Vida de San Pedro
Vida de San Pedro
Vida de San Pedro
San Pedro carecía de estudios, pero pronto se distinguió entre los discípulos por su
fuerte personalidad y su cercanía al maestro, erigiéndose frecuentemente en portavoz
del grupo. A través de los evangelios puede trazarse un perfil bastante completo de su
personalidad. Pedro es sencillo, generoso e impulsivo en sus intervenciones, que a
veces denotan una incomprensión del auténtico mensaje del maestro. Jesús, por su
parte, muestra por Simón una predilección que aparece patente desde el primer
encuentro. Junto con Santiago Apóstol y San Juan Evangelista, Pedro participaba en
toda la actividad de Jesús, asistiendo incluso a episodios íntimos de los que quedaban
excluidos los demás apóstoles. En Cafarnaúm, Jesús debió ser a menudo huésped de
la familia de la que procedía la mujer de Pedro.
El sobrenombre de Pedro se lo puso Jesús al señalarle como la «piedra» (petra en
latín) sobre la que habría de edificar su Iglesia. En Cesarea de Filipos, al nordeste del
lago Tiberíades, tuvo lugar el episodio en que San Pedro afirmó la divinidad de Jesús:
"Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo". Jesús juzgó la afirmación como efecto de una
iluminación de lo alto y confirió a Pedro la máxima autoridad: "Bienaventurado eres
tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado eso la carne y la sangre, sino mi
Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia; las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las
llaves del reino de los cielos. Y todo lo que atares sobre la tierra será también atado en
los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos".
Tras la muerte de Jesús (hacia el año 30 d. C.), San Pedro se convirtió en el líder
indiscutido de la diminuta comunidad de los primeros creyentes cristianos de
Palestina por espacio de quince años: dirigía las oraciones, respondía a las
acusaciones de herejía lanzadas por los rabinos ortodoxos y admitía a los nuevos
adeptos (incluidos los primeros no judíos).
Hacia el año 44 fue encarcelado por orden del rey Herodes Agripa, pero consiguió
escapar y abandonó Jerusalén, dedicándose a propagar la nueva religión por Siria,
Asia Menor y Grecia. En esa época, probablemente, su liderazgo fue menos evidente,
disputándole la primacía entre los cristianos otros apóstoles, como Pablo o Santiago.
Asistió al llamado Concilio de Jerusalén (48 o 49), en el cual apoyó la línea de San
Pablo de abrir el cristianismo a los gentiles, frente a quienes lo seguían ligando a la
tradición judía.
Los últimos años de la vida de San Pedro están envueltos en la leyenda, pues sólo
pueden reconstruirse a partir de relatos muy posteriores. Posiblemente se trasladó a
Roma, donde habría ejercido un largo apostolado justificativo de la futura sede del
Papado: la Iglesia romana considera a San Pedro el primero de sus papas. Allí fue
detenido durante las persecuciones de Nerón contra los cristianos, y murió
crucificado. Una tradición poco contrastada sitúa su tumba en la colina del Vaticano,
lugar en donde el emperador Constantino hizo levantar en el siglo IV la basílica de
San Pedro y San Pablo.
Antes de nacer en Belén, Jesús era un espíritu en los cielos. Fue lo primero que Dios
creó y lo único que hizo directamente. Por eso la Biblia dice que es su Hijo unigénito.
Además, como su Padre lo usó a menudo de vocero, o mensajero, también se le llama
la Palabra. Y no solo eso: Jesús fue el ayudante de Dios y colaboró con él en la
creación de todas las cosas. Vivió siglos y siglos junto a su Padre antes de que la
humanidad existiera.
Otra razón por la cual Dios envió a Jesús a la Tierra fue para que
muriera por nuestros pecados. Todos somos imperfectos y
pecadores, de modo que nos enfermamos y morimos. A diferencia
de nosotros, el primer hombre, Adán, era perfecto. Puesto que
no tenía pecado, nunca habría enfermado ni muerto. No obstante,
desobedeció a Dios y se hizo imperfecto. Nosotros heredamos de
Adán el pecado y, en consecuencia, la muerte.
Jesús era perfecto y nunca pecó. Así que no murió por sus propios pecados, sino por
los nuestros. Su muerte hace posible que disfrutemos de la bendición de Dios y que
tengamos la perspectiva de vivir para siempre.