Pinocho Se Hace Pelicano (Saturnino Calleja)

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CUENTOS DE CALLEJA EN COLORES

CUENTOS DE CALLEJA EN COLORES


PINOCHO SE HACE
PELÍCANO
CONTINUACION DE
«CHAPETE EN LA ISLA DE LOS ANIMALES»
I
En Animalípolis reinaban el pánico, el desorden y la consternación.
Desde que el «Bar Chapete» había empezado a reportar sus malditos frutos, el
mal no cesaba de ir en aumento. Y a las riñas, pendencias y discusiones de los bo-
rrachos, a la miseria que invadía todos los hogares, se añadían ahora los robos,

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atracos y delitos de todas clases.
Sucedían cosas terribles. Al primer introductor de embajadores, el señor Pavo
Real, le asaltaron unos malhechores enmascarados cuando salía de una recepción
diplomática de palacio y le robaron el reloj de pulsera que llevaba en la pata
izquierda, la sortija de brillantes y la botonadura de perlas de la pechera; además le
arrancaron varias plumas de su cola de gala.
Al salir de un baile, de casa de los señores de Galápago, unos atracadores le
quitaron a doña Marta Zibelina su abrigo de pieles naturales, que valía un dineral.
Y un día que el señor Elefante se quedó dormido sobre un banco de un lugar
solitario, se encontró, al despertarse, que le habían arrancado los colmillos de
marfil. Sin duda debía de estar muy bebido, porque no había notado nada.
No existía la seguridad en ninguna parte; los animales no se atrevían a salir de
sus casas y al llegar la noche atrancaban sus puertas.
Lo más extraño era que, después de cada fechoría se encontraba infaliblemente
junto a la víctima, bien fuera en la pared, bien colgando de un farol, sobre una
mesa o pegado en el cristal de una ventana, un cartelito que llevaba marcado el
siniestro emblema de la banda de «la pata roja»: la huella de una pata de afiladas
garras pintada en encarnado.
Lo que más había indignado a los habitantes de la isla era el robo de la corona
del príncipe Leoncin, cuyo presunto culpable, el señor Gazapo, estaba en la cárcel.
Parecía mentira que un animal tan honrado anteriormente hubiera llegado a tal
extremo, abusando de su alto cargo en palacio. Tan extraordinario parecía esto en
un conejo que siempre había sido espejo de animales y de padres de familia, que
muchos suponían aquello como un error de los perros policías.
Pero ¡ay!, pronto habían de pensar de otro modo.
Desde que el señor Gazapo había sido encerrado en la cárcel de la isla, en todos
los cartelitos que aparecían al lado de las víctimas, con la huella ensangrentada, se
leían estas significativas palabras: «Cometemos este delito en venganza por la
detención de nuestro jefe el señor Gazapo».
Aquello era el colmo; ¡ahora resultaba que el tal señor Gazapo era nada menos
que el jefe de la banda de «la pata roja»!

II
¡Pobre mamá Gazapo! ¡Pobres Garapitos!
¡Qué triste es su situación actual! Los disgustos y la miseria han alargado sus
hociquitos; las costillas se les señalan de un modo horrible.
Aquella noche no había en la casa luz, ni un mal quinqué, ni un miserable
candil. La coneja y sus cuatro conejitos se hallaban agrupados tristemente cuando,

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de pronto, uno de los gazapitos, dando un tirón del delantal de su madre, exclamó
asustado: «Mira, mamá»; y señalaba a la puerta.
Por el ojo de la cerradura se
filtraba un rayito de luz; ¿qué sería
aquello?
La madre, intranquila, se disponía a preguntar: «¿quién
va?»; pero se quedó con la boca abierta a! ver que por el
mismo ojo de la cerradura se deslizaba una cosita blanca que
cayó al suelo
suavemente. La coneja
se precipitó a recoger el
objeto: era un papel

enrollado; lo abrió y a la luz misteriosa del rayito plateado pudo leer estas palabras:
«Abrid la puerta; soy un amigo y vengo a salvaros».
La coneja no vaciló: alzó el pestillo y abrió la puerta; en el umbral apareció en-
tonces un ser fantástico y misterioso, envuelto en una capa oscura y con un
sombrero de anchas alas calado hasta los ojos. En la mano llevaba una de esas
linternitas eléctricas que dicen que usan los ladrones, pero que yo solamente se las
he visto a los acomodadores de los cines.
El extraño personaje entró y cerró cuidadosamente la puerta: entonces se quitó
la capa y el sombrero. Un gritito de asombro se escapó de las bocas de la coneja y
los conejitos: «¡Pinocho!»
(No os extrañe que le conocieran; lo mismo los gazapitos que los demás
habitantes de la isla y de todas las islas y de todos los países del mundo, habían
leído las aventuras del glorioso muñeco y le adoraban y le admiraban).
En efecto, era nuestro héroe.
—Salvad a mi marido, señor Pinocho —suplicó la coneja juntando las patitas.
—Salva a nuestro papá, Pinochín— suplican a coro los gazapitos.
—A eso vengo—-contestó el muñeco; —pero es necesario que nadie se entere
de mi presencia en la isla. Por eso he llegado aquí con tantas precauciones, para
refugiarme en esta casa donde nadie debe saber que estoy.
—Eso no es difícil—suspiró la mamá coneja—; desde que han encarcelado a

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Gazapo todo el mundo nos desprecia y nos abandona.
—Eso está bien—exclamó Pinocho.
Y acto seguido empezó a sacar de sus bolsillos paquetes extraños: rollos de grueso
cartón, saquitos llenos de plumas de ave, un tarro de cola, frascos de pintura,
pinceles...
—Con esto—explicó—voy a fabricarme un disfraz con el que espero salvar al
señor Gazapo.
La coneja y los conejitos le miraban con asombro, sin comprender sus palabras.
Pero ¿qué más daba? La energía, el buen humor y la tranquilidad de Pinocho infun-
dían tal confianza que todo parecía iluminarse y embellecerse en torno suyo. Los
seis gazapitos, a quienes el muñeco había regalado terrones de azúcar, se relamían
de gusto

y agitaban las colas con entusiasmo. La mamá Gazapo lloraba de alegría y sentía
renacer en su corazón la esperanza.
Puesto que Pinocho estaba con ellos, ¿no era posible todo?

III
Como siempre, aquella noche la animación era grande en el «Bar Chapete»; se
bebía, se bailaba, se cantaba y se disputaba a grandes voces.
Allí acudían, ya indistintamente, casi todos los habitantes de la isla; desde el
gorrión golfillo que se gastaba en una noche lo que había reunido durante el día
subiendo maletas de la estación, hasta el noble hipopótamo, rentista y propietario
cuyo caudal iba engrosando las sumas que el aprovechado Chapete iba
amontonando. Desde el chacal bribón y pendenciero hasta el pacífico y honrado
burro.
A pesar del tumulto y la animación, la entrada de un personaje, desconocido de
todos, llamó la atención de tal modo que, durante un momento, se hizo el silencio.
Aquel personaje era un pelícano que avanzaba majestuosamente, con su enorme
pico en ristre. Algo extraño había en su porte y en su actitud que dejaba adivinar en
seguida que aquél era pájaro de cuenta.
Se sentó en una mesa aislada, y para llamar al mozo pegó dos puñetazos sobre
el mármol, tan formidables, que retumbaron los cristales de las ventanas, chocaron
las botellas en el mostrador y se desbarató una partida de dominó que, en una mesa
vecina, jugaban cuatro pacíficos becerros.
Un mono camarero acudió presuroso.

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—¿Qué desea el señor?—preguntó inclinándose lleno de respeto.
—«American drink»—contestó el pelícano con voz ronca y brutal.
El mono se apresuró a transmitir la orden en el mostrador, donde Chapete
preparó al punto un «cok-tail» a la americana, bebida capaz de tumbar, por lo
fuerte, al bebedor más intrépido de las praderas del Far-West.
Pero apenas hubo mojado el pico, el pelícano rugió:
—¿Qué me traes aquí, pedazo de idiota? Yo te he pedido una bebida para un
animal hecho y derecho, y esto es un jarabe para cachorros de cría.
Y ¡paf!, estampó el vaso contra el suelo, haciéndolo añicos.
Chapete se puso en pie de un salto y se acercó, dispuesto a arrojar del local a
aquel parroquiano decididamente indeseable; pero el pelícano clavó en él una
mirada tal que el muñeco de trapo, cobarde como todos los malos, bajó la cabeza.
E1 pelícano, sin inmutarse, ordenó:
—Venga alcohol puro, ron, mostaza, pimienta y pólvora.
Chapete se apresuró a decir con amable sonrisa:
—Mono, sírvele a este distinguido caballero lo que pide.
El pelícano, entonces, mezcló media botella de alcohol puro con otra media de
ron; añadió un puñado de pimienta, un tarro de mostaza y hasta un cuarterón de
pólvora. Lo agitó todo convenientemente y, de un sorbo se lo tragó, frotándose
luego las plumas del estómago
para manifestar que le había
sabido a gloria.
Luego arrojó sobre la mesa
un billete de banco y, sin
recoger la vuelta, se marchó sin
saludar ni mirar a nadie.
Todo el mundo se quedó
estupefacto y sobrecogido.
—¡Vaya un tío bebiendo!—
exclamó Chapete con
admiración.
—¡Vaya un tío con malas
pulgas!— exclamaron varios
parroquianos asustados.
—¡Vaya un tío dando
propina!—exclamó el mono
camarero con satisfacción.

*
**

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¡Menuda sorpresa habrían tenido todos si hubieran seguido al terrible pelícano y
al ver que éste, al llegar a la esquina de la calle, abría su enorme pico y arrojaba la
bebida que llevaba cuidadosamente depositada en la bolsa!
Porque Pinocho—que, como habréis adivinado, era el supuesto pelícano—era
incapaz de beber, no ya un «cok-tail» tan formidable como aquél, sino la más
insignificante copita de anís.
Si había hecho todo aquello es porque él tenía sus planes...

IV
Durante varias noches, el misterioso pelícano siguió frecuentando el «Bar
Chapete», donde tragaba bebidas cada vez más terribles,
poniéndose hecho una fiera a la menor contrariedad, dando
propinas de príncipe y marchándose sin saludar a nadie.
Una noche llegó muy tarde.
El mono camarero se acercó
humildemente y con voz
temblorosa dijo:
—Señor, ya es hora de
cerrar y el amo...
El pelícano le interrumpió
descargando sobre la mesa
uno de sus característicos
puñetazos.
—¿Y a mí qué me importa eso, mamarracho?
—Es que... que... que... se va todo el mundo y... y... yyy... —tartamudeó el
mono, pálido de terror.
—Pues que se marchen; yo me quedo.
Y para demostrar que hacía lo que le daba la pelicanesca gana, cogió una baraja
y se puso tranquilamente a hacer solitarios.
En la trastienda estaba reunida, como todas las noches, la siniestra banda de «la
pata roja». Y sólo esperaban a quedarse solos para tratar de sus fechorías.
—Como no se vaya nos estropea la noche—dijo Chapete en voz baja,
refiriéndose al pelícano.
—A mí ese tipo me da buena espina; no sé porqué me figuro que debe de ser un
pillo redomado—aseguró el tigre.
—Si pudiéramos enterarnos de quien es...—exclamó el lobo.
—Acaso nos conviniera tenerle con nosotros—añadió Chapete—; parece

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valiente y listo.
—Todo lo puede la astucia—declaró doctoralmente el zorro—; dejadme a mí y
veréis cómo entablo conversación con él y le sonsaco lo que quiera.
Esta idea pareció de perlas a todos.
El zorro salió a la tienda, se acercó al pelicano e inclinándose y sonriendo con
una mueca que él creía amable y era feroz, saludó:
—Buenas noches, compañero pelícano. ¿Me permites que me siente un
momento en tu mesa?
—Bueno—refunfuñó groseramente el pelícano, sin dignarse mirar al zorro y
encogiéndose de alas con indiferencia.
—Es que a mí me ha dado en la nariz —siguió el zorro después de sentarse—
que tú debes de ser un pájaro de importancia que ha debido de correr mucho
mundo.
—¡Ya lo creo!—contestó el
pelícano halagado, al parecer, por
estas palabras.
—¡Ya decía yo! ¡Y mis
compañeros que decían que tenías
pico de infeliz!
—¡Ja, ja, ja! ¡Infeliz yo!—exclamó
el pelicano cayendo en la trampa—¡Si supieran de
dónde vengo!
—¿De dónde?—preguntó el zorro con gran interés.
El pelícano miró en torno suyo y con voz baja
murmuró:
—Pues vengo de una casa de fieras de donde me he
escapado y donde estaba condenado a cadena perpetua.
¡Y si te contara las cosas que yo he hecho, que serían
capaces de ponerle de punta los pelos a una bola de billar!...
El zorro dio un salto de alegría y con el hocico
resplandeciente de entusiasmo se acercó al pelícano
y le estrechó la pata con efusión.
—¡No nos habíamos engañado!—gritó —¡Eres nuestro animal! Es necesario
que formes parte de nuestra banda.
—¿Y qué banda es esa?—preguntó el pelícano con cierto desdén—; porque
para un pájaro de mi temple hace falta que la cosa sea de mérito.
—¡De mérito! Has de saber que nuestra banda es la de «la pata roja».
Estas palabras parecieron producir sobre el pájaro un efecto enorme, sin duda
de entusiasmo y admiración.
—¡Ah!—exclamó—¡La banda de «la pata roja»! ¡Admirable banda! ¿No es esa

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que capitanea un tal Gazapo que ahora está en la cárcel?
—¡Quiá!—dijo el zorro riendo—Esa ha sido una jugarreta de nuestro verdadero
capitán. El tal Gazapo es más infeliz que una mata de habas y no tiene nada que
ver con nosotros, pero hemos hecho creer que es nuestro jefe para despistar. En
realidad nuestro capitán es Chapete.
Al oír este nombre el pelícano dio un salto y lanzó un graznido:
—¡Qué suerte! ¡Con las ganas que tenía yo de servir bajo las órdenes de este
gran pirata! Pronto, llévame ante su presencia; quiero ingresar inmediatamente en
la banda de «la pata roja».
Y mientras el zorro, radiante por el éxito de su habilidad, entraba con el
pelícano, en la trastienda y le presentaba triunfalmente a Chapete y a sus
cómplices, el pájaro murmuraba para sus adentros: «¡Ya sois míos!»

V
Qué inusitada animación se advierte en el palacio real de Animalípolis?
En ¿una sala inmensa, en torno a S. M. el rey León IV, que se halla sentado en
su trono, se agrupa el consejo de ministros, compuesto por los Excelentísimos
Señores Elefante, Rinoceronte, Hipopótamo, Jabalí, Toro y Bisonte, imponentes y
deslumbradores con sus uniformes de gala y las condecoraciones que cubren sus
pechos.
Detrás están los altos dignatarios de la Corte, el señor Pavo Real, primer
introductor de embajadores, el señor Gallo, gran chambelán, el señor Cigüeño,
maestresala, etc..., etc...
Por último, llena la sala un público numeroso y
distinguido, en el que vemos al señor Burro, doña
Jirafa, la señora Paloma, la señorita Cabra, don Buey
y doña Vaca.
¿Es que va a tener lugar alguna fiesta? ¿Un
banquete? ¿Un baile?
No, este no es el salón de fiestas, es la sala de
Justicia, y lo que se va a celebrar es el juicio contra el
acusado señor Gazapo.
Todos los picos y hocicos del público reflejan
extraordinaria impresión.
La melena de S. M. el rey está rizada con
tenacillas, lo que demuestra la importancia de este
acto. Como he dicho, se va a proceder al juicio
sumarísimo contra el señor Gazapo, acusado de

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haber robado la corona del príncipe Leoncín y de capitanear la banda de «la pata
roja».
Entre el público, sentado junto a su nuevo amigo el pelícano, se halla Chapete,
que ha venido a presenciar el resultado de su ardid infame.
—¡Si supieran que todo esto es obra mía!—dice el pirata con expresión satánica
de orgullo.
—¡Qué talento tienes, gran Chapete! —exclama el pelícano. Y en prueba de su
entusiasmo le pega un puñetazo de los suyos.
—¡Y tú qué fuerza, amigo Pelícano!— murmura Chapete malhumorado y
restregándose las costillas.
—No te enfades, muñeco—; dice el pelícano jovialmente—; ya sabes que mis
puñetazos son en prueba de cariño.
En este momento S.M. el rey lanza un rugido formidable, que es su manera
tradicional de imponer silencio. Todo el mundo calla y el soberano ordena:
—Que pase el acusado.
En medio de la expectación general aparece el señor Gazapo entre dos perros
policías; viene con las patas esposadas y, el pobre, está demacradísimo. Sin
embargo, su aspecto lamentable no inspira compasión; su presencia provoca
ruidosas manifestaciones de hostilidad.
—¡Muera el ladrón! ¡Muera el bandido! —grita la mayoría del público.
S. M. vuelve a rugir imponiendo nuevamente silencio y dice:
—Tiene la palabra el señor fiscal.
El fiscal es el señor Cuervo, que lleva unas gafas enormes, aunque sin cristales,
para poder ver mejor, y un traje rigurosamente negro.
El señor Cuervo pronuncia un discurso terrible contra el acusado, sobre el cual
carga el peso de todos los robos y
delitos cometidos en la isla por la banda
de «la pata roja». Termina solicitando la
pena capital.
Grandes murmullos de aprobación
acogen sus palabras.
—Tiene la palabra el señor abogado
defensor—ruge el rey.
El abogado es el señor Kapikua, al
que la toga y el birrete dan un aspecto
imponente. El señor Kapikua suele
cosechar en su profesión de abogado
tantos laureles como en la de maestro de
escuela, pues cuando empieza a hablar
ya no para hasta que atolondra a todo el

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mundo.
Pero esta vez, ¡ay!, reina tal indignación .ultra el acusado que la elocuencia del
señor Kapikua resulta inútil; apenas lleva cinco horas hablando, cuando le
interrumpe un bostezo de S. M., lo que aprovecha el auditorio para estallar en
denuestos contra él:
—¡Que se calle! ¡Basta de lata! ¡Fuera!
Los rugidos, píos, aullidos, maullidos, rebuznos y ladridos forman un tumulto
ensordecedor. Hasta que S. M., puesto de patas, logra imponer el silencio.
Se va a pronunciar la sentencia.
Y León IV ruge gravemente:
—El acusado Gazapo es condenado a muerte.
Grandes aplausos acogen la sentencia, la satisfacción es general; ¿qué otro
castigo merece tanta maldad?
Sólo la desdichada coneja, la señora de Gazapo, solloza sostenida por su vecina,
la dulce señora Paloma, que la hace aspirar un frasquito de vinagre.
Entonces el pelícano se acerca a ella disimuladamente y por lo bajo murmura
estas palabras:
—No se aflija, señora Gazapo, que aquí estoy yo y no les abandono.
¡Esperanza!

VI
La siniestra banda de «la pata roja» está de enhorabuena; lo previsto por
Chapete se realiza a las mil maravillas: el nuevo afiliado, el pelícano, es una ayuda
inapreciable por sus consejos y su audacia. Últimamente ha prometido
proporcionar un «negocio» superior a todos los anteriormente realizados.
Por eso, esta noche, Chapete y sus secuaces, reunidos como de costumbre en la
trastienda del bar, esperan al nuevo compañero con impaciencia.
El pirata agarra una botella de ron, la octava de la noche, y acercándola a sus
labios de trapo la apura de un trago. Luego se frota las manos con satisfacción.
—Mañana—dice—es el día señalado para la ejecución de la sentencia del señor
Gazapo. ¡Cuidado que somos vivos! Nosotros nos llevamos el provecho y él, sin
comerlo ni beberlo, carga con las culpas.
—Es un golpe maestro—afirma cínicamente el lobo enseñando los dientes.
—¡Parece que tarda el compañero pelícano!—murmura el zorro con cierta
nerviosidad.
—Estoy deseando saber qué negocio es ese que nos ha prometido para esta
noche—añade el raposo—; así como así llevamos tres días sin cometer ninguna
fechoría.

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—¡Debe de ser algo de importancia!— exclama Chapete relamiéndose de gusto,
no sé si por el sabor del ron o por la perspectiva del «negocio» esperado—
.Veremos cómo se porta el pelícano.
—¡Presente!—dice una voz ronca.
Todos se vuelven sobresaltados; sin que nadie le haya oído llegar,
misteriosamente, como todo lo que hace, el pelicano acaba de entrar.
Y ante la expectación de todos dice:
—Compañeros, creo que vais a quedar satisfechos de mí, porque la empresa
que os vengo a proponer es un negocio seguro, fácil y provechoso.
—¡A ver, a ver!—exclaman todos— ¡Habla pronto!
—Se trata de lo siguiente—prosigue el pelícano—: enterado de que el
acaudalado banquero señor Buey y su esposa la señora Vaca han salido para un
balneario a tomar unas aguas para adelgazar, he hecho indagaciones en su hotel
«Villa Cuernos» para averiguar si en él había algo digno de nuestra atención. Mis
pesquisas, amigos y compañeros, han sido coronadas por un éxito superior a las
más descabelladas esperanzas.
El pelícano hace una pausa; todos están pendientes de su pico. AI cabo de un
rato dice con aire de triunfo:
—Sabed que en un escondite secreto de «Villa Cuernos» hay una caja que
contiene oro y pedrería por valor de diez millones de duros.
El notición deja a todos con el hocico abierto.
—¿Cuánto has dicho?— pregunta el lobo que, a pesar de sus largas orejas, cree
haber escuchado mal.
— Diez millones —recalca el pelícano.
—¡Diez millones! ¡¡Diez millones!! ¡¡¡Diez millones!!!—repite
incansablemente Chapete, con los ojos chispeantes de codicia.
Los demás animales parecen haber perdido el habla por la emoción.
El pelícano, sonriente, goza del éxito de su proposición.
Chapete es el primero en recobrar la serenidad, y pregunta:
—Bueno y ¿cuándo podemos dar el golpe?
El pelícano medita unos segundos, parece vacilar; al fin dice:
—Mi opinión es que, como dice el refrán, lo que puedas hacer hoy no lo dejes
para mañana. Sobre todo, debemos aprovechar el que, con motivo de la ejecución
del señor Gazapo, la policía está muy ocupada en vigilar los alrededores de la
cárcel y no hay miedo de que nos estorbe. Por lo tanto aconsejo que sea esta misma
noche.
—Eres un pájaro de pluma en pecho—- exclama Chapete entusiasmado—.
Tienes razón, compañero.
Y volviéndose a sus secuaces, ordena: —Andando, compañeros, que para luego
es tarde.

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Todos se embozan en largas y oscuras capas y se cubren el rostro con antifaces.
Cogen linternas sordas y, sigilosamente, la banda de la «pata roja» sale de la
trastienda del bar por una puerta secreta y se pierde en las tinieblas de la noche.

VII
Animalípolis duerme; la luna debe de hacer otro tanto, pues no aparece por
ninguna parte. Densas tinieblas cubren la isla.
Y sin embargo, en la solitaria carretera de «Los peces escamados» aparecen
varios puntitos luminosos. ¿Serán gusanitos de luz? No, son linternas sordas que
unas sombras misteriosas llevan: es la banda de «la pata roja» que, protegida por la
oscuridad, se encamina hacia «Villa Cuernos», el hotel del señor Buey y la señora
Vaca.
El pelícano marcha a la cabeza, guiando.
Y llegan ante la verja que rodea el jardín del hotel.
Se paran, escuchan, miran en derredor.
Nada, no se ve bicho viviente.
Los bandidos escalan la verja con
sorprendente agilidad y caen en el jardín.
Colocan una escalera bajo una ventana del
primer piso y por ella sube el pelícano y con
el diamante de una sortija corta un cristal en
círculo perfecto, por cuyo hueco mete el pico
y abre la ventana.
Todo esto ha sido ejecutado sin ruido y con
una maestría extraordinaria. Luego se inclina
hacia abajo y dice a sus compañeros:
— Subid uno a uno.
El primero que sube y salta por la ventana
es el tigre.
— Por aquí — le guía el pelícano.
Y le conduce ante una puerta estrechísima que da a un oscuro
pasillo.
—Pasa con cuidado—aconseja el pelícano—porque el pasillo
es muy estrecho; por eso precisamente es por lo que los dueños de
este hotel han ido a tomar esas aguas que hacen adelgazar.
El tigre atraviesa la puerta y se interna en el pasillo; pero no ha
dado tres pasos cuando siente que el suelo se hunde bajo sus patas y
que, sin poderlo evitar, cae en un abismo misterioso.

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—¡Traición!—ruge ferozmente.
Pero ya es tarde; el ruido de su rugido queda ahogado en lo profundo de la
cueva donde ha caído.
Mientras tanto el pelícano murmura:
—¡Ya tenemos uno!
En este momento salta por la ventana el lobo que, guiado por el pelícano, se
interna a su vez en el sombrío pasillo y cae en la trampa como su compañero el
tigre, al que va a hacer compañía.
Y el pelícano vuelve a murmurar:
—¡Ya son dos!
Y así de la misma forma van llegando y van desapareciendo todos los animales
que componen la siniestra banda. Uno a uno van cayendo en la cueva en la que
quedan prisioneros sin poder hacer otra cosa que
rugir y patalear en vano.
Sólo falta Chapete.
—Vamos, pronto—le dice el pelícano.
Le ayuda a saltar por la ventana y le guía hasta la puerta. Pero tal es la alegría
que siente al ver casi conseguido el triunfo de su plan, que no puede reprimir un
ligero movimiento de impaciencia. Chapete, desconfiado como buen pirata, se
detiene en el umbral del terrible pasillo y contempla a su compañero fijamente.
El pelícano sostiene la mirada con pasmosa sangre fría; pero en este momento
se oye lejano y apagado, como si saliese de las entrañas de la tierra, un rumor de
aullidos, rugidos e imprecaciones. Chapete retrocede.
—Pasa tú delante—ordena.
Entonces el pelícano lo ve todo perdido; da un brinco hacia la ventana para
cerrarla, pero Chapete se precipita, le corta el paso, saca un revólver del bolsillo y
le apunta gritando:
—¡Alas arriba!
Al levantar las alas con la brusquedad de la sorpresa, ¡crac!, al pelícano se le
rompe uno de los bramantes que sujetan la armadura complicada de su disfraz, se
le cae el pico, se le caen las plumas y Chapete lanza un grito agudo:
—¡¡¡Pinocho!!!
Es Pinocho, en efecto; su aborrecido enemigo que, bajo la terrible amenaza del
revólver, conserva toda su sangre fría y le mira frente a frente, sin bajar la vista,
con aire de desafío, con audacia y serenidad de valiente.
Los pies de pato del infame Chapete patalean de alegría y su voz aguardentosa
grita con acento de triunfo salvaje:
—¡Por fin! ¡Ya te tengo en mi poder! ¡Vas a morir!
Con una sonrisa burlona en los labios, Pinocho pregunta:
—¿Cuánto tiempo me queda de vida?

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—Tres minutos—contesta Chapete.
—Idiota—murmura Pinocho con tranquilidad.
Y se sienta junto a una mesa en la cual Chapete, al entrar, ha colocado su
linterna.
—Ya ha pasado un minuto—grita Chapete.
—Quedan dos—contesta Pinocho—, lo bastante para darte un aviso
de la mayor utilidad: has de saber que la casa está guardada por
un cordón de perros policías avisados por mí;
en cuanto a tus compañeros, han caído, gracias
a mí también, en un subterráneo profundo
y me parece difícil que puedan
prestarte ayuda.
Al oír estas palabras Chapete se
ha puesto a la vez rojo de rabia y
verde del susto, cosa difícil y
que, seguramente, no lograríais
conseguir si intentarais hacer otro tanto. Ruge exasperado:
—Pase lo que pase tendré antes la satisfacción de despacharte a ti de un tiro.
—¿Cuánto tiempo queda?—pregunta Pinocho.
—Un segundo —contesta Chapete.
Entonces, rápido cual el rayo, Pinocho se agacha, se mete debajo de la mesa y
levantándose de un salto ¡paf! la arroja sobre Chapete.
La mesa cae con un ruido infernal; la lámpara se hace añicos; suena un tiro; se
oye un grito.
Y mientras Chapete, en la oscuridad, corre de un lado a otro pataleando como
un energúmeno y acompañado por los aullidos siniestros de las fieras, se oye,
desde el jardín, la voz guasona del héroe que grita:
—Adiós, Chapete. ¡Te he vencido una vez más!

VIII
Animalípolis ofrece un aspecto anormal, pero no ya de tristeza, pánico y de-
pravación; por el contrario, la alegría y la paz son generales.
Después de las recientes desgracias que, por fortuna, han terminado, la isla
parece que despierta de una pesadilla,
Aquella famosa noche—la noche del último capítulo—, ya de madrugada,
Pinocho se presentó en el palacio real, pero sin su disfraz de pelícano, ya inútil.
No queráis saber el efecto que produjo su aparición inopinada; el gran
chambelán se precipitó como un loco en la alcoba de Su Majestad, gritando:

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—¡Señor, que está aquí Pinocho! ¡Que viene Pinocho!
Al pronto, este brusco despertar le hizo muy poca gracia al rey, que roncaba
apaciblemente a pata suelta y estaba acostumbrado a que un melodioso coro de
cigarras le arrancase dulce y progresivamente de los brazos de Morfeo.
Pero al oír el nombre glorioso pegó un salto y se restregó los ojos.
—¿Que está aquí Pinocho?—rugió.
—Sí, sí—insistió el chambelán—; Pinocho, que pide audiencia a Vuestra
Majestad.
El rey, abrumado a la vez por la sorpresa de tanto honor y por lo que le quedaba
de sueño, se apresuró a coger su pijama, un magnífico pijama de raso celeste con
dibujos orientales, y pasó las patas traseras pon las piernas del pantalón y las patas
delanteras por las mangas de la americana.
Ya era tiempo: Pinocho entraba en la cámara real y se inclinaba con una de las
reverencias suyas, llenas de gracia y elegancia.
—Señor—dijo—os traigo el nombre del jefe de la banda de «la pata roja».
El rey estuvo a punto de caerse de asombro y de desilusión.
—¡Cómo!—exclamó, con tono de reproche—¿ésa es la noticia que me traes?
¿Y para eso me despiertas a estas horas intempestivas? ¿Acaso ignoras que el jefe
de la banda hace tiempo que está en la cárcel? Tanto es así, que precisamente hoy
le han de ajusticiar.
—Señor—contestó Pinocho—, el que está en la cárcel es un infeliz que nada
tiene que ver con la banda de «la pata roja», la cual se halla en este momento en mi
poder... y en el de Vuestra Majestad.
Y le refirió, de pe a pa, cómo había logrado, con singular ingenio y valor, des-
cubrir los secretos de los bandidos y capturarlos. Mientras escuchaba el rey,
atónito, se mesaba su magnífica guedeja, pensando, con espanto, en el terrible error
judicial que había estado a punto de
cometer.
Y aquella misma mañana, un destaca-
mento numeroso de perros policías,
conducido por el propio monarca, que se
apoyaba familiarmente en el brazo del
gran Pinocho, se dirigió hacia la carretera
de «Los peces escamados», cercó la «Villa
Cuernos» y capturó a los bandidos que
seguían aullando y rugiendo en el
subterráneo en que habían caído como en
una ratonera sin salida.
¿Y Chapete? ¡Ay, amigos míos, no me
preguntéis por él; porque, con el alma des-

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garrada por la tristeza, tendré que confesar que había desaparecido, logrando una
vez más salvar su pellejo! Por supuesto que un besugo de la costa solicitó
audiencia del rey y le anunció que había visto al infame muñeco huir en una lancha
hacia alta mar donde, sin duda, el buque «El Chacal» le esperaba.
¡Pero bastante les importaba Chapete a los habitantes de la isla! Lo esencial era
el haber recobrado la quietud y la paz y antes de volver a dedicarse con más ahínco
que nunca al honrado trabajo, del que les apartó el uso del alcohol para conducirles
a la depravación y a la pereza, todos los animalipolítanos se dieron el gusto de
pasar tres días de regocijos consecutivos.
Primero se procedió a la rehabilitación solemne del señor
Gazapo, que fue sacado de la cárcel por el pueblo en masa en el
momento que el desdichado creía llegada la hora de ir al patíbulo.
¡Oh alegría! En lugar de eso, fue conducido a su domicilio, donde le
esperaban los diez pares de patas, cariñosamente abiertas de par en
par, de su tierna esposa la señora Gazapo y de sus cuatro adorados
gazapitos.
Además, para compensar un poco a la simpática familia
de tantos sufrimientos injustos, Su Majestad se
dignó asegurarles la existencia, otorgándoles una
renta vitalicia de hojitas de lechuga en almíbar y
zanahorias garrapiñadas.
El mismo día, los bandidos de «la pata roja»,
juzgados en juicio sumarísimo y condenados a la
pena de cadena perpetua, salieron de la isla y
embarcaron con rumbo a los parques zoológicos
de las capitales extranjeras, donde habrían de
terminar su lamentable existencia
encerrados en jaulas de hierro.
El mismo día también se
clausuró solemnemente el gran
«Bar Chapete», y sobre este título aborrecible fue colocado otro que
rezaba con letras descomunales: «Bar cerrado».
Pero lo más grande, lo más emocionante y conmovedor fue el homenaje que la
isla entera tributó a su libertador, el gran Pinocho, detective genial, héroe sin par.
Primero tuvo lugar el homenaje de la corte: el propio soberano, con sus propias
garras, le prendió en el pecho la condecoración más rara y grande: la gran cruz del
mérito animal.
Y luego tuvo lugar el homenaje del pueblo: Pinocho fue montado en lo alto de
una jirafa y así paseado en triunfo alrededor de la isla entre aplausos, vítores y
aclamaciones.

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Y el gran muñeco aprovechó este momento de emoción y entusiasmo para
dirigir al pueblo tres preguntas importantísimas:
—¿Volveréis a trabajar honradamente? —
—¡Síiiiiiiiii! —gritaron todas las voces confundidas en una sola.
—¿No volveréis a seguir los malos consejos de un malvado?
—¡Noooo!
—¿No entrará ya en la isla una sola gota de alcohol?
— ¡Nuncaaaaaa!
Y después de estas tres respuestas coreadas por nuevas ovaciones delirantes,
Pinocho, confiando en las promesas de aquellos excelentes animales, abandonó la
isla para volver a ponerse, según su costumbre, a la disposición de cuantos seres
buenos, débiles o desgraciados, le necesitasen por el mundo.
Sólo un pensamiento amargaba el buen recuerdo que se llevaba de
Animalípolis: el que Chapete hubiese huido una vez más.
—¿Pero es que, a pesar de derrotarle siempre, no lograré nunca capturar y
aniquilar definitivamente a este infame?—se preguntaba.
Pero se consoló al punto pensando que así no terminaba la lucha contra su
odioso enemigo y que esto daría lugar a nuevas y sensacionales aventuras para que
yo os las cuente y vosotros disfrutéis leyéndolas.

FIN

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Lord_Rutherford

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