Santos y Sinverguenzas en La Hi - Nancy Guthrie

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“¡Cuánto agradezco a Dios por el nuevo libro y estudio bíblico

personal de Nancy Guthrie, Santos y sinvergüenzas en la historia


de Jesús! Este es el libro que pondré en manos de todas mis
amigas, desde la que aún no es creyente hasta la cristiana madura.
Desarrollado en forma de drama, este libro presenta con claridad a
las personas que vivieron o interactuaron (mayormente) con Jesús
durante su ministerio terrenal. Como un espejo, este libro invita a la
lectora a contemplarse en el reflejo de cómo personas reales
interactuaban con el Jesús real y resucitado. Exponerse a este
reflejo sería horrible si Nancy no fuera una guía tan fiel que nos
recordara a cada paso que el arrepentimiento es el camino a seguir
y que lo que nos alecciona nunca nos puede lastimar. Santos y
sinvergüenzas es un libro convincente y reconfortante a la vez, que
recuerda a todo verdadero creyente que la familia de Dios es
imperfecta y está unida por gracia, sangre y fe, y por el Rey de
reyes y Señor de señores, quien se hace manso y humilde para la
salvación de su pueblo. El llamado de alerta a la vida del evangelio
es fuerte y genuino en este libro. ¡Oh, qué Salvador! ¡Oh, qué
libro!”.
Rosaria Butterfield, exprofesora de inglés en la Universidad de
Syracuse; autora de El evangelio viene con la llave de la casa
“Aprecio profundamente la capacidad de Nancy Guthrie de alabar
las maravillas de la gracia con una prosa tan fascinante, y este libro
no es la excepción. Santos y sinvergüenzas en la historia de Jesús
es una genial galería de ‘canallas’ redimidos con un conmovedor
centro de atención puesto en el Santo, que no tuvo reparos en venir
por sinvergüenzas como tú y yo. Lee y renuévate en el evangelio”.
Jared C. Wilson, profesor asistente del ministerio pastoral de
Spurgeon College; autor residente en Midwestern Baptist
Theological Seminary; autor de The Imperfect Disciple
“Si alguna vez has pensado que la Biblia pertenece a otro mundo,
debes leer este libro. Los convincentes relatos de Nancy Guthrie te
presentarán la vida de personas cuya interacción con Jesús es
sorprendentemente parecida a la nuestra. Estos personajes
hablarán directamente a la realidad de tu vida, y te ofrecerán una
nueva visión de todo lo que puede ser tuyo en Jesucristo. Prepárate
para verte reflejada en los sinvergüenzas y, por la gracia de Dios,
ser más semejante a los santos”.
Colin S. Smith, pastor principal de la iglesia The Orchard,
Arlington Heights, Illinois; autor de El cielo, cómo llegué aquí y
Heaven, So Near—So Far
“Nancy Guthrie da una visión muy acertada de Cristo a lo largo de
las Escrituras. Incluso en detalles de los relatos bíblicos, Santos y
sinvergüenzas en la historia de Jesús aborda la historia
predominante de Aquel que transforma a los pecadores. Reúne a
algunas amigas y sumérjanse en cada historia para ver el impacto
que Jesús tuvo en la vida de los hipócritas, malhechores y
delincuentes. Tal vez te veas reflejada en los personajes, y tu
corazón se conmueva cuando conozcas mejor a Cristo”.
Keri Folmar, directora de ministerios femeninos de la United
Christian Church de Dubai; autora de The Good Portion:
Scripture
Este libro está dedicado afectuosamente a las mujeres de
Cornerstone Presbyterian Church de Franklin, Tennessee. Algunos
domingos recorro el salón con mi mirada, y me emociona ver que he
recibido el inmenso regalo de mujeres piadosas con quienes
caminar en esta vida de fe. Cada semana nos reunimos para
confesar nuestros actos vergonzosos y tener la seguridad del
perdón. Escuchamos la Palabra de Dios y participamos de la Cena
del Señor, y salimos al mundo como “los santificados en Cristo
Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar
invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 1:2).
CONTENIDO

PORTADA
PORTADA INTERIOR
ELOGIOS
DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN
1. LA VOZ
2. LA FAMILIA
3. LA PIEDRA
4. LOS HIPÓCRITAS
5. EL ESTAFADOR
6. EL OPORTUNISTA Y LA MUJER AGRADECIDA
7. EL SACERDOTE
8. LOS DELINCUENTES
9. EL DISCÍPULO
10. EL PEOR
BIBLIOGRAFÍA
MATERIAL ADICIONAL
COALICIÓN POR EL EVANGELIO
CRÉDITOS
EDITORIAL PORTAVOZ
INTRODUCCIÓN

L a historia de Jesús incluye todo tipo de personajes: un primo


segundo que lo reconoció, padres que lo amaban, discípulos
que lo malinterpretaban, exigentes guardianes de la ley que
maquinaban para acusarlo, un amigo que lo traicionó, sacerdotes
que conspiraron contra Él y seguidores que murieron por Él. Si bien
algunos lo aceptaban, otros lo odiaban. Algunos querían servirlo,
pero otros querían aprovecharse de Él. Algunos que afirmaban ser
santos demostraron ser sinvergüenzas. Y otros que comenzaron
como sinvergüenzas se transformaron en santos.
Para algunas de nosotras, muchos de estos personajes todavía
penden de la pizarra de fieltro de la escuela dominical. Aprendimos
quiénes eran y el rol que desempeñaron en la historia de Jesús
hace mucho tiempo, tal vez en la infancia, y nunca hemos llegado a
verlos en su profundidad, como seres humanos más complejos.
Otras de nosotras no tenemos un trasfondo de historias de escuela
dominical y no hemos aprendido sobre estos personajes durante
nuestra infancia. Somos más bien una pizarra en blanco. O, si no
está completamente en blanco, quizás tengamos algunos espacios
en blanco bastante grandes. Todavía estamos tratando de encontrar
sentido a la historia de Jesús en términos de por qué vino, cuál era
su mensaje, por qué algunos lo amaban y otros lo odiaban, y por
qué incluso hoy sigue siendo una figura tan polarizadora.
Espero añadir, profundizar, pulir o quizás corregir tu conocimiento
de los distintos personajes que presento en los siguientes capítulos.
Espero mostrártelos desde una perspectiva que quizás no hayas
visto antes o, al menos, a través de una lente más nítida, que te
ayude a verlos mejor. Espero que los veas en una dimensión más
completa en términos de sus debilidades y limitaciones humanas,
así como de su confianza y valor. Espero mostrarte algunas de las
cosas que pueden haber contribuido a sus expectativas,
motivaciones y confusiones. Espero que a veces veas algo de ti en
ellos; pero, ante todo, quiero ayudarte a ver a Jesús con más luz
mediante el estudio de estas historias y estos personajes. Una y otra
vez, veremos cómo Jesús interactuaba con la gente: personas con
esperanzas, sueños, heridas y decepciones. Escucharemos lo que
Jesús decía a quienes lo aceptaban y lo amaban, así como a
quienes lo rechazaban y lo ridiculizaban. Además, tendremos una
idea de lo que Jesús quiere de nosotras, y lo que nos ofrece.
Todo esto nos llevará a profundizar en la Biblia, especialmente en
los cuatro Evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, así como en el
libro de los Hechos, ya que la historia de Jesús continúa incluso
después de su muerte y resurrección. Para darte una base sólida y
aprovechar al máximo cada capítulo, tal vez quieras pasar un tiempo
leyendo los pasajes de la Biblia sobre los que está basado cada
capítulo antes de leer el capítulo. Para ello, he creado un estudio
bíblico personal como complemento de este libro, que puedes hacer
de manera individual o grupal. Lo encontrarás, junto a otros recursos
relacionados con este libro, en https://www.portavoz.com/vida-
cristiana/santos-y-sinverguenzas-en-la-historia-de-jesus/ y en
www.nancyguthrie.com (algunos de los recursos están disponibles
en inglés solamente).
Fue mi propia curiosidad sobre algunos de estos personajes, mis
propias preguntas sobre por qué hicieron las cosas que hicieron y
dijeron las cosas que dijeron —y, en algunos casos, por qué
murieron de la forma en que murieron— lo que me llevó a estudiar
sus historias. Una y otra vez, he visto partes de mí en ellos: mis
miedos, mis fracasos y mis deseos. Sin embargo, lo más importante,
me han ayudado a amar y admirar más a Cristo, a convencerme
más de su bondad y a vivir con más esperanza en todo lo que ha
prometido a quienes lo aceptan por fe. Oro para que el estudio de
estos personajes haga lo mismo en ti, que estos santos y
sinvergüenzas te muestren de manera clara y convincente la única
esperanza para santos y sinvergüenzas: Jesucristo.
1

LA VOZ
Juan el Bautista

R ecientemente, personas de todo el mundo dejaron lo que


estaban haciendo para ver algo que sucedía en las afueras de
Londres: la boda del príncipe Harry y Meghan Markel. Al sintonizar
la ceremonia en la capilla de San Jorge en Windsor, escucharon las
palabras del predicador. A continuación, hay un fragmento de su
sermón:
Alguien dijo una vez que Jesús comenzó el movimiento más
revolucionario de la historia humana. Un movimiento basado en
el amor incondicional de Dios por el mundo; un movimiento que
obliga a las personas a vivir ese amor y, al hacerlo, no solo
cambian sus propias vidas, sino también la vida del mundo en sí.
Debemos descubrir el amor, el poder redentor del amor. Y,
cuando lo hagamos, haremos de este viejo mundo, un mundo
nuevo.[1]
El reverendo Michael Curry estaba convencido de que lo que el
mundo necesita es amor, y que el amor tiene el poder de cambiar el
mundo. Mensaje que desató un clamor de aprobación en todo el
mundo. El sermón de Curry tuvo una reproducción de cuarenta mil
tuits por minuto, y muchos elogiaron el discurso del reverendo como
el momento destacado de la ceremonia por su estilo y contenido.
Cuando comenzamos a leer el Evangelio de Mateo, escuchamos a
otro tipo de predicador proclamar: “Voz del que clama en el desierto:
Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (Mt. 3:3).
Este era un predicador del que todos hablaban en su época. Era por
el que las personas viajaban desde sus hogares y ciudades para ir a
escucharlo, lo que sorprende cuando consideramos su mensaje.
Mateo 3:2 resume el contenido del mensaje de este predicador de la
siguiente manera: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha
acercado”. La esencia del mensaje de este predicador a las
personas de su época era que estaban mal y tenían que cambiar.
Tenía que haber un reordenamiento radical de sus vidas. ¿Por qué?
Porque el Rey estaba cerca. Este predicador llamaba a las personas
más religiosas de la ciudad “generación de víboras”, y les advertía:
“Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por
tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el
fuego” (Mt. 3:10). ¡Bueno, no es agradable escuchar eso! Los ponía
sobre aviso: “Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y
recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que
nunca se apagará” (Mt. 3:12). ¡No es para nada agradable!
No creo que los invitados a la reciente boda real hubieran
apreciado el mensaje de este predicador tanto como lo hicieron con
el mensaje de Michael Curry, ¿verdad? Este predicador, a quien
conocemos como Juan el Bautista, estaba convencido de que lo que
el mundo necesita es arrepentimiento, dejar de lado el yo y el
pecado, y volverse a Dios y su gracia.
Ahora bien, seamos sinceras. Esta idea de que debemos
arrepentirnos porque se acerca el juicio nos recuerda a esas
caricaturas donde hay un individuo en una esquina con una túnica y
barba larga y un letrero que dice: “¡Arrepiéntanse, el final está
cerca!”. Nos parece innecesariamente alarmista y bastante ridículo.
Muchas de nosotras nos hemos amoldado a un cómodo estilo de
vida, que sería ­demasiado inconveniente interrumpir. Por eso nos
cuesta tanto hacer un cambio significativo en nuestra dieta, por
ejemplo. La sugerencia de dejar de disfrutar nuestras tostadas
francesas, papas fritas y arroz frito para comenzar la dieta Keto nos
hace gruñir el estómago. Desechar nuestro antiguo dispositivo
electrónico para adaptarnos a la última tecnología a veces nos hace
querer conservar un poco más la versión conocida. Hacer un cambio
significativo en la forma en que interactuamos con nuestro jefe,
nuestros compañeros de trabajo, nuestros clientes, nuestros
suegros o nuestros vecinos puede parecer mucho más esfuerzo del
que queremos hacer.
Así que echemos un vistazo al hombre, Juan el Bautista, y su
provocador llamado a abandonar el statu quo; su llamado a todos
los que escuchaban su voz a cambiar por completo el rumbo de sus
vidas. Veamos su misión, su mensaje y su confusión acerca de
Jesús. Al seguir su historia a través de los Evangelios, seremos
testigos de muchos que respondieron a su llamado al
arrepentimiento. Veremos a muchos otros que rechazaron su
llamado y trataron de silenciarlo. También conoceremos a un
hombre y su esposa (dos sinvergüenzas), que finalmente lograron
silenciar “la voz”.
La misión de Juan
Para comprender a Juan el Bautista y su misión, no podemos
comenzar solo con su concepción milagrosa. Tenemos que saber
que, durante siglos, el pueblo de Dios había estado velando y
esperando a alguien que anunciara la venida del Mesías prometido.
Durante siglos, al abrir los rollos de Isaías, el pueblo de Dios
seguiría la liturgia de los primeros treinta y nueve capítulos de juicio
prometido y luego se detendría en el capítulo 40 a oír:
Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al
corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya
cumplido, que su pecado es perdonado; que doble ha recibido de
la mano de Jehová por todos sus pecados. Voz que clama en el
desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la
soledad a nuestro Dios. Todo valle sea alzado, y bájese todo
monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane.
Y se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la
verá; porque la boca de Jehová ha hablado (Is. 40:1-5).
¡Estupendo! ¿Cuándo iban a cambiar las cosas? ¿Cuándo se iba
a revelar la gloria de Dios en lo que les parecía ser una tierra que
Dios había abandonado? Cuando una voz comenzara a clamar y a
llamar al pueblo de Dios a prepararse para la llegada del Rey divino.
Las palabras de Isaías representaban la ilustración de un rey que
llega a una ciudad. Un grupo de trabajadores sale delante del rey
para asegurarse de que los caminos estén allanados para él y que
la población esté preparada para celebrar su llegada.
No fue solo el profeta Isaías quien escribió sobre esta voz. Años
más adelante, Dios habló a través del profeta Malaquías, y dijo: “He
aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de
mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros
buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí
viene, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Mal. 3:1). Sin embargo, a
medida que continúa el libro de Malaquías, la experiencia de la
llegada de este Rey a su pueblo, este Señor a su templo, no parece
exactamente cálida y alegre para todos los involucrados. No suena
exactamente al “felices para siempre” de todas las películas de
Disney sobre príncipes y princesas:
Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los
soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día
que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no
les dejará ni raíz ni rama.
Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de
justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis
como becerros de la manada. Hollaréis a los malos, los cuales
serán ceniza bajo las plantas de vuestros pies, en el día en que
yo actúe, ha dicho Jehová de los ejércitos (Mal. 4:1-3).
Entonces “todos los que hacen maldad serán estopa”. ¡Uy! “Los
abrasará”. ¡Uy! Este pasaje dice que para aquellos que temen el
nombre de Dios, habrá sanidad y saltos de alegría, pero para
aquellos que aborrecen la ley de Dios en lugar de amarla, la venida
del Rey traerá destrucción. Parece bastante blanco y negro,
¿verdad?
En los versículos finales del Antiguo Testamento, en Malaquías
4:5-6 leemos: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que
venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón
de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los
padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición”.
Considera cómo comenzó el Antiguo Testamento en ­Génesis  1
con la repetición de las mismas palabras una y otra vez: Dios- ­
bendijo… Dios bendijo… Dios bendijo. ¡Qué contraste con estos
versículos finales del Antiguo Testamento! El Antiguo Testamento no
termina con una bendición, sino con una maldición: la amenaza de
la destrucción total. Sin embargo, también había esperanza. Dios
iba a enviar a alguien antes de ese “día de Jehová, grande y
terrible”. Alguien que haría un cambio en la forma en que las
personas se relacionan entre sí. Tendría un mensaje que
confrontaría el statu quo, un mensaje que realmente cambiaría al
mundo.
Sin embargo, después que Dios habló a través de su profeta
Malaquías, hubo silencio durante cuatrocientos años. Las personas
escuchaban la voz sobre la que Isaías escribió, y esperaban la
llegada de este mensajero sobre el que Malaquías también escribió.
Entonces, finalmente, un ángel se apareció a un anciano sacerdote
mientras cumplía sus funciones en el Lugar Santo del templo.
Pero el ángel le dijo: Zacarías, no temas; porque tu oración ha
sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su
nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán
de su nacimiento; porque será grande delante de Dios. No
beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el
vientre de su madre. Y hará que muchos de los hijos de Israel se
conviertan al Señor Dios de ellos. E irá delante de él con el
espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de
los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los
justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto (Lc.
1:13-17).
Zacarías conocía la Biblia. La relación entre las palabras del ángel
dichas ese día y las palabras de Malaquías hace cuatrocientos años
debe haber sido obvia para él. Se iba a romper el silencio. Vendría
el Rey. Este hijo de Zacarías tendría una misión divina. ¡Iba a ser la
voz que clamaría en el desierto del mundo, y llamaría a las personas
a preparar sus corazones para recibir al Rey!
El método de Juan
La historia de la voz da un salto hasta Mateo 3.
En aquellos días vino Juan el Bautista predicando en el desierto
de Judea, y diciendo: Arrepentíos, porque el reino de los cielos
se ha acercado. Pues éste es aquel de quien habló el profeta
Isaías, cuando dijo:
Voz del que clama en el desierto:
Preparad el camino del Señor,
Enderezad sus sendas (Mt. 3:1-3).
Mateo, el escritor de este Evangelio, estaba ayudando a sus
lectores judíos a establecer la relación entre Juan el Bautista y la
persona que Isaías y Malaquías habían prometido que vendría. Esto
es lo que escribió:
Y Juan estaba vestido de pelo de camello, y tenía un cinto de
cuero alrededor de sus lomos; y su comida era langostas y miel
silvestre (Mt. 3:4).
¿De qué se trata esto? ¿Por qué Mateo incluyó este detalle sobre
la ubicación, la vestimenta y la dieta de Juan? “No podemos dejar
de ver que Juan está cortado con la misma tijera (literalmente) que
el profeta del Antiguo Testamento, sobre todo Elías”.[2] Juan se
vestía de una manera similar a Elías. En 2  Reyes 1:8, leemos que
Elías tisbita “tenía vestido de pelo, y ceñía sus lomos con un
cinturón de cuero”. Juan el Bautista llevaba un vestido de pelo de
camello y un cinturón de cuero. Durante la sequía, Elías vivía del
pan seco que caía de los cuervos; Juan el Bautista pasaba la mayor
parte de su tiempo en el desierto comiendo langostas y miel
silvestre.
Elías era un profeta en los días en que el rey de Israel buscaba el
favor de Baal-zebub, el falso dios de Ecrón, en vez de buscar al
único Dios verdadero de Israel. Su mensaje al rey de esos tiempos
fue: “Por tanto, así ha dicho Jehová: Del lecho en que estás no te
levantarás, sino que ciertamente morirás. Y Elías se fue” (2 R. 1:4).
¡No es exactamente un rayo de esperanza profética!
Al igual que Elías, Juan el Bautista también tenía un mensaje
provocador para las personas de su época, pero las multitudes iban
hasta el desierto para escucharlo.
Y salía a él Jerusalén, y toda Judea, y toda la provincia de
alrededor del Jordán, y eran bautizados por él en el Jordán,
confesando sus pecados (Mt. 3:5-6).
Intenta imaginar esta escena. No era que todos se dirigían al
centro para escuchar a su banda favorita. Sino que todos dejaban la
comodidad de sus pueblos y ciudades para ir al desierto donde no
se ofrecía comida rápida, había muy poca agua, no había baños, ni
comodidades. Las ciudades se vaciaban y las personas se dirigían
al árido desierto. ¿Y por qué iban? Después de cuatrocientos años,
Dios había roto su silencio y estaba hablando a través del último
profeta del Antiguo Testamento, Juan. Él estaba allí y proclamaba
que el día que habían estado esperando, la salvación que habían
estado esperando, la restauración de Israel que habían estado
esperando, ¡finalmente estaba a punto de llegar!
Sin embargo, el mensaje de Juan también implicaba una
demanda. Estar listos para esta salvación requeriría un cambio
profundo en sus vidas, un cambio costoso lejos del statu quo.
Juan estaba allí llamando con denuedo al pueblo de Dios a ser
sincero acerca de su pecado y confesarlo. Los estaba llamando a
alejarse del pecado con el que estaban cómodos y a cambiar
radicalmente el rumbo de sus vidas. Los estaba llamando a volver
sus corazones duros hacia Dios y unos a otros; a dejar sus
presunciones del favor de Dios basadas en su linaje y sus prejuicios
contra aquellos que no descendían del linaje “correcto”. Los estaba
llamando a alejarse de la religiosidad vacía y adoptar una devoción
más plena, lejos del legalismo, al amor por la ley de Dios. Los
estaba llamando a alejarse de su falta de interés y compasión por
sus padres mayores y sus hijos en crecimiento y, en cambio, buscar
una forma de relacionarse con ellos con un corazón tierno y
compasivo.
El arrepentimiento nunca es una cosa general. El verdadero
arrepentimiento siempre requiere ser dolorosamente específico con
respecto a los pecados que lamentamos y de los que queremos
alejarnos. Alguien que de manera ocasional o semanal dice:
“Perdónanos nuestros pecados”, pero nunca es específico con Dios
acerca de los celos, la avaricia, el orgullo, que ha dominado su
corazón esa semana, no está verdaderamente arrepentido. Sin
embargo, además de lo específico que debe ser el arrepentimiento,
hay algo más amplio en ello. Michael Horton escribe:
Arrepentimiento no es modificar unas que otras convicciones,
sino darte cuenta de que toda tu interpretación de la realidad:
Dios, tú mismo, tu relación con Dios y el mundo, está
equivocada. No es volver al camino “recto y estrecho”, después
de haberte desviado un poco por el camino trillado, sino
reconocer ante Dios que no estás, y nunca has estado, ni
siquiera en las inmediaciones. Te creíste el centro del universo,
pero ahora te das cuenta de que existes para agradar a Dios y
para su gloria, y eso cambia la manera de ver las cosas.
Renuncias al derecho a determinar por ti mismo lo que crees y
cómo vivirás.[3]
Imagina a hombres y mujeres meterse en el agua y enumerar en
voz alta sus pecados: su adulterio, odio, crueldad, apatía hacia Dios,
rebelión contra Dios. Mientras confesaban sus pecados, con el
deseo de lavarse y permanecer limpios, seguían a Juan a las aguas
del bautismo, que simbolizaba la limpieza de los pecados. El
bautismo no era nuevo para estas personas. El bautismo era uno de
los rituales que realizaban los gentiles que querían abrazar el
judaísmo. Sin embargo, no eran gentiles a los que Juan estaba
bautizando. Eran judíos. Al llamarlos al Jordán para bautizarse, Juan
estaba sugiriendo a estos judíos, que eran pecadores perdidos, que
necesitaban la salvación. Imagina la humillación que el bautismo de
Juan requería de un judío. Por este acto, confesaban la insuficiencia
de su herencia religiosa para la salvación de sus pecados. Se
estaban colocando al mismo nivel (inferior), al mismo estado de los
que no pertenecían al reino, como gentiles.
El Jordán era el río que cruzaron sus antepasados para entrar a la
tierra prometida. La nación de Israel y sus vecinos volvían a entrar a
él, porque se encontraban al borde de una nueva era para el pueblo
de Dios, y querían participar de todo. No querían perderse nada.
Querían ser lavados y esperar la llegada de su Rey.
Sin embargo, no solo los que estaban dispuestos a arrepentirse
iban a escuchar lo que Juan tenía para decir.
Al ver él que muchos de los fariseos y de los saduceos venían a
su bautismo, les decía: ¡Generación de víboras! ¿Quién os
enseñó a huir de la ira venidera? Haced, pues, frutos dignos de
arrepentimiento, y no penséis decir dentro de vosotros mismos:
A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios
puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras. Y ya
también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto,
todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego
(Mt. 3:7-10).
Estos fariseos y saduceos, la élite religiosa de su época, no iban a
bautizarse; iban a observar y condenar el bautismo que Juan estaba
realizando allí. Habían trabajado duro para convencer a sus
seguidores judíos de que simplemente ser judíos y cumplir la ley (tal
como ellos la interpretaban) era suficiente para hacerlos aceptables
para Dios. El ministerio y mensaje de Juan y, ahora, este bautismo
suyo, sugerían lo contrario.
El verdadero arrepentimiento no surge con naturalidad, incluso en
—y quizás especialmente en— las personas religiosas. Se necesita
mucha humildad para decir: “Me he equivocado. He estado yendo
en la dirección equivocada, y ahora, con las fuerzas que Dios me
da, quiero ir en la dirección opuesta: hacia una vida de dependencia
de Dios en lugar de independencia de Él; hacia una vida para
agradar a Dios en lugar de solo usar a Dios; hacia una vida de
humilde obediencia en lugar de orgullosa resistencia”. El
arrepentimiento no es solo un pequeño ajuste. No es un ligero
acomodamiento de la brújula. Es un giro completo, que demuestra
ser genuino por el fruto que nace en la vida de una persona.
No había arrepentimiento y, por lo tanto, ningún fruto de
arrepentimiento genuino en la vida de la élite religiosa presuntuosa e
hipócrita que fue al desierto a condenar a Juan. Por ello, Juan les
preguntó: “¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera?” (v. 7). Los
estaba incitando a recordar los versos que habían aprendido en la
escuela sabática. Su respuesta debería haber sido: “El profeta
Isaías”. Fue Isaías quien usó la imagen de un hacha puesta a la raíz
de los árboles para advertir al pueblo de Dios de su ira venidera:
He aquí el Señor, Jehová de los ejércitos, desgajará el ramaje
con violencia, y los árboles de gran altura serán cortados, y los
altos serán humillados. Y cortará con hierro la espesura del
bosque, y el Líbano caerá con estruendo (Is. 10:33-34).
Fue Isaías quien escribió acerca de los hombres arrojados al fuego:
Y saldrán, y verán los cadáveres de los hombres que se
rebelaron contra mí; porque su gusano nunca morirá, ni su fuego
se apagará, y serán abominables a todo hombre (Is. 66:24).
Fue una resistencia inflexible y orgullosa al arrepentimiento lo que
hizo a estos líderes religiosos vulnerables a la ira de Dios. Sin
embargo, no se veían a sí mismos vulnerables a este juicio, sino
protegidos de este juicio. Eran como muchas personas de hoy que
están tan ocupadas con las actividades de la iglesia, o personas que
siguieron un ritual religioso en su infancia y que confían en que
están “dentro”, a pesar de que no hay fruto de genuino
arrepentimiento y fe en sus vidas.
Y solo me detengo a preguntar: ¿Eres vulnerable? ¿Hay fruto de
arrepentimiento genuino en tu vida? ¿Fruto de arrepentimiento de la
amargura en forma de perdón? ¿Fruto de arrepentimiento de la
codicia en forma de creciente generosidad? ¿Fruto de
arrepentimiento del egocentrismo en forma de preocupación por las
necesidades y heridas de otros más que por tus propias
necesidades y heridas? ¿Ha habido una reorientación radical en ti
que ha puesto a Cristo en el centro y no en la lejanía de tu vida?
Si bien el bautismo de Juan era importante, sabía que no era todo
lo que el pueblo de Dios necesitaba. Era una simple preparación
para algo que solo el Rey, que él vino a anunciar, podía ofrecer: “Yo
a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que
viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más
poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt.
3:11).
Juan sabía que su bautismo externo era simbólico de una limpieza
interna. Vendría uno que podía hacer esa limpieza interior con fuego
purificador, uno que podía dar vida a las personas espiritualmente
muertas. Su bautismo en agua era solo un símbolo; el bautismo del
Espíritu era la verdad que el símbolo representaba.
Hasta que fue alguien para ser bautizado por Juan, que no
necesitaba limpieza, ni arrepentimiento:
Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser
bautizado por él. Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito
ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús le respondió:
Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.
Entonces le dejó. Y Jesús, después que fue bautizado, subió
luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al
Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y
hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en
quien tengo complacencia (Mt. 3:13-17).
¿Por qué Jesús iría a Juan para ser bautizado? ¿Y qué quiso decir
con que este acto “así conviene [para] que cumplamos toda
justicia”? Evidentemente, había algo que Jesús y Juan tenían que
hacer para cumplir el plan de Dios, y parte de ese plan lo cumplió
Jesús al recibir el bautismo de Juan.
En el Antiguo Testamento, el bautismo era una forma de
consagración. Cuando un sacerdote alcanzaba la edad de ingreso al
ministerio público a los treinta años, se bautizaba y se consagraba.
Entonces, en su bautismo, Jesús se estaba consagrando para el
servicio. Por supuesto, en el centro del servicio de Jesús a Dios
estaba su identificación con el pueblo de Dios. Se había encarnado
y había entrado al mundo, y ahora se estaba sumergiendo en las
aguas del bautismo para identificarse aún más con nosotros y con
nuestra necesidad: nuestra necesidad de limpiarnos del pecado y,
principalmente, nuestra necesidad de que alguien cargue con el
castigo por nuestro pecado. Cuando se acercó a Juan para que lo
bautizara, Juan reconoció exactamente quién era Jesús. Leemos en
Juan 1:
El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí
el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es
aquel de quien yo dije: Después de mí viene un varón, el cual es
antes de mí; porque era primero que yo. Y yo no le conocía; mas
para que fuese manifestado a Israel, por esto vine yo bautizando
con agua (Jn. 1:29-31).
Allí, en el Jordán, Juan reconoció a Jesús como el portador del
pecado, el Cordero que sería inmolado. Allí, en el Jordán, cuando
Jesús emergió de las aguas del bautismo, fue revelado, no solo a
Juan, sino a todos los que escucharon la voz de Dios mismo desde
el cielo, que reconocía a Jesús como su propio Hijo, como el Rey
que vino a traer el reino de Dios, como el siervo de Dios del cual
habló el profeta Isaías cuando escribió:
He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi
alma tiene contentamiento [en quien estoy bien complacido]; he
puesto sobre él mi Espíritu [visiblemente]; él traerá justicia a las
naciones (Is. 42:1).
Seguramente, Juan hizo la relación entre las palabras de Dios que
venían del cielo en el bautismo de Jesús y este pasaje de Isaías 42.
Jesús sería el que habría de “[traer] justicia”. Eso es lo que
esperaban Juan y tantos otros. Finalmente, había llegado el Rey,
que pondría fin a la tiranía y la opresión que tantas potencias
extranjeras ejercían sobre Israel.
Sin embargo, luego, cuando Jesús inició su ministerio en Galilea
predicando en la ladera de una colina, multiplicando panes y peces
y sanando a los enfermos, Juan no vio que Jesús trajera justicia. De
hecho, poco tiempo después, Juan languidecía en una prisión bajo
un gobernante completamente corrupto y cruel. Jesús no parecía
estar a la altura de lo que Juan entendía de las Escrituras que el
Cristo sería y haría. Jesús no estaba a la altura de las expectativas
de Juan. Algunas de nosotras sabemos exactamente de qué se trata
eso. Sin embargo, a diferencia de algunas de nosotras, que tal vez
nos enojamos o nos alejamos de Jesús cuando no hace lo que
esperamos que haga, Juan fue directamente a Jesús con sus
preguntas.
La confusión de Juan
Y al oír Juan, en la cárcel, los hechos de Cristo, le envió dos de
sus discípulos, para preguntarle: ¿Eres tú aquel que había de
venir, o esperaremos a otro? (Mt. 11:2-3).
La confusión de Juan acerca de Jesús no estaba basada en una
incredulidad o fragilidad emocional bajo presión. La preocupación de
Juan se basaba en el hecho de que, desde su punto de vista, Jesús
no parecía estar cumpliendo las Escrituras. De sus muchos años en
el desierto, de vivir y respirar los pasajes del Antiguo Testamento,
Juan había visto claramente que, cuando el Cristo viniera, haría
justicia en el mundo. Castigaría el mal y recompensaría el bien. El
mensaje de Juan a las personas de su época, basado en las
Escrituras, era que “el hacha está puesta a la raíz de los árboles”;
pero estaba escuchando noticias de Jesús que limpiaba a un
leproso, sanaba al criado de un centurión y echaba fuera demonios
de un hombre. Imagina las cosas malvadas que este hombre con un
demonio debe haber hecho en su comunidad que merecían juicio,
no misericordia. Juan comenzó a preguntarse: ¿dónde está el
hacha, y cuándo empezará Jesús a empuñarla?
Había algo en los textos del Antiguo Testamento que no estaba
claro para Juan, algo que produjo confusión en él mientras esperaba
en la cárcel a que el aventador comenzara a recoger la paja para
prenderle fuego. Juan el Bautista, como la mayoría de los profetas y
como tantas personas de su época, no había entendido que el
Cristo vendría dos veces: la primera vez para proclamar su reino y
morir en sacrificio una vez y para siempre por los pecadores, y la
segunda vez para establecer su reino y destruir a sus enemigos.
Juan esperaba que todo lo que habían prometido los profetas del
Antiguo Testamento tuviera lugar en un día monumental del Señor
en su primera venida.
Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las cosas
que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son
limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los
pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no
halle tropiezo en mí (Mt. 11:4-6).
Jesús sabía que las dudas de Juan se basaban en su
comprensión de las Escrituras, por lo que utilizó ese mismo pasaje
para abordar la confusión de Juan. Sabía que Juan conocía bien
Isaías 35, que dice:
He aquí que vuestro Dios viene con retribución, con pago; Dios
mismo vendrá, y os salvará (v. 4).
Estas palabras habían dado forma a las expectativas de Juan, pero
el pasaje continuaba diciendo:
Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los
sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y
cantará la lengua del mudo; porque aguas serán cavadas en el
desierto, y torrentes en la soledad (vv. 5-6).
Juan necesitaba que le recordaran el ministerio de sanidad del
Mesías prometido, no solo su venganza prometida. Jesús sabía que
Juan estaba familiarizado con la proclamación de Isaías 61 sobre “el
día de venganza del Dios nuestro”; pero antes de ese día, según
Isaías 61, debía haber un día para traer buenas nuevas a los
pobres, un día para vendar a los quebrantados de corazón, un día
para proclamar el favor del Señor. Jesús llevó a Juan directamente a
los pasajes que enfatizan el juicio del Mesías y le señaló las partes
de tales pasajes que hablan del ministerio de sanidad y bendición
del Mesías y de proclamación de las buenas nuevas. Todavía no era
tiempo del hacha. Todavía no era tiempo del fuego. Juan necesitaba
esperar a que se desarrollara todo el drama de la historia redentora.
Sin embargo, por supuesto, Juan no estaría presente para
contemplar el suceso central de la historia redentora. Juan no
estaría cerca para ver con sus mismos ojos al siervo sufriente de
Isaías 53 herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados. Aunque Juan había reconocido a Jesús como el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo, no viviría para ver al
Cordero de Isaías 53 llevado al matadero, cortado de la tierra de los
vivientes y herido por la transgresión de su pueblo. Juan no
entendía totalmente que, en su primera venida, Jesús no venía a
juzgar a los pecadores, sino a cargar el pecado. Jesús no venía a
castigar a los transgresores, sino a ser contado entre ellos. Juan era
como todos los demás profetas del Antiguo Testamento que, según
1  Pedro 1, “inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta
salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el
Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de
antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras
ellos” (1 P. 1:10-11).
Juan el Bautista no podía ver el sufrimiento y la gloria de Jesús tan
claramente como tú y yo podemos hacerlo hoy de este lado de la
cruz, resurrección y ascensión. De hecho, esto es a lo que Jesús se
refería cuando dijo en Mateo 11:11: “De cierto os digo: Entre los que
nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista;
pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él”.
Juan el Bautista fue el mayor de los profetas, porque no solo inquirió
e indagó acerca de Cristo, sino que vio y experimentó a Cristo en su
vida, lo que ningún otro profeta del Antiguo Testamento había
hecho. Sin embargo, tú y yo y todos los creyentes que vivimos de
este lado de Pentecostés somos más grandes que Juan el Bautista
porque no solo hemos leído y esperamos el día que nos dé el nuevo
corazón de carne sobre el que el profeta Ezequiel escribió, sino que
lo hemos experimentado.
La oportunidad que Herodes perdió
Juan tenía su corazón puesto en el reino de Dios y el Rey venidero.
Anhelaba que viniera a traer justicia a este mundo. Juan tenía la
mente llena de la Palabra de Dios, aunque no la entendiera de
manera perfecta y cabal. Sin embargo, si estamos tentadas a
pensar que la santidad de Juan lo hacía inmune a la crueldad de los
sinvergüenzas, estamos muy equivocadas.
Porque el mismo Herodes había enviado y prendido a Juan, y le
había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, mujer de
Felipe su hermano; pues la había tomado por mujer. Porque
Juan decía a Herodes: No te es lícito tener la mujer de tu
hermano. Pero Herodías le acechaba, y deseaba matarle, y no
podía; porque Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón
justo y santo, y le guardaba a salvo; y oyéndole, se quedaba muy
perplejo, pero le escuchaba de buena gana (Mr. 6:17-20).
El nombre “Herodes” se menciona casi cincuenta veces en el Nuevo
Testamento, pero se refiere a varios hombres diferentes.
Comprender a esta familia mixta requiere un poco de esfuerzo. Los
Herodes mencionados en el Nuevo Testamento eran parte de una
dinastía de gobernantes que el Imperio romano estableció sobre
Judea en el 40 a.C. Eran descendientes de Esaú, no de Jacob; pero
sus antepasados se habían convertido al judaísmo. Cuando
comienza el Nuevo ­Testamento, nos encontramos con Herodes el
Grande, quien salió a matar a Jesús. Puedes imaginarte que un
hombre que estaba dispuesto a matar a todos los niños varones
menores de dos años, solo para asegurarse de atrapar al que
representaba una amenaza para él, no era de los mejores tipos o de
los padres más buenos. Hacia el final de su reinado, al pensar que
su propia familia estaba dispuesta a derrocarlo, Herodes el Grande
asesinó a una de sus esposas, su madre, su cuñado y tres de sus
hijos. Después de la muerte de Herodes el Grande, sus hijos vivos
(Herodes Arquelao, Herodes Antipas y Herodes Felipe) dividieron el
control de la región de Palestina. Herodes Arquelao fue colocado
sobre Judea, Samaria e Idumea, pero fue destituido dos años
después. Herodes Felipe gobernó Gaulanitis (los Altos del Golán, al
este del río Jordán). Herodes Antipas gobernó sobre Galilea.
Herodes Antipas es el Herodes de nuestro pasaje.
Al principio de su reinado, Herodes Antipas se casó con una
princesa árabe; pero, en una visita a Roma, donde se quedó con su
medio hermano Herodes Felipe, se enamoró de Herodías (o al
menos la codició), que era la esposa de su hermano. Cada uno se
divorció de su cónyuge para poder casarse. Ahora bien, si todos los
hermanos tienen nombres que comienzan con Herodes y uno de
ellos se casa con alguien llamada Herodías, ¿qué te sugiere? Sí, fue
un matrimonio incestuoso, ya que Herodías no solo era esposa del
hermano de Herodes, sino también sobrina de este Herodes.
Y luego llegó Juan, un hombre cuya vida entera estaba orientada a
llamar a las personas al arrepentimiento y a la fe. Su mensaje
proclamaba que el reino de Dios estaba cerca, e incluso Herodes
tendría que inclinarse ante el Rey divino y prepararse para su venida
mediante el arrepentimiento. Juan tomaba la Palabra de Dios y su
obediencia muy en serio. Y aquí estaba Herodes, líder designado
sobre el pueblo de Dios, que desobedecía descaradamente Levítico
18:16, que dice: “La desnudez de la mujer de tu hermano no
descubrirás”, además de desobedecer el séptimo mandamiento: “No
cometerás adulterio” (Éx. 20:14).
¿Por qué no podía Juan simplemente mirar para otro lado? ¿Por
qué no podía predicar un bonito sermón sobre el poder del amor y
cómo este puede cambiar el mundo? ¿No podía entender que estas
dos personas eran como almas gemelas y que no podían negar el
amor que se tenían? Al parecer, no. Juan era, según Marcos 6:20,
“varón justo y santo”. Amaba lo recto y odiaba lo malo. Observa que,
en el versículo 18, el texto dice: “Porque Juan decía a Herodes: No
te es lícito tener la mujer de tu hermano”. Parece que los había
confrontado más de una vez, pero Herodes y Herodías no tenían
interés en obedecer a Dios; no tenían interés en un arrepentimiento
que requiriera decir que no a sus deseos románticos, relacionales y
sexuales. Solo querían seguir lo que dictara su corazón y no la ley
de Dios. Tuvieron la oportunidad de arrepentirse y reconciliarse con
Dios a través del ministerio de Juan el Bautista. Podrían haber
recibido el perdón de sus pecados y haber comenzado de nuevo;
pero, en cambio, se hundieron en su pecado. Y, evidentemente,
Juan se negó a dejarlo pasar. Sus repetidos llamados al
arrepentimiento hicieron enojar tanto a Herodías que quería matar a
Juan y comenzó a buscar una oportunidad para hacerlo.
Pero venido un día oportuno, en que Herodes, en la fiesta de su
cumpleaños, daba una cena a sus príncipes y tribunos y a los
principales de Galilea, entrando la hija de Herodías, danzó, y
agradó a Herodes y a los que estaban con él a la mesa; y el rey
dijo a la muchacha: Pídeme lo que quieras, y yo te lo daré. Y le
juró: Todo lo que me pidas te daré, hasta la mitad de mi reino.
Saliendo ella, dijo a su madre: ¿Qué pediré? Y ella le dijo: La
cabeza de Juan el Bautista. Entonces ella entró prontamente al
rey, y pidió diciendo: Quiero que ahora mismo me des en un
plato la cabeza de Juan el Bautista. Y el rey se entristeció
mucho; pero a causa del juramento, y de los que estaban con él
a la mesa, no quiso desecharla. Y en seguida el rey, enviando a
uno de la guardia, mandó que fuese traída la cabeza de Juan. El
guarda fue, le decapitó en la cárcel, y trajo su cabeza en un plato
y la dio a la muchacha, y la muchacha la dio a su madre (Mr.
6:21-28).
Herodes había invitado a todos las personas prominentes de
Galilea a su fiesta de cumpleaños, pero ese banquete se parecía
más a una despedida de soltero. Cuando la hija de Herodías entró y
danzó, y leemos que “agradó” a Herodes y a sus invitados, no es
difícil imaginar el desarrollo de esta escena con toda su sensualidad.
Herodes estaba excitado sexualmente con su joven hijastra, tan
excitado que no pudo pensar con claridad y le hizo una promesa
disparatada. Esta promesa le presentó a Herodías la oportunidad
que había estado buscando de silenciar la voz: la voz de alguien
que clamaba en el desierto, la voz que había estado predicando en
el palacio: “Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas”.
Se presentó una oportunidad y estaba lista para aprovecharla. Sin
embargo, lo que vio como la oportunidad de silenciar la voz de Juan
el Bautista, en realidad, fue su última oportunidad de arrepentirse.
Lamentablemente, perdió esa oportunidad.
Un par de sinvergüenzas empeñados en salirse con la suya
silenciaron la voz que pedía que se prepararan para el juicio
mediante la confesión de su pecado y arrepentimiento.
La noche en que arrestaron a Jesús, los líderes religiosos lo
llevaron ante Pilato, el gobernador romano de Judea. Pilato no sabía
qué hacer con este Jesús, en quien no encontraba culpa. Sin
embargo, después de escuchar que Jesús había estado enseñando
en Galilea, decidió que se libraría de ese problemático prisionero al
enviarlo al gobernante romano sobre Galilea, Herodes Antipas,
quien se encontraba en Jerusalén aquella noche.
Herodes, viendo a Jesús, se alegró mucho, porque hacía tiempo
que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de
él, y esperaba verle hacer alguna señal. Y le hacía muchas
preguntas, pero él nada le respondió (Lc. 23:8-9).
A Herodes le encantaba tener a Juan cerca para escucharlo
predicar, a pesar de que no tenía intención de responder arrepentido
a la predicación de Juan. Poco tiempo después, esta misma
fascinación por las cosas espirituales hizo que Herodes quisiera ver
a Jesús. Quería ver a Jesús hacer uno de esos milagros de los que
había oído hablar, a pesar de no tener la intención de abrir su
corazón a un milagro a través del arrepentimiento y la fe.
La voz había confrontado a Herodes una y otra vez y lo había
llamado a arrepentirse, pero Herodes se había resistido y negado
una y otra vez. Repetidas veces silenció la voz de convicción
cuando Juan estaba vivo y luego silenció la voz de convicción para
siempre al terminar con la vida de Juan. Y ahora, aquí estaba Jesús
parado frente a él, pero no estaba dispuesto a hablar en absoluto.
Jesús sabía que Herodes no tenía interés en humillarse y que solo
buscaba divertirse. Lamentablemente, cuando Jesús se negó a
hablar, quedó claro que Herodes había perdido su oportunidad de
arrepentirse.
Y estaban los principales sacerdotes y los escribas acusándole
con gran vehemencia. Entonces Herodes con sus soldados le
menospreció y escarneció, vistiéndole de una ropa espléndida; y
volvió a enviarle a Pilato (Lc. 23:10-11).
Juan usó su voz para proclamar la venida de Cristo,
mientras que Herodes usó su voz para burlarse de Cristo.
El corazón de Juan estaba lleno de gozo en la presencia de
Jesús, mientras que el corazón de Herodes estaba lleno de
desprecio en la presencia de Jesús.
Juan dedicó su vida en preparar a las personas para
someterse al gobierno del Rey Jesús, mientras que Herodes
desperdició su vida al burlarse del gobierno del Rey Jesús.

Juan el Bautista y Herodes nos presentan un marcado contraste que


debería incitarnos a mirarnos hacia adentro, a la condición de
nuestro propio corazón y nuestra propia vida. Debería hacernos
preguntar:

¿Está mi corazón puesto en el reino de Dios o estoy


demasiado ocupada en construir mi propio reino?
¿Me coloco bajo la autoridad de la Palabra de Dios o solo
me entretengo con la Palabra de Dios?
¿Está mi vida dando fruto digno de arrepentimiento o fruto
digno de rebelión?
¿Está mi vida marcada por el fruto del Espíritu o incitada por
la lujuria de la carne?
¿Busco la santidad a la luz del juicio venidero o me creo
salva del juicio venidero?
¿Confieso mi culpa para tener la conciencia limpia o reprimo
mi culpa para que se me cauterice la conciencia?

La oportunidad perdida de Herodes es una advertencia para todas


las personas que escuchan el evangelio y juegan con él en lugar de
aprovecharlo. La oportunidad perdida de Herodes es una
advertencia para todas las personas que pueden estar interesadas
en escuchar las enseñanzas de la Biblia, pero no tienen la intención
de permitir que ella las cambie; no tienen la intención de permitir que
interfiera en cómo usan su poder, su dinero, su sexualidad y su
tiempo; y no tienen la intención de permitir que interrumpa el statu
quo de su vida. Amiga mía, resistes la convicción del Espíritu Santo
bajo un gran riesgo: el peligro de que tu conciencia se cauterice por
tu continua resistencia hasta que ya no te remuerda. ¡Qué tragedia
resistir el llamado de Cristo por tanto tiempo que llegue el día en que
su voz se silencie en tu vida!
Cuando Juan el Bautista llegó a Herodes como una voz que
clamaba en el desierto, que era la vida, el hogar y el corazón de
Herodes, Herodes podría haberse humillado y abandonado su
relación incestuosa con Herodías. Podría haberse inclinado ante el
verdadero Rey, Jesucristo, y haber sido transformado. Podría haber
experimentado el bautismo por fuego, un bautismo que transforma a
una persona espiritualmente muerta en una persona espiritualmente
viva. Sin embargo, amaba demasiado su pecado. Amaba
demasiado su autonomía. No le entusiasmaba la idea de tener que
humillarse para decir: “Me he equivocado en casi todo, y todo en mi
vida tendrá que reordenarse alrededor de Jesús a partir de hoy”.
Llegó el día en que Herodes cuando, después de haber dicho “no” a
la Palabra de Dios que había escuchado una y otra vez, después de
haber apagado una y otra vez el rayo de esperanza que le
anunciaba que podía vivir una nueva vida de santidad en lugar de
una vida llena de vergüenza, Jesús ya no le hablaba.
El llamado de Juan es el llamado del Espíritu de Dios a responder
a la realidad de la venida de Jesús al preparar el camino para él en
tu propio corazón y tu propia vida a través del arrepentimiento. La
próxima vez, Jesús vendrá en juicio. La próxima vez, el hacha
cortará; el fuego arderá.
No digas que harás algo al respecto más adelante. Más adelante,
la oportunidad podría no estar.
No te aferres a cualquier pecado que no te permite aferrarte a
Jesús porque crees que sin tal pecado no puedes vivir.
Ven a las aguas que te lavan. Confiesa tus pecados y recibe el
perdón.
No tienes que vivir con miedo al hacha que corte la raíz del árbol
de tu vida o al fuego que podría quemar la paja de tu vida. En
cambio, puedes vivir con la alegre expectativa de la venida del Rey,
al saber que estás preparada para su venida a través del
arrepentimiento y la fe.
Roca de la eternidad,
fuiste abierta para mí;
sé mi escondedero fiel;
solo encuentro paz en Ti:
eres puro manantial
en el cual lavado fui.
Aunque yo aparezca fiel,
y aunque llore sin cesar,
del pecado no podré
justificación lograr;
solo en Ti, teniendo fe,
puedo mi perdón hallar.
Mientras deba aquí vivir,
mi postrer suspiro al dar,
cuando vaya a responder
a tu augusto tribunal:
sé mi escondedero fiel,
Roca de la eternidad.[4]
PREGUNTAS DE REFLEXIÓN
Capítulo 1: La voz
1. Cuando imaginas a un predicador diciendo a la gente que
necesita arrepentirse, ¿qué pensamientos y sentimientos te
provoca? ¿Qué crees que provoca hoy en los no cristianos?
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2. Ponte en el lugar de los israelitas que salieron al desierto para
escuchar el mensaje de Juan. ¿Por qué podrías emocionarte al
escucharlo? ¿Por qué podrías ser reticente a su mensaje y su- ­
bautismo?
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3. La autora dijo que nos preguntemos si podemos identificar fruto
de arrepentimiento genuino en nuestras vidas. ¿Cómo ha obrado
Dios en tu vida para producir fruto de arrepentimiento? ¿Qué
evidencia hay en tu vida de que te has alejado del pecado? (Nadie
pensará que estás presumiendo al responder esta pregunta, pero
es probable que alguien se anime con tu respuesta).
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__________________
__________________
4. En Mateo 3:11, Juan dijo: “Yo a la verdad os bautizo en agua para
arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy
digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en
Espíritu Santo y fuego”. ¿Qué crees que Juan pretendía comunicar
sobre la diferencia entre su bautismo y el bautismo de Jesús para
el pueblo?
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5. ¿Qué malinterpretó Juan de su estudio de los textos del Antiguo
Testamento? ¿Cómo provocó eso su pregunta a Jesús desde la
prisión?
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6. ¿Crees que es posible que una persona se resista a la convicción
del Espíritu Santo tantas veces que llegue al punto donde ya no
pueda escuchar ni responder? ¿Por qué sí o por qué no?
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7. ¿Qué se necesitaría para interrumpir el statu quo en tu vida para
que puedas vivir una vida de arrepentimiento?
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[1]. Extraído del texto completo de “The Power of Love”, el sermón que el obispo Michael
Curry dio en la boda real, publicado por National Public Radio, el 20 de mayo de 2018,
https://www.npr.org/sections/thetwo-way/2018/05/20/612798691 /bishop-michael-currys-
royal-wedding-sermon-fulltext-of-the-power-of-love/.
[2]. Douglas O’Donnell, Matthew: All Authority in Heaven and on Earth (Wheaton, IL:
Crossway, 2013), 70.
[3]. Michael Horton, Pilgrim Theology (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2011, 2012), 263.
[4]. Augustus Toplady, “Rock of Ages”, 1763; “Roca de la eternidad”, trad. Thomas
Westrup.
2

LA FAMILIA
Los antepasados, los padres y los hermanos de Jesús

C uando nos mudamos a Nashville en 1993, nos comenzaron a


preguntar si estábamos relacionados con los Guthrie que vivían
en la zona. Siempre dijimos que “no” porque en la familia de David
eran todos del noroeste del Pacífico, no de Tennessee. O… eso
pensábamos. El año pasado, David decidió registrarse en un
período gratuito de dos semanas en Ancestry.com, y trazó su línea
ancestral hasta Henry Guthrie. Este Henry Guthrie luchó en Carolina
del Norte en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y
luego fue uno de los primeros colonizadores de Fort Nashborough,
lo que finalmente se convirtió en Nashville. Fue uno de los 256
firmantes del Pacto de Cumberland, precursor de la constitución del
estado de Tennessee. Lo sepultaron a pocos kilómetros de donde
vivimos hoy. Si pagáramos 25 dólares, podríamos agregar nuestros
nombres a la lista de “Las primeras familias de Tennessee” y recibir
un “elegante certificado” de comprobante.
Espero que estés impresionada. Nosotros lo estamos.
Sinceramente, aunque nunca me ha interesado mucho tratar de
rastrear mi propia ascendencia, disfruto cuando miro programas de
televisión como “¿Quién crees que eres?” o “Encuentra tus raíces”,
donde varias celebridades rastrean su ascendencia. Con la ayuda
de datos del censo, registros de nacimientos, matrimonios,- ­
defunciones, antiguas historias de periódicos, archivos de museos y,
a veces, pruebas de ADN, celebridades destacadas a menudo
descubren que descienden de antepasados distinguidos, admirables
e incluso reales. Sin embargo, a menudo también descubren
antepasados que hicieron cosas crueles, despreciables, incluso
criminales. Algunos encuentran abolicionistas en su historia,
mientras que otros encuentran esclavos o propietarios de esclavos
(¡o incluso antiguos esclavos que se convirtieron en propietarios de
esclavos!). Algunos encuentran antepasados que lucharon por
causas nobles, mientras que otros descubren antepasados que
lucharon por lo que nuestra sensibilidad moderna sugiere que
estaban del lado equivocado.
Lo que me parece fascinante es la forma en que las celebridades
desean poder conectar ciertos aspectos de sus propias vidas con
algo de sus antepasados. Artistas musicales están encantados de
encontrar la maestría musical en su historia ancestral. Aquellos que
han perseverado en dificultades quieren hallar perseverancia en sus
antepasados. A menudo se enorgullecen de los logros y el carácter
de sus antepasados. Otras veces experimentan una gran pena e
incluso vergüenza sobre quiénes fueron sus antepasados y qué
hicieron.
En este capítulo, vamos a echar un vistazo a la familia de Jesús,
sus antepasados, sus padres y sus hermanos, para ver qué nos
revelan acerca de quién es Jesús y qué significa pertenecer a su
familia. En realidad, todos queremos y necesitamos ser adoptados
en su familia para que podamos llamar a Dios nuestro Padre y a
Jesús nuestro hermano. Si hay rasgos particulares de aquellos que
son parte de la familia de Jesús, deseamos ver esos rasgos en
nuestras propias vidas.
Los antepasados de Jesús
Jesús no necesitaba a los productores de uno de estos programas
de televisión, una prueba de ADN o un programa de computadora
para rastrear su ascendencia. Los escritores de los Evangelios de
Mateo y Lucas lo hicieron por él. De hecho, Mateo comienza su
Evangelio de esta manera: “Libro de la genealogía de Jesucristo,
hijo de David, hijo de Abraham” (Mt. 1:1). A partir de ahí, Mateo
rastrea la ascendencia legal de Jesús en tres grupos de catorce
generaciones, con ciertas omisiones.
¿Por qué Mateo comenzó su Evangelio de esta manera? Mateo
estaba escribiendo a los judíos cuyas vidas giraban en torno a las
promesas que Dios había hecho a sus antepasados. Dios había
prometido a Abraham que sería el padre de muchas naciones, y
que, a través de él y su familia, todas las naciones de la tierra serían
bendecidas (Gn. 12:3). Cientos de años después, uno de los
descendientes de Abraham, David, se convirtió en el rey de Israel, y
Dios también le hizo promesas increíbles. Dios prometió a David
que sus descendientes serían una gran dinastía de reyes y que uno
de sus hijos en particular gobernaría su trono, no solo por unos
años, ni siquiera por toda la vida, sino para siempre. Le prometió
que ese hijo no solo gobernaría sobre las doce tribus de Israel, sino
que también gobernaría las naciones (2 S. 7:12-16; Sal. 2:8). Estas
promesas a Abraham y David fueron promesas increíbles, y fueron
promesas conectadas. Evidentemente, la forma en que todas las
familias de la tierra serían bendecidas sería a través de un reino
gobernado para siempre por un hijo de David.
Estas promesas parecieron hacerse realidad cuando el hijo de
David, Salomón, llegó al trono. Sin embargo, aunque Salomón fue
sabio, hizo algunas cosas bastante necias. Luego, cuando el hijo de
Salomón, Roboam, asumió el trono, el reino se dividió, y nunca más
fue tan glorioso como lo había sido. Incluso llegó el día en que
ningún descendiente de David estaba sentado en el trono sobre
Israel. De hecho, llegó el momento cuando no hubo trono en Israel.
En los días en que Mateo escribió su Evangelio, el pueblo de Israel
vivía bajo un gobernante títere que Roma había establecido. No
parecía que las promesas que Dios había hecho a Abraham y David
alguna vez se hicieran realidad.
Al comenzar su Evangelio con esta genealogía, Mateo declaró que
el Jesús que nació en Belén, criado por José y que trabajaba como
carpintero en Nazaret era descendiente de Abraham a través del
cual todas las naciones de la tierra serían bendecidas. Mateo buscó
convencer a sus lectores que Jesús, quien no tenía hogar, ni
fortuna, y que solo tenía un pequeño grupo de seguidores, era el
Rey real en la línea de David cuyo reino nunca tendría fin.
Sin embargo, sinceramente, si eso era todo lo que Mateo estaba
tratando de lograr, podría haber hecho el registro de la historia
familiar de Jesús de una manera muy distinta. Si eso es todo lo que
Mateo intentaba comunicar, no había razón para que él incluyera
algunos de los nombres que eligió incluir en la genealogía,
específicamente los nombres de cinco mujeres.
Las genealogías judías (y la mayoría de las genealogías de la
Biblia) no incluyen mujeres. Sin embargo, más interesante que el
hecho de que Mateo incluyera mujeres, son las mujeres particulares
que eligió incluir y excluir. Podríamos esperar que Mateo, al escribir
para una audiencia judía, incluyera matriarcas judías como Sara,
Rebeca o Lea. Sin embargo, de las cinco mujeres que Mateo incluyó
en la genealogía de Jesús, cuatro ni siquiera son judías. Solo María,
que probablemente descendía de la línea real de David como su
esposo José, era judía. ¡Las otras cuatro mujeres que Mateo incluyó
en la genealogía de Jesús eran gentiles! Tamar y Rahab eran
cananeas, la raza de personas que vivían en Canaán cuando los
israelitas tomaron posesión de la tierra. Rut era moabita. Luego
estaba Betsabé, quien, aunque pudo haber sido israelita de
nacimiento, se casó con Urías heteo, lo que legalmente la convirtió
en hetea.
Mateo parece estar haciendo todo lo posible para dejar claro a sus
lectores judíos que Dios siempre tuvo la intención de que sus
bendiciones, sus promesas, su gobierno fueran para personas de
toda tribu, lengua y nación, no exclusivamente para aquellos que
tenían sangre judía en sus venas. Parece como si Mateo quisiera
dejar claro que ser parte del pueblo de Dios, la familia de Dios,
nunca ha tenido que ver con la sangre, sino con la fe. Se trata de
tomar las promesas que Dios hizo a Abraham, Isaac y Jacob, que es
exactamente lo que hicieron Tamar, Rahab y Rut.
Que Mateo incluyera a mujeres extranjeras en su genealogía no
es lo único que llama la atención cuando lo leemos. No podemos
escapar de la realidad de que la vida de cada una de las mujeres
que eligió incluir fueron tocadas por un escándalo sexual.
El primer esposo de Tamar fue tan malvado que Dios lo mató.
¡Imagina estar casada con un hombre tan malvado! Al quedar viuda
sin hijos, Tamar siguió las prácticas culturales de su tiempo y se
casó con el hermano de su esposo, pero este hermano no quería
compartir su herencia con hijos de ella, por lo que simplemente usó
a Tamar para su placer sexual y evitó embarazarla. Dios lo mató por
sus malas acciones también. Una vez viuda y desesperada por la
seguridad y la posteridad, Tamar se vistió como una prostituta del
templo y se puso en el camino de su suegro, Judá. Evidentemente,
ella sabía que Judá era una persona de poca moral y que fácilmente
sería seducido. También sabía que necesitaría evidencia de su
enlace para evitar que la asesinaran una vez que se descubriera su
embarazo, por lo que se guardó su sello y su báculo. Y su plan
funcionó. Dio a luz a gemelos engendrados por su suegro. Y uno de
sus gemelos, Fares, se convirtió en parte del árbol genealógico de
Jesús. (Para la historia de Tamar, ver Gn. 38).
Luego estaba Rahab (ver Jos. 2 y 6), quien dirigía un burdel en
Jericó cuando los que se habían anticipado de entre los dos
millones de israelitas invasores llegaron a su pueblo y a su posada.
Ella había escuchado acerca de cómo su Dios les había dado la
victoria sobre sus enemigos, y sabía que la ciudad de Jericó era el
próximo enemigo para ser derrotado. Quería formar parte de la
familia de israelitas, quienes no solo la salvaron, sino que ella
misma se convirtió en israelita a través del matrimonio. La
exmadama se convirtió en madre y abuela, y también encontró un
lugar en el linaje de Jesús (Mt. 1:3).
Rut era moabita. Eso significaba que no se podía trazar su
ascendencia a Abraham, sino a su sobrino Lot. ¿Te acuerdas de
Lot? Fue el hombre que embarazó a sus hijas mientras estaba
borracho. Esta era la familia y cultura incestuosa de la que provenía
Rut. Una familia judía que escapó de la hambruna de su ciudad
natal en Belén se mudó a Moab y Rut se casó con uno de los hijos.
Sin embargo, luego murió su esposo y la dejó viuda sin
descendencia. Finalmente, ella viajó a Belén con su suegra, Noemí,
donde la mayoría de la gente se dirigiría a ella con menosprecio
como “la moabita”. Sin embargo, un hombre piadoso llamado Booz
la llamó “hija mía” y, finalmente, “mi mujer”. Así, Rut, una extranjera
integrada a la familia, se convirtió en bisabuela de David, cuyo hijo
mayor sería Jesús (ver Rut 1–4).
Mateo llama a Betsabé “mujer de Urías” para recordar a los
lectores dos cosas: (1) era hetea por matrimonio, y (2) estaba
casada con Urías cuando David la llamó a su alcoba. Su historia es
la de una mujer utilizada sexualmente, lo que produjo un embarazo
inesperado (ver 2 S. 11–12). Sin embargo, ella también, a través de
su hijo Salomón, se abrió paso en la familia de Jesús (Mt. 1:6).
Todo el escándalo sexual en la vida de estas mujeres nos prepara
para el gran escándalo que está por acontecer: el embarazo de la
soltera María, la madre de Jesús. Aunque María no había cometido
ningún pecado sexual, sus vecinos piadosos probablemente la
rechazaron mientras llevaba al futuro Cristo en su vientre.
Si los productores de “¿Quién crees que eres?” buscan
antepasados para incluir en la historia de Jesús, la vida de estas
cinco mujeres haría un gran programa de televisión. ¿Pero por qué
Mateo las incluiría en su Evangelio? Parece que Mateo usó la
genealogía de Jesús para dejarlo bien claro:
La familia de Jesús está formada por personas que tienen
un trasfondo poco respetable y un historial de vida no tan
perfecto.
Jesús proviene de una larga línea de forasteros, malhechores,
sinvergüenzas y pecadores. Cuando vino al mundo, entró a la
irregularidad de la familia humana, incluso de su propia familia. De
hecho, fue el único miembro de esta familia que nunca avergonzó a
la familia. En cambio, llevó sobre sí la vergüenza de cada persona
del árbol genealógico. Piensa en la vergüenza de Abraham por
permitir que sus temores pusieran a su esposa en una situación
comprometedora. Jesús soportó esa vergüenza mientras colgaba de
la cruz a pesar de que Jesús siempre protege a su novia. Piensa en
la vergüenza de Jacob por toda una vida de engaño. Jesús soportó
esa vergüenza, aunque siempre dijo la verdad y, de hecho, Él es la
Verdad. Piensa en la vergüenza de Judá por vender a su hermano
(José) a traficantes de esclavos, mentirle a su afligido padre (Jacob)
durante años, y su incestuoso enlace con la esposa de su hijo
(Tamar). Jesús, el León de la tribu de Judá, llevó sobre sí el pecado
y la vergüenza de Judá. Piensa en la vergüenza del rey David por
llevar a la mujer de otro hombre a su propia cama y luego tramar el
asesinato de su esposo. Jesús soportó esa vergüenza mientras
colgaba de la cruz debajo de un letrero burlón hecho de manera
improvisada que decía: “Rey de los judíos”. Jesús vino a salvar tanto
a la víctima como al perpetrador, al pecador como al damnificado
por el pecado de otro.
Al considerar el tipo de personas que forman parte de la familia de
Jesús, no puedo dejar de preguntar: ¿Hay algo en tu propia historia
que te haga pensar que jamás podrías pertenecer a la familia de
Dios? ¿Acaso un sentimiento de vergüenza ha moldeado tu
concepto de ti misma para que pienses que tu nombre no se
encontrará en la lista de aquellos nombres a quienes Jesús llama
amados hermanos y hermanas? Amiga mía, si la historia y los
secretos de tu vida fueran registrados para que todos los lean —
como la historia de Abraham y Sara, Judá y Tamar, Rahab, Rut o
David y Betsabé—, aunque tu historia incluya un escándalo sexual
como adulterio, incesto o quedar embarazada de alguien con quien
no estás casada, podrás integrarte perfectamente a esta familia. Si
has procedido con engaño u odio… si has usado o destruido a otras
personas para obtener lo que querías… si has promocionado tus
credenciales religiosas para impresionar a otras personas cuando
en realidad no querías tener nada que ver con Dios, ¡bienvenida a la
familia! Si has dado por descontada la generosa provisión de Dios…
si has dudado de las promesas de Dios… si has presumido de la
protección de Dios mientras que a la vez lo ignorabas, se puede ver
el parecido familiar. Si no tienes esperanza de ser aceptada en la
familia de Dios a no ser por el perfecto historial de vida de tu justo
hermano, Jesús, entonces puedes estar segura de haber
encontrado tu familia para siempre. Nadie se integra a la familia de
Dios por nacer en ella. Debes nacer de nuevo dentro de ella. Y
nadie se integra a la familia de Dios a través del buen
comportamiento. La única forma en que cualquiera de nosotras se
convierte en parte de esta familia es por gracia a través de la fe.
¡Gracia! ¡Gracia! ¡Gracia de Dios que nos da perdón!
¡Gracia! ¡Gracia! ¡Gracia que limpia el corazón![5]
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús
vino al mundo para salvar a los pecadores” (1  Ti. 1:15). Mateo
quería que viéramos que la familia de Jesús estaba formada por
personas que tenían un historial de vida no tan perfecto. Esto
significa que hay esperanza, hay un hogar, hay un futuro en esta
familia para personas como tú y yo, sin importar lo que hayamos
hecho o hayamos dejado de hacer, o quiénes hayamos sido o no
hayamos sido.
Los padres terrenales de Jesús
Cuando nos presentan a José, quien sería el padre adoptivo de
Jesús en la tierra, descubrimos que es el tipo de hombre que todas
quisiéramos tener como padre, hermano o esposo.
El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando desposada María su
madre con José, antes que se juntasen, se halló que había
concebido del Espíritu Santo. José su marido, como era justo, y
no quería infamarla, quiso dejarla secretamente (Mt. 1:18-19).
Aquí aprendemos dos cosas sobre José. Era un hombre justo. En
otras palabras, se preocupaba por la justicia. Se preocupaba por
hacer lo correcto. Amaba la ley de Dios y quería vivir conforme a
ella. El problema era que, desde su punto de vista, María había sido
partícipe de un grave error. Ella estaba embarazada, y él sabía que
él no era el padre. Comenzar su vida juntos como si no se hubiera
acostado con otro hombre sería ignorar la ley de Dios.
Sin embargo, José no solo se preocupó por la justicia y la rectitud.
Se preocupó por ser amable. No quería que la foto de María
embarazada apareciera en la portada de los periódicos
sensacionalistas de una manera que la humillara. Entonces decidió
hacer todo lo posible para divorciarse en secreto, y luego se fue a la
cama. Entonces un ángel del Señor se le apareció en un sueño y se
dirigió a él de esta manera: “José, hijo de David”. Era como si el
ángel le recordara que pertenecía a la línea real, de la cual debía
venir el Rey eterno. El ángel quería que José pensara en las noticias
que estaba a punto de recibir a la luz de la promesa de Dios a
David.
El ángel le dijo: “No temas recibir a María tu mujer, porque lo que
en ella es engendrado, del Espíritu Santo es” (Mt. 1:20). No había
nada que hiciera que esta explicación fuera más fácil de creer para
José de lo que sería para nosotros hoy. Conocía todo sobre el sexo.
Y ahora el ángel le pedía que creyera que María estaba
embarazada, no de otro hombre sino del Espíritu Santo, y que ese
niño iba a ser el Salvador por el que su pueblo había estado velando
y que estaba esperando desde que se hicieron tales promesas a
Abraham y David. En realidad, desde que se hizo la promesa a la
serpiente en el Edén, que un día nacería un descendiente que
aplastaría la cabeza de la serpiente y acabaría con su maldad.
“[María] dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1:20-21). El ángel le dijo
que ese bebé sería el Salvador de su pueblo. Los salvaría, no de la
opresión física de las fuerzas de ocupación romanas, sino de la
esclavitud espiritual del pecado.
Mateo continúa diciendo: “Y despertando José del sueño, hizo
como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer.
Pero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le
puso por nombre JESÚS” (Mt. 1:24 -25). José demostró que lo que
Jesús diría más tarde es un rasgo familiar de todos los que son
adoptados en su familia. José escuchó la Palabra de Dios y
obedeció.
Y él no fue el único.
Cuando el ángel Gabriel dijo a María (que estaba comprometida
con José, pero que nunca se había acostado con él ni con ningún
hombre) que iba a concebir y tener un hijo, naturalmente le preguntó
cómo sucedería eso. El ángel le respondió: “El Espíritu Santo
vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios”
(Lc. 1:35).
La respuesta de María, similar a la respuesta de José, fue
asombrosa: “Entonces María dijo: He aquí la sierva del Señor;
hágase conmigo conforme a tu palabra. Y el ángel se fue de su
presencia” (Lc. 1:38). Había escuchado la Palabra de Dios, y tenía
la intención de someterse a ella y obedecerla sin importar lo que le
pudiera costar. Y sí que le costaría.
Sin embargo, puesto que ella realmente creía que el hecho de que
Dios estuviera obrando en y a través de su vida era motivo de gozo,
se llenó de una alegría tal que desbordó en un cántico. En su
cántico, María citó o aludió a versículos de Génesis, Deuteronomio,
1  y 2  Samuel, Job, Salmos, Isaías, Ezequiel, Miqueas, Habacuc y
Sofonías. María conocía la Palabra de Dios. Su vida estaba
claramente saturada de la Palabra. En su cántico, conectó las
promesas hechas a Abraham y a David con el bebé que llevaba en
su vientre:
Socorrió [el Señor] a Israel su siervo, acordándose de la
misericordia de la cual habló a nuestros padres, para con
Abraham y su descendencia para siempre (Lc. 1:54-55).
Leemos que “María guardaba todas estas cosas, meditándolas en
su corazón” (Lc. 2:19). Había cosas que ella entendía acerca de su
hijo Jesús, pero también había cosas que aún no entendía. Estaba
meditando. Estaba tratando de atar cabos. En cierto sentido, ella y
José comprendieron que Jesús era divino, que estaba destinado a
hacer justicia en este mundo, que era el rey perteneciente a la línea
ancestral de David que Dios había prometido. Sin embargo, en
cierto sentido había algo que no entendían. Tenían una comprensión
menos que completa de quién era Jesús.
Jesús era un bebé completamente humano. No tenía una aureola
de resplandor como vemos en las pinturas clásicas. Mientras
cambiaba sus pañales y lo veía aprender a caminar y hablar, tal vez
fue fácil para María y José olvidar, a veces, quién era realmente
Jesús. Jesús “crecía en sabiduría” (Lc. 2:52). No salió del útero
sabiendo todo. Tenían que enseñarle. Él tuvo que aprender.
A medida que Jesús aprendió a leer y comenzó a estudiar los
rollos que contenían los escritos de Moisés y los Profetas, Jesús
creció y adquirió una mayor comprensión del plan de Dios para
redimir todas las cosas a través de Cristo. Adquirió mayor
comprensión de su propia identidad como el Cristo.
Déjame preguntarte esto: si Jesús tuvo que crecer y adquirir
mayor entendimiento de su propia identidad y misión, ¿no tiene
sentido que tú y yo tengamos que adquirir mayor entendimiento de
su identidad y misión? Cada una de nosotras que viene a Él y se
toma de Él lo hace sin haber descubierto todo sobre Él. Cada una
de nosotras que ponemos nuestra fe en Él lo hacemos en fe, en
busca de comprensión.
No pienses que tienes que entender todo sobre Jesús antes de
confiar en Él. No tienes que hacerlo.
La familia de Jesús está formada por personas que tienen
una comprensión incompleta de quién es Él y qué está
haciendo en el mundo.
Para la mayoría de nosotras, el reconocimiento de quién es Jesús
viene de manera gradual. Sentimos que “lo entiendo, pero no”.
Personalmente, tengo que decir (como alguien cuyos primeros
recuerdos incluyen haber sido enseñada acerca de Jesús y como
alguien que ha pasado casi seis décadas aprendiendo sobre Él)
que, si bien hay mucho que entiendo sobre Jesús y su propósito en
el mundo, todavía hay mucho que no entiendo. Todavía tengo
mucho que aprender. Todavía tengo mucha más claridad que
alcanzar acerca de ese día cuando la fe se haga visible.
Los hermanos de Jesús
Le tomó mucho tiempo a María comprender totalmente que el
evangelio giraba alrededor de su hijo. No siempre entendía quién
era Él o qué estaba haciendo. Sin embargo, sabemos que María
llegó a amar no solo a Jesús como su hijo, sino a adorarlo como su
Salvador. La encontramos reunida con los primeros creyentes para
adorar a Dios y esperar al Espíritu Santo prometido después de la
ascensión de Jesús (Hch. 1:14). De hecho, no solo María, la madre
de Jesús, estaba allí; sus hermanos también estaban allí. Quizás
sea fácil leer rápidamente y pasar por alto esta mención en Hechos
1, pero si rastreamos la historia de la familia de Jesús a través de
los Evangelios, es bastante sorprendente.
Los Evangelios no nos dicen nada sobre cómo fueron los años de
crecimiento de Jesús y sus hermanos y hermanas. Sabemos que
tenía hermanos llamados Jacobo, José, Simón y Judas, y hermanas
que no se mencionan (Mt. 13:55-56). ¿Cómo debe haber sido crecer
con un hermano mayor que nunca desobedecía, que siempre hacía
lo correcto y que podía impresionar a todos los rabinos del templo
con sus preguntas y sus respuestas? En cierto sentido, no puedo
imaginar por qué no creían que Él era divino. ¿Cómo podían no
sentirse atraídos hacia un hermano que siempre los amaba y que
amaba a quienes lo rodeaban con un amor perfecto? Sin embargo,
cualquiera que se haya criado con hermanos también reconocerá
que puede ser increíblemente molesto, incluso alienante, tener un
hermano cuyo buen comportamiento siempre nos haga quedar mal.
Me pregunto si esa fue parte de la razón por la cual una vez que
Jesús hizo la transición de la carpintería de Nazaret a un ministerio
milagroso alrededor de Galilea, los hermanos y hermanas de Jesús
no solo lo rechazaron, sino que querían prenderlo.
Mientras Jesús recorrió Galilea, ordenó a los demonios salir de un
hombre, afirmó ser el Señor del sábado, limpió a un leproso y
declaró que los pecados de un paralítico eran perdonados. Marcos
registra: “Y se agolpó de nuevo la gente, de modo que ellos ni aun
podían comer pan. Cuando lo oyeron los suyos, vinieron para
prenderle; porque decían: Está fuera de sí” (Mr. 3:20-21).
Eso fue vergonzoso. ¿No se dio cuenta Jesús de que estaba
haciendo que toda la familia pareciera ridícula al usar la autoridad
de Dios para hacer tales cosas? Marcos continúa diciendo:
Vienen después sus hermanos y su madre, y quedándose
afuera, enviaron a llamarle. Y la gente que estaba sentada
alrededor de él le dijo: Tu madre y tus hermanos están afuera, y
te buscan. Él les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis
hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de
él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel
que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, y mi hermana,
y mi madre (Mr. 3:31-35).
Jesús aprovechó la oportunidad para revelar algo muy significativo
acerca de la familia humana, así como lo que significa ser parte de
su familia. La familia humana es importante, pero no lo es todo.
Según Jesús, hay una familia que tiene prioridad sobre nuestra
familia biológica, y esa es la familia compuesta por nuestras madres
y padres espirituales, hermanos y hermanas espirituales, la familia
compuesta por todos los que están unidos por la fe y la obediencia a
Jesús.
Observa que Jesús dijo que su familia es todo aquel que hace la
voluntad de Dios. Entonces, la forma de relacionarse con Él no es a
través de la biología, sino a través de la obediencia. Una vez más, al
observar la vida de José y María, escuchamos la moraleja de oír y
obedecer la Palabra de Dios como la clave para pertenecer a la
familia de Dios. De hecho, Jesús lo expresó de manera clara en una
ocasión. Jesús enseñaba de una manera diferente a cualquier
enseñanza que la gente había escuchado antes: “Mientras él decía
estas cosas, una mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo:
Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste. Y
él dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la
guardan” (Lc. 11:27-28).
Hay una bendición mayor que estar vinculado a Jesús por la
sangre. Esta satisfacción y bendición más grande están disponibles
para cualquier persona, sin importar su ascendencia, sin importar en
qué tipo de familia haya nacido. Incluso ahora, estás escuchando la
Palabra de Dios. Procura hacer que sea parte de la esencia de tu
vida. Retén la Palabra de Dios y haz lo que te dice que hagas. No
busques toda tu esperanza, seguridad e identidad en tu familia
humana, sino en Jesús.
Obtenemos otra visión de los hermanos de Jesús en el Evangelio
de Juan. Jesús acababa de alimentar a cinco mil personas con cinco
panes de cebada y dos peces. Todo estuvo bien hasta que Jesús
explicó lo que quería comunicar a través de este milagro: “Jesús les
dijo: De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del
Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn. 6:53).
¿Comer su carne y beber su sangre? ¿Qué quiso decir con eso?
Muchos de los que estaban escuchando sus palabras se ofendieron
por semejante idea. El capítulo termina informando que “desde
entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban
con él”. Luego Juan 7 comienza diciendo:
Después de estas cosas, andaba Jesús en Galilea; pues no
quería andar en Judea, porque los judíos procuraban matarle.
Estaba cerca la fiesta de los judíos, la de los tabernáculos; y le
dijeron sus hermanos: Sal de aquí, y vete a Judea, para que
también tus discípulos vean las obras que haces. Porque
ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si
estas cosas haces, manifiéstate al mundo. Porque ni aun sus
hermanos creían en él (Jn. 7:1-5).
¿No es una frase terriblemente triste? “Porque ni aun sus
hermanos creían en él”. Sin embargo, que no creyeran en Él no era
un obstáculo para que se aprovecharan de su popularidad. No les
impedía dar a Jesús lo que les parecía un buen consejo. La fiesta de
los tabernáculos atraía a miles a Jerusalén, y pensaban que si
Jesús iba allí y realizaba algunos milagros eso daría un gran auge a
su notoriedad. Los hermanos de Jesús querían que Él hiciera
milagros para congregar a la mayor audiencia posible.
De hecho, Jesús tenía la intención de manifestarse en Jerusalén,
pero no como pensaban sus hermanos. Jesús se manifestaría en
Jerusalén al ser colgado de una cruz romana. De hecho, cuando
fuera levantado de la tierra, atraería a todas las personas a sí mismo
(Jn. 12:32).
Sorprendentemente, entre los que Jesús atraería a sí mismo
estaban sus hermanos y hermanas que no creían en Él. No
estuvieron presentes en su crucifixión. Tener un hermano
condenado a morir de una muerte tan horrible era la peor vergüenza
y bochorno. La madre de Jesús estaba allí sola, así que Jesús
designó al apóstol Juan para que la cuidara.
Entonces sucedió algo que lo cambió todo. Leemos en 1 Corintios
15:7 que, después que Jesús se levantó de entre los muertos, se
apareció “a Jacobo; después a todos los apóstoles”. Este Jacobo
era el hermano de Jesús, también llamado Santiago. En su gracia,
el Jesús resucitado y glorificado se reveló a uno de sus hermanos
que hasta ese momento se había negado a creer en Él. De hecho,
el hermano de Jesús, Jacobo, no solo llegó a ser un creyente, sino
también el líder de la iglesia de Jerusalén. Jacobo, el medio
hermano de Jesús, escribió el libro de Santiago en la Biblia, que,
curiosamente, habla no solo de escuchar la Palabra de Dios, sino
también de vivirla. Otro medio hermano, Judas, escribió el libro que
lleva su nombre.
Lo que encuentro más interesante sobre estos dos hermanos de
Jesús es la forma en que se presentan al comienzo de sus cartas. Si
fuera yo, probablemente comenzaría mi carta así: “Nancy, medio
hermana de Jesús [ya sabes, alguien que creció con Él y lo conoce
más que la mayoría]”. Sin embargo, Santiago y Judas ni siquiera
mencionaron su relación de hermanos en sus libros. No se
presentaron como medio hermanos de Jesús, sino como siervos de
Jesús. Santiago comienza su carta: “Santiago, siervo de Dios y del
Señor Jesucristo” (Stg. 1:1). Y Judas comenzó su breve carta:
“Judas, siervo de Jesucristo, y hermano de Jacobo” (Jud. 1).
Queda claro que Santiago y Judas llegaron a ver a Jesús no solo
como hermano, sino también como Salvador. Y no solo el Salvador
del mundo, sino su Salvador, el único Salvador. Pasaron de querer
silenciar a Jesús a dar sus vidas en servicio a Jesús. En lugar de
sentirse avergonzados de Él, se gloriaron en llamarlo Señor.
Santiago escribió: “Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar
y perder” (Stg. 4:12). Y Judas escribió que solo Jesús es “poderoso
para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su
gloria con gran alegría” (Jud. 24).
Quizás encontremos algo de aliento en la historia de los hermanos
de Jesús aquellas de nosotras que tenemos familiares que, hasta
ahora, han rechazado a Jesús. Estos hermanos de Jesús pasaron
toda su vida viviendo y trabajando al lado de alguien que llevaba
una vida perfecta y comunicaba la Palabra de Dios perfectamente.
Entonces, si estás descorazonada por la incredulidad en la vida de
un ser querido, y te atormentas al pensar que, si tan solo hubieras
sido una mejor testigo, un mejor ejemplo o si pudieras explicar mejor
las cosas, entonces tu ser querido aceptaría a Cristo: no te eches
más la culpa. No dejes de orar. Y no tomes su resistencia como la
última palabra. Mira la familia de Jesús y fíjate que:
La familia de Jesús está formada por personas que creen
tarde, pero es mejor que nunca.
Tal vez alguien en tu familia ha tardado en creer. O tal vez tú has
tardado en creer; has tardado en confesar que te has equivocado
acerca de Jesús hasta este momento; has tardado en
comprometerte con una nueva forma de vida. En este momento,
quizás pienses que sería demasiado vergonzoso y humillante
admitir que te has equivocado, que te has perdido de algo, que
realmente has estado fuera de la familia de la fe genuina cuando
quizás todos los demás piensen lo contrario.
No es demasiado tarde. La familia de Jesús está formada por
personas que creen tarde, pero es mejor que nunca. Si Santiago
pudo pasar décadas cerca de Jesús sin creer en Él, y luego cambiar
su vida por Él, tú también puedes hacerlo. Si Judas pudo pasar de
resistirse a la autoridad de Jesús a apreciar la autoridad de Jesús en
su vida, tú también puedes hacerlo.
La familia de Jesús está compuesta de pecadores que hallaron
gracia y perdón en Él. Está formada por aquellos que tienen cierto
conocimiento acerca de Jesús, pero que están buscando adquirir
más entendimiento; aquellos que han escuchado la Palabra de Dios
y quieren pasar el resto de sus vidas tratando de obedecerla, y
aquellos que han esperado, se han resistido y se han negado a
creer en Jesús y ahora quieren llamarlo Señor y Maestro.
Así que te pregunto: ¿Ves alguna de estas características de
familia en tu propia vida?
¿Tienes un historial de vida no tan perfecto? Si es así, ¿estás
dispuesta a aceptar que Jesús cargó sobre sí en la cruz tu historial
de vida no tan perfecto y que te está ofreciendo su propio historial
de vida perfecto a cambio del tuyo? ¿Recibirás su gracia?
¿Entiendes algunas cosas sobre Jesús, pero aún hay mucho que
no entiendes? No pienses que tienes que entender todo antes de
venir a Él. Cuando acudas a Jesús con tu cantidad limitada de
entendimiento, Él te llenará de su Espíritu, quien obrará en ti para
que puedas entender más acerca de Jesús.
¿Te parece demasiado vergonzoso admitir que, aunque tal vez
hayas crecido o hayas pasado mucho tiempo en los círculos de la
iglesia, nunca has cruzado la línea del arrepentimiento y la fe
genuinos, nunca has pasado de ser una persona espiritualmente
muerta a una persona espiritualmente viva?
Tu hermano, Jesús, quiere darte la bienvenida a su familia. Quiere
compartir contigo todo lo que puedes heredar.
Mi esposo, David, pudo rastrear su línea familiar más allá de
Henry Guthrie, firmante del Pacto de Cumberland. Lo rastreó hasta
John Guthrie, quien dejó Angus, Escocia, con sus padres, el Capitán
James Montrose Guthrie y Elizabeth Guthrie, para ir hacia el Nuevo
Mundo en la década de 1660. Ahora bien, tal vez Angus, Escocia,
no signifique nada para ti; pero Angus, Escocia, es donde se
encuentra el Castillo de Guthrie, construido por Sir David Guthrie en
1468. No creo que los Guthrie pertenecieran realmente a la realeza,
¡aunque evidentemente sí (al menos, en un tiempo) vivieron en un
castillo!
Sin embargo, la hermana de David recientemente hizo un costoso
viaje en Uber al castillo de Guthrie durante un viaje a Escocia, solo
para descubrir que ahora es propiedad de un estadounidense, y que
ya no está abierto a los visitantes. Ni siquiera a los Guthrie.
Esto me hace estar muy agradecida de ser parte de otra familia,
una familia mayor, una familia real. Fui adoptada en la familia que
Dios prometió a Abraham que bendeciría y serían de bendición.
Pablo escribe: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo
Jesús… Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham
sois, y herederos según la promesa” (Gá. 3:26, 29). De hecho,
puedo heredar mucho más que un viejo castillo en Escocia. Soy
parte de la promesa dada a Abraham y su descendencia de que él
sería heredero del mundo (Ro. 4:13). Jesús, mi hermano, ha sido
hecho heredero de todas las cosas (He. 12:2), y quiere compartir su
herencia con todos los que forman parte de su familia.
Gracia infinita recibirá
todo el que cree en Cristo el Señor;
si del pecado cansado estás,
ven, gracia ofrece tu Salvador.
¡Gracia! ¡Gracia! ¡Gracia de Dios que nos da perdón!
¡Gracia! ¡Gracia! ¡Gracia que limpia el corazón![6]
Preguntas de reflexión
Capítulo 2: La familia
1. ¿Cuáles son algunas de las razones por las que Mateo pudo
haber elegido comenzar su Evangelio con una genealogía?
__________________
__________________
__________________
2. ¿Cómo puede el estudio de la genealogía de Jesús darnos
esperanza?
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__________________
3. ¿Qué evidencia sugiere que José y María entendieron quién era
Jesús? ¿Qué evidencia sugiere que no entendieron por completo
quién era Jesús?
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__________________
4. Para llegar a ser miembro de la familia de Jesús, ¿cuánto tiene
que entender una persona acerca de quién es Jesús y por qué
vino al mundo?
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__________________
5. ¿Por qué crees que los hermanos de Jesús no creían en Él?
__________________
__________________
__________________
6. ¿Qué dijo Jesús que hace que una persona sea parte de la
familia para Él? ¿Qué significa eso para la forma en que nos
relacionamos con nuestra familia biológica y nuestra familia de la
fe?
__________________
__________________
__________________
7. ¿Hay alguien en tu familia que todavía esperas que ponga su fe
en Cristo? ¿Qué esperanza te da este capítulo? ¿Cómo te desafía
este capítulo?
__________________
__________________
__________________

[5]. Julia H. Johnston, “Grace Greater Than Our Sin”, 1910; “¡Gracia admirable del Dios
de amor!”, trad. George P. Simmonds.
[6]. Johnston, “Grace Greater Than Our Sin”; “¡Gracia admirable del Dios de amor!”.
3

LA PIEDRA
Simón Pedro

¿A lguna vez te encontraste con alguien que no veías en años y no


podías reconocer porque su apariencia había cambiado totalmente?
David y yo estamos en la edad en que nos encontramos con
personas que no veíamos hace mucho tiempo, y a veces pensamos:
¡Qué viejos están! Y luego nos horrorizamos ante la realidad de que
es probable que piensen lo mismo de nosotros.
Por supuesto, estos son solo cambios externos. Lo que es
sorprendente (y quizás más raro) es estar ante alguien que ha
cambiado de manera más profunda y personal: alguien que solía ser
impaciente, quejoso o irascible, pero ahora es más tranquilo, amable
y paciente. Quizás veas a alguien que siempre necesitaba estar al
mando y que todo girara a su alrededor, pero ahora sirve en silencio
entre las sombras. Ahora se preocupa más por los problemas y
necesidades de los demás que por los suyos.
Ese es el tipo de cambio que realmente nos interesa. Ahora bien,
¿cómo sucede ese tipo de cambio? ¿Puede ser un cambio
realmente duradero?
Cuando se trata de cambiar, creo que en la mayoría de nosotras
hay resistencia (nos sentimos cómodas con las cosas como son,
muchas gracias), así como temor de que nunca podremos cambiar
(lo intentamos y fallamos, y el miedo a querer cambiar y descubrir
que no podemos es vergonzoso y paralizante). La mayoría de
nosotras sabemos lo que es decidir cambiar algo de nosotras
mismas o de nuestras vidas: cambiar nuestra dieta, nuestras horas
de sueño, nuestra rutina de ejercicio o la forma en que
interactuamos con personas o situaciones particularmente difíciles.
Tal vez tengamos éxito por un tiempo, pero pocas de nosotras
somos capaces de cambiar de manera permanente; de manera que
se convierta en una parte intrínseca de quienes somos.
Recientemente, mi hijo estaba limpiando un armario y encontró
una fotografía de su equipo de fútbol de quinto grado. Todos esos
chicos tenían entre once o doce años en la fotografía y ahora tienen
veintitantos años. Al observar la cara de cada uno, conversamos
sobre cómo los rasgos básicos de la personalidad, las inclinaciones
y los intereses de la mayoría de esos chicos se mantuvieron
prácticamente igual que cuando estaban en la escuela primaria.
Gran parte de quiénes somos parece ser una parte innata en
nosotras, ¿no es así?
Eso nos lleva a preguntarnos: ¿es posible cambiar? ¿Es realista
pensar que alguna vez podremos dejar de ser desconfiadas por
naturaleza para ser personas que instintivamente piensen lo mejor
de los demás? ¿Es posible dejar de ser personas individualistas,
egocéntricas y egoístas por naturaleza para ser personas generosas
que piensen primero en los demás? ¿Es posible dejar de ser
personas temerosas por naturaleza para ser personas que enfrenten
el futuro con confianza y valor?
Quizás te preguntes sobre ti:

¿Siempre estaré tan a la defensiva o alguna vez podré estar


abierta a las críticas justas?
¿Podré resistirme alguna vez a los pensamientos lujuriosos
y las fantasías sexuales o siempre me sentiré fácilmente
atraída hacia ellos?
¿Podré desarrollar alguna vez el deseo interno de leer y
estudiar la Biblia o siempre será una batalla de la voluntad?
¿Será mi primer instinto tender siempre a manipular las
cosas a fin de tener lo mejor, ser la primera y acceder a las
mejores cosas o llegará el día cuando realmente pueda
alegrarme por lo que otras personas tienen, hacen y
disfrutan, aunque no sea mi experiencia?

En la historia de Jesús, obtenemos una visión personal y cercana


de la transformación de varias personas, pero quizás ninguna es tan
significativa como la de Simón Pedro. Entre el Simón que vemos en
las historias de los Evangelios y el Pedro que vemos en lo que
predicó y escribió en Hechos y sus dos epístolas, ¡es como si Simón
Pedro hubiera estado en uno de esos programas de televisión de
cambio de imagen total! La diferencia principal es que el suyo no es
un cambio de imagen externo, sino interno. A veces apenas lo
reconocemos como la misma persona. Sin embargo, ¡ver que
realmente se trata de la misma persona nos da esperanza! La
comparación de la imagen del antes y después de Simón Pedro nos
da la esperanza de que el mismo Salvador, el mismo Espíritu que
produjo un cambio genuino y duradero en Simón Pedro, puede obrar
para lograr un cambio genuino y duradero en nosotras también.
El verdadero cambio comienza con el llamado de Jesús
La primera vez que vemos a Simón es en Juan 1, cuando le
presentaron a Jesús. Andrés, el hermano de Simón, era uno de los
muchos que habían sido cautivados por la voz: la voz de Juan el
Bautista que clamaba en el desierto. Andrés estaba allí, en el
Jordán, cuando Juan el Bautista señaló a Jesús y dijo: “He aquí el
Cordero de Dios”, y apenas pudo esperar para contarle a su
hermano acerca de Jesús. Juan registra: “Este halló primero a su
hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido
es, el Cristo)” (Jn. 1:41).
Andrés tenía toda la razón de que Jesús era el Mesías, el ungido,
el Cristo; pero ciertamente dijo mucho más de lo que había
entendido en ese momento. Era evidente que él y los demás
discípulos tenían mucho que aprender sobre el Mesías y su misión:
su comprensión era limitada y, a veces, distorsionada.
Juan escribe que cuando Andrés trajo a su hermano Simón, Jesús
lo miró y dijo: “Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas
(que quiere decir, Pedro)” (Jn. 1:42). Hoy, podríamos decirlo así: “Tú
eres Simón Johnson, pero llegará el día cuando ese nombre ya no
te quedará bien. Tu identidad no descansará en tu relación con tu
padre terrenal. Serás Pedro (que significa piedra)”. Por lo general,
cuando alguien le pone un nombre a una persona (un apodo), tiene
que ver con algún hecho del pasado o alguna realidad presente de
su vida, pero esto era muy distinto. Ese nombre reflejaba en quién o
en qué se convertiría Simón: una roca, una piedra. Al presente, era
Simón Johnson, impulsivo, ambicioso y sin pelos en la lengua, pero
la gracia iba a obrar en él, y se convertiría en alguien muy diferente.
Jesús dijo a Pedro en quién se convertiría al unirse a Él. Sin
embargo, eso no sucedería de manera instantánea o sin sufrimiento.
De hecho, incluiría el fracaso; sería un proceso confuso,
desconcertante, falible, humillante y costoso. Sería un milagro, pero
un milagro que se produciría durante el transcurso de la vida de
Pedro, no en un instante. No fue que Jesús vio el potencial de
Simón de convertirse en una piedra. Simón estaba lejos de ser una
piedra en ese momento. Este nuevo nombre (que ni Jesús usaría
durante bastante tiempo) era un reflejo de lo que Jesús, en su
gracia, pretendía lograr en y por medio de Pedro. De hecho, la
forma en que los pecadores se transforman en santos siempre es
esta. Dios “llama las cosas que no son, como si fuesen” (Ro. 4:17).
Verás, cuando Jesús dijo a Pedro que él sería una piedra, era la
Roca, la piedra de tropiezo, la Piedra angular, que miraba a Simón,
a quien el Padre había elegido y predestinado antes de la fundación
del mundo para que fuera conformado a imagen de su Hijo. La
cualidad de “piedra-roca” de Pedro (y sí, acabo de inventar una
palabra) derivaría de su relación con la Roca. Pedro no decidió que
quería convertirse en un líder más confiable, más sólido, mejor
fundado y más sabio y que participaría de tal transformación.
Esta transformación fue obra de la gracia, de principio a fin, de
Aquel que estaba a punto de llamar a Simón Pedro para que lo- ­
siguiera.
Un tiempo después de ese encuentro inicial, “aconteció que
estando Jesús junto al lago de Genesaret, el gentío se agolpaba
sobre él para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban
cerca de la orilla del lago; y los pescadores, habiendo descendido
de ellas, lavaban sus redes” (Lc. 5:1-2). Andrés y Simón Pedro
limpiaban metódicamente las herramientas de su oficio, las redes
que usaban para pescar. Excepto que, en ese día, no habían
pescado muchos peces.
Entonces Jesús se les acercó: “Y entrando en una de aquellas
barcas, la cual era de Simón, [Jesús] le rogó que la apartase de
tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud”
(Lc.  5:3). Pedro se alejó un poco de la costa que estaba llena de
amigos y vecinos. Todos escuchaban a Jesús hablar sobre la vida,
Dios y su reino de una manera que nunca antes habían escuchado
de sus líderes religiosos. “Cuando terminó de hablar, [Jesús] dijo a
Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar” (v.
4).
Simón Pedro había pescado en esas aguas desde que era un niño
en la barca de su padre. Conocía los hábitos de los peces, así como
el mejor momento, ubicación y condiciones para la pesca. Jesús
había pasado toda su vida trabajando con herramientas como
artesano (no como pescador trabajando con redes), pero allí estaba,
y le decía a Simón que echara sus redes.
Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos
estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra
echaré la red. Y habiéndolo hecho, encerraron gran cantidad de
peces, y su red se rompía. Entonces hicieron señas a los
compañeros que estaban en la otra barca, para que viniesen a
ayudarles; y vinieron, y llenaron ambas barcas, de tal manera
que se hundían (Lc. 5:5-7).
Lo que Simón Pedro no sabía era que hubo un llamado divino al
banco de peces, que los llenó con el impulso irresistible de nadar
hacia sus redes. Tampoco sabía que había un llamado divino
igualmente irresistible a su vida. “Jesús dijo a Simón: No temas;
desde ahora serás pescador de hombres. Y cuando trajeron a tierra
las barcas, dejándolo todo, le siguieron” (Lc. 5:10-11).
Llegaría el día, en Pentecostés, cuando Pedro echaría sus redes
en Jerusalén, y este milagro se repetiría, pero de una manera
completamente nueva. Tres mil almas escucharían y responderían
al llamado irresistible de Jesús y entrarían al resguardo de sus
redes. Incluso más adelante, Pedro volvería a echar sus redes en la
casa gentil de un centurión romano llamado Cornelio. Pedro hablaría
de la vida, muerte y resurrección de Jesús, y el Espíritu Santo caería
sobre todos los que escucharan la palabra (Hch. 10:44). Por el
poder del Espíritu Santo, serían atraídos a sus redes.[7]
Así es como comienza el verdadero cambio en nuestras vidas. El
verdadero cambio no comienza con nuestra iniciativa, nuestra
percepción de la necesidad de mejorar o nuestra decisión de
someternos a un programa de transformación personal. El cambio
real y duradero, que nos transforma en las personas que Dios
destinó que fuéramos comienza cuando Dios toma la iniciativa en
nuestras vidas. Él es Aquel que te conoció, te escogió, te llamó y te
predestinó para que seas transformada a la imagen de su Hijo.
El verdadero cambio requiere revelación divina
La segunda cosa que Simón Pedro nos mostró sobre el cambio real
y duradero es que no se produce porque descubrimos algo o porque
alguien nos brinda información o una estrategia exitosa. Más bien,
viene como resultado de la revelación divina. Tal vez eso te parezca
extraño o incómodo, porque pensabas que tu vida cambiaría en
función de tu capacidad de descifrar cómo hacerlo, pero la realidad
es que, a menos que el Padre decida revelarnos quién es realmente
Jesús, todos nuestros esfuerzos por cambiar estarán limitados por
las ideas y el poder humanos.
Desde el momento en que Simón dejó sus redes, su hogar, su
familia y su antigua identidad para seguir a Jesús, tuvo un asiento
en primera fila para descubrir quién era realmente Jesús. Vio a
Jesús sanar a los que venían con todo tipo de enfermedades,
incluida la suegra del mismo Simón. Participó en el milagro de la
multiplicación de los panes y los peces para poder alimentar a más
de cinco mil personas reunidas en la ladera de un monte. Escuchó a
Jesús enseñar con una clase de autoridad que jamás había oído.
Simón salió de la barca en medio de una tormenta, creyendo que
podía caminar sobre el agua hacia Jesús. Con regularidad, veía a
Jesús apartarse para tener comunión con su Padre en oración. Era
testigo presencial de quién era Jesús.
Él y el resto de los discípulos habían estado con Jesús durante
unos dieciocho meses y, tal vez, se habían acostumbrado a verlo
como un gran maestro y hacedor de milagros. Sin embargo, el solo
hecho de conocer a Jesús no tenía el poder de producir ningún
cambio significativo y duradero en sus vidas. Entonces Jesús indagó
para saber lo que pensaban.
Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus
discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y
otros, Jeremías, o alguno de los profetas (Mt. 16:13-14).
Los discípulos dijeron a Jesús que las personas a su alrededor
pensaban que era un profeta. Mucho de lo que Jesús decía y hacía
les recordaba a los profetas del Antiguo Testamento. En cierto
sentido, tenían razón. Jesús fue el profeta por excelencia, pero fue y
es mucho más que un profeta. Estas personas, que pensaban que
era uno de los profetas, no veían el cuadro completo. Entonces,
Jesús planteó la pregunta de manera mucho más personal: “¿Quién
decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt. 16:15-16).
Simón habló en nombre del grupo, como tenía la costumbre de
hacer, y dejó claro que reconocían que Jesús no solo era profeta,
sino también sacerdote y rey. “El Cristo” indicaba que Él era el
ungido. Era a quien todos los reyes y sacerdotes que fueron ungidos
con aceite a lo largo de los siglos habían representado. Jesús no era
solo el hijo de María y José; era el Hijo del Dios viviente.
Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo
de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre
que está en los cielos (Mt. 16:17).
Simón y el resto no habían descubierto esta verdad a través de su
propia capacidad de observación y evaluación. Algo sobrenatural
había sucedido en ellos. Habían experimentado una revelación
divina, por lo que ahora tenían una comprensión verdaderamente
sobrenatural y transformadora de quién era Jesús. Este es el tipo de
base sólida sobre la cual una persona puede edificar la vida.
Jesús continuó: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre
esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no
prevalecerán contra ella” (Mt. 16:18). “Tú eres Pedro”. Era evidente
que se estaba produciendo el cambio que Jesús había previsto en la
vida de Simón cuando se conocieron. Había una nueva solidez en la
comprensión de Simón acerca de la identidad de Jesús, una
sabiduría divina que reemplazaba su insensatez natural. Jesús es,
según las Escrituras, la roca de refugio, la roca de nuestra
salvación, la roca que golpearon para que saliera agua viva, la
piedra que los edificadores desecharon y que se ha convertido en la
piedra angular, piedra de tropiezo y roca que hace caer. Jesús, la
Roca, miró a Pedro (que se estaba convirtiendo en un pedacito de la
antigua Roca) y al resto de los discípulos, y dijo que se estaba
construyendo un fundamento a través de su creciente comprensión
de quién era Él. Sobre ese fundamento de reconocimiento de Jesús
como el Cristo se edificaría la Iglesia. Esta casa espiritual, como
más adelante Pedro se referiría a ella en su carta, tendría una
piedra angular tan sólida en Jesús y un fundamento tan sólido en el
evangelio de Jesús proclamado por estos apóstoles que resultaría
ser invencible, incluso cuando los ejércitos del infierno hicieran su
mejor esfuerzo para destruirlo. El testimonio de los doce se
convertiría en la piedra angular de una nueva humanidad. El
mensaje del evangelio que iban a proclamar abriría las puertas al
reino de los cielos para aquellos que escucharan y creyeran.
Lo que vemos que sucede en Pedro y los otros discípulos es lo
que queremos que suceda en nuestras propias vidas. Queremos
una mayor claridad, seguridad y estabilidad. Ahora bien, ¿cómo
sucede esto? En primera instancia, no viene como resultado de
nuestra propia curiosidad o incluso de nuestra propia desesperación
por encontrar algo real y verdadero. Viene a través de la revelación
divina. Las únicas ­personas que alguna vez llegan a descubrir y
experimentar verdaderamente a Dios en su plenitud son aquellas a
quienes Él elige revelarse. Esto incluyó a Pedro y al resto de los
discípulos, y nos incluye a ti y a mí.
Esto significa que, si has llegado a conocer y amar a Jesús, el
Cristo, no es por nada especial en ti. Nos gusta pensar que fuimos
suficientemente sensibles en nuestra vida espiritual y
suficientemente inteligentes y sinceras al elegir a Jesús. Sin
embargo, en realidad, si estás viva en Cristo, es solo por obra de la
gracia que emana del corazón de Dios hacia una pecadora
espiritualmente muerta. Y si aún no estás muy segura de Jesús,
quizás vacilante, pero aún no unida a Jesús por la fe, significa que la
oración más importante que puedes hacer es pedir a Dios que te
revele quién es Jesús y cuán digno es de una manera inconfundible
e inevitable, que te dé vida y te transforme.
El verdadero cambio se demuestra en las distintas pruebas
Pedro debe haber estado muy emocionado después que Jesús
confirmara su confesión de que Él era el Cristo. Sin embargo, la
siguiente interacción entre Jesús y Simón Pedro que Mateo registra
debió haber sido devastadora. Mateo escribe:
Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que
le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos,
de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y
resucitar al tercer día. Entonces Pedro, tomándolo aparte,
comenzó a reconvenirle, diciendo: Señor, ten compasión de ti; en
ninguna manera esto te acontezca. Pero él, volviéndose, dijo a
Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo,
porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los
hombres (Mt. 16:21-23).
Solo un momento antes, Simón Pedro expresó lo que solo Dios
pudo haberle revelado, y al siguiente sus palabras fueron
claramente humanas. Un momento antes, Jesús le dijo que iba a ser
usado para edificar la Iglesia, y al siguiente que Satanás lo estaba
usando para impedir que Jesús salvara a la Iglesia. Apenas un
momento antes, parecía entender lo que Cristo había venido al
mundo a hacer, y al siguiente parecía no tener idea de cómo se
llevaría a cabo la obra de salvación de Cristo.
En ese instante, Simón Pedro no quería que Cristo fuera
crucificado, sino que Cristo fuera un conquistador. Quería que Jesús
marchara a Jerusalén para participar en una guerra santa. Por
supuesto, Jesús entraría en batalla en Jerusalén, pero sería vencido
en tal batalla, muerto en tal batalla. En lugar de ser coronado como
rey, se burlarían de Él como rey. En lugar de ser elevado a un trono
glorioso, sería elevado en una cruz vergonzosa.
Sin embargo, Jesús no respondió solo con esa reprimenda a
Pedro. Jesús continuó diciendo que no solo había una cruz en su
propio futuro, sino que la cruz sería una realidad en la vida de
cualquier persona que quisiera ser su discípulo: “Entonces Jesús
dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera
salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de
mí, la hallará” (Mt. 16:24 -25).
Creo que la mayoría de nosotras tendríamos que admitir que,
cuando escuchamos que el llamado a seguir a Jesús requiere tomar
la cruz, dudamos. Buscábamos nuestra superación personal, no
negarnos a nosotras mismas. Sí, queremos ser como Jesús, pero
no queremos sufrir como Jesús ni sufrir por Él. Esperábamos usar
esta herramienta llamada oración para estar libres del sufrimiento,
no orar por perseverancia en el sufrimiento.
Claramente, este fue el caso de Simón Pedro y del resto de los
discípulos de Jesús. Estaban allí con Jesús en la comodidad del
aposento alto y la cercanía del huerto… hasta que apareció una
turba para arrestar a Jesús. Creo que algunas de las palabras más
tristes de la Biblia son: “Entonces todos los discípulos, dejándole,
huyeron” (Mt. 26:56). Allí, en el huerto, Simón Pedro estaba muy
seguro de sí mismo: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca
me escandalizaré” (Mt.  26:33), había dicho. Sin embargo, minutos
después huía asustado. Más tarde, en esa noche, juraría: “No
conozco al hombre” (Mt.  26:72, 74). Evidentemente, su
reconocimiento de Jesús y su ­deseo de estar con Él no fue
suficiente. Cuando tuvo que pasar la prueba de sufrir por Jesús,
seguía siendo el mismo Simón de siempre.
Sin embargo, entre el Simón que vemos en esta escena y el Pedro
que encontramos en los primeros capítulos de Hechos, algo cambió
visiblemente. A medida que la historia avanza en Hechos,
encontramos a Pedro sometido regularmente al sufrimiento por
Jesús. Lo golpean y lo encarcelan porque no dejaría de hablar del
Rey Jesús.
Pues bien, ¿cómo se produjo este cambio en Pedro? Yo quiero
saberlo, ¿y tú? Quiero experimentar este tipo de transformación en
mi propia vida. Quiero ser transformada en una mujer con una
confianza tan sólida en quién es Jesús, en lo que Él ha hecho por mí
y en lo que está preparando para mí, que incluso cuando deba
pagar el precio, no huya ni lo niegue o me aleje de Él.
Quizás encontremos una respuesta a esa pregunta en la carta de
Pedro, que escribió muchos años después a los creyentes que
estaban dispersos en varias partes del mundo entonces conocido.
En lugar de leer este pasaje tal como lo escribió a sus lectores,
espero que me permitas adaptarlo un poco para convertirlo en el
testimonio personal de Pedro sobre cómo se produjo este cambio en
su vida. Escucha a Pedro decir:
Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según
su grande misericordia me hizo renacer para una esperanza
viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una
herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada
en los cielos para mí, que soy guardado por el poder de Dios
mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada
para ser manifestada en el tiempo postrero. En lo cual me alegro,
aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tenga que
ser afligido en diversas pruebas, para que sometida a prueba mi
fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero
se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra
cuando sea manifestado Jesucristo (adaptado de 1 P. 1:3-7).
El cambio se produjo cuando el Espíritu Santo aplicó el poder de la
vida, muerte y resurrección de Jesús a la vida de Pedro. Piensa en
lo que significa esto. Cuando Pedro se unió a Jesucristo a través de
la fe, el poder que permitió a Jesús enfrentar la humillación de la
cruz comenzó a fluir hacia Pedro, lo cual le dio poder para enfrentar
las humillaciones de la persecución. Cuando Pedro se unió a
Jesucristo a través de la fe, el poder que levantó a Jesús de entre
los muertos comenzó a fluir en la vida de Pedro, por lo que una
nueva vida comenzó a brotar en los aspectos muertos de su vida y
su carácter. Tenía una nueva valentía en lugar de los antiguos
miedos. Tenía una nueva confianza en Dios en lugar de su antigua
seguridad en sí mismo. La sabiduría divina suplantó los impulsos
insensatos de la naturaleza de Pedro. Cuando el Espíritu Santo
aplicó el poder de la muerte y resurrección de Cristo a la vida de
Pedro, Pedro tuvo el poder que necesitaba para negarse a sí mismo
y tomar su cruz.
Y, para Pedro, esa cruz no fue de índole simbólico ni espiritual.
Fue real. Cuando Jesús sirvió el desayuno a Pedro a la orilla del
mar después de su resurrección, el Salvador resucitado dijo a Pedro
que llegaría el día cuando él extendería sus manos en la muerte. Y,
aunque no está registrado en la Biblia, los historiadores afirman que
Pedro murió por crucifixión. Dado que no quería morir de la misma
manera que su Salvador, Pedro, para entonces un anciano, pidió
que lo crucificaran al revés.
Simón se transformó en Pedro, la piedra. El cambio comenzó
cuando el Espíritu Santo unió a Simón Pedro a Cristo en su vida,
muerte y resurrección. Y continuó progresivamente a lo largo de la
vida a medida que ese poder hizo su obra en la personalidad y las
inclinaciones naturales de Pedro. Y aquí están las buenas noticias
para ti y para mí: ¡el Espíritu que aplicó el poder de la muerte y
resurrección a la vida de Pedro es el mismo Espíritu que nos sella a
ti y a mí a Cristo para que ese mismo poder fluya en nuestra vida!
Amiga mía, no depende de ti poder cambiar las cosas que quieres
cambiar en tu vida. Cuando te unes a Cristo por la fe y te alimentas
de Cristo al leer su Palabra, escuchar su Palabra, meditar en ella,
participar de la Cena del Señor semana tras semana y permanecer
en Cristo y entre su pueblo, el Espíritu Santo obra en ti y cambia las
cosas que Él quiere cambiar. Y esa es la clave: es el cambio que Él
quiere hacer, no necesariamente lo que tú identificas y deseas
cambiar. Puedes esperar que haya cierto desacuerdo a medida que
Él obra. Algo de lo que Él intenta cambiar de ti va a molestarte. Y
puedes estar segura de que la autenticidad de ese cambio se
pondrá a prueba mediante el sufrimiento.
No obstante, si estás genuinamente unida a Cristo, el cambio se
producirá. Y será evidente, no solo para ti, sino también para
quienes te rodean, por tu manera de responder a los desafíos
comunes de la vida: demoras, decepciones, inconvenientes,
interrupciones, insultos, desprecio o menosprecio. Será aún más
evidente cuando enfrentes una pérdida devastadora, un dolor
abrumador y un tratamiento injusto. En esos momentos es cuando
tú y yo tenemos la oportunidad de vivir una fe genuina que
“[resultará] en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado
Jesucristo” (1 P. 1:7). El cambio en nosotras, en el poder de Cristo,
será para alabanza, gloria y honra cuando Él vuelva.
Oh, amiga mía, ¿no será un gran día cuando la obra
transformadora de Cristo en nosotras —cuando dejemos de ser frías
y seamos afectuosas, dejemos de ser codiciosas y seamos
generosas, dejemos de ser impulsivas y tengamos dominio propio,
dejemos de estar ansiosas y tengamos paz— resulte en alabanza,
gloria y honra en el día que Jesucristo sea revelado a todo el
mundo?
El verdadero cambio lo concede el poder divino
La razón por la que Jesús recibirá alabanza y gloria por el cambio
en ti y en mí se debe a que Él es quien nos concede el poder para
cambiar. No cambiamos por nosotras mismas. Pedro entendió esto
de sí mismo y de cada persona que está en Cristo. Por eso pudo
escribir las siguientes palabras en 2  Pedro 1. Una vez más,
permíteme adaptarlo un poco a modo de testimonio de Pedro sobre
su propia experiencia. Escucha a Pedro testificar:
Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad me
han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de
aquel que me llamó por su gloria y excelencia, por medio de las
cuales me ha dado preciosas y grandísimas promesas,. para que
por ellas llegue a ser participante de la naturaleza divina,
habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de
la concupiscencia (adaptado de 2 P. 1:3-4).
Esta fue la experiencia personal de Pedro: se le otorgó poder
divino para que ya no fuera impulsado por los deseos pecaminosos
de índole terrenal o poder terrenal. En cambio, en su vida fluyó el
poder divino de Jesús lo cual produjo un cambio real, duradero,
continuo y general.
Esta experiencia no fue solo para Pedro, sino para todos y cada
uno de nosotros. Si mi vida será transformada de lo que soy por
naturaleza a lo que estoy llamada a ser por gracia, solo Jesús puede
hacerlo.

La única forma de vivir por fe es si Jesús me da esa fe.


La única forma de no fallar es si Jesús ora por mí.
La única forma de reconocer quién es Jesús es si el Espíritu
me lo revela.
La única forma de hablar con denuedo frente a la
persecución y el sufrimiento es si el Espíritu me da ese
denuedo.
La única forma de servir a los demás con humildad es si la
humildad de Jesús fluye a través de mí.

Imagina que ves a una persona que no veías hace tiempo, y ella te
dice: “Sabes, has cambiado. Eres diferente”. E imagina poder
responder: “Déjame decirte lo que ha sucedido. He llegado a ser
partícipe de la naturaleza divina”.
El verdadero cambio —aquel que convierte a un Simón en un
Pedro, a un sinvergüenza en un santo— no se percibe por medio de
buenas intenciones, determinación personal, estricta
responsabilidad o una decisión de la voluntad. Fluye en nuestras
vidas cuando nos unimos a Jesucristo. El Espíritu Santo aplica el
poder de la muerte y resurrección de Jesucristo a las áreas de
nuestra vida que se resisten al cambio. El Espíritu Santo aplica este
poder a la parte de nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestro espíritu
donde estamos muertos para Dios y vivos para nuestros propios
deseos, nuestras tendencias y orientaciones. Descubrimos que
tenemos un nuevo poder para decir que “no” a esos deseos y que
no es un poder que desarrollamos por nosotros mismos. Se nos ha
otorgado. Nos convertimos en seres vivos, que respiramos,
caminamos y hablamos milagros de la gracia.
Así sucedió con Pedro.
En los Evangelios leemos que, cuando las redes de Simón
estaban llenas de más peces de los que podía cargar en su
barca, su primera respuesta fue caer de rodillas ante Jesús y
decir: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”
(Lc. 5:8). Sin embargo, todo cambió para él con la cruz y la
resurrección para que Pedro pudiera escribir en su primera
carta: “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo
sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los
pecados, vivamos a la justicia” (1  P. 2:24). Su manera de
verse a sí mismo, de ver su pecado y su vida había
cambiado por completo.
En los Evangelios escuchamos a Simón reprender a Jesús
por insinuar que iba a sufrir. En su epístola, leemos las
palabras de Pedro, un hombre que había estado en el fuego,
que dice que no nos sorprendamos cuando debamos pasar
por el fuego ardiente de la prueba, como si algo extraño nos
estuviera sucediendo. En cambio, nos exhorta: “Gozaos por
cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo,
para que también en la revelación de su gloria os gocéis con
gran alegría” (1  P. 4:12-13). Pedro fue transformado.
Encontró su felicidad de una manera muy diferente a la que
había conocido antes.
En los Evangelios, vemos que Simón estaba entre los doce
que no tenían interés en lavar los pies de nadie. Luego,
cuando Jesús tomó la toalla para lavar los pies de Simón, le
dijo: “No me lavarás los pies jamás”, lo cual demuestra que
no entendía que una vida de servicio a otros fluye del
servicio de Jesús a nosotros. Sin embargo, en su carta, toda
resistencia a servir a los demás ha desaparecido. Pedro
escribió que cada uno debería usar cualquier don que se nos
hubiera concedido para servirnos unos a otros, no para que
otros se impresionen con nuestro servicio, sino “para que en
todo sea Dios glorificado por Jesucristo” (1 P. 4:11).
En los Evangelios, Jesús dijo a Simón que Satanás lo había
pedido para zarandearlo como a trigo. De hecho, Simón
sería sacudido hasta la médula por la crucifixión de Jesús y
las veces que él negó a Jesús. Sin embargo, la oración de
Jesús por Simón, para que se convirtiera en una fuente de
fortaleza para sus hermanos, se hizo realidad. En Hechos,
vemos a Pedro testificar de Jesús en lugar de negarlo. Se
convirtió en una piedra. Y, a fin de cuentas, cuando fue
zarandeado su fe no faltó.

¿Anhelas ese cambio? Yo también. La buena noticia del evangelio


es que lo que somos por naturaleza puede ser transformado por
gracia. Si estás en Cristo, si estás participando de los medios
comunes mediante los cuales se nos concede su gracia y poder —la
predicación y la lectura de la Palabra de Dios, la comunión con otros
creyentes, hablar con Dios a través de la oración, participar del
bautismo y la Cena del Señor— puedes estar segura de que el
Espíritu Santo está utilizando esos medios para producir un cambio
orgánico en tu carácter, tus deseos, tus pensamientos, tus valores y
tu perspectiva.
También puedes estar segura de que el Espíritu Santo te llenará
con cierto descontento sagrado con respecto a la cantidad de
cambios que ha tenido lugar en tu vida hasta el día de tu muerte,
porque incluso ese día, no dejará de transformarte. Todavía falta el
día del cambio completo. “He aquí, os digo un misterio”, escribió
Pablo, “porque se tocará la trompeta, y los muertos serán
resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados”
(1 Co. 15:51-52).
Jesús vendrá y nos llamará. Ese día, la probada autenticidad de
nuestra fe resultará en alabanza, gloria y honra cuando Jesucristo
sea revelado. El que comenzó la buena obra en nosotros la habrá
completado el día de Jesucristo.
Mi esperanza está fundada nada más
que en la sangre y rectitud de Jesús.
No deberé confiar en frías promesas,
sino solo y completamente en el nombre de Él.
Oh, Cristo, en esta Roca firme me anclo.
Todo otro suelo es arena movediza.
Todo otro suelo es arena movediza.[8]
Preguntas de reflexión
Capítulo 3: La piedra
1. ¿Cuáles son algunas de las cosas que dificultan el cambio
verdadero y duradero?
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2. ¿Por qué es importante ver que ser transformado a la imagen de
Cristo comienza con la iniciativa de Dios en lugar de nuestra
propia decisión?
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3. Si Dios debe revelarse a nosotras para que podamos ver quién es
realmente, ¿cómo lo hace? ¿Cómo podemos posicionarnos para
recibir tal revelación?
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4. ¿Qué crees que quiso decir Jesús cuando afirmo: “Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y
sígame”?
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5. ¿De qué manera difiere el Simón que vemos en los Evangelios
del Pedro que vemos en Hechos y en 1 y 2 Pedro?
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6. Si alguien te preguntara cómo sucede el cambio en la vida de una
persona unida a Cristo, ¿cómo responderías?
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7. ¿Hay algunos cambios específicos que podrías hacer en tu rutina
diaria, tu participación en el cuerpo de Cristo, tu vida de oración o
lectura de la Biblia, que crees que podría resultar en un cambio
real en tu vida?
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[7]. Estoy en deuda con F. B. Meyer por esta imagen de Pedro al “echar sus redes” en
Pentecostés y luego en la casa de Cornelius, que se encuentra en Peter: Fisherman,
Disciple, Apostle (Nueva York: Revell, 1920), 22.
[8]. Edward Mote, “The Solid Rock”, 1843; “La Roca firme”, trad. desconocido.
4

LOS HIPÓCRITAS
Los fariseos

“C uando sea grande, quiero ser… un hipócrita”, nadie dijo eso


jamás. La hipocresía es la antítesis de la sinceridad y lo
contrario a la integridad. Nadie se propone ser una persona que dice
una cosa y hace otra o una persona que anda por el mundo con
cara de falso. Desde luego, nadie se propone convertirse en el peor
de los hipócritas: un hipócrita religioso. Entonces, ¿cómo sucede? Si
una persona se convierte en una hipócrita religiosa, ¿lo sabe o la
hipocresía es algo que nos ocultamos incluso a nosotros mismos,
algo tan incómodo y, sin embargo, tan cómodo, que podríamos
ignorarla?
¿Podemos hacernos un examen o mirarnos en un espejo que
revele toda la hipocresía de nuestra vida que debamos contrarrestar
con el golpe mortal de la sinceridad y la humildad? Me refiero al tipo
de examen que el comediante Jeff Foxworthy ofrece a cualquiera
que quiera saber si es un redneck [paleto]. Como, por ejemplo: “Si
alguna vez cortaste las malas hierbas de tu jardín y encontraste un
automóvil en medio de ellas, podrías ser un paleto”. O: “Si tienes un
juego completo de ensaladeras y cada una de ellas es un
contenedor de plástico del helado que compras en el supermercado,
podrías ser un paleto”.[9]
Tal vez no nos preocupemos si somos personas paletas o no, pero
sería bueno que nos hiciéramos un autoexamen para descubrir si
podemos ser hipócritas en lo que respecta a nuestra relación con
Cristo. Entonces, con disculpas a Jeff Foxworthy, probaré con
algunos puntos para nuestro autoexamen:

Si alguna vez has dicho: “Oraré por ti”, y en realidad no


oraste, podrías ser una hipócrita religiosa.
Si alguna vez has dicho: “Te perdono”, pero sigues
comentando con los demás el daño que te han hecho,
podrías ser una hipócrita religiosa.
Si alguna vez has dicho “Amén” a la oración de alguien,
cuando en realidad, durante la oración, estabas haciendo
una lista mental de las compras del supermercado, podrías
ser una hipócrita religiosa.
Si tus labios han pronunciado las palabras: “Venga tu reino,
hágase tu voluntad”, sin tener la intención de someterte a
Dios en un área particular de tu vida, podrías ser una
hipócrita religiosa.
Si regularmente ves programas de contenido explícito, que
nunca verías con amistades de la iglesia, para que no
piensen que no eres tan santa como quieres parecer,
podrías ser una hipócrita religiosa.
Si tu conversación con tu familia camino a la iglesia a
menudo contiene palabras duras o poco amables, pero
después eres amigable con todos en la iglesia, podrías ser
una hipócrita religiosa.
Si alguna vez te has alegrado de que vean que has donado
dinero a tu iglesia, a un proyecto misionero o a una página
que recauda fondos para una causa en particular, podrías
ser una hipócrita religiosa.
Si has juzgado a otros por su actitud condenatoria y sus
críticas, podrías ser una hipócrita religiosa.
Si alguna vez has disimulado para que la gente piense que
estás leyendo la Biblia en tu teléfono móvil durante la iglesia
cuando en realidad te desplazabas por las redes sociales,
podrías ser una hipócrita religiosa.
Si alguna vez has usado frases como “el Señor nos guio a
hacer…” o “Dios me dijo que…” solo para que tu decisión
parezca más espiritual, podrías ser una hipócrita religiosa.
Si alguna vez has publicado algo en las redes sociales con
la esperanza de que los espectadores piensen que eres más
virtuosa, más compasiva, más “espabilada” o más
“conocedora de la realidad” de lo que realmente eres,
podrías ser una hipócrita religiosa.

Lo sé. Puse el dedo en la llaga. ¡Uy!


La verdad es no queremos ser hipócritas religiosas. Queremos ser
personas auténticas, personas íntegras, personas cuyas vidas sean
congruentes con lo que afirmamos creer. Entonces, dediquemos un
tiempo a examinar a aquellos a quienes Jesús —que reconoce la
sinceridad y la hipocresía— amonestó por su hipocresía religiosa.
Iremos de un pasaje a otro del libro de Mateo y echaremos un
vistazo a la interacción y conversación de Jesús con los hipócritas
religiosos más notorios de su época: los escribas y fariseos. Luego
nos detendremos en Mateo 23 para escuchar el pronunciamiento
audaz, directo y desgarrador de Jesús sobre la calamidad que les
espera a estos sinvergüenzas.
¿Quiénes eran los fariseos?
La primera vez que los escribas y fariseos aparecen en el Evangelio
de Mateo es en Mateo 5:20, en lo que llamamos el Sermón del
Monte. Mientras hablaba sobre un monte de Galilea, Jesús describió
lo que se requería para ser ciudadano de su reino, un miembro de
su familia, un partícipe de todo lo que significa pertenecerle. En este
sermón señaló: “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere
mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de
los cielos” (Mt. 5:20). Tal vez sea difícil que tal señalamiento nos
golpee de la misma manera que pudo haberlo hecho a aquellos que
ese día lo escuchaban en la ladera del monte. La mayoría de
nosotras tenemos una imagen mental de los fariseos, que es una
mezcla entre un miembro de los talibanes y Snidely Whiplash, de los
dibujos animados de Las aventuras de Rocky y Bullwinkle, con su
malvado bigote negro. La palabra “fariseo” evoca la imagen de
hombres moralistas, intrigantes e incluso asesinos. Sin embargo, si
tú y yo viviéramos en la época de Jesús, no habríamos visto a los
fariseos como personas malvadas, los hubiéramos honrado como a
héroes.
Tenemos que hacer un poco de historia para entender quiénes
eran los fariseos y qué los hizo ser quienes eran. Si volvemos a la
historia del Antiguo Testamento, recordamos que los babilonios se
llevaron cautivos al pueblo de Judá. Luego los persas llegaron al
poder, y Ciro el Grande permitió que los judíos que estaban en el
exilio regresaran a Judea para reconstruir su templo. Sin embargo,
hubo décadas entre estos sucesos cuando no hubo templo en
Jerusalén, y los judíos se encontraban dispersos por todo el mundo
entonces conocido. Fue durante esta época que comenzaron a
construirse sinagogas en varios pueblos y ciudades. En las
sinagogas, se hacían oraciones y los escribas y sabios, que luego
se llamaron rabinos, leían en voz alta, interpretaban y enseñaban la
Torá (los libros de la ley de Dios que Moisés había escrito). Luego
Alejandro Magno conquistó Persia y, más tarde, el Imperio seléucida
tomó el control e inició un programa de helenización, que trató de
obligar a los judíos a abandonar sus propias leyes y costumbres.
Los fariseos surgieron como líderes de la resistencia, y muchos de
ellos perdieron la vida en lo que se llamó la revuelta macabea. La
mayoría de los judíos los consideraron héroes de la fe.
Sin embargo, los fariseos hicieron más que resistirse a los
esfuerzos por disminuir el sentido de identidad de los judíos a través
de la obediencia a la ley de Dios según lo escrito por Moisés;
además añadieron a la ley de Dios según lo escrito por Moisés.
Tomaron órdenes de Éxodo y Levítico, que estaban destinadas solo
a los sacerdotes, y las impusieron a todos los judíos. La ley de Dios
prescribía que los sacerdotes debían pasar por un ritual de limpieza
antes de ofrecer sacrificios en el templo. Los fariseos impusieron
esos rituales de limpieza a todos. La ley de Dios hacía un llamado al
pueblo de Dios a honrar el Sabbat y descansar de su trabajo
habitual. Los fariseos tomaron esta invitación a tener un día de
reposo para estar con Dios (con la intención de anticipar el reposo
eterno que Dios prometió) y lo convirtieron en un libro de reglas
minuciosas de lo que el pueblo podía y no podía hacer en el Sabbat.
La ley en Levítico exigía el ayuno en el Día de la Expiación como
parte de la penitencia por el pecado, pero los fariseos convirtieron el
ayuno en un requisito de rutina. De hecho, ayunaban dos veces por
semana y se aseguraban de parecer hambrientos y poner cara de
martirio para que todos notaran su abnegación.
El legalismo siempre busca reducir la ley de Dios a un estándar
humano viable, algo que podamos cumplir, mientras al mismo
tiempo condena con petulancia a quienes no lo hacen. Los fariseos
convirtieron la ley de Dios en un sistema riguroso, una carga. Sin
embargo, la ley de Dios siempre había tenido que ver con amar a
Dios y al prójimo con el corazón. Siempre había tenido que ver con
ser santo porque Él es santo. Siempre se trató de mostrarnos
nuestra necesidad de alguien que cumpliera la ley perfectamente en
nuestro lugar.
Los fariseos no tenían un oficio sagrado como los sacerdotes, y no
eran un cuerpo profesional como los escribas. Eran un partido,
similar a un partido político donde las personas comparten cierto
enfoque sobre cómo deberían llevarse a cabo las cosas en el
gobierno y la sociedad. Central en el partido de los fariseos era el
compromiso con la más estricta separación de todo aquello que
pudiera causar contaminación ceremonial. Eran rigurosos
observadores de la ley, y se los consideraba los guardianes de la
justicia y la pureza en Israel. Entonces, cuando Jesús dijo: “Si
vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no
entraréis en el reino de los cielos”, las personas deberían de haber
pensado: Bueno, entonces, bien podría darme por vencido. Eso va a
ser imposible. Los escribas y fariseos son las personas más justas
que conozco. Los fariseos representaban el estándar dorado de la
justicia, ya que siempre se ponían como ejemplo para que todos se
juzgaran a sí mismos.
La siguiente aparición de los fariseos en el Evangelio de Mateo se
encuentra en el capítulo 9:
Y aconteció que estando él sentado a la mesa en la casa, he
aquí que muchos publicanos y pecadores, que habían venido, se
sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus discípulos.
Cuando vieron esto los fariseos, dijeron a los discípulos: ¿Por
qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores? (Mt.
9:10-11).
El trato de Jesús con claros “pecadores” demostró que tenía poco
tiempo para las reglas farisaicas de la pureza ceremonial, que
dictaban evitar a tales personas. Dado que los fariseos se
preocupaban más por la pureza ceremonial que por las personas
que necesitaban a un Salvador, se ofendieron. El capítulo continúa
con una ofensa tras otra. En el versículo 14, los discípulos de Jesús
no estaban ayunando. En el versículo 32, Jesús sanó a un hombre
endemoniado. ¿Hay algo más ceremonialmente impuro que un
hombre endemoniado?
Cuando llegamos a Mateo 12, encontramos la peor de las ofensas
de Jesús hacia la forma farisaica de relacionarse con Dios. El día de
reposo era la imposición más dura de los fariseos. Jesús no tenía en
cuenta las reglas que ignoraban lo que debía ser el aspecto central
del día de reposo: el corazón de un Dios que invita a su pueblo a
descansar, no un Dios que impone cargas sin sentido sobre su
pueblo. Los hambrientos discípulos de Jesús estaban arrancando
espigas para comer mientras caminaban por un campo en el día de
reposo. Salta a la vista que esas espigas fueron la gota que rebasó
el vaso. La religión de los fariseos estaba por tener un fuerte
encontronazo con el evangelio de Jesucristo. Leemos: “Y salidos los
fariseos, tuvieron consejo contra Jesús para destruirle” (Mt. 12:14).
Mientras Jesús enseñaba en el templo de Jerusalén la semana
anterior a la Pascua, dejó claro que sabía de su conspiración para
matarlo:
Oíd otra parábola: Hubo un hombre, padre de familia, el cual
plantó una viña, la cercó de vallado, cavó en ella un lagar, edificó
una torre, y la arrendó a unos labradores, y se fue lejos. Y
cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los
labradores, para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores,
tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro
apedrearon. Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros;
e hicieron con ellos de la misma manera. Finalmente les envió su
hijo, ­diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores,
cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid,
matémosle, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le
echaron fuera de la viña, y le mataron. Cuando venga, pues, el
señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores? Le dijeron: A
los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros
labradores, que le paguen el fruto a su tiempo (Mt. 21:33-41).
Una viña: el pueblo de Dios a menudo se representaba como una
viña en el Antiguo Testamento. “A uno golpearon, a otro mataron, y
a otro apedrearon”; el tratamiento que recibieron los siervos en esta
parábola me recordó lo que los profetas de Dios habían
experimentado a lo largo de la historia del Antiguo Testamento. “Mi
hijo”, el que contó esta parábola, es aquel por el que se abrieron los
cielos y se escuchó la voz de Dios que decía: “Este es mi Hijo
amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17).
Y oyendo sus parábolas los principales sacerdotes y los fariseos,
entendieron que hablaba de ellos. Pero al buscar cómo echarle
mano, temían al pueblo, porque éste le tenía por profeta
(Mt. 21:45-46).
Pudieron reconocerse a sí mismos y su plan en la parábola de
Jesús. Querían echarlo de la viña, y tenían toda la intención de
matarlo. Solo buscaban una oportunidad.
Se podría pensar que, con la atmósfera tan cargada de hostilidad,
Jesús dejaría de hablar a los fariseos o acerca de ellos, pero no. Él
veía que las multitudes de personas de ese tiempo, e incluso sus
propios discípulos, admiraban a los fariseos y eran influenciados por
ellos. Jesús también sabía que, si las personas seguían la religión
rigurosa y legalista de los fariseos, eso no los conduciría a la vida
que anhelaban. Solo los encasillaría y finalmente los destruiría.
Entonces, ¿qué hizo Jesús?
Había multitudes de peregrinos reunidos en Jerusalén para la
Pascua. Les estaba hablando sobre los escribas y fariseos.
Entonces se apartó de los fariseos para hablar a “la gente y a sus
discípulos, diciendo” (Mt. 23:1). Comenzó a enumerar una lista de
actitudes y obras de los fariseos, que revelaba lo que realmente
había en el corazón de aquellos a quienes veneraban y que podían
estar tentados no solo a admirar sino a seguir. Al considerar lo que
estaba en el corazón de su hipocresía religiosa, queremos examinar
nuestro propio corazón y nuestra propia vida según esa lista.
Queremos usarla como una oportunidad para ser sinceras con
nosotras mismas y con Dios, y así huir de cualquier tendencia
hipócrita en nuestras vidas.
¿Cuál era el problema con los fariseos?
1. Los hipócritas religiosos están más interesados en ser
autoridad que en vivir bajo autoridad.
En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos.
Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo;
mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen.
Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen
sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo
quieren moverlas” (Mt. 23:2-4).
Los fariseos habían convencido a casi todos de que eran la
autoridad en la ley de Moisés, tanto en la forma de interpretarla
como de aplicarla. Jesús estaba diciendo que los fariseos debían
interpretar con precisión las Escrituras, y que ellos mismos debían
obedecerlas. El problema era que ellos no las obedecían. La ley de
Dios siempre había tenido que ver con el corazón, y hemos
comenzado a ver (y veremos con más claridad a medida que
continuemos leyendo) que los fariseos no estaban preocupados por
el estado de su corazón ante Dios; estaban enamorados de la
autoridad que ejercían. A ellos no les interesaba vivir bajo la
autoridad de Dios. Querían elegir las leyes que les convenían y
evitar las que no les convenían. Querían agregar sus propias leyes a
la ley de Dios que podían usar para dominar a los demás. Estaban
mucho más interesados en controlar el comportamiento de los
demás que en compartir las cargas de los demás.
2. Los hipócritas religiosos están más interesados en
impresionar a otros que en servir a otros.
Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres.
Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus
mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las
primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas,
y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí. Pero vosotros no
queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el
Cristo, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre
vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que
está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno es
vuestro Maestro, el Cristo. El que es el mayor de vosotros, sea
vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido (Mt. 23:5-12).
Observa la palabra “todas” en el versículo 5. Todas las acciones de
los fariseos estaban contaminadas de orgullo. Se vestían y se
ataviaban para parecer más devotos de lo que realmente eran. En
Deuteronomio 6 y 11, Moisés dijo al pueblo de Dios que debían atar
las palabras de Dios como una señal en su mano y en su frente. Los
fariseos tomaron este mandato muy literal. Las filacterias eran
envolturas de cuero donde se guardaban pequeños rollos con
pasajes de las Escrituras de Éxodo o Deuteronomio u otros
extractos de la Ley o los Profetas. Llevaban estas filacterias en la
frente y en los brazos. Y, al parecer, hacían las filacterias lo más
grande posible para que otros dijeran: “Ese hombre debe de estar
realmente comprometido; mira cuán grande es su filacteria”. En
Números 15, se ordenó al pueblo de Dios que usara flecos como
recordatorio de los mandamientos de Dios. Por lo tanto, los fariseos
instruían a sus sastres para que les confeccionaran flecos
extralargos, de modo que cuando caminaran por la calle, la gente
dijera: “Mira cuán largos son los flecos de ese hombre; debe ser
muy santo”.
Cuando asistía a la escuela secundaria, participaba en un
ministerio juvenil que era bastante legalista (lo cual, debo decir, me
mantuvo alejada de muchos problemas). No escuchaba música rock
ni iba al cine. Y llevaba la Biblia a la escuela, principalmente porque
quería poder decir que la había llevado. No recuerdo haberla leído
tanto ni haber hablado de ella con nadie más. La Biblia era un
accesorio que me hacía parecer más consagrada a Dios de lo que
realmente era. Resultó ser un indicador de mi hipocresía.
A los fariseos les encantaba entrar a la sinagoga atestada de
gente y sentarse al frente en los asientos que estaban reservados
para ellos. Los hacía sentir muy importantes. Les encantaban los
títulos honoríficos que la gente les atribuía: “Rabí”, “Padre”. No les
interesaba ser creyentes comunes; no les interesaba ser hermanos
y compañeros en el camino de la fe. Querían estar al frente de la
manada, ser expertos reconocidos, conocedores de todos los
pormenores de la vida con Dios. Lo que no les interesaba en
absoluto era ser siervos. Querían impresionar, no ser sumisos.
Querían que otros los honraran, no humillarse ante los demás.
Estaban mucho más preocupados por parecer santos que por ser
genuina y profundamente santos.
En los escritos antiguos, la verdad más significativa en un pasaje a
menudo se encontraba en la mitad. Ese es el caso de este pasaje
de Mateo 23. Jesús ocultó el tesoro en la mitad de su discurso en
los versículos 11-12: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro
siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla
será enaltecido”. Antes de continuar con el resto de los indicadores
de hipocresía religiosa que Jesús menciona, debemos detenernos a
considerar el remedio para la hipocresía, la antítesis de la hipocresía
que se encuentra en estos versículos. El remedio para la hipocresía
es el servicio y la humildad. En lugar de aumentar las cargas de las
personas, un siervo busca compartir la carga de los demás. En lugar
de discutir para obtener el asiento de honor, una persona humilde
toma voluntariamente el asiento de atrás, se sienta en el piso o
trabaja en la guardería infantil. En lugar de mostrar hábilmente una
imagen pública de espiritualidad o generosidad, la persona humilde
busca una relación genuina con el Espíritu Santo en secreto a través
de la oración privada. Al hacerlo, el Espíritu Santo la llena de
contentamiento en el lugar más bajo, con menos reconocimiento y la
voluntad de evadir la satisfacción del enaltecimiento. Jesús estaba
diciendo que llegaría el día cuando serás exaltada porque elegiste
humillarte en el aquí y ahora, o serás humillada porque persististe
en una orgullosa pretensión.
Si queremos luchar contra nuestra tendencia hacia la hipocresía
arrogante, tenemos que descubrir cómo podemos servir a Cristo al
servir a otras personas que no tienen nada que ofrecernos, y luego
resistirnos a dar a conocer nuestro servicio en una conversación o
en las publicaciones de las redes sociales. Y, si queremos
arrepentirnos genuinamente sobre exhibiciones públicas de nuestra
“espiritualidad” en el pasado, Santiago nos exhorta: “Confesaos
vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis
sanados” (Stg. 5:16). La hipocresía pierde su poder cuando somos
sinceras sobre la oscuridad de nuestro propio corazón en presencia
de nuestros hermanos y hermanas.
Recientemente me estaba preparando para predicar en una
importante reunión, cuando algo me empezó a carcomer por dentro.
No era tanto el predicar lo que me preocupaba; era mi corazón el
que causaba el problema. Era mi orgullo pecaminoso y mi codicia de
los dones y oportunidades de algunas de las otras oradoras el
problema. Es vergonzoso admitirlo, pero es cierto. Hay libertad en el
simple hecho de exponerlo y nombrarlo por lo que es. El pecado
pierde su poder cuando lo nombramos, y la hipocresía pierde su
punto de apoyo en nuestro corazón cuando nos interesamos más en
ser santas que en ser impresionantes. También descubrí que,
confesarlo a una buena amiga y pedirle que ore por mí para vencer
ese pecado, es mucho mejor que quejarse con una amiga, con la
esperanza de que se una a mí para justificar ese pecado.
En Mateo 23, Jesús comenzó sus siete “ayes” —siete acusaciones
de la hipocresía religiosa de los fariseos— con: “¡ay de vosotros,
escribas y fariseos, hipócritas!” (Mt. 23:13). ¿Qué quiere decir con
“ay”? Inherente a la palabra “ay” está el lamento desconsolado, una
expresión de temor grave y horrorizado que en esencia declara:
“¡Qué horrible será para ti!”. Mientras Jesús consideraba el terrible
juicio que esperaba a aquellos que habían adoptado una conducta
de vanidad religiosa en lugar de humilde arrepentimiento su
vehemencia fluía de su amor. Inherente a su “ay” había una
invitación a huir de la vanidad religiosa para experimentar algo real:
una relación real con Dios a través de su Hijo.
En estos días, las personas suelen etiquetar las palabras que
dicen la verdad y hacen sentidas advertencias de juicio como
discurso de odio. Sin embargo, no es falta de amor advertir a las
personas de ciertas calamidades. Si ves que un puente se ha
derrumbado en un paso de montaña y alguien está a punto de caer,
si no le avisas, eso es crueldad. Del mismo modo, debido a que
Jesús podía ver el amargo final que esperaba a los fariseos debido
a su continua rebelión y rechazo hacia Él, sus palabras de
advertencia son el epítome del amor.
3. Los hipócritas religiosos están más interesados en imponer
reglas que en conceder gracia.
Mas ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque
cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni
entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando (Mt.
23:13).
¿Alguna vez te han cerrado la puerta en la cara? ¡Qué vívida
imagen usa Jesús cuando habla de cerrar la puerta en la cara a
aquellos que anhelan ser aceptados en la presencia de Dios para
siempre! Estos líderes religiosos debían desesperarse por abrir la
puerta; en cambio, cerraban en la cara de las personas la puerta
rotulada “santidad por gracia” e incluso las empujaban por la puerta
rotulada “santidad por obras”. ¡Que crueldad!
4. Los hipócritas religiosos están más interesados en
convencer a otros de que tienen razón que en ser justos.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque recorréis
mar y tierra para hacer un prosélito, y una vez hecho, le hacéis
dos veces más hijo del infierno que vosotros (Mt. 23:15).
Fíjate en el celo con que los fariseos difundían su religión
equivocada. Si nos registramos para realizar un viaje misionero en
el siglo XXI, podemos subir a un avión y llegar a una aldea remota
de África en aproximadamente 24 horas o menos. Sin embargo,
imagina el costo y el rigor del viaje en el primer siglo. Estos son los
tipos de “viajes misioneros” que realizaban los fariseos. Piensa en el
esfuerzo requerido para convencer a alguien inmerso en la mitología
griega o en el misticismo pagano para que siguiera la ley rabínica
sobre la limpieza ceremonial, que dejara de comer carne de cerdo y
que contara la cantidad de pasos que hacía el día de reposo. Qué
cruel es aprovecharse de personas dispuestas a confiar en la
palabra de aquellos que creían que eran más versados en la
revelación de Dios que ellos. En lugar de enfatizar la gracia y la
misericordia de Dios disponibles para los pecadores, los fariseos
imponían a estos conversos al judaísmo farisaico una carga de
abnegación de por vida que no los llevaba a ninguna parte. Estos
hipócritas recibían méritos por la conversión de una persona, pero al
final, en función de la eternidad, era una pérdida para todos los
implicados.
5. Los hipócritas religiosos están más interesados en la justicia
que se puede medir que en la justicia que importa.
¡Ay de vosotros, guías ciegos! que decís: Si alguno jura por el
templo, no es nada; pero si alguno jura por el oro del templo, es
deudor. ¡Insensatos y ciegos! porque ¿cuál es mayor, el oro, o el
templo que santifica al oro? También decís: Si alguno jura por el
altar, no es nada; pero si alguno jura por la ofrenda que está
sobre él, es deudor. ¡Necios y ciegos! porque ¿cuál es mayor, la
ofrenda, o el altar que santifica la ofrenda? Pues el que jura por
el altar, jura por él, y por todo lo que está sobre él; y el que jura
por el templo, jura por él, y por el que lo habita; ¡y el que jura por
el cielo, jura por el trono de Dios, y por aquel que está sentado
en él!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque
diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más
importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era
necesario hacer, sin dejar de hacer aquello. ¡Guías ciegos, que
coláis el mosquito, y tragáis el camello! (Mt. 23:16-24).
Cinco veces en este pasaje Jesús describió a los fariseos como
ciegos. Eran “guías ciegos” (v. 16) e “insensatos y ciegos” (v. 17).
¿Qué era lo que no podían ver? No podían ver el camino hacia la
paz con Dios. No era porque la palabra de Dios que estudiaban
diligentemente no se lo revelaba. Era que se habían negado
obstinadamente a verlo. Se habían negado obstinadamente a ver la
verdad. Y no eran solo ciegos; eran guías ciegos. Tenían la
intención de guiar a otras personas en su propio camino desviado
que promulgaba “nunca serás suficientemente bueno” y “nunca lo
lograrás”, que solo conducía a la destrucción.
En este pasaje tenemos un “mosaico de tres imágenes sobre lo
que significa preocuparse por cosas triviales”.[10] Y cada imagen
está destinada a ser un poco cómica. Primero, considera a los
“guías ciegos”. ¿Puedes imaginarte a un guía ciego? Suena como el
juego de la fiesta de cumpleaños de un niño. La idea de un guía
ciego es divertida… al menos es divertido hasta que ese guía ciego
te lleva a un pozo que te traga.
La segunda imagen es la de un juego de palabras. Los fariseos
usaban juegos de palabras basados en lo que juraban cumplir de
manera de no faltar a sus juramentos. Solo estabas comprometida si
hacías el juramento correcto. Me recuerda al juego infantil “Simón
dice”, porque todo se reduce a las palabras exactas utilizadas por la
persona que da las instrucciones. Fue esta necedad de los fariseos
lo que llevó a Jesús a decir: “Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no”
(Mt. 5:37). Olvídate de los juegos y sé una persona de palabra.
La tercera imagen podría ser la más cómica. Para entenderla,
tenemos que comprender que tanto los mosquitos como los
camellos se consideraban animales inmundos, animales que los
judíos no comían. Para no ingerir de manera inadvertida un animal
muerto impuro, como un insecto microscópico que podría haber
perecido en una tina abierta de vino añejo, los fariseos filtraban el
vino a través de una tela delgada. Jesús usó esta imagen de colar el
mosquito y tragarse un camello para confrontar sus esfuerzos
rigurosos de cumplir con el diezmo. Revisaban sus estantes de
especias, contaban todas las especias: nueve para mí, una para
Dios; nueve para mí, una para Dios, mientras ignoraban los asuntos
importantes de la ley de Dios. ¿Cuáles eran los asuntos importantes
de la ley? Miqueas 6:8 pregunta: “Qué pide Jehová de ti”. Y la
respuesta que da Miqueas es practicar la justicia, amar la
misericordia y humillarse ante Dios. El profeta Zacarías explica que
lo que realmente importa es que seamos rectos en nuestros juicios y
que mostremos bondad y misericordia unos por otros (Zac. 7:9). Los
fariseos ignoraban los mandamientos del tamaño de un camello. Al
diezmar sus especias e ignorar estos mandamientos más
importantes, era como si colaran el mosquito, pero tragaran el
camello. Diezmar de las especias y colar los mosquitos era un
ejercicio inútil. Habían perdido por completo el sentido de la
proporción en términos de lo que importa a Dios.
Hace vacilar a una persona, ¿no es cierto? Me lleva a
preguntarme: ¿qué he convertido en un asunto importante que para
Dios no lo es? ¿Y qué es importante para Él que a mí no me importa
tanto o no me importa en absoluto? ¿Qué cosas estoy perdiendo de
vista? ¿Amo lo que Dios ama y aborrezco lo que Él aborrece?
¿Estoy motivada por lo que le importa o más motivada por mis
propios intereses, conveniencia, inclinaciones y reputación?
Seamos realistas, preferimos evaluar y sopesar nuestro camino
hacia el favor de Dios, que sentir el peso y el trabajo de lo que
significa hacer misericordia a las personas que nos rodean,
descubrir cómo practicar la justicia cuando preferimos sacar una
ventaja, y caminar en humildad con Dios en un mundo de
distracciones y mala información. No solo era difícil para ellos.
También es difícil para nosotros.
6. Los hipócritas religiosos están más interesados en la
apariencia externa que en la realidad interna.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque limpiáis lo
de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de
robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro
del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois
semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad,
se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos
de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por fuera,
a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro
estáis llenos de hipocresía e iniquidad (Mt. 23:25-28).
¿Alguna vez has sacado una taza de té o una copa que no usas
habitualmente que tenía un insecto muerto? Es similar a la imagen
que Jesús usó aquí. Una taza que está sucia por dentro ilustra a una
persona que está llena de la contaminación del pecado en su
interior. Los fariseos se preocupaban mucho por los rituales para la
pureza, que abordaban a través de elaborados rituales de limpieza
para que parecieran estar limpios ante cualquiera que los observara.
Sin embargo, no les preocupaba contaminarse con la avaricia ni
ensuciarse con los excesos que se habían asentado en sus vidas.
Después de presentar una imagen de su contaminación interna
mediante la ilustración de una taza sucia, Jesús recurrió a una
segunda imagen conocida para mostrar lo que quería decir. Jesús
estaba hablando durante la semana cuando los peregrinos judíos se
dirigían a Jerusalén para la Pascua. El camino los llevaría a través
de zonas donde estaban las tumbas de los profetas. Si alguien
tropezaba en la oscuridad por accidente y tocaba la tumba de una
persona muerta, se volvía impuro ceremonialmente y no podía
participar de la Pascua. Entonces los judíos pintaban con cal las
tumbas para que se vieran más fácilmente en la oscuridad. Jesús
dijo que los fariseos eran como esos sepulcros blanqueados. Se
veían bien por fuera, pero había muerte por dentro. Esto revelaba la
clave del problema de los fariseos. Estaban muertos por dentro.
Espiritualmente muertos. A pesar de que trataban de vestirse y
pintar con cal su falta de vida.
Amigas, esta es la fuente de la hipocresía religiosa, la muerte
espiritual, un corazón de piedra que no se ha transformado
totalmente en un corazón de carne a través del poder del Espíritu
Santo.
7. Los hipócritas religiosos están más interesados en silenciar
la convicción que en responder a la convicción.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque edificáis
los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los
justos, y decís: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros
padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la sangre de los
profetas. Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que
sois hijos de aquellos que mataron a los profetas (Mt. 23:29-31).
Los fariseos se esforzaban por edificar, adornar y mantener la tumba
de los profetas, pero Jesús estaba diciendo que, si querían honrar a
los profetas, debían escuchar lo que los profetas enseñaban. Los
fariseos pensaban que estaban aliados con todo lo que era bueno y
correcto, pero Jesús estaba señalando que en realidad estaban
aliados con todos sus antepasados que se negaron a tomar en serio
las palabras convincentes de los profetas y en cambio trataron de
silenciarlos. De hecho, en el transcurso de las siguientes 48 horas,
los fariseos harían exactamente lo que sus antepasados habían
hecho a los profetas. Buscarían silenciar al profeta supremo
mediante su plan para matarlo.
Así que ahí lo tenemos: una acusación séptuple contra los
hipócritas religiosos. Y algunas de nosotras nos hemos encontrado
en algunas de estas imputaciones. Estamos sintiendo el “ay” de la
advertencia de Jesús. Y nos preguntamos… ¿Hay alguna
esperanza para los hipócritas? ¿Hay alguna esperanza para el
cambio de corazón? ¿Hay alguna esperanza de que alguien que es
ciego a su propia hipocresía y falta de integridad pueda ser libre de
esa ceguera? “Eso sería un milagro”, dices.
Y tienes razón. “No es algo que pueda hacer por mí misma”, dices.
Es totalmente correcto. Es exactamente lo que Jesús estaba
tratando de dejar claro a un fariseo que lo visitó en medio de la
noche.
¿Hay alguna esperanza para los hipócritas?
En Juan 3, leemos acerca de un fariseo llamado Nicodemo, y su
historia brinda esperanza a las personas hipócritas que desean una
relación real con Dios.
Había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, un
principal entre los judíos. Este vino a Jesús de noche, y le dijo:
Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque
nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios
con él (Jn. 3:1-2).
Nicodemo fue a Jesús por la noche, tal vez para que nadie lo
viera, pero, aunque lo hubiera hecho a pleno día, fue a Jesús en la
oscuridad espiritual al igual que todos los guías ciegos. Sin
embargo, hay un destello de luz. Nicodemo no era tan despectivo
con los milagros de Jesús como sus compañeros fariseos, que los
atribuían al poder de Satanás (Jn. 8:48, 52). Al parecer, los milagros
habían convencido a Nicodemo de que Jesús no era un maestro
cualquiera. En realidad, no le hizo una pregunta a Jesús, sino que le
declaró lo que sabía acerca de Él para que Jesús respondiera.
Jesús respondió a este guía ciego lo que tenía que pasar si
realmente quería ver:
Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que
no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios (Jn. 3:3).
Si Nicodemo tenía alguna esperanza de entender quién era Jesús,
algo tenía que suceder, algo sobrenatural. Tenía que nacer de
nuevo. Nicodemo, un líder religioso respetado, había ido a investigar
los milagros de Jesús, y Él le dijo que, si no experimentaba un
milagro, su religiosidad permanecería vacía e inútil. A menos que
ocurriera algo sobrenatural, Nicodemo nunca experimentaría la
libertad de la hipocresía y la alegría de vivir con integridad.
Jesús no dijo: “Una cosa que podrías considerar si quieres ser
mejor es nacer de nuevo”. Le indicó que su condición actual era por
completo impotente. No había forma de que Nicodemo pudiera ser
mejor, autoevaluarse u obedecer en el camino de la gracia de Dios.
No necesitaba “los siete pasos para convertirse en una persona de
honradez y sinceridad”. No necesitaba un mentor que le enseñara
cómo deshacerse de sus tendencias hipócritas. Necesitaba un
milagro.
Tal vez, mientras lees, comiences a reconocer que lo que
necesitas, más que ir a la iglesia o convertirte en una mejor persona
o esforzarte por ser más auténtica, es un verdadero milagro. Lo que
Nicodemo necesitaba, y lo que tú y yo necesitamos, no es más
actividad ni ­disciplina religiosa. Necesitamos el milagro de una
nueva naturaleza en lo más profundo de nuestro ser y esta solo
proviene de Dios.
Respondió Nicodemo y le dijo: ¿Cómo puede hacerse esto?
Respondió Jesús y le dijo: ¿Eres tú maestro de Israel, y no
sabes esto? De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos
hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís
nuestro testimonio (Jn. 3:9-11).
Lo que Jesús dijo a Nicodemo acerca de que debía nacer del
Espíritu no concordaba con la categoría de los fariseos que se
ganaban el favor de Dios a través de una estricta adhesión a la
tradición rabínica. En ese momento, Nicodemo estaba tan ciego que
no podía ver su propia necesidad de arrepentimiento, y mucho
menos la necesidad de una milagrosa limpieza de su vida y una
transformación de su corazón. Nicodemo era como algunas de
nosotras. El viento del Espíritu a menudo sopla en nuestra vida por
un tiempo antes de completar su obra transformadora y vivificante.
Jesús finalizó su conversación con Nicodemo con una imagen de
la salvación del Antiguo Testamento, que representaba lo que
Nicodemo necesitaba hacer para experimentar la salvación.
Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del
Hombre, que está en el cielo. Y como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre
sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda,
mas tenga vida eterna (Jn. 3:13-15).
Esta interacción entre Jesús y Nicodemo terminó sin ninguna
evidencia de fe por parte de Nicodemo, sin ninguna evidencia del
milagro de una conversión y arrepentimiento en él. Sin embargo,
más tarde, cuando el Hijo del Hombre fue levantado en una cruz,
descubrimos que “todo aquel que en él cree” incluía a este fariseo,
Nicodemo. Leemos nuevamente sobre Nicodemo en el contexto de
la historia de José de Arimatea quien pidió el cuerpo de Jesús
después de la crucifixión.
Cuando llegó la noche, porque era la preparación, es decir, la
víspera del día de reposo, José de Arimatea, miembro noble del
concilio, que también esperaba el reino de Dios, vino y entró
osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se
sorprendió de que ya hubiese muerto; y haciendo venir al
centurión, le preguntó si ya estaba muerto (Mr. 15:42-44).
Juan dice que este José era “discípulo de Jesús, pero
secretamente por miedo de los judíos” (Jn. 19:38). Parece que José
no solo era amigo de los fariseos, sino que temía a los fariseos y su
corazón había seguido el ejemplo de los fariseos. Era un religioso
un poco hipócrita también. Hasta ese momento, José no había
estado interesado en identificarse con Jesús. Simplemente, era
demasiado peligroso. Luego leemos que José “entró osadamente”
ante Pilato.
A menos que los familiares reclamaran el cuerpo de un
delincuente ejecutado en la hora después de su ejecución, llevaban
el cuerpo a uno de los dos cementerios fuera de Jerusalén y lo
arrojaban a un pozo común. Evidentemente, no se presentó ningún
familiar. Ninguno de los doce discípulos apareció para pedir el
cuerpo de Jesús, pero allí estaba José.
Y, evidentemente, José no estaba solo en su misión de honrar a
Jesús con una sepultura digna de un rey en lugar de un delincuente.
Juan informa: “También Nicodemo, el que antes había visitado a
Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes,
como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo
envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es
costumbre sepultar entre los judíos” (Jn. 19:39-40). Nicodemo ya no
quería imponer la pesada carga de estrictas leyes sobre los
hombros de las personas. En cambio, estaba llevando la carga de
cien libras de especias sobre sus propios hombros. Cien libras.
Cuando vuelas en un avión, tu maleta no puede pesar más de
cincuenta libras. ¿Alguna vez apoyaste una maleta sobre la balanza
y cruzaste los dedos para que no pesara más de cincuenta libras?
Imagina al rico e influyente José y al fariseo Nicodemo que era de
los que evitaba tocar un cadáver a toda costa. Trata de imaginar a
este hombre rico y a este líder religioso yendo al otro lado del
camino, fuera de las puertas de la ciudad, donde se crucificaban a
los delincuentes comunes. Quizás uno de ellos subió por una
escalera a la cruz y sacó, uno por uno, los clavos que sostenían a
Jesús en la cruz, le limpió la sangre y la saliva, y abrazó el cuerpo
sin vida del Rey crucificado. Luego cubrieron el cadáver de Jesús
con cien libras de especias, lo envolvieron en el mejor lino que el
dinero podía comprar, y pusieron el cuerpo de Jesús en un sepulcro
de José que jamás había sido usado.
Jesús había querido reunir a hipócritas como José y Nicodemo,
así como una gallina junta a sus polluelos bajo sus alas. Su lista de
ayes para los fariseos terminó con un lamento desgarrador:
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los
que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como
la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt.
23:37). ¡Pero ahora estos dos querían! Al acercarse para aferrarse a
Cristo, descubrieron que Cristo ya los había asido a ellos.
Aferrarse a Cristo es aferrarse al único cuyos motivos siempre son
totalmente puros, el único que cumplió la ley a la perfección y el
único que se humilló por completo. En vez de amarrar pesadas
cargas sobre los hombros de las personas, Jesús dijo: “Venid a mí
todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”
(Mt. 11:28). En lugar de insistir en que lo honren, Jesús se humilló
para lavar los pies de los demás. En lugar de cerrar la puerta del
reino de los cielos en la cara de las personas, Jesús se ofreció como
la puerta, el camino hacia el reino de los cielos.
Hay esperanza para los hipócritas que se ponen al pie de la cruz,
donde Cristo cargó sobre sí nuestro pecado de hipocresía y la
vergüenza que eso nos causa. A medida que nos aferramos a
Cristo, su pureza comienza a fluir en nuestras vidas, su sangre
limpia nuestra impureza, y su perspectiva sobre lo que realmente
importa comienza a conformar nuestra perspectiva sobre lo que
realmente importa.
Algunas de nosotras hemos pasado toda la vida tratando de
ocultar la indignidad en el interior de nuestras vidas, y nos hemos
vuelto buenas para eso. Sin embargo, hay esperanza para los
hipócritas. Se encuentra en el evangelio: el evangelio de la vida
perfectamente recta de Cristo, su muerte expiatoria, su gloriosa
resurrección y su gracia suficiente, redentora y liberadora que fluye
en nuestras vidas a medida que nos unimos a Él por la fe que nos
cambia desde lo más profundo de nuestro ser. La gracia de Jesús,
la única persona perfectamente sincera que ha vivido, puede
transformar al peor hipócrita en un humilde santo.
Venid, vosotros pecadores,
Cristo os puede perdonar
aquejados de dolores
Él os puede restaurar.
Sed, oh pobres, acogidos,
de sus dones disfrutad;
fe y pesar que Dios concede
por su gracia y su piedad.
No os retrase la conciencia,
ni el anhelo de alcanzar
la bondad que Dios demanda
y que solo él puede dar.
Venid, cojos, mancos,
la caída os mutiló;
si esperáis a ser mejores,
le diréis a Cristo: ¡No![11]
Preguntas de reflexión
Capítulo 4: Los hipócritas
1. Cuando leíste las afirmaciones de la autora: “Podrías ser una
hipócrita religiosa si…”, ¿hubo alguna que te convenció de pecado
(y que estarías dispuesta a admitir en el grupo)?
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2. Las personas en los días de Jesús admiraban a los fariseos por
su estricta adhesión a la ley que veían como justicia. ¿Hay
personas a las que admiras por su justicia? ¿Qué tienen sus vidas
que consideras admirable o justo?
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3. Una falla de los fariseos era que ignoraban los mandamientos del
tamaño de un camello mientras se preocupaban demasiado por
cosas menores. ¿De qué manera podríamos tener esa misma
tendencia hoy?
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4. ¿Cuáles son algunas señales de advertencia de que nosotras,
como los fariseos, estamos más interesadas en silenciar la
convicción de pecado que en responder a tal convicción?
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5. En la mitad de la lista de “ayes”, Jesús dijo: “El que es el mayor
de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será
humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23:11-12). ¿Es
esta una verdad aceptada en nuestra cultura? ¿De qué tipo de
enaltecimiento está hablando Jesús?
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6. Jesús dijo a Nicodemo que tenía que “nacer de nuevo”. Esa frase
muchas veces se malinterpreta o se menosprecia en nuestros
días. ¿Qué quiso decir Jesús con eso? ¿Cómo sucede este nuevo
nacimiento?
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7. Si la respuesta a la hipocresía es la humildad, ¿puede una
persona decidir o tratar de ser humilde? Si no, ¿cómo se vuelve
humilde una persona? ¿Hay algo que tú y yo podamos hacer para
fomentar la humildad genuina y la fe auténtica en nuestras vidas?
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[9]. Jeff Foxworthy, “You Might Be a Redneck If…”, Warner Brothers Records, Inc., 1993.
[10]. O’Donnell, Matthew, 687.
[11]. Joseph Hart, “Come, Ye Sinners Poor, and Needy”, 1759; “Venid, vosotros
pecadores”, trad. desconocido.
5.

EL ESTAFADOR
Zaqueo

C reo que tenía solo cuatro o cinco años cuando, un domingo por
la noche, durante uno de esos largos llamados al altar en
nuestra iglesia bautista, dije a mis padres que quería pasar al frente.
En lugar de eso, mis padres sabiamente concertaron una cita con
nuestro pastor para que yo hablara con él. Recuerdo que me senté
en su oficina y me preguntó si sabía lo que significaba estar perdida.
Pensé en estar perdida en un bosque o un centro comercial, pero no
creo que esa fuera la respuesta que él estaba buscando. Quizás
aún no entendía lo que significaba realmente estar perdida.
A menudo me pregunto, cuando escucho cantar el himno “Sublime
gracia”[12] en todo tipo de escenarios, si el cantante piensa
realmente que ahora o alguna vez ha sido un “infeliz”. Cuando
canta: “Fui ciego mas miro yo, perdido y Él me halló”, tengo ganas
de preguntarle: “¿De qué manera estabas perdido y cómo o quién te
encontró?”.
Hasta que tengamos una idea de lo que significa estar perdido, no
estoy segura de que podamos entender quién es Jesús y por qué
vino a este mundo o por qué lo necesitamos. Nuestra perdida
condición yace en el mismo centro de estas cosas.
En su Evangelio, Lucas usa dos declaraciones de Jesús dirigidas
a aclarar la misión de Jesús. Una está cerca del comienzo de los
tres años de su ministerio, cuando Jesús llamó a su primer
discípulo, un recaudador de impuestos llamado Leví. Al ver a
quiénes había invitado a la fiesta después, los fariseos no podían
creer que Jesús se sentara a compartir la mesa con tales personas;
personas cuyos pecados los hacían intocables y no elegibles para la
gracia según creían los fariseos. En respuesta, Jesús explicó: “No
he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento”
(Lc. 5:32).
Luego, cerca del final del ministerio de Jesús, en su última parada
ministerial antes de su última semana en Jerusalén que culminaría
con su crucifixión, una vez más Jesús hizo una declaración de su
misión personal: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar
lo que se había perdido” (Lc. 19:10).
Jesús vino a llamar a los pecadores al arrepentimiento, a buscar y
salvar al perdido.
Entonces, ¿qué significa estar perdido? Creo que es no tener
ancla, dirección, propósito, destino a la vista. Es andar por la vida
sin rumbo, disperso y confundido, siempre a la espera de que la
próxima compra, la próxima experiencia, las próximas vacaciones, la
meta, el próximo logro, la próxima promoción o el próximo romance
llenen nuestro vacío. Si ahondamos un poco más, estar perdido es
estar a la deriva, sin lazos ni relación con el único ancla segura y
firme para el alma (He. 6:18-19). Es estar ajeno y apartado de la
única persona que puede dar descanso a tu alma. Es ser
susceptible a perderte para siempre.
La máxima declaración de propósito de Jesús —que vino a buscar
y a salvar lo que se había perdido— se encuentra al final de un
fragmento de cuatro capítulos que hablan sobre lo que está perdido.
La sección comienza con tres parábolas sobre cosas perdidas: una
moneda perdida, una oveja perdida y un hijo perdido (o, en realidad,
dos hijos perdidos). A partir de ahí, Lucas nos presenta una serie de
personas perdidas: fariseos que están perdidos en su amor al dinero
y logros humanos (16:14); un hombre rico que se encuentra perdido
en el tormento del Hades (16:23); leprosos perdidos en la alienación
social y la enfermedad (17:11-13); personas perdidas en las
preocupaciones cotidianas como beber y comer, comprar y vender,
plantar y construir, sin darse cuenta del juicio venidero (17:27);
fariseos perdidos en una religiosidad hueca (18:9-12); un
recaudador de impuestos perdido en su sentido de la vergüenza
(18:13); un joven rico perdido en su amor por el dinero (18:18-23); y
un ciego perdido en la oscuridad y la pobreza (18:35). La serie
culmina con la historia de la persona en la cual ahora nos
centraremos. Zaqueo, el principal recaudador de impuestos, vivía en
Jericó, pero estaba perdido en la codicia y la corrupción, perdido en
la soledad y la falta de sentido.
El escenario
La historia de este hombre perdido comienza cuando Jesús llega al
pueblo o, más exactamente, pasa por el pueblo.
Habiendo entrado Jesús en Jericó, iba pasando por la ciudad
(Lc. 19:1).
Jericó, denominada la “Ciudad de las palmas”,[13] se consideraba
un pequeño paraíso lleno de agradables fragancias de flores de
cipreses, jardines de rosas y plantaciones de bálsamo. Además,
estaba estratégicamente ubicada en la ruta de la caravana que iba
de Damasco a Arabia, por lo que era una ciudad de comercio activo.
El horizonte de la ciudad estaba dominado por cuatro fortalezas, que
la convertían en un centro de actividad militar. Solo piensa en todos
los bienes y servicios, negocios inmobiliarios y militares y, mucho
más, en todos los bienes de consumo que entraban y salían de
Jericó. ¡Imagínate cuánto dinero podía ganar una persona si le
daban un porcentaje de todo ese negocio!
Esta era la época del año cuando procesiones de personas se
dirigían desde las áreas circundantes para estar en Jerusalén para
la Pascua, y muchos de estos grupos o procesiones pasaban por
Jericó camino a la fiesta. En este día en particular, parece que se
corrió la voz acerca de un grupo de personas que pasaban por
Jericó camino a Jerusalén, que incluía a Jesús de Nazaret, el que
había realizado milagros de sanidad en toda Galilea y enseñaba con
autoridad. Entonces la gente escuchó que había hecho uno de sus
milagros de sanidad mientras iba de camino a la ciudad: había dado
vista al hombre ciego que siempre se sentaba junto al camino para
mendigar. Las personas salieron de sus hogares para echar un
vistazo a Jesús. Abarrotaron las calles para verlo. Quizás contaría
una de sus parábolas. Tal vez iría a la casa de alguien. Quizás
alguien más se sanaría.
El sinvergüenza
Alguien inesperado y sinceramente indeseable estaba a punto de
unirse a la multitud que esperaba ver a Jesús.
Y sucedió que un varón llamado Zaqueo, que era jefe de los
publicanos, y rico (Lc. 19:2).
Evidentemente, cuando sus padres le pusieron por nombre
Zaqueo, que significa “justo” o “puro”, imaginaron que crecería y
sería un hombre de integridad y pureza. En cambio, llegó a ser un
hombre cuya vida giraba en torno a la constante corrupción. ¿Cómo
lo sabemos? Era recaudador de impuestos y rico. La recaudación de
impuestos en Israel era sinónimo de corrupción.
Uno tenía que ser rico para convertirse en un recaudador de
impuestos para Roma. Los ciudadanos judíos ricos compraban en
subastas públicas los derechos de Roma para recaudar los
impuestos a la tierra e impuestos a exportaciones e importaciones
en ciertas ciudades o regiones. Hacían una oferta por los impuestos
que estimaban que podrían recaudar y, si ganaban la licitación,
entonces podían establecer las tasas y regulaciones de impuestos
en esa región. Eran libres de cobrar todo lo que quisieran al margen
de lo que habían prometido enviar a Roma, y los contribuyentes no
tenían ningún recurso ni alivio.
El pueblo judío ya estaba resentido con Roma y la pesada carga
fiscal que Roma les imponía. Así que detestaban a los judíos que
colaboraban con Roma para aprovecharse de ellos. Por lo tanto, no
se permitía recaudadores de impuestos en el templo o las
sinagogas. Ni siquiera se les permitía testificar en la corte, ya que se
los consideraba completos estafadores y corruptos.
Zaqueo no era solo un recaudador de impuestos; era el principal
recaudador de impuestos. Tenía una gran cantidad de recaudadores
de impuestos de menos categoría que trabajaban para él, y obtenía
ganancias de cada uno. Podríamos llamarlo “el rey del cartel de
impuestos de Jericó”.[14]
Zaqueo podría haber sido rico, pero todo el dinero del mundo no
podía comprar lo que Zaqueo necesitaba en lo más profundo de su
alma. Estaba perdido en la avaricia, el materialismo y el mal uso del
poder. ¿Quién sabe cuánto tiempo había pasado desde que había
estado en la sinagoga y había escuchado las palabras de la Ley y
los Profetas, las palabras que dan vida, dirección y significado?
El buscador
Tal vez fue el vacío o la soledad lo que llevó a Zaqueo a correr el
riesgo de mezclarse con multitudes de personas que lo odiaban. O
tal vez fue simple curiosidad. Lucas escribe que “procuraba ver
quién era Jesús” (Lc. 19:3).
Quizás Zaqueo había escuchado sobre lo que sucedió en el
desierto donde Juan el Bautista predicaba a multitudes y ofrecía un
bautismo de arrepentimiento. Lucas registra: “Vinieron también unos
publicanos para ser bautizados”. No eran bienvenidos en la
sinagoga, pero fueron bienvenidos a las aguas del bautismo. Los
recaudadores de impuestos recién bautizados preguntaron a Juan:
“Maestro, ¿qué haremos? Él les dijo: No exijáis más de lo que os
está ordenado” (Lc. 3:12-13). Juan estaba explicando cómo debían
demostrar su arrepentimiento, sin abandonar el negocio de la- ­
recaudación de impuestos, sino con una conducción justa y honesta
de ese negocio.
Me pregunto si algunos de esos recaudadores de impuestos que
Juan bautizó trabajaban para Zaqueo o en ciudades vecinas.
¿Volvieron a casa y comenzaron a hacer negocios de manera
diferente? Y aunque sus cuentas bancarias podrían haber sido más
pequeñas, ¿se había dado cuenta Zaqueo de que ahora eran más
felices? ¿Se había preguntado si Jesús podía ofrecerle esa misma
felicidad?
Tal vez Zaqueo sabía o había oído hablar del recaudador de
impuestos llamado Leví que estaba sentado en su taquilla de
impuestos un día cuando Jesús le dijo: “Sígueme”, y Leví dejó todo
para seguir a Jesús. Quizás Zaqueo tenía curiosidad por lo que Leví
había visto en Jesús: algo tan atractivo, alguien tan convincente que
valía la pena dejar un negocio lucrativo solo para estar con Él.
Quizás Zaqueo había escuchado algunas de las historias que
Jesús contó mientras viajaba de Galilea a Jericó, particularmente la
del fariseo y el recaudador de impuestos. Los fariseos siempre eran
los héroes de las historias en los días de Zaqueo, y los
recaudadores de impuestos siempre eran objeto de bromas, pero no
en la historia que Jesús había contado. En su historia, se demostró
que el fariseo moralista era un extraño para Dios, mientras que el
recaudador de impuestos consciente de sí mismo era bienvenido.
Me pregunto si Zaqueo escuchó esa historia y si podría haber
plantado un destello de esperanza de poder encontrar paz con Dios
en lugar de despertarse todos los días e irse a la cama todas las
noches con una conciencia intranquila y sin poder limpiarla.
Quizás había escuchado que a los fariseos les gustaba llamar a
Jesús “amigo de publicanos y de pecadores” (Mt. 11:19; Lc. 7:34). Y
tal vez se preguntó si Jesús también sería su amigo.
Los siguientes dos versículos captan gran parte de lo que
recordamos cuando pensamos en Zaqueo: que era un hombre bajito
que se subió a un árbol de sicómoro para poder ver al Señor.
Procuraba ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la
multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante,
subió a un árbol sicómoro para verle; porque había de pasar por
allí (Lc. 19:3-4).
Imagina a un jefe delincuente rico y poderoso que hayas visto en
las noticias. No corre a ninguna parte; más bien, se pavonea. ¿Te
imaginas a uno de esos tipos que pierdan su dignidad para subirse a
un árbol? No solo eso, ¿sino subirse a un árbol para ver a un pobre
carpintero de Nazaret? Parece algo que haría un niño, no un
hombre rico y poderoso. En el capítulo anterior, leemos que Jesús
dijo: “De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como
un niño, no entrará en él” (Lc. 18:17). Zaqueo parecía estar
posicionándose para entrar en el reino de Dios.
¿Por qué tuvo que subirse a un árbol? Sabemos que era bajo de
estatura y había una multitud, pero generalmente una persona baja
puede llegar al frente de la multitud. Es probable que nadie de esa
multitud tuviera interés en abrir paso a Zaqueo. Era un estafador y
un traidor. Siempre se salía con la suya y se quedaba con algo para
sí mismo. Su ropa fina no los impresionaba, porque sabían que la
había comprado con lo que él les había quitado. Lo odiaban. Así que
los evitó, evadió su tangible desprecio, y se posicionó para ver a
Jesús.
Cuando Jesús llegó a aquel lugar, mirando hacia arriba, le vio, y
le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario
que pose yo en tu casa (Lc. 19:5).
Mientras Jesús caminaba, las multitudes se apretujaban a su
alrededor a la altura de los ojos y le aclamaban. Sin embargo, Jesús
se detuvo y alzó la vista. Miró más allá de la multitud, más allá de la
indignidad de un hombre subido a un árbol, más allá de la
reputación pecaminosa de Zaqueo y a sus ojos, incluso a su
corazón.
Zaqueo había ido a ver quién era Jesús. Lo que no sabía era que
Jesús había ido a Jericó a buscarlo. El buscador principal de esta
historia en realidad no era Zaqueo, sino Jesús. Jesús era el buen
pastor, y, cuando apartó la mirada de la multitud que lo rodeaba,
estaba dejando a las noventa y nueve para ir tras esta oveja perdida
llamada Zaqueo.
Jesús había visto a Zaqueo y lo buscaba. ¿Y no es eso lo que
todos anhelamos?
Zaqueo escuchó a Jesús que lo llamaba por su nombre. “¡Sabe mi
nombre!”. En ese momento, algo comenzó a suceder en su corazón.
Nunca había oído hablar de la doctrina del llamado eficaz. Solo
sabía que Jesús lo había llamado y le había dicho que se diera prisa
y bajara, y ahora no había nada que quisiera más que darse prisa y
hacer que Jesús entrara a su casa y a su vida.
Tener una comida y pasar la noche en la casa de alguien ese día
significaba más que solo una comida. Indicaba aceptación y
relación. Jesús quería estar relacionado con Zaqueo para salvación.
La salvación
Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso (Lc. 19:6).
Una vez más, había algo infantil en la respuesta de Zaqueo a Jesús.
Este hombre rico y poderoso bajó del árbol y se apresuró a preparar
las cosas para su invitado.
Y no solo tenía prisa. Estaba feliz. Jesús lo había visto y lo había
llamado. Jesús estaba entrando a su hogar y a su vida, y Zaqueo
estaba feliz. Estaba comenzando a entender qué debió haber
motivado a Leví a dejar el negocio de recaudación de impuestos
para estar con Jesús.
Zaqueo no era ingenuo acerca de lo que significaría para él recibir
a Jesús, lo que le costaría. Y aun así estaba feliz. De manera que su
respuesta fue contraria a la del joven rico del capítulo anterior en el
Evangelio de Lucas. La interacción de Jesús con el joven rico
terminó cuando el hombre rico se fue triste (Lc. 18:24). No así
Zaqueo. Estaba llevando a Jesús a casa, y estaba feliz por lo que
eso significaría para su corazón y su vida. Estaba siendo libre de la
avaricia que pensó que le daría felicidad, pero que no lo había
logrado.
Mientras Zaqueo estaba feliz de que Jesús fuera a casa con él,
nadie más en la ciudad estaba feliz por ello.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a
posar con un hombre pecador (Lc. 19:7).
¿De todas las personas con las que Jesús pudo haberse quedado
en la ciudad, Jesús fue directo a la casa de Zaqueo? ¿No sabía
Jesús cuán estafador y corrupto era Zaqueo, cuán sinvergüenza
era? Lo interesante de esta historia es que unos minutos antes,
cuando Jesús sanó al mendigo ciego de camino a la ciudad, “todo el
pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios” (Lc. 18:43). Les
parecía bien si Jesús se limitaba a buscar y salvar al tipo de
personas perdidas que ellos aprobaban, pero no aceptaban que se
mezclara con perdidos como Zaqueo. Estaban de acuerdo en que
Jesús salvara a alguien que estimaban, pero no que salvara a
alguien que despreciaban, alguien que los había lastimado y robado.
Lucas no consideró apropiado registrar la conversación de Jesús
durante la cena con Zaqueo. Acabamos de escuchar los anuncios
aparentemente públicos que ambos hicieron, tal vez durante o
después de la cena.
Entonces Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor,
la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he
defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado (Lc. 19:8).
Esta es la primera vez que Zaqueo habló en este relato, y sus tres
primeras palabras fueron reveladoras: “He aquí, Señor”. En cierto
sentido, estaba diciendo: “Mírame bien, Señor. Quiero que veas que
tenerte en mi vida no es algo insignificante para mí. Me está
transformando. Está cambiando toda mi vida. El ídolo del dinero ya
no tiene control sobre mi alma y, por lo tanto, descubro que ya no
estoy aferrado a mi billetera. El amor que muestras por mí me hace
querer mostrar ese mismo amor a mis semejantes”.
Antes quería ver quién era Jesús, y ahora estaba claro que había
visto quién era Jesús. Jesús es el Señor, y Zaqueo quería que él
fuera el Señor de su casa, el Señor de su dinero, el Señor de sus
prácticas comerciales y el Señor de todo. Jesús no era solo una
figura religiosa interesante para él. No era solo un amigo de los
recaudadores de impuestos y pecadores, era el Señor de este
recaudador de impuestos, amigo de este pecador y Salvador de
este pecador.
En primer lugar, Zaqueo dijo que iba a donar la mitad de sus
bienes a los pobres. No hay evidencia de que Jesús le dijera que
hiciera eso. El corazón de Zaqueo cambió, y él mismo quería
hacerlo. Su motivación era el amor, desprovisto de la antigua
codicia. Probablemente, iba a tener que vender esa casa grande en
la que estaban cenando. Tal vez no podría permitirse el lujo de
seguir viviendo el mismo estilo de vida que había estado llevando,
pero estaba totalmente decidido ¡Y había más! Iba a repasar los
libros y hacer una lista de todas las personas que había defraudado
a lo largo de los años. Y no solo iba a devolverles lo que no debería
haberles quitado. Les iba a dar cuatro veces la cantidad que no
debería haberles quitado.
¿De dónde surgió Zaqueo con esta idea de restituir cuatro veces a
quienes había defraudado? Obedecer el mandato de Dios de
acuerdo con la Ley de Moisés con respecto a la restitución
significaba que debía devolver el doble de lo que tomó (Éx. 22). Sin
embargo, Zaqueo no estaba solo tratando de obedecer la letra de la
ley. La gracia estaba obrando en su corazón, y él quería hacer más.
Les daría a los que había estafado cuatro veces lo que les había
quitado.
No estaba tratando de ganarse el cielo. No estaba tratando de
anotarse puntos religiosos. Estaba tomando decisiones sobre su
vida por el deseo de seguir los caminos de Jesús. Su restitución no
fue el resultado de la ley que cayó sobre él, sino la obra de la gracia
en él. Sinclair Ferguson dijo: “Cuando le entregas tu corazón al
Señor Jesús, es increíble lo que se te cae de las manos, porque se
te ha caído del corazón”.[15]
Zaqueo no solo decía: “Lo siento si te lastimé”. Él decía: “Sé que
te lastimé, y estoy asumiendo la responsabilidad de enmendar el
daño”. Estaba viviendo un arrepentimiento genuino. El
arrepentimiento ­genuino a menudo requiere de un cambio radical.

Tal vez implique dejar de vivir con tu novio o acostarte con


él.
Tal vez implique deshacerte de la televisión porque ya no
quieres que tu vida gire en torno a ella, y sabes que eso
requiere una acción radical.
Tal vez implique devolver algunas cosas que has robado de
la oficina o hacer la cuenta y devolver el monto de gastos
que has agregado deshonestamente a tu declaración de
impuestos a lo largo de los años.
Tal vez implique disculparte con las personas que trabajan
para ti o contigo por la forma en que las has tratado.
Tal vez implique disculparte con tus padres o tus hermanos
por la forma en que hablaste de ellos o con ellos, o por no
dirigirles la palabra en absoluto.
Tal vez implique ir a la estación de policía y pedirles que
anulen tu confesión.
No es que decidas convertirte en una persona más moral, sino que
te has convertido en una nueva persona, una nueva criatura; tienes
nuevos hábitos, nuevos gustos, nuevos deseos, nuevas opiniones,
nuevas alegrías y nuevas pasiones. La gracia te permite ser
transparente. Puedes admitir tu pecado porque sabes que estás
relacionada con Aquel que perdona tu pecado y te extiende su
salvación. La gracia te hace desear conformarte más a la imagen de
Jesús: tratar a las personas como Él las trata, valorar lo que Él
valora, odiar lo que Él odia.
Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto
él también es hijo de Abraham (Lc. 19:9).
Cuando leemos que ha venido la salvación a esta casa, debemos
recordar que, poco tiempo antes, Jesús había dicho que era más
fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un hombre
rico entrara en el reino de Dios. En otras palabras, era imposible.
Cuando dijo eso, sus discípulos preguntaron: “¿Quién, pues, podrá
ser salvo? Él les dijo: Lo que es imposible para los hombres, es
posible para Dios” (Lc.  18:25-27). Entonces, cuando Jesús declara
que la salvación ha llegado a Zaqueo, un hombre rico, nos damos
cuenta de que ha sucedido lo imposible. Es un milagro. Es un
milagro diferente de sanar la lepra o devolver la vista a los ciegos.
Es un milagro interno del alma.
Es probable que Zaqueo no tuviera las palabras para explicar lo
que le sucedió. Solo sabía que nada era igual. No conocía todos los
aspectos de la salvación que había llegado a su vida. Tal vez no
conocía la palabra regeneración. Solo sabía que la muerte para con
Dios había desaparecido, y que había una novedad de vida para él.
Tal vez no conocía la palabra conversión, pero la fe y el
arrepentimiento parecían las respuestas más obvias y naturales a lo
que él había visto en Jesús. De hecho, por eso Jesús lo llamó “hijo
de Abraham”. Más adelante, Pablo escribiría que “los que son de fe,
éstos son hijos de Abraham” (Gá. 3:7). “Y creyó a Jehová, y le fue
contado por justicia” (Gn. 15:6), y de esta manera Zaqueo se
parecía mucho a su padre, Abraham. Zaqueo podría no haber
conocido la palabra justificación, pero la justicia de Cristo se había
aplicado a su cuenta, y ahora no había condena para él a los ojos
de Dios. Tal vez no conocía la palabra santificación. Zaqueo sabía
que quería ser santo porque Dios es santo. Sabía que no podía
seguir aferrándose a su pecado y aceptar a Jesús como Salvador al
mismo tiempo. Este era el primer día de una nueva vida, y no estaba
perdiendo el tiempo dando muerte al pecado en su vida.
Zaqueo no estaba diciendo que iba a renunciar a su puesto de jefe
de recaudación de impuestos. Probablemente, seguiría recaudando
impuestos, pero lo haría de manera honesta y justa. Y a los otros
recaudadores de impuestos probablemente no les iba a gustar. Iba a
hacer que se vieran peor, si fuera posible. Iba a exigir que todos los
que trabajaban para él comenzaran a recaudar impuestos con
integridad. El cambio que comenzó en el corazón de Zaqueo iba a
tener un impacto en todo su negocio y en toda la comunidad.
Es probable que Zaqueo no conociera la palabra perseverancia,
pero iba a perseverar en vivir esta novedad de vida. ¿Cómo lo
sabemos? Lo sabemos porque Lucas no habría incluido esta historia
como la piedra angular del ministerio de Jesús en su Evangelio si
Zaqueo no hubiera cumplido sus promesas, si hubiera vuelto a su
antigua forma de vida y a su antigua conducta de codicia. Sin
embargo, la forma más obvia de saber que Zaqueo perseveraría es
porque Jesús anunció que la salvación había llegado a él. Si la
salvación hubiera llegado a Zaqueo, no lo dejaría, no se le
escaparía. Seguiría con él. Seguramente, pasaría el resto de su vida
ocupándose de su salvación con temor y temblor (Fil. 2:12). Y,
amiga mía, si Dios ha logrado este milagro de salvación en tu vida,
puedes estar segura de que no se anulará. El Espíritu te ha sellado
a Cristo. Nada ni nadie puede separarte.
Por supuesto que Zaqueo no podría haber usado alguna de esas
palabras para describir todos los aspectos de la salvación que
llegaron a su vida ese día. Quizás todo lo que pudo decir para
explicar el cambio fue que se había subido al árbol en busca de
Jesús, que había descubierto que aparentemente Jesús había
venido a buscarlo y que nunca sería el mismo. A partir de entonces,
Zaqueo podría señalar el día en que había pasado de perdido a
encontrado, de condenado a salvo, de estafador a decente, de
espiritualmente muerto a espiritualmente vivo.
¿Ha habido un día cuando la salvación llegó a ti? Puedes o no
saber cuándo sucedió, pero si estás espiritualmente viva y no
muerta, hubo un momento cuando sucedió. ¿Cómo sabes si
sucedió? Si estás espiritualmente viva, habrá evidencia en tu vida
de la novedad de la salvación, el arrepentimiento de la salvación, la
santificación y perseverancia de la salvación. Si has sido vivificada
espiritualmente, te alegrarás de tener a Jesús en tu vida. Querrás
tener comunión con Él alrededor de su mesa. Estarás dispuesta a
confesar la corrupción en tu propia vida, la corrupción que se ha
filtrado en tus negocios financieros, tus deseos sexuales, tal vez
incluso en la motivación de tu ministerio. Aprovecharás la
oportunidad de enmendar las cosas con aquellos que has
perjudicado en lugar de insistir en “seguir adelante”. Estarás abierta
a hacer cambios radicales para conformar tu vida a la semejanza de
Cristo.
El Salvador
Cuando Zaqueo terminó de devolver el dinero a la gente, tal vez se
quedó sin nada. Sin embargo, tenía todo, todo lo que importaba.
“Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por
amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con
su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Co. 8:9). Tener a Jesús como su
Señor y Salvador significaba que había una riqueza en la vida de
Zaqueo que superaba con creces el dinero que una vez había tenido
en sus cuentas. Poseía “una herencia incorruptible, incontaminada e
inmarcesible, reservada en los cielos para [él]” (1 P. 1:4).
Aunque Zaqueo regaló gran parte de su riqueza como respuesta a
la salvación que llegó a su vida, esa salvación en realidad no le
costó nada a Zaqueo, pero le costó todo a Jesús. “Porque habéis
sido comprados por precio” (1  Co. 6:20); “sabiendo que fuisteis
rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de
vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino
con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y
sin contaminación” (1 P. 1:18-19).
Jesús viajó desde Jericó a Jerusalén, donde “como oveja a la
muerte fue llevado” (Hch. 8:32). En Jericó, Jesús se identificó con
los pecadores al comer con un hombre que se subió a un árbol. Sin
embargo, en Jerusalén se identificó con los pecadores al ofrecerse a
ser consumido por el pecado mientras colgaba de un madero. En la
cruz, Jesús cargó sobre sí toda la corrupción de Zaqueo. Asumió la
corrupción de todos los que estamos dispuestos a recibirlo
alegremente en el centro de nuestras vidas.
Si te estás escondiendo de Jesús, debes saber que Jesús está
parado al pie de cualquier árbol en el que te estés escondiendo y te
dice: “Baja. Hoy es el día. Estoy aquí. Vine por ti. Puedes dejar las
filas de los perdidos y unirte a la comunidad de los hallados, los
perdonados”.
Hallé un buen amigo, mi amado Salvador,
cantaré lo que Él ha hecho para mí.
Hallándome perdido e indigno pecador,
me salvó, y ya me guarda para sí.
Me salva del pecado y me guarda de Satán,
promete estar conmigo hasta el fin.
Él consuela mi tristeza, me quita todo afán;
grandes cosas Cristo ha hecho para mí.
Jesús jamás me falta, jamás me dejará;
es mi fuerte y poderoso protector.
Del mundo me aparto y de toda vanidad
para consagrar mi vida a mi Señor.
Si el mundo me persigue, si sufro tentación,
confiado en Cristo puedo resistir.
La victoria me asegura y elevo mi canción;
grandes cosas Cristo ha hecho para mí.
Yo sé que Jesucristo muy pronto volverá,
y entretanto me prepara un lugar
en la casa de su Padre, mansión de luz y paz,
do el creyente fiel con Él ha de morar.
Llegándome a la gloria, con Él yo estaré,
y contemplaré su rostro siempre allí.
Con los santos redimidos gozoso cantaré;
grandes cosas Cristo ha hecho para mí.[16]
Preguntas de reflexión
Capítulo 5: El estafador
1. ¡Adelante, el canción de Zaqueo! Sabes que quieres cantarlao. Al
considerar esta historia como una persona adulta, ¿qué te llamó la
atención más que la estatura de Zaqueo o su intrepidez al subirse
a un árbol?
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2. Para tener una idea del disgusto y el odio que la gente sentía por
los recaudadores de impuestos, quizás debamos encontrar
algunos equivalentes modernos. ¿Quiénes son algunas personas
específicas o categorías de personas odiadas hoy? ¿Quiénes son
las personas que nos costaría mucho recibir si se presentaran en
nuestra iglesia en busca de Jesús?
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3. A lo largo del Evangelio de Lucas leemos numerosas referencias
a los recaudadores de impuestos y a los ricos (Lc. 5:27-32; 12:13-
21; 15:1-2; 16:19-26; 18:18-30). ¿Qué patrón ves? Si estamos
familiarizadas con ese patrón en el Evangelio de Lucas, ¿qué
conflicto nos provoca o qué pregunta suscita en nuestra mente
cuando leemos Lucas 19:2?
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4. La autora mencionó varias cosas que podrían haber despertado
la curiosidad de Zaqueo de ver a Jesús: el cambio que se produjo
en los recaudadores de impuestos que fueron bautizados por
Juan, que Leví dejara todo para seguir a Jesús, la reputación que
Jesús tenía como amigo de los recaudadores de impuestos y la
historia que Jesús contó sobre un recaudador de impuestos y un
fariseo. ¿Cómo presenta cada una de estas interacciones un
aspecto diferente de los beneficios de estar unidas a Jesús?
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5. Al principio de la Biblia, Dios buscó a Adán y Eva cuando se
escondieron, no arriba de un árbol sino detrás de un árbol. A
medida que se desarrolla la historia bíblica, Dios buscó a
Abraham, quien no lo estaba buscando, sino que vivía en la tierra
de Ur. En Romanos 3, Pablo cita el Salmo que dice: “No hay quien
busque a Dios”. ¿Qué nos revela esto acerca de quién buscaba a
quién en la historia de Zaqueo o, tal vez, qué impulsó a Zaqueo a
buscar a Jesús? (ver también Jn. 6:43-44; 15:16).
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6. ¿Qué crees que motivó a Zaqueo a anunciar que regalaría la
mitad de sus bienes a los pobres y restituiría cuatro veces más a
los que había defraudado? ¿Qué efecto crees que habría tenido
en su comunidad?
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7. ¿De qué maneras es probable que cambiaran los negocios y la
vida personal de Zaqueo después de la visita de Jesús a su casa?
¿Cuáles fueron algunas implicaciones de su anuncio para su
familia? ¿Para los recaudadores de impuestos que trabajaron para
él? ¿Para los creyentes en Jesús en Jericó?
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8. Jesús declaró: “Hoy ha venido la salvación a esta casa” (Lc.
19:9). Cuando la salvación llegó a Zaqueo, y cuando se trata de
cualquiera de nosotras, hay varios aspectos de esa salvación,
incluso la elección, el llamado, la regeneración, la conversión (fe y
arrepentimiento), la justificación, la adopción, la santificación, la
perseverancia y la glorificación. Dediquemos un momento a definir
o describir estos aspectos de la salvación. ¿Cuáles son evidentes
en la historia de Zaqueo?
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[12]. John Newton, “Amazing Grace”, 1772; “Sublime gracia”, trad. Cristobal E. Morales.
[13]. Wayne Stiles, “Sites and Insights: Jericho, City of Palms”, The Jerusalem
Post, 18 de octubre de 2012, https://www.jpost.com/Travel/Around-Israel /Sites-and-
Insights-Jericho-city-of-palms/.
[14]. R. Kent Hughes, Luke: That You May Know the Truth, Preaching the Word
(Wheaton, IL: Crossway, 2015), 656.
[15]. Sinclair Ferguson, “A Tale of Two Seekers” (sermón, First Presbyterian Church,
Columbia, SC, 24 de octubre de 2010).
[16]. James G. Small, “I’ve Found a Friend, O Such a Friend”, 1866; “Hallé un buen
amigo”, trad. Enrique S. Turrall.
6

EL OPORTUNISTA Y LA MUJER AGRADECIDA


Judas Iscariote y María de Betania

H ay pocas cosas más frustrantes que sentir que hemos perdido


el tiempo. Detestamos el desperdicio de dinero. Detestamos
comprar ingredientes sofisticados para una comida especial y luego
que se nos queme porque la dejamos más de la cuenta en el fuego
y va a parar directamente a la basura. O cuando nos compramos
una blusa nueva y, la primera vez que la usamos, termina manchada
con tinta o rímel o kétchup, y es una mancha que no sale. O cuando
cerramos la puerta que nuestros hijos dejan abierta en verano y se
desperdicia todo ese costoso aire acondicionado.
Hace años, cuando David y yo estábamos recién casados, fuimos
a visitar a unos amigos que estudiaban en la facultad de medicina.
Me llevé mi máquina de coser portátil y pasamos todo el sábado
haciendo cortinas para su departamento. Y luego alguien (que
dejaré anónimo) se confundió y terminó por cortar por la mitad las
cortinas casi terminadas. Tuvimos que ir a comprar más material y
comenzar de nuevo. Esfuerzo malgastado. Tiempo perdido.
Recursos desperdiciados.
Sin embargo, a pesar de lo frustrante que puede ser perder tiempo
o esfuerzo, una tragedia mucho mayor es desperdiciar una vida.
En este capítulo veremos de cerca a dos personas. Una de ellas
desperdició años de oportunidades. Vivió lo que resultó ser una vida
desperdiciada y tuvo una muerte trágica. La otra persona fue
acusada de despilfarro. Sin embargo, lo que a su alrededor parecía
ser un derroche extravagante en realidad fue un sabio
reconocimiento de qué (o quién) es muy valioso. Al comparar a
estas dos personas, descubriremos que hay una manera de invertir
el capital de nuestras vidas, que podría parecer un desperdicio para
el mundo que nos rodea, pero que demuestra ser una forma
hermosa de vivir, una inversión significativa, la respuesta adecuada
al regalo más generoso jamás recibido.
Años desperdiciados
Cada una de las listas de los doce apóstoles, que encontramos en
tres de los Evangelios, comienza con el nombre de Simón Pedro y
terminan con el nombre de Judas Iscariote. “Judas” era un nombre
común en ese tiempo, derivado del nombre hebreo Judá. Quizás
“Iscariote” tenía que ver con la ciudad de Judá donde nació y creció
Judas. Además del hecho de que su padre era Simón Iscariote, el
registro bíblico no revela mucho sobre este discípulo siempre último
en la lista.
Sin embargo, sí sabemos mucho acerca de cómo fueron sus tres
años con Jesús. Por lo que conocemos de las experiencias de todos
los discípulos como grupo, sabemos que Judas estaba en la barca
cuando Jesús calmó la tormenta. Ayudó a servir cuando Jesús
alimentó a miles de personas con solo algunos panes y peces.
Judas recibió autoridad y poder para expulsar demonios y llamar a
las personas al arrepentimiento cuando Jesús envió a los discípulos
en parejas a varias ciudades. Es interesante pensar en eso, ¿no?
Debido a que sabemos hacia dónde se dirige la historia de Judas,
comenzamos a darnos cuenta de que evidentemente es posible que
una persona tenga dones extraordinarios, incluso poder en el
ministerio y, sin embargo, carezca de gracia salvadora.
Evidentemente, es posible que Dios obre a través de la vida de
personas que no han experimentado una profunda conversión,
regeneración, justificación y santificación continua en sus propias
vidas.
Judas escuchó a Jesús contar la parábola sobre el tesoro
escondido en un campo que, cuando un hombre lo descubrió, lleno
de alegría fue y vendió todo lo que tenía para comprarlo. Judas
escuchó la parábola del mercader en busca de perlas finas que, al
encontrar una perla de gran valor, fue y vendió todo lo que tenía
para comprarla. ¿Comprendió Judas lo que Jesús quiso decir?
¿Comprendió que Jesús mismo es el tesoro, la perla por la que vale
la pena despojarse de todo lo que tiene valor terrenal para poder
tenerla?
Escuchó a Jesús contar la parábola de las ovejas y los cabritos, y
de la buena semilla y la cizaña, y explicó que “la buena semilla son
los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo. El enemigo que
la sembró es el diablo” (Mt. 13:38-39). ¿Alguna vez se preguntó
Judas: “¿Soy una oveja o un cabrito?” o “¿Soy buena semilla o
cizaña?”?
Escuchó a Pedro confesar que Jesús era el Cristo. Y escuchó a
Jesús acotar sobre tal confesión: “Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el
que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida
por causa de mí, la hallará” (Mt. 16:24-25). ¿Fue entonces cuando
Judas comenzó a preguntarse si su estrecha relación con Jesús
sería de provecho para él, o si sus años de seguimiento
demostrarían ser una enorme pérdida de tiempo y sacrificio?
Doce hombres en la historia de la humanidad tuvieron la
oportunidad de pasar tres años en el círculo íntimo de Jesús. Y solo
piensa en el fruto que nació en la vida de once de esos hombres: el
fruto del evangelio que sale de Jerusalén, a Judea, a Samaria y
hasta los confines de la tierra; el fruto de los Evangelios y las
epístolas escritas; el fruto de su liderazgo en establecer y guiar a la
iglesia primitiva. ¡Mucho fruto! Sin embargo, luego estaba Judas. En
su vida, este privilegio no dio fruto. ¡Cuánto desperdicio! Años
desperdiciados, privilegio desperdiciado.
Jesús había proclamado en el Sermón del Monte: “Ninguno puede
servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o
estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a
las riquezas” (Mt. 6:24). Me pregunto si miró a Judas cuando lo dijo.
En algún momento, Judas se dedicó más al dinero que a Jesús. Y,
sin embargo, toda esa devoción resultó ser una devoción
desperdiciada porque Judas terminó por perderlo todo. Todo.
Sin embargo, tal vez deberíamos dejarlo en paz. Tuvo que haber
sido frustrante ser el tesorero de un grupo donde se desperdiciaban
oportunidades de recibir regalos a cambio. Imagina su frustración
cuando oyó accidentalmente que Jesús mandaba a ese hombre rico
que vendiera todo lo que poseía y se lo diera a… los pobres. “¿Por
qué no le dijo a ese tipo que nos lo diera a nosotros?”, debe de
haber dicho en voz baja. Quizás Judas incluso estaba convencido
de que él hubiera hecho un uso racional de todo ese dinero. Sin
embargo, sabemos que no. Sabemos que Judas era un ladrón. Se
estaba llenando los bolsillos con el poco dinero que entraba en la
bolsa compartida de este grupo de discípulos. Jesús dijo que el
amor al dinero es la raíz de todo mal. Y, sin duda, el amor de Judas
por el dinero resultó ser la raíz del mal que finalmente lo invadió y
terminó por destruirlo.
La primera vez que escuchamos a Judas hablar, y, en realidad, la
primera vez que lo vemos en acción, es en una cena solo seis días
antes de que Jesús fuera crucificado. Si Judas había sido alguna
vez sincero en su devoción por Jesús, no cabe duda de que en esa
noche era cosa del pasado.
¿Recursos desperdiciados?
“Seis días antes de la pascua, vino Jesús a Betania, donde estaba
Lázaro, el que había estado muerto, y a quien había resucitado de
los muertos. Y le hicieron allí una cena; Marta servía, y Lázaro era
uno de los que estaban sentados a la mesa con él” (Jn. 12:1-2). En
este relato, Mateo nos informa que esa cena tuvo lugar en la casa
de Simón, el leproso. Imagínate estar sentada a la mesa con Simón,
que recientemente había estado en cuarentena debido a su lepra,
pero ahora estaba sano. Lázaro había estado en la tumba poco
tiempo antes, pero había resucitado y ahora estaba sentado a la
mesa en una conversación animada con sus amigos.
Jesús estaba compartiendo una comida con dos beneficiarios de
su poder sanador y resucitador, que ahora respiraban y estaban
vivos. Mientras María se sentaba y escuchaba la risa y el amor
alrededor de la mesa, debe de haber estado esperando el momento
adecuado para demostrar su profunda gratitud a Jesús por lo que
había hecho por su familia. Había llorado con ellos en su dolor y
luego ordenó a su hermano que saliera de la tumba. Lázaro había
salido de la tumba con vida. Había vuelto a casa.
Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no
morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Jn. 11:25-26). María lo creyó.
Quería prodigar su gratitud de una manera tangible a la persona que
no solo había devuelto a la vida a su hermano, sino que también
había prometido que todos los que creyeran en Él nunca morirían.
Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de
mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus
cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume (Jn. 12:3).
María había estado guardando un frasco de ungüento muy
especial hecho de la raíz y la espiga de la planta de nardo, que se
cultivaba en la India. La pureza de este ungüento, combinada con la
distancia que había recorrido y su cantidad limitada, hacían que
fuera muy valioso. Tal vez fuera una reliquia familiar que nunca
esperaban abrir, sino que conservarían sellado y lo traspasarían a la
familia.
Busqué en el sitio web de una tienda de lujo para encontrar su
frasco de perfume más caro. Parece que es Jen Patou Joy, que
cuesta $1800 dólares por 30 ml. Se necesitan 28 docenas de rosas
y 10.600 flores de jazmín para hacer un solo frasco. Solo se ponen a
la venta cada año 50 frascos de una fabricación limitada. Entonces,
si compraras 16 frascos de 30 ml, te costaría casi $30.000 dólares.
No tenemos que adivinar cuánto valió el frasco de ungüento que
trajo María, porque Judas dijo lo mismo en el versículo 5. “¿Por qué
no fue este perfume vendido por trescientos denarios…?”, preguntó.
Esa suma de dinero era casi el salario de un año. ¿Cuál sería el
ingreso de un año para tu familia? ¿Te imaginas tener un frasco de
perfume que cueste tanto? Tendría que ser una ocasión muy
especial, una persona muy valiosa, para abrir ese frasco y usar el
perfume.
Cuando María comenzó a derramar un poco de ungüento sobre la
cabeza de Jesús, a Judas probablemente no le importaba. Sin
embargo, luego ella siguió vertiendo y vertiendo. Empezó a fluir por
la cabeza de Jesús, su barba, todo su cuerpo hasta que empapó
sus pies. Cuando se vertió la última gota, ella comenzó a secarle los
pies con su cabello.
¡Eso fue demasiado para Judas! “Y dijo uno de sus discípulos,
Judas Iscariote hijo de Simón, el que le había de entregar: ¿Por qué
no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los
pobres?” (Jn. 12:4-5). Para María, el valor del perfume fue lo que
hizo que valiera la pena su acción. Sin embargo, para Judas, el
valor del perfume fue lo que hizo que su acción pareciera un
desperdicio total y absoluto.
Cuando Judas dijo que debería haberse vendido y el dinero y dado
a los pobres, parecía una respuesta moral, pero en realidad era la
codicia personal de Judas disfrazada de altruismo. Se hizo pasar
por un amigo de los pobres, cuando en realidad se preocupaba poco
por nadie más que por sí mismo. No había llegado a comprender
quién era Jesús y no tenía gratitud por lo que Jesús había hecho o
anunciado que estaba a punto de hacer. De modo que, para Judas,
esa efusión de amor no tenía sentido. Su corazón estaba frío como
la piedra hacia Jesús. Había oído hablar del plan de los sacerdotes
para matar a Jesús y había comenzado a preguntarse si tal vez todo
eso terminaría muy mal y si los últimos tres años de su vida habían
sido una gran pérdida de tiempo. Jesús iba a morir, y terminaría
siendo un imbécil sin nada en su cuenta bancaria que mostrar por la
inversión de tres años de su vida.
Si pensamos por un minuto que Judas se preocupaba por los
pobres, nuestro narrador, Juan, revela la verdadera fuente de la
frustración de Judas ante la acción extravagante de María: “Pero
dijo esto, no porque se cuidara de los pobres, sino porque era
ladrón, y teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella”
(Jn. 12:6).
Ahora podemos ver cómo su corazón se había endurecido tanto.
Comenzó con la violación de un mandamiento, “No robarás”, un
pecado que nunca confesó a Jesús. El pecado no confesado tiene
un efecto endurecedor en nuestro corazón. Descubrimos que en
realidad no queremos estar cerca de Jesús, porque no queremos
que la luz de su presencia brille en la oscuridad de nuestro preciado
pecado secreto. El pecado continuo también tiene el efecto de abrir
la puerta de nuestra vida interior al mal. Eso es exactamente lo que
le pasó a Judas. Pocos días después, en el aposento alto, leemos:
“El diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de
Simón, que le entregase” (Jn. 13:2). Luego leemos que después que
Judas comió el bocado que le dio Jesús, “Satanás entró en él” (Jn.
13:27).
Este no fue un ataque repentino a un discípulo devoto e inocente.
Judas cedió a la maldad, y abrió la puerta al maligno. Alimentó su
amor al dinero a través del robo, y apagó todo amor por Jesús que
pudiera haber tenido en él.
La respuesta de Jesús a la acción extravagante de María fue
bastante distinta a la de Judas. Mateo escribe que Jesús dijo a los
discípulos: “¿Por qué molestáis a esta mujer? pues ha hecho
conmigo una buena obra” (Mt. 26:10). La expresión extravagante de
María fue una demostración de cuánto valía Jesús para ella. Sus
actos expresaban lo que no podía decir con palabras. Tal amor
extravagante era precioso para Jesús.
Sin embargo, era más que precioso para Jesús; era significativo
para Él. Lo que María hizo tenía un significado más allá de lo que la
mayoría de las personas en la casa podían percibir.
Entonces Jesús dijo: Déjala; para el día de mi sepultura ha
guardado esto. Porque a los pobres siempre los tendréis con
vosotros, mas a mí no siempre me tendréis (Jn. 12:7-8).
María, que era conocida por sentarse a los pies de Jesús, parecía
haber captado algo que los otros discípulos no habían podido
comprender hasta ahora. Inmediatamente antes del relato de Mateo
sobre esta escena, él registra: “Cuando hubo acabado Jesús todas
estas palabras, dijo a sus discípulos: Sabéis que dentro de dos días
se celebra la pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser
crucificado” (Mt. 26:1-2). Jesús había dejado claro que estaba a
punto de morir. Incluso había sido lo suficientemente específico
como para revelar que iba a ser crucificado en la Pascua. Y esta era
la semana de la Pascua. Evidentemente, la mayoría de los
discípulos se negaban a aceptarlo, pero no María. Ella había estado
escuchando. Quizás había atado cabos sueltos sobre lo que Jesús
le dijo acerca de que Él era la resurrección y la vida, junto a sus
reiterados anuncios de que Él mismo iba a morir. Aquí estaba María,
la teóloga reflexiva. (¡No dejes que nadie te diga que las mujeres no
pueden ser las teólogas más perspicaces!). Ciertamente, no podría
haberlo visto tan claramente como podemos hacerlo de este lado de
la cruz. Sin embargo, parece que ella pudo distinguir que la
capacidad de Jesús de dar vida a los demás y su propia muerte
estaban relacionadas.
María rompió el frasco de valor significativo y lo vertió sobre el
cuerpo que estaba a punto de romperse, el cuerpo de uno de valor
inestimable. Su cuerpo roto sería sepultado. Quizás la fragancia de
este nardo persistiría entre la sangre y el sudor. Quizás la fragancia
de la devoción de María permanecería en esa tumba cerrada, el
aroma tangible de su esperanza segura en la resurrección
prometida de Jesús. María había comprendido la urgencia del
momento y había aprovechado la oportunidad de prodigar su amor a
Jesús mientras Él todavía estaba con ella. Manos crueles estaban a
punto de atraparlo, pero primero sus manos lo ungieron con amor.
Amigas mías, el amor por Jesús expresado en una costosa
devoción nunca se desperdicia. Nuestro sacrificio más costoso
nunca podría superar su grandioso valor. Nunca podemos darle
demasiado de nosotras mismas, demasiado de nuestro tiempo,
demasiada atención, demasiado amor. ¡Jesús es digno! De hecho,
en Apocalipsis 5, encontramos que en la eternidad le cantaremos
alabanzas porque Él es digno: “Digno eres de tomar el libro y de
abrir sus sellos… El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el
poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la
alabanza” (Ap. 5:9,  12). Él es digno. Cueste lo que te cueste
aferrarte a Jesús y entrar en su muerte y resurrección… vale la
pena. No será un desperdicio.
En su Evangelio, Juan parece invitarnos a comparar estos dos
personajes. Quiere que veamos el contraste entre una persona que
busca aprovecharse de Jesús para ganancia personal y una que
adora a Jesús a detrimento de una pérdida personal; el contraste
entre una persona codiciosa que quiere aprovecharse de Jesús para
tener la vida acomodada que el dinero puede comprar y una
persona agradecida que quiere honrar a Jesús con lo mejor que
tiene para dar.
Déjame preguntarte: ¿Con qué persona te identificas más? ¿Eres
extravagante en tu amor por Jesús y lo demuestras de manera
costosa? Para la mayoría de nosotras, amar a Jesús rara vez
implica este tipo de gesto único. Se parece más a la fidelidad
semana tras semana de preparar diligentemente una lección de la
escuela dominical para enseñar a los alumnos de tercer grado o
hacer todo lo posible para pasar tiempo con alguien que necesita
una amiga porque reconocemos que, al amar a esa persona,
amamos a Cristo. Tal vez sea pagar el costo de perder amistades
porque amamos demasiado a Cristo como para permitir que su
nombre se use mal, o que su ley de amor se represente mal o que
su definición de lo que es bueno y hermoso esté equivocada como
lo está nuestra cultura.
¿Ves alguna semejanza entre tu devoción a Jesús con la devoción
de María? Si eres sincera, ¿deberías admitir que has estado
esperando aprovecharse de Jesús, tal vez no para hacerte rica, sino
al menos para tener una vida acomodada, estar sana y ser feliz? A
veces pareciera que el cristianismo se vende en estos términos: ven
a Jesús y él hará que tus problemas desaparezcan. Agrega a Jesús
a tu vida y tendrás una vida mejor. Sin embargo, eso no es lo que
Jesús prometió, al menos no para el aquí y el ahora. Cualquiera que
venga a Jesús con la intención de aprovecharse de Él para obtener
la vida que quiere aquí y ahora descubrirá que no se ha aferrado al
verdadero Jesús.
Oportunidad desperdiciada
Judas se había convertido en un seguidor de Jesús con la
esperanza de que le trajera algún beneficio, pero ahora la situación
parecía estar cambiando. Evidentemente, Judas hizo un balance de
las ganancias y pérdidas potenciales de permanecer fiel a Jesús en
comparación con las ganancias y pérdidas potenciales si se
alineaba con los enemigos de Jesús. El momento cuando María
ungió a Jesús pareció sellar el trato de deserción de Judas. Mateo
26:14-15 registra que, inmediatamente después de esta escena,
“uno de los doce, que se llamaba Judas Iscariote, fue a los
principales sacerdotes, y les dijo: ¿Qué me queréis dar, y yo os lo
entregaré? Y ellos le asignaron treinta piezas de plata”.
Parece que los motivos de Judas fueron claros por la pregunta que
hizo a los principales sacerdotes: “¿Qué me queréis dar…?". El
dinero era más importante para Judas que Jesús. Treinta piezas de
plata era todo lo que Jesús valía para los principales sacerdotes.
Quizás Judas esperaba más y se sintió tentado por esa pequeña
oferta. O tal vez eso era todo lo que Jesús valía para él también.
Leemos en Mateo 26:16: “Y desde entonces buscaba oportunidad
para entregarle [a Jesús]”. Debido a que Judas tenía información
privilegiada sobre los hábitos y movimientos de Jesús, podía hacer
arreglos para que los principales sacerdotes arrestaran a Jesús
cuando no hubiera tantas personas alrededor. Los principales
sacerdotes sabían que, si arrestaban a Jesús a la luz del día,
durante esa semana cuando las multitudes de personas se reunían
en Jerusalén para la Pascua, habría un alboroto. Habían decidido
arrestar a Jesús después de la Pascua, cuando la multitud se
hubiera ido a casa; pero, en el fondo, no mandaban ellos en su
malvado complot. Jesús es “el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo” (Jn. 1:29), y, por lo tanto, tenía que ser sacrificado como
el Cordero una vez y para siempre en la Pascua. En otras palabras,
podían haber estado tratando de deshacerse de una amenaza; pero,
en su soberanía, Dios estaba usando su maldad para lograr un
propósito mucho más significativo, la ofrenda de su propio Hijo como
sacrificio sustitutivo por el pecado de todos los que pusieran su fe en
Él.
Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora
había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como
había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el fin (Jn. 13:1).
Era el día antes de la Pascua, y Jesús se había reunido con sus
discípulos en el aposento alto. Sin embargo, antes de la comida, se
quitó su manto, tomó una toalla, vertió agua en un lebrillo y comenzó
a caminar alrededor de la mesa y lavar los pies sucios de sus
discípulos. Se nos dice que Pedro se resistió a que Jesús le lavara
los pies. Era consciente de su propia indignidad. Sin embargo, él no
era el discípulo que debería haberse sentido más incómodo con
este acto de humillación en esa mesa. Judas también estaba allí, y
permitió que Jesús lavara sus pies que habían sido rápidos en
derramar sangre inocente.
Luego leemos que Jesús estaba afligido en su espíritu y testificó:
“De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar”
(Jn. 13:21). ¿Te imaginas a los discípulos en ese momento? Deben
de haber mirado alrededor de la mesa, concentrándose en cada
cara para tratar de descubrir quién era, pero no había una opción
obvia. No puedo imaginar cómo Judas pudo parecer por fuera un
seguidor tan devoto que no sospecharan de él de inmediato. No sé
cómo no se dieron cuenta de su codicia, su ambición y la dureza de
su corazón. Sin embargo, en lugar de preguntar: “¿Es Judas?”.
Todos comenzaron a preguntar: “¿Soy yo, Señor?”. Cada uno de
ellos vio en sí mismo el potencial de traicionar a Aquel por el que
habían dejado todo y a todos para seguirlo. Y quizás su disposición
a examinar la autenticidad de su compromiso con Jesús es digna de
emulación. De hecho, Pablo pidió en su carta a los corintios:
“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe” (2 Co. 13:5).
¿Podría la respuesta más importante a la historia de Judas ser
que dediques un momento a hacerte un autoexamen y preguntarte:
“¿Realmente he experimentado y he sido transformada por la gracia
salvadora de Jesucristo? ¿O simplemente me estoy juntando con
otras personas que lo han experimentado, con la esperanza de
mantener oculto el verdadero estado de mi alma bajo una apariencia
de obediencia, participación, ayuda, pero, en el fondo,
fingimiento?"?
Recientemente, mi esposo David y yo fuimos a ver Won’t You Be
My Neighbor? [¿Serás mi vecino?]: el documental sobre Mister
Rogers’ Neighborhood [El vecindario del Señor Rogers). En una
escena conmovedora, Joyce Rogers relata una conversación con su
esposo, Fred Rogers, cerca del final de su vida. Ella cuenta que él
había estado leyendo la parábola de las ovejas y los cabritos en
Mateo 25, y le dijo: “¿Crees que soy una oveja?”. Al final de su vida,
mientras se preparaba para entrar a la eternidad, Fred Rogers
estaba pensando profunda y sinceramente en la realidad de su
relación con Jesús. Es una consideración digna para cada una de
nosotras.
En un momento, fue Judas quien se volvió hacia Jesús y le dijo:
“¿Soy yo, Maestro? Le dijo: Tú lo has dicho” (Mt. 26:25). ¡Qué
oportunidad perdida! Deseamos que Judas hubiera dicho en ese
momento: “Jesús, tengo algo que confesar. He estado robando de la
bolsa. Me he reunido con los principales sacerdotes y he recibido
dinero para traicionarte. ¿Me perdonas y me limpias? Cuando me
lavabas los pies, todo comenzó a cambiar, y me di cuenta de que no
quiero que solo laves mis pies, quiero estar limpio por dentro. Estoy
desesperado por la limpieza que solo tú puedes hacer”. Sin
embargo, Judas no lo hizo. Lamentablemente, Satanás había
lanzado un ataque tan implacable al alma de Judas, que no tuvo la
fuerza espiritual para resistir.
Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado
al lado de Jesús. A este, pues, hizo señas Simón Pedro, para
que preguntase quién era aquel de quien hablaba. Él entonces,
recostado cerca del pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es?
Respondió Jesús: A quien yo diere el pan mojado, aquél es. Y
mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón. Y
después del bocado, Satanás entró en él. Entonces Jesús le dijo:
Lo que vas a hacer, hazlo más pronto. Pero ninguno de los que
estaban a la mesa entendió por qué le dijo esto. Porque algunos
pensaban, puesto que Judas tenía la bolsa, que Jesús le decía:
Compra lo que necesitamos para la fiesta; o que diese algo a los
pobres. Cuando él, pues, hubo tomado el bocado, luego salió; y
era ya de noche (Jn. 13:23-30).
“Y era ya de noche”. De hecho, era la hora de las tinieblas (Lc.
22:53). La luz que vino al mundo estaba a punto de extinguirse. Y
Judas estaba a punto de ser tragado por las tinieblas más terribles:
las tinieblas de afuera.
Judas no estuvo en la habitación para escuchar todo lo que Jesús
habló con sus discípulos restantes en los capítulos 14–17 de Juan.
No estuvo allí para escuchar a Jesús orar: “Cuando estaba con ellos
en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo
los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición,
para que la Escritura se cumpliese” (Jn. 17:12). No estuvo allí para
escuchar a Jesús orar para que Dios los guardara del maligno
(17:15). Satanás ya había entrado en Judas por la puerta que Judas
le había abierto (Lc. 22:3).
Habiendo dicho Jesús estas cosas, salió con sus discípulos al
otro lado del torrente de Cedrón, donde había un huerto, en el
cual entró con sus discípulos. Y también Judas, el que le
entregaba, conocía aquel lugar, porque muchas veces Jesús se
había reunido allí con sus discípulos. Judas, pues, tomando una
compañía de soldados, y alguaciles de los principales sacerdotes
y de los fariseos, fue allí con linternas y antorchas, y con armas
(Jn. 18:1-3).
Sabiendo que estaría oscuro en el huerto y que uno de los
discípulos podría intentar dar un paso adelante para que lo
arrestaran en lugar de Jesús, Judas había dispuesto una señal
inconfundible, una señal íntima, una señal despreciable si
consideramos la verdadera naturaleza de sus intenciones. Besaría
al que iban a arrestar.
En su Evangelio, Lucas registra que cuando Judas se acercó a
Jesús liderando una multitud con espadas y palos, “Jesús le dijo:
Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (Lc. 22:48).
¿Puedes imaginar el dolor punzante que ese acto de traición causó
en el corazón de Jesús, que había invertido tres años en Judas,
caminando con él y amándolo? Antes que Judas pudiera besarlo,
Jesús dio un paso al frente sin resistirse a los que fueron a
arrestarlo. No había necesidad de identificarlo con un beso. Nada
ganaría con eso. Sería un acto de maldad inútil.
Quizás la pregunta de Jesús a Judas, “¿con un beso entregas al
Hijo del Hombre?”, fue realmente una súplica final a Judas para que
se alejara de aquellos que estaban en contra de Él. Quizás la
pregunta era una súplica para que Judas hiciera lo que el salmista
había pedido a aquellos que anhelaban estar en paz con Dios:
“Besen al hijo, no sea que se enoje” (Sal. 2:12, RVA-2015). Ese
habría sido un beso de salvación en lugar de un beso de
condenación. Sin embargo, en lugar de besar a Jesús con amor
genuino, el beso de Judas resultó ser su acto final de deserción.
Judas desperdició su última oportunidad de unirse genuinamente a
Jesús a través del arrepentimiento y la fe.
Vida desperdiciada
Venida la mañana, todos los principales sacerdotes y los
ancianos del pueblo entraron en consejo contra Jesús, para
entregarle a muerte. Y le llevaron atado, y le entregaron a Poncio
Pilato, el gobernador.
Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era
condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los
principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado
entregando sangre inocente. Mas ellos dijeron: ¿Qué nos
importa a nosotros? ¡Allá tú! Y arrojando las piezas de plata en el
templo, salió, y fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes,
tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el
tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre (Mt. 27:1-6).
Evidentemente, cuando Judas vio a su amigo atado y condenado,
empezó a sentir que el dinero en sus bolsillos era sucio, y se
desesperó por deshacerse de él. Era obvio que Judas quería
limpiarse. Había cerrado la puerta a la limpieza de Jesús, así que
fue a la única fuente de limpieza que conocían las personas de ese
tiempo: a los sacerdotes del templo; pero, por supuesto, los
sacerdotes también tenían sangre en las manos. Y no estaban
interesados en absoluto en ayudar a Judas y a su patética
conciencia. Judas estaba desesperado.
Parecía ser el mejor ejemplo de lo que escribiría el autor de
Hebreos mucho más adelante en Hebreos 6:4-6:
Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados
[Piensa en toda la luz a la que Judas estuvo expuesto después
de caminar durante tres años con “la luz verdadera”, “la luz del
mundo”, “la luz de la vida”] y gustaron del don celestial, [¿No
había probado Judas el pan del cielo?] y fueron hechos
partícipes del Espíritu Santo [¿No había Judas experimentado el
poder del Espíritu para predicar la palabra y sanar a los
enfermos?], y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios
[¿No había probado Judas la bondad de las palabras
pronunciadas por Cristo, las palabras que dan vida?] y los
poderes del siglo venidero [¿No había sido testigo Judas de los
poderes de sanidad, resurrección y restauración del siglo
venidero que irrumpió en el aquí y ahora en la persona de
Jesús?], y recayeron, sean otra vez renovados para
arrepentimiento.
Judas fue un apóstol que se convirtió en apóstata. Abandonó el
evangelio. Le dio la espalda y traicionó a Cristo. Seguramente,
Judas era una de las personas a las que Juan se refirió más
adelante en 1  Juan 2:19 cuando escribió sobre aquellos que
“salieron de nosotros, pero no eran de nosotros”, y luego agregó:
“Porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con
nosotros”.
La explicación más fundamental para la traición de Judas fue que
la gracia de Dios en la persona de Jesucristo no había tocado ni
conmovido su corazón. Permanecía ciego a la luz, sordo a la
palabra, inalterable ante los poderes del siglo venidero. No tenía
interés en negarse a sí mismo y tomar su cruz para seguir a Jesús.
Se dirigió a una propiedad que se había comprado, probablemente
con dinero que había robado de la bolsa común. Tal vez estaba
destinado a ser el lugar donde iba a vivir y disfrutar de la riqueza
que había acumulado al ser parte del círculo íntimo cuando Jesús
llegara al poder. En cambio, esa parcela de tierra se convirtió en el
lugar donde moriría, se quitaría la vida y descendería a una
eternidad de tinieblas, desesperación, remordimiento y pérdida.
¡Que desperdicio!
Ni la traición de Judas ni su suicidio fueron un pecado
imperdonable. Solo la negativa de Judas a aceptar la gracia de Dios
en la persona y obra de Jesucristo lo sepultó en el tipo de eternidad
que haría que Jesús dijera que hubiera sido mejor para ese hombre
no haber nacido (Mt. 26:24). Judas no se perdió el cielo porque, en
cierto sentido, estaba destinado al infierno desde el principio. Judas
no ­cometió este acto de traición contra su voluntad. Satanás entró
en Judas a través de una serie de elecciones de Judas, que
abrieron la puerta para que el mal entrara a su vida. Su relación con
Jesús fue un medio para un fin: el propio bienestar de Judas que la
riqueza le ofrecía. A medida que Judas cedía más territorio en su
corazón a las cosas de este mundo, se volvió cada vez más
resistente a Jesús y su mensaje con respecto al mundo venidero y
las riquezas que allí esperan.
Una muerte no desperdiciada
Judas fue lo suficientemente claro para poder ver y decir a los
sacerdotes, en Mateo 27:4: “Yo he pecado entregando sangre
inocente”. Él estaba en lo cierto. De hecho, usó un término técnico
para su delito. Deuteronomio 27:25 prohíbe el derramamiento de
sangre inocente.
Se suponía que estos sacerdotes eran mediadores de la
misericordia, y ¿qué le dijeron a este que buscaba misericordia con
tanta desesperación?
Mas ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Y
arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se
ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata,
dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque
es precio de sangre (Mt. 27:4-6).
¿Qué? ¿Ahora estaban preocupados por lo que no era lícito?
¿Después de haber tramado el asesinato del Hijo de Dios? Es difícil
no burlarse de la renuencia de los sacerdotes en aceptar otra vez
este “precio de sangre” por no ser “lícito”. Se parece mucho a
tragarse el camello mientras colaron un mosquito, ¿no es cierto?
La sangre de Jesús se derramó como resultado de la traición de
Judas y los celos de los principales sacerdotes. Era, como lo
llamaba Judas, sangre inocente. Nunca se ha derramado sangre
más inocente, más pura, más preciosa que la sangre derramada por
Jesús. Pedro escribió que hemos sido rescatados “no con cosas
corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo,
como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 P. 1:18-19).
Sangre inocente.
Sin embargo, en el plan soberano de Dios, ¡el derramamiento de
la sangre inocente de Cristo no fue un desperdicio! El
derramamiento de su sangre demostró ser infinitamente valioso,
extremadamente significativo y completamente eficaz. ¿Cómo
sabemos que la sangre inocente que Cristo derramó no fue un
desperdicio? El resto del Nuevo Testamento lo deja claro:
Romanos 5:9: “Pues mucho más, estando ya justificados en su
sangre, por él seremos salvos de la ira”.
Efesios 1:7: “En quien tenemos redención por su sangre, el
perdón de pecados según las riquezas de su gracia”.
Efesios 2:13: “Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro
tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la
sangre de Cristo”.
Hebreos 9:14: “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual
mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a
Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que
sirváis al Dios vivo?”.
Hebreos 13:12: “Por lo cual también Jesús, para santificar al
pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta”.
1 Juan 1:7: “Pero si andamos en luz, como él está en luz,
tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su
Hijo nos limpia de todo pecado”.
Apocalipsis 1:5: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros
pecados con su sangre”.
Apocalipsis 5:9: “Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno
eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste
inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo
linaje y lengua y pueblo y nación”.
Amiga mía, ¿has recibido el extraordinario regalo de este
derramamiento de sangre inocente por ti? ¿Has sido justificada en la
sangre de Cristo, redimida por su sangre, hecha cercana por su
sangre? ¿Has limpiado tu conciencia? ¿Has sido santificada,
limpiada y redimida? ¿Eres parte del pueblo de Dios de todo linaje,
lengua, pueblo y nación que han sido rescatados por la sangre de
Jesús? No seas como Judas y los sacerdotes que buscaron alejarse
de esta sangre. Acércate a esta sangre derramada, valora esta
sangre derramada y acepta el beneficio expiatorio de esta sangre
derramada.
Es útil ver el contraste en la historia de Judas y María. Sin
embargo, esta historia no apunta a culparte por ser tan extrema
como María en derramar tu vida, sino para que veas la generosidad
de Jesús que derramó su vida por ti. El derramamiento de su sangre
inocente es la demostración de amor más extravagante de todos los
tiempos. Es su amor extraordinario lo que nos asegura que
cualquier cosa que le demos en agradecimiento, en honra a Él,
nunca se desperdiciará.
Al contemplar la excelsa cruz
do el rey del cielo sucumbió,
cuantos tesoros ven la luz
con gran desdén contemplo yo.
No me permitas, Dios, gloriar
Más que en la muerte del Señor:
Lo que más pueda ambicionar
Pronto abandono por su amor.
De su cabeza, manos, pies,
Preciosa sangre allí corrió;
Corona vil de espinas fue
La que Jesús por mí llevó.
El mundo entero no será
Presente digno de ofrecer:
Amor tan grande y sin igual
En cambio, exige todo el ser.[17]
Preguntas de reflexión
Capítulo 6: El oportunista y la mujer agradecida
1. Jesús eligió a Judas, y fue testigo de todo lo que los otros
discípulos presenciaron durante tres años. Sin embargo, Judas
nunca llegó a tener una fe genuina en Jesús. ¿Qué revela eso
sobre Judas? ¿Y sobre Jesús? ¿Y sobre la fe para salvación?
¿Qué nos dice acerca de aquellos que pasan toda su vida
dedicados a la iglesia?
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2. La autora sugiere que la dureza de corazón de Judas comenzó
con la violación de un mandamiento, “No robarás”, un pecado que
nunca confesó a Jesús. ¿Qué efecto específico tiene el pecado
oculto y no confesado en nuestras vidas y en nuestra relación con
Cristo?
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3. Cuando lees sobre la extravagante expresión de amor de María
hacia Jesús, ¿cómo habla esto a tu corazón? Si hubieras estado
en el lugar de esa cena, ¿crees que lo habrías visto como algo
que valía la pena o como un desperdicio? ¿Por qué?
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4. ¿De qué maneras te ves reflejada en Judas? ¿De qué maneras te
ves reflejada en María?
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5. Los discípulos alrededor de la mesa parecían abiertos a examinar
la autenticidad de su compromiso con Jesús. Pablo también lo
pide en 2  Corintios, cuando escribe: “Examinaos a vosotros
mismos si estáis en la fe” (2 Co. 13:5). ¿Cómo hacemos eso?
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6. La autora enumeró una serie de pasajes bíblicos que demuestran
que el derramamiento de la sangre inocente de Cristo no fue un
desperdicio. ¿Hay algún pasaje que no te haya quedado claro o
que sea particularmente significativo para ti?
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7. ¿Qué hace que una vida valga la pena? ¿Qué la convierte en un
desperdicio?
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[17]. Isaac Watts, “When I Survey the Wondrous Cross”, 1707; “Al contemplar la excelsa
cruz”, trad. desconocido.
7.

EL SACERDOTE
Caifás

E s divertido ver cuando un comediante se hace pasar por un


político o una celebridad en presencia de dicho político o
celebridad. ¿Has visto ese programa de Saturday Night Live donde
Amy Poehler, que interpretaba a Hillary Clinton durante su campaña
para presidente, entró a un bar, y la verdadera Hillary Clinton estaba
actuando como camarera? ¿O la cena del corresponsal de la Casa
Blanca cuando un imitador de George  W. Bush hizo su
personificación frente al verdadero George  W. Bush? Un par de
veces, Jimmy Fallon se disfrazó de Neil Young y comenzó a cantar
una de sus canciones solo para unirse al verdadero Neil Young y
cantar un dueto.
Tienes la imitación cara a cara con lo auténtico, el impostor cara a
cara con la persona.
En la escena bíblica que veremos en este capítulo, seremos
testigos de algo similar cuando Caifás, el sumo sacerdote, se
encuentra cara a cara con Jesús, el Gran Sumo Sacerdote.
Veremos que la sombra se enfrenta cara a cara con la sustancia, el
tipo se enfrenta cara a cara con el antitipo, lo temporal cara a cara
con lo eterno, el fracaso cara a cara con el cumplimiento. Veremos
la escena de los Evangelios cuando Caifás, el sumo sacerdote judío
de su época, se encuentra cara a cara con Jesús, el Gran Sumo
Sacerdote por toda la eternidad.
Aarón, el primer sumo sacerdote
Antes de llegar a esta escena clave, recopilemos algo de contexto.
Para comprender la función del sumo sacerdote, tenemos que
volver al día en que Dios dio instrucciones a Moisés para el
establecimiento del sacerdocio. Dios había rescatado a su pueblo de
Egipto y lo había traído a su tierra santa, donde se proponía habitar
entre ellos. Sin embargo, ¿cómo moraría un Dios santo entre
personas impías? Tenía que haber una manera de tratar con su
pecado, una manera de que fueran limpios del pecado. Este era el
propósito de todo el sistema del templo, que incluía el tabernáculo (y
más adelante el templo), los sacrificios y los sacerdotes, que
servirían como mediadores entre el pueblo y Dios. Dios descendió a
la montaña y dio a Moisés planos para una tienda de campaña
hecha expresamente para que pudiera bajar y morar entre su
pueblo. La tienda se dividiría en tres partes con una habitación
central llamada Lugar Santísimo. En Éxodo, leemos cómo se debía
amueblar el tabernáculo, especialmente esa habitación central
donde Dios se proponía morar. Entre la presencia de Dios que
descendía al Lugar Santísimo y el arca del pacto (una caja que
contenía las tablas de los Diez Mandamientos) estaba la tapa, o
propiciatorio, que simbolizaba el centro y la fuente desde donde
Dios mostraba misericordia a los pecadores. Sin embargo, el
propiciatorio por sí solo no era suficiente. Tenía que rociarse con la
sangre de un sacrificio.
Dios ordenó a Moisés que designara a su hermano Aarón como el
primer sumo sacerdote. Una vez al año, el sumo sacerdote entraba
al Lugar Santísimo y rociaba la sangre de un sacrificio animal sobre
el propiciatorio. De esta manera, cuando Dios descendía al Lugar
Santísimo, lo primero que veía no era la ley que su pueblo había
violado, sino la sangre del sacrificio expiatorio.
Encontramos capítulo tras capítulo de instrucciones detalladas
sobre la vestimenta del sacerdote en Éxodo, luego varios capítulos
de Levítico prescriben los sacrificios para ofrecer y la sangre que se
debía rociar. Eso se debe a que lo que sucedía en esa habitación
era de suma importancia. Nada de eso era mera religiosidad o
ceremonia por el solo hecho de una ceremonia. Se trataba de una
sola cosa: m ­ isericordia. El sumo sacerdote entraba al Lugar
Santísimo para buscar misericordia para sí mismo y para el pueblo
de Dios. Entraba a la habitación detrás del velo con la sangre de un
sacrificio. Rociaba la sangre sobre el propiciatorio como mediación
entre la justicia perfecta de Dios y los pecados del pueblo para que
pudieran recibir misericordia en lugar de juicio. El Dios que
abundaba en misericordia descendía al Lugar Santísimo para
extender misericordia a su pueblo, y el sumo sacerdote oficiaba de
mediador en todo eso.
Cuando conocemos a personas y les preguntamos a qué se
dedican, a veces hablan en términos más generales de su
ocupación en lugar de mencionar su trabajo específico. Una
enfermera podría decir que se dedica a la atención médica. Un
maestro podría decir que trabaja en la educación. Si hubieran
preguntado a Aarón o a sus hijos, “¿A qué te dedicas?”, su
respuesta podría haber sido: “Me dedico a la misericordia. Oficio
como mediador y extiendo la misericordia de Dios a las personas
pecadoras. Represento a los pecadores ante un Dios santo de
manera que puedan esperar misericordia de Dios en lugar de su
ira”.
Esto sucedía particularmente un día al año, cuando el sumo
sacerdote entraba al Lugar Santísimo. Lo leemos en Levítico 16.
Y Jehová dijo a Moisés: Di a Aarón tu hermano, que no en todo
tiempo entre en el santuario detrás del velo, delante del
propiciatorio que está sobre el arca, para que no muera; porque
yo apareceré en la nube sobre el propiciatorio (Lv. 16:2).
Aarón no podía entrar al Lugar Santísimo en cualquier momento que
quisiera. Solo podía hacerlo un día al año.
Y de la congregación de los hijos de Israel tomará dos machos
cabríos para expiación, y un carnero para holocausto.
Y hará traer Aarón el becerro de la expiación que es suyo, y
hará la reconciliación por sí y por su casa (Lv. 16:5-6).
Para entrar en la santa presencia de Dios, el sumo sacerdote tenía
que lavarse ceremonialmente de su propio pecado. Entonces,
después de lavarse, ofrecía un becerro como ofrenda por el pecado.
Luego le traían dos machos cabríos.
Y echará suertes Aarón sobre los dos machos cabríos; una
suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel. Y hará traer Aarón el
macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Jehová, y lo
ofrecerá en expiación. Mas el macho cabrío sobre el cual cayere
la suerte por Azazel, lo presentará vivo delante de Jehová para
hacer la reconciliación sobre él, para enviarlo a Azazel al
desierto (Lv. 16:8-10).
Cuando el pueblo viera al sumo sacerdote cortar la garganta al
primer macho cabrío y llevar su sangre detrás del velo, pensaría:
Esa debería ser mi sangre. Eso es lo que yo merezco por mi
pecado. Sin embargo, Dios ha permitido que la pena de muerte que
merezco se transfiera a este animal y no a mí. Muerte para el
sustituto; piedad para mí.
Entonces, el sumo sacerdote ponía sus manos sobre la cabeza del
segundo macho cabrío y comenzaba a confesar los pecados del
pueblo y a transferir ceremonialmente su culpa al macho cabrío. A
medida que el sacerdote mencionaba sus pecados específicos —su
falta de amor a Dios, la crueldad entre ellos, su codicia, su mentira,
su adulterio— el pueblo escuchaba sus propios pecados en labios
del sacerdote. Luego veían cómo llevaban al macho cabrío a través
de la extensión interminable de tiendas de campaña, fuera del
campamento y al desierto, para nunca volverlo a ver, y se sentían
aliviados de que se hubieran llevado lejos la culpa de su pecado.
“Muerte para el chivo expiatorio; piedad para mí”.
Lo que es importante comprender es que su sistema de
sacerdotes, tabernáculos, templos y sacrificios siempre tuvo la
intención de ser una figura de algo más significativo. Era una
preparación, una lección objetiva, una ilustración de cómo sería
posible que los pecadores recibieran misericordia que permitiera no
solo al sacerdote, sino a todo el pueblo de Dios entrar en la santa
presencia de Dios. Y no solo una vez al año, sino siempre. Cada
sumo sacerdote que alguna vez pasaba detrás del velo del Lugar
Santísimo estaba allí como la sombra de un sumo sacerdote mayor
que vendría. Cada sacrificio que se ofrecía era una sombra del
sacrificio perfecto que se ofrecería de una vez y para siempre. El
Lugar Santísimo en sí era, como lo llama Hebreos 8:5, “figura y
sombra” de las cosas celestiales.
A medida que leemos en Éxodo acerca de todas las instrucciones
detalladas para los sacerdotes, sus vestimentas y sacrificios, y el
relato de la gloria de Dios que descendía para morar en el Lugar
Santísimo, tiene sentido que tengamos grandes expectativas de
cómo servían estos sacerdotes como mediadores de la misericordia
de Dios a su pueblo. Sin embargo, desde el principio se demostró
que el sacerdocio Aarónico era insuficiente. Era como un barco
recién bautizado que se hundía en el momento en que golpeaba el
agua. Cuando Moisés se demoró más de lo esperado en el Monte
Sinaí para encontrarse con Dios, Aarón, el primer sumo sacerdote,
indicó al pueblo de Dios que arrojara su oro al fuego para hacer un
becerro de oro (Éx. 32:2). Más adelante, leemos acerca de los hijos
de Aarón, quienes decidieron no seguir las claras instrucciones de
Dios sobre cómo ofrecer sacrificios y lo hicieron a su manera, pero
un fuego los consumió (Lv. 10:1-2).
La triste realidad fue que ninguno de los sumos sacerdotes de
Israel estaba a la altura de lo que Dios pretendía para aquellos que
había apartado para que lo sirvieran en su templo. En 2  Crónicas
36:14, leemos: “También todos los principales sacerdotes, y el
pueblo, aumentaron la iniquidad, siguiendo todas las abominaciones
de las naciones, y contaminando la casa de Jehová, la cual él había
santificado en Jerusalén”. A medida que leemos la historia de Israel
en el Antiguo Testamento, descubrimos que, entre otras cosas, la
corrupción de los sacerdotes es lo que hizo que Dios juzgara a
Israel y permitiera su exilio a Babilonia.
Sin embargo, el Señor no destituyó el sacerdocio, sino que se
comprometió a restaurarlo después del exilio. Mientras el pueblo
estaba exiliado en Babilonia, Jeremías registró la promesa de Dios
de que los hijos de David se volverían a sentar en el trono de Israel
(reinado) y que los hijos de Leví volverían a ofrecer sacrificios por la
nación (sacerdocio) (Jer. 33:17-18). De hecho, cuando los judíos
regresaron a Jerusalén después de su exilio en Babilonia, se
restableció el sumo sacerdocio. Josué, hijo de Josadac, fue sumo
sacerdote en tiempos de Hageo y Zacarías (Hag. 2:2-4). La lista de
hijos que lo siguieron en su función de sumo sacerdote se encuentra
en Nehemías 12; pero, a medida que pasaron los siglos, el oficio de
sumo sacerdote comenzó a cambiar. Potencias extranjeras llegaron
al poder sobre el pueblo judío y comenzaron a nombrar a los sumos
sacerdotes. Ya no se elegían por ser descendientes de Aarón, sino
por quién estaba dispuesto a pagar, cooperar y ejercer el poder de
una manera que complaciera a los gobernantes extranjeros. La
función del sumo sacerdote se convirtió en una mezcla de religión y
política. En otras palabras, en lugar de que la función del sumo
sacerdote fuera extender misericordia de Dios, se trataba de ejercer
poder sobre el pueblo.
Caifás, el último sumo sacerdote
Josefo, un historiador judío, informa que cuando los romanos
tomaron el control directo de Judea en el año 6 d.C., Anás fue el
primer sumo sacerdote que nombraron. Sirvió diez años, seguido
brevemente por su hijo. Luego nombraron a su yerno, Caifás, quien
ofició durante dieciocho años. Josefo afirma que Caifás compró su
lugar en el sacerdocio con una suma de dinero que pagó a Herodes.
Si pensamos en el tiempo cronológico en relación con la vida de
Jesús, podríamos decir que Anás fue nombrado cuando Jesús era
un niño y luego Caifás sirvió como sumo sacerdote cuando Jesús
era un adolescente hasta después de su muerte.
Como sacerdotes, Anás y Caifás estaban mucho más interesados
en el poder político que en la piedad sacerdotal. Caifás debe de
haber sido bueno para mantener la paz, porque ocupó el cargo
durante mucho tiempo en comparación con la mayoría de los sumos
sacerdotes de esa época. Hasta que un hombre de Galilea entró en
escena. Era un carpintero de Nazaret, pero enseñaba con autoridad.
Hablaba de un reino que no era de este mundo. Hacía milagros que
daba que hablar a todas las personas. Afirmaba ser el camino a la
gracia de Dios. En lugar de apoyar el sistema del templo que Dios
había establecido, volcaba las mesas del templo. Era una amenaza
para el poder y la posición de los sacerdotes. El pueblo quiso
aferrarse a Él y convertirlo en su rey, pero Él se escapó. ¿Qué
pasaría si los dejaba coronarlo rey la próxima vez que lo intentaran?
¿Qué pasaría si Roma descubriera que los sumos sacerdotes
estaban perdiendo el control sobre el pueblo? Los poderes de Roma
podrían intervenir y eliminar el poder y la posición de los sacerdotes.
Los romanos podrían derribar el templo y poner fin a todo lo
relacionado con su estilo de vida. Tenían que hacer algo.
Su complot
Luego los líderes religiosos escucharon sobre Lázaro.
Anteriormente, Jesús había resucitado a una pequeña niña, pero
había sido justo después de su muerte; de modo que, aunque había
sido una gran noticia, no era tan mayúscula como la de Lázaro. Esta
vez, Jesús había resucitado a alguien que había estado en la tumba
durante cuatro días. Esta fue la gota que colmó el vaso: “Entonces
los principales sacerdotes y los fariseos reunieron el concilio, y
dijeron: ¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchas señales.
Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y
destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (Jn. 11:47-48).
¿Qué era el concilio? El Sanedrín se parecía un poco al Tribunal
Supremo y al Congreso combinados en uno. Estaba compuesto por
setenta y un sacerdotes, escribas y ancianos, y el sumo sacerdote lo
presidía. Los principales sacerdotes que formaban parte de este
grupo provenían de la familia extendida del sumo sacerdote. No
estaban realmente abocados a la misericordia, sino al control. Su
preocupación no se centraba tanto en el bienestar de las personas
sino en la preservación de su propio poder y prestigio. Pensaban
que, si mataban a Jesús, las cosas se calmarían.
Sus palabras proféticas
Caifás, el sumo sacerdote, un veterano político experimentado,
anunció lo que vio como la solución más conveniente en términos
políticos: “Entonces Caifás, uno de ellos, sumo sacerdote aquel año,
les dijo: Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que
un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca”
(Jn. 11:49-50).
“Ustedes no saben nada… son muy ingenuos”, le decía al grupo.
“Busquemos una manera tranquila y aceptable de convertir a Jesús
en un chivo expiatorio”. Todo sonaba muy razonable, cuando en
realidad era delictivo. Sonaba pragmático, cuando en realidad era
profético.
Caifás no tenía la intención de ser profético. Solo estaba diciendo
lo que parecía ser un plan razonable. No se dio cuenta de que
estaba articulando la verdad más profunda del universo. Juan, el
escritor del Evangelio, lo dejó claro al agregar:
Esto no lo dijo por sí mismo, sino que como era el sumo
sacerdote aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la
nación; y no solamente por la nación, sino también para
congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así
que, desde aquel día acordaron matarle (Jn. 11:51-53).
Cuando Juan escribió que Caifás “no lo dijo por sí mismo”, no
quiso decir que Dios estaba usando a Caifás como un títere. Caifás
dijo exactamente lo que pretendía decir; pero, cuando habló, Dios
también estaba hablando. Lo que Caifás pretendía comunicar era la
perspectiva humana sobre el propósito de la muerte de Jesús. Sin
saberlo, también comunicó la perspectiva divina sobre lo que la
muerte de Jesús lograría. Caifás estaba tramando un plan humano,
pero Dios, en su soberanía, tenía la intención de usar ese plan
malvado para lograr el mayor bien de todos los tiempos. Dios usó
ese plan humano para llevar a cabo su plan divino.
Para entender esto, analicemos más detenidamente la declaración
de Caifás: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no
que toda la nación perezca”.
“Nos conviene”. ¿A quiénes se refería con “nos” y cómo convenía?
“Nos” para Caifás era el concilio. Mantener el poder era su mayor
interés. Era más probable que el concilio mantuviera el poder si
Jesús moría y los romanos veían que el concilio regente estaba
abordando una posible revuelta del pueblo que quería hacer de
Jesús su rey en lugar del César. Sería mejor para el concilio
regente.
¿Qué quiso decir Caifás con que un hombre debía morir “por el
pueblo”? Caifás se refería a que era “en beneficio del pueblo”; pero,
en realidad, este hombre, Jesús, moriría “en lugar del” pueblo.
Caifás, el sumo sacerdote, el que cada año tomaba la cabeza de un
macho cabrío en sus manos y le cortaba la garganta para que el
pueblo no tuviera que morir. El macho cabrío moría “por” o “en lugar
del” pueblo. Caifás, el que cada año ponía sus manos sobre la
cabeza de otro macho cabrío y confesaba los pecados del pueblo y
lo enviaba al desierto como chivo expiatorio para salvar al pueblo. Y
no se percató de la ironía. Caifás no se percató de la realidad de
que Dios siempre había tenido la intención de ofrecer un sacrificio
perfecto de una vez y para siempre, del que todos los sacrificios que
los sumos sacerdotes habían ofrecido a lo largo de los siglos habían
sido figura. El veterano sumo sacerdote no se percató de la realidad
de que Jesús era el sacrificio, el chivo expiatorio, que llevaría los
pecados del “pueblo”.
¿Quién era “el pueblo”? Para Caifás, “el pueblo” era el Israel
nacional y político. Juan señaló la limitación errada de las palabras
de Caifás en el versículo 52 y explicó que Jesús no solo moriría por
“la nación”, “sino también para congregar en uno a los hijos de Dios
que estaban dispersos”. A lo largo del Evangelio de Juan, los “hijos
de Dios” se definen como aquellos que creen a o en Jesús. Jesús
había hablado algo de “congregar en uno” anteriormente. En Juan
10, leemos que Jesús dijo:
Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me
conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; y
pongo mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no
son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y
habrá un rebaño, y un pastor (Juan 10:14-16).
La muerte de Cristo fue el medio por el cual todos los hijos
dispersos de Dios serían congregados en este rebaño. Sin darse
cuenta, Caifás profetizó que la muerte de Jesús resultaría en la
congregación de un pueblo de cada tribu, lengua y nación.
Y aquí es donde esta historia se vuelve personal para cada una de
nosotras. Quizás la pregunta más importante que cada una de
nosotras debe hacerse es si estamos o no incluidas en “el pueblo”;
si el buen pastor nos ha congregado en este rebaño.
Hay una palabra más significativa en la breve declaración de
Caifás. Dijo que convenía que un solo hombre muriera por el pueblo
a que toda la nación “perezca”. Por supuesto, lo que Caifás tenía en
mente cuando habló de perecer era la destrucción temporal de la
nación de Israel. Sin embargo, una vez más, estaba diciendo más
de lo que se daba cuenta. Era muy miope, mientras que la intención
de las palabras de Dios era de gran alcance. La muerte de este
hombre, Jesús, no evitaría que los líderes religiosos y el templo de
Jerusalén perecieran. En menos de cuarenta años, el templo y su
sacerdocio serían destruidos. Todo perecería. Sin embargo, la
muerte de este hombre tendría poder salvador y protector. Todos los
que aceptaran a este hombre por la fe no perecerían, o, como lo
expresó Juan antes en su Evangelio, para que “todo aquel que en él
cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16).
Así que hemos visto cómo Caifás usó su influencia como sumo
sacerdote sobre Israel para guiarlos a crucificar al Salvador
prometido. Imagínate si Caifás hubiera dicho lo que alguien que
ocupó este cargo divinamente prescrito debería haber dicho:
“Caballeros, este Jesús de Nazaret, que acaba de resucitar a
Lázaro, debe de ser el Cristo, enviado de Dios. Arrepintámonos de
toda nuestra resistencia y odio hacia Él, y creamos en Él. No
debemos tener temor de los romanos ni de perder el templo. Si
Jesús acaba de resucitar a un hombre de la muerte, seguramente
puede protegernos de los romanos. Si Él es el Cristo, cumplirá todo
lo que el templo, los sacrificios y el sacerdocio debían ser de tal
manera que no solo no pereceremos, sino que la vida que ganamos
con Él será todo lo que Dios ha destinado para su pueblo —pueblo
de cada tribu, lengua y nación— desde el principio”.
Por supuesto, eso no fue lo que dijo Caifás. El complot del
Sanedrín se había planeado. Solo esperaban la oportunidad de
llevarlo a cabo. Y sabemos, por lo que vimos en nuestro capítulo
anterior sobre Judas, cómo se presentó la oportunidad. Judas se
ofreció a proporcionar información privilegiada sobre dónde podrían
arrestar a Jesús en la oscuridad de la noche fuera de la ciudad,
donde no habría disturbios.
Pasaremos al relato de Mateo para ver qué sucedió cuando Jesús
se encontró cara a cara con Caifás.
Su falso testimonio profético
Los que prendieron a Jesús le llevaron al sumo sacerdote Caifás,
adonde estaban reunidos los escribas y los ancianos. Mas Pedro
le seguía de lejos hasta el patio del sumo sacerdote; y entrando,
se sentó con los alguaciles, para ver el fin. Y los principales
sacerdotes y los ancianos y todo el concilio, buscaban falso
testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte, y no lo
hallaron, aunque muchos testigos falsos se presentaban. Pero al
fin vinieron dos testigos falsos (Mt. 26:57-60).
Aquí lo tenemos. La sustancia estaba ante la sombra, el auténtico
ante el impostor. Caifás y el resto del concilio habían estado
tratando de encontrar a alguien que diera falso testimonio. Si alguien
alguna vez pensó que el consejo estaba interesado en la obediencia
a la ley de Dios, la verdad era clara. Estaba claro que el Sanedrín no
estaba cumpliendo el noveno mandamiento: “No hablarás contra tu
prójimo falso testimonio” (Éx. 20:16). Encontraron a dos personas
que estaban dispuestas a tomar algo que Jesús dijo y convertirlo en
un delito que podrían llevar a la corte romana, donde se podría
dictar la pena de muerte.
Y no lo hallaron, aunque muchos testigos falsos se presentaban.
Pero al fin vinieron dos testigos falsos, que dijeron: Este dijo:
Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo (Mt.
26:60-61).
Estos dos testigos debieron haber estado en el templo cuando
Jesús volcó las mesas y lo escucharon decir: “Destruid este templo,
y en tres días lo levantaré” (Jn. 2:19). Entendieron que, de alguna
manera, tenía la intención de derribar las piedras y pilares del
templo de Herodes. Sin embargo, Jesús no amenazaba con destruir
el templo, estaba anticipando la destrucción del verdadero templo,
su propio cuerpo, en la crucifixión (Jn. 2:21). Así como era la
sustancia ante la sombra cuando Jesús estaba delante del sumo
sacerdote, era la sustancia en las sombras cuando Jesús entró en el
templo. Jesús era aquello mismo por quien se había edificado el
templo como figura. Jesús, en sí mismo, era el verdadero templo, el
lugar donde los pecadores experimentan la misericordia de un Dios
justo.
Sin embargo, en este falso testimonio, Caifás encontró algo que
podría utilizar, una ley romana que podía incriminar a Jesús por
violarla. Profanar un lugar sagrado se consideraba una ofensa
capital para los romanos, por lo que, si Jesús había amenazado con
destruir el templo de Jerusalén, Caifás tenía con qué incriminarlo.
Su confusión profética
Mas Jesús callaba. Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te
conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el
Hijo de Dios (Mt. 26:63).
Caifás quería saber si Jesús decía ser el Cristo, el Mesías. ¿Por qué
Jesús no respondía la pregunta sin rodeos? Por qué no decir: “Sí,
ese soy yo. Soy el Cristo”. Lo que Caifás y el pueblo judío querían
dar a entender cuando hablaban del Mesías era muy diferente de lo
que Jesús vino a ser y hacer. Los judíos esperaban que el Mesías
fuera un libertador militar nacionalista, y Jesús no tenía tales
intenciones. De modo que Jesús no respondió la pregunta en los
términos de Caifás.
Caifás estaba ejerciendo presión. Había solo uno que decía la
verdad en el recinto, y Caifás tuvo el descaro de pedirle que hiciera
un juramento. Eso es lo que estaba haciendo cuando dijo: “Te
conjuro por el Dios viviente”. Por supuesto, la verdad que Jesús
tenía que decir era más de lo que Caifás podía soportar.
Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde
ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de
Dios, y viniendo en las nubes del cielo (Mt. 26:64).
Jesús no se definiría a sí mismo en los términos de Caifás, sino en
los términos que David utilizó en el Salmo 110 y Daniel en Daniel 7.
En el Salmo 110, David escribió sobre un diálogo celestial que
escuchó:
Jehová dijo a mi Señor:
Siéntate a mi diestra,
Hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies (Sal.
110:1).
Al aludir al Salmo 110, Jesús estaba diciendo a Caifás que Él era
el Hijo eterno a quien Dios el Padre dijo que se sentaría a su diestra.
En Daniel 7:13, el profeta escribió:
Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del
cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el
Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él.
Al aludir a Daniel 7, Jesús estaba diciendo que Él era el Hijo del
Hombre que Caifás algún día vería venir con las nubes del cielo.
Caifás podría haber estado de pie ante Jesús como juez aquella
noche; pero esa noche pronto pasaría, y Caifás vería quién era
realmente el juez. Caifás, el juez terrenal, estaba cara a cara con el
juez supremo. Caifás puede haber pensado que él tenía todo el
poder en ese momento, pero Jesús estaba dejando claro que Caifás
iba a ver realmente quién tenía todo el poder.
Este no era poder en abstracto, sino poder como persona, el Dios
Todopoderoso. Jesús afirmaba tener todo el poder del Dios
Todopoderoso como el Hijo sentado a su diestra.
Jesús podía estar de pie ante Caifás atado como un prisionero,
pero, la siguiente vez que Caifás lo viera, Jesús estaría sentado en
el trono divino de la gloria. Implícito en su declaración estaba que
Caifás y el resto de este concilio corrupto algún día tendrían que dar
cuenta de lo que habían conspirado para hacer a este que, en
palabras de Caifás, era “el Cristo, el Hijo de Dios” (v. 63).
Al usar este título y alusión del Antiguo Testamento, Jesús estaba
diciendo a Caifás que Él era el Hijo del Hombre ante quien todos los
reinos finalmente se inclinarían, cuyo dominio sería eterno e
indestructible. Él era el Hijo de David, que también era el Señor de
David. Él era a quien Dios reivindicaría, quien se sentaría a la
diestra de Dios y con quien Dios compartiría su trono. Esto era lo
que Caifás debía pensar de Él. A partir de ese momento, Jesús
estaba diciendo a Caifás: “Solo existe mi reino, mi gobierno, mi
gloria. Eso es todo”. No es de extrañar que Caifás se enojara tanto
que se rasgara las vestiduras.
Su acto profético
Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡Ha
blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He
aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Y
respondiendo ellos, dijeron: ¡Es reo de muerte! (Mt. 26:65-66).
Los jueces, en un juicio judío por blasfemia, estaban obligados a
rasgar sus vestiduras cuando se pronunciaban palabras blasfemas,
y esas vestiduras nunca debían enmendarse. De modo que este
acto era una señal formal de condena. Caifás rasgó sus vestiduras
con fingido horror santo, porque Jesús había confirmado la verdad
de que Él era el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Y, sin embargo, al
rasgarse las vestiduras, tal vez Caifás estaba comunicando algo
más de lo que era consciente. Al rasgarse la túnica, seguramente no
tenía la intención de comunicar el fin del oficio del sumo sacerdocio
en Israel, sino que, de hecho, eso era lo que estaba sucediendo.
Una vez más, tenemos que imaginarnos cómo podría haber sido
diferente. Aquí estaba el sumo sacerdote de Israel. Toda su vida
debería haberse dedicado a ayudar al pueblo de Dios a buscar y
recibir al gran profeta de Dios, sacerdote y rey. En cambio, Caifás
estaba conspirando para crucificar al Rey de Dios. Debería haberse
dedicado a ayudar al pueblo de Dios a ver su necesidad de un
templo mayor, un sacrificio mayor y, de hecho, un sumo sacerdote
mayor. Como sumo sacerdote de Israel, el corazón de Caifás
debería haber ardido con el anhelo de ver al Cristo. Sin embargo, en
cambio, su corazón ardió de deseos de destruir al Cristo. Como
sumo sacerdote, debería haber guiado al pueblo a desgarrarse las
vestiduras en arrepentimiento ante el Santo en lugar de desgarrar
sus propias vestiduras en ira contra el Santo.
Parado allí ante Caifás estaba el que había venido a liberar, atado
con cadenas. El Juez justo fue condenado por un tribunal corrupto.
El Príncipe de gloria fue escupido y golpeado y abofeteado en una
vergonzosa muestra de rebeldía. La Resurrección y la Vida fueron
condenados a muerte.
En lugar de rasgarse su túnica sacerdotal, Caifás debería
habérsela quitado y entregado al Gran Sumo Sacerdote que estaba
delante de él. Debería haber dicho: “Los días de tener un sumo
sacerdote en Israel ya han terminado ahora que ha llegado el Gran
Sumo Sacerdote. Él guiará a todo el pueblo de Dios a la misma
presencia de Dios. Ya nadie debería venir a mí en busca de
misericordia. En cambio, como alguien que necesita misericordia
desesperadamente, me estoy volviendo hacia el único que
realmente puede mediar la misericordia de Dios a los pecadores que
no lo merecen”.
Fue solo unas horas después cuando “Jesús, habiendo otra vez
clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del templo
se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se
partieron” (Mt. 27:50-51).
Tal vez fue una respuesta divina a Caifás, que rasgó su túnica en
una retorcida muestra de dolor. Tal vez fue como si Dios, el que
alguna vez había habitado entre su pueblo en el Lugar Santísimo,
rasgara su propia túnica, el velo que lo rodeaba, en agonía cuando
su Hijo dio su último respiro.
Jesús, el gran sumo sacerdote
La muerte de Jesús fue el fin del sacerdocio. Aunque en realidad
habría un par de sumos sacerdotes más en Jerusalén antes que el
templo fuera destruido en el año 70 d.C., Caifás fue el último sumo
sacerdote que sirvió como figura del Gran Sumo Sacerdote, Jesús.
Ya no había necesidad de un sacerdote imperfecto con la llegada
del sacerdote perfecto. “Y teniendo un gran sacerdote sobre la casa
de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre
de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los
cuerpos con agua pura. Mantengamos firme, sin fluctuar, la
profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (He.
10:21-23). Dada la clase de sumo sacerdote que tenemos, la
respuesta más razonable debería ser acercarnos a Dios.
La muerte de Jesús fue el fin del sistema de los sacrificios. Ya no
se necesitaba el sacrificio de más corderos inocentes: “Esto lo hizo
una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (He. 7:27).
La muerte de Jesús fue el final del templo hecho con piedra caliza
en Jerusalén, pero no era el final de del templo que debía ser.
Cuando el Verdadero Templo fue destruido, efectivamente, se volvió
a levantar en tres días. Jesús se levantó de entre los muertos,
ascendió al cielo y luego, cuarenta días después, el fuego de Dios,
en la persona del Espíritu Santo, descendió no sobre el Lugar
Santísimo del templo de Jerusalén, sino sobre la cabeza de los
creyentes reunidos en un aposento alto mientras esperaban y
oraban para recibir poder. Se convirtieron en templos vivientes y
palpitantes del Espíritu Santo, piedras vivas que estaban
“[edificadas] como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer
sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”
(1 P. 2:5).
La muerte de Jesús fue el cumplimiento del Día de la Expiación.
Ya no era necesario que un sumo sacerdote degollará a un macho
cabrío y rociara su sangre sobre el velo. El velo se rasgó. Jesús “no
por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia
sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo
obtenido eterna redención” (He. 9:12). Ya no era necesario que el
sumo sacerdote confesara los pecados sobre la cabeza del otro
macho cabrío, el chivo expiatorio, y lo enviara al desierto a morir.
Todos los pecados del pueblo de Dios se colocaron sobre el único y
verdadero chivo expiatorio. En la cruz, Dios “cargó en él el pecado
de todos nosotros” (Is. 53:6), para que podamos saber: “Cuanto está
lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras
rebeliones” (Sal. 103:12).
La muerte de Jesús fue el final del acceso de un sumo sacerdote a
la presencia de Dios una vez al año. La ruptura del velo en esencia
abrió la puerta. Debido a que los pecados de todos aquellos que
creen en Cristo han sido cubiertos con la muerte de Jesús, los
pecadores perdonados ahora pueden entrar a la presencia de Dios
en unión con Cristo. “Así que, hermanos, teniendo libertad para
entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el
camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de
su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios” (He.
10:19-21). El desgarro del velo era una señal tangible del desgarro
de la carne de Cristo. Debido a que su carne se desgarró, tenemos
entrada.
¿Tienes la entrada? ¿Has entrado? Y si no, ¿por qué no? ¿Podría
ser que no crees que tienes necesidad de misericordia? ¿O es que
en realidad no crees que recibirás misericordia?
Pobre Caifás. No creía que tenía necesidad de misericordia y, por
lo tanto, nunca pidió misericordia. No es de extrañar que no fuera
apto para la función de sumo sacerdote, la función de extender e
invitar al pueblo de Dios a experimentar la generosidad de la
misericordia de Dios. Amiga mía, si no crees que tienes necesidad
de misericordia, oro para que Dios te abra los ojos a la realidad de
tu propia alma, para que veas que está muerta y en tinieblas. Oro
para que, en lugar de que te desesperes ante la realidad de tu
pecado, decidas recurrir a la única fuente de misericordia que
necesitas.
Y si realmente no crees que recibirás misericordia, oro para que
Dios te abra los ojos a la bondad y generosidad de tu Gran Sumo
Sacerdote, que se deleita en prodigar misericordia a las personas
que no lo merecen.
Algún día te presentarás ante el Juez de toda la tierra. No será un
juez malvado y corrupto como Caifás. Será el Juez perfecto, Jesús
mismo. Todos los que claman a Él por misericordia ahora estarán
ante Él no solo como su Juez, sino también como su Abogado,
como su Gran Sumo Sacerdote. Todos los que claman a Él
encuentran no solo misericordia hoy, sino que también
experimentarán su misericordia ese gran día y en la eternidad.
Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado
en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.
Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para
alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro
(He. 4:15-16).
Tengo ante el trono celestial,
un poderoso defensor,
un sacerdote eternal,
que por mí aboga con amor.
Mi nombre ya grabado está,
sobre su mano y corazón,
y mientras Cristo allí está,
seguro estoy de su perdón.
Seguro estoy de su perdón.[18]
Preguntas de reflexión
Capítulo 7: El sacerdote
1. ¿De qué forma(s) el sumo sacerdote de Israel “se dedicaba a la
misericordia”? ¿Con qué propósito estableció Dios el sacerdocio?
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2. ¿Qué significa que Caifás era la sombra y Jesús la sustancia?
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3. ¿Cómo se había vuelto drásticamente diferente la función del
sumo sacerdote en los días de Jesús en comparación con lo que
Dios pretendía que fuera?
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4. ¿Cuál es la ironía en las palabras de Caifás: “Nos conviene que
un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca”
(Jn. 11:50)?
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5. ¿Por qué la muerte de Jesús fue el fin del sacerdocio, el fin del
sistema de sacrificios y el fin del templo?
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6. ¿Por qué crees que algunas personas nunca claman a Dios por
misericordia?
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7. En lugar de acudir a un sacerdote corrupto como Caifás para
confesar nuestros pecados, acudimos a nuestro Gran Sumo
Sacerdote, Jesús, para confesar nuestros pecados. ¿Cómo
cambia esto nuestra manera de confesarnos y qué esperamos?
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[18]. Charitie Lees Bancroft, “Before the Throne of God Above”, 1863; “Ante el trono
celestial”, trad. Bell y Mavar.
8

LOS DELINCUENTES
Los dos ladrones en la cruz

¿P uedo decirte las dos palabras que más me gustan escuchar?


Me encanta cuando alguien me dice: “Tenías razón”. Mi astucia y
perspicacia son irrefutables y reconocidas. ¡Qué sentimiento de
satisfacción!
Sin embargo, estrechamente relacionadas con estas dos palabras
que me encantan hay dos palabras que detesto. Dos palabras que
encuentro muy, muy difíciles de decir, son: “Me equivoqué”. Quiero
explicarme. Quiero disculparme. Quiero esconderme de ellas,
evitarlas y negarlas. Estas palabras no solo me deprimen un poco,
sino que a veces me hacen responsable de rectificarme en aquello
que me he equivocado. Y por lo general, eso me cuesta algo, algo
que no quiero pagar.
Como seres humanos, tenemos una capacidad asombrosa para
negar nuestra verdadera culpabilidad, ¿no es cierto? Y, por
supuesto, vivimos en una sociedad en la que siempre se nos dice
que no debemos sentirnos culpables, que la culpa, ya sea que esté
justificada o no, es una emoción inútil y dañina que se debe
desechar.
Quizás eso es lo que hace que algunas de las respuestas que
hemos visto al movimiento #YoTambién sean tan interesantes. En
un momento dado, cuando las mujeres comenzaron a recurrir a las
redes sociales con el hashtag #YoTambién (o #MeToo) para
anunciar al mundo la agresión, el maltrato y el abuso sexual del que
son víctimas, surgió otro hashtag: #FuiYo (o #ItWasMe). A medida
que el mal comportamiento de los magnates de los medios de
comunicación, las estrellas de televisión, los ejecutivos de negocios
e incluso los líderes religiosos comenzaron a salir a la luz, llevó a
muchos hombres a comenzar a examinar su propia historia en
busca de algo horrible que nunca antes habían visto en sí mismos.
En octubre de 2017, Elite Daily, una revista de noticias en línea,
publicó una historia titulada “#FuiYo es el hashtag para los hombres
que asumen la responsabilidad de la cultura de la violación”.[19] En
la historia, se cita a un hombre llamado Kyle Misner que menciona
que, cuando las publicaciones de #YoTambién comenzaron a poblar
su línea de tiempo, lo hicieron pensar en su propio pasado, y si él
era el #YoTambién de otra persona. Se le vino a la cabeza una
ocasión en particular: “Eso fue agresión sexual —pensé—. Me costó
admitir que había agredido a alguien. En el transcurso del día,
examiné otras cosas de mi pasado para tratar de ver de qué más
era culpable o cómplice”. Ese período de autoexamen lo llevó a
tuitear más tarde:
#FuiYo a los veinte años cuando toqué a mi primera pareja de
manera inapropiada mientras ella dormía a mi lado.
#FuiYo a los doce o trece años cuando mi primo y yo besamos
ligeramente a una muchacha que se quedó dormida en la sala
mientras estábamos mirando televisión.
#FuiYo cuando era un adolescente en la escuela secundaria y
miraba fijamente a las muchachas y, naturalmente, las
asustaba.
#FuiYo en la escuela secundaria cuando un compañero de clase
mencionó que fantaseaba con la violación, y yo guardé
silencio.
#FuiYo cuando me reía con los demás o bromeaba sobre cosas
como “si hay césped, juguemos el partido” o “barco con
tormenta en cualquier puerto entra”. Este es un ejemplo de lo
que las personas quieren decir cuando hablan de la cultura de
la violación.
#FuiYo no importa cuánto bien haya hecho o cuánto mejor sea o
me esfuerce por ser ahora, eso no borra el pasado. No estoy
orgulloso de estas cosas, pero me hago cargo de mis
contribuciones a #YoTambien.
Admiro el valor que se necesita para examinar, confesar y aclarar
lo que sería más conveniente justificar, ignorar y olvidar, ¿no es
cierto? Se necesita mucho valor para admitir: “Me equivoqué. Soy
culpable. Fui yo”.
Lo admiro en otras personas, pero me parece que no me gusta
hacerlo yo misma. Sin embargo, esto es a lo que el evangelio nos
llama a hacer todos los días. Nos llama a examinar resueltamente lo
que nos gustaría justificar, ignorar y olvidar, y estar dispuestas a
decir: “Soy culpable. Me he equivocado”. También nos asegura que,
cuando lo hagamos, encontraremos misericordia y gracia. Tenemos
una invitación permanente a decir la verdad y confesarnos ante la
única persona verdaderamente inocente que haya vivido. Nunca
tuvo nada que confesar, nunca tuvo ningún secreto oscuro, nunca
tuvo impureza en él. Sin embargo, lo declararon culpable y lo
condenaron a muerte.
Jesús, el hombre justo
El contraste de la inocencia y la culpa parece haber sido fuerte en la
mente de Lucas cuando escribió el relato de la muerte de Jesús en
su Evangelio. Parece querer asegurarse de que sus lectores vean la
absoluta inocencia de Jesús en contraste dramático con la culpa de
quienes lo rodeaban. Observa el contraste en esta escena que se
encuentra en Lucas 23:
Entonces Pilato, convocando a los principales sacerdotes, a los
gobernantes, y al pueblo, les dijo: Me habéis presentado a éste
como un hombre que perturba al pueblo; pero habiéndole
interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este
hombre delito alguno de aquellos de que le acusáis. Y ni aun
Herodes, porque os remití a él; y he aquí, nada digno de muerte
ha hecho este hombre. Le soltaré, pues, después de castigarle.
Y tenía necesidad de soltarles uno en cada fiesta.
Mas toda la multitud dio voces a una, diciendo: ¡Fuera con
éste, y suéltanos a Barrabás! Este había sido echado en la
cárcel por sedición en la ciudad, y por un homicidio. Les habló
otra vez Pilato, queriendo soltar a Jesús; pero ellos volvieron a
dar voces, diciendo: ¡Crucifícale, crucifícale! Él les dijo por
tercera vez: ¿Pues qué mal ha hecho éste? Ningún delito digno
de muerte he hallado en él; le castigaré, pues, y le soltaré. Mas
ellos instaban a grandes voces, pidiendo que fuese crucificado. Y
las voces de ellos y de los principales sacerdotes prevalecieron.
Entonces Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos pedían; y
les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición
y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús a la
voluntad de ellos” (Lc. 23:13-25).
Tres veces en esta breve escena, Pilato deja claro: “No he hallado
en este hombre delito alguno”; “Nada digno de muerte ha hecho
este hombre”; “Ningún delito digno de muerte he hallado en él”. En
su relato de esta escena, Mateo agrega otra voz que afirma la
inocencia de Jesús, la de la esposa de Pilato, que envió un mensaje
a Pilato para decirle: “No tengas nada que ver con ese justo; porque
hoy he padecido mucho en sueños por causa de él” (Mt. 27:19).
Irónicamente, la esposa de Pilato fue la única persona en el curso
de varios juicios cuyo testimonio sobre Jesús fue veraz. Jesús no
solo era inocente de blasfemia, traición, evasión de impuestos e
incitación a una revuelta, sino que era absoluta y totalmente
inocente de toda maldad.
Sin embargo, no se puede decir lo mismo de Barrabás.
El prisionero de mala fama
Barrabás, según Mateo, era un prisionero de mala fama (Mt. 27:16).
Marcos agrega que estaba “preso con sus compañeros de motín
que habían cometido homicidio en una revuelta” (Mr. 15:7). Hoy,
probablemente, lo llamaríamos terrorista. Se había hartado del
gobierno romano, sus impuestos injustos y su gobierno corrupto y
opresivo; y, evidentemente, no le importaban los judíos que se
habían convertido en un daño colateral en su rebelión contra Roma.
Podríamos pensar en su nombre de esta manera: bar, que
significa “hijo de”, y abbas, que significa “padre”. Entonces su
nombre significa “hijo del padre”. Seguramente, recibió ese nombre
en referencia al padre que lo crio. Sin embargo, la rebeldía central
de su delito indica que, de una manera mucho más profunda, era
claramente hijo de su padre, Adán. Era rebelde contra Roma y, en
última instancia, contra Dios. No tenía interés en someterse a
ninguna de sus leyes. Se podría pensar que Barrabás habría sido la
última persona que el pueblo de Jerusalén querría ver libre de la
prisión. Era peligroso. Era un delincuente insensible y cruel. Se
merecía morir por sus delitos. Ponerlo en libertad sería una gran
injusticia.
Entonces, ¿por qué Pilato habría sugerido que liberaran a
Barrabás? Esta era la semana de la Pascua, la fiesta religiosa más
importante del año para los judíos. Era el momento en que
recordaban que habían sido prisioneros en Egipto, lo que también lo
hacía el momento perfecto para que el gobernante romano se
ganara el favor del pueblo al liberar a un prisionero. Lo hacía ver
como alguien compasivo de su historia y comprensivo con su
religión.
En esta Pascua en particular, Pilato tenía un prisionero de mala
fama que ofrecer: Barrabás. Pilato estaba bastante seguro de que la
multitud no querría que liberaran a este terrorista, y que,
seguramente, querría que concediera la amnistía a este otro
prisionero, Jesús, que claramente no había hecho nada malo.
Sin embargo, Pilato subestimó en gran manera la voluntad del
pueblo. Mateo dice: “Pero los principales sacerdotes y los ancianos
persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que Jesús
fuese muerto” (Mt. 27:20). Lucas señala: “Mas ellos instaban a
grandes voces, pidiendo que fuese crucificado. Y las voces de ellos
y de los principales sacerdotes prevalecieron” (Lc. 23:23).
Y respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos
queréis que os suelte? Y ellos dijeron: A Barrabás. Pilato les dijo:
¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron:
¡Sea crucificado! Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha
hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado!
(Mt. 27:21-23).
Fíjate lo que estaba sucediendo aquí. Jesús era el verdadero “Hijo
del Padre”. El Padre lo había enviado a los suyos para llamarlos a sí
mismo, y ellos habían rechazado completamente a Jesús. No
podemos dejar de pensar otra vez en la parábola que Jesús contó
sobre el dueño de la viña que envió una serie de siervos a los
labradores que arrendaban sus tierras para obtener la cosecha de
su fruto. Sin embargo, los labradores tomaron a sus siervos y a uno
golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon. Entonces el dueño
de la viña envió a su hijo, pero los labradores lo echaron de la viña y
también lo mataron. Eso es exactamente lo que estaba sucediendo.
La multitud de personas en Jerusalén estaba pidiendo que
Barrabás, “hijo del padre”, fuera liberado, y que el que realmente era
el Hijo del Padre fuera ejecutado.
La multitud culpable de sangre
Si estamos buscando culpables en esta escena, podemos señalar a
los líderes religiosos que acusaron a Jesús, o a Pilato que permitió
este error judicial, o incluso al muy culpable Barrabás. Sin embargo,
la multitud de personas que ese día había en Jerusalén comparte la
carga de la culpa. De hecho, según el relato de la escena de Mateo,
estaban más que felices de cargar con la culpa de condenar a
muerte a Jesús:
Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más
alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo,
diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá
vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea
sobre nosotros, y sobre nuestros hijos (Mt. 27:24-25).
Sus corazones estaban tan endurecidos hacia Jesús que echaron
la maldición sobre ellos para instar a Pilato a actuar. Cuando el
pueblo dijo: “Su sangre sea sobre nosotros”, sus palabras tenían un
gran peso de seriedad en el Antiguo Testamento. Derramar sangre
inocente era la peor categoría de pecado en la Ley Mosaica. Fue
este pecado del que David pidió a Dios que lo limpiara en el Salmo
51 cuando dijo: “Líbrame de homicidios, oh Dios” (Sal. 51:14)
después de haber tramado el asesinato del inocente Urías. El
profeta Jeremías predijo la destrucción de Jerusalén porque
“llenaron este lugar de sangre de inocentes. Y edificaron lugares
altos a Baal, para quemar con fuego a sus hijos en holocaustos al
mismo Baal; cosa que no les mandé, ni hablé, ni me vino al
pensamiento” (Jer. 19:4-5). El odio de la multitud por Jesús ardía tan
fuerte que estaban dispuestos a ser destituidos de todas las
promesas de bendición de Dios y a recibir la maldición de Dios, si
Pilato mataba a Jesús.
Corderos inocentes e inmaculados habían llegado a Jerusalén
toda esa semana. Los judíos habían llevado esos corderos a sus
hogares para sacrificarlos en la Pascua. La sangre de esos corderos
debía recordarles aquella noche en Egipto cuando tuvieron que
pintar los postes y el dintel de la puerta de sus casas con la sangre
de un cordero sin mancha para proteger a sus familias del juicio. En
la primera Pascua, la protección y la salvación se encontraban bajo
la cobertura de la sangre del cordero. Y así fue en este día. El
pueblo tenía la oportunidad de colocarse bajo la sangre de Cristo
por la fe y encontrar la salvación, pero en cambio pidieron que su
sangre inocente cayera sobre ellos en juicio. En lugar de recibirlo, lo
rechazaron.
Hay una fuente sin igual
de sangre de Emmanuel,
en donde lava cada cual
las manchas que hay en él.
En donde lava cada cual
las manchas que hay en él.[20]
Entonces les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le
entregó para ser crucificado (Mt. 27:26).
Se había preparado una cruz para Barrabás. Había sido declarado
culpable y condenado a muerte por sus delitos, pero alguien tomó
su lugar. Alguien que era totalmente inocente tomó el lugar de
Barrabás en esa cruz, y Barrabás fue liberado.
Él llevó la cruenta cruz
para darnos vida y luz;
ya mi cuenta él pagó,
¡Aleluya! ¡Es mi Cristo![21]
Barrabás fue la primera persona de la historia que podía cantar
estas palabras, ¡pero no la última! Barrabás no fue la única persona
culpable que se salvó de la muerte por medio de la muerte del
inocente Cristo. Todos los que están unidos a Jesucristo por la fe
pueden decir: “Soy culpable. Fui yo, pero alguien ha sido castigado
en mi lugar para que yo pueda ser libre”. Podemos decir: “Al que no
conoció pecado, por nosotros [Dios] lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co. 5:21). Esta
es la verdad del evangelio “demasiado buena para ser verdad”.
Los burladores y escarnecedores
Así como Lucas parecía querer que sus lectores vieran la inocencia
de Jesús en contraste con la culpa de quienes lo rodeaban, también
parecía querer que sus lectores vieran las similitudes entre la
tentación de Jesús durante la escena de la crucifixión y la tentación
que Jesús experimentó en el desierto al comienzo de su ministerio.
Recuerda que, en el desierto, Satanás dijo a Jesús tres veces: “Si
eres el Hijo de Dios…” seguido de la tentación de Jesús a evitar el
sufrimiento y salvarse. Los agentes de Satanás en esta escena de la
crucifixión hicieron algo similar. De hecho, tres veces imploraron a
Jesús que se salvara a sí mismo: primero los gobernantes
religiosos, luego los soldados y, finalmente, uno de los ladrones que
estaban siendo crucificados junto a él.
Y el pueblo estaba mirando; y aun los gobernantes se burlaban
de él, diciendo: A otros salvó; sálvese a sí mismo, si éste es el
Cristo, el escogido de Dios. Los soldados también le
escarnecían, acercándose y presentándole vinagre, y diciendo:
Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Había también
sobre él un título escrito con letras griegas, latinas y hebreas:
ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS. Y uno de los malhechores
que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo,
sálvate a ti mismo y a nosotros (Lc. 23:35-39).
Todos se burlaban de Jesús y le decían “Sálvate a ti mismo”,
aunque todos lo decían en diferente sentido. Los gobernantes
religiosos en realidad admitieron que Jesús había “salvado a otros”.
No podían negar sus milagros de sanidad y alimentación o el hecho
de que había resucitado a Lázaro. Sin embargo, no podían aceptar
que estos poderes milagrosos vinieran de Dios, o que fueran una
señal de la verdad de que Jesús era aquel que Dios había
prometido enviar.
Los soldados romanos retaban a Jesús a salvarse en el contexto
de un rey. Tenía un letrero sobre su cabeza que decía “Rey de los
judíos”. Por supuesto, Pilato lo puso allí como una burla a Jesús.
¿Qué clase de rey tiene espinas para una corona, una cruz para un
trono y ningún ejército permanente que luche por él? Doce legiones
de ángeles estaban listas para responder a las órdenes de Cristo,
pero los soldados romanos no podían ver ese ejército.
Luego estaba el delincuente en la cruz vecina que para ese
momento estaría luchando por poder respirar, sin embargo, utilizó
parte de ese precioso aliento para exhalar su desdén por Jesús.
Había escuchado a Jesús orar para que Dios perdonara a sus
enemigos. Por supuesto, para este hombre, eso era una prueba
más de que Jesús no era un verdadero mesías. Era demasiado
blando, demasiado débil. Este delincuente y su banda querían un
Mesías que aplastara a sus enemigos, no que orara por ellos. Y de
donde colgaba, Jesús ni siquiera parecía poder salvarse de una cruz
romana.
Todos imploraron a Jesús que se salvara a sí mismo. Y, por
supuesto, ¡podría haberse salvado a sí mismo! Sin embargo, si lo
hubiera hecho, no podría habernos salvado.
Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga
fuimos nosotros curados (Is. 53:5).
Al elegir no salvarse a sí mismo, Jesús abrió un camino de
salvación tomado por al menos una persona en esta escena.
El ladrón moribundo
Probablemente, los dos ladrones que colgaban a ambos lados de
Jesús habían sido miembros de la banda de luchadores de la
resistencia de Barrabás. Uno de los ladrones estaba furioso y
expelió su ira en dirección a Jesús. No tenía espíritu de
quebrantamiento ni sentido de su propia culpa. No veía a Jesús
como un rey al cual someterse, sino solo como un objeto de
desprecio y burla.
En realidad, los dos ladrones profirieron insultos a Jesús al
principio. Mateo registró: “Lo mismo le injuriaban también los
ladrones que estaban crucificados con él” (Mt. 27:44). Sin embargo,
después sucedió algo. En el principio, Dios hizo la creación al dar su
palabra en medio de las tinieblas. Y este día, durante las tres horas
de más tinieblas, Dios hizo la obra de una nueva creación al llamar a
un ladrón espiritualmente muerto a una nueva vida en medio de las
tinieblas del Gólgota. Aunque las palabras que pronunció el ladrón
que reflejan esta nueva vida fueron breves, son reveladoras. Reunió
suficiente aliento para reprender al ladrón escarnecedor al otro lado
de Jesús, y dijo: “Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni
aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros,
a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que
merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo” (Lc. 23:40-
41).
Este ladrón estaba teniendo una muerte tortuosa, y dijo: “Yo me lo
merezco”. Muy pocas personas ven su propio pecado con tanta
claridad. No estaba haciendo ningún intento de justificar o defender
su vida desperdiciada. En cambio, se volvió por completo y sin
reservas a Cristo, y pidió misericordia.
Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.
Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso (Lc. 23:42-43).
Es muy sorprendente que este ladrón, agonizante bajo el sol
ardiente, que luchaba por respirar, pudiera mirar a la persona que
colgaba a su lado —que había sido golpeado y maltratado mucho
peor que él y que era claramente un objeto de más burla y odio que
él— y de convencerse de que era un rey que tenía un reino. El
ladrón probablemente era como la mayoría de los judíos (excepto
los saduceos), en el sentido de que tal vez creía que llegaría un
gran día de resurrección al final de la historia humana tal como la
conocemos. De esta manera, él era como Marta. Recuerda que
cuando Jesús dijo que iba a resucitar a Lázaro, su respuesta sabia
fue: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero” (Jn.
11:24). Del mismo modo, cuando el ladrón moribundo habló a Jesús
del día que viniera a su reino, estaba pensando en ese día de
resurrección que creía que estaba lejos en el futuro.
Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso (Lc. 23:43).
Esto debe de haber sido sorprendente para el ladrón moribundo.
No se dirigía a algún tipo de sueño del alma o purgatorio u
oscuridad mientras esperaba despertar en el futuro algún día. No,
ese mismo día podría estar con Jesús en el paraíso, el lugar donde
todos los que mueren en Cristo disfrutan de la vida en su presencia
mientras esperan la resurrección. Podía morir en paz y no lleno de
temor, en esperanza más que en desesperación.
En esta oración, Jesús cambió nuestra forma de entender lo que
sucede al morir. Ahora tenemos algo verdadero y real de lo cual
aferrarnos cuando alguien que amamos deja esta vida. Sabemos
que cuando el que posee las llaves de la muerte abre esa puerta,
los que amamos no se sumergen en una nada desconocida e
insensible. Más bien, cuando Jesús abre la puerta de la muerte,
¡está al otro lado de la puerta! Él está allí para recibir en su hogar,
su reino, su presencia, a todos aquellos que lo aman. Qué consuelo
es para nosotras cuando enfrentamos la muerte de alguien amado
que está en Cristo, y cuando enfrentamos nuestra propia muerte.
Al considerar la mala interpretación que Marta y este ladrón tenían
sobre lo que sucede después de la muerte, creo que nos ayuda a
ver que quizás tengamos una mala interpretación opuesta. Su
perspectiva estaba en el día de la resurrección, con poca o ninguna
comprensión o aceptación del estado intermedio: nuestro tiempo en
su presencia mientras esperamos el día de la resurrección. Sin
embargo, creo que la mayoría de los cristianos modernos tienden
hacia una idea opuestamente desequilibrada. Tendemos a
centrarnos casi exclusivamente en el estado intermedio, en el
entorno al que entraremos inmediatamente después de nuestra
muerte, sin pensar en el gran día de la resurrección venidera.
Tendemos a pensar en el cielo en que entramos al morir como el
lugar y el estado en que permaneceremos para siempre. Sin
embargo, eso es solo una escala. Llegará el día en que nuestra
alma ya no estará separada de nuestro cuerpo. Cristo regresará a
esta tierra y llamará a la materia de nuestro cuerpo que se ha
convertido en polvo en nuestra tumba y la transformará en un
cuerpo apto para vivir en una tierra resucitada y renovada con Él
para siempre.
Por lo tanto, nuestra esperanza debe descansar firmemente en
ambas realidades. Tras nuestra muerte, nuestras almas entrarán
inmediatamente en el paraíso de Dios en donde habita Cristo.
Estaremos “ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Co. 5:8).
Estaremos a salvo en la presencia de Cristo hasta ese día que
regresemos con Él a esta tierra, cuando Él regrese en gloria y
poder: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde
también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual
transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea
semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual
puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil. 3:20-21).
Casi todos los discípulos habían abandonado a Jesús, asumiendo
que se habían equivocado acerca de Él y su reino. Sin embargo,
este ladrón moribundo creía que el hombre crucificado a su lado era
un rey con un reino. Mientras Jesús colgaba en vergüenza, este
ladrón creía que Jesús era el Rey de un reino glorioso.
Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró (Lc.
23:46).
Aquel en quien el ladrón puso toda su esperanza estaba muerto,
pero él se aferró a la promesa de Jesús. Finalmente, los soldados
vinieron y le quebraron las piernas, por lo que no tendría forma de
apoyarse para respirar. Dio su último aliento allí en la cruz y luego
se despertó para dar su próximo aliento en el paraíso de Dios.
Estaba “[ausente] del cuerpo, y [presente] al Señor” (2 Co. 5:8).
El malhechor se convirtió
muriendo en una cruz,
al ver la fuente en que lavó
sus culpas por Jesús.
Y yo también, ¡cuán malo soy!,
lavarme allí podré;
y en tanto que en el mundo estoy
su gloria cantaré.[22]
Yo también, ¡cuán malo soy!
“Y yo también, ¡cuán malo soy!…”. ¿Qué piensas de estas
palabras? ¿Son solo palabras poéticas de un antiguo himno, o has
podido ver una contaminación del pecado y una rebeldía contra Dios
en tu propia alma que solo puede describirse como maldad? Creo
que, quizás, si estamos dispuestas a mirar, podemos vernos en casi
todos los que estaban presentes en esta escena de la crucifixión
alrededor de Jesús.
¿Quién se resistió de manera engreída al reinado de Jesús?
¿Fueron los líderes religiosos? Sí, pero también debo admitir que
#FuiYo. Puede que haya llamado a Jesús “Rey”, pero muchas veces
no he querido presentarme ante Él como mi Rey. Felizmente, puedo
ver en la historia de Jesús que hay esperanza para mí, porque hubo
esperanza para algunos de esos líderes religiosos. Leemos en el
libro de Hechos que cuando Pedro y los discípulos proclamaron la
verdad sobre Jesús en la ciudad de Jerusalén, sucedió algo
sorprendente. Hechos 6:7 señala: “Y crecía la palabra del Señor, y
el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en
Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”. Tal
como sucedió ese día, hoy hay esperanza para las personas
religiosas que han estado ciegas a la realidad de su propia maldad.
¿Quiénes eran esas multitudes que clamaban para que Jesús
fuera crucificado? Al darme cuenta de que aquellos que exigieron su
crucifixión, tanto judíos como gentiles, representaban a la
humanidad en su conjunto, debo admitir que #FuiYo. Sin embargo, a
medida que la historia continúa, descubrimos que Dios no había
terminado con la multitud de personas que habían rechazado a su
Hijo. En Pentecostés, envió su Espíritu sobre su pueblo, y Pedro
proclamó con denuedo a las multitudes: “A éste, entregado por el
determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis
y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios
levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible
que fuese retenido por ella” (Hch. 2:23-24). Y mientras Pedro
predicaba, sucedió algo sorprendente.
Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a
los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro
les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el
nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el
don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y
para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para
cuantos el Señor nuestro Dios llamare. Y con otras muchas
palabras testificaba y les exhortaba, diciendo: Sed salvos de esta
perversa generación. Así que, los que recibieron su palabra
fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil
personas (Hch. 2:37-41).
Tres mil almas. ¡Una multitud de tres mil personas pasó de estar
bajo juicio a causa de la sangre de Jesús sobre sus cabezas, a
salvarse del juicio por la sangre de Jesús! Tres mil padres que
habían gritado con insensatez: “¡Su sangre sea sobre nosotros, y
sobre nuestros hijos!” creyeron que la promesa del evangelio era
para ellos y para sus hijos.
Tu sangre nunca perderá,
¡oh Cristo!, su poder,
y solo en ella así podrá
tu iglesia salva ser.[23]
¿Quién era culpable y merecía morir, pero lo liberaron? Ese día
fue Barrabás, pero, aunque parezca ser demasiado bueno para ser
verdad, ¡puedo decir #FuiYo! Soy una rebelde. Merezco morir por
mis delitos de rebelión contra mi Creador. Sin embargo, se ha
producido un intercambio inesperado, insondable e inmerecido, de
modo que el verdadero Barr-abás, el verdadero Hijo del Padre —
que nunca ha hecho nada malo, siempre ha obedecido y solo ha
amado y servido— tomó mi lugar para que yo fuera liberada.
No sabemos qué pasó con Barrabás. Me pregunto si salió a las
puertas de la ciudad para esconderse entre la multitud y mirar de
lejos a los tres hombres que fueron crucificados ese día. ¿Acaso la
realidad de que Jesús colgaba de la cruz destinada para él lo llevó a
pensar de manera diferente sobre sí mismo y su vida? ¿Le hizo
sentir curiosidad por este hombre, Jesús? ¿Alguna vez escuchó que
Jesús había dicho que no había venido a llamar a justos sino a
pecadores? Llegó el día en que Barrabás murió. ¿Murió solo para
descubrir que, de hecho, no se había salvado del juicio que merecía
por su rebelión y asesinato? ¿O cerró los ojos en la muerte y
descubrió que Jesús no solo lo había salvado de la muerte en la
cruz fuera de Jerusalén, sino que también lo había salvado de la
muerte eterna en el infierno?
¿Quién confesó su pecado y le pidió a Jesús que se acordara de
él cuando viniera a su reino? Sí, ese día fue el ladrón en la cruz. Sin
embargo, debido a la misericordia que se me ha concedido y me ha
llevado al arrepentimiento, puedo decir ahora, y celebraré hasta la
eternidad, ¡#FuiYo! Le he pedido a Jesús que se acuerde de mí
mientras está en la presencia de Dios, y Él me ha asegurado a
través de su palabra que Él vive intercediendo por mí. Sé que
después de respirar por última vez en esta vida, despertaré para
encontrarme con Él en el paraíso. Jesús se acordará de mí. Me dará
la bienvenida. Y un día, Él creará para mí un nuevo cuerpo apto
para vivir para siempre con Él en el paraíso perfecto con un cielo
nuevo y una tierra nueva.
¿Es esa tu esperanza, tu confianza? Puede ser, no importa quién
hayas sido o qué hayas hecho. El evangelio es una buena noticia
para delincuentes como tú y yo.
Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo,
pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios
muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando
ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira.
Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos
salvos por su vida (Ro. 5:7-10).
Cuando venga nuestro Rey,
luego yo su faz veré,
y sus glorias cantaré,
¡Aleluya! ¡Es mi Cristo![24]
Preguntas de reflexión
Capítulo 8: Los delincuentes
1. ¿Por qué crees que fue importante para Lucas enfatizar la
inocencia de Jesús a sus lectores originales? ¿Por qué es
importante para nosotras como lectoras modernas?
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2. La historia de Barrabás es una de las presentaciones más vívidas
del principio de sustitución en la Biblia. ¿De qué otra manera
presenta la Biblia la sustitución, y por qué es importante? (Aquí
hay algunas referencias que pueden ser útiles: Gn. 22:13; Lv.
16:21-22; Is. 53:4-6; Jn. 10:11; 2 Co. 5:21; 1 P. 2:23 -25).
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3. La multitud estaba dispuesta a recibir sobre ellos y sobre sus hijos
el juicio por derramar sangre inocente. ¿Qué tenía de irónico esto
a la luz de la promesa dada en Pentecostés (Hch. 2:39)?
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4. ¿Cuál es el significado de los tres grupos diferentes de personas
que piden a Jesús que se salve mientras Él colgaba de la cruz?
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5. ¿Qué escuchas en las palabras de los dos ladrones que cuelgan
al lado de Jesús, que revelan lo que creen de sí mismos y lo que
creen acerca de la persona que está siendo crucificada con ellos?
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6. ¿Cómo sirve el ejemplo del ladrón en la cruz para desechar la
idea de que un cristiano es alguien que vive bien la vida cristiana?
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7. ¿Cómo podría la promesa que Jesús hizo al ladrón, “hoy estarás
conmigo en el paraíso” (Lc. 23:43), ayudarte a enfrentar tu propia
muerte o la de un ser amado que está en Cristo? ¿Qué temores
comunes alivia sobre la muerte y qué ideas erróneas comunes
refuta sobre la muerte?
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[19]. Alexia Lafata, “#ItWasMe Is the Hashtag for Men Who Are Taking
Responsibility for Rape Culture”, Elite Daily, 17 de octubre de 2017,
https://www.elitedaily.com/p/itwasme-is-the-hashtag-for-men-who-are-taking-responsibility -
for-rape-culture-2930155/.
[20]. William Cowper, “There Is a Fountain Filled with Blood”, 1772; “Hay una fuente sin
igual”, trad. M. N. Hutchinson.
[21]. P. P. Bliss, “‘Man of Sorrows’, What a Name”, 1875; “El varón de gran dolor”, trad.
H. C. Ball.
[22]. Cowper, “There Is a Fountain Filled with Blood”; “Hay una fuente sin igual”.
[23]. Cowper, “There Is a Fountain Filled with Blood”; “Hay una fuente sin igual”.
[24]. Bliss, “‘Man of Sorrows’, What a Name”; “Varón de gran dolor”.
9.

EL DISCÍPULO
Esteban

S i te pidiera que dibujaras una línea que plasmara el pasado, el


presente y lo que esperas que sea la trayectoria futura de tu
vida, ¿cómo sería?
Para algunas de nosotras, esa línea podría trazar una larga
temporada de espera por un matrimonio o hijos o algún logro o
éxito, e ir hacia arriba con gozo o hacia abajo decepcionadas con
respecto a tales cosas.
Para algunas de nosotras, esa línea puede que nunca sea recta;
sino que muestra la turbulencia del conflicto o los constantes
altibajos. Para otras que experimentan depresión, podría ser una
línea muy plana.
Tal vez al rastrear la trayectoria de tu vida podría haber un hecho
particular, bueno o malo, un acto de violencia, un accidente, alguna
otra experiencia, que te marcó de manera significativa.
¿Cómo crees que José, el hijo de Jacob, habría trazado la
trayectoria de su vida? José era el hijo favorito de su padre.
Después que su padre le regaló esa túnica real de muchos colores
(lo que indicaba que algún día sería el jefe de la familia), tendría que
esperar que la trayectoria de su vida solo fuera hacia arriba.
Entonces, sus hermanos lo arrojaron a un pozo. La línea se fue para
abajo. Luego lo vendieron como esclavo. Abajo. Luego lo encerraron
en una prisión. Más abajo. Sin embargo, luego, un día, lo sacaron
de la prisión y lo pusieron a la diestra del rey de Egipto, ¡desde el
pozo de la prisión hasta el pináculo del poder!
¿Qué me dices de Job? ¿Cómo sería la trayectoria de su vida?
Era un hombre rico, con una familia perfecta, y tenía una buena
vida, hasta que perdió todo lo que tenía. La línea se fue para abajo.
Luego perdió a casi todos los que amaba. Abajo. Luego perdió la
salud. Abajo. Y en el proceso, perdió su reputación. Abajo. Lo
encontramos sentado sobre una pila de basura rascándose las
llagas, deseando poder acabar con todo y morir. Sin embargo,
después apareció Dios y se le reveló a él. Job fue radicalmente
restaurado, pero más que solo restaurado. Recibió el doble de todo
lo que perdió. Seguramente, mientras Job trazaba la trayectoria de
su vida, se parecería a una muerte y luego a una resurrección.
¿Qué me dices de Jesús? Creo que sabemos exactamente cómo
Jesús trazaría la trayectoria de su vida según algunos pasajes. Mira
el pequeño himno de Pablo sobre Jesús en Filipenses 2:
Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo
Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a
Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y
estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo
cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre
que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se
doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y
debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el
Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:5-11).
Abajo, abajo, abajo y luego arriba, arriba, arriba.
En el camino a Emaús, después de su resurrección, Jesús explicó
a dos de sus seguidores, Cleofás y su compañero que, si realmente
hubieran entendido los escritos del Antiguo Testamento, habrían
esperado que, cuando el Cristo viniera, su vida tomaría exactamente
esta trayectoria: la trayectoria del sufrimiento antes de la gloria.
“Entonces él les dijo: ¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer
todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo
padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando
desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en
todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc. 24:25-27).
Evidentemente, si bien puede no haber estado explícito, estaba lo
suficientemente claro en los escritos del Antiguo Testamento como
para que quienes los leyeran supieran que Cristo llevaría a cabo su
obra salvadora a través del sufrimiento antes de entrar en su gloria.
Seguramente, Jesús, al interpretar todas las Escrituras acerca de sí
mismo, comenzó desde el principio en Génesis. ¿Qué se indicaba
sobre la trayectoria de la vida del Mesías en Génesis 3:15? “Y
pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente
suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar”.
Sufrimiento por la herida en su calcañar. Gloria por el golpe mortal
que le daría a Satanás.
Quizás Jesús se centró en las vidas de José y Job mientras
hablaba con sus dos seguidores y les indicaba de qué manera
mostraban una vislumbre viviente de su propia vida. Tal vez habló
del siervo sufriente de Isaías 52 y 53 que, después de ser “azotado”,
“herido”, “abatido” y “molido”, sería “engrandecido y exaltado, y
[sería] puesto muy en alto” (Is. 52:13; 53:4-5). A partir de estos
pasajes y tantos más, Cleofás y sus compañeros deberían haber
podido relacionar el sufrimiento con la gloria, pero no lo hicieron.
Está claro por la decepción que los seguidores de Jesús sintieron
durante su ministerio cuando Él se recluía en lugar de permitir que
las multitudes lo tomaran por la fuerza para hacerlo rey, y por su
respuesta a su muerte —la muerte más ignominiosa de un
delincuente común—, que un Mesías sufriente no era el que los
judíos esperaban.
El relato de Lucas
Lucas, el escritor de uno de los cuatro Evangelios, escribió una
versión de la historia de Jesús en dos partes. Podemos pensar en el
Evangelio de Lucas y el libro de Hechos como un testimonio de
Jesús en dos partes. Lucas es un relato del ministerio de Jesús en
la tierra, y ­Hechos es un relato del ministerio de Jesús en el cielo. A
comienzos del Evangelio de Lucas tenemos una pista del
sufrimiento que sería una realidad para Jesús. Cuando Simeón tomó
a Jesús en sus brazos en el templo, dijo que sus ojos ahora habían
visto la salvación que era para “gloria de tu pueblo Israel” (Lc. 2:32).
Sin embargo, la gloria no fue todo lo que Simeón vio, sino una futura
oposición que causaría que “una espada” atravesara el alma de
María al presenciar el sufrimiento de su hijo (Lc. 2:35). Lucas toma
nota de Jesús más adelante y escribe: “El discípulo no es superior a
su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su
maestro” (Lc. 6:40). Jesús se puso incómodamente específico
acerca de cómo se vería ser como Él, su maestro.
Pero él les mandó que a nadie dijesen esto, encargándoselo
rigurosamente, y diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre
padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por
los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y
resucite al tercer día.
Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que
quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por
causa de mí, éste la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si
gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?
Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de este
se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y
en la del Padre, y de los santos ángeles (Lc. 9:21-26).
Jesús iba a sufrir antes de ser glorificado. Y fue directo con
aquellos que lo seguían, con respecto a que podían esperar el
mismo trato, el mismo sufrimiento,
Un ejecutivo de publicidad de hoy podría decir que, si Jesús quería
tener éxito en vender esta cosa del discipulado, estaba claro que
necesitaba algo de ayuda. Ciertamente, nadie podría acusar a Jesús
de recurrir a señuelos o falsas publicidades. Su anuncio para los
seguidores básicamente era algo como: Se buscan: Discípulos
dispuestos a dejar todo lo familiar para seguir a Jesús. Se requiere
llevar una cruz. Seguirlo puede resultar en la muerte.
Jesús fue directo acerca de lo que implicaría ser su discípulo:
abnegación y persecución. De alguna manera, creo que esto deja
fuera a muchas de nuestras invitaciones a la fe, fáciles de creer, que
usamos hoy. Lo que se presenta es a menudo una invitación a una
vida que dará una respuesta a todos los problemas; una vida que
transcurre sin problemas, no una vida que puede ser más difícil. Sin
embargo, Jesús tenía claro lo que costaría ser su discípulo. También
tenía claro a dónde conduciría ser su discípulo. El sufrimiento, para
el discípulo, al fin y al cabo, conduciría a la gloria, una gloria que
superaría al sufrimiento.
Inmediatamente después de hablar a sus discípulos acerca de la
cruz que tendrían que llevar, leemos en el relato de Lucas que Jesús
llevó a Pedro, Juan y Santiago a un monte y les dio un anticipo de
esta gloria. Lucas escribe: “Y entre tanto que oraba, la apariencia de
su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente” (Lc.
9:29). En la transfiguración, Jesús estaba preparando a sus
discípulos para el sufrimiento que les esperaba al revelarles un
vistazo de la gloria que algún día compartirían con Él.
Parece que un propósito clave de los escritos de Lucas era
preparar y fortalecer a Teófilo y a otros discípulos para que
enfrentaran la oposición y la persecución al destacar los
paralelismos entre la experiencia de Jesús en Lucas y la experiencia
de sus seguidores en Hechos. Quería que vieran que sí, Jesús
sufrió, pero que su sufrimiento lo condujo a una gran gloria. Del
mismo modo, ellos sufrirían. Quería generar confianza en ellos de
que, después de su sufrimiento, ellos también experimentarían una
gran gloria.
Especialmente, vemos esto en el relato de Lucas sobre la vida y la
muerte de un discípulo particular de Jesús llamado Esteban. Lucas
parece haber escrito la historia de Esteban de tal manera que no
podemos evitar hacer una comparación con Jesús.
Los atributos de Esteban
Hechos 6 nos presenta a Esteban cuando la iglesia de Jerusalén
apenas comenzaba a tomar forma. Observa en particular las
palabras que Lucas usó para describir el carácter y el ministerio de
Esteban.
En aquellos días, como creciera el número de los discípulos,
hubo murmuración de los griegos contra los hebreos, de que las
viudas de aquéllos eran desatendidas en la distribución diaria.
Entonces los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y
dijeron: No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios,
para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre
vosotros a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu
Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo. Y
nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la
palabra. Agradó la propuesta a toda la multitud; y eligieron a
Esteban, varón lleno de fe y del Espíritu Santo, a Felipe, a
Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Parmenas, y a Nicolás prosélito
de Antioquía; a los cuales presentaron ante los apóstoles,
quienes, orando, les impusieron las manos.
Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se
multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los
sacerdotes obedecían a la fe.
Y Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios
y señales entre el pueblo (Hch. 6:1-8).
De modo que hubo una queja de los helenistas, los cristianos
judíos de habla griega que formaban parte de la iglesia de
Jerusalén, contra las personas de habla hebrea de la iglesia. Los
helenistas eran judíos que probablemente habían vivido fuera de
Palestina en algún momento, y ahora vivían en Jerusalén, donde el
idioma predominante era el hebreo. Entonces, una barrera del
idioma y tal vez de la cultura causó un colapso que implicaba que
las viudas helenistas de la iglesia no recibían la distribución diaria de
alimentos que necesitaban. Algo había que hacer.
En el versículo 2, dice que “los doce” convocaron a “la multitud de
los discípulos”. Entonces los once apóstoles de Jesús más el
elegido para tomar el lugar de Judas, Matías, reunieron a todos los
discípulos. Ahora entendemos que cuando leemos acerca de los
“discípulos” en el libro de Hechos y subsiguientes, no
necesariamente estamos leyendo acerca de los doce discípulos
originales, sino, más bien, sobre todos aquellos que se habían unido
a Jesús. Los doce apóstoles estaban concentrados en la
predicación del evangelio y la oración, y se dieron cuenta de que
iban a necesitar ayuda para el buen manejo de este tipo de
necesidades prácticas. Entonces escogieron a siete hombres de
buena reputación, que estaban llenos del Espíritu y sabiduría. Estos
eran hombres que harían lo correcto por estas viudas. Uno de los
hombres elegidos fue Esteban, que era “varón lleno de fe y del
Espíritu Santo”.
Esteban no solo estaba lleno de una fe en general. Más bien,
estaba lleno de fe en Cristo. Él creía lo que Jesús dijo y lo que Jesús
logró, y estaba dispuesto a arriesgarlo todo por amor a Jesús. En el
versículo 8, leemos que Esteban estaba “lleno de gracia y de poder”.
La gracia que se había extendido a Esteban en Cristo había
cambiado y moldeado a Esteban para que estuviera lleno de gracia
hacia los demás y, al mismo tiempo, fuera valiente para confrontar a
los demás cuando fuera necesario.
La acusación contra Esteban
Entonces se levantaron unos de la sinagoga llamada de los
libertos, y de los de Cirene, de Alejandría, de Cilicia y de Asia,
disputando con Esteban. Pero no podían resistir a la sabiduría y
al Espíritu con que hablaba. Entonces sobornaron a unos para
que dijesen que le habían oído hablar palabras blasfemas contra
Moisés y contra Dios. Y soliviantaron al pueblo, a los ancianos y
a los escribas; y arremetiendo, le arrebataron, y le trajeron al
concilio (Hch. 6:9-12).
Solo había un templo en Jerusalén, pero evidentemente había
numerosas sinagogas. ¿Cuál era la sinagoga de los libertos? Los
libertos eran antiguos esclavos o hijos de antiguos esclavos cuyos
dueños habían emancipado. Muchos judíos tomados cautivos en la
conquista de Judea por Pompeyo (63 d.C.) y llevados a Roma,
fueron luego liberados y devueltos a Jerusalén. Observa de dónde
venían los que asistieron a esta sinagoga. Los cireneos y
alejandrinos eran del norte de África, y los de Cilicia y Asia eran del
territorio que conocemos como la Turquía moderna. Estos eran
judíos de habla griega. Quizás Esteban era un judío de habla griega
dado que lo eligieron para ayudar a servir a las viudas de habla
griega. Quizás esta era la sinagoga a la que Esteban había asistido
antes que creyera en Cristo, y todavía asistía para colaborar con los
judíos allí en relación con Jesucristo. Parece que cuando Esteban
tomó su turno para hablar en la sinagoga, probablemente dijo cosas
como: “Ahora que se ha ofrecido el sacrificio perfecto de una vez y
para siempre, ya no necesitamos llevar a cabo sacrificios en el
templo. De hecho, ya ni siquiera necesitamos el edificio del templo.
Jesús es el único templo que necesitamos. Y aunque estemos en él,
no necesitamos seguir estos rituales de limpieza y leyes
ceremoniales. Jesús lo ha cumplido todo. Lo que cada uno de
nosotros debemos hacer es dejar atrás todos los rituales y todas las
reglas y poner nuestra fe en Jesús”.
Mientras los reunidos en la sinagoga de los libertos escuchaban,
se enojaban cada vez más, pero no sabían cómo discutir con
Esteban porque él apoyaba todo lo que decía con las Escrituras: “No
podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (Hch.
6:10).
Entonces, ¿qué hicieron? Reunieron a algunas personas que
estaban dispuestas a dar falso testimonio contra Esteban ante los
ancianos y los escribas y los llevaron ante ellos. “Y pusieron testigos
falsos que decían: Este hombre no cesa de hablar palabras
blasfemas contra este lugar santo y contra la ley; pues le hemos
oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar, y cambiará
las costumbres que nos dio Moisés” (Hch. 6:13-14).
Básicamente decían que Esteban no dejaría de hablar sobre el
templo y la Torá: un edificio y un libro; el lugar al que vamos para
encontrar a Dios, y la persona de quien aprendemos a seguir a Dios.
“Entonces todos los que estaban sentados en el concilio, al fijar los
ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel” (Hch. 6:15).
Esto es interesante. Solo hay otra persona que se describe con el
rostro como de un ángel: Moisés, cuando bajó del monte con las
tablas de piedra en las que Dios había escrito su ley. Justo cuando
Esteban estaba siendo acusado de mostrar falta de respeto por la
ley de Moisés, su rostro comenzó a brillar de la misma manera que
el rostro de Moisés había brillado. Quizás eso debería haber sido
una señal para el concilio de que Esteban entendía mejor que ellos
lo que la ley de Moisés significaba para ellos.
Antes de continuar con la historia de Esteban, ¿algo de su
experiencia te resulta conocido? Estaba hablando con sabiduría, y
no podían soportarlo, pero no podían discutírselo. Lo acusaron de
blasfemia contra Moisés y contra Dios. Lo capturaron y lo llevaron
ante el concilio del Sanedrín. Plantaron testigos falsos que afirmaron
que estaba hablando en contra del templo y la ley de Dios. Queda
claro que el sufrimiento y la persecución de Esteban estaba
tomando una forma similar al sufrimiento y la persecución de Jesús.
El argumento de Esteban
“El sumo sacerdote dijo entonces: ¿Es esto así?” (Hch. 7:1).
Escuchamos a la autoridad del Sanedrín, el sumo sacerdote,
preguntar a Esteban si lo que decían sobre él era cierto. Espera un
minuto. Conocemos a este hombre, es muy probable que sea
Caifás. Quisiéramos que hubiera tenido algún tipo de cambio
después de la muerte y resurrección de Jesús; pero, evidentemente,
todavía se aferraba a su poder y su sacerdocio, carente de gracia y
misericordia.
Después Esteban pronunció un largo discurso, y requerirá un poco
de esfuerzo de nuestra parte seguir el argumento que estaba
presentando. Estaba respondiendo a las dos acusaciones
formuladas contra él, y eso nos ayuda a comprender dos de sus tres
puntos principales. Recuerda que las acusaciones tenían que ver
con lo que dijo sobre el templo y la ley de Moisés. En respuesta a
las acusaciones del concilio contra él, Esteban trató de demostrar:
(1) Dios nunca estuvo limitado al templo de Jerusalén; (2) el pueblo
nunca obedeció la ley de Moisés, y (3) el pueblo siempre mató a los
profetas de Dios.
1. Dios nunca estuvo limitado al templo de Jerusalén.
Consideremos primero el argumento que Esteban presentó en
respuesta a la acusación de que había hablado en contra del
templo. ¿Por qué el templo era tan importante para ellos? Recuerda
que la gloria de Dios descendía a morar, por un tiempo, en el Lugar
Santísimo, la pequeña habitación de 10 x 10 m en el templo de
Salomón. La gloria de Dios nunca descendió sobre el templo que se
reedificó después del exilio o el templo presente en los días de
Esteban, el templo de Herodes. Y, sin embargo, el templo todavía
era el corazón de la identidad de los judíos y la fuente de su reclamo
mediante el cual afirmaban ser un pueblo especial para Dios.
Claramente, malinterpretaron lo que el templo siempre debió ser.
Cuando Dios dio a David los planos para el templo, se los dio para
que este edificio fuera un modelo de algo mucho más grande que el
templo mismo. Se los dio para que fuera una imagen tangible de la
forma en que algún día Dios trataría con su pecado y moraría entre
ellos. Sin embargo, siempre fue solo un modelo en miniatura de una
realidad mayor. Con el tiempo, adoptaron ese modelo y dejaron de
buscar la realidad mayor que aún estaba por venir.
Entre los juguetes viejos de mi hijo adulto, que todavía están en
nuestra casa, hay un pequeño auto de colección. Imagínate si le
hubiéramos regalado a Matt este auto modelo cuando tenía doce o
trece años y le hubiéramos dicho: “Cuando tengas dieciséis años, te
daremos un automóvil real. Te estamos dando este modelo para que
veas cómo será ese regalo mayor”. Luego imagina que, cuando
cumpliera dieciséis años, le entregáramos las llaves de un automóvil
nuevo, tal como se lo prometimos, pero su respuesta fuera:
—No, gracias. No quiero ese automóvil; ya tengo este auto
modelo.
—No, Matt, no entiendes —le hubiéramos dicho—. Desde el
principio, ese auto fue solo un modelo de algo mucho más grande
que teníamos la intención de darte.
—¿Por qué quieren quitarme mi auto? ¿No saben lo importante
que es este auto para mí? —respondería comenzando a enojarse.
—Pero Matt, el auto modelo no puede llevarte a ninguna parte.
Estas son las llaves del automóvil que puede llevarte a donde
necesites ir —le diríamos.
—¿Cómo se atreven a criticar mi auto? Este auto ha sido parte de
mi colección durante años. ¿Cómo pueden hablar mal de mi auto?
—respondería totalmente enojado.
Sería una locura, ¿verdad?
Sin embargo, esta era la situación con el pueblo y el templo. El
templo siempre fue un simple modelo de algo más grande que Dios
pretendía dar a su pueblo en la persona de Jesús. ¿Cómo presentó
Esteban su argumento? Dio una lección de geografía teológica,
rastreó la historia de Israel, incluido sus personajes más
importantes, y demostró que la gloria de Dios nunca se había
limitado a un templo en Jerusalén. Sus palabras están registradas
en Hechos 7:
v. 2: “la gloria apareció a nuestro padre Abraham, estando en
Mesopotamia”.
v. 9: Dios estuvo con José en Egipto.
vv. 30-33: El ángel del Señor se apareció a Moisés en el desierto
en forma de zarza ardiente, de modo que Dios llamó a ese
lugar “tierra santa”.
v. 38: Dios habló a Moisés en el monte Sinaí.
v. 48: Esteban expuso su conclusión. Sí, Salomón edificó una
casa para Dios. Sin embargo, “el Altísimo no habita en templos
hechos de mano”.
vv. 49-50: Entonces Esteban citó palabras de Dios a través del
profeta Isaías para respaldar su conclusión:
El cielo es mi trono,
Y la tierra el estrado de mis pies.
¿Qué casa me edificaréis? dice el Señor;
¿O cuál es el lugar de mi reposo?
¿No hizo mi mano todas estas cosas?
La clara respuesta de Esteban a la primera acusación del concilio
con respecto a su supuesto desprecio por el templo fue que Dios
nunca había estado limitado al templo de Jerusalén. Entonces, ¿por
qué no estaban dispuestos a aceptar que la presencia de Dios se
había alejado del templo de Jerusalén en ese momento?
Los miembros de este concilio habían convertido el templo en un
ídolo, como si fuera el único lugar para la presencia de Dios a
mantener a toda costa. Por medio de sus argumentos, Esteban
había relativizado el templo. ¿Te diste cuenta de que Esteban
insinuaba que habían convertido el templo en un ídolo? Fíjate en el
versículo 41. Cuando el pueblo de Israel hizo el becerro de oro (un
ídolo) “en las obras de sus manos se regocijaron”. Luego, en el
versículo 48, Esteban citó palabras de Isaías en referencia a que
Dios no vive en “templos hechos de mano”; más bien, según el
versículo 50, las manos de Dios han hecho su santa morada.
A lo largo del Antiguo Testamento, siempre se rebajó a los ídolos
porque eran obras de manos humanas y, sin embargo, los
adoraban. Esteban señalaba que el templo había sido hecho por
manos humanas. Si bien Dios condescendió en habitar en el Lugar
Santísimo del templo ocasionalmente en la historia de Israel, Dios
nunca estuvo limitado al templo de Jerusalén. El templo de
Jerusalén siempre fue solo un modelo de un templo mayor, el
verdadero templo, la persona de Jesucristo. El pueblo necesitaba
desprenderse del modelo, que se había convertido en un ídolo, y
aceptar el templo mayor, la persona de Jesús.
Este era un mensaje importante para el pueblo de los tiempos de
Esteban, pero también hay una lección importante para nosotros. No
se trata de dónde vamos a reunirnos con Dios; más bien, se trata
del Dios que viene a reunirse con nosotros. Se trata del Dios que ha
prometido una y otra vez: “Estaré con ustedes”. Esteban les decía
entonces, y nos dice ahora, que Dios ha venido a reunirse con
nosotros a través de Emanuel, Dios con nosotros, Jesús.
2. El pueblo nunca obedeció la ley de Moisés.
La segunda acusación que hizo el concilio contra Esteban fue que
había hablado en contra de la ley, que quería cambiar las
costumbres que Moisés les había transmitido. Por supuesto, dijeron
esto como si realmente hubieran honrado y obedecido la ley que
Moisés les había dado. Entonces, la segunda cosa que Esteban
intentó demostrar, a través de su lección de historia, fue que
aquellos que lo acusaban de hablar contra Moisés provenían de una
larga lista de personas que se habían negado a obedecer la ley de
Moisés. Esteban señaló dos excelentes ejemplos de su rechazo por
la ley de Moisés:
v. 41: Mientras los israelitas todavía estaban en el desierto,
hicieron un becerro de oro y le ofrecieron sacrificios.
v. 43: Una vez que los israelitas estuvieron en la tierra prometida,
comenzaron a adorar cuerpos celestes como el dios del sol
cananeo, Moloc.
vv. 51-53: Entonces Esteban concluyó diciendo que los judíos
todavía eran un pueblo de dura cerviz, incircuncisos de
corazón y resistentes al Espíritu Santo, así como sus
antepasados: “Vosotros que recibisteis la ley por disposición de
ángeles, y no la guardasteis”.
Lo habían acusado de querer cambiar la ley que Moisés les había
dado, pero nunca habían obedecido la ley que Dios dio a Moisés.
3. El pueblo siempre mató a los profetas de Dios.
El tercer punto que el discurso de Esteban demostró fue que su
persecución contra él no era nada nuevo. A lo largo de la historia de
Israel, el pueblo siempre había respondido con violencia contra
aquellos que les hablaban la palabra de Dios.
v. 9: Los hermanos de José, los patriarcas, trataron de matarlo,
pero luego lo vendieron como esclavo porque se enojaron
mucho con él cuando les contó el sueño que Dios le había
dado, que sugería que algún día se inclinarían ante él.
v. 27: Los israelitas esclavos en Egipto preguntaron a Moisés,
quién iba a ser su libertador: “¿Quién te ha puesto por
gobernante y juez sobre nosotros?”.
v. 35: Los israelitas se molestaron y finalmente rechazaron a
Moisés.
v. 37: Moisés había dicho que iba a haber otro profeta como él,
aún mayor que él, a quien deberían escuchar. Sin embargo,
cuando vino ese profeta mayor, no lo escucharon; lo mataron.
Esteban señaló que, al rechazar y matar a Jesús, eran ellos
(no él) los culpables de estar “en contra de Moisés”.
Rechazaron a quien Moisés y la ley señalaban.
vv. 38-39: Moisés recibió “palabras de vida”, pero, dice Esteban,
“nuestros padres no quisieron obedecer [a Moisés], sino que le
desecharon, y en sus corazones se volvieron a Egipto”.
v. 52: Las generaciones siguientes persiguieron y mataron a
muchos de los profetas “que anunciaron de antemano la venida
del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y
matadores”.
Rechazaron a José cuando profetizó sobre el futuro. Rechazaron a
Moisés cuando les habló en nombre de Dios. Rechazaron y mataron
a muchos de los profetas que les hablaron acerca del gran profeta
que vendría. Y luego mataron al último profeta, Jesús. Siempre
rechazaron y mataron a los profetas de Dios. Seguramente, Esteban
no pensó que lo tratarían de manera diferente.
Al pensar en las acusaciones formuladas contra Esteban y los
argumentos que presentó en respuesta, nos damos cuenta de que
se parecía mucho a Jesús. Jesús tenía claro que el templo de
Jerusalén siempre había tenido que ver absolutamente con Él.
Jesús tenía claro que no había venido para abolir sino para cumplir
la ley de Moisés. Jesús acusó a los líderes judíos de matar a los
profetas. De modo que no solo el carácter y el ministerio de Esteban
se parecían mucho a los de Jesús, y no solo el trato que recibió era
muy parecido al trato que había recibido Jesús, sino que incluso las
respuestas de Esteban a las acusaciones de los líderes judíos eran
muy parecidas a las de Jesús. Y, así como las palabras de Jesús
enfurecieron tanto a aquellos cuyos corazones eran tan duros que
quisieron matar a Jesús, las palabras de Esteban hicieron que estos
líderes religiosos se enfurecieran tanto que quisieran matar a
Esteban.
El Abogado de Esteban
Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus corazones, y crujían
los dientes contra él. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo,
puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que
estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos
abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios (Hch.
7:54-56).
El discurso de Esteban había desarrollado dónde se había
manifestado la gloria de Dios a lo largo de la historia del pueblo de
Dios —en Mesopotamia, en el desierto, en Egipto—; y ese día, ante
el concilio, Esteban vio la gloria de Dios con sus propios ojos.
¡Acababa de citar el Salmo 11 e Isaías 66 sobre el trono de Dios en
el cielo, y ahora el cielo se había abierto y pudo ver el trono de Dios!
Pudo ver a su Abogado allí parado, defendiendo su caso,
preparándose para darle la bienvenida.
El Sanedrín había alentado a los testigos falsos a ponerse de pie y
atestiguar en contra de Jesús y Esteban en su juicio, pero ahora
Esteban veía la sala del tribunal celestial. Y Jesús, que es fiel y
verdadero, estaba parado allí dando testimonio acerca de Esteban.
Estaba haciendo lo que había prometido cuando dijo: “Os digo que
todo aquel que me confesare delante de los hombres, también el
Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios” (Lc.
12:8).
En realidad, así terminó de rastrear Esteban el lugar de la gloria de
Dios. No estaba en el templo de Jerusalén. Jesús estaba en la sala
del trono celestial, y estaba de pie para recibir a Esteban en el lugar
de la gloriosa presencia de Dios.
Cuando vemos cómo Dios abrió los cielos para este discípulo,
debería darnos valor para enfrentar cualquier sufrimiento que esta
vida nos depare. La confianza en la gloria futura nos permite
soportar el sufrimiento presente. Saber que tenemos un Abogado
que nos defiende en el cielo nos da valor para enfrentar lo que dicen
en contra de nosotros aquí.
Entonces ellos, dando grandes voces, se taparon los oídos, y
arremetieron a una contra él. Y echándole fuera de la ciudad, le
apedrearon; y los testigos pusieron sus ropas a los pies de un
joven que se llamaba Saulo. Y apedreaban a Esteban, mientras
él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de
rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este
pecado. Y habiendo dicho esto, durmió (Hch. 7:57-60).
En contraste con el fuerte ensañamiento que cayó sobre él,
Esteban tenía dos oraciones en sus labios agonizantes que lo
marcaron como un discípulo de Jesús. ¡Quién pudiera morir con
tanta fe y gracia como Esteban! Tal vez no enfrentemos la muerte
por lapidación, pero no importa qué provoque nuestra muerte,
queremos morir sinceramente como discípulos de Cristo.
“Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Esteban, el hombre que se
describe “lleno de fe”, nos mostró cómo muere una persona llena de
fe; fe en lo que Jesús ha prometido: que estar ausente del cuerpo es
estar presente con el Señor. No tuvo miedo ni se aferró
desesperadamente a la vida aquí. No reunió a todos para orar por el
milagro de una vida más larga. Entró pacíficamente en el gozo de su
Maestro. Qué manera de morir: lleno de fe. Vivió como su Maestro,
sufrió como su Maestro, y ahora murió como su Maestro, quien
había dicho desde la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc. 23:46).
Y no solo Esteban murió como un discípulo lleno de fe, sino que
murió como un discípulo lleno de gracia, al decir: “Señor, no les
tomes en cuenta este pecado”. Lleno de gracia para quienes le
arrojaban piedras. Estaba muriendo como su Maestro, quien dijo al
morir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc.
23:34). Jesús estaba lleno de gracia para aquellos que lo clavaron
en la cruz, se burlaron de Él, lo escupieron y lo abofetearon.
Es interesante notar que Lucas no escribe que Esteban murió,
sino que “durmió”. Está comunicando algo sobre la realidad de la
muerte para un discípulo de Jesús. Para la persona que sufrió con
Jesús y murió viendo la gloria de Jesús, la muerte no es realmente
muerte. Solo se está quedando dormido, esperando la llamada de la
mañana de resurrección del Maestro.
La muerte de Esteban debe haber parecido un desperdicio, una
tragedia, un error judicial a la iglesia primitiva. No obstante, llegarían
a ver que lo que Jesús había dicho era realmente cierto. Jesús dijo:
“De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la
tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Jn.
12:24). Esto sucedió no solo en la muerte de Jesús, sino también en
la muerte de Esteban, su discípulo.
En aquel día hubo una gran persecución contra la iglesia que
estaba en Jerusalén; y todos fueron esparcidos por las tierras de
Judea y de Samaria, salvo los apóstoles (Hch. 8:1).
A medida que aumentaba la persecución en Jerusalén, los
discípulos se dispersaron fuera de Jerusalén, por Judea y Samaria
y, finalmente, hasta los confines de la tierra. La semilla del evangelio
se propagó por todo el mundo. La gloria de Dios se extendió a
medida que más y más personas de cada tribu, lengua y nación
abrazaron a Cristo y se convirtieron en piedras vivas, que juntas
edificaron una morada para Dios, la iglesia mundial. Si
continuáramos leyendo Hechos 8, veríamos a samaritanos que
tenían prohibida la entrada al templo de Jerusalén, invitados al
templo que es la persona de Jesucristo. Veríamos eunucos que
tenían prohibida la entrar al templo en Jerusalén, invitados al templo
que es la persona de Jesucristo.
Y así como Teófilo, el receptor original del relato metódico de
Lucas, al igual que los demás primeros cristianos, que vivieron la
realidad opuesta, leyeron lo que Lucas escribió sobre la muerte de
Esteban, la verdad que penetraba en esa gloria al otro lado del
sufrimiento no era meramente teórica, sentimental o mística, era
real. Al leer los relatos paralelos de Lucas sobre el sufrimiento antes
de la gloria de Jesús y Esteban, Teófilo y los lectores de Hechos
tendrían más fe de que ellos también entrarían en la gloria cuando el
sufrimiento en esta vida llegara a su fin.
Incluso ahora, el relato de Lucas tiene el poder de llenar de fe a
discípulos como tú y yo para enfrentar cualquier sufrimiento que nos
depare esta vida mientras esperamos con ilusión la gloria venidera.
No sé cómo será la trayectoria de tu vida desde aquí en adelante.
Sé que, a medida que vives tu vida en un mundo bajo maldición,
experimentarás sufrimiento en esta vida, que es común para todos.
Algunas de ustedes lo están experimentando ahora mismo: el dolor
de tener hijos cuando ustedes, personas pecadoras, crían a un
pecador en un mundo bajo la maldición del pecado. Algunas de
ustedes experimentan el sufrimiento de dificultades y conflictos
matrimoniales, y algunas sufren la decepción de no estar casadas.
Algunas de ustedes tienen una vida marcada por la frustración y la
falta de realización en la vida en este mundo bajo maldición.
Algunas de ustedes viven en un cuerpo que es un recordatorio
constante de que este cuerpo sufre los efectos de la maldición del
pecado.
Y algunas de ustedes saben lo que es sufrir únicamente por su
lealtad a Cristo, su servicio a Cristo, su testimonio de Cristo. Hemos
vivido muchos años libres de persecución aquí en Occidente, pero
eso no es así en la mayoría de otras partes del mundo. La mayoría
de nosotras sabemos muy poco de sufrimiento real por nuestra
relación con Cristo, pero las cosas pueden cambiar. Puede que
algunas de nosotras comencemos a perder nuestros trabajos
porque no estamos dispuestas a seguir la corriente de la corrupción
o la contribución a causas impías. Puede que algunas comiencen a
sentir presión cuando lo que hemos considerado criar a nuestros
hijos en la educación y amonestación del Señor se etiqueta como
“crianza ineficaz”. Puede que algunas ya no sean bienvenidas en la
mesa de la familia extendida, en las tribunas de fútbol, en el consejo
de padres o en el consejo de la ciudad debido a la falta de voluntad
en tolerar o celebrar el pecado de los demás. Puede que te
identifiquen como intolerante, incluso inmoral, por tu compromiso
inquebrantable con la santidad.
El escritor de Hebreos dijo que fue “por el gozo puesto delante de
él sufrió la cruz” (He. 12:2). ¡El gozo puesto delante de Jesús, que le
permitió soportar la cruz, fue la gloria de la resurrección! Era la
gloria de un futuro sentado a la diestra del trono de Dios. La gloria
del futuro permitió a Jesús soportar el sufrimiento presente mientras
enfrentaba la cruz. Del mismo modo, la gloria de un futuro en la
presencia de Cristo permitió a Esteban soportar su sufrimiento
presente mientras se enfrentaba a una mafia cruel que le arrojaba
piedras.
No sé cómo será esa línea que representa la trayectoria de tu vida
en esta tierra, pero estoy segura de una cosa: tener una vislumbre
de la gloria futura tiene el poder de infundir una paciente tolerancia
del sufrimiento presente.
Si estás en Cristo, llegará el día en que la trayectoria de tu vida
dará un drástico giro; un giro drástico hacia arriba. El día que
algunas personas piensen que es el peor día de tu vida no será así.
En cambio, será el mejor día de tu vida. Será el día en que la
trayectoria de tu vida se aleje del sufrimiento de esta vida hacia la
gloria de Jesús. Un día, amigas mías, su sufrimiento dará paso a
una gran gloria: ¡gloria gozosa, gloria apacible, gloria eterna!
La gloria de Dios no está limitada a un cubo en el centro de una
habitación en un templo de Jerusalén. No estamos esperando que
se reedifique ese templo. No tienes que hacer una peregrinación
hasta allí ni a ningún otro lugar para experimentar la presencia de
Dios. Cuando aceptas a Jesús por la fe, su gloriosa presencia ahora
reposa en ti, permanece en ti y obra a través de ti. Puedes
comenzar ahora a anticipar el día en que entrarás en la plenitud de
su gloria para disfrutar de Él por siempre. Si estás en Cristo, allí se
dirige la trayectoria de tu vida.
Mil voces para celebrar
a mi libertador,
las glorias de su majestad,
los triunfos de su amor.
El dulce nombre de Jesús
nos libra del temor;
en las tristezas trae luz,
perdón al pecador.
Él habla, y al oír su voz
el muerto vivirá;
se alegra el triste corazón,
los pobres hallan paz.[25]
Preguntas de reflexión
Capítulo 9: El discípulo
1. Si tuviéramos que dibujar una trayectoria o una historia de
nuestra vida, ¿cómo crees que la mayoría de nosotras querría que
se viera?
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2. Jesús dijo a Cleofás y a su compañero que, si conocían las
Escrituras, deberían haber sabido que Jesús sufriría antes de ser
glorificado. ¿De qué formas lo hubieran sabido? (Aquí hay algunos
versículos que pueden ser de ayuda: Gn. 3:15; 37-50; Job; Sal. 22;
Is. 52:13–53:12).
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3. ¿Qué palabras, acciones o sentimientos nuestros demuestran
que no pensamos que nuestra vida debería incluir el sufrimiento si
estamos unidas a Cristo?
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4. ¿Cuáles fueron las dos acusaciones formuladas contra Esteban?
¿Cómo resumirías su respuesta a tales acusaciones?
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5. ¿Por qué a Esteban no le sorprendió que quisieran matarlo?
¿Qué podría haber consolado a Esteban al enfrentar la muerte?
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6. ¿Cómo puede la muerte de Esteban consolarnos como creyentes
en la vida y en la muerte?
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7. La autora dijo: “La confianza en la gloria futura nos permite
soportar el sufrimiento presente”. ¿De qué maneras prácticas
podemos cultivar esta confianza? ¿De qué manera específica
tener confianza en la gloria futura nos permite soportar el
sufrimiento?
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[25]. Charles Wesley, “O for a Thousand Tongues”, 1739; “Mil voces para celebrar”, trad.
Federico J. Pagura.
10

EL PEOR
Saulo (Pablo)

¿Q uién crees que sería la última persona del mundo que se


convertiría al cristianismo?
¿Es alguien de quien escuchamos en las noticias? ¿Alguien como
Abubakar Shekau, el líder del grupo militante nigeriano Boko Haram,
que secuestró a más de doscientas colegialas en 2014 y obligó a
muchas de ellas a casarse con los soldados de Boko Haram? ¿Es
Kim Jong-un, el líder supremo de Corea del Norte, la dictadura más
opresiva del mundo, que ha matado de hambre a su propio pueblo
mientras lo presenta al mundo como un pueblo sano y feliz, y cuyos
doscientos mil prisioneros políticos incluyen setenta mil cristianos?
¿O es alguien como Woody Allen, cuyo característico humor negro
refleja fuertes convicciones ateas, enfatizando la inutilidad de la
existencia humana? ¿O el autor ateo Sam Harris que escribió que
su objetivo es “demoler las pretensiones intelectuales y morales de
la cristiandad en sus expresiones más comprometidas”?
Lo más probable es que la última persona del mundo que crees
que se convertiría al cristianismo sea alguien más cercano a ti que
cualquiera de estos individuos. Quizás sea tu mamá o tu papá, tu tía
o tío. Alguien que haya pasado toda una vida, quizás, siendo una
muy buena persona, pero que no ve la necesidad de depender de
Cristo. Quizás sea un hermano que ha dejado atrás la fe con la que
ambos crecieron. Tal vez sea alguien que conoces que experimentó
abuso sexual a manos de alguien que afirmaba ser cristiano, o
alguien que simplemente no puede aceptar a un Dios que
desaprueba una relación homosexual.
O tal vez la última persona que crees que puede convertirse al
cristianismo eres tú. Tal vez tengas dudas persistentes sobre los
dogmas de la verdad bíblica o la exclusividad de Cristo, de modo
que no puedes imaginarte dando tu lealtad incondicional a Cristo.
Tal vez no sea tanto lo que piensas del Dios de la Biblia, sino lo que
sabes de ti misma, que ha creado lo que parece ser una brecha
insuperable entre ti y la fe para salvación. Quizás haya un pecado
en tu pasado que, en el fondo, crees que te impide ser una
receptora de la gracia y misericordia. Tal vez haya sido un aborto o
una aventura amorosa. Quizás todavía te sientes sucia por el abuso
que has experimentado. O tal vez guardas el secreto de haber
maltratado a otros. Sea lo que sea, te ves imperdonable y, por lo
tanto, la idea de convertirte al cristianismo parece un ejercicio de
hipocresía.
Si crees que alguien en el mundo está demasiado lejos de Cristo
para aceptarlo, o si crees que tu propio historial de errores es
demasiado grande para que Él te perdone, entonces la historia que
estamos viendo en este capítulo final es especialmente para ti. Si
hubieran preguntado a los cristianos que vivieron en esos primeros
años después de la vida, muerte, resurrección y ascensión de
Jesús: “¿Quién creen que es la última persona que podría
convertirse al cristianismo?”, sin duda muchos habrían respondido:
“Saulo de Tarso”.
Saulo, el hebreo de hebreos
Saulo de Tarso fue quizás el oponente más notorio de Jesús y su
causa. Un asesino cruel, fanático y radical, cuyas manos estaban
manchadas con la sangre de los cristianos.
Saulo fue uno de los muchos judíos de su época que vivía lejos de
la tierra de Palestina. Creció en las atestadas calles y en los
concurridos mercados de la ciudad de Tarso, una ciudad griega
dedicada al estudio del conocimiento. La familia de Saulo era una de
las muchas familias de Tarso que tejían pelo de cabra con lo cual
hacía el “cilicio”; una tela gruesa y oscura, adecuada para la
fabricación de tiendas. Con todos los soldados romanos que vivían
en tiendas de campaña alrededor del Imperio romano,
probablemente había mucha demanda de este producto.
Era obvio que la familia de Saulo estaba comprometida con la fe
de sus antepasados. Era, como escribiría más adelante, un “hebreo
de hebreos”, lo que significa que, tanto por parte de su madre como
de su padre, su genealogía judía era pura. Evidentemente, la familia
en la que creció se tomaba muy en serio las leyes rabínicas, ya que
circuncidaron a Saulo al octavo día. Fue entonces cuando le dieron
un doble nombre: Saulo, nombre derivado de su antepasado, Saúl,
el primer rey de Israel, por la rama judía de su vida; y Pablo, por su
vida comercial en una ciudad griega. Saulo escribió que era
“irreprensible”, lo que significaba que no había ningún precepto en la
ley moral o ceremonial que ignorara de manera consciente. Esto
significa que nunca había entrado a la casa de sus conciudadanos
gentiles de Tarso ni consumido una comida que hubieran preparado.
Ayunaba dos veces por semana y diezmaba todo lo que poseía. Él y
su familia observaban escrupulosamente el día de reposo y las
fiestas y celebraciones judías.
Cuando tenía cinco años, es probable que Saulo ya estuviera
aprendiendo a leer los libros del Antiguo Testamento. A los seis
años, un rabino habría comenzado a educarlo para que se
empapara de la ley. Luego, entre las edades de trece y dieciséis
años, sabemos que enviaron a Saulo a Jerusalén para estudiar bajo
el respetado maestro de la ley, Gamaliel. Todos los días habría
estado estudiando atentamente las palabras de la ley junto con las
interpretaciones de la ley bajo la enseñanza de varios rabinos.
Gamaliel infundió en Saulo su pasión por la ley de Dios, tal como
la entendían y aplicaban los fariseos. Cuando Saulo completó su
capacitación, es probable que regresara a Tarso para ocuparse del
negocio familiar mientras continuaba su estudio para convertirse en
rabino. Parece que Saulo no estuvo en Jerusalén durante los años
en que Jesús visitaba ocasionalmente el templo. Sin embargo,
después de la resurrección y ascensión de Jesús, cuando los judíos
en Jerusalén y sus alrededores comenzaron a aceptar la creencia
en Jesús como el Mesías, evidentemente, Saulo regresó a
Jerusalén. Allí en el templo comenzó a encontrarse con seguidores
de “el Camino”, judíos que todavía observaban la justicia y las
fiestas judías, pero afirmaban que Jesús de Nazaret era el Mesías,
que había resucitado de entre los muertos y ascendido al cielo. Para
Saulo y muchos de sus compañeros fariseos, la idea de un Mesías
humillado, sufriente y moribundo era pura blasfemia. Y aunque
creían que llegaría el día de la gran resurrección, decididamente, no
creían que Jesús había resucitado de la muerte.
Los líderes religiosos de Jerusalén evidentemente tomaron nota
del celo de Saulo por destruir lo que él consideraba una perversión
de la fe judía. Lo pusieron a cargo de la ofensiva sin restricciones
contra todas y cada una de las personas que se habían alejado de
la justicia mediante el cumplimiento de la ley (como lo enseñaban
los rabinos) y se habían acercado a la justicia a través de la fe en el
Jesús resucitado. Pablo luego explicó:
Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas
contra el nombre de Jesús de Nazaret; lo cual también hice en
Jerusalén. Yo encerré en cárceles a muchos de los santos,
habiendo recibido poderes de los principales sacerdotes; y
cuando los mataron, yo di mi voto (Hch. 26:9-10).
Saulo estaba convencido. Estaba persuadido de que este hombre,
Jesús de Nazaret, no era el Mesías, y que de seguro no había
resucitado. Saulo era tan celoso de proteger la ley de Dios de lo que
veía como corrupción y desafío a dicha ley, que su celo se volvió
asesino. La Biblia presenta por primera vez a Saulo de pie y
observando cómo los hombres de Jerusalén arrojaban enormes
piedras a Esteban hasta el punto de romperle los huesos,
ensangrentar su cuerpo y finalmente quitarle la vida. Leemos en
Hechos 8:1 que “Saulo consentía en su muerte”. Sin embargo, tal
vez eso es un eufemismo. Evidentemente, eso despertó el apetito
de Saulo por más. Leemos que mientras tanto: “Saulo asolaba la
iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres,
y los entregaba en la cárcel” (v. 3).
Estas imágenes puede que incluso sigan adheridas al tablero de
fieltro de la escuela dominical en nuestra mente, sin la realidad de
cómo era esta situación en la vida real. Quizás hayas visto una
película en la que los soldados nazis irrumpían en una casa,
arrastraban a jóvenes y viejos por igual, y los cargaban en un tren
para llevarlos a un campo de prisioneros o cámara de gas. Saulo
parece encajar perfectamente con los personajes más fríos y
crueles que hemos visto en las películas, cuando leemos que
“Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del
Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas
de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de
este Camino, los trajese presos a Jerusalén” (Hch. 9:1-2).
El odio hacia Jesús y los que estaban con Él se convirtió en una
parte tan grande de Saulo, que consumía, soñaba y respiraba ese
odio. No era suficiente para él llevar presos a los cristianos de
Jerusalén y ciudades vecinas. Estaba decidido a perseguir y acabar
con todos y cada uno de los judíos que habían huido a ciudades
extranjeras. Entonces fijó su mirada en la gran ciudad más cercana
a las fronteras de Palestina y empacó sus maletas. Reunió a un
grupo de hombres que no dudarían en sacar a los viejos de sus
camas y separar a las madres de sus hijos. Iba a atarlos y llevarlos
encadenados de regreso a Jerusalén, y si alguno de ellos no
sobrevivía al viaje, no le preocupaba. Era un cazador de seres
humanos, y era bueno en eso.
Saulo estaba llevando a cabo el equivalente religioso de una
limpieza étnica. Y no tenía ningún dilema moral al respecto. Estaba
convencido de que Jesús había muerto, y que lo que él estaba
haciendo era lo correcto. Leemos en Juan 16 que Jesús había dicho
a sus discípulos en el aposento alto: “Os expulsarán de las
sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate,
pensará que rinde servicio a Dios” (Jn. 16:2). Y, por supuesto, así
era exactamente como pensaba Saulo de sí mismo y de sus planes
asesinos. Pensaba que estaba cumpliendo el mandato de Levítico
24:16, que dice: “Y el que blasfemare el nombre de Jehová, ha de
ser muerto”. Su persecución a la iglesia estaba basada en su
comprensión y práctica de la ley: “Yo ciertamente había creído mi
deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret”,
Saulo explicaría luego al rey Agripa (Hch. 26:9). Era sincero en sus
creencias: sincera y criminalmente equivocado.
Entonces, Saulo partió hacia Damasco. Tenía la carta del sumo
sacerdote de Jerusalén en el bolsillo, que planeaba presentar a los
líderes de la sinagoga en Damasco. Los obligaría a revelarle los
nombres de aquellos que se habían atrevido a hablar sobre Jesús
en la sinagoga o que se reunían el primer día de la semana porque
decían que Jesús había resucitado el primer día de la semana.
Quizás Saulo estaba redactando un discurso en su mente para
fustigar a los asistentes a la sinagoga en un odioso frenesí hacia sus
conciudadanos que seguían a Jesús. Quizás estaba imaginando los
elogios que recibiría de los miembros del Sanedrín cuando llegara a
casa con una procesión de seres humanos encadenados.
Sin embargo, luego algo sucedió: “Mas yendo por el camino,
aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó
un resplandor de luz del cielo” (Hch. 9:3). Era mediodía y el sol
estaba en el cielo, pero este no era el sol; era “una luz del cielo que
sobrepasaba el resplandor del sol” (Hch. 26:13). Esta luz del cielo
era, en efecto, la radiante gloria del rostro de Jesús resucitado que
brillaba tan fuerte sobre Saulo que lo cegó. El semblante humano de
Jesús miraba a Saulo a través de la puerta abierta del cielo. La luz
cegadora era paralizante, pero la pregunta que hizo la voz
proveniente de la luz era confusa.
Y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo:
Yo soy Jesús, a quien tú persigues (Hch. 9:4-5).
Seguramente, Saulo hubiera preferido cualquier otra respuesta a
su pregunta que la que recibió. El Jesús que él pensó que estaba
muerto, evidentemente, no estaba muerto. Y no solo no estaba
muerto, sino que era el Señor viviente del universo, que se había
tomado muy personal el ataque de Saulo contra aquellos que
habían puesto su esperanza en Él. Allí, con el rostro en tierra, Saulo
comenzó a entender que Jesús estaba tan unido a los que amaban
y creían en Cristo, que todo lo cruel que Saulo había hecho a
cualquiera de ellos, lo había hecho a Jesús. El odio asesino de
Saulo que respiraba contra los seguidores de “el Camino”, en
realidad, era odio hacia quien le daba aliento de vida.
Y los hombres que iban con Saulo se pararon atónitos, oyendo a
la verdad la voz, mas sin ver a nadie. Entonces Saulo se levantó
de tierra, y abriendo los ojos, no veía a nadie; así que, llevándole
por la mano, le metieron en Damasco, donde estuvo tres días sin
ver, y no comió ni bebió (Hch. 9:7-9).
¿Qué debe de haber pasado por la mente de Saulo mientras
estaba sentado en la oscuridad durante esos tres días? F. B Meyer
escribe sobre ese tiempo: “Es terrible descubrir cuando una gran luz
del cielo le muestra a un hombre que lo que ha considerado su
deber solemne ha sido un enorme pecado contra los propósitos más
entrañables de Dios”.[26] Allí en la oscuridad, se encendió una luz
en el interior del alma de Saulo.
Había entonces en Damasco un discípulo llamado Ananías, a
quien el Señor dijo en visión: Ananías. Y él respondió: Heme
aquí, Señor. Y el Señor le dijo: Levántate, y ve a la calle que se
llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo,
de Tarso; porque he aquí, él ora, y ha visto en visión a un varón
llamado Ananías, que entra y le pone las manos encima para
que recobre la vista.
Entonces Ananías respondió: Señor, he oído de muchos acerca
de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en
Jerusalén; y aun aquí tiene autoridad de los principales
sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre
(Hch. 9:10-14).
Se corrió la voz hasta Damasco, no solo por el daño que Saulo
había hecho a los creyentes en Jerusalén, sino también por su plan
de encadenar a los creyentes de Damasco y arrastrarlos de regreso
a Jerusalén para que los encarcelaran o ejecutaran. Imagina el
miedo en el hogar de los creyentes de Damasco. Seguramente,
oraban para que Dios los protegiera de Saulo y que él no pusiera
sus manos sobre ellos para encadenarlos. Y luego Ananías recibió
una visión divina que le decía que debía ir y imponer las manos
sobre Saulo, no para hacerle daño, sino para sanarlo.
El Señor le dijo: Ve, porque instrumento escogido me es éste,
para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y
de los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto le es
necesario padecer por mi nombre (Hch. 9:15-16).
Esto debió haber sido sorprendente para Ananías. De todas las
personas del mundo que Dios podía usar para dar a conocer el
evangelio de Jesucristo, no solo a los judíos, sino también a los
gentiles, personas que nunca habían conocido a Jehová, Saulo era
el único que Dios había elegido. Quizás Ananías conocía y amaba a
Esteban o a otros judíos que habían sido ejecutados a manos de
Saulo. Eso habría hecho que esta noticia fuera especialmente difícil
de digerir. Creo que, si yo fuera Ananías, me habría demorado en
llevar a cabo esta misión, pero no Ananías.
Fue entonces Ananías y entró en la casa, y poniendo sobre él las
manos, dijo: Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció
en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas
la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Y al momento le cayeron
de los ojos como escamas, y recibió al instante la vista; y
levantándose, fue bautizado (Hch. 9:17-18).
Tres días de ceguera habían permitido a Saulo ver que toda su
vida había estado viviendo en la oscuridad espiritual. Todo lo que
impulsaba su vida había estado equivocado. Saulo ya no estaba
lleno de ira asesina, ahora estaba lleno del Espíritu Santo.
“Y levantándose, fue bautizado. Y habiendo tomado alimento,
recobró fuerzas. Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos
que estaban en Damasco” (Hch. 9:18-19). El que había estado
respirando amenazas contra ellos se convirtió en un hermano que
estaba a su lado. El blasfemo se había convertido en un creyente
bautizado. “En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas,
diciendo que éste era el Hijo de Dios” (Hch. 9:20). ¡El depredador
religioso se había convertido en un predicador del evangelio!
“Y todos los que le oían estaban atónitos, y decían: ¿No es éste el
que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso
vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?”
(Hch. 9:21). El cazador había sido capturado por la gracia.
Algo sobrenatural sucedió a Saulo en ese camino y en la casa de
Judas en la calle llamada Derecha. Allí estaba Saulo, la persona
más improbable de ese tiempo en convertirse en un cristiano, y Dios
intervino de manera sobrenatural. Su conversión no fue el clímax de
un largo proceso mediante el cual Dios lo convenció de pecado o
alguien más lo convenció mediante un argumento sólido. Jesús se
reveló de manera sobrenatural a Saulo de tal modo que superó la
ignorancia de Saulo acerca de quién era Jesús, su oposición a creer
en Jesús y su orgullo en su propio historial de observancia religiosa.
El Jesús resucitado y glorificado llamó a Saulo, no solo para que
acudiera a Él, sino también para que lo sirviera, y doblegó toda la
resistencia de Saulo. Más adelante, Saulo escribió: “Pero cuando
agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me
llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase
entre los gentiles, no consulté en seguida con carne y sangre” (Gá.
1:15-16). Si Saulo fue apartado para esto antes de nacer, entonces
vemos que Dios había sido soberano en todos los días de su vida.
Dios había estado elaborando su plan en la vida de Saulo. Criarse
en una ciudad gentil lo preparó para llevar el evangelio a los
gentiles. Educarse en las Escrituras lo capacitó para predicar las
Escrituras. Al haber recibido dos nombres al nacer, uno por su vida
judía y otro por su vida comercial, lo prepararon para que se
convirtiera en Pablo, el apóstol de los gentiles. Dios había estado
elaborando su plan para Saulo —en el tiempo de Dios— en el
transcurso de una vida sumida en el pecado.
De la misma manera, si la persona que tú sabes que ha rechazado
a Cristo alguna vez se unirá a Cristo, algo sobrenatural debe
suceder. Y solo sucederá en el tiempo de Dios, no en el tuyo. En el
tiempo de Dios, y a su manera, una revelación de quién es Jesús
debe doblegar la incredulidad ignorante de esa persona, su
oposición apasionada y su orgullosa resistencia a Jesús.
Una revelación de quién es Jesús
A veces pensamos que es información lo que más necesitan
nuestros familiares o amigos incrédulos; que, si solo leen este libro o
escuchan esta charla, entonces verán, comprenderán y creerán. Sin
embargo, aquí estaba Saulo; él había pasado más horas que tú o yo
estudiando las Escrituras, sin embargo, permanecía ciego a la
verdad. Algo sobrenatural tenía que suceder para que él dejara de
ser ignorante para estar iluminado. Esta misma revelación
sobrenatural es lo que se necesita para que la persona que amas
finalmente vea a Jesús y crea en Él. Nadie tiene los ojos abiertos
para ver quién es Jesús sin esta revelación sobrenatural. Cuando
Pedro llegó al lugar donde pudo decir a Jesús: “Tú eres el Cristo, el
Hijo del Dios viviente”, leemos que Jesús le respondió: “No te lo
reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt.
16:16-17).
¿Acaso es la pasión por algo que no sea Cristo lo que te hace
pensar que es imposible que tu ser querido venga a Cristo? ¿Crees
que es imposible que alguien que presenta argumentos tan
apasionados contra el cristianismo pueda convertirse en un
apasionado amante de Cristo? Reflexiona en la pasión de Saulo
contra Cristo y ora para que la obra sobrenatural de Dios transforme
la apasionada oposición a Cristo que ves en la persona que amas
en un amor apasionado por Cristo y una pasión por vivir para Cristo.
Imagina la humildad que Saulo necesitó para admitir que se había
equivocado tanto con Jesús: admitir públicamente que había estado
terriblemente equivocado. Imagina el remordimiento que debe de
haber sentido por el dolor y la angustia que su gran error y crueldad
habían ocasionado en la vida de aquellos que ahora eran sus
hermanos y hermanas en Cristo. Solo la obra del Espíritu de Cristo
en una persona orgullosa y dura puede permitirle humillarse para
enfrentar el hecho de estar tan equivocado acerca de Jesús. La
humildad requerida para admitir que te has equivocado acerca de
Jesús debe ser el resultado de la obra sobrenatural de Jesús.
¿Deberías seguir testificando acerca de Cristo a esa persona de tu
vida que crees que está totalmente en contra de la fe en Cristo? Sí.
¿Deberías invitar a esa persona que no tiene interés en Cristo a
sentarse contigo a escuchar la Palabra de Dios o regalarle un libro
que presente con claridad el evangelio? Sí. ¿Deberías seguir
razonando con esa persona que siempre parece tener otro
argumento difícil de responder contra la fe en Cristo? Sí. Sin
embargo, lo más importante que puedes hacer con respecto a la
última persona que esperarías que venga a Cristo es orar para que
Dios haga su obra sobrenatural en la vida de esa persona; una obra
que solo Dios puede hacer. Nadie es salvo si la obra sobrenatural de
Dios no sana su ceguera acerca de Jesús ni doblega su resistencia
a Jesús. Todos los que se unen a Cristo pueden compartir el mismo
testimonio con Saulo, que es: “Porque Dios, que mandó que de las
tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros
corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en
la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6).
Al ver lo que tuvo parte en el cambio de Saulo, cuando dejó de ser
un enemigo de Cristo para ser un siervo de Cristo, nos damos
cuenta de que, además de experimentar una revelación de quién es
Jesús, una persona también debe reevaluar lo que realmente es de
valor, y llegar a una nueva estimación del valor supremo de Jesús.
Una reevaluación de Jesús
Al mirar atrás a su propia experiencia en este período de
reevaluación de lo que era realmente digno de valor, Pablo escribió
a los creyentes de Filipos que él era:
Circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de
Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo en
cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia
que es en la ley, irreprensible. Pero cuantas cosas eran para mí
ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y
ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la
excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor
del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a
Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es
por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de
Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y
la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante
a él en su muerte (Fil. 3:5-10).
Saulo llegó a ver que Jesús valía más que su identidad familiar,
más que su historial de observancia religiosa, más que toda su
supuesta bondad, más que la aprobación del Sanedrín. Perdió todo
lo que le había dado un sentido de valor e identidad, excepto que
ahora tenía a Jesús.
Estamos tan lejos del primer siglo que nos cuesta imaginar lo que
habría significado para alguien que era hebreo de hebreos, nacido
en la tribu de Benjamín, ver que toda esa herencia familiar no tenía
valor para él. De hecho, en realidad había sido un obstáculo al
verdadero significado en la vida de Saulo. Solo podemos comenzar
a imaginar la tensión de haber sido la persona que se encargaba de
perseguir y encarcelar a los creyentes judíos en Cristo, pero que
ahora estaba ante el Sanedrín luchando por Cristo. Apenas
podemos imaginar lo que significó para alguien que había pasado
todos los días de su vida lavando, ayunando y evitando todas las
cosas inmundas, cambiar lo suficiente como para escribir sobre
todas esas prácticas, que eran “pérdida” y “basura” sin ningún valor.
Sin embargo, tal vez podamos comenzar a imaginar lo que le
costaría a nuestra vecina musulmana que su familia la repudie, o
que la familia de nuestra compañera de trabajo judía la desherede y
no la reciba el día de reposo. Tal vez podamos imaginar cómo sería
para una profesora universitaria que ha liderado la batalla por la
aceptación LGBTQ declarar su lealtad a Cristo y hacer un llamado a
la pureza sexual.[27] Si creciste en la iglesia, y te conoces todas las
canciones cristianas y toda la jerga cristiana, y escuchaste miles de
sermones, y luego un día te das cuenta de que nada de eso ha sido
de beneficio para ti, entonces quizás tengas una idea de lo que
cuesta llegar a atesorar verdaderamente a Cristo más que cualquier
otra cosa en este mundo.
Ser cristiana no es solo estar de acuerdo con un conjunto de
realidades acerca de Cristo o ver que Él, en efecto, es el Cristo. Es
experimentar una reordenación radical de lo que es valioso para que
nada sea más valioso en el universo y en tu vida que Cristo.
Identificarte con Él es más valioso que tener una reputación
impresionante. Vivir bajo su autoridad es más valioso que hacer lo
que te gusta. Ser más semejante a Él es más importante que
expresarte. Permitir que Él reordene tus deseos es mejor que
conseguir lo que siempre has deseado.
Y la realidad es que nadie llega a este cambio radical sin que sus
ojos se abran sobrenaturalmente al valor supremo de Jesús. ¿Se
han abierto tus ojos a la belleza, la suficiencia y las riquezas en
Cristo Jesús de tal manera de estimar las cosas que este mundo
valora sin Cristo como “pérdida” y “basura” sin ningún valor?
Además de una revelación de quién es Jesús y una reevaluación
de lo que Jesús vale, hay otra cosa que vemos en la salvación de
Saulo, el converso más improbable, que también debe convertirse
en una realidad en la vida de cualquiera, cuya vida sea
verdaderamente transformada por Cristo. Debe haber una apertura
para recibir la gracia y la misericordia que solo viene a través de
Cristo.
Recibir lo que Jesús da
Cuando la gloria de Jesús cegó a Saulo en el camino a ­Damasco, al
final pudo ver algo que no había visto con claridad antes. Se vio a sí
mismo a la luz de la radiante santidad de Jesús y, por primera vez,
vio que era un pecador. De hecho, debido a que Saulo conocía el
interior de su corazón, la corrupción de sus motivos, el egoísmo de
sus propios pensamientos y actitudes mucho mejor que nadie, más
adelante escribió: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que
Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los
cuales yo soy el primero” (1 Ti. 1:15).
Las distintas traducciones de la Biblia usan diferentes términos
aquí: “el peor” de los pecadores (pdt), “el peor de todos” los
pecadores (ntv). Unos pocos versículos antes, Pablo hizo un
resumen de los pecados y los pecadores: “Para los transgresores y
desobedientes, para los impíos y pecadores, para los irreverentes y
profanos, para los parricidas y matricidas, para los homicidas, para
los fornicarios, para los sodomitas, para los secuestradores, para los
mentirosos y perjuros, y para cuanto se oponga a la sana doctrina”
(1  Ti. 1:9-10). Sin embargo, trató de asegurarse de que Timoteo
entendiera que cuando Pablo hablaba de pecadores, no apuntaba
con el dedo a los demás. Se apuntaba directamente a sí mismo. No
obstante, no se estaba señalando a sí mismo como “la prueba
irrefutable del peor de los pecadores”, sino como el mejor ejemplo
de un pecador salvado por gracia. Continuó escribiendo: “Pero
precisamente por eso Dios fue misericordioso conmigo, a fin de que
en mí, el peor de los pecadores, pudiera Cristo Jesús mostrar su
infinita bondad. Así llego a servir de ejemplo para los que, creyendo
en él, recibirán la vida eterna” (1 Ti. 1:16, nvi). Pablo se señaló a sí
mismo para dar esperanza a todos y cada uno de los que podrían
verse tentados a pensar que de alguna manera han llegado
demasiado lejos, que han hecho algo demasiado terrible, que están
más allá de ser candidatos a la misericordia.
Como verás, antes que Pablo se convirtiera, no solo estaba ciego
para ver quién era Jesús, sino que también estaba ciego para ver
quién y qué era realmente él mismo, Pablo. Solo la persona en cuya
vida ha resplandecido la luz de Cristo —una luz no destinada a
generar vergüenza sino claridad sobre su condición real— está en
condiciones de recibir misericordia. La luz de la santidad de Jesús
revela la enfermedad del pecado, la oscuridad espiritual, la verdad
sobre cuán profundo es nuestro pecado y cuán profundo es su
alcance.
A menudo pensamos en los peores pecadores como personas que
hacen las cosas de nuestra lista de pecados terribles e inmorales.
Sin embargo, si el mayor bien del universo es el Dios trino, entonces
el mayor mal del universo es resistir, ignorar, rechazar las buenas
dádivas de dicho Dios.
El peor de los pecadores necesita el mayor de los salvadores, y
eso es lo que tenemos en Jesucristo: “Mas Dios muestra su amor
para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros” (Ro. 5:8). Este Salvador es nuestro Salvador. Esta gracia
es nuestra gracia. Ver la conversión y transformación de Saulo
debería llenarnos de esperanza a todos. Cuando miramos a Saulo,
no podemos evitar reconocer que no hay pecador, ni sinvergüenza,
ni blasfemo, ni asesino, ni persona que esté fuera del alcance de la
gracia y la misericordia disponible en Jesucristo.
A lo largo de este libro, hemos estado hablando de santos y
sinvergüenzas. Y tal vez te resulte difícil llamarte santa a pesar de
llamarte cristiana. Amiga mía, un santo no es alguien libre de
pecado; un santo es alguien que ya no está bajo condenación del
pecado ni controlado por el pecado. Un santo es alguien que ha sido
humillado por la realidad de sus impulsos pecaminosos, sus motivos
infectados por el pecado y su historial manchado de pecado. Sin
embargo, en lugar de ser constantemente abatido por esta realidad,
se encuentra constantemente agradecido por una realidad mucho
mayor: la realidad de la gracia y la misericordia que se le ha
extendido en la persona y la obra de Jesucristo. Esta gracia lo sigue
atrayendo a volverse a Cristo en quebranto por su pecado. Sigue
descubriendo que esta gracia le está dando poder para abandonar
el pecado.
Esta gracia está disponible sin restricción para la última persona
que esperas que se convierta en cristiana, ya sea esa persona que
ves en las noticias, en la foto de tu familia, en tu lugar de trabajo o
frente al espejo, pero debe recibirse.
Mira a Saulo, el hebreo de hebreos, que se convirtió en Pablo, el
apóstol de los gentiles; un blasfemo que se convirtió en creyente, un
depredador que se convirtió en predicador, un terrorista que se
convirtió en teólogo, un guardián de la ley que se convirtió en
receptor de la gracia, un sinvergüenza que se convirtió en un santo.
Entérate de que a Jesús le encanta mostrar su misericordia y gracia
en la vida de los peores pecadores.
¡Gracia admirable del Dios de amor,
que excede a todo nuestro pecar!
Cristo en la cruz por el pecador
su vida ha dado. ¡Qué amor sin par!
¡Gracia de Dios,
que Él nos ofrece en su gran bondad!
¡Gracia de Dios,
que excede a toda mi maldad![28]
Preguntas de reflexión
Capítulo 10: El peor
1. ¿A quién podrías agregar a las sugerencias de la autora como “la
última persona” que crees que se convertiría al cristianismo?
__________________
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2. ¿Cómo lo preparó la educación que recibió Saulo para su futuro
ministerio?
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3. ¿Qué hizo pensar a Pablo que en realidad estaba sirviendo a
Dios al matar a los cristianos?
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4. Pablo experimentó algo único y sobrenatural en el camino a
Damasco que lo llevó al arrepentimiento y la fe. ¿En qué se
parece y difiere nuestra experiencia de llegar al arrepentimiento y
la fe?
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__________________
5. Si fueras creyente en los días de Pablo, ¿cómo te sentirías de
recibirlo en la iglesia? ¿Cómo crees que fue para Pablo
relacionarse con creyentes que él había perseguido? ¿Qué
necesitarían ambas partes para que esa relación floreciera?
__________________
__________________
__________________
6. Pablo escribió: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las
he estimado como pérdida por amor de Cristo” (Fil. 3:7). ¿Qué era
lo que antes veía como “ganancia” que luego estimó como
pérdida? ¿Qué tipo de cosas podríamos considerar “ganancia” y
luego darnos cuenta de que son “pérdida” cuando las
consideramos a la luz de lo que nos ayuda a conocer a Jesús
como nuestro Señor?
__________________
__________________
__________________
7. ¿Por qué crees que Pablo se describió a sí mismo como el
“primero” o “peor” de los pecadores (1 Ti. 1:15)?
__________________
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__________________
8. ¿Cómo te da esperanza el cambio que tuvo lugar en Pablo?
__________________
__________________
__________________
[26]. F. B. Meyer, Saul: A Servant of Jesus Christ (Fort Washington, PA: Christian
Literature Crusade, 1983), 42.
[27]. Rosaria Butterfield, The Secret Thoughts of an Unlikely Convert (Pittsburgh, PA:
Crown and Covenant, 2012), 63: “Esta fue mi conversión en pocas palabras: lo perdí todo
menos el perro”.
[28]. Johnston, “Grace Greater Than Our Sin”; “¡Gracia admirable del Dios de amor!”.
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Descarga materiales adicionales para estudio en grupo:
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sinverguenzas-en-la-historia-de-jesus/
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Título del original: Saints and Scoundrels in the Story of Jesus, © 2020 por Nancy Guthrie,
y publicado por Crossway, un ministerio editorial de Good News Publishers, Wheaton,
Illinois 60187, U.S.A. Traducido con permiso. Todos los derechos reservados.
Edición en castellano: Santos y sinvergüenzas en la historia de Jesús, © 2021 por Editorial
Portavoz, filial de Kregel Inc., Grand Rapids, Michigan 49505. Todos los derechos
reservados. Publicado por acuerdo con Crossway.
Traducción: Rosa Pugliese
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El texto bíblico indicado con “rva-2015” ha sido tomado de la Reina Valera Actualizada ©
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