Victoria Rojas

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Victoria Rojas

En un tranquilo valle del estado de Nueva York, Sleepy Hollow, circulan


todo tipo de creencias e historias de fantasmas. La más popular es la
leyenda del Jinete sin Cabeza, terrorífico espectro de un soldado cuya
cabeza fue arrancada por una bala de cañón. Ichabod Crane, respetado
maestro de la comunidad que lucha por el amor de la bella Katrina,
tendrá la oportunidad de constatar la veracidad de esa leyenda.
Washington Irving

La leyenda del jinete sin cabeza


ePub r1.0
GONZALEZ 26.07.16
Título original: The Legend of Sleepy Hollow
Washington Irving, 1820
Traducción: Ediciones B

Editor digital: GONZALEZ


ePub base r1.2
LA LEYENDA
DE SLEEPY HOLLOW
Encontrado entre los papeles
del difunto Dietrich Knickerbocker

En el seno de uno de esos espaciosos recodos que forma el río Hudson en su


tramo oriental, y que los antiguos navegantes holandeses llamaban Tappaan Zee,
donde los marinos prudentemente recogían sus velas e imploraban el apoyo de
San Nicolás, se encuentra un pequeño pueblo rural, en el que se celebran ferias
con frecuencia. Algunos la llaman Greensburgh, pero la mayoría la conoce más
propiamente por Tarry Town. Se dice que le dieron este nombre las amas de casa
de la región vecina, debido a la inveterada propensión de sus maridos a pasar el
tiempo en la taberna de la villa durante los días de mercado.[1] Como quiera que
sea, yo no aseguro este hecho, sino que simplemente me limito a hacerlo constar
para ser exacto y veraz. No muy lejos de esta villa, quizá a unos tres kilómetros,
se encuentra un vallecito situado entre altas colinas, que es uno de los lugares
más tranquilos del mundo. Corre por él un arroyo, cuyo murmullo es suficiente
para adormecer al que lo escucha; el canto de los pájaros es casi el único sonido
que rompe aquella tranquilidad uniforme. Recuerdo, cuando era todavía joven,
mi primera excursión de caza en un bosque de nogales que da sombra a uno de
los lados del valle. Había iniciado la caminata al mediodía, cuando todo está
tranquilo, tanto que me asustaban los disparos de mi propia escopeta que
interrumpían la tranquilidad del sábado y que el eco reproducía. Si quisiera
encontrar un refugio a donde dirigirme para huir del mundo y de sus
distracciones, y pasar en ensoñaciones el resto de una agitada vida, no conozco
lugar más indicado que este pequeño valle.
Debido a la particular tranquilidad del lugar y al carácter de sus habitantes,
que son descendientes de los originarios colonos holandeses, esta aislada región
ha sido llamada Sleepy Hollow.[2] En las regiones vecinas se llama a los
campesinos de esta región «los muchachos de Sleepy Hollow». Una influencia
letárgica y ensoñadora parece invadir hasta la misma atmósfera. Algunos dicen
que un doctor alemán embrujó el lugar, en los primeros días de la colonia; otros
afirman que un viejo jefe indio, brujo de su tribu, celebraba aquí sus peculiares
ceremonias, antes de que estas tierras fueran descubiertas por Hendrick Hudson.
Lo cierto es que el lugar continúa todavía bajo la influencia de alguna fuerza
mágica, que domina las mentes de todos los habitantes, obligándolos a caminar
como en una continua ensoñación. Creen en toda clase de cosas maravillosas;
están sujetos a trances y visiones; frecuentemente observan hechos extraños y
oyen melodías y voces en el aire. En toda la región abundan las leyendas locales,
los lugares encantados y las supersticiones. Las estrellas fugaces y los meteoros
aparecen con más frecuencia aquí que en ninguna otra parte del país, y los
monstruos parecen haber elegido este lugar como escenario favorito de sus
juegos.
Sin embargo, el espíritu dominante que se aparece en estas regiones
encantadas, y que parece ser el comandante en jefe de todos los poderes del aire,
es un jinete sin cabeza. Se dice que es el fantasma de un soldado de las tropas del
gran duque de Hesse al que una bala de cañón le arrancó la cabeza, en una
batalla sin nombre, durante una revolución; los campesinos lo ven siempre
corriendo por las noches, como si viajara en las alas del viento. Sus excursiones
no se limitan al valle, sino que a veces se extienden por los caminos adyacentes,
especialmente hasta cerca de una iglesia cercana. Algunos de los más fidedignos
historiadores de estas regiones, que han coleccionado y examinado
cuidadosamente las versiones acerca de este espectro, afirman que el cuerpo del
soldado fue enterrado en la iglesia, que su espíritu vuelve a caballo al escenario
de la batalla en busca de su cabeza y que la fantástica velocidad con que
atraviesa el valle se debe a que ha perdido mucho tiempo y tiene que apresurarse
para entrar en el cementerio antes de la aurora.
Esta es la opinión general acerca de esta superstición legendaria que ha
suministrado material para más de una extraña historia en aquella región de
sombras. En todos los hogares de la región se conoce este espectro con el
nombre de «jinete sin cabeza de Sleepy Hollow».
Es notable que esa propensión por las visiones no se limita a las personas
nacidas en el valle, sino que se apodera inconscientemente de cualquiera que
resida allí durante algún tiempo. Por muy despierto que se haya estado antes de
llegar a aquella región, es seguro que en poco tiempo estará sometido al embrujo
del aire y se volverá más imaginativo, empezará a soñar y a ver apariciones.
Menciono este pacífico lugar con todas las alabanzas posibles, pues es en
estos pequeños y retirados valles —que se encuentran aquí y allá en todo el
Estado de Nueva York— donde la población, las costumbres y las formas
permanecen fijas, mientras que la gran corriente de inmigración y progreso, que
tan incesantes cambios está produciendo en otras partes de este inquieto país,
pasa inadvertida. Esos valles son como los pequeños remansos de aguas
tranquilas que bordean un rápido río; donde es posible ver las burbujas y las
hojas que flotan en la quietud del agua, imperturbables ante la rapidez de la
corriente que pasa de largo. Aunque han pasado muchos años desde que atravesé
las sombras de Sleepy Hollow, me pregunto si no encontraría todavía los mismos
árboles y las mismas familias vegetando en su protegido refugio.
En este sitio apartado por naturaleza, vivió en un remoto período de la
historia americana, es decir hace más o menos treinta años, un notable individuo
llamado Ichabod Crane, que residía temporariamente, o como a él le gustaba
decir, «se demoraba» en Sleepy Hollow, con el propósito de instruir a los niños
de la vecindad. Había nacido en Connecticut, región que suministra a los Estados
Unidos pioneros no solo para el cultivo de la mente sino también para el bosque,
puesto que produce anualmente legiones de leñadores y de maestros de escuela.
El sobrenombre de «Crane»[3] no era inaplicable a su persona. Era alto,
excesivamente flaco, de hombros estrechos, largo de brazos y piernas y cuyas
manos parecían estar a un kilómetro de distancia de las mangas. Su cabeza era
pequeña, plana en la parte superior, provista de enormes orejas, grandes ojos
vidriosos de color verde y una nariz grande, prominente, por lo que parecía el
gallo metálico de una veleta que indicara desde qué lado sopla el viento. Al verlo
caminar en un día tormentoso, flotando el traje alrededor de su cuerpo
esmirriado, se lo podía haber tomado por el espíritu del hambre descendiendo
sobre la tierra, o por algún espantapájaros escapado de un maizal.
Su escuela era un edificio bajo, construido rústicamente con troncos, que se
componía de un solo cuarto; algunas de las ventanas tenían vidrios; otras estaban
cubiertas con hojas de viejos cuadernos borradores. En las horas en que el
maestro no se encontraba en la escuela, se mantenía cerrada mediante una varilla
de mimbre enroscada en el picaporte de la puerta y palos que trababan los
postigos de las ventanas, de forma tal que, si un ladrón lograba entrar,
encontraría complicado salir. El edificio de la escuela estaba situado en un paraje
bastante solitario pero agradable, al pie de una colina boscosa; un pequeño
arroyo corría cerca de ella y en uno de sus extremos crecía un gran abedul. El
murmullo de las voces de los alumnos recitando sus lecciones, parecía, en un
soñoliento día de verano, algo así como el runrún de una colmena, interrumpido
de cuando en cuando por la voz autoritaria del maestro en tono de amenaza o de
orden, o quizá por el sonido de la vara, que hacía marchar por el florido sendero
del conocimiento a alguno de sus discípulos. Cierto es que era un hombre
concienzudo que siempre tenía en mente aquella máxima de oro: «Guarda la
vara y malcriarás al niño». Ciertamente los alumnos de Crane no se malcriaban.
Sin embargo, no quisiera que el lector se imaginara que Crane era uno de
esos crueles directores de escuela que se complacen en el suplicio de sus
alumnos; por el contrario, administraba justicia con discreción, más que con
severidad, evitando cargar los hombros de los débiles y echándola sobre los de
los fuertes. Perdonaba a los flojos muchachos que temblaban al menor
movimiento de la vara; pero las exigencias de la justicia se satisfacían
suministrando una doble porción a algún chiquillo holandés obstinado, que se
indignaba y se endurecía bajo el castigo. Crane decía que esto era «cumplir con
su deber para con los padres», y nunca infligió una pena sin tener la seguridad,
consoladora para sus alumnos, de que el niño «lo recordaría y se lo agradecería
durante toda la vida».
Cuando terminaban las clases, Crane era, incluso, el compañero de juegos de
los muchachos mayores; y en algunas tardes acompañaba a sus casas a los más
pequeños que se distinguían por tener hermanas bonitas o por ser sus madres
reputadas cocineras. Le convenía estar en buenas relaciones con sus alumnos. El
salario que obtenía de la escuela era escaso, tanto que difícilmente hubiera
bastado para proporcionarle el pan de cada día, pues tenía gran apetito y, aunque
flaco, tenía la capacidad de expansión de una boa. Para ayudarlo a mantenerse,
de acuerdo con la costumbre de aquellas regiones, los padres de sus alumnos le
proporcionaban casa y comida. Vivía una semana en casa de cada uno de ellos,
recorriendo así toda la vecindad, llevando sus efectos personales atados en un
pañuelo de algodón.
Para que esta carga no fuera muy onerosa para los bolsillos de sus rústicos
patrones, que se inclinaban a considerar a la escuela como una carga gravosa y
que tenían a los maestros por simples zánganos, Crane se valía de diferentes
procedimientos a fin de hacerse útil y agradable. En algunas ocasiones ayudaba a
los granjeros en los trabajos menos difíciles: formar las parvas, llevar los
caballos al abrevadero, arrear las vacas a las tierras de pastoreo y cortar leña para
el hogar. Dejaba de lado toda la dignidad y arrogancia con los que gobernaba en
su pequeño reino escolar, y se volvía maravillosamente gentil. Agradaba a las
madres, acariciando a los chiquillos, particularmente a los más pequeños, y
como el león, que de puro magnánimo se hizo amigo de la oveja, se pasaba las
horas enteras con un niño en las rodillas, mientras mecía con el pie la cuna de
otro.
Además de sus otras actividades, era el maestro de canto del pueblo y ganaba
sus buenos chelines instruyendo a la gente joven en la entonación de salmos.
Aposentarse los domingos en el coro de la iglesia, acompañado por un grupo de
cantores elegidos, era fuente de no poco orgullo para él, que creía llevarse las
palmas a los ojos del párroco por ser el mejor entre todos esos cantores. Cierto es
que su voz se elevaba muy por encima de la del resto de la congregación. En
aquella iglesia todavía se oyen los domingos vibraciones que alcanzan a más de
un kilómetro de distancia, y que muchos tienen por descendientes legítimos de la
nariz de Crane. Mediante estos diversos e ingeniosos procedimientos, aquel
notable pedagogo se las arreglaba para vivir bastante bien; y todos los que no
entendían nada del trabajo intelectual creían que su vida era maravillosamente
fácil.
El maestro de escuela es, en general, un hombre de cierta importancia en los
círculos femeninos de una región rural, por considerárselo una especie de
caballero ocioso, de gustos y logros enormemente superiores a los de los rudos
campesinos y cuya sabiduría es solo inferior a la del párroco. En consecuencia,
en cuanto aparece a la hora del té en una granja, provoca cierta agitación y la
aparición sobre la mesa de un plato adicional de golosinas o de tortas,
induciendo a veces al ama de casa a sacar a relucir la tetera de plata. Nuestro
literato, en consecuencia, estaba feliz de ver las sonrisas que le prodigaban todas
las damiselas de la región. ¡Cómo sobresalía su figura en el patio de la iglesia,
durante los intervalos entre las misas de los domingos, repartiendo entre ellas las
uvas que había recolectado de los viñedos vecinos, recitando los epitafios de las
lápidas o caminando, despreocupadamente rodeado por ellas, los caminos
linderos de los molinos vecinos, mientras los tímidos galanes pueblerinos, se
quedaban atrás avergonzados, envidiando su elegancia y compostura superiores!
Esta vida medio errante también lo convertía en una especie de gaceta
ambulante que llevaba de casa en casa todos los chismes locales, por lo que
siempre se lo recibía con satisfacción. Además, las mujeres lo estimaban por ser
un hombre de gran erudición, que había leído íntegramente varios libros y que
dominaba a la perfección la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, obra de
Cotton Mather en la cual él creía fervientemente.
Crane era, en realidad, una extraña mezcla de picardía aldeana e ingenua
credulidad. Su apetito por lo maravilloso y su capacidad para digerirlo eran
igualmente extraordinarios, cualidades ambas que había aumentado residiendo
en aquella región encantada. Ningún relato era demasiado extraño o monstruoso
para su gusto. Después de haber terminado sus clases se entretenía, tendido en el
prado junto al arroyo que pasaba al lado de su escuela, leyendo el terrible libro
de Mather, hasta que la página impresa era solo un conjunto de puntos negros. Se
dirigía entonces a través de los arroyos y pantanos y de los sombríos bosques,
hacia la granja en la que le tocaba vivir esa semana. En aquella hora embrujada,
todo sonido de la naturaleza excitaba su fogosa imaginación: los graznidos de las
aves desde la colina, los silbidos de los renacuajos, los truenos anunciando la
tormenta, los gemidos de las lechuzas o la desbandada de los pájaros asustados
por el canto del gallo. Las luciérnagas que titilaban en los lugares más oscuros lo
alarmaban cuando alumbraban el camino con su extraña luz. Incluso si, por
casualidad, algún escarabajo venía volando a estrellarse contra él, pensaba que
era obra de alguna bruja. En tales ocasiones el único recurso con el que contaba
para cambiar sus pensamientos o alejar los espíritus maléficos consistía en cantar
salmos; los buenos habitantes de Sleepy Hollow, sentados a las puertas de sus
casas, se asustaban al oír la melodía nasal que parecía flotar en alguna colina
distante o a lo largo del oscuro camino.
Otra de sus diversiones terroríficas consistía en pasar las largas noches de
invierno con las viejas holandesas, mientras ellas hilaban, junto al fuego en el
que se asaban en fila las manzanas. Escuchaba entonces sus tenebrosos relatos
acerca de aparecidos, de espíritus y duendes, de casas embrujadas, de arroyos,
puentes y campos fantasmales, y en particular del jinete sin cabeza, o el soldado
de Hesse, como se lo llamaba a veces. A cambio, él las divertía a su vez con sus
anécdotas de brujerías y con las portentosas visiones y terribles signos y sonidos
del aire, que prevalecían en los primeros tiempos de Connecticut, o las
aterrorizaba con teorías acerca de los cometas y las estrellas fugaces, y con el
hecho alarmante de que el mundo daba vueltas y que la mitad del tiempo, ellos
se encontraban patas para arriba.
Pero bastante caro le costaba el placer de sentarse bien abrigado al lado del
fuego, en una habitación en la que ningún fantasma se atrevería a presentarse,
pues debía pagarlo con los terrores de su vuelta a casa. ¡Qué terribles formas y
sombras se cruzaban en su camino, a la luz tenue y espectral de una noche de
nevada! ¡Con qué ansiedad observaba el más débil rayo de luz proveniente de
alguna ventana distante! ¡Cuántas veces un arbusto cubierto de nieve le pareció
un fantasma que, vestido con una sábana, se cruzaba en su camino! ¡Cuántas
veces tembló de espanto al oír el ruido que hacían sus propias pisadas sobre la
tierra helada! Temía darse vuelta, no fuera a encontrarse con algún horrible
monstruo. ¡Cuántas veces se sentía próximo a desmayarse al confundir el ruido
de alguna ráfaga de viento entre las ramas de los árboles, con el jinete sin
cabeza!
Todo esto, sin embargo, no era más que el terror de la noche, fantasmas de la
mente que se deslizan en la oscuridad; y aunque había visto muchos espectros en
su vida y más de una vez se había sentido poseído por el mismo Satanás en
diferentes formas durante sus paseos nocturnos, todo terminaba con la llegada
del día. Habría tenido una vida feliz a pesar del diablo y de sus malas obras, si
no se hubiera cruzado en su camino un ser que causa más preocupaciones a los
hombres mortales que los aparecidos, los espíritus y todas las brujas juntas: una
mujer.
Entre los alumnos de música que se reunían una tarde por semana para
aprender el canto de los salmos, se encontraba Katrina Van Tassel, hija única de
un rico labrador holandés. Era una floreciente joven de 18 años, regordeta, de
piel rosada como los duraznos de la huerta de su padre, apreciada por todos no
solo por su belleza, sino por las expectativas de la riqueza que habría de heredar
algún día. Además, era algo coqueta, lo que podía percibirse incluso en su
vestuario, que mezclaba muy apropiadamente lo antiguo y lo moderno como
para hacer resaltar sus encantos. Llevaba joyas de oro puro, que había traído de
Saardam su tatarabuela, el tentador chaleco de los antiguos tiempos y una falda
tan provocadoramente corta, que permitía ver el más bello tobillo y pie de toda
la región.
Ichabod Crane tenía un corazón blando y veleidoso hacia el bello sexo. No es
de extrañar que muy pronto se decidiera por un bocado tan tentador,
especialmente después de haber visitado la mansión paterna. El viejo Baltus Van
Tassel era el más perfecto ejemplar de granjero próspero, contento con el mundo
y consigo mismo. Es verdad que su mirada o sus pensamientos rara vez iban más
allá de las fronteras de su propia granja, pero dentro de ella todo era confortable,
alegre y bien arreglado. Estaba satisfecho, pero no orgulloso, de su riqueza y se
vanagloriaba más de su generosa abundancia que del estilo en el que vivía. Su
granja estaba situada a orillas del río Hudson, en uno de esos rincones verdes,
protegidos y fértiles en los cuales gustan tanto de hacer sus nidos los granjeros
holandeses. Daba sombra a la casa un árbol de gran tamaño, al pie del cual
brotaba una fuente del agua más clara y fresca, la que luego de formar un
estanque, se deslizaba entre los pastos hasta un arroyito cercano. Cerca de la
vivienda se encontraba un gran galpón, que podría haber servido de capilla, y
que parecía estallar de tan repleto que estaba con los tesoros que producía la
tierra. Allí se oía de la mañana a la noche, el ruido de los instrumentos de
labranza; cantaban sin interrupción los pájaros; filas de palomas se entregaban al
disfrute de tomar sol en el tejado, algunas de ellas miraban con un ojo hacia
arriba como vigilando el clima, otras escondían la cabeza entre las alas o entre
las plumas de la pechuga, y otras se cortejaban, emitiendo los gritos propios de
su raza e hinchando el pecho. Los cerdos, bien alimentados y con sus pieles
brillosas, gruñían reposadamente, sin moverse, en la tranquilidad y abundancia
de sus chiqueros, de donde salían, de cuando en cuando, piaras de lechones, para
tomar un poco de aire fresco. Un numeroso escuadrón de blancos gansos nadaba
en un estanque adyacente, arrastrando detrás de sí su numerosa prole. Los pavos
recorrían en procesión la granja. Ante la puerta del depósito hacía guardia el
valiente gallo, ese modelo de esposo, de soldado y de caballero, batiendo sus
relucientes alas y cacareando todo su orgullo y la alegría de su corazón. Algunas
veces se dedicaba a escarbar la tierra, llamando entonces generosamente a su
siempre hambrienta familia para que compartiera el riquísimo bocado que
acababa de descubrir.
Al maestro se le hacía agua la boca al observar este promisorio lugar. Su
mente, continuamente torturada por el hambre, lo hacía imaginarse a cada lechón
que caminaba sabrosamente adobado en un plato y con una manzana en la boca;
las palomas se las representaba servidas en una tarta sobre una capa de verdura;
los gansos nadaban en su propia grasa, y los patos en parejas, como marido y
mujer, flotando en salsa de cebolla. En los cerdos veía los futuros jamones, a los
pavos presentados a la mesa como es costumbre, con un collar de sabrosas
salchichas; y aun los gallos aparecían servidos en el plato con sus alas hacia
arriba, como pidiendo esa moneda que su espíritu orgulloso se había negado a
pedir en vida.
Mientras la imaginación de Ichabod se deleitaba con todas estas cosas, sus
ojos verdes recorrían los ricos pastos, las abundantes plantaciones de trigo,
centeno y maíz y la huerta llena de árboles frutales que rodeaba la casa de Van
Tassel. Su corazón ardía por la joven que había de heredar todo aquello,
imaginándose lo fácil que sería transformarlo en dinero contante y sonante, que
podría invertir en inmensas extensiones de tierras vírgenes y palacios de tejas en
otras soledades. Su fantasía lo llevaba tan lejos que lo daba todo por hecho, y ya
se veía con la bella Katrina y una tropa de chiquillos, en una carreta, cargada con
toda clase de utensilios domésticos, las pavas y las cacerolas colgando a los
costados, y él galopando tranquilo al lado, montando una yegua a la que seguía
un potrillo, rumbo a Kentucky, Tennessee, o Dios sabe adonde.
Cuando entró en la casa, quedó completada la conquista de su corazón. Era
uno de esos espaciosos hogares aldeanos, de altos techos inclinados, construido
en el estilo de los primeros colonos holandeses. El techo se prolongaba más allá
de los muros, formando una especie de galería a lo largo del frente de la casa que
podía cerrarse en caso de mal tiempo. Allí se encontraban guadañas, arreos de
montar y diversos instrumentos agrícolas, así como redes para pescar en el río
cercano. A lo largo del muro había bancos, que se utilizaban solo en verano. En
un rincón se encontraba una rueca y en otro, una máquina para hacer manteca, lo
que demuestra los diversos usos a que se destinaba aquel porche. De aquí el
maravillado Crane pasó al salón que formaba el centro de la casa y que era el
lugar donde pasaban la mayor parte del tiempo. En un armario de cristales
relucían hileras de fina porcelana. En un rincón había un fardo de lana, listo para
hilar; en otro, el lino esperaba lo mismo; guirnaldas de manzanas y duraznos
secos mezcladas con pimientos colgaban de los muros. Una puerta abierta le
permitió observar la sala de las visitas, donde las sillas y los muebles de caoba
brillaban como espejos; decoraban la habitación naranjas de yeso y motivos
marinos; huevos de diferentes colores formaban otras guirnaldas; en el centro del
cuarto colgaba un gran huevo de avestruz y un mueble esquinero, abierto a
propósito, mostraba enormes tesoros de plata vieja y rica porcelana.
Desde el mismo momento en que Ichabod posó sus ojos sobre estas
comarcas de deleite, terminó la paz de su espíritu y el único objeto de su estudio
fue cómo ganar el afecto de la hija única de Van Tassel. En esta empresa
encontró dificultades mayores que las de los caballeros andantes de los tiempos
legendarios, quienes solo tenían que vérselas con gigantes, brujos, fieros
dragones y otros adversarios fáciles de vencer, y que solo debían abrirse paso a
través de puertas de hierro y bronce y muros de diamante para llegar hasta la
parte interior del castillo, donde estaba confinada la dama de sus pensamientos.
Todo esto aquellos guerreros lo hacían tan fácilmente como partir un pan dulce
de Navidad, luego de lo cual la dama les concedía su mano, como si fuera la
cosa más natural del mundo. En cambio, Ichabod tenía que encontrar su camino
hasta el corazón de una coqueta campesina, que poseía un verdadero laberinto de
caprichos y ocurrencias y que cada día presentaba nuevas dificultades e
impedimentos; además tenía que habérselas con numerosos y formidables
adversarios, seres de carne y hueso, rústicos admiradores que guardaban
celosamente todas las puertas que conducían a su corazón, vigilándose
mutuamente, prontos para hacer causa común contra algún nuevo competidor.
Entre estos, el más formidable era un muchacho corpulento y ruidoso,
llamado Abraham, o de acuerdo con la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt,
el héroe de la vecindad en la que llevaba a cabo sus hazañas de fortaleza y
resistencia. Era de anchos hombros y llevaba cortos sus ondulados cabellos
negros. Su rostro reflejaba una expresión burlona, pero no desagradable, mezcla
de diversión y arrogancia. Debido a su cuerpo hercúleo y a sus fuertes brazos lo
llamaban Brom Bones,[4] nombre por el cual era generalmente conocido. Tenía
fama de tener grandes conocimientos y habilidades como jinete y de dominar su
caballo como un tártaro.
Ganaba todas las carreras y riñas de gallos; y con el ascendiente que presta la
fortaleza física en la vida rural, era el juez indiscutido de todos los conflictos.
Entonces echaba su sombrero hacia un lado y daba su opinión con un aire que no
admitía broma o réplica. Siempre estaba dispuesto para peleas o para fiestas,
pero todas sus acciones tenían más de traviesas que de malvadas. A pesar de su
rudeza, poseía en el fondo un carácter bromista. Tenía tres o cuatro compañeros,
amigos suyos, que lo tomaban como modelo y a la cabeza de los cuales recorría
la región, presentándose en todo lugar donde se prometiera diversión o riña. En
tiempo frío se lo distinguía por su gorro de piel, rematado en una orgullosa cola
de zorro; cuando la gente, reunida por cualquier motivo, distinguía a la distancia
esta bien conocida cresta cabalgando en medio de su escuadra de jinetes, se
preparaban para una tormenta. Algunas veces se oía a su pandilla a medianoche,
pasando a caballo a lo largo de las granjas, gritando y aullando como una tropa
de cosacos del Don; las mujeres de edad, arrancadas al sueño por aquel barullo,
escuchaban el desordenado ruido hasta que se perdía en la lejanía, y exclamaban
entonces: «¡Ah! Ahí van Brom Bones y su banda». Los vecinos lo consideraban
con una mezcla de terror, admiración y buena voluntad; y en cuanto ocurría
alguna pelea u otro desorden en la vecindad, sacudían la cabeza y culpaban a
Brom Bones por lo que fuese.
Este personaje teatral eligió a Katrina como objeto de sus galanterías, y
aunque sus escarceos amorosos tenían la suavidad y gentileza de las caricias de
un oso, se decía que ella no lo había despreciado completamente. Lo cierto es
que sus avances eran la señal para que sus rivales se retirasen, puesto que estos
no sentían ninguna inclinación por entrometerse en los amores de un león; tanto
es así que cuando observaban el caballo de Brom Bones atado en el terreno de
Van Tassel, signo seguro de que él se encontraba allí cortejándola, todos los otros
admiradores de Katrina pasaban de largo desilusionados y se dirigían a dar
batalla en otros cuarteles.
Este era el formidable rival con el cual tenía que habérselas Ichabod;
examinando la situación desde todos los puntos de vista, un hombre más fuerte
que él hubiera retrocedido; otro más sabio hubiera perdido toda esperanza.
Afortunadamente, su naturaleza era una extraña mezcla de flexibilidad y
perseverancia en forma y espíritu; aunque se doblaba, nunca se rompía; aunque
se inclinaba ante la más leve presión, en cuanto esta desaparecía, se erguía otra
vez, levantando su cabeza tan altiva como antes.
Invadir abiertamente el campo rival hubiera sido una locura, pues al igual
que Aquiles, aquel otro apasionado amante, Ichabod no era hombre que tolerara
desengaños amorosos. En consecuencia, llevó a cabo sus avances de una manera
suave e insinuante. Pretextando sus clases de canto, visitó con frecuencia la
granja, sin tener nada que temer de la engorrosa intervención de los padres, que
tan a menudo se convierte en un obstáculo en el camino de los amantes. Balt van
Tassel era un alma indulgente; amaba a su hija más que a su pipa, y como
hombre razonable y padre excelente, la dejaba hacer lo que quisiera. Su notable
mujer estaba demasiado ocupada con la casa y el cuidado del gallinero, pues,
como ella misma observaba muy sabiamente, los patos y los gansos son tontos y
hay que vigilarlos, mientras que las muchachas pueden cuidarse a sí mismas.
Mientras esta diligente mujer daba vueltas por la casa o trabajaba en la rueca, el
honesto Balt fumaba su pipa, observando los movimientos del pequeño guerrero
de madera que, con una espada en cada mano, peleaba valientemente contra el
viento desde la veleta que coronaba el depósito. Entretanto, Ichabod seguía
cortejando a su hija, al lado de la fuente bajo el olmo, o paseando al atardecer,
esa hora tan favorable para la elocuencia de los amantes.
Confieso no saber cómo se enamora y cómo se gana el corazón de las
mujeres. Para mí han sido siempre objeto de enigma y de admiración. Algunas
parecen tener solo un punto débil, mientras que otras parecen tener millares de
avenidas, por lo que pueden ser conquistadas de mil maneras distintas. Es un
gran triunfo ganar a una de las primeras, pero una mejor demostración de poder
es mantener la posesión de una de las segundas, pues un hombre debe defender
toda puerta y toda ventana de su fortaleza. Quien gane mil corazones comunes
tiene derecho a obtener cierto renombre, pero quien mantiene el dominio
indiscutible sobre el corazón de una coqueta es un héroe. No ocurrió así con el
temible Brom Bones; su interés declinó visiblemente en cuanto Ichabod hizo sus
primeros avances. En las noches de los domingos, ya no se observaba a su
caballo atado en las tierras de Van Balten; y un odio mortal fue gradualmente
instalándose entre él y el preceptor de Sleepy Hollow.
Brom, que a su manera era rudo y pendenciero, hubiera preferido llevar las
cosas hasta la guerra abierta, planteado sus pretensiones a la dama y arreglado
aquel asunto como los caballeros errantes de antaño, por un simple combate
entre los dos. Pero Ichabod era demasiado consciente de la superioridad de su
adversario para aceptar ese procedimiento. Había oído una amenaza de Bones,
según la cual iba «a doblar al maestro en dos y lo iba a meter en el cajón de
algún armario de la escuela» y era demasiado precavido como para darle la
oportunidad de cumplir con su amenaza. Había algo en extremo provocador en
este sistema aparentemente pacífico; no le quedaba a Brom otro recurso más que
proceder con la rusticidad de su naturaleza y hacer a su rival objeto de toda clase
de bromas. Ichabod se convirtió en la víctima de la caprichosa persecución de
Bones y sus amigos. Estos invadieron sus hasta entonces pacíficos dominios y
disolvieron una clase de canto, tapando desde afuera la chimenea. A pesar de sus
formidables cerrojos y precauciones, entraron una noche en su escuela y
pusieron todo patas para arriba, por lo cual, a la mañana siguiente, el pobre
maestro empezó a creer que todas las brujas de los alrededores se habían reunido
allí. Pero lo que era aún más molesto: Brom no desperdiciaba oportunidad de
ponerlo en ridículo delante de la elegida de su corazón. Trajo un perro,
verdadero campeón de los sinvergüenzas entre los de su raza, al que había
enseñado a aullar de la manera más afrentosa, y lo presentó como rival de
Ichabod en la enseñanza de los salmos.
Así siguieron las cosas por un tiempo, sin producirse ningún choque material
entre ambas potencias beligerantes. En una bella tarde de otoño, Ichabod,
bastante pensativo, estaba sentado en su trono, una silla alta en el estrado, desde
cuyas alturas vigilaba todos los negocios de su pequeño imperio literario. Tenía
en la mano una férula, símbolo de su poder dictatorial. La vara con la que se
administraba justicia reposaba detrás del trono, desde donde era una
amenazadora advertencia para los pecadores. Sobre la mesa se veían numerosos
artículos de contrabando y armas prohibidas, secuestradas a los chicos:
manzanas a medio morder, hondas, trompos, jaulas para moscas, y toda una
colección de gallos de pelea, bellamente cortados en papel. Aparentemente,
hacía poco que se había administrado algún terrible acto de justicia, pues todos
los escolares parecían estar sumergidos en sus libros, o susurraban secretos entre
ellos sin perder de vista al maestro; el zumbido sordo que reinaba en el aula,
como el de una colmena de abejas, fue interrumpido súbitamente por la
aparición de un negro, vestido con pantalones y chaqueta de lino, y con su
cabeza coronada con los restos de un sombrero redondo, como el casco de
Mercurio; montaba un potro harapiento, salvaje y medio roto, al que manejaba
con una soga que hacía las veces de rienda. Llegó a la puerta de la escuela con
una invitación a Ichabod para asistir a una fiesta que se celebraría aquella noche
en casa de Mynheer Van Tassel. Después de haber entregado su mensaje con ese
aire de importancia, y esfuerzo en el lenguaje que los negros son proclives a usar
en esa clase de tareas triviales, cruzó el arroyo y se lo vio dirigirse hacia el
extremo del valle, henchido de la importancia y urgencia de su misión.
Todo era ahora prisa y tumulto en el aula. Crane instó a los alumnos a que se
apurasen con sus lecciones, sin detenerse en tonterías. Los más rápidos se
saltearon la mitad con impunidad; los remisos recibieron, de cuando en cuando,
unos golpes en la espalda, para que se apresuraran o pudiesen terminar de leer
una palabra larga. Se dejaron a un lado los libros, sin guardarlos en los cajones,
se volcaron los tinteros, los bancos quedaron patas para arriba, y el alumnado
quedó en libertad una hora antes del tiempo usual. Todos los diablos encerrados
en ella salieron aullando y haciendo ruido, alegres por su temprana
emancipación.
El galante Ichabod empleó al menos media hora extra en su arreglo personal,
cepillando y remozando su mejor y en verdad único traje negro y mirándose en
un pedazo de espejo roto que colgaba en una de las paredes de la escuela. Para
poder aparecer ante la elegida de su corazón como un verdadero hidalgo, pidió
prestado un caballo al granjero en cuya casa se aposentaba por aquellos días, que
era un colérico viejo holandés, llamado Hans Van Ripper. Así, gallardamente
montado, salió como un caballero errante en busca de aventuras. Conforme al
verdadero espíritu de una historia romántica, debo describir algunos detalles de
mi héroe y su cabalgadura. El animal que montaba era un caballo de arar, medio
deshecho, que había sobrevivido a todo, excepto a sus propios vicios. Estaba
flaco y exhausto, con el cuello curvado hacia abajo y la cabeza como martillo; el
pelaje de su crin y de su cola estaba enredado y formaba toda clase de nudos;
uno de sus ojos había perdido la pupila, por lo que parecía incoloro y espectral,
pero el otro brillaba como el de un verdadero demonio. A juzgar por el nombre
de Pólvora, debía haber tenido fuego y brío en su juventud. Había sido el caballo
de silla favorito de su amo, el colérico Van Ripper, que era un jinete furioso y
que muy probablemente había infundido en el animal algo de su propio espíritu,
porque aun viejo y deslucido como se veía ese potro, acechaba en él algo
diabólico, mucho más que en cualquier otro animal de aquella comarca.
Ichabod era una figura digna de tal corcel. Montaba con estribos cortos, lo
que levantaba sus rodillas; sacaba los codos hacia afuera como un saltamontes;
llevaba el látigo perpendicularmente, como un cetro; cuando el caballo se movía,
el movimiento de sus brazos recordaba las alas de un ave. Un mechón de pelo le
caía sobre la cima de su nariz, pues así se podía llamar a su estrecha frente. Los
faldones de su levita flotaban al aire, compitiendo con la cola del caballo. Tal era
el aspecto que ofrecían jinete y cabalgadura, cuando salieron de los campos de
Van Ripper: juntos formaban una extraña figura, pocas veces vista a la luz del
día.
Era, como ya lo he hecho notar, una bella tarde de otoño: el cielo estaba claro
y sereno y la naturaleza llevaba aquel ropaje rico y áureo que siempre asociamos
con la idea de la abundancia. El bosque se había teñido de un color amarillo y
pardo; algunos árboles menos resistentes, a los que ya habían herido los crudos
fríos, mostraban una intensa coloración: anaranjada, púrpura y escarlata.
Empezaban a aparecer bandadas de patos silvestres. Las ardillas podían
escucharse en todo el bosque, de árbol en árbol y de arbusto en arbusto. Los
pájaros armaban sus banquetes de despedida, jugando y cantando, maravillados
con la profusión y variedad que los rodeaba. Se podía ver a los honestos zorzales
gorjeando quejumbrosos, a los mirlos volando en oscuras bandadas, a los pájaros
carpinteros trinando, con sus pechos negros, sus doradas alas y sus crestas
carmesí, a las charas azules con su alegres tapados celestes y su ropa interior
blanca, gritando y charlando, balanceándose de aquí para allá e intentando estar
en buenos términos con cada integrante de aquella orquesta. Mientras Ichabod
proseguía lentamente su camino, con sus ojos siempre atentos a cada señal de
abundancia culinaria, recorría con la imaginación todos los atrayentes tesoros
propios de la estación. Imaginó por todas partes una gran cosecha de manzanas:
algunas colgando opulentas de los árboles, otras ya en cestos, listas para ser
enviadas al mercado, otras amontonándose para la prensa de sidra. Más allá vio
extensos campos de maíz cuyas doradas espigas sobresalían entre el follaje y
debajo de las cuales asomaban zapallos amarillos, con sus redondas barrigas al
sol prometiendo exquisiteces para el paladar. Pasó luego por fragantes trigales, y
respiró más allá el aroma de una colmena, ante lo cual se le anticipó el desayuno,
bien provisto de manteca y miel por la delicada mano de Katrina van Tassel.
Alimentando de esta manera su mente con dulces pensamientos y azucaradas
suposiciones, prosiguió su viaje a lo largo de una hilera de colinas desde las que
se contempla el bello paisaje del Hudson. El sol hundía gradualmente su ancho
disco por el oeste. El amplio seno del Tappaan Zee[5] yacía inmóvil y cristalino,
si se exceptúa alguna suave ondulación que prolongaba la sombra azul de las
distantes montañas. Unas pocas nubes de ámbar flotaban en el cielo, sin que las
moviera ninguna brisa. El horizonte era de un fino tinte áureo, que se
transformaba gradualmente en un verde manzana y de ahí en un profundo azul.
Un rayo de luz se detenía en los bordes boscosos de los precipicios que en
algunos puntos enmarcan al río, dando mayor profundidad al gris oscuro y al
púrpura de las rocas. A la distancia, una pequeña embarcación avanzaba
lentamente, llevada por la corriente de la marea; sus velas colgaban inútiles de
los mástiles. La imagen del cielo sobre las tranquilas aguas inducía a creer que la
embarcación estaba suspendida en el aire.
Ichabod llegó al castillo de Heer Van Tassel, a la caída de la tarde. Estaba ya
lleno de la flor y nata de las regiones adyacentes. Los viejos granjeros, una raza
parca de rostros ajados por el sol, vestían levitas y pantalones tejidos a mano,
medias azules y grandes zapatos. Sus mujeres llevaban cofias, jubones cortos,
faldas que ellas mismas habían confeccionado, y bolsillos multicolores por fuera.
Jóvenes regordetas vestían de una manera tan anticuada como sus madres,
excepto por algún sombrero de paja, una cinta o un vestido blanco, signos de
influencia urbana. Los muchachos usaban levitas, con hileras de brillantes
botones de bronce, y los cabellos atados en la nuca, siguiendo la moda de
entonces.
Brom Bones era el héroe de la fiesta, a la que había llegado en su caballo
favorito, Atrevido, una criatura que, como él, estaba llena de malas artes y de
brío, y que nadie sino él podía manejar. Prefería siempre los caballos viciosos,
aficionados a toda clase de mañas, sobre los cuales el jinete se encuentra en
constante riesgo de romperse los huesos, pues era de opinión que un caballo bien
domado y dócil es indigno de un verdadero hombre.
Me gustaría detenerme sobre el conjunto de encantos que se presentó a la
entusiasmada mirada de mi héroe cuando entró en la sala de visitas de la
mansión Van Tassel. No los de aquel ramillete de muchachas bien desarrolladas,
con su lujoso despliegue de blanco y rojo, sino los de una verdadera mesa de té
holandesa en los tiempos suntuosos del otoño. Era un despliegue de tortas,
masitas y pasteles, los unos encima de los otros, de variadísimas y casi
indescriptibles clases, solo conocidas por las experimentadas cocineras
holandesas. Allí se encontraban todos los miembros de la amplia familia de la
repostería: había tortas de manzana, de durazno y de zapallo, además de rodajas
de jamón y de carne de ternera ahumada. No faltaban tampoco los deliciosos
platos de ciruelas, peras y otras frutas en compota, ni el pescado cocido y los
pollos asados, sin contar los cuencos de leche y de crema, todo entreverado lo
uno con lo otro, casi en el mismo orden que lo he enumerado, y presidido por la
maternal tetera que arrojaba nubes de vapor. Quisiera tomar aliento y tiempo
para detallar este banquete como se merece, pero estoy demasiado ansioso por
proseguir con mi historia. Por fortuna, Ichabod Crane no tenía tanta prisa como
su cronista, por lo que hizo los más cumplidos honores a cada uno de los platos.
Ichabod era una criatura amable y agradecida, cuyo corazón se dilataba en
proporción a la cantidad de alimento ingerido, y cuyo humor se mejoraba al
comer, exactamente como les ocurre a otros hombres cuando beben. No podía
menos de entusiasmarse con la posibilidad de que algún día fuera dueño y señor
de este lujo y esplendor casi inimaginable. Pensó entonces qué poco tiempo
tardaría en despedirse de la vieja escuela, castañeteando los dedos en señal de
adiós en la misma cara de Hans Van Ripper y de cualquier otro de sus otros
tacaños protectores, así como en echar a puntapiés a cualquier profesor
ambulante que se atreviera a llamarlo «colega».
El viejo Baltus Van Tassel se movía entre sus huéspedes con una cara
dilatada por la satisfacción y el buen humor, redonda y alegre como la luna llena.
Sus gestos de hospitalidad como anfitrión eran breves pero expresivos,
limitándose a estrechar la mano, dar una palmada en los hombros, reírse fuerte e
insistir en que los invitados se acercaran a la mesa y se sirvieran ellos mismos.
En aquel momento se oyó en el salón grande el sonido de la música que
invitaba al baile. El músico era un hombre negro de cabellos grises, que había
sido la orquesta ambulante de los alrededores durante más de medio siglo. Su
instrumento era tan viejo y estaba tan golpeado como él mismo. La mayor parte
del tiempo se limitaba a rascar dos o tres cuerdas, acompañando cada
movimiento del arco con otro de la cabeza, inclinándose casi hasta el suelo y
golpeando con el pie cuando una nueva pareja iba a empezar a bailar.
Ichabod se enorgullecía tanto de su habilidad en el baile como de su arte para
cantar. Ni un hueso, ni un músculo de su cuerpo quedaban inactivos al danzar; y
quien viese cómo movía su esqueleto podía imaginarse que el mismísimo San
Vito, bendito patrón de los bailarines, bailaba delante de uno. Era la admiración
de los negros de toda edad y condición que, proviniendo de la granja y de sus
alrededores, formaban pirámides de brillantes caras oscuras en las puertas y
ventanas, mirando asombrados la escena mientras sus blancos ojos rodaban
siguiendo el baile y las hileras de marfil de sus dientes se extendían de oreja a
oreja. ¿Qué otro estado de ánimo había de tener aquel flagelador de niños, sino
de alegría y animación? La dueña de sus pensamientos bailaba con él y sonreía
graciosamente a todos sus galanteos, mientras que Brom Bones, afligido por el
amor y los celos, rumiaba sus pensamientos en un rincón.
Cuando terminó el baile, Ichabod se acercó al grupo de los más sabios, que
junto con Van Tassel, fumaban en el porche, charlando sobre tiempos pasados y
contando largas historias sobre la guerra.
Esta región, en la época de la que estoy hablando, era uno de esos lugares
favorecidos por la historia, con abundancia de crónicas y de grandes hombres.
Las líneas británicas y norteamericanas habían pasado muy cerca de ella durante
la guerra, por lo que había sido escenario de saqueos y se había infectado con
refugiados, cowboys y toda clase de jinetes fronterizos. Había transcurrido el
tiempo necesario para que cada narrador de historias pudiera aderezarlas con un
poco de fantasía y, amparado por la neblina del recuerdo, convertirse incluso en
el héroe del relato.
Estaba, por ejemplo, la historia de Doffue Martling, un enorme Barbazul
holandés que estuvo a punto de tomar una fragata británica con un viejo cañón
de cuatro kilos, colocado detrás de un parapeto bajo de barro; pero el cañón
estalló al sexto disparo. También se encontraba allí un viejo caballero, cuyo
nombre no daremos por ser demasiado rico para que lo mencionemos a la ligera,
quien en la batalla de Whiteplains, siendo un excelente maestro de esgrima, paró
una bala de mosquete con un espadín: la oyó silbar contra la hoja y pasó por la
empuñadura, en prueba de lo cual estaba dispuesto a mostrar aquella arma
blanca, cuya taza estaba ligeramente encorvada. Hablaron otros notables más,
que se habían distinguido por igual en el campo de batalla, cada uno de los
cuales consideraba un mérito personal que la guerra hubiera terminado
felizmente.
Pero todo esto no era nada en comparación con los relatos de espíritus y
aparecidos que se contaron después. La región es muy rica en tesoros
legendarios de esta clase. Los cuentos locales y las supersticiones florecen mejor
en estos lugares apartados, lejos del ruido del mundo, en los que viven
poblaciones hace largo tiempo asentadas. Pero ese mismo folklore desaparece
bajo las pisadas de la población de nuestras ciudades. Además, en la mayoría de
nuestros pueblos no se alienta de ningún modo la actividad de los espíritus, pues
apenas han tenido tiempo de echar un buen sueño y darse vuelta en sus tumbas
cuando sus amigos sobrevivientes se alejan de la región, de forma que cuando
aquellos se dedican a rondar de noche, no les queda ningún amigo a quien
visitar. Tal vez esta sea la razón por la cual tan rara vez oímos hablar de
aparecidos, excepto en las colonias holandesas establecidas hace mucho tiempo.
Sin embargo, la causa inmediata del predominio de las historias
sobrenaturales en estas regiones se debía a la vecindad de Sleepy Hollow. El
mismo aire que provenía de aquella región encantada producía el contagio, pues
inspiraba una atmósfera de sueños y fantasías que impregnaba a toda la zona.
Varios de los vecinos de Sleepy Hollow estaban presentes en la fiesta de Van
Tassel y, como era su costumbre, empezaron a contar sus leyendas. Hubo
macabros relatos sobre cortejos fúnebres, con gritos plañideros y luctuosos
llantos, cosas todas vistas y oídas alrededor del árbol donde fue tomado
prisionero el desdichado mayor André, y que aún estaba en pie. Alguien
mencionó a la mujer de blanco que aparecía en el valle oscuro de Raven Rock, y
que hacía oír sus lamentaciones en las noches de invierno antes de una tormenta,
por haber perecido allí en la nieve. Sin embargo, la mayor parte de los relatos se
referían al espectro favorito de Sleepy Hollow: el jinete sin cabeza, que
últimamente había aparecido muchas veces patrullando la región y que, se decía,
por las noches ataba su caballo entre las tumbas del cementerio de la iglesia.
La situación aislada de esta iglesia parecía convertirla en el refugio favorito
de espíritus inquietos. Está erigida sobre una colina, rodeada de olmos y acacias
entre los cuales sus muros pintados de blanco relucían con modestia, como un
símbolo de la pureza cristiana brillando entre las sombras del retiro. Una ladera
desciende suavemente hacia un plateado lago rodeado de árboles, entre los
cuales se distinguen a lo lejos las montañas que bordean el Hudson. Cuando se
observa el cementerio adyacente, invadido por los yuyos, y donde los rayos del
sol parecen dormirse, uno se siente inclinado a creer que por lo menos allí los
muertos pueden descansar en paz. A un lado de la iglesia se extiende un amplio
valle arbolado, a lo largo del cual serpentea un arroyo entre rocas y troncos de
árboles caídos. Sobre la parte más profunda de la corriente, no lejos de la iglesia,
se construyó un puente de madera; tanto el camino que conduce a él como el
mismo puente estaban sumergidos en la profunda sombra que aun en pleno día,
daban los árboles que lo rodeaban, y que de noche producía una terrible
oscuridad. Este era uno de los refugios favoritos del jinete sin cabeza y el lugar
donde se lo encontraba más frecuentemente. Se contó la historia del viejo
Brouwer, y de cómo encontró al jinete al volver de una excursión a Sleepy
Hollow, cómo tuvo que seguirlo, cómo galoparon a través de los bosques y de
las praderas, de las colinas y de los pantanos, hasta que llegaron al puente, donde
el jinete se convirtió repentinamente en un esqueleto, que arrojó al viejo
Brouwer al arroyo y desapareció por encima de las copas de los árboles con el
ruido de un trueno.
Brom Bones de inmediato contó otra historia igualmente fantástica, en la que
pintó las magníficas dotes hípicas del jinete. Afirmó que al volver una noche de
la cercana villa de Sing-Sing, se encontró con este caballero nocturno, que se
ofreció a correr una carrera con él, por un vaso de ponche, y que la hubiera
ganado, pues Atrevido, su caballo, le llevaba ya varios cuerpos de ventaja al
espectro equino sobre el que montaba el fantasma, de no ser porque al llegar al
puente de la iglesia el soldado de Hesse desapareció en un mar de fuego.
Todos estos relatos, contados en ese tono bajo con el que las personas hablan
en la penumbra, así como el aspecto de los oyentes, a los que solo iluminaba
algún destello casual de las pipas, impresionaron profundamente la mente de
Ichabod. Pagó generosamente en la misma moneda narrando grandes fragmentos
de su autor predilecto, Cotton Mather, agregando varios hechos fantásticos
ocurridos en su estado natal, Connecticut y las terribles visiones que había
observado durante sus paseos nocturnos por Sleepy Hollow.
Los invitados empezaban a retirarse. Los viejos granjeros acomodaban a sus
familias en las carretas y durante algún tiempo se los oía recorrer los caminos y
las distintas colinas. Algunas de las damas más jóvenes montaban sobre
almohadones detrás de sus festejantes favoritos, y sus alegres carcajadas,
mezcladas con el golpear de herraduras, se oían a lo largo de los bosques
silenciosos, percibiéndose cada vez más débilmente hasta que eran inaudibles.
Finalmente, aquel escenario de ruidosa alegría quedó también silencioso y
desierto. Solo Ichabod retardaba todavía su partida, buscando, de acuerdo con la
costumbre, tener una conversación a solas con la heredera, convencido como
estaba de que se encontraba ahora en el camino del éxito. No puedo decir qué
pasó en esta conversación, puesto que no lo sé. Sin embargo, temo que algo
debió de haber salido mal, pues se fue casi en seguida con aire desolado y
alicaído. ¡Oh, estas mujeres, estas mujeres! ¿Había estado jugando con él aquella
joven? ¿Eran las insinuaciones hechas al pobre maestro simplemente un truco
para asegurarse la conquista de su rival? Solo el Cielo lo sabe, no yo. Baste decir
que Ichabod abandonó la casa sin que nadie lo notara, con cara de aquel que ha
saqueado un gallinero, y no el corazón de una bella mujer. Sin mirar a derecha ni
izquierda, ni fijarse en la riqueza que lo rodeaba, a la cual había echado tantas
miradas envidiosas, se dirigió al establo y a patadas y severos golpes despertó a
su caballo, que dormía profundamente, soñando tal vez con montañas de maíz y
avena y valles enteros de trébol.
En esta hora embrujada de la noche, Ichabod, alicaído y con el corazón
lacerado, emprendió el viaje hacia su casa, a lo largo de las colinas que se
levantan más arriba de Tarry Town y que había atravesado aquella tarde con
tanto entusiasmo. La hora era tan descorazonadora como su estado de ánimo.
Muy lejos de él, allá abajo, el Tappaan Zee extendía sus oscuras y profundas
aguas, en las cuales de vez en cuando asomaba una embarcación de altos
mástiles, anclada en la costa. En el silencio completo de la noche, Ichabod podía
oír los ladridos de un perro, al otro lado del Hudson, pero el sonido era tan vago
y débil que solo daba una idea de la distancia a que se encontraba este fiel
compañero del hombre. De cuando en cuando, el quiquiriquí de un gallo, que se
había despertado por casualidad, resonaba a lo lejos, muy lejos, en alguna granja
entre las colinas, pero era como los ruidos imprecisos que se oyen en sueños.
Ningún signo de vida aparecía cerca de él, excepto por el ocasional canto de un
pájaro o el croar de una rana en algún pantano cercano, quejándose como si
durmiera incómodamente y se diera vuelta en la cama.
Todas las historias de aparecidos y de espíritus que había oído aquella tarde
se agolpaban ahora en su memoria. La noche se hacía más y más oscura; las
estrellas parecían hundirse más profundamente en el cielo, y a veces las nubes
las ocultaban a su vista. Nunca se había sentido tan solo y acobardado. Además,
se acercaba al mismísimo lugar en el cual habían ocurrido tantas escenas de
aparecidos. En el centro del camino se levantaba un árbol enorme que se
destacaba como un gigante entre los otros árboles, y que era una especie de
punto de referencia. Sus ramas eran retorcidas y fantásticas, lo suficientemente
grandes como para formar el tronco de un árbol corriente, y se inclinaban hacia
la tierra, para elevarse nuevamente en el aire. Estaba relacionado con la trágica
historia del desdichado André, que fue tomado prisionero muy cerca de ese
árbol. Se lo conocía como el árbol del mayor André. La gente común le
profesaba una mezcla de respeto y superstición, en parte por empatía con la
persona cuyo nombre llevaba, y, en parte, por las historias de extrañas visiones y
terribles lamentaciones que se contaban acerca de él.
Cuando Ichabod se acercó a este árbol terrible, empezó a silbar; le pareció
que alguien respondía, pero era solo el viento que soplaba entre las ramas secas.
Cuando se acercó más, creyó ver algo blanco que colgaba del árbol: se detuvo y
cesó de silbar; mirando con más atención comprobó que ahí era donde el rayo
había alcanzado al árbol, dejando al descubierto la madera blanca. De repente
oyó un gemido. Le castañetearon los dientes y sus rodillas chocaron
violentamente contra la montura: era apenas el ruido de una rama grande
frotándose con otra a causa de la brisa. Pasó el árbol sin riesgo, pero nuevos
peligros lo esperaban.
Cerca de doscientos metros más allá, cruzaba el camino un arroyo que
desembocaba en una cañada espesamente boscosa, conocida como el pantano de
Wiley. Unos pocos troncos, colocados los unos al lado de los otros, servían de
puente sobre esta corriente de agua. Donde el río penetraba en el bosque, un
grupo de robles y castaños crecía tan densamente que arrojaba una oscuridad
cavernosa sobre él. Cruzar este puente era la prueba más severa. En este mismo
lugar fue apresado el infortunado André y bajo aquellos mismos árboles se
habían ocultado quienes lo sorprendieron. Desde entonces, se lo consideraba un
arroyo embrujado, y cualquier hombre que tuviera que pasar por allí sin
compañía y en medio de la oscuridad, sentiría miedo.
Cuando se aproximó al arroyo, su corazón empezó a latir violentamente, a
pesar de lo cual reunió todo su valor. Fustigó reciamente a su caballo e intentó
atravesar el puente a galope tendido, pero en lugar de avanzar, aquel viejo y
perverso animal hizo un movimiento lateral y se tiró contra la empalizada.
Ichabod, cuyo miedo aumentó con la demora, golpeó al animal del otro lado y le
dio algunas enérgicas patadas con el otro pie, pero todo fue en vano. Su corcel
arrancó, es cierto, pero solo para zambullirse en unos matorrales al otro lado del
camino. El maestro a un tiempo golpeó con el látigo y taconeó las flacas costillas
del viejo Pólvora, que avanzó bufando, pero solo para detenerse en seco al lado
del puente, de forma tan repentina que casi arrojó al suelo a su jinete. En aquel
preciso momento llegó al sensible oído de Ichabod un ruido como de algo que se
movía en el agua, al lado del puente. Entre las oscuras sombras del bosque, al
borde del arroyo, observó algo grande, alto y negro. No se movía, pero parecía
acechar en la penumbra como un monstruo gigantesco, pronto a echarse sobre el
viajero.
Al pobre maestro se le pusieron los pelos de punta. ¿Qué debía hacer? Era
demasiado tarde para dar la vuelta y huir, y además, ¿qué posibilidad había de
escapar de un fantasma, si es que era tal cosa, que podría cabalgar en las alas del
viento? Haciendo acopio de todo su valor, preguntó con voz temblorosa:
«¿Quién es usted?». Nadie le respondió. Repitió su pregunta con voz aún más
alterada. Tampoco recibió ninguna respuesta. Aporreó en los costados al viejo
Pólvora y, cerrando los ojos, empezó a cantar un salmo con involuntario fervor.
Justo en ese momento, la cosa terrorífica se colocó de un salto en el medio del
camino. Aunque la noche era oscura, podía distinguirse algo de la forma del
desconocido. Parecía ser un gigantesco jinete, montado en un caballo negro de
no menores dimensiones. No se presentó ni saludó, sino que se mantuvo solitario
al costado del camino, trotando al lado de Pólvora, que había dejado atrás ya su
miedo y sus mañas.
Ichabod, que no tenía mucha confianza en aquel extraño compañero
nocturno y que se acordaba de la aventura de Brom Bones con el jinete sin
cabeza, espoleó a su caballo, con la esperanza de dejarlo atrás. Pero el extraño
también apuró el ritmo, por lo que se encontró a la par. Ichabod aminoró la
marcha hasta ir al paso, pensando en quedarse atrás, pero el otro hizo lo mismo.
El corazón se le quería salir por la boca; intentó proseguir cantando el salmo que
había empezado, pero su lengua reseca estaba pegada al paladar y no pudo
pronunciar una palabra. Había algo en el opresivo y terco silencio de aquel
pertinaz compañero que era misterioso y enloquecedor. Pronto quedó explicado.
Cuando el camino empezó a ascender, la figura de su acompañante se destacó
sobre el cielo más claro: era un gigante. Ichabod se quedó aterrorizado al
observar que no tenía cabeza, pero su horror llegó al máximo cuando se percató
de que la cabeza, que debía estar sobre los hombros, se encontraba sobre la silla,
delante del jinete: su miedo llegó a la desesperación. Cayó sobre Pólvora un
diluvio de golpes y de espoleos, en la esperanza de dejar atrás a su compañero.
Pero el espectro avanzó a la misma velocidad. Corrían sacando chispas del suelo.
La levita de Ichabod volaba por el aire, mientras este, con el cuerpo largo y flaco
inclinado sobre la cabeza del caballo, trataba de huir a todo galope.
Finalmente llegaron al camino que va a Sleepy Hollow. Pero Pólvora, que
parecía poseído por el mismo demonio, en lugar de seguir por allí, se desvió y se
dirigió hacia la izquierda, bajando la colina. Este camino atraviesa un valle
pedregoso, que durante un trecho de casi medio kilómetro está rodeado de
árboles, al cabo del cual cruza el puente famoso de la historia del aparecido. Más
allá se levanta la pequeña colina, sobre la que se encuentra la iglesia de blancos
muros.
Hasta ahora el pánico de su caballo había dado una ventaja aparente a su no
demasiado hábil jinete. Cuando había atravesado la mitad del valle, cedió la
cincha y sintió que se deslizaba por debajo de él. La agarró con una mano
tratando de asegurarla, pero todo fue en vano. Tuvo tiempo de agarrarse al cuello
de Pólvora, la montura cayó al suelo y oyó cómo el caballo de su perseguidor la
pisaba. Por un momento lo asustó el pensamiento de la rabia que sentiría Hans
Van Ripper, pues era su montura de paseo, que utilizaba solo los domingos, pero
no tenía ahora tiempo para ocuparse de tonterías. El espectro se acercaba cada
vez más, y como él era muy mal jinete, le costaba enormes esfuerzos mantenerse
sobre el caballo: algunas veces se deslizaba hacia un costado, otras al opuesto, y
a veces caía sobre el animal con tal violencia que temía iba a quedar hecho
pedazos.
Un claro en el bosque lo alegró con la esperanza de encontrarse cerca del
puente de la iglesia, y el reflejo en el agua de una estrella plateada le confirmó
que no estaba equivocado. Distinguió los blancos muros que relucían entre los
árboles a la distancia. Recordó el lugar donde había desaparecido el fantasma
que había corrido una carrera con Brom Bones. «Si puedo llegar al puente —
pensó Ichabod— estoy salvado». En aquel momento oyó muy cerca de él la
negra cabalgadura de su perseguidor, y hasta se imaginó que sentía su cálido
aliento. Otro golpe en las costillas y el viejo Pólvora saltó hacia el puente, cuyas
tablas resonaron bajo sus pisadas. Alcanzó el otro lado, desde donde Ichabod
miró hacia atrás para ver si su perseguidor, de acuerdo con todos los relatos,
desaparecía entre llamaradas de fuego y azufre. Vio entonces que el fantasma se
ponía de pie sobre el caballo y se disponía a arrojarle su cabeza. Ichabod trató de
esquivar tan horrible proyectil, pero era demasiado tarde: dio en su cráneo con
tal fuerza que lo tumbó del caballo, haciéndolo caer al suelo, desde donde pudo
ver a Pólvora, al caballo negro y a su jinete fantasma, pasar como una
exhalación.
A la mañana siguiente, Pólvora apareció con la brida entre las patas,
mordiendo tranquilamente el pasto en los terrenos de su dueño. Ichabod no se
presentó a la hora del desayuno, ni tampoco a la de la cena. Los alumnos se
reunieron en la escuela a la hora acostumbrada, y pasearon sin apuro por la orilla
del río, esperando al maestro que no aparecía. Hans van Ripper empezó a
preocuparse por el pobre Ichabod y por su montura. Se inició una diligente
investigación que pronto permitió descubrir algunos hechos. Se encontró la
montura en cierto lugar del camino que conducía a la iglesia, pero estaba
completamente inservible. Las huellas de los caballos, que al marcarse
profundamente en el suelo demostraban que habían corrido a gran velocidad,
llegaban hasta el puente. Un poco más allá, al borde del arroyo, donde sus aguas
corren más negras y profundas, se encontró el sombrero del infortunado Ichabod
y cerca de él, una calabaza hecha añicos.
Se rastreó el río, pero no pudo encontrarse el cuerpo del maestro. Hans van
Ripper, como albacea testamentario, examinó el atado que contenía sus efectos
personales. Consistían en dos camisas y media, dos bufandas, un par o dos de
medias de lana, un par de trajes viejos de corderoy, una hoja de afeitar oxidada,
un libro de salmos lleno de marcas, y un silbato roto que utilizaba en sus clases
de canto. En cuanto a los muebles y libros de la escuela, pertenecían a la
comunidad, excepto la Historia de la brujería, de Cotton Mather, un almanaque
de Nueva Inglaterra y un libro de sueños y adivinación, entre cuyas hojas se
encontraba un papel que contenía una poco feliz tentativa de escribir unos versos
en honor de la heredera de Van Tassel. Hans van Ripper arrojó a las llamas
aquellos libros junto con el ensayo poético. Desde aquella fecha se decidió a no
mandar más sus hijos a la escuela, alegando que no había visto nunca que el leer
o escribir condujera a algo bueno. Si el maestro poseía algún dinero —había
cobrado su sueldo uno o dos días antes— debía de tenerlo consigo cuando
desapareció.
Este extraño evento fue objeto de mucha especulación en la iglesia el
siguiente domingo. Se discutió el asunto y corrieron toda clase de chismes en el
cementerio, en el puente y en el lugar donde se habían encontrado el sombrero y
la destrozada calabaza. Se recordaron las historias de Brouwer, de Bones y
muchos otros. Después de considerarlas atentamente y compararlas con las
circunstancias del presente caso, negando con sus cabezas, llegaron a la
conclusión de que el jinete sin cabeza se había llevado a Ichabod. Como era
soltero y no tenía deudas, nadie se preocupó más por él. Se trasladó la escuela a
otra parte del valle y otro maestro tomó su puesto.
Cierto es que un viejo granjero que estuvo en Nueva York varios años
después, y por el cual se conoce esta historia, contó al volver que Ichabod Crane
vivía y que había abandonado el valle, en parte por miedo al fantasma y a Hans
van Ripper, y, en parte, mortificado por el súbito rechazo de la heredera.
Agregaba que se había trasladado a una parte distante del país, que había seguido
enseñando e iniciado el estudio de la jurisprudencia, combinando ambas cosas,
hasta que recibió su título de abogado; que se había dedicado después a la
política y al periodismo y que finalmente había ingresado en la magistratura.
Brom Bones, poco después de la desaparición de su rival, condujo triunfal a la
rozagante Katrina al altar. Algunos observaron que cuando se contaba la historia
de Crane, Brom Bones estallaba en carcajadas al oír mencionar el asunto de la
calabaza, lo que inducía a muchos a pensar que sabía más de lo que decía.
Sin embargo, las viejas, que son los mejores jueces en estos asuntos, afirman
hasta el día de hoy que Ichabod Crane desapareció por medios sobrenaturales, y
es la historia favorita de las noches de invierno. El puente se convirtió más que
nunca en el objeto de un terror supersticioso, y esa puede ser la razón por la cual
se cambió la traza del camino, de forma de poder llegar a la iglesia sin pasar por
él. La escuela fue abandonada y pronto empezó a decaer; se murmuraba que
aparecía por allí el espíritu del infortunado maestro, y más de un campesino
camino a casa en una tranquila noche de verano, creía oír su voz a la distancia
entonando un melancólico salmo, en la tranquila soledad de Sleepy Hollow.
POST SCRIPTUM

Encontrado entre los manuscritos


del señor Knickerbocker

He reproducido el cuento que antecede casi exactamente como me lo


contaron en una reunión del municipio de la noble ciudad de Manhattoes, a la
cual se presentaron muchos de sus más sabios e ilustres habitantes. El que lo
contó era un hombre agradable, de traje raído, ya entrado en años, de aspecto
señorial, y cuyo rostro tenía una expresión a la vez burlona y triste. Sospecho
que era pobre, pues hacía muchos esfuerzos por parecer agradable. Cuando
terminó su cuento, todos rieron con aprobación, distinguiéndose por sus sonoras
carcajadas dos o tres concejales, que habían estado dormidos la mayor parte del
tiempo. Se encontraba además un caballero de edad, enjuto, de espesas cejas, y
que durante todo el relato se mantuvo serio y hasta grave. Cruzaba los brazos,
inclinaba la cabeza y miraba al suelo, como si reflexionara sobre una duda. Era
uno de esos hombres precavidos que nunca se ríen, sino cuando tienen razón y la
ley de su parte. Terminadas las carcajadas de los presentes y luego de que se
hubo restablecido el silencio, apoyó un brazo en la silla y preguntó con un leve
pero sabio movimiento de la cabeza, contrayendo al mismo tiempo las cejas,
cuál era la moraleja de la historia y qué pretendía demostrar.
El que había contado este relato y que se disponía a llevar a los labios un
vaso de vino para refrescarse después del esfuerzo cumplido, miró al otro con un
aire de infinita cortesía y, colocando lentamente el vaso sobre la mesa, explicó
que el cuento tendía a demostrar de la manera más lógica lo siguiente:
No existe ninguna situación en la vida que no tenga sus ventajas y sus
alegrías, siempre que seamos capaces de aguantar una broma.
En consecuencia, el que se atreve a correr una carrera con un fantasma, es
probable que salga bastante mal parado.
Ergo, que es una suerte que un maestro de escuela reciba una negativa al
pedir la mano de una heredera holandesa, puesto que así se le abre el camino
para más elevadas actividades.
El cauto caballero enarcó diez veces las cejas ante esta explicación,
quedando muy extrañado de la racionalidad del silogismo. Creí observar que el
narrador de esta historia lo miraba con aires de triunfo. Finalmente, el caballero
dijo que todo eso estaba muy bien, pero que creía que el relato era bastante
extravagante y que había uno o dos puntos sobre los cuales tenía sus dudas.
«En confianza —replicó el que había contado la historia—, en lo que a eso
respecta, yo mismo no creo ni la mitad».
WASHINGTON IRVING (Manhattan, 1783 - Tarry Town, 1859), es uno de los
escritores norteamericanos más populares de su país, al punto de que muchas
calles llevan su nombre. Maestro en el relato breve, sus historias combinan el
humor con el terror en un equilibrio sorprendente. La leyenda de Sleepy Hollow
es una de esas joyas misteriosas que desconciertan a los lectores por su registro
elevado, vocabulario riquísimo, personajes sencillos, ambiente fantasmagórico y
un final ingenioso e inolvidable.
Notas
[1]
Tarry Town en español quiere decir “pueblo de la demora”. <<
[2]
Sleepy Hollow en el original. Se ha preferido mantener el topónimo que da
nombre a la obra en el idioma de origen, cuya traducción sería “Valle Dormido”
o “Valle Somnoliento”. <<
[3]
Crane puede traducirse como “grúa”. <<
[4]
Brom Bones en el original. Bones en inglés, quiere decir “huesos”. <<
[5]
El Tappan Zee es un ensanche natural del río Hudson, que llega a tener unos 5
kilómetros en su parte más ancha, donde forma una especie de lago. Se
encuentra en el sudeste del estado de New York, 16 km al norte de Manhattan.
<<

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