Filosofía para Todos Carlos Diaz

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FILOSOFÍA PARA TODOS

Carlos Díaz

Este libro es un libro para principiantes serios, no para


diletantes. Está redactado con cierto humor de fondo, pero
con el humor amoroso que requieren las cosas más serias. Y
es una apuesta esperanzada a favor de quienes desean
aprender. Va dedicado a monseñor Demetrio, obispo de la
prelatura de Cafayate (Argentina).
CAPÍTULO I. ¿PARA QUÉ LA FILOSOFÍA?

1. Del mito a la filosofía

Desde el instante mismo de su aparición, la humanidad


comenzó a buscar a través de mitos o explicaciones imaginarias
(imaginarias no quiere decir arbitrarias) el sentido de las cosas y
de la vida. Debido a su voluntad de verdad, el mito no debe
confundirse con la invención, la fábula, el cuento, la fábula o la
leyenda. Para el mito, nuestra vida es copia de otra anterior y
eterna: todo lo que el hombre hace es reflejo de algo que ya fue
hecho en la eternidad. Ya en el siglo V a.C. Parménides estableció
una tajante distinción entre la opinión (doxa) y la ciencia o
verdadero conocimiento (episteme, de ahí el término
epistemología). Poco después Platón, en su alegoría de la línea
dividida en segmentos, hace ver que la sabiduría va de menos a
más a lo largo de cinco niveles, el más bajo de los cuales
corresponde al se dice -el rumor-, en la mitad de la línea se
encuentra la argumentación y la demostración, y en la cima la
intuición de las verdades eternas. Fue Francis Bacon (1561-1623)
quien denominó ídolos a los conceptos falsos que se han
apoderado de la inteligencia, en la que han echado profundas
raíces obstaculizando nuestro saber, a saber: Ídolos de la tribu,
inclinaciones que nos hacen tomar como verdaderas las hipótesis
sin más sustento que los propios deseos e intereses. Ídolos de la
cueva, resultantes del propio carácter y de la educación recibida.
Ídolos de la plaza pública, que proceden del uso impreciso de las
palabras y nos inducen a error. Ídolos del teatro, provenientes de
la aceptación de las opiniones de personas que gozan de más
prestigio intelectual, cuya autoridad se acepta acríticamente,
simplemente porque ellas lo dicen. Suele entenderse por ideología
a toda interpretación deformada de la realidad porque toma lo
imaginario por real y lo real por lo imaginario; lo contrario a la
ideología sería la verdad. El ideólogo eleva a dogma su propio
punto de vista particular.
La imagen clásica del filósofo ha ido variando. En el siglo V
a.C. Sócrates afirmó sólo sé que no se nada, y Aristóteles definió
a la filosofía como ciencia que se busca y que está más allá de las
cosas físicas (metá-física). Quizá por no saber nada necesita el
filósofo una andadera para caminar, un método (metá-odos, más
allá del camino). Filosofía y camino van tan unidas, que algunos
griegos hacían filosofía caminando, peripateando (perípatos eran
llamadas algunas escuelas filosóficas). Mientras la filosofía
occidental camina, la sabiduría oriental se sienta: el Oriente es el
reposo como estatua de Buda; el Occidente, el anhelo de
movimiento continuo. Ahora bien, si la filosofía consiste en
reconocer la ignorancia, ¿bastaría con ignorar como un asno para
ser considerado filósofo? No, porque el asno no sabe que ignora;
por eso al sólo sé que no sé nada le sigue un pero quiero saberlo
todo. El filósofo debería formular la siguiente protesta filosófica,
similar al juramento hipocrático de los médicos: “Afirmo por mi
honor que sólo sé que no sé nada, en comparación con lo que aún
me falta por saber, de manera que me dedicaré de por vida a
estudiar y a preguntar, aunque el ámbito de mis preguntas sea
mayor que el de las respuestas que pueda obtener. Mientras tanto,
poco a poco, modestamente, iré descubriendo verdades que sirvan
de soporte y confianza para poder seguir adelante”. En el arte de
preguntar no cuenta únicamente el resultado, la sabiduría, sino
también el esfuerzo libre y desinteresado: “Los hombres
comienzan y comenzaron a filosofar -escribía Aristóteles-
movidos por la admiración; al principio, admirados ante los
fenómenos sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a
poco, planteándose problemas mayores”, la filosofía llegó a ser el
análisis de todas las cosas buscando sus últimas causas a la luz
de la razón. No todas las preguntas encuentran respuesta; respecto
a las más importantes, ya es mucho que hayan sido formuladas
por los grandes espíritus de forma cada vez más sabia y con nivel
interrogativo más profundo. Quien no pregunta no aprende. En
todo caso, no existe amor a la sabiduría sin un mínimo de
sabiduría: los asnos no preguntan porque no saben; pero asimismo
no saben porque no preguntan. Los niños aprenden rápidamente
porque preguntan mucho, a veces hasta el cansancio. Para
evitarlo, al adulto excesivamente inquisitivo siempre podremos
responderle mientras fijamos nuestra pupila en su pupila azul: ¿Y
tú me lo preguntas? ¡Filosofía eres tú!
Sea como fuere, a la filosofía que carece del deseo de hallar
la verdad desde el amor emocionado le falta todo. Sin amor, la
justicia te hace duro, a inteligencia te hace cruel, la amabilidad te
hace hipócrita, la fe te hace fanático, el deber te hace
malhumorado, la cultura te hace distante, el orden te hace
complicado, la agudeza te hace agresivo, el honor te hace
arrogante, la amistad te hace interesado, el poseer te hace extraño,
a responsabilidad te hace implacable, el trabajo te hace esclavo, la
ambición te hace injurioso, etc. Añade Aristóteles que amar es
querer el bien para alguien y, siendo esto así, el movimiento del
amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien, ya sea
uno mismo, ya otra persona, y ese alguien para quien se quiere el
bien. El amor por el que se ama algo en sí mismo bueno es amor
en sentido pleno, pero el amor por el que se ama algo que sólo es
bueno en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado.
No se entra a la verdad sino por el amor, del cual dijera el poeta
Ovidio: “Amor es un no sé qué, viene por no sé dónde, le envía
no sé quién, se engendra no sé cómo, se contesta con no sé qué, y
se siente no sé cuándo, y mata no sé por qué, y finalmente, sin
romper las carnes de fuera, nos desangra la entrañas de adentro”.
Pues la filosofía es un saber tan difícilmente definible o
delimitable como el amor, ya que si la definimos la paralizamos,
y el amor no se puede delimitar. Ahora bien, esto no impide que
la estudiemos, ni que podamos decir de ella muchas cosas.

1.1. La filosofía ayuda a preguntar bien

Por las preguntas que el otro formula conocemos el grado de


su agudeza o superficialidad. Según Kant (siglo XVIII), la
filosofía pregunta con un nivel interrogativo profundo, pues
refiere todo el conjunto de los conocimientos a los fines
esenciales de la razón. Por eso el filósofo, a diferencia de los
científicos ocupados en parcelas particulares de investigación,
busca el conjunto del saber, es decir, los fines esenciales de la
razón misma. La filosofía no es únicamente un saber, sino un
deseo de saber, un amor a la sabiduría (filo-sofía).
En el arte de preguntar lo que cuenta no es únicamente el
resultado (la sabiduría), sino también el esfuerzo: “Los hombres
comenzaron a filosofar -escribía Aristóteles- movidos por la
admiración; al principio, admirados ante los fenómenos
sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco,
planteándose problemas mayores”. La filosofía es el análisis de
todas las cosas buscando sus últimas causas a la luz natural de la
razón cálida. Quien no pregunta no aprende: los asnos no
preguntan porque no saben; pero asimismo no saben porque no
preguntan. Más vale preguntar que ignorar, aunque ello dé
vergüenza y a nadie le guste pasar por ignorante. Para filosofar
hay que hacerse como niños; ellos aprenden rápidamente porque
preguntan mucho, aunque a veces canse al adulto su agotador
querer saber: “-El mundo se sostiene sobre el lomo de un elefante
inconmensurable, el cual se sostiene a su vez sobre el caparazón de
una gigantesca tortuga. -¿Y dónde se apoya la tortuga? -Sobre una
inmensa araña que le sirve de soporte. -¿Y la araña? -Sobre una
roca ciclópea. -¿Y la roca ciclópea? –Eh... bueno… la roca ciclópea
llega hasta abajo, niño”. La pregunta es la piedad del
pensamiento. Si bien subjetivamente no existen preguntas más
importantes que otras (pues en lo personal todos somos
igualmente importantes), sin embargo objetivamente hay
preguntas poco agudas y otras mucho. Por lo demás, hay
preguntas cuya explicación no exige implicación: preguntar por la
naturaleza de las sectas es una cosa, entrar en ellas otra, al menos
quien desee continuar siendo libre para preguntar.
La filosofía enseña a preguntar enseñando a vivir. El
jardinero, el comerciante, el estudiante o el profesor de filosofía
(¡incluso él!) se comportan como verdaderos filósofos cuando,
interesados en la realidad, profundizando y reflexionando sobre
ella, abriéndose al saber, aman la verdad que van descubriendo.
Por ser la filosofía amor a la sabiduría, resulta tan difícilmente
definible o delimitable como el amor. Ahora bien, esto no impide
que la estudiemos, ni que podamos decir de ella muchas cosas. Y
no sólo eso: el filósofo que ilumina con la razón teórica ha de
iluminar también la vida cotidiana práctica. Para los filósofos
presocráticos saber era entender, para Sócrates discernir, para
Platón definir, para Aristóteles demostrar, para Kant trabajar en
favor de la humanidad. Puede decírsenos que no muchos filósofos
han querido llegar tan alto, de acuerdo; pero falta saber si esa
renuncia ha sido fruto de la dificultad de la empresa o de su
propia pereza. La filosofía quiere saber para saber querer. Tanto
Confucio como Sócrates, coetáneos, defendieron que el sabio, al
no equivocarse, no puede portarse mal: “El maestro dijo: si
nuestras palabras son sinceras y se hallan conformes con la recta
razón, cuantos nos escuchen modificarán su conducta y entrarán
por el camino de la virtud. Si nuestra conversación resulta
agradable y persuasiva, induciremos a todos los hombres a buscar
la verdad. Es imposible que tras una conversación persuasiva el
hombre no se sienta incitado a la búsqueda de la verdad. No creo
que pueda existir nadie que, tras haber escuchado unas palabras
sinceras y conforme a la recta razón, deje de convertirse hacia la
virtud”. Tal vez Sócrates y Confucio exageraban, pues una cosa
es conocer lo que es mejor y otra llevarlo a cabo; en lo que no
exageraban es en que hay que saber. Saber y querer forman
unidad: ¿te has preguntado qué haría contigo quien supiese pero
no (te) quisiera? Dime, pues, a qué sabe lo que sabes. Aunque la
respuesta no te resulte fácil, verás que, sin saber cómo, ya estás
empezando a saber.

1.2. La filosofía ayuda a razonar con rigor

Orden. Las disciplinas que proceden con orden (como las


matemáticas) se suelen identificar con la razón, exageración
peligrosa de todos modos, pero en última instancia fundada, pues
una racionalidad desordenada ¿no se resolvería en caótica e
incoherente sinrazón? Razón no habría sin rigor, sin rigor
metódico. Un rigor sin método lo es sólo por azar y durante breve
tiempo, pero al poco de alzar el vuelo se expone a decaer. Gracias
al método el rigor se convierte en sistema donde las normas han
de cumplirse, como una gran autopista bien señalizada, con unas
reglas de juego comunes a los usuarios, donde no han lugar los
riesgos innecesarios de la arbitrariedad. Método y rigor se
expresan mediante argumentos, y éstos a su vez con ilación (¡sin
h, amigos correctores de pruebas!), por lo cual devienen,
probatorios, demostrativos, explicativos, fundados. Quien prueba,
demuestra, explica, y funda sabe que lleva razón: que lo que dice
es verdad. Allí donde aparece la razón, allí aparece la relación
causa-efecto, esto es, la necesidad y la no-excepcionalidad del
discurso, de ahí el universalismo que toda argumentación racional
alcanza. El sueño del demiurgo newtoniano nunca cesa: explicar
definitivamente con leyes la razón suficiente y el sentido de la
totalidad. No basta con llevar razón in pectore, sólo en su pecho,
por lo que hará bien quien nos pida razones. La racionalidad
disminuye en relación de proporcionalidad directa a su
incomunicabilidad: a menor grado de comunicabilidad, menor
grado de racionalidad. Esto no excluye el intuicionismo, pero
recorta su alcance. De todos modos llega un momento en que ya
no valen las razones, siendo necesaria evidencia de los hechos. Y
los hechos ya no se demuestran, se muestran, frente a las
insaciables pretensiones del racionismo o racionalismo estrecho
al uso. En la vida cotidiana las razones no siempre poseen
suficiente valor demostrativo: resultaría bastante ridículo que
alguien nos pidiese diez buenas razones para explicar por qué los
padres quieren a los hijos. La razón, además de ex-plicativa es im-
plicativa, y cuando los argumentos no resultan definitivos se
orienta en el sentido de lo plausible. Tal vez sea este un criterio
débil de razón, pero en todo caso resulta un criterio muy humano.
Así pues, también es racional lo razonable, lo sensato, lo posible,
lo que funciona mientras no se demuestre lo contrario.
Objetividad. Separación nítida entre lo conocido y el
cognoscente. Incluso si el propio sujeto se convierte en sujeto de
estudio, automáticamente se convierte en lo otro a lo cual hay que
enfrentarse. El sujeto es un ser ahí frente a la naturaleza a la que
trata de dominar. Separación establecida por el dato del marco
objetivo de estudio, es decir, establecimiento previo de las
cualidades y relaciones que van a estimarse primarias y que se
estipulan en los supuestos de partida.
Regularidad. Cualquier movimiento de un sistema supone
que el mismo posee cierta estabilidad que a lo largo del tiempo
mantiene el sistema.
Organización. Ningún sistema que pretenda estudiarse se
considera amorfo, sino como estructura en la cual pueden
analizarse sus partes.
Reiteración. Los sistemas con su estabilidad interna y su
organización estructural no constituyen ejemplares únicos, sino
que hay repetición de formas, aunque en la naturaleza los objetos
que existen sean en sí radicalmente únicos y diferentes.
Simplicidad. La naturaleza no hace sus transformaciones
sino en la vía más fácil, y ello condiciona el propio conocimiento,
que también debe seguir las líneas de sencillez y simplificación
todo lo posible.
Extensión por aproximaciones sucesivas. El conocimiento
no se obtiene de una vez para siempre. Cada teoría puede ser
ampliada hasta el infinito por desarrollo interno o por
yuxtaposición de otras nuevas.
1.3. La filosofía tiene voluntad de exploración profunda y
amorosa

El saber va entreverado de ignorancia; además, no siempre


se sabe decir lo que se sabe, ni se sabe del todo lo que se quiere
decir; con frecuencia tengo algo que decir, pero no sé del todo
qué, ni cómo. La sabiduría, como las luciérnagas, necesita las
tinieblas para brillar. El entendimiento alumbra como las velas,
derramando lágrimas, y no hay saber que no tenga 99% de
transpiración y 1% de inspiración. Confucio decía: el primer
absurdo consiste en pretender alcanzar el bien prescindiendo del
estudio, y su consecuencia es la decepción; el segundo consiste en
intentar alcanzar la ciencia sin entregarse al estudio, lo que
conduce a la incertidumbre; el tercero consiste en el deseo de ser
sincero prescindiendo del estudio, lo que provoca el engaño; el
cuarto consiste en pretender obrar rectamente sin haber recibido la
instrucción adecuada, con lo que se cae en la temeridad; el quinto
consiste en querer compaginar el valor con la incultura, lo que da
lugar a la insubordinación; finalmente, si se desea alcanzar la
perseverancia prescindiendo del estudio, se cae en la testarudez y
obcecación. Mucho de lo que pasa por sabiduría no es sino
pedantería; es más fácil la erudición, archivo de conchas sin
molusco, que la sabiduría, aquello que queda cuando toda
erudición se ha olvidado, no antes de que haya sido olvidada.
Frente a la erudición, el saber es como un edificio hermoso, que
ha de tener su entorno libre para que podamos disfrutar de su
verdadera forma. Libre, sobre todo, de la vanidad. Por lo demás,
no hay saber que pueda ser considerado razonable sino en
diálogo, pues del diálogo viene y al diálogo va cuanto en verdad
se ha aprendido. El fanático, para que no se le escape la verdad, la
agarra tan fuerte que la mata. Quien no quiere dialogar es un
fanático, quien no sabe dialogar es un tonto, y quien no se atreve a
razonar es un esclavo. Pensar con profundidad exige estudiar:
“Cuando se penetró en la razón de las cosas, la conciencia se
desplegó al máximo y los pensamientos se hicieron sinceros.
Cuando eso ocurrió, el corazón se hizo recto. Cuando eso ocurrió,
cada uno se perfeccionó a sí mismo. Cuando eso ocurrió, el orden
comenzó a reinar en la familia. Cuando eso ocurrió, el Estado fue
bien gobernado. Cuando eso ocurrió, la paz se extendió por el
universo. Y cuando todos los reinos son bien gobernados, el
mundo entero goza de paz y armonía. Desde el más noble al más
humilde, todos tienen el deber de mejorar y corregir su propio ser.
El perfeccionamiento de uno mismo es la base de todo progreso y
desarrollo moral” 1.
Ya Aristóteles definió la filosofía como ciencia que se busca,
es decir, como metafísica, saber que está más allá (más allá de la
física; más allá de la ciencia). Y por eso mismo el filósofo necesita
un método, pues el método no es sino un caminar que va más allá
del camino. ¡Caminante, no hay camino; se hace camino al andar!
Filosofía y senda van unidas. Mientras tanto iremos descubriendo
verdades que sirvan de soporte para seguir adelante, ya que sin
algún descanso tampoco es posible echarse a los caminos. Por eso
el filósofo es un explorador y la filosofía un búho que levanta su
vuelo cuando todos se han ido a la cama. Lo que cuenta no es
únicamente el resultado (el resultado es la sabiduría), sino también
el esfuerzo. Poco a poco, pero sin detenerse, la filosofía es el
análisis de todas las cosas buscando sus últimas causas a la luz
natural de la razón.
Pero no se entra a la verdad sino por el amor: el corazón
tiene sus razones que la razón no conoce, aseguraba Blas Pascal.
Sin amor ni siquiera la verdad alcanza toda su fuerza y esplendor,
escribía Ovidio: amor es un no sé qué, viene por no sé dónde, le
envía no sé quién, se engendra no sé cómo, se contesta con no sé
qué, y se siente no sé cuándo, y mata no sé por qué, y finalmente,
sin romper las carnes de fuera, nos desangra la entrañas de adentro.
A su vez, no hay amor sin humor: No hagamos caso en esto al
racionalista Benito Spinoza, quien aseguró que no se debe reír ni
llorar, sino comprender, pues de esos consejos salen los obsesivos
laborólicos, que entienden la realidad como cálculo de
rendimientos ignorando la aristotélica eutrapelía, aquella virtud
“que regula y modera según el orden recto de la razón el exceso y
el defecto en los juegos, diversiones y entretenimientos”2. La
filosofía debería hacer caso al historiador Jenofonte, que en su

1
Confucio: Analecta, 26.
2
Aristóteles: Ética a Nicómaco IV, cap. 8.
Anábasis acuñó la expresión bromear en serio.
No basta con saber; además hay que actuar, y actuar bien.
Cuando debes hacer una elección y no la haces, esto ya es una
elección, así que, cuando no tengas otra cosa mejor que hacer,
puedes plantar un árbol: irá creciendo mientras tú duermes. La
filosofía busca, y la búsqueda no termina en la inmanencia de este
mundo, pues todo pensamiento que no se decapita desemboca en
la -trascendencia, en lo eterno. Ahora bien, no cabe búsqueda de
lo eterno sin alguna esperanza en la bondad de la realidad de esta
vida. A diferencia de quien contempla a los humanos como seres
egoístas y orgullosos inmersos en el mal y destinados a la náusea
o a la nada, el filósofo procurará ayudar a llenarse de esperanza
y a renacer de nuevo a cuanto parecía destruido y roto, por ser su
función sanadora y reparadora.

1.4. La filosofía ayuda a vivir una vida buena, a


favorecer la convivencia ciudadana y a construir un mundo
mejor

La buena ciudadanía política exige la convivencia amistosa,


el convivio, lo cual, según Cicerón, constituye el mayor placer de
la vida. Pero la amistad entre los particulares debe completarse
con la amistad entre los ciudadanos, algo que los griegos
denominaron política. La filosofía invita a la actitud serena y
prudente, al discernimiento desapasionado, al buen vivir. En su
deseo de hacer el bien, proporciona contenidos formativos que
nos ayudan a ser plenos, y no simplemente felices a cualquier
precio, por eso propone un corazón alegre pese a las desventuras,
porque un corazón triste sería un triste corazón; un corazón
liberador de las esclavitudes; un corazón esencial que se
conforma con poco para ser feliz; un corazón modesto que se abre
a lo grande; un corazón bueno, que nada echa al fuego, sino que
espera, disculpa, acompaña y se esfuerza por ponerse
enérgicamente en positivo, antítesis del corazón duro. Eso y no
otra cosa distinta según Cicerón al alma grande: el filósofo trabaja
por los derechos humanos en solidaridad con las personas, las
instituciones y los pueblos sometidos bajo el peso de la
marginación y el autoritarismo; asimismo rechaza las
discriminaciones sociales y laborales, mostrando una real y
fáctica sensibilidad con las personas desfavorecidas. Desde luego
no solamente el filósofo trabaja en esta línea, pero además al
filósofo se le ha de pedir un esfuerzo de profundización y de
sistematización reflexiva y activa.
La acción es la hora de la verdad; sin ella todo se nos
vuelven excusas y lamentos, como indica Quevedo en su Sueño
del Infierno: “Y llegando a una cárcel oscurísima oí gran ruido de
cadenas, grillos, fuego y azotes. Pregunté a uno de los que allí
estaban qué estancia era aquella, y me dijeron que era el cuartel
de los ¡oh, quién hubiera! Son gente necia que en el mundo vivía
mal y se condenó sin entenderlo, y ahora aquí se les va todo en
decir: ‘¡oh, quién hubiera dado limosna!’ ‘¡oh, quién hubiera
callado!’”. En el Oriente, Yan-Kieu dijo a Confucio: “Tu doctrina
me complace, maestro, pero no me siento con fuerzas para
practicarla”. El maestro le contestó: “Los débiles emprenden el
camino, pero se detienen a la mitad; tú ni siquiera tienes voluntad
para iniciar el camino; no es que no puedas, sino que no quieres”.
La filosofía es cultura, cultivo, creatividad, forja, y para ello
recomendaba san Agustín: no vayas fuera, vuelve a ti mismo, en
el hombre interior habita la verdad. Uno debe ser capaz de verse
a sí mismo en lo profundo de su identidad con honestidad, sin
inflamarse con teatral indignación, sin máscaras, con lúcida
conciencia de las propias inconsecuencias. Pasar del no quiero al
quiero tiene sus ritmos y sus ritos:
Saluda con humor, sonríe. Sabe vivir quien sabe reconocer a
los demás, y ese reconocimiento comienza por el saludo. Sin el
saludo conoces, con el saludo reconoces. Si dejas de saludar a los
conocidos comenzarán tarde o temprano a desconfiar de ti y
acabarán un día infortunado por volverte la espalda, hurtando su
rostro. Quien saluda convive. El humor es la verdad llena de
simpatía. Ciertos pueblos dirimen sus rivalidades profundas
contando chistes, ironizando, cantando, silbando, etc. Los
hombres se diferencian entre otras cosas de los demás animales en
su capacidad de reírse de los demás y de uno mismo. Si eres
capaz de reírte indulgentemente de ti mismo, no temas: en lugar
de enervarte por tus limitaciones, podrás superarlas. Sonreír es
facilitar la verdad. Cipselo, señor de Corinto, se salvó de niño
según la leyenda porque sonrió a quienes iban a ser sus verdugos.
No esperes a que la sonrisa parta del otro. Si quieres ventaja,
tómatela: sé el primero a la hora de sonreír. Quien sonríe primero
sonríe dos veces. Y no te acerques a una cabra por delante, a un
caballo por detrás, ni a un carente de humor por ningún sitio.
Practica deportes, vive una vida sana. Si los japoneses descargan
la tensión de su laboriosidad en las artes marciales es porque el
deporte reglamentado, convertido en juego caballeroso, deleita,
instruye, y tonifica. Un puñetazo a un saco evita un puñetazo a un
enemigo. ¡No es lo mismo vivir con problemas que morir entre
balas! En la búsqueda de la verdad lo importante no es sólo ganar,
sino participar con elegancia. Descansa.

1.5. La filosofía ayuda a conocerse a sí mismo y a vivir


con firmeza

El discípulo entregó a Buda una flor y le pidió que le


explicara su doctrina. El maestro tomó la flor, la contempló en
silencio durante un largo rato, y, sin mediar palabra, con un gesto
indicó al discípulo que se retirase. Al parecer, de esta anécdota se
deriva el zen: el misterio no se alcanza con palabras ni con
razonamientos, sino mediante la contemplación. Ella produce la
imperturbabilidad. Cierto ejército rebelde irrumpió en una ciudad
y hasta los monjes del templo budista de la localidad huyeron.
Todos, excepto el abad. El general quedó atónito: “¿No sabes,
rugió, que estás viendo a un hombre que puede traspasarte con su
espada sin un parpadeo? -¡Y tú, replicó el abad, estás viendo a un
hombre que puede ser traspasado por una espada sin un
parpadeo!”. El general, desconcertado, pasado un momento se
inclinó reverencialmente y se marchó.
La vida es un espejo, y a cada cual le devuelve la imagen de
su propio rostro: frunce el ceño ante él, y te lanzará una mirada
agria; trabaja por él, y él te ayudará a ti mismo. Quien se conoce
a sí mismo sabe ser crítico de sí y de los demás. Criticar no es
destruir. La filosofía enseña a denunciar al gato que quiere pasar
por liebre, y a tal efecto no tiene pelos en la lengua. Esto entraña
vivir en el riesgo, pues “donde hay poca justicia es peligroso tener
razón” 3. Sólo supero los propios errores que reconozco. Por lo
demás, el verdaderamente crítico con su propio yo compañero
sabe aceptarse (¿para qué despedazarse a sí mismo?) y reconocer
en los otros sus aspectos positivos. No echemos la culpa de
nuestra cojera al empedrado: ¿no estaría mejor reconocer las
cosas, a fin de cambiarlas cuando podamos y de aceptarlas si no
podemos? Si no te conoces te arriesgas a convertirte en potencial
agresor. Algunos esperan el redoble del tambor y el airear al
viento de la bandera para lanzarse contra el enemigo; como los
primates, sienten entonces erizar sus cabellos, adelantar la
barbilla, tensar el cuerpo, y buscan pelea. Desciende a las
profundidades de tu yo, entonces podrás corregirte sin echar la
culpa a los demás. Conócete a ti mismo, si quieres conocer a los
demás, porque en ti viven los demás: quien sabe de sí sabe de
todos. Es justo en su crítica a los demás quien sabe autocriticarse:
¡desargentinízate para argentiniconocerte!
Pero no basta con conocerse, también se precisa actuar
firmemente. Si siembras un acto tendrás un hábito, si siembras un
hábito tendrás un carácter, si siembras un carácter tendrás un
temperamento aprendido. Acción-hábito-carácter-destino: al
final, el mundo es un espejo, y te devuelve la imagen de tu propio
rostro: frunce el ceño ante él, y te lanzará una mirada agria;
trabaja por él, y él te ayudará. Es afortunado aquél cuyas
circunstancias se ajustan a su carácter, pero es más excelente el
que sabe adaptar su temperamento a las circunstancias. Tú puedes
forjar tu buen temple, tu sana temperatura ética, o tu carácter
destemplado. Pocas cosas se obtienen por azar, pocos deseos se
realizan por si solos, hay que buscarlos con afán y alimentarlos
con diligencia. No fracasa quien intenta sin desmayo lo mejor,
aunque no lo logre; mejor fracasar honradamente que triunfar con
fraude. La persona valiosa se levanta tras la experiencia dolorosa
sin consumirse en la inacción de la frustración: nuestra vida es
trampolín, no hamaca. Ante un bien inalcanzado quizá te sientas
mal, si fracasas; pero estás perdido si no lo intentas: duro es caer,
pero es peor todavía no haber intentado nunca subir. Ilusión
fracasada es la experiencia dolorosa, pero una vida sin ilusiones

3
Quevedo: De la mundana falsedad y la vanidad de los hombres. Ed. Castalia, Madrid, 1998, p. 28.
¿qué es? No se sale adelante celebrando tan sólo los éxitos, sino
superando fracasos, todo fracaso nos brinda una nueva
oportunidad. Fracasado es quien comete un error, pero no sabe
transformarlo en experiencia. Los errores suelen ser el puente que
media entre la inexperiencia y la sabiduría, por eso en el fracaso
hay dos tipos de clase: primera clase y ninguna clase. No te
importe el fracaso, siempre que no te resulte destructivo. Lo peor
es descubrirse fracasado ante uno mismo. La actitud más
inteligente es enfrentarse a las situaciones con buen ánimo; él es
al espíritu lo que la sangre al cuerpo. En toda circunstancia
siempre hay un lado brillante, detrás de la más negra nube nos
espera un sol radiante, quizás puedas dar la vuelta en U; los
conflictos no duran siempre. ¿Acaso la gema no continúa siendo
valiosa cuando se encuentra en el lodo?, ¿es que el polvo vale
algo porque el viento lo levante hasta el cielo? Lo que para
algunos es una piedra que brilla, para el joyero es un diamante.
Las luces del semáforo están a punto de cambiar de rojo a verde.
No ganarás la carrera posterior por la derrota en la anterior, sé
modesto y recomienza. Si dijeses ya basta, alcancé la perfección,
todo estaría perdido, pues la perfección hace que uno conozca su
propia imperfección. Algunos se consideran perfectos, pero es
sólo porque exigen menos de sí mismos. Abandonar puede tener
justificación, abandonarse jamás. El progreso es un error
constantemente rectificado, recuerda que el hecho de dar por
terminada una obra no responde a una ley de perfección, sino
simplemente a un límite de fatiga, y que se quiere más lo que se
ha conquistado con más fatiga. Te cansas, luego estás viejo:
renuévate, no culpes de tu cansancio al resto de los cansados.
Todo el placer de los días está en sus amaneceres. Imposible
plantar hoy un árbol y sentarse mañana a su sombra: el tiempo es
la hora de la siembra, la eternidad la de su cosecha. Al filósofo le
resulta imposible atravesar una muchedumbre llevando en la
mano la antorcha de la verdad sin chamuscar a alguien las barbas,
como bien sabía Diógenes de Sínope, el cual, al ser invitado a una
mansión lujosa donde se le prohibió escupir, después de aclararse
la garganta escupió en la cara al propietario alegando: “No he
encontrado otro lugar más sucio para hacerlo”; al observar una
vez a un niño que bebía en las manos arrojó fuera de su zurrón su
copa, comentando: “Un niño me ha aventajado en sencillez”; al
preguntársele por qué pedía limosna a una estatua, contestó: “Me
acostumbro a ser rechazado”; al ver al hijo de una prostituta tirar
piedras a la gente, le gritó: “Ten cuidado, no vayas a darle a tu
padre”; a uno que decía que la vida es un mal, le reconvino: “No
la vida, sino la mala vida que llevas”. Llevar una buena vida exige
tener un buen método.

1.6. La filosofía busca definir los límites del Estado y la


sociedad

A diferencia de sus predecesores, entre ellos el sofista


Calicles, según el cual los Estados surgen por la imposición de los
más fuertes sobre los más débiles, Platón (428-347 a. C) diseñó
en su diálogo La República la idea de un Estado perfecto en orden
al bien común, del cual excluía sin embargo a esclavos,
extranjeros vencidos, etc. Pese a su genio, Platón no llegó a
imaginar una sociedad sin esclavos; la plena participación estatal
(social, política y económica) solamente fue pensada para los
ciudadanos libres, a saber: Los artesanos (trabajadores,
campesinos, obreros), cuya función es la de satisfacer la
necesidad de bienes, alimentos y útiles. Comparando al Estado
con un cuerpo humano, Platón los sitúa en el estómago: son las
tripas del Estado, por lo que están especialmente necesitados de la
virtud de la templanza que modera los apetitos y placeres de los
sentidos. Los guerreros, encargados de la defensa y conquista de
territorios y del orden de la ciudad, exentos de trabajos
considerados inferiores, son el músculo, los brazos, el pecho, del
Estado, por lo que están especialmente necesitados de la virtud de
la valentía. Los gobernantes, es decir, los filósofos –cabezas
sabias del cuerpo humano- se hallan especialmente necesitados de
la virtud de la prudencia o sabiduría práctica.
Muy distinto es el punto de vista habrá de ser el de Thomas
Hobbes (1588-1679), quien supuso la existencia de un estado
natural en los hombres, que originariamente vivían como seres
naturales libres de toda vinculación, a pesar de ello el más
desagradable de los imaginables, pues (aunque Rousseau lo
negara luego) los hombres, malos fundamentalmente, tratan de
conseguir su provecho sobre los demás, y por eso se temen como
lobos entre sí, reinando la anarquía, el crimen y la guerra de todos
contra todos. Por eso el instinto de propia conservación decide al
hombre a firmar un pacto o contrato colectivo con la institución
de un poder superior y común a todos, el Estado soberano que
arbitra los conflictos a costa de imponer su omnímoda voluntad.
También John Locke (1632-1704) parte de la idea de un estado
natural de hombres iguales y aislados que, no pudiendo garantizar
la vida, la libertad y la propiedad, se vieron impelidos a reunirse en
comunidad, aunque para ello -por la libre voluntad de todos-
tuvieron que limitar su independencia transfiriendo sus derechos a
un Estado con poder no arbitrario ni despótico por encima de ellos
a fin de salvaguardar sus derechos inviolables. Juan Jacobo
Rousseau (1712-1778) asegura en su Contrato social (1762) que
pudo haber una perdida edad de oro en que las relaciones
humanas fueron de simplicidad, igualdad y libertad, aunque bien
pronto la codicia la arruinó. Para recuperarla, el hombre -a
cambio de su libertad natural ya perdida- se subordina al poder
del Estado y firma un contrato social con renuncia al estado de
naturaleza. Ahora bien, tras el contrato no pierde el hombre sus
derechos, sino que la participación en la legislación asegura la
libertad al hombre, por cuanto cada uno otorga su conformidad a
las leyes en cuya formación ha participado. El ideal rusoniano es
el de la democracia directa, la voluntad general en lugar de la
sumisión al soberano único. No hay dictadura buena. Gobierno
tiránico es aquel donde el superior es vil y los inferiores
envilecidos; gobierno bueno, el que hace felices a los gobernados,
y atrae a los que viven lejos; gobierno mejor, el que nos enseña a
autogobernarnos; gobierno óptimo, aquel que se hace superfluo.
Se puede estar más o menos críticamente en favor de la
democracia, pero nunca fuera de ella. Verdad es que la justicia sin
la fuerza, y la fuerza sin la justicia, constituyen dos grandes
desgracias; sin embargo, los dictadores siempre olvidan que
gobernar es pactar, y que pactar no es ceder, sino saber rectificar.
Ellos se creen hombres incorruptibles, y hasta piensan que son
como los billetes de banco de un millón, que es difícil cambiarlos.
Por eso no quieren enterarse de que los gobiernos son velas; los
pueblos, el viento; el Estado, la nave; el tiempo, el mar; y ellos, el
lastre. Ellos, los dictadores, fusilarían a quienes se atreviesen a
decirles a la cara esta frase: una papeleta de voto es más fuerte
que una bala de fusil. Sin embargo, nunca se entra en un corazón
por la fuerza, nadie puede ser llamado señor de otro por fuerza,
tirano sí; por la fuerza un rey puede hacer un noble, pero no un
caballero. La fuerza tiránica sólo es capaz de hacer esclavos en
torno a sí, el tirano hace a los esclavos, y los esclavos que aceptan
su esclavitud hacen a los tiranos. En la dictadura la gente, en lugar
de pensar, recita, y en lugar de caminar repta. Sin embargo, el
dictador está siempre amenazado, pues a muchos ha de temer
quien es temido por muchos.
Seis son hoy los tipos de país según su sociedad: Países con
sociedad civil con gran capacidad de organización, motivación y
activación colectiva y con un Estado fuerte y bien articulado
capaz de recoger los recursos y de estar presente en la sociedad
civil. Países con Estado fuerte y sociedad débil, lo más frecuente.
Países sin Estado ni sociedad civil fuertes, como en las repúblicas
bananeras. Países con Estado promotor de un equilibrio social
basado en un fuerte partido socialista democrático capaz de
establecer el pacto constitucional con las fuerzas políticas de
derecha e izquierda en orden a defender la democracia, y el pacto
complementario y prioritario con los sindicatos y amplios sectores
de la sociedad civil . Países con movimientos sociales potentes y
organizaciones populares y sindicales que desde fuera apoyan la
gestión que hace desde dentro el Estado. Este esperar sin dormitar
marcaría la actitud del resistente activo de la izquierda
anticapitalista que niega el desorden establecido, denuncia
testimonialmente y organiza la resistencia frente a los poderes
dominantes buscando un proyecto positivo y con posibilidades de
éxito. Países con un Estado que legitimaría en exclusiva la
sociedad civil a condición de que su ejercicio fuese conforme a
derecho social. Falta saber si lo que se presume un Estado
salvador no será aquello mismo que impida esa presunta
salvación. Lo ideal sería un tipo de sociedad civil fuerte, viva,
articulada, culta, ética, y un Estado mínimo y progresivamente
decreciente. Para ello habría que tomarse en serio que la
liberación de la sociedad civil es cosa de la sociedad civil misma,
y que no puede nunca esperarla del Estado cual concesión gratuita
de éste. Sea como fuere, el fundamento de la democracia está en la
defensa del respeto a las personas y a las instituciones dentro de la
libertad y buscando la igualdad”4. Ninguna sociedad digna puede
evitar la búsqueda de libertad, igualdad, fraternidad buscando
llenar de libertad la igualdad democrática, llenar de igualdad la
libertad democrática. Libertad e igualdad forman una mancuerna
indisoluble: libertad sin igualdad vacía, igualdad sin libertad
ciega; ni libertad sin igualdad, ni igualdad sin libertad. Esa es la
tarea de toda democracia; como dijera Alexis de Tocqueville
(1805-1889), “la democracia no da al pueblo el gobierno más
hábil pero hace lo que el gobierno más hábil es frecuentemente
incapaz de hacer: expande en todo el cuerpo social una fuerza
sobreabundante, una energía que no existe jamás sin ella y que,
por poco que las circunstancias sean favorables, puede hacer
maravillas”. En todas las culturas se ha exaltado la filadelfia. El
término adelphós, hermano, originariamente biológico, pasó a ser
sinónimo de prójimo entre los israelitas. Todavía durante la
Revolución francesa (1789) deviene lema: libertad, igualdad y
fraternidad. Frente a la monarquía absolutista, la reivindicación
más urgente y sentida era la libertad. Con ella se creía posible
acceder a la no menos ansiada igualdad. Sólo con la revolución
rusa de 1917, desconfiándose de la libertad del capitalismo, el
comunismo hizo hincapié en la igualdad incluso a costa de la
libertad. Desde entonces, el antiguo libertad, igualdad,
fraternidad ha dado paso al lema nuevo libertad, justicia,
solidaridad. Pero el término solidaridad no explica por qué haya
que ser solidarios: ¿por qué serlo con quien niega la fraternidad?
También fue suprimida la igualdad, a favor del término justicia,
algo demasiado abstracto. Lo que se mantiene es la libertad del
neoliberalismo para que el pez gordo se coma libremente al chico.
Y eso es lo que queda del lema del 1789. Mas ¿cómo hacer
fraternidad sin el reconocimiento de una misma Paternidad que nos
iguala a todos como hermanos en la igualdad, aquella que aun
siendo muy consciente de las diferencias las asume dentro de la
unidad común? Digamos pues: Fraternidad, igualdad, libertad. Y
4
Kant, E: Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Ed. Espasa, Madrid, 1990, pp. 100-103.
arrimemos el hombro.

1.7. Filosofía, fe y ciencia

No resulta fácil abrirse a lo Totalmente Otro en un mundo


como éste, gran espejo cóncavo para que el hombre se contemple
exclusivamente a sí mismo y no refracte ninguna mirada hacia
otro lugar que no sea el propio ombligo de cada Narciso; en tal
mundo no resulta fácil el reconocimiento de lo que le transciende,
le funda, le da sentido, y le salva. Pero también sabemos que en
dicho contexto, y a pesar de la arrogancia que exhibe, el ser
humano de hoy teme encontrarse con lo Totalmente Otro:
“Nunca, olvidaré que cierto día, en un pasillo del Ateneo, me
confesó un ingenuo ateneísta que él había nacido sin el prejuicio
religioso, Y esto me lo decía, poco más o menos, con el tono y
gesto que hubiera podido declararme: yo, ¿sabe usted?, he nacido
sin el rudimento del tercer párpado, Semejante manera de
considerar la religión es profundamente chabacana, Yo no
concibo que ningún hombre, el cual aspire a henchir su espíritu
indefinidamente, pueda renunciar sin dolor al mundo de lo
religioso; a mí al menos me produce enorme pesar sentirme
excluido de la participación en ese mundo, Porque hay un sentido
religioso, como hay un sentido estético y un sentido del olfato, del
tacto, de la visión, Porque es lo cierto que sublimando toda cosa
hasta su última determinación llega un instante en que la ciencia
acaba sin acabar la cosa; este núcleo transcientífico de la cosa es
su religiosidad”5. Ahora bien en el supuesto de que decidiésemos
hablar de Dios ¿no sería esa una ocupación noble y digna pero
arbitraria, necesaria aunque poco científica, y en definitiva una
manera como otra cualquiera de perder el tiempo sin llegar nunca
a ninguna conclusión? A esta pregunta se ha venido respondiendo
con opciones muy diferenciadas a lo largo del tiempo, respecto de
las cuales nos parece necesario señalar al menos las siguientes:
Inabarcabilidad de Dios. Si Dios existe, no puede ser
abarcado por ninguna mirada humana. Eso sí, la persona religiosa
se abre mediante la fe al misterio y a lo sagrado; con su fe va más

5
Ortega y Gasset, J: Sobre el santo. Obras, VI, 16.
allá de la mera razón matemática (razón dura) aunque no contra
ella. Mientras el creyente se arrodilla ante el misterio, el científico
busca resolverlo única y exclusivamente con la razón matemática,
es decir, con la demostración científica, lo que no impidió a un
personaje español del siglo XVII, Caramuel, escribir unas
Matemáticas audaces en orden a la demostración geométrica de
los dogmas católicos. A veces, pues, ciencia y religión incluyen
inevitables visiones del mundo. Así las cosas, ¿existe
irreductibilidad entre razón científico-matemática y fe religiosa?
Fideísmo. Para los fideistas sólo la religión es ciencia
verdadera, convicción propia de algunas religiones del libro
sagrado, no sólo inspirado sino incluso directamente escrito por
Dios, religiones por tanto no bien avenidas con la ciencia.
Todavía hoy de una manera especialísima defiende esta posición
el Islam. Los partidarios de esta opción, siempre a la defensiva y
anhelantes de salvar la fe de la amenaza de la ciencia, llegan a
convertirse, como el Bossuet de antaño, en apologetas de la santa
oscuridad, es decir, del oscurantismo frente a la razón, del
integrismo (la verdad es íntegra y exclusiva, o no es) frente al
progresismo, y del antigüismo frente al modernismo, aunque
tampoco nos parezcan intelectualmente muy fértiles los nuevos
modernistas, antítesis pero a la vez cuña de la misma madera.
Cientifismo. La religión es verdadera en la medida en que
sea científica: Los partidarios de esta opción se dicen a sí
mismos: puesto que la verdad es una y única, no cabe pensar ya
en doble verdad alguna, lo que ocurre es que la religión (como
Kant aseguraba) debe mantenerse dentro de los límites de la mera
razón para gozar de credibilidad; así pues, según esta opinión una
religión será verdadera en la medida en que encaje dentro de una
ética pura dictada por la mera razón, o sea, en la medida en que
coincida con el comportamiento modélico del héroe ético y
científico humanista, y de este modo la ética científica surgida del
músculo del Héroe adquiere un valor de absoluto que le confiere
primacía sobre la convicción religiosa del creyente centrado en
Dios. En esta opción se ha suplantado la palabra de Dios por el
cumplimiento ético de los filósofos y de los matemáticos, y este
moralismo ha hecho mucho más daño de lo que parece en las
religiones en la medida en que la relación de Amor queda
reducida a relación de justicia social a su vez explicitada con
pretensiones de rigor científico. Sólo la ciencia es verdadera:
Yendo más lejos en esta escalada, el saber científico se convierte
en religión del ateo, en el credo de los no creyentes. Aquí la
ciencia se convierte en Biblia, posición que encuentra su
formulación definitiva primero en la obra de Laplace Exposición
de los sistemas del mundo, el cual a la pregunta de Napoleón
sobre el lugar de Dios en su obra, responde: no necesito tal
hipótesis, y después en el positivismo, cuyo último exponente fue
el Círculo de Viena, que convierte a la física en religión de la
humanidad, a pesar de la advertencia de André Breton:
“Guardémonos de contribuir a la formación de una nueva religión
que sea, paradójicamente, la religión de la ciencia”6. La ciencia,
que surgió contra el inmovilismo, termina presa de él.
Indisoluble unidad entre el método y los resultados de la
ciencia. Llegados aquí, sería muy bueno desmitificar lo que desde
Descartes y Kant se ha denominado razón pura. En efecto, si
hubo alguna predicción autoderrotante fue la de que el progreso
enterraría a las religiones haciéndolas “entrar en razón”, concepto
límite tan polar y ficticio como el anterior, y por eso Hölderlin, el
inspirador del Programa sistemático más antiguo del idealismo
alemán -pretendida summa de la razón pura-, defiende su tesis
racionalista como un acto estético, una nueva mitología de la
razón. Imposible, pues, definir lo racional químicamente puro,
algo sobre lo que ninguno se puso jamás de acuerdo a pesar de
todos. Nada habría más fácil para derrotar a un racionalista
simplificador que pedirle una definición exhaustiva de razón:
bastaría con sentarse a su puerta para ver salir por ella su cadáver.
El racionista (racionista dogmático) se defiende como puede,
acusando a sus adversarios de andar dando trancazos contra el
candil de la racionalidad para imponer en su nombre el de su
oscuridad. En suma, cabe llegar a la barbarie cargado de sinrazón
pura, así como utilizar buenas razones para malas causas. ¿Hasta
cuándo el manejo de herramientas intelectuales tan obsoletas?
Hasta que demos el paso hacia la razón cálida, donde el yo pienso
incluye al yo quiero sin fagocitarle, donde la razón se hace

6
Position politique du surrealisme. Ed. Bélivaste, Paris, 1970, p. 67.
palabra cálida. Los animales estudiados por norteamericanos van
frenéticos de un lado para otro con gran apresuramiento y viveza,
y llegan al fin por casualidad al resultado apetecido. Los animales
observados por alemanes quedan quietos y pensativos y llegan a
la solución por obra de su conciencia interior. Para el hombre
corriente tal estado de cosas es desalentador. Tal vez las cobayas,
además de complacientes, son más listas que los
experimentadores y por eso se comportan conductistamente si el
que las estudia es conductista, y gestálticamente cuando se fija en
ellas un partidario de la psicología de la forma. ¿Acaso debemos
poner en duda la respetabilidad y objetividad de la ciencia, como
un todo? Seguramente sería exagerado llegar tan lejos, pero
incluso la investigación científica es una actividad humana tan
contaminada de mentiras y maldades como todo lo que éste toca.
Hay numerosos estudios que lo prueban. Algunos han escrito
interesantes libros en los que se pasa revista a los más célebres
fraudes de la historia de la ciencia, un panorama que va desde los
experimentos que Galileo no realizó, hasta los misteriosos ‘rayos
N’; desde el cráneo de Piltdown, hasta la poliagua, y desde los
más humildes ayudantes de laboratorio hasta los más eminentes
premios Nobel. Otros trabajos han analizado la estructura y
funcionamiento de la industria del saber, mostrando cómo se ven
implicados los jóvenes científicos en una loca carrera donde lo
que importa en definitiva no es la verdad sino el éxito en los
proyectos subvencionados, publicaciones, promociones
profesionales, premios y el reconocimiento público de las
autoridades reconocidas en la materia. La investigación científica
misma, con la anuencia de eximios científicos ha colaborado con
las más sanguinarias dictaduras de la historia. Todo ello es verdad
y, sin embargo, cualquiera que conozca la realidad de la ciencia y
del mundo podrá con justicia replicar que todas estas patologías
no empañan la salud global del cuerpo de saber positivo. Es cierto
que en nombre de la ciencia se engaña, se abusa y se oprime, pero
eso se debe precisamente a que el engaño, el abuso y la opresión
han de buscar un disfraz para perpetrar sus desmanes. Si los
pícaros de -antaño se hacían pasar por monjes o clérigos, ¿qué
hay de extraño en que quienes buscan hoy un fácil medro traten
de confundirse con lo que hay de más válido e indiscutible en el
panorama de la cultura contemporánea? La ciencia no es un mero
automatismo de la razón, algo que más tarde o más temprano
acabará produciendo un aparato desarrollado en el MIT (Instituto
Tecnológico de Masachusset): algo así como un dispositivo en el
que se arrojarían los datos empíricos por el colector de admisión y
se obtendrían las teorías pertinentes por la ranura de salida, al
igual que en una licuadora se echa la fruta por arriba y se recoge
el zumo por abajo. Las cosas son muy de otra forma: los
fenómenos que estudia el científico son ambiguos, admiten
muchas interpretaciones, pueden ser abordados desde distintos
puntos de vista y admiten racionalizaciones encontradas, llegando
al todo vale, como parecía decir Feyerabend; más bien la
investigación científica es como un concurso en el que se reparten
muchos trofeos, y en el que, según tu fortuna y habilidad, puedes
volver a casa con las manos vacías, agraciado con una modesta
pedrea, o favorecido con alguno de los premios gordos. Y para
conseguir éstos es necesario algo más que sacar brillo al ocular
del telescopio y punta al lapicero con que se realizan los cálculos:
es imperativo tener criterio a la hora de apuntar hacia un lugar del
cielo mejor que otro, o a la de elegir los algoritmos más
pertinentes. Eso es algo que tiene que ver con el establecimiento
de los presupuestos, y los presupuestos nunca están dados’ ni en
modo alguno son obvios, a no ser que renunciemos a la más
remota posibilidad de ser creativos y nos conformemos con sacar
algún decimal más a la estimación que otros acreditaron.
¿Y qué decir sobre la presunta inmutabilidad de los
presupuestos de las ciencias duras? Supongamos que hemos
adoptado una posición “realista”, o sea, que creemos que la
ciencia investiga una “verdad” que está más allá de nuestras
mentes y caprichos, y a la que podemos ir aproximando nuestras
creaciones intelectuales -las teorías- de un modo aceptable para
todos, por encima incluso de los intereses, prejuicios y
obcecaciones particulares. Al fin y al cabo, muchas afirmaciones
de la ciencia siguen siendo válidas siglos o milenios después de
que fueran formuladas por primera vez, y tenemos la fundada
esperanza de que lo sean por tiempo ilimitado. Es cierto que el
progreso científico nos obliga a modificar sin cesar muchas cosas,
pero tampoco es un tejer y destejer, sino un progresivo
afinamiento de un esbozo, cada vez más neto, completo y
significativo. Aunque se dé por bueno todo lo dicho, no está de
más distinguir entre una verdad con minúscula, propia de una
parcela restringida de la investigación, y otra verdad en sentido
más amplio, que no niega la anterior, pero sí la relativiza bastante.
Un ejemplo. Antaño se creía que la única base ontológica firme
para poder asentar la indagación científica era el determinismo. Si
las cosas no estuvieran determinadas en sí mismas, mal podría
conducir su estudio al descubrimiento de leyes. Y como de hecho
se habían encontrado leyes cada vez con mayor profusión y
alcance, se aceptaba que la realidad por fuerza estaba regulada en
la misma medida en que los científicos eran capaces de
anticiparla. Además, muchos creían razonable postular que, para
que la ciencia tuviera ante sí un horizonte ilimitado de progreso,
hasta la última parcela del universo tendría que estar
absolutamente predeterminada. El matemático y astrónomo
francés Laplace fue quien de un modo más enérgico sentó tal
presupuesto: una mente, decía, suficientemente capaz como para
registrar con todo detalle cómo se encuentra el universo en un
momento dado, podría en principio averiguar con certidumbre
cómo estuvo antes y cómo estará después. Aquí tenemos un
ejemplo de algo que, según el propio Laplace, nunca se podrá
acabar de demostrar, y que por tanto es un presupuesto de las
teorías científicas tal como las entendieron muchos sabios hasta
Einstein. Es un presupuesto que trataba de anticipar una verdad de
la ciencia, verdad que cada nuevo descubrimiento reforzaba y que
a su vez alentaba los esfuerzos de ulteriores generaciones para
seguir avanzando. La circunstancia de que esa presunta “verdad”
de la ciencia estuviera en conflicto con la creencia en la libertad,
con el carácter abierto de la historia y con los presupuestos de la
ética no molestaba a quienes, aun creyendo en ella, mantenían una
actitud esquizofrénica, optaban por el materialismo en otras
ocasiones, o simplemente se encogían de hombros. El
determinismo era un presupuesto gratuito y en el siglo XX llegó a
convertirse en un auténtico estorbo para el genuino progreso
científico: hasta que los investigadores no se quitaron de la mente
la obsesión por determinar la naturaleza no pudieron descubrir las
leyes más básicas e interesantes que rigen el mundo físico. Hacia
1920 muchos físicos abandonaron su fe en el determinismo no
tanto porque se dieran cuenta cabal de que se había convertido en
un obstáculo epistemológico, sino porque, desanimados por la
catástrofe de la primera conflagración mundial, sucumbieron a la
ola de irracionalismo que sacudió Europa en la posguerra. Este
caso, que no es el único en su especie y que, además, tiene una
trascendencia enorme. La primera es que las teorías científicas
parten de presupuestos que no son propiamente científicos, pero
que resultan en la práctica imprescindibles para hacer viable la
investigación. La segunda es que estos presupuestos trascienden
los límites de la ciencia concreta a que se aplican y por tanto
tienen una dimensión interdisciplinar. Tercera consecuencia: es
una grave y peligrosa manipulación olvidar la conexión orgánica
entre los distintos conocimientos y establecer presupuestos
únicamente en función de una más fácil y cómoda solución dentro
del ámbito restringido en que uno quiere moverse. Cuarta
consecuencia: resulta muy útil y conveniente, incluso desde el
punto de vista escuetamente científico, hacer un esfuerzo de
consideración global de la realidad a la hora de elegir los
presupuestos que van a servir como punto de partida de la
investigación. En otras palabras: hacer un poco de filósofo,
ejercitar la reflexión y la autocrítica en las fases preliminares de la
investigación, no sólo no está contraindicado, sino que es
recomendable, a la vista de los resultados de la historia y la
filosofía de la ciencia. Quinta consecuencia: conviene pensar, a
medida que progresa el estudio emprendido, qué repercusiones
pueden tener los resultados obtenidos en otras disciplinas afines o
relacionadas con la que se ejerce. Hacerlo así supone, además de
una muestra de solidaridad muy recomendable, una garantía de
corrección. Muchos atascos y errores podrían haber sido evitados,
si los investigadores de turno se hubiesen tomado la molestia de
considerar la monstruosidad teórica que estaban generando.
Pues bien, ¿da de sí la razón fría para dirigirse a Dios? ¿Si
no lo veo no lo creo, o si no lo creo no lo veo? Obviamente, no da
de sí o, como diría un kamikaze de la dialéctica, sí es verdad que
da de no: “Suponed que mañana por la mañana, después del
desayuno, todos nosotros somos sacudidos por un trueno que hace
añicos la tierra. Los árboles dejan caer sus hojas, el cielo es una
llamarada, las nubes se abren y aparece la inmensa y radiante
figura de un Zeus que señalándome exclama para que todos lo
oigan: Ya está bien de tus teologías, sutilezas lógicas y juegos de
palabras. De ahora en adelante, ten la completa seguridad de que
yo certísimamente existo. Y esto no ha sido un asunto privado
entre el cielo y yo, sino que todo el mundo ha oído lo que me
decía. Si esto ocurriera, yo quedaría completamente convencido
de que Dios existe”. Así escribe uno de los agnósticos más
connotados. A mí sin embargo su explicación me parece
demasiado sumaria, pues si yo viera a un Dios tan alto como el
Everest o el Himalaya juntos no vería a Dios, tan sólo a un
diosecillo enano y truculento. ¿Hasta cuándo habrá que seguir la
cantinela del si no lo veo no lo creo, y no más bien el si no lo creo
no lo veo? ¿Existe, pues, Dios? He aquí una selva de respuestas
diferentes: -Esa pregunta ha caducado: espiritualidad sí, religión
no. -La única excusa ante el mal, es que Dios no existe. -Dios no
estaba en Auschwitz. -Esa pregunta no viene en mi catecismo. -
¿De qué Dios está usted hablando? -Dios es un pensamiento que
vuelve torcido todo lo derecho y que hace voltearse a todo lo que
está de pie; ¿qué debería suceder para decir que Dios nos ama, o
que Dios no existe?; es asunto suyo. -Es tan ateo afirmar la
existencia de Dios como negarla, por eso de lo que no se puede
hablar es mejor callar. -La frase hay un Dios quiere decir que en
pleno ejercicio de mi libre arbitrio siento la necesidad de hacer el
bien. -¿Para qué más necesitamos a Dios?; si hubiera dioses,
¡cómo soportaría yo el no ser Dios! Por tanto no hay dioses. -Una
noche requerí a Dios para que, si de verdad existía, se declarase.
Permaneció callado y ya no volví a dirigirle la palabra. -Dios
existe, yo lo he encontrado. -Si Dios no existiera habría que
inventarle. -Si Dios no existiera, todo estaría permitido. -
¿Cambiaría tu comportamiento si existiera Dios? En caso
afirmativo, necesitas un Dios. -Todo está lleno de Dios.
Aquel ateo cayó por un precipicio y, mientras rodaba hacia
abajo, pudo agarrarse a una rama de un pequeño árbol, quedando
suspendido sobre la oscuridad del abismo que se abría a sus pies,
pero sabiendo que no podría aguantar mucho tiempo en aquella
situación. Entonces tuvo una idea: ¡Dios!, gritó con todas sus
fuerzas, pero sólo le respondió el silencio. ¡Dios’, volvió a gritar:
¡Si existes sálvame y te prometo que creeré en ti y enseñaré a los
otros a creer! Más silencio. Pero de pronto una poderosa Voz,
que hizo retumbar todo el cañón y que casi le hizo soltar la rama
por el susto, le respondió: Eso es lo que dicen todos cuando están
en apuros – ¡No, Dios, no!, gritó el hombre. ¡Yo no soy como los
demás! ¿Por qué habría de serlo, si ya he empezado a creer al
haber oído por mí mismo tu Voz? ¡Ahora todo lo que tienes que
hacer es salvarme, y yo proclamaré tu nombre hasta los confines
de la tierra! –De acuerdo, dijo la Voz. Te salvaré. Suelta esa
rama. -¿Soltar la rama?, gimió el pobre hombre, ¿crees que estoy
loco? A la mañana siguiente, unos excursionistas se encontraron
muy sorprendidos al ateo que había muerto congelado, agarrado
con dos manos al arbusto situado a poco más de un metro del
suelo. Y es que para escuchar la voz no basta con la racionalidad
fría.
En todo caso, preguntarse por Dios es razonable:
“Razonable no significa forzosamente verdad no suficientemente
probada pero conforme a la razón; significa primariamente que es
congruente aceptar en la vida aquello que la razón conoce, sea o
no suficiente tal conocimiento. Y la aceptación en cuestión será
tanto más razonable cuanto más riguroso sea el conocimiento. Lo
razonable en este sentido es más que lo racional; es lo racional
transfundido en todo el ser de la persona. Aunque se demostrara
matemáticamente la necesidad de que la voluntad acepte
incorporar al ser de la persona lo que la razón descubre, sin
embargo la aceptación real y efectiva quedaría siempre abierta a
una opción. Por eso es necesaria la voluntad de ir hacia el
fundamento de mi yo en la religación que pone en marcha el
proceso intelectivo. Este proceso es en sí mismo la constitución
del ámbito de una posible entrega a Dios. Pero esa misma actitud
como voluntad libre y razonable de entregarme a lo que la
inteligencia me muestre ser el fundamento de mi yo es principio
de que me entregue realmente a lo que la inteligencia conoce. En
su virtud, la entrega que era simple posibilidad constitutiva del
conocimiento de la realidad-fundamento se convierte, por un
mismo principio, en realización libre de aquella posibilidad en fe.
No se trata de que la fe lleve a la intelección, ni de que ésta lleve a
aquélla, sino de que ambos aspectos constituyen unidad en la raíz
misma de donde emerge el movimiento de la persona hacia Dios:
en la voluntad de fundamento como principio de actitud, en cuyo
interior conocimiento y fe no son sino dos momentos de este
unitario movimiento”7. Lejos, pues, de contraponer fe y razón,
entendemos la fe como algo razonable que, aun no siendo una
verdad suficientemente probada, es conforme a la razón, de ahí
que resulte congruente aceptar en la vida aquello que la razón
conoce, aceptación que será tanto más razonable cuanto más
riguroso sea el conocimiento. Lo razonable es lo racional
transfundido en todo el ser del hombre. Aunque se demostrara
matemáticamente la necesidad de que la voluntad aceptase
incorporar al ser de la persona lo que la razón descubre, la
aceptación real y efectiva quedaría siempre abierta a una opción.
Por eso es necesaria la voluntad de hallar fundamento. No se trata
de que la fe lleve a la intelección, ni ésta a aquélla, sino de que
constituyen unidad radical. Conocimiento y fe son dos momentos
de este unitario movimiento, la unidad radical no sólo posible
sino real del conocimiento de Dios y de la fe en Él como opción
libre por lo razonable. Fe razonable: el creyente no se salva por su
sola sabiduría, pero entiende mucho mejor aquello que cree, lo
transmite más fidedignamente, y vive con más fidelidad.
Despertémonos un poco antes para estudiar un poco más,
trabajando para entender sin dejar de entender para trabajar, pues
es necesario un enorme esfuerzo por expresar la fe con las
categorías culturales de cada época, por supuesto también de la
nuestra. En ese esfuerzo, la fe madrugadora, lejos de dejarse
arrastrar perezosamente por las culturas paganas, las fecunda con
su potencia propositiva, y de tal modo las transforma. La fe bruta
del carbonero estaría bien quizá para el carbonero que no hubiese
tenido ocasiones de cultivarse, pero el suyo parece un oficio a
extinguir. Dejemos, pues, que los carboneros entierren a sus
carboneros, y despertémonos para entender para trabajar y a la
inversa.

1.8. ¡Cuidado con el narcisismo del filósofo!

7
Zubiri, X El hombre y Dios. Alianza Ed, Madrid, 1988, pp. 275 ss. También Díaz, C: Preguntarse por Dios
es razonable. Ed. Encuentro, Madrid, 1989, 500 pp.
Pero el filósofo no es Dios, y es algo que molesta a
demasiados filósofos. El filósofo de la Ilustración adopta un porte
externo que simultáneamente seduce y repele. Casaca ceñida y
empolvada, gusto refinado y actitud engolada, siempre dispuesto
al razonamiento sutil, a la crítica mordaz y al galanteo
donjuanesco: “Cuando se habla de mujeres, dice Diderot, hay que
mojar la pluma en el arco iris y echar sobre la línea polvo de alas
de mariposa; como el perrito del peregrino, cada vez que se
sacuda la pata, es preciso que caigan perlas. Su hábitat es el salón
rococó, donde las damas coquetean y la única cosa que se les ha
enseñado es llevar bien la hoja de parra que han recibido de su
primera ancestra. Todo lo que se les dice y se les repite dieciocho
o diecinueve años seguidos se reduce a esto: hija mía, ten cuidado
con tu hoja de parra, tu hoja de parra va bien, tu hoja de parra va
mal” 8. Y el salón nos conduce al espacio geométrico en donde
surgen el palacio neoclásico y el jardín versallesco. Son los
lugares en los que la racionalidad cartesiana toma cuerpo en
columnatas y parterres, en perspectivas y fontanas, y donde la
aparente anarquía de la decoración capitula ante el poder de la
simetría, que la racionalidad impone. En el siglo de las luces todo
lo geométrico es luminoso, racional; geometría, luz y razón son
sinónimos; es también el siglo de la Enciclopedia, escritura
luminosa de los filósofos y compendio de todos los saberes y de
todos los sabedores, pues se aspira a que cada autor y cada uno de
sus vocablos contenga a todos los demás a modo de panóptico, de
acuerdo con la geometría newtoniana, donde un teorema contiene
a todos los demás por derivación. En el correspondiente artículo
de la Enciclopedia ‘el filósofo camina en el rigor y en la luz, los
demás entre las tinieblas, toma por verdadero lo que es verdadero,
por falso lo que es falso, por dudoso lo que es dudoso, por
verosímil lo que no es más que verosímil. Cuando no tiene motivo
propio para juzgar, permanece impasible. Así juzga y habla
menos, pero juzga con más seguridad y habla mejor. Sus ideas
son claras y distintas, de lo contrario suspende su juicio, pone lo
juzgado entre paréntesis. El filósofo aclara las causas, a menudo
8
Escritos filosóficos. Editora Nacional, Madrid, 1975, pp. 243-246.
incluso las previene, y se entrega a ellas con conocimiento; es, por
así decirlo, como un reloj que se da cuerda a sí mismo”9. No cabe
definición más ventajosa de algo en este periodo que la de
llamarle a alguien reloj, sustantivo que se utiliza para definir a
Dios -relojero- y derivadamente al supuestamente especialista en
cuestiones divinas, el matemático. Dios es matemático, y el
matemático quien está más cerca de Dios, tal y como lo postula el
deísmo. El reloj es orden, rigor, puntualidad, exactitud, verdad. Es
la época de los coleccionistas de relojes. Y de las máquinas. El
filósofo -continúa la Enciclopedia- evita los objetos que puedan
causarle sentimientos que no convienen al bienestar ni a la razón.
Microcosmos que refleja al macrocosmos, es el señor de la
autonomía y de la autarquía sin depender de nadie, pues la gracia
obliga al cristiano a actuar, pero sólo la razón al filósofo. Es
además un hombre honrado que quiere agradar y ser útil, está
lleno de humanidad y nada humano le deja indiferente. Cuanta
más razón encontréis en un hombre, hallaréis en él más honradez.
Por el contrario, donde reina el fanatismo y la superstición vencen
las pasiones y el arrebato. El hombre de razón es hombre sin
pasión, por encima del bien y del mal, ecos de Sócrates que
Benito Spinoza asumirá siglos después. Si la razón es el bien, el
mal es irracional; lo bueno surge por despliegue analítico de lo
racional. Si analizamos lo racional encontraremos lo real, o sea, lo
bueno, tesis que a su vez desarrollará Hegel. Y, como no es un
tímpano de hielo ni un extraterrícola, “el verdadero filósofo no
está atormentado por la ambición, pero desea tener las
comodidades de la vida; le es preciso, además de lo estrictamente
necesario, algo comedidamente superfluo necesario para un
hombre honesto, y con lo que sólo se es feliz; es la base del
bienestar y de los placeres. Son falsos filósofos quienes han dado
lugar a este panegírico con sus indolencias y máximas
deslumbrantes: que le basta lo estrictamente necesario. Los
pueblos serán dichosos cuando los reyes sean filósofos, o cuando
los filósofos sean reyes 10.

9
Gómez Heras, J. M: Prólogo a Ginzo, A: La Ilustración francesa. Ed. Cincel, Madrid, 1985, pp. 9-10.
10
Diderot y D’Alembert: Artículos políticos de la Enciclopedia. Ed. Tecnos, Madrid, 1986, pp. 60-65.

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