Eucaristica PDF
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LA LITURGIA EUCARÍSTICA
I. OFERTORIO
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Antiguamente los fieles que acudían a la misa llevaban el pan que iba a
convertirse en Jesús mediante las palabras de la consagración y lo
depositaban sobre el altar. Era un símbolo de que sus esfuerzos se
transformaban en Cristo. Con su esfuerzo habían ganado un salario, y con
éste habían comprado el pan. O ellos mismos habían amasado el pan. Ese
pan ahora se transformaría en Cristo. Con el tiempo se dejó de hacer esta
entrega, pues empezó a emplearse pan sin levadura, que no estaba a la
venta. Los fieles donaban una limosna, y con éstas se compraba el pan
utilizado en la misa.
El Concilio Vaticano II quiso recuperar este simbolismo. Aunque los
fieles no compren o elaboren el pan y el vino, sino que se adquieran con las
limosnas que se entregan, los llevan en procesión hasta el sacerdote, quien
los recibe y los deposita sobre el altar. Son unos cuantos fieles, pero
representan a toda la comunidad.
Ahí está nuestro trabajo, nuestros esfuerzos, nuestros dolores, nuestras
alegrías. Todo lo que somos. Nuestro ser mismo lo entregamos al sacerdote
para que se vuelva Cristo. Para que la misa nos transforme en otros cristos,
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en el mismo Cristo. Una misa bien vivida no nos puede dejar siendo iguales
que antes.
Se cuenta que, tras una Cuaresma de penitencia, san Jerónimo tuvo una
visión de Jesús. Nuestro Señor le preguntó sobre qué era capaz de darle. San
Jerónimo le fue respondiendo que sus ayunos, sus penitencias, su familia,
sus amigos. Jesús le volvió a preguntar qué era capaz de darle. San Jerónimo
no supo que responder. Jesús, entonces, le dijo: dame tus pecados. También
podemos entregar nuestros pecados en este momento, para que Jesús los
cargue (Is 53, 4) para redimirlos y para curarlos en sus heridas (1 Pe 2, 24).
La materia del sacramento, el pan y el vino, debe ser natural y de la mejor
calidad. Si se va a transformar en el Señor, debe ser lo mejor. El pan que se
utiliza debe ser ázimo exclusivamente de trigo y hecho recientemente.3 El
vino que se emplea debe ser natural, fruto de la vid no mezclado con
sustancias extrañas.4 Debe de usarse vio autorizado por los obispos pues el
vino comercial muchas veces no es natural y fruto de la vid. No puede
usarse vino avinagrado.5
El pan se lleva en un vaso sagrado llamado patena y en otro más grande
llamado copón. El vino, en cambio, no se lleva en el cáliz en donde ha de
consagrarse, sino en una jarra pequeña llamada vinajera. En realidad, son
dos vinajeras, pues en otra se lleva agua, ya que al vino debe de agregársele
un poco de agua para ofrecer el Sacrificio,6 por un simbolismo que veremos
adelante.
Los fieles llevan al altar pan y vino, pero después recogerán del altar, en
la comunión, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, aunque se oculten bajo
las apariencias del pan y del vino.
3
CIC, cc. 924 y 926
4
CIC c. 924§3 e IGMR n. 322
5
IGMR n. 323
6
CIC c. 924§1
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Junto con el pan y el vino pueden llevarse otros dones. No son símbolos,
sino regalos. Donaciones para el culto, como puede ser velas, o incienso. O
donaciones para los pobres, como ropa, alimentos, bebidas, que se les darán
posteriormente.
Esta procesión y entrega de los dones es potestativa; no obligatoria. Hay
ocasiones en que no puede realizarse, como en las misas entre semana. En
estos casos, el acólito lleva el pan y el vino al altar y con ello se simboliza
esta donación que todos hacemos del pan y del vino para que se conviertan
en Jesucristo, y de la donación que hacemos de nuestro propio ser para ser
transformados.
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enteren todos los presentes. Otras veces puede ser mejor decirlas en bajo,
para que en silencio cada uno de los presentes puedan presentarse a si
mismos al Padre. En cualquier caso, la ausencia de palabras de los fieles no
es una espera hasta que les toque decir algo, sino que debe ser un momento
en el que en el interior suceda lo que ocurre en el exterior. Si la ofrenda se
prepara, los fieles deben de prepararse a si mismos, ponerse en camino hacia
la transformación en Cristo.
Las palabras de presentación del pan bendicen a Dios. Como Jesús que
tomando el pan bendijo al Padre (Mt 26, 26; Mc 14, 22). Su contenido
recuerda las oraciones que los judíos recitaban en la mesa. Por ello, este
momento se enlaza con el gesto del cabeza de familia judío que eleva el pan
hacia Dios para de nuevo recibirlo de Él, renovado
Con estas palabras se expresa que se trata de una materia dada por Dios,
pero transformada por los hombres, quienes molieron el trigo y cocieron la
harina, pero que hemos recibido como producto de la generosidad de Dios,
que ha escuchado la petición que le dirigimos cada vez que rezamos el
Padrenuestro. Ese don gratuito se ha seleccionado para que se transforme
en el Pan de Vida, conforme a la expresión con la que se define el mismo
Jesús (Jn 6, 98):
“Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y
del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te
presentamos; él será para nosotros pan de vida.”
Si la presentación se hizo en voz alta, los fieles responden bendiciendo a
Dios:
“Bendito seas por siempre, Señor”
Después, el sacerdote prepara el cáliz, salvo que un diácono lo haya
hecho antes. El cáliz se prepara colocando vino y una gota de agua. En la
antigüedad el vino no era como actualmente. Era más denso. Parecía un
jarabe. Era necesario echarle agua para beberlo. Los maestresalas eran
expertos en eso; sabían qué cantidad de agua que echarle a un vino para que
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fuera bueno. Por la época, Jesús instituyó la Eucaristía con vino mezclado
con agua. Por eso se hace esa mezcla.
Pero además de esta razón histórica, hay una simbólica. El agua simboliza
a la humanidad. Es solo una gota que se pierde en la inmensidad del vino
ya vertido en el cáliz, que simboliza a la divinidad. No somos nada frente a
Dios. Nos perdemos en él. Pero más allá de esta realidad, este gesto puede
ser un deseo de vida: que nos perdamos en Dios, que nos abandonemos
totalmente en Dios. Una donación total podemos ofrecer mientras se
realiza este gesto.
Quien prepara el cáliz expresa con unas palabras, que dice en secreto, el
maravilloso intercambio que ha de producirse. A nosotros que somos nada,
podemos participar de la vida divina gracias al bautismo que nos ha
insertado en la Trinidad, del mismo modo que el Hijo participó en nuestra
humanidad al hacerse hombre:
“El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida
divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana.”
Esas palabras las puede decir en su corazón cualquiera de los presentes,
aunque no esté viendo el agua perderse en el vino, para abandonarse
totalmente en la inmensidad del amor de Dios.
La preparación del cáliz se hace en un extremo del altar y no en el centro,
pues no se trata de un gesto o de una oración dirigida a Dios, sino sólo de
un preparativo.
Después, el sacerdote presenta el vino elevando un poco el cáliz,
mientras dice unas palabras semejantes a las usadas para presentar el pan.
Se bendice al Padre, como lo hizo Jesús en la Última Cena, por habernos
dado las uvas que, gracias al trabajo del hombre, se transformaron en el
vino. No solo se presenta un producto de la naturaleza; el hombre ha
trabajado ese fruto. Y esa unión del don gratuito natural y del trabajo
humano ahora se presenta para ser transformado en la bebida de salvación
con estas palabras:
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“Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del
trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te
presentamos; él será para nosotros bebida de salvación.”
Estas palabras las irá en voz baja si se canta y, de no cantarse, puede
decirlas en voz baja o voz alta, según se estime oportuno. Si se dicen en voz
alta, los fieles responden bendiciendo a Dios, como se hizo con el pan:
“Bendito seas por siempre, Señor”
Después de presentar el vino, el sacerdote se inclina profundamente
frente al altar de Dios. Es un gesto de humildad, de demostrar lo poco que
somos y valemos frente al Todopoderoso. Y en esta posición humilde, el
sacerdote le pide a Dios que reciba el sacrificio que va a ofrecerle.
Desde luego, el Padre recibe con agrado el sacrificio de su Hijo, el
sacrificio de quien hace su voluntad. Pero junto con el sacrificio de Cristo,
está el sacrifico que cada uno de los presentes le ofrecemos al Padre. Y no
queremos que le sea desagradable como el sacrificio de Caín (Gen 4, 5), o
como los sacrificios que le ofrecía la casa de Israel (Am 5, 22). Ofreciendo
un espíritu humilde y contrito, como dice el salmo (51, 17), y como ahora
quiere simbolizar el sacerdote al inclinarse, el sacrificio será agradable al
Señor.
Estas palabras el sacerdote siempre las dirá en voz baja, pero todos
pueden hacer un acto de humildad y ofrecer su corazón contrito en ese
momento con las mismas palabras:
“Acepta Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que
éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor,
Dios nuestro.”
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3. Incensación
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4. Lavabo
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“El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su
nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia.”
Como todos ya están orando, el sacerdote no invita nuevamente a orar
diciendo “Oremos”, sino que continúa con la oración. La petición de la
asamblea la concluye el sacerdote dirigiéndose al Dios de forma solemne,
con las manos extendidas, y pidiéndole que acepte las ofrendas que se le
han presentado. Esta oración cambia cada día.
Como no somos mas que polvo, la oración que dirigimos a Dios en si no
vale nada. Por eso, el sacerdote concluye diciendo que no es por nuestros
méritos, sino por los de Jesucristo. Si es a él a quien se dirige la oración,
concluye:
“Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.”
Si la oración se dirigía al Padre, se pone como mediador al Hijo, y la
oración concluye:
“Por Jesucristo, nuestro Señor.”
Por concordancia en lo que se dice, si la oración se dirigió al Padre, pero
se mencionó al Hijo al final, concluye diciendo:
“Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.”
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Con las palabras y con un gesto está invitando a todos los presentes, y
también a él mismo, porque lo hace en la primera persona del plural. Si el
gesto y la palabra coinciden es para remarcar que es algo que debemos hacer
todos los que participamos en la misa. No es una frase hecha. Es una
invitación presente. Levantar es llevar a lo alto, al cielo. Es la dimensión
ascendente de la liturgia: subir a Dios. Levantar el corazón es subir los
afectos y los pensamientos al cielo; que a partir de ahora se dediquen en
exclusiva al que habita en lo alto (Sal 122, 2).
Mientras el sacerdote levanta las manos puede pensar que está haciendo
el gesto de los niños pequeños cuando piden a su papá que los cargue. Los
fieles pueden también pensar que el sacerdote en representación de todos
le pide al Padre que nos cargue en sus brazos.
Desde los ritos introductorios, la liturgia nos ha ido elevando. Por eso,
los presentes pueden contestar:
“Lo tenemos levantado hacia el Señor.”
Todo lo anterior nos ha subido. Si hemos estado distraídos, este es un
buen momento para concentrarnos, de manera que no sea una frase ritual
el responder que tenemos levantado el corazón hacia el Señor, sino que
venga acompañada de una elevación del pensamiento y de los afectos a
partir de ese momento.
En la Última Cena Jesús realizó cuatro acciones: tomar, dar gracias,
partir, y dar (Lc 22, 19-20), como antes dijimos. La segunda de las acciones
ahora la repetirá el sacerdote: dar gracias. Comenzará a darle gracias al
Padre, como lo hizo Jesús en el cenáculo. Como ya lo había hecho
anteriormente, diciendo: “Te doy gracias, Padre” (Lc 10, 21 Mt 11, 25). Y
como lo hizo antes de la segunda multiplicación de los panes (Mc 8, 6).
Jesús ofreció el sacrifico de acción de gracias al que se refería el salmo (50,
14), y ahora lo viviremos. Para ello invita a todos, él incluido, a dar gracias a
Dios:
“Demos gracias al Señor, nuestro Dios”
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inadvertido. Dar gracias por Jesús. Por su encarnación, por sus enseñanzas,
por su muerte, por su resurrección. Por liberarnos (Rom 6, 18), por
comprarnos (1 Cor 6, 20) y hacernos hijos de Dios (1 Jn 3, 1). A veces damos
gracias por otras cosas, por un favor recibido; pero no la hacemos por lo más
importante, por Jesucristo.
Levantamos el corazón. Se encuentra en el cielo. Ahí están los santos y
los ángeles cantando al Señor. Nuestro lenguaje para darle gracias a Dios es
limitado. Por ello nos unimos al coro de los ángeles. De acuerdo al
Apocalipsis, los ángeles no se candaban de decir día y noche “Santo, Santo,
Santo, es el Señor Dios” (4, 8). El profeta Isaías también escuchó a los
serafines cantar tres veces la santidad del Señor: “¡Santo santo, santo es el
Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria.” (6, 3). Esas
palabras tomadas de Isaías han servido para componer el himno angélico,
al que se suma la expresión de público exclamada por la multitud que
recibió a Jesús en Jerusalén: “¡Hosanna en las alturas! ¡Bendito el que viene
en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21, 9; Mc 11, 9; Jn 12, 12),
tomando una expresión del salmo 118 (26). Unidos a los ángeles y a esa
multitud, cantamos:
“Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo. Llenos están el cielo y
la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre
del Señor. Hosanna en el cielo.”
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al Padre. Por ello se le conoce como Canon Romano. Se usaba desde los
primeros siglos, y su actual forma, sustancialmente, la definió san Gregorio
Magno.
Tras el Concilio Vaticano II se compusieron otras doce fórmulas
llamadas anáforas o plegarias eucarísticas. De esta forma, en el Misal se
prevén trece: cuatro en el apartado del ordinario; y en el apéndice aparece
la V (con cuatro variantes); la llamada “de la reconciliación” (con dos
variantes); y tres para las misas con niños.
Aunque son distintas, todas tienen elementos comunes. Vamos a
explicar estos únicamente en las cuatro plegarias que aparecen en el
ordinario, y que son las que se utilizan con más frecuencia.
Como la Plegaria Eucarística ya inició con el prefacio, la primera parte
después del Santo es una continuación de prefacio.
1. Canon Romano
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2. Plegaria Eucarística II
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Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, III, q. 83, a. 5
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4. Plegaria Eucarística IV
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entrar en Jerusalén, cuando unos griegos pidieron a Felipe verlo (Jn 12, 28);
y también indica que en ese momento había amado hasta el extremo a los
suyos, como indica Juan al inicio del relato de la Última Cena (Jn 13, 1).
Después, en las cuatro anáforas el sacerdote narra que Jesús tomó el pan,
como lo indican los cuatro relatos de la institución que aparecen en el
Nuevo Testamento. El Canon Romano explicita que lo tomó en “sus santas
y venerables manos”. En este momento, el sacerdote toma el pan en sus
manos.
El Canon Romano, después de narra esa acción, dice que Jesús elevó los
ojos al cielo, hacia el Padre, como hizo en la oración sacerdotal (Jn 17, 1). En
este momento, el sacerdote debe de elevar los ojos también.
Luego, salvo en la Plegaria Eucarística IV se narra que Jesús dio gracias,
como lo indican San Lucas y San Pablo (Lc 22, 19; 1 Cor, 11, 24). Después,
salvo en la Plegaria Eucarística II se narra que Jesús bendijo al Padre, como
lo indican San Mateo y San Marcos (Mt 26, 26, Mc 14, 22).
La narración continúa, en las cuatro anáforas, indicando que Jesús partió
el pan y lo dio, como aparece en los cuatro relatos de la institución. Estas
acciones no deben de ser imitadas por el sacerdote en este momento. Las va
a realizar, porque en la misa se repiten las mismas acciones de Cristo. Pero
en otros momentos posteriores.
De esta forma, en el Canon Romano se narra:
“Él mismo, la víspera de su Pasión, tomó pan en sus santas y venerables
manos y, elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso,
dando gracias te bendijo, lo partió, y lo dio a sus discípulos, diciendo:”
En la Plegaria Eucarística II:
“El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente
aceptada, tomó pan, dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos,
diciendo:”
En la Plegaria Eucarística III
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“Porque Él mismo, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y dando
gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:”
Y en la Plegaria Eucarística IV
“Porque él mismo, llegada la hora en que había de ser glorificado por ti,
Padre santo, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo. Y, mientras cenaba con sus discípulos, tomó pan, te
bendijo, lo partió y se lo dio, diciendo:”
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oído no. Hemos escuchado que Jesús dijo “es mi cuerpo”. Y le creemos,
porque solo él tiene palabras de vida eterna (Jn 6, 68).
En los primeros siglos, después de consagrar el Pan, el sacerdote lo dejaba
sobre el altar. Pero los fieles, llenos de fe, le pedían al sacerdote que les
mostrara la Hostia recién consagrada. Como los griegos que se le acercaron
a Felipe para pedirle: “queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). Para satisfacer esta
devoción eucarística, se dispuso que el sacerdote elevara el Cuerpo de
Cristo para que todos lo pusieran ver.
Durante el ofertorio se levantó un poco el pan en la patena. Ahora el
sacerdote lo eleva mucho más alto y sin la patena. Dice el Misal que el
sacerdote muestra el Cuerpo de Cristo a los fieles. El sacerdote muestra. El
gesto lógico de los fieles es mirar lo que se muestra. Ver ese Pan que no es
pan, sino Jesús que nos dice “yo soy el pan de vida” (Jn 6, 35), yo soy, aunque
con tus ojos no te des cuenta. Ahí esta Jesús, en las manos del sacerdote,
buscando miradas de amor. Y en este momento puede decirse la frase del
Apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”, como lo recomendaba el papa san
Pio X.
Un himno eucarístico dice: “Ave, verdadero cuerpo nacido de María
Virgen”. El mismo cuerpo que vivió en María y que nació de ella, está ahora
presente bajo la apariencia pan. En este momento también podemos
encontrar a María, llevándonos a Jesús.
Durante la elevación, el acólito o el diácono puede incensar el Cuerpo de
Cristo. Los Magos regalaron incienso a Jesús (Mt 2, 11), porque reconocían
que ese pequeño niño era Dios. Ahora se inciensa como un acto de fe en
que no es Pan, sino Cristo. Como indica el salmo 141, el incienso también
representa la oración de todos los presentes que llega hasta Cristo presente
en lo alto de los brazos del sacerdote.
Una vez que termina la elevación, el sacerdote deja el Cuerpo de Cristo
en la patena. Y el Misal indica lo adora haciendo genuflexión. No es
simplemente hacer una genuflexión. Es adorar de esa manera. Es reconocer
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la pequeñez del sacerdote como hombre, igual que la de todos los fieles,
frente a Dios ahora presente sobre el altar.
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estaba su Salvador, nosotros creemos que dentro del cáliz está Jesucristo
como estaba en el vientre de María.
Durante la elevación, el diácono o el acólito pueden incensar el cáliz,
como durante la elevación anterior. Si se inciensa, frente al altar podemos
ver una nube, que nos recuerda a la nube que guiaba al pueblo de Israel (Ex
13, 17-22), o la columna desde donde el Señor hablan a Moisés (Ex 24, 18). Es
la Eucaristía la guía de nuestra vida; en la Eucaristía escucharemos la voz de
Dios, porque no son pan ni vino, sino la misma Palabra de Dios hecha
hombre.
El sacerdote deja el cáliz sobre el altar, y el Misal indica nuevamente que
lo adora haciendo genuflexión. El sacerdote y los fieles adoran. Adorar es
rendir culto. Pero en castellano también significa amar con extremo. Es un
momento para manifestarle en el corazón nuestro amor a Jesús presente en
el altar.
3. Aclamación
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Didaché 10.6
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Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Madrid, Cristiandad, 2001, p. 78
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Homilía del 10 de febrero de 2014.
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Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm.
48; Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, de 25 de mayo de 1967, núm. 12.
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Narra San Juan, que en la Última Cena Jesús oró al Padre pidiéndole por
sus apóstoles: “Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos
que tú me diste, porque son tuyos” (Jn 17, 9), y por los que habríamos de
seguirlo en el futuro: “No solo por ellos ruego, sino también por los que
crean en mi por la palabra de ellos” (Jn 17, 20).
Jesús pidió por los que lo seguían en ese momento como por los que lo
seguiríamos en un futuro. Pidió por los que componemos la Iglesia en
cualquier momento de la historia. Por eso, el sacerdote intercede en este
momento por la Iglesia, tanto por los vivos como por los difuntos, y
expresando que la misa se celebra en comunión con toda la Iglesia, tanto la
del cielo como la de la tierra.
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Tras decir sus nombres, el sacerdote hace una pausa para orar en silencio
por ellos. Luego, prosigue pidiendo por los presentes y por los suyos,
rogando por el perdón de sus pecados y por su salvación:
“y de todos los aquí reunidos, cuya fe y entrega bien conoces; por ellos y
todos los suyos, por el perdón de sus pecados y la salvación que esperan, te
ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, a ti, eterno
Dios, vivo y verdadero.”
En esta oración se reconoce que no solo el sacerdote ofrece el sacrificio,
sino que también los fieles lo hacen. Cada uno de distinto modo. Pero con
ello se corrobora que los fieles deben aprender a ofrecerse a si mismos en la
misa.
El sacerdote prosigue conmemorando a los santos, quienes dan ejemplo
e interceden por los vivos. Tras nombrar a Santa María y a San José,
aparecen veinticuatro santos, pues San Gregorio Magno fijó en “dos veces
doce” el número de santos que se mencionarían. Primero a los Doce
Apóstoles, sustituyendo a Matías por Pablo. Luego a doce mártires: cinco
papas (Lino, Cleto, Clemente, Sixto y Cornelio) un obispo de Cártago
(Cipriano), un diácono (Lorenzo) y cuatro laicos (Crisógono, Juan, Pablo,
Cosme y Damián):
“Reunidos en comunión con toda la Iglesia, veneramos la memoria, ante
todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro
Dios y Señor; la de su esposo, San José; la de los santos apóstoles y mártires
Pedro y Pablo, Andrés, Santiago y Juan, Tomás, Santiago, Felipe,
Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo; Lino, Cleto, Clemente, Sixto,
Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián,
y la de todos los santos; por sus méritos y oraciones concédenos en todo tu
protección.”
También se pide por los vivos tras la consagración. Dándose un golpe en
el pecho, como reconociendo la culpa de sus pecados (Lc 18, 13), pero
también que el Padre es profundamente misericordioso (Lc 6, 36), se le pide
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27,15-26; 1Crón 16,36; Neh 8,6). Aunque todos los fieles se han ofrecido a si
mismos y se han unido al Sacrificio, lo han hecho en el interior de su
corazón. Ahora, en voz alta, se unen a todo lo dicho por el sacerdote. Es,
como decía san Agustín, como si firmaran la petición.
No lo mandan las rúbricas, pero es conveniente que el sacerdote espere a
que el pueblo responda el Amén, como signo de que se unen a esta
presentación de la Víctima inmaculada al Padre en el Espíritu, como signo
de que todos son atraídos hacia Cristo cuando es levantado (Jn 12, 32).
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