Jesus

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JESUS, EL SIERVO DOLIENTE

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la
buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y
dar la vista a los ciegos, para poner en libertad a los cautivos, para proclamar el año
de gracia del Señor”. (Is 61, 1-2; Lc 4, 18-19). “Hoy se ha cumplido este pasaje”.
Entre los mil títulos de Jesús, que son nuestra alegría, y sus infinitos rostros,
todos gratos al Padre, y que son la plenitud de carismas con que el Espíritu le ungió, y
con los que nos reveló el rostro del Padre, “El que me ve a mí, ha visto a mi Padre” (Jn
14, 9), uno es el del Siervo doliente, “varón de dolores” (Is 53, 3), no sólo porque él
conoció el dolor como nadie, sino porque “él ha tomado sobre sí nuestras dolencias y ha
cargado con nuestras enfermedades” (Mt 8, 17; Is 53, 4). “Nuestro castigo saludable
cayó sobre él, sus cicatrices nos han curado” (Is 53, 5). Así habla el profeta de esta
figura tan sorprendente y enigmática, que sólo en Jesús llega a realizarse plenamente,
figura en la que se toca lo más humano y lo más divino, que nos desconciertan tanto lo
uno como lo otro, de modo que nadie ha dado ni llegará a dar una explicación
satisfactoria, pero siempre ha de ser objeto de pasmo y de una continua alabanza,
porque “sus heridas nos han curado”, porque “nos ha rescatado con su sangre”.

“Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos
oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena noticia” (Mt 11, 5). Es la
señal de la irrupción del Reino de Dios en este mundo. Jesús en su vida ejerció un
intenso apostolado de curación, de consuelo, de dar ánimo a todos los necesitados: sana
a los leprosos, da la vista a muchos ciegos, libera y sana a aquella mujer encorvada,
atada por el demonio durante 18 años (Lc 15, 15). Se conmueve ante el dolor de unos
padres desdichados que sufren por la enfermedad o muerte de sus hijos y les devuelve la
salud o la vida. Cura a aquel niño epiléptico, a pesar de que la fe del padre no es muy
fuerte y es tan torpe en su modo de hablar, de modo que Jesús nunca parece haberse
sentido tan ofendido como en aquella ocasión: “Gente perversa e incrédula, ¿hasta
cuándo habré de soportaros”. También a la hija del Jefe de la Sinagoga, Jairo, que se lo

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pide y ve que está angustiado; y al hijo de la viuda de Naím, aunque no se lo pide, pero
su corazón se llena con el dolor y la soledad de una madre ante la tragedia y el muro
impenetrable de la muerte. Siente el mismo este mismo dolor de experimentar la
pérdida de un amigo, y se conmueve y llora por la muerte de Lázaro, y por su palabra
todopoderosa le arranca de las garras de la muerte, aunque ya estaba descompuesto y
olía mal. Y ¿qué más? Nos haríamos interminables si quisiésemos narrar sus obras de
sanación una por una. “Los libros no cabrían en el mundo”, termina el evangelio de
Juan. Estas nos han quedado ahí como testimonio de lo que es y de lo que hizo Jesús, y
de lo que Dios puede y quiere hacer por él en nosotros y para nosotros. Del Reino que
Dios tiene preparado para nosotros, exento de todo dolor y lágrimas. Esto no es más que
un esbozo de lo que Dios quiere darnos
Estas intervenciones suyas taumatúrgicas, como bien lo sabemos, fueron un
signo de la irrupción del Reino de Dios en la historia. De hecho, Jesús no eliminó el
sufrimiento ni eliminó a la muerte, su enemiga. Ni curó a todos los enfermos en su
tiempo, ni el hecho de creer en Jesús, de aceptar su Palabra, nos libera a nosotros de
nuestra parte de dolor y en definitiva de la muerte. Difícil de entender para la razón.
Pero es que el Reino de Dios tendremos que acogerlo siempre en la fe. En definitiva,
“el que no acoge el Reino de Dios como los niños, no puede entrar en él” (Mt 18, 5). El
lo anunció como meta escatológica, al final de los tiempos, como término y promesa de
una vida en Dios cuando “Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el
primer mundo ha pasado” (Ap 21, 4).
Jesús mismo, que alivió de tantos modos el dolor de los demás, no se lo ahorró a
sí mismo, sino que se expuso a la tremenda experiencia del padecimiento y de la
muerte, “hecho semejante en todo a nosotros menos en el pecado”. Conoció la dureza
del trabajo y las estrecheces de la vida, a veces en condiciones límite, como por ejemplo
en su nacimiento, o en la huida a Egipto, y después a lo largo de su vida. El mismo
dirá: “Las zorras tienen madriguera y las aves nido, pero el Hijo del Hombre no tiene
donde reclinar su cabeza”. Sintió verdaderamente el cansancio. Se conmovió ante la
experiencia del desgarrón y el vacío que produce la muerte de un amigo, de una persona
querida, rompiendo a llorar ante la tumba de Lázaro “al ver llorar a María y los judíos
que la acompañaban” (Jn 12, 33-36). Sufrió la incomprensión; más bien tendríamos que
decir que fue una compañera de toda su vida. Incomprensión del pueblo, que le buscaba
por el pan o los milagros que esperaba de él; incomprensión y rechazo de los dirigentes,

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que pronto se propusieron eliminarlo y al fin lo conseguirán. Pero incomprensión
también de sus mismos discípulos, que no comprenden su doctrina. “No sabéis de qué
espíritu sois”, les dice a Juan y Santiago. Y según Lucas, a la misma hora de la Última
Cena se podnrán a discutir quién es el mayor entre ellos (Lc 22, 24). Y sus mismos
familiares creen que no está en sus cabales. No es necesario insistir más sobre lo que
todos conocemos bien. Verdaderamente tenía razón el evangelista Juan cuando,
meditando en la trayectoria del Dios, “que acampó entre nosotros”, no dice: “vino a los
suyos y los suyos no le recibieron”, “el mundo no le comprendió”. Y todo llega a su
cumbre en el trance de su Pasión y Muerte. Se turba ante el recuerdo de su pasión, Jn
12, 27. Su sufrimiento llega entonces a unas cotas de agonía mortal: se acongoja, tiene
miedo y tristeza mortales. La Pasión concentra todo el sufrimiento humano posible. No
es que Dios, que Jesús en su trayectoria, en su programa, haya sido dolorista para
canonizar, por decirlo así, el dolor. Ha sumido nuestro camino, nuestra condición como
Redentor en todo menos en el pecado.
Parece que los planes de la redención en la mente de Dios hubiesen sido en un
primer momento contemplar a este mundo lleno de desgracias, y al hombre aherrojado
en el mismo, pidiendo a su Hijo asemejarse en todo a nosotros, mientras que en un
segundo momento, el de la plenitud de los tiempos en que vivimos, somos nosotros los
que hemos de mirar y parecernos a Cristo: “Cristo padeció por nosotros, dándonos
ejemplo, para que sigamos sus huellas”, nos dice I Pe 2, 22
El sufrimiento y la muerte están presentes en la vida de todo hombre, que es
golpeado de muchas maneras por la injusticia y la maldad, o la desgracia, física o
moral. El mal está en nosotros dentro y fuera. Jesús se ha solidarizado con quien vive
estas situaciones de sufrimiento, a veces inicuas, dándoles valor y sentido con su gracia.
El sufrimiento y la muerte son parte destino terreno de Jesús. Lo son de todo hombre, lo
son también de la misma identidad cristiana por la promesa de recompensa eterna y el
don del Espíritu, que hemos recibido de Jesús y vive con nosotros.
El cristiano no es un estoico que cante la majestad de los sufrimientos humanos,
sino un discípulo de Jesús, “el Jefe de nuestra fe”, que “en lugar del gozo que se le
proponía soportó la cruz” (Heb 12, 2). El cristiano mira todo sufrimiento a través de
Jesús, y en Jesús el sufrimiento tiene un nuevo sentido. Ya no es la realidad opaca y
absurda con la que tenemos que contar en nuestra vida querámoslo o no, ni una
maldición inexplicable humanamente y ligada por un misterioso arcano a un secreto

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pecado, sino que se convierte en fuente de bienaventuranza: “Dichosos los sufridos
porque ellos heredarán la tierra; dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos vosotros cuando os persigan y calumnien de cualquier modo por mi causa.
Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el Reino de los
Cielos” (Mt 5, 4-5; 11-12). Jesús se niega absolutamente a entrar en la lógica de la
explicación de los hombres ante el sufrimiento, ni aunque sea para defender lo que
parecen ser los derechos de Dios: si éste está ciego no es porque él o sus padres hayan
pecado, sino para que se manifieste en él la gloria de Dios, Jn 9, 3. La gloria de Dios es
la vida del hombre, como dice San Ireneo.
El seguimiento de Jesús comporta ciertamente la cruz antes que el premio. La
afirmación de Jesús es absoluta: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo,
cargue con su cruz cada día y se venga conmigo” (Lc 9, 23). Pero este sufrimiento es un
sufrimiento redentor, un instrumento de salvación, como el de la misteriosa figura del
Siervo de Yahvé, que anticipa el misterio pascual de Jesús. Sometido a toda clase de
humillaciones y vejaciones, “El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros
dolores… Traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes, nuestro
castigo saludable vino sobre él, y sus cicatrices nos curaron” (Is 53, 4-5). Pero este
sufrimiento inocente fue recompensado por Dios con un triunfo sin fin.
Esta figura misteriosa es reinterpretada por el N. T., -recordar los relatos de la
Pasión, Carta a los Hebreos, escritos paulinos, Filipenses, etc.- como realizada en
Cristo, en su misterio pascual de muerte y glorificación. Así, el sufrimiento es
transformado por Jesús en la causa de la salvación para toda la humanidad. Jesús, el
hombre nuevo, aceptando el sufrimiento y la muerte, restituye al Padre una humanidad
renovada, y a la humanidad, la esperanza de la felicidad eterna en una vida sin
sufrimiento y sin muerte.
Como Jesús, el cristiano afronta el misterio del sufrimiento, de la enfermedad y
de la muerte no con una actitud de rechazo, de incomprensión, de desesperación, ni
siquiera con una resignación pasiva, sino con una disposición de acogida, sabiendo que
su vida está unida al misterio pascual del mismo Jesús, en su doble vertiente inseparable
de muerte de la que ahora participa, y de resurrección, de la que también ya participa
por la fe y el sacramento de un modo misterioso, pero real. El dolor, la enfermedad no
lo desfondan en una actitud de inercia y de esterilidad, sino que lo animan a participar
en la misión redentora de Cristo. Así el dolor del cristiano puede llegar a ser salvífico,

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para él y para todo el mundo, “completando de este modo”, como dice San Pablo en
una frase realmente muy atrevida, pero llena de sentido, “lo que falta a la Pasión de
Cristo, sufriendo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
Como bien sabemos, la Pasión de Cristo es completa y nada le podemos añadir,
pero sí que queda abierta nuestra participación en la misma. Jesús, Hombre para los
hombres, está unido para siempre a todo hombre en el dolor. Su misterio pascual
contiene todo el misterio de sufrimiento y de redención de los hombres. El cristiano,
por su participación en el misterio pascual de Cristo encuentra todo su sentido de
hombre como “ser para la vida y no para la muerte”.
Finalmente la muerte, ante la que toda razón enmudece como final sin sentido,
acogida como un acto de obediencia a los designios del Padre, adquiere para el cristiano
el valor de ofrecimiento confiado de la propia vida al Dios de la vida, y se convierte en
un acto de amor, no como efusión de los sentimientos, como si la muerte se convirtiese
en algo estoicamente amable. Siempre la muerte se presentará, porque lo es, como algo
realmente pavoroso al sentir la desintegración de nuestro ser, y el mismo Jesús tuvo
miedo ante la muerte, sino como actitud consciente de compartir la misma suerte que
Jesús, con la esperanza firme de resucitar también con El. La muerte, por lo demás, es
una realidad con la que hemos de convivir cada día. Es algo que está inserto en nuestro
ser. Aceptada y acogida de las manos del Padre, es un modo de devolverle la vida que
gratuitamente hemos recibido.
Jesús se hizo también solidario con nosotros de esta condición extrema de
desamparo y soledad, atrapado durante tres días en las entrañas oscuras del reino de los
muertos, experimentando con toda realidad el hecho de la muerte, como todo hombre.
Su solidaridad con los muertos es también un ofrecimiento de salvación para todo
hombre. Jesús ha descendido al reino de los muerte no para ser atrapado por ella sin
retorno, sino para ofrecer un camino de salida a los que yacían por su condición en la
muerte, sin posibilidad ni esperanza de liberación. “Os aseguro que llega la hora en que
los muertos oirán la voz del Hijo del Hombre, y los que la hayan oído, vivirán” (Jn 5,
25).
El descenso de Jesús al lugar de los muertos es un ofrecimiento de salida y de
ascenso. Es la mano del nuevo Adán tendida a todos los hijos de los hombres, muertos,
solos y abandonados. Es la ayuda dada a todos para salir de un destino de
insignificancia y soledad. Es el ofrecimiento que hace Jesús a todo hombre para

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transformar la situación más alejada y carente de todo espíritu y toda vida en una
oportunidad de salvación y de vida sin fin junto a Dios.

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