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William Wymark

El documento resume la vida y obra del escritor inglés William Wymark. Nació en 1863 en Londres y escribió cuentos y novelas sobre trabajadores portuarios y marineros, explorando sus vidas cotidianas y situaciones inusuales. Su cuento más famoso es "La pata de mono", incluido en su libro de 1902 "La dama de la barca". Falleció en 1943.
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William Wymark

El documento resume la vida y obra del escritor inglés William Wymark. Nació en 1863 en Londres y escribió cuentos y novelas sobre trabajadores portuarios y marineros, explorando sus vidas cotidianas y situaciones inusuales. Su cuento más famoso es "La pata de mono", incluido en su libro de 1902 "La dama de la barca". Falleció en 1943.
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WILLIAM WYMARK

LA PATA DE MONO
William Wymark

Nació el 8 de setiembre de 1863 en Londres, Inglaterra. Fue humorista, novelista y


cuentista.

En su niñez y adolescencia vivió cerca de los muelles del río Támesis, y estas
experiencias fueron plasmadas después en su narrativa. Sus cuentos y novelas tratan
sobre los trabajadores de los muelles, los marineros y pescadores, combinando la
cotidianeidad junto con su capacidad para crear situaciones inusuales. Entre sus
principales obras destacan Muchos fletes (1896), que le proporcionó un gran éxito,
El patrón galanteador (1897), Todos capitanes (1905) y Nudos marineros (1909).
Asimismo, su emblemático cuento «La pata de mono» está incluido en su libro de
relatos La dama de la barca (1902) y ha influido enérgicamente en la cultura popular
de los países de habla inglesa.

Falleció el 1 de setiembre de 1943.


La pata de mono
William Wymark

Christopher Zecevich Arriaga


Gerente de Educación y Deportes
Juan Pablo de la Guerra de Urioste
Asesor de Educación
Doris Renata Teodori de la Puente
Gestora de proyectos educativos
María Celeste del Rocío Asurza Matos
Jefa del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez Zevallos
Selección de textos: Yesabeth Kelina Muriel Guerrero
Corrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla Rodríguez
Diagramación: Andrea Veruska Ayanz Cuéllar
Concepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima


Jirón de la Unión 300, Lima
www.munlima.gob.pe
Lima, 2020
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima


tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente en el marco del Bicentenario de la
Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells


Alcalde de Lima
LA PATA DE MONO
I

Mientras afuera la noche era fría y húmeda, en el


interior de la pequeña sala de estar de Laburnam Villa las
ventanas se hallaban bien cerradas, las persianas echadas,
y el fuego resplandecía vivamente en la chimenea.
Sentados a una mesa, el dueño de la casa y su hijo
disputaban con aire solemne una partida de ajedrez. De
los dos, el primero, convencido de que la clave de aquel
juego consistía en cambiar continuamente de estrategia
para desconcertar al rival, llevaba ya rato poniendo a
su rey en una serie de situaciones tan comprometidas e
innecesarias que en más de una ocasión había provocado
algún que otro comentario en la anciana de cabellos
blancos que, cómodamente instalada junto al fuego,
fingía estar enfrascada en su labor de punto.

—¡Shhh! ¡Escucha! ¿Te has dado cuenta de cómo sopla


el viento esta noche? —dijo de repente Mr. White, quien,
habiendo descubierto demasiado tarde el tremendo error
que acababa de cometer con su último movimiento,
pretendía distraer a su hijo.

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—Hace rato que lo escucho, papá —respondió el otro,
examinando el tablero con rostro ceñudo y alargando el
brazo para mover una pieza—. Jaque…

—No creo que nuestro invitado venga esta noche


—se apresuró a decir su padre con una indecisa mano
suspendida sobre el tablero.

—… mate —concluyó el hijo.

—¡Eso es lo peor de vivir tan lejos de la ciudad!


—exclamó entonces Mr. White perdiendo súbita e
inesperadamente los estribos—. De todos los lugares que
hay en este mundo para vivir apartado de los demás, este
es el peor de todos. Cuando la carretera no está inundada,
se encuentra hecha un barrizal. No sé en qué demonios
estarán pensando las autoridades para no ponerle
remedio de una vez por todas a esta situación. Supongo
que lo que ocurre es que, como en esta zona no vivimos
más que unas pocas familias, a nadie le importamos un
comino.

—No te sulfures, querido —le dijo suavemente su


esposa—. Ya ganarás en otra ocasión.

9
Mr. White levantó la vista bruscamente justo a tiempo
de sorprender una mirada de complicidad que en
aquel momento cruzaban madre e hijo. Sus palabras de
protesta no llegaron a salir de sus labios, pero al menos
logró ocultar una delatora sonrisa entre la enmarañada
espesura de su barba.

—Ahí lo tenemos —le dijo Herbert White a su padre


cuando la verja del jardín, impulsada por el viento, se
cerró de un portazo y unos pesados pasos se acercaron
a la casa.

El anciano se levantó y se dirigió hacia la puerta para


recibir al recién llegado. Unos segundos más tarde, tras
pronunciar unas cuantas frases de bienvenida, Mr. White
regresó a la sala de estar en compañía de un corpulento
caballero de ojos brillantes y rostro rubicundo.

—Les presento al brigadier Morris —dijo escuetamente


Mr. White a manera de presentación.

Tras estrecharle la mano a Mrs. White y a Herbert, el


recién llegado tomó asiento en la silla que le fue ofrecida
junto a la chimenea y observó complacido la acogedora
habitación mientras su anfitrión sacaba de una alacena

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una botella de whisky y unos cuantos vasos y ponía sobre
el fuego una pequeña tetera de cobre.

Hubo de llegarse al tercer vaso de whisky para que,


una vez superada la primera timidez, el brigadier, con
los ojos cada vez más brillantes, comenzase a hablar
con mayor libertad. La familia White, mientras tanto,
dispuesta frente a él formando un pequeño semicírculo,
contemplaba con creciente interés a aquel visitante
llegado de lejanas tierras conforme este, sentado muy
tieso en su silla, iba relatando todo tipo de historias y
anécdotas curiosas acerca de guerras, plagas y gentes
extrañas.

—Veintiún años lleva el brigadier en esas tierras —


dijo al cabo de un rato Mr. White mirando afablemente
a su mujer y a su hijo—. Cuando se marchó no era más
que un chiquillo. Ahora, en cambio, miren en lo que se
ha convertido.

—Pues el cambio no parece haberle sentado nada mal


—dijo cortésmente Mrs. White.

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—Cuánto me gustaría ir a la India —musitó el
anciano—. Solo para ver cómo es aquello, ya me
entienden.

—Si yo fuese usted, preferiría quedarme donde está


—repuso el brigadier soltando un suspiro y dejando su
vaso vacío sobre la mesa.

—Pero a mí me gustaría tanto poder ver con mis


propios ojos todos esos templos antiguos… Y también a
los faquires y a los encantadores de serpientes… —replicó
el anciano—. Por cierto, Morris, ¿cómo era aquello que
comenzó usted a contarme el otro día acerca de una pata
de mono o algo parecido?

—Nada —se apresuró a responder el brigadier—. Al


menos, nada que valga la pena oír.

—¿Una pata de mono? —preguntó Mrs. White, llena


de curiosidad.

—Bueno, en realidad no se trata más que de un


pequeño ejemplo de lo que ustedes, aquí en Occidente,
llamarían simplemente «magia» —respondió el brigadier
con cierta brusquedad.

12
Los tres oyentes, visiblemente interesados, se
inclinaron hacia adelante para poder oír mejor. Su
invitado, mientras tanto, se llevó distraídamente el vaso
a los labios sin darse cuenta de que se hallaba vacío. En
cuanto descubrió su error, volvió a dejarlo sobre la mesa
con un gesto de contrariedad y Mr. White, solícito, se
apresuró a llenárselo.

—A simple vista —explicó el brigadier hurgando en


uno de sus bolsillos— no es más que una simple pata de
mono momificada.

Dicho lo cual, se sacó del bolsillo el objeto en cuestión


y lo sostuvo en su palma abierta para que los demás
pudieran contemplarlo. Al posar sus ojos sobre él, Mrs.
White se echó hacia atrás con una mueca de disgusto,
pero su hijo, en cambio, lo cogió y comenzó a examinarlo
con atención.

—¿Y qué es lo que tiene de especial? —preguntó Mr.


White tras tomar la pata de manos de su hijo, observarla
durante unos segundos y dejarla a continuación sobre la
mesa.

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—Hubo una vez en la India un viejo faquir que le
lanzó un conjuro a esa pata —explicó el brigadier—. Se
trataba de un santo muy respetado en aquellas tierras
que pretendía demostrar, por un lado, que el destino
determina irremediablemente la vida de las personas
y, por otro, que aquellos que intentan luchar contra
su destino acaban siempre malparados. El conjuro en
cuestión permite que tres hombres distintos tengan la
posibilidad, cada uno de ellos, de pedirle a esa pata hasta
tres deseos.

Su forma de hablar resultaba tan cautivante y


turbadora que a sus tres oyentes se les congeló la sonrisa
en el rostro.

—En ese caso, ¿por qué no pide usted tres deseos? —


propuso Herbert White con tono ligeramente burlón.

El militar se volvió hacia él y le dirigió una de esas


explícitas miradas que un hombre de mediana edad
acostumbra dirigir a todo joven presuntuoso.

—Porque ya lo he hecho —se limitó a decir mientras


su rostro de piel curtida empalidecía de repente.

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—Esa historia parece sacada de Las mil y una noches
—dijo Mrs. White levantándose para poner la mesa—.
Por cierto, ¿por qué no pides cuatro pares de manos para
mí? No me vendrían nada mal a la hora de hacer las
tareas de la casa.

Dispuesto a continuar con la broma de su mujer, Mr.


White se apresuró a coger la pata de mono de la mesa y
abrió la boca para pedir el deseo. Pero, al ver la expresión
alarmada que acababa de aflorar al rostro del brigadier,
se echó a reír súbitamente.

—Si va usted a pedir algún deseo —dijo entonces


con brusquedad el militar cogiendo del brazo a su
anfitrión—, asegúrese primero de que lo que desea sea
algo razonable.

Sin darle importancia a la aspereza con la que el


brigadier le acababa de hablar, y sin pensar en lo que
hacía, Mr. White se metió sin más la pata de mono en el
bolsillo y, tras disponer unas sillas alrededor de la mesa,
invitó a su amigo a tomar asiento en una de ellas. Durante
la cena apenas se habló de aquel extraño talismán, y
una vez acabada la misma, los White permanecieron
sentados largo rato escuchando embelesados muchas

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otras de las aventuras que aquel singular personaje había
protagonizado durante su estancia en la India.

—Si esa historia de la pata de mono tiene tanto de


verdad como todas las demás historias que ese hombre
nos ha contado esta noche —dijo Herbert una vez que
la puerta de la casa se hubo cerrado tras el brigadier,
quien se había marchado con el tiempo justo para tomar
el último tren—, me da la impresión de que esa reliquia
disecada no nos va a ser de mucha utilidad.

—¿Le diste algo por ella, querido? —preguntó Mrs.


White mirando atentamente a su marido.

—Apenas unas pocas monedas, mujer —contestó este


ruborizándose ligeramente—. Al principio se negaba
a cogerlas, pero yo le obligué a aceptarlas. Y, ¿a que no
saben una cosa? Mientras se guardaba el dinero no dejó
de repetirme que procurase deshacerme de ella.

—¿Deshacerte de ella? —intervino Herbert fingiendo


escandalizarse—. Pero, ¿cómo se le ocurre decir algo así
justo ahora, que, gracias a esa pata, vamos a ser ricos,
famosos y felices para siempre? Yo, para empezar, deseo
convertirme en emperador. De esa manera, tú, papá,

16
como padre del emperador, podrás poner a mamá en
su sitio de una vez y evitar así que ella siga teniéndote
completamente dominado.

Envuelto en sus propias carcajadas, Herbert echó


a correr alrededor de la mesa seguido de cerca por su
madre, quien, escandalizada, blandía en alto una sartén
capaz de atemorizar a cualquiera.

Mr. White se sacó entonces del bolsillo la pata de


mono y la examinó con curiosidad.

—Lo cierto es que, si tuviese que pedir un deseo, no


sabría qué pedir —dijo lentamente—. Creo que ya tengo
todo cuanto puedo desear.

—Podrías pedir dinero, papá. Así podrías liquidar de


una vez todas tus deudas. Y eso no te vendría nada mal,
¿verdad? —dijo Herbert rodeando a su padre con un
brazo—. ¿Por qué no pides doscientas libras? Creo que
con eso será más que suficiente.

Ligeramente avergonzado de su credulidad, Mr.


White sonrió con timidez y levantó en alto la pata de
mono mientras su hijo, tras guiñarle un ojo a su madre,

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se sentaba al piano con expresión solemne y comenzaba
a tocar unos majestuosos acordes.

—Deseo doscientas libras —dijo en voz alta el anciano.

Una soberbia melodía de piano envolvió aquellas


palabras. Sin embargo, justo en aquel momento Mr.
White profirió un estremecedor alarido que hizo que su
esposa y su hijo se precipitasen a su lado.

—¡Se ha movido! —exclamó asustado el anciano


mirando con repugnancia la pata de mono, la cual,
tras caer de su mano, yacía ahora sobre el suelo—. ¡Les
aseguro que se ha movido! ¡Mientras pedía el deseo, se
retorció en mi mano como si estuviese viva! ¡Les juro que
lo que digo es cierto!

—Lo que sí es cierto es que yo no veo el dinero por


ninguna parte —repuso su hijo recogiendo del suelo
el talismán y dejándolo sobre la mesa—. Y les apuesto
cualquier cosa a que nunca lo veré.

—Debe de haber sido tu imaginación, querido —dijo


Mrs. White mirando a su esposo con preocupación.

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El anciano, todavía sobresaltado, sacudió la cabeza.

—Bueno, no pensemos más en ello. No quiero que


empiecen a creer que me estoy haciendo viejo —dijo—.
Seguro que ha sido una falsa impresión. Aunque, por muy
falsa que haya sido, eso no quita que me haya llevado un
susto de muerte.

Los tres volvieron a tomar asiento frente al fuego y allí


permanecieron un buen rato mientras los dos hombres
apuraban sus pipas. Fuera, mientras tanto, el viento, que
en aquellos momentos soplaba con mayor fuerza que
nunca, comenzó a azotar en algún lugar de la casa una
puerta mal cerrada, cuyos súbitos golpes hicieron que Mr.
White diese un respingo. Un silencio tan opresivo como
inquietante se apoderó entonces de los tres habitantes de
la casa hasta que, finalmente, los dos ancianos decidieron
retirarse a descansar.

—Espero que cuando lleguen a su cuarto se


encuentren sobre la cama una gran bolsa llena de dinero
—dijo Herbert riendo y agitando una mano en señal de
buenas noches—. Y tengan mucho cuidado —añadió en
tono burlón—, quién sabe si mientras están ocupados

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llenándose los bolsillos, un horrible monstruo les acecha
desde lo alto del armario…

Una vez a solas en la sala de estar, el muchacho


permaneció sentado en medio de la oscuridad con la
mirada fija en las últimas llamas que danzaban todavía
en la chimenea. Mientras sus ojos se hallaban allí
clavados, tuvo la impresión de estar viendo en el fuego
extrañas formas semejantes a horribles rostros simiescos
que parecían salidos de una espantosa pesadilla. En
determinado momento la impresión llegó a ser tan real
que, riendo nerviosamente, buscó a tientas sobre la mesa
un poco de agua que poder arrojar sobre las llamas. Pero,
al hacerlo, tocó sin querer la pata de mono y, con un
escalofrío, retrocedió bruscamente. Luego, sin dejar de
limpiarse la mano una y otra vez en los faldones de su
batín, se puso en pie y comenzó a subir lentamente las
escaleras que conducían a su habitación.

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II

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la


sala de estar, Herbert no pudo evitar echarse a reír de los
temores que le habían acosado la noche anterior. En la
estancia, inundada ahora por la hermosa claridad del sol
invernal, se respiraba un aire fresco y saludable que unas
horas antes había brillado por su ausencia. En cuanto a
la pata de mono, esta, momentáneamente olvidada, se
encontraba tirada de cualquier manera sobre el aparador.
A la rotunda luz del día, su aspecto sucio y arrugado
no impulsaba precisamente a creer en las propiedades
mágicas que se le atribuían.

—No sé por qué será, pero a mí me da la impresión


de que todos los soldados son iguales. A todos les gusta
creer en tonterías —dijo Mrs. White—. ¡Y pensar que
anoche estuvimos a punto de tragarnos semejante sarta
de tonterías! ¿Cómo puede uno llegar a creer que los
deseos se conceden así como así? Y aunque así fuese,
¿qué daño podrían hacernos doscientas libras?

—¿Quién sabe? A lo mejor, si cayesen del cielo y nos


diesen de lleno en la cabeza —dijo Herbert echándose a
reír.

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—Morris me dijo que cuando un deseo resulta
concedido todo ocurre de la forma más natural —
intervino Mr. White—, de tal manera que uno no puede
evitar pensar que se trata de una simple coincidencia.

—Bueno, si así fuese, prométeme una cosa, papá: que


no tocarás las doscientas libras hasta que yo vuelva del
trabajo —dijo Herbert poniéndose en pie—. Mucho me
temo que, de no hacerlo así, te convertirías en un avaro y
no querrías separarte nunca del dinero. Y mamá y yo nos
veríamos obligados a quitártelo por la fuerza.

Mrs. White se echó a reír hasta que se le saltaron las


lágrimas. Luego, poniéndose también en pie, acompañó
a Herbert hasta la puerta, se despidió de él y permaneció
unos segundos en el umbral contemplando cómo su
hijo se alejaba por el camino. Seguidamente, riéndose
todavía de la credulidad de su marido, regresó a la mesa.
No obstante, a pesar de todas sus risas y burlas, no pudo
evitar salir corriendo hacia la puerta cuando el cartero
llamó aquella mañana a la puerta, ni hacer un despectivo
comentario sobre lo que ella llamó «esos dichosos
soldados aficionados a la bebida» cuando vio que el

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correo de aquel día consistía en una factura del sastre en
vez de en un cheque por valor de doscientas libras.

—Estoy deseando oír lo que dirá Herbert cuando


vuelva a casa y vea esa factura —dijo mientras ella y su
marido se sentaban a comer—. Solo de imaginármelo ya
me estoy riendo.

—Y yo —convino Mr. White, sirviéndose un buen


vaso de cerveza—. Aunque, de todas formas, digas lo que
digas, anoche esa cosa se movió en mi mano. Te juro que
lo hizo.

—Simplemente te daría esa impresión, querido —dijo


su esposa con tacto.

—Si yo digo que se movió, es que se movió —repuso


el otro—. No estoy hablando de impresiones, sino de
hechos. Yo acababa de pedir aquel deseo cuando, de
repente… Pero bueno, ¿qué es lo que pasa?

Mrs. White no respondió. Se hallaba demasiado


ocupada siguiendo con la mirada los misteriosos
movimientos de un hombre que, de pie frente a la entrada
del jardín, no dejaba de mirar con aspecto indeciso hacia

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la casa como si estuviese pensando si debía o no llamar a
la puerta. Sin poder evitarlo, asoció mentalmente a aquel
extraño con las doscientas libras y reparó entonces en
que el sujeto en cuestión no solo iba muy bien vestido,
sino que además llevaba puesto un magnífico y reluciente
sombrero que debía de haberle costado una fortuna.
Mientras deambulaba frente a la casa, aquel personaje
se paró hasta tres veces ante la verja, como dispuesto a
entrar, pero otras tantas veces se echó atrás y continuó
paseando. Finalmente, al cuarto intento, asió con
fuerza la puerta del jardín, la abrió resueltamente de un
empujón y echó a andar con paso firme y decidido por el
sendero que conducía a la puerta de la casa. Mrs. White,
poniéndose en pie al ver cómo el hombre se acercaba,
se quitó apresuradamente el delantal, lo escondió bajo el
cojín de una silla y acudió a recibir al extraño.

Tras abrir la puerta de un tirón, Mrs. White hizo pasar


al recién llegado hasta la sala de estar. Este, visiblemente
incómodo, la miró de soslayo y la escuchó con expresión
preocupada mientras la anciana le pedía disculpas por el
desorden que reinaba en la casa y por las ropas tan sucias
que llevaba puestas su marido, pues, según explicó, eran
las que Mr. White solía ponerse cuando se disponía a

24
trabajar en el jardín. A continuación, guardó silencio
y, con toda la paciencia de la que una mujer es capaz,
esperó a que aquel hombre explicase el motivo que le
había llevado hasta allí.

—Yo… Verán ustedes, yo… Me han pedido que


viniera a verles —dijo por fin, tras un extraño silencio,
bajando la vista y dejándola clavada en algún lugar del
suelo—. Vengo de parte de la firma Maw & Meggins.

La anciana dio un respingo.

—¿Hay algún problema? —preguntó sin aliento—.


¿Le ha ocurrido algo a Herbert? ¡Conteste, por lo que
más quiera! ¿Le ha ocurrido algo a mi hijo?

Su marido intervino.

—Tranquilízate, querida. No te alteres —se apresuró


a decir con voz suave—. Siéntate aquí y no saques
conclusiones precipitadas. Y ahora, caballero —añadió
volviéndose hacia el recién llegado con una mirada
cargada de ansiedad—, díganos lo que ha venido a
decirnos. Estoy seguro de que no se trata de malas
noticias, ¿verdad?

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—Lo siento mucho, caballero, pero… —comenzó a
decir el hombre.

—¿Le ha pasado algo a mi hijo? —preguntó la anciana


sin poder contenerse por más tiempo.

El visitante asintió con la cabeza.

—Así es, señora. Su hijo se encuentra gravemente


herido —dijo en voz baja—. Pero al menos ya no sufre.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la anciana retorciéndose


las manos con fuerza—. ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a…!

La mujer guardó silencio de repente cuando cayó en


la cuenta del verdadero significado que encerraban las
últimas palabras pronunciadas por aquel hombre. Luego,
cuando al ver el rostro sombrío y crispado de este sus más
horribles temores se vieron definitivamente confirmados,
se quedó sin aliento y, mirando con desesperación a su
marido, que todavía no parecía haber comprendido del
todo lo que sucedía, puso su mano temblorosa en la de él
y se la apretó con fuerza. Se produjo entonces un silencio
sepulcral.

26
—Al parecer, su hijo quedó atrapado entre los
engranajes de una de las máquinas —añadió finalmente
el visitante con voz apenas audible.

—Atrapado entre los engranajes —repitió Mr. White,


aturdido—. Dios mío…

El anciano se dejó caer pesadamente en una silla y se


puso a mirar por la ventana sin ver nada en particular.
Luego, con una dulzura infinita, tomó la mano de su
esposa entre las suyas y la apretó tal y como había hecho
por primera vez cuarenta años atrás, cuando los dos no
eran más que una joven pareja de novios.

—Herbert era lo único que teníamos en este mundo


—dijo volviéndose ligeramente hacia el visitante—. No
tiene usted idea de lo duro que resulta perderle.

El hombre, incómodo, carraspeó y, poniéndose en


pie, se acercó lentamente a la ventana.

—La empresa me ha pedido que les comunique su


más sincero pésame ante tan dolorosa pérdida —dijo sin
apenas levantar la mirada—. Espero que comprendan

27
que yo no soy más que un simple empleado y que me
limito a obedecer las órdenes que me han transmitido.

No hubo respuesta. A la anciana, mortalmente pálida


y con la mirada completamente perdida, apenas se la oía
respirar. Su marido, mientras tanto, seguía mirando en
silencio por la ventana.

—También me han encargado decirles que Maw


& Meggins niegan cualquier tipo de responsabilidad
en lo ocurrido —continuó diciendo el hombre—. No
obstante, en consideración a los servicios prestados por
su hijo a lo largo de los últimos años, la empresa desea
hacerles entrega de cierta cantidad de dinero a manera
de compensación.

Al oír aquello, Mr. White soltó la mano de su esposa


y, poniéndose en pie, cuán alto era, miró a aquel hombre
con expresión horrorizada. Lentamente, sus labios
resecos se abrieron para preguntar:

—¿A cuánto… a cuánto asciende esa cantidad?

—A doscientas libras, caballero —fue la respuesta.

28
Ajeno totalmente al grito de su esposa, el anciano, tras
esbozar una amarga sonrisa, extendió las manos ante sí
como un ciego que intentase caminar sin ayuda de su
bastón y, a continuación, se desplomó sin sentido sobre
el suelo.

29
III

Al día siguiente los dos ancianos enterraron a


su difunto hijo en el cementerio nuevo del pueblo
y, a continuación, una vez concluida la ceremonia,
recorrieron a pie las dos millas que les separaban de su
casa, aquella casa que ahora se había quedado sumida en
las sombras y el silencio. Todo había ocurrido tan deprisa
que al principio les costó asimilar lo que realmente había
sucedido, y durante algunos días permanecieron en vilo,
como a la espera de alguna otra cosa que aún estuviese
por ocurrir. Algo que, sin lugar a dudas, les ayudaría a
llevar mejor aquella carga que tan pesada resultaba para
sus fatigados corazones.

Pero conforme los días fueron pasando, la esperanza


fue convirtiéndose poco a poco en esa incurable
resignación que, cuando se apodera de los ancianos, suele
recibir erróneamente el nombre de apatía. Incluso había
días en los que marido y mujer apenas intercambiaban
una sola palabra, pues ahora que su hijo ya no estaba
con ellos, no tenían nada de qué hablar. Poco a poco, un
profundo hastío comenzó a consumirles por dentro.

30
Cierta noche, aproximadamente una semana después
del funeral, Mr. White, tras despertarse de manera
brusca, descubrió que se encontraba solo en la cama.
A su alrededor, la habitación se hallaba sumida en
la más completa oscuridad. No obstante, al cabo de
unos segundos pudo oír con claridad, procedente de la
ventana, el llanto contenido de su mujer. Tras tomar una
profunda bocanada de aire, el anciano se incorporó y se
quedó sentado sobre el lecho.

—Vuelve a la cama, querida —dijo con toda la ternura


de que fue capaz—. Hace mucho frío.

—Más frío hace donde está mi hijo ahora —respondió


la anciana dando rienda suelta a sus lágrimas.

Los sollozos de su esposa fueron apagándose poco a


poco en sus oídos mientras él, echándose de nuevo sobre
el cálido lecho, cerraba los ojos y se hundía lentamente
en el sueño. Así permaneció durante un buen rato hasta
que, de repente, los gritos de su mujer lo despertaron
bruscamente.

31
—¡La pata de mono! —gritaba la anciana, fuera de
sí—. ¡Claro que sí, Dios mío, claro que sí! ¡La pata de
mono!

El marido se incorporó en la cama con un respingo.

—¿Qué ocurre, querida? ¿Qué le pasa a la pata de


mono? La anciana se acercó a él corriendo.

—¿Dónde está? —le dijo, algo más calmada, a su


marido—. No te habrás deshecho de ella, ¿verdad?

—No. Está abajo, en la sala de estar, sobre la repisa de


la chimenea —respondió Mr. White, todavía aturdido—.
Pero ¿por qué lo preguntas? ¿Qué es lo que ocurre,
querida?

Ella se echó a llorar y a reír al mismo tiempo e,


inclinándose hacia adelante, besó a su marido en la
mejilla.

—Se me acaba de ocurrir una idea —respondió,


histérica—. ¿Cómo no habré pensado antes en ello? ¿Y
cómo es que no se te ha ocurrido a ti tampoco?

32
—¿Ocurrírseme? ¿El qué? —preguntó él.

—Los dos deseos que aún faltan por pedir —se


apresuró a contestar su mujer—.

Solo hemos pedido uno.

—¿Y qué? ¿Es que acaso no has tenido suficiente? —


repuso él con aspereza.

—¡No! —exclamó triunfalmente su mujer—.


Pediremos otro deseo. Ve por la pata de mono, cógela y
pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

Como impulsado por un resorte, el anciano se sentó


en la cama y, tras arrojar a un lado las mantas, se llevó las
manos a la cabeza.

—¡Dios mío! ¿Pero, qué estás diciendo? ¿Es que te has


vuelto loca? —exclamó horrorizado.

—Ve ahora mismo por esa pata —dijo la anciana, casi


sin aliento—. Ve por ella, cógela y pide ese deseo… ¡Oh,
Dios mío! Mi niño, mi pequeño…

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El anciano cogió una cerilla, la prendió y encendió
con ella una vela.

—Vuelve a la cama —dijo con voz insegura—. No


sabes lo que estás diciendo.

—Si el primer deseo nos fue concedido, ¿por qué


no va a suceder lo mismo con el segundo? —replicó su
esposa con mirada febril.

—Nadie nos ha concedido ningún deseo —balbuceó


el anciano—. Aquello no fue más que una desafortunada
coincidencia.

—¡Ve abajo, coge esa pata y pide el deseo! —gritó su


mujer temblando de excitación.

El anciano se volvió hacia ella y la miró fijamente.


Cuando habló, lo hizo con voz temblorosa.

—Herbert lleva muerto diez días, querida. Además…


no debería decirte esto, pero… cuando sacaron su cuerpo
de la máquina en que quedó atrapado, solo fui capaz de
reconocerlo gracias a sus ropas. Si en aquel momento

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verlo hubiera sido una experiencia demasiado terrible
para ti, imagínate ahora.

—¿Y qué importancia tiene eso? Lo único que quiero


es que mi hijo vuelva a casa —gritó la mujer empujando
a su marido hacia la puerta—. ¿Es que acaso crees que le
tengo miedo al hijo que yo misma he criado?

Incapaz de seguir oponiendo resistencia por más


tiempo, el anciano salió de la habitación, bajó a oscuras
las escaleras, entró a tientas en la sala de estar y, una vez
allí, llegó junto a la repisa de la chimenea, donde la pata
de mono parecía estar esperándole. Nada más cogerla,
le asaltó la terrible idea de que quizás aquel deseo
demencial acabase realmente trayendo a casa el cuerpo
destrozado de su hijo antes de que él tuviese tiempo de
escapar. Aquel pensamiento le impactó tanto que durante
unos segundos se quedó completamente paralizado de
terror y, respirando con dificultad, perdió el sentido de
la orientación y se sintió súbitamente desamparado en la
oscuridad. Con la frente bañada en sudor, y con aquella
inmunda pata momificada fuertemente cogida en una
mano, se abrió camino a trompicones hasta la mesa y,
desde allí, fue avanzando a tientas a lo largo de la pared

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hasta que se encontró nuevamente en el pasillo que
desembocaba en las escaleras.

Cuando por fin llegó a su habitación, incluso el rostro


de su esposa le pareció diferente. No solo se hallaba
mortalmente pálido debido a la excitación y el insomnio,
sino que además parecía dominado por una extraña y
enigmática expresión. Con un repentino e inmenso
dolor, el anciano se dio cuenta de que tenía miedo de su
mujer.

—Muy bien. ¡Ahora pide ese deseo! —le esperó la


anciana en voz alta.

—Todo esto no tiene ningún sentido, querida —


balbuceó él.

—¡Te he dicho que pidas ese deseo! —repitió ella.


Lentamente, el anciano levantó en alto la pata de mono
y dijo:

—Quiero que mi hijo vuelva a la vida.

El talismán cayó entonces al suelo con un suave


golpe. El anciano, incapaz de articular una sola palabra

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más, clavó en él una mirada cargada de terror y, a
continuación, temblando de pies a cabeza, se desplomó
pesadamente en una silla. Su esposa, mientras tanto, se
acercó a la ventana con la mirada encendida y levantó la
persiana de un enérgico tirón.

Dirigiendo alguna que otra ocasional mirada a aquella


arrebatada figura que esperaba ansiosa junto a la ventana,
Mr. White permaneció sentado hasta que su cuerpo
comenzó a entumecerse de frío. La vela, reducida a una
pequeña lengua de fuego que asomaba tímidamente por
el borde del candelabro, comenzó a proyectar temblorosas
sombras sobre las paredes y el techo de la estancia hasta
que, finalmente, con un último estremecimiento más
pronunciado que los anteriores, se extinguió. Entonces
el anciano, sintiendo un alivio indescriptible al ver que
el talismán no parecía surtir efecto alguno, se levantó
y se introdujo silenciosamente en la cama. Uno o dos
minutos más tarde, su esposa, dándose definitivamente
por vencida, se separó de la ventana, cruzó la habitación,
y se tumbó junto a él sin hacer ruido.

Ninguno de los dos dijo una sola palabra. En vez de


eso, se limitaron a permanecer tumbados, en silencio,

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escuchando atentamente el tictac del reloj, el crujir de las
escaleras y el ocasional correteo de algún que otro ratón
en algún oculto rincón de la casa. La oscuridad resultaba
tan asfixiante que, al cabo de un buen rato, el anciano,
incapaz de seguir soportándola por más tiempo, reunió
todo el valor que fue capaz de encontrar y, tras coger de
la mesilla de noche una caja de cerillas, encendió una de
estas y salió de la habitación para ir en busca de una vela.

Cuando llegó al pie de las escaleras, la cerilla se apagó


de repente y tuvo que detenerse para encender otra. Pero,
justo en aquel preciso instante, un golpe, tan leve y suave
que al principio el anciano tuvo dudas de haberlo oído,
sonó en la puerta de la casa.

Mr. White sintió cómo la caja de cerillas, aún


abierta, se le escapaba de la mano y cómo los fósforos
se desparramaban a sus pies sobre el suelo del pasillo.
Permaneció inmóvil, conteniendo la respiración hasta
que el golpe volvió a dejarse oír. Entonces, reaccionando
súbitamente, dio media vuelta, regresó corriendo a su
habitación y, con manos temblorosas, cerró la puerta a
sus espaldas. Un tercer golpe resonó entonces por toda
la casa.

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—¿Qué ha sido eso? —exclamó su esposa
despertándose de repente.

—Una rata, querida —respondió el anciano con voz


temblorosa—. Me pasó por entre las piernas mientras
bajaba las escaleras.

Su esposa se sentó en la cama escuchando atentamente.


Un nuevo golpe, esta vez más poderoso que los anteriores,
retumbó por todas partes.

—¡Es Herbert! —gritó—. ¡Oh, Dios mío! ¡Es Herbert!

Como impulsada por un resorte, la anciana se levantó


de la cama y echó a correr hacia la puerta. Pero entonces
su marido, reaccionando con rapidez, se plantó frente a
ella y la agarró fuertemente del brazo.

—¿Qué es lo que vas a hacer? —le dijo en un ronco


susurro.

—Dejar a mi hijo entrar en casa. ¿Es que no te das


cuenta de que es Herbert quien llama? —gritó la mujer
forcejeando por soltarse—. Con los nervios, me olvidé
de que el cementerio se encuentra a dos millas de aquí y

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de que recorrerlas lleva algún tiempo. Y ahora, suéltame.
¿Por qué me retienes? ¡Suéltame, te digo! Tengo que abrir
esa puerta.

—Por el amor de Dios, no le dejes entrar —suplicó el


anciano temblando de pies a cabeza.

—¿Qué te ocurre? ¿Es que acaso tienes miedo de tu


propio hijo? —replicó su esposa sin dejar de forcejear—.
Suéltame de una vez. ¡Ya voy Herbert! ¡Ya voy, hijo mío!

Marido y mujer forcejearon todavía durante unos


instantes mientras los golpes, cada vez más insistentes,
seguían resonando sobre la puerta de la casa. Finalmente,
la anciana, liberándose de un tirón, dio media vuelta
y salió corriendo de la estancia. Su marido, echando a
correr tras ella, la siguió hasta el rellano de las escaleras,
pero una vez allí, incapaz de alcanzarla, se detuvo y la
llamó a gritos mientras ella bajaba apresuradamente al
piso inferior. Poco después se oyó el ruido de la cadena
de la puerta al ser quitada y el de uno de los cerrojos al
ser descorrido. Y, justo a continuación, la voz forzada y
jadeante de la anciana que gritaba:

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—¡El cerrojo de arriba! ¡No puedo alcanzarlo! ¡Está
demasiado alto para mí! ¡Ven a ayudarme!

Pero su marido, en vez de acudir en su ayuda, dio media


vuelta, entró de nuevo en el dormitorio y, poniéndose a
gatas, comenzó a rastrear el suelo como un loco en busca
de la pata de mono. Si tan solo pudiese encontrarla antes
de que su mujer le abriese la puerta a aquella cosa…

Mientras una verdadera andanada de golpes hacía


temblar toda la casa, oyó cómo su esposa arrastraba una
silla hasta el vestíbulo y la ponía contra la puerta. Un par
de segundos más tarde, justo en el momento en que oía
cómo aquel último cerrojo era descorrido con un leve
chirrido, encontró lo que buscaba. Sin perder un solo
instante, levantó ante sí la pata de mono y pronunció
horrorizado su tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de repente y de ellos solo quedó


un eco que recorrió toda la casa hasta extinguirse. Con
el corazón en un puño, el anciano oyó cómo su esposa
apartaba a un lado la silla y abría acto seguido la puerta.

Una fría ráfaga de viento atravesó el umbral y se


deslizó velozmente escaleras arriba. A continuación, un

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largo y desesperado lamento de la anciana recorrió la
casa de un extremo a otro. Nada más oírlo, su esposo,
haciendo acopio de valor, bajó corriendo las escaleras,
pasó junto a ella y salió al exterior. Allí, a la frágil luz de
una farola situada al otro lado de la calle, el camino se
hallaba desierto y tranquilo.

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