La Esfinge Sin Secreto

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 9

La esfinge sin secreto

Wilde, Oscar

Publicado: 1891
Categoría(s): Ficción, Cuentos y Novelas cortas
Fuente: http://es.wikisource.org/wiki/Oscar_Wilde

1
Acerca Wilde:
Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde (October 16, 1854 – No-
vember 30, 1900) was an Irish playwright, novelist, poet, and
short story writer. Known for his barbed wit, he was one of the
most successful playwrights of late Victorian London, and one
of the greatest celebrities of his day. As the result of a famous
trial, he suffered a dramatic downfall and was imprisoned for
two years of hard labour after being convicted of the offence of
"gross indecency". The scholar H. Montgomery Hyde suggests
this term implies homosexual acts not amounting to buggery in
British legislation of the time. Source: Wikipedia

También disponible en Feedbooks de Wilde:


• El retrato de Dorian Gray (1891)
• El fantasma de Canterville (1887)
• El príncipe feliz y otros cuentos (1888)
• El retrato del Sr. W. H. (1891)
• Intenciones (1891)

Nota: Este libro le es ofrecido por Feedbooks


http://www.feedbooks.com
Estricamente para uso personal. En ningún caso puede ser uti-
lizado con fines comerciales.

2
Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix,
contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y
asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que
desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Vol-
ví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a
ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años,
así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos
un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes
amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, ín-
tegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de
los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero
creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pa-
reció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar in-
quieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que
no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchi-
son era el más firme de los conservadores, y creía con la mis-
ma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares;
así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y
le pregunté si se había casado.
-No comprendo suficientemente bien a las mujeres -
respondió.
-Mi querido Gerald -dije-, las mujeres están hechas para ser
amadas, no comprendidas.
-Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar -
replicó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de
qué se trata?
-Vamos a dar una vuelta en coche -contestó-, aquí hay demas-
iada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro co-
lor… Mira, aquel verde oscuro servirá.
Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en direc-
ción a la Madeleine.
-¿Dónde vamos? -quise saber.
-¡Oh, donde tú quieras! -repuso-. Al restaurante del Bois de
Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.
-Me gustaría que tú lo hicieras antes -dije-. Cuéntame tu
misterio.
Lord Murchison sacó de su bolsillo una cajita de tafilete con
cierre de plata y me la entregó. La abrí. En el interior llevaba
la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un extraño

3
atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo
suelto. Parecía una clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles.
-¿Qué opinas de ese rostro? -inquirió-. ¿Lo crees sincero?
Lo examiné detenidamente. Tuve la sensación de que era el
rostro de alguien que guardaba un secreto, aunque fuese inca-
paz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza
moldeada a fuerza de misterios… una belleza psicológica, en
realidad, no plástica… y el atisbo de sonrisa que rondaba sus
labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.
-Bueno -exclamó impaciente-, ¿qué me dices?
-Es la Gioconda envuelta en martas cibelinas -respondí-.
Cuéntame todo sobre ella.
-Ahora no, después de la cena -replicó, antes de empezar a
hablar de otras cosas.
Cuando el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a
Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o
tres veces de un lado a otro la estancia y, desplomándose en un
sofá, me contó la siguiente historia:
-Una tarde -dijo-, estaba paseando por la Calle Bond alrede-
dor de las cinco. Había una gran aglomeración de carruajes, y
éstos estaban casi parados. Cerca de la acera, había un peque-
ño coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al
pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta
tarde. Me fascinó al instante. Estuve toda la noche obsesionado
con él, y todo el día siguiente. Caminé arriba y abajo por esa
maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperan-
do la llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a ma
belle inconnue y empecé a pensar que se trataba de un sueño.
Aproximadamente una semana después, tenía una cena en casa
de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, med-
ia hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente,
el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer
que había estado buscando. Entró muy despacio, como un rayo
de luna vestido de encaje gris y, para mi inmenso placer, me
pidieron que la acompañase al comedor.
»-Creo que la vi en la Calle Bond hace unos días, lady Alroy -
exclamé con la mayor inocencia cuando nos hubimos sentado.
»Se puso muy pálida y me dijo quedamente:
»-No hable tan alto, por favor; pueden oírlo.

4
»Me sentí muy desdichado por haber empezado tan mal, y
me zambullí imprudentemente en el asunto del teatro francés.
Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musi-
cal, y parecía tener miedo de que alguien la escuchara. Me
enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y la indefinible at-
mósfera de misterio que la rodeaba despertó mi más ferviente
curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco des-
pués de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella
pareció vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había
alguien cerca de nosotros, y luego repuso:
»-Sí, mañana a las cinco menos cuarto.
»Pedí a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo
único que logré saber fue que era una viuda con una casa prec-
iosa en Park Lane; y como algún aburrido científico empezó a
disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de
los más capacitados para la vida matrimonial, me despedí y re-
gresé a casa.
»Al día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntuali-
dad, pero el mayordomo me comunicó que lady Alroy acababa
de marcharse. Me dirigí al club bastante apesadumbrado y to-
talmente perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento,
le escribí una carta pidiéndole permiso para intentar visitarla
cualquier otra tarde. No recibí ninguna respuesta en varios dí-
as, pero finalmente llegó una pequeña nota diciendo que esta-
ría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria
postdata: "Le ruego que no vuelva a escribirme a esta direc-
ción; se lo explicaré cuando le vea". El domingo me recibió y
no pudo estar más encantadora; pero, cuando iba a marchar-
me, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo, di-
rigiera mi carta "a la atención de la señora Knox, Biblioteca
Whittaker, Calle Green”.
»-Existen razones -dijo- que no me permiten recibir cartas en
mi propia casa.
»Durante toda aquella temporada, la vi con asiduidad, Y ja-
más la abandonó aquel aire de misterio. A veces se me ocurría
pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía
tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para
mí llegar a alguna conclusión, pues era como uno de esos ex-
traños cristales que se ven en los museos, y que tan pronto son
transparentes como opacos. Al final decidí pedirle que se

5
casara conmigo: estaba harto del constante sigilo que imponía
a todas mis visitas y a las escasas cartas que le enviaba. Le es-
cribí a la biblioteca para preguntarle si podía reunirse conmigo
el lunes siguiente a las seis. Me respondió que sí, y yo me sentí
en el séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar del misterio,
pensaba yo entonces -por efecto de él, comprendo ahora-. No;
era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me
enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino?
-Entonces, ¿lo descubriste? -exclamé.
-Eso me temo -repuso-. Puedes juzgar por ti mismo.
»El lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué
a Marylebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park.
Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar, atravesé un montón de
viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy,
completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al
llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó una
llave y entró en ella. "He aquí el misterio", pensé; y me acerqué
presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno de esos lugares
que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el um-
bral. Lo recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a ca-
vilar sobre lo que debía hacer. Llegué a la conclusión de que
no tenía el menor derecho a espiarla y me dirigí en carruaje al
club. A las seis aparecí en su casa. Se hallaba recostada en un
sofá, con un elegante vestido de tisú plateado sujeto con unas
extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy hermosa.
»-No sabe cuánto me alegro de verlo -dijo-; no he salido en
todo el día
»La miré sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se
lo entregué.
»-Se le cayó esta tarde en la Calle Cummor, lady Alroy -seña-
lé sin inmutarme.
»Me miró horrorizada, pero no hizo ninguna tentativa de co-
ger el pañuelo.
»-¿Qué estaba haciendo allí? -inquirí.
»-¿Y qué derecho tiene usted a preguntármelo? -exclamó ella.
»-El derecho de un hombre que la quiere -contesté-; he veni-
do para pedirle que sea mi mujer.
»Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de
lágrimas.
»-Debe contármelo -proseguí.

6
»Ella se puso en pie y, mirándome a la cara, respondió:
»-Lord Murchison, no tengo nada que contarle.
»-Fue usted a reunirse con alguien -afirmé-; ése es su
misterio.
»Lady Alroy adquirió una palidez cadavérica y dijo:
»-No fui a reunirme con nadie.
»-¿Acaso no puede decir la verdad? -exclamé.
»-Ya se la he dicho -repuso.
»Yo estaba furibundo, enloquecido; no recuerdo mis pala-
bras, pero la acusé de cosas terribles. Finalmente, me precipité
fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al día siguien-
te; se la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville.
Regresé un mes más tarde y lo primero que leí en el Morning
Post fue la muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la ópe-
ra, y había muerto de una congestión pulmonar a los cinco dí-
as. Me encerré en casa y no quise ver a nadie. La había queri-
do demasiado, la había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto
había amado a esa mujer!
-¿Y nunca fuiste a aquella casa? -le interrumpí.
-Sí -replicó.
»Un día me dirigí a la Calle Cummor. No pude evitarlo; me
torturaba la duda. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de
aire respetable. Le pregunté si tenía alguna habitación para
alquilar.
»-Verá, señor -contestó-, en teoría los salones están alquila-
dos; pero, como hace tres meses que la señora no viene y que
nadie paga la renta, puede usted quedarse con ellos.
»-¿Es ésta su inquilina? -quise saber, mostrándole la foto.
»-Sin duda alguna -exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor?
»-La señora ha fallecido -repuse.
»-¡Oh, señor, espero que no sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi
mejor inquilina. Me pagaba tres guineas a la semana sólo por
sentarse en mis salones de vez en cuando.
»-¿Se reunía con alguien? -le pregunté.
»Pero la mujer me aseguró que no, que siempre llegaba sola
y jamás veía a nadie.
»-¿Y qué diablos hacía? -inquirí.
»-Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a ve-
ces también tomaba el té -respondió ella.

7
»No supe qué contestarle, así que le di una libra y me
marché.
-Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensa-
rás que la mujer decía la verdad?
-Pues claro que lo pienso.
-Entonces, ¿por qué acudía allí lady Alroy?
-Mi querido Oswald -replicó-, lady Alroy era simplemente una
mujer obsesionada con el misterio. Alquiló esas habitaciones
por el placer de ir allí tapada con su velo, imaginando que era
la heroína de una novela. Le encantaban los secretos, pero no
era más que una esfinge sin secreto.
-¿De veras lo crees?
-Estoy convencido.
Sacó la cajita de tafilete, la abrió y contempló la fotografía.
-Sigo teniendo mis dudas -exclamó finalmente.

8
www.feedbooks.com
Food for the mind

También podría gustarte