San Agustin La Ciudad de Dios Libro II
San Agustin La Ciudad de Dios Libro II
San Agustin La Ciudad de Dios Libro II
CAPITULO II
De las materias que se han resuelto en el primer libro
Habiendo comenzado a hablar en el libro anterior de la Ciudad de
Dios,
en cuya defensa (con del divino auxilio) he emprendido toda esta obra,
decimos que, en primer lugar, se me ofreció responder con exactitud y
extensión a los que imputan a la religión cristiana las crueles guerras con
que es agitado el universo, y, principalmente, el último saqueo y
destrucción que hicieron los bárbaros en Roma; no por otro motivo, sino
porque prohíbe el culto, de los demonios, y sus nefarios sacrificios,
debiendo antes atribuir a Jesucristo el que por reverencia a su santo
nombre y contra el instituto de la guerra, les concedieron los godos
lugares religiosos y capaces donde se pusiesen acoger libremente;
quienes en muchas acciones que ejecutaron demostraron que no
solamente habían honrado y respetado el culto debido Salvador, sino
también que, ocupados del temor, presumieron no era lícito ejecutar lo
que permitía el derecho de la guerra. Con este motivo se ofreció la
cuestión, de por qué causa fueron comunes estos divinos beneficios a los
impíos e ingratos, y, asimismo, por qué los sucesos ásperos y lastimosos
que acaecieron en la toma de la ciudad afligieron juntamente a los buenos
y a los malos. Para dar cumplida solución a esta cuestión, que encierra,
otras varias (pues todo lo que ordinariamente observamos, así beneficios
divinos como desgracias humanas, que los unos y los otros acontecen
indiferentemente muchas veces a los que viven bien y mal, suele, excitar
los corazones de algunos incrédulos); para resolverlo, digo, con forme
convenía me ha detenido algún, tanto, especialmente para consolar a las
mujeres santas y castas en quienes ejecutó violencia el enemigo, y que
no perdieron la prenda de la honestidad, aunque las lastimasen el pudor y
empacho de presentarse después en público, pues así podía reducir
seguramente a que no les pesase de vivir a las que no tenían culpa de qué
arrepentirse. Después dije algunas cosas contra aquellos que se rebelan
contra los cristianos incluidos en las expresadas calamidades, como
también contra las mujeres virtuosas y honestas que padecieron fuerza,
siendo así que dIos son tórpes e infames por sus costumbres y conducta,
en lo que degeneran de aquella decantada virtud romana, de donde se
precian descender; y mucho más desdicen con sus obras de ser dignos
sucesores de aquellos, ínclitos romanos, de quienes refieren las historias
acciones famosas, propias solamente de una virtud sólida y elevada; y lo
que es más, han reducido a la antigua Roma (fundada gracias a la
diligensia de los antiguos, fomentada y acrecentada con su industria y
valor) a un estado más deplorable y abominable que cuando el enemigo la
arruinó, porque en su ruina cayeron sólamente las piedras y los maderos,
y en la que éstos la han preparado han caído por tierra los más vistosos
edificios y ornamentos, no de los muros, sino de las costumbres,
haciendo más daño en sus corazones el ardor de sus sensuales apetitos
que el fuego en los edificios de aquella ciudad; y con esto concluí el
primer libro. Ahora expondré todas las calamidades que ha padecido
Roma desde su fundación, así dentro, como en las provincias sujetas a su
Imperio; todas las cuales, ciertámente, las atribuyeran a la religión
cristiana si entonces la doctrina evangélica predicara libremente contra
sus falsos y seductores dioses.
CAPITULO III
Pero advierte que cuando refiero estas particularidades hablo todavía con
los ignorantes, de quienes dimanó aquel refrán. común: «No llueve, la
culpa, es de los cristianos»; porque entre ellos hay algunos instruidos en
su literatura y aficionados a la Historia, por la cual saben todo esto. Pero
estos engreídos y preocupados literatos, para malquistarnos con la turba
de los ignorantes, fingen o disimulan que no tienen tal noticia, queriendo
dar a entender al mismo tiempo al vulgo que las calamidades y aflicciones
con que en ciertos tiempos conviene castigar a los hombres, suceden por
culpa del nombre cristiano, el. cual se extiende y propaga con aplauso y
fama por todo el ámbito de la tierra, mientras que se desmembra la
reputación de sus dioses. Recorran, pues, con nosotros los tiempos
anteriores a la venida del Salvador, y a la deseada época en que su
augusto nombre se manifestó a las gentes con aquella gloria y majestad
que en vano envidian, y advertirán con cuántas calamidades ha sido
afligido incesantemente el Imperio romano, y en ellas excusen y
defiendan a sus dioses si pueden; y si es que los adoran por no padecer
estas desgracias, de las cuales, si ahora sufren alguna, procuran
echamos la culpa, pregunto: ¿Por qué permitieron los dioses que a sus
adoradores les sucediesen las calamidades que he de referir, antes, que
les moleslase el nombre de Cristo y prohibiese sus sacrificios?
CAPITULO IV
Que los que adoraban a los dioses jamás recibieron de ellos precepto
alguno de virtud, y que en sus fiestas celebraron muchas torpezas y
deshonestidades
CAPITULO V
CAPITULO VI
Que los dioses de los paganos nunca establecieron doctrina para bien
vivir
CAPITULO VII
CAPITULO VIII
CAPITULO IX
CAPITULO X
CAPITULO XI
Esta política, aunque torpe, la seguían los griegos por ser muy
conforme al placer de sus dioses, sin atreverse a eximir la vida y,
costumbres de sus ciudadanos de las mordaces lenguas de los poetas y
farsantes, observando estaba sujeta a sus dicterios y reprensión la de los
dioses. Fundados en estos principios, creyeron que no solamente no
debían despreciar a los hombres que representaban en el teatro estas
impiedades, de que se agradaban sus dioses, a quienes adoraban; antes,
por el contrario, debían honrarlos con más distinción; ¿pues qué causa
podían hallar para tener por honrados a los sacerdotes por cuyo
ministerio ofrecían sacrificios agradables a los dioses, y al mismo tiempo
tener por viles a los autores escénicos, por cuyo medio sabían tributaban
a los dioses aquel honor que ellos habían establecido? Y más cuando así
lo pedían los dioses, y aun se enojaban cuando suspendían tales
funciones; y, lo que es más, advirtiendo que el erudito Labeón
hace también distinción de cultos entre los dioses buenos y los malos,
diciendo que los malos se aplacan con sangre y con sacrificios tristes y
los buenos con, servicios alegres y placenteros, como son, según afirma,
los juegos, banquetes y mesas que preparaban a los dioses en los
templos, de todo lo cual hablaremos después particularmente, si Dios nos
lo permite. Ahora, lo que se refiere al asunto de que vamos tratan, do es
que, ya atribuyan a los dioses indiferentemente y sin distinción de buenos
y de malos todas las operaciones como si fuesen todos buenos (porque
no es razón que sean los dioses malos, aunque por ser todos espíritus
inmundos todos son malos), ya les sirvan, como le pareció a Labeón, con
cierta distinción, señalando para, los unos ciertos ritos y ceremonias y
para los otros otras diferentes, diremos que con justa causa los griegos
tienen por honrados así a los sacerdotes por cuyo ministerio se les ofrece
el sacrificio como a los autores escénicos, por cuyo medio se les
celebran los juegos; pues así no pueden acusarles de que agravian, o,
generalmente a todos los dioses, si es que todos gustan de los juegos, o,
lo que sería más indigno, a los que tienen por buenos, si únicamente
éstos son aficionados a tales diversiones.
CAPITULO XII
Que los romanos, con quitar a los poetas contra los hombres la libertad
que les concedieron contra los dioses, sintieron mejor de si que de sus
dioses
CAPITULO XIII
Que debían echar de ver los romanos que sus dioses, que gustaban los
honrasen con tan torpes juegos y solemnidades, eran indignos del culto
divino
CAPITULO XIV
Que Platón, que no admitió a los poetas en una ciudad de buenas
costumbres, es mejor que los dioses que quisieron los honrasen con
juegos escénicos
Pregunto aún más: ¿por qué razón no hemos de tener por infames,
como a los actores, a los mismos poetas que componen estas fábulas, a
quienes por la ley de las Doce Tablas se les prohíbe el ofender la fama de
los ciudadanos y se les permite lanzar tantas ignominias contra los
dioses? ¿Cómo puede caber en una razón rectamente dirigida, y menos
en la justicia, que se tengan por infames los actores y los dioses, y al
mismo tiempo se honre a los autores? ¿Acaso en este particular hemos
de dar la gloria al griego Platón, quien, fundando una ciudad tal cual era
conforme a razón, fue de parecer se desterrasen de ella los poetas como
enemigos de la tranquilidad pública? Platón no pudo sufrir las injurias
que se hacían a los dioses; pero tampoco quiso que se estragasen los
ánimos de los ciudadanos con ficciones y mentiras. Cotejemos ahora la
condición humana de Platón, que destierra a los poetas de la ciudad
porque no seduzcan a los ciudadanos con falsas imágenes, con la
divinidad de los dioses, que desean y piden que los honren con los
juegos escénicos. Platón, aunque no lo persuadió, con todo, disertando
sobre estos puntos y atendiendo a la disolución y lascivia de los griegos,
aconsejó que no se escribiesen semejantes obscenidades. Pero los
dioses, mandándolo expresamente, obligaron con toda su autoridad y aun
hicieron que la gravedad, y modestia de los romanos les representase
tales funciones; y no se contentaron precisamente con que se les
recitasen semejantes torpezas, sino que quisieron se las dedicasen y
solemnemente se las celebrasen. ¿Y a quién con más justa causa debía
mandar la ciudad romana Se tributasen honores como a Dios, a Platón,
que prohibía estas maldades y abominaciones, o a los demonios, que
gustaban de estos
delirios de los hombres, a quienes Platón no pudo desengañar, ni
persuadir la verdad? Fundado en estas razones, Labeón opinó que
debíamos colocar y contar a Platón entre los semidioses, como a
Hércules y Rómulo; y respecto de los semidioses, les pospone o coloca
en el orden siguiente a los héroes, aunque a unos y otros coloca entre los
dioses; pero Platón, a quien llama semidiós, no dudo debe ser preferido y
antepuesto, no sólo a los héroes, sino a los mismos dioses. Las leyes de
los romanos corresponden de algún modo con la doctrina de Platón, en
cuanto éste condena absolutamente todas las ficciones poéticas; y
ciertamente quitan a los poetas la licencia de infamar directamente a los
hombres. Platón extermina y prohíbe a los poetas el habitar en la ciudad,
y los romanos destierran a los actores y les cierran el paso para poder
subir a los honores y prerrogativas correspondientes a los demás
ciudadanos; y si del mismo modo se atrevieran con los dioses que
deseen y resuelven los juegos escénicos, acaso lograran exterminarlos
del todo: luego de ninguna manera pudieran esperar los romanos de sus
dioses leyes bien combinadas para establecer las buenas costumbres o
para corregir las malas; antes los vencen y convencen con sus
desatinadas constituciones; porque ellos les piden los juegos escénicos
en honra suya, y éstos privan de todos los honores correspondientes a su
estado a los actores escénicos. Ordenan los romanos igualmente que se
celebren por medio de las ficciones poéticas las acciones abominables de
los dioses, y al mismo tiempo refrenan la libertad de los Poetas,
prohibiéndoles injuriar a los hombres. Pero el semidiós Platón, no sólo se
opuso al apetito descabellado de los dioses, sino que enseñó cuál era lo
más conforme a la índole natural de los romanos, pues no quiso
habitasen en una ciudad tan bien formada los mismos poetas, o los que,
por mejor decir, mentían a su albedrío o proponían a los hombres
acciones injustas que imitasen o representasen los crímenes de sus
dioses Nosotros no defendemos que Platón es dios, ni semidiós, ni le
comparamos a los ángeles buenos del verdadero Dios, ni a los profetas,
ni a los apóstoles, ni a los mártires de Jesucristo, ni a algún hombre
cristiano, y la razón de este dictamen la daremos en su lugar, pero, con
todo, supuesto que quieren sostener fue semidiós, me parece debemos
anteponerle, si no a Rómulo y a Hércules (aunque de Platón no ha habido
historiador alguno o poeta que diga o finja que dio muerte a su hermano,
ni haya cometido otra maldad), por lo menos debe ser preferido a Príapo o
a un cinocéfalo, o, finalmente, a la fiebre, que son dioses que los temían
los romanos, parte de otras naciones y parte los consagraban ellos
propios. ¿Y de qué modo habían de prohibir el culto de semejantes
dioses, y menos oponerse con sabios preceptos y leyes a tantos vicios
como los que amenazan al corazón humano y a las costumbres del
hombre? ¿O cómo habían de extirpar aquellos que naturalmente nacen y
están arraigados en él? Mas, por el contrario, todos éstos procuraron
fomentar y aun acrecentar, queriendo que tales torpezas suyas, o como si
lo fuesen, se divulgasen por el pueblo por medio de las fiestas y juegos
del teatro, para que, como con autoridad divina, se encendiese
naturalmente el apetito humano, no obstante estar clamando contra este
desenfreno en vano Cicerón, quien, tratando de los poetas, «a los cuales,
como les divierten, dice, la voz y el aplauso del pueblo, como si fuese un
perfecto y eminente maestro, ¡ qué de tinieblas introducen.!, ¡cuántos
miedos infunden!, ¡qué de pasiones y apetitos inflaman!»
CAPITULO XV
Que los romanos hicieron para sí algunos dioses, movidos, no por razón,
sino por lisonja
Y ¿qué razón tuvo esta nación belicosa para adoptarse estos dioses,
que no fuese más una pura lisonja en la elección que hicieron de ellos,
aun de los mismos que eran falsos? Pues a Platón, a quien respetan por
semidiós (que tanto estudió y escribió sobre estas materias, procurando
que las costumbres humanas no adoleciesen ni se corrompiesen con los
males y vicios del alma, que son los que principalmente se deben huir),
no le tuvieron por digno de un pequeño templo, y a Rómulo le
antepusieron a muchos dioses, no obstante que la doctrina que ellos
consideran como misteriosa y oculta le celebre más por semidiós que por
dios, y en esta conformidad le crearon también un sacerdote que
llamaban Flamen, cuya especie de sacerdocio fue tan excelente y
autorizado en las funciones y ceremonias sagradas de los romanos, que
usaban la insignia de un birreta de mitra, la que usaban los tres flamines
que servían a los tres dioses, como eran un flamen dial para Júpiter, otro
marcial para Marte y otro quirinal para Rómulo; pero habiendo
canonizado a éste, y habiéndole colocado en el Cielo como por dios en
atención a lo mucho que le estimaban sus ciudadanos, se llamó después
Quirino, y así con esta honra quedó Rómulo preferido a Neptuno y a
Plutón, hermanos de Júpiter, y al mismo Saturno, padre de éstos,
confiriéndole como a dios grande el sumo sacerdocio que habían dado a
Júpiter y Marte, como a su padre, y quizá por su respeto.
CAPITULO XVI
CAPITULO XVII
Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun
en los tiempos que tenían por buenos
Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar
leyes al pueblo romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y
equidad reinaban entre ellos no tanto por las leyes cuanto por su buen
natural; y yo creo que de esta justicia y equidad provino el robo de las
sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que engañar a las
hijas de sus vecinos, bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no
recibirlas por mujeres con voluntad de sus padres, sino robarlas por
fuerza, según cada uno podía? Porque si fuera mal hecho el negarlas los
sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue el robarlas, no
dándoselas? Más justa fuera la guerra con una nación que hubiera
negado sus hijas a sus vecinos por mujeres después de habérselas
pedido que con las que pretendían, después se las volviesen por
habérselas robado. Esto hubiera sido entonces más conforme a razón,
pues, en tales circunstancias, Marte pudiera favorecer a su hijo en la
guerra, en venganza de la injuria que se les hacia en negarles sus hijas
por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con
el derecho de la guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las
que sin razón le habían negado; lo que sucedió muy al contrario -ya que
sin motivo ni derecho robó las que no le habían sido concedida-,
sosteniendo injusta guerra con sus padres,
que justamente se agraviaron de un crimen tan atroz. Sólo hubo en este
hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por suceso de suma
importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño
permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó
en aquella magnífica ciudad; y fue que los romanos cometieron un error
muy craso, más en haber canonizado por su dios a Rómulo, después de
ejecutado el rapto, que en prohibir que ninguna ley o costumbre
autorizase el hecho de imitar semejante robo. De esta justicia y bondad
resultó que, después de desterrados el rey Tarquino y sus hijos, de los
cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto hizo por la
fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su compañero
en el consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y
parentesco que tenía con los Tarquinos renunciase el oficio, no
permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción fea efectuó
con auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla
recibido el consulado, así como Bruto. De esta justicia y bondad dimanó
que Marco Camilo, varón singular de aquel tiempo, que al cabo de diez
años de guerra, en que el ejército romano tantas veces había tenido tan
funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma
Roma, venció con extraordinaria felicidad a
los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo romano, ganándoles su
capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta
en la guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de
sus antagonistas y la insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan
ingrata la ciudad que le debía su libertad, que, estando seguro de su
condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar
de estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que
nuevamente había de volver a librar a su patria de las incursiones y armas
de los galos. Estoy ya fastidiado de referir relaciones tan abominables e
injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos procuraban
subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas
de ambos partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención
de atender a lo que era razón y justicia.
CAPITULO XVIII
Lo que escribe Salustio de las costumbres de los romanos, así de las que
estaban reprimidas con el miedo, como de las que estaban sueltas y
libres con la seguridad
CAPITULO XIX
CAPITULO XX
Cuál es la felicidad de que quieren y las costumbres con que quieren vivir
los que culpan los tiempos de la religión cristiana
CAPITULO XXI
CAPITULO XXII
Que jamás cuidaron los dioses de los romanos de que no se estragase y
perdiese la República por las malas costumbres
CAPITULO XXIII
CAPITULO XXIV
De las proezas que hizo Sila, a quien mostraron favorecer Ios dioses
El mismo Sila, cuyos tiempos fueron tales que se hacían desear los
pasados (a pesar de que a los ojos humanos parecía el reformador de las
costumbres), luego que movió su ejército para marchar a Roma contra
Mario, escribe Tito Livio que, al ofrecer sacrificios a los dioses, tuvo tan
prósperas señales, que Postumio -sacrificador y adivino en este
holocausto- se obligó a pagar con su cabeza si no cumplía Sila todo
cuanto tenía proyectado en su corazón con el favor de los dioses. Y ved
aquí cómo no se habían ausentado los dioses desamparando los
sagrarios y las aras, supuesto que presagiaban los sucesos de la guerra y
no cuidaban de la corrección del mismo Sila. Prometíanle, adivinando los
futuros contingentes, grande felicidad, y no refrenaban su codicia
amenazándole con los más severos castigos; después, manteniendo la
guerra de Asia contra Mitrídates, le envió a decir Júpiter con Lucio Ticio
que había de vencer a Mitrídates, y así sucedió; pero en adelante, tratando
de volver a Roma y vengar con guerra civil las injurias que le habían
hecho a él y a sus amigos, el mismo Júpiter volvió a enviar a decirle con
un soldado de la legión sexta, que anteriormente le había anunciado la
victoria contra Mitrídates, y que entonces le prometía darle fuerzas y valor
para recobrar y restaurar, no sin mucha sangre de los enemigos, la
República. Entonces preguntó qué forma o figura tenía el que se le había
aparecido al soldado, y respondiendo éste cumplidamente, se acordó Sila
de lo que primero le había referido Ticio cuando de su parte le trajo el
aviso de que había de Vencer a Mitrídates. ¿Qué podrán responder a esta
objeción si les preguntamos por qué razón los dioses cuidaron de
anunciar estos sucesos como felices, y ninguno de ellos atendió a
corregirlos con sus amonestaciones, o recordar al mismo Sila las futuras
desgracias públicas, si sabían que había de causar tantos males con sus
horribles guerras civiles, las cuales no sólo habían de estragar, sino
arruinar totalmente la República? En efecto, se demuestra bien claro
quiénes son los demonios, como muchas veces lo he insinuado.
Sabemos nosotros por el incontrastable testimonio de la Sagrada
Escritura, y su calidad y circunstancias nos muestran, que hacen su
negocio porque les tengan por dioses, adoren y ofrezcan votos, que,
uniéndose con éstos los que se les ofrecen, tengan juntamente con ellos
delante del juicio de Dios una causa de muy mala condición. Después de
llegado Sila a Tarento y sacrificado allí, vio en lo más elevado del hígado
del becerro como una imagen o representación de una corona de oro.
Entonces Postumio -el adivino de quien se ha hecho mención- le dijo que
aquella señal quería dar a entender una famosa victoria que había de
conseguir de sus enemigos; por lo que le mandó que sólo él comiese de
aquel sacrificio. Pasado un breve rato un esclavo de Lucio Poncio,
adivinando, dio voces, diciendo: «Sila, mensajero soy de Belona; la
victoria es tuya»; añadiendo a estas palabras las siguientes: «Que se
había de quemar el Capitolio.» Dicho esto, se apartó del campo, donde
estaba alojado el ejército, y al día siguiente volvió aún más conmovido, y
dando terribles voces, dijo que el Capitolio se había quemado, lo que era
cierto, aunque era muy fácil que el demonio lo hubiese previsto y
manifestado luego. Pero es digno de advertir lo que hace principalmente á
nuestro propósito, y es, bajo qué dioses gustan estar los que blasfeman
del Salvador, que es quien pone en libertad las voluntades de los fieles,
sacándolas del dominio de los demonios. Dio voces del hombre,
vaticinando: «Tuya es la victoria, Sila»; y para que se creyese que lo decía
con espíritu divino, anunció también lo que era posible sucediese y
después acaeció, estando, sin embargo, muy distante aquel por quien el
espíritu hablaba; pero no dio voces, diciendo: «Guárdate de cometer
maldades, Sila», las cuales, siendo vencedor cometió en Roma el mismo
que en el hígado del becerro, por singular señal de su victoria, tuvo la
visión de la corona de oro. Y si semejantes señales acostumbraban a dar
los dioses buenos y no los impíos demonios, sin duda que en las
entrañas de la víctima prometerían primero abominables males y muy
perniciosos al mismo Sila: en atención a que la victoria no fue de tanto
interés y honor a su dignidad cuanto fue perjudicial a su codicia, con la
cual sucedió que, anhelando ensoberbecido y ufano las prosperidades,
fue mayor la ruina y muerte que se hizo a si mismo en sus costumbres
que el estrago que hizo a sus enemigos en sus personas y bienes. Estos
fatales acaecimientos, que verdaderamente son tristes y dignos de
lágrimas, no los anunciaban los dioses ni en las entrañas de las víctimas
sacrificadas, ni con agüeros, sueños o adivinaciones de alguno, porque
más temían que se corrigiese, que no que fuese vencido; antes
procuraban lo posible que el vencedor de sus mismos ciudadanos se
rindiese vencido y cautivo a los vicios nefandos, y por ellos más
estrechamente a los mismos demonios.
CAPITULO XXV
Cuánto incitan al hombre a los vicios los espíritus malignos, cuando para
hacer las maldades interponen su ejemplo como una autoridad divina
CAPITULO XXVI
De los avisos y consejos secretos que dieron los demonios tocante a las
buenas costumbres, aprendiéndose por otra parte públicamente todo
género de maldades en sus fiestas
CAPITULO XXVII
CAPITULO XXVIII
CÁPITULO XXIX