Dossier Historia Medieval
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Dossier Documental
Curso: Historia Medieval
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CARTA DE PLINIO A TRAJANO Y RESPUESTA (s. II)
C. Plinio al Emperador Trajano.
Señor, me hago una obligación de exponerte todas mis dudas. En efecto, quién mejor que tú
podrá disipar mis dudas y aclarar mi ignorancia. Yo no había jamás asistido a la instrucción
o a un juicio contra los cristianos, por tanto no sé en qué consiste la información que se
debe hacer en contra de ellos, ni sobre qué base condenarlos, como tampoco sé de las
diversas penas a las cuales se les debe someter. Mi indecisión parte de una serie de puntos
que no sé como resolver. ¿Debo tener en cuenta la diferencia de edades entre ellos o, sin
distinguir entre jóvenes y viejos, los debo castigar a todos con la misma pena? ¿Debo
conceder el perdón a aquellos que se arrepienten? Y, en aquellos que fueron cristianos,
¿subsiste el crimen una vez que dejaron de serlo? ¿Es el mismo nombre de cristianos,
independiente de todo otro crimen, lo que debe ser castigado, o los crímenes relacionados
con ese nombre? Te expongo la actitud que he tenido frente a los cristianos presentados
ante mi tribunal. En el interrogatorio les he preguntado si son cristianos, luego durante el
interrogatorio, a los que han dicho que sí, les he repetido la pregunta una segunda y tercera
vez, y los he amenazado con el suplicio: si hay quienes persisten en su afirmación yo los
hago matar.
En mi criterio consideré necesario castigar a los que no abjuraron en forma obstinada. A los
que entre estos eran ciudadanos romanos, los puse aparte para enviarlos frente al pretor de
Roma. A medida que ha avanzado la investigación se han ido presentando casos diferentes.
Me llegó una acusación anónima que contenía una larga lista de personas acusadas de ser
cristianos. Unas me lo negaron formalmente diciendo que no lo eran más y otras me dijeron
que no lo habían sido nunca. Por orden mía delante del tribunal ellos han invocado a los
dioses, quemado los inciensos, ofrecido las libaciones delante de sus estatuas y delante de
la tuya que yo había hecho traer, finalmente ellos han maldecido al Cristo, todas cosas que
jamás un verdadero cristiano aceptaría hacer.
Otros, después de haberse declarado cristianos, aceptaron retractarse diciendo que lo habían
sido precedentemente pero que habían dejado de serlo; algunos de éstos habían sido
cristianos hasta hace tres años, otros lo habían dejado hace un período más largo, y otros
hasta hace más de veinticinco años. Todos estos, igualmente, han adorado tu estatua y
maldecido al Cristo. Han declarado que todo su error o su falta ha consistido en reunirse
algunos días fijos antes de la salida del sol para cantar en comunidad los himnos en honor a
Cristo que ellos reverencian como a un Dios. Ellos se unen por un sacramento y no por
acción criminal alguna, sino que al contrario para no cometer fraudes, adulterios, para no
faltar jamás a su palabra. Luego de esta primera ceremonia ellos se separan y se vuelven a
unir para un ágape en común, el cual, verdaderamente, nada tiene de malo. Los que ante mí
pasaron han insistido que ellos han abandonado todas esas prácticas. Luego de mi edicto
que, según tus órdenes, prohibía las asambleas secretas, he creído necesario llevar adelante
mis investigaciones y he hecho torturar dos esclavas, que ellos llaman "siervos", para
arrancarles la verdad. Lo único que he podido constatar es que tienen una superstición
excesiva y miserable. Así, suspendiendo todo interrogatorio, recurro a tu sabiduría. La
situación me ha parecido digna de un examen profundo, máxime teniendo en cuenta los
nombres de los inculpados. Son una multitud de personas de todas las edades, de todos los
sexos, de todas las condiciones. Esta superstición no ha infectado sólo las ciudades, sino
que también los pueblos y los campos. Yo creo que será posible frenarla y reprimirla. Ya
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hay un hecho que es claro, y este es que la muchedumbre comienza a volver a nuestros
templos que antes estaban casi desiertos; los sacrificios solemnes, por largo tiempo
interrumpidos, han retomado su curso. Creo que dentro de poco será fácil enmendar a la
multitud.
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EL EDICTO DE MILÁN (313)
1. .............
2. Al considerar, ya desde hace tiempo, que no se ha de negar la libertad de la religión, sino
que debe otorgarse a la mente y a la voluntad de cada uno la facultad de ocuparse de los
asuntos divinos según la preferencia de cada cual, teníamos mandado a los cristianos que
guardasen la fe de su elección y de su religión.
3. Mas como quiera que en aquel rescripto en que a los mismos se les otorgaba semejante
facultad parecía que se añadía claramente muchas y diversas condiciones, quizás se dio que
algunos de ellos fueron poco después violentamente apartados de dicha observancia.
4. Cuando yo, Constantino Augusto, y yo, Licinio Augusto, nos reunimos felizmente en
Milán y nos pusimos a discutir todo lo que importaba al provecho y utilidad públicas, entre
las cosas que nos parecían de utilidad para todos en muchos aspectos, decidimos sobre todo
distribuir unas primeras disposiciones en que se aseguraban el respeto y el culto a la
divinidad, esto es, para dar, tanto a los cristianos como a todos en general, libre elección en
seguir la religión que quisieran, con el fin de que lo mismo a nosotros que a cuantos viven
bajo nuestra autoridad nos puedan ser favorables la divinidad y los poderes celestiales que
haya.
5. Por lo tanto, fue por un saludable y rectísimo razonamiento por lo que decidimos tomar
esta nuestra resolución: que a nadie se le niegue en absoluto la facultad de seguir y escoger
la observancia o la religión de los cristianos, y que a cada uno se le dé facultad de entregar
su propia mente a la religión que crea que se adapta a él, a fin de que la divinidad pueda en
todas las cosas otorgarnos su habitual solicitud y benevolencia.
6. Así, era natural que diéramos en rescripto lo que era de nuestro agrado: que, suprimidas
por completo las condiciones que se contenían en nuestras primeras cartas a tu santidad
acerca de los cristianos, también se suprimiera todo lo que parecía ser enteramente siniestro
y ajeno a nuestra mansedumbre, y que ahora cada uno de los que sostienen la misma
resolución de observar la religión de los cristianos, la observe libre y simplemente, sin traba
alguna.
7. Todo lo cual decidimos manifestarlo de la manera más completa a tu solicitud, para que
sepas que nosotros hemos dado a los mismos cristianos libre y absoluta facultad de cultivar
su propia religión.
8. Ya que estás viendo lo que precisamente les hemos dado nosotros sin restricción alguna,
tu santidad comprenderá que también a otros, a quienes lo quieran, se les dé facultad de
seguir sus propias observancia y religiones -lo que precisamente está claro que conviene a
la tranquilidad de nuestros tiempos-, de suerte que cada uno tenga posibilidad de escoger y
dar culto a la divinidad que quiera.
Esto es lo que hemos hecho, con el fin de que no parezca que menoscabamos en lo más
mínimo el honor o la religión de nadie.
9. Pero, además, en atención a las personas de los cristianos, hemos decidido también lo
siguiente: que los lugares suyos en que tenían por costumbre anteriormente reunirse y
acerca de los cuales ya en la carta anterior enviada a tu santidad había otra regla, delimitada
para el tiempo anterior, si apareciese que alguien los tiene comprados, bien a nuestro tesoro
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público, bien a cualquier otro, que los restituya a los mismos cristianos, sin reclamar dinero
ni compensación alguna, dejando de lado toda negligencia y todo equívoco. Y si algunos,
por acaso, los recibieron como don, que esos mismos lugares sean restituidos lo más
rápidamente posible a los mismos cristianos.
10. Mas de tal manera que, tanto los que habían comprado dichos lugares como los que lo
recibieron de regalo, si pidieran alguna compensación de nuestra benevolencia, puedan
acudir al magistrado que juzga en el lugar, para que también se provea a ello por medio de
nuestra bondad.
11. Todo lo cual deberá ser entregado a la corporación de los cristianos, por lo mismo,
gracias a tu solicitud, sin la menor dilatación. Y como quiera que los mismos cristianos no
solamente tienen aquellos lugares en que acostumbraban a reunirse, sino que se sabe que
también otros lugares pertenecientes, no a cada uno de ellos, sino al derecho de su
corporación, esto es, de los cristianos, en virtud de la ley que anteriormente he dicho
mandarás que todos esos bienes sean restituidos sin la menor protesta a los mismos
cristianos, esto es, a su corporación, y a cada una de sus asambleas, guardada,
evidentemente, la razón arriba expuesta: que quienes, como tenemos dicho, los restituyan
sin recompensa, esperen de nuestra benevolencia su propia indemnización.
12. En todo ello deberás ofrecer a la dicha corporación de los cristianos la más eficaz
diligencia, para que nuestro mandato se cumpla lo más rápidamente posible y para que
también en esto, gracias a nuestra bondad, se provea a la común y pública tranquilidad.
13. Efectivamente, por esta razón, como también queda dicho, la divina solicitud por
nosotros, que ya en muchos asuntos hemos experimentado, permanecerá asegurada por
todo el tiempo.
14. Y para que el alcance de esta nuestra legislación benevolente pueda llegar a
conocimiento de todos, es preciso que todo lo que nosotros hemos escrito tenga preferencia
y por orden tuya se publique por todas partes y se lleve a conocimiento de todos, para que a
nadie se le pueda ocultar esta legislación, fruto de nuestra benevolencia.
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y serán castigados primeramente por la divina venganza, y, después, también /por justo
castigo/ de nuestra propia iniciativa, que tomaremos en consonancia con el juicio divino.
Dado en el tercer día de las Calendas de Marzo (28 de Feb.), en Tesalónica, en el año
quinto del consulado de Graciano y del primer consulado de Teodosio Augustos.
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seguimos avarientos y codiciosos! Vivimos, como si no hubiese mañana, y edificamos
casas y palacios, como si hubiésemos de vivir en este mundo para siempre. Las paredes
resplandecen con oro, con oro las bóvedas, con oro los capiteles de las columnas: ¡Y
delante de nuestras puertas está Cristo desnudo y padeciendo de hambre en los pobres!
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Al tercer día de haber entrado en la ciudad los bárbaros se marcharon espontáneamente, no
sin provocar el incendio de unos cuantos edificios, pero no incendio tan grande como el que
en el año 700 de la fundación de la ciudad había provocado el azar. Y, si recordamos el
fuego provocado para espectáculo de Nerón, que era emperador suyo, de Roma, sin duda
alguna no se podrá igualar con ningún tipo de comparación este fuego que ha provocado
ahora la ira del vencedor con aquel que provocó la lascivia de un príncipe. Ni tampoco
debo recordar ahora en esta relación a los galos, los cuales se apoderaron rápidamente, en el
espacio casi de un año, de las trilladas cenizas de una Roma incendiada y destruida. Y para
que nadie dude que los enemigos tuvieron permiso para proporcionar ese correctivo a esta
soberbia, lasciva y blasfema ciudad, los lugares más ilustres de la ciudad que no habían
sido quemados por los enemigos, fueron destruidos por rayos en esta misma época.
http://jmarin.jimdo.com/fuentes-y-documentos/reino-visigodo/saqueo-de-roma-
seg%C3%BAn-paulo-orosio/Paulo Orosio, Historiarum Adversus Paganos Libri Septem,
VII, 38 y VII, 39, Trad. de E. Sánchez S., Gredos, 1982, Madrid, vol. 2, pp. 267-270.
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como pontífice que ocupa la sede apostólica, a pesar de mi indignidad y mis pocas fuerzas,
no puedo menos que intervenir con prudencia, pero también con prontitud allí donde se
ofende la integridad de la fe católica. Por algo me ha sido confiada la custodia y dirección
de la Palabra divina, y ¡pobre de mí si no anunciare la Buena Nueva. De todo lo que
antecede, como no puede menos de apreciar vuestra Majestad, se desprende una
conclusión: que nadie, jamás y por ninguna razón terrena, debe orgullosamente revelarse
contra el Ministerio de aquel hombre singular, puesto por Cristo como Cabeza de todos y al
que la Santa Iglesia, en todo momento, ha reconocido y reconoce aún hoy como su Pastor
Supremo. Lo que Dios ha establecido jamás podrá ser atropellado por la arrogancia de los
hombres; pero jamás podrá prevalecer potestad alguna, cualquiera que sea, sobre las
disposiciones divinas. ¡Ojalá que la audacia y torpeza de los perseguidores de la Iglesia no
fuese para ellos causa de su condenación eterna, a imitación de la Iglesia a la que no pueden
doblegarla las más furiosas tormentas! La Obra que Dios ha fundado con tanta firmeza
permanecerá en pie. ¿Pudo jamás ser vencida la fe, cuando alguien se propuso combatirla?
¿No triunfó más bien y se robusteció precisamente allí donde se creyó habérsela arrastrado?
Es tiempo, pues, de que cesen en vuestro Imperio los mercenarios de cargos que no les
corresponden, los cuales abusan precisamente de los momentos de confusión introducidos
por ellos en la Iglesia. No debe permitirse por más tiempo que logren lo que inicuamente
persiguen, olvidándose de que Dios y los hombres les han señalado el último lugar.
Gelasio, Carta al Emperador Anastasio, en: Thiel, A., Epistolae Romanorum Pontificum,
Braunsburg, 1868, pp. 349-354, cit. en: Rahner, H., La Libertad de la Iglesia en Occidente:
Documentos sobre las Relaciones entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del
Cristianismo, Trad. de L. Reims, Desclée de Brouwer, 1949 (1942), Buenos Aires, pp. 205-
209; extracto en: Artola, M., Textos Fundamentales para el Estudio de la Historia,
Biblioteca de la Revista de Occidente, 7, 1975, Madrid, pp. 37-38.
LA DONACIÓN DE CONSTANTINO
Concedemos a nuestro santo padre Silvestre, sumo pontífice y Papa universal de Roma, y a
todos los pontífices sucesores suyos que hasta el fin del mundo reinarán en la sede de San
Pedro, nuestro palacio imperial de Letrán (el primero de todos los palacios del mundo).
Después la diadema, esto es, nuestra corona, y al mismo tiempo el gorro frigio, es decir, la
tiara y el manto que suelen usar los emperadores y además el manto R. Meneghello.
Dossier Historia Medieval purpúreo y la túnica escarlata y todo el vestido imperial, y
además también la dignidad de caballeros imperiales, otorgándoles también los cetros
imperiales y todas las insignias y estandartes y diversos ornamentos y todas las
prerrogativas de la excelencia imperial y la gloria de nuestro poder. Queremos que todos
los reverendísimos sacerdotes que sirven a la Santísima Iglesia Romana en los distintos
grados, tengan la distinción, potestad y preeminencia de que gloriosamente se adorna
nuestro ilustre Senado, es decir, que se conviertan en patricios y cónsules y sean revestidos
de todas las demás dignidades imperiales. Decretamos que el clero de la Santa Iglesia
Romana tenga los mismos atributos de honor que el ejército imperial. Y como el poder
imperial se rodea de oficiales, chambelanes, servidores y guardias de todas clases,
queremos que también la Santa Iglesia Romana se adorne del mismo modo. Y para que el
honor del pontífice brille en toda magnificencia, decretamos también que el clero de la
Santa Iglesia Romana adorne sus cabellos con arreos y gualdrapas de blanquísimo lino. Y
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del mismo modo que nuestros senadores llevan el calzado adornado con lino muy blanco
(de pelo de cabra blanco), ordenamos que de este mismo modo los lleven también los
sacerdotes, a fin de que las cosas terrenas se adornen como celestiales para la gloria de
Dios...
Hemos decidido también que nuestro venerable padre el sumo pontífice Silvestre y sus
sucesores lleven la diadema, es decir, la corona de oro purísimo y preciosas perlas, que a
semejanza con la que llevamos en nuestra cabeza le habíamos concedido, diadema que
deben llevar en la cabeza para honor de Dios y de la sede de San Pedro. Pero, ya que el
propio beatísimo Papa no quiere llevar una corona de oro sobre la corona del sacerdocio,
que lleva para gloria de San Pedro, con nuestras manos hemos colocado sobre su santa
cabeza una tiara brillante de blanco fulgor, símbolo de la resurrección del Señor y por
reverencia a San Pedro sostenemos la brida del caballo cumpliendo así para él el oficio de
mozo de espuelas: estableciendo que todos sus sucesores lleven en procesión la tiara, como
los emperadores, para imitar la dignidad de nuestro Imperio. Y para que la dignidad
pontificia no sea inferior, sino que sea tomada con una dignidad y gloria mayores que las
del Imperio terrenal, concedemos al susodicho pontífice Silvestre, Papa universal, y
dejamos y establecemos en su poder, por decreto imperial, como posesiones de derecho de
la Santa Iglesia Romana, no sólo nuestro palacio como se ha dicho, sino también la ciudad
de Roma y todas las provincias, distritos y ciudades de Italia y de Occidente. Por ello,
hemos considerado oportuno transferir nuestro Imperio y el poder del reino a Oriente y
fundar en la provincia de Bizancio, lugar óptimo, una ciudad con nuestro nombre y
establecer allí nuestro gobierno, porque no es justo que el emperador terreno reine donde el
emperador celeste ha establecido el principado del sacerdocio y la cabeza de la religión
cristiana.
Ordenamos que todas estas decisiones que hemos sancionado mediante decreto imperial y
otros decretos divinos permanezcan invioladas e íntegras hasta el fin del mundo. Por tanto,
ante la presencia del Dios vivo que nos ordenó gobernar y ante su tremendo tribunal,
decretamos solemnemente, mediante esta constitución imperial, que ninguno de nuestros
sucesores, patricios, magistrados, senadores y súbditos que ahora y en el futuro estén
sujetos al Imperio, se atreva a infringir o alterar esto en cualquier manera.
Si alguno, cosa que no creemos, despreciara o violara esto, sea reo de condenación eterna y
Pedro y Pablo, príncipes de los apóstoles, le sean adversos ahora y en la vida futura, y con
el diablo y todos los impíos sea precipitado para que se queme en lo profundo del infierno.
Ponemos este decreto, con nuestra firma, sobre el venerable cuerpo de San Pedro, príncipe
de los apóstoles, prometiendo al apóstol de Dios respetar estas decisiones y dejar ordenado
a nuestros sucesores que las respeten. Con el consentimiento de nuestro Dios y Salvador
Jesucristo entregamos este decreto a nuestro padre el sumo pontífice Silvestre y a sus
sucesores para que lo posean para siempre y felizmente.
http://jmarin.jimdo.com/fuentes-y-documentos/iglesia/la-donaci%C3%B3n-de-
constantino/Edictum Constantini ad Silvestrem Papam, P.L., VIII, en: Artola, M., Textos
Fundamentales para la Historia, Alianza, 10ª Ed., 1992 (1968), Madrid, pp. 47 y s.
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CORONACIÓN DE CARLOMAGNO (800)
Y como entonces el título imperial estaba vacante en el país de los griegos y una mujer
ejercía los poderes imperiales, le pareció al mismo Papa León y a todos los santos padres
que estaban presentes en el Concilio como también a todo el pueblo cristiano, que convenía
dar el nombre de emperador al rey de los francos, Carlos, que tenía en su poder la ciudad de
Roma donde los emperadores habían siempre tenido la costumbre de residir, como también
Italia, Galia y Germania. Habiendo el Dios Todopoderoso consentido en poner a todos bajo
su autoridad, les pareció justo que con la ayuda de Dios y conforme al ruego de todo el
pueblo cristiano, llevase él también el nombre de emperador. A esta petición el rey Carlos
no quiso oponerse, sino que se sometió humildemente a Dios al mismo tiempo que los
votos de los padres y del pueblo cristiano, recibió el día de Navidad el nombre de
emperador con la consagración del Papa León. Al aproximarse el verano, se dirigió hacia
Ravenna, restaurando por todas partes el derecho y la paz; de allá, regresó a Francia, a su
residencia.
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recibir a embajadores extranjeros. Si embargo, desdeñaba los vestidos de otras naciones,
incluso los más bellos, y, cualquiera que fuesen las circunstancias, se rehusaba a
ponérselos. No hizo excepción sino en Roma donde, una primera vez a petición del Papa
Adriano y una segunda vez a instancias de su sucesor León, vistió la larga túnica y la
clámide y calzó zapatos a la moda de los romanos. Los días de fiesta llevaba un vestido
tejido de oro, calzados decorados con pedrerías, una fíbula de oro para abrochar su sayo,
una diadema del mismo metal y decorada también con pedrería; pero los demás días, su
vestimenta difería poco de las de los hombres del pueblo o del común.
(XXIV) Se mostraba sobrio en el comer y el beber, sobre todo en el beber: ya que la
embriaguez, que proscribió tanto para él como para los suyos, le causaba horror en
quienquiera que fuese. En la comida, le era difícil limitarse tanto, y se quejaba con
frecuencia por serle incómodos los ayunos.
Se regalaba con banquetes muy raramente, y solamente en las grandes fiestas, y siempre
con gran compañía. Normalmente, la cena no se componía sino de cuatro platos, fuera del
asado que los monteros tenían costumbre de poner en la asadera y que era su plato
predilecto. Durante la comida, escuchaba un poco de música o alguna lectura. Se le leía la
historia y los relatos de la Antigüedad. Le gustaba también hacerse leer las obras de San
Agustín y, en particular, aquella titulada La Ciudad de Dios.
Era tan sobrio en el vino y en toda clase de bebidas que bebía raramente más de tres veces
por comida. En verano, después de la comida del mediodía, tomaba algunas frutas, se
volcaba una vez más a beber, después, desvistiéndose y descalzándose cuando ya era de
noche, reposaba dos o tres horas. En la noche su sueño era interrumpido cuatro o cinco
veces, y no sólo se despertaba, sino que se levantaba cada vez.
Una vez vestido, recibía diversas personas fuera de sus amigos. Si el conde de palacio le
señalaba un proceso que reclamaba una decisión de su parte, hacía rápidamente introducir a
palacio a los litigantes y, como si estuviera en un tribunal, escuchaba la exposición del
asunto y pronunciaba sentencia. Era también el momento cuando regulaba el trabajo de
cada servicio y daba sus órdenes.
(XXV) Tenía una elocuencia copiosa y exuberante, expresando con suma facilidad todo lo
que quería. No contento con su lengua, se afanó en aprender extranjeras. Aprendió el latín
tan bien que se expresaba indiferentemente en esa lengua o en la lengua materna. No fue lo
mismo con el griego, que podía comprenderlo mejor que hablarlo. Más encima, tenía una
soltura de palabra que rayaba casi en el exceso.
Cultivaba con pasión las artes liberales y, lleno de veneración hacia quienes las enseñaban,
los colmaba de honores. En el estudio de la gramática, seguía las lecciones del diácono
Pedro de Pisa, entonces en su vejez; en las otras disciplinas, su maestro fue Alcuino,
llamado Albinus, diácono también, un sajón originario de Bretaña, el hombre más sabio que
existía entonces. Consagró mucho tiempo y esfuerzo en aprender junto a él la retórica, la
dialéctica y sobre todo la astronomía. Aprendió el cálculo y se aplicó con atención y
sagacidad a estudiar el curso de los astros. Quiso también aprender a escribir y tenía el
hábito de colocar bajo el almohadón de su cama tablas y hojas de pergamino, con el fin de
aprovechar sus instantes de ocio para ejercitarse dibujando letras; pero como se aplicó
tardíamente, el resultado fue mediocre.
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(XXVI) Practicó escrupulosamente y con gran fervor la religión cristiana, en la cual había
estado imbuido desde su más tierna infancia. Incluso construyó en Aquisgrán una basílica
de gran belleza, que adornó de oro y plata y candelabros, como también de balaustradas y
de puertas de bronce macizo; y, como no podía procurarse de otra parte las columnas y los
mármoles necesarios para su construcción, los hizo traer de Roma y Ravenna.
DICTATUS PAPAE
• 1. Que la Iglesia Romana fue fundada sólo por Dios.
• 2. Que sólo el pontífice romano puede ser llamado, en justicia, universal.
• 3. Que sólo él puede deponer a los obispos o reconciliarlos.
• 4. Que su legado, en un concilio, tiene preeminencia sobre todos los obispos, aunque sea
inferior a ellos en grado, y contra ellos puede dar sentencia de deposición.
• 5. Que a los ausentes el Papa puede deponer.
• 6. Que respecto de los excomulgados, entre otras cosas, no se puede habitar en la misma
casa.
• 7. Que sólo él puede, según la necesidad de los tiempos, congregar nuevas gentes, hacer
de una colegiata una abadía, y al contrario, dividir un obispado rico y unir obispados
pobres.
• 8. Que sólo él puede utilizar las insignias imperiales.
• 9. Que sólo al Papa todos los príncipes deben besar los pies.
• 10. Que sólo su nombre es pronunciado en las iglesias.
• 11. Que es único su nombre en el mundo.
• 12. Que a él es lícito deponer emperadores.
• 13. Que a él es lícito, de sede a sede, urgido por la necesidad, cambiar a los obispos.
• 14. Que de cualquier iglesia, donde él quiera, puede ordenar clérigos.
• 15. Que aquél que ha sido ordenado por él puede presidir en la iglesia de otro, pero no
hacer la guerra; y de otro obispo no puede recibir grados superiores.
• 16. Que ningún sínodo puede llamarse general sin su mandato.
• 17. Que ningún capítulo o libro pueden ser tenidos como canónicos sin su autoridad.
• 18. Que sus sentencias no pueden ser retractadas por nadie, y sólo él puede retractar las
de todos.
• 19. Que por nadie él mismo puede ser juzgado.
• 20. Que nadie tenga la audacia de condenar a aquel que apela a la Sede Apostólica.
• 21. Que las causas mayores de la Iglesia a ella deben ser remitidas.
• 22. Que la Iglesia Romana nunca ha errado y en el futuro, según el testimonio de la
escritura, no errará.
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• 23. Que el pontífice romano, si fue canónicamente ordenado, por los méritos del
bienaventurado Pedro, se convierte indudablemente en santo, y testimonio de esto dan San
Ennodio, obispo de Pavía, y muchos santos padres están de acuerdo, y está escrito en los
decretos del beato Papa Símaco.
• 24. Que con su precepto y licencia es lícito a los súbditos acusar.
• 25. Que él puede, fuera de una asamblea sinodial, deponer obispos o reconciliarlos.
• 26. Que no puede ser tenido como católico, quien no concuerda con la Iglesia Romana.
• 27. Que (el Papa) puede del juramento de fidelidad a los inicuos absolver a los súbditos.
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Parlamento de Urbano II en el Concilio de Clermont (según actas), en: Reportaje a la
Historia, Trad. de R. Ballester, Selección de M. de Riquer, Planeta, 1968, Barcelona, vol. 1,
p. 184.
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ancestros; que si os sentís retenidos por el amor de vuestros hijos, de vuestros padres, de
vuestras mujeres, recordad lo que el Señor dice en su Evangelio: "Quien ama a su padre y a
su madre más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10,37). "Aquel que por causa de mi nombre
abandone su casa, o sus hermanos o hermanas, o su padre o su madre, o su esposa o sus
hijos, o sus tierras, recibirá el céntuplo y tendrá por herencia la vida eterna" (Mt 19,29).
Que no os retenga ningún afán por vuestras propiedades y los negocios de vuestra familia,
pues esta tierra que habitáis, confinada entre las aguas del mar y las alturas de las montañas,
contiene estrechamente vuestra numerosa población; no abunda en riquezas, y apenas
provee de alimentos a quienes la cultivan: de allí procede que vosotros os desgarréis y
devoréis con porfía, que os levantéis en guerras, y que muchos perezcan por las mutuas
heridas. Extinguid, pues, de entre vosotros, todo rencor, que las querellas se acallen, que las
guerras se apacigüen, y que todas las asperezas de vuestras disputas se calmen. Tomad la
ruta del Santo Sepulcro, arrancad esa tierra de las manos de pueblos abominables, y
sometedlos a vuestro poder. Dios dio a Israel esa tierra en propiedad, de la cual dice la
Escritura que "mana leche y miel" (Nm 13,28); Jerusalén es el centro; su territorio, fértil
sobre todos los demás, ofrece, por así decir, las delicias de un otro paraíso: el Redentor del
género humano la hizo ilustre con su venida, la honró residiendo en ella, la consagró con su
Pasión, la rescató con su muerte, y la señaló con su sepultura. Esta ciudad real, situada al
centro del mundo, ahora cautiva de sus enemigos, ha sido reducida a la servidumbre por
naciones ignorantes de la ley de Dios: ella os demanda y exige su liberación, y no cesa de
imploraros para que vayáis en su auxilio. Es de ustedes eminentemente que ella espera la
ayuda, porque así como os lo hemos dicho, Dios os ha dado, por sobre todas las naciones,
la insigne gloria de las armas: tomad, entonces, aquella ruta, para remisión de vuestros
pecados, y partid, seguros de la gloria imperecedera que os espera en el reino de los cielos".
Habiendo el Papa Urbano pronunciado este discurso pleno de comedimiento, y muchos
otros del mismo género, unió en un mismo sentimiento a todos los presentes, de tal modo
que gritaron todos: ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! Habiendo escuchado esto el venerable
pontífice de Roma, elevó los ojos al cielo y, pidiendo silencio con la mano en alto, dijo:
"Muy queridos hermanos, hoy se manifiesta en vosotros lo que el Señor dice en el
Evangelio: "Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos".
Porque si el Señor no hubiese estado en vuestras almas, no hubieseis pronunciado todos una
misma palabra: y en efecto, a pesar de que esta palabra salió de un gran número de bocas,
no ha tenido sino un solo principio; es por eso que digo que Dios mismo la ha pronunciado
por vosotros, ya que es Él quien la ha puesto en vuestro corazón. Que ése sea, pues, vuestro
grito de guerra en los combates, porque esa palabra viene de Dios: cuando os lancéis con
impetuosa belicosidad contra vuestros enemigos, que en el ejército de Dios se escuche
solamente este grito: ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! No recomendamos ni ordenamos este
viaje ni a los ancianos ni a los enfermos, ni a aquellos que no les sean propias las armas;
que la ruta no sea tomada por las mujeres sin sus maridos, o sin sus hermanos, o sin sus
legítimos garantes, ya que tales personas serían un estorbo más que una ayuda, y serán más
una carga que una utilidad. Que los ricos ayuden a los pobres, y que lleven consigo, a sus
expensas, a hombres apropiados para la guerra; no está permitido ni a los obispos ni a los
clérigos, de la orden que sea, partir sin el consentimiento de su obispo, ya que si parten sin
ese consentimiento, el viaje les será inútil; ningún laico deberá prudentemente ponerse en
ruta, si no es con la bendición de su pastor; quien tenga, pues, la voluntad de emprender
esta santa peregrinación, deberá comprometerse ante Dios, y se entregará en sacrificio
como hostia viva, santa y agradable a Dios; que lleve el signo de la Cruz del Señor sobre su
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frente o su pecho; que aquel que, en cumplimiento de sus votos, quiera ponerse en marcha,
la ponga tras de sí, en su espalda; cumplirá, con esta acción, el precepto evangélico del
Señor: "El que no tome su cruz y me siga, no es digna de mí"."
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domeñan las tierras sino también los mares con sus armas, y el ejército romano es su
tributario, y ve con envidia que sirven hoy a los godos tantas gentes y la misma España.
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indicación fue trasladado después de su martirio por sus discípulos a España y en la
extremidad de Galicia, que ahora se llama Compostela, fue honoríficamente sepultado, no
sólo para regir con su patrocinio a los españoles que le habían tocado en suerte, sino por
confortarlos con el tesoro de su cuerpo. Regocíjate, España, ensalzada con semejante
fulgor; salta de gozo, pues has .sido salvada del error de la superstición. Alégrate, ya que
por la visita de este huésped dejaste la ferocidad de las bestias y sometiste tu cerviz, antes
indómita, al yugo de la humildad de Cristo. Mayores bienes te proporcionó la humildad de
Santiago que la ferocidad de todos tus reyes. Aquélla te levantó hasta el cielo; éstos te
hundieron en el abismo. Ellos te mancillaron con el sacrificio de los ídolos; aquélla te
purificó, enseñándote el culto al verdadero Dios. Dichosa eres España por la abundancia de
muchos bienes; pero eres más dichosa por la presencia de Santiago. Eres feliz, porque en el
clima eres semejante al Paraíso; pero eres más dichosa, porque has sido encomendada al
paraninfo del cielo. En otro tiempo fuiste célebre por las columnas de Hércules, según las
vanas leyendas, mas ahora con más felicidad te apoyas en la columna firmísima de
Santiago. Aquéllas, por el error pernicioso de la superstición, te ligaron al diablo; ésta, por
su piadosa intercesión, te une a tu criador; aquéllas, como eran de piedra, aumentaban tu
obcecación; ésta, puesto que es espiritual, adquirió para ti la gracia saludable.
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QUE PENA MERECEN LOS QUE ENCUBREN LOS HEREJES. SEGÚN LAS
SIETE PARTIDAS DE ALFONSO X EL SABIO.
“LEY V QUÉ PENA MERESCEN LOS QUE ENCUBREN LOS HEREGES.
Encubren algunos homes et reciben en sus casas los hereges que andan por la tierra
predicando á furto et revolviendo los corazones de las gentes, metiéndolos en yerro: et los
que esto facen yerran gravemente: et por ende defendemos á todos los homes de nuestro
señorío que ninguno dellos non sea osado de recibir á sabiendas en su casa a ningunt
herege, nin consienta que muestre nin predique á otros en ella nin que se alleguen en su
casa los hereges para haber su fabla nin su cabildo: et si alguno contra esto ficiere á
sabiendas, mandamos que pierda aquella casa en que los recibiere para facer alguna destas
cosas sobredichas, et que sea de la eglesia; ca guisada cosa es que aquel lugar do se ayuntan
los enemigos contra la fe católica, sirva á la eglesia et que se ayunten hi á las vegadas los
fieles cristianos que la creen, et la guardan et la amparan. Pero si aquel que toviere ó
guardare casa dotri acogiere hi los hereges sin mandado et sin sabiduría del señor della,
maguer fagan hi los hereges las cosas que diximos en la ley ante desta, non debe perder por
eso el señor la casa; ca pues que lo non sabe non es en culpa. Et por ende mandamos et
tenemos por bien que el que los recibió, peche por ende diez libras de oro á la cámara del
rey: et si non hubiere de que las pechar, que lo azoten públicamente por toda la villa ó el
lugar do acaesciere, pregonando el pregonero antél por qué razón lo azotan.”
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