RESILIENCIA

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UNIVERSIDAD CATÓLICA ANDRÉS BELLO

DOCTORADO EN PSICOLOGÍA
TÓPICOS AVANZADOS EN NEUROCIENCIAS
ACTIVIDAD: ENSAYO

LOS MISTERIOS DEL CEREBRO: ¿CÓMO REPONERSE ANTE LA ADVERSIDAD?


“El mundo rompe a todos, y después, algunos son fuertes en los lugares rotos”
Ernest Hemingway

A lo largo de su historia, la humanidad ha mostrado gran interés por entender la


experiencia del ser humano ante las adversidades. En las distintas esferas de las ciencias, la
tendencia ha sido dar el mayor énfasis a los estados patológicos, por ende, las
investigaciones se centraron principalmente en la descripción exhaustiva de enfermedades y
en el intento por descubrir causas o factores que pudiesen explicar resultados negativos o
patológicos, tanto en lo biológico como lo mental.

Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados desde ese enfoque, muchas
interrogantes quedaron sin respuesta. A menudo, las predicciones de resultados negativos
hechas en función de factores de riesgo que indicaban una alta probabilidad de daño, no se
cumplían. Es decir, la gran mayoría de los modelos teóricos erigidos en torno a la patología
resultaron insuficientes para explicar los fenómenos de la supervivencia humana y del
desarrollo psicosocial, evidenciando un patrón de excepción notorio en algunos seres
humanos que lograban superar las condiciones severamente adversas y que, inclusive,
conseguían transformarlas en una ventaja o un estímulo para su desarrollo biopsicosocial.

Al pasear la vista por algún libro básico de Historia, se pueden encontrar una
cantidad significativa de ejemplos de individuos destacados que hicieron aportaciones
significativas para la humanidad, quienes debieron enfrentar circunstancias adversas. De
igual manera, pueblos enteros y grupos étnicos han demostrado capacidades sorprendentes
para sobreponerse a la persecución, a la pobreza y al aislamiento, así como a las catástrofe
naturales o a las generadas por el hombre, lo que ha propiciado un creciente interés por la
potencialidad de las personas que, habiendo pasado por situaciones difíciles, extremas o
traumáticas, no desarrollan problemas de salud mental.

Esto conlleva a la incógnita, ¿por qué algunas personas o grupos, frente a


situaciones adversas, traumatismos y amenazas contra su salud y desarrollo, logran salir
adelante y llegan a desarrollarse armoniosa y positivamente, mientras que todo predice una
evolución negativa? La respuesta, sin duda alguna, está relacionada con una palabra:
resiliencia.

Tal como expresaba Ana Frank luego de dos años de estar escondida en un ático:
“Es un milagro que todavía no haya renunciado a todas mis esperanzas, porque parecen
absurdas e irrealizables. Sin embargo, sigo aferrándome a ellas, pese a todo, porque sigo
creyendo en la bondad interna de los hombres. Me es absolutamente imposible construir
cualquier cosa sobre la base de la muerte, la desgracia y la confusión. Veo cómo el mundo
se va convirtiendo poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el trueno que se
avecina y que nos matará, comparto el dolor de millones de personas, y sin embargo,
cuando me pongo a mirar el cielo, pienso que todo cambiará para bien, que esta crueldad
también acabará, que la paz y la tranquilidad volverán a reinar en el orden mundial.
Mientras tanto tendré que mantener bien altos mis ideales, tal vez en los tiempos venideros
aún se puedan llevar a la práctica… quien tiene coraje y confianza no zozobrará jamás en
la angustia.” Sábado, 15 de Julio de 1944 – Texto escrito 14 días antes de ser descubierto
su escondite. Diario de Ana Frank, 2001, p.288.

Para comprender mejor el término, es ineludible describir lo que ha sido el


surgimiento del término resiliencia, y su evolución dentro de la psicología. Esta escalada
coincide con los cambios que ha experimentado la psicología como ciencia, en el sentido de
aproximarse más a las corrientes preventivas y positivas, dejando atrás el énfasis que, desde
sus inicios, había venido dando a lo patológico o anormal como foco de estudio e
intervención (Izquiel, 2008). Para Contini (2001), el nuevo enfoque apunta a la
identificación de factores protectores de la salud psíquica que operan como barreras sobre
las situaciones estresantes y que promuevan el logro del bienestar psicológico.
Las investigaciones de Werner y Smith (1982) fueron las pioneras en el estudio de
la resiliencia, desarrolladas novedosamente en una época en la que predominaba el
concepto de vulnerabilidad. En 1955, Werner llevó a cabo en Hawai una investigación
longitudinal con 700 niños en condiciones de riesgo y precariedad (pobreza extrema,
abandono, maltrato, desnutrición estrés, disolución del vínculo parental, alcoholismo,
abuso, entre otras), considerados con un pronóstico negativo (Werner, 1995; Werner y
Smith, 1992). Posteriormente, el mismo autor hizo el seguimiento de 201 niños, que
procedían de ambientes sociofamiliares desfavorecidos y para los cuales se consideraba un
futuro desarrollo psicosocial negativo.

El principal hallazgo casi treinta años después fue que, de manera contraria a lo
propuesto por las teorías deterministas, no todas las personas que habían experimentado
algún suceso traumático o condiciones adversas presentaban complicaciones a lo largo de
su vida. Por el contrario, una parte significativa de ellas no solo lograba resolver sus
problemáticas de forma exitosa, adicionalmente, llevaban una vida adaptada y normal, a
pesar de no haber contado con ningún tipo de atención especial. Werner y Smith (1992)
denominaron esta situación como “resistentes al destino” y la característica común que
evidenciaron fue la “resiliencia”.

Al explorar el origen de la palabra, se puede evidenciar que el término resiliencia


procede del latín resilio, que significa volver atrás, volver de un salto, resaltar, rebotar
(Kotliarenco, Cáceres y Fontecilla, 1997). Esta expresión ha sido utilizada desde diferentes
disciplinas: en osteología se ha empleado para expresar la capacidad que tienen los huesos
para crecer en sentido correcto luego de una fractura (Badilla, 1999); en metalurgia, física e
ingeniería civil describe la capacidad de algunos materiales para recobrar su forma original
después de ser sometidos a una presión deformadora (Munist et al, 1998; García, Castillo-
López, López-Sánchez y Dias, 2016); mientras que en las ciencias sociales, se utiliza para
caracterizar a aquellos sujetos que a pesar de nacer y vivir en condiciones de alto riesgo, se
desarrollan psicológicamente sanos y socialmente exitosos (Puerta y Vásquez, 2012).

La Real Academia Española (2014) en su página web muestra un avance de la


vigésima tercera edición del Diccionario de la Lengua Española en el que ya se incluye este
término, ofreciendo dos significados: uno relacionado a la física, como “la capacidad de un
material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la
perturbación a la que había estado sometido”; y uno ligado a la psicología, como “la
capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o
situación adversos”.

Otros autores no toman únicamente el factor de adaptación, sino que añaden


también la necesidad de una transformación de sí mismo o la situación para llegar a ser
resiliente. Grotberg (1995) refiere que “la resiliencia es la capacidad humana de
confrontarse con las inevitables circunstancias adversas de la vida, de superarlas, de
aprender de ellas o también de ser trasformado”. Esto implica, según Luthar, Cicchetti y
Becker (2000), un proceso dinámico que conlleva a una adaptación positiva en contextos de
gran adversidad, y significa como señala Suárez-Ojeda (1995), “una combinación de
factores que permiten a un ser humano, afrontar y superar los problemas y adversidades de
la vida, y construir sobre ellos” (Citado en Munist, Santos, Klotiarenco, Suárez-Ojeda y
Grotberg, 1998, p. 13).

Vanistendael (1994) distingue dos componentes de la resistencia, el primero frente a


la destrucción; es decir, la capacidad de proteger la propia integridad bajo presión; el
segundo, más allá de la resistencia, la capacidad de forjar un comportamiento vital positivo
pese a circunstancias difíciles. Mientras que Mateu, Gil y Renedo (2009) incluyen las
fortalezas que desarrollan y/o potencian las personas, familias y/o comunidades ante
adversidades crónicas (ej. situaciones de pobreza, disfunción familiar...) o puntuales (ej.
accidente, enfermedad, atentado terrorista, desastre natural...), siendo éstas, el resultado de
los procesos que se generan de la interacción entre los factores de protección y de riesgo
tanto individuales como ambientales.

Al contrastar todas las definiciones señaladas previamente, se pueden evidenciar


tres elementos comunes en cada una de ellas: a) la noción de adversidad vista como un
antecedente o estímulo que desencadena el comportamiento resiliente; b) la adaptación
positiva que hace alusión al éxito en el comportamiento resiliente contrario a los
comportamientos no acordes a las circunstancias adversas; y c) el proceso que hace
referencia a la interacción entre una multiplicidad de factores de riesgo y protección, tales
como familiares, afectivos, cognitivos, biológicos, socioeconómicos, culturales,
contextuales en virtud de la duración e intensidad de las circunstancias adversas por las que
ha pasado la persona, principalmente a temprana edad (Kumpfer et al., 1998; Infante, 2006;
Puerta y Vásquez, 2012).

Sobre la base de estos tres elementos se agrupan las diferentes definiciones de


resiliencia: aquellas centradas en la adversidad se enfocan en la capacidad dinámica del ser
humano para hacer frente a las adversidades, superarlas y ser transformado por ellas
(Grotberg, 1995); aquellas centradas en el proceso abarca los aspectos sociales e
intrapsíquicos que posibilitan tener una vida sana en un medio insano (Osborn, 1993;
Suárez-Ojeda, 1995); finalmente, aquellas centradas en el resultado hacen referencia al
enfrentamiento efectivo ante eventos y circunstancias de la vida severamente estresantes y
acumulativos.

Las investigaciones en el campo de la resiliencia han pasado por diversas etapas.


Autores como Greene y Conrad (2002) reconocen al menos dos generaciones de estudio,
mientras que otros investigadores como Suárez-Ojeda y Melillo (2001) y Richardson
(2002) identifican al menos tres, cada uno con un enfoque específico. Actualmente, Wright,
Masten y Narayan (2013), agregan una cuarta vía de acceso al conocimiento sobre la
resiliencia, incorporando los aportes de las neurociencias. Motivado al objetivo de esta
reflexión, el tópico que se abordará será el de las neurociencias.

Esta etapa, que es la más reciente de investigación en resiliencia, se basa en el


funcionamiento del cerebro y su relación con el comportamiento humano. Se ha
evidenciado que la forma en que un individuo responde a la adversidad está condicionada
por elementos genéticos y ambientales, mediada por cambios cerebrales en distintos
neurotransmisores y vías moleculares, donde están inmersos factores genéticos,
epigenéticos, psicológicos y neuroquímicos que subyacen la resiliencia, y predicen la
vulnerabilidad y susceptibilidad a trastornos psiquiátricos (Feder, Nestler y Charney, 2009;
Wu, et al, 2013).

Estas modificaciones determinan el funcionamiento de circuitos neuronales que


regulan la gratificación, el miedo, la reactividad emocional y el comportamiento social
frente al estrés (Feder et al., 2009). De acuerdo a Karatsoreos y Mc Ewen (2013), el cerebro
detecta los estímulos ambientales, integra esta información en los estados internos, y
coordina las respuestas fisiológicas y conductuales más apropiadas (Tabla 1).

Tabla 1
Factores Neuroquímicos que subyacen a la Resiliencia
Gen neuropéptido Y (NPY). Ha sido implicado en la capacidad de aprendizaje, memoria, epilepsia, ritmos
circadianos, ansiedad, regulación térmica y liberación de hormonas de la adenohipófisis
(adrenocorticotrópica, luteinizante y del crecimiento). Se encuentran en la amígdala, hipocampo,
hipotálamo, materia gris periacueductal y locus coeruleus (Cortés y Cruz, 2011). Ejerce una gran cantidad de
funciones, regulando múltiples vías neuronales. Produce efectos ansiolíticos promoviendo respuestas
protectoras frente al estrés y representa mayor susceptibilidad a los trastornos de ansiedad después de etapas
de adversidad infantil (León, Bustamante, & Reyes, 2008).

Gen del receptor de la hormona liberadora de corticotropina CRH. Afecta la probabilidad de desarrollar
síntomas depresivos; es clave en la mediación de la conducta de miedo, además de iniciar la señal del eje
hipotálamo-hipofisario para la liberación de ACTH y de cortisol. Se ha comprobado que el aumento
persistente del CRF predispone a condiciones como el TEPT, depresión, ansiedad, anhedonia y miedo. En
respuesta a un estrés agudo, la hormona liberadora de corticotropina (CRH) se libera del hipotálamo para
activar el eje LHHA, esta hormona controla la reacción al estrés en sus componentes emocionales,
conductuales y fisiológicos (Duval, González, y Rabia, 2010).

Gen de proteína 5 de unión a FK506 (FKBP5). Regula la vía del receptor de Glucocorticoide, hace
modificaciones genéticas o epigenéticas que alteran la respuesta del eje hipotálamo-hipofiso adrenal; la
sobreexpresión de la inmunofilina FKBP51 que resulta de estímulos de cortisol en situaciones de estrés
puede llevar a que se inhiba la respuesta de retroalimentación (Lam, y otros, 1995), que regula la respuesta y
eleva los niveles de cortisol, ello puede llevar a que los individuos sufran enfermedades psiquiátricas,
estados depresivos, cuadros de estrés post-traumático y trastornos bipolares (Galigniana, 2015).

Gen transportador de dopamina (DAT1). La amígdala es una región del cerebro que está ricamente
inervada por dopamina y que es relevante en la depresión. Es importante en la regulación de la
neurotransmisión dopaminérgica, modula la recaptación de dopamina por el terminal presinapáico. Niveles
elevados de dopamina en la corteza prefrontal y bajos niveles de dopamina subcortical se asocian con
disfunción cognitiva y depresión; mientras que bajos niveles de dopamina en la corteza prefrontal se asocian
con ansiedad y miedo (Cortés y Cruz, 2011). El sistema dopaminérgico juega un papel importante en la
regulación de las funciones motoras, cognitivas y emocionales.

La noradrenalina (NA). La médula suprarrenal recibe directamente fibras del SNA que estimula sus células
endócrinas para producir Noradrenalina (NA), ejerciendo una acción rápida y extensiva a todo el organismo.
Esto genera una respuesta que provoca un mayor estado de alerta: aumenta la frecuencia cardíaca, el gasto
cardíaco, incrementa el flujo sanguíneo, aumenta el pulso y la presión sanguínea. Ha sido vinculada a una
mayor susceptibilidad al estrés, facilitando los estados de hipervigilancia, los estados de ansiedad crónica y
la depresión.

Región promotora del gen transportador de serotonina (5-HTTLPR). El estrés agudo incrementa el
recambio serotoninérgico, aumentando la liberación de serotonina en la zona prefrontal medial, núcleo
accumbens, hipotálamo lateral y amígdala; a medida que el estrés se vuelve crónico, disminuye la cantidad
de serotonina almacenada en la zona presináptica. Esto aumenta la expresión del autorreceptor 5HT1A, que
continuará eliminando la serotonina restante, disminuyendo la neurotransmisión serotoninérgica (Gálvez,
2005).

En la misma línea, Paulus et al. (2010), señalan que una respuesta óptima ante
condiciones adversas requiere de dos elementos importantes, la capacidad de
procesamiento neuronal y las capacidades cognitivas y de aprendizaje para la adaptación en
ambientes extremos. En este contexto, y como factor relevante en la respuesta resiliente,
debe existir un buen funcionamiento en las dos estructuras del cerebro responsable de
dichos procesos, la corteza insular y la amígdala.

Por su parte, Graham (2010) relaciona la teoría de la resiliencia con la teoría de la


neurobiología interpersonal de Siegel, destacando la importancia del contexto y las
relaciones interpersonales en el desarrollo del cerebro y la mente infantil. Siegel (2007)
sugiere algunos principios básicos de la experiencia que facilitan el desarrollo de la mente,
el bienestar y la resiliencia psicológica. Por ejemplo: los cuidados tempranos, el buen trato,
la capacidad de sintonizar emocionalmente, la empatía y la capacidad del calmar el estrés
en el niño(a), son elementos fundamentales para que el cerebro infantil se desarrolle de
forma plena. De esta manera, se produce la permanencia de las tareas esperadas para cada
etapa del desarrollo y se fortalecen los recursos personales, a nivel cognitivo, emocional,
social y conductual, necesarios para gestionar la adversidad (Siegel, 2012; Siegel, 2007).

Es importante destacar que, en la perspectiva de la resiliencia basada en las


neurociencias, confluyen una integración de modelos de investigación sobre ecosistemas,
sistemas sociales, biología individual y el sistema nervioso (Longstaff, 2009; Masten y
Obradovic, 2008). Para Paulus et al. (2010), este enfoque tiene una ventaja sobre los
modelos descriptivos tradicionales. En primer lugar, porque una vez identificado el rol de
los sustratos neuronales, se pueden realizar intervenciones sobre ellos. En segundo lugar, el
estudio de los sustratos neuronales implicados en las respuestas a ambientes adversos,
pueden determinar los procesos afectivos y cognitivos necesarios para una modulación
óptima de la respuesta resiliente.

Desde este punto de vista, Pantelis y Bartholomeusz (2014) han hecho énfasis en la
forma en que la regulación génica, la epigenética y el medio ambiente pueden alterar las
trayectorias del desarrollo neurológico y, a su vez, influir en el comportamiento social y el
funcionamiento social. Señalan como puntos críticos los cambios dinámicos del cerebro
social que tienen lugar durante la adolescencia, por ejemplo, el crecimiento atenuado del
hipocampo y la reducción atenuada del volumen del putamen durante la edad de 12 a 16
años están asociados con el inicio de la depresión; y han identificado varios polimorfismos
de un solo nucleótido (SNP) que podrían estar asociados con la resistencia al desarrollo de
el desorden.

Por su parte, Rudrauf (2014) resalta que, la resiliencia expresa redundancias


funcionales en las redes cerebrales y sugiere un proceso de redireccionamiento dinámico de
las señales cerebrales. Este proceso está subrayado por una renormalización global de
conectividad efectiva, capaz de restaurar la transferencia de información entre estructuras
cerebrales preservadas a través de vías alternativas. Los mecanismos locales de plasticidad
sináptica median la renormalización en el nivel más bajo de implementación, pero también
es impulsada por la cognición de arriba hacia abajo, con un papel clave de autoconciencia
en el fomento de la resiliencia. La presencia de capas de abstracción en el cómputo cerebral
y la creación de redes tiene la hipótesis de dar cuenta del proceso de renormalización.
Wastell y White (2012) indican que tanto en el niño, como en el adolescente, la plasticidad
y la resistencia parecen ser la regla general.

Aquí se agrega un término que es la piedra angular de la neurociencia


contemporánea y se relaciona muy bien con la resiliencia, y es la neuroplasticidad cerebral.
Pascual-Castroviejo, 1996; Triadó, 2001) manifiestan que la resiliencia se ha identificado
como una característica básica del desarrollo humano como es la plasticidad. Definida esta
como la característica que explica la adaptación funcional del sistema nervioso para
minimizar los efectos de las alteraciones estructurales o fisiológicas de influencias
endógenas y exógenas, cualquiera sea la causa originaria, lo que puede ocurrir en cualquier
momento de la vida. Este fenómeno se produce por un aumento de las neuronas y
modificaciones en el cerebro, según el tipo de actividad de la que se trate.

Adicionalmente, la resiliencia desde el punto de vista neuronal, necesita sistemas


que representen y evalúen el contexto (la situación adversa) para dar una salida conductual
adecuada, y que reorganicen la memoria de la situación adversa para poder contar otro
relato a partir de los mismos elementos de la experiencia, es decir, un sistema que permita
reorganizar los ensambles neuronales de dicha memoria. En este sentido, otros sustratos
neuronales involucrados en la resiliencia, incluyen el sistema de la motivación-acción-
recompensa (núcleo accumbens-área tegmental ventral), de las emociones (amígdala-
hipocampo), del estrés (eje hipotálamo-hipofiso-adrenal) y de la representación, evaluación
y discriminación del contexto (corteza prefrontal-hipocampo). Se hace énfasis en mostrar
cómo las experiencias adversas específicas modulan tanto la actividad del sistema neuronal
de la resiliencia, comola salida conductual de cada individuo (Montes-Rodríguez y
Urteaga-Urías, 2018).

Como se ha podido observar a lo largo de esta disertación, esta etapa de


investigación aún se encuentra en auge, pero promete transformar la aplicación práctica de
la resiliencia, para ello, el conocimiento de los mecanismos epigenéticos aportará una
herramienta ventajosa a la hora de prevenir enfermedades de diferente índole, incluso los
trastornos neuropsiquiátricos. Por tales motivos, las futuras direcciones de investigación y
los desafíos que se discuten actualmente con respecto a la comprensión y el control de la
resiliencia involucran los estudios de neuroimagen multimodal y la neurociencia
computacional.

Es cierto que, a pesar de los esfuerzos, los ojos de la psicología aún se encuentran
dirigidos hacia los déficits, impidiendo ver las cualidades y los puntos fuertes de cada
sujeto. Cambiar la mirada hacia lo positivo invita también a cambiar las prácticas,
rechazando toda ideología que signifique apoyar al fuerte y abandonar al débil. El
verdadero cambio de paradigma implica cambiar la mirada, pero “nada hay más difícil, que
cambiar la mirada” (Kuhn, 2000). Precisamente es lo que se ha buscado desde la
perspectiva de la resiliencia, ir un poco más allá al estudiar cómo se produce un desarrollo
físico y psicológico normal cuando las condiciones son peculiarmente desfavorables, cuáles
son los mecanismos de compensación intervinientes y las diferencias de los individuos en
las respuestas a los conflictos y al estrés.

Sin embargo, esta idea de resiliencia ha reforzado una perspectiva más actual,
contextual, sistémica y positiva del desarrollo humano. Afirma que una infancia infeliz,
precaria y conflictiva no determina necesariamente ni conduce de forma inevitable hacia la
desadaptación y los trastornos psicológicos futuros. Frente a los determinismos biológicos y
medioambientales, la perspectiva de la resiliencia destaca la complejidad de la interacción
humana y el papel activo del individuo en su desarrollo. Del mismo modo, insiste en que
los contextos desfavorables no afectan a todas las personas por igual y el cambio que
caracteriza al ser humano también influye en la evolución de sus conflictos y trastornos
(Uriarte, 2005).

Es por todo lo anterior, que esta disertación se concluye con el llamado a reconocer
unos de los mayores retos actuales, entre ellos, la necesidad de incrementar el estudio de la
resiliencia, ya sea desde una perspectiva individual, familiar, o social. Incluir el análisis de
este fenómeno dentro de los planes de formación de las disciplinas que se orientan hacia la
comprensión del ser humano, la salud y el desarrollo social, enfáticamente desde una visión
más positiva de la persona, la familia y la comunidad. Esto permitirá brindar un gran aporte
al conocimiento científico, pero principalmente, podrá llevarnos a abrir horizontes en las
prácticas profesionales para promover la implementación de programas y políticas dirigidos
tanto a la prevención como al tratamiento.

Si bien, se puede afirmar que el estudio de la resiliencia es un campo de


investigación relativamente joven, y como tal, han surgido todo tipo de debates, tanto a
favor como en contra, además de fuertes críticas. Pese a esto, el estudio de la resiliencia
tiene un apoyo empírico suficiente para ampliar líneas de investigación, y en consecuencia,
apoyar la presencia de factores que posibiliten la recuperabilidad de niños, niñas,
adolescentes y adultos afectados por situaciones difíciles.

Charles Darwin aseguraba en El origen de las especies (1859) que “no son los más
fuertes de la especie los que sobreviven, ni los más inteligentes. Sobreviven los más
flexibles y adaptables a los cambios”; esto precisamente, es resiliencia.

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