Juan Chichones Tiene Cinco Segundos Santillana

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Juan Chichones

tiene cinco segundos


Gustavo Rodríguez
Ilustraciones: Felipe Morey
Desde su posición protagónica, Juan Manuel podía 9
ver con claridad las tres cámaras sobre sus soportes
rodantes, a la asistente de producción con su cartel
de instrucciones, al jefe del estudio dando indicacio-
nes con señas y a los cientos de caras rugientes que
se apiñaban en las graderías. Pero entre todos aque-
llos componentes, el que más lo distraía al momento
de sus intervenciones era el rostro desaforado de Lu-
cibel, que daba de alaridos.
—¡¡¡Vamos, borricoooos!!! —tronaba ella en pri-
mera fila. Su garganta parecía no cansarse nunca.
Sus últimos chillidos, sin embargo, eran com-
prensibles: el programa había ingresado a su etapa
final, y Juan Manuel y su equipo estaban a punto de
ganar el viaje soñado para toda su clase.
—Y ahora, por el lujoso viaje a Machu Picchu…
¡viene la pregunta final!
La música retumbó en todos los pechos y el pre-
sentador se acercó, con su traje verde y su micrófono
dorado, a tantear al trío de concursantes.
Juan Manuel estaba al medio, flanqueado por
Marita la Mudita y por Santiago el Pocotón, ambos
excelentes alumnos.
—¡¿Están listos?! —sonrió el presentador mien-
tras se atusaba un mostacho prominente en aquel
10 rostro delgado como un plátano.
Juan Manuel sentía su corazón encabritado.
«Tranquilízate, ellos deben estar tan nerviosos como
tú», se decía mientras miraba de tanto en tanto a
la mesa del otro trío participante. Se trataba de los
representantes de un colegio de gente adinerada,
muy cercano al colegio al que asistía un par de años
atrás. Dentro del vendaval que era su mente aún
tuvo tiempo de pensar que, de no haber ocurrido lo
que todos ya sabían de su padre, alguno de esos chi-
cos podría ser amigo suyo.
—Les recuerdo que, si responden bien esta pre-
gunta, el viaje será suyo.
Los tres asintieron. Se trataba de una ronda de 11
muerte súbita. Los competidores de Juan Manuel
y sus amigos habían errado la respuesta anterior, y
ahora la gloria les tocaba a la puerta.
—¡Aquí me traen el sobre sellado, por cortesía de
mochilas Pamz!
Mientras la guapa asistente se acercaba con la en-
trega al presentador, Juan Manuel tuvo tiempo, una
vez más, de ver el rostro colorado de Lucibel. Era cu-
rioso cómo sus ojos se achinaban hasta casi desapa-
recer mientras que sus labios formaban un boquete.
Era tal el espectáculo de su cara transformada que
12 hasta la productora general del programa, una seño-
ra de pelos rizados y lentes caros, se había detenido
a observarla con una sonrisa no exenta de perpleji-
dad. Aquella señora era la misma que, cuatro sema-
nas atrás, había mandado llamar al colegio de Juan
Manuel para invitarlo a concursar.
Al principio, tanto el director Rosales como la tu-
tora Pedernal habían pensado que se trataba de una
broma. ¿Por qué entre los cientos de colegios de la ciu-
dad se habían fijado en el suyo, pequeñito, en aquella
loma de El Papayal?
La respuesta apareció después, evidente como un
chichón en una cabeza pelada.
Para elevar la audiencia del programa, hacía un
tiempo que a la productora se le había ocurrido in-
vitar a participar a colegios donde estudiaran hijos
de personas conocidas y, en una de sus reuniones de
programación, alguien recordó el no muy lejano caso
de aquel niño raro que había salvado a un barrio gra-
cias a su chichón.
Juan Manuel no era hijo de alguien célebre, pero
sí había tenido sus tres días de fama y aquello era
suficiente para ayudar a promocionar el programa
hoy en día.
—Pero ¿y si hacemos el ridículo? —había dicho
el director Rosales, timorato como siempre, al reci- 13
bir la invitación.
—¡Acepte, acepte, que nos prepararemos bien!
—le había respondido la tutora Pedernal que habría
dado la vida por aparecer un rato en la pantalla.
Finalmente, su deseo se había cumplido.
La profesora, con laca en el pelo y dos horas de
maquillaje en la cara, se mordía las bien pintadas
uñas, observando en el estudio cómo el animador del
programa se disponía a soltar la pregunta crucial.
—Y la pregunta es… ¡¿Quién fue el inventor de la
radioooooo?!
De las graderías explotó un rugido y Juan Ma-
nuel tuvo tiempo de observar los rostros estupefac-
tos de sus adversarios. ¡Era una pregunta muy fácil!
No había ningún crucigrama donde no hubiera esta-
do alguna vez.
A Marita la Mudita se le llenaron los ojos de bri-
llo y su mano se estiró buscando el botón rojo para
responder. Pero algo en las tripas le dijo a Juan Ma-
nuel que eso no estaba bien.
—¡Tiene que ser una trampa! —advirtió.
Marita la Mudita recolectó todas las palabras que
pudo para responder.
—¡Es suerte!
14 Santiago el Pocotón, en tanto, inflaba y desin-
flaba sus cachetes gordos mientras hacía trabajar su
prodigioso cerebro de lector ávido. En alguna novela
que había gorreado a sus padres, un personaje se ha-
bía enfrentado a esa pregunta. ¿Cómo se llamaba el
libro? No importaba. Lo que importaba era hallar la
respuesta.
—¡Faltan once! —se agitó Marita, que estiró
nuevamente la mano para oprimir el botón, pero
Juan Manuel volvió a atajársela.
—¡¡¡Apúrense, mulas!!! —rugió Lucibel desde su
asiento, y la tempestad generada por los demás en
las graderías parecía acompañar su deseo.
El director Rosales apretaba los puños y cerraba
los ojos, probablemente rezando, y la tutora Peder-
nal gritaba la respuesta dentro de su mente con tan-
ta energía que las sílabas le salían despacito por la
boca: Mar-co-ni.
—¡Tú la sabes! —le dijo Juan Manuel a Santiago,
al verlo procesar sus recuerdos con los ojos cerrados.
Entre tanto, Marita la Mudita hizo un esfuerzo
supremo para enlazar más de tres palabras en una
sola oración y soltó toda su indignación.
—¡¡¡Todo el mundo sabe que fue Marconi, cara-
jo!!!
Tras lo cual quedó blanca como un papel.
—¡Santiago está conmigo, ¿verdad?! —le respon- 15
dió Juan Manuel.
—Cinco —murmuró Marita mientras su brazo
derecho temblaba acercándose, una vez más, hacia
el botón.
—¡¿Fue Marconi o no fue Marconi?! —le espetó
Juan Manuel a Santiago, al borde de la desespera-
ción.
—Tres, dos… —advirtió Marita y no pudo resis-
tirlo más.
Apretó el botón y una luz cegadora cayó sobre
ellos.
La batahola que había en el estudio se detuvo por
un momento. El conductor del programa aprovechó
el breve silencio para darle marco a los segundos que
vendrían.
—Y la respuesta a «¿Quién inventó la radio?»
eeees…
Marita la Mudita empezó a tartamudear, sin lle-
gar a completar una sola palabra.
—Mmma… ma…
—¿Perdón? —inquirió el conductor del progra-
ma—. ¿Estás llamando a tu mamá?
Algunas risas escaparon del público.
—Marconi.
—¿Respuesta final? —inquirió teatralmente el
16 animador, afinándose un extremo del bigote mien-
tras ojeaba la tarjeta en su mano.
—¡Tesla! —soltó de pronto Santiago el Pocotón.
—¿Disculpa? —inquirió el conductor del pro-
grama.
Juan Manuel observó la cara contrariada de Ma-
rita y también pudo ver que Santiago tenía los ojos
bien abiertos, deslumbrados, como asustado de su
propio conocimiento. Su cara mofletuda transpiraba
a pesar del maquillaje.
Juan Manuel decidió hacerse cargo.
—Tesla —sentenció.
Las graderías aguantaban la respiración, salvo la
tutora Pedernal, que estaba a punto de jalarse esos
pelos bien laqueados. El silencio se vio, de pronto,
desplazado por una fanfarria de trompetas y tambo-
res que hizo saltar los pechos.
El animador se guardó la tarjeta en el bolsillo del
saco.
Carraspeó.
Y estalló.
—¡¡¡Es correcto!!!
Una cumbia explotó a todo volumen mientras
miles de papelitos plateados caían del techo. En las
pantallas aparecieron hermosas imágenes del Cusco
y Machu Picchu con el nombre del colegio de Juan 17
Manuel escrito sobre ellas.
—¡Nikola Tesla, científico nacido en lo que hoy es
Croacia y nacionalizado estadounidense —anuncia-
ba el animador en mitad de la batahola—, fue pro-
clamado por la Corte Suprema de Estados Unidos
como el inventor de la radio en 1943, luego de déca-
das de habérsele dado el crédito al italiano Marconi!
Pero nadie lo escuchaba.
Marita, Santiago y Juan Manuel se abrazaban
18 con fuerza, liberando los músculos y la tensión de
esos días. Los adversarios del otro colegio se conso-
laban mutuamente y trataban de sonreír con digni-
dad ante las cámaras. Lucibel bailaba moviendo el
poto y la maestra Pedernal palmoteaba a su lado,
animándose también a dar unos pasos. En tanto, el
director Rosales había besado furtivamente su rosa-
rio y lo guardaba, agradecido.
Los siguientes minutos transcurrieron entre la
fiesta y el protocolo.
La tutora Pedernal fue llamada a recibir el certi-
ficado del premio a nombre de la clase, mientras que
Lucibel fue la primera en romper el invisible cerco
de pudor que separaba a las graderías del espectácu-
lo en vivo. Al verla a ella adentrarse en el escenario,
corriendo y gritando alborotada, el resto de su clase
la imitó por riadas.

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