La Vegetariana Han Kang
La Vegetariana Han Kang
La Vegetariana Han Kang
HAN KANG
Sunme Yoon
Prólogo de
Gabi Martínez
—Es por los sueños.
—¿Los sueños?
—¿Qué sueñas?
—Caras.
—¿Caras?
De Gabi Martínez
Pero también es cierto que, históricamente, los coreanos han buscado una
alimentación saludable y vigorizante: más de un setenta por ciento de los
alimentos consumidos son de origen vegetal; y es cierto que los indígenas han
hecho del kimchi virtud, demostrando con este plato idiosincrático su magisterio en
la fermentación de la col. (Los coreanos fermentan como nadie gracias a los
demoledores períodos beligerantes que les amargaron los primeros tres cuartos del
siglo XX. Entre la invasión japonesa y la guerra con sus vecinos del norte, muchos
coreanos sobrevivieron a base de raíces terrestres, que a su vez fermentaban para
paliar miserias futuras).
«Por primera vez en cinco años —dice el marido—, salí hacia mi trabajo sin
que ella me ayudara a prepararme ni me acompañara hasta la puerta.
Ella. «Mi mujer». «Ella». Son los casi exclusivos términos que emplea el
marido para referirse a Yeonghye, olvidándose de su nombre hasta convertirla en
un objeto, una posesión, despersonalizándola hasta la incomprensión más
absoluta, claro, y es que resulta difícil entender a los seres que pertenecen a otro
género… a otra especie.
«Ella» tiene sueños, duerme poco, come menos. Aspira a una metamorfosis
radical que la convierta en una entidad más pura. Sus renuncias aumentan
alcanzando un grado que este prólogo no desvelará, pero que va a dinamitarlo
todo.
¿Injusticia?
El libro se articula desde tres miradas: la del esposo, que resulta el más
ajeno y distante a los sentimientos de Yeonghye; la de su cuñado artista, cautivado
por el poder simbólico de una iniciativa, de una «acción» rebelde, que desea
explotar creativamente; y la de su hermana, que si bien no logra descifrar las
razones de Yeonghye, de algún modo comprende su sufrimiento mientras toma
cierta conciencia de lo que ella misma ha soportado por el hecho de ser mujer.
Dos hombres y una hermana, en ,n, para sondear una lógica que Yeonghye
nunca nos habría explicado en primera persona porque, en su nueva dimensión,
narrar, dar explicaciones, está de más. Dos hombres y una mujer haciendo aDorar
las múltiples represiones que encadenan a una sociedad dispuesta a rechazar,
cuando no agredir, a quien se atreva a enfrentarla.
Conocí a Sunme Yoon en Seúl pocos días después de que Han Kang diera
una charla en el cosmopolita barrio de Itaewon, en una de sus primeras apariciones
públicas tras haber sido galardonada con el Man Booker. A Sunme Yoon le
centelleaban los ojos de alegría y de furia mientras celebraba el reconocimiento
internacional de la misma obra que muchos de sus paisanos varones habían
adjetivado con saña, condenándola aun casi ostracismo después de su publicación.
La injusticia había abrumado a la traductora, y por eso la concesión del premio le
dejaba un claro regusto a venganza.
«Hasta hace muy poco, todos los escritores visibles eran de la generación
anterior —dijo Sunme Yoon—. Mientras en Corea se producían cambios
vertiginosos, los veteranos insistían en escribir sobre la historia nacional». Sin
embargo, por lo visto, muchos jóvenes ya estaban narrando las múltiples
oportunidades y contradicciones resultantes de la alianza entre Confucio y el
Capital.
Entre esos (ya no tan) jóvenes destacaban Kim Youngha —iconoclasta autor
de una pequeña novela espléndida: Mi memoria asesina— o Park Mingyu, adalid de
rarezas ejemplares, casi siempre expresadas en relatos. ¿Un ejemplo? Soy una jirafa,
donde retrocede a los años noventa para explorar las vicisitudes de un chico que
trabaja empujando gente en los vagones del metro. Park Mingyu se sirve de ese
empleo real —en febrero de 1990 el metro de Seúl contrató a 132 empujadores—
para ilustrar cómo, en los noventa, la sociedad coreana se rindió al Sistema. El
autor viene a demostrar que, con tal de sobrevivir incrustados en el meollo social,
sus paisanos traspasaron el límite de la seguridad física, de la salud, y hoy siguen
pagando las consecuencias.
Tocar hueso
El sexo desnortó al crítico literario, o eso había sugerido Sunme Yoon sobre
un punto crucial de La vegetariana, libro físico donde los haya, porque aquí se habla
de un cuerpo. Un cuerpo que se niega a ser tratado como otros, sexualmente
también, y por eso vas a asistir a uno de los espectáculos más re,nadamente
orientales de los últimos tiempos (sobre todo en La mancha mongólica, la segunda
parte). Es como si, después de muchos años procesando novelas del noreste
asiático llenas de intelectuales que juegan al ajedrez, tocan el piano o buscan un
arte arriesgado; y de historias donde los Dujos y las vísceras se derraman de
manera más o menos verosímil, Han Kang haya dado con la tecla para ensamblarlo
todo de una manera sencillamente trascendental que la vincula por ejemplo a
KaMa. En La vegetariana, Han Kang demuestra ser a esa tradición lo que Enrique
Vila-Matas supone para la meta-literatura: una cumbre indiscutible.
Por eso, las ofensas proyectadas por los críticos que tanto alteraron a Sunme
Yoon se antojan a la postre estupendas, al con,rmar que Han Kang tocó hueso y
que su obra es sin duda revolucionaria. Estamos ante una novela que no solo
cuestiona hábitos y realidades presuntamente intocables, sino que demuestra su
endeblez hasta reventar el, en principio, omnipotente Sistema. De hecho, cada uno
de los capítulos implica una ruptura, una desintegración, mientras la protagonista
avanza en su ideal. Este libro nos muestra cómo la apariencia se desmorona al paso
de alguien que cree, trasladándonos el miedo pero también la ilusión de
contemplar cuánta fuerza albergamos. Revela cómo una convicción pura provoca
grietas decisivas en estructuras de apariencia irrompible.
—¿:Rata_?
—Esa. :Rata_. Eso es. La contrataron mucho antes de ganar el premio. Les ha
tocado la lotería.
Lo dijo con una sonrisa, y siguió alabando la obra. Ahora que la he leído,
mis suspicacias primeras se me antojan ridículas. A Sunme Yoon no la impulsaba
un ánimo de revancha sino la alegría de cualquier letraherido ante el justo
reconocimiento de un hallazgo en el que ella misma se había implicado hasta la
traducción. Sunme Yoon sabía, ¡sabía!, hasta qué punto las imágenes y frases de Lo
vegetariana eran hermosas y signi,cativas, y cómo la economía verbal de Han Kang
contribuía a concentrar cada impacto, cada idea deslizada, haciendo de este libro
más bien corto una pina de intensidad radiactiva, tan tierna como cáustica, potente
y transformadora.
Energía y emoción
Gabi Martínez_
LA VEGETARIANA
Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una
persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera
vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni larga ni corta, tenía la
piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los pómulos algo prominentes, y
vestía ropas sin color como si tuviera miedo de verse demasiado personal. Calzada
con unos zapatos negros muy sencillos, se acercó a la mesa en la que yo estaba
sentado con pasos que no eran ni rápidos ni lentos, ni enérgicos ni débiles.
Si me casé con ella fue porque, así como no parecía tener ningún atractivo
especial, tampoco parecía tener ningún defecto en particular. Su manera de ser,
sobria y sin ninguna traza de frescura, ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis
anchas. No hacía falta que me mostrara culto para atraer su atención ni tenía que
andarme con prisas para llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón
para que me sintiera menos cuando me comparaba a solas con los modelos que
aparecían en los catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había
comenzado a abultar a partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas,
que no ganaban músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi
pequeño pene, que era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me
preocupaban lo más mínimo cuando estaba con ella.
Era más bien callada. Rara vez me pedía algo y no se quejaba por muy tarde
que yo volviera del trabajo. Tampoco me insistía en que saliéramos los domingos o
festivos que estábamos juntos en casa. Mientras yo me pasaba toda la tarde
haraganeando frente al televisor con el mando en la mano, ella solía quedarse
metida en su habitación. Seguramente trabajaba o leía algún libro —su única
a,ción era la lectura, pero la mayoría de los libros que escogía parecían tan
aburridos que ni daban ganas de abrirlos—. Cuando se acercaba la hora de cenar,
salía del cuarto y se ponía a cocinar en silencio. Para ser sincero, no era nada
divertido vivir con alguien así, pero yo estaba agradecido por ello, pues no
soportaba a las mujeres que hacían sonar varias veces al día los móviles de sus
maridos —como las esposas de mis compañeros de trabajo y amigos—, o a las que
los regañaban frecuentemente y terminaban provocando ruidosas peleas
matrimoniales.
Si había algo que la hacía diferente al resto de las mujeres era que no le
gustaba usar sujetador. Durante nuestro corto e insulso noviazgo le puse un día
por casualidad la mano sobre la espalda y me excité ligeramente al comprobar que
no llevaba el sujetador debajo del jersey. La observé durante un rato por si acaso
me estaba enviando algún tipo de señal intencionada, pero llegué a la conclusión
de que no era así. Si no era eso, ¿qué era? ¿Pereza? ¿Acaso negligencia? No podía
entenderlo. El que no llevara sujetador no se correspondía con su escaso pecho. Si
al menos hubiera usado un sostén con relleno, no me habría hecho quedar tan mal
cuando la presenté a mis amigos.
Excepto eso, todo transcurría con normalidad. Aquel año cumplíamos cinco
de casados, pero como nunca habíamos estado locamente enamorados, no había
motivos para sentir que la relación se hubiera desgastado. Habíamos aplazado el
tener hijos hasta que compráramos una casa y como eso lo habíamos hecho por ,n
en otoño, yo había comenzado a pensar que ya era tiempo de oír que me llamaran
«papá». Hasta que la descubrí una madrugada del pasado mes de febrero en la
cocina, vestida únicamente con un camisón, nunca imaginé que nuestra vida diaria
fuera a cambiar en lo más mínimo.
—¿Qué haces ahí de pie? —le pregunté cuando estaba a punto de encender
la luz del baño.
No era que estuviera absorta pensando en otra cosa, sino que tenía perfecta
conciencia de que yo había salido del dormitorio, le había hablado y me había
acercado a ella. Simplemente me estaba ignorando, como cuando a veces yo
llegaba tarde y no me hacía ningún caso por estar enfrascada en alguna serie de
madrugada de la televisión. ¿Pero qué sucedía para enfrascarse a las cuatro de la
madrugada, en una cocina a oscuras, frente a la puerta blanca dé un frigorí,co de
cuatrocientos litros de capacidad?
—¿Me oyes?
—He tenido un sueño… —respondió por ,n, con voz fuerte y clara.
—¿Un sueño? ¿De qué hablas? ¿No sabes la hora que es?
*
Acostado y cubierto con el edredón, perdí el sentido de la realidad por un
momento y me quedé mirando ausente la luz de la mañana invernal que entraba a
través de las cortinas blancas. Cuando moví ligeramente la cabeza y puse mis ojos
sobre el reloj de la pared, me levanté disparado como un resorte y salí de la
habitación abriendo la puerta de par en par. Mi mujer estaba otra vez en la cocina
delante del frigorí,co.
—¿Estás loca? ¿Por qué no me has despertado? ¿No sabes la hora que es?
Interrumpí lo que estaba diciendo al sentir algo mullido bajo mis pies. No
podía creer lo que estaban viendo mis ojos.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —le grité, perdiendo los estribos.
—¿Te has vuelto loca? ¿Por qué estás tirando todo esto?
Otra vez lo mismo. Me lo dijo mirándome a los ojos, sin que se le alterara en
lo más mínimo la expresión. Entonces sonó mi móvil.
—¡Mierda!
Colgué y entré corriendo al baño. Me afeité con tanta prisa que me corté dos
veces.
Metí los pies en los zapatos nuevos, que todavía me iban estrechos, y salí
abriendo con fuerza la puerta del apartamento. Al comprobar que el ascensor
estaba en la última planta, bajé corriendo los tres pisos por las escaleras. Cuando
por ,n logré subirme al metro, que justo estaba a punto de salir, me miré en el
cristal de la oscura ventanilla. Me arreglé el pelo, me hice el nudo de la corbata y
alisé con las manos la arruga de la camisa. Fue entonces cuando me acordé de la
escalofriante calma que tenía la expresión de mi mujer y también de su voz dura y
seca.
Dos veces me había dicho que todo se debía a un sueño que había tenido. Su
cara pasó como una ráfaga contra la oscuridad del túnel, al otro lado de la
ventanilla del metro en movimiento. Era una cara desconocida, como si la viera por
primera vez. Pero no había tiempo para pensar en su extraño comportamiento
puesto que solo tenía treinta minutos para inventar una excusa que darle al cliente
y repasar el borrador de la propuesta que iba a presentarle. Brevemente me dije
para mis adentros que volvería a casa tan temprano como pudiese. Desde que me
habían cambiado de sección, hacía meses que no salía del trabajo antes de las doce.
Era un bosque oscuro. No había nadie. Tenía la cara y los brazos arañados por
abrirme paso entre los árboles de hojas puntiagudas. Creo que estaba en compañía de otras
personas, pero parece que me perdí. Hacía frío. Crucé un arroyo congelado y descubrí un
edi+cio iluminado que parecía un granero. Entré apartando una cortina de arpillera y los
vi. Eran cientos de enormes y rojos bultos de carne que colgaban de unos maderos. De
algunos de ellos caían gotas de sangre todavía fresca. Me abrí paso apartando los
incontables trozos de carne, pero la puerta de salida del fondo no aparecía. La ropa blanca
que llevaba puesta se me empapó por completo de sangre.
No sé cómo me escapé de ese lugar. Volví sobre mis pasos corriendo y crucé de
nuevo el arroyo. De pronto el bosque se aclaró y aparecieron árboles primaverales muy
tupidos y verdes. El sitio estaba atestado de niños y olía a cosas ricas. Varias familias que
estaban de picnic. Era un panorama increíblemente luminoso. Corría un manantial
rumoroso, a su vera había gente sentada sobre esterillas que comía rollos de arroz envueltos
en algas. A un lado asaban carne a la parrilla, se escuchaba tararear canciones y resonaban
las risas de alegría.
Sin embargo, yo tenía miedo. Todavía llevaba mis ropas manchadas de sangre. Me
agaché y me escondí detrás de un árbol para que nadie me viera. Tenía también las manos
manchadas de sangre. Y la boca. Había comido los pedazos de carne caídos en el suelo de ese
granero. Me había embadurnado las encías y el paladar con la sangre roja de esa blanda
carne cruda. Mis ojos, que se re/ejaban en los charcos de sangre, centelleaban.
No pudo ser más vivida la sensación de desgarrar con mis dientes esa carne cruda.
Y mi cara, mis ojos… Me había vuelto una desconocida, pero no había duda de que era yo.
No, al revés. Era un rostro visto innumerables veces, pero no era mi cara. No puedo
explicarlo. Conocida y desconocida a la vez, fue una sensación vivida y extraña,
terriblemente extraña.
—¿Pero entonces has tirado toda la carne que había en el frigorí,co por ese
estúpido sueño? ¿Cuánto valía lo que tiraste?
—¿Qué?
¿Cómo podía ser tan egoísta? Me quedé mirándola ,jamente. Ella había
bajado los ojos, pero se veía más serena que nunca. No me esperaba aquello. No
me imaginaba que pudiera ser tan egoísta y que hiciera lo que le viniera en gana.
No sabía que era tan irracional.
—De acuerdo. En mi caso, vale, pero, ¿y tú? ¿No vas a comer carne de ahora
en adelante? —Ella respondió asintiendo con la cabeza—. ¿Ah, sí? ¿Hasta cuándo?
No supe qué más decirle. Sabía, de haberlo leído y escuchado, que estaba de
moda ser vegetariano en estos días. La gente se hacía vegetariana para tener una
vida más sana, para cambiar su metabolismo y dejar de sufrir alergias y piel
atópica, o simplemente para cuidar el medio ambiente. Los monjes budistas que
hacían vida retirada también eran vegetarianos, pero lo eran por una buena causa:
evitar hacer daño a los seres vivos. ¿A qué venía esa extravagancia de mi mujer? Ni
que fuera una adolescente caprichosa. No necesitaba bajar de peso ni tenía que
curarse ninguna enfermedad, pero había cambiado sus hábitos de alimentación
por una simple pesadilla. ¡Ni que estuviera poseída por un demonio! ¿Cómo podía
ser tan tozuda e ignorar de aquella manera la oposición de su marido?
¿Pero qué era esta cena que me había preparado hoy? Sentada de lado en la
silla, se llevaba a la boca cucharadas de la sopa de algas, desabrida por donde se la
mirase, y engullía el arroz envuelto en hojas de lechuga y lo masticaba con los
carrillos llenos.
—¿No comes? —me preguntó con voz desganada, como la de una anciana
que hubiera criado a cuatro hijos.
Lo que más me inquietaba era que ya no quería tener sexo. Antes solía
acceder a mis deseos sin poner peros y a veces hasta era ella la que me tocaba
primero, pero ahora me rechazaba en silencio, aunque mi mano solo le tocara el
hombro.
—¿Qué te pasa?
—Estoy cansada.
—Por eso tienes que comer carne. No tienes fuerzas porque no comes. Antes
no eras así.
—Es que…
—¿Qué?
—Hueles.
—¿Huelo? ¿A qué?
Sin embargo, mi mujer no parecía estar loca. Como ' siempre, hablaba poco
y mantenía la casa bien ordenada. Los ,nes de semana hacía dos platos de hierbas
o verduras y también preparaba chop-suey con setas en lugar de carne. Si
consideraba que estaba de moda ser vegetariano, no había nada de extraño. Lo
único malo era que no podía dormir y que me respondía con un «he tenido un
sueño» cuando le preguntaba qué le pasaba. Parecía como si algo la persiguiera. Yo
no le preguntaba nunca sobre el contenido de esos sueños. No tenía ganas de
volver a escuchar nada sobre el granero en el bosque oscuro y su cara reDejada en
los charcos de sangre.
En la mañana del día anterior a que tuviera ese sueño, estaba cortando carne
congelada. Tú te enfadaste y me metiste prisa.
Cuando levanté el dedo índice, vi formarse rápidamente una gota de sangre roja.
Era redonda. Bien redonda. Cuando me metí el dedo en la boca, me inundó una sensación
de bienestar. Cosa extraña, ese sabor dulzón, junto con el color escarlata, tuvieron la
propiedad de tranquilizarme.
¿Por qué no me asusté entonces? Todo lo contrario, me sentí hasta serena. Fue
como si una mano fría se posara en mi corazón. Como si repentinamente todo lo que me
rodeaba se retirara como la marea. La mesa, tú, los muebles de la cocina… Fue como si
solamente quedáramos yo y la silla en la que estaba sentada, en medio de un espacio
in+nito.
Durante la madrugada del día siguiente fue cuando vi por primera vez mi cara
re/ejada en el charco de sangre del granero.
*
—Mírate esa boca. ¿No te has maquillado?
Me quité los zapatos y entré en casa. Mi mujer estaba de pie vestida con una
gabardina negra y con aire ausente. Cogiéndola del brazo, la llevé al dormitorio.
Lo primero que hice cuando me subí al coche, que ya estaba en marcha, fue
poner la emisora de trá,co. Prestando atención al estado del trá,co en los
alrededores del restaurante donde había hecho una reserva el presidente de mi
compañía, me puse el cinturón de seguridad y bajé la palanca del freno de mano.
Mi mujer ocupó el asiento de al lado con su gabardina impregnada de frío y se
puso el cinturón de seguridad.
—¿No les ha costado encontrar este lugar? —me preguntó la esposa del
presidente.
—Ya había pasado por aquí antes. Me agradó mucho el jardín, así que tenía
ganas de conocerlo por dentro.
—¿Ah, sí? El jardín está muy bien arreglado. De día es todavía más bonito y
por la ventana se ven los canteros de Dores.
Sin embargo, cuando comenzaron a servir los platos, terminó por romperse
la tensa cuerda que estaba tratando de sostener con todas mis fuerzas.
Lo dijo con una voz apenas audible, pero todos se quedaron estupefactos.
Soportando las miradas inquisidoras de los demás comensales, esta vez habló un
poco más alto:
—Aun así, ¿cómo se puede vivir sin comer nada de carne? —opinó su
esposa sonriendo.
—Últimamente parece que hay gente que es vegetariana por una cuestión
de complexión física. Yo también quise averiguar cuál era mi tipo de complexión y
fui a varios consultorios de medicina oriental, pero en todos me dijeron cosas
diferentes. Siguiendo sus indicaciones, traté de cambiar mi dieta alimentaria, pero
no me sentí a gusto… Ahora pienso que lo mejor es comer de todo.
—¿No os parece que la persona que come un poco de todo y sin hacer
excepciones es a la que se le puede llamar «sana» de verdad? Es una prueba de que
su mente también está sana —dijo la esposa del gerente, que había estado mirando
de reojo los pechos de mi mujer. Al ,nal dirigió sus Dechas directamente hacia ella
—: ¿Por qué razón es vegetariana? ¿Por salud? ¿O quizá por cuestiones religiosas?
—No es por eso —respondió en voz baja, abriendo por ,n los labios. Su
tono era calmado, como si no le importara en absoluto la clase de reunión en la que
se encontraba. Me recorrió un escalofrío de repente, pues adiviné lo que diría a
continuación—: Es que… tengo sueños.
—Debe de ser algo como cuando estás comiendo con ganas un pulpito vivo
enrollado en los palillos y la mujer que está sentada delante te mira con asco como
si fueras un animal.
Hasta que terminaron de servir los más de diez platos que conformaban la
cena, mi mujer solamente había comido ensalada, kimchi y gachas de calabaza.
Apenas tocó las gachas especiales con bolitas de arroz glutinoso, porque estaban
hechas con caldo de carne. A medida que pasaba el tiempo, todos conversaban
como si mi mujer no estuviera presente. De vez en cuando me dirigían alguna
pregunta por compasión, pero podía sentir que me mantenían a una distancia
respetuosa y me consideraban de la misma especie que mi mujer.
Cuando trajeron fruta como postre, comió un trozo de manzana y de
naranja.
Fue lo que pensé en el trayecto de vuelta a casa esa noche, con la horrible
certeza de que todo se había echado a perder. Ella se veía imperturbable. Parecía
no tener la menor conciencia de lo que había hecho. Se quedó con la cabeza
inclinada sobre el cristal de la ventanilla, como si tuviera sueño o estuviera
cansada. Si me hubiera comportado según mi carácter de costumbre, me tendría
que haber enfurecido. «¿Quieres que echen a tu marido de la empresa? ¿Por qué
diablos has hecho eso?».
—Lo siento, ya sabe lo ocupado que ando siempre. ¿El suegro está bien?
—¿Qué pasa con ella? ¿Le ocurre algo? —preguntó mi suegra con voz
preocupada. Normalmente no mostraba un interés especial por su segunda hija,
pero al parecer los hijos eran los hijos.
—¿Qué?
—No come nada de carne, solo verduras. Hace ya varios meses que está así.
—No me hace caso le diga lo que le diga. Hace ya tiempo que yo tampoco
pruebo un bocado de carne en casa.
Al rato se puso mi cuñada, que se parecía a mi mujer, pero era más bonita
porque tenía los ojos más grandes y, sobre todo, una apariencia más femenina.
—¿Dígame?
Alguien mató a una persona y otra ocultó el crimen a la perfección, pero me olvidé
de todo cuando me desperté. ¿Habré sido yo la asesina? O quizá fui la asesinada. Si yo fui
la asesina, ¿a quién habré matado? ¿A ti tal vez? Era a alguien muy cercano. O quizá
fuiste tú el que me mató… Entonces ¿quién habrá sido la persona que ocultó el crimen?
Seguro que no éramos ni yo ni tú… Fue con una pala. Es lo único que recuerdo. La muerte
sobrevino por un golpe en la cabeza con una pala grande para cavar la tierra. Fue un
impacto sordo. Sentí la vibración del aire en el instante en que el hierro cayó sobre el
cráneo. Recuerdo claramente la sombra desplomándose en la oscuridad.
No es la primera vez que sueño eso. Lo he soñado in+nidad de veces. Como cuando
uno está ebrio y se acuerda de todas las veces que lo estuvo anteriormente, en mis sueños yo
recuerdo todos mis sueños anteriores. Las innumerables veces que alguien mató a alguien.
Es borroso, confuso… pero lo recuerdo todo con una sensación palpable de escalofriante
realidad.
¿Por qué será? Todo me parece desconocido, como si viera las cosas desde atrás.
Como si estuviera encerrada detrás de una puerta sin picaporte. No es eso, será que estuve
allí desde el principio y me di cuenta de ello repentinamente. Está todo oscuro. Todo está
negro y machacado.
*
En contra de lo que había esperado, las intervenciones de mi suegra y mi
cuñada no ejercieron ninguna inDuencia en los hábitos alimenticios de mi mujer.
Todos los ,nes de semana mi suegra me llamaba para preguntarme:
—¿Qué diablos estás haciendo? Y que lo hagas tú, pase, pero ¿qué va a ser
de tu marido, que está en la plenitud de sus fuerzas?
Sin decir ni que sí ni que no, mi mujer se quedó en silencio con el teléfono
pegado a la oreja.
Como la olla de la sopa estaba hirviendo, dejó el teléfono sobre la mesa sin
decir nada y se fue a la cocina. Y no volvió. Tuve que coger yo el aparato por la
pena que me dio mi suegro, que vociferaba lastimosamente al otro lado de la línea
sin que nadie lo escuchase.
—El mes que viene pensamos ir a Seúl, así que entonces hablaré largo y
tendido con ella.
En junio cumplía años mi suegra. Como mis suegros vivían demasiado lejos,
los hijos, que residían todos en Seúl, celebraban el día simplemente enviándole
regalos y llamándola por teléfono. Sin embargo, aprovechando que a principios de
mayo la familia de mi cuñada se había mudado a un apartamento más grande, mis
suegros iban a venir a Seúl para conocer la nueva casa y celebrar el cumpleaños. La
reunión, que se iba a hacer el segundo domingo de junio, prometía ser, pues, un
gran evento que no se repetiría en muchos años. Aunque nadie lo había expresado
abiertamente, estaba claro que, la familia le tenía preparada una fuerte reprimenda
a mi mujer ese día.
No sé si tenía conciencia de ello o no, pero mi mujer dejaba pasar los días
con absoluta indiferencia. Excepto por el hecho de que seguía evitando mantener
relaciones —incluso dormía con los pantalones puestos—, de cara al exterior
parecíamos un matrimonio normal. Lo único diferente era que ella estaba
adelgazando a ojos vistas cada día que pasaba y que, cuando me levantaba por la
mañana, después de apagar a tientas el despertador, permanecía acostada, rígida y
con los ojos bien abiertos en medio de la oscuridad. Tras lo ocurrido en la cena
organizada por el presidente de la empresa, todos me trataron durante un tiempo
con cierta aprensión, pero cuando el proyecto que yo dirigía produjo considerables
ganancias, parecieron olvidar lo sucedido.
A veces pensaba que no era tan malo convivir con una mujer rara. Vivíamos
como si fuéramos desconocidos o, mejor dicho, como si ella fuera mi hermana o la
empleada doméstica que hacía la comida y limpiaba la casa. Sin embargo, para un
hombre como yo, que estaba en la Dor de la vida y había mantenido hasta entonces
una relación marital regular —aunque sosa—, resultaba difícil de soportar la larga
abstinencia sexual. Cuando volvía tarde a casa de alguna reunión, me abalanzaba
sobre mi mujer impulsado por el alcohol. Incluso sentía una inesperada excitación
cuando le bajaba los pantalones sujetando sus brazos forcejeantes. Lanzándole
insultos en voz baja mientras ella se me resistía con todas sus fuerzas, lograba
penetrarla en una de cada tres oportunidades. Entonces se quedaba mirando el
techo en medio de la oscuridad con los ojos vacíos, como si fuera una esclava
sexual forzada por los nipones. Después de correrme, ella se ponía de lado
dándome la espalda y hundía la cara entre las sábanas. Al parecer se limpiaba
mientras yo iba al baño a ducharme y, cuando volvía a la cama, ya estaba de nuevo
acostada de frente y con los ojos cerrados como si nada hubiera pasado. Entonces
me sentía asaltado por un mal presentimiento. Aunque no tenía una naturaleza
sensible ni solía dejarme llevar por los presagios, lo cierto es que la oscuridad y el
silencio de nuestra habitación eran aterradores.
Ocurrió una tarde, cuando faltaban cuatro días para la reunión familiar. Ese
día hizo en Seúl un calor excesivo para la época el año y todas las tiendas y
edi,cios grandes pusieron en funcionamiento el aire acondicionado. Después de
un día entero expuesto al aire gélido de la o,cina, volví a casa cansado de tanto
frío. Cuando entré en el apartamento y vi a mi mujer, tuve que cerrar la puerta a
toda prisa por miedo de que alguien que pasara por el rellano la viera. Estaba
sentada en el suelo pelando patatas con la espalda apoyada en el mueble de la
televisión y vestida con unos pantalones livianos de algodón de color gris claro y el
torso completamente desnudo. Debajo de las clavículas muy marcadas, estaban sus
pechos, que apenas parecían ser tales debido al peso que había perdido.
—¿Por qué te has quitado la ropa? —le pregunté, esforzándome por esbozar
una sonrisa.
—Porque tenía calor —me respondió ella, sin levantar la cabeza de su labor
de pelar patatas.
«Levanta la cabeza», me dije por dentro, con los dientes apretados. «Levanta
la cabeza y sonríe. Muéstrame que lo que has dicho es una broma». Sin embargo,
no sonrió. Eran las ocho de la tarde, los ventanales del balcón estaban abiertos y no
hacía calor en el apartamento. Hasta tenía la piel de gallina en sus hombros. Las
cáscaras de patata se acumulaban formando un montículo sobre el periódico que
había dejado en el suelo. A un lado se apilaban una treintena de tubérculos como
una pequeña colina.
—¿Tantas?
—Sí.
En los sueños, cuando le corto el cuello a alguien, cuando sosteniéndola por los
pelos le doy el último golpe a la cabeza que pende oscilante, cuando pongo en mi mano los
resbaladizos globos oculares e incluso cuando me despierto… Durante la vigilia, cuando me
entran ganas de matar a las palomas que caminan delante de mí, cuando tengo ganas de
retorcerle el cuello al gato del vecino al que he estado observando desde hace tiempo, cuando
me tiemblan las piernas y me baña un sudor frío, cuando me siento otra, cuando otra
persona me surge desde adentro y me devora… En todas estas ocasiones…
… siento que se me hace la boca agua. Cuando paso por delante de la carnicería,
tengo que tapármela. Es por la saliva que me brota de la base de la lengua, me empapa los
labios, se me escurre por la boca y se derrama.
Si pudiera dormir… Si pudiera dejar de estar consciente, aunque fuera una hora…
La casa está fría cuando me despierto incontables veces y vago de aquí para allá con los pies
descalzos. Está fría como el arroz o la sopa que se han enfriado. No se ve nada detrás de las
ventanas negras. A veces me parece escuchar que golpean la oscura puerta del vestíbulo,
pero no hay nadie al otro lado. Cuando vuelvo a la cama y pongo la mano debajo del
edredón, mi sitio ya está frío.
Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a
nadie. ¿Acaso las manos, los pies y los dientes, e incluso la lengua y la mirada, no son
armas con las que se puede matar y herir a cualquiera? Pero los pechos no. Mientras posea
estos pechos redondos, estoy segura. Todavía estoy a salvo. ¿Pero por qué se me están
adelgazando de este modo? Ya no son redondos. ¿Por qué será? ¿Por qué me estoy
quedando tan /aca? ¿Qué es lo que cortaré con mi cuerpo que me estoy poniendo tan
a+lada?
*
Era el piso diecisiete de un apartamento soleado que daba hacia el sur. El
edi,cio de delante le tapaba la vista, pero por detrás se veían las montañas a lo
lejos.
—¿Tú sola has preparado toda esta comida? —le pregunté a mi cuñada.
—La he estado haciendo poco a poco desde anteayer. Estas ostras fui a
comprarlas y las hice a propósito por Yeonghye, pues sé que a ella le gustan, pero
hoy ni siquiera las ha tocado…
—Hoy mismo se acabó eso de ser vegetariana. Come esto, esto y esto. Ni
que viviéramos en una época de necesidades. Mira la pinta que tienes —dijo con
,rmeza mi suegra, poniendo delante de mi mujer la carne de ternera a la plancha,
el guiso de pollo y los ,deos con pulpo.
—¿A qué esperas? ¡Come de una vez! —insistió mi suegro con su voz de
trueno.
—Yeonghye, come. Si comes, te nacerán las fuerzas. Una persona normal
necesita de energías para vivir. Los monjes aguantan porque hacen una vida
contemplativa y viven solos —trató de persuadirla a mi cuñada con palabras
suaves.
Los niños observaban a mi mujer con los ojos abiertos como platos. Como si
no entendiera a qué venía repentinamente tanto barullo, paseó la mirada por los
ojos llenos de preocupación y la cara arrugada de mi suegra, que parecía no haber
sido joven nunca, el ceño fruncido y lleno de inquietud de su hermana, la actitud
de mero espectador de su cuñado, y la expresión de disgusto, si bien comedido, de
su hermano pequeño y su esposa. Esperaba que mi mujer dijera algo. Sin embargo,
dejó los palillos sobre la mesa y con este único gesto respondió al pedido unánime
y mudo que le lanzaban todas esas caras.
Se levantó un murmullo sordo. Esta vez mi suegra cogió con los palillos un
trozo de carne de cerdo agridulce y le dijo poniéndoselo cerca de los labios:
—Abre la boca. ¿No te gusta esto? Entonces come esto —dijo mi suegra,
cogiendo esta vez un poco de carne de ternera a la plancha. Como mi mujer
continuaba con la boca cerrada, dejó la carne y cogió una ostra—. Esto te gusta
desde que eras pequeña. Alguna vez me dijiste que te gustaría comer ostras hasta
hartarte…
—Sí, yo también lo recuerdo. Por eso siempre que veo ostras, me acuerdo de
Yeonghye —la secundó mi cuñada, como si el hecho de que rechazara las ostras
fuera lo más preocupante.
—No voy a comer —dijo con voz ,rme, abriendo por primera vez la boca.
—¡¿Qué?! —gritaron al unísono mi suegro y mi cuñado, que tenían el
mismo carácter explosivo.
—¡Ya no puedo soportar ver esto! ¿Te crees que estoy de broma? ¡Come de
una vez! —gritó mi suegro.
Imaginé que mi mujer le respondería algo así como «Lo siento mucho, no
puedo comer», pero en lugar de eso habló con calma, sin el menor deje de disculpa:
Con su cuerpo robusto y endurecido por el trabajo de toda su vida, pero con
la espalda encorvada por el paso inevitable de los años, le puso el cerdo agridulce
delante de la cara.
—Come, hazme caso que soy tu padre. Te lo digo por tu bien. ¿Qué harás si
enfermas por seguir así?
—Padre, yo no como carne —dijo mi mujer, apartando con una mano los
palillos de mi suegro, que temblaba en silencio.
Me acerqué a mi mujer con pasos vacilantes. El golpe había sido tan fuerte
que le había dejado una marca sanguinolenta en la mejilla. Como si justo entonces
se hubiera quebrado su serenidad, empezó a jadear.
—¿Qué?
Esta vez mi suegro tiró los palillos y tomando el cerdo agridulce con las
manos, se acercó a mi mujer. Ella dio algunos pasos titubeantes hacia atrás, pero su
hermano la detuvo.
Como la fuerza con la que mi cuñado sostenía a mi mujer era mayor que la
fuerza con que mi cuñada sostenía a su padre, este se soltó de su hija y acercó el
cerdo agridulce a la boca de mi mujer. Con los labios ,rmemente cerrados, ella
lanzó un quejido. Parecía que quería decir algo, pero que no podía hacerlo por
miedo a que la carne entrara en su boca.
—¡Papá!
—¡¡Dejadme!!
—Yeo… Yeonghye….
Apretando los dientes y mirando a los ojos a cada uno de los presentes, mi
mujer alzó el cuchillo:
—¡Cuidado!
… el perro que me mordió está atado a la motocicleta de papá. Quemaron los pelos
de su cola y me los pusieron en la herida de la pantorrilla, cubriéndolos con una venda.
Tengo nueve años y estoy de pie delante de la puerta de casa. Es un caluroso día de verano.
Aunque esté quieta, estoy empapada en sudor. El perro tiene la lengua fuera colgando de la
mandíbula y respira agitado. Es un perro blanco más grande que yo y muy bonito. Antes de
que mordiera a la hija de su amo, era conocido en todo el barrio por su inteligencia.
Mientras lo chamusca colgado de un árbol, papá dice que no le pegará, pues había
escuchado en alguna parte que la carne de los perros que mueren corriendo es más tierna.
Papá pone en marcha el motor y la motocicleta comienza a correr. El perro también. Da
vueltas por las calles haciendo siempre el mismo camino. Sin moverme, permanezco de pie
ante la puerta viendo como el perro se va agotando poco a poco, resollando fuerte y con los
ojos desorbitados. Cada vez que mi mirada se encuentra con sus ojos brillantes, los míos se
agrandan.
Al dar la quinta vuelta, sale espuma de la boca del perro y se escurre un hilo de
sangre de la cuerda que amarra su cuello. Gime de dolor y corre arrastrándose. A la sexta
vuelta, vomita una sangre negruzca. Sangra por el cuello y por la boca. Con la espalda bien
derecha, observo cómo le corre la sangre mezclada con la espuma y cómo centellean sus
ojos. Espero verlo aparecer en la séptima vuelta, pero veo en su lugar a papá que lo trae
todo estirado en la parte de atrás de la motocicleta. Sus patas cuelgan inertes y sus ojos
están abiertos y sanguinolentos.
Aquella noche hubo un banquete en casa. Vinieron todos los hombres del mercado a
los que papá conocía. Como todos decían que debía comer la carne del perro que me había
mordido para que se me curara la herida, yo también comí un bocado. En realidad, me comí
un cuenco entero del guiso mezclado con arroz. Me llenó la nariz el olor a perro que las
semillas de perilla no lograban tapar. Recuerdo sus ojos re/ejándose en la sopa, los ojos con
los que me miraba cuando vomitaba sangre con espuma. No me importó. De verdad, no me
importó en absoluto.
*
Las mujeres permanecieron en casa calmando a los niños asustados, mi
cuñado se quedó cuidando de mi suegra que cayó desmayada, mientras el marido
de mi cuñada y yo llevamos a mi mujer al servicio de urgencias del hospital más
cercano. Solo cuando pasó la situación de emergencia y fue trasladada a una
habitación para dos personas, nos dimos cuenta de que llevábamos las ropas
manchadas de sangre coagulada.
Pareció querer decir algo más, pero se calló. Saqué un par de billetes de diez
mil wones que pesqué del bolsillo y se los tendí.
—¿Y tú? Ah, luego cuando venga mi mujer, le diré que te traiga alguna ropa
mía.
—¿Cómo ha podido suceder algo tan terrible? ¡Y delante de los niños! —dijo
la mujer de mi cuñado. Parecía que hubiera estado llorando, pues se le había
borrado el maquillaje y tenía los ojos hinchados. Y siguió diciendo—: El suegro se
ha pasado y mucho. ¿Cómo ha podido pegar a su hija de ese modo y delante de su
marido? ¿Le había pegado antes?
—Ya sabes el carácter que tiene… Y eso que ahora con la edad está más
tranquilo… —le respondió mi cuñada—. Es que Yeonghye jamás le había alzado la
voz. Eso le habrá hecho perder los estribos.
—El suegro se pasó queriendo hacerle comer carne a la fuerza, ¿pero ella
tenía que rechazarlo de ese modo? ¿Y por qué cogió el cuchillo? Nunca vi nada
semejante. No sé si podré volver a mirarla a la cara —siguió protestando la esposa
de mi cuñado.
—Estarás cansado…
—¿Y el niño?
—¿Y mi mujer?
—Ha dormido todo el tiempo, pero no responde cuando le hablo. Eso sí, ha
comido bien… Creo que se repondrá pronto.
—Las cosas que tengo que sufrir a mi edad… —diciendo esto, me tendió
una bolsa de papel.
—¿Qué es esto?
Antes que en mí, que estaba sentado a los pies de la cama, mi mujer ,jó la
vista en su madre. Esta, que estaba entrando en la habitación, hizo un gesto de
alegría, pero la expresión de mi mujer era inescrutable. Como había dormido todo
el día, se veía apacible y, quizá gracias al suero intravenoso —o tal vez por la
hinchazón—, su rostro lucía sano y sonrosado.
—Es medicina. Mandé que la preparasen para que te pongas fuerte. ¿Te
acuerdas? Lo tomaste una vez antes de casarte.
—No quiero.
—Bébetelo. Te lo pide tu madre. Se les hace caso hasta a los muertos, ¿no le
vas a hacer caso a tu madre?
—¿Qué quieres comer? ¿Quieres que vaya a comprar algo dulce para
quitarte el sabor amargo de la boca?
—No, gracias.
La seguí sosteniendo la bolsa del suero. Me pidió que la colgara dentro del
baño y cerró la puerta. Después de unas arcadas, vomitó todo lo que tenía en el
estómago.
Salió del baño con pasos vacilantes. Olía a ácidos estomacales, a comida
rancia. Como no le había sujetado la bolsa del suero, la traía en la mano izquierda,
que tenía vendada y, como no la llevaba lo su,cientemente alta, la sangre había
comenzado a reDuir. Caminando con pasos titubeantes, cogió del suelo la bolsa
que contenía los sobres de caldo de cabra negra. Lo hizo con la mano derecha,
donde tenía clavada la vía, pero no pareció importarle. Salió de la habitación, pero
no quise comprobar lo que haría con la bolsa.
—¿Por qué te quedaste mirando? ¿No sabías lo que ella iba a hacer? —me
reprochó mi suegra. Me entraron ganas de salir corriendo de la habitación para
irme a mi casa.
—¿Sabes cuánto cuesta esto? ¿Y lo has tirado? ¡Es dinero ganado con el
sudor de la frente de tus padres! ¿Y tú eres mi hija?
No sé por qué llora esa mujer. No sé por qué me mira tan +jamente como si quisiera
comerme la cara. No sé por qué acaricia con manos temblorosas la venda de mi muñeca.
Mi muñeca está bien. No me duele. Lo que me duele es el pecho. Tengo algo atascado
en la boca del estómago. No sé qué es. Siempre está ahí. Ahora siento esa pesada masa a
todas horas aunque no lleve el sujetador. Por más que respiro profundamente, no se me
aligera el pecho.
Son gritos, alaridos apretujados, que se han atascado allí. Es por la carne. He
comido demasiada carne. Todas esas vidas se han encallado en ese sitio. No me cabe la
menor duda. La sangre y la carne fueron digeridas y diseminadas por todos los rincones del
cuerpo y los residuos fueron excretados, pero las vidas se obstinan en obstruirme el plexo
solar.
Por una vez, una sola vez, quisiera gritar con todas mis fuerzas. Quisiera salir
corriendo por la oscura ventana. ¿Entonces podré desembarazarme de esa masa que me
obstruye el pecho? ¿Será eso posible?
—Es que dormía usted tan profundamente… Pensamos que alguna razón
tendría… —dijo la madre de la estudiante, poniéndose roja, como si estuviera
perpleja o quizá irritada.
Pensé que no conocía a esa mujer. Era verdad, no era mentira. Sin embargo,
por la inercia del sentido de la responsabilidad, me acerqué a ella moviendo a la
fuerza mis piernas rígidas.
Mientras cruzaba el vestíbulo del teatro, le echó una mirada a los carteles de
la función, que ahora ya no tenían ninguna utilidad. Había visto por casualidad
uno de esos carteles en una librería del centro y un estremecimiento le había
recorrido el cuerpo. Por temor a no poder ver la última función, que era la que
acababa de presenciar, había llamado por teléfono lleno de nerviosismo para
reservar a toda prisa una entrada. En el cartel se podía ver a un hombre y a una
mujer desnudos, sentados de lado y mostrando las espaldas. Los dos tenían
dibujadas Dores azules y rojas, ramas y abundantes hojas desde el cuello hasta las
nalgas. Había sentido miedo, excitación y sobrecogimiento. No podía creer que la
idea que lo cautivaba desde hacía un año hubiera sido plasmada por alguien
completamente desconocido para él, como era este coreógrafo. ¿La imagen con la
que había estado soñando se desplegaría sobre el escenario como esperaba? Hasta
que se apagaron las luces y comenzó la función estuvo tan nervioso que no pudo
tomar ni siquiera un sorbo de agua.
Era domingo por la tarde y el metro estaba casi vacío. Con el programa de la
función en la mano, que tenía en la primera página la misma foto del cartel del
espectáculo, se detuvo a un lado de la puerta de entrada al metro. En su casa lo
esperaban su mujer y su hijo de cinco años. Aunque sabía que el deseo de su mujer
era que pasaran juntos los domingos, había sacri,cado la mitad del día por este
espectáculo. ¿Le había reportado algún bene,cio? Si así era, tal vez fuera el haberle
hecho experimentar de nuevo la desilusión y el tomar conciencia de que tendría
que llevar su idea a la práctica él mismo. Ninguna otra persona podía hacer
realidad su sueño. Lo embargaba la misma sensación amarga que había tenido
hace poco cuando vio un trabajo de vídeo similar en una instalación de un artista
japonés. En esa cinta, que contenía escenas de una orgía, una docena de hombres y
mujeres desnudos y pintados de todos los colores se buscaban los cuerpos con
frenesí en medio de una música psicodélica. Parecían peces sedientos sacados fuera
del agua agitándose sin pausa. Por supuesto que él sentía la misma sed, pero no
quería exponerla de ese modo. De eso no había duda.
La puerta del taller estaba cerrada. Los domingos por la tarde era el único
momento de la semana en que podía trabajar solo. En el marco de una campaña de
mecenazgo artístico que estaban desplegando las grandes compañías, una
corporación les proporcionaba a él y a otros tres artistas del videoarte este espacio
de unos veintiséis metros cuadrados que estaba en el sótano del edi,cio de la
o,cina principal, provisto de un ordenador para cada uno. Ya era de agradecer que
pudiera utilizar gratis los costosos equipos, pero, debido a su carácter susceptible,
que le permitía concentrarse únicamente cuando estaba solo, no eran pocas las
molestias que sufría.
La mujer de sus bocetos no tenía rostro, pero era su cuñada. Mejor dicho,
tenía que ser su cuñada. La primera vez que la había dibujado, imaginando su
cuerpo desnudo, que nunca había visto, y estampando en el centro de sus nalgas
una pequeña mancha verdosa como un pétalo, había experimentado un ligero
estremecimiento y al mismo tiempo una erección. Era un poderoso deseo sexual
hacia un objeto de,nido que no sentía desde que se había casado. Desde los treinta
y tantos años no había experimentado algo semejante. Entonces, ¿quién era el
hombre sin rostro que abrazaba a la mujer como si la ahorcara y la penetraba
sentado en el suelo? Él sabía que era él, que no podía ser otro que él mismo.
Cuando sus pensamientos lo llevaron a esa conclusión, su gesto se torció.
—¡Hola!
La persona que había entrado era un colega joven llamado J., que llevaba el
pelo largo y atado en una coleta.
—¡Vaya! Pensé que no iba a haber nadie hoy —dijo J. riéndose y echando
hacia atrás la espalda para aparentar desenfado—. ¿Quieres tomar un café? —
preguntó, sacando unas monedas del bolsillo.
—Llegas tarde —le dijo su mujer, esforzándose por ocultar que se sentía
dolida.
—¿Has cenado?
Le gustaron sus ojos pequeños de párpados lisos, su voz algo áspera pero
directa, sin ese deje nasal que tenía su mujer, su modo de vestir simple y hasta esos
pómulos prominentes que le daban un aspecto andrógino. Comparada con su
mujer quizá fuera menos bonita, pero se podía sentir en ella la fuerza de un árbol
silvestre y sin podar. Esto no signi,caba que se hubiera sentido atraído hacia su
cuñada desde el principio. Simplemente se le había pasado por la cabeza que le
gustaba, que a pesar de que las dos hermanas se parecían mucho, su cuñada le
provocaba una impresión sutilmente diferente.
—¿Quieres que ponga la mesa o no? —preguntó su mujer con un ligero tono
de apremio.
Como sabía que no vendría por mucho que lo llamara, echó con parsimonia
el medicamento en polvo en la cuchara y lo mezcló con el jarabe color fresa.
—¿Quieres que… yo… —tartamudeó él, sin poder evitarlo— hable con tu
hermana?
Cerró la puerta del baño, sintiendo como si algo fuera a explotarle dentro
del pecho. Mientras observaba cómo el chorro de agua de la ducha caía con
estrépito sobre la bañera, se quitó la ropa. Sabía que hacía cerca de dos meses que
no mantenía relaciones con su mujer. También sabía bien que si tenía ahora el sexo
crecido, no era por ella.
Hacía dos años, a principios del verano, su cuñada se había cortado las
venas en su casa. Fue en la comida que hicieron para la familia de su mujer con el
,n de celebrar que se habían mudado a una casa más grande. En esa familia todos
eran amantes de la carne, pero un día su cuñada se había hecho vegetariana y
había dejado de comerla, lo que al parecer, empezando por el suegro, había
molestado a todos. Su cuñada estaba tan Daca que daba lástima, de modo que no
fue del todo incomprensible que la reprendieran severamente. Sin embargo, había
sido algo increíble, digno de una escena del teatro del absurdo, que el suegro, que
había sido combatiente en la guerra de Vietnam, le pegara una bofetada a su hija
rebelde y le metiera en la boca un trozo de carne a la fuerza.
Sin embargo, todavía más nítido y espeluznante había sido el grito que
había salido de la boca de su cuñada. Después de escupir la carne, había alzado el
cuchillo para cortar la fruta y había lanzado una mirada feroz a cada uno de los
miembros de la familia. Sus ojos brillaban inestables y desorbitados como los de un
animal acorralado.
Deseó con todas sus fuerzas que ella viviera y al mismo tiempo se preguntó
qué signi,caba aquello. Había sentido una especie de arrinconamiento vital
cuando ella había querido echar por la borda su vida de ese modo. Nadie había
podido ayudarla. Tanto los padres, que querían hacerle comer carne a la fuerza,
como el marido y los hermanos, que habían permanecido de brazos cruzados, se
habían comportado como si fueran completos desconocidos e incluso personas
hostiles. Aunque ella volviera a despertar, esa situación no cambiaría. Esta vez
había ocurrido de manera impensada y espontánea, pero ella podía volver a repetir
el intento de quitarse la vida. Entonces quizá lo llevara a cabo de un modo más
escrupuloso, de manera que nadie se lo pudiera impedir. De pronto se dio cuenta
de que deseaba con todas sus fuerzas que ella no volviera a despertar, que el hecho
de que recuperara la conciencia se le hacía equívoco y detestable, que hasta querría
tirarla por la ventana si ella volvía a abrir los ojos.
Las obras en las que se había volcado a lo largo de más de una década le
estaban dando la espalda en silencio. Ya no le pertenecían. Eran de alguien que
había conocido, mejor dicho, de alguien que había creído conocer.
Ella exhaló brevemente el aire sobre el teléfono que estaba mudo. Como
siempre, su cuñada estaría descalza. Después del terrible suceso familiar, había
pasado varios meses en un pabellón psiquiátrico. Luego se había quedado en su
casa, mientras la familia entera trataba de razonar con su marido, quien decía que
prefería irse él a un manicomio antes que vivir de nuevo con su mujer. El mes que
convivió con su cuñada hasta que se mudó a un cuarto alquilado no le había
resultado ni muy difícil ni muy incómodo. Había sido antes de escuchar lo de la
mancha mongólica, así que se había limitado a mirarla con compasión y sin ningún
atisbo de comprensión.
Le parecía increíble que alguna vez hubiera intentado suicidarse y que hasta
se hubiera quedado con sus pechos al descubierto delante de la gente en el
hospital. Seguramente había sido porque se hallaba en un estado de confusión
aguda debido al intento de suicidio. Si bien la había llevado toda ensangrentada
sobre sus espaldas al hospital y esta había sido una experiencia que le había dejado
una profunda huella, le parecía que se trataba de otra persona o que había ocurrido
en otra dimensión del tiempo.
Lo único especial en ella era que seguía sin comer carne. Puesto que el
rechazo a la carne había provocado su confrontación con la familia y de ello
derivaba su raro comportamiento —incluido el quedarse con sus pechos al
descubierto—, el marido sostenía que el hecho de que continuara insistiendo en ser
vegetariana era la prueba fehaciente de que no había vuelto ni un ápice a la
normalidad.
«Solo parece mansa por fuera. Ya era de por sí una persona medio alelada y
ahora se ha puesto más lela aún por tomar medicamentos todos los días. Es solo
eso. Estoy seguro de que en el fondo no ha cambiado en nada», había dicho el
marido.
«No penséis que soy un tipo ruin. Todo el mundo sabe que si hay un
perjudicado, ese soy yo», había dicho.
Su voz era como una pluma, pues no tenía ningún peso. No musitaba las
palabras ni hablaba ausente como una enferma, pero tampoco tenía un tono jovial
o alegre. Era la voz desapasionada de alguien que no pertenecía a ningún lugar y
se encontraba en los lindes de la vida.
Ella estaba saliendo del baño. Como no había oído el ruido del agua, no se
había imaginado que ella pudiera estar allí. Pero la verdadera sorpresa fue
descubrir que estaba totalmente desnuda. De pie, sin rastros de humedad y con
expresión de pasmo, como si ella también estuviera un poco sorprendida. Entonces
atrajo hacia sí la ropa desparramada en el suelo y se tapó. No pareció que lo hiciera
por vergüenza o turbación sino que fue un gesto sosegado, como si supiera que así
era como debía comportarse en esa situación.
—No tengo nada que ofrecerte…, —dijo ella, mientras se dirigía a la cocina.
Llevaba unos pantalones de chándal color gris oscuro que, tal como había visto con
sus propios ojos, se había subido hasta la cintura sin ponerse las bragas. Cuando
observó el sigiloso movimiento de sus nalgas, que no eran ni muy grandes ni muy
voluptuosas, sin darse cuenta le tembló la nuez de Adán y tragó saliva.
—Bueno.
Ella se acercó al vestíbulo y llevó a la cocina las manzanas y las peras que él
había dejado en el suelo. Mientras escuchaba el sonido del agua y el tintineo de los
platos, se esforzó por concentrarse en los agujeros de las tomas de electricidad y las
teclas cuadradas del teléfono. Sin embargo, se acordó todavía más nítidamente de
su pubis y se le arremolinaron en la cabeza las nalgas pintadas con pétalos de
Dores y las posiciones de hombres y mujeres haciendo el amor que tantas veces
había dibujado.
—¿Eh?
—Que no hace falta que te preocupes por mí. Estoy buscando trabajo. El
médico me ha dicho que no haga nada que me absorba demasiado, así que estoy
pensando trabajar en un centro comercial o algo así. La semana pasada fui a una
entrevista y todo.
—¿Ah, sí?
Era algo inesperado. Una vez el marido de Yeonghye le había dicho por
teléfono con la voz pastosa por la embriaguez: «Si estuvieras en mi lugar, ¿podrías
soportar toda la vida a una mujer que toma pastillas psiquiátricas todos los días y
que vive dependiendo económicamente de su marido?». Se equivocaba, ella no
estaba mal de la cabeza hasta ese punto.
—¿Por qué no trabajas en la tienda de tu hermana? —le dijo con los ojos
bajos, sacando el tema que lo había traído allí—. Para darle a otra persona ese
sueldo, que no es poco dinero, es preferible que te lo lleves tú. Es lo que tu
hermana desea de verdad. Ella confía en ti y, como es tu hermana mayor, estará
más tranquila si puede cuidarte y tenerte cerca. Además, será menos fatigoso para
ti que trabajar en un centro comercial.
—Un momento —dijo él, mientras se ponía los zapatos—, ¿no quieres salir
un rato conmigo?
—¿… a dónde?
—No, no me re,ero a eso… Tengo un favor que pedirte —dijo él, mirándola
a la cara, en la que se reDejaba una expresión de duda.
—No, quiero caminar un poco. ¿No te agobia estar todo el día encerrada?
Finalmente, como si cediera a su ruego, ella se puso las sandalias y salió tras
él. En silencio, dejaron atrás la callejuela y caminaron por la avenida. Cuando vio el
cartel de una cadena de heladerías, él le preguntó:
Se sentaron en una mesa cerca del escaparate. Sin decir palabra, él se quedó
mirando cómo ella tomaba un poco de helado con la cucharilla de madera y lo
lamía con la lengua. Igual que si estuvieran unidos por un cable eléctrico, se
descubrió a sí mismo crispándose y temblando ligeramente cada vez que ella
sacaba la lengua, como si recibiera una descarga.
Entonces pensó. Quizá no hubiera más que una solución. Quizá la única vía
para salir de este in,erno era haciendo realidad su deseo.
Ella lo miró con los ojos abiertos y ,jos, con un poco de helado blanco en la
lengua. Como una buena exponente de la raza mongola, sus párpados eran lisos y
no presentaban ningún pliegue, y, debajo de ellos, brillaban vagamente las pupilas,
que no eran ni muy grandes ni muy pequeñas.
Ella no se rio ni se turbó. Como si quisiera penetrarlo hasta el fondo con los
ojos, se lo quedó mirando en silencio.
—No sería mucho trabajo. Una hora o dos serían su,cientes. Puede ser en
cualquier momento que te venga bien.
—¿…dónde sería?
Su rostro se veía tan sereno que parecía yermo. Era imposible saber lo que
estaba pensando.
—A tu hermana no se lo digas… —balbuceó. Pensaba que era mejor no
pedirle aquello, pero que no había otro remedio. Detestándose a sí mismo, terminó
la frase con un tartamudeo—: …es que… es un secreto…
Debido al sol que entraba por el amplio ventanal, el ambiente del atelier de
su amigo se sentía tibio. Más que un atelier, se parecía a una galería de arte, pues
era un espacio amplio de más de trescientos metros cuadrados. Las obras de su
amigo estaban colgadas en los lugares apropiados y los utensilios de pintura
estaban tan bien ordenados que causaban asombro. Había traído todo lo necesario
para el trabajo, pero le entraron ganas de utilizar aquellos materiales.
Había elegido este atelier porque buscaba un lugar que tuviera luz natural.
No pertenecía a un amigo íntimo sino a un compañero de facultad que había sido
el primero de su promoción en alcanzar el puesto de profesor en una universidad
de la capital a la temprana edad de treinta y dos años. Ahora, ya fuera por su cara,
el modo de vestir o los gestos que hacía, tenía el aire propio de un profesor
universitario.
Recibió las llaves y advirtió que la barriga de su amigo era todavía más
abultada que la suya. Aunque no lo demostrase, seguramente también tendría
deseos incumplidos y sufriría angustias y ansiedades por ellos. Sintió un pobre
consuelo al pensar que la redonda barriga de su amigo revelaba las cosas que le
faltaban. Como mínimo, se sentiría preocupado, quizá algo avergonzado, o al
menos tendría añoranza del físico que había tenido en su juventud y había
perdido.
Ella cortó sin añadir nada más. Últimamente tenían una relación como de
socios, sin detalles superDuos y centrada en el niño.
Linos días atrás, la noche del día en que había ido a ver a su cuñada, había
forzado a su mujer en la oscuridad impelido por un deseo incontenible. Él mismo
se sorprendió de la avidez de su deseo, que no había sentido ni siquiera en los
primeros tiempos de su vida matrimonial. Su mujer también se extrañó:
—¿Qué te ocurre?
No quería escuchar su tono nasal, así que le tapó la boca. No se lanzó sobre
ella sino sobre la imagen que la nariz, los labios y el cuello de su mujer,
vislumbrados vagamente en la oscuridad, le traían a la memoria. Mordiéndole los
pezones endurecidos, le quitó las bragas. Cada vez que la imagen de la pequeña
Dor verdeazulada se le imponía y amenazaba con desaparecer, cerraba los ojos y
borraba la cara de su mujer.
Ella estaba de pie, sin hacer nada, mirando los chopos blancos al otro lado
de la ventana. Los silenciosos rayos de sol de la tarde hacían brillar la sábana
blanca. No se dio la vuelta. Parecía no haberlo escuchado y ya iba él a repetir lo
que había dicho, cuando ella levantó los brazos y se quitó el jersey. Cuando se
despojó también de la camiseta blanca que llevaba debajo, apareció su espalda
desnuda. Y cuando a continuación se quitó los pantalones viejos, aparecieron
enteramente sus nalgas blancas.
Primero echó a un lado sus cabellos, que le caían hasta los hombros y
comenzó a pintarle Dores desde la nuca. Pimpollos semiabiertos de color vino y
rojo se derramaron espléndidamente sobre sus hombros y espalda, y delgados
tallos descendieron por sus costados. Al llegar a la colina de la nalga derecha, la
Dor de color vino se abrió magní,ca y dejó ver unos gruesos pistilos amarillos. En
la nalga izquierda donde tenía la mancha, no dibujó Dores sino que tomó un pincel
grueso y pintó los alrededores de la mancha con un verde claro pálido, de modo
que la marca, que parecía la tenue sombra de un pétalo, destacara aún más.
Sintió escalofríos al percibir los ligeros estremecimientos de su cuerpo, como
si las pinceladas le provocaran cosquillas. Mucho más que simple excitación, sintió
conmoción, como si estuviera tocando algo prístino y primigenio, como si se
estuviera electrocutando continuamente con cientos de miles de vatios de
electricidad.
Ella le sonrió a manera de respuesta. Era una sonrisa tenue pero ,rme, como
si estuviera dispuesta a no rechazar ni dejarse sorprender por nada.
Entonces él se dio cuenta de qué era lo que le había impactado tanto cuando
ella se tendió sobre la sábana al principio. Era un cuerpo exento de deseo y
paradójicamente era también el bello cuerpo de una mujer joven. De esa
contradicción emanaba una fuente de fugacidad, una fugacidad extraña y sólida.
La luz del sol se diseminaba a través del ventanal como en in,nitos granos de
arena y, aunque no fuera perceptible a la vista, la belleza de ese cuerpo también se
estaba desmoronando como arena pulverizada… Una multitud de sentimientos
indescriptibles lo asaltaron a la vez, llegando incluso a apaciguar el deseo que lo
había estado atormentando tenazmente durante todo un año.
—¿No has tenido frío? —al repetirle él la pregunta, ella negó moviendo la
cabeza—. ¿No estás cansada?
—Si no hice otra cosa que quedarme quieta. El suelo estaba tibio.
Cosa sorprendente, ella no parecía sentir curiosidad alguna, por eso podía
mantener la calma en cualquier situación. No había explorado el espacio
desconocido donde se encontraba ni tampoco había expresado inquietudes que
hubieran sido naturales en estas circunstancias. Parecía contentarse con presenciar
como una espectadora las cosas que le sucedían a su persona. O quizás en su
interior ocurrían cosas tan terribles, cosas tan inimaginables que ya tenía más que
su,ciente con tener que convivir con ellas en la vida diaria y por eso no le
quedaban energías para mostrar curiosidad, explorar o reaccionar a lo que ocurría
a su alrededor. Lo que le hacía suponer eso era que percibía por momentos que sus
ojos no reDejaban una serenidad pasiva o idiota sino una gran ,ereza, y al mismo
tiempo ejercía una gran fuerza para contenerla. En ese momento estaba acurra—
cada mirándose los pies con las manos puestas sobre la taza caliente como un ave
friolera, pero esa pose, más que provocar compasión, dejaba ver una soledad sólida
como una sombra y capaz de incomodar a quienes la miraban.
Evocó la cara del marido de Yeonghye, que nunca le había gustado y que ya
no formaba parte de la familia. Tenía el rostro seco de la persona que no cree en
nada que no sea sensorial ni basado en valores comunes y corrientes. El mero
hecho de imaginar que esa boca vulgar, que solo abría para expresar
convencionalismos, había explorado el cuerpo de Yeonghye, le hacía sentir una
especie de vergüenza. Insensible como era, ¿se habría dado cuenta de la mancha
mongólica que tenía su mujer? Se los imaginó a ambos desnudos y sintió eso como
algo insultante, sucio y violento.
—¿Vamos de nuevo?
Ella asintió con la cabeza y se dirigió hacia la sábana. Como la luz del sol se
había atenuado, él encendió una luz de tungsteno sobre sus pies.
Ella volvió a desnudarse y esta vez se tendió mirando al techo. Debido a la
iluminación localizada, la parte superior de su cuerpo quedaba en sombras, no
obstante entrecerró los ojos como si la luz la deslumbrara. La había visto desnuda
en su casa, pero verla así, bellamente tendida, sin resistencia alguna y sin nada
superDuo, del mismo modo en que había estado boca abajo hace un rato, le
provocaba sentimientos intensos hasta las lágrimas. Las clavículas delgadas, los
pechos planos como los de un muchacho debido a su posición, las costillas
marcadas, los muslos abiertos sin lujuria, su rostro inexpresivo como un desierto,
como si se hubiera quedado dormida con los ojos cerrados… Era un cuerpo del
que habían sido eliminadas exhaustivamente todas las excedencias. Nunca había
visto un ser que fuese capaz de decir tantas cosas con solo su ,gura.
Esta vez pintó con amarillo y blanco enormes Dores desde las clavículas
hasta el pecho. Si en la espalda había pintado Dores nocturnas, en el pecho iba a
pintar radiantes Dores diurnas. Un lirio de la mañana de color naranja Doreció en la
concavidad de su vientre y sobre sus muslos cayeron profusamente hojas grandes
y pequeñas de color dorado.
Bajó el pincel y olvidándose de que tenía que ,lmar, se quedó mirando con
embeleso el cuerpo y las Dores que se abrían sobre él. Sin embargo, como estaba
oscureciendo y el rostro de Yeonghye se estaba borrando por las sombras de la
tarde, refrenó su ánimo y se levantó:
—Ponte de lado.
Hasta que terminó de guardar todo el equipo en el maletero del coche, ella
se quedó de pie en la puerta del edi,cio con los brazos cruzados. Tal como se lo
había pedido su colega, guardó la llave del atelier en las botas de montaña que
estaban en el rellano de la escalera y le dijo a Yeonghye:
Ella tenía puesta su cazadora, pero aún parecía tener frío porque estaba
temblando.
Sin embargo, al verla ahora con ese jersey grueso y llevándose la cuchara a
la boca, supo que se había terminado el milagro de la tarde, cuando se interrumpió
momentáneamente el deseo que lo había atormentado durante todo un año. Como
un in,erno bien conocido, imaginó que la besaba a la fuerza y la tumbaba
violentamente en el suelo en medio de los gritos de la gente que había en el
restaurante. Bajó los ojos, tragó un bocado y le preguntó luego:
Ella detuvo los palillos con los que estaba a punto de llevarse a la boca un
puñado de brotes de frijoles mungo y se lo quedó mirando.
—¿Qué sueñas?
—Caras.
—¿Caras?
Ante su expresión de no entender nada, ella se rio por lo bajo con un deje
sombrío.
Ella le replicó con una sonrisa. Tenía una forma callada de expresarse que la
hacía parecer juiciosa, semejante a la de su mujer. Parecía una mujer
completamente normal. «Mejor dicho, ella es normal de verdad», pensó, «el que
está loco soy yo».
—Jiwu estuvo esperando a su mamá hasta hace un rato, pero ahora está
dormido —le dijo en voz baja la mujer que le abrió la puerta.
Una piña con el pelo atado en dos coletas, que estaría en primer o segundo
grado de la escuela primaria, le alcanzó una grúa de plástico. Dándole las gracias,
guardó el juguete en su bolso. Abrió primero la puerta del 710, que era su
apartamento, y luego fue a coger con cuidado al niño dormido. Mientras cruzaba el
pasillo frío, el camino hasta la cama le pareció interminable. El niño, que tenía
cinco años, todavía se chupaba el dedo. Debió de despertarse ligeramente de su
sueño, pues apenas lo acostó en su cama, se oyó en medio de la oscuridad de la
habitación el desolado chupeteo.
Salió al salón y encendió la luz. Cerró con llave la puerta del apartamento y
se sentó en el sofá. Se quedó pensativo un rato, pero luego se levantó, abrió de
nuevo la puerta y salió. Tomó el ascensor, llegó a la planta baja, se dirigió al coche
que había dejado aparcado y se sentó en el asiento del conductor. Atrajo hacia sí el
bolso, donde guardaba las dos cintas de seis milímetros y el cuaderno de
bosquejos, y cogió el teléfono móvil.
—¿Y el niño? —preguntó su mujer con voz apagada.
—Está dormido.
—¿Ha cenado?
—¿Qué?
—…
—Por favor…
Su mujer parecía estar llorando. ¿No había gente en la tienda? Era inaudito
en ella, siempre tan consciente de las miradas de los demás.
—Vete si quieres —dijo por ,n su mujer después de un rato, con una voz
que denotaba sentimientos encontrados como nunca la había escuchado—. Cierro
la tienda ahora mismo y voy para casa.
Se dijo para sus adentros que había hecho bien en venir a toda velocidad sin
pensárselo dos veces. Como las cuatro personas que usaban el lugar eran
noctámbulas, tenía pocas ocasiones para usar el taller él solo toda la noche.
—Ah… sí.
—La próxima vez me lo muestras, ¿sí? —le dijo sonriendo, sin hacer más
comentarios.
—Está bien.
Subió al coche, pero en lugar de dirigirse a su casa, fue hacia la sauna más
cercana. Poniéndose la camiseta y los pantalones cortos de algodón blanco que le
dieron en el mostrador, se miró en el espejo con ojos llenos de desaliento. Él no
podía ser. ¿Entonces quién? ¿Quién haría el amor con ella? No iba a ser una
película erótica, de modo que no pensaba grabar escenas de sexo ,ngido. El que
fuera su pareja tenía que penetrarla de verdad para poder captar imágenes reales
de los sexos unidos. ¿Quién podría ser? ¿Quién aceptaría hacer algo semejante? ¿Y
cómo se lo tomaría su cuñada?
Supo que había llegado a un límite. Sin embargo, no podía detenerse. Mejor
dicho, no quería hacerlo.
—Yeonghye…
—¿Sí?
—Sí.
—Sí, dime.
—Lo que te pinté en el cuerpo, ¿se borró?
—No.
¿Ella estaba sonriendo? ¿En verdad estaba esbozando una sonrisa al otro
lado de la línea donde no podía verla?
No podía comprender del todo lo que ella le estaba diciendo, pero apretó
con más fuerza el auricular. «¡Ya está!», murmuró para sus adentros. Era posible
que accediera. Quizá incluso accediera a todo lo que le pidiera.
—Está bien.
—...
Colgó el auricular, y, con las dos manos entrelazadas, se puso a dar vueltas
por la sala. El niño estaba en la guardería y su mujer en la tienda, así que la casa
estaba vacía cuando llegó, a eso de las tres de la tarde. Había estado cavilando en
cómo decírselo a su mujer, hasta que decidió llamar primero a su cuñada. Como no
era algo que pudiera postergar inde,nidamente, llamó por ,n a su esposa.
—¿Dónde estás? —preguntó su mujer, con una voz que expresaba más
confusión que frialdad.
—En casa.
—¿Terminaste el trabajo?
—Todavía no. Creo que voy a estar ocupado hasta mañana por la noche.
—¿Ah, sí?
—¿Cuál?
—¿Tienes tiempo mañana?
—Con un par de horas será su,ciente, no te ocupará toda la noche —le dijo
y, siguiendo un impulso, agregó—: Ayer dijiste que querías ver mi trabajo,
¿verdad?
Deseó que la cinta que había editado la noche anterior le gustara a J., que era
todo un estilista, y despertara su curiosidad. J. tenía un carácter dócil y, siendo un
favor que le pedía un colega con quien compartía el taller de trabajo, no podría
rehusar fácilmente. Aunque era incierto, tuvo el presentimiento de que todo saldría
bien.
J. llegó antes de la hora que le había señalado. Como la frase Take it easy que
solía decir a menudo, J. era normalmente una persona distendida, pero ese día se
veía algo intranquilo.
—No lo puedo creer… ¡Es casi mágico! ¿Cómo pudo salir algo así de ti? La
verdad es que había pensado que eras un simplista… Ah, perdona mi sinceridad.
Pensó que había sido un ser sombrío y que había habitado un lugar de
puras sombras. Si bien el mundo en blanco y negro en el que había estado viviendo
era bello y apacible, ya no era un lugar al que pudiera retornar. Le parecía que
había perdido para siempre la felicidad que proporcionaba esa serena paz. Sin
embargo, no sentía la pérdida, pues el sobrellevar los estímulos y el dolor que le
provocaba el intenso mundo en el que se encontraba ahora le robaba todas las
energías.
—¿Quieres que me ponga a hacer esas poses con esa mujer? Yo no puedo.
—No lo sabrá nadie, ya que tu cara no saldrá. Además, ¿no tienes ganas de
conocerla? Será una gran inspiración para tus propios trabajos.
J. pidió una noche para pensárselo y al día siguiente llamó para decir que lo
haría. Sin embargo, como no le había dicho nada, no se imaginaba que lo que él
quería de verdad eran escenas de sexo real.
—Ah, ya ha llegado.
Estaba vestida con los mismos pantalones vaqueros del otro día, pero esta
vez tenía puesto un grueso jersey negro. Debía de haberse lavado la cabeza, pues
sus largos cabellos negros y sin teñir todavía estaban mojados. Los miró a él y a J.
,jamente y sonrió un poco.
—Me lavé con cuidado… para que no se borraran las Dores —dijo tocándose
el pelo.
—Quítate la ropa.
—Ella está lista, así que solo tengo que pintarte a ti.
Igual que lo había hecho con ella, le ordenó que se pusiera boca abajo y
comenzó a pintarle Dores a partir de la nuca. Esta vez eligió tonos azulados. Con
un pincel grueso y con la mayor rapidez posible, le pintó con trazos ligeros
hortensias violáceas, cuyos pétalos se caían como si soplara un viento fuerte.
—Date la vuelta.
Pintó en torno a su sexo una enorme Dor escarlata, de un color rojo intenso
como la sangre, como si el pubis fuera la base negra de la Dor y el pene el pistilo.
Ella estaba sentada en el sofá, sorbiendo su café y mirando atentamente su trabajo.
Cuando su pincel se detuvo, descubrió que el sexo de J. estaba ligeramente duro.
—¡Mierda! ¿No lo has hecho nunca? ¡Actúa un poco! Tócale los pechos.
J. se limpió la frente con la mano. Entonces ella se dio la vuelta con lentitud
y se sentó mirándolo. Con una mano lo abrazó del cuello y con la otra comenzó a
acariciar la Dor roja de su pecho. Transcurrió un tiempo que no sabría precisar,
durante el cual solo se oyó la respiración de los tres. Como si hubiera visto los
bosquejos que él había dibujado, ella entrelazó su cuello al de J., como los pájaros
cuando se acarician.
Se lo dijo agarrándole del hombro. Sin darse cuenta, se lo apretó tan fuerte
que J. se deshizo de su mano dando un grito.
—Muévete un poco.
—Ya está bien. ¡Basta! Detente antes de que esto se convierta en una
porquería. Ya ha sido su,ciente inspiración. Ahora ya sé lo que sienten los actores
pornográ,cos. De verdad que esto es horrible.
—…no es que no lo entienda, así que no me digas que soy un mojigato. Hoy
me he dado cuenta de que soy una persona mucho más decente de lo que creía.
Acepté por curiosidad, pero esto es demasiado para mí. Será que debo abrir más
mi mente y todo lo que quieras…, pero necesito más tiempo. Lo siento mucho.
—Lo siento.
—No quiero.
No solo lo rechazó con las palabras sino que lo empujó con todas sus
fuerzas, se puso de pie y se subió los pantalones. Él vio desde el suelo cómo se
subía la cremallera y se abrochaba el botón ,nal. Sin rendirse, se levantó del suelo
y la arrinconó contra la pared. Su cuerpo estaba todavía caliente. Cuando apretó
sus labios contra los suyos y quiso introducirle la lengua a la fuerza, ella volvió a
rechazarlo con violencia.
—No es eso.
—…
—¿Las Dores?
—De verdad que tenía ganas de hacerlo… Nunca he sentido unas ganas tan
fuertes. Las Dores que cubrían su cuerpo… Eso me excitó hasta ese punto. Eso es
todo.
Ella se dio la vuelta y lo miró ,jamente. Sus ojos parecían decirle que sí, que
entonces no habría ninguna razón para no hacerlo. Por lo menos, así lo entendió él.
Ella esbozó una sonrisa. Una sonrisa leve, como si no se negara a nada,
como si no sintiera ninguna necesidad de hacerlo. O quizá, como si se burlara de él
en silencio.
«Entonces muérete».
«Muérete».
Sin saber por qué le corrían las lágrimas, se aferró con fuerza al volante.
Puso varias veces en movimiento el limpiaparabrisas hasta que se dio cuenta de
que lo que estaba borroso no era el vidrio sino sus ojos. No podía entender por qué
la frase «tengo ganas de morirme» salía expulsada continuamente de su cerebro
como un conjuro. Tampoco sabía por qué la respuesta «entonces muérete» lo
asaltaba a continuación, como si alguien dentro de sí mismo escuchara sus
palabras y las contestara. Y tampoco podía comprender por qué esas palabras, que
parecían un diálogo de terceros, tenían la propiedad de calmar su cuerpo
tembloroso como si fueran un sortilegio.
Le parecía que el pecho, mejor dicho, el cuerpo entero le ardía, por eso abrió
las dos ventanillas. Corrió por la autopista en medio del viento nocturno y el fragor
de los otros automóviles. El temblor que comenzó en sus manos se extendió al
resto de su cuerpo, haciendo que apretara el acelerador con los dientes
castañeteando. Sobresaltándose cada vez que echaba un vistazo al indicador de
velocidad, se frotó los ojos con los dedos convulsos.
*
Vestida con un vestido negro y una chaqueta de punto blanca, P. abandonó
el edi,cio de apartamentos. Después de cuatro años saliendo con él, se había
casado con un excompañero de la escuela primaria que había aprobado las
oposiciones a magistratura. Gracias al apoyo económico de su marido, P. llevaba
sin problemas su matrimonio y su trabajo artístico. Había realizado varias
exposiciones individuales, era bastante apreciada entre los coleccionistas del barrio
elegante de Gangnam y la seguían a todas partes la envidia y la calumnia a la par.
—Hola, hace mucho tiempo que no nos veíamos, ¿no? Disculpa que te haya
llamado tan intempestivamente.
—Sí, muchísimo tiempo. Esto no es propio de ti. Y no creo que hayas venido
porque me echaras de menos.
—Tengo que pedirte un favor —le dijo nervioso, pasándose la mano por la
frente.
—Dime.
—Es largo de explicar. Mejor vamos a tu atelier. Está cerca de aquí, ¿no?
—Tienes suerte de que mi marido tenga que trabajar hoy toda la noche.
¿Qué hubiera pensado si no? — dijo P., encendiendo la luz de su atelier.
P. pintó su cuerpo con mucho celo. El contacto del pincel era frío, pero
producía cosquillas y un hormigueo semejante a la más insistente y e,caz de las
caricias.
Cuando por ,n ella dijo «Creo que ya está», era bien pasada la medianoche.
—No sé qué te parecerá la espalda. En tus bosquejos, parece que le has dado
más importancia a esa parte.
—He tratado de imitar en lo posible tus trazos, pero creo que igual se nota
que es mi pincel.
—Pues, ahora…
—¿Qué?
Antes de que pudiera responder algo, ella lo besó. Sintió en sus labios el
recuerdo de miles de besos semejantes. Tuvo ganas de llorar, pero no supo si era
por la añoranza y la amistad o por el miedo que sentía por los límites que estaba a
punto de cruzar.
*
Como era muy tarde, tocó suavemente con los nudillos en lugar de pulsar el
timbre. Antes de que hubiera una respuesta, probó a empujar la puerta. Como lo
había supuesto, estaba abierta.
—¿Duermes?
Una vez que se quedó desnudo, le abrió con fuerza las piernas y se
introdujo en ella. Escuchó el jadeo de una bestia, unos gemidos semejantes a
aullidos. Cuando se dio cuenta de que era él quien producía esos sonidos
espeluznantes, lo recorrió un escalofrío. Hasta entonces nunca había emitido
sonidos cuando había tenido sexo, pues siempre había pensado que solo las
mujeres gemían haciendo el amor. En ese cuerpo empapado, que lo apretaba con
formidables contracciones, derramó su semen como si perdiera el conocimiento.
Al iluminarse la habitación, él se tapó los ojos con las dos manos. Al cabo de
un rato, cuando se apaciguó el deslumbramiento, las bajó. Entonces la vio a ella,
que estaba apoyada contra la pared. Las Dores que llenaban su cuerpo continuaban
siendo hermosas.
Se acercó lentamente y se agachó. Como lo había hecho con J., extendió los
dedos y comenzó a acariciar las Dores pintadas en el pecho de él.
Desnudo como estaba, extendió el trípode a una altura baja y ,jó sobre él la
cámara de vídeo. Levantó el colchón y lo puso contra el balcón. En su lugar,
extendió la sábana blanca. Como lo había hecho en el atelier de su amigo, instaló la
iluminación cerca de los pies.
—Acuéstate.
Estaba estirada bajo la luz cegadora. Con cuidado, se puso encima de ella.
¿Parecerían sus cuerpos dos Dores solapadas como había ocurrido cuando estuvo
con J.? ¿Parecerían la mezcla en un solo cuerpo de Dores, animales y seres
humanos?
En la última posición, él se puso boca arriba y ella subió encima. Otra vez
ajustó la cámara para que tomara su mancha mongólica.
En los últimos minutos de sexo, ella hizo castañetear los dientes, lanzó
gritos ásperos y agudos, escupió resoplando «basta…» y se puso a llorar
nuevamente.
—¿Qué?
—La mancha mongólica —cuando ella se dio la vuelta y lo miró con una
ligera expresión de sorpresa, él le preguntó—: ¿Cómo es que todavía tienes esto en
tus nalgas?
—No lo sé. Yo creía que todo el mundo la tenía, pero un día fui a una sauna
pública y vi… que solo yo la tenía.
—¿Dejaré de soñar esas pesadillas? —murmuró ella, con una voz apenas
audible.
Levantando los párpados, que le pesaban como plomo, él la miró a los ojos.
Como si no sintiera cansancio alguno, las pupilas de ella se agitaban bajo la tenue
luz de la madrugada.
—Creí que era por la carne —siguió diciendo—. Creí que si no comía carne,
no aparecerían más esas caras en mis sueños. Pero no fue así…
Él pensó que debía prestar atención a sus palabras, pero los ojos se le
cerraron involuntariamente.
*
Cuando se despertó, ella seguía durmiendo.
¿Qué hora sería? Sacó el móvil de la cazadora que había dejado tirada. Era la
una de la tarde. Se había dormido a eso de las seis de la madrugada, así que había
descansado como un tronco durante siete horas.
—Que… querida… —musitó él, sintiendo un fuerte mareo, sin poder creer
que se encontrara en semejante situación.
Él conocía bien ese tono. Cuando su mujer quería esconder a toda costa sus
sentimientos, hablaba con ese tono lento y bajo, que denotaba un ligero temblor.
Ella siguió explicándose:
Se levantó un mechón del pelo con la mano que sostenía el móvil. Sus
manos temblaban fuertemente y continuó diciendo:
Poniéndose las mangas de la prenda, que estaba tirada cerca del baño, le
dijo:
—¿Qué?
—¡Hijo de puta! —murmuró ella con voz queda, ahogando los sollozos. Y
con los labios temblorosos, agregó—: Sabiendo perfectamente que ella no está
bien… ¿Cómo pudiste…?
Podía correr hacia el balcón y saltar la barandilla donde se apoyaba ella para
lanzarse al aire. Podía dejar que su cabeza se hiciera trizas en el suelo, dejándose
caer de ese segundo piso. Podía hacerlo. Era la única manera de terminar
limpiamente con todo. Sin embargo, se quedó clavado en su sitio, como si fuera el
primer y el último instante de su vida. Se quedó con la mirada ,ja en el cuerpo
desnudo de Yeonghye, que parecía una Dor ardiendo y refulgía con una imagen
más intensa que cualquiera de las que había tomado la noche anterior.
LOS ÁRBOLES EN LLAMAS
Ella está mirando la carretera mojada por la lluvia. Espera en la parada que
está enfrente de la terminal de autobuses de larga distancia de Maseok. Enormes
camiones pasan a toda velocidad, rugiendo con estrépito por el primer carril. La
lluvia cae con tanta fuerza que parece que va a atravesar el paraguas que lleva
sobre su cabeza.
Sus ojos brillan brevemente, pues el autobús que está esperando ha hecho su
aparición a lo lejos. Baja a la carretera y levanta el brazo. El autobús, que venía
corriendo a toda velocidad, ralentiza la marcha.
Al caer la tarde, las gotas de lluvia se hicieron más gruesas y, debido al mal
tiempo, el sol de marzo se ocultó más rápidamente. Fue una suerte que uno de los
auxiliares que rastreaban minuciosamente los alrededores del monte encontrara a
Yeonghye. Mejor dicho, fue casi un milagro, como le dijo el médico que atendía a
su hermana. La habían encontrado inmóvil y de pie en una pendiente recóndita y
apartada del monte, igual que si fuera uno de los árboles bajo la lluvia.
A eso de las cuatro de la tarde, ella se encontraba con su hijo Jiwu cuando
recibió una llamada avisando de que Yeonghye había desaparecido. Hacía cinco
días que la temperatura corporal del niño rondaba los cuarenta grados, así que
estaban a punto hacerle una radiografía de los pulmones. Jiwu estaba solo en la
sala de rayos X, mirando alternativamente al radiólogo y a su madre, como si
estuviera nervioso.
—Sí.
—Soy la enfermera de Kim Yeonghye.
Era la primera vez que la llamaban a su móvil del sanatorio donde estaba
internada Yeonghye. Siempre había llamado ella primero para reservar una visita o
preguntar cómo se encontraba su hermana. Con un tono calmado que ocultaba lo
alarmante de la situación, la enfermera le explicó las circunstancias de su
desaparición.
—Estamos haciendo todo lo posible para dar con ella, pero si encuentra la
manera de llegar hasta usted, llámenos enseguida —terminó diciendo la
enfermera, pero antes de colgar, preguntó—: ¿Existe la posibilidad de que vaya a
alguna otra parte? A casa de sus padres, por ejemplo…
—¿La han encontrado? Menos mal. La visitaré la semana que viene, como
estaba programado.
También dio las gracias con efusividad, pero debido al cansancio su voz
sonó ronca y confusa. Cuando colgó, cayó en la cuenta de que ese día había habido
lluvias en todo el país. En otras palabras, que estaba lloviendo cuando encontraron
a Yeonghye en la montaña.
Ahora va todos los miércoles para ver cómo sigue Yeonghye, pero antes de
que su hermana desapareciera y la encontraran bajo la lluvia, hacía este trayecto
solo una vez al mes. Ese camino, que recorría llevando frutas, pasteles de arroz,
tofu relleno y cosas semejantes, apenas era transitado por personas o vehículos, por
lo que era muy silencioso. Cuando entraba en la sala de visitas que estaba al lado
de la o,cina de la administración y desplegaba sobre una mesa todos los alimentos
que había traído, Yeonghye se los comía masticando y tragando en silencio como
una niña aplicada haciendo la tarea. Si le acomodaba el pelo detrás de la oreja,
Yeonghye levantaba los ojos y le sonreía. Eran instantes que le hacían pensar que
no había ningún problema. ¿Por qué no continuar inde,nidamente con esta vida?
En este lugar Yeonghye hablaba cuando quería y si no quería comer carne, no lo
hacía. ¿No bastaba con que ella fuera a verla de vez en cuando?
Yeonghye era cuatro años menor que ella. Quizá debido a la diferencia de
edad, habían crecido sin las peleas que son tan comunes entre las hermanas. Desde
los años de infancia, en los que eran castigadas con cachetadas por la mano pesada
del padre, Yeonghye había sido para ella alguien a quien debía cuidar
continuamente, alguien que le suscitaba un sentimiento de responsabilidad que se
asemejaba al instinto maternal. Había presenciado con asombro cómo la pequeña,
que siempre tenía los talones sucios de mugre y se le ponía roja la nariz por el
sarpullido estival, crecía y se casaba. Lo único que lamentaba, no obstante, era que
hablaba cada vez menos a medida que se hacía mayor. Ella también tenía un
carácter circunspecto, pero podía ser alegre y afable según las circunstancias. En
cambio, era difícil saber qué sentía y pensaba Yeonghye. Tan difícil era que por
momentos la sentía como a una extraña.
Por ejemplo, el día que nació Jiwu, cuando fue al hospital a conocer a su
sobrinito, en lugar de felicitarla, se había limitado a decir en un murmullo:
—Es la primera vez que veo a un bebé tan pequeño… ¿Son todos así cuando
nacen…? ¿Podrás ir sola con él en brazos hasta donde vive mamá? El coche lo
conducirá tu marido… Si quieres, yo te podría acompañar…
Entra en el túnel. Debido al mal tiempo, está más oscuro que de costumbre.
Cierra el paraguas. Camina escuchando sus pasos, que retumban con fuerza.
Desde la pared, de donde parece rezumar húmeda la oscuridad, vuela hacia ella
una enorme polilla moteada de especie desconocida. Se detiene un instante para
contemplar su aleteo. La polilla, que se ha trasladado al techo, ya no se mueve,
como si se hubiera percatado de la presencia de un observador.
Una vez le había preguntado por qué aparecían esas imágenes aladas. Era
una ,lmación en la que, después de un puente derrumbado y de gente plañendo
en funerales, aparecía de repente durante unos dos segundos la negra sombra de
un pájaro que se elevaba lentamente por los aires.
—Porque sí. Cuando pongo esas imágenes, me siento mejor —le había
respondido su marido, y a continuación se había sumergido en su habitual
silencio.
Desde ese día lo único que había esperado de él era que descansara con los
cuidados que le dispensaba. Sin embargo, a pesar de toda su solicitud una vez
casados, él seguía pareciendo agotado. Siempre estaba absorto en sus cosas, y en
los momentos en los que estaba en casa se le veía incómodo como un viajero
alojado en un hotel de paso. Cuando su trabajo no avanzaba como deseaba, su
silencio se tornaba más correoso que la goma y más pesado que la roca.
Pasado un tiempo, se dio cuenta de algo: que quizá la persona a la que había
querido hacer descansar con tanto esfuerzo no era él sino a sí misma. Era ella
misma, que se había marchado de su casa a los diecinueve años y se había abierto
camino en la capital sin ayuda de nadie, lo que había visto reDejado en la silueta
cansada de su marido.
Del mismo modo que nunca había estado segura de si sentía amor por él,
tampoco había podido con,rmar nunca si él la había querido. Era tan poco diestro
para las cosas de la vida cotidiana que de vez en cuando podía percibir que se
apoyaba en ella. Tenía un carácter intransigente que le impedía mostrarse
complaciente, de modo que le resultaba imposible ponderar o adular a nadie. Aun
así, era siempre amable con ella, nunca usaba palabras rudas y a veces incluso la
miraba con respeto y admiración.
—Eres demasiado para mí —le había dicho él alguna vez antes de casarse—.
Tu bondad, tu estabilidad, tu serenidad, tu actitud de total naturalidad en la vida…
Son cosas que me conmueven.
Le había parecido un halago, aunque difícil de comprender, pero ahora se
preguntaba si no habría sido una confesión de que no estaba enamorado de ella.
Solo una vez había visto que le brillaran los ojos en casa. Fue cuando Jiwu
cumplió un año y comenzó a caminar. Cogió la cámara y ,lmó al niño, que,
tambaleante, hacía sus primeros pinitos en medio de la sala. También lo grabó
cuando se abalanzó en los brazos de su madre y ella le besó en la cabeza. Entonces
habló lleno de vitalidad y con un brillo desconocido en sus ojos:
—¿Y si le añado una animación haciendo que broten Dores de los pies de
Jiwu cada vez que da un paso, como en la película de Hayao Miyazaki? No, mejor
será hacer que vuele una bandada de mariposas. Ah, entonces será mejor que
volvamos a grabar en un prado.
—Tú y el niño os pondréis ropa de color blanco. No, no, quizá sea mejor que
se os vea bien desharrapados. Sí, será lo mejor. Una excursión de una madre y un
niño pobres. A cada paso vacilante del niño, vuela una bandada de mariposas
multicolores como un milagro…
Sin embargo, nunca habían ido a esa excursión al prado y Jiwu había
crecido pronto y había dejado de caminar con pasos vacilantes. El vídeo de la
bandada de mariposas que volaban a cada paso del niño quedó solo en su
imaginación.
Pero el niño hacía la misma pregunta todas las mañanas, incluso antes de
que él se marchara.
Los pabellones del sanatorio se levantan solitarios bajo la lluvia. Como están
mojadas, las grises paredes de cemento se ven más oscuras y contundentes. Las
ventanas de las habitaciones de los pacientes, que se encuentran en el primer y en
el segundo piso, están cubiertas de barrotes. En los días claros es difícil ver las
caras de los pacientes mirando por la ventana, pero en días como estos se podían
ver varios rostros grises contemplando la lluvia. Ella eleva la vista al segundo piso
del edi,cio anexo, donde está la habitación de Yeonghye, y se encamina hacia la
entrada de la o,cina, que está cerca de la tienda y la sala de visitas.
Cierra durante largo rato sus ojos enrojecidos y luego los abre. El árbol
callado sigue ocupando toda su visión. Después de esa mala noche, Jiwu se ha
recuperado y va de nuevo a la guardería, pero ella sigue sin poder dormir bien.
Durante tres meses no ha podido dormir más de una hora seguida por las noches.
La voz de Yeonghye, el bosque donde cae una lluvia negra y su propio rostro
cubierto por la sangre que se derrama de sus ojos despedazan la larga noche como
la porcelana que estalla en mil pedazos a,lados.
¿Podría haberlo evitado? ¿No había pasado por alto una pista que le
permitiera adivinar lo que él iba a hacer? ¿Podría haberle hecho comprender de un
modo más elocuente que Yeonghye era todavía una enferma que tomaba
medicamentos?
Ni siquiera se le había pasado por la cabeza esa mañana que el hombre que
dormía arrebujado bajo la colcha junto a Yeonghye, que estaba desnuda y toda
pintada de Dores rojas y amarillas, fuese su marido. Lo que venció el espanto y las
ganas de salir corriendo de aquel lugar fue la idea de que debía cuidar de su
hermana pequeña. Apoyándose en ese sentimiento de responsabilidad inexcusable,
levantó la videocámara que estaba junto al vestíbulo y, recordando la manera de
ponerla en funcionamiento que su marido mismo le había enseñado, vio las
imágenes grabadas.
Tac, tac, tac. Haciendo resonar con fuerza sus tacones, un médico joven con
bata blanca se acerca caminando desde el otro lado del pasillo. Ella se levanta y lo
saluda y el médico responde inclinando ligeramente la cabeza. Con un amplio
movimiento de su brazo, señala la sala de consultas. Ella le sigue en silencio y
entra en la sala.
El médico, que parece tener algo más de treinta y cinco años, es corpulento
y atractivo. Tiene una expresión y una forma de andar que denotan mucha
seguridad, pero, cuando se sienta detrás del escritorio, la mira con el ceño
fruncido. Ella se percata de que la entrevista no es del agrado del médico y eso
echa abajo su ánimo.
—Entonces hoy…
Ella no acaba la frase y se sonroja como si hubiera hecho algo malo, por lo
que médico continúa donde ella se ha detenido:
—Tiene usted mala cara. ¿Duerme bien? —Al ver que ella no le contesta de
inmediato, añade con gravedad—: Tiene que cuidar de su salud, aunque sea por la
paciente.
—¡Cabrones! ¡Os sacaría las entrañas y me las comería! ¡Me voy a vivir a
otro país! ¡No quiero vivir ni un solo día más con vosotros!
Se acuerda de la primera vez que llevó a Yeonghye a este sanatorio. Era una
tarde clara de principios de invierno. El pabellón de con,namiento del hospital
general que estaba en Seúl le quedaba mucho más cerca, pero su coste era tan alto
que había tenido que trasladarla a este lugar, donde ofrecían un trato bastante
bueno a los pacientes. Cuando fue a tramitar la salida del hospital de Seúl y habló
con el médico que atendía a Yeonghye, este le aconsejó un tratamiento
ambulatorio:
—La otra vez me la llevé a casa con,ando en sus palabras. Hubiera sido
mucho mejor que permaneciera en el hospital —respondió ella.
Mientras lo decía, sabía bien que su preocupación por una posible recaída
no era más que una razón super,cial. Que en realidad le era imposible tener cerca
a Yeonghye, que no podía soportar las cosas que ella le recordaba, que, en el fondo,
sentía rencor hacia su hermana, que no podía perdonarle la irresponsabilidad de
perder la cordura y, menos todavía, que se hubiera ido sola al otro lado de los
límites tras haber hundido su vida en un lodazal.
—Aquí el aire es más puro y tendrás más apetito. Tienes que comer más,
aumentar de peso.
No miró el rostro de Yeonghye, que estaba su lado. Solo ,jó la vista en los
claros rayos de sol de principios del invierno que caían sobre los alerces, que
todavía no se habían desprendido de todas sus hojas. Como si quisiera consolarla,
Yeonghye la había llamado en voz baja y tono tranquilo:
—Inhye…
Del viejo jersey negro que tenía puesto Yeonghye emanaba un tenue olor a
naftalina. Como ella no le contestara, Yeonghye había vuelto a murmurar su
nombre:
—No, se ha despertado hace poco, así que está en su habitación. ¿No le han
dicho que a las dos le van a introducir el tubo nasal?
Posa la vista en el extremo del pasillo oeste, donde los rayos de sol de la
tarde entran más brillantes por el ventanal. Cuando fue a visitarla en marzo, poco
antes de que desapareciera en el bosque bajo la lluvia, Yeonghye no bajó a la sala
de visitas. La enfermera que la tenía a su cargo le avisó a través del teléfono de la
o,cina de que hacía varios días que Yeonghye no quería salir del pabellón. Se
quedaba dentro del edi,cio incluso en las horas de paseo libre, que era el momento
del día preferido de los pacientes. Como había venido de muy lejos, ella rogó que
le dejaran verla aunque fuera un momento, por lo que un auxiliar fue buscarla a la
administración y la trajo a este pabellón.
Cuando descubrió al ,nal del pasillo oeste a una paciente que estaba
extrañamente cabeza abajo, no se imaginó que pudiera ser Yeonghye. Solo cuando
la enfermera con la que acababa de hablar por teléfono la llevó hasta ese sitio,
reconoció la abundante y larga cabellera de su hermana. Cabeza abajo con las
manos en el suelo, Yeonghye tenía la cara roja por la sangre concentrada en su
rostro.
—Hace ya treinta minutos que está así. Comenzó a hacer esto hace dos días.
No parece inconsciente, pero tampoco habla… Es diferente de los pacientes
catatónicos. Hasta ayer la obligamos a meterse en su habitación, pero no sirve de
nada porque se pone cabeza abajo allí también. Y como no la podemos tener
atada… Si la empuja un poquito fuerte, verá que se cae. Si no le contesta, empújela
un poco. Justamente estábamos a punto de hacerla caer para mandarla a su
habitación —le dijo la enfermera con tono preocupado, antes de marcharse a la sala
común.
—Yeonghye…
—Yeonghye, ¿qué estás haciendo? Ponte de pie —le dijo, estirando la mano
hacia sus mejillas enrojecidas—. Vamos, ponte de pie. ¿No te duele la cabeza?
Tienes la cara roja como un tomate.
El auxiliar se acercó y las guio a la sala de visitas, que estaba a un lado del
vestíbulo. Mientras tanto le explicó que allí se encontraban con sus familiares los
pacientes cuyo estado era tan serio que no podían bajar a la sala de visitas de la
primera planta. Seguramente allí también se llevaban a cabo las entrevistas con los
médicos.
Cuando quiso extender sobre la mesa los alimentos que le había traído,
Yeonghye le dijo:
—¿Qué quieres decir? —le dijo ella mirándola como hechizada. Hacía
tiempo que no veía a Yeonghye tan contenta. Mejor dicho, quizá era la primera vez
que la veía tan feliz—. ¿Qué es eso que estabas haciendo hace un rato?
—¿Qué?
—Yo no lo sabía. Yo creía que los árboles estaban de pie, derechos… Ahora
lo sé. ¡Se sostienen al revés con las manos en el suelo! ¡Ven, mira! ¿No es
asombroso? —dijo Yeonghye levantándose de un salto y señalando la ventana—.
¡Todos! ¡Todos están cabeza abajo!
—Enfermera, ¿por qué le deja hacerlo? ¿No ve que no para de pegarme todo
el rato? —grita una mujer de treinta y tantos años con voz aguda a la enfermera
jefe.
Cada vez que viene a ver a Yeonghye, le parece notar que el delirio
persecutorio de esa mujer ha empeorado.
—Gracias por su ayuda —le dice ella, pero cuando está a punto de esbozar
una sonrisa, la mano húmeda de Heeju se posa sobre la suya.
—¿Qué hacemos? Dicen que Yeonghye puede morirse —dice Heeju, con sus
ojos redondos llenos de lágrimas.
Soltando la mano de Heeju, que habla cada vez con mayor excitación, se
acerca lentamente a la cama de Yeonghye. Piensa para sus adentros que le gustaría
no poder ver, que ojalá alguien le tapara los ojos.
Yeonghye está tendida muy rígida. Sus ojos parecen estar dirigidos hacia la
ventana, pero, observándola con atención, se puede saber que no está viendo nada.
No le queda carne en la cara, el cuello, los hombros, los brazos y las piernas. Parece
una víctima de una zona catastró,ca que sufriera de inanición. Puede notarse que
le ha crecido un vello suave en las mejillas y los brazos, semejante al que tienen los
bebés. Se acuerda de que el médico le explicó que es porque se le ha roto el
equilibrio hormonal debido al tiempo que lleva sin comer.
¿Será que Yeonghye desea volver a ser una niña? Hace tiempo que dejó de
menstruar y, con su peso actual de treinta kilogramos, apenas queda algo de sus
pechos. Desaparecidas todas las características sexuales de una adulta, Yeonghye
está acostada en la cama con el aspecto de una niña extraña.
—Gracias, Heeju…
—Todos los días la he limpiado con una toalla mojada y le he puesto talco,
pero el tiempo está tan húmedo que tarda en curarse.
—Gracias, de verdad…
—Antes la bañaba con ayuda de la enfermera y aun así era muy cansado,
pero ahora pesa tan poco que no cuesta nada. Es como si estuviera cuidando de un
bebé. Hoy también hubiera querido bañarla, ya que me dijeron que será trasladada
a otro hospital. Quizá sea la última vez…
—Sí, han dicho que a las cuatro volverá a salir el agua caliente —dice Heeju,
enjugándose una y otra vez los ojos.
—Sabíamos que su hermana se ponía nerviosa cuando veía la carne, por eso
siempre hemos tenido mucho cuidado a la hora de darle la comida. Pero ahora ya
no sale a comer con los demás ni tampoco prueba bocado cuando le llevamos la
comida a su habitación. Hace cuatro días de esto y ya ha comenzado a
deshidratarse. Se resiste violentamente cuando queremos ponerle la solución
intravenosa… Además, no estoy seguro de que se tome los medicamentos.
—¿Por qué hiciste eso? ¿Qué hiciste en el bosque oscuro? ¿No tuviste frío?
Podrías haberte puesto muy enferma…
—Tienes que comer. Digamos que entiendo que no quieras comer carne,
¿pero por qué no quieres comer de todo lo demás?
—¿Te dijo que mis entrañas se han atro,ado? —la interrumpió Yeonghye.
—Tienes razón… Muy pronto dejaré de hablar y de pensar. Falta muy poco
—dijo Yeonghye, esbozando una sonrisa y respirando fuerte—. De verdad que será
muy pronto. Espera y verás.
—¿Te acuerdas de que cuando eras pequeña querías sentir el olor cada vez
que yo partía una sandía? Algunas se partían por la mitad apenas las tocaba con el
cuchillo y esparcían su aroma por toda la casa, ¿te acuerdas?
Con cuidado, ella prueba a rozarle los labios con un trozo de sandía. Con
dos dedos, intenta abrirle la boca, pero Yeonghye la mantiene fuertemente cerrada.
El tiempo pasa.
Gira la cabeza y mira hacia la ventana. Parece que ha dejado de llover, pero
el cielo sigue nublado y los árboles mojados se mantienen en silencio. Como es una
ventana del segundo piso, se ve toda la frondosa ladera del monte Chukseong, que
es un conocido parque forestal. El enorme bosque también está callado.
«¡No!», se repite una y otra vez para sus adentros, «¡Tú no quieres morirte!».
Había perdido tanto peso que parecía otra persona. Como si le costara
hablar, pronunció las palabras de manera entrecortada, entremezclando ásperos
resuellos:
—Eres igual que los demás —le respondió Yeonghye, con una voz apenas
audible y apartando la vista.
—¡Es que… tienen miedo de que te mueras! —le gritó, sin poder contenerse.
Yeonghye tornó la vista hacia ella y la miró ,jamente como se mira a una
desconocida.
Una vez hace mucho tiempo, ella y Yeonghye se perdieron en las montañas.
Yeonghye, que tenía nueve años, le había dicho:
Las comprendió mucho tiempo después. Las palizas del padre se ensañaban
especialmente con Yeonghye. El menor, como era varón, se desquitaba pegándoles
a otros niños, así que no debió de sufrir tanto. Con ella, se notara o no, el padre
tenía más miramientos, puesto que era la mayor y la que le preparaba la sopa para
aliviarle la resaca en lugar de la madre, que estaba siempre cansada. En cambio, de
carácter tranquilo y poco condescendiente, Yeonghye no sabía seguirle el humor al
padre. Sin poder oponerle ninguna resistencia, los malos tratos que recibía le
llegaban hasta los huesos. Su respuesta, en cambio, había sido otra, como ahora
sabía bien. La diligencia que siempre había mostrado por ser la mayor no se debía
a una madurez precoz sino a la cobardía y no había sido más que una forma de
supervivencia.
¿No podría haberlo evitado? ¿No podría haber evitado que todo lo
inimaginable calara en los huesos de Yeonghye? Recordaba a Yeonghye de
espaldas, cuando era todavía pequeña y salía sola al portal de la casa para
quedarse mirando la calle mientras caía la tarde. Ese día en la montaña, habían
bajado ,nalmente por la ladera opuesta y se habían acercado a un poblado, desde
donde alguien las había llevado a casa al anochecer en un tractor, atravesando
caminos que desconocían. Ella se había sentido aliviada, pero Yeonghye no se
había alegrado. Sin decir nada, se había quedado contemplando los chopos que
ardían rojos bajo el sol del ocaso. ¿Las cosas serían diferentes ahora si esa tarde se
hubieran alejado para siempre de casa como quería Yeonghye?
La primera vez que Yeonghye había traído a quien sería su marido para
presentárselo, a ella no le había caído bien porque le había producido la impresión
de ser demasiado frío. ¿Las cosas hubieran sido diferentes si ella hubiera impedido
la boda siguiendo su intuición?
Él la había llamado una vez hacía nueve meses. Fue casi cerca de
medianoche. Parecía llamarla desde muy lejos, pues el intervalo del sonido de las
monedas cayendo en el teléfono público era muy corto.
Era muy propio de él. Omitiendo las palabras de disculpa o de ruego, solo
se había referido al niño. Tampoco había preguntado qué había pasado con
Yeonghye.
Sabía lo sensible que era él, lo sencillo que era herir su orgullo y con qué
facilidad se frustraba. También sabía que pasaría mucho tiempo sin volver a llamar
si ella lo rechazaba.
Sabiendo todo eso, mejor dicho, porque lo sabía bien, colgó sin responderle
una palabra.
Recordaba claramente el instante en que había visto por última vez sus ojos.
Estaban llenos de espanto y su cara parecía la de un desconocido. No era la cara de
la persona a la que tanto se había esmerado en respetar, y cuidar pacientemente. El
hombre que creía conocer no era más que una sombra.
Yeonghye tiene ahora los ojos cerrados. ¿Estaría dormida? ¿Habría olido las
cosas que le había acercado a la boca?
Le mira los pómulos sobresalientes, los ojos hundidos, las mejillas abatidas.
Nota que su respiración se hace más entrecortada. Se levanta y dirige sus pasos
hacia la ventana. Poco a poco se aligera el color gris del cielo y el paisaje se hace
más claro. El bosque del monte Chukseong va recuperando el color y la vitalidad
del verano. El lugar donde encontraron a Yeonghye esa noche debía de estar en
algún punto de esa ladera.
—Es que escuché un sonido… —le había dicho Yeonghye, que estaba
tendida y con la vía puesta—. Fui porque escuché que me llamaban… Luego dejé
de escucharlo… Me quedé esperando allí de pie…
—¿Qué esperabas?
Siente un dolor sordo en los oídos, como cuando un avión despega a toda
velocidad.
Dos años atrás, en abril, es decir, en la primavera del año en que su marido
había ,lmado a Yeonghye, ella había tenido pérdidas de sangre durante casi un
mes. No sabía por qué, pero cada vez que lavaba su ropa interior manchada, se
acordaba de la sangre fresca y roja que había manado a borbotones de la muñeca
de Yeonghye. Tenía miedo de ir al médico, por lo que fue postergando día tras día
la consulta. Mientras tanto, no paró de pensar. Si tenía algo malo, ¿cuánto tiempo
le quedaría? ¿Un año? ¿Seis meses? ¿Quizá tres meses? Entonces por primera vez
tomó conciencia del tiempo que había vivido con su marido. Un tiempo
desprovisto de alegría y naturalidad. Un tiempo que ella misma había elegido.
Entonces él le susurró:
—Aguanta un poco.
No había ningún problema. Así eran las cosas. Bastaba con seguir viviendo
del mismo modo que lo había hecho hasta entonces. No tenía otra alternativa.
Salió del dormitorio y miró a través del ventanal violáceo del salón.
Contempló los juguetes con los que Jiwu había jugado la noche anterior, el sofá y la
televisión, las oscuras puertas del mueble debajo del fregadero y las manchas de la
cocina como si las viera por primera vez, como si fuera la primera vez que recorría
la casa. Sintió un extraño dolor en el pecho. Era una sensación de opresión, como si
la casa estuviera atenazándola.
Abrió la puerta del armario. Sacó una camiseta de algodón de color violeta
que le gustaba mucho a su hijo desde que era un bebé y que por lo mismo ella se
ponía a menudo en la casa, lo que hacía que estuviera muy desteñida y dada de sí.
Se vestía con ella cuando no se sentía bien, pues aunque la había lavado in,nidad
de veces, olía a leche y a recién nacido, y eso la calmaba. Sin embargo, esta vez no
tuvo ningún efecto. La sensación de opresión en el pecho se fue intensi,cando. Le
costaba respirar y cogió una bocanada grande de aire.
Se puso las sandalias. Empujó la sólida puerta del apartamento y salió. Bajó
andando los escalones desde el cuarto piso. Afuera todavía era de noche. En el
enorme edi,cio de apartamentos había encendidas solo dos luces. Siguió andando.
Salió por la puerta pequeña que había detrás del edi,cio y se adentró en la
montaña, subiendo por el estrecho y oscuro sendero.
El tiempo no se detiene.
Vuelve a la silla junto a la cama. Abre la tapa del último envase hermético. A
la fuerza extiende la mano rígida de su hermana y hace que acaricie la super,cie
lisa de las ciruelas que ha traído. Cerrando sus dedos huesudos, la obliga a coger
una.
—¡Yeonghye!
Por primera vez le hace esa pregunta que durante años no ha querido hacer.
Sin embargo, había instantes en los que el dolor desaparecía como gracias a
un milagro y era cuando rompía a reír. Cuando Jiwu la hacía reír con algo que
hacía o decía, ella se quedaba repentinamente aturdida. A veces no podía creer que
se hubiese reído y se reía aún más. Si bien en esas ocasiones su risa estaba más
cerca de la confusión que de la alegría, a Jiwu parecía gustarle verla de ese modo.
—¿Esto? ¿Te has reído porque he hecho esto? —diciendo esto, el niño
repetía una y otra vez lo que acababa de hacer.
Después de reírse un buen rato, pensaba que la vida era muy extraña. La
gente comía, bebía, iba al baño, se bañaba y seguía viviendo después de pasar por
cualquier hecho, incluso el más terrible. A veces hasta se reía a carcajadas. Cuando
pensaba que su marido también estaría viviendo de este modo, se le despertaba
con tristeza la olvidada compasión, de igual manera que a veces le sobrevenía la
somnolencia.
Sin embargo, cuando acostaba junto a ella al niño, con su dulce olor y su
pequeña cara, que aún no sabía de culpas, se sumergía en un sueño profundo,
comenzaba indefectiblemente la noche.
Todavía estaba muy oscuro y faltaban tres o cuatro horas para que se
despertara Jiwu. Era una hora en la que no se escuchaba el sonido de ningún ser
vivo. Era una hora tan larga como la eternidad y tan profunda como un pantano.
Cuando se acurrucaba en la bañera vacía y cerraba los ojos, la asaltaba el oscuro
bosque. La lluvia negra cayendo sobre el cuerpo de Yeonghye como una andanada
de lanzas y sus pies desnudos y huesudos cubriéndose de barro. Cuando sacudía
la cabeza para borrar esta imagen, unos árboles verdes de pleno verano temblaban
ante sus ojos como gigantescas llamas. ¿Sería por las fantasías que le había contado
Yeonghye? Los innumerables árboles que había visto a lo largo de su vida, los
bosques que cubrían el mundo como un mar insensible se abatían sobre su cuerpo
cansado en forma de olas ardiendo. Las ciudades, los pueblos y las carreteras no
hacían más que Dotar encima como grandes y pequeñas islas y puentes, y, llevados
por esas olas llameantes, se movían lentamente hacia alguna parte.
No sabía qué signi,caban esas olas. Tampoco sabía qué le decían esos
árboles que contemplaba al ,nal del estrecho sendero en la montaña, irguiéndose
en llamas verdes en medio de las penumbras de la madrugada.
El tiempo no se detiene.
Cierra las tapas de todos los envases herméticos. Empezando por el termo,
va guardando todo en el bolso. Luego desliza hasta el ,nal el cierre.
Más allá de esta cáscara que es su cuerpo, ¿en qué tiempo y espacio anda el
alma de Yeonghye? Trae a la memoria su imagen cabeza abajo. ¿En qué parte del
bosque imaginaba estar? ¿Le habrían brotado ramas infatigables de su cuerpo y
raíces blancas de sus manos aferradas al suelo negro? ¿Se habrían extendido sus
piernas hacia el cielo y sus manos hasta el núcleo de la tierra? ¿Habría aguantado
su cintura tensamente estirada la fuerza que la tironeaba de ambos lados?
¿Le habría brotado una Dor en el pubis cuando su cuerpo fuera atravesado
por la luz que bajaba del cielo y el agua que subía manando de la tierra? ¿Le
habrían ocurrido todas estas cosas a su alma cuando ella extendía su cuerpo
poniéndose cabeza abajo?
Una enfermera de melena corta se sienta ante una mesa del vestíbulo con
una canastilla blanca que contiene distintos tipos de cortaúñas. Los pacientes se
ponen en ,la para recibir uno. Tardan mucho en elegir, como si todos tuvieran
alguno preferido. A un lado, una ayudante de enfermería con el pelo recogido les
corta las uñas a los pacientes que sufren de demencia senil.
Le parece ver temblar la bata blanca del doctor cuando se abre la puerta del
vestíbulo. Es el médico de Yeonghye. Se da la vuelta y cierra la puerta con un
movimiento diestro. Si bien debe de ser igual en todos los hospitales, en los
sanatorios psiquiátricos la autoridad de los médicos especialistas parece ser
todavía más absoluta. Seguramente es así porque los pacientes están encerrados.
Como si hubieran divisado a un salvador, los enfermos se agolpan a su alrededor.
—Es el médico clínico —le indica Heeju, que se ha acercado a ella sin que se
diera cuenta.
—Así parece por fuera, pero tiene los músculos rígidos. No es que no tenga
conciencia sino que la tiene ,jada en otra parte. Si viera su reacción cuando se la
saca de ese estado, se daría cuenta de que está completamente despierta —le dice
el médico con actitud seria y hasta un poco tenso—. Puede ser muy duro para
usted, que es su familiar. No será de mucha ayuda, así que quizá sea mejor que no
esté presente.
—¡…soltaad…! ¡…soltaaadme…!
—Quédese afuera —le dice la enfermera jefe al verla inquieta y sin saber
qué hacer—. Es difícil de soportar para los familiares. Quédese afuera.
En ese instante ve el brillo en los ojos de Yeonghye que se clavan en ella. Sus
gritos se hacen más vehementes. Le brotan de la boca una ristra de palabras
indiscernibles. Agitando piernas y brazos, parece que Yeonghye fuera a
desembarazarse de sus ataduras para correr hacia ella.
—¡Noo… quieroo…!
Los auxiliares la cogen de las axilas y la levantan en vilo. Sin poder siquiera
resistirse, es empujada al otro lado de la puerta. La enfermera la coge del brazo y
tira de ella.
—Quédese fuera. Se agita más porque usted está aquí.
Yeonghye tapa el esófago con la epiglotis y el tubo sale por entre los labios.
El internista, que estaba listo para inyectar una papilla de arroz líquida por el tubo,
frunce el ceño. El médico de Yeonghye le saca el tubo de la nariz.
—Ya está. Todo ha salido bien. Ahora la van a dormir para que no vomite.
—Sáquenle eso. ¡Sáquenle el tubo! —grita ella con todas sus fuerza sin darse
cuenta, mientras un auxiliar la coge de los hombros y la arrastra de nuevo hacia
afuera.
—¡No! —grita ella, que lo está viendo todo—. ¡Basta! ¡No lo hagan!
—¡Tonta! ¡Tonta…! —repite una y otra vez con los labios temblorosos,
mojándose la cara en el lavabo—. Tu propio cuerpo es lo único a lo que le puedes
hacer daño. Es lo único con lo que puedes hacer lo que quieres. Pero ni eso te dejan
hacer.
Cuando levanta la cabeza delante del espejo, su cara está mojada. Son los
mismos ojos que ha visto desangrarse in,nitas veces en sueños, de los que por
mucho que se los enjugaba con la mano, no podía limpiarse la sangre. Pero ahora
no está llorando. Como siempre, sin dejar traslucir sus sentimientos, no hace más
que mirarse al espejo sin palabras. Piensa que el alarido que dio hace un rato, y que
casi le destroza sus propios tímpanos, sonó tan ajeno que costaba creer que fuera
suyo.
Ella acomoda el pelo aún empapado de Yeonghye detrás de las orejas. Como
le había dicho Heeju, su cuerpo no pesa nada. La piel, cubierta de un ,no vello
como el de los bebés, es blanca y suave. Mientras le enjabonaba la espalda, de
donde le sobresalía cada una de las vértebras, se acordó de las innumerables veces
que se bañó con ella cuando eran niñas, limpiándole la espalda y lavándole la
cabeza.
Del interior del bolso saca el móvil, que ha dejado apagado todo el día, y lo
enciende para marcar a continuación el número de su vecina.
Una profunda arruga cruza su frente. Sintiendo que la vence una repentina
somnolencia, reclina la espalda contra la ventanilla de la ambulancia. Con los ojos
cerrados, se pone a pensar.
—Tu foto se me voló con el viento. Miré hacia arriba y había un pajarillo. El
pajarillo me dijo: «Soy mamá…». Entonces le salieron dos manos…
Eso le había dicho Jiwu hacía mucho tiempo, cuando todavía no hablaba
bien, con los ojos entrecerrados y aún medio dormido. Ella se sorprendió al
descubrirle la vaga sonrisa que solía esbozar el niño cuando estaba a punto de
llorar.
—Pero, ¿por qué es un sueño triste? ¿Cómo era el pájaro? ¿De qué color era?
Como ocurría cuando el niño se esforzaba por hacerla reír, ese llanto la dejó
perpleja y sin saber qué hacer. El niño no necesitaba ayuda ni que le prestara
atención. Simplemente lloraba sin hacer ruido porque se sentía triste.
—Ah, entonces era un pajarillo mamá —le dijo ella, como consolándolo.
¿En verdad lo era? Se lo preguntó para sus adentros. ¿Era solo un sueño?
¿Una mera coincidencia? El niño lo había soñado la misma mañana en que ella,
vestida con la desteñida camiseta violeta, había vuelto sobre sus pasos después de
encontrarse con los árboles de pie sobre la montaña cubierta del albor de la
madrugada.
Era lo que se decía en voz alta cada vez que se acordaba de la cara que tenía
Jiwu ese día. Sorprendida por su propia voz, abre los ojos de par en par y mira
precipitadamente a izquierda y derecha. La ambulancia sigue recorriendo a toda
velocidad el camino en declive. Su mano tiembla visiblemente mientras se
acomoda el pelo despeinado.
En lugar de vomitar, Yeonghye abre los ojos. Sus negras pupilas se ,jan en
ella. ¿Qué se estaría debatiendo detrás de esos ojos? ¿Qué tipo de terror, ira, dolor
o in,erno que ella desconoce se agazaparía en ellos?
—En los sueños, todo parece real, pero cuando te despiertas, te das cuenta
de que no es así… Cuando despertemos algún día, entonces…
En silencio, respira profundamente. Mira con ,ereza los árboles que arden a
la vera del camino, mira las verdes llamas que se agitan como incontables bestias
en pie. Como si esperara una respuesta, mejor dicho, como si la reclamara, su
mirada es sombría y tenaz.
DESDE SU PRIMERA EDICIÓN
En su viaje ha cosechado muchos premios, entre los que sin duda destaca el
Man Booker International 2016, que logró con el voto unánime del jurado. La lista
de ,nalistas incluía a autores como el premio Nobel turco Orhan Pamuk o la
bestseller italiana Elena Ferrante. En ediciones anteriores recibieron este premio
Alice Munro, Philip Roth, Lydia David y László Krasznahorkai.
Para BuzzFeed Books, La vegetariana está entre los 24 mejores libros de 2016;
para The HuAngton Post, entre los 18 mejores, y The New York Times la coloca entre
los diez de ese mismo año. Por su parte, The Guardian la considera «una novela
imprescindible».
Han Kang nació en Gwangju ya los diez años se trasladó con su familia a
Seúl, donde reside actualmente. Da clases de escritura creativa en el Instituto de las
Artes de Seúl.
Puesto que soy de ascendencia argentina pensaba que tenía los genes más
carnívoros posibles, pero su retrato de Corea del Sur ha hecho que me replantee
esa idea. Sé que la usa a modo de símbolo, pero… ¿es de verdad la carne tan
importante allí?
Desde el principio quise que Yeonghye no tuviera voz y que fueran las
personas que la rodean las que hablaran en su lugar. La única parte de la novela en
que Yeonghye habla en primera persona es cuando relata sus pesadillas. En el resto
de la novela es objeto de observación, existe como blanco de la incomprensión y el
odio, de la lástima y la compasión, y de una extraña a,nidad. Únicamente la
imaginación del lector puede acercarse a ella y llegar a conocerla de un modo
íntimo. La determinación de Yeonghye de rechazar la violencia y la condición
humana es tan radical y atípica que pensé que esa era la única forma de relatar su
historia.
Suele usted añadir pequeños guiños fantásticos en sus novelas. ¿Los usa
como puntos de fuga para escapar a la dureza de las situaciones que narra?
Sus obras muestran la cara más difícil de Corea del Sur. Espero que la
mejor noticia acerca de su país no radique simplemente en que no se trata de
Corea del Norte…
Ahora La vegetariana se publica en: Rata_, una editorial de nuevo cuño pero
dirigida por personas con una amplia trayectoria y apasionadas por su trabajo,
como pude comprobar con satisfacción y agrado durante el proceso de revisión y
corrección de la traducción. Gracias a ellos, por primera vez conocí lo que es la
colaboración y el intercambio de opiniones con un editor y la experiencia fue tan
enriquecedora que con toda seguridad incidirá en mis futuras traducciones. En ,n,
desde el principio y hasta ahora La vegetariana no ha dejado en ningún momento de
brindarme emociones, enseñanzas y satisfacciones. Se ha convertido en mi
talismán, la lámpara mágica que cumple mis anhelos, el hito que marca un antes y
después en mi carrera de traductora. Si ya antes refulgía a pesar de su forma tosca
y primeriza, ahora que renace en una edición amorosamente cuidada en todos los
detalles, no me cabe la menor duda de que brillará con una luz más deslumbrante
aún en el largo derrotero que le espera en adelante, a la par de las obras más
importantes de la literatura universal.
Sunme Yoon_
SUNME YOON
Suelo volver, a veces al cabo de unos días. En otras ocasiones pasan semanas
o algún mes. Pero siempre vuelvo. Vuelvo cuando siento el deseo de irme, cuando
quiero alejarme, cuando necesito con urgencia empezar una nueva vida, la que sea.
Porque eso es lo que vengo a buscar: más vida.
Vuelvo porque aquí empezó mi amistad con Emily, con T.S. o con Clarice.
Aquí conocí a Adriano, a K, a Ignatius o al pobre Humbert. Y aquí supe de las
intensas vidas de Anna y Emma. De este puerto zarparon el Pequod y el Nan Shan,
que se adentró en un tifón. En esas mesas descubrí intrigas y mapas, cartas y
confesiones. Por aquí me acerqué un 16 de junio de 1904 y pasamos en un coche
conducido por Sal a recoger a Moriarty. De aquí me fui a la Patagonia, a La Habana
y al Sáhara.
Por todo esto siempre vuelvo y por lo mucho que aún no sé. He vuelto
porque necesito encontrar, leer, sentir y vivir. Y ya que estoy de vuelta te doy las
gracias por esperarme paciente y en silencio, por estar aún ahí, que sé que no es
fácil. Gracias por ser lo que eres, gracias por estar siempre, gracias por todo,
librería.
:Rata_ de librería.
—Yo no lo sabía. Yo creía que los árboles estaban de pie, derechos… Ahora
lo sé. ¡Se sostienen al revés con las manos en el suelo! ¡Ven, mira! ¿No es
asombroso? —dijo Yeonghye levantándose de un salto y señalando la ventana—.
¡Todos! ¡Todos están cabeza abajo!