Francisco Valdes Subercaseaux Padre Jaime Correa

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Francisco Valdés Subercaseaux O.F.M. Cap.

Francisco Valdés Subercaseaux O.F.M. Cap.

Inscripción N° 199.697
ISBN 978-956-9026-00-3
Primera edición 2011
© Padre Jaime Correa Castelblanco S.J.

Edición: Verónica Griffin Barros


Diseño y diagramación: Natalia Rodríguez Valdés
Impresor: Imprenta América
Fundación Fray Francisco Valdés Subercaseaux
www.fundacionfranciscovaldes.cl
Tel: 56–45-441068

Derechos reservados conforme a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial


a través de cualquier medio, sin previa autorización escrita del autor.

IMPRESO EN CHILE
Francisco Valdés Subercaseaux O.F.M. Cap.
1908 - 1982

Jaime Correa Castelblanco s.j.

FUNDACIÓN FRAY FRANCISCO VALDÉS SUBERCASEAUX


Presentación

Quienes tuvimos la gracia de conocer personalmente a monse-


ñor Francisco Valdés Subercaseaux, vimos siempre en él a un
hombre de Dios.
Nació en Santiago de Chile en una familia profundamente
cristiana. Al terminar sus estudios en el Colegio San Ignacio,
sintió que Dios le pedía consagrarle su vida en el sacerdocio
como servidor de todos, principalmente de los más pobres,
según el espíritu y las enseñanzas de San Francisco de Asís.
Movido por su amor al pueblo mapuche, ingresó a la Orden
de Hermanos Menores Capuchinos, en Baviera, Alemania,
donde se formaban los frailes enviados a evangelizar el sur de
nuestro país. Fue el primer capuchino chileno.
A su regreso a Chile, en San José de la Mariquina, luego
en Boroa y posteriormente en Pucón, fue misionero, vicario
parroquial y párroco. En 1956, fue nombrado primer obispo
de la ciudad de Osorno. En todos estos lugares, desplegó una
actividad incansable por el bien espiritual y material de las
personas que el Señor dispuso a su cargo.
Su cuerpo hoy reposa en la catedral San Mateo de Osorno.
La causa de canonización de monseñor Francisco Valdés fue
iniciada el 3 de noviembre de 1998.

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Quisiera expresar mi gratitud a quienes han colaborado en este
libro. En especial, a la señora Margarita Valdés Subercaseaux,
cuya recopilación de las cartas y recuerdos de su hermano, que
publicó bajo el título de Fray Francisco Valdés Subercaseaux,
misionero de la Araucanía y primer obispo de Osorno, ha sido
fundamental para este trabajo.
Jaime Correa Castelblanco S.J.

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Capilla de Almagro. Nueva Imperial.
Primeros años
1908-1927

Maximiano, que como religioso capuchino tomó el nombre


de Francisco, fue el segundo hijo del matrimonio formado por
Horacio Valdés Ortúzar y Blanca Subercaseaux Errázuriz, y
tuvo por hermanos a María, Margarita, Blanca y Gabriel.
Parientes suyos son los presidentes de la República Federico
Errázuriz Zañartu, Federico Errázuriz Echaurren y Germán
Riesco Errázuriz, y los arzobispos de Santiago, monseñor
Manuel Vicuña Larraín, monseñor Rafael Valentín Valdivieso
Zañartu y monseñor Crescente Errázuriz Valdivieso. Su abuelo
Ramón Subercaseaux Vicuña, su tío abuelo Rafael Errázuriz
Urmeneta y su tío Luis Subercaseaux Errázuriz fueron emba-
jadores de Chile ante la Santa Sede. Su tío, monseñor Juan
Subercaseaux Errázuriz, fue obispo de Linares y arzobispo de
la Serena, y su tío, padre Pedro Subercaseaux Errázuriz O.S.B.,
fue el primer benedictino chileno y el fundador de la Abadía
benedictina de Las Condes.

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Infancia

Maximiano nació en Santiago el 23 de septiembre de 1908. Al


día siguiente, fue bautizado en la parroquia de San Miguel por
el padre Miguel León Prado, futuro obispo de Linares, quien
dijo a su madre: «Este niño va a ser para ustedes una bendición
y una gran alegría».
Pero no todo fue alegría. A los dos años, el pequeño
Maximiano enfermó gravemente y fue desahuciado por los
médicos. En su aflicción, sus padres decidieron viajar al sur de
Chile, donde un sacerdote capuchino realizaba entonces cura-
ciones extraordinarias utilizando la hidroterapia.
Después de un duro viaje en tren a La Unión, y desde ahí
en coche hasta la misión capuchina en Río Bueno, los recibió
el padre Tadeo de Visent O.F.M. Cap. quien, al ver al niño, ex-
clamó: «Sanará». Este temprano contacto con los capuchinos
y la zona de los mapuches señalaría el rumbo del corazón de
Maximiano.

La primera comunión

Blanca, su madre, formó a sus hijos en la virtud y la piedad


cristianas. En la capilla contigua a la casa donde vivían, a
un costado de la casa de sus abuelos en la Chacra del Llano
Subercaseaux, la familia se reunía a diario para el rezo del
Rosario y la lectura de la vida de los santos en el Año Cristiano.
Cuando los dos niños mayores, María y Maximiano, tenían
cinco y cuatro años, y como la Iglesia estipulaba entonces para

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recibir la Eucaristía un mínimo de siete años, su madre escribió
una carta a Pío X, solicitándole un permiso especial.
Santísimo Padre muy amado:
Somos dos niños de Chile. Vivimos lejos, muy lejos de Vuestra
Santidad, pero os queremos mucho, tal vez más aún que los niños
de Europa, y tenemos Vuestro retrato en nuestra habitación.
¡Qué bueno es el Santo Padre por haber permitido que los niños
hagamos la primera comunión a los siete años! Nosotros no te-
nemos más que cinco y cuatro años.
Nos parece demasiado esperar hasta los siete, porque queremos
mucho a Jesús, al que deseamos recibir pronto.
Nuestra mamá nos enseña cada día el catecismo y ya sabemos
muchas oraciones. Ella dice que si Vuestra Santidad nos permite,
nosotros podríamos hacer nuestra primera comunión el próximo
año. Por este motivo, enviamos a Vuestra Santidad dos estampillas
para que en ellas nos escriba el anhelado permiso; las conservare-
mos toda la vida como preciosas reliquias.
Enviamos al mismo tiempo a nuestro Santo Padre muy querido la
fotografía de sus hijos.

Maximiano y María Valdés Subercaseaux

El Santo Padre respondió al pie de la misma carta:


Cuando vuestro párroco y la mamá juzguen que ustedes pueden
hacer la primera comunión, yo estaré muy contento y por ahora os
imparto mi bendición apostólica, para que os conservéis siempre
buenos.
Pius PP. X
Roma, 25 de abril de 1912

La primera comunión fue el domingo in albis de 1913, en la


parroquia de San Miguel, de manos de don Miguel León Prado.

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Maximiano y María Valdés el día de su primera comunión. 1913.
Blanca Subercaseaux con sus hijos Maximiano y María. 1913.
Juventud

Para su formación escolar, sus padres escogieron el Colegio San


Ignacio de los jesuitas, donde se habían educado sus abuelos,
sus bisabuelos, sus tíos y también su padre. Sus compañeros y
profesores, así como los archivos del colegio atestiguan que fue
un buen alumno.
«Mamita, Dios me llama», había dicho a su madre a los cinco
años. Pero, por lo demás, la vida de Maximiano se desarrollaba
como la de cualquier otro niño. Practicaba deportes y era muy
dotado para hacer trabajos con las manos, desde la mecánica,
que le encantaba, la carpintería, la escultura y la pintura. Podía
entretenerse horas en el taller de su tío Pedro Subercaseaux,
lavando pinceles, renovando colores y sirviendo de ayudante
al pintor que, por entonces, trabajaba en los grandes cuadros
con escenas históricas que le habían encargado los Gobiernos
de Chile y de Argentina.
Durante las vacaciones, ocupando un vagón completo del
ferrocarril, la familia viajaba al sur a lugares muy queridos:
Santa Fe, Penco, Pichilemu, Purén, Curacautín, Valdivia y
Puerto Varas.
En el fundo La Leonera, una propiedad que su padre y su tío
León Subercaseaux poseían en la zona mapuche de Purén, en la
cordillera de Nahuelbuta, Maximiano ayudaba en las misiones
que organizaba su madre. De este modo, ayudó a encontrar la
fe a muchos mapuches y acompañó a varios que pedían ser
bautizados tras conocer las enseñanzas cristianas. Junto a sus
hermanos, recorría los alrededores y visitaba las casas de los
mapuches. Así conoció de cerca el abandono espiritual en que

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vivían, lo que contribuyó grandemente a la orientación que
más tarde iba a tomar su vida.

Primer viaje a Europa

Terminados sus estudios, Maximiano viajó a Roma junto a su


familia. Alí vivían su abuelo, Ramón Subercaseaux, y su mujer,
Amalia Errázuriz, quienes eran entonces embajadores de Chile
ante la Santa Sede. El papa era Pío XI y Benito Mussolini go-
bernaba Italia.
Durante el viaje en barco, Maximiano iba inquieto y más
retraído que de costumbre. Rezaba mucho. Sus padres lo ob-
servaban y respetaban su silencio. Él nada decía, pero ellos
intuían que estaba tomando determinaciones importantes para
su vida. Años después, Maximiano escribió en unos recuerdos
personales:
Había llegado el término de mis estudios secundarios. No tenía
inquietudes. Mis gustos, sin llegar a ser hobbies, eran la mecánica,
la náutica y el deporte, pero me dejaban totalmente libre. Una
especie de vacío interior, que no me preocupaba, me tenía a la
espera. La espera se alargaba. Yo tomaba conciencia de que había
otros que esperaban de mí una decisión, al menos una orientación
para mi futuro.
Más aún, me mostraban diversos derroteros. Más de algún jesuita
me había hecho insinuaciones para que eligiera a la Compañía
de Jesús. Mi papá se preocupaba porque siguiera sus pasos en
la ingeniería. Mi tío Juan Subercaseaux, rector del Seminario de
Santiago, hubiera querido conquistarme para el sacerdocio dio-
cesano, y me invitaba con frecuencia a jornadas con seminaristas

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en Punta de Tralca. Mi mamá rezaba. Nunca me hizo sugerencias
directas. Tenía confianza en que su oración sería escuchada.

Al llegar a Roma, la familia se estableció en una residencial


próxima a la Embajada de Chile. La alegría de los abuelos fue
inmensa. Todos los días tomaban juntos el té en el salón de la
embajada, con visitas y secretarios y, una vez por semana, con
diplomáticos y nobles de la aristocracia romana.

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Vocación religiosa
1927-1934

En cuanto a Maximiano, se escabullía de los salones, perdién-


dose tardes enteras para refugiarse en alguna iglesia donde
pensar, rezar y discernir. Un día, alguien dijo a sus padres:
«¿Quieren saber dónde está su hijo? Búsquenlo en la iglesia de
Santa Teresa». Blanca, su madre, entró a la iglesia a una hora
en que no había Misa, y encontró a su hijo de rodillas, inmóvil,
absorto en oración ante el Sagrario.
Maximiano rezó mucho para que el Señor guiara su decisión.
Grabadas quedaron en su alma horas y horas ante el Santísimo
en la basílica de Santa Inés, en la capilla de la Reina de los
Corazones, en la iglesia de San Camilo y en la de los capuchinos.
Diez años después, él mismo recordaría lo que pasó en su alma.
«No puedo evocar sin conmoverme hasta las lágrimas, esos días
de gracia pasados en la Roma del alma, cuando el Amado me
llamaba tan fuertemente, urgiéndome con violencia».
Pero era también un llamado a la vida franciscana. En 1927,
se celebró en Roma el séptimo centenario de la muerte de San
Francisco de Asís. Maximiano recuerda:

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El año franciscano tocaba su fin. Todo en Italia hablaba del santo,
cantaba al santo de Asís. Me cautivó la inauguración del monu-
mento erigido delante de San Juan de Letrán. Me conmovió la
película sobre su vida, libreteada por Johannes Jörgensen. Las
estampillas de correo conmemoraban episodios de su vida.
Con mi tío Juan Subercaseaux, fuimos a un concierto sinfónico
donde se ejecutó el Tríptico Franciscano de Licinio Refice, dirigido
por su autor. La música y el texto me hirieron con la suavidad
de una sensación que nunca antes había sentido. Asistimos a la
clausura del año franciscano en la basílica de San Juan de Letrán.
Un cardenal predicó magistralmente y fue ejecutada por el coro
de la capilla Sixtina, la Misa del papa Marcelo de Palestrina. ¡Qué
música! Era como otra estocada que me hacía tambalear. El santo
me estaba seduciendo.
Pero, ¿quién era ese hombre? ¿Qué había hecho ese santo que le-
vantaba el mundo y me cautivaba con el eco de su vida? Para cer-
ciorarme, compré la Vida de San Francisco y Santa Clara, la última
edición, de Johannes Jörgensen. La red seguía envolviéndome.
Zarandeado, sin saber qué hacer, con mi secreto adentro, anduve
vagando solitario por las populosas callejas de Roma. Me puse
agresivo con los de mi familia. Después salí por días enteros.
Entrar a una iglesia y ponerme a llorar era una misma cosa. Llorar
era mi felicidad.
Un día, subía yo la rampa hacia San Pedro. Iba en busca de luz en
la soledad de algún rincón de las naves de la inmensa basílica. Y
una figura se cruzó conmigo en la subida; nunca se borró de mi
retina. No supe si era peregrino, penitente o un fraile: de todo eso
tenía. Hábito plomo, muy pobre, cordón a la cintura, descalzo,
cabeza tonsurada con cerquillo, barba negra. Me quedé mirándolo
hasta que se perdió en la columnata del Bernini. ¿Quién era? ¿No
sería el mismo que me estaba seduciendo en esos días? Me quedó
el interrogante y percibí su llamado: Señor, ¿qué quieres que yo
haga?

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Aconsejado por directores expertos, decidí ingresar al Pío Latino
Americano, colegio para eclesiásticos de nuestro continente donde
había un grupo de compañeros chilenos.

Seminarista en el Colegio Pío Latino Americano

Un día, se desahogó con su madre. Profundamente emocio-


nados, dejaron hablar al corazón. Maximiano le confesó que
sentía una fuerte inclinación al sacerdocio y que había decidido
ingresar como seminarista en el Colegio Pío Latino Americano
de Roma. La madre, como siempre, respetó a su hijo y decidió
acompañarlo en su ofrenda. El padre, informado de la decisión,
inclinó la cabeza ante la voluntad de Dios.
En la mañana del día anterior a Pentecostés, fueron primero
a la Trinità dei Monti, en la Piazza di Spagna, a despedirse de la
Virgen. Y desde allí siguieron al Colegio Pío Latino Americano
en la vía Gioacchino Belli. El rector jesuita lo recibió y trató de
hacer menos triste la despedida. Maximiano estaba contento de
acogerse nuevamente a la dirección de sus antiguos maestros
de la Compañía de Jesús.
Allí se encontraban también algunos chilenos de paso por
Roma: el padre Alejandro Huneeus Cox, don Manuel Larraín
Errázuriz, quien pronto iba a ser ordenado sacerdote, y su que-
rido tío, el padre Juan Subercaseaux Errázuriz, que entonces
era rector del Seminario de Santiago.
Maximiano se matriculó en la Universidad Gregoriana y
cursó estudios de Filosofía desde octubre de 1927 hasta julio
de 1929.
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Discernimiento vocacional definitivo: capuchino

La vida de Maximiano siguió tranquila. Estudiaba bien, pero


algo le decía que el sacerdocio diocesano no era el camino.
Prudentemente, su confesor y padre espiritual en el Colegio
Pío Latino Americano, el padre Pietro Maina S.J., le pidió que
esperara y lo instó a que continuara discerniendo.
Un día fuimos a San Pedro para la celebración de una beatificación.
Me esperaba una sorpresa. Al acercarme a la basílica, pude distin-
guir en lo alto la figura nimbada, elevada en el aire, esplendorosa
y radiante de un capuchino. El papa, es su panegírico, describió la
vida y el significado del humilde fraile limosnero de Génova, fray
Francesco Maria de Camporosso. El franciscanismo de ese hombre
me atrajo. Era una primavera la que bullía en todo mi ser.

En la Universidad Gregoriana, alternaba con estudiantes ve-


nidos de muchos países y pertenecientes a diversos institutos
religiosos. Así descubrió a los capuchinos.
Me parecían excepcionales. Eran pocos. Modestos y alegres, los más
pobres, con sus hábitos remendados, descalzos siempre, cabezas
rapadas con cerquillo. Eran legítimos descendientes del poverello.
Y, a pesar de ser muy distinguidos en el estudio, no por eso perdían
su sencillez y autenticidad, que cada día me encantaba más.
Para mí, esta predicación muda y repetida de los capuchinos, no
con argumentos, sino con sus vidas, con su actitud, con su perfecta
alegría, fue surtiendo su efecto eficaz. En cada uno me parecía
percibir algunas de las características que habían hecho del hijo de
Bernardone de Asís un santo incomparable.

En 1928, apareció en la revista Civiltà Cattolica un artículo


sobre la Orden capuchina en el cuarto centenario de la vuelta
a la Regla franciscana, en heroica pobreza y altísima contem-

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plación, tal como la vivió y enseñó el santo fundador. El texto
extractaba los episodios que dieron origen a los capuchinos, así
como trozos selectos de las primeras Constituciones.
Ese artículo y sobre todo las Constituciones originales de la Orden,
me abrieron nuevas perspectivas para mirar un horizonte que me
atraía más y más.
Y vino el último campanazo. Estábamos los del Pío Latino de va-
caciones en Montenero, en la Toscana. En el Osservatore Romano,
leí la siguiente noticia: «Misiones de Araucanía, Chile. Voraz in-
cendio destruye convento de San Francisco en Valdivia. Mueren
carbonizados los padres Albuino y Eucario, misioneros capuchinos
bávaros».
La sangre se detuvo en mis venas y quedé como enajenado. Un
signo como éste no podía quedar ya sin respuesta. Desfiló por mi
mente una sucesión de escenas: el padre Tadeo devolviéndome la
salud, las acuarelas franciscanas del tío Pedro Subercaseaux, los
mapuches de Purén, el concierto de Refice, la beatificación de fray
Francesco de Camporosso, el penitente de la plaza de San Pedro,
las Constituciones de los capuchinos.
Hablé ese mismo día con mi director espiritual, el santo jesuita
padre Maina. Le urgí que comprendiera, después de tres años de
búsqueda, y cediera en su resistencia. Esta vez lo derroté. Decidí
definitivamente mi vocación, resuelto a realizarla: franciscano,
capuchino, misionero en la Araucanía.

El 29 de agosto de 1929, escribió una carta a su madre donde


le anunciaba su decisión.

Peregrino en Tierra Santa

En la espera para entrar en la vida capuchina, decidió ir en


peregrinación a Tierra Santa. Escribió entonces a sus padres:
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Les pido este último favor, el último regalo, aunque como hijo
bien poco lo merezco por haber sido ingrato: el permiso para una
peregrinación a Tierra Santa antes de entrar al noviciado; después
ya no será posible. Seré un peregrino pobre.

Y, aunque quería viajar solo, le pidieron que acompañara al


obispo de Concepción, monseñor Gilberto Fuenzalida Guzmán,
alojado entonces en el Pío Latino Americano.
El viaje fue la larga peregrinación de un anacoreta en
medio de los turistas: Recogimiento, meditación, lecturas
del Evangelio, conversaciones piadosas con el obispo. «Aquí
-escribe a su madre- se gusta el Evangelio, porque se lo com-
prende mejor. Con el corazón se captan los misterios del amor
de Jesús. Uno no debe viajar solamente para admirar y visitar,
sino para amar, orar, llorar y besar».
Solo y a pie recorrió los lugares santos. En el convento
franciscano, se preparó con un retiro para la celebración de
Navidad. En la gruta de Belén, adoró al Niño, acompañando
a María y a José. Sufrió al constatar el odio entre palestinos y
judíos. En Jerusalén, dejó correr su devoción en el Templo, en
el Cenáculo, en el Monte Olivete, en la calle de la Amargura, en
el Santo Sepulcro.
Viajó a Galilea junto a monseñor Fuenzalida. En Nazaret,
asistió al ingreso de una compañera de peregrinación como
novicia en el Monasterio de Santa Clara. Caná de Galilea y el
Monte de las Bienaventuranzas lo llenaron de consuelo.
Su viaje concluyó el 3 de enero de 1930. Llevando en el
alma los más puros sentimientos, se embarcó de regreso a Italia
pronto a emprender viaje a Baviera para iniciar su noviciado
capuchino.

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En la gran familia franciscana

Viajó de Italia a Alemania en pleno invierno. Luego de peregri-


nar a Asís, atravesó los fríos Alpes hacia el santuario mariano
de Altötting, en el corazón Baviera. El 17 de enero, lo recibió el
padre Franz Seraph von Bobingen O.F.M. Cap., quien iba a ser
su provincial durante varios años, al que entregó una carta del
padre Pietro Maina S.J.
Y me presenté al padre provincial en Altötting para pedirle que me
aceptaran en la Orden capuchina. Había dado un salto en el vacío.
Había tentado la aventura más grande de mi vida. En Baviera no
conocía a nadie, no entendía una palabra en alemán, no podía
comunicarme con nadie.
El provincial, padre Franz Seraph, me recibió con la cordialidad
profunda, reservada, tímida, interior, propia de los religiosos ale-
manes. Hablamos en latín. Me mandó al noviciado con el padre
Egino y ordenó que después de un retiro de ocho días hiciera mi
toma de hábito.

En el noviciado de Laufen

Maximiano ingresó al noviciado de Laufen, en Altötting, el 26


de enero de 1930. Una gruesa capa de nieve cubría los techos
y los campos cuando inició su largo peregrinar como capu-
chino, forjándose en la obediencia, la penitencia y la entrega
propias de su Orden, quien desde entonces sería fray Francisco
de San Miguel.

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Le parecía un sueño estar revestido con el hábito inaugurado
por San Francisco, el poverello de Asís. Pero no todo era con-
solación. Con humildad, el novicio confesó sus problemas:
Había sido revestido por fuera. Pero por dentro había comenzado
el camino. Jamás imaginé que se me iba a exigir tanta renuncia.
Los primeros días fueron novedad, pero pronto vino la oscuridad
de la monotonía.
Mientras más avanzaban los días de esta nueva vida, más se ce-
rraba mi horizonte, más difícil se me hacía la existencia. El invi-
erno nórdico, sin divisar nunca el sol, bajo una nieve permanente,
me resultaba agobiante. Una luz muy viva me había conducido
feliz hasta dar este paso comprometedor. ¿No había sido todo una
ilusión? La luz había desaparecido, dejándome en una espan-
tosa oscuridad: en ella todo me parecía falso. Los religiosos, unos
hipócritas; yo, un iluso; el convento, un contraste con la pobreza
franciscana de mis sueños. Mi decisión había sido equivocada. Sin
haberlo imaginado, había venido a parar al purgatorio, si no en el
infierno. Rezar me resultaba imposible. Durante las interminables
jornadas oscuras de mi celda vacía, muchas veces tomé la decisión
de ir donde el padre maestro para comunicarle mi resolución
de irme. En la Orden no había encontrado nada de lo que había
venido a buscar.
¿Por qué no dejé todo? Dios lo sabe. Como el grano de trigo, si no
cae bajo la tierra en el surco y muere no produce fruto, muriendo
llega a dar nueva vida. Sí. Lo había asegurado el Maestro. Lo que
costaba era aceptarlo. Era preciso esperar contra toda esperanza,
creer en la resurrección del hombre que muere a sí mismo. La pelea
costaría un año: el noviciado.
[…]
A los religiosos de la comunidad, los iba encontrando buenos. Pero
sus defectos me saltaban a la vista. A los compañeros novicios, los
comencé a aceptar después de varios meses. Al fin, la primavera

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trajo una nueva vida a la naturaleza, ofreciéndome panoramas de
ternura desconocida, al mismo tiempo que empezaba a amanecer
en mi interior.
[…]
Al terminar el noviciado, lentamente, la Orden capuchina comenzó
a ser mi familia. Formulé mi profesión religiosa a medianoche el
27 de enero de 1931. La Orden me había probado. Yo había apren-
dido a morir, y fui aceptado.

Si el grano de trigo no muere, no produce fruto, había sido su


duro aprendizaje. Del silencio de los monjes alemanes, del pedir
permiso al superior para hacer cualquier cosa, la comida de ro-
dillas en ciertos días de penitencia, del rezo riguroso del oficio
divino, fue forjándose en él una alegría profunda, contagiosa y
recia, la alegría franciscana, testimonio del mensaje que llevaba
consigo, y de la entrega de su vida.

Compromiso capuchino

Durante la semana de ejercicios espirituales que debía realizar


antes de formular los votos religiosos, Francisco redactó su
compromiso capuchino.
Mi principal deber como cristiano y religioso será atender con
la mayor perfección posible al culto y honra divinos. La Santa
Comunión y la Misa serán el centro de mi vida.
La observancia de los votos ha de ser la dirección segura de mis
acciones. No separaré de ellos el ejercicio de las virtudes que a ellos
corresponde. Renovaré la Santa Profesión todos los días después
de la comunión en intimidad con Jesús.
La Santa Pobreza. La amaré más de lo que la he amado, como pre-

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ciosa herencia de San Francisco. No me contentaré con carecer de
lo superfluo, sino también, muchas veces, de lo necesario, porque
la pobreza que no se sufre no es tal. Pediré hábitos viejos o usados
y los cuidaré y parcharé. Comeré sólo lo ordinario y barato.
Viajaré sólo por obediencia o caridad y, siempre que se pueda, en
el caballo de San Francisco [a pie]. Daré a los pobres todo lo que
permitan mis superiores. Rezaré frecuentemente para obtener la
verdadera y real pobreza, no contentándome con el desapego a las
cosas terrenas.
La Santa Obediencia. Como el principal de los votos y el más difícil
de cumplir, he de trabajar para observarla, ejercitándome en obe-
decer desde las pequeñeces, sin distinguir quién manda ni por qué.
Los deseos de los superiores serán para mí obligaciones. Obedeceré
en cuanto pueda a cualquiera que me ordene o me pida algo, sea
quien fuere. Pediré permiso para hacer cualquier cosa que no sea
común.
La Santa Castidad. La custodiaré como gran tesoro, especialmente
guardando mi vista. No importa no conocer muchas cosas de la
tierra, con tal de conocer las infinitas bellezas del cielo en el alma.
Especialmente en la ciudad, tendré los ojos dirigidos al suelo.
Trataré de evitar las conversaciones, canciones y lecturas en las
que se encuentre la más mínima sombra contra esta santa virtud.
La Santa Regla. Ella ha de ser mi fiel compañera y la he de estimar
en todo su valor, leyéndola, estudiándola y meditándola. Lo mismo
haré con las Constituciones que leeré muy seguido para observar
todos los mandatos con puntualidad. Y esto vale también para
cuando me encuentre en las misiones. Procuraré seguir todos los
consejos y la libertad de la Regla, para merecer las bendiciones que
a los observantes prometió San Francisco.

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En la Universidad de Eichstätt

Poco después de su profesión, fray Francisco de San Miguel fue


enviado a la Universidad de Eichstätt, en Baviera, para comen-
zar sus estudios de Teología en el seminario diocesano. Pero en
Eichstätt, las clases le resultaron «muy difíciles». Debido a su
escaso dominio del idioma alemán, debía estudiar casi siempre
solo, ya que nadie en su comunidad podía ayudarlo.

Venecia. La isla de la Giudecca

Como se acercaba el tiempo de su ordenación, y para facili-


tarle el estudio de la filosofía, el superior de la Orden decidió
enviarlo a que terminara sus estudios en Venecia, al convento
capuchino del Santísimo Redentor en la isla de la Giudecca.
De su vida en la isla de la judería -la Giudecca- tenemos los
testimonios de algunos capuchinos. Fray Girolamo Bortignon,
uno de sus superiores, y después obispo de Padua, recuerda:
En los años treinta, los capuchinos llevábamos una vida más
austera que hoy, tanto que no pocos de los jóvenes se enfermaban
y debían ser dispensados de ciertas prácticas rigurosas. No en-
tendíamos cómo fray Francisco las observaba todas sin la menor
dispensa. Él iba vestido ligeramente y con los pies desnudos, aun
en el más rígido invierno, mostrándolos enrojecidos y llenos de
sabañones. Dormía en una celda del segundo piso, sobre un jergón
duro, con una frazada muy delgada, aun en el tiempo más frío.
Sabíamos que fray Francisco tenía una cultivada formación y una
personalidad superior a la de todos sus compañeros. Sin embargo,
jamás quiso dar a conocer ni su educación aristocrática, ni su

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doctorado en Filosofía o su experiencia en el trato con personas
de alto rango.
Era propio de su personalidad, por agere contra -hacer lo contrario
a la propia tendencia-, sobresalir en la virtud de la humildad.
Sabiendo que había abrazado la vida y la Regla de los Hermanos
Menores, él quería ser y vivir esa minoridad: ser el menor de todos
con respecto a los superiores, a los co-hermanos, a los condiscípu-
los. Nadie le oyó decir una palabra de su nobleza, de la riqueza
o de los méritos de su familia. No soportaba ese tipo de conver-
sación cuando alguno hacía una alusión a ese respecto. El padre
Paulino de Premariacco era el director, y algunas veces, estando
ausente Francisco, lo ponía como ejemplo a los otros seminaristas.
Él quedaba muy confundido si una voz indiscreta se lo refería:
Francisco no quería ser objeto de atención.

Visitaba a menudo, e invitaba a otros seminaristas a hacerlo,


a los enfermos que estaban en la enfermería, a los que decía
palabras de consuelo y de amistad.
Durante las vacaciones de verano, venían sacerdotes de otros países
y lenguas a aprender el italiano. Fray Francisco, que conocía bien
el francés, el inglés y el alemán, se ofrecía como humilde profesor.
En el verano de 1933, vino al convento de la Giudecca fray Huberto,
capuchino inglés, para estudiar italiano, que le era necesario para
su tesis de doctorado. Cada vez que se sentía en apuros, acudía
a Francisco a quien se vio sacrificar la recreación para ayudar
a su hermano, explicándole en inglés aquello que el estudiante
extranjero sólo podía entender en su propia lengua.

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Profesión solemne
y ordenación sacerdotal
1934

El primer día de 1934, su madre, su hermano Gabriel y su


hermana María y su marido, partieron desde Chile rumbo a
Italia. Antes de dirigirse a la Giudecca, hicieron en Roma las
peregrinaciones del jubileo extraordinario y asistieron a la bea-
tificación de los mártires jesuitas de las reducciones guaraníes
del Paraguay. Luego visitaron Montecassino, Padua y Trento.
Entretanto, el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del
Señor, fray Francisco y cuatro capuchinos emitían su profesión
religiosa perpetua y solemne. Francisco se convertía así en el
primer capuchino chileno.
Su madre llegó a Venecia en la primera semana de marzo.
Con el corazón emocionado, emprendí la última etapa de ese viaje
cuyo fin no era otro que el encuentro en Venecia. Más o menos dos
horas después de dejar Padua, entró mi tren sobre rieles en el mar.
¡Con qué emoción latía mi corazón cuando, luego de disminuir el
tren su marcha, abrí la ventana y saqué la cabeza! Si no hubiera
sido por Gabriel, no habría reconocido a mi Maximiano. Pero es-
taban juntos los dos. Gabriel, con sus pantalones a la rodilla y su
boina azul, y ése otro… ese padrecito delgado, pálido, de barba

27
rubia, nueva y crespa, de pies descalzos sobre gruesas suelas ama-
rradas con tiras de cuero, en túnica parda y capucha puntuda. Ése
era mi hijo mayor, el hijo dado al Señor.
Atravesamos Venecia a pie, como lo quiso mi hijo, a lo francis-
cano, llevando mis niños cada uno una maleta. Es largo el viaje
desde la estación al muelle o Riva dei Schiavoni, siempre orillando
canales, desembocando en sorpresas de plazuelas rosadas, atrave-
sando arcos de puentes levantados sobre las aguas azules.
Y se acercó el día de la Ordenación. A mi niño no lo vi más. Entró
a retiro largo y estricto. En la víspera, fui al jardín de una preciosa
villa y compré los jacintos más lindos que he visto en mi vida y
un atado de violetas. Embalsamada con mi cosecha, me vine al
convento y adorné el altar con esas flores húmedas de pureza. Al
atardecer, Juan, su tío, y yo fuimos al convento a ver a nuestro
niño, salido del retiro. Vino él, bañados sus ojos con lágrimas y, a
través de ese llanto, miraba con cariñosa sonrisa.
Y llegó el gran día: Nos sentamos en primera fila, en la gran iglesia
del Redentor. Vi a los elegidos, una veintena, tendidos en el suelo,
la faz pegada a la tierra. El obispo sopló sobre ellos, y vino el
Espíritu Santo y cada uno era ahora un nuevo Cristo sobre la tierra.
Después pusimos un cable al papá. Saludamos con Francisco al
patriarca de Venecia, y almorzamos con Francisco Fresno.
A la mañana siguiente, muy temprano, estuvimos en la capilla
resucitada de jacintos, rosas, cirios, y violetas. Fue una Misa breve,
callada, al amanecer, como en las catacumbas.

Carta de su antiguo director espiritual

El 17 de marzo de 1934, fray Francisco Valdés fue ordenado


sacerdote. Ese mismo día recibió una carta desde Roma de su
antiguo director espiritual, el padre Pietro Maina.

28
Quiero que hoy, precisamente en el día que vas por primera vez
a inmolar a Jesucristo, te llegue mi carta y con ella mi corazón
henchido de santo gozo por verte al término de una de tus más
grandes aspiraciones. Ahora que te veo llegar al altar, doy gracias
a Dios desde lo más íntimo de mi corazón, y no sé pedir para ti
otra cosa en este día sino que Dios acabe en ti lo que ha empezado:
que pronto puedas volar hacia donde tu vocación te llama, a ser
un nuevo Francisco Javier araucano. [Se refiere a San Francisco
Javier, primer compañero de San Ignacio, misionero jesuita y
apóstol en India, Japón y China.]
Junto a Cristo y al contacto de Su Sangre, has de acabar de formar
en ti al hombre nuevo, al hombre de Dios, para la gran misión a
que eres llamado, a la del apóstol que, bordón en mano y fuego
en el corazón, va por la sierra en busca de almas, dejando tal vez
en los zarzales del camino pedazos de sayal descolorido, el hábito
nupcial con que te has de presentar al festín eterno.
Goza, querido Max, goza santamente las primicias de tu sacerdocio
en el recogimiento y en la quietud de tu corazón. Que seas feliz con
la única felicidad verdadera, que es la que viene de Dios y que sólo
Dios sabe dar a sus fieles ministros y religiosos.
Que Dios y su Santísima Madre, desde el cielo, te concedan todas
aquellas gracias que yo aquí pido para ti y para tu familia que ha
hecho el sacrificio de darte eternamente al buen Dios.

Loreto y Asís

Casi inmediatamente después, partimos, Francisco y yo, a Loreto.


No sé cómo se arregló ese viaje. Creo que lo propuso la tarde
anterior el padre superior. Al levantarse el sol sobre el Adriático,
mi hijo y yo lo miramos desde la ventanilla de un vagón de tercera
clase. Mi hijo me había dicho: «Mamacita, el día de mi primera

29
Misa lo quiero pasar en silencio y recogimiento. Le ruego, pues,
venga sola conmigo y viajemos en tercera clase».
Y así íbamos como pobres, desconocidos, piadosos peregrinos.
Viajamos todo el día cambiando de trenes. Llegamos a Loreto en
la luz escasa de crepúsculo. Subimos al pueblo en un cochecito
campesino. Él se fue al convento y me dejó en un albergue cercano.
De allí salí con el alba. Y luego me encontré en la gran basílica.
Sonaban a fiesta las campanas. Era el 19 de marzo, fiesta de San
José, y estaba yo en su casita de Nazaret, de rodillas en el suelo,
cuando entró mi hijo revestido y subió al altar. El padre que venía
con él para ayudarlo se acercó a mí y dijo en voz alta, en italiano:
«Venga la madre del nuevo sacerdote». Y me colocaron en la pri-
mera grada del altar. Allí recibí a Jesús, por segunda vez de manos
de mi hijo.
Después de un frugal almuerzo en el convento, volvimos a bajar la
pendiente hasta la estación. Y esa misma tarde llegamos a Asís y,
como buen hijo de San Francisco, él subió al pueblo a pie, llevando
mi maleta. Él no tenía equipaje, sino el peso de su emoción.
En Asís, nos encontramos de nuevo Juan y Francisco Fresno,
ahora con Ettore, María y Gabriel, que venían desde Venecia, y mi
hermano León y Paz, con sus niños, desde Roma.
Al día siguiente, nos ocupamos de los preparativos para la primera
Misa cantada y la primera comunión de los niños Subercaseaux,
Pedro y Juanita.
El día 21 de marzo, a las ocho de la mañana, rodeaban el altar
mayor mis hijos, mis hermanos y unos pocos chilenos más. Yo
estaba al pie del altar con los niñitos que hacían la primera comu-
nión. Juan, que acompañaba a su sobrino en el altar, habló muy
bien y nos hizo llorar al evocar a nuestra madre tan amada, cuyo
amor a San Francisco había culminado, o más bien cristalizado,
en esta ceremonia.

Era la segunda vez que Francisco visitaba Asís. Junto a su


madre y a su hermano Gabriel, permanecieron unos días en la

30
pequeña ciudad para recorrer todos los lugares franciscanos. La
Semana Santa de 1934 vivida allí fue para los tres peregrinos
un cielo en la tierra.
El día de Pascua, mi hijo dijo Misa en la cripta sobre la tumba del
Santo. Llevaba mi casulla; todo era marfileño. ¡Qué precioso!
Así pasaron los días de Asís. Nos dijimos adiós. Él, mi hijito, con-
tinuó a pie hasta la Alverna. Yo bajaba a Roma en el tren que se
anunciaba.

Viaje a Baviera y despedida

En junio de 1934, fray Francisco terminó el curso de Teología y


aprobó el último examen.
El 30 de julio, después de entrevistarse con monseñor
Guido Beck de Ramberga O.F.M. Cap., vicario apostólico de
la Araucanía y futuro superior suyo, el padre Francisco viajó
en tren a Alemania, donde permaneció unos meses ayudando
como sacerdote en Altötting.
Tras recibir en noviembre la obediencia de viajar a Chile,
se dirigió a Francia, donde peregrinó a la basílica del Sagrado
Corazón de Montmartre, a la catedral de Notre Dame, a la
Sainte Chapelle y al pueblo de Lisieux. Luego atravesó el Canal
de la Mancha para visitar en Inglaterra a su tío, el padre Pedro
Subercaseaux Errázuriz O.S.B., en la abadía benedictina de
Quarr, en la isla de Wight.

31
Regreso a Chile.
Seminario Mayor de San Fidel
en San José de la Mariquina
1935 - 1939

En diciembre de 1934, el padre Francisco zarpó desde Hamburgo


rumbo a América en el vapor de carga Kassel. A bordo, via-
jaban también algunos capuchinos y diez hermanas, destinados
todos a las misiones de la Araucanía.
El barco llegó a Valparaíso el 3 de enero de 1935. Sus padres
lo esperaban en el muelle.
Su madre recuerda en sus Memorias:
Se divisó la nave que vino creciendo. Se arrimó al muelle y subi-
mos a ella. Allí venía nuestro hijo, ausente de Chile por ocho años.
El pequeño salón-comedor en que nos recibieron, olía fragante a
abeto y miel, los olores de la Navidad de los países nórdicos.
Apenas pudimos bajar, atravesamos plazas y calles hasta la iglesia
matriz. Comulgamos de manos de nuestro hijo y, después de algu-
nos trámites en el puerto, seguimos en tren hacia Santiago.
En la casa del Llano, ¡qué dulce fue la fiesta! Todos sentados en
nuestro salón, escuchábamos los relatos del viaje de Francisco. Nos
contó detalladamente cada uno de sus pasos. Cuando se cansaba,

32
sus hermanos cantaban en coro y él insertaba su voz de tenor. Ése
fue un día inolvidable.
Al día siguiente, nuestra parroquia de San Miguel estuvo de gala.
Francisco cantó Misa en el altar mayor. La iglesia estaba repleta y
llena de lágrimas de emoción.

Después de unos días en la casa paterna, Francisco partió a su


Araucanía.

Profesor en el Seminario Mayor en San José


de la Mariquina

Al terminar los ejercicios espirituales en el convento capuchino


de Valdivia, monseñor Guido Beck de Ramberga O.F.M. Cap.
le señaló su misión: responsable y profesor de Filosofía en el
Seminario Mayor de San Fidel en San José de la Mariquina. El
padre Francisco aceptó agradecido, aunque su deseo hubiera
sido ir a misionar en la cordillera, en busca de sus hermanos
mapuches.
Las clases de Metafísica las daba con cariño. No siempre era
fácil enseñar conceptos abstractos a gente venida de ambientes
tan sencillos, a los que procuraba también ampliar el horizonte
de su cultura con conferencias sobre el arte cristiano, la música
sagrada, la pintura y los grandes centros de la cristiandad.
Los seminaristas de raza mapuche eran sus preferidos y, poco
a poco, Francisco fue pasando a ser el verdadero guía espiritual
del Seminario.
Los domingos, los días de Semana Santa y durante las va-
caciones, el padre Francisco recorría con gozo los sitios de la

33
misión. Sin darse un descanso, visitaba las pequeñas aldeas,
cruzaba los montes y llegaba hasta los valles más alejados,
incluso aquellos nunca antes visitados por un sacerdote. Así
llegó a las minas de Madre de Dios, en plena cordillera en
dirección al lago Panguipulli. Su trabajo misional con los indí-
genas y mineros de la zona lo continuó por varios años. Para
la fiesta de Pentecostés, enseñaba catecismo, hacía bautizos y
matrimonios, y predicaba una misión. También comenzó, en
esas lejanías, la construcción de una capilla y una escuela que
más tarde entregaría a las Hermanas Franciscanas del Sagrado
Corazón de Jesús de Purulón.
Otro de sus recorridos era a La Unión, cerca del Lago Ranco.
Y otro hasta San Juan de la Costa, el lugar más alejado del
vicariato.
Él mismo escribe: «Me vi obligado a tratar con toda clase de
personas, entre las más heterogéneas que pueda encontrarse en
raza, religión, idioma y condición». No es fácil individualizar a
esas personas: mapuches auténticos, chilenos, inmigrantes, en-
tre los que había colonos alemanes, luteranos y católicos. «Me
tocaba alojar con los mapuches y también, dos o tres días, en
casas de familias chilenas y alemanas. En todas era considerado
no como un extraño, sino como uno que comparte la verdadera
amistad».

34
La misión de Boroa
1939 – 1943

En febrero de 1939, Francisco fue destinado a la misión de


Boroa. En lengua mapuche, Boroa significa lugar de huesos.
Centenares de españoles y miles de araucanos regaron con su
sangre el suelo de Boroa en innumerables refriegas, sitios y
batallas. A Boroa podría llamársela el corazón de la Araucanía.
Desde el convento de la misión, se divisaban las nevadas
cabezas de los volcanes Antuco, Tolhuaca, Llaima, Villarrica,
Lanín, Choshuenco y Quetrupillán, y, hacia el norte, la cordi-
llera de Nahuelbuta o del gran tigre.
A la llegada del padre Francisco, la misión tenía catorce mil
habitantes, casi todos mapuches, y atendía ocho capillas. En
varias de ellas, había una escuela misional con un profesor.
La primera tarea de Francisco en Boroa fue la de vicario
parroquial. A caballo o a pie, salía a visitar a sus parroquianos
hasta los lugares más alejados, llevando los sacramentos a los
enfermos. Su segunda tarea fue la de director espiritual de las
Hermanas Catequistas de Boroa, una congregación fundada en
el vicariato para la evangelización de sus habitantes.
Su alma cristiana y de artista se expresaba especialmente en
35
la preocupación por dar esplendor a todo lo relacionado con
la liturgia. Con entusiasmo, enseñaba a cantar a la gente y no
descansaba hasta lograr que ciento cincuenta niños de Boroa
entonaran maravillosamente la Misa de Angelis.
Conforme a la tradición franciscana, celebraba cada Navidad
con un pesebre que organizaba en la plaza durante la vigilia,
donde actuaban los mismos campesinos. Luego, con la ayuda
de las Hermanas, el padre Francisco se las arreglaba para
distribuir a cada familia un regalo.

El Congreso Eucarístico de Villarrica

En 1940, el vicario apostólico convocó a un congreso eucarís-


tico en la ciudad de Villarrica. Fray Francisco era uno los res-
ponsables de su organización.
Esos días quedaron en mi memoria como días de cielo. Yo había
trabajado toda una semana como nunca en mi vida y, sin embargo,
tenía tal serenidad que yo mismo me maravillaba al considerar
lo que Dios hacía y la energía que me daba. El resultado superó
toda expectativa y el entusiasmo de las multitudes hacia Nuestro
Hermano Jesús Eucarístico se tornó en inmensa consolación al
compararlo con el persistente abandono en el que viven tantos
pobres hermanos nuestros en esta región. El Congreso presentó as-
pectos maravillosos… la casi totalidad de los participantes era gente
muy sencilla del campo, sin pretensión ni ostentación de modas.
Fue el Congreso de los pobres del Señor. Los mapuches estuvieron
a la altura, y las niñas, espléndidas con sus vestidos de fiesta.
La procesión con la Eucaristía se hizo atravesando el lago en
tres naves a vapor y tres lanchones con miles de adoradores que
parecían enjambres de abejas, cantando y rezando. Una visión de

36
cielo. Los cinco obispos que asistían transportaban el Santísimo.
Pero la escena más deliciosa tuvo lugar en el día dedicado a los
niños, que habían venido en número de tres mil desde toda la
Araucanía. A mí me tocó darles la bienvenida en la iglesia total-
mente atestada por esa marea infantil, con tantos estandartes y
banderas. Ellos cantaron la Misa de Angelis y me pidieron que les
predicara. Estuve en mi elemento y como fuera de mí por la alegría
de encontrarme en medio de tantos niños chiquitos.

El décimo aniversario de sus votos capuchinos

Los diez años de su profesión religiosa los vivió en Boroa. En


sus recuerdos, escribe:
Sólo hay una cosa que el Señor me dio para que me hiciese todo
de Él, sin palabras que lo puedan expresar, pero que va cundiendo
como un incendio, produce un martirio e inunda de alegría indes-
criptible, ya da muerte y vivifica. Es el amor.
¿Seré fiel? No me aflijo, y no creo ser temerario: el amor es fuente
que salta hasta la vida eterna. ¿Qué puedo ofrecerle hoy? Cantaré
eternamente las misericordias del Señor. Sí, tengo un mundo de
cosas que pedir, no para mí, sino para esas almas que Tú mismo,
Jesús, me entregaste. Para ellas, mil gracias, mil dones de virtud, y
un amor tan grande como el que Tú sabes poner en tus escogidos
para la santidad.

El padre Francisco continuó sus tareas de vicario parroquial


misionero y director de la Hermanas Catequistas de Boroa hasta
marzo de 1943, cuando el vicario apostólico lo transfirió como
párroco a la localidad de Pucón.

37
Fray Francisco Valdés y seminaristas en San José de la Mariquina. c.1937.

Ceremonia Fiesta de la Primavera. Pucón. c. 1948.


Monseñor Guido Beck de Ramberga y padre Francisco Valdés con
alumnas de la Escuela Misional Nuestra Señora de Fátima, de Pucón, que
dirigen las Hermanas Catequistas de Boroa. c.1950.

El padre Francisco Valdés y monseñor Guido Beck de Ramberga durante


bendición en la Escuela Misional Nuestra Señora de Fátima, en Pucón. c.1950.
Párroco de Pucón
1943 – 1956

Según algunos entendidos, Pucón, en mapuche, significa en-


trada al cañón. Es el sitio por donde se atraviesa la cordillera
de los Andes hacia la Argentina. El lugar es hermosísimo. La
pequeña ciudad está edificada a orillas del lago Villarrica y
tiene por fondo el volcán del mismo nombre, siempre humeante
y coronado de nieve. El área de la parroquia es tres veces más
extensa que Boroa. Se extiende hasta la Argentina y a ella per-
tenecen los lagos Villarrica, Caburgua y Colico.
Cuando llegó el padre Francisco, Pucón tenía veinte mil
habitantes, nueve capillas rurales, trece escuelas parroquiales,
y vivía allí gran número de mapuches, sobre todo en la zona
cordillerana.
Apenas se instaló, el padre Francisco comenzó a pintar un
gran crucifijo con el que decoraría la Iglesia dedicada a la
Santa Cruz, suspendiendo el madero desde el ábside sobre el
altar mayor. Esta obra hoy se encuentra en la catedral de Los
Ángeles. Al mismo tiempo, se abocó a la planificación de su
trabajo pastoral con la ayuda de las Hermanas de la Santa Cruz,
que dirigen la escuela parroquial. Determinando empezar con
40
los niños, estableció la Cruzada Eucarística, que amplió luego
a los adolescentes mediante la creación del Aspirantado de la
Acción Católica.
La atención de las capillas rurales y las escuelas parroquia-
les lo mantenía en continuo movimiento, cruzando valles y
montañas. Sabía que las diecisiete mil almas de los campe-
sinos merecían mayor dedicación que las tres mil del pueblo de
Pucón, donde además iba un sacerdote para ayudar en las misas
dominicales. Sin embargo, lo que el padre Francisco más hacía,
y restando horas al sueño, era rezar por su inmensa parro-
quia y por cada uno de sus parroquianos.

Pintor, escultor, escritor y constructor

No es posible seguir cada uno de los pasos de fray Francisco


durante los trece años en que fue párroco en Pucón.
Además de su eficaz acción pastoral, cientos de obras brota-
das de sus manos de artista -pinturas, esculturas de madera y
de piedra, crucifijos de enormes dimensiones y, en su mayoría,
de marcada inspiración franciscana- permanecen esparcidas
por doquier, en iglesias, capillas, catedrales, colegios y monas-
terios del sur de Chile. Al contemplar estos trabajos surgidos de
su ansia por evangelizar, asombra imaginar de dónde sacaría
el tiempo que demanda su ejecución, este sacerdote de vida tan
penitente, que no conoció descanso.
Una de las cruces emblemáticas que realizó fue la Cruz de
Maipú, antecesora de la que hoy conocemos como Cruz de
Chile. La concibió en 1967 para el sínodo de Santiago, y la

41
Monasterio de Santa Clara. Pucón.
Cruz de Maipú. 1967.
ejecutó con madera de los bosques del sur, una estrella central
de plata hecha con viejas monedas que regaló un minero de
Iquique, y una cinta roja tejida en Doñihue. De este modo, la
Cruz representaba el norte, el centro y el sur de Chile.
También es relevante su legado escrito. Los superiores le
pidieron que escribiera una historia novelada que relatara la
epopeya de los misioneros capuchinos alemanes en Chile. El
padre Francisco emprendió ese largo trabajo no sólo por obe-
diencia, sino con alegría y gratitud.
El libro Lemunantu, cuyo título se traduce como luz del
bosque, fue publicado en 1946 por la Imprenta San Francisco
de Padre Las Casas, en el vicariato de la Araucanía. La trama
relata la historia de Lemunantu, una joven mapuche que llega
a ser madre de un misionero, y tiene como fondo la historia de
los misioneros de la Araucanía, desde los primeros franciscanos
españoles enviados por Felipe II, seguidos de los jesuitas, y co-
ronada por la valiosa y sacrificada actuación de los franciscanos
y los capuchinos italianos y bávaros, que perdura hasta hoy.
Con este libro, el padre Francisco haría justicia a la figura
heroica de cientos de abnegados misioneros que murieron
en pos del lema de su santo fundador, Paz y bien. El mismo
Francisco se retrata en el personaje de un capuchino chileno,
el padre Gottlieb, que se entrega a la evangelización de sus
compatriotas.
Como constructor, el padre Francisco levantó y fundó una
decena de escuelas en las localidades más pobladas de su parro-
quia. Nada detenía su inagotable actividad que brotaba de la raíz
profunda de la contemplación y de una de sus frases paulinas
favoritas, que le llevaba a multiplicar las obras en bien de las al-
mas: No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien.
44
Segundo viaje a Europa

Entre tanto, el padre Francisco había conversado muchas veces


con su superior, monseñor Guido Beck de Ramberga, acerca de
la necesidad de conseguir en Europa sacerdotes para el vica-
riato y clarisas capuchinas para Pucón. En 1948, su superior le
confirma que en Roma propician sus planes y que había llegado
el momento de realizarlos.
Esta vez, el viaje lo hizo en avión. En agosto de 1948, lo re-
cibió en Roma su tío Luis Subercaseaux, el embajador de Chile
ante la Santa Sede.
Luego de visitar Asís, inició la búsqueda de religiosos para
llevar a cabo sus proyectos. Conversó con franciscanos y clari-
sas de su querida Giudecca y de diversos conventos en pueblos
y ciudades del Véneto. Viajó luego al Tirol y a Munich, a París,
Bruselas y Holanda. Finalmente, se dirigió a los Estados Unidos.
El padre Francisco regresó a Chile en noviembre de 1948.

El convento de clarisas capuchinas

La fundación de un convento de contemplativas en Pucón fue


una de las grandes aspiraciones del padre Francisco, en cuyo
interior lucharon siempre el darse por entero a su vocación
de misionero, y un fuerte llamado a la vida contemplativa.
Convencido del valor de la oración y la vida retirada, se entregó
sin descanso a este proyecto.
Estimo necesario volver a la soledad del yermo, al retiro de la
trapa, al silencio de los claustros, para que haya sal que aún no

45
Fray Francisco Valdés y su madre. c. 1949.
pierda su sabor. […] Más provecho hay en unirse a Dios en la con-
templación que con largarse a muchos proyecto. Si hemos nacido
para la contemplación, que es nuestro destino eterno, cómo no
hemos de ansiarla.

En abril de 1943, el padre Francisco visitaba a su tía, sor María


Antonieta de la Dolorosa Errázuriz Vergara, clarisa de San
Francisco, en el monasterio de Nuestra Señora de la Victoria en
Santiago. Ella y tres religiosas estaban dispuestas a ir a fundar.
El padre Francisco regresó ilusionado a Pucón, donde hizo
arreglos para adquirir el terreno del futuro convento que él
mismo había escogido en una hermosa colina de bosques
vírgenes que domina el pueblo y el lago, a los pies del gran
volcán Villarrica, y que bautizó con el nombre de colina de
Santa Clara.
Mientras tanto, avanzaba el diseño. Francisco quería un con-
vento franciscano, y el arquitecto deseaba una construcción
acorde con la belleza y majestuosidad del entorno. Poco a poco,
fueron estableciendo los planos definitivos.
La consecución de fondos, la obtención de las licencias
eclesiásticas y, especialmente, la necesidad de aumentar el
número de las religiosas que formarían la nueva comunidad,
pasaron a ser sus principales preocupaciones... Las inquietantes
erupciones del volcán Villarrica no lograban amilanar al sacer-
dote cuando creía que una obra pertenecía a Dios.
A raíz de su viaje a Europa en 1948, para iniciar la fun-
dación, el padre Francisco contaba con el apoyo del monasterio
de clarisas capuchinas de Mondaino, de la región italiana de
Las Marcas. Éstas se unirían al pequeño grupo de contempla-
tivas venidas del monasterio de Nuestra Señora de la Victoria

47
de Santiago. Una y otra vez, el padre Francisco debió viajar a
Santiago para obtener las licencias eclesiásticas para que las
clarisas chilenas pasaran a la reforma capuchina.
El 12 de enero de 1953, llegaron a Pucón las cuatro clarisas
de Santiago. Como un niño lleno de felicidad, el padre Francisco
las instaló en una casita contigua a la casa parroquial. Él mismo
se preocuparía de que nada espiritual o material les faltase. Al
fin y al cabo, las había esperado tanto tiempo.
Al celebrarse, el 12 de agosto de 1953, el séptimo centenario
de la muerte de Santa Clara, el padre Francisco bendijo y colocó
la primera piedra del convento.
El 3 de marzo de 1957, cuando el padre Francisco ya no
vivía en Pucón, monseñor Guido Beck de Ramberga O.F.M.
Cap., vicario apostólico de la Araucanía, recibió de la Sagrada
Congregación de Religiosos los rescriptos que permitían
aceptar como clarisas capuchinas a las clarisas de Santiago y
erigir canónicamente el convento. El 26 de febrero de 1959, las
clarisas de Nuestra Señora de la Victoria emitieron la profesión
solemne en la Orden de las clarisas capuchinas, de manos del
obispo de Villarrica, monseñor Guillermo Hartl de Laufen,
quien, entre tanto, había sucedido a monseñor Guido Beck de
Ramberga. En Osorno, el nuevo obispo de la diócesis, monseñor
Francisco Valdés, daba gracias a Dios.
Las seis clarisas capuchinas italianas, ya no de Mondaino,
como inicialmente se previó, sino de monasterios en Ferrara,
Florencia, Capriate, San Vito, Moriondo y Borgo Po, en Turín,
llegaron a Valparaíso el 18 de enero de 1959. Con gran emo-
ción, las recibieron los obispos capuchinos monseñor Guillermo
Hartl de Laufen, y monseñor Francisco Valdés.

48
El 10 de marzo de 1959, las religiosas chilenas y las italianas
empezaron a vivir en comunidad.

El Hospital San Francisco de Pucón

Mientras trabajaba por establecer en Pucón un convento de


contemplativas, la preocupación por los pobres y los enfermos
de su feligresía, llevó al padre Francisco a pensar en la urgencia
de construir un hospital, ya que el único lugar donde se podía
recibir atención de salud era una posta atendida por un auxiliar
y asistida una vez por semana por un médico de Villarrica.
Francisco se preocupó de todos los aspectos prácticos del
proyecto, lo sanitario, lo paramédico y lo profesional. Para
reunir fondos, pidió limosnas a infinidad de amigos. Para abara-
tar los costos, él mismo recogía la madera que le regalaban en
los aserraderos de la montaña. Incluso organizó en Santiago
una exposición y venta de acuarelas, con obras suyas y de su
madre, que retrataban los paisajes de su amada tierra del sur.
El diario El Mercurio, en su edición del 22 de agosto de 1947,
destacaba esta exposición y entregaba una semblanza del padre
Francisco:
Lagos, volcanes, torrentes, montañas, son el escenario donde se
desenvuelve la caridad del joven sacerdote franciscano que a pie,
a caballo, vadeando ríos, durmiendo tantas veces a pleno campo,
y envolviéndose, muchas otras, en el manto ceñidor de la her-
mana lluvia, preside una parroquia limítrofe con la Argentina, y
que integra siete capillas, diseminadas a grandes distancias. Una
población casi primitiva ve aparecer, de cuando en cuando, a

49
un hombre joven, rubio, de aspecto sereno, con pies desnudos y
cabeza tonsurada que, en nombre de Cristo, les asegura que hay
una fuente eterna donde serán saciados todos los sedientos de
caridad y de justicia.

«Trabajar por la Iglesia me fascina, pero sé que mi misión


está en el silencio, la soledad y la oración», escribía el padre
Francisco a su madre, y agregaba: «Ahora estamos comenzando
el hospital, pero quisiera intervenir poco en la construcción
porque, mal que mal, toma demasiado el alma, y endurece el
corazón pasarse horas en cálculos, direcciones de obras y viajes
por materiales. ¡Dios proveerá!»
El 27 de enero de 1946, monseñor Guido Beck de Ramberga,
vicario apostólico de la Araucanía, bendijo la primera piedra
del hospital, que fue inaugurado el 16 de mayo de 1948. La
atención y asistencia espiritual de los pacientes sería realizada
por las Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón de Jesús
de Purulón, quienes se entregaron a este trabajo con amor y
abnegación.
Más de tres décadas después, en 1982, la víspera de su
muerte, monseñor Valdés pidió a la Superiora Provincial de
esta misma casa religiosa que enviara hermanas a dedicarse
al trabajo espiritual con los lisiados de Osorno en una casa
adquirida por el Obispado. El proyecto se concretó en agosto de
ese mismo año con el nombre de Hogar Betzaida. Hasta el día
de hoy, las religiosas realizan esta labor complementándola con
el trabajo manual.

50
El Cristo del Tromen

El Cristo del Tromen, que se yergue en la frontera con Argentina


en el paso que hoy se conoce como Mamuil-Malal, ubicado a
un extremo del parque nacional Villarrica, es obra del padre
Francisco quien lo talló en un inmenso madero en el corre-
dor de la escuela parroquial de Pucón. Esa tarea fue parte de
su oración contemplativa y del amor hacia sus parroquianos,
a quienes quería ver en cristiana amistad con sus hermanos
allende la cordillera
El día de la inauguración del Cristo, el 26 de febrero de 1950,
bajo su sombra bienhechora y teniendo como fondo al cielo
azul y a las imponentes araucarias, el padre Francisco celebró
la santa Misa a la que asistieron más de dos mil peregrinos de
Pucón y de Argentina.
Desde entonces, majestuoso y lleno de misericordia, desde
su cruz de siete metros de alto, el Cristo, príncipe de la paz, no
cesa de bendecir a los dos pueblos hermanos y, cada año, el
último domingo de febrero, los obispos de Neuquén y Villarrica
vuelven al paso fronterizo donde presiden la santa Misa y
renuevan su ruego por la paz.
El 9 de abril de 1954, Viernes Santo, el padre Francisco,
acompañado de una gran romería a la que asistió casi todo el
pueblo, trasladó el Cristo de madera a una ermita a la entrada
de Pucón, en el sector Antumalal, reemplazando el de Mamuil-
Malal por uno de cemento cuyo molde sacó él mismo.

51
Cristo del Tromen. Parque Nacional Villarrica.
Primer obispo de Osorno
1956 – 1982

El 15 de noviembre de 1955, el papa Pío XII creó la diócesis


de Osorno, y el 7 de julio de 1956, fue publicado el nombra-
miento episcopal de Maximiano Valdés Subercaseaux, llamado
Francisco José de San Miguel en la Orden capuchina.
Fray Francisco escribió al nuncio de Su Santidad, Sebastián
Baggio: «Yo no nací para ser obispo, siempre he querido ser un
sencillo capuchino». También escribió una humilde súplica a
Pío XII y otra al cardenal Adeodato Piazza O.C.D., secretario de
la Sagrada Congregación del Consistorio.
El Sumo Pontífice insistió y Francisco obedeció. Su expli-
cación al nuncio fue precisa: «No me queda sino cumplir la
voluntad del Santo Padre. Si él quiere que yo sirva a Dios y a la
Iglesia como obispo, lo haré».
La Ordenación episcopal se realizó el 16 de septiembre en
la iglesia del Sagrado Corazón del Bosque en Santiago, con
la asistencia de quince obispos. El lema del escudo del nuevo
obispo eran las palabras de San Pedro, Quia amo te –Sabes
que te amo-, que expresan su amistad íntima con el Señor,
coherente a lo largo de toda su vida.
53
El 26 de octubre de 1956, tomó posesión de su diócesis en la
iglesia parroquial de Osorno, donde luego se levantó la catedral
San Mateo. Los católicos de la zona lo recibieron con alegría y
entusiasmo. El obispo sabía que había venido a servir y a fundar
casi de cero.

Una inmensa tarea

Todas las labores, luchas y energías entregadas primero en


Gorbea y luego en Pucón, se redoblaron frente a este nuevo
rebaño que le daba el Señor.
El obispo estudió las estadísticas y la historia de la diócesis.
El territorio tenía 9.000 km cuadrados y poco más de 100.000
habitantes, cuya mitad vivía en la ciudad de Osorno, la sede
episcopal. La población estaba compuesta por chilenos, descen-
dientes de alemanes, una pequeña colonia vasco francesa y otra
árabe, y una extensa población mapuche, principalmente en la
zona de la costa.
La mayoría de los descendientes de alemanes eran ricos terra-
tenientes de religión luterana. Los descendientes de colonias
eran esforzados trabajadores de la industria, la agricultura y el
comercio, pero muy fríos en el aspecto religioso, con excepción
de la colonia árabe. Los chilenos acomodados eran médicos,
abogados, comerciantes e industriales, y muy pocos practi-
caban la fe. Los chilenos pobres eran numerosos, muchos de
ellos eran campesinos asalariados y estaban muy abandonados
en materia de fe. Los mapuches, especialmente los de la costa,
vivían en completa marginación.

54
A monseñor Valdés le apenó constatar el extremo abandono
religioso de la diócesis, por lo que decidió visitar personalmente
sus once parroquias. Los sacerdotes eran sólo una docena y no
daban abasto. La mayoría eran extranjeros y algunos de edad
muy avanzada. Sólo cuatro franciscanos eran chilenos.
Las miserias de Osorno sobrepasan lo que yo habría creído –escribe
a su madre-: los pobres hambrientos, sin techo y en harapos, me
asedian todo el día. He tenido que alojar familias en el garaje. Para
el día de San Francisco, me di el lujo de almorzar con cuarenta
pobres. […] Muchos en Osorno no sospechan que haya una miseria
tan grande, y se pasan de fiesta en fiesta.

Un obispo capuchino que mendiga

En el invierno de 1958, monseñor Valdés resolvió viajar a


Europa y a Norteamérica a mendigar clero y medio económicos.
En Alemania, consiguió sacerdotes y seminaristas para
reemplazar a los ancianos y enfermos. Con la ayuda del obispo
capuchino de Padua, obtuvo sacerdotes italianos. En Holanda,
la Congregación de Hermanos Penitentes de Bökel decidió
asumir la misión de Quilacahín, mientras que algunos capu-
chinos holandeses resolvieron venirse a San Juan de la Costa.
Los belgas fueron generosos, y varios sacerdotes decidieron
viajar a Chile para ayudar en las capillas en Rahue Alto. Visitó
también a las clarisas capuchinas de Ferrara y a las religiosas
de Santa Marta en Italia, las que resolvieron fundar un colegio
femenino en Osorno. En Estados Unidos, consiguió apoyo de
los jesuitas para el colegio de hombres San Mateo de Osorno.

55
En varias diócesis europeas, obtuvo además seminaristas para
ser incardinados en Osorno.
En su testamento, monseñor Valdés agradece al Señor la
ayuda recibida de estos generosos religiosos: «Gracias por los
sacerdotes ejemplares y celosos que han venido a colaborar
abnegadamente en la tarea pastoral, tanto religiosos como dio-
cesanos, reunidos en un presbiterio que es la primera fuerza
espiritual de la diócesis, mi alegría y mi corona».

El Colegio San Mateo de Osorno

Los padres alemanes del Verbo Divino habían fundado un


pequeño colegio, el Instituto San Mateo, junto a la parroquia
principal de Osorno que ellos mismos atendían. Sin embargo,
como al crearse la diócesis la parroquia pasaba a ser catedral,
los ancianos sacerdotes pidieron ser trasladados a trabajos
parroquiales.
Monseñor Valdés deseaba que Osorno tuviera un colegio
masculino completo, pues el Instituto San Mateo carecía de
los dos últimos cursos de educación secundaria. Como en la
Congregación del Verbo Divino no había personal disponible,
viajó a Santiago a tratar el asunto con sus antiguos formadores,
los jesuitas, a los que pidió hacerse cargo del colegio. Pero tam-
bién ellos carecían de personal, por lo que monseñor Valdés
incluyó este proyecto entre los muchos que trató en su viaje de
1958 a Europa y Norteamérica.
En Roma, pidió a Pío XII que interviniera para ayudarle a
conseguir jesuitas para el colegio. El papa le indicó que hablara

56
en nombre suyo con el General de la Compañía de Jesús quien,
ante el deseo del Santo Padre, propuso el envío de jesuitas nor-
teamericanos. Para concretar esta posibilidad, monseñor Valdés
viajó desde Europa a la provincia jesuita de Maryland en los
Estados Unidos, a tratar todo lo relacionado con la fundación
del colegio.
En octubre de 1959, seis jesuitas norteamericanos viajaron a
Osorno a hacerse cargo del colegio y, con el apoyo de monseñor
Francisco Valdés, dieron comienzo a las nuevas construcciones.

El terremoto de 1960

El 22 de mayo de 1960, a las tres de la tarde, un devastador


terremoto destruyó siete provincias del sur de Chile. Hubo in-
numerables pérdidas de vidas humanas, de obras públicas y de
todo tipo construcciones.
El obispo estaba en Osorno. El terremoto duró cinco minutos
y fue grado 9,5 en la escala de Richter. Gran parte de la ciu-
dad quedó destruida. Los servicios públicos se interrumpieron.
No había agua, electricidad, ni teléfonos; sólo desesperación
y lágrimas. Las réplicas del sismo continuaron sin tregua. La
gente no quería entrar a sus casas y preferían dormir en la
intemperie.
Conmovido en extremo, con los ojos llenos de lágrimas,
monseñor Valdés salió a las calles para dar fuerza y ánimo a
los miles de afectados.
Para el nuevo obispo, las consecuencias del terremoto fueron
enormes. A la destrucción de iglesias, casas parroquiales y de la

57
misma iglesia-catedral, debió sumar la amargura y la desespe-
ración de sus fieles, para quienes se transformó en su principal
animador.
Había que aunar fuerzas y reconstruir todo aquello. Sin
vacilar, monseñor Valdés se entregó a esa enorme tarea. Con
el intendente militar que designó el Gobierno, visitaron cada
lugar afectado, estudiaron proyectos y los fueron realizando.
Con ayuda externa, monseñor Valdés estableció en la diócesis
varias cooperativas de construcción, como Invica, Techo y el
Hogar de Cristo, presente en Osorno al igual que en las otras
seis provincias del Chile devastado.
Sin embargo, para reconstruir los lugares de culto y las
viviendas de los sacerdotes, él mismo debió buscar los medios
económicos.

La construcción de la nueva catedral

Los técnicos consultados determinaron la inmediata demolición


de la iglesia-catedral. «¡La diócesis de Osorno no puede quedar
sin catedral!», exclamó monseñor Valdés. De inmediato, reunió
a sus amigos y a las autoridades, y creó un comité para la cons-
trucción de la nueva catedral, que se erigiría en el mismo sitio
donde, desde hacía siglos, estaba asentada la iglesia principal
de Osorno.
No es fácil planificar una catedral. Deben conjugarse muchos
elementos: inspiración, funcionalidad, conjunto urbanístico,
materiales. Entre los proyectos presentados, monseñor Valdés
dio preferencia al del arquitecto León Prieto Casanova. Se

58
trataba de un edifico de líneas puras y ágiles cuyo conjunto,
tanto el pórtico como la ojiva central, unirían el estilo gótico a
la originalidad de la arquitectura moderna.
La colocación de la primera piedra se realizó en junio de
1962. La obra gruesa fue concluida diez años después. En oc-
tubre de 1976, el obispo comenzó a usar la catedral, y el 24
de noviembre de 1977, la consagró acompañado de todos los
obispos de Chile.

El Concilio Vaticano II

El 11 de octubre de 1962, el papa Juan XXIII inauguró en Roma


el Concilio Vaticano II. Monseñor Valdés recuerda la fecha:
Apenas seis años después que nuestra joven diócesis se ha puesto
en camino, el papa Juan XXIII ha convocado a los obispos del
mundo a un Concilio ecuménico. Proféticamente, el papa prevé
que la Iglesia debe renovarse para realizar su misión en el mundo.

Escribe a un amigo de Osorno:


Las discusiones son interesantísimas. Se palpa en el ambiente
el rumbo del Espíritu Santo en la nueva encrucijada por la que
la Iglesia ha de encaminarse a velas hinchadas mar adentro. El
juego de las dos fuerzas de equilibrio se manifiesta a veces ten-
samente: ansias de avanzar buscando nuevos caminos, la voz de
los pastores, ansias por asegurar el sagrado depósito tal como se
ha recibido. Se diría el motor y el freno que afianzan la marcha e
impiden los choques.
(…)
Es increíble, sin embargo, cómo se siente uno atravesado por la
sensación de poquedad, limitación, incapacidad, en comparación

59
con la misión recibida. La conciencia del pecado, el peligro de
mezclar miras humanas, de limitar la acción del Espíritu y de apa-
gar su luz, confunden al que se sumerge un tanto en el plano de
Dios, no quedando otra respuesta, sino la de Pedro: Señor, tú sabes
todas las cosas, Tu scis quia amo te!

Monseñor Francisco Valdés participó en las cuatro sesiones del


Concilio, y aprovechó los intervalos de libertad para escaparse por
los pueblos italianos, donde decía Misa y predicaba en italiano
con la misma espiritualidad y simpatía tan naturales en él.

La música sagrada

Quienes conocieron a monseñor Valdés cuando era párroco


en Pucón, recuerdan su predilección por formar coros y en-
señarle a la gente cantos religiosos. Los largos trayectos que
realizaba a pie –en sandalias, con el mismo hábito capuchino-
acompañado de lugareños, principalmente de niños, los en-
tretenía enseñándoles canciones que nunca olvidarían.
Desde que fue consagrado obispo, una de sus constantes pre-
ocupaciones fue el cuidado por la dignidad y belleza del culto
divino. Y, como era profundo conocedor de la liturgia y hombre
de gran cultura y preparación musical, el episcopado nacional
lo nombró presidente de la Comisión de Música Sagrada.
En 1966, escribió y publicó el libro Concilio y música sagra-
da, con el cual buscaba restaurar en Chile esta importante rama
del culto.
Esta valiosa obra destaca no sólo el valor pedagógico de la
música —«Todo maestro de canto, es formador de almas. La

60
música cantada en la juventud deja un eco que no silencia más
durante la vida; antes bien, modela las costumbres del hom-
bre»—, sino que traza además las líneas que fundamentan la
formación en Chile de un Instituto Superior de Música Sagrada.
En su libro, a partir de los decretos conciliares, monseñor
Valdés profundiza en el tesoro artístico y estético que represen-
tan la liturgia y la música sagrada de la Iglesia -que incluye el
canto gregoriano y el uso del órgano de tubos- como medios
que expresan de manera insuperable el encuentro profundo,
noble y universal –católico- entre el hombre y los grandes mis-
terios de la fe.

El sínodo diocesano de Osorno

Entre sesión y sesión del Concilio, el obispo Valdés había or-


ganizado un sínodo para su diócesis de Osorno, el que inauguró
el 8 de diciembre de 1967, y al que fueron convocados ciento
treinta representantes de todos los sectores y ministerios de la
diócesis.
Con el sínodo, se lograron importantes acuerdos sobre la
preparación y la administración de los sacramentos, como del
funcionamiento de las comunidades de base. «Pero no fueron
estos acuerdos el fruto más importante de nuestro sínodo
–escribe monseñor Valdés-, sino el surgimiento de una nueva
conciencia comunitaria acerca de la responsabilidad solidaria
de todos los cristianos, sacerdotes, religiosos y laicos».

61
En el sínodo de obispos en Roma

Monseñor Francisco Valdés viajó al sínodo de obispos en Roma


en 1974, y habló en representación de los obispos chilenos. Era
un momento delicado por la situación política en que se en-
contraba Chile después del advenimiento del gobierno militar.
La intervención de monseñor Valdés fue divulgada en la prensa
chilena y tuvo también relevancia en otros países.
Para aclarar su posición, entregó una copia de su interven-
ción a los obispos chilenos y dijo a la prensa:
[…] Basta un mínimo de buen criterio para darse cuenta de que
no siendo el sínodo un lugar de discusiones políticas, no podía
aprovecharse de él para tratar asuntos de esta índole en estos
momentos en los que la patria busca su camino. La ropa sucia la
debemos lavar en casa.

Las visitas ad Limina

Monseñor Valdés realizó cuatro visitas ad Limina a Roma para


informar al Santo Padre todo lo concerniente a su diócesis. La
primera, durante la tercera sesión del Concilio. La siguiente, en
1969, donde presentó al Santo Padre las actas y conclusiones
del primer sínodo de la diócesis de Osorno. La tercera, en 1974,
coincidió con el sínodo de obispos convocado por Paulo VI, con
quien sostuvo una entrevista privada. La última fue en 1979,
donde además viajó a Tierra Santa con los obispos chilenos.

62
Intervención decisiva en la solución pacífica del
diferendo austral

Monseñor Valdés tuvo una actuación decisiva en la solución


pacífica del diferendo austral entre Chile y Argentina, al ser
quien concibió por vez primera y propuso la idea de la media-
ción papal que concluyó con la paz entre ambos pueblos.
Su intervención fue la culminación de innumerables inicia-
tivas que realizó desde que era párroco en Pucón, buscando
fortalecer la amistad entre Chile y Argentina. Una de ellas fue
la colocación del Cristo del Tromen.
Como a raíz de los problemas de los más de trescientos mil
inmigrantes chilenos monseñor Valdés debía viajar seguido a
la nación transandina para organizar su labor pastoral, pudo
observar el clima de persecución a que se estaba sometiendo a
nuestros compatriotas, la movilización de tropas en la frontera,
las deportaciones masivas y todos los signos de una guerra
inminente.
Muy inquieto, en junio de 1978 escribió una carta al presi-
dente Augusto Pinochet donde le explicaba la gravedad de lo
que había observado en la Patagonia argentina, sugiriéndole
que buscara la mediación de Pablo VI quien, por primera vez,
ofrecía los servicios de la Santa Sede para solucionar conflictos
entre naciones. «Su Excelencia – escribe al presidente Pinochet-
es la persona indicada para proponer esta solución: solicitar la
mediación de la Santa Sede Apostólica. Su colega argentino en
ningún caso puede negarse, sobre todo si Ud. lo invita pública-
mente. Él es católico, amante del Papa».
En su respuesta del 6 de julio de 1978, el general Pinochet
le aseguraba que su proposición había sido estudiada y que es-
peraba llegar a una solución pacífica del conflicto.

63
El 25 de octubre de 1978, monseñor Valdés escribió una histórica
carta a los presidentes Jorge Rafael Videla, de Argentina, y
Augusto Pinochet Ugarte, de Chile, llamándolos a unirse y a
solicitar la mediación papal de modo de alcanzar la paz. En
dicha carta, sostenía que:
[…] por pequeñeces inexplicables, ambos pueblos se hallan a un
paso de una hecatombe fratricida.
La solución está en las manos de los jefes máximos, de ambos
presidentes: unirse y unir el destino de ambos pueblos, invocando
solemnemente la mediación del Santo Padre Juan Pablo II, vicario
de Cristo.
[…]
Ninguna gloria mayor para ambos presidentes que mostrar ante
el mundo, ansioso por aprender cómo se superan los conflictos,
cómo se prepara con sabiduría el mañana de las naciones. Ningún
aprecio mayor podrán obtener los gobernantes de nuestros pueblos
si aseguran la paz con una medida como es la acción del vicario
de Cristo, reconocido como tal por los católicos pueblos andinos.
Afianzar de esta manera la paz es poner a salvo el glorioso patri-
monio común que nos legaron los Padre de la Patria […].

La carta concluía diciendo:


Señores Presidentes, la historia, voz de Dios, demostrará si los
gobernantes están a la altura de su misión de conducir a sus pue-
blos hacia el verdadero progreso, acogiendo sus anhelos de paz, su
hambre de tranquilidad y de amor.
Que Dios ilumine a Vuestras Excelencias

Por fin, en diciembre de 1978, ambos Gobiernos resuelven some-


ter a arbitraje el diferendo que mantenían desde largos años
sobre la soberanía del archipiélago del Beagle, ubicado en el
extremo sur del continente.

64
La mediación de la Santa Sede comenzó con el envío del carde-
nal Antonio Samoré, y la solución al diferendo austral, iniciada
con la intervención de Pablo VI, terminó con la plena satisfac-
ción de las partes, durante el pontificado de Juan Pablo II.
Pero no fue todo. En su lecho de muerte, monseñor Valdés
escribiría al Santo Padre un telegrama, donde le expresaba el
ofrecimiento de su vida por el éxito de la mediación papal y por
la paz entre ambos países.

Segunda peregrinación a Tierra Santa

En septiembre de 1979, durante su cuarta visita ad Limina a


Roma, monseñor Valdés representó además a la Conferencia
Episcopal Chilena en el sínodo de obispos convocado por
Pablo VI.
Junto a otros obispos chilenos que realizaban sus visitas ad
Limina, organizaron una peregrinación a Tierra Santa, acom-
pañados de un grupo de chilenos, entre los que estaban su
hermana Margarita y su marido, el compositor musical Alfonso
Letelier Llona. Margarita Valdés recordaría este viaje:
Después de volar varias horas, llegamos a Tel Aviv el 22 de sep-
tiembre de 1979 en la noche.
Con nuestro distintivo del Vaticano, recorrimos en bus desde
Nazareth hasta el Mar Muerto. Monseñor Valdés, que venía con-
valeciente de una afección al corazón, no cabía en sí de alegría al
volver a Tierra Santa después de cincuenta años.
¡Cuántas emociones experimentamos en Nazareth, en el lago
Tiberíades, en el sitio del Sermón de la Montaña, en el monte

65
Tabor, en Jerusalén, en Belén, a donde llegamos el 4 de octubre,
día de San Francisco de Asís!
¡Con qué piedad, conocimiento y emoción, relató monseñor Valdés
el episodio del primer pesebre que el poverello organizó en Greccio!
La Misa en el Santo Sepulcro tuvo que ser a las seis de la mañana
para dar cabida a los demás cultos. La casi oscuridad del recinto,
impregnada por el olor de siglos, hecho de humedad e incienso,
se mezclaba con la certeza de estar en el lugar más sagrado de
la tierra, el más misterioso y también disputado por los distintos
cultos y liturgias.
Y regresamos a Roma. Los obispos, como niños que llegan a su
casa, se desparramaron gozosos. Monseñor Valdés se dirigió, como
siempre cuando iba Roma, a la vía Virginio Orsini, donde sus que-
ridas Hermanas de Santa Marta.
En esos momentos, se debatía en Roma la ardua cuestión de la
mediación papal en el conflicto entre Chile y Argentina. El obispo,
siempre interesado en este asunto como si fuese cosa propia, seguía
muy de cerca las conversaciones entre el cardenal Samoré y la dele-
gación chilena, encabezada por el embajador Enrique Bernstein.

Jubileo de los 25 años episcopales

El 25 de junio de 1981, fue el vigésimo quinto aniversario del


nombramiento de monseñor Francisco Valdés como obispo de
Osorno. Oró mucho, dio gracias a Dios y resolvió prepararse a
su jubileo episcopal con una peregrinación a Francia y a Italia
en compañía de unos amigos. Sería su último viaje a Europa.
Su amigo, que más tarde sería ordenado sacerdote, el padre
César Martínez Quintal, recuerda:

66
¡Qué feliz estabas cuando llegamos a Lourdes! Repetías «Aquí se
vive el cielo». Y hacías cantar tu rosario al pie de la gruta, una,
cien, mil veces. Y al despertar el alba te ibas de nuevo a saludar
a la Madre.
Después nos fuimos a la abadía de Fontgombault, en el corazón
de Francia, siempre soñando con la fundación de un monasterio
benedictino en tu diócesis de Osorno. Allí, junto a esos monjes
que tanto te quieren, entonabas los más bellos cantos gregorianos,
y como última oración de la jornada, cantabas al pie de Nuestra
Señora de la Buena Muerte el Salve Regina.
Llegamos a Roma los últimos días de julio. «Cada vez que vengo, me
parece que es la última vez». Y en esta ocasión no te equivocaste.

Luego visitaron Asís.


En dos días, peregrinaste desde la tumba del Santo hasta el con-
vento de las clarisas. Cansado bajo el fuerte sol de la Umbría,
descansabas bajo un olivo, y tus pies acariciaban la hierba, las
flores, las piedras que un día también fueron acariciadas por los
pies del Santo. Y en el tramonto te parecías al mismo Francisco,
caminando por esas estrechas callejuelas y susurrando el Cántico
de las Criaturas. ¡Padre Francisco, qué enseñanza nos has dejado!
Aún recuerdo los comentarios que hacían los frailes capuchinos
del convento donde alojaste, porque dormiste esas noches en el
suelo y no ocupaste el lecho.

Y regresaron a Roma. De verdad que el viaje parecía una


despedida.
¿Sabes? Recuerdo cuando muchas veces en Roma debías decir
que eras obispo y mostrar tu anillo, porque con tu sencillez pocos
creían que lo eras…

A su regreso a Chile, la ciudad de Osorno lo esperaba con


inmenso cariño. Sacerdotes, religiosos, fieles y también sus
amigos no católicos, habían organizado una gran manifes-
67
tación para los 25 años de la diócesis, a la que habían invitado
a todos los obispos de Chile.
El domingo 25 de octubre de 1981, presidida por monseñor
Valdés rodeado de obispos y sacerdotes, se celebró la Misa
de Angelis. La catedral estaba esplendorosa. Las melodías del
canto gregoriano llenaban el aire con su belleza inmaterial que
se elevaba al cielo en gloria y alabanza al Señor.
Ese mismo día, firmó la carta que ya había escrito al Santo
Padre Juan Pablo II, donde pedía ser exonerado del gobierno
de la diócesis.

Balance personal de los 25 años de obispo

El año de su jubileo, monseñor Valdés escribió su última carta


pastoral, 25 años de la diócesis de Osorno y su pastor. Esta
carta, rica en recuerdos e información pastoral, es también un
acto de agradecimiento, así como un edificante reflejo del iti-
nerario espiritual de monseñor Valdés.
Cuando se analiza y reflexiona a la luz de la fe, todo es gracia, y
todo cobra su dimensión divina cuando libremente y por amor se
colabora con el Padre creador, con el Hijo redentor y con el Espíritu
Santo santificador. Sólo entonces el ser humano, tan pequeño y
mezquino, entra a participar en la absoluta trascendencia de Dios.

Entre sus logros durante esos veinticinco años de entrega, se


podría destacar que, a su llegada Osorno, la diócesis carecía de
clero. Cuando monseñor Valdés escribe la carta, contaba con
dieciocho sacerdotes -en su mayoría, conquistados por él en el
extranjero, y cuatro osorninos que él mismo había ordenado-.

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Las parroquias en la ciudad de Osorno eran dos y aumentaron
a seis.
Monseñor Valdés incorporó a la diócesis varias órdenes
religiosas: la Compañía de Jesús, los Hermanos Penitentes de
San Francisco, las Hermanas de Santa Marta, las Hermanas
Misioneras Catequistas de Boroa, las Hermanas Franciscanas
del Sagrado Corazón de Jesús de Purulón, las Hermanas de la
Asunción, las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón, las
Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, las Hermanas de la
Preciosa Sangre y las Carmelitas Descalzas, para que recen por
la diócesis.
En los medios de comunicación social y educación rural,
tuvo un lugar destacado la inauguración, en 1967, de la radio
La voz de la costa, fundada por los capuchinos holandeses.
Quiero manifestar mi agradecimiento a los fieles de Osorno que,
cada vez más numerosos, se han ido incorporando a las filas de la
Iglesia, militando, escuchando su llamado y comprendiendo cada
cual su responsabilidad apostólica como laicos en tantos frentes
del trabajo, en la construcción de la Iglesia, en la transformación
del mundo. A aquéllos que estén en vías de acercarse, que superen
con confianza los restos de temor, los prejuicios y egoísmos, y
den los pasos hacia la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo en el seno de la Iglesia.

Enfermedad incurable

Un mes después de las celebraciones del jubileo, monseñor


Valdés se sintió muy mal y los médicos le aconsejaron

69
trasladarse a Santiago. El 27 de noviembre, fue internado en
el Hospital Clínico de la Universidad Católica. El diagnóstico
fue unánime: su enfermedad no tenía curación ni tratamiento.
Contaba, a lo más, con dos meses de sobrevida.
Monseñor Valdés fue informado de su estado de salud.
Tranquilo, pidió ser traslado al Hospital San Francisco de
Pucón, donde quedaría al cuidado de sor Theola, la superiora
del hospital, de sor María Lukas Bergenthal, quien sería su mé-
dico de cabecera, y de sor Rosa Ester Higueras, su enfermera.
Lo visitaron autoridades, obispos, sacerdotes, religiosas y
fieles. La presencia frecuente de su vicario general, el padre
Remo Pistrín O.F.M. Cap., le fue especialmente grata. El 28 de
diciembre, encontró fuerzas para dictar un último mensaje a los
amigos y fieles de Osorno, donde agradecía a Dios haber podido
cumplir con Su voluntad, y recomienda las intenciones por las
cuales ha ofrecido la vida, y la principal de ellas: el éxito de la
mediación papal en el conflicto austral entre Chile y Argentina.

Los últimos días y su muerte

Su hermana Margarita, quien había viajado desde Santiago


para acompañarlo, escribía conmovida en su diario:
Después de dejar mi equipaje, fui al hospital. La madre Theola, que
me había estado informando por teléfono de su estado y que me
había llamado, me recibió y me introdujo en su habitación.
En esa pequeña y sencilla habitación de madera, vi a mi hermano
tendido en su cama, enflaquecido, envejecido. Sin embargo, me
saludó con alegría, diciéndome como siempre con ternura:
«Sorella!»

70
Sor Rosa Ester, su fiel hermanita enfermera, lo acompañaba. La
emoción me impidió hablar. Le di un beso en su mejilla ahuecada
y me senté a su lado. Tenía en su brazo una jeringa con suero. A
los pies de su cama, había una mesita con los signos de la reciente
Navidad pasada: un Niño Jesús de madera de olivo de Jerusalén
que yo le había obsequiado cuando fuimos juntos a Tierra Santa,
unas pajas y un cirio rojo. Frente a su cama, un gran afiche de
la catedral de Osorno le recordaba su gran obra. Le nombré las
personas que habían preguntado por él. Y sus extraordinarios ojos
azules se llenaron de lágrimas. La madre Theola me dijo que los
médicos le daban alrededor de diez días de vida.
El 2 de enero, amaneció un lindo día: el volcán parecía una visión.
Encontré a Francisco más pálido y decaído. Conversamos un rato,
hicimos recuerdos de nuestra niñez, de Venecia, de Pucón. Llegó
el doctor y lo examinó mientras yo me ausentaba. Después éste
se sentó a conversar conmigo y me explicó cuál era el mal de
Francisco, y que no cabía esperanza. Había que dejarlo morir en
paz, aliviándolo lo más posible.
Entré de nuevo a su pieza y me mostró el telegrama que había
recibido del cardenal Baggio desde Roma.
Me hizo escribir la respuesta, que tendré que despachar mañana.
Dice así:

Cardenal Sebastián Baggio. Ciudad del Vaticano. Conmovido


fraternal afecto agradecería pedir bendición apostólica y ofrecer
al Santo Padre sufrimientos por la paz y el éxito de la mediación.
Valdés obispo.

Lo quedé mirando un largo rato, y por fin me atreví a preguntarle:


«¿Tú ofreciste tu vida por la paz y el éxito de la mediación?»
Él me dijo gravemente: «Sí, me compensa. He estado tan metido
en esto».
Traté de ocultar mi impresión y me alejé disimuladamente. Salí
del hospital llorando, porque comprendía ahora el porqué de su
muerte tan inesperada: él ofreció su vida por la paz, por el éxito

71
de la mediación que él mismo había concertado, por el bien de los
pueblos de Chile y Argentina.
Le conté a monseñor Santos la revelación que me había hecho
Francisco. Se tapó la cara con las dos manos y lloró. El padre
Remo, vicario del obispo, me dijo: «Yo ya lo sabía».
El día 3 estuvo espléndido. Nos dijo que se había sentido muy
mal en la noche, y que, como de seguro la Virgen lo vendría a
buscar ese sábado, le pusieran la extremaunción. Vino el capellán,
padre Ambrosio, y la madre superiora de las clarisas capuchinas.
Le administraron el sacramento y la madre Lukas nos aconsejó que
lo dejáramos solo. Nos alejamos de mala gana del hospital.
Llamé a Santiago para que se vinieran mi marido y mi hermano
Gabriel. Mi hermano llegó como a las once del día y entró a ver a
Francisco. Él se incorporó y le tendió los brazos con gran cariño,
diciéndole: «El grande entre los grandes». Conversaron. Francisco
bendijo a su hermano y se despidió serenamente.
El día 4, Francisco amaneció más lejano y más inmóvil. La madre
Lukas me dijo: «Hace dos días que noto la muerte cerca de él;
tiene como un halo que he visto en los que mueren en santidad».
Entré a su pieza y me dijo cariñosamente: «¡Maiga!» Me pidió que
me encargara del altar de la Virgen en la catedral de Osorno; la
imagen que él había encargado a los talladores del Tirol aún no
había llegado, y me rogó que quedara bien puesta. Seguí largo
rato en silencio. Sor Rosa Ester y yo aguardábamos inmóviles que
pasaran los minutos, mirando el rostro enfermo.
Comenzó a respirar más fuerte y más rápido. Entonces le pedí al
padre Remo que rezara las letanías de los santos. Él comenzó a
rezar las letanías de la Virgen. Nosotros contestábamos: «Ruega
por nosotros». Una por una se sucedían. Cuando llegó la invo-
cación Reina de la Paz, Francisco movió su cabeza como si alguien
lo llamara desde el lado derecho, esbozó una sonrisa y se quedó in-
móvil. Continuamos rezando hasta la última letanía; entonces una
de las monjitas le cerró los ojos y le acomodó las manos juntas.

72
El adiós de Pucón

Por toda la región se supo luego la muerte del obispo. La


anunciaron las campanas de la iglesia, del convento de Santa Clara
y los altoparlantes de los bomberos. Todo el pueblo desfiló hacia
el hospital, y hasta entrada la noche la pequeña pieza se repletó de
gente deshecha en lágrimas. Sólo se oían sollozos. Todos querían
tener el privilegio de verlo por última vez.

Al día siguiente, el día 5, escribe su hermana Margarita:


Muy temprano llevaron el féretro a la parroquia de Pucón, en un
ataúd de alerce de color natural. Detrás, entró un gran gentío que
traía ramas y flores silvestres. Encima del ataúd pusieron una co-
rona de ramas de coigüe con flores y espigas.
Llegó monseñor Sixto Parzinger, obispo de Araucanía y sucesor
de monseñor Guillermo Hartl, con todos sus misioneros vestidos
con estolas de lana blanca con dibujos mapuches, tejidas a telar.
¡Cómo le habría gustado a Francisco este oficio, con su sencillez
y sinceridad!
Habló monseñor Parzinger. Hizo un hermoso paralelo con el santo
de Asís, e invitó a todos a encomendarse a Francisco, pues es con-
vicción unánime de que estará ya con los bienaventurados.
Un furgón lo llevó al aeropuerto para trasladarlo a Osorno. A los
pocos minutos, escuchamos el ruido de un avión que se elevaba
hacia el destino final: la cripta de la catedral que él mismo había
construido.

Los funerales

El cortejo, acompañado por el vicario general, llegó al aero-


puerto de Osorno alrededor de las 11:30 horas. Un gentío
73
inmenso lo esperaba, y los policías debieron intervenir para
poder continuar.
Al entrar a la ciudad, centenares de personas apostadas en
las calles deseaban verlo pasar. La procesión llegó a la plaza
lentamente, permitiendo a la muchedumbre acompañarla a pie.
En la catedral, el ataúd fue colocado frente al altar mayor para
permitir a los fieles acercarse y rendir a su obispo el último
homenaje. Durante todo el día 5 de enero, la catedral vio des-
filar sin interrupción a los osorninos, católicos y no católicos,
creyentes y no creyentes, silenciosos y orantes ante el que fuera
su pastor y amigo.
Los funerales se celebraron el día 6, fiesta de la Epifanía,
a las doce del día. La Misa la presidió el cardenal Raúl Silva
Henríquez, arzobispo de Santiago, asistido por el nuncio de Su
Santidad, monseñor Ángelo Sodano, y una decena de obispos.
Monseñor Eladio Vicuña Aránguiz, arzobispo de Puerto Montt,
pronunció la oración fúnebre. Estando en la sacristía, monse-
ñor Sodano, declaró: «He visto muchos entierros de obispos,
pero como éste, ninguno».
Terminada la Misa, se llevó en procesión el féretro alrede-
dor de la plaza mayor de Osorno, en medio de una multitud
que lanzaba flores, compuesta de estudiantes, obreros, pobres
y ricos, mapuches, campesinos. Toda la ciudad lucía emban-
derada, pero a media asta, en señal de duelo. Las emisoras
transmitían música clásica y La voz de la costa hacía revivir su
vida y su imagen.
Vuelto a la catedral, el ataúd fue depositado en la cripta bajo
el altar mayor.

74
«[…] que no se haga ningún gasto superfluo por mi sepultación.
Que se cante la misa en gregoriano y salmos en castellano
por todo el pueblo. Que sea depositado en un cajón de ma-
dera rústica bajo el suelo de la catedral, en espera del día de la
Resurrección», había pedido monseñor Valdés en su testamento
espiritual.

75
Monseñor Francisco Valdés. 1981.
Interior de catedral San Mateo de Osorno.
Hasta el día de hoy.
Pasos del proceso de canonización

Desde un inicio, hubo intentos para iniciar la causa de


canonización de monseñor Valdés, la que empezó después de
que el obispo de Osorno, monseñor Alejandro Goic Karmelic,
obtuviera de la Congregación para las Causas de los Santos
la autorización para que la investigación diocesana sobre su
vida, virtudes y fama de santidad pudiera realizarse en Osorno,
pues jurídicamente correspondía al vicariato de Araucanía, por
haber fallecido en Pucón.
El secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Ángelo
Sodano, trajo personalmente a Osorno el 9 de octubre de 1998
el Decreto de nihil obstat de la Congregación. El obispo dictó el
Decreto de Apertura el 3 de noviembre de 1998. Desde ese día,
monseñor Valdés pasó a ser Siervo de Dios.
El proceso diocesano sobre la vida, virtudes y fama de santi-
dad de monseñor Valdés, se realizó en diez diócesis chilenas y
fueron interrogadas ciento noventa y seis personas que lo habían
conocido personalmente. Este proceso terminó en septiembre de
2001, y fue enviado a la Congregación para las Causas de los
Santos del Vaticano, la que en 2002 dictó su Decreto de Validez
78
Jurídica y nombró al relator de la causa para la elaboración de
la positio [presentación ordenada del proceso, en la vida, los
testimonios y las virtudes].
Este trabajo se encuentra en preparación y será entregado a
la imprenta para que un futuro congreso compuesto por ocho
teólogos de la Congregación pueda analizarlo y eventualmente
aprobarlo. Si así ocurre, el Santo Padre dictará el Decreto de
Heroicidad de Virtudes con lo cual el Siervo de Dios Francisco
Valdés, pasará a ser declarado Venerable.
De manera simultánea, en 2006, el obispo de Osorno, mon-
señor René Rebolledo Salinas, inició en Osorno y en Santiago
el proceso de un «presunto milagro» atribuido a la intercesión
del Siervo de Dios. Este proceso, ya terminado, está en Roma y
su Decreto de Validez Jurídica se dictó el 16 de noviembre de
2007. Ya presentada, la positio deberá ser analizada y eventual-
mente aprobada por las comisiones de médicos señaladas por
la Congregación Vaticana. Si hay éxito, el Santo Padre podrá
dictar el Decreto de Beatificación.

Homenajes públicos

Chile entero se ha hecho presente en homenaje a monseñor


Francisco Valdés.
En Osorno y Pucón, los fieles han establecido dos Fundaciones
para dar a conocer su obra, continuar su labor apostólica y
social y ayudar en los trabajos de su glorificación.
Por Decreto Ley Nº 443 del 21 de junio de 2006, la ruta inter-
nacional hacia Argentina, en la región de la Araucanía, desde

79
Freire a la frontera, lleva el nombre de Camino Internacional
Monseñor Francisco Valdés Subercaseaux.
Por Ley de la República Nº 20.188, el 17 de mayo de 2007
se autorizó erigir monumentos a monseñor Valdés en Pucón y
en Osorno.
En septiembre de 2008, Correos de Chile, emitió dos sellos
postales para conmemorar el centenario del nacimiento de
monseñor Francisco Valdés Subercaseaux.

80
Oración

Señor Jesús, tu hermano Francisco Valdés


fue pobre y humilde.
Lloró con el que sufre.
Fue manso.
Tuvo hambre y sed de justicia.
Fue misericordioso y limpio de corazón.
Sembró la paz
y fue perseguido por tu causa.

Señor, dígnate glorificarlo en la Iglesia,


y hacerlo resplandecer
con María, nuestra Madre,
entre los Santos del cielo.
Por su intercesión, danos la gracia que pedimos.
Amén.

81
Cronología

1908. El 23 de septiembre, nació en Santiago. Al día siguiente, fue


bautizado en la iglesia de la parroquia de San Miguel con el nombre
Maximiano María Antonio Miguel de las Mercedes.
1911. Se enfermó gravemente y sus padres lo llevaron a Río Bueno, al
sanatorio del padre Tadeo de Visent O.F.M. Cap.
1912. Obtuvo de Su Santidad San Pío X una autorización para recibir
la primera comunión a los cinco años de edad.
1913. Recibió la primera comunión el domingo in albis.
1914. El 11 de abril, recibió el sacramento de la confirmación de manos
de monseñor Juan Ignacio González Eyzaguirre.
1920. Ingresó a la educación secundaria en el Colegio San Ignacio.
1926. Se recibió de Bachiller en Humanidades.
1927. En marzo, viajó a Roma con sus padres y hermanos.
— Fiesta de Pentecostés, ingresó como seminarista al Colegio Pío
Latinoamericano de Roma.
— Siguió cursos en la Facultad de Filosofía de la Universidad Gregoriana.
1929. En julio, recibió el título de Doctor en Filosofía.
— En noviembre, escribió al provincial de los capuchinos de Baviera
para solicitarle ingresar como novicio.
— En diciembre, peregrinó a Tierra Santa con monseñor Gilberto
Fuenzalida Guzmán, obispo de Concepción.
1930. El 13 de enero, inició su viaje a Baviera.
— El 17 de enero, llegó a Altötting donde lo recibió el padre provincial
Franz Seraph von Bobingen O.F.M. Cap.
— El 18 de enero, se trasladó a Laufen, al noviciado de la provincia de
Baviera.
— El 30 de enero, recibió el hábito capuchino y comenzó su noviciado
como fray Francisco de San Miguel O.F.M. Cap.
1931. El 27 de enero, formuló en Laufen la profesión temporal de los
votos religiosos.

82
— El 1 de febrero, comenzó el curso de Teología en la Universidad de
Eichstätt.
1932. Viajó a Venecia, donde continuó sus estudios de Teología en el
Convento del Santísimo Redentor en la Giudecca.
1933. El 1 de abril, recibió las Órdenes menores de Ostiario y Lector.
— El 23 de septiembre, recibió las Órdenes menores de Exorcista y
Acólito.
1934. El 2 de febrero, emitió la profesión solemne en manos del pro-
vincial, padre Giacinto Ambrosi da Trieste.
— El 22 de febrero, fue ordenado diácono por el obispo auxiliar de
Venecia, monseñor Giovanni Jeremich, en la basílica de Nuestra Señora
de la Salud.
— El 17 de marzo, fue ordenado sacerdote por monseñor Giovanni
Jeremich en la iglesia del Santísimo Redentor.
— El 18 de marzo, celebró la Misa privada en la capilla de San Juan
Bautista.
— Asís. Peregrinó al monte Alverna.
— En junio y julio, rindió los exámenes finales de Teología.
— El 23 de julio, recibió las licencias para confesar.
— El 30 de julio, regresó a Baviera donde fue destinado como sacerdote
coadjutor en el Santuario de Altötting.
— En noviembre, salió a pie desde Baviera y peregrinó a diversos san-
tuarios en Francia. Atravesó el Canal de la Mancha y visitó a su tío, el
padre Pedro Subercaseaux, en la Abadía benedictina de Nuestra Señora
de Quarr, en la isla Wight en Inglaterra.
— A comienzo de diciembre, en Hamburgo, se embarcó a Chile, en
compañía de otros capuchinos y religiosas destinados a las misiones
de la Araucanía.
1935. El 3 de enero, desembarcó en Valparaíso.
— El 4 de enero, cantó Misa solemne en la parroquia de San Miguel en
Santiago.
— El 6 de enero, partió hacia San José de la Mariquina para su primer
destino como misionero.

83
— Durante cuatro años, fue profesor de Filosofía en el Seminario de
los padres capuchinos San Fidel de Sigmaringa en San José de la
Mariquina. Los fines de semana y durante las vacaciones es misionero
en los campos.
1939. El 3 de febrero, fue destinado a la misión de Boroa como vicario
coadjunto del párroco. Al mismo tiempo, fue guía espiritual de las re-
ligiosas de la Congregación de Misioneras Catequistas de Boroa.
1943. El 3 de marzo, fue nombrado párroco de la parroquia Santa Cruz
de Pucón. Desempeñó este cargo durante trece años.
1944. El 11 de febrero, coloca la primera piedra de la gruta de la Virgen
de Lourdes, en la península de Pucón, que fue inaugurada el 19 de
noviembre.
1946. Publicó su relato histórico Lemunantu.
1947. Expuso en Santiago sus acuarelas con paisajes de la Araucanía.
Su venta la destinó a la construcción del Hospital San Francisco de
Pucón.
1948. Monseñor Guido Beck de Ramberga O.F.M. Cap., vicario apos-
tólico de la Araucanía, le encomendó viajar a Europa para conseguir
sacerdotes para las misiones de la Araucanía, y religiosas para el
convento de clarisas capuchinas en Pucón.
— El 16 de mayo, se inaugura el Hospital San Francisco de Pucón.
— El 30 de agosto, visitó en Roma a monseñor Hermenegildo Pasetto
O.F.M. Cap., secretario de la Sagrada Congregación de Religiosos.
— El 17 de septiembre, celebró en Asís la fiesta de los Estigmas de San
Francisco.
— En septiembre, viajó al norte de Italia y luego a Baviera en busca de
sacerdotes para las misiones de Araucanía.
— El 24 de octubre, regresó a Roma.
— El 19 de noviembre, regresó a su parroquia de Pucón.
1950. El 26 de febrero, inauguró el Cristo del Tromen, que talló en
madera en sus años de cura párroco de Pucón.
1953. Colocación de la primera piedra del convento de clarisas capu-
chinas de Pucón.

84
1954. El 9 de abril, el padre Francisco trasladó el Cristo de madera del
Tromen al sector Antumalal. En su reemplazo, dejó uno de cemento,
más apropiado al clima cordillerano.
1955. El 15 de noviembre, Pío XII creó la diócesis de Osorno.
1956. El 7 de julio, se publicó en Roma la bula donde Pío XII nombró
obispo de Osorno a fray Francisco Valdés Subercaseaux.
— El 16 de septiembre, en la iglesia del Sagrado Corazón de El Bosque
en Santiago, el padre Francisco fue consagrado obispo por el nuncio
apostólico, monseñor Sebastián Baggio, y por los obispos monseñor
Guido Beck de Ramberga O.F.M. Cap., obispo de Araucanía, y monseñor
Manuel Larraín Errázuriz, obispo de Talca y gran amigo suyo.
— El 26 de octubre, tomó posesión de la diócesis de Osorno.
1957. El 22 de junio, asistió a su padre, Horacio Valdés Ortúzar, en el
momento de su muerte.
1958. El 23 de junio, viajó a Europa y a los Estados Unidos, para con-
seguir clero y recursos económicos para organizar mejor su diócesis.
1960. El 22 de mayo, Chile sufrió el más grande terremoto en su histo-
ria. Monseñor Valdés se dedicó a socorrer a los damnificados.
1961. Llegan a Osorno, desde Italia, las religiosas de Santa Marta.
1962. El 10 de junio, se colocó la primera piedra de la futura catedral
San Mateo de Osorno.
— Participó en la primera sesión del Concilio Vaticano II.
1963. Participó en la segunda sesión del Concilio Vaticano II.
1964. Primera visita ad Limina a Roma. Participó en la tercera sesión
del Concilio Vaticano II.
1965. El 26 de agosto, muere su madre, Blanca Subercaseaux Errázuriz,
asistida por su hijo obispo.
— Participó en la última sesión del Concilio Vaticano II.
1966. Publicó su libro Concilio y música sagrada, con el que buscaba
restaurar el aprecio por la música y la liturgia de la Iglesia.
— Incorporó en Osorno el Movimiento de Cursillos de Cristiandad.
1967. Realizó la Cruz de Maipú, para el sínodo de Santiago.

85
— El 8 de diciembre, convocó en Osorno el primer sínodo de la diócesis.
1969. Segunda visita ad Limina a Roma.
1974. Tercera visita ad Limina a Roma. Asistió al sínodo de obispos en
representación de los obispos de Chile.
1977. El 24 de noviembre, consagró la nueva catedral de Osorno.
— Viaja a Europa. Vuelve a tomar contacto con Chiara Lubich, funda-
dora del movimiento focolare, que ayudaría a introducir en Chile.
1978. Durante todo el año, intentó hacer aceptar la mediación papal a
los Gobiernos de Chile y Argentina.
1979. Cuarta visita ad Limina a Roma. Participó en el sínodo de obispos.
— El 22 de septiembre, peregrinó a Tierra Santa.
— El 4 de octubre, fiesta de San Francisco, celebró Misa en la gruta de
Belén.
— El 19 de noviembre, regresó a su parroquia de Pucón.
1981. Realizó su último viaje a Roma.
— El 4 de octubre, en Osorno, publicó su última carta pastoral.
— El 6 de octubre, celebró el jubileo de la diócesis y sus veinticinco años
como obispo. Ese mismo día escribió una carta al papa Juan Pablo II,
pidiendo ser exonerado del gobierno de la diócesis.
— El 27 de noviembre, fue trasladado a Santiago aquejado de una crisis
cardiaca y un tumor gástrico fulminante. Desahuciado en el Hospital de
la Universidad Católica, pidió ser transferido al Hospital San Francisco
de Pucón.
— El 26 de diciembre, escribió su último mensaje a sus diocesanos.
1982. El 4 de enero, a las 19:10 hrs., monseñor Francisco Valdés
Subercaseaux falleció en el Hospital San Francisco de Pucón.
— El 5 de enero, el obispo de la Araucanía, monseñor Sixto Parzinger
O.F.M. Cap., ofició la Misa de funeral en Pucón. El féretro fue trasladado
a Osorno.
— El 7 de enero, se celebraron sus funerales en la catedral San Mateo
de Osorno. La Misa fue presidida por el cardenal Raúl Silva Henríquez,
arzobispo de Santiago, asistido por el nuncio apostólico, monseñor

86
Ángelo Sodano. El féretro fue depositado en la cripta de la catedral
bajo el altar mayor.
— En agosto, las Hermanas Franciscanas del Sagrado Corazón de Jesús
de Purulón, por expreso pedido de monseñor Valdés en su lecho de
muerte, crean el Hogar Betzaida en Osorno, destinado a apoyar espi-
ritual y físicamente a los lisiados.
1998. El 9 de octubre, el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal
Ángelo Sodano, trajo a Osorno el nihil obstat de la Congregación.
— El 3 de noviembre, el obispo de Osorno, monseñor Alejandro Goic
Karmelic, inició su causa de canonización, designando como juez al
padre Jaime Correa S.J.
2002. La Santa Sede emitió el Decreto de Validez de las Actas de
Beatificación de monseñor Valdés. El vicepostulador es fray Johann
(Juan) Bauer Beck, que reside en Pircunche, IX Región de Chile. El re-
dactor de la positio sobre la vida, virtudes heroicas y fama de santidad
es fray Pere Cardona Bueno, quien reside en Barcelona, España.
— El 25 de septiembre, la Santa Sede otorgó el nihil obstat al proceso
de beatificación de monseñor Valdés.
2006. El 21 de junio, la ruta internacional hacia Argentina, en la región
de la Araucanía, desde Freire a la frontera, pasó a llamarse Camino
Internacional Monseñor Francisco Valdés Subercaseaux.
2007. El 17 de mayo, por Ley de la República Nº 20.188, se autorizó
erigir monumentos a monseñor Valdés en Pucón y en Osorno.
2008. En septiembre, Correos de Chile emitió dos sellos postales para
conmemorar el centenario del nacimiento de monseñor Francisco
Valdés Subercaseaux.
— El 4 de diciembre. La Asociación de Exalumnos Jesuitas de Chile y
los Laicos Ignacianos entregaron una distinción póstuma a monseñor
Francisco Valdés Subercaseaux por haberse destacado en el servicio a
la Iglesia, a la patria y a los más pobres.

87
Índice

Presentación 4

Primeros años 1908-1927 7


Infancia 8
La primera comunión 8
Juventud 12
Primer viaje a Europa 13

Vocación religiosa 1927-1934 15
Seminarista en el Colegio Pío Latino Americano 17
Discernimiento vocacional definitivo: capuchino 18
Peregrino en Tierra Santa 19
En la gran familia franciscana 21
En el noviciado de Laufen 21
Compromiso capuchino 23
En la Universidad de Eichstätt 25
Venecia. La isla de la Giudecca 25

Profesión solemne y ordenación sacerdotal 1934 27
Carta de su antiguo director espiritual 28
Loreto y Asís 29
Viaje a Baviera y despedida 31

Regreso a Chile. Seminario Mayor de San Fidel


en San José de la Mariquina 1935 - 1939 32
Profesor en el Seminario Mayor en San José
de la Mariquina 33

La misión de Boroa 1939 – 1943 35
El Congreso Eucarístico de Villarrica 36
El décimo aniversario de sus votos capuchinos 37

88
Párroco de Pucón 1943 – 1956 40
Pintor, escultor, escritor y constructor 41
Segundo viaje a Europa 45
El convento de clarisas capuchinas 45
El Hospital San Francisco de Pucón 49
El Cristo del Tromen 51

Primer obispo de Osorno 1956 – 1982 53


Una inmensa tarea 54
Un obispo capuchino que mendiga 55
El Colegio San Mateo de Osorno 56
El terremoto de 1960 57
La construcción de la nueva catedral 58
El Concilio Vaticano II 59
La música sagrada 60
El sínodo diocesano de Osorno 61
En el sínodo de obispos en Roma 62
Las visitas ad Limina 62
Intervención decisiva en la solución pacífica
del diferendo austral 63
Segunda peregrinación a Tierra Santa 65
Jubileo de los 25 años episcopales 66
Balance personal de los 25 años de obispo 68
Enfermedad incurable 69

Los últimos días y su muerte 70


El adiós de Pucón 73
Los funerales 73

Hasta el día de hoy. Pasos del proceso de canonización 78


Homenajes públicos 79

Oración 80
Cronología 82

89
PAZ Y BIEN

Este libro se terminó de imprimir el 4 de enero de 2011


para la celebración del natalicio de monseñor
Francisco Valdés Subercaseaux.

A.M.D.G.

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