El documento describe la experiencia de un hombre caminando solo por un bosque nevado en condiciones extremadamente frías de más de 75 grados bajo cero. Detalla cómo el hombre y su perro luchan contra el frío extremo mientras se dirigen a un campamento.
El documento describe la experiencia de un hombre caminando solo por un bosque nevado en condiciones extremadamente frías de más de 75 grados bajo cero. Detalla cómo el hombre y su perro luchan contra el frío extremo mientras se dirigen a un campamento.
El documento describe la experiencia de un hombre caminando solo por un bosque nevado en condiciones extremadamente frías de más de 75 grados bajo cero. Detalla cómo el hombre y su perro luchan contra el frío extremo mientras se dirigen a un campamento.
El documento describe la experiencia de un hombre caminando solo por un bosque nevado en condiciones extremadamente frías de más de 75 grados bajo cero. Detalla cómo el hombre y su perro luchan contra el frío extremo mientras se dirigen a un campamento.
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ENCENDER UNA HOGUERA
JACK LONDON
PUBLICADO: 1902 FUENTE: EN.WIKISOURCE.ORG
TRADUCCIÓN PROPIA DE ELEJANDRÍA
El día había amanecido frío y gris, excesivamente frío y gris, cuando el hombre se apartó del sendero principal del Yukón y subió por el alto terra- plén, donde un sendero poco transitado conducía hacia el este a través de la espesa arboleda de abetos. Era una ladera empinada, y se detuvo en la cima para tomar aliento, excusándose mirando el reloj. Eran las nueve. No había sol ni atisbo de sol, aunque no había ni una nube en el cielo. Era un día cla- ro y, sin embargo, parecía haber un manto intangible sobre la faz de las co- sas, una sutil penumbra que oscurecía el día y que se debía a la ausencia de sol. Este hecho no preocupaba al hombre. Estaba acostumbrado a la falta de sol. Hacía días que no veía el sol, y sabía que tendrían que pasar algunos días más antes de que aquel alegre orbe, situado hacia el sur, se asomara por encima de la línea del cielo y desapareciera inmediatamente de su vista. El hombre miró hacia atrás por donde había venido. El Yukón tenía una milla de ancho y estaba oculto bajo un metro de hielo. Encima de este hielo había otros tantos pies de nieve. Era de un blanco puro y se ondulaba suave- mente donde se habían formado los bloques de hielo. Al norte y al sur, hasta donde alcanzaba la vista, era de un blanco ininterrumpido, salvo por una línea oscura que se curvaba y retorcía alrededor de la isla cubierta de abetos del sur, y que se curvaba y retorcía hacia el norte, donde desaparecía detrás de otra isla cubierta de abetos. Esta oscura línea era el sendero -el sendero principal- que conducía hacia el sur a quinientas millas del Paso de Chil- coot, Dyea y el agua salada; y que conducía hacia el norte a setenta millas de Dawson, y aún hacia el norte a mil millas de Nulato, y finalmente a San Miguel en el Mar de Bering, mil quinientas millas más. Pero todo esto -el misterioso y lejano sendero, la ausencia de sol en el cielo, el tremendo frío y la extrañeza y rareza de todo ello- no causó ningu- na impresión en el hombre. No era porque estuviera acostumbrado desde hacía mucho tiempo. Era un recién llegado a la tierra, un chechaquo, y éste era su primer invierno. Su problema era que carecía de imaginación. Era rápido y despierto en las cosas de la vida, pero sólo en las cosas, y no en los significados. Cincuenta grados bajo cero significaban ochenta y pico grados de escarcha. Tal hecho le impresionaba como frío e incómodo, y eso era todo. No le llevó a meditar sobre su fragilidad como criatura de temperatu- ra, y sobre la fragilidad del hombre en general, capaz sólo de vivir dentro de ciertos estrechos límites de calor y frío; y de ahí en adelante no le condujo al campo conjetural de la inmortalidad y del lugar del hombre en el univer- so. Cincuenta grados bajo cero significaban una mordedura de escarcha que dolía y contra la que había que protegerse con mitones, orejeras, mocasines calientes y calcetines gruesos. Para él, cincuenta grados bajo cero eran exactamente cincuenta grados bajo cero. Que hubiera algo más que eso era algo que nunca se le pasó por la cabeza. Cuando se dio la vuelta para continuar, escupió especulativamente. Se oyó un crujido agudo y explosivo que le sobresaltó. Volvió a escupir. Y de nuevo, en el aire, antes de que pudiera caer a la nieve, la saliva crepitó. Sa- bía que a cincuenta grados bajo cero la saliva crepitaba en la nieve, pero esta saliva había crepitado en el aire. Sin duda hacía más frío que a cincuen- ta grados bajo cero, pero no sabía cuánto. Pero la temperatura no importaba. Se dirigía a la vieja propiedad en la bifurcación izquierda del arroyo Hen- derson, donde ya estaban los muchachos. Ellos habían cruzado la divisoria desde la región de Indian Creek, mientras que él había dado un rodeo para ver las posibilidades de sacar troncos en primavera de las islas del Yukón. Llegaría al campamento a las seis; un poco después de oscurecer, era cierto, pero los muchachos estarían allí, el fuego encendido y la cena caliente lista. En cuanto al almuerzo, apretó la mano contra el bulto que sobresalía bajo su chaqueta. También estaba bajo la camisa, envuelto en un pañuelo y apoyado contra la piel desnuda. Era la única forma de evitar que las galletas se con- gelaran. Sonrió para sus adentros al pensar en aquellas galletas, cada una de ellas abierta y empapada en grasa de tocino, y cada una encerrando una ge- nerosa loncha de tocino frito. Se internó entre los grandes abetos. El sendero era débil. Había caído me- dio metro de nieve desde que pasó el último trineo, y se alegró de no llevar trineo y viajar ligero. De hecho, no llevaba nada más que el almuerzo en- vuelto en el pañuelo. Sin embargo, le sorprendió el frío. Ciertamente hacía frío, concluyó, mientras se frotaba la nariz y los pómulos entumecidos con la mano enguantada. Era un hombre de bigote caliente, pero el pelo de su cara no protegía los altos pómulos y la nariz inquieta que se abría agresiva- mente al aire helado. Pisándole los talones trotaba un perro, un gran husky autóctono, el típico perro lobo, de pelaje gris y sin ninguna diferencia visible o temperamental con su hermano, el lobo salvaje. El animal estaba deprimido por el tremen- do frío. Sabía que no era momento de viajar. Su instinto le contaba una his- toria más cierta que la que el juicio del hombre le había contado. En reali- dad, no sólo hacía más de cincuenta grados bajo cero, sino más de sesenta, más de setenta. Hacía setenta y cinco bajo cero. Como el punto de congela- ción es treinta y dos bajo cero, eso significaba que había ciento siete grados de escarcha. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente en su ce- rebro no había una conciencia aguda de una condición de mucho frío como la que había en el cerebro del hombre. Pero el bruto tenía su instinto. Expe- rimentaba una aprensión vaga pero amenazadora que lo subyugaba y lo ha- cía escabullirse tras los talones del hombre, y que lo hacía cuestionar ansio- samente cada movimiento inesperado del hombre como si esperara que fue- ra a acampar o a buscar refugio en algún lugar y encender un fuego. El pe- rro había aprendido a encender fuego, y quería fuego, o si no meterse bajo la nieve y acurrucarse al calor del aire. La humedad helada de su respiración se había depositado sobre su pelaje en un fino polvo de escarcha, y especialmente su papada, hocico y pestañas estaban blanqueados por su aliento cristalizado. La barba y el bigote rojos del hombre estaban igualmente escarchados, pero de forma más sólida, pues el depósito adoptaba la forma de hielo y aumentaba con cada aliento húme- do y cálido que exhalaba. Además, el hombre mascaba tabaco, y el hocico de hielo le sujetaba los labios tan rígidamente que era incapaz de despejarse la barbilla cuando expulsaba el jugo. El resultado era que una barba de cris- tal del color y la solidez del ámbar aumentaba su longitud en su barbilla. Si se caía, se haría añicos, como el cristal, en fragmentos quebradizos. Pero no le importaba el apéndice. Era la pena que pagaban todos los que mascaban tabaco en aquel país, y él ya había salido antes en dos olas de frío. No ha- bían sido tan frías como ésta, lo sabía, pero por el termómetro de espíritu de Sixty Mile sabía que se habían registrado cincuenta grados bajo cero y cin- cuenta y cinco. Siguió a través de la llana franja de bosque durante varias millas, cruzó una amplia llanura de cabezas de negros y descendió por una orilla hasta el lecho helado de un pequeño arroyo. Era el arroyo Henderson, y sabía que estaba a diez millas de la bifurcación. Miró el reloj. Eran las diez. Avanzaba a seis kilómetros por hora y calculó que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió celebrarlo almorzando allí. El perro volvió a pisarle los talones, con la cola caída por el desaliento, mientras el hombre se balanceaba por el lecho del arroyo. El surco del anti- guo sendero de trineos era claramente visible, pero una docena de centíme- tros de nieve cubría las marcas de los últimos corredores. En un mes ningún hombre había subido o bajado por aquel silencioso arroyo. El hombre se mantuvo firme. No era muy dado a pensar, y justo entonces particularmente no tenía nada en qué pensar, salvo que almorzaría en las bifurcaciones y que a las seis estaría en el campamento con los muchachos. No había nadie con quien hablar; y, si lo hubiera habido, el habla habría sido imposible a causa del bozal de hielo que tenía en la boca. Así que siguió mascando tabaco mo- nótonamente y aumentando la longitud de su barba ambarina. De vez en cuando se repetía el pensamiento de que hacía mucho frío y que nunca había experimentado un frío semejante. Mientras caminaba se frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de la mano enguantada. Lo hacía automáticamente, cambiando de mano de vez en cuando. Pero por más que se frotaba, en cuanto se detenía se le entumecían los pómulos y al instante siguiente la punta de la nariz. Estaba seguro de que se le congelarían las mejillas; lo sabía, y experimentó una punzada de arrepentimiento por no ha- ber ideado una correa para la nariz del tipo que Bud usaba en las olas de frío. Una correa de ese tipo pasaba también por las mejillas y las salvaba. Pero no importaba mucho, después de todo. ¿Qué eran las mejillas heladas? Un poco dolorosas, eso era todo; nunca eran serias. Aunque la mente del hombre estaba vacía de pensamientos, era muy ob- servador y se fijaba en los cambios del arroyo, en las curvas y recodos y en los atascos, y siempre se fijaba en dónde ponía los pies. Una vez, al llegar a una curva, retrocedió bruscamente, como un caballo asustado, se apartó del lugar por donde había estado caminando y retrocedió varios pasos por el sendero. Sabía que el arroyo estaba helado hasta el fondo -ningún arroyo podía contener agua en aquel invierno ártico-, pero también sabía que había manantiales que brotaban de las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del arroyo. Sabía que las olas más frías nunca congelaban esos manan- tiales, y también conocía su peligro. Eran trampas. Bajo la nieve escondían charcos de agua que podían tener tres pulgadas de profundidad o tres pies. A veces los cubría una capa de hielo de medio centímetro de espesor, que a su vez estaba cubierta por la nieve. A veces se alternaban capas de agua y de piel de hielo, de modo que cuando uno se abría paso seguía abriéndose paso durante un rato, mojándose a veces hasta la cintura. Por eso se había asustado tanto. Había sentido el ceder bajo sus pies y oído el crujido de una piel de hielo oculta por la nieve. Y mojarse los pies a semejante temperatura significaba problemas y peligro. Como mínimo sig- nificaba retraso, pues se vería obligado a detenerse y encender un fuego, y bajo su protección descalzarse los pies mientras se secaba los calcetines y los mocasines. Se paró y estudió el lecho del arroyo y sus orillas, y decidió que la corriente de agua venía de la derecha. Reflexionó un rato, frotándose la nariz y las mejillas, y luego bordeó hacia la izquierda, pisando con caute- la y probando el suelo a cada paso. Una vez alejado del peligro, dio una nueva calada al tabaco y avanzó a su paso de cuatro millas. En el transcurso de las dos horas siguientes se topó con varias trampas similares. Por lo general, la nieve sobre los charcos ocultos tenía un aspecto hundido y confitado que anunciaba el peligro. Una vez más, sin embargo, estuvo cerca; y una vez, sospechando el peligro, obligó al perro a ir delante. El perro no quería ir. Se quedó rezagado hasta que el hombre lo empujó ha- cia delante, y entonces atravesó rápidamente la superficie blanca e intacta. De repente, se abrió paso, se tambaleó hacia un lado y se alejó hasta un te- rreno más firme. Se había mojado las patas delanteras y las traseras, y casi inmediatamente el agua que se le pegó se convirtió en hielo. Hizo rápidos esfuerzos por lamerse el hielo de las patas, luego se dejó caer en la nieve y empezó a arrancarse a mordiscos el hielo que se había formado entre los de- dos. Era una cuestión de instinto. Permitir que el hielo permaneciera signifi- caría que le dolerían los pies. No lo sabía. Se limitó a obedecer el misterio- so impulso que surgió de las profundas criptas de su ser. Pero el hombre lo sabía, había llegado a un juicio sobre el tema, se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó a arrancar las partículas de hielo. No expuso los de- dos más de un minuto, y se asombró del rápido entumecimiento que los azotó. Sin duda hacía frío. Se puso la manopla a toda prisa y se golpeó sal- vajemente el pecho con la mano. A las doce en punto el día estaba en su punto más luminoso. Sin embar- go, el sol estaba demasiado al sur en su viaje invernal para despejar el hori- zonte. La protuberancia de la tierra se interponía entre él y Henderson Creek, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado al mediodía y no proyectaba sombra. A las doce y media, en punto, llegó a la bifurcación del arroyo. Estaba satisfecho de la velocidad que había alcanzado. Si seguía así, sin duda estaría con los chicos a las seis. Se desabrochó la chaqueta y la ca- misa y sacó su almuerzo. La acción no le llevó más de un cuarto de minuto, pero en ese breve instante el entumecimiento se apoderó de los dedos ex- puestos. No se puso la manopla, sino que se golpeó los dedos una docena de veces contra la pierna. Luego se sentó a comer en un tronco cubierto de nie- ve. El escozor que siguió al golpe de los dedos contra la pierna cesó tan rá- pidamente que se sobresaltó. No había tenido ocasión de probar un bocado de galleta. Se golpeó repetidamente los dedos y los devolvió a la manopla, desnudando la otra mano para comer. Intentó dar un bocado, pero el hocico de hielo se lo impidió. Había olvidado encender un fuego y descongelarse. Se rió de su estupidez y, mientras lo hacía, notó el entumecimiento que se apoderaba de los dedos expuestos. También notó que el escozor que le ha- bía llegado a los dedos de los pies al sentarse ya estaba desapareciendo. Se preguntó si los dedos estarían calientes o entumecidos. Los movió dentro de los mocasines y decidió que estaban entumecidos. Se puso la manopla a toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado. Pataleó arriba y abajo hasta que el escozor volvió a los pies. Ciertamente hacía frío, fue su pensamiento. Aquel hombre de Sulphur Creek había dicho la verdad cuando contaba el frío que a veces hacía en el campo. Y él se ha- bía reído de él en aquel momento. Eso demostraba que no había que estar tan seguro de las cosas. No cabía duda de que hacía frío. Caminó arriba y abajo, dando pisotones y trillando los brazos, hasta que se tranquilizó al sentir que volvía el calor. Entonces sacó cerillas y procedió a hacer fuego. Sacó leña de la maleza, donde el agua de la primavera anterior había acu- mulado ramitas curtidas. Trabajando cuidadosamente desde el principio, pronto tuvo un fuego crepitante, sobre el que se descongeló el hielo de la cara y al abrigo del cual comió sus galletas. Por el momento, el frío del es- pacio había sido burlado. El perro disfrutó del fuego, estirándose lo bastante cerca para calentarse y lo bastante lejos para no chamuscarse. Cuando el hombre terminó, llenó su pipa y se tomó su tiempo para fumar. Luego se puso las manoplas, se ajustó bien las orejeras de la gorra y tomó el sendero del arroyo por la bifurcación de la izquierda. El perro se sintió de- cepcionado y anheló volver al fuego. Aquel hombre no conocía el frío. Po- siblemente todas las generaciones de sus antepasados habían ignorado el frío, el frío de verdad, el frío de ciento siete grados por debajo del punto de congelación. Pero el perro lo sabía; todos sus antepasados lo sabían y lo ha- bían heredado. Y sabía que no era bueno salir a pasear con un frío tan es- pantoso. Era el momento de acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes se cerrara sobre la faz del espacio exterior de donde procedía aquel frío. Por otra parte, no había una gran intimidad entre el perro y el hombre. Uno era el esclavo de trabajo del otro, y las únicas ca- ricias que había recibido eran las del látigo y las de los sonidos ásperos y amenazadores de la garganta que amenazaban con el látigo. Así que el perro no hizo ningún esfuerzo por comunicar su aprensión al hombre. No le preo- cupaba el bienestar del hombre; era por su propio bien que anhelaba volver hacia el fuego. Pero el hombre silbó y le habló con el sonido de los latiga- zos, y el perro le pisó los talones y lo siguió. El hombre dio una calada al tabaco y procedió a comenzar una nueva barba ambarina. Además, su aliento húmedo empolvó rápidamente de blan- co su bigote, cejas y pestañas. No parecía haber tantos manantiales en la bi- furcación izquierda del Henderson, y durante media hora el hombre no vio señales de ninguno. Y entonces ocurrió. En un lugar donde no había seña- les, donde la nieve blanda e intacta parecía anunciar solidez debajo, el hom- bre se abrió paso. No era profunda. Se mojó hasta las rodillas antes de salir flotando a la firme corteza. Estaba enfadado y maldijo su suerte en voz alta. Había esperado llegar al campamento con los muchachos a las seis en punto, y esto le retrasaría una hora, porque tendría que encender un fuego y secar su calzado. Esto era im- perativo a aquella baja temperatura, eso lo sabía; y se desvió hacia la orilla, a la que trepó. En la cima, enredada entre la maleza alrededor de los troncos de varios abetos pequeños, había un depósito de leña seca: palos y ramitas, principalmente, pero también porciones más grandes de ramas maduras y hierbas finas y secas del año pasado. Arrojó varios trozos grandes sobre la nieve. Esto servía de base y evitaba que la joven llama se ahogara en la nie- ve que de otro modo se derretiría. La llama la consiguió tocando con una cerilla un pequeño trozo de corteza de abedul que sacó de su bolsillo. Ardía con más facilidad que el papel. Lo colocó sobre la base y alimentó la joven llama con briznas de hierba seca y con las ramitas secas más pequeñas. Trabajó despacio y con cuidado, consciente del peligro que corría. Poco a poco, a medida que la llama se fortalecía, aumentaba el tamaño de las rami- tas con las que la alimentaba. Se acuclilló en la nieve, sacando las ramitas de entre la maleza y alimentando directamente la llama. Sabía que no debía fallar. Cuando hace setenta y cinco grados bajo cero, un hombre no debe fracasar en su primer intento de encender un fuego, es decir, si tiene los pies mojados. Si sus pies están secos y falla, puede correr por el sendero durante media milla y restablecer su circulación. Pero la circulación de los pies mo- jados y helados no puede restablecerse corriendo cuando hace setenta y cin- co grados bajo cero. No importa lo rápido que corra, los pies mojados se congelarán con más fuerza. Todo esto lo sabía el hombre. El viejo del arroyo Sulphur se lo había di- cho el otoño anterior, y ahora apreciaba el consejo. Ya había perdido la sen- sibilidad en los pies. Para encender el fuego se había visto obligado a qui- tarse las manoplas, y los dedos se le habían entumecido rápidamente. Su ritmo de seis kilómetros por hora había mantenido su corazón bombeando sangre a la superficie de su cuerpo y a todas las extremidades. Pero en cuan- to se detuvo, la acción de la bomba disminuyó. El frío del espacio golpeó la punta desprotegida del planeta, y él, que estaba en esa punta desprotegida, recibió toda la fuerza del golpe. La sangre de su cuerpo retrocedió ante él. La sangre estaba viva, como el perro, y como el perro quería esconderse y cubrirse del temible frío. Mientras caminaba a seis kilómetros por hora, bombeaba esa sangre, a discreción, hacia la superficie; pero ahora se desva- necía y se hundía en los recovecos de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras en sentir su ausencia. Sus pies mojados se congelaron más rá- pido y sus dedos expuestos se entumecieron más rápido, aunque todavía no habían comenzado a congelarse. La nariz y las mejillas ya estaban heladas, mientras la piel de todo su cuerpo se enfriaba al perder la sangre. Pero estaba a salvo. Los dedos de los pies, la nariz y las mejillas sólo se- rían tocados por la escarcha, pues el fuego empezaba a arder con fuerza. Lo alimentaba con ramitas del tamaño de su dedo. En un minuto más podría alimentarlo con ramas del tamaño de su muñeca, y entonces podría quitarse el calzado mojado y, mientras se secaba, mantener sus pies desnudos calien- tes junto al fuego, frotándolos al principio, por supuesto, con nieve. El fue- go fue un éxito. Estaba a salvo. Recordó el consejo del viejo de Sulphur Creek y sonrió. El viejo había sido muy serio al establecer la ley de que nin- gún hombre debía viajar solo por el Klondike después de los cincuenta años. Pues bien, aquí estaba; había tenido el accidente; estaba solo; y se ha- bía salvado. Pensó que algunos de aquellos veteranos eran bastante femeni- nos. Todo lo que un hombre tenía que hacer era mantener la cabeza, y esta- ba bien. Cualquier hombre podía viajar solo. Pero era sorprendente la rapi- dez con que se le helaban las mejillas y la nariz. Y no había pensado que sus dedos pudieran quedarse sin vida en tan poco tiempo. Sin vida estaban, porque apenas podía hacer que se movieran juntos para agarrar una ramita, y parecían alejados de su cuerpo y de él. Cuando tocaba una ramita, tenía que mirar para ver si la había agarrado o no. Los cables se interponían entre él y las puntas de sus dedos. Todo eso contaba poco. Allí estaba el fuego, chasqueando y crepitando y prometiendo vida con cada llama danzante. Empezó a desatarse los mocasi- nes. Estaban cubiertos de hielo; los gruesos calcetines alemanes parecían vainas de hierro a medio camino de las rodillas; y las cuerdas de los moca- sines eran como varillas de acero retorcidas y anudadas como por una con- flagración. Por un momento tiró con sus dedos entumecidos, y luego, dán- dose cuenta de la insensatez, sacó su navaja. Pero antes de que pudiera cortar las cuerdas, sucedió. Fue culpa suya o, mejor dicho, error suyo. No debería haber encendido el fuego bajo el abeto. Debería haberlo hecho al aire libre. Pero había sido más fácil arrancar las ramitas de la maleza y echarlas directamente al fuego. Ahora, el árbol bajo el que había hecho esto llevaba un peso de nieve en sus ramas. Hacía sema- nas que no soplaba el viento, y cada rama estaba completamente cargada. Cada vez que arrancaba una rama, transmitía al árbol una ligera agitación, imperceptible para él, pero suficiente para provocar el desastre. En lo alto del árbol, una rama volcó su carga de nieve. Ésta cayó sobre las ramas infe- riores, volcándolas. Este proceso continuó, extendiéndose y afectando a todo el árbol. Creció como una avalancha, y descendió sin previo aviso so- bre el hombre y el fuego, ¡y el fuego se extinguió! Donde había ardido ha- bía un manto de nieve fresca y desordenada. El hombre estaba conmocionado. Era como si acabara de oír su propia sentencia de muerte. Por un momento se quedó mirando el lugar donde ha- bía estado el fuego. Luego se tranquilizó. Tal vez el anciano de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera tenido un compañero de ruta, no habría corri- do peligro. El compañero podría haber encendido el fuego. Bueno, le tocaba a él encender el fuego de nuevo, y esta segunda vez no debía fallar. Aunque tuviera éxito, lo más probable es que perdiera algunos dedos. Sus pies de- bían de estar muy congelados, y pasaría algún tiempo antes de que el segun- do fuego estuviera listo. Tales eran sus pensamientos, pero no se sentó a pensar en ellos. Estaba ocupado todo el tiempo que pasaban por su mente. Hizo una nueva hoguera, esta vez al aire libre, donde ningún árbol traicionero pudiera apagarla. A continuación, recogió hierbas secas y pequeñas ramitas de los restos de la marea alta. No podía juntar los dedos para arrancarlas, pero era capaz de recogerlas a puñados. De este modo recogió muchas ramitas podridas y tro- zos verdes indeseables, pero era lo mejor que podía hacer. Trabajó metódi- camente, recogiendo incluso un puñado de las ramas más grandes para utili- zarlas más tarde, cuando el fuego cobrara fuerza. Mientras tanto, el perro lo observaba, con cierta nostalgia en los ojos, porque lo consideraba el provee- dor del fuego, y el fuego tardaba en llegar. Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo tro- zo de corteza de abedul. Sabía que la corteza estaba allí y, aunque no podía palparla con los dedos, oía su crujido mientras la buscaba. Por más que lo intentó, no pudo aferrarse a ella. Y todo el tiempo, en su conciencia, estaba el conocimiento de que a cada instante se le helaban los pies. Este pensa- miento le hizo entrar en pánico, pero luchó contra él y mantuvo la calma. Tiró de las manoplas con los dientes, y trilló los brazos de un lado a otro, golpeando con todas sus fuerzas las manos contra los costados. Hacía esto sentado y se levantaba para hacerlo; y todo el tiempo el perro estaba senta- do en la nieve, con su cola de lobo enroscada cálidamente sobre sus patas delanteras, sus afiladas orejas de lobo clavadas hacia adelante, atento mien- tras observaba al hombre. Y el hombre, mientras golpeaba y trillaba con sus brazos y manos, sintió un gran impulso de envidia al contemplar a la criatu- ra que estaba cálida y segura en su cobertura natural. Al cabo de un rato percibió las primeras y lejanas señales de sensibilidad en sus dedos golpeados. El leve hormigueo se hizo más fuerte hasta conver- tirse en un dolor punzante e insoportable, pero que el hombre saludó con satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y cogió la corteza de abedul. Los dedos expuestos volvieron a entumecerse rápidamente. Luego sacó su manojo de cerillas de azufre. Pero el tremendo frío ya le había qui- tado la vida a los dedos. En su esfuerzo por separar una cerilla de las demás, todo el manojo cayó a la nieve. Intentó sacarla de la nieve, pero no lo consi- guió. Los dedos muertos no podían ni tocar ni agarrar. Tuvo mucho cuida- do. Alejó de su mente el pensamiento de sus pies, y nariz, y mejillas hela- das, dedicando toda su alma a las cerillas. Observó, utilizando el sentido de la vista en lugar del del tacto, y cuando vio sus dedos a cada lado del mano- jo, los cerró, es decir, quiso cerrarlos, porque los cables estaban caídos y los dedos no obedecían. Tiró de la manopla de la mano derecha, y la golpeó fe- rozmente contra su rodilla. Luego, con ambas manos enguantadas, recogió el manojo de cerillas, junto con mucha nieve, en su regazo. Sin embargo, no le fue mejor. Después de manipularlo un poco, consiguió meter el manojo entre los ta- lones de sus manos. Así se lo llevó a la boca. El hielo crujió y se quebró cuando, con un violento esfuerzo, abrió la boca. Metió la mandíbula infe- rior, curvó el labio superior y raspó el manojo con los dientes superiores para separar una cerilla. Consiguió una, que dejó caer sobre su regazo. No le fue mejor. No podía recogerla. Entonces ideó una manera. La cogió entre los dientes y se la rascó en la pierna. Se rascó veinte veces antes de conse- guir encenderlo. Mientras ardía, lo sujetó con los dientes a la corteza del abedul. Pero el azufre ardiente le subió por las fosas nasales y se le metió en los pulmones, haciéndole toser espasmódicamente. La cerilla cayó en la nieve y se apagó. El anciano de Sulphur Creek tenía razón, pensó en el momento de deses- peración controlada que siguió: después de cincuenta bajo tierra, un hombre debe viajar con un compañero. Se golpeó las manos, pero no consiguió ex- citar ninguna sensación. De repente desnudó ambas manos, quitándose las manoplas con los dientes. Atrapó todo el manojo entre los talones de las manos. Los músculos de los brazos, que no estaban congelados, le permitie- ron apretar los talones de las manos contra las cerillas. Luego se rascó el manojo a lo largo de la pierna. Se encendieron setenta cerillas de azufre a la vez. No había viento para apagarlas. Mantuvo la cabeza a un lado para esca- par de los humos estranguladores y sostuvo el manojo en llamas contra la corteza de abedul. Mientras lo sostenía, sintió algo en la mano. La carne le ardía. Podía olerlo. Muy por debajo de la superficie, podía sentirlo. La sen- sación se convirtió en un dolor cada vez más agudo. Y aún así lo soportó, sosteniendo torpemente la llama de las cerillas contra la corteza que no se encendía fácilmente porque sus propias manos ardientes estaban en medio, absorbiendo la mayor parte de la llama. Por fin, cuando ya no pudo aguantar más, separó las manos de un tirón. Las cerillas ardientes cayeron chisporroteando en la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó a poner hierbas secas y ramitas sobre la llama. No podía elegir, pues tenía que levantar el combustible con los ta- lones de las manos. Pequeños trozos de madera podrida y musgo verde se aferraban a las ramitas, y él los arrancaba como podía con los dientes. Guar- dó la llama con cuidado y torpeza. Significaba vida, y no debía perecer. La retirada de la sangre de la superficie de su cuerpo le hizo empezar a temblar, y se volvió más torpe. Un gran trozo de musgo verde cayó de lleno sobre el pequeño fuego. Intentó sacarlo con los dedos, pero sus temblores le obliga- ron a empujar demasiado lejos y rompió el núcleo de la hoguera, las hierbas ardientes y las ramitas se separaron y se dispersaron. Intentó juntarlas de nuevo, pero a pesar de la tensión del esfuerzo, los escalofríos le vencieron y las ramitas se dispersaron sin remedio. Cada ramita echó una bocanada de humo y se apagó. El fogonero había fracasado. Mientras miraba apática- mente a su alrededor, sus ojos se fijaron en el perro, sentado al otro lado de las ruinas del fuego, en la nieve, haciendo movimientos inquietos y encor- vados, levantando ligeramente una pata delantera y luego la otra, cambian- do su peso de un lado a otro sobre ellas con ansia melancólica. "Mientras miraba apáticamente a su alrededor, sus ojos se fijaron en el perro". La visión del perro le hizo pensar en una idea descabellada. Recordó el cuento del hombre que, atrapado en una ventisca, mató a un buey y se metió dentro del cadáver, y así se salvó. Mataría al perro y enterraría las manos en el cuerpo caliente hasta que se le pasara el entumecimiento. Entonces podía encender otro fuego. Habló al perro, llamándolo; pero en su voz había una extraña nota de miedo que asustó al animal, que nunca antes había visto al hombre hablar de aquella manera. Algo ocurría, y su naturaleza suspicaz percibía el peligro; no sabía qué peligro, pero en algún lugar, de algún modo, en su cerebro surgió la aprensión hacia el hombre. Bajó las orejas al oír la voz del hombre, y sus movimientos inquietos y encorvados y los mo- vimientos de sus patas delanteras se hicieron más pronunciados; pero no se acercó al hombre. Se puso de rodillas y gateó hacia el perro. Esta postura inusual volvió a despertar sospechas, y el animal se alejó sigilosamente. El hombre se sentó un momento en la nieve y luchó por mantener la cal- ma. Luego se calzó las manoplas con los dientes y se puso en pie. Al princi- pio miró hacia abajo para cerciorarse de que realmente estaba de pie, pues la ausencia de sensibilidad en los pies le dejaba sin relación con la tierra. Su posición erguida por sí misma empezó a disipar las sospechas del perro; y cuando habló perentoriamente, con el sonido de los latigazos en su voz, el perro le rindió su lealtad habitual y se acercó a él. Cuando estuvo a su al- cance, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia el perro y ex- perimentó una auténtica sorpresa cuando descubrió que sus manos no po- dían agarrarse, que los dedos no se doblaban ni sentían nada. Había olvida- do por el momento que estaban congelados y que cada vez lo estaban más. Todo esto sucedió rápidamente, y antes de que el animal pudiera alejarse, rodeó su cuerpo con los brazos. Se sentó en la nieve y sujetó al perro mien- tras éste gruñía, gemía y forcejeaba. Pero era todo lo que podía hacer: rodear su cuerpo con los brazos y sen- tarse allí. Se dio cuenta de que no podía matar al perro. No había forma de hacerlo. Con sus manos inermes no podía desenvainar ni sostener su cuchi- llo de vaina ni estrangular al animal. Lo soltó y éste se alejó a toda veloci- dad, con el rabo entre las piernas y sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos doce metros y lo observó con curiosidad, con las orejas aguzadas. El hom- bre se miró las manos para localizarlas y las encontró colgando de los extre- mos de sus brazos. Le pareció curioso que tuviera que usar los ojos para sa- ber dónde tenía las manos. Empezó a trillarse los brazos de un lado a otro, golpeándose las manos con las manoplas contra los costados. Lo hizo du- rante cinco minutos, violentamente, y su corazón bombeó suficiente sangre a la superficie como para poner fin a sus escalofríos. Pero las manos no des- pertaron ninguna sensación. Tuvo la impresión de que colgaban como pesos en los extremos de sus brazos, pero cuando trató de correr la impresión, no pudo encontrarla. Le sobrevino un cierto temor a la muerte, sordo y opresivo. Este miedo se agravó rápidamente al darse cuenta de que ya no se trataba simplemente de congelarse los dedos de manos y pies, o de perder las manos y los pies, sino que era una cuestión de vida o muerte con las probabilidades en su contra. Esto le hizo entrar en pánico, y se dio la vuelta y corrió por el lecho del arroyo a lo largo del viejo y oscuro sendero. El perro se unió a él y le siguió el paso. Corría a ciegas, sin intención, con un miedo como no había conoci- do en su vida. Poco a poco, mientras surcaba la nieve, empezó a ver las co- sas de nuevo: las orillas del arroyo, los viejos troncos, los álamos sin hojas y el cielo. Correr le hizo sentirse mejor. No temblaba. Tal vez, si seguía co- rriendo, se le descongelarían los pies; y, de todos modos, si corría lo sufi- ciente, llegaría al campamento y a los muchachos. Sin duda perdería algu- nos dedos de las manos y de los pies y parte de la cara; pero los muchachos cuidarían de él y salvarían el resto cuando llegara. Y al mismo tiempo había otro pensamiento en su mente que le decía que nunca llegaría al campamen- to y a los muchachos; que estaba a demasiadas millas de distancia, que el frío le había dado demasiada ventaja y que pronto estaría tieso y muerto. Este pensamiento lo mantuvo en segundo plano y se negó a considerarlo. A veces se abría paso y exigía ser escuchado, pero él lo rechazaba y se esfor- zaba por pensar en otras cosas. Le parecía curioso que pudiera correr con unos pies tan helados que no podía sentirlos cuando golpeaban la tierra y soportaban el peso de su cuer- po. Le parecía que se deslizaba por encima de la superficie y que no tenía ninguna relación con la tierra. En alguna parte había visto una vez un Mer- curio alado, y se preguntó si Mercurio sentía lo mismo que él al rozar la tierra. Su teoría de correr hasta llegar al campamento y a los chicos tenía un fa- llo: carecía de resistencia. Varias veces tropezó, y finalmente se tambaleó, se arrugó y cayó. Cuando intentó levantarse, fracasó. Decidió que debía sentarse y descansar, y que la próxima vez se limitaría a caminar y seguir adelante. Mientras se sentaba y recuperaba el aliento, se dio cuenta de que estaba bastante cómodo y caliente. No temblaba, e incluso parecía que un cálido resplandor le había llegado al pecho y al tronco. Sin embargo, cuan- do se tocaba la nariz o las mejillas, no sentía nada. Correr no se las descon- gelaba. Ni tampoco las manos ni los pies. Entonces pensó que las partes congeladas de su cuerpo debían de estar extendiéndose. Trató de no pensar en ello, de olvidarlo, de pensar en otra cosa; era consciente de la sensación de pánico que le causaba y temía el pánico. Pero el pensamiento se impuso, y persistió, hasta que le produjo una visión de su cuerpo totalmente conge- lado. Esto fue demasiado, y echó otra carrera desenfrenada por el sendero. Una vez aminoró la marcha, pero el pensamiento de la congelación exten- diéndose le hizo correr de nuevo. Y todo el tiempo el perro corría con él, pisándole los talones. Cuando se cayó por segunda vez, enroscó la cola sobre las patas delanteras y se sentó frente a él, de frente, con curiosidad e intención. El calor y la seguridad del animal lo enfurecieron, y lo maldijo hasta que agachó las orejas apacigua- doramente. Esta vez los escalofríos se apoderaron más rápidamente del hombre. Estaba perdiendo la batalla contra la escarcha. Le entraba por todas partes. Pensar en ello le impulsó a seguir adelante, pero no corrió más de treinta metros, cuando se tambaleó y cayó de cabeza. Fue su último ataque de pánico. Cuando recobró el aliento y el control, se incorporó y pensó en afrontar la muerte con dignidad. Sin embargo, la idea no se le ocurrió en esos términos. Su idea era que había estado haciendo el ridículo, corriendo de un lado a otro como un pollo con la cabeza cortada, tal era el símil que se le ocurrió. Bueno, de todas formas se iba a congelar, y más le valía to- márselo decentemente. Con esta nueva tranquilidad llegaron los primeros atisbos de somnolencia. Una buena idea, pensó, dormir hasta morir. Era como tomar un anestésico. La congelación no era tan mala como la gente pensaba. Había muchas formas peores de morir. Se imaginó a los chicos encontrando su cuerpo al día siguiente. De pron- to se encontró con ellos, recorriendo el sendero y buscándose a sí mismo. Y, aún con ellos, dio la vuelta al sendero y se encontró tendido en la nieve. Ya no pertenecía a sí mismo, porque incluso entonces estaba fuera de sí, de pie con los muchachos y mirándose en la nieve. Pensó que hacía frío. Cuando regresara a los Estados Unidos, podría contarles a sus amigos lo que era el frío de verdad. De ahí pasó a una visión del anciano de Sulphur Creek. Po- día verlo claramente, calentito y cómodo, fumando en pipa. "Tenías razón, viejo amigo; tenías razón", murmuró el hombre al anciano de Sulphur Creek. Luego el hombre se durmió en lo que le pareció el sueño más confortable y satisfactorio que había conocido. El perro esperaba sentado frente a él. El breve día llegó a su fin en un largo y lento crepúsculo. No había señales de que se pudiera hacer fuego y, además, nunca en la experiencia del perro ha- bía conocido a un hombre que se sentara así en la nieve y no hiciera fuego. A medida que avanzaba el crepúsculo, se apoderó de él su ansia de fuego y, levantando y moviendo las patas delanteras, gimió suavemente y agachó las orejas en espera de que el hombre lo acosara. Pero el hombre guardó silen- cio. Más tarde, el perro gimió con fuerza. Y aún más tarde se acercó sigilo- samente al hombre y percibió el olor de la muerte. Esto hizo que el animal se erizara y retrocediera. Se demoró un poco más, aullando bajo las estrellas que saltaban, bailaban y brillaban en el frío cielo. Luego se volvió y trotó por el sendero en dirección al campamento que conocía, donde estaban los otros proveedores de comida y fuego. ¡GRACIAS POR LEER ESTE LIBRO DE WWW.ELEJANDRIA.COM!