Marcos de Integridad Institucional
Marcos de Integridad Institucional
Marcos de Integridad Institucional
La ética pública es una modalidad de ética aplicada o de ética “profesional”, pero que debe ser
caracterizada como Ética Institucional o, si se prefiere, ética de las instituciones públicas. Hay
algo de redundante en la caracterización de la ética como “aplicada”, tal como expuso Victoria
Camps. La ética, como bien expuso Kant, “es una filosofía de las intenciones y, por ende, una
filosofía práctica” ya que las intenciones constituyen fundamento de nuestras acciones y vínculos
de las acciones con el motivo” […]
“Pues para aquellos o aquel que detenta el poder del Estado, es tan imposible violar o despreciar
abiertamente las leyes por él dictadas y, al mismo tiempo, mantener la majestad estatal, como lo es ser y, a
la vez, no ser (); cosas análogas transforman el miedo en indignación y, por tanto, el estado político en
estado de hostilidad” (Spinoza, Tratado Político, Alianza Editorial, 1986, p. 115).
Introducción
La ética pública es una modalidad de ética aplicada o de ética “profesional”, pero que –tal como vengo
apuntando- debe ser caracterizada como Ética Institucional o, si se prefiere, ética de las instituciones
públicas. Hay algo de redundante en la caracterización de la ética como “aplicada”, tal como expuso Victoria
Camps. La ética, como bien expuso Kant, “es una filosofía de las intenciones y, por ende, una filosofía
práctica” ya que las intenciones constituyen fundamento de nuestras acciones y vínculos de las acciones con
el motivo”(2). Pero en la esfera que ahora nos ocupa, más que ética aplicada, la ética pública (sobre todo si
esta es “codificada”) se enmarca dentro la institución a la que se adhiere. Este atributo “institucional” –unido
al carácter público- es, a nuestro juicio, determinante, puesto que mientras en el ámbito moral la fuente de
obligación es siempre interna, en la ética institucional o gubernamental, así como en la ética de los
servidores públicos (funcionarios o empleados públicos), hay un fuerte contenido deontológico expresado en
ocasiones (como ya se ha visto) por las normas jurídicas, pero también en otro tipo de medios como pueden
ser los valores y normas de conducta recogidas en los códigos éticos. Es, en efecto, ética del deber, pero
también (al menos en la política) ética de las virtudes, No cabe insistir más en algo bien conocido a estas
alturas de desarrollo del presente estudio.
Por tanto, la especial posición de los cargos y funcionarios, así como su dependencia de una institución
pública, conlleva por parte de la persona que accede al ejercicio de funciones públicas la asunción (o el
compromiso de tal) de una serie de valores, principios y normas de conducta. Todo ello comporta
necesariamente, tal como ya se ha incidido, una distinción importante entre el papel de la ética en el ámbito
privado y en el público. En este último, el imperativo moral es más fuerte si cabe, puesto que está
impregnado por un sentido de responsabilidad individual que se refuerza por el carácter público de las
funciones que se desempeñan. Las cargas morales de la responsabilidad –parafraseando a Isaiah Berlin- en
este caso no se aminoran sino que se acrecen(3).
El ecosistema público, por las razones expuestas, es un medio que tiene sus propios principios y reglas,
aunque en una concepción simplista del mismo se concibe en ocasiones como un espacio destinado por
algunas personas a desplegar unos comportamientos y actitudes que ni siquiera quien los ejerce osaría a
desarrollarlos en su espacio privado o en sus relaciones personales (sobre todo en aquellos ámbitos en que la
conducta se transforma en corrupción, puesto que prioriza la ventaja competitiva que “lo público”
comporta). Esa patología en la forma de actuar es una manifestación de contacto con el poder o con las
funciones públicas enormemente insana desde el plano moral, pero que en no pocos casos se produce, lo que
denota una desvinculación radical o un alejamiento cínico de la persona que desempeña un cargo o empleo
público con la estructura institucional y con la ciudadanía a la que sirve.
En el ámbito de lo público o de las entidades públicas lo que hagan las personas que allí desempeñan cargos
o funciones públicas tiene, sin duda, una importancia nada desdeñable; transciende con mucho a su esfera
personal, con consecuencias muy serias. Los valores que acredite y las conductas que despliegue serán
transcendentes para la reputación moral de la persona en sí misma considerada, pero mucho más lo pueden
ser, con impronta positiva o negativa, para la institución en la cual desempeñe sus funciones.
En efecto, como se viene reiterando a lo largo de estas páginas, lo determinante de la ética institucional es el
impacto directo o indirecto que tienen las conductas y comportamientos de las personas con
responsabilidades públicas (sean cargos públicos o funcionarios) sobre las instituciones y sobre la imagen
que la ciudadanía percibe de esas instituciones a través de las mismas, que no en vano son los responsables
públicos (sean políticos, directivos públicos o empleados públicos) y, por tanto, el espejo de la propia
organización en la que desarrollan sus funciones. Un buen perfil ético de tales responsables públicos mejora
la imagen institucional; un comportamiento moralmente inadecuado, la destruye. En una sociedad de la
información masiva y de la digitalización o “interactividad instantánea”, por emplear la expresión de Paul
Virilio(4), tales hechos nunca son neutros y su valor amplificativo puede desmoronar en un minuto
reputaciones personales o institucionales construidas a lo largo de los años o, incluso, de décadas. Aunque
ese mismo autor citado duda de que la confianza pueda sobrevivir al mundo de la instantaneidad(5).
A estas alturas del discurso nada nuevo añado si reitero que, a pesar de su precariedad actual, la confianza de
la ciudadanía en sus instituciones es un valor público sobre el que se asienta la legitimidad institucional.
Como ha recordado Txetxu Ausín en un interesante estudio, “la desconfianza y el descrédito son letales para
organizaciones, empresas e instituciones y minan las bases de la organización política de la sociedad”(6). La
ética pública, por tanto, ayuda inestimablemente a reforzar esa confianza. Y, por tanto, cómo se comporten
los cargos y servidores públicos no es indiferente a la hora de consolidar o deteriorar la imagen que la
ciudadanía tiene de sus instituciones. Simplificando mucho el problema, cabe decir que en un sistema de
Administración Pública continental o de impronta francesa, como es el nuestro, el papel de la Ley y del
ordenamiento jurídico tiene un peso determinante a la hora de definir lo que es correcto o incorrecto
éticamente desde el plano normativo-jurídico. Hasta aquí hay un acuerdo compartido. Pero ello, como se ha
visto, no lo es todo.
La densidad normativa del poder coactivo del Estado que se expresa a través del Derecho es, en todas las
administraciones públicas de factura continental europea, intensa. La regulación jurídica habitualmente es
minuciosa y los espacios de autorregulación son muy escasos. Tal como se ha dicho, la descompensación
entre regulación-autorregulación, a diferencia de lo que ocurre en los países de la órbita anglosajona, es
evidente.
Tal como se dijo al inicio de este estudio, la opción por un sistema de Gobernanza también se tiene que
apoyar en la ética pública, como pilar sustantivo de aquella. Sin embargo, en España la Buena Gobernanza es
un concepto que no ha sido asimilado convenientemente (con excepción, tal vez, de algunas experiencias
institucionales localizadas en el País Vasco) y, por lo común, se ha confundido con una visión o perspectiva
muy pobre de la idea de Buen Gobierno, a la que ya se ha hecho alusión en las páginas precedentes.
Tampoco las políticas de integridad institucional han entrado realmente en la agenda política. Solo a través
del empuje y multiplicación de los escándalos de corrupción se han propuesto reformas legales,
generalmente marcadas por la contingencia, poco sistemáticas y sin una mirada estratégica. Ello ha
implicado que tampoco se hayan sabido construir de modo efectivo Modelos Institucionales y de Gestión de
Gobernanza Ética. En el siguiente epígrafe de este estudio se abordarán, no obstante, algunas buenas (o
“menos buenas”) prácticas que, también en esta materia, han comenzado a cristalizar en el panorama
institucional público español. Pero siguen siendo casos aislados y además demasiado recientes para poder
hacer una evaluación de su trazabilidad y consecuencias reales o impactos efectivos sobre la calidad
institucional.
Así, no resulta extraño afirmar que la Gobernanza Ética se encuentra en España en un estadio que
podríamos denominar como inicial, incluso se podría calificar que “está en pañales”. Ello es debido a un
cúmulo de circunstancias que no pueden ser tratadas en estos momentos, pero entre las cuales se halla esa
idea equivocada del papel de la ética pública en las instituciones, el predominio casi absoluto de una
concepción jurídico-formal ciertamente rancia que impone a este problema unas soluciones marcadas (de
forma casi absoluta) por la respuesta legal o sancionadora, la falta de receptividad de la política frente a ese
fenómeno (que en no pocas ocasiones adopta una postura también marcadamente cínica), su nula
penetración y comprensión en el ámbito de la función pública (donde apenas ha calado esa tendencia a
codificar valores o normas de conducta), así como la inevitable carga de escepticismo que se anuda a
cualquier propuesta de este carácter, que siempre es vista por la ciudadanía como un simple remedo para
intentar lavar la cara de las instituciones tras reiterados escándalos de corrupción que han conmocionado el
edificio público.
Por todo ello es muy importante centrar correctamente el foco del problema y explicar con claridad qué es en
realidad un Marco o Sistema de Integridad Institucional, como proyecto o elemento de autorregulación, tal
como fue configurado en su día (1997) por la OCDE. Han pasado veinte años desde ese diseño inicial que
hizo esa organización internacional de tal concepto, actualmente en revisión; pero en España ese modelo ha
permeado ciertamente de forma escasa y se puede afirmar que, en cualquier caso, las pocas experiencias
existentes se enmarcan en los tres o cuatro últimos años.
Por tanto, si se quiere comprender cabalmente el problema enunciado y articular vías de solución al mismo,
es necesario detener la atención en los elementos descriptivos de la configuración de un Marco de Integridad
Institucional. Sin ese paso, sin interiorizar cuál es el alcance exacto de tal noción, difícilmente se podrá
producir un cambio de cultura organizativa y una acogida institucional hacia tales propuestas. El marco
conceptual es, por tanto, imprescindible para asentar correctamente una política de integridad en cualquier
institución pública, independientemente de cuál sea el nivel de gobierno.
Los productos normativos (leyes y reglamentos) forman parte, como ya se ha visto, de lo que podemos
denominar como un sistema “integral” o que también puede calificarse de “holístico” en lo que a la
integridad institucional respecta; pero tales marcos jurídicos tienen tras de sí la fuerza coactiva del Derecho
y, por tanto, el sistema institucional ejecutivo y judicial para aplicar sus previsiones. Los códigos éticos o de
conducta (también denominados en ocasiones de buen gobierno, aunque convendría diferenciar
conceptualmente tales acepciones) son, sin duda, parte integrante también de esos Sistemas de Integridad
Institucional, pero en su dimensión autorreguladora. Y es esta la que ahora interesa. En todo caso, se trata
de una solución modesta en su planteamiento, si bien –como he reiterado a lo largo de estas páginas- con un
enfoque de orientación claramente sesgado a su dimensión preventiva o de identificación de “marcos de
riesgo” que anticipen y eviten, así, que aniden en las organizaciones conductas o comportamientos no éticos
como antesala de la corrupción.
Los códigos éticos o de conducta de las instituciones públicas no deben, por tanto, formalizarse como
normas jurídicas o a través de expresiones jurídico-formales, ya se concreten a través de leyes o por medio
de manifestaciones de la potestad reglamentaria. Este es uno de los equívocos más comunes en nuestro
contexto jurídico-institucional. Hay una tendencia natural a trasladar al plano normativo-jurídico este tipo
de instrumentos. Ello se vio con claridad en la regulación que llevó a cabo el propio EBEP (artículos 52 a 57),
se ha reproducido en la Ley básica de transparencia (Ley 19/2013, de 9 de diciembre; en su título II relativo
al Buen Gobierno) y tal forma errónea de actuar ha impactado negativamente sobre otras tantas leyes o
decretos de Comunidades Autónomas (e, incluso, en alguna entidad local) que han seguido equivocadamente
esa estela.
Debe quedar meridianamente claro, si no lo está aún, que los códigos de conducta son instrumentos de
autorregulación y, por tanto, las leyes o los reglamentos no deben ser su medio de expresión formal; todo lo
más en los textos normativos se pueden incorporar algunos valores o principios, sobre los cuales se armen o
construyan luego las normas de conducta o de actuación que se recojan en tales códigos. Menos aún deben
anudarse al incumplimiento de los valores, principios o normas de conducta, consecuencias sancionadoras,
puesto que en ese caso traspasamos el mundo de los códigos éticos y de conducta y nos sumergimos en la
esfera del Derecho penal o administrativo sancionador. Errores de este tipo se advierten por doquier en
nuestro sistema legal, tanto estatal como autonómico. El propio Consejo de Estado, al dictaminar sobre el
anteproyecto de la Ley básica de transparencia, cayó en ellos de forma clara(9). Problema de conceptos. No
es fácil abrir hueco a los espacios de autorregulación ante una amplia y densa comunidad de juristas que
puebla nuestras administraciones públicas y que se muestra poco o nada receptiva hacia este fenómeno. Es
oportuno en ocasiones mirar qué se hace allende nuestras fronteras.
Los códigos de conducta incorporan una serie de normas de conducta o de comportamiento que,
encuadradas en unos principios o valores, pretenden “orientar” en sentido positivo la acción y la actuación
de tales cargos o servidores públicos, aunque en circunstancias extremas puedan tener también, de forma
excepcional, algunos efectos de reprobación o de carácter traumático. Tienen, cabe insistir sobre ello, un
componente de autorregulación. Su dimensión es principalmente preventiva, frente al carácter represivo (o,
en su caso, disuasorio) de los marcos jurídicos.
Ciertamente, los códigos de conducta pueden incorporar otros instrumentos o herramientas, tal como diré a
continuación. También puede haber códigos que combinen las normas de conducta con las normas de
actuación. Las primeras se anudan a valores o principios de naturaleza ética, las segundas tienen que ver con
el funcionamiento de las estructuras organizativas y sus resultados, su finalidad es más bien la eficacia y
eficiencia de tales organizaciones. Tales normas de actuación se vinculan con una serie de principios de buen
gobierno o también denominados en ocasiones de buenas prácticas en la gestión pública. Esta distinción es
importante para evitar la confusión creciente y mezcla desordenada que se produce entre códigos éticos,
códigos de conducta, códigos de buen gobierno y, en fin, códigos de buenas prácticas.
Por tanto, como también se ha expuesto, la ética institucional, a diferencia del Derecho, pretende construirse
en sentido positivo, adoptando un sesgo de marcado carácter preventivo que pretende permear las conductas
y comportamientos (esto es, busca si se quiere modificar los “hábitos” o el carácter) de los cargos o
servidores públicos mediante procesos de “internalización” de tales valores y normas de conducta. Lo
transcendente no es en sí la existencia de la norma, el elenco de valores o la previsión de las conductas,
tampoco su reproducción en un papel o en un documento electrónico, ni siquiera que el código de conducta
sea leído o conocido, lo realmente importante es que el sujeto (cargo o funcionario público) lo haga suyo.
Esa idea la expresó correctamente Victoria Camps en los siguientes términos: “Una norma social
internalizada tiene, así, una dimensión emotiva que hace que el individuo sienta orgullo al cumplirla y
vergüenza si deja de hacerlo. Pero ‘internalizada’ significa ‘sentida’, no solo sabida. El mero conocimiento de
lo que hay que hacer no nos mueve a actuar, como repitió Spinoza”(10). Y la ética, también la pública, se
vincula estrechamente con la acción. La responsabilidad moral, tal y como acertadamente describió
Jankélévitch, “es antecedente o prospectiva y atañe al futuro, a los actos por hacer, señala las tareas que nos
incumben”. En estos rasgos citados se distancia de la responsabilidad jurídica, pues esta es consecuencia y
concierne únicamente a los actos ya hechos(11). La ética mira al futuro y no al pasado. Como bien señaló
Weber –cuando se refería a la ética en la actividad política- no se pregunta sobre “cuáles han sido las culpas
en el pasado”(12). Para eso está el Derecho.
En suma, los códigos éticos o de conducta no son otra cosa que la exteriorización de los valores y principios,
así como de las normas de conducta y de actuación, que deben guiar el desarrollo de las conductas o
comportamientos, así como de las actividades profesionales de los servidores públicos en el ejercicio de sus
funciones, más allá de las normas jurídicas previamente establecidas.
Los códigos éticos o de conducta deben venir acompañados, para ser efectivos, de una “infraestructura
ética”, en la cual deben incorporarse como un elemento más (lo que vengo denominando como Sistemas de
Integridad Institucional). Si se hace una mala apuesta por aprobar un código de conducta sin insertarlo en
un Sistema o Marco de Integridad Institucional y, por tanto, no se garantiza la efectividad de sus valores y
normas de conducta, tal operación no es una manifestación de una política de integridad ni una apuesta por
la Ética Pública, pretende solo efectos propagandísticos (que se diluyen el mismo día en que se difunde o, en
el mejor de los casos, al poco tiempo) y formaría parte, así, de un burdo mecanismo de autoengaño
institucional (o de ese “teatro de marionetas” del que hablara Kant), muy propio de una comunicación
política ignorante (por mucho que utilice profusamente las redes sociales), que tanto abunda en estos
tiempos.
Tal como reconoció Hamilton, “la verdadera prueba de un buen gobierno es su aptitud y tendencia a
producir una buena administración”(13). Y, parece existir hoy en día una cierta unanimidad, en que tanto el
buen gobierno como la buena administración pública generan confianza pública(14). Para alcanzar esa meta,
en el campo que ahora nos ocupa (la ética pública), no cabe otra medida que impulsar una política de
prevención, pero asimismo completar esta con un control exigente de las organizaciones públicas. La
transparencia bien entendida y aplicada (algo que tampoco es frecuente, tal como se verá en la segunda parte
de este libro), puede coadyuvar, sin duda, a ese control democrático y facilitar del mismo modo la rendición
de cuentas. Pero en sociedades tan complejas como la nuestra no cabe duda de que las presiones, los
conflictos de interés o simplemente las apariencias de conflicto (que también destruyen o socavan la
confianza) están, como ya se ha expuesto, a la orden del día.
Para hacer frente a esos problemas no bastan las leyes, como decía. Pero tampoco bastan, aunque pueda
resultar chocante esta afirmación, los códigos de conducta. Tales códigos, por sí mismos, no son
herramientas suficientes, pues su mera aprobación y publicación (o difusión y conocimiento) no cambia en
nada el statu quo existente. El cambio real y efectivo, como promovió en su día la OCDE, solo se puede
realizar a través de la configuración de Sistemas o Marcos de Integridad Institucional y, por tanto, de la
inserción de tales códigos en esos sistemas o marcos de integridad. Esta es una idea que el profesor Manuel
Villoria ha tratado con la profundidad debida en varios trabajos suyos(15). A grandes rasgos, con algunas
aportaciones de sello más personal (marcado en este caso por una apuesta hacia la simplicidad, por emplear
la expresión de Edward de Bono(16)), lo que aquí sigue es tributario de las aportaciones doctrinales del
citado profesor.
Tal como vengo insistiendo, es esta, tal vez, una de las cuestiones peor comprendidas por lo que afecta a la
Ética Pública en nuestro panorama público y donde la confusión abunda por doquier. Merece, por tanto, la
pena detenerse en su examen.
Los Marcos de Integridad organizacional (Integrity Framework) son, en efecto, una construcción
conceptual de la OCDE. Su planteamiento inicial es que esos Marcos se proyectan sobre una organización y
no sobre el conjunto del sector público. En efecto, la construcción de Marcos de Integridad en todo el sector
público es una tarea de notable calado (se puede calificar incluso de hercúlea) y cuyos resultados finales
serán, por lo común, bastante insuficientes. Es mejor comenzar por lo sencillo. Lo importante es saber para
qué se quiere construir un Sistema de Integridad Institucional.
La finalidad de esos Sistemas o Marcos de Integridad no es otra que la de evitar riesgos de malas prácticas y
de corrupción, por un lado (algo que se puede enmarcar en sentido lato en esas políticas de compliance, que
tanto vigor y presencia han adquirido en los últimos tiempos); pero, por otro, pretenden también fortalecer
el clima ético de tales estructuras organizativas, procurando paliar, así, que incluso personas decentes
puedan contaminarse por los desincentivos o estímulos perversos que se les puedan plantear, presentar u
ofrecer tanto interna como externamente. De tal modo que un Marco de Integridad Institucional debe
establecer –tal como han reconocido Manuel Villoria y Agustín Izquierdo- normas, procesos y órganos
dentro de cada organización pública que prevengan las conductas inmorales(17).
Tal como exponen esos autores, “entre los elementos esenciales de un Marco de Integridad se encuentran,
como instrumentos clave, los códigos éticos, las evaluaciones de riesgo de integridad, la formación ética de
los servidores públicos, el establecimiento de un sistema de consultas para problemas o dilemas éticos de los
empleados (comités de ética), sistemas de denuncias de casos de corrupción, fraude, abusos o ineficiencias
(con sistemas de protección a los denunciantes), sistemas de gestión de los conflictos de intereses e
incompatibilidades, sistemas de detección e investigación de conductas antiproductivas o administración de
encuestas de clima ético entre los empleados”(18).
Sin embargo, esa concepción de “Marco de Integridad” (entendida como “Sistema”) es bastante más
holística, puesto que incluye también un conjunto (más o menos denso, según los casos) de normas jurídicas
que regulan aspectos tales como las incompatibilidades o los conflictos de interés, antes analizados en estas
mismas páginas. Y nos reconduce, tal como decía, a la idea de Sistema. Por consiguiente, un Sistema de
Integridad Institucional también puede incorporar en su seno disposiciones o normas jurídicas (y lo habitual
es que lo haga), tal como se ha visto anteriormente. En ese caso, el “marco normativo de integridad” se
incorpora dentro de la política de integridad y del propio sistema de integridad de la propia institución en la
que se articula esa política. Su característica principal, de conformidad con lo expuesto, es que en ese caso se
trata de normas jurídicas que tienen detrás (esto es, con el objetivo de garantizar su cumplimiento) todo el
sistema institucional y el aparato coercitivo del Estado constitucional democrático.
De ese marco jurídico, pieza central de un sistema global de integridad institucional, ya me he ocupado en el
capítulo anterior. Y allí me remito. En estos momentos interesa especialmente abordar la noción de “marco
ético de integridad” desde una dimensión autorreguladora o, si se prefiere, del proceso de construcción de
infraestructuras éticas que una determinada organización pública debe dotarse si quiere fomentar una
cultura ética en sus respectivas instituciones y prevenir la corrupción. Tal proceso se lleva a cabo a través de
una serie de mecanismos e instrumentos que no son (o, al menos no lo son, en gran medida) normativos.
Y siguiendo el esquema de la OCDE, aunque simplificando tal como he dicho sus postulados, cabe resumir
que un Marco de Integridad Institucional que pretenda articular una completa infraestructura ética debería
incorporar, al menos, los siguientes elementos:
Un código ético o de conducta, también denominado en ocasiones como código ético y de buen gobierno
(aunque, tal como se ha visto, son aspectos diferentes o, al menos, deberían serlo), en el que se recojan, entre
otras cosas, los valores que deben orientar la organización y la actuación de los cargos o servidores públicos,
así como unas normas de conducta que deben guiar asimismo el comportamiento de tales cargos o
empleados públicos. A pesar de su carácter “positivo” (y no represivo), pues trata de construir cultura ética
de las organizaciones, todo ello no es óbice para que los códigos también prevean como última ratio sistemas
de reprobación de conductas y algunas medidas, en su caso, traumáticas anudadas a los mismos. Como bien
ha expuesto Victoria Camps, los códigos deben partir de una base de realismo: las personas no siempre se
conducen voluntariamente por el bien, los incentivos para apartarse del cumplimiento de los deberes y
obligaciones son constantes, mantener actitudes éticas irreprochables y continuadas exige tensión interna y
vigilancia externa. Cabe partir de una concepción de la ética como acción constante y lucha permanente, en
términos –como ya hemos visto- del profesor Aranguren. El tiempo presente y el futuro inmediato es lo que
cuenta en este campo, sobre todo desde el punto de vista de mejora de los estándares de conducta.
Mecanismos de difusión, prevención y desarrollo de la cultura ética. Los códigos por si solos no incorporan
otra cosa que “letra” y pueden convertirse fácilmente en códigos declarativos. Donde se aprueban códigos de
conducta sin insertarse en Marcos de Integridad Institucional, tales códigos derivan fácilmente en apuestas
formales o aparentes. Ya se ha reiterado hasta la saciedad el carácter cosmético de tales instrumentos,
frecuentes por lo común en nuestro panorama público institucional. Es por ello muy importante que, dada
su finalidad preventiva, se internalicen o interioricen por parte de sus destinatarios (como expuso Victoria
Camps). Es, asimismo, capital que, junto a “la letra” de los códigos, se incorpore una amplia batería de
mecanismos de difusión, prevención y desarrollo de la cultura ética en las organizaciones a través de
programas o planes anuales que comporten la realización de acciones dirigidas a que los códigos sean
asumidos y que se proyecten, en mayor o menor medida, pero siempre en un proceso gradual de avance, en
mejores hábitos (que “labren carácter”, en palabras de Adela Cortina) y se manifiesten así en conductas
éticas reforzadas. El objetivo último es un proceso de mejora continua que pretende, paso a paso, cambiar la
cultura organizacional y, por tanto, impregnar el funcionamiento ordinario de la institución de prácticas y
comportamientos éticos. Por eso, los programas de desarrollo ético o de integridad deberían formar parte
sustantiva de las políticas de Gobierno (o de Gobernanza) y también de las política de recursos humanos de
las organizaciones, una cuestión que hasta ahora es por lo común ajena a la política de gestión de personas
de nuestras instituciones. No hay otro modo de actuar seriamente que este. Además, deben ser políticas
marcadas por la continuidad y la tenacidad (sostenibilidad) en su desarrollo.
Procedimientos, canales y circuitos para resolver dilemas éticos, quejas o denuncias. Junto a todo lo
anterior, un Marco de Integridad Institucional que promueva la infraestructura ética debe disponer,
asimismo, de procedimientos, canales, circuitos o cualesquiera otros cauces, para garantizar la efectividad
del código ético o de conducta. Este aspecto puramente formal o procedimental es muy importante. Se trata,
en efecto, de configurar canales o cauces que abran la posibilidad de que los actores institucionales
(representantes, gobernantes, directivos o empleados públicos) puedan formular los problemas o, en su
caso, dilemas éticos que se les puedan suscitar en el desarrollo de sus funciones públicas en las respectivas
organizaciones en las que presten su actividad (garantizando, cuando ello sea necesario, la confidencialidad).
Asimismo, se trata de prever canales a través de los cuales se puedan plantear quejas o denuncias, con la
instauración incluso de “sistemas de alerta temprana” que puedan identificar con cierta rapidez y con
carácter preventivo cuándo existen situaciones o marcos de riesgo en tales organizaciones. También a través
de ese órgano de garantía se pretenden abordar aquellas cuestiones éticas o, en su caso, denuncias que
puedan provenir, en algunos casos, de los propios ciudadanos como usuarios o receptores de los servicios
públicos. En este punto conviene desarrollar, en su caso, un estatuto del denunciante, que esté provisto de
garantías, pero que a su vez eluda, mediante herramientas de equilibrio, la utilización torticera o
irresponsable de estos cauces, con meras finalidades de represalias políticas o personales. Si bien es cierto
que este estatuto del denunciante está pensando más en causas penales o infracciones administrativas de
cierta gravedad, que conllevan casos de corrupción; pero no puede descartarse su uso en este tipo de
cuestiones éticas como mecanismo de fortalecimiento de la infraestructura ética de la organización.
Sistema de seguimiento y evaluación. Y, por último, el Marco de Integridad se debe cerrar con un sistema de
seguimiento y evaluación de la aplicabilidad del código y del funcionamiento del modelo en su conjunto. Lo
habitual en el mundo anglosajón es que los códigos se configuren como “instrumentos vivos”, que se van
actualizando a través de modificaciones o adaptaciones permanentes al nuevo contexto y a las exigencias o
estándares del momento, pero también por medio de Guías Aplicativas que son las que, a partir de las
resoluciones e informes de las comisiones de ética, van definiendo a través de protocolos sistemáticos la
interpretación y alcance de los distintos valores y normas de conducta. Esas guías o criterios dotan de
seguridad ética a las futuras conductas de los cargos o servidores públicos. Además de este sistema de
seguimiento de la aplicación del código, es determinante la fase de evaluación del código y del propio
sistema, ya sea mediante memorias anuales o, de forma complementaria, a través de una evaluación externa
que mida por medio de indicadores cómo evoluciona la infraestructura y el clima ético en cada organización
pública. A diferencia de lo que ocurre en el ámbito de la transparencia, tal como se verá, la existencia de
entidades o instituciones evaluadoras en el campo de la ética pública es un proceso que en España apenas ha
tenido concreción alguna, tal vez como consecuencia del retraso evidente en la implantación de esos
reiterados Marcos o Sistemas de Integridad que nuestras instituciones públicas acarrean.
Los Códigos Éticos y de Conducta como parte sustantiva de los Marcos de Integridad
Institucional.
Tal como se ha dicho, los códigos éticos o de conducta y los respetivos Marcos de Integridad Institucional se
integran, como elementos sustantivos, en una política de integridad institucional. Pero debe quedar muy
claro que tales códigos no son ni mucho menos los elementos exclusivos de tal política. Cabe recordar aquí el
carácter autorregulador de los códigos, su naturaleza preferentemente “orientadora” y solo
excepcionalmente “traumática” (mediante aquellas propuestas de la comisión de ética o del comisionado
para que se adopten algunas medidas: ceses, remociones, apertura de expedientes sancionadores o, en su
caso, traslado al Ministerio Fiscal). La finalidad principal de tales códigos es promover en la organización
una “infraestructura ética”, asentar una cultura de integridad en la institución y, sobre todo, prevenir o
identificar marcos de riesgo. Pero cabe asimismo incidir en que, por regla general, los códigos de conducta
no son comunes o únicos en las instituciones públicas, sino que habitualmente se estratifican en función de
diferentes segmentos o niveles: políticos, directivos, asesores y funcionarios).
Los códigos éticos o de conducta, a diferencia de los marcos de integridad establecidos por la legislación,
tienen –como ya se sabe- un carácter “autorregulador”. Se formalizan habitualmente por simples acuerdos
institucionales o de gobierno, que se pueden reformar y adecuar con relativa facilidad. Implican, como dice
la doctrina canadiense, una suerte de work in process; un trabajo siempre abierto de mejora continua.
Muchos de ellos prevén incluso sistemas de adhesión individualizada, aunque si los códigos despliegan
deberes institucionales o normas propias de una dimensión que se encuadra en ámbitos de la deontología
(por ejemplo, en el ámbito de la función pública o de los cargos públicos ejecutivos de una determinada
Administración Pública) la adhesión debe ser obligatoria o, al menos, condición para ser nombrado cargo
público o funcionario, en su caso, dado el tipo de actividad pública que desempeñan.
Lo normal es que los códigos sean herramientas o instrumentos que sirven de “orientación”: la ética pública
sería algo así como una suerte de faro o “guía” (con el complemento necesario de la comisión de ética o del
comisionado) para que los cargos y servidores públicos desarrollen el ejercicio de sus funciones con probidad
y con pleno respeto a los valores y normas de conducta establecidos. Aunque como bien señalan Villoria e
Izquierdo hay un debate abierto sobre “el valor normativo y disciplinario del código frente a su valor
meramente orientador”(19). Si bien este debate existe, no es menos cierto que se debe relativizar su
existencia, al menos en nuestro caso, a riesgo si no de impedir la emergencia de tales códigos, dado –como se
ha visto- el papel expansivo y monopolizador de la legislación en estas materias.
El valor de los códigos de conducta, por tanto, debe ser preferentemente orientativo y preventivo, de ayuda a
la mejora constante del clima ético (o de la infraestructura ética) en las organizaciones públicas. Y, en
determinados supuestos, deben anudarse a los incumplimientos graves o reiterados consecuencias
traumáticas que deberán ser valoradas en su alcance siempre a través de un órgano independiente con
capacidad de propuesta, activando en unos casos el cese por el órgano competente y en otros el traslado
también a quien sea competente para la incoación del régimen disciplinario que proceda. Pero esa es una
consecuencia excepcional. Lo habitual es que las políticas de integridad se construyan en clave positiva y
siempre con carácter preventivo. Villoria e Izquierdo encuadran perfectamente esos marcos de integridad
institucional y los elementos en los que estos se despliegan dentro de una dimensión aplicativa práctica y,
asimismo, “como parte esencial de cualquier estrategia anticorrupción”.
Otra cuestión importante es si debe existir uno o varios códigos de conducta en cada institución en función
de los niveles de responsabilidad o de los respectivos ámbitos sectoriales. Sobre este punto existen
soluciones de diferentes tipos. Hay, en efecto, modelos de códigos únicos, de códigos diferenciados o incluso
de “códigos en cadena” (un código marco y códigos de desarrollo). Como también señalan los autores
citados, “parece extenderse la idea de que un código colectivo es perfectamente compatible con códigos por
agencia, como se hace en Australia y Nueva Zelanda”(20). Por su parte, Longo y Albareda también hicieron
en su día un amplio análisis de modelos comparados sobre esta misma cuestión(21). Pero asimismo existen
soluciones segmentadas, como es el caso del Reino Unido, donde hay un código de ministros, otro de
asesores y uno aplicable al Civil Service, junto con códigos diferenciados de cada una de las Cámaras del
Parlamento o también con diferentes códigos de los gobiernos locales(22).
La necesidad o no de extender los códigos de conducta al empleo público abre un importante debate, hasta
ahora poco transitado. La pregunta central que cabe plantearse se centra en si las buenas conductas y los
polos de integridad solo se han de respetar en la alta administración o en las estructuras de gobierno,
dejando de lado la propia función pública. Para eludir tal extensión, una vez más las formas jurídicas
parecen obturar el juicio: se objeta por lo común a este argumento que la función pública (empleo público)
ya dispone de su régimen sancionador. Pero es importante subrayar que, como se viene insistiendo en estas
páginas, Derecho sancionador y códigos de conducta son dos cosas distintas. Además, cabe añadir que las
conductas antiproductivas que existen por doquier en la función pública no son prácticamente nunca
sancionadas, mientras que el desarrollo de un sistema de integridad en el empleo público podría mejorar
bastante ese estado de cosas. También cabe incidir en que el Derecho sancionador en el empleo público se ha
ido transformando gradualmente en una suerte de reliquia, dando como resultado su manifiesta inaplicación
salvo en supuestos graves o muy graves (y no en todos los casos). Su finalidad, en todo caso, es muy distinta
a la que debe promoverse a través de la difusión de una cultura ética en la organización. Aun así, las
resistencias a la implantación de códigos de conducta en el empleo público serán numantinas por parte de la
comunidad jurídica, los sindicatos y, presumiblemente, los jueces (confundidos, tal vez, por sus “Principios
de Ética Judicial” que está promoviendo el Consejo General del Poder Judicial.
De hecho, la ética de la función pública ha tenido siempre un marcado carácter singular, muy vinculada a la
noción de los deberes, pero asimismo estrechamente relacionada con la lucha contra la corrupción. La
institución de función pública ha sido vista siempre como un cortafuegos que evita la entrada de la
corrupción en la Administración Pública. Así se vio, por ejemplo, en Estados Unidos, tras la construcción del
merit system en 1983 mediante la Pendlenton Act, que abrió un largo proceso de erradicación del spoils
system implantado por Andrew Jackson a partir de 1829, cuyas consecuencias fueron nefastas para la
extensión de la corrupción en la Administración federal estadounidense. Y así lo vio también Max Weber,
cuando diagnosticaba certeramente el problema de las relaciones entre ética funcionarial y corrupción.
Frente la extensa práctica de la patrimonialización de cargos por los partidos políticos que se produjo en el
siglo XIX, estas eran sus palabras: “A esta tendencia se opone, sin embargo, la evolución del funcionariado
moderno, que se va convirtiendo en un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados
mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la
integridad. Sin este funcionariado se cernería sobre nosotros el riesgo de una terrible corrupción y una
incompetencia generalizada”(24).
Los Marcos de Integridad Institucional han sido hasta la fecha el “buque insignia” de la OCDE en materia de
ética pública y lucha contra la corrupción en el sector público. Desde hace algunos años a esa línea de
trabajo, se le han ido añadiendo otras; como por ejemplo los “pactos de integridad” en la contratación
pública. En cualquier caso, las notas distintivas de esos Marcos de Integridad ya han quedado
suficientemente resaltadas. Sin embargo, como se viene advirtiendo desde el inicio de estas páginas, esa
política de integridad está siendo redefinida en 2016 por la propia OCDE(25).
En efecto, en un documento al que ya hemos hecho referencia anteriormente y que se trata (cuando esto se
escribe) de un Borrador o Proyecto de Recomendación, pendiente aún de estudio y redefinición de sus
contenidos, se dibujan lo que son las líneas maestras de ese nuevo rediseño de la política de integridad que
se quiere trasladar a los diferentes Estados miembros que componen esa organización internacional.
Dado el carácter de borrador de tal proyecto, no es ciertamente momento de desarrollar sus contenidos
concretos, tarea que deberá hacerse una vez se apruebe de modo definitivo tal Recomendación. Pero sí es
oportuno, al menos, detenerse en cuáles son sus líneas principales y en qué medida cambia o altera el
enfoque que hasta la fecha tenía esa política de integridad institucional a la que se ha hecho reiterada
referencia en estas páginas. Veamos.
La finalidad que persigue el nuevo modelo de integridad institucional se apoya obviamente en los pasos
dados ya por la OCDE (y que han sido oportunamente recogidos en las páginas precedentes), teniendo por
consiguiente un carácter de herramientas complementarias. Y en esa línea de reenfoque del problema, en el
citado documento aparecen –simplificando mucho las cosas- tres objetivos centrales o básicos. A saber:
Crear lo que se puede considerar como un Sistema de Integridad Institucional “completo” o “integral”, que
acoja a todo el sector público, a las organizaciones, empresas o particulares que se relacionen con este y, en
fin, a la propia ciudadanía.
Desarrollar una cultura de integridad que implique asimismo una conexión con los sistemas de evaluación y
seguimiento, así como con la rendición de cuentas.
Contribuir, desde el plano de la Gobernanza Ética, a que la integridad institucional (y obviamente de las
personas o colectivos indicados) sea efectiva, con objeto de mejorar la confianza de la sociedad en su
conjunto en su sistema institucional y fomente de ese modo un crecimiento inclusivo.
Bajo esos objetivos citados, se pueden encuadrar tres grandes pilares que deben sustentar ese nuevo Sistema
Público de Integridad (o Sistema de Integridad Institucional):
El primero es, tal como se ha dicho, configurar un Sistema de Integridad Institucional que encuadre de
forma coordinada todos y cada uno de los elementos que lo componen y que esté dotado de coherencia en su
construcción.
El segundo es desarrollar esa cultura de integridad institucional a través de un enfoque que preste atención
especial a la sociedad y a sus pautas de cultura ética, así como que provea una mejora de esos estándares
colectivos, con el fin de que las responsabilidades de todos los cargos y servidores públicos se alineen con ese
desarrollo de la infraestructura ética no solo interna, sino también externa (interrelación con la sociedad y
con el tejido asociativo o empresarial).
Y, como colofón del nuevo modelo, se debe establecer un sistema de rendición de cuentas a través de la
articulación de sistemas de control y regulación de los estándares de integridad del sector público, pero
también del sector privado y de los propios ciudadanos.
Este es el paso decisivo del nuevo modelo: no solo un empuje decidido de la integridad en el seno de la
propia institución pública (aplicable a todas las personas que prestan servicios en ella), sino también una
apertura completa a la sociedad. Algunos pasos ya se están dando –como decía- en el ámbito de la
contratación pública, vinculando tales procedimientos a prácticas de integridad. Una visión ya asentada
sobre esta materia es la que impulsó en su día Transparencia Internacional, mediante los Pactos de
Integridad(26). Pero aún queda mucho trecho por recorrer, más entre nosotros. Pues la línea fuerza de este
documento antes citado (al menos de las ideas que se proyectan en el mismo) radica en que se quiere
producir una suerte de cambio de paradigma en las políticas de integridad institucional, pues ya no solo
deben poner el foco de atención en las instituciones públicas y en los impactos que tienen las conductas de
los cargos y servidores públicos sobre la sociedad, sino también en lo que la propia sociedad civil organizada
y, a fin de cuentas, los ciudadanos, organizaciones y empresas hacen.
En realidad, esta es una idea que ya ha sido expuesta en pasajes anteriores de este trabajo. Dicho en
términos más precisos: no pueden existir instituciones públicas éticamente intachables cuando la sociedad
no ha interiorizado previamente esos valores de integridad en sus conductas cotidianas. Tal cuestión, fue
correctamente expresada en otros términos por Longo y Albareda: “Para mantener unos estándares de ética
pública elevados no solo se requieren unos servidores públicos ejemplares, sino también unos ciudadanos
decentes y conscientes de sus derechos y de sus obligaciones”(27).
“Una sociedad sin virtudes no es un ‘demos’; la democracia necesita buenas costumbre para que las
instituciones funcionen como deben, pues, a fin de cuentas, éstas dependen del buen o mal hacer de las
personas que las gestionan” (Victoria Camps, Breve historia de la Ética, RBA, Barcelona, 2013, p. 398).
Introducción
Es obvio que los códigos de conducta, códigos éticos o códigos de deontología, en cuanto fenómenos
institucionales en los que se plasman las prácticas de autorregulación, no han formado parte de la cultura
institucional española, ni siquiera en la función pública. El manto de la legalidad ha pretendido cubrirlo
todo, aunque no lo haya conseguido realmente. Frente a aquel fenómeno de fuerte impronta anglosajona que
irrumpió hace algunos años y ya bastante asentado en países de nuestro entorno, nos hemos despertado muy
tarde, como suele ser siempre habitual. No se trata aquí de reiterar lo expuesto ni de censurar la mala
comprensión conceptual de esta cuestión que, como se han visto, es más que evidente en la obra de los
legisladores estatal y autonómico, lo que ha terminado empañando el problema hasta convertirlo muchas
veces en pura caricatura. Tampoco pretendo desdecirme del objetivo inicial, que era muy claro: situar el
problema en un marco conceptual y obviar un análisis detenido del marco jurídico-normativo, aunque algo
se ha dicho al respecto y algo más deberé decir
Lo que sí parece obvio –y necesario resulta resaltarlo- es que la legislación aprobada hasta la fecha se
muestra ampliamente tozuda en reiterar los errores inicialmente cometidos por el legislador básico estatal y
construir los sistemas de integridad institucional sobre una base meramente jurídico-normativa sin dejar
ningún espacio (o espacios muy reducidos) a la autorregulación. La fe en el Derecho mueve montañas de
papel, pero no cambia (casi) ni una coma del deterioro de la moral pública en nuestras instituciones. Sus
efectos, tras años de cruzada legislativa de “regeneración” de la vida pública son poco efectivos. Frente a esa
tozudez de los creyentes en el Derecho y escépticos, a su vez, de la ética institucional autorregulada, que son
todavía legión en este país, han comenzado a abrirse fisuras importantes en ese edificio antes inexpugnable
que era el reinado omnipresente de la Ley. Aun hoy se insiste, en no poco trabajos académicos, en la
dimensión jurídica del principio de integridad, como aparente remedio frente a los en ocasiones difusos
males de la corrupción.
En cualquier caso, en los últimos cuatro años se han comenzado a mover las cosas, una veces por convicción
de que debe ser así y por la necesidad de crear cortafuegos de prevención frente a los escándalos de
corrupción que se muestran por doquier, mientras que en otras ocasiones esa tendencia al cambio ha tenido
un carácter más reactivo (por lo demás, muy humano) en la pretensión de situar valladares u obstáculos
complementarios a una deteriorada atmósfera de moral pública salpicada por la corrupción o por la
multiplicación de un sinfín de conductas llevadas a cabo por cargos y servidores públicos, todas ellas
censurables desde el plano ético. En fin, un intento, por lo demás con escasos réditos, pues esa estrategia
“por lavar la cara” se impulsa generalmente cuando la situación ya no tiene apenas remedio.
Cierto que, como ya se sabe, no partíamos de cero. Algo se había hecho, aunque pocos efectos reales tuvo,
pero al menos formalmente pasos tímidos se habían dado. La Legislatura estatal de 2003-2007 fue, en cierto
sentido, premonitoria de lo que después vendría. Sin duda, la sensibilidad gubernamental viene siempre
alimentada por el olfato de un ministro o, en su defecto, por las propuestas de sus equipos directivos o
funcionariales. Y cabe subrayar que en los años 2005-2007, ese olfato existió y se supo captar perfectamente
que algo se movía fuera de nuestras fronteras. La ética pública y la integridad institucional estaban
adquiriendo una impronta notable en las políticas de la OCDE, como ya se ha dicho. Y, con cierta
perspicacia, aunque también con cierta falta de pericia, se pretendieron trasladar tales tendencias a la
Administración Pública española, siempre reacia a los cambios y a las soluciones foráneas.
Hubo impulso político, eso nadie lo puede negar. Se aprobaron, como ya se ha dicho, el Código de Buen
Gobierno de altos cargos (2005), una avanzada ley de conflicto de intereses (2006) y un Estatuto Básico del
Empleado Público (2007) que estableció por Ley (error al que algunos, desde la posición modesta de vocales
de la Comisión de Expertos, también coadyuvamos) un código de conducta de los empleados públicos. Una
idea, en todo caso, importante que no se supo plantear de forma correcta. El EBEP se debería haber limitado
a la enumeración y definición de una serie de valores o principios y, todo lo más, a determinar
genéricamente algunas normas de conducta, abriendo la posibilidad de desarrollar códigos deontológicos
para cada ámbito de la función pública. No cabe duda de que a partir de ese desajuste de enfoque, todos
hemos aprendido mucho. Para eso están los errores. No para flagelarse.
Sin embargo, en esa batería de medidas, intuitivamente descubiertas, faltaba, tal como decía, un necesario
aprendizaje. Quizás, si hubiésemos sido capaces de mirar mejor y analizar convenientemente otros sistemas
comparados, tales errores se hubiesen ido subsanando. Pero en España algo que llega al BOE, más si es a
través de una Ley, se sacraliza y, sobre todo, se convierte en un obstáculo, más que en una palanca de
cambio. El Código de Buen Gobierno, que se aprobó por medio de una mera Orden Ministerial(28), quedó
enterrado en las páginas del Boletín Oficial sin que apenas nadie le prestara atención, menos aun quienes
eran sus destinatarios. Tras diez años de “vigencia formal” (que no efectiva) una de tantas Leyes que
pretenden “regenerar” nuestro espacio público, la Ley 3/2015, de 30 de marzo, del estatuto del alto cargo, lo
deroga. Sin pena ni gloria. Volvemos a la casilla de salida. Volvemos a empezar, en este desordenado tejer y
destejer del que nadie parece sabe salir airosamente. Por eso los conceptos (o los marcos conceptuales) son
imprescindibles. Por eso he perdido tanto tiempo (o tantas páginas) intentando explicar hasta ahora en este
estudio lo que en otros países comprenden sin dar semejantes rodeos. Pero a estas alturas de la exposición,
creo que ya quedan las cosas lo suficientemente claras como para no insistir de nuevo en ellas.
Vayamos a lo práctico. Lo que hizo el Gobierno central (o la Administración General del Estado) en esos años
2005-2007 no tuvo, en verdad, continuidad alguna ni tampoco réplicas de calado o de interés. Desaparecido
el Ministro Sevilla, auténtico impulsor (junto a su equipo) de tales propuestas, después se impuso la sombra
y la incomprensión, hasta en el seno del propio Gobierno que había impulsado tales proyectos. Paradojas de
la política: sin cambio de gobierno se paraliza la acción del Ejecutivo, puesto que las personas que llegan a
las nuevas responsabilidades (aunque sean del mismo partido) nada entienden de lo que antes se ha hecho y
“sus equipos” tampoco. La “noria de la política” produce en estos casos sus peores efectos.
Así, todas esas propuestas normativas quedaron enterradas en el BOE, ya electrónico; aunque sigan
emergiendo a la luz con un simple clic. Los temas de ética pública e integridad institucional no fueron a
partir de entonces de ningún interés ni para el partido que inicialmente los propuso ni para su contrario.
Pasaron al olvido. Mientras tanto, los casos de corrupción de la era del ladrillo comenzaban a proliferar y
una brutal crisis asomaba en el horizonte.
Las Comunidades Autónomas tampoco tomaron nota. Siempre, por lo común, tan reacias al cambio y la
innovación, con una actitud de fieles y acríticas seguidoras de lo que haga el Estado, poco o nada
desarrollaron al respecto. Una Ley gallega de 2006 (hoy ya derogada) fue la excepción, pero se quedó en
papel, esta vez en el BOG(29). Otra Ley de Baleares de 2011 parecía retomar el tema(30), al menos
formalmente; pero fue puro ilusionismo. El desarrollo del código de conducta del EBEP tampoco se produjo
(¿qué había que desarrollar cuando la Ley ya petrificaba unos desordenados principios y unas normas éticas
y de conducta poco depuradas?). El EBEP recogía hasta quince principios generales que debían informar los
códigos de conducta. Trayendo a colación unas palabras de Innerarity, se puede afirmar que lo que hizo el
artículo 52 del EBEP es “ponerlo todo manchado de principios”. Algo también dijo en su día Savater cuando
recomendaba que, en cuestión de principios, “mejor que sean pocos y buenos”(31). Partiendo de una prolija
enumeración de principios, que no se definían siquiera, escasa utilidad tenía semejante Código. Hubo que
esperar a 2011, para que el Gobierno Vasco aprobara un primer código ético para altos cargos, pero que,
diseñado a imagen y semejanza del modelo de Código de Buen Gobierno, carecía de un sistema de integridad
mínimamente consistente(32). Fue otra propuesta institucional que transitó sin pena ni gloria.
Una experiencia institucional singular y que también debe ser destacada en este contexto es la creación en la
Comunidad Autónoma de Cataluña de la Oficina Antifraude(33). Este organismo, de factura peculiar e
inspirado en modelos de países en vías de desarrollo, tenía una finalidad más ligada a la lucha contra la
corrupción, aunque también se le asignan funciones genéricas en la prevención y persecución de los
conflictos de interés y, de forma más indirecta, en la promoción de los valores éticos en las administraciones
públicas sometidas a su fiscalización. Su papel –aunque ha dedicado atención y recursos a la tarea
preventiva- ha sido más bien tibio, pues su diseño institucional no es el correcto para articular eficazmente
un Sistema de Integridad Institucional, ya que se escora hacia el plano fiscalizador y mantiene frente a las
administraciones públicas un tono y orientación hasta cierto punto inquisitorial que en nada ayuda a una
relación abierta y recíproca, tampoco en el plano de la ética pública. Los turbios pasajes por los que ha
transitado esta institución en 2016, han terminado por asestarle un duro golpe a su (ya mermada)
credibilidad institucional. Aun así, algunas Comunidades Autónomas se ha propuesto replicar –aunque con
algunas variaciones- ese modelo(34). Ellas sabrán lo que hacen.
En el plano local, la FEMP pretendió reaccionar en 2008 a través de la aprobación de un Código de Buen
Gobierno. La intención, una vez más, era buena, el resultado no alcanzó ni el estadio de regular. Se trataba
de una mera mezcla de principios éticos con otros de buen gobierno, sin saber diseccionar siquiera lo que
eran valores o principios de normas de conducta. Por lo demás, puramente cosmético, pues no existía
ningún sistema de seguimiento y control. Faltaba, una vez más, una mirada exterior que les hiciera
comprender cómo se hacían estas cosas en las democracias avanzadas, sobre todo las de corte anglosajón,
aunque no solo.
Y realmente ese es el pobre estado de cosas en el que se encontraba el sector público español cuando la crisis
económico-financiera destrozó los ingresos públicos y se transformó, como era natural, en una crisis fiscal de
enorme magnitud, así como cuando a la cada vez más intensa crisis institucional se le sumaron
innumerables casos judiciales de corrupción que ponían a la clase política y, en menor medida (aunque
también), a la función pública, en entredicho. La ética pública entraba por la puerta de atrás, empujada por
las circunstancia. Es la peor forma de entrar. Pero, como país tozudo que es, España tardó en asimilar tales
mensajes; todavía se puede decir que no los ha asimilado.
Sin embargo, algo se empezó a mover, aunque una vez más por la dirección equivocada. No reiteraré lo
expuesto: la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen
gobierno, no entendió el alcance de lo que es un Marco o Sistema de Integridad en las instituciones públicas.
A pesar de que España es miembro de la OCDE, en esta acción legislativa se mostró una incomprensión
absoluta a lo que esa organización internacional estaba promoviendo desde 1997. Ya quedó dicho. Lo demás
también es conocido: las Comunidades Autónomas (al menos la mayor parte) siguieron esa estela. Dicho en
términos muy duros: se optó por la vía menos aconsejable, que consistía en que “la integridad con sangre
entra”. Optaron por impulsar leyes con sistemas de sanciones administrativas al incumplimiento de normas
de éticas o de conducta. El título II de la Ley 19/2013, como bien estudiaron Alberto Palomar y Antonio
Descalzo, había sentado un mal precedente(35). Mejor hubiera sido no incorporar tal regulación al texto
normativo, sobre todo porque diluye el objeto central de la Ley, que era la transparencia; y, además, daba al
“buen gobierno” (o a la dimensión ética o de integridad) un carácter instrumental que no le corresponde en
ningún caso. Los pegotes nunca funcionan. Y este no ha funcionado ni funcionará. El disparate estaba
consagrado y solo faltaba constatar la evidencia: no ha servido para nada.
Realmente avances en la moralidad pública no ha habido ninguno tras esas mareas normativas. Por emplear
una expresión de Julián Marías, “el peso moral de las personas” que desempeñan cargos y funciones de
carácter público no ha subido ni un gramo(36). Tiendo a pensar que se ha producido el proceso inverso o
más bien contrario, tras un conocimiento relativamente próximo de muchas instituciones públicas: el
comportamiento moral de los cargos y servidores públicos ha desfallecido en los últimos años; es cierto que
los primeros están más alerta por el duro escrutinio público, pero eso nada nos dice de la mejora moral
desde un plano de convicción ética; de los segundos (empleados públicos) mejor no entrar en detalles, la
caída del sentido de pertenencia hacia lo público ha sido abismal en estos últimos años, alimentada por una
devastadora crisis y por un sindicalismo “corporativo” y (a veces) amarillo (por ejemplo, en el ámbito de las
policías locales), que nada ha entendido (o no ha querido entender) de lo que es la ética institucional del
servicio público. Un papel tristemente desenfocado el de un sindicalismo del sector público que actúa de
espaldas a la sociedad en la que vive y no comprende cabalmente que el empleado público a quien se debe es
al ciudadano-contribuyente (su auténtico “patrón”), que es al fin y a la postre quien paga las nóminas de los
empleados públicos. Mucho deberá batallar el sindicalismo del sector público en el campo de la integridad si
quieren ganar legitimación (hoy en día erosionada) y reconocimiento en el ámbito institucional público.
No obstante, el país no se para. Y alguna cosa, aunque sea poco, se mueve, arrastrando a otros o, al menos,
dando que pensar y removiendo unas aguas, en buena parte estancadas. Hay, en cualquier caso, mucho
desconcierto en esta materia. Pero comienzan a apuntarse algunas experiencias o buenas prácticas (en
algunos casos relativas) en el terreno de la ética pública o de la ética institucional. Solo daré noticia de
algunas de ellas. En el terreno de la función pública o del empleo público, sin embargo, las realizaciones son
prácticamente anecdóticas; si bien algunas se están gestando, pero es pronto aún para anunciarlas. Como ya
se ha visto, el EBEP apostó fuerte (al menos nominalmente) por los valores del empleo público; sin embargo,
esa apuesta nadie (absolutamente nadie) se la tomó en serio. El resultado, como ya he dicho, está a la vista:
los valores de servicio público se han perdido en una densa y tupida red de reivindicaciones laborales, que
pone el acento en los derechos y olvida los deberes o la deontología profesional del servicio público. Nadie,
en su sano juicio, puede sin embargo obviar la transcendencia que tiene la ética del servicio civil como
barrera a la corrupción(37). Otros países, como Francia, ya están dando la vuelta al calcetín, tal como se ha
visto en las páginas precedentes, y poniendo en su lugar la deontología de la función pública como un
objetivo estelar de la institución.
Tras el primer Código Ético de altos cargos aprobado en 2011, el Gobierno Vasco emprendió un cambio de
ritmo radical en esta materia a partir de 2013(38). Un cambio impulsado por el entonces nuevo Ejecutivo,
que sin duda representaba un antes y un después en esta materia. Bien es cierto, en honor a la verdad, que
no fue la primera experiencia. Unas semanas antes, en mayo de 2013, la Asamblea Nacional de EUDEL
(Asociación de Municipios Vascos) aprobaba un Borrador de Código de Conducta, Buen Gobierno y
Compromiso por la Calidad Institucional de la Política Local Vasca. Pero la iniciativa, se quedó en mera
propuesta, aunque EUDEL conjuntamente con el Consejo de Europa impulsaron durante los años 2013-2014
un programa de evaluación de la integridad institucional en quince municipios vascos (Basque Score Card).
Sin embrago, la experiencia que cristalizó fue la adoptada por el Gobierno Vasco. Efectivamente, por
Acuerdo del Consejo de Gobierno de 23 de mayo de 2013, se aprobó el Código Ético y de Conducta de los
cargos públicos y personal eventual al servicio del sector público de Euskadi. Sin entrar en estos momentos a
detallar su contenido (que ha sido actualizado en el texto consolidado publicado en el BOPV el 28 de
noviembre de 2016), sí que se pueden traer a colación los objetivos que pretendía el proceso de elaboración
de ese Código, que eran los siguientes:
Mejorar la calidad institucional y la eficiencia del Gobierno Vasco y de sus entes instrumentales.
Definir los valores, principios éticos y aquellos comportamientos o estándares de conducta que deben
inspirar el código de los cargos públicos en esta materia y la actuación de estos en el ejercicio de sus
responsabilidades públicas y de su vida privada.
Iniciar un proceso de interiorización y asentamiento de estándares éticos y de conducta cada vez más
exigentes por parte de los cargos públicos del Gobierno Vasco y de sus entes instrumentales, que sirvan
como referente para el resto de la organización, para las demás instituciones vascas y para la propia
ciudadanía.
Configurar así un Marco de Integridad de los cargos públicos del Gobierno Vasco y de sus entes
instrumentales, basado no solo en la declaración de un Código Ético y de Conducta, sino también en su
difusión y promoción de la internalización de sus previsiones, así como mediante la implantación de órgano
de garantía que llevara a cabo un sistema de supervisión bajo criterios de objetividad e imparcialidad.
El Código Ético y de Conducta pretende, por tanto, definir valores, principios y normas conducta que serán
exigibles a los cargos públicos y personal eventual que forman parte de la Alta Dirección Ejecutiva del
Gobierno Vasco(39). Este Código –y este es un dato importante- parte de una estructura que se aleja de los
Códigos hasta entonces aprobados por diferentes instituciones estatales, autonómicas o locales españolas.
Así, por un lado, no solo recoge valores y principios, sino que define su alcance o sus contornos,
prefigurando además una serie de comportamientos que son exigibles necesariamente a quienes
desempeñan cargos públicos y que tienen por objeto promover la ejemplaridad a través de la integridad,
salvaguardar la imagen de la institución, reforzar su eficiencia y garantizar que la confianza de la ciudadanía
en las instituciones no sufra menoscabo alguno.
No se incluye en ese Código referencia alguna a obligaciones legales o normativas, esto es, al cumplimiento
estricto de las exigencias derivadas del ordenamiento jurídico, que, en su caso, deberán ser recogidas en las
Leyes o Reglamentos que se dicten al efecto. Por tanto, este Código no tiene, en sí mismo, valor normativo,
salvo por las consecuencias que potencialmente se puedan anudar a su incumplimiento o porque las
conductas establecidas puedan servir de elemento interpretativo de los tipos de infracciones que, en su caso,
se establezcan en las leyes. Es un típico instrumento de autorregulación.
Una de las debilidades consustanciales de los Códigos Éticos y de Buen Gobierno que se han impulsado en el
Estado español radica en que las medidas de seguimiento y control del cumplimiento de tales principios y
conductas son inexistentes o, todo lo más, se atribuyen a una Comisión de bajo perfil político (normalmente
de altos cargos o con presencia de funcionarios), sin autonomía funcional alguna y sin incorporación de
externos o expertos a tales estructuras, que salvaguarde una independencia de criterio y adopte visiones de
tales problemas menos endogámicas. Esta es una tendencia que, de forma altamente positiva, se rompe
literalmente a partir del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco, como inmediatamente se verá.
Tal como han venido reconociendo tanto la OCDE como diferentes organizaciones internacionales, la
creación de un sistema de supervisión o seguimiento de los Códigos Éticos y de Conducta es una pieza
sustancial e imprescindible para la articulación de un Marco de Integridad de los cargos públicos.
De conformidad con lo que establece la Memoria de la Comisión de Ética Pública del Gobierno Vasco
(octubre 2013-diciembre 2014)(40), el Marco de Integridad Institucional que impulsa el Gobierno Vasco se
asienta en los siguientes ejes:
No se trata, a diferencia de otros documentos de este mismo carácter, de un Código declarativo o sin efectos
reales, puesto que si se acredita un incumplimiento se activa un sistema interno de seguimiento que puede
terminar, en el caso más traumático, con la propuesta de cese de la persona en el puesto de trabajo que
ocupe o, en su caso, con la formulación de recomendaciones a los órganos competentes para que se corrijan
las desviaciones producidas. Se prevé un sistema de adhesión individual.
Este Sistema, por tanto, descansa sobre la Comisión de Ética Pública. Esta Comisión de Ética, presidida por
el titular de la Consejería de Administraciones Públicas y Justicia, (actualmente de Gobernanza Pública y
Autogobierno), está conformada por un alto cargo de la Administración Vasca (en estos momentos
Viceconsejero de Función Pública), dos miembros más que son expertos externos en la materia y una
Secretaría, con voz pero sin voto que corresponde actualmente a la persona que sea titular de la Dirección del
Instituto Vasco de Administración Pública.
Dentro de sus funciones está la de resolver los problemas o dilemas éticos que se le planteen, analizar en qué
casos se incurre en vulneración del Código, proponer medidas de corrección a los responsables políticos
competentes para adoptarlas, incluso de propuesta de cese de altos cargos o del personal sujeto al Código, así
como elaborar un Informe anual en el que pueden proponer cambios en la estructura o contenido del Código
Ético y de Conducta. De hecho, la Comisión de Ética Pública ha dado puntual respuesta a través de la
deliberación a las cuestiones que se le han planteado; todas ellas se pueden consultar en la propia página
Web de la Comisión. Tal como expuso en su día Victoria Camps, “tanto para aplicar bien la legislación como
para reaccionar ante los vacíos y ambigüedades de la ley, la actitud prudencial, responsable y abierta () más
correcta –la más prudente- en sociedades democráticas () consiste en la práctica de la autorregulación”(41).
El funcionamiento de la Comisión de Ética Pública hasta la fecha puede considerarse como altamente
satisfactorio, representando en estos momentos una buena práctica institucional en el panorama de los
diferentes niveles de gobierno del Estado español. Algo que es particularmente relevante, teniendo en cuenta
que la cultura de la “legalidad” es la dominante en estas materias y que, sin perjuicio de que las instituciones
vascas hayan aprobado una Ley específica de conflicto de intereses que también regula los principios éticos y
de conducta (la Ley 1/2014, del Parlamento Vasco), el Código Ético y de Conducta haya encontrado su
ámbito propio de actuación y haya supuesto asimismo una mejora en los estándares de conducta de la Alta
Dirección Ejecutiva y del personal asesor de la Administración Pública vasca.
La única objeción crítica que se puede plantear a este modelo es que fija solo su atención sobre la alta
administración (altos cargos), aunque extiende su ámbito de aplicación al personal eventual, lo que en sí
mismo también es un punto positivo. Sería recomendable que este primer paso dado por el Ejecutivo vasco
tuviera continuidad ulteriormente por medio de la prolongación del Sistema de Integridad a toda la
institución (Administración Pública Vasca), también por tanto al personal al servicio de ese nivel
administrativo como a todas aquellas entidades, empresas, asociaciones o personas que, a través de fórmulas
contractuales o por medio de subvenciones, se relacionen con la Administración Pública.
El balance, en todo caso, se puede calificar de muy positivo, tal como atestiguan las dos Memorias hasta la
fecha editadas por la Comisión de Ética y que pormenorizan sus actividades durante los años 2013 a 2015, a
las que ya se ha hecho referencia. Se puede afirmar, por consiguiente, que en el Gobierno Vasco se ha
construido de forma efectiva un Sistema de Integridad Institucional, aunque focalizado exclusivamente en la
Alta Administración Ejecutiva y en el personal eventual; lo que ha constituido, sin duda, la primera
experiencia en el marco del Estado español. Y, por esa misma importancia, se le ha dado eco puntual en el
presente trabajo.
Los códigos de conducta no han tenido hasta la fecha un desarrollo efectivo en la Administración General del
Estado, por las razones expuestas en las páginas precedentes de este estudio. Aun así, en el año 2015
apareció una experiencia digna de ser traída a colación en el ámbito de lo que se denominan como
“autoridades independientes” (sobre todo a partir de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del
sector público).
Me refiero en concreto al código de conducta aplicable al personal al servicio de la citada Comisión Nacional
de los Mercados y de la Competencia que, en desarrollo del artículo 40.2 del Estatuto Orgánico de la citada
Comisión (Real Decreto 657/2013, de 30 de agosto), fue aprobado por Acuerdo del Pleno del Consejo de la
CNMC el 18 de marzo de 2015(42).
Una de las características sustantivas del citado código de conducta es, sin duda, su carácter integral; esto es,
extiende su aplicación no solo a los miembros del Consejo y al personal directivo de la institución, sino
también a la totalidad del personal que presta servicios en la Comisión Nacional de los Mercados y de la
Competencia, lo cual es, en sí mismo, una expresión de un modelo avanzado de integridad (en línea con lo
dispuesto en la OCDE), al menos por lo que al ámbito de aplicación respecta.
Además, dentro de una concepción de Sistema de Integridad Institucional en su conjunto, incluye dentro de
la parte dispositiva una serie de referencias de reenvío al marco normativo vigente en lo que afecta a
cuestiones tales como incompatibilidades, conflictos de interés, código de conducta de empleados públicos,
etcétera; si bien se trata de normas de reenvío, que en sí mismo algunas plantean problemas específicos.
El código de conducta diferencia lo que denomina como “obligaciones (genéricas) del personal al servicio”,
donde trata algunas cuestiones más relacionadas con el cumplimiento del ordenamiento jurídico (que se
refiere más bien a principios jurídicos, que no son realmente materia específica de los códigos de conducta),
de lo que se enuncia como “obligaciones propias” de los miembros del Consejo, directivos y empleados
públicos, donde se contiene un listado (ciertamente no muy extenso) de auténticas “normas de conducta”
(por ejemplo, en materia de secreto por la información confidencial, que se extiende incluso después del
ejercicio de sus funciones; o de aceptación de regalos o favores; entre otras tantas). Esa regulación de
obligaciones se cierra con otras “específicas”, que solo se aplican a la zona alta de la institución (miembros
del Consejo y personal directivo).
De esa regulación se echa, sin duda, en falta la ausencia de algunos valores o principios éticos de ética o de
integridad institucional, que, una vez definidos, pudieran servir para enmarcar cómo se debe interpretar el
alcance de las citadas normas de conducta. Esa inclusión hubiera reforzado mucho la idea-fuerza de una
apuesta por la integridad institucional en una institución que, dado el carácter sensible de las funciones que
ejerce, puede tener fuertes presiones, influencias o estímulos perversos para que la política de integridad
institucional se ponga en cuestión o se vea debilitada.
El modelo de código de conducta de la CNMC incluye, sin embargo, algunos otros puntos de interés. El más
relevante es que se regulan un canal o procedimiento de denuncias por incumplimiento del código a través
de la instauración de un buzón para vehicular tales denuncias, que tiene además carácter confidencial (algo
importante por las relevantes funciones que desarrolla esa institución).
El control y seguimiento del cumplimiento del código se atribuye a un órgano de la propia Comisión, como
es el Departamento de Control Interno, a quien se le atribuye la función de velar por el cumplimiento del
código y de elaborar asimismo un informe final.
Es en este punto, así como en otros muy puntuales (por ejemplo, falta de reflejo específico de que se trata de
un modelo preventivo de integridad institucional en la línea de lo marcado por la OCDE), donde el modelo
propuesto tiene algunos signos de desfallecimiento, sobre todo si se quiere comparar con la realización plena
de un Marco de Integridad Institucional en el pleno sentido del término. Al no dotarse de un órgano de
garantía imparcial o con cierta independencia de funcionamiento (por ejemplo, con la incorporación de
algunos externos), el correcto desarrollo del modelo dependerá de la autonomía funcional que se le otorgue a
ese Departamento de control interno, sobre todo que quede ajeno a interferencias políticas o jerárquicas.
Tampoco se le han atribuido funciones específicas de reprobación o de propuesta de cese (en el caso de los
miembros del Consejo o del Personal directivo).
Aun con estas limitaciones, el modelo de código de conducta de la Comisión Nacional de los Mercados y de la
Competencia puede ser considerado como un paso en la buena dirección, que debería reforzarse mediante la
inclusión de algunas de las propuestas que antes hemos citado con la finalidad de construir un auténtico
Sistema de Integridad Institucional.
La propuesta de Documento de “Principios de Ética Judicial” del Consejo General del Poder
Judicial.
El 16 de noviembre de 2016 fue difundido en el Portal de Transparencia del Consejo General del Poder
Judicial un importante documento titulado “Principios de Ética Judicial” elaborado por una Comisión de
miembros de la judicatura y personas expertas en materia de ética que, por fin, incluye en el ámbito del
Poder Judicial una reflexión sobre la ética en la actividad de los jueces y se suma a iniciativas emprendidas
en el ámbito comparado desde diferentes espacios institucionales (algunas hace más de quince años), que se
citan debidamente en el citado documento. Una vez más, el histórico “desnivel” español del que sea hacía eco
Julián Marías (en relación con lo que en otras democracias avanzadas se hace), parece corregirse o estar en
vía de hacerlo(43).
El documento, en líneas generales, puede calificarse de técnicamente bueno, al menos en lo que a los
aspectos de una cuidada redacción y de precisión comporta. Ello es, sin duda, consecuencia del perfil
profesional reconocido y de la experiencia profesional que acreditan las personas que han elaborado el citado
texto. En este punto nada que objetar.
Al ser un documento aún en proceso de debate interno y no haberse aprobado por el Consejo General del
Poder Judicial, el comentario que aquí se hará será sucinto. Y gira sobre los siguientes puntos:
El documento tiene como objeto principal reflejar una serie de valores y normas de conducta que deben
guiar el desempeño de la jurisdicción (mejor dicho de la actividad y de las conductas de los jueces en su
ejercicio de la actividad jurisdiccional), con la finalidad obvia de fortalecer la confianza de la ciudadanía en la
institución judicial (aspecto que no aparece reflejado tal vez con la fuerza o intensidad que requiere la
construcción de un Sistema de Integridad Institucional del Poder Judicial).
Asimismo, el documento resalta acertadamente que su contenido “no tiene nada que ver con el régimen
disciplinario” (aspecto importante, aunque algo exagerado; dado que público objetivo al que va dirigido está
formado en una cultura jurídica estricta y no deja de ser "un cuerpo de funcionarios"). Por tanto, el
documento no tiene el carácter de “norma jurídica”. Aunque si ello es así, bueno sería eliminar la expresión
“artículos” del propio texto (véase, por ejemplo, el código de conducta del Gobierno Vasco o el de la
Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia).
Esa caracterización como norma de autorregulación y exenta de carácter jurídico, se intenta reforzar con tres
elementos: primero, dotándole de un (discutible) carácter de “voluntariedad” al predicar que la efectividad
de tales principios se condiciona a que “cada juez los asuma como propios y los incorpore a su propia
conducta” (si tiene un carácter de normas ética o de carácter deontológico, que también lo tienen, bueno
sería que no se le diera esa naturaleza “voluntaria”); segundo, al establecer reiteradamente (también de
forma discutible) una suerte de “cortafuegos” que pretende aislar (como si fueran dos mundos
incomunicados entre sí; esto es, sin trasvase alguno) lo que haga el juez desde el plano ético de lo que pueda
ser su responsabilidad disciplinaria (la “disposición final” es muy categórica al respecto; pero no solo ésta).
Tal vez así, con esa disección marcada, se pueda facilitar “la digestión” de un proceso que nunca ha tenido
grandes valedores en la carrera judicial, pero que contradice frontalmente lo que se prevé en el Estatuto
Básico del Empleado Público (artículo 52) o en la propia Ley de Transparencia (título II, de Buen Gobierno).
Los funcionarios judiciales siempre han sido “singulares”, también para esto. Y, tercero, relacionado con lo
anterior, al desactivar cualquier efecto jurídico obligatorio o “vinculante” (ni siquiera en el plano de las
propuestas) de sus efectos, lo que reduce mucho el campo de actuación de la Comisión de Ética, como luego
se verá.
La sistemática del documento es buena y la claridad de sus previsiones encomiable. Es de agradecer, en tal
sentido, la construcción del documento en torno a cuatro grandes ejes, valores o principios, como son los de
Independencia, Imparcialidad, Integridad y cuarto “principio cajón” denominado Cortesía, Diligencia y
Transparencia. La simplicidad del documento es buena, porque identifica bien (con las precisiones que se
harán) cuáles son los principios nucleares de la actuación de los jueces (aunque algunos sean, como se ha
visto, "estirados" en su denominación).
Si bien es cierto lo anterior, no lo es menos que dentro de los citados principios se incorporan otros tantos
valores o principios (objetividad, desinterés subjetivo, respeto), con ausencia de algunos importantes
(representación o imagen institucional, responsabilidad en el ejercicio de su profesión o ejemplaridad, por
ejemplo), pero temabién se refleja sobre todo un amplio listado (bien configurado, en líneas generales) de
auténticas normas de conducta, así como algunos principios que son más propios del buen gobierno (tales
como diligencia, transparencia) y que deberían incluirse dentro de las “normas de actuación” y no tanto de
"conducta".
Un aspecto particularmente sobresaliente del documento es la creación de una Comisión de Ética, con lo
cual uno de los elementos sustantivos del Marco de Integridad Institucional se cumple en este caso. Se trata
de una Comisión con representación de jueces, magistrados y magistrados del Tribunal Supremo (2 por cada
categoría) y con la presencia de una persona externa (elegida por los miembros togados) entre personas de
reconocida competencia profesional en el campo de la Ética o Filosofía del Derecho o Moral. Una
composición marcadamente “corporativa”, pero al menos con una (modesta) mirada externa. Los miembros
de la Comisión se eligen por los propios jueces y magistrados de cada categoría, mediante votación
electrónica. Y sus funciones son principalmente la emisión de informes, dictámenes y recomendaciones a las
consultas planteadas. Se reconoce que tales consultas (que tienen garantía de confidencialidad) solo pueden
ser planteadas por las salas de gobierno, juntas de jueces, asociaciones judiciales o los propios jueces y
magistrados, lo que cierra frontalmente la puerta a que se presenten denuncias o quejas por el
incumplimiento del código por parte de ciudadanos o usuarios del servicio público de la justicia. Un aspecto
que será objeto de polémica, con total seguridad. Ética judicial con una visión endogámica.
Asimismo, la Comisión tiene como función prioritaria promover la difusión y conocimiento de los Principios
de Ética Judicial, lo cual es sin duda un elemento también relevante del Marco de Integridad Institucional
que va encaminado a reforzar el carácter preventivo de la dimensión de la integridad como valor nuclear en
el funcionamiento de tal modelo.
En cualquier caso, al margen de aspectos puntuales que pueden ser objeto de crítica (como en cualquier otro
documento de estas características) no cabe sino aplaudir la iniciativa emprendida, pues supone incorporar
la ética institucional a un ámbito férreamente configurado con un armazón conceptual jurídico-formal, para
el cual este paso (por modesto que sea) es, sin embargo, un avance de notable importancia, si es que se
plasma de forma definitiva. Tiempo habrá, sin duda, de comentar detenidamente su contenido una vez que
el documento sea finalmente aprobado por el Consejo General del Poder Judicial.
Ahora solo debería tomar ejemplo el propio Consejo General del Poder Judicial y proceder, así, a aprobar un
Sistema de Integridad que sea plenamente aplicable a su propia institución. No le vendría mal para reforzar
su imagen y la confianza pública necesaria en ese órgano constitucional. Con ello evitaría que, tras la
aprobación de ese documento de “Principios de Ética Judicial” se le aplique el refrán: “en casa del herrero,
cuchillo de palo”.
En este epígrafe se trata exclusivamente de dar un somero repaso a algunas de las experiencias de
tratamiento de los problemas de ética pública e integridad por parte de algunas Comunidades Autónomas.
Tomaré solo algunos ejemplos o casos, exponiendo únicamente algunas ideas-fuerza y puntos críticos de los
respectivos modelos. Al menos todos ellos (con diferente intensidad y acierto) son muestra de que algo
efectivamente se mueve en el horizonte institucional público, también en el ámbito territorial, por lo que
afecta a la ética pública. Si bien las propuestas y resultados son, tal como se verá, muy diferentes entre sí.
Veamos.
Extremadura
Aparte de las temprana leyes antes citadas de Galicia e Islas Baleares (que recogían algunos aspectos de este
problema), se puede afirmar que, en el ámbito autonómico, el “Código Ético de conducta de los miembros
del Consejo de Gobierno y altos cargos de la Administración de la Comunidad Autónoma de Extremadura”
de 2009(44), es probablemente la primera experiencia de estas características en esos niveles de gobierno
(luego le seguiría el código ético del Gobierno Vasco de 2011).
Este código extiende su ámbito de aplicación asimismo al personal directivo de las entidades del sector
público vinculadas o dependientes de la Administración autonómica. Diferencia entre principios éticos y de
actuación, destinados estos últimos a garantizar mayor transparencia, contención y austeridad en la
ejecución del gasto público (la crisis económica ya había estallado por entonces).
La sistemática del código es muy sencilla: diferencia lo que son las medidas de buen gobierno de las medidas
de transparencia. Dentro de las primeras establece ocho principios éticos, que no define. Entre ellos,
paradójicamente, no están ni la integridad, ni la objetividad ni tampoco la ejemplaridad. Tal vez el hecho de
que sea un código muy prematuro le hizo incurrir en tales omisiones. Pero sí que refleja de modo preciso
normas de conducta. También prevé, dentro de las medidas de transparencia, lo que son propiamente
hablando principios de actuación. La distinción entre principios éticos y principios de actuación es
consistente, aunque baile un poco conceptualmente a la hora de aplicar los términos.
En todo caso, se trata de un código ético de conducta sin atisbos de insertarse en una Marco de Integridad
Institucional. Tan solo prevé un sistema de seguimiento a través de un informe que anualmente el Consejo
de Gobierno elevará a la Asamblea sobre el grado de cumplimiento o incumplimiento del citado código; un
informe que puede ser así como una suerte de rendición de cuentas (sometido al control parlamentario),
pero que no deja de ser un instrumento muy débil como mecanismo de garantía del código. De todas formas,
a través de las medidas de transparencia sí que se han difundido algunas cuestiones vinculadas (en mayor o
menor medida) con el citado código(45).
Galicia
En 2014 se aprobó en esta Comunidad Autónoma un “Código Ético Institucional de la Xunta de Galicia”(46).
Este documento se trata de una experiencia de interés desde el plano formal, puesto que intenta un ensayo
de síntesis de los principios legales que se encuentran diseminados por la normativa aplicable y que van
dirigidos a regular los principios de actuación y las normas de conducta de los altos cargos y funcionarios. En
cualquier caso, la Ley 1/2016, de 18 de enero, como hemos visto, le da carta de naturaleza legal a este código.
El carácter de “Código Institucional” ya nos advierte sobre su amplio ámbito de aplicación. A tal efecto, se
recoge una batería de principios generales (una suerte de mezcla entre valores y principios), pero no se
define cuál su alcance y sentido, lo que se transforma en un listado más de una serie de principios, en
algunos casos de aplicación discutible. A partir de allí se prevén un amplio y extenso número de normas de
conducta que pretenden abarcar un conjunto importante de situaciones en las que se pueden hallar los
cargos y servidores públicos, incluyendo incluso formularios para dar curso a determinadas cuestiones.
Uno de los datos más positivos de este instrumento es el amplio ámbito de aplicación que se recoge en el
mismo, dado que esos principios y normas de conducta se les aplican no solo a los altos cargos, sino también
a todos los funcionarios y empleados públicos, incluyendo al personal eventual. Ese extenso ámbito de
aplicación aporta una intuición innegable, como es sin duda la de construir (o pretender hacerlo) un Marco
de Integridad Institucional que este marcado por su carácter “integral”; esto es, que acoja a toda la
institución. Esa vocación “integral” se ve además ratificada, por un lado, en que se despliega a todo el sector
público de la Xunta de Galicia; y, por otro, por la aplicación de algunas de sus previsiones también a las
empresas que presten servicios a la Administración, recogiendo en los pliegos de contratación tales
cuestiones.
Sin embargo, el modelo institucional propuesto ofrece signos evidentes de desfallecimiento cuando de
garantizar el sistema de integridad se trata. En efecto, el órgano de garantía del sistema de integridad es un
órgano más de la estructura directiva de la Administración de la Xunta, como es la Dirección General de
Evaluación y Reforma Administrativa, lo que cortocircuita el posible carácter de órgano de garantía dotado
de la autonomía, imparcialidad y objetividad necesarias para adoptar una política de integridad realmente
efectiva. Se prevén asimismo algunos mecanismos propios de los Sistemas de Integridad (tales como la
promoción o difusión), pero no existen unos canales idóneos de resolución de dilemas éticos o de quejas o
denuncias, al menos no con las garantías necesarias.
Cataluña
Con este importante Acuerdo se daba cumplimiento a las exigencias recogidas en el artículo 55 de la Ley del
Parlamento de Cataluña 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y
buen gobierno. Y, además, esa aprobación servirá presumiblemente de estímulo para que el resto de
entidades públicas catalanas (por ejemplo, los gobiernos locales) impriman una mayor celeridad en sus
procesos de aprobación de sus respectivos códigos de conducta de “altos cargos” y personal directivo,
exigencia inexcusable de la ley antes citada.
No cabe duda que el código de conducta aprobado por el Gobierno de la Generalitat mejora cualitativamente
el anterior Código de Buenas Prácticas de altos cargos aprobado en noviembre de 2013, que quedaba muy
lejos de otras experiencias ya iniciadas entonces sobre esta materia en contextos no tan lejanos
temporalmente (por ejemplo, el ya citado Código Ético y de Conducta de cargos públicos y personal eventual
del Gobierno Vasco, de 28 de mayo de 2013).
El nuevo código de conducta de la alta administración de la Generalitat se enmarca correctamente, tal como
se indica en el citado Acuerdo, en la necesidad “de disponer de un sistema de integridad pública” y hace
bandera, por tanto, de la “integridad” como motor de actuación de los cargos públicos. Va, por tanto, en la
buena línea.
Asimismo, dentro de esa línea de actuación el Acuerdo establece tres medidas clásicas que se encuadran
tradicionalmente dentro de los Sistemas de Integridad Institucional, tal como la OCDE lo ha venido
estableciendo desde hace casi veinte años. Por consiguiente, la construcción de un marco de integridad no es
retórica, sino efectiva, al menos en algunos puntos. A saber:
Por un lado, se hace una apuesta clara por la difusión de los principios éticos y normas de conducta a través
de políticas formativas, en las que la EAPC (Escuela de Administración Pública de Cataluña) en colaboración
con otras instituciones tendrá un papel determinante. La difusión es una premisa de la prevención. Este
punto tal vez se debería haber resaltado más, pero al menos aparece.
Por otro, se establecen mecanismos o cauces para resolver las consultas (dilemas éticos) que se puedan
plantear por parte de los destinatarios del código (altos cargos y personal directivo), así como se prevé un
procedimiento de quejas, incorporando un “buzón informático” con garantía de confidencialidad. El
“precedente” de (un mal denominado) “buzón ético” puesto en marcha por el Ayuntamiento de Barcelona ha
podido tener aquí su influencia(47).
Y, en fin, se prevé asimismo –y este punto es especialmente importante- la creación de un “Comité Asesor de
Ética Pública”, compuesto de forma mixta por dos altos cargos de la Generalitat y por tres funcionarios,
licenciados en Derecho (no se entiende en este caso esa exigencia de titulación) y que ostenten puestos de
trabajo con un rango orgánico como mínimo de jefatura de servicio. Son nombrados (al parecer
discrecionalmente) por los titulares de tres departamentos de la Generalitat. Sus funciones son importantes
y se despliegan sobre consultas, quejas, recomendaciones, informes y la elaboración de una memoria. A día
de hoy (diciembre 2016), el número de consultas evacuadas por este Comité Asesor es de diez; teniendo en
cuenta que se puso en funcionamiento en el mes de septiembre de ese mismo año, se puede considerar como
una actividad razonable.
2) El sistema de integridad que se diseña se reduce a la “zona alta” de la Administración. Pero este es un
error común, no solo del modelo catalán. Paliado en parte en algunas propuestas recientes (por ejemplo,
aquella que está impulsando, desde la propia Generalitat, un código de conducta aplicable a todos los
servidores públicos), hubiese sido recomendable optar por la construcción de un sistema de integridad no
segmentado, tal como viene sugiriendo la OCDE desde 1997. Focalizar los temas de integridad en la cúspide
de la Administración puede ser una primera medida (ante la presión mediática existente y la mirada crítica
de la opinión pública hacia los responsables políticos o directivos del sector público), pero ese enfoque no
puede obviar que la integridad se debe predicar de toda la institución y no solo de los cargos públicos o del
personal directivo. La OCDE, como se ha dicho, está a punto de aprobar una Recomendación donde incluso
va más allá, tal como ya se ha dicho(48). Sin ciudadanía honesta no puede haber política ni administración
limpia.
3) Con todo, la debilidad más clara del modelo de integridad de la Generalitat estriba no tanto en las
funciones del Comité Asesor de Ética Pública (muy hipotecadas por la propia Ley), sino en la composición
del órgano. Ya el enunciado de Comité “Asesor” nos pone en la pista de las limitaciones (funcionales) del
modelo. Pero de nuevo la Ley dejaba pocos resquicios, aunque alguno sí. A diferencia de los sistemas de
integridad construidos en Euskadi, el modelo de Comité de Ética de la Generalitat opta por una composición
mixta (cargos públicos y funcionarios), pero exclusivamente interna; esto es, sin la incorporación de
“externos” (académicos o profesionales de prestigio en el ámbito de la ética). En cualquier caso, no parece
muy apropiado incorporar a funcionarios para resolver dilemas o cuestiones éticas de altos cargos, puesto
que la presión sobre aquellos puede ser muy fuerte (dado los casos difíciles que deberá resolver), más aún si
ocupan puestos funcionariales de libre designación.
En cualquier caso, la estructura del código es adecuada. Hace una buena definición, por ejemplo, de los
conflictos de interés, incorporando los conflictos “aparentes” (una línea de trabajo avanzada). Tal vez se
eche, en falta, una mejor articulación de valores y principios, previamente definidos (una vez más la
arquitectura de la Ley condiciona, aunque se podría haber salvado ese inconveniente de forma sencilla), pero
se insertan correctamente las normas de conducta dentro de cada principio, si bien faltan algunos valores y
ciertas normas de conducta (por ejemplo, qué hacer frente a las “investigaciones” o “imputaciones” de cargos
públicos), pero la gestión cotidiana que se haga del código por el Comité Asesor ya lo irá advirtiendo. Aunque
se ha creado recientemente (septiembre de 2016), el Comité ya ha tenido que resolver más de diez cuestiones
(once en concreto hasta el 31 de diciembre de 2016), algunas complejas, que aparecen reflejadas en su página
Web.
La aplicación correcta de este sistema de integridad, ahora en sus inicios, requerirá –como ya señalara quien
fuera una autoridad en la materia, Vladimir Jankélévitch(49)- práctica del deber. Y ello exige, como también
recordaba este mismo autor, dosis evidentes de valentía personal. La clara apuesta por la integridad por la
que están optando nuestras instituciones públicas se demuestra andando. No valen rodeos ni efectos
cosméticos. Es una exigencia cotidiana.
Comunidad Valenciana
El caso de la Comunidad Valenciana es, probablemente, el más singular de los hasta ahora aprobados. En
efecto, llama la atención inicialmente que los temas de ética pública e integridad institucional se establezcan
por medio de una disposición de carácter general(50). Este Decreto, si bien aprobado meses antes, debe
relacionarse (aunque difieren en sus sistemas de garantías y en su ámbito) con la Ley de la Comunidad
valenciana 8/2010, de 28 de octubre, de incompatibilidades y conflictos de interés de personas con cargos
públicos no electos, que procede a la creación de una Oficina de Conflictos de Interés, cuya composición es
exclusivamente funcionarial, cuando sus cometidos se despliegan sobre cargos públicos (lo que será, al igual
que en el caso catalán, un hándicap importante en su funcionamiento efectivo). Aunque esa Oficina no
conoce, en absoluto, los problemas relacionados con la regulación de la ética, sino solo son los conflictos de
interés “legales” y las incompatibilidades en las que pueda incurrir la persona que ocupe un cargo público del
ámbito de aplicación de la Ley.
Tal como se ha dicho en estas páginas hasta la saciedad, no se pueden confundir los planos
normativo-jurídicos con los espacios de autorregulación. Bien es cierto que el Decreto de la Comunidad
valenciana regula algún aspecto que es propiamente objeto de una disposición normativa, como es sin duda
todo lo relativo a los Registros de Actividades y de Bienes. Pero no lo es menos que, junto a ellos, aparecen
un elenco reducido de principios (que tampoco se definen) y muy amplio en cambio de normas de conducta,
que no son propiamente hablando materia propia de una disposición de carácter general, sino más
específicamente de un código ético o de conducta, como instrumento de autorregulación de un determinado
colectivo.
El ámbito de aplicación de la norma es, en principio, el personal que tiene la condición de alto cargo o
asimilado de la Administración Pública de la Comunidad valenciana. No se extiende en este caso al personal
eventual. Pero lo más llamativo es que se prevé la extensión de sus principios y normas de conducta, por la
mera “adhesión personal” a otros ámbitos institucionales, tales como a los cargos públicos representativos
locales o al personal directivo de las Universidades.
Las normas de conducta se articulan en torno a cinco grandes ejes o principios. Sorprende que en alguno de
ellos (como es el caso del “Compromiso con los valores democráticos y sociales”) se incorpore como norma
de conducta algo tan obvio como la sujeción a los principios constitucionales, el respeto a los derechos
humanos o el compromiso contra la violencia. Son, como ya se ha dicho anteriormente, presupuestos básicos
del ejercicio de un cargo público ejecutivo en un Estado democrático. No se deberían incluir en un código de
conducta.
Asimismo, hay normas de conducta que se encajan en principios tales como la “sobriedad” (tampoco
definido previamente), que pueden tener interés en un contexto de crisis económica y por prácticas
precedentes que han podido ser contrarias al mismo, pero que desvían la atención principal sobre otros
valores y principios mucho más fuertes (como es el caso de la objetividad, el desinterés subjetivo, la
ejemplaridad, etc.). Y, en fin, se recogen una serie de normas de conducta que no son tales, sino que son
principios de actuación propios de la idea de Buen Gobierno, no coincidente con las cuestiones éticas. Se
presta atención a la transparencia, desde un triple punto de vista: contacto, curriculum y agenda
institucional. Y se reenvía el régimen sancionador a lo establecido en el título II de la Ley 19/2013, de
transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, del que ya hemos expuesto claramente su
error de concepto y su práctica inaplicabilidad. Mal reenvío.
Como órgano de garantía se establece el propio Consejo de Transparencia, Acceso a la Información Pública y
Buen Gobierno. En este aspecto se ha seguido el (también equivocado) modelo estatal de la Ley 19/2013. Si
bien el Consejo de Transparencia de la Comunidad Valenciana tiene una Comisión Ejecutiva colegiada, que
es la que ejerce las competencias más importantes. Su composición viene establecida en el artículo 41 de la
Ley 2/2015, y cabe intuir que la misma tiene una fuerte impronta partidista, por haber tantos miembros
como grupos parlamentarios. En todo caso, atribuir los temas de integridad institucional a un órgano cuya
atribución principal es la transparencia, implica dotar de carácter vicarial a los temas de integridad frente a
una cuestión tan instrumental como es la transparencia. En fin, el mundo al revés.
Aragón
Las Cortes de Aragón están tramitando un importante proyecto de Ley de Integridad y Ética Pública(51). Con
las dificultades que conlleva, como es obvio, comentar un texto aún en proceso de tramitación y cuya versión
definitiva puede sufrir cambios notables, es en todo caso importante dedicar algunos comentarios a lo que
son las líneas maestras de este texto.
El proyecto de Ley mezcla los planos normativos con los de autorregulación, aunque en algunos casos (como
es el de los empleados públicos) reconoce un espacio de desarrollo de las normas legales, mientras que en
otros, paradójicamente el de los altos cargos y asimilados (que es donde más recorrido objetivo existe), no
prevé ningún instrumento complementario de código de conducta, regulando unos evanescentes principios
éticos y de conducta en el texto del proyecto.
Se trata de una iniciativa normativa que, junto a notables puntos de interés (que los tiene), presenta flancos
a la crítica, tal vez por la mezcla de “regulación” de lo que son normas obviamente reservadas a la Ley
(incompatibilidades, conflictos de intereses, órganos de garantía, régimen de lobbies, etc.), con otras que no
deberían serlo (por ser ámbitos más propios de la autorregulación).
El ámbito de aplicación pretende ser muy amplio, pues encuadra tanto a altos cargos y otras figuras
institucionales que se citan (diputados, miembros de la Cámara de Cuentas y del Consejo Consultivo, del
Justicia de Aragón), como a los empleados públicos, aunque en este caso el reenvío es a lo que determine la
legislación aplicable, con un pequeño resquicio en el que se admiten códigos específicos o singulares.
En todo caso, esa dualidad normativa se refleja con particular claridad cuando se prevén dos sistemas o
mecanismos paralelos de carácter “sancionador”: por un lado la Agencia de Integridad y Ética Pública; y, por
otro, los órganos competentes en materia de conflictos de intereses e incompatibilidades. Este complejo
sistema, mediatizado en parte por la confusa legislación básica estatal a la que ya se ha hecho referencia,
puede condicionar bastante el modelo institucional propuesto.
La clave, en efecto, del modelo radica en la creación de una Agencia de Integridad y Ética Pública, pero al
deslindarse con tanta confusión algunas de sus funciones y no preverse con claridad en qué casos habrá
códigos de conducta (salvo los previstos para los empleados públicos), se pueden endosar a este órgano una
serie de cometidos que lo hagan poco efectivo: por ejemplo, la aplicación de unas “normas éticas y de
conducta” de vaguedad considerable en sus contornos y cuya definición quedará siempre a expensas de lo
que resuelva ese órgano.
La Agencia de Integridad y Ética Pública se inspira en cierto modo en el modelo catalán (ente público
comisionado de las Cortes de Aragón), pero sus cometidos funcionales son algo diferentes. Es un modelo
singular, pero tampoco consigue construir un Sistema de Integridad Institucional coherente. Es cierto que en
el proyecto de Ley de Aragón hay muchos aspectos que son de notable interés y que es necesario citar en
estos momentos: el enunciado de la Ley (y la incorporación de la expresión Integridad); la apuesta por la
difusión y formación en materia de ética pública e integridad; la incorporación de los diputados de Cortes al
ámbito de aplicación de la Ley; la incorporación asimismo de los empleados públicos, lo que le da una visión
“integral” de la Integridad; la creación de una Agencia independiente, aunque cabrá esperar cómo se
reparten los puestos de Director y de Subdirectores; etc.
Pero junto a estos datos evidentemente positivos, se advierte un cierto desajuste conceptual en el enfoque
correcto del problema, tal vez como consecuencia de la (mala) influencia de la Ley básica, que parece haber
sido –también en este caso- una pesada losa.
Conviene traer a colación en estos momentos un caso singular (bastante reciente y, por tanto, con mucha
menos experiencia práctica (aunque ya ha conocido varios asuntos) que el del Gobierno Vasco, en el que se
inspira, como es el de la Diputación Foral de Gipuzkoa. Este caso se encuadra en el marco del Acuerdo
Coalición PNV-PSE (Buen Gobierno) y del Plan Estratégico Mandato 2015-2019 (“Buena Gobernanza), uno
de cuyos objetivos es la Mejora de la infraestructura ética,
En efecto, el Acuerdo de la Diputación Foral de 9 de febrero aprueba el Compromiso para una Gobernanza
Ética, Inteligente y Eficiente, donde se establece un Marco de Valores y Principios de Buena Gobernanza e
Integridad Institucional. A partir de ese Acuerdo se aprobó a principios de marzo otro que definía el Sistema
de Integridad Institucional de la Diputación Foral de Gipuzkoa y de su sector público(52).
La Ética Pública no solo se predica, por tanto, de los cargos públicos forales (o altos cargos), sino que
también se pretende extender a los empleados públicos y al conjunto de la Administración. Todo ello influye
(tal como veíamos también en el caso gallego y catalán) sobre el sector privado, o si se prefiere sobre el tejido
social y empresarial que entabla relaciones contractuales o es sujeto perceptor de subvenciones de la propia
Administración.
Brevemente expuestas, las notas que caracterizan a este Sistema de Integridad Institucional (que así se
denomina) son las siguientes:
El Sistema de Integridad apuesta, así, por no solo aprobar códigos para cargos públicos forales y asimilados,
sino extender tales instrumentos a la función pública (empleo público) y a la contratación administrativa o a
las convocatorias de subvenciones.
Se aprueba, sin embargo, un primer código dirigido a los cargos públicos forales, como testigo de la apuesta
institucional por la integridad, anunciando la posterior aprobación de un código de conducta que vaya
dirigido a los empleados públicos. El código de cargos públicos forales prevé una adhesión voluntaria, pero
que puede considerarse como relativa: pues si no se acepta el código no hay nombramiento.
Se prevé asimismo un sistema de difusión y prevención, así como la constitución de un órgano de garantía.
También prevé un sistema de rendición de cuestas y de evaluación.
El Código de Conducta y Buenas Prácticas establece un desdoblamiento nítido entre lo que son valores de
integridad, por un lado, y principios de buenas prácticas, por otro. Los primeros tienen un contenido
marcadamente ético, mientras que los segundos se reconducen a una buena gestión. Pero, además, junto a
cada valor de integridad se le sitúan o encajan una serie de normas de conducta que todo cargo público debe
seguir, destinadas a orientar su forma de proceder desde el punto de vista ético. Y, junto a cada principio de
buena práctica, se le anudan asimismo una serie de normas de actuación, que pretenden guiar una mejora en
la buena gestión pública de los cargos públicos forales.
Además, se incorpora un carácter subsidiario a los mecanismos reactivos, tales como la reprobación y, en su
caso, propuesta de cese; estableciendo incluso un período transitorio de un año para insertar la cultura ética
institucional en las formas de actuar de los cargos públicos forales (o, mejor dicho, para el asentamiento de
los valores y normas de conducta y su plena interiorización por sus destinatarios), puesto que tal código
debería implicar un cambio de hábitos o de actitudes, con la finalidad de fortalecer o crear un “carácter” más
ético. Y se prevén la aprobación periódica de “Guías Aplicativas” (elaboradas por la propia Comisión), que
condensen en su condición de protocolos de actuación cuáles deben ser las conductas o formas de actuar
más conformes al instrumento de autorregulación de los cargos públicos forales.
Tiene la virtud de que reduce los valores a solo cuatro, lo que representa un notable esfuerzo de síntesis:
objetividad; transparencia; ejemplaridad; y austeridad. Pero ello implica sacrificar algunos que son centrales
en la inmensa mayoría de los códigos de ese mismo carácter: por ejemplo, la integridad (que lisa y
llanamente no aparece). Además, hay una cierta confusión entre “objetividad” e “imparcialidad” (principio
este último que se intercambia con el anterior, cuando su alcance no es precisamente el mismo: la
imparcialidad se predica del ejercicio de la función pública, pero difícilmente de la actividad política, como
ya se ha visto en estas páginas).
El código, además, sustituye las normas de conducta por “criterios”, lo que da a entender que se trata de
meras orientaciones o guías para que los altos cargos adecuen su acción pública a los mismos. Y la elección
de la expresión “criterios” no es precisamente neutra. Aunque en los mismos se detallan auténticas normas
de conducta o de actuación, lo cierto es que su incumplimiento no tiene consecuencia alguna. Y este es el
punto más débil del modelo aprobado: no contiene ningún Marco de Integridad Institucional mínimamente
elaborado, lo que transforma el citado código en un instrumento sin posibilidad efectiva de ser aplicado; un
modelo, por tanto, que no tiene consecuencias reales sobre la mejora de la infraestructura ética de la
organización.
Y ello se comprueba de forma fehaciente en que el citado código carece de órgano de garantía (no tiene una
Comisión de Ética o no incluye la figura del comisionado). Tampoco incluye canales o circuitos
(procedimientos) de planteamientos de dilemas, consultas, quejas o denuncias sobre su posible
incumplimiento. El seguimiento del código se lleva a cabo por la Secretaría General Técnica de la Consejería
de Presidencia y Justicia, cuya función es “valorar (anualmente mediante un informe) el cumplimiento” del
código, dando cuenta a la Comisión de Viceconsejeros y, en su caso, al Consejo de Gobierno. Ni siquiera se
prevé expresamente que ese informe se publique en el Portal de Transparencia.
En conclusión, un modelo que, pese a ser el más reciente, apenas se ha sabido inspirar en las opciones más
avanzadas de códigos éticos, sino que ha ido a un modelo de código formal, sin incluirlo en un Marco de
Integridad Institucional. Este es, sin duda, el punto más débil de tal modelo. Su corrección no es compleja,
siempre que hubiera voluntad política para hacerlo. De momento, sus virtualidades no serán muchas, a
pesar de que se prevea un sistema de adhesión, que implica la obligación de seguir tales “criterios” (¿y qué
ocurre si se incumplen u orillan?).
En el ámbito local de gobierno se han producido algunas experiencias de integridad institucional de cierto
interés(54). Ya han sido destacadas las experiencias que impulsó en su día EUDEL que, si bien no han tenido
continuidad hasta ahora, servirán sin duda de precedente para desarrollar las previsiones recogidas en el
artículo 35 de la Ley 2/2016, de 7 de abril, de Instituciones Locales de Euskadi, donde se prevé la
implantación preceptiva de Códigos de Conducta aplicables a los representantes locales y, en su caso, al
personal directivo de las entidades locales. Una obligación que, con carácter previo fue implantada (aunque
con otro trazado normativo, más bien basado en un sistema sancionador) por el artículo 55 de la Ley
19/2014, de 30 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, del
Parlamento de Cataluña. Fue, en todo caso, la primera Ley que impuso esa obligación a las entidades locales.
En todo caso, la primera experiencia que se llevó a cabo en este ámbito, como ya ha sido también expuesto,
fue la impulsada por la Federación Española de Municipios y Provincias que aprobó en su día un “Código de
Buen Gobierno Local”, del que ya me he hecho eco de algunas de sus líneas básicas. Este código ha sido
incorporado mediante acuerdo por diferentes ayuntamientos e incide en aspectos que tienen más que ver
con principios de buen gobierno, algunas medidas para la mejora de la gestión y un buen número de
propuestas vinculadas con el estatuto del representante local. La dimensión era, por tanto, más institucional
y apenas aborda –salvo en cuestiones puntuales- la conducta o comportamiento que deben tener los
políticos locales, volcando el punto de atención –tal como decía- no tanto sobre las cuestiones de integridad
institucional como sobre los principios de buen gobierno y el estatuto de los representantes locales.
La FEMP elaboró un nuevo proyecto de Código de Buen Gobierno, que data de marzo de 2015, pero que –
aunque con una mejor factura en su trazado- en cierta medida adolece de los mismos males, puesto que no
es un código de conducta propiamente hablando, ya que combina la regulación de conductas con principios
de buen gobierno. Tampoco incorpora un Marco de Integridad Institucional, pues no prevé realmente la
creación de órganos de garantía. En todo caso, parece que este código no pasó de ser mero proyecto, pues no
aparece como tal en la página Web de la FEMP.
Asimismo, en el ámbito de los gobiernos locales cabe hacer mención aquí a la existencia de diferentes
códigos deontológicos que se han aprobado en determinadas ciudades francesas (París y Nantes, entre
otras), a la multiplicación de este tipo de instrumentos en el ámbito de gobierno local en el Reino Unido,
especialmente importantes son los códigos éticos aprobados en entidades locales de Australia o, en fin, a la
traslación de algunos de estos Códigos también al panorama de gobiernos locales en España (Ayuntamiento
de Castellón, Irún, Diputación de Ourense, etc.). Algunos meramente retóricos y otros con alguna
efectividad, pero también ha habido casos en que las tensiones derivadas de la gestión de conflictos éticos
han acabado incluso afectando a la credibilidad institucional del sistema en su conjunto.
Un código pionero fue el del Ayuntamiento de Sant Boi, aunque con un trazado muy singular. Hay,
asimismo, algunas otras experiencias locales que van encaminadas a reforzar la integridad institucional
como son los casos de los Ayuntamientos de Mollet del Vallès o de Sant Cugat del Vallès, entre otros, con
diferentes trazados, pues el primero ha apostado por un Código Institucional integral con un sistema de
garantía que descansa en el síndico municipal, mientras que el segundo inició un proceso de fortalecimiento
de la política de integridad, también aplicada a toda la institución.
En la esfera local de gobierno, es preciso resaltar en estos momentos la aprobación reciente (noviembre de
2015) del Código de Conducta, Buen Gobierno y Compromisos con la Calidad Institucional del
Ayuntamiento de Bilbao, que representa un buen ejemplo de cómo un municipio elabora un código inserto
en un Marco de Integridad Institucional a través de la configuración de una Comisión de Ética (con
presencia de dos asesores externos de contrastado prestigio) que interpretará el alcance de los principios y
normas de conducta, resolverá los dilemas éticos, pudiendo promover una serie de medidas con el fin de
garantizar la efectividad del citado Código (entre ellas las de apercibimiento o, incluso, propuestas de cese o
renuncia).
Se trata, en efecto, de impulsar una política de integridad institucional –y esto es importante- con carácter
“preventivo”, no “reactivo”; esto es, los estándares de conducta en la política vasca, independientemente de
cuál sea la fuerza política que gobierne o haya gobernado las instituciones, son elevados (o, por lo menos,
muy razonables), por lo que no se trata de aprobar un Código para “quitar presión” mediática o ciudadana
sobre malas prácticas, sino de impulsar la mejora continua de esos estándares de comportamiento
institucional.
El código del Ayuntamiento de Bilbao se aplica a los cargos públicos representativos de la entidad y al
personal titular de los órganos directivos, así como a los máximos responsables de las entidades del sector
público. Entre sus características más relevantes se encuentra el de ser –al igual que el Código Ético y de
Conducta del Gobierno Vasco- “un instrumento vivo”, que tiene por tanto la finalidad de adaptarse a los
tiempos. El papel de la Comisión de Ética es clave en este punto.
La apuesta del Ayuntamiento de Bilbao es un paso que, hasta la fecha, han dado pocas entidades locales.
Evidentemente, hay aspectos que deberán desarrollarse y mejorarse conforme se planteen cuestiones,
problemas o dilemas éticos (para eso está la propia Comisión de Ética), pero al estar el Código de Conducta
inserto en un Marco de Integridad Institucional es obvio que con ello se persigue principalmente la
prevención a través de la mejora del clima ético de la entidad.
Si algo caracteriza al código del Ayuntamiento de Bilbao, como propusiera asimismo en su día el código de
EUDEL, es que no solo contiene principios y normas de conducta éticas y de buen gobierno, sino que
también incorpora unos compromisos institucionales que asumen tanto los miembros del equipo de
gobierno como los concejales de la oposición, siempre, claro está, que se produzca el acto de adhesión de
estos a las previsiones del citado código.
En todo caso, la Integridad Institucional no puede limitarse al espacio político-directivo, sino que, como se
viene insistiendo en estas páginas, debe predicarse de toda la institución en su conjunto.
Los códigos, sin embargo, son solo una modesta herramienta para restaurar esa dañada confianza en las
instituciones públicas, pero si se insertan en una política de integridad institucional del Gobierno municipal
pueden ser una palanca efectiva para mejorar la confianza o, al menos, con el objetivo de paliar su erosión o
colapso. Es digno subrayar, por último, que Bilbao ha dado un importante paso. Este avance cabe presumir
que servirá de ejemplo para otros ayuntamientos. La imagen y la credibilidad de la institución gana, pero
también la marca de ciudad. Temas nada menores en un mundo en el que la competitividad institucional es
la regla. Esperemos que el resto de gobiernos locales (al menos los vascos) tomen nota.
Saliendo del ámbito vasco, es importante detenerse brevemente en lo establecido en su día por la Ley
19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, del
Parlamento de Cataluña. Esta Ley regula lo que denomina como el “código de conducta de los altos cargos”
(aplicable asimismo a las entidades locales). También, al abordar el tema “Del registro de intereses”, se
ocupa de los códigos de conducta de los grupos de intereses, así como del contenido mínimo que debe tener
ese código de conducta de tales grupos. No acaban ahí las referencias al código de conducta, puesto que en el
régimen de infracciones en las que pueden incurrir los “altos cargos” se tipifica como infracción muy grave el
incumplimiento de los principios éticos y las reglas de conducta a las que hace referencia el artículo 55.1 de la
Ley; y como falta grave establece asimismo “incumplir los principios de buena conducta establecidos por las
leyes y los códigos de conducta, siempre que no constituyan una infracción muy grave”. Un enfoque
claramente sesgado hacia el terreno sancionador. A mi juicio, equivocado; pues mezcla códigos de conducta
(de orientación preferentemente preventiva) con normas sancionadoras (de contenido represivo). Derecho e
integridad pública se cruzan, con resultados que no serán nunca alentadores.
Esta obligación de aprobar códigos de conducta fue primeramente establecida por la Ley catalana. Pero, esa
ley estaba marcada por el precedente del discutible Título II de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de
transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, ya que ese texto normativo estableció unos
gaseosos principios “generales” y “de conducta” aplicables a los “altos cargos locales”, pero no previó una
obligación a las entidades locales de aprobar tales códigos.
Ese estrecho concepto del legislador básico ha sido reconfigurado con un carácter más abierto por el
legislador catalán (al incluir una noción de buen gobierno algo más rica, pero aún insuficiente). En todo
caso, el legislador catalán, contaminado por esa normativa expuesta, ha ido más lejos; puesto que la
interrelación entre códigos de conducta y régimen sancionador se ha terminado constituyendo no como una
suerte de continuum, sino más bien como parte integrante de un mismo sistema; esto es, de la lectura de la
ley 19/2014 puede dar la impresión de que el incumplimiento de los valores, principios o normas de
conducta de tales códigos de conducta deben terminar, siempre y en todo caso, en sanciones (o en aplicación
del régimen disciplinario). Sería mejor no ir por esta vía, sino optar por el régimen sancionador con carácter
subsidiario y excepcional.
En fin, no hay, ciertamente, muchas otras experiencias de gobiernos locales que hayan apostado hasta ahora
por crear tales Marcos de Integridad Institucional. Tampoco en otros niveles de gobierno. El caso del
Gobierno Vasco ha sido ya citado. El modelo más avanzado es, sin duda, este y el de la Diputación Foral de
Gipuzkoa. Algo en esa misma dirección están haciendo –como se ha visto- otros gobiernos autonómicos y
alguna Diputación Foral más (como la Diputación Foral de Álava), así como alguna Diputación de régimen
común.
Por otro lado, la Ley de Instituciones Locales de Euskadi incorpora la idea de Integridad Institucional a
través de la regulación recogida en el artículo 35, aunque esa integridad se acota a “la zona alta”. Allí, en
efecto, se prevé la obligación de que todas las entidades locales vascas deberán disponer de un código de
conducta que reúna en su seno valores, principios, normas de conducta y normas de actuación, aplicables en
todo caso a los representantes locales(56). Este es un Código que requiere adhesión expresa y al que se puede
sumar también el personal directivo. Ello explica que su aprobación sea por el pleno y, en su defecto, por la
junta de gobierno. Si el código se pretende aplicar a todos los representantes locales es obvio que deberá ser
aprobado por el pleno, si solo fuera un código aplicable al equipo de gobierno y personal directivo nada
impediría que se aprobara por la Junta de Gobierno.
Este código de conducta, además, podrá contener principios de buen gobierno y de calidad institucional, así
como normas de actuación en esta materia. Algún precedente ya había en el código aprobado por la
Asamblea de EUDEL en mayo de 2013, pero la expresión más acabada –en el ámbito local vasco- es, tal
como se ha reiterado en estas páginas, el Código del Ayuntamiento de Bilbao(57). Sin duda, cada entidad
local, de conformidad con el principio de autoorganización, deberá elaborar y aprobar su propio código. Pero
una operación de este tipo es sencillamente absurda en un sistema local de gobierno, como es el vasco,
integrado por 251 ayuntamientos, así como por diferentes entidades locales de otro carácter. También lo es
en Cataluña, con muchas más entidades locales (que superan el número de mil). Lo más razonable es que las
distintas entidades locales se adhieran al código-tipo que –en el caso vasco- elabore en su día EUDEL,
aunque la Ley vasca es algo confusa en este apartado, pues se refiere vagamente “al documento que a estos
efectos puedan acordar sus representantes” (artículo 35.3). Esta expresión debería entenderse como una
llamada (como así hacía el proyecto de ley) a que sea la asociación de municipios vascos más representativa
la que proceda a la elaboración de un código de conducta y al que los diferentes ayuntamientos y el resto de
entidades locales puedan voluntariamente adherirse.
Y ello tiene aun más sentido si se piensa que la Ley opta claramente por abrir la posibilidad de que se
configure un sistema de integridad en el que se inserte el código como una pieza más o como elemento
sustantivo del mismo. Este sistema es potestativo, tal como establece el artículo 35.5 LILE, pero realmente es
difícil hacer una apuesta efectiva por la integridad institucional local sin establecer un sistema de
seguimiento, control y evaluación del código, del que –al igual que estableciera en su día el Gobierno Vasco y
otras instituciones forales y locales del país- la Comisión de Ética es una pieza de cierre del modelo(58).
En el caso de las entidades locales vascas, la construcción de ese sistema de integridad institucional, tal como
vengo insistiendo, no puede recaer sobre cada municipio o entidad local. Al igual que debe existir un
código-tipo de conducta, también debería haber una Comisión de Ética común, sin perjuicio de la existencia
de la figura del Comisionado de Ética en cada entidad local (en este punto el ejemplo del modelo que está
elaborando la Federación de Municipios de Cataluña, inspirado a su vez en modelos vascos antreriores,
puede ser un marco de referencia). Las consultas, quejas o dilemas que se planteen en cada entidad local
podrían ser elevadas a la Comisión de Ética para que diera un criterio común en su aplicabilidad. Nada peor
para los sistemas de integridad institucional que optar en las entidades locales por soluciones distintas para
resolución de problemas comunes. Y eso solo lo puede resolver una Comisión de Ética Local, con base en
EUDEL. Parece que en el caso vasco es la solución institucional más razonable.
Lo mismo cabe decir del caso catalán, de forma corregida y aumentada. Aunque en este supuesto la
existencia de dos asociaciones de municipios podría plantear algunas disfunciones, puesto que la promoción
de un código-tipo por cada una de ellas se complica en cuanto que hay ayuntamientos o entidades locales
que están inscritas a ambas. Probablemente, puede haber puntos de consenso. Y, en todo caso, tal como se
ha dicho, se están llevando a cabo iniciativas tanto por la Federación de Municipios de Cataluña como por la
Generalitat de Cataluña que pretenden cubrir ese vacío. En los próximos meses se despejarán tales
incertidumbre. De momento, como se ha dicho, hay ayuntamientos que promueven sus propios códigos.
Especialmente importante es el caso del Ayuntamiento de Barcelona, que requeriría un tratamiento aparte
(aunque, cuando esto se escribe, solo es todavía un proyecto “normativo”).
NOTAS:
(1). El presente trabajo se corresponde con los dos últimos capítulos de la primera parte del libro Integridad
y Transparencia, que será publicado próximamente. Este origen explica las referencias que se hacen en el
texto a otros capítulos o apartados, así como los reenvíos a obras o artículos antes citados. He preferido
mantener el tono literal de todas estas cuestiones, para no alterar el texto original. Su publicación de forma
individualizada se lleva a cabo con el objetivo de difundir una serie de conceptos muy básicos sobre esta
materia que no se encuentran debidamente asentados en nuestro sector público.
(3). I. Berlin, “La inevitabilidad histórica”, Sobre la libertad, Alianza Editorial, 2004, p. 200.
(5). Ibídem, p. 93. Allí dice lo siguiente: “La confianza no sobrevive al mundo de la instantaneidad. Debe
construirse, ganarse en el tiempo. La confianza instantánea o la fe instantánea no son reales. Hace falta
tiempo para confiar”. En otros términos se expresa L. Concheiro (utilizando parte del argumentario de
Virilio y de algún otro filósofo como Buyng-Chul Han), cuando, en relación con la destrucción de las carreras
políticas, afirma lo siguiente: “El tiempo de los políticos ya no es eterno. Viven conscientes de su propia
fugacidad y de la fragilidad de su poder. Aspirar a la permanencia es un sinsentido. Una larga carrera política
se destruye en un santiamén”.
(6). Ausín Díez, “Ética Pública para generar confianza”, Revista Vasca de Gestión de Personas y
Organizaciones Públicas, núm. 9, IVAP, p. 32.
(7). Esa tendencia no solo se ha marcado desde la política de integridad institucional que desarrolla la OCDE
a partir de 1997, sino que se ha extendido “sectorialmente”, por ejemplo en el campo de la contratación
administrativa. Ver, por ejemplo: Principles for Integrity in Public Procurement, OCDE, 2009. Una
manifestación de tal tendencia es, sin duda, la representada por los Pactos de Integridad, impulsados entre
nosotros por “Transparencia Internacional España”.
(8). Un análisis de las primeras experiencias, alejadas de esa concepción de Marcos Institucionales de
Integridad, puede encontrarse en C. Prieto Romero, “Medidas de transparencia y ética pública: los códigos
éticos, de conducta o de buen gobierno”, Anuario de Gobierno Local 2011, Fundación Democracia y
Gobierno Local, pp. 215 y ss.
(9). Dictamen 702/2012, de 19 de julio, del Consejo de Estado sobre Anteproyecto de Ley de transparencia,
acceso a la información pública y buen gobierno. Se puede consultar en:
http://www.boe.es/buscar/doc.php?id=CE-D-2012-707.
(14). Aunque en su día hubo alguna voz crítica, no exenta de una carga de profundidad innegable que, como
en el caso de Alain, ya hace un siglo puso en entredicho la idea de confianza en las instituciones,
promoviendo, por el contrario, la desconfianza como base de una ciudadanía democrática exigente. Ver, al
efecto, su magnífica obra: El ciudadano contra los poderes, Tecnos, Madrid, 2016.
(15). Cabe destacar aquí dos de ellos: El Marco de Integridad Institucional en España. Situación actual y
recomendaciones, cit; y Ética Pública y Buen Gobierno, cit.
(16). E. de Bono, Simplicidad. Técnicas de pensamiento para liberarse de la tiranía de la complejidad,
Paidós, Barcelona, 2009.
(22). Existen, por ejemplo, en el ámbito del Poder Ejecutivo un Ministerial Code, un Code of Conduct for
Special Adviser, así como un Civil Service Code. Este Código, aprobado inicialmente en 1995, tuvo después
enorme influencia sobre otros ámbitos o niveles de gobierno, por ejemplo los niveles locales de gobierno.
Fiel a la tradición estatutaria de las normas que regulan el Servicio Civil, el Código no fue aprobado
inicialmente por una Ley, pero en la transcendental Constitucional Reforme and Governance Act de 2010, se
previó expresamente ya la existencia de este Código para el Servicio Civil.
(23). Cabe recordar en estos momentos que el empuje inicial del asentamiento de los códigos éticos y de
conducta en el Reino Unido provino precisamente por los escándalos acaecidos en el Parlamento británico
en materia de conflictos de interés. Ver, al respecto, el importante documento que se elaboró en 1995 con la
finalidad de restaurar la confianza perdida: Informe Nolan. Normas de Conducta en las Instituciones
Públicas, editado en castellano por el Instituto Vasco de Administración Pública, 1996 (también hay una
edición del INAP).
(25). OECD, Draft Recommendation on the council on public integrity, Deadline for comment, 22 march
2016. Ver, asimismo: Working Party of senior public integrity officials. Comments Received During the
Public Consultation on the Draft Recommendation of the OECD Council on Public Integrity
GOV/PGC/INT(2016)2, julio 2016.
(26). Integrity Pacts in Public Procurement. An implementation Guide, Transparency International, 2013.
(29). Ley 4/2006, de 30 de junio, de transparencia y buenas prácticas en la Administración Pública gallega.
Ver, en especial, capítulo III, sobre miembros del Gobierno y altos cargos de la Administración
(particularmente, artículo 15, principios de actuación).
(30). Ley 4/2011, de 31 de marzo, de la buena administración y del buen gobierno de las Illes Balears.
(32). BOPV núm. 102, 31 de mayo de 2011, por el que se da publicidad a la Resolución de 23/2011, de 11 de
mayo, de la Directora de la Secretaría del Gobierno y de Relaciones con el Parlamento, por la que se dispone
la publicación del Acuerdo adoptado por el Consejo de Gobierno, por el que se aprueba el Código de Ética y
Buen Gobierno de los miembros del Gobierno, altos cargos, personal eventual y demás cargos directivos al
servicio del sector público de la Comunidad Autónoma de Euskadi.
(34). Esta parece ser, entre otras, la línea de tendencia del proyecto de ley de integridad y ética pública de la
Comunidad Autónoma de Aragón, cuando crea una Agencia de Integridad y Ética Pública.
(35). Ver, respectivamente, sus trabajos: “Buen Gobierno: ámbito de aplicación, principios generales y de
actuación, infracciones disciplinarias y conflictos de intereses”; “Buen gobierno: infracciones en materia de
gestión económico-presupuestaria y régimen sancionador”; ambos trabajos en E. Guichot, Coordinador,
Transparencia, acceso a la información pública y Buen Gobierno, cit., pp. 247-329. Asimismo, sobre este
tema es importante el estudio de M. Bassols Coma, “Buen gobierno, ética pública y altos cargos”, en
Memorial para la Reforma del Estado. Estudios en homenaje al profesor Santiago Muñoz Machado, J. M.
Baño León (Coordinador), CEPC, Madrid, 2016, volumen III, pp. 2159 y ss.
(36). Tratado de lo mejor. La moral y las formas de vida, Alianza Editorial, 1995, p. 117.
(37). Un fenómeno ampliamente estudiado, con un foco especial en la evolución de algunos países (como,
por ejemplo, Estados Unidos). Ver, al respecto: S. Rose-Ackerman, Corruption and government: causes,
consequences and reforms, Cambridge University Press, 1999; y F. Anechiarico, J. B. Jacobs, The pursuit of
absolute integrity, University of Chicago Press, 1996.
(38). Ver: BOPV núm. 105, de 3 de junio de 2013, por el que se da publicidad a la Resolución 13/2013, de 28
de mayo, del Director de la Secretaría del Gobierno y de Relaciones con el Parlamento, por la que se dispone
la publicación del Acuerdo adoptado por el Consejo de Gobierno <<por el que se aprueba el Código Ético y
de Conducta de los cargos públicos y personal eventual de la Administración General e Institucional de la
Comunidad Autónoma de Euskadi>>. En fechas, recientes se ha publicado una versión de texto consolidado
de tal Código Ético y de Conducta, donde se incorporan todas las modificaciones (o adaptaciones) que se han
hecho en los últimos años. Ver: Resolución 67/2016, de 22 de noviembre, del Viceconsejero de Relaciones
Institucionales, por la que se dispone la publicación del Acuerdo adoptado por el Consejo de Gobierno por el
que se aprueba el Texto Refundido del Código Ético y de Conducta de los cargos públicos de Administración
de la Comunidad Autónoma de Euskadi y su sector público, y se incorporan a dicho Código nuevas
previsiones (BOPV núm. 226, de 28 de noviembre de 2016).
(39). Comentarios o referencias doctrinales a este Código se pueden hallar en los siguientes trabajos: R.
Bustos Gisbert, “Las reglas de conducta de los políticos: evolución en el Reino Unido”, Revista Vasca de
Administración Pública núm. 104 pp. 104 y ss.; E. Pérez Vera, “Ética frente a corrupción: la reciente
experiencia de la Comunidad Autónoma del País Vasco, Revista Vasca de Gestión de Personas y
organizaciones públicas, núm. 9, pp. 42 y ss.; y R. Jiménez Asensio, “Ética pública, política y alta
administración. Los códigos éticos como vía para reforzar el Buen Gobierno, la calidad democrática y la
confianza de la ciudadanía en sus instituciones”, Revista Vasca de Gestión de Personas y organizaciones
públicas, núm. 5, pp. 46 y ss.
(40). Editada por el IVAP, Oñati, 2015. La Memoria de la Comisión de Ética Pública del Gobierno Vasco
también ha sido editada por el IVAP en 2016.
(42). Ver: Acuerdo de 18 de marzo de 2015, del Pleno del Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y
la Competencia, por el que se aprueba el Código de conducta del personal de la Comisión Nacional de los
Mercados y la Competencia (BOE núm. 277; de 19 de noviembre de 2015).
(43). Sobre ese déficit del Poder Judicial español (la inexistencia de un código de conducta) ya me detuve
hace algunos años en el trabajo: “Imparcialidad judicial: su proyección sobre los deberes (código de
conducta) y derechos fundamentales del juez”, en el libro dirigido por el profesor Alejandro Saiz Arnaiz, Los
derechos fundamentales de los jueces, Marcial Pons/CEJFE, Madrid/Barcelona, 2012, pp. 27 y ss.
(44). Ver: Resolución de 31 de marzo de 2009, del Consejero de Administración Pública y Hacienda (DOE
núm. 64; de 2 de abril de 2009).
(46). Mediante Resolución de 8 de septiembre de 2014, se publicó el Acuerdo del Gobierno de la Xunta de 24
de julio del mismo año por el cual se aprueba el “Código Ético Institucional de la Xunta de Galicia”
(47). Las normas reguladoras del “Buzón Ético y de Buen Gobierno” del Ayuntamiento de Barcelona, fueron
aprobadas por la Comisión de Gobierno el 6 de octubre de 2016. Pueden consultarse en la siguiente
dirección electrónica: http://ajuntament.barcelona.cat/transparencia/es/buzon-etico-y-de-buen-gobierno
(48). OECD, Draft Recommendation on the council on public integrity, Deadline for comment, 22 march
2016.
(50). Decreto 56/2016, del Consell, de 6 de mayo, por el que se aprueba el Código de Buen Gobierno de la
Generalitat.
(52). Ver el texto completo del Sistema de Integridad Institucional, Código de Conducta y Buenas Prácticas
de cargos públicos forales, así como Decreto Foral de creación de la Comisión de Ética Institucional del
sector público foral del Territorio Histórico de Gipuzkoa, en
http://www.gipuzkoa.eus/es/diputacion/sistema-de-integridad
(53). Ver: Acuerdo de 31 de octubre de 2016, del Consejo de Gobierno, por el que se aprueba el código ético
de los altos cargos de la Administración de la Comunidad de Madrid y de sus entes adscritos (BOCM núm.
263, de 2 de noviembre de 2016).
(54). Sobre esta cuestión, puede consultarse el trabajo de C. Campos Acuña, “Códigos éticos y buen gobierno
local en la Ley de Transparencia”, Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas, núm. 9,
especialmente pp. 75 y ss.
(56). Ciertamente, hay alguna otra ley que ya preveía la aprobación de Códigos de Conducta en el ámbito
local; por ejemplo, la Ley 1/2014, de 26 de junio, del Parlamento Vasco, o la Ley 19/2014, de 29 de
diciembre, del Parlamento de Cataluña (aunque en este caso conectaba el incumplimiento de los principios o
normas de conducta con el régimen sancionador). Pero ninguna de ellas establece la posibilidad de
implantar un sistema de integridad tal como prevé la propia Ley 2/2016.
(57). El Código de Conducta, Buen Gobierno y Compromiso con la Calidad Institucional del Ayuntamiento
de Bilbao puede consultarse en la propia página Web del municipio: www.bilbao.eus
(58). Ver: Código Ético y de Conducta de los cargos públicos y personal eventual de la Administración
General e Institucional de la Comunidad Autónoma de Euskadi, cuya redacción inicial (ha sido modificado
en alguna ocasión) fue publicada en el BOPV de 3 de junio de 2013. Un modelo ciertamente avanzadode
integridad institucional, tal como reitero en el texto, es el recientemente aprobado (1 de marzo de 2016)
Sistema de Integridad Institucional de la Diputación Foral de Gipuzkoa y de su sector público. Cuyo
contenido puede consultarse en la página Web creada al efecto.