Filosofía para Todos Carlos Diaz
Filosofía para Todos Carlos Diaz
Filosofía para Todos Carlos Diaz
Carlos Díaz
1
Confucio: Analecta, 26.
2
Aristóteles: Ética a Nicómaco IV, cap. 8.
Anábasis acuñó la expresión bromear en serio.
No basta con saber; además hay que actuar, y actuar bien.
Cuando debes hacer una elección y no la haces, esto ya es una
elección, así que, cuando no tengas otra cosa mejor que hacer,
puedes plantar un árbol: irá creciendo mientras tú duermes. La
filosofía busca, y la búsqueda no termina en la inmanencia de este
mundo, pues todo pensamiento que no se decapita desemboca en
la -trascendencia, en lo eterno. Ahora bien, no cabe búsqueda de
lo eterno sin alguna esperanza en la bondad de la realidad de esta
vida. A diferencia de quien contempla a los humanos como seres
egoístas y orgullosos inmersos en el mal y destinados a la náusea
o a la nada, el filósofo procurará ayudar a llenarse de esperanza
y a renacer de nuevo a cuanto parecía destruido y roto, por ser su
función sanadora y reparadora.
3
Quevedo: De la mundana falsedad y la vanidad de los hombres. Ed. Castalia, Madrid, 1998, p. 28.
¿qué es? No se sale adelante celebrando tan sólo los éxitos, sino
superando fracasos, todo fracaso nos brinda una nueva
oportunidad. Fracasado es quien comete un error, pero no sabe
transformarlo en experiencia. Los errores suelen ser el puente que
media entre la inexperiencia y la sabiduría, por eso en el fracaso
hay dos tipos de clase: primera clase y ninguna clase. No te
importe el fracaso, siempre que no te resulte destructivo. Lo peor
es descubrirse fracasado ante uno mismo. La actitud más
inteligente es enfrentarse a las situaciones con buen ánimo; él es
al espíritu lo que la sangre al cuerpo. En toda circunstancia
siempre hay un lado brillante, detrás de la más negra nube nos
espera un sol radiante, quizás puedas dar la vuelta en U; los
conflictos no duran siempre. ¿Acaso la gema no continúa siendo
valiosa cuando se encuentra en el lodo?, ¿es que el polvo vale
algo porque el viento lo levante hasta el cielo? Lo que para
algunos es una piedra que brilla, para el joyero es un diamante.
Las luces del semáforo están a punto de cambiar de rojo a verde.
No ganarás la carrera posterior por la derrota en la anterior, sé
modesto y recomienza. Si dijeses ya basta, alcancé la perfección,
todo estaría perdido, pues la perfección hace que uno conozca su
propia imperfección. Algunos se consideran perfectos, pero es
sólo porque exigen menos de sí mismos. Abandonar puede tener
justificación, abandonarse jamás. El progreso es un error
constantemente rectificado, recuerda que el hecho de dar por
terminada una obra no responde a una ley de perfección, sino
simplemente a un límite de fatiga, y que se quiere más lo que se
ha conquistado con más fatiga. Te cansas, luego estás viejo:
renuévate, no culpes de tu cansancio al resto de los cansados.
Todo el placer de los días está en sus amaneceres. Imposible
plantar hoy un árbol y sentarse mañana a su sombra: el tiempo es
la hora de la siembra, la eternidad la de su cosecha. Al filósofo le
resulta imposible atravesar una muchedumbre llevando en la
mano la antorcha de la verdad sin chamuscar a alguien las barbas,
como bien sabía Diógenes de Sínope, el cual, al ser invitado a una
mansión lujosa donde se le prohibió escupir, después de aclararse
la garganta escupió en la cara al propietario alegando: “No he
encontrado otro lugar más sucio para hacerlo”; al observar una
vez a un niño que bebía en las manos arrojó fuera de su zurrón su
copa, comentando: “Un niño me ha aventajado en sencillez”; al
preguntársele por qué pedía limosna a una estatua, contestó: “Me
acostumbro a ser rechazado”; al ver al hijo de una prostituta tirar
piedras a la gente, le gritó: “Ten cuidado, no vayas a darle a tu
padre”; a uno que decía que la vida es un mal, le reconvino: “No
la vida, sino la mala vida que llevas”. Llevar una buena vida exige
tener un buen método.
5
Ortega y Gasset, J: Sobre el santo. Obras, VI, 16.
allá de la mera razón matemática (razón dura) aunque no contra
ella. Mientras el creyente se arrodilla ante el misterio, el científico
busca resolverlo única y exclusivamente con la razón matemática,
es decir, con la demostración científica, lo que no impidió a un
personaje español del siglo XVII, Caramuel, escribir unas
Matemáticas audaces en orden a la demostración geométrica de
los dogmas católicos. A veces, pues, ciencia y religión incluyen
inevitables visiones del mundo. Así las cosas, ¿existe
irreductibilidad entre razón científico-matemática y fe religiosa?
Fideísmo. Para los fideistas sólo la religión es ciencia
verdadera, convicción propia de algunas religiones del libro
sagrado, no sólo inspirado sino incluso directamente escrito por
Dios, religiones por tanto no bien avenidas con la ciencia.
Todavía hoy de una manera especialísima defiende esta posición
el Islam. Los partidarios de esta opción, siempre a la defensiva y
anhelantes de salvar la fe de la amenaza de la ciencia, llegan a
convertirse, como el Bossuet de antaño, en apologetas de la santa
oscuridad, es decir, del oscurantismo frente a la razón, del
integrismo (la verdad es íntegra y exclusiva, o no es) frente al
progresismo, y del antigüismo frente al modernismo, aunque
tampoco nos parezcan intelectualmente muy fértiles los nuevos
modernistas, antítesis pero a la vez cuña de la misma madera.
Cientifismo. La religión es verdadera en la medida en que
sea científica: Los partidarios de esta opción se dicen a sí
mismos: puesto que la verdad es una y única, no cabe pensar ya
en doble verdad alguna, lo que ocurre es que la religión (como
Kant aseguraba) debe mantenerse dentro de los límites de la mera
razón para gozar de credibilidad; así pues, según esta opinión una
religión será verdadera en la medida en que encaje dentro de una
ética pura dictada por la mera razón, o sea, en la medida en que
coincida con el comportamiento modélico del héroe ético y
científico humanista, y de este modo la ética científica surgida del
músculo del Héroe adquiere un valor de absoluto que le confiere
primacía sobre la convicción religiosa del creyente centrado en
Dios. En esta opción se ha suplantado la palabra de Dios por el
cumplimiento ético de los filósofos y de los matemáticos, y este
moralismo ha hecho mucho más daño de lo que parece en las
religiones en la medida en que la relación de Amor queda
reducida a relación de justicia social a su vez explicitada con
pretensiones de rigor científico. Sólo la ciencia es verdadera:
Yendo más lejos en esta escalada, el saber científico se convierte
en religión del ateo, en el credo de los no creyentes. Aquí la
ciencia se convierte en Biblia, posición que encuentra su
formulación definitiva primero en la obra de Laplace Exposición
de los sistemas del mundo, el cual a la pregunta de Napoleón
sobre el lugar de Dios en su obra, responde: no necesito tal
hipótesis, y después en el positivismo, cuyo último exponente fue
el Círculo de Viena, que convierte a la física en religión de la
humanidad, a pesar de la advertencia de André Breton:
“Guardémonos de contribuir a la formación de una nueva religión
que sea, paradójicamente, la religión de la ciencia”6. La ciencia,
que surgió contra el inmovilismo, termina presa de él.
Indisoluble unidad entre el método y los resultados de la
ciencia. Llegados aquí, sería muy bueno desmitificar lo que desde
Descartes y Kant se ha denominado razón pura. En efecto, si
hubo alguna predicción autoderrotante fue la de que el progreso
enterraría a las religiones haciéndolas “entrar en razón”, concepto
límite tan polar y ficticio como el anterior, y por eso Hölderlin, el
inspirador del Programa sistemático más antiguo del idealismo
alemán -pretendida summa de la razón pura-, defiende su tesis
racionalista como un acto estético, una nueva mitología de la
razón. Imposible, pues, definir lo racional químicamente puro,
algo sobre lo que ninguno se puso jamás de acuerdo a pesar de
todos. Nada habría más fácil para derrotar a un racionalista
simplificador que pedirle una definición exhaustiva de razón:
bastaría con sentarse a su puerta para ver salir por ella su cadáver.
El racionista (racionista dogmático) se defiende como puede,
acusando a sus adversarios de andar dando trancazos contra el
candil de la racionalidad para imponer en su nombre el de su
oscuridad. En suma, cabe llegar a la barbarie cargado de sinrazón
pura, así como utilizar buenas razones para malas causas. ¿Hasta
cuándo el manejo de herramientas intelectuales tan obsoletas?
Hasta que demos el paso hacia la razón cálida, donde el yo pienso
incluye al yo quiero sin fagocitarle, donde la razón se hace
6
Position politique du surrealisme. Ed. Bélivaste, Paris, 1970, p. 67.
palabra cálida. Los animales estudiados por norteamericanos van
frenéticos de un lado para otro con gran apresuramiento y viveza,
y llegan al fin por casualidad al resultado apetecido. Los animales
observados por alemanes quedan quietos y pensativos y llegan a
la solución por obra de su conciencia interior. Para el hombre
corriente tal estado de cosas es desalentador. Tal vez las cobayas,
además de complacientes, son más listas que los
experimentadores y por eso se comportan conductistamente si el
que las estudia es conductista, y gestálticamente cuando se fija en
ellas un partidario de la psicología de la forma. ¿Acaso debemos
poner en duda la respetabilidad y objetividad de la ciencia, como
un todo? Seguramente sería exagerado llegar tan lejos, pero
incluso la investigación científica es una actividad humana tan
contaminada de mentiras y maldades como todo lo que éste toca.
Hay numerosos estudios que lo prueban. Algunos han escrito
interesantes libros en los que se pasa revista a los más célebres
fraudes de la historia de la ciencia, un panorama que va desde los
experimentos que Galileo no realizó, hasta los misteriosos ‘rayos
N’; desde el cráneo de Piltdown, hasta la poliagua, y desde los
más humildes ayudantes de laboratorio hasta los más eminentes
premios Nobel. Otros trabajos han analizado la estructura y
funcionamiento de la industria del saber, mostrando cómo se ven
implicados los jóvenes científicos en una loca carrera donde lo
que importa en definitiva no es la verdad sino el éxito en los
proyectos subvencionados, publicaciones, promociones
profesionales, premios y el reconocimiento público de las
autoridades reconocidas en la materia. La investigación científica
misma, con la anuencia de eximios científicos ha colaborado con
las más sanguinarias dictaduras de la historia. Todo ello es verdad
y, sin embargo, cualquiera que conozca la realidad de la ciencia y
del mundo podrá con justicia replicar que todas estas patologías
no empañan la salud global del cuerpo de saber positivo. Es cierto
que en nombre de la ciencia se engaña, se abusa y se oprime, pero
eso se debe precisamente a que el engaño, el abuso y la opresión
han de buscar un disfraz para perpetrar sus desmanes. Si los
pícaros de -antaño se hacían pasar por monjes o clérigos, ¿qué
hay de extraño en que quienes buscan hoy un fácil medro traten
de confundirse con lo que hay de más válido e indiscutible en el
panorama de la cultura contemporánea? La ciencia no es un mero
automatismo de la razón, algo que más tarde o más temprano
acabará produciendo un aparato desarrollado en el MIT (Instituto
Tecnológico de Masachusset): algo así como un dispositivo en el
que se arrojarían los datos empíricos por el colector de admisión y
se obtendrían las teorías pertinentes por la ranura de salida, al
igual que en una licuadora se echa la fruta por arriba y se recoge
el zumo por abajo. Las cosas son muy de otra forma: los
fenómenos que estudia el científico son ambiguos, admiten
muchas interpretaciones, pueden ser abordados desde distintos
puntos de vista y admiten racionalizaciones encontradas, llegando
al todo vale, como parecía decir Feyerabend; más bien la
investigación científica es como un concurso en el que se reparten
muchos trofeos, y en el que, según tu fortuna y habilidad, puedes
volver a casa con las manos vacías, agraciado con una modesta
pedrea, o favorecido con alguno de los premios gordos. Y para
conseguir éstos es necesario algo más que sacar brillo al ocular
del telescopio y punta al lapicero con que se realizan los cálculos:
es imperativo tener criterio a la hora de apuntar hacia un lugar del
cielo mejor que otro, o a la de elegir los algoritmos más
pertinentes. Eso es algo que tiene que ver con el establecimiento
de los presupuestos, y los presupuestos nunca están dados’ ni en
modo alguno son obvios, a no ser que renunciemos a la más
remota posibilidad de ser creativos y nos conformemos con sacar
algún decimal más a la estimación que otros acreditaron.
¿Y qué decir sobre la presunta inmutabilidad de los
presupuestos de las ciencias duras? Supongamos que hemos
adoptado una posición “realista”, o sea, que creemos que la
ciencia investiga una “verdad” que está más allá de nuestras
mentes y caprichos, y a la que podemos ir aproximando nuestras
creaciones intelectuales -las teorías- de un modo aceptable para
todos, por encima incluso de los intereses, prejuicios y
obcecaciones particulares. Al fin y al cabo, muchas afirmaciones
de la ciencia siguen siendo válidas siglos o milenios después de
que fueran formuladas por primera vez, y tenemos la fundada
esperanza de que lo sean por tiempo ilimitado. Es cierto que el
progreso científico nos obliga a modificar sin cesar muchas cosas,
pero tampoco es un tejer y destejer, sino un progresivo
afinamiento de un esbozo, cada vez más neto, completo y
significativo. Aunque se dé por bueno todo lo dicho, no está de
más distinguir entre una verdad con minúscula, propia de una
parcela restringida de la investigación, y otra verdad en sentido
más amplio, que no niega la anterior, pero sí la relativiza bastante.
Un ejemplo. Antaño se creía que la única base ontológica firme
para poder asentar la indagación científica era el determinismo. Si
las cosas no estuvieran determinadas en sí mismas, mal podría
conducir su estudio al descubrimiento de leyes. Y como de hecho
se habían encontrado leyes cada vez con mayor profusión y
alcance, se aceptaba que la realidad por fuerza estaba regulada en
la misma medida en que los científicos eran capaces de
anticiparla. Además, muchos creían razonable postular que, para
que la ciencia tuviera ante sí un horizonte ilimitado de progreso,
hasta la última parcela del universo tendría que estar
absolutamente predeterminada. El matemático y astrónomo
francés Laplace fue quien de un modo más enérgico sentó tal
presupuesto: una mente, decía, suficientemente capaz como para
registrar con todo detalle cómo se encuentra el universo en un
momento dado, podría en principio averiguar con certidumbre
cómo estuvo antes y cómo estará después. Aquí tenemos un
ejemplo de algo que, según el propio Laplace, nunca se podrá
acabar de demostrar, y que por tanto es un presupuesto de las
teorías científicas tal como las entendieron muchos sabios hasta
Einstein. Es un presupuesto que trataba de anticipar una verdad de
la ciencia, verdad que cada nuevo descubrimiento reforzaba y que
a su vez alentaba los esfuerzos de ulteriores generaciones para
seguir avanzando. La circunstancia de que esa presunta “verdad”
de la ciencia estuviera en conflicto con la creencia en la libertad,
con el carácter abierto de la historia y con los presupuestos de la
ética no molestaba a quienes, aun creyendo en ella, mantenían una
actitud esquizofrénica, optaban por el materialismo en otras
ocasiones, o simplemente se encogían de hombros. El
determinismo era un presupuesto gratuito y en el siglo XX llegó a
convertirse en un auténtico estorbo para el genuino progreso
científico: hasta que los investigadores no se quitaron de la mente
la obsesión por determinar la naturaleza no pudieron descubrir las
leyes más básicas e interesantes que rigen el mundo físico. Hacia
1920 muchos físicos abandonaron su fe en el determinismo no
tanto porque se dieran cuenta cabal de que se había convertido en
un obstáculo epistemológico, sino porque, desanimados por la
catástrofe de la primera conflagración mundial, sucumbieron a la
ola de irracionalismo que sacudió Europa en la posguerra. Este
caso, que no es el único en su especie y que, además, tiene una
trascendencia enorme. La primera es que las teorías científicas
parten de presupuestos que no son propiamente científicos, pero
que resultan en la práctica imprescindibles para hacer viable la
investigación. La segunda es que estos presupuestos trascienden
los límites de la ciencia concreta a que se aplican y por tanto
tienen una dimensión interdisciplinar. Tercera consecuencia: es
una grave y peligrosa manipulación olvidar la conexión orgánica
entre los distintos conocimientos y establecer presupuestos
únicamente en función de una más fácil y cómoda solución dentro
del ámbito restringido en que uno quiere moverse. Cuarta
consecuencia: resulta muy útil y conveniente, incluso desde el
punto de vista escuetamente científico, hacer un esfuerzo de
consideración global de la realidad a la hora de elegir los
presupuestos que van a servir como punto de partida de la
investigación. En otras palabras: hacer un poco de filósofo,
ejercitar la reflexión y la autocrítica en las fases preliminares de la
investigación, no sólo no está contraindicado, sino que es
recomendable, a la vista de los resultados de la historia y la
filosofía de la ciencia. Quinta consecuencia: conviene pensar, a
medida que progresa el estudio emprendido, qué repercusiones
pueden tener los resultados obtenidos en otras disciplinas afines o
relacionadas con la que se ejerce. Hacerlo así supone, además de
una muestra de solidaridad muy recomendable, una garantía de
corrección. Muchos atascos y errores podrían haber sido evitados,
si los investigadores de turno se hubiesen tomado la molestia de
considerar la monstruosidad teórica que estaban generando.
Pues bien, ¿da de sí la razón fría para dirigirse a Dios? ¿Si
no lo veo no lo creo, o si no lo creo no lo veo? Obviamente, no da
de sí o, como diría un kamikaze de la dialéctica, sí es verdad que
da de no: “Suponed que mañana por la mañana, después del
desayuno, todos nosotros somos sacudidos por un trueno que hace
añicos la tierra. Los árboles dejan caer sus hojas, el cielo es una
llamarada, las nubes se abren y aparece la inmensa y radiante
figura de un Zeus que señalándome exclama para que todos lo
oigan: Ya está bien de tus teologías, sutilezas lógicas y juegos de
palabras. De ahora en adelante, ten la completa seguridad de que
yo certísimamente existo. Y esto no ha sido un asunto privado
entre el cielo y yo, sino que todo el mundo ha oído lo que me
decía. Si esto ocurriera, yo quedaría completamente convencido
de que Dios existe”. Así escribe uno de los agnósticos más
connotados. A mí sin embargo su explicación me parece
demasiado sumaria, pues si yo viera a un Dios tan alto como el
Everest o el Himalaya juntos no vería a Dios, tan sólo a un
diosecillo enano y truculento. ¿Hasta cuándo habrá que seguir la
cantinela del si no lo veo no lo creo, y no más bien el si no lo creo
no lo veo? ¿Existe, pues, Dios? He aquí una selva de respuestas
diferentes: -Esa pregunta ha caducado: espiritualidad sí, religión
no. -La única excusa ante el mal, es que Dios no existe. -Dios no
estaba en Auschwitz. -Esa pregunta no viene en mi catecismo. -
¿De qué Dios está usted hablando? -Dios es un pensamiento que
vuelve torcido todo lo derecho y que hace voltearse a todo lo que
está de pie; ¿qué debería suceder para decir que Dios nos ama, o
que Dios no existe?; es asunto suyo. -Es tan ateo afirmar la
existencia de Dios como negarla, por eso de lo que no se puede
hablar es mejor callar. -La frase hay un Dios quiere decir que en
pleno ejercicio de mi libre arbitrio siento la necesidad de hacer el
bien. -¿Para qué más necesitamos a Dios?; si hubiera dioses,
¡cómo soportaría yo el no ser Dios! Por tanto no hay dioses. -Una
noche requerí a Dios para que, si de verdad existía, se declarase.
Permaneció callado y ya no volví a dirigirle la palabra. -Dios
existe, yo lo he encontrado. -Si Dios no existiera habría que
inventarle. -Si Dios no existiera, todo estaría permitido. -
¿Cambiaría tu comportamiento si existiera Dios? En caso
afirmativo, necesitas un Dios. -Todo está lleno de Dios.
Aquel ateo cayó por un precipicio y, mientras rodaba hacia
abajo, pudo agarrarse a una rama de un pequeño árbol, quedando
suspendido sobre la oscuridad del abismo que se abría a sus pies,
pero sabiendo que no podría aguantar mucho tiempo en aquella
situación. Entonces tuvo una idea: ¡Dios!, gritó con todas sus
fuerzas, pero sólo le respondió el silencio. ¡Dios’, volvió a gritar:
¡Si existes sálvame y te prometo que creeré en ti y enseñaré a los
otros a creer! Más silencio. Pero de pronto una poderosa Voz,
que hizo retumbar todo el cañón y que casi le hizo soltar la rama
por el susto, le respondió: Eso es lo que dicen todos cuando están
en apuros – ¡No, Dios, no!, gritó el hombre. ¡Yo no soy como los
demás! ¿Por qué habría de serlo, si ya he empezado a creer al
haber oído por mí mismo tu Voz? ¡Ahora todo lo que tienes que
hacer es salvarme, y yo proclamaré tu nombre hasta los confines
de la tierra! –De acuerdo, dijo la Voz. Te salvaré. Suelta esa
rama. -¿Soltar la rama?, gimió el pobre hombre, ¿crees que estoy
loco? A la mañana siguiente, unos excursionistas se encontraron
muy sorprendidos al ateo que había muerto congelado, agarrado
con dos manos al arbusto situado a poco más de un metro del
suelo. Y es que para escuchar la voz no basta con la racionalidad
fría.
En todo caso, preguntarse por Dios es razonable:
“Razonable no significa forzosamente verdad no suficientemente
probada pero conforme a la razón; significa primariamente que es
congruente aceptar en la vida aquello que la razón conoce, sea o
no suficiente tal conocimiento. Y la aceptación en cuestión será
tanto más razonable cuanto más riguroso sea el conocimiento. Lo
razonable en este sentido es más que lo racional; es lo racional
transfundido en todo el ser de la persona. Aunque se demostrara
matemáticamente la necesidad de que la voluntad acepte
incorporar al ser de la persona lo que la razón descubre, sin
embargo la aceptación real y efectiva quedaría siempre abierta a
una opción. Por eso es necesaria la voluntad de ir hacia el
fundamento de mi yo en la religación que pone en marcha el
proceso intelectivo. Este proceso es en sí mismo la constitución
del ámbito de una posible entrega a Dios. Pero esa misma actitud
como voluntad libre y razonable de entregarme a lo que la
inteligencia me muestre ser el fundamento de mi yo es principio
de que me entregue realmente a lo que la inteligencia conoce. En
su virtud, la entrega que era simple posibilidad constitutiva del
conocimiento de la realidad-fundamento se convierte, por un
mismo principio, en realización libre de aquella posibilidad en fe.
No se trata de que la fe lleve a la intelección, ni de que ésta lleve a
aquélla, sino de que ambos aspectos constituyen unidad en la raíz
misma de donde emerge el movimiento de la persona hacia Dios:
en la voluntad de fundamento como principio de actitud, en cuyo
interior conocimiento y fe no son sino dos momentos de este
unitario movimiento”7. Lejos, pues, de contraponer fe y razón,
entendemos la fe como algo razonable que, aun no siendo una
verdad suficientemente probada, es conforme a la razón, de ahí
que resulte congruente aceptar en la vida aquello que la razón
conoce, aceptación que será tanto más razonable cuanto más
riguroso sea el conocimiento. Lo razonable es lo racional
transfundido en todo el ser del hombre. Aunque se demostrara
matemáticamente la necesidad de que la voluntad aceptase
incorporar al ser de la persona lo que la razón descubre, la
aceptación real y efectiva quedaría siempre abierta a una opción.
Por eso es necesaria la voluntad de hallar fundamento. No se trata
de que la fe lleve a la intelección, ni ésta a aquélla, sino de que
constituyen unidad radical. Conocimiento y fe son dos momentos
de este unitario movimiento, la unidad radical no sólo posible
sino real del conocimiento de Dios y de la fe en Él como opción
libre por lo razonable. Fe razonable: el creyente no se salva por su
sola sabiduría, pero entiende mucho mejor aquello que cree, lo
transmite más fidedignamente, y vive con más fidelidad.
Despertémonos un poco antes para estudiar un poco más,
trabajando para entender sin dejar de entender para trabajar, pues
es necesario un enorme esfuerzo por expresar la fe con las
categorías culturales de cada época, por supuesto también de la
nuestra. En ese esfuerzo, la fe madrugadora, lejos de dejarse
arrastrar perezosamente por las culturas paganas, las fecunda con
su potencia propositiva, y de tal modo las transforma. La fe bruta
del carbonero estaría bien quizá para el carbonero que no hubiese
tenido ocasiones de cultivarse, pero el suyo parece un oficio a
extinguir. Dejemos, pues, que los carboneros entierren a sus
carboneros, y despertémonos para entender para trabajar y a la
inversa.
7
Zubiri, X El hombre y Dios. Alianza Ed, Madrid, 1988, pp. 275 ss. También Díaz, C: Preguntarse por Dios
es razonable. Ed. Encuentro, Madrid, 1989, 500 pp.
Pero el filósofo no es Dios, y es algo que molesta a
demasiados filósofos. El filósofo de la Ilustración adopta un porte
externo que simultáneamente seduce y repele. Casaca ceñida y
empolvada, gusto refinado y actitud engolada, siempre dispuesto
al razonamiento sutil, a la crítica mordaz y al galanteo
donjuanesco: “Cuando se habla de mujeres, dice Diderot, hay que
mojar la pluma en el arco iris y echar sobre la línea polvo de alas
de mariposa; como el perrito del peregrino, cada vez que se
sacuda la pata, es preciso que caigan perlas. Su hábitat es el salón
rococó, donde las damas coquetean y la única cosa que se les ha
enseñado es llevar bien la hoja de parra que han recibido de su
primera ancestra. Todo lo que se les dice y se les repite dieciocho
o diecinueve años seguidos se reduce a esto: hija mía, ten cuidado
con tu hoja de parra, tu hoja de parra va bien, tu hoja de parra va
mal” 8. Y el salón nos conduce al espacio geométrico en donde
surgen el palacio neoclásico y el jardín versallesco. Son los
lugares en los que la racionalidad cartesiana toma cuerpo en
columnatas y parterres, en perspectivas y fontanas, y donde la
aparente anarquía de la decoración capitula ante el poder de la
simetría, que la racionalidad impone. En el siglo de las luces todo
lo geométrico es luminoso, racional; geometría, luz y razón son
sinónimos; es también el siglo de la Enciclopedia, escritura
luminosa de los filósofos y compendio de todos los saberes y de
todos los sabedores, pues se aspira a que cada autor y cada uno de
sus vocablos contenga a todos los demás a modo de panóptico, de
acuerdo con la geometría newtoniana, donde un teorema contiene
a todos los demás por derivación. En el correspondiente artículo
de la Enciclopedia ‘el filósofo camina en el rigor y en la luz, los
demás entre las tinieblas, toma por verdadero lo que es verdadero,
por falso lo que es falso, por dudoso lo que es dudoso, por
verosímil lo que no es más que verosímil. Cuando no tiene motivo
propio para juzgar, permanece impasible. Así juzga y habla
menos, pero juzga con más seguridad y habla mejor. Sus ideas
son claras y distintas, de lo contrario suspende su juicio, pone lo
juzgado entre paréntesis. El filósofo aclara las causas, a menudo
8
Escritos filosóficos. Editora Nacional, Madrid, 1975, pp. 243-246.
incluso las previene, y se entrega a ellas con conocimiento; es, por
así decirlo, como un reloj que se da cuerda a sí mismo”9. No cabe
definición más ventajosa de algo en este periodo que la de
llamarle a alguien reloj, sustantivo que se utiliza para definir a
Dios -relojero- y derivadamente al supuestamente especialista en
cuestiones divinas, el matemático. Dios es matemático, y el
matemático quien está más cerca de Dios, tal y como lo postula el
deísmo. El reloj es orden, rigor, puntualidad, exactitud, verdad. Es
la época de los coleccionistas de relojes. Y de las máquinas. El
filósofo -continúa la Enciclopedia- evita los objetos que puedan
causarle sentimientos que no convienen al bienestar ni a la razón.
Microcosmos que refleja al macrocosmos, es el señor de la
autonomía y de la autarquía sin depender de nadie, pues la gracia
obliga al cristiano a actuar, pero sólo la razón al filósofo. Es
además un hombre honrado que quiere agradar y ser útil, está
lleno de humanidad y nada humano le deja indiferente. Cuanta
más razón encontréis en un hombre, hallaréis en él más honradez.
Por el contrario, donde reina el fanatismo y la superstición vencen
las pasiones y el arrebato. El hombre de razón es hombre sin
pasión, por encima del bien y del mal, ecos de Sócrates que
Benito Spinoza asumirá siglos después. Si la razón es el bien, el
mal es irracional; lo bueno surge por despliegue analítico de lo
racional. Si analizamos lo racional encontraremos lo real, o sea, lo
bueno, tesis que a su vez desarrollará Hegel. Y, como no es un
tímpano de hielo ni un extraterrícola, “el verdadero filósofo no
está atormentado por la ambición, pero desea tener las
comodidades de la vida; le es preciso, además de lo estrictamente
necesario, algo comedidamente superfluo necesario para un
hombre honesto, y con lo que sólo se es feliz; es la base del
bienestar y de los placeres. Son falsos filósofos quienes han dado
lugar a este panegírico con sus indolencias y máximas
deslumbrantes: que le basta lo estrictamente necesario. Los
pueblos serán dichosos cuando los reyes sean filósofos, o cuando
los filósofos sean reyes 10.
9
Gómez Heras, J. M: Prólogo a Ginzo, A: La Ilustración francesa. Ed. Cincel, Madrid, 1985, pp. 9-10.
10
Diderot y D’Alembert: Artículos políticos de la Enciclopedia. Ed. Tecnos, Madrid, 1986, pp. 60-65.