Ansaldi eNTRe PeRPLeJIdAdeS Y ANGUSTIAS

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Waldo Ansaldi

ENTRE PERPlEJIDADES Y ANGUSTIAS


NOTAS PARA PENSAR LAS CIENCIAS SOCIALES
LATINOAMERICANAS*

Estamos viviendo una encrucijada en la que la histo-


ria se acelera y produce confusión. Tal es el signo de
la actualidad de la cultura. Con utopías debilitadas,
ambigüedades ideológicas, hay confusión intelectual.
Hay una descomposición de las ilusiones sobre un
mundo mejor y América Latina no es sino la con-
firmación –sin duda, transitoria– del fracaso de la
modernidad. Las ciencias sociales no pueden sino re-
flejar –como siempre lo han pretendido– esa realidad.
Edelberto Torres-Rivas.

Algunos antecedentes (más o menos jibarizados)


Hay un consenso generalizado en admitir que las ciencias sociales la-
tinoamericanas se institucionalizaron y profesionalizaron hacia la mi-
tad del siglo XX. Digo institucionalizaron y profesionalizaron, puesto
que ellas se constituyeron décadas antes, como tales y diferenciadas
de lo que suele denominarse pensamiento social latinoamericano, tí-
pico del siglo XIX.
Ese pensamiento se produjo preferentemente mediante razo-
namientos desarrollados a partir del pensamiento europeo, más o
menos adaptado a las peculiares condiciones de América Latina,
peculiaridad por lo demás que no dejó de ser advertida (pues no
todo fue copia en esta materia). Muy especialmente, estos nuevos
saberes fueron perceptibles, ya a fines del siglo XIX, en el campo
de la enseñanza universitaria. En efecto, las ciencias sociales en
América Latina fueron, inicialmente, objeto de enseñanza y estu-

* Retomo y reproduzco, parcialmente y con modificaciones y añadidos, secciones de


Ansaldi (1991).

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dio, en particular en los ámbitos de las Facultades de Derecho y de


Filosofía y Letras (o Humanidades) y con un carácter complemen-
tario de la curricula de los estudios profesionales centrales de unas
y otras, manifiestamente en las primeras de ellas y probablemente
como parte de la formación y de la capacitación para el ejercicio
del poder, una situación muy característica de las universidades
latinoamericanas en el período de la construcción y consolidación
de los Estados, en particular bajo la forma de una acción estatal
hacia la sociedad.
A los efectos de este texto, entenderé por ciencias sociales al con-
junto de disciplinas integrado básicamente por Antropología, Ciencia
Política, Economía, Demografía, Historiografía (y sus varias derivas) y
Sociología. Todas ellas aparecieron en diferentes momentos de nuestra
historia y lo hicieron, casi siempre –como había ocurrido con el pen-
samiento social decimonónico– en estrecha relación con la política y,
a veces (manifiestamente en el caso de la Historiografía, instrumento
decisivo para la construcción de imaginarios sociales, representacio-
nes colectivas y exaltación del orden triunfante), con las clases domi-
nantes, es decir, el poder y el Estado. Empero, en el siglo XX aparecie-
ron corrientes historiográficas críticas, tanto de las interpretaciones
de la historiografía oficial cuanto del poder mismo. Lo mismo puede
decirse de la Economía, sobre todo cuando dejó de ser Economía Polí-
tica. Contrastantemente, la Sociología –en contrapartida con procesos
de otras partes del mundo, donde los sectores poderosos la utilizaron
como instrumento para legitimar la dominación– “nunca fue un ins-
trumento del poder” (Briceño-León y Sonntag, 1998: 13).
Aunque la Historiografía se institucionalizó rápidamente en las
Academias Nacionales de Historia, casi siempre pari passu el proceso
de construcción de los Estados, su enseñanza como disciplina profe-
sional se estableció mucho más tarde, en las Facultades de Filosofía (y
Humanidades y/o Letras). La Sociología apareció tempranamente en
América Latina: la primera cátedra latinoamericana de la disciplina
comenzó su enseñanza en 1882, en la Universidad Nacional de Colom-
bia, en Bogotá. En 1898 –el mismo año de establecimiento de la pri-
mera en España, en la por entonces Universidad Central de Madrid–
se creó otra en la Universidad de Buenos Aires, mientras en Asunción
lo fue en 1900. En Argentina, la segunda cátedra de Sociología, en
la Universidad de Córdoba, data de 1907, año en la que también fue
incluida, como materia básica, en el plan de estudios de la Escuela de
Leyes, en México D.F. En 1915 lo fue en Montevideo, en la Universi-
dad de la República. En Brasil, la enseñanza de la Sociología data de
los años treinta, década ésta en la que se creó, en San Pablo, la revista
Sociología (1939).

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En 1930 fue creado el Instituto de Investigaciones Sociológicas


de la Universidad Nacional Autónoma de México (IIS-UNAM) y en
1939 la Revista Mexicana de Sociología, uno y otra todavía existentes,
con una historia prestigiosa. En 1940 se organizó, en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el Instituto de
Sociología (el actual Instituto de Investigaciones Gino Germani). En
1946 inició sus actividades el Instituto de Investigaciones Sociológicas
de la Universidad de Chile (en Santiago), refundado, dado su escaso
éxito inicial, en 1951.
Los estudios de la Ciencia de la Política como parte de una ca-
rrera de grado profesional fueron institucionalizados también tardía-
mente, hacia mediados del siglo XX. Incluso la propia materia Ciencia
Política, como parte del pensum de otras carreras universitarias fue
de introducción tardía. Así, por caso, en Uruguay, las primeras cáte-
dras se establecieron en la Universidad de la República en 1957 (en
la Facultad de Derecho) y en 1966 (en la de Ciencias Económicas),
mientras el Instituto fue establecido recién entre 1985 y 1989. Chile
aventajó apenas al país rioplatense: 1954 fue el año de creación del
Instituto de Ciencias Políticas y Administrativas, en la Universidad
de Chile, al cual siguió, con el mismo nombre, el de la Universidad de
Concepción, en 1957. Empero, Chile contó, entre 1966 y 1973, con el
importante papel de la Escuela Latinoamericana de Ciencia Política
y Administración Pública (ELACP), que era parte de la Facultad Lati-
noamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), institución ésta funda-
da en 1957. La ELACP contó con financiamiento del Banco Interame-
ricano de Desarrollo (BID).
Empero, Argentina tiene la condición de país pionero en cuan-
to a la enseñanza universitaria en Ciencia de la Política. En efecto,
en 1927, en la por entonces sede Rosario de la Universidad Nacional
del Litoral (sede que en 1968 se transformó en Universidad Nacional
de Rosario, quedando la denominación original para la sede Santa
Fe), se creó el Doctorado en Ciencias Políticas, el primero en América
Latina. En 1929, la misma universidad estatuyó la Licenciatura en
Ciencias Políticas. Uno y otra tuvieron sede en la Facultad de Ciencias
Económicas, Comerciales y Políticas. Al establecerse la universidad
rosarina, los estudios de Ciencia Política y Diplomacia devinieron en
Escuela Superior de Ciencia Política y Relaciones Internacionales y
pasaron a la nueva Facultad de Derecho y Ciencia Política, de la que se
desprendió en 1973 para convertirse, a su vez, en Facultad de Ciencia
Política y Relaciones Internacionales, que ha devenido en un notable
centro de reflexión.
Incluso antes de la creación de los estudios en Rosario, comen-
zó, en 1910, la publicación de la Revista Argentina de Ciencia Política.

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Su existencia se prolongó hasta 1928 y durante su primer lustro fue


espacio fundamental para la discusión sobre la reforma política, uno
de cuyos componentes fundamentales –pero no el único– fue el esta-
blecimiento, en 1912, de la ciudadanía universal masculina ejercida
mediante sufragio secreto y obligatorio (llamada Ley Sáenz Peña, por
el presidente que la impulsó).
La mayoría de los cultores de las ciencias sociales –particular-
mente en los casos de Ciencia de la Política, Historiografía y Socio-
logía– estuvo integrada por abogados, y las Facultades de Derecho
eran sedes frecuente de los estudios sociológicos y políticos. De hecho,
algunos de quienes de entre ellos practicaban la llamada sociología
de abogados (dominante durante 1930 y 1950) fueron los fundadores
de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS), institución
todavía existente, aunque claramente constituida en una red de soció-
logos científicos. Se trataba de una sociología no profesional practica-
da por hombres preocupados por las realidades en las cuales vivían,
particularmente la rural, expresada básicamente bajo la forma del en-
sayo. Fue, asimismo, “una variante de la respuesta del positivismo a la
realidad latinoamericana”, enfocada ésta con una lente europeizante,
si bien hubo un sector preocupado “por dar cuenta del pueblo” y que
enfatizaba “la singularidad latinoamericana” (Briceño-León y Sonn-
tag, 1998: 15).
Los abogados también fueron importantes en la promoción de
los estudios de la política. Los que enseñaban Historia del Derecho,
Derecho Político o Derecho Constitucional desempeñaron un papel
significativo, siendo los de las dos últimas notables en materia de lo
que luego conoceremos como Ciencia Política.
En el campo de las teorías, en los inicios, en la bisagra de los
siglos XIX y XX, fue notoria la influencia del positivismo en el pen-
samiento social y político. En no pocos casos, además, fue temprana
la articulación entre las perspectivas historiográficas y sociológicas.
La mora generalizada de la investigación científico-social en rela-
ción a su enseñanza –más allá de los evidentes casos tempranos cons-
tatables en las historias nacionales– buscó la superación al promediar
el siglo XX. Ya es lugar común fechar en ese momento el comienzo del
desarrollo de las ciencias sociales latinoamericanas, tanto en materia
de investigación, cuanto en la de profesionalización e institucionali-
zación. Pero, como bien ha marcado Heinz Sonntag (1988: 77 y ss.),
afirmar que esa es la fecha de “nacimiento de un pensamiento social
propio” es una afirmación históricamente falsa, que olvidaría un mo-
vimiento largo en esa dirección, en el que hay peculiaridades, intentos
de búsqueda de respuestas originales a los problemas planteados por
las sociedades latinoamericanas poscoloniales. En procesos históricos

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con continuidades y rupturas, una preocupación apareció temprana-


mente entre los primeros pensadores del siglo XIX: el cambio social.
Ronny J. Viales Hurtado inicia su excelente trabajo sobre la in-
fluencia de la sociología latinoamericana en la historiografía recor-
dando que algunos de los sociólogos de la etapa de profesionalización,
como Aldo Solari, Rolando Franco y Joel Jurkowitz, propusieron tres
etapas en el desarrollo de la primera de estas disciplinas: la primera,
muy larga, fue la de “los pensadores” (circa las primeras décadas pos-
coloniales hasta la segunda posguerra; Viales Hurtado la llama socio-
logía de primera generación, más próxima a la reflexión crítica que a
la investigación “científica”); la segunda fue la de los intentos de siste-
matización y renovación disciplinarias, y la tercera (que llegaba hasta
mediados de los años setenta, cuando escribieron los autores citados)
correspondió a la sociología crítica (Viales Hurtado, 2006: 129).
De modo que no deben confundirse los dos planos: uno, el del
largo, complejo, ambiguo proceso constitutivo de un pensamiento so-
cial latinoamericano, en el que jugaron un papel importante diversos
intelectuales políticos, ensayistas; otro, el de la profesionalización e
institucionalización de las disciplinas científico-sociales y de su prác-
tica por personal especialmente formado y entrenado.
Aquí interesa solo el segundo de esos planos, que empezó a dibu-
jarse –aunque haya trazos anteriores– en tiempos de la segunda pos-
guerra mundial, en los cuales se asistió a una profunda transforma-
ción de las ciencias a nivel planetario. Como nunca antes, la historia
del mundo dio un salto fenomenal para tornarse plena, estrictamente
mundial: todo cuanto significativo acontece en cualquier lugar de éste,
más rápida que tardíamente, incide sobre el resto. Y lo que ocurre en
el mundo después 1945 es una constelación de fenómenos y procesos
con una aceleración y magnitud sin parangón, en todos los campos de
la actividad humana, más acelerado aún desde finales del siglo XX con
los formidables desarrollos de la informática y la robótica.
Las líneas precedentes no persiguen ni siquiera una versión jiba-
rizada del recorrido de las ciencias sociales en América Latina antes
de su institucionalización y profesionalización a mediados del siglo
XX. Tan solo quieren llamar la atención sobre la necesidad de tener en
cuenta la etapa precedente –que algunos llaman pre científica, y otros
protocientífica, expresiones que no siempre se ajustan a la realidad–,
rica en algunos nudos que serán luego característicos de nuestro cam-
po. Uno de ellos es el de la vinculación estrecha entre conocimiento de
la sociedad –con mayor o menor rigurosidad en cuanto a metodología
y técnicas de investigación– y política, relación que fue adquiriendo
crecientemente un sesgo crítico del orden y del poder establecidos.
Otro, más claramente desarrollado en la segunda etapa, es el de la

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tendencia a hibridad disciplinar e incluso teorías. En ese sentido, las


ciencias sociales latinoamericanas han tenido una notable perspectiva
historicista en los análisis de las sociedades, particularmente notorias
en los casos de la Economía y la Sociología.
Algunos procesos, como la descolonización africana, migracio-
nes de población entre países y en el interior de éstos, la creciente
tendencia a las concentraciones urbanas en megalópolis, el papel do-
minante de Estados Unidos y la Unión Soviética, la cuestión del desa-
rrollo económico, el uso pacífico de la energía atómica (y también el
peligro latente de su empleo bélico, con resultados catastróficos para
la humanidad, de donde surge la idea del “equilibrio de terror”), la
construcción de nuevos órdenes sociales y políticos –para citar solo,
y de un modo desordenado, unos pocos ejemplos– impactan profun-
damente en las ciencias sociales, obligándolas a cambios sustantivos
de métodos, técnicas, categorías, enfoques... En esos planos, la consti-
tución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación,
la Ciencia y la Cultura (UNESCO) contribuyó significativamente a la
internacionalización del debate científico-social.
En ese contexto de la segunda posguerra mundial, América Lati-
na se encontraba en una coyuntura signada por el agotamiento de las
respuestas que durante las décadas del treinta y cuarenta se llevaron
adelante para superar la crisis de 1929, cuyos efectos, tras la recompo-
sición del capitalismo en los países centrales, fueron atenuados por la
guerra mundial. Fue el final de ésta, precisamente, el que terminó con
las ilusiones y desnudó la debilidad estructural de las economías de la
región, todas ellas dependientes del centro capitalista. Al concluir la
década del cincuenta, ellas mostraban, en general, claros indicadores
de estancamiento, cuando no de regresión.
Las vías de salida de la encrucijada no fueron iguales. En dos paí-
ses largamente sujetos a dominación oligárquica se intentó mediante
la revolución burguesa, triunfante en Bolivia y derrotada en Guate-
mala. Casi simultáneamente, dos de los países más grandes optaron
por aplicar la panacea del desarrollo capitalista, es decir, el llamado
desarrollismo. Ese fue el camino elegido por los gobiernos de Jusceli-
no Kubistchek (1955-1960), en Brasil, y Arturo Frondizi (1958-1962),
en Argentina. La experiencia fue más exitosa en el primero de estos
dos países, que políticamente salió mejor de la experiencia populista.
Antes de que se agotara, al no poder vencer los límites y las resis-
tencias al cambio estructural dentro del capitalismo (el de su amplia-
ción y profundización) la experiencia desarrollista encontró resisten-
cias fuertes de las clases y sectores sociales tradicionales, sobre todo
agrarios, más vinculadas al modelo primario exportador. Adicional-
mente, y contra toda previsión más o menos fundada, se sumó el for-

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midable antagonismo generado a partir del triunfo de la Revolución


Cubana (1959), un verdadero parteaguas en la historia de la región.
En este contexto comenzó, en la década del cincuenta, a pensar-
se de un modo diferente el conjunto de problemas y de soluciones
necesarias, tan brutalmente puesto de relieve por ese entramado de
agotamiento del modelo de industrialización por sustitución de im-
portaciones, insurgencia social (sobre todo campesina), la recompo-
sición del capitalismo mundial y la Guerra Fría. Es en ese contexto,
precisamente, donde apareció, a fines de los años cuarenta, la Comi-
sión Económica para América Latina (CEPAL), tan estrechamente
vinculada intelectualmente al economista argentino Raúl Prebisch,
cuya obra, amén de original, fue la primera aproximación explicati-
va, desde el pensamiento económico crítico (en este caso proveniente
de una de las vertientes no marxistas), del funcionamiento de la eco-
nomía de la región (la periferia del sistema capitalista mundial) y de
los resultados a los que llevó el crecimiento desigual de ella. En las
dos décadas siguientes otras dos instituciones internacionales fueron
creadas: la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)
y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Las
tres fueron decisivas para la institucionalización de nuestras discipli-
nas en la región.
Paralelamente –y en algunos casos, incluso antes– la institucio-
nalización y la profesionalización de las ciencias sociales se dio en
las universidades. Y no puede dejar de señalarse un tercer artífice:
los centros extrauniversitarios independientes o, según la terminolo-
gía creada por Alicia Barrios y José Joaquín Brunner, centros aca-
démicos independientes (CAI), generalizados durante las dictaduras
institucionales de las Fuerzas Armadas en las décadas del sesenta,
setenta y ochenta. Algunos de ellos, todavía hoy existentes, se fun-
daron pari passu el proceso que reseño, y han desempeñado un pa-
pel fundamental, siendo instituciones de alto prestigio académico.
Fueron pioneros el Instituto Di Tella, en Buenos Aires, y el Centro
Latinoamericano de Economía Humana (CLAEH), en Montevideo,
fundados ambos en 1958. Antes de ellos, la creación de El Colegio de
México, en 1940 –sobre la base de la breve experiencia (1930-1940)
de La Casa de España en México, obra de un grupo de intelectuales
españoles republicanos exiliados–, marcó el inicio de una institución
peculiar, de características bien distintas a los CAI, toda vez que resul-
tó de la iniciativa convergente de sus fundadores, quienes le dieron,
justamente, su peculiaridad: el Gobierno Federal, el Banco de México,
la Universidad Nacional Autónoma de México y la editorial Fondo
de Cultura Económica. El Colegio de México ha sido una institución
pública (autónoma desde 1998), a diferencia de los CAI, que son pri-

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vados. En este sentido, tal vez el antecedente más pertinente sea el


del Colegio Libre de Estudios Superiores (CLES), creado en Buenos
Aires en 1931 (con posteriores sedes en ciudades del interior del país),
como una forma de resistencia cultural a la dictadura del general José
Félix Uriburu. Persistió durante tres décadas: en julio de 1952, bajo el
gobierno de Juan Domingo Perón, la Oficina de Reuniones Públicas
de la Policía Federal suspendió sus cursos. Solo las sedes Rosario y
Bahía Blanca pudieron continuar sus actividades. El CLES constituye
un antecedente especialmente importante, por su carácter de centro
de resistencia cultural de intelectuales perseguidos políticamente por
una dictadura.
A la hora de buscar antecedentes, dentro de la etapa previa a la
institucionalización de las Ciencias Sociales, no pueden dejar de seña-
larse los casos, entre otros, de la Universidad Popular González Prada,
creada en 1921 por Víctor Raúl Haya de la Torre, en Perú, el Centro de
Estudios Sociales Juan B. Justo (Buenos Aires, 1935) y la Universidad
Popular Alejandro Korn (La Plata, 1937), ambas en Argentina, ligadas
al Partido Socialista, organización que, tempranamente, en 1899, ha-
bía creado la Sociedad Luz, una especie de Universidad del Pueblo o
Popular, todavía hoy existente y que desde 2003 cuenta con el Profeso-
rado en Historia Social Alfredo L. Palacios. Todas estas instituciones,
surgidas en el ámbito de la sociedad civil, tenían connotación política
partidaria explícita.
No es del caso ocuparse aquí de estos antecedentes. Retorno a
los CAI, modalidad particularmente extendida en los años sesenta,
década en la cual aparecieron varios de ellos: Instituto de Desarrollo
Económico y Social (IDES), Buenos Aires (1960); Centro de Estudios
Educativos (CEE), México D.F., 1963; Centro Paraguayo de Estudios
Sociológicos (CPES), Asunción, 1964; Instituto de Estudios Peruanos
(IEP), Lima, 1964; Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo
(DESCO), Lima, 1965; Centro de Investigación y Desarrollo de la Edu-
cación (CIDE, dependiente de la Compañía de Jesús), Santiago,1965;
Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales (CICSO), Buenos Aires,
1967; Departamento de Ciencias Sociales de la Fundación Bariloche,
San Carlos de Bariloche, 1968; Instituto Universitário de Pesquisas de
Rio de Janeiro (IUPERJ), Río de Janeiro, 1968; Centro Brasileiro de
Análise e Planejamento (CEBRAP), San Pablo, 1969, para citar solo al-
gunos. En general se trata de instituciones con estatuto privado, pero
con recursos a veces proporcionados por el Estado y más a menudo
por agencias exteriores a la región, financiamiento este último clave
durante las dictaduras.
Por razones de crónica inestabilidad política de la mayoría de
los países de la región, a las universidades les resultó difícil, cuando

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pudieron hacerlo, constituir un espacio adecuado para la reflexión


y el debate, condiciones imprescindibles para el desarrollo de las
ciencias sociales. A su vez, los centros e institutos regionales de
carácter internacional (específicamente, CEPAL, FLACSO, CLAC-
SO), se han caracterizado por brindar de manera relativamente
estable espacios más amplios y libres. La garantía otorgada por
estos organismos a la estabilidad de las ciencias sociales proviene,
entre varias razones, de su vinculación más o menos estrecha con el
sistema de Naciones Unidas. También porque, aunque en algunos
casos sean instituciones de carácter intergubernamental, no com-
prometen directamente a los gobiernos. En esa dirección, la CEPAL
–particularmente durante la gestión de Raúl Prebisch– consagró
una nueva forma de organización del quehacer intelectual, centra-
da en la aplicación de las ciencias sociales al análisis de los proble-
mas sociales e históricos de la región, enfatizando la investigación
asociada o en equipo. El intelectual aislado en la biblioteca fue des-
plazado por el intelectual profesional, partícipe de preocupaciones
de índole colectiva. FLACSO, CLACSO y los CAI potenciaron esta
forma de inserción.

El cuadro histórico: entre las perplejidades de la


coyuntura y las angustiosas anticipaciones del futuro
Con una diferencia de poco más de diez años, dos sociólogos que tra-
bajaron en la CEPAL coincidieron en destacar un aspecto quizás no
novedoso, pero sí relevante. Así, José Medina Echavarría (1963: 55)
escribía: “Ha llegado el momento en que se impone un enlace entre la
historia real de las ideas, para mostrar en qué forma, paralelamente
a los cambios que acontecen en la estructura social, van surgiendo
variaciones de igual significado en la estructura mental”.
Posteriormente, Jorge Graciarena (1977: 1) comenzaba unas
reflexiones sobre ciencias sociales y crisis señalando: “El desarrollo
de las ciencias sociales en América Latina ha sido primordialmente
una dialéctica entre ideas y procesos reales en la que aquéllas, ajus-
tándose a éstos –y viceversa– han arribado a síntesis nunca del todo
concluyentes, muchas veces distintas y contradictorias, pero siempre
aferradas a una reiterada preocupación por la marcha de la historia,
por las perplejidades de la coyuntura y no menos por las angustiosas
anticipaciones del futuro”.
El mismo Graciarena (1977: 7) expresaba más adelante que “los
momentos de mayor creatividad de las ciencias sociales ocurrieron
precisamente cuando su conexión con las transformaciones sociales
y crisis históricas fue asumida lúcida y conscientemente”. Recordaba
enseguida la relación entre la creación de las ciencias sociales y cam-

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AMÉRICA LATINA PIENSA AMÉRICA LATINA

bios de envergadura en las sociedades europeas: la economía política


apareció con el nacimiento del capitalismo industrial; la ciencia polí-
tica, con la formación de las sociedades nacionales y su institucionali-
zación en los Estados nacionales; la sociología, con la crisis de conso-
lidación de las sociedades burguesas en el siglo XIX y la constitución
del proletariado urbano industrial.
El razonamiento de Graciarena vinculaba dos planos: 1) el fun-
dacional de las ciencias sociales, un fenómeno inicialmente europeo
occidental capitalista, expandido luego a escala planetaria, y 2) el de
la dialéctica entre ideas y procesos reales (históricos) como motor del
desarrollo de las ciencias sociales en nuestra región.
Ahora bien, éstas aparecieron en el escenario científico y/o inte-
lectual como consecuencia de la inserción periférica o dependiente de
América Latina en el sistema capitalista mundial. Es a consecuencia
de esta que nuestras sociedades se definieron en términos capitalistas,
se constituyeron (más o menos bien o mal) como naciones y se institu-
cionalizaron como Estados, no siempre ni necesariamente nacionales.
En algún momento de su historia, las sociedades latinoamericanas in-
corporaron también algún tipo de preocupaciones características de
la economía política, la ciencia de la política y la sociología, aunque
no necesariamente como construcción científica rigurosa. No es por
cierto casual que las primeras preocupaciones de los dirigentes de los
procesos independentistas girasen en torno a la economía y a la polí-
tica, es decir, atendiendo a la constitución de mercados nacionales, la
ocupación de un espacio en el sistema mundial y la organización bajo
la forma de Estados.
Durante la segunda mitad del siglo XX las sociedades latinoa-
mericanas aceleraron procesos de transformación iniciados hacia los
años veinte y treinta. Esos procesos, con excepción de Cuba, se dieron
en un contexto de continuidad, en muchos casos más bien de exten-
sión y/o profundización de relaciones capitalistas. Pero tal circunstan-
cia, nada trivial, no diluye el aspecto nodal: fueron modificaciones que
afectaron fuertemente a las clases y grupos sociales y a sus relaciones.
Así, en tres décadas, entre 1950 y 1980, América Latina atravesó, ex-
presadas sintéticamente, por las siguientes transformaciones:

1. La magnitud del incremento demográfico y en la sociedad, uno


de cuyos efectos no queridos ni previstos fue el minado del
acatamiento de la legalidad y las redes de cooperación y soli-
daridad, al tiempo que se generaron o expandieron prácticas y
opiniones permisivas de las venalidades, devenidas tradición y
refuerzo de la continuidad de la corrupción, que dificultan la
lucha contra ella.

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Waldo Ansaldi

2. El acelerado proceso de urbanización.


3. Los distintos tiempos históricos y significación de materiali-
zación de la industrialización.
4. La expansión del sector terciario moderno y, en particular, de
los servicios estatales, con importantes consecuencias en el pa-
pel del Estado en la redistribución de los beneficios a través de
las políticas sociales.
5. La más acelerada transformación que se recuerde de las condi-
ciones educativas y culturales.
6. El impacto de la transformación capitalista del agro en la emi-
gración, la distorsión de antiguas identidades culturales indí-
genas, la desestructuración del campesinado y la emergencia
de nuevos estratos sociales en progresiva interpenetración de
las sociedades rural y urbana, otrora separadas.
7. El papel de la ideología y del Estado en cuanto a intencion-
alidad, frecuentemente acompañada de fuertes dosis de
coacción, para modificar el tipo de sociedad. En ese campo
aparece en un primer plano la acción del Estado como actor
principal de modernización social y/o generación de nuevos
sistemas sociales1.

Eran claramente, transformaciones significativas acaecidas en esos


treinta años, pero eran menores de las que ocurrirían en las tres dé-
cadas siguientes, marcadas por la acción combinada de la informáti-
ca, la robótica, la crisis de la deuda externa de la misma década del
ochenta, el final del mundo bipolar tras el derrumbe del llamado “so-
cialismo real”, la afirmación del patrón de acumulación del capital
basado en la valorización financiera, la intensificación del proceso
de mundialización, la redefinición de las relaciones internacionales a
partir de la instauración, por parte de Estados Unidos, de un supuesto
“eje del mal” y del conexo “terrorismo”.
Entre 1950 y 1990, América Latina atravesó situaciones carga-
das de complejidad e intensidad en todos los planos. En economía, se
pasó de los proyectos desarrollistas (más o menos perseguidores de

1 Tales eran, sintéticamente, las transformaciones más importantes ocurridas en


América Latina entre 1950 y 1980, según las conclusiones de un grupo de científicos
sociales y funcionarios del sistema de la ONU que, convocados por la Secretaría
Ejecutiva de la CEPAL, deliberó en Santiago de Chile en noviembre de 1982. Véase
“Tres décadas de cambios sociales en América Latina” en Notas sobre la economía
y el desarrollo en América Latina (Santiago de Chile: Servicio de Información de la
CEPAL) Nº 374, febrero-marzo, 1983.

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AMÉRICA LATINA PIENSA AMÉRICA LATINA

vanos intentos de generar, al menos en algunos países, capitalismos


autónomos) a las políticas del Consenso de Washington que, en lugar
de profundizar la industrialización sustitutiva de importaciones para
superar los límites estructurales a los que había llegado, propuso polí-
ticas exactamente inversas, con las conocidas secuelas negativas para
los pueblos. En política, se vivieron las derrotas de los movimientos
revolucionarios y la instauración de dictaduras instituciones de las
Fuerzas Armadas –en el límite, Estados Terroristas de Seguridad Na-
cional–, las que, a su vez, dieron lugar a democracias de nuevo tipo,
básicamente minimalistas en cuanto a participación ciudadana en la
toma de decisiones, si bien ha habido intentos –todavía no del todo
cuajados– de radicalizar la democracia mediante diferentes formas
directas (casos de Venezuela, Ecuador, Bolivia).
América Latina está atravesando un tiempo histórico –ya lar-
go, de unos sesenta y cinco años, contando desde la instalación de
la CEPAL– caracterizado “por las perplejidades de la coyuntura y no
menos por las angustiosas anticipaciones del futuro”, constitutivo de
un tiempo de inflexión de la historia de las sociedades de la región
que delimita muy bien el ámbito de los temas-problemas a los que
se enfrentan tanto los científicos sociales como los planificadores y
los gobernantes. Un tiempo de crisis y de transformaciones societa-
les define, entonces, el marco que delimita el cuadro constitutivo de
las ciencias sociales como actividad profesional institucionalizada en
América Latina.
Tiempo –tal vez mejor, tiempos– de crisis. He ahí un punto
clave. Retomo y mantengo hoy mi hipótesis de 1991: las ciencias
sociales latinoamericanas no solo se han desarrollado en términos
teóricos, institucionales y profesionales a partir de una situación de
crisis de las sociedades de la región –la de la posguerra–, sino que
históricamente se han construido y construyen en esos tres términos
mediante crisis sucesivas, si no permanentes. Las ciencias sociales
latinoamericanas están en crisis desde que se consolidaron, a escala
regional, a mediados del siglo XX. Nacieron, crecieron, se desarrollan
en y por las crisis. Si las ciencias sociales latinoamericanas viven en
crisis permanentes, es porque también las sociedades de la región
viven en igual estado desde hace más de seis décadas. No postu-
lo una relación causal directa, unívoca, mecánica, ni siquiera en
términos de la reiterada relación entre ciencia y política. Nuestras
ciencias plantearon, abordaron, desarrollaron diversos y variados
temas y cuestiones –algunas de las cuales le han dado singularidad
a escala planetaria– relevantes en todas y cada una de las sociedades
(Ansaldi, 1991: 66).

26
Waldo Ansaldi

Invención / fundación por acción institucional


En el contexto histórico precedentemente reseñado, las ciencias socia-
les de la región desarrollaron un doble proceso: 1) de afirmación en
la mayoría de los países, particularmente en Argentina, Brasil, Chile,
México y, en una escala algo menor, en Colombia y Perú; 2) de supe-
ración de los marcos nacionales, en la búsqueda de la definición y
constitución de un espacio regional. Ambos procesos estaban interre-
lacionados, siendo perceptibles cambios en las formas de institucio-
nalización de las ciencias sociales y de sus practicantes. Su inteligibili-
dad es necesaria para comprender la peculiaridad de una historia que
se desarrolló en medio y a través de crisis, que vinculó dialécticamente
ideas y procesos reales y, oscilando entre la perplejidad y la angustia
(resultado de una permanente preocupación por el devenir de la his-
toria), alcanzó conclusiones provisorias, distintas y hasta contradicto-
rias, y finalmente pareció acabar en el reconocimiento de la capacidad
de explicar lo que está ocurriendo y de preverlo.
Una de las primeras preocupaciones de los científicos sociales de
los momentos iniciales de la institucionalización y profesionalización
de las ciencias sociales fue la de la formación de posgrado, una tarea
básicamente privativa de las universidades. Aunque algunas de ellas
comenzaron con estudios cuaternarios antes de 1950, también los
mismos fueron una preocupación y tuvieron una expansión posterior
a ese año.
Un disparador de la necesidad de la formación cuaternaria –que
no siempre se tiene en cuenta– fue el reconocimiento de la importancia
estratégica de la innovación y de la transferencia de tecnología, tan
bien destacada, por ejemplo, en el Informe Prebisch (1970), que está
asociada a la idea de desarrollo, como el propio título del trabajo lo
destaca: Transformación y desarrollo. La gran tarea de América Latina.
El argumento de Prebisch en este trabajo (1970: 158-159 y 161)
es que hasta ese momento la región había incorporado acríticamente
las técnicas provenientes de los países industrializados, un procedi-
miento insuficiente e inadecuado para enfrentar los problemas de ese
presente y del futuro del desarrollo, incluyendo entre ellos la propia
transformación de sus relaciones con dichos países. Se trataba de
promover (a) la creación de tecnología, (b) la adaptación de la dispo-
nible, (c) el establecimiento de “una estructura científico-tecnológica
adecuada para ambas funciones”, y (d) programas educativos aptos
para alentar la difusión de técnicas existentes y estimular la capacidad
creadora de otras. Para ello, era necesario definir “criterios básicos
para fijar prioridades en campos específicos”.
Dentro de esa línea de razonamiento, una frase resumía el clima
de ideas generalizado, no solo en el crucial campo de la tecnología,

27
AMÉRICA LATINA PIENSA AMÉRICA LATINA

sino también en las ciencias sociales (fuera en materia de enseñanza,


fuera en la de investigación, o en la de criterios rectores para la for-
mación de nuevos recursos): “se necesita desenvolver la capacidad de
juicio autónomo y no depender demasiado del juicio de los otros”.
Así, en relación con la capacitación universitaria se planteó la ne-
cesidad de nacionalizar la formación de posgrado. Nacionalizar en
localización espacial y en su contenido.
Los científicos sociales de la década del sesenta y de la primera
mitad de la siguiente pensaron, para esta tarea de “nacionalización de
la formación de posgrado”, en primer lugar, en las universidades de
la región (Graciarena, 1974: 40-41; Fuenzalida Faivovich, 1970: 112),
aunque rápidamente percibieron fuertes límites, en las propias estruc-
turas universitarias, para una tarea de esa magnitud.
La tendencia a la nacionalización no fue entendida como una
ruptura con los centros científicos de fuera de la región, salvo los po-
cos casos de tendencias confusas al respecto. En general, se postulaba
intensificar los vínculos con ellos, “pero haciéndolos más maduros y
‘adultos’ que en la actualidad [...], a partir de una posición más autó-
noma, con mayor capacidad para detectar y seleccionar las alternativas
más convenientes a los intereses nacionales” (Graciarena, 1974: 42; én-
fasis propio).
La prevención de Graciarena sobre la real potencialidad universi-
taria para resolver adecuadamente el desafío parece fundarse, en bue-
na parte, en la crisis de las universidades, un punto sobre el cual había
por entonces un generalizado consenso. La situación se percibía como
más grave, no solo por el anacronismo de la mayoría de las universi-
dades latinoamericanas y su resistencia al cambio, sino por su alto
grado de politización e ideologización, que a veces alcanzaba niveles
híper, por la masificación y el predominio de la formación profesional,
y muy especialmente por la tendencia de gobiernos dictatoriales o me-
ramente autoritarios a cercenar o limitar fuertemente la autonomía
financiera y académica de las universidades.
Las constataciones negativas sobre la capacidad universitaria ex-
plican la aparición de nuevas soluciones, como la creación de las ya se-
ñaladas instituciones científico-sociales extrauniversitarias, pensadas
y desarrolladas como áreas de preservación y afirmación de condicio-
nes adecuadas para la investigación, que en algunos casos avanzaron
hacia formas de posgrado, incluso con alto grado de formalización (El
Colegio de México y del Instituto Universitário de Pesquisas de Río de
Janeiro, por ejemplo).
Otra solución que en materia de posgrado comenzó a gestarse por
entonces fue la llevada adelante por los organismos pertenecientes al
sistema de Naciones Unidas, particularmente concentrados en Santia-

28
Waldo Ansaldi

go de Chile, como el Instituto Latinoamericano de Planificación Eco-


nómica y Social (ILPES) y el Centro Latinoamericano de Demografía
(CELADE). Asimismo, y muy especialmente, fue decisiva la tarea de
organismos internacionales de nuevo tipo, como la intergubernamen-
tal FLACSO y el no gubernamental CLACSO. El primero de estos dos
llevó adelante, en su sede central, en Santiago de Chile, la Escuela
Latinoamericana de Sociología (ELAS), experiencia iniciada en 1957
e interrumpida por el golpe militar de 1973, y la ya citada ELACP.
El segundo, además de promover y apoyar, con la colaboración de la
UNESCO, y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
(PNUD), cursos cuaternarios llevados adelante en diversos centros de
la región, diseñó y realizó su propio Curso Avanzado Latinoamericano
de Sociología Rural, un posgrado bienal itinerante y limitado a cua-
tro cohortes, la primera de las cuales durante el bienio 1974-1975, se
hizo en el Centro Paraguayo de Estudios Sociológicos, en Asunción.
Los cursos posteriores tuvieron por sede Quito (1976-1977), San José
(1978-1979) y Santo Domingo (1980-1981), representando las mismas
las áreas Cono Sur, Países Andinos, Caribe y Centroamérica, respecti-
vamente. Los y las estudiantes de cada cohorte provenían de distintos
países de la región, no solo de las áreas de las sedes. Las cuatro cohor-
tes sumaron 91 inscriptos, de los cual 81 concluyeron sus estudios.
Fue una importante contribución de CLACSO al reforzamiento de los
estudios de posgrado en la región.
A modo de síntesis, destaca, en el período, la frustración de la vía
universitaria como exclusiva o principal para la formación de posgra-
do y para la preservación y/o continuación (cuando no efectivo co-
mienzo) de las tareas de investigación científico social. Brasil (aun
bajo la dictadura), México y América Central (con el Consejo Superior
Universitario Centroamericana, CSUCA, con sede en San José de Cos-
ta Rica) constituyeron casos especiales de peso y continuidad de los
posgrados universitarios.
Asimismo, es pertinente recordar que el clima de los años sesenta
y setenta tenía, coexistiendo con esa preocupación por la nacionaliza-
ción / regionalización de las ciencias sociales y por la jerarquización
de la enseñanza y la investigación científico social, una fuerte preo-
cupación por cambiar radicalmente las estructuras de las sociedades,
que en el límite se traducía en el abandono de la práctica científica
en favor de la militancia política. De hecho, había una tensión, una
dialéctica entre una y otra posición y ambas eran partes constitutivas
del proceso de construcción y desarrollo de las ciencias sociales lati-
noamericanas.
La preocupación por generar un pensamiento propio y por for-
mar recursos humanos en la misma región fue reforzada y comple-

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AMÉRICA LATINA PIENSA AMÉRICA LATINA

mentada con la apelación a pensar los problemas de América Latina


con un juicio autónomo, o lo más autónomo posible. La interacción
entre formación para la investigación y desarrollo de la investigación
–con su consecuencia: para la acción– constituyó, entonces, el nudo
problemático cuya resolución se planteó como imperiosa.
No asumo el riesgo de dejar fuera más de un nombre de inclusión
necesaria, pues la nómina es larga, en el listado de los científicos y
las científicas sociales que, en las diferentes disciplinas fungieron de
“vanguardias académicas” de la región y cuyos tempranos y pioneros
esfuerzos comenzaron a percibirse, más allá de sus propios nombres y
trabajos, precisamente en los años sesenta y setenta, cuando se suma-
ron otros nombres. Fue notoria su participación en los campos de la
Sociología, la Historiografía, la Ciencia de la Política, la Antropología,
la Demografía. Mucho más fuerte y general parece haber sido el im-
pacto de la Economía, cuya preocupación por las cuestiones de desa-
rrollo se tornó dominante en la agenda académica y en la de no pocos
políticos y gobiernos, a partir del notable conjunto de economistas
nucleados en y por la CEPAL y su criatura, el ILPES, en Santiago de
Chile. En ese sentido, quizás pueda considerarse como texto funda-
cional el estudio preparado para la Conferencia de esta en México,
en 1951 (sobre la base de la primera versión de 1949), cuyo título es
Problemas teóricos y prácticos del crecimiento económico, a juicio de
Celso Furtado “la presentación más completa de lo que después llegó
a conocerse como el pensamiento cepalino” (Furtado, 1987: 404).
De modo que en el principio fue la economía. No es un hecho
casual: la CEPAL se creó durante la coyuntura de la segunda posgue-
rra, dominada por los problemas del desarrollo, planteados en tér-
minos fundamentalmente económicos, no carentes de originalidad y
en clave de larga duración, es decir, histórica. En efecto, la Comisión
especial creada por la ONU, en 1947, para dictaminar la posibilidad
de creación de la CEPAL, redactó un Informe Preliminar en el cual
acuñó una ecuación destinada a incidir decisivamente en los trabajos
del nuevo organismo: tornar equivalentes subdesarrollo y destrucción
económica. José Medina Echavarría haría una formidable argumen-
tación en Consideraciones sociológicas sobre el desarrollo económico
de América Latina, un libro que, cinco décadas después, sigue siendo
factible de lecturas estimulantes.
Para los teóricos de la primera etapa de la CEPAL, la política efi-
caz para cumplir con la tarea de asegurar el desarrollo debía ser rea-
lizada por el Estado a través de la planificación. La acción del Estado
era, en efecto, central en la concepción cepalina. Notablemente, esa
política y esa acción fueron pensadas en términos preferentemente
instrumentales, técnicos, en los cuales estaba ausente la cuestión de

30
Waldo Ansaldi

la democracia “como requisito político del desarrollo económico, no


como principio organizativo del orden político institucional que de-
berá enmarcar ese proceso”, como bien señalaron Adolfo Guerrieri y
Octavio Rodríguez (1987), quienes acotaban que en los años cincuen-
ta predominó la idea de que la democracia requería el previo cumpli-
miento del objetivo del desarrollo económico.
Ninguna reconstrucción de la historia de las ciencias sociales
latinoamericanas puede prescindir del fundamental papel desempe-
ñado por FLACSO y CLACSO. La primera, como se ha dicho, es un
organismo internacional intergubernamental, con carácter regional y
autónomo. Fue creada por el sistema de Naciones Unidas en abril de
1957 con la función primordial de promover la enseñanza, la investi-
gación y la asistencia técnica en el campo de las ciencias sociales, con
la intención de contribuir al desarrollo de la identidad cultural de la
región y la solución de sus principales problemas. La sede de la Se-
cretaría General fue Santiago de Chile hasta el golpe militar de 1973,
trasladándose entonces a Buenos Aires, donde continuó hasta julio de
1979, fecha en la que una conjunción de políticas de la dictadura ins-
titucional de las Fuerzas Armadas y problemas de orden interno de la
Facultad llevaron a su traslado a San José de Costa Rica. Actualmente
está constituida por 18 Estados Miembros de América Latina y el Ca-
ribe, desarrollando actividades académicas en 13 de ellos.
CLACSO, también se ha dicho, es un organismo internacional no
gubernamental, con estatuto consultivo de la UNESCO, que tuvo la
iniciativa para su creación, efectivizada en octubre de 1967. Se tra-
ta de una red de centros de investigación científico-social –públicos,
privados, universitarios, no universitarios, independientes– reunidos
institucionalmente en una instancia englobante de carácter regional,
de la que forman parte sin mengua de su autonomía para la decisión
y realización de sus respectivas políticas académico-institucionales. A
la fecha (julio de 2014), CLACSO reúne a más de 370 centros de inves-
tigación y más de 650 programas de posgrado  en Ciencias Sociales
y Humanidades (maestrías y doctorados), radicados en 25 países de
América Latina y el Caribe, en Estados Unidos y en Europa, según se
lee en la página web oficial del organismo. También CLACSO tiene por
objetivos la promoción y el desarrollo de la investigación y la enseñan-
za de las Ciencias Sociales, así como el fortalecimiento del intercam-
bio y la cooperación entre instituciones e investigadores de dentro y
fuera de la región. Sus diferentes actividades han estado siempre cen-
tradas en el pensar crítica y pluralmente las sociedades de la región.
Su sede está, desde sus inicios, en Buenos Aires.
Escapa a los límites espaciales de esta contribución analizar, aun-
que sea someramente, la importancia de CEPAL, FLACSO y CLASCO

31
AMÉRICA LATINA PIENSA AMÉRICA LATINA

en la historia que nos ocupa. He hecho una primera aproximación en


un texto ya viejo (Ansaldi, 1991), pero en él encuentro todavía líneas
de exploración adecuadas. Sí quiero enfatizar el hecho de que las tres
constituyen redes institucionales que vinculan a científicos sociales de
la región. Destaco lo de redes, porque ellas son uno de los legados de
los pensadores sociales de las primeras décadas del siglo XX, que se
vincularon entre sí, por vía epistolar y/o por encuentros personales,
con intencionalidades que iban mucho más allá de esta dimensión, un
hecho que merece ser investigado cuidadosamente.

Cuatro grandes cuestiones (aquí enunciadas, pero no


desarrolladas)
Se sabe y se repite que América Latina no es el continente más pobre
del mundo, sino el más desigual, situación que justamente comenzó
a registrarse en los años cincuenta, en paralelo con la institucionali-
zación y profesionalización de las ciencias sociales. Desde entonces,
no ha cesado de crecer. Explicar la desigualdad comenzó a ser tarea
decisiva. De allí, la aparición de diversos intentos teóricos.
En el contexto de la Guerra Fría y, por ende, en la creciente exa-
cerbación de la lucha ideológica entre capitalismo y comunismo, sur-
gió la teoría de la modernización, hechura de partidarios del primero.
El punto de partida fue la constatación del rezago –el subdesarrollo–
de las economías de los países del Tercer Mundo, en particular, las la-
tinoamericanas, en las cuales era apreciable el fracaso de las políticas
de industrialización sustitutiva de importaciones. Esa apreciación,
del campo de la economía, escondía el verdadero trasfondo, del cam-
po de la política: la presunción de que tales países podían volcarse al
comunismo y su modelo de rápido desarrollo industrial.
La teoría de la modernización era una teoría dualista. Según ella,
existían dos tipos de sociedades, las tradicionales y las modernas. Las
primeras se caracterizaban por ser estructuralmente agrarias –por
primacía de la economía rural y por mayor concentración demográfi-
ca en el campo–, socialmente estratificadas y con escasa movilidad so-
cial, fuerte componente religioso en la vida cotidiana, y lazos sociales
predominantemente emotivos y afectivos. Estas características eran
consideradas obstáculos para desarrollar un mercado capitalista. Las
segundas, en cambio, eran industrializadas, secularizadas, con movi-
lidad social y relaciones impersonales y neutras y mercado capitalista.
Ambas sociedades eran concebidas como independientes la una de la
otra, cada una con su dinámica propia, aunque vinculadas necesaria-
mente entre sí.
La teoría de la modernización preconizaba la necesidad de impul-
sar, en los países del Tercer Mundo, el pasaje de la sociedad tradicional

32
Waldo Ansaldi

a la moderna, de modo que alcanzasen el estadio del desarrollo econó-


mico y social, en algunas variantes de la teoría, considerado condición
necesaria para establecer un régimen político democrático. Para tal
pasaje, las sociedades tradicionales debían modificar profundamente
sus valores y sus estructuras sociales, cambios que abarcaban un arco
más que amplio, desde la familia hasta el Estado.
La teoría de la modernización destacó la necesidad de la inter-
vención central del Estado para realizar el proceso de modernización.
No cualquier Estado, sino uno fuerte y estable. O, como diría, Samuel
Huntington, gobiernos autocráticos.
En América Latina, la teoría de la modernización tuvo una ori-
ginal formulación en la Comisión Económica de América Latina
(CEPAL), para la cual el subdesarrollo de la región era consecuencia
de la relación centro-periferia y su superación era el desarrollo, el cual
se basaba en la industrialización. Pero desarrollo e industrialización
eran parte del pasaje de las sociedades tradicionales, agrarias, a las
sociedades modernas. Este pasaje era la modernización, un proceso
continuo de superación creciente de valores, actitudes, etc., resumido
a veces en la expresión secularización, donde la otra característica
era la racionalidad de los cambios y de los nuevos valores sociocultu-
rales. En Gino Germani, José Medina Echavarría y Raúl Prebisch, la
modernización era concebida como un proceso susceptible de planifi-
cación, a efectos de facilitar en tiempo y costos tal tránsito. Planificar
la transición era potenciar el papel del Estado como sujeto principal
del cambio social. Pero a diferencia de Huntington, ellos pensaban en
gobiernos democráticos, aunque al final de su vida Germani sostenía
que la democracia no era un logro específico de la modernización.
Se admitía la existencia de varios modelos de sociedad industrial
y de transición y la asincronía de los cambios, la cual era múltiple
(geográfica, institucional, en los diferentes grupos sociales, motiva-
cional). Una certeza campeaba en los trabajos de quienes sustenta-
ban la teoría de la modernización: las sociedades latinoamericanas
eran estructuralmente duales, es decir, coexistían en ellas sociedades
“tradicionales” con las “modernas”, si bien la tendencia era a la absor-
ción de las primeras por las segundas. No era la primera vez que en
América Latina se planteaba la cuestión de la dualidad estructural de
sus sociedades. En el fondo no era otra cosa que la reformulación, en
clave de mediados del siglo XX, de la decimonónica contraposición
“civilización” (urbana) y “barbarie” (rural).
De hecho, la noción de sociedades duales impactó fuertemente
en las ciencias sociales de los años sesenta, y no fueron pocos los
que adhirieron a ella, a veces con matices, como en los casos del
ítalo-argentino Gino Germani y el uruguayo Carlos Rama. Pero no

33
AMÉRICA LATINA PIENSA AMÉRICA LATINA

tardaron en formularse fuertes y sólidas objeciones. La polémica se


dio en diferentes terrenos disciplinarios –economía, historiografía,
sociología–, a partir de las premisas planteadas por los partidarios
del dualismo. Éstos sostenían que la sociedad tradicional, agraria y
estancada, se había originado en el período colonial y conservaba
importantes elementos socioculturales modelados en aquel enton-
ces; sus cambios eran lentos y escasos y, por añadidura, impuestos
desde fuera de ella por la sociedad moderna (urbana, industrializa-
da, dinámica, progresista, en desarrollo), con la cual coexistía den-
tro del perímetro de cada país. Una interpretación más elaborada
planteaba la cuestión en términos de sociedades duales feudal-ca-
pitalista; la primera de ellas era el locus del conservadurismo social
y político, de los terratenientes, oligarcas, caudillos...; la segunda,
el del progresismo de los sectores modernos, como la burguesía
nacional, las clases medias y el proletariado industrial urbano. La
tarea política era terminar con el feudalismo y desarrollar un capi-
talismo progresista, tarea que competía a los empresarios burgueses
nacionales (diferenciados de los burgueses que eran expresión de
los intereses del capital extranjero, a los cuales estaban aliados) o,
en algunas interpretaciones tributarias de la de John J. Johnson (en
La transformación política de América Latina), por las clases medias
urbanas. En términos políticos: la solución pasaba por la revolución
democrático-burguesa, propuesta que fue rechazada por quienes en-
tendían que las sociedades latinoamericanas no eran duales, eran
capitalistas dependientes y no contaban con una burguesía nacional
con intereses diferenciados y términos antagónicos con los del im-
perialismo; en esta hipótesis, no había posibilidad de una revolución
burguesa ni de desarrollo capitalista: la solución era la revolución
socialista. En lo que todos (o casi todos) coincidían era en el desa-
rrollo más como un problema político que económico.
La teoría de la modernización no puede despegarse del fuerte
predominio del estructural-funcionalismo, especialmente en el cam-
po de la sociología. Pero ella generó, efecto no querido, formidables
aportes y debates. La primera gran cuestión, ya anticipada líneas
atrás, fue la del carácter de la conquista y la colonización españo-
la y lusitana –¿feudal o capitalista?–, núcleo duro de la discusión
teórica, historiográfica y política. Tempranamente, en 1949 y 1952,
Sergio Bagú había planteado la hipótesis del carácter capitalista de
la misma, abriendo la trilla del pensamiento crítico latinoamericano,
cuyas manifestaciones más altas se alcanzaron en los años sesenta y
setenta. Este pensamiento crítico tenía un importante, incluso fuer-
te, componente marxista (tanto el de la vulgata stalinista, cuanto
el no dogmático), pero no era exclusivamente marxista. De hecho,

34
Waldo Ansaldi

había una pluralidad de teorías y de categorías analíticas y hasta –


cuando todavía no se escribía mucho acerca de ello– hibridaciones
disciplinarias y teóricas.
Fueron precisamente científicos sociales críticos los que arre-
metieron contra las tesis dualistas, algunas de ellas contundentes y
definitorias. Una deriva fue la teoría del colonialismo interno, que
concebía al colonialismo como un fenómeno tanto internacional,
cuanto intranacional.
Las insuficiencias de las diversas explicaciones que sobre Amé-
rica Latina se formularon por entonces llevaron no solo a la crítica
de la teoría de las sociedades duales, sino que generaron crecientes
esfuerzos por elaborar teorías más consistentes. La hipótesis del co-
lonialismo interno fue una de ellas, pero fuera de algún impacto in-
mediato, no tuvo demasiados adeptos. El momento de viraje se pro-
dujo a mediados de los años sesenta, con el surgimiento de una nueva
interpretación de la naturaleza social y política de los problemas de
desarrollo de la región: los estudios de las situaciones de dependencia
o, como se ha generalizado, la teoría de la dependencia, la segunda
gran cuestión puesta en debate por los científicos sociales críticos.
En los años ochenta y, sobre todo, noventa, la llamada crisis de los
paradigmas (en particular, pero no exclusivamente, el marxista) lle-
vó a muchos científicos sociales latinoamericanos a abandonar el es-
tudio de sus sociedades en términos de dependencia. Se argumentó
sobre las debilidades de la teoría –no sobre los méritos–, y en lugar
de superarlas se ocluyó un instrumento analítico de valor notable,
especialmente para dar cuenta de los profundos cambios produci-
dos en el interior del capitalismo como economía-mundo (y de los
capitalismos latinoamericanos en particular), a lo largo de los casi
cincuenta años que median entre la formulación inicial de la teoría
y un presente dominado por un sistema mundial de reproducción de
las desigualdades. No por azar, actualmente hay intentos serios de
retomar la cuestión.
Las dos primeras grandes cuestiones debatidas por los científi-
cos sociales latinoamericanos en las décadas del sesenta y setenta se
dieron en el contexto de avance de movimientos revolucionarios, los
cuales, a su vez, fueron parte de un ciclo de alza de la lucha de clases
a escala planetaria. La derrota de esos movimientos, en la década del
setenta, abrió cauce a otras dos grandes cuestiones: la del Estado y la
de la democracia. Un célebre artículo de Norbert Lechner, a mediados
de los años ochenta, sintetizaba el cambio en la agenda de las ciencias
sociales, pari passu el de la política: de la revolución a la democracia.
El pasaje de una cuestión a otra fue también, en muchos casos, el del
pasaje del pensamiento crítico latinoamericano, buceador de caminos

35
AMÉRICA LATINA PIENSA AMÉRICA LATINA

propios, a la repetición o la amplificación acrítica de teorías externas.


Dicho pasaje incluye la pérdida de la pretensión de explicaciones es-
tructurales, totalizadoras, bien perceptible en la Historiografía –cuyos
profesionales han renegado de la teoría y, por ende, a la pretensión de
cientificidad de su producción– y en la Sociología, ambas dominadas
por estudios micro, con fuerte impronta positivista. Una deriva adi-
cional fue la renuencia a pensar y tratar de explicar América Latina
como una totalidad, a veces apelando a la ausencia de homogeneidad
de la misma, como si la heterogeneidad fuese un obstáculo para la ex-
plicación. Otra, la de minusvalorar la incidencia de la economía para
sobrevalorar la de la cultura, devenida, a veces, deus ex machina de
toda la complejidad de las sociedades.
En el caso de la Sociología se produjo –como bien ha señalado
Edelberto Torres-Rivas (1990: 25), con palabras que hago mías (y que
mantienen vigencia pese al tiempo transcurrido)– una penetración
“por la ciencia política en su forma anglosajona de government”. Des-
aparecieron las clases sociales, el cambio social, el desarrollo econó-
mico-social, las razones estructurales, cuestiones reemplazadas por
sistemas electorales, partidos e instituciones políticas… Notable ex-
pansión disciplinaria, con correlativa fragmentación temática, igual-
mente notables en el caso de la Historiografía. En una y otra, ausen-
cia de enfoques y explicaciones de carácter estructural, de análisis a
escala de un país (mucho menos, como dije antes, de América Latina
como un todo) y, a fortiori, de interacción entre sujetos y estructuras.
Como en los buenos tiempos del estructural-funcionalismo, dominio
de los estudios microsociológicos y microhistóricos, positivismo y
empirismo ramplones. A muchos no les vendría mal leer o releer (se-
gún el caso) la demoledora crítica que a aquella teoría hiciera Charles
Wright Mills en su todavía lozano La imaginación sociológica.
No digo que los estudios micro sean inservibles. Digo que si no se
los consideran parte de un todo sirven para poco, en el mejor de los
casos, o para nada, a menudo.
Pese a los retrocesos en el pensamiento y en las ciencias socia-
les latinoamericanas, retroceso que no es otra cosa que el retorno a
la vieja práctica del colonialismo cultural –superado considerable-
mente en las décadas del sesenta y setenta–, es decir, el tratar de
explicar a las sociedades de la región mediante teorías elaboradas
en los países desarrollados y traducidas al idioma vernáculo (para
decirlo con viejas palabras de Sergio Bagú), vuelven a soplar vientos
de renovación y búsquedas originales que no nieguen los aportes
externos, pero que tampoco sean reverencias inhibitorias. No pocos
estamos en esa trilla, y quienes en ella estamos convocamos a sumar
esfuerzos y voluntades.

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Waldo Ansaldi

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