San Agustin La Ciudad de Dios Libro II

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La Ciudad de Dios

por San Agustín


Libro Segundo
DEGRADACION DE ROMA ANTES DE CRISTO
CAPITULO PRIMERO
Del método que se ha de observar al exponer este tratado

Si el pervertido y estragado corazón del hombre no se atreviera


comúnmente a oponerse a la razón y a la verdad sólida y evidente, sino
que sujetara su enferma ignorancia a la doctrina sana, como a medicina,
hasta que con los auxilios. de Dios, y mediante la fe de la religión y de
una piedad edificante recobrara la salud, no tendrían necesidad de
emplear muchas razones los que sienten bien y declaran lo que entienden
con palabras convenientes para, convencer y destruir cualquier error de
los que opinan vanamente lo contrario. Mas porque en la presente época
la dolencia más incurable y más contagiosa de las almas necias es 
aquella con que sus discursos e imaginaciones sin razón ni fundamento,
aun después de haberle dado una instrucción tal cual está obligado a
suministrar un hombre a otro, o de pura ceguedad, que les impide ver aun
los objetos más perceptibles; o por tenaz obstinación, que le impele a no
admitir aun aquello mismo que registran sus ojos, defienden sus
temerarios caprichos como si fueran la misma razón y verdad, es fuerza
que en la mayor parte de las materias que hayan de proponerse seamos
algo extensos, aun en los asuntos por su esencia evidentes; como si las
propusiéramos, no a los que tienen ojos para verlas, sino a los que andan
a tientas y a ojos cerrados, para que las toquen y palpen. Pero ¿qué fin
tendría la disputa o a qué límites habrían de ceñirse las expresiones si
hubiéramos de contestar siempre a los que nos responden? Porque
aquellos que no pueden entender lo que decimos, o, son tan inflexibles
por la repugnancia de sus juicios, que, aun dado el caso que lo perciban,
no quieren desistir de su tenacidad, responden como dice la Escritura:
«Profieren expresiones impías, no cansándose jamás de ser vanos.»
Cuyas contradicciones, si tantas veces las hubiéramos de refutar cuantas
ellos se han empeñado con obstinación en sostener sus errores, ya ves.
¡cuán prolija,  molesta e infructífera sería esta fatiga!, por la cual ni tú
propio--¡carísimo hijo mío Marcelino!--ni los demás a quienes nuestras
penosas tareas serán útiles para conservaros en el amor y caridad 
Jesucristo, gustaría fueseis jueces de mis obras,  pues los incrédulos
echan siempre de menos las respuestas, aunque oigan contradecir algún
punto que hayan leído, y son como aquellas mujercillas de quienes dice el
Apóstol «que aprenden siempre y nunca acaban de conseguir la ciencia
de la verdad».

CAPITULO II
De las materias que se han resuelto en el primer libro
Habiendo comenzado a hablar en el libro anterior de la Ciudad de
Dios,
en cuya defensa (con del divino auxilio) he emprendido toda esta obra,
decimos que, en primer lugar, se me ofreció responder con exactitud y
extensión a los que imputan a la religión cristiana las crueles guerras con
que es agitado el universo, y, principalmente, el último saqueo y
destrucción que hicieron los bárbaros en Roma; no por otro motivo, sino
porque prohíbe el culto, de los demonios, y sus nefarios sacrificios,
debiendo antes atribuir a Jesucristo el que por reverencia a su santo
nombre y contra el instituto de la guerra, les concedieron los godos
lugares religiosos y capaces donde se pusiesen acoger libremente;
quienes en muchas acciones que ejecutaron demostraron que no
solamente habían honrado y respetado el culto debido Salvador, sino
también que, ocupados del temor, presumieron no era lícito ejecutar lo
que permitía el derecho de la guerra. Con este motivo se ofreció la
cuestión, de por qué causa fueron comunes estos divinos beneficios a los
impíos e ingratos, y, asimismo, por qué los sucesos ásperos y lastimosos
que acaecieron en la toma de la ciudad afligieron juntamente a los buenos
y a los malos. Para dar cumplida solución a esta cuestión, que encierra,
otras varias (pues todo lo que ordinariamente observamos, así beneficios
divinos como desgracias humanas, que los unos y los otros acontecen
indiferentemente muchas veces a  los que viven bien y mal, suele, excitar
los corazones de algunos incrédulos); para resolverlo,  digo, con forme
convenía me  ha detenido algún, tanto, especialmente para consolar a las
mujeres santas y castas en quienes ejecutó violencia el enemigo, y que
no perdieron la prenda de la honestidad, aunque las lastimasen el pudor y
empacho de presentarse después en público,  pues así podía reducir
seguramente a que no les pesase de vivir a las que no tenían culpa de qué
arrepentirse. Después dije algunas cosas contra aquellos que se rebelan
contra los cristianos incluidos en las expresadas calamidades, como
también contra las mujeres virtuosas y honestas que padecieron fuerza,
siendo así que dIos son tórpes e infames por sus costumbres y conducta,
en lo que degeneran de aquella decantada virtud romana, de donde se
precian descender; y mucho más desdicen con sus obras de ser dignos
sucesores de aquellos, ínclitos romanos, de quienes refieren las historias
acciones famosas, propias solamente de una virtud sólida y elevada; y lo
que es más, han reducido a la antigua Roma (fundada gracias a la
diligensia de los antiguos, fomentada y acrecentada con su industria y
valor) a un estado más deplorable y abominable que cuando el enemigo la
arruinó, porque en su ruina cayeron sólamente las piedras y los maderos,
y en la que éstos la han preparado han caído por tierra los más vistosos
edificios y ornamentos, no de los muros, sino de las costumbres,
haciendo más daño en sus corazones el ardor de sus sensuales apetitos
que el fuego en los edificios de aquella ciudad; y con esto concluí el
primer libro. Ahora expondré todas las calamidades que ha padecido
Roma desde su fundación, así dentro, como en las provincias sujetas a su
Imperio; todas las cuales, ciertámente, las atribuyeran a la  religión
cristiana si entonces la doctrina evangélica predicara libremente contra
sus falsos y seductores dioses.
CAPITULO III

De cómo se ha de aprovechar la historia que expone los trabajos


acaecidos a los romanos cuando adoraban los dioses y antes que se
propagase la religión cristiana

Pero advierte que cuando refiero estas particularidades hablo todavía con
los ignorantes, de quienes dimanó aquel refrán. común: «No llueve, la
culpa, es de los cristianos»; porque entre ellos hay algunos instruidos en
su literatura y aficionados a la Historia, por la cual saben todo esto. Pero
estos engreídos y preocupados literatos, para malquistarnos con la turba
de los ignorantes, fingen o disimulan que no tienen tal noticia, queriendo
dar a entender al mismo tiempo al vulgo que las calamidades y aflicciones
con que en ciertos tiempos conviene castigar a los hombres, suceden por
culpa del nombre cristiano, el. cual se extiende y propaga con aplauso y
fama por todo el ámbito de la tierra, mientras que se desmembra la
reputación de sus dioses. Recorran, pues, con nosotros los tiempos
anteriores a la venida del Salvador, y a la deseada época en que su
augusto nombre se manifestó a las gentes con aquella gloria y majestad
que en vano envidian, y advertirán con cuántas calamidades ha sido
afligido incesantemente el Imperio romano, y en ellas excusen y
defiendan a sus dioses si pueden; y si es que los adoran por no padecer
estas desgracias, de las cuales, si ahora sufren alguna, procuran
echamos la culpa, pregunto: ¿Por qué permitieron los dioses que a sus
adoradores les sucediesen las calamidades que he de referir, antes, que
les moleslase el nombre de Cristo y prohibiese sus sacrificios?

CAPITULO IV

Que los que adoraban a los dioses jamás recibieron de ellos precepto
alguno de virtud, y que en sus fiestas celebraron muchas torpezas y
deshonestidades

Y en cuanto a lo primero, por lo que se refiere a las costumbres, ¿por


qué causa no procuraron sus dioses que no las tuviesen tan
abominables? El Dios verdadero no hizo caso de aquellos que no le
adoraban; pero los dioses, cuya veneración se quejan estos hombres
ingratos que se les prohíbe, ¿por qué no auxiliaron con saludables leyes
a sus adoradores para que pudiesen vivir bien y santamente?
ciertamente, era justo que así como éstos cuidaban de sus sacrificios, así
atendieran aquellos a su vida; pero a esta objeción responden que cada
uno es malo porque quiere. ¿Y quién lo negará? Con todo eso, era cargo
indispensable de los dioses a quienes consultaban no ocultar al pueblo
que les rendía adoración los preceptos y mandamientos necesarios para
vivir ajustadamente,  antes manifestárselos con toda claridad, hablarles
por medio de sus adivinos, reprenderles sus pecados, amenazar con los
castigos más severos a los que viviesen mal, y prometer premios
proporcionados a los que viviesen bien. ¿Cuándo se oyó en los templos
de estas falsas deidades clamar contra los vicios y engrandecer las
virtudes? Íbamos nosotros, siendo jóvenes, a los espectáculos y juegos
sagrados, observábamos los linfáticos o furiosos, oíamos los músicos y
gustábamos de los torpes juegos que se celebraban en honra de los
dioses y las diosas. A la Celeste virgen, y a Berecynthia, madre de todos
los dioses, en el día solemne que la sacaban procesionalmente, delante
de sus andas la cantaban los corrompidos actores cánticos tan obscenos,
que no sería justo lo oyera, no digo la madre de los dioses, pero ni la de
cualquier senador o persona honesta; y, lo que es más, ni aun las madres
de estos mismos actores, porque guarda para con los padres el respeto y
pudor humano cierta reverencia que no puede quitársela aun la misma
torpeza; y así las mismas expresiones feas y abominables que decían
ejecutaban (y que se avergonzaran los mismos actores de hacerlas por
vía de ensayo en sus casas y en presencia de sus madres) las hacían por
las calles públicas delante de la madre de los dioses, observándolo y
oyéndolo el concurso innumerable de gentes que se congregaba a estas
fiestas. Pero si aquella muchedumbre pudo hallarse presente a estas
funciones, permitiéndoselo la curiosidad, por lo menos por el escándalo
público y ofensa a la castidad debieron confundirse. Y ¿a qué llamaremos
sacrilegios, si éstas eran ceremonias sagradas? ¿qué profanación, si
aquélla era purificación? A estas indecentes operaciones llamaban
férculos, o, como si dijéramos, platos en que los demonios celebraran
una especie de convite, y usando de estos manjares, se apacentaban y
complacían. Y ¿quién hay tan inconsiderado que no advirtiera qué clase
de espíritus son los que gustan de semejantes torpezas? Esto es,
aquellos que ignoran que hay espíritus inmundos que engañan a las
gentes con el dictado de dioses; o los que hacen tal vida, que en ella
desean tener antes a éstos propicios, o temen tenerlos enojados más que
al verdadero Dios.

CAPITULO V

De las torpes deshonestidades con que honraban a la madre de los


dioses sus devotos

Bien desearía en el presente asunto no tener por jueces a los que


procuran, primero que oponerse, entretenerse con los vicios de su mala
vida y costumbres; y únicamente apetecería tener por mi censor al mismo
Escipión Nasica, a quien el Senado eligió, como hombre de suma bondad,
para recibir la estatua de la madre de los dioses, que introdujeron con
pompa y aparato en la ciudad. Este nos diría si deseaba que su madre
hubiera hecho tantos beneficios a la República, que por ellos se la
decretaran las honras divinas, así como consta que los griegos, los,
romanos y otras naciones las decretaron a ciertos hombres, por la gran,
estimación que hicieron de las gracias que de ellos recibieron, creyendo
que, colocados en el número de los inmortales, estaban ya admitidos en
el catálogo de los dioses. Ciertamente que una felicidad tan grande, si
fuera posible, la apetecería Escipión para su madre. Pero si le
preguntáramos enseguida si le gustaría que entre sus divinos honores se
celebraran las torpezas y deshonestidades, seguramente clamaría que
quería más que su madre permaneciese muerta, sin sentido alguno, que,
constituida diosa, viviese para oír semejantes obscenidades. No es
posible que un senador romano, perseverando en el sano juicio con que
prohibió se edificase un teatro en una ciudad poblada de gente valerosa,
gustara que se diese culto a
su madre en tales términos, que, contada entre las diosas, la aplacaron
con ceremonias tales, que estando solamente en la clase de las matronas
le ofenderían. Tampoco podría persuadirse que el pudor natural de una
mujer honrada se transformaba con la divinidad en el extremo contrario,
de modo que los que la adoraban la invocasen con tales honras, que
cuando se dijesen semejantes denuestos contra alguno y oyéndolo en
vida no se tapara los oídos y huyera de tales insolencias, se corrieran y
avergonzaran de ella sus deudos, marido e hijos. Y si esta madre de los
dioses, que tuviera vergüenza aun el hombre más abandonado y
miserable de tenerla como madre propia, para apoderarse de los ánimos
de los romanos buscó un hombre extremadamente bueno, no para
hacerle tal con sus consejos y auxilio, sino para pervertirle con sus
engaños; en todo semejante, pues, a aquélla mujer de quien dice la
Escritura «que va pescando las preciosas almas de los hombres» para
que aquel ánimo dotado de un excelente natural, engreído con este divino
testimonio y teniéndose por extremadamente bueno, no buscase la
verdadera piedad y religión, sin la cual cualquier índole, aunque buena, se
desvanece y precipita con la soberbia. ¿Y cómo había de buscar aquella
diosa, si no es cautelosamente, a. un hombre tan justificado cuando para
sus ceremonias,
aun las más sagradas, hace elección de aquellas que no gustan los
hombres honrados se representen en sus banquetes?

CAPITULO VI

Que los dioses de los paganos nunca establecieron doctrina para bien
vivir

De aquí se sigue necesariamente no vigilaban aquellos dioses en la


vida y costumbres de las ciudades y naciones que les rendían culto; y
esto, sin duda, lo ejecutaban con el fin de dejarlas que se saciasen de  tan
horrendos y abominables males, no precisamente en sus campos y viñas,
no en sus casas y riquezas, finalmente, no en su cuerpo, que está sujeto
al alma, sino en la propia alma, en
el mismo espíritu que gobierna al cuerpo, entregándose así a todos los
vicios, sin temor de algún precepto o mandamiento suyo que se lo
prohibiese. Y en caso que vedasen semejantes torpezas, es
importantísimo nos lo averigüen y prueben; si bien es cierto que
permitían ciertos susurros inspirados en los oídos de algunos, bien
pocos y tal cual instruidos, como una secreta y misteriosa religión, con
que dicen se aprende la bondad y santidad de vida. Y si no, muestren los
lugares que se hayan alguna vez consagrado para semejantes reuniones,
no donde se representen los juegos con torpes expresiones y acciones
de los farsantes, ni donde se solemnizan las fiestas fugales, en cuyas
funciones dan rienda suelta a todas las deshonestidades, porque huyen
de todo género de pudor y virtud, sino adonde el pueblo pudiese oír lo
que mandaban los dioses acerca de refrenar la avaricia, moderar la
ambición, cercenar el fausto y deleites, y adonde pudiesen estos
miserables aprender lo que, reprendiendo a los hombres, enseña Persio:
«Aprended, dice, oh miserables mortales, y procurad con el auxilio de la
Filosofía conocer las causas y principios de las cosas naturales; quién y
qué sois con un conocimiento propio y exacto, y para qué fin nacisteis en
esta vida; aprended un modo de vivir que sea honesto, comprended cuán
breve y frágil es la vida y por qué
lo sea la humana inconstancia; entended cuál es lo más sustancial de las
riquezas, qué es lo que se debe desear, y pedid a Dios el provecho y
utilidad del dinero con su verdadero uso; y para no ser pródigos ni
escasos, aprended lo que se debe de dar y emplear en los enemigos y
deudos, en los padres y en la patria, y considerad la vocación y estado
que Dios os dio, para que viváis contentos con vuestra suerte.»
Dígannos: ¿en qué lugares o templos se acostumbran dictar semejantes
preceptos y documentos que enseñasen los dioses y adonde acudiesen a
oírlas las naciones que los adoran, como nosotros podemos señalar
iglesias fundadas con este laudable objeto en todas partes que ha sido
admitida la religión cristiana?

CAPITULO VII

Que poco aprovecha lo que ha inventado la Filosofía sin la autoridad


divina, pues a uno que es inclinado a los vicios, más le mueve lo que
hicieron los dioses que lo que los hombres averiguaron

Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las


famosas escuelas y disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos
insignes liceos no tuvieron su origen en Roma, sino en Grecia, y si ya
pueden llamarse en la actualidad romanos, porque. Grecia ha venido a ser
provincia romana y estar sujeta a su imperio, no son preceptos y
documentos de los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes,
poseyendo natural-mente sutilísimos ingenios, procuraron con la
fecundidad de su discurso descubrir lo que estaba encubierto en los
arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor exactitud aquello que se
debía desear o huir en la vida y costumbres; y, por último, que aquel
arcano, observando escrupulosamente las reglas del discurso y
argumentación, concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no
concluía, o repugnaba. Algunos de estos celebres filósofos hallaron y
conocieron, con el auxilio divino, cosas grandes, así como erraron en
otras que no podían alcanzar por la debilidad de conocimientos que por sí
posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería y
caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver
claramente cómo el campo de la piedad y de la religión comienza en la
humildad hasta elevarse al Cielo, de todo lo cual tendremos después
tiempo para discurrir y disputar, si fuese
la voluntad de nuestro gran Dios. Con todo, si los filósofos encontraron
algunos medios que puedan servir para vivir bien y conseguir la
bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber decretado
las honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en
el templo sus libros de Platón, que no que en los templos de los
demonios se castraran los galos, se consagraran los hombres más
impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se ejercieran todos los
demás actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o torpemente
torpes, que suelen celebrarse en las fiestas y entre las ceremonias
sagradas de los dioses? ¿Cuánto más importante sería para instruir y
enseñar a la juventud la justicia y buenas costumbres, leer públicamente
las leyes de los dioses, que alabar vanamente las leyes e instituciones de
los antepasados? Porque todos los que adoran a semejantes dioses,
luego que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de un vivo
fuego sensual, más ponen la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que
Platón enseñó, o en lo que a Catón le pareció. Por eso leemos en Terencio
de un mozo vicioso y distraído que, mirando un cuadro colocado en la
pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de que en cierto
tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en
esta alusión la causa y defensa de su torpeza y mala conducta,
jactándose que en ella imitaba a un dios ¿Y a qué dios dice? A aquel que
hace temblar los más altos templos y edificios, tronando desde el cielo;
¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo
he ejecutado y de muy buena gana.

CAPITULO VIII

De los juegos escénicos donde, aunque se referían las torpezas de los


dioses, ellos no se ofenden, antes se aplacan

Dirán acaso los defensores de estos falsos dioses que no se enseñan


estas obscenidades en las ceremonias sagradas de los dioses, como se
ven escritas en las fábulas de los poetas. No pretendo decir que aquellas
misteriosas ceremonias son aún más obscenas que las del teatro: sólo
digo lo mismo que persuade la historia a los que lo niegan, y lo es, que
los juegos escénicos donde reinan las ficciones de los poetas, no los
inventaron e introdujeron los romanos en las ceremonias sagradas de sus
dioses por motivo de ignorancia, sino que los mismos dioses
establecieron que les celebrasen solemnemente estos juegos y los
consagrasen en honor suyo, mandándoselo rigurosamente; y, si así
puede decirse, obligándolos por fuerza a practicarlo; todo lo cual toqué
breve y concisamente en el libro primero: así es que, por autoridad de los
Pontífices, y con motivo de acrecentarse el cruel azote de la peste, se
instituyeron los juegos escénicos en Roma. ¿Quién habrá, pues, que en el
orden y método de su vida no juzgue que debe seguir mejor lo que se
hace en los juegos escénicos, instituidos por autoridad divina; que lo que
se halla escrito en las leyes promulgadas por los hombres? Si los poetas
falsamente delinearon y pintaron a Júpiter como adúltero, sin duda que
estos dioses, si fuesen cautos, se debían enojar y tomar completa
satisfacción de la
injuria, pues por medio de estos humanos juegos se les motejaba de una
maldad tan execrable, aunque no por eso dejaban de celebrarla. Y aun
esto es lo más tolerable que se halla en los juegos escénicos, digo las
comedias y las tragedias, es a saber, las fábulas de los poetas
compuestas para representarlas en los espectáculos que contienen en
realidad muchas acciones torpes, aunque a lo menos en las palabras no
se hallan obscenidades y deshonestidades, y éstas procuran los ancianos
que las lean y aprendan los jóvenes entre los estudios que llaman
honestos y liberales.

CAPITULO IX

De lo que sintieron lo antiguos romanos sobre el reprimir la licencia de


los poetas, la cual los griegos siguiendo el parecer de los dioses,
quisieron que fuese libre

Y lo, que acerca de estas funciones sintieron los antiguos romanos


nos lo dice Cicerón en su libro cuarto de República, donde discutiendo
Escipión varias materias, dice: «Jamás las comedias, si no lo exigiera así
el actual método de vivir, pudieran conseguir que se admitiesen con
aplauso en el teatro sus torpezas». Algunos griegos antiguos guardaron
cierta analogía en su errada opinión, entre
quienes permitía la ley que en la comedia dijesen lo que quisiesen; y de
quien les pareciera. Por esta razón, en los mismos libros dice Escipión el
Africano: «¿Quién ha habido en la comedia que no haya sido zaherido, o,
por mejor decir, quién ha escapado de su crítica, o quién se ha visto
perdonado?» Y bien que haya ofendido solamente a Cleón, Cleofonte e
Hipérbolo, hombres plebeyos de mala vida, y sediciosos contra la
República. «Pasemos, dice, por esto, aunque a semejantes personas
fuera mejor que las notara o reprendiera el censor que no el poeta. Pero
que a Pericles, después de haber gobernado con suma autoridad y
prudencia su República por tantos años, ya habiendo paz, ya guerras
continuadas, le ultrajen con sus versos y los reciten en el teatro, es tan
impropio como si nuestro Plauto o Nevio quisieran decir mal de Publio y
Neyo Escipión, o Cecilio de Marco Catón». Poco más adelante dice: «Al
contrario, nuestras Doce Tablas, aunque a pocos crímenes impusieron la
pena capital, les pareció conveniente establecer esta pena, siempre que
alguno representase o compusiese versos que causasen nota o infamia a
alguno. Sabia constitución es ésta seguramente, ya que debemos tener
nuestra vida sujeta a la decisión jurídica y sus legitimas determinaciones,
y no a los gracejos y ficciones de los poetas; además de esto, tampoco
debemos oír ignominia, alguna de boca de otro, sino  de modo que
podamos contestar y defendernos en juicio.» Estas expresiones me
pareció conveniente sacarlas de Cicerón en  dicho libro cuarto, dejando
algunas expresiones como están, o mudándolas algún tanto para que se
entiendan mejor, porque importan mucho, para lo que voy a explicar, si
tuviese capacidad para ello. Añade Cicerón después otras
particularidades, y concluye el asunto propuesto, manifestando que los
antiguos romanos aborrecieron el que a ninguno en vida le alabasen o
vituperasen en el teatro. Pero esta libertad, como ya dije, los griegos
(aunque con .menos pudor y más acierto) quisieron permitirla, advirtiendo
que sus dioses gustaban se representasen en las fábulas escénicas las
ignominias y abominaciones, no sólo de los hombres, sino también de los
dioses, ya fuesen ficciones de poetas, ya fuesen verdaderas, maldades de
los dioses las que recitaban en los teatros, y ¡ojalá que a sus adoradores
les pareciesen sólo dignas de ser reídas y no imitadas! Fue, sin duda,
demasiada soberbia y atrevimiento respetar la fama de los principales
ciudadanos, cuando sus dioses quisieron no se respetase su propio
honor; porque las razones que alegan en su defensa sólo significan no
ser cierto lo que dicen contra sus dioses, sino falso y fingido; y por el
mismo hecho es mayor, maldad, si atendéis al respeto que se debe a la
religión. Y si consideráis la malicia de los demonios, ¿qué espíritus puede
haber más astutos y sagaces para engañar? Pues cuando se propala una
expresión injuriosa contra un príncipe que es bueno y útil a su patria,
pregunto: ¿esta acción no es más indigna, cuanto más remota de la
verdad y más ajena de su conducta? ¿Y qué castigo, por terrible que sea,
será bastante cuando se hace a Dios esta injuria tan atroz?

CAPITULO X

De la astucia de los demonios para engañarnos, queriendo que se


cuenten sus culpas, falsas o verdaderas

Pero los malignos espíritus, a quienes tienen por dioses, se


complacen en que se cuenten de ellos aun las obscenidades que nunca
cometieron, a trueque de empeñar y trabar las almas de los hombres con
semejantes opiniones como con redes, y llevarlos consigo a los
tormentos que les están aparejados; ya las hayan cometido hombres a
quienes desean los tengan por dioses los que se lisonjean en la ceguedad
e ignorancia humana, y con el fin de que los adoren también por tales, se
entremeten con infinitas cautelas y artificios perjudiciales y engañosos;
ya no hayan sido realmente cometidas por hombre alguno, las cuales
gustan los espíritus falaces que se finjan de los dioses, a fin de que
parezca hay autoridad bastante para cometer torpezas y obscenidades,
viendo que, al parecer, traen su derivación y ejemplo del mismo Cielo a la
tierra. Viendo, pues, los griegos que servían a tales dioses, que en los
teatros se representaban semejantes ignominias contra la santidad de
sus dioses, no les pareció era razón les perdonasen de modo alguno los
poetas, ya fuese por querer aun en esto asemejarse a sus dioses, o por
temer que, pretendiendo mejor fama y prefiriéndose por este motivo a
ellos, los enojasen y provocasen su ira. Y ésta es la razón de la razón por
qué a los autores y representantes escénicos de estas fábulas los tenían
por merecedores de las honras y cargos más importantes de la ciudad;
pues como se refiere en el citado libro República, el elocuentísimo
ateniense Esquines, después de haber representado tragedias en su
juventud, entró en el gobierno de la República; y Aristodemo, autor
también trágico, fue enviado en varias ocasiones por los atenienses en
calidad de embajador al rey Filipo de Macedonia, sobre negocios
gravísimos de paz y guerra. Porque estaban persuadidos de que no era
razón tener por infames a los mismos que representaban los juegos
escénicos, de los cuales veían que gustaban sus dioses.

CAPITULO XI

Cómo entre los griegos admitieron a los autores escénicos al gobierno de


la República, porque les pareció no era razón menospreciar a aquellos
por cuyo medio aplacaban a los dioses

Esta política, aunque torpe, la seguían los griegos por ser muy
conforme al placer de sus dioses, sin atreverse a eximir la vida y,
costumbres de sus ciudadanos de las mordaces lenguas de los poetas y
farsantes, observando estaba sujeta a sus dicterios y reprensión la de los
dioses. Fundados en estos principios, creyeron que no solamente no
debían despreciar a los hombres que representaban en el teatro estas
impiedades, de que se agradaban sus dioses, a quienes adoraban; antes,
por el contrario, debían honrarlos con más distinción; ¿pues qué causa
podían hallar para tener por honrados a los sacerdotes por cuyo
ministerio ofrecían sacrificios agradables a los dioses, y al mismo tiempo
tener por viles a los autores escénicos, por cuyo medio sabían tributaban
a los dioses aquel honor que ellos habían establecido? Y más cuando así
lo pedían los dioses, y aun se enojaban cuando suspendían tales
funciones; y, lo que es más, advirtiendo que el erudito Labeón
hace también distinción de cultos entre los dioses buenos y los malos,
diciendo que los malos se aplacan con sangre y con sacrificios tristes y
los buenos con, servicios alegres y placenteros, como son, según afirma,
los juegos, banquetes y mesas que preparaban a los dioses en los
templos, de todo lo cual hablaremos después particularmente, si Dios nos
lo permite. Ahora, lo que se refiere al asunto de que vamos tratan, do es
que, ya atribuyan a los dioses indiferentemente y sin distinción de buenos
y de malos todas las operaciones como si fuesen todos buenos (porque
no es razón que sean los dioses malos, aunque por ser todos espíritus
inmundos todos son malos), ya les sirvan, como le pareció a Labeón, con
cierta distinción, señalando para, los unos ciertos ritos y ceremonias y
para los otros otras diferentes, diremos que con justa causa los griegos
tienen por honrados así a los sacerdotes por cuyo ministerio se les ofrece
el sacrificio como a los autores escénicos, por cuyo medio se les
celebran los juegos; pues así no pueden acusarles de que agravian, o,
generalmente a todos los dioses, si es que todos gustan de los juegos, o,
lo que sería más indigno, a los que tienen por buenos, si únicamente
éstos son aficionados a tales diversiones.

CAPITULO XII
Que los romanos, con quitar a los poetas contra los hombres la libertad
que les concedieron contra los dioses, sintieron mejor de si que de sus
dioses

Pero los romanos, como se gloría Escipión en la mencionada obra


República, no quisieron tener expuesta su vida y fama a los dicterios e
injurias de los poetas, antes por el contrario, impusieron la pena capital
contra cualquiera que se atreviese a hacer semejantes poemas, la cual ley
sin duda promulgaron en favor suyo y con sobrado fundamento; mas
respecto de sus dioses, esta constitución era irreligiosa y contraria a su
decoro, y el motivo de esta indolencia pudo consistir en que, como
observasen que sus dioses sufrían, no sólo con paciencia, sino con
placer, ser tratados de los poetas con denuestos e injurias, presumieron
asimismo eran indignos de los dicterios con que se profanaba la
autoridad de los dioses, y para esto se abroquelaron con una sanción tan
rigurosa, permitiendo, sin embargo, el que se mezclasen en las
solemnidades y fiestas las afrentas con que injuriaban a los dioses. ¡Que
sea posible, Escipión, que alabes y encarezcas el haber prohibido a los
poetas romanos la licencia de que no puedan notar con ignominia a
ningún ciudadano romano, viendo que ellos no han perdonado a ninguno
de vuestros dioses! ¿Es posible que os haya parecido más estimable la
reputación de vuestro Senado que la del Capitolio, o, por mejor decir, la
de toda Roma, más que la de todo el Cielo, que prohibieseis severamente
por medio de una autorizada sanción a los poetas vomitasen la ponzoña
de sus lenguas contra el honor de vuestros ciudadanos, y el que sin
temor del castigo y contra la majestad de sus mismos dioses pudiesen
zaherirles con sus frecuentes dicterios y afrentas ningún senador, ningún
censor, ningún príncipe, ningún pontífice lo prohíba? Fue, por cierto,
reprensible que Plauto y Nevio hablasen mal de Publio y Neyo Escipión y
Cecilio de Marco Catón; pero ¿por qué reputáis por una acción justa y
calificada el que vuestro Terencio, refiriendo el delito de Júpiter Optimo
Máximo, excitase el apetito sensual de la juventud?

CAPITULO XIII

Que debían echar de ver los romanos que sus dioses, que gustaban los
honrasen con tan torpes juegos y solemnidades, eran indignos del culto
divino

Parece que, si viviera Escipión, acaso me respondería: «¿Cómo


hemos de querer nosotros se castiguen aquellos crímenes que los
mismos dioses constituyeron por ritos sagrados, cuando no sólo
introdujeron en Roma los juegos escénicos, en los cuales se celebran,
dicen, y representan semejantes indecencias, sino que mandaron también
que se les dedicasen e hiciesen en honra suya?»
Pero ¿y cómo instruidos en estos principios no llegaron a comprender
que no eran verdaderos dioses, ni de modo alguno dignos de que la
República les diese el honor y culto que se debe a Dios? Porque aquellos
mismos que debían, por justas causas, no reverenciarlos, si hubieran
deseado que se representaran los juegos escénicos con afrenta de los
romanos, pregunto: ¿cómo los tuvieron por dioses y creyeron dignos de
adorarlos? ¿Cómo no echaron de ver que eran espíritus abominables,
que, con ansia de engañarlos, les pidieron que en honra suya les
celebrasen sus torpezas y crímenes abominables? Además de esto, los
romanos, aunque estaban ya bajo el yugo de una religión tan perversa
que les inclinaba a dar culto a unos dioses que veían habían querido les
consagrasen las representaciones obscenas de los juegos escénicos;
con todo, mirando a su autoridad y decoro, no quisieron honrar a los
ministros y representantes de semejantes fábulas, como lo ejecutaron los
griegos, sino que, como dice Escipión y refiere Cicerón, considerando el
arte de los cómicos y el teatro como ejercicio ignominioso,  no solamente
no quisieron que sus actores gozasen de los privilegios y honores
comunes a los demás ciudadanos romanos, sino que hasta los privaron
de su tribu, conforme a lo resuelto en la visita que practicaron los
censores. Determinación verdaderamente prudente y digna de que se
refiera entre las alabanzas de los romanos, pero yo quisiera que se
siguiera a sí misma y se imitara a sí propia en tan acertadas decisiones:
porque, reflexionad un poco ¿está muy bien ordenado que a cualquiera
ciudadano romano que eligiese el oficio de los farsantes, no sólo le
admitiesen a la obtención de honor alguno, sino que por orden del censor
no le dejasen siquiera permanecer en su propia tribu? ¡Oh, glorioso
decreto de una ciudad esclarecida, tan deseosa de alabanza como en el
fondo verdaderamente romana! Pero, respóndanme: ¿qué motivo tuvieron
para privar a los escénicos de todos los cargos de la ciudad, y, sin
embargo, los mismos juegos los dedicaron al honor de sus dioses?
Pasaron ciertamente muchos años en que la virtud romana no conoció
los ejercicios del teatro, los cuales, silos hubieran buscado por humana
diversión, su introducción, sin duda, hubiera procedido del vicio y
relajación de las costumbres humanas; pero no nacieron de este
principio: los dioses mismos fueron los que pidieron se les sirviese con
ellos; y a vista de este particular precepto, ¿cómo menosprecian al actor
por cuyo ministerio se sirve a Dios? ¿Y con qué valor se tacha y castiga
al que representa la fábula en el teatro, al mismo tiempo que se adora al
que lo pide? En esta controversia se hallan
desavenidos en sus dictámenes los griegos y los romanos. Los griegos
opinan que hacen bien en honrar a los actores, supuesto que adoran a los
dioses que les piden tales juegos, y los romanos no consienten que se
deslustre y desacredite con los actores una tribu de gente plebeya,
cuanto más el orden de los senadores. Mas en ésta disputa se resuelve el
punto de la cuestión con este argumento: proponen los griegos: si han de
adorarse los tales dioses, por la misma razón debe honrarse a los que
ejecuten sus juegos; resumen los romanos: Ahora bien; de ningún modo"
se debe dar honor a tales hombres. Concluyen los cristianos: luego por
ninguna razón se deben adorar tales dioses.

CAPITULO XIV
Que Platón, que no admitió a los poetas en una ciudad de buenas
costumbres, es mejor que los dioses que quisieron los honrasen con
juegos escénicos

Pregunto aún más: ¿por qué razón no hemos de tener por infames,
como a los actores, a los mismos poetas que componen estas fábulas, a
quienes por la ley de las Doce Tablas se les prohíbe el ofender la fama de
los ciudadanos y se les permite lanzar tantas ignominias contra los
dioses? ¿Cómo puede caber en una razón rectamente dirigida, y menos
en la justicia, que se tengan por infames los actores y los dioses, y al
mismo tiempo se honre a los autores? ¿Acaso en este particular hemos
de dar la gloria al griego Platón, quien, fundando una ciudad tal cual era
conforme a razón, fue de parecer se desterrasen de ella los poetas como
enemigos de la tranquilidad pública? Platón no pudo sufrir las injurias
que se hacían a los dioses; pero tampoco quiso que se estragasen los
ánimos de los ciudadanos con ficciones y mentiras. Cotejemos ahora la
condición humana de Platón, que destierra a los poetas de la ciudad
porque no seduzcan a los ciudadanos con falsas imágenes, con la
divinidad de los dioses, que desean y piden que los honren con los
juegos escénicos. Platón, aunque no lo persuadió, con todo, disertando
sobre estos puntos y atendiendo a la disolución y lascivia de los griegos,
aconsejó que no se escribiesen semejantes obscenidades. Pero los
dioses, mandándolo expresamente, obligaron con toda su autoridad y aun
hicieron que la gravedad, y modestia de los romanos les representase
tales funciones; y no se contentaron precisamente con que se les
recitasen semejantes torpezas, sino que quisieron se las dedicasen y
solemnemente se las celebrasen. ¿Y a quién con más justa causa debía
mandar la ciudad romana Se tributasen honores como a Dios, a Platón,
que prohibía estas maldades y abominaciones, o a los demonios, que
gustaban de estos
delirios de los hombres, a quienes Platón no pudo desengañar, ni
persuadir la verdad? Fundado en estas razones, Labeón opinó que
debíamos colocar y contar a Platón entre los semidioses, como a
Hércules y Rómulo; y respecto de los semidioses, les pospone o coloca
en el orden siguiente a los héroes, aunque a unos y otros coloca entre los
dioses; pero Platón, a quien llama semidiós, no dudo debe ser preferido y
antepuesto, no sólo a los héroes, sino a los mismos dioses. Las leyes de
los romanos corresponden de algún modo con la doctrina de Platón, en
cuanto éste condena absolutamente todas las ficciones poéticas; y
ciertamente quitan a los poetas la licencia de infamar directamente a los
hombres. Platón extermina y prohíbe a los poetas el habitar en la ciudad,
y los romanos destierran a los actores y les cierran el paso para poder
subir a los honores y prerrogativas correspondientes a los demás
ciudadanos; y si del mismo modo se atrevieran con los dioses que
deseen y resuelven los juegos escénicos, acaso lograran exterminarlos
del todo: luego de ninguna manera pudieran esperar los romanos de sus
dioses leyes bien combinadas para establecer las buenas costumbres o
para corregir las malas; antes los vencen y convencen con sus
desatinadas constituciones; porque ellos les piden los juegos escénicos
en honra suya, y éstos privan de todos los honores correspondientes a su
estado a los actores escénicos. Ordenan los romanos igualmente que se
celebren por medio de las ficciones poéticas las acciones abominables de
los dioses, y al mismo tiempo refrenan la libertad de los Poetas,
prohibiéndoles injuriar a los hombres. Pero el semidiós Platón, no sólo se
opuso al apetito descabellado de los dioses, sino que enseñó cuál era lo
más conforme a la índole natural de los romanos, pues no quiso
habitasen en una ciudad tan bien formada los mismos poetas, o los que,
por mejor decir, mentían a su albedrío o proponían a los hombres
acciones injustas que imitasen o representasen los crímenes de sus
dioses Nosotros no defendemos que Platón es dios, ni semidiós, ni le
comparamos a los ángeles buenos del verdadero Dios, ni a los profetas,
ni a los apóstoles, ni a los mártires de Jesucristo, ni a algún hombre
cristiano, y la razón de este dictamen la daremos en su lugar, pero, con
todo, supuesto que quieren sostener fue semidiós, me parece debemos
anteponerle, si no a Rómulo y a Hércules (aunque de Platón no ha habido
historiador alguno o poeta que diga o finja que dio muerte a su hermano,
ni haya cometido otra maldad), por lo menos debe ser preferido a Príapo o
a un cinocéfalo, o, finalmente, a la fiebre, que son dioses que los temían
los romanos, parte de otras naciones y parte los consagraban ellos
propios. ¿Y de qué modo habían de prohibir el culto de semejantes
dioses, y menos oponerse con sabios preceptos y leyes a tantos vicios
como los que amenazan al corazón humano y a las costumbres del
hombre? ¿O cómo habían de extirpar aquellos que naturalmente nacen y
están arraigados en él? Mas, por el contrario, todos éstos procuraron
fomentar y aun acrecentar, queriendo que tales torpezas suyas, o como si
lo fuesen, se divulgasen por el pueblo por medio de las fiestas y juegos
del teatro, para que, como con autoridad divina, se encendiese
naturalmente el apetito humano, no obstante estar clamando contra este
desenfreno en vano Cicerón, quien, tratando de los poetas, «a los cuales,
como les divierten, dice, la voz y el aplauso del pueblo, como si fuese un
perfecto y eminente maestro, ¡ qué de tinieblas introducen.!, ¡cuántos
miedos infunden!, ¡qué de pasiones y apetitos inflaman!»

CAPITULO XV

Que los romanos hicieron para sí algunos dioses, movidos, no por razón,
sino por lisonja

Y ¿qué razón tuvo esta nación belicosa para adoptarse estos dioses,
que no fuese más una pura lisonja en la elección que hicieron de ellos,
aun de los mismos que eran falsos? Pues a Platón, a quien respetan por
semidiós (que tanto estudió y escribió sobre estas materias, procurando
que las costumbres humanas no adoleciesen ni se corrompiesen con los
males y vicios del alma, que son los que principalmente se deben huir),
no le tuvieron por digno de un pequeño templo, y a Rómulo le
antepusieron a muchos dioses, no obstante que la doctrina que ellos
consideran como misteriosa y oculta le celebre más por semidiós que por
dios, y en esta conformidad le crearon también un sacerdote que
llamaban Flamen, cuya especie de sacerdocio fue tan excelente y
autorizado en las funciones y ceremonias sagradas de los romanos, que
usaban la insignia de un birreta de mitra, la que usaban los tres flamines
que servían a los tres dioses, como eran un flamen dial para Júpiter, otro
marcial para Marte y otro quirinal para Rómulo; pero habiendo
canonizado a éste, y habiéndole colocado en el Cielo como por dios en
atención a lo mucho que le estimaban sus ciudadanos, se llamó después
Quirino, y así con esta honra quedó Rómulo preferido a Neptuno y a
Plutón, hermanos de Júpiter, y al mismo Saturno, padre de éstos,
confiriéndole como a dios grande el sumo sacerdocio que habían dado a
Júpiter y Marte, como a su padre, y quizá por su respeto.

CAPITULO XVI

Que si los dioses tuvieran algún cuidado de la justicia, de su mano


debieran recibir los romanos leyes para vivir, antes que pedirlas
prestadas a otras naciones

Si pudieran los romanos haber obtenido de sus dioses leyes para


vivir y gobernarse, no hubieran ido algunos años después de la fundación
de Roma a pedir a los atenienses que les prestasen las leyes de Solón,
aunque de éstas tampoco usaron del modo que las hallaron escritas, sino
que procuraron corregirlas y mejorarlas conforme a sus usos; no
obstante que Licurgo fingió había dispuesto
que  las leyes que dio a los lacedemonios con autoridad del oráculo de
Apolo, lo cual, con justa razón, no quisieron creer los romanos, y por eso
no las admitieron en todas sus partes, Numa Pompilio, que sucedió a
Rómulo en el reino, dicen que promulgó algunas leyes, las cuales no eran
suficientes para el gobierno de su Estado, y al mismo tiempo estableció
ceremonias del culto religioso; pero no aseguran que estos, estatutos los
recibiesen de mano de sus dioses; así éstos no cuidaron de que sus
adoradores no poseyesen los vicios del alma, de la vida y de las
costumbres, que son tan grandes, que algunos doctos romanos afirman
que con estos males perecen las Repúblicas, estando aún las ciudades en
pie; antes procuraron, como dejamos probado, el que se acrecentasen.

CAPITULO XVII

Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun
en los tiempos que tenían por buenos

Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar
leyes al pueblo romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y
equidad reinaban entre ellos no tanto por las leyes cuanto por su buen
natural; y yo creo que de esta justicia y equidad provino el robo de las
sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que engañar a las
hijas de sus vecinos, bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no
recibirlas por mujeres con voluntad de sus padres, sino robarlas por
fuerza, según cada uno podía? Porque si fuera mal hecho el negarlas los
sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue el robarlas, no
dándoselas? Más justa fuera la guerra con una nación que hubiera
negado sus hijas a sus vecinos por mujeres después de habérselas
pedido que con las que pretendían, después se las volviesen por
habérselas robado. Esto hubiera sido entonces más conforme a razón,
pues, en tales circunstancias, Marte pudiera favorecer a su hijo en la
guerra, en venganza de la injuria que se les hacia en negarles sus hijas
por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con
el derecho de la guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las
que sin razón le habían negado; lo que sucedió muy al contrario -ya que
sin motivo ni derecho robó las que no le habían sido concedida-,
sosteniendo injusta guerra con sus padres,
que justamente se agraviaron de un crimen tan atroz. Sólo hubo en este
hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por suceso de suma
importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño
permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó
en aquella magnífica ciudad; y fue que los romanos cometieron un error
muy craso, más en haber canonizado por su dios a Rómulo, después de
ejecutado el rapto, que en prohibir que ninguna ley o costumbre
autorizase el hecho de imitar semejante robo. De esta justicia y bondad
resultó que, después de desterrados el rey Tarquino y sus hijos, de los
cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto hizo por la
fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su compañero
en el consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y
parentesco que tenía con los Tarquinos renunciase el oficio, no
permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción fea efectuó
con auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla
recibido el consulado, así como Bruto. De esta justicia y bondad dimanó
que Marco Camilo, varón singular de aquel tiempo, que al cabo de diez
años de guerra, en que el ejército romano tantas veces había tenido tan
funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma
Roma, venció con extraordinaria felicidad a
los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo romano, ganándoles su
capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta
en la guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de
sus antagonistas y la insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan
ingrata la ciudad que le debía su libertad, que, estando seguro de su
condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar
de estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que
nuevamente había de volver a librar a su patria de las incursiones y armas
de los galos. Estoy ya fastidiado de referir relaciones tan abominables e
injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos procuraban
subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas
de ambos partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención
de atender a lo que era razón y justicia.

CAPITULO XVIII
Lo que escribe Salustio de las costumbres de los romanos, así de las que
estaban reprimidas con el miedo, como de las que estaban sueltas y
libres con la seguridad

Seré, pues, breve, y me aprovecharé del incontestable testimonio de


Salustio, quien habiendo dicho en honor de los romanos (que es de
donde empezamos nuestra exposición) que la justicia y bondad entre
ellos florecía no tanto por las leyes cuanto por su buen natural,
celebrando la gloriosa época en que, desterrados los reyes,
insensiblemente y en breve tiempo aquella admirable ciudad; sin
embargo, el mismo Salustio, en el libro primero de su historia y en las
primeras páginas, confiesa que, casi en el mismo instante en que,
extinguido el poder real se estableció el consular, padeció la República
considerables vejaciones y agravios de los poderosos; por lo que
resultaron divisiones entre el pueblo y los senadores, sin referir las
discordias y daños que en seguida acaecieron; pues habiendo dicho
cómo el pueblo romano había vivido con laudables costumbres y mucha
concordia, aun en aquellos tiempos calamitosos en que la segunda y
última guerra de Cartago atrajo considerables males, y habiendo
asimismo expuesto que la causa de esta felicidad fue, no el amor de la
justicia, sino el miedo de la poca seguridad de la paz que había mientras
vivía Cartago en su grandeza, que era la razón porque también Nasica no
quería que se destruyera a Cartago, para de este modo reprimir la
disolución, conservar las buenas costumbres y refrenar con el miedo los
vicios, añade: «Pero la discordia, la avaricia, la ambición y los demás
vicios y desgracias que suelen resultar de las prosperidades, crecieron
extraordinariamente después de la destrucción de Cartago, para que lo
entendiésemos que antes no sólo solían nacer, sino igualmente crecer,
los vicios»; y dando la razón por qué se explica en estos términos,
prosigue diciendo: «Porque hubo vejaciones y agravios que cometían los
poderosos, de donde procedía la división entre los senadores y el pueblo,
y otras discordias domésticas en el principio, cuando apenas había
cesado la autoridad de los reyes, viviendo los hombres con equidad y
modestia mientras duró el miedo de Tarquino y la peligrosa guerra con
los etruscos.» ¿Veis cómo también el miedo fue la causa de haber vivido
un espacio de tiempo tan corto, después de desterrados los reyes, con
alguna equidad y honestidad; pues se temía la guerra que el rey Tarquino,
despojado del reino, excitaba, y hacía contra los romanos, aliados de los
etruscos? Advierte, pues, ahora lo que añade en seguida: «Comenzaron
los padres a tratar al pueblo como a esclavo, disponiendo de su vida y de
sus espaldas, al modo que acostumbran los reyes, defraudándolos del
repartimiento de los campos, quedándose ellos solos con el gobierno y
autoridad, sin conferir con los demás parte alguna. Oprimido el pueblo
con un gobierno tan tiránico, y principalmente con el peso de las deudas
y usuras, sufriendo igualmente con la continuación de las guerras, el
tributo y la milicia, se amotinó y acudió armado al monte Sacro y al
Aventino, donde eligió para su gobierno tribunos de la plebe y estableció
varias leyes; no teniendo otro fin más feliz las discordias de uno y otro
bando que la segunda guerra Púnica. ¿Veis desde qué tiempo, esto es,
poco después de ser desterrados los reyes, cómo se portaron entre silos
romanos, de quienes se dice que la justicia y bondad valía entre ellos no
tanto por las leyes como por su buen natural? Pues si vemos que fueron
tales aquellos tiempos en que dicen fue virtuosa, inocente y hermosa la
República romana, qué nos parece podemos ya decir o pensar de
aquellos célebres romanos que les sucedieron, en cuya época,
habiéndose transformado paulatinamente para usar de los términos del
mismo historiador), de hermosa y buena se hizo muy mala y disoluta, es a
saber: después de la destrucción de Cartago, como lo insinuó el mismo
Salustio; y del modo que este historiador recopila y describe estos
tiempos que pueden examinarse en su historia, es fácil observar con
cuánta malicia y corrupción de costumbres, nacida de las prosperidades,
se fueron corrompiendo hasta el desdichado tiempo de las guerras
civiles. Desde esta época, dice, las costumbres de los antepasados, no
poco a poco como antes, sino como un arroyo que se precipita, se
relajaron en tanto grado y la juventud se estragó tanto con las galas,
deleites y avaricia, que
con razón se dijo de ella que había nacido una gente que no podía tener
haciendo ni sufrir que otros la tuviesen. Dice Salustio muchas cosas
acerca de los vicios de Sila y de los demás desórdenes de la República,
en lo que convienen todos los escritores, aunque se diferencian mucho
en la elocuencia. Ya veis, a lo que entiendo, y cualquiera persona que
quiera advertirlo fácilmente podrá notar, la relajación y corrupción de
costumbres en que estaba sumergida Roma antes de la venida de nuestro
Señor Jesucristo. Acaeció, pues, esta desenfrenada disolución no sólo
antes que Cristo encarnase y predicase personalmente su divina doctrina,
sino también aun antes que naciese de la Virgen Santísima; y supuesto
no se atrevieron a imputar los graves males acaecidos por aquellos
tiempos, ya fuesen los tolerables al principio o los intolerables y horribles
sucedidos después de la destrucción de Cartago; no atreviéndose, digo, a
imputarlos a sus dioses, que con maligna astucia sembraban en los
humanos corazones unas opiniones y principios prevaricadores de donde
naciesen semejantes vicios, ¿por qué tienen la osadía de atribuir los
males presentes a Cristo, quien por medio de una doctrina sana nos libra,
por una parte, de la adoración de los falsos y seductores dioses, y por
otra, abominando y anatematizando con autoridad divina esta perjudicial
y contagiosa
codicia de los hombres, poco a poco va entresacando de todas las partes
del mundo corrompidas, y aun destruidas, con estos males, su dichosa
familia, para ir estableciendo y fundando con ella la ciudad que es eterna
y verdaderamente gloriosa, no por voto y como un aplauso de la humana
vanidad, sino a juicio de la misma verdad, que es Dios?

CAPITULO XIX

De la corrupción que hubo en la República romana antes que Cristo


prohibiese el culto de los dioses
Y ved aquí cómo la República romana (lo cual no soy yo el primero
que lo digo, sino que sus cronistas, de quienes a costa de muchas tareas
y molestias lo aprendimos, lo dijeron muchos años antes de la venida de
Cristo) poco a poco se fue mudando, y de hermosa y virtuosa se convirtió
en mala y disoluta. Ved aquí cómo antes de la gloriosa venida del
Salvador, y después de la destrucción de
Cartago, las costumbres de sus antepasados no paulatinamente como
antes, sino como una rápida avenida de un arroyo, se entregaron y
relajaron en tanto grado, que la juventud se corrompió con la superfluidad
de las galas, deleites y codicia. Léannos algunos preceptos que hayan
promulgado sus dioses contra el lujo, regalo y ambición del pueblo
romano, a quien ojalá hubieran callado las cosas santas y modestas y no
le hubieran pedido también las torpes y abominables, para acreditarlas
mediante el oráculo de su falsa divinidad con más daño de sus
adoradores. Lean los nuestros, así los Profetas como el santo Evangelio,
los hechos apostólicos y las epístolas canónicas, y observarán en todos
estos admirables escritos gran abundancia y copia de máximas
saludables y de persuasiones convincentes, predicadas al pueblo
mediante el influjo del espíritu divino, contra la avaricia y lujuria, no
excitando el ruidoso estrépito y vocería que se oye a los filósofos desde
su cátedras, sino tronando como desde unos oráculos y nubes de Dios, y,
sin embargo, no imputan a sus dioses el haberse convertido la República
antes de la venida de Cristo en disoluta y perversa, con los fuertes
incentivos del deleite, del lujo, del regalo y con costumbres tan torpes
como sanguinarias; antes bien, cualquiera aflicción que sufre en la
presente situación su soberbia y molicie la atribuyen al influjo de la
religión cristiana, cuyos preceptos sobre las costumbres sanas y
virtuosas, si los oyesen y juntamente se aprovechasen de ellos los reyes
de la tierra, los jóvenes y las doncellas y todas las naciones juntas, los
príncipes y los jueces de la tierra, los ancianos y los mozos, todos los de
edad capaz de juicios, hombres y mujeres, y aquellos a quienes habla San
Juan Bautista, los mismos publicanos y soldados, no sólo ilustraría y
adornaría la República con su felicidad las tierras de esta vida presente,
sino que subiría a la cumbre de la vida eterna para reinar eternamente y
con perpetua dicha; pero por cuanto uno lo oye y otro lo desprecia, y los
más son aficionados más a la perniciosa condescendencia y atractivo de
los vicios que al importante rigor y aspereza de las virtudes, se les
notifica y manda a los siervos de Jesucristo que tengan paciencia y
sufran, ya sean reyes, príncipes, ya jueces, soldados, de provincias, ricos,
pobres, libres, esclavos, de cualquier condición que sean, hombres y
mujeres, que toleren, digo (si así conviene), aun a la República más
disoluta y perversa, y que con este sufrimiento granjearán y conseguirán
un elevado y distinguido lugar en aquella santa y augusta Corte de los
Ángeles y República celestial, cuyas leyes y ordenanzas son la misma
voluntad de Dios.

CAPITULO XX
Cuál es la felicidad de que quieren y las costumbres con que quieren vivir
los que culpan los tiempos de la religión cristiana

Aunque los que aprecian y adoran a los dioses, cuyos crímenes y


maldades se lisonjean de imitar, de ningún modo procuran atender a la
conservación de una República mala y disoluta, con tal que ésta exista o
que florezca en abundancia de bienes y gloriosas victorias; o lo que es
mayor felicidad, con tal que goce de una paz segura y estable, ¿qué nos
importa a nosotros? Antes bien, lo que a cada uno interesa más es que
cualquiera aumente continuamente sus riquezas, con las cuales haya
para sostener los diarios gastos, y, del mismo modo, es que fuere más
poderoso pueda sujetar igualmente a los más necesitados, o que
obedezcan a los ricos los más pobres, sólo para conseguir la comida y
aliviar su necesidad, y para que a la sombra de su amparo gocen del ocio
y de la quietud, y se sirvan los ricos de los indigentes para sus
ministerios respectivos, y para la, ostentación de su pompa y fausto; que
el pueblo aplauda, no a los que le persuaden lo que le importa, sino a los
que le proporcionan gustos y deleites; que no se les mande cosa dura, ni
se les prohíba cosa torpe; que los reyes no atiendan a si son buenos y
virtuosos sus vasallos, sino a si obedecen sus órdenes; que las
provincias sirvan a los reyes, no como gobernadores o primeros
directores de sus costumbres, sino como a señores o dueños absolutos
de sus haciendas y como a proveedores o dispensadores de sus deleites
y regalos, y al mismo tiempo que los honren y reverencien, no
sinceramente o de corazón, sino que los teman servilmente; que
castiguen severamente las leyes primero lo que ofende a la vida ajena que
lo que daña a la vida propia; que ninguno lleve a la presencia del juez,
sino al que fuere perjudicial a los bienes, casa o salud ajena, o fuere
importuno o nocivo por sus costumbres relajadas; que en lo demás, con
sus afectos o deudos, o de los haberes de éstos, o de cuales quiera que
condescendiere haga cada uno lo que más le agradare; que asimismo
haya abundancia de mujeres públicas, para todos los que quisiesen
participar de ellas, o particularmente para los que no pueden tenerlas en
su casa; que se edifiquen grandes, magníficas y suntuosas casas donde
se frecuenten los saraos y convites, y donde, según le pareciere a cada
uno, de día y de noche, juegue, beba, se divierta, gaste y triunfe; que
continúen sin interrupción los bailes, hiervan los teatros con el aplauso y
voces de alegría; que se conmuevan con la representación de actos
deshonestos y todo género de deleites tan abominables y torpes, y que
sea tenido por enemigo público el que no gustare de esta felicidad; que a
cualquiera que intentase alterarla o quitarla puedan todos, libremente,
echarle adonde no le oigan, le destierren donde no sea visto y le saquen
de entre los vivientes; que sean tenidos por verdaderos dioses los que
procuraron que el pueblo consiguiese esta felicidad y, conseguida,
supieron inventar medios para conservársela; que los reverencien y
tributen del modo que les fuera más agradable; que pidan los juegos y
fiestas que fuesen de su voluntad y pudiesen alcanzar de sus adoradores,
con tal que procuren con todo su esfuerzo que esta felicidad momentánea
esté segura de las invasiones del enemigo, de los funestos efectos del
contagio y de cualquiera .otra calamidad; ¿y quién de sano juicio habrá
que quiera comparar esta República, no digo yo con el Imperio romano,
sino con la casa de Sardanápalo, quien, siendo por algún tiempo rey de
los asirios, se entregó con tanta demasía a los deleites que mando se
escribiese en su sepulcro que después de muerto sólo conservaba lo que
había devorado y consumido en vida su torpe apetito? Si la suerte
hubiera dado a los romanos por rey a Sardanápalo, y contemporizara y
disimulara estas torpezas sin contradecirles de modo alguno, sin duda de
mejor gana le consagraran templo y flamen que los antiguos romanos a
Rómulo.

CAPITULO XXI

Lo que sintió Cicerón de la República romana

Pero si no hicieron caso del erudito escritor que llamó a la República


romana mala y disoluta, ni cuidan de que esté poseída de cualesquiera
torpezas y costumbres abominables y corrompidas, con tal que exista y
persevere; digan cómo no solo se hizo procaz y disoluta, como dice
Salustio, sino que, según enseña Cicerón, en aquella época había ya
perecido del todo la República, sin quedar rastro ni memoria de ella
Introduce, pues, en el raciocinio este sabio orador al valeroso Escipión,
aquel mismo que destruyó Cartago, disertando sobre la República en un
tiempo en que ya se sospechaba y advertía que estaba vacilante y
expuesta a ser destruida con los vicios y corrupción de costumbres,
sobre lo que elegantemente habla Salustio. Suscitose, pues, esta
controversia en el tiempo en que ya uno de los Gracos había muerto, en
cuyo gobierno -como escribe Salustio- tuvieron principio graves
discordias, y de cuya muerte se hace mención en los mismos libros; y  
habiendo dicho Escipión al fin del libro segundo, que «así como se debe
guardar en la citara, en la flauta y en la canción una cierta consonancia de
distintas y diferentes voces, la cual, si se muda, disuena, ofende y no la
puede sufrir un oído delicado, y esta misma consonancia, aunque de
diferentes voces, con sólo contemplarlas y arreglarías a una perfecta
modulación, se hace grata y suave al oído; así también una ciudad
compuesta de diferentes órdenes y estados, altos, medios y bajos, como
voces bien templadas, con la conformidad y concordia de partes de entre
sí tan diferentes, vive concorde y tranquila; lo que llaman los músicos en
el cántico armonía, esto era en la ciudad la concordia, que es un estrecho
e importante vínculo para la conservación de toda la República, la cual de
ningún modo podía existir sin la justicia»; pero disertando después
dilatada y copiosamente sobre lo que interesaba el que hubiese justicia
en la ciudad, como de los graves daños que se seguían en todo Estado
que no se observaba; tomó la mano Filón, uno de los que disputaban, y
pidió que se averiguase más circunstancialmente esta opinión, tratándose
con más extensión de la justicia, porque comúnmente se decía que era
imposible regir y gobernar una República sin injusticia, y por esto fue
Escipión de parecer convenía aclarar y ventilar esta duda, diciendo «le
parecía que era nada cuanto hasta entonces habían hablado acerca del
gobierno de la República, y que aún podría decir más, a no estar
confirmado y fuera de toda ambigüedad que era falso el principio de que
sin justicia podía regirse un pueblo, así como era cierto el otro, de que es
imposible gobernar una República sin una recta justicia». Y habiendo
diferido la resolución de esta cuestión para el día siguiente, en el tercer
libro se trató de esta materia copiosamente, refiriendo las disputas que
ocurrieron para su decisión. El mismo Filón siguió el partido de los que
opinaban era imposible regir la República sin injusticia, justificándose en
primer lugar para que no se creyese que él realmente era de este parecer,
y disertó con mucha energía en favor de la injusticia, y contra la justicia,
dando a entender quería manifestar con ejemplos y razones verosímiles
que aquélla interesaba a la República y ésta era inútil. Entonces Lelio, a
ruegos de los senadores, empezando a defender con nervio y eficacia la
justicia, ratificó, y aun aseguró cuanto pudo la opinión contraria, hasta
demostrar que no había cosa más contraria al régimen y conservación de
una ciudad que la injusticia, y que era absolutamente imposible gobernar
un Estado y hacer que perseverase en su grandeza, sino obrando con
rectitud y justicia. Examinada y ventilada esta cuestión por el tiempo que
se creyó suficiente, volvió Escipión al mismo asunto que había dejado,
tornando a repetir y elogiar su concisa definición de la Republica, en la
que había asentado que era algo del pueblo; y resuelve que pueblo no es
cualquiera congreso que compone la multitud, sino una junta asociada
unánimemente y sujeta a unas mismas leyes y bien común. Después
demuestra cuánto importa la definición para las disputas, y de sus
definiciones colige que entonces es República, esto es, bien útil al
pueblo, cuando, se gobierna bien y de acuerdo, ya sea por un rey, ya por
algunos patricios, ya por todo el pueblo; pero siempre que el rey fuese
injusto, a quien llamó tirano, como acostumbraban los griegos, injustos
serían los principales encargados del gobierno, cuya concordia y unión
dijo era parcialidad; o injusto sería el mismo pueblo, para quien no halló
nombre usado, y por eso le llamó también tirano; no era ya República
viciosa, como el día anterior habían dicho, sino que, como manifestaba el
argumento y razones deducidas de las establecidas definiciones, de
ningún modo era República, porque no era bien útil al pueblo,
apoderándose de ella el tirano con parcialidad; ni el mismo pueblo era ya
pueblo si era justo, porque no representaba ya la multitud unida y ligada
por unas mismas leyes y bien común, como se ha definido al pueblo.
Cuando la República romana era de tal condición cual la pintó Salustio,
no era ya mala y disoluta, como él dice, sino que totalmente no era ya
República, como se confirmó en la disputa que se suscitó sobre ella entre
sus principales patricios que la gobernaban, así como el mismo Tulio,
hablando no ya en nombre de Escipión ni de otro alguno, sino por si
mismo, lo mostró al principio del libro quinto, alegando en su favor el
verso del poeta Ennio, que dice: «Que conservan la República romana en
su primitivo esplendor las antiguas buenas costumbres y los muchos
hombres excelentes que había producido.» El cual verso, dice él, «me
parece que, o por su concisión o sencillez, le pronunció como si fuese
tomado de algún oráculo, porque ni los varones excelentes, si, no
estuviera tan bien formada y acostumbrada la ciudad, ni las costumbres,
si no presidieran y gobernaran estos insignes varones, hubieran podido
establecer ni conservar una República tan dilatada con un dominio en su
gobierno tan justo y tan extendido; así pues, en los tiempos pasados, las
mismas costumbres o la buena conducta de nuestra patria elegía varones
insignes, quienes conservaban en su primer esplendor las costumbres e
instituciones de sus mayores; pero nuestro siglo, habiendo recibido el
gobierno del Estado como una pintura hermosa que se deteriora y
desmejora con la antigüedad, no solamente no cuidó de renovar los
mismos colores que solía tener, pero ni procuró que por lo menos
conservase la forma y sus últimos perfiles; porque ¿que retenemos ya de
las antiguas costumbres con que dice estaba en pie la República romana,
las cuales vemos tan desacreditadas y olvidadas, que no sólo se estiman,
pero ni aun las conocen? Y de los varones puede decir que las mismas
costumbres perecieron por falta de hombres que las practicasen, de cuya
desventura no solamente hemos, de dar la razón, sino que también, como
reos de un crimen capital, hemos de dar cuenta ante el juez de esta causa,
en atención a que por nuestros propios vicios, no por accidente alguno,
conservamos de la República sólo el nombre; pero la sustancia de ella
realmente hace ya tiempo que la perdimos». Esto confesaba Cicerón,
aunque mucho después de la muerte de Africano, a quien hizo disertar en
sus libros sobre la República, pero todavía, antes de la venida de
Jesucristo, y si esto se hubiera pensado y divulgado cuando ya florecía la
religión cristiana, ¿quién hubiera entre éstos que no le pareciera que se
debía imputar esta relajación a los cristianos? ¿Por qué no procuraron
sus dioses que no pereciera ni se perdiera entonces aquella República, la
cual Cicerón, muchos años antes que Cristo naciese de la Santísima
Virgen, tan lastimosamente llora por perdida? Examine atentamente los
que tanto ensalzan, qué tal fue aun en la época en que florecieron
aquellos antiguos varones y celebradas costumbres; si acaso floreció en
ella la verdadera justicia, o si quizá entonces tampoco vivía por el rigor de
las costumbres, sino que estaba pintada con bellos colores, la cual aun el
mismo Cicerón, ignorándolo cuando la celebraba y prefería, lo expresó;
pero en otro lugar hablaremos de esto, si Dios lo quiere, procurando
manifestar a su tiempo, conforme a las definiciones del mismo Cicerón,
cuán brevemente explicó lo que era República y lo que era pueblo en
persona de Escipión, conformándose con él otros muchos pareceres, ya
fuesen suyos o de los que introduce en la misma disputa, donde sostiene
que aquélla nunca fue República, porque jamás hubo en ella verdadera
justicia; pero, según las definiciones más probables en su clase, fue
antiguamente República, y mejor la gobernaron y administraron los
antiguos romanos que los que se siguieron después; en atención a que
no hay verdadera justicia, sino en aquella República cuyo Fundador,
Legislador y Gobernador es Cristo, si acaso nos agrada el llamarla
República, pues no podemos negar que ella es un bien útil al pueblo; pero
si este nombre, que en otros lugares se toma en diferente acepción,
estuviese acaso algo distante del uso de nuestro modo de hablar, por lo
menos la verdadera justicia se halló, en aquella ciudad de quien dice la
Sagrada Escritura: «¡Cuán gloriosas cosas están dichas de la, Ciudad de
Dios!»

CAPITULO XXII
Que jamás cuidaron los dioses de los romanos de que no se estragase y
perdiese la República por las malas costumbres

Por lo que se refiere a la presente cuestión, por más famosa que


digan fue, o es, la República, según el sentir de sus más clásicos autores,
ya mucho antes de la venida de Cristo se había hecho mala y disoluta, o
por mejor decir, no era ya tal República, y había perecido del todo con sus
perversas costumbres; luego para que no se extinguiese, los dioses, sus
protectores, debieran dar particulares preceptos al pueblo que los
adoraba para uniformar su vida y costumbres, siendo así que los
reverenciaba y daba culto en tantos templos, con tantos sacerdotes, con
tanta diferencia de sacrificios; con tantas y tan diversas ceremonias,
fiestas y solemnidades, con tantos y tan costosos regocijos y
representaciones teatrales; en todo lo cual no hicieron los demonios otra
cosa que fomentar su culto, no cuidando de inquirir cómo vivían antes, y
procurando que viviesen mal; pero si todo esto lo hicieron por puro
miedo en honra y honor de los dioses, o si éstos les dieron algunos
saludables preceptos, tráiganlos, manifiéstenlos y léannos qué leyes
fueron aquellas que dieron los dioses a Roma y violaron los Gracos
cuando la turbaron con funestas sediciones, cual fueron Mario, Cinna y
Carbón, que fomentaron las guerras civiles, cuyas causas fueron muy
injustas, y las prosiguieron con grande odio y crueldad y con mucha
mayor las acabaron, las cuales, finalmente, el mismo Sila, cuya vida y
costumbres, con las impiedades que cometió, según las pinta Salustio, y
otros historiadores, ¿a quién no causan horror? ¿Quién no confesará que
entonces pereció aquella República? ¿Acaso por semejantes costumbres
experimentadas reiteradamente en Roma se atreverán, como suelen, a
alegar en defensa de sus dioses aquella expresión de Virgilio en el libro 2
de la Eneida, donde dice «que todos los dioses que sustentaba en pie
aquel Imperio se marcharon, desamparando sus templos y aras?» Si lo
primero es así, no tienen que quejarse de la religión cristiana,
pretendiendo que, ofendidos de ella sus dioses, los desampararon; pues
sus antepasados muchos años antes, con sus costumbres, los
espantaron como a moscas de los altares de Roma; pero, con todo,
¿adónde estaba esta numerosa turba de dioses cuando, mucho antes que
se estragasen y corrompiesen las antiguas costumbres, los galos
tomaron y quemaron a Roma? ¿Acaso estando presentes dormían?
Entonces, habiéndose apoderado el enemigo de toda la ciudad, sólo
quedó ileso el monte Capitolino, el cual también le hubieran tomado si,
durmiendo los dioses, por lo menos no estuvieran de vela los gansos; de
cuyo suceso resultó que vino a caer Roma casi en la misma superstición
de los egipcios, que adoran a las bestias y a las aves, dedicando sus
solemnidades al ganso; mas no disputo, por ahora, en estos males
casuales que conciernen más al cuerpo que al alma, y suceden por mano
del enemigo o por otra desgracia o casualidad. Ahora únicamente trato de
la relajación de las costumbres, las cuales, perdiendo al principio poco a
poco sus bellos colores y despeñándose después al modo de la avenida
de un arroyo arrebatado, causaron, aunque subsistían las casas y los
muros, tanta ruina en la República, que autores gravísimos de los suyos
no dudan en afirmar que se perdió entonces; y para que así fuese hicieron
muy bien en marcharse todos los dioses, desamparando sus templos y
aras, si la ciudad menospreció los preceptos que les habían dado sobre
vivir bien, con rectitud y justicia; pero, pregunto ahora: ¿quiénes eran
estos dioses que no quisieron vivir ni conversar con un pueblo que los
adoraba, al que viviendo escandalosamente no enseñaron a vivir bien?

CAPITULO XXIII

Que las mudanzas de las cosas temporales no dependen del favor o


contrariedad. de los demonios, sino de la voluntad del verdadero Dios

¿Acaso no se puede demostrar que, aunque estos falsos dioses o


deidades alentaron y ayudaron a los romanos a satisfacer sus torpes
apetitos, sin embargo, no les asistieron para refrenarlos? ¿Por qué los
que favorecieron a Mario, hombre nuevo y de baja condición, cruel autor y
ejecutor de las guerras civiles, para que fuese siete veces cónsul, y que
en su séptimo consulado viniera a morir viejo y lleno de años, no le
patrocinaron asimismo a fin de que no cayera en manos de Sila, que
había de entrar luego vencedor? ¿Por qué no le ayudaron también para
que se amansara y evitara tantas y tan inmensas crueldades como hizo?
Pues si para esta empresa no le ayudaron sus dioses, ya expresamente
confiesa que, sin tener uno a sus dioses propicios y favorables, es
factible que consiga la temporal felicidad que tan sin término codician, y
que pueden algunos hombres, como fue Mario, a despecho y contra las
disposiciones y 'voluntad de los dioses, adquirir y gozar de salud, fuerzas
y riquezas de honras y dignidades y larga vida; y que pueden igualmente
algunos hombres, como fue Régulo, padecer y morir muerte afrentosa en
cautiverio, servidumbre, pobreza y desconsuelo, estando en gracia de los
dioses, y si conceden que esto es así, confiesan en breves palabras que
de nada sirven, y que en vano los reverencian; porque si procuraron que
el pueblo se instruyese en los principios más opuestos a las virtudes del
alma y a la honestidad de la vida, cuyo premio debe esperar después de la
muerte, y si en estos bienes transitorios y temporales ni pueden dañar a
los que aborrecen ni favorecer a los que aman, ¿para qué los adoran y
para qué con tanto anhelo? ¿Por qué murmuran en los tiempos adversos
y desgraciados, como si ofendidos se hubieran ido, y al mismo tiempo
con impías imprecaciones injurian la religión cristiana? Y si en estas
cosas tienen poder para hacer bien o mal, ¿por qué en ellas favorecieron
a Mario siendo un hombre tan malo, y fueron infieles a Régulo siendo tan
bueno? Y acaso con este procedimiento, ¿no hacen ver claramente que
son sumamente injustos y malos? Pero si por estos motivos creyeron que
deben ser aún más temidos y reverenciados, tampoco esto debe creerse,
porque es sabido que del mismo modo los adoró Régulo que Mario, y no
por eso nos parezca se debe escoger la mala vida, porque se presume
que los dioses favorecieron más a Mario que a Régulo, ya que Metelo, uno
de los mejores y más famosos romanos, que tuvo hijos dignos del
consulado, fue también dichoso en las cosas temporales, y Catilina, uno
de los peores, fue desdichado, perseguido de la pobreza y murió vencido
en la guerra que tan injustamente había promovido. Verdadera y cierta es
solamente la felicidad que consiguen los buenos que adoran a Dios, y es
de quien solamente la pueden alcanzar, pues cuando se iba corrompiendo
y perdiendo Roma con las malas costumbres, no tomaron providencia
alguna sus dioses para corregirlas o enmendarlas y para que no se
aniquilase, antes cooperaron a su depravación, corrupción y completa
destrucción. Ni por eso se finjan buenos como aparentando en cierto
modo que, ofendidos de las culpas y crímenes de los ciudadanos, se
ausentaron, pues seguramente estaban allí; con lo cual ellos mismos se
descubren y conocen, puesto que al fin no pudieron ayudarlos con sus
consejos, ni pudieron encubrirse callando. Paso por alto el que los
minturnenses, excitados de Ia compasión, encomendaron los sucesos de
Mario a la diosa Marica, a, quien rendían adoración en un bosque
contiguo al lugar y consagrado a su hombre, para que le favoreciese y
diese prósperos sucesos en todas sus empresas; y sólo advierto que,
vuelto a su primera prosperidad desde la suma desesperación, caminó
fiero y cruel contra Roma, llevando consigo un poderoso y formidable
ejército, adonde cuán sangrienta fue su victoria, cuán cruel y cuánto más
fiera que la de cualquier enemigo, léanlo los que quisieren en los autores
que la escribieron. Pero esto, como digo, lo omito, ni quiero atribuir a no
sé qué Marica la sangrienta felicidad de Mario, sino a la oculta
providencia de Dios, para tapar la boca a los, incrédulos y para librar de
su ceguedad y error a los que tratan este punto, no con compasión, sino
que lo advierten con prudencia, porque aunque en estos acontecimientos
pueden algo los demonios, es tanto su poder cuantas son las facultades
que les concede el oculto juicio del que es Todopoderoso, para que, en
vista de tales desengaños, no apreciemos demasiado las felicidades
terrenas, las cuales como a Mario, se dispensan también por la mayor
parte a los malos, ni tampoco mirándola bajo otro aspecto la tengamos
por mala, viendo que, a despecho de los demonios, la han tenido también
por lo mismo muchos santos y verdaderos siervos del que es un solo
Dios verdadero; ni, finalmente, entendamos que debemos acatar o temer
a estos impuros espíritus por los bienes o males de la tierra; porque así
como los hombres malos no pueden hacer en la tierra todo lo que
quieren, así tampoco ellos, sino en cuanto se les permite por orden de
aquel gran Dios, cuyos juicios nadie los puede comprender plenamente y
nadie justamente reprender.

CAPITULO XXIV

De las proezas que hizo Sila, a quien mostraron favorecer Ios dioses

El mismo Sila, cuyos tiempos fueron tales que se hacían desear los
pasados (a pesar de que a los ojos humanos parecía el reformador de las
costumbres), luego que movió su ejército para marchar a Roma contra
Mario, escribe Tito Livio que, al ofrecer sacrificios a los dioses, tuvo tan
prósperas señales, que Postumio -sacrificador y adivino en este
holocausto- se obligó a pagar con su cabeza si no cumplía Sila todo
cuanto tenía proyectado en su corazón con el favor de los dioses. Y ved
aquí cómo no se habían ausentado los dioses desamparando los
sagrarios y las aras, supuesto que presagiaban los sucesos de la guerra y
no cuidaban de la corrección del mismo Sila. Prometíanle, adivinando los
futuros contingentes, grande felicidad, y no refrenaban su codicia
amenazándole con los más severos castigos; después, manteniendo la
guerra de Asia contra Mitrídates, le envió a decir Júpiter con Lucio Ticio
que había de vencer a Mitrídates, y así sucedió; pero en adelante, tratando
de volver a Roma y vengar con guerra civil las injurias que le habían
hecho a él y a sus amigos, el mismo Júpiter volvió a enviar a decirle con
un soldado de la legión sexta, que anteriormente le había anunciado la
victoria contra Mitrídates, y que entonces le prometía darle fuerzas y valor
para recobrar y restaurar, no sin mucha sangre de los enemigos, la
República. Entonces preguntó qué forma o figura tenía el que se le había
aparecido al soldado, y respondiendo éste cumplidamente, se acordó Sila
de lo que primero le había referido Ticio cuando de su parte le trajo el
aviso de que había de Vencer a Mitrídates. ¿Qué podrán responder a esta
objeción si les preguntamos por qué razón los dioses cuidaron de
anunciar estos sucesos como felices, y ninguno de ellos atendió a
corregirlos con sus amonestaciones, o recordar al mismo Sila las futuras
desgracias públicas, si sabían que había de causar tantos males con sus
horribles guerras civiles, las cuales no sólo habían de estragar, sino
arruinar totalmente la República? En efecto, se demuestra bien claro
quiénes son los demonios, como muchas veces lo he insinuado.
Sabemos nosotros por el incontrastable testimonio de la Sagrada
Escritura, y su calidad y circunstancias nos muestran, que hacen su
negocio porque les tengan por dioses, adoren y ofrezcan votos, que,
uniéndose con éstos los que se les ofrecen, tengan juntamente con ellos
delante del juicio de Dios una causa de muy mala condición. Después de
llegado Sila a Tarento y sacrificado allí, vio en lo más elevado del hígado
del becerro como una imagen o representación de una corona de oro.
Entonces Postumio -el adivino de quien se ha hecho mención- le dijo que
aquella señal quería dar a entender una famosa victoria que había de
conseguir de sus enemigos; por lo que le mandó que sólo él comiese de
aquel sacrificio. Pasado un breve rato un esclavo de Lucio Poncio,
adivinando, dio voces, diciendo: «Sila, mensajero soy de Belona; la
victoria es tuya»; añadiendo a estas palabras las siguientes: «Que se
había de quemar el Capitolio.» Dicho esto, se apartó del campo, donde
estaba alojado el ejército, y al día siguiente volvió aún más conmovido, y
dando terribles voces, dijo que el Capitolio se había quemado, lo que era
cierto, aunque era muy fácil que el demonio lo hubiese previsto y
manifestado luego. Pero es digno de advertir lo que hace principalmente á
nuestro propósito, y es, bajo qué dioses gustan estar los que blasfeman
del Salvador, que es quien pone en libertad las voluntades de los fieles,
sacándolas del dominio de los demonios. Dio voces del hombre,
vaticinando: «Tuya es la victoria, Sila»; y para que se creyese que lo decía
con espíritu divino, anunció también lo que era posible sucediese y
después acaeció, estando, sin embargo, muy distante aquel por quien el
espíritu hablaba; pero no dio voces, diciendo: «Guárdate de cometer
maldades, Sila», las cuales, siendo vencedor cometió en Roma el mismo
que en el hígado del becerro, por singular señal de su victoria, tuvo la
visión de la corona de oro. Y si semejantes señales acostumbraban a dar
los dioses buenos y no los impíos demonios, sin duda que en las
entrañas de la víctima prometerían primero abominables males y muy
perniciosos al mismo Sila: en atención a que la victoria no fue de tanto
interés y honor a su dignidad cuanto fue perjudicial a su codicia, con la
cual sucedió que, anhelando ensoberbecido y ufano las prosperidades,
fue mayor la ruina y muerte que se hizo a si mismo en sus costumbres
que el estrago que hizo a sus enemigos en sus personas y bienes. Estos
fatales acaecimientos, que verdaderamente son tristes y dignos de
lágrimas, no los anunciaban los dioses ni en las entrañas de las víctimas
sacrificadas, ni con agüeros, sueños o adivinaciones de alguno, porque
más temían que se corrigiese, que no que fuese vencido; antes
procuraban lo posible que el vencedor de sus mismos ciudadanos se
rindiese vencido y cautivo a los vicios nefandos, y por ellos más
estrechamente a los mismos demonios.

CAPITULO XXV

Cuánto incitan al hombre a los vicios los espíritus malignos, cuando para
hacer las maldades interponen su ejemplo como una autoridad divina

Y de cuanto va referido, ¿quién no entiende, quién no advierte, sino


es el que gusta más de seguir e imitar semejantes dioses que apartarse
con la divina gracia de su infame compañía, cuánto procuran los
malignos espíritus acreditar los vicios y maldades con su ejemplo como
con autoridad divina? En cuya comprobación decimos, que en una
espaciosa llanura de tierra de campaña, adonde poco después los
ejércitos civiles se dieron una reñida batalla, los vieron a ellos mismos
pelear entre sí; allí se oyeron primero grandes rumores y estruendos, y
luego refirieron muchos que habían visto por algunos días pelear
mutuamente dos ejércitos; y, concluida la batalla, hallaron como huellas
de hombres y caballos, cuantas pudieran imaginarse en un encuentro
igual. Ahora, pues, si de veras pelearon los dioses entre sí, no se culpen
ya las guerras civiles entre los hombres, sino considérese la malicia o
miseria de estos dioses; y si fingieron que pelearon, ¿qué otra cosa
hicieron sino trayendo entre sí los romanos guerras civiles, darles a
entender no cometían maldad alguna teniendo aquel ejemplo de los
dioses? A la sazón ya habían comenzado las guerras civiles y precedido
algunos casos horrorosos y abominables de tan fieras batallas; y
asimismo había ya conmovido los corazones de muchos el fatal suceso
acaecido a un soldado que, despojando a otro que había muerto;
descubriendo su cuerpo, conoció que era su hermano, y abominando de
las guerras civiles, se mató a sí mismo en el mismo lugar, haciendo así
compañía al difunto cuerpo de su hermano, lo cual sin duda les movía,
persuadía, no precisamente a que se avergonzasen y arrepintiesen de una
maldad tan execrable, sino a que creciese más y más el furor de tan
perjudiciales guerras; luego estos demonios a quienes los tenían por
dioses y les parecía debían adorarlos y reverenciarlos, quisieron
aparecerse a los hombres peleando entre sí, para que, a vista de este
espectáculo, no revelase el afecto y amor de una misma patria semejantes
encuentros y combates; antes el pecado y error humano se excusase con
el ejemplo divino. Con este ardid prescribieron también los malignos
espíritus que se les consagrasen los juegos escénicos, de los que he
referido ya circunstancialmente algunas particularidades, y en los que
han celebrado tantas abominaciones de los dioses, así en los cánticos y
músicas del teatro como en las representaciones de las fábulas, para que
todo el que creyese que ellos hicieron tales acciones, lo mismo que el que
no lo creyese, a pesar de ver que ellos querían gustosamente que se les
ofreciesen semejantes fiestas, seguramente los imitase; y para que
ninguno imagine cuando los poetas cuentan que pelearon entre sí, que
habían escrito contra los dioses injurias y oprobios, y no acciones
propias de su divinidad, ellos mismos, para engañar a los hombres,
confirmaron los dichos de los poetas, mostrando a los ojos humanos sus
batallas, no sólo por medio de los actores en el teatro, sino también por sí
mismos en el campo. Nos ha movido a referir esto el observar que sus
propios autores no dudaron en decir y escribir, que muchos años antes
de las guerras civiles se había perdido la República romana con las
perversas costumbres de sus ciudadanos, y que no había quedado
sombra de República antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo;
cuya perdición no imputan a sus dioses los que atribuyen a Cristo, los
males transitorios y temporales con que los buenos, ya vivan, o ya
mueran, no pueden perecer. Habiendo nuestro, gran Dios dado tantos
preceptos contra las malas costumbres y en favor de las buenas, y no
habiendo tratado sus dioses negocio alguno por medio de semejantes
preceptos con el pueblo que los adoraba, para que aquella República no
se perdiese, antes corrompiendo las mismas costumbres con su ejemplo
y detestable autoridad, hicieron que totalmente se perdiese, de la cual - a
lo que entiendo- ninguno se atreviera ya a decir que se perdió entonces,
porque se marcharon todos los dioses; desamparando los sagrarios y las
aras como afectos a las virtudes y ofendidos de los vicios de los
hombres; pues por tantas señales de sacrificios, agüeros y adivinaciones
con que deseaban recomendar su divinidad y presciencia y dar a
entender conocían lo futuro y favorecían en las guerras, quedan
convencidos de que estaban presentes; y si de veras se hubieran ido, sin
duda con más piedad y clemencia se hubieran portado los romanos en las
guerras civiles, aunque no se lo inspiran las instigaciones de los dioses,
sino sólo sus pasiones y deseos ambiciosos.

CAPITULO XXVI

De los avisos y consejos secretos que dieron los demonios tocante a las
buenas costumbres, aprendiéndose por otra parte públicamente todo
género de maldades en sus fiestas

Siendo esto así, y habiéndose manifestado públicamente las torpezas,


junto con las crueldades y afrentas de los dioses, y sus crímenes,
verdaderos o fingidos, pidiéndolo ellos mismos y enojándose si no se
ejecutaban, teniéndolos consagrados en ciertas solemnidades y habiendo
pasado tan adelante que los han propuesto en los teatros a vista de todo
el concurso como dignos de ser imitados, ¿qué significa el que estos
mismos demonios, que en semejantes deleites se entremeten y confiesan
que son espíritus inmundos y que sus crímenes y maldades, sean
verdaderas o fingidas, y con apetecer que se las celebren, rogándoselo a
los disolutos, y consiguiéndolo por fuerza de los modestos, se declaren
ser autores de la vida disoluta y torpe? Con todo, se asegura que allá en
sus sagrarios y en lo más secreto de sus templos, dan algunos preceptos
para practicar las buenas costumbres a algunas personas como
escogidas, predestinadas o consagradas a su deidad; y si esto fuese
cierto, por el mismo hecho se convence de más engañosa la malicia de
los malignos espíritus; porque es tan poderosa la fuerza de la bondad y
de la honestidad, que toda o casi toda la naturaleza humana se conmueve
con su alabanza, y jamás llega a tan torpe y viciosa que del todo se
estrague y pierda el sentido de la honestidad; en esta inteligencia, si la
malicia de los espíritus infernales no se transfigura a veces -como nos lo
advierte la Sagrada Escritura- en ángel de luz, no puede salir con su
pretensión, reducida únicamente a engañarnos; así que en público la
impura y detestable torpeza por todas partes se vende a todo el pueblo,
con notable estruendo y rumor, pero en secreto la honestidad fingida
apenas la oyen algunos pocos; la publicidad es para las cosas
abominables y vergonzosas, y el secreto para las honestas y loables; la
virtud está oculta y la maldad descubierta; el mal que se hace y practica
convida a todos los que le ven, y el bien que se predica apenas halla
alguno que le oiga, como si lo honesto fuera vergonzoso y lo torpe, digno
de gloria. Pero ¿dónde se obra tan impíamente sino en los templos de los
demonios? ¿En los tabernáculos de los embustes y engaños? Pues lo
primero lo ejecutaron para coger y prender a los virtuosos y honestos,
que son pocos en número, y lo segundo porque no se corrijan y
enmienden los muchos que son torpes y viciosos dónde y cuándo
aprendiesen sus escogidos los preceptos de la celestial honestidad, lo
ignoramos. Con todo, en el frontispicio del mismo templo adonde
veíamos colocado aquel otro simulacro todos los que de todas partes
concurríamos acomodándonos donde cada uno podía estar mejor, con
gran atención veíamos los juegos que se hacían; pero volviendo los ojos
a un lado, observábamos la pompa, fausto y aparato de las rameras, y
volviéndonos a otros, veíamos la virgen diosa, y cómo adoraban
humildemente a ésta, y celebraban delante de la otra tantas torpezas. No
vimos allí ningún mimo recatado y honesto, en actora que manifestase
alguna modestia o pudor; antes todos cumplían exactamente todos los
oficios de deshonestidad e impureza. Sabían lo que agradaba al ídolo
virginal, y representaban lo que la matrona más prudente podía llevar del
templo a su casa. Algunas que eran más pundonorosas volvían los
rostros por no mirar los torpes meneos de los actores, y, teniendo pudor
de ver el arte y dechado de las impurezas, le aprendían reparándolo con
disimulo; pues por estar los hombres presentes tenían vergüenza, y no se
atrevían a mirar con Iibertad los ademanes y posturas deshonestas; pero
al mismo tiempo no osaban condenar con ánimo casto las ceremonias
sagradas de la deidad que reverenciaban. En fin, presentaban
públicamente estas obscenidades para que se aprendiese en el templo
aquello que para ejecutarlo, por lo menos en casa, se busca el aposento
más oculto; sería sin duda cosa extraña el que hubiera allí algún pudor en
los mortales, para no cometer libremente las torpezas humanas que
religiosamente aprendían delante de los dioses, habiendo de tenerlos
airados si no procuraban representarlas en honra suya. Porque, ¿qué otro
espíritu con secreto instinto mueve las almas perversas y depravadas, las
insta para que se cometan adulterios y se apacienta y complace en los
cometidos, sino el que se deleita con semejantes juegos escénicos,
poniendo en los templos los simulacros de los demonios ya gustando en
los juegos de las imágenes y retratos de los vicios, murmurando en lo
secreto lo que toca a la justicia, para seducir aun a los pocos buenos, y
frecuentando en lo público lo que nos excita a la torpeza, para apoderarse
de infinitos malos?

CAPITULO XXVII

Con cuánta pérdida de la moralidad pública hayan consagrado los


romanos, para aplacar a sus dioses, las torpezas de los juegos

Tulio, aquel tan grave y tan excelso filósofo, cuando comenzó a


ejercer el oficio de edil, clamaba delante del pueblo que entre las demás
cosas que pertenecían a su oficio era una aplacar a la diosa Flora con la
solemnidad de los juegos, los cuales suelen celebrarse con tanta más
religión cuanta es mayor la torpeza. Dice en otro lugar, siendo ya cónsul,
que en un grave peligro en que se vio la ciudad se habían continuado los
juegos por diez días, y que no se había omitido circunstancia alguna para
aplacar a los dioses; como si no fuera más conveniente enojar a
semejantes dioses con la modestia que aplacarlos con la torpeza, y
hacerlos con la honestidad enemigos antes que ablandarlos con tanta
disolución; porque no pudieran causar tan graves daños por más fiereza
y crueldad que usaran los enemigos por cuyo respeto los aplacaban,
como causaban ellos con hacer aplacar con tan abominables impurezas;
pues para excusar el daño que se temía causaría el enemigo en los
cuerpos, se aplacaban los dioses de tal manera, que se extinguía la fuerza
y el valor en los ánimos, supuesto que aquellos dioses no se habían de
poner a la defensa contra los que combatían los muros, si primero no
daban en tierra y arruinaban las buenas costumbres. Esta satisfacción
ofrecida a semejantes dioses, deshonesta, impura, disoluta, desenfrenada
y torpe en extremo, condenó a sus ministros en el honor el honrado
pundonor y buen natural de los primeros romanos, los privó de su tribu,
los reconoció por torpes y deshonestos, y los dio por infames. Esta
satisfacción, digo, digna de vergüenza y de que la abomine la verdadera
religión; estas fábulas torpes y llenas de calumnias contra los dioses, y
estas ignominiosas acciones de los dioses, maligna y torpemente
fingidas, o más maligna y torpemente cometidas, dándoles públicamente
ojos para ver y orejas para oír tales impurezas, las aprendía generalmente
toda la ciudad. Estas representaciones veía que agradaban a los dioses, y
por tanto, creía que no sólo las debía recitar públicamente, sino que era
razón imitarlas también, y no aquel no sé qué de bueno o de honesto que
se manifestaba a tan pocos y tan en secreto; mas de tal modo se decía,
que más temían que no se supiese y divulgase que el que no se
ejecutase.

CAPITULO XXVIII

De la saludable doctrina de la religión cristiana

Quéjanse,  pues,  y murmuran  los hombres perversos e ingratos y los


que están más profunda y estrechamente oprimidos del maligno espíritu
de que los sacan mediante el nombre de Jesucristo del infernal yugo y
penosa compañía de estas impuras potestades, y de que los transfieren
de la tenebrosa noche de la abominable impiedad a la luz de la saludable
piedad v religión; danse por sentidos
de que el pueblo acuda a las iglesias con una modesta concurrencia y
con una distinción honesta de hombres y mujeres, adonde se les enseña
cuánta razón es que vivan bien en la vida presente, para que después de
ella merezcan vivir eternamente en la bienaventuranza; donde oyendo
predicar y explicar desde la cátedra del Espíritu Santo en presencia de
todos la Sagrada Escritura y la doctrina evangélica, a fin de que los que
obran con rectitud la oigan para obtener el eterno premio, y los que así no
lo hacen, lo oigan para su juicio y eterna condenación; y donde cuando
acuden algunos que se burlan de esta santa doctrina, toda su insolencia e
inmodestia, o la dejan con una repentina mudanza o se ataja y refrena en
parte con el temor o el pudor; porque allí no se les propone cosa torpe o
mal hecha para verla o imitarla, ya que, o se les enseñan los preceptos y
mandamientos del verdadero Dios, o se refieren sus maravillas y
estupendos milagros, o se alaban y engrandecen sus dones y
misericordias, o se piden sus beneficios y, mercedes.

CÁPITULO XXIX

Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses

Esto es lo que principalmente debes desear, ¡oh generosa estirpe de


la antigua Roma! ¡Oh descendencia ilustre de los Régulos, Escévolas,
Escipiones y Fabricios! Esto es lo que principalmente debes apetecer; en
esto principalmente es en lo que te debes apartar de aquella torpe
vanidad y engañosa malignidad de los demonios. Si florece en ti
naturalmente alguna obra buena, no se purifica y perfecciona sino con la
verdadera piedad, y con la impiedad se estraga y viene a sentir el rigor de
la justicia. Acaba ahora de escoger el medio que has de seguir para que
seas sin error alguno alabada, no en ti, sino en el Dios verdadero; porque
aunque entonces alcanzaste la gloria y alabanza popular, sin embargo,
por oculto juicio de la divina Providencia te faltó la verdadera religión que
poder elegir. Despierta ya este día como has despertado ya en algunos,
de cuya virtud perfecta y de las calamidades que han padecido por la
verdadera fe nos gloriamos; pues, peleando por todas
partes con las contrarias potestades y venciéndolas muriendo
valerosamente, con su sangre nos han ganado esta patria. A ella te
convidamos y exhortamos para que acrecientes el número de sus
ciudadanos, cuyo asilo en alguna manera podemos decir que es la
remisión verdadera de los pecados. No des oídos a los que desdicen y
degeneran de ti; a los que murmuran de Cristo o de los cristianos y se
quejan como de los tiempos malos buscando épocas en que se pase, no
una vida quieta, sino una en que se goce cumplidamente de la malicia
humana. Esto nunca te agradó a ti, ni aun por la eterna patria. Ahora, echa
mano y abraza la celestial, por la cual será muy poco lo que trabajarás, y
en ella verdaderamente y para siempre reinarás, porque allí, ni el fuego
vestal, ni la piedra o ídolo del Capitolio, sino el que es uno y verdadero
Dios, que sin poner límites en las grandezas que ha de tener, ni a los años
que ha de durar, te dará un imperio que no tenga fin. No quieras andar
tras los dioses falsos y engañosos; antes deséchalos y desprécialos,
abrazando la verdadera libertad. No son dioses, son espíritus malignos a
quienes causa envidia y da pena tu eterna felicidad. No parece que
envidió tanto Juno a los troyanos, de quienes desciendes según la carne,
los romanos alcázares, cuanto estos demonios, que todavía piensas que
son dioses, envidian a todo género de hombres las sillas eternas y
celestiales. Y tú misma en muchos condenaste a estos espíritus cuando
los aplacaste con juegos, y a los hombres, por cuyo ministerio celebraste
los mismos juegos, los diste por infames. Déjate poner en libertad del
poder de los inmundos espíritus, los cuales colocaron sobre tus cervices
el yugo de su ignominia para consagraría a sí propios y celebrarla en su
nombre. A los que representaban las culpas y crímenes de los dioses los
excluiste de tus honores y privilegios; ruega, pues, al verdadero Dios que
excluya de ti aquellos dioses que se deleitan con sus culpas, verdaderas,
que es mayor ignominia, o falsas, que es cosa maliciosa. Si bien, por lo
que a ti se refería, no quisiste que tuviesen parte en la ciudad los
representantes y los escénicos. Despierta y abre aún más los ojos; de
ningún modo se aplaca la Divina Majestad con los medios con que se
desacredita y profana la dignidad humana. ¿Cómo, pues piensan tener a
los dioses que gustan de semejantes honras en el número de las santas
potestades del cielo, pues a los hombres por cuyo medio se les tributan
estos honores, imaginaste que no merecían que los tuviesen en el
número del más ínfimo ciudadano romano? Sin comparación, es más
ilustre la ciudad soberana donde la victoria es la verdad, donde la
dignidad es la santidad, donde la paz es la felicidad, donde la vida es la
eternidad, mucho menos que no admite en su compañía semejantes
dioses, pues tú en la tuya tuviste vergüenza de admitir a tales hombres.
Por tanto, si deseas alcanzar la ciudad bienaventurada, huye del trato con
los demonios. Sin razón e indignamente adoran personas honestas a los
que se aplacan por medió de ministros torpes. Destierra a éstos y
exclúyelos de tu compañía por la purificación cristiana, como excluiste a
aquellos de tus honras y privilegios, por la reforma del censor, y lo que
toca a los bienes carnales, de los cuales solamente quieren gozar los
malos, y lo que pertenece a los trabajos y males carnales, los cuales no
quieren padecer solos. Y como ni aun en éstos tienen estos demonios el
poder que se imagina (y aunque le tuvieran, con todo, deberíamos antes
despreciar estos bienes y males, que por ellos adorar a los demonios, y
adorándolos, privarnos de poder llegar a aquella gloria que ellos nos
envidian; pero ni aun en esto pueden lo que creen aquellos que por esto
nos procuran persuadir que se deben adorar); esto después lo veremos,
para que aquí demos fin a este libro.

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