William Wymark
William Wymark
LA PATA DE MONO
William Wymark
En su niñez y adolescencia vivió cerca de los muelles del río Támesis, y estas
experiencias fueron plasmadas después en su narrativa. Sus cuentos y novelas tratan
sobre los trabajadores de los muelles, los marineros y pescadores, combinando la
cotidianeidad junto con su capacidad para crear situaciones inusuales. Entre sus
principales obras destacan Muchos fletes (1896), que le proporcionó un gran éxito,
El patrón galanteador (1897), Todos capitanes (1905) y Nudos marineros (1909).
Asimismo, su emblemático cuento «La pata de mono» está incluido en su libro de
relatos La dama de la barca (1902) y ha influido enérgicamente en la cultura popular
de los países de habla inglesa.
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—Hace rato que lo escucho, papá —respondió el otro,
examinando el tablero con rostro ceñudo y alargando el
brazo para mover una pieza—. Jaque…
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Mr. White levantó la vista bruscamente justo a tiempo
de sorprender una mirada de complicidad que en
aquel momento cruzaban madre e hijo. Sus palabras de
protesta no llegaron a salir de sus labios, pero al menos
logró ocultar una delatora sonrisa entre la enmarañada
espesura de su barba.
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una botella de whisky y unos cuantos vasos y ponía sobre
el fuego una pequeña tetera de cobre.
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—Cuánto me gustaría ir a la India —musitó el
anciano—. Solo para ver cómo es aquello, ya me
entienden.
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Los tres oyentes, visiblemente interesados, se
inclinaron hacia adelante para poder oír mejor. Su
invitado, mientras tanto, se llevó distraídamente el vaso
a los labios sin darse cuenta de que se hallaba vacío. En
cuanto descubrió su error, volvió a dejarlo sobre la mesa
con un gesto de contrariedad y Mr. White, solícito, se
apresuró a llenárselo.
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—Hubo una vez en la India un viejo faquir que le
lanzó un conjuro a esa pata —explicó el brigadier—. Se
trataba de un santo muy respetado en aquellas tierras
que pretendía demostrar, por un lado, que el destino
determina irremediablemente la vida de las personas
y, por otro, que aquellos que intentan luchar contra
su destino acaban siempre malparados. El conjuro en
cuestión permite que tres hombres distintos tengan la
posibilidad, cada uno de ellos, de pedirle a esa pata hasta
tres deseos.
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—Esa historia parece sacada de Las mil y una noches
—dijo Mrs. White levantándose para poner la mesa—.
Por cierto, ¿por qué no pides cuatro pares de manos para
mí? No me vendrían nada mal a la hora de hacer las
tareas de la casa.
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otras de las aventuras que aquel singular personaje había
protagonizado durante su estancia en la India.
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como padre del emperador, podrás poner a mamá en
su sitio de una vez y evitar así que ella siga teniéndote
completamente dominado.
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se sentaba al piano con expresión solemne y comenzaba
a tocar unos majestuosos acordes.
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El anciano, todavía sobresaltado, sacudió la cabeza.
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llenándose los bolsillos, un horrible monstruo les acecha
desde lo alto del armario…
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II
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—Morris me dijo que cuando un deseo resulta
concedido todo ocurre de la forma más natural —
intervino Mr. White—, de tal manera que uno no puede
evitar pensar que se trata de una simple coincidencia.
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correo de aquel día consistía en una factura del sastre en
vez de en un cheque por valor de doscientas libras.
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la casa como si estuviese pensando si debía o no llamar a
la puerta. Sin poder evitarlo, asoció mentalmente a aquel
extraño con las doscientas libras y reparó entonces en
que el sujeto en cuestión no solo iba muy bien vestido,
sino que además llevaba puesto un magnífico y reluciente
sombrero que debía de haberle costado una fortuna.
Mientras deambulaba frente a la casa, aquel personaje
se paró hasta tres veces ante la verja, como dispuesto a
entrar, pero otras tantas veces se echó atrás y continuó
paseando. Finalmente, al cuarto intento, asió con
fuerza la puerta del jardín, la abrió resueltamente de un
empujón y echó a andar con paso firme y decidido por el
sendero que conducía a la puerta de la casa. Mrs. White,
poniéndose en pie al ver cómo el hombre se acercaba,
se quitó apresuradamente el delantal, lo escondió bajo el
cojín de una silla y acudió a recibir al extraño.
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trabajar en el jardín. A continuación, guardó silencio
y, con toda la paciencia de la que una mujer es capaz,
esperó a que aquel hombre explicase el motivo que le
había llevado hasta allí.
Su marido intervino.
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—Lo siento mucho, caballero, pero… —comenzó a
decir el hombre.
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—Al parecer, su hijo quedó atrapado entre los
engranajes de una de las máquinas —añadió finalmente
el visitante con voz apenas audible.
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que yo no soy más que un simple empleado y que me
limito a obedecer las órdenes que me han transmitido.
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Ajeno totalmente al grito de su esposa, el anciano, tras
esbozar una amarga sonrisa, extendió las manos ante sí
como un ciego que intentase caminar sin ayuda de su
bastón y, a continuación, se desplomó sin sentido sobre
el suelo.
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III
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Cierta noche, aproximadamente una semana después
del funeral, Mr. White, tras despertarse de manera
brusca, descubrió que se encontraba solo en la cama.
A su alrededor, la habitación se hallaba sumida en
la más completa oscuridad. No obstante, al cabo de
unos segundos pudo oír con claridad, procedente de la
ventana, el llanto contenido de su mujer. Tras tomar una
profunda bocanada de aire, el anciano se incorporó y se
quedó sentado sobre el lecho.
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—¡La pata de mono! —gritaba la anciana, fuera de
sí—. ¡Claro que sí, Dios mío, claro que sí! ¡La pata de
mono!
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—¿Ocurrírseme? ¿El qué? —preguntó él.
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El anciano cogió una cerilla, la prendió y encendió
con ella una vela.
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verlo hubiera sido una experiencia demasiado terrible
para ti, imagínate ahora.
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hasta que se encontró nuevamente en el pasillo que
desembocaba en las escaleras.
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más, clavó en él una mirada cargada de terror y, a
continuación, temblando de pies a cabeza, se desplomó
pesadamente en una silla. Su esposa, mientras tanto, se
acercó a la ventana con la mirada encendida y levantó la
persiana de un enérgico tirón.
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escuchando atentamente el tictac del reloj, el crujir de las
escaleras y el ocasional correteo de algún que otro ratón
en algún oculto rincón de la casa. La oscuridad resultaba
tan asfixiante que, al cabo de un buen rato, el anciano,
incapaz de seguir soportándola por más tiempo, reunió
todo el valor que fue capaz de encontrar y, tras coger de
la mesilla de noche una caja de cerillas, encendió una de
estas y salió de la habitación para ir en busca de una vela.
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—¿Qué ha sido eso? —exclamó su esposa
despertándose de repente.
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de que recorrerlas lleva algún tiempo. Y ahora, suéltame.
¿Por qué me retienes? ¡Suéltame, te digo! Tengo que abrir
esa puerta.
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—¡El cerrojo de arriba! ¡No puedo alcanzarlo! ¡Está
demasiado alto para mí! ¡Ven a ayudarme!
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largo y desesperado lamento de la anciana recorrió la
casa de un extremo a otro. Nada más oírlo, su esposo,
haciendo acopio de valor, bajó corriendo las escaleras,
pasó junto a ella y salió al exterior. Allí, a la frágil luz de
una farola situada al otro lado de la calle, el camino se
hallaba desierto y tranquilo.
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