Marta y Marà - A
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ÍNDICE
Pág.
Prólogo
6
Aclaración 7
I. —Desde la calle 9
II. —El sarao de los señores de Elorza 17
III. —La novena del Sagrado Corazón de Jesús 39
—De cómo el marqués de Peñalta fue convertido en duque de
IV. 59
Turingia
V. —Camino de perfección 78
VI. —En busca del Menino 94
VII. —El alma y el esposo 111
VIII. —Como ustedes gusten 123
IX. —Excursión al Moral y a la Isla 136
X. —Sigue la excursión 150
XI. —¡Caso extraño! 167
XII. —Antecedentes 177
XIII. —En que se narran los trabajos de una virgen cristiana 194
XIV. —Pálida mors 213
XV. —Gocémonos, amado 230
XVI. —El sueño del marqués de Peñalta 245
PRÓLOGO
No está fundado el libro, que hoy tengo el honor de ofrecer al público, sobre
hechos usuales y corrientes, ni se narran en él sucesos que estemos avezados a
presenciar todos los días. Tal vez por ello se le acuse de falso o inverosímil y se
le juzgue como un producto de la fantasía lejano de toda realidad. Me someto y
resigno de antemano a estas censuras, reservándome el derecho de protestar
interiormente, ya que no de público, contra la injusticia de tal acusación. Porque
—lo he de decir, aunque perezca mi gloria de inventor—todos los hechos
fundamentales de esta novela se han efectuado. El autor no hizo más que
relacionarlos y darles unidad.
Tengo la presunción de creer, por lo tanto, que aunque Marta y María no sea
una novela bella, es una novela realista. Sé que el realismo—actualmente
llamado naturalismo—tiene muchos adeptos inconscientes, quienes suponen que
sólo existe la verdad en los hechos vulgares de la existencia y que sólo estos son
los que deben ser traducidos al arte. Por fortuna no es así. Fuera de los mercados,
los desvanes y las alcantarillas existe también la verdad. El mismo apóstol del
naturalismo, Emilio Zola, lo reconoce pintando escenas de acabada y sublime
poesía, que riñen ciertamente con sus exageradas teorías estéticas.
ACLARACIÓN
DESDE LA CALLE
Dentro del soportal la gente se estrujaba sin compasión: cada cual hacía
prodigios de habilidad para burlar la ley física de la impenetrabilidad de los
cuerpos, reduciendo el suyo a un volumen imaginario. La noche era densa y
oscura como pocas. Los pies de los curiosos se buscaban en las tinieblas, y al
encontrarse prodigábanse caricias harto expresivas. Los codos de los unos, por
secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos de los otros. El sujeto pasivo de
tales caricias llevaba inmediatamente la mano al lugar del contacto, y solía
exclamar ásperamente: «¡Bárbaro! ¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico chiis
chiis de la muchedumbre le obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a
imperar el silencio. El silencio era a la sazón la necesidad más apremiante que
sentían los vecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado
como acto sedicioso y castigado inmediatamente con un chicheo amenazador.
Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas más aflictivas aún la
risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunque la noche no era de las
más templadas de otoño.
En los soportales de las casas de enfrente acaecía poco más o menos lo mismo;
pero en la calle había poca gente, porque estaba cayendo pausadamente una agua
menudísima que los vecinos de Nieva se habían acostumbrado a no despreciar,
pues a la postre, y a pesar de sus modos blandos y sutiles, moja como cualquiera
otra. Sólo unas cuantas personas con paraguas y algunas otras que, no
teniéndolo, se amparaban de su filosofía permanecían a pie firme en medio del
arroyo.
Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por la abertura
salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más triste la noche oscura y
húmeda del exterior. También salían por intervalos torrentes de notas armoniosas
desprendidas de un piano.
La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga y guarnecida por
ambos lados de soportal, como casi todas las de la villa de Nieva. Su fachada
más importante miraba, pues, a esta calle; pero tenía otra con balcones a la plaza
del pueblo, que era amplia y hermosa como la de una ciudad. Aunque la
oscuridad no nos permite descubrir exactamente el aspecto de la casa, se puede
asegurar que es un edificio de piedra labrada y de un solo piso, con espacioso
soportal, cuya arquería elegante y soberbia declara desde luego la jerarquía de
sus dueños. Este soportal, que bien merece los honores de pórtico, contrasta
notablemente con el de las casas que le siguen, bajo y estrecho, y sostenido por
pilares redondos y toscos sin ornamento alguno. También se observa la misma
diferencia en el piso, que en el soportal de que hablamos es de losa bien
aderezada, mientras los demás ofrecen solamente un incómodo pavimento
empedrado de guijarros. Sin osar, por tanto, llamarla un palacio, no es
aventurado afirmar que aquella mansión había sido construida por una persona
principal para su exclusivo uso y regalo. La circunstancia de tener sólo un piso,
bien claramente lo decía. Exige la verdad que manifestemos asimismo que el
arquitecto había dado pruebas de buen gusto al trazar el plano del edificio, pues
sus proporciones no podían ser más elegantes y correctas. Pero lo que más
saltaba a la vista en él, sin duda alguna, era cierto bienestar amable y
aristocrático, exento de presunción que, aunque lograse inspirar envidia, no
despertaba ciertamente en el corazón de la plebe los odios y rencores que excita
siempre la opulencia soberbia.
El ceñudo firmamento dejaba caer sin cesar toda la ceniza húmeda y fría de
que estaban preñadas sus nubes. Las sombras envolvían y borraban los contornos
de la casa, amontonándose en lo interior de los arcos y en los huecos de sus
molduras de piedra; pero no intentaban siquiera acercarse a la abertura luminosa
y feliz de los balcones, que las rechazaba con espanto. Miraban furtivamente el
dorado paraíso de lo interior, y roídas por la envidia descargaban su indignación
acuosa sobre la cabeza de los filósofos que escuchaban al descubierto.
El apiñado grupo de curiosos que se guarecía en los soportales de enfrente no
apartaba los ojos de aquellos balcones, mientras los que se agrupaban debajo de
los arcos de la casa, careciendo de tal recurso, ateníanse exclusivamente a sus
orejas, cuya capacidad receptiva procuraban perfeccionar colocando la palma de
la mano por detrás de su pabellón y doblándolo un poquito hacia adelante. La
oscuridad era grande en ambos soportales, porque los faroles del municipio
despedían sus pálidos rayos a respetable distancia. Sólo servían para esclarecer
en apartados parajes de la plaza un círculo bastante reducido, produciendo
reflejos tristes sobre las piedras mojadas del suelo. Entre las sombras brillaba de
vez en cuando el fuego de un cigarro, que con su lumbre roja iluminaba un
instante los bigotes del fumador. Allá a lo lejos, en la esquina, aún permanecía
abierta una tienda de quincalla; mas podía verse la sombra del dueño cruzar con
frecuencia por delante de la puerta arreglando ya sus cosas para cerrarla. En el
piso principal de la misma casa, los balcones se hallaban abiertos de par en par.
Por ellos salían voces, risas desentonadas y chasquidos de bolas de billar, que
afortunadamente llegaban muy debilitados al soportal. Era el café de la Estrella,
concurrido hasta las altas horas de la noche por una docena de indefectibles
parroquianos. Reinaba, pues, silencio, aunque no podía evitarse el zumbido
particular que origina la aglomeración de gente en un sitio, producido por el roce
de los pies, el movimiento de los cuerpos, y sobre todo por las frases reprimidas
que en tono de falsete dejaban caer los unos en los oídos de los otros.
El piano, en el momento de dar comienzo la presente historia, preludiaba con
sonidos vibrantes el allegro apasionado de la Traviata «gran Dio, morir si
giovine». Terminado el preludio, empezó un acompañamiento suave y discreto.
La ansiedad era grande. Al fin, sobre el acompañamiento se alzó una voz clara y
dulcísima que sonó en toda la plaza como eco del cielo. Los dos grupos de
curiosos se estremecieron cual si hubiesen tocado con el dedo en el botón de una
máquina eléctrica, y un murmullo sordo de complacencia corrió por encima de
ellos.
—Es María—dijeron tres o cuatro, esperando que no les oyese más que el
cuello de la camisa.
—¡Ya era tiempo!—apuntó uno en voz algo más alta.
—Ésta sí que canta en la mano, ¡olé!, y no el otro bestia de la fábrica de
conservas—exclamó un tercero todavía más indiscreto.
—¡Tengan ustedes la bondad de callarse, señores, para que podamos oír!—
gritó una voz irritada.
—¡Que se calle ése!
—¡Fuera!
—¡Silencio!
—¡Chis, chiis, chiis!
—¡Siempre he dicho que no hay gente peor educada que la de este pueblo!—
volvió a exclamar la voz colérica.
—¡Cállese usted!
—¡No sea usted estúpido, hombre!
—¡Chis, chiis, chiis!
Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi, interpretada con
singular delicadeza. La voz femenina que salía por los entreabiertos balcones
rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando con fuerza por el ámbito de la
plaza y yendo a perderse en las encrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de
la noche aumentaban el poder y la extensión de aquella voz amable, ¡amable
sobre todo elogio! Para un inteligente de los que se sientan embozados en la
escalerilla del paraíso del Teatro Real, es posible que no fuese la cantante un
prodigio de maestría en el atacar, filar y trinar las notas; mas para los que no se
ven atormentados por escrúpulos filarmónicos, puede afirmarse que cantaba muy
bien y que poseía especialmente una voz hechicera, de timbre apasionado que
llegaba hasta lo profundo del alma.
Los curiosos de ambos soportales, lo mismo que los filósofos del arroyo, daban
pruebas inequívocas de hallarse conmovidos. La afición a la música en los
pueblos ofrece siempre un carácter más violento e impetuoso que en las
capitales. Quizá se deba a que en éstas anda prodigada en demasía por iglesias,
teatros y salones, mientras en aquéllos sólo alguna que otra vez pueden gustarla.
Nadie chistaba ni se movía un punto de su sitio. Con la boca entreabierta y la
mirada perdida seguían extáticos el curso de aquella melodía desesperada en que
Violeta se lamentaba de morir después de haber penado tanto. Los más sensibles
empezaban a soltar lágrimas, recordando alguna aventura galante de su vida
juvenil. El cielo seguía dejando caer, inflexible, su depósito inagotable de polvo
líquido. Dos de los filósofos del arroyo se palparon la ropa, sacudieron el
sombrero y, lanzando una sorda imprecación a los elementos, vinieron a
refugiarse al soportal, produciendo al llegar leve disturbio entre sus convecinos.
Algo alejados de ambos grupos y arrimados a una columna, se percibían no
muy distintamente tres bultos menudos, con los cuales necesitamos poner al
lector en relación por breves instantes. Uno de ellos sacó una cerilla para
encender el cigarro, y aparecieron tres rostros de catorce o quince años, frescos,
risueños y maliciosos que volvieron a borrarse al morir el fósforo.
—Oye, Manolo—dijo uno apagando todo lo posible la voz—, ¿quién te ha
dado esa boquilla?
—Pues se la he limpiado a mi hermano.
—¿Es de ámbar?
—De ámbar y espuma de mar: le ha costado tres duros en Madrid.
—¡Pobre de ti si llega a saber que has sido tú...!
—Calla, tonto. ¿Para qué está el criado en casa, sino para pagar estas culpas?...
Un sujeto que estaba más cerca que los demás, les mandó callar ásperamente.
Los chiquillos obedecieron. Mas de pronto dijo Manolo con voz apenas
perceptible:
—Escuchad, muchachos. ¿Queréis que yo deshaga esto en un instante?
—¡Sí, Manolo; sí, Manolo!—repusieron precipitadamente los otros, que, por lo
visto, tenían gran confianza en las facultades destructoras de su compañero.
—Pues vais a ver; estaos quietos ahí.
Y apartándose poco trecho de ellos se agazapó al lado de una puerta y soltó tres
chillidos descomunales, idénticos a los que lanzan los perros cuando se les
castiga. Un ladrido inmenso, furioso, universal, resonó inmediatamente por los
espacios. Los perros todos de la población, unidos y compactos como un solo
mastín, protestaban enérgicamente contra la pena infligida a un semejante suyo.
El canto de María se perdió completamente dentro de aquel formidable ladrido.
La multitud que escuchaba experimentó dolorosa sacudida, se agitó
tumultuosamente unos instantes, lanzó exclamaciones incoherentes contra los
malditos animales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto lo
inútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos, en efecto,
se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vez más raros y lejanos.
Sólo el perro del comercio de quincalla, que acababa de cerrarse, continuó algún
tiempo ladrando con furia. Al fin también éste cesó, aunque muy a disgusto. El
canto de la moribunda Violeta volvió a escucharse, puro y límpido como antes.
Los oyentes tornaron a reanudar las suaves emociones que les había producido,
si bien un poco inquietos y nerviosos, como si temiesen a cada instante verse
privados de aquel placer.
Manolo se acercó a sus compañeros ahogando la risa y fue recibido también
con risas y aplausos ahogados.
—Anda, Manolito, chilla otra vez.
—Esperad, esperad un poco; hace falta que estén descuidados.
Pasado un rato, Manolo se alejó de nuevo cautelosamente, y, rodeando el
grupo, fue a situarse en el extremo opuesto. Desde allí lanzó otros tres lamentos
como los anteriores, y el mismo ladrido atronador pobló el espacio respondiendo
a ellos. La muchedumbre se alborotó nuevamente, pero con mucho mayor
estrépito. Todos hablaban a un tiempo y lanzaban furiosas exclamaciones.
—¡Esto es horrible!
—¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros!
—¡El perro que chilla es el que tiene la culpa!
—¡Maldito!...
—¡Condenado!...
—¡Silencio, silencio, que ya se oye algo!
—¡Qué se ha de oír!... ¡Maldita sea mi suerte!
—¡Silencio, silencio!
—¡Chis, chiis, chiiiiis!
Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron por oportuno,
y poco a poco se fue restableciendo la calma. El cántico de Violeta tornó a
aparecer lleno de dulzura melancólica y de pasión. La voz de María sollozaba de
tal suerte al interpretarlo, que el corazón se oprimía y las lágrimas brotaban en
los ojos. Un solo perro, el del comercio de quincalla, siguió ladrando con
persistencia sumamente incómoda, pues la voz de la cantante no acababa de
llegar a los oídos del público con la debida pureza. Un hombre con garrote en
mano se destacó del grupo, y expuesto a la intemperie, atravesó la plaza para
hacerle callar; mas el perro olió en seguida la caña y puso pies en polvorosa. El
hombre se metió otra vez en el soportal. Al fin reinaba completo silencio en la
plaza y los aficionados disfrutaban a su sabor del concierto de los señores de
Elorza.
¿Qué había sido de Manolo? Sus compañeros le aguardaban hacía rato para
tributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa de aparecer.
El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro:
—Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando?
—Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón.
El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardó silencio.
—Pero ¡ca!—continuó el otro—, no le han cogido, no. ¡Bueno es él para
dejarse atrapar!
En este momento Manolo lanzó dos gritos más rabiosos aún desde el soportal
de enfrente, y con la misma rabia contestaron ladrando los perros de la vecindad.
No es posible describir lo que entonces acaeció en la muchedumbre de oyentes
de uno y otro soportal. El tumulto que se produjo fue en realidad imponente. Una
porción de manos se agitaron en la oscuridad esgrimiendo terribles bastones y
paraguas. Y de ambos grupos salió un coro de imprecaciones nada lisonjeras
para la raza canina. La confusión y el desorden se apoderaron de todas las
cabezas. Los pechos no respiraban más que venganza y exterminio.
—¡Matad a ese perro indecente!—gritó una voz dominando el tumulto.
—¡Sí, sí, rompedle el espinazo!—repuso otro buscando ya el género de muerte
más adecuado.
—¡Ese perro, ese perro!
—Pero ¿dónde está ese maldito?
—Buscadlo y rompedle el espinazo.
—Y si no se encuentra el perro, rompédselo al amo.
—¡Mala centella los mate a los dos!
El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tan escandalosa, que
algunos balcones de la vecindad dejaron escapar un chirrido y se abrieron
discretamente. Las cabezas investigadoras que por ellos asomaron, no logrando
enterarse de lo que ocurría y temiendo resfriarse, se retiraron al instante. En la
casa de Elorza se asomaron tres o cuatro personas, que también se metieron
velozmente, y ¡oh dolor!, al retirarse cerraron tras sí los balcones.
—¡Ea, ya oímos lo que teníamos que oír!
—¿Han cerrado los balcones?
—Sí, señor, los han cerrado y han hecho perfectamente.
De aquella muchedumbre salió un suspiro apagado de fatiga y de rabia. Hubo
silencio durante un momento, como tributo rendido a sus esperanzas muertas.
Nadie se movía de su sitio. Al fin uno dijo en alta voz:
—Señores, buenas noches y divertirse. Me voy a la cama.
Este saludo les sacó de su estupor. Los grupos empezaron a disolverse
lentamente, no sin lanzar coléricas exclamaciones. Algunas personas se alejaron
caminando dentro de los soportales. Otras atravesaron la plaza con los paraguas
abiertos. Los menos, permanecieron en el mismo sitio haciendo interminables
comentarios sobre lo que acababa de ocurrir. Al fin quedó una media docena de
curiosos, que, fatigados de murmurar en aquel paraje, se fueron a hacer lo mismo
al café de la Estrella. Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el
soportal y el café, una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala
educación de aquel pueblo, decía con más cólera aún:
—¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de esta villa!
II
—¡Qué lástima, Isidorito, que usted no hubiese estudiado para médico! ¡No sé
por qué se me figura que habría de tener usted mucho ojo para las enfermedades!
El joven se ruborizó de placer.
—Doña Gertrudis, me honra usted demasiado; no tengo otro mérito que el de
fijarme bien en lo que traigo entre manos, lo cual me parece de absoluta
necesidad en cualquier carrera a que uno se consagre.
—Tiene usted muchísima razón. Lo primero es fijarse en lo que se tiene
delante y no andar pensando en musarañas. Y si no, aplique usted el cuento a
don Máximo. No se le puede negar mucha sabiduría y buen deseo, pero tiene la
desgracia de no fijarse en nada de lo que le dicen, y por eso no da casi nunca en
el clavo. ¿Quiere usted decirme, Isidorito, cómo es posible que acierte a curar un
hombre que cuando el enfermo le está contando lo que padece se pone a tajar un
lápiz o a tocar el tambor con los dedos? ¡Usted no sabe lo que yo he sufrido por
su causa! ¡Que Dios no le tome en cuenta el mal que me ha hecho! Mi marido le
quiere mucho... y yo también, no vaya usted a creer... En medio de todo es un
buen sujeto, y hace veinticuatro años que entra en casa; pero hay que decir la
verdad aunque cueste trabajo: el pobre señor tiene la desgracia de no fijarse..., de
no fijarse poco ni mucho.
—Exacto, exacto. Don Máximo carece, a mi juicio, de las dotes de observación
indispensables para el arte que ejercita. Quizá se sorprenda usted de que
califique de arte a la medicina en vez de ciencia: es una opinión particular mía
que estoy dispuesto a sostener contra cualquiera, lo mismo en privado que en
público. La medicina, a mi juicio, no es otra cosa todavía que una profesión
empírica, puramente empírica. Repito que es una opinión particular y que, como
tal, la expongo; pero abrigo la confianza de que será muy pronto una verdad
universalmente aceptada.
—La verdad es, Isidorito, que a mí no acaba de entenderme. Anteayer pasé
todo el día con un ruido en la cabeza, como si estuviese tocando dentro de ella
una banda de tambores. Al mismo tiempo esta rodilla izquierda se me había
inflamado de tal modo que no pude ir siquiera desde mi cuarto al comedor. Le
mandé recado a don Máximo, y hasta el oscurecer no vino. Le digo a usted que
pasé un día cruel, y que si no hubiera sido por unos parches de sebo, que a
medianoche me puso mi hija Marta en las sienes, me hubiese muerto sin
remedio, porque don Máximo no tuvo por conveniente mandar encender luz
siquiera para verme.
—Lo que usted indica corrobora más y más mi aserto. Vea usted cómo los
remedios caseros, administrados sin otro discernimiento que el que comunica la
rutina, por los resultados obtenidos en una larga serie de casos, obran a veces
sobre el organismo de modo más favorable que una medicación científica. No
acaece otro tanto en nuestra profesión, señora, donde todos los casos que puedan
ocurrir están de antemano previstos por las leyes o por la jurisprudencia elevada
a la categoría de ley. No hay un solo litigio que no tenga ya su resolución
adecuada en los códigos civiles, ni puede cometerse absolutamente ningún delito
o falta que no esté comprendido en algún artículo del Código penal. Y para que
jamás pueda quedar nada al libre arbitrio de los tribunales (excepto la
interpretación usual), tenemos como derecho supletorio el canónico, que es un
abundante venero de reglas de conducta, aunque basadas todas ellas
principalmente en la equidad.
—Cierto, cierto, Isidorito. Los médicos no entienden absolutamente una
palabra. Si yo pudiese meter en frascos otra vez las medicinas que he tomado,
podía muy bien abrir botica. Ya ve usted que estoy como el primer día... ¡Lo
mismo que el primer día!..., sin adelantar un paso siquiera... Dios me concede
mucha resignación, que si no... Mire usted, ayer estuve regularmente, pero lo que
es hoy, por ser día de mi santo, me encuentro fatal, fatal... Un desasosiego en
todo el cuerpo..., un hormigueo en las piernas..., un ruido en los oídos... Usted,
que tiene tanto talento, ¿no sabría lo que es este ruido en los oídos?
—Señora, yo creo..., ejem..., que esa enfermedad obedece a un estado
puramente nervioso... Las alteraciones nerviosas son tan variadas y extrañas...,
ejem..., que no es posible someterlas a principios fijos, sino más bien conviene
no sentar ninguna regla y estudiarlas en detalle, o sea cada una de por sí.
Trabajo le costó, pero al fin salió del paso. Isidorito era un muchacho
macilento y encogido, con hondos y precoces surcos en las mejillas, de pelo ralo
y ojos saltones. Se le tenía por uno de los jóvenes más formales o acaso el más
formal de la villa y servía siempre de espejo a los padres de familia para afear la
conducta de sus hijos calaveras:—«¿No ves a Isidorito qué bien se produce en
sociedad, y con qué aplomo habla sobre todas las cuestiones?»—«¡Ah, si tú
fueses como Isidorito, qué vejez tan dulce me harías pasar!»—«¡Vergüenza te
había de dar que Isidorito se hubiese hecho doctor hace ya cuatro años, y tú no
hayas logrado graduarte de licenciado todavía, zopenco!»
Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en
que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado
de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba
casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta. En su rostro
descaecido y marchito, sin embargo, no se habían borrado aún enteramente los
rasgos de una belleza excepcional, que había dado mucho que decir allá por los
años de 1846 al 48, y que le valiera multitud de romances, sonetos y acrósticos
de los más eminentes poetas de la villa, insertos en un periódico semanal que
entonces se publicaba en Nieva con el título de El Judío Errante. Doña Gertrudis
guardaba con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de Judíos
Errantes y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus acrósticos
con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis galopante, sería a la
fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho, llamado Ulpiano Menéndez,
que se ocultaba bajo el seudónimo de El Moro de Venecia, no se hubiera
marchado a América a hacer fortuna en el comercio, sería por lo menos tanto
como Zorrilla o Espronceda. Don Mariano, su esposo, participaba de la misma
convicción, aunque en otra época, tanto el poeta lírico como el comerciante le
habían causado grandes desasosiegos y turbado no pocas veces la paz de sus
relaciones amorosas. Pero era hombre justificado y amigo de dar a cada uno lo
suyo.
Doña Gertrudis estaba rebujada en una magnífica manta de felpa, y tenía la
cabeza cubierta con una cofia, por debajo de la cual enseñaba algunos cabellos
entre rubios y blancos. Su rostro era de singular blancura mate, fino y correcto.
Los ojos azules y sumamente tristes. Más que de la enfermedad advertíanse en
aquel rostro las huellas de la clausura.
—Me mata, me mata este ruido en los oídos. No puedo comer, no puedo
dormir, no puedo sosegar en ninguna parte.
—Juzgo que debiera usted permanecer en la cama.
—Es peor, Isidorito, es peor. En la cama no puedo prender los ojos. Empiezo a
dar vueltas como un molinillo y llega a producirme fiebre. Estoy mucho más
enferma de lo que se cree. Ya se verá cómo esto tiene mal fin. Hoy me encuentro
tan nerviosa, tan nerviosa... Tómeme usted el pulso, Isidorito, y dígame usted si
tengo fiebre.
Al sacar la mano enflaquecida y dársela al joven, don Mariano y don Máximo,
que charlaban animadamente en el hueco de un balcón, dirigieron la vista hacia
allí y sonrieron. Doña Gertrudis se ruborizó un poco y volvió a ocultar su mano
velozmente dentro de la manta.
—Ya tiene un nuevo médico de cámara su señora—apuntó don Máximo con
acento irónico.
—¡Bah, bah, bah!... ¿Con qué perro o gato de la villa habrá dejado mi mujer de
celebrar consulta? Estos días anda furiosa con usted y dice que se va a morir sin
que usted haga caso de ella. Yo la encuentro mejor que nunca... Pero vamos a
ver, don Máximo, ¿usted cree de buena fe que podemos aceptar el trazado de
Miramar?
—¿Y por qué no?
—¿No comprende usted que nos hundimos para siempre?
—Don Mariano, me parece que está usted obcecado. Lo que le importa a Nieva
es tener ferrocarril pronto, pronto, pronto.
—Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril bueno, bueno, bueno. El
trazado de Miramar sería nuestra ruina, porque nos acerca a Sarrió, que, como
usted sabe muy bien, tiene más importancia comercial y marítima que nosotros.
En pocos años nos tragaría como una pepita de cereza. Además debe usted tener
en cuenta que habiendo quince kilómetros desde el empalme hasta Nieva y doce
solamente a Sarrió, ninguna mercancía dejará de preferir este punto para
exportarse. Si a esto agrega usted que tarde o temprano...
Un golpe violento de tos cortó la palabra a don Mariano. Era un hombre
grueso, alto, con barba y cabellos blancos; aquélla muy crecida. Sus ojos negros
brillaban como los de un joven, y en sus mejillas sonrosadas el tiempo no había
conseguido labrar profundos surcos. Sin duda había sido uno de los jóvenes más
gallardos de su época. Tal como ahora le hallamos, todavía llamaba la atención
por su fisonomía simpática y venerable, y por su figura atlética. Con la violencia
de la tos, su temperamento sanguíneo experimentó una fuerte sacudida: el rostro
se coloreó excesivamente. Cuando hubo cesado, tornó a coger el hilo del
discurso.
—Si a esto agrega usted que tarde o temprano tendremos un buen puerto, ya
sea en El Moral o en el mismo Nieva, porque la guerra no ha de durar
eternamente ni el Gobierno ha de dejarnos reducidos siempre a la condición de
parias, ya verá usted qué vuelo toma en un instante el comercio de la villa y qué
pronto le hacemos sombra a Sarrió.
—Bien, bien: convengo en que el trazado de Sotolongo ofrece algunas
ventajas; pero usted bien sabe que por ahora ni en mucho tiempo no hay que
soñar con él, mientras que el de Miramar lo tenemos en la mano. El Gobierno
está profundamente interesado en ello, porque no hay otro medio de proteger
nuestra fábrica de armas. Ya comprende usted que si los carlistas llegasen a
romper la línea de Somosierra, entrarían aquí como Pedro por su casa, tomarían
las armas que les pareciera, inutilizarían la fábrica y podrían marcharse por el
valle de Cañedo sin peligro alguno. Por ahora no hay cuidado que rompan la
línea, ya lo sé, pero ¿quién puede asegurar lo que sucederá con el tiempo?
Además, ¿no puede llegar un día en que el mismo elemento carlista que aquí
tenemos levante la cabeza? Pues si hubiese ferrocarril, cualquiera que él fuese,
nada más fácil que poner aquí en dos horas cuatro o cinco mil hombres...
—En primer lugar, don Máximo, un ferrocarril militar, como usted mismo
confiesa que es el de Miramar, no es el que tenemos derecho a exigir de la
Nación. Necesitamos un ferrocarril verdadero y adecuado para el fomento de
nuestros intereses y que no sirva únicamente para proteger una fábrica. Hágase
usted cargo de que es obra para siempre y que, si desde su origen adolece de un
vicio grave, este vicio pesará eternamente sobre nuestra villa. En segundo lugar,
los carlistas no pasarán jamás de Somosierra. En cuanto a que aquí levanten la
cabeza, demasiado comprende usted que no es posible, porque cuentan con muy
pocos elementos..., y eso que bien lo trabajan.
—¡Ya lo creo que lo trabajan! Hay que estar prevenidos... y no dormirse... Y en
último resultado, más vale pájaro en mano... Pero dígame usted, don Mariano,
hablando de otra cosa, ¿han terminado ya de arreglar las cocheras?
Don Mariano, antes de responder, se palpó con aire distraído todos los bolsillos
de la ropa, y no hallando lo que buscaba, dirigió la vista hacia un rincón de la
sala.
—Martita, ven acá.
Una niña que estaba sentada en el extremo de un diván, sin hablar con nadie,
llegó corriendo. Podría tener trece o catorce años, pero estaban ya bien señaladas
en ella las formas de la mujer: vestía de corto, sin embargo. Era blanca, con ojos
y cabellos negros, mas su semblante no ofrecía la expresión provocativa que
suele tener esta clase de rostros. Las facciones no podían ser más correctas ni el
conjunto más armonioso. Faltaba a aquella belleza, no obstante, un soplo de vida
que la animase. Era lo que se llama vulgarmente un rostro parado.
—Oye, hija mía; ve a mi cuarto, abre el segundo cajón de la izquierda de la
mesa de escribir y tráeme la petaca.
La niña se alejó presurosa y no tardó en volver con ella.
—Vamos a fumar al comedor—dijo don Mariano tomando a don Máximo del
brazo.
Y ambos salieron del salón por una de las puertas laterales.
Marta volvió a sentarse otra vez en el mismo sitio. Las señoras que se hallaban
cerca estaban empeñadas en una conversación animadísima en la cual ella no
tomaba parte. Quedose, pues, sentada, paseando su mirada indiferente de una a
otra parte de la sala, deteniéndola ahora en un grupo, ahora en otro de
circunstantes y fijándola más particularmente en el pianista que ejecutaba a la
sazón la sinfonía de Semíramis.
Pocas veces había presentado el salón de los señores de Elorza aspecto tan
brillante. Todos sus divanes de damasco floreado estaban ocupados por señoras
ricamente ataviadas, con los brazos y el pecho al aire. La araña de cristal que
colgaba en el centro despedía hermosos cambiantes de luz que iban a caer sobre
su tersa piel produciendo visos nacarados. Los espejos reflejaban de uno y otro
lado aquellos pechos hasta el infinito. El severo papel verde botella del salón
realzaba su blancura. Marta tenía frente a sí a las señoras de Delgado; tres
hermanas, una viuda y dos solteras. Todas pasaban de los cuarenta. Las solteras
no fiaban de su juventud, pero tenían absoluta confianza en el poder de sus
espaldas lustrosas y en sus brazos redondos y crasos. Cerca de ellas estaba la
señorita de Morí, carirredonda, vivaracha, de ojos negros maliciosos, huérfana y
rica. Un poco más allá la señora de Ciudad, dormitando sosegadamente hasta
que llegaba la hora de recoger a las seis hijas que tenía diseminadas por los
distintos parajes de la sala. Allá, en un rincón, su hermana María charlaba
íntimamente con un joven. Los ojos de la niña rodaban de un sitio a otro
lentamente. La música le interesaba poco. Parecía estar segura de no ser
observada por nadie, y su rostro tenía la expresión glacial e indiferente del que
se encuentra solo en su cuarto.
Los caballeros, con levita negra correctamente abrochada, se arrimaban
lánguidamente a las puertas del gabinete y del comedor, lanzando desde allí
miradas persistentes a los brazos y los pechos que ocupaban los divanes. Otros
se mantenían en pie detrás del piano, esperando que un compás de silencio les
diese tiempo para expresar por medio de exclamaciones reprimidas la
admiración que rebosaba de su alma. Sólo muy pocos, bien quistos de la suerte,
habían logrado que alguna señora refrenase con la mano, en obsequio suyo, el
vuelo exuberante de sus faldas de seda y les hiciese un lugarcito a su lado.
Orgullosos de tal prerrogativa, manoteaban sin cesar y derrochaban su ingenio
para entretener a la magnánima señora y a las tres o cuatro amigas que tomaban
parte en la conversación. El torrente de fusas y semifusas que salía del piano
colocado en un ángulo del salón llenaba su recinto y apagaba enteramente el
cuchicheo de las conversaciones. A veces, sin embargo, cuando los dedos del
pianista herían suavemente las teclas en algún pasaje, se oía el ruido áspero de
los abanicos al abrirse y cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los
imprudentes que charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que
hacía volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano. El
calor era grande, a pesar de hallarse entreabiertos los balcones. La atmósfera,
sofocante y cargada de un desagradable olor, mezcla del perfume de pomadas y
esencias con los efluvios de los cuerpos que ya transpiraban. En esta mixtura de
olores predominaba el aroma acre de los polvos de arroz.
Doña Gertrudis, según costumbre cotidiana, se había dormido profundamente
en la butaca. Tenía fuero de enferma y nadie se lo tomaba a mal. Isidorito
levantose silenciosamente y fue a arrimarse a la puerta del gabinete. Desde
aquella posición inexpugnable comenzó a lanzar miradas abrasadoras, largas y
profundas sobre la señorita de Morí, que recibió los fuegos de la batería con una
calma heroica. Isidorito había amado a la señorita de Morí desde que tuvo
conocimiento de lo que eran dotes y bienes parafernales, asombrando después
por su fidelidad a toda la villa. Aquella pasión había hecho presa de tal suerte en
su alma, que jamás se le vio cruzar la palabra ni dirigir una mirada incendiaria a
otra mujer que no fuese la citada señorita.
Pero Isidorito, contra lo que pudiera creerse dados sus vastos conocimientos
jurídicos y su formalidad no menos vasta, experimentaba una leve contrariedad
en sus amores. La señorita de Morí tenía por costumbre prodigar sonrisas
amables a todo el mundo, derrochar miradas largas y apasionadas con todos los
jóvenes de la población; con todos... menos con Isidorito. Esta conducta
inexplicable no dejaba de causarle algunas inquietudes, obligándole a meditar
frecuentemente sobre la sabiduría de los legisladores romanos que jamás
quisieron otorgar capacidad jurídica a la mujer. Había sido nombrado
recientemente fiscal municipal del distrito, lo cual, al constituirle en autoridad, le
daba gran prestigio entre sus convecinos. Pues bien, la señorita de Morí, lejos de
dejarse fascinar por la nueva posición de su apasionado, pareció encontrar
ridículo tal nombramiento, a juzgar por el empeño con que desde entonces trató
de evitar toda comunicación visual con él. Pero nuestro joven no se dejó abatir
por estas nubecillas tan frecuentes entre enamorados y continuó bloqueando,
unas veces por medio de pláticas eruditas y otras con actitudes lánguidas y
románticas, la carita redonda y los tres mil duros de renta de la inquieta
damisela.
Al lado de Marta cierto joven ingeniero que acababa de llegar de Madrid
convertía en un edén con su charla insinuante y graciosa la tertulia que se había
formado para escucharle. Era una tertulia o petit comité, como lo llamaba el
ingeniero, compuesta exclusivamente de damas, donde el núcleo estaba
constituido por tres señoritas de Ciudad.
—Eso no es más que una galantería de usted, Suárez—dijo una señora.
—¡Ya se ve!—repitieron varias.
—Es la pura verdad, y cualquiera que haya vivido allí algún tiempo lo podrá
decir. En Madrid no hay términos medios: o las mujeres son totalmente
hermosas o totalmente feas. No hay el conjunto de rostros agradables y
simpáticos que aquí veo. Porque no les extrañará a ustedes que les diga que el
número de feas es allí mucho mayor que el de hermosas.
—¡Bah! ¡bah! En Madrid es donde se encuentran las mujeres más bonitas y,
sobre todo, más elegantes.
—Eso ya es otra cosa: elegantes, sí; pero bonitas, no paso por ello.
—Pues aunque usted no pase.
—Señoras, hay una razón para que ustedes sean más bonitas que las
madrileñas: es una razón que pueden apreciar mejor los que, como yo, se han
dedicado a las bellas artes. Aquí hay el color y la forma, que allí no existen. Esta
noche, afortunadamente, tengo ocasión de observarlo y de establecer
comparaciones que resultan muy favorables para ustedes. Ahora que nos
permiten contemplar lo que ordinariamente cubren con tal cuidado, puedo
asegurar que ustedes tienen forma de mujer, la forma que tanto admiramos en las
estatuas griegas y en las pinturas flamencas, mórbida, blanca, transparente,
mientras que al entrar en un salón de Madrid no se tropieza más que con
esqueletos en traje de baile...
Las señoras rieron, tapándose la cara con los abanicos.
—¡Qué lengua, qué lengua tiene usted, Suárez!
—No me sirve más que para decir lo que es cierto. Las niñas de Madrid me
hacen el efecto de sombras chinescas. En ustedes encuentro seres visibles,
palpables... y hasta confortables.
Marta observó que la bujía de un candelabro se estaba concluyendo y que iba a
hacer estallar la arandela de cristal. Se levantó y fue a apagarla con un soplo.
Después, al sentarse nuevamente, lo hizo en sitio distinto.
El pianista terminó sin novedad su sinfonía. Las conversaciones cesaron de
golpe. Algunos batieron las palmas y otros dijeron: «¡Muy bien, muy bien!»
Ninguno le había escuchado. El pianista se creyó indemnizado de sus fatigas, y
asomando la cara ruborosa por encima del piano, dio las gracias a la sociedad
con sonrisa triunfal. Un joven que traía el pelo sobre la frente al estilo de los
elegantes de Madrid aprovechó este momento de felicidad para obligarle a tocar
un vals-polca.
Desde los primeros acordes se pudo notar extraordinaria agitación en la
juventud de las puertas, que se enervaba a ojos vistas por la falta de ejercicio.
Algunos empezaron a meterse los guantes apresuradamente; otros se aliñaron los
cabellos con la mano y apretaron el nudo de la corbata. Uno preguntó con voz
alterada:
—Es mazurca, ¿verdad?
—No; es vals-polca.
—¿Cómo vals-polca?
—¿No lo estás oyendo?
—¡Ah, sí, es verdad! ¡Pues, señor, ese bruto del piano se empeña en que yo no
baile con Rosario esta noche!
Todos parecían inquietos y nerviosos como si fuesen a entrar en fuego. Los
más atrevidos salieron con paso rápido al medio de la sala y se acercaron a las
jóvenes, disimulando su emoción con una sonrisa petulante. Cuando la señorita
invitada se levantaba para apoyarse en su brazo, empezaban a sentirse dueños de
sí mismos. Otros menos osados daban tres o cuatro chupadas intensas al cigarro,
despidiendo el humo hacia el pasillo, y, después de arrojar la punta, se dirigían
pausadamente hacia alguna joven de las menos agraciadas, que les pagaba su
atención con una sonrisa henchida de promesas amables. Los más cobardes
forcejeaban con los guantes buen rato y concluían por rogar a algún señor grave
que les abrochase los botones. Terminada la operación y al disponerse a bailar,
se encontraban con que no había ninguna muchacha sentada. Entonces se
resignaban a bailar con alguna mamá.
Una en pos de otra, todas las parejas rompieron el baile. Marta permaneció
sentada. Dos o tres pollastres habían venido muy almibarados y dándose aires de
protección a invitarla, pero les contestó que no sabía bailar. El motivo verdadero
de la negativa era que a su padre no le gustaba que empezase tan niña a figurar
en sociedad. Quedose, pues, mirando atentamente cómo daban vueltas los
demás. Sus grandes ojos negros se iban posando con plácida expresión sobre
cada una de las parejas que por delante de ella cruzaban. Algunas le interesaban
más que otras, y las seguía con la vista. Las actitudes, los movimientos y la traza
de ellas eran tan distintos que ofrecían estudio curioso. Un joven largo y delgado
doblaba cuanto podía el espinazo para abrazar a una señorita diminuta que se
empinaba sobre la punta de los pies. Una dama ajamonada y obesa se apoyaba
lánguidamente sobre el hombro de un muchacho, embadurnándole la levita con
el blanco cera de Circasia. Algunos, como Isidorito, no llevaban compás de
ninguna clase, y pisaban con frecuencia a sus parejas, que concluían por
declararse fatigadas y pedir tregua. Otros lo marcaban con fuertes taconazos,
estropeando la alfombra. A éstos les miraba Marta con cierta mala voluntad de
ama de casa. Al cabo de un rato los rostros empezaron a reflejar el cansancio,
poniéndose rojos o pálidos, según el temperamento de cada uno. Con la boca
entreabierta, las mejillas inflamadas y la frente cubierta de sudor, no ofrecían
otra expresión que la de la estupidez más cumplida. En un principio habían
sonreído y hasta habían dejado escapar de sus labios alguna palabra galante; pero
muy pronto cesaron las galanterías y se apagó la sonrisa. Todos concluyeron por
brincar graves y silenciosos, como si una mano invisible descargase latigazos
sobre ellos para que lo hiciesen. Marta cerraba de vez en cuando los ojos, y de
esta suerte evitaba el mareo que empezaba a acometerle.
Al fin dejó de sonar el piano repentinamente. Las parejas, en virtud del impulso
adquirido, dieron otros tres o cuatro saltos sin música, lo cual hizo sonreír a
Marta. Antes de sentarse, las muchachas pasearon unos momentos por el salón
de bracero con sus galanes, anudando alguna rota e interesante plática. El
pianista recibía las gracias efusivas del pollastre del pelo por la frente. Al cabo,
las damas fueron sentándose en sus respectivos sitios, y los galanes se
replegaron de nuevo hacia las puertas, limpiándose el sudor con el pañuelo. Los
que habían bailado con las bellezas de la sala tenían la cara resplandeciente de
felicidad y acogían, sonriendo, las bromitas de sus amigos, mientras los que
habían apechugado con las feas, un tanto mohínos, ponían por las nubes la
destreza en el baile de sus parejas.
El joven del pelo por la frente inició la idea de que cantase don Serapio, y
recorrió los diversos grupos del salón haciendo propaganda instantánea y
satisfactoria de tan feliz pensamiento.
—Sí, sí, que cante don Serapio.
—Que cante don Serapio, que cante don Serapio.
—¡Señores, por Dios! Estoy sumamente acatarrado.
—Mil gracias, señoras, mil gracias. Quisiera poseer en este momento la voz de
un ángel, porque los ángeles sólo deben escuchar a los ángeles.
El piropo produjo excelente efecto en la parte femenina del salón. La parte
masculina lo recibió con sonrisas burlonas.
—Siempre hemos tenido gusto en escucharle; ya lo sabe usted.
—Porque siempre va unida a la belleza la bondad. Los rostros son espejo de las
almas, suelen decir, y si esto es cierto, ¿cómo no han de ser ustedes benévolas
conmigo?
El segundo piropo fue recibido también con risas de complacencia por las
señoras. Los hombres continuaron sonriendo malignamente.
—A cantar, a cantar, don Serapio.
—¡Pero si no tengo nada ensayado!... No sé cómo arreglarme para
corresponder a tanta bondad... Además, estoy ronco.
Don Serapio se hizo de rogar todavía algún tiempo. Por último se fue
acercando al piano rodeado de señoras, a quienes dirigía sonrisas y palabras
llenas de almíbar, y terminó por sacar disimuladamente un rollo de papeles de
música que traía en el bolsillo interior de la levita. El pianista se hizo cargo al
instante de la maniobra, y le ayudó, quitándoselo rápidamente de la mano.
—Don Serapio, va usted a cantar..., va usted a cantar... la romanza Lontano a te
—dijo, desplegándola sobre el atril.
—¡Oh, por Dios! Es demasiado sentimental, y estas señoras no están ahora por
el romanticismo...
—Al contrario, don Serapio—exclamó una de las señoritas de Delgado—, las
mujeres, en esta época de interés y de cálculo, somos las que debemos rendir
culto al sentimiento y al corazón.
—¡Siempre tan linda como discreta!—manifestó el cantante inclinándose hasta
el suelo.
Comenzó a preludiar el piano. Don Serapio, antes de emitir nota alguna, arqueó
repetidas veces las cejas y estiró cuanto pudo el cuello en señal de asentimiento.
Pasaba de los cincuenta, aunque las pomadas, tinturas y cosméticos le diesen
aspecto de joven a cierta distancia. De cerca, sus bigotes engomados a la
perfección no bastaban a compensar las patas de gallo y arrugas de todo linaje
que le cruzaban el rostro. Era fabricante de conservas alimenticias y solterón
empedernido, no porque dejase de honrar al bello sexo y tenerle en gran estima,
sino porque pensaba que el matrimonio era la muerte del amor y sus ilusiones.
No había hombre más azucarado y mantecoso en conversación con las damas, ni
jamás tuvo galán un surtido más numeroso de requiebros para soltarles. En casi
todos ellos jugaba mucho papel el fuego de la pasión, la pérdida del albedrío, el
aliento perfumado, los latidos del corazón y otras cuantas lindezas análogas,
todas trasnochadas. Esto en cuanto a las señoras. En cuanto a las doncellas de
labor y cocineras, no paraban aquí los galanteos de don Serapio. Se le
consideraba como uno de los más terribles y dañinos seductores de este género;
y era cosa bien sabida en Nieva que más de una vez y más de dos habían ido a la
fábrica con algún tierno infante entre los brazos a armarle un escándalo
mayúsculo, que él se había apresurado a conjurar con los rellenos de su gaveta.
Ordinariamente hacía una vida arreglada, levantándose muy de mañana, yendo a
la fábrica a despachar las cuentas y a inspeccionar el condimento de los pescados
y mariscos y viniendo a eso de las cinco de la tarde a jabonarse y vestirse para
emprender su paseo o sus visitas que no eran pocas, y que terminaban siempre a
las once de la noche. La única lectura que le agradaba, las novelas de crímenes.
La voz de don Serapio era poquita, pero desagradable, como decía un joven
humorista de los que se arrimaban a las puertas. Nunca pudo averiguarse si era
tenor, barítono o bajo. En cambio, cantaba con un sentimiento capaz de derretir a
las piedras, del cual podía juzgarse por los movimientos infinitos de sus cejas y
por la expresión de desconsuelo que tomaba su fisonomía así que se hallaba
frente al piano. Nadie vio un rostro tan arqueado, estirado y compungido. La
romanza Lontano a te, más que ninguna otra, tenía el privilegio de despertar su
sensibilidad y dar a sus ojos expresión extremadamente amarga.
Mientras el fabricante de conservas expresaba en italiano el dolor de hallarse
lejos de su amada, la hija mayor de los señores de la casa seguía conversando en
el paraje más retirado de la sala con un joven de fisonomía abierta y simpática,
moreno, de ojos negros y bigote naciente.
—Enrique no entendió bien mi encargo—decía el joven—. Yo le pedía que me
remitiese un aderezo de valor y lo que me manda es medio aderezo vulgarísimo
hasta más no poder; tanto, que pienso devolvérselo mañana mismo sin
mostrártelo siquiera.
—No te moleste más; es igual uno u otro.
—¡Cómo ha de ser igual! ¿De cuándo acá, señorita, se ha vuelto usted tan
indiferente en asuntos de tocador? Estoy seguro de que si te trajese el dichoso
aderezo reirías en grande.
—No lo creas.
—¿Te figuras acaso que no me acuerdo de la burla que has hecho del sombrero
que tu tía Carmen te regaló hace pocos días?
—Hice mal en burlarme; pero tú haces también mal en echármelo en cara. La
verdad es que, en resumidas cuentas, lo mismo da un sombrero o un aderezo que
otro.
—Corriente; dale expresiones. Te conozco bien y no me dejo engañar. El
aderezo se devolverá y en su lugar vendrá otro a mi gusto y al tuyo... Dejemos el
aderezo... Algo tenía que decirte y ya no me acuerdo... ¡Ah, sí! Es necesario que
escribamos a tu tío Rodrigo, pues según la carta que de él recibí hoy, no sabe
todavía el día en que nos casamos. Creo que debemos escribirle los dos en una
misma carta, ¿no te parece?
—Como tú quieras.
—Bien, pues mañana, antes de comer, pasaré por aquí y lo haremos.
Ambos callaron algunos instantes y atendieron al canto de don Serapio, que se
lamentaba cada vez con acento más patético de la soledad y tristeza en que su
dueño le tenía. Una de las señoritas de Delgado se llevó el pañuelo a los ojos,
declarando en voz baja a los que estaban cerca que desde hacía poco tiempo se le
saltaban las lágrimas por cualquier cosa.
—¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le va a
correr hacia atrás el peluquín.
—No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre que goce sin
ofender a Dios ni al prójimo.
—No, lo que es por mí ya puede cantar hasta que reviente... Pero observo,
niña, que te has vuelto muy moralista de algún tiempo a esta parte. ¿Tratas de
hacerle competencia al cura de la parroquia?
—Lo que trato es de que no seas murmurador. Si me quieres tanto como dices,
no debían ofenderte mis consejos.
—No me ofenden; todo lo contrario, los escucho siempre con gusto y los sigo...
cuando puedo. Ya conoces mi genio y sabes que no puedo menos de hablar en
broma. En fin, tiempo te queda para sermonearme a tu gusto, ¿verdad? No sólo
tiempo sino espacio también. Puedes ir echándome sermones desde Nieva hasta
Madrid, después de Madrid hasta París, y desde París a Milán, y desde Milán a
Venecia, y después hasta Roma y Nápoles, y otra vez de vuelta por Ginebra,
Bruselas, París y Madrid hasta casa. ¡Con qué gusto iré escuchando a un
predicador tan monísimo por todos esos países extranjeros! ¿Qué te parece el
itinerario de nuestro viaje?
—Bien.
—¡Bien, bien! Eso no es decir nada. ¡No parece sino que el asunto no te
interesa tanto como a mí! Yo no lo declaro definitivo mientras tú no hagas en él
las modificaciones que creas convenientes o lo varíes por entero si te place. El
mismo interés tengo en ir a París y Roma que a Berlín o a Londres. ¡Figúrate lo
que me importará, yendo contigo, viajar por un lado o por otro!
—Lo que tú determines estará bien.
—Dejémonos de cuentos: ¿te gusta el viaje que te propongo, sí o no?
—Ya te he dicho que sí.
—Pero, hija, ¿qué tienes? En toda la noche no he podido hacerte sonreír una
vez siquiera, ni pronunciar más que las palabras estrictamente necesarias. ¿A qué
viene esa gravedad? ¿Estás enfadada conmigo?
—¿Por qué había de estarlo?
—Eso pregunto yo, ¿por qué? Lo cierto es que lo estás, pues de otro modo no
tiene explicación el tono displicente con que me respondes hace rato.
—Es una suspicacia tuya. Te respondo como siempre.
Ricardo contempló en silencio a su novia, que separó la vista fijándola en don
Serapio.
—Podrá ser; pero no lo veo claro. Si realmente estuvieses enfadada, harías mal
en no decirme el motivo, para reparar mi falta, si por ventura la hubiese
cometido. La conciencia no me acusa de nada...
—Te digo que no estoy enfadada: ¡no seas pesado!
María pronunció estas palabras con evidente sequedad y sin apartar la vista del
cantante. Ricardo la contempló otra vez largamente.
—Bueno, bueno..., más vale así... Yo creía, sin embargo...
Ambos guardaron silencio buen espacio. Ricardo lo rompió diciendo:
—Cuando acabe don Serapio te van a hacer cantar a ti; estoy seguro... Todos
ganarán en ello menos yo...
—¿Pues?
—Por dos razones: la primera porque todo lo que gozo oyéndote cuando
estamos en familia, me disgusta cuando cantas en público; la segunda porque vas
a separarte de mí.
—No sé por qué te disgusta que cante en público. A mí es a quien disgusta... y
mucho. Lo de la separación es una tontería, porque estamos juntos mucho más
tiempo de lo que debiéramos.
—Es largo de explicar y difícil el porqué no me gusta que cantes en público.
Lo de la separación, aunque lo juzgues tontería, es la pura verdad. Por más que
estemos juntos algunas horas del día, aun me parece poco. Quisiera que lo
estuviésemos todas. En un hombre que se va a casar dentro de mes y medio no
creo que tenga mucho de particular este deseo...
Y bajando la voz, con acento apasionado, añadió:
—Ni me sacio ni me saciaré jamás de estar a tu lado, vida mía. En los años que
llevo adorándote, ni un solo momento he sentido la sombra del hastío. Cuando
estoy cerca de ti pienso que ni en el cielo estaría tan bien; cuando estoy lejos
pienso que estaría mejor junto a ti. Esto es una garantía de que nunca nos
cansaremos el uno al lado del otro, ¿no es verdad? Por mi parte te hago
juramento de que si llegamos a viejos me gustará más estar a tu lado que
tomando el sol... ¡Qué vida tan dichosa nos espera y cuánto tiempo hace que
sueño con ella!... ¿Te acuerdas cuando un día, en la huerta de casa, teniendo tú
ocho años y yo diez, mi pobre mamá nos hizo cogernos de la mano diciéndonos
gravemente: «¿Queréis ser marido y mujer?... Pues daos un beso y cuidado con
enfadarse más.» Desde entonces nunca pensé que podía casarme con otra mujer
más que contigo.
María no respondió a este fervoroso discurso. Siguió mirando con fijeza
extraña y como absorta en lejanos pensamientos al fabricante de conservas.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Que han venido también los estuches con tus vestidos, pero aun no los he
abierto. Los dos tienen sobre la tapa tu cifra con corona de marquesa. Aunque te
rías, no dejaré de decirte que me dio un salto el corazón al ver la corona. Me
pareció que ya estábamos unidos, que no había que esperar estos mortales
cuarenta y cinco días. No sé lo que daría por que hoy fuese el último de
diciembre. Dime, feísima ¿no tienes deseos de llamarte la marquesa de Peñalta,
de ser mía, mía para siempre?
María se levantó del diván y con gesto desdeñoso, sin mirar a su novio, repuso:
—Así, así.
Y fue a sentarse cerca de una de las infinitas señoritas de Ciudad. Ricardo
permaneció algunos instantes clavado a la butaca sin mover siquiera un dedo.
Después se levantó bruscamente y salió de la sala.
Don Serapio, al fin, terminó de llorar ausencias de su dama, asegurando en una
última fermata que, si tal estado de cosas se prolongaba, moriría sin remisión. El
pianista secundó este grito de dolor con una escala en octavas estrepitosas. Sonó
un largo palmoteo y se dirigieron al cantante por parte de las damas sonrisas
afectuosas de aprobación. La juventud de las puertas, siempre bromista, se
empeñó en hacerle repetir la romanza; pero don Serapio tuvo bastante buen
olfato para advertir que los aplausos juveniles no eran de buena ley, y se negó a
complacerla.
Entonces el pollo del pelo por la frente dirigió a la asamblea la siguiente
alocución:
—Señores, yo creo que ya es hora de que escuchemos a la gran artista... Todos
esperamos con impaciencia que María nos proporcione... uno de esos momentos
felices..., que otras veces nos ha proporcionado..., ¿verdad?
—Eso es: que cante María.
—Sí, cantará, porque es muy amable.
El orador fue a dar el brazo a la señorita de la casa y la trajo hasta el piano.
Cuando María quedó sola y en pie frente a la tertulia, produjo como siempre un
estremecimiento de admiración: «¡Qué hermosa, qué hermosa!—¡Esta chica
cada día es más bonita!—¡Qué gusto exquisito tiene para vestirse!—¡Parece una
reina!» Estas y otras muchas frases laudatorias fueron las que se dijeron al oído
los tertulios de los señores de Elorza.
Sin ser muy alta, tenía una estatura y porte majestuosos. Era delgada, flexible y
elegante como las bellas damas del Renacimiento que los pintores italianos
escogían para modelos. La línea de su cuello mórbido y lustroso recordaba las
estatuas griegas. Este cuello servía de sostén a una cabeza rubia de rostro blanco,
levemente sonrosado en las mejillas, fino, correcto, transparente, con labios rojos
y ojos azules. Semejaba notablemente al de doña Gertrudis, pero tenía una
expresión persuasiva e insinuante que jamás había mostrado el de aquella
esclarecida señora, por más que otra cosa asegurase el poeta lírico de los
acrósticos. En torno de sus ojos claros y brillantes se observaba un leve círculo
morado que prestaba a su rostro cierta tintura poética.
—Ya verá usted, Suárez, qué modo de cantar tiene esta chica—dijo una señora.
—Lo celebraré, porque este señor don Serapio me había descompuesto los
oídos para una temporada.
—¡Oh, María es una profesora!
—Lo que reconozco por ahora es que tiene una figura preciosa.
—¡Pues cuando usted la oiga!...
—Esa chica lo hace todo bien. ¡Si viera usted cómo dibuja!
—¿No tienen más hija que ésta los señores de Elorza?
—Y aquella otra niña que está sentada allí enfrente, que se llama Marta. Ha de
ser muy linda también.
—En efecto, es bonita..., pero no tiene expresión alguna. Es una belleza vulgar,
mientras que su hermana...
—Silencio, que ya empieza.
Guardose por la reunión un silencio que siempre había sido el ideal de don
Serapio, irrealizable como todos los ideales. María cantó varios trozos de ópera
que le fueron pidiendo, sin hacerse de rogar. Cuando terminó, los aplausos
fueron tan vivos y prolongados que la hicieron ruborizarse.
Suárez manifestó a su tertulia de señoras que tenía una voz parecida a la de la
Nantier Didier y que con poco tiempo de Conservatorio podría competir con las
primeras contraltos.
Como cesaran las felicitaciones y las miradas de todos dejaron de estar fijas
sobre ella, una sombra de tristeza se esparció por el hermoso semblante de
María. Acercose a doña Gertrudis y le dijo al oído:
—Mamá, me duele muchísimo la cabeza.
—¡Ay, hija de mi alma, te compadezco! A mí se me está partiendo también de
dolor.
—Quisiera irme a acostar.
—Pues ve, hija mía, ve; yo diré que te has sentido un poco indispuesta.
—Adiós, mamaíta. Que pases buena noche.
María besó a su madre en la frente, y poco a poco, procurando no ser notada,
salió del salón por la puerta del comedor. Se detuvo en él a beber un vaso de
agua azucarada y quedó un instante inmóvil con la mirada puesta en el vacío. La
sombra de tristeza había obscurecido mucho más su semblante.
Salió del comedor y atravesó un largo pasillo bastante obscuro. Al final había
una puerta de donde arrancaba una escalerilla interior. Apenas hubo subido
cuatro o cinco peldaños, se sintió cogida fuertemente por el brazo y dejó escapar
un grito de susto. Al volverse percibió con dificultad el rostro pálido y
angustiado de su novio.
—¡Ricardo! ¿Qué haces aquí?
—Vi que salías del comedor y te he seguido.
—¿Para qué?
—Para oír otra vez de tus labios la palabra infame que me has dicho en el
salón. ¿Crees, por ventura, que no vale la pena de repetirse? ¿Crees que puedo
renunciar a todo un pasado de amor, a todo un porvenir de dicha, a todos los
sueños gratos de mi vida sin llamarte infame, cien veces infame, mil veces
infame, ahora aquí entre los dos, después en plena tertulia, después ante el
mundo entero?... ¡Ven, ven, miserable!... ¡Ven, a que te lo llame delante de todo
el mundo!...
Y Ricardo, pálido y trémulo como el jugador que pone junto a una carta las
últimas monedas que le quedan, trataba de arrastrar a su novia hacia la sala,
sujetándola fuertemente por la muñeca.
María inclinó la cabeza y no dijo una palabra. Se dejó arrastrar sin oponer
resistencia, bajando los cuatro o cinco peldaños de la escalera. Mas al llegar al
pasillo, Ricardo sintió en la mejilla un beso cálido que le hizo soltar su presa y
retroceder con espanto. Inmediatamente los brazos de María se anudaron a su
cuello y sintió en los labios la presión de otros labios.
—¡Ricardo mío, por Dios, no me martirices más!
Estas palabras, dichas al oído con acento apasionado, fueron acompañadas de
una nube de caricias. El joven la estrechó fuertemente contra su pecho sin
contestar, porque la emoción le tenía embargado. Cuando estuvo un poco más
sereno, le preguntó con voz débil:
—¿Me quieres?
—Con toda mi alma.
—¿No fue más que un instante de mal humor?
—Nada más.
—¡Oh, qué rato tan amargo me has hecho pasar! Por todo el oro del mundo no
lo pasaría otra vez.
—¿No quedas bien pagado, di?
—Sí, hermosa.
—Suelta. Me voy a acostar. ¡Tengo un dolor de cabeza tan fuerte!...
—Espera un poco... Déjame darte un beso en la frente... Ahora otro en los
ojos... Ahora otro en los labios... Ahora en las manos...
—Adiós.
—Adiós.
—Suelta, Ricardo, suelta...
El joven la tenía sujeta aún por las manos, riendo de felicidad. María
forcejeaba por desasirse, riendo también.
—Vamos, déjame marchar; no seas tonto.
—Porque no soy tonto no te dejo marchar.
—Mira que me duele la cabeza.
—Bien, pues te dejo.
—Hasta mañana. ¡Cuidado con bailar ahora!
—No tengas cuidado. Me voy a marchar en seguida. Hasta mañana.
María se escapó corriendo, Ricardo trató de alcanzarla otra vez saltando por la
obscura escalera; pero no pudo. La joven le dio las buenas noches con una alegre
carcajada desde arriba.
Al penetrar de nuevo en el salón, Ricardo sonreía como un bienaventurado. El
brillo de la araña le trastornó un poco y se apresuró a sentarse.
El gabinete de María, al llegar a él su dueña, estaba sumido en las tinieblas.
Buscó a tientas las cerillas y encendió una lámpara de bomba esmerilada. Estaba
decorado con lujo y con un gusto que rara vez suele verse en los pueblos
secundarios. Los muebles vestidos de raso azul; las cortinas y el papel de las
paredes, del mismo color. En el hueco de dos ventanas había un armario de
caoba con espejo de cuerpo entero. El tocador, abrumado bajo el peso de los
frascos, arrimado a la pared opuesta. La alfombra era blanca con flores azules. El
esmero exquisito con que todos los objetos se hallaban colocados en sus puestos,
la elegancia y coquetería de los muebles y el perfume delicado que al entrar se
percibía, bien claramente anunciaban el sexo y la calidad de la persona que lo
habitaba.
Cuando María dio luz a la lámpara se encontraron sus ojos con los de una
imagen del Redentor que ocupaba el centro de la mesa donde la luz ardía. Era de
madera primorosamente tallada y pintada y con cierta expresión triste y apacible
en el rostro que había sido la que moviera la joven a comprarla. Al tropezar con
la mirada dulce pero glacial de la imagen, se apagó la sonrisa feliz que aun
vagaba por sus labios, quedando inmóvil y hondamente pensativa. Poco a poco y
a influjo sin duda de las ideas que la embargaron, su rostro perdió la expresión
habitual y fue adquiriendo otra dolorida y humilde como la de una Magdalena.
En aquel momento los acordes del piano subieron vibrando por la obscura
escalera, señalando los primeros compases de un insinuante rigodón. Dejose caer
de rodillas y dobló la cabeza. Al poco tiempo sollozaba. Sus labios se apretaron
convulsos contra los desnudos pies del Salvador murmurando palabras
ininteligibles.
Después de un largo rato alzó la cara bañada en lágrimas y exclamó con acento
de dolor:
—¡Jesús mío, cuánta traición, cuánta traición!... ¡Qué mal os pago el amor que
me tenéis!... ¡Castígame, Señor, para que pueda tener sosiego!
Levantose del suelo, tomó la lámpara en una mano y penetró en su alcoba. Era
pequeñita y tibia como un nido y estaba adornada con profusión de estampas de
Jesús y de la Virgen. El lecho, cubierto con pabellón de gasa, blanco y risueño
como el altar de un bautizo. Dejó la luz sobre la mesa de noche y con semblante
más tranquilo se desnudó en breves instantes.
Después tomó una manta de viaje del ropero, se envolvió con ella, apagó la
lámpara, hizo repetidas veces la señal de la cruz sobre la frente, sobre la boca y
sobre el pecho, y se acostó en el suelo. El blanco lecho cubierto de seda y
batista, tierno y perfumado y henchido de sensuales caricias, la estuvo
reclamando en vano toda la noche. Así permaneció extendida sobre el pavimento
hasta que la luz del día rayaba.
III
Rayaba apenas el día cuando nuestra joven se levantó bruscamente del suelo.
Quedose inmóvil un instante con el oído atento; pero no percibió el sonido de las
campanas de San Felipe, que creyó escuchar en sueños. Se había equivocado;
todavía no eran las seis. Encendió la lámpara, y saliendo al gabinete se puso a
orar humildemente postrada frente a la imagen de Jesús. Como no tenía puesta
más que una fina camisa de batista, el frío la traspasó en seguida y empezó a
tiritar; pero no quiso dejarse vencer y siguió orando hasta que sus dientes
chocaron fuertemente unos contra otros. Sólo entonces se decidió a dejar la
postura que había tomado y vestirse. Después abrió las cuatro ventanas del
gabinete y apagó la luz.
Una escasísima claridad triste y fría invadió la habitación de la señorita de
Elorza, prestando a los muebles un aspecto lúgubre que estaban lejos de tener
ordinariamente. El frío de la mañana los penetraba también como a su dueño;
yacían silenciosos y melancólicos, esperando, sin duda, que los rayos del sol
mostraran su belleza y esplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el
barniz, producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de un
moribundo. El gabinete se hallaba en una especie de torreón cuadrado que la
casa tenía por la parte de atrás en uno de sus ángulos. Levantaba por encima de
ella algunas varas y recibía luz por los cuatro lienzos de sus paredes. La torre no
contenía más que dos habitaciones: la de María, compuesta de gabinete y alcoba,
y la de su doncella Genoveva, que constaba de un solo cuarto. Eran las
habitaciones más frías, pero también las más alegres de la casa. Las pocas veces
que el sol se dignaba salir en Nieva, iba derecho a alojarse en ellas; las invadía
sin miramientos como un huésped soberano, y se pasaba el día en su interior
reflejándose en los espejos, matizando el raso de las sillas, estropeando el charol
de los armarios y regalándose, en fin, de mil diversas formas. Todo esto, por
supuesto, si Genoveva no había tenido la precaución de echar las cortinas a
tiempo. Eran también las más silenciosas. Los ruidos de la casa no llegaban
hasta ellas, y los de fuera, por la situación que ocupaban, era imposible que las
turbaran. Solamente el viento, que casi nunca dejaba de soplar fuerte en la torre,
producía ruidos extraños, sobre todo por la noche, suspirando unas veces,
riñendo otras y lamentándose constantemente de que le tuviesen herméticamente
cerradas las ventanas. Durante el día, ni se lamentaba ni reñía, contentándose
con zumbar perpetuamente, pero con mucha discreción, como los caracoles de
mar cuando se acercan al oído.
María se acercó rebujada en su chal y tiritando aún a una de las ventanas que
daban a la huerta, cuyas tapias lindaban con el muelle. Desde aquella ventana se
oteaba la ría entera de Nieva hasta El Moral, que era el sitio por donde
comunicaba con el mar. No mediría más de una legua de largo; el ancho variaba
extremadamente, según se la viese en baja o pleamar, en mareas vivas o muertas.
Cuando las grandes mareas alcanzaría hasta media legua, lamiendo las faldas de
las colinas cubiertas de pinos que a uno y otro lado cerraban la cuenca. En la
hora de bajamar el agua se retiraba por completo, dejando apenas un hilo
estrecho y retorcido que corría por el centro. Entre las colinas limítrofes y este
canal quedaba por ambas orillas una extensa superficie gris de limo suelto,
salpicado de charcos de agua donde los pilluelos del muelle gustaban de
hundirse y revolcarse hasta que se embadurnaban asquerosamente para ir luego a
lavarse arrojándose de cabeza en el canal. Por encima de las tapias de la huerta
asomaban los palos de algunos barcos, que no llegarían a una docena, anclados
en el muelle, los más de ellos pataches y quechemarines de escasísimo porte.
La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavía
profundamente obscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo el perfil de
los montes lejanos. Después fue a tomar un libro que tenía en la mesa de noche
de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía leer. Aun no había suficiente
claridad. Posó el libro sobre una silla y se acercó de nuevo a la ventana,
apoyando la frente sobre los cristales. El cielo iba agrandando sus claraboyas por
la parte de El Moral sin infundir vida ni alegría sobre la tierra. La luz creciente
no servía más que para esclarecer su semblante hosco. Se preparaba un día
desapacible, como los que acostumbran a disfrutar los habitantes de Nieva la
mayor parte del año.
El gabinete se iba iluminando lentamente; los primorosos muebles y objetos
que lo adornaban salían de la obscuridad graciosos, esbeltos y risueños como las
bailarinas de las óperas cuando a un golpe de la orquesta se despojan del manto
que las transformaba en espectros. Pero la luz no sonreía; cada vez se mostraba
más triste y severa. Por delante de las grandes nubes de un color violeta obscuro
que se amontonaban allá en el horizonte sobre las cuatro o cinco casas de El
Moral cruzaban velozmente otras pequeñas y blancas como jirones arrancados
de una gasa; signo cierto de borrasca.
María sintió de pronto vibrar el cristal en que se apoyaba. Una ráfaga de aire y
de lluvia había azotado con fuerza la ventana. Se apartó un poco hacia atrás y vio
llorar a todos los cristales a la vez. Por algún tiempo se entretuvo en seguir con
la vista el camino más o menos rápido y tortuoso que las gotas de agua seguían
al bajar por la superficie tersa del vidrio. El redoble intermitente de la lluvia le
trajo a la memoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella misma
ventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era siempre una
novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padres que la dejasen
habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarse de lleno, y sin temor de
que nadie la molestase, a su recreo favorito. Pero don Mariano temía concederle
este permiso porque los cuartos de la torre eran fríos y la salud de la niña
delicada. Al fin, rendido por sus ruegos y halagos, consintió en ello, después de
haber tapizado las habitaciones esmeradamente y con la condición de que
Genoveva durmiese cerca de ella.
Fue una época feliz para María. Tenía entonces dieciséis años, y el
pensamiento inquieto y atrevido. La música, en la cual había hecho prodigiosos
adelantos, había fomentado en su corazón cierta tendencia a la melancolía y al
llanto. Lloraba por cualquier cosa; a veces sin motivo alguno y cuando menos se
esperaba; pero las lágrimas eran tan dulces y sentía con ellas placer tan intenso,
que en muchas ocasiones las provocaba con artificio. ¡Cuántas veces,
contemplando desde aquella ventana los celajes del horizonte teñidos de grana y
los últimos resplandores del sol moribundo, sintió su corazón acongojado por
una profunda melancolía que venía a deshacerse en sollozos! ¡Cuántas veces
había atormentado a su padre con lloro intempestivo, cuya causa no acertaba a
decir porque no la sabía ella misma! El conocimiento de la pintura, en la cual
también había descollado, despertó su inclinación hacia la luz y el paisaje, lo
cual contribuyó asimismo a que solicitase con ardor las habitaciones de la torre.
Una vez instalada en ellas con su piano, pinceles y novelas, se juzgó la mujer
más dichosa de la tierra. Cuando en mitad de un día esplendoroso de sol, bajo un
cielo azul reverberante, abría todas las ventanas del gabinete y dejaba pasar el
viento fresco y acre que levantaba sus cabellos y arrojaba por el suelo los
papeles de la mesa, pensaba con deleite que había ascendido en un globo y se
hallaba en mitad del espacio nadando por el aire a merced de todas las venturas.
Y esta ilusión, que procuraba conservar con empeño, la hacía feliz algunos
momentos. Por la noche solía abrir también algunas veces las contraventanas y
encender, además de la lámpara, todas las bujías de los candelabros para
imaginarse que se hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta
torre debe parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse»,
se decía con gozo infantil. Y se ponía a inspeccionar por los cristales si alguna
embarcación cruzaba entonces hacia El Moral, hasta que, amedrentada por la
obscuridad de fuera y ofuscada por la claridad de adentro, concluía por asustarse
de tanta iluminación y empezaba a apagar las luces apresuradamente.
Don Mariano llamaba a aquel gabinete ligero y aéreo la jaula de María. Y en
verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niña revoloteaba
sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladando los objetos de un
sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro. Para que la semejanza fuese
más completa, cuando la familia se hallaba en el comedor oíanse muchas veces
los trinos lejanos de alguna cavatina o romanza que estudiaba. Don Mariano
nunca dejaba de exclamar con su habitual y bondadosa sonrisa: «¡Ya canta el
pajarito!» Y todos sonreían también llenos de complacencia; porque en la casa
todo el mundo quería y admiraba a la niña.
En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la torre, y
volvió a salir después de haber entretenido largas horas los ocios de nuestra
joven, que puso a contribución para ellos no sólo la biblioteca de su padre y su
bolsillo, sino también las librerías de todos los amigos de la casa. Don Serapio
fue su primer proveedor. Así que durante una larga temporada no leyó más que
relaciones sangrientas de crímenes terribles y monstruosos, en las cuales tanto se
placía el fabricante de conservas alimenticias. En aquella temporada no gozó
gran cosa, porque estas novelas, aunque excitaron en alto grado su curiosidad,
teniéndola suspensa y sujeta a la lectura gran parte del día y de la noche, no
dejaban en su espíritu ningún recuerdo dulce ni poético con que recrearse, y las
olvidaba al día siguiente de leídas. Además, la aterraban demasiado: no pocas
veces le habían quitado el sueño, y hasta en algunas ocasiones pidió a Genoveva
que se acostase a su lado porque se moría de miedo.
Después de haber agotado la librería de don Serapio, pidió a una de las
señoritas de Delgado que le abriese la suya, que tenía fama de hallarse ricamente
abastecida. En efecto, contenía gran número de novelas, todas de la escuela
romántica primitiva, cuidadosamente encuadernadas, pero muchas de ellas ya
grasientas por el uso. En los pasajes más tiernos solían tener las hojas algunas
manchas amarillentas, lo cual ponía de manifiesto que las distintas lectoras en
cuyas manos había estado el libro habían tributado algunas lágrimas a las
desdichas del héroe. Ya sabemos que una de las señoritas de Delgado lloraba con
extrema facilidad. Las novelas que entonces leyó fueron, entre otras: Ivanhoe, La
dama del lago, Maclovia y Federico o Las minas del Tirol, Saint Clair de las
islas o Los desterrados a la isla de Barra, Oscar y Amanda, El castillo del
Águila Negra, etc. Estas le hicieron gozar muchísimo más. Entró de lleno, con
vida y alma, en la región de las quimeras deliciosas con que el ilustre Walter
Scott y otros novelistas no tan ilustres solazaban a nuestros padres creando una
Edad Media para su uso, poblada de trovadores y torneos, de hazañas
estupendas, de castillos góticos, de héroes y de amores invencibles. Lo que más
seducía a la señorita de Elorza era la inquebrantable constancia de afectos que
los protagonistas de aquellas novelas manifestaban siempre. Ya fuese varón o
hembra, cuando una pasión amorosa les prendía no había que empeñarse en
llevarles la contraria, porque todo era inútil. Al través de la oposición de los
padres y tutores, y por encima de las asechanzas que les tendían, los amantes
desdeñados, purificados con mil pruebas diversas, padeciendo mucho y llorando
mucho más, al cabo salían siempre triunfantes. Y bien lo merecían. La señorita
de Elorza prometía secretamente en el santuario de su alma guardar la misma
fidelidad al primer novio que la Providencia le deparase, e imitar su fortaleza en
las adversidades.
Cada una de aquellas novelas dejaba huella duradera en su juvenil espíritu, y
durante algunos días, en tanto que los personajes de otra no lograban cautivarla,
pensaba sin cesar en los hermosos milagros que el amor de la heroína, puro
como el diamante y tan firme, había realizado. Y tomando la acción donde el
novelista la había dejado, que era siempre en el acto de celebrarse las bodas de
los atribulados amantes, la proseguía en su imaginación fingiéndose con todos
sus pormenores la vida venturosa que los esposos llevarían rodeados de sus hijos
y recorriendo con las manos enlazadas los sitios donde tan frecuentemente
habían caído sus lágrimas. Nuestra joven ansiaba que una de estas pasiones
irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía que
ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de chaquet o americana
lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la forma de un guerrero y
se le representaba con casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo,
después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de un bote de lanza, a
doblar la rodilla delante de ella para recibir la corona de su mano, que después
besaba con ternura y devoción. Otras veces, despojado del casco y con disfraz de
villano, pero dejando adivinar por su gallardo porte la nobleza y bravura de su
sangre, llegaba por la noche al pie de la torre y entonaba, acompañándose con el
laúd, preciosas endechas en que la invitaba a huir con él por los campos hasta
algún castillo ignorado, lejos de la tiranía de su padre y del esposo aborrecido
que le quería dar. La noche estaba obscura, los centinelas del castillo
narcotizados con un filtro, la escala colgada ya de la ventana y los raudos
corceles piafaban no muy lejos... «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas...?»
María oía tocar suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado
del lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero, sino el
viento, quien la llamaba suspirando. Por aquella época no podía ver durante la
noche cruzar un bote hacia el puerto sin estremecerse. El misterio que guarda
siempre una embarcación que se divisa entre las sombras le hacía pensar
vagamente en una celada tendida por algún amante ignorado y brutal que,
temiendo ser desairado, quería arrebatarla por la fuerza de su casa, y arrastrarla a
lejanas riberas donde pudiese satisfacer con ella sus bárbaros deseos. Necesitaba
observar que el bote atracaba sosegadamente en el muelle y descargaban de él
algunos barriles y cajones para sentir desvanecerse su ilusión.
Pero la novela que más honda impresión le produjo fue sin disputa la titulada
Matilde o Las cruzadas. Ésta, mejor que ninguna otra, consiguió trasladar su
espíritu a la época singular y brillante que representaba, haciéndola asistir a
aquella lucha heroica trabada debajo de los muros de Jerusalén. Fácil es de
concebir, no obstante, que no eran las batallas entre infieles y cristianos lo que
más la interesaba de la relación, sino aquel amor extraño, inverosímil, tanto
como tierno y fogoso, que prendió en el corazón de la heroína hacia uno de los
guerreros moros que usurpaban el sepulcro del Señor. La señorita de Elorza
disculpaba y hasta aplaudía con toda su alma esta pasión, donde el pecado de
amar a uno de los más terribles enemigos de Cristo prestaba mayor atractivo y
un sabor más picante. ¡Cómo no apasionarse de aquel ínclito Malec-Kadel tan
fiero y terrible en los combates, tan tierno y sumiso con su dama, tan noble y
generoso en todas ocasiones! ¡Ah, si ella hubiera estado en lugar de Matilde,
hubiera amado del mismo modo a despecho de todas las leyes humanas y
divinas! Este moro fue el personaje que más la sedujo en toda su vida, hasta el
punto de inspirarle un cuadro muy bonito en que lo representaba sobre la
cubierta del buque donde iba con Matilde, salvándola de las garras de sus
enemigos, teniéndola protegida con la mano izquierda y cercenando cabezas con
la derecha, como quien siega mieses en verano. Cuando mejor pudo
comprobarse este entusiasmo fue a la llegada de un turco a Nieva vendiendo
objetos de nácar y babuchas. Quedó tan sorprendida al verle pasar por delante de
casa y a tal punto excitada su curiosidad que no paró hasta trabar relación con él,
haciéndole sufrir largo interrogatorio acerca de la campiña de Jerusalén, donde
se efectuaron las escenas amorosas que tan impresionada la tenían, de las
costumbres, de los trajes y del gobierno de los agarenos. Mas el turco, ya porque
no tuviese humor de andar en parlamentos, o por razón de ser natural de Reus,
en la provincia de Tarragona, y no haber estado en su vida en Palestina,
respondió con sobrada concisión a sus preguntas.
No obstante, hacía ya mucho tiempo que María no tomaba una novela en las
manos. El recuerdo de esa época en que tantas había devorado, produjo leve
turbación en su fisonomía e hizo nacer en su tersa frente una arruga ancha y
profunda.
Las ráfagas de viento cargadas de lluvia batieron durante largo rato los cristales
hasta que enteramente los lavaron. Poco a poco se fueron haciendo sus golpes
menos frecuentes; al cabo cesaron por completo. La luz había crecido en tanto,
extendiendo por todo el nublado firmamento y mostrando ya los bultos de las
colinas lejanas de Occidente, que se veían por la ventana de la pared opuesta. El
temporal se resolvió, como ordinariamente, en lluvia fina y menuda que empezó
a descender con pausa, tendiendo por la atmósfera un velo sutil y tremante,
formado de hilos de agua, el cual amortiguaba aún más el brillo de la luz
naciente y borraba los contornos de los objetos lejanos. La marea subía. La gran
sábana de agua que se extendía hasta El Moral tomaba un color terroso por los
bordes, obscuro y profundo por el centro.
María cogió de nuevo el libro, acercó una silla a la ventana y, sentándose en
ella, se puso a leer, porque la luz ya se lo permitía. Era la Vida de Santa Teresa
escrita por ella misma, encuadernada con la pasta sólida de filos dorados que
caracteriza a los libros religiosos.
A medida que se enfrascaba en la lectura, el rostro de la joven se fue serenando
más y más, y la profunda arruga de la frente concluyó por desaparecer. Leía el
capítulo segundo, en que la santa manifiesta cómo mostró afición en los
primeros años de su juventud a los libros de caballerías y a las vanidades del
tocador, y da cuenta con palabras encubiertas de unas relaciones amorosas que
por la misma época mantuvo. Cuando levantó los ojos del libro advertíase en
ellos cierto regocijo o satisfacción íntima.
Sonaron al fin verdaderamente las campanas de San Felipe. Dejó bruscamente
el libro y abrió la puerta del cuarto de su doncella:
—¡Genoveva, Genoveva!
—Ya estoy despierta, señorita.
—Levántate; ya tocan en San Felipe.
En un abrir y cerrar de ojos se levantó, se vistió y apareció en el gabinete de su
ama. Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o menos; baja, gruesa,
morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor de la cara, que no decían
nada, absolutamente nada, el cabello muy lamido y formando ondas por las
sienes. Vestía saya lisa del hábito del Carmen y manto negro de merino anudado
a la espalda, al uso de todas las sirvientas provincianas. Había entrado en la casa
cuando María apenas contaba un año para servirla de niñera, y nunca más la
dejó, siendo ejemplar notable de criada fiel y consecuente.
—¿Desde cuándo está ya vestida mi palomita?
—Hace ya cerca de una hora, Genoveva. Creí escuchar las campanas y me
engañé. Ahora suenan de veras. No perdamos tiempo; toma los paraguas y
vámonos...
—Vamos, vamos cuando usted quiera, señorita; ya estoy lista.
Ambas se pusieron las mantillas, y procurando no hacer ruido bajaron hasta el
portal, abrieron con precaución la puerta, que aun se hallaba cerrada, y salieron a
la calle, que atravesaron con los paraguas abiertos hasta llegar al soportal de
enfrente.
La villa de Nieva, como ya se ha dicho, tiene soportal en casi todas sus calles,
de uno o de otro lado; a veces de los dos. Suele ser mezquino, bajo, desigual y
sostenido por columnas lisas y redondas de piedra, sin adornos de ningún
género; muy mal empedrado asimismo. Sólo en tal o cual paraje, donde alguna
casa se había reedificado, ofrecía mayor amplitud y un pavimento más cómodo.
Si todas las casas se restaurasen (y no hay duda que sucederá con el tiempo), la
villa, merced a este sistema de construcción, tomaría cierto aspecto monumental
que la haría digna de verse. Tal cual es, si no de apariencia muy bella, a lo menos
ofrece comodidad a los transeúntes, que no se mojan más que cuando quieren
pasar de una acera a otra. Y ciertamente que anduvieron precavidos sus ilustres
fundadores, pues en punto a llover firme y acompasado, no hay población en
España que le pueda alzar el gallo a nuestra villa.
Guarecidas de la lluvia ama y criada, atravesaron la plaza por uno de sus
flancos, internándose después por una calle estrecha, larga y solitaria. Los
honrados habitantes dormían el sueño dulce de la mañana. Sólo de vez en
cuando tropezaban con algún marinero cubierto de burdo capote impermeable
que, con los enseres de pescar en la mano y haciendo gran ruido con sus enormes
botas de agua, se dirigía a paso largo hacia el muelle.
—¿Va usted bien abrigada, señorita? ¡Mire usted que hace un frío!... Parece
que estamos ya en enero.
—Sí; me he puesto cuerpo de terciopelo, y además este gabán está bien
forrado.
—Eso, eso, mi corazón. Si papá sabe que salimos tan de mañana, me va a reñir
porque se lo consiento. Es usted demasiado virtuosa, señorita. Pocas o ninguna
llevarán a la edad de usted vida tan santa...
—Calla, calla, Genoveva, no digas eso; no soy más que una miserable
pecadora; mucho más miserable de lo que tú te figuras.
—¡Señorita, por Dios!... No soy yo quien lo dice, sino todo el mundo... Ayer
me decía doña Filomena que la edificaba verla a usted oír la misa y comulgar y
que daría cualquier cosa porque sus hijas fuesen lo mismo... Y razón tiene para
desearlo, porque una de ellas, la última, es de la piel del diablo... ¿Querrá usted
creer, señorita, que el otro día arañó a su hermana en la iglesia, sobre si había de
confesar una primero que otra?... ¡Bonito arrepentimiento! ¡Si da vergüenza,
señorita, da vergüenza el ver cómo andan algunas por la iglesia! ¡Parece que
están en su casa! ¡Ay, no se hacen cargo las pobrecitas de que están en la casa del
Señor de los cielos y tierra que les ha de pedir cuenta de su pecado!... ¿No le ha
enseñado doña Filomena el rosario que le mandó su hermano de la Habana? ¡Es
una maravilla! Todo de marfil y de oro con un crucifijo grande de oro macizo.
Para rezar no hace falta tanto lujo, ¿verdad, señorita?
—Para rezar no hace falta más que un corazón limpio y humilde.
—¡Ay, señorita, qué bien habla usted! Parece mentira que no tenga más que
veinte años. Pero cuando Dios quiere conceder dones a una criatura, lo mismo da
que sea joven o vieja, rica o pobre. Todos los días pido a la Virgen Santísima que
le conserve la salud para que sirva de ejemplo a los que están en pecado mortal.
—Lo que debes pedir, Genoveva, es que purifique mi alma y me perdone los
muchos que he cometido.
—¡Bendito sea Dios! Si usted necesita que la perdonen siendo tan piadosa y
humilde, ¡qué necesitaremos los demás! No sea tan severa consigo misma. Fray
Ignacio la estima a usted tanto que no se cansa de elogiarla... y eso que no tiene
la manga muy ancha, como usted sabe... A estas horas ya debe de estar en la
sacristía el santo varón aguardando a la gente. ¡Qué salud tiene!... Parece que
Dios lo hace... No come, no duerme, no descansa un momento... y, sin embargo,
cada día está más fuerte y con más ánimo para servir a Dios... No sé cómo puede
pasar tantas horas en el confesonario sin tomar alimento... Sólo el Señor puede
darle fuerzas. Bendito sea por siempre jamás. Amén.
—Es verdad; Dios obra verdaderos milagros con él, porque hace falta en el
mundo. ¡Oh, Dios mío, qué sería de mi alma si estos santos misioneros no
hubieran llegado a abrirme los ojos!
—Aunque la hayan ayudado mucho en el camino de la salvación, antes de que
ellos viniesen ya era usted muy buena y frecuentaba los sacramentos...
—¡Qué poco es eso, Genoveva, cuando no se escudriñan los últimos pliegues
de la conciencia!
—Dígame, señorita, ¿ha visto en sueños hoy, como las noches pasadas, el
hermoso pájaro de plumas de fuego con la cruz en el pico?
María se detuvo repentinamente y se llevó la mano al pecho, como si hubiese
recibido un golpe. Después volvió a emprender la marcha y exclamó
sordamente:
—Esta noche no podía verlo.
—¿Por qué, corazón?
No contestó. Siguió caminando algún tiempo y dejó escapar un gemido.
Después parose nuevamente, y echando los brazos al cuello a su doncella,
comenzó a sollozar con amargura.
—¡Soy muy mala, Genoveva, soy muy mala! Mi corazón no acaba de verse
libre de impurezas; el demonio y la carne me tienen aún sujeta. ¡Si supieses qué
pecado he cometido ayer!
—Calle, calle, no se desconsuele. ¡Qué pecado había usted de cometer,
cordera!
—Sí, sí; soy más mala de lo que piensas. Cuanta más luz recibo de Dios, más
me empeño en hundirme en las tinieblas; cuantos más favores me otorga, más
ingrata soy hacia Él.
—Dios es infinitamente misericordioso, señorita.
—Pero infinitamente justo también...
—Encomiéndese a San José bendito. No hay culpa que el Señor no perdone
por su intercesión... Vamos, déjese de lloros, que ahora va a confesarse y todo
queda perdonado.
Después de serenarse un poco la niña, siguieron marchando. Y llegaron a cierta
plazuela no muy espaciosa, donde se alzaba la fachada parda y severa de una
gran iglesia que no llamaba la atención por su esbeltez ni por otra cualidad buena
o mala. Atravesaron un pórtico grande y pardo como la fachada y entraron en el
templo, que era igualmente pardo y enorme. Estas cualidades concluían por
caracterizarlo. Constaba de tres naves, la del centro ancha y elevada como la de
una catedral; las de los lados, bajas y estrechas; todas ellas enjalbegadas en otro
tiempo, muy lejano, cubiertas ahora de polvo, descascaradas por varios sitios y
salpicadas de manchas extensas y misteriosas. Los altares, profusamente
tallados, ofrecían ya un color gris muy diferente del dorado que en un principio
tuvieran. Al través de los cristales sucios percibíase la figura rígida de algún
santo con nimbo de metal o el rostro sombrío y angustiado de un Eccehomo.
Era demasiado temprano para que hubiese mucha gente. Sin embargo,
diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la cabeza
cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las ventanillas enrejadas
de los confesonarios y extendían la mantilla por ambos lados de la cara para
depositar con un cuchicheo imperceptible sus pecados en el sagrado tribunal de
la penitencia. Algunos sacerdotes tenían abiertas las puertas del confesonario y
se les veía con sotana y bonete inclinar el cuerpo y oído hacia la ventanilla,
reflejando en su rostro fruncido y en su postura desmadejada el cansancio que
sentían. Otros las tenían cerradas herméticamente y apenas se advertía dentro, al
pasar, la presencia de un ser humano.
La luz bañaba tristemente algunos parajes del recinto, dejando los ángulos y los
huecos de los pilares casi en total obscuridad. Las enormes lámparas de metal
amarillo se balanceaban en el espacio sujetas al techo por un cordel. Los vidrios
emplomados de dos grandes rosetones abiertos en lo alto de las paredes de la
gran nave central dejaban paso a una triste claridad que se extendía como blanco
mantel delante del altar mayor. Al lado de éste y algo separado, había otro
altarcito sobre el cual se alzaba una imagen del Salvador con el pecho abierto,
dejando ver un corazón ensangrentado, ceñido por corona de espinas y coronado
de llamas. En torno de la imagen había una muchedumbre de cirios encendidos
que chisporroteaban lúgubremente en el inmenso ámbito silencioso de la iglesia.
Era un altar de quita y pon que se había colocado a causa de la novena del
Sagrado Corazón de Jesús, que por aquellos días se celebraba.
Genoveva fue a la sacristía a preguntar a Fray Ignacio si podía confesar a su
señorita. Ésta quedó hincada de rodillas al lado del confesonario esperando al
sacerdote. Experimentaba cierta impaciencia medrosa; un poco de temor
mezclado de ansiedad y deseo. El templo exhalaba un olor confuso de humedad
y polvo, de cirios apagados y flores ajadas que la penetraba de respeto. Los
momentos que precedían a la confesión eran de sobresalto amable para María. El
aparato y misterio de que estaba rodeada aquella confidencia íntima, la más
íntima que en el mundo existe, ejercía cierta fascinación sobre su espíritu y la
turbaba hasta el fondo sin producirle disgusto. Sentía correr por su cuerpo leves
temblores de frío alternados con ráfagas cálidas que le subían al rostro y se lo
encendían. En aquel momento no pensaba en sus pecados, sino en la manera que
tendría de relatarlos.
La figura negra, firme y severa de Fray Ignacio se abalanzó hacia el
confesonario y sin dirigir siquiera una mirada a su penitente se introdujo en él.
María, trémula y enternecida, se acercó a la ventanilla. Cuando se separó, al
cabo de una media hora, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas.
La iglesia, en tanto, se había ido poblando, aunque casi exclusivamente de
mujeres. Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo
verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más se
despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo anciano, con
sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño de tisú de oro. Los
fieles, desde los más apartados parajes de la iglesia, se fueron replegando hacia
el centro, formando apretado grupo en torno del púlpito. María y Genoveva
hicieron lo mismo. El sacerdote hizo la señal de la cruz y comenzó el rosario en
alta voz. Terminado el rosario comenzó la novena, la novena del Sagrado
Corazón de Jesús. El clérigo se puso unas enormes gafas de plata, y con voz
gangosa y lastimera exclamó:
«¡Oh corazón!—La muchedumbre repitió con solemne rumor:—¡Oh
corazooón!—amantísimo—amantísimooo—santísimo—santísimooo—y melifluo
—y melifluooo—de mi divino Jesús—de mi divino Jesús.—Corazón—
corazooón—lleno de llamas—lleno de llamas—de purísimo amor—de purísimo
amooor.»
María repetía las palabras de la oración con el borde de los labios, puestos los
ojos en el suelo. Genoveva las decía en alta voz, mirando cara a cara al
sacerdote. La muchedumbre suspiró después de decir Amén.
Terminadas las oraciones, el sacerdote propuso que cada cual pidiese a Dios,
por medio de estos sagrados corazones, lo que mejor le conviniera, y la
muchedumbre meditó en silencio breves instantes. María pidió fervorosamente a
Dios que la hiciese más buena. Genoveva estuvo un rato vacilando sin saber qué
pedir, y, por último, pidió paciencia para sufrir los dolores de reuma. El cura leyó
con voz gangosa que se arrastraba sobre las sílabas como un lamento el siguiente
EJEMPLO
IV
Pocos días después, Ricardo salió como de costumbre de su casa a las diez de
la mañana y se dirigió a la de su novia. No era el amor solamente quien le
empujaba tan temprano a pisar la calle, sino también la triste soledad que reinaba
hacía tiempo en el inmenso y vetusto caserón en donde vivía; porque nuestro
joven se hallaba solo en el mundo desde hacía poco más de un año. Su padre, el
viejo marqués de Peñalta, había fallecido cuando él no contaba más de seis años
de edad. Apenas recordaba vagamente su rostro pálido asomando entre las
sábanas del lecho cuando le llevaron a darle un beso algunas horas antes de
morir. Se acordaba también de que aquel mismo día todo el mundo le abrazaba y
le besaba llorando, lo cual le había llamado la atención hasta hacerle preguntar:
«¿Por qué lloráis todos hoy?»
Su madre le había amado con uno de esos cariños concentrados y feroces que
asfixian a fuerza de cuidados. Durante la niñez le tenía preso a sus faldas, sin
consentirle tomar parte en los juegos de los demás niños por temor de que se
lastimase. Ya bastante crecido, todavía iba ella a acostarle por las noches,
rezando con él un sinfín de oraciones inocentes, y esperando sentada, con los
brazos cruzados, a que se durmiese, para salir de la alcoba sobre la punta de los
pies. Al llegar a la pubertad no tuvo más remedio que pensar en la carrera de su
hijo, porque el difunto marqués dejó prevenido que la siguiese. Ricardo quiso ser
artillero. ¡Cuántas lágrimas costó a su madre esta implacable decisión del niño!
La primera vez que partió a Segovia, la buena señora creyó morir; se empeñó en
no salir de casa hasta que su hijo volviese, y cumplió su empeño. Cuando venía a
pasar las vacaciones, no se saciaba de estar junto a él, mirándolo, acariciándolo y
adivinando en los ojos sus más leves caprichos, para cumplirlos inmediatamente.
Dos o tres días antes de partir, otra vez empezaban los sollozos y las lágrimas; le
tenía apretado contra su pecho largos ratos y le hacía prometer un millón de
veces que le escribiría todos los días, que se abrigaría bien durante el viaje y que
no saldría por las noches de casa. Lo único que lograba distraerla algunos
momentos era el arreglo del baúl del cadete, al cual consagraba tantos y tan
prolijos cuidados que nada se echaba de menos en él, desde las prendas más
usuales de ropa hasta un pedazo de tafetán de golpes y un paquete de hilas para
el caso de herirse. Ricardo evitaba siempre la despedida, escapándose.
Gracias a su carácter bondadoso, alegre y simpático, más que a su aplicación,
terminó el joven marqués de Peñalta la carrera. En el colegio todo el mundo le
quería, lo mismo alumnos que profesores. Era uno de esos muchachos francos y
entrañables con los cuales es difícil reñir, y que todos buscamos para depositar
alguna misteriosa confidencia del corazón en los amargos trances de la vida.
Siempre se le encontraba risueño y comunicativo, esparciendo la alegría y la
confianza dondequiera que estuviese. Rara era la querella entre dos cadetes que
él no consiguiese arreglar amistosamente. A pesar de su temperamento
conciliador, nadie dudaba en el colegio ni fuera de él de su valor, ni mucho
menos de la increíble fortaleza de sus puños. Más de una vez, en las frecuentes
reyertas entre cadetes y paisanos que estallaban generalmente en los bailes de
candil, había tirado al suelo tres o cuatro mozos de tres o cuatro puñetazos, lo
cual llamaba tanto más la atención del vulgo cuanto que nada tenía de corpulento
y atlético en su figura.
Un día, hallándose destinado ya en el parque de Sevilla, le llamó el coronel a
su pabellón y le preguntó:
—¿Hace muchos días que no ha recibido usted carta de su madre, Peñalta?
Ricardo se puso pálido como un muerto.
—¿Qué pasa, mi coronel, qué pasa?
—No se sofoque usted, criatura. Sé por una casualidad que se encuentra un
poco enferma.
Ricardo lo adivinó todo y cayó en brazos del coronel, derramando un torrente
de lágrimas. Aquella noche tomó asiento en el tren del Norte.
La noche funesta de aquel viaje quedó grabada hondamente en su corazón.
Cuando la máquina lanzó el grito de marcha y los compañeros que le habían ido
a despedir le dijeron adiós con la mano en pie sobre el andén, se fue a sentar en
un rincón del carruaje envuelto en una manta, aparentando dormir para
entregarse mejor a sus dolorosos y sombríos pensamientos. ¡Oh, qué
pensamientos tan dolorosos y sombríos! Se representó el ángel tutelar de su
infancia, a la madre de su corazón muriendo sola, sin recibir el beso postrero de
su hijo, tal vez llamándole con ansia en los momentos supremos de la agonía.
Recordaba que cuando se despidió de ella ya tenía la salud bastante quebrantada
y que el abrazo que le dio fue mucho más prolongado y estrecho y sus besos más
vivos que otras veces, como si la infeliz tuviese el presentimiento de que no
había de verle más. En sus ojos rasgados y húmedos se leía un ruego ferviente y
silencioso: que dejase la carrera y no se apartase de ella. Pero él, pagado de las
vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este
ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios.
Sentía ira profunda contra sí mismo y se apellidaba interiormente con los
adjetivos más injuriosos y humillantes. De vez en cuando sacaba la cabeza fuera
del carruaje y respiraba el aire fresco de la noche para evitar que los sollozos le
ahogaran.
El misterioso y vago contorno de las ondulaciones del paisaje envuelto en las
sombras cambiaba su desesperación en desconsuelo, que poco a poco se iba
transformando en melancolía solemne, como los obscuros celajes que se cernían
sobre la tierra aun más obscura. Aquella majestad silenciosa de la naturaleza
muerta calmaba su excitación, pero le hacía pensar con temblores de frío en la
profunda soledad que le aguardaba. Se había roto el lazo de amor que le ataba a
la tierra, y por el cual se creía emparentado con todos los humanos. Ya no tenía
en el mundo ningún ser que pudiera llamar suyo. El viento que la rauda marcha
del tren agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El
traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a la
naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor como la que le
causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro. El ritmo sonoro y metálico
de las ruedas parecía decirle también con acento más implacable: ¡solo!, ¡solo!
Paseaba su mirada triste por los senos profundos del horizonte y éste le devolvía,
en trémulos y fatídicos reflejos, que apenas conseguían rasgar la malla de
sombras, tristeza por tristeza. La luz de la máquina iba esparciendo una claridad
roja, que teñía de sangre el suelo y los árboles de la vía. Donde no había árboles,
los postes telegráficos pasaban con vertiginosa rapidez por delante de su vista
como las horas felices de la niñez. Por encima de su cabeza flotaba el negro y
colosal penacho de humo sujeto al cañón de la máquina que al disiparse en la
atmósfera se partía formando mil extraños y monstruosos fantasmas. Estos
fantasmas, al huir de la vía arrastrándose por el suelo, le decían también
lúgubremente: ¡solo!, ¡solo! Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del
paisaje desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la
ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas.
Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un joven
de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y una niña de
cinco o seis que parecían sus hijos. La señora dormitaba abriendo una que otra
vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de un lado a otro sin cesar. Los dos
jóvenes charlaban suavemente en el otro extremo cogidos de la mano. El
espectáculo de esta madre rodeada de sus hijos, y posando a cada instante en
ellos su mirada amorosa, enterneció todavía más a Ricardo. El susurro apagado
de la conversación de los dos hermanos, cortado a menudo por alguna carcajada
reprimida, despertaba en su corazón una envidia punzante y triste. La joven era
hermosa, con una fisonomía noble y simpática. Ricardo, sin darse cuenta, la
estuvo mirando toda la noche; pero ella no pareció fijar la atención en él.
Cuando el mozo de la estación gritó: «Córdoba, veinte minutos de parada»,
todos se levantaron bruscamente y tomaron sus enseres disponiéndose a salir.
Sólo entonces fijó la joven en él una mirada suave y prolongada, diciéndole al
tiempo de salir con sonrisa triste y compasiva: «Buenas noches, que usted lleve
feliz viaje.» No ofrecía duda que se había hecho cargo de su dolor. Ricardo sintió
profunda pena de que se quedasen allí, como si le ligase a aquella familia algún
vínculo de amor, y tuvo deseos de decir a la mamá: «Señora, acabo de perder a
mi madre; estoy solo en el mundo y no tengo a nadie a quien amar ni que me
ame; ¿quiere usted llevarme a su casa como hijo?» La puerta del carruaje se
cerró de golpe, sonó la campanilla, se oyó el grito ronco de la máquina y el tren
prosiguió la marcha con su traqueteo metálico que clamaba sin cesar en el
silencio de la noche: ¡solo!, ¡solo!, ¡solo!
Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron
silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de
conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje
negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha
resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces. La
única persona con quien tenía gusto de hablar era con don Mariano Elorza, que
había sido muy amigo de su padre, y cuya casa visitaba con gran confianza
siempre que venía a Nieva de vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y
amable con todo el mundo, no podía menos de mostrarse con él doblemente
afectuoso por la situación desgraciada en que se hallaba. Su casa fue para
nuestro joven, en la temporada que siguió a la muerte de la marquesa, un lugar
de refugio donde distraía sus penas y hallaba un poco de calor de familia que le
hacía tanta falta. Por otra parte, es necesario decirlo, Ricardo siempre había
sentido hacia la hija primera de don Mariano cierta admiración y simpatía, que
fácilmente se trueca en amor cuando la edad y la ocasión convidan y la
frecuencia del trato estimula; con mayor motivo aun cuando ni él ni ella habían
estado enamorados nunca. Mucho antes de que se formalizasen sus relaciones,
ya se hablaba en la villa del matrimonio del joven marqués de Peñalta con la
señorita de Elorza. Era un matrimonio indicado y pedido por la opinión pública.
Porque es de advertir que las familias de Peñalta y Elorza eran las más opulentas
de la villa, y el público encuentra siempre tan lógico que la riqueza vaya a la
riqueza, como los ríos a la mar. Así que Ricardo y María fueron declarados
marido y mujer, poco después de su nacimiento. Las comadres de la villa no les
perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto acordado de las tertulias de
Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los muchachos no pensaron en semejante
substracción, y que acataban con la mayor humildad el fallo soberano.
Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó
muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro. De la
gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una cadena de
bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un patio bastante
amplio con fuente en el medio. A este patio venía a parar una anchurosa escalera
de piedra con balaustrada de la misma materia. Estaba ya gastada y necesitaba
reparos en algunos sitios. En el primer descanso esta escalera se partía en dos
brazos, uno de los cuales conducía a las habitaciones de los señores y otro a la de
los criados. El primero de dichos brazos terminaba en un ancho corredor o
galería de cristales que miraba al patio. Toda la casa ofrecía el mismo desahogo,
al igual de los antiguos palacios, por más que fuese construida en época
relativamente moderna. Llevaba ventaja a los vetustos caserones solariegos,
como el del marqués de Peñalta, en que al fabricarla no se había atendido tanto a
la vanidad de sus dueños cuanto a la apropiada distribución de las habitaciones
para los usos de la vida. No era triste y obscura como suelen serlo aquéllos. Por
el contrario, todo su interior denotaba alegría, bienestar y elegancia. Era, pues,
un edificio grande sin ser imponente, y cómodo sin caer en la vulgaridad
desgraciada de las construcciones modernísimas. Manteníase en un término de
conciliación entre la aristocracia y la burguesía, aceptando la altivez fastuosa de
aquélla y las inclinaciones prácticas y sensuales de ésta.
La casa reflejaba en cierto modo la posición de sus dueños. Ambos eran hijos
de las familias más principales, no tan sólo de Nieva, sino de la provincia en que
esta villa radica. La señora era hermana del marqués de Revollar, que tanto había
figurado en Madrid hacía pocos años por su increíble disipación y prodigalidad,
y que ahora, totalmente arruinado y perseguido de cerca por sus acreedores,
había corrido a refugiarse en las huestes del Pretendiente, a quien servía como
ministro y consejero. Don Mariano procedía de una familia menos gloriosa y
añeja, pero mucho más acaudalada. Su abuelo había traído una fortuna inmensa
de Méjico en las postrimerías del pasado siglo, y con ella se había hecho el
terrateniente más poderoso de Nieva y fabricado la casa de que estamos
hablando. Lo mismo él que su hijo y su nieto habían procurado dar lustre a los
millones enlazándose con familias nobles.
Ricardo penetró por las habitaciones de la casa de Elorza con la indiferencia
del que se encuentra dentro de la suya, sin quitarse siquiera el sombrero. Cuando
entró en el gabinete de doña Gertrudis, esta señora se hallaba tomando una taza
de caldo ayudada por dos criadas. Al ver a nuestro joven dejó la taza sobre el
velador que tenía delante y echándose hacia atrás en la butaca, exclamó con
acento dolorido:
—¡Ay, querido, en qué mal hora llegas!
—Pues ¿qué pasa?
—¡Que me muero, Ricardo, que me muero!
—¿Se siente usted peor?
—Sí, hijo mío, sí, me siento muy mal: no es posible decir lo mal que me siento.
Si no me muero hoy, no me muero nunca. Toda la noche la pasé en un puro
grito... Después..., después ese tigre de don Máximo no ha venido todavía a
pesar de haberle enviado dos recados... ¡Que Dios le perdone!... ¡Que Dios le
perdone!
Doña Gertrudis cerró los ojos como si se dispusiese a morir sin auxilios
temporales ni espirituales.
Ricardo, acostumbrado a estos exabruptos, permaneció buen rato silencioso. Al
cabo dijo en tono indiferente:
—¿No sabe usted?... Enrique ha conseguido cambiar el aderezo, y ayer ha
llegado el otro sin novedad.
—Vaya, gracias a Dios—repuso doña Gertrudis, abriendo los ojos—. Bien creí
que no se lo cambiarían.
—¿Por qué no?
—¡Toma!, porque vendiendo el otro se habían deshecho de una antigualla de la
cual no sé cómo saldrán ahora.
—Sí, pero también perdían un parroquiano que les deja muchas ganancias.
¿Usted no ve que Enrique recibe encargos de toda la provincia?
—Eso también es verdad..., ¿pero no sabes tú que a los comerciantes les ciega
la avaricia?... ¡Uf, qué gente más mala! Te digo que no puedo ver a los
comerciantes, Ricardo; no los puedo ver, ni pintados.
Después de haber expresado este sentimiento desfavorable para el comercio,
que doña Gertrudis en su fuero interno hacía extensivo también a la industria y
en general a todas las artes mecánicas, cerró de nuevo los ojos con un gesto de
dolor, y siguió de esta manera:
—Lo que siento, hijo mío, es que no os he de ver casados y que por mi causa
tendréis que dilatar la boda... Me encuentro muy mal, muy mal... El corazón me
dice que me he de morir antes de que llegue el día del matrimonio... Y la verdad
es que más vale que me muera si he de padecer tanto...
—Vamos, no diga usted esas cosas; ¡qué se ha de morir! La enfermedad tendrá
que ir cediendo poco a poco, se curará usted y se pondrá sana y gorda que dará
gusto verla.
En vez de animarse con estas palabras, doña Gertrudis se enfureció.
—Esas son tonterías, Ricardo... Mi enfermedad es mortal, y si no ya severa...
Mi marido no quiere creerlo; pero pronto se ha de convencer... No me quejo de
mimo, no... ¡Ay, querido, si supieses lo que yo padezco sentada en esta butaca!
Lo cierto es que desde el día en que el cura había echado la bendición nupcial
sobre doña Gertrudis, se puede asegurar que esta noble señora no había hecho
otra cosa que atender a los quebrantos y lacerias de su cuerpo, arrastrando una
vida mezquina al través de las enfermedades más extrañas e inverosímiles que
jamás se hubiesen visto. Antes de dar a luz su primera hija María, había
padecido de vómitos de sangre y consunción. Después del parto, y por algunos
años, hasta el nacimiento de su segunda hija Marta, padeció un mal dolorosísimo
del corazón, tan acerbo y cruel que muchas veces le privaba del sentido. Las
manifestaciones de esta enfermedad, tal como la paciente las relataba, inspiraban
terror a cualquiera. Unas veces creía sentir que le manoseaban el corazón y se lo
estrujaban hasta no poder más; otras veces pensaba que se lo metían entre hielo,
y allí lo tenía tiritando sin que valiesen de nada las pieles y franelas que le
ponían sobre el pecho, hasta que por una brusca transición entraba en un horno
encendido donde se abrasaba de tal suerte que hacía pedazos con sus manos
crispadas cuanta ropa le habían echado antes encima; otras, en fin, sentía un
animal que clavaba en él los dientes, produciéndole tan agudos dolores que no le
dejaban fuerzas para gritar. El licenciado don Máximo permanecía totalmente
confundido delante de aquel caso patológico, anunciando en cada visita el
próximo fin de la paciente si el antiespasmódico que recetaba no la tornaba al
instante sana y salva. Como doña Gertrudis no acababa de fallecer ni su
extraordinaria enfermedad desaparecía, don Máximo llegó a perder enteramente
la fe en ella. Seguía visitando la casa con mucha frecuencia, pero siempre a la
hora de costumbre, que rara vez alteraba por más que doña Gertrudis le moliese
muchos días a recados, suplicándole se personase acto continuo en su alcoba.
Don Máximo concluyó por despreciar profundamente las enfermedades de su
noble cliente, y calificarlas públicamente en la botica adonde solía asistir de
cajigalinas de mujeres. El significado exacto del vocablo cajigalinas jamás se
supo ni dentro ni fuera del pueblo, ni se llegó a averiguar si era invención
particular de don Máximo o si procedía de algún idioma antiquísimo, muerto ya,
que el licenciado hubiese estudiado. La palabra por su raíz parece de origen
semítico, pero no es posible fallar de plano en este asunto: que los sabios lo
decidan. Lo que sí está fuera de duda es que con ella quería decir don Máximo
dar a entender algo insignificante, baladí o de poco monto. Y basta con esto para
que sepamos a qué atenernos sobre la opinión de la ciencia en lo referente a los
males de doña Gertrudis.
Después del nacimiento de Marta, las dolencias de doña Gertrudis no
desaparecieron, sino que cambiaron de rumbo. El corazón quedó un tanto
sosegado, pero en cambio todos los músculos o tendones de la atribulada señora
empezaron a contraerse con fuertes dolores, impidiéndole por algunos meses
servirse en absoluto de sus miembros, dejándola reducida al cabo, como gran
mejoría, a caminar apoyada en su marido o en una de sus hijas. Don Máximo, en
los comienzos de esta nueva fase, mostrose preocupado y caviloso, estudió con
ojo avizor los síntomas y antecedentes, recetó los antiespasmódicos por
azumbres, echó mano, en una palabra, de todos los recursos que la ciencia (la
ciencia de don Máximo) ofrecía para tales ocasiones; pero sin lograr resultados
satisfactorios. Al cabo, el vocablo cajigalinas, de origen semítico, apareció
nuevamente en sus labios, y desde entonces no volvió a entrar en las
habitaciones de la señora sin que una fina sonrisa de incredulidad vagase por su
rostro atezado.
Ricardo permaneció todavía un rato al lado de doña Gertrudis y después salió a
dar vueltas por la casa en busca de las niñas. Halló a Marta en la cocina muy
ocupada en heñir la masa de una empanada.
—¿Y María, ma petite ménagère?
—Está en su cuarto arreglándose; no tardará en bajar.
—Si te molesto en tu trabajo, me voy; si no, me quedo.
—No me molestas, si te quitas un poco de la luz..., así...; ya estás bien.
—Corriente; me quedo para aprender a hacer..., ¿qué es lo que estás haciendo?
—Una empanada de jamón.
—Pues a hacer una empanada de jamón.
La niña levantó la cabeza sonriendo a su futuro cuñado y emprendió de nuevo
la tarea. Estaba colocada en pie delante de una mesa baja destinada, a juzgar por
su lustre, a la operación que ejecutaba. Tenía puesto un enorme delantal blanco
cómo el de las cocineras y en la cabeza una cofia también blanca. Sus ojos
negros, brillantes, lucían mejor con este traje, lo mismo que sus cabellos de
azabache. Había alzado las mangas del vestido y mostraba al descubierto unos
brazos mórbidos y mejor torneados de lo que pudiera esperarse de su corta edad.
Estos brazos anunciaban una mujer en plena posesión de todos los atractivos
punzantes, de todas las graciosas curvas de su sexo: eran unos brazos blancos y
tersos de virgen flamenca, firmes y macizos como los de una doncella de labor;
lo mismo podrían servir de modelo a un estatuario que para arreglar una cama a
las mil maravillas. Con ellos hacía rodar de un lado a otro por encima de la mesa
un pedazo grande de pasta amarillenta, arrastrándolo y doblándolo
constantemente sobre sí sin darse punto de parada. La masa se desprendía
suavemente de la tabla por efecto de la manteca de que estaba impregnada con
levísimo rumor parecido al roce de la seda. Algunas criadas daban vueltas por la
cocina atendiendo a sus quehaceres. Ricardo contempló un instante la operación
en silencio; pero no tardó en exclamar con señales de asombro:
—¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad!
Las criadas volvieron la cabeza. Marta también alzó la suya.
—Pues, ¿qué pasa?
—Pero, niña, ¿dónde te has comprado esos brazos tan rollizos?
La niña se ruborizó, y entre risueña y molesta llevó la mano a las mangas del
vestido bajándolas un poquito.
—Vamos, ¿ya principias? Mira, para eso no te he permitido que te quedases.
—Es que ahora ya merece la pena quedarse, aunque mandases lo contrario.
—Bien, haz lo que quieras; pero déjame trabajar en paz.
—Te dejaré que trabajes, pero haciendo constar que nunca había entrado en
mis cálculos que la señorita Marta poseyese unos brazos semejantes... Sabía que
era apretadita de carnes, redondita y maciza, ¿pero cómo había de sospechar...?
Vamos, te digo que a no verlo, no lo creyera.
Las criadas reían. Marta amasaba con afán, haciendo gestos de resignación
como quien está dispuesto a sufrir una broma hasta el fin. Ricardo prosiguió:
—Y eso que había oído hablar a María de ellos; pero en términos vagos... No
eran bien precisas sus noticias. Lo mejor en estos casos para hacerse cargo del
asunto es verlo por sí propio. ¡Al que se meta contigo no le arriendo la
ganancia!... La verdad es que, bien mirado, una niña de catorce años no tiene
derecho a poseer unos brazos como esos.
Marta suspendió su obra para reír.
—¡Jesús, qué pesadísimo eres, criatura; no se te puede sufrir!
Después, su semblante adquirió la expresión plácida y grave que lo
caracterizaba, y emprendió nuevamente el trabajo hundiendo en la masa blanda
una y otra vez sus puños tersos y rosados. La pasta iba adoptando sucesivamente
diversas formas bajo la presión continuada de las manos breves pero firmes de la
niña.
Cuando le pareció que se hallaba en su punto, la partió en varios trozos, y
tomando un rollo de madera se puso a modelarlos con gran cuidado.
Ricardo preguntó con timidez.
—¿Me dejas que te ayude, Martita?
—No sabes.
—Me dirás lo que debo hacer, y bajo tu dirección marchará bien el negocio.
—¡Ahora me adulas! Bueno, consiento en ello, pero lávate las manos.
Ricardo no tuvo más remedio que ir a lavarse las manos.
—Está bien; ahora toma este otro rollo y extiende este pedazo de pasta hasta
que lo conviertas en una lámina redonda.
El nuevo panadero se puso a la obra con ardor, con demasiado ardor, pues la
pasta se agujereó varias veces de puro fina. Las criadas le contemplaban
admiradas y sonrientes, mientras Marta permanecía grave y atenta a su tarea. En
la cocina se respiraba una atmósfera sofocante, calentada por las chapas de
hierro incandescente del fogón e impregnada de olores espesos de manjares a
medio guisar, que empachan y repugnan al estómago cuando está ahíto y lo
irritan y soliviantan cuando ayuno.
Ricardo no podía estarse callado un instante. Mientras hacía resbalar el rollo
sobre la pasta con más precaución que si se tratase de confeccionar un filtro
mágico, no cesaba de hacer preguntas y dirigir observaciones de todo género a
Marta acerca de la empanada que tenía entre manos. «¿Cuántos huevos había
echado en la harina? ¿Qué cantidad de manteca? ¿Con quién había aprendido a
hacer empanadas? ¿Cuánto tiempo necesitaba estar en el horno?, etc., etc.»
Marta respondía lacónicamente y sin levantar la vista a todas las preguntas,
dejando asomar a sus labios una vaga sonrisa de superioridad condescendiente.
—Oye, Marta, ¿qué diría Manolito López si nos viera en este momento?
—¿Qué había de decir? Lo que se le antojara—contestó la niña ruborizándose
levemente.
—¿No tendría celos al vernos tan cerca uno de otro?
—¿Pues?
—¡Qué sé yo!... Como está tan enamorado, según dicen...
—¡Qué ganas tienes de embromarme!
—Chica, es lo que se corre por ahí; yo no pongo nada de mi cosecha.
—Bien, pues dale expresiones, como tú dices.
—Se las daré en cuanto le vea.
—¡Vamos, no seas tonto!
Marta profirió esta exclamación demostrando en el acento cierto sobresalto. Se
conocía que le molestaba un poco la broma. El fundamento que Ricardo tenía
para dársela era deleznable, como sucede casi siempre en la adolescencia; pero
verdadero hasta cierto punto. Los zagalillos de catorce o quince años, llamados
por el vulgo pipiolos, corren en pos de las zagalas de la misma edad y establecen
con ellas, tácitamente la mayor parte de las veces, ciertas relaciones que remedan
los amores de los jóvenes. Se dice, por ejemplo, entre ellos, que Fulanito es
novio de Fulanita, sin saber por qué, y Fulanito, por ese mero hecho, sin que le
importe gran cosa de Fulanita, va a esperarla con otros amigos a la salida del
colegio, y la sigue hasta su casa, molestando mucho a la doncella que la
conduce; en las giraldillas que se forman en las romerías la saca a bailar con más
frecuencia que a las otras; cuando es un poco atrevido le suele ofrecer dulces en
cucurucho de papel dorado, y pasa por delante de su casa varias veces el día que
se pone traje o sombrero nuevo; procura, cuando la sigue, hablar alto y con
desenfado, para que ella le oiga y se regale con su buen decir, y se traba a
mojicones por la cosa más insignificante, para lucir en presencia suya el arrojo y
coraje que no tiene en ausencia; gasta los cuartos que posee en pomadas o
aceites de olor, y se presenta en la misa a que ella asiste con la cabeza lamida y
reluciente como un gato cuando sale del agua. La tarde en que se enfada porque
ella no le hace caso, la sigue de cerca en el paseo, entre varios amigos, soltando
palabras groseras y carcajadas estúpidas, y llegando a veces a tirarle por las
trenzas del pelo, hasta que con esta y otras sandeces consigue hacerla llorar.
La conducta de Fulanita suele ser análoga. No le importa tampoco un ardite de
Fulanito; pero como dicen que es su novio, hace lo posible por que lo parezca; y
así, vuelve la cabeza a menudo para mirarle cuando sale del colegio; en la
giraldilla le saca a bailar más veces que a los otros; sale al balcón cuando él pasa
y se ruboriza cuando la bromean. Pero estos seudoamores casi nunca prevalecen
ni se convierten en verdaderos. Tácitamente principian, tácitamente viven y
tácitamente concluyen cuando la niña se pone de largo. La razón de tal frialdad
es muy obvia. Fulanito no se encuentra todavía en la edad de las pasiones, sino
en la de la gimnasia, los suspensos y los cigarros de salvia. Fulanita está siempre
a mucha mayor altura por lo que respecta a la vida del corazón, y en su interior
desprecia profundamente a Fulanito, que no sabe divagar un poco sobre la
simpatía y el amor, ni es capaz de besar un abanico que cae de la mano, ni tiene
pizca de bigote. Por eso, generalmente, cuando a Fulanita le agregan una cuarta
más de tela al vestido, no vuelve a mirar ni por casualidad a Fulanito, el cual lo
encuentra naturalísimo y no se desmejora por ello ni se suicida.
Tales eran las relaciones, con muy leves variantes, que sostenía nuestra Marta
con Manolito López. A las causas generales que marchitan y secan en flor
semejantes inclinaciones, debe agregarse en este caso la poca conformidad de los
caracteres. Manolito, si bien de rostro expresivo y hasta hermoso, era travieso,
ruidoso, pendenciero e insolente. Una buena cualidad se reconocía en él: la de no
ser rencoroso. Marta era apacible, callada, firme, circunspecta y reservada. El
defecto que en su casa le señalaban era el de ser un poco terca. No era posible,
pues, una antítesis más perfecta. Si así no fuese, Marta hubiera llegado a querer a
Manolito, porque su temperamento repugnaba la mudanza lo mismo en los
muebles del cuarto que en los sentimientos de su corazón.
Cuando terminaron de modelar varias capas delgadas de pasta, Marta las fue
colocando unas encima de otras en una tartera de cobre, formando el lecho de la
empanada. Después una de las criadas le trajo el jamón, convenientemente
aderezado y cortado en rajas. El pringue sazonado de especias exhalaba un olor
irritante y apetitoso que hacía la boca agua. Una vez puestas las rajas sobre el
lecho del modo más adecuado, la niña se puso a extender nuevas capas de pasta
sobre el jamón. Ricardo ya no la ayudaba; al parecer, se había cansado. Mas
cuando se trató de ejecutar los adornos de la tapa, acudió de nuevo a prestarle
auxilio, complaciéndose largamente en ejecutar con la masa mil suerte de
mosaicos, arabescos y primores de toda clase, que no había más que ver. Marta
puso término a tan prolijas labores quitándole la pasta de la mano, porque no
acababa nunca. Hecha la empanada, fue la misma niña a meterla en el horno, y
siguiendo una piadosa costumbre tradicional de aquella tierra, se santiguó y rezó
un padrenuestro, para obtener resultado feliz.
—¿Sabes una cosa, Martita?
—¿Qué te pasa?
—Que con estos olores de cocina y el trajín de la dichosa empanada, se me ha
despertado un apetito más que regular.
—Pues mira, eso comiendo se quita. Ven conmigo.
Y le condujo al comedor, que estaba cerca, y le hizo sentarse a la mesa.
Después sacó de un armario cubierto, servilleta, pan, vino, un plato de pavo en
galantina y un tarro de dulce, y se lo fue colocando delante, uno en pos de otro,
con el sosiego y compás que caracterizaban todos sus movimientos.
—Coma usted, señor marqués; coma usted.
Llamar a Ricardo señor marqués era una de las bromas más picantes que Marta
se autorizaba respecto a su futuro hermano. No estaba en la índole de su genio
dirigir cuchufletas y epigramas. Los que salían de su boca alguna vez eran para
disimular una caricia que su carácter reservado le impedía hacer abiertamente a
nadie, ni aun a su misma hermana.
Ricardo se puso a despachar un pedazo de pavo al estómago con toda
solemnidad, empujándolo de vez en cuando con tragos de Valdepeñas, mientras
la niña, en pie, lo contemplaba risueña y satisfecha, gozando con el voraz apetito
de su amigo, y cuidando de escanciarle vino y arrimarle los platos siempre que
hacía falta.
—Eres una gran mujer, Martita—decía Ricardo con la boca llena—. Se te
puede comprar al peso, y eso que no debes pesar poco, a juzgar por las señales
de que no quiero hacer mención porque no me llames pesado... En cuanto vea a
Manolito López le diré que no piense en otra mujer si quiere ponerse gordo y
rollizo (que buena falta le hace)... Si a mí me cuidas de ese modo, ¡cómo le
cuidarás a él!... Basta, basta, Martita, no me pongas tanto dulce... Tú quieres, por
lo visto, que pille una indigestión aquí en secreto... Está bien ese pavo: merece
los honores que le he hecho... Échame un poquito de vino...
Marta escanciaba y seguía contemplándole con sus grandes ojos serenos, por
donde resbalaba una leve sonrisa de complacencia sensual. Parecía que era ella
la que se estaba atracando.
—Mira, chica, haz el favor de comer tú también, porque me da pena verte.
Parece que te han castigado...
La niña no tenía apetito y se negó a tomar el plato que le presentó. Sin
embargo, cortó un pedacito de pan y empezó a roerlo gravemente con sus dientes
blancos y menudos.
—Te profetizo que no tardarás en despachar ese plato de dulce, Martita... La
cuestión es empezar... Ya verás, ya verás... Lo peor es que ya son las doce, y que
a la hora de comer me voy a hallar sin apetito... Martita, no seas tonta y cómete
ese dulce que te está apeteciendo...
Cuando Ricardo daba ya fin a su tarea de engullir y charlar, entró en el
comedor Genoveva, diciéndoles:
—A la señorita María le duele un poco la cabeza y está descansando sobre la
cama.
—Voy allá—exclamó Marta, ausentándose velozmente.
—De su parte traigo para usted este recado, señorito—añadió la doncella,
presentándole una carta.
Pero al ver que el joven trataba de romper el sobre, le dijo:
—La señorita le encarga que no la lea hasta que se vaya de casa.
—Bueno, bueno—articuló Ricardo un poco alterado.
Y tomando el sombrero y sin despedirse de nadie, se fue a escape a su casa
devorado por la impaciencia, y rompiendo el sobre con mano temblorosa, leyó la
carta que sigue:
«Mi queridísimo Ricardo: Hace ya tiempo que deseo comunicarte un
pensamiento que me preocupa, sin atreverme a ello. Conozco bien tu genio; eres
impetuoso en extremo, y tal vez antes de reflexionar sobre mis palabras y
equivocándote acerca de su sentido, te inflamarías como una pólvora, lo echarías
todo a rodar y me asustarías horriblemente como en la noche que celebramos el
santo de mamá. Por eso, después de vacilar mucho, me resuelvo a decírtelo por
escrito y no de palabra.
»El pensamiento que me agita estos días es el de suplicarte que aplacemos
todavía algún tiempo nuestro matrimonio. No te enfades, Ricardo mío, y sigue
leyendo con calma. Estoy segura de que lo primero que se te ocurre pensar es
que no te quiero. ¡Cómo te equivocarás si lo piensas! Si pudieses leer en mi
alma, verías que tu amor tiene avasallada mi conciencia, lo cual deploro
amargamente. Pero no se trata ahora de esto.
»¿Estás seguro, Ricardo, de que tú y yo nos hallamos convenientemente
preparados para tomar un estado que arrastra consigo tantos y tan graves cargos?
¿Has meditado bien lo que significa el sacramento del matrimonio? ¿No habrá
en nuestros corazones más bien una inclinación irreflexiva mezclada tal vez de
impulsos carnales que el propósito firme de emprender una vida austera y
piadosa como conviene a una familia cristiana, educando a nuestros hijos en el
temor de Dios y en la práctica de las virtudes? Si reflexionas un poco en lo
frívolos que hasta ahora han sido nuestros amores y en los pecados que
constantemente cometemos, no podrás menos de convenir conmigo en que dos
muchachos tan desprovistos de gravedad y sólida virtud no están facultados por
Dios para educar y dirigir una familia. Sentiría un gran remordimiento de
conciencia casándome hoy (y tú debes de sentirlo también) y creería que Dios no
podría bendecir ni hacer dichosa nuestra unión. Para que la bendiga es necesario
que nos hagamos dignos de celebrarla, dejando para siempre el modo frívolo y
mundano que tenemos de querernos por otro más elevado y espiritual, cesando
por completo en ciertas expansiones terrenales a que nuestro gran amor nos
impulsa, y preparándonos durante algunos meses, por lo menos, con una vida
virtuosa y devota, haciendo algunos sacrificios y obras de caridad, y pidiendo a
Dios constantemente que ilumine nuestro espíritu y nos dé fuerzas para cumplir
los deberes que el nuevo estado nos impone.
»Hay un ejemplo en la historia que nos debe alentar mucho para llevar a cabo
lo que te propongo. La Amada Santa Isabel de Hungría estuvo desposada desde
su tierna edad con el duque Luis de Turingia, pero sin que las bodas se
celebrasen hasta que ambos llegaron a la edad oportuna. Celebrados los
desposorios, Isabel y Luis no volvieron a separarse, habitando el mismo palacio
como si fuesen hermanos, hasta que por la voluntad de Dios fueron marido y
mujer. Los piadosos sentimientos de los dos novios, junto con la austera
educación que les dieron, hizo que su cariño fuese siempre puro y limpio,
fundando la inalterable unión de sus corazones, no sobre los efímeros
sentimientos de un atractivo puramente humano, sino sobre una fe común y la
severa observancia de todas las virtudes que esta fe enseña. Hasta que el
matrimonio los unió con vínculo indisoluble, siempre se llamaron hermanos, y
aun después de casados continuaron dándose a menudo este dulce nombre.
»Te confieso, Ricardo, que el espectáculo de estos nobles y santos jóvenes me
seduce hasta un grado indecible. El amor santificado de tal suerte es mil veces
más hermoso y proporciona al corazón goces más puros y elevados. ¿Por qué no
habíamos de seguir hasta donde nos fuese posible las huellas de estos esposos,
dechado de abnegación y de ternura tanto como de pureza y fidelidad? ¿Por qué
no habías de imitar tú, amado Ricardo, la virtud severa del joven duque de
Turingia, la nobleza y dignidad de todos sus actos, la inocencia y la modestia de
su alma, jamás desmentida, y que en nada se oponían al valor y fortaleza de que
siempre dio relevantes pruebas? Por mi parte te prometo imitar en la medida de
mis débiles fuerzas la ternura, la obediencia y fidelidad de su santa esposa
Isabel, viviendo sujeta a la ley de Dios dentro del cariño que te profeso.
»Esto es lo que te propongo y deseo que hagamos. No te enfades, por Dios,
querido Ricardo. Reflexiona sobre lo que te acabo de decir y verás como tengo
razón. No dudes de que te quiere mucho, mucho, la que es por ahora tu
hermana,
MARÍA.»
V
CAMINO DE PERFECCIÓN
VI
EL ALMA Y EL ESPOSO
IX
SIGUE LA EXCURSIÓN
XI
¡CASO EXTRAÑO!
XII
ANTECEDENTES
Algún tiempo antes de los sucesos que acabamos de narrar, los amores de
Ricardo y María, que se habían ido desvaneciendo gradualmente como las notas
de una hermosa melodía, hasta el punto de no saber el mismo Ricardo si
realmente existían o se habían extinguido por completo, si aun era el amante de
la primogénita de Elorza, o si no tenía sobre su corazón otros derechos que los
que se conceden a un antiguo y estimado amigo; estos amores, decimos, habían
cobrado, sin que nadie supiese a qué atribuirlo, repentina e inesperada vida,
como si a una luz próxima a morir por falta de aceite, le echasen alguna buena
cantidad de ese combustible. Todos se mostraban sorprendidos de verlos juntos
charlando como antes, en un ángulo de la sala, larguísimos ratos, abstraídos de
cuanto les rodeaba, habitando en ese rincón del cielo que los amantes encuentran
tan fácilmente lo mismo en la soledad que entre la muchedumbre. A la sorpresa
sucedía la complacencia en los amigos, y a la complacencia las hipótesis sobre la
mayor o menor proximidad de la época del matrimonio y las conjeturas acerca
de los motivos que habían operado tal cambio en la conducta de los novios. Los
maliciosos, guiñando el ojo al decirlo, sostenían que de los tres enemigos del
alma la carne era el más temible, y que Dios había dicho: «crescite et
multiplicamini», y que era tontería oponerse a las leyes de la naturaleza. Las
señoras manifestaban, bajando la vista, que en todos los estados se podía muy
bien servir a Dios y que no eran las más flojas penitencias las que imponían el
cuidado de los hijos, su educación y el gobierno de la casa.
Mas de todas suertes, el hecho era que las cosas habían cambiado sin saber por
qué, y que señoras y caballeros se alegraban de ello, esperando que los ilustres
novios les proporcionasen pronto un día agradable. El regocijo de don Mariano
era tan grande, que se traslucía en los ojos cada vez que los dirigía hacia la gentil
pareja, y mil hermosos ensueños, en que siempre figuraba un enjambre de
nietezuelos rubios y traviesos como lo había sido su hija, venían por la noche a
acariciarle en las soledades de su lecho feudal. Doña Gertrudis, como de
costumbre, encontraba muy bien la conducta de María. He aquí ahora cómo se
había efectuado el suceso.
Cierta mañana, en que el joven marqués de Peñalta se despertó más temprano
que otras veces, observando por el balcón de su cuarto que el cielo estaba limpio
(contra su costumbre inveterada), le vino en apetito el dar un paseo por los
alrededores de la villa, y pensando y haciendo se vistió rápidamente y se echó a
la calle en busca de aire puro. Mas antes de salir del casco de la villa y cruzando
por delante de la casa de Elorza, tropezó casualmente con María, que iba hacia la
iglesia con su doncella. Le dio un salto el corazón y un poco turbado se detuvo a
saludarla. La niña le abocó con aquel gesto alegre y travieso, lleno a un mismo
tiempo de malicia y de candor, que por ser peculiar de su carácter, no había
podido vencer con ningún esfuerzo.
—Tú te habrás levantado temprano, por supuesto, para oír misa.
—¡Oh!, no—repuso Ricardo sonriendo—; salía a dar un paseo por el campo,
que debe de estar muy hermoso.
—Bien, pues hoy no hay paseo; te secuestro y te llevo conmigo a misa—dijo la
niña en tono resuelto y con cierta inflexión de voz adorable. Y acompañando el
hecho al dicho le tomó por la mano y le llevó cogido de esta guisa unos cuantos
pasos.
¡Venturoso Ricardo; qué otra cosa mejor podía apetecer en aquel momento que
verse secuestrado de tan gentil manera! No supo decir palabra en los primeros
momentos; embargole la emoción y una lágrima se deslizó por su rostro honrado
y varonil.
—¡Oh, María, si supieses qué feliz me haces!—le dijo en voz baja y
temblorosa—. Si tú quisieras llevarme, ¿adónde no iría yo contigo? Tú no
puedes comprender lo que ansío que me hables, que me sonrías, que me dirijas.
Busco con afán los medios de agradarte y no los encuentro. Dime con qué puedo
complacerte, con qué puedo deshacer el hielo que seca nuestros amores. Y lo
buscaré aunque sea a costa de mi vida. Si no te quisiera más que a ningún otro
ser de este mundo, tanto como el recuerdo bendito de mi madre, ¡cuánto tiempo
hace que hubiera huido de ti para siempre!... Pero es de tal suerte mi amor, tan
poderoso, tan vivo, tan absorbente, que ha logrado concluir con todo mi
orgullo... y temo que llegue a concluir con mi dignidad—añadió sordamente.
La joven le miró fijamente, agradecida y admirada de tan sincero cariño, y
repuso con jovialidad:
—Por lo pronto, para complacerme, vendrás a misa conmigo, ¿no es verdad?
—Sí, querida mía.
—¿Vendrás mañana también y todos los demás días?
—Sí, hermosa; no deseo otra cosa.
—¡No sabes lo que me alegro, Ricardo!
—¿De veras?
—Sí; te quiero mucho, pero te quiero bueno y piadoso, porque antes que en
todo lo demás debemos pensar en nuestra salvación y en hacer el mayor bien que
podamos en este mundo.
El joven sintiose en aquel momento enternecido, saboreando las gotas de
cariño que su amada dejaba caer sobre sus labios.
Nada hay que haga cambiar tan presto nuestras ideas más arraigadas y nuestros
juicios más firmes como la voz de la mujer querida. Ricardo era un creyente
tibio, como la generalidad de los hombres en nuestra época, que odiaba las
exageraciones y miraba con cierta repugnancia las prácticas religiosas. Pues
bien, por arte de encantamiento, esto es, por arte de aquella voz dulce y de
aquellos ojos más dulces aún, que le miraban con elocuente expresión, se
despojó súbitamente de sus opiniones anticlericales, transformándose en un
decidido campeón del altar y en un fervoroso devoto de todos los santos y santas
de la corte celestial. Pensó con alegría que lo que su novia ejecutaba, después de
todo, nada tenía de censurable; que su piedad y su misticismo eran el reflejo de
un noble y elevado espíritu; que esta misma piedad era la prenda más segura de
su felicidad conyugal, pues la guardaría de las vanidades a que otras mujeres se
entregan después de casadas; que nada tenía de particular que la pobrecita
desease que su novio fuese creyente y devoto, dadas sus ideas acerca de la
salvación eterna, y que en este concepto él había hecho muy mal en contrariarla
de un modo tan obstinado, hiriéndola en lo más vivo de su fe sencilla y
admirable. En fin, concluyó por resolver que él era un bárbaro incapaz de
sacramentos ni de entender los misterios adorables que puede encerrar un
corazón consagrado a Dios, y María una santa que le había sufrido con
demasiada paciencia. Penetrado en parte de esta idea y en parte infinitamente
más grande de la emoción que le produjo la inesperada ternura de su novia,
repuso con acento conmovido:
—Escucha, María..., ya sabes que yo no soy ni he sido nunca un incrédulo... Es
verdad que he mirado con cierta tibieza las prácticas religiosas, pero también
debes saber que éste es un vicio frecuente en los jóvenes y particularmente entre
los militares... Por lo demás, te lo digo con toda la sinceridad de mi alma, jamás
me ha abandonado la fe que mi santa madre me inculcó en la niñez. Aun suenan
en mis oídos sus consejos y aun podría repetir sin equivocarme la multitud de
oraciones que me hacía decir de rodillas sobre la cama a la hora de acostarme...
Esto no se puede olvidar, María..., ¡sería un infame si lo olvidase!... Hoy los
mismos consejos vuelven a salir de unos labios idolatrados... ¿Cómo quieres que
no sea para mí dulce la religión viniendo siempre predicada por los seres a
quienes más he querido y respetado en mi vida?... Sí, hermosa mía, soy religioso
por nacimiento y por convicción, y espero serlo aún más fervoroso con tu ayuda.
Dime lo que quieres que haga en este punto y lo haré... Dime lo que quieres que
piense y lo pensaré... Soy todo tuyo, en cuerpo y en alma...
—Así, así te quiero yo... Pero no has de ser piadoso por amor mío, porque
entonces no tiene mérito alguno, sino por amor de Dios. Los lazos que en este
mundo se establecen, ¿qué valen en comparación del que existe eternamente
entre el Criador y las criaturas? Si me quieres mucho, quiéreme en Dios y por
Dios, como yo te quiero a ti. De otro modo es pecado fijar nuestra atención y
nuestro amor en ninguna criatura.
La emoción y el ardor de Ricardo recibieron un chorrito de agua fría con estas
palabras, pero supieron resistirlo sin menoscabo y siguieron apoderados de su
corazón hasta que llegaron al pórtico de la iglesia. Allí María le dijo, tomando el
agua bendita, que le ofreció con la punta de los dedos.
—Ahora te quedarás debajo del coro a oír la misa; yo me voy a poner cerca del
altar. ¡Cuidado que mires para mí una sola vez! Ya comprendes que eso sería
profanar el templo y en tal caso más vale que no entres.
—No, no te miraré aunque me cueste mucho trabajo.
—Dame tu palabra de que lo harás así.
—Te la doy.
—Bien, pues, adiós..., hasta luego... Espérame a la salida.
Cuando ya se había alejado unos pasos se volvió para decirle, bajando cuanto
pudo la voz:
—Cuidado que cumplas eso... Y que estés con devoción, ¿eh?
Ricardo hizo señal afirmativa mientras se dibujaba en sus labios una sonrisa
feliz.
Desde entonces el marqués de Peñalta acompañó todas las mañanas a misa a la
primogénita de los Elorza, separándose de ella a la puerta de la iglesia y
volviendo a juntarse a la salida. María mostraba recibir mucho placer de este
acompañamiento. En cuanto a Ricardo, no es necesario encarecer la dicha que de
repente cayó sobre él con el cambio efectuado en la conducta de su novia.
Poco a poco la influencia de ésta empezó a pesar de tal suerte sobre su espíritu
que en poco tiempo, como ya él mismo lo había anunciado, se modificaron
notablemente sus ideas y no sólo sus ideas sino también sus hábitos y manera de
vivir. Se hizo más circunspecto de genio y mesurado de palabras, más apacible y
más religioso. Atento a dar gusto a su novia, que le solicitaba a la continua con
súplicas y consejos, comenzó a abandonar las diversiones ruidosas y hasta la
compañía de los demás oficiales de la Fábrica. Se retiraba temprano a casa,
frecuentaba las iglesias y paseaba muchas tardes con algún clérigo; se hizo socio
de varias cofradías piadosas, entre ellas de la de San Vicente de Paul, visitando a
los pobres en compañía de los beatos de la villa y gastando no poco dinero en
donativos para el culto. Por último, después de muchos y sentidos ruegos, hizo
confesión general con fray Ignacio, el confesor de María.
Por más que parezca extraño, debemos declarar que Ricardo, lejos de sentir en
esta nueva vida repugnancia o malestar halló profundos y misteriosos placeres,
que hasta entonces jamás había gustado. El aparato del culto católico, en el cual
había fijado poco la atención, empezó a fascinarle; el dulce recogimiento del
templo, a la caída de la tarde, cuando se puebla de sombras y de murmullos, le
infundía suave desasosiego, cierta ansia especial de un nosequé elevado y
arcano; los olores del incienso y de la cera eran para él como grato beleño que le
adormecían arrastrándole a regiones gloriosas de dicha inmortal; los actos de
caridad frecuentes le producían un dejo agradable y grande bienestar que acrecía
su fe; la humillación del sacramento de la penitencia, que al principio tanto le
repugnaba, llegó a ser un manantial de goces que él mismo no sabía de dónde
procedían ni de qué modo embargaban su alma.
La mañana en que tomó la comunión le dijo su novia al salir de la iglesia:
—Hoy me has causado el mayor placer de mi vida, Ricardo.
El joven marqués sonrió beatamente y repuso en voz baja:
—¿Me quieres más ahora?
—No quiero responderte—replicó la niña con una mueca graciosa—. Después
de comulgar no se debe hablar de ciertas cosas... Esperemos a mañana.
Esperaron efectivamente a mañana, y entonces María le dijo sin rebozo que
aquella conducta virtuosa le incitaba a amarle cada vez más, y que no desmayase
en seguirla si quería verse siempre amado. En nada menos que en eso pensaba
Ricardo, quien se hallaba tan a su placer con el nuevo estado de cosas, que por
ninguna ventaja de este mundo consintiera en variarlo. Así, pues, siguió cada día
con más decisión por la senda que su novia le trazaba, sin hacer caso de las
bromas que los compañeros le daban en la Fábrica, pues que en otros sitios,
como no fuese en su casa, en la de don Mariano o en la iglesia, era difícil echarle
la vista encima.
—¡Me has convertido en un beato!—le decía a veces a su ídolo a modo de
cariñosa reconvención.
—¿Y qué; te pesa, pícaro?
—No, querida, no; me alegro en el alma, porque así he conquistado tu amor...
—¿Nada más que por eso?
—¡Eso es otra cosa!
Digamos ahora (aunque el lector no dejaría de advertirlo) que la fantasía y aun
la inteligencia de María eran superiores a las del joven marqués de Peñalta, y
que en tal supuesto y teniendo presente el profundo cariño que éste la profesaba,
no tenía mucho de sorprendente que defiriese a su parecer y a sus consejos en
puntos en que otros hombres de más instrucción e ingenio ceden con frecuencia
a sus madres y esposas. María, a más de su viva imaginación, estimulada y
enardecida por la continua lectura, poseía un don especialísimo para persuadir.
Su palabra era siempre fácil y pintoresca, ejercitándose con predilección en
convencer a sus amigos cuando trataba de arrancar de ellos algún dinero para los
pobres o para el culto de las iglesias. La rara volubilidad con que pasaba
repentinamente de lo grave y patético a lo jocoso, y mezclaba en una súplica
ardiente la sal de un dicho oportuno, la hacía irresistible. Las cofradías y
sociedades devotas de Nieva no tenían en su seno otro cofrade más activo ni más
poderoso, y contaban con ella en los trances difíciles como con un ángel tutelar
que sabría sacarles del atolladero. Como es de suponer, no poco contribuía a
mantener esta gran consideración, además de las preciosas cualidades morales y
físicas de la joven, la circunstancia de ser hija del caballero más opulento y
respetado de la villa.
Digamos asimismo que en la época en que estos sucesos se efectuaban, el clero
y las tendencias religiosas de nuestro pueblo padecían cierta persecución por
parte del gobierno, depositado a la sazón en manos de los liberales más
extremados y más conocidos por sus ideas heréticas. Esto, como era de esperar,
había excitado vivamente las conciencias timoratas, encendiendo en las
provincias del Norte, más religiosas de suyo y más apegadas a nuestra tradición,
una obstinada y sangrienta guerra civil que amenazaba concluir con el orden
político establecido y de paso con nuestra riqueza y prestigio. Todas las personas
más o menos piadosas y amantes de nuestras tradiciones católicas, todo el que
detestaba la persecución que la Iglesia padecía y ansiaba el reinado de Jesús en
la tierra por mediación de sus ministros, estaba pendiente de tal guerra
formidable donde se debatían, no sólo los derechos más o menos respetables de
un pretendiente al trono, sino también los más caros y augustos intereses de la
religión. Los que frecuentaban las iglesias y se relacionaban con el clero
ligábanse tácitamente contra los herejes del poder, acogiendo con alegría y
comunicándose velozmente las noticias favorables a la causa monárquico-
católica, y llenos de zozobra y tristeza las adversas. En las casas de los
hacendados más ricos, en las sacristías y en las trastiendas de algún comerciante
absolutista leíase en secreto el Cuartel Real, diario oficial del Pretendiente, que
llegaba de vez en cuando entre las piezas de cretona o los paquetes de
macarrones. Celebrábanse con gran pompa funciones de desagravio a la Virgen
por las impiedades vertidas en el Congreso de los Diputados, funciones que en
alguna ocasión terminaron violentamente por la intervención del populacho.
Crecía la devoción al culto, sobre todo al de los Sagrados Corazones de Jesús y
de María, y mucha gente piadosa iba en peregrinación al santuario de Lourdes,
contando de regreso a sus amigos las buenas disposiciones y la sólida
organización que tenían las huestes católicas en las provincias vascas. Algunos
jóvenes de las familias más conocidas de Nieva habían desaparecido de la noche
a la mañana, dándose por seguro que habían ido a engrosarlas. De esto a la
conspiración franca y resuelta hay poco que andar, y en Nieva se anduvo lo que
hacía falta para llegar a la conspiración.
Actuaba dentro de la villa una junta carlista, que celebraba sus sesiones con
cierto misterio y sostenía relaciones estrechas con la junta central, a la que
obedecía, y frecuente correspondencia con el ejército del Pretendiente. Como en
el país, aunque no de tanta monta como en las provincias vascas, existían
bastantes elementos al servicio de la causa católico-monárquica, que bien
aprovechados podían dar por resultado, si no una guerra formal, al menos alguna
agitación conveniente, la junta de Nieva, instigada por la de la capital, decidiose,
después de mucha vacilación y no pocas discusiones, a levantar una partida
dentro del territorio. Los preparativos fueron largos. Comenzaron a principios
del invierno y no terminaron hasta los comienzos de la primavera. Fueron
noticias circunstanciadas a Bayona, vinieron órdenes y planes de conducta, hubo
infinitos cabildeos, mezcláronse algunas mujeres, salieron subrepticiamente
fusiles de la Fábrica, sustraídos por algunos operarios carlistas; hízose acopio de
boinas blancas y polainas; por último, cierta noche salieron al campo como unos
treinta jóvenes, en su mayoría estudiantes y seminaristas, a cuyo frente se puso
el presidente de la junta, don César Pardo, a quien hemos tenido el honor de
conocer al final del capítulo tercero de esta narración. Pasaban de trescientos los
juramentados para salir aquella noche, mas sólo acudió aquel puñado de
valientes, y don César, dando prueba de lo que era, esto es, de caballero firme y
bizarro, no tuvo inconveniente en acaudillarlos, esperando arrastrar con su
ejemplo a los tímidos. Dirigiéronse a la montaña por el valle de Cañedo, pero al
día siguiente una docena de guardias civiles, que salió inmediatamente en su
persecución, los sorprendió en el momento de estar acampados comiendo, y sin
que pudiesen hacer resistencia los trajo para la villa amarrados. La gente que
tuvo noticia del suceso acudió en gran número a esperarlos a la carretera, y
violes desfilar hacia la cárcel, tristes, pero dignos y severos, mostrando en sus
ojos altivos que, a no haber sido víctimas de una sorpresa, hubiera corrido la
sangre en abundancia.
La primogénita de la casa de Elorza, ardentísima devota del culto religioso,
entregada con alma y vida a la divina tarea de santificar su espíritu y salvarlo de
las garras del pecado, incansable trabajadora del campo de la virtud evangélica,
aspirando siempre a una perfección mayor y celosa propagadora de la fe y la
piedad, no podía menos de participar de la indignación que ardía en los pechos
de las personas con quienes más se relacionaba. A sus oídos llegaba muy
aumentado el ruido de los excesos revolucionarios y de las impiedades
diariamente vertidas por las hojas periódicas de la capital, aunque ella jamás
osaba leerlas. Los confesores le encargaban que rogase a Dios en sus oraciones
por el triunfo de la Iglesia y la confusión y arrepentimiento de sus enemigos; las
amigas y compañeras de cofradía la solicitaban para que hiciese con ellas
novenas de desagravio a la Virgen; en no pocas ocasiones le pidieron limosna
para algún sacerdote que yacía en la miseria, y otras veces para las infelices
monjas de algún convento arrojadas de él cruelmente para transformarlo en
cuartel.
Todas estas cosas iban fomentando en su alma entusiasta y ardiente, a par de un
cariño fervoroso a las santas instituciones así perseguidas, profunda aversión a
sus perseguidores y a los impíos que gobernaban contra la ley de Dios. Alguna
vez, arrastrada de su temperamento impresionable, sintió impulsos vehementes
de seguir el ejemplo de Judith, haciendo expiar a algún malvado tan horribles
sacrilegios. Quisiera tener en su mano a los perseguidores de Jesús para
deshacerlos y convertirlos en polvo. Cuando estos ímpetus crueles la cogían,
quedábale siempre una eterna compasión por las inocentes víctimas de las iras de
la impiedad, y un vago deseo de contribuir con su sangre al reinado de Jesús y
María sobre todas las potestades de la tierra. Sintió que en su corazón nacía un
algo que la impulsaba hacia la vida activa, persuadiéndola a que dejase por algún
tiempo las dulzuras de la contemplación por los dolores de la lucha, el reposo,
por el trabajo, el encanto de la soledad por el tumulto; escuchó, como la esposa
del sagrado Cantar, una voz que le decía: «Ábreme, hermana mía, amiga mía, mi
paloma, mi inmaculada; porque mi cabeza está llena de rocío y mi cabellera
mojada por las gotas de la noche.» Vio claramente que su Jesús padecía por las
injusticias de los hombres y que demandaba su concurso, que le pedía una nueva
prueba de amor arrancándola al bienestar que disfrutaba y arrojándola en medio
de los huracanes del mundo.
Pero la hermosa joven vio al mismo tiempo las enormes dificultades que
surgían delante de ella al primer paso que intentara dar, las persecuciones de que
sería objeto y lo extravagante que parecería su conducta aun a las personas que
la amaban. Comprendió su debilidad, tuvo miedo a los amargos dolores que se le
preparaban y respondió como la esposa: «He quitado ya mi túnica; ¿cómo
ponérmela otra vez? He lavado mis pies; ¿cómo mancharlos nuevamente?»
Largo tiempo estuvo luchando consigo misma para apagar la voz que la llamaba
a la vida activa, y convencerse de que ella no serviría de nada a la causa del
Señor, pero fue en vano. A todos sus especiosos argumentos contestaba
vigorosamente la voz haciéndole presente que no debía preocuparse de si su
concurso serviría o no serviría, sino más bien de la voluntad con que lo prestaba;
que Dios se complace muchas veces en mostrar su poder encargando la
consecución de grandes empresas a una humilde y flaca criatura, de lo cual
daban testimonio bien patente la ínclita Juana de Arco, Santa Catalina de Siena,
Santa Teresa y otras egregias vírgenes que realizaron, contra altos poderes de la
tierra, obras portentosas.
Un suceso de poca monta vino a decidir a María. Su tío Rodrigo, marqués de
Revollar, que era uno de los magnates más importantes de la corte del
Pretendiente, teniendo noticia de su acendrada fe y de las relaciones que
mantenía con los partidarios de la monarquía católica en Nieva, le escribió desde
Bayona preguntándole si se prestaría a servir de intermediario de la
correspondencia entre él y don César Pardo, presidente de la junta carlista. María
se apresuró a responder que tendría en ello mucho gusto, y desde entonces
empezó a recibir con frecuencia cartas de su tío, dentro de las cuales venían otras
para don César, que eran, a no dudarlo, el hilo por donde la conspiración carlista
de Nieva se anudaba a las altas esferas de donde partían las órdenes. Y sin saber
cómo, viose comprometida, sin que de ello le pesara, en la causa de los buenos
cristianos que trataban, como a menudo escuchaba en boca de don César y de
otros, de volver a Jesús a su santo trono y arrojar de él a la soberbia y la herejía.
Lejos, pues, de sentir temor ni pesar por esto, crecieron sus ánimos con el
peligro que corría, lo cual fue para ella señal evidente de que el favor del cielo la
acompañaba, y enfrascose cada vez más en la empresa de los conspiradores,
acudiendo a sus reuniones y sirviéndoles con celo y entusiasmo en todo lo que
podía. Cuando la intentona armada de don César, ella fue quien bordó el
estandarte y los corazones de franela que los defensores de la fe llevaban cosidos
al chaleco. Los conspiradores sentían hacia ella grandísimo respeto por la fama
de santidad de que gozaba, y le profesaban profundo cariño por el entusiasmo
con que había abrazado su causa. En algunas de sus asambleas, invitada a emitir
opinión, lo hizo con tanto ingenio y elocuencia, había tal fuego y al mismo
tiempo tanta discreción en sus palabras, que los conjurados vieron en la hermosa
joven un ángel enviado por Dios para sostener su fe y hacerles persistir en sus
grandes propósitos.
Después del fracaso de don César, los carlistas de Nieva quedaron bastante
abatidos, María derramó muchas lágrimas y pidió a Dios con fervor que no
hiciesen prevalecer la iniquidad y la mentira sobre su santa ley y se
compadeciese de los buenos defensores, desterrados y perseguidos a la sazón. Y,
en efecto, Dios, compadecido, permitió que don César y la mayor parte de los
jóvenes que con él fueron desterrados a las islas Canarias, se fugasen en un
vapor extranjero y volviesen de incógnito a su patria, ocultándose en las casas de
los amigos fieles y valerosos. Entonces, los partidarios de la tradición cobraron
algunos bríos y tornaron nuevamente a conspirar, si bien vagamente y sin objeto
determinado. El objeto no apareció hasta después de algún tiempo en que el
bravo y obstinado don César les insinuó la idea de dar un golpe de mano
atrevido que los pusiese repentinamente en aptitud de luchar ventajosamente
contra la escasa tropa que había en la provincia. El golpe de mano que el valiente
cabecilla les propuso, fue nada menos que apoderarse de la Fábrica de armas de
Nieva. Al principio pareció a todos desatinado el proyecto, mas poco a poco, a
fuerza de dar vueltas a la idea, fueron viéndolo menos inaccesible y hasta
empezaron con lentitud y sin gran entusiasmo a preparar los medios de llevarlo a
término. Hallándose en tal estado las cosas, una tarde se presentó María en la
casa donde don César se ocultaba y quiso hablarle a solas. Lo que la joven le
dijo debió ser tan importante y halagüeño, que el viejo cabecilla le dijo con voz
conmovida, apretándole la mano y dándole un beso en la frente:
—Hija mía, usted va a ser nuestra salvación. Dios quiere poner en unas manos
tan delicadas la suerte de muchos valientes y ¡quién sabe si también el triunfo de
la causa!
Volvió a casa la joven y retirose a su cuarto, donde hizo oración largo rato, y
después bajó a la habitación de su madre. No tardó Ricardo en llegar, como tenía
por costumbre. Después de algunos momentos de conversación general, doña
Gertrudis empezó a dormitar y los dos jóvenes se retiraron al hueco de un balcón
a decirse los dulces secretos de todos los días, más dulces y más amables cuanto
más se repiten. María estaba preocupada. Su novio, con la perspicacia del que
ama de veras, lo notó al instante.
—¿Qué tienes hoy?... Parece que estás agitada...
—Me siento triste, Ricardo..., me siento triste como si fuera a sucederme una
desgracia.
—Son los nervios que trabajan demasiado en ti, querida. Los ayunos te
debilitan mucho. Debieras suspenderlos, así como tantas horas de oración, por
algún tiempo... Te están poniendo muy delgada.
—Al contrario, nunca me he sentido tan bien como estos días. No son los
nervios, sino una verdadera tristeza... Es el alma quien padece y no el cuerpo.
—¿Pero tienes acaso algún motivo de disgusto?...
—Tengo un presentimiento.
—¡Bah, quién hace caso de presentimientos!
María guardó silencio y Ricardo también. Era la hora del obscurecer. Ambos
tenían la vista fija, al través de los cristales, en la gran plaza de Nieva, cercada de
soportales, donde los chicos que acababan de salir de la escuela se recreaban
corriendo y chillando. El sol se había retirado ya, dejando sobre el tejado de las
casas consistoriales un gran pedazo de cielo teñido de leve tinta rosada, que
hacia el cenit tomaba matices azules y hacia el horizonte amarillos. Los
habitantes de la villa discurrían por las calles evacuando los últimos negocios del
día y gozando aquel suave crepúsculo, al que no estaban avezados. Los balcones
del café de la Estrella estaban ocupados por algunos parroquianos, que pasaban
su errante mirada por los ámbitos de la plaza. En el balcón de la casa de enfrente,
un niño de ojos azules y blonda y rizada cabellera se entretenía en arrojar con un
canutillo pompas de jabón, que unos cuantos pilluelos desde abajo recibían con
no poca algazara, deshaciéndolas con la gorra y el pañuelo.
Al cabo de un rato, María volviose hacia su novio, y posando en él una mirada
intensa y ansiosa, le dijo con voz que temblaba:
—Ricardo, ¿me quieres mucho?
—¿Cómo me preguntas eso?... ¿No lo sabes bien?
—Sí, sé que me quieres, me has dado ya pruebas de ello..., pero en el amor,
como todo lo que no pasa de este mundo, hay siempre más y menos. Sólo el
amor divino es infinito. El que me tienes ha resistido bien a ciertas pruebas;
¡quién sabe si podrá resistir a otras!
—El amor que te tengo—dijo el joven marqués apoyando la mano sobre el
corazón—tiene fuerza para resistir a todas las pruebas.
—¿A todas?
—A todas.
—¿Y si yo te pidiese la vida?
—¡Bah, bah!—repuso alzando los hombros con ademán desdeñoso—, eso sería
pedir muy poco.
María sonrió con satisfacción, y después de una pausa preguntó tímidamente:
—¿Y si te pidiese el honor..., o lo que vosotros los hombres entendéis por
honor?...—añadió corrigiéndose.
Ricardo se puso levemente pálido y tardó algún tiempo en contestar. Al fin dijo
en voz más baja y con calma:
—El honor, querida mía, no nos pertenece; es un depósito que el cielo pone en
nuestras manos al nacer y del cual nos pide cuenta al morir.
Un relámpago de indignación y desprecio pasó por los ojos de María al
escuchar estas palabras.
—¿Y quién os ha dicho a vosotros lo que el cielo os deja y os pide, y por qué
mezcláis al cielo en cosas que pertenecen muchas veces al infierno?...
Pero, calmándose inmediatamente y comunicando a sus palabras un tono dulce
y persuasivo, añadió:
—Lo que el cielo confía al hombre al nacer nadie puede revelarlo más que la
religión, y ésta nos dice que el hombre cifra no pocas veces su honor en lo que
debiera considerar como su ruina y perdición... Generalmente, lo que el mundo
más aprecia y apetece va contra la ley de Dios. Por eso debemos hacer muy poco
caso de ese pretendido honor con que se disfraza el orgullo y la soberbia. El
verdadero honor del cristiano consiste únicamente en servir a Dios y cumplir sus
santos preceptos... Escucha, Ricardo... Cuando te preguntaba si me amabas
mucho es porque tenía necesidad de saberlo..., de saberlo con entera y absoluta
certeza... Voy a hacerte una confesión, después de la cual, si eres tan virtuoso y
tienes tanta fe como puedo exigir de ti, tal vez me ames más... Si tu fe es tibia y
vacilante y pagas tributo a las frívolas consideraciones mundanas, seguramente
me amarás menos y quizá llegarás a huirme...
—¡Eso nunca!
—Aguarda un instante... Figúrate que tu novia, desechando y aun violando
ciertas reglas que la sociedad exige y traspasando los límites que señala siempre
a la mujer, sobre todo cuando es una niña soltera, se mezcla en asuntos
puramente varoniles..., por ejemplo, en política... Y no sólo se mezcla con el
pensamiento y la palabra, sino que toma en ella una parte activa. Figúrate que
entra en una conspiración y trabaja con ahínco para que triunfe su causa... y pone
en peligro su vida o su libertad para conseguirlo...
—¿Pero tú?
—Sí—dijo con resolución—; yo estoy unida con toda mi alma a una
conspiración..., yo trabajo con todas mis fuerzas por el triunfo de la causa de los
buenos. ¡Bien sabe Dios que no me importa nada que gobiernen unos u otros ni
me ha arrastrado a tal proceder ninguna consideración terrenal! Pero he visto y
estoy viendo maltratada a la religión y sus ministros, estoy viendo en peligro la
salvación de muchas almas, veo todos los días al divino Jesús y su dulce nombre
escarnecidos por los impíos que mandan casualmente en España, poniéndole una
corona de espinas mil veces más dolorosa que la que llevó en Jerusalén... y
siento que sus ojos me imploran y escucho su voz celestial que me solicita para
que afloje un poco aquella terrible corona... ¿Crees tú que debo posponer los
sublimes intereses de la religión, la salud de mi alma y la gloria de Jesús al
pueril temor de desagradar al mundo?
—Yo no sé nada—dijo sordamente Ricardo, abismado en profunda meditación.
—¡Ves cómo tenía razón! Ahora que me he confesado contigo y te he dicho mi
secreto, ya no me quieres y no tardarás seguramente en alejarte de mí y dejarme
abandonada.
La última palabra de la joven hizo levantar vivamente la cabeza a Ricardo,
quien, presintiendo algo grave, repuso en tono malhumorado:
—¿Y qué es lo que te ha movido a confiarme todas estas cosas que tanto
reservaste hasta ahora?
—Ante todo perdóname que no te las haya confiado antes. Eran secretos que
no me pertenecían... Además, recelaba que no pensarías como yo y levantarías
algún obstáculo a mis planes... Pero hoy has variado mucho; eres más piadoso y
amas el nombre de cristiano que posees. Por eso me decidí a abrirte enteramente
mi alma y a poner en tus manos fieles y seguras la vida de muchos hombres
generosos... Yo soy muy débil, Ricardo mío; no soy más que una pobre niña
incapaz de luchar ni de resistir... ¡No me abandones..., por Dios, no me
abandones!...
El joven presintió el peligro mucho más próximo y exclamó:
—¡Acabemos de una vez, María, y sepamos de qué se trata!
—Se trata de un gran merecimiento que puedes contraer para salvarte si
abandonas las nefandas sugestiones del mundo y acudes al llamamiento del
cielo... En esta villa existe un arma poderosa que en vez de servir a Dios, como
todo el mundo debe servir, es un temible auxiliar del demonio. Esta arma es la
Fábrica de fusiles... (María se detuvo un instante, y echando una mirada de
temor a su amante, añadió con voz temblorosa): Tú puedes arrancar al demonio
esta arma para ponerla en manos de Dios, entregando la Fábrica a los defensores
de la religión, y...
Se detuvo otra vez mirando con espanto el rostro lívido y contraído del joven
marqués, que agarrándola del brazo y sacudiéndola fuertemente rugió más que
dijo:
—¿Quién te ha sugerido la idea de proponerme eso?... Respóndeme... ¿Quién
ha sido el miserable, el vil y el canalla que te lo ha aconsejado?... ¡Quiero ir
ahora mismo a arrancarle la lengua! Dímelo, dímelo, María... De ti no ha nacido
ese pensamiento... Tú no has podido pensar que tu prometido, el marqués de
Peñalta, el descendiente de tantos caballeros nobles, un militar pundonoroso y
leal, pudiera escuchar con calma semejante proposición... Tú no has podido
imaginar que el hombre que te adora sea un cobarde traidor a quien sus
compañeros escupirían con razón en la cara... Sólo así te puedo perdonar las
horribles palabras que acabas de proferir... Oye, por Dios, María... En este
momento tengo la cabeza encendida y el corazón helado... Escucho dentro de mí
una voz que me anuncia una gran desgracia. Pues bien, en este momento te digo
que te quiero con toda mi alma..., hasta dar por ti la vida con gusto..., pero si el
amor que te tengo se multiplicase por mil y no cupiese en este mundo, lo
ahogaría, lo apagaría como se apaga una luz..., de un soplo, y me quedaría toda
la vida en tinieblas antes que prestarme a tal villanía... ¡Qué digo!... Si el mismo
Dios bajase a proponérmela y me amenazase con las penas eternas del infierno,
la rechazaría... Preferiría condenarme con los leales a salvarme con los traidores.
María bajó consternada la cabeza. Al cabo de un rato pudo articular
débilmente:
—No me entiendes, Ricardo, ni yo te entiendo tampoco. Para juzgar las cosas
de este mundo nos colocamos en puntos de vista muy distintos. Tú miras por el
cristal de las convenciones establecidas por los hombres y yo únicamente por la
de la ley de Dios. Para ti el renombre de valiente, la fama de leal y de noble es lo
primero. Para mí lo principal es la salvación del alma... Perdóname si te he
ofendido, y que ese honor, al cual rindes tan fervoroso culto, te sirva para no
acordarte de lo que hemos hablado.
Ricardo posó sobre la joven una mirada prolongada y triste. Acababa de
hacerse cargo de que aquella mujer no podía ser suya; que en aquel corazón
idolatrado, henchido de sentimientos misteriosos, quizá grandes y sublimes, pero
incomprensibles para él, ocupaba lugar muy secundario. Una lágrima saltó a sus
ojos y se deslizó temblorosa por sus mejillas.
—Tienes razón, María..., no te comprendo... Mi padre fue un hombre honrado,
y tampoco te comprendería... Mi abuelo fue un militar que perdió la vida
defendiendo a su patria, y tampoco te comprendería... Pero mi padre y mi abuelo
se ofenderían, como yo me ofendo, de que alguno les recordase que debían
guardar los secretos que se les confiaba.
Ambos guardaron silencio obstinado mirando tristemente al través de los
cristales de la gran plaza de Nieva, que las sombras de la noche empezaban a
ocultar. Los transeúntes se retiraban a sus casas con paso tardo y perezoso.
Algunas luces brillaban ya en el fondo de las viviendas. Los pilluelos, que
recibían afanosos las pompas de jabón que el chico de la casa de enfrente les
arrojaba, habían desaparecido, y aquél, harto de soplar por el canuto, concluyó
por dejarlo en el suelo, así como la taza del agua, poniéndose a hacer muecas a
Ricardo y María. Pero éstos, graves y rígidos, no le hicieron caso como otras
veces, y el niño, sorprendido de hallarlos tan serios, quedose también inmóvil
mirándoles fijamente con sus claros y hermosos ojos de querubín.
XIII
XIV
PÁLIDA MORS
Cuando se detuvo el carruaje, don Mariano conoció en el rostro del criado que
salió a abrir la portezuela que nada halagüeño había acaecido en su ausencia.
—¿La señora...?—preguntó con sobresalto.
—La señora se encuentra en cama.
—¡Oh, debía suponerlo!... ¡Cómo había de tener fuerzas la pobre para resistir
este golpe!
Las caras de los otros servidores que halló al paso estaban de la misma suerte,
graves y taciturnas, lo cual aumentó extraordinariamente su agitación. María le
seguía. Cuando llegaron a la habitación de doña Gertrudis observaron que dentro
había algunas personas, las cuales, al verlos, vinieron hacia ellos en ademán de
detenerlos.
—Pero qué, ¿tan mala está?—exclamó el infeliz don Mariano con voz ronca y
ya temblorosa.
—No está muy mal—dijo una señora oficiosa—, pero no conviene que ustedes
entren así de golpe, porque una emoción fuerte le puede hacer daño. Ha tenido
algunos ataques desde ayer noche y se encuentra bastante débil. Déjenme
ustedes que la prepare.
La señora fue, en efecto, a decir a doña Gertrudis que su hija estaba libre y que
no tardaría en llegar a Nieva.
—¡Mi hija está ahí!—gritó la enferma con maravilloso instinto de madre y de
mujer histérica—. ¡Sí, está ahí!..., ¡la siento!..., ¡la estoy viendo!...; ¡ven, ven,
hija mía!...
Y al mismo tiempo hizo un esfuerzo supremo para incorporarse. María entró en
la alcoba, y poniéndose de rodillas al lado de la cama, besó respetuosamente las
manos que su madre le tendía.
—Perdóname, mamá; perdóname el disgusto que te he dado... Te has puesto
enferma por mi causa, pero el Señor querrá sanarte pronto...
—No, hija mía; no tengo de qué perdonarte; has hecho lo que Dios te ha
ordenado. Me he puesto mala..., es verdad..., pero es porque no tengo tanta
virtud como tú para sufrir los dolores que Dios nos envía... Tú eres una santa...
Ya me pondré buena..., no pienses en mí... Lo que ahora me asusta es no
haberme muerto viéndote marchar de aquel modo...., entre soldados... ¡Pobre
hija mía!..., ven, dame un beso.
Cuando María entró en la alcoba estaban en ella Marta y Ricardo; la niña
sentada cerca de la cabecera y Ricardo a los pies de la cama. El joven marqués,
al saber en la Fábrica la prisión de María, había solicitado del coronel que se le
relevase en la guardia aquella noche, y otorgada su petición, corrió a casa de
Elorza cuando ya don Mariano y su hija estaban fuera del pueblo. Doña
Gertrudis se hallaba padeciendo un ataque fortísimo, del cual se temió que no
saliese. Volvió en sí, pero fue para caer en seguida en otro. ¡Qué noche tan
angustiosa! Don Máximo y la señora de Ciudad se quedaron con la pobrecita
Marta para velar a la enferma. Ricardo tampoco quiso dejar la casa. La niña,
haciéndose cargo de que de su actitud dependían tal vez la salud y la vida de su
madre, se mantuvo firme, no cesando de moverse en torno del lecho, entrando y
saliendo en la alcoba centenares de veces. Apenas don Máximo emitía una
orden, ya se estaba cumplimentando con admirable exactitud. Se agotaron
multitud de remedios que exigían mucho esmero y cierta costumbre: sinapismos,
sanguijuelas, fricciones en las sienes con varios líquidos, etcétera. Marta no
consintió que ninguna criada pusiera la mano en su madre: todo lo hizo ella sin
precipitación, sin ruido, como si en toda su vida no hubiese hecho otra cosa. En
algunos momentos de respiro se sentaba al lado del lecho y contemplaba
fijamente con ojos ansiosos el rostro de la enferma. La alcoba estaba débilmente
esclarecida por un quinqué que ardía a media mecha en la sala. Un fuerte olor de
drogas y medicinas partía de los frascos acumulados en la mesilla de noche; pero
Marta no se mareaba con ningún olor, ¡tenía la cabeza firme!, y su salud, jamás
alterada, era la envidia de todos los de casa. Ricardo también se sentaba a veces
a los pies de la enferma. La niña apenas veía más que su silueta dibujada sobre el
hueco claro de la puerta; pero esta silueta le causaba gran consuelo. Ya no estaba
sola; Ricardo no era un extraño. Alguna vez, cuando la enferma pedía algo, los
dos se levantaban presurosos a dárselo; mas al coger un frasco, si sus manos se
tocaban, Marta retiraba la suya velozmente, como si hubiese tropezado con una
víbora, y dejaba hacer a su amigo. Ambos guardaban silencio. Marta, olvidada
de sí misma, no pensaba más que en su madre. Ricardo, más egoísta, pensaba en
María. Toda el alma de la niña estaba pendiente del ser querido que respiraba
agitadamente a su lado, y sin equivocarse un punto, con la exactitud de un
cronómetro, contaba los latidos de su corazón y observaba los movimientos de
su pecho. Don Máximo y la señora de Ciudad cuchicheaban en la sala como si se
estuviesen confesando. La señora le explicaba al anciano médico el carácter y
temperamento de cada una de sus hijas; la conversación era larga. En el espacio
de nueve horas le dieron cuatro ataques intensos a la enferma, que la dejaron a
tal punto postrada, que el médico temió seriamente un mal resultado. No
obstante, después del cuarto, quedó relativamente bien, y pasó el día bastante
tranquila. El peligro, a pesar de esto, aun continuaba.
Pasados los primeros momentos de efusión, María llamó a su hermana aparte, a
un rincón de la sala.
—Oye, ¿mamá se ha confesado?
—No.
—¿Y por qué no has mandado llamar a un sacerdote?... ¿No veías que estaba
en peligro?
La verdad era que Marta apenas se había acordado de tal cosa. Además, tenía
mucho miedo de asustar a su madre, y que esto le hiciese daño. En el fondo
también a ella le causaba gran terror aquella escena imponente y procuraba
alejarla de su pensamiento. María la reprendió duramente su negligencia,
haciéndole ver la terrible responsabilidad en que incurría si su madre hubiese
muerto. Marta comprendió que tenía razón y bajó la cabeza. Enviose a llamar
acto continuo al confesor de doña Gertrudis, y María se encargó de prepararla.
¡Caso raro! Doña Gertrudis, que durante su vida había pedido infinitas veces que
le trajesen un confesor, sintiose sobrecogida, llena de espanto, cuando su hija le
manifestó que debía disponerse. Quizá consistiera en que cuando ella lo pedía
abrigaba el convencimiento de que no había peligro de muerte, mientras que
ahora comprendía que las cosas se habían puesto verdaderamente graves. De
todos modos, las palabras de su hija le causaron profunda impresión, y resistiose
cuanto pudo a recibir al cura, pretextando que se sentía mejor; que cuando
hubiese peligro ya lo llamaría ella misma... María se opuso a esta dilación y se
vio en la dura necesidad de manifestar claramente a la enferma la gravedad de su
estado. Doña Gertrudis se sometió, reflejando en el rostro gran abatimiento.
Cuando llegó el sacerdote dejáronla sola con él, y salieron todos de la sala.
Marta se fue a llorar a su cuarto para no entristecer a su padre. Este hizo lo
mismo para no asustar a sus hijas. María aguardaba a la puerta la señal de
haberse terminado el piadoso acto. Al fin, el cura abrió la sala, y con la máscara
de tristeza que necesitan ponerse todos los que presencian diariamente escenas
de muerte, bajo la cual se oculta una indiferencia que es lógica consecuencia de
tal costumbre, dijo a los que aguardaban:
—Pasen ustedes; ya hemos concluido.
—¿Qué tal?—preguntaron.
—Bien..., bien..., bien... La pobrecita se encuentra tranquila... Yo creo que el
recibir a su Divina Majestad le vendrá bien, lo mismo para el alma que para el
cuerpo.
—Es verdad..., tiene usted razón, señor cura—dijeron algunas señoras.
—He visto en mi familia un caso muy notable de lo que puede la fe—
manifestó una de ellas—. Mi tío Pepe se encontraba enfermo del pecho; tísico
confirmado. Le habían visto una infinidad de médicos y había tomado más
medicamentos que puede llevar un carro. Pues bien, a él se le antojó que
mientras no se dispusiese a bien morir no sanaría. Hizo llamar al cura, se
confesó, recibió el Viático y hasta se empeñó en que le pusieran la
Extremaunción... Pues desde entonces, yo no sé lo que fue, pero es lo cierto que
quedó más tranquilo y empezó a mejorar..., a mejorar..., a mejorar..., en fin, hasta
ponerse como ustedes le ven ahora.
Las demás mujeres confirmaron esta opinión. Cada cual contó su caso en
apoyo de ella y el cura resumió todos los turnos manifestando que nada tenían de
particular aquellos milagrosos efectos, dada la presencia en el cuerpo del
enfermo del Señor de cielos y tierra, en cuyas manos está la salud de todos los
mortales.
A las diez de la noche trajeron el Viático a doña Gertrudis con todo el aparato
que merecía tan solemne acto. La casa de Elorza se pobló de caras extrañas. Una
muchedumbre, compuesta en su mayoría de gente artesana, invadió la escalera,
los pasillos y hasta la habitación de la enferma, con hachas de cera en las manos.
El cura, con el monaguillo delante y la sagrada bolsa colgada sobre el pecho,
atravesó por el medio y se introdujo en la alcoba. Don Mariano había huido a
esconderse. María, con un libro devoto en la mano, leía a su madre las oraciones
que suelen decirse antes de la comunión. Marta estaba arrimada a la pared,
lívida, desencajada, mirando la augusta ceremonia cual si tuviese delante alguna
terrible visión. Una de las mujeres que penetraron en el cuarto le alargó un hacha
encendida y ella la tomó sin saber lo que hacía. Cuando el sacerdote mostró la
Sagrada Partícula hubo necesidad de advertirle que se arrodillase. La escena era
triste e imponente para cualquiera, cuanto más para una hija. Las luces de cera
chisporroteaban lúgubremente en el silencio de la alcoba y arrojaban trémulos y
amarillos reflejos a las paredes. La voz del cura al levantar la Hostia era aún más
lúgubre que el chisporroteo de las hachas. La enferma, desmejorada por la
enfermedad, se había puesto terriblemente pálida por la emoción: se incorporó lo
que pudo y sostenida por María, con las manos cruzadas sobre el pecho, abrió la
boca para recibir el Cuerpo de Jesucristo. Después los circunstantes se fueron
retirando lentamente y en la escalera se oyó el repique vibrante de la campanilla
del sacristán anunciando que el Señor se alejaba de la casa. Quedaron solamente
los íntimos. Un grupo de señoras invadió el cuarto de la enferma para felicitarla
y enterarse de su estado. Doña Gertrudis dijo que se hallaba más tranquila, y
apretando la mano a su hija María le dio las gracias por haberle procurado la
dicha de comulgar. Era de esperar la mejoría. Todas las señoras la encontraban
muy natural y aseguraron a la enferma que no tardaría en ponerse buena.
—Dios todo lo puede, doña Gertrudis. Cuando se tienen arregladas las cuentas
con el Señor, no hay miedo que suceda nada malo. Nada; eso no es nada, señora.
Ya verá usted cómo se cura en seguida.
—Yo tengo ofrecida una misa al Santo Cristo de Tunes para el día en que la
señora se levante—dijo Genoveva, la doncella de María.
—Mujer, ¿por qué no la has ofrecido al Eccehomo de la Merced?—preguntó
con sorpresa una vieja planchadora de la casa, que siempre había encendido la
lámpara del dicho Eccehomo y cuidaba del aseo de su capilla, llegando a
considerarla como propia.
—¡Ay, mujer!, porque el Santo Cristo de Tunes es más milagroso.
—¡Serán cuernos para él!—exclamó vivamente y con ojos iracundos la
planchadora.
Prodújose un furioso altercado entre ambas, hasta que María, escandalizada, les
hizo callar, advirtiéndoles que el de Tunes y el de la Merced eran un mismo
Señor, aunque cada cristiano era libre para tener más fe en la imagen que
quisiera.
Por último, se fueron retirando las señoras, quedando solamente dos, la viuda
de Delgado y una de sus hermanas, a pasar la noche con las niñas. Don Máximo
se fue a descansar un rato, prometiendo venir pronto. El confesor no quiso dejar
la casa porque no encontraba nada bien a su penitente, y se tumbó en un sofá.
Ricardo también continuaba allí.
A las dos acaeció lo que don Máximo temía. Repitiose el ataque, y por
desgracia con tal violencia que faltó poco para que la infeliz señora se quedase
en él. Marta, con el peligro, recobró la actividad que había perdido ante la
lúgubre ceremonia de la comunión; preparó todos los medicamentos, dio
fricciones con un cepillo a la enferma en los pies, la sostuvo incorporada largo
rato para que no se sofocase y ejecutó cuanto don Máximo había prescrito en los
casos anteriores. Todos los que tocaban a doña Gertrudis le hacían daño; sólo las
suaves manos de Martita tenían el privilegio de moverla a un lado y a otro y
colocarla en las posturas más cómodas sin causarle dolor. Por fin se consiguió
que la enferma volviese en sí y hablase; pero don Máximo al llegar, llamado
apresuradamente por los criados, halló el pulso tan débil que no pudo reprimir un
leve gesto de susto. Marta sorprendió aquel gesto, y llamándole a solas al pasillo
se abrazó a él sollozando:
—¡Don Máximo de mi vida, por Dios, cure usted a mi madre!... ¡Sí; mi madre
se muere..., sí..., se muere!... Yo le he visto a usted hacer un gesto...
—No llores, chiquita—dijo el anciano médico apretándole la cabeza contra su
pecho—; no hay motivo aun para alarmarse... Yo haré lo que pueda y más de lo
que pueda para salvarla.
—¡Sí, sí, don Máximo..., hágalo usted por cuanto más ame en este mundo!...,
¡por la memoria de su esposa, a quien usted quería tanto!
—Nada, déjate de llorar ahora; lo que importa es que vayas a darle la
cucharada de quinina a tu mamá. Después le pondremos un reparo sobre el
estómago.
El bueno de don Máximo procuró consolar a la niña, ocultándole el funesto
presentimiento que abrigaba y se puso a dictar las medidas que su pobre ciencia
cuanto rico deseo le sugerían. Pero no logró detener la marcha presurosa de la
muerte, que a carrera desatada se venía hacia el lecho de la pobre señora. A las
cuatro de la mañana observaron que hablaba con más dificultad; la
pronunciación era arrastrada y un poco estropajosa. Casi todas sus palabras se
dirigían a María, preguntándole y haciéndole repetir infinitas veces los sucesos
de la noche anterior, prodigándole elogios desmesurados por su fortaleza y
felicitándose de tener una hija tan buena.
—Hija mía..., pide a Dios por mi salud. Dios no puede... negarte nada.
María, comprendiendo que su madre se moría, repuso:
—Mamá, lo que más importa es la salud del alma... Si Dios quiere llevarte, que
te sorprenda en su santa gracia...
—¿Pero... me muero..., hija mía?
—Dios solamente puede decirlo... ¿Quieres que entre el señor cura para
reconciliarte?
—Sí..., que entre..., hija mía..., que entre...
El cura entró y estuvo unos instantes a solas con la enferma. Las personas que
había en la sala guardaban triste silencio. Don Mariano, reclinado en un sofá,
con la mejilla apoyada en una mano, cerraba los ojos, dando señales de profundo
abatimiento. Después que el cura hubo terminado, volvieron a entrar Marta,
María, Ricardo y don Máximo. El estado de doña Gertrudis iba siendo cada vez
más grave. Empezó a manifestarse en ella una inquietud de mal agüero: movía la
cabeza de un lado y de otro como si no hallase sitio donde colocarla, como si
buscase ya la almohada donde había de reposar eternamente. Las manos
vacilantes tomaban y soltaban las ropas del lecho incesantemente, mientras sus
ojos también rodaban sin parada por las órbitas, clavándolos de vez en cuando en
el techo de la estancia. Parecía que no encontraba persona en quien fijarlos. Al
poco rato, Martita advirtió que tenía las manos frías y lo manifestó en voz alta,
de un modo sencillo, sin comprender la infeliz lo que aquello significaba. Don
Máximo volvió la cabeza para ocultar la emoción. El sacerdote dejola caer sobre
el pecho.
—Me encuentro... muy bien... ahora—dijo a María llevando la mano de ésta a
los labios—. En cuanto sane..., iremos las dos... a Lourdes..., ¿no es... verdad?...
Es muy... bonito... aquello..., muy bonito..., muy bonito... ¡Si supieras... lo que
estoy... viendo ahora!... La Virgen... la Virgen que viene... rodeada de estrellas...
Ponedme... el vestido de terciopelo... para recibirla... Vamos..., pronto, pronto...
¿No veis que ya entra... por la puerta?... ¡Ay qué pesados!... Buenos días,
señora... Tengo una hija que se... parece mucho a vos... Tiene el pelo rubio y los
ojos azules..., ¡muy hermosos!..., ¡muy hermosos!
Un leve ronquido empezó a salir de la garganta de la enferma, que exhalaba
más que profería las anteriores palabras: era un ronquido seco y agudo que se fue
señalando cada vez más. El confesor, al oírlo, hizo una seña a María y ésta tomó
rápidamente un Cristo de plata que colgaba de la pared, y lo puso en las manos
de su madre, diciéndole:
—Mamá, acuérdate de Dios... Acuérdate de lo que padeció este Divino Señor
por nosotros...
—Yo... no me muero—dijo la enferma.
—Sí, mamá... sí..., te mueres—repuso la joven con el rostro encendido, llena
de sobresalto y congoja, temiendo que no estuviese bien preparada—.
Arrepiéntete de los pecados que hayas cometido... ¿No es verdad que te
arrepientes y pides perdón de ellos al Señor?...
—Sí..., sí—murmuró la enferma.
—Diga usted conmigo el credo—manifestó el confesor tomando un tono más
solemne—. Creo en Dios Padre..., todopoderoso..., creador de cielo... y de la
tierra.
Doña Gertrudis repetía borrosamente las palabras del cura, y como si no se
fijase en lo que hacía. Miraba al techo con singular insistencia, mientras las
facciones de su rostro se descomponían precipitadamente. Un círculo azulado se
iba dibujando en torno de los ojos, y la nariz se afilaba de modo extraño. Cuando
el cura hubo terminado, volvió de nuevo a dirigir la palabra a María.
—La verdad... es... que no tengo sombrero... para hacer... el viaje a Lourdes...
Los que tengo... son... muy antiguos... Hazme el favor... de escribir... a Luisa... y
que me envíe... uno, de novedad... Tú también... necesitas un vestido...
Encárgalo..., hija mía..., encárgalo.
—Mamá, deja las vanidades del mundo... Acuérdate de Dios... Mira que vas a
comparecer muy pronto a su presencia...
—No..., no..., yo no me muero...
—¡Ay mamá, por la Virgen Santísima te pido que pienses en que vas a morir!...
¡Piensa en tu salvación!
—Ya pienso..., sí..., ya pienso—dijo la enferma maquinalmente.
El cura se puso a rezar por un libro la recomendación del alma en latín. Todos
se arrodillaron. Entonces la moribunda preguntó levantando un poco la cabeza:
—¿Por qué os arrodilláis todos?
—Para encomendarte a Dios, mamá—repuso María.
Y levantándose y acercando el rostro al de su madre, siguió en voz baja:
—Di conmigo, mamá: Jesús...
La madre replicó torpemente:
—Jesús.
—Jesús mío.
—Jesús mío.
—Por vuestra sacratísima pasión.
—Por vuestra sacratísima... pasión.
—Por los innumerables dolores que habéis sufrido...
—Por los... innumerables.... dolores...
—Que habéis sufrido—repitió María.
—Que... habéis sufrido...
—Perdonadme mis pecados.
—Perdonadme... mis pecados.
—Y salvad mi alma.
—¡Quita, quita!—dijo la moribunda separando con mano vacilante a su hija—.
No; yo no me muero..., estoy buena... Ven acá, Martita... ¿No es verdad... que no
me muero..., hija mía?
—No, mamá—respondió la niña apretándole las manos—, no te apures,
mamita, no... Te has de poner buena pronto y saldremos a dar nuestros paseos en
carruaje como antes... Ahora el tiempo está bueno...
—Sí, hermosa, sí..., saldremos... Mira..., incorpórame... un poco... Estoy mal en
esta postura.
Marta fue a incorporarla; pero al hacerlo, los ojos de su madre se clavaron en
ella, fijos, inmóviles, terribles. Aquella mirada penetró hasta lo más hondo del
corazón de la pobre niña, y dando un grito espantoso, desgarrador, la dejó caer
sobre la almohada. La cabeza de la señora de Elorza se desplomó como si
estuviese descoyuntada, con la boca entreabierta y los labios rígidos. Y aun
desde la almohada siguió dirigiendo a su hija, con sus grandes ojos vidriados, la
misma fija y aterradora mirada.
—¡Madre de mi alma!—gritó la niña abrazándose inmediatamente a ella—.
¡No me mires así, por Dios!... ¡Mamita mía, no me mires así! ¡Ay, no me mires
así!... ¡Ay por Dios, que me das miedo!... ¡Mamita, mamita!... ¡Ay, Dios mío!
¿Qué es esto?
Don Mariano, que al oír el grito se había precipitado en la alcoba, el rostro
encendido y los cabellos erizados, quiso separar a su hija del cadáver.
—¡Sepárate, hija del alma, ya no tienes madre!
—Sí la tengo..., sí..., ¡aquí está!... ¡Mamá..., mamita!... ¿No es verdad que estás
aquí?... ¡Responde!, ¡habla!... ¡Dame un beso, por Dios, mamita!... ¡Déjame,
papá!... Déjame..., ahora me lo va a dar... ¡Espera un poco, por Dios!... ¡Déjame,
papá del alma!... ¡Déjame que me dé un beso!...
La niña se había abrazado con fuerza incomprensible al cadáver de su madre y
lo cubría de vivos y sonoros besos. Don Mariano, exaltado de un modo terrible,
casi loco, tiraba de ella brutalmente, como si de arrancarla de aquel sitio
dependiese la salvación de todos. María, de rodillas en un rincón del cuarto,
elevaba los ojos y las manos al cielo, pidiendo la gloria eterna para la difunta.
Al fin, consiguieron arrancar a Marta de allí, trasladándola a otra habitación.
Sin saber lo que hacían, le causaron un gran daño. La infeliz no había
desahogado bastante su dolor. Con la emoción se le habían cortado las lágrimas
y no volvieron a aparecer. Pálida, completamente demudada, los ojos fijos en el
vacío, ni escuchaba lo que le decían ni quería tomar nada de lo que le daban para
calmarla. No hacía otra cosa que repetir sin cesar en voz baja y enronquecida:
—Mamá..., mamá..., mamá...
El cura se acercó a ella y le dijo:
—Hija mía, cálmate, cálmate. Esta es una prueba que Dios te envía para que
demuestres tu resignación. Lejos de rebelarte contra su voluntad, debes darle las
gracias porque se ha acordado de ti.
—¡No diga usted necedades, hombre de Dios!—exclamó la niña con voz
colérica y arrojando sobre él una mirada de desprecio—. ¿Me ha de querer Dios
por llevarme a mi madre?... ¡Pues tiene gracia el cariño!... ¡Tiene gracia el
cariño!... ¡Tiene gracia el cariño!...
Y estuvo repitiendo la misma frase algún tiempo con acento irritado. Cuando
se hubo calmado un poco, el sacerdote volvió a decirle:
—Hija mía, debieras tomar ejemplo de tu hermana, que sintiendo su desgracia
tanto como tú, está dando pruebas de resignación y fortaleza cristianas. Ella no
se rebela; acata los designios del Altísimo y contribuye con sus oraciones al
mayor bien y gloria de la que acaba de expirar.
Marta comprendió que el sacerdote tenía razón. Se arrepintió de su cólera y
bajó la cabeza murmurando:
—¡Oh, mi hermana es una santa!
—Tú también puedes serlo, hija mía. El camino de la perfección está abierto
para todo el que quiera seguirlo...
La niña recibió los consuelos del sacerdote y los de las demás personas que la
acompañaban, sin contestar ya una palabra. Continuaba del mismo modo pálida,
descompuesta, los ojos fijos y sin mover un dedo siquiera. Aquella inmovilidad
llegó a inspirar temor, y fueron a avisar a su padre. Al entrar don Mariano en la
habitación, Martita sintió una sacudida, y levantándose de pronto arrojose en sus
brazos sollozando fuertemente. Estaba salvada.
Los amigos de la casa lograron a fuerza de instancias que don Mariano y
Martita se retirasen a descansar unos instantes, mientras ellos se pusieron a
dictar las medidas oportunas para la conducción del cadáver y funeral. María
seguía orando en el cuarto de su madre. Las luces pálidas de la aurora
sorprendiéronla todavía de rodillas con la mirada puesta en el cielo. Las hachas
de cera, que ella misma había cuidado de colocar en torno del lecho mortuorio,
ardían melancólicamente, rompiendo con su cruda luz amarilla la tibia claridad
que envolvía la estancia. Nadie osaba distraerla de su devota meditación. Los
que penetraban en la sala y la veían en aquella actitud murmuraban entre sí
palabras de sorpresa y se retiraban silenciosamente, conmovidos y admirados.
Por fin, toda la gente de fuera se fue retirando, y la misma María se encerró en
su cuarto a descansar, que harto lo necesitaba después de la amarga serie de
peripecias y los grandes trabajos que había padecido en el espacio de algunas
horas. A la del mediodía, reuniéronse en el comedor el padre y sus dos hijas,
para dar comienzo a la triste comida, que todos los que hayan experimentado una
desgracia de familia recordarán con horror; comida en que las lágrimas se
mezclan a los manjares y los sollozos llenan los largos intervalos de silencio. En
esta primera refacción apenas se habla. Ninguno se atreve a levantar los ojos
para no encontrarse con los de los demás, y tan sólo se dirigen miradas furtivas y
dolorosas al sitio que el ser que acaba de huir de este mundo para siempre ha
dejado vacío. Los manjares se tragan maquinalmente, sin gustarlos, y el pañuelo
va más veces a los ojos que la servilleta a los labios. El choque de la vajilla hiere
cruelmente los oídos y las escasas palabras que se cambian salen temblorosas y
sin aliento de los labios. El espíritu protesta sordamente contra aquella brutal
necesidad que el cuerpo le impone y que le obliga a detener para un acto tan
miserable la expresión de su acerbo dolor y el curso de sus melancólicos
pensamientos.
Levantáronse de la mesa con el mismo silencio. María tornó a encerrarse en su
cuarto. D. Mariano acompañado de Martita se fue también al suyo. Ambos se
sentaron en un sofá y se mantuvieron estrechamente abrazados una gran parte de
la tarde. Las caricias que mutuamente se prodigaban iban convirtiendo su dolor
desesperado en un sentimiento tiernísimo que se deshacía en llanto.
Alternativamente se consolaban. La niña aseguraba que desde el cielo su madre
velaría por todos y prometía ser buena siempre y juiciosa y no dar ningún
disgusto a su padre. Éste la apretaba contra su corazón y bendecía a su mujer por
haberle dado unas hijas tan buenas y hermosas. Cuando llegó un criado a
avisarles que había señoras de visita, sintieron malestar inconcebible, una
impresión desagradable, como si les sacasen de aquel dolor melancólico y tierno
para hundirlos otra vez en la desesperación.
Don Mariano adivinó el motivo de aquella visita. Se quería distraerlos para que
no percibiese el ruido que habían de hacer los hombres al sacar el cadáver de
casa. Y en efecto, un grupo de señoras y algunos caballeros procuraron con
repetidas instancias llevarlos a las habitaciones interiores; pero fueron inútiles
sus gestiones por lo que se refiere a don Mariano: antes rogó encarecidamente a
sus amigos, y en tono que no daba lugar a réplica, que le dejasen solo, como así
lo hicieron, llevándose consigo a Martita.
A solas con el dolor, el señor de Elorza sintió más vivo su desconsuelo y más
profunda su desgracia. En la juventud apenas hay una que no sea reparable. Las
pasiones, los sentimientos son más intensos, pero también más fugaces. Se vive
de lo porvenir, y al través de las más negras y furiosas borrascas, nunca deja de
lucir algún punto luminoso que nos promete consuelo. Mas en la edad en que se
hallaba nuestro caballero no existe la esperanza, no existe lo porvenir. Cada
desgracia que se experimenta es un nuevo dolor que viene a agregarse a los
pasados, esperando los que llegarán más tarde. Los afectos mueren, como los
cabellos caen, no encuentran substitución. Don Mariano, con los ojos cerrados y
la cabeza tristemente doblada sobre el pecho, dejó volar el pensamiento por
todos los sucesos de su ya larga existencia, y en todos ellos, prósperos o
desdichados, veía la imagen de su esposa, de la inseparable compañera de su
vida. La veía despertando en su corazón juvenil una pasión tierna y ardorosa a la
vez; bella y pura como un querubín, con el rostro fino y ovalado y ojos azules
que le miraban con amor.
Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado con
ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis tenía un genio tan
apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía por hacerla llorar. La veía el
día de su matrimonio, vestida con su traje de raso negro (estaba aún de luto por
su padre el marqués de Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de
sus cabellos resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid
que había asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza, se
casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo yo, que he
visto muchas en mi vida.» El mismo día se habían ido a viajar por los países
extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese sintiendo, la impresión
embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y dichosa de la existencia, que le
produjo el hallarse repentinamente a solas con su amada, cuando el cochero dio
un latigazo a los caballos y oyeron los adioses de los deudos y amigos que los
despedían a la puerta del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras
de aquel viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después,
recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al tener el
primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le causó teniéndole
fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos momentos de angustia. Pero
¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se puso enferma y nunca más volvió a
recobrar una salud perfecta. A pesar de esto jamás se había entibiado su amor. Él
la cuidaba con esmero, procurando por cuantos medios estaban en su mano
hacerle más llevaderos los dolores, y ella agradecía sus sacrificios viendo en él
una Providencia que se los mitigaba con sus caricias. Después de transcurridos
muchos años y cuando ya nadie hacía caso de los males de la buena señora,
todavía don Mariano era quien más la compadecía aunque fingiese mirar sus
achaques con desdén. Ella lo comprendía perfectamente y le seguía reservando
en su corazón el mismo puesto privilegiado que en la juventud. La armonía de
sentimientos generosos y tiernos en ambos, el cariño que tenían depositado en
sus hijas, la profunda estimación que se profesaban y el recuerdo, siempre
presente, de sus apasionados amores, habían compenetrado de tal suerte su
existencia que ninguno de los dos la comprendía sin tener el otro a su lado. Era
la unión íntima perfecta y absoluta ordenada por Dios, y que los hombres pocas
veces obedecen.
Un rumor triste, fatídico, que escuchó detrás de las paredes de su cuarto, le
hizo levantar la cabeza y clavar los ojos atónitos en el vacío. Sí; no cabía duda;
se la llevaban, se la llevaban. Don Mariano se arrojó de bruces sobre el sofá y
hundió el rostro en los almohadones para reprimir los gritos.
—¡Esposa mía! ¡Esposa de mi alma!... Te llevan..., te llevan para siempre...
¡Ay, qué horror!...
Y las lágrimas del buen caballero se filtraban por el tejido del damasco y su
atlética figura se agitaba convulsivamente a impulsos de los gemidos. Después
sintió una gran curiosidad, una de esas terribles curiosidades que suelen fascinar
en tales momentos y dejar señal indeleble en la memoria del que las ha
satisfecho. Atendió con cuidado y no tardó en escuchar el sordo rumor de la
muchedumbre y más tarde el canto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi
debajo de los balcones. Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción
una de las cortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como una
barca sobre la muchedumbre. El cielo estaba nublado y tenía un color gris que
sombreaba la gran plaza de Nieva. Las olas de la multitud se extendían por todo
su ámbito con vaivén acompasado. Y la barca se alejaba, se alejaba llevándose
para siempre su tesoro, precedida de una gran cruz de plata en medio de dos
cirios encendidos.
Dejó caer la cortina y arrojose de nuevo sobre el sofá, murmurando palabras
incoherentes. No supo el tiempo que estuvo así. La luz también fue huyendo,
dejando el cuarto en la sombra, y todo quedó en silencio... Todo, menos su
pensamiento, que le hablaba sin cesar, y el pecho, que se rompía en sollozos.
Y así estuvo mucho tiempo, mucho tiempo. Al cabo notó que la puerta del
cuarto se abría suavemente. Volvió la cabeza y vio a su hija María, que vino a
sentarse silenciosamente a su lado. Pero él, como si presintiera un nuevo dolor,
no le preguntó nada, no le dijo nada. Contentose con apretarle la mano y cerró de
nuevo los ojos.
—Papá—pronunció la joven después de largo rato de silencio—, hemos
padecido una desgracia inmensa, una de esas desgracias que hacen levantar los
ojos al cielo hasta a los más descreídos en demanda de consuelo. Sólo Dios tiene
la clave de ellas, conoce su porqué y sabe enderezarlas a un resultado ventajoso
para nosotros. Esta desgracia me ha afianzado en una resolución que hace ya
algún tiempo tenía tomada: la de consagrarme a Dios para siempre... Conozco
por mil señales que Él me llama, y sería en verdad muy ingrata si no atendiese a
su llamamiento... Yo no sirvo para el mundo... Todas sus diversiones me causan
tedio; así, pues, no hago ningún sacrificio encerrándome en un convento...
Además, desde allí puedo mejor pedir por vosotros y seros más útil que aquí...
La idea de matrimonio, que tú me has insinuado, repugna a mi corazón, en el
cual ha echado por fortuna raíces otro amor más puro, que es inmortal... Esta
resolución no debe cogerte de sorpresa... Yo creo que no debes sentirla... En este
momento solemne en que la desgracia pesa sobre ti tal vez te servirá de consuelo
el saber que vas a tener una hija asegurada de todo engaño, de toda traición, que
vive feliz sirviendo a su Dios y pidiendo por vosotros...
María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padre la
interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo de silencio sin
que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin la joven le preguntó
tímidamente:
—¿No me dices nada, papá?
—Nada—repuso éste sin mirarla.
—¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito?
—Sí.
—¡Oh, ya lo sabía!... Tú eres muy bueno... y bastante piadoso... Tú no eres
como otros padres ciegos que prefieren entregar sus hijas a los peligros del
mundo a dejarlas para siempre esclavas de Señor, recogidas en una santa casa...
Gracias, papá, gracias... Yo temía, la verdad, temía que no te pareciese bien mi
resolución... Pero Dios te ha tocado en el corazón... Ahora te dejo... me está
esperando Marta... Adiós, papá... déjame darte un beso... Adiós.
Y la puerta tornó a abrirse y cerrarse suavemente. El señor de Elorza continuó
inmóvil, en la misma postura que le había dejado su hija, sentado, con las manos
enlazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho.
El cuarto quedó en tinieblas. Los ruidos de lo exterior se fueron apagando
lentamente. Un dolor inmenso, agudo, cruel palpitaba sólo en aquella estancia, y
unos ojos fijos, atónitos, sin lágrimas, reflejaban los átomos de claridad que aún
vagaban perdidos por el ambiente.
¿Cuánto tempo permaneció así?
Los pajarillos que vinieron a posarse a la madrugada sobre los hierros de los
balcones acaso pudieran dar respuesta. Pero la palidez de unas mejillas, el lívido
círculo que rodeaba ciertos ojos y las profundas arrugas que surcaban una frente
la daban, sin duda, más exacta.
XV
GOCÉMONOS, AMADO
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