El Cartucho
El Cartucho
Secretaría de Integración Social Entrevistas: Antiguos habitantes del barrio Santa Inés Sr. Julio César Durán y a la Sra. María Julia Calderón.
Carrera 7a No 32-16
Teléfono 3 27 9797 Fotografía:
www.integracionsocial.gov.co Estrategia de Comunicación Santa Inés El Cartucho. Empresa de Renovación Urbana, Departamento
Administrativo de Bienestar Social
Investigación: Agatha Leydi
Ingrid Morris
Nelson Angarita A
Germán Garzón
El Tiempo
Diseño editorial El Espectador
Torre Gráfica Universidad Jorge Tadeo Lozano
Sociedad de Mejoras y Ornato
ISBN: 958- xxx xxxxx xxxxxx Museo de Bogota
Jhon Bernal
Primera edición. Agosto de 2010 Camilo Santamaria
Contenido
Presentación 9
Prefacio 10
Prólogo 12
Bellos y blancos cartuchos 16
El Santa Inés 22
Exclusión: un camino a la pesadilla 32
La expansión de Bogotá 38
Prófugos del azadón 42
Botella, papel 52
El reciclaje 60
El abandono de la memoria 66
La ciudad autoconsumible 76
Desde adentro 80
De bicha en bicha 100
Cambio de piel 114
Anexo: Mapas 122
Bibliografía 128
Presentación En estos días de celebración bicentenaria,
el ejercicio social e institucional de hacer memoria está al orden del día, no sólo
por
las múltiples jornadas previstas para conmemorar esta fecha nacional, sino por
la oportunidad que ello significa para revisar el pasado con una visión de
futuro.
Todos y todas nos encontramos empeñados y empeñadas en
afianzar la ciudad de derechos, y una de las más importantes
herramientas de esta construcción es la memoria, no sólo histórica o
urbana sino también humana.
Por ello, el ejercicio que significó la elaboración del presente libro, fue
una labor que requirió el necesario reconocimiento de voces (testimonios e
historias) que recrean la Historia de lo que significó para la ciudad el Barrio
Santa Inés y su evolución hasta convertirse en lo que la misma ciudad
llamó: El Cartucho.
No pretendemos con este trabajo brindar una cátedra de historia,
sino presentar un coro de voces, integradas en el relato de una serie de
acontecimientos que nos condujeron a que en términos de patrimonio
(urbano, cultural y social)
la ciudad experimentara la lamentable pérdida del barrio Santa Inés.
Quisiéramos si, indagar y profundizar en torno a aquellos aspectos
que ligados a la condición humana fueron aflorando en las duras y grises
calles del El
Cartucho. Las reflexiones que de allí emergen, son esenciales no sólo para no
olvidar, sino para evidenciar que las secuelas que todo ello arrojó siguen
latentes.
Sin duda, la historia humana de El Cartucho deja muchos aprendizajes e
institucionalmente nos obliga a indagar y a continuar profundizando en sus raíces y
expresiones contemporáneas; por ello y en conjugación con nuevas lecturas del fenómeno
de la habitabilidad de calle, nos dimos a la tarea de reformular nuestro quehacer
institucional en esta materia
para adecuar las respuestas que la ciudad debe contemplar al respecto. Tras lo
sucedido en El Cartucho, Bogotá cuenta con nuevas generaciones de habitantes de
9
calle que plantean nuevos y más complejos retos que requieren ser abordados a través
del Modelo Distrital de Atención de la Habitabilidad de Calle, teniendo como marco la
Gestión Social Integral.
Finalmente, queremos hacer un alto en el camino y
recordar a las miles de personas que por variadas circunstancias
de la existencia humana dejaron su vida en este emblemático
sector de la ciudad.
MERCEDES DEL CARMEN RIOS HERNÁNDEZ
Secretaria de Integración Social
1
Prefacio
Hacer historia no siempre es lo
mismo que hacer memoria. La historia nos lleva habitualmente a lo
sabido, lo escrito, lo institucional y socialmente establecido. La memoria
es dinámica, está en todos y cada uno de nosotros, en todos los lugares
de la ciudad, se encuentra en la calle, y las calles son las “venas
abiertas” de la ciudad.
La memoria propone lecturas múltiples
mientras que la historia tiende a la verdad única.
Al recorrer uno de los barrios más populares e importantes en la
estructura urbana de Bogotá, como fue el caso de Santa Inés, nos
adentramos en una aventura de múltiples historias y lecturas que nos
permite revelar las claves
del posterior desarrollo de los acontecimientos que caracterizaron el fenómeno
social más dramático que ciudad alguna pueda vivir: El Cartucho.
En el presente recorrido se ofrece la posibilidad de reconstruir una parte de
la urdimbre de historias y personas que tejió las historias y la memoria del Barrio
Santa Inés que en final de sus días la ciudad se conoció como la calle de El
Cartucho.
Este ejercicio de Memoria, sobre lo sucedido en Santa Inés y El
Cartucho, nos coloca ante el hecho físico de las historias, de los
individuos, los grupos humanos, familias que vivieron allí: un barrio, un
lugar de nuestra ciudad
que se fue transformando, degradando, abandonado a su suerte, dando
paso al deterioro cultural, patrimonial y arquitectónico de la riqueza
histórica y memorística de sus calles, balcones y fachadas de estilo
colonial y republicano.
La ciudad fue olvidando este barrio hasta que borro su
nombre de Santa Inés y quedando solo en la memoria de sus
habitantes como la calle de El Cartucho: flor, también conocida
como aro de Etiopía, lirio de agua o flor del jarro, se dice
1
originaria de Sudáfrica.
La misma flor que hoy es residente obligada y permanente de la ciudad.
Más que estadísticas e interpretaciones académicas y científicas de lo
sucedido en este sector céntrico de la ciudad, la presente recopilación trata de
descubrir las historias de vida cuyo dolor está en las voces de sus protagonistas:
los habitantes de
1
calle, ciudadanos y ciudadanas que recorren diariamente la ciudad, de norte a sur
y de oriente a occidente, en busca de comprensión y solidaridad a su tragedia
personal.
El Cartucho representa para la ciudad, una experiencia de
cómo el deterioro humano y urbano juntos acabaron con los sueños
de libertad, justicia y del ejercicio pleno de la ciudadanía de los miles
de seres humanos que estuvieron bajo la sombra oscura y terrible del
consumo de drogas, hambre, frio, enfermedad y necesidades básicas
insatisfechas.
Esta publicación se propone celebrar el Bicentenario de nuestra
Independencia recorriendo la memoria viva de uno de los más
emblemáticos sectores de la ciudad, como un aporte a la
reconciliación histórica con los mártires quienes con sus vidas nos
dieron la libertad como nación, pero
que años más adelante sus cientos de muertos dieron paso al
desarrollo y modernización de Santa Inés en un extenso espacio
público; el parque Tercer Milenio y un centro interactivo con la
banda más ancha del país.
¿Pero qué pasó allí? Dicen que olvidar el pasado es estar
condenado a repetir la historia y los aportes narrativos de este libro
están orientados a reconstruir esos acontecimientos que nos permita
nunca olvidar y siempre recordar que allí existió un drama, el de
cientos de miles de familias, cartoneros, bodegueros, cachivacheros,
herramienteros, ropavejeros, sobanderos y habitantes de calle que
aún hoy deambulan por la ciudad
a la espera de acciones que les dignifiquen su proyecto de vida.
La presente publicación, además de brindarnos un recorrido por la
historia de Santa Inés nos permite la posibilidad de transformar los imaginarios
que como ciudad hemos construido acerca de la habitabilidad de calle y reconocer
esta dura realidad.
Por ello la Secretaría Distrital de Integración Social en el marco del
Plan de Desarrollo “Bogotá Positiva”, especialmente en el objetivo
estructurante Ciudad de Derechos, ha formulado el Modelo Distrital para la
Atención a la Habitabilidad en Calle, el cual propone practicas que contribuyan
a resignificar y a reconocer el
1
fenómeno brindando herramientas que cualifiquen su sensibilidad, su percepción y
su expresión desde la cultura, y en este caso, generando conocimiento sobre la
ciudad.
1
Prólogo El Cartucho desde una historia social
Por Manuel Hernández B.
1
lector de estudios y perspectivas.
Pero, de lo que se trata, según entiendo, es de provocar una mirada
crítica, que recoja lo que se susurra y que no se dice en voz alta, pues no
está bien visto oponerse al desarrollo y continúa el argumento, pues sería
ser partidario del
1
caos, la mugre y el horror. Y mediante este sistema de enunciados por
pares antitéticos, llegamos a lo que en otras esferas se ha llamado la
polarización.
Lo que se trata con la llamada polarización es ver el mundo en blanco y
negro: los amigos del gobierno y de la limpieza de todo orden, como si no se
supiera que los extremos de limpieza siempre ocultan un sentimiento de suciedad
inconsciente, y los que intentan decir otras verdades posibles, por ejemplo:
qué hubiera pasado
si se dejan las cosas en estudio y se buscan otras soluciones para el
deterioro y la ruina. Qué hubiera pasado si no se cree a ojos ciegos en el
desarrollo de la urbe y en la creación de riqueza burguesa, que a todos nos
gusta y nos beneficia, y se hubiera destacado la mirada irónica de un
Hernando Téllez por ejemplo quien
escribe un artículo quince días antes del nueve de abril y otro quince días después.
Lo que se ve en este burgués crítico, aprendiz de burgués más
exactamente ( él llega al diario El Tiempo del oriente de Cundinamarca
como cronista de
las páginas rojas y sube y se convierte en árbitro de la prosa y de la
elegancia de la mirada), propagandista de los industriales junto a
Alberto Lleras como lo señala Sáenz Rovner en su libro sobre la Ofensiva
Empresarial y el empuje creciente a través de la andi de las élites
antioqueñas filtradas por El Tiempo. Lo que se lee en este escritor es
que el ensayo teatral de la modernidad, incluye, como en todas partes
del mundo, obras públicas. Escenografía.
Impresionante: para la Conferencia Panamericana, que dará nacimiento
a la oea, el ministro de Obras recrea los rededores del Aeropuerto de Techo, con
las estatuas de mujeres-astas que sostienen las banderas de las naciones
panamericanas, en un famoso round-point, el primero de la ciudad y que hoy
se llama la estación banderas de Transmilenio, y, a la iglesia católica le
pareció que esos senos clásicos desnudos eran inconvenientes y que
propiciaban la libertad libertina de las costumbres, (un militar afecto a una
secta cristiana me dirá un día, muchos años después, que los burdeles de los
lados de Abastos se deben a la influencia de esas estatuas). Menos de cinco
años después de la escenografía incendiada del centro, el nueve de abril, la
escenografía incluye un cambio drástico del poder político y se orquesta un
1
golpe militar contra Gómez y el nuevo presidente, abuelo del alcalde actual,
construirá un nuevo aeropuerto, El Dorado, al que se pugna por cambiarle el
nombre ahora, y cava los “huecos” de la 26, algunos de cuyos tramos se van a
volver a cubrir para la lógica escenográfica del bicentenario de la
Independencia.
1
Gómez, el dueño de El Siglo recibió una indemnización de cien mil
dólares por la quema de su periódico el nueve de abril, y se convertiría –a
través de los Mazuera– en un gran urbanizador de la antigua Fontibón, hoy
Tintal y afines.
Impertérrito, el Cartucho ve pasar el desarrollo por sus bordes. Los niños
del batallón Guardia Presidencial compran el bazuco y hacen juegos sexuales
con la pobrería ya miserabilizada. Nada nuevo. Ése es el costo de la
modernidad. Desde las melancólicas pero exitosas defensas del Village por Jane
Jacobs, contra el urbanizador y planificador de Nueva York, Robert Moses, hasta
los resistentes escasos del Plan Centro, siempre hay dos miradas. Lo que este
libro insinúa es que hay otra mirada de lo que pasó, pasa y puede pasar, y por
eso es tan importante este esfuerzo editorial.
Escenografía: Los “roquets” de la “guerrilla” contra los “ñeros” del
“Cartucho” el día de la posesión de Uribe en el dos mil dos con más de
dieciséis muertos.
Escenografía como dice Alain Badiou: El poder en escena y la escena del poder.
1
Dedicado a:
1
1. Bellos y blancos cartuchos
Oh la sombra de los cuerpos
que se juntan
con las sombras de las
almas
José Asunción Silva
1
U
n buen día me vi tirado en medio de la calle. Algo muy poderoso
me hizo borrar, en un momento, el nombre de mis parientes. Luego,
como una vorágine, los recuerdos se marcharon al olvido; especie de
amnesia, enorme vacío en medio del pecho, como si no hubiera nacido
y tuviera que recordar forzosamente el nombre de amigos y familiares
e irreconocibles
conocidos.
Eran los setenta y mis todavía jóvenes huesos se recostaban contra
un muro del Voto Nacional, tratando de pasar un guayabo tétrico, con
los ojos girando en sus cuencas y las cejas erizadas ante tanto
desmadre alcohólico. Sin embargo, todo aquello parecía algo natural
en aquellos años, tiempos en que se soñaron muchas cosas… hasta que
el sueño terminó o simplemente desperté en medio de una pesadilla.
Desde entonces mi suerte y mi vida quedaron “encartuchadas” a
San- ta Inés. Mi barrio de nacimiento que, a falta de una santa,
honraba a dos, ambas italianas. La más famosa, Santa Inés de
Montepulciano, nació en 1274 en el seno de una familia acomodada,
ingresó a la vida religiosa y fundó un convento. Santa y virgen, su
culto se propagó y llegó a la Santa Fe del siglo xvii donde se erigió
una iglesia en su honor junto al convento de La Concepción.
La otra santa, doncella del siglo iv, también de familia acomodada,
fue martirizada por no acceder a los ardientes deseos de un joven
enamorado. Éste, en un arranque de despecho, la señaló como
cristiana, acusación que ella no refutó, y fue condenada a tener como
residencia un prostíbulo y a ser expuesta desnuda al público. La
leyenda apunta a que, al dar cumplimiento al castigo, su largo cabello,
pudoroso, cubrió de inmediato su desnudez, y un hombre que intentó
“manchar su virtud” sufrió de ceguera súbita.
La hermosa romana murió a los trece años y se convirtió en la
patrona de las adolescentes. En el momento más aciago de su
martirio, consiguió mirar fijo a sus asesinos y pronunciar esta
1
sentencia: “Perezca este cuerpo que puede ser amado por ojos que
detesto”. Cuánto le deberán a estas
1
palabras las ejecuciones y los suplicios que vivieron tantos mártires,
hombres y mujeres, en las lejanas tierras de Bogotá que llevarían su
nombre. La diferencia, tal vez, es que a la mayoría de ellos no se les
consintió pronunciar palabra alguna.
Con el tiempo el barrio, como la mártir, murió luego de
dolorosos tormentos, cubierto de llagas físicas y del alma, con más
pena que gloria.
En aquellos años, merodeando por el Pasaje Rivas, fumando un
pucho de Pielroja, esperaba la ocasión para ganar una propina por
ayudar a sacar butacas, mesas, camas y tantos otros mobiliarios que
iban a terminar en la modesta pieza o en el apartamento de
universitarios, hippies o matrimonios pobres. Recostado en los muros
del pasaje, otrora blanco, venía a mi mente, llena de colores, la
historia del lugar...
Hacia 1600 esta zona era un arrabal. En 1645 se construyó la
iglesia que llevaría como blasón el nombre de la santa y se encargaría
de custodiar (pobre, la dejaron sola) esta parte de la ciudad que
rápidamente se fue poblando y urbanizando. En 1663, hacia el
norte de la iglesia, en San Victorino, se levantó la primera carnicería
pública y hacia 1718, la iglesia San Juan de Dios (¡todavía hoy en pie
de puro milagro!) y el hospital de Jesús, María y José, ubicado en la
carrera 10 con calle 11 (ya desaparecido); y en el extremo noroeste,
en 1823, se construyó una de las primeras dos fuentes públicas de
agua de la ciudad.
Desde entonces quienes visitaban la ciudad se debieron sorprender
por la cantidad de iglesias —unas veinte—, por el tamaño de los
conventos y los más de doscientos oratorios y capillas en casas
particulares. Definitivamente era una sociedad que vivía al borde de la
santificación. La iglesia de Santa Inés, una de las más grandes de la
ciudad, con su frontis de piedra, era escenario de muy solemnes
servicios y procesiones eclesiásticas y, de cuando en cuando, de un
1
rito civil.
Al parecer, en la Colonia el clero obraba en armonía con el
“orden social” impuesto desde España por la corona, pero que sólo
tenía existencia
1
real por medio de su aplicación de hecho en el Nuevo Mundo y era
regulado por leyes penales con las que se controlaba a los “elementos
perturbadores” (como forasteros y vagos), a quienes se les podía juzgar
con criterios morales y religiosos por rebeldía política. El mestizaje1,
por las mismas razones, era “perturbador”; y aunque se consagraron
leyes para evitar la coexistencia de las diferentes razas, esto no fue
posible por razón de las dinámicas del orden colonial en el que era
1
inevitable crear espacios de encuentro.
“El elemento social
mestizo no encontraba un Y es que los vagabundos, forasteros, y todos los que se
acomodo en la república
cristiana, al no encontraban por fuera de la ley durante tal época, eran negros e
estar sujeto a una clara relación
de subordinación como la que indios huidos, pero sobre todo zambos, mulatos, mestizos y hasta
constituía el tributo, el trabajo blancos empobrecidos. El orden obligado de las comunidades, el
personal o la esclavitud, o aun
aquellas leyes inscritas en un trabajo forzoso y la ausencia de garantías en sus estadios naturales
código informulado de honor
que regía para los estratos hacían que la mayoría fuera toda la población desfavorecida que, por
superiores” (Osorio, 2002, p.
19). tales razones, migraba en busca de una vida mejor.
2
2
Así, a lo largo del siglo xviii los mestizos migraron, ya que se En la Huerta de
rehusa- ban al trabajo del campo, en tanto no se consideraban a sí Jaime se sembraba el
mismos como in- dios, pero tampoco eran tenidos por el resto de la papayo, y dicen que en su
sociedad como blancos. El espacio, distribuido en parroquias, con el tronco se colgaba a las
tiempo se reorganizó en “cuartas”, que originaron los barrios. En el víctimas. Quizá ello
siglo xviii se presentaron otras reformas a los asentamientos urbanos, explica el dicho popular
entre ellas una propuesta contundente en 1772 formulada por Francisco de: “Lo pasaron al papayo”
Moreno y Escandón, fiscal que mereció ser denominado como el para designar la muerte
“defensor de los naturales”, porque propuso tres políticas2 que violenta de alguien, y el
permitieron que el trato hacia los denominados “vagos” y “fo- rasteros” temor
fuera menos cruel. A partir de entonces se hablaba de la necesidad de
tratar a esta población en hospicios y orfanatos, pero sólo con el
propósito
de evitar escándalos en la calle por su presencia.
Las calles capitalinas se volvieron famosas en el curso del tiempo
por la cantidad de individuos que las habitaban3. Las de Santa Inés en
particular fueron escenario de la gestación de movimientos sociales y
revolucionarios en tiempos de la Independencia. Para tales días, en el
extremo occidental de Santa Inés, donde confluían los ríos San
Francisco y San Agustín, y a consecuencia del riego en época de
lluvias, se producía y cultivaba una especie de jardín público de
bellos y blancos cartuchos.
Al frente del sector, por el occidente, estaba la denominada Huerta
de Jaime, el jardín donde ajusticiaron a la Pola, Antonia Santos,
Mercedes Abrego, Camilo Torres, Francisco José de Caldas, y otros.
Luego, desde el siglo xviii, se llamaría la Plaza de los Mártires. Allí,
muchos años después un puñado de trabajadores de la “fotoagüita”,
registrarían muchas escenas: recuerdos de amor en el corazón de una
flor pintada en un papel de fotografía, una plaza en cuyo centro se
levantó un obelisco (por mucho tiempo abandonado) con la inscripción:
“Es dulce y decoroso morir por la patria”.
2
2
“1) Los indígenas debían ser nuevamente remunerados y reubicados en territorios de
resguardo que, por su extensión, podían contener un mayor volumen de esta población. 2) Los
terrenos sobrantes debían venderse en subasta pública, con el propósito de generar nuevos
beneficios económicos para la administración colonial. 3) Los vagos, los individuos que se
alejaban de la vida en policía, debían ser internados en los hospicios y en los orfanatos de
jóvenes” (Osorio, 2002, p. 28). [Vida en policia es la forma antigua de denominar el estilo de
vida con forme a los valores de la iglesia y la ley].
3
Uno de los rasgos distintivos de la época colonial fue la prolongada segregación en el Nuevo
Reino
de Granada, ya que, como señala Magnus Mörner, ésta fue más extensa aquí que en otras partes
de Hispanoamérica. Esto explica por qué en la segunda mitad del siglo XVIII Santa Fe soportó un
excesivo crecimiento de población migrante y, como consecuencia de ello, la proliferación de
vagos, maleantes, mendigos, prostitutas, entre otros (Melo Moreno, 2001). Es paradójico observar
que quienes eran juzgados como “perturbadores del orden social” eran producto de las mismas
políticas de reducción de los pueblos de indias y las políticas económicas.
2
que atravesaba mi cuerpo cuando mi abuela me amenazaba con
mandarme al “papayo” si no tomaba la sopa.
En al cultura Así, con un Pielroja que se desvanece en volutas y junto al
capitalina bogotana
“mandar muro del Pasaje Rivas –edificado en 1910 al lado de la iglesia y el
al papayo” era un
sentencia Convento Santa Inés– justo ahora me pregunto: ¿Y qué tendrá que
ver esto con el sabio consejo de mi abuela de “no dar papaya”?
2
2. El Santa Inés
2
S
anta Inés de mi infancia, de la infancia de mi abuela que, desde
1887,vio cómo se fue transformando y enfrentando cambios que
mudaron el en- torno del barrio colonial. Tal y como llega un trasteo
venido de otro barrio, se instalaron colegios, boticas, restaurantes y
joyerías. En 1891, se crearon más de treinta negocios, entre chicherías y
algunas fábricas (de instrumentos de cuerda, de máquinas, de cerveza,
de velas, de jabón), herrerías y ebanis- terías. Estas nuevas actividades
facilitaron que el barrio fuera transitado por muchas y diversas
personas, y que las casas se fueran acomodando a los
inquilinos que llegaban incluso para quedarse.
Sin embargo, ya desde 1833 las calles del centro en general eran
pobla- das por habitantes que, cada vez con mayor fuerza, se
constituían en algo así como la piedra en el zapato de la ciudad. El
conjunto de fuerzas de po- der en la vida pública pasó del chisme a
la difusión por medios masivos y era evidente en las columnas del
periodista y político Florentino González, que en el periódico El
Cachaco de Bogotá denunciaba ante el gobernador de la provincia:
“(…) Vagan por las calles enjambres de hombres i mujeres que pueden
ser pobres, pero también jente vagabunda i embustera” [1833, 16 de
junio, como se cita en Parada, 2008, p. 70]. Así mismo, este personaje
propuso cerrar las chicherías de la ciudad, limpiar las acequias y las
esqui- nas contiguas al río San Francisco y prohibir los espectáculos
públicos.
Éstas habrían de ser las primeras ideas políticas expresadas acerca
de ciudadanos de las calles, inevitablemente marcadas por el clasismo
y la divi- sión social de la época. Incluso, desde 1829, el jefe de la
policía de la ciudad, Ventura Ahumada, reclutaba en el ejército y en los
talleres de artesanos a los “vagos” y “gente sin oficio”. Las prostitutas,
por su parte, eran capturadas y conducidas a realizar labores más
“limpias”.
La calle era vista por la clase dominante, y en general para las
2
personas pudientes, como un espacio de marginalidad donde se
encontraba todo lo “no bueno”, todo lo “sucio” y pecaminoso de la
sociedad.
2
Por ello no fue casual que el hospicio estuviera ubicado cerca a la altas de Bogotá. En 1922
iglesia de Santa Inés, puesto que ésta se encargaba del problema de la se construyó el edificio de
indigencia en la calle, ya que la repulsión de la población blanca de la la Policía Nacional frente a
época obligó a que tales instituciones organizaran una “limpieza”, la iglesia. Y entre
desapareciendo de las calles y plazas de la capital a mendigos que
incomodaban al paso4.
Para 1894, el barrio Santa Inés se convirtió en un vecindario que
brindaba servicios a viajeros de otras partes del país que arribaban a
Bogotá por la nove- dad del nuevo servicio del ferrocarril. La cercanía a
la Estación de la Sabana, construida en 1887 y remodelada en 1913 por el
ingeniero inglés William Lids- tone, y a los centros de abasto determinó
la transformación del barrio.
Así, el barrio de mi abuela se fue modernizando. En 1910 se
levantó sobre la calle 6ª, a la moda de la arquitectura republicana,
el Palacio de Higiene, en su momento una de las edificaciones más
2
4
“Los pobres se han ubicado en Bogotá tanto en el núcleo urbano como en su periferia y
generalmente en los cerros, al oriente. Al iniciar el siglo XIX, la masa de pobres la formaban,
por una parte, comerciantes empobrecidos, empleados
y artesanos, entre quienes encontramos carpinteros, ebanistas, sastres, herreros, zapateros y
otros más. En otro extremo de la pobreza aparecían los muy pobres: peones, mendigos, enfermos
y también la población itinerante de indios. La jerarquía social se trasladaba al vestuario
y a las formas de la arquitectura urbana. Los ricos residían en casonas y en quintas. Los pobres
ocupaban casas, tiendas, bohíos y ranchos” (Parada, 2008, p. 65).
2
1919 y 1925 se abrió la Avenida Jiménez de Quesada hasta la Plaza
de San Victorino, con la canalización del río San Francisco. También se
construyó la Escuela Santa Inés y se instaló en el barrio la línea del
tranvía por la calle 8ª, la carrera 11 y San Victorino.
Todo esto constituyó un empuje renovador, y por ello decidieron
habi- tar allí profesionales, abogados, personajes y familias de
renombre como los Turbay, los Rima y los Salem. También vivían allí
el historiador Arciniegas y los Anzola Gómez. Sobre la calle 6ª
estaba la casa de Nicolás Liévano Da- nies, pionero del urbanismo
bogotano, donde nació Indalecio Liévano Agui- rre. Y fue precisamente
el barrio Liévano la zona más moderna de Bogotá en esos tiempos y
muy reconocido por las veladas artísticas que se realizaban; en fin,
vivía allí la crema y nata de la sociedad bogotana. El Liévano fue
hasta bien entrado el siglo un barrio arborizado, con faroles de tres
luces, al mejor estilo francés.
2
Antes del 9 de abril, Bogotá era una ciudad limpia, al menos eso el bolsillo del chaleco que
decía mi madre. La ciudad no podía ser inferior a la perfecta Atenas de combinaba con el paraguas
Suramérica, donde la clase alta parecía vivir en otro planeta. No faltaba la y el sombrero. En esos días
dama de sociedad que se daba ínfulas hablando en inglés delante de se podía pasear
“indios y zarrapastrosos”. Un signo de distinción, prestigio y autoridad tranquilamente, las
era hacer esperar a los otros. “La gente importante se hace esperar”, mujeres lucían sus joyas y
decía mi madre, y como costumbre nacional surgió el no llegar nadie se metía con los
puntual nunca a una cita. “Vicio más difícil de erradicar que el de paseantes.
la tal marihuana”, anotaba mi madre.
Mi niñez corrió entre grandes casonas republicanas. La entrada, de
in- mensos portones de madera tallada, presidida por una mano de
hierro como aldaba, daba paso al zaguán y un transportón que llevaba
al visitante al patio central rodeado de materas, una pileta y pájaros,
enjaulados o visitantes, to- ches, mirlos, palomas y los infaltables canarios
que se compraban en la plaza. En este patio se encontraban las salas o
salones de recibo. Luego se podía seguir al segundo patio donde se
hallaban las habitaciones y al tercer patio donde estaban la cocina, la
pila de recoger agua y los baños. Los cuartos poco utilizaban pintura.
Se adornaban con una especie de papel de colgadura. En las casas de
los más pudientes, los techos estaban rematados con arabescos, las
cenefas eran de yeso y los pisos de mármol. Todo era importado porque
no había producción nacional; las puertas y ventanas de finas maderas
rica- mente labradas y los armarios empotrados en la pared, que para
los niños de la casa eran los mejores sitios para jugar a las
escondidas.
Era la Atenas Suramericana, donde la escasa clase alta, que siempre
ha existido, se ufanaba todavía, luego de más de un siglo de distancia con su
remota ascendencia española, de su origen. Los más modernos eran
“ingleses”, por eso importaron la idea de ciudad jardín inglesa para el
barrio Teusaquillo. Los hombres cargaban su reloj Tequendama,
pendiente de una leontina de plata, con una tapa labrada y guardado en
2
Andrajoso y desaliñado
2
De la misma manera como esta élite vivía en una ciudad de
ensueño, la ciudad de los desfavorecidos recordaba los excedentes de
las guerra civi- les entrado el siglo xx. Los campesinos migraban a la
capital en busca de oportunidades, lo que hizo que para ellos la calle
empezara a ser estratégica e importante como lugar de asiento y venta
improvisada de “galguerías” y útiles domésticos.
La vida de los inmigrantes era otra cosa. El pan fresco se
compraba en la tienda del polaco, los arreglos florales donde una madame
francesa, los árabes vendían telas, ropa, faldas y pañolones finos por la
carrera 9a. Son inolvidables los sabores caseros y auténticos de los
italianos dueños de la salsamentaría de la 11 con 11, al lado de la
plaza central, donde vendían queso de cabeza y salchichón. También
en la carrera 9ª, entre calles 10 y 11, estaban las salchichas y otros
embutidos de la cocina española.
Santa Inés, en general, sería uno de tantos barrios, habitado por
gente común y corriente, que a pesar de los problemas procuraba vivir
con cierta dignidad. Fueron notorias las familias provenientes de
Boyacá, los Llanos y Santander (una de ellas, años después, se cuenta,
iniciaría la venta de basu- co, factor determinante de la historia del
barrio). En la calle 8ª con carrera 12A, en la que sería el Callejón de la
Muerte, los adolescentes jugaban en diciembre al beso robado, a la
“lleva”, a los cinco huecos; y los deportistas a unos asaltos de boxeo y
a una que otra partida de banquitas, casi siempre interrumpida para
ceder el paso a los carros.
Pero, para el común de los mortales, resultaba difícil superar las
dificul- tades inherentes a los servicios básicos. El agua, el alcantarillado
y el aseo perduraron hasta bien entrado el siglo xx como males para
la salud pública. De ahí la moda de esos tiempos de higienizar, o el
propósito de “limpiar” la ciudad en tiempos recientes.
En esos tiempos ni siquiera los relojes eran de uso común, y ni
se diga de los automóviles ya que eran lujo para familias exclusivas. La
2
cotidianidad de la gente trabajadora dependía de la sirena de la fábrica
de Bavaria o del
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cañonazo del Instituto Roosevelt que sonaba a las 7 a.m. y a las 12
m., con repetición nocturna. Aquello era como un despertador
“comunitario” y la advertencia: “Apúrele, que lo deja el tranvía”…
“¡Santander-Tejada!”, anunciaban los chinos y las tabletas de madera
del tranvía, en su parte delantera. Era la ruta del tranvía que venía
desde el sur, del barrio Santander, luego pasaba por el Olaya, el
Restrepo, seguía al Luna Park, subía por la calle 1a, se detenía frente al
Hospital de la Hortúa y cogía la carrera 10ª hacia el norte; pasaba por
la iglesia de Santa Inés, subía por la calle 10ª a coger la Plaza de
Bolívar, se dirigía por la carrera 7ª y bajaba por la calle 26, hasta
llegar a la calle universitaria.
De siempre mi lugar preferido fue la plaza central. A sus
alrededores estaban los graneros que conformaban un emporio.
Algunos vendían los granos empacados en cartuchos de papel traza, de
diario o matutino, y hasta de oficios y documentos públicos.
Los viernes era el día de mercado, el más concurrido, aunque el
movi- miento febril era permanente. Los productos los traían
campesinos de Villeta y Facatativá; se diferenciaba de la plaza de Las
Cruces, que se surtía de Cá- queza, Fómeque, Choachí y otras
poblaciones del oriente y del Llano.
El mercado representaba un trajín especial en la ciudad e
implicaba toda clase de movilizaciones. A falta de carros y camiones
por la carrera 11, había zorras de tiro. Por supuesto, los trancones
(siempre los trancones en el centro) de zorras no se hacían esperar.
Después de hacer el mercado se dejaba un vale al zorrero para que
reclamara y arrimara a la casa los encargos. Las zorras llegaron a más
de mil y un solo señor llegó a ser dueño como de trescientas y las
alquilaba por quince centavos al día. Quienes no hacían grandes
mercados usaban canastos y carretas de mano o alquilaban el servicio
de cargueros o cordel.
En la plaza vendían el líchigo: frutas y verduras; en el
2
matadero, las carnes, el pescado, los huesos y las vísceras tan
consumidas, sobre todo por los más pobres, es decir, eran muy
populares y ¡ay de que escasearan!
3
En la esquina de la calle 9ª con 11 estaba una inmaculada
mujer de cabellos blancos que vendía tijeras, cauchos y pedazos de
tela retal; vendía reverberos y cosas varias que promocionaba con un
envidiado y sonoro pregón: “¡Tijeras, reverberos… cómprenmeeee
cauchoooo…”.
Otras mujeres que trabajaban por fuera de la plaza tenían un
estilo pe- culiar para atender. Eran las famosas “vivanderas” que
vestían naguas an- chas y delantal de mil colores. Cuando hacían su
primera venta, escupían el billete y lo echaban en una bolsita de tela
que guardaban en el pecho. Ellas siguieron vendiendo, sentadas en los
andenes de la calle aún después de que demolieran la plaza.
También había “organilleros”, quienes daban manija a unos
cajoncitos de música. Con la ayuda de un periquito y por alguna
moneda, sacaban de otra caja repleta de sobres una carta de la
suerte al transeúnte que lo requiriera.
Recorrer esa parte de Santa Inés permitía hacer sociedad con los
per- sonajes de la época: Mamatoco, el Bobo del Tranvía, la Loca
Margarita y el Poeta Tamayo, editor de la Voz del Pueblo, hombre
querido por el novelista Manuel Zapata Olivella, quien en esa época
residía, como tantos estudiantes, en la calle 10.
Otro personaje era Esguerra o Exguerra (por algún pasado vasco),
quien pasaba perifoneando luchas y descontentos. Llegaba a la Plaza
de Bolívar con su parlante animando al levantamiento de las masas
y, cuando creía finalizada su diaria y sagrada tarea revolucionaria, se
dedicaba a la venta de pomadas curatorias.
Y calle abajo de la plaza de mercado uno se encontraba con lo que
se cono- cía como la Calle del Cartucho, que desde mediados del siglo
xix se dedicaba al civilizado oficio de recuperar de la basura y
desperdicios materiales para un nuevo uso –reciclable como se le dice
ahora– y que para la gente que lo cumplía era su empleo y su modo de
sustento diario. Allí se conseguían envases, papel, materiales y
3
herramientas de segunda para la construcción, y otros etcéteras.
3
Luego de ser canalizado el río San Francisco, quedó la huella, la
sinuosa curva de la carrera 12A entre calles 9 y 10, la Calle del
Cartucho, punto de arribo de las mujeres del negro pañolón de
flecos que recorrían la ciudad pregonando el legendario: “¡Compro
botellaaaa, papeeeel!”.
Las botellas más cotizadas eran las del perfume de María Farina,
porque en ellas se reenvasaban perfumes adulterados y pachulí barato.
Dos botellas podían dar para la manutención del hogar. Aquellas
laboriosas mujeres de delantal y talego de lona o costal, responsables
de su recolección, iban de casa en casa, por el naciente Teusaquillo,
Chapinero, la Candelaria, el barrio Liévano, donde las señoras
literalmente se bañaban en dicho perfume, subterfugio del baño
diario.
Las botellas también se reciclaban para envasar licor producido
en pequeños alambiques caseros. El producto llegó a ser famoso por su
calidad, que competía en consumo con el aguardiente de las rentas de
Cundinamarca. Otros preferían algo más fuerte y tomaban “pipo”, una
mezcla de aguardiente “chiviao” con gaseosa y gasolina, y así,
quienes se unían en torno a este coctel, contribuyeron con su
costumbre ruinosa a cambiar el paisaje del barrio Santa Inés.
3
3. Exclusión: un camino a
la pesadilla
Cuando la ciudad empieza a
segregarse pues no se une, no se toca,
no se frota, es una ciudad que empieza
a tener toda una serie de conflictos. Una
ciudad que segrega, que no tolera, es
una ciudad que está muriendo, es una
ciudad en la que la barbarie está
dominando a la civilización.
Rogelio Salmona
3
ogotá por los años cincuenta y sesenta se sentía fría, melancólica,
B
gris, con un dejo de sacra tristeza que se agudizaba en las semanas
santas con sus misas cantadas. También era un tanto áspera, producía
cierto miedo inexplicable y terrible. Leyendas y cuentos de fantasmas
de medianoche
eran parte de la velada de diversión de jóvenes o adultos.
La ciudad, cada vez más grande, marcaba sus diferencias
económicas y sociales en medio de su cotidianidad, y la vida política
predominaba con la lucha entre los partidos Liberal y Conservador.
Por esto, cuando el 9 de abril de 1948 asesinaron al candidato Jorge
Eliécer Gaitán, jefe único del Partido Liberal, que se encontraba en
la oposición para los comicios del momento, estalló una gran rebelión
de clases, un levantamiento popular, que ha tenido efectos hasta la
época actual. Alrededor de dos mil quinientas personas murieron,
ciento treinta y seis edificios fueron quemados, cientos de
establecimientos saqueados y destruidos, y una ola de devastación
y muerte cubrió la capital.
Los que vivíamos en Santa Inés veíamos cómo llegaba gente de
otras partes y los llamábamos según su acento: calentanos, costeños o
paisas. Los pobres se resentían, decían que Bogotá era como un
páramo helado. Quizá por eso era apacible, tranquila, serena, como
si un temor (terror) recóndito la obligara a mantener la calma y la
cabeza fría que no tuvo el 9 de abril. Todavía flotaba en el ambiente
5
Para 1968, se estimaba que el tufo de aquella borrachera de aguardiente, sangre, dolor,
en Bogotá había alrededor de
tres mil buhoneros y, para traiciones, muertos y desolación.
1976, treinta y dos mil
vendedores ambulantes
En la segunda mitad del siglo xx, los progresos en las comunicacio-
aproximadamente, de los cuales nes, la consolidación del contrabando y el desempleo urbano
seis mil eran sindicalizados;
veinte mil poseían licencias de produjeron grupos de personas que se establecieron en el comercio
funcionamiento, sin estar
sindicalizados; y el resto no informal con la primera concentración pública de vendedores
tenían licencia ni pertenecían a
un sindicato (Silva, como se cita estacionarios en la carrera 10ª con calle 125.
en Melo Moreno, 2001).
Prácticamente en los últimos ochenta años del siglo xx la
3
ciudad tuvo una
transformación
rápida y
contundente. Los
grandes proyectos
urbanizadores y los
constructores y
destructores urbanos
no dieron espera;
3
los nuevos vecindarios, los barrios residenciales, así como los planes la calle y vivían en
de renovación urbana y de transporte afectaron el espacio público, le condiciones precarias con
dieron otro aspecto a la ciudad.
La calle no sólo se reestructuró, sino que se volvió un canal de
servicios. El espacio público empezaba a tomarse como lugar de
sustento, además de ser un medio de comunicación y expresión.
Desde finales del siglo xix y hasta los años 30 del xx fueron famosas
las protestas obreras y sociales. La ahora denominada clase obrera
exigía reivindicación de derechos tomán- dose el espacio público y la
calle empezaba a ser apropiada como lugar de igualdad y libertad.
Era normal también ver en las calles muchos jóvenes que para
ese entonces se conocían como “chinos”. En búsqueda de su
subsistencia, eran serviciales con los transeúntes y fungían como
voceadores de periódicos, mandaderos, cordeleros o cargueros, aunque
en medio de sus trabajos juga- ban y hacían travesuras mezclándose
con otros niños y también con peque- ños delincuentes. La pobreza
produjo que esta población fuera aumentando, y en los años sesenta y
setenta aparecieron las galladas y pandillas de mu- chachos que
buscaban, no solamente protegerse entre ellos, sino sobrevivir en
medio de una ciudad cada vez más grande y peligrosa. Esos niños de
la calle, sucios y dejados, que deambulaban sin rumbo por la ciudad,
empeza- ron a tomar el nombre de “gamines” o “pelafustanes”.
Las primeras quejas de las señoras de bien venían por cuenta
de las travesuras de los chinos de la calle que gustaban de tirarles
pepas de mamoncillo, que certeras pegaban en los sombreros. Pero
esto fue nada en comparación con lo que venía al trote.
La historia de nuestra sociedad ha estado marcada por la
estigmatización y el rechazo hacia la población desfavorecida. Y si
bien funcionaban los hospicios que recogían a las madres y a sus hijos
pobres, como el creado en 1938, que en 1960 dio origen al
Departamento de Protección y Asistencia Social6, quienes habitaban en
3
Tambien conocidos como “carasucias”
6
El Departamento de Protección y Asistencia Social se creó mediante el Acuerdo 078 del 10 de
diciembre de 1960, y estaba a cargo de todas las funciones específicas de asistencia y
protección del Distrito.
3
indolencia iban siendo desplazados a las periferias de la ciudad o a
rincones no visibles.
La costumbre de aislar no es algo nuevo; viene desde el arribo
de los españoles7. Éstos confinaron a los indígenas en resguardos
denominados “pueblos de indios”, situados en los extramuros de lo que
ellos consideraban “la ciudad”. Sus costumbres fueron abolidas por
sacrílegas; su religión, señalada como superchería; y a sus tierras, que
eran comunales, les aparecieron, por arte de magia, escrituras de
propiedad. Los indígenas fueron obligados a “vivir congregados”, a
7
“Uno de los puntos de
partida de la política social “son de campana” o “en policía”. Ello permitió marginarlos por
de la corona española en medio de una configuración espacial estigmatizadora como parte de las
América y, específicamente,
en el Nuevo normas de “convivencia” y “orden” impuestas por la corona.
Reino de Granada, fue el
dualismo o división entre la Las originales tierras indígenas en manos de los conquistadores
comunidad
o república de los españoles fueron haciendas que con el tiempo se convirtieron en parroquias y
y la república de Indios”
(Osorio, luego en barrios para gente de bien con las mejores dotaciones
2002, p 17), gracias a la
doctrina de orden que hacía
urbanas. Y en las periferia de lo que se ha considerado “la ciudad” se
parte de ubicaban los ancestrales Suba, Bosa, Usme, Usaquén, entre otros,
la concepción de “república
cristiana” que dominaba lo predestinados a ser barrios de obreros con viviendas para pobres,
político, lo económico, lo social
y lo cultural. rodeados a su vez de barrios de invasión.
3
3
Desde el siglo xix la separación “voluntaria” de vagos,
borrachos o gamines del centro de la ciudad, inexorablemente fue
nutriendo el imaginario de una pequeña cuadra del barrio Santa Inés,
esa calle ensortijada en forma apropiada para el escondite de
malhechores o para actividades ilegales, fue tomando el nombre de El
Cartucho entre los capitalinos, nombre que evitaban pronunciar
para no profanar los labios. Era la calle del diablo, según las beatas
señoras: ¡A saber qué cosas pasaban allí!
A mi abuela y a mi madre no les temblaba la voz: desde que
tumbaron la iglesia de Santa Inés, en febrero de 1957, el barrio se
comenzó a dañar. Eso fue como una maldición por el sacrilegio
cometido. No hay duda que la construccion de la carrera décima, que
conllevó a la demolición de tantas construcciones patrimoniales, partió
en dos el barrio Santa Inés, lo aisló del resto de la ciudad y trajo
consigo el deterioro de este espacio.
Pero la década del cincuenta no sólo trajo violencia, pobreza y
des- trucción, sino también el automóvil, para quienes podían
adquirirlo. Éste, que empezó siendo un objeto exótico, terminó por
ocupar un lugar central en la ciudad. La “fiebre de las avenidas” había
comenzado; así se refería la prensa al auge de la construcción de
amplias calles. La Avenida Caracas, en la década del cuarenta, y la
carrera 10ª, en los cincuenta fueron dos proyectos viales que
afectaron a la ciudad y se constituyeron en los nuevos ejes de su traza
urbana.
Luego del Bogotazo fue demolida la plaza central construida en el
solar del Convento de la Concepción. Y en el año 57 el alcalde
Mazuera, para quitar el obstáculo a su gran proyecto de renovación
urbana, ordenó demoler la iglesia colonial de Santa Inés junto con
varias antiguas edificaciones. Así se abrió paso a la flamante nueva
Avenida Mazuera, que hoy se conoce a secas como la carrera 10a.
El barrio Santa Inés quedó “atrapado” entre dos avenidas, la 6ª
3
y la Avenida Jiménez, otrora ríos San Agustín y San Francisco,
respectivamente; dos brazos de agua y vida que se transformaron en
dos tenazas de asfalto.
3
Y, para terminar de definir mejor las fronteras, se abrieron
paralelamente, de norte a sur, la Avenida Caracas y la Avenida
Mazuera, que terminaron por asfixiar el barrio. Aquello fue quitarle
aire fresco a un ser vivo.
La ampliación de la carrera 10a, que su autor justificaba como
signo de progreso, buen diseño y ejemplo de movilidad urbana, no
hizo otra cosa que romper el centro de la ciudad en dos. Y, por ser el
fruto de la demolición del sagrado recinto, estuvo condenada a ser
vía “maldita”, sinónimo de infarto vehicular, de trancón, de
raponazo, y, en el más peligroso nivel, de contaminación visual,
sonora, olfativa y espiritual de la ciudad.
El barrio cayó con la iglesia y comenzó a desaparecer el día que
pasó por allí una aplanadora borrando el lugar donde reposaban los
despojos mortales del sabio Mutis y otros próceres. Sus tesoros, las
pinturas y los trabajos en madera de las más finas manos artesanas
fueron repartidos entre la Capuchina, San Alfonso Ligorio y algunos
museos religiosos. ¿En qué se convertiría Santa Inés? Un pedazo de
piel de la ciudad que vivió más de tres siglos, un día se vio envuelto
en líos de crónica roja y despertó en brazos de horrorosas
pesadillas: en El Cartucho.
3
3
La expansión de el núcleo básico de la ciudad
aglomeraciones urbanas. Para 1600, de los 18
y las
Bogotá
edificios construidos en Bogotá, 13 eran
religiosos: templos o conventos. La Catedral de
Bogotá data de 1553 y ya para 1585 estaban
El registro de una ciudad que empezó siendo un construidas las iglesias de Las Nieves y Santa
caserío se ve reflejado en mapas y censos Bárbara, en tanto que para finales de 1598 se
antiguos. Éstos muestran cómo hacia 1539 los había levantado la de San Victorino.. Incluso, entre
habitantes de Bogotá llegaron a 10.000 y hacia los años 1600 y 1650 se construyeron la Iglesia
1784, a 16 de Monserrate y la iglesia de Santa Inés, tan
000. De igual forma, la arquitectura y la nombrada.
distribución espacial de la época era
marcadamente religiosa. El trazo de la ciudad Desde la segunda mitad del siglo XVIII, la ciudad
correspondió a la concepción hispánica: atendía de Santafé, debido a su crecimiento generado
a la norma urbanística de la cuadrícula que por la excesiva migración procedente del campo,
centraba el poder en una plaza principal empezó a enfrentar serios problemas de
alrededor de la cual giraba el Estado. Así mismo, proliferación de
se instalaban parroquias donde la iglesia era
3
vagos, maleantes, mendigos, prostitutas y toda
guisa de lo que para la época era denominado
como “desechos sociales”. Para 1792, se calculaba
que en Santafé había unos 500 pordioseros que
entonces representaban entre el 2,5 y el 3 % de
la población de la urbe (Melo Moreno, 2001).
3
Por esto, y para que no se siguiera enterrando
a los muertos en iglesias, se había construido
ya el Cementerio Central hacia 1830.
4
cambios en el régimen de propiedad de la tierra
personal a Rogelio Salmona, 1998]. A finales de
y por la guerra [Melo Moreno, 2001]. En las
la década de los ochenta, con la construcción de
prime- ras décadas del siglo XX la ciudad sufrió
la terminal de transportes, las empresas de
las conse- cuencias de un incremento poblacional
buses intermunicipales abandonaron el sector y
ascendente. De 40.086 personas, según el censo
dejaron sin clientes los establecimientos
de 1834, se pasó a 100.000, según el censo de
comerciales del barrio. Los antiguos locales
1900, aumento de más del 100%. Entonces, la
comerciales fueron reemplazados por
situación de implo- sión del siglo XIX se siguió
compraventas, lo que incrementó el comercio de
manifestando y desfavo- reció a la población de
objetos robados.
menor ingreso. La situación de la ciudad estaría
marcada por la tendencia de la clase alta a
Hacia los noventa, la ciudad empezó a dividirse
migrar progresivamente hacia el norte, donde
en 22 localidades. El barrio Santa Inés se
queda el testimonio arquitectónico y urbano de
encontraba dentro de la localidad de Santa Fe,
los barrios Teusaquillo y Chapinero [Melo More-
que para el 2002 alcanzaría una población de
no, 2001]. La violencia produjo ingentes oleadas
107.044 personas. El Departamento
de pobreza; los campesinos llegarían como
Administrativo de Bienestar Social (DABS)1, para
mano de obra a la ciudad, lo que generó una
1998, por medio de la Estrategia de Intervención
transformación social y estructural. Ellos fueron
Social (EIS), calculó que había alrededor de
quienes modificaron la ciudad con su fuerza de
12.000 habitantes en El Cartucho. El III Censo
trabajo.
Sectorial del habitante de calle (2001), realizado
por el Instituto Distrital para la Protección de la
La violencia avanzaría a la par con el
Niñez y la Juventud (Idipron) en Bogotá, arrojó
crecimiento del país y la ciudad. A mediados del
un número total de 10.477 personas en esta
siglo XX, durante los años cincuenta y sesenta,
condición, de los cuales 3.312 (es decir, el
en Santa Inés se encontraban 18 de las 24
31,6%) se encontraban en la localidad de Santa
empresas de transporte, aumentando en parte el
Fe, a la que pertenecía El Cartucho. Por otro
crecimiento poblacional de la zona y el uso del
lado, la EIS del Cartucho calculó que había
espacio. Por ahí entró la mitad de la Bogotá que
5.000 personas en condición social de extrema
tenemos hoy [entrevista
pobreza.
4
1
Actual Secretaría Distrital de Integración Social
4
4
4. Prófugos del azadón
4
E
ntre los años sesenta y setenta, se registraron grandes
migraciones humanas que repercutieron en la otrora ciudad capital,
altiplana y provincial. El desplazamiento fue promovido por una
reforma agraria en la que unos pocos eran cada vez más terratenientes
y la mayoría se quedaba sin un metro de tierra. La violencia política,
posible cómplice de la reforma
agraria, causaba estragos en el campo.
Pero también la ilusión que despertaba vivir en la capital jalonó
a la gente. Algunos llegaron solos, venían a probar fortuna; si les iba
bien, traían al resto de la familia. La calidad de vida era relativa, pero
igual se sumaron familia y amigos.
Dejar el pueblo, la vereda, no era sólo salir de viaje. Era dejar la
seguri- dad de lo conocido. Para muchos era el desarraigo, un viaje con
boleto sólo de ida y con la carga de la casa a cuestas; era también
el advenimiento de lugares y gentes diferentes; retos de cambio o
adaptación; la esperanza de nuevos futuros; una alternativa al
desempleo en la vereda y a la aridez de los surcos; abandonar la
estrechez económica; el deseo de ganar autonomía; o, simplemente, el
anhelo personal de salir adelante: la búsqueda de futuro.
Por aquellos tiempos, alcanzo a recordar, Bogotá todavía era una
ciudad enterrada en la quietud, en la pereza. Los transeúntes manifestaban
cierta mo- lestia por ver tanta gente rara que iba poblando las calles; los
vagos, pelafus- tanes o gamines fueron cambiando su aspecto y su
comportamiento social. El alcohol adulterado y la inhalación de los
vapores de la gasolina eran remedios para calmar el hambre.
Una de las soluciones a este problema fue la creación, en 1967, del
Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y de la Juventud
(Idipron) del padre Javier de Nicoló. Al mismo tiempo se creó el
Departamento Administrativo de Bienestar Social, hoy Secretaría Distrital
de Integración Social, con el fin de plantear soluciones que permitieran
incluir socialmente a estas poblaciones.
4
La vida en la capital era bastante sedentaria, cosa paradójica en
una urbe. Sin embargo, la falta de oportunidades en otras regiones
del país y
4
la violencia que se acrecentaba en ellas hicieron que los capitalinos
fueran testigos del incremento de incontables visitantes. Grupos de familias
desfilaban por las calles y los alrededores de centros de transporte, con
sus atuendos, corotos y sus raíces culturales. Ellos irrumpían dentro
de la pasividad y el recato bogotano, mientras los cachacos que
saboreaban un tinto en los cafés observaban este desfile y aseguraban:
“Eso algún día se van a cansar de aguantar frío y regresarán a sus
tierras”. Pero nada que se largaban… El efecto era el contrario: la
ciudad se inundaba de costeños, vallunos, paisas, calentanos, llaneros,
boyacenses, santandereanos, que ocupaban barrios y casas que los
capitalinos a su vez abandonban en su diáspora.
La migración, producto de los vejámenes de una guerra nunca
declara- da, trajeron olas de pobreza y delincuencia. Mientras tanto, los
residentes de la ciudad, los políticos, los grandes comerciantes hacían
pública ante las au- toridades su gran preocupación porque en las calles
se sentía la presencia de personas extrañas y vagos, que ponían en vilo
la cacareada seguridad pública. En cualquier esquina, denunciaban los
afectados, el transeúnte podía ser des- pojado de su sombrero y la
señora, de la cartera o el collar.
Este reclamo estaba acompañado con la exhibición de los blasones
de civi- lización y cultura que había logrado la ciudad y que se estaban
perdiendo, pues “ya no se puede andar por la calle”. Algunas señoras
durante el té o en eventos de beneficencia, dejaban escapar sus
reclamos que repetían con insistencia: “Son vagos, viven del juego, las
cartas, el engaño, el fraude y tantos otros ofi- cios poco santos. Tienen
una vida libertina, ociosa, andariega y su conducta es incorregible,
desobediente y perjudicial para las buenas costumbres”.
Los más cachacos que, como tales, gustaban de una vida más
liberal, de gozar de la ópera y la tertulia de espíritu cosmopolita, no
alcanzaban a digerir la “ruidamenta” tropical de esos costeños. Se
alegaba que aquella lamentable situación estaba afectando la
4
familiaridad que antes se respiraba en los vecindarios de Chapinero y
Teusaquillo. Del centro, ni hablar, pues allí estaba San Victorino y la
Calle del Cartucho.
4
Para los desplazados y migrantes de todo género, si eran pobres —
como lo eran la inmensa mayoría—, tan pronto llegaban comenzaba su
peregrinaje para encontrar una habitación, en La Favorita, La
Estanzuela, Santa Bárbara, Las Cruces, El Cartucho y, como último
recurso, en sectores de invasión en la periferia. El flujo no se detenía,
nunca se detuvo. Día a día arribaban nuevos contingentes de viajeros,
desplazados, migrantes, y vagabundos, andariegos que se ganaban la
vida como culebreros, vendedores de cualquier “artículo de primera
necesidad”, nacional o de contrabando. O, simplemente, con la agili-
dad de los dedos: tres tapas de costeña y… la bolita, “mire la bolita,
¿dónde está la bolita’…”. Se armaba el corro alrededor y los billetes
circulaban hacia el hombre de la bolita; y luego el grito: “¡Ahí viene la
policía!”. Fin del juego de la bolita y de los pesos de algunos
parroquianos.
Particularmente, el barrio Santa Inés y San Victorino fueron
como un imán para los migrantes. Esa zona siempre tuvo enorme
importancia para la ciudad, por su carácter de puerto seco. Desde la
Conquista, fue el primer puesto de arribo de viajeros, autoridades
reales, comerciantes, criollos y todo aquel que tuviera alguna actividad
por realizar en la capital.
Pero, ¿por qué Santa Inés, El Cartucho o San Victorino? Porque,
entre otras cosas, funcionaban –como se ha relatado– una terminal de
transporte. Ahí se ubicaban, entre tantas otras flotas, la Cotransfusa,
Flota Águila, El Carmen y la Zipaquirá, de las primeras que llegaron
a la zona; después también se instalaron la flota Ferreira, el
Expreso Bolivariano, y la Auto Fusa en la esquina del postrer
célebre sector de La Playa.
Ahora los conductores y empresarios del transporte se alimentaban
en unos pequeños restaurantes denominados “asistencias”, que operaban
con estufas de carbón y ofrecían calentados y recortes de hojaldre, que
eran so- brantes de los biscochos, a precios muy económicos. En las
4
panaderías como El Báltico, la gente hacía fila para comer mogolla con
masato. La Chávez, en la carrera 10ª, deleitaba a los visitantes con
pasteles como los marzos, las re- pollas y las milhojas.
4
4
4
La vida en la calle se complicaba por el frío bogotano, y más
aún para vagabundos, mendigos o gamines y otras personas que
dormían en la calle, para quienes –por allá a mediados de los
setenta– llegó la orden de “limpiar”, desalojar el centro en horas de la
noche. Dicen que la orden provino de “arriba”, pero nadie daba
razón de la procedencia; ningún papel o decreto la respaldaban. Lo
cierto era que ninguna persona podía dormir en el centro de la
ciudad. Quien fuera encontrado sería “trasladado voluntariamente” a
la Calle del Cartucho.
De manera que todo niño o gamín que se envolvía con las
Mezcla de alcohol an-
sabanas de cartón, el vagabundo calentano o el bebedor de “pipo” que
tiséptico con gaseosas terminaba la rasca frente a un banco, eran recogidos y “amablemente”
como Kolcana y Coca-
cola depositados en la mencionada calle. A tales acciones las llamaron
“campañas de higiene” y a los ciudadanos del común les parecía lo
más normal. Tampoco era
extraña la costumbre de envenenar a los “canchosos”o fieles compañeros
Perros que no tienen
raza y que viven en la de gamines y callejeros, como drástica advertencia para despejar el
calle.
frente de una casa o un almacén.
Como por este sector entraba a Bogotá tanta gente, por supuesto
había buenos hoteles. El Hotel Nacional llegó a ser el segundo de
Bogotá —allí llegaban senadores—. Otros personajes que visitaban la
ciudad se quedaban también en los hoteles Peña, Gloria, Miranda,
Mogador y en uno muy reconocido, el Hotel Bolivariano, que es
historia patria para conductores de buses y camiones. Los viajeros de la
sabana venían por graneros, químicos, abonos y medicina veterinaria.
Había cacharrerías, sombrererías, sastrerías, zapaterías y talabarterías,
en fin, tiendas de todo tipo y para todos.
Por los alrededores de la calle 9ª con carrera 12 era la zona rosa de
Bogotá. Allí existían muy buenos bares, que en ese tiempo eran llamados
“griles”, a donde iban a beber personas de todo tipo. Sin embargo, los
4
piperos también
recorrían estas calles
en busca de una gota
de cualquier clase de
alcohol.
Se ha dicho que el
negocio de las flotas
fue lo que empezó a
deteriorar el sector.
Luego fue el turno de
las compraventas que
se dieron a comprar
4
objetos robados. Mientras tanto, los residentes y propietarios se iban,
vendían o arrendaban las casas que se fueron convirtiendo en
inquilinatos, casas con piezas para hombres solteros o matrimonios sin
hijos. También se alquilaban piezas por días o meses para nuevos
migrantes, a los que alguien llamó “prófugos del azadón”. Mucho
después, otros montaban una venta de sueños o alquiler de cuartos por
horas. Y con ello sobrevino la hecatombe del barrio.
Como atraídos por una promesa, llegaban callejeros de todo el país,
y se instalaban forasteros y aventureros de Girardot, Neiva, Cali o
Armenia. Siempre había un “rolo” que los ayudaba a ubicarse sin
preguntar nada; él era todo amabilidad, se decía en la calle: el rolo no
Personas de orígen
come solo, brinda apoyo a los migrantes que con su maleta o su caja de bogotano
cartón iban atiborrando casas viejas llenas de historia. Sí, el rolo, decían
por El Cartucho, era amable, pero el rolo auténtico, dicen hoy, ya se
acabó.
Y fueron arribando los recién salidos de la cárcel, los jóvenes
campesinos con la anhelada libreta militar que, según se decía, abría
puertas para el em- pleo. Una vez cumplido con el deber patriótico, se
agregaban a la peligrosa aventura de la urbe, los sin familia, los sin
futuro, los que perdieron la espe- ranza de conseguir un empleo digno,
los drogadictos, los locos, los prófugos, los destechados y los que
nunca tienen adónde ir. Detrás de ellos, llegaron los proxenetas, los
traficantes de droga, los vendedores de armas, de órganos, de personas,
los falsificadores, los que cobraban vacunas a los delincuentes y todos
los demás comerciantes de la ilegalidad.
Yo ya vivía de la calle, el río de esa locura me había “tragado”.
En los setenta, la ciudad exhibía ya profundas cicatrices. Las anteriores
casas eran lotes baldíos o parqueaderos, o centros de hacinamiento
humano, de pobreza y violencia, lo que hacía del aislamiento una
tragedia. Los del norte al norte y los del sur al sur. ¿Y el centro? Era
abandonado en masa.
4
Los años setenta también trajeron consigo la locura en medio de la
coti- dianidad de un barrio popular y de comercio, tal como lo era
Santa Inés. Sus callecitas pequeñas daban pie a la ilegalidad, y,
entonces, la era díscola y de drogas sintéticas que se vivía en el mundo
no se hizo esperar en Bogotá. Aun- que acá desde hacía algún tiempo
había tomado auge la yerba de marihuana, que atravesó a todas las
clases sociales, casi siempre de manera subterránea y gracias a la doble
moral de sus estamentos formales, de un momento a otro la moda que
se impuso casi con exclusividad a mediados de los sesenta fue la de las
pepas. En realidad eran medicamentos terapéuticos como el valium, el
cilogan, el rorex y el mantrax, de uso común, que en exceso
producían un efecto parecido al de los alucinógenos consumidos en
otros países. Había otras sustancias en píldoras que pronto obtuvieron
en el uso un nombre es- pecial: las helicóptero o mata caballos, que
4
después se llamaron cuesca, y que no
5
eran otra cosa que el rubinol activo. Incluso se consumían ácido, el comenzaba a padecerse a
famoso lo largo y ancho de la
lsd, que en esa época tenía nombres como pulpogey, ventana y cristal. ciudad y luego del país.
Se les denominaba “pepas” porque los niños de la calle o gamines Mientras el mundo y
de la época, que tenían como sustento la venta de estupefacientes, el país estaban dedicados
guardaban las píldoras dentro de pepas de mango que podían tirar con a la búsqueda de un
facilidad cuando enfrentaban las requisas de la policía. Estos inicios de traficante de drogas, en el
la venta en la Calle del Cartucho se hacían a la par de la venta de campo se empezó a
marihuana, que era muy común. encontrar los primeros
La marihuana tomó mucha fuerza porque tenía toda clase de culti-
clientes; ésta y el alcohol siempre han hecho presencia en la sociedad
en general. Pero en ese mundo de “dosis” y por el interés en “trabas” o
“viajes” largos, todos trataban de buscar la economía. Por esto, se
vendía alcohol adulterado y alcohol “chiviado”, es decir, el alcohol de
mala calidad y el alcohol antiséptico de droguería mezclado con leche
o alguna gaseosa. A este último es al que llamaban ‘pipo’, y con el
paso de los años se le dio el elegante nombre francés de
“Chamberlain”.
Por estos mismos años, las calles mantenían un orden. Toda
persona, por humilde que fuera, se acomodaba en alguna pieza de
inquilinato. Sin embargo, la tranquilidad era aparente, pues por entre
los corredores y los callejones, como la 12, bullía la ilegalidad. El
predominio comercial y de consumo lo llevaban la marihuana y las
pepas, y el monopolio de su mercadeo empezaba a ser de Lola o de la
familia paisa. Sin embargo, otras ofertas sorprendían en el clandestino
mercado. En una tienda de esa calle, en la década de los sesenta, se
vendían frascos de novocaína con una sustancia que cada vez era
más buscada, y todos los días se presentaban innovaciones tanto en la
presentación de productos como en la amplitud de su gama infernal. El
Cartucho, epicentro y síntesis de esa economía subterránea de la
capital, no era sino el síntoma de una grave enfermedad social que
5
Fármacos, drogas, anfetamnas tranquilzantes o antidepresivas
5
vos de coca. Había indudables pretensiones de una producción industrial
a grande escala, vinculada a mercados internacionales. El vertiginoso
mundo de la ilegalidad se extendía tan rápido como un secreto
prohibido. Se dice que en las grandes fiestas del narcotraficante Carlos
Lehder Rivas se hacía uso de un polvo color ladrillo con el que podían
enfiestarse varios días… Mientras que los diarios matutinos narraban
que, en otras latitudes, policías pobres de regiones lejanas o soldados
reclutas eran enviados a buscar los sembradíos de marihuana y coca
para su decomiso; pero el tráfico de drogas no hacía sino corromper
a todo aquel que se pasara por el camino.
Desde mediados de los setenta se percibía una especial tensión en
la zona de Santa Inés, al tiempo que se incrementaba la presencia activa
de cartoneros y personas que vivían del rebusque cotidiano. A algunos de
ellos les pagaban con dosis de marihuana para uso personal o para la
venta al menudeo. Las calles se empezaban a ver sucias y
deterioradas por la sobrepoblación y el comercio informal, y las casas
lucían algo deterioradas y pobres. Era el reflejo del “nuevo orden”
establecido por una realidad que hacía rato había empezado a quebrar el
mundo de las apariencias.
5
5. Botella,papel
El abandono produce
deterioro y el deterioro va
produciendo
olvido.
Rogelio Salmona
Fotografía: El
5
E
n los años ochenta, los medios masivos de comunicación,
especialmente la televisión, penetraron en los hogares y en la vida
familiar de los colom- bianos. Nos trajeron de la mano la novedad de
artistas como Rebeca López, Amparo Grisales, María Eugenia Dávila,
Alí Humar, Franky Lineros y Julio César Luna. Así, nuestras noches se
llenaron de estrellas. También emergió en la ciudad la traza indeleble
de conjuntos residenciales cerrados con Tv
pero de circuito cerrado.
La hora de la comida o del almuerzo se condicionó a los horarios
de las telenoticias. El reinado de la novela de la noche le ganó la
partida al tute, al parqués y a otras actividades lúdicas; ya no
conversaban los miembros de la familia. La almibarada y glamorosa
ficción televisiva desplazó la vulgar realidad. Desde entonces las noticias
no se miran, se digieren masacres con la sobremesa de noticias del
entretenimiento. Olvidamos que la hora de comer era para comer, que
las noticias eran el material para animar un café o una tomata,
mientras se pensaba en el país que era bueno cuando en familia se
echaba una partida de monopolio. Así fuimos borrando archivos de la
memoria, y de esa manera muda y aislada se hizo olvido.
En el televisor a color, pagado de contado o a crédito, María
Isabel de Lince nos contaba que se incrementaba la drogadicción… Y
entonces cambiábamos de canal para no deprimirnos. Con Pacheco
aprendimos a comer juntos sin necesidad de hablarnos. La cotidiana
existencia se manejaba desde un control remoto. El sueño liberal se
estaba cumpliendo: libertad de escoger el canal, igualdad de poder ver
el mismo programa que Ardila Lulle nos seleccionaba y la fraternidad al
solidarizarnos ante la tragedia de turno con la Teletón.
Una que otra tragedia que tenían como epicentro los alrededores de
la Ca- lle del Cartucho llegaban a los diarios o a la Tv, pero eso poco
importaba pues, al fin y al cabo, los protagonistas de la crónica roja
eran los “desechables”.
5
Los antiguos pelafustanes o gamines y mendigos fueron
denominados de manera general como “desechables” hacia los años
ochenta, sin distinguir
5
entre quienes eran recolectores de basura y quienes eran simples
forasteros de la calle. Fueron llamados desechables también porque,
como muchos lo recordamos, a comienzos de los noventa, tuvo gran
despliegue en la época la noticia de que varios vigilantes en
universidades de Pereira y Barranquilla alcanzaron a matar a casi quince
habitantes de la calle con el fin de vender sus cuerpos para las
investigaciones de los estudiantes de medicina. Al ser judicializado uno
de los vigilantes inculpados, afirmó algo así como: “¿Cuál es el
problema si esas personas eran sólo desechables?”. Desde entonces y
con la difusión de la noticia, el término se propagó y pronto se
posesionó en el lenguaje y en los símbolos de la sociedad. En poco
tiempo esa categoría estaba en boca de todos: profesores, autoridades,
medios de comunicación. Se extendió por el país la voz de esta nueva
raza, y con ella se patentó un novedoso tipo de limpieza: la
“limpieza social”.
Pero si el término se inspira en los recolectores de material
reciclable, los que recogían papel, cartón y botellas en carritos de
balineras, qué poco se conoce de esta labor. El reciclaje en Colombia, y
especialmente en Bogotá, nació también como producto de la
subsistencia precaria de quienes por miles fueron amenazados en los
campos durante la época de la Violencia. En los años cincuenta,
generaciones de familias que migraron a la ciudad empezaron a trabajar
en el reciclaje y fueron desarrollando y perfeccionando intuitivamente
esta labor hasta hoy.
Los primeros migrantes produjeron y sufrieron un choque cultural
ante el recato de la ciudad, pero el instinto de supervivencia se impuso y el
reciclaje fue la actividad que les permitió crecer y adaptarse al nuevo
entorno y al de sus familias, trasladando buena parte de las costumbres
regionales y hasta el analfabetismo. Los recicladores constituyeron una
importante y carácteristica presencia en la ciudad. El oficio del reciclaje
se convirtió con el tiempo en una profesión heredada o familiar que se
5
proyectó por generaciones; y más pronto que tarde, la familia, la vida
y el futuro empezaron a girar a su alrededor. Esto cobró sentido
cuando, en medio del desplazamiento histórico, muchas
5
familias se asentaron en la periferia y en los botaderos de basura.
Hacia 1985 los recicladores en la ciudad aumentaron y utilizaron las
calles como espacio de trabajo por el crecimiento propiciado por el
cierre y la apertura de botaderos de basuras municipales y algunos
particulares.
En 1989, con la apertura del relleno de Doña Juana, terminó la
posibilidad de trabajar en botaderos y con ello se dispersaron los
residentes de aquella zona por toda la ciudad en busca de bodegas y
depósitos para reciclar, entre ellos, quienes para ese tiempo ya
habitaban en las calles de Santa Inés, como los niños del rebusque.
Recuerdo que para nadie era un secreto que en el barrio, desde los
años setenta, algunas personas dueñas de las amplias casas de la zona
alojaban y les daban aguapanela a los “gaminsitos” labor que para
muchos de ellos resultaba más rentable que estar en su casa paterna
donde las condiciones eran desfavorables.
Entonces, lo que empezó como una colección de cartones en un
garaje o en el corredor de una casa, con el desplazamiento de la
gente de los botaderos vino a convertirse en algo rentable, ya que
algunos migrantes que se asentaron en Santa Inés eran gente que
conocía la labor del reciclaje. Todo esto contribuyó a la transformación
de casas antiguas en grandes bodegas que cambiaron el paisaje de la
zona, que ya se denominaba El Cartucho.
Las bodegas se transformaron en una alternativa de trabajo para
los desempleados y en espacios necesarios para guardar grandes
cargamentos de reciclaje que ahora eran recogidos por ejércitos de
personas, hombres y mujeres, que empezaron a tener como punto de
encuentro algunas cuadras del barrio. Desde allí, como enjambre de
abejas, se desparramaban por toda la ciudad a emprender su labor.
El “bodeguero”, al pagar la carga traída y venderla a grandes
industrias,
Propietario de una bodega para el reciclaje de botelas, papel, etc.
5
empezó a generar
una alternativa real
de trabajo. La
bodega se convirtió
en un espacio
económico y punto
de encuentro para
este tipo de
población. Lugar de
cruces y
aprendizajes, este
lugar empezó a ser
relacionado como
espacio de
socialización e
inclusive para no
pocos en “espacio-
hogar”
5
5
5
donde cada carrito recolector alojaba una pareja con sus hijos y Sí, el papel calentó
hasta al perro. De allí que la bodega empezó a simbolizar un lugar de muchas noches del
pertenencia para muchas familias que encontraban la real subsistencia Cartucho, como cuando
en la vida alterna del reciclaje y la basura. se encendió una fogata
Caso muy distinto el de otros comerciantes del reciclaje que como no se había visto,
establecieron una dudosa relación paternal, entre el “padrecito” y el como en noche de San
“ñerito”, este último reciclaba y recibía del primero unas bichas como Juan,
pago. Así desapareció la inocencia del pregón: “¡Compro
botellaaaaaaaa papeeeeeel…”.
Evidencia de esto fue la historia de la Tere y Jorge, que entre el
amor y la tragedia da cuenta de la vida en el reciclaje y en El
Cartucho. Ellos, que un día se vieron solos en el mundo, acordaron
acompañarse en las buenas y en las malas. Fue amor hecho en medio
de la calle; las promesas de amor se sellaron al calor de unas bichas
en la fogata de la 12. Fue un tiempo lar- go de silencios, besos,
peleas y caminatas por La Candelaria de los bares, de las rumbas en el
Chorro de Quevedo, de la salsa en la Pola, luego en Quiebracanto y
en cuanto chuzo para estudiantes se inventaban, como los parqueaderos
que abrían sus puertas los viernes para enseñar a los rolos las delicias
del Caribe.
A la Tere la ponían a bomba esos movimientos de viernes. A
Jorge lo inquietaban los aceleres en que la mujer se encontraba, pero
eran parte de ella y no toleraba que nadie la maltratara: “Tan droga,
tan pepa, pero tan digna; tan de nadie como yo”, recordaría mucho
después Jorge. “Ella era mi polo a tierra”, decía.
El papel era la vida de la Tere y Jorge; recolectándolo, hacían
para la pieza, para comer y para unas bichas. Buscaban “contratas” con
almacenes y tiendas grandes, cuando recoger papel de las empresas
daba. Era tanto el papel recogido, que no siempre lo vendían, sino que
servía para calentar una noche de fiesta o de frío en el patio de alguna
extinta casona o en la calle misma.
5
Bicha: dosis o papeleta de basuco
5
y fueron devorados por la boca del fuego expedientes de entidades
de la nación. Al día siguiente algún funcionario con un dejo de
responsabilidad veía los rescoldos de la embriaguez de papel y bichas.
No se podía salvar gran cosa: “¡Carajo! Eso fue como si hubieran
quemado el disco duro del archivo nacional”, refería Jorge y la Tere lo
seguía con carcajadas
Dueño, jefe, patrón Tejer un recuerdo de amor puede ser como trenzar una corona
del expendio -”olla” o
“ganchos”- de drogas con alambre de púas. Una noche de despecho y bronca, la Tere se
emputó con el jíbaro por abusivo… Para olvidar el incidente, dieron
una vuelta por la Candela, hasta que el demonio del consumo los jaló
Administrador del al Cartucho. El jíbaro no dijo nada; ordenó al taquillero que los
negocio de la venta
de estuperfacientes atendiera, como si nada. Después de un rato, Jorge se fue a rodar para
calmar al diablo y ella se quedó porque estaba bien. La Tere un día le
hizo una promesa a Jorge, pero no la cumplió; un disparo certero del
jíbaro quebró el juramento hecho una noche de bichas y Cartucho.
5
El reciclaje
Posteriormente se instaló en los tugurios de la ciudad, en
su mayoría
6
alrededor de los botaderos de basura. Según
el censo del Ministerio de Salud, para 1983 La bodega además suministraba los instrumentos
residían alrededor de de trabajo, tales como los carros esferados o de
3.000 personas en esos botaderos [González, balineras, carritos de tablas de madera que parecían
Cadena, De Surimain, 1993]. Hacia 1989, con un cajón con
la apertura del botadero de Doña Juana y la
legislación que no permitía instalar allí la
vivienda, tuvieron que desplazarse a las calles
y ubicarse en lo que fueron denominadas
“bodegas de reciclaje”.
Lasbodegas,centrosdeacopio,organizaciónysubsist
encia familiar, empezaron a ser un centro de
dinámicas y de intercambios entre quienes
tenían cierto poder y capital para pagar un lugar
donde se alojara el material y quienes
recolectaban el material en las canecas y en
las calles. “Los rangos de pertenencia de la
bodega se fueron dando por relación entre los
propietarios, trabajadores y recuperadores, por
la frecuencia y tiempo de relaciones que se
establecían en la bodega” [González, et al., p.
46]. Esta situación se fue afianzando con los
servicios ofrecidos por donaciones, préstamos
y anticipos “bajo palabra”. Se creo de esa
manera una relación paternalista del bodeguero
con respecto al recuperador, en la que se
mantenía de igual forma una relación de
poder y cooptación ya que, a cambio, el
recolector abastecería al bodeguero de manera
preferente y regular.
6
pequeñas ruedas y manija para empujar. Así mismo, investigadora del Instituto Colombiano de Antropología e
Historia (Icanh).
ofre- cía el servicio de baño, el espacio para alojar “las
3
Las citas de salcedo hacen parte de entrevistas para el
zorras”1. Estos implementos en principio eran proyecto “En un lugar llamado el Cartucho” (2010).
alquilados o dados a manera de préstamo a cambio
del trabajo, estrategia que ayudaba a que la labor
empezara de modo fácil.
1
Carruajes con plataformas de pedazos de madera y
grandes ruedas que eran haladas por caballos o burros.
2
Es antropóloga de la Universidad de los Andes, M.A. y
M.Phil. en Antropología de Columbia University. Actualmente es
6
su mujer”. Así mismo, Salcedo cuenta que: “Dueños días necesarios para llenar un carro puede oscilar en-
de bodegas alternaban el negocio del reciclaje con tre dos y cuatro, lo que depende del peso del carro,
el de la venta de estupefacientes, pero no todas las que
familias, no todos los que vendían las basuras eran
consumidores, no todas las bodegas de reciclaje
eran ollas”.
6
también varía cuando éste carga esposa e hijos. callejero recoge sólo botellas y frascos cuya manipulación no sea
peligrosa.
Aunque en otras ocasiones la familia puede servir de
5
Entrevista para el proyecto “En un lugar llamado El Cartucho”
ayuda si los niños y el compañero están en (2010).
condiciones de empujar el “carrito” y participar del
rebusque. Esta ardua y descono- cida labor para
muchos en la ciudad también era afectada por las
condiciones socioambientales por las que tenían que
pasar, como la seguridad, la lluvia, el tráfico.
4
Entre los materiales recuperados, tanto los recicladores como
el estudio mencionan el papel (kraft, plegado, archivo y blanco), el
metal (chatarra, aluminio, cobre, plomo, entre otros), El plástico
(plano, casco y botellas), textiles como el algodón y el acrílico. Y
también otros como madera, costales, fique, cachivaches,
elementos de albañilería, etc. En cuanto al vidrio, el recuperador
6
más numeroso de la población flotante estas personas desempeñaron hasta los últimos
censada fue de recicladores, 1.140, de los días de aquel lugar nos muestra otra cara de la
cuales el 69,7% eran hombres y el 30%, historia.
mujeres (Econometría & SEI, 1999).
6
Para el 2004 se sabía que los recicladores
gente del común del arquetipo citadino, se suman a
recuperaban diariamente 592 toneladas de
las políticas institucionales que dejan mucho que
materiales reciclables (Sylvestre, Bojacá, Parra,
desear. En 1992, la Empresa de Aseo Capital (EDIS)
2004). Gracias a esto, el Distrito ahorraba en el
despreciaba el reciclaje y no permitía que sus
transporte de éstos, se proveían materias primas a
funcionarios lo realizaran. De igual forma, el alcalde
bajo costo a las industrias y, según datos de la
del momento anunció la prohibición de la actividad
época: “Anualmente en Colombia se recuperan
en la ciudad, debido a la aparición de Aseo Capital
500.000 toneladas de papel y cartón que evitan la
por medio de la cláusula de reciclaje obligatorio
destrucción de 10 millones de árboles. Por cada
(González et al, 1993). Pero, así mismo, las
tonelada de papel y cartón recuperados se dejan de
organizaciones de recicladores para exigir sus
talar 20 árboles y se ahorra el 44% de energía (…)”
derechos fueron dando las peleas necesarias a fin
(Sylvestre et al., 2004, p. 20). En este año también
de seguir con la labor.
existían alrededor de 28 asociaciones y/o cooperativas
de recicladores organizados, con el fin de obtener una
Hacia 1998, cuando se anunció el desalojo del
mejor administración de recursos, asistencia a las
Cartucho para la construcción del parque Tercer
familias y defensa de los derechos humanos. Milenio, según la ex recicladora Olga Lucía Pico: “Nos
prometieron muchas cosas, como un famoso
Sin embargo, a pesar de todo el esfuerzo y la lucha ecoparque de reciclaje para los recicladores, un
histórica que esta comunidad tuvo que dar para famoso barrio para las personas que no teníamos
avanzar tanto en sus organizaciones como en el casa, ¡que no tenemos! (…) y sólo nos dieron
trabajo en la ciudad, desde los ochenta era capacitación a los bodegueros para aprender a
denominada peyorativamente como “desechable”, y
reciclar, pero nosotros ya sabíamos reciclar”6.
se relacionaba con la delincuencia y la suciedad de
Frente a esta situación, Salcedo analiza que los
las ciudades. Por ello, no sólo surgieron bandas de
planes de renovación urbana para la zona de Santa
“limpieza social”, sino que también, durante los
Inés no consistieron en formalizar el negocio del
noventa, fue escándalo público el hecho que en reciclaje, sino en quitar El Cartucho y poner el
Girardot, Barranquilla y Pereira se mataran recicladores parque Tercer Milenio, a fin de valorizar la finca raíz
para vender los órganos a las salas de medicina de de sus alrededores (San Bernardo, San Victorino, La
las facultades de medicina de las universidades. Favorita). El interés era deshacerse del Cartucho para
mover a los recicladores a otras zonas y
6
Estos hechos, que sólo enraizaron el rencor y la diferencia6
Entrevista para el Proyecto “En un lugar llamado el Cartucho”
social entre los recolectores de material reciclable y la (2010).
6
para darle espacio a la Unidad Administrativa especial
asentado principalmente en El Cartucho y en
de Servicios Públicos (Uaesp)7.
varios sectores de la ciudad, poco a poco ha sido
destinado a desparecer8.
Sin embargo, el esfuerzo de la administración de
8
Y para esto es bueno tener en cuenta que Bogotá produce
Antanas Mockus permitió el fortalecimiento de cerca de 3.600 toneladas diarias de desperdicios, recolectadas por
organizaciones y cooperativas de recicladores empresas privadas de basuras. Lo recogido se lleva
principalmente al relleno de Doña Juana, el más grande de
asociados. Latinoamérica, ubicado al sur de la ciudad, y en donde se
entierran diaria, y literalmente, 36 millones de pesos. La
producción de basuras de la ciudad se estima en un 42,7% del
total de desperdicios nacionales (Torres Mora, 1993).
Para el 2009 se calculaban alrededor de 300.000
familias recicladoras en todo el país (UN Periódico,
2009), de las cuales había 70.000 en Bogotá que
recuperaban el 15% del material reciclable (Martínez).
Sin embargo, no es mucho lo que puedan hacer ahora
estos recolectores pues el Gobierno nacional aprobó
la Ley 1259 de 2008 que reglamenta el comparendo
ambiental a quienes infrinjan la normatividad existente
en materia de residuos sólidos. Ésta comprende la
prohibición de destapar y extraer, parcial o
totalmente, sin autorización alguna, el contenido de las
bolsas y recipientes para la basura, una vez colocadas
para su recolección, entre otras infracciones que
castiga la ley y que pueden costar hasta dos salarios
mínimos mensuales ($993.800) (UN Periódico,
2009). Esto permite intuir que el reciclaje popular
informal,
7
En el Proyecto de acuerdo 41 de 2003, “por el cual se
implementa la Red Distrital de Reciclaje”, el Concejo de Bogotá
precisa en el artículo 1: “El Distrito Capital adoptará un SISTEMA
OPERATIVO DE RECICLAJE, que conlleve la formación,
capacitación, inducción, práctica y, sensibilización, para el
aprovechamiento de los residuos sólidos (…)”. Y precisa en el
artículo 8: “El Distrito Capital a través de la Uaesp o quien haga
sus veces, coordinará la conformación de la Red Distrital de
Reciclaje de la Entidades Públicas de su orden, promoviendo la
6
planeación, difusión, supervisión, integración tecnológica y control de
la operación, para hacerlo extensivo a las diferentes actividades de
la ciudad”. http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.
jsp?i=8772
6
6
6. El abandono de la memoria
6
ntrados los años ochenta ya estaban posicionados los llamados
“caciques”, “finados” o jíbaros, los grandes expendedores de droga...
E
Quedó como una huella indeleble en el tiempo y en la historia de
Santa Inés recordar cómo aquellos personajes fueron llegando al barrio.
La historia que se repetía entre los que habitábamos allí da cuenta de
seis policías que se encontraron en los Llanos Orientales con un
cargamento de marihuana. Luego de evadir la vigilancia de sus
superiores, llegaron a la ciudad, directo al Cartucho, y a la fuerza
pero sin mucho aspaviento al principio se fueron instalando y
apropiando del espacio para crear en 1968 puntos de venta de
marihuana. Éstos constituyeron la famosa banda de “Los Bayona”, que
tomó el monopolio de su venta. Tendrían luego enfrentamientos con la
banda de los “Los Chinches” que llegaron a instalarse allí en los años
Parchar es una forma setenta, pues, como recuerdan los compañeros con los que “parchaba”
coloquial de referirse a
la convivencia con
en el Cartucho, se robaron
amigos y otras personas otro cargamento de marihuana.
Es decir, la marihuana siempre estuvo allí, incluso antes de la
etapa díscola de las pepas en los setenta. Por eso, desde ese entonces
los nombres de las primeras bandas fueron inolvidables para todo el
que habitó Santa Inés. Jorge, Bayona y Parada crearon un régimen de
dependencia y terror a través de la venta de estupefacientes. Si bien en
un principio fue la marihuana, después llegaron la cocaína8 y, por
8
La cocaína, o el supuesto, su majestad: el basuco.
popularmente llamado “perico”,
también tuvo su auge. Éste se En medio del proceso de destrucción entre bandas para monopolizar
posesiona en los ochenta,
sobre todo en Antioquia, donde el negocio, la que se tomó el poder a sangre y fuego a mediados de los
los paisas empiezan a
denominarlo Juaco, con lo que ochenta fue la de “Los Llaneros”, que inauguraron una época en la
se hace referencia a Joaquín, que se inició el expendio de basuco. Ya no eran policías sino jíbaros los
para poder decir: “Visitemos al
Juaco” como señal para distribuidores, que, de acuerdo con las élites de poder del narcotráfico,
consumir. Después se denominó
“fua” empezaron suministrando unos kilitos de basuco que después se
y “perico”, pues dicen que al
principio era de colores por convertirían en camiones.
las sustancias o “precursores”
que usaban para producirla.
‘Los Llaneros’ eran tres hermanos, que instauraron el régimen del
6
terror replicando las
dinámicas de los caciques
antecesores de la zona,
pues el poder estaba allí,
determinado por el
incremento de la
población consumidora
de marihuana que sólo
tenía como centro de
abasto El Cartucho.
Después
6
detentarían el poder total con la venta de basuco, cuyos efectos
generarían una alta probabilidad de dependencia.
“Los Sombrerones”, como también les llamaban, parecían recién
llega- dos de su tierra. Llevaban unos sombreros grandes y usaban
ruanas con las
que cubrían sus escopetas “hechizas”. Se instalaron en la esquina donde co-
mienza el Callejón de la muerte (carrera 12A) con la 9ª. Allí, y comerciales. Arriban
propietarios de una gran casa, expendieron marihuana y basuco e unos personajes y toman
impusieron por la fuerza sus lógicas de violencia, que incluyeron el las casas por su cuenta;
adiestramiento de perros pitbull que permanecían en un sótano, donde “entran”, porque se
los mantenían hambrientos a la es- pera de que alguien se portara mal comienza a usar esa
con “Los Llaneros”. Para posesionarse del negocio tuvieron que palabra, día a día nuevas
exterminar a muchos de otras bandas, y por eso mataron a Bayona y gentes que buscaban
Parada que fueron los fundadores reales del negocio. satisfacer necesidades que
Con todo esto, desde principios de los sesenta la gran mayoría no brindaban otras partes
de familias acaudaladas se habían mudado a Teusaquillo, Palermo o el de la
Chicó. Emigraron poco a poco y las oficinas públicas también se habían
trasladado para el Centro Administrativo Nacional (can), ideado por
Rojas Pinilla en la Avenida El Dorado. Paulatinamente se fue
desalojando el centro y sólo quedaron allí la Alcaldía, la Presidencia y
la Catedral, que de puro milagro no se los habían llevado para el
norte. De hecho, ya habían trasladado la plaza central de mercado
a la Plaza España, y en los años ochenta se construyó una moderna
terminal de trasportes.
La ciudad no tenía ya un centro, sino muchos, de manera que
la afluencia de gente a Santa Inés, nombre por esos día ya en vías
de des- aparición, fue disminuyendo. Los servicios de hospedaje,
alimentación y abastecimiento se ofrecían en nuevos centros. Parecía
que la ciudad ya no necesitaba esa parte de su cuerpo y la abandonó
a su suerte.
Hay un cambio de residentes, de actividades (inicialmente) lúdicas
6
Hecho a mano, artezanalmente
7
ciudad: droga buena y barata. Entran bien vestidos, con maletas de
colegio o de universidad, jóvenes, más jóvenes y adultos; entran
olorosos a agua de colonia y con unos billetes para el gasto entre
las carteras. Algunos, por fortuna, salieron. La mayoría se
quedaron, terminaron vendiendo la corbata, el saco y hasta los
calzoncillos. Finalmente restaba su alma, y ésta se quedaba en una
partida de taba o en una cajetilla de fósforos.
Allí se podía vivir con poco dinero, pero se disolvían, a veces,
grandes fortunas, familias, lazos y amores. La plata no valía nada, pero
si no había para la bicha se estaba fregado. Comenzaban a circular
Robo enormes cantidades de billetes y monedas, fruto de limosnas o de
alguna “bajada”.
Una zona tan rentable, como lo era, paradójicamente sentía cómo
los inmuebles y la tierra perdían su valor, no sólo comercial, sino
patrimonial y urbano. Algunos propietarios originales de Santa Inés
vendieron como pudieron; otros rentaron sus caserones a quien tuviera
las agallas de montar un inquilinato y cobrar un arriendo a personas de
difícil crédito; los demás, entregaron sus casas a abogados o a
alguien que las pusiera a producir de modo que dejaran unos réditos
a los dueños. Ellos dejaron al diablo al frente del infierno, mientras
emigraban a otra parte de la ciudad, en búsqueda del paraíso de la
tranquilidad. Como si nadie quisiera saber qué hacer con los restos,
la respuesta fue abandonar. Sólo permanecieron “firmes” la morgue y
la escuela Santa Inés. El mismo centro se fue despoblando. Todos se
Soplar se refiere a la fueron yendo, poco a poco…
manera en que se
consume el basuco por Y no era para menos: la expansión del basuco de manera
medio de pipa o aspirando
como cigarrillo.
desmedida cambió radicalmente la percepción y el ambiente de la calle.
La dependencia que obligaba a seguir consumiendo hizo que los
inquilinatos se volvieran residencias que vendían ratos de sueño, u
ofrecieran un servicio colectivo para dormir o “soplar” basuco entre
varios en un mismo cuarto.
6
Con el tiempo, el
consumo llevaría el
olvido de sí mismo y a
la gente no le
importaría dormir en la
calle, entre cartones,
ratas y perros. Tal fue
el panorama normal de
la Calle del Cartucho,
que además mantenía
las
7
largas hileras de puestos de comida, vendedores ambulantes, estupefacientes, sobre
cachivacheros y “reducidores” que se juntaban a lo largo de los todo del basuco.
estrechos andenes para vender y negociar, al igual que los que El Cartucho se
gritaban la oferta de alguna clase de producto: “Perico, paco, bicha”. empezó a conformar
Ellos tenían un puesto de madera sobre la calle denominado bareque, como un espacio de
a diferencia de los que atendían adentro en su taquilla o venta de trincheras. “Los Paisas”,
bichas, de donde saldrían filas de personas que rodearían la por su lado, se imponían
manzana a la espera para comprar su dosis. en la carrera 11, aunque el
La ciudad fue aceptando la separación. Los unos no se querían punto de
rozar con los otros. La ciudad miraba hacia otra parte, cuando se
trataba de ver el conflicto que engendraba en sus entrañas. Las
casas se fueron descascarando, sus techos perdían las tejas, quedaban
sólo los muros y la barbarie se apoderaba de las miserias y pobrezas
de toda índole.
El barrio Liévano, ubicado frente a la avenida 6a, fue el primero
en caer, y en su caída lo acompañó Santa Inés. La 6ª se fue
inundando de montallantas, bares de paso, ventas de empanadas y
gaseosa, moradas para el amor pagado, ventanas abiertas con ropa
tendida para secar pañales y calzoncillos, pantalones de terlenka con
botas increíblemente anchas. Las señoras salían a mercar en
chancletas. Nadie cuidaba del aseo público, nadie cuidaba las casas, y
retumbaban los vallenatos, la salsa y los tangos los fines de semana
cuando el aguardiente terminaba de hacer su trabajo.
El espacio irremediablemente ponía de manifiesto el enjambre de
redes de narcotráfico que se movían en él, así como los efectos
inevitables del con- sumo en paredes interiores y exteriores de las
casas. El negocio llegó a pro- ducir tanta ganancia, que quienes por
diferentes razones habían llegado del campo en las más diversas
circunstancias, pronto se convirtieron en peque- ños expendedores de
droga y fueron posesionándose del negocio con toda su familia, dado el
auge prometedor de la producción y comercialización de
7
Personas que vendían cosas robadas
7
7
7
operación era la 9ª entrando por la 12ª. Ellos eran aliados de la familia
Cruz, a la que “pertenecía” el Callejón de la Muerte.
“Los Cruz” llegaron con don Jorge, uno de los primeros caciques,
“de los duros”, que poco a poco fue trayendo a toda su familia:
mamá e hijos. Don Jorge Cruz, que empezó con la marihuana y un
negocio menos violento a diferencia de Parada y Bayona, trató de
defender a los habitantes de calle para que no fueran carne de cañón
de las peleas entre jíbaros. Sin embargo, al ser asesinado en los años
noventa, sus hijos se tomaron El Cartucho y sus
“ollas” a sangre y fuego. La antigua “dinastía” creada por Jorge Cruz desde
Expendio de
drogas. Conocidos los años setenta permaneció allí, y paralelamente crecieron otras, o
después como
“Ganchos”
crecieron sus herederos. Ante casos así, la hegemonía de los Cruz, y en
nombre de su padre, no se detuvo para emprender la matanza de
toda la banda de “Los Llaneros”, con el pretexto de considerarlos
sospechosos de la muerte de su padre. De esta violenta manera los
borraron a ellos y desterraron a “Los Boyacos”.
La dinámica del consumo y las nuevas lógicas de poder, de
valores y prioridades, no dieron espera para desvalijar el Palacio de
Higiene en la calle 6ª, con lo que “llegó la marihuana” se convirtió
en el decir de los vecinos. De la hermosa casa conocida como “El
Castillo” quedó sólo el esqueleto que reinó como símbolo a sus anchas
hasta sus últimos dias.
A tres cuadras de la estación de policía, en el barrio Liévano,
albañiles desempleados y
oportunistasnecesitadoshacíanlabordetermitasdesarmando desde adentro
las casas vacías. Como langostas devoraban muros para rescatar lo
más diligentemente posible ladrillos, cornisas, canales, puertas de maderas
importadas, azulejos italianos, tapices de las paredes, griferías, pisos de
madera o mármol y otras joyas que desaparecieron de mano en
mano en las reventas. Era la ciudad reciclándose, luego de dejar
abandonada su memoria.
7
En una
semana cinco
casas fueron
“llevadas”. Sí,
porque se
llevaron la
fachada, se
llevaron las
puertas, los
pisos y las rejas,
dejando lo único
que no
7
se podían llevar: el lote. En un mes la casa de la familia Liévano
desapareció. Emilia Aguirre de Liévano se quedó en el barrio que
construyó su familia, hasta su muerte ocurrida en 1981. No me
cansaré de decirlo: una decisión valiente.
La calle seguía estando libre para el tránsito, pero éste era cada
vez más obstruido. Los andenes desaparecieron y empezaron a cumplir
toda clase de funciones; en las calles se prendían fogatas y servían
como centro de reunión. Hacia la entrada de la calle 9ª, en 1992 se
instalaría el container de basura, alrededor del cual muchos separaban
sus basuras para el reciclaje, dejando desechos en la zona que
obstruían el tránsito.
Paradójicamente este container, hecho para depositar la basura, se
utilizaba para todo menos para eso... La basura quedaba desparramada
alrededor después de la selección de material reciclable y allí, al
contenedor, iban a parar sobre todo los desafortunados o los que se
hubieran portado mal, heridos y muertos en pedazos. Era el
depósito de los fallecidos.
En el resto de la ciudad la transformación de la calle y sus
habitantes empezaba a no ser del todo diferente a la del Cartucho,
pues en muchos
lugares empezarían a verse “cambuches” como sistema de vivienda y al- Espacio de residencia
7
7
7. La ciudad autoconsumible
Fotogra
7
o primero que aprendí de esta historia triste fue que el Cartucho
L
nació del deterioro humano y urbano, la segregación y la marginalidad;
también, de las decisiones administrativas, de la descomposición social, de
las guerras no declaradas, de la complacencia o la indiferencia ante la
ilegalidad y el
fabuloso negocio del narcotráfico.
Contribuyeron también, como alguien lo dijera, los urbanistas,
cuando abrieron la 10a, la Caracas, la 6a y la Jiménez, y aislaron de esa
manera esta zona del resto de la ciudad. Por ello se fortalecieron los
submundos ilegales que prosperaban en su “interior”.
Lo hicieron también la perica de “calidad y barata”, la merca a
precios sin competencia, como anunciaba Radio Bemba. Lo hicieron el
Bareto: el cigarrillo baretico, la bicha, el madurito, las pepas, la papeleta de cualquier cosa
de marihuana,
“Bicha:” forma de que condujera a cualquier sitio con tal de escapar de esta realidad tan
nombrar la manera
como viene envuelto
poco factible, fiable y realizable. Un algo que nos permitiera
el basuco, “Maduro”: solidarizarnos con “Kid” Pambelé por sus derrotas, vociferando su
cigarrillo de
marihuana y basuco, nombre, botados en la calle 12, y pregonar entre la somnolencia sus
“Pepas”: anfetaminas.
victorias.
También lo montaron los que se acostumbraron al dinero fácil, los
que tienen la fe comercial del contrabandista, los que se habituaron a
comprar lujos, radios y espejos robados para engallar el carro propio,
los que transitan la vida lamiendo el filo, entre lo legal y lo ilegal,
haciéndole el quite a la norma.
El Cartucho fue creado por todos, lo hicimos todos como
sociedad al cerrar los ojos ante lo que sucedía allí y expresar: “Por
fortuna lo que sucede en El Cartucho no ocurre frente a mi tranquilo
hogar”.
¿Qué consumían los llamados “desechables”? Pues lo mismo que
algunos hombres y mujeres de las mejores y peores familias, los
estudiantes, los ejecutivos del Centro Internacional que enviaban sus
mensajeros a conseguir algo para el fin de semana, y los más gomosos
7
que mandaban por
la remesa. Con el
tiempo la entrega
a domicilio (sin
recargo al
usuario) se volvió
parte sustancial
del servicio.
7
Lo que catapultó El Cartucho y la imagen de todo aquel que vivía importaban a nadie.
allí fue el desaforado consumo de ese clandestino producto que se El ingenio nacional,
venía vendiendo en diminutas dosis en tubitos de novocaína desde los con su buena dosis de
años setenta. Existen varias versiones sobre la historia del basuco. ingenuidad, llevó a
más de
Entre ésas, se cuenta que éste no es originario de Colombia y que la
primera versión de esta sustancia se encontró en el Perú, con el
llamado “pistol” (combinación de base de coca y cigarrillo). Al parecer,
un médico peruano descubrió efectos alucinógenos en los residuos del
procesamiento químico de la hoja de coca al convertirla en clorhidrato
de cocaína; en este paso intermedio, se comprobó que la base era
un estupefaciente. Esta mezcla de base y cocaína bautizó un nuevo
producto para los consumidores: El Basuco. La mejor adaptación en el
país provenía del Cauca, la cual se distinguía por ser café. Fue tomando
fama y gran cantidad de adeptos en la sociedad, hasta tal punto que
desapareció la venta en tubos y se empezó a distribuir en grandes
cantidades y de forma descarada en las narices de todos, en El
Cartucho.
El basuco se tomó Bogotá. No hubo sector de la ciudad que no
se com- prometiera con su consumo y por esta razón puede decirse que
toda la capi- tal pasó por El Cartucho.
En Bogotá se hizo extensivo e intensivo su consumo. Crecieron
como pasto los “clubs” para basuqueros, elegantes casas ubicadas en
sectores dis- cretos, preferiblemente residenciales, que atendían
exclusivamente a socios: altos ejecutivos, empresarios y otras personas
que veían en este “hobby” un pasatiempo divertido, que en nada se
diferenciaba de una típica reunión so- cial de amigos u hombres de
negocios. Apoltronados, consumían con deleite su bouquet, ese “dulzón,
corporal y genital” sabor que matizaban con un whis- key de marca. Esta
práctica se extendió y en 1985, contaba El Tiempo, más de tres
millones de personas en el país decían haber consumido basuco, más
del 15 de la población, según datos oficiales. Esas cifras no le
7
Se dice que el basuco es propiamente colombiano y fue introducido por Carlos Lehder
Rivas. La diferencia con el pistol del Perú consistía
en los componentes concentrados químicos que permitían lograr “retrasarlo”. Así, hay
quienes creen que el basuco es el producto de la “pega” o sobrado al producir la
cocaína, es decir, la reducción de la sustancia. Otros plantean que es la base principio
activo de la cocaína, alterada por componentes más fuertes.
8
un negociante a “producir” cocaína mezclando novocaína (analgésico)
con una pinta de cianuro, como decía la fórmula patentada por un
avispado. El cianuro produce un flash en el cerebro del consumidor que
ingenuamente se envenena. Chucky, líder de la banda de la 9ª, fue
Se denomina avión víctima de esa “avionada”; cuando, luego de pasar el polvo por su
o aviona a personas
aprovechadas y se dice
nariz, se vio chorreando sangre, de inmediato buscó a los taquilleros
“avionada” cuando se que le habían vendido la dosis y la emprendió contra ellos. El cuento
ha sido víctima de
éstas. dice que Chucky los hizo polvo.
¿Qué era El Cartucho en medio de esta escena? Un espacio urbano
que prestaba “necesarios” servicios a algunos ciudadanos. La ciudad
consumía Cartucho.
Entonces… ¿quién consumía los servicios del Cartucho?
Eran ciudadanos que se hacían amigos del jíbaro, que luego los
introducía en el hueco, les hacía un espacio en una pieza, o patio, o
bodega, o en un rincón del templo donde se consumaba el rito, y
donde el rito de consumirse se consumaba. Y alguien desde el fondo de la
pieza advertía sin ser escuchado: “Nos estamos consumiendo…”.
Y Bogotá se fue consumiendo y también fue construyendo El
Cartu- cho, en un tejido histórico que tiene de tres a cuatro siglos.
Íncubo de una sociedad indiferente, se convirtió en una especie de
hospital que funcionaba sin médicos, un muro de Berlín, que
separaba norte y sur; occidente de oriente, un paraíso de la
ilegalidad donde no estaban seguros ni los mismos delincuentes.
7
8. Desde adentro
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9. De bicha en bicha
En medio del camino de nuestra
vida me encontré por una selva
oscura, porque la recta vía era
Dante perdida.
Alighieri
Fotografía: El
1
os indicios de una transformación social general en Bogotá fueron tan
L
sólo el comienzo de un conjunto de dinámicas, una especie de
construcción cultural que creció de manera desmedida a la par de las
necesidades sociales que producía la desigualdad de riquezas. El
Cartucho, por supuesto, no fue ajeno a ello. Allí se encontraban los que
prestaban dinero gota a gota, los comerciantes del reciclaje, el
reciclador que trabajaba con la señora y los hijos, el ñero, el gamín, el
pegantero, el pipero, el indigente que hacía el mismo trabajo del
reciclador; y los drogadictos, grandes contribuyentes de la zona: no hay
que ocultarlo, si no fuera por ellos, El Cartucho no hubiera sido
Chanda se refiere a nada...
cosas que carecen
de valor El Reducindo le ve una prenda a uno que cuesta cincuenta lucas. Se
le acerca diciendo: “Le voy a dar cinco lucas por esa chanda”. Usted
Furioso revira y le responde “No lo estoy vendiendo”. Y el Reducindo le
responde “embejucado”: “Ya no le voy a dar cinco lucas, perdió, venga
pa’ca esa chanda”, y le quita el objeto y paila, con los brazos
cruzados.
En El Cartucho no había sólo vándalos y asesinos exedentes de
la guerra, sino también personas perdidas, quienes por razones
económicas habían huido de sus casas desde pequeños y se habían
quedado allí porque se sentían acogidos. También quienes, perseguidos por
grandes depresiones, habían perdido la cabeza y habían caído en el
vicio. Para muchos era la universidad de la vida, que dictaba clase a
todos los gremios en jornadas diurnas y nocturnas, la única
universidad que tenía abiertas sus cátedras en jornada continua las
veinticuatro horas.
Los recicladores, por su lado, establecieron una relación con los
bodegueros muy arraigada, como de familia; ellos le decían “papá”
al dueño de la bodega. Esta relación tenía mucho que ver con la
economía de los grandes negocios de Bogotá, eran cadenas con
eslabones muy fuertes que no se podían romper de la noche a la
1
mañana. Y, en
verdad, existían
bodegueros muy
familiares pero
también estaba el
bodeguero
poderoso que se
aprovechaba de
algunos para
suministrar el
basuco.
1
En medio del desespero y la ansiedad que producían el consumo
del basuco y la necesidad de adquirir la siguiente dosis, era urgente
buscar la plata para ello. A veces se tenía la suerte de encontrarla
tirada en el piso, o representada en cualquier cachivache que se hallara
botado en la calle, lo que brillara, en fin… Mantener las manos
ocupadas, ya fuera rascándose, moldeando formas o figuras, les
garantizaba consumir también el tiempo, descansar la traba o el viaje,
días y noches dedicados a soplar; caminar o correr para pasar el susto.
Sus ademanes de terror, prevención y desconfianza, sentimientos
permanentes que produce el basuco, los mantenían despiertos… Después,
cansados, sin moverse, hacían labores didácticas.
Fabricaban de todo con todo tipo de material u objetos: la
imaginación y la recursividad al servicio de la necesidad de consumir.
Creaban objetos
inútiles, obras de arte producto del sopor de la traba o como manía para
calmar la ansiedad, o simplemente como la expresión de un deseo. instalaban en casas
Estos fabricantes de maravillas, de objetos imposibles, tenían como antiguas pero abandonadas
tesoro las canecas de basura. Donde los demás veían desperdicio, ellos donde les vendían sueños,
encontraban una mina que producía desde juguetes hasta cuadros o es decir, horas de sueño y
esculturas que mucha gente compraba por curiosidad. descanso.
Sin horarios, sin jefes y sin ley, el tiempo se convertía en otra
cosa para los habitantes consumidores. Para muchos podían pasar
cinco años alrededor de tres cuadras, sin siquiera asomarse a la
Caracas o a la 10a. El tiempo y el espacio se fundían en una dimensión
imperceptible para el resto de la ciudad. En esos sentimientos se
refugiaban los que estaban allí y tenían dejos y actitudes de bohemios
marginales, los que se echaban a escribir en cualquier momento y lugar
para desplegar al vuelo su imaginación. Algunos vendían poesías como
una forma de vender el dolor…
Y, en medio de estas múltiples identidades, también estarían
por supuesto los campesinos, que una vez llegaban al Cartucho, se
1
Efecto o estado de drogarse
1
Era el perfecto mundo de la ilegalidad. Las circunstancias y la
forma como se había desenvuelto la zona lo permitían y, además, las
administraciones distritales y nacionales la olvidaron de tal forma que
no había ninguna clase de control. En El Cartucho se conseguía toda
clase de documentos falsificados: la cédula, el pase de conducción y
cualquier otro que permitiera engañar la realidad… Eran falsificados
productos de aseo y de consumo, con las mismas marcas y etiquetas de
sus originales. De allí salían Nibea, en lugar de Nivea; Vetenol por
Vasenol, y cosas por el estilo.
Por supuesto, también se vendían bajo cuerda toda clase de armas
que eran guardadas en los antiguos subterráneos que empezaban en
esta zona y desembocaban en los sótanos de la Jiménez. Un mundo de
Encargos criminales de
robar, asesinar, asustar. terror se alo- jaba allí: se secuestraba, se robaba, se extorsionaba; allí
estaba la gente que hacía las “vueltas”, a quienes les pagaban por matar
o pegarle un “susto” a alguien.
La ilegalidad llamaba a todo aquello “cosas al margen de la
ley”. Cuentan cómo El Cartucho fue refugio de guerrilleros y grandes
capos del narcotráfico, así como de todos los vándalos que eran
El “estuche” es abrir buscados en la ciudad. También vivían en aquel lugar los magos, los que le
los carros. El “escape”,
coger a la persona daban al estuche, al escape, al maneo, el punteo, al cosquilleo.
volteada y quitarle lo
que tenga, dejarlo sano,
Los sobanderos que arreglaban huesos, músculos y
mientras se voltea. El articulaciones también estaban; y los que se atrevieron a ir al más
“maneo” es vender
oro ficticio, o taladros allá y ayudaban en las comunicaciones con los muertos y a ganar
que no taladran. El
“cosquilleo”, sacarle la con rezos y bebedizos al ser amado. Muchos sobanderos se
plata del bolsillo a la
gente. El “soplado” es
establecieron por los alrededores de la morgue, así como también los
lo mismo, pero de chulos, que esperaban a la salida, y eran los gamines que, a cambio de
frente. El “punteo” es
atemorizar con una unas monedas, trataban de averiguarse el estado del paciente en
navaja, o destornillador.
Medicina Legal.
Cerca de la morgue estaba la tienda Caldas, donde se podía
comer un menú más o menos variado: bebidas, trago y ataúdes, con el
correspondiente servicio completo de velación. Dos negocios en uno:
1
desde el restaurante,
mientras se saboreaba
el plato del día, se
podían apreciar las
cajas mortuorias.
1
Ni a los parroquianos, ni a los clientes del restaurante, ni a la Santandereanos” (o la
mesera, ni a las cocineras y mucho menos a sus dueños les molestaba familia Cruz), que
esa otra actividad, pues se complementaban, como ahora los atrincherados con su gente
supermercados de superficie. en diferentes lugares,
Todos estaban en el lugar y el lugar los alojaba a todos. Las empezaron a profundizar
historias, los personajes, las situaciones son innumerables, pero algo las dinámicas de “guerra”.
de la memoria sin perderse permite recordarlos entre el gris y el Como se ha mencionado,
negro de las calles del Cartucho.
Pero si el protagonista de toda esta transformación social fue el
basuco, también es importante entender sus formas de consumo, ya
que increíble- mente éstas han influido en la forma de vivir en la sociedad
del consumo. A prin- cipios de los noventa se conocían tres maneras: el
pistolo, que era el cigarrillo común “taqueado”; el calillo, que era con un
Piel Roja; y el maduro, que era la combinación de basuco con
marihuana. Las tres han sobrevivido hasta hoy y tienen nuevos
adeptos.
También, por esa misma época apareció la pipa, de uso
elemental, imprescindible, propio e individual, que es una adaptación
colombiana de un instrumento venezolano para consumir crack, el
equivalente del basuco en otros países. Y en la pipa la quema del
basuco genera otra sustancia que queda asentada en el aparato,
denominada la terapia, que es aún más fuerte y, por tanto, más exitante
para el consumidor.
En la zona, desde el más chico aprendió a armar la pipa,
artilugio manufacturado con materiales de desecho: un bolígrafo, o
una jeringa, o un tubo delgado de cualquier cosa; una tapa de gaseosa
litro; un pedazo de papel aluminio y una banda elástica. Estos desechos
solos no significaban nada, pero cuando se ensamblan, como copa
sacramental, regía calles, zaguanes, sopladeros.
Entre 1994 y 1995, tomaron la hegemonía del expendio cuatro
familias: “Los Paisas”, “Los Boyacos”, “Los Llaneros” y “Los
1
Taquear se refiere a llenar de basuco, en este caso.
1
en la carrera 11 se ubicaban “Los Paisas”, quienes, como buenos
negociantes, cuidaban a los “clientes”. Es decir, cuidaban a toda clase
de consumidores que se asentaran y consumieran en su espacio: los
momia o consumidores perdidos, los de la calle, los que soplaban en
piezas, entre otros. A todos los alimentaban y trataban de
mantenerlos bien.
En la carrera 12A, o Callejón de la muerte, que empezaba en el
contai- ner y terminaba al pie de Medicina Legal, se establecía la
hegemonía de la familia Cruz, a quienes no les importaban los
consumidores de su producto. Sencillamente, mataban a mucha gente,
la echaban al container y ya.
Existieron también dos grupos de llaneros: la mencionada banda
de ‘Los llaneros’ y el reconocido Armando, que se ubicaba en una
casa sobre el Callejón. También hubo dos grupos de boyacos, “Los Bil”
y la familia de “Los Boyacos”, seres casi míticos que dejaron su
huella de violencia, y muchos ya están más hacia el lado de la
muerte.
Dentro de los motivos de las peleas entre las familias
hegemónicas, además de los clientes y la mejor producción de
sustancia, o corte, tuvieron mucho que ver las mujeres. Uno de los
detonantes de la pelea a muerte entre familias fue el asesinato de la
esposa de uno de “Los paisas”. Ellos, que se ufanaban de sus bonitas
mujeres, perdieron a una muy hermosa que fue asesinada en la
esquina de la calle 12 con 8ª a manos de Los Cruz.
Con todos estos diferentes recelos y conflictos, no sólo fue
importante saber cuál era el espacio de cada quien sino las reglas de
comportamiento. Ahora los consumidores que parchaban y consumían en la
carrera 12 (territorio de los Cruz) no podían ir a la 11(territorio de “Los
Paisas”), y mucho menos, los de la 11 a la 12.
Más aún: las ansias de dinero y poder determinaron un régimen
de espionaje que ponía en peligro a todo el que habitara allí; se
1
empezó a “vender” la gente, es decir, a avisar si venía alguien del otro
lado. El término contrabando empezó a utilizarse, se instauró tácitamente
y consistía en que los que compraban en la 11A no podían soplar en la
11 y viceversa. A mucha
1
1
1
Delatar
1
gente le gustaba el basuco de los Cruz, pero no se sentían a gusto terminaba la jorna- da
con el ambiente caliente o conflictivo del lugar. Por esto, preferían ir a las orgullosos contaban los
residencias a fumar su basuco. millones que se metían en
En cambio, “Los Paisas” daban mayor cantidad aunque de poca bolsas de basura que
calidad, pero el ambiente en el espacio era más tranquilo, porque ellos salían de mil formas.
no permitían que se matara indiscriminadamente. Por el contrario, en la Algunos lograban amasar
zona de los Cruz ellos mismos se encargaban de estimular las riñas y un buen billete, pero de
ponían a pelear a la gente y apostaban, como en pelea de gallos, al poco
ganador a cambio de algunas bichas. El negocio creció tanto y la
competencia era tal, que el basuco, que comúnmente venía envuelto
en papel periódico, a $200, $500 y hasta $700, ya a principios de los
noventa venía en papeles de colores, según el jíbaro que lo produjera,
sellado con un gancho de cosedora y con nombres o marcas de los
diferentes productores. La denominación incluía la palabra “gancho”, el
color de la papeleta y el nombre del jíbaro de donde provenía. Por
ejemplo, el basuco de los Cruz se distinguía por ser “gancho amarillo”.
Y, para evitar el “contrabando” o que lo falsificaran, además se decía
“puerta gris”, lo que
indicaba las coordenadas para comprar sin intermediarios.
La instalación inamovible y patética del narcotráfico significaba
guerra y un negocio organizado como ninguno… Muchas lógicas
girarían alrededor de éste y cada persona empezaba a tener un rol en
el lugar. Era el caso de los “campaneros”, que requerían una psicología
brava, un desarrollo visual para identificar el caminado de la ley, el
bulto del revólver, el comportamiento, el movimiento de las manos, si
las uñas estaban bien arregladas, los oídos limpios y muchas otras
cosas para saber quién era infiltrado. Para entrar, uno se tenía que
disfrazar muy bien.
Los taquilleros, emblemáticos personajes parqueados a la entrada
del “gancho”, tenían la difícil tarea de controlar las filas que debían
hacer los “usuarios”, filas que a veces doblaban la cuadra. Cuando
1
Manera de decirle a la persona que vigila la entrada de personas a la olla y previene de
la entrada de organismos de seguridad o enemigos que pudieran hacerle daño a los
expendedores o jíbaros.
1
servía, porque casi siempre terminaban nuevamente en las manos del
jíbaro o patrón. Alguno que otro logró pagar los estudios de sus hijos en
otras partes de la ciudad.
Por otra parte estaba la clientela, los viciosos: ni robaban, ni retacaban
ni
Retacar: Pedir plata en
la calle o en los buses, nada. Se la pasaban siete u ocho meses sentados, contra el muro de la
calle o de una habitación haciendo pipas, viviendo su vicio, soplando.
Ellos estaban allí, detrás del taquillero, buscando la bicha. Eran los que la
pasaban haciendo fila como si fueran para reclamar pan.
Las dinámicas de venta por medio de taquilleros podía producirle al
jíbaro o dueño de un expendio, a principios y mediados de los noventa,
entre nueve y trece millones de pesos diarios. Lo cierto es que, en medio
del caos, terminaron peleando y trabajando simultáneamente varias dinastías
de familias, de peque- ños y grandes expendios. Era el caso de la caseta
de doña Gloria, en la carrera 13 con 9ª, y de otros expendios o negocios
“encaletados”: la “puerta rosada” o “casa rosada” se ubicaba en la
carrera 12A, entre 9ª y 8ª, al frente de “gancho azul” y “gancho verde”,
que eran de la familia Cruz. Se distinguían también los lugares donde sólo
se fumaba, que en los términos del ciudadano de la calle se conocía como
sopladero. De esta clase eran “casa loma”, en la carrera 11 con calle 8ª, al
frente de otro sopladero reconocido, denominado “el roto”; “la reja”, en la
calle 18 con carrera 11; y, en la misma cuadra, “la ancheta”, entre
otros.
La élite de las ollas y los ganchos fueron ayer las casas de la
élite del país; casas con treinta habitaciones o más, que al principio
se prestaban, como llamaban algunos al servicio de alquilar un cuarto
para las gentes más necesitadas. Venían por días, o por meses y,
luego, o se iban para mejores sitios, o terminaban como residentes.
Las familias crecieron y los niños se vieron abocados a un sitio de
vivienda que no permitía cerrar ojos al vicio, la prostitución, el hurto.
1
Después de ver esa
cartilla, los que
llegaron por unos días,
mientras se arreglaba
la situa, perdieron
algo más que la
vista…
Es inevitable no
acordarse de “El
Hermano”. Era la
madrugada de un
miércoles y “gancho
amarillo” estaba hasta
las banderas. Parecía
un viernes
1
en la zona rosa. Al que llamaríamos luego El Hermano, estaba
consintiendo su pipa; de repente, se alzó violentamente, le gritó a alguien
que no lo jodiera más, que lo dejara tranquilo. Los presentes no le
prestaron atención. El Hermano se volvió a sentar y comenzó a quemar
la última bicha que le quedaba. Preparaba la pipa cuando quedó
paralizado, tieso y mudo como una pared. La papeleta se le regó; los
presentes, alarmados, vieron cómo el hombre se desplomó con un llanto
sobrecogedor. Luego salió corriendo y no lo volvieron a ver hasta un mes
después, predicando por La Playa una salvación que estaba próxima.
Mi amigo el Negro a quien tambien llamaban Caleño, estaba
cansado de la vida que llevaba y quería parar en seco, recuperarse
de unas heridas, conseguir un billete para el pasaje y el mecato y volver
a Puerto Tejada. No pudo volver a ver a sus padres ni a sus hermanos.
Un fósforo, no prestar la pipa o algo por el estilo se le cruzó en los
deseos, y terminó con un pasaje de expreso Palmira en el bolsillo que no
pudo usar. Eso, sus pertenencias y unos pesos, fue lo que encontró el
personal de la Sijín, cuando lo sacaron de una bolsa negra donde lo
habían ocultado.
Familias enteras viviendo de la basura, expertas del reciclaje,
niños criados en las bodegas de la 8a, por la 12. Vivir y trabajar
duro, porque no siempre el trabajo es vida.
El Vividor de la calle siempre expresa su contento por estar en
ella. No necesariamente consume. Su meta: cumplir con el menú de la
semana. No pide en los mismos restaurantes, para no aburrirse
comiendo lo mismo o la misma sazón, no es de mucho comer, pero,
eso sí, variado y limpio. En la noche busca un sitio lejano del centro, a
la orilla de algún canal para poderse levantar cuando quiera.
Diariamente cumple su cita en El Cartucho con visitas varias y de
variada especie y, por qué no, con variados gustos. Visita a conocidos
y amigos; habla, se traba y no lo hace en cualquier sitio. El tiene sus
parches, en los que la música o una buena parla son suficientes. No paga
1
impuestos. El sentimiento de libertad es fuerte.
A otro lo llamabamos el Escapado Se voló de la casa siendo un niño y
1
se perdió en el camino de regreso, se perdió en el tiempo. Andar en
la calle y solo golpea a cualquiera. Su único refugio era ir a soplar.
Tiene más años y menos dientes, un par de puñaladas que le marcan la
espalda, problemas de visión y más de treinta años de calle, que
equivalen a sesenta en la casa. El Escapado consiguió compañera, con
sus propios problemas y todo, pero ya no se siente solo; están los
problemas, pero existe una compañía. El amor le ayuda mucho y, algo
mejor, mueve la palanquita del afecto. El escapado aprendió que,
cuando no se tiene afectos, el vicio gana.
Otra historia diferente es la del Científico. Personaje que al parecer
hizo parte de una familia de bien; era un javeriano que terminó en El
Cartucho. Hablaba lenguas y se hacía pasar por gringo o italiano. Estaba
enamorado de las flores; era experto en hacer arreglos y diseños. Solía
Combinado: Comida
componer poemas a lo que tuviera ante sus ojos, una pipa, un
típica que se vendía en madurito, un “combinado”, un viejo conocido, una carreta, una
el Cartucho, concistía
en la mezcla de varios mujercita, una de sus ilusiones. Trabado o no, buscaba que su gente no
sobrados en una hoja
de directorio teléfonico. mendigara, que pudiera comer bien y comprar su vicio sin tener que
robar, que no fueran tratados como desechables. Para eso, creo una red
de distribución de sus poemas. Los fotocopiaban para venderlos en
buses, en bares o en la calle, de donde habían nacido. No pudo ver
consolidado su sueño de una transnacional de la poesía. Llegó a pisar
tipografías y ya tenía a una editorial “de verdad”, Ediciones El Volante,
pero una pulmonía se le atravesó a los treintaicinco años.
Muchos conocieron a Copetín. Hijo de un caricaturista, Ernesto
Franco, fue el primer ciudadano de la calle que enseñó Bogotá a los
bogotanos. Mostró sus calles, sus muros. Se exhibía dichoso mientras se
Juego de origen antiguo
bañaba en La Rebeca, estirando los brazos a la salida de la iglesia de
y muy popular que se San Diego. La historieta, verdadera fábula de la historia, cuenta que un
realiza con el hueso
tarso de los toros. día Ernesto Franco conoció a su hijo Copetín en un restaurante que
administraba en el centro de Bogotá.
Los Jugadores. Tirados en el piso, como si estuvieran en un
1
banquete romano,
tiraban el dado, la
“taba”, las cartas, la
moneda, tiraban lo
que fuera, lo que les
permitiera jugar
cualquier cosa básica
que les perimitiera
perder o
1
ganar. El premio, el laurel o una recompensa: un combinado, una
pipa, un arrugado billete de quinientos pesos, los zapatos o el saco de
un transeúnte.
Los contemplativos o “momias”. Habitaban los andenes con la
mirada perdida en el muro que se levantaba al otro lado del
Cartucho, el centro de Bogotá. El vicio los había dejado en un
letargo eterno que podía cobrar sus vidas en ocasiones.
El Indigente. Para quien él vivir en la calle no era una desgracia
de la vida. Muy por el contrario, agradecía a Dios por vivir en ella,
porque en ella halló la libertad, y El Cartucho era lo más cercano a
la libertad. El dejarlo significó la pérdida de la felicidad. Ahora se
bate con su dolor.
Niño. La vida en la calle enseña a muchos y muchas cosas, pero
no a perder el miedo que todo niño de la calle lleva muy dentro de
sí. Por eso su sueño, el que contaba por la noche a su madre y a sus
abuelos, era tener los poderes para borrar del cuaderno de tareas
del colegio Santa Inés los monstruos que poblaban sus noches. Su cama
estaba rodeada por el Hombre Araña y el Hombre Verde, que oficiaban
de guardaespaldas de sus sueños. Su sueño era tener los poderes
para luchar contra el miedo de quedarse completamente solo. Un día
aprendió el truco de perder el miedo inhalando pegante boxer y luego
Sacol.
El Rey de la Pipa. Nunca se le vio comprar bichas. Su naturaleza
despreo- cupada le daba control sobre la ansiedad de los que llegaban a
su cuarto en la carrera 12. Ellos lo proveían. La cuota eran al menos
de dos bichas y eso permitía al sujeto en cuestión instalarse a
consumir sus penas.
En El Cartucho vivieron tantas personas, pasaron por allí tantos
hombres y mujeres, que el solo hecho de mencionarlos es una
empresa, tal vez sólo alcanzable si se usara como papel el suelo del
parque Tercer Milenio que hoy existe en su lugar; y por tinta, ay, tanta
1
sangre, que alcanzaría para hablar de muchos rincones del país, desde
las calles de Santa Inés y El Cartucho donde vivieron. Sí, vivieron, y muy
intensamente sus dramas y películas, en las que se encontraron como en
selvas oscuras sin salida. Muchos se perdieron allí. Eso nunca se debe
olvidar.
1
1 1
10. Cambio de piel
¡Había que limpiar eso!
¿Y qué se debe conservar?
¿Quién lo decide?
(Anonimo)
Fotogra
1
finales de los noventa, cuando los jíbaros empezaron a expropiar a
A
todo el mundo porque sabían que con la expropiación les comprarían los
predios, por medio de amenazas sacaron a los residentes de antaño que
habían vivido ahí soportando el tráfico de drogas, y, a punta de bala
y guerra, también
sacaron a otros jíbaros.
En esa época, el barrio llamado por todos, El Cartucho, había
sufrido grandes cambios en relación con el mando de los “duros”. Aún
hoy, la gente no se atreve a hablar de los cambios, ni de ellos. En las
cuadras ya no quedaban prácticamente familias, se habían convertido
casi todas en absolutas y reales trincheras, cada una con su jíbaro o
patrón. “Gancho azul” (carrera 12 entre calles 6ª y 7ª) se cruzaba con
el territorio del Rey (de la calle 8ª a la 9ª); por la carrera 12, se
cruzaban con la cuadra de “gancho verde”. Por la carrera 13, entre 9ª y
10ª, estaba el dominio del Loco Calderón, quien era dueño a la vez de
bodegas de reciclaje y por lo tanto “patrón” de muchos los recicladores,
que podrían llegar a ser como un ejército fiel. De la calle 8ª a la 9ª, con
carrera 11, se encontraba la zona del Tigre. Estas “trincheras” eran un
costado herido de la gran ciudad. La competencia por el que vendía
Faltonear: Incumplir droga de mejor calidad los hacía pelearse a muerte por el poder. Cada
una promesa o
acuerdo, quedar mal.
uno de esos jefes se hacía respetar, quien los faltoneara, se moría.
El tránsito de Santa Inés a El Cartucho, el pasado y lo que hoy
existe de él..., nos llevan a pensar en El Cartucho antes que nada
como una flor que terminó siendo un nombre para señalar la miseria
humana. Cómo cambian las cosas.
Y la ciudad ha cambiado de piel. Por ejemplo, el Museo Nacional
antes fue una cárcel para delincuentes y presos políticos, y, mucho
antes, una casa de ejercicios espirituales. Y aquel basurero, que con el
apoyo decidido de sus vecinos invadió un humedal, hoy es la
Biblioteca El Tintal.
Eran blancos los cartuchos que habitaban el sitio de encuentro
1
de dos ríos: el
Viracacha o San
Francisco y el San
Agustín. Los cartuchos
compartían tierras y
aguas con el capitán,
pez que conoció los
puestos de la plaza
central
1
y tiene su originalidad: es el único bagre de mayor talla que vive en
agua fría, es capaz de vivir una hora por fuera del agua y permanece
la mayor parte del tiempo en el fondo del río, lo cual dificulta su pesca.
“Descubierto” por Humboldt, era muy popular en la dieta de muiscas
y chibchas, y de alto valor alimenticio. Este mismo personaje, el pez
capitán, fue quizá el primer residente, junto con unas flores, de lo que
algún día se dio en llamar la señalada y “maldita” Calle del Cartucho.
Los cartuchos no están, se marcharon con el pez capitán.
Sí, aunque a algunos les parezca aterrador, la ciudad cambia. Y
se pregunta uno: ¿La ciudad pasada permanece? Y si lo hace, ¿en qué
estado?
¿Qué tiene que ver la ciudad presente con la pasada? ¿Y la ciudad
futura? ¿La ciudad futura tendrá futuro si olvida la pasada y/o la presente?
¿Habrá futuro para una ciudad que no reconoce su pasado?
Lo cierto es que el barrio de Santa Inés aparece ya en el mapa
de 1772. Durante su existencia, supo prestar a la ciudad infinidad de
servicios: religiosos; de abastecimiento de los alimentos, de graneros,
carnicerías, queserías, panaderías… fue la babel del negocio al
menudeo: por puchos, por atados o por libras; sirvió de interconexión
con el resto del país; fue centro de acogida de esperanzas y sueños que
se llevaban amacizados desde el pueblo o la vereda. Allí arribaron por
oleadas los desplazados que buscaban un lugar para vivir en un sitio ya
ocupado, pero, como dice el adagio popular, donde comen dos,
comen tres, y se fueron multiplicando las piezas. Sí, porque un cuarto de
casas a la deriva se convirtió en varias piezas, casas abandonadas por sus
propietarios originales, mansiones que fueron recicladas como refugio de
calamidades públicas, nacionales o locales. Así, la otrora huerta y
convento se convirtió en una especie de hospital sin médicos, que
contuvo en sus entrañas fábricas, talleres, la residencia de personajes y
familias de bien. Fue centro de reciclaje urbano, zona rosa, zona roja de
malevaje y desarraigo, pero siempre constituyó un recurso para los sin
1
recursos, para los vendedores de todo tipo de artefactos prácticos o
“mágicos”, sinónimo de recursividad… Hoy
1
desempleado, mañana en la venta de camisetas, o de taquillero, o residente
de la olla que infinidad de jóvenes de todas las condiciones sociales de
la ciudad conocieron como la primera Calle del Cartucho, ubicada la
carrera 12A, entre la calle 9ª y 10ª donde se formaba la curva de la L.
Fue desplazándose de un lugar a otro, extendiéndose, cubriendo un
barrio, una ciudad, hasta alcanzar fama internacional.
La calle del Cartucho terminaba en uno los sitios más emblemáticos
del sector, “El Castillo”. Yo estuve ahí, mejor dicho, ¿quién no lo
conoció? En sus mejores temporadas fue una hermosa casa republicana
que, como la ciudad, tambiénsufriótodotipodereciclajes. Fuemansión, molino,
hospedaje, sopladero; y sus sótanos refugio de pesadillas y de otras
inconfesables actividades.
“El Castillo” también estuvo habitado de leyendas, como aquella
que habla de túneles que llevaban al mismo palacio presidencial, o la
que lo menciona como lugar donde libaron unos tragos Santander y
Bolívar. De sus sótanos, porque los tuvo hasta su último momento, se
dice fueron mazmorra de la tiranía española y refugio de otras formas
de tiranía y esclavitud en la que las cadenas eran papeletas. Se
hallaron en sus húmedos socavones cepos y hasta cinturones de castidad.
Quizá por esto, no faltaron los esfuerzos para declararlo monumento
nacional, o al menos museo.
Por su lado, el antiguo Palacio de Higiene, hermosa edificación
que constituyó otro castillo en la calle 7ª con carrera 11, fue
demolido como lo fuera antes el mercado central de Santa Inés, la
iglesia Santa Inés, el Convento de la Concepción y otras centenarias
edificaciones, para dar paso a la insulsa y siempre degradada carrera
10ª.
Por la calle 6a, varios años antes de que se materializara, corrió el
rumor de que pronto la iban a demoler. Quizá por eso nadie se
preocupaba por su cuidado. Para los que la habitaban era sólo un
rumor; los vecinos no le prestaban atención, hasta que ocurrió.
1
Los que dieron la alarma en el vecindario fueron los perros, pero
tampoco nadie les prestó atención. Pero cuando la retroexcavadora
comenzó su tarea
1
en el antiguo supermercado de don Aristóbulo Triana, se extendió la voz
por todas las calles y carreras, sacando del sopor a residentes y
visitantes.
Con esta primera demolición, los habitantes concluyeron que
había llegado la hora temida y que no había nada más que hacer, y
comenzaron a terminar una tarea ya iniciada: desguazar, desbaratar,
desmantelar las casas, como una nueva edición, no fílmica, de la
Estrategia del Caracol. Como una sirena de alarma se extendió la orden
de desalojar las casas de sus ventanas, puertas, griferías, pisos, techos y
todo aquello que pudiera tener un valor. Al final, sólo quedaron los
cascarones de la fachada.
Luego todo el mundo se marchó. Amores, amistades, odios, parcerías,
todos se fueron huyendo de la retroexcavadora, de los desvalijadores En poco tiempo dejaron
y desmanteladores que, a pesar del volumen de su tarea, afiebrados por de existir diecisiete
el polvo y los recuerdos aceleraban el paso cargados de todo lo que manzanas con seiscientas
podían cargar, como quien apura un trago amargo. tres casas-refugio, en las
Más de uno quedó sin familia, sin casa, sin la cofradía del que había todo tipo de
gancho. Terminaron exiliados en su propia ciudad, huérfanos de un males físicos y del alma; el
barrio o una calle que llegó a ser parte sustancial de sus vidas, como centro comercial de venta
lo es la piel. La ciudad recuperaba parte de su suelo y otros perdían y consumo de drogas más
inexorablemente lo que llamaban su “Tucho”, su hogar, el que para grande del mundo; 1.350
muchos fue su lugar de nacimiento, de bautismo o de muerte. ho-
Algunos, extasiados en el dolor, como la mártir Santa Inés, pedían ser
enterrados allí. No querían ver demolida su casa, ni la querían
abandonar a su suerte, como si sus paredes y su piel se alimentaran
de la misma sangre. Otros, los que salieron primero, desde la 10a, la
Caracas, la 12, la 6a, miraban yertos, como si vieran esa fiesta de
retroexcavadora desde otra dimensión; como si los demás habitantes de
la ciudad fuesen fantasmas; como si estuvieran velando el otrora
Cartucho, aquel cementerio de vivos, como lo bautizó un visitante
italiano.
1
Parcero: Forma coloquial de nombrar a los amigos, Parcería: Grupo de amigos
1
gares, 73 de los cuales vivían en un solo cuarto; 1.240 empresas
comerciales individuales o familiares; 4.000 residentes, la mayoría
inquilinos de estrato 1;
2.248 habitantes de la calle y 3.600 empleados, según la identificación
hecha en su momento por la administración distrital.
Pasado el festín de polvo, desde una habitación de San Bernardo,
donde convivo con pedazos de puerta, celosías de ventana, de baldosa
fina, pedazos de Santa Inés y El Cartucho, me pregunto qué se aprendió
con esta historia: que el reciclaje es una forma de trabajo y que la
miseria no está en la basura, ni en los marginados, ni nada de eso. La
miseria está en el alma de cada uno de los ciegos de corazón y de
esperanzas.
Se aprendió que hacer padecer a otros, o ver al que padece sin
conmoverse o con complacencia, es una lógica que al final acaba con
todos; que la calle
no es para cualquiera, no es para el más aletoso o el más vivo. La calle es para
Aletoso:
Problemático el que la sabe vivir. Allí se aprende a ser serio, porque si no, uno
termina muerto.
Allí sequedaronenterradasmuchasalmas, indigentes, comerciantes,
niños inocentes, mujeres y abuelos, los mismos muchachos de las
bandas, algunos asesinos, muchas almas extraviadas en el dolor, el
alucine, la indiferencia, seres humanos que merecían vivir.
Aprendí también que se no se puede aprender del olvido, esta
terrible filosofía que devora nuestros tiempos. Se aprende de los
recuerdos, de las masacres, de tanto dolor inútil, de las cosas que no se
quiere volver a vivir. Así se aprende a apreciar la vida de nuevo y que el
amor rompe hasta las piedras. Se aprendió que es necesario aprender
a vivir de nuevo.
Pero hay quien dice que del Cartucho no aprendió nada y le da
gracias a Dios que haya sido demolido.
Y la ciudad tiene que aprender muchas cosas: yo, nosotros,
1
todos. Por ahora
logré lo
impensable:
arrimar al Tercer
Milenio. Vivo cerca
al parque, en una
pieza que
comparto con
pedazos de Santa
Inés, durmiendo
con retazos de la
ciudad que me dan
para comer y
pagar el
hospedaje. No me
da vergüenza
decirlo: vendo pedazos
de memoria de la ciudad.
1
120
121
Expendios, ollas y ganchos a 2000
1
1. El Castillo o Pasaje (años 50s y 60s)
1
Hitoos
1
1. Iglesia San Inés (demolida años 50)
4. Medicina legal
6. Sede UTC
10. La Bomba
13. El Castillo
14. UASI
15. Idipron
18. La Panadería
19. La Droguería
1
Actividades años 90
1
1. Vestidos
2. Sombrererías
3. Compraventas
4. Tipografías
5. Funerarias
6. Eléctricos
7. Sobanderos
8. Herramientas – segundas
15. Graneros
16. Ropavejeros
18. Esencias
20. Cachivacheros
1
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