AVIER DÍAZ ALBERTINI - Artículos de Opinión

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Asesor en gestión de la investigación en el IDIC y profesor de la Facultad de

Comunicación y del Programa de Estudios Generales

Columnista del Diario El Comercio

Libro:
Díaz-Albertini-Figueras, J. (2016). El feudo, la comarca y la feria. La privatización del
espacio público en Lima. Universidad de Lima. Fondo Editorial
Díaz-Albertini-Figueras, J. (2010). Redes cercanas: el capital social en Lima (1.a ed.).
Universidad de Lima, Fondo Editorial.

Javier Díaz-Albertini

Wanka ‘wannabe’
“La historia nos muestra que las luchas reivindicativas son bastante
puntuales porque responden a necesidades inmediatas y urgentes”.

13/4/2022 05H30 - ACTUALIZADO A 13/4/2022 05H30

Las protestas en Huancayo llevaron a que dispares grupos de


políticos y medios gritaran a los cuatro vientos: “somos Wanka”.
Como las instituciones y las instancias formales no llegan a
solucionar la crisis política, todos volteamos hacia las
manifestaciones públicas en la búsqueda de salidas al
entrampamiento. La calle –al parecer– resulta siendo el único
camino viable para deshacerse del presidente, el Congreso (o los
dos) o impulsar una asamblea constituyente. De ahí que todos
quieran apropiarse de las protestas.

Para el presidente Castillo y sus incondicionales de turno, cualquier


manifestación multitudinaria que no sea a su favor es sospechosa. Los
verdaderos ciudadanos –que él prefiere llamar hermanos y hermanas–
apoyan naturalmente a su gobierno “del pueblo”. Y si no lo hacen es
porque están vendidos o son tontos útiles de cabecillas con intereses
mezquinos. Los conflictos no tienen que ver con la ineficiente gestión
e inoperatividad estatal, sino con la mala leche de la prensa y los
malintencionados.
Para algunos representantes de la derecha, en cambio, desde la
segunda vuelta la calle se ha vuelto sagrada. Ya son decenas de
marchas convocadas: en un primer momento contra el “comunismo”,
más adelante para impedir el fraude y últimamente pidiendo la
renuncia del presidente. Tanto friegan que ya estoy extrañando cuando
siempre criminalizaban la protesta. Aunque, bueno, depende de quién
marcha, especialmente para el almirante congresista que solo se siente
tranquilo cuando lo hace la gente de la zona plana y verde de la
ciudad. No así, sin embargo, si son de la loma, pero protestan en el
llano.

Pero, ¿lo sucedido en Huancayo es una muestra de un movimiento


cívico que aboga por una ampliación de la democracia, el fin de la
corrupción y el desgobierno? No realmente. Son protestas que tienen
como principal función reivindicaciones específicas: el precio del
combustible, los fertilizantes, relajar la regulación al transporte
público. La prolongación de estas, al no ser atendidas, llevaron a que
se plegaran otros grupos, principalmente los pobladores que tienen
dificultades para afrontar el incremento en la canasta básica.

La historia nos muestra que las luchas reivindicativas son bastante


puntuales porque responden a necesidades inmediatas y urgentes. Las
medidas de fuerza sirven para llamar la atención y obligar a negociar.
Protestas mal atendidas sí pueden dar un salto cualitativo y poner en
jaque a cualquier gobierno. Si nos fijamos en los últimos diez años en
Latinoamérica, la subida del precio del petróleo y consecuentes paros
de transportistas han presentado serios cuestionamientos a gobiernos
de centro, izquierda y derecha. Y casi siempre se han resuelto con
subsidios, eliminación de impuestos o control de precios.

Uno de los más importantes detonantes de la Revolución Francesa fue


el precio del pan. Por más de siglo y medio, el pueblo francés se
levantó innumerables veces por la escasez o el alto precio del alimento
que representaba entre el 50% y el 80% del gasto de su canasta básica.
Las pésimas cosechas de 1788 llevaron a una terrible carestía, al
mismo tiempo que el Estado Francés se encontraba en bancarrota.
Pero a diferencia de momentos anteriores, las ideas de ciudadanía,
democracia y derechos habían permeado los movimientos populares y
ya no solo luchaba por el precio del pan. El salto cualitativo ya estaba
dado.

Yo no creo –desafortunadamente– que un deseo profundo por la


institucionalidad democrática o el civismo lleguen a informar nuestros
movimientos reivindicativos, muchos de los que, al contrario,
prosperan al margen de la ley y del bienestar ciudadano. Es el precio
que pagamos ahora por años de devaluación continua de nuestra
democracia. Ya dejó de ser un anhelo de la mayoría. En el 2018-2020,
menos de la mitad de la población la apoyaba y en el 2020, solo el
11% se sentía muy o más bien satisfecha con ella (Latinobarómetro,
2021).

La esperanza de muchos es que la protesta genere situaciones


insostenibles que lleven a nuevas elecciones e ilusiones. Para que se
cumplan, sin embargo, es preciso generar condiciones propicias que
varios políticos e intelectuales ya están sugiriendo (por ejemplo,
Sagasti, Vergara, Meléndez). No hacerlo podría llevarnos a un salto,
pero al vacío.

COLUMNISTAS
/ Opinión

La calle está dura, por Javier Díaz-


Albertini
“La polarización ha mellado nuestra capacidad de marchar juntos”.

"Cuánto bien nos ha hecho cuando hemos sido capaces de detener un despropósito,
expulsar a un impresentable, recuperar nuestros derechos" (Ilustración: Víctor Aguilar
Rúa).

Javier Díaz-Albertini
16/02/2022 05H30

Por todos lados se está pidiendo calle. El presidente no quiere o no


puede aprender a gobernar y el Parlamento es incapaz de fijar
una agenda legislativa pensando en el país. Solo nos queda la
sociedad civil, sea para terminar con el Gobierno incompetente y
corrupto o para despachar un Congreso de chanchullos y
componendas. Como en otras ocasiones en los últimos cinco años,
se escucha el “que todos se vayan”.
La historia, sin embargo, nos enseña que no es tan sencillo. Una de las
cosas más difíciles de predecir en las ciencias sociales es justo cuando
la gente harta sale en forma masiva y decidida a zamaquear o derrocar
el orden establecido. Por eso, los llamamos “movimientos sociales”,
porque no son organizaciones con cronogramas y planes
quinquenales, sino una energía social latente que toma cuerpo y forma
ante ciertas coyunturas, siendo –a veces– capaz de cambiar
radicalmente la dirección que toma la política en un país. Y, cuando
sucede, la gente se queda atónita al ver cómo implosionó la Unión
Soviética o se dio fin a dictaduras perennes durante la Primavera
Árabe. Pero, cuando no, lamentamos tragedias como Tlatelolco o
Tiananmén.

Sin embargo, obligado a consultar mi bola de cristal, puedo adelantar


que la protesta social normalmente surge y tiene éxito cuando se
cumplen tres condiciones básicas. Primero, debe existir un sentimiento
profundo de indignación de carácter moral por parte de un grupo
significativo de la ciudadanía. Segundo, es necesario construir
identidades colectivas que claramente distingan a un “nosotros” de un
“ellos”. Tercero, es indispensable el convencimiento de que los
cambios sociales son posibles por medio de la acción colectiva. Así es
como los ciudadanos salen a la calle esperanzados: tienen la
convicción de que pueden modificar el ‘statu quo’.
De las tres condiciones, creo que solo se está cumpliendo la primera.
Estamos hartos. Los políticos y sus organizaciones han reducido las
opciones de nuestra triste democracia a vacar o disolver. Lo peor,
como comenté hace más de dos años (“El pechar en los tiempos de
cólera”, 12/06/2019), es que muchas veces no es más que un juego de
pecheo. Es decir, ninguna de las partes realmente quiere modificar la
situación que vivimos, sino sacar provecho de la falta de
institucionalidad por cuatro años y medio más. Ganas de protestar no
nos faltan.
Nos falta, sin embargo, constituirnos en un “nosotros”. La
polarización ha mellado nuestra capacidad de marchar juntos. Después
de una segunda vuelta electoral en la que la calle fue banalizada y
prostituida, nos preocupa ser confundidos o engañados por uno de los
bandos. La desconfianza siempre paraliza. De ahí que el “nosotros”
tenga que surgir de la misma sociedad civil, no importa cuán gaseoso
suene eso, porque solo basta que asome uno de los políticos o partidos
en el escenario como para poner en duda la legitimidad de la protesta.

La tercera condición, el convencimiento de que el cambio vía la


acción colectiva es posible, enfrenta un reto formidable. Si analizamos
las principales movilizaciones de los últimos diez años, todas estaban
orientadas a respaldar y fortalecer la institucionalidad democrática. No
se quería patear el tablero, sino, por el contrario, que se respetaran las
reglas de juego. Que se derogaran leyes lesivas para los jóvenes
trabajadores, que la justicia funcionara ante la violencia de género,
que se repusiera a los fiscales del equipo Lava Jato, que no se usara la
vacancia para convertir al Estado en botín. Pero ya perdimos la
expectativa de que el sistema funcione. El proceso electoral del 2021 y
sus resultados hirieron fatalmente esa pequeña esperanza que nació en
las calles en noviembre del 2020.

¿Qué nos queda entonces? Se me ocurren dos caminos. El más


probable es seguir engañándonos con la idea de que el Perú funciona a
pesar del caos, la anomia y la corrupción. Es decir, aceptar la
mediocridad como destino.

El más deseable es reparar nuestra alicaída autoestima nacional y


repetirnos –hasta el cansancio– que merecemos más y mejor. Y
recordar para inspirarnos: cuánto bien nos ha hecho cuando hemos
sido capaces de detener un despropósito, expulsar a un impresentable,
recuperar nuestros derechos.

COLUMNISTAS
/ Opinión
Apocalipsis ¿ahora?, por Javier Díaz-
Albertini
“Lo que vivimos actualmente con el Gobierno de Castillo es una enorme
cereza sobre un pastel que hace tiempo se está desmoronando”.

"Existe un perverso concierto en socavar la poca institucionalidad que se ha logrado


construir" (Ilustración: Giovanni Tazza).

Javier Díaz-Albertini
19/01/2022 05H30

En los últimos siete días, por lo menos cuatro columnistas de este


Diario (Saldaña, Requena, Tudela y Villegas) coincidieron en
comentar la noticia de que el Foro Económico Mundial (WEF, por
sus siglas en inglés) considere en sus proyecciones para el 2022
que el “colapso del Estado” sea el principal riesgo de nuestro país.
A pesar de que todos los columnistas mencionados hacen hincapié en
que la debilidad del Estado es un problema antiguo y estructural, sus
opiniones siguen dando la impresión de que recién, bajo la conducción
de Pedro Castillo, es que arribamos a una apocalíptica proyección del
colapso. En realidad, es algo que sucede desde hace un buen tiempo.
Y el mismo WEF ha resaltado este hecho. En sus informes anuales –
por lo menos desde el 2015– el “colapso del Estado” siempre ha
estado entre los primeros tres riesgos para el Perú, alcanzando el
primer lugar en el 2018 y el 2022. Asimismo, iba acompañado de otro
riesgo similar denominado “fracaso en la gobernanza nacional” –ya no
utilizado desde el 2021– que, inclusive, ocupó el primer lugar en el
2016 y en el 2020.
Si analizamos las situaciones presentadas por el WEF para describir el
“colapso del Estado”, rápidamente llegamos a la conclusión –como
hacen Requena y Villegas– de que la erosión de instituciones es la que
está detrás de todas las demás. La incapacidad para prevenir y resolver
conflictos, las debilidades del Estado de derecho y la interrupción del
orden constitucional están íntimamente ligadas al hecho de que las
instituciones no están realizando sus funciones. Hace buen tiempo que
la institucionalidad ha sido desbordada por apetitos personales,
“élites” económicas (formales e informales) excluyentes y
comportamientos depredadores. Lo que vivimos actualmente con el
Gobierno de Castillo es una enorme cereza sobre un pastel que hace
tiempo se está desmoronando.
Existe un perverso concierto en socavar la poca institucionalidad que
se ha logrado construir. Por ejemplo, solo basta ver cómo los extremos
(derecha e izquierda) se aúnan para frenar o dar muerte a la reforma
universitaria o a la de transporte. Es decir, a dos intentos importantes
de institucionalizar. Por eso, creo que lo pertinente no es declarar un
inminente colapso, sino intentar responder a dos principales preguntas.
Primero, ¿cuánto tiempo puede continuar el deterioro sin poner en
jaque nuestra viabilidad como nación? Y segundo, ¿qué podemos
hacer para frenar y revertir la debacle?

En términos del deterioro, la mala noticia es que podemos continuar


con un colapso en cámara lenta por un largo período. La razón
fundamental es que a muchos les conviene o se han acostumbrado.
Vivimos en una suerte de realidad alterna en la que la norma muchas
veces no regula al poderoso, pero tampoco protege o empodera al
débil. Es lo que algunos analistas llaman una “anomia inducida”, que
dificulta el pleno desarrollo de las dos funciones principales de la
norma: regular e integrar (cohesión social). En los últimos años,
hemos sido testigos de cómo hemos estado perdiendo la capacidad
para regular. Sin embargo, la cohesión social se ha mantenido sobre la
base del respeto a normas informales. ¿Por cuánto tiempo más?

Bajo esta precariedad, no obstante, difícilmente construimos


desarrollo o, en el peor escenario, sobreviviremos un desastre de gran
magnitud. Sin un Estado fuerte y efectivo, por ejemplo, jamás
lograremos la educación de calidad que nos permitirá salir adelante
como país. O si ocurriera un cataclismo que afectara a un sector
importante de la población, es altamente probable que desaparezca la
cohesión social actualmente pegada con babas. Y ni hablar de la
capacidad de imponer orden.
¿Qué podemos hacer? En el muy corto plazo, defender lo avanzado.
Cuando los ciudadanos son conscientes de los beneficios que traen
consigo las leyes justas, tienden no solo apreciarlas, sino también a
defenderlas. En los últimos años, hemos experimentado varias veces
esas chispas de defensa de la institucionalidad democrática. En el
mediano y largo plazo es indispensable redoblar esfuerzos para
construir un Estado inclusivo. Imposible, me dirán. Simplemente,
miren lo que hemos logrado con la vacunación: universalidad,
igualdad, organización, compromiso y eficiencia. Y más importante
aún, ha sido una política de Estado, logro importante en un sistema
acostumbrado a inventar la pólvora en cada nuevo gobierno.
COLUMNISTAS
/ Opinión

Cuando calienta el sol, por Javier


Díaz-Albertini
“Estas condiciones básicas solo se dan en forma limitada en nuestro país,
creando una sociedad cuyo respeto a las normas generales se guía bajo el
principio general del ‘depende’”.

"La efectividad de las normas no solo depende del nivel de aceptación, sino que siempre
deben estar respaldadas por la coerción" (Ilustración: Giovanni Tazza).

Javier Díaz-Albertini
05/01/2022 05H30

La polémica que suscitó el cierre de playas para las fiestas volvió a


poner sobre el tapete cuáles son las medidas más apropiadas para
lograr que los ciudadanos tomen en serio eso que llamamos –
genéricamente– civismo. Por un lado, se encontraban los
defensores del cierre argumentando que las personas habían
mostrado que no eran respetuosas de las normas (y presentaban
como ejemplo el desborde en la Costa Verde el día de Navidad).
Por el otro, los que esgrimían la defensa de la libertad bajo el
razonamiento de que cada uno es responsable de su vida y
el Estado no debe entrometerse. En términos sueltos, llamaré a los
bandos “represivos” y “dejar-ser”, respectivamente.
Los “represivos” saben muy bien que el Estado no tiene capacidad
alguna para controlar a una población predispuesta a no seguir las
reglas. La imagen que tienen es que, ante cualquier oportunidad, la
gente es transgresora. La prohibición absoluta se transforma, así, en la
única opción. Los “dejar-ser” creen que las personas son racionales y,
por ende, realizan cálculos apropiados del costo-beneficio de sus
acciones. Todos están supuestamente informados sobre los peligros de
contagio en aglomeraciones y si persisten en comportamientos
riesgosos es porque priorizan unas acciones sobre otras. La recreación
sobre la salud, por ejemplo.
Esta discusión nos lleva a lo que se denomina “la tragedia de los
comunes”. Hace referencia a que los recursos compartidos por todos
en una sociedad, como puede ser –para usar el ejemplo clásico– tierras
comunales de pastoreo, corren siempre el peligro de ser
sobreexplotados. Cada pastor intentará sacar provecho aumentando su
rebaño. Al principio, funciona y aumenta los beneficios, llevando a
que otros realicen la misma acción. Sin embargo, la suma de estas
acciones individuales lleva inexorablemente al sobrepastoreo y a la
depredación. Todos pierden y, de ahí, la tragedia.

Elinor Ostrom, la primera mujer en recibir el premio Nobel de


Economía (2009), estudió los casos exitosos que habían evitado esta
tragedia. Antes de su trabajo pionero, se consideraba que las
soluciones eran dos. Una primera era dejar que el Estado administre
el recurso, utilizando para ello su poder coercitivo. La segunda era
dividir el bien común y asignar derechos de propiedad individuales.
Una de las grandes contribuciones de Ostrom fue mostrar que había
otras soluciones efectivas y que tenían como sustento la
autorregulación comunal (una forma de acción colectiva). Ostrom no
consideraba que hubiera una única solución, sino que dependía de las
condiciones socioculturales de cada realidad.
No podemos, por lo limitado del espacio, plantear las ventajas y
desventajas de cada solución, pero sí hacer hincapié en lo que tienen
en común: todas dependen de una saludable institucionalidad
(entendida como las normas formales e informales que estructuran la
sociedad). Es lo que lleva a la generación de reglas respetadas por
todos, promoviendo así acciones colectivas informadas por valores y
principios compartidos.
¿Cómo es que se legitiman las normas y comienzan a ser efectivas?
Podemos pensar en tres condiciones básicas. En primer lugar, es
necesario que las normas sean internalizadas. Es decir, que las
personas las hagan suyas, las transformen en una parte esencial de lo
que guía su comportamiento. Para ello, es necesario que las
instituciones socializadoras (familia, escuela, pares y medios masivos)
introduzcan y refuercen las reglas compartidas. En segundo lugar, es
esencial contar con un entorno favorable al cumplimiento de las
normas, algo que se construye desde la cotidianidad, pero que se
reafirma en el correcto funcionamiento de las instituciones
macrosociales. Finalmente, en tercer lugar, debe existir capacidad
sancionadora. La efectividad de las normas no solo depende del nivel
de aceptación, sino que siempre deben estar respaldadas por la
coerción.

Estas condiciones básicas solo se dan en forma limitada en nuestro


país, creando una sociedad cuyo respeto a las normas generales se
guía bajo el principio general del “depende”. Depende de si me están
observando (represión externa), si me conviene personalmente (a mis
enemigos, el peso de la ley) o si me beneficia socialmente (trabajo o
soy integrante de una institución prestigiosa). Seguiré examinando
estos temas en una próxima columna.

COLUMNISTAS
/ Opinión

Saber hacerla, por Javier Díaz-


Albertini
“No veo por parte de la oposición ningún intento serio por defender la
institucionalidad”.

"La polarización nos está llevando a ver el árbol y obviar el bosque" (Ilustración: Víctor
Aguilar Rúa).

Javier Díaz-Albertini
24/11/2021 05H30

Un amigo familiarizado con el mundo de los gobiernos locales, me


dijo una vez que no importaba cuán honesto quisiera ser un
alcalde, casi siempre terminaría rodeado de corruptos. Su
argumento fue convincente. Un buen número de autoridades,
señaló, llega al poder sin saber qué hacer y, menos aún, sin saber
cómo hacerlo. Es el resultado de nuestra cultura política que
equipara experiencia en gobernar con la comisión de felonías. Al
prohibir las reelecciones en todos los niveles de gobierno, en lugar
de incentivar la probidad, alentamos la improvisación de la que se
aprovechan los operadores, excelsos emprendedores de la sacada
de vuelta.
Otra anécdota, pero en una escala mucho menor. Hace una semana,
llevé a mi hijo mayor a que rindiera su examen de manejo en el
circuito ubicado en Conchán. Al llegar, revisamos los documentos
requeridos y uno en particular me llamó la atención: el “C4″. Gracias
a mi hijo aprendí que se trataba de un “certificado de inscripción” del
Reniec que sirve de sustituto ante la pérdida del DNI. Le pregunté por
qué lo había impreso si tenía un DNI. Me respondió que estaba
vencido y le volví a insistir que Reniec había prorrogado su vigencia
hasta fin de año.

Me miró con esa cara que todos los hijos del mundo reproducen y que
se traduce –en su versión más benigna– en un: “ay, viejo, sigues
creyendo en cuentos de hadas”. Pues, efectivamente, a pesar de que en
ninguna parte indicaba que se necesitaba, la persona encargada de
admitir a los postulantes pedía el C4. Entonces entendí por qué tantos
tramitadores ofrecían el bendito certificado mientras esperábamos en
la cola. Otro aliciente para el emprendimiento nacional patrocinado
por representantes de instituciones públicas.

La débil institucionalidad estimula algunos de los sectores más


dinámicos de la economía y resulta siendo nuestro principal
empleador. Alrededor del incumplimiento de la norma, se abren
enormes posibilidades para capitalizar, ya sea en el sector público o en
el privado. Lo importante ahora no es “saber hacer”, sino “saber
hacerla”. Y no es una cuestión reciente, a pesar de que muchos medios
tienen puesta la mira en el actual gobierno. Son 30 años de grandes
“emprendimientos” liderados por personas o empresas como
Montesinos, Maiman, Nava, Belaunde Lossio, Westfield y, ahora,
Pacheco; todas cercanas a quien personifica a la Nación.
Si pasamos a la Plaza Bolívar, nos encontraremos con congresistas
emprendedores ávidos por reactivar la economía vía la laxitud. Ya son
años que el transporte público está en manos de personas con brevetes
vencidos, conduciendo unidades contaminadoras con papeletas
impagas, órdenes de captura y sin ninguna protección para los
pasajeros. Cientos de miles de alumnos fueron embaucados por
centros de educación superior chatarra y ahora sus dueños están a
punto de debilitar la única institución que impedía que continuaran
con su estafa. Y la lista sigue.

Pero también es culpa nuestra. En algún momento, tiramos la toalla y


nos refugiamos en el dicho más antinacional de todos: “así somos los
peruanos”, y en su versión religiosa, “ni Dios arregla esto”. Nos
deshicimos de la ética para celebrar el “todo vale” y la “creatividad
empresarial” de nuestros connacionales. Contribuyó al desmadre la
hegemonía neoliberal que renegó de casi toda regulación estatal, lo
que terminó favoreciendo un Estado chico, débil, ineficiente y
corrupto.

La polarización nos está llevando a ver el árbol y obviar el bosque. En


vez de fortalecer las instituciones, seguimos degradándolas y, sin
duda, el actual gobierno está haciendo todo lo posible por acelerar el
proceso. Pero no veo por parte de la oposición ningún intento serio
por defender la institucionalidad. Después de todo, una buena parte
de sus representantes siguen torpedeando la legitimidad democrática
con los falsos reclamos de fraude. Muchos están utilizando su poder
en el Congreso para generar tanta o más zozobra que el mismo
Ejecutivo.
Es iluso pensar, como muchos quieren que hagamos, que la culpa de
todo lo tiene una persona o partido. Lo hemos escuchado antes: que
los males sistémicos se corrigen cambiando individuos vía vacancias,
renuncias, disoluciones e, inclusive, elecciones. Mientras vivamos en
esa fantasía, seguiremos entregando al país a emprendedores
inescrupulosos.

COLUMNISTAS
/ Opinión
Masa quebrada, por Javier Díaz-
Albertini
“La historia ha mostrado que, en la práctica, el diálogo horizontal masa-
partido no es sostenido”.

"La historia ha mostrado que, en la práctica, el diálogo horizontal masa-partido no es


sostenido. Casi siempre la línea programática establecida por los jerarcas partidarios
reemplaza a la llamada 'línea de masas'”. (Ilustración: Giovanni Tazza)

Javier Díaz-Albertini
10/11/2021 05H31

La congresista Kelly Portalatino dijo que no le daba el voto de


confianza al Gabinete de Mirtha Vásquez porque la primera
ministra representaba a las ONG y a los caviares, mientras que
“nosotros representamos a la masa popular”. Así, la
parlamentaria de Perú Libre manifestaba uno de los principales
puntos de desacuerdo histórico entre las organizaciones de
izquierda: qué partido en “realidad” representa a la masa.
Para la izquierda marxista, la masa representa el eje sobre el que se
construye la legitimidad de la acción revolucionaria. Son los
desposeídos y explotados por la sociedad capitalista que, al mismo
tiempo, son vistos como la principal fuerza detrás de su eventual
derrocamiento. Pero es una potencia que no siempre se reconoce a sí
misma y, para ello, es necesario generar consciencia sobre su situación
y fuerza revolucionaria. Como escribió Mao, “toda dirección correcta
está basada necesariamente en el principio ‘de las masas, a las masas’.
Esto significa recoger las ideas (dispersas y no sistemáticas) de las
masas y sintetizarlas (transformarlas, mediante el estudio, en ideas
sistematizadas)”. El partido revolucionario es responsable de impulsar
el ciclo continuo de recoger y sintetizar, educar y difundir.
No obstante, la historia ha mostrado que, en la práctica, el diálogo
horizontal masa-partido no es sostenido. Casi siempre la línea
programática establecida por los jerarcas partidarios reemplaza a la
llamada “línea de masas”. Esto se hace más evidente cuando la
organización política es extremista (Sendero Luminoso) u ortodoxa y
poco original (Perú Libre).
A diferencia de las izquierdas, el pensamiento liberal-conservador
contempla a las masas en forma despectiva, como sinónimo de la
pérdida de la libertad individual. Al final del siglo XIX, sociólogos
como Gustave Le Bon consideraban que cualquier multitud se
convertía inexorablemente en una turba impensante. Opinaban que el
tumulto resta individualidad a las personas participantes y, en su lugar,
reina una anonimidad masiva, una suerte de contagio, una mentalidad
de rebaño que es fácilmente capturada y dirigida por líderes
autoritarios. Inclusive, pensaban que este comportamiento se replicaba
en los sistemas parlamentarios. Por ende, abocaban gobiernos de élites
ilustradas.

El verdadero desprecio (y temor) a las masas, sin embargo, nace del


hecho de que históricamente su fuerza es la que ha llevado a los
principales cambios democratizadores. Es prácticamente imposible
nombrar una extensión de derechos –sean civiles, políticos o sociales–
sin hacer referencia a las movilizaciones que la precedieron e
impulsaron.

En pleno siglo XXI, ¿aún podemos hablar de “masas”?

En la era moderna, lo social y lo político lograron confundirse en


propósitos comunes e impulsaron cambios transcendentales. La
política era –para muchos– una forma de vivir y de ser, lo que se hacía
evidente en las identidades sociales y los sentidos de pertenencia. Por
ejemplo, ser obrero no era solo trabajar en una fábrica, sino una
identidad que ubicaba a la persona en lo social, cultural, político,
electoral y hasta espacialmente.

La relación social-política, sin embargo, se ha perdido en la


posmodernidad. Lo político formal está distanciado de lo social.
Como resultado, en la actualidad, las masas son más espontáneas y
reactivas. Se resisten a ser encasilladas en organizaciones complejas y
burocráticas. Son “colectivos” paradójicamente compuestos por
independientes. Los ciudadanos sienten una mezcla de rechazo,
cinismo y desconfianza hacia las organizaciones políticas. Para
movilizarse, además, ya no necesitan de instancias centralizadas, sino
que cuentan con el poder de información y convocatoria de las redes
sociales.

Pecando de simplista, considero que, en la actual política occidental,


las masas se dividen en dos grandes categorías, ambas desconfiadas
hacia la política formal. Por un lado, las “populistas”, que se
transforman en las “bases” de líderes extremistas (Trump, Maduro,
Bolsonaro) en una relación simbiótica caracterizada por la
exacerbación del miedo y la violencia. Por el otro, las “reflexivas”,
que se movilizan alrededor de la esperanza de un mundo mejor,
liderados por ciudadanos-activistas que privilegian cambios
personales como la base para las transformaciones estructurales (una
estrategia “desde abajo”).

La negativa de la congresista Portalatino y de Perú Libre para sumar


con otras fuerzas de cambio es una muestra clara de que han optado
por la vertiente populista.
COLUMNISTAS
/ Opinión

¿Culto a la ignorancia o a la idiotez?,


por Javier Díaz-Albertini
“Lo que urgentemente necesitamos es crear una cultura de aprobación social
del aprendizaje”.

"El problema es la actitud negativa hacia el conocimiento, lo que transforma a muchos


en idiotas" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Javier Díaz-Albertini
27/10/2021 05H30

En 1980, el gran autor de ciencia ficción e intelectual Isaac


Asimov escribió una columna de opinión titulada “El culto a la
ignorancia” en la revista “Newsweek”. En ella, examinaba cómo el
anti-intelectualismo estadounidense lograba imponer un hecho
trágico en la esfera pública: la falta de conocimiento tenía igual o
mayor peso que el entendimiento. En sus palabras, se partía de la
falsa premisa de que, en democracia, “mi ignorancia vale tanto
como tu saber”. Se confundían, así, el principio de “una persona,
un voto” con el hecho de darle pleitesía a la necedad.
Lo que más le llamaba la atención a Asimov, sin embargo, era que en
sociedades con poblaciones cada vez más educadas, creciera al mismo
ritmo un desdén hacia el conocimiento. En vez de admirar al sabio o al
experto, se le tildaba de elitista, poco pragmático e ineficaz. Criticaba,
así, el inicio de la era Reagan y cómo la bravuconada derechista y
conservadora se construía sobre la base de un culto a la ignorancia.

Estas observaciones siguen teniendo preocupante vigencia. La


brutalidad se extiende, no importando el color político, las creencias
religiosas, las ideologías o la clase social. Lo observamos en las
perniciosas manifestaciones en contra de las vacunas que salvan vidas.
En los múltiples negacionismos a pesar de la contundente evidencia
empírica y científica: sea la de las conclusiones de la Comisión de la
Verdad y Reconciliación, del cambio climático que está afectando
seriamente nuestra vida en el planeta o de la esencial importancia de la
equidad de género en la construcción de un mundo más justo.
También está presente en las hordas mentecatas que solo saben
vociferar consignas espurias y calumniadoras porque no son capaces
de debatir y razonar.

¿Por qué estamos retrocediendo en vez de avanzar en estos tiempos de


supuestas “sociedades del conocimiento”? Ensayemos algunas
respuestas.

En primer lugar, vivimos en sociedades plagadas de un narcisismo


exacerbado, en las que las personas no pueden tolerar la autoridad
intelectual ni los méritos acumulados del experto. Algunos lo llaman
la arrogancia del que no sabe, pero que –al mismo tiempo– no acepta
que otros sepan.

En segundo lugar, la distancia entre los expertos y el lego es cada vez


es mayor. Varias encuestas en Estados Unidos y Europa muestran que
entre un tercio y la mitad de los adultos no dominan temas básicos
sobre ciencia. Aun así, con esta base endeble, se sienten con derecho a
opinar (¡hasta pontificar!) sobre asuntos complejos que afectan a
todos. Hay también arrogancia entre los que más saben y no están
dispuestos a tomarse el tiempo para enseñar.
En tercer lugar, el dominio de la comunicación y las redes digitales
muchas veces lleva a respuestas reflejo en vez de ponderadas. Como
comentaba Alfredo Bullard hace unos años, “la velocidad de la
comunicación ha reducido nuestro tiempo para pensar” (El Comercio,
6/10/2017). Cada tuit exige respuestas inmediatas y el nuevo
Descartes nos dice “respondo, luego existo”. Asimismo, compartimos
información sin verificar, convirtiéndonos –sin querer queriendo– en
co-conspiradores de las ideas más absurdas.
Finalmente, en cuarto lugar, a pesar de que académicos como Daniel
Bell y Francis Fukuyama declaraban el fin de las ideologías
extremistas, estas parecen más fuertes que nunca. La idea era que el
crecimiento económico producto del capitalismo mundial y las
libertades gracias a la democracia liberal nos llevarían a tal nivel de
bienestar que no surgirían ideologías antisistema. No, pues; así no fue.
Las desigualdades están más pronunciadas que nunca y nuestro
planeta no resiste un crecimiento alimentado por un consumismo
suicida. De una manera u otra se ha vuelto imprescindible un vuelco
drástico de timón, pero cuya dirección despierta pasiones y mata la
reflexión.

¿Es posible revertir estas tendencias? Volviendo a Asimov, lo que


urgentemente necesitamos es crear una cultura de aprobación social
del aprendizaje. Decía él entonces: “cualquier ser humano en
posesión de un cerebro físicamente normal es capaz de aprender
muchísimo y puede resultar sorprendentemente intelectual”. El asunto
actual no es la falta de instrucción: no somos ignorantes. El problema
es la actitud negativa hacia el conocimiento, lo que transforma a
muchos en idiotas.
COLUMNISTAS
/ Opinión

La moral tributaria, por Javier Díaz-


Albertini
“Resulta evidente que el actual Gobierno debe cambiar radicalmente su
‘modus operandi’ si realmente quiere incentivar una mayor moral tributaria”.

"Los sistemas de recaudación en las democracias modernas buscan que el ciudadano


voluntariamente contribuya" (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).

Javier Díaz-Albertini
01/09/2021 05H30

Hace un buen número de años, la Facultad de Comunicación de la


Universidad de Lima me pidió que participara como comentarista
en una serie de exposiciones sobre cómo construían su imagen
algunas de las principales instituciones privadas y públicas. A mí
me tocó opinar sobre la Sunat, cuyos expositores hicieron hincapié
en que querían cambiar su imagen y suavizarla. Deseaban pasar
del típico mensaje de “paga, si no te multo o meto preso” a
expresar las bondades de cumplir con las obligaciones tributarias.
Como muestra, proyectaron varios ‘spots’ televisivos en los cuales
revelaban todo lo positivo que acontecería si las personas pagaran sus
impuestos. Me acuerdo claramente de uno de ellos. Comenzaba con
un aula escolar con todas las carpetas ocupadas, salvo una. Una voz en
‘off’ decía algo como “Pedrito no puede ir a la escuela porque tiene
que trabajar como cobrador de micro. Si todos pagaran sus impuestos,
podría regresar a sus estudios”. En otros ‘spots’ aparecían Teófilo
Cubillas y Julio Granda asegurando que, con el pago de impuestos,
tendríamos más futbolistas y ajedrecistas de talla mundial. Me
pidieron que comentara.
Fui muy sincero y directo. Les dije que los ‘spots’ eran muy bien
intencionados, pero cometían un error garrafal. Enfaticé que la misión
de la Sunat era recaudar impuestos y que no tenía incidencia alguna
en cómo se utilizaban los fondos recolectados. Eso era función del
Gobierno, supuestamente fiscalizado por el Congreso. Rematé
diciéndoles que, en un sistema político plagado por la corrupción e
ineficiencia, resultaba contraproducente vincular al pago de impuestos
con cómo se gastaban. Sigan metiendo miedo, les recomendé.
En la presentación del Gabinete Bellido ante el Congreso se
presentaron varios proyectos y programas nuevos, algunos sociales,
otros de infraestructura. El ministro Pedro Francke señaló, sin
embargo, que para cubrir el gasto adicional de S/18.800 millones, el
Gobierno no iba a “romper la caja fiscal”. Continuó indicando que,
“por lo tanto, solo hay una alternativa, que es conseguir
mejor recaudación tributaria”. Hecho de especial importancia en un
país que tenía una presión tributaria del 16,6% en el 2019, mientras el
promedio en Latinoamérica era del 22,9% y del 33,8% en los países
OCDE (OCDE, 2021).
Hoy en día, reconozco que solo tenía parcialmente razón. Los sistemas
de recaudación en las democracias modernas buscan que el ciudadano
voluntariamente contribuya. Ese es el ideal, pero está lejos de ser
suficiente. De ahí que el costo de no pagar –en términos de sanciones,
como multas y encarcelamiento– debe ser lo suficientemente alto
como para no caer en la tentación de la evasión. Esta estrategia, no
obstante, es muy cara porque requiere de sistemas de seguimiento y
control a millones de contribuyentes.

La coacción, entonces, no es suficiente ni eficiente, debiendo estar


acompañada por un incremento de lo que se llama la “moral
tributaria” (‘tax morale’). El término se refiere al nivel de motivación
intrínseca para cumplir con el pago de tributos. En nuestro país, la
moral tributaria es baja, como se evidencia en el Latinobarómetro del
2016. Solo el 30,2% de los encuestados dijeron que “para nada es
justificable” la evasión de impuestos, mientras que para el resto sí lo
era de una forma u otra.

Varias investigaciones señalan cuáles son los principales aspectos que


afectan la moral tributaria. En términos negativos, el tamaño relativo
de la economía informal, la corrupción extendida y la baja confianza
institucional generan una enorme desafección hacia el Estado, lo que
afecta la recaudación. Estos son asuntos que no pueden resolverse en
el corto plazo. Por el otro lado, aspectos que se asocian positivamente
son actitudes prodemocráticas, la creencia de que la mayoría obedece
las leyes, la transparencia del Gobierno y una clara relación entre el
ingreso y el gasto fiscal. En estos últimos, la actuación del Gobierno
puede jugar un rol central y ser relativamente rápida.

Resulta evidente que el actual Gobierno debe cambiar radicalmente su


‘modus operandi’ si realmente quiere incentivar una mayor moral
tributaria. Quizá los cambios más importantes son la transparencia,
una mayor claridad en sus planes, mostrar en los hechos su vocación y
apuesta democrática y el deslinde inequívoco con los personajes
turbios que rondan el aparato estatal.

COLUMNISTAS
/ Opinión

¿Y cómo la seguimos?, por Javier


Díaz-Albertini
“Es momento de pensar en el futuro del país y cómo nuestro
comportamiento ciudadano será esencial en determinar si construimos o
destruimos”.

(Ilustración: Víctor Aguilar Rua)

Javier Díaz-Albertini
07/07/2021 05H30

Todos tenemos a amigos y familiares que se han alejado o con los


cuales hemos cortado casi todo tipo de comunicación y contacto.
No por la pandemia, sino por la polarización. Provocada por
fobias profundas, muchos han abandonado sus principios más
queridos o posiciones políticas supuestamente afiatadas. Esta
segunda vuelta sui generis forzó a que una mayoría vote por
temor, no por convicciones o esperanzas. Y el miedo –como todo
especialista sabe– lleva al ataque brutal, a la huida despavorida o
a la parálisis.
Bajo estas condiciones, no hemos sido testigos de debates políticos
serios sobre los méritos de los candidatos impuestos por una minoría
de votantes. Más bien se ha tomado de rehén a nuestra democracia
maltrecha. Por un lado, se encuentran las que siempre la han pisoteado
pero que ahora –por ironías del destino– han sufrido un veloz
“makeover” hasta convertirse en sus valientes defensores. Por el otro,
un partido más en el cual pululan hampones, dice promover
una democracia de base, cuando su ideario y planes reflejan más un
“centralismo democrático” de estilo estalinista. Me dirán: pero
siempre ha sido así, hace tiempo que la mayoría vota por el mal
menor. No, no es igual, porque ahora hemos edificado dos males casi
absolutos y solo el tiempo nos dirá qué decisión resultó teniendo la
razón.
Pero ya estando ad portas de la proclamación presidencial, es
momento de pensar en el futuro del país y cómo nuestro
comportamiento ciudadano será esencial en determinar si construimos
o destruimos. En este sentido, me gustaría compartir con ustedes
algunas sugerencias.

En primer lugar, la gran mayoría de los peruanos se identifican con el


centro político, algunos un poco más hacia la derecha, otros a la
izquierda. Debilidades propias de nuestro sistema partidario y
electoral nos llevó a atomizar ese centro y caímos en la trampa de los
extremistas. Tenemos que recuperar la ponderación propia de esta
posición política, no dejarnos llevar por las vendettas políticas
venideras y denunciar a tanto imberbe ignorante que –por hacerse los
interesantes o bacanes– juegan con simbología asociada a la muerte,
dictadura y dolor (antorchas, saludos nazi, cruces, aspas, hoces y
martillos). Debemos presionar para que el centro logre un espacio
propio en el Congreso –donde controla un tercio de los votos– los
cuales serán esenciales para la gobernabilidad democrática.

En segundo lugar, un hecho innegable es que la apuesta por el cambio


une a una gran mayoría. Esto es evidente al observar los resultados
electorales de la primera vuelta, en los cuales se manifestó un
sentimiento generalizado de que la política del “piloto automático”
debía ser descartada. Solo un tercio de los peruanos, por ejemplo, cree
que la Constitución debe quedarse como tal, los demás exigiendo
variados niveles de reformas. Como hemos comentado antes en esta
columna, recién con el susto electoral es que la mayoría de los
exministros de economía comenzaron seriamente a sugerir la
necesidad de redistribuir más y mejorar los servicios de educación y
salud. ¡Ya era hora!
En tercer lugar, aprovechemos el creciente interés por la política.
Hemos estado residiendo en una zona de confort, una suerte de estado
ilusorio que calmaba nuestras ansiedades al pensar que todo seguía
funcionando “a pesar de la política”. Tremendo embuste que nos
insensibilizó ante tanto robo, injusticia, colusión y obstrucción. La
energía social que hemos invertido en defender a dos candidatos
nefastos debería ahora alimentar a una ciudadanía activa que vigila y
consensúa.

En cuarto lugar, repensemos cómo nos estamos comunicando,


exijamos protocolos de respeto y veracidad en los medios masivos y
las redes sociales. Es imposible construir juntos si las fuerzas de
encono y desinformación siguen funcionando con total impunidad. Ya
se están tomando acciones en diversas partes del mundo. Solo basta
mirar las restricciones que Facebook y Twitter impusieron a Trump,
aun cuando era “el hombre más poderoso del mundo”. Considero
estos medios como análogos al espacio público, es decir, lugares de
transparencia –contenciosos– pero de diálogo. Guardemos las
diatribas para nuestros monólogos frente al espejo o –si nos soportan–
nuestros círculos privados.

COLUMNISTAS
/ Opinión

Una democracia gamonal, por Javier


Díaz-Albertini
“En muchas democracias actuales se están limitando los derechos políticos a
minorías, inmigrantes y pobres”.
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Javier Díaz-Albertini
23/06/2021 05H30

El origen de la democracia moderna estuvo bien lejos de sufragios


universales o derechos ampliamente reconocidos. Más bien, surgió
como un contrato social entre élites burguesas y terratenientes
que les permitió consensuar formas de gobierno una vez
desplazada la monarquía absoluta. Era común, por ejemplo, ser
demócrata y tener esclavos, esposas privadas de vida pública,
habitar entre pobres sin derechos e inmigrantes marginados. Por
ejemplo, en Estados Unidos la ciudadanía plena solo era gozada
por hombres blancos, de origen anglosajón y con patrimonio. En
las primeras elecciones de 1787, solo el 11% de los adultos
emitieron un voto. En el Reino Unido, menos del 10% de la
población adulta masculina votaba a principios del siglo XIX.
La justificación principal para discriminar a amplios sectores de la
población eran varias, pero destacaba la supuesta incapacidad de los
excluidos para decidir sobre asuntos públicos. Sea por racismo,
sexismo, etnocentrismo, clasismo o xenofobia, eran postergados
porque se afirmaba que no tenían las competencias racionales,
reflexivas o éticas necesarias para ejercer la ciudadanía política. Esto
mantuvo el poder “democrático” bajo el control de una minoría.

El Perú no fue ajeno a esta originaria exclusión. Recién a mediados


del siglo XX es que un poco más de la mitad podía ejercer el voto,
porcentaje logrado gracias a la inclusión electoral en 1955 de las
mujeres mayores de 21 años que sabían leer y escribir. Con
la Constitución de 1979 se eliminó la última y gran barrera hacia el
sufragio universal al abolir el requisito del alfabetismo. No es posible
entender la magnitud de esta medida sin percatar que, en esos
momentos, el 20% de los pobladores mayores de 15 años no sabían
leer, llegando al 40% en zonas rurales (55% de las mujeres). Como ha
planteado Sinesio López, este impedimento constituía la principal
forma de exclusión de “derecho” de los peruanos pobres, rurales e
indígenas durante buena parte de nuestra vida independiente.
La extensión del voto es importante, pero es solo simbólico si no está
acompañada de otros mecanismos de inclusión a la vida política
nacional. En el 2006, el Programa de Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD) publicó un ambicioso estudio sobre la democracia
peruana. Una de sus principales conclusiones era que nuestra
democracia, cito: “…es “de arriba”, que avanza aún muy lentamente
hacia los pueblos alejados o hacia los pobladores marginales –solo
geográficamente cercanos– de las ciudades” (PNUD, 2006, p. 90). El
informe sentenciaba: la democracia es un bien superior que solo es
vivida y ejercida por una minoría de medianos a altos ingresos, alto
nivel de educación y buena calidad de vida.

En los últimos años vemos con preocupación como en muchas partes


del mundo la ampliación de la ciudadanía electoral no solo se está
frenando sino retrocediendo. En muchas democracias actuales se están
limitando los derechos políticos a minorías, inmigrantes y pobres. Y
una de las principales formas es recortando sus derechos electorales.

Las formas de hacerlo son múltiples. En EE.UU., el


expresidente Donald Trump intentó que fuera anulado el voto de
amplios sectores en seis estados que perdió ante Joe Biden. Planteó 62
demandas judiciales, perdiendo todas menos una de menor
consecuencia. Casi siempre, las observaciones eran a jurisdicciones
con fuerte presencia de votantes de minoría. Ahora, pensando en
futuras elecciones, en la mayoría de los estados se han introducido
legislación que restringe las formas más comunes de voto de las
minorías (por correo o anticipada).
Hace quince años, en un memorándum confidencial, Citigroup
celebraba la creciente concentración de riqueza en lo que denominó
las “plutonomías”. Advertía, sin embargo, que la continua
acumulación corría peligro porque en la democracia “cada persona
tiene un voto”. Y esas mayorías, en forma creciente, están exigiendo
una mejor distribución de la riqueza.

Nuestro país está pasando por uno de esos momentos críticos en los
cuales optamos por garantizar la plena participación o la recortamos.
Se está intentando desvalorizar el voto rural a pesar de las escasas
pruebas de actos indebidos e irregularidades. A falta de evidencia se
está apelando a sentimientos gamonales aún latentes, a pesar de que
nuestro país dejó –hace una buena cantidad de tiempo– de ser señorial.

COLUMNISTAS
/ Opinión

Se fueron de manos, por Javier Díaz-


Albertini
“En el fondo, ¿a los peruanos nos gusta la ‘mano dura’? La respuesta es
categórica e inequívoca: sí, pero no”.

"Debe quedar totalmente claro que mano dura sin institucionalidad democrática es solo
un pretexto para justificar el autoritarismo y la dictadura".(Ilustración: Víctor Aguilar)

Javier Díaz-Albertini
03/02/2021 05H30

No sé qué ha pasado últimamente con nuestros políticos, pero


parece que todos se han ido de manos.
Comenzó hace dos meses cuando nuestro presidente afirmó que
no le “tiembla la mano” sea cuando escribe, acaricia o golpea.
Luego anunció Keiko Fujimori (25/1/21) que el plan de gobierno
de Fuerza Popular se resumía en dos palabras: “mano dura”. Y
hace pocos días un candidato por APP, Roberto Chiabra, explicó
que su agrupación prefiere aplicar “mano firme” porque –a
diferencia de la dura– no es “excesiva” (El Comercio, 30/1/20).
Tanto manoseo ha llevado a múltiples comentarios en los medios y
quisiera no quedarme atrás.
Creo que el politólogo Carlos Meléndez (El Comercio, 29/1/21) tiene
razón cuando señala que esta fijación con la disciplina tiene que ver
con la severidad de las estrategias sanitarias y la creciente
desesperación de la ciudadanía ante medidas que parecen no
funcionar. Él cree, sin embargo, que –en estos momentos– la
oferta autoritaria por parte de algunos políticos no va a funcionar
porque la ciudadanía ha saboreado el gusto de lo libertario. De nuevo
considero que tiene razón, pero… en el corto plazo.
En el fondo, ¿a los peruanos nos gusta la ‘mano dura’? La respuesta
es categórica e inequívoca: sí, pero no. ¿Cómo así? Me hace acordar
cómo –hacia el final del régimen de Alberto Fujimori– preguntaban
en las encuestas qué era lo que más y menos le gustaba del entonces
mandatario. Lo que más gustaba era su ‘mano dura’, el poner orden.
Sin embargo, lo que menos gustaba era su autoritarismo. Estas
reacciones –aparentemente contradictorias– responden a diversas
vivencias en nuestra cultura nacional.
Una primera nos lleva a transitar por el camino de la socialización
familiar. Un estudio reciente encontró que el 80% de niños, niñas y
adolescentes habían sido testigos de castigos físicos y humillantes
(Save the Children, 2019). Igualmente, en una encuesta sobre
relaciones sociales (Enares 2015–INEI), el 60% de niños y el 65% de
adolescentes habían sufrido castigo físico. Además, cerca del 30% de
los adultos estaba de acuerdo con este tipo de disciplina.

La violencia física, por desgracia, sigue normalizada. Es la mano dura


que no solo es severidad y estrictez, sino un delito continuamente
cometido contra menores. Estudios muestran que madres y padres
abusivos tienden a criar hijos inseguros, con baja autoestima y
dificultades en su trato con figuras de poder. No ‘endereza’ o enseña a
enfrentar la vida, sino que castra porque la norma no es internalizada
sino impuesta. Por eso resulta inaceptable y hasta repulsivo que Keiko
Fujimori asocie la mano dura con una buena maternidad.
Una segunda vivencia está relacionada con la ‘relativización’ de la
norma. Cuando muchos peruanos piden mano dura no están pensando
en ellos, sino en los demás. ¿Cuántos de nuestros compatriotas
estarían dispuestos a vivir en un sistema en el cual las leyes y reglas
fueran inquebrantables? No, preferimos uno en el cual las normas se
cumplen de acuerdo a nuestros intereses. Para muchos, la mano firme
deseada se expresa en el dicho: “a mis amigos todos, a mis enemigos
el peso de la ley”.
Por eso, debe quedar totalmente claro que mano dura sin
institucionalidad democrática es solo un pretexto para justificar
el autoritarismo y la dictadura. Sí, nuestro Estado debe ser firme,
tener capacidad sancionadora y coercitiva, pero siempre con justicia.
La mano no debe temblar cuando se aplica lo justo y ello solo se logra
–no por la decisión unilateral de una gobernante– sino por un sistema
de reglas democráticamente decidido (el contrato social).
Cuidado, entonces, con los candidatos que recetan mano dura. Si
miran bien, muchos de ellos son justo los que han debilitado la
institucionalidad: dinamitando la separación de poderes, saboteando la
constitucionalidad, permitiendo y alentando la corrupción, blindando a
sus allegados delincuentes, contratando a familiares e ineptos,
legislando a nombre propio y subyugando la autonomía de organismos
de control. Una vez elegida, resulta muy difícil controlar estas
autoridades por la misma debilidad institucional. Y como todo mago y
político inescrupuloso sabe, “la mano es más rápida que la vista”.
COLUMNISTAS
/ Opinión

Quien no llora no mama, por Javier


Díaz-Albertini
“Una parte esencial de la acción política consiste en hacerse notar”.

(Ilustración: Víctor Aguilar)

Javier Díaz-Albertini
06/01/2021 05H30

Los últimos meses han estado marcados por un auge en las


actividades de protesta que han tenido disímil recepción por parte
de la población, los líderes de opinión y los medios masivos. Pero
las principales –en respuesta a la vacancia presidencial y a la Ley
de Promoción Agraria– tienen en común un hecho central en la
política: las reivindicaciones y las demandas políticas solo pueden
ser atendidas si previamente son conocidas. En otras palabras, los
actores políticos deben ser primero reconocidos como tales para
después ser (o no) atendidos. En buen criollo, el que no llora no
mama.
Este es un hecho ineludible. Una parte esencial de la acción política
consiste en hacerse notar. ¿Por quién? Bueno, en primer lugar, por la
ciudadanía en búsqueda de apoyo o simpatía. Es lo que se denomina
“sensibilización” y “concientización”, en el sentido de lograr que las
preocupaciones de un sector logren ser percibidas y apreciadas como
importantes por los demás. Por ejemplo, las activistas a favor de los
derechos de la mujer han conseguido ubicar la violencia contra estas
en la agenda política y mediática. Antes, los problemas intrafamiliares
eran tratados bajo el principio de que los “trapitos sucios se lavan en
casa”. Es decir, se invisibilizaba el problema.

En segundo lugar, debe ser advertida por las autoridades y


funcionarios que tienen capacidades (atribuciones y poder) para actuar
sobre las demandas presentadas. Para ello existen varios mecanismos
que oscilan desde la incorporación de la problemática en los
programas de los partidos políticos hasta su concreción en propuestas
legislativas. Para ello existen partidos, grupos de presión o de cabildeo
(‘lobbying’) que mantienen vivos y hacen seguimiento a los intereses.

Una contribución importante de la teoría de “movilización de


recursos” al estudiar los movimientos sociales es que postula que parte
del éxito de la acción política depende del acceso a recursos
estratégicos y su eficiente gestión. ¿De qué recursos estamos
hablando? Están los económicos, para mantener a la organización,
contar con personal y expertos, hacer propaganda, desplazarse, entre
otros. Los de movilización consisten en la capacidad de convocatoria
y compromiso de recursos humanos para petitorios, marchas, boicots,
toma de locales, bloqueos. Los simbólicos, que permiten identificar a
la organización, sus militantes y simpatizantes: lemas, himnos,
colores, estandartes, efemérides, mártires, sagas, etc. Finalmente, los
organizativos, ideológicos y programáticos son esenciales para
gestionar el movimiento, compartir visiones del mundo y justificar la
acción.
El manejo de recursos cobra fundamental importancia cuando la razón
de ser de la demanda política es poco conocida. Por ejemplo, antes de
las protestas por la Ley de Promoción Agraria, un contundente 75% de
la población manifestó no estar informado sobre su existencia (Ipsos,
12/2020).

Como en cualquier otro aspecto de la vida social, los recursos para la


acción política están distribuidos desigual y diferencialmente. Los
sectores altos tienden a poseer una cantidad desproporcional de
recursos económicos. Esto se nota –en el caso examinado– en el
despliegue propagandístico en los principales diarios y medios
televisivos. En solo dos días, por ejemplo, cuatro asociaciones
empresariales agrícolas publicaron sendos comunicados a toda página
en este Diario advirtiendo sobre los peligros detrás de la derogación
de la mencionada ley.

Los sectores medios y bajos, en cambio, cuentan más con recursos de


movilización. En vez de aparecer en los medios gracias al poder del
dinero, lo hacen porque están en las calles. Así es como se incide en la
opinión pública y las autoridades. Toda constitución democrática
reconoce este recurso y lo plasma como un derecho de todo
ciudadano.

En el uso de los recursos políticos se cometen excesos, pero no –como


opinan algunos– solo por el lado de la movilización y protesta. Hemos
sido testigos del mal uso de fondos en el financiamiento de partidos y
cómo luego se concreta en leyes subrepticias que benefician al
aportante. De ahí que, igual que se le pide al Estado mejor manejo de
la protesta, se debe exigir mayor control en el ‘lobbying’, el
financiamiento de partidos, la declaración jurada de intereses de las
autoridades y funcionarios, entre otras medidas que favorezcan la
transparencia en el juego democrático.

COLUMNISTAS
/ Opinión
Están en la calle, por Javier Díaz
Albertini
“La pandemia y las recientes manifestaciones democráticas nos están
llevando a recuperar estos espacios”.

"Un tema recurrente en esta columna ha sido resaltar la importancia del espacio público
en la vida de las ciudades". (Ilustración: Víctor Aguilar)

Javier Díaz-Albertini
25/11/2020 05H30

Un tema recurrente en esta columna ha sido resaltar la


importancia del espacio público en la vida de las ciudades. Su
accesibilidad y uso son algunos de los principales indicadores de la
salud de la democracia y la participación ciudadanía.
La pandemia y las recientes manifestaciones democráticas nos están
llevando a recuperar estos espacios. En los últimos tiempos, como
parte del predominio del mercado en la planificación de lo urbano, se
ha destacado el valor comercial de la urbe sobre el valor de uso (bien
común). Basta ver lo que hemos hecho con la Costa Verde para darnos
cuenta de que se ha privilegiado intereses particulares y ahora tenemos
menos playa y paisajes naturales para los habitantes de nuestra
megaciudad. Como escribió alguna vez el geógrafo Jörg Plöger, Lima
es ahora una “ciudad de jaulas”.

Nos tuvo que caer encima una pandemia para que muchos limeños
comenzaran a apreciar más las veredas, calles, parques y plazas. Los
iniciales meses de estricta restricción del tráfico vehicular nos hizo dar
una segunda mirada a esa bicicleta olvidada. Salimos a pasear a la
calle como no había ocurrido en años, época dominada por el
‘shopping’ y el mall. Es triste admitirlo, pero antes del COVID-19, al
ser preguntados sobre qué actividades habían realizado durante los
últimos 12 meses, los limeños señalaron que la principal fue la visita a
centros comerciales (Lima Cómo Vamos, 2019).
Asimismo, en los últimos días, las calles también cobraron vigor
gracias a cientos de miles de manifestantes que salieron para defender
nuestra institucionalidad democrática. Y en la mayoría de los casos y
momentos, se hizo como una gran fiesta celebratoria del poder
popular. Las fotos y los videos lo muestran: la música, los disfraces,
los bailes, el humor en los carteles y memes, una alegría combativa
que marcaba distancia con las marchas sombrías de tiempos pasados
en las cuales se repetían las consignas acordadas por los comisarios
políticos del partido o federación.

Además, parecían restregarnos en la cara –a todos los mayores de 40


años– que no eran zombis dominados por el smartphone o la
computadora. Saben de política y están al tanto, en una forma más
completa y saludable que aquellos que forman su opinión sobre la
base de lo que dicen los Rey, Barba, Ortiz o Butters. O en los políticos
que consideran que, por tener los micrófonos de la TV y la radio,
controlan la información y pueden mentir. Como si no existieran las
redes sociales. Son ellos los que, figurativamente, “están en la calle”.

Los que están presencialmente en la calle desde hace varios años son
los jóvenes, porque las presentes marchas son la culminación de
muchas jornadas recientes, sea contra leyes ‘pulpines’, ‘repartijas’,
‘noakeiko’, ‘niunamenos’, reposición de fiscales Lava Jato, entre las
más importantes.

Hace un buen número de años, el politólogo Robert Putnam (1993)


realizó una investigación sobre participación política en Italia. Una de
sus principales conclusiones es que la democracia funciona mejor en
aquellas sociedades con alto nivel de asociatividad horizontal. Es
decir, cuanto más vinculados se encuentran los ciudadanos, mayor es
su compromiso cívico (‘civic engagement’). Es así porque son
personas que han aprendido a tratar a los demás y en el camino han
cultivado los valores del diálogo, consenso y tolerancia. Putnam
consideraba que estas cualidades y capacidades podían –cuando
necesario– transferirse al plano político y facilitar los procesos de
participación.
Eso sucedió entre los jóvenes. Los fans del K-pop, los tiktokeros,
‘gamers’, ‘influencers’, universitarios, brigadistas, entre muchos otros,
derivaron esa enorme energía social de sus redes hacia las marchas.

Cuando yo era más joven, era importante “tener calle”. Con el tiempo,
ante la importancia de la educación formal, fue perdiendo prestigio
como fuente de sabiduría y empezamos a considerar que los que
“estaban en la calle” eran los que menos sabían. Pero los hechos de las
últimas semanas nos han demostrado –una vez más– que la
democracia se construye en la vía pública. No obstante, se consolida
en organizaciones políticas, algo que aún adolecemos y que seguro
será tema de columnas en el futuro.

COLUMNISTAS
/ Opinión

Carroñeros, por Javier Díaz-Albertini


“Nos toca ahora vigilar como nunca porque pronto veremos la podredumbre
que había detrás del golpe congresal”.

“Rápidamente se olvidaron del mandato que les dio el pueblo para mejorar las reglas de
juego electoral y entraron a la irresponsable práctica del clientelismo y el
obstruccionismo”. (Ilustración: Giovanni Tazza). / Giovanni Tazza

Javier Díaz-Albertini
11/11/2020 05H33

Desde hace un buen tiempo, nuestra democracia es un cadáver. Pero


de los posmodernos, aquellos que siguen caminando sin mayor rumbo.
Digamos, una democracia ‘walking dead’. Pensábamos que seguiría
andando de forma renga hasta el bicentenario y que, recién entonces,
cobraría algo más de vida, con las nuevas –aunque limitadas–
esperanzas que siempre traen las elecciones. Este destino precario,
pero claro, era conducido por nuestro presidente, cuya vida política
también padecía del mismo mal que la democracia. Sin partido
político y sin elecciones por disputar en el horizonte, no despertaba las
susceptibilidades y desconfianza de los políticos vivos y coleando.

Vizcarra era un caminante lánguido. Sin embargo, aún mantenía alta


simpatías por parte de los ciudadanos porque –en comparación con
muchos de los que habitan la jungla política– parecía más cercano y
potable. Después de todo, nos sacó de encima a
un Congreso impresentable que –con dignas excepciones– estaba
conformado por ladrones, mentirosos, acosadores, misóginos, ociosos,
ayayeros, falsos cristianos y supuestos profetas. Esta clausura nos dio
varios meses de tranquilidad política, al mismo tiempo que los fiscales
y jueces metían tras las rejas a los que se beneficiaron de la corrupción
colosal de Lava Jato y anexos. Muchas de las voces discordantes con
el cierre del Congreso eran las de los saboteadores de siempre, los
que han confundido libre mercado con libertinaje trasquilador de
erarios, usuarios, consumidores y ciudadanos.

No se esperaba mucho de él, sea por el escaso tiempo que le quedaba


como mandatario, por el poco apoyo que tenía de la clase política o
porque tampoco proyectaba la imagen de un líder con propuestas
osadas que nos sacaría de los embrollos en los que se encuentra el
país. De semblanza y actuación modosita, pero no cojuda, nos hacía
recordar a ese tío bonachón –hermano de mamá– sin sentido del
humor, con permanentes lapiceros en el bolsillo de su camisa y que,
cuando nos visitaba, traía un postre que a nadie le gustaba.

A diferencia de ciertos comentaristas –incluyendo algunos de este


Diario– no creo que podemos echarle la culpa a Vizcarra por la
calidad del nuevo Parlamento. Intentó que todas las fuerzas
participantes tuvieran como norte culminar la reforma judicial y
electoral. ¡Y vaya que todas juraron que lo harían! Hay que reconocer,
no obstante, que el proceso electoral tuvo varios defectos de fábrica,
incluyendo que las agrupaciones no tuvieran que superar la valla para
el 2021.
La pandemia envalentonó a varias agrupaciones y congresistas con
enormes ambiciones, escasos méritos y formidables fantasmas en el
pasado. Rápidamente se olvidaron del mandato que les dio el pueblo
para mejorar las reglas de juego electoral y entraron a la irresponsable
práctica del clientelismo y el obstruccionismo. El Legislativo, en lugar
de congraciarse con el pueblo mediante un trabajo concertado que
permitiese combatir la emergencia sanitaria y la crisis económica más
seria de nuestra historia, se dedicó a anotarse porotos con medidas
fiscales poco efectivas y harto populistas.

Un carroñero se distingue por alimentarse de los restos de cadáveres


de animales que no ha cazado. Nuestra democracia no está en peligro
de muerte por lo sucedido hace dos noches en el Congreso. Ya estaba
en una agonía prolongada, debilitada por los múltiples embates de 20
años que explosionaron en el último quinquenio. Lo que han hecho los
Merinos, Alarcones, Humalas y Chehades es arrasar con lo poco que
quedaba del cadáver, especialmente con respecto a la división de
poderes y al imprescindible control y balance. ¿Estoy especulando?
¿Debemos darles una oportunidad? No creo, he revisado sus
‘curriculums vitae’.

Nuestra defensa principal debe ser a la institucionalidad democrática y


a atender la urgencia sanitaria y económica. La vacancia de hace dos
noches no respondió a ninguna de las dos. Martín
Vizcarra enfrentaría los casos en nueve meses y las acciones contra la
pandemia han llevado a una reducción sostenida del promedio de
casos en los últimos dos meses. ¿Por qué interrumpir su mandato?
Nos toca ahora vigilar como nunca porque pronto veremos la
podredumbre que había detrás del golpe congresal. Debemos ser
ciudadanos vallejianos, rodear a nuestra democracia, protegiéndola,
con la esperanza de volver a echarla a andar.

COLUMNISTAS
/ Opinión

La insoportable levedad del debe ser,


por Javier Díaz Albertini
“Dejemos de admirar a tanto vivo que ‘sabe hacerla’ y rescatemos a los
verdaderos héroes”.
"¿Y la ciudadanía? Seamos plenamente conscientes de que tenemos iniciativa
ciudadana". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini
30/09/2020 05H30

Parafraseo a Milan Kundera porque me parece curiosa la


expresión “el peso de la ley”. Sabemos que la carga por no
cumplir con el “debe ser” es mayor en algunas sociedades que en
otras. Pero es algo difícil de medir porque no existe un sistema
internacional –como el métrico– que nos permita calibrar cuánto
gravita la norma en una sociedad. Si existiera podríamos
considerar a los sistemas legales al igual que las categorías
del box y clasificarlos como de peso mosca, pluma, wélter,
mediano o pesado. Así tendríamos una idea más clara de cuánta
carga deberán soportar aquellos que les cae una ley encima. Creo,
sin embargo, que la mayoría en el Perú considera que nuestras
normas sufren de una insoportable levedad.
¿A qué se debe? A pesar de ser un tema complejo, creo que nuestra
difícil relación con las normas se explica sobre la base de factores
culturales, estructurales y sociopolíticos.

Empecemos con los que muchos denominan nuestra “cultura de


transgresión” (“todo vale”) que normaliza no respetar las normas. Lo
hace desde el presidente que contrata subrepticiamente, hasta el fulano
que me cruzo todos los días que se mata de risa porque tiene su
mascarilla en la mano. Son las grandes empresas coludidas, pero
también el puesto de Polvos Azules que vende pirata, bamba y
contrabando. Son los intelectuales que saludan este desmadre en
nombre de la libertad del mercado o la revolución. Peor aún,
admiramos al vivo y denigramos al que respeta las normas (quedado,
pavo, zonzo, cojudo). Pululan entre nosotros tantos criollos que
debemos cuidar permanentemente nuestras espaldas. ¡Oh, sorpresa!
Estamos entre los cuatro países más desconfiados del mundo en la
más reciente Encuesta Mundial de Valores.
Sigamos con el problema estructural: la debilidad de nuestras
instituciones. Estas son las encargadas de velar, monitorear y
sancionar el cumplimiento del ordenamiento legal. Sin embargo, en la
historia nacional, los grupos de poder siempre han querido
instituciones raquíticas para practicar “hecha la ley, hecha la trampa”.
Si añadimos a esto tres décadas de “simplificación administrativa”
neoliberal, terminamos con instancias con poco presupuesto, sin
mayor cobertura nacional, gestionadas por cuadros con escasa
capacitación y alto grado de corrupción.

Finalmente, nos topamos con las razones sociopolíticas y la principal


es nuestra débil ciudadanía. Nos cuesta trabajo vernos como sujetos de
derechos y deberes. Es por eso que muchos prefieren autoridades que
“roban, pero hacen obras”. Estamos dispuestos a recibir migajas y
sentirnos agradecidos, razón por la cual el clientelismo y el populismo
predominan en nuestra política.

Estos rasgos culturales, estructurales y ciudadanos se retroalimentan y


generan la sensación de que no tenemos solución. Y es ahí cuando el
fatalismo nos lleva a la más triste y miserable sentencia: “así somos
los peruanos”. Pero como he insistido en otras columnas, esto no es
cierto. En muchos momentos y lugares respetamos las normas y
sabemos bien el peso que tienen. Son los micro-órdenes que dan
estabilidad a nuestras vidas: la familia, la universidad, el centro
comercial, la empresa, el barrio y los amigos. El gran reto es llevar
este peso al macro-nivel.

Para hacerlo debemos modificar cultura, estructura y


ampliar/fortalecer a la ciudadanía. Dejemos de admirar a tanto vivo
que “sabe hacerla” y rescatemos –como hemos hecho durante la
pandemia– a los verdaderos héroes: aquellos que se sacrifican por los
demás. No demos marcha atrás en el fortalecimiento de nuestras
instituciones, pensemos en cuanto orgullo sentimos cuando vimos a
la Sunedu cerrar centros estafadores o a la fiscalía denunciar a tanto
sinvergüenza. Impidamos que la crisis sanitaria y política sean
utilizadas para los que quieren dar marcha atrás y regresar a la
impunidad.
¿Y la ciudadanía? Seamos plenamente conscientes de que tenemos
iniciativa ciudadana, sino hubieran sido imposible algunas de las
gestas democráticas más importantes en los últimos diez años.
Algunas veces en defensa de la institucionalidad, otras contra el
autoritarismo y muchas más a favor de los derechos ciudadanos. En
cada una de ellas se exigía que se aplicara el peso de la ley porque es
lo que garantiza la igualdad prometida por la democracia. Nos falta
cuajar esta energía en organizaciones y esfuerzos sostenidos.

COLUMNISTAS
/ Opinión

Las chicas solo quieren divertirse, por


Javier Díaz Albertini
“Creo que la mayoría de los jóvenes de nuestra ciudad está protegiendo a su
familia, comunidad y a sí mismo”.

"El placer que proviene del consumir es casi siempre egoísta y de corto plazo".
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini
02/09/2020 05H30

Es el título de la canción más popular de Cyndi Lauper, estrella pop


de los años 80. Se ha convertido en un himno feminista ya que –en
forma lúdica– proclama el derecho de la mujer a hacer su propia vida,
librándose de la posesión y el control masculino. Pero también es un
cántico al hedonismo tan característico –por ser extendido– de la
sociedad posmoderna.

Pensaba en esta canción mientras observaba un video que se ha hecho


viral. Un grupo de mujeres jóvenes bailando encima de nichos durante
el entierro de una de las fallecidas en la tragedia de la discoteca de Los
Olivos. Un baile entre desafiante y patético, vital y mortuorio, alegre y
macabro. Pero en el fondo, una danza que establecía que el placer está
sobre todas las cosas y fue así, bajo este principio, que la amiga
difunta se despidió del mundo.
La canción de Lauper nos confirmaba que habíamos entrado
plenamente a una era marcada por el hedonismo. La búsqueda del
placer como fin último es una predisposición poderosa en los últimos
años. Se busca escapar de todo tipo de sufrimiento a como dé lugar y
ello incluye, evidentemente, las imposiciones surgidas en la lucha
contra el COVID-19.

No hago hincapié en el hedonismo como crítica cucufata, sino como


hecho sociológico. Hace muchos años, Gonzalo Portocarrero nos
hizo recordar que una característica de la modernidad es la huida del
dolor. En cambio, en las sociedades tradicionales, el sufrimiento era
una parte inseparable de la vida –si no dolía es que estabas muerto– y
se considerada que la carne debía ser persistentemente castigada por
un dios que quería comprobar nuestra fe (mismo Job). Hoy en día,
ante cualquier señal de sufrimiento, acudimos a la tarjeta de crédito, el
analgésico, las drogas, al baile desenfrenado y el consumo. Como
señalaba el también sociólogo Zygmunt Bauman, es un ajetreo
permanente para olvidar lo que más tememos: la muerte.

Sin embargo, tomo prestada la distinción que hace Michel Onfray, al


afirmar que el hedonismo que predomina en nuestros tiempos es el de
la propiedad, es decir, el de “tener”, que es alimentado por el
consumismo característico de la era actual. Es muy diferente al
hedonismo del “ser” que invita sacar disfrute del mismo hecho de
vivir y tratar de hacerlo de la mejor forma posible, acompañado de
quienes queremos y nos quieren. Eso sí, siempre respetando los
derechos al disfrute de los demás.

El hedonismo de “tener” nunca llega a ser plenamente satisfactorio.


Genera un permanente anhelo porque el placer proviene del consumo
mismo, acto que por definición siempre será fugaz y limitado.
Vivimos en sociedades en las cuales la cotidianidad para muchos es
altamente insatisfactoria (las malas condiciones de vida, un trabajo
rutinario callejón sin salida, las agresiones gratuitas, la sensación de
un presente continuo). Por eso se ansía el tiempo libre, ese poco ocio,
para disfrutar algo en medio de vidas tan grises. A pesar de que ello
implique poner en riesgo a la salud, la economía familiar o la vida
misma. Se prefiere no pensar en ello y seguir adelante.

Dicho esto, quería hacer hincapié en dos asuntos.


En primer lugar, el placer que proviene del consumir es casi siempre
egoísta y de corto plazo. Antepone la satisfacción inmediata e
individual a las necesidades sociales y el bien común. Es por ello que
actualmente nos resulta tan difícil enfrentar problemas cuyas
soluciones pasan por sacrificar parte del consumo, fomentar la
moderación y promover la solidaridad y empatía. Es preocupante que
sea así, inclusive cuando de estas prácticas dependa nuestra propia
existencia como especie en este planeta.

En segundo lugar, a pesar del tono pesimista de esta opinión, creo que
la mayoría de los jóvenes de nuestra ciudad está protegiendo a su
familia, comunidad y a sí mismo. Nuestra provincia tiene a más de 2,2
millones de ciudadanos entre los 15 y 29 años (Censo 2017) y no los
veo en fiestas, partidos de fulbito o libando chelas en bares y calles.
Es necesario que como sociedad reforcemos esta férrea determinación
y no solo limitarnos a hacer llamadas a la represión.

COLUMNISTAS
/ Opinión

No quiero, no puedo, no sé, por Javier


Díaz-Albertini
“El mensaje es claro: está en mis manos (y no en las de otros) combatir al
virus”.

“¿Qué estrategias de contención son necesarias y posibles en un universo de


informalidad tan variado y que entrecruza a todos los sectores sociales?”. (Ilustración:
Giovanni Tazza). / Giovanni Tazza
Javier Díaz-Albertini
19/08/2020 05H30

La mayoría de los analistas considera que nuestro mal desempeño en


el control de la pandemia ha sido el resultado combinado de tres
factores. Primero, la baja calidad de nuestras instituciones, sean
públicas o privadas, que no ha permitido diseñar y ejecutar las
medidas más apropiadas y oportunas. Segundo, los largos años de
inatención de los principales derechos sociales, especialmente la salud
y la educación, han llevado a combatir una epidemia con poca
infraestructura, menos equipamiento y escasez de recursos humanos.
Tercero, la falta de cumplimiento de la norma por parte de un sector
importante de la ciudadanía, lo que ha afectado la capacidad de
contención del virus. Me gustaría tratar esta última.
No es noticia que los peruanos tengamos serios problemas para
obedecer las leyes, en todas sus formas y niveles. Son múltiples las
encuestas y estudios en los que se nos pregunta si cumplimos con las
normas e, invariablemente, cerca del 90% responde que “poco o
nada”. Y no crean que nos sentimos contentos con tanta viveza criolla
ya que, en esos mismos estudios, la gran mayoría considera que la
falta de respeto a la ley es una de las características que impiden que
alcancemos la ansiada modernidad.

Pero, ¿por qué ocurre este incumplimiento? Cuando nos encuestan,


normalmente damos tres razones. No cumplimos por la falta de
sanción (argumento “ley y orden”), la falta de recursos (argumento
“supervivencia”) o la falta de conocimiento (argumento “ignorancia
de la ley”). Es decir, vivimos entre los que no quieren, los que no
pueden y los que no saben cumplir.

El peso que le damos a estas razones varía de acuerdo al nivel


socioeconómico (NSE). En una investigación que realicé hace unos
años, los NSE A y B tendían a respaldar la falta de “ley y orden” y
exigían mano dura. Ello se reflejaba en la posición que tenían hacia
los “informales”, especialmente los ambulantes. Mientras que los
integrantes de los NSE D y E respaldaban con mayor frecuencia los
argumentos de la supervivencia o el desconocimiento de la ley.
Resultaba común escucharlos decir que infringir un poco la norma es
“mejor que robar”, y también se oía el “déjenme trabajar”.

Es crucial reconocer estas distinciones, especialmente al momento de


diseñar estrategias que buscan un estricto acatamiento de la norma,
como ocurre con las medidas para frenar el avance del COVID-19.
Por ejemplo, la represión y las sanciones son necesarias,
especialmente en el caso de los que “no quieren respetar” las normas y
continúan sin mascarillas u organizando reuniones sociales. Pero estas
medidas están lejos de ser suficientes ante una población que trabaja
en la informalidad y que lleva décadas en lo que Francisco Durand
llama “el claroscuro entre la legalidad e ilegalidad”. Es decir, se ha
normalizado que operen muchas veces ignorando medidas de
seguridad (sean sanitarias o de otras índoles).

En estos casos, hay que hilar fino; algo difícil en medio de una
emergencia, pero impostergable. Para lograr lo “fino”, por ejemplo,
tenemos que deconstruir la misma informalidad; un término que sirve
más para confundir y discriminar. ¿Qué estrategias de contención son
necesarias y posibles en un universo de informalidad tan variado y que
entrecruza a todos los sectores sociales?

Finalmente, desde hace mucho tiempo somos una sociedad


fragmentada, con una sociedad civil debilitada, lo que obstaculiza una
presión ciudadana concertada en torno al bien común.

Por estas dificultades, es evidente que, a corto plazo, resulta esencial


trabajar la responsabilidad individual y ciudadana. Ello implica atacar
el desconocimiento como razón detrás del incumplimiento y promover
el autocuidado. Primero, colocando a cada uno como la persona más
segura y confiable en la lucha contra la pandemia. El mensaje es
claro: está en mis manos (y no en las de otros) combatir al virus. Y de
ahí, un segundo paso, como ciudadanos: exigir que los demás –y
especialmente las autoridades– nos apoyen en la tarea de cuidarnos a
nosotros mismos porque, si todos lo hacemos, estaremos protegiendo
a los demás.
COLUMNISTAS

Indolencia populista y de otras


variedades, por javier Díaz-Albertini
“Estamos ante un momento propicio para sanar también nuestra dañada
identidad nacional”.
"Fortalecer identidades colectivas es un reto en tiempos marcados por un personalismo
exacerbado que privilegia el beneficio y el placer individual".

Javier Díaz-Albertini
18/03/2020 05H30 - ACTUALIZADO A 18/03/2020 06H09

Hace solo cinco días, el primer ministro británico Boris Johnson


señaló: “Quiero ser honesto con el pueblo británico: muchas familias
[...] perderán a sus seres queridos prematuramente”. Sin embargo,
hasta el día de hoy los colegios siguen funcionando en el Reino
Unido. El Gobierno está priorizando la ‘herd inmunity’ (inmunidad de
rebaño), una estrategia que busca que un grupo significativo de los
pobladores se infecte generando así una amplia comunidad inmune a
corto plazo. Así funciona, por ejemplo, cuando la población vacunada
(inmune) es mayoritaria.

En términos de la actual pandemia, significa que se privilegie a los


más jóvenes sobre los adultos mayores y las poblaciones más
vulnerables. La idea es que la gran mayoría de la población (los
jóvenes) solo sufrirá un leve resfrío. La inmunidad de rebaño se
alcanza con el 60% de la población; es decir, con cerca de 40 millones
en el Reino Unido. Sin embargo, aún con una mortalidad de solo el
1% de los infectados, bajo esta táctica fallecerían 400.000 británicos.
En el fondo, Johnson está exigiendo un gran sacrificio en favor del
crecimiento económico. Por ejemplo, portavoces del Gobierno
Británico han anunciado que se perdería 3% del PBI si las escuelas
cerraran cuatro semanas. En vez de tomar el camino más seguro, ya
demostrado en varios países, Johnson está optando por una medida
riesgosa que la mayoría de científicos critica.

Cuando Winston Churchill pidió al pueblo británico que sacrificaran


sus vidas para enfrentar a las hordas nazi, estaba pensando en el futuro
de la democracia y la libertad. Johnson, en cambio, está dispuesto a
que se pierdan “seres queridos prematuramente”, pensando
principalmente en las libertades económicas. El propulsor del ‘brexit’
sabe muy bien que su popularidad depende del crecimiento
económico.

Al otro lado del Atlántico, otras dos autoridades populistas se han


tardado semanas en embarcarse en estrategias para salvar vidas por no
sacrificar el bienestar inmediato. Donald Trump declaró en enero que
el virus estaba controlado y, a finales de febrero, que era una farsa
orquestada por el Partido Demócrata. Recién el 13 de marzo, con
miles de afectados y una creciente mortalidad, tomó medidas de gran
envergadura. Se dio cuenta de que un pésimo manejo del COVID-
19 pasaría factura en sus pretensiones de reelección. Y Jair Bolsonaro,
presidente brasileño, ha declarado que la pandemia es una “fantasía”
y una “neurosis”...

Los populistas –sean de derecha o de izquierda– no tienen capacidad


de tomar medidas difíciles porque afectan su base de apoyo popular.
Pero al no hacerlo a tiempo, luego deben dar un vuelco de timón y
tomar medidas efectistas para borrar así los errores del pasado. Todo
esto conduce a un tremendo costo personal, comunitario y nacional
que pudo haber sido evitado.

Lo peor es que esta indolencia refuerza comportamientos egoístas ya


presentes en el público. Para superar toda epidemia se necesita de la
cooperación ciudadana construida sobre la base de la confianza, la
integración y la solidaridad. Cada epidemia tiene características
específicas porque atacan diferencialmente. Las epidemias de
sarampión, polio y AH1N1, por ejemplo, afectaban a los de menos
edad. El VIH en mayor proporción a los adultos jóvenes y el COVID-
19 a los mayores o a aquellos con salud vulnerable.
Fortalecer identidades colectivas es un reto en tiempos marcados por
un personalismo exacerbado que privilegia el beneficio y el placer
individual. Una muestra sintomática de esto último fue la reacción de
una joven entrevistada al entrar a una fiesta en tiempos de emergencia
sanitaria. Ella respondió que no había ningún problema en salir a
juerguear y, al preguntarle si sabía que el contagio había llegado al
Perú, dijo “obviamente, pero [a] nosotros nunca”. Es decir, al diablo
con los viejos, diabéticos, asmáticos, personas con cáncer... Hay
momentos en los que parece que lo único colectivo es la histeria,
como quedó demostrado en las compras masivas de papel higiénico.

Creo que no exagero al decir que estamos en un momento propicio


para sanar también nuestra dañada identidad nacional. Probémonos a
nosotros mismos y al mundo que los peruanos somos capaces de
actuar en favor del bien común y de ser respetuosos de las normas.
¡Nosotros nos quedamos en casa!

COLUMNISTAS

Y a mí no me cumbén, por Javier


Díaz-Albertini
“Los personalistas quieren un Estado lo suficientemente débil como para
seguir sacando provecho personal”.

"Preocupa la noticia que apareció en este Diario hace poco: el nuevo Congreso fue
escogido por solo el 40% de electores hábiles". (Ilustración: Giovanni Tazza)

Javier Díaz-Albertini
19/02/2020 05H30

Preocupa la noticia que apareció en este Diario hace poco: el


nuevo Congreso fue escogido por solo el 40% de electores hábiles. La
gran cantidad de partidos en pugna, el poco tiempo de campaña, una
valla que eliminó el 58% de votos de las organizaciones contendoras,
entre otras razones, produjo un Congreso fragmentado y, por qué no
decirlo, poco representativo.

El problema de fondo es que los partidos siguen distanciándose del


ciudadano. Sus doctrinas y programas dicen cada vez menos a la
mayoría. Es por esta razón que quiero proponer la creación de un
partido que sintonice con un sector significativo del electorado. En mi
propuesta me basaré en lo que las ciencias sociales dicen sobre
nosotros, los ciudadanos.

Según un estudio de Hernán Chaparro, la subcultura política más


común en Lima es la del “conformista desinformado”. Se caracteriza
“por su escaso interés en temas políticos, no se informa o lo hace muy
poco”. Como resultado, participa o se involucra muy poco en asuntos
políticos. Guarda algo de relación con lo que el politólogo Carlos
Meléndez llama el “rational cholo”, un votante que –sobreviviendo en
un mundo informal y de instituciones débiles– prioriza el
pragmatismo sobre ideales, doctrinas y principios.

En el fondo, a la mayoría de la población le interesa “pasar piola”; es


decir, actuar sin llamar la atención. Pero ¿de quién? Bueno,
principalmente del Estado, que es el encargado de hacer cumplir las
normas. Y esto no es solo un comportamiento característico del
vendedor ambulante. Es también común entre ejecutivos de
restaurantes formales que incumplen con la seguridad de sus
trabajadores, empresas de construcción que se coluden para sacarle la
vuelta a licitaciones públicas, o profesionales que solo declaran parte
de sus ingresos.

Estos ciudadanos no son neoliberales extremos que quieren eliminar al


Estado en aras de la iniciativa privada sin límites. No son
individualistas, sino personalistas. ¿Cuál es la diferencia? Como
señaló claramente Martín Santos, el individuo anónimo es la base de
las relaciones democráticas, ya que postula que todos somos iguales
no importando nuestras diferencias de poder y estatus. Cuando nos
tratamos como personas, en cambio, hacemos hincapié en lo que nos
diferencia, en nuestras particularidades con respecto a los demás, en
los deseos privados en contraposición al consenso público.
Los personalistas quieren un Estado lo suficientemente débil como
para seguir sacando provecho personal (corrupción, evasión,
informalidad), pero, al mismo tiempo, le exigen que brinda servicios
eficientes de educación, salud, seguridad ciudadana e infraestructura.

Es por estas razones que propongo la formación del partido No Me


Cumbén (NMC), que busca impulsar el nuevo personalismo peruano.
Tomo el nombre del popular festejo pensando en la proximidad de
nuestro bicentenario. Asimismo, lo convertiremos en nuestro lema
porque enfoca claramente nuestro rechazo a un Estado
“intervencionista” que no nos permita hacer lo que nos convenga y
plazca.
Como ejemplo, cantemos uno de los jingles que caracterizará nuestra
futura campaña:

“Y a mí no me cumbén, y a mí no me cumbén. Corredor ordena


tráfico, al colectivo di amén. Fiscal quiere preventiva, y es lo que voy
a obtén. Sunat me cobra impuestos, pero no está en mi gen. Vereda es
para todos, mi scooter al almacén. Colabora y me delata, ya estoy
hasta el cien. Y a mí no me cumbén…”.

El neoliberalismo personalista del NMC postula que todos somos


sujetos de derecho, pero no de deberes. Tenemos la potestad de
demandar y exigir, pero no la obligación de cumplir y respetar. La
extensión de mis derechos, en teoría, nunca termina, especialmente
cuando el otro es un lorna. El único orden admitido es del capitalismo
salvaje, gracias al que toda ganancia es legítima. Por ende, el
consumidor y el medio ambiente deben cuidarse a sí mismos. Críticos
de toda identidad y conciencia colectiva, postulamos el “sálvese quien
pueda” como estrategia política y de vida. Y eso, a mí sí me cumbén.

COLUMNISTAS

Tamborileros, por Javier Díaz-Albertini


“El ejemplo que dan con su arrojo, frecuentemente, lleva a que los mismos
adultos dejen de lado su apatía y comiencen a actuar”.

“Tenemos que enseñarles a que no sean como nosotros en muchos aspectos. A que nos critiquen y
llamen la atención. A romper con la complacencia”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa). / Víctor Aguilar
Rúa
Javier Díaz-Albertini
25/12/2019 05H30

Un villancico clásico nos cuenta la historia imaginaria de un niño


tamborilero que se presenta ante el recién nacido Jesús y le regala lo
único que tiene: una serenata con su tambor. Quizás menos conocido
sea el hecho de que –hasta finales del siglo XIX– niños y adolescentes
acompañaban a los ejércitos marcando con el tambor el paso de las
tropas que entraban en batalla. El repique también servía para
comunicar las órdenes de los oficiales y, en algunos casos, cumplía la
función de alentar a los soldados en momentos críticos de la
contienda. Solo para tener una idea, en la guerra civil estadounidense
(1861-1865) era común que los tamborileros fueran menores de 15
años, incluyendo al combatiente más joven, víctima fatal del conflicto:
un chico de apenas 13 años.

No hay forma de que hoy en día podamos defender esta barbaridad,


pero sí nos da una idea del valor de los jóvenes cuando se
comprometen en una causa. El ejemplo que dan con su arrojo,
frecuentemente, lleva a que los mismos adultos dejen de lado su apatía
o su cinismo y comiencen a actuar. Es el caso de Greta Thunberg que
–convertida en símbolo de la lucha contra el cambio climático– ha
logrado aglutinar a millones de personas alrededor de esta causa. Tal
es su éxito que hoy motiva mayor temor entre el ‘establishment’
contaminador que cualquier connotado científico.
Justo reflexionaba sobre la juventud y el cambio social a la luz de la
reacción de muchos varones ante la escenificación de “Un violador en
tu camino”. La performance –como es sabido– comenzó en Chile y se
ha vuelto viral con representaciones en las principales ciudades del
mundo. La letra es categórica. Acusa y denuncia la violencia producto
del patriarcado: la que se sufre por el simple hecho de nacer mujer; la
invisible y la visible; la que lleva a la muerte, desaparición o
violación; la que engendra el Estado gracias a la impunidad, la
represión y el machismo. Dos coros contienen los mensajes más
enérgicos. En el primero, se afirma que no hay justificación para la
violencia, sin importar por dónde se transita o cómo se vista una
mujer. En el segundo, la letra señala directamente a la audiencia y
acusa: “el violador eres tú”.
Esta parte de la escenificación es la que causa mayor incomodidad.
Muchos varones protestan afirmando “yo no soy violador”. Bueno,
tienen razón en sentido estricto, ya que la mayoría no comete este
delito tal cual está tipificado en la ley. Pero esta interpretación literal
desvirtúa todo el sentido de la demanda que se ha hecho global.
Somos parte de una estructura que es injusta, vejatoria y agresiva –a
veces hasta la muerte– contra las mujeres. Y no hay vuelta que darle:
en nuestro día a día permitimos que la cultura que da vida a este
sistema se reproduzca.

Trabajamos junto con mujeres que ganan menos, a pesar de tener igual
o mayores méritos. Somos testigos de comentarios ofensivos
(“piropos”) y no hacemos nada. Seguimos diferenciando regalos
(muñecas-pistolas), carreras (enfermeras-doctores), actitudes (dóciles-
duros), comportamientos (jugadora-casanova). Denigramos lo que
hacen, dicen, expresan y gritan al mundo. Sí, pues, en forma directa e
indirecta somos violadores de sus derechos.

Se calcula que, al ritmo que vamos, recién cuando pasen de 100 a 200
años se logrará la igualdad de género. ¡Entre cinco y diez
generaciones! Por ende, es más que evidente que los cambios no
ocurrirán “naturalmente”, sino que ameritan un esfuerzo consciente,
continuo y cotidiano.

Según la hipótesis de la socialización, los valores básicos de una


persona tienden a consolidarse en la adultez y se construyen sobre la
base de las condiciones prevalecientes durante los años previos. Los
cambios valorativos no son inmediatos. En otras palabras, estamos
ahora consolidando los valores que tendrán nuestras hijas y nietas en
su adultez.

Y de ahí que nazca un tremendo reto que no nos es nada fácil.


Tenemos que enseñarles a que no sean como nosotros en muchos
aspectos. A que nos critiquen y llamen la atención. A romper con la
complacencia de que “la sociedad es mala, no yo”. Sí, pues, debemos
formar niñas y niños tamborileros que nos marquen el paso hacia la
igualdad.
COLUMNISTAS

El falso dilema, por Javier Díaz-


Albertini
“La discriminación positiva seguirá siendo necesaria hasta que hombres y
mujeres puedan competir en igualdad de condiciones”.

"La discriminación contra la mujer se manifiesta con mayor persistencia en las redes
sociales de poder". (Ilustración: Giovanni Tazza9

Javier Díaz-Albertini
06/02/2019 23H30

¿Meritocracia o paridad de género? Sorprende cómo tantas


personas esgrimen este falso dilema. A menos que, en el fondo, lo que
estén defendiendo es una posición ideológica antienfoque de género,
enmascarada en una supuesta defensa de la no discriminación. Es
necesario ser muy claro: en una sociedad como la nuestra no puede
existir una verdadera meritocracia sin que se tomen medidas que
garanticen la presencia de la mujer en los concursos de evaluación de
méritos o cualquier otro tipo de proceso de selección. Asimismo, en el
mediano plazo, seguirá siendo necesaria la discriminación positiva
hasta que se logre allanar el campo de juego y realmente se pueda
competir en igualdad de condiciones.
Por cuestiones de espacio, no voy a describir las grandes brechas de
género en nuestro país, muchas de las cuales son tratadas en los
informes del INEI. Tampoco voy a detallar cómo diversas acciones
afirmativas han comenzado a reducirlas, salvo para hacerle recordar a
la congresista Rosa Bartra que antes de la ley de cuotas (1997) solo
el 10% del Congreso estaba compuesto de mujeres, porcentaje que
actualmente llega al 28% (ella incluida).
La discriminación contra la mujer se manifiesta con mayor
persistencia en las redes sociales de poder; es decir, en las relaciones
con mayor capacidad de decisión. Para entender mejor mi argumento,
hablemos un poco de las redes y sobre cómo son esenciales al
momento de buscar a la persona más idónea.

¿Cómo logro contratar a la persona más competente, especialmente


para posiciones de alto nivel? En primer lugar, debo conocer de su
existencia. Puedo colocar un anuncio en el periódico pidiendo –por
ejemplo– candidatos para el puesto de gerente financiero. Querido
lector: ¿usted cree que esto sería suficiente para conseguir la o el
mejor? Pues no, porque lo más probable es que la persona indicada
esté trabajando, contenta, y que jamás revise los anuncios de empleo.
¿Cómo, entonces, llego a ella? La respuesta es clara: movilizo mis
redes sociales. Les pregunto a mis amigos, colegas, compañeros de
promoción y otros conocidos en el mundo de negocios si saben de
alguna persona.
Como dirían los economistas, en este campo hay gran asimetría de
información. Mis contactos de confianza –como fuente indispensable
de información– me permiten paliar esta asimetría y llegar a una
persona con méritos. En una encuesta a una muestra representativa de
empresas estadounidenses, el 70% indicó que frecuentemente
utilizaban relaciones personales para reclutar. Solo el 10% afirmó que
jamás lo hacía.

Muy bien, ¿y todo esto qué tiene que ver con la paridad de género?
Pues mucho. Debido a la larga historia de mayor presencia y poder de
los hombres en la esfera pública es que las redes tienden a estar
dominadas por ellos. Es lo que en inglés se denomina “old-boy
network”. Ocurre con mucha frecuencia, por ejemplo, en los
directorios de las empresas privadas. En Estados Unidos solo entre el
15% y el 20% de los miembros de directorios de empresas cotizadas
en la bolsa son mujeres (10% en el Perú). ¡Lo paradójico es que varios
estudios muestran que las empresas con mayor número de directoras
tienen mejor desempeño! A pesar de esta evidencia y las declaradas
buenas intenciones, en los directorios predomina el amiguismo y la
cercanía al CEO, que –en el 95% de los casos– es hombre. Es por esta
razón que en muchos países de Europa occidental la legislación exige
que entre el 30% y el 40% del directorio sea femenino. Es decir,
obligan a incorporar a mujeres porque ello no va a suceder
“gradualmente”, señor Juan Sheput.
Pero no tenemos que ir tan lejos, solo basta dar un vistazo al directorio
del Banco Central de Reserva. Desde 1980, solo tres mujeres han
sido directoras. En los mismos 40 años, en cambio, han desfilado casi
setenta varones. ¿En todo este período el Ejecutivo y el Congreso no
pudieron hallar a más mujeres competentes? No, simplemente no las
buscaron porque no estaban obligados. Prefieren, en cambio, recurrir a
inexpertos como el ingeniero Rafael Rey, que nos prometió –sin
embargo– que iba a “estudiar mucho” para cumplir con el encargo.
Ya, pues.

COLUMNISTAS

La histeria conservadora, por Javier


Díaz-Albertini
“Insistir en que la función principal del sexo es tener bebes es una forma de
garantizar el goce sexual del hombre y relegar el femenino”.

"A partir de mediados del siglo XX, la sexología puso en evidencia


algo que era un grito a voces: la insatisfacción de la mujer en las
relaciones sexuales convencionales".
La semana pasada nos demostró –una vez más– que el tema de la
equidad de género despierta la histeria conservadora. Según la
excongresista Rosa Bartra en una entrevista radial, tenemos un
“gobierno que solamente se preocupa por la ideología de género y por
enseñar a las niñas que empoderarse es masturbarse”. Ya el año
pasado aquellos que insisten en que el enfoque de género es realmente
una “ideología” también nos advirtieron que la búsqueda de la equidad
llevaría inexorablemente a la homosexualización de nuestros hijos, al
sexo anal, al contagio de sida, al desarrollo de cáncer e inclusive –¡qué
horror!– al placer, cuando “la función biológica del sexo y de su
anatomía orgánica es la reproducción…” (Tamar Arimborgo, otra
excongresista, dixit).
Por comportamiento histérico comúnmente se entiende un estado de
“intensa excitación nerviosa” que produce “reacciones exageradas”.
Desde 1980 la histeria ha sido excluida del Manual Diagnóstico y
Estadístico de los Trastornos Mentales (DMS) porque era un término
que abarcaba mucho y de poca precisión. Lo que eran sus síntomas se
encuentra ahora distribuido entre los trastornos de disociación,
conversión y somatomorfos. Sin embargo, por muchos siglos fue
considerada erróneamente como un trastorno psicológico típicamente
femenino. Ello explica su nombre, ya que tiene como base ‘hystera’,
palabra griega que significa ‘útero’. También desde tiempo atrás se
pensaba que su causa principal era la privación sexual y, por ende, la
cura era el orgasmo femenino.
Esta terapia se hizo común en la Inglaterra victoriana y las mujeres
“histéricas” acudían al médico para recibir “masajes pélvicos” hasta
alcanzar el clímax. Muchos galenos, no obstante, protestaban porque
algunas pacientes tardaban mucho en culminar y se les cansaba la
mano. Al rescate vino la revolución industrial. Como nos narra Rachel
P. Maines, en su reconocida investigación “The Technology of
Orgasm: Hysteria, the Vibrator, and Women’s Sexual Satisfaction”, el
vibrador (consolador) fue desarrollado para asistir al clínico. El
estudio de Maines sirvió de base para una divertida película británica
justo titulada “Hysteria” (2011).
En las primeras tres décadas del siglo XX, el vibrador se convirtió en
uno de los electrodomésticos más vendidos en Estados Unidos. El
famoso catálogo de la tienda Sears los comercializaba como aparato
masajista porque, como ha investigado Hallie Lieberman (2016), la
censura de entonces no permitía anunciarlos como ‘sex toy’.
Lieberman analiza cómo se utilizó el márketing y la publicidad para
sugerir el uso sexual del vibrador, y lo hacía vía imágenes de mujeres
felices y satisfechas e incluyendo un accesorio con forma fálica.
A partir de mediados del siglo XX, la sexología puso en evidencia
algo que era un grito a voces: la insatisfacción de la mujer en las
relaciones sexuales convencionales. Elizabeth Lloyd (2006) analizó 33
estudios realizados en un período de 80 años. Descubrió que –
mientras que más del 95% de los hombres estadounidenses
consistentemente alcanzaba el orgasmo durante el coito vaginal– solo
un promedio del 25% de las mujeres lograba lo mismo. En cambio, la
mayoría decía que solo llegaba con seguridad al clímax si la
penetración estaba acompañada por la estimulación del clítoris. No
solo eso, sino en países en los cuales hay estudios longitudinales sobre
la sexualidad (como Finlandia), una mayoría de las mujeres logra el
orgasmo –con mayor frecuencia y consistencia– vía la masturbación.
Aunque el orgasmo masculino no es lo mismo que la eyaculación,
están íntimamente relacionados y para la mayoría de los hombres son
indistinguibles. Es decir, son procesos biológicos claramente
asociados con la reproducción. El orgasmo femenino, en cambio, no
juega papel alguno en el embarazo. Insistir en que la función principal
del sexo es tener bebes, entonces, es una forma de garantizar el goce
sexual del hombre y relegar el femenino. Es una imposición más del
patriarcado.
En cambio, defender el derecho de la mujer al libre desarrollo de su
propia sexualidad –desligado o no de la reproducción, con o sin
masturbación– sí es una forma de empoderamiento. No es, pues, la
caricatura grotesca que presenta Bartra tratando de desvirtuar el
enfoque de género al confundirlo con una suerte de corrupción de
menores.

COLUMNISTAS

‘Sorosche’, por Javier Díaz-


Albertini
“Nadie menciona que la derecha religiosa de EE.UU. dona miles de
millones de dólares al año, incluso a organizaciones acusadas de ser
grupos de odio anti-LGTBI”.

"Dejando de lado el sarcasmo, la libertad siempre ha sido el principal enemigo


de los grupos conservadores". (Ilustración: Giovanni Tazza)

Javier Díaz-Albertini
10/07/2019 23H30

Han llegado a mí diversos escritos y videos en los que supuestos


expertos –nacionales e internacionales– despotrican contra el
enfoque de género. Estos adversarios del género insisten en que
se trata de una ideología impuesta por las Naciones Unidas,
el Banco Mundial, y otras organizaciones multilaterales, e
invariablemente financiada por George Soros, una suerte de
Rasputín con plata. Más aun, elevan todo el asunto al nivel de
una “conspiración” cuyas finalidades serían –entre otras–
destruir a la familia, homesexualizar a la sociedad, terminar con
el capitalismo, desestabilizar a las naciones y debilitar la cultura
cristiana occidental.
Y, ¿saben qué?, creo que tienen razón en lo que respecta a
las Naciones Unidas. Puede ser que la ONU tenga muchas
limitaciones, pero si ha destacado por algo ha sido por la
difusión y la defensa de ideas que no han sido populares entre
los grupos que han ostentado el poder económico, político y
cultural. Hasta podríamos decir que los contenidos de su
agenda han contribuido a envalentonar al pueblo y a
desestabilizar a distintos regímenes autoritarios y formas
conservadoras de vida.
Veamos algunas de estas intervenciones “conspirativas” de la
ONU.
De arranque, con tres años de fundada, nos impuso
la Declaración Universal de los Derechos
Humanos (1948). Siguiendo la lógica de los antigénero,
podríamos afirmar que estos derechos van en contra del orden
natural de las cosas porque imponen límites al poderoso. Ello
implica desnaturalizar las jerarquías que han existido entre
todos los seres vivientes y que –entre los humanos– han sido
justificadas, a través de los siglos, por la razón o por la religión.

Las Naciones Unidas también han sido un agente activo en la


destrucción del orden familiar tradicional al promover la
Convención sobre los Derechos de los Niños, vigente desde
1989. Así, la autoridad paterna se vio minada por cuestiones
como los derechos de los niños y las niñas a la participación, y a
la libertad de expresión y pensamiento, convirtiéndolos, en la
práctica, en ciudadanos en formación. Asimismo,
la Organización Internacional del Trabajo
(OIT) pretende erradicar el trabajo infantil, entrometiéndose
con la patria potestad y con su determinación sobre los hijos “no
emancipados”.
La lista, por supuesto, continúa y es casi interminable: el
derecho a la igualdad de la mujeres, la capacidad de todos para
decidir sobre la reproducción y la sexualidad, la obligatoriedad
de la escolaridad, la inmunización universal, el derecho a un
ambiente saludable, la lucha contra todas las formas de
violencia y discriminación, el impulso al libre acceso a la
información y a recursos educativos, entre otros.

Dejando de lado el sarcasmo, la libertad siempre ha sido el


principal enemigo de los grupos conservadores porque implica
la generación de individuos pensantes que –de una forma u
otra– pondrán en cuestionamientos sus dogmas y su
autoritarismo. De esta manera, se debilita el control que tienen
sobre “mentes y corazones” y, por consiguiente, se va
erosionando su poder sobre la sociedad.

Y hablando de conspiraciones. Después de la Segunda Guerra


Mundial, la filantropía conservadora en los países
desarrollados tendía a apoyar propuestas y organizaciones que
trabajaban en torno a los principios económicos liberales,
teniendo a Frederich A. Hayek como principal gurú y al
socialismo como anatema. Los reveses políticos del
conservadurismo en los años 60 llevaron a una reorientación
hacia asuntos más sociales y culturales. Se dio mayor atención a
los valores tradicionales de la familia, la religión y la patria,
acumulando lentamente éxitos frente a las agendas
progresistas. Esto se nota claramente en la reciente arremetida
contra los derechos sociales en algunos países desarrollados.
Por ello, resulta curioso que los conservadores hablen de
conspiraciones y pongan al multimillonario y
filántropo George Soros como principal mecenas de la agenda
“antifamilia”. No voy a defender a Soros, pero su fundación
“Open Society” dona anualmente cerca de US$900 millones a
programas y proyectos en unos 120 países del mundo. Nadie
menciona, sin embargo, que la derecha religiosa estadounidense
dona varias veces esta cantidad. Solo la “National Christian
Foundation” reparte US$1.000 millones al año, incluso a
organizaciones acusadas de ser grupos de odio anti-LGTBI o de
la extrema derecha europea. Más aun, todos los años, los
principales filántropos evangélicos se congregan en un evento
denominado, apropiadamente, como “The Gathering” –“La
Reunión”– (https://thegathering.com) para compartir ideas,
estrategias y, bueno, agendas. ¿Huele a conspiración?

La diversidad no es nada fácil, por


Javier Díaz-Albertini
¿Cómo explicamos los movimientos políticos que actualmente abogan
por el odio, la sujeción, segregación y discriminación?”.

Cuando niño –a principio de los años 60– vivía en un pueblo cercano


a la ciudad de Nueva York. De vez en cuando en familia nos
aventurábamos a Manhattan y tengo grabada en mi mente la siguiente
imagen: uno de mis hermanos mayores –entonces adolescente–
caminando a media cuadra de distancia. ¿Por qué? Bueno, porque en
familia hablábamos en castellano y le daba vergüenza ser identificado
como hispano. Después de todo vivíamos en los tiempos de “West
side story”, el musical que reeditaba el amor trágico de un Romeo
anglo con una Julieta puertorriqueña en los barrios neoyorquinos.

Al avanzar esa década, Nueva York sería escenario de la constante


lucha por defender el derecho de piso de todos. En 1964, se dieron los
primeros grandes disturbios urbanos en Harlem en reacción al racismo
y abuso policial. En esa ciudad, se organizó una de las primeras
protestas contra los concursos de belleza en 1968: una muestra pública
de la nueva ola del feminismo norteamericano que luchaba por la
liberación de la mujer. Un año después, en la redada del bar Stonewall
Inn, la comunidad gay reaccionó contra la represión policial. Por
varios días los manifestantes dejaron claramente establecido que no se
ocultarían ni avergonzarían, dando inicio al Día del Orgullo Gay.

Han pasado 50 años de estas movilizaciones y ha habido muchísimas


más, en tantísimas ciudades y sociedades del mundo. En conjunto han
ayudado a ampliar la libertad de todos los seres humanos para decidir
quiénes son, cuándo y dónde quieran serlo. Entonces, ¿cómo
explicamos los movimientos políticos que actualmente abogan por el
odio, la sujeción, segregación y discriminación? Es un tema que
difícilmente se pueda abordar en unos cuantos párrafos, pero sí
bosquejar uno de los elementos claves. En términos generales, aún
existen serias dificultades en distinguir y diferenciar los ámbitos
privados de los públicos.

Los seres humanos tendemos a relacionarnos con personas parecidas


porque nos sentimos más cómodos y a gusto con ellas. Me refiero al
‘parecido’ en el sentido más amplio de la palabra y no solo en los
términos clásicos de raza, religión y estrato social. En la sociología se
utiliza el término homofilia para describir esta tendencia. Estudios
muestran que es uno de los mecanismos principales para reforzar
nuestras creencias e ideologías. Sí, pues, discriminamos. Esto es
perfectamente lícito en nuestra vida privada y es una parte esencial de
la libertad y diversidad que tanto deseamos.

El problema es cuando extendemos e imponemos estas preferencias


personales a asuntos públicos, ámbito que funciona bajo normas
universales. Lo público es una instancia de negociación entre los
diferentes, en la cual muchas veces debemos respetar cuestiones que
personalmente no nos gustan o agradan. Hasta hace poco, por
ejemplo, en muchas comunidades rurales los padres no enviaban a sus
hijas a la escuela. El mundo letrado era considerado como masculino.
Como resultado, hoy la tasa de analfabetismo femenina sigue
duplicando a la masculina. El Estado y las organizaciones de la
sociedad civil han tenido que luchar arduamente para persuadir u
obligar a las familias a que escolaricen a sus hijas.
Esta incapacidad de distinguir lo discrecional en la vida personal con
la discriminación en la vida pública, por ejemplo, es uno de los
principales problemas que tienen los grupos opositores al currículo
escolar. Algunos padres de familia pueden creer que nacemos
predeterminados a ocupar ciertos roles, posiciones y
comportamientos. No obstante, no pueden exigir que el sistema
educativo adopte estas creencias, especialmente cuando son contrarias
al ordenamiento legal (¡y el conocimiento científico!).

En todas las sociedades democráticas, vía la educación escolar, se


enseñan los valores y las normas que sostienen la vida ciudadana.
Vivimos en una nación que suscribe la igualdad ante la ley y que tiene
varias reglas y compromisos internacionales que claramente
reconocen el enfoque y la equidad de género. La enseñanza y práctica
de estos preceptos, entonces, deben ser parte esencial de la educación
cívica, más allá de los deseos y majadería de unos cuantos. Sí, pues, la
diversidad no es fácil, pero sí fundamental.

Raza, etnia y aspiraciones, por Javier


Díaz-Albertini
“El problema con el censo es que mezcló y confundió raza con etnia”.

JDA

Javier Díaz-Albertini
01/11/2017 05H30

El vaso de Rolando Arellano siempre está medio lleno, mientras que


el mío se encuentra medio vacío. Creo que nuestras diferencias de
percepción se dan porque él da como hecho cuestiones que aún están
en proceso o en duda. Mientras que yo me fijo en las dificultades para
cambiar algunos aspectos que Arellano considera superados. Y esto se
nota en varios asuntos.
En primer lugar, en una reciente entrevista Arellano afirma que la
sociología no tiene una “buena definición” de raza. Esto no es cierto.
Los sociólogos sabemos que las razas no tienen ningún sentido
biológico, sino que son una creación sociocultural que edifica y
justifica el dominio de ciertos grupos sobre la base de supuestas
diferencias biológicas. Es por esta razón que no existe una “buena”
definición de lo que es un “blanco” o un “negro” porque depende del
lugar y el momento. Por ejemplo, muchos de los blancos peruanos no
serían considerados como tales en buena parte de Europa.

El problema con el censo es que mezcló y confundió raza con etnia.


Al referirse a los quechuas y aimaras –por ejemplo– está enfatizando
la pertenencia a subculturas específicas. Se evita así el término
“indígena” que es racial y, para muchos, peyorativo. Sin embargo,
para los afrodescendientes mezcló lo racial (zambo, mulato, moreno)
con lo étnico (afroperuano). Mientras que las clasificaciones de
mestizo y blanco son raciales, el encabezado de la
“autoidentificación” generaba confusión, ya que preguntaba cómo uno
se sentía “por sus costumbres y antepasados”. Costumbres apuntan a
etnia, antepasados a la sangre. Como han comentado otros
columnistas, ¿cuáles son las costumbres “mestizas” o “blancas”?
En segundo lugar, Arellano en la misma entrevista declara que “ya nos
reconocemos como una nación mestiza”. A decir verdad, la
reconocemos así desde hace mucho tiempo y no siempre por la mejor
de las razones. El proyecto liberal de modernización del Perú,
consistía precisamente en “deindianizar” al país. El impulso era
occidentalizar nuestra cultura y mestizar nuestra raza. Un ejemplo
claro es el censo de 1940, el último en incluir raza como descriptor
(blanco, indígena, mestizo, negro y amarillo). Al momento de
presentar las cifras, sin embargo, juntaron blanco con mestizo,
logrando así al 52,9% de la población, mientras que la indígena era
45,8%.
Estos resultados llevaron a fortalecer la idea de que el país ya se
definía más como mestizo –racial y culturalmente– y no indígena. Hay
que recordar que no tuvimos una revolución mestiza modernizadora
como en México (1911) y Bolivia (1952), que resultaron esenciales
para afirmar este carácter (no indígena) de la nación.

En tercer lugar, Arellano afirma que ahora la mayoría dice que es


mestizo y que “esto nunca se veía porque siempre insistíamos en un
tema de aspiracionalidad racial”, es decir, en ser blancos. Esto no es
así. Ser mestizo también ha sido un factor de aspiración en muchas
partes del país. Marisol de la Cadena lo estudió magistralmente en el
caso del Cusco. Ella muestra que ser mestizo era un proyecto
educativo y cultural, más que racial, que los diferenciaba de los
indígenas.

Cuando se les pregunta a los peruanos por su raza, el 70% afirma ser
mestizo y solo el 7% indígena (ver Latinobarómetro 2014). Sin
embargo, cuando en la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) del
2012 se les dio la posibilidad –como en el censo– de auto-identificarse
como quechua, aimara o de otro pueblo originario, el 27% se definió
así, al mismo tiempo que la definición mestiza bajó a 55,1%.
Esto nos ayuda a entender porque, para muchos, el ser mestizo es una
identidad por oposición (no indio-no blanco) y, por ende, admite
gradaciones (y discriminaciones) de acuerdo con cuán cerca o lejos
uno se encuentra de estos polos. Como nos narra Marco Avilés en una
de sus crónicas, no es lo mismo ser cholo blanco y pasar piola que
cholo oscuro y sufrir las peores vejaciones. Y es en esta indefinición y
la desvaloración de lo indígena que cobra importancia lo blanco como
un elemento aspiracional para muchos peruanos.

Choque cultural, por Javier Díaz-


Albertini
“Bajo esta sombrilla de reivindicación cultural se justifica mucho y se
permite demasiado, incluyendo nombramientos de dudosa experticia e
idoneidad”.

"Desde el discurso inaugural del presidente Castillo, no obstante, una de las estrategias
favoritas para llegar al público ha sido hacer hincapié en las diferencias culturales, casi
siempre en forma maniquea" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Javier Díaz-Albertini
29/09/2021 05H30

Desde hace varias décadas, la cultura –entendida como los


principales valores y normas que definen una sociedad– ha ido
posicionándose al centro del debate ciudadano. En inglés, utilizan
la expresión ‘culture wars’ (guerras culturales) para describir
aquellos escenarios en los cuales la economía ha cedido su lugar
medular en las lides políticas en favor de confrontaciones que
priorizan las creencias y los principios que deberían presidir una
sociedad.
Es un fenómeno que ha ocurrido en ambas, izquierda y derecha, del
espectro político. En el caso de los países desarrollados, se explica por
el tránsito hacia los valores posmaterialistas, llamados así porque
enfatizan la calidad de vida y las opciones personales. Las condiciones
materiales ya han sido aseguradas en estas sociedades y se les otorga
mayor peso a aspectos como las identidades, creencias, valores,
tradiciones, entre otros. Cuestiones como los derechos sociales, las
identidades de género, el respeto a la diversidad, las hibrideces, la
legalización de drogas y las políticas migratorias ocupan un lugar
prioritario en la competencia política. Son los temas que
frecuentemente definen y enmarcan las elecciones.

La identidad de clase ocupa ahora un puesto secundario. Así se


explica la facilidad con la que un multimillonario como Donald
Trump pudo transformarse en defensor de una clase media baja con
niveles relativamente bajos de educación (aunque blanca). No es que
la arenga económica desaparezca, sino que es reinterpretada; por
ejemplo, en el caso de Trump, como parte de un discurso
reivindicativo de los valores tradicionales estadounidenses (‘made in
USA’). El conflicto cultural, sin embargo, también es crecientemente
esgrimido por los populistas latinoamericanos. Explica la plataforma
ultraconservadora de Jair Bolsonaro, que logró –en su momento–
agrupar a una multitud harta de la izquierda brasileña y su discurso de
cambio.
Estas reflexiones me llevan al caso de las estrategias del partido de
gobierno y cómo ha ido desplazando su discurso clasista hacia lo que
Samuel Huntington llamaría un “choque de civilizaciones”. El plan de
gobierno de Perú Libre (febrero del 2020) se centra en una propuesta
sueltamente marxista-leninista, en la cual se hace hincapié en las
transformaciones económicas y el preponderante papel del Estado en
el proceso. De las setenta y tantas páginas del documento, hay solo
una dedicada a “la cultura y el turismo”, en la que se limita a
enfatizar la importancia de enseñar y mostrar nuestra “cultura”, así de
indefinido. Solo hay dos menciones a lenguas originarias, nada sobre
etnias ni del quechua o aimara. No hay propuestas sobre cómo
asegurar que las lenguas se mantengan vigentes. Hay, eso sí, un
discurso en contra del imperialismo, que se traduce en una crítica a la
cultura hegemónica en los medios y la necesidad de cambiarlo por
otros valores. Aun así, un tema central bajo esta perspectiva, como es
la descolonización, apenas es mencionada dos veces como sujeto y
una vez como predicado.
Desde el discurso inaugural del presidente Castillo, no obstante, una
de las estrategias favoritas para llegar al público ha sido hacer
hincapié en las diferencias culturales, casi siempre en forma maniquea
(cultura occidental versus originaria, por ejemplo). El primer ministro
Guido Bellido ha sobresalido en esta guerra cultural, con frecuencia
expresándose en quechua –al cual tiene todo derecho–, pero sin
traductor, dejando a más del 80% de los peruanos y peruanas sin
entenderlo (incluyendo al mismo presidente). Cuando se critica esta
actitud, inmediatamente surgen las voces clamando ‘vendetta’ por los
casi cinco siglos de exclusión.
La estrategia política es clara: hacer hincapié en el conflicto entre la
Lima costeña y el resto del país originario, un discurso esencialista
que logra muchos más adeptos que el plan económico socialista. Bajo
esta sombrilla de reivindicación cultural se justifica mucho y se
permite demasiado, incluyendo nombramientos de dudosa experticia e
idoneidad.

Esto no significa que la prioridad para Perú Libre haya dejado de ser


su plan económico; en las palabras de sus líderes, este se mantiene
incólume. Lo cultural parece, más bien, un ‘bluf’ porque no está
acompañado de una propuesta seria e intercultural. Así es pues, de
nuevo, la verdadera y realista construcción de un país de todas las
sangres ha quedado relegado a un discurso vacuo y efectista.

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