Marta y Marà - A

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Project Gutenberg eBook, Marta y María, by Armando Palacio Valdés


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Title: Marta y María


Author: Armando Palacio Valdés
Release Date: May 13, 2010 [eBook #32364]
[Last updated: February 17, 2012]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK MARTA Y
MARíA***

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(http://dp.rastko.net)
MARTA Y MARÍA
NOVELA DE COSTUMBRES
ORIGINAL DE
D. ARMANDO PALACIO VALDÉS

ÍNDICE

Pág.
Prólogo
6
Aclaración 7
I. —Desde la calle 9
II. —El sarao de los señores de Elorza 17
III. —La novena del Sagrado Corazón de Jesús 39
—De cómo el marqués de Peñalta fue convertido en duque de
IV. 59
Turingia
V. —Camino de perfección 78
VI. —En busca del Menino 94
VII. —El alma y el esposo 111
VIII. —Como ustedes gusten 123
IX. —Excursión al Moral y a la Isla 136
X. —Sigue la excursión 150
XI. —¡Caso extraño! 167
XII. —Antecedentes 177
XIII. —En que se narran los trabajos de una virgen cristiana 194
XIV. —Pálida mors 213
XV. —Gocémonos, amado 230
XVI. —El sueño del marqués de Peñalta 245

PRÓLOGO
No está fundado el libro, que hoy tengo el honor de ofrecer al público, sobre
hechos usuales y corrientes, ni se narran en él sucesos que estemos avezados a
presenciar todos los días. Tal vez por ello se le acuse de falso o inverosímil y se
le juzgue como un producto de la fantasía lejano de toda realidad. Me someto y
resigno de antemano a estas censuras, reservándome el derecho de protestar
interiormente, ya que no de público, contra la injusticia de tal acusación. Porque
—lo he de decir, aunque perezca mi gloria de inventor—todos los hechos
fundamentales de esta novela se han efectuado. El autor no hizo más que
relacionarlos y darles unidad.
Tengo la presunción de creer, por lo tanto, que aunque Marta y María no sea
una novela bella, es una novela realista. Sé que el realismo—actualmente
llamado naturalismo—tiene muchos adeptos inconscientes, quienes suponen que
sólo existe la verdad en los hechos vulgares de la existencia y que sólo estos son
los que deben ser traducidos al arte. Por fortuna no es así. Fuera de los mercados,
los desvanes y las alcantarillas existe también la verdad. El mismo apóstol del
naturalismo, Emilio Zola, lo reconoce pintando escenas de acabada y sublime
poesía, que riñen ciertamente con sus exageradas teorías estéticas.

ACLARACIÓN

No he querido en la presente obra herir al misticismo verdadero ni ridiculizar


la vida contemplativa. Cervantes, el gran maestro de nuestra literatura, tampoco
quiso atacar al honor y al heroísmo en su inmortal Quijote. Aunque yo piense
que la esencia del Cristianismo es caridad y por lo tanto vida activa, entiendo
asimismo que sin una fe viva, esto es, sin la unión mística y amorosa de nuestro
espíritu con el Creador, la misma caridad no puede beatificarnos. Pero existen y
han existido siempre seres que transportan la santidad del corazón a la fantasía,
de la vida a la quimera, como el ingenioso hidalgo transportaba el heroísmo, y
contra estos espíritus exaltados, imaginativos, en el fondo vanidosos y egoístas,
van las presentes páginas. Así como las aventuras novelescas de los libros de
caballerías enloquecían a los espíritus débiles, ciertas exageraciones en que
incurren los biógrafos de los santos son extremadamente peligrosas para los
temperamentos no bien equilibrados. Sólo los corazones sencillos son gratos a
Dios y a los hombres. O niños o como niños, ha dicho el Salvador. En tal
pensamiento he pretendido inspirarme para escribir este libro. No obstante,
como algunas personas piadosas han creído ver en él menosprecio de la vida
contemplativa y burla de las gracias sobrenaturales que Dios ha operado en
algunas santas que la Iglesia venera, y como realmente al arrojar piedras sobre
el falso misticismo pude haber salpicado al verdadero, cúmpleme declarar que
si esto ha sucedido, lo deploro. No doy a ninguna de las palabras contenidas en
mi libro otra significación que la que pueda acordarse con la fe cristiana y con
las enseñanzas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorio de vivir sometido.
A. P. V.

DESDE LA CALLE

Dentro del soportal la gente se estrujaba sin compasión: cada cual hacía
prodigios de habilidad para burlar la ley física de la impenetrabilidad de los
cuerpos, reduciendo el suyo a un volumen imaginario. La noche era densa y
oscura como pocas. Los pies de los curiosos se buscaban en las tinieblas, y al
encontrarse prodigábanse caricias harto expresivas. Los codos de los unos, por
secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos de los otros. El sujeto pasivo de
tales caricias llevaba inmediatamente la mano al lugar del contacto, y solía
exclamar ásperamente: «¡Bárbaro! ¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico chiis
chiis de la muchedumbre le obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a
imperar el silencio. El silencio era a la sazón la necesidad más apremiante que
sentían los vecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado
como acto sedicioso y castigado inmediatamente con un chicheo amenazador.
Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas más aflictivas aún la
risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunque la noche no era de las
más templadas de otoño.
En los soportales de las casas de enfrente acaecía poco más o menos lo mismo;
pero en la calle había poca gente, porque estaba cayendo pausadamente una agua
menudísima que los vecinos de Nieva se habían acostumbrado a no despreciar,
pues a la postre, y a pesar de sus modos blandos y sutiles, moja como cualquiera
otra. Sólo unas cuantas personas con paraguas y algunas otras que, no
teniéndolo, se amparaban de su filosofía permanecían a pie firme en medio del
arroyo.
Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por la abertura
salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más triste la noche oscura y
húmeda del exterior. También salían por intervalos torrentes de notas armoniosas
desprendidas de un piano.
La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga y guarnecida por
ambos lados de soportal, como casi todas las de la villa de Nieva. Su fachada
más importante miraba, pues, a esta calle; pero tenía otra con balcones a la plaza
del pueblo, que era amplia y hermosa como la de una ciudad. Aunque la
oscuridad no nos permite descubrir exactamente el aspecto de la casa, se puede
asegurar que es un edificio de piedra labrada y de un solo piso, con espacioso
soportal, cuya arquería elegante y soberbia declara desde luego la jerarquía de
sus dueños. Este soportal, que bien merece los honores de pórtico, contrasta
notablemente con el de las casas que le siguen, bajo y estrecho, y sostenido por
pilares redondos y toscos sin ornamento alguno. También se observa la misma
diferencia en el piso, que en el soportal de que hablamos es de losa bien
aderezada, mientras los demás ofrecen solamente un incómodo pavimento
empedrado de guijarros. Sin osar, por tanto, llamarla un palacio, no es
aventurado afirmar que aquella mansión había sido construida por una persona
principal para su exclusivo uso y regalo. La circunstancia de tener sólo un piso,
bien claramente lo decía. Exige la verdad que manifestemos asimismo que el
arquitecto había dado pruebas de buen gusto al trazar el plano del edificio, pues
sus proporciones no podían ser más elegantes y correctas. Pero lo que más
saltaba a la vista en él, sin duda alguna, era cierto bienestar amable y
aristocrático, exento de presunción que, aunque lograse inspirar envidia, no
despertaba ciertamente en el corazón de la plebe los odios y rencores que excita
siempre la opulencia soberbia.
El ceñudo firmamento dejaba caer sin cesar toda la ceniza húmeda y fría de
que estaban preñadas sus nubes. Las sombras envolvían y borraban los contornos
de la casa, amontonándose en lo interior de los arcos y en los huecos de sus
molduras de piedra; pero no intentaban siquiera acercarse a la abertura luminosa
y feliz de los balcones, que las rechazaba con espanto. Miraban furtivamente el
dorado paraíso de lo interior, y roídas por la envidia descargaban su indignación
acuosa sobre la cabeza de los filósofos que escuchaban al descubierto.
El apiñado grupo de curiosos que se guarecía en los soportales de enfrente no
apartaba los ojos de aquellos balcones, mientras los que se agrupaban debajo de
los arcos de la casa, careciendo de tal recurso, ateníanse exclusivamente a sus
orejas, cuya capacidad receptiva procuraban perfeccionar colocando la palma de
la mano por detrás de su pabellón y doblándolo un poquito hacia adelante. La
oscuridad era grande en ambos soportales, porque los faroles del municipio
despedían sus pálidos rayos a respetable distancia. Sólo servían para esclarecer
en apartados parajes de la plaza un círculo bastante reducido, produciendo
reflejos tristes sobre las piedras mojadas del suelo. Entre las sombras brillaba de
vez en cuando el fuego de un cigarro, que con su lumbre roja iluminaba un
instante los bigotes del fumador. Allá a lo lejos, en la esquina, aún permanecía
abierta una tienda de quincalla; mas podía verse la sombra del dueño cruzar con
frecuencia por delante de la puerta arreglando ya sus cosas para cerrarla. En el
piso principal de la misma casa, los balcones se hallaban abiertos de par en par.
Por ellos salían voces, risas desentonadas y chasquidos de bolas de billar, que
afortunadamente llegaban muy debilitados al soportal. Era el café de la Estrella,
concurrido hasta las altas horas de la noche por una docena de indefectibles
parroquianos. Reinaba, pues, silencio, aunque no podía evitarse el zumbido
particular que origina la aglomeración de gente en un sitio, producido por el roce
de los pies, el movimiento de los cuerpos, y sobre todo por las frases reprimidas
que en tono de falsete dejaban caer los unos en los oídos de los otros.
El piano, en el momento de dar comienzo la presente historia, preludiaba con
sonidos vibrantes el allegro apasionado de la Traviata «gran Dio, morir si
giovine». Terminado el preludio, empezó un acompañamiento suave y discreto.
La ansiedad era grande. Al fin, sobre el acompañamiento se alzó una voz clara y
dulcísima que sonó en toda la plaza como eco del cielo. Los dos grupos de
curiosos se estremecieron cual si hubiesen tocado con el dedo en el botón de una
máquina eléctrica, y un murmullo sordo de complacencia corrió por encima de
ellos.
—Es María—dijeron tres o cuatro, esperando que no les oyese más que el
cuello de la camisa.
—¡Ya era tiempo!—apuntó uno en voz algo más alta.
—Ésta sí que canta en la mano, ¡olé!, y no el otro bestia de la fábrica de
conservas—exclamó un tercero todavía más indiscreto.
—¡Tengan ustedes la bondad de callarse, señores, para que podamos oír!—
gritó una voz irritada.
—¡Que se calle ése!
—¡Fuera!
—¡Silencio!
—¡Chis, chiis, chiis!
—¡Siempre he dicho que no hay gente peor educada que la de este pueblo!—
volvió a exclamar la voz colérica.
—¡Cállese usted!
—¡No sea usted estúpido, hombre!
—¡Chis, chiis, chiis!
Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi, interpretada con
singular delicadeza. La voz femenina que salía por los entreabiertos balcones
rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando con fuerza por el ámbito de la
plaza y yendo a perderse en las encrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de
la noche aumentaban el poder y la extensión de aquella voz amable, ¡amable
sobre todo elogio! Para un inteligente de los que se sientan embozados en la
escalerilla del paraíso del Teatro Real, es posible que no fuese la cantante un
prodigio de maestría en el atacar, filar y trinar las notas; mas para los que no se
ven atormentados por escrúpulos filarmónicos, puede afirmarse que cantaba muy
bien y que poseía especialmente una voz hechicera, de timbre apasionado que
llegaba hasta lo profundo del alma.
Los curiosos de ambos soportales, lo mismo que los filósofos del arroyo, daban
pruebas inequívocas de hallarse conmovidos. La afición a la música en los
pueblos ofrece siempre un carácter más violento e impetuoso que en las
capitales. Quizá se deba a que en éstas anda prodigada en demasía por iglesias,
teatros y salones, mientras en aquéllos sólo alguna que otra vez pueden gustarla.
Nadie chistaba ni se movía un punto de su sitio. Con la boca entreabierta y la
mirada perdida seguían extáticos el curso de aquella melodía desesperada en que
Violeta se lamentaba de morir después de haber penado tanto. Los más sensibles
empezaban a soltar lágrimas, recordando alguna aventura galante de su vida
juvenil. El cielo seguía dejando caer, inflexible, su depósito inagotable de polvo
líquido. Dos de los filósofos del arroyo se palparon la ropa, sacudieron el
sombrero y, lanzando una sorda imprecación a los elementos, vinieron a
refugiarse al soportal, produciendo al llegar leve disturbio entre sus convecinos.
Algo alejados de ambos grupos y arrimados a una columna, se percibían no
muy distintamente tres bultos menudos, con los cuales necesitamos poner al
lector en relación por breves instantes. Uno de ellos sacó una cerilla para
encender el cigarro, y aparecieron tres rostros de catorce o quince años, frescos,
risueños y maliciosos que volvieron a borrarse al morir el fósforo.
—Oye, Manolo—dijo uno apagando todo lo posible la voz—, ¿quién te ha
dado esa boquilla?
—Pues se la he limpiado a mi hermano.
—¿Es de ámbar?
—De ámbar y espuma de mar: le ha costado tres duros en Madrid.
—¡Pobre de ti si llega a saber que has sido tú...!
—Calla, tonto. ¿Para qué está el criado en casa, sino para pagar estas culpas?...
Un sujeto que estaba más cerca que los demás, les mandó callar ásperamente.
Los chiquillos obedecieron. Mas de pronto dijo Manolo con voz apenas
perceptible:
—Escuchad, muchachos. ¿Queréis que yo deshaga esto en un instante?
—¡Sí, Manolo; sí, Manolo!—repusieron precipitadamente los otros, que, por lo
visto, tenían gran confianza en las facultades destructoras de su compañero.
—Pues vais a ver; estaos quietos ahí.
Y apartándose poco trecho de ellos se agazapó al lado de una puerta y soltó tres
chillidos descomunales, idénticos a los que lanzan los perros cuando se les
castiga. Un ladrido inmenso, furioso, universal, resonó inmediatamente por los
espacios. Los perros todos de la población, unidos y compactos como un solo
mastín, protestaban enérgicamente contra la pena infligida a un semejante suyo.
El canto de María se perdió completamente dentro de aquel formidable ladrido.
La multitud que escuchaba experimentó dolorosa sacudida, se agitó
tumultuosamente unos instantes, lanzó exclamaciones incoherentes contra los
malditos animales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto lo
inútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos, en efecto,
se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vez más raros y lejanos.
Sólo el perro del comercio de quincalla, que acababa de cerrarse, continuó algún
tiempo ladrando con furia. Al fin también éste cesó, aunque muy a disgusto. El
canto de la moribunda Violeta volvió a escucharse, puro y límpido como antes.
Los oyentes tornaron a reanudar las suaves emociones que les había producido,
si bien un poco inquietos y nerviosos, como si temiesen a cada instante verse
privados de aquel placer.
Manolo se acercó a sus compañeros ahogando la risa y fue recibido también
con risas y aplausos ahogados.
—Anda, Manolito, chilla otra vez.
—Esperad, esperad un poco; hace falta que estén descuidados.
Pasado un rato, Manolo se alejó de nuevo cautelosamente, y, rodeando el
grupo, fue a situarse en el extremo opuesto. Desde allí lanzó otros tres lamentos
como los anteriores, y el mismo ladrido atronador pobló el espacio respondiendo
a ellos. La muchedumbre se alborotó nuevamente, pero con mucho mayor
estrépito. Todos hablaban a un tiempo y lanzaban furiosas exclamaciones.
—¡Esto es horrible!
—¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros!
—¡El perro que chilla es el que tiene la culpa!
—¡Maldito!...
—¡Condenado!...
—¡Silencio, silencio, que ya se oye algo!
—¡Qué se ha de oír!... ¡Maldita sea mi suerte!
—¡Silencio, silencio!
—¡Chis, chiis, chiiiiis!
Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron por oportuno,
y poco a poco se fue restableciendo la calma. El cántico de Violeta tornó a
aparecer lleno de dulzura melancólica y de pasión. La voz de María sollozaba de
tal suerte al interpretarlo, que el corazón se oprimía y las lágrimas brotaban en
los ojos. Un solo perro, el del comercio de quincalla, siguió ladrando con
persistencia sumamente incómoda, pues la voz de la cantante no acababa de
llegar a los oídos del público con la debida pureza. Un hombre con garrote en
mano se destacó del grupo, y expuesto a la intemperie, atravesó la plaza para
hacerle callar; mas el perro olió en seguida la caña y puso pies en polvorosa. El
hombre se metió otra vez en el soportal. Al fin reinaba completo silencio en la
plaza y los aficionados disfrutaban a su sabor del concierto de los señores de
Elorza.
¿Qué había sido de Manolo? Sus compañeros le aguardaban hacía rato para
tributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa de aparecer.
El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro:
—Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando?
—Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón.
El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardó silencio.
—Pero ¡ca!—continuó el otro—, no le han cogido, no. ¡Bueno es él para
dejarse atrapar!
En este momento Manolo lanzó dos gritos más rabiosos aún desde el soportal
de enfrente, y con la misma rabia contestaron ladrando los perros de la vecindad.
No es posible describir lo que entonces acaeció en la muchedumbre de oyentes
de uno y otro soportal. El tumulto que se produjo fue en realidad imponente. Una
porción de manos se agitaron en la oscuridad esgrimiendo terribles bastones y
paraguas. Y de ambos grupos salió un coro de imprecaciones nada lisonjeras
para la raza canina. La confusión y el desorden se apoderaron de todas las
cabezas. Los pechos no respiraban más que venganza y exterminio.
—¡Matad a ese perro indecente!—gritó una voz dominando el tumulto.
—¡Sí, sí, rompedle el espinazo!—repuso otro buscando ya el género de muerte
más adecuado.
—¡Ese perro, ese perro!
—Pero ¿dónde está ese maldito?
—Buscadlo y rompedle el espinazo.
—Y si no se encuentra el perro, rompédselo al amo.
—¡Mala centella los mate a los dos!
El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tan escandalosa, que
algunos balcones de la vecindad dejaron escapar un chirrido y se abrieron
discretamente. Las cabezas investigadoras que por ellos asomaron, no logrando
enterarse de lo que ocurría y temiendo resfriarse, se retiraron al instante. En la
casa de Elorza se asomaron tres o cuatro personas, que también se metieron
velozmente, y ¡oh dolor!, al retirarse cerraron tras sí los balcones.
—¡Ea, ya oímos lo que teníamos que oír!
—¿Han cerrado los balcones?
—Sí, señor, los han cerrado y han hecho perfectamente.
De aquella muchedumbre salió un suspiro apagado de fatiga y de rabia. Hubo
silencio durante un momento, como tributo rendido a sus esperanzas muertas.
Nadie se movía de su sitio. Al fin uno dijo en alta voz:
—Señores, buenas noches y divertirse. Me voy a la cama.
Este saludo les sacó de su estupor. Los grupos empezaron a disolverse
lentamente, no sin lanzar coléricas exclamaciones. Algunas personas se alejaron
caminando dentro de los soportales. Otras atravesaron la plaza con los paraguas
abiertos. Los menos, permanecieron en el mismo sitio haciendo interminables
comentarios sobre lo que acababa de ocurrir. Al fin quedó una media docena de
curiosos, que, fatigados de murmurar en aquel paraje, se fueron a hacer lo mismo
al café de la Estrella. Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el
soportal y el café, una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala
educación de aquel pueblo, decía con más cólera aún:
—¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de esta villa!
II

EL SARAO DE LOS SEÑORES DE ELORZA

—¡Qué lástima, Isidorito, que usted no hubiese estudiado para médico! ¡No sé
por qué se me figura que habría de tener usted mucho ojo para las enfermedades!
El joven se ruborizó de placer.
—Doña Gertrudis, me honra usted demasiado; no tengo otro mérito que el de
fijarme bien en lo que traigo entre manos, lo cual me parece de absoluta
necesidad en cualquier carrera a que uno se consagre.
—Tiene usted muchísima razón. Lo primero es fijarse en lo que se tiene
delante y no andar pensando en musarañas. Y si no, aplique usted el cuento a
don Máximo. No se le puede negar mucha sabiduría y buen deseo, pero tiene la
desgracia de no fijarse en nada de lo que le dicen, y por eso no da casi nunca en
el clavo. ¿Quiere usted decirme, Isidorito, cómo es posible que acierte a curar un
hombre que cuando el enfermo le está contando lo que padece se pone a tajar un
lápiz o a tocar el tambor con los dedos? ¡Usted no sabe lo que yo he sufrido por
su causa! ¡Que Dios no le tome en cuenta el mal que me ha hecho! Mi marido le
quiere mucho... y yo también, no vaya usted a creer... En medio de todo es un
buen sujeto, y hace veinticuatro años que entra en casa; pero hay que decir la
verdad aunque cueste trabajo: el pobre señor tiene la desgracia de no fijarse..., de
no fijarse poco ni mucho.
—Exacto, exacto. Don Máximo carece, a mi juicio, de las dotes de observación
indispensables para el arte que ejercita. Quizá se sorprenda usted de que
califique de arte a la medicina en vez de ciencia: es una opinión particular mía
que estoy dispuesto a sostener contra cualquiera, lo mismo en privado que en
público. La medicina, a mi juicio, no es otra cosa todavía que una profesión
empírica, puramente empírica. Repito que es una opinión particular y que, como
tal, la expongo; pero abrigo la confianza de que será muy pronto una verdad
universalmente aceptada.
—La verdad es, Isidorito, que a mí no acaba de entenderme. Anteayer pasé
todo el día con un ruido en la cabeza, como si estuviese tocando dentro de ella
una banda de tambores. Al mismo tiempo esta rodilla izquierda se me había
inflamado de tal modo que no pude ir siquiera desde mi cuarto al comedor. Le
mandé recado a don Máximo, y hasta el oscurecer no vino. Le digo a usted que
pasé un día cruel, y que si no hubiera sido por unos parches de sebo, que a
medianoche me puso mi hija Marta en las sienes, me hubiese muerto sin
remedio, porque don Máximo no tuvo por conveniente mandar encender luz
siquiera para verme.
—Lo que usted indica corrobora más y más mi aserto. Vea usted cómo los
remedios caseros, administrados sin otro discernimiento que el que comunica la
rutina, por los resultados obtenidos en una larga serie de casos, obran a veces
sobre el organismo de modo más favorable que una medicación científica. No
acaece otro tanto en nuestra profesión, señora, donde todos los casos que puedan
ocurrir están de antemano previstos por las leyes o por la jurisprudencia elevada
a la categoría de ley. No hay un solo litigio que no tenga ya su resolución
adecuada en los códigos civiles, ni puede cometerse absolutamente ningún delito
o falta que no esté comprendido en algún artículo del Código penal. Y para que
jamás pueda quedar nada al libre arbitrio de los tribunales (excepto la
interpretación usual), tenemos como derecho supletorio el canónico, que es un
abundante venero de reglas de conducta, aunque basadas todas ellas
principalmente en la equidad.
—Cierto, cierto, Isidorito. Los médicos no entienden absolutamente una
palabra. Si yo pudiese meter en frascos otra vez las medicinas que he tomado,
podía muy bien abrir botica. Ya ve usted que estoy como el primer día... ¡Lo
mismo que el primer día!..., sin adelantar un paso siquiera... Dios me concede
mucha resignación, que si no... Mire usted, ayer estuve regularmente, pero lo que
es hoy, por ser día de mi santo, me encuentro fatal, fatal... Un desasosiego en
todo el cuerpo..., un hormigueo en las piernas..., un ruido en los oídos... Usted,
que tiene tanto talento, ¿no sabría lo que es este ruido en los oídos?
—Señora, yo creo..., ejem..., que esa enfermedad obedece a un estado
puramente nervioso... Las alteraciones nerviosas son tan variadas y extrañas...,
ejem..., que no es posible someterlas a principios fijos, sino más bien conviene
no sentar ninguna regla y estudiarlas en detalle, o sea cada una de por sí.
Trabajo le costó, pero al fin salió del paso. Isidorito era un muchacho
macilento y encogido, con hondos y precoces surcos en las mejillas, de pelo ralo
y ojos saltones. Se le tenía por uno de los jóvenes más formales o acaso el más
formal de la villa y servía siempre de espejo a los padres de familia para afear la
conducta de sus hijos calaveras:—«¿No ves a Isidorito qué bien se produce en
sociedad, y con qué aplomo habla sobre todas las cuestiones?»—«¡Ah, si tú
fueses como Isidorito, qué vejez tan dulce me harías pasar!»—«¡Vergüenza te
había de dar que Isidorito se hubiese hecho doctor hace ya cuatro años, y tú no
hayas logrado graduarte de licenciado todavía, zopenco!»
Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en
que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado
de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba
casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta. En su rostro
descaecido y marchito, sin embargo, no se habían borrado aún enteramente los
rasgos de una belleza excepcional, que había dado mucho que decir allá por los
años de 1846 al 48, y que le valiera multitud de romances, sonetos y acrósticos
de los más eminentes poetas de la villa, insertos en un periódico semanal que
entonces se publicaba en Nieva con el título de El Judío Errante. Doña Gertrudis
guardaba con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de Judíos
Errantes y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus acrósticos
con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis galopante, sería a la
fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho, llamado Ulpiano Menéndez,
que se ocultaba bajo el seudónimo de El Moro de Venecia, no se hubiera
marchado a América a hacer fortuna en el comercio, sería por lo menos tanto
como Zorrilla o Espronceda. Don Mariano, su esposo, participaba de la misma
convicción, aunque en otra época, tanto el poeta lírico como el comerciante le
habían causado grandes desasosiegos y turbado no pocas veces la paz de sus
relaciones amorosas. Pero era hombre justificado y amigo de dar a cada uno lo
suyo.
Doña Gertrudis estaba rebujada en una magnífica manta de felpa, y tenía la
cabeza cubierta con una cofia, por debajo de la cual enseñaba algunos cabellos
entre rubios y blancos. Su rostro era de singular blancura mate, fino y correcto.
Los ojos azules y sumamente tristes. Más que de la enfermedad advertíanse en
aquel rostro las huellas de la clausura.
—Me mata, me mata este ruido en los oídos. No puedo comer, no puedo
dormir, no puedo sosegar en ninguna parte.
—Juzgo que debiera usted permanecer en la cama.
—Es peor, Isidorito, es peor. En la cama no puedo prender los ojos. Empiezo a
dar vueltas como un molinillo y llega a producirme fiebre. Estoy mucho más
enferma de lo que se cree. Ya se verá cómo esto tiene mal fin. Hoy me encuentro
tan nerviosa, tan nerviosa... Tómeme usted el pulso, Isidorito, y dígame usted si
tengo fiebre.
Al sacar la mano enflaquecida y dársela al joven, don Mariano y don Máximo,
que charlaban animadamente en el hueco de un balcón, dirigieron la vista hacia
allí y sonrieron. Doña Gertrudis se ruborizó un poco y volvió a ocultar su mano
velozmente dentro de la manta.
—Ya tiene un nuevo médico de cámara su señora—apuntó don Máximo con
acento irónico.
—¡Bah, bah, bah!... ¿Con qué perro o gato de la villa habrá dejado mi mujer de
celebrar consulta? Estos días anda furiosa con usted y dice que se va a morir sin
que usted haga caso de ella. Yo la encuentro mejor que nunca... Pero vamos a
ver, don Máximo, ¿usted cree de buena fe que podemos aceptar el trazado de
Miramar?
—¿Y por qué no?
—¿No comprende usted que nos hundimos para siempre?
—Don Mariano, me parece que está usted obcecado. Lo que le importa a Nieva
es tener ferrocarril pronto, pronto, pronto.
—Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril bueno, bueno, bueno. El
trazado de Miramar sería nuestra ruina, porque nos acerca a Sarrió, que, como
usted sabe muy bien, tiene más importancia comercial y marítima que nosotros.
En pocos años nos tragaría como una pepita de cereza. Además debe usted tener
en cuenta que habiendo quince kilómetros desde el empalme hasta Nieva y doce
solamente a Sarrió, ninguna mercancía dejará de preferir este punto para
exportarse. Si a esto agrega usted que tarde o temprano...
Un golpe violento de tos cortó la palabra a don Mariano. Era un hombre
grueso, alto, con barba y cabellos blancos; aquélla muy crecida. Sus ojos negros
brillaban como los de un joven, y en sus mejillas sonrosadas el tiempo no había
conseguido labrar profundos surcos. Sin duda había sido uno de los jóvenes más
gallardos de su época. Tal como ahora le hallamos, todavía llamaba la atención
por su fisonomía simpática y venerable, y por su figura atlética. Con la violencia
de la tos, su temperamento sanguíneo experimentó una fuerte sacudida: el rostro
se coloreó excesivamente. Cuando hubo cesado, tornó a coger el hilo del
discurso.
—Si a esto agrega usted que tarde o temprano tendremos un buen puerto, ya
sea en El Moral o en el mismo Nieva, porque la guerra no ha de durar
eternamente ni el Gobierno ha de dejarnos reducidos siempre a la condición de
parias, ya verá usted qué vuelo toma en un instante el comercio de la villa y qué
pronto le hacemos sombra a Sarrió.
—Bien, bien: convengo en que el trazado de Sotolongo ofrece algunas
ventajas; pero usted bien sabe que por ahora ni en mucho tiempo no hay que
soñar con él, mientras que el de Miramar lo tenemos en la mano. El Gobierno
está profundamente interesado en ello, porque no hay otro medio de proteger
nuestra fábrica de armas. Ya comprende usted que si los carlistas llegasen a
romper la línea de Somosierra, entrarían aquí como Pedro por su casa, tomarían
las armas que les pareciera, inutilizarían la fábrica y podrían marcharse por el
valle de Cañedo sin peligro alguno. Por ahora no hay cuidado que rompan la
línea, ya lo sé, pero ¿quién puede asegurar lo que sucederá con el tiempo?
Además, ¿no puede llegar un día en que el mismo elemento carlista que aquí
tenemos levante la cabeza? Pues si hubiese ferrocarril, cualquiera que él fuese,
nada más fácil que poner aquí en dos horas cuatro o cinco mil hombres...
—En primer lugar, don Máximo, un ferrocarril militar, como usted mismo
confiesa que es el de Miramar, no es el que tenemos derecho a exigir de la
Nación. Necesitamos un ferrocarril verdadero y adecuado para el fomento de
nuestros intereses y que no sirva únicamente para proteger una fábrica. Hágase
usted cargo de que es obra para siempre y que, si desde su origen adolece de un
vicio grave, este vicio pesará eternamente sobre nuestra villa. En segundo lugar,
los carlistas no pasarán jamás de Somosierra. En cuanto a que aquí levanten la
cabeza, demasiado comprende usted que no es posible, porque cuentan con muy
pocos elementos..., y eso que bien lo trabajan.
—¡Ya lo creo que lo trabajan! Hay que estar prevenidos... y no dormirse... Y en
último resultado, más vale pájaro en mano... Pero dígame usted, don Mariano,
hablando de otra cosa, ¿han terminado ya de arreglar las cocheras?
Don Mariano, antes de responder, se palpó con aire distraído todos los bolsillos
de la ropa, y no hallando lo que buscaba, dirigió la vista hacia un rincón de la
sala.
—Martita, ven acá.
Una niña que estaba sentada en el extremo de un diván, sin hablar con nadie,
llegó corriendo. Podría tener trece o catorce años, pero estaban ya bien señaladas
en ella las formas de la mujer: vestía de corto, sin embargo. Era blanca, con ojos
y cabellos negros, mas su semblante no ofrecía la expresión provocativa que
suele tener esta clase de rostros. Las facciones no podían ser más correctas ni el
conjunto más armonioso. Faltaba a aquella belleza, no obstante, un soplo de vida
que la animase. Era lo que se llama vulgarmente un rostro parado.
—Oye, hija mía; ve a mi cuarto, abre el segundo cajón de la izquierda de la
mesa de escribir y tráeme la petaca.
La niña se alejó presurosa y no tardó en volver con ella.
—Vamos a fumar al comedor—dijo don Mariano tomando a don Máximo del
brazo.
Y ambos salieron del salón por una de las puertas laterales.
Marta volvió a sentarse otra vez en el mismo sitio. Las señoras que se hallaban
cerca estaban empeñadas en una conversación animadísima en la cual ella no
tomaba parte. Quedose, pues, sentada, paseando su mirada indiferente de una a
otra parte de la sala, deteniéndola ahora en un grupo, ahora en otro de
circunstantes y fijándola más particularmente en el pianista que ejecutaba a la
sazón la sinfonía de Semíramis.
Pocas veces había presentado el salón de los señores de Elorza aspecto tan
brillante. Todos sus divanes de damasco floreado estaban ocupados por señoras
ricamente ataviadas, con los brazos y el pecho al aire. La araña de cristal que
colgaba en el centro despedía hermosos cambiantes de luz que iban a caer sobre
su tersa piel produciendo visos nacarados. Los espejos reflejaban de uno y otro
lado aquellos pechos hasta el infinito. El severo papel verde botella del salón
realzaba su blancura. Marta tenía frente a sí a las señoras de Delgado; tres
hermanas, una viuda y dos solteras. Todas pasaban de los cuarenta. Las solteras
no fiaban de su juventud, pero tenían absoluta confianza en el poder de sus
espaldas lustrosas y en sus brazos redondos y crasos. Cerca de ellas estaba la
señorita de Morí, carirredonda, vivaracha, de ojos negros maliciosos, huérfana y
rica. Un poco más allá la señora de Ciudad, dormitando sosegadamente hasta
que llegaba la hora de recoger a las seis hijas que tenía diseminadas por los
distintos parajes de la sala. Allá, en un rincón, su hermana María charlaba
íntimamente con un joven. Los ojos de la niña rodaban de un sitio a otro
lentamente. La música le interesaba poco. Parecía estar segura de no ser
observada por nadie, y su rostro tenía la expresión glacial e indiferente del que
se encuentra solo en su cuarto.
Los caballeros, con levita negra correctamente abrochada, se arrimaban
lánguidamente a las puertas del gabinete y del comedor, lanzando desde allí
miradas persistentes a los brazos y los pechos que ocupaban los divanes. Otros
se mantenían en pie detrás del piano, esperando que un compás de silencio les
diese tiempo para expresar por medio de exclamaciones reprimidas la
admiración que rebosaba de su alma. Sólo muy pocos, bien quistos de la suerte,
habían logrado que alguna señora refrenase con la mano, en obsequio suyo, el
vuelo exuberante de sus faldas de seda y les hiciese un lugarcito a su lado.
Orgullosos de tal prerrogativa, manoteaban sin cesar y derrochaban su ingenio
para entretener a la magnánima señora y a las tres o cuatro amigas que tomaban
parte en la conversación. El torrente de fusas y semifusas que salía del piano
colocado en un ángulo del salón llenaba su recinto y apagaba enteramente el
cuchicheo de las conversaciones. A veces, sin embargo, cuando los dedos del
pianista herían suavemente las teclas en algún pasaje, se oía el ruido áspero de
los abanicos al abrirse y cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los
imprudentes que charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que
hacía volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano. El
calor era grande, a pesar de hallarse entreabiertos los balcones. La atmósfera,
sofocante y cargada de un desagradable olor, mezcla del perfume de pomadas y
esencias con los efluvios de los cuerpos que ya transpiraban. En esta mixtura de
olores predominaba el aroma acre de los polvos de arroz.
Doña Gertrudis, según costumbre cotidiana, se había dormido profundamente
en la butaca. Tenía fuero de enferma y nadie se lo tomaba a mal. Isidorito
levantose silenciosamente y fue a arrimarse a la puerta del gabinete. Desde
aquella posición inexpugnable comenzó a lanzar miradas abrasadoras, largas y
profundas sobre la señorita de Morí, que recibió los fuegos de la batería con una
calma heroica. Isidorito había amado a la señorita de Morí desde que tuvo
conocimiento de lo que eran dotes y bienes parafernales, asombrando después
por su fidelidad a toda la villa. Aquella pasión había hecho presa de tal suerte en
su alma, que jamás se le vio cruzar la palabra ni dirigir una mirada incendiaria a
otra mujer que no fuese la citada señorita.
Pero Isidorito, contra lo que pudiera creerse dados sus vastos conocimientos
jurídicos y su formalidad no menos vasta, experimentaba una leve contrariedad
en sus amores. La señorita de Morí tenía por costumbre prodigar sonrisas
amables a todo el mundo, derrochar miradas largas y apasionadas con todos los
jóvenes de la población; con todos... menos con Isidorito. Esta conducta
inexplicable no dejaba de causarle algunas inquietudes, obligándole a meditar
frecuentemente sobre la sabiduría de los legisladores romanos que jamás
quisieron otorgar capacidad jurídica a la mujer. Había sido nombrado
recientemente fiscal municipal del distrito, lo cual, al constituirle en autoridad, le
daba gran prestigio entre sus convecinos. Pues bien, la señorita de Morí, lejos de
dejarse fascinar por la nueva posición de su apasionado, pareció encontrar
ridículo tal nombramiento, a juzgar por el empeño con que desde entonces trató
de evitar toda comunicación visual con él. Pero nuestro joven no se dejó abatir
por estas nubecillas tan frecuentes entre enamorados y continuó bloqueando,
unas veces por medio de pláticas eruditas y otras con actitudes lánguidas y
románticas, la carita redonda y los tres mil duros de renta de la inquieta
damisela.
Al lado de Marta cierto joven ingeniero que acababa de llegar de Madrid
convertía en un edén con su charla insinuante y graciosa la tertulia que se había
formado para escucharle. Era una tertulia o petit comité, como lo llamaba el
ingeniero, compuesta exclusivamente de damas, donde el núcleo estaba
constituido por tres señoritas de Ciudad.
—Eso no es más que una galantería de usted, Suárez—dijo una señora.
—¡Ya se ve!—repitieron varias.
—Es la pura verdad, y cualquiera que haya vivido allí algún tiempo lo podrá
decir. En Madrid no hay términos medios: o las mujeres son totalmente
hermosas o totalmente feas. No hay el conjunto de rostros agradables y
simpáticos que aquí veo. Porque no les extrañará a ustedes que les diga que el
número de feas es allí mucho mayor que el de hermosas.
—¡Bah! ¡bah! En Madrid es donde se encuentran las mujeres más bonitas y,
sobre todo, más elegantes.
—Eso ya es otra cosa: elegantes, sí; pero bonitas, no paso por ello.
—Pues aunque usted no pase.
—Señoras, hay una razón para que ustedes sean más bonitas que las
madrileñas: es una razón que pueden apreciar mejor los que, como yo, se han
dedicado a las bellas artes. Aquí hay el color y la forma, que allí no existen. Esta
noche, afortunadamente, tengo ocasión de observarlo y de establecer
comparaciones que resultan muy favorables para ustedes. Ahora que nos
permiten contemplar lo que ordinariamente cubren con tal cuidado, puedo
asegurar que ustedes tienen forma de mujer, la forma que tanto admiramos en las
estatuas griegas y en las pinturas flamencas, mórbida, blanca, transparente,
mientras que al entrar en un salón de Madrid no se tropieza más que con
esqueletos en traje de baile...
Las señoras rieron, tapándose la cara con los abanicos.
—¡Qué lengua, qué lengua tiene usted, Suárez!
—No me sirve más que para decir lo que es cierto. Las niñas de Madrid me
hacen el efecto de sombras chinescas. En ustedes encuentro seres visibles,
palpables... y hasta confortables.
Marta observó que la bujía de un candelabro se estaba concluyendo y que iba a
hacer estallar la arandela de cristal. Se levantó y fue a apagarla con un soplo.
Después, al sentarse nuevamente, lo hizo en sitio distinto.
El pianista terminó sin novedad su sinfonía. Las conversaciones cesaron de
golpe. Algunos batieron las palmas y otros dijeron: «¡Muy bien, muy bien!»
Ninguno le había escuchado. El pianista se creyó indemnizado de sus fatigas, y
asomando la cara ruborosa por encima del piano, dio las gracias a la sociedad
con sonrisa triunfal. Un joven que traía el pelo sobre la frente al estilo de los
elegantes de Madrid aprovechó este momento de felicidad para obligarle a tocar
un vals-polca.
Desde los primeros acordes se pudo notar extraordinaria agitación en la
juventud de las puertas, que se enervaba a ojos vistas por la falta de ejercicio.
Algunos empezaron a meterse los guantes apresuradamente; otros se aliñaron los
cabellos con la mano y apretaron el nudo de la corbata. Uno preguntó con voz
alterada:
—Es mazurca, ¿verdad?
—No; es vals-polca.
—¿Cómo vals-polca?
—¿No lo estás oyendo?
—¡Ah, sí, es verdad! ¡Pues, señor, ese bruto del piano se empeña en que yo no
baile con Rosario esta noche!
Todos parecían inquietos y nerviosos como si fuesen a entrar en fuego. Los
más atrevidos salieron con paso rápido al medio de la sala y se acercaron a las
jóvenes, disimulando su emoción con una sonrisa petulante. Cuando la señorita
invitada se levantaba para apoyarse en su brazo, empezaban a sentirse dueños de
sí mismos. Otros menos osados daban tres o cuatro chupadas intensas al cigarro,
despidiendo el humo hacia el pasillo, y, después de arrojar la punta, se dirigían
pausadamente hacia alguna joven de las menos agraciadas, que les pagaba su
atención con una sonrisa henchida de promesas amables. Los más cobardes
forcejeaban con los guantes buen rato y concluían por rogar a algún señor grave
que les abrochase los botones. Terminada la operación y al disponerse a bailar,
se encontraban con que no había ninguna muchacha sentada. Entonces se
resignaban a bailar con alguna mamá.
Una en pos de otra, todas las parejas rompieron el baile. Marta permaneció
sentada. Dos o tres pollastres habían venido muy almibarados y dándose aires de
protección a invitarla, pero les contestó que no sabía bailar. El motivo verdadero
de la negativa era que a su padre no le gustaba que empezase tan niña a figurar
en sociedad. Quedose, pues, mirando atentamente cómo daban vueltas los
demás. Sus grandes ojos negros se iban posando con plácida expresión sobre
cada una de las parejas que por delante de ella cruzaban. Algunas le interesaban
más que otras, y las seguía con la vista. Las actitudes, los movimientos y la traza
de ellas eran tan distintos que ofrecían estudio curioso. Un joven largo y delgado
doblaba cuanto podía el espinazo para abrazar a una señorita diminuta que se
empinaba sobre la punta de los pies. Una dama ajamonada y obesa se apoyaba
lánguidamente sobre el hombro de un muchacho, embadurnándole la levita con
el blanco cera de Circasia. Algunos, como Isidorito, no llevaban compás de
ninguna clase, y pisaban con frecuencia a sus parejas, que concluían por
declararse fatigadas y pedir tregua. Otros lo marcaban con fuertes taconazos,
estropeando la alfombra. A éstos les miraba Marta con cierta mala voluntad de
ama de casa. Al cabo de un rato los rostros empezaron a reflejar el cansancio,
poniéndose rojos o pálidos, según el temperamento de cada uno. Con la boca
entreabierta, las mejillas inflamadas y la frente cubierta de sudor, no ofrecían
otra expresión que la de la estupidez más cumplida. En un principio habían
sonreído y hasta habían dejado escapar de sus labios alguna palabra galante; pero
muy pronto cesaron las galanterías y se apagó la sonrisa. Todos concluyeron por
brincar graves y silenciosos, como si una mano invisible descargase latigazos
sobre ellos para que lo hiciesen. Marta cerraba de vez en cuando los ojos, y de
esta suerte evitaba el mareo que empezaba a acometerle.
Al fin dejó de sonar el piano repentinamente. Las parejas, en virtud del impulso
adquirido, dieron otros tres o cuatro saltos sin música, lo cual hizo sonreír a
Marta. Antes de sentarse, las muchachas pasearon unos momentos por el salón
de bracero con sus galanes, anudando alguna rota e interesante plática. El
pianista recibía las gracias efusivas del pollastre del pelo por la frente. Al cabo,
las damas fueron sentándose en sus respectivos sitios, y los galanes se
replegaron de nuevo hacia las puertas, limpiándose el sudor con el pañuelo. Los
que habían bailado con las bellezas de la sala tenían la cara resplandeciente de
felicidad y acogían, sonriendo, las bromitas de sus amigos, mientras los que
habían apechugado con las feas, un tanto mohínos, ponían por las nubes la
destreza en el baile de sus parejas.
El joven del pelo por la frente inició la idea de que cantase don Serapio, y
recorrió los diversos grupos del salón haciendo propaganda instantánea y
satisfactoria de tan feliz pensamiento.
—Sí, sí, que cante don Serapio.
—Que cante don Serapio, que cante don Serapio.
—¡Señores, por Dios! Estoy sumamente acatarrado.
—Mil gracias, señoras, mil gracias. Quisiera poseer en este momento la voz de
un ángel, porque los ángeles sólo deben escuchar a los ángeles.
El piropo produjo excelente efecto en la parte femenina del salón. La parte
masculina lo recibió con sonrisas burlonas.
—Siempre hemos tenido gusto en escucharle; ya lo sabe usted.
—Porque siempre va unida a la belleza la bondad. Los rostros son espejo de las
almas, suelen decir, y si esto es cierto, ¿cómo no han de ser ustedes benévolas
conmigo?
El segundo piropo fue recibido también con risas de complacencia por las
señoras. Los hombres continuaron sonriendo malignamente.
—A cantar, a cantar, don Serapio.
—¡Pero si no tengo nada ensayado!... No sé cómo arreglarme para
corresponder a tanta bondad... Además, estoy ronco.
Don Serapio se hizo de rogar todavía algún tiempo. Por último se fue
acercando al piano rodeado de señoras, a quienes dirigía sonrisas y palabras
llenas de almíbar, y terminó por sacar disimuladamente un rollo de papeles de
música que traía en el bolsillo interior de la levita. El pianista se hizo cargo al
instante de la maniobra, y le ayudó, quitándoselo rápidamente de la mano.
—Don Serapio, va usted a cantar..., va usted a cantar... la romanza Lontano a te
—dijo, desplegándola sobre el atril.
—¡Oh, por Dios! Es demasiado sentimental, y estas señoras no están ahora por
el romanticismo...
—Al contrario, don Serapio—exclamó una de las señoritas de Delgado—, las
mujeres, en esta época de interés y de cálculo, somos las que debemos rendir
culto al sentimiento y al corazón.
—¡Siempre tan linda como discreta!—manifestó el cantante inclinándose hasta
el suelo.
Comenzó a preludiar el piano. Don Serapio, antes de emitir nota alguna, arqueó
repetidas veces las cejas y estiró cuanto pudo el cuello en señal de asentimiento.
Pasaba de los cincuenta, aunque las pomadas, tinturas y cosméticos le diesen
aspecto de joven a cierta distancia. De cerca, sus bigotes engomados a la
perfección no bastaban a compensar las patas de gallo y arrugas de todo linaje
que le cruzaban el rostro. Era fabricante de conservas alimenticias y solterón
empedernido, no porque dejase de honrar al bello sexo y tenerle en gran estima,
sino porque pensaba que el matrimonio era la muerte del amor y sus ilusiones.
No había hombre más azucarado y mantecoso en conversación con las damas, ni
jamás tuvo galán un surtido más numeroso de requiebros para soltarles. En casi
todos ellos jugaba mucho papel el fuego de la pasión, la pérdida del albedrío, el
aliento perfumado, los latidos del corazón y otras cuantas lindezas análogas,
todas trasnochadas. Esto en cuanto a las señoras. En cuanto a las doncellas de
labor y cocineras, no paraban aquí los galanteos de don Serapio. Se le
consideraba como uno de los más terribles y dañinos seductores de este género;
y era cosa bien sabida en Nieva que más de una vez y más de dos habían ido a la
fábrica con algún tierno infante entre los brazos a armarle un escándalo
mayúsculo, que él se había apresurado a conjurar con los rellenos de su gaveta.
Ordinariamente hacía una vida arreglada, levantándose muy de mañana, yendo a
la fábrica a despachar las cuentas y a inspeccionar el condimento de los pescados
y mariscos y viniendo a eso de las cinco de la tarde a jabonarse y vestirse para
emprender su paseo o sus visitas que no eran pocas, y que terminaban siempre a
las once de la noche. La única lectura que le agradaba, las novelas de crímenes.
La voz de don Serapio era poquita, pero desagradable, como decía un joven
humorista de los que se arrimaban a las puertas. Nunca pudo averiguarse si era
tenor, barítono o bajo. En cambio, cantaba con un sentimiento capaz de derretir a
las piedras, del cual podía juzgarse por los movimientos infinitos de sus cejas y
por la expresión de desconsuelo que tomaba su fisonomía así que se hallaba
frente al piano. Nadie vio un rostro tan arqueado, estirado y compungido. La
romanza Lontano a te, más que ninguna otra, tenía el privilegio de despertar su
sensibilidad y dar a sus ojos expresión extremadamente amarga.
Mientras el fabricante de conservas expresaba en italiano el dolor de hallarse
lejos de su amada, la hija mayor de los señores de la casa seguía conversando en
el paraje más retirado de la sala con un joven de fisonomía abierta y simpática,
moreno, de ojos negros y bigote naciente.
—Enrique no entendió bien mi encargo—decía el joven—. Yo le pedía que me
remitiese un aderezo de valor y lo que me manda es medio aderezo vulgarísimo
hasta más no poder; tanto, que pienso devolvérselo mañana mismo sin
mostrártelo siquiera.
—No te moleste más; es igual uno u otro.
—¡Cómo ha de ser igual! ¿De cuándo acá, señorita, se ha vuelto usted tan
indiferente en asuntos de tocador? Estoy seguro de que si te trajese el dichoso
aderezo reirías en grande.
—No lo creas.
—¿Te figuras acaso que no me acuerdo de la burla que has hecho del sombrero
que tu tía Carmen te regaló hace pocos días?
—Hice mal en burlarme; pero tú haces también mal en echármelo en cara. La
verdad es que, en resumidas cuentas, lo mismo da un sombrero o un aderezo que
otro.
—Corriente; dale expresiones. Te conozco bien y no me dejo engañar. El
aderezo se devolverá y en su lugar vendrá otro a mi gusto y al tuyo... Dejemos el
aderezo... Algo tenía que decirte y ya no me acuerdo... ¡Ah, sí! Es necesario que
escribamos a tu tío Rodrigo, pues según la carta que de él recibí hoy, no sabe
todavía el día en que nos casamos. Creo que debemos escribirle los dos en una
misma carta, ¿no te parece?
—Como tú quieras.
—Bien, pues mañana, antes de comer, pasaré por aquí y lo haremos.
Ambos callaron algunos instantes y atendieron al canto de don Serapio, que se
lamentaba cada vez con acento más patético de la soledad y tristeza en que su
dueño le tenía. Una de las señoritas de Delgado se llevó el pañuelo a los ojos,
declarando en voz baja a los que estaban cerca que desde hacía poco tiempo se le
saltaban las lágrimas por cualquier cosa.
—¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le va a
correr hacia atrás el peluquín.
—No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre que goce sin
ofender a Dios ni al prójimo.
—No, lo que es por mí ya puede cantar hasta que reviente... Pero observo,
niña, que te has vuelto muy moralista de algún tiempo a esta parte. ¿Tratas de
hacerle competencia al cura de la parroquia?
—Lo que trato es de que no seas murmurador. Si me quieres tanto como dices,
no debían ofenderte mis consejos.
—No me ofenden; todo lo contrario, los escucho siempre con gusto y los sigo...
cuando puedo. Ya conoces mi genio y sabes que no puedo menos de hablar en
broma. En fin, tiempo te queda para sermonearme a tu gusto, ¿verdad? No sólo
tiempo sino espacio también. Puedes ir echándome sermones desde Nieva hasta
Madrid, después de Madrid hasta París, y desde París a Milán, y desde Milán a
Venecia, y después hasta Roma y Nápoles, y otra vez de vuelta por Ginebra,
Bruselas, París y Madrid hasta casa. ¡Con qué gusto iré escuchando a un
predicador tan monísimo por todos esos países extranjeros! ¿Qué te parece el
itinerario de nuestro viaje?
—Bien.
—¡Bien, bien! Eso no es decir nada. ¡No parece sino que el asunto no te
interesa tanto como a mí! Yo no lo declaro definitivo mientras tú no hagas en él
las modificaciones que creas convenientes o lo varíes por entero si te place. El
mismo interés tengo en ir a París y Roma que a Berlín o a Londres. ¡Figúrate lo
que me importará, yendo contigo, viajar por un lado o por otro!
—Lo que tú determines estará bien.
—Dejémonos de cuentos: ¿te gusta el viaje que te propongo, sí o no?
—Ya te he dicho que sí.
—Pero, hija, ¿qué tienes? En toda la noche no he podido hacerte sonreír una
vez siquiera, ni pronunciar más que las palabras estrictamente necesarias. ¿A qué
viene esa gravedad? ¿Estás enfadada conmigo?
—¿Por qué había de estarlo?
—Eso pregunto yo, ¿por qué? Lo cierto es que lo estás, pues de otro modo no
tiene explicación el tono displicente con que me respondes hace rato.
—Es una suspicacia tuya. Te respondo como siempre.
Ricardo contempló en silencio a su novia, que separó la vista fijándola en don
Serapio.
—Podrá ser; pero no lo veo claro. Si realmente estuvieses enfadada, harías mal
en no decirme el motivo, para reparar mi falta, si por ventura la hubiese
cometido. La conciencia no me acusa de nada...
—Te digo que no estoy enfadada: ¡no seas pesado!
María pronunció estas palabras con evidente sequedad y sin apartar la vista del
cantante. Ricardo la contempló otra vez largamente.
—Bueno, bueno..., más vale así... Yo creía, sin embargo...
Ambos guardaron silencio buen espacio. Ricardo lo rompió diciendo:
—Cuando acabe don Serapio te van a hacer cantar a ti; estoy seguro... Todos
ganarán en ello menos yo...
—¿Pues?
—Por dos razones: la primera porque todo lo que gozo oyéndote cuando
estamos en familia, me disgusta cuando cantas en público; la segunda porque vas
a separarte de mí.
—No sé por qué te disgusta que cante en público. A mí es a quien disgusta... y
mucho. Lo de la separación es una tontería, porque estamos juntos mucho más
tiempo de lo que debiéramos.
—Es largo de explicar y difícil el porqué no me gusta que cantes en público.
Lo de la separación, aunque lo juzgues tontería, es la pura verdad. Por más que
estemos juntos algunas horas del día, aun me parece poco. Quisiera que lo
estuviésemos todas. En un hombre que se va a casar dentro de mes y medio no
creo que tenga mucho de particular este deseo...
Y bajando la voz, con acento apasionado, añadió:
—Ni me sacio ni me saciaré jamás de estar a tu lado, vida mía. En los años que
llevo adorándote, ni un solo momento he sentido la sombra del hastío. Cuando
estoy cerca de ti pienso que ni en el cielo estaría tan bien; cuando estoy lejos
pienso que estaría mejor junto a ti. Esto es una garantía de que nunca nos
cansaremos el uno al lado del otro, ¿no es verdad? Por mi parte te hago
juramento de que si llegamos a viejos me gustará más estar a tu lado que
tomando el sol... ¡Qué vida tan dichosa nos espera y cuánto tiempo hace que
sueño con ella!... ¿Te acuerdas cuando un día, en la huerta de casa, teniendo tú
ocho años y yo diez, mi pobre mamá nos hizo cogernos de la mano diciéndonos
gravemente: «¿Queréis ser marido y mujer?... Pues daos un beso y cuidado con
enfadarse más.» Desde entonces nunca pensé que podía casarme con otra mujer
más que contigo.
María no respondió a este fervoroso discurso. Siguió mirando con fijeza
extraña y como absorta en lejanos pensamientos al fabricante de conservas.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Que han venido también los estuches con tus vestidos, pero aun no los he
abierto. Los dos tienen sobre la tapa tu cifra con corona de marquesa. Aunque te
rías, no dejaré de decirte que me dio un salto el corazón al ver la corona. Me
pareció que ya estábamos unidos, que no había que esperar estos mortales
cuarenta y cinco días. No sé lo que daría por que hoy fuese el último de
diciembre. Dime, feísima ¿no tienes deseos de llamarte la marquesa de Peñalta,
de ser mía, mía para siempre?
María se levantó del diván y con gesto desdeñoso, sin mirar a su novio, repuso:
—Así, así.
Y fue a sentarse cerca de una de las infinitas señoritas de Ciudad. Ricardo
permaneció algunos instantes clavado a la butaca sin mover siquiera un dedo.
Después se levantó bruscamente y salió de la sala.
Don Serapio, al fin, terminó de llorar ausencias de su dama, asegurando en una
última fermata que, si tal estado de cosas se prolongaba, moriría sin remisión. El
pianista secundó este grito de dolor con una escala en octavas estrepitosas. Sonó
un largo palmoteo y se dirigieron al cantante por parte de las damas sonrisas
afectuosas de aprobación. La juventud de las puertas, siempre bromista, se
empeñó en hacerle repetir la romanza; pero don Serapio tuvo bastante buen
olfato para advertir que los aplausos juveniles no eran de buena ley, y se negó a
complacerla.
Entonces el pollo del pelo por la frente dirigió a la asamblea la siguiente
alocución:
—Señores, yo creo que ya es hora de que escuchemos a la gran artista... Todos
esperamos con impaciencia que María nos proporcione... uno de esos momentos
felices..., que otras veces nos ha proporcionado..., ¿verdad?
—Eso es: que cante María.
—Sí, cantará, porque es muy amable.
El orador fue a dar el brazo a la señorita de la casa y la trajo hasta el piano.
Cuando María quedó sola y en pie frente a la tertulia, produjo como siempre un
estremecimiento de admiración: «¡Qué hermosa, qué hermosa!—¡Esta chica
cada día es más bonita!—¡Qué gusto exquisito tiene para vestirse!—¡Parece una
reina!» Estas y otras muchas frases laudatorias fueron las que se dijeron al oído
los tertulios de los señores de Elorza.
Sin ser muy alta, tenía una estatura y porte majestuosos. Era delgada, flexible y
elegante como las bellas damas del Renacimiento que los pintores italianos
escogían para modelos. La línea de su cuello mórbido y lustroso recordaba las
estatuas griegas. Este cuello servía de sostén a una cabeza rubia de rostro blanco,
levemente sonrosado en las mejillas, fino, correcto, transparente, con labios rojos
y ojos azules. Semejaba notablemente al de doña Gertrudis, pero tenía una
expresión persuasiva e insinuante que jamás había mostrado el de aquella
esclarecida señora, por más que otra cosa asegurase el poeta lírico de los
acrósticos. En torno de sus ojos claros y brillantes se observaba un leve círculo
morado que prestaba a su rostro cierta tintura poética.
—Ya verá usted, Suárez, qué modo de cantar tiene esta chica—dijo una señora.
—Lo celebraré, porque este señor don Serapio me había descompuesto los
oídos para una temporada.
—¡Oh, María es una profesora!
—Lo que reconozco por ahora es que tiene una figura preciosa.
—¡Pues cuando usted la oiga!...
—Esa chica lo hace todo bien. ¡Si viera usted cómo dibuja!
—¿No tienen más hija que ésta los señores de Elorza?
—Y aquella otra niña que está sentada allí enfrente, que se llama Marta. Ha de
ser muy linda también.
—En efecto, es bonita..., pero no tiene expresión alguna. Es una belleza vulgar,
mientras que su hermana...
—Silencio, que ya empieza.
Guardose por la reunión un silencio que siempre había sido el ideal de don
Serapio, irrealizable como todos los ideales. María cantó varios trozos de ópera
que le fueron pidiendo, sin hacerse de rogar. Cuando terminó, los aplausos
fueron tan vivos y prolongados que la hicieron ruborizarse.
Suárez manifestó a su tertulia de señoras que tenía una voz parecida a la de la
Nantier Didier y que con poco tiempo de Conservatorio podría competir con las
primeras contraltos.
Como cesaran las felicitaciones y las miradas de todos dejaron de estar fijas
sobre ella, una sombra de tristeza se esparció por el hermoso semblante de
María. Acercose a doña Gertrudis y le dijo al oído:
—Mamá, me duele muchísimo la cabeza.
—¡Ay, hija de mi alma, te compadezco! A mí se me está partiendo también de
dolor.
—Quisiera irme a acostar.
—Pues ve, hija mía, ve; yo diré que te has sentido un poco indispuesta.
—Adiós, mamaíta. Que pases buena noche.
María besó a su madre en la frente, y poco a poco, procurando no ser notada,
salió del salón por la puerta del comedor. Se detuvo en él a beber un vaso de
agua azucarada y quedó un instante inmóvil con la mirada puesta en el vacío. La
sombra de tristeza había obscurecido mucho más su semblante.
Salió del comedor y atravesó un largo pasillo bastante obscuro. Al final había
una puerta de donde arrancaba una escalerilla interior. Apenas hubo subido
cuatro o cinco peldaños, se sintió cogida fuertemente por el brazo y dejó escapar
un grito de susto. Al volverse percibió con dificultad el rostro pálido y
angustiado de su novio.
—¡Ricardo! ¿Qué haces aquí?
—Vi que salías del comedor y te he seguido.
—¿Para qué?
—Para oír otra vez de tus labios la palabra infame que me has dicho en el
salón. ¿Crees, por ventura, que no vale la pena de repetirse? ¿Crees que puedo
renunciar a todo un pasado de amor, a todo un porvenir de dicha, a todos los
sueños gratos de mi vida sin llamarte infame, cien veces infame, mil veces
infame, ahora aquí entre los dos, después en plena tertulia, después ante el
mundo entero?... ¡Ven, ven, miserable!... ¡Ven, a que te lo llame delante de todo
el mundo!...
Y Ricardo, pálido y trémulo como el jugador que pone junto a una carta las
últimas monedas que le quedan, trataba de arrastrar a su novia hacia la sala,
sujetándola fuertemente por la muñeca.
María inclinó la cabeza y no dijo una palabra. Se dejó arrastrar sin oponer
resistencia, bajando los cuatro o cinco peldaños de la escalera. Mas al llegar al
pasillo, Ricardo sintió en la mejilla un beso cálido que le hizo soltar su presa y
retroceder con espanto. Inmediatamente los brazos de María se anudaron a su
cuello y sintió en los labios la presión de otros labios.
—¡Ricardo mío, por Dios, no me martirices más!
Estas palabras, dichas al oído con acento apasionado, fueron acompañadas de
una nube de caricias. El joven la estrechó fuertemente contra su pecho sin
contestar, porque la emoción le tenía embargado. Cuando estuvo un poco más
sereno, le preguntó con voz débil:
—¿Me quieres?
—Con toda mi alma.
—¿No fue más que un instante de mal humor?
—Nada más.
—¡Oh, qué rato tan amargo me has hecho pasar! Por todo el oro del mundo no
lo pasaría otra vez.
—¿No quedas bien pagado, di?
—Sí, hermosa.
—Suelta. Me voy a acostar. ¡Tengo un dolor de cabeza tan fuerte!...
—Espera un poco... Déjame darte un beso en la frente... Ahora otro en los
ojos... Ahora otro en los labios... Ahora en las manos...
—Adiós.
—Adiós.
—Suelta, Ricardo, suelta...
El joven la tenía sujeta aún por las manos, riendo de felicidad. María
forcejeaba por desasirse, riendo también.
—Vamos, déjame marchar; no seas tonto.
—Porque no soy tonto no te dejo marchar.
—Mira que me duele la cabeza.
—Bien, pues te dejo.
—Hasta mañana. ¡Cuidado con bailar ahora!
—No tengas cuidado. Me voy a marchar en seguida. Hasta mañana.
María se escapó corriendo, Ricardo trató de alcanzarla otra vez saltando por la
obscura escalera; pero no pudo. La joven le dio las buenas noches con una alegre
carcajada desde arriba.
Al penetrar de nuevo en el salón, Ricardo sonreía como un bienaventurado. El
brillo de la araña le trastornó un poco y se apresuró a sentarse.
El gabinete de María, al llegar a él su dueña, estaba sumido en las tinieblas.
Buscó a tientas las cerillas y encendió una lámpara de bomba esmerilada. Estaba
decorado con lujo y con un gusto que rara vez suele verse en los pueblos
secundarios. Los muebles vestidos de raso azul; las cortinas y el papel de las
paredes, del mismo color. En el hueco de dos ventanas había un armario de
caoba con espejo de cuerpo entero. El tocador, abrumado bajo el peso de los
frascos, arrimado a la pared opuesta. La alfombra era blanca con flores azules. El
esmero exquisito con que todos los objetos se hallaban colocados en sus puestos,
la elegancia y coquetería de los muebles y el perfume delicado que al entrar se
percibía, bien claramente anunciaban el sexo y la calidad de la persona que lo
habitaba.
Cuando María dio luz a la lámpara se encontraron sus ojos con los de una
imagen del Redentor que ocupaba el centro de la mesa donde la luz ardía. Era de
madera primorosamente tallada y pintada y con cierta expresión triste y apacible
en el rostro que había sido la que moviera la joven a comprarla. Al tropezar con
la mirada dulce pero glacial de la imagen, se apagó la sonrisa feliz que aun
vagaba por sus labios, quedando inmóvil y hondamente pensativa. Poco a poco y
a influjo sin duda de las ideas que la embargaron, su rostro perdió la expresión
habitual y fue adquiriendo otra dolorida y humilde como la de una Magdalena.
En aquel momento los acordes del piano subieron vibrando por la obscura
escalera, señalando los primeros compases de un insinuante rigodón. Dejose caer
de rodillas y dobló la cabeza. Al poco tiempo sollozaba. Sus labios se apretaron
convulsos contra los desnudos pies del Salvador murmurando palabras
ininteligibles.
Después de un largo rato alzó la cara bañada en lágrimas y exclamó con acento
de dolor:
—¡Jesús mío, cuánta traición, cuánta traición!... ¡Qué mal os pago el amor que
me tenéis!... ¡Castígame, Señor, para que pueda tener sosiego!
Levantose del suelo, tomó la lámpara en una mano y penetró en su alcoba. Era
pequeñita y tibia como un nido y estaba adornada con profusión de estampas de
Jesús y de la Virgen. El lecho, cubierto con pabellón de gasa, blanco y risueño
como el altar de un bautizo. Dejó la luz sobre la mesa de noche y con semblante
más tranquilo se desnudó en breves instantes.
Después tomó una manta de viaje del ropero, se envolvió con ella, apagó la
lámpara, hizo repetidas veces la señal de la cruz sobre la frente, sobre la boca y
sobre el pecho, y se acostó en el suelo. El blanco lecho cubierto de seda y
batista, tierno y perfumado y henchido de sensuales caricias, la estuvo
reclamando en vano toda la noche. Así permaneció extendida sobre el pavimento
hasta que la luz del día rayaba.

III

LA NOVENA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Rayaba apenas el día cuando nuestra joven se levantó bruscamente del suelo.
Quedose inmóvil un instante con el oído atento; pero no percibió el sonido de las
campanas de San Felipe, que creyó escuchar en sueños. Se había equivocado;
todavía no eran las seis. Encendió la lámpara, y saliendo al gabinete se puso a
orar humildemente postrada frente a la imagen de Jesús. Como no tenía puesta
más que una fina camisa de batista, el frío la traspasó en seguida y empezó a
tiritar; pero no quiso dejarse vencer y siguió orando hasta que sus dientes
chocaron fuertemente unos contra otros. Sólo entonces se decidió a dejar la
postura que había tomado y vestirse. Después abrió las cuatro ventanas del
gabinete y apagó la luz.
Una escasísima claridad triste y fría invadió la habitación de la señorita de
Elorza, prestando a los muebles un aspecto lúgubre que estaban lejos de tener
ordinariamente. El frío de la mañana los penetraba también como a su dueño;
yacían silenciosos y melancólicos, esperando, sin duda, que los rayos del sol
mostraran su belleza y esplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el
barniz, producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de un
moribundo. El gabinete se hallaba en una especie de torreón cuadrado que la
casa tenía por la parte de atrás en uno de sus ángulos. Levantaba por encima de
ella algunas varas y recibía luz por los cuatro lienzos de sus paredes. La torre no
contenía más que dos habitaciones: la de María, compuesta de gabinete y alcoba,
y la de su doncella Genoveva, que constaba de un solo cuarto. Eran las
habitaciones más frías, pero también las más alegres de la casa. Las pocas veces
que el sol se dignaba salir en Nieva, iba derecho a alojarse en ellas; las invadía
sin miramientos como un huésped soberano, y se pasaba el día en su interior
reflejándose en los espejos, matizando el raso de las sillas, estropeando el charol
de los armarios y regalándose, en fin, de mil diversas formas. Todo esto, por
supuesto, si Genoveva no había tenido la precaución de echar las cortinas a
tiempo. Eran también las más silenciosas. Los ruidos de la casa no llegaban
hasta ellas, y los de fuera, por la situación que ocupaban, era imposible que las
turbaran. Solamente el viento, que casi nunca dejaba de soplar fuerte en la torre,
producía ruidos extraños, sobre todo por la noche, suspirando unas veces,
riñendo otras y lamentándose constantemente de que le tuviesen herméticamente
cerradas las ventanas. Durante el día, ni se lamentaba ni reñía, contentándose
con zumbar perpetuamente, pero con mucha discreción, como los caracoles de
mar cuando se acercan al oído.
María se acercó rebujada en su chal y tiritando aún a una de las ventanas que
daban a la huerta, cuyas tapias lindaban con el muelle. Desde aquella ventana se
oteaba la ría entera de Nieva hasta El Moral, que era el sitio por donde
comunicaba con el mar. No mediría más de una legua de largo; el ancho variaba
extremadamente, según se la viese en baja o pleamar, en mareas vivas o muertas.
Cuando las grandes mareas alcanzaría hasta media legua, lamiendo las faldas de
las colinas cubiertas de pinos que a uno y otro lado cerraban la cuenca. En la
hora de bajamar el agua se retiraba por completo, dejando apenas un hilo
estrecho y retorcido que corría por el centro. Entre las colinas limítrofes y este
canal quedaba por ambas orillas una extensa superficie gris de limo suelto,
salpicado de charcos de agua donde los pilluelos del muelle gustaban de
hundirse y revolcarse hasta que se embadurnaban asquerosamente para ir luego a
lavarse arrojándose de cabeza en el canal. Por encima de las tapias de la huerta
asomaban los palos de algunos barcos, que no llegarían a una docena, anclados
en el muelle, los más de ellos pataches y quechemarines de escasísimo porte.
La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavía
profundamente obscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo el perfil de
los montes lejanos. Después fue a tomar un libro que tenía en la mesa de noche
de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía leer. Aun no había suficiente
claridad. Posó el libro sobre una silla y se acercó de nuevo a la ventana,
apoyando la frente sobre los cristales. El cielo iba agrandando sus claraboyas por
la parte de El Moral sin infundir vida ni alegría sobre la tierra. La luz creciente
no servía más que para esclarecer su semblante hosco. Se preparaba un día
desapacible, como los que acostumbran a disfrutar los habitantes de Nieva la
mayor parte del año.
El gabinete se iba iluminando lentamente; los primorosos muebles y objetos
que lo adornaban salían de la obscuridad graciosos, esbeltos y risueños como las
bailarinas de las óperas cuando a un golpe de la orquesta se despojan del manto
que las transformaba en espectros. Pero la luz no sonreía; cada vez se mostraba
más triste y severa. Por delante de las grandes nubes de un color violeta obscuro
que se amontonaban allá en el horizonte sobre las cuatro o cinco casas de El
Moral cruzaban velozmente otras pequeñas y blancas como jirones arrancados
de una gasa; signo cierto de borrasca.
María sintió de pronto vibrar el cristal en que se apoyaba. Una ráfaga de aire y
de lluvia había azotado con fuerza la ventana. Se apartó un poco hacia atrás y vio
llorar a todos los cristales a la vez. Por algún tiempo se entretuvo en seguir con
la vista el camino más o menos rápido y tortuoso que las gotas de agua seguían
al bajar por la superficie tersa del vidrio. El redoble intermitente de la lluvia le
trajo a la memoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella misma
ventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era siempre una
novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padres que la dejasen
habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarse de lleno, y sin temor de
que nadie la molestase, a su recreo favorito. Pero don Mariano temía concederle
este permiso porque los cuartos de la torre eran fríos y la salud de la niña
delicada. Al fin, rendido por sus ruegos y halagos, consintió en ello, después de
haber tapizado las habitaciones esmeradamente y con la condición de que
Genoveva durmiese cerca de ella.
Fue una época feliz para María. Tenía entonces dieciséis años, y el
pensamiento inquieto y atrevido. La música, en la cual había hecho prodigiosos
adelantos, había fomentado en su corazón cierta tendencia a la melancolía y al
llanto. Lloraba por cualquier cosa; a veces sin motivo alguno y cuando menos se
esperaba; pero las lágrimas eran tan dulces y sentía con ellas placer tan intenso,
que en muchas ocasiones las provocaba con artificio. ¡Cuántas veces,
contemplando desde aquella ventana los celajes del horizonte teñidos de grana y
los últimos resplandores del sol moribundo, sintió su corazón acongojado por
una profunda melancolía que venía a deshacerse en sollozos! ¡Cuántas veces
había atormentado a su padre con lloro intempestivo, cuya causa no acertaba a
decir porque no la sabía ella misma! El conocimiento de la pintura, en la cual
también había descollado, despertó su inclinación hacia la luz y el paisaje, lo
cual contribuyó asimismo a que solicitase con ardor las habitaciones de la torre.
Una vez instalada en ellas con su piano, pinceles y novelas, se juzgó la mujer
más dichosa de la tierra. Cuando en mitad de un día esplendoroso de sol, bajo un
cielo azul reverberante, abría todas las ventanas del gabinete y dejaba pasar el
viento fresco y acre que levantaba sus cabellos y arrojaba por el suelo los
papeles de la mesa, pensaba con deleite que había ascendido en un globo y se
hallaba en mitad del espacio nadando por el aire a merced de todas las venturas.
Y esta ilusión, que procuraba conservar con empeño, la hacía feliz algunos
momentos. Por la noche solía abrir también algunas veces las contraventanas y
encender, además de la lámpara, todas las bujías de los candelabros para
imaginarse que se hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta
torre debe parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse»,
se decía con gozo infantil. Y se ponía a inspeccionar por los cristales si alguna
embarcación cruzaba entonces hacia El Moral, hasta que, amedrentada por la
obscuridad de fuera y ofuscada por la claridad de adentro, concluía por asustarse
de tanta iluminación y empezaba a apagar las luces apresuradamente.
Don Mariano llamaba a aquel gabinete ligero y aéreo la jaula de María. Y en
verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niña revoloteaba
sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladando los objetos de un
sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro. Para que la semejanza fuese
más completa, cuando la familia se hallaba en el comedor oíanse muchas veces
los trinos lejanos de alguna cavatina o romanza que estudiaba. Don Mariano
nunca dejaba de exclamar con su habitual y bondadosa sonrisa: «¡Ya canta el
pajarito!» Y todos sonreían también llenos de complacencia; porque en la casa
todo el mundo quería y admiraba a la niña.
En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la torre, y
volvió a salir después de haber entretenido largas horas los ocios de nuestra
joven, que puso a contribución para ellos no sólo la biblioteca de su padre y su
bolsillo, sino también las librerías de todos los amigos de la casa. Don Serapio
fue su primer proveedor. Así que durante una larga temporada no leyó más que
relaciones sangrientas de crímenes terribles y monstruosos, en las cuales tanto se
placía el fabricante de conservas alimenticias. En aquella temporada no gozó
gran cosa, porque estas novelas, aunque excitaron en alto grado su curiosidad,
teniéndola suspensa y sujeta a la lectura gran parte del día y de la noche, no
dejaban en su espíritu ningún recuerdo dulce ni poético con que recrearse, y las
olvidaba al día siguiente de leídas. Además, la aterraban demasiado: no pocas
veces le habían quitado el sueño, y hasta en algunas ocasiones pidió a Genoveva
que se acostase a su lado porque se moría de miedo.
Después de haber agotado la librería de don Serapio, pidió a una de las
señoritas de Delgado que le abriese la suya, que tenía fama de hallarse ricamente
abastecida. En efecto, contenía gran número de novelas, todas de la escuela
romántica primitiva, cuidadosamente encuadernadas, pero muchas de ellas ya
grasientas por el uso. En los pasajes más tiernos solían tener las hojas algunas
manchas amarillentas, lo cual ponía de manifiesto que las distintas lectoras en
cuyas manos había estado el libro habían tributado algunas lágrimas a las
desdichas del héroe. Ya sabemos que una de las señoritas de Delgado lloraba con
extrema facilidad. Las novelas que entonces leyó fueron, entre otras: Ivanhoe, La
dama del lago, Maclovia y Federico o Las minas del Tirol, Saint Clair de las
islas o Los desterrados a la isla de Barra, Oscar y Amanda, El castillo del
Águila Negra, etc. Estas le hicieron gozar muchísimo más. Entró de lleno, con
vida y alma, en la región de las quimeras deliciosas con que el ilustre Walter
Scott y otros novelistas no tan ilustres solazaban a nuestros padres creando una
Edad Media para su uso, poblada de trovadores y torneos, de hazañas
estupendas, de castillos góticos, de héroes y de amores invencibles. Lo que más
seducía a la señorita de Elorza era la inquebrantable constancia de afectos que
los protagonistas de aquellas novelas manifestaban siempre. Ya fuese varón o
hembra, cuando una pasión amorosa les prendía no había que empeñarse en
llevarles la contraria, porque todo era inútil. Al través de la oposición de los
padres y tutores, y por encima de las asechanzas que les tendían, los amantes
desdeñados, purificados con mil pruebas diversas, padeciendo mucho y llorando
mucho más, al cabo salían siempre triunfantes. Y bien lo merecían. La señorita
de Elorza prometía secretamente en el santuario de su alma guardar la misma
fidelidad al primer novio que la Providencia le deparase, e imitar su fortaleza en
las adversidades.
Cada una de aquellas novelas dejaba huella duradera en su juvenil espíritu, y
durante algunos días, en tanto que los personajes de otra no lograban cautivarla,
pensaba sin cesar en los hermosos milagros que el amor de la heroína, puro
como el diamante y tan firme, había realizado. Y tomando la acción donde el
novelista la había dejado, que era siempre en el acto de celebrarse las bodas de
los atribulados amantes, la proseguía en su imaginación fingiéndose con todos
sus pormenores la vida venturosa que los esposos llevarían rodeados de sus hijos
y recorriendo con las manos enlazadas los sitios donde tan frecuentemente
habían caído sus lágrimas. Nuestra joven ansiaba que una de estas pasiones
irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía que
ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de chaquet o americana
lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la forma de un guerrero y
se le representaba con casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo,
después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de un bote de lanza, a
doblar la rodilla delante de ella para recibir la corona de su mano, que después
besaba con ternura y devoción. Otras veces, despojado del casco y con disfraz de
villano, pero dejando adivinar por su gallardo porte la nobleza y bravura de su
sangre, llegaba por la noche al pie de la torre y entonaba, acompañándose con el
laúd, preciosas endechas en que la invitaba a huir con él por los campos hasta
algún castillo ignorado, lejos de la tiranía de su padre y del esposo aborrecido
que le quería dar. La noche estaba obscura, los centinelas del castillo
narcotizados con un filtro, la escala colgada ya de la ventana y los raudos
corceles piafaban no muy lejos... «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas...?»
María oía tocar suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado
del lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero, sino el
viento, quien la llamaba suspirando. Por aquella época no podía ver durante la
noche cruzar un bote hacia el puerto sin estremecerse. El misterio que guarda
siempre una embarcación que se divisa entre las sombras le hacía pensar
vagamente en una celada tendida por algún amante ignorado y brutal que,
temiendo ser desairado, quería arrebatarla por la fuerza de su casa, y arrastrarla a
lejanas riberas donde pudiese satisfacer con ella sus bárbaros deseos. Necesitaba
observar que el bote atracaba sosegadamente en el muelle y descargaban de él
algunos barriles y cajones para sentir desvanecerse su ilusión.
Pero la novela que más honda impresión le produjo fue sin disputa la titulada
Matilde o Las cruzadas. Ésta, mejor que ninguna otra, consiguió trasladar su
espíritu a la época singular y brillante que representaba, haciéndola asistir a
aquella lucha heroica trabada debajo de los muros de Jerusalén. Fácil es de
concebir, no obstante, que no eran las batallas entre infieles y cristianos lo que
más la interesaba de la relación, sino aquel amor extraño, inverosímil, tanto
como tierno y fogoso, que prendió en el corazón de la heroína hacia uno de los
guerreros moros que usurpaban el sepulcro del Señor. La señorita de Elorza
disculpaba y hasta aplaudía con toda su alma esta pasión, donde el pecado de
amar a uno de los más terribles enemigos de Cristo prestaba mayor atractivo y
un sabor más picante. ¡Cómo no apasionarse de aquel ínclito Malec-Kadel tan
fiero y terrible en los combates, tan tierno y sumiso con su dama, tan noble y
generoso en todas ocasiones! ¡Ah, si ella hubiera estado en lugar de Matilde,
hubiera amado del mismo modo a despecho de todas las leyes humanas y
divinas! Este moro fue el personaje que más la sedujo en toda su vida, hasta el
punto de inspirarle un cuadro muy bonito en que lo representaba sobre la
cubierta del buque donde iba con Matilde, salvándola de las garras de sus
enemigos, teniéndola protegida con la mano izquierda y cercenando cabezas con
la derecha, como quien siega mieses en verano. Cuando mejor pudo
comprobarse este entusiasmo fue a la llegada de un turco a Nieva vendiendo
objetos de nácar y babuchas. Quedó tan sorprendida al verle pasar por delante de
casa y a tal punto excitada su curiosidad que no paró hasta trabar relación con él,
haciéndole sufrir largo interrogatorio acerca de la campiña de Jerusalén, donde
se efectuaron las escenas amorosas que tan impresionada la tenían, de las
costumbres, de los trajes y del gobierno de los agarenos. Mas el turco, ya porque
no tuviese humor de andar en parlamentos, o por razón de ser natural de Reus,
en la provincia de Tarragona, y no haber estado en su vida en Palestina,
respondió con sobrada concisión a sus preguntas.
No obstante, hacía ya mucho tiempo que María no tomaba una novela en las
manos. El recuerdo de esa época en que tantas había devorado, produjo leve
turbación en su fisonomía e hizo nacer en su tersa frente una arruga ancha y
profunda.
Las ráfagas de viento cargadas de lluvia batieron durante largo rato los cristales
hasta que enteramente los lavaron. Poco a poco se fueron haciendo sus golpes
menos frecuentes; al cabo cesaron por completo. La luz había crecido en tanto,
extendiendo por todo el nublado firmamento y mostrando ya los bultos de las
colinas lejanas de Occidente, que se veían por la ventana de la pared opuesta. El
temporal se resolvió, como ordinariamente, en lluvia fina y menuda que empezó
a descender con pausa, tendiendo por la atmósfera un velo sutil y tremante,
formado de hilos de agua, el cual amortiguaba aún más el brillo de la luz
naciente y borraba los contornos de los objetos lejanos. La marea subía. La gran
sábana de agua que se extendía hasta El Moral tomaba un color terroso por los
bordes, obscuro y profundo por el centro.
María cogió de nuevo el libro, acercó una silla a la ventana y, sentándose en
ella, se puso a leer, porque la luz ya se lo permitía. Era la Vida de Santa Teresa
escrita por ella misma, encuadernada con la pasta sólida de filos dorados que
caracteriza a los libros religiosos.
A medida que se enfrascaba en la lectura, el rostro de la joven se fue serenando
más y más, y la profunda arruga de la frente concluyó por desaparecer. Leía el
capítulo segundo, en que la santa manifiesta cómo mostró afición en los
primeros años de su juventud a los libros de caballerías y a las vanidades del
tocador, y da cuenta con palabras encubiertas de unas relaciones amorosas que
por la misma época mantuvo. Cuando levantó los ojos del libro advertíase en
ellos cierto regocijo o satisfacción íntima.
Sonaron al fin verdaderamente las campanas de San Felipe. Dejó bruscamente
el libro y abrió la puerta del cuarto de su doncella:
—¡Genoveva, Genoveva!
—Ya estoy despierta, señorita.
—Levántate; ya tocan en San Felipe.
En un abrir y cerrar de ojos se levantó, se vistió y apareció en el gabinete de su
ama. Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o menos; baja, gruesa,
morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor de la cara, que no decían
nada, absolutamente nada, el cabello muy lamido y formando ondas por las
sienes. Vestía saya lisa del hábito del Carmen y manto negro de merino anudado
a la espalda, al uso de todas las sirvientas provincianas. Había entrado en la casa
cuando María apenas contaba un año para servirla de niñera, y nunca más la
dejó, siendo ejemplar notable de criada fiel y consecuente.
—¿Desde cuándo está ya vestida mi palomita?
—Hace ya cerca de una hora, Genoveva. Creí escuchar las campanas y me
engañé. Ahora suenan de veras. No perdamos tiempo; toma los paraguas y
vámonos...
—Vamos, vamos cuando usted quiera, señorita; ya estoy lista.
Ambas se pusieron las mantillas, y procurando no hacer ruido bajaron hasta el
portal, abrieron con precaución la puerta, que aun se hallaba cerrada, y salieron a
la calle, que atravesaron con los paraguas abiertos hasta llegar al soportal de
enfrente.
La villa de Nieva, como ya se ha dicho, tiene soportal en casi todas sus calles,
de uno o de otro lado; a veces de los dos. Suele ser mezquino, bajo, desigual y
sostenido por columnas lisas y redondas de piedra, sin adornos de ningún
género; muy mal empedrado asimismo. Sólo en tal o cual paraje, donde alguna
casa se había reedificado, ofrecía mayor amplitud y un pavimento más cómodo.
Si todas las casas se restaurasen (y no hay duda que sucederá con el tiempo), la
villa, merced a este sistema de construcción, tomaría cierto aspecto monumental
que la haría digna de verse. Tal cual es, si no de apariencia muy bella, a lo menos
ofrece comodidad a los transeúntes, que no se mojan más que cuando quieren
pasar de una acera a otra. Y ciertamente que anduvieron precavidos sus ilustres
fundadores, pues en punto a llover firme y acompasado, no hay población en
España que le pueda alzar el gallo a nuestra villa.
Guarecidas de la lluvia ama y criada, atravesaron la plaza por uno de sus
flancos, internándose después por una calle estrecha, larga y solitaria. Los
honrados habitantes dormían el sueño dulce de la mañana. Sólo de vez en
cuando tropezaban con algún marinero cubierto de burdo capote impermeable
que, con los enseres de pescar en la mano y haciendo gran ruido con sus enormes
botas de agua, se dirigía a paso largo hacia el muelle.
—¿Va usted bien abrigada, señorita? ¡Mire usted que hace un frío!... Parece
que estamos ya en enero.
—Sí; me he puesto cuerpo de terciopelo, y además este gabán está bien
forrado.
—Eso, eso, mi corazón. Si papá sabe que salimos tan de mañana, me va a reñir
porque se lo consiento. Es usted demasiado virtuosa, señorita. Pocas o ninguna
llevarán a la edad de usted vida tan santa...
—Calla, calla, Genoveva, no digas eso; no soy más que una miserable
pecadora; mucho más miserable de lo que tú te figuras.
—¡Señorita, por Dios!... No soy yo quien lo dice, sino todo el mundo... Ayer
me decía doña Filomena que la edificaba verla a usted oír la misa y comulgar y
que daría cualquier cosa porque sus hijas fuesen lo mismo... Y razón tiene para
desearlo, porque una de ellas, la última, es de la piel del diablo... ¿Querrá usted
creer, señorita, que el otro día arañó a su hermana en la iglesia, sobre si había de
confesar una primero que otra?... ¡Bonito arrepentimiento! ¡Si da vergüenza,
señorita, da vergüenza el ver cómo andan algunas por la iglesia! ¡Parece que
están en su casa! ¡Ay, no se hacen cargo las pobrecitas de que están en la casa del
Señor de los cielos y tierra que les ha de pedir cuenta de su pecado!... ¿No le ha
enseñado doña Filomena el rosario que le mandó su hermano de la Habana? ¡Es
una maravilla! Todo de marfil y de oro con un crucifijo grande de oro macizo.
Para rezar no hace falta tanto lujo, ¿verdad, señorita?
—Para rezar no hace falta más que un corazón limpio y humilde.
—¡Ay, señorita, qué bien habla usted! Parece mentira que no tenga más que
veinte años. Pero cuando Dios quiere conceder dones a una criatura, lo mismo da
que sea joven o vieja, rica o pobre. Todos los días pido a la Virgen Santísima que
le conserve la salud para que sirva de ejemplo a los que están en pecado mortal.
—Lo que debes pedir, Genoveva, es que purifique mi alma y me perdone los
muchos que he cometido.
—¡Bendito sea Dios! Si usted necesita que la perdonen siendo tan piadosa y
humilde, ¡qué necesitaremos los demás! No sea tan severa consigo misma. Fray
Ignacio la estima a usted tanto que no se cansa de elogiarla... y eso que no tiene
la manga muy ancha, como usted sabe... A estas horas ya debe de estar en la
sacristía el santo varón aguardando a la gente. ¡Qué salud tiene!... Parece que
Dios lo hace... No come, no duerme, no descansa un momento... y, sin embargo,
cada día está más fuerte y con más ánimo para servir a Dios... No sé cómo puede
pasar tantas horas en el confesonario sin tomar alimento... Sólo el Señor puede
darle fuerzas. Bendito sea por siempre jamás. Amén.
—Es verdad; Dios obra verdaderos milagros con él, porque hace falta en el
mundo. ¡Oh, Dios mío, qué sería de mi alma si estos santos misioneros no
hubieran llegado a abrirme los ojos!
—Aunque la hayan ayudado mucho en el camino de la salvación, antes de que
ellos viniesen ya era usted muy buena y frecuentaba los sacramentos...
—¡Qué poco es eso, Genoveva, cuando no se escudriñan los últimos pliegues
de la conciencia!
—Dígame, señorita, ¿ha visto en sueños hoy, como las noches pasadas, el
hermoso pájaro de plumas de fuego con la cruz en el pico?
María se detuvo repentinamente y se llevó la mano al pecho, como si hubiese
recibido un golpe. Después volvió a emprender la marcha y exclamó
sordamente:
—Esta noche no podía verlo.
—¿Por qué, corazón?
No contestó. Siguió caminando algún tiempo y dejó escapar un gemido.
Después parose nuevamente, y echando los brazos al cuello a su doncella,
comenzó a sollozar con amargura.
—¡Soy muy mala, Genoveva, soy muy mala! Mi corazón no acaba de verse
libre de impurezas; el demonio y la carne me tienen aún sujeta. ¡Si supieses qué
pecado he cometido ayer!
—Calle, calle, no se desconsuele. ¡Qué pecado había usted de cometer,
cordera!
—Sí, sí; soy más mala de lo que piensas. Cuanta más luz recibo de Dios, más
me empeño en hundirme en las tinieblas; cuantos más favores me otorga, más
ingrata soy hacia Él.
—Dios es infinitamente misericordioso, señorita.
—Pero infinitamente justo también...
—Encomiéndese a San José bendito. No hay culpa que el Señor no perdone
por su intercesión... Vamos, déjese de lloros, que ahora va a confesarse y todo
queda perdonado.
Después de serenarse un poco la niña, siguieron marchando. Y llegaron a cierta
plazuela no muy espaciosa, donde se alzaba la fachada parda y severa de una
gran iglesia que no llamaba la atención por su esbeltez ni por otra cualidad buena
o mala. Atravesaron un pórtico grande y pardo como la fachada y entraron en el
templo, que era igualmente pardo y enorme. Estas cualidades concluían por
caracterizarlo. Constaba de tres naves, la del centro ancha y elevada como la de
una catedral; las de los lados, bajas y estrechas; todas ellas enjalbegadas en otro
tiempo, muy lejano, cubiertas ahora de polvo, descascaradas por varios sitios y
salpicadas de manchas extensas y misteriosas. Los altares, profusamente
tallados, ofrecían ya un color gris muy diferente del dorado que en un principio
tuvieran. Al través de los cristales sucios percibíase la figura rígida de algún
santo con nimbo de metal o el rostro sombrío y angustiado de un Eccehomo.
Era demasiado temprano para que hubiese mucha gente. Sin embargo,
diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la cabeza
cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las ventanillas enrejadas
de los confesonarios y extendían la mantilla por ambos lados de la cara para
depositar con un cuchicheo imperceptible sus pecados en el sagrado tribunal de
la penitencia. Algunos sacerdotes tenían abiertas las puertas del confesonario y
se les veía con sotana y bonete inclinar el cuerpo y oído hacia la ventanilla,
reflejando en su rostro fruncido y en su postura desmadejada el cansancio que
sentían. Otros las tenían cerradas herméticamente y apenas se advertía dentro, al
pasar, la presencia de un ser humano.
La luz bañaba tristemente algunos parajes del recinto, dejando los ángulos y los
huecos de los pilares casi en total obscuridad. Las enormes lámparas de metal
amarillo se balanceaban en el espacio sujetas al techo por un cordel. Los vidrios
emplomados de dos grandes rosetones abiertos en lo alto de las paredes de la
gran nave central dejaban paso a una triste claridad que se extendía como blanco
mantel delante del altar mayor. Al lado de éste y algo separado, había otro
altarcito sobre el cual se alzaba una imagen del Salvador con el pecho abierto,
dejando ver un corazón ensangrentado, ceñido por corona de espinas y coronado
de llamas. En torno de la imagen había una muchedumbre de cirios encendidos
que chisporroteaban lúgubremente en el inmenso ámbito silencioso de la iglesia.
Era un altar de quita y pon que se había colocado a causa de la novena del
Sagrado Corazón de Jesús, que por aquellos días se celebraba.
Genoveva fue a la sacristía a preguntar a Fray Ignacio si podía confesar a su
señorita. Ésta quedó hincada de rodillas al lado del confesonario esperando al
sacerdote. Experimentaba cierta impaciencia medrosa; un poco de temor
mezclado de ansiedad y deseo. El templo exhalaba un olor confuso de humedad
y polvo, de cirios apagados y flores ajadas que la penetraba de respeto. Los
momentos que precedían a la confesión eran de sobresalto amable para María. El
aparato y misterio de que estaba rodeada aquella confidencia íntima, la más
íntima que en el mundo existe, ejercía cierta fascinación sobre su espíritu y la
turbaba hasta el fondo sin producirle disgusto. Sentía correr por su cuerpo leves
temblores de frío alternados con ráfagas cálidas que le subían al rostro y se lo
encendían. En aquel momento no pensaba en sus pecados, sino en la manera que
tendría de relatarlos.
La figura negra, firme y severa de Fray Ignacio se abalanzó hacia el
confesonario y sin dirigir siquiera una mirada a su penitente se introdujo en él.
María, trémula y enternecida, se acercó a la ventanilla. Cuando se separó, al
cabo de una media hora, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas.
La iglesia, en tanto, se había ido poblando, aunque casi exclusivamente de
mujeres. Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo
verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más se
despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo anciano, con
sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño de tisú de oro. Los
fieles, desde los más apartados parajes de la iglesia, se fueron replegando hacia
el centro, formando apretado grupo en torno del púlpito. María y Genoveva
hicieron lo mismo. El sacerdote hizo la señal de la cruz y comenzó el rosario en
alta voz. Terminado el rosario comenzó la novena, la novena del Sagrado
Corazón de Jesús. El clérigo se puso unas enormes gafas de plata, y con voz
gangosa y lastimera exclamó:
«¡Oh corazón!—La muchedumbre repitió con solemne rumor:—¡Oh
corazooón!—amantísimo—amantísimooo—santísimo—santísimooo—y melifluo
—y melifluooo—de mi divino Jesús—de mi divino Jesús.—Corazón—
corazooón—lleno de llamas—lleno de llamas—de purísimo amor—de purísimo
amooor.»
María repetía las palabras de la oración con el borde de los labios, puestos los
ojos en el suelo. Genoveva las decía en alta voz, mirando cara a cara al
sacerdote. La muchedumbre suspiró después de decir Amén.
Terminadas las oraciones, el sacerdote propuso que cada cual pidiese a Dios,
por medio de estos sagrados corazones, lo que mejor le conviniera, y la
muchedumbre meditó en silencio breves instantes. María pidió fervorosamente a
Dios que la hiciese más buena. Genoveva estuvo un rato vacilando sin saber qué
pedir, y, por último, pidió paciencia para sufrir los dolores de reuma. El cura leyó
con voz gangosa que se arrastraba sobre las sílabas como un lamento el siguiente

EJEMPLO

«En la ciudad de Munich vivía no ha muchos años una dama de extraordinaria


hermosura que hacía una vida ejemplar; de modo que todos le daban el nombre
de santa. Acaeció que un día llegó a su casa un mancebo muy gallardo a hacerle
visita de parte de una prima suya, y al instante logró el demonio que se prendase
de él perdidamente. Fue su pasión tan loca y miserable, que al cabo de algún
tiempo de relaciones consintió en un pecado de impureza ofendiendo a Dios
gravemente. Caída en el pecado, viose abismada en una melancolía profunda,
porque si bien rechazó prontamente al que había sido la causa de su culpa, la
infeliz se creyó condenada al infierno. Comenzó a llevar una vida áspera,
mortificándose con ayunos y penitencias sin conseguir desechar su horrible
pensamiento. Al fin, por consejo de un peregrino que por allí acertó a pasar,
dispuso hacer una novena al Sagrado Corazón de Jesús. Al quinto día de rezarla
devotamente, hallándose por la noche en su lecho, oyó un gran estrépito y vio
escaparse de su habitación un demonio aullando horriblemente y dejando tras sí
un hedor intolerable. A la mañana siguiente se encontró curada de su melancolía
y muy confiada en la infinita misericordia de Dios.»
Los fieles se apretaron más en torno del púlpito para escuchar el ejemplo y
gustaron con deleite su sabor novelesco. La novena terminó con una oración en
latín. La muchedumbre rezó un Avemaría y un Credo. El clérigo bajó de la
tribuna.
Hubo fuerte y prolongado rumor en la iglesia. El grupo de mujeres se abrió, se
ensanchó, se revolvió charlando todas a un tiempo. Volvieron a sonar los
chasquidos de las almadreñas sobre las losas húmedas y sucias del pavimento.
Un monaguillo fue a despabilar los cirios que ardían en torno de la imagen de
Jesús, y de pie sobre el altar, con su cabeza rapada y sus ojos maliciosos, hizo
muecas profanas a otros chicos que sus madres tenían orando de rodillas.
Algunos clérigos salieron de los confesonarios y cruzaron hacia la sacristía a
paso largo. Uno fue detenido en medio de la iglesia por varias señoras y estuvo
hablando un buen rato con ellas, aunque con visibles deseos de dejarlas. Por los
vidrios emplomados de los grandes rosetones pasaba ya toda la claridad del día
que evaporaba el misterio del templo, dejándolo triste, pobre y sucio como en
realidad era. Dos o tres pollastres matinales con cuello bajo y los puños muy
sacados entraron lanzando rápidas miradas investigadoras a todos los sitios. A un
sacristán se le ocurrió abrir el cancel de la puerta de par en par y una multitud
inquieta y estrepitosa, que no había madrugado a rezar la novena, fue penetrando
en la vasta nave a escuchar la palabra del misionero que en aquel momento subía
al púlpito con ademán recogido y fervoroso.
Cuando estuvo en pie dominando el concurso con la sagrada paloma de madera
pintada sobre su cabeza, el ruido se fue apagando poco a poco. La
muchedumbre, extraordinariamente engrosada, se apiñó otra vez debajo de la
tribuna. Había ya muchos hombres que no venían por pura devoción, sino
también con el objeto de juzgar el sermón literariamente. Mas por la puerta
seguían entrando grandes oleadas de gente que turbaban a los fieles de adentro e
impedían establecer el silencio. María y Genoveva fueron arrastradas diferentes
veces de un punto a otro por el vaivén de la muchedumbre. El orador aguardó en
vano que se apagara el rumor. Al fin, extendiendo el brazo en forma académica
hacia la puerta, exclamó con énfasis, como quien se encuentra ya en pleno
discurso:
—¡Cerrad ese cancel!
Las puertas se cerraron lentamente, como si nadie las tocara. Los fieles se
fueron acomodando en su sitio. Durante un rato se oyeron muchas toses. Al fin
cesaron y el templo quedó en un silencio frágil y artificioso, a menudo roto por
algún constipado rebelde o por el trompeteo de una nariz al sonarse.
El orador era joven, alto y delgado, con grandes ojos negros enclavados en un
rostro pálido y correcto. Vestía también sotana con sobrepelliz y bonete. Infundía
respeto por su gravedad dulce y mansa.
Se quitó el bonete y dijo unas cuantas palabras en latín que nadie pudo
escuchar. Después, poniéndose de nuevo el bonete y abalanzándose sobre la
baranda, exclamó en alta voz:
«Amados hermanos en Jesucristo...»
Poseía una voz clara, de timbre dulce y simpática en extremo, que prestaba
mayor realce a la gravedad de su rostro. Principió mostrando un asombro irónico
de que aun hubiera quien dejase las vanidades del mundo para escuchar la
palabra de Dios y felicitó calurosamente a los fieles que habían acudido a tomar
parte en la novena del Sagrado Corazón de Jesús.
Dedicó la primera parte de su oración a describir los tormentos del alma
apartada de su Dios por el pecado y trazó un cuadro minucioso y perfecto de las
ofensas e injurias con que diariamente traspasamos el dulce Corazón de Jesús.
Al pintar los sufrimientos que el pecado origina, abandonó el camino trillado de
hablar de las penas materiales del infierno, y sólo describió los padecimientos
espirituales, las congojas y las angustias que el alma siente cuando se ve privada
por su culpa del amor del Creador; pero los pintó con tan sombríos colores y con
tal fuerza de expresión, que aquel padecer infinito, aquella soledad profunda,
aquel silencio y obscuridad causaron más efecto en la fantasía del concurso que
el fuego y las culebras de costumbre.
María sintió miedo y tristeza. Se acordó de sus pecados y pensó con horror que
podía morir de repente y condenarse. Entonces hizo solemne promesa interior de
enmendarse. Pero ¿cómo? Para cambiar de vida era preciso romper el lazo que
más la ataba a la tierra y al pecado. Acometiole una turbación profunda, preñada
de lágrimas, que no pudo verter. La voz clara y armoniosa del sacerdote
resonaba en la gran nave relatando sin fatiga, uno a uno, los dolores del
condenado. La muchedumbre escuchaba inmóvil y aterrada. Allá en el fondo,
cerca del altar mayor, la imagen del Salvador, rodeada de cirios, parecía una gran
mancha roja cuyos resplandores hacían pasar algunas sombras fugitivas por las
paredes del templo.
«Pero la clemencia divina es inagotable. No hay pecado, por enorme que sea,
que no pueda borrarse por la misericordia de Dios. El amor del Salvador a las
almas que ha redimido con su sangre no se marchita y fenece como el de los
hombres. Como un amante padre, como un esposo enamorado, está siempre
dispuesto a abrir los brazos al pecador arrepentido. Si pecaseis, lavad con
lágrimas de arrepentimiento los pies del Redentor, como hizo la santa María
Magdalena, y seréis salvos. Acordaos de aquella triste pecadora que, transida de
pena, desmayada de amor, da consigo a los pies de Jesús y se los lava con sus
lágrimas y se los limpia con sus cabellos y se los unge, sin que se escuche una
palabra de su boca porque se derrite en fuego de amor. ¡Oh lágrimas derramadas
por Dios, y cuánto valéis y cuánto podéis y cuánto acabáis! Para alcanzar perdón
más valen las lágrimas que las palabras, porque las lágrimas, como dice San
Máximo, son ruegos callados, no piden perdón, sino que lo merecen. Con las
lágrimas no se engaña como con las palabras. Por eso San Pedro, para obtener el
perdón de su culpa, no usó de las palabras, con las cuales había pecado, había
mentido, había blasfemado y renegado, sino que lloró con amargo llanto y fue
creído y perdonado. Son las lágrimas moneda que no se puede falsificar, único
refugio nuestro: lavan las manchas de nuestros pecados, aplacan la ira de Dios,
alcanzan el perdón, alegran el alma, fortifican la fe, aumentan la esperanza y
encienden la caridad. El mismo divino Jesús lo ha dicho: «Bienaventurados los
que lloran, porque sacarán fruto de consuelo.»
María se sintió enternecida. Aquel fervoroso panegírico de las lágrimas
ahuyentó el temor de su pecho. Al considerar la bondad inagotable de Jesucristo,
que después de haber sufrido tanto y haber derramado su preciosa sangre por
nosotros, olvida a cada instante las mayores ofensas con sólo presentarse a él
arrepentido, la conmovió hasta lo último. Representose a la santa de su nombre,
María Magdalena, bañada en llanto a los pies del Redentor, y pensó que ella
hubiera hecho lo mismo. Un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos al
imaginar que ya estaba postrada delante de Jesús. Las mujeres que se hallaban
cerca la vieron llorar y le dirigieron miradas respetuosas de admiración
cuchicheando entre sí.
Terminó el sermón exhortando a los fieles, con arranques de elocuencia
henchidos de imágenes, a que se muestren devotos del Sagrado Corazón de
Jesús. «Un cuarto de hora todos los días de plática amable con este Sagrado
Corazón proporciona al alma el gozo más puro que puede tener en la tierra.
Gustate, et videte quoniam suavis est Dominus. Probad a conversar un rato con
el Señor, y sentiréis las delicias celestiales y los contentos especialísimos que
hallan los que le aman. Todo cuanto hay en el mundo es locura y engaño;
festines, comedias, tertulias, diversiones y lo demás que los hombres tienen por
bienes están mezclados con hiel y sembrados de espinas. No dudéis que el
Corazón de Jesús da más gustos y consuelos a las almas que van a visitarle con
devoción y recogimiento que el mundo con todos sus pasatiempos y placeres
insulsos. ¡Qué delicia es estar hablando un instante con el amabilísimo Jesús,
pronto siempre a escuchar nuestros ruegos! ¡Descubrirle uno su pecho como se
hace con un amigo íntimo! ¡Pedirle su gracia, su amor y su gloria! ¡Oh amados
míos, gustate et videte, gustate et videte!»
El orador terminó los últimos párrafos de su oración siempre con estas
palabras: gustate et videte, gustate et videte!
Al concluir, deseando la gloria eterna a todos, estaba pálido de fatiga. Algunas
gotas de sudor se deslizaban por su frente espaciosa. Había dicho la última parte
de su discurso con creciente agitación y entusiasmo que supo transmitir a los
oyentes. María, después de haber llorado, quedó sosegada y hasta contenta.
Genoveva le dijo al oído, mientras bajaba el sacerdote del púlpito:
—Señorita, acabo de ver entre la gente a don César.
La niña se inmutó ligeramente. El grupo comenzó a disolverse, extendiéndose
por todo el ámbito del templo. La mayor parte de la gente acudió a la puerta en
tropel, empujándose para salir. Después de algunas apreturas, María y Genoveva
consiguieron verse en el pórtico y emprendieron el camino hacia casa. Mas la
señorita de Elorza volvía con frecuencia la cabeza. Un caballero anciano, alto,
delgado, pálido, con perilla y grandes bigotes blancos, vestido de negro de pies a
cabeza, las seguía a larga distancia. Al entrar en el soportal de una calle estrecha
y solitaria, el caballero apretó el paso y las mujeres lo aflojaron, de suerte que
muy presto se juntaron. El caballero se dirigió a María y le dijo gravemente en
voz baja:
—Señorita, esta noche llegué de donde usted sabe.
—He pedido a Dios que le trajese a usted bueno, don César.
—Gracias, gracias. ¿Ha terminado usted de bordar el estandarte?
—Sí, señor.
—¿Y los corazones de franela?
—También.
—Está bien, señorita. Tendré presente su diligencia y entusiasmo.
Don César no movió un pliegue de su rostro varonil en esta conversación. Sus
ojos, de una extraña firmeza que rayaba en ferocidad, no se apartaban de la niña.
Guardó silencio un instante, meditando alguna cosa, y al cabo lo rompió
diciendo con tono conciso de mando:
—Mañana a estas horas preséntese usted donde otras veces. Tenemos que darle
algunas comisiones.
—No faltaré.
Don César advirtió que dos jóvenes acababan de doblar la esquina y venían
hacia ellos. Entonces, sin despedirse, se apartó de las mujeres pasando a la acera
de enfrente.

IV

DE CÓMO EL MARQUÉS DE PEÑALTA FUE CONVERTIDO EN


DUQUE DE TURINGIA

Pocos días después, Ricardo salió como de costumbre de su casa a las diez de
la mañana y se dirigió a la de su novia. No era el amor solamente quien le
empujaba tan temprano a pisar la calle, sino también la triste soledad que reinaba
hacía tiempo en el inmenso y vetusto caserón en donde vivía; porque nuestro
joven se hallaba solo en el mundo desde hacía poco más de un año. Su padre, el
viejo marqués de Peñalta, había fallecido cuando él no contaba más de seis años
de edad. Apenas recordaba vagamente su rostro pálido asomando entre las
sábanas del lecho cuando le llevaron a darle un beso algunas horas antes de
morir. Se acordaba también de que aquel mismo día todo el mundo le abrazaba y
le besaba llorando, lo cual le había llamado la atención hasta hacerle preguntar:
«¿Por qué lloráis todos hoy?»
Su madre le había amado con uno de esos cariños concentrados y feroces que
asfixian a fuerza de cuidados. Durante la niñez le tenía preso a sus faldas, sin
consentirle tomar parte en los juegos de los demás niños por temor de que se
lastimase. Ya bastante crecido, todavía iba ella a acostarle por las noches,
rezando con él un sinfín de oraciones inocentes, y esperando sentada, con los
brazos cruzados, a que se durmiese, para salir de la alcoba sobre la punta de los
pies. Al llegar a la pubertad no tuvo más remedio que pensar en la carrera de su
hijo, porque el difunto marqués dejó prevenido que la siguiese. Ricardo quiso ser
artillero. ¡Cuántas lágrimas costó a su madre esta implacable decisión del niño!
La primera vez que partió a Segovia, la buena señora creyó morir; se empeñó en
no salir de casa hasta que su hijo volviese, y cumplió su empeño. Cuando venía a
pasar las vacaciones, no se saciaba de estar junto a él, mirándolo, acariciándolo y
adivinando en los ojos sus más leves caprichos, para cumplirlos inmediatamente.
Dos o tres días antes de partir, otra vez empezaban los sollozos y las lágrimas; le
tenía apretado contra su pecho largos ratos y le hacía prometer un millón de
veces que le escribiría todos los días, que se abrigaría bien durante el viaje y que
no saldría por las noches de casa. Lo único que lograba distraerla algunos
momentos era el arreglo del baúl del cadete, al cual consagraba tantos y tan
prolijos cuidados que nada se echaba de menos en él, desde las prendas más
usuales de ropa hasta un pedazo de tafetán de golpes y un paquete de hilas para
el caso de herirse. Ricardo evitaba siempre la despedida, escapándose.
Gracias a su carácter bondadoso, alegre y simpático, más que a su aplicación,
terminó el joven marqués de Peñalta la carrera. En el colegio todo el mundo le
quería, lo mismo alumnos que profesores. Era uno de esos muchachos francos y
entrañables con los cuales es difícil reñir, y que todos buscamos para depositar
alguna misteriosa confidencia del corazón en los amargos trances de la vida.
Siempre se le encontraba risueño y comunicativo, esparciendo la alegría y la
confianza dondequiera que estuviese. Rara era la querella entre dos cadetes que
él no consiguiese arreglar amistosamente. A pesar de su temperamento
conciliador, nadie dudaba en el colegio ni fuera de él de su valor, ni mucho
menos de la increíble fortaleza de sus puños. Más de una vez, en las frecuentes
reyertas entre cadetes y paisanos que estallaban generalmente en los bailes de
candil, había tirado al suelo tres o cuatro mozos de tres o cuatro puñetazos, lo
cual llamaba tanto más la atención del vulgo cuanto que nada tenía de corpulento
y atlético en su figura.
Un día, hallándose destinado ya en el parque de Sevilla, le llamó el coronel a
su pabellón y le preguntó:
—¿Hace muchos días que no ha recibido usted carta de su madre, Peñalta?
Ricardo se puso pálido como un muerto.
—¿Qué pasa, mi coronel, qué pasa?
—No se sofoque usted, criatura. Sé por una casualidad que se encuentra un
poco enferma.
Ricardo lo adivinó todo y cayó en brazos del coronel, derramando un torrente
de lágrimas. Aquella noche tomó asiento en el tren del Norte.
La noche funesta de aquel viaje quedó grabada hondamente en su corazón.
Cuando la máquina lanzó el grito de marcha y los compañeros que le habían ido
a despedir le dijeron adiós con la mano en pie sobre el andén, se fue a sentar en
un rincón del carruaje envuelto en una manta, aparentando dormir para
entregarse mejor a sus dolorosos y sombríos pensamientos. ¡Oh, qué
pensamientos tan dolorosos y sombríos! Se representó el ángel tutelar de su
infancia, a la madre de su corazón muriendo sola, sin recibir el beso postrero de
su hijo, tal vez llamándole con ansia en los momentos supremos de la agonía.
Recordaba que cuando se despidió de ella ya tenía la salud bastante quebrantada
y que el abrazo que le dio fue mucho más prolongado y estrecho y sus besos más
vivos que otras veces, como si la infeliz tuviese el presentimiento de que no
había de verle más. En sus ojos rasgados y húmedos se leía un ruego ferviente y
silencioso: que dejase la carrera y no se apartase de ella. Pero él, pagado de las
vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este
ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios.
Sentía ira profunda contra sí mismo y se apellidaba interiormente con los
adjetivos más injuriosos y humillantes. De vez en cuando sacaba la cabeza fuera
del carruaje y respiraba el aire fresco de la noche para evitar que los sollozos le
ahogaran.
El misterioso y vago contorno de las ondulaciones del paisaje envuelto en las
sombras cambiaba su desesperación en desconsuelo, que poco a poco se iba
transformando en melancolía solemne, como los obscuros celajes que se cernían
sobre la tierra aun más obscura. Aquella majestad silenciosa de la naturaleza
muerta calmaba su excitación, pero le hacía pensar con temblores de frío en la
profunda soledad que le aguardaba. Se había roto el lazo de amor que le ataba a
la tierra, y por el cual se creía emparentado con todos los humanos. Ya no tenía
en el mundo ningún ser que pudiera llamar suyo. El viento que la rauda marcha
del tren agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El
traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a la
naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor como la que le
causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro. El ritmo sonoro y metálico
de las ruedas parecía decirle también con acento más implacable: ¡solo!, ¡solo!
Paseaba su mirada triste por los senos profundos del horizonte y éste le devolvía,
en trémulos y fatídicos reflejos, que apenas conseguían rasgar la malla de
sombras, tristeza por tristeza. La luz de la máquina iba esparciendo una claridad
roja, que teñía de sangre el suelo y los árboles de la vía. Donde no había árboles,
los postes telegráficos pasaban con vertiginosa rapidez por delante de su vista
como las horas felices de la niñez. Por encima de su cabeza flotaba el negro y
colosal penacho de humo sujeto al cañón de la máquina que al disiparse en la
atmósfera se partía formando mil extraños y monstruosos fantasmas. Estos
fantasmas, al huir de la vía arrastrándose por el suelo, le decían también
lúgubremente: ¡solo!, ¡solo! Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del
paisaje desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la
ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas.
Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un joven
de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y una niña de
cinco o seis que parecían sus hijos. La señora dormitaba abriendo una que otra
vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de un lado a otro sin cesar. Los dos
jóvenes charlaban suavemente en el otro extremo cogidos de la mano. El
espectáculo de esta madre rodeada de sus hijos, y posando a cada instante en
ellos su mirada amorosa, enterneció todavía más a Ricardo. El susurro apagado
de la conversación de los dos hermanos, cortado a menudo por alguna carcajada
reprimida, despertaba en su corazón una envidia punzante y triste. La joven era
hermosa, con una fisonomía noble y simpática. Ricardo, sin darse cuenta, la
estuvo mirando toda la noche; pero ella no pareció fijar la atención en él.
Cuando el mozo de la estación gritó: «Córdoba, veinte minutos de parada»,
todos se levantaron bruscamente y tomaron sus enseres disponiéndose a salir.
Sólo entonces fijó la joven en él una mirada suave y prolongada, diciéndole al
tiempo de salir con sonrisa triste y compasiva: «Buenas noches, que usted lleve
feliz viaje.» No ofrecía duda que se había hecho cargo de su dolor. Ricardo sintió
profunda pena de que se quedasen allí, como si le ligase a aquella familia algún
vínculo de amor, y tuvo deseos de decir a la mamá: «Señora, acabo de perder a
mi madre; estoy solo en el mundo y no tengo a nadie a quien amar ni que me
ame; ¿quiere usted llevarme a su casa como hijo?» La puerta del carruaje se
cerró de golpe, sonó la campanilla, se oyó el grito ronco de la máquina y el tren
prosiguió la marcha con su traqueteo metálico que clamaba sin cesar en el
silencio de la noche: ¡solo!, ¡solo!, ¡solo!
Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron
silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de
conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje
negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha
resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces. La
única persona con quien tenía gusto de hablar era con don Mariano Elorza, que
había sido muy amigo de su padre, y cuya casa visitaba con gran confianza
siempre que venía a Nieva de vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y
amable con todo el mundo, no podía menos de mostrarse con él doblemente
afectuoso por la situación desgraciada en que se hallaba. Su casa fue para
nuestro joven, en la temporada que siguió a la muerte de la marquesa, un lugar
de refugio donde distraía sus penas y hallaba un poco de calor de familia que le
hacía tanta falta. Por otra parte, es necesario decirlo, Ricardo siempre había
sentido hacia la hija primera de don Mariano cierta admiración y simpatía, que
fácilmente se trueca en amor cuando la edad y la ocasión convidan y la
frecuencia del trato estimula; con mayor motivo aun cuando ni él ni ella habían
estado enamorados nunca. Mucho antes de que se formalizasen sus relaciones,
ya se hablaba en la villa del matrimonio del joven marqués de Peñalta con la
señorita de Elorza. Era un matrimonio indicado y pedido por la opinión pública.
Porque es de advertir que las familias de Peñalta y Elorza eran las más opulentas
de la villa, y el público encuentra siempre tan lógico que la riqueza vaya a la
riqueza, como los ríos a la mar. Así que Ricardo y María fueron declarados
marido y mujer, poco después de su nacimiento. Las comadres de la villa no les
perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto acordado de las tertulias de
Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los muchachos no pensaron en semejante
substracción, y que acataban con la mayor humildad el fallo soberano.
Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó
muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro. De la
gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una cadena de
bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un patio bastante
amplio con fuente en el medio. A este patio venía a parar una anchurosa escalera
de piedra con balaustrada de la misma materia. Estaba ya gastada y necesitaba
reparos en algunos sitios. En el primer descanso esta escalera se partía en dos
brazos, uno de los cuales conducía a las habitaciones de los señores y otro a la de
los criados. El primero de dichos brazos terminaba en un ancho corredor o
galería de cristales que miraba al patio. Toda la casa ofrecía el mismo desahogo,
al igual de los antiguos palacios, por más que fuese construida en época
relativamente moderna. Llevaba ventaja a los vetustos caserones solariegos,
como el del marqués de Peñalta, en que al fabricarla no se había atendido tanto a
la vanidad de sus dueños cuanto a la apropiada distribución de las habitaciones
para los usos de la vida. No era triste y obscura como suelen serlo aquéllos. Por
el contrario, todo su interior denotaba alegría, bienestar y elegancia. Era, pues,
un edificio grande sin ser imponente, y cómodo sin caer en la vulgaridad
desgraciada de las construcciones modernísimas. Manteníase en un término de
conciliación entre la aristocracia y la burguesía, aceptando la altivez fastuosa de
aquélla y las inclinaciones prácticas y sensuales de ésta.
La casa reflejaba en cierto modo la posición de sus dueños. Ambos eran hijos
de las familias más principales, no tan sólo de Nieva, sino de la provincia en que
esta villa radica. La señora era hermana del marqués de Revollar, que tanto había
figurado en Madrid hacía pocos años por su increíble disipación y prodigalidad,
y que ahora, totalmente arruinado y perseguido de cerca por sus acreedores,
había corrido a refugiarse en las huestes del Pretendiente, a quien servía como
ministro y consejero. Don Mariano procedía de una familia menos gloriosa y
añeja, pero mucho más acaudalada. Su abuelo había traído una fortuna inmensa
de Méjico en las postrimerías del pasado siglo, y con ella se había hecho el
terrateniente más poderoso de Nieva y fabricado la casa de que estamos
hablando. Lo mismo él que su hijo y su nieto habían procurado dar lustre a los
millones enlazándose con familias nobles.
Ricardo penetró por las habitaciones de la casa de Elorza con la indiferencia
del que se encuentra dentro de la suya, sin quitarse siquiera el sombrero. Cuando
entró en el gabinete de doña Gertrudis, esta señora se hallaba tomando una taza
de caldo ayudada por dos criadas. Al ver a nuestro joven dejó la taza sobre el
velador que tenía delante y echándose hacia atrás en la butaca, exclamó con
acento dolorido:
—¡Ay, querido, en qué mal hora llegas!
—Pues ¿qué pasa?
—¡Que me muero, Ricardo, que me muero!
—¿Se siente usted peor?
—Sí, hijo mío, sí, me siento muy mal: no es posible decir lo mal que me siento.
Si no me muero hoy, no me muero nunca. Toda la noche la pasé en un puro
grito... Después..., después ese tigre de don Máximo no ha venido todavía a
pesar de haberle enviado dos recados... ¡Que Dios le perdone!... ¡Que Dios le
perdone!
Doña Gertrudis cerró los ojos como si se dispusiese a morir sin auxilios
temporales ni espirituales.
Ricardo, acostumbrado a estos exabruptos, permaneció buen rato silencioso. Al
cabo dijo en tono indiferente:
—¿No sabe usted?... Enrique ha conseguido cambiar el aderezo, y ayer ha
llegado el otro sin novedad.
—Vaya, gracias a Dios—repuso doña Gertrudis, abriendo los ojos—. Bien creí
que no se lo cambiarían.
—¿Por qué no?
—¡Toma!, porque vendiendo el otro se habían deshecho de una antigualla de la
cual no sé cómo saldrán ahora.
—Sí, pero también perdían un parroquiano que les deja muchas ganancias.
¿Usted no ve que Enrique recibe encargos de toda la provincia?
—Eso también es verdad..., ¿pero no sabes tú que a los comerciantes les ciega
la avaricia?... ¡Uf, qué gente más mala! Te digo que no puedo ver a los
comerciantes, Ricardo; no los puedo ver, ni pintados.
Después de haber expresado este sentimiento desfavorable para el comercio,
que doña Gertrudis en su fuero interno hacía extensivo también a la industria y
en general a todas las artes mecánicas, cerró de nuevo los ojos con un gesto de
dolor, y siguió de esta manera:
—Lo que siento, hijo mío, es que no os he de ver casados y que por mi causa
tendréis que dilatar la boda... Me encuentro muy mal, muy mal... El corazón me
dice que me he de morir antes de que llegue el día del matrimonio... Y la verdad
es que más vale que me muera si he de padecer tanto...
—Vamos, no diga usted esas cosas; ¡qué se ha de morir! La enfermedad tendrá
que ir cediendo poco a poco, se curará usted y se pondrá sana y gorda que dará
gusto verla.
En vez de animarse con estas palabras, doña Gertrudis se enfureció.
—Esas son tonterías, Ricardo... Mi enfermedad es mortal, y si no ya severa...
Mi marido no quiere creerlo; pero pronto se ha de convencer... No me quejo de
mimo, no... ¡Ay, querido, si supieses lo que yo padezco sentada en esta butaca!
Lo cierto es que desde el día en que el cura había echado la bendición nupcial
sobre doña Gertrudis, se puede asegurar que esta noble señora no había hecho
otra cosa que atender a los quebrantos y lacerias de su cuerpo, arrastrando una
vida mezquina al través de las enfermedades más extrañas e inverosímiles que
jamás se hubiesen visto. Antes de dar a luz su primera hija María, había
padecido de vómitos de sangre y consunción. Después del parto, y por algunos
años, hasta el nacimiento de su segunda hija Marta, padeció un mal dolorosísimo
del corazón, tan acerbo y cruel que muchas veces le privaba del sentido. Las
manifestaciones de esta enfermedad, tal como la paciente las relataba, inspiraban
terror a cualquiera. Unas veces creía sentir que le manoseaban el corazón y se lo
estrujaban hasta no poder más; otras veces pensaba que se lo metían entre hielo,
y allí lo tenía tiritando sin que valiesen de nada las pieles y franelas que le
ponían sobre el pecho, hasta que por una brusca transición entraba en un horno
encendido donde se abrasaba de tal suerte que hacía pedazos con sus manos
crispadas cuanta ropa le habían echado antes encima; otras, en fin, sentía un
animal que clavaba en él los dientes, produciéndole tan agudos dolores que no le
dejaban fuerzas para gritar. El licenciado don Máximo permanecía totalmente
confundido delante de aquel caso patológico, anunciando en cada visita el
próximo fin de la paciente si el antiespasmódico que recetaba no la tornaba al
instante sana y salva. Como doña Gertrudis no acababa de fallecer ni su
extraordinaria enfermedad desaparecía, don Máximo llegó a perder enteramente
la fe en ella. Seguía visitando la casa con mucha frecuencia, pero siempre a la
hora de costumbre, que rara vez alteraba por más que doña Gertrudis le moliese
muchos días a recados, suplicándole se personase acto continuo en su alcoba.
Don Máximo concluyó por despreciar profundamente las enfermedades de su
noble cliente, y calificarlas públicamente en la botica adonde solía asistir de
cajigalinas de mujeres. El significado exacto del vocablo cajigalinas jamás se
supo ni dentro ni fuera del pueblo, ni se llegó a averiguar si era invención
particular de don Máximo o si procedía de algún idioma antiquísimo, muerto ya,
que el licenciado hubiese estudiado. La palabra por su raíz parece de origen
semítico, pero no es posible fallar de plano en este asunto: que los sabios lo
decidan. Lo que sí está fuera de duda es que con ella quería decir don Máximo
dar a entender algo insignificante, baladí o de poco monto. Y basta con esto para
que sepamos a qué atenernos sobre la opinión de la ciencia en lo referente a los
males de doña Gertrudis.
Después del nacimiento de Marta, las dolencias de doña Gertrudis no
desaparecieron, sino que cambiaron de rumbo. El corazón quedó un tanto
sosegado, pero en cambio todos los músculos o tendones de la atribulada señora
empezaron a contraerse con fuertes dolores, impidiéndole por algunos meses
servirse en absoluto de sus miembros, dejándola reducida al cabo, como gran
mejoría, a caminar apoyada en su marido o en una de sus hijas. Don Máximo, en
los comienzos de esta nueva fase, mostrose preocupado y caviloso, estudió con
ojo avizor los síntomas y antecedentes, recetó los antiespasmódicos por
azumbres, echó mano, en una palabra, de todos los recursos que la ciencia (la
ciencia de don Máximo) ofrecía para tales ocasiones; pero sin lograr resultados
satisfactorios. Al cabo, el vocablo cajigalinas, de origen semítico, apareció
nuevamente en sus labios, y desde entonces no volvió a entrar en las
habitaciones de la señora sin que una fina sonrisa de incredulidad vagase por su
rostro atezado.
Ricardo permaneció todavía un rato al lado de doña Gertrudis y después salió a
dar vueltas por la casa en busca de las niñas. Halló a Marta en la cocina muy
ocupada en heñir la masa de una empanada.
—¿Y María, ma petite ménagère?
—Está en su cuarto arreglándose; no tardará en bajar.
—Si te molesto en tu trabajo, me voy; si no, me quedo.
—No me molestas, si te quitas un poco de la luz..., así...; ya estás bien.
—Corriente; me quedo para aprender a hacer..., ¿qué es lo que estás haciendo?
—Una empanada de jamón.
—Pues a hacer una empanada de jamón.
La niña levantó la cabeza sonriendo a su futuro cuñado y emprendió de nuevo
la tarea. Estaba colocada en pie delante de una mesa baja destinada, a juzgar por
su lustre, a la operación que ejecutaba. Tenía puesto un enorme delantal blanco
cómo el de las cocineras y en la cabeza una cofia también blanca. Sus ojos
negros, brillantes, lucían mejor con este traje, lo mismo que sus cabellos de
azabache. Había alzado las mangas del vestido y mostraba al descubierto unos
brazos mórbidos y mejor torneados de lo que pudiera esperarse de su corta edad.
Estos brazos anunciaban una mujer en plena posesión de todos los atractivos
punzantes, de todas las graciosas curvas de su sexo: eran unos brazos blancos y
tersos de virgen flamenca, firmes y macizos como los de una doncella de labor;
lo mismo podrían servir de modelo a un estatuario que para arreglar una cama a
las mil maravillas. Con ellos hacía rodar de un lado a otro por encima de la mesa
un pedazo grande de pasta amarillenta, arrastrándolo y doblándolo
constantemente sobre sí sin darse punto de parada. La masa se desprendía
suavemente de la tabla por efecto de la manteca de que estaba impregnada con
levísimo rumor parecido al roce de la seda. Algunas criadas daban vueltas por la
cocina atendiendo a sus quehaceres. Ricardo contempló un instante la operación
en silencio; pero no tardó en exclamar con señales de asombro:
—¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad!
Las criadas volvieron la cabeza. Marta también alzó la suya.
—Pues, ¿qué pasa?
—Pero, niña, ¿dónde te has comprado esos brazos tan rollizos?
La niña se ruborizó, y entre risueña y molesta llevó la mano a las mangas del
vestido bajándolas un poquito.
—Vamos, ¿ya principias? Mira, para eso no te he permitido que te quedases.
—Es que ahora ya merece la pena quedarse, aunque mandases lo contrario.
—Bien, haz lo que quieras; pero déjame trabajar en paz.
—Te dejaré que trabajes, pero haciendo constar que nunca había entrado en
mis cálculos que la señorita Marta poseyese unos brazos semejantes... Sabía que
era apretadita de carnes, redondita y maciza, ¿pero cómo había de sospechar...?
Vamos, te digo que a no verlo, no lo creyera.
Las criadas reían. Marta amasaba con afán, haciendo gestos de resignación
como quien está dispuesto a sufrir una broma hasta el fin. Ricardo prosiguió:
—Y eso que había oído hablar a María de ellos; pero en términos vagos... No
eran bien precisas sus noticias. Lo mejor en estos casos para hacerse cargo del
asunto es verlo por sí propio. ¡Al que se meta contigo no le arriendo la
ganancia!... La verdad es que, bien mirado, una niña de catorce años no tiene
derecho a poseer unos brazos como esos.
Marta suspendió su obra para reír.
—¡Jesús, qué pesadísimo eres, criatura; no se te puede sufrir!
Después, su semblante adquirió la expresión plácida y grave que lo
caracterizaba, y emprendió nuevamente el trabajo hundiendo en la masa blanda
una y otra vez sus puños tersos y rosados. La pasta iba adoptando sucesivamente
diversas formas bajo la presión continuada de las manos breves pero firmes de la
niña.
Cuando le pareció que se hallaba en su punto, la partió en varios trozos, y
tomando un rollo de madera se puso a modelarlos con gran cuidado.
Ricardo preguntó con timidez.
—¿Me dejas que te ayude, Martita?
—No sabes.
—Me dirás lo que debo hacer, y bajo tu dirección marchará bien el negocio.
—¡Ahora me adulas! Bueno, consiento en ello, pero lávate las manos.
Ricardo no tuvo más remedio que ir a lavarse las manos.
—Está bien; ahora toma este otro rollo y extiende este pedazo de pasta hasta
que lo conviertas en una lámina redonda.
El nuevo panadero se puso a la obra con ardor, con demasiado ardor, pues la
pasta se agujereó varias veces de puro fina. Las criadas le contemplaban
admiradas y sonrientes, mientras Marta permanecía grave y atenta a su tarea. En
la cocina se respiraba una atmósfera sofocante, calentada por las chapas de
hierro incandescente del fogón e impregnada de olores espesos de manjares a
medio guisar, que empachan y repugnan al estómago cuando está ahíto y lo
irritan y soliviantan cuando ayuno.
Ricardo no podía estarse callado un instante. Mientras hacía resbalar el rollo
sobre la pasta con más precaución que si se tratase de confeccionar un filtro
mágico, no cesaba de hacer preguntas y dirigir observaciones de todo género a
Marta acerca de la empanada que tenía entre manos. «¿Cuántos huevos había
echado en la harina? ¿Qué cantidad de manteca? ¿Con quién había aprendido a
hacer empanadas? ¿Cuánto tiempo necesitaba estar en el horno?, etc., etc.»
Marta respondía lacónicamente y sin levantar la vista a todas las preguntas,
dejando asomar a sus labios una vaga sonrisa de superioridad condescendiente.
—Oye, Marta, ¿qué diría Manolito López si nos viera en este momento?
—¿Qué había de decir? Lo que se le antojara—contestó la niña ruborizándose
levemente.
—¿No tendría celos al vernos tan cerca uno de otro?
—¿Pues?
—¡Qué sé yo!... Como está tan enamorado, según dicen...
—¡Qué ganas tienes de embromarme!
—Chica, es lo que se corre por ahí; yo no pongo nada de mi cosecha.
—Bien, pues dale expresiones, como tú dices.
—Se las daré en cuanto le vea.
—¡Vamos, no seas tonto!
Marta profirió esta exclamación demostrando en el acento cierto sobresalto. Se
conocía que le molestaba un poco la broma. El fundamento que Ricardo tenía
para dársela era deleznable, como sucede casi siempre en la adolescencia; pero
verdadero hasta cierto punto. Los zagalillos de catorce o quince años, llamados
por el vulgo pipiolos, corren en pos de las zagalas de la misma edad y establecen
con ellas, tácitamente la mayor parte de las veces, ciertas relaciones que remedan
los amores de los jóvenes. Se dice, por ejemplo, entre ellos, que Fulanito es
novio de Fulanita, sin saber por qué, y Fulanito, por ese mero hecho, sin que le
importe gran cosa de Fulanita, va a esperarla con otros amigos a la salida del
colegio, y la sigue hasta su casa, molestando mucho a la doncella que la
conduce; en las giraldillas que se forman en las romerías la saca a bailar con más
frecuencia que a las otras; cuando es un poco atrevido le suele ofrecer dulces en
cucurucho de papel dorado, y pasa por delante de su casa varias veces el día que
se pone traje o sombrero nuevo; procura, cuando la sigue, hablar alto y con
desenfado, para que ella le oiga y se regale con su buen decir, y se traba a
mojicones por la cosa más insignificante, para lucir en presencia suya el arrojo y
coraje que no tiene en ausencia; gasta los cuartos que posee en pomadas o
aceites de olor, y se presenta en la misa a que ella asiste con la cabeza lamida y
reluciente como un gato cuando sale del agua. La tarde en que se enfada porque
ella no le hace caso, la sigue de cerca en el paseo, entre varios amigos, soltando
palabras groseras y carcajadas estúpidas, y llegando a veces a tirarle por las
trenzas del pelo, hasta que con esta y otras sandeces consigue hacerla llorar.
La conducta de Fulanita suele ser análoga. No le importa tampoco un ardite de
Fulanito; pero como dicen que es su novio, hace lo posible por que lo parezca; y
así, vuelve la cabeza a menudo para mirarle cuando sale del colegio; en la
giraldilla le saca a bailar más veces que a los otros; sale al balcón cuando él pasa
y se ruboriza cuando la bromean. Pero estos seudoamores casi nunca prevalecen
ni se convierten en verdaderos. Tácitamente principian, tácitamente viven y
tácitamente concluyen cuando la niña se pone de largo. La razón de tal frialdad
es muy obvia. Fulanito no se encuentra todavía en la edad de las pasiones, sino
en la de la gimnasia, los suspensos y los cigarros de salvia. Fulanita está siempre
a mucha mayor altura por lo que respecta a la vida del corazón, y en su interior
desprecia profundamente a Fulanito, que no sabe divagar un poco sobre la
simpatía y el amor, ni es capaz de besar un abanico que cae de la mano, ni tiene
pizca de bigote. Por eso, generalmente, cuando a Fulanita le agregan una cuarta
más de tela al vestido, no vuelve a mirar ni por casualidad a Fulanito, el cual lo
encuentra naturalísimo y no se desmejora por ello ni se suicida.
Tales eran las relaciones, con muy leves variantes, que sostenía nuestra Marta
con Manolito López. A las causas generales que marchitan y secan en flor
semejantes inclinaciones, debe agregarse en este caso la poca conformidad de los
caracteres. Manolito, si bien de rostro expresivo y hasta hermoso, era travieso,
ruidoso, pendenciero e insolente. Una buena cualidad se reconocía en él: la de no
ser rencoroso. Marta era apacible, callada, firme, circunspecta y reservada. El
defecto que en su casa le señalaban era el de ser un poco terca. No era posible,
pues, una antítesis más perfecta. Si así no fuese, Marta hubiera llegado a querer a
Manolito, porque su temperamento repugnaba la mudanza lo mismo en los
muebles del cuarto que en los sentimientos de su corazón.
Cuando terminaron de modelar varias capas delgadas de pasta, Marta las fue
colocando unas encima de otras en una tartera de cobre, formando el lecho de la
empanada. Después una de las criadas le trajo el jamón, convenientemente
aderezado y cortado en rajas. El pringue sazonado de especias exhalaba un olor
irritante y apetitoso que hacía la boca agua. Una vez puestas las rajas sobre el
lecho del modo más adecuado, la niña se puso a extender nuevas capas de pasta
sobre el jamón. Ricardo ya no la ayudaba; al parecer, se había cansado. Mas
cuando se trató de ejecutar los adornos de la tapa, acudió de nuevo a prestarle
auxilio, complaciéndose largamente en ejecutar con la masa mil suerte de
mosaicos, arabescos y primores de toda clase, que no había más que ver. Marta
puso término a tan prolijas labores quitándole la pasta de la mano, porque no
acababa nunca. Hecha la empanada, fue la misma niña a meterla en el horno, y
siguiendo una piadosa costumbre tradicional de aquella tierra, se santiguó y rezó
un padrenuestro, para obtener resultado feliz.
—¿Sabes una cosa, Martita?
—¿Qué te pasa?
—Que con estos olores de cocina y el trajín de la dichosa empanada, se me ha
despertado un apetito más que regular.
—Pues mira, eso comiendo se quita. Ven conmigo.
Y le condujo al comedor, que estaba cerca, y le hizo sentarse a la mesa.
Después sacó de un armario cubierto, servilleta, pan, vino, un plato de pavo en
galantina y un tarro de dulce, y se lo fue colocando delante, uno en pos de otro,
con el sosiego y compás que caracterizaban todos sus movimientos.
—Coma usted, señor marqués; coma usted.
Llamar a Ricardo señor marqués era una de las bromas más picantes que Marta
se autorizaba respecto a su futuro hermano. No estaba en la índole de su genio
dirigir cuchufletas y epigramas. Los que salían de su boca alguna vez eran para
disimular una caricia que su carácter reservado le impedía hacer abiertamente a
nadie, ni aun a su misma hermana.
Ricardo se puso a despachar un pedazo de pavo al estómago con toda
solemnidad, empujándolo de vez en cuando con tragos de Valdepeñas, mientras
la niña, en pie, lo contemplaba risueña y satisfecha, gozando con el voraz apetito
de su amigo, y cuidando de escanciarle vino y arrimarle los platos siempre que
hacía falta.
—Eres una gran mujer, Martita—decía Ricardo con la boca llena—. Se te
puede comprar al peso, y eso que no debes pesar poco, a juzgar por las señales
de que no quiero hacer mención porque no me llames pesado... En cuanto vea a
Manolito López le diré que no piense en otra mujer si quiere ponerse gordo y
rollizo (que buena falta le hace)... Si a mí me cuidas de ese modo, ¡cómo le
cuidarás a él!... Basta, basta, Martita, no me pongas tanto dulce... Tú quieres, por
lo visto, que pille una indigestión aquí en secreto... Está bien ese pavo: merece
los honores que le he hecho... Échame un poquito de vino...
Marta escanciaba y seguía contemplándole con sus grandes ojos serenos, por
donde resbalaba una leve sonrisa de complacencia sensual. Parecía que era ella
la que se estaba atracando.
—Mira, chica, haz el favor de comer tú también, porque me da pena verte.
Parece que te han castigado...
La niña no tenía apetito y se negó a tomar el plato que le presentó. Sin
embargo, cortó un pedacito de pan y empezó a roerlo gravemente con sus dientes
blancos y menudos.
—Te profetizo que no tardarás en despachar ese plato de dulce, Martita... La
cuestión es empezar... Ya verás, ya verás... Lo peor es que ya son las doce, y que
a la hora de comer me voy a hallar sin apetito... Martita, no seas tonta y cómete
ese dulce que te está apeteciendo...
Cuando Ricardo daba ya fin a su tarea de engullir y charlar, entró en el
comedor Genoveva, diciéndoles:
—A la señorita María le duele un poco la cabeza y está descansando sobre la
cama.
—Voy allá—exclamó Marta, ausentándose velozmente.
—De su parte traigo para usted este recado, señorito—añadió la doncella,
presentándole una carta.
Pero al ver que el joven trataba de romper el sobre, le dijo:
—La señorita le encarga que no la lea hasta que se vaya de casa.
—Bueno, bueno—articuló Ricardo un poco alterado.
Y tomando el sombrero y sin despedirse de nadie, se fue a escape a su casa
devorado por la impaciencia, y rompiendo el sobre con mano temblorosa, leyó la
carta que sigue:
«Mi queridísimo Ricardo: Hace ya tiempo que deseo comunicarte un
pensamiento que me preocupa, sin atreverme a ello. Conozco bien tu genio; eres
impetuoso en extremo, y tal vez antes de reflexionar sobre mis palabras y
equivocándote acerca de su sentido, te inflamarías como una pólvora, lo echarías
todo a rodar y me asustarías horriblemente como en la noche que celebramos el
santo de mamá. Por eso, después de vacilar mucho, me resuelvo a decírtelo por
escrito y no de palabra.
»El pensamiento que me agita estos días es el de suplicarte que aplacemos
todavía algún tiempo nuestro matrimonio. No te enfades, Ricardo mío, y sigue
leyendo con calma. Estoy segura de que lo primero que se te ocurre pensar es
que no te quiero. ¡Cómo te equivocarás si lo piensas! Si pudieses leer en mi
alma, verías que tu amor tiene avasallada mi conciencia, lo cual deploro
amargamente. Pero no se trata ahora de esto.
»¿Estás seguro, Ricardo, de que tú y yo nos hallamos convenientemente
preparados para tomar un estado que arrastra consigo tantos y tan graves cargos?
¿Has meditado bien lo que significa el sacramento del matrimonio? ¿No habrá
en nuestros corazones más bien una inclinación irreflexiva mezclada tal vez de
impulsos carnales que el propósito firme de emprender una vida austera y
piadosa como conviene a una familia cristiana, educando a nuestros hijos en el
temor de Dios y en la práctica de las virtudes? Si reflexionas un poco en lo
frívolos que hasta ahora han sido nuestros amores y en los pecados que
constantemente cometemos, no podrás menos de convenir conmigo en que dos
muchachos tan desprovistos de gravedad y sólida virtud no están facultados por
Dios para educar y dirigir una familia. Sentiría un gran remordimiento de
conciencia casándome hoy (y tú debes de sentirlo también) y creería que Dios no
podría bendecir ni hacer dichosa nuestra unión. Para que la bendiga es necesario
que nos hagamos dignos de celebrarla, dejando para siempre el modo frívolo y
mundano que tenemos de querernos por otro más elevado y espiritual, cesando
por completo en ciertas expansiones terrenales a que nuestro gran amor nos
impulsa, y preparándonos durante algunos meses, por lo menos, con una vida
virtuosa y devota, haciendo algunos sacrificios y obras de caridad, y pidiendo a
Dios constantemente que ilumine nuestro espíritu y nos dé fuerzas para cumplir
los deberes que el nuevo estado nos impone.
»Hay un ejemplo en la historia que nos debe alentar mucho para llevar a cabo
lo que te propongo. La Amada Santa Isabel de Hungría estuvo desposada desde
su tierna edad con el duque Luis de Turingia, pero sin que las bodas se
celebrasen hasta que ambos llegaron a la edad oportuna. Celebrados los
desposorios, Isabel y Luis no volvieron a separarse, habitando el mismo palacio
como si fuesen hermanos, hasta que por la voluntad de Dios fueron marido y
mujer. Los piadosos sentimientos de los dos novios, junto con la austera
educación que les dieron, hizo que su cariño fuese siempre puro y limpio,
fundando la inalterable unión de sus corazones, no sobre los efímeros
sentimientos de un atractivo puramente humano, sino sobre una fe común y la
severa observancia de todas las virtudes que esta fe enseña. Hasta que el
matrimonio los unió con vínculo indisoluble, siempre se llamaron hermanos, y
aun después de casados continuaron dándose a menudo este dulce nombre.
»Te confieso, Ricardo, que el espectáculo de estos nobles y santos jóvenes me
seduce hasta un grado indecible. El amor santificado de tal suerte es mil veces
más hermoso y proporciona al corazón goces más puros y elevados. ¿Por qué no
habíamos de seguir hasta donde nos fuese posible las huellas de estos esposos,
dechado de abnegación y de ternura tanto como de pureza y fidelidad? ¿Por qué
no habías de imitar tú, amado Ricardo, la virtud severa del joven duque de
Turingia, la nobleza y dignidad de todos sus actos, la inocencia y la modestia de
su alma, jamás desmentida, y que en nada se oponían al valor y fortaleza de que
siempre dio relevantes pruebas? Por mi parte te prometo imitar en la medida de
mis débiles fuerzas la ternura, la obediencia y fidelidad de su santa esposa
Isabel, viviendo sujeta a la ley de Dios dentro del cariño que te profeso.
»Esto es lo que te propongo y deseo que hagamos. No te enfades, por Dios,
querido Ricardo. Reflexiona sobre lo que te acabo de decir y verás como tengo
razón. No dudes de que te quiere mucho, mucho, la que es por ahora tu
hermana,
MARÍA.»
V

CAMINO DE PERFECCIÓN

La carta que acabamos de leer señala una etapa importantísima en la vida de


nuestros amantes. Ricardo principió por enfurecerse y escribir una larga
contestación a su novia, dando por terminadas sus relaciones, que no llegó a
enviar a su destino. Después celebró con ella una conferencia, donde se desató
en denuestos. Todo cuanto venía escrito en su epístola no era más que un tejido
de necedades y simplezas, fabricado adrede para disimular su perfidia. Bien
podía despedirle de otro modo menos grotesco, pues ya que no tuviese derecho a
su amor, al menos podía y debía exigir la franqueza y lealtad que él había usado
siempre; desde mucho tiempo atrás venía notando su frialdad y desvío, pero
jamás pudo creer se sirviese para desatar el lazo que los unía de pretexto tan
ridículo, etc., etc. María recibió con humildad tal granizada de insolencias,
afirmando con palabras tiernas y persuasivas, siempre que le dejaba un instante
para hablar, que le seguía amando con toda su alma; que podía poner a prueba su
amor siempre que quisiera, pues resuelta estaba a hacer por él cuantos sacrificios
exigiese menos el de su conciencia; que le atravesaban el pecho las sospechas de
traición y de engaño, pero que se las perdonaba, teniendo presente el estado de
exaltación en que se hallaba; que sentía igualmente en el alma que calificase de
grotescos y ridículos los móviles de su resolución, cuando ella los tenía por tan
respetables, y, en fin, que le rogaba se calmase.
Ya que hubo desahogado su bilis el joven marqués, sin resultado, comenzaron a
desmayar sus ánimos y entró por el camino de las buenas razones, pasando en
seguida al de los ruegos, aunque sin lograr mejor éxito. Empleó todos los
recursos del ingenio y el lenguaje tierno y expresivo que le dictaba su honrado
corazón a fin de convencerla de que ni ella ni él se hallaban, por fortuna, en el
caso de ponerse a llorar sus pecados como dos criminales, pues si no eran más
buenos, por lo menos lo eran tanto como el vulgo de los mortales; y en cuanto a
tino y seso para gobernarse y gobernar a sus hijos en el matrimonio, no se creía
tampoco menos apto que los demás, y que, en último término, pasarían por
donde otros pasaron. Todo fue inútil. La joven opuso razones a razones y un
silencio firme y obstinado a las súplicas salpicadas de ternezas de su amante.
Éste, en tal estado de tribulación, de que no hace mérito el padre Rivadeneira
en su tratado, fue derecho a contar el caso y a pedir consejo y ayuda a don
Mariano, a quien quería como a un padre. Dicho señor mostrose altamente
sorprendido y confuso al leer la carta de su hija. Leyola repetidas veces, como si
no acabara de dar en la clave, y a cada nueva lectura la encontraba más turbia e
inexplicable. Por último, se la devolvió, con un gesto de susto, manifestando que
su hija debía de haber perdido el juicio, porque no entendía nada de aquella
monserga.
En efecto, don Mariano era un creyente sincero, que cumplía escrupulosamente
con los preceptos morales de la religión, pero que miraba con un poco de tibieza,
ya que no con desdén, los referentes al culto. Nunca había dudado de las
verdades religiosas aprendidas en la niñez; pero jamás había dado capital
importancia a las misas y oraciones, ni había pasado en las iglesias más que el
tiempo estrictamente necesario. Sabía distinguir, cuando se trataba de estos
asuntos, entre la religión y los curas, profesando hacia éstos cierta enemistad
volteriana, que le venía de casta, al decir de doña Gertrudis, pues su abuelo, el
mejicano, había sostenido relaciones amistosas y larga correspondencia con un
miembro de la Convención francesa. Tenía fe incontrastable en el progreso
moderno, y echaba mano de los inventos realizados continuamente por la
industria humana para combatir los argumentos deleznables, y pulverizarlos, de
sus constantes enemigos los partidarios de la tradición, entre los cuales no era el
menos empedernido y molesto su mujer. Se recibía, verbigracia, en la casa un
telegrama de cualquier pariente o amigo; don Mariano, con sonrisa triunfal,
después de leerlo, se lo alargaba a su señora, diciendo:
—Toma; este endiablado invento moderno viene a comunicarnos que tu
hermano ha llegado bueno a París.
Gustaba de hacer consideraciones picarescas sobre el espanto que se apoderaría
de nuestros abuelos, si de repente los metiesen en el coche de un ferrocarril, o les
dijesen que podían conferenciar cuando quisieran con un amigo residente en la
Habana. En cuanto tenía noticia por los periódicos de cualquier invención
peregrina, corría a leerle el suelto a su mujer, y guardaba el periódico para
leérselo igualmente a los muchos tradicionalistas que frecuentaban la casa. Si el
invento no era costoso, hacía que le remitiesen la máquina, aunque no le sirviese
para nada. Así, que tenía la casa poblada de artefactos curiosos, casi todos
empolvados y descompuestos por la falta de uso; máquinas de hacer hielo,
manteca, sidra, pitillos, etc.; telégrafos de salón, estereoscopios, cacerolas para
asar la carne con un pedazo de papel, salvavidas, bastones con silla y carabina,
paraguas con tienda de campaña, impermeables y otro sinfín de objetos extraños.
Cuando la máquina no daba el resultado apetecido, don Mariano tenía un
disgusto, se creía humillado y temiendo que por esto sufriese menoscabo la prez
de la civilización moderna, no hablaba del aparato delante de su señora, o
viéndose obligado, escurría el bulto, como suele decirse, por la tangente,
atribuyendo siempre el éxito desgraciado a su propia torpeza y no a la calidad
del invento.
Este amor fervoroso que profesaba a los increíbles adelantos de la época
presente, y la lucha que dentro y fuera de casa sostenía a todas horas contra los
amigos de la tradición, le impulsaban en ocasiones a valerse de armas
prohibidas, como eran, por ejemplo, el exagerar el poder de la industria
moderna, forjando nuevas y estupendas empresas que él daba por comenzadas,
cuando a nadie se le habían pasado aún por la cabeza. Un día asombraba a sus
amigos manifestándoles que se pensaba muy seriamente en establecer un puente
flotante entre Europa y América, por el cual se podría ir en ferrocarril al Nuevo
Mundo; otro, los dejaba atónitos diciéndoles que se estaba construyendo un
telescopio que traería la luna a media legua de distancia, con el que podríamos
percibir si en este satélite había seres movientes; otro, les llenaba de admiración
noticiándoles que en los Estados Unidos habían trasladado entera una catedral de
un pueblo a otro, por medio de la presión hidráulica. En materia de progresos
mecánicos don Mariano tenía más imaginación que Shakespeare. La política
nacional le preocupaba poco en comparación del incesante y sublime progreso
realizado por la humanidad, y odiaba las exageraciones que en su concepto lo
retrasaban. Estaba afiliado al partido conservador liberal.
Con estos antecedentes fácil es imaginarse el efecto que la carta de su hija le
causaría. Considerola como una extravagancia de las muchas que la niña había
padecido en su vida, y prometió a Ricardo solemnemente hacerla desistir de
aquella tontería. Mas después de haberla llamado a su cuarto y pasar encerrado
con ella cerca de dos horas, empezó a sospechar que la cosa no era tan fácil
como a primera vista parecía. Ni con echarlo a broma haciendo chacota de su
austero propósito, ni con mostrarse enojado, ni con bajarse a las súplicas logró
nada nuestro buen caballero. María opuso a estos ataques, como había hecho con
su novio, una actitud humilde, pero resuelta, imposible de vencer. A unos y a
otros no les quedó otro recurso que resignarse, y eso hicieron de mal grado con
la secreta esperanza de que la joven cambiaría pronto de acuerdo una vez
satisfecho el capricho. Aplazose, por tanto, la boda indefinidamente, y el pobre
Ricardo empezó a desempeñar su papel de duque de Turingia, casi tan mal como
un actor español. Las entrevistas con María fueron desde entonces menos
frecuentes y familiares. La joven parecía huirle y evitar las ocasiones de
conversar con él íntimamente como antes. Ricardo las buscaba con empeño y las
aprovechaba unas veces para dirigirle amargas reconvenciones, otras para decirle
con labio balbuciente mil frases apasionadas. Ella se mostraba siempre dulce y
cariñosa, mas procurando encaminar la conversación hacia asuntos serios.
Ricardo siguió acariciándola siempre que tenía ocasión para hacerlo; pero no
volvió a obtener de ella la acostumbrada reciprocidad por más que hizo
increíbles esfuerzos para conseguirlo. Y no sólo no logró este favor, sino que
poco a poco la joven evitó que él se propasase a lo primero, hablándole siempre
delante de gente. Un día que la encontró sola en el comedor, se dijo con íntimo
gozo: «Esta es la mía.» Y, acercándose a ella cautelosamente por detrás, le dio un
sonoro beso en el cuello. María se levantó bruscamente de la silla y le dijo con
cierta dulzura no exenta de severidad.
—Ricardo, no vuelvas a hacer eso.
—¿Pues?
—Porque no me gusta.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre; no seas tonto.
Estas palabras las dijo ya con enojo, y señaló otra etapa desgraciada de los
amores de Ricardo. Cesaron casi en absoluto aquellos felices momentos de
tiernas expansiones, dulces y amables como los placeres de los ángeles, cuyo
recuerdo esparce por toda la vida, hasta por la del hombre más prosaico, una
vaga y poética melancolía que ayuda a sufrir los contratiempos de la existencia y
a contemplar sin envidia la felicidad ajena. Lo más que recabó el joven marqués
de su amada fue que le permitiese besarla en la frente de vez en cuando a título
de hermano. Y no es necesario manifestar a los experimentados lectores que con
este ayuno forzoso el amor del joven, lejos de mermarse, creció y se sobresaltó
hasta lo indecible; porque deben suponerlo.
María pudo entregarse de lleno a la vida de perfección, a la cual aspiraba con
vehemencia. Las horas del día le parecían pocas para orar, lo mismo en la iglesia
que en su casa, y para llorar sus pecados. Frecuentaba los sacramentos cada vez
más, y asistía y tomaba parte con su presencia y dinero en todas las
solemnidades religiosas que se celebraban en la villa. El tiempo que le dejaban
libre sus oraciones lo empleaba en leer libros devotos, los cuales formaron al
poco tiempo una biblioteca casi tan numerosa como la de novelas. Las vidas de
las santas le placían sobre todos los demás. Devoró pronto una multitud,
fijándose, como es lógico, en las de aquellas que más gloria alcanzaron y más
esplendor han dado a la Iglesia: la vida de Santa Teresa, la de Santa Catalina de
Siena, la de Santa Gertrudis, Santa Isabel, Santa Eulalia, Santa Mónica y la de
algunas otras que, sin hallarse canonizadas aun, fueron célebres por su piedad y
por las gracias espirituales que Dios les otorgó, como la Beata Margarita de
Alacoque, Mademoiselle de Melum, etcétera. Estas lecturas causaron
profundísima impresión en el ánimo ardiente y exaltado de nuestra joven,
empujándola más y más por el camino de la devoción. Los increíbles y
maravillosos esfuerzos de aquellas almas heroicas que, por el amor y la caridad,
lograron elevarse al cielo y gozar por anticipado en la tierra de las gracias
reservadas a los bienaventurados la llenaban de íntima y fervorosa admiración.
Extasiábase ante los incidentes más insignificantes de la existencia de las santas,
en los cuales solía mostrar Dios que las tenía elegidas para sí y que no permitía
que el mundo se las arrebatase, como, por ejemplo, la escena del milagroso sapo
que Santa Teresa vio hallándose conversando en el jardín con un caballero hacia
quien se sentía inclinada; la muerte inopinada de Buenaventura, hermana de
Santa Catalina, que encaminaba a esta santa por la senda mundanal del adorno
del cuerpo y los placeres, y otros muchos de que están llenos los libros referidos.
María admiraba a las insignes heroínas de la religión, como se admiran los
fenómenos y prodigios de la naturaleza, con emoción y asombro. Mucho tiempo
se pasó sin que osara levantar sus ojos hasta ellas para imitarlas. Limitábase a
pedirles con interminables oraciones que intercediesen para que Dios le
perdonase sus pecados. Compraba las mejores efigies que de ellas encontraba, y
después de ponerles un rico marco, las colgaba de las paredes de su cuarto. Para
hacerlo hubo necesidad de descolgar a Malec-Kadel y a otros varios guerreros de
la Edad Media que las tenían invadidas. Le seducían en alto grado las escenas de
los años infantiles y los primeros pasos que las bienaventuradas habían dado en
el camino de la perfección. Pero al llegar a aquella parte de la vida que
determina el apogeo de su gloria en la tierra, cuando Dios, vencido de su
constante amor, de su fidelidad y de los pasmosos sacrificios que se imponen,
comienza a otorgarles favores y regalos espirituales por medio de éxtasis y
visiones, quedaba un poco turbada y hasta aterrada. No comprendía aún el goce
místico de la comunicación directa y sensible entre el alma y su Dios, y se
confesaba con gran remordimiento que si en ella se efectuase una de estas
maravillosas visiones sentiría mucho más miedo que placer.
No tardó, sin embargo, en nacer en su corazón el deseo de imitarlas. De la
admiración a la imitación va siempre poco trecho. Principió por donde debía,
esto es, por imitar su humildad. Hasta entonces había sido modesta, aunque no
tanto que no le gustase verse lisonjeada y aplaudida; mas a partir de esta época
no sólo huyó toda alabanza con cuidado, sino que rechazó las que le dirigían y
hasta procuró ocultar sus habilidades para quitar a los amigos la ocasión de
ensalzarla. Principió a hablar lo menos posible, tanto con los de fuera como con
los de casa, y a ejecutar al instante cualquier cosa que le suplicaran,
lamentándose en su interior de que no se lo mandasen en términos ásperos. Hizo
con maña que los criados le sirviesen en la mesa después que a todos los demás
y que le pusiesen siempre pan duro en vez de tierno. Para vencer los naturales
impulsos del amor propio se mostró más afable con las personas que le habían
causado algún disgusto que con las otras, y bastaba que una le hiriese más o
menos en el orgullo para que inmediatamente la colmase de atenciones como si
le debiese gratitud. En cambio, con las que sabía que la querían y la admiraban
gustaba de aparecer desabrida para que no la tuviesen en mejor concepto del que
merecía.
Enderezada por esta piadosa vía, que todos los santos han recorrido, para honra
de Dios y del género humano, y socorrida de su viva imaginación, llevó a cabo
una porción de actos extraños y hasta incomprensibles para aquellos cuya
atención está convertida al mundo y no a las prácticas religiosas, actos que el
ilustre biógrafo de Santa Isabel califica de secretas y santas fantasías, que son
los peldaños místicos por donde el alma sube a la perfección y se comunica con
Dios. Un día, por ejemplo, le venía en mientes comer con los criados
humildemente como si fuese uno de ellos. Para realizarlo simulaba a la hora de
comer una jaqueca y se quedaba en su cuarto; y cuando la familia se hallaba
reunida en el comedor bajaba muy despacito a la cocina, y allí se estaba todo el
tiempo que duraba la comida, sirviéndose por sí misma las sobras de la mesa,
con sorpresa y admiración de la servidumbre.
Otro día, en que, a su parecer, no había contestado con bastante respeto a su
padre, se presentaba repentinamente en el despacho, se hincaba de rodillas y le
pedía perdón. Don Mariano la levantaba del suelo con ojos espantados.
—¡Pero, hija mía, si no me has ofendido en nada ni has cometido falta
ninguna!... Y aunque la hubieses cometido no es para hacer esos extremos...
¡Vaya una tontería!... Anda, dame un beso y vete a coser con tu hermana, y no
vuelvas a asustarme con tales boberías.
María no encontraba en el seno de su familia las contrariedades que hubiera
deseado para probarse. Su padre y su hermana, aunque no la alentasen en las
devociones, nada le decían en contra, y cada día le otorgaban mayores muestras
de cariño, pues a ello les invitaba la creciente dulzura y afabilidad de su carácter.
Su madre la adoraba con pasión loca y aplaudía ciegamente todos sus actos de
piedad. No se cansaba de alabar la virtud y el talento de su primogénita. Los
criados, y muy particularmente Genoveva, hacían coro también a estas alabanzas
difundiendo por la villa la fama de sus virtudes y formando en torno suyo una
aureola de respeto y santidad. Nuestra joven hubiera preferido para los efectos
de su salvación tener un padre bárbaro y tirano que la mandase con dureza, o una
madre despegada o una hermana envidiosa que no la dejase vivir, pues ninguna
santa se había librado de padecer persecuciones dentro de su familia, al decir de
las historias que leía. Dolíase interiormente del sosiego y felicidad que en su
casa disfrutaba, pensando en que nada sufría por el Dios que nos redimió con su
sangre. Ansiaba que le levantasen una calumnia como las que Palmerina hizo
sufrir a Santa Catalina de Siena, a fin de que la despreciasen y maltratasen; pero
a ninguna persona de su casa ni de fuera se le pasaba por la imaginación
semejante cosa.
Para compensar esta ausencia de persecuciones mortificábase con ayunos y
penitencias, ejecutando siempre lo que más le disgustaba. Le repugnaba algún
manjar de la mesa; pues se imponía la penitencia de comerlo, dejando, en
cambio, otros que le placían extremadamente. Llegó hasta echar en algunos
acíbar, a imitación de lo que hacía San Nicolás de Tolentino. Los viernes
ayunaba rigurosamente a pan y agua, haciendo prodigios de habilidad para que
su padre no cayese en la cuenta, pues de notarlo tenía por seguro que no se lo
consentiría.
Traía siempre un medallón al cuello con el retrato de su novio. Un día que éste
consiguió hablar un momento a solas con ella, le dijo:
—Oye, Ricardo; si no te enfadas, te diría una cosa.
—¿Qué es?—se apresuró a preguntar el joven con el sobresalto de quien teme
siempre alguna desgracia.
—Estoy viendo que te vas a enfadar..., pero te lo diré. He quitado tu retrato del
medallón.
La fisonomía de Ricardo expresó el asombro.
—Y lo peor es que lo he sustituido con otro...
La expresión de asombro se trocó en dolorida, de tal modo, que María, al
contemplar aquel rostro contraído y rebosando de aflicción, no pudo menos de
soltar una carcajada sonora y fresca como las que en otro tiempo salían a cada
instante de su boca y que poco a poco habían ido cesando, como si se hubiese
apagado el foco de luz y alegría de donde se escapaban.
—¡Dios mío, qué cara has puesto!... Espera; para que sufras más voy a
mostrarte tu sustituto.
Y, quitando el medallón del cuello, se lo presentó. Tenía la efigie de Jesús
coronado de espinas. Ricardo sonrió entre satisfecho y molesto.
—Ahora, bésalo.
El joven obedeció al punto posando los labios sobre la imagen del Señor y un
poco también sobre los dedos rosados que la apretaban. María se escapó
corriendo.
Al par que se ejercitaba en la humildad no descuidaba tampoco otra virtud, que
es, por decirlo así, el fundamento de nuestra religión y el timbre mayor de gloria
que la criatura puede ofrecer a Dios: la virtud de la caridad. Bastábale a nuestra
joven su excelente corazón y el ejemplo de sus padres para aliviar siempre que
podía las miserias del prójimo; pero añadíase a esto tener presente a la continua
los increíbles esfuerzos de abnegación y caridad llevados a cabo por las santas
que con más fervor veneraba, particularmente la santa duquesa de Turingia, que
mereció el nombre de Madre de los pobres. Así que, mostrábase compasiva
hacia todos los miserables, y no perdía ocasión de remediar sus necesidades con
mano próvida. Todo el dinero que su padre le daba empleábalo en hacer
limosnas. Visitaba, en compañía de Genoveva, las casas de algunos pobres, a los
cuales aliviaba, no sólo con dinero, sino también con palabras de consuelo,
atento que no sólo de pan vive el hombre. Para ejercitarse en la humildad, al
tenor de lo que practicaba muy a menudo la santa reina de Escocia, Margarita,
hizo venir en secreto algunos pordioseros a su cuarto y les lavó los pies con el
mayor esmero. Cada uno de estos actos piadosos le llenaba de una santa e íntima
alegría que jamás había experimentado anteriormente. Tomó la costumbre de no
despedir sin limosna a ningún pobre que se la pidiese, pues, además de dictárselo
así su corazón, tenía la multitud de casos en que Nuestro Señor o la Virgen se
habían aparecido bajo la forma de pordioseros a muchos santos y santas. El
temor y el deseo de que otro tanto le sucediese a ella, la obligaba a escudriñar el
semblante de los pobres con cierta emoción. Mas como su peculio no bastase
para atender a tan numerosas caridades, diose traza para obtener dinero de su
padre valiéndose de mil ardides inocentes; un día pidiéndole para una sombrilla,
otro para un reloj, otro para un estuche de costura, etcétera. Tanto fue lo que
abusó, no obstante, que don Mariano sospechó la verdad y señaló un límite a sus
larguezas. Su hija le hubiera arruinado con la mayor inocencia.
Arrastrada por su ardiente caridad, quiso también probarse en cuidar enfermos,
sobre todo aquellos que padecían enfermedades repugnantes. Supo que cerca de
su casa una mujer padecía de llagas en el pecho, y tomó la resolución de ir todas
las mañanas a curárselas, lo cual puso en práctica al instante. Mas al hacerle la
primera cura, queriendo añadir a ella lo que había leído en la historia de Santa
Catalina, esto es, queriendo besar las llagas de la enferma, fue tanto el asco y el
horror que se le apoderó, que le dio un vahído, se puso muy mala y fue necesario
que Genoveva la llevase en brazos a casa. La pobrecita no atribuyó, como era
justo, su fracaso a la debilidad de estómago, sino a falta de virtud, y se aplicó
con creciente afán a mejorar su vida.
Genoveva era en todos esos ejercicios de piedad, más bien compañera y
confidente íntimo que su doncella. Ayudábala sin comprender en muchos casos
adónde iba a parar, persuadida enteramente a que no iría por mal camino, pues
tenía fe ciega en la discreción de su señorita. Más que cariño era una especie de
idolatría la que le profesaba, donde se mezclaba la admiración de su belleza, el
respeto de su talento y el orgullo de haber visto nacer y contribuido a criar aquel
prodigio. María no había logrado infundir en ella el entusiasmo místico de que se
sentía poseída, porque Genoveva no era de suyo inflamable, y una ignorancia
supina la ponía a cubierto de toda suerte de entusiasmos; pero había conseguido
con sus actos y pláticas religiosas despertar en ella el fanatismo que duerme
siempre en el fondo de las almas vulgares e ignorantes.
Una noche, después de recogida la familia y los criados, se hallaban ambas en
el gabinete de la torre. María leía a la luz del quinqué de bomba esmerilada,
mientras Genoveva, sentada en otra silla, frente a ella, se ocupaba en hacer
calceta. Acaecíales muchas veces pasar de esta manera una o dos horas antes de
acostarse, pues la señorita estaba acostumbrada de antiguo a leer en las altas
horas de la noche.
No parecía tan absorta en la lectura como otras veces. Posaba el libro con
frecuencia sobre la mesa y se quedaba largo rato pensativa con la mano en la
mejilla. Tornaba a cogerlo vacilando, para dejarlo otra vez muy presto. Su
cuerpo estaba nervioso, a juzgar por los crujidos que dejaba escapar la silla. De
vez en cuando fijaba en Genoveva una larga mirada en que se vislumbraba un
deseo inquieto y temeroso y cierta lucha interior con algún pensamiento que la
preocupaba. Genoveva, en cambio, aquella noche estaba más embebida en la
calceta que nunca, entreverando, sin duda, por sus puntos, una muchedumbre de
consideraciones más o menos filosóficas que la obligaban tal vez que otra a dar
con la frente en las manos, lo mismo que cuando se dormita.
Por último, la señorita decidiose a romper el silencio.
—Genoveva, ¿quieres leer este trozo de la vida de Santa Isabel?—dijo
alargándole el libro.
—Con mil amores, señorita.
—Mira, ahí donde dice: Cuando su marido...
Genoveva comenzó a leer para sí el párrafo; pero muy presto la interrumpió
María, diciéndole:
—No, no; lee en voz alta.
Entonces obedeció, leyendo lo que sigue:
«Cuando su marido estaba ausente, ella pasaba la noche entera en vela con
Jesús, el esposo de su alma. Pero no se reducían a sólo éstas las penitencias que
se imponía la joven e inocente princesa. Bajo los trajes más espléndidos llevaba
siembre un cilicio a raíz de la carne; hacíase azotar en secreto y con dureza
todos los viernes en memoria de la Pasión dolorosa de Nuestro Señor y
diariamente durante la Cuaresma (a fin, dice un historiador, de pagar en algún
modo al Señor el suplicio de los azotes), presentándose luego delante de la corte
con alegre y sereno semblante. Andando el tiempo trasladó esta austeridad a las
altas horas de la noche, y entrándose en un aposento inmediato a la cámara
donde dormía con su esposo, hacía que sus doncellas le diesen áspera
disciplina, volviendo después al lado de su marido más alegre y amable que
nunca, confortada con estos rigores contra su misma y su propia debilidad. Así
es como ella, dice un poeta contemporáneo, procuraba acercarse a Dios y
romper las ligaduras de la cárcel de su carne como valerosa guerrera del amor
del Señor...»
—Basta, no leas más: ¿qué te parece?
—Ya he leído muchas veces esto mismo.
—Es verdad; pero ¿qué pensarías si yo tratase de hacer algo parecido?—se
arrojó a decir con precipitación, como quien se decide a proferir una cosa que le
ha preocupado mucho.
Genoveva se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, sin comprender.
—¿No entiendes?
—No, señorita.
María se levantó, y echándole los brazos al cuello, le dijo al oído con el rostro
encendido de rubor:
—Quiero decir, tonta, que si tú te avinieses a hacer el oficio de las doncellas de
Santa Isabel, yo imitaría a la santa esta noche.
Genoveva comprendió vagamente; pero todavía preguntó:
—¿Qué oficio?
—Tonta, retonta, el de darme algunos azotes en memoria de los que recibió
Nuestro Señor y todos los santos y santas a su ejemplo.
—¡Señorita, qué está usted diciendo! ¿Cómo se le ha metido una cosa como
esa en la cabeza?
—Se me ha metido porque quiero mortificarme y humillarme a un mismo
tiempo. Esta es la penitencia verdadera y más agradable a los ojos de Dios por la
razón de que Él mismo la sufrió por nosotros. He intentado hacerla por mí, pero
no he podido, y además no es tan eficaz como sufriendo la humillación de
recibirla por mano ajena... Conque no dejarás de satisfacerme este deseo,
¿verdad?
—No, señorita, de ninguna manera... No puedo hacer eso...
—¿Por qué, tonta? ¿No ves que es por mi bien? Si yo dejara de librarme de
algunos días de purgatorio por no hacer lo que te pido, ¿no tendrías un
remordimiento?
—Pero mi palomita del alma, ¿cómo quiere usted que yo la maltrate, aunque
sea para su bien?
—Pues no tienes más remedio que hacerlo, porque es una promesa y tengo que
cumplirla... Tú me has ayudado hasta ahora en el camino de la virtud... No me
abandones a lo mejor. No lo harás, Genovita, ¿no es verdad que no lo harás?
—¡Señorita, por Dios, no me mande usted eso!
—¡Vamos, Genovita! Te lo pido por el cariño que me tienes.
—No..., no..., no me pida eso.
—Anda, querida, dame ese gusto... No sabes el sentimiento que tendré si no
me lo das... Creeré que has dejado de quererme...
María agotó todos los recursos del ingenio para convencerla. Sentada sobre sus
rodillas la cubría de caricias, le hacía mimos, enfadándose unas veces,
suplicando otras y siempre poniendo unos ojos zalameros a los cuales parecía
imposible resistirse. Semejaba una niña que demanda un juguete que le tienen
guardado. Cuando vio a su doncella un poco ablandada o más bien fatigada de
negar, le dijo con graciosa volubilidad:
—Verás, tonta; no vayas a creer que es una cosa del otro jueves... Mucho peor
es un fuerte dolor de muelas y ya sabes que los he sufrido bastante a menudo...
La imaginación te hace creer que es una cosa terrible, cuando, en realidad, tiene
muy poco de particular... Todo depende de que ahora no se usa porque la virtud
se ha desterrado del mundo; pero en los buenos tiempos de la religión era cosa
común y corriente y nadie que se preciara de buen cristiano dejaba de hacer esta
penitencia... Vamos, prepárate a darme ese gusto y hacer al mismo tiempo una
buena obra... Aguarda un poco... Voy a buscar lo que nos hace falta...
Y, corriendo a la cómoda, abrió un cajón y sacó de él unas disciplinas, unas
verdaderas disciplinas, con su mango torneado de madera y sus ramales de
cuero. Después, toda agitada y nerviosa, con las mejillas encendidas, fuese a
Genoveva y se las puso en la mano. Ésta las tomó sin saber lo que hacía, de un
modo automático. Estaba completamente estupefacta. La joven volvió a
acariciarla, animándola nuevamente con frases persuasivas, sin que ella
profiriese una palabra. Entonces la señorita de Elorza, con mano trémula,
comenzó a desabotonarse la bata de color azul que traía. Tenía pintado en el
rostro el goce irritado y ansioso del capricho que va a ser satisfecho. Sus pupilas
brillaban con luz inusitada, dejando adivinar vivos y misteriosos placeres. Los
labios secos, como los de un sediento. Había crecido el círculo morado que
rodeaba sus ojos y tenía rosetas de un encarnado subido en los pómulos.
Respiraba agitadamente por las narices, más abiertas que de ordinario. Sus
manos pálidas y aristocráticas, de dedos afilados y uñas sonrosadas, soltaban con
extraña velocidad los botones de la bata. Con rápido movimiento despojose de
ella.
—Verás, no tengo más que la camisa y la chambra. Ya me había preparado.
En efecto, quitose, o por mejor decir, arrancose la chambra y quedó cubierta
solamente de la camisa. Detúvose un instante, echó una mirada al instrumento
que Genoveva tenía en la mano y corrió por su cuerpo un estremecimiento de
frío, de placer, de angustia, de terror y de ansia, todo en una pieza. Con voz baja
y alterada por la emoción dijo:
—¡Que no sepa papá esto!
Y la camisa de batista se deslizó por el cuerpo, deteniéndose un instante en las
caderas y cayendo después pausadamente al suelo. Quedó desnuda. Genoveva la
contempló con ojos extáticos y la joven sintiose un poco avergonzada.
—No te enfadarás conmigo, ¿eh, Genovita?—preguntó sonriendo.
La doncella no acertó más que a decir:
—¡Señorita, por Dios!...
—Cuanto más pronto mejor, porque voy a constiparme.
De este modo quería obligar aún más a su doncella. Con ademán febril le
arrancó las disciplinas de la mano izquierda, se las puso en la derecha, le echó
nuevamente los brazos al cuello, y, dándole un beso, le dijo muy quedo al oído
en tono jovial:
—Has de dar fuerte, Genovita, porque así lo he prometido a Dios.
Un violento temblor se apoderó de su cuerpo al decir estas palabras; pero un
temblor delicioso que le penetró hasta los huesos. Luego, tomando a Genoveva
de la mano, la atrajo un poco hacia la mesa donde estaba la imagen del Salvador.
—Aquí ha de ser..., hincada de rodillas delante de Nuestro Señor.
La voz se le anudaba en la garganta. Estaba pálida. Postrose, en efecto,
humildemente ante la imagen, persignose rápidamente, cruzó las manos sobre el
pecho, y, volviendo el rostro hacia su doncella con sonrisa dulce, le dijo:
—Ya puedes empezar.
—¡Señorita, por Dios!...—tornó a exclamar Genoveva toda confusa.
Por los ojos de la señorita pasó un relámpago de cólera que se apagó al
instante; pero le dijo en tono un poco irritado:
—¿Estamos en eso?... Obedece y no seas terca. La doncella, dominada y
convencida de que ayudaba a una obra de piedad, obedeció, descargando las
disciplinas harto suavemente sobre las desnudas espaldas de la señorita.
Y en verdad que parecía sacrilegio tocar en aquel cuerpo, prodigio de
hermosura y elegancia. María no poseía aún, ni era de presumir que poseyera
nunca, atento su temperamento, la plenitud de la forma femenina. Era un poco
delgada para que pudiera servir de modelo a un escultor. Pero esto mismo
constituía atractivo más poderoso para los que gustan de contemplar en la
belleza de la mujer el sello del espíritu, y anteponen a la hermosura clásica de la
forma la delicadeza y la elegancia. Los brazos eran finos y frágiles, como los de
un niño, pero admirablemente torneados; el cuello, flexible y esbelto, como el de
la gacela, se unía a los hombros por una línea fugitiva y ondulante, cuya suprema
gracia sólo se encuentra en las vírgenes de Rafael.
Los primeros azotes de la doncella fueron tan suaves y comedidos, que no
dejaron rastro alguno en aquella preciosa epidermis. Pero María se irritó; quiso
que fuesen más fuertes.
—No, así no; con más fuerza... Pero espera un instante; déjame quitar estas
joyas, que son ridículas en este momento.
Y velozmente sacó todas las sortijas de los dedos, se arrancó los pendientes de
las orejas y depositó el puñado de oro y pedrería a los pies de Jesús. También
Santa Isabel, cuando oraba en la iglesia, depositaba la corona ducal al pie del
altar.
Volvió a la misma actitud humilde, y Genoveva, viendo que no podía pasar por
otro camino, empezó a macerar sin duelo las carnes de su piadosa ama. El
quinqué despedía luz tibia y difusa, que bañaba el pequeño gabinete de una
claridad discreta. Sólo al reflejarse en las joyas que yacían a los pies del
Redentor lanzaba hermosos y fugaces destellos. El silencio en aquellas horas era
absoluto: ni aun el viento dejaba oír su voz plañidera en las ventanas.
Respirábase en el cuarto una atmósfera de misterio y recogimiento que
enajenaba a María y la penetraba de un placer embriagador. Su hermoso cuerpo,
desnudo, se estremecía cada vez que cruzaban por él las correas de las
disciplinas con un dolor no exento de voluptuosidad. Apretaba la frente contra
los pies del Redentor, respirando ansiosamente y con cierta opresión, y sentía
latir en sus sienes la sangre con singular violencia, mientras el dorado y sutil
vello de su nuca se levantaba de un modo imperceptible a impulso de la emoción
que la embargaba. De vez en cuando sus labios, pálidos y trémulos, decían en
voz baja:
—¡Sigue, sigue!
Los azotes habían dejado ya algunos surcos de color de rosa en su cándida
epidermis, sin que hubiese pedido tregua. Mas llegó un instante en que el
bárbaro instrumento hizo saltar sobre ella una gota de sangre. Genoveva no pudo
contenerse; tiró las disciplinas muy lejos y se arrojó llorando a abrazar a su
señorita, cubriéndola de caricias y pidiéndole, por la salvación de su alma, que
no la obligase a hacer semejante atrocidad. María la consoló, asegurándole que
le había dolido muy poco la flagelación. Y ya un tanto apagado su ardor y
calmados sus impulsos ascéticos, despidiose de ella, pasando a recogerse a su
alcoba.

VI

EN BUSCA DEL MENINO

—Te conozco, Ricardo, déjame.


Ricardo callaba.
—Vamos, déjame; mira que necesito concluir pronto para llevar el caldo a
mamá.
El joven seguía tapándole los ojos por detrás sin decir una palabra.
—Por Dios me dejes, Ricardo... Ya no tiene gracia, después de haberte
conocido...
—En castigo de no haber encontrado graciosa la broma, no te suelto.
—Bueno, pues confieso que tiene mucha gracia.
—Eso ya es otra cosa... Si te sometes te dejo..., pero con precauciones.
Marta, en cuanto se vio libre, corrió con la escoba enarbolada detrás de él,
aunque sin lograr alcanzarle; por lo cual dio la vuelta y siguió barriendo el
comedor. Aun no se había arreglado. Vestía una bata suelta de color carmesí
bastante usada, y traía el cabello sujeto con una redecilla blanca. Mas pasaba una
cosa singular con esta niña. Con el vestido usado, y descosido a veces, de
trajinar por la casa, y el cabello al desgaire, estaba más linda que cuando se
ponía de tiros largos. Bien fuese porque la índole de su belleza no era para brillar
con los trajes ricos y suntuosos, como la de su hermana, bien porque la falta de
costumbre de ponérselos (pues rara vez usaba los que le compraban), la hiciese
aparecer atada y encogida cuando iba al paseo, lo cierto es que aquí y en el teatro
Marta llamaba poco la atención y quedaba totalmente oscurecida por la
hermosura altiva y espléndida de su hermana. En cambio, dentro de casa,
aumentaban sus gracias sobremanera; sus movimientos eran sueltos y
desembarazados, los ojos adquirían brillo y animación y todo su cuerpo cobraba
una libertad que perdía así que ponía el pie en la calle.
Barría sin apresurarse, con firmeza y sosiego, como quien cuenta siempre
llegar a tiempo, tarareando muy bajito un pasacalle. No tenía voz para el canto ni
gran afición a la música, y todos los esfuerzos de sus maestros y su buena
voluntad para el estudio se estrellaron contra esta ausencia de facultades
filarmónicas. Las obras maestras de la música y aun las fantasías, réveries y
nocturnos que María tocaba en el piano la dejaban fría, sin comprender su
mérito. En cambio, confesaba, avergonzada, que ciertas melodías de zarzuela y
muchas canciones populares la encantaban. Otra cosa no confesaba, aunque no
era menos cierta. La música que algunas veces acompaña a los entierros, que por
regla general es pésima y compuesta casi exclusivamente de instrumentos de
bronce, la conmovía profundamente hasta hacerle derramar lágrimas. No
cantaba, pues, casi nunca, pero solía tararear suavemente cuando ejecutaba
alguna labor, como ahora. De vez en cuando se paraba a tomar aliento,
apoyándose un instante en la escoba, y después de echar hacia atrás algunos
rizos que le caían por la frente, seguía su tarea.
Ricardo apareció de nuevo en la puerta.
—¿Martita, estás enfadada aún?
—Sí que lo estoy—repuso entre severa y risueña—y escape usted pronto, señor
marqués, antes que le siente las costuras con el palo de la escoba.
—¿Pero de veras estás enfadada?
—De veras lo estoy.
—Pues bien, te pido perdón humildemente—dijo poniéndose de rodillas—.
Dame todos los escobazos que quieras, porque yo no pienso moverme.
—Vamos, álzate y no hagas boberías... Mira que te estás manchando los
pantalones...
—Aunque me manchase el mismísimo cuello de la camisa, no me movería,
mientras no me perdones.
—¡Qué payaso eres, Ricardo!
—Muchas gracias.
—¿Quieres alzarte, criatura?
—No, mientras no me perdones.
—Has de ser formal, Ricardo.
—Hablaremos de eso con espacio... ¿Me perdonas?
—Sí, pesado, sí; levántate.
Ricardo se levantó, aproximose a Marta y sacudiéndola fuertemente, exclamó:
—¡Chiquita, qué remonísima eres!... No me admira que Manolito... Ya me
entiendes...
—¡Vaya un modo de empezar a ser formal!
—Lo seré con el tiempo; no te apures.
—Bien, pues ahora déjame concluir para llevar el caldo a mamá.
—¿Sabes que he recorrido toda la casa y no he hallado a nadie?
—Mamá aun no ha salido de su cuarto y papá y María están fuera.
—María en la iglesia, como siempre, ¿verdad?
—No fue más que a misa; pronto vendrá.
—¡Ya, ya!—exclamó el joven, poniéndose repentinamente grave y silencioso.
Marta dio fin a su tarea bajo la inspección seria y no muy atenta de su futuro
hermano.
—¿Quieres aguardarme? No tardaré en venir...
Ricardo hizo un signo de asentimiento, y mientras la niña estuvo ausente, subió
uno de los transparentes de los balcones y se puso a tocar el tambor con los
dedos sobre los cristales, posando una mirada vaga y perdida en las casas de la
vecindad.
No tardó en presentarse otra vez Marta.
—Anda, vente conmigo; voy a meter ropa en el armario.
Ricardo siguió a la niña como un cordero hasta una habitación clara y llena de
armarios que daba a la huerta. En el centro de ella y sobre una mesa se hallaba
una gran cesta atestada de ropa recién lavada.
—¿Quieres ayudarme a bajar esta cesta y ponerla aquí cerca del armario?
—¡Pues no faltaba más!
La cesta era enorme y costó trabajo llevarla al sitio designado. Mientras la
conducían se les soltó la risa, lo que les obligó más de una vez a dejarla en el
suelo.
El joven, con los esfuerzos, se ponía muy colorado, y esto hacía reír de tal
modo a la niña que le privaba en absoluto de las fuerzas. Reía pocas veces, mas
cuando se le soltaba la llave no había quien la atajase. Ricardo, con sus instintos
de clown, procuraba hinchar los carrillos y ponerse aún más colorado. Se le
había disipado por completo el mal humor. La cesta no avanzaba poco ni mucho:
ambos permanecían inclinados y agarrados a ella sin poder alzarla un dedo del
suelo, la una desternillándose de risa y el otro afectando una desesperación
cómica.
—¡Qué militar tan valiente que no puede con una cesta de ropa!—exclamaba la
niña en el colmo de la alegría.
—¡Quisiera yo ver aquí a Prim y a Espartero y hasta al mismo Napoleón! Esta
no es una cesta cualquiera... Hay aquí lencería para un regimiento...
—¡Quita allá! Si no fuese que me haces reír, yo sola era capaz de llevarla.
Después de mucha risa y no poca brega, llegó la cesta a su destino. Marta abrió
el armario, del cual se escapó el olor especial, fresco y penetrante de la ropa
blanca. La niña lo aspiró algunos momentos con delicia mientras hacía hueco,
trasladando las piezas de unos estantes a otros, a la nueva ropa que iba a
introducir. Después quiso llamar a Carmen, una de las doncellas, para que le
ayudase a estirar las sábanas, pero Ricardo le preguntó tímidamente:
—Oye, chica, ¿no serviría yo para eso?
—¡Oh! Si tú quisieras...
—¡Pues no había de querer!... Oro molido que fuese, preciosa... Tú dispones de
mí como reina y señora...
—No será tanto.
—No rebajo nada..., puedes ponerme a prueba.
—Bien, pues, por lo pronto te mando que tomes las dos puntas de esta sábana y
que tires hacia allá con fuerza... ¡No tanto, hombre, que me arrastras!... ¡Basta,
basta! Ahora dobla como yo..., así..., una punta con otra... Bien, ahora tira otra
vez..., más..., más todavía... ¡Basta!... Ahora vuelve a doblar..., tira otra vez...
¡Bastante!... Acércate ahora a mí... Trae... Esto corre ya de mi cuenta... Vamos a
otra... Toma las dos puntas..., sacude bien y estira... Ten cuidado que ésta tiene
guarnición..., no vayas a romperla... Estas son las sábanas de mamá y María.
—¡Qué ajena estará María de que yo estiro ahora sus sábanas!—exclamó
Ricardo soltando una carcajada.
—Pues sí que lo son. A mamá y a ella les gustan muy finas y se las hacen de
batista. A papá y a mí nos gustan más gruesas. Yo no puedo soportar las sábanas
finas...; me deslizo dentro de ellas y no encuentro sitio. A papá tenemos que
ponérselas sin ninguna clase de encaje, porque el tacto del almidón le crispa los
nervios y el ruido que produce le despierta. Es una manía. Figúrate que cuando
va de viaje y en alguna casa le ponen sábanas con guarnición, tiene la paciencia
de deshacer la cama para meter los encajes debajo del colchón..., a los pies... A
mí tampoco me gustan, pero si me las ponen, me conformo... Papá tiene muchas
manías: todas las noches se ha de quedar dormido con el cigarro en la boca... Yo
ando cerca de su cuarto dando vueltas hasta que observo que se duerme, y
entonces entro muy despacito, le quito el cigarro de la boca y apago la luz... ¡No
tires tanto, que ya me duelen los brazos!... La verdad es que te obligo a hacer
unas cosas bien impropias de un militar, ¿no es verdad?
—No lo creas: en el colegio, y aun después que salimos, en las casas de
huéspedes, nos vemos precisados a hacer cosas peores. ¡Cuántos botones habré
pegado yo en mi vida! ¡Y cuántas veces habré recosido los pantalones cuando se
rozaban por debajo!
—¿De veras?
—¡Vaya!
Marta se maravillaba sinceramente. No comprendía que un hombre tuviera que
descender a estos oficios habiendo tantas mujeres en el mundo, y se informaba
menudamente de las particularidades de la vida de colegio; cómo los trataban,
qué comían, a qué hora se acostaban, quién les hacía las camas, les lavaba la
ropa y se la planchaba; si los colchones eran duros o blandos, si bebían vino,
cuántas veces a la semana les mudaban las toallas, etc., etc. Ricardo satisfacía a
todas estas preguntas haciendo una relación circunstanciada de sus hábitos de
colegial con la verbosidad del que tiene los recuerdos muy frescos y no le pesa
traerlos a cuento. De las costumbres pasaba a las aventuras, narrando las que
podían ser narradas delante de una niña, y entreteniéndose sobre todo a pintar
con negras tintas las desdichas de la época de novatada y las crueldades que con
ellos ejecutaban los antiguos. Les obligaban a pasar noches enteras haciendo
pitillos de arena para que después saliesen mejor hechos los de tabaco; en el
paseo no les permitían levantarse del asiento de piedra que les habían señalado
de antemano; les ponían en el cepo de campaña sin motivo alguno, aunque fuese
después de comer, sólo por divertirse; los que eran más débiles solían vomitar o
caer desmayados...
Marta le escuchaba con atención profunda, revelando en su semblante todas las
fases de la indignación; tiraba cada vez con más fuerza de las sábanas y las
doblaba atropelladamente sin apartar los ojos de los del narrador. De vez en
cuando soltaba una exclamación: «¡Pero, Dios mío, eso es una atrocidad! ¡Esos
hombres estaban locos! ¿Por qué no dábais parte al jefe de tales atrocidades?»
Ricardo no podía convencerla de que hubiera sido inútil revelarse ni dar parte al
coronel, pues la novatada era costumbre tradicional en el colegio, que los jefes
no querían arrancar. A todas sus razones contestaba: «Pues yo me hubiera
presentado al coronel, y si no me hacían justicia me escaparía del colegio.»
—Vamos, no te pongas tan furiosa, Marta, que ya ha pasado. Así se hacen los
hombres sufridos. Voy a narrarte ahora una cosa que me sucedió con el coronel.
Después que salí a teniente...
Y, cambiando de rumbo, se ponía a contar aventuras chistosas y pasos
divertidos que desarrugaban el rostro de la niña y concluían por hacerla reír a
carcajadas. Poco a poco la cesta se iba vaciando y pasando su contenido al
armario, que despedía siempre su olor punzante y un poco agrio de lencería
lavada. Este olor había invadido toda la habitación y la refrescaba con un
perfume de salud y de limpieza más grato que todas las esencias y pomadas. Era
el perfume que acompañaba siempre a Marta, al decir de su padre, y parecía
exclusivamente creado para ella. Cuando iba sola a abrir los armarios,
experimentaba gran deleite en meter la cabeza dentro de ellos y hundirla entre la
ropa, gozando de la frialdad del lienzo en el rostro y aspirando con
voluptuosidad su aroma saludable. La luz que penetraba a torrentes por el blanco
tul de las cortinas, la charla incesante y las sonoras carcajadas de los jóvenes
llenaban la pieza de alegría y animación. Se le llamaba «el cuarto de la plancha»,
porque, en efecto, allí se planchaba la ropa de la casa. Las paredes que no
ocupaban los armarios estaban pintadas lisamente de blanco.
Carmen entró como un huracán por la puerta gritando:
—¡Señorita Marta, señorita Marta!
—¿Qué sucede?—preguntó ésta con sobresalto.
—¡Que el Menino se ha escapado, señorita!
La niña dejó caer la sábana que tenía en las manos y exclamó con estupor:
—¿Se ha escapado?
—Sí, señorita; al pasar ahora por la galería, voy a mirar a la jaula y me
encuentro la puerta abierta y que el pájaro no está allí.
—¡Vamos allá, vamos allá!
Y todos corrieron en tropel a la galería. En efecto, el Menino se había fugado.
Por un descuido deplorable, Marta, al darle de comer y colocarlo al aire libre en
la galería para que se alegrara con la perspectiva de la huerta y el canto de los
otros pájaros, había dejado abierta la puerta de la jaula. Hacía tres años que el
Menino estaba en poder de nuestra niña y en todo este tiempo no había dado
señal alguna de nutrir en su cerebro proyectos de evasión; antes por el contrario,
el grandísimo hipócrita mostraba siempre que podía que se le daba un bledo por
la libertad y que había renunciado a ella de buen grado en obsequio de su
amabilísima ama. Desde mucho tiempo atrás salía de la jaula a tomar con ella el
chocolate, se le ponía sobre el hombro, le picaba suavemente en las manos a
guisa de caricia, brincaba de aquí para allá sobre los muebles, y cuando tocaban
a retirarse se metía otra vez en la jaula tranquilo como un cordero. Todo hacía
presumir que era un canario dichoso que daba por bien perdida la libertad a
cambio de ser cuidado y atendido por una niña tan linda y estar facultado para
dar cuando quisiera algunos picotazos en sus mejillas sonrosadas. Y dejando a
un lado estos goces más o menos espirituales, por los que más de un muchacho
en la villa haría estupendos sacrificios, y atendiendo únicamente al aspecto
material de la existencia, o sea al bienestar del cuerpo, menester es dejar escrito
que el Menino estaba en su jaula como un arzobispo y tratado a qué quieres
cuerpo, y pide por esa boca; cañamón por aquí, alpiste por allá, unas veces
lechuga, otras, sopas de chocolate, otras, migajas remojadas en leche; en fin, que
pedir más era ofender a Dios. Y en orden al aseo y limpieza de la habitación,
tampoco podía envidiar a nadie: todas las mañanas la misma Marta se encargaba
de barrer lo que el puerco de él ensuciaba, dejándole la jaula como un espejo.
Pues a pesar de que la opinión general era que se hallaba muy a su gusto y que
no se cambiaría por el director de la Fábrica del Sello, lo cierto es que el Menino
esperaba con impaciencia la ocasión de escaparse; se había dejado dominar por
la melancolía, se le había agriado el carácter y tenía la bilis excitada por la falta
de ejercicio. Si no hubiera salido a respirar el aire fresco, el día menos pensado
se hubiese levantado la tapa de los sesos contra las rejas de la jaula.
Debajo de ella deliberaron brevemente nuestros jóvenes lo que habían de hacer.
Marta estaba atribulada. Decidiose que Carmen, con la planchadora y el
jardinero, irían a recorrer la huerta, pues se sospechaba que faltándole práctica,
no había de volar muy lejos del primer arranque, mientras Marta y Ricardo lo
buscarían por toda la casa en la contingencia de que se hubiese quedado dentro
brincando por las salas, como lo había hecho ya otra vez. Marta se constituyó en
guía y registraron desde luego la habitación contigua al corredor; una gran sala
cuadrada con dos alcobas en el fondo, donde ella y María habían dormido de
niñas con sus respectivas doncellas. El papel de la habitación representaba
escenas de caza que impresionaban mucho a Marta cuando chiquita, sobre todo
una que figuraba a un ciervo moribundo sujeto por media docena de perros
feroces. Recorrieron después algunos gabinetes destinados a los forasteros que
viniesen de huéspedes a la casa; pasaron a los cuartos de las muchachas; bajaron
a la cocina, que estaba en un entresuelo, y tornaron a subir sin obtener resultado.
Después se fueron al cuarto de don Mariano, que era un magnífico gabinete con
dos balcones a la plaza, decorado con gusto severo y clásico; grandes sillones de
cuero, ricos tapices, escritorio de ébano y armarios para los libros de la misma
madera. En las paredes colgaban algunos retratos de familia pintados al óleo.
Marta experimentaba siempre en este gabinete una sensación de bienestar y
alegría que no gustaba en las demás habitaciones de la casa. Había en esta
sensación una mezcla religiosa de respeto y enternecimiento en que se
confundían todos los recuerdos de la infancia impregnados de ese amor filial
exclusivo, fervoroso y absorbente, que produce la cólera rabiosa de los niños
cuando la niñera les arranca de los brazos paternos y el ansia de ir a ellos cuando
vuelven a tenerlos cerca. Así que tuvo fuerzas y habilidad para hacerlo, nunca
permitió que nadie arreglara aquel cuarto más que ella. Por la mañana pasaba
siempre media hora de amable sosiego y dulzura limpiando los enormes sillones,
que le costaba gran trabajo mover de su sitio, y haciendo la vasta cama de don
Mariano. Sentíase feliz en medio de aquella habitación grave y patriarcal. Los
colosales armarios, la mesa, los sillones, los cuadros y las figuras circunspectas
de los tapices posaban sobre ella una mirada silenciosa y benévola, en la cual
sentía agitarse la gran sombra protectora de su padre.
Ricardo quedó parado ante un retrato.
—¿Esta es tu tía, eh?... ¡Cómo te pareces a ella!... Lástima fue que se hubiese
muerto tan joven... Era una mujer muy simpática.
—¡Ya quisiera yo parecerme a ella!... Era alta y yo soy chiquita.
—¿Qué importa eso?... Te pareces y mucho... Y es natural, después de todo,
porque se parece a tu padre y tú eres Elorza de los pies a la cabeza. ¡Qué grandes
armarios de libros tiene don Mariano!... Hay aquí para entretenerse un rato...
—Pues María se ha leído la mayor parte.
—¿Y tú?
—¡Oh, yo leo muy poco!... Soy muy holgazana... Papá dice que me estorba lo
negro—repuso la niña con su ingenua sonrisa y un poco avergonzada. Después
añadió:—Mira tú, Ricardo, no es verdad completamente lo que dice papá.
Aunque no tenga afición a los libros, algunos me gustan; pero apenas tiene uno
tiempo para tomarlos en la mano... Yo no sé cómo me arreglo que no tengo una
hora mía..., unas veces por uno y otras por otro...
—Confiesa, chica, que no te gustan y punto concluido.
—Si tú quieres lo confesaré, pero no es verdad; algunos me gustan.
—¿Y el Menino?
—¡Ay, sí, vamos, vamos!
Entraron en la habitación contigua, que era la de doña Gertrudis, la cual les
aseguró que por allí no había parecido casta de Menino alguna, aun cuando ella
tuviese en la cabeza una verdadera pajarera que le impedía sosegar un instante; y
en su consecuencia pasaron al cuarto inmediato, que era el de Marta. Era una
habitación que parecía forrada de espejos, pues todo estaba bruñido allí, desde el
pavimento de madera hasta los hierros de los balcones. Lo que no estaba
barnizado por mano del ebanista lo estaba a fuerza de trapo. La gran manía de
Marta, la que le proporcionaba más alegría y más pesadumbre, era el lustre. Su
inclinación exagerada a la limpieza le había llevado por una pendiente rápida a
pretender sacar brillo a todos los objetos y muebles de la casa y muy
particularmente a los de su cuarto. Todos los días, ayudada de la doncella, los
frotaba con una bayeta bien seca, sobándolos con afán incansable hasta lograr
que lanzasen vivos reflejos. Entonces, toda sofocada, a veces sudando como un
río, con el cabello en desorden y las mejillas encarnadas, levantaba la bayeta y
permanecía un rato contemplando su obra, los hermosos destellos que la luz
producía en el objeto bruñido, con una satisfacción íntima y verdadera, con
entusiasmo casi místico. En casa le daban mucha cantaleta, lo cual hacía que se
ocultase para desempeñar esta tarea y que procurase cerrar su cuarto a todo el
mundo. Ricardo no había entrado nunca en él. Así que sin pensar en el Menino
se puso a contemplarlo con atención curiosa e impertinente. Pasaba revista a los
cuadros, se detenía ante el tocador, abría los frascos, palpaba las cortinas y hasta
entraba en la alcoba para ver la cama, dejando escapar exclamaciones de
asombro por lo bien arreglado que estaba todo y especialmente por el lustre
particular de los muebles.
—¡Qué cuarto tan lindo tienes, chica!... Parece una taza de plata... ¡Qué camita
tan blanda y tan mona!
—Ricardo, no seas curioso..., anda..., vámonos. El Menino no está aquí.
La niña se sentía turbada por la atención del joven. Todas las mujeres bien
nacidas tienen el pudor de su cuarto, si vale la frase; porque hay siempre en él
como impregnado algo de lo íntimo de su alma y de su cuerpo que repugna
mostrar a un hombre. Pero a este pudor se añadía en Marta la vergüenza de que
se descubriesen sus manías infantiles y obstinadas como la del lustre, la de
colocar los frascos del tocador con cierta simetría propia de un altar y otras tales
que servían a los suyos para embromarla a la hora de comer. Por esto se
empeñaba en hacerle salir tirando con fuerza de él.
—Anda, Ricardo..., no hay nada que ver aquí..., vámonos, vámonos...
—Déjame, niña, déjame contemplar esta monada de cuarto... ¡Qué precioso!—
y metiendo la nariz por la cama decía con mucha seriedad:—¡Huele a Marta!
—¿Quieres callar, majadero?
—A ti no te costará trabajo conservar tu habitación de este modo; pero lo que
es yo te aseguro, chica, que ni con pena de la vida podría tenerla así... ¡Si vieses
mi cuarto, Martita!
—Sí, sí..., bueno estará... Siempre fuiste un adán... ¡Pero anda, criatura,
vámonos!
—Vámonos cuando quieras... Mi cuarto es una cuadra comparado con éste;
pero considera que allí entran los perros, los gatos, el jardinero con los zapatos
sucios, el cochero con el olor de la cuadra y en fin todo bicho viviente... No es
mía la culpa...
Después del cuarto de Marta recorrieron otras piezas, el comedor, el salón, la
galería del patio, otra sala de confianza y algunas más sin que el dichoso Menino
se dejase ver en ninguna parte. Como quedasen parados en medio de un pasillo
sin saber adónde dirigirse, a Marta le vino de repente una idea y dijo:
—Vamos al terrado: aun no hemos estado allá.
El terrado no era a la sazón más que una vasta sala embaldosada de mármol y
cubierta de cristales de color. Llamábase el terrado porque lo había sido en otro
tiempo, pero don Mariano lo había cerrado con cristalería hacía pocos años,
transformándolo en una hermosa y fantástica habitación de gusto árabe donde se
iba a tomar café en las tardes de verano con sus hijas y algún amigo. Estaba por
amueblar. Sólo había en un rincón tres o cuatro mesillas taraceadas y unas
cuantas mecedoras de rejilla. Cuando llegaron nuestros jóvenes la sala se hallaba
anegada en luz. El sol, desquitándose aquella mañana de sus largos y frecuentes
encierros, salía fogoso y resuelto a visitar todos los rincones de la villa, y al
tropezar con los mil cristales del terrado de Elorza, no queriéndola ver mejor,
pasaba por ellos y se zambullía dentro con un esperezo vivo y ansioso que
abrazaba enteramente el ámbito del salón. Era un mágico espectáculo. Millares
de luces rojas, verdes, amarillas, carmesíes, grises y azules ardían dentro de él,
poblando el pavimento, la techumbre y las paredes, descomponiéndose en
infinitos matices que regocijaban los ojos y los deslumbraban. Sobre el mosaico
del suelo caía una lluvia de rayos intensos donde flotaba un polvo ligero y
coloreado, y estos rayos se cruzaban y tejían en el espacio formando una tela
flamígera, sutil y vistosa, por cuyos intersticios pasaban los fugaces destellos de
otros rayos más pálidos donde flotaba un polvo aun más aéreo. Y estos velos de
polvo, de rayos, de destellos y de colores extendiéndose unos detrás de otros, a
pesar de su transparencia apenas dejaban ver con vaga indecisión, como al través
de una bruma, los cristales y arabescos de las paredes. El sol derrochaba sus
tesoros de luz y color, como un bajá turco, en el recinto de aquella cámara
oriental, demostrando una vez más que cuando él se empeña en formar una
decoración brillante y fantástica, no hay tramoyista de teatro con todas sus
lentejuelas, bengalas y telones que le ponga el pie delante.
Nuestros jóvenes quedaron un instante absortos ante el caprichoso y mágico
trabajo de la luz, enteramente olvidados del Menino, y sin decirse una palabra
penetraron en la sala y llegaron hasta el medio con el paso lento y vacilante del
que entra en un baño. En efecto, quedaron sumergidos y anegados en un vapor
luminoso donde nadaban todos los colores posibles.
—¡Qué hermoso está el terrado hoy!—acabó por decir Marta.
—¡Parece la habitación de un palacio encantado!... Aquí estarían mejor que
nosotros un moro con turbante blanco y una odalisca cubierta de brocado y
pedrería... ¡Qué juegos de luz tan caprichosos!... Espera un poco, Martita, ponte
aquí frente a este rayo de luz roja... ¡Si vieras qué semblante tan particular tienes
ahora!... Pareces una gitana..., una hija del desierto.
En efecto, aquella luz tostaba el blanco rostro de la niña, lo encendía con
reflejos de sol moribundo y lo animaba con la expresión ardiente y feroz de las
naturalezas meridionales. Toda la inocencia de sus ojos, toda la pureza de sus
contornos virginales se borraba bajo el poder de aquella llama maliciosa y
lasciva, transformándola en un ser distinto, fiero y voluptuoso al mismo tiempo,
bien lejano por cierto del verdadero. Ricardo lo comprendió y le dijo:
—No; este color no te conviene... Vente a este otro...
Y la puso debajo de un rayo de luz verde.
—¡Jesús; pareces una muerta!... No, no; éste tampoco... Aquí; a ver el color
amarillo... No estás mal..., pero te hace rubia, y las morenas deben quedarse
morenas, quiero decir, las pelinegras, porque ya sabemos que tú eres blanca.
Vamos a ver el azul... ¡Oh, sorprendente!... ¡Maravilloso!... ¡Qué hermosa estás,
criatura!
Tenía razón el joven marqués. El color azul, que es el más espiritual, el más
puro y el más sublime de los colores, se adaptaba admirablemente al rostro
cándido de Marta. El rayo de luz caía sobre él como una caricia del cielo,
bañándolo suavemente de una claridad diáfana. La negra cabellera quedaba
teñida de azul profundo mientras el óvalo adorable de su rostro y el cuello firme
y mórbido se coloreaban levemente por un azul celeste. La línea delicada y
correcta de sus facciones adquiría perfección ideal, y todo su semblante se
transfiguraba con una expresión angélica de beatitud.
No obstante, había cierta exageración de mal gusto en esta fisonomía arrobada
y celeste que la tinta azul le prestaba. Aquélla no era la Marta verdadera, ingenua
y modesta en su expresión como en sus rasgos, sino otra Marta afectada, teatral y
fantástica. Ricardo concluyó por decirle que con ninguna luz estaba mejor que
con la natural.
La niña exclamó de repente:
—¡Y el Menino, Ricardo!
—Es verdad; nos habíamos olvidado... ¿Pero dónde vamos ahora?... Ya lo
hemos recorrido todo...
—Vamos a la habitación de María... Tal vez se haya subido allá...
—No me parece probable..., pero, en fin, vamos.
Subieron a la torre, sin lograr mejor resultado. Ni en la habitación de María ni
en la de Genoveva descubrieron rastro del canario. Ricardo sintió cierta emoción
al entrar en el cuarto de su amada, que no pasó inadvertida para Marta. Quedose
grave y silencioso, y se puso a examinar con afán cuanto allí había, moviendo
los objetos, destapando los frascos y hasta abriendo los cajones; de tal suerte que
la niña se vio obligada a decirle:
—No enredes, Ricardo... Cuando venga María y vea sus cosas revueltas se va a
enfadar.
—¡Y qué importa que se enfade!—respondió con alguna aspereza el joven.
—Es que me va a echar la culpa a mí.
—Bien, pues dile que he sido yo y asunto arreglado.
Entró en la alcoba, levantó las cortinas del lecho, tomó en la mano los libros
que había sobre la mesa de noche, tornó a dejarlos y concluyó por tirar del cajón
de la mesilla. Había dentro una porción de objetos hacinados, entre los cuales
metió la mano, sacando uno por demás extraño.
Era una cruz ancha de cuero, llena de pinchos de bronce por uno de los lados y
con un cordón para colgar al cuello.
—¿Qué es esto?—dijo dándole vueltas en la mano con asombro.
Marta adivinó lo que era.
—¡Déjalo, déjalo por Dios, Ricardo!... Se va a enfadar mucho María...
—¡Jesús, qué barbaridad!... ¡Esto debe de ser un cilicio!
—Puede ser..., pero déjalo, déjalo por Dios.
El joven lo arrojó otra vez con violencia dentro del cajón, haciendo un gesto de
desprecio y repugnancia.
—María se ha vuelto loca... ¡Esto es una atrocidad que a nada conduce!
—¡No digas eso, que es pecado!... María es muy virtuosa...
—¡Virtuosa!..., ¡virtuosa!—murmuró con cólera el joven—. También tú lo eres
sin necesidad de tales extravagancias...
—¡No me compares a mí con María!
Ricardo se puso a dar paseos por el cuarto, agitadamente y sin pronunciar
palabra. Después volvió a la alcoba y tornó a sacar el cilicio del cajón,
examinándolo con más cuidado.
—Parece que estos pinchos forman letras... Mira... ¿Tú sabes lo que dicen?
—No, yo no leo nada; será aprensión tuya.
—Sí, sí; aquí hay una inscripción... Pero, en fin, no quiero molestarme
descifrándola... Todas estas cosas no son más que ridiculeces... Vámonos, chica,
vámonos... Dejemos a cada loco con su tema...
Y cerrando el cajón con enfado salió de la alcoba, seguido de Marta. Al cruzar
por delante de una de las ventanas del gabinete, la niña lanzó un grito de
sorpresa y alegría:
—¡Mira, mira, Ricardo!..., ¡mira dónde está el Menino!
El joven se abalanzó a la ventana, y vio sobre el tejado de la casa, no a mucha
distancia, dando brinquitos de satisfacción, muy orondo y espetado, al Menino
en persona.
—¡Qué bribón, adonde se ha ido!... Es menester cogerle... ¿Por dónde se sale al
tejado?
—Por aquí no; necesitamos bajar primero a casa y subir luego a la buhardilla.
—Pues, vamos.
Bajaron de la torre y después de atravesar algunas habitaciones tomaron la
escalera del desván, que venía a parar a una de ellas. Estaba sumamente obscura
y el joven subía con mucho trabajo.
En el segundo tramo dio un tropezón.
—¡Oh, se conoce que no estás acostumbrado!... Te vas a lastimar; dame la
mano que yo te guiaré.
Tomó la mano de la niña, que era pequeña, pero firme y segura como la de una
amazona. No tenía la suavidad del raso como las de María, porque los trabajos
de la casa le habían curtido un poco; en cambio ofrecía la tersura amable de una
epidermis rebosando de salud y de sangre. No estaba ardorosa tampoco como
aquélla, sino siempre tibia y serena, y apercibida a toda molestia como las de una
hija del pueblo.
El joven marqués no pudo hacer estas observaciones, porque marchaba atento
solamente a no caerse. Entraron en un desván, débilmente esclarecido aquí y allá
por algunos delgadísimos rayos de sol, que por los intersticios de las rejas se
colaban. Después de caminar un rato, Marta soltó la mano, diciendo:
—Aguarda ahí; voy a abrir la ventana.
Y escapándose con ligereza subió media docena de escaleras que tenía la
buharda y abrió de par en par la ventana. Una ola de luz viva, intensa y
consoladora invadió súbitamente todo el desván y deslumbró a nuestro joven.
—¡Aquí está, aquí está el Menino!—gritó Marta desde arriba con entusiasmo
—. ¡Está muy cerca!... ¡Menino! ¡Menino!... ¡Ven acá, tonto!... ¡Toma, toma!...
¿No me conoces?...
El Menino, que se hallaba a seis u ocho pasos de distancia, al oír la voz de su
dueña, ladeó la cabeza con gracioso movimiento, como para escuchar. Los rayos
del sol que caían de plano sobre él bañaban su plumaje amarillo, haciéndole
resaltar de tal suerte sobre el color rojo del tejado, que parecía un pedacito de oro
animado. Dio tres o cuatro brinquitos en son de acercarse a Marta y dijo pi... pii.
—¿Quieres que suba a ver si le cojo?—preguntó Ricardo.
—No; aguarda un poco..., parece que viene él... Menino, Menino..., ven acá,
mono..., ven acá..., toma...
El Menino dio otros tres o cuatro brincos, acercándose, y se paró, ladeando otra
vez la cabeza para escuchar. No es fácil saber lo que entonces pasó por su
cerebro; algo de ruin y de bajo y de deshonroso para la raza a que pertenece
debió de ser, porque olvidando en un punto los cariñosos cuidados de su ama,
sus continuas caricias, los muchos chocolates que con ella compartió, el regalo
de los bizcochos y los copiosos tarros de alpiste, se espulgó con grande
indiferencia ante su vista, dijo varias veces pii, pii, con cierta sorna, y abriendo
las alas se tendió por el espacio yendo a perderse entre el follaje de las huertas
vecinas.
Marta lanzó un grito de dolor.
—¡Dios mío, se ha ido!
—¿Se ha ido?
—¡Sí!
—¿Muy lejos?
—Se perdió de vista.
—¡Pues señor, la hemos hecho buena!
Ricardo subió a la ventana, y siguiendo la dirección del dedo de la niña miró y
remiró hasta sacarse los ojos, sin ver absolutamente nada que semejase de una
legua a canario. Cuando volvió la vista a Marta observó que por sus mejillas
rodaba una lágrima.
—¿No te da vergüenza llorar por un pájaro, tonta?
—Tienes razón—repuso la niña, haciendo esfuerzos por reír y secándose la
lágrima con el pañuelo—. Pero me había encariñado con él como con una
persona... Ya ves..., ¡hacía tres años que le cuidaba!...
VII

EL ALMA Y EL ESPOSO

El rocío de la Gracia seguía cayendo copiosamente sobre el alma de la


primogénita de los señores de Elorza. Las virtudes cristianas florecían en ella
como rosas místicas henchidas de fragancia, y uno por uno, con la impaciencia y
ardor que imprimía a todas sus acciones, iba subiendo los peldaños de la escala
de perfección que conduce al cielo. Sus actos de caridad y de humildad no sólo
llenaban de asombro a las personas que vivían cerca de ella, sino que se
esparcían ya por toda la villa, sirviendo de ejemplo edificante a jóvenes y viejos
y de tema a las conversaciones de sacristía. Los ayunos y penitencias de toda
clase, cada vez más frecuentes y ásperos, aumentaban el entusiasmo y la seráfica
alegría de su alma, pero enflaquecieron al cabo notablemente el cuerpo. Su frágil
naturaleza empezaba a rebelarse contra tanta mortificación y a mostrarse
dolorida a cada instante, unas veces en el corazón, otras en el estómago, otras en
la cabeza, aunque todo lo sufría con una resignación digna de envidia, y sin que
la hiciesen cejar en sus santos propósitos. Padecía frecuentes desmayos, que la
tenían largo tiempo sin sentido, y fuertes convulsiones. Algunos días, así que
tomaba alimento lo devolvía, y en otros se quejaba de agudos dolores de cabeza.
Don Máximo comenzó a recetar los preparados de hierro, baños de mar y vino
de quina, con cuya medicación algo se mejoró, aunque poco. El doctor concluyó
por afirmar que mientras no cambiase enteramente de régimen de vida no
desaparecerían estos achaques; pero fue imposible reducirla a ello.
María comenzó a observar con gozo íntimo, del cual se acusaba a su confesor
bañada en lágrimas, que infundía admiración y respeto a la gente; que cuando
salía a la calle la saludaban algunos con frases de elogio y cuando estaba en la
iglesia la miraban todos los fieles con particular insistencia. A sus oídos
llegaban, por boca de los criados, muchas frases lisonjeras, que merecían sus
virtudes a los sacerdotes más venerables y a las almas más piadosas de la
población, y percibiendo en ellas cierto sabor dulce, les prohibió que se las
repitiesen. Algunas señoras consultaban con ella sus casos de conciencia, y la
hicieron presidenta de una escuela dominical de adultas, a las cuales comenzó a
explicar la doctrina y la moral cristianas, con tanta claridad y elocuencia que no
había otra cosa de qué hablar. Al segundo domingo se llenó el local que el
Ayuntamiento les había cedido en un antiguo convento, no sólo de criadas y
jornaleras, para las cuales se había fundado el instituto, sino también de las
personas más distinguidas de la villa, ganosas de comprobar lo que la fama decía
de la joven. Y en efecto, pudieron cerciorarse de que poseía especiales dotes para
la enseñanza; una palabra sencilla y animada, maneras humildes y paciencia
nunca desmentida. Las muchachas hicieron notables progresos bajo su dirección.
No contenta con esto, suplicó y obtuvo de su padre que le cediese un pabellón
que había en la huerta para reunir allí todos los días una docena de niñas
huérfanas y enseñarles a leer, escribir y rezar y darles una educación apropiada a
su sexo y posición social. La extremada dulzura con que trataba a las discípulas
le granjearon pronto su cariño y hasta su adoración.
En todas partes recibía nuestra virtuosa heroína testimonios inexcusables del
gran aprecio con que era mirada, pero muy particularmente en la sociedad de
devotos y beatas, donde se la consideraba como un faro luminoso que había de
reportar ventajas a la religión. En los tiempos de incredulidad a que habíamos
llegado, el espectáculo de una joven tan linda, tan instruida y tan principal,
consagrada exclusivamente al ejercicio de las virtudes y de los actos religiosos,
no podía menos de influir saludablemente en las costumbres de la villa.
Cierta mañana, al retirarse de las gradas del altar, donde acababa de recibir la
comunión, ofrecía su rostro tal expresión edificante, que una mujer salió del
concurso, y arrodillándose delante de ella le pidió su bendición. María, turbada y
confusa, quiso negarse; pero al fin no tuvo más remedio que ceder a sus
instancias. En otra ocasión, pasando por uno de los arrabales con Genoveva, otra
mujer que estaba a la puerta de una pobre vivienda, con un niño moribundo entre
los brazos, le suplicó que le tomase entre los suyos y rezase un padrenuestro por
él. María así lo hizo por complacerla, protestando de que ella era una miserable
pecadora a quien Dios no podía escuchar; pero el niño, apenas se vio acariciado
por tan hermosa mano, comenzó a sonreír y no tardó muchos días en ponerse
bueno. Esta maravillosa cura, pregonada por la agradecida madre, hizo gran
ruido en el pueblo. Desde entonces la casa de Elorza se vio invadida por una
muchedumbre de mujeres que venían con niños enfermos a pedir a la señorita
María que los tomase en brazos y los bendijese. Como esto tenía visos de
milagro, al decir de la gente, nuestra joven se apresuró a consultar con su
confesor si debía continuar cediendo a los ruegos de las afligidas madres, y el
sacerdote, después de tomarse un día para reflexionar, le contestó que no veía
ningún inconveniente, antes creía que de ello pudieran redundar algunas ventajas
a la fe. ¿Cómo es posible, preguntó María, que Dios quiera obrar actos
milagrosos por medio de una criatura tan ruin y tan pecadora como yo? A lo cual
replicaba el confesor que significaba gran osadía pretender escrutar los altos
designios de Dios, y que se abstuviese de hacer tan irrespetuosas
consideraciones; que Dios se valía de quien quería para manifestar su santa
voluntad, y que de todas suertes, aunque no hubiese en ello milagro, nunca era
malo atribuir al poder del supremo Hacedor los bienes que experimentamos, lo
mismo en el alma que en el cuerpo. María acataba estas razones y procuraba
hacerse digna por todos los medios que estaban a su alcance, por la oración, por
la humildad y la penitencia, de aquellas increíbles gracias que Dios ponía en su
mano.
Poco a poco, y por virtud del apartamiento a que su vida piadosa la obligaba,
iban aflojándose en su alma los lazos terrenales. Principió por huir toda
diversión y entretenimiento mundanos, como bailes, teatros y paseos, donde
antes brillaba por su hermosura y elegancia, llegando al extremo de aborrecerlos.
Abstúvose después de ciertos recreos lícitos como cantar y tocar música profana,
jugar a los naipes, correr por la huerta, tomar parte en las tertulias de su casa. En
su afán de mortificarse concluyó por no contemplar a menudo el paisaje desde
las ventanas de su cuarto y privarse de aspirar el aroma de las flores y el perfume
de las esencias. Todavía le quedó, no obstante, y por mucho tiempo el gusto de
vestirse con elegancia, lo cual procedía de cierta reflexión que había leído en un
libro devoto francés, aconsejando a las jóvenes que no descuidasen el aseo y
afeite del cuerpo, pues Dios se complacía en verlas hermosas y saber que para Él
solamente se adornaban. Al mismo tiempo que se iba despegando de los placeres
de este mundo se amortiguaban en su corazón los sentimientos de amor hacia las
criaturas, aun hacia aquellas que más de cerca la tocaban. Comprendiendo que
para amar a Dios es indispensable despojarse de los afectos terrenales, porque
ningún otro afecto es digno de entrar en un corazón consagrado al Criador, se
apartaba cada vez más del cariño, no sólo de su prometido, sino también de sus
padres y hermana. Cesaron las frecuentes expansiones de amor que con todos
tenía y por donde se revelaba la ternura de su apasionado espíritu. Cuando veía a
su padre por la mañana, ya no se arrojaba a su cuello y le cubría de caricias. Con
su hermana ya no desahogaba los secretos y pesares de su corazón. A todos los
mantenía alejados por una prudente reserva revestida de dulzura y humildad.
El calor que escatimaba a los humanos iba subiendo, no obstante, como
perfumado incienso, a un sitio más elevado, a un objeto infinitamente más digno
de él. Su corazón no podía permanecer inactivo; necesitaba amar porque era su
ley; necesitaba rebosar de entusiasmo por algo, en lo cual pensara en todos los
instantes de la vida y a lo que dedicase continuos sacrificios. María no podía
apetecer ni amar nada sin sentirse agitada por una fiebre que la consumía.
Cuando era niña había amado a otra de la misma edad, morena, de grandes ojos
negros y duros, y la había amado con tal pasión que se había convertido en su
esclava voluntariamente. La niña de los ojos negros, hija de un pobre menestral
de la villa, la trataba con la autoridad de reina y señora, le exigía todos los
juguetes de que era poseedora, la obligaba a plegarse a todos su caprichos, la
humillaba siempre que quería, y frecuentemente la maltrataba de palabra y de
obra, sin que por eso disminuyese poco ni mucho el cariño de su apasionada
amiga. En cierta ocasión, estando las dos planchando las enaguas de una
muñeca, la cruel muchacha le dijo con cierto tonillo de burla:—Si tanto me
quieres, ¿a que no eres capaz de ponerte por mí esta plancha en un brazo? María
levantó con decisión la manga del vestido y aplicó la plancha encendida al brazo,
ocasionándose una horrible quemadura. Por estas y otras cosas de que don
Mariano tuvo noticia, puso en la calle a la amiguita y le prohibió pisar en
adelante el portal de su casa, lo cual hizo enfermar a su hija de dolor.
Cuando un corazón es de tal suerte inflamable, su aspiración constante es la de
abrasarse y consumirse en algún amor extraordinario, y cuando no lo tiene lo
busca como el sediento la fuente de agua cristalina. María lo había buscado y lo
había hallado; un amor puro e inmortal, sublime y maravilloso; el amor de un
Dios que reduce a polvo los astros y se entrega como un manso cordero al alma
enamorada. Este amor, que iba prendiendo cada vez con más violencia en su
espíritu, no sólo se manifestaba en actos casi incomprensibles de humildad y
mortificación, sino que se escapaba continuamente de sus labios con frases
apasionadas que iban a refugiarse como tímidas avecillas en el sagrado Corazón
de Jesús. En un principio había orado con admiración respetuosa, con el alma y
el cuerpo prosternados, más asustada que enternecida, como el que hace una
declaración de amor; pero así que por mil señales manifiestas comprendió que
Jesús correspondía a su pasión y se la pagaba con creces, encontró más libertad y
elocuencia en sus palabras y una felicidad más firme en todo su ser.
Los momentos más dichosos de su existencia eran los que consagraba a la
oración, que más bien era un tierno coloquio de dos enamorados, incomprensible
para los que no han sondeado jamás los profundos secretos del amor divino ni
han gustado las dulzuras de la unión mística. A fuerza de conversar con Dios, de
comunicarle sus más íntimos pensamientos e impresiones y de confesarle con
lágrimas todos los días las más leves flaquezas de su conciencia, había llegado a
establecer con Él una santa familiaridad llena de dichas y consuelos. A la hora
del crepúsculo, cuando cesaba en sus piadosas tareas, que la tenían ocupada todo
el día, acostumbraba a recogerse en su cuarto para gozar a su sabor de los
regalos y deleites que Jesús le otorgaba en sus fervorosas súplicas como
recompensa de los trabajos y mortificaciones del día.
En una tarde plácida y serena de las postrimerías del invierno, María se hallaba
en su cuarto haciendo oración, postrada ante la imagen de Jesús. Todas las
ventanas estaban abiertas para recoger la luz que ya se iba escapando
lentamente. Por la que miraba a la tierra veíase la extensa llanura de prados y las
suaves colinas que la circundaban bañadas en un vapor azul que se hacía cada
vez más denso hasta convertirse en niebla. Por la que daba a la ría se veía la
superficie de ésta tranquila, inmóvil, como si de improviso toda aquella agua se
hubiese convertido en piedra. Cerca del Moral había cuatro o cinco montecillos
de arena, llamados con propiedad los Arenales, que heridos por los moribundos
rayos del sol brillaban como grandes topacios. Ni el más leve ruido turbaba el
silencio del gabinete, que en aquel momento semejaba, por lo sombrío y
recogido, un gran confesonario.
Una hora larga hacía que la joven conversaba con el Amado de su corazón, sin
que ningún pensamiento terrestre se deslizase en su arrobado espíritu. Nunca se
sintiera tan abstraída y despegada de la carne y de los intereses mundanos. Todo
el calor de su cuerpo se había refugiado en el corazón, que latía con inusitado
brío. Tenía los ojos cerrados. Después de haber rezado todas las oraciones que
sabía de memoria, algunas compuestas por ella, dejó descansar los labios y se
entregó a una suave meditación, donde su fantasía se espació como en un campo
infinito esmaltado de flores. Lo mismo el confesor que los libros devotos le
aconsejaban que pensase con frecuencia en la cruenta pasión y muerte del
Redentor, y así lo había hecho hasta entonces, embargada de dolor y anegada en
lágrimas. Se le clavaba en el alma aquel rostro contraído y angustiado de Jesús
en la cruz, aquellos ojos entornados y moribundos, donde aun ardían el amor y la
bondad eterna de un Dios. Cuando le veía marchar hacia el Calvario, cargado
con el pesado leño y caer una, dos y tres veces, rendido de fatiga, sin encontrar
en los feroces rostros que le rodeaban una mirada de compasión, sentía
anudársele la garganta y estallar el pecho en sollozos. Asistía uno por uno a
todos los dolores de Cristo, desde la memorable noche del huerto hasta el
instante de cerrar los ojos para siempre entre dos ladrones, víctima de la perfidia
de los hombres. Las sublimes palabras de perdón que al expirar pronunció,
sonaban en sus oídos como una promesa del cielo y una esperanza de verle aún
rodeado de gloria en la otra vida.
Pero en aquel instante su pensamiento huía de las escenas de muerte. En torno
de él flotaban imágenes risueñas y gloriosas que le infundían una amable alegría
que pocas veces había sentido, acompañada de indecible bienestar corporal.
Creía sentir un suavísimo calor que irradiaba del corazón hasta las manos y los
pies, como si la sumergiesen en un baño de leche tibia. Al mismo tiempo, unas
manos delicadas y fragantes le tenían cerrados los ojos, mientras un hálito dulce
le refrescaba la frente. El gabinete de la torre se henchía de vagos y tenues
sonidos que su imaginación transformaba en conciertos misteriosos. Estaba tan
fuera de sí que no sabía si se hallaba en realidad despierta, por más que
conservase todas sus potencias. Poco a poco empezó a perder la voluntad; trató
de abrir los ojos y no pudo; trató de separar las manos que tenía cruzadas, y
tampoco lo consiguió. Una fuerza superior la ataba, pero tan dulcemente, que
por nada en el mundo rompería aquellos lazos. Era un desmayo celestial de todo
el ser que la sumía en deleites ignorados por ella hasta entonces. Las lágrimas
resbalaban por su rostro como un licor exquisito que bañaba sus labios de
dulzura, y desde los labios corría por lo interior de su cuerpo y penetraba en los
huesos como unción suavísima, como un gran olor. Este licor la embriagaba y la
fortalecía a la vez, y no se cansaba de beberlo. La salud penetraba como un
torrente en su marchito cuerpo, prestándole una fuerza incomprensible; entraba
en una vida plena y divina donde no existen los dolores, en un letargo extático
lleno de molicie, del cual nacían muchedumbre de vagos deseos, como flores
que abren su cáliz un instante y difunden por el aire su perfume. Los deseos de
su alma también se difundían y apagaban en la inmensa alegría que la
embargaba.
Mientras el cuerpo dormía en este dulce enajenamiento de los sentidos, velaba
el espíritu con actividad maravillosa. Su memoria estaba bañada de claridad y la
imaginación se lanzaba con raudo vuelo dando vuelta a los orbes. En vez de
meditar sobre la muerte del Señor, pensaba con íntima complacencia en su
adorable vida y recorría todos los pasos completamente embelesada,
representándoselos con tal verdad como si realmente hubiese asistido a ellos.
Veía primeramente a Jesús naciendo en la gruta de las cercanías de Belén,
abrazando con sus tiernos brazos el cuello de la Virgen y sonriendo a los
pastores y a los magos que de luengas tierras vinieron a adorarlo. Veíale en
seguida transportado a Egipto, recorriendo los desiertos de la Arabia, durmiendo
sobre el regazo de su madre debajo de algún árbol o en el fondo de alguna cueva.
Después lo encontraba en los pórticos del templo de Jerusalén sentado en medio
de los doctores, cuando sólo tenía doce años, con sus largos cabellos de color de
bronce y la blanca túnica, que formaba graciosos pliegues hasta cubrirle los pies,
asombrando a todos tanto por su belleza sobrehumana como por la profunda
sabiduría de sus palabras. Contemplábale en su modesto albergue de Nazareth,
en la paz de una vida obscura y contemplativa, nutriendo su divino espíritu de
las sublimes verdades que el Eterno Padre le comunicaba en sus frecuentes
solitarios paseos. Asistía después a sus primeras predicaciones por la Galilea y al
primer milagro con que dio testimonio de su poder infinito en las bodas de Caná.
Acompañábale a Cafarnaum, cuando de pie sobre una barca de pescar, mecida
suavemente por las olas, dirigía su palabra, más clara que el sol que los
alumbraba, más dulce que la brisa de la tarde, a la muchedumbre congregada a la
orilla. Volvía con Él a Nazareth, de donde sus rebeldes e ingratos compatriotas le
arrojaron sin dejarse vencer de su dulzura y elocuencia. Marchaba a Bethania,
donde la santa de su nombre, María Magdalena, y Marta, su hermana, tuvieron la
dicha de hospedarle y aquélla de escucharle sentada a sus pies por largo tiempo.
En todas partes le veía sereno y hermoso como lo pinta la tradición, con sus ojos
azules de inexplicable dulzura, el cutis sonrosado y transparente, la barba
apuntada y su dorada cabellera partida por el medio cayendo en ondas sobre los
hombros. Los numerosos retratos que había visto, no sólo de su divina persona,
sino del país donde las predicaciones se efectuaron, unido a su poderosa fantasía,
la transportaban a los tiempos de la Redención, como nadie pudiera imaginarse.
Pero donde más se placía su imaginación era en verle entrar triunfante en
Jerusalén, seguido de una muchedumbre embriagada de entusiasmo, en medio de
hosannas y bendiciones. Entonces su hermoso rostro, que desaparecía casi entre
el follaje de los ramos y las palmas, tomaba una expresión divina; sus ojos, tan
apacibles, brillaban con el fulgor de la omnipotencia y sus manos se extendían
sobre la ciudad, perdonándola de antemano el bárbaro deicidio. ¡Oh, cómo se
recreaba su alma con esta escena poética y tierna en que Jesús alcanzó sobre la
tierra un poco de la adoración que se le debe! Si ella se hubiese encontrado en
aquellos parajes, formaría parte del séquito del Rey de los Reyes y elevaría su
voz para aclamarle. La mezcla que había en Él de poder y de humildad, de
fuerza y dulzura, la llenaba de entusiasmo y de admiración.
Sabía, no obstante, que la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén repetíase
diariamente en un sentido místico; que el divino Señor gozaba más entrando en
el alma de sus escogidos que en la ingrata hija de Sión; que el amor era poderoso
contra el dueño absoluto de todas las cosas y tenía placer en entregarse a quien
se lo profesaba. Mas para ello era necesario amarle mucho, amarle de tal modo
que se prefiriesen los dolores y tormentos venidos de su mano a los deleites más
exquisitos de la tierra, amarle hasta desfallecer y morir en su presencia y caer
rendida a sus pies bajo el imperio de su mirada; era necesario pasar largas horas
buscándole en las profundidades del cielo, en el sosiego de la tarde, en la
hermosura de las flores, de los pájaros y de todas las criaturas, al lado de los
moribundos, en el centro de los dolores y penitencias; era necesario dejar correr
las horas en extática oración, sintiendo resbalar las lágrimas y quemar las
mejillas; era necesario obedecer a todos, ser la sierva humilde de todos,
despegarse de todo lo criado, hasta de sus mismos padres, y aborrecerse a sí
misma para ser la amada de Jesús. ¡Así, así le amaba ella! ¡Cuántas horas del día
y de la noche había pasado pensando en Él! ¡Cuántas lágrimas había derramado
por su causa! ¡Cuántas veces en el silencio de la noche había salido su alma con
ansias en amores inflamada como la Esposa del místico Cantar, en busca del
Dueño de su corazón! Y cuando de esta manera le buscaba ardiendo en amoroso
deseo, nunca dejaba de hallarle. En cierta ocasión, habiendo pasado todo el día
curando a los enfermos del hospital, a la hora de acostarse sintió tan gran placer
en su alma y en su cuerpo, que faltó poco para que se desmayase. Humillándose
delante de alguno también percibía un dejo exquisito. Macerando su cuerpo con
áspera disciplina, había sentido más deleite que jamás le había proporcionado el
mundo con sus desabridos placeres. De esta suerte Jesús le empezaba a pagar
subidamente el amor que le profesaba, transformando para ella en regalo lo que
para otros era dolor y penitencia.
Esta última consideración penetró tan agudamente en su espíritu, que la hizo
prorrumpir en un sinfín de gracias y bendiciones, que permanecieron encerradas
en el corazón sin brotar a los labios. Sus labios estaban mudos, inmóviles como
los de la esfinge, sin osar reproducir por medio de sonidos los inefables
pensamientos que cruzaban por su mente. Escuchaba dentro de sí mil voces
suaves que le hablaban, pero sin comprender lo que decían: sentíase suspendida
por unos delicados brazos, que sin cesar la acariciaban y advertía cerca, aunque
sin verla, como la presencia de un ser sobrenatural que la consolaba con su
aliento. Entonces se persuadió de un modo repentino a que el Señor la amaba.
Vio claramente con los ojos del espíritu que el esposo acudía ya a la voz de la
esposa y no deseaba más que unirse a ella para enriquecerla y regalarla
eternamente. Ya estaba cerca: lo sentía a su lado y se deshacía en ansias de verle;
pero Él no se mostraba, no acababa de rendirse a sus tiernas y amorosas súplicas.
Como el que muestra una golosina a un niño y se la oculta, y de nuevo se la
enseña y torna a ocultársela para encenderle más el apetito, así el divino Esposo
la tenía suspensa y embelesada, irritando más y más su deseo. La apasionada
estrofa de San Juan de la Cruz acudió a su memoria:
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero,
No quieras enviarme
De hoy ya más mensajero,
Que no saben decirme lo que quiero.
Y mil veces la estuvo repitiendo en su interior con una sublime congoja en que
le parecía que el alma quería salírsele por la boca. Pero su boca seguía muda.
Quería gritar, romper en alabanzas de Jesús, desahogar los ímpetus fervorosos de
su pecho, y no le era posible. Sentía una extraña opresión que la mataba con una
muerte celestial que no trocara por cien vidas.
Un deseo punzante, ansioso, irresistible se apoderó súbito de su corazón. Jesús,
el Rey de las almas, había otorgado a alguna favores que espantaban por los
grandes e incomprensibles. A Santa Isabel, después de sus prodigiosos actos de
caridad y penitencia, se le había aparecido y le dijo: «Isabel, si tú quieres ser
mía, yo quiero ser tuyo también, y nunca separarme de ti». A Santa Catalina de
Siena la venía frecuentemente a consolar a su celda, platicaba y paseaba con ella
y muchas veces la ayudaba a rezar sus oraciones. A Santa Teresa la tomaba entre
sus brazos, sin que pudiese desprenderse y la acariciaba y la besaba. ¡Si ella
lograse un regalo parecido! Apenas nació en su mente este pensamiento atrevido
se espantó de él y sintió tanta vergüenza que de buen grado se hubiera ocultado
debajo de la tierra. ¡Oh, no, Dios mío! ¡Quién era ella para recibir una gracia
semejante, otorgada solamente a las mártires de la caridad y a las seráficas
vírgenes que brillan en el cielo como claros luceros! ¡Perdón, Jesús mío, perdón!
Mas aquel osado deseo no quiso apartarse de su espíritu y continuó
persiguiéndola sin que a pesar de muchos esfuerzos lograse desecharlo. Ella no
era digna de tanta gloria, bien lo sabía, pero su deseo era hijo del amor que el
divino Jesús le había infundido en el pecho; de suerte que no era ella, sino el
mismo Jesús el autor de este deseo. Si no la hubiese abrasado en su celestial
afecto y empezado a otorgar favores tan gratos como inmerecidos, nunca le
hubiera venido a la cabeza idea tan disparatada. No, no pedía tanta gracia, tanto
consuelo; le bastaba con lo que Jesús se dignase darle, con algunas migajitas de
su amor inmortal. Se consideraría la más dichosa de las vírgenes del cielo si al
cabo de largos años de oración y penitencia, de amarguras y tribulaciones, Jesús
le consintiera poner los labios una sola vez en su divino rostro. ¿Oh Jesús mío,
será pecado el pedir esto? ¿Podrá merecer jamás esta ruin criatura un gozo tan
infinito?
Alzó los ojos. Jesús, con su nimbo dorado que brillaba entre las sombras
reflejando la última y triste claridad de la ventana, y su luenga túnica de infinitos
pliegues, extendía las manos hacia ella, clavándole al mismo tiempo una mirada
dulce y profunda. Corrió por sus venas una sensación de frío cual si se sintiera
próxima a la muerte; pero al instante fue substituida por otra de calor intenso que
la hizo sudar por todos los poros del cuerpo. Comprendía vagamente que se
estaba efectuando un adorable misterio a su vista, y un santo temor la
sobrecogió. El gabinete estaba envuelto en la sombra: las ventanas parecían
grandes ojos opacos que miraban por sus muros. Un enternecimiento suave y
lánguido apoderose de su ser y la inundó de felicidad. Desapareció el temor.
Entraba en ella la certidumbre de ser querida por Jesús, de ser la amada de un
Dios. La ternura, la admiración, la dicha rebosaban de su pecho y ya no pudo
apartar los ojos de los del Señor, bebiendo en ellos el misterio e inefable deleite
de la gloria.
El mismo deseo se presentó de nuevo en su mente. Esta vez lo formuló con
palabras, cuyo aliento cálido resbaló por sus manos cruzadas delante de la boca.
—Jesús mío, ¿permitiréis a vuestra sierva poner los labios en vuestra divina
persona?
Jesús se inclinó aún más. María sintió que los cabellos se le erizaban y el
corazón quería salírsele del pecho. Jesús había hablado. Su voz penetró como
una música en el alma de la joven, que se creyó muerta y trasladada al cielo.
Jesús había dicho:
—Levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven.
—¡Señor, yo no soy digna!—exclamó María con un grito de angustia y de
dicha a la vez.
Jesús volvió a decir:
—Toda eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha.
—¡Jesús mío, os amo sobre todas las cosas!
—Paloma mía, muéstrame tu rostro, suene tu voz en mis oídos, porque tu voz
es dulce y tu rostro hermoso—replicó Jesús inclinándose todavía más.
Entonces la joven, arrebatada de gloria y entusiasmo, se abrazó a las rodillas
del Señor y las inundó de lágrimas, diciendo entre sollozos, como la esposa del
texto sagrado:
—Mi alma se ha derretido cuando habló mi amado.
Y poco a poco sus brazos, anudados al cuerpo de Jesús, fueron subiendo hasta
estrecharle el cuello. Faltole el aliento y sintió escapar su memoria, su
imaginación y todas sus potencias, perdiéndose en una alegría inmensa y
ansiosa, donde todo el ser se bañaba como en un éter purísimo. Acercó el rostro
al del Señor; tocó con sus mejillas las del Amado, posó los labios en la blancura
de su frente, en el fulgor de sus ojos, en el coral de sus labios.
Y en la sala de la torre, silenciosa, hundida en las tinieblas, sonó por largo
tiempo un ruido de sollozos y besos comprimidos. Al cabo, un cuerpo humano,
el cuerpo de la señorita de Elorza, privado de sentido, rodó pesadamente por el
suelo. Genoveva, al entrar con luz, después de un rato, todavía la halló
desmayada, con los ojos abiertos e inmóviles, reflejando en su rostro una
celestial alegría.
VIII

COMO USTEDES GUSTEN

Llegó la primavera. Los vientos del N. E., a modo de escoba gigantesca


manejada por la mano de algún dios aficionado a la limpieza, barrían a menudo
el polvo y la ceniza del firmamento. Los marineros que salían de madrugada a la
pesca, al poner el pie en el muelle veían muchas veces un gran pedazo de cielo
azul sobre las casas lejanas del Moral, que se iba extendiendo lentamente hacia
los cuatro puntos cardinales, dejando suspensas sobre el horizonte algunas
levísimas rayas de niebla de color violeta semejando grandes cejas. La vasta
sábana de la ría, en vez de los tristes y metálicos reflejos del invierno, dejaba
escapar ahora hermosos destellos azules, y las cáscaras de nuez, llamadas barcos
por mal nombre, cabeceaban impacientes en la dársena como otros potros
preparados a salir. Mas por las tardes todavía el invierno reivindicaba sus
derechos, ora esparciendo sobre la villa y la ría una espesa capa de niebla, que
no tardaba en deshacerse en cierzo, ora haciendo correr por el cielo furiosamente
negras y colosales nubes que iban a descargar su peso a lo interior. Algunos días
no obstante, a la puesta del sol, un soplo de aire tibio llegaba de la parte de tierra,
que advertía deliciosamente a los pacíficos habitantes de Nieva de la presencia
en aquel partido judicial de la más amable y coqueta de las estaciones. Y este
soplo de aire cargado de perfumes, subiendo por la nariz al cerebro de los
vecinos más inclinados a la poesía y a las dulces expansiones del corazón, se
portaba como enemigo declarado del sosiego de los espíritus femeninos y
perturbador de la paz de las familias.
La villa dormía plácidamente como una sultana, recibiendo la caricia
halagüeña de este soplo. Sin embargo, debajo de sus techos el sosiego era más
aparente que real. Una gran parte del vecindario seguía durmiendo como antes a
pierna suelta, pero otra no menos numerosa y estimable, sin saber a qué
atribuirlo, despertaba varias veces en el curso de la noche y se pasaba en
ocasiones una hora con la luz encendida leyendo los artículos de El Tiempo, sin
lograr conciliar el sueño. Bebíase gran copia de vasos de agua; soñábanse
cincuenta mil disparates, que al recordarlos por la mañana hacían sonreír con
enternecimiento a los honrados moradores, y más de uno y más de dos atraparon
una fluxión de pecho por habérseles caído la ropa de la cama. Despachábase en
las dos boticas del pueblo una cantidad extraordinaria de cebada perlada;
algunos rechazaban a la mesa el vino, con sorpresa de sus consortes; y
dulcificábase extremadamente el carácter de los señoritos en el trato con las
criadas. El librero de la calle de la Industria pedía a Madrid algunas novelas de
Paul de Kock por encargo de sus parroquianos, y el profesor de piano hacía
análoga reclamación a los editores de música, de varias romanzas sentimentales
con títulos apasionados como Vorrei morir, Tutto per te, Non posso vivere y otras
de igual jaez, por empeño de sus discípulas. Las golondrinas comenzaban a
instalarse en los corredores, y después de cortejarse unos cuantos días por el aire
persiguiéndose con gritos descompasados y partiéndose solas las parejas a los
sitios más escondidos de las huertas, sin respeto alguno al qué dirán y a las
buenas formas, celebraban sus bodas con la misma grosería, sin consultar la
voluntad de los papás, ni suplicar dispensa cuando la necesitaban, ni proclamarse
por conducto del párroco, ni encargar trousseau a París, ni recibir un mal juego
de café de los parientes, ni pasar papeletas impresas a los amigos y conocidos
participando su efectuado enlace, ni siquiera insertar en La Correspondencia de
España un suelto diciendo: «Ayer, ante numerosa y escogida concurrencia, en la
que figuraba lo más eminente de la nobleza, la política y la literatura, se verificó
en casa de la desposada el anunciado matrimonio de la bellísima y distinguida
golondrina doña Fulana de Tal con el acaudalado golondrino don Zutano de
Cual. Después de servirse un espléndido buffet, los novios partieron a su rica
posesión de los Robledales, en Aragón». Y quien habla de las golondrinas claro
está que se refiere igualmente a toda la caterva de pájaros que habían sentado sus
reales tanto en las huertas de Nieva como en los inmensos pinares que bordaban
las orillas de su ría.
Entre las personas en quienes la influencia de este soplo primaveral se
ejercitaba de un modo más señalado (dejando aparte, por supuesto, a la señorita
de Delgado, con quien nadie se atrevería a mantener competencia en materia de
sensaciones, sentimientos, emociones y todo lo referente a la vida del corazón)
contábase nuestro conocido Manolito López. Su apreciable familia observaba
con grata sorpresa, no sólo que el carácter del chico se dulcificaba a ojos vistas,
sino también que crecían y se propagaban en él de un modo inusitado la
inclinación al aseo y los hábitos de compostura. Esta loable inclinación
manifestábase en todas las prendas de vestir que adornaban su persona, pero
muy particularmente en el calzado. Un tarro de betún superior cada quince días
no era bastante para el consumo de sus botas, gastando mucha parte de la
mañana y de sus fuerzas físicas en ponerlas relucientes como un espejo, y aun
así no estaba contento. Hubiera necesitado Manolito que el brillo del diamante
brasileño y el de todos los de las coronas reales europeas, el de los mares y el de
los astros viniera a refugiarse a ellas para quedar enteramente satisfecho.
Después de dar la última mano de gato a sus cabellos, Manolito salía siempre en
la amable compañía de sus botas charoladas a pasear por delante de la casa de
Elorza, y calle arriba, calle abajo, allí se estaba todo el tiempo que le permitían
sus ocupaciones y alguna parte también del que le prohibían. Los balcones de la
casa permanecían por regla general herméticamente cerrados, pero Manolito, a
juzgar por el gracioso contoneo que adoptaba al cruzar por delante, debía de
sospechar que unos ojos fijos y enamorados le estaban siempre observando por
detrás de las rendijas. Tal vez que otra los balcones se abrían, apareciendo en
ellos la figura de Carmen, de Genoveva, de Adela o de algún otro sirviente, que
le dirigían miradas no bastantemente respetuosas, atendiendo a la edad (quince
años y tres meses) y al carácter de nuestro joven. De raro en raro solía aparecer
también la linda cabeza de Marta, que paseaba sus ojos un instante por los
contornos de la casa con expresión indiferente; la cual, dicho sea en honor de la
verdad, no se trocaba en apasionada y halagüeña a la vista de Manolito, antes
bien continuaba de la misma suerte, apagada y severa, como si nuestro joven no
tuviese más personalidad que una columna de los soportales, o que el reloj del
Ayuntamiento o el letrero del café de la Estrella o cualquiera de los objetos
inanimados sobre los que se espaciaban los ojos de la niña. Manolito quedaba
algunos momentos turbado, como si hallándose navegando por los mares del
Polo viese de improviso llegar hacia él una enorme montaña de hielo, pero no
tardaba en reponerse, exclamando para sus adentros: «¡Qué disimulada es esta
chica!» Y aunque los balcones se cerrasen inmediatamente con chirrido
desdeñoso y permaneciesen tapiados todo el día, Manolito no dejaba de pasear
arriba y pasear abajo, atrincherado siempre en su convicción de que por los
intersticios de las cortinas unos ojos extáticos y húmedos de amor le clavaban
mil saetas apasionadas.
Pero donde la primavera ejercía un imperio más absoluto y hasta despótico
(dejando siempre a salvo, por supuesto, el espíritu poético de la señorita de
Delgado) era en la huerta de los señores de Elorza. Allí, sin consultar para nada
la voluntad de las flexibles mimosas ni de las redondas acacias, ni de las
imponentes catalpas, ni la de ningún otro árbol o arbusto, flor o legumbre, por
respetable que fuese, comenzó a vestirlos todos de verde, matizando los trajes
cuidadosamente, a éste dándole uno obscuro y profundo, a aquél claro y
deslumbrante, al otro pálido y amarillento, haciendo con ellos una especie de
mascarada risueña y original que lisonjeaba la vista de los que aun persisten en
tener afición a las obras de la naturaleza. Sobre este traje brillaban como
honoríficas condecoraciones algunas flores, amarillas, blancas, azules o
encarnadas, prestas a embalsamar el ambiente con los suaves aromas que
guardan en su corazón.
La huerta era extensa, como pocas, dilatándose desde la plaza, donde se alzaba
la casa de don Mariano, hasta el muelle, por un lado, y por el otro hasta las
últimas casas del pueblo. Y ora porque no fuese muy fácil cuidar esmeradamente
tan gran pedazo de tierra, bien porque don Mariano no quisiera, como hombre de
gusto, imponer su ley a la naturaleza, estableciendo en su finca un régimen
tiránico de tijeras y líneas geométricas, lo cierto es que ofrecía toda ella el vigor
desordenado, la exuberancia y la espontaneidad que no suele verse ya sino en las
huertas provincianas gobernadas aún por un sistema español amplio y tolerante.
Las calles, aunque tiradas a cordel, según prescribía la moda en el tiempo en que
se abrieron, estaban ya torcidas, gracias a las invasiones o a las deficiencias de
los setos de membrillo, boj y rosal. Los árboles cerraban en muchos parajes estas
calles con bóveda espesa, prestándoles un tinte de amable misterio, que digan lo
que quieran, es el hechizo mayor de los jardines, y apelamos al testimonio de
todas las almas ardientes elevadas, particularmente a la de la señorita de
Delgado.
Por detrás de los árboles y al través de los setos se veía algún fauno o sátiro de
piedra, deteriorado, con grandes manchas verdes por las espaldas musculosas,
arrojando agua por narices y boca; en esta agradable ocupación había pasado
toda su vida. Las flores no tenían en el jardín de Elorza los monstruosos
privilegios que suelen gozar en los flamantes parques modernos, sino que se
habían establecido en un pie de igualdad con las modestas cuanto suculentas
legumbres. Al lado de un grupo o cesto de dalias crecía una esparraguera, y a la
vista de un magnífico macizo de cannas índicas y calladium prosperaba un
bosque de alcachofas y un cuadro de berzas de la Alsacia. En una de las esquinas
había un gran tendejón donde yacían hacinados muebles viejos de la casa,
algunos coches estropeados, aperos de jardinería, etc., etc. Circundaba toda la
huerta una tapia de bastante espesor y elevación por donde trepaban la yedra y la
madreselva cautelosamente hasta asomar sus hojas por encima como pilluelos
que entrasen a robar fruta y tratasen antes de espiar al jardinero. Sobre uno de los
lienzos de la tapia se alzaban los palos de los barcos del muelle, que con sus
numerosos cables, enlazándose y cruzándose en todos sentidos, semejaban de
lejos arañas monstruosas. Una gran puerta enrejada de hierro ponía en
comunicación a la huerta con el muelle.
La hija menor de los dueños de esta huerta se hallaba una mañana en ella
cortando flores con las tijeras que pendían de su cintura y colocándolas después
con mucha delicadeza en un cestillo de mimbre. Las iba eligiendo de un lado y
de otro, parándose a veces a reflexionar delante de algunas, y dejándolas intactas
para ir en seguida hacia otras y volver más tarde a las primeras, dando un sinfín
de vueltas en todas direcciones con paso vacilante. Se hallaba tan embebida en
las profundidades de alguna combinación referente al ramo de jardinería, que se
dejaba tostar sin piedad por un magnífico sol iracundo y soberbio, como pocas
veces solía estarlo. Desde la última vez que la vimos había experimentado en su
figura algún leve cambio, no muy fácil de definir. Acababa de cumplir los
catorce años. Su desarrollo físico, siempre exuberante y vigoroso, había dado
una sacudida en los últimos tres meses, no estirándola y enflaqueciéndola a la
par, como sucede generalmente con las niñas en esta edad, sino acabando de
modelarla como un hermoso juguete. Marta iba a quedarse pequeñita. La
naturaleza estaba dando los últimos toques a su figura, abultando la línea de su
cadera, redondeando sus brazos, hinchando su seno virginal y perfilando la
elipse de su rostro, sin acordarse para nada de otorgarle tres dedos más de
estatura, que eran los que le hacían falta. Por eso un teniente de caballería
andaluz, al hacerle un favor y un disfavor en el juego de prendas, le había dicho
recientemente: «—Ez uzté mu bonita, pero ez uzté mu redondita». Y esto había
servido para que los amigos de la casa la llamasen festivamente la redondita y la
mareasen a la continua con el «ez uzté mu bonita, etcétera». La expresión del
rostro continuaba siendo tan plácida, tan grave y dulce como antes. No obstante,
sus grandes ojos negros, serenos y límpidos, que, como hemos dicho, ofrecían
cierta singular inmovilidad semejante a la de los que padecen de gota serena,
adquirían un movimiento tan sosegado y tan dulce que una de las señoritas de
Ciudad, la misma que la había presentado al ingeniero Suárez, no pudo menos de
exclamar la noche anterior:
—¿No repara usted qué mirada tan suave tiene Martita?
—En efecto—repuso el ingeniero—, esa niña parece que acaricia con los ojos
cuanto mira.
Al mismo tiempo propendían a quedársele húmedos, lo cual aumentaba aún
más su brillo y su ternura. Vestía en aquel momento un traje morado obscuro
extremadamente ceñido y plegado al cuerpo, y si bien, a petición suya, se los
hacían ya un poco más largos, todavía al bajarse para cortar las flores enseñaba
gran parte de unas espléndidas y bien torneadas pantorrillas, que corrían pareja
con los brazos de marras.
Después que hubo cortado, a su juicio, las suficientes flores, fue a sentarse en
un banco de piedra a la sombra, y poniendo el cesto a su lado y sacando un
ovillo de hilo, se dispuso con gran calma a hacer un ramillete. Tomó primero una
magnífica rosa blanca de las llamadas de té, le quitó todas las espinas y foliolos
y ató en torno suyo una serie de hojas de malva. Al llegar a este punto de la
operación apareció Ricardo. Marta levantó la cabeza al oír los pasos y la bajó
rápidamente para continuar su obra.
—Te andaba buscando, Martita.
—¿Para?
—Para nada..., para verte... ¿Te parece poco?
—Si no es más, me parece poco, sí.
—¿Acaso no quieres que te vea?
—No digo eso..., pero como no hace aún veinticuatro horas que has estado en
casa...
—De todos modos tenía ganas de verte.
Marta calló y siguió su tarea poniendo en torno de la rosa y apoyados en las
hojas de malva tres pensamientos obscuros. Ricardo había cambiado también un
poco desde la última vez que le vimos. Su rostro estaba levemente descaecido, y
a la ordinaria expresión de alegría había sucedido otra como de fatiga, que a
veces rayaba en triste y amarga. Indudablemente no había sido muy feliz en los
últimos meses. Ya sabemos que no tenía motivos para serlo. La perpetua lucha
que necesitaba sostener con los escrúpulos de María y el desvío sincero o fingido
que observaba en ella constituían un disgusto sordo y continuado que le
amargaba la existencia. Los breves ratos en que conseguía hablar con su
adorada, en vez de dedicarlos a las dulces expansiones del amor, se pasaban
ordinariamente en reyertas y reconvenciones o cuando menos en largos discursos
suasorios de la una y la otra parte; Ricardo convenciendo a María de que sus
prácticas piadosas eran una exageración incompatible con la naturaleza humana;
María tratando de persuadir a Ricardo a que abandonase las frivolidades del
mundo y emprendiese el camino de la virtud, que es el de la salvación.
Después que hubo contemplado silenciosamente por un momento la obra de
Marta, le preguntó:
—¿Para quién es ese ramo?
—Para María, que quiere empezar esta tarde sus flores a la Virgen. Me ha
pedido que le hiciese dos y ya tengo uno en casa.
Un relámpago de alegría pasó por los ojos del joven al oír el nombre de su
amada y empezó a interesarse en el arreglo del ramillete. Marta notó
perfectamente la alegría y el interés de su futuro hermano.
Entre los tres pensamientos colocó tres claveles, uno rojo, otro de color de rosa
y otro blanco. Después tomó algunas hojas de almoraduj y rosal, y ciñó con ellas
el naciente ramo. En seguida colocó alrededor una faja de margaritas alternando
los colores: encarnada, blanca, azul y jaspeada.
—Ahora debes poner más claveles—apuntó Ricardo con la osadía del
ignorante.
—Cállate, Ricardo; no sabes lo que dices... Ahora se pone un relleno de
almoraduj y malva para que las margaritas tengan donde apoyarse... Es necesario
que las flores vayan sueltas y no se toquen unas a otras para que cada cual
conserve su forma dentro del ramo... ¿Lo ves?... Ahora ya puede agregarse una
faja de rosas sin temor de chafar las margaritas, una blanca, otra encarnada...,
una blanca..., otra encarnada... Basta...
El hilo daba vueltas entre sus dedos, apretando suavemente las flores. El
ramillete iba tomando una forma piramidal bien proporcionada. Ricardo, al
dirigir la vista al cestillo, vio unos geranios de color rojo extremadamente vivo y
exclamó:
—¡Oh qué geranios tan hermosos!... Este color tan vivo debe convenirte muy
bien, Martita... Ponte uno en el pelo...
La niña, sin hacerse de rogar, cogió el que le presentaba y se lo colocó entre
sus negros cabellos por encima de la oreja. Esta combinación tan vulgar de lo
negro con lo encarnado que todas las niñas conocen se manifestó más armoniosa
que otras veces por la intensidad excepcional tanto de lo obscuro como de lo
rojo. El geranio, al trasladarse a aquel sitio, pareció haber cumplido su destino en
la tierra, brillando más hermoso y satisfecho que nunca.
Ricardo contempló la cabeza de Marta con verdadera admiración, mientras por
los labios y los ojos de ésta vagaba una inocente sonrisa de triunfo.
En torno de las rosas colocó en vez del relleno verde de almoraduj y malva otro
de alelíes blancos y morados y en seguida una faja de geranios de todos colores,
combinándolos graciosamente. Estaba hecho el ramillete. Para cerrarlo cogió
algunos puñados de tomillo y los fue agregando a fin de que le sirviesen de
apoyo. Las flores todas, artísticamente combinadas, aparecían sueltas,
ostentando cada cual su propia forma perfectamente unidas al todo.
Marta levantó el ramo en alto, diciendo con orgullo infantil:
—¿No está bien?..., ¿no está bien?
—¡Admirable!..., ¡admirable!—prorrumpió Ricardo, y en el colmo del
entusiasmo tomó el ramo, le dio una porción de vueltas y poniéndolo después en
el cestillo cogió una mano de la niña y se la llevó a los labios.
Marta se puso tan encarnada como el geranio que llevaba en el pelo y la retiró
velozmente. Ricardo, mirándola con sonrisa burlona, le dijo:
—¿Qué es eso, señorita? ¿Qué es eso? ¿Se avergüenza usted ya de que le besen
una mano cuando no hace todavía cuatro meses que la besábamos todos en la
mejilla?... No paso por ello... De ningún modo paso por ello...
Y tomándole a la fuerza las dos manos empezó a repartir besos en ellas a toda
prisa sin darse punto de descanso hasta que creyó percibir algo raro sobre su
cabeza y la levantó. Marta estaba llorando. La sorpresa del joven fue tan grande
que soltó las manos sin decir palabra. La niña se tapó con ellas la cara y
comenzó a sollozar con vivo sentimiento.
—Martita, ¿qué te pasa?... ¿Qué tienes?—le preguntó todo asustado, bajándose
para verle el rostro.
—Nada, nada..., déjame.
—¿Pero por qué lloras?... ¿Te he lastimado?... ¿Te he ofendido?...
—No, no..., déjame, Ricardo..., déjame, por Dios.
Y levantándose del banco echó a correr en dirección de la casa, limpiándose los
ojos. Ricardo la vio alejarse, cada vez más sorprendido, y permaneció algún
tiempo en el banco tratando inútilmente de explicarse la conducta de la niña.
Después se levantó y comenzó a pasear por la huerta. Al cabo de un rato se había
olvidado enteramente del llanto de Marta. Otras memorias más punzantes
vinieron a turbarle el ánimo y a embeber su atención. Una hora lo menos pasó
dando vueltas por el parque meditando en ellas, cuando al cruzar por delante del
banco donde estuviera sentado con la niña se fijó en que el ramo de ésta aun
permanecía dentro del cesto, como lo había dejado, y ocurriéndosele que no
estaba bien allí quiso llevarlo a casa. A la primera sirvienta con quien tropezó le
preguntó dónde se hallaba la señorita.
—Me parece que debe de estar en la habitación de la señora.
Se encaminó hacia allá. A la puerta misma del cuarto de doña Gertrudis
encontró a Marta, que salía de evacuar sin duda algún encargo de su madre. La
niña, que aun llevaba el geranio rojo en el pelo, así que le vio dirigiole una
sonrisa dulce, con señales de hallarse avergonzada.
—¿Estás enfadada todavía, Martita?—le preguntó en voz baja.
—Nunca lo estuve, Ricardo.
—¿Y aquel lloriqueo?...
—No sé yo misma lo que ha sido... Hace algunos días que no me encuentro
bien... y sin saber por qué se me sueltan las lágrimas...
—Pues lo celebro en el alma, preciosa. No puedes figurarte lo que sentía
haberte disgustado.
—¡Bah!...
—¡Y con qué sentimiento llorabas!... Creí que te pasaba algo grave de veras...
¿Has tenido algún disgusto hoy?
—No, no, no he tenido nada. Vuelvo en seguida... Hasta ahora.
El marqués de Peñalta entró en el cuarto de doña Gertrudis, donde se hallaban
a la sazón conversando don Mariano y don Máximo, que no manifestaban de
modo alguno en su rostro la zozobra angustiosa, la palidez y el espanto de los
que presencian la agonía de un moribundo; lo cual irritaba de tal manera a doña
Gertrudis, que casi se hubiera alegrado de morir en aquel momento sólo por
darles un susto. Estaba, como siempre, arrellanada en su butaca, tapadas las
piernas y los pies con una magnífica piel de cabra selvática, repartiendo miradas
de amarga desolación entre el cielo raso y una copa de leche que tenía en la
mano. De vez en cuando la acercaba a los labios y tragaba parte de su contenido
alzando en seguida los ojos y exclamando interiormente: «¡Dios mío, que pase
de mí este cáliz!» Tal vez que otra posábalos también con inefable serenidad en
sus verdugos, expresándoles de una manera conmovedora que si Dios les
perdonaba su crueldad, ella, por su parte, no tenía inconveniente en otorgarles un
amplio y generoso perdón; aunque mucho dudaba que el Supremo Hacedor se lo
concediera.
Ricardo fue a sentarse cerca de los verdugos sin ceremonia alguna, porque ya
había tenido ocasión aquella mañana de disertar profundamente una buena hora
sobre los nervios de doña Gertrudis. Ésta, haciéndose cargo de que quien alterna
con delincuentes está muy expuesto a caer en el crimen, le comprendió de
antemano en la omnímoda y liberal amnistía que tenía decretada a favor de sus
malhechores.
—Yo no consentiría ni periódicos facciosos como La Tradición, ni autoridades
que no obedeciesen puntual e incondicionalmente al Gobierno, don Máximo.
—Estoy de acuerdo con usted hasta cierto punto; aun nos encontramos en un
período de lucha y es menester apelar a procedimientos excepcionales. Pero no
me negará usted que bajo un régimen normal, la libertad...
—¡Qué libertad ni qué calabazas!... Libertad para trabajar..., ésa es la única que
nos hace falta... Caminos, puentes, fábricas, saneamientos de terrenos,
ferrocarriles y puertos; eso es lo que pide nuestra desgraciada nación... La
libertad que ustedes los progresistas ambicionan es la libertad de morirse de
hambre... Cuando considero que si no hubiera sido por la Gloriosa nuestro
ferrocarril estaría ya a punto de terminarse, me acomete tal desesperación...
—Esto no es más que un sacudimiento pasajero, don Mariano... ¡Ya verá usted
qué pronto luce el iris de paz!
—Sí, sí..., ¡ya escampa!... ¿Ha leído usted el artículo de entrada de La
Tradición? (La Tradición era un periódico que se publicaba en Nieva los jueves.)
Pues cuando lo lea ya verá usted qué arcos iris nos preparan los partidarios del
altar y del trono...
—¿Está muy fuerte?
—Poca cosa... Dice que todos los buenos católicos deben empuñar las armas,
para exterminar la caterva de impíos y desalmados que hoy nos gobiernan...
En aquel momento entraba Marta en el gabinete. Al pasar por delante de
Ricardo, éste la cogió de una mano y la obligó a sentarse sobre sus rodillas,
haciéndole una muda caricia con los ojos, sin dejar de atender a la conversación.
La niña se sentó sin resistencia y escuchó también en silencio.
—¿Pero de veras dice eso?—preguntó don Máximo.
—¡Y tan de veras!... Léalo usted y se edificará... Para mí, los carlistas de acá
están meditando y aun fraguando algún golpe de mano. El comandante general
descuida demasiado esta región y distrae todas las fuerzas en perseguir las
partidas de la montaña... La Fábrica necesita siempre una fuerte guarnición por
lo que pueda acaecer... ¡Pues apenas es presa codiciada por ellos!...
—Yo no creo que se atrevan nunca a intentar nada por ese lado. Y si no que lo
diga el marqués...
Ricardo no oyó bien las últimas palabras de don Máximo porque estaba
saludando con sonrisa apasionada a María, que entraba a la sazón. Después que
se hubo sentado cerca de doña Gertrudis y cambiado con él algunas miradas, fue
cuando se acordó de la pregunta que le dirigían.
—¿Qué decía usted, don Máximo?
—Que yo no creo que los carlistas intenten nada contra la Fábrica... Sería una
empresa ridícula.
—¡Oh!, no tanto..., no tanto como usted se figura, don Máximo... Hoy por hoy
con la escasa guarnición que tenemos no sería un imposible ni mucho menos el
sorprenderla... ¡Cuántas veces he pensado, haciendo la guardia de noche, que
treinta hombres decididos me podían poner en un apuro!... Si lograsen entrar, la
cosa estaba resuelta, bien pueden ustedes creerlo...
—¿Lo oye usted, hombre inconvencible, lo oye usted?... Ya verá usted cómo
nos hemos de acordar de Santa Bárbara después que caigan rayos y centellas...
Pero escucha una cosa, Ricardo, ¿por qué no aprovecháis para la defensa de la
Fábrica los últimos adelantos que se han hecho en la luz eléctrica?
—¿Cómo?
—A mí se me figura que colocando en distintos parajes de ella unos cuantos
focos de luz eléctrica que el oficial de guardia pudiese encender con sólo apretar
un botón, se podría evitar muy bien el peligro de una sorpresa; y si al mismo
tiempo se colgasen una buena cantidad de campanas poderosas, movidas
igualmente por la electricidad, que produjesen alarma instantánea en la
población y despertasen a los obreros, que por lo común viven cerca... Martita,
¿qué tienes?—exclamó de improviso cortando el hilo del discurso.
Todos acudieron a ella. La niña, que continuaba sentada sobre las rodillas de
Ricardo, se había ido poniendo pálida sin que nadie se hiciese cargo. Cuando
don Mariano se fijó en ella, casualmente, estaba blanca como el papel.
—¿Qué te pasa, hija mía?
—¿Qué tienes, Martita?
—Me siento un poco mal. Dadme un vaso de agua. María corrió por ella. Don
Máximo le tomó el pulso y dijo:
—No es más que un amago de vahído, que se cortará con el agua.
En efecto, después que la bebió y se hubo sentado en el sofá empezó a
serenarse, y a los pocos minutos ya estaba completamente bien. Siguió la
conversación.

IX

EXCURSIÓN AL MORAL Y A LA ISLA

Quince días por lo menos se habló de la excursión al Moral y a la Isla. Durante


el invierno las jóvenes tertulianas de la casa de Elorza habían querido formar un
capital, con los productos de la aduana y lotería, destinado a sufragar los gastos.
Don Mariano las dejó formarlo, sonriendo bellacamente cada vez que le
participaban el estado de la caja. Mas cuando llegó la época fijada para la
excursión, a presencia de toda la tertulia tomó el puñado de plata del cajoncito
donde se guardaba y se lo entregó al cura de Nieva para que lo repartiese entre
los feligreses que más lo necesitaran.
—¿Pues qué—exclamó el noble caballero al mismo tiempo—; no es cien veces
mejor dedicar este dinero a matar el hambre en algunos pobres, que a un
pasatiempo frívolo y excusado?
—Es cierto, es cierto—dijeron las niñas poniendo una cara que no hacía, en
verdad, recordar las puras satisfacciones de la virtud y las alegrías del justo.
Aquella noche se habló, se cantó y se bailó poco en la tertulia de Elorza. La
virtud, severa por naturaleza, no gusta de manifestaciones ruidosas. Muchachos
y muchachas expresaban la íntima y pura satisfacción que aquel sacrificio les
había inspirado con una inefable serenidad que los tenía mudos y quietos la
mayor parte del tiempo, cual si meditasen profundamente sobre algún texto del
Evangelio.
Grande, pues, debió ser el disgusto que sintieron todos cuando don Mariano les
dijo a última hora:
—Señoras y señores: el jueves, a las ocho de la mañana, agradecería a ustedes
en el alma que diesen una vuelta por el muelle convenientemente provistos de
sombrero, quitasol, abrigo, etcétera. Nada más fácil que a esa hora los marineros
de mi falúa se empeñen en llevarnos al Moral, y como ustedes comprenden no
sería cortés el desairarlos.
La tertulia deploró esta determinación que la privaba de sacrificarse por la
fraternidad universal, con risa inextinguible, voces y movimientos desordenados:
—«¡Qué don Mariano éste!—¡Siempre ha de tener esas bromas!—El jueves, el
jueves, ¿qué tengo yo que hacer el jueves? ¡Ah, me parece que nada!—
¿Llevaremos el impermeable? Yo creo que basta con el abrigo, etcétera.»
Y en efecto, el jueves a las ocho de la mañana, la falúa de don Mariano y la de
la Sanidad, limpias y aderezadas como dos muchachas en día de romería,
aguardaban impacientes a la gente cabeceando una al lado de otra en el
atracadero del muelle. Cuatro marineros daban la última mano en cada una al
arreglo del aparejo, dirigiendo de vez en cuando miradas escrutadoras ora a la
ría, bien a las calles que desembocaban en el muelle. Los señores no aparecían y
la marea ya había bajado dos pies y medio. Alguno de los marineros expresaba
sus impresiones desagradables por la tardanza con un rugido no bastante
fashionable. Últimamente apareció un grupo abigarrado de damas y caballeros,
donde predominaban los sombreros de paja y las manteletas encarnadas, y el
viejo lobo marino que acababa de jurar como un carretero, blasfemó otra vez de
puro satisfecho y colocó una tabla entre el atracadero y la falúa para que pasase
la gente. El primero que saltó fue don Mariano. La falúa se inclinó blandamente
sobre un costado al recibir el peso de su amo, como si le hiciese una reverencia
cariñosa. Las niñas todas, incluyendo por supuesto a las señoritas de Delgado,
fueron saltando después, apoyadas en la atlética mano de don Mariano; los
caballeros las siguieron. Una vez llena la primera falúa, pasose a cargar la
segunda, que a su vez no tardó también en llenarse. En la primera iban, entre
otras personas distinguidas, las dos señoritas de Delgado con su hermana la
viuda, que iba autorizándolas con su presencia; las de Merino con su hermano
Bonifacio, el más complaciente de todos los hermanos; tres o cuatro oficiales de
la Fábrica, don Mariano, don Máximo, Martita y Ricardo. María no iba por
impedírselo el hábito que había ofrecido con voto de no asistir a ninguna fiesta.
Tampoco los achaques de doña Gertrudis la dejaban tomar parte en la excursión.
En la segunda se hallaba ya bien acomodada nuestra amiga, la simpática y
vivaracha señorita de Mory, escrutada de cerca por los ojos saltones del ilustrado
Isidorito. También pudimos distinguir entre otras una jovencita muy linda
llamada Rosario, con quien el pollo que está a su lado no había podido bailar la
noche del sarao de Elorza a causa de la guerra que el pianista tenía declarada a
las mazurcas. Los marineros iban ya a zafar los cables para emprender la
marcha, cuando de una de las falúas salió una voz preguntando:
—¿Y las de Ciudad?
Faltaban las de Ciudad. Don Mariano y el médico de la Sanidad quedaron
consternados al oír este nombre que envolvía un guarismo tan respetable. Antes
de que pudieran salir de su consternación ya habían aparecido por una de las
bocacalles del muelle las seis señoritas acompañadas por su papá, su mamá, el
ingeniero Suárez y dos hermanitos de menor edad. En las falúas ya era imposible
acomodar tanta gente: fue necesario buscar otra y tripularla con los primeros
marineros que se hallaron, entre lo cual se perdió un tiempo precioso. Mas al fin,
como todo se arregla en este mundo menos la muerte, las señoritas de Ciudad
con sus adyacentes quedaron bien empaquetadas en una embarcación destinada a
la pesca, y el patrón de la Sanidad pudo dar señal de marcha. Los doce remos de
las falúas empezaron a caer acompasadamente en el agua con chapoteo lánguido,
como brazos que se esperezan.
La superficie de la ría estaba tersa, inmóvil y brillante, como la de un espejo: la
luz proyectaba sobre ella algunas extensas manchas argentadas hacia el centro y
otras obscuras en los bordes. El cielo se presentaba velado por un levísimo toldo
de nubes que hacían soberbia competencia a los quitasoles y sombreros de las
señoras. Sólo una tenue brisa cargada con los acres olores de los pinos de la
orilla venía a besar tímidamente la espalda turgente de las aguas y los cuellos no
menos turgentes y frescos de las señoras. No era todavía una brisa legítimamente
marinera sino mestiza, con las cualidades de mar y tierra.
Los remos cobraron al fin toda su agilidad y removieron airados con sus
palmas el cristal de las aguas, produciendo en ellas remolinos fugaces y
espumosos. Todos los semblantes expresaban la cándida alegría que comunica el
movimiento y el espectáculo siempre nuevo y hermoso de la naturaleza. Las
jóvenes inclinadas sobre el carel de la embarcación sumergían con deleite las
manos en el agua, dejándola deslizarse con ruido entre sus blancos dedos
ceñidos de sortijas, charlaban, gritaban, reían y se apostrofaban de una
embarcación a otra. Los muchachos les salpicaban el rostro con los bastones y se
inclinaban de repente sobre un costado para asustarlas, complaciéndose
grandemente con sus gritos desesperados. Todo era ruido y algazara en la
diminuta escuadrilla. Según avanzaba hacia El Moral, las cualidades marineras
de la brisa fueron sobrepujando a las terrestres: se hizo más intensa, llegando
hasta soplar con violencia en algunos parajes, cuando las falúas pasaban frente a
alguna cañada formada por las colinas o lomas que cerraban la cuenca de la ría.
Las cintas de los sombreros, los gallardetes de los palos de popa, los pañuelos y
las corbatas comenzaron a tremolar vivamente. Los viajeros sintieron el dulce
ensordecimiento que produce el viento agudo del mar, nutrido de sales. Algunos
pajaritos acuáticos de poca importancia salieron de una de las orillas y pasaron
volando sobre las falúas, lo cual fue causa para que don Serapio, en un rapto de
entusiasmo marítimo, se pusiese en pie sobre la popa y agarrado al palo de la
bandera entonase como un energúmeno la canción que empieza:
Al ver en la inmensa llanura del mar
Las aves marinas con rumbo hacia acá,
siguiendo envidioso su vuelo fugaz, etcétera.
Si la ría pudiera ruborizarse no dejaría de hacerlo al oírse calificar tan
hiperbólicamente de inmensa llanura, si no es que creyéndolo broma de mal
género lo echase a mala parte y se enojase seriamente. De todos modos, el viento
se encargó de vengarla arrebatando de improviso el sombrero del inspirado
cantante y cortando el arroyuelo, por no decir el torrente, de su voz. La falúa que
venía detrás lo recogió y lo entregó muy bien remojadito a su dueño, que no
manifestó deseos por el momento de seguir apostrofando a las aves marinas.
La escuadrilla continuaba acercándose al puñado de casas de El Moral, que
distaban de Nieva legua y media próximamente. La villa se iba alejando cada
vez más de nuestros viajeros, ofreciendo a sus ojos un espectáculo hermoso.
Estaba asentada en la misma falda de una montaña no muy elevada, guarnecida
por todos lados de huertas frondosas y bosques de laurel y naranjo. Su blanco
caserío parecía colocado en tal sitio por una mano de artista amiga de combinar
los recursos de la naturaleza para producir la emoción estética, como diría un
revistero de teatros. La blancura deslumbrante de la villa resaltaba sobre el verde
obscuro de la montaña como un gran pedazo de nieve desprendido de la cúspide.
La sábana argentada de la ría extendiéndose a sus pies esperaba inmóvil y
sumisa que viniera a caer en su seno. Las suaves colinas vestidas de pinos que
bordeaban las orillas y que nuestros viajeros iban dejando atrás una en pos de
otra semejaban lomos erizados de animales monstruosos y fantásticos.
Las conversaciones de falúa a falúa fueron cesando. Las embarcaciones
recobraron su autonomía viviendo para sí. Oigamos algo de lo que se charlaba en
ellas.
EN LA FALÚA DE ELORZA.—Yo soy muy viejo, don Máximo, pero cuento
que mis hijas han de ver esta ría perfectamente canalizada. La cantidad de agua
que penetra por la boca del puerto es capaz de producir, si no estuviese
diseminada, un fondo suficiente para los buques de más calado. La cuestión es
encauzarla. ¿Y cómo se consigue esto? Pues ha de ser forzosamente por medio
de dos escolleras paralelas que arranquen en la misma barra y vengan a parar a
Nieva. El agua, lo mismo en el flujo que en el reflujo, pasará entre ellas con
mayor velocidad trabajando sobre el fondo hasta profundizarlo. Poco a poco el
espacio comprendido entre el canal y las orillas irá quedando en seco y podrá
sanearse fácilmente. Una vez saneados estos grandes espacios, no dudo que por
ellos se ha de extender la población de Nieva a orillas del hermoso canal, que se
verá surcado constantemente por toda clase de embarcaciones. La moderna villa
fundada en una planicie tan dilatada tendrá seguramente sus calles trazadas a
cordel como las de las ciudades americanas y magníficos muelles. Pero el
verdadero puerto no puede ser aquí, sino en el surgidero de los arenales... Muy
pronto pasaremos por delante de él... Es un sitio abrigado y extenso donde puede
maniobrar una escuadra entera... Hoy tiene poca profundidad, lo sé
perfectamente, pero el fondo es de arena y sabe usted que con las máquinas
poderosas de dragar que hay ahora en muy poco tiempo se le puede dar dos o
tres metros más de calado... Entonces Nieva será el puerto más importante del
Cantábrico. La mayor parte de nuestros productos mineros se exportarán por él,
porque la dársena de Sarrió es muy chica y no hay posibilidad de darle más
amplitud. En vez de ir a los puertos franceses a pasar el verano, los españoles
vendrán a estas hermosas provincias del Norte, abandonadas hoy por falta de
vías de comunicación... ¿Qué Biarritz se puede comparar en el verano a estos
sitios frescos y deliciosos? ¿Qué playa de Arcachón puede sostener la
competencia con las nuestras de Miramar y las Huelgas?...
A BORDO DE LA SANIDAD.—Hoy he dormido perfectamente después de
una porción de noches que llevo sin pegar apenas los ojos—dijo la señorita de
Mory a su amiga Rosario que estaba sentada a su lado—. No sé qué tengo hace
algún tiempo... Me siento nerviosa... Me duele la cabeza al levantarme de la
cama... Yo creo que necesito refrescarme.
—Tal vez necesite usted refrescar el corazón, señorita—se aventuró a decir
Isidorito con el rostro espantosamente contraído por una sonrisa.
—No sabía yo que se despachasen también en la botica refrescos para el
corazón—repuso la joven con gesto desdeñoso, dirigiendo sus palabras a
Rosario.
—¡Oh! no, señorita; en la botica no. El corazón no se cura con los preparados
de la terapéutica ordinaria ni con ninguna fórmula de la farmacopea, porque
tiene, aparte de su naturaleza física semejante a la de las demás vísceras, otra
naturaleza puramente espiritual en el uso corriente de la conversación, que no
puede ser influida sino por medicamentos morales. Al decir que tal vez
necesitase usted refrescar el corazón quería indicar que acaso convendría que
usted desterrase de él ciertas preocupaciones de carácter amoroso que algunas
veces lo suelen alterar.
—No tengo esas preocupaciones que usted dice, ni pienso en tenerlas, por
ahora, Dios mediante—respondió la señorita con el mismo gesto desabrido y
dirigiéndose siempre a Rosario.
—No puede usted afirmar eso de un modo tan categórico.
—¿Pues?
—Porque en la edad que usted tiene es muy difícil, por no decir imposible,
sondar las profundidades del espíritu y escudriñar todos sus pliegues.
Frecuentemente las impresiones se introducen en nuestra alma de un modo
subrepticio, sin que nos demos cuenta de ello; empiezan siendo vagas y fugitivas
y por lo mismo pasan inadvertidas; pero lentamente van tomando cuerpo,
haciéndose fuertes, y concluyen por apoderarse de la persona y gobernarla a su
talante. Entonces pasan a la categoría de pasiones.
—Pues yo sé perfectamente lo que siento y lo que no siento.
—¡Oh! no, señorita; permítame usted que le diga que no lo puede saber.
—¡Hombre, tiene gracia! ¿No he de saber yo lo que siento?... Pues entonces lo
sabrá usted...
—Quizá lo sepa mejor. La observación de sí mismo, según todos los filósofos y
moralistas, es más difícil que la de los demás, y son pocos los que logran
conocerse bien. Por otra parte, la juventud es irreflexiva de suyo y, sobre todo,
las mujeres no saben darse cuenta cabal de sus inclinaciones y de las vagas
emociones que cruzan por su corazón.
—Mire usted; las mujeres son como Dios las crió, y los hombres también.
—No lo dudo; pero Dios las ha criado así, con una capacidad sensitiva (si vale
expresarse de esta suerte) más viva y delicada que la de los hombres. Se puede
decir que han nacido exclusivamente para el amor y que el amor debe llenar su
existencia. El amor y las consecuencias que de él se desprenden constituyen el
primer fin de la unión conyugal o sea del matrimonio. Tal es lo que se encuentra
establecido en todas las legislaciones y muy particularmente en la canónica, que
es la fuente más pura de todas ellas. La mujer, por consiguiente, obra más bien
impulsada por la fantasía y el sentimiento, que por la razón...
—¡Jesús, cuántas cosas sabe Isidorito de las pobres mujeres!—exclamó la
señorita de Mory en tono entre irritado y burlón.
El fiscal municipal quedó un poco acortado, pero al cabo prosiguió diciendo
sin dejar la seudosonrisa que le atormentaba la cara:
—Siendo, por tanto, el amor el móvil más poderoso, por no decir el único, de
la vida de la mujer, nada tiene de particular que haya supuesto que una joven
como usted se encuentre agitada por ese sentimiento omnipotente y pague
tributo a lo que constituye una ley indeclinable de la vida. Vea usted ahora cómo
no andaba descaminado al afirmar que tal vez necesitase usted refrescar el
corazón o, lo que es igual, aligerarlo de alguna impresión demasiado punzante.
—¡Ay Dios, qué pesado!—dijo la señorita de Mory en voz baja; y en alta voz
repuso—: Pues se equivoca usted de medio a medio, Isidorito; nada me pincha ni
me punza por ahora.
—Permítame usted que lo dude.
—Es usted muy dueño de dudarlo, pero le aseguro que lo sé de muy buena
tinta.
—De todos modos, en buena lógica, por más que usted asegure lo contrario, no
hay posibilidad de sostener una afirmación semejante. No sólo la razón y el buen
sentido se oponen a ello, sino que de la observación más superficial de los
hechos resulta: primero, que el amor es un sentimiento natural y constante en las
jóvenes; segundo, que en usted no existen motivos para sustraerse a él, y tercero,
que el hecho de dormir poco y agitadamente hace muy verosímil la suposición
de que usted se encuentra enamorada.
La señorita de Mory se encogió de hombros, hizo una mueca desdeñosa con los
labios y sin dignarse responder entabló conversación con su amiga Rosario.
Isidorito había triunfado, como siempre, de su contrario. Porque para el joven
fiscal la mujer con quien hablara era su contrario y se creía en el caso de
envolverla en los pliegues de su lógica y estrecharla de cerca hasta que la rendía
lo mismo que a un litigante rebelde. De este modo pensaba captarse la
admiración y el respeto del sexo femenino. Mas el sexo femenino (dicho sea en
su desdoro) no sólo no admiraba a Isidorito por su lógica contundente, por su
formalidad y por sus vastos conocimientos jurídicos, sino que le miraba con
marcada ojeriza y huía su conversación cual si se tratase de un ruido enfadoso.
La señorita de Mory, con quien había sostenido controversias reñidísimas sobre
la naturaleza del amor y la amistad, las dulzuras del recuerdo, las amarguras del
olvido, la simpatía y todo lo demás referente al corazón, en las cuales siempre
salía, por de contado, victorioso, había llegado a aborrecerle de muerte. Así que
nuestro sensato joven se hallaba a más de cien leguas de los tres mil duros de
renta de la graciosa heredera cuando creía estar tocándolos ya con la punta de los
dedos. Su formalidad jamás desmentida, su elocuencia reposada y serena, sus
levitas prolongadas, sus ideas de orden y su jurisprudencia se habían estrellado
contra una prevención tan cruel como injustificada.
EN LA FALÚA DE LAS DE CIUDAD.—¡María Julia, Consuelo, mirad qué
bonito hace el agua metiendo la mano dentro!
—¡Lindísimo!
—Se va usted a mojar el vestido, Amparo.
—¡Mire usted qué penachitos blancos tan monos salen por entre los dedos,
Suárez!
—Preciosos..., pero se va usted a mojar la manga del vestido.
—Aguarde usted un poco... Me la voy a remangar... Ea, ya está bien... Mire
usted, mire usted...
—Todavía me parece que se moja... Levántela usted un poquito más...
—¿Más?
—Sí.
—¡Pero me voy a descubrir todo el brazo!
—¡Qué importa!
—Tiene usted razón; el tiempo no está para constiparse. Ahora me parece que
ya queda bien... ¡Huy, qué fría está el agua!... ¡En la mano no se nota, pero en los
brazos!... Mire usted, mire usted cómo salta... Poniendo la palma de la mano
contra la corriente se sube por el brazo arriba... ¿No ve usted qué hermosa y
transparente está hoy?...
—Hablando con franqueza le diré—murmuró el ingeniero al oído de Amparo
—que en este momento me llama más la atención su lindo brazo.
—Si no se calla usted, pícaro, le sacudo el agua en la cara—manifestó la niña
en medio de castas contorsiones.
—Aunque usted me echase a la ría lo seguiría diciendo... Yo soy artista ante
todo, ya lo sabe usted... Nada hay tan hermoso como la forma humana... cuando
es hermosa; y ese brazo sostiene la competencia con los más acabados modelos
del arte escultórico.
—Vamos, no sea usted bromista... Mi brazo es como otro brazo cualquiera...
Lo que hay es que ya voy sintiendo frío en él... ¡Caramba con el agua! ¡Parecía
tan templadita al principio!... ¡Y cómo se va enfriando poco a poco hasta que se
le mete a una por los huesos!...
—Sáquelo usted, sáquelo usted... Vamos a secarlo.
Y Amparito lo sacó, en efecto, del agua, y lo entregó inocentemente al
ingeniero, que se puso a secarlo con el pañuelo, prodigándole cuidados
exquisitos y diciendo al mismo tiempo:
—¡Pero qué brazo tan precioso tiene usted, Amparito!... ¡Qué blancura!... ¡Qué
cutis delicado!... ¡Y qué bien torneado sobre todo!... El brazo de la mujer ha de
ser así..., redondo y fino, como el de la Venus de Médicis... La disminución hacia
la muñeca debe ser gradual y proporcionada... La verdad es que si el resto del
cuerpo corresponde al brazo, es usted una de las mujeres mejor formadas que un
artista puede apetecer para modelo... Las mujeres bien hechas son ahora bastante
escasas. A esto se debe la decadencia de la escultura, según los críticos. Si
hubiera muchas como usted, no podrían decir eso, seguramente... ¡Qué brazo,
qué brazo tan lindo!... No puede usted figurarse el placer que siento al tener una
obra tal de arte entre las manos...
El ingeniero al decir esto daba tantas vueltas al brazo de la niña, lo manoseaba
tanto, que el señor de Ciudad, que contemplaba la operación desde la proa con
ojos torvos, no pudo menos de exclamar en tono colérico:
—Amparo, ¿quieres bajarte esa manga?... ¡Chicuela más tonta!...
La niña se ruborizó y bajó la manga. El ingeniero, no pudiendo desenvolver sus
teorías artísticas con el modelo a la vista, renunció por algún tiempo al uso de la
palabra.
Las falúas estaban ya delante de los Arenales. El sol había conseguido hacer
algunos agujeros en el toldo nubloso y amenazaba desgarrarlo por completo en
plazo más o menos breve. El manojo de rayos que por estos agujeros caía sobre
los montecillos de arena, hacíalos brillar como enormes pepitas de oro
derramando sus resplandores sobre toda la extensión de la sábana de agua. A
veces, cuando los rayos del sol fenecían momentáneamente por la interposición
de alguna nube, los resplandores se apagaban y la arena tomaba los matices
grises y dorados de las telas amarillas de seda. Los viajeros convinieron todos en
que aquellos arenales daban una idea bastante aproximada de los desiertos de
África, y don Mariano expresó la opinión de que sería muy fácil fijar la arena
por medio del esparto y otras plantas adecuadas y convertirlos pronto en
magníficos bosques de pinos.
El valle, que en la mitad del camino se abría adquiriendo mayor amplitud,
tornaba a cerrarse al llegar al Moral. Las aguas se mostraban más inquietas,
revelando la proximidad del mar. Las colinas que protegían el pueblecillo con
sus faldas pedregosas y sus cimas desnudas y tristes, también lo anunciaban.
Empezaba a sentirse el hálito del monstruo que soplaba vivo y soberbio por la
estrecha boca de la ría y escuchábase a lo lejos el sordo y formidable rumor de
sus entrañas. Las falúas tropezaban aquí y allá con algunos pañuelos de espuma
que venían rodando sobre el agua como jirones desgarrados del manto de algún
dios que hubiese combatido toda la noche con los monstruos del océano.
Llegaron al Moral. Don Mariano les tenía preparado un suculento refrigerio
dentro de un vasto almacén que allí poseía, y la numerosa comitiva demostró una
vez más que los aires del mar son el más excelente aperitivo para todos los
estómagos. Cuando hubieron dado buena cuenta de él y descansado un ratito,
tornaron a embarcarse para continuar su excursión. A poco trecho del Moral se
hallaba la boca del puerto, por donde salieron, dejando a la derecha la torre del
faro colocada sobre una eminencia. Los marineros soltaron el remo e izaron las
velas para aprovechar el viento fresco del N. E. que los empujaba. Eran las once
de la mañana. El toldo nubloso se había replegado enteramente sobre el
horizonte, mostrando al descubierto un hermoso cielo diáfano y azul, donde el
sol nadaba altivo y encendido como nunca.
El mar se desplegó ante los ojos de nuestros viajeros como una mancha azul,
enorme, infinita, que cerraba por todas partes la esfera celeste para recoger su
luz y su armonía. Sobre esta mancha azul la madeja luminosa del sol hacía
brillar otra de plata poblada de luces trémulas y chispeantes que se extendía en
línea recta hacia el Occidente. En cada una de las crestas que la brisa levantaba
en el agua, los rayos del astro depositaban una luz fugitiva y viva, que al
mezclarse y confundirse con las demás en cabrilleo incesante semejaba la
ebullición monstruosa y fantástica de los tesoros ocultos en el fondo del océano.
Los viajeros siguieron con la vista aquella línea argentada sin desplegar los
labios por un buen espacio, gustando la impresión profundamente amable y
solemne que el mar produce siempre en el alma. Los contornos de la Isla se
dibujaban a lo lejos, desvaídos y confusos por el exceso de la luz, frente a la
misma embocadura de la ría, a unas cinco millas de la costa. En torno de ella
percibíanse grandes jirones de espuma que crecían y menguaban
alternativamente ciñéndola de un blanco cinturón de encaje. El viento soplaba
recio, pero franco y benigno, porque tenía espacio donde extenderse. Las tres
falúas con las velas desplegadas cortaban el agua una en pos de otra como otras
tantas gaviotas que se persiguieran. Las maromas rechinaban, los palos gemían
en los agujeros que los aprisionaban y las velas se doblaban bajo el soplo de la
brisa, inclinando las embarcaciones harto más de lo que desearan las señoras. El
agua al dejar paso se rompía, produciendo un garganteo flautado que sonaba en
la proa, deslizándose después por ambos costados con rumor de sedería que se
despliega.
Don Serapio sintiose acometido nuevamente de un rapto marítimo, y sujetando
el sombrero con una mano y accionando dramáticamente con la otra, cantó:
Dichoso aquel que tiene
su casa a flote
y a quien el mar le mece
su camarote.
La voz indefinible del fabricante de conservas tuvo el honor de unirse al eterno
concierto de los mares, como uno de tantos ruidos de olas que chocan o piedras
que se arrastran. El viento no quiso encargarse de llevarla a veinte varas de
distancia siquiera.
Las falúas al resbalar sobre la espalda turgente de las olas subían y bajaban con
movimiento blando y perezoso, que agradó en un principio a los pasajeros. Se
dejaban columpiar dulcemente; cerraban los ojos con sonrisa voluptuosa y feliz,
entregándose de nuevo a los sueños vagos y poéticos que la brisa del mar
despertaba en su mente. ¡Quién había de decir, ¡ay!, que los que tan gratamente
soñaban y se mecían en un mundo risueño de fantasmas vaporosos y doradas
ilusiones se habían de ver a los pocos minutos con la cabeza tristemente
inclinada sobre el mar, el cuello apoyado en el carel como si fuese un tajo, el
rostro lívido y los ojos fijos en el agua, cual si tratasen de escrutar los arcanos
del océano! ¡Oh terrible instabilidad de las cosas humanas!
¿Pero qué pasaba en la falúa de la Sanidad para que diese la vuelta y se
apartase de sus compañeras? Un suceso imprevisto y muy enojoso ciertamente.
A Isidorito le había hecho daño el almuerzo. Al poco rato de salir del Moral
empezó a quedarse pálido y silencioso, sin que nadie lo echase de ver, hasta que
la palidez subió tanto de punto que realmente parecía un cadáver. Entonces se
creyó que era mareo y le mandaron meter los dedos en la boca; pero el fiscal
municipal, harto bien al corriente de la tragedia que en aquel momento se
representaba en su estómago, no quiso hacerlo y suplicó humildemente que si
era posible diesen la vuelta y lo dejasen en tierra. Todos quedaron estupefactos
ante aquella proposición, y la falúa prosiguió su rauda marcha, como si no la
hubiese oído. Mas al cabo de un rato, Isidorito la formuló de un modo más
enérgico y los marineros se vieron precisados a contestar que, aunque no
imposible, el tocar en tierra otra vez les haría perder una hora de tiempo. Pasó
otro rato. Isidorito se levantó de improviso con el rostro desencajado y
extendiendo su diestra hacia la tierra, exclamó con voz poderosa y angustiada:—
¡Vuelta, vuelta por Dios, o me arrojo al agua!—Entonces la falúa, no queriendo
ser cómplice de un suicidio, giró sobre sí misma, dejó caer la vela, y echando los
remos al agua, comenzó a caminar lo más velozmente que pudo al punto más
cercano de la costa. Hay datos, no obstante, para creer que el distinguido
jurisconsulto no llegó a tierra con suficiente oportunidad. La señorita de Mory se
creyó bastante vengada de las muchas molestias que su inflexible lógica le había
ocasionado.

SIGUE LA EXCURSIÓN

En tanto el océano, indiferente a las risas y a las angustias de aquellos


insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el incendio del sol en
toda su intensidad, gozando este placer augusto con el mismo sosiego que en los
primeros días del mundo. La luz ya podía espaciarse libremente sobre su llanura
húmeda corriendo leguas y leguas en un segundo, lanzando sus llamaradas a los
últimos confines del horizonte o recogiéndolas de pronto en haz resplandeciente;
ya podía jugar sobre las crestas espumosas de sus olas o besar tímidamente el
espejo diáfano de las aguas o salpicarlo con menudo polvo de plata o dejarse
caer desmayada con lánguido y voluptuoso estremecimiento que se perdía entre
los pliegues de las olas. Nada conseguía alterar la paz solemne de su corazón ni
hacerle emitir una nota más grave o más aguda en la grandiosa aria de bajo
profundo que canta desde el principio del universo.
Los contornos de la Isla se dibujaban ya con precisión, negros y adustos como
si acabasen de salir de un gran incendio. Según se iban acercando a ella, el
blanco cinturón, que desde lejos parecía ceñirla, rompíase en mil pedazos
separados por considerable distancia. Ruido formidable de muchedumbres que
combaten, cadenas que se arrastran y peñas que se desgajan, venía de allá
indicando a nuestros viajeros que se acercaban al término de su jornada. Al cabo
de una hora de marcha atracaron por fin, no sin algún trabajo, a su peñascosa
costa. Después necesitaron subir por estrecho y peligroso sendero labrado en la
roca, para encontrarse al fin en tierra firme y llana. La Isla no merecía este
nombre. Era un islote de dos o tres kilómetros de extensión, propiedad de don
Mariano de Elorza, que sólo la utilizaba para cazar de vez en cuando y traer de
allá todos los años algunos centenares de huevos de gaviota. Estaba cubierta a
trechos de pinos, pero en su mayor parte vestida de tojo, donde las liebres y los
conejos tenían su guarida. Por casi todos lados ofrecía espantosos precipicios
sobre el mar, que la batía incesantemente entrando y saliendo con furia en las
concavidades de las rocas que la circundaban. Don Mariano había edificado en
el centro una casita para guarecerse, a la cual había ido añadiendo poco a poco
algunas comodidades. Constaba solamente de un espacioso salón, un comedor,
algunas alcobas y la cocina; pero la tenía bastante bien amueblada y circuída de
un jardincito donde crecían de mala gana algunos árboles de adorno.
Mientras se disponía la comida y llegaba la falúa de la Sanidad, que había ido a
depositar a Isidorito como triste deportado en un árido paraje de la costa, señoras
y caballeros se diseminaron, dedicándose a la caza o a la pesca, según las
aficiones y aptitudes de cada cual. Empezaron a sonar tiros aquí y allá,
demostrando que los conejos, que se habían propagado en progresión
geométrica, sufrían la ley de represión descubierta por Malthus. Los viajeros que
no tenían instintos sanguinarios se acomodaban buenamente sobre el musgo al
borde de los precipicios, contemplando de hito en hito el horizonte, por donde
solía cruzar la vela de algún barco. Otros estudiaban la flora arrancando
hierbecillas y discutiendo ampliamente acerca del cultivo que convendría a
aquellas tierras y de los productos que pudieran dar. Cuando todo estuvo
arreglado, don Mariano lo notificó por medio de sus criados, y unos en pos de
otros los tertulios se fueron replegando hacia la casa y entraron en el salón,
donde se había improvisado una espléndida mesa atestada de manjares y flores.
Buen trabajo y bastante ruido costó sentar a tanta gente; pero al fin se consiguió
gracias a la actividad del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven
que traía el pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche
del sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis.
La comida fue digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se
echaba de menos. Todo estaba sabiamente previsto por una imaginación
familiarizada con los asuntos culinarios, y alguien pudo decir en la mesa, con
verdad, que no era tan desdichada la vida en una isla desierta, como se decía en
el Robinson Crusoe y en otros libros. Cada comensal tenía frente a sí cinco o seis
copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos
vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al
terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos
elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género
al orador. Don Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante mal dichas,
pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida, a la miseria de los
placeres, a la recompensa que nuestros dolores alcanzarán en un mundo mejor y
a otros asuntos de ultratumba. El orador concluyó por verter lágrimas copiosas,
embargado por tan fúnebres consideraciones. No faltó, sin embargo, quien
afirmase por lo bajo que la papalina de don Máximo era la menos divertida que
jamás había visto. Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y
atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la mujer tenía
en la actual civilización y las saludables modificaciones que merced a su influjo
se habían obtenido en las costumbres de los pueblos modernos; hizo un elogio
tan brillante como acabado de sus actitudes artísticas, declarándolas muy
superiores a las del hombre; habló también de sus perfecciones físicas,
entreteniéndose con mucha complacencia a enumerarlas, y terminó brindando
incondicionalmente por la obra más bella y primorosa de la creación, por la
eterna y dulce compañera del hombre. Las señoritas de Ciudad batieron palmas.
Inmediatamente se levantó don Serapio, y con lengua bastante gorda propuso en
términos concretos que el brillante concurso que le escuchaba se estableciese
definitivamente en la Isla, a fin de poblarla, invitando a cada uno de los
presentes a buscar lo más pronto posible pareja. La circunstancia de hacer un
guiño tan malicioso como grosero a una de las criadas que servían la mesa, al
terminar su invitación, despertó contra él una tempestad de silbidos e
interrupciones. No pudiendo explicar satisfactoriamente su conducta, don
Serapio se fue muy incomodado a dar una vuelta por la cocina. Al poco rato
sonó allá una bofetada.
Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal modo
que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fue el de Martita, quien por
consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres copas de champagne
y no sabía lo que le pasaba. La pobre niña, tan reservada y silenciosa por
temperamento, empezó a charlar por los codos, dirigiendo pullas muy saladas a
todos los presentes, que las acogían con regocijo y aplauso. Cuando una señora
le dijo que estaba borracha, se puso muy seria y afirmó que sólo estaba un poco
alegre, lo cual nada tenía de particular teniendo en cuenta sus pocos años. Esta
salida hizo reír a los convidados. Los vapores del champagne habían coloreado
sus mejillas fuertemente y le producían alguna sofocación. Mientras hablaba no
cesaba de darse aire con el pañuelo. Sus ojos, tan fijos y serenos ordinariamente,
habían adquirido singular movilidad y cierto brillo malicioso que consiguió
llamar la atención de Suárez el ingeniero. El mismo timbre de la voz se le había
modificado de un modo notable, haciéndose más grave y firme. Parecía que se
operaba en ella una anticipación artificial y momentánea de la plenitud del sexo.
Cuando concluyeron de disparatar, don Mariano hizo que sacaran las mesas del
salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su respetable
ancianidad en aquel retiro, fue el que marcó con voz cascada el compás de una
mazurca. Como era de esperar, el baile perdió al instante toda gravedad y
ceremonia y se convirtió en torbellino de saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba
con Ricardo, le dijo de pronto:
—No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el
fresco?
—Vamos; yo también estoy muy sofocado.
Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:
—Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que no
conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las rocas. Hasta que
se está en ella no se la ve... Es un sitio precioso...
—¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los pasajes, y sobre
todo a los del mar... ¿Por dónde se va?
—Sígueme..., ya verás.
Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos de
la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con adornos de
encaje blanco, y en la cabeza llevaba sombrero de paja adornado con una
guirnalda de campanillas rojas.
—Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa.
—¿De veras?
—Ya verás, ya verás.
En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por él,
tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la maleza. Marta, sin
decir palabra, se introdujo en ella, y en dos segundos desapareció. Ricardo quedó
un instante parado y altamente sorprendido; pero una fresca carcajada que sonó
dentro le sacó de su estupor.
—¿Qué es eso; no te atreves a entrar, cobarde?
—¿Pero chica, no ves que puedes hacerte daño?
—¡Entre usted, bravo guerrero!
—Bien..., ya que te empeñas...
Cuando se había unido a Marta observó que la cueva se abría bastante y estaba
tapizada de arena.
—¡Oh, no pensé que era tan grande y cómoda!
—Bueno; pues ahora sígueme.
—¿Adónde?
—¡Qué preguntón eres!... Ya lo sabrás, hombre; ya lo sabrás.
Entró por la cueva adelante, que cada vez se iba haciendo más obscura, seguida
de Ricardo, el cual no apartaba la vista de ella temiendo a cada instante verla
caer o chocar con algún obstáculo. Al cabo de poco tiempo borrose la silueta de
la niña en el fondo obscuro de la caverna, y Ricardo se halló en verdaderas
tinieblas.
—No tengas cuidado: sigue, que no te pasará nada... Iré hablando para que
camines en dirección de la voz... Si quieres que te dé la mano, te la daré...
¿No?..., bueno, no te quedes atrás... Dentro de muy poco tiempo empezarás a
bajar..., pero es una pendiente suave... ¿Lo ves?... No te quejarás del suelo...,
aunque uno se cayese no se haría mucho daño... No tardaremos en ver luz... Ten
cuidado... inclínate a la derecha, que el camino hace ahora una revuelta... ¡Ea, ya
tenemos claridad!
Un punto luminoso se veía efectivamente a los pies de nuestros jóvenes a unas
cien varas de distancia. La silueta de Marta volvió a romper las tinieblas y a
resaltar sobre la escasa claridad que entraba por el agujero. Oyose en la cueva un
sordo y prolongado rumor que hacía sospechar la proximidad del océano. A los
pocos minutos salían a la luz.
Ricardo quedó extasiado ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Estaban
frente al mar, en medio de una playa rodeada de altísimos peñascos cortados a
pico. Parecía imposible salir de ella sin arrojarse a las olas, que venían
majestuosas y sonoras a desplomarse sobre su dorada arena festoneándola con
sábanas de espuma. Nuestros jóvenes avanzaron hasta el medio contemplando,
sin decirse una palabra, embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del
océano que semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus
profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía brillar el
arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive suave. Se pasaban
los meses y los años sin que la planta de un hombre imprimiese su huella en él.
Los altos muros negros y carcomidos, que cerraban en semicírculo la playa,
esparcían sobre ella silencio triste. Sólo el grito de algún pájaro marino, al cruzar
de un peñasco a otro, turbaba la eterna y misteriosa plática del mar.
Ricardo y Marta continuaron avanzando hacia el agua lentamente, dominados
por el respeto y la admiración. Según caminaban, la arena se iba haciendo más
blanda; las huellas de sus pies se llenaban inmediatamente de agua. Al acercarse,
observaron que las olas crecían y que sus volutas retorcidas en el momento de
desplomarse los taparían si se pusiesen debajo. Venían graves, firmes,
imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos
para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se
dejaban caer en tierra desmayadas, expresando su pesar con un rugido inmenso y
prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían
extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.
Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintiose turbada.
Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que expresaban su deseo
con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un poco y tomó la mano de
Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la embargaba. La sábana de espuma
que las olas extendían, en vez de besarla, pensaba que le mordía los pies. Al
replegarse de nuevo con aspiración gigantesca la arrastraba contra su voluntad
para llevarla quién sabe adónde.
—¿No te parece que nos vamos acercando demasiado a las olas, Ricardo?
—¿Crees, acaso, que van a llegar adonde estamos nosotros?
—No sé..., pero se me figura que nos vamos deslizando insensiblemente... y
que concluirán por taparnos.
—Pierde cuidado, preciosa—dijo echándole un brazo sobre el hombro y
atrayéndola suavemente hacia sí—; ni las olas suben, ni nosotros bajamos...
¿Tienes miedo a morir?
—¡Oh, no; ahora no!—exclamó la niña en voz apenas perceptible,
estrechándose más contra su amigo.
Ricardo no oyó esta exclamación. Seguía con la vista atentamente la marcha de
un vapor que cruzaba por el horizonte sacudiendo su negra columna de humo.
Al cabo de un rato quiso anudar la conversación.
—¿De veras tienes miedo a la muerte? ¡Oh!, haces bien... Hoy el mundo
guarda para ti su sonrisa más amable... Ni una sola nube oscurece el cielo de tu
vida... ¡Dios quiera que no llegues a desearla nunca!
—Y tú, ¿tienes miedo, di?
—Unas veces sí y otras veces no.
—¿En este momento lo tienes?
—¡Ah, qué curiosilla eres!—exclamó volviendo hacia ella su cara sonriente—.
No; en este momento, no.
—¿Por qué?
—Porque si el mar nos tragase, moriríamos los dos juntos, y yendo en tan
amable compañía, ¡qué me importa dejar este mundo!
La niña le miró un rato fijamente. Los labios del joven estaban plegados por
una sonrisa galante y protectora. Separose de él bruscamente y, volviéndole la
espalda, se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas.
El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero
fantástico que caminase dentro del agua, asomando solamente el penacho de su
casco. Cuando hubo desaparecido, Ricardo fue a unirse a su futura hermana, que
no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en la contemplación del
océano. No obstante, al cabo de un rato volviose de improviso y le dijo:
—¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?
—No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la marea
y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.
—No importa; tenemos tiempo para ir a ella.
Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa, llenos de
charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de resbalar, llegaron a
la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.
—Sentémonos—dijo Marta—. ¡Cuánto mar se ve desde aquí!, ¿no es cierto?
Ricardo se sentó a su lado y ambos contemplaron la húmeda llanura que se
extendía a sus pies. Cerca de ellos ofrecía un color verde oscuro. A lo lejos era
azul. Allá, en el centro, la gran mancha de plata seguía resplandeciendo con
vivos destellos reflejando el diseño del disco del sol. De los profundos senos
líquidos de aquel infinito salía una música grave, pero insinuante, que empezó a
sonar como caricia paternal en los oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de
agua cantaba y vibraba en los espacios como el eterno instrumento del Hacedor.
La brisa que de sus olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las
sienes y las mejillas. Era un aliento vivo y poderoso que ensanchaba su corazón
y lo inundaba de sentimientos vagos y sublimes.
Ni uno ni otro hablaron. Gozaban contemplando la majestad y grandeza del
océano con un sentimiento humilde de su pequeñez y con vago deseo de
participar de su fuerza sagrada e inmortal. Sus ojos paseaban una y otra vez, sin
fatigarse nunca, por la línea indecisa del horizonte, que les revelaba otros
espacios sin fin azules y luminosos. Sin darse cuenta de ello, por un movimiento
instintivo, se habían acercado de nuevo uno a otro como si temiesen algo de la
presencia de aquel monstruo que rugía a sus pies. Ricardo había pasado un brazo
en torno de la cintura de la niña y la tenía sujeta suavemente para defenderla de
cualquier peligro.
Al cabo de mucho tiempo, Marta volvió su rostro encendido hacia él y le dijo
con voz conmovida:
—Dime, ¿me dejas apoyar la cabeza en tu pecho? ¡Tengo unas ganas de llorar!
Ricardo la miró con sorpresa y atrayéndola dulcemente hacia sí la acostó sobre
su regazo. La niña le dio las gracias con una sonrisa.
—¿Te encuentras bien ahora?
—¡Oh, sí; muy bien, muy bien!
—¿Quieres dormir un poco a ver si te pasa ese malestar?
—No, no quiero dormir... Déjame..., no me hables..., ¡si supieras qué bien me
encuentro!
Ricardo sonrió satisfecho y le acarició la cara como a un niño.
El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y entrando y
saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca, que parecía hueca
como un edificio. Las corrientes que se precipitaban por ellas despertaban en su
seno extraños y confusos rumores, que unas veces semejaban los ecos lejanos de
un trueno, otras los ronquidos profundos de un órgano.
Marta, con la cabeza apoyada en el regazo del joven y la cara vuelta al cielo,
hacía rodar sus grandes y límpidos ojos continuamente por la bóveda azul, con el
oído atento a los graves rumores que debajo de ella sonaban. El viento fresco del
mar no había conseguido aún apagar el ardor de sus mejillas.
—¡Atiende!—dijo de pronto—. ¿No oyes?...
—¿Qué?
—¿No oyes entre los ruidos del agua algo parecido a un lamento?
Ricardo atendió un instante.
—No oigo nada.
—No; ya ha cesado... Aguarda un poco... ¿No lo oyes ahora?... Sí, sí, no cabe
duda..., en las cuevas de esta roca hay alguien que se queja...
—No hagas caso, tonta. Es la resaca que produce sonidos extraños... ¿Quieres
que me baje a mirar lo que hay dentro?
—¡No, no!—exclamó con sobresalto—. Estate quieto... Si te movieses ahora
me harías mucho daño...
La gran mancha de plata se extendía cada vez más por el ámbito del océano,
pero empezaba a palidecer. El sol caminaba velozmente hacia el horizonte con
serenidad majestuosa, sin una nube que lo escoltara, anegado en un vapor de oro
y grana que se filtraba hasta perderse enteramente en el azul claro del
firmamento. La peña donde se hallaban extendía también su sombra sobre el
agua, cuyo verde oscuro se iba trocando poco a poco en negro. Los rugidos de
las olas se amortiguaban y la brisa soplaba dulcemente como el hálito perezoso
del que se prepara a dormir. Un silencio augusto y conmovedor empezaba a
elevarse del seno de las aguas. En las cavernas de la roca, Marta dejó de percibir
el grito acongojado que la asustara, y los truenos y ronquidos se habían ido
cambiando lentamente en un glu glu suave y lánguido.
—¿No te duermes?—volvió a preguntar Ricardo.
—Ya te he dicho que no quiero dormirme... ¡Me encuentro tan bien
despierta!... El que duerme no padece, pero tampoco goza... Sólo es bueno
dormir cuando se sueñan cosas lindas, y yo no las sueño casi nunca... Ahora me
parece que estoy durmiendo y soñando... ¡Te veo de un modo tan raro!... Estoy
viendo el cielo debajo y el mar encima. Tu cabeza está bañada por un vapor
azul... Cuando la mueves parece que oscila la bóveda que nos cubre; cuando
hablas, tu voz parece que sale de lo profundo del mar... ¡No cierres los ojos, por
Dios, que me haces sufrir!... Se me figura que estás muerto y que me has dejado
aquí sola. ¿No ves los míos qué abiertos están? Nunca tuve menos deseos de
dormir que ahora. Oye; acerca un poco la cara. ¿Sentirías mucho que el mar
fuese poco a poco subiendo y llegase a cubrirnos?
Ricardo se estremeció levemente. Echó una mirada en torno y observó que el
agua empezaba a cerrar el istmo que unía la peña a la costa. Los ojos de Martita,
cuando volvió el rostro hacia ella, brillaban con fuego malicioso y singular.
—Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.
—Espera un poquito..., tengo que decirte una cosa... Te la voy a decir muy bajo
para que no se entere nadie..., nadie más que tú... Ricardo, me alegraría que el
mar subiese ahora de pronto y nos sepultase para siempre... Así estaríamos
eternamente en el fondo del agua, tú sentado y yo apoyada en tu regazo con los
ojos abiertos... Entonces, sí, me dormiría a ratos y tú velarías mi sueño, ¿no es
verdad? Las olas pasarían sobre nuestra cabeza y nos vendrían a contar lo que
sucedía en el mundo... Esos peces blancos y azules que los marineros pescan con
los anzuelos vendrían silenciosamente a visitarnos y nos permitirían pasar la
mano por sus escamas de plata... Las algas se enredarían a nuestros pies,
formando cojines blandos, y cuando el sol saliera le veríamos al través del cristal
del agua más grande y más hermoso, filtrando sus rayos de mil colores por ella y
deslumbrándonos con su esplendor... Di, ¿no te gusta?
—Calla, Martita; estás delirando... Vámonos, que el agua sube.
—Espera un momento... Hace una hora que estamos aquí y el viento no ha
conseguido enfriarme las mejillas..., tengo cada vez más calor en ellas. No
importa..., me encuentro bien... ¿Quieres hacerme un favor?... Sóplame en la
cara a ver si se me pasa esta sofocación... ¡Así, así!... ¡Qué amable eres!... Por
algo dice todo el mundo que eres muy simpático... Tienes el genio un poco vivo,
pero a mí me gustan los hombres de genio vivo... Oye; necesito pedirte perdón.
—¿De qué?
—De un susto que te he dado el otro día. ¿Te acuerdas cuando hicimos juntos
un ramo de flores en el jardín?... Después quisiste hacerme una caricia y fui tan
necia que lo llevé a mal y me eché a llorar... ¡Qué sorpresa y qué disgusto habrás
tenido!... Confieso que soy una tonta y que no merezco que nadie me quiera...
Sin embargo, bien puedes creerme que no estaba enfadada contigo... Lloré de
sentimiento..., sin saber por qué... ¡Qué motivo tenía yo para llorar! Tú no
querías hacerme ningún daño..., no querías más que besarme las manos,
¿verdad?
—Nada más, hermosa.
—Pues yo tengo mucho gusto en que las beses, Ricardo... Tómalas...
La niña extendió hacia arriba sus lindas manos, que se agitaron en el aire
alegres y cándidas como dos palomitas recién salidas del nido. Ricardo las besó
con efusión repetidas veces.
—No basta eso—prosiguió la niña riendo—. Antes me besabas en la cara
siempre que me encontrabas o te despedías... ¿Por qué has dejado de hacerlo?
¿Me tienes miedo?... Yo no soy una mujer..., soy una niña todavía... Hasta que
me ponga de largo tienes derecho a besarme... Después ya será otra cosa... Anda,
dame un beso en la frente...
El joven se inclinó y le dio un beso en la frente.
—Ahora dame un beso en cada mejilla... Aun sigue el calor, ¿no es cierto?...
Ahora quiero que beses las trenzas de mi pelo... Aguarda..., déjame sacarlas que
estoy acostada sobre ellas... A ti no te gusta el cabello negro..., ya lo sé..., pero
eres muy amable y lo besarás para darme gusto...
Ricardo iba besando tiernamente los sitios que le señalaba. Al fin se detuvo y
se puso a jugar con las trenzas negras, azotando con ellas suavemente el rostro
de la niña. En los ojos de ésta seguía luciendo el mismo fuego malicioso.
Sintiose levemente turbado y trató de fijar los suyos en el mar; pero ella le dijo
sonriendo:
—Si no te enfadases, te pediría otro aquí—y señaló a sus labios rojos y
húmedos.
El rostro del joven marqués se tiñó de carmín. Quedó un instante inmóvil, y
bajando al fin la cabeza unió sus labios a los de la niña con prolongado beso.
Un fuerte soplo de viento había despertado el océano cuando se preparaba a
dormir: agitose un instante en su inmenso lecho de arena, cual si cambiase de
postura, y dejó escapar un sordo murmullo de disgusto. Las olas tornaron a rodar
de nuevo con extrañas voces. Apagáronse las luces que ardían en sus crestas y se
desvaneció la esplendorosa ebullición de los tesoros submarinos. La mancha de
plata iba adquiriendo los tristes reflejos del acero bruñido.
Cuando Ricardo separó sus labios de los de la niña, lo primero que hizo fue
pasear una mirada inquieta por los contornos de la peña. Estaban ya cercados por
el agua. Levantose bruscamente y sin decir nada cogió a Marta entre sus brazos
con la misma facilidad que si fuese una cervatilla, y dando un prodigioso salto
cayó de bruces sobre la peña vecina, lastimándose un poco en una mano. Marta
quedó ilesa y contempló la herida del joven; después, sacando su fino pañuelo de
batista, lo ató silenciosamente sobre ella y echó a andar con paso rápido. Ricardo
la siguió. Los dos marchaban callados. La distancia que los separaba se fue
haciendo cada vez mayor, porque Marta ya no andaba, corría. El joven marqués
sentía vago malestar y una turbación extraña que le impedían apretar el paso.
Estaba enojado consigo mismo. Cuando entraron en el agujero del túnel que
conducía al bosquecillo de pinos, perdió enteramente de vista a su amiga y hasta
dejó de escuchar el ruido de sus botitas por el suelo. Al hallarse en medio de la
cueva, sumido en las tinieblas, creyó oír muy confusamente el eco de un sollozo
y sintió aún más oprimido su corazón. Después de salir a la luz, empezó a
encontrarse mejor.
Cuando llegaron a la casa supieron que se habían expedido ya varios criados a
buscarlos, pues hacía rato que todo estaba dispuesto para el regreso. La tarde
avanzaba y no era muy del gusto de las señoras que las sorprendiese la noche en
el mar. Recibiéronlos, pues, con muestras de satisfacción, y todo el mundo se
apresuró a acomodarse nuevamente en las falúas, que con el oleaje no estaban
quietas un instante, como caballos enjaezados, esperando al jinete al pie de la
cuadra.
Izáronse las velas y, dando largar bordadas para aprovechar el viento, hicieron
rumbo hacia El Moral. Marta, al entrar en la lancha, había perdido los vivos
colores de las mejillas.
El sol se acercaba cada vez con más prisa al horizonte. Las señoras veían con
recelo crecer la sombra en el cielo como en el mar, dirigiendo miradas inquietas
a los marineros. Las frecuentes viradas que las lanchas hacían les retrasaban
extraordinariamente. Al cabo fue necesario arriar las velas y caminar al remo en
línea recta. Nada tenía esto de particular, y es lo más usual cuando no se tiene el
viento por la popa; pero he aquí que a Rosario, la amiga de la señorita de Mory,
se le mete en la cabeza de pronto que aquel cambio de motor náutico significa
peligro inminente de naufragio, el cual se le representa a la imaginación con
todos los horrores de que suele venir rodeado en las novelas por entregas: la
densidad espesa de la noche, las olas elevándose como montañas a los cielos, los
gritos de los náufragos mezclándose a los rugidos de la mar, etcétera. Y sin
poder evitarlo, empieza a agarrarse con mano nerviosa a su amiga y a dejar salir
de su boca exclamaciones de angustia y terror.
—¡Ay, Dios mío, vamos a perecer; vamos a perecer!
—No pasa nada; tranquilízate, Rosario.
—¡Sí, sí, vamos a perecer..., nos vamos a ahogar! ¡Dios mío, qué muerte tan
horrible!... ¡Por qué habré venido yo a la Isla!... ¡Qué dirá mi papá cuando sepa
que no tiene hija!... ¡Papá, papá de mi alma!...
—¡Pero, niña, si no ocurre absolutamente nada!
—¡No me digas eso, por Dios!, ¿no estoy viendo que han bajado las velas?
¡Ay, qué muerte, qué muerte tan espantosa!... ¡Morir sin confesión!... ¡Morir
separada de mi papá!... ¡Y luego quedar sepultada aquí en este fondo tan negro...,
y ser comida por los peces..., y por los cangrejos!... ¡Es horrible!...
Los esfuerzos de la señorita de Mory para calmar a su amiga eran inútiles. No
contribuían poco a asustarla las voces de los marineros, que para alentarse y
vencer la resistencia de las olas a cada golpe de remo gritaban a un tiempo:
¡Aaaguanta!..., ¡aaaguanta!... Cada vez que sonaba esta palabra en el aire con
ritmo brutal, Rosario exhalaba un grito de angustia; tanto que la vivaracha
señorita de Mory, temiendo que se pusiera mala, dijo a los marineros:
—Señores, hagan ustedes el favor de no decir aguanta, porque esta señorita se
asusta mucho.
Pero Rosario, toda azorada y hecha un mar de lágrimas, exclamó
inmediatamente:
—¡No, no; que digan aguanta, que digan aguanta! Si no, vamos a perecer más
pronto...
Poco a poco, no obstante, y viendo que la tremenda catástrofe no llegaba, se
fueron calmando sus nervios, y no tardó en reírse, como niña aturdida que era,
de sus ridículos temores.
En la falúa de Elorza se hablaba poco: don Mariano y don Máximo llevaban
demasiado Medoc en el cuerpo para hallarse en estado de sostener una
conversación animada. La señorita de Delgado, secundada por sus hermanas,
admiraba con vivos transportes de entusiasmo, abriendo y cerrando mucho los
ojos, la puesta del sol. El marqués de Peñalta había cerrado los suyos y parecía
dormido con la mano en la mejilla. Algunas parejas cuchicheaban.
¿Qué pensaba Marta en aquel instante, con la mirada clavada en el mar, grave,
inmóvil y pálida como una estatua? ¿Qué negros fantasmas surgían ante ella de
lo profundo de las aguas para trazar en su cándida frente las profundas arrugas
de que estaba surcada? ¿Qué funestos secretos le soplaba la brisa en el oído?
¡Oh! ¡Más fácil es descifrar el misterio de los rumores del océano y los
secretos de la brisa, que los vagos pensamientos que oculta la frente de una niña!
La mar quería entregarse otra vez al sueño. Las crestas de sus olas ya no
blanqueaban a lo lejos con su corona de espumas. El horizonte replegaba su línea
indecisa que se borraba en la sombra de la tarde. Las serenas y abultadas ondas
bajaban y subían, semejando la respiración perezosa y dormida de un seno
gigantesco. Una por una, con amable sosiego y confianza, las iban dejando atrás
las falúas, avecinándose al puerto. La costa festoneaba con línea negra y
ondulante la gran llanura resplandeciente. Allá, a lo lejos, en lo interior,
columbrábanse las cimas de las montañas, bañadas de un transparente vapor
violáceo.
El pensamiento de Marta rompió la tupida nube que lo encerraba en un piélago
de confusiones y vaguedades, y en su alma asomaron de golpe un sinnúmero de
recuerdos dulces e inefables como otros tantos puntos luminosos de que estaba
sembrado el cielo sereno de su vida. Entretúvose largo rato a contarlos
recreándose en cada uno de ellos. ¡Qué vivos y qué hermosos ardían en su
memoria! ¡Qué luz tan suave derramaban los monótonos y laboriosos días de su
existencia! Estaban rodeados de silencio y misterio; nadie los había gustado,
nadie los conocía siquiera más que ella; la misma mano que había dejado caer en
su corazón el bálsamo de la felicidad ignoraba en absoluto su bienhechora
influencia. Este pensamiento la llenaba de íntimo gozo, que hacía asomar a sus
labios descoloridos una sonrisa. Uno tras otro, no obstante, y sin saber por qué,
aquellos puntos luminosos se fueron apagando, se fueron borrando y perdiendo
en los abismos profundos y negros de una idea. Su imaginación empezó a dar
vueltas como un pájaro aturdido dentro de esta idea triste y desesperada, donde
no penetraba el más delgado rayo de luz. ¿Para qué estaba ella en el mundo? La
felicidad que había venido a buscar estaba ya recogida y no le quedaba otro
recurso que contemplarla sin rencor y sin envidia, porque la envidia en este caso
constituía enorme pecado. ¿Y estaba segura de no caer en él a cada instante o, lo
que es peor, estaba segura de no llevar la mano a aquella felicidad? La escondida
playa de la Isla le vino de pronto a la memoria con su arena de oro y sus olas
espumosas derramándose sobre ella. Un gran remordimiento, un remordimiento
vivo y cruel empezó a entrar en su inocente corazón como la hoja fina de un
puñal, produciéndole tal dolor que dejó escapar un grito ahogado que nadie
escuchó más que ella misma. La confusión y el vértigo se apoderaron de su
cabeza, que ardía como un volcán. Se llevó la mano a la frente y estaba fría
como si fuese de mármol. Esto la sorprendió de un modo extraordinario. ¡Tanto
calor dentro y tanto frío fuera!
El océano se mostraba en aquel instante lleno de paz y dulzura. El sol iba a
sumergir muy pronto su abrasado disco en el cristal de las aguas, iluminando
algunos parajes de la llanura con dorada y fantástica claridad y dejando otros en
la sombra. Los rumores eran más graves y profundos, de una melancolía infinita.
Aquella masa inconmensurable de agua perdía lentamente su color azul,
tomando otro verde muy opaco sembrado aquí y allá de fugaces reflejos. El
sosiego melancólico con que el mar se despedía de la luz causó en Marta
impresión profunda. Con la cabeza inclinada sobre el agua y los ojos extáticos
contemplaba los más leves matices que la luz iba despertando en ella y atendía a
todos los rumores que sonaban en lo profundo.
El sol se sumergió enteramente. El océano dejó escapar un sollozo inmenso,
colosal. En este sollozo había tal enternecimiento, que Marta creyó sentir vibrar
el ambiente con movimiento de simpatía y admiración. Nunca había visto al mar
tan grande y tan sublime, tan fuerte y bondadoso a un tiempo mismo. Aquel
silencio augusto, aquel reposo momentáneo del gran atleta la conmovía hasta lo
íntimo, infundía en su espíritu alborotado un ansia ardiente de paz. ¿Quién le
había dicho que el mar era terrible? ¿Qué corazón pequeño le había hablado de
sus crueles traiciones? ¡Ah, no! El mar era noble y generoso como lo son los
fuertes siempre, y sus cóleras, aunque temibles, eran pasajeras. En su fondo
tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces
azules...
La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho
ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir
eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno
transparente del agua el fulgor de las estrellas...
—¡Jesús!... ¿Qué ha sido eso?
—¿Quién se ha caído al agua?
—¡Hija mía de mi alma! ¡Marta!... ¡Marta!... ¡Dejadme..., dejadme salvar a mi
hija!
—Ya está salvada, don Mariano; no hay necesidad de que usted se arroje al
agua.
—¡Cía!, ¡cía firme!—dijo la bronca voz del patrón—. Echa esa beta al agua,
Manuel... No asustarse, señores, que no es nada... ¡Ciar más!... Basta...
Agárrense ustedes a la beta... Ya no hay cuidado...
La confusión fue muy grande en el primer instante. Ricardo y uno de los
marineros se habían echado al agua y nadaban vigorosamente para salvar la corta
distancia que la falúa había recorrido antes de que se diera el grito de alarma.
Ricardo, que iba delante, se sumergió, y a los pocos segundos tornó a aparecer
con la niña entre los brazos. La falúa ya estaba cerca de ellos, y pudo coger la
beta que le echaban, y en seguida el carel de la lancha, viéndose suspendido por
una porción de brazos que los metieron dentro. Don Mariano, en los cortos
momentos que esto duró, forcejeaba con don Máximo y otras personas,
pugnando por arrojarse al agua. Cuando vio a su hija en la embarcación faltó
poco para que la ahogase contra su pecho.
Martita se había desmayado. Varias señoras se apresuraron a desatarle el corsé
y a sacudirla fuertemente para que soltase el agua que había tragado. Después la
extendieron en uno de los asientos de popa, y Ricardo, tomando un frasco de éter
que don Máximo había traído, se lo aplicó a la nariz. No tardó en abrir los ojos, y
al ver el demudado semblante del joven inclinado sobre ella, sonrió dulcemente,
y le dijo de modo que nadie lo oyó más que él:
—Gracias, señor marqués... ¡No se estaba tan mal allá abajo!
Así que llegaron al Moral se enjugaron en casa de unos amigos, que allí
estaban tomando baños, y se echaron encima la primer ropa que les dieron.
Después emprendieron de nuevo la marcha y tocaron en el muelle con una hora
de noche, cuando las respectivas familias empezaban a inquietarse por su
tardanza.

XI

¡CASO EXTRAÑO!

Los tertulios de don Mariano se recreaban con el juego de prendas. La noche


estaba harto desapacible y habían acudido solamente las personas de más
confianza. Cuando esto acaecía (que no dejaba de ser con alguna frecuencia),
proscribíanse el baile y la música y sustituíanse con juegos de naipes, de aduana
o de prendas y a veces simplemente por una amena y sabrosa conversación. La
noche a que nos referimos, el sexo femenino estaba representado por tres
señoritas de Ciudad, dos de Delgado, la señorita de Mory y alguna otra que,
unidas a las de casa, formaban un núcleo bastante respetable. En el masculino
figuraban el médico de la casa, el señor de Ciudad, don Serapio, el ingeniero
Suárez y otros cuatro o cinco pollastres que por lo simples e insignificantes no
merecen especial mención. La tertulia no ocupaba sino uno de los ángulos del
salón, si bien en ocasiones, cuando el juego lo exigía, se diseminaba por todo él,
aunque momentáneamente. Don Mariano, rodeado de sus amigos, paseaba y
discutía, parándose a menudo a exponer alguna razón intrincada y siguiendo
después su paseo con las manos atrás.
A don Serapio le tocó decir tres veces sí y tres veces no, y, en consecuencia, se
retiró a uno de los rincones, mirando a la pared. Las señoras y los caballeros se
estrecharon aún más, formando grupo, y empezaron a cuchichear animadamente,
proponiendo cada cual una pregunta. Al fin quedaron acordes en preguntarle si
gastaba bisoñé.
—¿Eeeeh?—gritó el coro prolongando la nota.
—Sí—respondió el infeliz don Serapio.
La respuesta fue acogida con ruido y alegría que hicieron temblar al fabricante
de conservas. En seguida convinieron en preguntarle si pensaba en casarse.
—¿Eeeeh?
—No—dijo resueltamente.
—¡Bravo!, ¡bravo!—gritaron los hombres.
—¡Qué hombre tan empedernido!—chillaron las mujeres.
Uno de los pollos propuso que se le preguntase si continuaba con la misma
afición a las criadas. Las señoras quisieron oponerse, pero no hubo remedio.
—¿Eeeeh?
—Sí.
Gran algazara en el grupo. El mismo pollo malévolo propuso otra cosa peor: si
pensaba dar carrera a alguno de sus hijos. Las señoras rechazaron seriamente
esta pregunta y fue sustituida por otra. Y de esta suerte prosiguieron hasta que
dijo los tres sí y tres no de rúbrica, y vino cabizbajo a informarse de lo que
habían preguntado.
Tocole después a Amparito Ciudad contentar a todos los caballeros de la
reunión, y empezó a ejecutarlo con suma discreción y donaire, contentando de la
primera a los pollos, exceptuando al ingeniero Suárez, que se negó rotundamente
a darse por satisfecho con ninguna de las proposiciones, y que muy quedo le dijo
a la niña lo único con lo que se contentaría. Amparito se puso colorada y le
dirigió una tierna mirada de reconvención, volviendo después la vista a su padre,
que por fortuna se hallaba de espalda paseando con don Mariano.
Llegó la vez a Isidorito, teniendo la mala suerte de ponerse en berlina: ¡y allí
fue ella para la señorita de Mory! Isidorito, aunque nada simpático, infundía
general respeto por su fama de estudioso y sensato: así que la mayoría de las
niñas y pollos se contentaron con ponerle en berlina por «demasiado serio», por
«tener poco pelo», por «bailar muy mal», por «estudiar con exceso», por «gastar
levitas muy largas», etcétera; pero al llegar a la señorita de Mory, ésta, que
esperaba con impaciencia su turno, le puso en berlina con fruición nada
disimulada, por «muy pesado de cabeza y ligero de estómago». Isidorito, al tener
noticia de las causas por que le habían puesto en berlina, conoció con dolor de
dónde partía aquella saeta envenenada, pero no tuvo ánimos para manifestarlo y
prefirió guardar sobre este punto un silencio noble y prudente al mismo tiempo.
La primogénita de los señores de la casa, como de costumbre, no tomaba parte
en el juego. Estaba sentada al lado de su madre totalmente abstraída de lo que la
rodeaba, con los ojos fijos en el vacío. Por su rostro un poco marchito, pero
siempre hermoso, se esparcía una intensa y singular palidez, y todo su cuerpo
ofrecía señales de inquietud y zozobra. Apenas contestaba a las preguntas que de
vez en cuando le hacía doña Gertrudis, y eso con tal brevedad, que cortaba en la
buena señora las ganas de menudearlas. Cuatro o cinco veces se había levantado
ya de la silla y había ido hacia el balcón, permaneciendo largo rato detrás de él
con la frente apoyada en los cristales sin que nadie supiera lo que miraba. La
plaza de Nieva estaba como en la primer noche en que la vimos, obscura y
sembrada de charcos de agua donde se reflejaban tristemente los rayos de los
faroles de petróleo que ardían en las esquinas. Ni un alma la cruzaba aquella
noche. En vano se sacaba los ojos por penetrar las tinieblas de los soportales.
Los vecinos todos se habían retirado ya a sus casas, perfectamente convencidos
de que la humedad es causa de muchas enfermedades. Los balcones del café de
la Estrella eran los únicos que estaban iluminados. La lluvia difundía por la
atmósfera un rumor levísimo que apenas traspasaba los cristales para llegar a los
oídos de la joven.
A Rosarito le tocó hacer la sultana. El pollo del pelo por la frente colocó un
sillón en medio de la sala y la hizo sentarse en él; después puso delante un cojín
de terciopelo. Los caballeros zegríes y abencerrajes de la tertulia comenzaron a
desfilar por delante de ella, doblando la rodilla en su presencia y esperando
humildemente su resolución. Rosario, con la notable aptitud que tienen todas las
mujeres para hacer el papel de reinas, los iba rechazando con gesto de soberano
desdén. Únicamente cuando llegó el pollo de las mazurcas, y se mostró
temblando a sus pies, dignose la bella cuanto feroz sultana alargarle el pañuelo
que tenía en la mano y elegirle como amante como justo premio a sus
notabilísimas corbatas y sus no menos excepcionales chaquets. Después
marcharon ambos en triunfo a una de las alcobas del harem, o lo que es igual,
dieron dos vueltas por el salón y se fueron a sentar en el sofá, donde antes se
hallaban.
La diminuta tertulia, después de agotar los no muy variados recursos del juego
de prendas, permaneció inactiva y acomodada en el ángulo de la sala, entablando
en voz baja una vivísima plática entrecortada de risas y exclamaciones, donde
los jóvenes de ingenio tuvieron ocasión de lucirlo a expensas de algún
desventurado a quien despellejaron sin piedad. Los que no lo tenían se
contentaban con sonreír y aplaudir estúpidamente los chistes de los otros. Se
daban interminables bromas a las niñas, sobre los aspirantes a sus respectivas
manos, y aquéllas se defendían como de costumbre, con las clásicas respuestas:
«No sé por qué dice usted eso.—Le han informado a usted muy mal.—Entra en
casa como amigo y nada más, etcétera.» Las sonrisas maliciosas y la expresión
de reserva que acompañaban a estas respuestas decían bien claro que a las niñas
no les disgustaba la broma.
Doña Gertrudis se había dormido. Don Mariano y sus prosélitos seguían
recorriendo de un cabo a otro el salón, enfrascados en profundas disquisiciones
acerca de la baja probable de la propiedad inmueble. María continuaba con la
frente pegada a los cristales, sumida, al parecer, en una de sus largas y frecuentes
meditaciones a que ya estaban acostumbrados los de casa, en realidad
explorando con ojos ansiosos las sombras que envolvían la plaza de Nieva, sin
atender poco ni mucho a la frívola conversación que los amigos de la casa
sostenían. De pronto creyó oír un extraño rumor a lo lejos y se estremeció, se
abstrajo cuanto pudo de los ruidos de la sala y prestó atención profunda y llena
de zozobra a aquel lejano rumor, que fue poco a poco creciendo en el silencio de
la noche, haciéndose cada vez más claro y preciso. No era un rumor confuso y
fantástico, como los que produce el viento o la mar, sino firme y bien definido,
perfectamente claro para sus oídos. Pronto se convirtió en el ruido acompasado y
característico de la muchedumbre que marcha ordenadamente. Los ojos atónitos
de la joven distinguieron a la luz del farol las puntas de las bayonetas y los roses
charolados de la tropa. Los tertulianos todos al escuchar los pasos acudieron en
tropel a los balcones y vieron, con sorpresa, desfilar por delante de la casa dos
compañías de soldados que cruzaron la plaza y se perdieron en las encrucijadas
de la villa.
Los amigos de don Mariano se miraron con sorpresa.
—¿Qué vendrá a hacer esta tropa a tales horas?—preguntó una señora.
—No comprendo adónde pueda ir—repuso don Mariano—. Para dirigirse al
interior de la provincia, aunque vengan del Occidente, no necesitaban pasar por
aquí; tienen el valle de Cañedo a su disposición, que es un camino mucho más
breve.
—Hoy precisamente he paseado con el capitán de carabineros—dijo don
Máximo—y no me ha dicho una palabra de la venida de esa tropa.
—No lo sabría; lo más probable es que venga de marcha y no haga más que
pernoctar aquí para continuar mañana su camino—dijo el señor de Ciudad.
—Rara marcha lleva—apuntó don Mariano—, pero en fin..., podrá ser..., podrá
ser.
Los jóvenes volvieron a sus sitios y se olvidaron al instante del suceso,
anudando la rota y alegre conversación. Los viejos siguieron su paseo, haciendo
interminables comentarios e infinitas hipótesis acerca de aquella visita
inesperada. María continuó obstinadamente pegada a los cristales del balcón,
velada a los ojos de sus amigos por las grandes cortinas de damasco.
En el grupo juvenil donde la sensible señorita de Delgado figuraba, contra los
deseos vehementemente expresados de Rosarito, que aseguraba sobre su honrada
palabra que la citada señorita la había tenido a ella en brazos muchas veces, y
que cuando iba a confesarse siendo niña, y la señorita de Delgado se hallaba en
casa, le besaba la mano como a una persona mayor, se empezó a discutir con
extraordinario fuego acerca de la música. Uno de los mancebos más elegantes,
que se había preparado en Madrid para cinco carreras especiales
consecutivamente, sostenía la primacía de los maestros alemanes, asegurando
que no había óperas como Roberto, Hugonotes y Profeta, ni música sinfónica
que pudiera competir con la de Beethoven y Mozart. Las señoras,
poderosamente secundadas por los demás hombres, venían por los fueros de la
música italiana.
—¡No nos maree usted con sus alemanes, Severino! ¡Vaya una música la de
esos señores! ¡A mí me suena lo mismo que una jauría de perros ladrando!
—Eso no es más que al principio; si usted continuase oyéndola, llegaría a
tomarle el gusto: sucede lo mismo que con las aceitunas y la cerveza.
—Pues si ha de pasar uno malos ratos antes de acostumbrarse, francamente, no
merece la pena. Vea usted cómo con la música italiana no acontece eso y gusta
desde el primer día.
—¡Claro, porque la mayor parte de la música italiana no es más que una
tonadilla que se acompaña con cuatro guitarras!
—¡Calle usted, hombre, calle usted! No diga usted sacrilegios. ¡Quiere usted
comparar ese galimatías que ni ellos mismos entienden con el sublime final de la
Lucía o con el aria de tiple de la Favorita, que empieza: «Oh miooo Ferna... a...
a... an... do... riii... raaa... ri... ra.., ro... riiira...!»
—¡Ah, si usted hubiera oído el cuarto acto de Hugonotes! ¡Qué música tan
dramática! ¡Aquello sí que expresa!... ¡Se le ponen a uno los pelos de punta!...
¡Qué dúo aquel tan grandioso: «La... sciami... paar... tiiir... la... sciami... paar...
tiiiir... riira... riri... riri... ra... roo... rir... ra... roo... laa... to... rii... ro... raa...!»
—¿Pero podrá haber nada más dulce que el concertante de la Sonámbula, que
empieza: «Tooo... ra... ri... ro... ra... roooo... laa... riii... roo... raa... rora... rooo...
tii... ra... ri... roo...?»
—¡No es posible, no es posible!—dijeron varios a un tiempo.
—Sobre todo, la música italiana conmueve el corazón, mientras que la alemana
no hace más que aturdir los oídos—apuntó la señorita de Delgado.
—Es verdad—afirmó su hermana la viuda.
—Yo creo—siguió la señorita—que el objeto de la música es conmover...,
elevar el alma, hacernos derramar lágrimas..., transportarnos a regiones ideales,
lejos del mundo prosaico en que vivimos... Porque la verdad es que la prosa se
va apoderando de tal modo de la sociedad que pronto va a parecer ridículo hablar
de cosas que no sean materiales y sórdidas.
—Cierto—volvió a afirmar la viuda.
—La música sigue el camino de la prosa como todo lo demás... ¿No oyen
ustedes qué tonterías cantan ahora, qué pasacalles tan desabridos? ¡Y gracias que
no sea algún trozo indecente de una zarzuela bufa! En las canciones ya no se
habla de amor; ya no hay más que frases con doble sentido que ocultan alguna
suciedad.
—Creo que usted sabe varias canciones románticas muy lindas y las canta
admirablemente—dijo el pollo del pelo por la frente, apercibido como siempre a
proporcionar a la tertulia algún nuevo solaz.
—No, señor..., no lo crea usted... Antes cantaba alguna, pero ya se me han
olvidado...
—Por mi parte—manifestó el pollo con sonrisa altamente diplomática—y
pienso que también por parte de todos estos señores, le agradecería muchísimo
que rebuscase en su memoria y nos hiciese conocer alguna..., ¿no es verdad,
señores?
—Sí, sí, Margarita, cante usted, por Dios, alguna.
—¡Si no me acuerdo!
—Vamos, ya se acordará usted... Empezando, la irá usted sacando poco a poco.
—Me parece que no podrá ser... Además, yo me las acompañaba con guitarra...
—¿No hay en casa alguna guitarra?—se apresuró a preguntar el pollo,
levantándose de su silla.
A la guitarra que trajo Marta le faltaban dos o tres cuerdas y fue menester
echárselas, en cuya operación se invirtió algún tiempo. Después se tardó también
un poco en templarla. Una vez templada, la señorita de Delgado declaró
terminantemente que no cantaría porque no se acordaba de nada. La tertulia se
conmovió profundamente y trató con reiteradas súplicas de infundirle un
recuerdo fresco de alguna preciosa melodía. Mas como la cantante no
abandonaba el instrumento y seguía haciéndole sonar dulcemente, volvieron
todos a guardar silencio y a esperar con ansia la canción. Sin embargo, cuando
ya estaba a punto de emitir la primer nota, la sensible señorita hizo nuevas y
rotundas declaraciones en el mismo sentido que las primeras, lo cual afligió de
tal modo a la tertulia, y en particular al pollo del pelo por la frente, que de buen
grado habría concedido a la cantante en aquel momento toda la memoria de que
disponía, con tal de que no le dejase en mal lugar. Por último, la señorita fijó los
ojos en el techo y, con voz bastante dulce aunque temblorosa, entonó la siguiente
canción:
Esperanza halagüeña a mis sentidos,
tú endulzas de mi pena el amargor;
¡ay!, tú no eres un bien imaginario,
eres el bálsamo grato al corazón.

Si lejos de la vista de mi amada


me lleva de los hados el rigor,
tan sólo es la esperanza quien mitiga
mi tormento cruel y mi aflicción.
—¡Bravo!, ¡bravo!—¡Qué bonita!—¡Qué dulce!—¡Qué melancólica!—Siga
usted, por Dios, Margarita, siga usted.
La señorita de Delgado siguió de esta manera:
Si recuerdo en la noche solitaria
el nombre de la prenda de mi amor,
se presenta hechicera a mi memoria
la imagen de su rostro encantador:

y tú eres, esperanza, quien me anuncia


que amante corresponde a mi pasión,
y sólo tu dulzura es quien mitiga
mi tormento cruel y mi aflicción.
Al llegar a este punto y cuando el auditorio se preparaba a saborear las
inefables dulzuras de una nueva estrofa, más apasionada tal vez y más patética
que las anteriores, cuando la señorita de Delgado apoyaba lánguidamente sus
dedos carnosos sobre las cuerdas del instrumento y la cabeza más lánguidamente
aun sobre el pecho en testimonio de amargo duelo, acaeció en la casa de los
señores de Elorza uno de esos sucesos terribles y extraños, más terribles aun por
lo inopinados, a tal punto sorprendentes, que suspenden y cortan por un instante
el uso de la palabra; una escena extraordinaria, realizada con tal brevedad que no
da tiempo a reflexionar, y deja sumidos a los espectadores en profunda
consternación, sin haber podido intervenir en ella.
Abriose con violencia la puerta de la sala, y los ojos de los circunstantes
vueltos hacia ella vieron con asombro el rostro pálido de un criado que exclamó
dirigiéndose a su amo:
—¡Señor, señor!
—¿Qué ocurre?—preguntó don Mariano con el acento enérgico que emplean
los caracteres bien templados cuando adivinan un peligro.
—¡Los soldados están ahí!
—¿Y qué tengo yo que ver con los soldados, majadero?—replicó con voz
colérica.
—¡Es... que vienen a prenderle!
—No es verdad—gritó una voz desde el pasillo.
Y al mismo tiempo seis u ocho figuras taparon la puerta por detrás del criado.
Los primeros que se dejaron ver fueron un oficial muy joven con un uniforme de
marcha y un caballero no muy bien parecido con gabán abrochado y llevando en
la mano bastón con borlas.
Por detrás de ellos se veían los roses y los fusiles de algunos soldados. El
hombre del bastón, que era al parecer quien había hablado, avanzó dos pasos por
la sala y sin quitarse siquiera el sombrero, preguntó a don Mariano con tono
áspero:
—¿Es usted don Mariano Elorza?
La mirada del anciano caballero centelleó de indignación.
—Ante todo, quítese usted el sombrero.
El hombre del bastón, un poco cortado por la actitud del caballero y las
miradas del concurso, se quitó el sombrero.
—Ahora, ¿qué se le ofrece a usted?
—¿Es usted don Mariano Elorza?
—No; soy el excelentísimo señor don Mariano de Elorza.
—Es lo mismo.
—No es lo mismo.
—Bien, dejemos discusiones: traigo orden de prender a su hija doña María.
Toda la energía del señor de Elorza se desvaneció de golpe como una sombra al
escuchar estas monstruosas palabras. Quedó algunos momentos extático y
petrificado, con la mirada apagada, como el que acaba de ver un milagro y no
quiere creer a sus propios ojos. Después, recobrándose súbito, se lanzó sobre el
hombre del bastón y sacudiéndole fuertemente por la solapa, le dijo con voz de
trueno:
—¿Y quién es usted, insolente, para pensar en cosa semejante?
—Soy el jefe de orden público de la provincia, y le advierto que si usted
intenta la menor resistencia, haré uso de la fuerza que traigo.
—¿Está usted bien seguro de que es a mi hija a quien viene usted a prender?
—Sí, señor, traigo orden de prender a la señorita doña María Elorza. Ruego a
usted que me la entregue sin pérdida de tiempo.
—Aquí está—dijo María saliendo del hueco del balcón y avanzando hacia el
jefe de los esbirros.
—¡Pero eso no puede ser!—rugió de nuevo don Mariano deteniendo a su hija
—. ¡Este hombre está loco o viene equivocado!
—¿Está usted dispuesta a seguirme?—preguntó el comisario a la joven.
—Sí, señor—contestó ésta con firmeza.
—Pues vamos.
Don Mariano se llevó las manos al rostro y exclamó con un grito de dolor:
—¡Hija mía de mi alma! ¿Qué has hecho?
—Nada que pueda deshonrarme ni deshonrarte—replicó la niña levantando su
rostro hermoso y altivo y saliendo precipitadamente del salón.
Don Mariano fue detenido por todos sus amigos que le habían rodeado; pero
viéndose inmediatamente solo, porque todos, advertidos por un grito de Marta,
acudieron a socorrer a doña Gertrudis, presa de un síncope, se arrojó también
como un relámpago fuera de la sala.

XII

ANTECEDENTES

Algún tiempo antes de los sucesos que acabamos de narrar, los amores de
Ricardo y María, que se habían ido desvaneciendo gradualmente como las notas
de una hermosa melodía, hasta el punto de no saber el mismo Ricardo si
realmente existían o se habían extinguido por completo, si aun era el amante de
la primogénita de Elorza, o si no tenía sobre su corazón otros derechos que los
que se conceden a un antiguo y estimado amigo; estos amores, decimos, habían
cobrado, sin que nadie supiese a qué atribuirlo, repentina e inesperada vida,
como si a una luz próxima a morir por falta de aceite, le echasen alguna buena
cantidad de ese combustible. Todos se mostraban sorprendidos de verlos juntos
charlando como antes, en un ángulo de la sala, larguísimos ratos, abstraídos de
cuanto les rodeaba, habitando en ese rincón del cielo que los amantes encuentran
tan fácilmente lo mismo en la soledad que entre la muchedumbre. A la sorpresa
sucedía la complacencia en los amigos, y a la complacencia las hipótesis sobre la
mayor o menor proximidad de la época del matrimonio y las conjeturas acerca
de los motivos que habían operado tal cambio en la conducta de los novios. Los
maliciosos, guiñando el ojo al decirlo, sostenían que de los tres enemigos del
alma la carne era el más temible, y que Dios había dicho: «crescite et
multiplicamini», y que era tontería oponerse a las leyes de la naturaleza. Las
señoras manifestaban, bajando la vista, que en todos los estados se podía muy
bien servir a Dios y que no eran las más flojas penitencias las que imponían el
cuidado de los hijos, su educación y el gobierno de la casa.
Mas de todas suertes, el hecho era que las cosas habían cambiado sin saber por
qué, y que señoras y caballeros se alegraban de ello, esperando que los ilustres
novios les proporcionasen pronto un día agradable. El regocijo de don Mariano
era tan grande, que se traslucía en los ojos cada vez que los dirigía hacia la gentil
pareja, y mil hermosos ensueños, en que siempre figuraba un enjambre de
nietezuelos rubios y traviesos como lo había sido su hija, venían por la noche a
acariciarle en las soledades de su lecho feudal. Doña Gertrudis, como de
costumbre, encontraba muy bien la conducta de María. He aquí ahora cómo se
había efectuado el suceso.
Cierta mañana, en que el joven marqués de Peñalta se despertó más temprano
que otras veces, observando por el balcón de su cuarto que el cielo estaba limpio
(contra su costumbre inveterada), le vino en apetito el dar un paseo por los
alrededores de la villa, y pensando y haciendo se vistió rápidamente y se echó a
la calle en busca de aire puro. Mas antes de salir del casco de la villa y cruzando
por delante de la casa de Elorza, tropezó casualmente con María, que iba hacia la
iglesia con su doncella. Le dio un salto el corazón y un poco turbado se detuvo a
saludarla. La niña le abocó con aquel gesto alegre y travieso, lleno a un mismo
tiempo de malicia y de candor, que por ser peculiar de su carácter, no había
podido vencer con ningún esfuerzo.
—Tú te habrás levantado temprano, por supuesto, para oír misa.
—¡Oh!, no—repuso Ricardo sonriendo—; salía a dar un paseo por el campo,
que debe de estar muy hermoso.
—Bien, pues hoy no hay paseo; te secuestro y te llevo conmigo a misa—dijo la
niña en tono resuelto y con cierta inflexión de voz adorable. Y acompañando el
hecho al dicho le tomó por la mano y le llevó cogido de esta guisa unos cuantos
pasos.
¡Venturoso Ricardo; qué otra cosa mejor podía apetecer en aquel momento que
verse secuestrado de tan gentil manera! No supo decir palabra en los primeros
momentos; embargole la emoción y una lágrima se deslizó por su rostro honrado
y varonil.
—¡Oh, María, si supieses qué feliz me haces!—le dijo en voz baja y
temblorosa—. Si tú quisieras llevarme, ¿adónde no iría yo contigo? Tú no
puedes comprender lo que ansío que me hables, que me sonrías, que me dirijas.
Busco con afán los medios de agradarte y no los encuentro. Dime con qué puedo
complacerte, con qué puedo deshacer el hielo que seca nuestros amores. Y lo
buscaré aunque sea a costa de mi vida. Si no te quisiera más que a ningún otro
ser de este mundo, tanto como el recuerdo bendito de mi madre, ¡cuánto tiempo
hace que hubiera huido de ti para siempre!... Pero es de tal suerte mi amor, tan
poderoso, tan vivo, tan absorbente, que ha logrado concluir con todo mi
orgullo... y temo que llegue a concluir con mi dignidad—añadió sordamente.
La joven le miró fijamente, agradecida y admirada de tan sincero cariño, y
repuso con jovialidad:
—Por lo pronto, para complacerme, vendrás a misa conmigo, ¿no es verdad?
—Sí, querida mía.
—¿Vendrás mañana también y todos los demás días?
—Sí, hermosa; no deseo otra cosa.
—¡No sabes lo que me alegro, Ricardo!
—¿De veras?
—Sí; te quiero mucho, pero te quiero bueno y piadoso, porque antes que en
todo lo demás debemos pensar en nuestra salvación y en hacer el mayor bien que
podamos en este mundo.
El joven sintiose en aquel momento enternecido, saboreando las gotas de
cariño que su amada dejaba caer sobre sus labios.
Nada hay que haga cambiar tan presto nuestras ideas más arraigadas y nuestros
juicios más firmes como la voz de la mujer querida. Ricardo era un creyente
tibio, como la generalidad de los hombres en nuestra época, que odiaba las
exageraciones y miraba con cierta repugnancia las prácticas religiosas. Pues
bien, por arte de encantamiento, esto es, por arte de aquella voz dulce y de
aquellos ojos más dulces aún, que le miraban con elocuente expresión, se
despojó súbitamente de sus opiniones anticlericales, transformándose en un
decidido campeón del altar y en un fervoroso devoto de todos los santos y santas
de la corte celestial. Pensó con alegría que lo que su novia ejecutaba, después de
todo, nada tenía de censurable; que su piedad y su misticismo eran el reflejo de
un noble y elevado espíritu; que esta misma piedad era la prenda más segura de
su felicidad conyugal, pues la guardaría de las vanidades a que otras mujeres se
entregan después de casadas; que nada tenía de particular que la pobrecita
desease que su novio fuese creyente y devoto, dadas sus ideas acerca de la
salvación eterna, y que en este concepto él había hecho muy mal en contrariarla
de un modo tan obstinado, hiriéndola en lo más vivo de su fe sencilla y
admirable. En fin, concluyó por resolver que él era un bárbaro incapaz de
sacramentos ni de entender los misterios adorables que puede encerrar un
corazón consagrado a Dios, y María una santa que le había sufrido con
demasiada paciencia. Penetrado en parte de esta idea y en parte infinitamente
más grande de la emoción que le produjo la inesperada ternura de su novia,
repuso con acento conmovido:
—Escucha, María..., ya sabes que yo no soy ni he sido nunca un incrédulo... Es
verdad que he mirado con cierta tibieza las prácticas religiosas, pero también
debes saber que éste es un vicio frecuente en los jóvenes y particularmente entre
los militares... Por lo demás, te lo digo con toda la sinceridad de mi alma, jamás
me ha abandonado la fe que mi santa madre me inculcó en la niñez. Aun suenan
en mis oídos sus consejos y aun podría repetir sin equivocarme la multitud de
oraciones que me hacía decir de rodillas sobre la cama a la hora de acostarme...
Esto no se puede olvidar, María..., ¡sería un infame si lo olvidase!... Hoy los
mismos consejos vuelven a salir de unos labios idolatrados... ¿Cómo quieres que
no sea para mí dulce la religión viniendo siempre predicada por los seres a
quienes más he querido y respetado en mi vida?... Sí, hermosa mía, soy religioso
por nacimiento y por convicción, y espero serlo aún más fervoroso con tu ayuda.
Dime lo que quieres que haga en este punto y lo haré... Dime lo que quieres que
piense y lo pensaré... Soy todo tuyo, en cuerpo y en alma...
—Así, así te quiero yo... Pero no has de ser piadoso por amor mío, porque
entonces no tiene mérito alguno, sino por amor de Dios. Los lazos que en este
mundo se establecen, ¿qué valen en comparación del que existe eternamente
entre el Criador y las criaturas? Si me quieres mucho, quiéreme en Dios y por
Dios, como yo te quiero a ti. De otro modo es pecado fijar nuestra atención y
nuestro amor en ninguna criatura.
La emoción y el ardor de Ricardo recibieron un chorrito de agua fría con estas
palabras, pero supieron resistirlo sin menoscabo y siguieron apoderados de su
corazón hasta que llegaron al pórtico de la iglesia. Allí María le dijo, tomando el
agua bendita, que le ofreció con la punta de los dedos.
—Ahora te quedarás debajo del coro a oír la misa; yo me voy a poner cerca del
altar. ¡Cuidado que mires para mí una sola vez! Ya comprendes que eso sería
profanar el templo y en tal caso más vale que no entres.
—No, no te miraré aunque me cueste mucho trabajo.
—Dame tu palabra de que lo harás así.
—Te la doy.
—Bien, pues, adiós..., hasta luego... Espérame a la salida.
Cuando ya se había alejado unos pasos se volvió para decirle, bajando cuanto
pudo la voz:
—Cuidado que cumplas eso... Y que estés con devoción, ¿eh?
Ricardo hizo señal afirmativa mientras se dibujaba en sus labios una sonrisa
feliz.
Desde entonces el marqués de Peñalta acompañó todas las mañanas a misa a la
primogénita de los Elorza, separándose de ella a la puerta de la iglesia y
volviendo a juntarse a la salida. María mostraba recibir mucho placer de este
acompañamiento. En cuanto a Ricardo, no es necesario encarecer la dicha que de
repente cayó sobre él con el cambio efectuado en la conducta de su novia.
Poco a poco la influencia de ésta empezó a pesar de tal suerte sobre su espíritu
que en poco tiempo, como ya él mismo lo había anunciado, se modificaron
notablemente sus ideas y no sólo sus ideas sino también sus hábitos y manera de
vivir. Se hizo más circunspecto de genio y mesurado de palabras, más apacible y
más religioso. Atento a dar gusto a su novia, que le solicitaba a la continua con
súplicas y consejos, comenzó a abandonar las diversiones ruidosas y hasta la
compañía de los demás oficiales de la Fábrica. Se retiraba temprano a casa,
frecuentaba las iglesias y paseaba muchas tardes con algún clérigo; se hizo socio
de varias cofradías piadosas, entre ellas de la de San Vicente de Paul, visitando a
los pobres en compañía de los beatos de la villa y gastando no poco dinero en
donativos para el culto. Por último, después de muchos y sentidos ruegos, hizo
confesión general con fray Ignacio, el confesor de María.
Por más que parezca extraño, debemos declarar que Ricardo, lejos de sentir en
esta nueva vida repugnancia o malestar halló profundos y misteriosos placeres,
que hasta entonces jamás había gustado. El aparato del culto católico, en el cual
había fijado poco la atención, empezó a fascinarle; el dulce recogimiento del
templo, a la caída de la tarde, cuando se puebla de sombras y de murmullos, le
infundía suave desasosiego, cierta ansia especial de un nosequé elevado y
arcano; los olores del incienso y de la cera eran para él como grato beleño que le
adormecían arrastrándole a regiones gloriosas de dicha inmortal; los actos de
caridad frecuentes le producían un dejo agradable y grande bienestar que acrecía
su fe; la humillación del sacramento de la penitencia, que al principio tanto le
repugnaba, llegó a ser un manantial de goces que él mismo no sabía de dónde
procedían ni de qué modo embargaban su alma.
La mañana en que tomó la comunión le dijo su novia al salir de la iglesia:
—Hoy me has causado el mayor placer de mi vida, Ricardo.
El joven marqués sonrió beatamente y repuso en voz baja:
—¿Me quieres más ahora?
—No quiero responderte—replicó la niña con una mueca graciosa—. Después
de comulgar no se debe hablar de ciertas cosas... Esperemos a mañana.
Esperaron efectivamente a mañana, y entonces María le dijo sin rebozo que
aquella conducta virtuosa le incitaba a amarle cada vez más, y que no desmayase
en seguirla si quería verse siempre amado. En nada menos que en eso pensaba
Ricardo, quien se hallaba tan a su placer con el nuevo estado de cosas, que por
ninguna ventaja de este mundo consintiera en variarlo. Así, pues, siguió cada día
con más decisión por la senda que su novia le trazaba, sin hacer caso de las
bromas que los compañeros le daban en la Fábrica, pues que en otros sitios,
como no fuese en su casa, en la de don Mariano o en la iglesia, era difícil echarle
la vista encima.
—¡Me has convertido en un beato!—le decía a veces a su ídolo a modo de
cariñosa reconvención.
—¿Y qué; te pesa, pícaro?
—No, querida, no; me alegro en el alma, porque así he conquistado tu amor...
—¿Nada más que por eso?
—¡Eso es otra cosa!
Digamos ahora (aunque el lector no dejaría de advertirlo) que la fantasía y aun
la inteligencia de María eran superiores a las del joven marqués de Peñalta, y
que en tal supuesto y teniendo presente el profundo cariño que éste la profesaba,
no tenía mucho de sorprendente que defiriese a su parecer y a sus consejos en
puntos en que otros hombres de más instrucción e ingenio ceden con frecuencia
a sus madres y esposas. María, a más de su viva imaginación, estimulada y
enardecida por la continua lectura, poseía un don especialísimo para persuadir.
Su palabra era siempre fácil y pintoresca, ejercitándose con predilección en
convencer a sus amigos cuando trataba de arrancar de ellos algún dinero para los
pobres o para el culto de las iglesias. La rara volubilidad con que pasaba
repentinamente de lo grave y patético a lo jocoso, y mezclaba en una súplica
ardiente la sal de un dicho oportuno, la hacía irresistible. Las cofradías y
sociedades devotas de Nieva no tenían en su seno otro cofrade más activo ni más
poderoso, y contaban con ella en los trances difíciles como con un ángel tutelar
que sabría sacarles del atolladero. Como es de suponer, no poco contribuía a
mantener esta gran consideración, además de las preciosas cualidades morales y
físicas de la joven, la circunstancia de ser hija del caballero más opulento y
respetado de la villa.
Digamos asimismo que en la época en que estos sucesos se efectuaban, el clero
y las tendencias religiosas de nuestro pueblo padecían cierta persecución por
parte del gobierno, depositado a la sazón en manos de los liberales más
extremados y más conocidos por sus ideas heréticas. Esto, como era de esperar,
había excitado vivamente las conciencias timoratas, encendiendo en las
provincias del Norte, más religiosas de suyo y más apegadas a nuestra tradición,
una obstinada y sangrienta guerra civil que amenazaba concluir con el orden
político establecido y de paso con nuestra riqueza y prestigio. Todas las personas
más o menos piadosas y amantes de nuestras tradiciones católicas, todo el que
detestaba la persecución que la Iglesia padecía y ansiaba el reinado de Jesús en
la tierra por mediación de sus ministros, estaba pendiente de tal guerra
formidable donde se debatían, no sólo los derechos más o menos respetables de
un pretendiente al trono, sino también los más caros y augustos intereses de la
religión. Los que frecuentaban las iglesias y se relacionaban con el clero
ligábanse tácitamente contra los herejes del poder, acogiendo con alegría y
comunicándose velozmente las noticias favorables a la causa monárquico-
católica, y llenos de zozobra y tristeza las adversas. En las casas de los
hacendados más ricos, en las sacristías y en las trastiendas de algún comerciante
absolutista leíase en secreto el Cuartel Real, diario oficial del Pretendiente, que
llegaba de vez en cuando entre las piezas de cretona o los paquetes de
macarrones. Celebrábanse con gran pompa funciones de desagravio a la Virgen
por las impiedades vertidas en el Congreso de los Diputados, funciones que en
alguna ocasión terminaron violentamente por la intervención del populacho.
Crecía la devoción al culto, sobre todo al de los Sagrados Corazones de Jesús y
de María, y mucha gente piadosa iba en peregrinación al santuario de Lourdes,
contando de regreso a sus amigos las buenas disposiciones y la sólida
organización que tenían las huestes católicas en las provincias vascas. Algunos
jóvenes de las familias más conocidas de Nieva habían desaparecido de la noche
a la mañana, dándose por seguro que habían ido a engrosarlas. De esto a la
conspiración franca y resuelta hay poco que andar, y en Nieva se anduvo lo que
hacía falta para llegar a la conspiración.
Actuaba dentro de la villa una junta carlista, que celebraba sus sesiones con
cierto misterio y sostenía relaciones estrechas con la junta central, a la que
obedecía, y frecuente correspondencia con el ejército del Pretendiente. Como en
el país, aunque no de tanta monta como en las provincias vascas, existían
bastantes elementos al servicio de la causa católico-monárquica, que bien
aprovechados podían dar por resultado, si no una guerra formal, al menos alguna
agitación conveniente, la junta de Nieva, instigada por la de la capital, decidiose,
después de mucha vacilación y no pocas discusiones, a levantar una partida
dentro del territorio. Los preparativos fueron largos. Comenzaron a principios
del invierno y no terminaron hasta los comienzos de la primavera. Fueron
noticias circunstanciadas a Bayona, vinieron órdenes y planes de conducta, hubo
infinitos cabildeos, mezcláronse algunas mujeres, salieron subrepticiamente
fusiles de la Fábrica, sustraídos por algunos operarios carlistas; hízose acopio de
boinas blancas y polainas; por último, cierta noche salieron al campo como unos
treinta jóvenes, en su mayoría estudiantes y seminaristas, a cuyo frente se puso
el presidente de la junta, don César Pardo, a quien hemos tenido el honor de
conocer al final del capítulo tercero de esta narración. Pasaban de trescientos los
juramentados para salir aquella noche, mas sólo acudió aquel puñado de
valientes, y don César, dando prueba de lo que era, esto es, de caballero firme y
bizarro, no tuvo inconveniente en acaudillarlos, esperando arrastrar con su
ejemplo a los tímidos. Dirigiéronse a la montaña por el valle de Cañedo, pero al
día siguiente una docena de guardias civiles, que salió inmediatamente en su
persecución, los sorprendió en el momento de estar acampados comiendo, y sin
que pudiesen hacer resistencia los trajo para la villa amarrados. La gente que
tuvo noticia del suceso acudió en gran número a esperarlos a la carretera, y
violes desfilar hacia la cárcel, tristes, pero dignos y severos, mostrando en sus
ojos altivos que, a no haber sido víctimas de una sorpresa, hubiera corrido la
sangre en abundancia.
La primogénita de la casa de Elorza, ardentísima devota del culto religioso,
entregada con alma y vida a la divina tarea de santificar su espíritu y salvarlo de
las garras del pecado, incansable trabajadora del campo de la virtud evangélica,
aspirando siempre a una perfección mayor y celosa propagadora de la fe y la
piedad, no podía menos de participar de la indignación que ardía en los pechos
de las personas con quienes más se relacionaba. A sus oídos llegaba muy
aumentado el ruido de los excesos revolucionarios y de las impiedades
diariamente vertidas por las hojas periódicas de la capital, aunque ella jamás
osaba leerlas. Los confesores le encargaban que rogase a Dios en sus oraciones
por el triunfo de la Iglesia y la confusión y arrepentimiento de sus enemigos; las
amigas y compañeras de cofradía la solicitaban para que hiciese con ellas
novenas de desagravio a la Virgen; en no pocas ocasiones le pidieron limosna
para algún sacerdote que yacía en la miseria, y otras veces para las infelices
monjas de algún convento arrojadas de él cruelmente para transformarlo en
cuartel.
Todas estas cosas iban fomentando en su alma entusiasta y ardiente, a par de un
cariño fervoroso a las santas instituciones así perseguidas, profunda aversión a
sus perseguidores y a los impíos que gobernaban contra la ley de Dios. Alguna
vez, arrastrada de su temperamento impresionable, sintió impulsos vehementes
de seguir el ejemplo de Judith, haciendo expiar a algún malvado tan horribles
sacrilegios. Quisiera tener en su mano a los perseguidores de Jesús para
deshacerlos y convertirlos en polvo. Cuando estos ímpetus crueles la cogían,
quedábale siempre una eterna compasión por las inocentes víctimas de las iras de
la impiedad, y un vago deseo de contribuir con su sangre al reinado de Jesús y
María sobre todas las potestades de la tierra. Sintió que en su corazón nacía un
algo que la impulsaba hacia la vida activa, persuadiéndola a que dejase por algún
tiempo las dulzuras de la contemplación por los dolores de la lucha, el reposo,
por el trabajo, el encanto de la soledad por el tumulto; escuchó, como la esposa
del sagrado Cantar, una voz que le decía: «Ábreme, hermana mía, amiga mía, mi
paloma, mi inmaculada; porque mi cabeza está llena de rocío y mi cabellera
mojada por las gotas de la noche.» Vio claramente que su Jesús padecía por las
injusticias de los hombres y que demandaba su concurso, que le pedía una nueva
prueba de amor arrancándola al bienestar que disfrutaba y arrojándola en medio
de los huracanes del mundo.
Pero la hermosa joven vio al mismo tiempo las enormes dificultades que
surgían delante de ella al primer paso que intentara dar, las persecuciones de que
sería objeto y lo extravagante que parecería su conducta aun a las personas que
la amaban. Comprendió su debilidad, tuvo miedo a los amargos dolores que se le
preparaban y respondió como la esposa: «He quitado ya mi túnica; ¿cómo
ponérmela otra vez? He lavado mis pies; ¿cómo mancharlos nuevamente?»
Largo tiempo estuvo luchando consigo misma para apagar la voz que la llamaba
a la vida activa, y convencerse de que ella no serviría de nada a la causa del
Señor, pero fue en vano. A todos sus especiosos argumentos contestaba
vigorosamente la voz haciéndole presente que no debía preocuparse de si su
concurso serviría o no serviría, sino más bien de la voluntad con que lo prestaba;
que Dios se complace muchas veces en mostrar su poder encargando la
consecución de grandes empresas a una humilde y flaca criatura, de lo cual
daban testimonio bien patente la ínclita Juana de Arco, Santa Catalina de Siena,
Santa Teresa y otras egregias vírgenes que realizaron, contra altos poderes de la
tierra, obras portentosas.
Un suceso de poca monta vino a decidir a María. Su tío Rodrigo, marqués de
Revollar, que era uno de los magnates más importantes de la corte del
Pretendiente, teniendo noticia de su acendrada fe y de las relaciones que
mantenía con los partidarios de la monarquía católica en Nieva, le escribió desde
Bayona preguntándole si se prestaría a servir de intermediario de la
correspondencia entre él y don César Pardo, presidente de la junta carlista. María
se apresuró a responder que tendría en ello mucho gusto, y desde entonces
empezó a recibir con frecuencia cartas de su tío, dentro de las cuales venían otras
para don César, que eran, a no dudarlo, el hilo por donde la conspiración carlista
de Nieva se anudaba a las altas esferas de donde partían las órdenes. Y sin saber
cómo, viose comprometida, sin que de ello le pesara, en la causa de los buenos
cristianos que trataban, como a menudo escuchaba en boca de don César y de
otros, de volver a Jesús a su santo trono y arrojar de él a la soberbia y la herejía.
Lejos, pues, de sentir temor ni pesar por esto, crecieron sus ánimos con el
peligro que corría, lo cual fue para ella señal evidente de que el favor del cielo la
acompañaba, y enfrascose cada vez más en la empresa de los conspiradores,
acudiendo a sus reuniones y sirviéndoles con celo y entusiasmo en todo lo que
podía. Cuando la intentona armada de don César, ella fue quien bordó el
estandarte y los corazones de franela que los defensores de la fe llevaban cosidos
al chaleco. Los conspiradores sentían hacia ella grandísimo respeto por la fama
de santidad de que gozaba, y le profesaban profundo cariño por el entusiasmo
con que había abrazado su causa. En algunas de sus asambleas, invitada a emitir
opinión, lo hizo con tanto ingenio y elocuencia, había tal fuego y al mismo
tiempo tanta discreción en sus palabras, que los conjurados vieron en la hermosa
joven un ángel enviado por Dios para sostener su fe y hacerles persistir en sus
grandes propósitos.
Después del fracaso de don César, los carlistas de Nieva quedaron bastante
abatidos, María derramó muchas lágrimas y pidió a Dios con fervor que no
hiciesen prevalecer la iniquidad y la mentira sobre su santa ley y se
compadeciese de los buenos defensores, desterrados y perseguidos a la sazón. Y,
en efecto, Dios, compadecido, permitió que don César y la mayor parte de los
jóvenes que con él fueron desterrados a las islas Canarias, se fugasen en un
vapor extranjero y volviesen de incógnito a su patria, ocultándose en las casas de
los amigos fieles y valerosos. Entonces, los partidarios de la tradición cobraron
algunos bríos y tornaron nuevamente a conspirar, si bien vagamente y sin objeto
determinado. El objeto no apareció hasta después de algún tiempo en que el
bravo y obstinado don César les insinuó la idea de dar un golpe de mano
atrevido que los pusiese repentinamente en aptitud de luchar ventajosamente
contra la escasa tropa que había en la provincia. El golpe de mano que el valiente
cabecilla les propuso, fue nada menos que apoderarse de la Fábrica de armas de
Nieva. Al principio pareció a todos desatinado el proyecto, mas poco a poco, a
fuerza de dar vueltas a la idea, fueron viéndolo menos inaccesible y hasta
empezaron con lentitud y sin gran entusiasmo a preparar los medios de llevarlo a
término. Hallándose en tal estado las cosas, una tarde se presentó María en la
casa donde don César se ocultaba y quiso hablarle a solas. Lo que la joven le
dijo debió ser tan importante y halagüeño, que el viejo cabecilla le dijo con voz
conmovida, apretándole la mano y dándole un beso en la frente:
—Hija mía, usted va a ser nuestra salvación. Dios quiere poner en unas manos
tan delicadas la suerte de muchos valientes y ¡quién sabe si también el triunfo de
la causa!
Volvió a casa la joven y retirose a su cuarto, donde hizo oración largo rato, y
después bajó a la habitación de su madre. No tardó Ricardo en llegar, como tenía
por costumbre. Después de algunos momentos de conversación general, doña
Gertrudis empezó a dormitar y los dos jóvenes se retiraron al hueco de un balcón
a decirse los dulces secretos de todos los días, más dulces y más amables cuanto
más se repiten. María estaba preocupada. Su novio, con la perspicacia del que
ama de veras, lo notó al instante.
—¿Qué tienes hoy?... Parece que estás agitada...
—Me siento triste, Ricardo..., me siento triste como si fuera a sucederme una
desgracia.
—Son los nervios que trabajan demasiado en ti, querida. Los ayunos te
debilitan mucho. Debieras suspenderlos, así como tantas horas de oración, por
algún tiempo... Te están poniendo muy delgada.
—Al contrario, nunca me he sentido tan bien como estos días. No son los
nervios, sino una verdadera tristeza... Es el alma quien padece y no el cuerpo.
—¿Pero tienes acaso algún motivo de disgusto?...
—Tengo un presentimiento.
—¡Bah, quién hace caso de presentimientos!
María guardó silencio y Ricardo también. Era la hora del obscurecer. Ambos
tenían la vista fija, al través de los cristales, en la gran plaza de Nieva, cercada de
soportales, donde los chicos que acababan de salir de la escuela se recreaban
corriendo y chillando. El sol se había retirado ya, dejando sobre el tejado de las
casas consistoriales un gran pedazo de cielo teñido de leve tinta rosada, que
hacia el cenit tomaba matices azules y hacia el horizonte amarillos. Los
habitantes de la villa discurrían por las calles evacuando los últimos negocios del
día y gozando aquel suave crepúsculo, al que no estaban avezados. Los balcones
del café de la Estrella estaban ocupados por algunos parroquianos, que pasaban
su errante mirada por los ámbitos de la plaza. En el balcón de la casa de enfrente,
un niño de ojos azules y blonda y rizada cabellera se entretenía en arrojar con un
canutillo pompas de jabón, que unos cuantos pilluelos desde abajo recibían con
no poca algazara, deshaciéndolas con la gorra y el pañuelo.
Al cabo de un rato, María volviose hacia su novio, y posando en él una mirada
intensa y ansiosa, le dijo con voz que temblaba:
—Ricardo, ¿me quieres mucho?
—¿Cómo me preguntas eso?... ¿No lo sabes bien?
—Sí, sé que me quieres, me has dado ya pruebas de ello..., pero en el amor,
como todo lo que no pasa de este mundo, hay siempre más y menos. Sólo el
amor divino es infinito. El que me tienes ha resistido bien a ciertas pruebas;
¡quién sabe si podrá resistir a otras!
—El amor que te tengo—dijo el joven marqués apoyando la mano sobre el
corazón—tiene fuerza para resistir a todas las pruebas.
—¿A todas?
—A todas.
—¿Y si yo te pidiese la vida?
—¡Bah, bah!—repuso alzando los hombros con ademán desdeñoso—, eso sería
pedir muy poco.
María sonrió con satisfacción, y después de una pausa preguntó tímidamente:
—¿Y si te pidiese el honor..., o lo que vosotros los hombres entendéis por
honor?...—añadió corrigiéndose.
Ricardo se puso levemente pálido y tardó algún tiempo en contestar. Al fin dijo
en voz más baja y con calma:
—El honor, querida mía, no nos pertenece; es un depósito que el cielo pone en
nuestras manos al nacer y del cual nos pide cuenta al morir.
Un relámpago de indignación y desprecio pasó por los ojos de María al
escuchar estas palabras.
—¿Y quién os ha dicho a vosotros lo que el cielo os deja y os pide, y por qué
mezcláis al cielo en cosas que pertenecen muchas veces al infierno?...
Pero, calmándose inmediatamente y comunicando a sus palabras un tono dulce
y persuasivo, añadió:
—Lo que el cielo confía al hombre al nacer nadie puede revelarlo más que la
religión, y ésta nos dice que el hombre cifra no pocas veces su honor en lo que
debiera considerar como su ruina y perdición... Generalmente, lo que el mundo
más aprecia y apetece va contra la ley de Dios. Por eso debemos hacer muy poco
caso de ese pretendido honor con que se disfraza el orgullo y la soberbia. El
verdadero honor del cristiano consiste únicamente en servir a Dios y cumplir sus
santos preceptos... Escucha, Ricardo... Cuando te preguntaba si me amabas
mucho es porque tenía necesidad de saberlo..., de saberlo con entera y absoluta
certeza... Voy a hacerte una confesión, después de la cual, si eres tan virtuoso y
tienes tanta fe como puedo exigir de ti, tal vez me ames más... Si tu fe es tibia y
vacilante y pagas tributo a las frívolas consideraciones mundanas, seguramente
me amarás menos y quizá llegarás a huirme...
—¡Eso nunca!
—Aguarda un instante... Figúrate que tu novia, desechando y aun violando
ciertas reglas que la sociedad exige y traspasando los límites que señala siempre
a la mujer, sobre todo cuando es una niña soltera, se mezcla en asuntos
puramente varoniles..., por ejemplo, en política... Y no sólo se mezcla con el
pensamiento y la palabra, sino que toma en ella una parte activa. Figúrate que
entra en una conspiración y trabaja con ahínco para que triunfe su causa... y pone
en peligro su vida o su libertad para conseguirlo...
—¿Pero tú?
—Sí—dijo con resolución—; yo estoy unida con toda mi alma a una
conspiración..., yo trabajo con todas mis fuerzas por el triunfo de la causa de los
buenos. ¡Bien sabe Dios que no me importa nada que gobiernen unos u otros ni
me ha arrastrado a tal proceder ninguna consideración terrenal! Pero he visto y
estoy viendo maltratada a la religión y sus ministros, estoy viendo en peligro la
salvación de muchas almas, veo todos los días al divino Jesús y su dulce nombre
escarnecidos por los impíos que mandan casualmente en España, poniéndole una
corona de espinas mil veces más dolorosa que la que llevó en Jerusalén... y
siento que sus ojos me imploran y escucho su voz celestial que me solicita para
que afloje un poco aquella terrible corona... ¿Crees tú que debo posponer los
sublimes intereses de la religión, la salud de mi alma y la gloria de Jesús al
pueril temor de desagradar al mundo?
—Yo no sé nada—dijo sordamente Ricardo, abismado en profunda meditación.
—¡Ves cómo tenía razón! Ahora que me he confesado contigo y te he dicho mi
secreto, ya no me quieres y no tardarás seguramente en alejarte de mí y dejarme
abandonada.
La última palabra de la joven hizo levantar vivamente la cabeza a Ricardo,
quien, presintiendo algo grave, repuso en tono malhumorado:
—¿Y qué es lo que te ha movido a confiarme todas estas cosas que tanto
reservaste hasta ahora?
—Ante todo perdóname que no te las haya confiado antes. Eran secretos que
no me pertenecían... Además, recelaba que no pensarías como yo y levantarías
algún obstáculo a mis planes... Pero hoy has variado mucho; eres más piadoso y
amas el nombre de cristiano que posees. Por eso me decidí a abrirte enteramente
mi alma y a poner en tus manos fieles y seguras la vida de muchos hombres
generosos... Yo soy muy débil, Ricardo mío; no soy más que una pobre niña
incapaz de luchar ni de resistir... ¡No me abandones..., por Dios, no me
abandones!...
El joven presintió el peligro mucho más próximo y exclamó:
—¡Acabemos de una vez, María, y sepamos de qué se trata!
—Se trata de un gran merecimiento que puedes contraer para salvarte si
abandonas las nefandas sugestiones del mundo y acudes al llamamiento del
cielo... En esta villa existe un arma poderosa que en vez de servir a Dios, como
todo el mundo debe servir, es un temible auxiliar del demonio. Esta arma es la
Fábrica de fusiles... (María se detuvo un instante, y echando una mirada de
temor a su amante, añadió con voz temblorosa): Tú puedes arrancar al demonio
esta arma para ponerla en manos de Dios, entregando la Fábrica a los defensores
de la religión, y...
Se detuvo otra vez mirando con espanto el rostro lívido y contraído del joven
marqués, que agarrándola del brazo y sacudiéndola fuertemente rugió más que
dijo:
—¿Quién te ha sugerido la idea de proponerme eso?... Respóndeme... ¿Quién
ha sido el miserable, el vil y el canalla que te lo ha aconsejado?... ¡Quiero ir
ahora mismo a arrancarle la lengua! Dímelo, dímelo, María... De ti no ha nacido
ese pensamiento... Tú no has podido pensar que tu prometido, el marqués de
Peñalta, el descendiente de tantos caballeros nobles, un militar pundonoroso y
leal, pudiera escuchar con calma semejante proposición... Tú no has podido
imaginar que el hombre que te adora sea un cobarde traidor a quien sus
compañeros escupirían con razón en la cara... Sólo así te puedo perdonar las
horribles palabras que acabas de proferir... Oye, por Dios, María... En este
momento tengo la cabeza encendida y el corazón helado... Escucho dentro de mí
una voz que me anuncia una gran desgracia. Pues bien, en este momento te digo
que te quiero con toda mi alma..., hasta dar por ti la vida con gusto..., pero si el
amor que te tengo se multiplicase por mil y no cupiese en este mundo, lo
ahogaría, lo apagaría como se apaga una luz..., de un soplo, y me quedaría toda
la vida en tinieblas antes que prestarme a tal villanía... ¡Qué digo!... Si el mismo
Dios bajase a proponérmela y me amenazase con las penas eternas del infierno,
la rechazaría... Preferiría condenarme con los leales a salvarme con los traidores.
María bajó consternada la cabeza. Al cabo de un rato pudo articular
débilmente:
—No me entiendes, Ricardo, ni yo te entiendo tampoco. Para juzgar las cosas
de este mundo nos colocamos en puntos de vista muy distintos. Tú miras por el
cristal de las convenciones establecidas por los hombres y yo únicamente por la
de la ley de Dios. Para ti el renombre de valiente, la fama de leal y de noble es lo
primero. Para mí lo principal es la salvación del alma... Perdóname si te he
ofendido, y que ese honor, al cual rindes tan fervoroso culto, te sirva para no
acordarte de lo que hemos hablado.
Ricardo posó sobre la joven una mirada prolongada y triste. Acababa de
hacerse cargo de que aquella mujer no podía ser suya; que en aquel corazón
idolatrado, henchido de sentimientos misteriosos, quizá grandes y sublimes, pero
incomprensibles para él, ocupaba lugar muy secundario. Una lágrima saltó a sus
ojos y se deslizó temblorosa por sus mejillas.
—Tienes razón, María..., no te comprendo... Mi padre fue un hombre honrado,
y tampoco te comprendería... Mi abuelo fue un militar que perdió la vida
defendiendo a su patria, y tampoco te comprendería... Pero mi padre y mi abuelo
se ofenderían, como yo me ofendo, de que alguno les recordase que debían
guardar los secretos que se les confiaba.
Ambos guardaron silencio obstinado mirando tristemente al través de los
cristales de la gran plaza de Nieva, que las sombras de la noche empezaban a
ocultar. Los transeúntes se retiraban a sus casas con paso tardo y perezoso.
Algunas luces brillaban ya en el fondo de las viviendas. Los pilluelos, que
recibían afanosos las pompas de jabón que el chico de la casa de enfrente les
arrojaba, habían desaparecido, y aquél, harto de soplar por el canuto, concluyó
por dejarlo en el suelo, así como la taza del agua, poniéndose a hacer muecas a
Ricardo y María. Pero éstos, graves y rígidos, no le hicieron caso como otras
veces, y el niño, sorprendido de hallarlos tan serios, quedose también inmóvil
mirándoles fijamente con sus claros y hermosos ojos de querubín.

XIII

EN QUE SE NARRAN LOS TRABAJOS DE UNA VIRGEN CRISTIANA

El comandante general que la vacilante república española tenía en la provincia


de... era bastante bárbaro (dicho sea sin ánimo de inferirle agravio, pues todo
hombre tiene derecho a ser lo bárbaro que juzgue conveniente dentro de la sana
moral y las buenas costumbres). Lo primero que hizo, así que tuvo noticia por un
soplo de que los carlistas de Nieva preparaban una algarada (así la llamaba él) e
intentaban nada menos que apoderarse de la Fábrica de armas, fue llamar al
comandante Ramírez y decirle:
—Necesito que antes de una hora salga usted con dos compañías y
acompañado del inspector de policía para Nieva; y en cuanto llegue usted allá
me prenda usted y me traiga amarrados codo con codo, ¿lo entiende usted bien?,
amarrados codo con codo, a todos los individuos que van apuntados en ese
papel.
—Está bien, mi general.
—Para custodiarlos no hace falta más que media compañía. Usted, con lo
restante de la fuerza, se pone a las órdenes del coronel director hasta que yo
disponga otra cosa.
—Está bien, mi general.
Cuando el comandante Ramírez, después de hacer su saludo, salía por la puerta
del despacho, el brigadier volvió a llamarle.
—Oiga usted, Ramírez, ¿cómo le he dicho que trajese a los presos?
—Amarrados codo con codo, mi general.
—Perfectamente. Vaya usted con Dios.
La noche en que las dos compañías llegaron a Nieva era la señalada por los
amigos de don César para dar el grito de guerra y apoderarse de la Fábrica. La
conspiración estaba bien tramada. A la una de la madrugada debían reunirse
cincuenta hombres en la huerta de un rico hacendado carlista y otros cincuenta
en la bodega de otro para proveerse de armas y uniformes. A las dos en punto
marcharían todos hacia la Fábrica, cuya guardia, encomendada a la sazón al
joven marqués de Peñalta, no pasaba de veinticinco hombres, y la atacarían
ostensiblemente por las puertas, mientras otros escalarían por detrás las tapias.
Una vez dentro, se apoderarían rápidamente de los fusiles construidaos,
cargándolos sobre mulos, que también estaban preparados, pegarían fuego a los
talleres y se saldrían a toda prisa de la población. Para cuando fuesen atacados
contaban llevar ya quinientos o seiscientos hombres bien provistos de armas y
municiones. Don César no dudaba del buen éxito de su atrevida empresa; pero el
maldito soplo tradicional en todas las conspiraciones habidas y por haber, vino a
dar al traste con los proyectos del bravo caballero.
A las once de la noche el comandante Ramírez y el inspector de policía tenían
presos ya a todos los individuos de la junta y a diez o doce de los más
caracterizados carlistas de Nieva, los cuales, amarrados y custodiados por media
compañía, según las prevenciones del comandante general, esperaban debajo de
los soportales del Ayuntamiento la orden de marcha. La única mujer que iba
entre ellos era María. En vano don Mariano, con lágrimas en los ojos, suplicó al
jefe de la fuerza que le permitiese llevarla en un coche. El comandante Ramírez
manifestó que sentía muchísimo no poder complacerle y que lo único que en su
obsequio haría era llevarla suelta y aguardar unos instantes a que le trajesen
calzado fuerte y ropa de abrigo, exponiéndose por ello a incurrir en las iras del
general, que era... (Aquí el comandante Ramírez hizo uso del adjetivo que ya
hemos tenido el honor de emplear.)
Al fin se dio la orden y el teniente emprendió la marcha con los presos. Don
Mariano no quiso dejar a su hija. Aunque no llovía en aquel momento, la noche
estaba muy húmeda y el piso, según acusaban las polainas de los soldados,
verdaderamente asqueroso. En la villa se hallaban ya casi todos al corriente de lo
que pasaba, y muchos bultos negros, silenciosos, ocupaban los balcones,
sacándose los ojos para ver cómo desfilaban los presos. Al pasar por cierta calle
una voz irritada de mujer gritó desde un balcón:
—¡Infames, ya las pagaréis todas en el infierno!
Los soldados levantaron la cabeza y tornaron a bajarla, prosiguiendo
silenciosamente su marcha, cuyo rumor acompasado infundía tristeza y miedo.
Todos ellos sentían sobre sus roses una continua descarga de miradas de odio,
que, a pesar de no merecer, recibían con la resignación del que está avezado a
padecer injusticias. Pronto dejaron las últimas casas del pueblo y entraron en la
carretera, cuyo primer trozo estaba guarnecido de altos álamos.
El cielo seguía negro y espeso, envolviendo en tinieblas a la tierra. Apenas se
percibían los bultos de los árboles cercanos y los de tal casa que otra de labranza
construida al borde de la carretera. Los pies de los viajeros no producían el ruido
seco que cuando caminaban por el empedrado de la villa, sino un chapoteo aún
más triste. El teniente, que era un mancebo de veinte años, bastante simpático,
dio la orden de colocarse en dos filas, dejando a los presos en el medio. Después
se acercó a ellos, y, preguntándoles si se les ofrecía algo, disculpose con frases
corteses de llevarlos atados; pero ya debían tener noticia de que el general era
bastante... (El joven teniente hizo uso del mismo adjetivo que su comandante y
que nosotros, los primeros, hemos echado a volar.) Los presos murmuraron las
gracias encerrándose en un silencio digno. Al poco rato comenzó a llover
fuertemente. Don Mariano, que no había cruzado la palabra con su hija, abrió el
paraguas apresuradamente para taparla y la estrechó largo rato contra su corazón,
murmurándole en el oído:
—¡Hija mía, qué trago tan amargo me haces pasar!... Embózate bien... ¿Tienes
frío? ¡Oh, me las pagará ese bruto!... Iré a Madrid a ver al ministro de la Guerra
y conseguiré mandarlo a un castillo. ¿Te entra el agua por algún sitio, corazón
mío? ¿Quieres mi impermeable?... ¡Mandar traer atada a mi hija!... ¡Ah,
grandísimo puerco! ¿De qué cuadra te habrá sacado este gobierno de sainete?...
Si te pones enferma, le mato irremisiblemente... Pero a ti, mentecata, ¿quién te
ha metido en estos líos de conspiraciones sin mi permiso?... ¡Si no te hubiese
dejado arrastrar tanto los zapatos por las iglesias, a estas horas no estaría
pasando tales amarguras! ¿Qué tienes tú que ver con los carlistas ni con los
republicanos?... Una niña bien educada se está en su casa quietecita, cuidando de
las camisas de su padre y haciendo calceta..., ¿estamos?..., y haciendo calceta...
¡Canalla! ¡Miserable! ¡Mandar traer atada a mi hija!... ¡Si le veo no respondo de
no echarle las manos al cuello!...
—Cálmate, papá..., cálmate, por Dios... Voy perfectamente... Cuando se sufre
por Dios, el sufrimiento se convierte en placer. Nunca me he sentido tan bien
como en este momento... y es porque advierto en mi alma el consuelo de haber
hecho algo por restablecer a Jesús en su santo reino... Lo único que me hace
padecer es verte disgustado... ¡Ay, papá, cuánto daría porque tu fe fuese tan viva
y ardiente como la mía, para que despreciases todos los dolores de la tierra y
marchases tranquilo y contento como yo marcho adonde Dios quiera llevarme!
Don Mariano sintió que un torrente de palabras irritadas y coléricas se le
agolpaban a la garganta, pero no pudo darle salida. Lo único que hizo fue echarle
el impermeable encima a su hija, dejando escapar una especie de gruñido de
elocuencia conmovedora.
Cesó de llover al fin. Sintiose un leve soplo de viento ábrego y la espesa capa
del cielo comenzó a enrarecerse despidiendo tenue y escasa claridad, que hizo
resaltar las siluetas de los soldados y los árboles y los enormes bultos de las
montañas que cerraban el valle. El silencio en la comitiva era sepulcral. Los
presos no cambiaban entre sí palabra alguna, devorando su rabia y tristeza. En la
campiña tampoco se escuchaba ninguno de los gratos ruidos que acrecientan el
misterio de la noche y llenan el alma de suave melancolía. Sólo al pasar por
delante de alguna casa se oía dentro el gruñido amenazador de un perro que
protestaba contra el desfile de la tropa a hora tan inusitada y tal vez que otra el
no más dulce murmullo del sargento Alcaraz, que maldecía de la noche, de su
suerte y de la madre que le había parido.
El viento siguió soplando cada vez más vivo; un viento tibio y húmedo que los
presos encontraban asaz siniestro. Los árboles que bordaban las orillas de la
carretera se retorcieron angustiados, dejando caer toda el agua de que estaban
cargados. En la escasa claridad del cielo comenzaron a resaltar los bultos de
grandes nubarrones negros que rodaban velozmente por la atmósfera cual si
viniesen perseguidos de cerca por algún monstruo de la noche. Detrás de estas
nubes no se percibía el azul oscuro del firmamento, sino un espeso manto gris
que parecía impenetrable. No obstante, el viento, cuyo ímpetu iba siempre en
aumento, logró desgarrarlo, al fin, por algunos sitios, formando gratos agujeros,
en el fondo de los cuales se percibía el suave fulgurar de alguna estrella. Las
grandes nubes negras venían a taparlos; pero el manto se desgarraba por otros
parajes a toda prisa y las diminutas estrellas tornaban a hacer guiños amables a la
tierra. Al cabo, una gran luz argentada bañó súbitamente toda la campiña. La
luna había aparecido entre dos nubes, bella y esplendorosa como una virgen que
abre las ventanas de su aposento. Mas apenas hubo echado una mirada curiosa a
nuestra comitiva, cuando los nubarrones se estrecharon, poniendo venda a sus
ojos y dejando a la tierra triste y sombría. De nuevo volvió a aparecer en lo alto
y otra vez tornó a ocultarse, mirando resbalar por delante de sí una legión
presurosa de nubes de todas formas y tamaños que volaban a regiones
desconocidas. En el espacio de media hora presentose y ocultose un número
incalculable de veces, ofreciéndose a los ojos de los viajeros como un navío
presto a sumergirse en aquel océano inquieto y tenebroso.
Por último, sosegó la tempestad del cielo. Poco a poco habían ido
desapareciendo detrás de las montañas los espesos nubarrones que manchaban la
faz del firmamento. Unos cuantos que habían quedado rezagados y que a largos
intervalos, cruzando por delante de la luna, sumían a la tierra en las tinieblas,
también traspusieron los picos de las montañas. Y quedó el firmamento sereno y
límpido, desplegando su oscuro manto tachonado de estrellas. La luna trazaba un
círculo luminoso a su alrededor, en el cual, como reina orgullosa, no permitía
brillar ningún otro astro. El dilatado valle pareció estremecerse suavemente de
placer al sentir el beso de la luz. Y de sus bosquecillos de naranjos, y arroyos
sosegados y blancos caseríos esparcidos aquí y allá dejó escapar millones de
reflejos que se perdieron con dulce misterio en el aire. En ciertos parajes se
extendían grandes sábanas argentadas donde se percibían con admirable claridad
las siluetas de los árboles y vallados; en otros se acumulaban las sombras
protegiendo el sueño de las plantas. El anchuroso valle así iluminado ofrecía un
aspecto de lago dormido.
Después de caminar bastante tiempo por el medio, nuestra comitiva tocó en las
montañas que lo cercaban. Era necesario trasponerlas para entrar en la campiña
que rodea a... La carretera penetraba por los sitios más accesibles, ciñendo el
costado de uno de los montes con declive bastante pronunciado. El horizonte se
estrechaba de modo extraordinario. Al comenzar la subida, el teniente mandó
hacer alto delante de un enorme mesón situado al pie de la carretera, y haciendo
llamar al dueño le obligó a levantarse y a servir vitualla a la tropa. Los presos
entraron en la casa y descansaron buen rato. Y otra vez emprendieron la marcha
subiendo con calma el áspero repecho.
La briosa vegetación del valle había desaparecido. Los montes, que se cerraban
cada vez más, dejando apenas paso a la carretera, estaban vestidos únicamente
de helecho. De vez en cuando se tropezaba con el agujero de alguna mina de
carbón, abierta sobre el camino. Don Mariano no pudo resistir a la tentación de
hablar del ferrocarril de Nieva, y se acercó al teniente mostrándole por dónde iba
el trazado de Sotolongo y explicándole ampliamente las ventajas que llevaba
sobre el de Miramar. El piso estaba bastante más enjuto a causa de la pendiente,
y la luna seguía desde lo alto esclareciendo la ruta, posando su dulce y tranquila
mirada sobre los viajeros. Oyéronse los acordes de una guitarra. ¡Cuándo dejó de
sonar la guitarra en una marcha de soldados españoles! Y una voz de timbre
varonil, con acento del Mediodía, cantó:
Como cosita propia
te miraba yo,
te miraba yo;
pero quererte como te quería,
eso se acabó,
eso se acabó.
Cuatro o cinco soldados esparcidos en distintos puntos acusaron también su
origen meridional, gritando al concluirse la estrofa: «¡Olé, olé!» Aquella
canción, nacida en el ardiente suelo de Andalucía, fue una varilla mágica que
ahuyentó la tristeza de los corazones. Las montañas severas, poseídas de súbito
enternecimiento, hicieron resonar la voz del soldado, conduciéndola muy lejos al
través de sus gargantas y quebraduras. Entabláronse animadas conversaciones en
la tropa que se suspendían cada vez que el soldado andaluz lanzaba al aire una
copla. Los presos continuaban en su obstinado silencio.
Todos marchaban perezosamente, con la boca entreabierta, gozando, sin darse
cuenta, del cambio favorable que la noche había experimentado. De pronto, al
salvar una de las numerosas revueltas de la carretera, en el sitio más fragoso de
la divisoria, oyose el disparo de un fusil. Un soldado vino a tierra. Casi al mismo
tiempo el grito formidable de ¡Viva Carlos Séptimo! fue lanzado al espacio. Al
levantar la cabeza vieron todos no a mucha distancia y en pie sobre una de las
rocas que dominaban el camino, a un hombre de grandes bigotes blancos vestido
con zamarra y boina. Los presos reconocieron inmediatamente en él al
presidente de la Junta, don César Pardo. El teniente ordenó en batalla a la tropa
temiendo una emboscada, y mandó hacer fuego; pero la descarga no dio
resultado. Disipado el humo, tornaron a ver a don César cargando tranquilamente
su arma. Al dispararla, gritó otra vez con más fuerza:
—¡Viva Carlos Séptimo!
—¡Mal rayo te parta, viejo zorro, me has destrozado un brazo!—exclamó el
sargento Alcaraz llevando la mano a la herida.
—¡Segunda fila, apunten, fuego!—dijo el teniente.
Tampoco se consiguió nada. Don César disparó de nuevo, gritando:
—¡Viva la religión!
Entonces el teniente ordenó con voz colérica:
—¡Fuego a discreción!
Un tiroteo incesante partió de la media compañía formada en batalla. Pero el
solitario enemigo ni huía ni caía. En pie sobre la roca, sin intentar siquiera
guarecerse detrás de alguna piedra, seguía cargando y disparando su arma,
repitiendo siempre con voz terrible:
—¡Viva Carlos Séptimo! ¡Viva la religión!
Raro era el disparo que no ocasionase alguna baja en la tropa. La luna
iluminaba su rostro altivo y feroz surcado de arrugas.
—¿Me conocéis?—gritó sin dejar de hacer fuego—. Soy don César Pardo,
cristiano viejo y carlista de los pies a la cabeza.
—¡Eres un ladrón!—contestó un soldado.
—Oye, chiquito; te tiembla mucho el pulso y tus balas pasan muy lejos.
—¡Allá va ésa!
—¡Nada..., no has acertado!... Si trajese diez hombres conmigo, ¡cómo
correríais todos, falderillos!
—Haced lo que queráis, muchachos... ¡A matar ese perro!—gritó el teniente en
el colmo de la irritación.
Los soldados se lanzaron veloces a la montaña y se pusieron a treparla con la
agilidad de gatos monteses. La rabia de que estaban poseídos redoblaba sus
fuerzas. Pero al mismo tiempo el teniente, que había arrebatado el fusil a uno de
los soldados, disparó sobre don César y le volcó.
—Basta, muchachos..., volveos..., ya cayó el milano—tornó a gritar con acento
de triunfo.
—¡No tiene más que una pata herida!... ¡Todavía le queda el pico!—repuso el
cabecilla con voz ronca.
Y, en efecto, con el muslo atravesado consiguió incorporarse y cargar su fusil,
que disparó inmediatamente sobre los que subían. Éstos lanzaban rugidos de
cólera mientras se iban agarrando a los helechos o hincaban las uñas en el musgo
para trepar más presto.
—¡Venid, venid, cobardes!—decía don César trasportado también por el furor
—. Venid a aprender a pelear... ¿Veis cómo se bate un oficial carlista?... ¿Veis
cómo vale por cincuenta republicanos?... Contad mañana vuestra hazaña al
general Bum Bum que os ha enviado... ¡Que os den la cruz laureada, valientes!
¡Allá va ese tiro por don Carlos!... Ya sé que lleváis una niña presa, bravos
soldados de la república... Allá va ese otro por doña Margarita... ¿Te ha sabido
mal la peladilla, muchacho?... ¡Oh, me alegro que ya estéis aquí! ¡Viva Carlos...!
No pudo acabar. Un soldado, que había llegado a la cima, le puso el cañón del
fusil en la frente, y le deshizo la cabeza, diciendo:
—¡Muere, cochino!
Lo mató sin hacer caso de las voces de sus compañeros, que gritaban:
—¡Déjamelo a mí; déjamelo a mí!
Al llegar con las mejillas pálidas y los ojos inyectados, todos dispararon sobre
el cuerpo inanimado del terrible cabecilla, que pronto quedó espantosamente
destrozado. Una vez concluido aquel acto de barbarie, engendrado por la cólera,
los soldados quedaron silenciosos. Calmada la irritación, se hicieron cargo de
que habían luchado contra un hombre solo y no quedaron satisfechos de sí
mismos. A su despecho se sentían poseídos de admiración.
—¡Tenía agallas el viejo!—dijo uno, limpiándose unas gotas de sangre que le
habían saltado a la cara.
—¡Bien reñido estaba con la vida!—manifestó otro.
—La verdad es, muchachos, que uno por uno este viejo se hubiera tragado a la
media compañía con trapos y todo—concluyó por apuntar un tercero, sin que
nadie protestase.
En la tropa habían resultado cinco heridos. Colocáronlos como pudieron en
andas improvisadas y emprendieron nuevamente la marcha. Lo mismo los
soldados que los presos caminaban silenciosos y tristes, profundamente
impresionados por el trágico suceso que acababa de ocurrir. El cielo seguía tan
plácido y sereno como antes, y en medio de él la luna, que acababa de alumbrar
con su luz tibia y poética aquella lucha desigual, seguía esparciéndola sobre la
comitiva, que ascendía lentamente por la carretera y sobre el lívido y destrozado
cadáver que dejaban atrás, encima de la roca. Las luchas, las alegrías, los dolores
de estos pobres diablos que nos movemos por la tierra, ¡qué valor tienen, qué
significan ante la paz augusta de los cielos! Para ellos lo mismo pesa la caída de
un imperio que la de una hoja, lo mismo suena el suspiro de una niña enamorada
que el estertor de un moribundo. «La naturaleza es sorda—dijo el gran Leopardi
—y no sabe compadecer.»
Pero María caminaba con los ojos clavados en el firmamento, mirándolo de un
modo muy diverso. Allí donde el poeta no encontraba sino una voluntad ciega
incapaz para el bien, la piadosa niña veía un Dios providente y misericordioso,
tan misericordioso como terrible, que acogía en su seno a los buenos y mandaba
a los malos a penar eternamente; un Dios que, como nosotros, se ablandaba con
las súplicas y las lágrimas. Sintiose conmovida pensando en la suerte que
correría ante la justicia divina el alma del que acababa de expirar, y por un
movimiento vivo y espontáneo de su corazón, dijo con alta y sonora voz:
—Por el alma del difunto don César Pardo: «Padre nuestro que estás en los
cielos, santificado sea tu nombre; venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así
en la tierra como en el cielo.»
Los presos contestaron rezando con fervor. Algunos soldados hicieron lo
mismo. Después siguieron caminando en silencio, sin que se escuchase más que
el ruido de su fatigosa respiración, y tal vez que otra las quejas de los heridos, no
muy bien acomodados en sus parihuelas. Salvaron, al fin, el punto más alto de
los montes divisorios y comenzaron a bajar hacia el extenso valle de... Rayaba
ya el alba en los confines del Oriente. El oscuro azul del cielo por aquel lado se
desvanecía en una claridad pálida y triste que borraba también el centelleo de las
estrellas. Los viajeros sintieron un vientecillo fresco y desagradable. Muy pronto
se extendió una gran franja dorada sobre las colinas de Levante, y la comitiva
pudo contemplar a su placer el dilatado valle que tenía a los pies. Algunos
jirones de niebla se alzaban lentamente del fondo de los arroyos que lo surcaban,
y allá, al Occidente, una gran cortina de montañas negras, en cuyas cimas aun
blanqueaba la nieve, cerrábalo bruscamente arrojando sobre él un manto de
sombra. A pesar de esta sombra, los ojos de los viajeros, conocedores del
terreno, distinguieron en la misma falda de la negra cortina la aguja de la torre de
la catedral. Los presos y sus custodios llegaron al llano y atravesaron el valle de
un cabo a otro, empleando en ello mucho tiempo, a causa principalmente del
cuidado que exigían los heridos. Por último, tocaron a las ocho de la mañana en
las primeras casas de los arrabales de...
Los habitantes de la capital habían tenido noticia del repentino golpe que su
gobernador militar había dado a los carlistas de Nieva, y una gran muchedumbre,
reunida en las calles, esperaba impacientemente para ver desfilar a los presos.
Estaba compuesta en su casi totalidad por lo que durante el período
revolucionario se llamó pueblo soberano, esto es, por todos los pilluelos y
ganapanes de la ciudad, a los cuales se agregaban algunas personas dignas,
aunque ociosas, y casi todas las comadres de los arrabales.
Al ver de lejos la comitiva, la multitud se agitó tempestuosamente, y hubo un
sordo clamor general:
—¡Ya están ahí, ya están ahí! Dicen que tenían preparado para esta noche el
asesinato de todos los liberales de Nieva. ¡Ah, tunos! ¡Gracias que han caído
antes en la ratonera!
—Hay que desengañarse—manifestó un gordo y colorado caballero de aspecto
bonachón—, todos los carlistas son unos pillos o unos tontos. Yo no emplearía
con ellos otros medios que el exterminio..., ¡el hierro y el fuego!
—Vamos a cantarles el trágala cuando pasen—dijo un chico desarrapado a
otros dos elegantes que le acompañaban.
La gente avanzó cuando ya los tuvieron cerca, poniéndose los que pudieron en
pie sobre el pretil de la carretera. Al ver los heridos y al tener noticia por las
breves palabras de algún soldado del incidente de don César, los curiosos
ciudadanos se creyeron en el caso de indignarse, y contentándose al principio
con manifestarse unos a otros sus pensamientos hostiles, concluyeron por
vomitar furiosas injurias contra los presos, apostrofándoles en voz alta, como si
todos hubieran recibido de ellos algún agravio. De esta suerte continuaron
escoltándoles por las calles de la población, creciendo siempre su furor e
indignación, hasta querer pasar a vías de hecho. Los presos caminaban con la
cabeza baja y el rostro encendido.
—¡Ah, hipócritas, comesantos!—les decía uno—. ¡Cuándo será el día en que
os vea ahorcados!
—¡Míralos cómo bajan la cabeza esos malditos! ¡Si nos tuvieran entre sus uñas
ya estarían más contentos los muy arrastrados!
—¡Gritad ahora viva Carlos Séptimo, tunantes!
Pero con quien más se ensañó el furor popular fue con María. Ni su juventud,
ni su belleza, ni su debilidad fueron parte a librarla de feroces y asquerosos
insultos.
—¿Quién es la mujer que viene entre ellos? Dicen que es una santa.—¡Sí, una
santa que anda suelta!—¡Oye, muchacha, si buscas novio, aquí tienes uno!—
¡Qué falta de algunas docenas de azotes!—¡Mira qué ojillos hipócritas pone la
pendanga!
Comprenderáse fácilmente en qué estado de aturdimiento, furor, angustia y
exaltación pondrían al noble don Mariano Elorza estas groseras frases que se
veía obligado a escuchar. En su impotente rabia mordíase las manos y se tapaba
los oídos, temiendo que la sangre le cegase y llegase a cometer algún delito que
comprometiera la vida de su hija.
Como ya dijimos, la muchedumbre, no contenta con prodigarles injurias, trató
asimismo de arrojarse sobre ellos brutalmente. Un chicuelo dio la señal
lanzándoles un pedazo de naranja. Otros muchos siguieron su ejemplo, y cayó
sobre los desgraciados una granizada de proyectiles más sucios en verdad que
mortíferos. Sin embargo, un tallo de berza lanzado con fuerza vino a dar en el
rostro de María y la hizo sangrar por los labios.
¡Oh!, entonces el furor del infeliz don Mariano estalló terrible y alborotado
como el del mar en momentos de borrasca, como el de un volcán en erupción. Su
atlética figura cayó sobre el grupo de curiosos que tenía más cerca y lo deshizo
del primer empuje, volcando a los hombres por el suelo cual si fuesen de paja.
Los que quedaron en pie huyeron, sin esperar la segunda arremetida. El señor de
Elorza quiso internarse por la muchedumbre, pero encontrando resistencia por lo
apretada que estaba, echó las manos al cuello al primer ganapán con quien
tropezó, y lo hubiera asfixiado seguramente a no haber intervenido los soldados,
que sujetaron por detrás al irritado padre. Su ira entonces se deshizo en palabras
desbordadas y frenéticas que impusieron silencio a los rumores de la plebe.
—¡Canalla!, ¡vil canalla!, ¡cobardes, miserables!... Si no me sujetasen, os iría
arrancando la lengua uno a uno... Habéis herido a mi hija... ¿No sabíais que era
mi hija, pillos? ¡Aquí demostraréis vuestro valor! ¿Por qué no vais a Navarra a
combatir con los hombres armados, y atacáis ahora a los indefensos?... ¡Porque
sois unos cobardes..., una chusma indecente, que se debe esparcir a latigazos!...
Si hubiese entre vosotros alguna persona digna de medirse conmigo, que salga
para que le escupa en la cara... ¡Déjenme ustedes, déjenme ustedes, por Dios,
matar a alguno de estos granujas que han herido a mi hija! ¡Déjenme ustedes,
señores; por Dios, me dejen ustedes!...
Don Mariano forcejeaba por desasirse de los brazos de los soldados. Los
curiosos, que habían retrocedido ante su empuje, viéndole sujeto y repuestos del
susto, volvieron hechos basiliscos, arrojando espumarajos por la boca.
—¡Este vejestorio está insultando al pueblo!—¡Es un carcunda rabioso!—
¡Vaya una vergüenza que así se insulte al pueblo!—¿Por qué no matáis a ese
bribón?—¡Matarlo, sí; matarlo!—¡Matarlo! ¡Matarlo!...
Y la muchedumbre se fue acercando, aunque lentamente, a la tropa como un
océano de olas hinchadas y amenazadoras, y hubiera dado buena cuenta de don
Mariano y los presos a no haber impedido el teniente tal acto de barbarie,
gritando con voz entera:
—Compañía..., preparen..., ¡ar...!
Entonces las olas hinchadas se deshincharon como por ensalmo. La voz del
teniente fue el... Sed motos prestat componere fluctus de Neptuno. El pueblo
soberano volvió grupas, y diciendo para sus adentros, ¡sálvese el que pueda!, se
dio a correr en todas direcciones, cayendo aquí y levantándose más allá. Y es
fama que su majestad corrió tanto y tan bien que en menos de tres minutos
desaparecieron de la puntería de los soldados.
Gracias a ello los presos continuaron tranquilos hasta la cárcel, donde
preventivamente los alojaron en una gran sala bastante sucia, con pavimento de
madera agujereado de los ratones por no pocos sitios. A María se le concedió un
cuarto independiente, de relativo aseo y comodidad.
La hora designada para comparecer ante el Consejo de guerra fueron las doce,
y cuando sonaron se les trasladó perfectamente custodiados a un salón bien
decorado del cuartel, donde aquél se hallaba reunido. Los oficiales que lo
componían estaban sentados detrás de una larga mesa, vestida de damasco
encarnado, debajo de un dosel de terciopelo que, en otro tiempo, cuando no
estábamos en república, había servido para dar realce y prestigio al retrato del
monarca. Se hallaban presididos por el gobernador militar, quien se había
empeñado en llevar de un modo rápido y violento el asunto. Quería escarmentar
duramente a todos los conspiradores, o lo que es igual, no dejar títere con
cabeza, según sus propias palabras. Era un hombre rechoncho, con grandes
mofletes y exiguo bigote; gran traza de lo que ya hemos dicho y con nosotros el
comandante Ramírez y el teniente de la escolta. Los demás oficiales no ofrecían
absolutamente nada de particular en sus rostros: facciones abultadas, ojos
negros, bigotes retorcidos, perillas puntiagudas, fisonomías vulgares en un todo,
aunque varoniles. Se comprendía a primera vista que les venía muy ancha la
toga. Cuando los presos llegaron, las puertas y los alrededores del cuartel
estaban invadidos por numeroso público, no tan grosero y soez como el de la
mañana. Lo componían personas de más categoría, estudiantes en su mayor
parte, hidalgos y empleados. Este público guardó prudente y compasivo silencio
al verlos entrar.
Fueron introducidos uno por uno en la vasta sala del Consejo. El capitán que
hacía de fiscal les fue tomando declaración con los documentos justificativos de
la delincuencia a la vista. Los individuos de la junta carlista de Nieva fueron
deponiendo como mejor les convenía, negando la mayor parte de los hechos,
afirmando sagazmente otros y haciendo, en fin, todo lo posible para salir
absueltos. El mofletudo general se enfureció no pocas veces durante el curso de
las declaraciones, cortando la palabra al fiscal para apostrofar duramente a los
conspiradores y amenazarlos con fusilarlos interinamente si no declaraban todos
los pormenores y ramificaciones de la conjuración; pero no consiguió gran cosa
con sus bravatas. Cuando tocó el turno a María sonrió sarcásticamente, y dijo
con burda ironía:
—Tenga usted la amabilidad de acercarse, señorita, y de contestar a las
preguntas que este caballero capitán va a dirigirle.
—¿Cómo se llama usted?—dijo el fiscal.
—María de Elorza y Valcárcel.
—De, dee, dee—murmuró el general—. ¡Siempre los mismos humos
aristocráticos!
—Se le acusa a usted de servir de intermediaria en la correspondencia entre el
marqués de Revollar, ministro y consejero del Pretendiente, y el cabecilla don
César Pardo, desterrado hace poco tiempo, por virtud de sentencia firme del
Consejo de guerra, reunido en catorce de marzo. Además, se le acusa a usted de
haber asistido y tomado parte en varias reuniones que los conspiradores de Nieva
han celebrado con asistencia del mismo fugado cabecilla y de otros varios reos
políticos. En estas reuniones usted ha usado de la palabra alentando a la rebelión
y suministrando ideas para que lograse éxito feliz. Se dice que usted ha bordado
el estandarte para los facciosos y que ha ocultado boinas y polainas en su casa y
también que ha facilitado dinero a los conjurados...
El fiscal dejó de hablar. Hubo unos instantes de silencio. El general dijo con
impaciencia:
—¡Vamos..., conteste usted! ¿Son ciertos los hechos de que se la acusa?
María, con la mirada serena, clavada en el rostro ceñudo del presidente, y con
tono firme y reposado, respondió:
—Todo cuanto acaba de manifestar el señor fiscal es la pura verdad, y de ello
me felicito ardientemente. Es verdad que he servido de intermediaria en la
correspondencia entre mi noble tío el marqués de Revollar y el bravo don César
Pardo (que Dios tenga en gloria). Es cierto que he asistido a reuniones donde se
conspiraba contra el impío gobierno que hoy existe y que he procurado con mi
torpe palabra alentar a los conjurados al combate, y es cierto igualmente que he
bordado el estandarte y otras prendas para los defensores de la fe. También es
verdad que les he facilitado el dinero que pude, pero no es exacto que haya
ocultado solamente en casa de mi padre boinas y polainas; he ocultado también
armas, fusiles con sus bayonetas y municiones.
Los oficiales del Consejo quedaron estupefactos. El mismo general, a pesar de
su temperamento colérico, permaneció algunos instantes suspenso ante la
audacia de aquella niña. Mas si la conociesen, como nosotros la conocemos, es
bien seguro que no hallarían motivo para asombrarse tanto. La primogénita de la
casa de Elorza había entrado en la conspiración carlista completamente
persuadida de que realizaba una obra grata a los ojos de Dios y con el propósito
firme de no retroceder ante ningún peligro. Su fe ardiente y todopoderosa
buscaba los medios de servirle, y además el prurito de imitación de que ya
hemos hecho mérito la impulsaba a remedar la conducta de aquellas santas
vírgenes que desafiaron el poder de los más crueles tiranos y dieron ejemplo
glorioso de constancia en tiempos de persecución. Sabía de memoria las vidas de
Santa Leocadia, Santa Bárbara, Santa Julia, Santa Eulalia y otras ilustres
mártires de la fe cristiana, y su firmeza era para ella un ejemplo y un incentivo
más en el camino de santidad que había emprendido. Innumerables veces se
había representado escenas de martirio de las cuales era protagonista y en las que
siempre salía vencedora: bien así como muchos hombres aficionados a las peleas
se imaginan luchar con una docena de campeones y hacerlos correr
ignominiosamente, y otros enamorados de la oratoria se representan dirigiendo
su voz a las muchedumbres, conmoviéndolas y arrastrándolas a su talante. ¡Con
cuánta admiración había leído la fuga de la santa doncella de Mérida desde la
casa de campo de sus padres hasta la ciudad, donde se presentó voluntariamente
ante el gobernador Calfurniano a confesar su fe y a pedir el martirio! En el viaje
que acababa de hacer desde Nieva había recordado muchas veces los detalles de
aquella memorable fuga, queriendo hallar en él cierta analogía con el de la santa.
Ahora que se veía en presencia de jueces severos y enojados, notaba aún más
determinada la semejanza, lo cual alentábala no poco a persistir en su propósito
de mantenerse firme ante el peligro.
El general, que no tenía noticias muy exactas de lo que había sucedido a Santa
Eulalia con Calfurniano, creyó buenamente que aquella mocosa quería burlarse y
exclamó dando un tremendo puñetazo sobre la mesa:
—Oiga usted, señorita, ¿sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que
soy el gobernador militar de la provincia y que nunca he tenido afición muy
decidida a las bromas? ¿Sabe usted a lo que se expone al querer burlarse del
respetabilísimo consejo de guerra que en este momento presido? ¿Sabe usted que
me están dando intenciones de mandarla a usted a la cárcel y encerrarla en un
calabozo y tenerla allí a pan y agua hasta que se pudra?... ¿Lo sabe usted, eh?...,
¿lo sabe usted?... ¿Eh?..., ¿eh?...
—Sé perfectamente—repuso María en tono firme, aunque modesto—que estoy
en presencia de un consejo de guerra; pero aunque me hallase frente a un
batallón de soldados que me apuntasen con sus fusiles, diría lo mismo, sin quitar
ni añadir una letra. No acostumbro a faltar a la verdad, y tratándose de actos que
pueden prestar algún servicio a la causa de Dios sería indigna de llamarme
cristiana si renegase de ellos en presencia de nadie.
—¿Y qué es lo que usted llama causa de Dios, bella señorita?—preguntó el
general con aparente calma, mientras por sus ojos pasaban relámpagos de ira.
—Llamo causa de Dios a la que en estos momentos representa el rey legítimo y
católico en torno del cual se agrupan todos los que se escandalizan de ver
perseguida la religión y vejados sus ministros, los que lloran al leer las infames
blasfemias proferidas en el Congreso y repetidas diariamente por los periódicos,
los que no quieren ver entronizada la impiedad en España, la tierra católica por
excelencia, favorecida siempre por Dios con una sola fe y un solo culto.
El general se puso más rojo que una guindilla; temblaron sus labios, agitados
por la cólera; iba a proferir alguna gran atrocidad, pero al fin, dominándose, dijo
enderezando sus palabras hacia el fiscal:
—Continúe usted el interrogatorio, señor capitán.
Primera vez en su vida que al general le quedó una barbaridad entre pecho y
espalda. El fiscal, en quien tal vez por ser el más joven, la fuerza de atracción de
los sexos no había perdido aún su influjo, prosiguió, dulcificando cada vez más
la voz y la sonrisa que contraía su rostro:
—Bien; puesto que usted ha tenido la franqueza de confesar que ha intervenido
en la conspiración, esperamos que siga siendo tan franca y nos declare todas las
circunstancias de ella y los nombres de las personas que han tomado parte.
—¡Oh!, no..., eso no puede ser. Yo declaro y confieso mis actos, pero no puedo
confesar los de los demás. Aunque ellos me otorgasen permiso, bien pueden
ustedes estar seguros de que no lo haría, pues me parece pecado dar a los impíos
armas para matar a los buenos cristianos...
—¡Esto ya no se puede sufrir!—vociferó el general montando en cólera
—.Vamos a ver, señorita: ¿usted cree que yo no dispongo de medios para hacer
que usted cante de plano? Diga usted prontito lo que sabe, pues de otro modo
vamos a estar mal..., ¡vamos a estar maaaaal!...
—Señor presidente, me hallo resuelta a no decir una sola palabra que pueda
comprometer a mis amigos los piadosos y leales defensores de la fe de
Jesucristo. Haga usted de mí lo que quiera, en la inteligencia de que aceptaré con
gusto cualquier ocasión de padecer algo por el que tanto padeció por nosotros.
—¡Rayo de Dios!—gritó el general, dando otro terrible puñetazo sobre la mesa
—. ¡Esta chiquilla ha concluido con mi paciencia!... A ver, ordenanza, que
conduzcan inmediatamente esta joven a la cárcel y la pongan incomunicada
hasta nueva orden...
Los oficiales del consejo, comprendiendo que aquello era dar una campanada
sin resultado alguno, se lo hicieron presente al gobernador en voz baja, y éste un
poco calmado también lo comprendió.
—Tienen ustedes razón—dijo en voz alta—. Todas las noticias que esta chica
puede dar las conocemos nosotros, y algunas más. No quiero que esos
papeluchos carlistas digan que nos hemos ensañado con una mujer... Oiga usted,
ordenanza, vea usted si anda por ahí el padre de esta joven y hágale usted entrar.
A los pocos instantes entró don Mariano.
—Me veo en el caso de decirle a usted, señor de Elorza—manifestó el general
encarándose con él—, que tiene usted una niña muy mal educada, y que gracias
a que no figura usted como carlista y a nuestra benevolencia, no adoptamos con
ella las medidas de rigor que merece por su atrevimiento. Puede usted llevársela
cuando quiera a casa, respondiéndonos antes de que no volverá a meterse directa
ni indirectamente en conspiraciones o en cosa que lo valga..., ¿estamos?... Cuide
usted más de ella si no quiere exponerse a disgustos mayores y no la deje andar
tan suelta como hasta ahora.
Faltó poco para que don Mariano lo echase todo a rodar, lanzando algún insulto
a la cara de aquel soldadote; pero las amarguras que desde la noche anterior
venía padeciendo le tenían muy abatido. Por otra parte, temió comprometer
gravemente la situación de su hija, y viéndola libre no quiso perderla de nuevo.
Reservándose, pues, in pectore, para tiempos mejores el derecho de exigir al
gobernador cumplida satisfacción de sus groseras palabras, dio la caución que se
le pedía y salió inmediatamente de la sala y del cuartel con María, yendo a
alojarse a casa de unos parientes. Por la tarde se trasladaron a Nieva, llegando a
su casa cuando ya cerraba la noche.

XIV

PÁLIDA MORS

Cuando se detuvo el carruaje, don Mariano conoció en el rostro del criado que
salió a abrir la portezuela que nada halagüeño había acaecido en su ausencia.
—¿La señora...?—preguntó con sobresalto.
—La señora se encuentra en cama.
—¡Oh, debía suponerlo!... ¡Cómo había de tener fuerzas la pobre para resistir
este golpe!
Las caras de los otros servidores que halló al paso estaban de la misma suerte,
graves y taciturnas, lo cual aumentó extraordinariamente su agitación. María le
seguía. Cuando llegaron a la habitación de doña Gertrudis observaron que dentro
había algunas personas, las cuales, al verlos, vinieron hacia ellos en ademán de
detenerlos.
—Pero qué, ¿tan mala está?—exclamó el infeliz don Mariano con voz ronca y
ya temblorosa.
—No está muy mal—dijo una señora oficiosa—, pero no conviene que ustedes
entren así de golpe, porque una emoción fuerte le puede hacer daño. Ha tenido
algunos ataques desde ayer noche y se encuentra bastante débil. Déjenme
ustedes que la prepare.
La señora fue, en efecto, a decir a doña Gertrudis que su hija estaba libre y que
no tardaría en llegar a Nieva.
—¡Mi hija está ahí!—gritó la enferma con maravilloso instinto de madre y de
mujer histérica—. ¡Sí, está ahí!..., ¡la siento!..., ¡la estoy viendo!...; ¡ven, ven,
hija mía!...
Y al mismo tiempo hizo un esfuerzo supremo para incorporarse. María entró en
la alcoba, y poniéndose de rodillas al lado de la cama, besó respetuosamente las
manos que su madre le tendía.
—Perdóname, mamá; perdóname el disgusto que te he dado... Te has puesto
enferma por mi causa, pero el Señor querrá sanarte pronto...
—No, hija mía; no tengo de qué perdonarte; has hecho lo que Dios te ha
ordenado. Me he puesto mala..., es verdad..., pero es porque no tengo tanta
virtud como tú para sufrir los dolores que Dios nos envía... Tú eres una santa...
Ya me pondré buena..., no pienses en mí... Lo que ahora me asusta es no
haberme muerto viéndote marchar de aquel modo...., entre soldados... ¡Pobre
hija mía!..., ven, dame un beso.
Cuando María entró en la alcoba estaban en ella Marta y Ricardo; la niña
sentada cerca de la cabecera y Ricardo a los pies de la cama. El joven marqués,
al saber en la Fábrica la prisión de María, había solicitado del coronel que se le
relevase en la guardia aquella noche, y otorgada su petición, corrió a casa de
Elorza cuando ya don Mariano y su hija estaban fuera del pueblo. Doña
Gertrudis se hallaba padeciendo un ataque fortísimo, del cual se temió que no
saliese. Volvió en sí, pero fue para caer en seguida en otro. ¡Qué noche tan
angustiosa! Don Máximo y la señora de Ciudad se quedaron con la pobrecita
Marta para velar a la enferma. Ricardo tampoco quiso dejar la casa. La niña,
haciéndose cargo de que de su actitud dependían tal vez la salud y la vida de su
madre, se mantuvo firme, no cesando de moverse en torno del lecho, entrando y
saliendo en la alcoba centenares de veces. Apenas don Máximo emitía una
orden, ya se estaba cumplimentando con admirable exactitud. Se agotaron
multitud de remedios que exigían mucho esmero y cierta costumbre: sinapismos,
sanguijuelas, fricciones en las sienes con varios líquidos, etcétera. Marta no
consintió que ninguna criada pusiera la mano en su madre: todo lo hizo ella sin
precipitación, sin ruido, como si en toda su vida no hubiese hecho otra cosa. En
algunos momentos de respiro se sentaba al lado del lecho y contemplaba
fijamente con ojos ansiosos el rostro de la enferma. La alcoba estaba débilmente
esclarecida por un quinqué que ardía a media mecha en la sala. Un fuerte olor de
drogas y medicinas partía de los frascos acumulados en la mesilla de noche; pero
Marta no se mareaba con ningún olor, ¡tenía la cabeza firme!, y su salud, jamás
alterada, era la envidia de todos los de casa. Ricardo también se sentaba a veces
a los pies de la enferma. La niña apenas veía más que su silueta dibujada sobre el
hueco claro de la puerta; pero esta silueta le causaba gran consuelo. Ya no estaba
sola; Ricardo no era un extraño. Alguna vez, cuando la enferma pedía algo, los
dos se levantaban presurosos a dárselo; mas al coger un frasco, si sus manos se
tocaban, Marta retiraba la suya velozmente, como si hubiese tropezado con una
víbora, y dejaba hacer a su amigo. Ambos guardaban silencio. Marta, olvidada
de sí misma, no pensaba más que en su madre. Ricardo, más egoísta, pensaba en
María. Toda el alma de la niña estaba pendiente del ser querido que respiraba
agitadamente a su lado, y sin equivocarse un punto, con la exactitud de un
cronómetro, contaba los latidos de su corazón y observaba los movimientos de
su pecho. Don Máximo y la señora de Ciudad cuchicheaban en la sala como si se
estuviesen confesando. La señora le explicaba al anciano médico el carácter y
temperamento de cada una de sus hijas; la conversación era larga. En el espacio
de nueve horas le dieron cuatro ataques intensos a la enferma, que la dejaron a
tal punto postrada, que el médico temió seriamente un mal resultado. No
obstante, después del cuarto, quedó relativamente bien, y pasó el día bastante
tranquila. El peligro, a pesar de esto, aun continuaba.
Pasados los primeros momentos de efusión, María llamó a su hermana aparte, a
un rincón de la sala.
—Oye, ¿mamá se ha confesado?
—No.
—¿Y por qué no has mandado llamar a un sacerdote?... ¿No veías que estaba
en peligro?
La verdad era que Marta apenas se había acordado de tal cosa. Además, tenía
mucho miedo de asustar a su madre, y que esto le hiciese daño. En el fondo
también a ella le causaba gran terror aquella escena imponente y procuraba
alejarla de su pensamiento. María la reprendió duramente su negligencia,
haciéndole ver la terrible responsabilidad en que incurría si su madre hubiese
muerto. Marta comprendió que tenía razón y bajó la cabeza. Enviose a llamar
acto continuo al confesor de doña Gertrudis, y María se encargó de prepararla.
¡Caso raro! Doña Gertrudis, que durante su vida había pedido infinitas veces que
le trajesen un confesor, sintiose sobrecogida, llena de espanto, cuando su hija le
manifestó que debía disponerse. Quizá consistiera en que cuando ella lo pedía
abrigaba el convencimiento de que no había peligro de muerte, mientras que
ahora comprendía que las cosas se habían puesto verdaderamente graves. De
todos modos, las palabras de su hija le causaron profunda impresión, y resistiose
cuanto pudo a recibir al cura, pretextando que se sentía mejor; que cuando
hubiese peligro ya lo llamaría ella misma... María se opuso a esta dilación y se
vio en la dura necesidad de manifestar claramente a la enferma la gravedad de su
estado. Doña Gertrudis se sometió, reflejando en el rostro gran abatimiento.
Cuando llegó el sacerdote dejáronla sola con él, y salieron todos de la sala.
Marta se fue a llorar a su cuarto para no entristecer a su padre. Este hizo lo
mismo para no asustar a sus hijas. María aguardaba a la puerta la señal de
haberse terminado el piadoso acto. Al fin, el cura abrió la sala, y con la máscara
de tristeza que necesitan ponerse todos los que presencian diariamente escenas
de muerte, bajo la cual se oculta una indiferencia que es lógica consecuencia de
tal costumbre, dijo a los que aguardaban:
—Pasen ustedes; ya hemos concluido.
—¿Qué tal?—preguntaron.
—Bien..., bien..., bien... La pobrecita se encuentra tranquila... Yo creo que el
recibir a su Divina Majestad le vendrá bien, lo mismo para el alma que para el
cuerpo.
—Es verdad..., tiene usted razón, señor cura—dijeron algunas señoras.
—He visto en mi familia un caso muy notable de lo que puede la fe—
manifestó una de ellas—. Mi tío Pepe se encontraba enfermo del pecho; tísico
confirmado. Le habían visto una infinidad de médicos y había tomado más
medicamentos que puede llevar un carro. Pues bien, a él se le antojó que
mientras no se dispusiese a bien morir no sanaría. Hizo llamar al cura, se
confesó, recibió el Viático y hasta se empeñó en que le pusieran la
Extremaunción... Pues desde entonces, yo no sé lo que fue, pero es lo cierto que
quedó más tranquilo y empezó a mejorar..., a mejorar..., a mejorar..., en fin, hasta
ponerse como ustedes le ven ahora.
Las demás mujeres confirmaron esta opinión. Cada cual contó su caso en
apoyo de ella y el cura resumió todos los turnos manifestando que nada tenían de
particular aquellos milagrosos efectos, dada la presencia en el cuerpo del
enfermo del Señor de cielos y tierra, en cuyas manos está la salud de todos los
mortales.
A las diez de la noche trajeron el Viático a doña Gertrudis con todo el aparato
que merecía tan solemne acto. La casa de Elorza se pobló de caras extrañas. Una
muchedumbre, compuesta en su mayoría de gente artesana, invadió la escalera,
los pasillos y hasta la habitación de la enferma, con hachas de cera en las manos.
El cura, con el monaguillo delante y la sagrada bolsa colgada sobre el pecho,
atravesó por el medio y se introdujo en la alcoba. Don Mariano había huido a
esconderse. María, con un libro devoto en la mano, leía a su madre las oraciones
que suelen decirse antes de la comunión. Marta estaba arrimada a la pared,
lívida, desencajada, mirando la augusta ceremonia cual si tuviese delante alguna
terrible visión. Una de las mujeres que penetraron en el cuarto le alargó un hacha
encendida y ella la tomó sin saber lo que hacía. Cuando el sacerdote mostró la
Sagrada Partícula hubo necesidad de advertirle que se arrodillase. La escena era
triste e imponente para cualquiera, cuanto más para una hija. Las luces de cera
chisporroteaban lúgubremente en el silencio de la alcoba y arrojaban trémulos y
amarillos reflejos a las paredes. La voz del cura al levantar la Hostia era aún más
lúgubre que el chisporroteo de las hachas. La enferma, desmejorada por la
enfermedad, se había puesto terriblemente pálida por la emoción: se incorporó lo
que pudo y sostenida por María, con las manos cruzadas sobre el pecho, abrió la
boca para recibir el Cuerpo de Jesucristo. Después los circunstantes se fueron
retirando lentamente y en la escalera se oyó el repique vibrante de la campanilla
del sacristán anunciando que el Señor se alejaba de la casa. Quedaron solamente
los íntimos. Un grupo de señoras invadió el cuarto de la enferma para felicitarla
y enterarse de su estado. Doña Gertrudis dijo que se hallaba más tranquila, y
apretando la mano a su hija María le dio las gracias por haberle procurado la
dicha de comulgar. Era de esperar la mejoría. Todas las señoras la encontraban
muy natural y aseguraron a la enferma que no tardaría en ponerse buena.
—Dios todo lo puede, doña Gertrudis. Cuando se tienen arregladas las cuentas
con el Señor, no hay miedo que suceda nada malo. Nada; eso no es nada, señora.
Ya verá usted cómo se cura en seguida.
—Yo tengo ofrecida una misa al Santo Cristo de Tunes para el día en que la
señora se levante—dijo Genoveva, la doncella de María.
—Mujer, ¿por qué no la has ofrecido al Eccehomo de la Merced?—preguntó
con sorpresa una vieja planchadora de la casa, que siempre había encendido la
lámpara del dicho Eccehomo y cuidaba del aseo de su capilla, llegando a
considerarla como propia.
—¡Ay, mujer!, porque el Santo Cristo de Tunes es más milagroso.
—¡Serán cuernos para él!—exclamó vivamente y con ojos iracundos la
planchadora.
Prodújose un furioso altercado entre ambas, hasta que María, escandalizada, les
hizo callar, advirtiéndoles que el de Tunes y el de la Merced eran un mismo
Señor, aunque cada cristiano era libre para tener más fe en la imagen que
quisiera.
Por último, se fueron retirando las señoras, quedando solamente dos, la viuda
de Delgado y una de sus hermanas, a pasar la noche con las niñas. Don Máximo
se fue a descansar un rato, prometiendo venir pronto. El confesor no quiso dejar
la casa porque no encontraba nada bien a su penitente, y se tumbó en un sofá.
Ricardo también continuaba allí.
A las dos acaeció lo que don Máximo temía. Repitiose el ataque, y por
desgracia con tal violencia que faltó poco para que la infeliz señora se quedase
en él. Marta, con el peligro, recobró la actividad que había perdido ante la
lúgubre ceremonia de la comunión; preparó todos los medicamentos, dio
fricciones con un cepillo a la enferma en los pies, la sostuvo incorporada largo
rato para que no se sofocase y ejecutó cuanto don Máximo había prescrito en los
casos anteriores. Todos los que tocaban a doña Gertrudis le hacían daño; sólo las
suaves manos de Martita tenían el privilegio de moverla a un lado y a otro y
colocarla en las posturas más cómodas sin causarle dolor. Por fin se consiguió
que la enferma volviese en sí y hablase; pero don Máximo al llegar, llamado
apresuradamente por los criados, halló el pulso tan débil que no pudo reprimir un
leve gesto de susto. Marta sorprendió aquel gesto, y llamándole a solas al pasillo
se abrazó a él sollozando:
—¡Don Máximo de mi vida, por Dios, cure usted a mi madre!... ¡Sí; mi madre
se muere..., sí..., se muere!... Yo le he visto a usted hacer un gesto...
—No llores, chiquita—dijo el anciano médico apretándole la cabeza contra su
pecho—; no hay motivo aun para alarmarse... Yo haré lo que pueda y más de lo
que pueda para salvarla.
—¡Sí, sí, don Máximo..., hágalo usted por cuanto más ame en este mundo!...,
¡por la memoria de su esposa, a quien usted quería tanto!
—Nada, déjate de llorar ahora; lo que importa es que vayas a darle la
cucharada de quinina a tu mamá. Después le pondremos un reparo sobre el
estómago.
El bueno de don Máximo procuró consolar a la niña, ocultándole el funesto
presentimiento que abrigaba y se puso a dictar las medidas que su pobre ciencia
cuanto rico deseo le sugerían. Pero no logró detener la marcha presurosa de la
muerte, que a carrera desatada se venía hacia el lecho de la pobre señora. A las
cuatro de la mañana observaron que hablaba con más dificultad; la
pronunciación era arrastrada y un poco estropajosa. Casi todas sus palabras se
dirigían a María, preguntándole y haciéndole repetir infinitas veces los sucesos
de la noche anterior, prodigándole elogios desmesurados por su fortaleza y
felicitándose de tener una hija tan buena.
—Hija mía..., pide a Dios por mi salud. Dios no puede... negarte nada.
María, comprendiendo que su madre se moría, repuso:
—Mamá, lo que más importa es la salud del alma... Si Dios quiere llevarte, que
te sorprenda en su santa gracia...
—¿Pero... me muero..., hija mía?
—Dios solamente puede decirlo... ¿Quieres que entre el señor cura para
reconciliarte?
—Sí..., que entre..., hija mía..., que entre...
El cura entró y estuvo unos instantes a solas con la enferma. Las personas que
había en la sala guardaban triste silencio. Don Mariano, reclinado en un sofá,
con la mejilla apoyada en una mano, cerraba los ojos, dando señales de profundo
abatimiento. Después que el cura hubo terminado, volvieron a entrar Marta,
María, Ricardo y don Máximo. El estado de doña Gertrudis iba siendo cada vez
más grave. Empezó a manifestarse en ella una inquietud de mal agüero: movía la
cabeza de un lado y de otro como si no hallase sitio donde colocarla, como si
buscase ya la almohada donde había de reposar eternamente. Las manos
vacilantes tomaban y soltaban las ropas del lecho incesantemente, mientras sus
ojos también rodaban sin parada por las órbitas, clavándolos de vez en cuando en
el techo de la estancia. Parecía que no encontraba persona en quien fijarlos. Al
poco rato, Martita advirtió que tenía las manos frías y lo manifestó en voz alta,
de un modo sencillo, sin comprender la infeliz lo que aquello significaba. Don
Máximo volvió la cabeza para ocultar la emoción. El sacerdote dejola caer sobre
el pecho.
—Me encuentro... muy bien... ahora—dijo a María llevando la mano de ésta a
los labios—. En cuanto sane..., iremos las dos... a Lourdes..., ¿no es... verdad?...
Es muy... bonito... aquello..., muy bonito..., muy bonito... ¡Si supieras... lo que
estoy... viendo ahora!... La Virgen... la Virgen que viene... rodeada de estrellas...
Ponedme... el vestido de terciopelo... para recibirla... Vamos..., pronto, pronto...
¿No veis que ya entra... por la puerta?... ¡Ay qué pesados!... Buenos días,
señora... Tengo una hija que se... parece mucho a vos... Tiene el pelo rubio y los
ojos azules..., ¡muy hermosos!..., ¡muy hermosos!
Un leve ronquido empezó a salir de la garganta de la enferma, que exhalaba
más que profería las anteriores palabras: era un ronquido seco y agudo que se fue
señalando cada vez más. El confesor, al oírlo, hizo una seña a María y ésta tomó
rápidamente un Cristo de plata que colgaba de la pared, y lo puso en las manos
de su madre, diciéndole:
—Mamá, acuérdate de Dios... Acuérdate de lo que padeció este Divino Señor
por nosotros...
—Yo... no me muero—dijo la enferma.
—Sí, mamá... sí..., te mueres—repuso la joven con el rostro encendido, llena
de sobresalto y congoja, temiendo que no estuviese bien preparada—.
Arrepiéntete de los pecados que hayas cometido... ¿No es verdad que te
arrepientes y pides perdón de ellos al Señor?...
—Sí..., sí—murmuró la enferma.
—Diga usted conmigo el credo—manifestó el confesor tomando un tono más
solemne—. Creo en Dios Padre..., todopoderoso..., creador de cielo... y de la
tierra.
Doña Gertrudis repetía borrosamente las palabras del cura, y como si no se
fijase en lo que hacía. Miraba al techo con singular insistencia, mientras las
facciones de su rostro se descomponían precipitadamente. Un círculo azulado se
iba dibujando en torno de los ojos, y la nariz se afilaba de modo extraño. Cuando
el cura hubo terminado, volvió de nuevo a dirigir la palabra a María.
—La verdad... es... que no tengo sombrero... para hacer... el viaje a Lourdes...
Los que tengo... son... muy antiguos... Hazme el favor... de escribir... a Luisa... y
que me envíe... uno, de novedad... Tú también... necesitas un vestido...
Encárgalo..., hija mía..., encárgalo.
—Mamá, deja las vanidades del mundo... Acuérdate de Dios... Mira que vas a
comparecer muy pronto a su presencia...
—No..., no..., yo no me muero...
—¡Ay mamá, por la Virgen Santísima te pido que pienses en que vas a morir!...
¡Piensa en tu salvación!
—Ya pienso..., sí..., ya pienso—dijo la enferma maquinalmente.
El cura se puso a rezar por un libro la recomendación del alma en latín. Todos
se arrodillaron. Entonces la moribunda preguntó levantando un poco la cabeza:
—¿Por qué os arrodilláis todos?
—Para encomendarte a Dios, mamá—repuso María.
Y levantándose y acercando el rostro al de su madre, siguió en voz baja:
—Di conmigo, mamá: Jesús...
La madre replicó torpemente:
—Jesús.
—Jesús mío.
—Jesús mío.
—Por vuestra sacratísima pasión.
—Por vuestra sacratísima... pasión.
—Por los innumerables dolores que habéis sufrido...
—Por los... innumerables.... dolores...
—Que habéis sufrido—repitió María.
—Que... habéis sufrido...
—Perdonadme mis pecados.
—Perdonadme... mis pecados.
—Y salvad mi alma.
—¡Quita, quita!—dijo la moribunda separando con mano vacilante a su hija—.
No; yo no me muero..., estoy buena... Ven acá, Martita... ¿No es verdad... que no
me muero..., hija mía?
—No, mamá—respondió la niña apretándole las manos—, no te apures,
mamita, no... Te has de poner buena pronto y saldremos a dar nuestros paseos en
carruaje como antes... Ahora el tiempo está bueno...
—Sí, hermosa, sí..., saldremos... Mira..., incorpórame... un poco... Estoy mal en
esta postura.
Marta fue a incorporarla; pero al hacerlo, los ojos de su madre se clavaron en
ella, fijos, inmóviles, terribles. Aquella mirada penetró hasta lo más hondo del
corazón de la pobre niña, y dando un grito espantoso, desgarrador, la dejó caer
sobre la almohada. La cabeza de la señora de Elorza se desplomó como si
estuviese descoyuntada, con la boca entreabierta y los labios rígidos. Y aun
desde la almohada siguió dirigiendo a su hija, con sus grandes ojos vidriados, la
misma fija y aterradora mirada.
—¡Madre de mi alma!—gritó la niña abrazándose inmediatamente a ella—.
¡No me mires así, por Dios!... ¡Mamita mía, no me mires así! ¡Ay, no me mires
así!... ¡Ay por Dios, que me das miedo!... ¡Mamita, mamita!... ¡Ay, Dios mío!
¿Qué es esto?
Don Mariano, que al oír el grito se había precipitado en la alcoba, el rostro
encendido y los cabellos erizados, quiso separar a su hija del cadáver.
—¡Sepárate, hija del alma, ya no tienes madre!
—Sí la tengo..., sí..., ¡aquí está!... ¡Mamá..., mamita!... ¿No es verdad que estás
aquí?... ¡Responde!, ¡habla!... ¡Dame un beso, por Dios, mamita!... ¡Déjame,
papá!... Déjame..., ahora me lo va a dar... ¡Espera un poco, por Dios!... ¡Déjame,
papá del alma!... ¡Déjame que me dé un beso!...
La niña se había abrazado con fuerza incomprensible al cadáver de su madre y
lo cubría de vivos y sonoros besos. Don Mariano, exaltado de un modo terrible,
casi loco, tiraba de ella brutalmente, como si de arrancarla de aquel sitio
dependiese la salvación de todos. María, de rodillas en un rincón del cuarto,
elevaba los ojos y las manos al cielo, pidiendo la gloria eterna para la difunta.
Al fin, consiguieron arrancar a Marta de allí, trasladándola a otra habitación.
Sin saber lo que hacían, le causaron un gran daño. La infeliz no había
desahogado bastante su dolor. Con la emoción se le habían cortado las lágrimas
y no volvieron a aparecer. Pálida, completamente demudada, los ojos fijos en el
vacío, ni escuchaba lo que le decían ni quería tomar nada de lo que le daban para
calmarla. No hacía otra cosa que repetir sin cesar en voz baja y enronquecida:
—Mamá..., mamá..., mamá...
El cura se acercó a ella y le dijo:
—Hija mía, cálmate, cálmate. Esta es una prueba que Dios te envía para que
demuestres tu resignación. Lejos de rebelarte contra su voluntad, debes darle las
gracias porque se ha acordado de ti.
—¡No diga usted necedades, hombre de Dios!—exclamó la niña con voz
colérica y arrojando sobre él una mirada de desprecio—. ¿Me ha de querer Dios
por llevarme a mi madre?... ¡Pues tiene gracia el cariño!... ¡Tiene gracia el
cariño!... ¡Tiene gracia el cariño!...
Y estuvo repitiendo la misma frase algún tiempo con acento irritado. Cuando
se hubo calmado un poco, el sacerdote volvió a decirle:
—Hija mía, debieras tomar ejemplo de tu hermana, que sintiendo su desgracia
tanto como tú, está dando pruebas de resignación y fortaleza cristianas. Ella no
se rebela; acata los designios del Altísimo y contribuye con sus oraciones al
mayor bien y gloria de la que acaba de expirar.
Marta comprendió que el sacerdote tenía razón. Se arrepintió de su cólera y
bajó la cabeza murmurando:
—¡Oh, mi hermana es una santa!
—Tú también puedes serlo, hija mía. El camino de la perfección está abierto
para todo el que quiera seguirlo...
La niña recibió los consuelos del sacerdote y los de las demás personas que la
acompañaban, sin contestar ya una palabra. Continuaba del mismo modo pálida,
descompuesta, los ojos fijos y sin mover un dedo siquiera. Aquella inmovilidad
llegó a inspirar temor, y fueron a avisar a su padre. Al entrar don Mariano en la
habitación, Martita sintió una sacudida, y levantándose de pronto arrojose en sus
brazos sollozando fuertemente. Estaba salvada.
Los amigos de la casa lograron a fuerza de instancias que don Mariano y
Martita se retirasen a descansar unos instantes, mientras ellos se pusieron a
dictar las medidas oportunas para la conducción del cadáver y funeral. María
seguía orando en el cuarto de su madre. Las luces pálidas de la aurora
sorprendiéronla todavía de rodillas con la mirada puesta en el cielo. Las hachas
de cera, que ella misma había cuidado de colocar en torno del lecho mortuorio,
ardían melancólicamente, rompiendo con su cruda luz amarilla la tibia claridad
que envolvía la estancia. Nadie osaba distraerla de su devota meditación. Los
que penetraban en la sala y la veían en aquella actitud murmuraban entre sí
palabras de sorpresa y se retiraban silenciosamente, conmovidos y admirados.
Por fin, toda la gente de fuera se fue retirando, y la misma María se encerró en
su cuarto a descansar, que harto lo necesitaba después de la amarga serie de
peripecias y los grandes trabajos que había padecido en el espacio de algunas
horas. A la del mediodía, reuniéronse en el comedor el padre y sus dos hijas,
para dar comienzo a la triste comida, que todos los que hayan experimentado una
desgracia de familia recordarán con horror; comida en que las lágrimas se
mezclan a los manjares y los sollozos llenan los largos intervalos de silencio. En
esta primera refacción apenas se habla. Ninguno se atreve a levantar los ojos
para no encontrarse con los de los demás, y tan sólo se dirigen miradas furtivas y
dolorosas al sitio que el ser que acaba de huir de este mundo para siempre ha
dejado vacío. Los manjares se tragan maquinalmente, sin gustarlos, y el pañuelo
va más veces a los ojos que la servilleta a los labios. El choque de la vajilla hiere
cruelmente los oídos y las escasas palabras que se cambian salen temblorosas y
sin aliento de los labios. El espíritu protesta sordamente contra aquella brutal
necesidad que el cuerpo le impone y que le obliga a detener para un acto tan
miserable la expresión de su acerbo dolor y el curso de sus melancólicos
pensamientos.
Levantáronse de la mesa con el mismo silencio. María tornó a encerrarse en su
cuarto. D. Mariano acompañado de Martita se fue también al suyo. Ambos se
sentaron en un sofá y se mantuvieron estrechamente abrazados una gran parte de
la tarde. Las caricias que mutuamente se prodigaban iban convirtiendo su dolor
desesperado en un sentimiento tiernísimo que se deshacía en llanto.
Alternativamente se consolaban. La niña aseguraba que desde el cielo su madre
velaría por todos y prometía ser buena siempre y juiciosa y no dar ningún
disgusto a su padre. Éste la apretaba contra su corazón y bendecía a su mujer por
haberle dado unas hijas tan buenas y hermosas. Cuando llegó un criado a
avisarles que había señoras de visita, sintieron malestar inconcebible, una
impresión desagradable, como si les sacasen de aquel dolor melancólico y tierno
para hundirlos otra vez en la desesperación.
Don Mariano adivinó el motivo de aquella visita. Se quería distraerlos para que
no percibiese el ruido que habían de hacer los hombres al sacar el cadáver de
casa. Y en efecto, un grupo de señoras y algunos caballeros procuraron con
repetidas instancias llevarlos a las habitaciones interiores; pero fueron inútiles
sus gestiones por lo que se refiere a don Mariano: antes rogó encarecidamente a
sus amigos, y en tono que no daba lugar a réplica, que le dejasen solo, como así
lo hicieron, llevándose consigo a Martita.
A solas con el dolor, el señor de Elorza sintió más vivo su desconsuelo y más
profunda su desgracia. En la juventud apenas hay una que no sea reparable. Las
pasiones, los sentimientos son más intensos, pero también más fugaces. Se vive
de lo porvenir, y al través de las más negras y furiosas borrascas, nunca deja de
lucir algún punto luminoso que nos promete consuelo. Mas en la edad en que se
hallaba nuestro caballero no existe la esperanza, no existe lo porvenir. Cada
desgracia que se experimenta es un nuevo dolor que viene a agregarse a los
pasados, esperando los que llegarán más tarde. Los afectos mueren, como los
cabellos caen, no encuentran substitución. Don Mariano, con los ojos cerrados y
la cabeza tristemente doblada sobre el pecho, dejó volar el pensamiento por
todos los sucesos de su ya larga existencia, y en todos ellos, prósperos o
desdichados, veía la imagen de su esposa, de la inseparable compañera de su
vida. La veía despertando en su corazón juvenil una pasión tierna y ardorosa a la
vez; bella y pura como un querubín, con el rostro fino y ovalado y ojos azules
que le miraban con amor.
Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado con
ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis tenía un genio tan
apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía por hacerla llorar. La veía el
día de su matrimonio, vestida con su traje de raso negro (estaba aún de luto por
su padre el marqués de Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de
sus cabellos resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid
que había asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza, se
casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo yo, que he
visto muchas en mi vida.» El mismo día se habían ido a viajar por los países
extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese sintiendo, la impresión
embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y dichosa de la existencia, que le
produjo el hallarse repentinamente a solas con su amada, cuando el cochero dio
un latigazo a los caballos y oyeron los adioses de los deudos y amigos que los
despedían a la puerta del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras
de aquel viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después,
recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al tener el
primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le causó teniéndole
fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos momentos de angustia. Pero
¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se puso enferma y nunca más volvió a
recobrar una salud perfecta. A pesar de esto jamás se había entibiado su amor. Él
la cuidaba con esmero, procurando por cuantos medios estaban en su mano
hacerle más llevaderos los dolores, y ella agradecía sus sacrificios viendo en él
una Providencia que se los mitigaba con sus caricias. Después de transcurridos
muchos años y cuando ya nadie hacía caso de los males de la buena señora,
todavía don Mariano era quien más la compadecía aunque fingiese mirar sus
achaques con desdén. Ella lo comprendía perfectamente y le seguía reservando
en su corazón el mismo puesto privilegiado que en la juventud. La armonía de
sentimientos generosos y tiernos en ambos, el cariño que tenían depositado en
sus hijas, la profunda estimación que se profesaban y el recuerdo, siempre
presente, de sus apasionados amores, habían compenetrado de tal suerte su
existencia que ninguno de los dos la comprendía sin tener el otro a su lado. Era
la unión íntima perfecta y absoluta ordenada por Dios, y que los hombres pocas
veces obedecen.
Un rumor triste, fatídico, que escuchó detrás de las paredes de su cuarto, le
hizo levantar la cabeza y clavar los ojos atónitos en el vacío. Sí; no cabía duda;
se la llevaban, se la llevaban. Don Mariano se arrojó de bruces sobre el sofá y
hundió el rostro en los almohadones para reprimir los gritos.
—¡Esposa mía! ¡Esposa de mi alma!... Te llevan..., te llevan para siempre...
¡Ay, qué horror!...
Y las lágrimas del buen caballero se filtraban por el tejido del damasco y su
atlética figura se agitaba convulsivamente a impulsos de los gemidos. Después
sintió una gran curiosidad, una de esas terribles curiosidades que suelen fascinar
en tales momentos y dejar señal indeleble en la memoria del que las ha
satisfecho. Atendió con cuidado y no tardó en escuchar el sordo rumor de la
muchedumbre y más tarde el canto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi
debajo de los balcones. Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción
una de las cortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como una
barca sobre la muchedumbre. El cielo estaba nublado y tenía un color gris que
sombreaba la gran plaza de Nieva. Las olas de la multitud se extendían por todo
su ámbito con vaivén acompasado. Y la barca se alejaba, se alejaba llevándose
para siempre su tesoro, precedida de una gran cruz de plata en medio de dos
cirios encendidos.
Dejó caer la cortina y arrojose de nuevo sobre el sofá, murmurando palabras
incoherentes. No supo el tiempo que estuvo así. La luz también fue huyendo,
dejando el cuarto en la sombra, y todo quedó en silencio... Todo, menos su
pensamiento, que le hablaba sin cesar, y el pecho, que se rompía en sollozos.
Y así estuvo mucho tiempo, mucho tiempo. Al cabo notó que la puerta del
cuarto se abría suavemente. Volvió la cabeza y vio a su hija María, que vino a
sentarse silenciosamente a su lado. Pero él, como si presintiera un nuevo dolor,
no le preguntó nada, no le dijo nada. Contentose con apretarle la mano y cerró de
nuevo los ojos.
—Papá—pronunció la joven después de largo rato de silencio—, hemos
padecido una desgracia inmensa, una de esas desgracias que hacen levantar los
ojos al cielo hasta a los más descreídos en demanda de consuelo. Sólo Dios tiene
la clave de ellas, conoce su porqué y sabe enderezarlas a un resultado ventajoso
para nosotros. Esta desgracia me ha afianzado en una resolución que hace ya
algún tiempo tenía tomada: la de consagrarme a Dios para siempre... Conozco
por mil señales que Él me llama, y sería en verdad muy ingrata si no atendiese a
su llamamiento... Yo no sirvo para el mundo... Todas sus diversiones me causan
tedio; así, pues, no hago ningún sacrificio encerrándome en un convento...
Además, desde allí puedo mejor pedir por vosotros y seros más útil que aquí...
La idea de matrimonio, que tú me has insinuado, repugna a mi corazón, en el
cual ha echado por fortuna raíces otro amor más puro, que es inmortal... Esta
resolución no debe cogerte de sorpresa... Yo creo que no debes sentirla... En este
momento solemne en que la desgracia pesa sobre ti tal vez te servirá de consuelo
el saber que vas a tener una hija asegurada de todo engaño, de toda traición, que
vive feliz sirviendo a su Dios y pidiendo por vosotros...
María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padre la
interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo de silencio sin
que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin la joven le preguntó
tímidamente:
—¿No me dices nada, papá?
—Nada—repuso éste sin mirarla.
—¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito?
—Sí.
—¡Oh, ya lo sabía!... Tú eres muy bueno... y bastante piadoso... Tú no eres
como otros padres ciegos que prefieren entregar sus hijas a los peligros del
mundo a dejarlas para siempre esclavas de Señor, recogidas en una santa casa...
Gracias, papá, gracias... Yo temía, la verdad, temía que no te pareciese bien mi
resolución... Pero Dios te ha tocado en el corazón... Ahora te dejo... me está
esperando Marta... Adiós, papá... déjame darte un beso... Adiós.
Y la puerta tornó a abrirse y cerrarse suavemente. El señor de Elorza continuó
inmóvil, en la misma postura que le había dejado su hija, sentado, con las manos
enlazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho.
El cuarto quedó en tinieblas. Los ruidos de lo exterior se fueron apagando
lentamente. Un dolor inmenso, agudo, cruel palpitaba sólo en aquella estancia, y
unos ojos fijos, atónitos, sin lágrimas, reflejaban los átomos de claridad que aún
vagaban perdidos por el ambiente.
¿Cuánto tempo permaneció así?
Los pajarillos que vinieron a posarse a la madrugada sobre los hierros de los
balcones acaso pudieran dar respuesta. Pero la palidez de unas mejillas, el lívido
círculo que rodeaba ciertos ojos y las profundas arrugas que surcaban una frente
la daban, sin duda, más exacta.
XV

GOCÉMONOS, AMADO

En la pequeña y linda iglesia de las monjas Bernardas de Nieva había gran


movimiento. El sacristán, ayudado de tres monagos, las dos demandaderas de
convento y un marica de la población, célebre por su pericia en vestir los santos,
armaban un trajín insoportable sacudiendo con zorros y plumeros los retablos de
los altares. No tenían escrúpulo en colocarse de pie sobre ellos y hasta
encaramarse sobre los mismos santos, cuando así lo requería la necesidad de
quitar el polvo a alguna moldura o poner un cirio en el paraje designado. La
madre abadesa desde el coro, con la frente pegada a las rejas, dictaba sus órdenes
como un general en jefe, con vececita delgada y áspera.
Aquí un candelabro; allá un ramo de flores; subir un poco más esa lámpara;
poner derecha la corona a esa Virgen...
En lo interior del convento también reinaba agitación. Un grupo de monjas
contemplaba, desde la puerta de una celda, cómo otra compañera daba la última
mano al pobre lecho que estaba arreglando, después de haber colgado el crucifijo
reglamentario sobre la cabecera. Una gran bandeja de plata descansaba sobre la
mesa, también reglamentaria, de pino. Cuando la monja dejó lista la cama, salió
de la celda, dirigiendo breves palabras a las otras al pasar. Después volvió con un
lío de ropa en la mano, que todas se apresuraron a tomar en las suyas abriéndolo,
extendiéndolo y dándole mil vueltas. Era un hábito completo de novicia; la
túnica de franela blanca, la toca de lienzo, los zapatos, el rosario, la cruz de
bronce, etc. Las monjas contemplaba con afán cada uno de los objetos como si
se tratase de algo que jamás hubiesen visto, emitiendo en voz baja muchas y
diversas opiniones.
—¡Ay! este rosario me parece que tiene las cuentas más gordas.—No,
hermana, tome el suyo y verá cómo son iguales.—Voy a ver por gusto... Es
verdad, son iguales..., ¡qué tonta!—La franela está demasiado tiesa.—Es que no
la han mojado bien.—La toca está planchada.—¡Jesús mío, qué puntadas!...
¡Esto no es coser, es hilvanar!...—¿Quién ha hecho esta túnica?—La hermana
Isabel.—¡Pues se ha lucido!—No diga eso, hermana, que tal vez ella lo haría
peor.—¡Yo, peor!... ¡Anda, anda! Nunca en mi vida hice una chapucería
semejante.—¡Cuántas habrá hecho, hermana!—¡Nunca, nunca!—repitió la
monja en tono colérico—. A los siete años ya sabía yo coser mejor.
En aquel momento apareció la superiora en el pasillo. La monja que había
reprendido a su compañera se destacó del grupo para decirle:
—Madre, la hermana Luisa acaba de jactarse de coser mejor que la hermana
Isabel y se ha impacientado mucho porque le dije que no debía hacerlo.
—¿Es verdad, hija mía?—preguntó en tono severo la superiora.
La hermana Luisa bajó la cabeza.
La superiora meditó unos instantes; después le dijo:
—Hija, ya tiene bien sabido que aquí nadie debe jactarse de hacer nada mejor
que otra... Debes creerte la última, porque acaso lo serás... Hace tiempo que
vienes siendo poco humilde y es necesario que empecemos a corregirte ese
vicio... Por lo pronto, ve a pedir perdón a la hermana Isabel de tu falta y en
seguida enciérrate en la celda a rezar un rosario a la Virgen... Después, cuando
esté en el locutorio con la novicia, te presentarás allí y te pondrás de rodillas para
que la gente vea que estás castigada.
La hermana Luisa inclinó aún más la cabeza y se alejó con paso precipitado. La
monja triunfante sonrió con el borde de los labios.
A la misma hora los criados de la casa de Elorza iban y venían de un lado a
otro con diversos objetos en la mano. Pedro, el viejo cochero, daba cera a la
carretela de lujo, mientras dos mozos de cuadra limpiaban los caballos. Martín,
el cocinero, preparaba un espléndido refresco. Las doncellas subían y bajaban
desde el piso principal al cuarto de la señorita María, que estaba lleno de gente, a
pesar de no haber aún sonado las diez de la mañana. Las quince o veinte damas,
que apenas podían revolverse en aquel sitio, hablaban a un tiempo, como es
natural, haciendo de aquel silencioso y elegante retiro un insufrible gallinero.
De pie, en medio de él, se hallaba la primogénita del señor de Elorza, a medio
vestir, y en torno suyo unas cuantas señoras, algunas de ellas de rodillas, que la
estaban aderezando lo mismo que si fuese una Virgen de madera. Reinaba gran
emoción en todas. Ya le habían puesto un precioso vestido de raso blanco
guarnecido por delante desde el pecho hasta los pies con una franja de azahar.
Una la estaba calzando en aquel momento con diminutos y elegantísimos
zapatos de la misma tela, mientras otra cosía precipitadamente algunas flores que
se le habían caído. Por la parte de arriba le estaban poniendo una guirnalda de
azahar en la cabeza: había gran marejada con tal motivo. Amparito Ciudad
sostenía que la guirnalda era demasiado grande y que no dejaba ver bien el
hermoso cabello de su amiga, mientras las demás creían que no había necesidad
de aligerarla. Después de vivo altercado se convino en adoptar un término
medio, quitando algunas florecitas a la guirnalda, aunque pocas. Se oían
frecuentes exclamaciones de las que no tomaban parte en el tocado.
—¡Ay, qué valor se necesita, Dios mío!
—¡Esta sí que es verdadera vocación!... ¡Una chica tan joven y tan guapa!
—No se habla de otra cosa en la villa... ¡Todo el mundo anda revuelto con el
dichoso monjío!
—¡Dichosa ella, querida! Yo no sé si tendré valor para ver la ceremonia.
—Pues yo, aunque me cueste una enfermedad, la he de ver.
Algunas derramaban ya lágrimas llevándose el pañuelo a los ojos; otras se
contaban al oído los preparativos para la fiesta y las circunstancias que habían
acompañado a la determinación de la joven. Se hablaba mucho de una carta que
ésta había escrito al marqués de Peñalta despidiéndose de él y disculpándose.
Algunas compadecían a Ricardo, mientras otras murmuraban que no le faltaría
novia para casarse. Después de todo, si Dios la llamaba a Sí por ese camino,
¿había razón para apartarse de Él porque un muchacho estuviese enamorado de
ella? ¡Si lo dejase por otro!... Pero siendo por Dios, no había motivo para
quejarse. Este era el mismo argumento que resplandecía en la carta de la señorita
de Elorza. Escrita y remitida a Ricardo quince días antes de aquel en que
estamos, decía así al pie de la letra:
«Mi querido Ricardo: Aunque hace ya tiempo que nuestras relaciones
amorosas se han roto tácitamente y por virtud de providenciales circunstancias
más que por iniciativa de mi voluntad, juzgo obligatorio el darte algunas
explicaciones acerca de la resolución que he tomado y que tú conocerás
seguramente. No puedo ni debo olvidar que has sido mi prometido con el
beneplácito de mis padres y el cariño sincero de mi corazón.
Antes de renunciar para siempre al mundo, debo manifestarte que no tengo
absolutamente ninguna queja de tu conducta para conmigo. Has sido siempre
bueno, leal y cariñoso y me has estimado en más de lo que merezco. Hasta tal
punto es así, que por ningún hombre de este mundo te cambiaría si hubiese de
quedar en él, y me juzgaría muy dichosa llamándome tu esposa, si no me juzgase
mucho más siéndolo de Cristo. La preferencia que establezco no puede ofender
ni aun disgustar a un joven tan bueno y tan piadoso como tú. De aquí en adelante
ya no existe el amor terrenal entre nosotros; sólo queda una amistad pura y
suavísima, amándonos en el sagrado corazón de Jesús. No te olvidaré en mis
pobres oraciones. Olvídame tú cuanto te sea posible. Eres bueno, eres noble,
hermoso y rico; busca una mujer que te merezca más que yo te merecía, y cásate
y sé feliz. Yo rogaré siempre por vosotros.
Adiós.
María.»
—¿Podía haber píldora mejor dorada? No, no; Ricardo no tenía derecho a
quejarse.
Mientras el grueso de las señoras ponía interminables glosas a este documento,
las que vestían a la nueva prometida de Jesús andaban cerca de concluir su tarea
y daban la última mano al tocado con la misma complacencia que un artista da
las últimas pinceladas a un cuadro, alejándose y acercándose infinitas veces para
hacerse cargo del efecto que produce. Aquí un alfiler; el cuello un poco más
abierto para dejar ver la hermosa garganta de alabastro; algunos rizos sobre la
frente saliendo al desgaire por entre las flores de azahar; pegar un botón que ha
saltado...
María ayudaba con vivos movimientos a sus nuevas camaristas. Todas
admiraban su serenidad. ¡Y, en efecto, la joven desposada no podía mostrar un
rostro más jovial en aquellos momentos! Advertíase, no obstante, cierta
agitación en aquella alegría. Sus movimientos eran demasiado vivos y resueltos,
como si tratase de ocultar el leve temblor de sus manos y el estremecimiento que
corría por todo su cuerpo. ¿Era un estremecimiento de placer?
¡Oh, sí, María sentía un inmenso placer!
Las rosetas encarnadas de sus pómulos así lo decían; el brillo inusitado de los
ojos también lo pregonaba. Tenía los labios secos y las ventanas de la nariz
sonrosadas y más abiertas que de ordinario. La cándida frente estaba surcada por
una leve y prolongada arruga que anunciaba el vivo deseo, el ansia inquieta y
sensual que debajo de ella se ocultaba. Era el ansia henchida de gozo del glotón
que se encuentra frente a su plato favorito después de largo ayuno. Por aquel
rostro encendido, brillante, pasaba una muchedumbre de soplos cálidos,
cargados de congojas, sobresaltos y anhelos voluptuosos, en revuelta y vaga
confusión. Iba a ser la esposa de Jesucristo y encerrarse para siempre entre
cuatro paredes, pasando toda la vida en misterioso coloquio, cuyas dulzuras aun
no había gustado por completo. Una gran curiosidad la dominaba, la irritaba en
grado indecible. Siempre le había fascinado aquel coro del convento de San
Bernardo, donde la media luz que penetraba por las altas claraboyas dormía con
místico sosiego sobre los sillones de roble. ¡Cuántas veces, viendo cruzar una
figura blanca y silenciosa y sentarse allá en el fondo, se había estremecido! Era
un temblor dulce, voluptuoso, que le hacía apetecer con ansia la entrada en aquel
fantástico recinto. Las monjas con sus blancas y esbeltas figuras le parecían
seres sobrenaturales, ángeles bajados a la tierra casualmente y que no tardarían
en remontar vuelo. Fijose particularmente en una porque era joven y hermosa.
Cuando la veía entrar en el coro no apartaba de ella los ojos. La belleza severa y
correcta de aquella religiosa y su mirada límpida y firme le causaban una
impresión que no se explicaba. En su pecho nació cierta inclinación extravagante
hacia ella y vivo y ardiente deseo de ser su amiga o más bien su discípula, de
postrarse ante ella y decirle: «¡Enseñadme, dirigidme!» ¡Oh, si le permitiera
darle un beso por pequeño que fuese! Cierta tarde le acometió una tentación
inmensa de pedírselo. El templo se hallaba desierto. Echó una mirada hacia atrás
y vio que la hermosa monja penetraba en el coro y se arrodillaba cerca de la reja;
y sin reparar en lo que hacía se dirigió a ella, diciéndole con voz temblorosa:
«Madre, ¿me deja usted una mano para que la bese?» La monja le hizo una seña
graciosa de que no podía ser, pero levantándose le tendió el crucifijo de su
rosario con sonrisa tan dulce y protectora que María, al besarlo, sintiose
profundamente conmovida.
Siempre que entraba en la iglesia del convento sentía la misma embriaguez,
una especie de somnolencia voluptuosa que penetraba en su ser como una
caricia. De aquel coro venía un murmullo lánguido y tierno que le llamaba,
invitándola a dejar los placeres del mundo por otros más dulces y misteriosos
que había comenzado a gustar sin conocerlos aún enteramente. Jesús le había ya
otorgado valiosos regalos en sus oraciones, pero no se entregaría por completo,
bien seguro, no se olvidaría en los brazos de la esposa, no se daría todo Él con el
amor infinito, inmortal que pedía con ansia, sino dentro de aquel recinto
silencioso y poético donde ningún ruido podía turbarlos.
Había llegado por fin el día de satisfacer su anhelo. Dentro de una hora estaría
en aquel coro misterioso que tanto le había hecho soñar, y cruzaría con su
flotante túnica al través de los rayos tibios de luz de las altas claraboyas. Sentía
impaciencia por que el momento llegase. Estaba nerviosa, inquieta, pero risueña.
Nunca se encontró más satisfecha de sí misma. Las amigas no se cansaban de
exaltar su virtud y heroísmo; la villa la contemplaba con asombro, y en torno de
ella no se escuchaban más que lisonjas y frases de admiración. María se hallaba
realmente sobre un pedestal. Y, como todo el que se encuentra bajo las miradas
del público, nuestra joven procuraba ocultar las emociones de su alma mostrando
un semblante sereno y alegre. Era su día, era el día de la gran batalla, y
componía las arrugas de la frente y la expresión de su mirada lo mismo que un
general cuando suena la hora del ataque.
No obstante, de vez en cuando dirigía miradas de sobresalto a uno de los
rincones del gabinete. En aquel rincón, sentada, con las manos en el rostro,
estaba su hermana sollozando. Al fin, no pudiendo contenerse, dejó plantadas a
las camaristas, y se fue hacia Marta, y bajando el rostro hasta tocar con el de
ella, le dijo:
—No llores, querida mía, no llores más... No nos sucede ninguna desgracia
para que te aflijas tanto... Piensa, al contrario, en el gran favor que Dios me
otorga al llamarme a ser su esposa... ¡Debieras alegrarte, pichona!... Vamos, no
llores más, ¡mira que me estás quitando el valor!...
Y mientras esto decía, besaba el rostro terso y sonrosado de su gentil
hermanita. La niña respondió entre sollozos:
—¡Ay, María, te pierdo para siempre!
—No, querida, no... Me verás muchas veces... y hablarás conmigo.
—¡Qué importa!..., te pierdo, hermana mía...
Y Marta no sabía salir de ahí «¡te pierdo, te pierdo para siempre!» No sabía
salir porque era lo único que en aquel instante llenaba su corazón, un corazón
que jamás se equivocaba. Acostumbrada a dejarse dictar creencias y opiniones,
Marta aceptaba sin rebelarse la de que su hermana obraba bien al encerrarse en
un convento. Pero era señora absoluta de su corazón. Allí no mandaba nadie. Y
el corazón le decía que ya no tenía hermana; que todo el amor, toda la ternura de
María iba a evaporarse muy presto, como una esencia divina, en las
profundidades de un nosequé misterioso y vago totalmente incomprensible para
ella.
Cuando el tocado estaba a punto de terminarse, penetró en la sala un joven con
la violencia de un golpe de viento. Era aquel pollo del pelo por la frente, que
poco a poco se había hecho indispensable en todas las fiestas, solemnidades,
ceremonias y regocijos de la villa.
—Mariíta, el secretario del señor obispo me manda a decirle que Su Ilustrísima
está ya dispuesto y que sale al instante para la iglesia.
—Bien; yo no tardaré en salir.
—Dejo ya la tribuna de los músicos preparada. He avisado a don Serapio y al
organista... ¡Preciosa, Mariíta, preciosa!... Fíjese usted en las colgaduras azules
que hice poner en el retablo de la Virgen...
—Gracias, Ernesto, muchas gracias, se lo agradezco a usted en el alma.
A una señal de María todas las señoras se levantaron y se precipitaron detrás de
ella por la escalera, sin dejar por eso su charla mareante. La joven fue derecha al
cuarto de su padre y se encerró en él durante largo rato. Nadie supo lo que pasó
dentro. Los que a la puerta esperaban oyeron sollozos, frases confusas
pronunciadas en tono colérico, ruido de sillas. Las señoras, que aguardaban en la
antesala, decían en voz de falsete a las que entraban: «Se está despidiendo, se
está despidiendo de su padre... Don Mariano no quiere ir a la ceremonia.»
Después apareció otra vez María, risueña y serena como antes, diciéndoles:
—Vamos, señores; en marcha.
Con la misma serenidad atravesó los grandes salones de la casa sin dirigir una
mirada a los muebles, y bajó por la anchurosa escalera de piedra sin notar
vacilación alguna en sus lindos pies vestidos de raso blanco.
Y sin embargo, ¡cuántos recuerdos quedaban a su espalda! ¡Cuántas horas de
luz y de alegría! La charla de sus labios infantiles, suave como el gorjeo de un
pájaro; el canto un poco ronco, pero aun más tierno, por eso mismo, de su padre,
al dormirla entre los brazos; los sueños, las frescas carcajadas de la adolescencia,
el hermoso sol de las mañanas de abril que la bañaba en su cuarto, las caricias
incesantes de su madre, el calor del hogar en suma, ese calor que no se compra
con los tesoros de la tierra, todo quedaba detrás de ella impreso en las paredes,
empapado en los muebles. ¡Y ella lo dejaba sin lágrimas!
A la puerta esperaba una magnífica carroza abierta, tirada por cuatro caballos
blancos. Pedro había demostrado su gusto poniéndoles grandes penachos azules
y adornándose él mismo con una librea de idéntico color. En aquel día todo
debía ser azul, como emblema de pureza y virginidad. Hasta el cielo, por mayor
gala, se había vestido de azul y se mostraba límpido y hermoso. María montó en
el carruaje con la señora de Ciudad, su madrina, y las otras se despidieron hasta
luego, tomando apresuradamente el camino de la iglesia.
Reinaba extraordinaria agitación en la villa. La toma de hábito de la señorita de
Elorza, aunque esperada desde hacía algún tiempo, no por eso dejaba de
impresionar profundamente. ¡Una joven tan rica, tan bella, tan lisonjeada por
todo lo que el mundo tiene de risueño y apetecible! Interminables comentarios se
hacían por aquellos días en las tertulias de las tiendas.
—¿Pero no decían que estaba ya arreglada la boda con el marquesito?—Nada,
nada, ya no hay boda; el marquesito se ha quedado con un palmo de narices. La
niña, después del extraño suceso de su prisión y la muerte de su madre, volvió
con más fuerza que nunca a sus aficiones piadosas: es una vocación decidida, no
hay que darle vueltas. Unos la juzgaban de un modo y otros de otro; pero en
general María excitaba vivas simpatías, y en mucha gente, sobre todo entre la
plebe, ejercía cierta fascinación, como todo lo que es extraordinario y hasta
cierto punto maravilloso. Pasaba por una santa. El apagar todo el esplendor de su
hermosura, riqueza y talento en las soledades de un claustro era el complemento
único de su fama, la última firma echada en el expediente de su canonización
popular. Todas aquellas mujerzuelas que se codeaban sin piedad para verla
cruzar hacia la iglesia se creerían defraudadas si se hubiera casado
prosaicamente y la viesen de bracero con su marido, precedida de una niñera con
tierno infante en los brazos.
La plaza estaba llena de curiosos. Cuando la joven subió al carruaje, y Pedro,
chasqueando la lengua y el látigo, hizo arrancar a los caballos, alzose un gran
rumor en la muchedumbre, que llegó a los oídos de María como un coro de
lisonjas. La gente se apartaba precipitadamente dejando paso. En presencia de
aquel aparato, que sólo alguna vieja había visto en otra ocasión, los pacíficos
habitantes se hallaban sobrecogidos de respeto y excitados a la par por una gran
curiosidad. El coche empezó a caminar lentamente, rompiendo las apretadas filas
de los curiosos. Los caballos piafaban impacientes, sacudiendo los penachos
azules como si les corriese prisa llevar la desposada a los brazos del Esposo
místico. Era una procesión regia. Y en verdad que María, por su gallarda
presencia, mereciera ser reina. Así como estaba, espléndidamente ataviada, con
sus ojos azules y profundos, que brillaban de emoción, y las mejillas de leche y
rosas levemente coloreadas, era una figura de singular belleza, que ofrecía
muchos puntos de semejanza con la Virgen rubia de Murillo que vemos en el
Museo de Madrid. Las mujeres de la villa no podían reprimir el entusiasmo y le
prodigaban en voz alta mil adjetivos a cual más lisonjero.
—¡Mírala, mírala qué preciosa va, mujer del alma!
—¡Si apetece comérsela a besos!
—¡Y qué traje tan rico lleva!
—Dicen que ha venido ex profeso de París. No ha querido vestirse de tisú. Las
casullas que se habían de hacer de él las regalará por separado, y el vestido
quedará para la Virgen del Amor Hermoso.
—¡Es que yo no he visto criatura más linda!... ¡Parece un ángel!
La carroza seguía su carrera majestuosa, y la joven sonreía dulcemente a la
muchedumbre. Desde dos o tres casas dejaron caer sobre ella un diluvio de
flores, cuyos pétalos multicolores esmaltaron un instante la tela blanca del
vestido: algunos quedaron enredados en el cabello. La gente aplaudía.
—¡Mujer, la vocación de esta niña edifica!
—¡Ay, dichosa de ella!..., ¡quién estuviese en su lugar!
—Y aquí no pueden decir que ha sido obligada... Sé yo que su padre se ha
puesto furioso cuando lo supo y trató de disuadirla por todos los medios...
—Vamos, entonces se casa con Jesucristo a disgusto de la familia—manifestó
un joven que escuchaba la conversación.
Las mujeres se volvieron airadas a confundir al impío, que se alejó riendo.
Y la carroza seguía marchando bajo un sol radiante, que hacía centellear los
cristales de los balcones, reverberando en el blanco caserío de la villa con
transportes de felicidad. El firmamento mostraba sus purísimos senos sonriendo
a todos los deseos de dicha, a todas las aspiraciones placenteras de los mortales,
hasta a las de la hermosa virgen que iba por su voluntad a perderlo de vista y a
hundirse para siempre entre las sombras del claustro. El carruaje cruzó por
delante del palacio feudal de los Peñalta, cuyas vetustas paredes, manchadas a
trechos de musgo, arrojaban sobre la calle un manto de sombra.
¡Qué haría a estas horas Ricardo!
María no se dijo esto; no. Pasó sin dirigir siquiera una mirada furtiva a los
góticos balcones, con la misma sonrisa serena y protectora. La sombra, no
obstante, le produjo un leve temblor de frío.
A la puerta de la iglesia esperábanla todas sus amigas, que habían llevado
consigo a Martita. El templo rebosaba de gente, que se apretó para dejarle paso.
En el altar mayor la recibió el obispo de..., que había venido adrede para darle el
hábito. Hincose de rodillas y oró breves instantes. El rumor confuso de la gente
se apagó, reinando un silencio ansioso.
El prelado comenzó a decir con voz clara y solemne:
—Sé, querida hija, que habéis formado resolución de encerraros para siempre
en esta santa casa con propósito de ser toda la vida esclava del Señor... Sé
también que vuestra voluntad es firme, y que habéis sabido resistir, no sólo a las
vanas seducciones del mundo, sino también a aquellos goces honestos que la
bondad de Dios nos permite... Pero la vida, hija mía, en el seno de la
mortificación y penitencia suele ser más larga que en el tumulto de los placeres,
y mientras nuestro espíritu resida aprisionado en la carne, somos el blanco de
graves e incesantes tentaciones...
El anciano obispo hablaba con extraordinaria calma, haciendo largas pausas al
final de los períodos, lo que prestaba a su discurso gran majestad. Su voz era
dulce y clara y sonaba en la nave silenciosa del templo como una música suave.
Entretúvose a trazar con terrible exactitud los pormenores de la vida religiosa,
desplegando ante la vista de la joven todo el aparato de mortificación que
arrastra consigo; los placeres del mundo, olvidados por entero; los sentidos,
contrariados; los afectos terrenales, hasta los más puros, reprimidos. Y eso no un
día, ni un mes, ni un año solamente, sino todos los días, todos los meses y todos
los años hasta la hora de la muerte, buscando siempre con afán el dolor como
otros buscan el placer. Mas después de pintar el cuadro sombrío de la
mortificación, pasó a expresar con elocuencia los puros y vivos goces que dentro
de ella se encuentran. ¡Abandonarse en los brazos de Dios como el niño en los
de su madre, para que haga de nosotros lo que quiera! ¡Hallar a Dios en el fondo
de las amarguras y dolores, unirse a Él!..., ¡poseerlo!... ¡Y ser la criatura
predilecta, en quien su infinita Grandeza se recrea!... ¡Vivir eternamente unida a
Él!... ¡Ser su esposa!... ¿No es bastante recompensa para los pequeños dolores
que en una vida tan breve podemos experimentar?
Comenzó la profesión de fe. El obispo preguntaba, leyendo por un libro, si
estaba pronta a dejar la vida del mundo y el comercio de las criaturas para
consagrarse exclusivamente al servicio de Dios. María contestaba que había
escuchado la voz del Señor y corría presurosa a su llamamiento. El prelado
tornaba a preguntar si había meditado bien en su resolución, si la había tomado
por algún respeto mundanal, herida de algún desengaño pasajero. María
respondía que venía por su libre voluntad a confiarse y reposar en el seno del
Amado de su alma. Todos los ejércitos de la tierra no la harían retroceder, porque
su Dios la había hecho firme e inexpugnable, como la montaña de Sión.
Por encima de la cabeza de los fieles apareció una gran bandeja de plata, la
misma que pocas horas antes estaba en una de las celdas del convento, y en ella
el hábito de novicia bernarda. El prelado lo bendijo.
Dejáronse oír las notas agudas y gangosas del órgano y se puso en marcha la
procesión. María delante y a su lado la madrina y Marta; detrás el obispo y en
pos de él la clerecía. Parte de la gente los siguió y parte se quedó en la iglesia.
Cerca de la puerta de ésta se hallaba la del convento por donde penetraron,
internándose en un largo y sombrío claustro, iluminado a trechos por alguna viva
raya de sol, que las molduras de los arcos dejaban pasar. Al fin de una de las
galerías estaba ya una puerta abierta y guardándola, silenciosas, inmóviles,
veíanse dos figuras blancas de monja, con sendas hachas de cera en las manos.
Tornó a hincarse de rodillas la desposada, y levantándose al instante, estrechó
vivamente entre los brazos a su hermana. ¡Era el último abrazo que le daba!
Cuando quiso desprenderse tenía a Martita tan fuertemente colgada del cuello,
que fue necesaria la intervención de algunas señoras para lograrlo. Abrazó
igualmente a todas sus amigas que lloraban a lágrima viva, mientras ella, dando
ejemplo de sublime serenidad, entró alegre y sonriente en la casa del Señor,
escoltada por las dos monjas.
Las puertas se cerraron. Aunque era en el mes de agosto, Marta y las amigas
sintieron frío repentino en el claustro y corrieron a refugiarse en la iglesia, donde
don Serapio, acompañado del órgano, degollaba la hermosa plegaria de
Stradella.
Esperose algún tiempo, con grandes ímpetus de curiosidad. Nadie atendía a la
cascada voz del fabricante de conservas. Los ojos de la muchedumbre estaban
fijos, clavados en el coro de las Bernardas, escrutando por entre sus rejas la
portezuela del fondo.
Al fin apareció. Venía igualmente escoltada por dos monjas. El traje de novicia
la hacía un poco más vieja. Sin embargo, estaba hermosa, ¡muy hermosa!,
porque lo era realmente aquella santa y extraordinaria criatura. La gente la
devoraba con los ojos y se repetía en voz baja: «¡Viene sonriendo, viene
sonriendo!»
¡Ah, sí, la nueva esposa de Jesucristo sonreía, esperando el dulce premio de su
sacrificio! Pero el anciano que en el mismo instante paseaba solitario por uno de
los salones de la casa de Elorza..., ¡ése no sonreía! Y el joven que a la misma
hora se hallaba cruzado de brazos, con la cabeza inclinada sobre el pecho, frente
a un retrato de mujer, ¿acaso sonreía?... No, no; tampoco sonreía.
El prelado vino a la reja y dijo a la novicia:
—Ya no te llamarás María Magdalena, sino María Juana de Jesús.
La novicia fue a postrarse delante de la abadesa, y besó con respeto el crucifijo
de su rosario. Después fue abrazando una por una a sus nuevas compañeras.
Mientras duró esta escena, muchas de las señoras del concurso vertían lágrimas.
El obispo dijo la misa solemne, y al concluir, todas las religiosas, incluso
María, comulgaron. Don Serapio apenas cerraba boca. El órgano chilló, silbó y
roncó con más brío que nunca, estimulado quizá por la competencia. Parecía que
don Serapio y él habían trabado un pugilato tremendo, un duelo a muerte, cuyas
estrepitosas consecuencias recaían sobre las orejas de los fieles. Pero el órgano
se reía con todo descaro del fabricante. Cuando se hallaba más extasiado,
dejando resbalar por la garganta alguna complicada fioritura o fermata, un
mugido horrísono se la estropeaba sin piedad, dejándole perdido y anegado para
un buen rato. Volvía a sacar la cabeza el fabricante con una nota tierna y de
efecto seguro... ¡Zas!, el órgano, como una fiera encarnizada, caía sobre ella y la
desbarataba. Así estuvo jugando mucho tiempo, hasta que, harto de divertirse y
embriagado por el triunfo, soltó de improviso y simultáneamente todas sus
voces, que clamaron en el silencio de la iglesia con grito monstruoso e
insufrible. El fabricante quedó asfixiado en aquel bramido diabólico y no volvió
a aparecer.
Reinaron algunos instantes de silencio, que fue turbado por cierto triste
chirrido. Era la cortina del coro que se extendía. Ya no se vio más. Las luces
comenzaron a apagarse y la gente a desfilar a toda prisa. Las amigas íntimas se
fueron al locutorio a dar la enhorabuena a María.
El locutorio era una pieza cuadrada y bastante obscura, cortada por una doble
reja de hierro. La novicia apareció acompañada de la superiora..., ¿sonriendo tal
vez?... Sí, sonriendo.
—¡Qué ejemplo nos has dado de valor y de virtud, María!—le dijo una.
La joven alzó los hombros, en ademán de arrojar de sí la gloria que le echaban
encima.
—¡No dejes de pedir por nosotras!
—Sí, pediré, querida... Nosotras—añadió con un poco de énfasis—tenemos la
obligación de pedir por los que se quedan en el mundo.
—¡Si supieras cómo lloraban los criados hace un momento!
—¡Pobre gente!... Les quiero yo mucho a todos.
—Aquí tienes a Marta, que quiere despedirse.
—Acércate, Marta... ¿Te vas conformando ya?...
—¡Qué remedio tengo, María!—repuso la niña pugnando por reprimir los
sollozos.
—No, hermana mía; es necesario que te resignes con gusto, agradecida al
Señor, por el favor que me ha dispensado... Serás buena siempre, ¿no es
verdad?... Consuela a papá... No olvides aquellas oraciones que te he dado, ni
dejes de leer los libros que te dije... Ven a oír misa todos los días... Procura
siempre ser formal y humilde...
¡Ah!, no; Martita no procuraría, no procuraría. Cuando se nace honrada y
humilde no hay necesidad de procurarlo. Podía estar tranquila sobre este asunto
la esposa del Señor.
El estrecho cuarto donde las dos monjas se hallaban cerca de la reja parecía,
por lo feo y obscuro, un calabozo. Sus túnicas resaltaban como dos manchas
blancas detrás del negro enrejado.
Las amigas dirigían todas, alternativamente o a la vez, la palabra a María con
cierta mezcla de admiración, de lástima, de curiosidad y cariño. Lo que más
dominaba era la curiosidad. Se le hacían mil preguntas impertinentes y muchos
encargos ridículos de oraciones, medallas, etcétera. Algunos pollos de los
antiguos tertulianos de la casa de Elorza se habían deslizado en la concurrencia y
contemplaban con grandes ojos abiertos y pasmados a la nueva religiosa, sin
atreverse a dirigirle la palabra. Pero ella se mostraba serena y amable y les
llamaba por sus nombres con cierta condescendencia protectora, dándoles
recuerdos para sus familias. El más osado fue el ceremonioso mancebo del pelo
por la frente, quien, abriéndose paso y llegando muy sofocado a la reja, dijo a la
novicia, dándole ya su nuevo nombre:
—Hermana Juana, tengo que pedirle un favor..., que me envíe como recuerdo
un poquito de azahar de la corona que llevaba...
—Si la madre consiente...—murmuró María dirigiendo la vista a la superiora.
Ésta hizo una seña con la cabeza y el ramito de azahar fue liberal y
graciosamente otorgado.
En aquel instante entró la hermana Luisa, aquella monja castigada por su
vanidad, y se puso de rodillas; pero ni el más leve soplo de rubor pasó por su
rostro. La costumbre de ejecutar tales actos los priva de todo mérito.
Siguió la conversación versando sobre fiestas, novenas que se preparaban, la
marcha del vicario que iba nombrado canónigo de la catedral, la persona que le
sustituiría, etcétera. Insensiblemente todas fueron bajando el tono de la voz hasta
convertirse en un cuchicheo monótono y triste. Más que de enhorabuena parecía
una visita de pésame. Continuábase alabando el valor de María y su virtud. ¡Ay
Dios mío, el considerar que está una encerrada para siempre y llevando una vida
de tanto trabajo!...
La superiora, mirando para ella, exclamaba con cierta sonrisilla no muy
tranquilizadora:
—¡Pobrecita!, ¡pobrecita!
Mas la joven, volviéndose con uno de esos arranques graciosos tan propios de
su carácter, respondía:
—¡Riquita!, ¡riquita! digo yo, madre.
Poco a poco los muchachos se habían ido acercando a las muchachas, y sin
respetar lo sagrado del recinto ni hacer caso de las cruces severas colgadas de los
muros, comenzaban a decirse cositas más o menos picarescas al oído:—¿Cuándo
sigue usted el ejemplo, Fulanita? La verdad es que si todas ustedes hiciesen lo
mismo, ¡qué sería de nosotros!—Pues no dejaría usted de estar linda con el
hábito.—Oiga usted, Amparito, si usted se metiese monja, yo quisiera ser
vicario.—Pues yo quisiera que usted fuese un poco más formal, Suárez.—
¡Cuántos ratos de compañía había de hacerle!... Lo peor es la reja... ¿No se quita
la reja para el vicario?...—Calle usted, malvado; mire que es pecado hablar así
en este sitio.
Rosarito y su novio se habían apoderado de un rincón y se comían con los ojos,
diciéndose sólo de vez en cuando alguna palabra insignificante que la inflexión
de la voz y el temblor de los labios hacían subir a la categoría de sentencia
sublime. Sólo las viejas y algunas chicas que no habían logrado emparejarse,
seguían charlando con las monjas. Al fin, la superiora se levantó de la silla y
María siguió su ejemplo.
XVI

EL SUEÑO DEL MARQUÉS DE PEÑALTA

El traslado del joven teniente de artillería Ricardo de Peñalta no acababa de


llegar. Se había solicitado quince días antes de la toma de hábito de la señorita de
Elorza. Era ya pasado un mes desde la ruidosa ceremonia... y nada. Los
personajes influyentes que nuestro amigo tenía en Madrid a su devoción, no se
habían dado mucha prisa esta vez a satisfacer sus deseos.
¿Pero por qué este muchacho tenía tales deseos de alejarse de Nieva? Dicho
sea en honor de la verdad, Ricardo cuando pidió el traslado sentía ganas
vehementes de perder de vista para siempre aquellos lugares, donde tan feliz
había sido y donde iba a ser tan desgraciado; mas ahora, después de transcurrido
un mes, se habían calmado un tanto sus congojas y andaba cerca de
acostumbrarse a su desgracia. No obstante, seguía muy abatido. Toda la villa lo
advertía.
Desde el día en que le hizo aquella horrible proposición, que no podía recordar
sin sentirse inflamado de cólera, comprendió que no sería dueño jamás del
corazón de María. Una voz secreta e implacable se lo estaba diciendo sin cesar al
oído. Así que no le causó gran sorpresa la carta en que se le notificaba la entrada
en el convento. Hacía ya algún tiempo que corría este rumor en la población. Sin
embargo, no pudo sustraerse, por más que hizo, a un dolor vivo y agudo y a un
abatimiento que postró todas sus fuerzas. No es lo mismo la persuasión más o
menos fundada de que la mujer querida no le corresponde a uno, que verlo
confirmado por un hecho material y tangible. Ni aun le quedaba el derecho de
encolerizarse y desahogar su rabia apellidándola pérfida, traidora, como
acontece en la mayoría de los casos. Como cristiano sincero que era, le tocaba
ver con paciencia, hasta con gusto (la carta bien lo decía), aquella piadosa
sustitución de afectos terrenales, aunque nobles, por otros divinos y sublimes.
María no era culpable de nada, absolutamente de nada. Su conducta, digna de
elogios; y advertía que la villa entera los tributaba espontáneos y calurosos.
Quizá en esta idea encontraba el joven marqués el único consuelo posible.
Porque lo cierto era que la hermosa joven no le había dejado por ningún otro
hombre, sino por seguir el áspero camino que conduce al cielo, para lo cual
indudablemente debió necesitar hacerse gran violencia. Y en esta violencia
cifraba nuestro marqués un poquito de orgullo, pensando con deleite y dolor al
mismo tiempo en los esfuerzos que la nueva esposa de Jesús haría para arrancar
las raíces de afecto tan sólido y antiguo.
Mas por entre el hermoso follaje de estos pensamientos, más o menos
consoladores, sacaba no pocas veces su odiosa cabeza una idea triste y cruel.
Aunque procurase todos los medios para alejar de sí tal idea, no podía menos de
pensar muy a menudo que María jamás le había profesado un amor sincero y
vehemente como el suyo; que había sido su novia por compromiso, por el influjo
de las circunstancias especiales en que ambos se encontraban en Nieva; que tal
vez ella se había engañado a sí misma, pensando quererle, pues si le hubiese
amado realmente, nunca le hubiese venido la idea de meterse en conspiraciones
ridículas ni mucho menos en proponerle odiosas traiciones; que María era una
joven de mucho talento y gran imaginación, a propósito para brillar en el mundo
o para acometer cualquier empresa religiosa o profana, con tal que fuese elevada,
pero incapaz, tal vez por lo mismo, de la ternura de sentimientos, de la
constancia, de la abnegación modesta y obscura que deben poseer las buenas
esposas y madres. En fin, Ricardo presumía que su amada tenía más cabeza que
corazón, o él no sabía lo que se pescaba.
Y poco a poco y a impulso de estas dudas que andaban cerca de ser certezas,
nació en su espíritu cierto desvío del amoroso recuerdo que le embargaba.
Cuando pensaba en la María de otros tiempos, tan alegre, tan gentil, tan
bulliciosa, solía enternecerse y derramaba lágrimas. Cuando el pensamiento se
enderezaba al día en que, escondido detrás de las cortinas, la vio cruzar
impasible y sonriente por delante de su casa sin dirigir siquiera una mirada a los
balcones, se llenaba su corazón de amargura no exenta de rencor. Y cuando la
veía en la imaginación en hábito de monja bernarda, por entero olvidada de
aquellas dulces escenas que habían sido el encanto de su vida, despreciándolas
tal vez, y aborreciéndolas cual si fueran delitos, nuestro joven—¡que Dios le
perdone el pecado!—llegaba a mirar con ojeriza a la esposa de Jesucristo. Estas
dudas que sin cesar le asaltaban eran para su pasión un verdadero cauterio,
doloroso y cruel como todos, pero de muy saludables efectos.
No dejó por un instante de frecuentar la casa de Elorza como antes; acaso más
que antes. Había allí dos seres a quienes compadecer y que le compadecían.
Además era un hábito el pasar algunas horas del día entre aquellas cuatro
paredes, y no sólo hábito, sino deber de reconocimiento por el cariño que se le
dispensaba, y no sólo deber, sino también, ¿por qué no hemos de decirlo?,
también gusto, mucho gusto, pues no podía dejar de tenerlo en hacer compañía a
un caballero tan cumplido como don Mariano, que le había dado pruebas de
amarle como a hijo, y a una niña tan buena y hermosa como Marta, a quien
quería como hermana. El dolor había estrechado aún más el parentesco de sus
corazones. A medida que el recuerdo de María se iba haciendo menos grato,
hallaba más dulce el cariño de aquella familia y se agarraba a él como a la última
tabla, en el naufragio de sus esperanzas. Si dejaba escapar esta tabla, quedaría
solo. ¡Solo, solo! Esta palabra le traía a la imaginación la horrible noche pasada
en el tren cuando vino a Nieva después de la muerte de su madre. El destino
cruel volvía a pronunciarla en sus oídos cuando menos lo pensaba. Al fin,
mientras permaneciese en Nieva, no sonaba tan triste y desconsoladora, porque
todo lo que veía y tocaba en su casa le hablaba de la ternura de su madre, cuando
tropezaba en la de Elorza le recordaba el amor de María; pero ¿y después?...
¿Qué le dirían los campos yermos de Castilla por donde la rauda locomotora le
haría cruzar? ¿De qué le hablaría la indiferente muchedumbre en las calles de
Madrid?... Por eso, Ricardo temía ya, más que deseaba, el traslado que con tanta
precipitación había pedido.
Todos los días al entrar en casa de Elorza le preguntaba Martita:
—¿Ha llegado eso, Ricardo?
A las pocas veces repuso entre risueño y enfadado:
—¿Acaso tienes ganas de que me vaya, Martita?
—¡Oh, no!...—dejó escapar la niña con una inflexión de voz que valía por un
poema.
Pero Ricardo no acertó a leerlo. Estos náufragos del amor, estos hombres
heridos de un desengaño, no saben leer más poemas que el suyo.
Después de la muerte de su madre, en cuya enfermedad tanto le ayudó y
consoló Ricardo, Marta volvió a tratarle con la misma confianza y cariño que
antes, un poco entibiados desde hacía algún tiempo. La hija menor de don
Mariano había atravesado por una terrible crisis, que nadie sospechó siquiera en
la casa. Mientras duró se hizo un poco arisca en el trato, más inquieta, más seria
y reservada. Pero al fin su espíritu firme y su temperamento sano y equilibrado
salieron vencedores. La muerte de doña Gertrudis, que era una desgracia más
grande y positiva que todas las demás, contribuyó no poco a calmar las
inquietudes y desórdenes de su corazón. Volvió a ser la misma Marta tranquila,
serena y cariñosa de antes, atenta siempre a desembarazar de obstáculos el
camino de los otros aunque el suyo estuviese cerrado por un muro infranqueable.
¡Dichosos los que en la vida tropiezan con estos seres benditos que fundan su
felicidad en la ajena, que ofrecen las flores y se quedan con las espinas!
Ricardo pasaba largas horas en casa de Elorza. Las tardes, sobre todo, las
dedicaba enteras a don Mariano y su hija, saliendo con ellos de paseo cuando
hacía buen tiempo, y permaneciendo en casa cuando llovía. Algunas veces iba
también por la mañana y entonces don Mariano solía invitarle a comer. Mientras
Ricardo rehusaba y el caballero insistía, Marta no despegaba los labios, pero se
advertía en su rostro la zozobra y en los ojos suplicantes el vivo deseo de
retenerle. Cuando al fin aceptaba, ¡era de ver la alegría de la niña y la solicitud
con que todo lo preparaba, entrando y saliendo en la cocina infinitas veces,
improvisando los platos que sabía más del gusto del joven marqués y poniendo
en movimiento a la servidumbre! El beefsteak a la inglesa, porque Ricardo se
había acostumbrado allá por Madrid a comerlo un poco crudo; el pescado frío, el
arroz suelto, la raja de limón (Ricardo echaba limón a casi todos los manjares),
la mostaza inglesa, las aceitunas, etc., etc. Pero donde Marta ponía los cinco
sentidos era en el café. Ricardo era un árabe, un sibarita en materia de café. Por
eso la niña concedía un cuidado más atento y vigilante a la confección de este
líquido que un químico analizando cualquier metal precioso. Mientras iba y
venía disponiéndolo todo, el joven no cesaba de bromearla en el mismo tono
cariñoso de los primeros tiempos, y eso que Marta, aunque de corto todavía, era
ya una verdadera mujer, y no de las menos lindas, como hemos tenido ocasión de
decir. Había crecido poco, no obstante.
—¡Anda, taponcito! ¿Cuándo acabas de estirar?—le decía Ricardo,
reteniéndola por una de sus trenzas, cuando cruzaba por delante de él. La niña
sonreía, encogiéndose de hombros, y proseguía su camino.
Desde el día en que se enfadó, Martita no volvió a preguntarle por el traslado;
pero todos al entrar en casa le dirigían una mirada penetrante y ansiosa,
queriendo leer en su rostro alguna noticia. Como no la había, la niña se
tranquilizaba, tornando a la obra, que rara vez dejaba de tener en las manos.
Ricardo tampoco hablaba para nada de partir. O no se acordaba de su petición, o
afectaba no acordarse, o no quería acordarse. Tal vez hubiese de todo un poco. El
marqués de Peñalta había pasado desde el desconsuelo a la melancolía, y de aquí
iba paulatinamente dejándose ir a las sensaciones dulces. Aquella habitación,
donde Marta cosía, inspiraba ideas risueñas de amable sosiego y felicidad.
Una mañana, como si fuera la cosa más natural del mundo, como si la noticia
no desgarrase el corazón de nadie, como si se tratara de algo baladí y de poco
momento, Ricardo entró en casa de Elorza, diciendo:
—Esta noche me ha llegado al fin el traslado para Valencia.
¡Ciego, ciego! ¿No ves la palidez de esa niña? ¿No observas el
estremecimiento doloroso que corre por su cuerpo? ¡Mira que va a caer! ¡Corre,
corre a sostenerla!...
Nada; no echó nada de ver el joven marqués. Él también estaba un poco pálido.
El tono indiferente con que comunicó su noticia era pura comedia, porque
aquella noche había dado vueltas en la cama hasta fatigarse, y las luces de la
aurora le sorprendieron sin conseguir pegar los ojos.
Don Mariano hizo un gesto de disgusto, exclamando:
—¡Vaya por Dios, hijo, vaya por Dios!... Siento que te nos marches ahora... En
fin, si es tu gusto...
Ricardo guardó un silencio sombrío. De buena gana hubiese exclamado: «¡Qué
ha de ser mi gusto! ¡Mi gusto sería pedir la absoluta en este momento, y
quedarme aquí para siempre y vivir tranquilamente al lado de ustedes; ¡de
ustedes, que son las personas a quienes más amo en este mundo!» Pero tuvo la
flaqueza de callarse, y estas flaquezas suelen costar muy caras en la vida.
—¿Y cuándo piensas irte?—preguntó el caballero.
—Mañana mismo. Necesito detenerme en Madrid algunos días para arreglar
ciertos asuntos. A Valencia llegaré el diez del que viene.
—¿Vas a algún regimiento?
—Al primero montado.
—¡Ah!
Y guardaron silencio. La tristeza les dominaba a todos, asfixiando la
conversación, que otras veces solía ser muy animada, aunque versara sobre
menudencias domésticas. Don Mariano la entabló de nuevo en tono triste y
distraído.
—¿Has estado ya alguna vez en Valencia?
—Sí, señor; he pasado allí un mes hace algunos años.
—Es muy bonito aquello, ¿verdad?
—Sí, muy bonito.
—Muchas naranjas, ¿eh?
—Muchas.
—Creo que es una población alegre.
—Eso no; a mí me ha parecido muy triste.
—Pues hombre, yo creía...
Y tornaron a guardar silencio. Los corazones estaban apretados, y el acento
indiferente de las palabras no bastaba a ocultarlo. Marta no había dicho una sola
en todo el tiempo. Sentada en una silla baja, al lado del balcón, seguía
atentamente la obra de croché que tenía en la mano. Ricardo estaba reclinado en
el sofá cerca de don Mariano. Mil pensamientos melancólicos se cernían sobre
las cabezas de los tres, y aquella risueña habitación, esclarecida por la pura y
brillante luz de la mañana, se poblaba a su despecho de silencio y tristeza.
Cuando el señor de Elorza volvió a dirigir la palabra a Ricardo, se traslucía su
emoción en la voz levemente ronca y temblorosa.
—¿Y cómo has arreglado tu casa? ¿Despides a los criados?
—Menos a Pepe el jardinero y a César el portero...
—¿Has hecho el equipaje?
—No; tengo tiempo esta tarde y mañana.
—¿Y las visitas?
—Realmente, don Mariano, las únicas personas que trato con intimidad aquí
son ustedes... Con otras tres o cuatro visitas he concluido. A los demás enviaré
tarjetas... Lo que siento más es dejar sin concluir la reforma del jardín y los dos
pabellones de las esquinas en cimientos...
—No te ocupes de eso, yo cuidaré..., yo cuidaré..., yo cuidaré...
No pudo decir más. Le ahogaba la emoción. Aquellos pabellones habían sido
idea de María, cuando estaba concertada la boda. Este recuerdo trajo consigo
otros muchos, todos dolorosos, en que se mezclaban su esposa, su hija y
Ricardo, poniéndole ante los ojos las graves desdichas que en poco tiempo había
experimentado. Levantose bruscamente y salió de la habitación.
Ricardo, conmovido igualmente y dominado por un gran abatimiento, quedó
cabizbajo y silencioso. Marta continuaba atenta a su tarea, como si nada tuviese
que partir con lo que estaba pasando. No levantó una sola vez la cabeza durante
la conversación, ni aun cuando su padre dejó la estancia. Ricardo la contempló
fijamente largo rato. La actitud impasible de la niña empezaba a mortificarle. Se
le había figurado al presuntuoso que Martita iba a ponerse muy alterada al saber
la noticia, porque siempre le había dado pruebas de cariño. Tenía ciega confianza
en la bondad de su corazón y en la firmeza de sus afectos; pero al verla tan
serena, moviendo entre sus dedos pequeños y sonrosados la aguja de marfil, sin
preguntarle nada, sin pedirle que demorase el viaje por algunos días, sin decirle
nada, sufría un nuevo y doloroso desengaño. Y se dejó arrastrar por la pendiente
de los pensamientos sombríos a una filosofía desesperada y pesimista. «Pues
señor—se dijo lacrimosamente—, hay que aceptar el mundo y la humanidad
como son... ¡Esta niña que yo creía tan sensible!... ¡Qué le vamos a hacer!... En
la mujer no existe más que un afecto verdadero... ¿Estará tal vez enamorada esta
chica?...»
Ricardo no tenía por qué irritarse ante semejante idea. Pero lo cierto es que se
irritó, y no poco. Procuró rechazarla como un absurdo y no logró más que
hacerse cargo de que no sólo no sería absurdo, pero que ni aun tendría nada de
particular. Abatido como se hallaba, la irritación cedió muy pronto lugar a la
tristeza, una tristeza profunda y desconsoladora.
—¿A ti no te pesa que me vaya, Martita?—dijo mientras se dibujaba en su
rostro cierta sonrisa melancólica.
—¡Si es tu gusto!...—respondió la niña sin levantar la cabeza.
¡Dale con el gusto! Ricardo no tenía ya ningún deseo de marcharse. Estaba
furioso contra sí mismo por haberlo solicitado. De buena gana lo echaría todo a
rodar... Pero no dijo una palabra de lo que pensaba.
Su tristeza y desconsuelo iban en aumento. Tenía ganas atroces de llorar. No se
atrevía a dirigir la palabra a Marta, porque no se le conociese la emoción.
Además, ¿por qué se la había de dirigir?... ¡Una chica tan insensible!
Se hallaba en uno de esos momentos de postración en que todo se ve de color
negro y se experimenta cierto amargo deleite en ello; momento en que (si vale la
frase) el espíritu se revuelca con voluptuosidad en la tristeza, procurando
acrecentarla con recuerdos y cálculos infaustos. Dejó caer la cabeza sobre el
almohadón del sofá y cerró los ojos con ademán de meditar. ¡Había meditado ya
tanto, tanto, desde hacía algunas horas! Sus nervios habían estado en tensión
harto tiempo y empezaba a sentirse acometido de una languidez muy próxima al
desmayo. Levantó un poco la cabeza para convencerse de que aun podía
moverse y echó una mirada a Martita, que seguía en la misma actitud; pero no
tardó en dejarla caer nuevamente. Parecía que le sujetaban contra su voluntad y
le tenían allí reclinado, sin permitirle menear un dedo. Todavía estuvo algún
tiempo con los ojos abiertos, aunque le pesaban como si fuesen de plomo los
párpados. Al cabo los cerró y se durmió. Esto es, no es fácil decir si se durmió o
se quedó solamente traspuesto. Lo cierto es que el marqués de Peñalta, de aquel
modo extendido con los ojos cerrados, no parecía despierto y ofrecía un
semblante tan pálido, tan ojeroso, tan abatido, que inspiraba lástima.
En el espacio de algunos minutos se pueden soñar muchas y diversas cosas.
Todos han experimentado este fenómeno. Ricardo aun no había perdido
enteramente la noción de la realidad cuando se encontró en una estancia
semejante a la en que estaba positivamente. Había, sin embargo, la diferencia de
que la nueva tenía en los balcones rejas de hierro muy espesas a manera de
celosía, y uno de sus muros era también enrejado, al través del cual se veían allá
en el fondo altares dorados, imágenes de santos, lámparas suspendidas del techo,
en fin, una verdadera iglesia. Mirando atentamente desde el sofá, observó que en
la iglesia penetraba una gran muchedumbre que producía sordo y desagradable
ruido, hasta que se llenó por completo, y no pudo entrar más gente. Entonces
empezó a oír los acordes del órgano que tocaba los valses de la reina de Escocia,
lo cual le hizo sospechar que el organista era fray Saturnino, el capellán de San
Felipe. Después, por encima de las cabezas, vio asomar los picos dorados de una
mitra. Cesó el órgano y escuchó la voz gangosa de un predicador que pronunció
largo sermón, aunque no pudo entender una palabra de lo que decía. Concluido
el sermón, oyose un cántico suave que le hizo estremecerse de gozo: era la
preciosa voz de María que entonaba con más dulzura que nunca el aria de
Traviata: «Gran Dio, morir si giovine...» Cuando terminó, sonaron prolongados
aplausos en la iglesia. Después, toda la gente se apretó contra el altar mayor
dejando libres las cercanías del enrejado. Allá pasaba algo, porque oyó
claramente algunas voces que decían: «Ahora le echa la bendición..., ahora...,
ahora...»
Y en el mismo instante apareció en la puerta de la estancia don Máximo que le
dijo: «—¿Qué hace usted ahí tumbado? ¿No sabe usted que María se está
casando?—¿Con quién se casa?—Con Jesucristo; venga usted a ver la
ceremonia.» Quiso levantarse, pero no pudo. Entonces el médico le dijo: «—
Bien, ya que usted no puede moverse, voy a la iglesia a ver si consigo que la
gente se aparte un poco para que usted vea desde ahí.» Y en efecto, al poco rato
observó que la muchedumbre dejaba un bastante ancho pasillo frente al enrejado,
y entonces vio a lo lejos, sobre las escaleras del altar mayor, la figura arrogante
de María en traje de desposada. A su lado estaba otra figurilla menuda de
hombre que la tenía cogida de la mano. El obispo les estaba echando la
bendición. ¡Más cuál sería su asombro cuando aquel hombrecillo dio la vuelta!
¡Qué Jesucristo ni qué calabazas! El que se casaba con María era ni más ni
menos que Manolito López, aquel chiquillo tan insolente y antipático. Se quedó
como quien ve visiones. ¡Sería posible que una chica tan hermosa y discreta se
uniera a este mocoso y le dejase a él, que al fin y al cabo era un hombre,
entregado a la desesperación! La verdad es que había motivo para graves y
dolorosas reflexiones. Pero cuando más enfrascado estaba en ellas, he aquí que
entra en la sala la misma María en hábito de monja bernarda, y dirigiéndose a él
le dice sonriendo dulcemente: «—¿Estás triste porque me caso?—¡Pues no he de
estarlo!—Tonto (manifestó la joven acercándose más), aunque me haya casado
con Jesucristo, lo mismo te sigo amando.» Entonces Ricardo se puso a suspirar y
gemir. «—No, María, tú no me quieres, tú quieres a Manolito López.—Vamos,
Ricardo mío, no digas disparates, ¡cómo he de querer yo a ese chiquillo!—¿No
acabas de casarte con él?—Se me figura que estás soñando; no dices más que
desatinos... Despierta, hombre, despierta... o espera un poquito, yo te voy a
despertar..., ¡pero mira de qué modo tan dulce!...» Y, en efecto, la hermosa
monja se acercó todavía más y le tomó el rostro entre sus delicadas manos con
ademán cariñoso. Después fue aproximando el suyo lentamente y le dio un
tierno y prolongado beso en la frente.
¡Oh, caso portentoso! Ricardo observó, con pasmo, que al tiempo de hacerle la
caricia, el rostro de María se había trocado súbitamente por el de Marta. Sí; eran
sus ojos negros y rasgados, sus mejillas frescas y sonrosadas, sus negros cabellos
cayendo en rizos por la frente. Pero aquel rostro ofrecía una expresión tan triste
y dolorida, que no pudo menos de gritar:—¡Marta, Marta!, ¿qué tienes?...—Y el
mismo grito que dio le hizo despertar.
Marta seguía al lado del balcón, en la sillita baja, absorta al parecer en su tarea.
Y, no obstante, el joven, aunque ya despierto, estaba convencido de que había
lanzado un grito. Todo lo que había pasado era un sueño, pero, a su parecer, ni el
grito ni los labios tibios y húmedos que sintió posarse en su frente eran
imaginarios: no podía convencerse de eso.
¿Qué era aquello? ¿Qué había pasado?
Estuvo algunos instantes contemplando a Martita mientras coordinaba
torpemente las ideas. Al fin, se decidió a dirigirle la palabra.
La niña levantó el rostro, que estaba encendido y turbado.
—¿No acabo de dar un grito?
Martita se turbó y encendió aún más, y apenas pudo responder con voz
temblorosa:
—No..., yo no he oído nada.
Ricardo la miró fijamente y con asombro. ¿Por qué se ruborizaba aquella
chica?
—Estaba soñando, pero juraría que he dado un grito... y juraría también, ¡qué
cosa tan extraña!, que tú me has dado un beso.
Marta, al escuchar estas palabras, pasó repentinamente del color rojo al
amarillo, dando señales de una profunda consternación. Sus manos trémulas no
pudieron sostener la obra de croché y la dejaron caer sobre el regazo. Al mismo
tiempo sus ojos se clavaron en Ricardo con tal expresión de miedo, de ternura,
de súplica, de congoja, que éste sintió un fuerte estremecimiento, semejante al
que produce una descarga eléctrica.
¡Era la misma mirada! ¡La misma que acababa de ver en sueños!
Sintiose inundado por una gran claridad, por una luz divina. En aquel instante
supremo todo lo vio, todo lo comprendió. Disipose el polvo con que su loca
pasión por María le había cegado hasta entonces y se encontró de frente con la
escena del jardín, cuando Marta se mostraba tan ofendida de que le besase las
manos... Y la vio y la comprendió. El raro desmayo que siguió a esta escena,
también lo vio y también lo comprendió. Fue después con la imaginación a la
playa de la isla. El sol derramando torrentes de luz sobre la arena; las olas azules
y blancas ciñendo una peña donde los jóvenes estuvieron sentados largo rato; el
sollozo que rompió el silencio del túnel; después, una niña que cae al agua y un
joven que se arroja por ella y la salva. «Gracias, señor marqués... ¡No se estaba
tan mal allá abajo!...» También vio, también comprendió. Después, repentino y
asombroso alejamiento; unos ojos que no le miraban, unos labios que no le
hablaban, unas manos que no le estrechaban...
¡Ah, sí, todo lo vio, todo lo comprendió!
Levantose bruscamente del sofá y acercando el rostro al de Marta, le dijo en
voz dulce y cariñosa, pero con inocente petulancia:
—No lo niegues, Martita, tú acabas de darme un beso.
La niña se llevó las manos a la cara y rompió a llorar perdidamente. Mil
diversas emociones de temor, de arrepentimiento, de cariño, de duda, de alegría
y ansiedad cruzaron en un segundo por el corazón del joven marqués, que dobló
la rodilla exclamando con acento conmovido:
—¡Marta, por Dios, me perdones la necedad que acabo de decir!... ¡Soy un
estúpido!... ¡Acababa de soñar unas cosas tan tristes, y de repente terminaron
todas tan bien!... No me resignaba a dejar escapar así la felicidad... Una idea
absurda me vino a la cabeza, inspirada por el mismo deseo de verla realizada...
Pero no..., no..., yo no puedo ser ya feliz en la tierra... Nací para ser
desgraciado... Afortunadamente moriré pronto, como mi padre... y como mi
madre... Perdóname esta locura de un momento y no llores... ¿Quieres saber lo
que soñaba?... Te lo voy a decir, porque será quizá la última vez que me veas...
Soñaba..., soñaba, Marta, que me querías.
La niña separó un poco las manos, y dejó escapar con cierta entonación
colérica, pero adorable, estas palabras, que fueron cortadas inmediatamente por
los sollozos:
—¡Soñabas la verdad, ingrato!
El marqués de Peñalta, loco, perdido, queriendo salírsele el alma por la boca, la
estrechó entre sus brazos, sin poder articular una palabra. Al fin, muy quedo, con
la sublime incoherencia del corazón, como un murmullo de celestial armonía,
dejó caer en el oído de su amiga el himno del amor.
Marta escuchaba. Trémula, confusa, escondía la cabeza en el pecho de su
amado, soltando un raudal de lágrimas. Ricardo la apretaba cada vez más contra
su corazón, sin cansarse de repetir la misma frase, ¡la frase más bella que Dios
ha sugerido a los hombres! Una vez sola levantó la niña la cabeza para preguntar
en voz baja y temblorosa:
—No te marcharás ya, ¿verdad?
¡Buena gana tenía Ricardo de marcharse en aquel momento! Por cuanto
hubiera de precioso en la tierra y en el cielo, no se marcharía. Su espíritu no
osaba traspasar siquiera los cristales del balcón, temeroso de perder la dicha en
que se bañaba. No obstante, tuvo aliento bastante para separarse un segundo y
salir a la puerta gritando:
—¡Don Mariano, don Mariano!
El señor de Elorza, sobresaltado, como se hallaba desde hacía algún tiempo,
acudió presuroso temiendo alguna desgracia. El rostro de Ricardo, donde se
traslucía la profunda emoción que le embargaba, no era a propósito para
tranquilizar a nadie. ¿Qué ocurría? ¿Por qué le llamaban?
—Don Mariano—dijo el joven anudándosele la voz en la garganta—, tengo el
honor de pedir a usted la mano de su hija Marta.
¡Aquello era un escopetazo! ¿Pero cómo diablo?... ¿Se había vuelto loco?...
¿Qué era aquello, señor?... ¡Vamos a ver, vamos a ver!...
Nada; don Mariano no pudo decir nada, porque antes de que pudiera decir,
hacer o pensar algo, ya tenía a su hija colgada del cuello llorando a lágrima viva.
¿Qué le restaba al noble caballero? Llorar también. Pues eso fue cabalmente lo
que hizo, apretando a la hija de sus entrañas con un abrazo y estrechando con la
otra mano la del marqués de Peñalta.
—Vosotros no me abandonaréis, ¿verdad, hijos míos?—dijo el anciano
levantando su noble rostro varonil bañado en lágrimas.
Ricardo estrechó con más fuerza su mano. Marta apretó con más fuerza su
cuello.
Hubo algunos instantes de silencio, durante los cuales todos los ángeles del
cielo desfilaron por la salita que bañaba el sol de la mañana, posando sus ojos
radiantes de alegría en aquel grupo interesante. Mas he aquí que Martita separa
un poco el rostro de su padre, y sonriendo al través del llanto pregunta
cándidamente a su amado:
—¿Comerás hoy con nosotros, Ricardo?
—Sí, preciosa mía—responde el joven marqués cayendo de rodillas y besando
con efusión las manos de la niña—, comeré hoy, y mañana y pasado... y
siempre...
Marta volvió a ocultar el rostro en el pecho paternal. ¡Tenía el corazón tan
lleno de felicidad! Los tres lloraban en silencio.

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