral" del lenguaje. Vico y Joyce: un filósofo que se rehúsa
a abarcar nada menos que la totalidad de la historia humana,
que es sólo la historia de las creaciones culturales de la hu¬
manidad; y un novelista que se prohíbe a sí mismo abarcar
nada menos que la épica total de Occidente, a fin de reírse
de ella y de recrearla como lenguaje no oficial, no sancio¬
nado.
Ambos obtienen lo que quieren —una filosofía de la histo¬
ria, en el caso de Vico; una novela histórica en el sentido más
hondo, en el caso de Joyce— mediante una combinación de
lenguajes pluralistas, variados, heterogéneos y centrífugos.
Esto es, exactamente, lo que Mijail Bajtin atribuye al lenguaje
de la novela.
2. Bajtin y la novela

Nacido en Orel, al sur de Moscú, en 1895, y muerto en Mos¬


cú mismo, en 1975, Mijail Bajtin desarrolló su deslumbrante
obra crítica en las peores condiciones materiales, privado
de oportunidades para enseñar y publicar en virtud de su
manifiesta falta de entusiasmo hacia el dogma preestable¬
cido y de su infatigable búsqueda de significados pluralistas
en la sociedad y el arte. Empobrecido, físicamente baldado,
Bajtin fue la víctima paradígmica del estalinismo. Como
nunca se le acusó de nada, ni siquiera pudo ser rehabilitado
durante la época del deshielo jruschoviano.
Bajtin distingue entre dos tipos de novela: la novela
monológica, dominada por una sola voz, y la novela dialó¬
gica o polifónica, dominada por un diálogo con el mundo
y por una palabra orientada hacia la palabra del otro.
36 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

Para Bajtin, en efecto, la novela es un campo de energía


determinado por la lucha incesante entre las fuerzas cen¬
trípetas que desdeñan la historia, se resisten a moverse,
desean la muerte y pretenden mantener las cosas juntas,
unidas, idénticas; y las fuerzas centrífugas que aman el
movimiento, el devenir, la historia, el cambio, y que asegu¬
ran que las cosas se mantienen variadas, diferentes, apar¬
tadas entre sí.
El reconocimiento de este combate lleva a Bajtin a en¬
contrar en la escritura y lectura de novelas, un método de
conocimiento basado en la comprensión de las relaciones
entre el yo y el otro, que es comparable a la relación entre
autor y personaje, o entre escritor y lector.
Mi voz, nos dice Bajtin, quizás signifique algo, pero en
todo caso, mis palabras llegan envueltas en capas contex¬
túales determinadas por las voces de los demás y por la plu¬
ralidad de lenguajes que viven dentro de cualquier sistema
social. El lenguaje también está sujeto a fuerzas centrífugas y
centrípetas y cualquier palabra, a fin de poseer un significa¬
do, tiene que tener dos caras. De quién es la palabra, sí, pero
a quién va dirigida también.
Territorio ocupado por quien habla y por quien escucha,
por quien escribe y por quien lee, la palabra es siempre algo
compartido. Al nivel verbal, todos somos participantes, de¬
pendemos los unos de los otros y somos parte de una labor
dinámica y perpetuamente inacabada, que consiste en crear
al mundo creando la historia, la sociedad, la literatura.
En esta dinámica, advierte Bajtin, el otro es mi amigo.
Sólo el otro puede otorgarme mi yo. Y es mi relación con el
otro, la manera como lo veo, la manera como él me ve, lo
que me hace consciente de que aún no soy, de que estoy
siendo. De esta manera, para Bajtin todo significado está
limitado por su contexto, pero paradójicamente, ese con¬
texto no tiene límites. El hombre de semejante ilimitación
es para Bajtin la heteroglosia, o sea la diversidad y plurali¬
dad de lenguajes. En el mundo moderno, la novela es el
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 37

lugar privilegiado donde se reúnen los lenguajes plurales,


donde yo y el otro nos encontramos y proponemos una
historia inacabada.
Bajtin le atribuye a la novela una revolución radical del
discurso humano, una liberación fundamental de inten¬
ciones culturales y emocionales anteriormente sujetas a la
hegemonía de un lenguaje unitario. De la pluralidad de con¬
textos inherentes al lenguaje, el texto narrativo extrae y
concierta una serie de confrontaciones dialógicas que le per¬
miten al novelista darle a las palabras significados nuevos y,
sobre todo, problemáticos. La novela es instrumento del
diálogo en el sentido más amplio: no sólo diálogo entre per¬
sonajes, sino entre lenguajes, géneros, fuerzas sociales, perío¬
dos históricos distantes y contiguos. La novela, dice Bajtin,
es la expresión "galileica" del lenguaje. Más que un género
entre otros, los usa a todos a fin de colocar tanto al autor
como al lector dentro de una era de lenguajes competitivos,
en conflicto.
Narrativa donde todo posee un significado alterno. Cons¬
trucción verbal no-literaria, no realista, que concierta la con¬
frontación dialógica entre lenguajes diversos. Forma abierta,
forma incompleta que da fe de que "mientras el hombre
viva, vive en virtud de su ser incompleto, de no haber dicho
su última palabra". Estas características de la novela según
Bajtin convienen soberanamente a un estudio de la novela
hispanoamericana: forma incompleta, arena donde pueden
reunirse historias distantes y lenguajes conflictivos, trascen¬
diendo la ortodoxia de un lenguaje unitario o de una sola
cosmovisión —trátese de los lenguajes y las visiones de la
teocracia azteca, la Contrarreforma española, el racionalismo
dieciochesco o el hedonismo postindustrial—.
Quisiera unir en este libro las ideas citadas por Vico y por
Bajtin: la historia la hacemos nosotros; el pasado es parte del
presente y el pasado histórico se hace presente a través de
la cultura, demostrándonos la variedad de la creatividad
humana, las ideas de Vico unidas a las ideas de Bajtin: la
38 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

novela como un producto cultural que traduce dinámica¬


mente los conflictos de la relación entre el ser propio y el ser
ajeno, el individuo y la sociedad, el pasado y el presente, lo
contemporáneo y lo histórico, lo acabado y lo inacabado,
mediante una constante admisión de lo plural y diverso en
el lenguaje y en la vida.

3. La cronotopía de Borces

Bajtin advierte que el proceso de asimilación de historia y li¬


teratura pasa por la definición de un tiempo y un espacio.
Esta definición el crítico ruso la llama el "cronotopo", de
cronos: tiempo y topos: espacio.
La cronotopía es el centro organizador de los eventos na¬
rrativos fundamentales de una novela. A ellos les pertenece
el sentido que le da forma a la narrativa. El cronotopo hace
visible el tiempo en el espacio y permite la comunicación del
evento: es el vehículo de la información narrativa.
De allí, nuevamente, la importancia de Borges en la narra¬
tiva hispanoamericana. Su alabada desnudez retórica no es,
para mí, un valor en sí, sino en cuanto revela límpidamente,
a costa de sacrificios inevitables de densidad y extensión
novelescas, a la cronotopía como protagonista de la narra¬
ción. En El Aleph y Tlón, Uqbar, Orbis Tertius, el espacio es pro¬
tagonista con los mismos títulos que un héroe de novela
realista, como lo es el tiempo en Funes el memorioso, Los inmor¬
tales o El jardín de senderos que se bifurcan. Borges, en estas
narraciones, designa un tiempo y un espacio totales, que
sólo pueden ser aproximados por un conocimiento total.
Con un guiño, el autor encierra este conocimiento total en la
biblioteca total, pero sólo para hacemos sentir que el mundo
de los libros está liberado de las demandas de la cronología
o de la sucesión lineal: un autor, una biblioteca, un libro, sig¬
nifican todos los autores, todas las bibliotecas y todos los
libros, presentes aquí, ahora, contemporáneos los unos de
los otros no sólo en el espacio (la Biblioteca de Babel, el
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 39

Aleph) sino en el tiempo: Kafka junto a Dante junto a Shake¬


speare junto a Kafka junto a Borges.
Sin embargo, ¿quién percibe esto, quién puede tener si¬
multáneamente un libro por Borges y un libro por Cervan¬
tes entre las manos? ¿Quién es no sólo uno sino muchos?
¿Quién posee esta libertad? ¿Quién, aunque el poema sólo
sea uno y universal (Shelley) y su autor el autor único de
todos los libros escritos (Emerson), los lee: lee el libro y lee al
autor?
La respuesta, claro está, es: ustedes, los Lectores. Nos¬
otros. Un libro, un tiempo, un espacio, una biblioteca, un uni¬
verso, pero muchos lectores, leyendo en muchos lugares y
en muchos tiempos. Pues la condición para esa unidad de la
literatura es la pluralidad de las lecturas. Borges acaso crea
totalidades herméticas, de tiempo y espacio, como plantea¬
miento inicial e irónico de la narración, pero las traiciona en
seguida con accidentes cómicos, particularizantes. Funes el
memorioso, víctima de la totalidad hermética, lo recuerda
todo. Siempre sabe qué hora es. Su problema, si no ha de
convertirse en un pequeño dios involuntario, es reducir sus
memorias a un número manejable —digamos, unas setenta
mil— Es decir: debe seleccionar y representar. Y es decir:
debe convertirse en un artista; un relativista, no un abso¬
lutista. Puede concebir un tiempo, un espacio y un conoci¬
miento ideales, pero el poder sobre semejantes absolutos
está en manos de quienes los conciben, y éstos son siempre
seres plurales, imperfectos, mortales: nosotros, los mantene¬
dores de la memoria y el deseo, de la tradición y de la
creación, en el orden histórico de Vico.
La cronotopía absoluta se vuelve relativa mediante la lec¬
tura. Cada libro es un ente inagotable y cambiante simple¬
mente porque, constantemente, es leído. El libro es un espejo
que refleja el rostro del lector. El tiempo de la escritura
puede ser finito y crear, sin embargo, una obra total, absolu¬
ta: pero el tiempo de la lectura, siendo infinito, crea cada vez
que es leída una obra parcial, relativa. En El jardín de senderos
40 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

que se bifurcan, el narrador concibe cada posibilidad del tiem¬


po, pero se ve obligado a reflexionar que "todas las cosas le
pasan a uno, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en
el presente ocurren los hechos..." De tal manera que sólo
en el presente leemos la historia, y aunque la historia se
ofrezca a sí misma como versión única de los hechos, nos¬
otros, los lectores, quebramos este intento de unidad. El
narrador de El jardín de senderos que se bifurcan, significativa¬
mente, lee dos versiones del "mismo capítulo épico". No la
versión ortodoxa, única, sino una segunda versión, hetero¬
doxa: no sólo la reforma, sino la contra-reforma; no sólo la
conquista, sino la contra-conquista.
Cuando Pierre Menard se dispone a escribir el Quijote, nos
está diciendo que cada escritor se crea sus propios antepa¬
sados. En literatura, una ley fundamental de la física y de la
lógica es constantemente violada: la causa sigue al efecto. El
tiempo literario es reversible porque, en cada momento, la
totalidad de la literatura nos está siendo ofrecida a los lecto¬
res: al leerlo, nosotros nos convertimos en la causa de Cer¬
vantes; pero a través de nosotros, los lectores, Cervantes
(y Borges) se vuelven nuestros contemporáneos —pero
también contemporáneos entre sí—. Pierre Menard es el
autor de Don Quijote porque cada lector es el autor de lo
que lee.
De esta manera, en los relatos de Borges se cumplen ple¬
namente los presupuestos de Vico y de Bajtin: nosotros crea¬
mos la historia porque nosotros leemos la historia, dejándola
abierta a nuevas lecturas a través de "las puertas del crono-
topo".

4. Hacia una cronotopía iberoamericana

Cronotopia total, la de Borges permitió que nuestros es¬


critores entendieran, simultáneamente, tres realidades. La
primera fue la realidad universal del tiempo y el espacio
modernos, relativistas aunque inclusivos. En la cronotopía
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 41

borgiana se encuentran, narrativamente vivos, Einstein y


Heisenberg. La posición de los objetos en el espacio sólo
puede ser definida en su relación relativa con otros objetos
en el espacio. El orden temporal de dos eventos no es in¬
dependiente del observador del evento. El observador no
puede separarse de un punto de vista. Tiene que ser consi¬
derado como parte del sistema. No puede haber sistemas
cerrados, porque cada observador describirá el fenómeno
de manera distinta. Necesita, para hacerlo, un lenguaje. Por
lo tanto, el espacio y el tiempo son elementos de un len¬
guaje usado por un observador para describir su entorno.
El espacio y el tiempo son lenguaje; el espacio y el tiempo
son nombres en un sistema descriptivo abierto y relativo.
Si esto es cierto, el lenguaje puede dar cabida a diferentes
tiempos y espacios: precisamente los "tiempos divergen¬
tes, convergentes y paralelos" de Borges.
Uno de esos tiempos, ejemplarmente, es el de la América
Española. Área policultural y multirracial, la nuestra se ca¬
racteriza por ser heredera de una gran variedad de tradicio¬
nes. Estas incluyen, por lo menos, el mundo mítico de las
civilizaciones prehispánicas y la herencia mediterránea traí¬
da por España al Nuevo Mundo: tradición grecolatina viva
en las disyuntivas temporales: permanecer o fluir; en el
apego al derecho escrito y a la filosofía estoica; inmersión en
la filosofía cristiana, sus dogmas, jerarquías y promesas.
Renacimiento y Contrarreforma, conquista y contracon¬
quista, supervivencia judía, aporte africano; nueva civili¬
zación mestiza, criolla, indígena y negra. Los intentos de
modernización, a partir del siglo xvm, han fracasado cuando
han hecho caso omiso de la poderosa tradición policultural
anterior a ellos. La Ilustración, la Reforma liberal, el positivis¬
mo, el marxismo y las filosofías del mercado —de Adam
Smith a Ronald Reagan— no han sobrevivido a los tiempos
y temas más antiguos de nuestra convivencia cultural. Más
bien dicho: sólo sobreviven en la medida en que actúan sobre
ese fondo cultural. Negarlo, es repetir el error más costoso
42 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

de la Independencia decimonónica, anti-española, anti-india


y anti-negra.
La dialéctica del relativismo y de la policultura nos hace
comprender a los iberoamericanos que la modernidad en
sus diferentes apariciones, ligada a la Ilustración borbónica,
la Revolución francesa, el romanticismo rousseauniano, el
liberalismo y el positivismo, el marxismo y el capitalismo,
es, en cada ocasión, el lenguaje relativo de un observador
que sólo con enormes riesgos niega lo que, desde su pun¬
to de vista relativo, no puede ver: la policultura indo-afro-ibe¬
roamericana.
A partir de Borges, la narrativa hispanoamericana asume
la paradoja de la relatividad para dar cuenta de la totalidad.
Ésta, a veces, es invisible. Pero una concepción inclusiva del
tiempo, o más bien de los tiempos "divergentes, conver¬
gentes y paralelos", comprende, asimismo, los lenguajes
capaces de representar la variedad de los mismos. La épica,
el drama, la poesía, la novela, el mito, son géneros que le
dan forma a diversos lenguajes que, a su vez, representan
una pluralidad de tiempos.
La novela hispanoamericana participa, claro está, de una
aproximación universalizada hacia el fenómeno narrativo,
entendido como inevitable cronotopía. La relación/reía ti va
del observador/lector/narrador en el tiempo y el espacio
adquiere en la novela occidental contemporánea categoría
de principio creativo. El eje temporal priva en la novela eu¬
ropea y norteamericana escrita entre 1910 y 1930. Gide,
Proust, Mann, Virginia Woolf, Doblin, Broch, Hesse, Kafka,
Joyce, Faulkner, Dos Passos, se muestran preocupados con
crear tiempo, negar tiempo, combinar tiempo. Simultanei¬
dad y secuencia, sincronicidad, tiempo progresivo y tiempo
mítico, son elementos esenciales de composición, en grado
diverso, para todos ellos. El tiempo como olvido: Kafka. La
liberación del orden del tiempo: Proust. El tiempo como
creación narrativa: Faulkner. La incapacidad de dominar al
tiempo: Dos Passos. La revolución en la novela moderna es.
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 43

en gran medida, una rebelión contra la noción sucesiva y


discreta del tiempo y, por extensión, de la noción de un solo
tiempo, una sola civilización, un solo lenguaje. Joyce, en
nombre de Vico, le da la puntilla al tiempo de la Ilustración.
Pero el espacio literario sufre una revolución comparable.
Más que nadie, Joseph Frank lo ha hecho notar, sobre todo
en relación con la poesía. Eliot y Pound yuxtaponen los ele¬
mentos del poema en la página a fin de que el poema pueda
ser visto plenamente y, simultáneamente, comprendido, al
terminar la lectura, como una presencia en el espacio, inse¬
parable de la temporalidad del poema. Para Pound, "una
imagen presenta un complejo intelectual y emocional en un
instante de tiempo". El lector debe aprehender la obra en
un momento del tiempo, más que como una secuencia. Y esa
instantaneidad requiere un despliegue espacial apropiado:
una cronotopía.
Borges hace explícita, para la narrativa hispanoamericana,
esta cronotopía moderna. Sus relatos son incomprensibles
sin la inteligencia de una diversidad de tiempos y espacios
que revelan una diversidad de culturas. Quizás sólo un ar¬
gentino —desesperado verbalizador de ausencia— podía
asumir de manera tan completa la totalidad cultural del
Occidente para demostrar, no sé si a pesar suyo, la parciali¬
dad de un eurocentrismo negado por la revolución de la
conciencia cultural moderna. Ya no hay centros exclusivos o
aislados de la cultura. Las excentricidades de Herder —sólo
Europa es histórica— o de Hegel —América es un todavía
no, un nondum— dejaron de ser centrales cuando la violen¬
cia histórica generalizada del siglo xx demostró que todos
somos excéntricos y que ser excéntrico es la única manera de
ser central.
Esta nueva ubicación, en la que la ¡Cultura absoluta y cen¬
tral desaparece para convertirse en la suma, tensión y aporta¬
ción de culturas variadas, implica también un nuevo tiempo,
en el que no se le niega presente al pasado, pues éste pue¬
de ser, en efecto, el único presente de una cultura viviente.
44 TIEMPO Y ES PAGO DE LA NOVELA

Asistimos, en otras palabras, al fin de lo que, desde el siglo


xviii, pasó por la modernidad. La salvaje negación del pasa¬
do, considerado por Voltaire como oscuro escenario de la
barbarie, y la entronización del futuro como meta cuasipa-
radisiaca de la historia por Condorcet, negó los frutos de la
Ilustración a quienes no participasen de una universalidad
definida, exclusivamente, por la realidad histórica de la clase
media, intelectual y social de la Europa ilustrada y revolu¬
cionaria. Unirse a este proyecto nos pareció a los "latino"-
americanos, en el siglo xix, la única fórmula de la salud. La
Ilustración y la Revolución francesas nos ofrecían, a cambio
de nuestra adhesión ideológica, lo que Europa estaba segu¬
ra de obtener identificando su salud con la marcha hacia el
porvenir: felicidad y progreso. La convicción de que bastaría
trasladar las leyes progresistas del Occidente a Venezuela,
Bolivia o Guatemala, para transformamos en naciones de¬
mocráticas y prósperas, creó entre nosotros un terrible di¬
vorcio entre la nación legal y la nación real.
No fue fatal, aunque sí evidente, que nuestra adhesión a
un solo tiempo —la presunta universalidad europea, porta¬
dora del progreso y la felicidad— sacrificó nuestros tiempos.
La América independiente negó al pasado, indio, africano e
ibérico, identificado con el retraso denunciado por la Ilus¬
tración; adoptó las leyes de una civilización pero aplastó las
de nuestras civilizaciones múltiples; creó instituciones para la
libertad que fracasaron porque carecían de instituciones
para la igualdad y la justicia. Auspiciamos, en el mejor de
los casos, un impulso para la educación —Sarmiento, Bello,
Lastarria— generoso, pero vulnerado por su negación, im¬
plícita o explícita, de la policultura afro-indo-ibérica. Y, en el
peor de los casos, resolvimos la contradicción entre libertad
y justicia cayendo en los extremos de la anarquía o el despo¬
tismo. Segadas las fuentes del presente, que son el pasado
como memoria y el porvenir como deseo, no escribimos
novelas extraordinarias. Una gran promesa, compleja, con¬
flictiva y contradictoria —El Periquillo Sarniento de Fernán-
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 45

dez de Lizardi— permaneció como ficción latente, ante el


ascenso sentimental y romántico de las narraciones de
Esteban Echeverría, José Mármol y Jorge Isaacs; el correc¬
tivo naturalista de Blest Gana, Rabasa y Gamboa; y el en¬
tretenimiento folletinesco de Payno, Inclán y Riva Palacio.
Nuevamente, son dos libros argentinos —¡verbalízame, Ar¬
gentina!— los que apuntan más lejos: la apasionada cróni¬
ca de Sarmiento, Facundo, y el poema gauchesco de Hernán¬
dez, Martin Fierro. Celebración del porvenir civilizado,
denuncia de la barbarie histórica. Sarmiento el liberal ilustra¬
do al menos reconoce claramente ese pasado, establece una
relación entre lo que somos y lo que fuimos. Y el Martín Fie¬
rro es un poema de la errancia, del desplazamiento, de la
vida popular inerme, indispensable para entender qué cosa
ocurre cuando, armado, un pueblo revela, en la revolución,
la presencia de los tiempos anteriores.
Indo-Afro-Iberoamérica tiene un solo gran novelista deci¬
monónico: el brasileño Machado de Assis, quien tuvo la for¬
tuna de leer y la inteligencia de dejarse influir por la otra
cara de la Ilustración dieciochesca. No la cara ideológica,
eurocentrista y, al cabo, monótonamente dogmática de Vol-
taire —¿cuántas veces habrá escrito el patriarca de Femey su
slogan obsesivo, écrasez Vinfamme; cuántas veces habrá
dogmatizado acerca de la salvación por la élite filosófica;
cuántas veces habrá despreciado toda iniciativa desde abajo,
proveniente de la ralea sin ilustración?— Machado conoce y
entiende, en vez, la cara curiosa, dialéctica, abierta a todo lo
real, de Diderot. Machado es lector de la novela suprema de
la realidad ofrecida como repertorio de posibilidades: Jacques
el fatalista. Machado conoce un siglo xvm libre, creador, do¬
tado de humor, y lo trae a Brasil. Las Memorias postumas de
Blas Cubas es la más grande novela iberoamericana del si¬
glo pasado, y sus enseñanzas libérrimas sólo serán enten¬
didas, en el continente hispanoparlante, hasta bien entrado
el siglo xx. Sólo entonces, la novela hispanoamericana hace
explícito que no hay narración sin tiempo y espacio cons-
46 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

cientes, críticos. Que tiempo y espacio son conceptos rela¬


tivos y creaciones del lenguaje. Que así como hay muchos
tiempos y espacios, hay muchos lenguajes para nombrarlos.
Que el pasado tiene una presencia y que la literatura es la
forma potencial donde tiempos y espacios se dan cita imagi¬
naria, se conocen y se recrean. Variedad de tiempos —diver¬
gentes, convergentes, paralelos—; variedad de espacios
—Tlon, Uqbar, Orbis Tertius—; variedad de culturas —az¬
teca, quechua, grecorromana, medieval, renacentista—; y
variedad de lenguajes para representar la variedad misma
de tiempos, espacios y culturas. Variedad genética, asimis¬
mo, para dar cabida a la variedad lingüística: épica, drama,
novela, poesía, mito.
Esta relación salta a la vista en Miguel Ángel Asturias
—mito prehispánico y novela moderna—, en Alejo Carpen-
tier —utopía renacentista y novela moderna—, en José Leza-
ma Lima —cultura del barroco y novela moderna— y en
Gabriel García Márquez —mito, utopía y épica reunidos en
el lenguaje narrativo moderno—. El encuentro de los pri¬
meros cronistas —Cabeza de Vaca, Bemal Díaz del Castillo,
Cieza de León, Poma de Ayala, Orellana, Fernández de
Oviedo— y los novelistas contemporáneos constituye uno
de los hechos más llamativos de nuestra novela contem¬
poránea. Significa que nuestra verdadera modernidad —tan
crítica, contradictoria y en entredicho actualmente— pasa
por un encuentro con la vigencia de nuestro pasado. De lo
contrario, se convierte en una forma de orfandad: ni Mother
ni Dad.
Nombre y voz, memoria y deseo, son los lazos de unión
profunda entre nuestros orígenes, nuestro presente y nuestro
porvenir. En novelas como Los pasos perdidos y Cien años de
soledad, es deslumbrante el encuentro directo, afectivo, de la
crónica del siglo xvi con la novela del siglo xx. Nacido de
la empatia y el reconocimiento mutuos, el hecho nos de¬
muestra, también, el poder apenas explotado de la novela
para acercar lo que estaba separado. No sólo personajes.
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 47

sino, como lo pensó Bajtin, épocas históricas, civilizaciones:


tiempos, espacios. La novela hispanoamericana se cono¬
ce (a sí misma, por los demás) cuando se reconoce en sus tex¬
tos de fundación: las Crónicas de Indias. Y en sus visiones
fundadoras, que son las del renacimiento que nos trae la
herencia mediterránea y medieval, vence a las mitologías
indígenas, proyecta una mitología europea: la edad de oro,
la utopía, y derrota a ambas con la lógica implacable de la ne¬
cesidad épica, dejando un espacio, sin embargo, para la refle¬
xión irónica y la aspiración de libertad, rescatando la propia
cultura de los vencidos. Crónicas de Indias, sí, pero también
Moro, Maquiavelo y Erasmo. Popol Vuh, sí, pero también Uto-
pía, El príncipe y el Elogio de la locura.

5. Imaginación, memoria y deseo

Nos miramos en los espejos del origen que nos presenta la


novela iberoamericana, y entendemos que todo descubri¬
miento es un deseo, y todo deseo, una necesidad, inventa¬
mos lo que descubrimos; descubrimos lo que imaginamos.
Nuestra recompensa es el asombro. Describimos lo maravi¬
lloso, como Bemal Díaz del Castillo describe la capital lacus¬
tre de los aztecas tendida a sus pies: "Parecía a las cosas de
encantamiento que cuentan en el libro de Amadís... y aun
algunos de nuestros soldados decían que si aquello que
veían si era entre sueños.
El descubridor es el deseador, el memorioso, el nomi-
nador y el voceador. No sólo quiere descubrir la realidad;
también quiere nombrarla, desearla, decirla y recordarla.
A veces, todo ello se resume en otro propósito: imaginarla.
Todo deseo tiene un objeto y este objeto, como lo sugiere
Buñuel, es siempre oscuro, porque queremos no sólo poseer
sino transformar el objeto de nuestro deseo. No hay deseo
inocente; no hay descubrimiento inmaculado; no hay via¬
jero que, secretamente, no se arrepienta de dejar su tierra y
tema no regresar nunca a su hogar.
48 TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA

El deseo, sin embargo, nos arrastra porque no vivimos


solos. Todo deseo es imitación de otro deseo que queremos
compartir, poseer para nosotros y suprimir la diferencia
entre el objeto y nosotros. El viaje, el descubrimiento, des¬
emboca en la conquista: queremos el mundo para transfor¬
marlo.
Colón descubre en las islas la edad de oro y el buen salva¬
je. A éste lo envía encadenado a España; y la edad de oro
pasa a ser la edad de hierro. La melancolía de Bemal Díaz es
la de un peregrino que encuentra la visión del paraíso y en
seguida debe destruir lo que ama. El asombro se convierte
en dolor pero ambos son salvados por la memoria. Ya no de¬
seamos para viajar, descubrir, conquistar; ahora recordamos
para no volvemos locos y poder dormir.
La historia desprovista de imaginación es sólo la violen¬
cia que, como Macbeth, asesina al sueño. La gloria terres¬
tre depende de la violencia y se revela, desenmascarada
por la imaginación, como muerte. Bemal Díaz, el cronista,
el escritor, sólo puede recordar. Allí el descubrimiento
sigue siendo maravilloso, el jardín sigue intacto, el fin es
un nuevo comienzo y la destrucción de la guerra coexiste
con la aparición de un mundo nuevo, nacido de la catás¬
trofe.
La catástrofe que se consume en sí misma carece de senti¬
do. La tragedia, escribe María Zambrano, es lo que rescata a
la destrucción de la insignificancia. Pero añade que la trage¬
dia, para existir, requiere tiempo. Este tiempo es definido
por Max Scheler como el necesario para transmutar la ca¬
tástrofe en conocimiento.
Ese tiempo no existió en el drama histórico de la América
india y española. La precipitación de la épica de la conquista
destruyó la utopía renacentista, pero ésta subsistió como el
ideal, renovado una y otra vez, con los nombres de arte a
veces, de progreso otras, de revolución o de tradición, de
regreso a los orígenes o de aceleración del porvenir, a lo
largo de nuestra historia.
TIEMPO Y ESPACIO DE LA NOVELA 49

La utopía ha sido el ala constante que planea en nuestro


firmamento, pero también ha sido la más pesada piedra
de nuestros empeños de Sísifo. Como el albatros de Cole-
ridge, si algún día voló, hoy parece más bien la carga que
doblega nuestras espaldas.
La conquista fue empresa de utopía para unos, de evange-
lización para otros, de lucro, de poder político y de afirma¬
ción individualista para los más. La tragedia no tenía lugar
en su movimiento. Suplimos su ausencia y todas nuestras
contradicciones rescatando el derecho de nombrar y de dar
voz, de recordar y de desear. Nombre y voz, memoria y de¬
seo, nos permiten hoy damos cuenta de que vivimos rodea¬
dos de mundos perdidos, de historias desaparecidas. Esos
mundos y esas historias son nuestra responsabilidad: fueron
creados por hombres y mujeres. No podemos olvidarlos sin
condenamos a nosotros mismos al olvido. Debemos man¬
tener la historia para tener historia. Somos los testigos del
pasado para seguir siendo los testigos del futuro.
Entonces nos damos cuenta de que el pasado depende
de nuestro recuerdo aquí y ahora, y el futuro, de nuestro
deseo aquí y ahora. Memoria y deseo son imaginación pre¬
sente. Éste es el horizonte de la literatura.
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

El historiador mexicano Edmundo UGorman sugiere que


América no fue descubierta: fue inventada. Y fue inventa¬
da, seguramente, porque fue necesitada. En su libro La in¬
vención de América, O'Gorman habla de un hombre europeo
que era un prisionero de su mundo. La cárcel medieval es¬
taba fabricada con las piedras del geocentrismo y la esco¬
lástica, dos visiones jerárquicas de un universo arquetípi-
co, perfecto, incambiable aunque finito, porque era el lugar
de la Caída.
La naturaleza del Nuevo Mundo confirma el hambre de
espacio del Viejo Mundo. Perdidas las estructuras estables
del orden medieval, el hombre europeo se siente disminuido
y desplazado de su antigua posición central. La tierra se em¬
pequeñece en el universo de Copémico. Las pasiones —la
voluntad sobre todo— se agrandan para compensar esta dis¬
minución. Ambas conmociones se resuelven en el deseo de
ensanchar los dominios de la tierra y del hombre: se desea
al Nuevo Mundo, se inventa al Nuevo Mundo, se descubre al
Nuevo Mundo; se le nombra.
De esta manera, todos los dramas de la Europa renacen¬
tista van a ser representados en la América europea: el dra¬
ma maquiavélico del poder, el drama erasmiano del hu¬
manismo, el drama utópico de Tomás Moro. Y también el
drama de la nueva percepción de la naturaleza.
Si el Renacimiento concibió que el mundo natural estaba
al fin dominado y que el hombre, en verdad, era la medi¬
da de todas las cosas, incluyendo la naturaleza, el Nuevo
Mundo se reveló de inmediato como una naturaleza despro¬
porcionada, excesiva, hiperbólica, inconmensurable. Ésta es
50
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 51

una percepción constante de la cultura iberoamericana, que


nace del sentimiento de asombro de los exploradores origi¬
nales y continúa en las exploraciones de una naturaleza sin
fin en libros como Os sertóes de Euclides da Cunha, Canaima
de Rómulo Gallegos, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier,
Gran serión: veredas de Guimaráes Rosa y Cien años de soledad
de Gabriel García Márquez. Pero, significativamente, este
mismo asombro, este mismo miedo ante una naturaleza que
escapa de los límites del poder humano, ruge sobre el pá¬
ramo del rey Lear y su "noche helada". Nos "convertirá a to¬
dos en necios y locos", gime Lear.
El Nuevo Mundo es descubierto (perdón: inventado, ima¬
ginado, deseado, necesitado) en un momento de crisis euro¬
pea: la confirma y la refleja. Para el cristianismo, la naturaleza
es prueba del poder divino. Pero también es una tentación:
nos seduce y aleja de nuestro destino ultraterreno; la tenta¬
ción de la naturaleza consiste en repetir el pecado y el placer
de la caída.
En cambio, la rebeldía renacentista percibe a la natu¬
raleza como la razón de cuanto existe. La naturaleza es el
aquí y ahora celebrado por los inventores del humanismo
renacentista: el poeta Petrarca, el filósofo Ficino, el pintor
Leonardo. El Renacimiento nace —por así decirlo— cuan¬
do Petrarca evoca la concreción del día, la hora, la estación
florida en que por primera vez vio a Laura —una amante de
carne y hueso, no una alegoría— cruzar el puente sobre el
Amo:

Bendito el día y el mes y el año


y la estación y el tiempo, la hora, el punto,
el hermoso país y el lugar donde yo me reuní
con dos bellos ojos, que me han ligado...

Soneto xxix

En 1535, Gonzalo Fernández de Oviedo, el conquistador


español y gobernador de la fortaleza de Santo Domingo,
52 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

escribió una maravillosa Historia natural de las Indias y rápi¬


damente enfrentó este problema, que yace en el corazón de
las relaciones entre el Viejo y el Nuevo Mundo. La actitud
de Oviedo hacia las tierras recién descubiertas, nos dice su
biógrafo italiano, Antonello Gerbi, pertenece tanto al mundo
cristiano como al renacentista. Pertenece al cristianismo
porque Oviedo se muestra pesimista hacia la historia.
Pertenece al Renacimiento porque se muestra optimista
hacia la naturaleza. De esta manera, si el mundo de los hom¬
bres es absurdo y pecaminoso, la naturaleza es la razón
misma de Dios y Oviedo puede cantar el ditirambo de las
nuevas tierras porque son tierras sin historia: son tierras sin
tiempo. Son utopías intemporales.
América se convierte en la Utopía de Europa. Una utopía
inventada por Europa, como escribe O'Gorman. Pero tam¬
bién una utopía deseada y por ello una utopía necesitada.
¿Necesaria también?
Sin embargo, la Utopía americana es una utopía proyecta¬
da en el espacio, porque el espacio es el vehículo de la inven¬
ción, el deseo y la necesidad europeos en el tránsito entre el
Medievo y el Renacimiento. La ruptura de la unidad medie¬
val se manifiesta primero en el espacio. Las ciudades amu¬
ralladas pierden sus límites, sus contrafuertes se cuartean,
sus puentes levadizos caen para siempre y a las nuevas ciu¬
dades abiertas —ciudades de don Juan y Fausto, la ciudad
de la Celestina— entran atropelladamente las epidemias del
escepticismo, el orgullo individual, la ciencia empírica y el
crimen contra el Espíritu Santo: las tasas de interés. Entran
el amor y la imaginación sin Dios, como los conciben la
Cleopatra de Shakespeare y el Quijote de Cervantes.
Antes de ser tiempo, la historia moderna fue espacio
porque nada, como el espacio, distingue tan nítidamente lo
viejo de lo nuevo. Colón y Copémico revelan una hambre de
espacio que, en su versión propiamente hispanoamericana,
culmina irónicamente en la historia contemporánea por
Jorge Luis Borges, El Aleph: el espacio que los contiene to-
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 53

dos (el Aleph) no depende de una descripción minuciosa


y realista de todos los lugares en el espacio; sólo es visi¬
ble simultáneamente, en un instante gigantesco: todos los
espacios del Aleph ocupan el mismo punto, "sin super¬
posición y sin transparencia": "cada cosa era infinitas co¬
sas... porque yo claramente la veía desde todos los puntos
del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las
muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el
centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era
Londres)... vi todos los espejos del planeta y ninguno me
reflejó..."
La ironía de esta visión es doble. Por una parte, Borges
debe enumerar lo que vio con simultaneidad, porque una vi¬
sión puede ser simultánea, pero su transcripción ha de ser
sucesiva, ya que el lenguaje lo es. Y por otra parte, este espa¬
cio de todos los espacios, una vez visto, es totalmente inútil a
menos que lo ocupe una historia personal. En este caso, la
historia personal de una mujer hermosa y muerta, Beatriz
Viterbo, "alta, frágil" y con "una como graciosa torpeza, un
principio de éxtasis" en su andar.
Una historia personal. Y la historia es tiempo.
No es gratuito que Borges, a guisa de exergo, inicie el
cuento con una cita de Hamlet: "Oh Dios, podría encerrar¬
me en una cáscara de nuez, y sentirme rey del infinito es¬
pacio..."
Cervantes y Shakespeare, inventores del mundo mo¬
derno, convierten el jubiloso y escarnecido descubrimien¬
to del espacio en un hecho problemático. Cervantes, el co¬
mediante de la imaginación humana, envía a don Quijote
fuera de su espacio —la aldea anónima de La Mancha ,
que es el espacio limitado y seguro de la Edad Media, al
vasto espacio del Renacimiento: los caminos abiertos del
"valiente mundo nuevo". Allí, don Quijote descubre, con
dolor y alegría también, que el espacio del mundo ha cam¬
biado para siempre y que su encargo mayor es el de acep¬
tar la diversidad y mutación del universo sin sacrificar la
54 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

capacidad mental para la analogía y la unidad, a fin de que


este mundo cambiante no se convierta en un mundo sin
sentido.
Y Shakespeare, el dramaturgo de la voluntad humana,
llena el nuevo espacio del humanismo con preguntas, dudas
y temores irracionales, como si todas las cosas hubiesen per¬
dido su armonía a cambio del mero "sonido y la furia". En el
alba de su afirmación individualista, en la cima de su des¬
cubrimiento personal, en el instante mismo en el que recla¬
ma al mundo como centro de todas las cosas y a sí mismo
como centro del mundo, el hombre se siente disminuido por
la rápida expansión del universo y por los usos crueles,
destructivos, fragmentarios y rencorosos que puede darle a
su razón, a su orgullo y a su poder recién liberados. ¿Hay ex¬
clamación más terrible que la de Lady Macbeth?:

Aséxuame ahora mismo


y lléname de la coronilla a los pies
con la más terrible crueldad.

[ Unsex me here
And fill me from the crown to the toe topfull
Of direst cruelty (í.v.46)]

El dramaturgo inglés y el novelista español son funda¬


dores del mundo moderno. Uno de ellos, el mundo inglés de
Shakespeare, se adaptará a la modernidad, y la impulsará
como ninguna otra nación. El otro, el mundo español de
Cervantes, rehusará la modernidad y le opondrá los mayo¬
res obstáculos. Pero en su origen, ambos mundos comparten
el deseo del espacio y lo descubren inventándolo.
Los viajes de exploración son, por ello, tanto causa como
reflejo de esta hambre de espacio. Los descubridores y con¬
quistadores son hombres del Renacimiento. José Antonio
Maravall, historiador español, incluso describe el Descubri¬
miento de América como una gran hazaña de la imaginación
renacentista.
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 55

Estos hombres, llenos de la confianza que les daba saberse


actores de su propia historia, aunque ello signifique también
ser víctimas de sus propias pasiones, no llegaron solos. La
Pinta, la Niña y la Santa María fueron seguidas por la nave de
los locos, la navis stultorum del famoso grabado de Brandt. El
vigía se llamaba Maquiavelo, Tomás Moro era el piloto en
nuestra embarcación de los necios y el cartógrafo era el en¬
corvado y vigilante Erasmo de Rotterdam. Sus respectivas
consignas, los estandartes de su nave eran, respectivamente,
esto es, esto debe ser y esto puede ser.
Maquiavelo venía de la Italia pulverizada de las ciudades-
estado y sus conflictos: un mundo de violencia para el cual
Maquiavelo reclamaba un jefe realista, terrenal pero también
poseído del idealismo necesario para construir una nación y
un Estado. Moro venía de la Inglaterra que perdía su inocen¬
cia agraria y capitulaba ante las exigencias del enclosure, la
partición de las antiguas tierras comunales y su entrega a
la explotación y concentración capitalista. Erasmo, en fin, era
el observador irónico de la locura histórica, testigo a la vez
de Topía y de Utopía, de la razón y de la sinrazón, tanto de
la fe tradicional como del nuevo realismo. A ambas —la ra¬
zón y la fe— las conmina Erasmo a ser razonables, es decir,
relativas. El humanismo erasmista significa el abandono de
los absolutos, sean de la fe o de la razón, a favor de una
ironía capaz de distinguir el saber del creer, y de poner
cualquier verdad en duda, pues "todas las cosas humanas
tienen dos aspectos". Esta razón relativista del humanismo
es juzgada una locura para los absolutos de la Fe y de la
Razón. Erasmo traza en sus cartas una ruta intermedia entre
la realpolitik y el idealismo, entre topía y u-topía: su ironía
significa un compromiso sonriente entre la fe y la razón,
entre el mundo feudal y el mundo comercial, entre la orto¬
doxia y la reforma, entre el rito externo y la convicción inter¬
na, entre la apariencia y la realidad. No desea sacrificar
ningún término: es el padre de Cervantes y de las ficcio¬
nes irónicas que, entre nosotros, culminan en Borges y Cor-
56 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

tazar. De allí el elogio de la locura, cuyo título latino es Mo¬


rad Encomium, que es también, de esta manera, el elogio de
Moro.
En el Nuevo Mundo, Moro buscaba una sociedad basada
nuevamente en el derecho natural y no en la expansión
desordenada del capitalismo. Era preferible imaginar una
utopía que compartiese las virtudes y los defectos de las
sociedades precapitalistas, cristianas o salvajes.
El realismo político y la energía de Maquiavelo; el sueño
de una sociedad humana justa de Tomás Moro; y el elogio
erasmiano de la postura irónica que permite a los hombres y
a las mujeres sobrevivir sus locuras ideológicas. Los tres
harán escalas en el Nuevo Mundo.
Pero a menudo les resulta difícil —incluso imposible—
llegar a buen puerto, porque la nave de los locos barrena en
los bajíos del individualismo estoico que España hereda de
Roma y transmite a América; o se inmoviliza en el mar
de los sargazos del organicismo medieval; o es golpeada por
las exigentes tormentas de la autocracia imperial.
Erasmo, Moro y Maquiavelo llegan al Nuevo Mundo a
pesar de estos accidentes, llegan porque son parte, no de la
herencia romana y medieval de América, sino de la "inven¬
ción de América".
Tengo en mi estudio las reproducciones de los retratos de
Tomás Moro y Desiderio Erasmo por Holbein el Joven, mi¬
rándose el uno al otro mientras yo los miro a ellos. Confieso
mi temor de tener cerca de mí un retrato de Maquiavelo. Su
rostro impenetrable tiene algo del animal rapaz, la mirada
afilada y hambrienta que Shakespeare atribuye a Casio en el
drama Julio César. Y añade Shakespeare, como si describiese
al florentino: "Piensa demasiado. Tales hombres son peli¬
grosos."
Erasmo y Moro, en cambio, poseen tanto gravedad en sus
actitudes como una chispa de humor en las miradas, repre¬
sentando perpetuamente su primer encuentro, en el verano
de 1499, en Hertfordshire:
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 57

—Tú debes ser Moro o nadie.


—Y tú debes ser Erasmo, o el Diablo.

Si Nicolás Maquiavelo se hubiese unido a ellos, ¿qué ha¬


bría añadido? Quizás sólo esto: 'Todos los profetas que lle¬
garon armados tuvieron éxito, mientras que los profetas des¬
armados conocieron la ruina."
Esta gran tríada renacentista escribió sus delgados y po¬
derosos volúmenes dentro de la misma década: El Elogio de
la locura de Erasmo aparece en 1509; la Utopía de Tomás
Moro en 1516; y Maquiavelo termina su Príncipe en 1513,
aunque el libro sólo es publicado postumamente, en 1532.
Los tres libros, en fechas distintas, hacen su aparición en
el Nuevo Mundo. La Utopía de Moro, como nos lo ha ense¬
ñado Silvio Zavala, es el libro de cabecera del obispo de
Michoacán, Vasco de Quiroga, y le sirve de modelo para la
creación de sus fundaciones utópicas, en Santa Fe y Michoa¬
cán, en 1535. También la leyó el primer obispo de México,
fray Juan de Zumárraga. El Elogio de la locura se encontraba
en la biblioteca de Hernando Colón, el hijo del Descubri¬
dor, en 1515, y la obra más influyente del sabio de Rotterdam
en España, el Enchiridion, es traducida en 1526 y se transfor¬
ma en el evangelio de un cristianismo interno y personali¬
zado, en oposición a las formas puramente externas del
ritual religioso. El príncipe, en fin, es publicado en traducción
castellana en 1552 e incluido en el Index Prohibitorum por el
cardenal Caspar de Quiroga en 1584.
Llegan a nosotros, de esta manera, "a pesar de", no "gra¬
cias a". Como el continente mismo, ellos son, en cierto mo¬
do, figuras inventadas, deseadas, necesitadas y nombradas
por el "nuevo mundo" que primero fue imaginado y luego
encontrado por Europa
La disolución de la unidad medieval por el fin del geocen¬
trismo y el descubrimiento del Nuevo Mundo da origen a
las respuestas de Maquiavelo, Moro y Erasmo: Esto es. Esto
debe ser. Esto puede ser. Pero esas respuestas del tiempo
58 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

europeo son contestaciones a preguntas sobre el espacio


americano. No hay sindéresis real. Como el Nuevo Mundo
carece de tiempo, carece de historia. Son respuestas a una
interrogante sobre la naturaleza del espacio del Nuevo Mun¬
do y transforman a éste en utopía. De allí su contrasentido,
pues Utopía, por definición, es el lugar imposible: el lugar
que no es. Y sin embargo, aunque no hay tal lugar, la historia
de América se empeña en creer que no hay otro lugar. Este
conflicto territorial, histórico, moral, intelectual, artístico, aún
no termina.
La invención de América es la invención de Utopía: Euro¬
pa desea una utopía, la nombra y la encuentra para, al cabo,
destruirla.
Para el europeo del siglo xvi, el Nuevo Mundo representa¬
ba la posibilidad de regeneración del Viejo Mundo. Erasmo
y Montaigne, Vives y Moro anuncian el siglo de las guerras
religiosas, uno de los más sangrientos de la historia europea,
y le contraponen una utopía que finalmente, contradictoria¬
mente, tiene un lugar: América, el espacio del buen salvaje y
de la edad de oro.
En el espacio, las cosas están aquí o allá. Resulta que la
edad de oro y el buen salvaje están allá: en otra parte: en el
Nuevo Mundo. Colón le describe un paraíso terrestre a la
reina Isabel la Católica en sus cartas: Utopía es objeto de una
confirmación y, en seguida, de una destrucción. Si estos
aborígenes encontrados por Colón en las Antillas son tan
dóciles y están en armonía con las cosas naturales, ¿por qué
se siente obligado el Almirante a esclavizarlos y mandarlos a
España cargados de cadenas?
Estos hechos llevan a Colón a presentar la edad de oro, no
como una sociedad ideal, sino como un lugar de oro: no un
tiempo feliz sino, literalmente, un espacio dorado, una
fuente de riqueza inagotable. Colón insiste en la abundancia
de maderas, perlas, oro. El Nuevo Mundo sólo es naturaleza:
es una u-topía a-histórica, idealmente deshabitada o, a la
postre, deshabitada por el genocidio nativo y rehabitable
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 59

mediante la inmigración europea. La civilización o la huma¬


nidad no están presentes en ella.
Pero Colón cree, después de todo, que ha encontrado un
mundo antiguo: los imperios de Catay y Cipango: China y
Japón. Américo Vespucio, en cambio, es el primer europeo
que dice que éste es, en verdad, un Mundo Nuevo: merece¬
mos su nombre. Es Vespucio quien, firmemente, hunde la
raíz utópica en América. Utopía es una sociedad, los habi¬
tantes de Utopía viven en comunidad armónica y despre¬
cian el oro: "Los pueblos viven con arreglo a la naturaleza y
mejor los llamaríamos epicúreos que estoicos... No tienen
propiedad alguna sino que todas son comunes." Como no
tienen propiedad, no necesitan gobierno: "Viven sin rey y
sin ninguna clase de soberanía y cada uno es su propio
dueño."
Todo esto impresiona mucho a los lectores contemporá¬
neos de Colón y Vespucio, explica Gerbi, pues ellos sabían
que Cristóbal era un gitano afiebrado, oriundo de Génova,
puerto de mala fama, codicia visionaria, pasiones prácticas y
testarudas; en tanto que Américo era un florentino escéptico
y frío.
De tal suerte que cuando este hombre tan cool le dice a sus
lectores que el Nuevo Mundo es nuevo, no sólo en su lugar,
sino en su materia: plantas, frutas, bestias y pájaros; que es
en verdad el paraíso terrestre, los europeos están dispuestos
a creerlo, pues este Vespucio es como Santo Tomás. No cree
sino lo que ve y lo que ve es que Utopía existe y que él ha
estado allí, testigo de esa "edad de oro y su estado feliz"
(l'ettá dell'oro e suo stato felice) cantada por Dante, donde
"siempre es primavera, y las frutas abundan" (qui primavera
e sempre, ed ogni frutto). América, pues, nó fue descubierta:
fue inventada. Todo descubrimiento es un deseo, y todo
deseo, una necesidad. Inventamos lo que descubrimos; des¬
cubrimos lo que imaginamos. Nuestra recompensa es el
asombro.
Pues el descubridor no sólo quiere descubrir la realidad;
60 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

también quiere descubrir la fantasía. El bestiario de Indias


nos habla de manatíes con tetas de mujer, tiburones machos
con miembros viriles duplicados, tiburones hembras que,
míticamente, sólo paren una vez en toda su vida; peces vo¬
ladores, leviatanes cuajados de conchas, tortugas que des¬
ovan nidadas de seiscientos huevos de tela delgada, playas
de perlas inmensas bañadas por el rocío, vacas marinas y
vacas corcovadas, salamandras, unicornios, sirenas, ama¬
zonas... Eldorado.
Viajes, descubrimientos, conquistas: los libros que con¬
tienen estas palabras evocan en mí, mexicano, el pasaje de
varios rostros: los de los dioses en fuga; los de los conquis¬
tadores que se parecen a la antigua descripción de los dio¬
ses; y los rostros del sol, la naturaleza y la tierra que, en
las palabras del mito maya del Chilam Balam, pueden ser
mordidos por acontecimientos terribles, oscurecidos y ex¬
tinguidos.
Recomponer el rostro primero del hombre, el rostro feliz,
es la misión del viaje a Utopía: América aparece primero
como la Utopía que lavará a Europa de sus pecados históri¬
cos. Pero, en seguida. Utopía es destruida por los mismos
que viajan en su busca.
La buscan en el espacio: las tierras inmensas del nuevo
mundo, la naturaleza infinita, inconmensurable. Esto no es
posible; Utopía es el lugar que no es: U Topos. No hay utopía
en el espacio. ¿La hay en el tiempo? Eso piensan todos los
viajeros utópicos, de Tomás Moro en el siglo xvi a Alejo
Carpentier en el siglo xx. No permanecen en el tiempo de
Utopía; regresan a contamos de su existencia y jamás pue¬
den regresar. Éste es el viaje más melancólico de todos. Es el
camino de la Utopía.

II

Europa encuentra en América un espacio que da cabida al ex¬


ceso de energías del Renacimiento. Pero encuentra también
un espacio para limpiar la historia y regenerar al hombre.
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 61

Montaigne no tiene la suerte de Vespucio. El ensayista


francés no ha estado, como el cartógrafo florentino, en Uto¬
pía, pero quisiera haber tenido "la fortuna de... vivir entre
esas naciones, de las que se dice que viven aún en la dulce
libertad de las primeras e incorruptibles leyes de la natu¬
raleza".
Este deseo nace de una desesperación, perfectamente
expresada por Alfonso de Valdés, el erasmista español y se¬
cretario del emperador Carlos V: "¿Qué ceguera es ésta? Lla-
mámosnos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos
animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna
brujería, ¿por qué no la dejamos del todo?"
Con menos énfasis pero con idéntica persuasión, Erasmo
le pedía al cristianismo que creyera en sí mismo y adaptara
su fe a su práctica: el cristianismo exterior debería ser el
reflejo fiel del cristianismo interior. Predicó, en efecto, la re¬
forma de la Iglesia por la Iglesia. Como suele pasar, mientras
esto no ocurrió Erasmo gozó de la popularidad inmensa que
el enfermo reserva al médico que le dice: "Vas a curarte."
Pero cuando el cirujano se presentó, cuchillo en mano, a
arrancar el tumor, el amable crítico fue arrojado fuera de la
ciudad, a reunirse con el temible quirúrgico de la Iglesia de
Roma, Martín Lutero. Erasmo resistió esta asimilación, se
mantuvo fiel a Roma, pero el educador de la cristiandad era
ya el hereje, el réprobo, el autor prohibido.
Existe en la Cosmografía de Münster un retrato de Erasmo
censurado por la Inquisición española: las facciones nobles
del humanista están rayonadas brutalmente con tinta, sus
cuencas vaciadas como una calavera, su boca deformada y
sangrante como la de un vampiro. El verdadero Erasmo es la
imagen de la inteligencia irónica pintada por Holbein, como
Martín Lutero es la dura, plebeya, estreñida imagen pintada
por Cranach e interpretada por Albert Finney en la pieza
teatral de John Osbome.
Erasmo, el primer teórico de la Reforma, jamás se unió a
la reforma práctica de Lutero, no sólo por fidelidad a la Igle-
62 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

sia sino por una profunda convicción de la libertad humana.


Erasmo reprochaba a Lutero sus ideas sobre la predestina¬
ción y reclamaba, desde la Iglesia pero para la sociedad civil
capitalista prohijada por el protestantismo, "un poder de la
voluntad humana... aplicable en múltiples sentidos, que lla¬
mamos el libre arbitrio": "¿De qué serviría el hombre —me¬
dita Erasmo— si Dios lo tratase como el alfarero a la arcilla?"
La paradoja de este debate, claro está, es que la severidad
fatalista de Lutero desembocaría en sociedades de creciente
libertad civil y desarrollo económico, en tanto que la fideli¬
dad erasmiana al libre arbitrio dentro de la ortodoxia cristia¬
na contemplaría la parálisis económica y política impuesta al
mundo español por el Concilio de Trento y la Contrarre¬
forma. Entre estas opciones, Europa se desangra en las gue¬
rras de religión, esa época terrible que Brecht evoca en la
figura de la Madre Coraje, "vestida de hoyos y de podre¬
dumbres", en la que "la victoria o la derrota" es "una pérdida
para todos". Pero adiós ilusiones: "La guerra se hace para el
comercio. En vez de manteca, se vende plomo. Y nuestros
hijos mueren." Dulce bellum inexpertis, escribe Erasmo: la
guerra sólo es dulce para quienes no la sufren.
Tomás Moro respondió a estas realidades con la idea de
utopía. En la sociedad excéntrica de Utopía, una sociedad sin
cristianismo pero con derecho natural, tanto los vicios como
las virtudes del paganismo y del cristianismo podrían obser¬
varse con más claridad. Moro escribe su Utopía como una
respuesta a la Inglaterra de su tiempo y al tema económico
que apasionaba a sus contemporáneos: el fin de la comu¬
nidad agraria antigua y su sustitución por el sistema capita¬
lista de la enclosure, que acabó en el siglo xvi con las tierras
comunales, cercándolas y entregándolas a la explotación pri¬
vada.
Al invocar en la Utopía una sociedad basada en el derecho
natural. Moro imaginó el encuentro del Viejo Mundo y el
Nuevo Mundo no sólo como el encuentro del cristianismo y
el paganismo, sino como la creación de una nueva sociedad
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 63

que acabaría por compartir tanto las virtudes como los de¬
fectos de las sociedades cristianas y aborígenes.
La utopía de Moro no es la sociedad perfecta. Abundan
en ella rasgos de crueldad y exigencias autoritarias. En cam¬
bio, la codicia ha sido extirpada y la comunidad restaurada.
Pero los rasgos negativos amenazan constantemente a los
positivos: Utopía no es un libro ingenuo, y gracias a su diná¬
mica de claroscuros y opciones constantes, es una obra que
deja abiertas dos cuestiones interminables, que continúan
siendo parte legítima de nuestra herencia, y de nuestra preo¬
cupación.
La primera es la cuestión de los valores de la comunidad y
su situación respecto de los valores individuales y los valo¬
res del Estado. Moro coloca los valores comunitarios por
encima del individuo y del Estado, porque considera que es¬
tos últimos sólo son una parte de la comunidad. En este senti¬
do, Utopía es una continuación de la filosofía tomista que da
preferencia al bien común sobre el bien individual. La esco¬
lástica, apoyada por la utopía, será la escuela bisecular de la
política iberoamericana.
La segunda es la cuestión, derivada de las dos anteriores,
de la organización política. Si la comunidad es superior al
individuo y al Estado, entonces, nos dice Moro, la organiza¬
ción política debe estar constantemente abierta y dispuesta
a renovarse, para reflejar y servir mejor a la comunidad. Así,
Utopía puede leerse como un anticipo democrático de la Ilus¬
tración dieciochesca y la filosofía política de la Indepen¬
dencia.
Éstos son valores utópicos positivos que conviene tener
presentes mientras damos forma a nuestra historia y a nues¬
tra cultura contemporáneas. Pero hay más: la modernidad
de Moro, más que nada, se encuentra en su celebración del
placer del cuerpo y la mente.
La Utop'a de Tomás Moro es un libro sumamente perso¬
nal: es, como casi todos los grandes libros, un debate del
autor consigo mismo: un debate de Moro con Moro, pues
64 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

como dijo William Butler Yeats, de nuestros debates con los


demás hacemos retórica, pero del debate con nosotros mis¬
mos hacemos poesía. Nos permite ver a Moro y a su sociedad
en el acto de entrar a la edad laica. En efecto, lo que Moro
hace en la Utopía es explorar la posibilidad de la vida secular
para él y para todos. Explora el tema, infinitamente fascinan¬
te, de la relación del intelectual con el poder ¿debe un hom¬
bre sabio servir al rey? Explora la combinación de elementos
que podrían crear una sociedad buena. Al permitirles a los
habitantes de Utopía que vivan como le gustaría vivir a él.
Moro ofrece un ideal de vida muy personal. Los aspectos
desagradables, disciplinarios y misóginos de Utopía son, al
cabo, valores para Tomás Moro, porque a él le hubiese gusta¬
do ser un sacerdote casado que trae el claustro a la corte.
Pero acaso el aspecto más interesante del libro es que Moro
ofrece esta imagen del mundo posiblemente más feliz, o más
feliz posible, sometiéndolo a una crítica que no renuncia a la
ambigüedad y a la paradoja como instrumentos de análisis.
Retengamos estas lecciones mientras pasamos a conside¬
rar el arribo de Tomás Moro en el Nuevo Mundo, llevado de
la mano de su más fervoroso lector, el fraile dominico Vasco
de Quiroga.
Los frailes humanistas llegaron al Nuevo Mundo pisán¬
dole los talones a los conquistadores. En 1524, los llamados
Doce Apóstoles del orden franciscano desembarcaron en el
México de Hernán Cortés; fueron seguidos en 1526 por los
dominicos, entre ellos Quiroga. Llegaron a asegurarse de
que la misión civilizadora del cristianismo —la salvación
de las almas— no se perdiese en el ajetreo de la ambición
política y la premura de la afirmación maquiavélica.
Bartolomé de las Casas fue el denunciador supremo de la
destrucción de Utopía por quienes inventaron y desearon
la utopía. Pero Vasco de Quiroga no vino a denunciar, sino a
transformar la utopía en historia.
Llega con el libro de Tomás Moro bajo el brazo. La lectura
de Moro simplemente identifica la convicción del obispo
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 65

dominico: Utopía debería ser la Carta Magna, la constitución


de la coexistencia pacífica entre el mundo devastado de los
indios y el mundo triunfalista del hombre blanco en el Nue¬
vo Mundo. Quiroga, cariñosamente llamado Tata Vasco por
los indios purépechas, es animado por la visión del Nuevo
Mundo como Utopía:
Porque no en vano sino con mucha causa y razón éste de acá se
llama Nuevo Mundo, y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló
de nuevo sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue
aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y
gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor.
[Vasco de Quiroga citado por Silvio Zavala.]
La influencia de Moro y las tareas de Quiroga en la Nueva
España han sido objeto de brillantes y exhaustivos estudios
realizados por Silvio Zavala. Recuerdo asimismo que Alfon¬
so Reyes llamó a Quiroga uno de "los padres izquierdistas
de América". Estos hombres religiosos pusieron pie en tie¬
rras que los ángeles no se atrevían a pisar, pero donde los
conquistadores ya habían entrado, pisando fuerte y hasta
dando patadas.
Voraces conquistadores, descritos por Pablo Neruda en
una secuencia de sus memorias: "Devorándolo todo, pa¬
tatas, huevos fritos, ídolos, oro, pero dándonos a cambio de
ello su oro: nuestra lengua, la lengua española."
Ruidosos conquistadores, cuyas voces ásperas y resonantes
contrastaban con las voces de pájaro de los indios. Una vez
escuché a un mexicano de voz dulce y discreta preguntarle
al poeta español León Felipe:
—¿Por qué hablan tan fuerte ustedes los españoles?
A lo cual León Felipe contestó imperativamente:
—Porque fuimos los primeros en gritar: ¡tierra!
Crueles conquistadores: los humanistas los acusaron de
pisotear las tierras de Utopía y devolverlas a la edad de hie¬
rro. Los religiosos, que eran humanistas, los denunciaron
también. El valiente mundo nuevo y su buen salvaje estaban
66 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

siendo esclavizados, herrados y asesinados por los hombres


armados del viejo mundo que descubrieron y proclamaron
que ésta era la tierra de Utopía, la tierra de la Edad de Oro.
Para Tata Vasco sólo Utopía podía salvar a los indios de
la desesperación. Los "hospitales" o comunidades utópicas
fundadas por Vasco de Quiroga en Santa Fe y en Michoacán
aplicaron literalmente las enseñanzas de la Utopía de Moro:
propiedad comunal, jomada de trabajo de seis horas, prohi¬
bición de lujo, magistraturas familiares y electivas, y distri¬
bución equitativa de los frutos del trabajo.
Quiroga fundó estas comunidades en 1536. Ese mismo
año, Tomás Moro fue decapitado en Inglaterra por órdenes
de Enrique VIII. Como dice Eugenio ímaz en su espléndido
ensayo sobre el tema. Topa y Utopía, Moro es un auténtico
mártir de la filosofía, testigo de la razón ante la razón de Es¬
tado, de la utopía ante la topía: la pareja de Sócrates. Acaso
también sabía —añade el filósofo español— cómo se estaba
"frustrando la gran ocasión de América, como lo veía utópi¬
camente Quiroga".
¡La gran ocasión de América!
Entre 1492 y 1640, la población indígena de México y de
las Antillas desciende de 25 millones a un millón, y la de la
América del Sur de tres millones y medio a medio millón. El
buen salvaje fue esclavizado en la mina, la encomienda y el
latifundio. La edad de oro se convirtió en la edad de fierro.
La utopia murió. Y sin embargo, el problema de la utopía
persiste. ¿Por qué?
Mircea Eliade habla del sustrato mítico de la literatura y
la historia para decimos que es la evidencia de que el hombre
no puede escapar al tiempo porque nunca hubo ni habrá
un tiempo sin tiempo. La función del mito es proclamar
que el tiempo existe y que debe ser dominado si queremos
recuperar el tiempo original. Pero, ¿por qué hemos de desear
esta reconquista del tiempo original? Porque la memoria
nos dice que, entonces, éramos felices: vivíamos en la edad
de oro.
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 67

El arte ha caminado una larga avenida en busca de la tie¬


rra feliz del origen, de la isla de Nausica en Homero, a la vi¬
sita irónica de Luis Buñuel a una isla de esqueletos y excre¬
mentos en su película La Edad de Oro, pasando por las arca¬
dlas sin penas de Hesíodo, la edad de la verdad y la fe en
Ovidio, la primavera cristiana de Dante, la edad de los
arroyos de leche en Tasso y, finalmente, su agria desembo¬
cadura en el poema de John Donne:

Las doradas leyes de la naturaleza son derogadas...,

y su desencantado recuerdo en Cervantes:

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos


pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que
en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aque¬
lla venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces, los que en
ella vivían, ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran
en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era
necesario para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro traba¬
jo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que
liberalmente les estaban convidando con su dulce sazonado
fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abun¬
dancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían... Todo era
paz entonces, todo amistad, todo concordia...

La evocación de Cervantes es la del obispo Quiroga: y


ambas, a su vez, son la de Ovidio en Las metamorfosis:

En el principio fue la Edad de Oro, cuando los hombres, por su


propia voluntad, sin miedo al castigo, sin leyes, obraban de
buena fe y hacían lo justo... La tierra... producía todas las cosas
espontáneamente... Era la estación de la primavera eterna...
Los ríos fluían con leches y néctares... Pero entonces apareció la
edad de hierro y con ella toda suerte de crímenes; la modestia,
la verdad y la lealtad huyeron, sustituidas por la traición y la
trampa; el engaño, la violencia y la codicia criminal.

Todos ellos hablan de un tiempo, no de un lugar, U-topos


quiere decir: no hay tal lugar. Pero la búsqueda de Utopía se
68 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

presenta siempre como la búsqueda de un lugar y no de un


tiempo: la idea misma de Utopía en América parece marca¬
da por el hambre de espacio propia del Renacimiento.
El Mundo Nuevo se convierte así en una contradicción
viviente: América es el lugar donde usted puede encontrar
el lugar que no es. América es la promesa utópica de la Nue¬
va Edad de Oro, el espacio reservado para la renovación de
la historia europea. Pero, ¿cómo puede tener un espacio el
lugar que no es?
El mundo indígena, el mundo del mito, contesta a esta
pregunta desde antes de ser conquistado. La utopía sólo pue¬
de tener tiempo. El lugar que no es no puede tener territorio.
Sólo puede tener historia y cultura, que son las maneras de
conjugar el tiempo. Origen de los dioses y del hombre; tiem¬
pos agotados, tiempos nuevos; augurios; respuestas del
tiempo a una naturaleza amenazante, a un cataclismo natu¬
ral inminente.
Tomás Moro describe la ironía de esta verdad cuando
envía a su viajero utópico, Rafael Hitlodeo, de regreso a Eu¬
ropa. Pero él no habría regresado, nos dice Moro, ni el lector
tampoco:

Si usted hubiera estado en Utopía conmigo y hubiera visto sus


leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con
ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiera
abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de
tal nuevo mundo a los europeos...

En su novela Los pasos perdidos el escritor cubano Alejo


Carpentier concibe su ficción como un viaje en el espacio,
Orinoco arriba, hasta las fuentes del río, pero, también, como
un viaje en el tiempo. El movimiento de la novela es una con¬
quista del espacio pero también una reconquista del tiempo.
El viajero de Carpentier, a diferencia del de Moro, pasa de
las ciudades modernas a los ríos de la conquista a las selvas
anteriores al Descubrimiento a "la noche de los tiempos",
donde "todos los tiempos se reúnen en el mismo espacio".
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 69

Viajando hacia atrás, hacia 'los compases del Génesis", el


Narrador de Carpentier se detiene al filo de la intemporali¬
dad y sólo allí encuentra la utopía: un tiempo donde todos los
tiempos coexisten, así como Borges encontró El Aleph, el espa¬
cio donde todos los espacios coexisten. Su narrador, como el de
Tomás Moro, ha estado en Utopía y ha vivido su tiempo per¬
fecto, un instante eterno, una edad de oro que no necesita ser
recordada o prevista.
Tanto Moro como Carpentier quisieran permanecer en
Utopía. Pero ambos sucumben a la racionalización de sus
culturas modernas: deben regresar y contar sobre Utopía a
fin, dice Moro, de "hacer el descubrimiento de tal nuevo
mundo a los europeos"; a fin, dice Carpentier, más de cuatro
siglos después, de comunicarle la existencia de Utopía a "un
joven de alguna parte", que "esperaba tal vez mi mensaje,
para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el rumbo
liberador".
Pues si la utopía es el recuerdo del tiempo feliz y el deseo
de reencontrarlo, es también el deseo del tiempo feliz y la vo¬
luntad de construirlo.
"No regresar" es el verbo de la utopía de la edad de oro
original.
"Regresar" es el verbo de la utopía de la ciudad nueva
donde reinará la justicia.
Los narradores, el de Tomás Moro y el de Alejo Carpen¬
tier, están divididos por esta doble utopía: se debaten entre
encontrar lo perdido y conservarlo, o regresar, comunicar,
reformar, liberar. El protagonista de Los pasos perdidos come¬
te, al cabo, "el irreparable error de desandar lo andado,
creyendo que lo excepcional puede serlo dos veces".
Juan Bodino, el autor de los Seis Libros de la República sobre
los cuales se fundan la teoría y la práctica de la monarquía
centralizadora francesa, ofrece una variante típicamente gáli¬
ca al tema de la utopía en el Nuevo Mundo.
Escribe en 1566 para dudar, simplemente, que la utopía
pueda tener lugar entre pueblos "primitivos" o que éstos
70 ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO

estén a punto de regenerara la corrupta Europa. Bien pudie¬


ra ser que los nobles salvajes viviesen también "en una edad
de hierro" y no en una edad de oro. De acuerdo con Bodino,
lo que el Nuevo Mundo tenía para ofrecer era una vasta
geografía, no una historia feliz: un futuro, no un pasado.
Antes de que esta profecía original de América-como-
Futuro se volviese indebidamente optimista, Bodino puso
todos nuestros pies sobre la tierra mediante el elogio sencillo
aunque elegante de la realidad: el Nuevo Mundo es extraor¬
dinario por la muy ordinaria razón de que existe.
América es, y el mundo, al fin, está completo.
América no es Utopía, el lugar que no es. Es Topía, el lu¬
gar que es. No un lugar maravilloso, pero el único que te¬
nemos.
Semejante realismo, sin embargo, no logra apagar el sue¬
ño del nuevo mundo, la imaginación de América. Pues si la
realidad es América, América primero fue un sueño, un de¬
seo, una invención, una necesidad. El "descubrimiento" sólo
prueba que jamás encontramos sino lo que primero hemos
deseado.
Irving Leonard sostiene que los conquistadores llegaron
al Nuevo Mundo armados con lo que el investigador norte¬
americano llama "los libros de los valientes", las epopeyas
de caballerías que enseñaban las normas del arrojo y el ho¬
nor- ¿A quiénes? Seguramente no a los aristócratas espa¬
ñoles que las habían mamado, sino a los protagonistas de la
epopeya española en América: hombres de una clase media
emergente, bachilleres destripados como Hernán Cortés;
cristianos nuevos de dudosa asociación con la corte, como
Gonzalo Fernández de Oviedo (alias) Valdés; miembros de la
pequeña nobleza andaluza, como Alvar Núñez Cabeza de
Vaca, pero también plebeyos iletrados como los hermanos
Pizarro, y don nadies como Diego de Almagro, de quien el
cronista Pedro de Cieza de León nos dice que su origen era
tan bajo y su linaje tan reciente, que comenzaba y terminaba
con él, corsarios como Hernando de Soto, que se hizo rico
ESPACIO Y TIEMPO DEL NUEVO MUNDO 71

con el botín del Inca asesinado, Atahualpa, y luego lo perdió


en su expedición a la Florida; o más antiguos, como Pedro
de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, quien financió su
propia empresa en el Río de la Plata con el botín del saco de
Roma por Carlos V:

A conquista de paganos
con dinero de romanos.

Ricos como Alfonso de Lugo, el Adelantado de Canarias,


y deudores en fuga como Nicuesa. Andaluces y extremeños
en su mayoría, los brillos de utopía y topía, de la gloria y la
riqueza, se fundían en la quimera de Eldorado.
Hijo de un regidor, lector de Amadís de Gaula y los demás
'libros de los valientes", Bemal Díaz del Castillo es el proto¬
tipo del hombre nuevo que se arriesga a viajar de España a
las Indias llevado por dos impulsos: el interés y el sueño, el
esfuerzo individual y la empresa colectiva: la epopeya y la
utopía. Es nuestro primer novelista.
CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS

Todo escritor nombra al mundo. Pero el escritor indo-afro-


iberoamericano ha estado poseído de la urgencia del des¬
cubridor: si yo no nombro, nadie nombrará; si yo no escribo,
todo será olvidado; si todo es olvidado, dejaremos de ser.
Este temor ha llevado al escritor en nuestros países a obe¬
decer, a menudo, el llamado de actuar como legislador, diri¬
gente obrero, estadista, periodista, portador y hasta redentor
de su sociedad. Esto ha sido así debido a la ausencia, cons¬
tante o periódica, de todas las funciones mencionadas en
nuestras débiles sociedades civiles.
Semejante exigencia dio origen a mucha mala literatura
social en la América hispana. Muchas novelas escritas para
salvar al minero o al campesino, no los salvaron ni a ellos
ni a la literatura. La salvación era y será política. La literatura,
en cambio, entendió que su función política no sería efecti¬
va en términos puramente políticos, sino en la medida en la
que el escritor puede afectar los valores sociales al nivel de
la comunicabilidad de la imaginación y el fortalecimiento
del lenguaje.
De esta manera, nuestra literatura moderna creó una tra¬
dición: la de unir, en vez de separar, los componentes estéti¬
cos y políticos; la de ocuparse, simultáneamente, del estado
del arte y el estado de la ciudad.
Al estado crítico de la polis el escritor no puede contestarle
ya supliendo funciones que la sociedad, cada vez más fuerte,
se ha encargado de llenar: el escritor aparece entonces como
un ciudadano con opciones ciudadanas, ni más ni menos
que otros profesionistas o trabajadores de la sociedad. La
distinción del escritor es que su trabajo atañe directamente a
285
286
CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS

la imaginación verbal, y en esta esfera, su tarea no es distinta


de la de los escritores en otras culturas.
Sin duda, la crisis ha creado condiciones materiales pre¬
cisas, difíciles para el escritor y el libro en Iberoamérica. Los
lectores de la literatura iberoamericana son sobre todo jó¬
venes entre los quince y los veinte años (la mitad de nues¬
tra población tiene quince años o menos) que se asoman
a la cultura por primera vez leyendo a Asturias, Neruda o
Borges. La carestía y la inaccesibilidad actuales de los libros
amenazan con romper esa liga fundamental de nuestra cul¬
tura, que es parte de un círculo creado con grandes esfuer¬
zos durante los pasados cincuenta años, el círculo que va del
escritor al editor al librero al lector y de regreso al autor mis-
mo. Los lectores están allí, crecientes y hambrientos de iden¬
tificación y estímulo literarios. No se les puede abandonar.
ero al igual que en el resto del mundo, el escritor ibero¬
americano está sujeto también a la competencia de los me-
íos de entretenimiento y de información, que le han arre¬
batado a la literatura antiguas provincias.
Esto es un problema universal de la literatura; pero una
cultura de la crisis como la nuestra, puede potenciar el de¬
safio, preguntándose, precisamente, ¿qué puede decir la li¬
teratura que no puede decirse de ninguna otra manera? y
¿que aporta la literatura, que ningún otro medio puede

ii

En Indo-Afro-Iberoamérica, la novela ha competido

de La Mancha, vástagos de un mundo impuro,


impuro, sincrético
sincrético.
barroco, excrescente.

hijos de Hernán Cortés, el padre


anónima, india o negra—.
CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS 287

Dándole la cara a una naturaleza impenetrable y gigan¬


tesca —Canaima— y a una historia de violencia impune
—Doña Bárbara—.
Divididos entre la nación legal y la nación real, entre Sar¬
miento el intelectual y Facundo el caudillo bárbaro, y tratan¬
do de llenar todos estos vacíos históricos, no con la figura
del poder —El Señor Presidente de Asturias; Yo el Supremo de
Roa Bastos— sino con la figura verbal.
Tratando de crear otra realidad, una realidad mejor —un
nuevo mundo en una nueva novela— mediante las ideas y
el lenguaje lado a lado con la acción política.
Y otorgándole una función específica al arte de nombrar y
al arte de dar voz, dándole un nombre y una voz a nuestro
continente multirracial y policultural: gracias a todo esto, en
el Nuevo Mundo la literatura se convierte en un hecho vital
y urgente, factor de vida y factor de cultura, verbo denomi¬
nador.
Nombre y voz: ¿cómo te llamas, quiénes fueron tu padre
y tu madre, cómo se llamó antes esta montaña y cómo se
llama ahora este pájaro, cuáles son tus palabras, cómo ha¬
blas, quién habla por ti, para quién trabajas, qué recuerdas, a
quiénes pertenecen los frutos de tu trabajo, qué deseas?
Todas estas preguntas actualísimas de la realidad hispa¬
noamericana son también las preguntas del pasado y serán
las del porvenir, mientras nuestros más antiguos problemas
no encuentren solución.
La literatura iberoamericana les da a estas preguntas for¬
mulación verbal y proyección imaginativa, agudizando la
comprensión de nuestra crisis actual e iluminándola con
la continuidad de nuestro quehacer cultural.
En ella, el país del pasado, el país a la vez mítico y real
detrás de las fachadas del país legal, el país de Miguel Angel
Asturias y Juan Rulfo, de Alejo Carpentier y Augusto Roa
Bastos, le tiende la mano al país urbano, moderno, informa¬
do, orientado intemacionalmente, de Jorge Luis Borges, Juan
Carlos Onetti, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Entre
288 CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS

ambos, conectándolos, Gabriel García Márquez da una ver¬


sión de la contemporaneidad de todos los tiempos y José
Lezama Lima propone una contraconquista permanente de
valores, no de virtudes, sobre los cuales construir la ciudad
hispanoamericana.
Con todos estos trabajos, fiel a su continuidad cultural,
consciente de su fragmentación política, inmersa en la cul¬
tura de la crisis, la literatura iberoamericana intenta ampliar
el horizonte de nuestra posibilidad humana en la historia.
Lo hace con fidelidad histórica profunda porque sabe, en
primer lugar, que la historia es memoria e imaginación, más
que estadística empolvada; es menos, acto registrable que
evento continuo; hace de lo no contemporáneo, contemporá¬
neo; y es sólo fiel tanto al lector como a la historia, cuando
transgrede las formas estéticas aceptadas y promueve nuevas
formas, en las que quizás no nos reconozcamos inmediata¬
mente hoy, pero en las que, mañana, veremos la aparición de
un nuevo rostro: el de nuestra capacidad creadora inédita.
La creación y la tradición literarias se sostienen mutua¬
mente; cada una depende de la otra. La lección permanente
de Cervantes es que la creación requiere a la tradición para
ser: don Quijote nace de sus lecturas previas; pero la tradi¬
ción requiere a la creación para seguir siendo: don Quijote
sólo es real porque no se encuentra en la realidad. Y por ello,
porque añade algo a la realidad, es una realidad más fuerte
que cualquier otra.
A fin de sostener toda una experiencia histórica, la lite¬
ratura iberoamericana ha debido devorar grandes trozos de
historia, saltar a grandes trancos, consumar gigantescas sín¬
tesis llamadas Rayuela, Paradiso, Cien años de soledad, La gue¬
rra del fin del mundo, El Siglo de las Luces, El obsceno pájaro de
la noche, Yo el Supremo, Gran sertón: veredas, La república de los
sueños... Esta experiencia nos sitúa, a un tiempo, en la con¬
ciencia del pasado y el desafío del porvenir es decir, vuelve
a colocamos en este presente donde recordamos el pasado y
deseamos el futuro.
CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS 289

Nuestra literatura por venir, en el siglo xxi, habrá aprendi¬


do las lecciones del pasado, actualizándolas: la literatura no
se agota en su contexto político e histórico, sino que abre
constantemente nuevos horizontes de lectura para lectores
inexistentes en el momento en el que la obra se escribió. De
este modo, la literatura se escribe no sólo para el futuro, sino
también para el pasado, al que revela hoy con una novedad
distinta a la que tuvo ayer.
Sin privilegios y sin cargas que le corresponden a la so¬
ciedad civil entera, los escritores iberoamericanos, como
parte de esa sociedad, intentan darle expresión verbal y fuer¬
za de imaginación a todo lo no escrito. Zona infinitamente
más vasta que lo escrito, en ella encontramos finalmente al
mundo, al Occidente sobre todo, a Europa, pero ya sin la
carga utópica que deformó nuestras relaciones y percep¬
ciones entre los siglos xv y xix.

m
En el mundo contemporáneo, la utopía sólo puede constituir
un imposible regreso a una indeseable unidad o una impo¬
sible proyección de unidad en el futuro. A la primera utopía.
Adomo la critica como una fantasía regresiva y romántica; a
la segunda, la considera sólo concebible a partir de un mo¬
delo de "reconciliación forzada". En ningún caso, la "hu¬
manidad liberada" constituiría una "totalidad".
Lo que Bajtin llama la polifonía narrativa no es ajeno a la
convicción, para el siglo xxi, de que sea cual sea el nivel de
nuestra actividad cultural, deberemos comprender que es¬
tamos entrando a lo que Max Weber llamó "un politeísmo
de valores".
Todo —las comunicaciones, la economía, la idea que nos
hacemos del tiempo y del espacio, las revoluciones en la cien¬
cia y la tecnología— nos indica que la variedad y no la mo¬
notonía, la diversidad más que la unidad, definirá a la cultu¬
ra del siglo venidero.
290 CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS

Esto significa que los iberoamericanos, al tiempo que pre¬


servamos nuestras identidades nacionales y regionales, ha¬
bremos de ponerlas a prueba constantemente en el encuentro
con el otro, en el desafío de lo que no somos nosotros.
Una identidad aislada termina pereciendo. La cultura ais¬
lada puede convertirse pronto en folklore, manía o teatro
especular. Peor puede debilitamos por falta de competencia
y puntos de comparación.
Estamos en el mundo, vivimos con otros, vivimos en la
historia y habremos de responder a todo esto en nombre de
la continuidad de la vida.
No podemos vivir más del capital exiguo del subdesarro¬
llo nostálgico, sino que debemos enfrentar los desafíos de un
desarrollo cultural más pleno, con todos los riesgos, cierta¬
mente, que esto implica, pero con la inteligencia de que a
través del "politeísmo de valores" a que alude Weber, los
valores de la sociedad civil, que son centrífugos, descentra¬
lizantes, creativos, serán fortalecidos por, a la vez que for¬
talecerán, a la creación cultural.
Nos une al otro, sin embargo, una idea que trasciende a la
utopía, regresiva o agresiva.
Desde la antigüedad más remota, el sentimiento trágico
nos ha advertido acerca de la capacidad humana para la
autodestrucción.
Pero, aun cuando los hombres y las mujeres se aniqui¬
lasen, la Naturaleza sobreviviría, así fuese, tan sólo, para dar
testimonio de nuestro orgullo ciego, de nuestra locura.
La novedad del tiempo que nos ha tocado vivir es que,
por primera vez, somos capaces de destruir a la Naturaleza
junto con nosotros.
Incapaces de reconciliamos con lo que explotamos para
sobrevivir, ¿seremos entonces capaces de asesinar nuestra
alteridad física la Naturaleza misma— a fin de que ya no
quede testigo alguno: a fin de que ya no haya Futuro?
Todos hemos vivido la historia contemporánea como un
episodio de la violencia.
CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS 291

Todos nos hemos reconocido en ella.


En la violencia no existe tiempo privilegiado, tiempo des¬
tinado fatalmente al progreso y la felicidad.
La historia de la violencia nos impone la obligación de
buscar nuevamente al tiempo: de crearlo y recrearlo, a fin
de tener un tiempo que podamos llamar nuestro, aunque sea
un tiempo trágico.
Pues acaso no hay otra manera de dejar atrás "el tiempo
de los asesinos" anunciado por Rimbaud, que recrear al
tiempo trágico en el que los valores en conflicto no se destru¬
yen entre sí, sino que, catárticamente, se resuelven et uno en
el otro. La literatura moderna ha sido el conducto más cons¬
ciente para esta recreación, en términos contemporáneos, de
un tiempo trágico capaz de trascender el tiempo criminal.
Los tiempos autosatisfechos del progreso sin mácula
anunciados por Condorcet a la sombra de la guillotina, no
son ya los tiempos perdidos y encontrados por Proust, los
tiempos míticos y olvidados por Kafka, los tiempos latentes
en Virginia Woolf, ni la espiral, corriente y recurrente, vícolo
de la circulación, en Joyce. Estos tiempos novelescos, que
acaso culminan en el tiempo omnicomprensivo de William
Faulkner ('Todo es presente, ¿entiendes? Ayer sólo termi¬
nará mañana, y mañana empezó desde hace diez mil años"),
afirman la idea de la variedad del tiempo, crean el senti¬
miento de que hay más tiempos que los de Occidente. Esta
revolución coincidió con la recuperación del tiempo y la cul¬
tura en la América india, africana, mestiza y europea.
Pero hoy todos nos preguntamos, junto con Samuel Bec-
kett, si "esta tierra podría estar deshabitada": no más tiempo.
La presencia del tiempo se manifiesta con urgencia en
nuestras culturas, estableciendo un reconocimiento sin pre¬
cedentes entre Iberoamérica y el Occidente:
Hoy, al fin, todos nos reconocemos en la universalidad de
la violencia.
Todos hemos sufrido e impuesto la violencia a los débiles
y a los inocentes.
292 CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS

La violencia dejó de ser una característica deplorable


de pueblos retrasados y, naturalmente, morenos. Los hijos de
Beethoven, Jefferson y Montaigne la han practicado con el
más alto grado de perfección técnica.
La violencia es el pasaporte más reconocible del siglo xx.
La violencia y su manifestación final, el holocausto nu¬
clear, han convertido a todas las culturas en excentricidades:
ya no hay culturas centrales. Pero si somos capaces de hacer
presentes nuestros valores culturales, y de compartirlos, en¬
tonces todos seremos centrales, en Nueva York y México, en
París y Buenos Aires, en Caracas y en Madrid, en Londres y
en Panamá.
El conocimiento de la literatura hace más probable la
oportunidad de reconocemos en los demás.
La imaginación y la lengua, la memoria y el deseo, son
los lugares de encuentro de nuestra humanidad incompleta:
la literatura nos enseña que los más grandes valores son
compartidos, y que nos reconocemos a nosotros mismos
cuando reconocemos al otro y sus valores, pero que nos
negamos y aislamos cuando negamos o aislamos los valores
ajenos.
Los escritores iberoamericanos nos reconocemos verda¬
deramente en el otro occidental, que se vuelve nuestro,
cuando, con la voz de Italo Calvino, reitera que la literatura
es modelo de valores, capaz de proponer esquemas de len¬
guaje, visión, imaginación y correlación de hechos.
Nos reconocemos en Hans Robert Jaus cuando nos dice
que la literatura anticipa posibilidades aún no realizadas, en¬
sancha el espacio limitado de la conducta social y abre cami¬
nos para nuevos deseos, metas y reclamos.
Nos reconocemos en Milán Kundera, en fin, cuando es¬
cribe que la literatura es una perpetua redefinición del ser
humano en tanto problema.
Todo esto exige que la literatura se formule a sí misma
como conflicto incesante, a fin de descubrir lo que aún no ha
sido descubierto, nombrar lo anónimo, recordar lo olvidado.
CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS 293

dar voz al silencio y desear lo vedado por la injusticia, la


indiferencia, el prejuicio, la ignorancia o el odio.
Esto exige vernos a nosotros mismos y ver al mundo
como hechos inacabados, como personalidades perpetua¬
mente incompletas, como voces que no han dicho su última
palabra.
Esto exige articular constantemente una tradición y am¬
pliar constantemente la posibilidad humana en la historia.
Son éstas las respuestas, constantes también, de la lite¬
ratura a la crisis.
Iberoamérica, esta Iberoamérica nuestra en transforma¬
ción, ¿propone otra cosa sino esta redefinición de sus hom¬
bres y mujeres como problemas, acaso como enigmas, pero
nunca como respuestas dogmáticas o realidades concluidas?
Pero, ¿no es esto, por otra parte, lo propio de la literatura
moderna y, en particular, de la novela?
La literatura gana el derecho de criticar al mundo de¬
mostrando, primero, su capacidad de criticarse a sí misma.
Es el cuestionamiento de la obra literaria por la obra literaria
misma, lo que nos entrega tanto la obra de arte como sus
dimensiones sociales.
La literatura propone la posibilidad de la imaginación
verbal como una realidad no menos real que la narrativa
histórica. De esta manera, la literatura, constantemente, se
renueva, anunciando un mundo nuevo: un mundo inmi¬
nente. Después de las terribles incertidumbres y violencias
de nuestro siglo, la historia se ha convertido sólo en posibi¬
lidad, en vez de certeza.
Lo mismo le ha ocurrido a la literatura, con la historia,
dentro de la historia, contra la historia, la literatura como
contratiempo y segunda lectura de lo histórico.
Esto es especialmente cierto de la novela del nuevo mun¬
do ibérico.
Violación narrativa de la certeza realista y sus códigos
mediante la hipérbole, el delirio y el sueño, la novela ibero¬
americana es la creación de otra historia, que se manifiesta a
294 CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS

través de la escritura individual, pero que también propone


la memoria y el proyecto de nuestra comunidad en crisis.

IV

En esto estriba la modernidad de nuestra escritura, pero


también nuestra respuesta a dos realidades paralelas: la cri¬
sis actual y nuestra presencia potencial en el mundo del si¬
glo XXI.
Una presencia que reúna todas las facetas que aquí he
mencionado en una idea de José Ortega y Gasset: la vida
es ante todo un conjunto de problemas a los que damos
respuesta con un conjunto de soluciones que se llaman la
cultura.
El filósofo añade que, puesto que muchas soluciones son
posibles, de ello se sigue que muchas culturas han existido y
existirán. Lo que nunca ha existido es una cultura absoluta,
esto es, una cultura que pueda responder satisfactoriamente
a toda objeción.
Y como no hay una cultura absoluta, tampoco hay una
política absoluta. Lo que existe son muchas culturas —mu¬
chas verdades— manifestándose a través de diferentes polí¬
ticas.
La pluralidad de las culturas del mundo organizadas
como presencias válidas en un mundo multipolar, es la
mejor garantía de que tendremos un futuro.
La América indo-afro-ibérica será una de las voces de ese
coro multipolar. Su cultura es antigua, articulada, pluralista,
moderna. Iberoamérica es un área policultural cuya misión
es completar al mundo, como lo previo, en el siglo xvi, Juan
Bodino. Nacido como una hazaña de la imaginación rena¬
centista, el nuevo mundo debe imaginar de nuevo al mun¬
do, desearlo, inventarlo y re-inventarlo. Imaginar América:
decir el Nuevo Mundo. Decir que el mundo no ha termina¬
do porque es no sólo un espacio inmenso, pero, al cabo, limi¬
tado, sino también un tiempo ilimitado.
CONOCIMIENTOS Y RECONOCIMIENTOS 295

Nombre y voz, estado del arte y estado de la ciudad: el


movimiento de la literatura iberoamericana ha sido paralelo
al de nuestra historia, dándole continuidad a ésta.
Hoy, es una literatura inmersa en una Iberoamérica en cri¬
sis, pero en una crisis que señala la aparición de sociedades
críticas, política y culturalmente, y sociedades en crisis
debido a un crecimiento excesivo y desordenado, a causa de
reformas a veces precipitadas y a veces pospuestas, pero
sociedades reteniendo, en la crisis, su energía, creando una
nueva economía, una nueva política, nuevas instituciones
fraguadas en la evolución o en la revolución. Todo esto mar¬
ca la realidad presente de nuestros países, y los escritores,
cualesquiera que sean sus puntos de vista, están participan¬
do, una vez más, en este movimiento que habrá de definir
nuestro lugar en el siglo venidero.
A estas nuevas sociedades, que hoy ocupan espacios cada
vez mayores en nuestras repúblicas, transformándolas,
pluralizando los tradicionales centros, de poder, responde
la literatura de nuestros países, ayudando a darle forma al
caos, alternativas a la desesperación, dirección a las ideas, y
comunicabilidad, verdad y belleza al vehículo de la forma,
del pensamiento y de la esperanza: es decir, al lenguaje
mismo.

San Jerónimo, México


Diciembre de 1989
ÍNDICE

Crisis y continuidad cultural. 9


1. Las dos caras de la crisis. 9
2. ¿Desaparece la nación?. 13
3. La segunda nación. 17
4. Aparece la ciudad. 20
5. Síntesis y continuidad culturales. 23

Tiempo y espacio de la novela. 30


1. Vico y la historia. 30
2. Bajtin y la novela. 35
3. La cronotopía de Borges. 38
4. Hacia una cronotopía iberoamericana. 40
5. Imaginación, memoria y deseo. 47

Espacio y tiempo del Nuevo Mundo. 50

La épica vacilante de Bernal Díaz del Castillo. 72

Rómulo Gallegos: la naturaleza impersonal. 97

Alejo Carpentier: la búsqueda de Utopía. 122

Juan Rulfo: el tiempo del mito. 149


1. Imaginar América. 149
2. En el centro, la palabra. 154
3. En nombre del padre. 161
4. Rulfo, el novelista final. 170

Mariano Azuela: \a Ilíada descalza. 174


1. La rueda de fuego. 174
297
298 ÍNDICE

2. Nación y narración. 181


3. La losa de los siglos. 185
4. La crítica por vía del mito. 189

García Márquez: la figura del poder. 194

José Lezama Lima: cuerpo y palabra del barroco. 213


1. Las eras imaginarias. 213
2. El conocimiento poético. 217
3. Contraconquista y barroco. 222
4. El cuerpo del barroco. 230
5. Los textos tutelares. 238
6. Palabra y cuerpo. 240
7. Familias: cercanas y lejanas. 246
8. El umbral trágico. 254
9. Paradiso: retomo y resumen. 257

Julio Cortázar y la sonrisa de Erasmo. 261

Conocimientos y reconocimientos. 285


Este libro se terminó de imprimir en
octubre de 1990 en los talleres de Encua¬
demación Progreso, S. A. de C. V., Calz.
de San Lorenzo, 202; 09830 México, D. F.
El tiraje fue de 4000 ejemplares.
Hizo la tipografía Juliana Avendaño
López en el Departamento de Composi¬
ción Electrónica del Fondo de Cultura
Económica, S. A. de C. V.

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