Smith, Wilbur - Serie Egipto 1 - Río Sagrado
Smith, Wilbur - Serie Egipto 1 - Río Sagrado
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RÍO SAGRADO
WILBUR SMITH
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Río sagrado Wilbur Smith
WILBUR SMITH
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Río sagrado Wilbur Smith
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El río fluía a través del desierto, lentamente, brillante como el metal fundido que cae del
horno candente. En el cielo flotaba la neblina producida por el calor, mientras el sol golpeaba
el agua como el martillo de un herrero. En el espejismo, las colinas que flanqueaban el Nilo pa -
recían temblar con los golpes.
Nuestra embarcación navegaba cerca de los lechos de papiros, lo bastante cerca para
que el crujido de los baldes de agua del cigoñal, en sus brazos largos y equilibrados, se oyera
desde los campos. El sonido armonizaba con el canto de la muchacha de proa.
Lostris tenía catorce años. La última crecida del Nilo coincidió exactamente con su primer
ciclo lunar como mujer, una coincidencia que los sacerdotes de Hapi consideraron muy propi-
cia. Sustituyeron su nombre infantil por uno de mujer, Lostris, que significa «Hija de las
Aguas».
La recuerdo vívidamente aquel día. Con el paso de los años crecería en belleza, serenidad
y nobleza, pero jamás volvería a irradiar con tanta fuerza aquel resplandor virginal. Todos los
hombres de a bordo, incluidos los guerreros en los bancos de los remos, éramos conscientes
de ello. No podíamos apartar la mirada de ella. Lostris me hacía sentir mi propia impotencia y
lograba que todo mi ser se viera invadido por un deseo profundo y doloroso; pues, aunque era
un eunuco, conocí el placer junto al cuerpo de una mujer antes de ser castrado.
–¡Cántame, Taita! –me pidió. Cuando obedecí, sonrió de placer. Mi voz era uno de los
muchos motivos por los que, siempre que podía, me tenía a su lado; mi voz de tenor comple-
mentaba a la perfección su hermosa voz de soprano. Entonamos una de las antiguas canciones
populares de amor que yo le había enseñado y que seguía siendo una de sus favoritas:
Otra voz se unió a la nuestra desde la popa. Era una voz de hombre, profunda y podero-
sa, pero que no tenía la claridad y pureza de la mía. Si mi voz era la del zorzal que saluda a la
aurora, aquella otra era la voz de un joven león.
Lostris volvió la cabeza y en ese momento su sonrisa resplandeció como los rayos del sol
sobre la superficie del Nilo. Aunque el hombre a quien dedicó esa sonrisa era mi amigo, tal vez
mi único amigo verdadero, confieso que sentí en la garganta la amargura de la envidia. Sin
embargo, me esforcé por sonreír a Tanus igual que ella, con amor.
El padre de Tanus, Pianki, señor de Harrab, había sido uno de los grandes nobles de
Egipto, pero su madre era hija de un esclavo tehenu liberado. Como tantos de los de su pue-
blo, era rubia y de ojos azules. Murió de fiebre de los pantanos cuando Tanus era todavía un
niño, por lo que no la recuerdo muy bien. Sin embargo, las ancianas afirmaban que pocas ve-
ces se había visto una belleza semejante en ninguno de los dos reinos.
Conocí y admiré al padre de Tanus antes de que perdiera su enorme fortuna y sus vastas
propiedades, que antaño casi rivalizaban con las del mismo faraón. El padre de Tanus era de
tez oscura, con ojos egipcios del color de la obsidiana pulida, un hombre dotado de energía fí -
sica más que de belleza, pero con un corazón noble y generoso. Algunos tal vez opinarían que
demasiado generoso y confiado porque murió en la indigencia, con el corazón destrozado por
aquellos a quienes creía sus amigos, solo en la oscuridad, separado del resplandor de los favo-
res del faraón.
Parecía que Tanus había heredado lo mejor de cada uno de sus padres, excepto las ri-
quezas de este mundo. Al padre se parecía en fuerza y carácter; a la madre, en belleza. En-
tonces, ¿por qué me iba a molestar que mi ama lo amara? Yo también lo amaba y, siendo
como soy un pobre eunuco, sabía que ella no podría llegar a ser nunca mía, ni aunque los dio-
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ses me hubieran elevado a una clase superior a la de esclavo. Sin embargo, es tal la perversi -
dad de la naturaleza humana que suspiraba por lo que nunca podría tener y soñaba con lo im-
posible.
Lostris estaba sentada en su almohadón, a proa, con sus esclavas a sus pies, dos negras
de Cuch, ágiles como panteras, completamente desnudas salvo por los collares dorados al cue-
llo. Lostris sólo llevaba una falda o shenti de hilo blanco, frágil y nívea como las alas de la gar-
ceta. La piel de la parte superior de su cuerpo, acariciada por el sol, era del tono de la madera
de cedro aceitada, de las montañas allende Biblos. Sus pechos tenían el tamaño y la forma del
higo maduro listo para ser cosechado, y sus pezones parecían rubíes.
Se había despojado de su peluca protocolaria y lucía el pelo natural en una gruesa trenza
que caía como una oscura soga sobre uno de sus senos. El verde plateado del polvo de mala-
quita que cubría sus párpados destacaba los ojos rasgados también verdes, pero del verde
más oscuro, más translúcido del Nilo cuando las aguas bajan y depositan su carga preciosa de
limo. Entre los pechos, suspendida de una cadena de oro, pendía una imagen de oro y lapislá -
zuli de Hapi, la diosa del Nilo. Se trataba de una pieza soberbia, pues la había hecho yo mismo
con mis propias manos.
De repente, Tanus alzó el puño derecho. Los remeros se detuvieron al unísono y mantu-
vieron fuera del agua los remos empapados que resplandecían al sol. Tanus inclinó a un lado el
timón y los hombres sentados a babor empezaron a remar con fuerza hacia atrás, formando
pequeños remolinos en el agua. Los de estribor remaron con fuerza hacia delante. La nave dio
un viraje tan brusco que la cubierta se inclinó de manera peligrosa. Después se pusieron a re-
mar todos juntos y la embarcación salió disparada hacia delante. La proa puntiaguda decorada
con los ojos azules de Horus, se abrió paso entre los densos papiros y salió del flujo de la co -
rriente del río para entrar en las tranquilas aguas de la laguna.
Lostris interrumpió la canción y se llevó las manos a los ojos para protegerlos del sol y
mirar hacia delante.
– ¡Allí están! –exclamó, señalando con su grácil mano. Las otras embarcaciones de la es-
cuadra de Tanus se desplegaban como una red a lo largo del extremo sur de la laguna, blo-
queando la entrada principal del gran río y cortando toda huida en esa dirección.
Naturalmente, Tanus había elegido para sí la parte norte porque sabía que allí la cacería
sería más violenta. Deseé que no fuera así. No es que sea un cobarde, pero debo pensar siem -
pre en la seguridad de mi ama. Ella había conseguido estar a bordo del Aliento de Horus tras
muchas intrigas en las que, como siempre, me había involucrado. Cuando su padre se enterara
de su presencia en la partida de caza, como sin duda sucedería, yo saldría bastante mal para-
do; pero si además averiguaba que había sido el responsable de que estuviera un día entero
en compañía de Tanus, ni siquiera mi privilegiada posición podría protegerme de su ira. Las
instrucciones que me había dado con respecto a aquel joven eran claras.
Sin embargo, yo parecía ser el único que estaba preocupado a bordo del Aliento de Ho-
rus. Los demás temblaban de excitación. Tanus detuvo a los remeros con un gesto perentorio
de la mano y la embarcación se inmovilizó meciéndose suavemente sobre las aguas verdes tan
quietas, que al asomarme por la borda y ver mi rostro reflejado, como de costumbre, quedé
asombrado por lo bien que había resistido mi belleza el paso de los años. Desde mi punto de
vista, mi rostro era más hermoso que los lotos azul oscuro que lo enmarcaban. Sin embargo,
tuve poco tiempo para admirarlo, pues toda la tripulación andaba alborotada.
Uno de los oficiales de Tanus izó el estandarte de su jefe en el mástil principal. Era la
imagen de un cocodrilo azul, con su pomposa cola erecta y las fauces abiertas. Sólo un oficial
con el rango de Mejor de Diez Mil tenía derecho a su propio estandarte. Antes de cumplir vein-
te años, Tanus había adquirido ese rango junto con el mando de la división Cocodrilo Azul de la
elite de la guardia del propio faraón.
El estandarte ondeando sobre el mástil principal era la señal para que comenzara la cace-
ría. En el horizonte de la laguna, la distancia empequeñecía al resto de la escuadra, pero los
remos empezaron a moverse rítmicamente, alzándose y cayendo como las alas de gansos sal-
vajes en pleno vuelo.
Tanus bajó el gong a la popa. Era un largo tubo de bronce, uno de cuyos extremos hun -
dió en el agua. Al golpearlo con un martillo del mismo metal, los tonos agudos reverberarían y
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se transmitirían a través del agua, alarmando a nuestra presa. Por desgracia, aquello podría
desencadenar una furia asesina.
Tanus se rió de mí. Incluso en medio de su excitación presentía mi desasosiego. Para tra-
tarse de un rudo soldado, tenía una percepción poco habitual.
¡Ven, sube a la torre de popa, Taita! –ordenó–. Puedes ayudarnos golpeando el gong.
Durante un rato te distraerá de tu preocupación por la seguridad de tu preciosa ama.
Me dolió su indolencia, pero la invitación fue un alivio porque la torre de popa quedaba
demasiado alta, lejos del agua. Hice lo que me pidió sin apresuramientos y, al pasar a su lado,
me detuve para advertirle en tono severo.
–Cuida de mi ama, ¿me oyes, muchacho? No alientes su impaciencia porque es tan te-
meraria como tú. –Podía hablar así al ilustre comandante de Diez Mil porque en una época ha-
bía sido mi alumno y en más de una ocasión blandí la caña sobre sus marciales nalgas. Me
sonrió como solía hacer, tan presuntuoso y descarado como siempre.
–Te ruego, viejo amigo, que dejes a esta dama en mis manos. ¡Te aseguro que nada po-
dría gustarme más! –No hice caso de su tono irrespetuoso porque tenía prisa por subirme a la
torre. Desde allí lo observé empuñar el arco.
Aquel arco ya era famoso en todo el ejército; en realidad era famoso en todo el gran río,
desde las cataratas hasta el mar. Se lo diseñé cuando se hartó de las armas insignificantes y
débiles a las que hasta entonces había tenido acceso. Le sugerí que tratáramos de crear un
arco utilizando un material nuevo, distinto de las maderas blandas que crecen en nuestros an-
gostos valles junto al río; tal vez con maderas exóticas como la del olivo de la tierra de los hiti-
tas o la del ébano de Cuch; o con materiales aún más extraños como cuernos de rinoceronte o
el marfil de los colmillos de elefante.
Apenas iniciamos la tarea, tropezamos con infinidad de problemas; el primero, la fragili-
dad de estos materiales exóticos, que en su estado natural no se doblan sin agrietarse, y sólo
los colmillos de elefante más grandes, que son los más caros, nos permitirían tallar un arco en-
tero. Solucioné ambos problemas astillando el marfil de un colmillo más pequeño y pegando
las astillas entre sí para rodearlas con una correa y formar un arco. Por desgracia resultó de-
masiado rígido para que un hombre pudiera tensarlo.
Sin embargo, a partir de entonces resultó fácil y natural laminar juntos los cuatro mate -
riales elegidos: madera de olivo, ébano, cuerno y marfil. Transcurrieron varios meses de expe-
rimentos durante los cuales combinamos estos materiales con diferentes clases de pegamento
para mantenerlos unidos. Nunca logramos fabricar un pegamento lo bastante fuerte, pero este
problema quedó finalmente solucionado al atar todo el arco con alambre de electro para impe-
dir que se deshiciera. Dos hombres muy fuertes ayudaron a Tanus a retorcer el alambre mien-
tras el pegamento estaba todavía caliente. Cuando se enfrió, comprobamos que habíamos lo-
grado una combinación casi perfecta de fuerza y flexibilidad.
Con su espada de hoja de bronce, Tanus había cazado en el desierto un gran león de me-
lena negra. Corté en tiras el intestino de la fiera y las retorcí para formar la cuerda del arco. El
resultado fue aquel arco resplandeciente, de poder tan extraordinario que sólo un hombre en-
tre mil logró tensarlo en toda su extensión.
Las normas del tiro con arco, tal como las enseñaba el instructor del ejército, consistían
en colocarse frente al blanco, llevar la flecha hasta el centro del esternón, apuntar durante
unos instantes con suma concentración y soltar la flecha a la orden de tiro al blanco. Sin em-
bargo, ni siquiera Tanus tenía la fuerza necesaria para estirar el arco y mantenerlo tenso unos
segundos. Así que se vio obligado a desarrollar un estilo completamente nuevo. De perfil fren-
te al blanco, lo miraba por encima del hombro izquierdo, alzaba el arco con el brazo extendido,
estiraba la flecha hacia atrás hasta que las plumas le tocaban los labios, y los músculos de sus
brazos y pecho se tensaban a causa del esfuerzo. En ese instante, totalmente extendido, solta-
ba la flecha aparentemente sin apuntar.
Al principio las flechas volaban al azar como abejas salvajes que abandonan el panal,
pero Tanus practicaba durante todo el día. La cuerda del arco le puso en carne viva los dedos
de la mano derecha, que poco a poco fueron sanando y endureciéndose. El antebrazo izquierdo
estaba en carne viva allí donde la cuerda lo raspaba al soltar la flecha, pero yo ideé una espe -
cie de manga de cuero para protegerlo. Tanus permanecía en el campo de tiro, practicando
constantemente.
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Hasta yo llegué a dudar de sus posibilidades de dominar el arma, pero él jamás se dio
por vencido. Poco a poco, con una lentitud desesperante fue controlando el arco hasta que por
fin consiguió lanzar tres flechas con tanta rapidez que todas llegaban a danzar por los aires al
unísono. Por lo menos dos de ellas daban en el blanco, un disco de cobre del tamaño de la ca-
beza de un hombre, colocado a una distancia de cincuenta pasos de donde Tanus se encontra-
ba. La fuerza de aquellas flechas era tal que atravesaban limpiamente el metal cuyo grosor era
el de mi dedo meñique.
Tanus bautizó el arma con el nombre de Lanata, que coincidía con el nombre infantil de
mi ama. En aquel momento, ambos estaban a su lado, la mujer y el arco. Formaban una pare-
ja demasiado maravillosa para la paz de mi espíritu.
– ¡Ama! –llamé con voz aguda-. ¡Ven inmediatamente! Ese lugar no es seguro. –Pero ella
ni siquiera se dignó mirarme, sino que me hizo un signo con la mano detrás de la espalda.
Todos los tripulantes la vieron y los más osados lanzaron una risotada. Alguna de las pí-
caras sirvientas negras debía de haberle enseñado aquel gesto, más propio de las mujeres de
las tabernas que de una muchacha de alcurnia, hija de la Casa de Intef. Pensé reñirla, pero
abandoné en el acto la idea de una actitud tan imprudente ya que mi ama sólo se aviene a ra-
zones en determinado estado de ánimo. Para disimular mi disgusto me dediqué a golpear el
gong con fuerza.
El sonido agudo se extendió a través de la laguna e instantáneamente el aire se llenó de
un susurro de alas. Una sombra ocultó el sol cuando, de entre los papiros, de los ocultos char -
cos y del agua de la laguna una bandada de aves levantó el vuelo. Pertenecían a cien varieda -
des distintas: ibis blancas y negras con cabezas parecidas a las del buitre, sagradas para la
diosa del río; estrepitosos gansos de plumaje rojizo con una pequeña mancha de tono rubí en
el pecho; garzas verdes azuladas o negras como la noche, con picos como espadas y podero-
sos aleteos; y patos en tal cantidad que su número desafiaba las miradas y la credulidad de
quien los observaba.
La caza de aves silvestres es uno de los deportes más apreciados por la nobleza egipcia,
pero ese día íbamos tras una presa distinta. A lo lejos, vi que la superficie cristalina de la lagu-
na perdía su calma: algo pesado y macizo se movía; mi espíritu se estremeció porque sabía
cuál era la bestia terrible que acababa de agitarse. Tanus también lo había visto, pero su reac -
ción fue completamente distinta de la mía. Lanzó un grito parecido al de un sabueso y sus
hombres le hicieron coro inclinándose sobre los remos. El Aliento de Horus saltó hacia delante
como si fuera uno de los pájaros que oscurecían el cielo; mi ama lanzó un grito de excitación,
golpeando con su pequeño puño el musculoso hombro de Tanus.
El agua volvió a agitarse y Tanus le indicó al timonel que siguiera el movimiento, mien-
tras yo continuaba golpeando el gong para olvidarme del miedo. Llegamos al punto donde ha-
bíamos visto agitarse por última vez las aguas y la nave se detuvo mientras todos sus tripulan-
tes miraban ansiosamente a su alrededor.
Sólo yo miré directamente por la popa. Bajo el casco de la nave, el agua era poco pro -
funda y tan clara como el aire que nos rodeaba. Lancé un chillido tan fuerte y agudo como el
de mi ama y salté hacia atrás, alejándome de la barandilla de popa, porque el monstruo esta-
ba debajo de nosotros.
El hipopótamo es el familiar de Hapi, la diosa del Nilo. Sólo se lo podía cazar con su con -
sentimiento. Con esa finalidad, aquella mañana Tanus había orado y ofrecido sacrificios en el
templo de la diosa, acompañado de mi ama. Hapi es la diosa de Lostris, pero dudo que éste
fuera el único motivo de su ávida participación en la ceremonia.
La bestia que había visto era un enorme macho viejo. A mí me pareció tan grande como
nuestra nave, una forma gigantesca que avanzaba pesadamente por el fondo de la laguna,
cuya corriente frenaba sus movimientos dándole el aspecto de una criatura de pesadilla. Le-
vantaba barro con los cascos, igual que el órix salvaje levanta polvo del desierto cuando huye.
Tanus hizo girar la nave y perseguimos al hipopótamo. Pero a pesar de su lento galope,
la bestia se alejó de nosotros con rapidez. Su forma oscura fue desapareciendo en las verdes
profundidades de la laguna.
–¡Remad! ¡Por el mal aliento de Seth, remad! –gritaba Tanus a sus hombres, pero al ver
que uno de sus oficiales desenrollaba el látigo, frunció el entrecejo e hizo un movimiento nega -
tivo con la cabeza. Nunca le he visto permitir que se azote a nadie sin necesidad.
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Río sagrado Wilbur Smith
De repente, el hipopótamo emergió frente a nosotros y de su boca salió una gran nube
de vaho maloliente. A pesar de encontrarse fuera del alcance de los arcos, el hedor de su
aliento nos sobrecogió. Durante unos instantes, su lomo formó una resplandeciente isla de
granito sobre la laguna; después, con una respiración silbante, se volvió a hundir.
– ¡Perseguidlo! –gritó Tanus.
– ¡Allí está! – exclamé, señalando hacia un lado–. Vuelve hacia aquí.
– ¡Bien hecho, amigo! –exclamó Tanus riendo–. Todavía lograremos hacer de ti un gue-
rrero.
Era totalmente ridículo, porque yo era un escriba, un sabio y un artista. Mis hazañas son
mentales. Pese a todo, sentí un escalofrío de placer, como me sucede siempre que Tanus me
alaba, y por un momento mi ansiedad desapareció en medio de la excitación de la caza.
Las naves de la escuadra, que se encontraban al sur, también habían iniciado la cacería.
Los sacerdotes de Hapi llevaban una cuenta estricta de los hipopótamos que habitaban en la
laguna y habían dado permiso para sacrificar cincuenta con motivo del festival de Osiris. En la
manada de la diosa del templo de la laguna quedarían casi trescientos, número que los sacer -
dotes consideraban ideal para mantener las vías navegables libres de algas, impedir que los le-
chos de papiros invadieran las tierras cultivables y abastecer al templo de carne. Sólo a los
sacerdotes les estaba permitido comer carne de hipopótamo fuera de los diez días del festival
de Osiris.
La cacería se desarrolló como una compleja danza en la que las naves de la escuadra
avanzaban con repetidos virajes. Las bestias, enloquecidas, huían zambulléndose, resoplando
y gruñendo al salir a flote. Cada zambullida era más corta que la anterior y las salidas a la su -
perficie más frecuentes, ya que las bestias, antes de poder llenar sus pulmones de aire, debían
zambullirse nuevamente para evitar que las naves que las perseguían se hallaran sobre ellas. Y
durante todo el tiempo, los gongs de bronce de las naves resonaban junto con los gritos exci-
tados de los remeros y las exhortaciones de los timoneles. Todo era alboroto y confusión; in-
cluso yo gritaba y vitoreaba junto con los más sedientos de sangre.
Tanus había centrado toda su atención en el macho más grande, el primero que vimos.
Ignoró a las hembras y a los animales más pequeños que tenía al alcance de sus flechas, y
persiguió a la gran bestia acercándosele inexorablemente cada vez que emergía. A pesar de mi
excitación no pude menos que admirar la habilidad con que Tanus manejaba el Aliento de Ho-
rus y la manera en que la tripulación respondía a sus señales. Pero Tanus siempre había tenido
la virtud de lograr lo mejor de aquellos a quienes tenía bajo su mando. De otro modo, ¿cómo
habría podido alcanzar con tanta rapidez un rango tan alto sin el respaldo de una fortuna ni de
un protector? Lo que tenía lo había logrado por sus propios méritos, a pesar de las influencias
malignas de enemigos ocultos que pusieron todos los obstáculos posibles en su camino.
De repente, el hipopótamo salió a la superficie a menos de treinta pasos de la proa. Lo
vimos resplandeciente a la luz del sol, negro y terrible, con nubes de vapor surgiendo de su
nariz como la criatura del otro mundo que devora los corazones de aquellos a quienes los dio-
ses consideran culpables.
Tanus alzó el gran arco y lanzó una flecha. Lanata dejó oír su tétrica música y la flecha
salió volando a tal velocidad que el ojo humano no llegaba a verla. Mientras la primera flecha
todavía silbaba, la siguió otra y luego otra más. La cuerda del arco sonaba como un laúd y las
flechas dieron en el blanco, una tras otra, clavándose en el lomo del hipopótamo que lanzó un
bramido y volvió a hundirse en el agua.
Las flechas eran proyectiles que yo había diseñado especialmente para la ocasión. Les
había quitado las plumas reemplazándolas por pequeños flotadores de madera de baobab
como los que usan los pescadores para indicar el lugar donde se hallan sus redes. Estaban co -
locados en el extremo de la flecha de tal manera que se mantenían adheridos a ella durante el
vuelo, para separarse cuando la bestia se zambullía y las arrastraba consigo bajo el agua. Uni-
das a la cabeza de bronce de la flecha por un fino hilo de algodón enrollado alrededor de la
vara, éste se desenrollaba al soltarse el flotador. Así que en aquel momento, cuando el macho
se alejaba velozmente debajo del agua, tres pequeños flotadores salieron a la superficie y lo
siguieron. Yo los había pintado de un amarillo brillante para que revelaran al instante la posi-
ción del animal, aunque estuviera hundido en las profundidades de la laguna.
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Así Tanus podía anticiparse a los movimientos del macho y adelantar el Aliento de Horus
para dispararle otra andanada de flechas cuando volviera a emerger. El hipopótamo ya arras-
traba tras de sí una guirnalda de hermosos corchos y el agua empezaba a teñirse de rojo con
su sangre. A pesar de la emoción del momento, no pude menos que sentir pena por aquella
criatura acosada que recibía una andanada de flechas cada vez que salía bramando a la super-
ficie. Esa compasión no era compartida por mi joven ama, que chillaba presa de terror y a la
vez de excitación.
El macho volvió a subir a la superficie, pero esta vez se enfrentó al Aliento de Horus.
Abrió las fauces de tal manera que alcancé a ver las profundidades de su garganta. Era un tú -
nel de carne de un rojo brillante que podría haber devorado íntegramente a un hombre. Las
mandíbulas tenían tal cantidad de dientes que su visión me cortó la respiración e hizo que se
me helara la sangre en las venas. En la mandíbula inferior tenía enormes colmillos de marfil
para cortar los gruesos tallos de papiros. En la superior, resplandecientes dientes blancos del
grosor de mis muñecas, capaces de segar la madera del casco del Aliento de Horus con la faci-
lidad con que yo muerdo una torta. Poco antes había tenido oportunidad de examinar el cadá-
ver de una campesina que, cortando papiros en la orilla del río, había molestado a un hipopó-
tamo hembra que acababa de parir. La bestia había partido por la mitad a la mujer tan limpia-
mente que parecía haber sido seccionada por una afilada hoja de bronce. Y ahora aquella bes-
tia enfurecida, con las fauces llenas de dientes resplandecientes, iba por nosotros y, pese a
que me encontraba sobre la torre de popa, me quedé como la estatua de un templo, petrifica-
do de terror, incapaz de todo sonido o movimiento.
Tanus disparó otra flecha que se introdujo en las fauces de la bestia y fue a clavarse en
su garganta. Pero la agonía de aquella criatura era tan terrible que ni siquiera pareció notar la
nueva herida que, a la larga, sería mortal. El hipopótamo cargó sin vacilar contra la proa del
Aliento de Horus. El rugido de furia y de angustia que escapó de su garganta fue tan espanto-
so, que se rompió una arteria y de sus fauces abiertas surgió una lluvia de sangre que la luz
del sol convirtió en una neblina roja, hermosa y horrible a la vez. Entonces la cabeza del hipo-
pótamo se incrustó en la proa de nuestra nave.
El Aliento de Horus cortaba las aguas con la velocidad de una gacela en plena huida, pero
en su furia el hipopótamo fue aún más veloz. Su cuerpo era tan sólido que tuvimos la impre-
sión de haber chocado contra una roca. El impacto arrancó a los remeros de sus asientos y yo
caí con tanta fuerza contra la barandilla de la torre de popa que mis pulmones quedaron sin
aire y sentí un dolor punzante en el pecho.
Pero a pesar del dolor mi única preocupación fue mi ama. Entre lágrimas de dolor pude
ver que el impacto la arrojaba hacia delante. Tanus levantó los brazos para tratar de sostener-
la, pero el impacto también le hizo perder el equilibrio y el arco que sostenía en la mano iz -
quierda le impedía moverse a sus anchas. Sólo pudo detener durante un momento la caída de
Lostris. Luego ella se tambaleó, manoteando desesperadamente, y por fin su espalda se ar-
queó sobre la barandilla.
–¡Tanus! –gritó, tendiéndole una mano. Tanus recuperó el equilibrio con la rapidez de un
acróbata y trató de agarrar la mano de Lostris. Durante un instante los dedos de ambos se to -
caron, pero enseguida algo pareció tirar de ella y Lostris cayó.
Desde mi posición en la popa pude seguir su caída. Voló por el aire como un gato mien -
tras su shenti se levantaba dejando al descubierto los muslos largos y hermosos. Tuve la sen-
sación de que la caída era interminable y mi grito de angustia resonó al unísono con su alarido
de desesperación.
–¡Mi niña! –exclamé–. ¡Mi pequeña! –Estaba seguro de haberla perdido. Fue como si toda
su vida pasara ante mis ojos tal como yo la había conocido. Volvía a verla gatear y escuchaba
los mimosos balbuceos destinados a mí, su querida niñera. La veía convertirse en mujer y re-
cordé todos los momentos de alegría y de dolor que me había causado. En aquel momento en
que iba a perderla la quise aún más que durante esos largos catorce años.
Lostris cayó sobre el ancho y ensangrentado lomo de la bestia furiosa donde permaneció
tumbada durante unos momentos como si se tratara de la víctima de un sacrificio humano en
el altar de una religión obscena. El hipopótamo giró, se elevó sobre el agua y torció hacia atrás
la cabeza grande y deforme tratando de alcanzarla. Sus ojos de cerdo inyectados en sangre
resplandecían con la locura de su furia y los grandes dientes entrechocaron al intentar morder-
la.
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Lostris consiguió sobreponerse y asir un par de flechas que sobresalían del ancho lomo
del hipopótamo. Estaba tumbada, completamente abierta de brazos y piernas. Ya no gritaba,
sólo se preocupaba por seguir con vida. Al tratar de alcanzarla, los dientes curvos de la bestia
entrechocaban entre sí como espadas de guerreros en pleno duelo. Con cada mordisco pare-
cían acercársele más; temí que en cualquier instante le segara una de sus hermosas piernas y
que su sangre dulce y joven se mezclara con la que salía a borbotones de las heridas de la
bestia.
A proa, Tanus se recuperó con rapidez. La expresión de su cara era terrible. Apartó el
arco, que ahora le resultaba inútil y desenvainó la espada. Tenía una hoja de bronce tan larga
como su brazo, con los bordes tan afilados que podían cortar un pelo en el aire.
Subió a la borda donde se balanceó durante un instante mientras observaba los desen-
frenados giros del hipopótamo herido de muerte. Después se lanzó y cayó como un halcón sos-
teniendo la espada con ambas manos y apuntando hacia abajo.
Cayó sobre el grueso cogote del hipopótamo y quedó a horcajadas como si se dispusiera
a montarlo hasta el otro mundo. Con el ímpetu del salto y la fuerza del peso de su cuerpo, más
de la mitad de la espada penetró en la cerviz del hipopótamo.
Montado sobre la bestia como un jinete, Tanus la fue hundiendo cada vez más con am-
bos brazos empleando toda la fuerza de sus robustos hombros. La bestia se puso frenética. La
resistencia que había opuesto hasta aquel momento no era nada en comparación con la furiosa
lucha que siguió. Levantó casi todo su enorme cuerpo, sacudiendo la cabeza y arrojando sóli-
das columnas de agua hasta tal altura que se estrellaban en la cubierta de la nave y, como una
cortina, casi ocultaban la escena de mi mirada horrorizada.
Observaba a la pareja que a lomos del monstruo era sacudida sin piedad. Una de las fle-
chas a las que Lostris se aferraba se rompió y estuvo a punto de caer al agua. Si eso hubiese
sucedido, sin duda el hipopótamo la habría despedazado con sus afilados dientes. Tanus estiró
los brazos hacia atrás y logró sostenerla con la mano izquierda mientras con la derecha seguía
hundiendo la espada en la cerviz del hipopótamo.
Al no poder alcanzarlos, la bestia empezó a morderse los costados causándose heridas
tan horribles que a cincuenta pasos de la nave las aguas se tiñeron de rojo. Tanto Tanus como
Lostris estaban ensangrentados de la cabeza a los pies. Sus rostros se habían convertido en
máscaras grotescas en las que sólo destacaba el blanco de los ojos.
Los violentos estertores de muerte del hipopótamo los habían alejado de la nave; fui el
primero en recobrar el sentido común.
–¡Seguidles! ¡No permitáis que se alejen! –les grité a los remeros, que corrieron a sus
puestos, pusieron en movimiento el Aliento de Horus y fueron tras ellos.
En aquel instante, fue como si la espada de Tanus hubiera atravesado la cerviz de la bes-
tia. El enorme cuerpo se tensó y quedó inmóvil. El hipopótamo cayó de espaldas y quedó con
las cuatro patas rígidas fuera del agua. Luego se hundió arrastrando a Tanus y a Lostris a las
profundidades de la laguna.
Ahogando el alarido que pugnaba por brotar de mi garganta, grité a la tripulación:
–¡Retroceded! ¡No los atropelléis! ¡Nadadores a proa! –Hasta a mí me sorprendió la fuer -
za y autoridad de mi voz.
La nave se detuvo y antes de que pudiera reflexionar sobre la prudencia de lo que estaba
a punto de hacer me encontré encabezando el robusto grupo de guerreros que corrían por cu-
bierta hacia la proa. Aquellos hombres habrían vitoreado al ver ahogarse a cualquier otro ofi-
cial, pero no a su Tanus.
Ya me había quitado el shenti y estaba desnudo. En cualquier otra circunstancia, ni la
amenaza de cien latigazos me habría convencido de hacerlo; sólo he permitido que una perso-
na contemple el daño que hace tanto tiempo me infligió el verdugo del Estado: la que ordenó
que me castraran. Pero por una vez, olvidé por completo la mutilación.
Soy un buen nadador y, aunque al pensarlo retrospectivamente me estremece tanta te-
meridad, creo que por salvar a mi ama me habría zambullido en aquellas aguas ensangrenta-
das. Pero cuando estaba a punto de lanzarme al agua, justo a mis pies aparecieron dos cabe-
zas tan juntas que parecían las de dos nutrias copulando. Una era morena y la otra rubia y de
ambas escapaba el sonido más increíble que haya escuchado nunca. Reían. Chillaban y reían
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Río sagrado Wilbur Smith
mientras se acercaban al borde de la nave, tan estrechamente abrazados que tuve la seguri-
dad de que se encontraban en peligro de ahogarse uno al otro.
Instantáneamente toda mi angustia se convirtió en indignación ante tal falta de seriedad,
cuando yo estaba a punto de hacer una locura. Igual que una madre, cuyo primer instinto al
encontrar al hijo perdido es castigarlo, noté que mi voz perdía toda su anterior autoridad para
adquirir un tono agudo y quejumbroso. Seguía reprendiendo a mi ama con mi famosa elocuen-
cia cuando una docena de manos los sacaron del agua y los izaron a cubierta.
–¡Muchacha salvaje, imprudente y desenfrenada! –grité–. ¡Irresponsable, egoísta, indis-
ciplinada! ¡Me lo habías prometido! ¡Me lo habías jurado sobre la cabeza de la diosa...!
Ella corrió hacia mí y me echó los brazos al cuello.
–¡Oh, Taita! –exclamó sin dejar de reír–. ¿Has visto? ¿Has visto cómo me ha rescatado
Tanus? ¿No ha sido el gesto más noble que has presenciado en tu vida? Igual que el héroe de
una de nuestras mejores historias.
El hecho de que yo hubiera estado a punto de embarcarme en un acto igualmente heroi-
co pasó por completo desapercibido, lo cual aumentó aún más mi irritación. Para colmo, Lostris
había perdido su shenti y noté que el cuerpo frío y húmedo que se apretaba contra el mío es -
taba completamente desnudo. Ante la mirada grosera de marineros y oficiales, exhibía las nal-
gas más firmes de todo Egipto.
Cogí el escudo más cercano, cubrí nuestros cuerpos y les grité a las esclavas de mi ama
que le alcanzaran otro shenti. Las risitas de las muchachas sólo aumentaron mi furia. En cuan-
to Lostris y yo estuvimos decentemente cubiertos, me volví hacia Tanus.
–¡Y tú, maldito bribón, prepárate, pues te denunciaré a mi amo Intef! ¡El hará que te
arranquen la piel de la espalda a latigazos!
–No harás tal cosa –contestó Tanus riendo. Me pasó un brazo musculoso y mojado por
los hombros y me abrazó con tanta fuerza que me hizo perder el equilibrio–, porque en ese
caso también te haría azotar a ti. De todos modos, gracias por tu preocupación, viejo amigo.
Echó un vistazo a su alrededor, con el brazo todavía sobre mis hombros y frunció el en-
trecejo. El Aliento de Horus estaba separado de las otras naves de la escuadrilla y la cacería
había terminado. A excepción de la nuestra, todas las naves habían cazado la cantidad de pre-
sas permitidas por los sacerdotes.
Tanus sacudió la cabeza.
–No hemos aprovechado bien la cacería, ¿verdad? –gruñó y ordenó a uno de los oficiales
que izara el estandarte para llamar a la escuadrilla.
Después, forzó una sonrisa.
–Vamos a beber una jarra de cerveza; tendremos que esperar un rato y este trabajo me
ha dado sed. –Se encaminó a proa, donde las esclavas se deshacían en atenciones con Lostris.
Al principio yo estaba tan furioso que me negué a unirme a la improvisada fiesta. Permanecí
en popa con aire de ofendida dignidad.
–¡Deja que permanezca un rato enfurruñado! –oí que le susurraba Lostris a Tanus mien-
tras le volvía a llenar la jarra de espumosa cerveza– El pobre viejo se asustó mucho, pero en
cuanto tenga hambre se le pasará el malhumor. Le encanta comer.
Mi ama es el colmo de la injusticia. Jamás me enfado y tampoco soy glotón. Además en
aquella época apenas tenía treinta años, aunque para una chica de catorce cualquiera que ten-
ga más de veinte es un anciano. Pero debo admitir que, cuando se trata de comida, tengo el
gusto refinado del conocedor. El ganso asado con higos que Lostris exhibía era uno de mis pla-
tos preferidos, como muy bien sabía ella.
Dejé que sufrieran un rato y, cuando Tanus me llevó una jarra de cerveza y me llenó de
halagos, sólo entonces cedí un poco y permití que me llevara a proa. Pese a todo, me mostré
distante hasta que Lostris me besó en la mejilla y dijo en voz alta para que todos la oyeran:
–Mis esclavas dicen que tomaste el mando de la nave como si fueras un veterano y que
te habrías lanzado al agua para rescatarme. ¡Oh, Taita! ¿Qué haría yo sin ti?
Sólo entonces sonreí y acepté el trozo de ganso que me ofrecía. Estaba delicioso y la cer -
veza era de la mejor calidad. Sin embargo, apenas comí, pues, aparte de que debía pensar en
mi figura, la frase de Lostris sobre mi apetito voraz no dejaba de fastidiarme.
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Río sagrado Wilbur Smith
Que Tanus blasfeme utilizando el nombre del gran Seth, es algo que siempre me ha alar-
mado. Porque, aunque él y yo somos hombres de Horus, no me parece prudente ofender a
ninguno de los dioses egipcios. Debo confesar que, siempre que paso delante de un lugar
sagrado, ofrezco una oración o un pequeño sacrificio por humilde o poco importante que sea el
dios que lo habite. Desde mi punto de vista, no es más que una cuestión de sentido común y
una manera de vivir seguro. Ya contamos con bastantes enemigos entre los hombres sin nece-
sidad de ir a buscar más entre los dioses. Soy particularmente obsequioso con Seth porque su
excelente reputación me aterroriza. Sospecho que Tanus lo sabía y actuaba así deliberadamen-
te para molestarme. Sin embargo, pronto olvidé mi malestar ante sus exaltadas alabanzas.
–¿Cómo lo consigues? –preguntó–. Se supone que soy yo el soldado; hoy he visto todo lo
que has visto tú. ¿Por qué no se me ocurren las mismas ideas?
Enseguida nos enfrascamos en una animada discusión sobre mis diseños. Desde luego,
Lostris no podía quedar mucho tiempo excluida y no tardó en reunirse con nosotros. Además
de maquillarla de nuevo, sus esclavas le habían secado el pelo y se lo habían vuelto a trenzar.
Su hermosura me aturdió, sobre todo cuando se puso a mi lado y, con aire distraído, apoyó su
esbelto brazo sobre mi hombro. Jamás se habría animado a tocar así a un hombre en público,
porque hubiera sido una ofensa a las costumbres y la modestia. Pero yo no era un hombre y,
aunque se apoyaba en mí, no apartaba la mirada de Tanus.
Su preocupación por Tanus se remontaba a la época en que aprendió a caminar. Con aire
de adoración, seguía a trompicones al esbelto chiquillo de diez años que era Tanus, tratando
de copiar con fidelidad todos sus gestos y palabras. Cuando él escupía, ella escupía. Cuando él
maldecía, ella repetía la misma maldición, hasta que Tanus vino a mí a quejarse amargamen-
te.
–¿No puedes conseguir que me deje en paz, Taita? –preguntó–. ¡Es un estorbo de cría!
Sin embargo, ahora Tanus ya no se quejaba del interés de Lostris.
Nos interrumpió el grito del vigía de proa y todos nos apresuramos a mirar la laguna.
Empezaba a aparecer el cadáver de un hipopótamo. Primero vimos el vientre del animal; los
gases de los intestinos provocaban explosiones y sus entrañas se distendían como un globo in-
fantil hecho de vejiga de cabra. Flotaba en la superficie con las patas tiesas y extendidas. Una
nave se apresuró a recuperarlo. Un marinero subió al cadáver y aseguró un cabo a una de las
patas. La nave no tardó en remolcarlo hacia la lejana costa.
Ahora los enormes cadáveres empezaban a subir a la superficie por todas partes. Las na-
ves los iban reuniendo y se los iban llevando. Tanus ató dos de ellos a la popa de nuestra em -
barcación, de modo que los remeros tuvieron que esforzarse por avanzar por la laguna.
Me protegí los ojos de los rayos del sol y miré hacia la costa a la que nos íbamos acer-
cando. Daba la impresión de que en la orilla esperaran todos los hombres, mujeres y niños del
Alto Egipto. Formaban una enorme multitud que bailaba, cantaba y agitaba hojas de palma
para dar la bienvenida a la flota.
A medida que las naves alcanzaban la orilla, grupos de hombres cubiertos únicamente
por taparrabos se adentraban en la laguna hasta que el agua les llegaba al pecho y sujetaban
con sogas los cuerpos de los hipopótamos. En medio de su excitación olvidaban la constante
amenaza de los cocodrilos permanentemente al acecho en las opacas aguas verdosas. Aquellos
feroces dragones devoraban en todas las épocas a centenares de personas de nuestro pueblo.
A veces era tan grande su audacia que salían a tierra para atrapar a una criatura que jugaba
cerca de la orilla, o a una campesina ocupada en lavar ropa o en sacar agua del río para su fa-
milia.
Pero en aquel momento, a causa del hambre, nadie lo recordaba. Tiraban de las sogas y
arrastraban hasta tierra firme los cadáveres de los hipopótamos. Mientras los deslizaban por la
ribera fangosa, infinidad de pequeños peces plateados, ocupados en atiborrarse dentro de las
heridas abiertas de las bestias, se retrasaron en soltar su presa y fueron arrastrados a tierra
firme junto con los hipopótamos. Tirados sobre el barro de la orilla, saltaban y se estremecían
como estrellas caídas a tierra.
Armados con cuchillos o hachas, hombres y mujeres se arracimaban sobre los cuerpos.
Víctimas de una delirante avaricia, gritaban y gruñían como buitres y hienas sobre los restos
de un león, disputándose cada trozo de carne que arrancaban de los gigantescos cadáveres.
Sangre y huesos astillados volaban por el aire con cada golpe de las afiladas hojas. Aquella
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Río sagrado Wilbur Smith
tarde hubo largas hileras de heridos frente al templo, en espera de que los sacerdotes les cu-
raran las manos con dedos amputados o los profundos cortes causados por descuidados desli -
ces de los afilados cuchillos.
Yo también estuve muy ocupado aquella noche, porque en ciertos ámbitos gozo de una
fama de médico que hasta sobrepasa la de los mismos sacerdotes de Osiris.
Con toda modestia debo admitir que esta fama no es enteramente inmerecida; Horus es
testigo de que mis honorarios son mucho más razonables que los de estos hombres santos. Mi
señor Intef me permite quedarme con un tercio de lo que gano. Por lo tanto, pese a ser escla -
vo, soy un hombre con alguna fortuna.
Desde la torre de popa del Aliento de Horus observé la pantomima de fragilidad humana
que se representaba a mis pies. Tradicionalmente se permite al populacho comer hasta hartar-
se toda la carne de los hipopótamos cazados, siempre que lo hagan en la orilla, sin que ningún
trozo vuele de allí. Al vivir en una tierra verde, fertilizada y regada por el gran río, nuestro
pueblo estaba bien alimentado. Sin embargo, la dieta de las clases más pobres se basaba en
granos y para ellos podían transcurrir meses enteros entre un bocado y otro de carne. Ade -
más, en los festivales se solía dejar a un lado todas las restricciones cotidianas. Había licencia
para excederse en todo lo referente al cuerpo: en la comida, la bebida y las pasiones carnales.
Al día siguiente abundarían los dolores de estómago y de cabeza, y las disputas matrimoniales;
pero como éste era el primer día del festival nadie reprimía sus apetitos.
Sonreí al ver a una madre, desnuda hasta la cintura y embadurnada de sangre y grasa
de la cabeza a los pies, que surgía de la cavidad del vientre de un hipopótamo. Tenía agarrado
un trozo de hígado que arrojó a uno de sus hijos entre la multitud de niños que rodeaban el
cadáver. La mujer volvió a desaparecer en el interior de la bestia mientras el niño, sujetando
su premio, se alejaba corriendo rumbo a una de los centenares de fogatas que ardían en la
costa. Allí, uno de sus hermanos mayores le arrancó el trozo de hígado y lo echó sobre los car-
bones ardientes, mientras los demás se arracimaban impacientes a su alrededor, relamiéndose
como cachorros.
Valiéndose de una rama verde, el mayor de los niños sacó del fuego el hígado apenas
chamuscado, sobre el que se arrojaron sus hermanos y hermanas para devorarlo. En cuanto
dieron cuenta de él, empezaron a pedir más, con las caras manchadas de sangre y la grasa
deslizándose por las barbillas. Tal vez los más pequeños no habían probado nunca la exquisita
carne del ganado del río. Es una carne dulce y tierna, pero sobre todo es grasa, más grasa que
la carne de vaca o de asno salvaje, y los huesos medulares son realmente un manjar digno del
mismo Osiris. Nuestro pueblo ansiaba la grasa animal y al degustarla se volvían locos. Se ati-
borraron hasta la saciedad como era su derecho en el primer día de festival.
Yo me alegraba de mantenerme alejado de aquella algarabía, feliz de saber que los al-
guaciles de mi señor Intef reservarían los mejores cortes y huesos medulares para las cocinas
de palacio, donde los cocineros prepararían a la perfección mis platos preferidos. Mi importan-
cia dentro de la casa del visir excedía a la de todos los demás, siendo aún mayor que la del
mayordomo o la del comandante de la guardia de mi señor, aunque ambos hubieran nacido
hombres libres. Por supuesto, era algo que nunca se admitía abiertamente, pero todos recono-
cían tácitamente mis privilegios y mi superior posición, y pocos se atreverían a desafiarla.
En ese momento observé el trabajo de los alguaciles, que reclamaban la parte de mi se -
ñor, el gobernador y gran visir de las veintidós provincias del Alto Egipto. Empuñaban sus lar -
gos garrotes con la habilidad que proporciona la práctica, golpeando cualquier espalda o par de
nalgas desnudas que se les ofreciera como blanco, mientras exigían a gritos los reclamados
trozos.
Los dientes de marfil de los animales eran propiedad del visir, de modo que los alguaciles
los recogían todos. Eran tan valiosos como los colmillos de elefante que llegan desde la tierra
de Cuch, más allá de las cataratas. En nuestro Egipto se mató al último de los elefantes hace
casi mil años, durante el reinado de uno de los faraones de la Cuarta Dinastía; por lo menos
así lo afirman los jeroglíficos de su tumba. Naturalmente, se esperaba que mi señor entregara
un tributo de los frutos de la cacería a los sacerdotes de Hapi, los pastores titulares del rebaño
de la diosa. Pero la suma total del tributo la decidía mi señor; yo, que estaba a cargo de las
cuentas de palacio, sabía dónde terminaría el grueso de aquel tesoro. Mi señor Intef no era
dado a prodigalidades innecesarias, ni siquiera cuando se trataba de una diosa.
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Río sagrado Wilbur Smith
En cuanto a la piel de los hipopótamos, era propiedad del ejército y sería convertida en
escudos de guerra para los oficiales de los regimientos de la guardia. Los comisarios del servi-
cio de intendencia del ejército supervisaban el desuello y manejo de las pieles que eran casi
del tamaño de la carpa de un beduino.
La carne que no pudiera acabarse en la orilla, sería curada en salmuera, o ahumada o se-
cada. Se utilizaría aparentemente para alimentar al ejército, a los miembros de las cortes de
justicia, a los sacerdotes del templo y a otros servidores del Estado. Sin embargo, en la prácti -
ca, una buena parte sería discretamente vendida y el dinero resultante se filtraría con toda na-
turalidad hasta los cofres de mi señor. Como ya he dicho, después del mismo faraón, mi señor
era el hombre más rico del Alto Egipto y, su riqueza aumentaba año tras año.
A mis espaldas se produjo un nuevo revuelo y me giré rápidamente: la escuadrilla de Ta-
nus seguía en acción. Las naves estaban formadas en línea de combate, popa contra proa, pa-
ralelas a la línea de la costa, a menos de cincuenta pasos de la orilla, al borde de las aguas
profundas. En cada nave los arponeros montaban guardia junto a la barandilla, con sus arpo -
nes listos y apuntando hacia la superficie de la laguna.
La mancha de sangre y de carroña en el agua había atraído a los cocodrilos. Acudieron
en manada al festín, no sólo desde todos los rincones de la laguna, sino también desde lugares
tan lejanos como el curso principal del Nilo. Los arponeros los esperaban. Los largos arpones
terminaban en una cabeza de bronce relativamente pequeña, pero dolorosamente cortante.
Enhebrado por el ojo de la cabeza de metal había un resistente cordón de fibra de lino.
La habilidad de los arponeros era realmente impresionante. Cuando uno de estos saurios
cubiertos de escamas se acercó deslizándose por el agua verdosa, agitando su gran cola, mo -
viéndose bajo la superficie como una larga sombra oscura, silenciosa y mortífera, ellos ya lo
esperaban. Permitían que el cocodrilo pasara por debajo de la nave y cuando emergía del otro
lado de la embarcación, cuyo casco ocultaba los movimientos del arponero, éste se inclinaba y
clavaba el arpón.
No era un golpe violento, sino casi un toque suave con la larga estaca. La cabeza de
bronce era tan afilada como la aguja del cirujano, por lo que se enterraba profundamente bajo
las gruesas escamas del reptil. El arponero apuntaba al pescuezo del animal con golpes tan
certeros que muchos penetraban en la espina dorsal matándolo en el acto.
Pero si un golpe no daba en el blanco, el agua parecía explotar cuando el cocodrilo herido
estallaba en salvajes convulsiones. El arponero entonces retorcía el palo del arpón soltando así
la cabeza de metal que quedaba enterrada en la cerviz del cocodrilo. Cuatro hombres sujeta-
ban la soga de lino para controlar las contorsiones del saurio. Si el cocodrilo era grande –y al -
gunos eran del tamaño de cuatro hombres tumbados en hilera– la soga salía volando por la
borda y dejaba en carne viva las manos de los hombres que intentaban sujetarlo.
Cuando esto sucedía, hasta la hambrienta multitud de la playa se detenía unos instantes
para vitorear y animar a los valientes y para presenciar la lucha en la que el cocodrilo era ven -
cido por fin o cortaba la soga haciendo rodar a los marineros por la cubierta. Pero la soga casi
siempre resistía. En cuanto los tripulantes lograban volver la cabeza del reptil hacia ellos, el
animal quedaba imposibilitado para nadar hacia las aguas profundas. En medio de un torbe-
llino de espuma, lo arrastraban hasta el costado de la embarcación donde esperaba otro grupo
de marineros armados de garrotes, con los que le destrozarían la pétrea cabeza.
Cuando arrastraron los cadáveres de los cocodrilos hasta la playa, bajé a tierra para exa-
minarlos. Los desolladores del regimiento de Tanus ya se habían puesto manos a la obra.
El abuelo del actual faraón había concedido al regimiento el título honorífico de «Guardias
del Cocodrilo Azul», adjudicándole el estandarte del mismo nombre. La armadura de combate
de sus integrantes está hecha de la dura piel de estos reptiles. Convenientemente tratada y
curada, esta piel escamosa es lo bastante dura como para detener una flecha o la estocada de
una espada enemiga. Es mucho más ligera que el metal y mucho más fresca para llevarla bajo
el sol del desierto. Luciendo el casco de piel de cocodrilo decorado con plumas de avestruz y el
peto de la misma piel, lustrado y decorado con rosetas de bronce, Tanus era algo digno de
verse: igualmente podía inspirar terror en el corazón del enemigo que desatar un torbellino en
el interior de cualquier doncella.
Yo medía y anotaba la longitud y la circunferencia de los restos de los cocodrilos y obser-
vaba el trabajo de los desolladores. Aquellos monstruos no me inspiraban ninguna compasión,
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Río sagrado Wilbur Smith
que medía tres palmos menos que ella, desde una de las naves hasta las sombras que reina -
ban allende las fogatas. Allí se despojó de su shenti y cayó de rodillas al suelo, presentándole
un par de nalgas monumentales. Con un grito de felicidad, el hombrecillo se precipitó sobre
ella como un perro en celo y a los pocos segundos la mujer empezó a aullar con tanta fuerza
como él. Empecé a dibujarlos, pero la luz se apagaba con rapidez y por ese día me vi obligado
a dejar de trabajar.
Al dejar a un lado mi rollo de papiro, comprendí sobresaltado que no veía a mi ama des-
de antes del incidente de la niña muerta. Me puse de pie de un salto, presa del pánico. ¿Cómo
he podido ser tan descuidado? Mi ama había recibido una educación muy estricta; yo mismo
me había hecho cargo de ello. Era una criatura buena, consciente de los deberes y obligaciones
que la ley y las costumbres le imponían. Era consciente del honor de ser miembro de una im -
portante familia y del lugar que ella ocupaba dentro de la sociedad; lo que es más, temía tanto
como yo la autoridad y el mal genio de su padre. Por supuesto, yo confiaba en ella.
Confiaba en ella tanto como habría confiado en cualquier otra jovencita, presa de su pri-
mer brote de apasionamiento femenino, durante una noche como aquélla, a solas en algún lu-
gar oscuro con el apuesto e igualmente apasionado soldado de quien estaba enamorada.
No me atemorizaba tanto la frágil virginidad de mi ama, etéreo talismán que una vez
perdido pocas veces se lamenta, como el riesgo mucho más substancial de sufrir un daño en
mi propio pellejo. A la mañana siguiente regresaríamos a Karnak y al palacio de mi señor Intef,
donde habría más que suficientes lenguas viperinas para llevarle el cuento de cualquier desliz
o indiscreción por nuestra parte.
Los espías de mi señor pululaban en todas las capas de la sociedad y en todos los rinco -
nes de nuestra tierra, desde los muelles hasta los campos y el palacio del mismo faraón. Eran
aún más numerosos que los míos, porque él tenía más dinero para pagar a sus agentes, aun-
que muchos de ellos nos servían imparcialmente a ambos y en muchos niveles nuestras redes
se entretejían. Si Lostris nos había deshonrado a todos, padre, familia y a mí, su tutor y guar -
dián, por la mañana mi señor Intef lo sabría, y yo también.
Corrí de un extremo al otro de la nave, buscándola. Trepé a la torre de popa y revisé la
playa con desesperación. No vi ni rastro de ella ni de Tanus, lo cual acrecentaba aún más mis
temores.
No podía ni imaginar por dónde debía empezar a buscarlos en aquella noche de locura.
Me descubrí retorciéndome las manos de angustia y frustración, y me detuve de inmediato.
Procuro evitar constantemente cualquier gesto que pueda darme una apariencia afeminada.
Aborrezco a las criaturas obesas, afectadas y presuntuosas que han sufrido la misma mutila-
ción que yo. Siempre trato de comportarme como un hombre y no como un eunuco.
Hice un esfuerzo por controlarme y adopté la misma expresión de fría decisión que había
visto en el rostro de Tanus en pleno fragor de la batalla y así recuperé el control y volví a con-
vertirme en un ser racional. Analicé cuál podía ser el comportamiento más probable de mi
ama. Por supuesto que la conocía íntimamente. Después de todo, hacía catorce años que la
estudiaba. Comprendí que Lostris era excesivamente melindrosa y tenía demasiada conciencia
de su noble rango para codearse con la multitud de borrachos que poblaba la playa, o para re -
fugiarse subrepticiamente entre los arbustos y embarcarse en los juegos que había visto reali-
zar a la gorda prostituta con el marinero. Sabía que no podía contar con nadie para que me
ayudara a buscarla, pues entonces ya no cabría la menor duda de que mi señor Intef se ente -
raría de todo. Debía hacerlo todo por mi cuenta.
¿A qué lugar secreto habría permitido Lostris que la condujeran? Como a la mayoría de
las jovencitas de su edad, le encantaba la idea del amor romántico. Dudé que alguna vez hu -
biera considerado seriamente los aspectos más terrenales del acto físico, pese a los esfuerzos
que hacían aquellas dos mujerzuelas por enseñárselos. Ni siquiera demostró un mínimo de in-
terés por la mecánica del sexo cuando, como era mi deber, intenté advertirla, por lo menos
para protegerla de sí misma.
Entonces comprendí que debía buscarla en algún lugar que estuviera a la altura de sus
expectativas sentimentales con respecto al amor. Si el Aliento de Horus hubiera tenido una ca-
bina, hacia allí habría corrido, pero nuestras naves de río son pequeñas embarcaciones de ba -
talla, despojadas de todo lo que pueda hacerles perder velocidad y maniobrabilidad. La tripula-
ción duerme sobre la cubierta desnuda y hasta el capitán y sus oficiales cuentan sólo con un
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toldo de juncos para protegerse por la noche. Por aquel entonces el refugio no estaba equipa-
do, así que a bordo no había donde esconderse.
Karnak y el palacio se encontraban a medio día de viaje. En ese momento los esclavos
estaban instalando nuestras tiendas en una de las pequeñas islas que habían preservado de la
multitud para que tuviéramos cierta intimidad. Los esclavos se habían retrasado mucho en los
preparativos, pues incluso ellos se habían dejado llevar por los festejos. A la luz de las antor -
chas vi que algunos se tambaleaban mientras luchaban con las sogas de las tiendas. Ni siquie-
ra habían montado la tienda personal de Lostris, de manera que los lujos consistentes en al -
fombras, cortinas bordadas, colchones de muelles y sábanas de hilo no estaban todavía al al-
cance de los enamorados. Entonces, ¿dónde podían estar?
En ese momento, el suave resplandor amarillento de las antorchas al otro lado de la la -
guna atrajo mi atención. Mi intuición empezó a funcionar de inmediato. Considerando la rela-
ción que existía entre mi ama y la diosa Hapi, comprendí que el templo de la diosa, erguido en
el centro de la laguna sobre la pintoresca isla de rocas, ejercía un irresistible atractivo sobre
Lostris. Revisé la playa en busca de algo que me llevara a la isla. Aunque había numerosos bo -
tes en la costa, la mayoría de los boteros estaban completamente borrachos.
Entonces vi a Kratas en la playa. Las plumas de avestruz de su casco sobrepasaban las
cabezas de la multitud y su porte orgulloso lo destacaba del resto.
–¡Kratas! –Al verme, me saludó con la mano. Kratas era el segundo de Tanus y, después
de mí, el más leal de sus múltiples amigos. Podía confiar en Kratas más que en nadie.
–¡Consígueme un bote! –le grité–. ¡Cualquier bote! –Estaba tan angustiado y hablaba en
un tono tan agudo, que mis palabras llegaron hasta él con claridad. Kratas no perdió un ins-
tante en preguntas o cavilaciones. Se acercó a la falúa que tenía más cerca sobre la playa. El
botero dormía como un tronco. Kratas le agarró por el cuello y le alzó. Lo dejó caer en la arena
pero el botero no se movió; quedó tumbado bajo los efectos del vino barato, retorcido en la
posición en que Kratas lo acababa de dejar. El propio Kratas tuvo que echar el bote al agua y
con algunos vigorosos golpes de remo no tardó en llegar al Aliento de Horus. Con las prisas,
caí de la torre de popa y aterricé en el bote hecho un ovillo.
–¡Al templo, Kratas! –le supliqué mientras subía al bote a duras penas–. ¡Y ruega a la
dulce diosa Hapi que no sea demasiado tarde!
Con la brisa de la tarde impulsando la vela, cruzamos velozmente las oscuras aguas has-
ta las rocas en donde se erigía el templo. Kratas amarró el bote y se dispuso a desembarcar
detrás de mí, pero lo contuve con un gesto.
–Por favor, no me sigas –supliqué–; hazlo por Tanus, no por mí.
Kratas vaciló un instante antes de asentir.
–Estaré atento a tu llamada –prometió. Desenvainó la espada y me la ofreció–. ¿La nece-
sitarás?
Negué con la cabeza.
–No se trata de esta clase de peligro. Además, tengo mi daga. De todas formas, gracias
por tu confianza. –Con estas palabras lo dejé en el bote y me apresuré a subir los escalones de
piedra que conducían al templo de Hapi.
Las antorchas colocadas en ménsulas en los altos pilares de la entrada arrojaban una luz
titilante en la que los bajorrelieves parecían cobrar vida y danzar. La diosa Hapi es una de mis
favoritas. Hablando con propiedad, no es ni un dios ni una diosa, sino una extraña criatura
barbada, un hermafrodita con un pene enorme, una vagina igualmente cavernosa y unos pe-
chos generosos que proveen de leche a todos. Es la deificación del Nilo y la diosa de la cose-
cha. Los dos reinos de Egipto y todo su pueblo dependen completamente de ella y de las perió-
dicas crecidas del gran río que es su alter ego. Hapi es capaz de cambiar de sexo o, como mu-
chos otros dioses de nuestro Egipto, adoptar la forma de cualquier animal que desee. Su dis -
fraz favorito es el del hipopótamo. A pesar de la ambigua sexualidad del dios, mi ama Lostris
siempre la consideró mujer, igual que yo. Los sacerdotes de Hapi tal vez difieran de nosotros
en este punto.
Sus imágenes esculpidas sobre las paredes de piedra son vastas y maternales. Pintadas
en excitantes tonos primarios de rojos, amarillos y azules, sonríe con la cabeza de una bonda-
dosa hipopótamo hembra como queriendo invitar a toda la naturaleza a rendir frutos y multi-
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plicarse. La invitación implícita era sumamente inapropiada para la ansiedad que yo sentía en
aquel momento. Temía que en aquel preciso instante mi preciosa pupila se estuviera valiendo
de la indulgencia de la diosa.
Había una sacerdotisa arrodillada frente al altar lateral y corrí hacia ella, la agarré por el
borde de la capa y tiré de ella con urgencia.
–Dime, santa hermana, ¿has visto a Lostris, hija del gran visir? –Eran muy pocos los ciu-
dadanos del Alto Egipto que no conocían de vista a mi ama. Todos la amaban por su belleza,
su carácter alegre y su dulzura; cada vez que salía se arremolinaban a su alrededor y la vito-
reaban en las calles y mercados.
Arrugada y desdentada, la sacerdotisa me sonrió con una expresión tan taimada y sagaz
que mis temores se vieron confirmados.
Volví a zarandearla, esta vez con menos suavidad.
–¿Dónde está, reverenda anciana? ¡Te ruego que hables! –Pero ella movió la cabeza y gi-
ró los ojos hacia los portales del santuario interior.
Crucé corriendo el suelo de piedra, con el corazón latiéndome más de prisa que mis pa-
sos, pero aun en medio de mi angustia me sorprendió el descaro de mi ama. Aunque tenía de -
recho a acceder a lo más sagrado como miembro de la alta nobleza, ¿quién más en todo Egip-
to hubiera tenido la osadía de elegir aquel lugar para su cita amorosa?
Al llegar a la entrada del santuario, me detuve. Mi instinto no me había engañado. Tal
como lo temía, allí estaban los dos. Era tal mi obsesión y mi certeza con respecto a lo que ocu -
rría, que estuve a punto de gritarles que se detuvieran. Entonces me contuve.
Mi ama estaba completamente vestida, más vestida de lo habitual porque tenía el pecho
cubierto y se había puesto un chal azul de lana sobre la cabeza. La vi de rodillas ante la gigan -
tesca estatua de Hapi. La diosa resplandecía, adornada con coronas de nenúfares. Junto a Los-
tris estaba arrodillado Tanus, despojado de su armadura y sus armas que ahora se encontra-
ban apiladas junto a la puerta del santuario. El joven vestía únicamente una túnica corta y cal-
zaba sandalias. La joven pareja tenía sus manos entrelazadas y las caras muy juntas mientras
susurraban algo con aire solemne.
Mis sospechas resultaron infundadas y me sentí invadido por la culpa y la vergüenza.
¿Cómo pude haber dudado de mi ama? Empecé a retirarme en silencio, aunque sólo me dirigía
al altar lateral para agradecer a la diosa la protección que me había brindado y desde allí poder
vigilar discretamente los futuros acontecimientos.
En ese momento, Lostris se levantó y se acercó tímidamente a la imagen de la diosa. Yo
estaba tan fascinado por su gracia juvenil que me detuve un instante más para observarla.
Lostris se quitó del cuello la estatuilla de la diosa que yo le había hecho. Comprendí que
iba a ofrecerla como sacrificio. En la talla de aquella alhaja yo había puesto todo el amor que le
profesaba y me dolía que renunciara a ella. Lostris se puso de puntillas para colgarla del cuello
del ídolo. Después se arrodilló para besar el pie de piedra de Hapi, mientras Tanus la observa -
ba, aún de rodillas.
Lostris se levantó para volver a reunirse con él y en aquel momento me vio de pie en la
puerta. Traté de desaparecer en las sombras, porque me avergonzaba haber espiado un mo-
mento de tanta intimidad. Pero la cara de mi ama se iluminó de júbilo y antes de que yo logra-
ra escapar, se me acercó corriendo y me cogió las manos.
–¡Oh, Taita, si supieras cuánto me alegra que estés aquí! ¡Precisamente tú! ¡Qué opor-
tuno! Ahora todo es perfecto. –Me condujo de la mano hacia el interior del santuario y Tanus
se irguió y se me acercó sonriente para coger mi otra mano.
–Gracias por haber venido. Ya sabía que podíamos contar contigo en todo momento. –
Deseé que los motivos de mi presencia hubieran sido tan puros como ellos suponían y con una
sonrisa llena de amor les oculté mi corazón culpable.
–¡Arrodíllate aquí! – me ordenó Lostris–. Aquí, donde puedas escuchar cada palabra que
pronunciemos. Serás nuestro testigo ante Hapi y todos los dioses de Egipto. –Me obligó a arro-
dillarme y enseguida ella y Tanus volvieron a ocupar sus lugares frente a la diosa y se cogieron
de la mano, mirándose a los ojos.
Lostris fue la primera en hablar.
20
Río sagrado Wilbur Smith
–Tú eres mi sol –susurró–. Sin ti mi día es oscuro. –Tú eres el Nilo de mi corazón –con-
testó Tanus en voz baja–. El agua de tu amor alimenta mi alma.
–Tú eres mi hombre, en este mundo y en todos los mundos futuros.
–Tú eres mi mujer, a quien prometo mi amor. Te lo juro por el aliento y la sangre de Ho -
rus –dijo Tanus con claridad y abiertamente, hasta el punto de que su voz resonó a lo largo de
los vestíbulos de piedra.
–Recibo tu promesa y te la devuelvo centuplicada –exclamó Lostris–. Nadie podrá inter-
ponerse jamás entre nosotros. Nada podrá separarnos jamás. Somos uno para siempre.
Le ofreció su rostro y Tanus le dio un beso profundo y largo. Que yo supiera, aquél era el
primer beso que la pareja intercambiaba. Sentí que era un privilegio haber sido testigo de
aquel momento tan íntimo.
Cuando se abrazaron, de la laguna se levantó una repentina ráfaga de viento frío que sil-
bó entre los vestíbulos del templo en penumbras e hizo titilar las llamas de las antorchas. Por
un momento los rostros de los amantes se enturbiaron y la imagen de la diosa pareció temblar
y estremecerse. El viento cesó con la misma rapidez con que se había levantado, pero su susu-
rro alrededor de los grandes pilares de piedra fue como la lejana risa irónica de los dioses y yo
me estremecí, presa de temor.
Siempre resulta peligroso tentar a los dioses con ruegos extravagantes y Lostris acababa
de pedir lo imposible. Hacía años que presentía la llegada de ese momento, al que temía con
más amargura que al día de mi propia muerte. La promesa que Tanus y Lostris acababan de
hacerse no podía perdurar. Por muy sinceros que fueran, no podía ser. Sentí que se me desga-
rraba el corazón cuando por fin dejaron de besarse y se volvieron hacia mí.
–¿Por qué estás tan triste, Taita? –preguntó Lostris, con voz alegre–. Disfruta conmigo
de este día que es el más feliz de mi vida.
Forcé una sonrisa, pero no encontré palabras de consuelo ni de felicitación para aquellos
dos seres a los que más amaba en el mundo. Permanecí de rodillas con una sonrisa fija e im -
bécil en los labios y con el alma desolada.
Tanus me obligó a ponerme de pie y me abrazó.
–¿Intercederás por mí ante el señor Intef, verdad? –preguntó.
–¡Oh, sí, Taita! –Lostris unió su petición a la de Tanus–. Mi padre te escuchará. Eres el
único que puede interceder por nosotros. ¿No nos fallarás, verdad, Taita? Nunca me has falla-
do, ni una sola vez en mi vida. ¿Lo harás por mí, verdad?
¿Qué podía decirles? No era tan cruel como para revelarles la cruda verdad. No encontra-
ba palabras para frustrar aquel amor fresco y tierno. Esperaban que yo hablara, que les expre-
sara el júbilo que sentía y que les prometiera mi ayuda y mi apoyo. Pero yo había quedado
mudo y con la boca tan seca como si acabara de morder una granada verde.
–¿Qué pasa, Taita? –Vi que se marchitaba la alegría en el rostro de mi ama–. ¿No te ale-
gras por nosotros?
–Sabéis que os quiero a los dos, pero... –No pude continuar.
–¿Pero qué, Taita? –preguntó Lostris–. ¿Por qué pones «peros» y esa cara tan larga en
un día como éste, el más feliz de mi vida? –Empezaba a enojarse al tiempo que se le llenaban
los ojos de lágrimas–. ¿No quieres ayudarnos? ¿Es esto lo que valen realmente todas las pro-
mesas que me has estado haciendo todos estos años? –Se me acercó y me miró desafiante.
–¡Por favor, no hables así, mi señora! No merezco que me trates de esta manera. ¡Escú -
chame! –Le puse un dedo sobre los labios para contener otro exabrupto–. No se trata de mí
sino de tu padre, mi señor Intef...
–Exactamente. –Lostris apartó con impaciencia mis dedos de sus labios– ¡Mi padre! Te
presentarás ante él y le hablarás como siempre lo haces, y todo irá bien.
–Lostris –empecé a decir; llamarla por su nombre fue una prueba de la angustia que me
embargaba, porque nunca me dirigía a ella con tanta familiaridad–, tú ya no eres una niña. No
debes engañarte con fantasías infantiles. Sabes muy bien que tu padre nunca aceptará...
Ella se negó a escucharme, no quería oír las verdades que iba a decirle, así que trató de
ahogar mis palabras con las suyas.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Sí, ya sé que Tanus no tiene fortuna. Pero le espera un futuro maravilloso. Un día será
comandante de todos los ejércitos de Egipto. Un día dirigirá las batallas que volverán a unir los
dos reinos, y yo estaré a su lado.
–¡Por favor, escúchame! No se trata sólo de la falta de fortuna de Tanus. Es más, mucho
más.
–¿Su linaje y su educación, entonces? ¿Es eso lo que te preocupa? Sabes muy bien que
la familia de Tanus es tan noble como la nuestra. Pianki, el señor de Harrab, se equiparaba a
mi padre en todo y era su amigo más querido. –Hizo oídos sordos. No comprendía la magnitud
de la tragedia en la que nos embarcábamos. No lo comprendían ni ella ni Tanus. Tal vez yo
fuera la única persona del reino que pudiera comprenderla perfectamente.
Durante todos esos años había protegido a Lostris de la verdad y, por supuesto, tampoco
había podido decírsela nunca a Tanus. ¿Cómo explicársela ahora a ella? ¿Cómo revelarle el
profundo odio que su padre sentía por el joven a quien ella amaba? Era un odio nacido de la
culpa y de la envidia y, sin embargo, por eso mismo, implacable.
Sin embargo, mi señor Intef era un hombre hábil y astuto. Capaz de ocultar sus senti-
mientos ante quienes lo rodeaban. Capaz de disimular su odio y su rencor, besar a quien pen -
saba destruir y agasajarle con riquezas, regalos y halagos. Tenía la paciencia del cocodrilo que
se entierra en el barro junto al pozo del río, esperando a la inocente gacela. Esperaría años,
hasta una década, pero en cuanto se le presentara la ocasión sería tan veloz como el reptil
para cazar a su presa y arrastrarla al fango.
Lostris desconocía hasta dónde llegaba el rencor de su padre. Incluso creía que había
amado a Pianki, señor de Harrab, tanto como el padre de Tanus le había amado a él. Pero,
¿cómo iba a saber la verdad, si yo siempre se la oculté? En su dulce inocencia, Lostris creía
que las únicas objeciones que tendría su padre contra Tanus se referían a la fortuna y a su fa -
milia.
–Tú sabes que es cierto, Taita. En la lista de los nobles, Tanus es mi igual. Está escrito
en los registros del templo, para que todos lo vean. ¿Cómo lo va a negar mi padre? ¿Cómo
puedes negarlo tú?
No se trata de que yo lo niegue o lo acepte, ama... –Entonces intercederás por nosotros
ante mi padre, ¿verdad, Taita? Di que lo harás. ¡Por favor, di que lo harás!
Sólo pude inclinar la cabeza en señal de asentimiento y para ocultar la desesperación en
mis ojos.
La flota iba muy cargada a su regreso a Karnak. Las naves se hundían bajo el peso de
pieles y carne salada, lo que hacía que nuestro avance contra la corriente del Nilo fuera más
lento que en el viaje de ida. Aún así, iba demasiado veloz para mi corazón abatido y mi miedo
creciente.
Los enamorados estaban alegres y eufóricos con su amor recién declarado, y confiaban
en que yo quitaría los obstáculos que hubiera en su camino. Yo no me sentía capaz de negarles
ese día de felicidad, porque sabía que sería uno de los últimos que compartirían. Creo que de
haber podido encontrar las palabras adecuadas, o reunido el coraje necesario, les habría apre-
miado a consumar allí mismo ese amor al que tanto me había opuesto la noche anterior. No
tendrían otra oportunidad después de que yo advirtiera a mi señor Intef en un intento casa-
mentero que ya de antemano estaba condenado al fracaso. Una vez que él supiera lo que tra -
maban, se interpondría entre ellos y los separaría para siempre.
Así que sonreí tan alegremente como ellos y traté de ocultarles mis temores. Estaban tan
cegados por el amor que lo logré, cuando en cualquier otro momento mi ama hubiera adverti -
do en mí lo que sucedía. Me conoce casi tan bien como yo a ella.
Nos sentamos los tres en la proa y conversamos sobre la interpretación de la pasión de
Osiris, que sería el momento más importante del festival. Mi señor Intef me había nombrado
director del espectáculo teatral, y yo elegí a Lostris y a Tanus para los papeles protagonistas.
El festival se celebra cada dos años, cuando sale la luna llena de Osiris. Hubo una época
en que el acontecimiento era anual. Pero los gastos y el desajuste en la vida del faraón que
provocaba el necesario traslado de la corte de Elefantina a Tebas eran tan grandes que el fara-
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Río sagrado Wilbur Smith
ón decretó que hubiera un intervalo mayor entre los festivales. Nuestro faraón fue siempre
prudente con su oro.
Planear la representación me sirvió de excelente distracción para alejar momentánea-
mente los temores que me producía el enfrentamiento con mi señor Intef, así que obligué a los
enamorados a ensayar sus papeles. Lostris interpretaría a Isis, la esposa de Osiris, mientras
que a Tanus le confié el importante papel de Horus. A ambos les divertía la idea de que, en la
ficción, Tanus fuese el hijo de Lostris; me vi obligado a explicarles que los dioses eran ángeles
y que podía ocurrir que la diosa pareciera más joven que su hijo.
Yo había escrito una nueva versión de la obra en sustitución de la que había permanecido
inalterada durante casi mil años, cuyo lenguaje era arcaico y poco adecuado para un público
moderno. Cuando la obra se representara en el templo de Osiris la última noche del festival, el
faraón sería el invitado de honor, por lo que me interesaba particularmente que fuera un éxito.
Los nobles y sacerdotes más conservadores ya se habían opuesto a mi nueva versión de la his-
toria. Sólo gracias a la intervención de mi señor Intef pude seguir adelante con el proyecto.
Mi señor no es un hombre que viva profundamente la religión y no solía mostrar interés
por los temas teológicos. Pero incluí en el texto algunos párrafos con la intención de divertirlo
y halagarlo. Se los leí fuera de contexto y después señalé con mucho tacto que la mayor oposi-
ción a mi versión provenía del sumo sacerdote de Osiris, un viejo melindroso que en una oca-
sión frustró el interés que mi señor Intef tenía por un joven acólito. Fue un traspié que mi se -
ñor jamás le perdonó.
De este modo fue como mi versión llegó a interpretarse por primera vez. Era esencial
que los actores reflejaran toda la gloria de mi poesía, porque de lo contrario tal vez la obra no
volviera a representarse jamás.
Tanto Tanus como Lostris poseían voces maravillosas y ambos estaban decididos a pre-
miar mi promesa de ayudarles. Pusieron gran empeño en los ensayos, que me absorbieron de
tal manera por lo impresionante de sus declamaciones, que por un momento me olvidé de mis
temores.
Pero después me vi arrancado de la pasión de los dioses y devuelto a mis preocupaciones
mundanas. La flota navegaba por el último meandro del río, en donde se encontraban las ciu -
dades mellizas de Luxor y Karnak, que formaban juntas Tebas la Grande, desplegada a orillas
del río, resplandeciendo como un collar de perlas bajo el sol de Egipto. Nuestro fantástico in-
terludio había llegado a su fin y debíamos volver a afrontar la realidad. Cuando me levanté, mi
ánimo se desmoronó.
–Tanus, es necesario que nos traslades a la nave de Kratas antes de que nos acerque -
mos más a la ciudad. Los esbirros de mi señor deben de estar observándonos desde tierra fir-
me. No deben vernos contigo.
–¿No es un poco tarde ahora? –preguntó Tanus, sonriente–. Debiste haberlo pensado
hace días.
–Muy pronto mi padre se enterará de lo nuestro. –Lostris unió su objeción a la de Ta -
nus–. Tal vez tu tarea sería más fácil si le advirtiéramos antes de nuestras intenciones.
–Si sabéis más que yo, muy bien, haced las cosas a vuestra manera y yo no intervendré
más en esta locura. –Ante mi aire ofendido, cedieron de inmediato.
Tanus le indicó a la nave de Kratas que se pusiera al nivel de la nuestra y los enamora-
dos tuvieron sólo unos segundos para despedirse. No se atrevieron a abrazarse delante de me-
dia flota, pero las miradas y las palabras de amor que intercambiaron fueron casi igualmente
comprometidas.
Desde la torre de popa de la embarcación de Kratas nos despedimos del Aliento de Horus
que se alejaba de nosotros. Con los remos resplandecientes como las alas de una libélula, se
acercó a su amarradero frente a la ciudad de Luxor, mientras nosotros continuamos navegan -
do río arriba hacia el palacio del gran visir.
En cuanto amarramos en el muelle del palacio, hice averiguaciones acerca del paradero
de mi amo y me alivió saber que había cruzado el río para realizar una inspección de último
momento en la tumba del faraón y su templo funerario, ubicados en la orilla occidental. Hacía
doce años que estaban construyendo el templo y la tumba del rey, desde el día en que el fara -
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Río sagrado Wilbur Smith
ón se puso la doble corona, blanca y roja, de los dos reinos. Por fin estaban a punto de con-
cluir la obra, que el faraón ansiaba visitar en cuanto finalizara el festival y quedara libre para
hacerlo. Mi señor Intef temía decepcionar al rey. Entre los múltiples títulos y honores otorga -
dos a mi amo figuraba el de Guardián de las Tumbas Reales, que entrañaba una gran respon-
sabilidad.
Gracias a su ausencia tuve un día más para preparar el caso y planear una estrategia.
Pero la solemne promesa que me habían arrancado los enamorados era que intercediera por
ellos en la primera ocasión que se me presentara; yo sabía que sería al día siguiente, cuando
mi amo celebrara su audiencia semanal.
En cuanto mi ama estuvo a salvo dentro del harén, corrí a mis aposentos, situados en el
ala del palacio reservada para los acompañantes especiales del gran visir.
Los arreglos domésticos de mi señor Intef eran tan tortuosos como el resto de su exis-
tencia. Tenía ocho esposas, cada una de las cuales aportó una dote sustancial o importantes
conexiones políticas a su lecho marital. Pero sólo tres de ellas le dieron hijos. Aparte de mi
ama Lostris, había dos hijos varones.
Según las noticias que yo tenía –confieso que estaba enterado de todo lo que ocurría
dentro y fuera de palacio– hacía quince años que mi amo no visitaba el harén. La última vez
que cumplió con sus deberes conyugales fue cuando engendró a Lostris. Sus preferencias se-
xuales eran otras. Los acompañantes especiales del gran visir eran un grupo de esclavos jóve-
nes y hermosos, la colección más bonita que se podía encontrar en el Alto Egipto, donde en los
últimos cien años la pederastia había suplantado a la caza mayor como actividad favorita de
gran parte de la nobleza. Este era simplemente otro síntoma de los males que aquejaban a
nuestra hermosa tierra.
Yo era el mayor en este selecto grupo de jóvenes esclavos. A diferencia de tantos otros a
quienes, cuando perdían su belleza física con el paso de los años, mi amo enviaba al mercado
de esclavos para que fueran subastados, yo seguía allí. Mi amo había llegado a valorarme por
virtudes muy distintas de la mera belleza física. No porque mi belleza se hubiese marchitado,
al contrario, con la madurez se había hecho aún más atrayente. No me consideréis vanidoso
por decir esto; he decidido plasmar toda la verdad en estos acontecimientos que ya son lo bas-
tante importantes como para que yo deba recurrir a la falsa modestia.
No, en aquellos días mi amo no solía buscarme para el placer, un desinterés que yo agra-
decía de verdad. Por lo general cuando lo hacía era sólo para castigarme. Sabía muy bien que
sus atenciones sólo me causaban dolor físico y humillación. Aunque era todavía una criatura
cuando aprendí a ocultar mi repugnancia y a simular placer en los perversos actos que me
obligaba a hacer, nunca conseguí engañarle.
Por extraño que parezca, el asco y el odio que yo sentía por estos actos reñidos con la
naturaleza, más que impedirle disfrutar aumentaban su placer. Mi señor Intef no era un hom -
bre bondadoso ni compasivo. Cientos de jóvenes esclavos han llegado hasta mí en estos años,
llorando, destrozados después de su primera noche de amor con mi amo. Yo los curaba y hacía
lo posible por consolarlos. Éste es, tal vez, el motivo por el que en las habitaciones de los mu -
chachos me llamaban AjKer, que significa Hermano Mayor.
Tal vez ya no fuera el juguete favorito de mi señor. En realidad representaba mucho más
para él: médico y pintor, músico y escriba, arquitecto y bibliotecario, consejero y confidente,
ingeniero y niñero de su hija. No soy tan ingenuo como para creer que me amaba o que con -
fiaba en mí, pero creo que en ocasiones estuvo muy cerca de hacerlo, razón por la cual Lostris
me rogó que intercediera por ellos.
Mi señor Intef no se interesaba nada por su única hija, aparte de mantener en la cúspide
su precio para el matrimonio, otro deber que acabó delegando enteramente en mí. A veces no
le dirigía una sola palabra entre una crecida del Nilo y la siguiente. No demostraba el menor
interés por los informes que yo le daba acerca de la formación y educación de su hija.
Por supuesto, siempre procuré ocultarle los verdaderos sentimientos que me inspiraba
Lostris, porque sabía que, de conocerlos, los utilizaría contra mí en la primera ocasión que se
le brindara. Siempre intenté darle la impresión de que la tutela y el cuidado de su hija me pro -
ducían tedio; que me desagradaba que me los hubiera encomendado y que compartía su pro -
pio desdén y desagrado por todas las mujeres. Creo que nunca se dio cuenta de que, a pesar
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Río sagrado Wilbur Smith
de ser un eunuco, abrigaba hacia el sexo contrario los mismos deseos y sentimientos que los
hombres enteros.
El desinterés que mostraba mi amo por su hija era lo que de vez en cuando me tentaba a
dejarme llevar por los ruegos de Lostris, corriendo riesgos tan grandes como el que implicaba
esta última escapada a bordo del Aliento de Horus. Por lo menos quedaba una posibilidad de
que no nos descubrieran.
Esa noche me retiré temprano a mis habitaciones privadas, en donde lo primero que hice
fue alimentar y mimar a mis mascotas. Siento una gran debilidad por los pájaros y los anima-
les en general; hasta yo mismo me asombro de lo que puedo conseguir con ellos. Tuve una
amistad muy íntima con una docena de gatos; nadie podrá proclamarse nunca dueño de un
gato. En cambio, sí que fui dueño de un grupo de perros espléndidos. Tanus y yo los utilizába -
mos para cazar el órix y el león en el desierto.
Las aves se reunían en mi terraza para disfrutar de la hospitalidad que les brindaba.
Competían por posarse en mi hombro o en mi mano. Las más osadas cogían la comida de mis
labios. La mansa gacela se restregaba contra mis piernas como si fuera un gato y los dos hal-
cones me graznaban desde las alcándaras que tenían en la terraza. Eran los escasos sacres del
desierto, hermosos y fieros. Siempre que podíamos, Tanus y yo los llevábamos al desierto para
lanzarlos contra las gigantescas avutardas. La velocidad y gracia del vuelo de estas aves era
increíble y me proporcionaba enorme placer verlas abalanzarse sobre su presa. Cualquiera que
intentara acariciarlos padecía en carne propia aquel pico curvo, amarillo y afilado, pero conmi-
go eran suaves como gorriones.
Sólo cuando hube acabado de atender a mis animales, llamé a uno de los esclavos para
que me trajera la cena. En la terraza, que da al ancho Nilo, saboreé el exquisito plato de
codornices salvajes, cocidas en miel y leche de cabra, que el jefe de cocineros había preparado
especialmente para mí en señal de bienvenida. Desde allí pude esperar a que la barca de mi
amo regresara desde la orilla opuesta. Llegó a la caída de la tarde, con los últimos rayos del
sol reflejados sobre la única vela cuadrada de la embarcación. Sentí que se me caía el alma a
los pies. Tal vez me mandara llamar esa misma tarde y no estaba preparado para enfrentarme
a él.
Entonces oí aliviado que Rasfer, el comandante de los guardias del palacio, llamaba a gri-
tos al actual favorito de mi señor, un joven beduino de ojos negros que apenas contaba diez
años de edad. Poco después oí las protestas aterrorizadas del muchacho cuando Rasfer pasó
frente a mi puerta arrastrándolo hacia los aposentos del gran visir. Pese a haberlo vivido ya
tantas veces, no he conseguido nunca endurecerme ante las quejas de estos niños; como
siempre, me invadió una amarga pena. Sin embargo, sentí un gran alivio por no ser el recla -
mado. Me hacía falta una larga noche de sueño para tener el mejor aspecto posible a la maña-
na siguiente.
Desperté antes del amanecer, todavía presa del pánico. Ni siquiera mi costumbre de na-
dar en las frías aguas del Nilo logró ahuyentar mi miedo. Me di prisa en regresar a mis habita -
ciones, en donde dos jóvenes esclavos aguardaban para peinarme y embadurnar mi cuerpo
con aceites. Detestaba la nueva moda que habían adoptado los nobles de ponerse maquillaje.
Mi cutis era excelente y no lo necesitaba, pero a mi amo le gustaba que sus muchachos se ma-
quillaran; ese día yo tenía particular interés en agradarle.
Aunque mi imagen reflejada en el espejo de bronce me tranquilizó, no pude probar boca-
do durante el desayuno. Fui el primero en llegar al jardín donde mi amo solía celebrar las au-
diencias matinales con todo su séquito, del que yo también formaba parte.
Mientras esperaba que se reuniera el resto de la corte, observé el trabajo de los alciones.
Yo había diseñado y supervisado la construcción de aquel jardín. Era un complejo maravilloso
de canales y estanques que se desbordaban unos sobre otros. Se había conseguido agrupar en
él plantas acuáticas de colorido deslumbrante procedentes de todos los rincones del reino y de
allende las fronteras. En los estanques habitaban todas las variedades de peces que el Nilo en-
tregaba a las redes de los pescadores, pero era necesario reponerlos diariamente a causa de la
depredación de los alciones.
Mi señor Intef disfrutaba observando a aquellas aves revolotear en el aire semejando
alhajas de lapislázuli, para después lanzarse al agua dibujando remolinos de espuma y remon-
tar el vuelo con un pez plateado estremeciéndose en su largo pico. Creo que mi amo se consi-
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Río sagrado Wilbur Smith
deraba un depredador más, un pescador de hombres del mismo linaje que las aves, hasta el
punto de que los jardineros tenían terminantemente prohibido espantarlas.
Poco a poco se fue reuniendo el resto de la corte. Muchos iban desgreñados y bostezando
de sueño. Mi señor Intef suele madrugar, pues le gusta terminar sus tareas de Estado antes de
las horas de más calor. Bajo los primeros rayos del sol, esperamos respetuosamente su llega -
da.
–Esta mañana se ha levantado de buen humor –susurró el chambelán mientras ocupaba
su puesto a mi lado, lo cual me llenó de esperanza. Tal vez lograra librarme de las graves con-
secuencias que podía acarrearme la temeraria promesa hecha a Lostris.
Se produjo un movimiento de inquietud y se oyeron murmullos entre nosotros, como
cuando la brisa del río agita los lechos de papiro. Llegaba mi señor Intef.
Su paso era majestuoso y su porte regio, signos de la importancia de su rango y de su
poderío. Alrededor del cuello lucía el Oro de las Alabanzas, el collar hecho del oro rojo de las
minas de Lot que el faraón le había puesto con sus propias manos. Llegó precedido por su can -
tor de alabanzas, un enano de piernas torcidas, elegido por su cuerpo deforme y su voz esten -
tórea. A mi señor le divertía rodearse de curiosidades, tanto hermosas como grotescas. Ha -
ciendo cabriolas y pavoneándose sobre sus torcidas piernas, el enano entonaba la lista de títu-
los y honores de mi amo. –¡He aquí el Sostén de Egipto! ¡Saludad al Guardián de las Aguas del
Nilo! ¡Inclinaos ante el Compañero del faraón! –Todos ellos eran títulos otorgados por el rey y
muchos le imponían deberes y obligaciones específicas. Como Guardián de las Aguas, por
ejemplo, tenía la responsabilidad de verificar el nivel y el caudal de las crecidas periódicas del
Nilo, un deber que, como es natural, delegaba en su fiel e infatigable esclavo Taita.
Yo había estado trabajando durante seis meses con un equipo de ingenieros y matemáti -
cos que estaban a mis órdenes, midiendo y tallando los acantilados de Siena para poder calcu-
lar con precisión la altura de las aguas y el caudal de las crecidas. Basándome en las cifras ob-
tenidas, podía calcular el total de la cosecha con muchos meses de antelación. Esto permitía
prever el hambre o la saciedad del pueblo y planear la consiguiente administración. El faraón
estuvo encantado con mi trabajo y concedió aún mayores honores y premios a mi señor Intef.
–¡Arrodillaos ante el señor de Karnak y el gobernador de las veintidós provincias del Alto
Egipto! ¡Saludad al señor de la Necrópolis y al Guardián de las Tumbas Reales! –Estos títulos
responsabilizaban a mi amo del diseño, edificación y mantenimiento de los monumentos a los
faraones muertos y al que aún vivía. Una vez más, estos deberes fueron descargados sobre los
hombros de un sufrido esclavo. La visita que mi señor realizó el día anterior a la tumba del fa-
raón era la primera que hacía desde el pasado festival de Osiris. Fue a mí a quien envió al pol-
vo y al calor para que halagara y maldijera a los constructores y a los albañiles. Muchas veces
me he arrepentido de permitir que mi señor valorara la grandeza de mi talento.
No tardó en distinguirme entre los presentes. La mirada de sus ojos amarillentos, tan im-
placables como los del leopardo salvaje, se cruzó con la mía e hizo una leve inclinación de ca -
beza. Cuando pasó a mi lado, le seguí; como siempre, me impresionaron su estatura y sus an -
chos hombros. Era un hombre increíblemente apuesto, de largas piernas y vientre plano y fir -
me. Poseía una hermosa cabeza leonina de pelo abundante y lustroso. En aquel entonces, te-
nía cuarenta años y hacía casi veinte que yo era su esclavo.
Mi señor Intef nos condujo hasta el centro del jardín donde se erigía una construcción
con techo de paja y sin paredes, abierta a la brisa fresca del río. Una vez allí, se sentó de pier -
nas cruzadas en el suelo, ante la mesa baja sobre la que estaban los rollos de papiro del Esta-
do, y yo ocupé mi puesto detrás de él. Así empezó el día de trabajo.
Durante el transcurso de la mañana, mi señor se inclinó ligeramente dos veces hacia
atrás, hacia mí. No volvió la cabeza ni pronunció palabra, pero no hacía falta nada de eso para
saber que me estaba pidiendo consejo. Yo apenas moví los labios y mantuve la voz muy baja
para que nadie más que él pudiera oírme y hasta fueron pocos los que se dieron cuenta del in -
tercambio que hubo entre ambos.
–Está mintiendo –murmuré en una ocasión; luego en otra–: Retik es el hombre que más
conviene para ese cargo, además de que ha ofrecido cinco anillos de oro para el tesoro privado
de mi señor. –Y, aunque en ese momento no lo mencioné, otro anillo de oro para mí si se le
concedía el cargo.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¿Y sin duda querrás sugerirme alguno? –preguntó con sequedad, a lo que yo asentí.
–Sí, existe un candidato, señor.
–Querrás decir otro, Taita. Yo conozco por lo menos seis, incluyendo al monarca de Siena
y al gobernador de Lot, que ya me han hecho algunas ofertas.
–No me refería a cualquiera, sino a uno que merece la aprobación de mi ama Lostris. Su -
pongo que recuerdas que ella se refirió al monarca llamándole sapo gordo y que dijo que el go-
bernador era una vieja cabra en celo.
–La aprobación o desaprobación de esa cría no me interesa en absoluto. –Movió la cabe-
za, sonrió y me acarició la mejilla para animarme–. Pero prosigue, Taita. Dime el nombre de
ese zagal enamorado que me hará el honor de ser mi yerno a cambio de la dote más rica de
Egipto. –Me dispuse a contestar, pero me detuvo–. ¡No, espera! Déjame adivinar.
Su sonrisa se convirtió en la mueca falsa y astuta que yo conocía tan bien y comprendí
que había estado jugando conmigo.
–Para que a Lostris le guste debe de ser joven y apuesto –simuló improvisar–. Y para
que tú intercedas por él, debe de tratarse de un amigo o de un protegido tuyo. Supongo que
esa maravilla ya habrá tenido ocasión de declarar su amor y solicitar tu apoyo. Me pregunto
cuál habrá sido el momento y el lugar en que eso sucedió. Quizás a medianoche, en el templo
de Hapi. ¿Voy por buen camino, Taita?
Palidecí. ¿Cómo sabía tanto? Me pasó la mano por la cabeza y me acarició la nuca. Ese
solía ser su preludio amoroso; después, volvió a besarme.
–Veo por tu expresión que he dado en el blanco. –Cogió un mechón de mi pelo y lo retor-
ció ligeramente–. Ahora sólo nos falta adivinar el nombre de ese amante osado. ¿Podrá ser
Dakka? No, no, Dakka no es tan tonto como para provocar mi ira. –Me retorció el mechón de
pelo hasta lograr que se me llenaran los ojos de lágrimas–. ¿Kratas, entonces? El es apuesto y
lo suficientemente temerario para correr el riesgo. –Me retorció el pelo con más fuerza y sentí
que me arrancaba el mechón. Ahogué el gemido que me subía a la garganta–. Contéstame,
querido, ¿fue Kratas? –Me obligó a bajar la cabeza y a apoyarla en su regazo.
–No, señor –susurré dolorido. No me sorprendió descubrir que estaba sexualmente exci-
tado. Me empujó la cara y me obligó a apoyarla sobre su sexo.
–¿Estás seguro de que no se trata de Kratas? –Simuló estar intrigado–. Si no fue Kratas,
¡no me imagino quién pudo haber sido tan insolente, tan insultante y tan mortalmente imbécil
como para acercarse a la hija virgen del gran visir del Alto Egipto! –Alzó la voz bruscamente–.
¡Rasfer! –exclamó. Yo tenía la cabeza torcida sobre su regazo, así que a través de mis lágri-
mas pude ver aproximarse a Rasfer.
En el zoológico del faraón de la isla de Elefantina, en Siena, había un enorme oso negro
que llegó allí hace muchos años, llevado por una caravana de mercaderes de Oriente. Aquella
bestia feroz y llena de cicatrices siempre me recordó al comandante de la guardia personal de
mi amo. Ambos tenían el mismo cuerpo vasto y deforme, y la fuerza y el salvajismo suficientes
para aplastar a un hombre. Sin embargo, en lo que se refiere a la belleza del rostro y al buen
carácter, el oso había salido mejor parado que Rasfer.
En ese momento lo vi acercarse al trote sorprendentemente ligero para aquellas piernas
pesadas y macizas, para aquel vientre hinchado y peludo, y me sentí transportado muchos
años atrás cuando me fue arrancada mi virilidad.
Todo parecía tan familiar que era como si volviera a vivir aquel aciago día. Conservaba
tan nítido cada detalle que tuve ganas de gritar. Los actores de mi antigua tragedia eran los
mismos. Mi señor Intef, Rasfer el bruto y yo. Sólo faltaba la muchacha.
Se llamaba Alida. Tenía la misma edad que yo, dieciséis dulces e inocentes años. Era es-
clava, igual que yo. Ahora la recuerdo hermosa, pero es probable que mi memoria me engañe,
porque de haber sido así hubiera ido a parar al harén de una de las grandes casas en lugar de
quedar relegada a la cocina. Lo que sé con seguridad era que su piel tenía el color y el brillo
del ámbar pulido y que era cálida y suave al tacto. Jamás olvidaré la sensación que me produjo
el cuerpo de Alida, porque no volveré a experimentar nada parecido. En nuestra desdicha, en-
contramos profundo consuelo el uno en el otro. Nunca descubrí quién nos traicionó. Por lo ge -
neral no soy hombre vengativo, pero todavía sueño con que llegue el día en que encuentre a la
persona que nos entregó.
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Río sagrado Wilbur Smith
En aquella época, yo era el favorito de mi señor Intef, su amante especial. Cuando des -
cubrió que le era infiel, la afrenta que acababa de infligir a su orgullo fue tal que le llevó al bor-
de de la locura.
Rasfer fue a buscarnos. Nos arrastró hasta la habitación de mi amo, cogiendo a cada uno
con una mano, con tanta facilidad como si fuéramos un par de gatitos. Una vez allí nos desnu-
dó mientras mi señor Intef permanecía sentado de piernas cruzadas en el suelo, exactamente
como en este instante. Rasfer ató las muñecas y los tobillos de Alida con tiras de cuero crudo.
Ella estaba pálida y temblaba de miedo, pero no lloró. El amor que yo le tenía y la admiración
que sentí por su valor nunca fueron tan grandes como entonces.
Mi señor Intef me hizo señas para que me arrodillara ante él, cogió entre sus manos un
mechón de mi cabello y me murmuró palabras de amor.
–¿Me amas, Taita? –preguntó con voz sedosa. Debido al miedo que tenía y porque de al-
guna manera creí que le ahorraría sufrimientos a Alida, respondí:
–Sí, mi señor, te amo.
–¿Amas a alguien más, Taita? –preguntó entonces él con voz cada vez más tierna y yo,
como buen cobarde y traidor que era, le contesté:
–No, mi señor, sólo te amo a ti. –Entonces oí que Alida empezaba a llorar. Fue uno de los
sonidos más desgarradores de mi vida.
–Trae aquí a esa perra –le ordenó mi amo a Rasfer–. Colócala de manera que se vean
con claridad. Taita debe ver todo lo que se le haga.
Cuando Rasfer llevó a empujones a la muchacha dentro de mi línea de visión, vi que son -
reía. Entonces mi amo levantó la voz ligeramente.
–Muy bien, Rasfer, puedes proceder.
Rasfer deslizó una tira de cuero crudo con un nudo corredizo sobre la frente de Alida. La
tira estaba hecha a base de nudos intercalados a poca distancia unos de otros, parecida a las
cintas que llevan las beduinas. De pie detrás de la joven, Rasfer pasó un grueso bastón de ma-
dera de olivo por el nudo corredizo y lo retorció hasta que quedó pegado a la suave piel de Ali-
da. Al clavársele los nudos del cuero en la carne, Alida hizo una mueca de dolor.
–Lentamente, Rasfer –aconsejó mi amo–. Todavía tenemos mucho tiempo.
El bastón parecía un juguete infantil entre las manos inmensas y peludas de Rasfer. Lo
fue retorciendo concienzuda y deliberadamente, un cuarto de vuelta en cada giro. Los nudos
se clavaban cada vez más profundamente y Alida abrió la boca y jadeó. Todo el color desapa -
reció de su piel, que adquirió el tinte de las cenizas apagadas. Luchó por llenar de aire sus pul-
mones vacíos y después lanzó un grito largo y penetrante.
Sin dejar de sonreír, Rasfer volvió a torcer el bastón y los nudos de cuero se incrustaron
en la frente de Alida. Su cráneo cambió de forma. Al principio creí que se trataba de una treta
de mi imaginación, pero enseguida me di cuenta de que, efectivamente, su cráneo se compri-
mía y alargaba a medida que la tira de cuero lo apretaba. Su grito de dolor se convirtió en un
fragor interminable que se me clavaba en el corazón una y otra vez como la hoja de una espa-
da.
Entonces el cráneo reventó. Escuché el crujido del hueso, un ruido parecido al de la nuez
estrujada entre las mandíbulas de un elefante hambriento. Aquel alarido terrible y penetrante
se interrumpió bruscamente mientras el cadáver de Alida se deslizaba de las manos de Rasfer
y mi alma se desbordaba de dolor y desesperación.
Después de lo que me pareció una eternidad, mi amo me levantó la cabeza y me miró a
los ojos con expresión triste y apesadumbrada.
–Se ha ido, Taita –dijo–. Era malvada y te llevó por mal camino. Debemos asegurarnos
de que no vuelva a ocurrir nunca más. Debemos protegerte de toda posible tentación.
Volvió a hacerle señas a Rasfer, que cogió el cuerpo desnudo de Alida por los tobillos y lo
arrastró hasta la terraza. Su cabeza deshecha golpeó contra los escalones. Con un movimiento
de sus fornidos hombros, Rasfer la arrojó al río. Las extremidades de la muchacha resplande-
cieron en el momento en que chocó contra el agua. Se hundió con rapidez, con el cabello ex-
tendido a su alrededor, como las algas del río.
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Río sagrado Wilbur Smith
Rasfer se dio la vuelta para dirigirse al extremo de la terraza, donde dos de sus hombres
cuidaban un brasero con carbones al rojo vivo. Junto al brasero, sobre una bandeja de made -
ra, había un juego completo de instrumentos de cirugía. Rasfer los miró y asintió con expre -
sión satisfecha. Se acercó a nosotros y se inclinó ante mi señor Intef.
–Todo está listo.
Con un dedo, mi amo me enjugó la cara cubierta de lágrimas y después se llevó el dedo
a los labios, como si saboreara mi pena.
–Ven, hermoso mío –susurró. Enseguida me ayudó a levantarme y me condujo a la te-
rraza. Yo estaba tan angustiado y cegado por las lágrimas que hasta que los soldados me asie-
ron no comprendí lo que me esperaba. Me arrojaron al suelo de mosaicos de terracota donde
me sostuvieron con las piernas abiertas, sujetándome las muñecas y los tobillos para que sólo
pudiera mover la cabeza.
Mi amo se arrodilló junto a mi cabeza mientras Rasfer lo hacía entre mis muslos abiertos.
–Ya no volverás a cometer tal bajeza, Taita. –Sólo entonces vi el escalpelo de bronce que
Rasfer ocultaba en su mano derecha. Cuando mi amo asintió, el verdugo me cogió y me estiró,
hasta que tuve la sensación de que me estaba arrancando las vísceras por la ingle.
–¡Qué excelente par de huevos tenemos aquí! –Rasfer sonrió y me mostró el escalpelo,
sosteniéndolo ante mis ojos–. Pero se los daré de comer a los cocodrilos, lo mismo que hice
con tu amiguita. –Besó la hoja del escalpelo.
–¡Por favor, amo –supliqué–, ten misericordia de...! –pero mi ruego terminó en un grito
agudo cuando Rasfer cortó. Fue como si me hubieran clavado una daga al rojo vivo en el vien -
tre.
–Despídete de ellos, muchacho bonito –dijo Rasfer levantando el saco de piel pálida y
arrugada y su patético contenido. Entonces hizo el movimiento de levantarse, pero mi amo lo
detuvo.
–Todavía no has terminado –le dijo en voz baja–. Lo quiero todo.
Durante un instante, Rasfer se le quedó mirando fijamente, sin comprender la orden.
Después empezó a reír desaforadamente.
–¡Por la sangre de Horus! –rugió–. ¡De ahora en adelante el muchacho bonito tendrá que
agacharse como las mujeres cuando quiera orinar!
Volvió a golpearme y rugió de risa cuando levantó el dedo de carne que una vez fue la
parte más íntima de mi cuerpo.
–No te preocupes, muchacho. Caminarás mucho más ligero sin este peso. –Tambaleán-
dose de risa empezó a caminar hacia el borde de la terraza, como para arrojarlo todo al río,
pero mi amo volvió a detenerlo con tono cortante.
–¡Entrégamelos! –ordenó; obedientemente, Rasfer depositó en sus manos los sangrien-
tos fragmentos de mi virilidad. Durante algunos segundos mi amo los estudió con curiosidad;
después volvió a hablarme–. No soy tan cruel como para privarte definitivamente de tan finos
trofeos, querido. Los enviaré a los embalsamadores y cuando estén listos los haré engarzar en
un collar, rodeados de perlas y de lapislázuli. Te lo regalaré en el próximo festival de Osiris.
Así, el día de tu entierro los podrán colocar contigo en la tumba y, si los dioses son bondado-
sos, tal vez te concedan volver a usarlos en la otra vida.
Esos recuerdos horrendos debían haber finalizado cuando Rasfer detuvo la sangre de la
herida echándole laca hirviendo, de la que se utiliza para embalsamar, que sacó del brasero
con un cucharón. Entonces la insoportable intensidad del dolor me hizo caer en una bendita in -
consciencia. Pero ahora estaba nuevamente atrapado por la pesadilla. Todo volvía a suceder.
Sólo que esta vez faltaba la pequeña Alida y en lugar del cuchillo, en su mano peluda Rasfer
sostenía el látigo de piel de hipopótamo.
El látigo tenía la longitud del brazo extendido de Rasfer y su punta, el grosor de un dedo
meñique. Yo había visto cómo lo tallaban con un cuchillo, afeitando la parte exterior de la tira
de cuero crudo hasta dejar al descubierto la piel interior; de vez en cuando se detenía para
probar el equilibrio y el peso del látigo haciéndolo restallar en el aire hasta que gemía como
gime el viento del desierto a través de los cañones de las colinas de Lot. Era de color ámbar y
Rasfer lo había lustrado con todo esmero hasta que quedó pulido y transparente como el vi-
drio, pero tan flexible que podía curvarlo en un arco perfecto con sus manos, que parecían ga-
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Río sagrado Wilbur Smith
rras. Había permitido que en aquel látigo se secara la sangre de centenares de víctimas, tiñen-
do la delgada punta con una pátina que resultaba realmente hermosa.
Rasfer era un artista con aquella horrible herramienta. Podía dejar una marca roja y ape -
nas perceptible sobre el tierno muslo de una muchacha, pero que dolía tanto como la picadura
de un escorpión y que dejaba a la víctima lanzando alaridos y retorciéndose de dolor; con una
docena de golpes sibilantes podía dejar en carne viva la espalda de un hombre hasta el punto
que se podían ver las costillas.
En ese momento se colocó encima de mí y sonrió mientras flexionaba el largo látigo en-
tre sus manos. A Rasfer le encantaba su trabajo y me odiaba con toda la fuerza de su envidia
y de la sensación de inferioridad que mi inteligencia y mi apostura engendraban en él.
Mi señor Intef acarició mi espalda desnuda y suspiró.
–¡A veces eres tan malvado, querido! Tratas de engañarme a mí, a quien debes la mayor
de las lealtades. No, más que una simple lealtad... a quien debes tu propia existencia. –Volvió
a suspirar–. ¿Por qué me obligas a hacer algo tan desagradable? Jamás debiste interceder por
ese jovencito presuntuoso. Fue un intento ridículo, pero creo comprender por qué lo hiciste.
Esa sensación de compasión infantil es una de tus debilidades y algún día quizá llegue a ser la
causa de tu irremediable caída. Sin embargo, a veces me resulta bastante pintoresco y tierno;
podría haberte perdonado, pero no debo pasar por alto que has puesto en peligro el valor de
mercado del bien que los dioses han encomendado a tu cuidado. –Me torció la cabeza para que
mi boca quedara libre y pudiera contestarle–. Por eso debes ser castigado. ¿Me comprendes?
–Sí, amo –susurré, pero desvié la mirada hacia el látigo que tenía Rasfer en sus manos.
Una vez más, mi señor Intef enterró mi cara en su regazo y habló a Rasfer por encima de mi
cabeza.
–Pon en juego toda tu habilidad, Rasfer. Por favor, no le lastimes la piel. No quiero que
esta espalda deliciosamente tersa quede desfigurada para siempre. Para empezar, diez basta-
rán. Cuéntalos en voz alta.
Había visto a centenares de desgraciados sufrir aquel castigo: algunos de ellos eran gue-
rreros y se vanagloriaban de ser héroes. Ninguno pudo permanecer en silencio bajo el látigo de
Rasfer. En todo caso era mejor no hacerlo, porque él consideraba que el silencio de su víctima
era un desafío a su habilidad. Yo lo sabía bien, por haber recorrido antes ese amargo camino.
Por lo tanto, estaba absolutamente dispuesto a tragarme todo orgullo tonto y pagar tributo en
voz alta al arte de Rasfer. Llené de aire mis pulmones, para prepararme.
–¡Uno! –gruñó Rasfer y el látigo silbó. Lo mismo que la mujer olvida el dolor de dar a luz,
yo había olvidado el dolor que producía el látigo y grité aún más fuerte de lo que me proponía.
–Eres afortunado, querido Taita –me murmuró mi señor Intef al oído–. Me encargué de
que anoche los sacerdotes de Osiris examinaran la mercancía. Sigue intacta. –Me retorcí en su
regazo. No sólo de dolor, sino ante el pensamiento de que las viejas cabras lascivas del templo
hubieran mirado y revisado a mi pequeña.
Rasfer tenía su propio pequeño ritual para asegurarse de que tanto él como su víctima
pudieran saborear plenamente el momento. Entre un latigazo y otro trotaba alrededor de la
habitación, exhortándose y animándose, sosteniendo en alto el látigo como si se tratara de una
espada ceremonial. Cuando completó el círculo, estaba preparado para el golpe siguiente y al-
zó el látigo.
– ¡Dos! exclamó, y yo volví a gritar.
Una de las esclavas de Lostris me esperaba en la ancha terraza de mis aposentos cuan-
do, renqueando dolorosamente, subí los escalones desde el jardín.
–Mi ama desea verte inmediatamente –dijo a guisa de saludo.
–Dile que estoy indispuesto –contesté, tratando de evitar la entrevista; después de orde-
narle a gritos a uno de los esclavos que me vendara las heridas, me apresuré a entrar en la
habitación, en un intento de librarme de la muchacha. Todavía no me atrevía a ver a Lostris
porque me aterrorizaba la idea de tener que confesarle mi fracaso y obligarla a enfrentarse a
la realidad: que su amor por Tanus era imposible. La esclava negra me siguió, contemplando
con horror las marcas lívidas que me cruzaban la espalda.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Ve a decirle a tu ama que estoy herido y que no puedo ir a verla –le espeté por encima
del hombro.
–Ya me advirtió de que tratarías de buscar alguna excusa. Dijo que debía quedarme con-
tigo para obligarte a ir a verla.
–Eres una esclava muy insolente –la reprendí con severidad, mientras el muchacho me
pasaba por la espalda un ungüento cicatrizante de mi propia invención.
–Sí –aceptó la pícara con una sonrisa–. Pero tú también lo eres. –Y esquivó el débil ca-
chete que le dirigí. Lostris es demasiado blanda con sus esclavas.
–Bueno, ve a decirle a tu ama que enseguida iré –dije, capitulando.
–Ella me ordenó que esperara, para estar segura de que irías.
De manera que llevaba escolta cuando pasé junto a los guardias de la puerta del harén.
Los guardias eran eunucos como yo pero, en cambio, eran gordos y andróginos. A pesar de su
obesidad, o tal vez justamente por eso, eran hombres fuertes y feroces. Sin embargo, yo había
utilizado mis influencias para asegurarles esta cómoda prebenda, por lo que me dejaron pasar
a las habitaciones femeninas con un saludo respetuoso.
El harén no era tan grande ni tan cómodo como las habitaciones de los jóvenes esclavos,
y resultaba fácil adivinar las preferencias de mi señor Intef. El harén consistía en una serie de
construcciones de adobe, rodeadas por un alto muro, también de adobe. Los únicos jardines y
decoraciones que lo adornaban eran los que Lostris y sus esclavas habían emprendido con mi
ayuda. Las esposas del visir eran demasiado gordas y perezosas, y estaban demasiado enfras-
cadas en los escándalos y las intrigas del harén para interesarse por otra cosa.
Las habitaciones de Lostris se encontraban cerca de la entrada principal del harén, ro-
deadas por un bonito jardín con un estanque de nenúfares y con pájaros cantores que piaban
en jaulas de caña de bambú trenzada. Las paredes de adobe estaban decoradas con alegres
murales de escenas del Nilo, o con peces, aves y diosas que yo había ayudado a pintar.
Sus esclavas estaban reunidas en un alicaído grupo junto a la puerta y varias tenían el
rostro surcado de lágrimas. Me abrí paso entre ellas hacia el interior fresco y oscuro. No tardé
en oír los sollozos de mi ama que llegaban desde la habitación interior. Corrí hacia ella, aver-
gonzado por haber tratado de evitar el encuentro.
Yacía tumbada boca abajo sobre la cama, estremecida de dolor, pero en cuanto me oyó
entrar se levantó de un salto y corrió a mi encuentro.
–¡Oh, Taita! Van a enviar lejos a Tanus. El faraón llega mañana a Karnak y mi padre lo -
grará convencerle de que dé órdenes para que navegue río arriba con su escuadra hasta la isla
Elefantina y las cataratas. ¡Oh, Taita! La primera catarata queda a veinte días de viaje. Jamás
volveré a verle. Quisiera estar muerta. Me arrojaré al Nilo para que me devoren los cocodrilos.
No quiero vivir sin Tanus... –dijo en un grito de desesperación cada vez más estridente.
–¡Tranquila, pequeña! –La mecí entre mis brazos–. ¿Cómo te has enterado de estas noti-
cias tan terribles? Tal vez no sucedan nunca.
–¡Oh, sí! Sucederán. Tanus me ha enviado un mensaje. Un hermano de Kratas pertenece
a la guardia personal de mi padre. Le oyó hablar del tema con Rasfer. De alguna manera mi
padre se ha enterado de que Tanus y yo queremos casarnos. Sabe que estuvimos solos en el
templo de Hapi. ¡Oh, Taita, mi padre mandó a los sacerdotes para que me examinaran! Esos
viejos inmundos me hicieron cosas horribles. ¡Me dolió tanto, Taita!
La abracé con suavidad. No se me ofrece muy a menudo la ocasión de hacerlo, pero en
ese momento ella también me abrazó con todas sus fuerzas. Dejó de pensar en el dolor sufrido
para pensar en su amado.
–¡Nunca volveré a ver a Tanus! –exclamó; recordé lo joven que era, casi una niña, vulne-
rable y perdida en su dolor–. Mi padre lo destruirá.
–Ni siquiera tu padre puede tocar a Tanus –dije para tranquilizarla–. Recuerda que es el
comandante de un regimiento de la guardia especial del faraón. Es un hombre del rey. Sólo
acepta órdenes del faraón y disfruta de la completa protección de la doble corona de Egipto. –
Me abstuve de añadir que probablemente ésa fuera la razón por la que su padre todavía no lo
había destruido, pero agregué con suavidad–: En cuanto a eso de no volver a ver nunca más a
Tanus, actuarás con él en la representación. Yo me encargaré de que entre acto y acto tengáis
oportunidad de hablar.
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–Quédate un rato conmigo, Taita –murmuró Lostris cuando se acurrucó en la cama como
un gatito adormilado–. Abrázame hasta que me duerma, como lo hacías cuando era niña.
Todavía lo eres, pensé mientras la cogía en mis brazos.
–Todo saldrá bien, ¿verdad? –susurró–. Seremos eternamente felices, como en los cuen-
tos, ¿verdad, Taita?
Cuando se durmió, le besé la frente con suavidad y la cubrí con una manta de piel antes
de salir de la habitación.
Al quinto día del festival de Osiris, el faraón llegó a Karnak desde su palacio sito en la isla
de Elefantina, a diez días de viaje en una nave veloz. Llegó con una pompa extraordinaria, en
compañía de su corte para oficiar en el festival del dios.
La escuadra de Tanus había zarpado tres días antes de Karnak, navegando río arriba al
encuentro de la gran flotilla para escoltarla durante el último tramo del viaje, de manera que ni
Lostris ni yo le habíamos visto desde nuestro regreso de la gran cacería de hipopótamos. Para
ambos fue una alegría divisar su nave en la curva del río, con corriente a favor e impulsada
por el fuerte viento del desierto. El Aliento de Horus navegaba a la cabeza de la flota.
Lostris formaba parte del séquito del gran visir, de pie detrás de sus dos hermanos, Men-
set y Sobek. Los dos muchachos eran apuestos, pero para mi gusto demasiado parecidos al
padre. Menset, el mayor, me resultaba particularmente de poca confianza y el menor seguía
siempre los pasos de su hermano.
Yo estaba detrás, entre los cortesanos y funcionarios de menor jerarquía, y desde allí po -
día vigilar tanto a Lostris como a mi señor Intef. Noté que la nuca de mi ama enrojecía de pla -
cer y de excitación al ver la alta figura de Tanus de pie en la torre de popa del Aliento de Ho-
rus. Su peto de piel de cocodrilo brillaba al sol y las plumas de avestruz de su casco flotaban al
viento.
Lostris saltaba excitada y saludaba agitando ambos brazos por encima de su cabeza,
pero sus gritos se perdían en el rugido de la inmensa multitud que se alineaba a ambas orillas
del Nilo para dar la bienvenida a su faraón. Tebas es la ciudad más poblada del mundo y calcu -
lé que alrededor de medio millón de almas habían salido a saludar al rey.
Mientras tanto, Tanus permanecía inmóvil, con los ojos fijos al frente, la expresión seve-
ra, la espada desenvainada extendida hacia delante, en un gesto de saludo. El resto de la es-
cuadra seguía al Aliento de Horus en el amplio despliegue de formación del airón, así llamada
porque imita la formación del vuelo de estas aves cuando regresan a sus nidos al atardecer.
Todos los estandartes y honores ganados en combate flameaban con gran esplendor, en un
magnífico despliegue de colores del arco iris, un noble espectáculo que movió a la multitud a
vitorear y saludar estrepitosamente con sus hojas de palma.
Transcurrió algún tiempo antes de que la primera embarcación de la flota principal virara
detrás de ellos en el meandro del río. Cargada con damas y nobles de la corte del faraón, iba
seguida por otra embarcación e inmediatamente después por una variopinta horda de naves
grandes y pequeñas. Navegaban río abajo como un enjambre, repletas de servidores de pala-
cio y de esclavos con todo su equipaje y objetos de uso personal. Había barcazas cargadas de
bueyes y de cabras y pollos para las cocinas; embarcaciones doradas y pintadas de alegres co-
lores, atiborradas con muebles de palacio y con tesoros, con nobles y criaturas de rango infe-
rior, todos incómodamente unidos de manera bastante inapropiada. ¡Cómo contrastaba con la
demostración ofrecida por la escuadra de Tanus que viró en la curva del río manteniendo su
geométrica formación a pesar de la fuerte corriente del Nilo!
Por fin apareció a lo lejos la barca del faraón y los vítores de la multitud aumentaron. La
inmensa nave, la más grande construida por el hombre, avanzó pesadamente hacia el muelle
de piedra donde esperábamos, debajo del palacio del gran visir.
Tuve tiempo más que suficiente para estudiar la embarcación y apreciar que su tamaño,
su diseño y su manejo reflejaban perfectamente el estado actual del país y del gobierno de
nuestro Egipto durante el duodécimo año del gobierno del faraón Mamosis, el octavo en su
nombre y línea, y hasta entonces el más débil de esta dinastía débil y vacilante. La barca tenía
la longitud de cinco naves de guerra, pero su altura y anchura eran tan desproporcionadas que
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ofendían gravemente mi sentido artístico. El inmenso casco estaba pintado con los colores lla-
mativos de moda y la cabeza de Osiris de la proa estaba cubierta por una lámina de oro verda-
dero. Sin embargo, a medida que la nave se aproximaba al muelle donde esperábamos, obser-
vé parches desteñidos en los brillantes colores, rayas pardas como la piel de cebra allí donde
los tripulantes habían defecado sobre la borda.
En el centro de la nave se erguía una alta camareta. Eran las habitaciones privadas del
faraón, tan sólidamente construidas en gruesas planchas de magnífico cedro y tan atiborradas
de muebles pesados que afectaban enormemente las características de navegación del barco.
En lo alto de este grotesco edificio, tras una adornada barandilla, tejida de nenúfares frescos, y
bajo un dosel de curtidas pieles de gacela, cosidas entre sí y pintadas con las imágenes de los
dioses y diosas más importantes, se hallaba sentado el faraón en majestuoso aislamiento. Cal-
zaba sandalias de filigrana de oro y su túnica era de un hilo tan puro que brillaba como las al-
tas nubes del verano. En la cabeza lucía la doble corona; la corona blanca del Alto Egipto con
la cabeza de buitre de la diosa Nejbet, combinada con la corona roja y la cabeza de cobra de
Buto, la diosa del Delta.
Pese a la corona, la verdad era que nuestro amado soberano había perdido el Delta casi
diez años antes. En nuestros turbulentos días, reinaba en el Bajo Egipto otro faraón, que tam -
bién usaba la doble corona, o por lo menos una copia de ella. Un pretendiente que era el mor-
tal adversario de nuestro soberano, cuyas constantes guerras contra nosotros agotaban en
ambos reinos el oro y la sangre de los hombres jóvenes. Egipto estaba dividido y destrozado
por luchas internas. En nuestros mil años de historia, siempre fue así cuando hombres débiles
ciñeron la corona de faraón. Para mantener ambos reinos unidos bajo su mando, hacía falta un
hombre fuerte, audaz y valiente.
A fin de hacer virar en medio de la corriente aquella embarcación de difícil maniobrabili-
dad y conducirla al muelle del palacio, el capitán tuvo que navegar cerca de la orilla opuesta
para que de este modo la corriente del Nilo le ayudara en su maniobra. Sin embargo, no calcu -
ló bien la fuerza del viento y de la corriente, por lo que comenzó a virar en el centro del río. Al
principio, la barca viró pesadamente contra corriente, escorando peligrosamente cuando la
construcción que llevaba a cubierta recibió, como si de una vela se tratara, el impacto del fuer-
te viento del desierto. Media docena de contramaestres recorrían la cubierta inferior haciendo
restallar el látigo: el golpe del cuero sobre las espaldas desnudas se oía claramente desde la
orilla.
Acuciados por el látigo, los remeros hundían frenéticamente sus remos en el agua hasta
el punto de formar un halo de espuma alrededor del casco; cien remos a cada lado impulsando
la nave en sentido inverso y nadie hacía el menor esfuerzo por sincronizar la labor de los re-
meros. Las maldiciones y los gritos se entremezclaban con las órdenes de los cuatro timoneles
que luchaban en proa manejando el largo remo del timón. Mientras tanto, desde el castillo de
popa, Nembet, el anciano almirante y capitán de la nave, alternativamente se pasaba los de-
dos por la desaliñada barba gris y movía las manos en estado de impotente agitación.
Por encima de tal barahúnda, el faraón permanecía sentado, inmóvil como una estatua y
alejado de todo. Verdaderamente, éste era el retrato de nuestro Egipto.
La velocidad de la nave comenzó a disminuir hasta que dejó de virar para navegar direc-
tamente hacia el muelle donde nos encontrábamos, encerrada entre el impulso de la corriente
y la fuerza contraria del viento. A pesar de sus enloquecidos y erráticos esfuerzos, el capitán y
la tripulación parecían impotentes, tanto para completar la maniobra e introducir la nave en la
corriente como para ponerse al pairo y evitar que la proa de la nave se incrustara contra los
grandes bloques de granito del muelle.
Cuando todo el mundo comprendió lo que iba a suceder, los vítores de la multitud se fue-
ron apagando y un espantoso silencio cayó sobre ambas orillas del Nilo, hasta el punto de que
los gritos y la confusión que reinaban en las cubiertas de la inmensa nave se oían cada vez con
mayor claridad.
De repente todos los presentes clavaron sus miradas en el Aliento de Horus que abando-
nó su formación al frente de la escuadrilla y avanzó velozmente río arriba, impulsado por re-
mos que parecían volar. Perfectamente sincronizados, los remos se hundían en el agua, empu -
jaban, se levantaban y volvían a hundirse. La embarcación de Tanus avanzaba a tanta veloci -
dad hacia la proa de la barca real que la multitud jadeó, y aquel jadeo resonó con más fuerza
que el viento al atravesar los lechos de papiro. La colisión parecía inevitable, pero en el último
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Río sagrado Wilbur Smith
instante Tanus hizo una señal levantando el puño. Simultáneamente los remeros de ambos la-
dos impulsaron la nave hacia atrás y el timonel hizo girar el remo del timón.
El Aliento de Horus se detuvo y dio paso al poderoso avance de la gran barca real. Las
dos naves se tocaron con tanta suavidad como el beso de una virgen; por un instante la torre
de popa del Aliento de Horus estuvo casi al mismo nivel que la cubierta principal de la barca
real. En ese momento, Tanus se subió a la torre. Se quitó las sandalias de un puntapié, se des-
pojó de su armadura y dejó a un lado sus armas. Se había atado el extremo de una cuerda a
la cintura. Arrastrando la cuerda tras de sí, de un salto cubrió la distancia que separaba ambas
naves.
Como si despertara de un letargo, la multitud comenzó a agitarse. Si entre ellos aún que-
daba alguien que no supiera quién era Tanus, a partir de aquel día lo sabría sin duda. Tanus ya
se había ganado buena fama en el río, en las batallas contra las legiones del usurpador del
Bajo Egipto. Sin embargo, hasta entonces sólo sus tropas lo habían visto en acción. La historia
narrada nunca tiene el mismo peso que lo visto con los propios ojos.
Ante la mirada del faraón, de la flotilla real y de todo el pueblo de Karnak, Tanus saltó de
una cubierta a la otra, cayendo con la suavidad de un leopardo.
–¡Tanus! –Estoy seguro de que la primera que pronunció su nombre fue Lostris, mi ama,
pero el siguiente fui yo.
–¡Tanus! –grité y todos los que me rodeaban me imitaron. «¡Tanus! ¡Tanus! ¡Tanus!»,
corearon como una oda a un dios recién descubierto.
En cuanto aterrizó sobre la cubierta de la barca real, Tanus se giró y corrió hacia la proa,
con la soga en la mano. La tripulación de su nave había atado a la soga un pesado palo, del
grosor del brazo de un hombre. En ese momento lo arrojaron mientras Tanus se echaba atrás
para aguantar su peso. Luego, con la espalda y los brazos cubiertos de sudor, lo fue arrastran-
do hacia sí.
Un puñado de tripulantes de la barca real comprendió entonces lo que se proponía y co-
rrieron a ayudarle. Bajo su dirección, aseguraron la punta del cable con tres vueltas alrededor
del bauprés y, en cuanto acabaron, Tanus hizo señas a su nave para que se alejara.
El Aliento de Horus entró en la corriente y adquirió velocidad con rapidez, hasta que
bruscamente se detuvo por el cable tirante y el peso de la embarcación a la que estaba ama-
rrado. Por un instante temí que zozobrara y se hundiera, pero Tanus había previsto el tirón e
indicó a la tripulación que lo contrarrestara remando hacia atrás.
Aunque el Aliento de Horus se hundió lo suficiente como para que le entrara agua por la
popa, soportó el esfuerzo, salió de nuevo completamente a flote y el cable volvió a tensarse.
Durante algunos instantes interminables no sucedió nada. El peso de la nave de Tanus no im-
pidió el lento avance de la galera real. Las dos embarcaciones estaban unidas como si un coco-
drilo tuviera aferrado a un viejo búfalo por el hocico, pero sin lograr alejarlo de la orilla. De pie
en la proa de la barca real, Tanus se volvió, dando la cara a la desorganizada tripulación. Hizo
un único gesto autoritario que atrajo la atención de todos y se produjo un cambio notable. Es-
taban esperando sus órdenes.
Nembet era el comandante de la totalidad de la flota del faraón, con el rango de Gran
León de Egipto. Años atrás había sido uno de los hombres más poderosos del país, pero ahora
estaba viejo y débil. Tanus se puso al mando de la embarcación sin dificultad, como si se tra-
tara de algo tan natural como la fuerza de la corriente o del viento, y la tripulación le respon-
dió de inmediato.
–¡Remad! –ordenó a los remeros de babor; los hombres inclinaron la espalda y remaron
con fuerza.
–¡Hacia atrás! –Golpeó la borda de estribor con el puño cerrado y los remeros clavaron
hondo las puntas de sus remos.
Después trepó a la borda para hacer señas al timonel del Aliento de Horus, coordinando
hábilmente los esfuerzos de ambas tripulaciones. Pero la embarcación real seguía avanzando
hacia el muelle y ahora sólo unos metros de agua la separaban de los bloques de piedra.
Por fin, lentamente, demasiado lentamente, la barcaza empezó a responder. La proa pin-
tada de alegres colores comenzó a virar hacia la corriente gracias al esfuerzo de la nave de Ta-
nus. Una vez más los vítores se apagaron y sobre nosotros recayó el silencio de los malos pre-
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Río sagrado Wilbur Smith
sagios, mientras esperábamos que la enorme embarcación chocara contra el muelle y quedara
incrustada en la roca con el casco completamente destrozado. Cuando sucediera, no cabría
duda de las consecuencias que sufriría Tanus. Le había quitado el mando al viejo y senil almi -
rante, por lo que cargaría con la responsabilidad de los errores del anciano. Cuando la colisión
tirara al faraón de su trono, cuando la doble corona y toda su dignidad rodaran por cubierta y
la barca real se hundiera y el rey tuviera que ser rescatado como si fuera un cachorro a punto
de ahogarse y, lo que es peor, a la vista de todos sus súbditos, tanto el insultado almirante
Nembet como mi señor Intef incitarían al faraón para que castigara con todo el peso de la ley
al presuntuoso jovencito.
Yo me sentía impotente y temblaba por mi joven amigo, cuando ocurrió el milagro. La
barca real estaba a punto de quedar varada y Tanus se encontraba tan cerca de mí que escu-
ché sus palabras con claridad: «Gran Horus, ¡ayúdame ahora!»
No tengo la menor duda de que muchas veces los dioses intervienen en los asuntos de
los hombres. Tanus es un hombre de Horus y Horus es el dios del viento.
Hacía tres días y tres noches que el viento del desierto soplaba con la fuerza de un hura-
cán desde el desolado Sahara. En ese momento cesó por completo. No fue apagándose poco a
poco, sino que dejó de soplar de repente. El pequeño oleaje que agitaba la superficie del río se
desvaneció y las palmeras de las orillas, cuyas hojas se agitaban violentamente, se paralizaron
como petrificadas.
Liberada de las garras del viento, la barca real cedió al remolque del Aliento de Horus. Su
enorme proa viró en dirección a la corriente y se colocó paralela al muelle justo en el momento
en que la borda entraba en contacto con la roca y la corriente del Nilo frenaba su avance, de -
jándola inmóvil en el agua. Tanus dio una última orden y, antes de que la embarcación pudiera
retroceder, se arrojaron los cabos al muelle donde manos ansiosas los ataron a los bolardos de
piedra. Con la suavidad de una pluma flotando en el agua, la gran barcaza real quedó sana y
salva en su embarcadero, sin que el trono sobre el que estaba sentado el faraón ni la alta co-
rona que lucía hubieran sufrido daño alguno al atracar. Nosotros, testigos de los acontecimien-
tos, explotamos en un rugido de alabanzas y, en lugar de aclamar al faraón, era el nombre de
Tanus el que estaba en boca de todos. Con modestia y mucha prudencia, Tanus ni siquiera se
dio por aludido al oír nuestros aplausos. Llamar más la atención y distraer al pueblo de la lle-
gada del faraón hubiera sido, sin duda, una estupidez y le habría privado del favor real ganado
por su hazaña. El faraón era celoso de su dignidad real. Tanus hizo señas al Aliento de Horus
para que se colocara junto a la barca real y se dejó caer a la cubierta de su nave, abandonan -
do así el escenario en el que acababa de destacarse para cedérselo a su rey.
Sin embargo pude ver la furia reflejada en el rostro de Nembet, el anciano almirante, el
Gran León de Egipto, mientras bajaba a tierra detrás del faraón, y comprendí que Tanus aca-
baba de granjearse otro enemigo poderoso.
Aquella misma noche durante el ensayo general, pude cumplir la promesa que le había
hecho a Lostris. Antes de que empezara el ensayo logré brindar a los amantes casi una hora a
solas.
En los alrededores del templo de Osiris, que sería nuestro escenario para la obra, se ha-
bían levantado tiendas que hacían las veces de camerinos de los principales actores. Intencio-
nadamente, coloqué la carpa de Lostris un poco separada de las otras, oculta tras una de las
inmensas columnas de piedra que soportan el techo del templo. Mientras yo montaba guardia
a la entrada de la tienda, Tanus entró por detrás.
Traté de no escuchar las exclamaciones de alegría que lanzó la pareja al abrazarse, ni los
susurros, las risas ahogadas y los quejidos y jadeos que siguieron. A pesar de que no había
hecho ningún intento por impedirlo, estaba seguro de que no llevarían la escena de amor hasta
sus últimas consecuencias. Mucho después, tanto Lostris como Tanus me lo confirmaron. El día
de su boda mi ama era virgen. Me pregunto si no habríamos actuado de manera diferente si
hubiéramos sospechado lo cerca que se encontraba ese día.
Pese a ser consciente de que cada minuto que pasaban juntos en la tienda aumentaba el
peligro para todos nosotros, no tuve el suficiente valor para decir «basta» y separarlos. Aun-
que las heridas del látigo de Rasfer todavía me dolían, y a pesar de que en lo más profundo de
mi alma, donde trato de ocultar todos mis pensamientos e instintos indignos, la envidia que
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Río sagrado Wilbur Smith
me provocaban los enamorados me dolía tanto como las heridas dejadas por los latigazos, per-
mití que estuvieran juntos mucho más tiempo del prudencial.
No oí llegar a mi señor Intef. Sus sandalias eran de suave cuero para ahogar sus pasos.
Se movía silencioso como un fantasma y más de un cortesano o esclavo había probado el láti-
go o el nudo corredizo de Rasfer a causa de una palabra descuidada oída por mi amo en sus si-
lenciosas peregrinaciones por los corredores del palacio. Sin embargo, a lo largo de los años yo
había desarrollado un instinto que me permitía descubrir su presencia antes de que se mate -
rializara entre las sombras. Ese instinto no era infalible pero aquella noche me resultó muy va -
lioso. Cuando miré a mi alrededor lo vi casi a mi lado, deslizándose entre los pilares del vestí -
bulo hipóstilo, delgado, alto y mortífero como una cobra erecta.
–¡Amo Intef –exclamé con voz tan alta que hasta yo me sobresalté–. Me honra que ha-
yas venido a presenciar los ensayos. Te agradecería profundamente cualquier consejo o suge-
rencia que... –Parloteaba desesperadamente, tratando de ocultar mi confusión y de alertar a
los amantes.
En ambos sentidos tuve más éxito del que esperaba. Oí un sofocado forcejeo dentro de la
carpa cuando los enamorados se apartaron bruscamente, seguido del aleteo del panel trasero
cuando Tanus salió por el mismo camino por el que había entrado.
En ningún otro momento hubiera logrado engañar con tanta facilidad a mi señor Intef. El
habría leído la expresión de culpa en mi rostro con tanta claridad como yo leo los jeroglíficos
de las paredes del templo o mi propia letra en el rollo de papiro; pero aquella noche estaba ce-
gado por la ira y decidido a hacerme pagar mi último traspié. No rugía ni gritaba enfurecido. Mi
amo es tanto más peligroso cuanto más tranquila es su voz y entrañable su sonrisa.
–Querido Taita. –Era casi un susurro–. Me he enterado de que has alterado algunos as-
pectos del acto de apertura de la obra, pese a las órdenes que di yo personalmente al respec -
to. No puedo creer que hayas sido tan presuntuoso. He tenido que venir hasta aquí, a pesar
del calor, para convencerme por mí mismo.
Yo sabía por experiencia que no valía la pena fingir inocencia o ignorancia, de modo que
incliné la cabeza y simulé sentirme agraviado.
–Amo, no fui yo quien ordenó los cambios. Fue el sumo sacerdote del templo de Osiris...
Mi amo me interrumpió impaciente.
–Sí, claro que fue él, pero sólo después de que tú lo incitaras. ¿Crees que no os conozco
a los dos, a ti y a ese viejo sacerdote tartamudo? El no ha tenido nunca una idea propia en la
cabeza, mientras que tú no haces más que pensar.
–¡Amo! –protesté.
–¿Qué has tramado esta vez? ¿Es acaso uno de esos sueños tan convenientes que te ins-
piran los dioses? –preguntó mi amo con voz tan suave como el susurro de las cobras sagradas
que infestan el templo al deslizarse por el suelo de piedra.
–¡Amo! –Hice esfuerzos por parecer escandalizado por tal acusación, pese a haberle brin-
dado al bueno del sumo sacerdote una versión bastante fantasiosa sobre cómo Osiris me había
visitado en sueños, disfrazado de cuervo negro, para quejarse del derramamiento de sangre
que sufría su templo.
Hasta entonces el sacerdote no había puesto ninguna objeción al realismo de la repre-
sentación que mi señor Intef planeaba para diversión del faraón. Recurrí a los sueños cuando
fracasaron todos mis intentos de persuadir a mi amo. Me parecía aborrecible ser partícipe de la
escena que mi amo había ordenado incluir en el primer acto de la obra. Ya sé que ciertos sal-
vajes de las tierras de Oriente ofrecían sacrificios humanos a sus dioses. Me han comentado
que los cassitas, que viven al otro lado de los ríos mellizos, el Eufrates y el Tigris, arrojan ni-
ños recién nacidos a un horno. Los jefes de caravanas que han viajado por aquellas lejanas tie-
rras hablan de otras atrocidades cometidas en nombre de la religión, de jóvenes vírgenes sa-
crificadas para aumentar la cosecha o prisioneros de guerra decapitados ante la estatua del
dios de tres cabezas.
Sin embargo, nosotros, los egipcios, somos personas civilizadas y no reverenciamos
monstruos sedientos de sangre sino dioses sabios y justos. Yo había tratado de convencer a mi
amo. Le señalé que sólo en una ocasión un faraón había hecho un sacrificio humano; cuando
Menotep decapitó a siete príncipes rebeldes en el templo de Seth y después destrozó sus cadá-
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Río sagrado Wilbur Smith
veres para enviar un trozo embalsamado a los gobernadores de las provincias a modo de ad -
vertencia. La historia todavía recuerda con disgusto este hecho. Hoy en día, se sigue conocien-
do a Menotep como el Rey Sangriento.
–No se trata de un sacrificio humano –me contradijo mi amo–. Es simplemente una me-
recida ejecución que se llevará a cabo de una manera bastante original. No me negarás, queri -
do Taita, que la pena de muerte siempre ha sido importante en nuestro sistema judicial. Tod
es un ladrón. Ha robado dinero de los cofres reales y debe morir aunque sólo sea como escar -
miento para los demás.
Parecía razonable, si no fuera porque yo sabía que no le interesaba en absoluto la justi -
cia, sino proteger su tesoro e impresionar al faraón, a quien tanto le gustaban los desfiles y el
teatro. Por eso no tuve más alternativa que soñar en beneficio del buen sacerdote. En aquel
momento mi señor Intef esbozó una sonrisa que revelaba sus dientes perfectos pero que me
heló la sangre en las venas y me puso los pelos de punta.
–Te daré un pequeño consejo –susurró acercando su cara a la mía–. Te sugiero que esta
noche sueñes que el dios que te visitó la última vez contradice sus últimas instrucciones y apo-
ya mis arreglos. Si no, encontraré más trabajo para Rasfer... Te lo prometo solemnemente. –Y
tras decir estas palabras se alejó, dejándome al mismo tiempo aliviado porque no había descu-
bierto a los enamorados y desdichado porque me veía obligado a seguir adelante con el vil es -
pectáculo que él ordenaba.
Pero después de que mi amo se alejara, el ensayo tuvo tanto éxito que recobré mi aleg -
ría. Tras el breve encuentro, Lostris estaba rodeada por tal halo de felicidad que su belleza pa-
recía sin lugar a dudas divina y Tanus, con su juventud y su fuerza era la encarnación del jo -
ven Horus.
Como es natural, me perturbó la entrada en escena de mi Osiris, consciente como era del
destino que mi señor Intef le tenía reservado. El papel de Osiris lo desempeñaba un cuarentón
apuesto llamado Tod, que había sido alguacil hasta que lo descubrieron metiendo la mano en
los cofres de mi señor Intef para hacer frente a los gastos de una joven y costosa cortesana de
quien estaba enamorado. No me enorgullecía que en mi revisión de cuentas hubiera sacado a
la luz ciertas diferencias.
Mi amo le permitió salir de la cárcel, donde esperaba un juicio y sentencia formales, para
que interpretara el papel de Osiris en mi obra. Mi señor le había prometido que si desempeña -
ba satisfactoriamente el papel, retiraría la acusación. El infortunado Tod no era consciente de
la amenaza que ocultaba aquel ofrecimiento y se aplicó a la tarea con patético entusiasmo,
convencido de que era una manera de obtener el perdón. No podía saber que, mientras tanto,
mi señor había firmado en secreto su sentencia de muerte entregándosela a Rasfer, que no só-
lo era el verdugo del Estado, sino la persona a quien yo había elegido para desempeñar el pa-
pel de Seth. Mi señor quería que al día siguiente Rasfer combinara ambos papeles cuando la
obra se representara ante el faraón. Aunque Rasfer era una elección lógica para el papel de
Seth, mientras lo observaba ensayar la escena con Tod lamenté haberlo incluido en el reparto
y me estremecí al pensar en lo diferente que sería la representación.
Después del ensayo, mi deber más agradable fue escoltar a mi ama hasta el harén. No
me permitió que la dejara; me retuvo hasta tarde para contarme excitada el resumen de los
extraordinarios acontecimientos del día y el papel que Tanus había desempeñado en ellos.
–¿Le oíste invocar al gran dios Horus y comprobaste que el dios respondió enseguida a
su súplica? Sin duda Tanus goza del favor y la protección de Horus, ¿no lo crees? Ahora estoy
segura de que Horus no permitirá que nos suceda ninguna desgracia.
La feliz fantasía proseguía y ya no hablaba de despedidas ni de suicidio. ¡Con qué rapidez
cambia el viento del amor joven!
–Después de lo que Tanus ha hecho hoy, salvar del naufragio a la embarcación real, debe
de haberse ganado el favor del faraón, ¿no crees, Taita? Y como también goza del favor del
dios, mi padre nunca podrá conseguir que lo envíen lejos, ¿verdad, Taita?
Me pedía que confirmara todos los pensamientos felices que se le pasaban por la cabeza
y no me permitió abandonar el harén hasta que hube memorizado al menos una docena de
mensajes de amor eterno que me hizo jurar que transmitiría personalmente a Tanus.
Cuando, extenuado, llegué por fin a mis habitaciones, aún no hubo descanso para mí. Me
esperaban casi todos los jóvenes esclavos, tan excitados y locuaces como mi ama. También
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Río sagrado Wilbur Smith
ellos querían conocer mi opinión sobre los acontecimientos del día, particularmente sobre el
salvamento de la nave del faraón por parte de Tanus y lo que esto significaba. Mientras daba
de comer a mis mascotas, ellos se arracimaban a mi alrededor en la terraza, compitiendo por
captar mi atención.
–¿Es cierto, hermano mayor, que Tanus pidió ayuda al dios y que Horus le respondió de
inmediato? ¿Viste cómo ocurrió? Algunos hasta afirman que el dios apareció con su forma de
halcón y revoloteó sobre la cabeza de Tanus, extendiendo sobre él sus alas protectoras. ¿Es
cierto?
–¿Es verdad, Aj, que nuestro rey ha ascendido a Tanus a Compañero del faraón y que
como recompensa le ha concedido quinientos feddan de tierra fértil al borde del río?
–Hermano mayor, se comenta que el oráculo del santuario del dios Tot, el dios de la sa -
biduría, ha trazado un horóscopo para Tanus. El oráculo asegura que será el guerrero más
grande de la historia de Egipto y que, un día, el faraón le favorecerá más que a ningún otro. –
Ahora me resulta divertido recordar aquellas conversaciones infantiles y comprobar las extra-
ñas verdades que encerraban, pero que en aquel momento yo, al igual que los chicos, descarté
con burlona severidad.
Mientras me preparaba para dormir, mi último pensamiento fue que el populacho de las
ciudades mellizas de Karnak y Luxor estaba fascinado con Tanus, pero que tal distinción era
dudosa y que podía costarle cara. En las altas esferas, la fama y la popularidad despiertan en-
vidia, y la adulación de la plebe carece de valor. Muchas veces el pueblo goza tanto destruyen-
do a los ídolos de los que se ha cansado, como gozó antes elevándolos al pedestal.
Es mucho más seguro pasar desapercibido, como siempre he intentado hacer yo.
En la tarde del sexto día del festival, el faraón salió en solemne procesión de su villa, si -
tuada en terrenos reales entre Karnak y Luxor, y recorrió la avenida ceremonial flanqueada por
estatuas de leones, en dirección al templo de Osiris a orillas del Nilo.
El trineo en que viajaba era tan alto que la densa multitud que se alineaba a lo largo de
la avenida se veía obligada a estirar el cuello para verle pasar en su gran trono dorado, tirado
por veinte bueyes blancos con enormes gibas en el lomo y guirnaldas de flores sobre las asta-
das cabezas. Los patines del trineo resonaban en el pavimento y marcaban las losas de piedra.
Cien músicos abrían la procesión, tocando liras y arpas, golpeando címbalos y tambores,
sacudiendo matracas y Bistros, y haciendo sonar el largo cuerno del órix y el cuerno curvo del
carnero salvaje. Les seguía un coro de cien de las mejores voces de Egipto, entonando himnos
de alabanza al faraón y a ese otro dios, Osiris. Como es natural, yo dirigía el coro. Detrás des-
filaba una guardia de honor del regimiento del Cocodrilo Azul encabezada por Tanus. Al verlo
pasar, con armadura y casco emplumado, la multitud le dedicaba un aplauso especial. Las jó-
venes solteras chillaban y más de una cayó al suelo desmayada, vencida por la histeria que
provocaba la fama recién adquirida del nuevo héroe.
Detrás de la guardia de honor desfilaban el visir y sus altos dignatarios, después los no-
bles acompañados por sus esposas e hijos, luego un destacamento del regimiento de Halcones
y, por fin, avanzaba el gran trineo del faraón. En definitiva, se trataba de una reunión multitu-
dinaria de los personajes más ricos e influyentes del Alto Egipto.
Cuando nos aproximamos al templo de Osiris, el sumo sacerdote y sus acólitos se situa-
ron en los escalones entre los altos pilonos de entrada, para dar la bienvenida al faraón Mamo-
sis. El templo estaba recién pintado y los colores de los bajorrelieves resplandecían bajo el sol
del atardecer. Una alegre nube de banderas y estandartes flameaba en los mástiles del muro
exterior.
Al llegar al pie de la escalera, el faraón bajó de su carruaje y con solemne majestuosidad
empezó a subir los cien peldaños. El coro se alineó a ambos lados de la escalera. Yo me en-
contraba a la altura del escalón número cincuenta, así que pude observar minuciosamente al
faraón durante los escasos segundos que tardó en pasar a mi lado.
Le conocía bien porque había sido mi paciente, pero no recordaba lo bajo que era..., es
decir, bajo para tratarse de un dios. Apenas me llegaba a los hombros, aunque la doble corona
le confería un aspecto mucho más imponente. Llevaba los brazos cruzados sobre el pecho en la
postura ritual, y en las manos sostenía el cayado y el azote de su dignidad real y su deidad.
Noté que sus manos eran lampiñas, suaves y casi femeninas, y que sus pies también eran pe-
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Río sagrado Wilbur Smith
queños y bien proporcionados. Lucía anillos en todos los dedos de las manos y de los pies,
amuletos en los antebrazos y brazaletes en las muñecas. El inmenso pectoral de oro rojo que
llevaba en el pecho tenía incrustaciones de losa fina de distintos colores que representaban al
dios Tot con la pluma de la verdad. Aquella joya era un tesoro espléndido de casi quinientos
años de antigüedad y antes de él ya había sido usada por setenta faraones.
Bajo la doble corona, llevaba el rostro empolvado de blanco, como el de un cadáver. Los
ojos estaban dramáticamente delineados en negro y los labios pintados de carmesí. Bajo el pe-
sado maquillaje la expresión era petulante y los labios finos, rectos y carentes de humor. Los
ojos eran inquietos y nerviosos, y pensé que era lógico que así fuese.
Los cimientos de la Gran Casa de Egipto estaban resquebrajados y el reino sacudido.
Hasta un dios tiene sus preocupaciones. Hubo una época en que sus dominios se extendían
desde el mar, cruzando las siete bocas del Delta, hacia el sur hasta Siena y la primera catara-
ta..., era el imperio más grande de la tierra. El y sus antecesores lo habían dejado escapar y
ahora sus enemigos pululaban por las fronteras, chillando como hienas, chacales y buitres, lis-
tos para devorar los restos de Egipto.
En el sur estaban las negras hordas de África; en el norte, rodeando la costa del gran
mar, estaban los piratas, y a lo largo del extremo inferior del Nilo, las tropas del falso faraón.
Al oeste se encontraban los traicioneros beduinos y los astutos libios, mientras que al este
nuevos grupos parecían surgir a diario y sus nombres aterrorizaban a una nación a la que la
derrota había vuelto tímida y vacilante. Asirios y medos, cassitas, hurritas e hititas... Era una
multitud que parecía no tener fin.
¿Qué ventaja tenía nuestra antigua civilización si se había vuelto débil y estéril con la
edad? ¿Cómo íbamos a resistir a los bárbaros con su salvaje vigor, su arrogancia cruel y su co -
dicia? Yo estaba convencido de que este faraón, lo mismo que los que le precedieron, era inca -
paz de devolver sus glorias pasadas a la nación. ¡Si hasta era incapaz de concebir un heredero
varón!
La falta de un heredero parecía obsesionarle aún más que la pérdida del imperio. Hasta
entonces había tomado veinte esposas. Ellas le dieron hijas, una tribu de hijas, pero ningún
varón. El no aceptaba que la culpa fuese suya. Consultó a todos los médicos de renombre del
Alto Reino y visitó todos los oráculos y lugares sagrados.
Yo fui uno de los médicos a quienes mandó llamar, por eso estoy tan enterado. Reconoz-
co que entonces me produjo cierta ansiedad tener que prescribirle remedios a un dios, y me
pregunté por qué tendría él que consultar a un simple mortal en algo tan delicado. Sin embar -
go, le recomendé una dieta de testículos de toro fritos en miel y le aconsejé que buscara a la
más hermosa de las vírgenes de Egipto y la condujera a su lecho nupcial dentro del año de la
primera floración de su ciclo lunar.
Ni siquiera yo confiaba demasiado en aquel medicamento, pero los testículos de toro, co-
cinados según mi receta, son un plato exquisito, y buscar a la virgen más hermosa de Egipto
sería un entretenimiento para el faraón que no sólo le resultaría divertido sino agradable. Des-
de un punto de vista práctico, si el rey se acostaba con un número suficiente de jovencitas, al-
guna tendría que dejar caer un cachorro en su harén.
De todos modos, me consolaba pensar que mi tratamiento no era tan drástico como al -
gunos de los propuestos por mis colegas, sobre todo por los matasanos del templo de Osiris
que se autodenominan médicos. Aunque no fuesen eficaces, por lo menos no dañarían al fara-
ón. Eso era lo que yo creía. Si hubiera imaginado las consecuencias de mi acción, con gusto
habría ocupado el lugar de Tod en la obra de teatro, en lugar de dedicarme a dar tan frívolos
consejos al faraón.
Me divirtió y halagó saber que el faraón había tomado con mucha seriedad mis consejos
y había ordenado a sus monarcas y gobernadores que recorrieran el país desde El Amarna
hasta las cataratas en busca de toros con testículos suculentos y de vírgenes que cumplieran
los requisitos para ser la madre de su hijo primogénito. Mi espía de la corte me informó que ya
había rechazado a centenares de jóvenes que aspiraban al título de virgen más hermosa del
país.
El faraón ya había pasado a mi lado y hacía su entrada en el templo en medio del entu -
siasmo de los sacerdotes y las obsequiosas inclinaciones del sumo sacerdote. El gran visir y su
séquito le seguían de cerca; tras ellos avanzaba apresuradamente un tropel de ciudadanos de
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menor importancia que pugnaban por encontrar un lugar desde donde presenciar la obra de
teatro. Dentro del templo el espacio era limitado. Sólo se permitía la entrada a los poderosos,
a los nobles y a aquellos que eran lo bastante ricos como para sobornar a los sacerdotes. Los
demás estaban obligados a mirar desde el patio exterior. Muchos miles de ciudadanos tendrían
que conformarse con una narración de segunda mano de lo sucedido. Incluso yo, el director de
escena, tuve dificultades para abrirme paso entre aquella masa de gente y sólo lo logré cuando
Tanus me vio y envió a dos de sus hombres para que me rescataran y me escoltaran hasta el
recinto reservado a los actores.
Antes de comenzar la obra, nos vimos obligados a soportar una sucesión de floridos dis-
cursos, primero por parte de los funcionarios locales y ministros del gobierno, y después por
parte del gran visir. Este interludio de discursos me dio la oportunidad de asegurarme de que
todo estuviera a punto. Fui de tienda en tienda revisando el vestuario y el maquillaje de cada
uno de los actores y calmando los nervios de última hora.
Al pobre Tod le daba pánico que su actuación pudiera desagradar a mi señor Intef. Le
aseguré que sin duda le gustaría y le administré un preparado de shepenn rojo, que aliviaría el
dolor que estaba a punto de sufrir.
Al entrar en la tienda de Rasfer, lo encontré bebiendo vino con dos de sus compinches de
la guardia del palacio y afilando su espada. Había creado un maquillaje que lo hacía aún más
repulsivo, cosa difícil dado el grado de fealdad que naturalmente posee. Me ofreció un vaso de
vino y sonrió con dientes ennegrecidos.
–¿Cómo anda esa espalda, guapo? ¡Toma un trago de esta bebida de hombres! Tal vez te
devuelva las pelotas. –Acostumbrado a sus burlas, mantuve mi dignidad al comunicarle que mi
señor Intef revocaba la orden del sumo sacerdote y que el primer acto se desarrollaría en su
forma original.
–Ya he hablado con el señor Intef –contestó él, alzando la espada–. Prueba el filo, eunu-
co. Quiero estar seguro de que merece tu aprobación. –Me alejé de allí con náuseas.
Aunque Tanus no entraría en escena hasta el segundo acto, ya estaba vestido. Me dio
una palmadita en el hombro, relajado y sonriente.
–Bueno, viejo amigo, ésta es tu gran oportunidad. Después de esta noche, tu fama de
autor se esparcirá por todo Egipto.
–Como se ha esparcido ya la tuya. Tu nombre está en boca de todo el mundo –le asegu-
ré, pero él le quitó importancia con modestia–. ¿Has preparado el discurso final, Tanus? –pre -
gunté–. ¿Te gustaría recitármelo?
Por tradición, el actor que interpretaba a Horus, cerraba la obra con un mensaje dirigido
al faraón. En teoría se trataba de un mensaje de los dioses, pero en realidad se lo dirigían sus
propios súbditos. Antiguamente era la única ocasión del año en que el pueblo, por boca del ac-
tor, podía comunicar al faraón los asuntos que le preocupaban y que no podía plantearle en
ningún otro momento. Sin embargo, durante la última dinastía la tradición se había perdido y
el discurso de cierre pasó a ser simplemente otra apología del divino faraón.
Hacía días que le pedía a Tanus que ensayara ante mí su discurso; él siempre se evadía
con excusas tan pobres que abrigaba fuertes sospechas con respecto a sus intenciones.
–Esta es tu última oportunidad –insistí, pero él se rió de mí.
–He decidido que mi discurso no sólo sea una sorpresa para el faraón, sino también para
ti. Así ambos lo disfrutaréis más. –No logré convencerle de que cambiara de idea. Tanus es el
joven más tozudo y obstinado que he conocido. Me separé de él con cierto enfado y fui en bus-
ca de compañía más sociable.
Cuando llegué a la tienda de Lostris quedé petrificado. Pese a haber diseñado personal-
mente su vestuario e instruido a sus esclavas con respecto a la manera exacta en que deseaba
que le aplicaran el polvo, el lápiz labial y el maquillaje de ojos, no estaba preparado para la vi-
sión etérea que se presentaba ante mí. Por un momento creí que se había producido otro mila-
gro y que la diosa había vuelto del otro mundo para ocupar el lugar de mi ama. Lancé un sus-
piro y cuando iba a caer de rodillas presa de un profundo temor religioso, mi ama rió y me
sacó de mi engaño.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¿No te parece divertido? Estoy impaciente por ver a Tanus vestido. Debe de parecerse
mucho al dios. –Giró lentamente para que apreciara su vestido y me sonrió por encima del
hombro.
–No más que tú a la diosa, mi ama –susurré.
–¿Cuándo empezará la obra? –preguntó con impaciencia–. Estoy tan nerviosa que no
puedo seguir esperando.
Agucé el oído y oí el ronroneo del discurso que se pronunciaba en el gran vestíbulo. Era
el último discurso y en cualquier momento mi señor Intef llamaría a los actores para que co -
menzaran a representar la obra. Cogí la mano de Lostris y la apreté.
–Recuerda que debes hacer una larga pausa y dirigir una mirada altiva antes de empezar
tu discurso de apertura –le advertí y ella me dio una palmadita en el hombro con aire despreo-
cupado.
–Fuera de aquí, viejo histérico. Ya verás como todo saldrá bien.
En aquel momento oí que mi señor Intef alzaba la voz.
–El divino dios faraón Mamosis, la Gran Casa de Egipto, el Sostén del Reino, el Justo, el
Grande, el que Todo lo Ve, el Misericordioso... –Los títulos y honores continuaban mientras me
apresuraba a salir de la tienda de Lostris para ocupar mi lugar detrás del pilar central. Me aso-
mé y pude ver que el patio interior del templo estaba atestado, y que el faraón y sus esposas
mayores ocupaban la primera fila de bancos de madera de cedro, bebiendo refrescos o mordis-
queando dátiles y dulces.
Mi señor Intef les hablaba desde el escenario, erigido bajo el altar mayor. La parte princi -
pal permanecía oculta a los ojos del público por una serie de cortinas de lino. Lo examiné por
última vez, aunque ya era tarde para modificar nada.
Detrás de las cortinas, el escenario estaba decorado con palmeras y acacias que los jardi-
neros del palacio habían trasplantado siguiendo mis instrucciones. Los albañiles habían aban-
donado su trabajo en la tumba del faraón para construir una cisterna de piedra en la parte tra -
sera del templo desde la que cruzaría el escenario un arroyo que representaba al Nilo.
En el fondo del escenario colgaban sábanas de hilo en las que el pintor de la necrópolis
había pintado paisajes maravillosos. En la penumbra del atardecer y a la luz de las antorchas
el efecto era tan real que transportaba a los espectadores a un mundo distinto.
Había preparado varias maravillas más para diversión del faraón, desde jaulas con aves y
mariposas que serían puestas en libertad para simular la creación del mundo por el gran
AmónRa, hasta antorchas que había preparado con productos químicos para que ardieran con
llamas de brillantes colores verdes y carmesíes e inundaran el escenario con luces espectrales
y nubes de humo, como las del otro mundo, donde habitan los dioses.
–¡Mamosis, hijo de Ra, que se te conceda vida eterna! Nosotros, tus leales súbditos, los
ciudadanos de Tebas, te rogamos que concedas tu divina atención a esta humilde obra de tea-
tro que dedicamos a tu majestad.
Mi señor Intef concluyó su discurso de bienvenida y volvió a su asiento. Al son de una
fanfarria de ocultas trompetas de cuerno de carnero, salí de detrás de la columna y quedé
frente al público. Los presentes habían soportado la incomodidad y el aburrimiento sobre las
duras lajas y esperaban con impaciencia que comenzara el entretenimiento. Un aplauso saludó
mi entrada y hasta el faraón sonrió.
Levanté ambas manos para pedir silencio y empecé a recitar mi obertura.
–Mientras caminaba bajo la luz del sol, lleno del vigor de la juventud, escuché la música
fatal de los cañaverales, a orillas del Nilo. No reconocí el sonido del arpa y no tuve miedo, pues
me encontraba en la plenitud de mi virilidad y seguro del afecto de mi bien amada. La música
era de una belleza sobrecogedora. Me encaminé alegremente al encuentro del músico incapaz
de adivinar que se trataba de la Muerte y que tocaba el arpa para llamarme exclusivamente a
mí. –A los egipcios nos fascina la muerte y acababa de tocar una cuerda profunda de mi au-
diencia, que suspiró y se estremeció–. La muerte se apoderó de mí; en sus brazos esqueléticos
me condujo hasta AmónRa, el dios del sol, y me fundí con la blanca luz de su ser. Desde una
gran distancia escuchaba los sollozos de mi bien amada pero no alcanzaba a verla y era como
si los días de mi vida no hubiesen existido. –Era la primera vez que recitaba mi prosa en públi-
co y supe enseguida que los había atrapado. Sus rostros tenían una expresión intensa y fasci -
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–¡Y ahora contemplad los insectos y aves de la Tierra! –ordenó Osiris y se abrieron las
jaulas que estaban detrás del escenario; una nube de aves y mariposas de alegres colores lle-
nó el templo.
Los espectadores parecían criaturas fascinadas; estiraban las manos para atrapar mari-
posas y después las volvían a soltar para que remontaran el vuelo entre los pilares del templo.
Una de las aves, una abubilla de largo pico y espléndido plumaje blanco, negro y canela, voló
hacia abajo y sin el menor temor se posó sobre la corona del faraón.
La multitud estaba encantada. –¡Un augurio! –exclamaban–. Una bendición que se derra-
ma sobre el rey. ¡Que viva eternamente! –Y el faraón sonreía.
Aunque no estuvo muy bien por mi parte, le insinué a mi señor Intef que yo había entre-
nado al ave para que reconociera al faraón; a pesar de que esto era completamente imposible,
mi fama con los animales y las aves era tan grande que me creyó.
En el escenario, Osiris se paseaba por el paraíso que él había creado; el estado de ánimo
del público estaba preparado para el momento dramático en que, con un grito que helaba la
sangre, Seth entró en escena de un salto. Aunque todos lo esperaban, su presencia poderosa y
odiada asustó a la audiencia; las mujeres chillaron y se taparon el rostro, sólo para espiar por
entre sus dedos temblorosos.
–¿Qué es lo que has hecho, hermano? –gritó Seth presa de celos furibundos–. ¿Te colo-
cas por encima de mí? ¿Acaso yo no soy un dios? ¿Quieres atribuirte tú la creación, para que
yo, tu hermano, no pueda compartirla contigo?
Osiris le contestó con calma; la droga le confería una dignidad fría y distante.
–Nuestro padre, AmónRa, nos ha dado el poder a ambos. Pero también nos ha dado el
derecho de elegir la manera de emplearlo, para bien o para mal... –Las palabras que yo había
puesto en boca del dios retumbaron en el templo. Eran las mejores que había escrito y el pú-
blico quedó subyugado. Pero sólo yo, entre todos ellos, sabía lo que iba a suceder y la belleza
y el poder de mi obra crecieron mientras me preparaba para los acontecimientos.
Osiris terminó su discurso.
–Este es el mundo tal como yo lo he revelado. Si deseas compartirlo en paz y amor fra-
ternal, te doy la bienvenida. Pero si vienes en son de guerra, si la maldad y el odio llenan tu
corazón, te ordeno que te retires. –Levantó el brazo derecho envuelto en el lino resplandecien-
te y diáfano de su túnica y señaló el camino para que Seth abandonara el paraíso terrenal.
Seth agachó sus grandes hombros, peludos como los de un búfalo, y aulló con tanta
fuerza que la saliva escapó entre los dientes podridos formando una nube maloliente que podía
percibir desde donde me encontraba. Luego alzó la ancha espada de bronce y atacó a su her -
mano. Como esto no estaba ensayado, cogió tan de sorpresa a Osiris que permaneció con el
brazo todavía estirado. La espada de Seth descendió con fuerza y con un sonido sibilante sepa-
ró la mano de la muñeca tan limpiamente como la uva de la vid; la mano cayó a los pies de
Osiris donde quedó con los dedos estremeciéndose levemente.
La sorpresa fue tan completa que durante algunos instantes Osiris no se movió, salvo
para tambalearse levemente sobre sus pies. El público debió de creer que se trataba de otro
truco teatral y que lo que acababa de caer era una mano falsa. El hecho de que la sangre no
manara enseguida contribuyó a dar aquella impresión. Parecían interesados pero no alarma-
dos, hasta que de repente Osiris lanzó un grito horrible y se aferró el muñón con la otra mano.
Entonces la sangre saltó entre sus dedos y le manchó la túnica blanca como si fuera vino. Sin
soltar el muñón, Osiris cruzó el escenario trastabillando y gritando. El grito de agonía quebró el
estado de ánimo complaciente de los espectadores. En aquel momento comprendieron que lo
que estaban presenciando no era un truco y permanecieron en un silencio horrorizado.
Antes de que Osiris llegara al borde del escenario, Seth lo persiguió saltando con sus
piernas torcidas. Aferró el muñón y lo utilizó como si se tratara de una manivela para obligarle
a volver al centro del escenario, donde le arrojó cuan largo era sobre el suelo de piedra. La co -
rona de hojalata rodó de la cabeza de Osiris y el pelo negro cayó sobre los hombros mientras
permanecía tendido en un charco cada vez más grande de su propia sangre.
–¡Por piedad, perdóname la vida! –gritó Osiris y Seth lanzó una carcajada. Fue un rugido
de auténtica diversión. Rasfer se había convertido en Seth, y Seth se divertía enormemente.
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Aquella risa salvaje despertó al público y lo sacó del trance en que había caído. Sin em-
bargo, la ilusión era completa. Ya no creían estar presenciando una obra teatral; para ellos
aquel horrible espectáculo se había convertido en realidad. Las mujeres gritaban y los hombres
rugían de furia al presenciar el asesinato de su dios.
–¡No lo mates! ¡No mates al gran dios Osiris! –gritaban, pero ni uno solo se levantó de su
asiento, ni corrió al escenario para tratar de impedir que continuara la tragedia. Sabían que las
luchas y las pasiones de los dioses estaban más allá de la influencia de los mortales.
Osiris estiró el brazo sano y con la mano que le quedaba se aferró a las piernas de Seth.
Sin dejar de reír, Seth le cogió la muñeca y le estiró el brazo inspeccionándolo como inspeccio -
na el carnicero el cuello de la cabra antes de seccionarlo.
–¡Córtaselo! –gritó alguien entre la multitud, una voz sedienta de sangre. El estado de
ánimo del público había vuelto a cambiar.
–¡Mátalo! –gritó otro. Siempre me ha preocupado la forma en que la sangre y la muerte
violenta afectan incluso a los hombres más mansos. Hasta yo estaba excitado por aquella es-
cena terrible, enfermo y horrorizado, es verdad, pero interiormente sacudido por una excita-
ción enfermiza.
Con un golpe de la espada, Seth seccionó el brazo y Osiris cayó hacia atrás dejando el
miembro en las manos ensangrentadas de Seth. Trataba de ponerse en pie pero no tenía ma-
nos en que apoyarse. Sus piernas se estremecían espasmódicamente y movía la cabeza de un
lado a otro sin dejar de gritar. Traté de obligarme a no mirar, pero no podía apartar los ojos de
la escena.
Seth dividió el brazo en tres trozos, cortándolo a la altura de la muñeca y del codo y, uno
a uno, fue arrojándolos al público. Mientras los trozos de carne giraban en el aire, rociaban a
los que se encontraban debajo con gotas color rubí. Los espectadores rugían igual que los leo-
nes del zoológico del faraón a la hora de comer y alzaban las manos para atrapar aquellas reli-
quias sagradas de su dios.
Seth continuó su obra casi con refinamiento. Primero amputó los pies de Osiris a la altura
de los tobillos. Después las piernas cortando las rodillas y los muslos a la altura de las caderas.
A medida que iba arrojando los trozos al populacho, éste pedía más.
–¡El talismán de Seth! –gritó alguien–. ¡Entréganos el talismán de Seth! –Y los demás se
unieron y corearon lo mismo. De acuerdo con el mito, el talismán es el más poderoso de todos
los encantamientos mágicos. La persona que lo tiene en su poder controla todas las fuerzas
oscuras del otro mundo. Era el único de los catorce pedazos del cuerpo de Osiris que nunca fue
recuperado por Isis y su hermana Nefti de los oscuros rincones de la Tierra a los que los había
arrojado Seth. El talismán de Seth es la misma parte del cuerpo de la que Rasfer me había pri -
vado y que constituye la pieza central del hermoso collar, regalo que cínicamente me había he-
cho mi señor Intef.
–¡Entréganos el talismán de Seth! –aullaba el populacho y Seth se agachó y levantó la
túnica empapada en sangre de aquel tronco sin extremidades que tenía a sus pies. Seguía
riendo. Me estremecí al reconocer el sonido carente de misericordia que había oído tantas ve -
ces en mis sesiones de castigo. Volví a experimentar el repentino fuego en la pelvis, cuando la
espada resplandeció en las manos peludas de Seth, ya empapadas en la sangre de su víctima,
y alzó la patética reliquia.
La multitud suplicaba que se la entregara.
–¡Entréganosla! –suplicaban–. ¡Entréganos el poder del talismán! –El espectáculo los ha-
bía transformado en bestias salvajes.
Seth ignoró los ruegos de la multitud.
–Un regalo –exclamó–. Un regalo de un dios a otro. Yo, Seth, dios de las tinieblas, dedico
este talismán al dios faraón, Mamosis El Divino. Y bajó la escalera de piedra para depositar la
reliquia a los pies del faraón.
Para mi sorpresa, el faraón se inclinó y la recogió. Bajo el polvo del maquillaje su expre-
sión era de embeleso, como si aquélla fuera la verdadera reliquia del dios. Estoy seguro de que
en aquel momento realmente creía que lo era. Y durante el resto de la obra la sostuvo en la
mano derecha.
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Una vez que el faraón aceptó su ofrenda, Seth corrió al escenario para completar la car -
nicería. Lo que todavía me sigue atormentando es que aquella pobre criatura siguió con vida y
sin perder el conocimiento hasta el final. Comprendí que la droga que le había dado apenas
había adormecido sus sentidos. Contemplé el terrible dolor en sus ojos, mientras permanecía
tendido en el lago de su propia sangre, moviendo de lado a lado la cabeza, la única parte del
cuerpo que le quedaba para mover.
Me sentí aliviado cuando por fin Seth lo decapitó y asió la cabeza por el pelo para que la
multitud la admirara. Incluso en aquel momento los ojos de aquel pobre hombre giraban enlo-
quecidos dentro de sus órbitas mientras contemplaban este mundo por última vez. Por fin los
ojos se empañaron y Seth arrojó la cabeza al público.
Y así finalizó el primer acto de la obra, entre atronadores aplausos que hacían temblar los
pilares de piedra del templo.
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En la primera fila, sollozaban una o dos de las esposas del faraón pero nadie les prestó
atención.
Cuando terminó no sólo lloraban las esposas del faraón sino todas las mujeres y también
buena parte de los hombres. Las palabras y la belleza de Lostris eran irresistibles. Parecía im -
posible que un dios pudiera exhibir las mismas emociones que los mortales, pero lentas lágri -
mas formaban surcos en el polvo blanco de las mejillas del faraón, quien al escuchar a mi se-
ñora cerraba como una lechuza los pesados párpados oscurecidos con kohl.
Nefti entró en escena y entonó un dúo con su hermana; después ambas se alejaron de la
mano en busca de los diseminados fragmentos del cuerpo de Osiris.
Está claro que yo no había colocado los trozos verdaderos del cuerpo de Tod para que
ellas los encontraran. Durante el descanso mis ayudantes los recuperaron y, siguiendo mis ins-
trucciones, se los llevaron a los embalsamadores. Pagaría de mi propio peculio el funeral de
Tod. Me parecía lo menos que podía hacer para compensar a aquella infortunada criatura por
la parte que había tenido en su asesinato. A pesar de faltar el pedazo de anatomía que el fara-
ón todavía conservaba en la mano, esperaba que los dioses se dignaran hacer una excepción,
permitiendo que la sombra de Tod pasara al otro mundo y que, una vez allí, él no pensara de -
masiado mal de mí. Es prudente tener amigos en todas partes, tanto en este mundo como en
el otro.
Para representar el cuerpo del dios, había encargado a los artistas funerarios de la necró-
polis que construyeran una reproducción de Osiris en cartón con todas sus galas reales y en la
postura de la muerte, con los brazos cruzados sobre el pecho. Después corté la imagen en tre -
ce partes que encajaban a la perfección, como los cubos infantiles.
Mientras las hermanas recogían cada uno de esos trozos, entonaban loas a las distintas
partes del dios, a sus manos y sus pies, a sus piernas y su tronco, y por fin a su divina cabeza.
Cuando por fin las dos hermanas lograron completar el cuerpo de Osiris, con excepción
del talismán, se preguntaron en voz alta cómo resucitarlo.
Era mi oportunidad para añadir a la obra ese elemento esencial que hace que una pro -
ducción teatral sea del gusto popular. En casi todos nosotros existe una faceta lasciva, y tanto
el poeta como el autor teatral deben tenerlo en cuenta si esperan que su obra sea apreciada
por el gran público.
–Sólo hay una manera de resucitar a nuestro amado señor y hermano. –Puse las pala-
bras en boca de la diosa Nefti–. Una de nosotras debe realizar el acto de la generación con su
cuerpo destrozado para que vuelva a estar entero y recupere la chispa de la vida.
Ante esta sugerencia, el público se agitó y se inclinó, expectante. Contenía elementos
atractivos hasta para el más libidinoso de los presentes, elementos que incluían el incesto y la
necrofilia.
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Isis se estaba bañando en el Nilo, asistida por sus servidoras. La túnica mojada se le pe -
gaba al cuerpo revelando la pálida gloria de su piel. El contorno indiscreto de sus pechos ter-
minaba en pequeños capullos de un rosado virginal.
Personificando a Horus, Tanus hizo su entrada y de inmediato dominó el escenario. Con
su reluciente armadura y su orgullo de guerrero era el contrapunto perfecto para la belleza de
la diosa. La larga lista de sus honores de batalla junto con su última hazaña de salvar la barca
real, habían logrado que el pueblo fijara en él su atención casi exclusiva.
Por el momento, Tanus era el niño mimado de la multitud. Comenzaron a vitorearlo an-
tes de que pudiera empezar a hablar y el aplauso fue tan largo que los actores se vieron obli -
gados a permanecer inmóviles en sus posturas.
Mientras resonaban los aplausos, me dediqué a observar ciertos rostros del público y a
estudiar sus reacciones. Nembet, el Gran León de Egipto, lanzaba gruñidos y murmuraba con
rabia, sin hacer ningún intento por ocultar su animosidad. El faraón sonreía graciosamente y
asentía, de modo que aquellos que estaban sentados detrás de él percibieron su aprobación, lo
cual acentuó su entusiasmo. Mi señor Intef, que jamás remaba contra corriente, lucía su mejor
sonrisa y asentía lo mismo que el faraón. Sin embargo, desde donde yo estaba podía ver que
la expresión de sus ojos era mortífera.
Por fin el aplauso cesó y Tanus pudo recitar su parte, no sin dificultad, porque cada vez
que hacía una pausa para respirar estallaba otra explosión de aplausos. Únicamente se hizo un
completo silencio cuando Isis comenzó a cantar.
El sufrimiento de tu padre,
el terrible destino que se cierne sobre nuestra casa,
debe ser expurgado.
En estos versos Isis hacía una advertencia a su noble hijo, mientras le tendía los brazos
en un gesto de súplica y de autoridad.
Sin dejar de cantar, la diosa se retiró y dejó a su hijo ante la misión que acababa de en-
comendarle. Como niños que siguen un cuento infantil conocido, los espectadores sabían lo
que venía después y se inclinaron hacia delante, ansiosos y expectantes.
Cuando por fin Seth entró de un salto a escena para librar la feroz batalla, esa vieja lu-
cha entre el bien y el mal, entre la belleza y la fealdad, el honor y el deshonor, el público esta -
ba preparado para recibirlo. Lo acogieron con un coro de exclamaciones de odio totalmente es-
pontáneas y nada fingidas. Desafiante, Rasfer los miró de soslayo con expresión socarrona y
se burló de ellos. Se paseaba por el escenario con las manos sobre sus genitales y haciendo
obscenos movimientos de caderas que los volvieron locos de furia.
–¡Mátalo, Horus! –gritaba el público–. ¡Destrózale su fea cara! –Y Seth se paseaba delan-
te de ellos, aumentando la furia que sentían.
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–¡Mata al asesino del gran dios Osiris! –rugían en el paroxismo del odio.
–¡Rómpele la cara!
–¡Desgárrale las entrañas!
El hecho de que el público supiera que el que estaba en escena no era Seth sino Rasfer
no moderaba su reacción. –¡Decapítalo! –gritaban.
–¡Mátalo! ¡Mátalo!
Por fin Seth simuló que veía a su sobrino y se le acercó con aire fanfarrón, la lengua col -
gando entre los dientes ennegrecidos, babeando como un idiota, hasta el punto de que la sali-
va le caía en hilos sobre el pecho. Yo jamás lo hubiera creído capaz de poder hacerse más re -
pulsivo de lo que lo había hecho la naturaleza, pero en ese momento demostró que me equivo-
caba.
–¿Quién es esta criatura? –preguntó y eructó directamente ante la cara de Horus. Tanus
no estaba preparado para eso e involuntariamente dio un paso atrás con no disimulada expre-
sión de asco al oler el aliento de Rasfer y el contenido de su estómago donde todavía fermen -
taba el vino.
Pero Tanus se recuperó enseguida y dijo:
–Soy Horus, hijo de Osiris.
Seth lanzó una carcajada burlona.
–¿Y qué buscas, hijo del dios muerto?
–Busco venganza por el asesinato de mi noble padre. Busco al asesino de Osiris.
–Entonces no sigas buscando –gritó Seth–, porque yo soy Seth, el vencedor de los dioses
menores. Soy Seth, el que devora las estrellas y destroza mundos.
Ambos dioses desenvainaron sus espadas y se lanzaron al ataque. Se encontraron en el
centro del escenario y los bronces resonaron cuando la hoja de una espada chocó contra la
otra. En un intento de reducir las posibilidades de accidentes, había tratado de sustituir por es-
padas de madera las de bronce, pero ninguno de mis actores lo aceptó. A petición de Rasfer,
intervino mi señor Intef ordenándome que les permitiera utilizar sus verdaderas espadas de
guerra, y me vi obligado a ceder ante su autoridad. Pero debo admitir que el realismo de la es-
cena aumentaba al verlos pecho contra pecho, las espadas entrelazadas, mirándose con furia.
Su diferencia resaltaba la moraleja de la obra, el eterno conflicto entre el bien y el mal.
Tanus era alto, rubio y bien parecido. Seth era bajo y robusto, de piernas torcidas, y odioso. El
contraste era directo y visceral, y el estado de ánimo del público tan feroz como el de los dos
protagonistas.
Simultáneamente ambos se dieron un empujón y enseguida volvieron a atacar, embis-
tiendo y cortando, amagando y deteniendo golpes. Ambos eran grandes espadachines, los me-
jores del ejército del faraón. El reflejo de la luz de las antorchas sobre las hojas de las espadas
resplandecía como la luz del sol cuando se refleja sobre la superficie erizada por el viento del
gran río. Al moverse, el silbido de las espadas se parecía al de las alas de las aves sobresalta-
das en la penumbra de las alturas del templo, pero cuando entrechocaban hacían un ruido pa-
recido al del martillo de la fragua del herrero.
Lo que para el espectador parecía el caos de una verdadera batalla, era en realidad la
meticulosa coreografía de un ballet cuidadosamente ensayado. Cada uno de los protagonistas
sabía exactamente el golpe que le iban a dirigir y cómo debía detenerlo. Eran dos soberbios
atletas desarrollando una actividad para la que se habían entrenado durante todos sus años de
vida militar.
Cuando Seth atacó, Horus tardó en reaccionar para permitir que la punta de la espada de
su enemigo le tocara el peto dejando una pequeña marca sobre el metal. Cuando en respuesta
Horus se arrojó hacia delante, el filo de su espada pasó tan cerca de la cabeza de Seth que le
cortó un mechón de pelo. Los pasos de ambos estaban tan llenos de gracia y eran tan intrinca-
dos como los de las bailarinas del templo; eran veloces como halcones y ágiles como el leopar-
do cazador.
La multitud estaba hipnotizada y yo también. Por consiguiente, debió de ser algún pro-
fundo instinto el que me advirtió; tal vez, ¿quién sabe?, hasta fuera un suave codazo de los
dioses. De todos modos, algo me hizo apartar la vista del espectáculo y mirar a mi señor Intef,
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sentado en la primera fila. Una vez más, ignoro si fue el instinto, mi profundo conocimiento de
mi amo o la intervención del dios que protege a Tanus lo que puso tal pensamiento en mi
mente. Tal vez las tres cosas, pero en aquel momento supe con seguridad absoluta cuál era el
motivo de la sonrisa que se pintaba en el rostro de mi señor Intef.
Supe por qué había elegido a Rasfer para interpretar el personaje de Seth. Supe por qué
no había hecho el menor esfuerzo por excluir a Tanus del papel de Horus, aun después de des-
cubrir los sentimientos que lo unían a mi ama Lostris. Supe por qué había ordenado que se uti-
lizaran espadas verdaderas, y supe por qué sonreía. La masacre de la noche aún no había lle -
gado a su fin. Él esperaba más. Antes de que aquel acto finalizara, Rasfer volvería a exhibir
sus especiales talentos.
–¡Tanus! –grité, adelantándome–. ¡Ten cuidado! Es una trampa. Intenta... –Mis palabras
fueron ahogadas por el rugido de la multitud, y cuando iba a adelantarme otro paso, sentí que
me sujetaban por detrás. Luché por liberarme, pero dos de los secuaces de Rasfer me sujeta -
ban con fuerza y empezaron a arrastrarme hacia atrás. Habían sido colocados allí para evitar
que pudiera advertir a mi amigo del peligro que corría.
«¡Concédeme fuerzas, Horus!», recé para mis adentros antes de gritar a todo pulmón:
–¡Cuidado, Tanus! ¡Quiere matarte!
Esta vez Tanus me oyó. Noté que giraba ligeramente la cabeza y que entrecerraba los
ojos. Pero Rasfer también me oyó. Respondió instantáneamente interrumpiendo la rutina de
los ensayos. En lugar de esquivar el remolino de estocadas que Tanus efectuaba muy cerca de
su cabeza, avanzó y con un movimiento de la espada le obligó a alzar el brazo.
Sin la ayuda del factor sorpresa jamás habría podido asestar aquel golpe con todo el
peso de sus fuertes hombros y de su poderoso tronco. La punta de su espada apuntaba justo
debajo del casco de Tanus y directamente a su ojo derecho. De haber dado en el blanco, la es-
tocada le habría destrozado el ojo y partido el cráneo.
Sin embargo, mi advertencia proporcionó a Tanus ese instante de gracia que hace falta
para reaccionar. Se puso en guardia justo a tiempo. Con la empuñadura de la espada consi-
guió golpear la muñeca de Rasfer. El golpe tuvo la fuerza necesaria para desviar el embate de
su contrincante y en aquel preciso instante Tanus hundió la barbilla y giró la cabeza. Era de-
masiado tarde para evitar completamente el golpe, pero consiguió que la estocada, que podía
haberle dejado tuerto y con el cráneo abierto como un melón podrido, sólo le hiciera un pro-
fundo corte en la ceja y pasara por encima del hombro.
Instantáneamente la cara de Tanus quedó cubierta de sangre que le cegó el ojo derecho.
Se vio obligado a retroceder ante el salvaje ataque de Rasfer. Desesperado, cedió terreno, par-
padeando y enjugándose la sangre con la mano libre. Parecía imposible que pudiera defender-
se y si los guardias del palacio no me hubieran sujetado con tanta fuerza habría ido en su ayu-
da, desenvainando mi pequeña daga con incrustaciones de piedras preciosas.
Aun sin mi apoyo, Tanus pudo sobrevivir a aquel ataque criminal. Aunque Rasfer le hirió
dos veces más, una en el muslo izquierdo y otra en el bíceps del brazo derecho, no cesaba de
amagar, detener y esquivar estocadas. Rasfer atacaba sin cesar, para no permitir que recupe-
rara el equilibrio ni la visión completa. Al poco rato Rasfer jadeaba y gruñía como un gigantes-
co puerco del bosque y estaba cubierto de sudor, con el cuerpo deforme brillando a la luz de
las antorchas, pero la velocidad y la furia de su asalto nunca disminuyó.
Pese a no ser un gran espadachín, he estudiado ese arte. Había observado con tanta fre-
cuencia las prácticas de Rasfer en el patio de armas del palacio, que conocía íntimamente su
estilo. Sabía que su preferido era el ataque Jamsin, el ataque «como el viento del desierto».
Era una maniobra que convenía a la perfección a su fuerza bruta y a su físico. Le había visto
practicar aquel golpe en un centenar de ocasiones y, por el movimiento de sus piernas, adiviné
que se preparaba para lanzar la gran estocada final.
Mientras luchaba contra mis captores, volví a gritar a Tanus.
¡Jamsin! ¡Prepárate! –Pero creí que mi advertencia había sido ahogada por el alboroto de
la multitud que llenaba el templo, porque Tanus no tuvo la menor reacción. Más tarde me dijo
que me había oído y que, considerando su mala visión, esa segunda advertencia decididamen-
te había vuelto a salvarle la vida.
Rasfer retrocedió medio paso, el clásico preludio del Jamsin, relajando por un instante la
presión para colocar a su oponente en la posición idónea para el golpe. Entonces trasladó el
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Río sagrado Wilbur Smith
peso del cuerpo de una pierna a la otra y adelantó el pie izquierdo. Utilizó ese impulso y la
fuerza de su pierna derecha para lanzar todo su cuerpo al ataque, como una grotesca ave de
carroña en el momento de levantar el vuelo. Cuando saltó, separando ambos pies del suelo, la
punta de su espada estaba dirigida al cuello de Tanus. Era inexorable. Nada podía impedir que
aquella hoja mortífera llegara a su destino, salvo la única defensa clásica: parar el golpe.
En el preciso instante en que Rasfer se encontraba completamente comprometido en la
acometida, Tanus se lanzó hacia él con idéntica fuerza y mucha más gracia. Como la flecha
cuando se separa del arco, voló directamente hacia su enemigo. Cuando ambos chocaron en el
aire, Tanus enganchó la espada de Rasfer con la suya y permitió que se deslizara hasta la em-
puñadura donde se detuvo en seco, con un golpe. Fue una manera perfecta de parar el golpe.
El peso y la velocidad de los dos hombres recayeron sobre la hoja de la espada de Ras-
fer, que se partió, dejándole sólo la empuñadura en la mano. Entonces ambos se volvieron a
enlazar en un cuerpo a cuerpo. Aunque la espada de Tanus seguía intacta, Rasfer le impedía
blandirla. Los dos hombres forcejeaban. Tanus tenía ambas manos trabadas detrás de la es-
palda de Rasfer, incluyendo la derecha en la que todavía sostenía la espada.
La lucha es una de las disciplinas militares en la que se entrenan todos los guerreros
egipcios. Ligados uno al otro por aquel abrazo, Tanus y Rasfer giraban por el escenario, cada
uno tratando de hacer perder el equilibrio al otro, refunfuñando, enlazando un talón para hacer
tropezar al contrincante, golpeándose con las viseras de sus cascos. Hasta ese momento se los
veía perfectamente parejos en fuerza y decisión.
Hacía rato que el público presentía que no era un enfrentamiento teatral, sino una lucha
a muerte. Me pregunté si sería posible que el gentío no hubiera saciado ya su sed de sangre
con todo lo sucedido aquella noche, pero no era así. Aullaban, insaciables, pidiendo sangre y
más sangre.
Por fin Rasfer logró liberar un brazo. Todavía aferraba la espada rota y con el filo dentado
golpeó la cara de Tanus, apuntando deliberadamente hacia el ojo y tratando de ahondar la he-
rida de la ceja. Tanus dobló la cabeza para esquivar los golpes que fueron a dar contra su cas-
co de bronce. Como una pitón que se acomoda para ahogar a su presa, aprovechó el momento
para corregir su triturante abrazo alrededor del pecho de Rasfer. La fuerza del abrazo era tal
que la sangre empezó a hinchar y a congestionar las facciones de Rasfer. Se estaba quedando
sin aire y luchó para no sofocarse. Se debilitaba visiblemente. Tanus mantuvo la presión hasta
que un forúnculo que Rasfer tenía en la espalda reventó y el pus amarillento surgió en un arro-
yo maloliente que empezó a correrle por el shenti.
Ya casi ahogado, Rasfer hizo una mueca por el dolor que le provocó el absceso. Tanus lo
sintió desfallecer y aprovechó para recuperar energías. Modificó el ángulo de su cuerpo, aga-
chando ligeramente los hombros y obligando a su oponente a retroceder y a apoyarse sobre
los talones. Rasfer perdió el equilibrio y Tanus le obligó a dar un paso atrás. Una vez que logró
que empezara a retroceder, mantuvo el impulso. Todavía trabado con su oponente, obligó a
Rasfer a cruzar el escenario retrocediendo y lo dirigió hacia uno de los gigantescos pilares de
piedra. Durante algunos instantes nadie comprendió lo que se proponía, hasta que le vimos co-
locar la punta de su espada en posición horizontal y apretar con fuerza la empuñadura contra
la columna vertebral de Rasfer.
Al retroceder a toda velocidad, la punta de la espada de Tanus golpeó contra la columna.
El metal crujió contra la piedra y la hoja de la espada transmitió la fuerza del golpe. El impacto
inmovilizó a ambos hombres y clavó la empuñadura de la espada de Tanus en la columna ver -
tebral de Rasfer. Un individuo más débil habría muerto; Rasfer quedó paralizado. Con el resto
de aire que le quedaba en los pulmones, lanzó un grito de dolor y abrió los brazos. La espada
rota cayó y fue a dar contra el suelo de piedra.
Enseguida se le aflojaron las piernas y se tambaleó en brazos de Tanus que le clavó la
cadera en el cuerpo y con un movimiento del torso lo arrojó hacia atrás. Rasfer cayó tan pesa -
damente que oí el ruido que hacían varias de sus costillas al quebrarse como ramas secas en la
fogata de un campamento. Su nuca rebotó contra las losas de piedra con un ruido parecido al
del melón cuando cae desde lo alto, y el aire que tenía en los pulmones salió silbando por su
garganta.
Lanzó un gemido. Apenas tuvo la fuerza suficiente para alzar los brazos ante su oponen-
te, en señal de capitulación. Pero Tanus se había dejado llevar hasta tal punto por la furia de la
lucha y estaba tan inflamado por los rugidos de la multitud, que enloqueció. De pie sobre Ras-
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Río sagrado Wilbur Smith
fer, levantó la espada, sosteniéndola con las dos manos. Era un espectáculo terrible. La sangre
que manaba de la herida de su frente le teñía el rostro, convirtiéndolo en una máscara demo-
níaca. El sudor y la sangre empapaban el vello de su pecho y manchaban sus vestiduras.
–¡Mátalo! –rugía el público–. ¡Mata al malvado!
La punta de la espada de Tanus apuntaba al centro del pecho de Rasfer y me preparé
para ver la estocada que empalaría aquel cuerpo robusto. Estaba deseando que Tanus lo hicie-
ra, porque mi odio hacia Rasfer superaba el de todos los demás. Los dioses eran testigos de
que tenía motivos más que suficientes para ello; era el monstruo que me había castrado y yo
estaba sediento de venganza.
Fue en vano. Debí conocer mejor a mi Tanus y no haber supuesto que sería capaz de
matar a un enemigo que se había rendido. Noté que en sus ojos empezaba a apagarse el fuego
de la locura. Movió ligeramente la cabeza, como para controlarse. Entonces, en lugar de des -
cargar la estocada final, bajó lentamente la espada hasta pinchar apenas el pecho de Rasfer.
La punta afilada hizo surgir una gota de sangre, brillante como un rubí contra el vello áspero
del pecho de Rasfer y Tanus retomó el texto de la obra.
–Así te ato a mi voluntad y te arrojo de la luz. Para que durante toda la eternidad vagues
por lugares oscuros. Para que jamás vuelvas a tener poder sobre los hombres buenos y no-
bles. Te concedo el gobierno de los ladrones y de los cobardes, de los pendencieros y de los
tramposos, de los mentirosos y de los asesinos, de los ladrones de tumbas y de los violadores
de mujeres virtuosas, de los blasfemos y de los que quebrantan la fe. De ahora en adelante
serás el dios de la maldad. Vete y lleva contigo la maldición de Horus y de Osiris, su padre re -
sucitado.
Tanus apartó la espada del pecho de Rasfer y la arrojó al suelo, desarmándose delibera-
damente en presencia de su enemigo en señal de desdén y de desprecio. La espada repiqueteó
sobre las losas y Tanus se encaminó al río Nilo que corría sobre el escenario y apoyó una rodi-
lla en tierra para lavarse la cara. Después rasgó una tira de hilo del dobladillo del shenti y se
vendó hábilmente la herida de la ceja para detener la sangre. Los dos guardias me soltaron y
corrieron al escenario para socorrer a su comandante caído. Lo pusieron de pie y Rasfer se
tambaleó entre ellos, bufando y resoplando como una obscena rana bramadora. Comprendí
que estaba malherido. Los guardias lo sacaron del escenario a rastras, mientras los espectado-
res se burlaban de él y le expresaban su odio.
Observé a mi señor Intef, que en aquel momento estaba desprevenido. Y vi confirmadas
todas mis sospechas. Así planeaba vengarse de Tanus: haciéndole matar delante del popula-
cho. Y de su propia hija: permitiendo que mataran a su enamorado ante sus propios ojos. Ese
habría sido el castigo de Lostris por desobedecer la voluntad de su padre.
La frustración y desilusión de mi señor Intef bastaron para llenarme de profunda satisfac-
ción, que aumentó cuando pensé en la retribución que esperaba a Rasfer. Sin duda, el verdugo
habría preferido seguir sufriendo el duro ataque de Tanus al castigo que le infligiría mi señor
Intef. Mi señor era muy duro con los que le fallaban.
Todavía jadeante por el esfuerzo del duelo, Tanus se acercó al borde del escenario y res-
piró hondo para preparar el discurso que pondría fin a la representación teatral. Cuando se vol-
vió hacia el público se hizo un completo silencio porque, cubierto de sangre y furioso como es -
taba, era una imagen aterradora.
Tanus alzó ambas manos hacia el techo del templo y exclamó en voz muy alta:
–¡AmónRa, concédeme voz! ¡Osiris, concédeme elocuencia! –El tradicional ruego del ora-
dor.
–¡Concédele voz! ¡Concédele elocuencia! –coreó la multitud fascinada por todo lo que ha-
bía presenciado pero hambrienta de más entretenimiento.
Tanus era un ser poco común, un hombre de acción y a su vez, también, hombre de pa-
labras y de ideas. Estoy seguro de que habría sido lo suficientemente generoso como para ad-
mitir que muchas de aquellas ideas habían sido sembradas en su mente por este indigno escla-
vo, Taita. Sin embargo, una vez sembradas germinaron en suelo fértil.
Hablando de oratoria, eran famosas las exhortaciones que Tanus dirigía a sus hombres
antes de la batalla. Por supuesto que yo no había estado presente en todas, pero Kratas, su
fiel amigo y lugarteniente, me las había transcrito textualmente. Había copiado muchos de
esos discursos en una serie de rollos de papiro, porque eran dignos de ser conservados.
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Río sagrado Wilbur Smith
Tanus tenía la virtud de llegar directamente al hombre común. En varias ocasiones pensé
que gran parte de ese poder tan especial emanaba de su transparente honestidad y de su ma-
nera de ser, franca y directa. Los hombres confiaban en él y le seguían de buen grado a donde
fuera que les condujera, hasta la muerte misma.
Yo seguía sobreexcitado por la lucha que acabábamos de presenciar y por lo cerca que
había estado Tanus de caer en la celada que le había tendido mi señor Intef. Sin embargo, es -
taba ansioso por escuchar la declamación que había preparado sin mi ayuda ni consejo. A decir
verdad, seguía algo resentido porque había rechazado mi ayuda y bastante nervioso a causa
de lo que podía llegar a decir. El tacto y la sutileza nunca han sido virtudes descollantes en Ta -
nus.
En aquel momento el faraón le invitó a hablar, cruzando y descruzando el cayado y el
azote, e inclinando graciosamente la cabeza. El público estaba atento y expectante, y todos los
presentes se inclinaban hacia delante para no perder una sola palabra.
–Soy yo, Horus el de la cabeza de halcón, quien habla –empezó a decir Tanus, y el públi-
co le animó.
–¡Es realmente el halcón! ¡Escúchale!
–¡HaKaPtah! –Tanus utilizó la forma arcaica de la que deriva el nombre actual de Egipto.
Pocos comprendían que el significado original era el templo de Ptah–. Te hablo de esta antigua
tierra que nos fue dada hace diez mil años, en el tiempo en que todos los dioses eran jóvenes.
Te hablo de los dos reinos que por su naturaleza son uno e indivisible.
El faraón asintió. Ese era el dogma habitual, aprobado tanto por la autoridad temporal
como por la religiosa, que no reconocían al impostor que reinaba en el Bajo Egipto y que ni si-
quiera se daban por enterados de su existencia.
–¡Oh, Kemit! –Tanus utilizó otro antiguo nombre de Egipto: la Tierra Negra, por el color
del limo que el Nilo traía con las crecidas anuales–. Te hablo de esta tierra rasgada y dividida,
destrozada por la guerra civil, sangrando y vaciada de tesoros. –Mi propia reacción escandali-
zada se pintó en los rostros de todos los que le escuchaban. Tanus acababa de dar voz a lo
inexpresable. Tuve ganas de correr al escenario para taparle la boca con mis manos, pero es-
taba paralizado.
–¡Oh, TaMeri! –Otro nombre antiguo: la Tierra Bien Amada. Tanus había sido un buen
alumno de Historia–. Te hablo de generales viejos y endebles, y de almirantes demasiado débi-
les e indecisos para arrancar el reino robado de manos del usurpador. Te hablo de ancianos
que en su senectud desperdician tu tesoro y derraman la sangre de tus mejores jóvenes como
si fuese el sedimento del vino amargo.
En la segunda fila vi a Nembet, el Gran León del Desierto; estaba rojo de ira y se rascaba
furiosamente la barba. Los militares de edad que lo rodeaban fruncían el entrecejo y se movían
inquietos en sus asientos, moviendo las espadas dentro de sus fundas en señal de desaproba-
ción. Sentado entre ellos, mi señor Intef sonreía al ver que Tanus había escapado de una
trampa sólo para caer en otra.
–Nuestra TaMeri está acosada por una hueste de enemigos y, sin embargo, los hijos de
nuestros nobles prefieren rebanarse los pulgares antes que empuñar la espada para proteger-
la. –Mientras pronunciaba estas palabras, Tanus miró directamente a Menset y a Sobek, los
hermanos mayores de Lostris, sentados en la segunda fila junto a su padre. El decreto real só -
lo eximía del servicio militar a aquellos que padecieran una incapacidad física que los inhabili-
tara. Los sacerdotes cirujanos del templo de Osiris habían perfeccionado el arte de seccionar la
última articulación del pulgar con poco dolor y escaso peligro de infección, de tal manera que
la mano quedara imposibilitada para empuñar la espada o manejar el arco. Los jóvenes caba -
lleros se jactaban con orgullo de sus mutilaciones mientras jugaban o brindaban en las taber -
nas de la orilla del río. Consideraban que ese dígito faltante no era una señal de cobardía, sino
de refinamiento y de espíritu de independencia.
–La guerra es el juego que practican los viejos con las vidas de los jóvenes. –Se lo había
oído decir a los hermanos de Lostris–. El patriotismo es un mito concebido por los viejos bribo-
nes que quieren arrastrarnos a ese juego infernal. Que ellos luchen todo lo que les dé la gana,
pero nosotros no queremos tener parte alguna en ello. –En vano les había recordado yo que el
privilegio de ser ciudadano de Egipto implicaba deberes y responsabilidades. Ellos hacían oídos
sordos a mis palabras con la arrogancia de los jóvenes e ignorantes.
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Río sagrado Wilbur Smith
Sin embargo en aquel momento, bajo la mirada de Tanus, se movían inquietos y oculta-
ban sus manos izquierdas entre los pliegues de sus vestiduras. Ambos eran diestros, pero gra -
cias a su elocuencia y una dádiva de oro, habían convencido de lo contrario al oficial de reclu -
tamiento.
La gente del pueblo agrupada en la parte posterior del templo golpeaba el suelo con los
pies para demostrar que estaba de acuerdo con lo que acababa de decir Tanus. Eran sus hijos
quienes ocupaban los asientos de los remeros en las galeras de guerra o los que marchaban
por las arenas del desierto.
Pero a un lado del escenario, yo me estrujaba las manos, angustiado. Con aquel pequeño
discurso, Tanus se acababa de enemistar con cincuenta jóvenes nobles sentados entre el públi-
co. Eran hombres que un día heredarían poder e influencia en el Alto Egipto. Su enemistad su-
peraba mil veces la adoración de la gente de una escala social inferior y rogué que Tanus se
callara. En pocos minutos había conseguido crearse enemigos para los próximos cien años,
pero él continuó hablando alegremente.
–¡Oh, TaNutri! –Otro nombre antiguo, la Tierra de los Dioses–. Te hablo de los malvados
y los ladrones que esperan emboscados en todas las colinas y tras cada matorral. El labrador
está obligado a trabajar la tierra con el escudo a su lado, y el viajero debe tener la espada pre -
parada.
El pueblo volvió a aplaudir. Las depredaciones de las pandillas de ladrones eran un pro-
blema constante para ellos. Ningún hombre estaba a salvo más allá de los muros de adobe de
las ciudades y los jefes de las bandas de ladrones que se autodenominaban alcaudones eran
arrogantes e intrépidos. No respetaban más ley que la suya y ningún hombre se encontraba a
salvo de ellos.
Tanus acababa de tocar la fibra sensible del pueblo, y de repente se me ocurrió que
aquello era mucho más profundo de lo que parecía. Apelaciones similares dirigidas a las masas
han iniciado revoluciones y destronado dinastías de faraones. Las siguientes palabras de Tanus
confirmaron mis sospechas.
–Mientras los pobres lloran bajo el látigo de los recaudadores de impuestos, los nobles
untan los traseros de sus muchachos favoritos con los aceites más preciosos de Oriente... –De
la parte trasera del templo surgió un rugido y mis temores fueron reemplazados por una tré -
mula excitación. ¿Lo tendría todo cuidadosamente planeado? ¿Sería Tanus más sutil y tortuoso
de lo que yo suponía?
¡Por Horus!, exclamé para mis adentros. Nuestra tierra está madura para una revolución,
y ¿qué mejor líder que Tanus? Pero me desilusionó que no hubiera confiado en mí, permitién-
dome participar de sus designios. Yo era capaz de planear una revolución con tanta habilidad
como diseñaba un jardín o escribía una obra de teatro.
Me volví hacia el público, preparado para ver aparecer a Kratas y a sus oficiales al mando
de una compañía de guerreros del escuadrón. Sentí que la excitación me erizaba el vello de los
brazos y la nuca al imaginarlos arrancando la doble corona de la cabeza del faraón para colo-
carla sobre la frente ensangrentada de Tanus. Con cuánta alegría me habría unido al grito de
«¡Viva el faraón! ¡Viva el rey Tanus!».
Las imágenes se atropellaban en mi mente mientras Tanus seguía hablando. Vi que se
cumplía la profecía del oráculo del desierto. Soñé que Tanus, con mi ama Lostris a su lado, se
sentaba sobre el trono de Egipto mientras yo permanecía de pie detrás de ambos, resplande -
ciente en el traje de Gran Visir del Alto Reino. ¿Pero por qué, oh, por qué no me habría consul-
tado antes de embarcarse en esta peligrosa aventura?
Su siguiente frase me aclaró el motivo. Había malinterpretado a Tanus; a mi honesto,
sencillo y buen Tanus; a mi noble, recto y fiel Tanus que jamás sería astuto, furtivo ni engaño-
so.
Aquello no formaba parte de un plan. Era simplemente Tanus diciendo lo que pensaba,
sin miedo ni recelo. El pueblo, que instantes antes parecía fascinado por cada palabra que pro-
nunciaba, de repente también recibió su cuota de crítica.
–¡Escúchame, oh Egipto! ¿Qué puede suceder a una tierra donde los de espíritu mezqui-
no tratan de suprimir a los poderosos que hay entre ellos; donde el patriota es vilipendiado;
donde los ancianos no son reverenciados por su sabiduría; donde los mezquinos y los envidio-
sos tratan de igualarse a los hombres de valía?
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Río sagrado Wilbur Smith
No hubo aplausos ahora que los situados en la parte posterior del templo se reconocían
en aquella descripción. Sin el menor esfuerzo, mi Tanus había logrado enemistarse con todos
los presentes, grandes y pequeños, ricos y pobres. «Oh, por qué no me habrá consultado», me
lamenté. Y la respuesta era sencilla. No me consultó porque sabía que le habría aconsejado no
decir nada de lo que dijo.
–¿Qué orden puede haber en una sociedad donde la lengua del esclavo es libre y él se
considera igual a aquellos de noble cuna? –preguntó–. ¿Debe el hijo vilipendiar al padre y me -
nospreciar la sabiduría que se paga con canas en la cabeza y arrugas en el rostro? ¿Es lógico
que la prostituta del puerto use anillos de lapislázuli y se considere superior a las esposas vir-
tuosas?
«¡Por Horus!, no está dispuesto a perdonar a nadie», pensé con amargura. Como siem-
pre, Tanus prescindía por completo de su propia seguridad cuando iba en busca de algo que
consideraba justo y noble.
Sólo había una persona en el templo que estaba encantada con todo lo que él acababa de
decir. Lostris apareció a mi lado y me cogió la mano.
–¿No te parece maravilloso, Taita? –suspiró–. Cada palabra que dice es verdad. Esta no-
che Tanus es realmente un joven dios.
No tuve palabras ni ánimo para coincidir con ella, e incliné la cabeza, apesadumbrado,
mientras Tanus continuaba hablando implacablemente.
–Faraón, tú eres el padre del pueblo. Acudimos a ti en busca de protección y de socorro.
Pon los asuntos de Estado y de guerra en manos de hombres honestos e inteligentes. Envía a
los bribones y a los tontos a que se pudran en sus propiedades. Destituye a los sacerdotes in -
fieles y a los funcionarios usureros, esos parásitos del cuerpo de nuestra TaMeri.
Horus es testigo de que odio tanto como cualquier otro a los sacerdotes, pero sólo un im-
bécil o un hombre muy valiente es capaz de atraer sobre su cabeza el odio de todos los sacer-
dotes de Egipto, porque su poder es infinito y su odio implacable. En cuanto a los funcionarios
civiles, sus líneas de corrupción han sido tendidas a lo largo de los siglos y mi señor Intef era
el jefe de todas ellas. Me estremecí de pena por mi querido y torpe amigo mientras él seguía
instruyendo al faraón sobre la mejor manera de reorganizar toda la sociedad egipcia.
–¡Escucha las palabras de los sabios! ¡Oh, faraón, honra al artista y al escriba! Premia al
guerrero bravo y al sirviente fiel. Arranca de raíz a los bandidos y a los ladrones de sus fortale-
zas en el desierto. Da ejemplo y dirección al pueblo, para que Egipto florezca y recupere su
grandeza.
La sorpresa por la gran tontería que estaba haciendo mi amigo me había dejado paraliza-
do, pero en aquel instante, demasiado tarde, recuperé el sentido común e indiqué a los ayu-
dantes de escena que cerraran el telón antes de que Tanus pudiera hacer más daño con su
discurso. Cuando los pliegues de la tela lo ocultaron de la vista del público, los espectadores
permanecieron en un silencio de estupefacción, como si les costara creer todo lo que habían
visto y oído esa noche.
El faraón se encargó de romper el hechizo. Se puso en pie. Tras el blanco maquillaje, su
rostro era inescrutable. Cuando salió del templo, la congregación se postró ante él. Antes de
que mi señor Intef se inclinara en señal de homenaje, pude ver su expresión. Era de triunfo.
Acompañé a Tanus desde el templo hasta sus habitaciones sobriamente amuebladas, cer-
canas al puerto donde estaban amarradas las naves de su escuadra. Aunque caminaba a su
lado con la mano sobre la empuñadura de la daga, preparado para sufrir de inmediato las con -
secuencias de la tontería de mi amigo, Tanus se negaba a arrepentirse de lo que acababa de
hacer. En realidad parecía ignorar hasta qué punto había hecho el tonto y se mostraba increí-
blemente satisfecho de sí mismo. Muchas veces he notado que el hombre que acaba de esca-
par de una terrible tensión y de un peligro mortal, se vuelve locuaz y exaltado. Ni siquiera Ta-
nus, el guerrero, era una excepción.
–Ya era hora de que alguien se plantara y dijera lo que había que decir, ¿no lo crees así,
viejo amigo? –Su voz resonaba clara y fuerte en la calle oscura, como si estuviera decidido a
atraer a cualquier asesino que nos estuviera esperando. Yo no contesté.
–¿No lo esperabas de mí, verdad? Sé sincero, Taita. Te sorprendí, ¿no es cierto?
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Río sagrado Wilbur Smith
–Nos sorprendiste a todos. –En eso estaba de acuerdo con él–. Hasta al faraón.
–Me escuchó, Taita. Me di cuenta de que me escuchaba con interés. Esta noche hice un
buen trabajo, ¿no crees?
Cuando traté de sacar el tema del traicionero ataque de Rasfer y proponer la posibilidad
de que hubiera sido inspirado por mi señor Intef, Tanus se negó a escucharme.
–Eso es imposible, Taita. Lo soñaste. El señor Intef fue el mejor amigo de mi padre. ¿Có-
mo va a desear mi mal? Además, voy a ser su yerno, ¿no es así?
Y a pesar de sus heridas lanzó una carcajada tan alegre que despertó a los moradores
que dormían en las chozas oscuras junto a las que pasábamos, que nos gritaron que nos callá -
ramos. Tanus no hizo caso de las protestas de aquella pobre gente.
–No, no, estoy seguro de que te equivocas –exclamó–. Fue simplemente obra de Rasfer
que trató de desahogar su rencor con ese estilo suyo tan encantador. Bueno, la próxima vez lo
hará mejor. –Me pasó el brazo sobre los hombros y me abrazó con tanta fuerza que me hizo
daño–. Esta noche me salvaste dos veces. Sin tus advertencias, en ambas oportunidades Ras-
fer me habría vencido. ¿Cómo lo haces, Taita? Juraría que eres brujo y que tienes el don del
tercer ojo. –Volvió a reír.
¿Cómo iba a empañar su alegría? Era como un niño, un niño grande alborotado. No pude
menos que quererle aún más. Aquél no era el momento propicio para señalarle el peligro que
corría.
Le permitiría gozar del triunfo y al día siguiente le haría oír la voz de la razón y la caute-
la. Lo llevé a su casa y le cosí la herida de la frente, le lavé las demás y las unté con mi prepa -
rado especial a base de miel y hierbas para prevenir la gangrena. Después le administré una
abundante dosis de shepenn rojo y le dejé al cuidado del buen Kratas.
Cuando pasada la medianoche llegué a mis habitaciones, me esperaban dos citaciones.
Una de mi ama Lostris y la otra del vencido Rasfer. De haber podido elegir, no cabe duda de a
cual de ellas hubiera respondido primero, pero no fue ése el caso. Los dos matones de Rasfer
prácticamente me arrastraron adonde él estaba, tumbado sobre un colchón empapado de su-
dor, maldiciendo y quejándose alternativamente y clamando a Seth y a todos los dioses para
que fueran testigos de su dolor y fortaleza.
–¡Buen Taita! –me saludó, apoyándose con dolor sobre un codo–. No te puedes imaginar
lo que sufro. Mi pecho está ardiendo. Juro que debo de tener todos los huesos destrozados y la
cabeza me duele como si me la estuvieran apretando con tiras de cuero crudo.
No me costó mucho contener mis lágrimas de piedad, pero es extraño que nosotros, los
médicos, no podamos negarnos a ayudar ni a las criaturas más abominables que recurren a
nuestra ciencia. Suspiré resignado, abrí la bolsa de cuero que contenía el equipo médico y sa-
qué mi instrumental y los ungüentos.
Me alegró descubrir que el autodiagnóstico de Rasfer era completamente válido y que,
aparte de numerosas contusiones y heridas poco profundas, por lo menos tenía tres costillas
rotas y un chichón casi del tamaño de mi puño en la parte trasera de la cabeza. Por lo tanto,
tuve legítimas razones para aumentar su incomodidad. Una de las costillas rotas se encontraba
seriamente desalineada y había verdadero peligro de que perforase el pulmón. Mientras sus
dos matones lo sostenían y Rasfer gritaba y aullaba de la manera más gratificante, volví a co-
locar la costilla en su lugar y le vendé el pecho con vendas de hilo empapadas en vinagre para
que al secarse se encogieran.
Después dirigí mi atención al chichón de la cabeza, donde había golpeado contra el suelo
de losas. Con frecuencia los dioses son generosos. Cuando acerqué una lámpara a los ojos de
Rasfer, no se le dilataron las pupilas. No me cupo la menor duda con respecto al tratamiento
que era necesario hacerle. Dentro de aquel cráneo tan poco agraciado se estaba acumulando
la sangre. Sin mi ayuda, Rasfer habría muerto antes de la próxima puesta de sol. Deseché la
tentación obvia y recordé los deberes de los médicos hacia sus pacientes.
Probablemente en todo Egipto sólo haya tres cirujanos capaces de trepanar un cráneo
con posibilidades de éxito y, personalmente, yo no confiaría demasiado en los otros dos. Una
vez más ordené a los matones que sujetaran a Rasfer y lo mantuvieran boca abajo sobre el
colchón. Por la rudeza con que lo trataban y el evidente desinterés que mostraban por las cos -
tillas rotas de su señor, deduje que no se podía decir que sintieran un gran amor por él.
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Río sagrado Wilbur Smith
Un coro de aullidos y gritos volvieron a alegrar mi tarea, mientras hacía una incisión se-
micircular alrededor de la protuberancia del cráneo de Rasfer y luego separaba del hueso un
trozo de piel. Ni siquiera aquellos dos fuertes rufianes lograban contener a Rasfer. En su lucha
nos salpicó a todos de sangre llegando a rociar el techo de la habitación. Por fin, exasperado,
les ordené a los hombres que le ataran los tobillos y las muñecas a los postes de la cama con
tiras de cuero.
–¡Oh, dulce y suave Taita, el dolor es increíble! Te ruego, querido amigo, que me des
aunque sea una gota de ese jugo de flores –balbuceó el enfermo.
Ahora que lo tenía atado a la cama pude darme el lujo de ser sincero con él.
–Comprendo como te sientes, mi buen Rasfer. Yo también te habría agradecido un poco
de ese jugo de flores cuando usaste conmigo tu cuchillo. ¡Qué pena, viejo camarada! Esa dro-
ga se me ha terminado y hasta dentro de un mes no llegará otra caravana del este. –Pude
mentir alegremente, porque muy pocos estaban enterados de que yo mismo cultivaba el she-
penn rojo. Y sabiendo que todavía faltaba lo mejor, saqué mi taladro.
La cabeza humana es la única parte del cuerpo que me intriga como médico. Por orden
de mi señor Intef se me entregan los cadáveres de todos los criminales que son ejecutados.
Además, Tanus ha podido proporcionarme excelentes especimenes del campo de batalla, con-
venientemente conservados en cubas de salmuera. Los he disecado y estudiado a todos, de
manera que conozco cada hueso y su situación exacta en el esqueleto. He estudiado la ruta
que sigue la comida después de entrar por la boca y su trayecto a lo largo del cuerpo. He en-
contrado ese órgano grande y maravilloso, el corazón, acurrucado entre las pálidas vejigas de
aire que son los pulmones. He estudiado los ríos del cuerpo por les que fluye la sangre y he
observado los dos tipos de sangre que determinan los estados de ánimo y emociones del hom -
bre.
Está la sangre brillante que, al ser liberada por el escalpelo o por el hacha del verdugo,
salta en chorros a impulsos regulares. Es la sangre de los pensamientos felices y de las emo-
ciones; es la sangre del amor y de la bondad. Y después está esa sangre más oscura y tacitur-
na que fluye sin el vigor y la fuerza de la otra. Es la sangre de la ira y la tristeza, de los pensa-
mientos melancólicos y los actos malignos.
He estudiado todos estos temas y he llenado cien rollos de papiros con mis observacio-
nes. No sé de nadie que haya llegado tan lejos, y decididamente no lo ha hecho ninguno de
esos matasanos del templo con sus amuletos y sus encantamientos. Dudo que alguno de ellos
sepa distinguir el hígado de los esfínteres del ano sin invocar a Osiris, arrojar los dados divinos
y recibir un abundante pago por adelantado. Con toda modestia puedo afirmar que no he co-
nocido a un hombre que comprenda mejor que yo el cuerpo humano y, sin embargo, la cabeza
me sigue intrigando. Como es natural comprendo que los ojos ven, la nariz huele, la boca de-
gusta y las orejas oyen... ¿pero para qué sirve esa pálida masa parecida a la avena con leche
que llena la cavidad del cráneo?
Nunca lo he podido imaginar y nadie ha logrado darme una explicación satisfactoria, sal-
vo Tanus. Después de una noche juntos catando la última cosecha de vino tinto, despertó al
amanecer y sugirió con un quejido:
–Seth ha colocado esa cosa dentro de nuestras cabezas para vengarse de la Humanidad.
Una vez conocí a un hombre que viajaba con una caravana desde los legendarios ríos Ti-
gris y Eufrates, y aseguraba haber estudiado el mismo problema. Era un hombre sabio y jun -
tos debatimos múltiples misterios a lo largo de medio año. En determinado momento sugirió
que los pensamientos y emociones humanas no surgían del corazón sino de aquella cuajada
suave y amorfa que constituía el cerebro. Sólo menciono esa cándida afirmación para demos -
trar hasta qué punto puede equivocarse un hombre, por inteligente y sabio que sea.
Nadie que haya estudiado alguna vez el corazón, que salta con vida propia en el centro
de nuestro cuerpo, alimentado por los grandes ríos de sangre, protegido por las empalizadas
de huesos, puede dudar que sea la fuente de la que surge todo pensamiento y emoción. El co -
razón utiliza la sangre para diseminar las emociones a lo largo del cuerpo. ¿No han sentido que
el corazón se agita o acelera sus latidos ante una música hermosa, un rostro bonito o las pala-
bras de un discurso conmovedor? Hasta el sabio de Oriente se vio obligado a capitular ante mi
lógica indiscutible.
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Río sagrado Wilbur Smith
Ningún hombre racional puede creer que una mezcla de leche coagulada, sin sangre, que
yace inerte en un jarro de hueso, pueda conjurar los versos de un poema o el diseño de una
pirámide, o pueda llevar a un hombre a amar o a luchar. Hasta los embalsamadores lo retiran
y lo descartan cuando preparan el cuerpo para el largo viaje.
Existe sin embargo una paradoja, y es que si algo interfiere en esa masa, aunque sea la
presión de un fluido atrapado dentro de ella, el paciente está sin duda condenado. Poder perfo-
rar el cráneo sin tocar el saco que contiene esa materia pegajosa requiere un profundo conoci -
miento de la estructura de la cabeza y a la vez una maravillosa destreza. Yo poseo ambos atri-
butos.
Mientras perforaba lentamente el hueso, alentado por los aullidos de Rasfer, me detenía
de vez en cuando para lavar las astillas y limaduras de hueso salpicando vinagre sobre la heri-
da. El ardor del líquido no aumentaba el bienestar del paciente, pero aumentaba el volumen
lánguido de su voz.
El taladro traspasó limpiamente el hueso del cráneo y la presión interior hizo saltar un
pequeño pero perfecto círculo de hueso. Inmediatamente lo siguió un chorro de sangre oscura
y coagulada que me golpeó la cara. Rasfer se relajó enseguida. No sin cierto pesar, supe que
sobreviviría. Mientras cosía la piel, cubriendo la abertura dentro de la cual la materia dura latía
ominosamente, me pregunté si realmente le habría hecho un favor a la Humanidad al salvar la
vida de aquel individuo. Cuando dejé a Rasfer, con la cabeza cubierta de vendas, roncando y
lloriqueando con porcina autocompasión, me sentía completamente extenuado. La excitación
de aquel día había logrado agotar mi amplio abastecimiento de energía.
Pero todavía no habría descanso para mí, porque el mensajero de mi ama Lostris seguía
esperándome en la terraza de mis habitaciones y se abalanzó sobre mí en cuanto puse un pie
en el primer escalón. Sólo se me concedió el tiempo suficiente para lavarme la sangre de Ras-
fer y cambiarme las vestiduras manchadas.
Cuando entré en su cámara, prácticamente sin poder apoyar un pie delante del otro, mi
ama Lostris me recibió echando chispas por los ojos.
–¿Exactamente dónde te has estado ocultando, Taita? –me preguntó–. Te mandé buscar
antes de la segunda ronda y ya está a punto de amanecer. ¿Cómo te atreves a hacerme espe-
rar tanto? A veces olvidas tu condición. Sabes de memoria el castigo reservado a los esclavos
desobedientes... –Después de haber contenido su impaciencia durante tantas horas, había per-
dido todo control. Cuando está enfadada, su belleza es asombrosa. Por eso, al verla golpear un
pie contra el suelo, en un gesto adorable, creí que mi corazón explotaría de amor.
–¡No te quedes ahí parado y sonriendo! –gritó, fuera de sí–. ¡Estoy tan furiosa que soy
capaz de ordenar que te azoten! –Volvió a golpear el suelo con el pie y yo sentí que el cansan-
cio se desprendía de mis hombros como si fuera una pesada carga. Su mera presencia tenía la
virtud de revitalizarme.
–¡Qué maravillosa fue tu interpretación de esta noche, mi ama! Todos los que te contem-
plábamos tuvimos la impresión de que era realmente la divina diosa quien caminaba entre no-
sotros...
–¡No te atrevas a intentar uno de tus trucos conmigo! –Golpeó por tercera vez el suelo,
pero sin convicción–. Esta vez no escaparás con tanta facilidad...
–En verdad, mi ama, mientras regresaba del templo, en medio de la multitud, tu nombre
estaba en boca de todos. Dicen que nunca habían oído cantar como cantaste tú y les has roba-
do el corazón.
–No creo una sola palabra –declaró ella, pero era evidente que le costaba seguir enfada-
da–. En realidad, creo que esta noche canté muy mal. Desentoné en varias ocasiones y...
–Debo contradecirte, ama. Nunca has cantado mejor. ¡Y qué belleza! Iluminaba el tem-
plo. –Mi ama Lostris no era realmente vanidosa, pero era mujer.
–¡Eres terrible! –exclamó exasperada–. Esta vez estaba decidida a hacerte azotar, te lo
aseguro. Pero ven, siéntate a mi lado en la cama y cuéntamelo todo. Estoy tan excitada que
creo que no dormiré en una semana. –Me cogió la mano y me condujo a la cama, hablando
con felicidad acerca de Tanus y diciendo que con su maravilloso discurso debió de ganarse el
corazón del faraón y de todos los presentes, y preguntando si realmente creía que había can-
tado bien o si lo decía sólo por quedar bien.
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–Bueno, Taita el esclavo, lo que escribiste anoche tuvo un efecto beneficioso. Nunca me
ha entretenido tanto una representación. Redactaré un edicto real proclamando que tus pobres
escrituras serán, de ahora en adelante, la versión oficial.
Lo anunció en voz suficientemente alta para que toda la corte lo oyera y hasta mi señor
Intef, que lo seguía de cerca, sonrió satisfecho. Como esclavo, el honor era más suyo que mío.
Pero el faraón todavía no había terminado conmigo.
–Dime, Taita el esclavo, ¿no eres tú también el cirujano que hace poco me prescribió un
tratamiento?
–Majestad, soy también el mismo humilde esclavo que tiene la temeridad de practicar un
poco de medicina.
–¿Entonces cuándo tendrá efecto tu cura? –Bajó la voz para que sólo yo pudiera escu-
char la pregunta.
–Majestad, el acontecimiento se producirá nueve meses después de que hayas cumplido
todas las condiciones que te indiqué. –Como estábamos ahora en una relación cirujano-pacien-
te tuve la audacia de añadir–: ¿Has seguido la dieta que te prescribí?
–¡Por los pechos generosos de Isis! –exclamó el rey con un inesperado brillo travieso en
los ojos–. Estoy tan lleno de bolas de toro que es extraño que no empiece a mugir cuando pa -
san vacas frente al palacio.
Lo vi de tan buen humor que también respondí con una broma.
–¿Y ha encontrado el faraón la vaquilla que le sugerí?
–¡Ay, doctor! ¡No es tan fácil como parece! Las flores más hermosas son las que la abeja
visita antes. Tú estipulaste que debe ser virgen, ¿verdad?
–Virgen y dentro de la primera estación de su luna colorada –agregué con rapidez, para
que mi receta fuera lo más difícil posible de poner en práctica–. ¿Has encontrado a alguien que
cumpla todas las condiciones, majestad?
Su expresión volvió a cambiar y sonrió pensativo. La sonrisa parecía fuera de lugar en
aquellas facciones melancólicas.
–Ya veremos –murmuró–. Ya veremos. –Se volvió y subió a la nave. Al pasar a mi lado,
mi señor Intef me hizo señas de que me colocara detrás de él, así que lo seguí a la cubierta de
la nave real.
El viento había cesado durante la noche y las aguas oscuras del río parecían espesas y
quietas como el aceite. Sólo se movían los pequeños remolinos que se forman sobre la superfi-
cie donde las corrientes eternas corren veloces y profundas. Hasta Nembet debía de ser capaz
de cruzar en aquellas condiciones, aunque la escuadra de Tanus permanecía cerca como si se
preparara para volver a rescatar la nave del faraón de los errores del almirante.
Cuando llegamos a cubierta mi señor Intef me llevó a un lado para hablarme.
–A veces me sigues sorprendiendo –susurró, apretándome el brazo–. Justo cuando em-
pezaba a dudar seriamente de tu lealtad.
Me sorprendió su repentina buena voluntad; todavía me dolían las heridas provocadas
por el látigo de Rasfer. Pero incliné la cabeza para ocultar mi expresión y antes de decir nada
esperé a que se explicara, cosa que hizo de inmediato.
–Ni siquiera yo habría podido escribir un discurso más apropiado para ser leído por Tanus
ante el faraón. Donde tan estruendosamente había fracasado el imbécil de Rasfer me devolvis -
te la victoria con tu estilo tan personal. –Entonces comprendí de qué se trataba. Me creía el
autor de la monumental tontería de Tanus y estaba convencido de que yo la había redactado
sólo para su beneficio. En medio del estruendo del templo no pudo haber oído las advertencias
que había hecho a Tanus porque en ese caso no se habría engañado.
–Me alegra que estés satisfecho –susurré. Sentí un enorme alivio. Mi posición de influen -
cia no se había visto comprometida. En aquel momento no pensaba en mi propio pellejo...
Bueno, por lo menos no sólo en mi propio pellejo. Pensaba en Tanus y en Lostris. Iban a nece -
sitar toda mi ayuda y protección durante los días tormentosos que se avecinaban para ambos.
Me sentí agradecido por ocupar todavía una posición desde la que podría serles útil.
–Me limité a cumplir con mi deber. –Así aproveché al máximo esa suerte inesperada.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Te recompensaré como mereces –contestó mi señor Intef–. ¿Recuerdas ese pedazo de
tierra sobre el canal, detrás del templo de Tot, del que hablamos hace un tiempo?
–Por supuesto que lo recuerdo, mi señor. –Ambos sabíamos que hacía diez años que lo
ambicionaba. Sería el refugio perfecto para un escritor y un lugar a donde poder retirarme en
mi vejez.
–Es tuyo. En mi próxima sesión pública tráeme el título para que lo firme. –Me sorpren -
día y espantaba la forma vil en que ese terreno había llegado a mis manos, como pago de una
traición imaginaria. Por un momento pensé en la posibilidad de rechazar el regalo. Pero cuando
me recobré del impacto ya habíamos cruzado el río y estábamos entrando en el canal que cru-
zaba la planicie en dirección al gran templo funerario del faraón Mamosis.
Había inspeccionado aquel canal, con un mínimo de apoyo por parte de los arquitectos
reales, cuando planeaba el complicado asunto del transporte del cuerpo del faraón desde el lu-
gar de su muerte hasta el templo funerario donde tendría lugar el proceso de momificación.
Supuse que moriría en su palacio de la hermosa isla de Elefantina. Por lo tanto su cuerpo
sería trasladado río abajo en la barca real. Diseñé el canal para que en él cupiera cómodamen -
te la enorme nave que en aquel momento se deslizaba por sus aguas con tanta facilidad como
se desliza la espada en su funda. El canal cortaba la negra tierra de la planicie ribereña hasta
el pie de las solitarias colinas del Sahara. Durante varios años miles de esclavos habían traba-
jado en su construcción y en la muralla de piedra que lo rodeaba. Cuando la proa de la barca
penetró en el canal, doscientos musculosos esclavos asieron los cabos de remolque y empeza-
ron a moverla con suavidad a lo largo de la planicie. Mientras marchaban en fila por el sendero
de remolque entonaban una triste y melodiosa canción. Los labradores que trabajaban los
campos vecinos corrieron a darnos la bienvenida. Se arracimaban sobre las orillas bendiciendo
al faraón y saludando con hojas de palma mientras la nave avanzaba majestuosamente.
Cuando por fin llegamos al muelle de piedra, bajo las paredes exteriores del templo a
medio construir, los esclavos ataron los cabos de remolque a los amarraderos. Mi diseño era
tan perfecto que la escotilla de la barca real se alineaba exactamente con los portales de la en-
trada principal del templo.
Cuando la nave se detuvo, el trompeta de proa hizo sonar su cuerno de gacela y la reja
se alzó lentamente revelando la carroza fúnebre real que esperaba a la entrada atendida por la
compañía de embalsamadores con sus ropajes carmesí; detrás esperaban cincuenta sacerdo-
tes de Osiris.
Los sacerdotes comenzaron a cantar mientras empujaban la carroza fúnebre sobre unos
rodillos hasta colocarla en la cubierta de la nave. El faraón aplaudió encantado y se precipitó a
examinar el grotesco vehículo. Yo no había participado en la concepción de aquel festival del
mal gusto. Era enteramente obra de los sacerdotes. Baste decir que, a la descarnada luz del
sol, el oro brillaba hasta tal punto que ofendía la vista casi tanto como la forma del artefacto.
El peso excesivo del oro hacía jadear y sudar a los sacerdotes mientras subían a cubierta la ca-
rroza, cuyo peso escoró de manera alarmante la nave. Con aquella cantidad de oro se podían
haber llenado todos los graneros del Alto Egipto, o construido y aviado cincuenta escuadras de
naves de guerra, pagando además durante diez años los sueldos de las tripulaciones. Es así
como el artífice inepto intenta ocultar su falta de inspiración, tras el brillo de los tesoros. Si me
hubieran dado a mí aquel material, el resultado habría sido completamente distinto.
Aquella monstruosidad estaba destinada a ser sellada dentro de una tumba con el cadá-
ver del faraón. A pesar de que su construcción había contribuido en gran medida a la ruina fi-
nanciera del imperio, el faraón estaba encantado.
Por sugerencia de mi señor Intef, el faraón subió al vehículo y tomó asiento sobre la pla-
taforma diseñada para llevar su sarcófago. Desde allí, olvidando toda dignidad y reserva real,
sonrió mirando a su alrededor. Con una punzada de pena pensé que probablemente se estu-
viera divirtiendo más que en ningún otro momento de su sombría vida. Su muerte sería la
cima hacia la que dirigiría la mayor parte de sus energías.
Siguiendo lo que sin duda era un impulso, le indicó por señas a mi señor Intef que subie -
ra y después se volvió hacia el gentío como si buscara a alguien. Por lo visto encontró a la per -
sona que buscaba; se inclinó levemente y le dijo algo al gran visir.
Mi señor Intef sonrió y, siguiendo las indicaciones de su faraón, llamó a mi ama Lostris.
Con un gesto le ordenó que subiera. Era evidente que ella se sintió inquieta y se ruborizó bajo
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Río sagrado Wilbur Smith
el maquillaje, un raro fenómeno en alguien que pocas veces perdía la compostura. Sin embar-
go, se recuperó con rapidez y subió al carruaje con tanta gracia que, como siempre, atrajo to-
das las miradas.
Se arrodilló ante el faraón y tocó tres veces el piso de la plataforma con la frente. Enton -
ces, delante de todos los sacerdotes y de la corte en pleno, el faraón hizo algo desusado. Se
inclinó, cogió la mano de Lostris, la puso en pie y la sentó a su lado sobre la plataforma. Aque-
llo estaba reñido con el protocolo y no tenía precedentes; noté que los ministros intercambia-
ban miradas de sorpresa.
Entonces sucedió algo que ni siquiera ellos notaron. Cuando era muy joven, en las habi-
taciones de los muchachos vivía un esclavo sordo que se hizo amigo mío y que me enseñó a
leer el movimiento de los labios. Gracias a este conocimiento podía seguir una conversación
desde el extremo de un salón lleno de gente, con una orquesta tocando y centenares de hom -
bres riendo y gritando a mi alrededor.
En aquel momento pude ver que el faraón le decía a mi ama Lostris:
–Incluso a la luz del día eres tan divina como lo era la diosa Isis a la luz de las antorchas
del templo.
Sentí como si me hubieran pegado un puñetazo en la boca del estómago. «Habré estado
ciego? –me pregunté desesperado–. ¿O soy imbécil?» Sin duda cualquier tonto se habría dado
cuenta de la dirección que mi entrometimiento daría a los dados del destino.
El inoportuno consejo que le di al faraón debió dirigir su atención hacia mi ama Lostris.
Era como si algún impulso maligno que se agitara en mi subconsciente se la hubiera descrito
en detalle como la madre de su futuro hijo primogénito. La virgen más hermosa del país que
debía ser tomada después de que floreciera su primera luna era exactamente ella. Y además,
al elegirla como primera figura de la obra de teatro, conseguí exhibirla en todo su esplendor
ante el faraón.
Lo que de repente comprendía que estaba a punto de suceder era enteramente culpa
mía; era como si lo hubiera planeado con toda deliberación. Y lo peor era que en aquel mo-
mento no podía hacer nada al respecto. Permanecí al sol, tan apabullado por los remordimien -
tos que durante algunos instantes fui incapaz de hablar o de razonar.
Cuando los sudorosos sacerdotes empujaron a tierra la carroza fúnebre, la multitud que
me rodeaba empezó a seguirla y yo me dejé llevar por ella, como una hoja en un arroyo. An -
tes de que hubiera podido recuperarme me encontraba en el patio delantero del templo fune-
rario. Entonces empecé a abrirme camino; quería colocarme a la altura de la carroza fúnebre
antes de que llegara a la entrada principal del depósito funerario. Mientras un grupo de sacer -
dotes empujaba el vehículo, un segundo grupo levantaba los rodillos de madera y corría a co -
locarlos delante del voluminoso vehículo dorado. Se produjo una breve demora cuando el ca-
rruaje llegó a la zona del patio que todavía no estaba pavimentada. Mientras los sacerdotes
ponían paja delante de los rodillos para facilitar su paso sobre el terreno desigual, me deslicé
con rapidez por detrás de los inmensos leones tallados en piedra que flanqueaban el camino, y
por aquel espacio desierto pude ganar terreno y ponerme a la altura del arca. Uno de los
sacerdotes intentó cerrarme el paso; le dirigí una mirada capaz de estremecer a los leones de
piedra y escupí una única palabra que pocas veces se escucha dentro de los confines del tem-
plo; el sacerdote se apartó rápidamente para cederme el paso.
Al llegar al arca me encontré lo suficientemente cerca de Lostris como para oír cada pala-
bra que le decía al faraón. Enseguida me di cuenta de que había recuperado por completo la
compostura que el faraón le había hecho perder al demostrar un inesperado interés por ella, y
que ahora se proponía agradarle en todo lo posible. Recordé con tristeza lo que ella pensaba
hacer; utilizar el favor real para asegurar su matrimonio con Tanus. La noche anterior apenas
le había dado importancia por considerarlo una fantasía juvenil, pero ahora era una realidad y
me encontraba imposibilitado para impedirlo o para advertir a mi ama de que navegaba por
aguas peligrosas.
Si al principio de esta crónica pude dar la impresión de que mi ama Lostris es una criatu-
ra veleidosa que no piensa más que en tonterías románticas y en disfrutar con frivolidad de la
vida, es señal de que he fracasado en mi intento de ser el historiador de estos extraordinarios
acontecimientos. Nuestras muchachas egipcias florecen temprano bajo el sol del Nilo. Lostris
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Río sagrado Wilbur Smith
era también una estudiante diligente, de gran inteligencia y de naturaleza inquisitiva y curiosa,
que durante muchos años me esmeré en fomentar y desarrollar.
Bajo mi tutela había aprendido lo suficiente como para poder discutir sobre dogmas reli-
giosos con los sacerdotes y podía hablar de igual a igual con los abogados del palacio sobre te-
mas tales como las leyes de tenencia de tierras o la extremadamente complicada ley de rega-
dío, que regulaba el uso del agua del Nilo. Lostris había leído con atención todos los rollos de
papiro de la biblioteca de palacio. Entre ellos había varios centenares de los que yo era autor,
desde tratados de medicina hasta ensayos sobre las tácticas de guerra naval, además de
apuntes sobre astrología, nombres y naturaleza de todos los cuerpos celestes y manuales de
tiro al arco, arte de espadachines, horticultura y cetrería. Era incluso capaz de discutir conmigo
mis propios principios de arquitectura y compararlos con los del gran Imhotep.
Por lo tanto estaba perfectamente capacitada para conversar sobre cualquier tema, des-
de astrología hasta la práctica de la guerra, desde política hasta la construcción de templos, o
la medida y regulación de las aguas del Nilo, temas que fascinaban al faraón. Por si esto fuera
poco sabía rimar y hacer adivinanzas y divertidos juegos de palabras, y su vocabulario era casi
tan extenso como el mío.
En resumen, era una excelente conversadora con un agudo sentido del humor. Se expre-
saba con claridad y tenía una voz encantadora y una risa alegre. En verdad, no había hombre
ni dios capaz de resistírsele, sobre todo si además podía ofrecerle la posibilidad de dar un he-
redero a quien carecía de un hijo varón.
Tenía que advertirla, pero ¿cómo iba a entrometerse un esclavo en una conversación en-
tre personas tan infinitamente superiores a él? Troté nervioso junto al carruaje escuchando la
voz de mi ama Lostris que hablaba en su tono más fascinante, empeñada en atraer al faraón.
Le estaba describiendo la forma en que había sido diseñado su templo funerario para que
coincidiera con los aspectos astrológicos más propicios, los de la Luna y el zodíaco en el mo -
mento del nacimiento del monarca. Por supuesto que simplemente repetía conocimientos ad-
quiridos gracias a mí, porque yo había sido el encargado de que el templo estuviera orientado
hacia los cuerpos celestes. Pero resultaba tan convincente que me descubrí escuchando sus
explicaciones como si las oyera por primera vez.
El arca funeraria pasó entre los pilonos del patio interior del templo y rodó por el atrio,
más allá de las puertas cerradas y custodiadas de las seis salas en las que se fabricaban y al -
macenaban los tesoros funerarios que acompañarían al rey a su tumba. En el extremo del atrio
se abrieron de par en par las puertas de madera de acacia sobre las que se habían tallado las
imágenes de todos los dioses del panteón, y entramos en la sala mortuoria donde un día sería
embalsamado el cuerpo del faraón.
Allí, en aquella solemne capilla, el faraón bajó del carruaje y se acercó a inspeccionar la
inmensa mesa sobre la que yacería para el ritual de momificación. A diferencia del embalsama-
miento del hombre común, el embalsamamiento real duraba setenta días. La mesa había sido
tallada en una única roca de diorita de tres pasos de largo y dos de ancho. En la oscura super-
ficie de la piedra se había cincelado una hendidura en la que cabía la nuca del faraón y las ra -
nuras por las que drenaría la sangre y los demás fluidos corporales que los escalpelos y otros
instrumentos de los embalsamadores dejarían en libertad.
El gran maestro del gremio de los embalsamadores estaba de pie junto a la mesa, listo
para explicar todo el proceso al faraón, y gozó de una audiencia particularmente atenta porque
el faraón parecía fascinado por los horripilantes detalles. En determinado momento tuve la im-
presión de que olvidaría toda su dignidad real y treparía a la mesa de diorita para probarla,
como si se tratara de una nueva vestidura de hilo que su sastre acabara de enseñarle.
Se contuvo con evidente esfuerzo y se dedicó a escuchar con suma atención la descrip-
ción de la primera incisión que iría desde el esófago hasta la ingle, gracias a la cual podrían le -
vantar limpiamente sus vísceras para luego dividirlas en sus diferentes partes: hígado, pulmo-
nes, estómago y entrañas. El corazón, como hogar de la chispa divina, quedaría en su lugar, lo
mismo que los riñones por su asociación con el agua y el Nilo, fuente de vida.
Después de esta edificante instrucción, el faraón examinó minuciosamente los cuatro ca-
nopes que recibirían sus vísceras. Se encontraban a corta distancia, sobre otra mesa de piedra
más pequeña. Las tinajas estaban talladas en un reluciente y traslúcido alabastro del color de
la leche. Las tapas tenían la forma de dioses con cabeza de animal: Anubis el chacal; Sobeth el
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Río sagrado Wilbur Smith
cocodrilo; Tot el de cabeza de ibis; Sejmet con cabeza de leona. Ellos serían los custodios de
las partes divinas del faraón hasta su despertar a la vida eterna. Sobre la mesa de piedra don-
de estaban los canopes, los embalsamadores habían extendido su instrumental y el conjunto
de ollas y ánforas que contenían las sales de natrón, lacas y otros productos químicos que utili-
zarían en el proceso. El faraón estaba fascinado por los relucientes escalpelos de bronce con
los que le extraerían las vísceras, y cuando el embalsamador le mostró una cuchara larga que
le introducirían en las fosas nasales para retirar el contenido de su cráneo, esa cuajada acerca
de la que tanto y tan infructuosamente había meditado yo, pareció fascinado y cogió con aire
reverente el horrible instrumento.
Una vez que el faraón hubo satisfecho su curiosidad frente a la mesa mortuoria, mi ama
Lostris le enseñó los bajorrelieves que cubrían de arriba a abajo las paredes del templo. Aun-
que todavía no estaban terminados, su diseño y ejecución resultaban impactantes. Yo había
hecho con mis propias manos casi todos los dibujos originales y había supervisado los demás,
realizados por los artistas del palacio. Los dibujos fueron trazados sobre las paredes con barras
de carbón. Después yo los corregí y perfeccioné a mano alzada. Ahora una compañía de maes-
tros escultores los tallaban en la piedra arenisca; después, una segunda compañía de artistas
pintaría los bajorrelieves ya terminados.
El color dominante era el azul en todos sus tonos: el azul del ala del estornino, los azules
del cielo y del Nilo a la luz del sol, los azules de los pétalos de la orquídea del desierto y el azul
titilante de la trucha de río cuando se estremece en la red del pescador. Sin embargo, también
había otros colores, los rojos y amarillos que los egipcios tanto amamos. El faraón, acompaña-
do de cerca por mi señor Intef en su calidad de Custodio de las Tumbas Reales, observó lenta -
mente las altas paredes, examinando cada detalle y haciendo frecuentes comentarios. Como
es natural, el tema que había elegido para la cámara mortuoria era El Libro de los Muertos, un
mapa detallado y una descripción de la ruta al otro mundo que debía seguir la sombra del fara-
ón, así como los peligros y penurias que debería afrontar a lo largo del camino.
Se detuvo largo rato ante mi dibujo del dios Tot, con su cabeza de pájaro y largo pico
curvo de ibis, que pesaba en la balanza el corazón y la pluma de la verdad. Si el corazón era
impuro, la balanza se inclinaría a favor de la pluma y el dios lo arrojaría inmediatamente al
monstruo de cabeza de cocodrilo que esperaba a corta distancia, listo para devorarlo. Con len-
titud, el faraón recitó el mantra protector inscrito en el libro para protegerse de tal calamidad y
enseguida se detuvo ante mi siguiente grabado.
Ya era casi mediodía cuando el faraón concluyó su inspección del templo mortuorio y se
dirigió al atrio donde los cocineros del palacio habían servido un suntuoso banquete al aire li-
bre.
–¡Ven a sentarte aquí donde pueda seguir conversando contigo sobre las estrellas! –Una
vez más el faraón dejó a un lado el protocolo para colocar a mi ama Lostris a su lado en la
mesa del banquete, aunque tuvo que desplazar a una de sus esposas más antiguas para ha-
cerlo. Durante la comida conversó casi todo el tiempo con mi ama, que se sentía completa-
mente a sus anchas y fascinaba con su ingenio y encanto al faraón y a cuantos la rodeaban.
Por supuesto que, como esclavo, no había lugar para mí en la mesa y tampoco podía
acercarme a mi ama para advertirla que moderara su conducta en presencia del faraón. Me si-
tué en el pedestal de uno de los leones de piedra desde donde alcanzaba a ver la totalidad de
la mesa del banquete y todo lo que allí ocurría. No era el único observador, pues mi señor
Intef estaba sentado cerca del faraón, sin participar en la conversación y observándolo todo
con ojos relucientes e implacables, como una araña hermosa pero mortal en el centro de su
tela.
En determinado momento del banquete un milano de pico amarillo remontó el vuelo y
lanzó un chillido, un grito burlón e irónico. Enseguida hice el gesto contra el mal de ojo, pues
¿quién sabe qué dios pudo haber tomado la forma del ave para confundirnos a todos?
Después del almuerzo era costumbre que la corte descansara cerca de una hora, sobre
todo por tratarse de la estación más calurosa del año. Pero aquel día el faraón estaba tan exci-
tado que no quiso ni oír hablar de la siesta.
–Ahora inspeccionaremos los tesoros –anunció. Los guardias de la primera sala del tesoro
se apartaron y presentaron armas cuando se acercó el séquito real, y las puertas se abrieron
de par en par desde el interior.
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Yo había concebido aquellas salas no sólo para albergar el vasto tesoro funerario que el
faraón coleccionaba desde hacía doce años, cuando ascendió al doble trono, sino también
como talleres en los que un pequeño ejército de artesanos y operarios se afanaba permanente-
mente en acrecentar dicho tesoro.
El vestíbulo en el que entramos era la armería en la que se guardaba la colección de ar-
mas y pertrechos de guerra y de caza, tanto de orden práctico corno ceremonial, que el faraón
se llevaría al más allá. Con la cooperación de mi señor Intef, había dispuesto que los artesanos
estuvieran en sus bancos de trabajo para que el faraón tuviera la oportunidad de verlos traba-
jar.
El faraón recorrió lentamente la hilera de bancos, formulando preguntas tan astutas y
técnicas que los nobles y sacerdotes a quienes las dirigía no sabían contestarle y miraban fre-
néticos a su alrededor en busca de alguien que conociera las respuestas. Fui llamado con pre -
mura para contestar al interrogatorio del faraón.
–¡Claro! –dijo el faraón sonriendo al reconocerme–. No es otro que el humilde esclavo
que escribe obras de teatro y cura a los enfermos. Aquí nadie parece conocer la composición
del alambre que une los ejes del arco que este hombre está construyendo.
–Gracioso faraón, ese metal es una mezcla de una parte de cobre con cinco partes de
plata y cuatro de oro. El oro es de la variedad roja que sólo se encuentra en las minas de Lot
del desierto occidental. Ningún otro le proporciona al alambre la misma elasticidad.
–Por supuesto –convino el faraón con ironía–. ¿Y cómo logras hebras tan finas? Estas no
son más gruesas que los pelos de mi cabeza.
–Majestad, moldeamos el metal caliente haciéndolo oscilar en un péndulo especial que yo
diseñé para ese propósito. Más tarde, si lo deseas, podrás observar el proceso en la fundición
de oro.
Así, durante el resto del recorrido pude permanecer junto al faraón y distraer en parte su
atención para que no la fijara constantemente en Lostris, pero no pude encontrar la oportuni -
dad de conversar a solas con ella.
El faraón pasó a la armería para inspeccionar la inmensa cantidad de armas y armaduras
almacenadas. Algunas habían pertenecido a sus antepasados y se habían utilizado en famosas
batallas; otras eran nuevas y nunca serían usadas en la guerra. Todas eran magníficas obras
de arte de los armeros. Había armaduras y petos de bronce, plata y oro; espadas de guerra
con empuñadura de marfil engarzada con piedras preciosas; uniformes ceremoniales de gala
de los comandantes en jefe de cada uno de los regimientos de elite del faraón; escudos y ro -
delas de cuero de hipopótamo y de cocodrilo decorados con rosetas de oro. Era una colección
espléndida.
De la armería pasamos al depósito de muebles, donde cien carpinteros trabajaban con
maderas de cedro, acacia y ébano en la construcción de los muebles funerarios para el largo
viaje del faraón. En nuestro valle ribereño crecen pocos árboles y la madera es escasa y cara,
vale casi su peso en plata. Prácticamente cada estaca debe ser transportada centenares de le-
guas a través del desierto o embarcada río abajo desde las misteriosas tierras del sur. Allí se la
veía apilada en cantidades extravagantes, como si se tratara de un material común y la fra-
gancia del aserrín fresco perfumaba el aire caluroso.
Observamos a los artesanos que hacían incrustaciones de madreperla y maderas de colo-
res en la cabecera de la cama del faraón. Otros decoraban con halcones dorados los posabra-
zos de los sillones y los respaldos de los sofás con cabezas de león en plata. Ni siquiera los
salones del palacio real de la isla de Elefantina contenían obras artesanales tan delicadas como
las que adornarían la tumba del faraón.
De la sala de muebles pasamos al vestíbulo de los escultores donde, con cinceles y limas,
se trabajaban mármoles, piedra arenisca y rocas de mil matices distintos. En el aire flotaba un
polvillo fino y pálido. Los operarios se cubrían la nariz y la boca con bandas de hilo sobre las
que se depositaba el polvillo y tenían las facciones blancas y como empolvadas. Mientras tra-
bajaban, algunos tosían con una tos seca y persistente, peculiar de su profesión. Yo había di-
secado los cuerpos de muchos escultores que, después de trabajar durante treinta años habían
muerto ejerciendo su profesión. Tenían los pulmones petrificados, así que pasaba el menor
tiempo posible en sus lugares de trabajo por temor a contraer el mismo mal.
67
Río sagrado Wilbur Smith
Sin embargo, sus obras eran maravillosas; las estatuas de los dioses y del mismo faraón
parecían vivas. Había imágenes de tamaño real del faraón sentado en su trono o caminando,
vivo y muerto, en su forma de dios o con su cuerpo de hombre. Aquellas estatuas se alinearían
a lo largo del camino empedrado que conducía del templo funerario, al nivel del valle, hasta la
muralla de negras colinas en las que se estaba excavando la tumba definitiva. A la muerte del
faraón, la dorada carroza fúnebre, tirada por cien bueyes blancos, conduciría el inmenso sarcó-
fago a lo largo de aquel camino empedrado hasta su lugar de descanso final.
El sarcófago de piedra, todavía sin terminar, se encontraba en el centro del salón de los
escultores. Originariamente había sido un bloque de granito rosado de las canteras de Siena,
transportado hasta allí por vía fluvial en una barca especialmente construida al efecto. Hicieron
falta quinientos esclavos para desembarcar y arrastrar hasta allí sobre rodillos de madera
aquella piedra sólida de cinco pasos de largo, tres de ancho y tres de alto.
Los escultores empezaron por rebanarle un ancho trozo de la parte superior. Sobre aque-
lla tapa de piedra un maestro escultor tallaba la imagen del faraón momificado, con los brazos
cruzados y cogiendo con sus manos muertas el cayado y el azote. Otro equipo de escultores
vaciaba el interior del bloque principal de piedra para hacer un nido en el que tendrían perfecta
cabida los demás sarcófagos, que incluyendo al último y más grande de todos, serían siete en
total y encajarían uno dentro del otro como un rompecabezas infantil. El siete era, por supues-
to, uno de los números mágicos. El séptimo sarcófago sería de oro puro; más adelante, en el
vestíbulo de los orfebres lo vimos forjar de una masa informe de metal.
Aquel sarcófago múltiple, aquella montaña de piedra y oro que contendría el cuerpo ven-
dado del faraón, era lo que la gran carroza funeraria tendría que transportar hasta las colinas
por el camino empedrado, un viaje lento que duraría siete días. La carroza se detendría cada
noche en uno de los pequeños santuarios ubicados a lo largo del camino.
Una estancia fascinante del vestíbulo de las estatuas era el taller de los ushabti donde se
tallaban las imágenes de los servidores y dependientes que escoltarían al faraón muerto. Se
trataba de pequeñas figurillas de madera que representaban todos los grados y órdenes de la
sociedad egipcia y que trabajarían para el faraón en el más allá, para permitirle mantener su
estilo de vida en el otro mundo.
Cada ushabti era un muñeco deliciosamente tallado, con su uniforme y las herramientas
necesarias para su trabajo. Había agricultores y jardineros, pescadores y panaderos, cervece-
ros y criadas, soldados y recaudadores de impuestos, escribas y barberos, y centenares de
obreros comunes para desempeñar todas las tareas imaginables y tomar el lugar del faraón, si
en el otro mundo el resto de los dioses le exigían que trabajara.
Encabezando aquella congregación de muñecos había un gran visir cuyas facciones en
miniatura eran muy semejantes a las de mi señor Intef. El faraón cogió el maniquí, lo examinó
cuidadosamente y le dio la vuelta para leer la descripción que tenía en la parte posterior.
tamente al centro del vestíbulo donde los orfebres más experimentados y capaces trabajaban
en el sarcófago interior de oro. Habían forjado a la perfección el rostro del faraón en el metal.
La máscara encajaría exactamente sobre su rostro vendado. Era una imagen divina con ojos
de obsidiana y cristal de roca, y con el uraeus con la cabeza de cobra rodeando la frente. Real-
mente creo que en los milenios que tiene nuestra civilización jamás se ha realizado una obra
de arte semejante. Aquélla era la cima y el cenit. Algún día, generaciones de hombres aún no
nacidos se maravillarían ante su esplendor.
No creo que nunca se hayan acumulado tantos tesoros en un mismo lugar. Una lista de
los objetos que contenía ni siquiera sugeriría la riqueza y la diversidad de todo. Sin embargo,
quiero aclarar que en los cofres de madera de cedro ya había seis mil cuatrocientas cincuenta
y cinco piezas terminadas y que, gracias al trabajo incansable de los orfebres, la colección au-
mentaba día a día.
Había anillos para los dedos de pies y manos del faraón, amuletos y dijes, y figuras de
oro de los dioses y diosas; había collares y brazaletes y medallones pectorales; cinturones en
los que se habían engarzado figuras de halcones y buitres, y de todas las demás criaturas de la
tierra, el cielo y el río; había coronas y diademas con incrustaciones de lapislázuli, granate,
ágata, cornalina, jaspe y todas las gemas que el hombre civilizado considera preciosas.
El arte con que todo esto había sido diseñado y realizado eclipsaba todo lo creado duran -
te los siglos anteriores. En numerosas ocasiones es al declinar cuando una nación crea sus
obras de arte más hermosas. Durante los años de la formación del imperio la obsesión impe-
rante es la conquista y la creación de riquezas. Cuando se ha logrado aparece el deseo de de-
sarrollar las artes y, lo que es aún más importante, existen hombres lo suficientemente ricos y
poderosos como para auspiciarlas.
El peso de oro y plata ya utilizado en la fabricación de la carroza fúnebre, la máscara fu -
neraria y todo el resto de aquella sobrecogedora colección de tesoros era de más de quinientos
tajs; por lo tanto, hubiera sido necesario recurrir a la fuerza de quinientos hombres para le -
vantarlo todo. Yo había calculado que era aproximadamente la décima parte del peso total de
metales preciosos que habían sido extraídos de las minas en mil años de nuestra historia. Y el
faraón tenía intenciones de llevárselo todo a la tumba.
¿Quién soy yo, un humilde esclavo, para cuestionar el precio que un faraón está dispues -
to a pagar por la vida eterna? Basta expresar que al reunir aquel tesoro al mismo tiempo que
conducía la guerra contra el Reino Bajo, el faraón había sumido a Egipto en la más absoluta
miseria.
No era sorprendente que Tanus, en su discurso, hubiera señalado la tarea de los cobra-
dores de impuestos como una de las aflicciones más terribles del pueblo. Entre ellos y las ban -
das de ladrones que asolaban el país sin que nadie los detuviera, nos encontrábamos todos en
la ruina y aprisionados por una carga financiera demasiado pesada para que ninguno de noso-
tros pudiera soportarla. Para poder sobrevivir era necesario evadir la red de los cobradores de
impuestos. De manera que, al convertirnos eh mendigos para su propio engrandecimiento, el
faraón nos convertía en criminales. Pocos egipcios, grandes o pequeños, ricos o pobres, dor-
mían bien por la noche. Permanecíamos despiertos temiendo oír en cualquier momento el pe-
sado golpe del recaudador en nuestra puerta.
¡Oh, tierra triste y maltratada, cómo gimes bajo el yugo!
En la necrópolis habían preparado lujosos aposentos para que el faraón pasara aquella
noche en la ribera occidental del Nilo, en las cercanías de su lugar de descanso definitivo, so-
bre las negras colinas.
La necrópolis, la ciudad de los muertos, era casi tan extensa como Karnak. Allí vivían to-
dos los que tenían alguna relación con la edificación y el cuidado del templo funerario y la tum-
ba real. Había un regimiento completo de la guardia para proteger los lugares sagrados, por -
que el usurpador del norte era tan amante de los tesoros como nuestro querido faraón, y los
ladrones del desierto eran cada día más osados. Los tesoros del templo funerario eran una ten-
tación para todos los rapaces de ambos reinos e incluso de más lejos.
Además de los guardias era necesario alojar a obreros, artesanos y a todos los aprendi-
ces. Yo era el responsable de llevar los registros de sueldos y raciones, de modo que sabía
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Río sagrado Wilbur Smith
exactamente cuántos eran. El último día de pago su número ascendía a cuatro mil ochocientos
once, a los que había que añadir más de diez mil esclavos que trabajaban en la obra.
No hace falta que enumere la cantidad de bueyes y ovejas que había que sacrificar cada
día para alimentarlos, ni los carros llenos de pescado que se traían del Nilo, ni los millares de
tinajas de cerveza que se fabricaban diariamente para saciar la sed de aquella multitud que
trabajaba bajo la mirada atenta y el látigo dispuesto de los capataces.
En la necrópolis había un palacio destinado al faraón. Después de un día agotador resultó
un alivio llegar allí para pasar la noche. Pero una vez más, no hubo descanso para mí.
Traté de ponerme en contacto con mi ama Lostris, pero era como si existiera una conspi -
ración para mantenerme alejado de ella. Según sus sirvientas negras, primero se estaba ba -
ñando y después estaba descansando y no debía ser molestada. Por fin, mientras seguía espe-
rando en la antecámara de sus habitaciones, recibí una citación de su padre y tuve que apre-
surarme a ver a mi amo.
En cuanto entré en el dormitorio de mi señor Intef, éste despidió a todos los allí presen-
tes. Cuando estuvimos a solas, me besó. Volvió a sorprenderme una vez más con su benevo-
lencia y a inquietarme con su excitación. Aquel estado de ánimo solía ser la premonición de al-
gún acontecimiento nefasto.
–¡Cuántas veces nos encontramos con el camino hacia el poder y la fortuna en los luga-
res más inesperados! – dijo riendo mientras me acariciaba el rostro–. Esta vez se encuentra
entre los muslos de una mujer. No, mi querido viejo, no te hagas el inocente. Sé exactamente
hasta qué punto ha intervenido tu sagacidad en este asunto. El faraón me ha contado cómo le
engatusaste prometiéndole un heredero varón para su estirpe. ¡Por Seth que eres sagaz! Lo
tramaste todo solo, sin decirme una sola palabra acerca de tus planes. –Volvió a reír y retorció
entre sus dedos un mechón de mi pelo–. Debes de haber adivinado desde el principio cuál era
mi máxima ambición, aunque nunca hayamos hablado abiertamente del tema. Y te propusiste
obtenerla para mí. Debería hacerte castigar por ser tan presuntuoso –me retorció el mechón
de pelo hasta que se me saltaron las lágrimas–, pero ¡cómo voy a enojarme contigo si has co-
locado la doble corona al alcance de mis manos! –Soltó el mechón de pelo y me volvió a be-
sar–. Acabo de estar con el faraón. Dentro de dos días, cuando finalice el festival, anunciará su
compromiso con mi hija, Lostris.
Sentí que se me nublaba la vista y que un sudor frío me cubría todo el cuerpo.
–Me he asegurado de que la boda tenga lugar ese mismo día - continuó mi amo–, inme-
diatamente después de la ceremonia de clausura del festival. No deseamos que ninguna demo-
ra pueda impedirlo, ¿verdad?
Una boda real tan apresurada no era habitual, pero tampoco era la primera vez que su-
cedía. Cuando se elegían esposas para sellar una unión política o para consolidar la conquista
de un nuevo territorio, en ocasiones la boda se realizaba el mismo día que se decidía. El faraón
Mamosis I, antepasado de nuestro actual faraón, había desposado en el mismo campo de ba-
talla a la hija de un jefe hurrita vencido. Sin embargo, tal precedente histórico me resultaba de
poco consuelo mientras me enfrentaba a la confirmación de mis peores temores.
Mi señor Intef no pareció notar mi angustia. Estaba demasiado absorto en sus intereses
inmediatos y siguió hablando.
–Antes de dar mi consentimiento formal para la unión, convencí al faraón de que en el
caso de que Lostris le dé un hijo varón la elevará al rango de esposa principal y reina consorte.
–Batió palmas en una señal de triunfo imposible de reprimir–. Supongo que comprenderás lo
que eso significa. Si el faraón muriera antes de que mi nieto tenga edad de reinar, yo, como
abuelo y pariente varón más cercano, me convertiría en regente... –De repente se interrumpió
y me miró; como yo le conocía tan bien, comprendí exactamente lo que pensaba. Lamentaba
amargamente la indiscreción que acababa de cometer. Nadie debía haberle oído expresar tal
pensamiento. Significaba la mayor de las traiciones. Si Lostris daba a luz un varón, el faraón
no viviría mucho más tiempo. Ambos lo sabíamos. Mi señor Intef acababa de hablar de regici-
dio y estaba pensando en eliminar a la única persona que se lo había oído decir, el humilde es-
clavo Taita. Ambos lo entendíamos con total claridad.
–Mi señor, sólo doy gracias de que todo haya resultado tal como lo planeé. Reconozco
que he empleado toda mi astucia para poner a tu hija en el camino del faraón y que se la des-
cribí como la madre de su futuro hijo. Utilicé la obra de teatro para que él la viera en todo su
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Río sagrado Wilbur Smith
esplendor. Sin embargo, no me animé a hablarte de un asunto tan importante hasta haber lo-
grado mi propósito. Pero todavía nos queda mucho por hacer antes de que podamos sentirnos
seguros... –Y con presteza empecé a exponer la lista de todo lo que podía fallar antes de que
pudiéramos controlar la corona y el cetro dorado de Egipto. Con tacto, le hice comprender has-
ta qué punto me seguía necesitando si deseaba conseguir lo que se había propuesto. Noté que
al oírme hablar se relajaba y supe que por el momento estaba a salvo.
Transcurrió algún tiempo antes de que pudiera escapar de su presencia para poder ad-
vertir a mi ama Lostris del terrible apuro en que la había metido. Pero antes de llegar a su
puerta comprendí que mis advertencias sólo servirían para angustiarla hasta volverla loca o in-
ducirla al suicidio. No podía perder más tiempo si quería evitar que los acontecimientos se pre -
cipitaran.
Sólo me quedaba una persona a quien poder recurrir.
gar por ello, Tanus, señor de Harrab. ¡Y Horus sabe que el precio que tendrás que pagar será
muy alto!
–No tengo ni idea de lo que me estás hablando –me replicó malhumorado–. Le hice un
gran favor al faraón. Está rodeado de seres serviles y aduladores que lo alimentan con menti -
ras y dicen lo que creen que él quiere oír. Ya era hora de que supiera la verdad, y en el fondo
de mi corazón yo sé que, cuando lo piense, me lo agradecerá.
Ante esta sencilla y firme confianza en el triunfo de la verdad, mi enfado empezó a eva-
porarse.
–Tanus, mi querido amigo, ¡qué inocente eres! Ningún hombre agradece jamás que le
obliguen a tragar una verdad que no le es grata. Pero, es que, además, te has puesto a mer -
ced de mi señor Intef.
–¿Del señor Intef? –preguntó mirándome con dureza–. ¿Qué ocurre con el señor Intef?
Hablas de él como si se tratara de mi enemigo. El gran visir fue el mejor amigo de mi padre.
Sé que puedo confiar en su protección. Hizo un juramento ante mi padre en su lecho de muer-
te...
Comprendí que a pesar de su buen carácter y de la amistad que nos unía, se estaba en -
fadando conmigo, posiblemente por primera vez en su vida. También comprendí que aunque
no era fácil despertar su ira, ésta debía de ser temible.
–¡Oh, Tanus! –exclamé y por fin mi enfado cedió por completo–. He sido injusto contigo.
¡Hay tantas cosas que he debido decirte! Nada ha sido como tú has creído. He sido un cobar-
de, pero no podía explicarte que Intef era el peor enemigo de tu padre.
–¡Imposible! –exclamó Tanus–. Eran amigos, grandes amigos. En mis recuerdos de in-
fancia los veo juntos, riendo. Mi padre me dijo que podría confiarle mi vida al señor Intef. –Es
cierto, eso creía el noble Pianki, señor de Harrab. Y esa confianza le costó toda su fortuna y fi -
nalmente su vida, que también puso en manos de Intef.
–No, no, estás equivocado. Mi padre fue víctima de una racha de mala suerte...
–Sí, y cada uno de esos golpes de mala suerte fue planeado por mi señor Intef. Él envi-
diaba a tu padre por sus virtudes y su popularidad, por su fortuna y la influencia que ejercía
sobre el faraón. Comprendió que el señor de Harrab y no él sería nombrado gran visir; le odia -
ba por ello.
–No puedo creerte. Me resulta imposible creerte. –Tanus meneó la cabeza con increduli-
dad y lo que quedaba de mi enfado se evaporó.
–Te lo explicaré todo, cosa que debí hacer hace mucho tiempo. Te proporcionaré todas
las pruebas que te hagan falta. Pero ahora no hay tiempo para eso. Debes confiar en mí. Mi
señor Intef te odia tanto como odiaba a tu padre. Tú y mi ama Lostris os encontráis en peligro.
En un peligro que va más allá de la propia vida, en peligro de perderos definitivamente el uno
al otro.
–¿Pero cómo es posible, Taita? –Estaba confuso y estremecido por mis palabras–. Yo creí
que el señor Intef había aprobado nuestra unión. ¿Entonces, quieres decirme que no has ha -
blado con él?
–¡Sí, por supuesto que hablé con él! –exclamé, y cogiendo la mano de Tanus la metí de-
bajo de mi túnica y la pasé por mi espalda–. Esta fue su respuesta. ¡Palpa las heridas del láti -
go! Me hizo azotar por haberme atrevido a sugerir la posibilidad de que te casaras con mi ama
Lostris. Hasta tal punto os odia a ti y a tu familia.
Tanus me miró estupefacto, pero noté que por fin me creía, de manera que pude hablarle
del tema que más me obsesionaba y que en ese momento me parecía más importante que su
discurso de la noche anterior y que la venganza del gran visir.
–Ahora escúchame, querido amigo, y prepárate para las peores noticias. –No había otra
manera de decírselo, salvo el estilo directo que hubiera empleado Tanus conmigo–. Lejos de
aprobar tu matrimonio con mi ama Lostris, esta misma noche mi amo ha concedido a otro la
mano de su hija; deberá casarse inmediatamente con el faraón Mamosis y cuando le dé un hijo
varón se convertirá en esposa principal y reina consorte. El mismo faraón lo anunciará al finali-
zar el festival de Osiris. La boda tendrá lugar esa misma noche.
Tanus se tambaleó y a la luz de la Luna su rostro adquirió una palidez casi fantasmal.
Durante mucho tiempo, ninguno de los dos pudo decir palabra. Por fin Tanus se volvió y se
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Río sagrado Wilbur Smith
alejó en dirección al trigal. Yo le seguí, decidido a no perderle de vista, hasta que por fin el jo -
ven guerrero se sentó en una roca con aire fatigado y envejecido. Me acerqué en silencio y me
senté a su lado. Permanecí callado deliberadamente hasta que me preguntó:
–¿Ha dado Lostris su consentimiento a ese matrimonio?
–Por supuesto que no. Y hasta es probable que todavía no sepa nada del asunto. Pero,
¿crees por un instante que sus objeciones influirían en la voluntad de su padre y en la del fara-
ón? Nadie tendrá en cuenta lo que ella opine sobre este asunto.
–¿Qué haremos, viejo amigo?
Aun en medio de mi angustia, agradecí que hubiera hablado en plural, incluyéndome,
afianzando nuestra amistad.
–Existe otra posibilidad que debemos afrontar –le advertí–. Y es que en el mismo discur-
so en que el faraón anuncie su compromiso con Lostris, ordene que seas encarcelado, o peor
aún, dicte tu sentencia de muerte. El faraón escucha a mi señor Intef, y él seguramente le in -
citará a hacerlo. En realidad tendría buenos motivos para ello. Sin duda eres culpable de sedi -
ción.
–Si Lostris no puede ser mi esposa, no quiero vivir. Si el faraón me la quita, con gusto le
ofreceré mi cabeza como regalo de bodas. –Lo dijo con sencillez, sin histrionismo, de manera
que me costó fingir enfado y hablar en tono despectivo.
–Hablas como una vieja chocha que se entrega a su destino sin ofrecer resistencia. ¿Qué
clase de amor eterno es el tuyo si ni siquiera estás dispuesto a luchar por ella?
–¿Cómo quieres que luche contra un rey y un dios? –preguntó Tanus en voz baja–. Un
faraón a quien he jurado obediencia y un dios que es tan remoto e irreductible como el sol.
–Como rey, no merece tu obediencia. Tú mismo lo dijiste con claridad en tu discurso. Es
un viejo débil y vacilante que ha dividido los dos reinos y puesto de rodillas a nuestra TaMeri
ensangrentada.
–¿Y como dios? –preguntó Tanus en voz baja, como si en realidad no le interesara la res-
puesta, aunque yo sabía que era un hombre devoto y religioso, como todos los grandes gue-
rreros.
–¿Dios? –pregunté en tono burlón–. Hay más esencia divina en el brazo que empuña tu
espada que en todo el cuerpo de ese hombre.
–Entonces ¿qué me sugieres? –preguntó Tanus con engañosa dulzura–. ¿Qué crees que
debo hacer?
Respiré hondo y contesté:
–Los oficiales y hombres a tus órdenes te seguirían hasta el umbral del más allá. El pue-
blo te ama por tu valentía y tu sentido del honor... –Vacilé porque su expresión a la luz de la
Luna no me alentaba a continuar.
Tanus permaneció en silencio unos instantes y finalmente me instó suavemente a que si-
guiera.
–¡Vamos! ¡Di lo que tengas que decir!
–Tanus, tú serías el más noble de los faraones que esta TaMeri, esta madre tierra, pudie-
ra conocer en mil años. Tú, con mi ama Lostris a tu lado, podrías devolver la grandeza a esta
tierra y a su pueblo. Llama a tu escuadra y conduce a tus hombres hasta donde duerme, sin
protección y vulnerable, ese faraón indigno. Mañana al alba ya podrías ser el gobernante del
Alto Egipto. Y el año que viene, por estas fechas, podrías haber vencido al usurpador y unido
los dos reinos. –Me puse en pie de un salto y le miré a la cara–. Tanus, señor de Harrab, tu
destino y el de la mujer a quien amas te aguarda. ¡Cógelo con tus fuertes manos de guerrero!
–Manos de guerrero, sí. –Las levantó–. Manos que han luchado por mi tierra madre y han
protegido a su legítimo faraón. No me haces un gran favor diciendo eso, viejo amigo. Estas no
son las manos de un traidor. Y mi corazón no es tampoco el corazón de un blasfemo, capaz de
destruir a un faraón y ocupar su lugar en el panteón.
Lancé un gemido de frustración.
–Serías el más grande de los faraones de los últimos quinientos años y, si la idea te ofen-
de, no tendrías necesidad de proclamar tu deidad. Te ruego que lo hagas por el bien de este
Egipto nuestro y por la mujer que ambos amamos.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¿Crees que Lostris amaría a un traidor del mismo modo que amó a un soldado y a un
patriota? Yo creo que no –aseguró, meneando la cabeza.
–Ella te amaría, sin importarle que... –empecé a decir, pero él me interrumpió.
–No podrás convencerme. Lostris es una mujer virtuosa y honorable. Como traidor y la-
drón yo no tendría derecho a su respeto. Y lo que es igualmente importante, si hiciera lo que
me sugieres, yo mismo no podría respetarme ni me consideraría digno de su dulce amor. Si en
algo valoras nuestra amistad, no vuelvas a tocar el tema. No tengo derecho alguno sobre la
doble corona, y jamás trataré de apropiármela. ¡Escúchame, Horus, y vuelve tu rostro si algu-
na vez quebranto este juramento!
El asunto estaba zanjado, conociendo tan bien como conocía a aquel papanatas testarudo
a quien quería con todo mi corazón. Estaba absolutamente convencido de lo que decía y no se
retractaría por nada del mundo.
–¿Entonces qué harás, maldito sea tu tozudo corazón? –pregunté, furioso–. Nada de lo
que digo tiene peso para ti. ¿Quieres afrontar esto solo? ¿De repente eres demasiado sabio
para seguir mis consejos?
–Estoy dispuesto a seguir tus consejos, siempre que sean sensatos. –Alargó una mano y
me obligó a sentarme a su lado–. Ven, Taita, ayúdanos. Ahora Lostris y yo te necesitamos más
que nunca. No nos abandones. Ayúdanos a encontrar el camino del honor.
–Me temo que ese camino no existe –suspiré, preso de emociones que giraban como un
trozo de madera atrapado en la crecida del Nilo–. Pero si renuncias a apropiarte de la corona,
no puedes quedarte aquí. Debes tomar a Lostris en tus brazos y llevártela lejos.
Tanus se quedó mirándome a la luz de la Luna.
–¿Abandonar Egipto? ¡No es posible que hables en serio! Éste es mi mundo. Este es el
mundo de Lostris.
–¡No! –le dije para tranquilizarle–. No es eso lo que tenía en mente. En Egipto hay otro
faraón. Un faraón que tiene necesidad de guerreros y de hombres honestos. Tú tienes mucho
que ofrecer a un faraón. Tu fama es tan grande en el Bajo Egipto como aquí, en Karnak. Lleva
a Lostris a bordo del Aliento de Horus y navega a toda vela hacia el norte. Ninguna nave te po-
drá alcanzar. Con este viento y esta corriente, dentro de diez días te podrás presentar en la
corte del faraón rojo, en Menfis, y jurarle lealtad a...
–¡Por Horus que sigues decidido a convertirme en un traidor! –me interrumpió–. ¿Que le
jure lealtad al usurpador, dices? ¿Entonces que hay de la lealtad que le juré al legítimo faraón
Mamosis? ¿Qué clase de hombre sería si fuera capaz de hacer el mismo juramento ante cada
faraón o renegado que se cruzara en mi camino? Un juramento no es algo con lo que se pueda
comerciar, Taita, se hace para toda la vida. Yo juré lealtad al legítimo faraón Mamosis.
–Este legítimo faraón es el mismo hombre que se casará con tu amada y que ordenará
que te cuelguen –señalé, y esta vez vi que dudaba.
–Tienes razón, por supuesto. No debemos permanecer en Karnak. Pero me niego a con-
vertirme en un traidor y a quebrantar mi solemne juramento, empuñando la espada contra mi
faraón.
–Tu sentido del honor es demasiado complicado para mí. –No pude evitar decirlo con sar-
casmo–. Sólo sé que va a convertirnos a todos en cadáveres. Me has dicho lo que te niegas a
hacer. Ahora dime lo que harás para salvarte y para rescatar de un horrible destino a mi ama
Lostris.
–Sí, viejo amigo, tienes todo el derecho del mundo a enfadarte conmigo. Yo te pedí ayu-
da y consejo. Y cuando me lo diste me burlé de ti. Te ruego que seas paciente. Sopórtame un
poco más. –Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro como el leopardo del zoológico del
faraón, murmurando en voz baja, meneando la cabeza y cerrando los puños, como si estuviera
a punto de pelearse con alguien.
Por fin se detuvo delante de mí.
–No estoy dispuesto a ser un traidor, pero no me queda más remedio que actuar como
un cobarde. Si Lostris está de acuerdo en acompañarme estoy dispuesto a huir. Me la llevaré
lejos de esta tierra que tanto amamos.
–¿Y adónde irás? –pregunté.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Sé que Lostris nunca podría vivir lejos del río que no sólo es la vida para ambos sino
que también es su dios. Debemos permanecer con Hapi el río. Eso nos deja abierta tan sólo
una dirección. –Levantó el musculoso brazo derecho y señaló el sur–. Seguiremos el curso del
Nilo hacia el sur, hasta las profundidades de África; nos internaremos en la tierra de Cuch. Via -
jaremos más allá de las cataratas, hasta la selva virgen en la que no ha entrado ningún hom -
bre civilizado. Allí, quizá, si los dioses son bondadosos, tallaremos otra TaMeri para nosotros.
–¿Quién os acompañará?
–Kratas, por supuesto, y aquellos de mis oficiales y hombres que estén dispuestos a la
aventura. Esta noche les hablaré. Serán cinco naves, quizás, y los hombres necesarios para
tripularlas. Debemos estar listos para zarpar al alba. ¿Quieres volver a la necrópolis a buscar a
Lostris?
–¿Y yo? –pregunté en voz baja–. ¿Me llevarás contigo?
–¿Tú? –preguntó riendo. Ahora que había tomado una decisión su ánimo remontó el vue-
lo, como el halcón que el puño enguantado lanza al aire–. ¿Estarías realmente dispuesto a
abandonar tu jardín y tus libros, tus obras de teatro y la construcción de templos? El camino
será peligroso y la vida dura. ¿Es verdaderamente eso lo que quieres, Taita?
–No podría permitir que fueras solo sin que mi mano sobre tu hombro te contuviera. ¿A
qué tonterías y peligros someterías a mi ama si yo no estuviera allí para guiarte?
–¡Vamos! – ordenó, dándome una palmada en la espalda–. Nunca dudé que vendrías con
nosotros. Y de todos modos, sé que Lostris se negaría a viajar sin ti. ¡Basta de cháchara! Te-
nemos que trabajar. Primero les contaremos a Kratas y a los demás lo que pensamos hacer
para que puedan elegir. Después tendrás que volver a la necrópolis a buscar a Lostris mientras
yo hago los preparativos para la partida. Una docena de mis mejores hombres te acompañará,
pero debemos apresurarnos. Ya es más de medianoche y hemos entrado en la tercera guardia.
Como tonto soñador que soy, estaba igual de excitado que él cuando nos apresuramos a
regresar al campamento. Tal era mi entusiasmo que consiguió obnubilar mi instinto de peligro.
Fue Tanus quien percibió el siniestro movimiento delante de nosotros y me tiró del brazo para
que nos ocultáramos detrás de un algarrobo.
–Una partida de hombres armados –susurró y sólo entonces noté el brillo de las espadas
de bronce. Debía de ser un grupo de unos treinta o cuarenta hombres.
–Bandidos quizás, o una partida del Bajo Egipto –gruñó Tanus, y hasta yo me alarmé al
ver los movimientos furtivos de aquellos hombres armados. En lugar de avanzar por el sendero
que llevaba al canal, se arrastraban campo a través, desplegándose para rodear el campamen-
to de Tanus, a orillas del río.
–¡Por aquí! –Con mirada certera, propia de un soldado, eligió un vado poco profundo. Co-
rrimos agachados hasta los límites del campamento en donde Tanus se irguió lanzando un gri-
to de alerta a sus hombres.
–¡A las armas! ¡A mí, los Azules! ¡A formar! –Era el grito de la Guardia de los Cocodrilos
Azules, que fue inmediatamente obedecido por los sargentos. Al instante el campamento se
puso al rojo vivo. Los hombres que dormían junto a las fogatas se levantaron de un salto para
coger las armas, mientras las tiendas de los oficiales se abrían como si los hombres que las
habitaban hubieran estado esperando, tensos, preparados para actuar a las órdenes de Tanus.
Corrieron a sus puestos, espada en mano y con Kratas a la cabeza.
Pese a saber que eran veteranos experimentados en la lucha, me sorprendió la rapidez
con que respondieron. En un abrir y cerrar de ojos ya se habían formado en falanges, protegi-
dos por los escudos y apuntando sus largas espadas hacia la amenazante oscuridad. La banda
de desconocidos que nos acechaba en la noche debió sorprenderse tanto como yo con esta
exhibición militar, porque, aun cuando en la penumbra seguían perfilándose las formas vagas
de muchos hombres y el brillo de sus espadas, la carga que esperábamos no se materializó.
En cuanto sus hombres estuvieron formados, Tanus les ordenó avanzar.
Con frecuencia habíamos discutido sobre las ventajas de la acción ofensiva sobre la de-
fensa y en aquel momento los escuadrones avanzaban, listos para cargar a la primera orden
de Tanus. Debió de ser un espectáculo aterrador para los hombres que esperaban en la oscuri-
dad, porque nos detuvo una voz en la que se percibía cierto pánico.
–¡No ataquéis! Somos hombres del faraón y venimos por orden suya.
75
Río sagrado Wilbur Smith
–¡Deteneos, Azules! – ordenó Tanus para evitar el avance amenazador y enseguida pre-
guntó–: ¿A qué faraón servís, al usurpador rojo o al verdadero rey?
–Servimos al verdadero faraón, al divino Mamosis, gobernante del Alto y Bajo Egipto. Yo
soy el mensajero del rey.
–Adelántate, mensajero del faraón que se arrastra en la noche como un ladrón. ¡Adelán -
tate y explica qué quieres! – invitó Tanus, pero dijo a Kratas en voz baja–: Prepárate para una
emboscada. El aire huele a traición. Que aviven las hogueras. Necesitamos luz para ver.
Ante una orden de Kratas, los soldados arrojaron ramas secas a las hogueras. Las llamas
crecieron iluminando la escena. El jefe de la extraña banda se adelantó y gritó:
–Mi nombre es Neter, el Mejor entre Diez Mil. Soy el comandante del cuerpo de guardia
del faraón. Llevo conmigo el sello del halcón para la detención y el arresto de Tanus, señor de
Harrab.
–¡Por Horus, este hombre miente! –gruñó Kratas–. Tú no eres un criminal. Esto es un in -
sulto para ti y para el regimiento. Da la señal de ataque y le meteré el sello del halcón en el
culo.
–¡Quieto! –le contuvo Tanus–. Escuchemos lo que este hombre tiene que decir. –Volvió a
levantar la voz–. Enséñanos el sello, capitán Neter.
Neter lo exhibió. Era una pequeña estatuilla de reluciente loza fina de color azul repre -
sentando un halcón real. El sello del halcón significaba la autoridad personal del faraón. Los ac-
tos del que la tuviera en su poder tenían la misma fuerza y validez que los del mismo faraón.
Bajo pena de muerte, ningún hombre podía cuestionar sus órdenes. Sólo respondía ante el fa -
raón el portador del sello.
–Soy Tanus, señor de Harrab –se presentó Tanus–. Reconozco el halcón real.
–¡Mi señor! –le apremió Kratas en un susurro–. No te presentes ante el faraón. Significa -
rá tu muerte segura. He hablado con los otros oficiales. El regimiento te respalda, en realidad
todo el ejército te respalda. Si nos das la orden, antes del nacimiento del nuevo día serás fara-
ón.
–Hago oídos sordos a tus palabras –contestó Tanus suavemente pero con una sutil ame-
naza en la voz que era más elocuente que cualquier grito colérico–. Pero sólo por esta vez,
Kratas, hijo de Maydum. La próxima vez que me hables de traición te entregaré al faraón con
mis propias manos.
Se volvió hacia mí y me llevó a un lado.
–Es demasiado tarde. Los dioses no aprueban nuestros planes. Debo confiarme al buen
sentido del faraón. Si él es verdaderamente un dios, podrá ver mi corazón y comprobará que
en él no hay maldad. –Me tocó el brazo y ese gesto fue para mí más significativo que el más
cálido de los abrazos–. Ve a ver a Lostris, dile lo que ha sucedido y por qué ha sucedido. Dile
que la amo y que, pase lo que pase, la seguiré amando durante esta vida y la otra. Dile que la
esperaré eternamente si es necesario.
Tanus envainó su espada y con las manos vacías se acercó al portador del halcón real.
–Estoy listo para cumplir los deseos del faraón –dijo simplemente.
A su espalda los hombres lanzaban silbidos y golpeaban los escudos con las espadas en
señal de desaprobación, pero Tanus se volvió con el ceño fruncido y con un gesto los mandó
callar. Se acercó a Neter. La guardia real le rodeó y juntos se encaminaron a la necrópolis por
el sendero del canal.
Cuando me alejé para seguir a Tanus a cierta distancia, en el campamento sólo queda-
ban jóvenes furiosos y amargados. Al llegar a la necrópolis, me encaminé directamente a los
aposentos de mi ama Lostris. Me entristeció encontrarlos desiertos, con excepción de tres de
sus sirvientas negras que con su habitual pereza y languidez guardaban la ropa de su ama en
un cofre de cedro.
–¿Dónde está vuestra ama? –pregunté, y la mayor y más insolente de ellas frunció la na-
riz y me contestó altivamente: «Donde ya no podrás alcanzarla, eunuco.» Las otras rieron ante
su aguda réplica. Todas estaban celosas de la relación que me unía con mi ama Lostris.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Contéstame como es debido o azotaré tu insolente trasero! –Ya lo había hecho ante-
riormente, así que la esclava cambió de actitud.
–La han llevado al harén del faraón, donde tú no tienes influencia. Aunque no tengas bo-
las, los guardias jamás te dejarán entrar al recinto de las mujeres reales.
Tenía razón, por supuesto, pero pese a todo debía intentarlo. Mi ama me necesitaba más
que nunca.
Tal como me temía, los guardias que vigilaban el harén del faraón no cedieron. Sabían
perfectamente quién era yo, pero tenían órdenes estrictas de no dejar entrar a ningún miem -
bro de la comitiva de Lostris, ni siquiera a los más cercanos a ella.
Me costó un anillo de oro, pero lo máximo que pude lograr, incluso por ese precio extra-
vagante, fue que uno de los guardias prometiera transmitirle mi mensaje. Lo escribí en un tro-
zo de papiro; era un débil intento de animarla. No me atrevía a contarle todo lo sucedido, ni el
peligro que corría Tanus. Ni siquiera pude mencionar el nombre del joven, sin embargo debía
tranquilizarla, asegurándole que contaba con su amor y protección. Como inversión, ese men-
saje no valía el precio que me vi obligado a pagar. Y lo más duro de todo fue enterarme de que
mi ama nunca recibió el mensaje. ¿No se puede confiar en nadie en este mundo pérfido?
Estaba escrito que no volvería a ver a Tanus ni a mi ama Lostris hasta la última noche
del festival de Osiris.
El festival finalizó en el templo del dios. Una vez más fue como si todo el pueblo de Tebas
se hubiera dado cita en los atrios. Entre el gentío y el calor resultaba prácticamente imposible
respirar.
Yo estaba agotado, pues no había podido pegar ojo durante dos noches consecutivas a
causa de la tensión y la preocupación. Además de la incertidumbre sobre el destino de Tanus,
mi señor Intef me había hecho responsable de los preparativos de la boda del faraón con su
hija, un deber que iba en contra de todos mis deseos. Por si fuera poco, estaba separado de mi
ama, algo que me resultaba insoportable. Ignoro cómo logré sobrevivir a tanto dolor. Hasta los
jóvenes esclavos se preocuparon por mí. Reconocían que jamás me habían visto tan demacra-
do y deprimido.
En dos ocasiones, durante el interminable discurso que pronunció el faraón desde el
trono, me tambaleé y estuve a punto de desmayarme. Pero, tras un enorme esfuerzo logré so-
breponerme mientras el faraón seguía diciendo tópicos y verdades a medias con las que trata -
ba de disfrazar el verdadero estado del reino y aplacar a la plebe.
Como era de esperar, en ningún momento se refirió directamente al faraón rojo del norte
o a la guerra civil en que estábamos inmersos, salvo con frases como «estos tiempos llenos de
problemas» o «la deserción y la insurrección». Sin embargo, después de haberle oído hablar
durante un rato, me di cuenta de que se estaba refiriendo a todos los temas mencionados por
Tanus en su declamación, e intentaba encontrarles remedio.
Es cierto que lo hacía con su habitual ineptitud e inseguridad, pero el solo hecho de que
hubiera tomado nota de lo dicho por Tanus me levantó el ánimo y empecé a escucharle con
atención. Me abrí camino entre la multitud para situarme donde pudiera ver mejor el trono; en
aquel momento el faraón hablaba de la desfachatez de los esclavos y del comportamiento poco
respetuoso de las clases más bajas de nuestra sociedad. Ése era otro de los temas menciona -
dos por Tanus y me resultó divertido escuchar la solución que proponía el faraón: «De ahora
en adelante, el propietario de un esclavo podrá ordenar que se castigue su insolencia con cin-
cuenta azotes, sin necesidad de recurrir al magistrado para que dicte sentencia.»
Sonreí al recordar que hacía doce años este mismo faraón había estado a punto de hun-
dir a la nación con otra proclama exactamente opuesta a ésta. Aún idealista en el momento de
su coronación, se propuso abolir la antigua y honorable institución de la esclavitud. Intentó li-
berar a todos los esclavos de Egipto y convertirlos en hombres libres.
Pese a haber transcurrido mucho tiempo, tanta incongruencia me resulta inconcebible.
Aun siendo yo esclavo, creo que la esclavitud y la servidumbre son las instituciones en las que
se apoya la grandeza de las naciones. La chusma no puede autogobernarse. Las tareas de go -
bierno sólo pueden confiarse a aquellos que han nacido y han sido educados para ello. La liber-
tad no es un deber sino un privilegio. Las masas necesitan ser gobernadas por una mano fuer -
te, pues sin control y dirección reinaría la anarquía. La monarquía absoluta, la esclavitud y la
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Río sagrado Wilbur Smith
servidumbre son los pilares de un sistema que nos ha permitido convertirnos en hombres civili-
zados.
Resultó instructivo comprobar que los mismos esclavos se rebelaban ante la perspectiva
de libertad. En aquella época yo era muy joven, no obstante también me alarmaba la posibili-
dad de tener que abandonar el refugio cálido y seguro de las habitaciones de los muchachos y
verme obligado a revolver la basura en busca de un trozo de pan junto a un montón de escla -
vos liberados. Un mal amo es mejor que nada.
Como es de suponer, el reino se sumió en el caos ante tal desatino. El ejército estuvo a
punto de rebelarse. Si en aquel momento el faraón rojo del norte hubiera aprovechado la opor-
tunidad, tal vez la historia se hubiera escrito de otro modo. En definitiva, nuestro faraón retiró
apresuradamente su propio decreto de manumisión y consiguió mantener su trono. Y ahora,
poco más de una década después, allí estaba, proclamando un aumento de castigos para los
esclavos descarados. Era algo tan típico de este faraón torpe e inseguro, que simulé secarme
la frente para disimular la primera sonrisa que había arrugado mi rostro en los dos últimos
días.
–En el futuro, se sancionará severamente la práctica de la automutilación para evitar el
servicio militar –continuó el faraón–. Cualquier joven que pretenda ser eximido por ese motivo
deberá comparecer ante tres oficiales del ejército, de los que por lo menos uno será un centu-
rión o un oficial de alto rango. –Esta vez mi sonrisa fue de aprobación. Por una vez el faraón
iba por buen camino. Me habría encantado ver a Menset y a Sobek exhibiendo su falta de pul-
gares ante algún duro veterano de las guerras del río. ¡Qué tierna compasión podrían esperar!
–La multa por esta ofensa será de mil anillos de oro–. ¡Por el protuberante vientre de Seth,
eso dejaría helados a los dos petimetres, y mi señor Intef no tendría más remedio que pagar la
multa!
Pese a mis preocupaciones, empezaba a sentirme un poco más animado cuando el faraón
continuó diciendo:
–A partir de hoy, será una ofensa punible entre cinco y diez anillos de oro que una prosti-
tuta ejerza su profesión en cualquier lugar público que no sean los destinados a tal propósito
por los magistrados. –Esta vez me costó no lanzar una carcajada. Indirectamente Tanus había
convertido en puritanos a todos los hombres de Tebas. Me pregunté cómo recibirían aquella in-
jerencia en su vida los marineros y soldados que estaban de permiso. El período de lucidez del
faraón había sido de corta duración. Cualquier tonto sabe que es una estupidez tratar de legis-
lar en lo referente a las flaquezas sexuales de los hombres.
A pesar de mis dudas sobre la sabiduría de los remedios hallados por el faraón, seguía
siendo presa de una trémula excitación. Era evidente que el faraón había tomado con seriedad
todos los puntos expuestos por Tanus. Me pregunté si a pesar de ello sería capaz de condenar-
le por sedición.
Pero el faraón todavía no había terminado.
–Se me ha advertido de que ciertos funcionarios del Estado han abusado de la confianza
y de la fe que he depositado en ellos. Los funcionarios relacionados con la recaudación de im-
puestos y la gestión de los fondos públicos tendrán que dar cuenta del dinero puesto a su cui-
dado. Aquellos que sean declarados culpables de malversación de fondos o de corrupción, se -
rán sumariamente sentenciados a morir en la horca. –El pueblo se conmovió y suspiró con in -
credulidad. ¿Sería cierto que el faraón trataría de poner freno a los recaudadores de impues -
tos?
Entonces, desde la parte trasera del vestíbulo alguien gritó: –¡El faraón es grande! ¡Viva
el faraón! –Todos los presentes le corearon y muy pronto en el templo resonaban los vítores.
Aquel espontáneo aplauso debió de ser algo poco habitual para el faraón. Aun desde donde yo
me encontraba, a gran distancia del trono, pude distinguir su embelesamiento. Su expresión
lúgubre se iluminó y tuve la sensación de que la doble corona le pesaba menos. Esto aumenta-
ba las posibilidades de que Tanus escapara de la horca.
Cuando los vítores por fin se acallaron, fiel a su estilo tan particular, el faraón continuó
hablando y echó por tierra el apoyo popular logrado hasta el momento.
–El gran visir, merecedor de toda mi confianza, el noble señor Intef quedará a cargo de
la investigación del servicio de funcionarios civiles, con plenos poderes de búsqueda y arresto,
de vida y muerte. –Hubo un levísimo aplauso para acoger tal nombramiento, que yo utilicé
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Río sagrado Wilbur Smith
para camuflar una risita irónica. El faraón enviaba a un leopardo hambriento a contar las aves
de su corral. ¡Qué entretenimiento sería para mi señor Intef moverse entre los tesoros reales y
qué redistribución de la riqueza de la nación tendría lugar con mi amo llevando las cuentas y
ordeñando los ahorros secretos de los recaudadores de impuestos!
Con su habitual torpeza en el manejo del timón, el faraón tenía el raro talento de hacer
naufragar o de estrellar contra las rocas los más nobles sentimientos e intenciones. Me pre-
gunté qué otra locura cometería antes de terminar de hablar y no tuve que esperar mucho
para saberlo.
–Hace tiempo que me preocupa que en el reino existan bandoleros que ponen en grave
peligro la vida y las propiedades de los ciudadanos. Ya había decidido encargarme de este
asunto en el momento indicado. Sin embargo, el tema se me acaba de exponer de una manera
tan equivocada, inoportuna y extemporánea que lleva consigo el olor de la sedición. Se hizo
bajo la dispensa del festival de Osiris. Pero esa dispensa no implica el perdón para la traición ni
para el crimen de la blasfemia, un ataque contra la persona y la divinidad del faraón. –El fara -
ón hizo una pausa significativa. Era evidente que se refería a Tanus y no pude menos que vol -
ver a dudar de su buen juicio. Un faraón fuerte nunca explicaría sus motivos al pueblo, ni bus-
caría la aprobación de sus decisiones. Simplemente habría pronunciado sentencia, terminando
así con el asunto–. Hablo, por supuesto, de Tanus, señor de Harrab, que interpretó el papel del
gran dios Horus en la obra de teatro en memoria de Osiris. El señor de Harrab ha sido arresta -
do por sedición. Las opiniones de mis consejeros están divididas en lo que respecta a su culpa -
bilidad. Algunos opinan que se le debe condenar a la pena máxima. –Miré a mi señor Intef, de
pie bajo el trono, y vi que desviaba la mirada, lo cual confirmó lo que yo ya sabía, que era el
cabecilla de los que deseaban ver ejecutado a Tanus–. Otros creen que esa declamación del
festival estuvo inspirada por las fuerzas divinas y que lo que escuchamos no fue la voz de Ta-
nus, señor de Harrab, sino la verdadera voz del dios Horus. De ser así, es evidente que no
puede haber culpa en el mortal por medio del cual decidió hablar el dios.
El razonamiento era justo, pero ¿qué faraón digno de la doble corona se rebajaría a dar
explicaciones a aquella horda de soldados y marineros, labradores y comerciantes, obreros y
esclavos, casi todos todavía bajo los efectos del vino y de la juerga? Mientras se me cruzaba
ese pensamiento, el faraón dio una orden al capitán de su guardia. Reconocí en él a Neter, el
oficial que arrestó a Tanus. Neter se alejó con paso firme y a los pocos instantes regresó con
Tanus.
Mi corazón latió apresuradamente cuando vi a mi amigo, y el júbilo y la esperanza me
inundaron al ver que no iba maniatado ni llevaba cadenas en los tobillos. Aunque no estaba ar-
mado ni lucía las insignias de su rango militar y vestía un sencillo shenti blanco, caminaba con
su acostumbrada dignidad y su paso elástico. Aparte de la herida ya casi cicatrizada de la fren-
te, resultado de su lucha con Rasfer, no tenía marcas en el cuerpo. No lo habían azotado ni
torturado y mi optimismo creció. No lo trataban como a un condenado.
Mis esperanzas se desmoronaron al poco rato. Tanus hizo su reverencia ante el trono
pero, cuando volvió a ponerse en pie, el faraón le miró con expresión severa y habló sin rastro
de piedad en la voz.
–Tanus, señor de Harrab, se te acusa de traición y sedición. Yo te considero culpable de
ambos crímenes. Te sentencio a morir en la horca, el castigo reservado a los traidores.
Cuando Neter colocó la soga de hilo con el nudo corredizo alrededor del cuello de Tanus,
el pueblo lanzó una exclamación de angustia. Una mujer gritó y pronto el templo resonó con
los lamentos de las plañideras. Jamás una sentencia a muerte había sido recibida de aquella
manera. Nada podía demostrar mejor el amor del pueblo por Tanus. Yo gritaba con ellos y las
lágrimas caían como cascada sobre mi pecho.
Los guardias del faraón se precipitaron sobre la multitud, golpeándola con sus largas es-
padas en un intento de silenciarlos. Todo fue en vano y yo alcé mi voz, gritando:
–¡Piedad, bondadoso faraón! ¡Piedad para el noble Tanus!
Uno de los guardias me golpeó la cabeza y caí al suelo casi inconsciente, pero mi grito
fue recogido por los demás.
–¡Piedad, te rogamos, oh divino Mamosis! –Fue necesario que los guardias renovaran sus
esfuerzos para restaurar en parte el orden, pero algunas mujeres seguían sollozando.
Sólo cuando el faraón habló de nuevo volvió a reinar el silencio.
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Río sagrado Wilbur Smith
–El condenado se ha quejado del estado del reino. Ha pedido al trono que erradique las
bandas de ladrones que hacen estragos en nuestra tierra. El condenado ha sido llamado héroe
y muchos afirman que es un excelente guerrero. Si es cierto, ¿quién mejor que él para llevar a
cabo las medidas que exige?
La gente estaba confusa y silenciosa y yo me sequé las lágrimas de la cara con el ante-
brazo mientras esperaba las siguientes palabras del faraón.
–Por lo tanto, la sentencia de muerte queda suspendida por dos años. Si al pronunciar su
discurso sedicioso el condenado realmente estaba inspirado por el dios Horus, sin duda el dios
le asistirá en la tarea que ahora le encomiendo.
El silencio era profundo. Nadie parecía comprender lo que acababa de oír; la esperanza y
la desesperación llenaban mi alma en igual medida.
A una señal del faraón, uno de los ministros de la corona se acercó y le presentó una
bandeja sobre la que había una pequeña estatuilla azul. El faraón la elevó y anunció:
–Hago entrega al señor de Harrab del halcón, sello de los faraones. Bajo el auspicio de
este sello podrá reclutar todos los hombres y el material de guerra que considere necesarios
para esta empresa. Podrá utilizar los medios que prefiera y nadie deberá impedírselo. Durante
dos años será el hombre del rey y sólo responderá ante el rey. Al finalizar el plazo, el último
día del próximo festival de Osiris, Tanus, señor de Harrab, volverá a presentarse ante el trono
luciendo alrededor del cuello el nudo corredizo de la muerte. Si ha fracasado en su tarea, el
nudo se ajustará y será ahorcado en el mismo lugar en que ahora se encuentra. Si ha comple-
tado su tarea, yo, el faraón Mamosis, le quitaré el nudo corredizo con mis propias manos y lo
reemplazaré por una cadena de oro.
Todos seguíamos inmóviles, observando fascinados al faraón cuando hizo un gesto con el
cayado y el azote.
–Tanus, señor de Harrab, te encargo la tarea de erradicar del Alto Egipto a las bandas de
ladrones y bandidos que siembran el terror en esta tierra. En el plazo de dos años restaurarás
el orden y la paz en el Alto Egipto. ¡Si fracasas, perecerás!
La multitud lanzó un rugido salvaje, parecido al ruido de las olas al chocar contra la costa
rocosa. Aunque ellos vitoreaban yo me lamentaba. La tarea impuesta por el faraón era dema-
siado grande para que un mortal pudiera llevarla a cabo. La sombra de la muerte seguía cer-
niéndose sobre la cabeza de Tanus. Sabía que a los dos años mi amigo moriría exactamente en
el lugar en que ahora estaba, joven, alto y orgulloso.
Desamparada como una huérfana perdida, Lostris estaba sola en medio de la multitud,
con el río que era su dios detrás y un mar de rostros delante. La larga vestidura de hilo que le
caía hasta los tobillos había sido teñida con jugo de crustáceos del color del vino más fino, un
color que proclamaba que era virgen. El pelo suelto, suave, oscuro y brillante como si ardiera
con un fuego interior, le caía hasta los hombros. Sobre los rizos resplandecientes lucía la coro-
na nupcial tejida con largos tallos de nenúfares. Los capullos eran de un azul oscuro casi irreal
con golas del oro más claro.
Su rostro estaba tan blanco como la harina recién molida. Sus ojos grandes y oscuros me
recordaban a la pequeña a quien, con tanta frecuencia, había despertado para arrancarla de
las garras de una pesadilla; entonces encendía la lamparilla de aceite y me sentaba junto a su
cama hasta que se volvía a dormir, pero esta vez no podía ayudarla porque la pesadilla era
una realidad.
Tampoco podía consolarla porque, al igual que los días anteriores, la rodeaban los sacer-
dotes y la guardia del faraón, que me impedían acercarme a ella. Había perdido para siempre a
mi pequeña y me resultaba insoportable.
Los sacerdotes habían construido el palio matrimonial de cañas sobre la ribera del Nilo y
allí estaba Lostris, esperando que su novio fuera a reclamarla. A su lado estaba el padre, con
el Oro de las Alabanzas brillando alrededor del cuello y la sonrisa de la cobra en los labios.
El augusto novio llegó por fin, al son del solemne retumbar de los tambores y la música
de las trompetas; para mí, aquella marcha nupcial era el sonido más triste de la Tierra.
El faraón lucía la corona nemes y llevaba el cetro, pero tras tanta pompa y emblemas
reales seguía siendo un pequeño anciano de vientre protuberante y rostro triste. No pude me-
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Río sagrado Wilbur Smith
nos que pensar en el novio que podía haber estado junto a mi ama bajo el dosel si los dioses
hubieran sido más bondadosos.
Los ministros y altos funcionarios del faraón le rodeaban tan estrechamente que me im-
pedían ver a la novia. Aunque me había encargado de todos los detalles de la ceremonia había
sido excluido de la boda y sólo pude vislumbrar fugazmente a Lostris.
El alto sacerdote de Osiris lavó las manos y los pies de ambos contrayentes con agua re-
cién extraída del Nilo para simbolizar la pureza de la unión. Después el faraón partió un trozo
del pan ritual y se lo ofreció en prenda a la novia. Alcancé a ver fugazmente la cara de mi ama
cuando le colocó el trozo de pan entre los labios. No conseguía masticar ni tragar y lo mantuvo
en la boca como si se tratara de una piedra.
Una vez más la perdí de vista; entonces oí el ruido de la jarra vacía que había contenido
el vino matrimonial y que el novio hizo trizas con la espada y supe que todo había terminado y
que Lostris había quedado definitivamente fuera del alcance de Tanus.
La multitud que permanecía en pie bajo el dosel se apartó y el faraón se adelantó para
presentar a su nueva esposa al pueblo, que demostró su amor por Lostris con un coro de adu -
laciones que continuó hasta que me silbaron los oídos y sentí que me mareaba.
Estaba deseando salir de allí e ir en busca de Tanus. Aunque estaba en libertad no había
asistido a la ceremonia. Era quizás el único hombre de Tebas que aquel día no se había acerca-
do a la orilla del río. Yo sabía que, donde quiera que estuviese, me necesitaba tanto como yo a
él. El único alivio que cualquiera de los dos podía encontrar en aquel día tan trágico, era la
compañía del otro. Sin embargo, me resultaba imposible alejarme de allí. Tenía que permane-
cer hasta el último momento.
Por fin, mi señor Intef se adelantó para despedirse de su hija. Se hizo un silencio cuando
la abrazó.
Lostris parecía un cadáver. Los brazos le colgaban inertes y su rostro estaba pálido como
la muerte. El señor Intef la abrazó y luego, conservando una mano de Lostris en la suya, se
volvió hacia la congregación para ofrecer a su hija el regalo ritual. Por tradición, ese regalo se
hacía a la novia independientemente de la dote que pasaba directamente a manos del esposo.
Sin embargo, sólo la nobleza observaba esta costumbre, cuya finalidad era proporcionar a la
esposa una renta independiente.
–Ahora que te alejas de mi casa y de mi protección para dirigirte a la casa de tu esposo,
te doy el regalo de despedida para que siempre me recuerdes como el padre que te amó. –
Pensé con amargura que las palabras eran poco apropiadas. Mi señor Intef jamás amó a ser
viviente alguno. Pero él continuó recitando la antigua fórmula como si pintara sus sentimien-
tos–. Pídeme lo que desees, hija querida. No te negaré nada en este día jubiloso.
Era habitual que antes de la ceremonia, padre e hija se pusieran de acuerdo con respecto
al regalo. Sin embargo, en este caso, mi señor Intef le había dicho claramente a su hija lo que
tenía derecho a pedir. El día anterior, antes de comunicar su decisión a Lostris, me hizo el ho-
nor de conversar conmigo sobre el asunto.
–No quiero ser extravagante pero, por otra parte, tampoco quiero parecer avaro a los
ojos del faraón –dijo pensativo–. Digamos dos mil anillos de oro y cincuenta feddan de tierra...
lejos del río.
Pude convencerle de que cinco mil anillos de oro y cien feddan de tierra de regadío eran
un regalo más acorde con una boda real. Siguiendo sus instrucciones, yo ya había redactado el
acta de cesión de las tierras y apartado el oro de un depósito secreto que mi amo mantenía
oculto a los recaudadores de impuestos.
El asunto estaba arreglado. Sólo faltaba que Lostris lo pidiera ante el novio y todos los
invitados a la boda. Pero ella permanecía pálida, silenciosa y retraída, como si no viera ni oye -
ra lo que sucedía a su alrededor.
–Habla, hija. ¿Qué deseas de mí? –La voz paternal y cariñosa de mi señor Intef se estaba
poniendo tensa, y sacudió la mano de su hija, como para despertarla–. ¡Vamos! Dile a tu pa -
dre qué puede hacer para completar este día tan feliz.
Lostris se movió levemente, como si despertara de una horrible pesadilla. Miró a su alre-
dedor con los ojos llenos de lágrimas que pugnaban por salir. Abrió la boca para hablar, pero
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de su garganta sólo surgió un sonido parecido al grito débil de un pájaro herido. Volvió a cerrar
los labios y sacudió la cabeza en silencio.
–¡Vamos, criatura! ¡Habla! –A mi señor Intef le costaba mantener la expresión de afecto
paternal–. Nombra tu regalo de bodas y yo te lo daré, sea lo que fuere.
Pese a estar tan lejos, pude notar el esfuerzo que tuvo que hacer Lostris para hablar.
Pero su petición resonó sobre nuestras cabezas, clara como la música de la lira. Entre la multi -
tud no podía haber un alma que no hubiera oído cada palabra que pronunció.
–Como regalo de bodas te pido que me des al esclavo Taita.
Mi señor Intef retrocedió como si le acabaran de clavar una daga en el vientre. Miró a su
hija, estupefacto, abriendo y cerrando la boca sin que de ella surgiera sonido alguno. Sólo él y
yo sabíamos el valor del regalo que Lostris le pedía. Ni siquiera él, con la fortuna y los tesoros
reunidos a lo largo de toda una vida, podía permitirse un regalo de esa magnitud.
Se recuperó enseguida. Su expresión volvió a ser tranquila y benigna, aunque tenía los
labios muy tensos.
–Eres demasiado prudente, hija querida. Un esclavo no es un regalo adecuado para la
esposa del faraón. No soy tan avaro. Preferiría que aceptaras algo de verdadero valor, dos mil
anillos de oro y ...
–Siempre has sido generoso conmigo, padre, pero ahora sólo quiero a Taita.
Mi señor Intef esbozó una sonrisa blanca: dientes blancos, labios blancos y furia blanca.
Siguió mirando a Lostris pero me di cuenta de que su mente trabajaba a toda velocidad.
Yo era la más valiosa de todas sus posesiones. No sólo por mi extraordinario talento, sino
porque además conocía a la perfección todos y cada uno de sus asuntos. Conocía a cada espía
de su red, a todos los que le habían chantajeado, así como a los que habían sido chantajeados
por él. Sabía qué favores se destacaban en cada cuenta, cuáles quedaban aún sin arreglar y
qué agravios faltaba saldar.
Conocía la larga lista de todos sus enemigos; conocía a aquellos a quienes consideraba
sus amigos y aliados, una lista mucho más corta. Sabía dónde ocultaba cada pepita de oro de
su vasto tesoro, quiénes eran sus banqueros, sus agentes y sus testaferros, y cómo había lo -
grado mantener oculta la extensa propiedad de tierras y enormes cantidades de gemas y me-
tales preciosos en el laberinto legal de títulos, actas y servidumbres. Toda aquella información
haría las delicias de los recaudadores de impuestos y obligaría al Faraón a revisar la opinión
que le merecía su gran visir.
Dudo que sin mi asistencia, el mismo señor Intef lograra recordar y seguir el rastro de su
enorme fortuna. Sin mí, le resultaría imposible controlar y ordenar su creciente y sombrío im -
perio, de cuyos aspectos más desagradables se había mantenido alejado. Prefería enviarme a
mí para que me encargara de detalles que, en caso de ser descubiertos, lo pondrían en una di-
fícil situación.
De manera que yo conocía mil oscuros secretos y mil actos de malversaciones y extor-
sión, de robos y asesinatos sangrientos que podrían destruir a un hombre, aunque se tratara
de alguien tan poderoso como el gran visir.
Yo era indispensable. No podía permitir que me alejara. Pero, delante del faraón y de
toda la población de Tebas, no podía negarse a la petición de Lostris.
Mi señor Intef es un hombre lleno de ira y de odio. Le he visto tan iracundo que hasta
Seth, el dios de la cólera, debió sobresaltarse y tomar nota. Pero jamás le había visto tan fu-
rioso como en aquel momento en que su hija le tenía acorralado.
–Que se adelante el esclavo Taita –ordenó; comprendí que se trataba de un ardid para
ganar tiempo. Avancé con la mayor rapidez hasta el pie del estrado matrimonial para que no
tuviera tiempo de tramar su próxima maldad.
–¡Aquí estoy, mi señor! –exclamé y clavó en mí sus ojos mortíferos. Hemos estado tanto
tiempo juntos que puede hablarme con la mirada casi con la misma claridad que si lo hiciera
con palabras. Me miró en silencio hasta que mi corazón comenzó a latir aceleradamente y mis
dedos temblaron de miedo, pero finalmente habló en un tono suave, casi afectuoso.
–Has estado conmigo desde que eras niño, Taita. He llegado a considerarte más un her-
mano que un esclavo. Sin embargo, ya has oído a mi hija. Soy, por naturaleza, un hombre jus-
to y bondadoso. Después de tantos años sería inhumano que te regalara contra tu voluntad.
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Río sagrado Wilbur Smith
Sé que no es común que un esclavo pueda dar su opinión acerca de su propio destino, pero tus
circunstancias son sin duda poco habituales. Elige, Taita. Si deseas permanecer en tu casa, en
el único hogar que has conocido en la vida, no puedo cometer la crueldad de enviarte lejos. Ni
siquiera a petición de mi propia hija. –En ningún momento apartó sus ojos de mí, esos terri -
bles ojos amarillos. No soy un cobarde, pero cuido de mi seguridad. Comprendí que estaba mi-
rando los ojos de la muerte y no pude pronunciar palabra.
Aparté mis ojos de los suyos y miré a mi ama Lostris. En su rostro vi tal expresión de sú-
plica, tanta soledad y terror que mi propia seguridad dejó de tener importancia. No podía
abandonarla en aquel momento, no la abandonaría a ningún precio ni bajo ninguna amenaza.
–¿Cómo va a negarse un pobre esclavo a los deseos de la esposa del faraón? Estoy dis-
puesto a cumplir la voluntad de mi nueva ama –exclamé a voz en grito con la esperanza de
que mi voz sonara viril y no aguda como sonaba a mis propios oídos.
–¡Ven, esclavo! –ordenó mi nueva ama–. ¡Ocupa tu lugar detrás de mí!
Al subir a la plataforma, me vi obligado a pasar junto a mi señor Intef. Sin apenas mover
los labios blancos y tensos dijo, con voz tan baja que sólo yo pude oírlo.
–Adiós, viejo amigo. Eres hombre muerto.
Me estremecí como si una cobra venenosa se hubiera cruzado en mi camino y me apre -
suré a ocupar mi lugar en la comitiva de mi ama, como si realmente creyera que podría encon-
trar seguridad bajo su protección.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Ya sé lo que te propones, pero no lograrás nada con tus bellas palabras. Me voy a suici -
dar. Te ordeno que me prepares un veneno.
–No estoy versado en la ciencia de los venenos, señora. Lostris cortó en seco mis excu-
sas.
–Muchas veces te he visto administrar veneno a un animal que sufre. ¿No recuerdas tu
viejo perro, el que tenía abscesos en los oídos? ¿Ni a tu gacela, la que fue herida por el leopar -
do? Me dijiste que aquel veneno era indoloro, que con él la muerte era lo mismo que quedarse
dormido. Bueno, yo quiero quedarme dormida, y que me embalsamen e ir al otro mundo para
esperar allí a Tanus.
Debía intentar otros métodos de persuasión.
–¿Y qué me sucederá a mí, señora? Acabas de tomar posesión de mí. ¿Cómo vas a aban -
donarme? ¿Qué será de mí sin ti? Te ruego que tengas piedad. –Noté que vacilaba y creí haber
vencido, pero ella alzó el mentón con aire decidido.
–Tú estarás bien, Taita. Tú siempre estarás bien. Cuando yo haya muerto, mi padre te
volverá a recibir con alegría.
–¡Por favor, mi pequeña! –En un último intento de convencerla, utilicé el término cariño-
so de su infancia–. Hablemos de eso por la mañana. Cuando salga el sol, todo será distinto.
–Será igual –me contradijo–. Estaré separada de Tanus y ese viejo arrugado me llamará
a su cama para hacerme cosas horribles. –Había alzado tanto la voz que podría ser oída por el
resto de las integrantes del harén. Por fortuna, la mayoría todavía estaban en el banquete de
bodas, pero me estremecí ante la posibilidad de que alguien le repitiera al faraón la descripción
que acababa de hacer.
Un dejo de histeria agudizó aún más la voz de mi ama.
–Prepárame la poción venenosa ahora mismo, mientras yo te observo. ¡Te ordeno que lo
hagas! ¡No te atrevas a desobedecerme! –Lo dijo en voz tan alta que hasta los guardias de las
puertas exteriores debieron de oírla y no me atreví a seguir discutiendo.
–Está bien, ama. Lo haré. Pero debo ir a mis habitaciones a buscar el cofre de las medici-
nas.
Cuando regresé con el cofre bajo el brazo, se había levantado y paseaba por el aposento
con ojos relucientes.
–Te estoy mirando. No trates de engañarme –me advirtió mientras preparaba la droga de
la botella carmesí. Ella sabía que el color rojo quería decir que el contenido era mortal.
Cuando le di la escudilla no demostró el menor temor y sólo se detuvo para besarme la
mejilla.
–Has sido padre y hermano a la vez para mí. Te agradezco este último acto de bondad.
Te quiero, Taita, te extrañaré.
Alzó la escudilla con ambas manos como si se tratara de una bebida ceremonial en lugar
de una poción venenosa.
–Tanus, mi amor –brindó–, nunca lograrán separarme de ti. ¡Nos volveremos a encontrar
en el otro mundo! –Bebió todo el contenido de la escudilla y después la dejó caer al suelo para
que se hiciera trizas. Finalmente lanzó un suspiro y se desplomó sobre la cama.
–Ven, siéntate a mi lado –pidió–. Tengo miedo de morir sola.
Como tenía el estómago vacío, el efecto de la droga fue casi instantáneo. Sólo tuvo tiem-
po para susurrar:
–Vuelve a decirle a Tanus cuánto le he amado. Hasta las puertas de la muerte y más allá.
–Entonces cerró los ojos y se desmayó.
Se quedó tan quieta y pálida que por un momento me alarmé, temeroso de haber calcu-
lado mal el poder del shepenn rojo con el que había sustituido la esencia mortífera del Datura
Pod. Sólo me tranquilicé al acercarle un espejo de bronce a la boca y comprobar que se empa-
ñaba. La cubrí con suavidad y traté de convencerme de que por la mañana se resignaría a es-
tar viva y me perdonaría.
En aquel momento llamaron a la puerta de la antecámara y reconocí la voz de Atón, el
chambelán real. Atón era otro eunuco, un integrante muy especial de la hermandad de los cas-
trados, así que podía contar con su amistad. Me apresuré a ir a su encuentro.
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Río sagrado Wilbur Smith
–He venido a buscar a tu pequeña ama para el placer del faraón, Taita –me dijo con su
voz afeminada, incongruente en una persona tan robusta. Había sido castrado antes de la pu-
bertad–. ¿Está preparada?
–Ha habido un pequeño contratiempo –expliqué y le hice pasar para que viera personal-
mente a Lostris.
Al ver el estado en que se encontraba mi ama, Atón infló las mejillas, consternado.
–¿Qué le diré al faraón? –preguntó–. Me hará azotar. Me niego a darle la noticia. Esa mu -
jer es responsabilidad tuya. Debes responder ante el faraón y soportar su ira.
No era un deber que me resultara particularmente grato, pero la angustia de Atón era
auténtica; por lo menos yo tenía mi estatus de médico que me protegería en parte de las frus-
tradas expectativas del faraón. A regañadientes, acepté acompañarle hasta el dormitorio real.
Pero antes me aseguré de que mi ama quedaba al cuidado de una de las esclavas mayores y
de más confianza, pues no quería dejarla sola.
El faraón se había quitado la corona y la peluca. La cabeza afeitada estaba tan desnuda y
blanca como un huevo de avestruz. Hasta yo me sobresalté al verlo, y me pregunté cómo ha-
bría reaccionado mi señora ante aquel espectáculo.
Dudo que hubiese aumentado su ardor o la opinión que le merecía.
El faraón parecía tan sorprendido de verme como lo estaba yo al verlo a él. Nos miramos
fijamente durante algunos instantes, antes de arrodillarme ante él.
–¿Qué sucede, Taita? Yo mandé a buscar otra...
–Misericordioso faraón, en nombre de mi ama Lostris vengo a rogar tu comprensión y tu
indulgencia. –Me lancé a una inquietante descripción del estado en que se encontraba mi ama,
intercalando oscura terminología médica y explicaciones dirigidas a mitigar el apetito real. Atón
permanecía a mi lado, asintiendo enfáticamente para corroborar todo lo que yo decía.
Estoy seguro de que mi artimaña no habría dado resultado con un novio joven y vigoro-
so, ansioso por consumar su matrimonio, pero Mamosis era un macho viejo. Sería imposible
enumerar a todas las mujeres hermosas que, a lo largo de treinta años, habían disfrutado de
sus servicios. Colocadas en fila india probablemente darían varias vueltas a la ciudad de Tebas.
–Majestad –Atón por fin interrumpió mis explicaciones–, con tu permiso, enviaré a buscar
otra acompañante para esta noche. Tal vez la joven asiática con ese control poco común sobre
su...
–No, no –contestó el faraón–. Ya habrá tiempo cuando la criatura se recupere de su in-
disposición. Y ahora déjanos solos, chambelán. Quiero hablar de otro asunto con el doctor...,
es decir, con este esclavo.
En cuanto estuvimos solos, el faraón se levantó el shenti para enseñarme el vientre.
–¿A qué crees que se debe esto, doctor? –me preguntó.
Examiné el sarpullido que adornaba su vientre prominente y comprobé que se trataba de
vulgar tiña. Algunas de las esposas reales se lavaban con menos frecuencia de la deseable en
nuestro clima caluroso. He notado que la suciedad y las picazones contagiosas casi siempre
van juntas. Posiblemente al faraón le había contagiado alguna de ellas.
–¿Es peligroso? ¿Me puedes curar, doctor? –El temor nos convierte a todos en plebeyos.
En aquel momento se dirigía a mí como lo haría cualquier otro paciente.
Después de pedirle permiso, fui a mis habitaciones a buscar mi cofre. A mi regreso orde -
né que se tumbara en el ornamentado lecho de oro con incrustaciones de marfil y le masajeé
el círculo rojo e inflamado del vientre con un ungüento. Le dije que el medicamento era de mi
invención y le aseguré que en el término de tres días estaría curado.
–En gran medida eres responsable de que me haya casado con esa criatura que es tu
nueva ama –me dijo mientras yo trabajaba–. Tu ungüento tal vez cure mi sarpullido, pero
¿crees que el otro tratamiento me proporcionará un hijo varón? –preguntó–. Éstas son épocas
difíciles. Debo tener un heredero antes de que transcurra otro año. La dinastía está en peligro.
A nosotros, los médicos, no nos gusta garantizar las curaciones; lo mismo les sucede a
los abogados y a los astrólogos. Mientras trataba de ganar tiempo, él mismo me proporcionó la
salida que buscaba.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Ya no soy un hombre joven, Taita. Eres médico, así que te lo puedo decir. Mi arma ha
participado en muchas batallas. Su hoja ya no está tan afilada como antes. Últimamente me
ha fallado cuando más la necesitaba. ¿No tendrás algo en tu cofre que endurezca el tallo debi -
litado del lirio?
–Me alegra que lo comentes conmigo, faraón. A veces los dioses actúan de forma miste-
riosa. –Antes de continuar, ambos hicimos el gesto que ahuyenta la maldad–. Tu primer en-
cuentro con mi ama virgen debe ser perfectamente ejecutado. Un fallo frustraría nuestros es-
fuerzos. Sólo hay una oportunidad; la primera unión debe tener éxito. Si hubiera que volver a
intentarlo, correríamos el riesgo de que volvieras a ser padre de otra niña. –Mis conocimientos
médicos no me autorizaban a hacer un diagnóstico semejante. Pero ambos nos pusimos serios,
él más que yo.
Levanté el dedo índice.
–De haberlo intentado esta noche... –No dije más, pero hice un ademán con el dedo y
meneé la cabeza–. No, es una suerte que los dioses nos hayan dado otra oportunidad.
–¿Qué debemos hacer? –me preguntó con ansiedad; permanecí largo rato en silencio,
arrodillado junto a su cama y profundamente pensativo.
Me resultaba difícil disimular el alivio que sentía. Durante el primer día del matrimonio de
mi ama estaba adquiriendo una posición de influencia con el faraón y se me acababa de ofre-
cer una excusa perfecta para mantener intacta su virginidad por lo menos durante un tiempo.
Tal vez el suficiente para prepararla al impacto brutal de su primer acto de procreación con un
hombre al que no amaba y que le resultaba físicamente desagradable. Me dije que si manejaba
la situación con inteligencia tal vez pudiera alargar indefinidamente ese período de gracia.
–Puedo ayudarte, majestad, pero exigirá un poco de tiempo. No será tan fácil como curar
este sarpullido. –Mi mente trabajaba a toda velocidad. Debía exprimirla hasta la última gota–.
Tendremos que iniciar una dieta muy estricta.
–No más testículos de toro, te lo ruego!
–Creo que ya has comido bastantes. Pero tendremos que caldearte la sangre y endulzar
tus fluidos de reproducción para el feliz evento. Leche de cabra, leche de cabra tibia con miel
tres veces por día, y por supuesto las pociones especiales que te prepararé a base de cuerno
de rinoceronte y raíz de mandrágora.
El faraón parecía aliviado.
–¿Estás seguro de que dará resultado?
–Hasta ahora no ha fallado nunca, pero hay otra medida esencial.
–¿De qué se trata? –Su alivio se evaporó y se irguió alarmado para mirarme con ansie -
dad.
–Abstinencia completa. Debemos permitir que el miembro real descanse y recupere toda
su fuerza y vigor. Durante un tiempo debes prescindir del harén y sus placeres. –Lo dije con el
aire dogmático del médico que no debe ser contradicho, porque era la manera más segura de
garantizar que mi ama Lostris no fuera tocada. Pero me preocupaba la posible reacción del fa-
raón. Podía montar en cólera ante la idea de que se le negaran sus placeres conyugales. Tam -
bién podía rechazarme, en cuyo caso habría perdido los favores que acababa de conquistar.
Pero por el bien de mi ama debía correr el riesgo. Debía protegerla durante todo el tiempo po -
sible.
La reacción del faraón me sorprendió. Se recostó sobre la cabecera de la cama y sonrió
complacido.
–¿Durante cuánto tiempo? –preguntó con tono alegre y comprendí que mis restricciones
no le molestaban. Yo, para quien el acto de amor con una mujer hermosa siempre sería un
sueño irrealizable, tuve que hacer un tremendo esfuerzo para comprender que el faraón se
sintiera feliz al no tener que cumplir un deber que en una época debió de resultarle placentero
pero que, a fuerza de realizarlo con tanta asiduidad, se había convertido en oneroso.
En aquel momento debía de haber por lo menos trescientas esposas y concubinas en su
harén; además, las mujeres asiáticas son famosas por su apetito insaciable. Traté de compren-
der el esfuerzo que debía requerir actuar como un dios noche tras noche y año tras año. La
perspectiva no me resultó tan desagradable como al faraón.
–Durante noventa días –dictaminé.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Noventa días! –repitió con aire pensativo–. ¿Nueve semanas egipcias de diez días cada
una?
–Por lo menos –respondí con firmeza.
–Muy bien. –Asintió sin dar muestras de rencor y enseguida cambió de tema–. Me ha co-
mentado mi chambelán que, aparte de tu capacidad como médico eres uno de los tres astrólo-
gos más eminentes de nuestro Egipto.
Me pregunté de dónde habría sacado esa afirmación mi amigo el chambelán. Realmente
no me imaginaba quiénes podían ser los otros dos, pero incliné la cabeza con modestia.
–El chambelán me halaga, majestad, pero tal vez sea cierto que poseo algunos conoci-
mientos sobre los cuerpos celestes.
–¡Hazme el horóscopo! –ordenó, sentándose ansioso.
–¿Ahora? –pregunté, sorprendido.
–¡Ahora! –contestó el faraón–. ¿Por qué no? Si voy a seguir tus indicaciones nada me
gustaría más en este momento. –Su inesperada sonrisa me resultó extrañamente cariñosa y,
pese a lo que él significaba para Tanus y mi ama, me inspiró una enorme simpatía.
–Tendré que buscar algunos de mis rollos de papiro de la biblioteca del palacio.
–Tenemos toda la noche por delante –señaló él–. Ve a buscar todo lo que necesites.
La fecha y la hora exactas del nacimiento del faraón estaban bien documentadas, y en
los rollos de papiro yo tenía todas las observaciones de los movimientos de los cuerpos celes-
tes hechas por cincuenta generaciones de astrólogos. Mientras el faraón me observaba con
avidez, tracé el primer borrador del horóscopo real y antes de terminar pude ver el carácter
del hombre tal como yo lo había observado, perfectamente avalado por sus estrellas. Domina -
ba su destino la gran estrella errante roja que conocemos como El Ojo de Seth. Era la estrella
de los conflictos y las incertidumbres, de la confusión y la guerra, de la tristeza y el infortunio
y, en definitiva, de la muerte violenta.
Pero ¿cómo iba a decírselo?
Improvisé un resumen de los hechos bien documentados de su vida, los enlacé con algu-
nos detalles menos conocidos de los que me había enterado por intermedio de mis espías, uno
de los cuales era el chambelán. Continué con las habituales afirmaciones de buena salud y lar-
ga vida que todos los clientes quieren oír.
El faraón estaba sumamente impresionado por todo.
–Tu capacidad está a la altura de tu fama.
–Gracias, majestad. Me alegra poder haberte sido útil. –Empecé a reunir mis rollos de
papiro y mis instrumentos de escritura para alejarme. Era muy tarde. En la oscuridad que ro-
deaba las paredes del palacio había oído cantar al primer gallo.
–Espera, Taita, no te he autorizado a irte. No me has dicho lo que realmente quiero sa -
ber. ¿Tendré un hijo varón y sobrevivirá mi dinastía?
–¡Ah, faraón! Ésos son asuntos que no pueden ser profetizados por las estrellas. Ellas só-
lo pueden darte la inclinación general de tu destino y la dirección que tomará tu vida, sin acla-
rar detalles...
–Ah, sí –me interrumpió–. Pero hay otras maneras de ver el futuro, ¿no es cierto? –Me
alarmó el tono de sus preguntas, y traté de disuadirlo, pero el faraón estaba decidido–. Me in-
teresas, Taita, y he hecho averiguaciones acerca de ti. Sé que conoces los Laberintos de
AmónRa.
Me angustié. ¿Cómo lo habría averiguado? Eran contados los que sabían que poseía ese
don esotérico y deseaba que siguiera siendo así. Pero, como no podía negarlo abiertamente,
permanecí en silencio.
–He visto que tienes los Laberintos de AmónRa ocultos en el fondo de tu cofre de medi -
camentos –confesó el faraón; me alegré de no haber tratado de negar que poseía el don, en
cuyo caso me habría sorprendido en una mentira. Me encogí de hombros, resignado, porque
sabía lo que seguiría–. Hazme los Laberintos y dime si tendré un heredero y si sobrevivirá mi
dinastía –ordenó.
Hacer un horóscopo es una cosa; sólo requiere cierto conocimiento de las estrellas y de
sus propiedades. Con un poco de paciencia y el proceder indicado el resultado es una predic -
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Río sagrado Wilbur Smith
ción bastante acertada. Pero la adivinación basada en los Laberintos de AmónRa es algo com-
pletamente diferente. Exige consumir fuerzas vitales, quemar algo en las profundidades del vi-
dente que lo deja cansado y extenuado.
En la actualidad trato de no ejercitar ese don. Es verdad que en contadas ocasiones se
me puede persuadir de que trabaje con los Laberintos, pero luego, durante días enteros quedo
física y espiritualmente agotado. Mi ama Lostris, que conoce mi extraño poder, también sabe
el efecto que ejerce sobre mí y, por mi propio bien, me ha prohibido practicarlo salvo excepcio-
nalmente y para ella.
Sin embargo, el esclavo no puede negarle nada a su faraón, así que, lanzando un suspi-
ro, saqué del fondo del cofre la bolsa que contenía los Laberintos. Aparté la bolsa y preparé
una mezcla de las hierbas que son imprescindibles para abrir los ojos del alma y permitirles
ver el futuro. Bebí la pócima y esperé hasta que me asaltó la sensación tan familiar y temida
de salir de mi propio cuerpo. Cuando cogí la bolsa que contenía los Laberintos, me sentía ador-
mecido y lejos de la realidad.
Los Laberintos de AmónRa consisten en diez discos de marfil. Diez es el número mágico
de la máxima potencia. Cada disco representa una faceta de la existencia humana, desde el
nacimiento hasta la muerte y el más allá. Yo había tallado con mis propias manos los símbolos
de cada uno de los Laberintos. Cada uno de ellos era una pequeña obra maestra. Al manosear-
los y respirar constantemente sobre ellos a lo largo de los años les había insuflado parte de mi
propia fuerza vital.
Los saqué de la bolsa y empecé a acariciarlos concentrando en ellos todos mis poderes.
Al contacto de mis manos pronto empezaron a templarse, a adquirir una temperatura seme-
jante a la del ser humano; experimenté la familiar sensación de vacío cuando mi fuerza empe-
zó a fluir de mi cuerpo a los discos de marfil. Coloqué los Laberintos boca abajo en dos monto-
nes e invité al faraón a levantar cada montón, por turno, a frotarlo con sus dedos y a concen-
trar en ellos toda su atención mientras repetía en voz alta sus preguntas: «¿Tendré un hijo va-
rón? ¿Sobrevivirá mi dinastía?»
Me relajé por completo y abrí mi alma para permitir la entrada de los espíritus de la pro -
fecía. El sonido de la voz del faraón empezó a penetrar en mi espíritu, profundizando con cada
repetición, como piedras lanzadas por una honda que golpean en el mismo lugar.
Empecé a balancearme levemente, como se balancea la cobra al son de las notas de la
flauta del encantador de serpientes. La droga surtió todo su efecto. Sentí que mi cuerpo ya no
tenía peso y que flotaba en el aire. Hablé como si me encontrara a gran distancia y mi voz re-
sonó extrañamente dentro de mi propia cabeza, como si estuviera sentado dentro de una ca-
verna bajo la superficie de la tierra.
Ordené al faraón que soplara sobre cada montón y que después los dividiera en partes
iguales, conservando una mitad y descartando la otra. Una y otra vez le hice dividir cada mon -
tón hasta que sólo quedaron dos Laberintos.
Sopló sobre ellos por última vez y luego, siguiendo mis indicaciones, me colocó uno en
cada mano. Los cogí con fuerza y los apreté contra mi pecho. Sentí los latidos de mi corazón
contra las manos cerradas, como si absorbiera la influencia de los Laberintos.
Cerré los ojos. Empezaban a surgir sombras de la oscuridad y extraños sonidos llenaron
mis oídos. No tenían forma ni coherencia, todo era confusión. Me sentí mareado, con los senti -
dos embotados; tuve la sensación de flotar en el espacio. Me dejé elevar, como una brizna de
pasto seco presa de un remolino, uno de esos demonios de polvo del verano del Sahara.
Los sonidos se hicieron más claros dentro de mi cabeza y las oscuras imágenes más níti-
das.
–Oigo el llanto de un recién nacido –dije con voz distorsionada como si tuviera el paladar
partido.
–¿Es un varón? –Las palabras del faraón palpitaron dentro de mi cabeza, así que más
que oírlas las sentí.
Entonces, lentamente, mi visión empezó a endurecerse y, a través de un largo túnel os -
curo vi la luz del otro extremo. Los Laberintos de marfil estaban calientes como brasas y me
quemaban las palmas de las manos.
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Río sagrado Wilbur Smith
En el nimbo de luz del extremo del túnel vi una criatura tendida en el charco sanguino-
lento de su propio líquido de nacimiento, con la placenta gruesa como una pitón todavía enros-
cada sobre el vientre.
–Veo una criatura –grazné.
–¿Es un varón? –preguntó el faraón en medio de la oscuridad que me rodeaba.
El bebé lloraba y pataleaba levantando ambas piernas. Entre los muslos regordetes vi
que se alzaba un pálido dedo de carne rodeado de piel arrugada.
–¡Un varón! –confirmé y sentí una inesperada ternura hacia aquel fantasma de mi men-
te, como si realmente se tratara de un ser de carne y hueso. Traté de alcanzarlo con la ternura
de mi corazón, pero la imagen se esfumó y el llanto del recién nacido se fue apagando y se
perdió en la negrura.
–¡La dinastía! ¿Qué será de mi estirpe? ¿Perdurará? –La voz del faraón me llegó; después
se perdió en medio de otros sonidos que llenaban mi cabeza: el resonar de trompetas de bata-
lla, los gritos de hombres enzarzados en luchas mortales y el entrechocar del bronce contra el
bronce. Miré el cielo sobre mi cabeza, y el aire estaba oscurecido por el vuelo de las flechas.
–¡Guerra! Veo una tremenda batalla que cambiará la faz de la Tierra –grité para ser oído
por encima de los ruidos que llenaban mi cabeza.
–¿Sobrevivirá mi estirpe? –volvió a preguntar el faraón, frenético, pero no le presté aten-
ción porque había un tremendo rugido dentro de mis oídos, como el sonido del viento jamsin,
o el de las aguas del Nilo al caer por la gran catarata. Vi una extraña nube amarilla que oscu -
recía el horizonte de mi visión, y la nube estaba atravesada por relámpagos de luz que no eran
más que los reflejos del sol sobre las armas–. ¿Qué dices de mi dinastía? –insistió el faraón y
la visión se esfumó. Hubo un silencio dentro de mi cabeza y vi un árbol que se alzaba a la orilla
del río. Era una enorme acacia repleta de hojas y con las ramas llenas de frutos. En la rama
superior se posaba un halcón, un halcón real, pero mientras la miraba el ave cambió de forma
y de plumaje. Se transformó en la doble corona de Egipto, roja y blanca, con los papiros y los
lotos de ambos reinos entrelazados. Y entonces, ante mis ojos, las aguas del Nilo subieron y
bajaron, volvieron a subir y volvieron a bajar. En total vi que las aguas crecían cinco veces.
Mientras seguía mirando con ojos ardientes, el cielo se ensombreció con insectos volado-
res y una densa nube de langostas descendió sobre el árbol hasta cubrirlo por completo. Cuan-
do remontaron el vuelo, el árbol estaba devastado y hasta la última rama desnuda. No queda -
ba una sola hoja. Entonces el árbol se desplomó y cayó con fuerza. La caída astilló el tronco y
la corona quedó hecha añicos. Los fragmentos se convirtieron en polvo y volaron llevados por
el viento. No quedó nada, solo el viento y las arenas del desierto.
–¿Qué ves? –preguntó el faraón, pero la visión se borró y me encontré de nuevo sentado
en el suelo del dormitorio del faraón. Respiraba jadeando, como si hubiera corrido una enorme
distancia y un sudor salado me abrasaba los ojos y me corría por el cuerpo empapándome el
shenti y formando pequeños lagos sobre las baldosas. Me estremecía la fiebre y tenía una sen-
sación enfermiza y pesada en la boca del estómago, una sensación que me acompañaría du -
rante varios días. El faraón me observaba y comprendí que mi aspecto debía de ser terrible.
–¿Qué has visto? –susurró–. ¿Sobrevivirá mi estirpe? Como no podía decirle la verdad
acerca de mi visión, inventé otra para satisfacerle.
–He visto un bosque de grandes árboles que se extendía a lo largo del horizonte de mi
sueño. Eran innumerables y en lo alto de cada uno había una corona, la corona roja y blanca
de los dos reinos.
El faraón suspiró y se tapó los ojos con las manos. Así permaneció durante un rato. Que -
damos en silencio, él con la tranquilidad que mi mentira le proporcionaba, yo brindándole toda
mi comprensión.
Por fin volví a mentir en voz baja.
–El bosque que he visto era la línea de tu descendencia –susurré–. Se extendía hasta los
límites del tiempo y sobre cada uno de los árboles vi la corona de Egipto.
El faraón apartó las manos de los ojos, y su gratitud y alegría me resultaron patéticas.
–Gracias, Taita. Noto que la visión te ha dejado extenuado. Ahora puedes ir a descansar.
Mañana la corte se embarcará rumbo a mi palacio de la isla de Elefantina. Os destinaré una
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Río sagrado Wilbur Smith
galera para que tú y tu ama disfrutéis de un viaje seguro. Cuídala con tu vida, porque ella es el
recipiente que contiene la semilla de mi inmortalidad.
Yo estaba tan débil que tuve que apoyarme en la cama para levantarme. Llegué a la
puerta trastabillando y me apoyé. Pero mi debilidad no era tanta como para hacerme olvidar
mis deberes para con mi ama.
–Queda el asunto de la sábana nupcial. El pueblo esperará que la exhiban –le recordé–.
Está en juego tu reputación y la de mi ama.
–¿Qué sugieres, Taita? –Ya se apoyaba en mí. Le dije lo que había que hacer y él asin -
tió–. ¡Encárgate de todo!
Doblé cuidadosamente la sábana que cubría el lecho nupcial. Era del hilo más fino, blanco
como los altos cirros del verano; estaba bordada con ese raro hilo de seda que las caravanas
en ocasiones traen desde Oriente. Abandoné el dormitorio del faraón con la sábana doblada
bajo el brazo y crucé el palacio oscuro y silencioso en dirección al harén.
Mi ama dormía como una muerta; sabía que con la cantidad de shepenn rojo que le había
administrado dormiría todo el día y probablemente no se despertaría hasta la noche. Me quedé
un rato sentado junto a su cama. Estaba extenuado y deprimido porque los Laberintos me ha-
bían consumido el alma. Las imágenes que había evocado me seguían preocupando. Estaba
seguro de que el niño que vi era hijo de mi ama, pero entonces, ¿cómo explicar el resto de la
visión? La adivinanza no parecía tener respuesta, así que aparté aquellos pensamientos porque
todavía me quedaba una tarea por realizar.
Extendí la sábana bordada sobre el suelo. La hoja de mi daga era lo suficientemente afi-
lada como para afeitar el pelo de mi antebrazo. Elegí uno de los ríos azules de sangre que co-
rrían bajo la piel tersa de la parte interior de mi muñeca, lo pinché con la punta de la daga y
dejé que la sangre lenta y oscura cayera sobre la sábana. Cuando el tamaño de la mancha me
satisfizo, me vendé la muñeca con una tira de lino para detener la hemorragia y envolví la sá -
bana manchada.
La esclava todavía montaba guardia en la antecámara. Le ordené que no molestara a
Lostris y que la dejara dormir. Convencido de que estaría bien cuidada, la dejé con tranquilidad
y subí por la escalera hasta la parte superior del muro externo del harén.
Apenas despuntaba la aurora, pero al pie del muro ya se había reunido una multitud. Al
verme aparecer, levantaron la vista, expectantes.
Yo sacudí la sábana antes de tenderla sobre el muro. La mancha de sangre que había en
el centro tenía la forma de una flor y la multitud empezó a hacer comentarios sobre la prueba
de la virginidad de mi señora y de la virilidad de su esposo.
Entre la multitud pude ver una figura más alta que las demás. Llevaba la cabeza cubierta
por un manto de lana. Cuando echó atrás el manto, dejando al descubierto su rostro y la mata
de pelo dorado, le reconocí.
–¡Tanus! –grité–. Debo hablar contigo.
Levantó la vista para mirarme y había tanto dolor en sus ojos como deseé no volver a
ver jamás. Aquella mancha le había destrozado la vida. Yo también conocía el dolor del amor
perdido y aún después de tantos años lo recordaba en todos sus detalles. La herida del cora-
zón de Tanus era fresca y todavía sangraba, más dolorosa que cualquier otra recibida en el
campo de batalla. En aquel momento, necesitaba mi ayuda para sobrevivir.
–¡Tanus! ¡Espérame!
Se volvió a poner el manto sobre la cabeza de manera que le ocultara el rostro y se ale-
jó, tambaleándose como si estuviera borracho.
–¡Tanus! –le grité–. ¡Vuelve! ¡Debo hablar contigo! –En lugar de volverse, apresuró el
paso.
Cuando bajé de la pared y corrí hacia las puertas principales, Tanus había desaparecido
entre el laberinto de callejuelas y chozas de adobe de la ciudad.
Busqué a Tanus durante media mañana pero sus aposentos estaban desiertos y nadie lo
había visto en ninguno de los lugares que habitualmente frecuentaba. Por fin tuve que abando-
nar la búsqueda y volver a mis habitaciones en las dependencias de los jóvenes esclavos. La
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Río sagrado Wilbur Smith
flotilla real se preparaba para viajar rumbo al sur. Todavía tenía que reunir y empaquetar mis
posesiones si quería estar listo a la hora de zarpar.
Mis animales parecían presentir que sucedía algo fuera de lo común. Las aves saltaban y
aleteaban sobre la terraza mientras que en el rincón más cercano a mi cama, mis amados hal-
cones estiraban las alas, alzaban las plumas del lomo y chillaban desde sus perchas. Los pe -
rros, los gatos y la gacela se arracimaban a mi alrededor, restregándose contra mis piernas,
impidiéndome preparar el equipaje.
Exasperado, vi el jarro de leche agria que había junto a mi cama. Es una de mis bebidas
favoritas y los esclavos siempre se aseguran de que esté lleno. Como a mis mascotas también
les gusta, llevé el jarro a la terraza y les llené los comederos. Enseguida se amontonaron a su
alrededor, empujándose unos a otros, así que los dejé y reanudé mis tareas cerrando tras de
mí las cortinas de junco para mantenerlos afuera.
Es increíble la cantidad de posesiones que hasta un esclavo puede reunir a lo largo de
una vida. Antes de que terminara, las cajas y los fardos se amontonaban contra una pared. A
estas alturas, mi estado de ánimo y mi cansancio eran casi postrantes, pero todavía estaba lo
suficientemente despejado como para percibir que reinaba un silencio inusual. Permanecí unos
instantes inmóvil en el centro del cuarto, escuchando con inquietud. Lo único que oí fue el tin-
tineo de las campanitas de bronce de las pihuelas de mi halcón hembra, que me observaba
desde su rincón con esa mirada intensa, implacable, del ave de rapiña. El terzuelo, más peque-
ño y llamativo que ella, dormía en su percha en el rincón opuesto, con los ojos cubiertos por la
capucha de cuero suave. No se oía a ningún otro animal. Los gatos no maullaban ni siseaban a
los perros, las aves no piaban ni cantaban, mis cachorros no gruñían ni se revolcaban jugando.
Me acerqué a la cortina de junco y la aparté. Durante unos momentos me cegó el sol; en
cuanto recuperé la visión lancé un grito de horror. Todos mis pájaros y animales estaban dise-
minados por la terraza y el jardín, muertos. Corrí hacia ellos, llamando a mis preferidos por su
nombre, me arrodillé para alzarlos y abracé los cuerpos tibios en busca de algún signo de vida.
Y aunque los recorrí uno a uno no encontré vestigios de vida en ninguno de ellos. Las aves
eran pequeñas y ligeras en mis manos y sus maravillosos plumajes no habían sido oscurecidos
por la muerte.
Creí que mi corazón estallaría de dolor. Me arrodillé en la terraza, con mi familia yaciendo
a mi alrededor, y lloré.
Transcurrió algún tiempo antes de que pudiera pensar en las causas de aquella tragedia.
Después me levanté y me acerqué a uno de los comederos vacíos. Lo habían lamido hasta de -
jarlo completamente limpio; lo olí para tratar de imaginar la naturaleza del veneno que me ha-
bía sido destinado. El olor de la leche agria ocultaba cualquier otro, pero supe que el veneno
había sido mortal y de acción rápida.
Me pregunté quién habría colocado el jarro junto a mi cama, aunque la mano que lo ha -
bía puesto era lo que menos importaba, ya que sabía con absoluta seguridad de dónde había
partido la orden. «Adiós, querido amigo. Eres hombre muerto», me había dicho mi señor Intef,
y no había tardado en llevar su amenaza a la práctica.
La ira que me invadió era una forma de locura, agravada por mi extenuación y mi som -
brío estado de ánimo. Descubrí que temblaba, presa de una furia desconocida para mí. Saqué
la pequeña daga de mi cinturón y, antes de darme cuenta de lo que hacía, me encontré bajan -
do a la carrera los escalones de la terraza. Sabía que a aquella hora, Intef estaría en su jardín.
No soportaba la idea de seguir pensando en él como mi señor Intef. El recuerdo de todos los
ultrajes a que me sometió, de todos los dolores y humillaciones que me causó, era vívido y
claro en mi memoria. Estaba decidido a matarle en ese mismo momento, a apuñalar un cente-
nar de veces aquel corazón cruel y malvado.
Recobré la cordura al acercarme a la puerta del jardín. Había media docena de guardias
frente a ella y habría otros tantos detrás. Jamás lograría acercarme al gran visir sin que me
detuvieran. Me obligué a desandar lo andado. Deslicé la daga dentro de la funda de cuero con
incrustaciones de piedras preciosas y controlé mi respiración. Regresé a la terraza caminando
lentamente y una vez allí recogí los cadáveres patéticos de mis mascotas.
Había pensado plantar una hilera de sicómoros a lo largo del borde del jardín y los co -
rrespondientes pozos ya habían sido cavados. Ahora que abandonaba Karnak, aquellos árboles
jamás se plantarían y los hoyos servirían de tumbas para mis amadas criaturas. Era ya media
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Río sagrado Wilbur Smith
tarde cuando terminé de rellenar la última tumba pero mi ira no había disminuido. Aunque to-
davía no podría obtener una venganza total al menos podría darme el lujo de saborearla por
anticipado.
En el jarro que había junto a mi cama todavía quedaba un poco de leche agria. Cogí el
jarro y traté de imaginar alguna manera de hacer llegar aquella leche hasta las cocinas del
gran visir. Me habría gustado pagarle con la misma moneda, pero en el fondo de mi corazón
sabía que era algo imposible de llevar a la práctica. El señor Intef era demasiado sagaz para
caer en una trampa tan sencilla. Yo mismo le había ayudado a crear un sistema que le mante-
nía a salvo de venenos e intentos de asesinato. No sería posible alcanzarle de no mediar un
plan cuidadosamente forjado. Y además, en aquel momento debía de estar en guardia. No me
quedaba más remedio que ser paciente. Aunque no podía matarle, al menos trataría de antici-
parle lo que estaba decidido a hacer en el futuro.
Con el jarro fatídico en las manos, me deslicé a la calle por una puerta lateral. No tuve
que ir muy lejos para encontrar un lechero rodeado de sus cabras. Mientras esperaba, ordeñó
la ubre hinchada de una de ellas, llenando el jarro hasta el borde. Quienquiera que hubiese
preparado el veneno, había utilizado una cantidad suficiente para asesinar a la mitad de los
ciudadanos de Karnak. Estaba convencido de que en el jarro quedaba bastante para lo que me
proponía hacer.
Uno de los guardias del gran visir holgazaneaba junto a la puerta del dormitorio de Ras-
fer. El hecho de que estuviera custodiado me demostró que Rasfer seguía siendo valioso para
el señor Intef y que la pérdida del jefe de su guardia personal, aunque no grave, le resultaría
enojosa.
El guardia me reconoció y me indicó la puerta del dormitorio, que olía como una pocilga.
Rasfer estaba tendido en su cama inmunda, bañado en su propio sudor. Pese a todo pude
comprobar que mi cirugía había tenido éxito, porque abrió los ojos y me maldijo débilmente.
También debía de estar tan seguro de su recuperación que ya no consideraba necesario adu-
larme.
–¿Dónde has estado, monstruo sin huevos? –gruñó al verme, fortaleciendo mi decisión y
liberándome de los últimos restos de lástima que podía haberme inspirado–. Desde que me ta-
ladraste el cráneo he estado muerto de dolor. ¿Qué clase de médico eres que...?
Dijo muchas otras cosas semejantes que preferí ignorar mientras le quitaba la venda
manchada que le cubría la cabeza. Examiné con interés puramente académico la minúscula he-
rida que la trepanación le había dejado en la cabeza. Era otra operación perfectamente ejecu -
tada y sentí un dejo de pena profesional al pensar que sería desperdiciada.
–¡Dame algo para aliviar el dolor, eunuco! –Rasfer trató de coger mi túnica pero yo fui
más rápido y retrocedí para ponerme fuera de su alcance.
Con movimientos solemnes, disolví algunos inofensivos cristales de sal en un vaso y lue-
go lo llené con la leche de cabra que contenía mi jarro.
–Si el dolor es muy fuerte, esto te aliviará –le aseguré colocando el recipiente al alcance
de su mano. Ni siquiera llegado a ese punto, tuve valor para entregárselo directamente.
Rasfer se apoyó en un codo y cogió el recipiente para beber su contenido. Antes de que
alcanzara a tocarlo, lo empujé con el pie para ponerlo fuera de su alcance. En aquel momento
pensé que esto simplemente obedecía a un deseo de prolongar mis expectativas y me causó
placer comprobar su angustia cuando me dijo en tono plañidero:
–¡Alcánzame esa poción, buen Taita! ¡Permíteme beberla! ¡Este dolor de cabeza me vol-
verá loco!
–Primero conversemos un rato, buen Rasfer. ¿Te has enterado de que la señora Lostris le
pidió a su padre que yo fuera su regalo de bodas?
Aún en medio de su dolor, Rasfer sonrió.
–Eres un imbécil si crees que él te dejará ir. Eres hombre muerto.
–Son exactamente las mismas palabras que me dijo el señor Intef. ¿Lamentarás mi
muerte, Rasfer? ¿Llorarás por mí cuando me haya ido? –pregunté con suavidad; él lanzó una
risita pero enseguida se interrumpió y miró el recipiente del calmante.
–A mi manera, siempre te he tenido simpatía –gruñó–. Y ahora alcánzame ese recipiente.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¿Me tenías mucha simpatía el día que me castraste? –pregunté; levantó la vista para
mirarme.
–¡Supongo que no seguirás guardándome rencor por eso! Fue hace mucho tiempo y ade-
más yo no podía desobedecer las órdenes del señor Intef. Sé razonable, Taita, pásame ese re-
cipiente.
–Reías en el momento de castrarme. ¿Por qué reías? ¿Tanto disfrutabas?
Se encogió de hombros.
–Soy un hombre jovial. Siempre río. ¡Vamos, querido amigo, di que me perdonas y al-
cánzame el recipiente!
Se lo acerqué con el pie. Rasfer estiró la mano y lo cogió con movimientos aún poco
coordinados, derramando algunas gotas cuando se lo llevó a la boca con avidez.
Cuando comprendí lo que estaba a punto de hacer, salté hacia delante y le arranqué el
recipiente de las manos. Cayó al suelo sin romperse y rodó hasta un rincón salpicando de leche
la pared.
Rasfer y yo nos miramos fijamente. Mi estupidez y mi debilidad me asustaron. Si alguien
merecía morir en medio de los dolores del veneno, ése era Rasfer. Pero volví a ver los cuerpos
contorsionados de mis mascotas tirados sobre la terraza y supe por qué no había podido per-
mitir que Rasfer bebiera ese veneno. Sólo un canalla era capaz de un acto semejante. Yo ten-
go un concepto demasiado alto de mí mismo para poder rebajarme hasta la ignominia del en-
venenador.
Vi nacer la comprensión en los ojos inyectados de sangre de Rasfer.
–¡Veneno! –susurró con un hilo de voz–. Ese líquido estaba envenenado.
–El señor Intef me lo envió. –Ignoro por qué se lo dije. Tal vez trataba de excusarme por
la atrocidad que había estado a punto de cometer. Ignoro por qué me comportaba de manera
tan extraña. Tal vez fueran los efectos de mis videncias con los Laberintos de AmónRa. Al vol -
verme hacia la puerta, me tambaleé levemente.
A mi espalda Rasfer comenzó a reír, al principio en voz baja y luego cada vez más alto,
hasta que sus carcajadas estremecieron las paredes.
–¡Eres un imbécil, eunuco! –dijo entre rugidos de risa mientras yo huía de allí a la carre-
ra–. Debiste haberlo hecho. Debiste matarme, ¡porque con tanta seguridad como que tengo un
agujero entre las nalgas, yo te mataré a ti!
Tal como suponía, cuando por fin pude regresar a las habitaciones de mi ama Lostris, to-
davía dormía. Me instalé a los pies de su cama, decidido a esperar que despertara. Pero los ri-
gores y los ajetreos del día anterior habían sido demasiado para mí. Me quedé profundamente
dormido, enrollado como un cachorro sobre las baldosas del suelo.
Me despertó un golpe en la cabeza; fue tan doloroso que antes de estar totalmente des-
pierto ya estaba en pie. El golpe siguiente, esta vez en un hombro, me ardió como la picadura
de un avispón.
–¡Me engañaste! –me gritó mi ama Lostris–. ¡No permitiste que muriera! –Volvió a esgri -
mir el abanico. Era un arma formidable: el mango de bambú era dos veces más largo que mi
brazo y el peine que sostenía las plumas de avestruz en el otro extremo, estaba hecho de plata
sólida. Por suerte, mi ama todavía seguía mareada por la droga y por el exceso de sueño, así
que su puntería era mala. Esquivé el siguiente golpe y la fuerza de la inercia la hizo caer de
nuevo sobre la cama.
Soltó el abanico y rompió a llorar.
–Yo quería morir. ¿Por qué no me lo permitiste?
Sólo al cabo de un rato permitió que me acercara y la rodeara con mis brazos.
–¿Te he hecho daño, Taita? –preguntó–. Hasta ahora jamás te había pegado.
–Te aseguro que tu primer intento fue excelente –la felicité apesadumbrado–. Tanto, que
en realidad no creo necesario que sigas practicando. –Me palpé el costado de la cabeza con
gesto teatral, y ella sonrió a través de sus lágrimas.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Pobre Taita, qué mal te trato! Pero lo merecías. Me engañaste. Yo quería morir y me
desobedeciste.
Comprendí que era hora de cambiar de tema.
–Mi señora: tengo que darte la noticia más increíble. Pero antes debes prometerme que
no hablarás con nadie del asunto, ni siquiera con tus sirvientas. –Lostris jamás había sido ca-
paz de guardar un secreto... ¿pero qué mujer puede hacerlo? La promesa de un secreto era
algo que siempre la distraía, y en este caso volvió a dar resultado.
Con el corazón destrozado y la amenaza de un suicido cerniéndose sobre su cabeza, Los-
tris se enjugó las lágrimas y me ordenó:
–¡Dímelo!
En los últimos tiempos había acumulado una buena provisión de secretos entre los que
podía elegir, y me detuve un momento para hacer mi elección. Por supuesto que no convenía
que le contara que mis mascotas habían muerto envenenadas, ni que había visto fugazmente a
Tanus. Debía hablarle de algo que le diera ánimos en lugar de deprimirla más.
–Anoche estuve en los aposentos del faraón y conversé con él hasta el amanecer.
Una vez más se le llenaron los ojos de lágrimas.
–¡Oh, Taita, no sabes cuánto le odio! Es viejo y feo. No quiero tener que...
Como me di cuenta de que no tardaría en echarse a llorar otra vez, me apresuré a decir:
–Le predije el futuro con los Laberintos de AmónRa. –Instantáneamente obtuve toda su
atención. A mi ama Lostris le fascinan mis poderes adivinatorios. Si no fuera por los efectos
nocivos que tiene sobre mi salud el ser vidente, todos los días me pediría que le adivinara el
futuro.
–¡Cuéntame! ¿Qué viste? –Había logrado cautivar su atención. El suicidio y la tristeza pa-
saban al olvido. Era todavía tan joven e inocente que me avergoncé de mi truco, aunque lo hu -
biera hecho por su bien.
–Tuve las visiones más extraordinarias, ama. Jamás he tenido imágenes tan claras, una
visión tan profunda...
–¡Cuéntame! Moriré de impaciencia si no me lo cuentas todo enseguida.
–Ante todo debes jurarme que guardarás el secreto. Ni un alma debe saber lo que vi.
Son asuntos de Estado y de gran importancia.
–Lo juro.
–No podemos tomar estas cosas a la ligera.
–¡Sigue, Taita! Ahora creo que te estás burlando de mí. Te ordeno que me lo cuentes en-
seguida porque si no... –buscó una manera de amenazarme, de obligarme a hablar–, porque si
no volveré a pegarte.
–Muy bien. Escucha lo que vi. Vi un gran árbol que crecía en la ribera del Nilo. En la copa
de ese árbol estaba la corona de Egipto.
–¡El faraón! ¡Ese árbol era el faraón! –comprendió ella enseguida, y yo asentí–. Sigue,
Taita. Cuéntame el resto de tu visión.
–Vi que el Nilo crecía y volvía a su cauce cinco veces.
–¡Cinco años, el paso de cinco años! –Aplaudió excitada. Le encantaba desentrañar los
acertijos de mis sueños.
–Entonces el árbol fue devorado por las langostas, se desmoronó y se convirtió en polvo.
Se quedó mirándome, incapaz de pronunciar las palabras, así que yo lo hice en su lugar.
–Dentro de cinco años, el faraón estará muerto y tú serás una mujer libre. Libre de tu
padre. Libre para unirte a Tanus, sin que hombre alguno pueda impedírtelo.
–Si me estás mintiendo, no podré soportarlo. ¡Por favor, dime que es cierto!
–Es cierto, mi señora, pero hay más. En la visión vi a un recién nacido, un varón. Sentí
que todo mi amor iba hacia esa criatura y supe que la madre eras tú.
–¿Y el padre, quién era el padre de mi hijo? ¡Oh, Taita, por favor, dímelo!
–En el sueño supe con absoluta seguridad que el padre era Tanus. –Me apartaba por pri-
mera vez de la verdad, pero era por el bien de mi ama.
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Río sagrado Wilbur Smith
Ella permaneció largo rato en silencio, pero su rostro reflejaba un brillo interior que era la
mejor recompensa que yo podía pedir. Hasta que por fin susurró:
–Puedo esperar cinco años. Estaba dispuesta a esperarle durante toda la eternidad. Será
difícil, pero esperaré cinco años a Tanus. Tuviste razón al no dejarme morir, Taita. Habría sido
una ofensa a los dioses.
Mi alivio creció y en aquel momento confié en que sería capaz de guiarla en el futuro que
le esperaba.
Al día siguiente al amanecer, la flotilla real zarpó de Karnak. Tal como el faraón había
prometido, mi señora Lostris y toda su comitiva viajaban a bordo de una de las pequeñas y ve -
loces naves de la escuadra del sur.
Me senté junto a ella sobre los almohadones colocados especialmente por el capitán de la
nave bajo la toldilla de popa. Contemplamos los edificios encalados de la ciudad, que resplan-
decían bajo los primeros rayos rosados del sol naciente.
–No imagino adonde habrá ido. –Se preocupaba por Tanus como lo había hecho infinidad
de veces desde que zarpamos–. ¿Lo buscaste por todas partes?
–Por todas partes –confirmé–. Dediqué media mañana a revisar la ciudad y los muelles.
Ha desaparecido. Pero le dejé tu mensaje a Kratas. Puedes estar segura de que él se lo trans -
mitirá.
–Cinco años sin Tanus... ¿pasarán alguna vez?
El viaje río arriba transcurrió agradablemente; fueron largos días de ocio que pasé senta-
do en la cubierta de popa conversando con mi ama. Hablamos en profundidad de todos los
cambios que se acababan de producir en nuestras vidas y analizamos lo que cabía esperar en
el futuro.
Le expliqué todas las complejidades de la vida en la corte, los precedentes y el protocolo.
Tracé las líneas ocultas de poder e influencias, e hice una lista de las personas cuya amistad
nos interesaba cultivar y de las que podíamos desentendernos. Le expliqué los problemas de la
actualidad y la opinión del faraón sobre cada uno de ellos. Después conversé con ella sobre los
sentimientos y el estado de ánimo de la ciudadanía.
En gran medida, estaba en deuda con mi amigo Atón, el chambelán real, quien me había
suministrado estos conocimientos. A lo largo de los últimos doce años, cada barco que llegaba
desde la isla de Elefantina me traía una carta suya, llena de detalles fascinantes. Cuando los
barcos iniciaban su viaje de regreso a Elefantina, lo hacían con algún regalo que yo enviaba a
mi amigo en prueba de agradecimiento.
Había decidido que debíamos convertirnos cuanto antes en el centro de la corte y situar-
nos dentro de la corriente principal del poder. No había instruido durante tantos años a mi ama
para dejar que las armas que le proporcioné se enmohecieran por falta de uso. La suma de sus
talentos ya era formidable, pero, con paciencia, la aumentaría día a día. Lostris era curiosa, in-
quieta e inteligente. Una vez que logré que se liberara del negro estado de ánimo que amena -
zó con destruirla, la vi como siempre, abierta a mis enseñanzas. En cada oportunidad que se
me presentaba, encendía sus ambiciones y su ansiedad por ocupar el papel principal que yo
pretendía que desempeñara.
Pronto descubrí que uno de los medios más eficaces para contar con su atención y co-
operación era sugerir que todo eso redundaría finalmente en beneficio de Tanus.
–Si tienes influencia en la corte, estarás en mejores condiciones de protegerlo –le seña-
lé–. El faraón le ha impuesto una tarea casi imposible de cumplir. Para triunfar, Tanus nos ne-
cesitará; y si fracasa, sólo tú podrás salvarle de la sentencia que el faraón ha decretado.
–¿Qué podemos hacer para ayudarle a cumplir su tarea? –Ante la mención del nombre de
Tanus, inmediatamente me prestaba su más completa atención–. Dime la verdad: ¿es posible
que un hombre acabe con los alcaudones? ¿No es una misión demasiado difícil, aún para un
hombre como Tanus?
Los bandidos que sembraban el terror en el Alto Egipto se apodaban a sí mismos alcau -
dones, como las aves feroces. El alcaudón del Nilo es más pequeño que una paloma; una pe-
queña y hermosa criatura de cuello y pecho blancos, y lomo y cabeza negros, que saquea los
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Río sagrado Wilbur Smith
nidos de las demás aves y luego exhibe los patéticos esqueletos de sus víctimas colgándolos
de las espinas de las acacias. Su nombre vernáculo es el de Ave Carnicera.
En un principio los bandidos lo utilizaron como un nombre críptico para encubrir su iden-
tidad y ocultar su existencia, pero desde que se volvieron tan fuertes y temerarios, adoptaron
el nombre abiertamente, y muchas veces utilizaban como emblema las plumas blancas y ne-
gras de las aves carniceras.
Al principio dejaban las plumas en la puerta de la casa que acababan de robar o sobre el
cuerpo de una de sus víctimas. Pero por aquel entonces se habían vuelto tan osados y estaban
tan organizados, que llegaban al punto de enviar las plumas a una futura víctima, a guisa de
advertencia. En casi todos los casos eso bastaba para que la víctima pagara más de la mitad
de lo que poseía en el mundo, lo que era preferible a que se lo robaran todo, que raptaran y
violaran a sus mujeres e hijas y que, por añadidura, él y sus hijos varones fueran arrojados a
las ruinas en llamas de la casa familiar.
–¿Crees que es posible que, aun con el poder del sello del halcón, Tanus pueda llevar a
cabo la misión que le ha encomendado el faraón? –volvió a preguntar mi ama–. He oído decir
que todas las bandas de alcaudones del Alto Egipto están controladas por un hombre, alguien
a quien ellos llaman el AjSeth, el hermano de Seth. ¿Es cierto eso, Taita?
Reflexioné unos instantes antes de contestar. Todavía no podía decirle todo lo que sabía
sobre los alcaudones porque, de hacerlo, me vería obligado a revelar cómo había llegado dicho
conocimiento a mi poder. Y según estaban las cosas, eso no nos beneficiaría ni a ella ni a mí.
Tal vez más adelante llegara el momento de hacer esas revelaciones.
–Yo también he oído ese rumor –contesté con cautela–. Creo que si Tanus pudiera en-
contrar a ese hombre, AjSeth, y terminar con él, los alcaudones dejarían de existir. Pero para
eso le hará falta la clase de ayuda que sólo yo puedo proporcionarle.
Ella me dirigió una mirada astuta.
–¿Cómo podrías ayudarle? –preguntó–. ¿Qué sabes sobre este asunto?
Es rápida y difícil de engañar. Presintió enseguida que le ocultaba algo. Me vi obligado a
iniciar una rápida retirada y a recurrir a su amor por Tanus y a la confianza que en mí había
depositado.
–Por el bien de Tanus, te ruego que en este momento no me hagas más preguntas. Sólo
te pido que me des tu permiso para hacer todo lo que esté a mi alcance para ayudarle a cum -
plir la tarea que le ha confiado el faraón.
–Sí, por supuesto. Debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano. Dime cómo puedo
ayudar.
–Permaneceré contigo durante noventa días en la corte de la isla de Elefantina y luego
deberás dejar que vaya en busca de Tanus...
–No, no! –me interrumpió–. Si puedes ayudar a Tanus, debes ir inmediatamente.
–Noventa días –repetí obstinado. Era el período de gracia que había obtenido para ella.
Aunque mi corazón estuviera dividido entre mis dos seres más queridos, mi primera obligación
era hacia mi ama.
Sabía que no podía dejarla sola en la corte sin un amigo o un mentor. También sabía que
debía estar con ella cuando el faraón por fin enviara a buscarla durante la noche.
–Todavía no puedo dejarte, pero no te preocupes. He enviado un mensaje a Tanus por
medio de Kratas. Me estarán esperando y le he explicado a Kratas todo lo que deben hacer an -
tes de que yo regrese a Karnak. –No estaba dispuesto a decirle más y pocos pueden ser tan
obtusos y evasivos como yo cuando me lo propongo.
La flotilla sólo navegaba durante el día. Ni la capacidad de navegación del almirante
Nember, ni la comodidad del faraón y su corte soportaban la navegación nocturna, así que to -
das las tardes echábamos anclas y a la orilla del río se alzaba una selva de centenares de tien-
das. Los servidores del faraón siempre elegían los mejores lugares para acampar, por lo gene-
ral en un bosque de palmeras o al abrigo de una colina rocosa, cerca de un templo o de un
pueblo en los que podíamos aprovisionarnos.
La corte seguía teniendo el ánimo festivo. Cada campamento parecía formado por excur-
sionistas. Había bailes y fiestas a la luz de las fogatas, mientras los cortesanos flirteaban en las
sombras. Muchas alianzas, tanto políticas como carnales, se gestaron durante esas noches cá-
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Río sagrado Wilbur Smith
lidas, perfumadas con el aroma de la tierra fértil de las orillas del río y por el aire picante y
aromático que soplaba del desierto.
Yo aprovechaba cada instante para sacar ventaja tanto para mi ama como para mí. Claro
que en aquellos momentos mi ama era una de las damas reales, pero había centenares de
ellas y Lostris era una esposa muy reciente. La previsión del señor Intef podía modificar su fu-
tura situación, pero sólo si le daba un heredero al faraón. Mientras tanto, todo dependía de mí.
Casi todas las tardes, cuando desembarcábamos, el faraón me mandaba llamar; en apa-
riencia para que le curara la tiña, pero subrepticiamente para que ajustara los preparativos ne-
cesarios para engendrar un heredero de la doble corona. Mientras me observaba con interés,
yo preparaba el tónico a base de cuerno de rinoceronte molido y raíz de mandrágora, que
mezclaba con miel y leche tibia de cabra. Una vez que el faraón la bebía, yo examinaba el
miembro real y, por el bien de mi ama, me alegró descubrir que no poseía el largo ni el grosor
que podía esperarse de un dios. Yo era de la opinión de que mi ama, aun siendo virgen, podría
soportar sin demasiadas molestias sus modestas dimensiones. Como es natural, yo haría todo
lo que estuviera en mi mano para retardar tan temido día, pero como era imposible evitarlo in-
definidamente, estaba decidido a facilitar el mal momento que ella debía vivir.
Habiendo comprobado que, aunque nada notable en sus partes, el faraón era una perso -
na saludable, le recomendé que todas las noches se aplicara sobre el miembro real una cata-
plasma de harina mezclada con aceite de oliva y miel. Después me ocupé de la tiña. Para aleg-
ría del faraón, mi tratamiento lo curó al cabo de tres días, tal como le prometí y mi ya conside -
rable fama como médico creció. El faraón alardeó de mi capacidad ante su consejo de minis -
tros y a los pocos días fui requerido por todos los integrantes de la corte. Después, cuando se
supo que no sólo era médico, sino también el astrólogo al que hasta el faraón consultaba, mi
popularidad no conoció límites.
Todas la noches llegaba hasta nuestras tiendas una sucesión de mensajeros con costosos
regalos para mi ama, enviados por esta señora o aquel señor, que le rogaban me permitiera
visitarles para hacerme una consulta. Accedíamos sólo cuando se trataba de aquellos con quie-
nes deseábamos estrechar relaciones. Una vez en la tienda de algún noble y poderoso señor,
él con el shenti levantado hasta la cintura mientras yo le examinaba las hemorroides, me re-
sultaba fácil ensalzar a mi ama y lograr que mi paciente conociera sus múltiples virtudes.
Las otras mujeres del harén pronto descubrieron que Lostris y yo entonábamos juntos
hermosos dúos, que conocíamos las adivinanzas más increíbles y contábamos las historias más
divertidas. En la corte todos requerían nuestra presencia, especialmente los niños del harén.
Esto me proporcionaba un placer especial, porque si hay algo que amo más que a los animales
son los niños pequeños.
El faraón, primer responsable de nuestra popularidad, pronto recibió noticias de su au-
mento. Esto incrementó su interés por mi ama, que ya era de por sí bastante intenso. Muchas
mañanas, a la hora de zarpar, la citaba para que pasara el día a bordo de la barca real en su
compañía, y muchas noches, mi ama comía en la mesa del faraón y les regalaba, tanto a él
como a sus invitados, con su natural agudeza y su gracia infantil. Por supuesto, yo estaba
siempre allí para atenderla discretamente. Al ver que el faraón no hacía ningún intento de en -
viar a buscarla por la noche para someterla a esos horribles aunque vagos terrores que ella
había conjurado, los sentimientos negativos que experimentaba hacia él comenzaron a mode-
rarse.
Tras su aspecto triste, el faraón Mamosis era un hombre decente y bondadoso. Mi ama
Lostris pronto lo comprendió y, lo mismo que yo, empezó a tomarle cariño. Antes de llegar a la
isla de Elefantina, ya le trataba como a un tío querido y se sentaba con toda naturalidad sobre
sus rodillas para contarle un cuento, o jugaba con él en la barca real mientras ambos reían
como chiquillos. Atón me confió que jamás había visto tan alegre al faraón.
La corte observaba y tomaba nota de todo; pronto reconocieron que mi ama era la favo-
rita del faraón. Entonces por las noches empezamos a recibir a otros visitantes en nuestra
tienda, personas con peticiones que deseaban que mi ama presentara ante el faraón. Los rega-
los que las acompañaban eran aún más valiosos que los que ofrecían por mis servicios profe -
sionales.
Mi ama había rechazado los regalos de su padre a cambio de un único esclavo, e inició el
viaje hacia el sur como una pordiosera, dependiendo tan sólo de mis modestos ahorros. Sin
embargo, antes de que el viaje llegara a su fin había acumulado no sólo una fortuna, sino tam-
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Río sagrado Wilbur Smith
bién una lista de favores que le debían amigos ricos y poderosos. Yo llevaba una contabilidad
cuidadosa de estos bienes.
No soy tan presuntuoso como para suponer que mi ama Lostris no hubiera logrado ese
reconocimiento sin mi ayuda. Su belleza, su inteligencia y su naturaleza dulce y cálida la ha-
brían convertido de todos modos en la favorita del faraón. Sólo sugiero que pude lograr que
sucediera un poco antes de lo esperado.
Nuestro éxito traía aparejados ciertos inconvenientes. Como de costumbre, despertaba
los celos de quienes se sentían desplazados en el favor del faraón, y además se añadía el cre -
ciente interés carnal que el faraón sentía hacia mi ama, interés incentivado por el período de
abstinencia que yo le impuse.
Una noche, en su tienda, después de haberle administrado el tónico de cuerno de rinoce-
ronte, el faraón me confió:
–Esta cura que me has hecho es sumamente eficaz, Taita. No me he sentido tan viril des-
de que era joven, mucho antes de mi coronación y mi divinidad. Esta mañana, al despertar,
tenía el miembro endurecido; me resultó tan gratificante que mandé buscar a Atón para que lo
viera. Se impresionó tanto que me sugirió que enviara a buscar enseguida a tu ama.
Alarmado ante esta noticia, adopté mi expresión más severa y meneé la cabeza para
mostrar mi desaprobación.
–Agradezco tu buen sentido al no haber aceptado la sugerencia de Atón, majestad. Hu-
biera echado por tierra todos nuestros esfuerzos. Si quieres un hijo debes seguir meticulosa -
mente mis indicaciones.
Este episodio me hizo meditar sobre lo veloz que era el paso del tiempo y sobre lo poco
que faltaba para que vencieran los noventa días de gracia. Entonces empecé a mentalizar a mi
ama para la noche en que sería llamada por el faraón.
«Ante todo debo prepararla mentalmente», pensé, y lo hice señalándole que si deseaba
sobrevivir al faraón para finalmente reunirse con Tanus, era inevitable que se sometiera a la
voluntad real. Lostris siempre fue una criatura sensata.
–Entonces, Taita, tendrás que explicarme exactamente lo que él espera de mí –dijo, sus-
pirando.
En ese tema no soy el guía más indicado. Mi experiencia personal fue efímera, pero pude
delinearle lo fundamental y hacerlo de modo que resultara completamente natural, para no
alarmarla innecesariamente.
–¿Dolerá? –quiso saber, y yo me apresuré a tranquilizarla.
–El faraón es un buen hombre. Ha tenido mucha experiencia con jovencitas. Estoy seguro
de que te tratará con suavidad. Te prepararé una pomada que te facilitará las cosas. Te la apli-
caré todas las noches antes de dormir. Abrirá las puertas. Piensa que algún día Tanus pasará
por esas mismas puertas y que haces esto para darle la bienvenida a él y a ningún otro.
Traté de mantenerme en el papel del médico y de no obtener ningún placer sensual en lo
que debía hacer para ayudarla. Que los dioses me perdonen, pero fracasé en el intento. Las
partes de su cuerpo eran tan perfectas que oscurecían hasta la flor más hermosa. Ninguna
rosa del desierto tuvo jamás pétalos tan exquisitos. Cuando les pasaba la pomada, ellos ofre-
cían su propio y dulce rocío, más sedoso al tacto que ninguna pomada que yo pudiera fabricar.
Las mejillas de mi ama se teñían de rosa y su voz se tornaba ronca al murmurar:
–Hasta este momento yo creí que esa parte de mi cuerpo estaba hecha para un solo pro-
pósito. ¿Por qué será que cuando me haces eso deseo tan ardientemente a Tanus?
Confiaba en mí de una manera tan implícita y era tal su desconocimiento de esas extra-
ñas sensaciones, que debí poner en juego toda mi ética de médico para proceder con el trata -
miento tan sólo el tiempo estrictamente necesario. Sin embargo aquella noche dormí poco,
acosado por sueños imposibles.
A medida que navegábamos hacia el sur se estrechaban las franjas verdes que bordea-
ban el Nilo; el desierto empezaba a oprimirnos. Sobre las verdes praderas se cernían negros
riscos de piedra y algunos se internaban en las aguas turbulentas del Nilo.
98
Río sagrado Wilbur Smith
El más peligroso de aquellos estrechos era conocido como Los Portales de Hapi; allí las
aguas bullían embravecidas al atravesar la garganta de los altos riscos.
Atravesamos los Portales de Hapi y por fin llegamos a Elefantina, la más grande de las is-
las que colgaban de la garganta del Nilo, donde las ásperas colinas constreñían su caudal y lo
obligaban a pasar por los estrechos.
Elefantina tenía la forma de un tiburón monstruoso que perseguía a la multitud de islas
menores de los estrechos. A cada lado del río, los desiertos invasores eran de color y carácter
diferente. En la orilla occidental, las dunas del Sahara tenían un tono anaranjado ardiente y
tan salvaje como los beduinos, los únicos mortales capaces de sobrevivir en ellas. Al este, el
desierto árabe era de un gris sucio, tachonado de negras colinas que bailaban como ensueños
en el espejismo del calor. Aquellos desiertos tenían una sola cosa en común, ambos eran ase-
sinos de hombres.
¡Qué delicioso contraste era Elefantina, engarzada como una resplandeciente joya verde
en la corona plateada del río! La isla tomaba su nombre de las lisas rocas grises que se arraci -
maban a sus orillas, como una manada de enormes paquidermos y del hecho de que, desde
hacía milenios, allí tenía su centro el comercio de marfil, que llegaba desde las salvajes tierras
de Cuch, más allá de las cataratas.
El palacio del faraón ocupaba la mayor parte de la isla y las malas lenguas decían que
había decidido construirlo allí, en el extremo sur de su reino, para estar lo más lejos posible
del pretendiente rojo del norte.
La amplia extensión de agua que rodeaba la isla la protegía del ataque del enemigo, pero
la ciudad ya se extendía de orilla a orilla. Después de Tebas, la Elefantina oriental y occidental,
juntas, constituían la ciudad más grande y populosa del Alto Egipto, una digna rival de Menfis,
la sede del pretendiente rojo del Bajo Egipto.
A diferencia del resto de Egipto, Elefantina estaba llena de árboles. Sus semillas habían
llegado arrastradas por el río en mil inundaciones anuales, y habían echado raíces en el limo
fértil que también había sido transportado por las aguas inquietas. En mi última visita a Ele-
fantina, cuando por encargo del señor Intef y en calidad de Guardián de las Aguas navegué río
arriba para realizar una inspección de los marcadores de nivel del río, había permanecido va-
rios meses en la isla. Con ayuda del jefe de jardineros había catalogado los nombres e histo-
rias naturales de todas las plantas de los jardines del palacio, así que pude enseñárselas a mi
ama. Había ficus que no tenían igual en ningún otro lugar de Egipto. Sus frutos no crecían en
las ramas sino en el tronco principal y sus raíces se entrelazaban como se entrelazan las pito-
nes al aparearse. Había sangres de dragón de cuya corteza, cuando se cortaba, manaba savia
de un rojo brillante. Había sicómoros cuchitas y cientos de variedades que extendían un verde
paraguas de sombra sobre la hermosa isla.
El palacio real estaba construido sobre la roca sólida que yacía bajo la tierra fértil y que
constituía el esqueleto de la isla. Muchas veces me ha intrigado que cada uno de nuestros re -
yes, la larga línea de faraones de cincuenta dinastías que se extiende a lo largo de más de mil
años, haya dedicado tanto tiempo de su vida y gran cantidad de sus tesoros a la construcción
de vastas y eternas tumbas de piedra y mármol, mientras en vida se contentaban con palacios
de adobe y techos de paja. Comparado con el magnífico templo funerario que se le estaba
construyendo al faraón Mamosis en Karnak, aquel palacio era sumamente modesto y sus líneas
rectas y su simetría ofendían los instintos de matemático y de arquitecto que hay en mí. Su -
pongo que, en realidad, la jungla irregular de paredes de arcilla roja y los techos inclinados en
ángulos extraños debían de tener una especie de encanto bucólico, aunque yo ardiera en de-
seos de sacar a relucir mi regla y mi plomada.
Una vez que desembarcamos y llegamos a las habitaciones que nos habían sido destina -
das, nos resultó aún más evidente el verdadero encanto de Elefantina. Como es natural, nos
alojábamos dentro de los muros del harén, en el extremo norte de la isla, pero el tamaño y los
muebles de las habitaciones confirmaban la posición de privilegio que ocupábamos, no sólo
ante el rey, sino también ante el chambelán. Atón fue quien nos asignó las habitaciones y él,
como casi todos los demás, había caído rendido ante el natural encanto de mi ama y era ahora
uno de sus más fervientes admiradores.
Puso a nuestra disposición una docena de espaciosas habitaciones con patio y cocinas
propias. Una puerta lateral conducía directamente a la orilla del río y a un espigón de piedra.
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Río sagrado Wilbur Smith
Aquel mismo día compré un esquife sin quilla que podríamos usar para pescar y cazar aves, y
lo dejé en el espigón.
Ni mi ama ni yo estábamos satisfechos con nuestro nuevo hogar, por confortable que
fuese, e inmediatamente nos dedicamos a mejorarlo y embellecerlo. Con la ayuda de mi viejo
amigo, el jefe de jardineros, diseñé y planté en el patio nuestro propio jardín, con un techo de
paja bajo el que nos podíamos sentar durante las horas de calor del día y donde guardaba mis
halcones en sus perchas.
En el espigón instalé un cigoñal para tener un flujo constante de agua del río que conduje
a través de caños de cerámica hasta nuestro jardín, donde instalé estanques con peces y lirios.
El agua que se desbordaba de los estanques drenaba por una zanja angosta. Me las ingenié
para que esa zanja atravesara la pared del dormitorio de mi ama, pasara por un rincón prote-
gido por biombos y saliera por el otro muro para dirigirse nuevamente al Nilo. Con fragante
madera de cedro tallé un banco con un agujero en el asiento y lo coloqué sobre la zanja, de tal
manera que todo lo que cayera por el agujero fuera arrastrado por la corriente de agua. A mi
ama le encantó y pasaba allí sentada mucho más tiempo del necesario para cumplir con las
funciones para las que el banco había sido diseñado.
Las paredes de nuestras habitaciones eran de arcilla roja. Diseñamos una serie de fres-
cos para cada habitación. Yo hice los dibujos y los trasladé a las paredes, y mi ama y sus sir-
vientas los pintaron. Eran escenas de la mitología, con extravagantes paisajes habitados por
maravillosos animales y aves. Por supuesto que utilicé a Lostris como modelo para la figura de
Isis, pero no era de extrañar que la figura de Horus se convirtiera en el personaje central de
todos los frescos y que, por insistencia de mi ama, fuera rubio y tuviera un aspecto extraña-
mente familiar.
Los frescos provocaron gran agitación en el harén y todas las esposas reales nos visita-
ron por turno para beber un refresco y admirar las pinturas. Acabábamos de inventar una
moda y se me pidió consejo con respecto a la redecoración de todos los aposentos privados, a
cambio de una tarifa conveniente, por supuesto. Aquello nos proporcionó nuevas amigas entre
las damas reales así como una suma considerable para nuestras finanzas.
Pronto el rey se enteró y vino a ver personalmente los dibujos. Lostris le condujo por las
habitaciones. Cuando el faraón vio el banco de agua del que mi ama estaba tan orgullosa, le
pidió que demostrara su utilidad y Lostris lo hizo sin vacilación, sentándose muerta de risa y
dejando caer una tintineante cascada en la zanja.
Todavía era tan inocente que no percibió el efecto que aquella demostración tuvo sobre
su real esposo. Por la expresión del rey comprendí que cualquier intento que se hiciera para
demorar la consumación del matrimonio más allá de los noventa días prometidos, sería com-
pletamente inútil.
Después del recorrido, el faraón se sentó bajo el techo de paja y bebió una copa de vino
mientras reía a carcajadas algunas salidas de mi ama. Por fin se volvió hacia mí.
Taita –dijo–, debes construirme un jardín y un techo de paja igual a éstos..., sólo que
mucho más grandes y, ya puestos, también podrías hacerme un banco de agua.
Cuando por fin se retiró, me ordenó que caminara un trecho con él, aparentemente para
hablar del jardín, pero no me engañó. En cuanto abandonamos el harén atacó.
–Anoche soñé con tu ama –me informó– y cuando desperté había derramado mi semilla
sobre las sábanas. No me pasaba desde que era joven. Esa pícara ha empezado a llenar mis
pensamientos, tanto dormido como despierto. No me cabe duda de que podré engendrar un
hijo varón y que no debemos retrasarlo más. ¿No crees que ya estoy preparado?
–Te aconsejo que observes los noventa días, majestad. Intentarlo antes sería una tonte-
ría. –Era peligroso afirmar que un deseo del rey era tonto, pero yo estaba desesperado por
contenerlo–. Sería muy poco prudente arruinar todas nuestras posibilidades de éxito por no
esperar un período de tiempo tan corto. –Al final prevaleció mi opinión y le dejé con aspecto
más sombrío que nunca.
Al regresar al harén, comuniqué a mi ama cuáles eran las intenciones del rey; había lo-
grado prepararla para que aceptara lo inevitable hasta tal punto que no demostró demasiada
inquietud. Se había resignado a desempeñar su papel de favorita del rey y mi promesa de que
su cautiverio en la isla de Elefantina tendría un fin no demasiado lejano la ayudaba a sobrelle-
var la situación. Con justicia, nuestra estancia en la isla no puede ser descrita como un cauti -
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Río sagrado Wilbur Smith
verio. Los egipcios somos los hombres más civilizados de la Tierra. Tratamos bien a nuestras
mujeres. He oído hablar de otros, como los hurritas, los cuchitas y los libios, por ejemplo, que
son sumamente crueles y poco naturales tanto con sus esposas como con sus hijas.
Los libios convierten el harén en una verdadera prisión en la que las mujeres viven toda
la vida sin ver más hombres que los niños y los eunucos. Se dice que es tal el frenesí posesivo
de esos hombres que ni siquiera permiten la entrada de un perro o un gato macho en el harén.
Los hurritas son aún peores. No sólo confinan a sus mujeres y las obligan a cubrir sus
cuerpos desde los tobillos hasta las muñecas, sino que las obligan a ocultar su rostro incluso
dentro de los límites del harén. Tanto es así que sólo el marido ve el rostro de su mujer.
Las tribus primitivas de Cuch son las peores. Cuando sus mujeres llegan a la pubertad,
les practican la ablación del clítoris con el mayor salvajismo. Les cortan el clítoris y los labios
internos del pubis quitándoles toda posibilidad de placer sexual para que nunca se vean tenta-
das por la infidelidad.
Ya sé que es difícil de creer, pero he visto con mis propios ojos los resultados de esa ci -
rugía brutal. Tres de las esclavas de mi ama habían sido capturadas después de haber madu-
rado y el mismo padre las había sometido al cuchillo. Cuando examiné la cavidad abierta y lle -
na de cicatrices que les había quedado, enfermé, y como médico me sentí profundamente
ofendido por la mutilación de esa obra maestra de los dioses que es el cuerpo humano. Mi opi-
nión es que la circuncisión no logra su objetivo ya que priva a la víctima de los rasgos femeni -
nos más deseables y la convierte en un ser frío, calculador y cruel. En una palabra: en un
monstruo asexuado.
Por otra parte, los egipcios honramos a nuestras mujeres y las tratamos, si no como
iguales, por lo menos con consideración. Ningún marido puede azotar a su mujer sin permiso
de un magistrado y tiene la obligación de vestirla, alimentarla y mantenerla de acuerdo a la
posición que ocupa dentro de la sociedad. La esposa del rey o de un noble no se ve confinada
al harén sino que, convenientemente escoltada por su séquito, puede caminar por las calles de
la ciudad o por el campo. No está obligada a ocultar sus encantos sino que, de acuerdo con la
moda del momento y su propio capricho, puede sentarse a la mesa de su esposo con la cara
descubierta y los pechos desnudos y entretener a los hombres presentes con conversación y
canciones.
Le está permitido tener esclavos, tierras y fortuna propios, pero los hijos sólo pertenecen
al marido. Puede pescar, cazar y practicar el tiro al arco, pero le están prohibidas las activida -
des eminentemente masculinas, como la lucha y la esgrima. Existen, y con razón, ciertas pro-
fesiones que no puede ejercer, como la práctica de las leyes y la arquitectura. Pero una esposa
de alcurnia es una persona importante que posee dignidad y derechos legales. Naturalmente
que no sucede lo mismo en el caso de una concubina o de la esposa de un hombre del pueblo.
Estas tienen los mismos derechos que el buey o el asno.
Por lo tanto, mi ama y yo teníamos libertad para explorar las ciudades mellizas de ambas
orillas del Nilo y los campos que las rodeaban. Mi ama pronto fue popular en las calles de Ele -
fantina y la gente le salía al paso para suplicar su bendición y su generosidad. Lo mismo que
en su Tebas natal, aplaudían su gracia y su belleza. Me había dado orden de llevar siempre
conmigo una amplia bolsa llena de pastas y dulces que regalaba a todos los niños de aspecto
desnutrido con los que nos cruzábamos. Siempre estábamos rodeados de una multitud de ni-
ños chillones.
A mi ama le gustaba sentarse en las puertas de las chozas para conversar con la señora
de la casa o junto a un labriego para escuchar sus aflicciones y desdichas que, a la primera
ocasión, transmitía al faraón. Muchas veces él sonreía con indulgencia y aceptaba las propues-
tas que ella le hacía. Así nació su fama de defensora de la gente del pueblo. Cuando pasaba
por los barrios más pobres y tristes de la ciudad sólo dejaba sonrisas tras de sí.
Otras veces salíamos a pescar en nuestro pequeño esquife en las lagunas que creaba la
crecida del Nilo o poníamos trampas para los patos salvajes. Yo había fabricado un arco espe-
cial para mi ama. No se parecía en nada al gran arco Lanata que había fabricado para Tanus
pero era adecuado para las aves acuáticas que cazábamos. Lostris tenía mejor puntería que la
mayoría de los hombres que conozco y rara era la vez que no tenía que zambullirme y nadar
en busca de un pato o un ganso muerto.
101
Río sagrado Wilbur Smith
Cada vez que el rey salía a practicar la cetrería, invitaba a mi ama a acompañarle. Yo ca -
minaba detrás de ella, llevando mis halcones en el brazo y así recorríamos el borde de los le-
chos de papiros. En cuanto, desde algún charco oculto entre los cañaverales, levantaba el vue-
lo una garza, ella cogía uno de los halcones y le besaba la cabeza encapuchada.
–¡Que tengas un vuelo veloz y certero! –le susurraba antes de desenmascarar los feroces
ojos amarillos y soltar al pequeño asesino.
Observábamos fascinados al halcón que se elevaba por encima de su presa para después
plegar las alas y lanzarse en picado a tal velocidad que podíamos oír el silbido del viento.
El ruido del impacto nos llegaba con claridad desde más de doscientos pasos de distan-
cia. Un puñado de plumas celestes revoloteaban bajo el cielo azul y luego, impulsadas por la
brisa del río, se alejaban como el humo. El halcón cogía a su presa con garras ganchudas y se
precipitaba a destrozarla contra la tierra. Mi ama lanzaba un grito de triunfo y corría con la ve -
locidad de un muchacho a recuperar el ave, a alabarla y mimarla para después ofrecerle boca -
dos de la cabeza deshecha de la garza.
Quiero a todas las criaturas del agua, de la tierra y del aire. Mi ama tiene idénticos senti-
mientos. A menudo me pregunto ¿por qué entonces a ambos nos entusiasma tanto el deporte
de la caza? Lo he meditado sin encontrar una respuesta. Tal vez sea simplemente que el hom-
bre, y también la mujer, son los depredadores más feroces de la Tierra. Tenemos cierto paren-
tesco con el halcón, con su belleza y su velocidad. La garza y el ganso fueron entregados por
los dioses al halcón como presa. De la misma manera, al hombre le ha sido dado el dominio
sobre todas las criaturas de la Tierra. No podemos negar esos instintos con los que nos han
dotado los dioses.
Desde muy temprana edad, en cuanto tuvo la fuerza y el empuje necesarios para perma-
necer con nosotros, permití que mi ama Lostris nos acompañara en nuestras expediciones de
caza y de pesca. Quizá para disimular el odio que sentía por su rival, el señor de Harrab, mi
señor Intef consentía en que saliera a cazar con el joven Tanus. Años atrás Tanus y yo había-
mos descubierto una cabaña de pescadores desierta en el borde de un pantano, cerca de Kar-
nak y la habíamos convertido en nuestro coto de caza secreto. Quedaba a corta distancia del
desierto. De modo que desde aquella cómoda base de operaciones podíamos optar por pescar
en la laguna, cazar aves salvajes o lanzar los halcones en pleno desierto tras esa noble ave
que es la avutarda gigante.
Al principio, a Tanus le molestaba la intromisión de aquella niña de nueve años, desgar -
bada, flaca y de pecho plano como el de un varón. Pero pronto se acostumbró a su presencia y
hasta le resultaba conveniente tener a alguien que hiciera recados y llevara a cabo las tareas
tediosas del campamento.
Así, poco a poco, Lostris adquirió la ciencia y la sabiduría de la vida al aire libre, hasta
que llegó a conocer cada pez y cada pájaro por su nombre y a manejar con igual maestría el
arpón y el arco. Tanus se sentía orgulloso de ella, como si hubiese sido él quien había decidido
invitarla a unírsenos.
Lostris estaba con nosotros en las negras colinas que se alzaban sobre el valle del río el
día en que Tanus cazó al asesino del ganado. El león era un macho viejo y lleno de cicatrices,
con una melena negra que se movía como un trigal mecido por el viento y con voz de trueno.
Aquel día habíamos enviado tras él la jauría de sabuesos que le siguió el rastro desde la dehe-
sa, a la orilla del río, donde había dado muerte al último buey. Los perros lo acorralaron en el
desfiladero rocoso. En cuanto nos acercamos, el león se deshizo de los perros para atacarnos.
Cuando se acercó, gruñendo y rugiendo, mi ama permaneció firme, detrás de Tanus, con
su propio arco preparado. Aunque fue Tanus el que dio muerte a la bestia, clavándole en la
garganta una flecha que lanzó con el gran arco Lanata, ambos tuvimos ocasión de comprobar
el coraje de mi ama.
Creo que aquel día Tanus se dio cuenta de cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia
ella; para Lostris, la persecución y la caza quedaron definitivamente ligados a imágenes y re-
cuerdos de su amado. A partir de aquel día se convirtió en una ávida cazadora. Había aprendi-
do de Tanus y de mí a respetar y a amar la presa, pero también a no culparse cuando ejercía
el derecho de supremacía que le había sido dado por los dioses para utilizar al resto de criatu-
ras de la Tierra como bestias de carga, para consumirlas como alimento o para cazarlas como
deporte.
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Río sagrado Wilbur Smith
Es posible que tengamos dominio sobre las bestias, pero de la misma manera, todos los
hombres y mujeres pertenecen al faraón y nadie puede oponérsele. Puntualmente, a la nona-
gésima noche, el rey envió a Atón a buscar a mi ama.
Debido a nuestra amistad y a los sentimientos que él mismo experimentaba por mi ama,
Atón me advirtió con la debida antelación. Por lo tanto, tuve tiempo de llevar a cabo los prepa-
rativos finales antes de su llegada.
Por última vez hice que mi ama ensayara exactamente lo que le diría al rey y cómo se
comportaría con él. Después le apliqué la pomada que había reservado para aquella ocasión.
No sólo era lubricante sino que también contenía la esencia de una hierba que en otros pacien-
tes utilizo para calmarles el dolor de muelas y otros achaques menores. Poseía la propiedad de
entumecer las mucosas sensibles del cuerpo.
Mi ama se mostró valiente hasta el momento en que Atón apareció en la puerta de su
aposento; entonces su coraje la abandonó y se volvió hacia mí con lágrimas en los ojos.
–No puedo ir sola. Tengo miedo. Por favor, ven conmigo, Taita. –Estaba pálida bajo el
maquillaje que tan cuidadosamente le había aplicado y empezó a temblar de manera que sus
pequeños dientes blancos entrechocaban suavemente.
–Sabes bien que eso no es posible, ama. El faraón te ha mandado buscar. Esta vez no
puedo ayudarte.
Pero entonces Atón acudió en su ayuda.
–Tal vez Taita pueda esperar conmigo en la antecámara del dormitorio del faraón. Des-
pués de todo es el médico del rey y tal vez sus servicios sean necesarios –sugirió con su voz
chillona; mi ama se puso de puntillas para besar su gorda mejilla.
–¡Qué bueno eres, Atón! –susurró y él se ruborizó.
Mi ama Lostris cogió mi mano con fuerza y seguimos a Atón a lo largo del laberinto de
corredores que desembocaba en los aposentos del rey. Al llegar a la antecámara oprimió mi
mano con fuerza y después la soltó y se encaminó al dormitorio del faraón. Allí se detuvo y se
volvió para mirarme. Nunca me había parecido tan hermosa, ni tan joven y vulnerable. Se me
partía el corazón, pero le sonreí para infundirle coraje. Lostris se volvió, apartó la cortina y en -
tró. Escuché el murmullo de la voz del rey que le daba la bienvenida y la suave respuesta de
mi ama.
Atón me invitó a sentarme en un banco, ante una mesa baja y luego, sin una palabra,
colocó ante ambos el tablero de bao. Jugué sin prestar atención a lo que hacía, moviendo las
brillantes piedras redondas en el tablero de madera; Atón me ganó tres partidas seguidas.
Hasta entonces pocas veces había logrado vencerme, pero aquella vez estaba distraído por el
murmullo de voces que nos llegaba desde el dormitorio, aunque no alcanzaba a distinguir las
palabras.
Entonces oí que mi señora decía con voz muy clara, exactamente como yo le había ense-
ñado:
–Por favor, majestad, te ruego que seas amable conmigo. Te suplico que no me lastimes.
–Y la petición fue tan sentida que hasta Atón tosió con suavidad y se sonó la nariz con la man -
ga mientras yo hacía un esfuerzo para no ponerme en pie de un salto y correr al rescate de mi
ama.
Durante algunos momentos reinó el silencio, después oímos un gemido y luego todo vol-
vió a quedar en silencio.
Atón y yo permanecimos inclinados sobre el tablero de bao sin tratar de seguir jugando.
No sé cuánto tiempo esperamos, pero debió de ser durante la última guardia de la noche cuan-
do al otro lado de la cortina se oyó el ronquido de un viejo. Atón me miró y asintió, después se
puso lentamente en pie.
Antes de llegar a las cortinas, éstas se abrieron y se acercó mi ama.
-Llévame a casa, Taita –susurró.
Sin pensar en lo que hacía la cogí en brazos y ella me rodeó el cuello y apoyó la cabeza
sobre mi hombro, como cuando era pequeña. Atón cogió la lámpara de aceite y nos iluminó el
camino de regreso al harén. Nos dejó en la puerta del dormitorio de mi ama. La acosté sobre
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la cama, y mientras dormitaba, la examiné con suavidad. Había un poco de sangre, una pe-
queña mancha sobre sus muslos, pero ya estaba seca.
–¿Te duele, pequeña? –pregunté en voz baja; Lostris abrió los ojos y meneó la cabeza.
Después, inesperadamente, me sonrió.
–No sé por qué arman tanto barullo por ese asunto –murmuró–. En definitiva no fue peor
que usar tu banco de agua y tampoco duró mucho más. –Y sin más, se quedó dormida.
Estuve a punto de llorar de alivio. Gracias a mis preparativos y a las hierbas entumece-
doras que utilicé, había logrado que viviera aquella experiencia sin sufrir daño físico ni espiri-
tual.
A la mañana siguiente salimos a cazar con los halcones como si nada hubiera ocurrido y
a lo largo del día mi ama sólo mencionó una vez el tema. Mientras comíamos a la orilla del río,
preguntó pensativa:
–¿Con Tanus será igual, Taita?
–No, mi señora. Tú y Tanus os amáis. Será distinto. Será el momento más maravilloso de
toda tu vida –le aseguré.
–Sí, en lo profundo de mi alma, sé que así debe ser –susurró e involuntariamente ambos
miramos hacia el norte, mucho más allá del horizonte, hacia Karnak.
Aunque sabía cuáles eran mis deberes hacia Tanus, la vida en la isla era tan idílica y dis-
frutaba tanto con la compañía de mi ama, que retrasé mi partida con la excusa de que ella to-
davía me necesitaba. En realidad, aunque el faraón la mandaba buscar todas las noches, mi
ama era fuerte y había sido bendecida con un fuerte instinto de supervivencia.
Aprendió a satisfacer al rey con rapidez, pero al mismo tiempo a permanecer insensible y
a no dejarse involucrar emocionalmente. En aquel momento no me necesitaba tanto como Ta-
nus. En realidad fue ella la que empezó a insistir en que debería abandonar Elefantina y viajar
nuevamente río abajo.
Lo fui postergando hasta que una noche, después de pasar un día entero en el campo
con el rey, regresamos tarde a palacio. Me encargué de que bañaran a mi ama y le sirvieran la
cena antes de regresar a mis habitaciones.
Al entrar en mi aposento flotaba en el aire el aroma delicioso de mangos y granadas ma -
duras. En el centro de la habitación había una gran canasta cerrada que adiviné debía contener
esas frutas, mis preferidas. No me sorprendió que estuviera allí porque no pasaba un día sin
que mi ama y yo recibiéramos regalos de aquellos que buscaban nuestro favor.
Me pregunté de quién sería y la boca se me hizo agua cuando otra oleada de fragancia
llenó mis fosas nasales. No comía desde el mediodía. Cuando levanté la tapa y estiré la mano
para coger la granada más roja y madura, la fruta cayó al suelo. Un susurro llegó a mis oídos y
una gran bola negra de contorsionadas espirales y resplandecientes escamas cayó de la canas-
ta y me rozó las piernas.
Salté hacia atrás, pero no fui lo suficientemente rápido. Las fauces abiertas de la serpien-
te golpearon con tanta fuerza contra el cuero de mi sandalia que estuve a punto de perder el
equilibrio. Los colmillos curvos soltaron una nube de veneno. El líquido claro pero mortífero
empapó la piel de mi tobillo. Me arrojé contra la pared del otro extremo de la habitación para
escapar al segundo ataque.
La cobra y yo quedamos frente a frente, separados por la anchura del cuarto. Tenía la
mitad del cuerpo enroscado sobre sí misma pero la parte delantera se alzaba hasta la altura de
mi hombro. Su cresta se extendía para exhibir las anchas bandas blancas y negras que la
adornan. Como un horripilante y negro lirio de la muerte meciéndose sobre su tallo, me obser-
vaba con sus ojos brillantes como cuentas y en aquel momento me di cuenta de que se en -
contraba entre mi persona y la única puerta de salida.
Es cierto que a algunas cobras se las trata como mascotas ya que, convenientemente
adiestradas, pueden impedir que ratas y ratones infesten la casa. Beben leche de un jarro y
son mansas como gatitos. En cambio, a otras se las entrena con tormentos y provocaciones
para que se conviertan en armas mortíferas. No tuve dudas con respecto al tipo de cobra que
en aquel momento se alzaba ante mí.
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–¡Se me escapa! –grité, más para mí mismo que para Lostris. La sostenía con los brazos
extendidos, pero poco a poco la serpiente iba logrando acercarse a mi cara, a mis ojos. La re-
corrían oleadas de fuerza, contraía y ajustaba sus anillos alrededor de mi cuello y echaba la
cabeza hacia atrás para liberarse de mis dedos.
Aunque yo ya tenía los nudillos blancos por el esfuerzo, la cobra estaba tan cerca de mi
cara que podía ver los colmillos que se sacudían hacia atrás y hacia delante en sus fauces
abiertas. La cobra puede levantarlos o aplanarlos a voluntad. Eran blancas agujas de hueso y,
como un pulverizador, sus puntas esparcían una capa fina y pálida de veneno. Yo sabía que si
una sola gota de veneno me entraba en los ojos quedaría ciego y que el dolor ardiente me ha -
ría enloquecer.
Retorcí la cabeza de la cobra para alejarla de mis ojos y para que la nube de veneno se
perdiera en el aire y volví a gritar con desesperación.
–¡Llama a uno de los esclavos para que me ayude!
–¡Sobre la mesa! –la voz de mi señora resonó muy cerca de mí–. ¡Apóyale la cabeza so -
bre la mesa! –Me sobresalté. Creía que, obedeciendo mi orden, había ido en busca de ayuda.
Pero estaba a mi lado y noté que todavía empuñaba el cuchillo de plata.
Llevando conmigo a la cobra, crucé la habitación a tropezones y caí de rodillas junto a
una mesa baja. Con un esfuerzo supremo logré apoyar la cabeza de la serpiente contra el bor-
de de la mesa y sostenerla allí. Eso proporcionó a mi ama una base sobre la que asestar el gol-
pe. Clavó el cuchillo en el cuello de la cobra, detrás de la cabeza.
Al sentir el primer impacto, la serpiente redobló sus esfuerzos. Un anillo tras otro de car-
ne resbaladiza azotaba mi cabeza y se contorsionaba a su alrededor. De la boca de la cobra
surgían bocanadas de aire que casi nos ensordecían y la espantosa batahola se mezclaba con
los chorros de veneno que surgían de sus colmillos.
El cuchillo era afilado y bajo sus golpes la carne escamosa se partió. Una sangre viscosa
y fría me cubrió los dedos; la hoja del cuchillo se detuvo contra la espina dorsal de la serpien -
te. Con la cara contorsionada por el esfuerzo, mi ama Lostris trataba de serrar el hueso. Yo te -
nía los dedos lubricados por la sangre del ofidio; sentí que la cabeza resbalaba y la serpiente
quedó en libertad. Pero en aquel mismo instante el cuchillo encontró la unión entre dos vérte -
bras y le partió la columna vertebral.
Suspendida por un hilo de piel, la cabeza de la cobra se movía de un lado para otro, im-
pulsada por los estertores de la muerte. Pese a tenerla casi completamente separada del cuer -
po, los colmillos todavía despedían una nube de veneno. El menor contacto sería suficiente
para que se me clavaran. Tiré del cuerpo de la cobra con dedos frenéticos y ensangrentados y
por fin conseguí desenroscarla de mi cuello y arrojarla al suelo.
Mientras retrocedíamos hacia la puerta, la cobra continuaba sus grotescas contorsiones,
anudándose y enroscándose hasta formar una bola, con las escamas deslizándose unas sobre
otras.
–¿Te hirió, mi ama? –pregunté, sin poder apartar la mirada de los estertores de muerte
de la serpiente–. ¿El veneno te tocó los ojos o la piel?
–Estoy bien –susurró ella–. ¿Y tú, Taita? –El tono de su voz me alarmó hasta el punto de
hacerme olvidar mi propia angustia y la miré. La reacción nerviosa posterior al peligro ya había
hecho presa en ella y empezaba a temblar con violencia. Sus ojos verdes parecían demasiado
grandes para tener cabida en aquel rostro tan pálido. Debía encontrar la manera de liberarla
del susto.
Bueno –dije con tono enérgico–, ya no tenemos que preocuparnos por la cena de maña -
na. ¡Me encanta la cobra asada!
Lostris me miró un momento, inexpresiva y luego lanzó una carcajada histérica. Mi pro-
pia risa no fue menos nerviosa. Nos abrazamos y reímos hasta que se nos saltaron las lágri-
mas.
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cubrí todo con una capa de arcilla húmeda. Sobre la arcilla encendí un fuego que mantuve ar -
diendo todo el día.
Aquella noche, cuando abrí con un golpe la dura bola de arcilla, el aroma suculento que
despedía la carne blanca nos hizo la boca agua. Algunos de los que han compartido mi mesa
aseguran que jamás han comido manjares más deliciosos que los que yo preparo, ¿y quién soy
yo para contradecir a mis amigos?
Serví los filetes a mi ama, acompañados con un vino de calidad cinco palmas que Atón
había encontrado por casualidad en la despensa del faraón. Mi ama insistió en que me sentara
junto a ella, bajo el techo de paja del patio para compartir la comida. Convinimos en que la co -
bra era más rica que la cola de cocodrilo y más sabrosa que la carne de la mejor perca del
Nilo.
Sólo después de comer hasta hartarnos y de enviar las sobras a las esclavas, empeza-
mos a hacer conjeturas sobre la persona que había enviado la canasta de fruta.
Para no alarmar a mi ama, convertí el asunto en una broma.
–¡Debe de haber sido alguien a quien no le gusta mi manera de cantar! –Pero no pude
engañarla con tanta facilidad.
–No te hagas el payaso conmigo, Taita –me advirtió–. Creo que sabes quién fue, y creo
que yo también lo sé.
Me quedé mirándola fijamente, sin saber cómo afrontar lo que sospechaba que me diría.
Siempre la había protegido, hasta de la verdad. Me pregunté si habría logrado engañarla.
–Fue mi padre –dijo, con tanta seguridad que no pude negarlo, ni darle una respuesta–.
Háblame de él, Taita. Dime todo lo que debo saber sobre él y que nunca te has atrevido a con-
tarme.
Al principio me costó. No se puede abandonar en un momento toda una vida de reticen-
cia. Me resultaba difícil convencerme de que ya no era esclavo del señor Intef. En lo profundo
de mi ser siempre le odié; me había dominado en cuerpo y alma desde la infancia y dentro de
mí persistía una especie de perversa lealtad que me impedía hablar de él con libertad. Traté
débilmente de eludir el compromiso haciendo sólo un bosquejo de las actividades clandestinas
de su padre, pero ella me interrumpió con impaciencia.
–¡Vamos! No me tomes por tonta. Sé más sobre mi padre de lo que imaginas. Ha llegado
la hora de que me entere del resto. Te ruego que me lo digas todo.
Así que obedecí; había tanto que contar que la Luna llena ya estaba alta en el cielo cuan-
do terminé. Después permanecimos largo rato en silencio. No había omitido nada, ni intentado
negar o excusar mi participación en todo ello.
–¡Con razón quiere matarte! –susurró ella por fin–. Sabes bastante para destruirle. –Per-
maneció algunos instantes más en silencio y después añadió–: Mi padre es un monstruo. ¿Có -
mo es posible que yo sea distinta a él? ¿Por qué, siendo su hija, no estoy poseída por esos ba-
jos instintos?
–Debemos agradecer a los dioses que no sea así. Pero dime, señora, ¿no me desprecias
por lo que yo también he hecho? Ella me acarició una mano.
–Olvidas que te conozco desde el día en que mi madre murió al darme a luz. Sé cómo
eres en realidad. Cualquier cosa que hayas hecho, la hiciste obligado y yo te perdono compla -
cida.
Se puso en pie de un salto y paseó alrededor del estanque de los lirios antes de volverse
nuevamente hacia mí.
–Mi padre es una terrible amenaza para Tanus. Hasta esta noche ni siquiera lo sospeché.
Hay que advertirle para que pueda protegerse. Debes ir en su busca ahora mismo Taita, no es
posible retrasarse un sólo día más.
–Señora... –empecé a decir, pero me interrumpió con brusquedad.
–No, Taita, no seguiré escuchando tus excusas. Mañana mismo saldrás para Karnak.
A la mañana siguiente salí a pescar solo, en el esquife, antes del amanecer. Me aseguré
de que por lo menos una docena de esclavos y centinelas me vieran abandonar la isla.
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En un lugar apartado de la laguna abrí la bolsa de cuero en la que ocultaba un gato que
se había hecho amigo mío. Era un animal viejo y triste, cubierto de sarna y con dolorosas úlce-
ras en ambas orejas. Hacía tiempo que trataba de reunir fuerzas para quitarle sus dolores para
siempre. Le di un poco de carne cruda mezclada con esencia de Datura. Mientras comía, lo
tuve sobre mis rodillas y lo acaricié; él ronroneaba, feliz. En cuanto se deslizó indoloro en el
mundo de la inconsciencia, le corté el cuello.
Rocié el esquife con la sangre y eché el cadáver al río, donde sabía que los cocodrilos
pronto darían cuenta de él. Después, dejando a bordo mis arpones y demás materiales de pes-
ca, empujé el esquife hacia la lenta corriente y vadeé los papiros rumbo a tierra firme.
Mi ama y yo habíamos convenido en que esperaría hasta el anochecer antes de dar la
alarma. Al mediodía del día siguiente encontrarían el esquife salpicado de sangre y llegarían a
la conclusión de que me habría dado muerte un cocodrilo o una banda de alcaudones.
Una vez en tierra firme, me disfracé. Había decidido hacerme pasar por sacerdote de Osi-
ris. Con frecuencia, para divertir a mi ama, imitaba la manera de caminar y los aires pomposos
de los sacerdotes. Para lograr la transformación sólo me hacía falta una peluca, un poco de
maquillaje y el disfraz correcto. Los sacerdotes se mueven constantemente a lo largo del río,
viajando de un templo a otro mientras piden limosna, o mejor dicho, exigen que se les dé li-
mosna, a lo largo del camino. Representando a este personaje, llamaría poco la atención y tal
vez me librara del ataque de los alcaudones, que eran supersticiosos y por lo general no mo-
lestaban a los hombres santos.
Después de rodear la laguna, entré por el barrio pobre a la ciudad de Elefantina Occiden-
tal. Una vez en los muelles, me acerqué al capitán de una barcaza que estaba cargando bolsas
de cuero llenas de cereal y jarros de barro que contenían aceite. Con el conveniente tono arro -
gante, le exigí en nombre del dios que me llevara a Karnak, ante lo cual él se encogió de hom-
bros y escupió sobre cubierta, pero me permitió subir a la barcaza. Todos los hombres están
resignados a ser extorsionados por la hermandad. Quizá desprecien a los sacerdotes pero te-
men su autoridad, tanto espiritual como secular. Algunos afirman que los sacerdotes tienen
tanto poder como el mismo faraón.
Había Luna llena y el capitán de la barcaza era más osado que el almirante Nember. No
echamos anclas durante la noche. Con la brisa y la corriente del Nilo detrás, el viaje fue agra-
dable y al quinto día doblamos el recodo del río y divisamos la ciudad de Karnak.
Cuando bajé a tierra sentí que se me formaba un nudo en la boca del estómago; aquélla
era mi ciudad y allí todos los mendigos y holgazanes me conocían bien. Si alguien me llegaba a
reconocer, el señor Intef se enteraría de mi presencia antes de que tuviera tiempo de llegar a
las puertas de la ciudad. Pero por suerte mi disfraz me permitió guardar el anonimato; por ca -
lles laterales me dirigí presuroso, pero con modales y paso sacerdotal, a la casa de Tanus, ve-
cina a la base de la escuadra.
La puerta no tenía echada la tranca. Entré como si me asistiera todo el derecho del mun-
do y la cerré a mis espaldas. Las habitaciones sobriamente amuebladas estaban desiertas y
cuando las revisé no encontré ningún indicio del paradero de su morador. Era evidente que ha-
cía mucho que Tanus se había marchado, posiblemente desde que mi ama y yo abandonamos
Karnak. La leche que quedaba en una jarra junto a la ventana se había espesado y secado
hasta adquirir el aspecto de un queso duro y una rebanada de pan de melaza que había sobre
un plato estaba cubierta de moho.
Tuve la impresión de que allí no faltaba nada; hasta el gran arco Lanata seguía colgado
sobre la cama de Tanus. Me pareció increíble que lo hubiera dejado allí. Por lo general era una
especie de extensión de su propio cuerpo. Lo oculté cuidadosamente en un compartimiento se -
creto que había debajo de la cama que yo mismo le había construido cuando se mudó a aque -
llos aposentos. Como prefería no transitar por la ciudad a la luz del día, permanecí durante el
resto de la tarde en las habitaciones de Tanus y me encargué de limpiar el polvo y la suciedad
acumulados.
Al caer la noche salí sigilosamente a la calle y me encaminé a la orilla del río. De inme-
diato noté que el Aliento de Horus estaba amarrado en el lugar de siempre. Sin duda la nave
había estado en acción desde la última vez que la vi y había sufrido daños en el combate. Te-
nía la proa astillada y en medio de la nave las maderas se veían chamuscadas.
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Con una punzada de orgullo, noté que Tanus había realizado en el casco las modificacio -
nes que le había sugerido. En la proa, justo sobre la línea de flotación, sobresalía un cuerno de
metal. Por su estado colegí que debía haber hecho estragos en la flota del pretendiente rojo.
Sin embargo, ni Tanus ni Kratas estaban a bordo. Montaba guardia un oficial joven, pero
descarté la idea de llamarle. En cambio, decidí recorrer los lugares de reunión de los marineros
en la cercanía de los muelles.
La moral y la santidad de los sacerdotes de Osiris se deduce por la forma en que fui reci-
bido en los prostíbulos: como un parroquiano. En una de las tabernas más respetables recono-
cí la figura impresionante de Kratas. Bebía y jugaba a los dados con un grupo de oficiales. Sin
intentar acercarme, le observé desde el otro extremo del salón. Mientras lo hacía, rechacé los
avances de una sucesión de aves del placer de ambos sexos que reducían progresivamente sus
tarifas en un afán de tentarme a salir a las oscuras callejuelas donde exhibirían para mí sus
encantos. Nadie pareció impresionarse por mi collar sacerdotal de azules cuentas de vidrio.
Cuando por fin Kratas se despidió de sus compañeros y se encaminó a la calle, seguí con
alivio su alta figura.
–¿Qué quieres ahora de mí, bien amado de los dioses? –gruñó con aire despectivo al ver
que me acercaba–. ¿Qué buscas, mi oro o el placer que te pueda proporcionar? –Muchos
sacerdotes habían adoptado con entusiasmo la moda de la pederastia.
–Prefiero el oro –contesté–. Tienes más de eso que de lo otro, Kratas. –Se detuvo en
seco y me miró con desconfianza. Sus apuestas facciones sólo estaban ligeramente sonrosadas
por el vino.
–¿Cómo sabes mi nombre? –Me cogió por los hombros y me arrastró hasta un portal ilu-
minado, donde estudió mi rostro. Por fin me arrancó la peluca de la cabeza–. ¡Por las hemo-
rroides de Seth, si es Taita! –rugió.
–Te agradecería que te abstuvieras de gritar mi nombre a los cuatro vientos –advertí y
de inmediato él se puso serio.
–Ven. Iremos a mis habitaciones.
En cuanto estuvimos solos, sirvió dos jarras de cerveza.
–¿No has bebido ya bastante? –pregunté, y él sonrió.
–Por la mañana conoceremos la respuesta a esa pregunta. ¡Pero, no seas tan severo
conmigo, Taita! Durante las últimas tres semanas no hemos hecho más que navegar río abajo
y atacar la flota del usurpador rojo. ¡Dulce Hapi! Te aseguro que ese cuerno de proa que in-
ventaste ha hecho milagros. Se lo clavamos a casi veinte naves y degollamos a un par de cen-
tenares de bribones. Y aunque el trabajo daba mucha sed, durante todo ese tiempo por mis la-
bios no pasó más que agua. Ahora no me niegues un trago de vino. ¡Bebe conmigo! –pidió, al-
zando su jarra. Yo también tenía sed así que alcé mi jarra; al depositarla en la mesa, pregun-
té:
–¿Dónde está Tanus?
Instantáneamente recuperó la sobriedad.
–Tanus ha desaparecido –me comunicó. Me quedé mirándole.
–¿Desaparecido? ¡Qué quiere decir que ha desaparecido! ¿No condujo el ataque río aba-
jo?
Kratas negó con la cabeza.
–No. Se ha ido. Se esfumó. Ordené a mis hombres que recorrieran todas las calles y to-
das las casas de Tebas. No encontraron rastro de Tanus. Te aseguro, Taita, que estoy preocu-
pado. Realmente preocupado.
–¿Cuándo lo viste por última vez?
–Dos días después de que Lostris se casara con el rey, la tarde que la flotilla real zarpó
rumbo a Elefantina. Traté de que recuperara el sentido común, pero se negó a escucharme.
–¿Qué dijo?
–Me entregó el mando del Aliento de Horus y de toda la flota. –Pero supongo que no te-
nía derecho a hacerlo, ¿verdad?
–Sí, podía hacerlo. Lo hizo con la autoridad que le confiere el sello del faraón. Asentí.
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No estaba seguro de poder cumplir mi promesa de encontrar a Tanus, pero dejé a Kratas
para que durmiera la borrachera y volví a internarme en la ciudad. Recorrí una vez más todos
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los lugares que antiguamente frecuentaba Tanus e interrogué a todos los que pudieran haberle
visto. No me cabía duda de que al hacerlo corría un enorme riesgo y que mi disfraz no resisti -
ría un análisis cercano si llegara a toparme con alguien que me conociera bien, pero era nece -
sario encontrarle. Continué caminando durante buena parte de la noche, hasta que los bares y
los prostíbulos del puerto arrojaron a la calle al último borracho y apagaron sus luces.
Cuando el alba despuntó sobre el río, me detuve cansado y desconsolado a la orilla del
Nilo y traté de pensar si habría pasado por alto alguna posibilidad. Un graznido salvaje me
obligó a levantar la mirada. En lo alto, una bandada rezagada de gansos egipcios se destacaba
contra los tonos dorados y cobrizos del cielo del este. Inmediatamente recordé los días felices
que los tres, Tanus, Lostris y yo, pasábamos cazando en los pantanos.
«¡Imbécil! –me dije–. ¿Cómo no lo pensaste antes?»
En ese momento ya las callejuelas se habían llenado de una multitud ruidosa. Tebas es la
ciudad más activa del mundo; allí nadie permanece ocioso. Soplan vidrio y trabajan el oro y la
plata, tejen lino y fabrican ollas. El comerciante regatea y hace negocios, el abogado habla en
su jerga particular, el sacerdote canta y la prostituta anda en busca de clientes. Es una ciudad
excitante y extravagante, y a mí me fascina.
Me abrí paso entre el bullicio, las burlas y los regateos. Los mercaderes y los agricultores
exhibían su mercancía a las amas de casa y a los administradores de las casas más pudientes.
Flotaba el olor de especias y frutas, de vegetales, pescados y carnes, algunos de ellos no muy
frescos. Las vacas mugían y las cabras balaban y agregaban su estiércol a los excrementos hu-
manos que corrían por las abiertas zanjas hacia la Madre Nilo.
Pensé en la posibilidad de comprar un asno, porque me esperaba una larga caminata en
la estación más calurosa del año, y había algunas bestias fuertes en oferta. Al final decidí re -
nunciar a tanto lujo, no sólo por motivos económicos sino porque sabía que, una vez en campo
abierto, un animal costoso atraería sin duda la atención de los alcaudones. Tentados por un
botín tan atractivo, tal vez olvidaran sus escrúpulos religiosos. De modo que sólo compré un
puñado de dátiles y una hogaza de pan, una bolsa de cuero para llevar las provisiones y una
botella de agua. Después me encaminé por las calles angostas hacia la puerta de la ciudad.
Aún no había llegado allí cuando se produjo un revuelo frente a mí y se me acercó un
destacamento de guardias de palacio, que utilizaban los bastones para abrirse paso entre la
multitud del mercado. Detrás de ellos trotaba media docena de esclavos llevando una litera
adornada y cubierta de cortinas. Quedé atrapado contra el muro de un edificio y, aunque reco-
nocí la litera y al jefe de los guardias, no pude evitar quedar enfrente.
El pánico hizo presa en mí. Quizá pudiera sobrevivir a una mirada distraída de Rasfer,
pero estaba seguro de que, a pesar del disfraz, mi señor Intef me reconocería enseguida. A mi
lado había una vieja esclava con pechos que parecían enormes ánforas y cuyo trasero era
como el de un hipopótamo. Me deslicé hasta quedar oculto tras su pesado cuerpo. Después me
eché la peluca sobre los ojos y espié protegido por la mujer.
A pesar de mi temor, sentí una hinchazón de orgullo profesional al pensar que Rasfer se
había recuperado tan pronto después de mi operación. Condujo su tropa de guardias hacia
donde yo me ocultaba, pero sólo cuando estaba a poca distancia noté que tenía un lado de la
cara hundida. Era como si sus facciones, tan poco favorecidas, estuvieran modeladas en cera y
hubiesen sido expuestas al calor de una llama. Estos son a menudo los efectos de una trepa-
nación de cráneo, por hábil que haya sido el cirujano que la realizó. En la otra mitad de su cara
lucía su habitual expresión torva. Si antes era una persona odiosa, ahora lo lógico sería que los
niños lloraran de terror al verle y que los mayores hicieran la señal contra el mal de ojo al mi-
rarle.
Pasó muy cerca de mí, seguido por la litera. Por una pequeña separación de las cortinas
bordadas alcancé a ver fugazmente al señor Intef. Iba elegantemente recostado contra al-
mohadones de seda pura importada de Oriente, que por lo menos debían de costar cinco ani-
llos de oro cada uno.
Estaba recién afeitado y llevaba un tocado de bucles de protocolo. En lo alto del peinado
llevaba un cono de cera perfumada que con el calor se derretía y goteaba sobre la cabeza y el
cuello, refrescando y suavizándole la piel. Una mano enjoyada se apoyaba lánguidamente so-
bre el muslo dorado de un guapo esclavo que debía de ser una adquisición reciente, pues no le
conocía.
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Al mirar a mi antiguo amo, me sorprendió el profundo odio que sentí. Las innumerables
injurias y humillaciones a que me había sometido pasaron velozmente por mi memoria, ator-
mentándome, agravadas por el último ultraje sufrido. Al enviarme la cobra había puesto en pe-
ligro la vida de mi ama. Aun en el caso de que pudiera perdonarle todo lo demás, eso no se lo
perdonaría nunca.
Intef empezó a volver la cabeza hacia donde yo estaba, pero antes de que nuestras mira-
das se encontraran me había colocado detrás de la monumental esclava. La litera siguió su ca-
mino por la callejuela y me quedé mirándola. En aquel momento descubrí que temblaba tanto
como después de mi lucha con la cobra.
–¡Escucha mi súplica, divino Horus! No me des descanso hasta que él haya muerto y se
reúna con su amo Seth –susurré mientras seguía mi camino rumbo a las puertas de la ciudad.
La inundación estaba en su punto más alto y a lo largo del río las tierras eran presa del
abrazo fecundo del Nilo. Al igual que en cada temporada desde el principio de los tiempos, ten-
día sobre nuestros campos otra rica capa de limo. Cuando volviera a su cauce, esas resplande-
cientes extensiones volverían a florecer con el tono verde tan peculiar de Egipto. El limo y el
sol darían lugar a tres cosechas antes de que el Nilo volviera a salir de su cauce para entregar
su dádiva.
Los campos inundados estaban bordeados por muros de piedra que controlaban la creci-
da y además servían como caminos. Seguí por uno de aquellos senderos hacia el este, hasta
que llegué a terreno rocoso al pie de las colinas; después giré hacia el sur. De vez en cuando
me detenía para volcar una roca junto al camino, hasta que encontré lo que buscaba. Después
seguí caminando con más decisión.
Mantenía el ojo avizor sobre el terreno agrietado y abrupto de mi derecha, porque era
exactamente el tipo de terreno que permitiría la emboscada de un grupo de alcaudones. Cuan-
do cruzaba una de las hondonadas rocosas que cortaban el sendero, me detuvo una voz cerca-
na.
–¡Ruega por mí, bien amado de los dioses! –Yo estaba tan tenso que no pude impedir un
grito de asombro.
Sentado en el borde de la hondonada, justo encima de mí, había un joven pastor. No de-
bía de tener más de diez años, pero parecía más viejo que el primer pecado del hombre. Yo
sabía que los alcaudones utilizaban con frecuencia niños como exploradores. Aquel sucio diabli-
llo parecía perfecto para el papel. Tenía el pelo enredado y lleno de mugre y le cubría una piel
de cabra mal curtida que desprendía un nauseabundo olor. Me recorrió de arriba abajo con
ojos ávidos y brillantes, valorando mi vestimenta y equipaje.
–¿Hacia dónde vas y qué buscas, buen padre? –preguntó, y arrancó una larga nota a su
flauta de caña, que podía ser una señal para alguien oculto en lo alto de la colina.
Mi corazón tardó unos segundos en calmar sus latidos y sólo entonces pude contestar,
casi sin aliento:
–Eres muy impertinente, niño. ¿Qué te importa quién soy y adónde voy?
Enseguida el pequeño cambió de actitud.
–Estoy famélico, buen sacerdote, soy un pobre huérfano que se ve obligado a procurarse
su sustento. ¿Por casualidad no llevarás un trozo de pan en esa gran bolsa?
–A mí me parece que estás bien alimentado –dije, volviéndome; él se deslizó por la pen-
diente y bailoteó a mi alrededor.
–Déjame ver lo que llevas en la bolsa, buen padre –insistió–. Dame una limosna, te lo
ruego, bondadoso señor.
–Está bien, pequeño rufián. –Saqué un dátil maduro de la bolsa. El pequeño estiró la
mano para tomarlo, pero antes de que lo lograra cerré la mano y, cuando la volví a abrir, el
dátil se había transformado en un escorpión. El venenoso insecto alzó amenazadoramente la
cola y el chiquillo lanzó un grito y huyó por el barranco.
Al llegar a la cima, se detuvo sólo el tiempo justo para gritarme:
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–¡Tú no eres sacerdote! ¡Eres uno de los espíritus del desierto! ¡No eres hombre sino de-
monio! –Frenético, hizo la señal contra el mal de ojo, escupió tres veces en el suelo y después
se alejó velozmente por la sierra.
Había capturado el escorpión bajo una piedra plana al lado del camino. Como es natural,
le quité la púa del extremo de la cola antes de meterlo en la bolsa para alguna eventualidad. El
viejo esclavo que me enseñó a leer los labios, también me enseñó algunas otras tretas. Una de
ellas fue la prestidigitación.
Al llegar a la siguiente colina me detuve a mirar atrás. El niño estaba en la cima, pero no
se encontraba solo. Había dos hombres con él. Estaban de pie, mirándome, y el chico gesticu-
laba con vehemencia. En cuanto notaron que los había visto, los tres desaparecieron. Dudé
que quisieran volver a tener contacto con un sacerdote demoníaco.
No había avanzado mucho cuando noté un movimiento en el sendero delante de mí. Me
detuve y protegí mis ojos del resplandor del sol de mediodía. Me alegró distinguir un pequeño
grupo de personas de aspecto inocente que iban aproximándose. Avancé cautelosamente hacia
ellos; el corazón me dio un vuelco cuando creí reconocer a Tanus entre ellos. Conducía un
asno. El valiente animal estaba muy cargado. Encima de un gran bulto que llevaba sobre el
lomo iban sentados una mujer y una criatura, a pesar de lo cual el animalito trotaba animosa-
mente. Noté que la mujer estaba en las últimas etapas del embarazo. Detrás de ella se balan -
ceaba una niña.
Cuando estaba a punto de llamar a Tanus e ir presuroso a su encuentro, me di cuenta de
que me había equivocado. No era Tanus. Me había engañado su alta figura, sus anchos hom-
bros, la flexibilidad con que se movía, y su mata de pelo dorado. Me observaba con descon-
fianza y desenvainó la espada. Enseguida detuvo el asno a la vera del camino y se interpuso
entre mí y la preciosa carga que llevaba el animal.
–¡Que la bendición de los dioses te proteja, buen hombre! –exclamé, desempeñando mi
papel de sacerdote, y él lanzó un gruñido y mantuvo la punta de su espada dirigida a mi estó-
mago. En este Egipto nuestro, ningún hombre confía en un extraño–. Arriesgas tu vida y la de
tu familia en este camino, amigo. Debiste haber buscado la protección de una caravana. La
sierra está plagada de bandidos. –Estaba realmente preocupado por ellos. La mujer parecía
amable y decente y, ante mi advertencia, a la niña casi se le saltaron las lágrimas.
–¡Sigue tu camino, sacerdote! –ordenó el hombre–. Guarda tus consejos para los que te
los pidan.
–Eres muy bondadoso, señor –susurró la mujer–. Esperamos toda una semana en Qena
para poder viajar con una caravana, pero no pudimos aguardar más. Mi madre vive en Luxor y
me ayudará a dar a luz a mi hijo.
–¡Silencio, mujer! –gruñó el marido–. No queremos tener trato con desconocidos, aunque
vistan las ropas del sacerdocio.
Dudé un segundo, tratando de pensar si podía hacer algo por ellos. La niña era muy bo-
nita, con grandes ojos oscuros, y me había conmovido. Pero en ese momento el marido azuzó
al asno y siguieron su camino, así que no me quedó más remedio que encogerme de hombros
y dejar que se alejaran.
–No puedes sufrir por toda la Humanidad –me dije–. Como tampoco puedes obligar a
quienes se niegan a seguir tus consejos. –Y sin volver a mirar atrás, seguí mi camino hacia el
norte.
A última hora de la tarde vi la roca que sobresalía del verde pantano. Ni siquiera desde
allí se podía ver la choza, oculta por los papiros. Como su techo era de tallos de papiros, que -
daba perfectamente camuflada. Corrí por el sendero, saltando de roca en roca, hasta llegar al
borde del agua. Lejos del curso principal del Nilo, la inundación no era significativa.
En el embarcadero encontré nuestro bote, viejo y desvencijado. Estaba lleno de agua y
tuve que achicar antes de meterlo en el río. Impulsándolo con una pértiga, avancé cautelosa -
mente por el túnel entre los papiros. Cuando el Nilo estaba bajo, la choza se alzaba en terreno
seco, pero en aquel momento debajo de los pilares que la sostenían había agua más que sufi-
ciente para que se ahogara un hombre de pie.
Atado a uno de los pilares de la choza vi un bote en mejor estado. Amarré el mío junto a
él, trepé por la crujiente escalera y espié el interior del viejo pabellón de caza. Constaba de
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una sola habitación y el sol entraba a raudales por los agujeros del techo de paja, lo cual no
tenía importancia porque en el Alto Egipto nunca llueve.
Desde el día en que Tanus y yo la descubrimos, la choza jamás había estado en tal esta-
do de desorden. Había ropa, armas y cacerolas esparcidas por todas partes, como si fueran
desechos de guerra. El olor a alcohol era aún más penetrante que el de comida rancia y cuer-
pos sucios.
Los cuerpos sucios estaban tendidos sobre un colchón igualmente sucio en un extremo
de la habitación. Crucé con paso cauteloso la desordenada habitación para inspeccionarlos en
busca de signos vitales; en ese momento la mujer gruñó y se volvió. Era joven y su cuerpo
desnudo era regordete y atractivo, con grandes pechos redondos y una mata de vello ensorti-
jado bajo el vientre. Pero, aun en reposo, su rostro era duro y vulgar. No me cupo duda de
que Tanus la había encontrado en los muelles.
Tanus siempre había sido un joven exigente y nunca había abusado de la bebida. Aquella
mujer y las jarras de vino vacías amontonadas contra la pared eran una prueba de lo bajo que
había caído. Le observé mientras dormía y apenas le reconocí. Tenía la cara hinchada por el al-
cohol y cubierta por una barba desaliñada. Era evidente que no se afeitaba desde la última vez
que lo había visto, junto a los muros del harén.
En aquel momento la mujer despertó. Clavó en mí su mirada y, con un solo movimiento
gatuno se puso de pie y trató de coger la espada envainada que se apoyaba contra la pared.
Yo fui más rápido y la apunté con mi daga desenvainada.
–¡Vete! –ordené en voz baja–. Vete si no quieres que te meta en el vientre algo que has-
ta ahora nunca has sentido.
La mujer recogió su ropa y se vistió apresuradamente sin dejar de mirarme con expre-
sión venenosa.
–No me ha pagado –dijo cuando estuvo vestida.
–Estoy seguro de que ya te debes haber servido una paga generosa –contesté, señalán-
dole la puerta con la daga.
–Me prometió cinco anillos de oro. –Cambió de tono y comenzó a gimotear–. Hace veinte
días o más que trabajo para él. He hecho de todo, desde cocinar hasta limpiarle la casa, acos-
tarme con él y lavar sus vómitos cada vez que se emborrachaba. Merezco mi paga. No me iré
hasta que me pagues...
La agarré por un mechón de pelo y la llevé a la puerta. Siempre tirándole del pelo, la
ayudé a subir al bote más desvencijado. Una vez que estuvo fuera de mi alcance me lanzó una
andanada de insultos tan fuertes que los airones y otras aves acuáticas levantaron el vuelo,
asustadas.
Cuando volví a la choza, Tanus seguía en la misma posición. Revisé las jarras de vino.
Estaban casi todas vacías pero todavía quedaban dos o tres llenas. Me pregunté cómo habría
acumulado tal cantidad de alcohol y supuse que posiblemente habría enviado a la mujer a Kar-
nak en busca de algún barquero que se lo llevara. En la choza había habido vino suficiente
como para mantener borrachos durante una semana a todos los miembros de la Guardia de
Cocodrilos Azules. No era de sorprender que Tanus estuviera en ese estado.
Permanecí un rato sentado a su lado sobre el colchón, compadeciéndolo. Había tratado
de destruirse. Lo comprendía y no lo despreciaba por ello. Su amor por mi ama era tan grande
que sin él no quería seguir viviendo.
Pero al mismo tiempo me indignaba que se hubiera maltratado de esa manera y que hu-
biera sucumbido a aquel disparatado descontrol. Aun en tan lamentable estado, encontraba en
él una gran nobleza y muchos rasgos admirables. Después de todo, no era el único culpable.
Mi ama trató de envenenarse por el mismo motivo que a él le había llevado a intentar destruir -
se. A ella la comprendí y la perdoné. ¿Podía hacer menos en el caso de Tanus? Suspiré por los
dos jóvenes que eran lo más preciado de mi vida. Después me levanté y me puse manos a la
obra.
Antes que nada, observé a Tanus durante un rato para avivar mi enfado y poder ser real-
mente duro. Después le agarré por los tobillos y lo arrastré por la choza. Salió a medias de su
sopor y maldijo débilmente, pero yo no hice caso a sus protestas y lo arrastré fuera de la cho-
za. Cayó de cabeza en el pantano y se hundió. Esperé hasta que salió a flote todavía medio in-
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Una vez fuera del pantano, Tanus tomó la delantera por el sendero rocoso, obligándome
a seguirle a la carrera. En cuanto el sol asomó en el horizonte, el sudor empezó a correrle por
la espalda y le empapó la cintura del shenti. Era como si su cuerpo se purgara del vino. Aun-
que jadeaba desesperadamente, en ningún momento se detuvo a descansar ni disminuyó la
velocidad de su paso. Siguió corriendo a pesar del creciente calor del desierto.
Fui yo quien le detuvo con un grito para que aguzara la vista. Los pájaros me habían lla-
mado la atención. Desde lejos se percibía la agitación de sus alas.
–Buitres –gruñó Tanus con el aliento entrecortado–. Debe haber algo muerto entre las
rocas. –Desenvainó la espada y avanzó cautelosamente.
Primero encontramos al hombre y espantamos a los buitres que se alejaron con furioso
aleteo. Por el pelo rubio, reconocí al viajero con quien me había cruzado el día anterior. No
quedaba nada de su cara porque había caído de espaldas y las aves se la habían devorado, de-
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jando al descubierto los huesos del cráneo. Le habían arrancado los ojos cuyas órbitas, ciegas,
miraban el cielo sin nubes. Los labios habían desaparecido y sonreía con dientes ensangrenta -
dos, como si se burlara de la broma inútil que es nuestra breve existencia sobre la Tierra. Ta-
nus lo hizo rodar para colocarlo boca abajo y enseguida vimos las heridas de arma blanca que
tenía en la espalda y que le habían causado la muerte. Había una docena y le atravesaban las
costillas.
–Quienquiera que haya hecho esto no quiso correr el riesgo de que quedara con vida –
comentó Tanus, endurecido ante la muerte como sólo puede estarlo un soldado.
Me adentré entre las rocas y del cadáver de la esposa se alzó una negra nube de moscas.
Jamás he entendido de donde salen las moscas, cómo se materializan con tanta rapidez en el
calor seco del desierto. Adiviné que la mujer había abortado mientras los bandidos la violaban.
Debieron dejarla con vida después de gozar de ella. Con las fuerzas que le quedaban, la des-
graciada había cogido en sus brazos al recién nacido. Y así murió, agazapada contra una roca,
protegiendo a su hijo de los buitres.
Me adentré en el terreno rocoso y las moscas me volvieron a conducir al lugar hasta don-
de los bandidos habían arrastrado a la niña. Por lo menos uno de ellos tuvo la compasión de
degollarla cuando terminaron con ella, en lugar de permitir que muriera desangrándose lenta-
mente.
Una de las moscas se posó sobre mis labios. La espanté y empecé a sollozar. Todavía so -
llozaba cuando Tanus me encontró.
–¿Los conocías? –preguntó; asentí y me aclaré la garganta antes de contestar.
–Los encontré ayer en el camino. Traté de advertirles... –Me interrumpí. No me resultaba
fácil continuar. Respiré hondo–. Tenían una mula. Deben habérsela llevado los alcaudones.
Tanus asintió. Se volvió a inspeccionar las rocas con aire sombrío.
–¡Por aquí! –exclamó y echó a correr en dirección al desierto rocoso.
–¡Tanus! –le grité–. Kratas espera... –Pero no me hizo caso y no tuve más remedio que
seguirle. Sólo pude alcanzarle cuando tuvo que detenerse a estudiar el terreno al perder el
rastro de la mula.
–Yo lamento más que tú la muerte de esa familia –insistí–. Pero esto es una locura. Kra-
tas nos está esperando. No tenemos tiempo que perder...
Me interrumpió sin mirarme siquiera.
–¿Qué edad tenía esa criatura? ¿Nueve años? Yo siempre tengo tiempo para encargarme
de que se haga justicia. –Su expresión era fría y vengativa. Era evidente que había recobrado
toda su fuerza de voluntad. Supe que sería inútil discutir con él.
Todavía tenía muy clara en la mente la imagen de la pequeña. Tanus y yo volvimos a se -
guir el rastro de los bandidos. Ahora avanzábamos con mayor rapidez.
Varias veces habíamos seguido el rastro de gacelas, de órices y hasta de leones, y así
ambos nos habíamos convertido en expertos rastreadores. Trabajábamos en equipo, corriendo
a ambos lados del rastro dejado por nuestra presa y señalando cada cambio o modificación
que veíamos en las huellas. Muy pronto las huellas nos llevaron a un tosco sendero que condu -
cía hacia el este del río y que se adentraba en el desierto. Al huir por allí, nos habían facilitado
la tarea de alcanzarlos.
Cuando los vimos era casi mediodía y nuestras cantimploras estaban casi vacías. Eran
cinco y la mula. Como no esperaban que nadie los siguiera hasta las profundidades del desier -
to, que era su cuartel general, ni siquiera se tomaban la molestia de borrar sus huellas.
Tanus me indicó que me agazapara detrás de una roca; mientras recuperábamos el
aliento dijo:
–Haremos un círculo para adelantarnos a ellos. Quiero verles las caras.
Se levantó de un salto y avanzó dando un amplio rodeo. Nos adelantamos a la banda de
alcaudones, pero manteniéndonos fuera de su línea de visión. Después retomamos el sendero.
Tanus tenía ojo de soldado para reconocer el terreno y preparó una emboscada certera.
Los oímos acercarse desde lejos, gracias al repiqueteo de los cascos de la mula y al soni-
do de las voces de los hombres. Mientras los esperábamos, se me ocurrió pensar por primera
vez si habría sido prudente por mi parte seguir a Tanus. Cuando por fin pudimos ver con clari-
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dad a los alcaudones, me convencí de que había actuado con excesiva premura. Eran un grupo
de rufianes de aspecto asesino y mi única arma era una pequeña daga.
No lejos de donde nos encontrábamos, el beduino alto y barbado, que obviamente era el
jefe del grupo, se detuvo de repente y ordenó a uno de los hombres que descargara el odre de
agua. El bebió primero y después se lo pasó a los demás. Al verlos beber el preciado líquido,
sentí que se me secaba la garganta.
–Por Horus, mira las manchas de sangre en sus ropas. Ojalá en este momento tuviera
conmigo a Lanata –susurró Tanus, mientras permanecíamos agazapados entre las rocas–. Le
clavaría una flecha en el estómago para que perdiera el agua como una cuba agujereada. –
Después apoyó una mano en mi brazo–. No te muevas hasta que lo haga yo, ¿me has entendi -
do? Te advierto que no quiero actos heroicos. –Yo asentí vigorosamente, sin el menor deseo
de contradecir instrucciones tan razonables.
Los alcaudones venían directamente hacia donde estábamos. Iban fuertemente armados,
con el beduino a la cabeza. Llevaba la espada atada entre los omóplatos, con la empuñadura
sobresaliendo por el hombro izquierdo, lista para usar. Se cubría la cabeza con una capucha de
lana para protegerse del sol. Esto le impedía ver los laterales con claridad y al pasar junto a
nosotros no notó nuestra presencia.
Otros dos lo seguían de cerca, uno de ellos conduciendo la mula. Caminaban detrás del
animal, absortos en una desganada discusión por una joya de oro que le habían arrancado a la
mujer asesinada. Todos llevaban las armas envainadas, a excepción del último par de bandi-
dos.
Tanus los dejó pasar y después se levantó y se colocó detrás de los dos últimos. Sus mo -
vimientos parecían casuales, como los del leopardo, pero sólo transcurrió un segundo antes de
que lanzara una estocada contra uno de los hombres.
Yo pensaba respaldarlo pero, no sé por qué, mis buenas intenciones no se tradujeron en
actos y seguí agazapado detrás de la roca. Me justifiqué pensando que, de haberlo seguido,
sólo hubiera conseguido molestarle.
Hasta entonces nunca había visto a Tanus matar a un hombre. Pese a saber que era su
vocación y que llevaba muchos años practicando tan horrible habilidad, su virtuosismo no pudo
menos que sorprenderme. Cuando atacó, la cabeza de su víctima saltó de los hombros como
salta de su madriguera la liebre del desierto, y el tronco decapitado dio otro paso antes de que
se le doblaran las piernas. La espada había formado un arco en su recorrido; con el mismo
movimiento decapitó al siguiente bandido cortándole el cuello tan limpiamente como al prime-
ro. La cabeza rodó mientras el cuerpo se desmoronaba y la sangre saltaba como agua de una
fuente.
El pesado golpe de los dos cuerpos al caer sobre la tierra rocosa alertó a los otros tres al-
caudones. Se volvieron alarmados y durante un instante contemplaron con incredulidad la re-
pentina carnicería. Pero enseguida, con un grito salvaje, desenvainaron las espadas y atacaron
a Tanus. En lugar de retroceder, Tanus cargó sobre ellos con ferocidad, separándolos. Se vol-
vió para enfrentar al hombre a quien había aislado de sus compañeros y su estocada lo alcanzó
en el pecho. El bandido lanzó un grito y retrocedió. Antes de que Tanus pudiera terminar con
él los otros dos lo atacaron por la espalda. Tanus se vio obligado a girar sobre sí mismo; cuan-
do detuvo la embestida resonó el ruido del bronce contra el bronce. Los mantuvo a distancia
hasta que el herido reaccionó y lo atacó por detrás.
–¡A tu espalda! –grité y se volvió justo a tiempo para detener la estocada con su propia
espada. Instantáneamente los otros dos atacaron y tuvo que retroceder para defenderse en to-
dos los flancos. Su habilidad de espadachín quitaba el aliento. Movía la espada a tal velocidad
que daba la impresión de que hubiera erigido un resplandeciente muro de bronce a su alrede-
dor contra el que se estrellaban las estocadas de sus enemigos.
Entonces me di cuenta de que Tanus se estaba cansando. Tenía el cuerpo cubierto de su-
dor y las facciones contorsionadas por el esfuerzo. Las largas semanas de vino y libertinaje ha-
bían minado la fuerza que en un tiempo parecía ilimitada.
Tuvo que retroceder ante el nuevo ataque del beduino hasta apoyar la espalda contra
una de las rocas que había enfrente de donde yo seguía agazapado. Con la roca cubriéndole
las espaldas, los tres bandidos tuvieron que atacarle de frente. Pero no significó un respiro. El
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ataque era implacable. Encabezados por el beduino, los alcaudones lo acosaban aullando como
una jauría de perros salvajes. Tanus tenía el brazo cansado y lo movía con más lentitud.
La espada del primer bandido decapitado había rodado por el sendero. Comprendí que
debía hacer algo de inmediato si no quería que despedazaran a mi amigo ante mis ojos. Con
gran esfuerzo, hice acopio de todo mi valor y salí del escondite. En su ansiedad por matar, los
alcaudones habían olvidado por completo mi presencia. Me apoderé de la espada sin que me
vieran. Al sentir el peso del arma, recuperé el valor perdido.
El beduino era el más peligroso de los tres adversarios de Tanus y el que yo tenía más
cerca. Me daba la espalda y toda su atención estaba centrada en el desigual duelo. Empuñé la
espada y ataqué.
Los riñones son la parte más vulnerable de la espalda del hombre. Gracias a mis conoci -
mientos de anatomía, pude dirigir el golpe con exactitud. Clavé profundamente la punta de la
espada al lado de la columna vertebral del beduino. La ancha hoja abrió una herida y le tras-
pasó el riñón derecho con la precisión del corte del cirujano. El beduino se puso tenso y quedó
petrificado como una estatua, paralizado por la estocada. Entonces retorcí la hoja de la espada
tal como Tanus me había enseñado, convirtiendo su riñón en papilla; el bandido soltó la espa-
da y cayó lanzando un grito terrible que distrajo a sus camaradas el tiempo necesario para que
Tanus reaccionara.
La siguiente estocada de mi amigo hirió a uno de ellos en el pecho. Fue tan fuerte que
atravesó de lado a lado al alcaudón y la punta de la hoja ensangrentada sobresalió entre sus
omóplatos. Antes de que Tanus pudiera sacar la espada del cuerpo de su enemigo para matar
al último alcaudón, éste huyó.
Tanus lo siguió algunos pasos, pero enseguida se detuvo, jadeante.
–Estoy extenuado. Síguelo, Taita, no dejes que ese chacal escape.
Pocos hombres son capaces de correr más deprisa que yo. Tanus es el único que conoz-
co, pero para lograrlo debe estar en condiciones óptimas. Apoyé un pie en el centro de la es-
palda del beduino, le arranqué la espada y salí en persecución del último alcaudón.
Corrí con tanta agilidad que ni siquiera oyó que me acercaba y lo alcancé antes de que
hubiera dado doscientos pasos; con la punta de la espada le corté el tendón del tobillo y cayó
cuan largo era. La espada voló de su mano. Mientras permanecía tendido de espaldas, gritando
y pataleando, yo bailoteaba a su alrededor y le pinchaba con la punta de la espada; quería co-
locarlo en la posición adecuada para lanzar una estocada que lo matara limpiamente.
–¿Con cuál de las mujeres gozaste más? –le pregunté mientras le hacía un tajo en el
muslo–. ¿Con la embarazada, o con la niña? ¿Era lo suficientemente estrecha para ti?
–¡Por favor, no me mates! – gritó el alcaudón–. Yo no hice nada. Fueron los otros. ¡No
me mates!
–Hay sangre seca en tu shenti –señalé, hiriéndole en el estómago, pero no muy profun-
damente–. ¿La niña gritaba tan fuerte como gritas tú ahora? –pregunté.
Cuando se enroscó sobre sí mismo para protegerse el estómago, clavé la espada en la
espina dorsal y por una afortunada casualidad la hoja penetró entre dos vértebras. Quedó pa-
ralizado de cintura para abajo y retrocedí.
–Muy bien –dije–. Me pides que no te mate y no lo haré. La muerte sería demasiado mi-
sericordiosa para un asesino como tú.
Me volví y me encaminé al encuentro de Tanus. El alcaudón herido me siguió algunos
metros a rastras, con las piernas paralizadas culebreando tras él, hasta que el esfuerzo fue de-
masiado y se derrumbó gimoteando. Aunque ya era más de mediodía, el calor del sol era sufi -
ciente para matarlo antes del ocaso.
Al verme regresar, Tanus me miró con curiosidad.
–Tienes algunos insospechados rasgos de salvajismo –dijo, meneando la cabeza con
asombro–. Nunca dejas de sorprenderme.
Bajó el odre del lomo de la mula y me lo ofreció, pero yo hice un movimiento negativo
con la cabeza.
–Primero tú. Lo necesitas más que yo.
Bebió con los ojos cerrados de placer y después jadeó.
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–¡Por el dulce aliento de Isis que tienes razón! Hasta ese pequeño duelo de espadas es-
tuvo a punto de acabar conmigo. –Después miró los cadáveres diseminados y sonrió satisfe-
cho–. Pero en definitiva no ha sido un mal comienzo para cumplir con el encargo del faraón.
–Fue el peor de los principios –le contradije y al ver que fruncía el entrecejo, continué–:
Deberíamos haber conservado por lo menos a uno con vida para que nos guiara hasta el nido
de los alcaudones. Ni siquiera ése –agregué señalando al moribundo tendido entre las rocas–
está en condiciones de sernos útil. Fue culpa mía. Me dejé llevar por la ira. Pero no volveremos
a cometer el mismo error.
Cuando habíamos recorrido parte del camino de regreso hasta donde se encontraba la fa-
milia asesinada, mi verdadera naturaleza volvió a prevalecer y me arrepentí amargamente de
haber sido tan brutal con el bandido herido.
–Después de todo era un ser humano, igual que nosotros –le dije a Tanus, que lanzó un
bufido.
–Era un animal, un chacal rabioso y te aseguro que hiciste un trabajo espléndido. Ya te
has lamentado demasiado por él. Olvídalo. En cambio te pido que me expliques por qué nos
desviamos en lugar de dirigirnos directamente al campamento de Kratas.
–Necesito el cadáver del marido.
Me negué a decir más hasta que estuvimos frente al cadáver mutilado. El hedor empeza -
ba a notarse. Los buitres habían dejado muy poca carne sobre sus huesos.
–Mira ese pelo –le pedí a Tanus–. ¿A quién más conoces con una cabellera como ésa? –
Por un instante pareció intrigado pero después se pasó los dedos por su propio pelo–. Ayúda-
me a cargarlo sobre la mula –ordené–. Kratas puede encargarse de llevarlo a Karnak para que
lo embalsamen. Le pagaremos un buen funeral y una excelente tumba con tu nombre. Maña -
na, a la caída del sol, todo Tebas sabrá que Tanus, señor de Harrab, pereció en el desierto y
fue semidevorado por los buitres.
–Pero si Lostris se entera... –dijo Tanus, preocupado.
–Le enviaré una carta explicándole lo que pasa. La ventaja que supone que el mundo te
crea muerto es mucho más importante que el riesgo de alarmar a mi ama.
Kratas había acampado en el primer oasis de la ruta de caravanas al Mar Rojo, a menos
de un día de Karnak. Tenía consigo a cien hombres de la Guardia de los Cocodrilos Azules, to -
dos cuidadosamente seleccionados, tal como le había ordenado. Tanus y yo llegamos al cam-
pamento en plena noche. Habíamos viajado sin descanso y estábamos agotados. Nos desplo-
mamos sobre las esteras junto a las fogatas del campamento y dormimos hasta el amanecer.
Cuando amaneció, Tanus estaba levantado y departiendo con sus hombres, cuya alegría
por su regreso era evidente. Los oficiales le abrazaban y los hombres le vitoreaban, sonriendo
con orgullo cuando los saludaba por su nombre.
Durante el desayuno, Tanus ordenó a Kratas que llevara a Karnak el cadáver casi putre-
facto para que lo embalsamaran y enterraran y que se asegurara de que la noticia de su muer-
te se comentara en todo Tebas. Yo le entregué una carta para Lostris. El buscaría un mensaje-
ro de confianza para que la llevara río arriba, hasta Elefantina.
Kratas eligió diez hombres de escolta y se prepararon para partir con la mula y su malo-
liente carga rumbo a Tebas.
–Trata de volver a reunirte con nosotros en el camino al mar. Si te resultara imposible,
nos encontrarás acampados en el oasis de Gebel Nagara. Allí te esperaremos –le gritó Tanus
cuando el destacamento se alejaba–. ¡Y a la vuelta, no olvides traer a Lanata, mi arco!
En cuanto Kratas se perdió de vista detrás de la primera colina, Tanus hizo formar al res -
to del regimiento y nos condujo en dirección opuesta, por la ruta de las caravanas, rumbo al
mar.
La ruta de las caravanas que unía la ribera del Nilo con la orilla del Mar Rojo era larga y
penosa. Una caravana grande tardaba unos veinte días en recorrerla. Nosotros cubrimos esa
distancia en cuatro días porque Tanus nos obligó a avanzar a marchas forzadas. Al principio,
probablemente él y yo éramos los únicos de la compañía que no estábamos en perfectas con-
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diciones físicas. Sin embargo, cuando llegamos a Gebel Nagara, Tanus ya había quemado el
exceso de grasa de su cuerpo y eliminado los restos de vino y volvía a ser un hombre delgado
y fuerte.
Era la primera vez que me veía obligado a marchar con una compañía de soldados. Du-
rante los primeros días padecí todos los tormentos: sed, músculos doloridos, pies ampollados y
la extenuación que el Ka de un muerto debe soportar en su camino hacia el otro mundo. Pero
el orgullo me impedía quedarme atrás, aparte del hecho de que en aquel terreno salvaje hu -
biese significado una muerte segura. Para mi sorpresa y placer descubrí que, después de los
primeros días, me resultaba más fácil mantenerme a la par de los guerreros.
En el camino nos cruzamos con dos caravanas que se dirigían al Nilo, con las mulas car-
gadas de mercaderías y una fuerte escolta de hombres armados que superaban en número a
los comerciantes que componían el resto de la caravana. Ninguna se encontraba a salvo de los
ataques de los Alcaudones a menos que viajara con la protección de una fuerza de mercena -
rios como aquélla, o que los mercaderes estuvieran dispuestos a pagar el tributo que los alcau-
dones les exigirían por permitirles pasar.
Cuando nos cruzábamos con ellos, Tanus se cubría la cabeza con el manto para que no le
vieran la cara ni la mata de pelo rubio. Tenía una figura demasiado peculiar para arriesgarse a
ser reconocido y que se comentara en Karnak que seguía con vida. No respondíamos a los
saludos ni a las preguntas que nos hacían los viajeros, sino que seguíamos nuestro camino en
silencio, casi sin mirarlos.
Cuando nos encontrábamos a un día de marcha de la costa abandonamos el camino de
las caravanas y giramos hacia el sur por un antiguo camino en desuso que un beduino amigo
me había enseñado años antes. Los pozos de Gebel Nagara se encontraban en aquella vieja
ruta al mar y en la actualidad eran poco visitados por seres humanos. Sólo los frecuentaban
los beduinos y los bandidos del desierto, si es que estos seres merecen llamarse humanos.
Cuando llegamos a los pozos había adelgazado y estaba en mejores condiciones físicas
que en ninguna otra época de mi vida; lamentaba la falta de un espejo. Estaba convencido de
que aquella nueva energía y fuerza interior debían reflejarse en mis facciones, aumentando mi
belleza. Me habría gustado poder admirarla personalmente. Sin embargo, nada impedía que
los demás la admiraran en mi lugar. Por la noche, ante las fogatas del campamento, muchos
me dirigían miradas libidinosas y recibí numerosas ofertas furtivas por parte de mis acompa-
ñantes. Hasta un cuerpo tan especial como el de los guardias se encontraba contaminado por
los nuevos hábitos licenciosos imperantes en nuestra sociedad.
Por la noche nunca me separaba de mi daga y cuando pinché con ella al primer visitante
que se acercó a mi estera, sus gritos provocaron gran hilaridad entre los demás. Después de
aquello, nadie volvió a molestarme.
Ni siquiera cuando llegamos a los pozos se nos autorizó a descansar. Mientras esperába-
mos a Kratas, Tanus ejercitaba a sus hombres en prácticas guerreras y en tiro al arco, lucha y
carreras. Me alegró comprobar que Kratas había escogido a los hombres ateniéndose estricta-
mente a mis instrucciones. No había entre ellos un solo individuo obeso o tosco. Eran todos
hombres ágiles y de corta estatura, aptos para el papel que planeaba hacerlos desempeñar.
Kratas llegó sólo dos días después que nosotros. Teniendo en cuenta su viaje de regreso
a Karnak y el tiempo que había empleado en las misiones que Tanus le había encargado cum-
plir allí, significaba que debía de haber viajado aún con más rapidez que nosotros.
–¿Qué te detuvo? –preguntó Tanus a guisa de saludo–. ¿Encontraste alguna muchacha
complaciente en el camino?
–Tuve que cargar con dos fardos muy pesados –contestó Kratas mientras se abrazaban–.
Tu arco y el sello del halcón. Me alegro de poder librarme de ambos. –Devolvió el arma y la es-
tatuilla con una sonrisa, encantado de volver a estar en compañía de su comandante.
Tanus salió de inmediato al desierto con Lanata. Le acompañé y le ayudé a acercarse
cautelosamente a una manada de gacelas. Fue un espectáculo verle derribar a una docena de
aquellas criaturas que corrían y saltaban con otras tantas flechas. Aquella noche, mientras co-
míamos hígado asado y filete de gacela, discutimos la fase siguiente de mi plan.
Por la mañana dejamos a Kratas al mando de los guardias y Tanus y yo nos encamina -
mos a la costa. La pequeña aldea de pescadores a la que nos dirigíamos quedaba a corta dis -
tancia y a mediodía alcanzamos la cima de la última colina y contemplamos la brillante superfi-
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Río sagrado Wilbur Smith
cie del mar que se extendía a nuestros pies. Desde aquella altura, podíamos ver con claridad el
perfil de los arrecifes de coral bajo el agua azul turquesa.
En cuanto entramos en el pueblo, Tanus mandó llamar al jefe. Su porte denotaba tanta
importancia y autoridad que el anciano vino corriendo. Cuando Tanus le mostró el sello del hal-
cón, el anciano cayó de rodillas como si el que estaba allí fuese el mismo faraón y golpeó la ca-
beza contra el suelo con tanta fuerza que temí que se hiriera de gravedad. Cuando le ayudé a
ponerse nuevamente en pie, nos condujo a la mejor vivienda del pueblo, la suya, de la que
echó a su abundante familia para hacernos sitio.
Una vez que comimos el guiso de pescado que nuestro anfitrión nos sirvió y tras beber
una copa de delicioso vino de palma, Tanus y yo bajamos a la playa de resplandecientes are-
nas blancas. Allí lavamos el sudor y el polvo del desierto en las aguas templadas de la laguna,
encerrada por un arrecife de corales paralelo a la costa. A nuestra espalda, contra el doliente
cielo azul del desierto, se alzaban abruptas montañas carentes de la menor traza de verdor.
Mar, montañas y cielo se combinaban en una sinfonía de grandeza que embotaba los
sentidos. Sin embargo, tuve poco tiempo para apreciarlo, pues en aquel momento regresaba la
flota pesquera. Cinco pequeñas naves desvencijadas, con velas de hoja de palma trenzadas,
pasaban entre los arrecifes. Tan grande era la carga de pescado que cada una de ellas llevaba,
que parecían correr peligro de zozobrar antes de llegar a la playa.
Me fascina la natural generosidad que los dioses muestran hacia nosotros y examiné con
avidez la pesca a medida que la iban arrojando a la playa mientras interrogaba a los pescado-
res acerca de las mil diferentes especies de peces. El montón de pescado formaba un relucien -
te tesoro de los colores del arco iris y deseé tener conmigo mis rollos de papiro y mis pinturas
para poder reflejarlo.
Este interludio fue demasiado breve. En cuanto descargaron la pesca embarqué en una
de las pequeñas naves, impregnada de un penetrante olor a pescado. Mientras salíamos al mar
por el paso entre los arrecifes, saludé a Tanus. Permanecería allí hasta que regresara con el
equipo necesario para la fase siguiente de mi plan. No quería que le reconocieran en el lugar al
que me dirigía. Ahora su trabajo consistía en impedir que alguno de los pescadores o sus fami-
liares se encaminara subrepticiamente al desierto para reunirse con los alcaudones e informar-
les de la presencia en la aldea de un señor de rubia cabellera que llevaba el sello del halcón.
La pequeña embarcación alzó la proa ante la primera ráfaga de viento del mar y el timo-
nel la dirigió hacia el norte, siguiendo una ruta paralela a la grisácea y fea costa. El trecho que
debíamos recorrer era corto y antes de que cayera la noche el timonel señaló los edificios de
piedra del puerto de Safayá que se perfilaban en el horizonte.
Durante un milenio Safayá había sido el centro de distribución de todo el comercio que
entraba en el Alto Egipto desde Oriente. Hacia el norte se distinguían las formas de otras na-
ves, mucho más grandes que la nuestra, que cubrían la ruta entre Safayá y los puertos árabes
de la orilla oriental del angosto mar.
Ya era de noche cuando desembarqué en la playa de Safayá y nadie pareció advertir mi
llegada. Sabía exactamente hacia dónde me dirigía, pues había visitado con regularidad aquel
puerto cumpliendo nefastos encargos del señor Intef. A aquella hora las calles estaban casi de-
siertas pero en las tabernas no cabía un alfiler. Me encaminé con rapidez a la casa de Tiamat,
el mercader. Tiamat era un hombre rico y su casa la más importante de la antigua ciudad. Un
esclavo armado me impidió la entrada.
–Dile a tu amo que ha llegado el cirujano de Karnak que le salvó la pierna –ordené; Tia-
mat en persona salió renqueando a recibirme. Quedó sorprendido al ver mi disfraz clerical pero
tuvo el buen sentido de no hacer ningún comentario ni mencionar mi nombre delante del es -
clavo. Me condujo a su jardín rodeado de muros y en cuanto estuvimos solos, exclamó:
–¿Eres realmente tú, Taita? Me dijeron que habías sido asesinado por los alcaudones en
Elefantina.
Era un cuarentón corpulento, de expresión abierta e inteligente y mente aguda. Pocos
años antes me lo habían traído en una litera. Unos viajeros lo habían encontrado a la vera del
camino, donde le habían dado por muerto después de que su caravana fuera atacada por los
alcaudones. Le cosí e incluso logré salvarle la pierna que ya estaba gangrenada. Aún así, siem -
pre caminaría renqueando.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Me alegra comprobar que los informes sobre tu muerte eran falsos –dijo sonriendo y
batió palmas para que sus esclavos me sirvieran un refresco y un plato de higos y dátiles con
miel.
Tras un rato de conversación intrascendente me preguntó en voz baja:
–¿Puedo hacer algo por ti? Te debo la vida. Sólo tienes que pedir. Mi casa es tu casa.
Todo lo que tengo es tuyo.
–Vengo por asuntos del faraón –contesté, sacando el sello del halcón de mi túnica.
–Reconozco el sello del faraón –dijo él con expresión seria–. Pero no es necesario que me
lo enseñes. Pídeme lo que desees. No te puedo negar nada.
Escuchó en silencio todo lo que tenía que decirle y, cuando terminé, mandó llamar a su
administrador y le impartió ordenes delante de mí. Antes de despedirle se volvió para decirme:
–¿He olvidado algo? ¿Necesitas algo más?
–Tu generosidad es ilimitada –contesté–. Pero hay otra cosa. Estoy deseando tener útiles
de escritura.
Tiamat se volvió hacia su administrador.
–Busca rollos de papiro, pinceles y tinta.
Durante mi ausencia, Tanus había logrado reunir seis asnos decrépitos y los marineros
del barco de Tiamat desembarcaron los bultos que traíamos desde Safayá y los cargaron sobre
aquellas pobres criaturas. Tanus y yo dejamos al capitán de la nave mercante con instruccio-
nes estrictas de esperar nuestro regreso y luego, conduciendo la reata de asnos, nos encami-
namos tierra adentro, hacia los pozos de Gebel Nagara.
Los hombres de Kratas toleraban mal el calor, las moscas del desierto y el aburrimiento,
ya que nos dieron una bienvenida completamente desproporcionada con la duración de nuestra
ausencia. Tanus ordenó a Kratas que los hiciera formar. Los guerreros observaron mientras él
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Río sagrado Wilbur Smith
desempacaba el primer bulto que habíamos llevado a lomos de la mula. De inmediato, su inte-
rés se trocó en diversión cuando extendí sobre la arena la ropa de una esclava. Un murmullo
de especulaciones reemplazó sus risas cuando vieron setenta y nueve atuendos femeninos
completos.
Kratas y dos de sus oficiales me ayudaron a repartirlos entre los soldados; entonces Ta-
nus ordenó:
–¡Desnudaos! Poneos los vestidos que os acaban de dar. –Hubo un rugido de protestas y
de incrédula hilaridad y no obedecieron hasta que Kratas y sus oficiales reforzaron la orden re-
corriendo las filas con fingida expresión de severidad.
A diferencia de la ropa de nuestras mujeres, ligera y que a menudo deja el pecho al des-
cubierto y las piernas libres, las faldas de las asirias llegan hasta el suelo y las mangas les cu-
bren los brazos hasta las muñecas. A causa de una modestia mal entendida, incluso se velan el
rostro, aunque tal vez estas restricciones les sean impuestas por los celos posesivos de sus
hombres. Además, hay una gran diferencia entre la soleada tierra de Egipto y esos climas
sombríos donde el agua cae del cielo y se convierte en un material blanco sobre las montañas
y donde el viento, igual que la muerte, congela la carne y la sangre de los hombres.
Superada la primera impresión, una vez se acostumbraron a verse unos a otros con
aquellos atuendos tan estrafalarios, los hombres entraron en el espíritu del momento. Pronto
se transformaron en ochenta jóvenes esclavas que, con los rostros velados y las largas faldas,
se pavoneaban, adoptaban actitudes remilgadas, se pellizcaban el trasero y dirigían miradas
provocativas a Tanus y sus oficiales.
Los oficiales no acababan de ponerse serios. Tal vez a causa de mis circunstancias siem-
pre me ha parecido vagamente repulsivo el espectáculo de hombres vestidos de mujer. Pero,
por extraño que parezca, son pocos los hombres que comparten mi desagrado y sólo hace falta
que un individuo peludo se ponga una falda para reducir a su público a un estado de inconti -
nencia.
En medio de aquel tumulto, me felicité por haber insistido en que Kratas sólo eligiera los
hombres más bajos y delgados del escuadrón. Al mirarlos, tuve la seguridad de que serían ca-
paces de llevar a cabo el engaño. Sólo era necesario impartirles algunas enseñanzas acerca del
comportamiento femenino.
Fue un alivio poner pie en las playas de Safayá, donde provocamos gran excitación. Las
jóvenes asirias eran famosas por su habilidad en el lecho amoroso. Se comentaba que algunas
conocían tretas capaces de resucitar a una momia de mil años de antigüedad. Para los que nos
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Río sagrado Wilbur Smith
observaban desembarcar era obvio que, tras los velos, nuestras muchachas debían ser el col-
mo de la belleza femenina. Un sagaz mercader asiático nunca transportaría su mercadería tan
lejos y a un costo tan grande a menos que estuviera seguro de obtener un excelente precio en
los mercados de esclavos del Nilo.
Un mercader de Safayá se acercó de inmediato a Tanus para ofrecerle la compra inme-
diata de todas las muchachas, ahorrándole así el oneroso viaje que significaba cruzar el desier-
to con ellas. Pero Tanus lo despidió con una risita despectiva.
–¿Te han advertido de los peligros que entraña el viaje que pretendes hacer? –insistió el
mercader–. Antes de llegar al Nilo te obligarán a pagar para dejarte pasar, y esa cantidad será
prácticamente el monto total de tus ganancias.
–¿Quién me obligará a pagar? –preguntó Tanus–. Yo sólo pago lo que debo.
–Hay quienes custodian el camino –le advirtió el mercader–. Y aún en el caso de que pa-
gues lo que exijan, no hay garantía de que te permitan pasar sin sufrir daño, sobre todo consi -
derando lo tentadora que es la mercadería que llevas. Los buitres del camino al Nilo están tan
gordos que casi no pueden volar; se alimentan de los cadáveres de mercaderes tozudos como
tú. Véndeme tu mercadería ahora, a buen precio...
–Tengo guardias armados –contestó Tanus, señalando a Kratas y sus hombres–, que se
encargarán de los ladrones que podamos encontrar. –Los curiosos que escucharon su fanfarro-
nada se codearon y sonrieron.
El mercader se encogió de hombros.
–Muy bien, amigo. La próxima vez que cruce el desierto, buscaré tu esqueleto a la vera
del camino. Te reconoceré por tu barba roja.
Fiel a su promesa, Tiamat nos había preparado cuarenta mulas. Veinte estaban cargadas
con odres de agua y las restantes con sillas para colocar los bultos que desembarcamos de la
nave mercante.
Yo estaba ansioso por permanecer el menor tiempo posible en el puerto, bajo la mirada
de tantos ojos curiosos. Si alguna de las esclavas cometía un error que revelara su verdadero
sexo, todo estaría perdido. Kratas y sus hombres las hicieron marchar apresuradamente por
las calles angostas, manteniendo a distancia a los curiosos. También cuidaban de que las mu-
chachas mantuvieran sus velos bien puestos y los ojos bajos y que ninguna de ellas respondie-
ra con gruesa voz masculina a los comentarios que suscitábamos.
La primera noche acampamos a la vista de Safayá. Aunque suponía que no nos atacarían
antes de haber traspuesto el primer paso de montaña, estaba convencido de que ya éramos
vigilados por los espías de los alcaudones.
Mientras hubo luz, me aseguré de que nuestras esclavas se condujeran como verdaderas
mujeres, que mantuvieran sus rostros y cuerpos cubiertos y que, cuando atendieran a las exi-
gencias de la naturaleza, lo hicieran decorosamente sentadas en lugar de hacerlo de pie.
Cuando cayó la noche Tanus ordenó que se descargaran los bultos que llevaban las mu-
las y que las armas que contenían se distribuyeran entre las esclavas. Todas durmieron con el
arco y la espada ocultos bajo la estera. Tanus duplicó los centinelas del campamento. Después
de inspeccionarlos y asegurarnos de que estaban bien situados, nos alejamos subrepticiamente
y regresamos al puerto de Safayá. Lo conduje por calles oscuras hasta la casa de Tiamat. El
mercader nos esperaba con una comida de bienvenida. Me di cuenta de que estaba ansioso por
conocer a Tanus.
–Tu fama te precede, señor de Harrab. Conocí a tu padre. Era todo un hombre –dijo en
cuanto vio a Tanus–. Aunque he oído insistentes rumores de que hace menos de una semana
encontraste la muerte en el desierto y que en este momento tu cuerpo yace en manos de los
embalsamadores de la ribera occidental del Nilo, te doy la bienvenida a mi humilde casa.
Mientras disfrutábamos del festín que Tiamat nos había preparado, Tanus le interrogó
acerca de los alcaudones. Y Tiamat respondió abiertamente a sus preguntas.
Por fin Tanus me miró y yo asentí. Entonces se volvió hacia Tiamat y dijo:
–Has sido un amigo generoso con nosotros y, sin embargo, no hemos sido completamen-
te sinceros contigo. Pero fue por necesidad, porque era de vital importancia que nadie sospe-
chara que nuestro verdadero propósito consiste en terminar con los alcaudones y entregar a
sus jefes a la justicia del faraón.
125
Río sagrado Wilbur Smith
A la mañana siguiente la columna se puso en marcha cuando aún reinaban el frío y la os-
curidad. Al frente de la caravana iba Tanus con Lanata al hombro. Yo le seguía de cerca, en la
plenitud de mi gracia y belleza femenina.
Detrás venían las mulas, en fila india por el centro del camino. Las esclavas caminaban a
ambos lados de las mulas. Las armas estaban ocultas en los bultos cargados sobre el lomo de
los animales. Con sólo extender la mano podían asir la empuñadura de su espada.
Kratas había dividido la escolta en tres grupos de seis hombres cada uno, comandados
por Astes, Remrem y él. Astes y Remrem eran guerreros de renombre y ampliamente merece-
dores de ser jefes. Sin embargo, en numerosas ocasiones ambos habían rechazado ascensos
con tal de seguir a las órdenes de Tanus. Esa era la lealtad que Tanus inspiraba a sus subordi-
nados. No pude menos que volver a pensar en el excelente Faraón que habría sido.
La escolta caminaba con paso indolente al lado de la columna, haciendo esfuerzos por di-
simular su porte militar. Los espías, que sin duda nos vigilaban desde las colinas, debían creer
que sólo se encontraban allí para evitar que las esclavas huyeran. En verdad, su única ocupa-
ción consistía en impedir que sus protegidas comenzaran a caminar con paso marcial y entona-
ran alguno de los cantos del regimiento.
–¡Tú, Kernit! –le oí decir a Remrem–. ¡No des pasos tan largos, hombre, y balancea un
poco tu gordo trasero! ¡Haz un esfuerzo por parecer seductora!
–Si me das un beso, capitán, haré todo lo que me pidas –respondió Kernit.
El calor arreciaba y los espejismos empezaban a hacer bailar las rocas. Tanus se volvió
hacia mí.
–Pronto ordenaré el primer descanso. Una taza de agua para cada uno...
–Buen esposo –le interrumpí–. Han llegado tus amigos. Allí delante. Mira.
Tanus se volvió, cogiendo instintivamente el arco.
–¡Guapos mozos!
En aquel momento nuestra columna pasaba junto a las primeras montañas, debajo de la
meseta del desierto. A los lados se alzaban las inclinadas laderas rocosas. Tres hombres nos
cortaban el paso. El jefe tenía una figura alta y amenazadora; estaba cubierto por el manto de
lana de los que viajan por el desierto pero llevaba la cabeza descubierta. Tenía la piel muy os-
cura y picada de viruelas. Su nariz aguileña parecía el pico de un buitre y el ojo izquierdo era
una gelatina opaca.
–Conozco a ese bribón tuerto –dije en voz baja para que sólo me oyera Tanus–. Se llama
Shufti. Es uno de lo jefes más famosos de los alcaudones. Ten cuidado. Comparado con él, el
león es un gato inofensivo.
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Río sagrado Wilbur Smith
Sin dar muestras de haberme oído, Tanus levantó la mano derecha y exclamó con tono
alegre:
–Que tus días estén perfumados por jazmines, gentil viajero, y que al terminar tu viaje
una amante esposa te espere ante la puerta de tu casa.
–Que tus odres estén siempre llenos y que la brisa refresque tu frente cuando cruces las
Tierras Sedientas –respondió Shufti y sonrió. Su sonrisa era más amenazadora que el gruñido
de un leopardo, y su único ojo relampagueaba horriblemente.
–Eres amable, mi noble señor –agradeció Tanus–. Me agradaría ofrecerte comida y la
hospitalidad de mi campamento, pero apelo a tu indulgencia; tenemos un largo camino por de-
lante y debemos seguir viaje.
–Sólo robaré unos instantes de tu tiempo, noble asirio –dijo Shufti, adelantándose unos
pasos–. Tengo algo que necesitarás si quieres llegar a salvo al Nilo. –Alzó un pequeño objeto.
–¡Ah, un amuleto! –exclamó Tanus–. ¿Eres quizá un mago? ¿Qué clase de amuleto me
ofreces?
–Una pluma. –Shufti seguía sonriendo–. La pluma de un alcaudón.
Tanus sonrió como para complacer a un niño.
–Muy bien, entonces entrégame la pluma y no te entretendré más.
–Un regalo por otro. Tú debes darme algo a cambio –contestó Shufti–. Entrégame veinte
esclavas. Cuando regreses de Egipto, volveremos a encontrarnos en el camino y me entrega-
rás la mitad de las ganancias de la venta de las otras sesenta.
–¿A cambio de una sola pluma? –preguntó Tanus con tono burlón–. No me parece un
buen negocio.
–No se trata de una pluma cualquiera. Es una pluma de alcaudón –señaló Shufti–. ¿Tan
mal informado estás que no has oído hablar de ese pájaro?
–Permíteme ver esa pluma mágica. –Tanus se acercó con la mano tendida y Shufti se
adelantó a su encuentro. Al mismo tiempo se le acercaron Kratas, Remrem y Astes con aire
curioso, como para examinar la pluma.
En lugar de aceptar el regalo, Tanus aferró la muñeca de Shufti, la retorció y se la colocó
entre los omóplatos. Shufti cayó de rodillas lanzando un grito de sorpresa y Tanus lo mantuvo
así sin esfuerzo. Al mismo tiempo Kratas y sus oficiales se lanzaron hacia delante sorprendien-
do a los otros bandidos. Les arrancaron las armas de las manos y los arrastraron hasta donde
estaba Tanus.
–¿Así que queréis asustar a Kaarik el asirio con vuestras amenazas? Sí, querido vendedor
de plumas, he oído hablar de los alcaudones. He oído que son unos pichones charlatanes y co-
bardes más ruidosos que una bandada de gorriones. –Volvió a retorcer el brazo de Shufti hasta
que el bandido gritó de dolor y cayó de bruces sobre la arena–. Sí, he oído hablar de los alcau-
dones, ¿pero has oído tú hablar de Kaarik, el terrible? –Hizo una seña a Kratas y desnudaron
rápidamente a los tres alcaudones; los sujetaron sobre la tierra rocosa con los brazos y las
piernas abiertos.
–Quiero que recordéis mi nombre y que al oírlo salgáis volando como buenos alcaudones
–dijo Tanus y volvió a hacerle una seña a Kratas que flexionó su látigo de cuero de hipopótamo
entre los dedos. Tanus extendió la mano para que se lo entregara y Kratas se lo dio a regaña -
dientes.
–No te pongas triste, jefe de esclavos –dijo Tanus–. Ya te tocará el turno. Pero Kaarik, el
asirio, siempre es el primero en paladear un manjar.
Tanus golpeó el aire y el látigo silbó como el ala de los gansos en pleno vuelo. Shufti se
retorció sobre el suelo y volvió la cabeza para mirar a Tanus y decir:
–¡Te has vuelto loco, zorro asirio! ¿No comprendes que soy el jefe de una banda del clan
de los alcaudones? ¡No te atrevas a hacerme esto...! –Su espalda y sus nalgas desnudas esta-
ban picadas de viruela.
Tanus golpeó con todas sus fuerzas. El látigo dejó sobre la espalda de Shufti una marca
púrpura del grosor de mi dedo. El dolor que le causó fue tan intenso que el bandido se estre-
meció y el aire salió silbando de sus pulmones, impidiéndole gritar. Tanus volvió a alzar el láti -
go y, meticulosamente, trazó otra marca exactamente paralela a la anterior. Esta vez Shufti
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Río sagrado Wilbur Smith
llenó de aire sus pulmones y bramó como un búfalo cuando cae en una trampa. Sin hacer caso
a los forcejeos y rugidos del alcaudón, Tanus siguió azotándolo cuidadosamente, entrelazando
las marcas de los latigazos como si estuviera tejiendo una alfombra.
Cuando por fin terminó, las piernas, nalgas y espalda de su víctima estaban cubiertas de
marcas. Ninguno de los golpes había caído sobre otro. Shufti tenía la piel intacta y sin una gota
de sangre; ya no se retorcía ni gritaba. Permanecía tendido boca abajo sobre la arena y su
aliento surgía como un ronquido, levantando con cada exhalación una nube de polvo. Cuando
Remrem y Kratas lo soltaron no hizo el menor intento de sentarse. Ni siquiera se movió.
Tanus le arrojó el látigo a Kratas.
–El próximo te toca a ti, jefe de esclavos. Veamos que dibujo puedes tatuarle en la espal-
da.
Los golpes de Kratas eran poderosos, pero carecían de la delicadeza de los de Tanus.
Pronto la espalda del bandido estuvo empapada como una jarra rota de vino tinto. Al caer so-
bre la tierra, las gotas de sangre formaban bolas de barro.
Empapado en sudor, Kratas por fin se dio por satisfecho y le pasó el látigo a Astes, indi-
cándole el tercer bandido.
–Dale algo a ése para que también aprenda modales.
Astes era más bruto que Kratas. Cuando terminó, la espalda del último de los bandidos
parecía un trozo de carne cortada por un carnicero loco.
Tanus hizo señas de que la caravana siguiera viaje rumbo al paso entre las montañas de
rocas rojas. El y yo permanecimos unos instantes junto a los tres bandidos desnudos.
Por fin Shufti se movió y alzó la cabeza; Tanus le habló con tono civilizado.
–Y así me despido de ti, amigo. Recuerda mi rostro y cuídate cuando lo vuelvas a ver. –
Recogió la pluma de alcaudón y se la puso en la banda que le cubría la cabeza–. Te agradezco
el regalo. Que todas las noches seas mecido en brazos de hermosas mujeres. –Se llevó la
mano al corazón y a los labios, en el gesto de despedida de los asirios y continuamos nuestro
camino.
Antes de bajar la colina siguiente, volví la cabeza. Los tres alcaudones estaban en pie,
apoyándose unos en otros para mantenerse derechos. Desde aquella distancia podía ver la ex-
presión de profundo odio de Shufti.
–Bueno, podemos estar seguros de que todos los alcaudones de este lado del Nilo nos
seguirán en cuanto hayamos dejado atrás el paso de la montaña –les dije a Kratas y sus oficia-
les; ni siquiera la promesa de un cargamento de cerveza y mujeres bonitas les habría agrada-
do más.
Desde la cumbre del paso nos volvimos a mirar por última vez el frío azul del mar y luego
descendimos a aquella bochornosa espesura de rocas y arena que nos separaba del Nilo.
A medida que avanzábamos, el calor nos atacaba como un enemigo mortal. Era como si
nos entrara por la boca y por la nariz cuando jadeábamos para respirar. Se tragaba la hume-
dad de nuestro cuerpo como un ladrón. Nos secaba la piel y la resquebrajaba hasta el punto de
que nuestros labios reventaban como higos maduros. Las rocas estaban calientes como si aca-
baran de salir de un horno y nos escaldaban y ampollaban los pies a través de las suelas de las
sandalias. Era imposible continuar la marcha durante las horas más calurosas del día.
Nos tumbábamos bajo la débil sombra de las tiendas de lino que nos había dado Tiamat,
jadeando como perros perdigueros después de una cacería, y continuábamos la marcha cuan-
do el sol se acercaba al horizonte rocoso. El desierto que nos rodeaba era tan amenazante que
hasta los entusiastas Guardias del Cocodrilo Azul estaban alicaídos. La larga y serpenteante
columna avanzaba con lentitud, como una serpiente herida, a lo largo de las negras salientes
rocosas y de las dunas del color del león, siguiendo la senda que incontables viajeros habían
recorrido antes que nosotros.
Cuando por fin caía la noche, el cielo refulgía poblado de una multitud de estrellas y el
desierto se iluminaba de tal manera que, desde la cabeza de la caravana podía reconocer a
Kratas que iba a la retaguardia, a pesar de que nos separaban casi doscientos pasos. Marchá -
bamos durante la mitad de la noche, hasta que Tanus nos ordenaba parar. Luego nos desper-
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Río sagrado Wilbur Smith
taba antes del amanecer y seguíamos hasta que los espejismos del calor disolvían las salientes
rocosas que nos rodeaban y el horizonte se volvía tan borroso que parecía derretirse.
No volvimos a ver señales de vida, excepto un tropel de mandriles con cabeza de perro
que nos ladraron desde los riscos de una meseta. Los buitres volaban a tanta altura en el calu -
roso cielo azul que parecían motas de polvo que se arremolinaran formando círculos.
Cuando descansábamos durante el día, los remolinos de viento hacían piruetas sobre las
planicies con la gracia peculiar de danzantes y seductoras mujeres; la ración de agua que nos
correspondía parecía convertirse en vapor en mi boca.
–¿Dónde están? –gruñía Kratas, furioso–. ¡Por el sudoroso escroto de Seth! Espero que
esos pajaritos reúnan el valor necesario para entrar al corral.
Pese a ser rudos veteranos, acostumbrados a las privaciones y a las incomodidades, es-
taban con los nervios de punta. Viejos camaradas y antiguos amigos empezaron a discutir sin
motivo y a disputarse la ración de agua.
–Shufti es un perro viejo y astuto –le advertí a Tanus–. En lugar de apresurarse, reunirá
sus fuerzas y esperará que nosotros vayamos a él. Antes de atacar, dejará que el viaje nos
canse y que la fatiga nos vuelva descuidados.
Al quinto día, cuando en los oscuros riscos que había ante nosotros vi las cavernas de an-
tiguas tumbas supe que nos acercábamos al oasis de Gallala. Siglos antes, el oasis había sido
sede de una pujante ciudad, pero un terremoto dañó los pozos y el agua se redujo a algunas
gotas. Pese a que se ahondaron los pozos y los escalones de tierra llegaban hasta el lugar don-
de se encontraba el agua, la ciudad murió. Las paredes sin techos se alzaban desoladas en
medio del silencio y los lagartos tomaban el sol en los patios donde en otro tiempo ricos mer-
caderes se habían divertido con su harén.
Nuestra primera preocupación fue llenar los odres. Las voces de los hombres que saca-
ban agua nos llegaban distorsionadas por los ecos del profundo pozo. Mientras ellos se ocupa-
ban del agua, Tanus y yo hicimos un breve recorrido por la ciudad en ruinas. Era un lugar soli-
tario y melancólico. En el centro se encontraba el ruinoso templo del dios de Gallala. El techo
se había desmoronado y las paredes estaban parcialmente destruidas. Tenía una sola entrada
a través de los escombros de los portales del extremo occidental.
–Esto nos servirá admirablemente –dijo Tanus mientras lo recorría, pensando en posibles
emboscadas. Cuando le interrogué con respecto a sus intenciones, sonrió y meneó la cabeza–.
Déjame eso a mí, viejo amigo. La lucha es asunto mío.
Mientras permanecíamos en el centro del templo, vi las huellas de una manada de man-
driles y se las señalé a Tanus.
–Deben de venir a beber a los pozos –comenté.
Aquella noche, cuando nos instalamos dentro del templo alrededor de pequeñas hogue-
ras humeantes en las que ardía estiércol de mula, volvimos a oír a los mandriles. Los viejos
machos ladraban desafiantes desde las colinas que rodeaban la ciudad. Sus voces resonaban a
lo largo de los riscos; le hice una seña a Tanus a través del fuego.
–Por fin ha llegado tu amigo Shufti. Sus exploradores están en las colinas, observándo-
nos. Son ellos quienes han alarmado a los mandriles.
–Espero que tengas razón. Mis guardias están al borde del amotinamiento. Saben que
todo esto es idea tuya y, si te has equivocado, tal vez tenga que entregarles tu cabeza o tu
trasero para aplacarlos –gruñó Tanus y se alejó para conversar con Astes frente al fuego ve-
cino.
Al saber que el enemigo estaba cerca, un nuevo estado de ánimo se adueñó del campa-
mento. Los gruñidos se acabaron y los hombres comenzaron a sonreír a la luz de las llamas,
mientras probaban el filo de las espadas ocultas bajo las esteras sobre las que se sentaban.
Como buenos veteranos, continuaron con los movimientos normales de la vida de campamen-
to, para no alertar a los espías que nos observaban desde las oscuras colinas. Por fin, nos
arropamos para descansar y dejamos que los fuegos se apagaran, pero nadie durmió. A mi al-
rededor, en la oscuridad, les oía toser y moverse inquietos. Las largas horas fueron transcu -
rriendo y, a través del techo abierto, observé las grandes constelaciones de estrellas que gira-
ban en magnífico esplendor. Pero el ataque seguía sin producirse.
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Río sagrado Wilbur Smith
Justo antes del amanecer, Tanus hizo la última ronda de los centinelas y luego, al regre-
sar a su lugar de descanso, cerca de las cenizas ya casi frías de la fogata, se detuvo a mi lado
y murmuró:
–Tú y tus amigos, los mandriles, sois tal para cual. Lo único que hacéis es ladrar a las
sombras.
–Los alcaudones están aquí, Tanus. Los huelo. Las colinas están llenas –protesté.
–Lo único que hueles es la promesa del desayuno –gruñó él. Sabe que detesto que me
traten de glotón. En lugar de responder, decidí salir del templo para aliviarme detrás de las
ruinas más cercanas.
Mientras estaba sentado, volvió a ladrar un mandril; el grito salvaje quebró el silencio so-
brenatural de los últimos y más oscuros instantes de la noche. Me volví en aquella dirección y
oí, débil y distante, el ruido del metal al golpear contra la roca, como si una mano nerviosa hu-
biera dejado caer una daga, o como si algún descuidado hubiera rozado un escudo contra un
saliente de piedra al ir a ocupar su lugar antes de que la luz del amanecer le encontrara al des-
cubierto.
Sonreí complacido. Hay pocas cosas en la vida que me proporcionen tanto placer como
hacer que Tanus se trague sus palabras. Al regresar a mi estera, susurré a los hombres:
–Preparaos. Ya están aquí. –Y oí que mi advertencia corría de boca en boca.
Las estrellas empezaron a borrarse en el cielo y el alba se fue acercando tan furtivamen-
te como se acerca la leona a una manada de órices. Repentinamente oí silbar al centinela de la
pared occidental del templo. El gorjeo podría haber sido el canto del chotacabras, pero todos
supimos que no lo era. El campamento se agitó. Kratas y sus oficiales tranquilizaron a los
hombres con susurros.
–¡Tranquilos, Azules! Recordad las órdenes. Mantened vuestras posiciones. –Ningún
hombre se movió de su estera.
Sin levantarme y con el rostro oculto tras el mantón, volví lentamente la cabeza y obser -
vé la cima de las colinas que se alzaban más altas que las paredes del templo. La silueta pare-
cida a los dientes del tiburón de las colinas rocosas comenzó a sufrir una sutil alteración. Tuve
que parpadear para estar seguro de lo que veía. Después volví lentamente la cabeza y com-
probé que en todas direcciones sucedía lo mismo. El perfil de las colinas estaba quebrado por
la silueta de hombres armados. Formaban a nuestro alrededor una empalizada compacta de la
que ningún hombre podía abrigar la esperanza de escapar.
Entonces comprendí el motivo de la tardanza de Shufti. Tuvo que costarle mucho tiempo
reunir un ejército de ladrones de tal magnitud. Debían de ser más de mil, aunque con la débil
luz era imposible contarlos. Eran, aproximadamente, diez contra uno. Tuve miedo. A pesar de
ser una compañía de los Azules, todas las posibilidades estaban en contra nuestra.
Los alcaudones permanecían tan inmóviles como las rocas que los rodeaban y me alarmó
esa prueba de disciplina. Supuse que caerían sobre nosotros como una multitud turbulenta y
desordenada, pero se comportaban como guerreros entrenados. Su silencio resultaba más
amenazador que cualquier clase de gritos salvajes.
A medida que aumentaba la luz, podíamos verlos con más nitidez. Los primeros rayos del
sol se reflejaron sobre los escudos de bronce y sobre los filos de las espadas desnudas. Todos
estaban embozados, con la cabeza cubierta por una bufanda de lana negra que sólo dejaba al
descubierto sus ojos tan malévolos como los de los feroces tiburones azules que siembran el
terror en las aguas que acabábamos de dejar atrás.
El silencio se prolongó tanto que creí que se me romperían los nervios y que la presión
de la sangre haría estallar mi corazón. De repente una voz quebró el silencio del alba y resonó
a lo largo de los riscos.
–¡Kaarik! ¿Estás despierto?
En aquel momento, a pesar de la bufanda que cubría su cabeza, reconocí a Shufti. Se en-
contraba en el centro de la colina, a la altura del camino.
–¡Kaarik! –volvió a gritar–. Ha llegado la hora de que me pagues lo que me debes, pero
el precio ha aumentado. Ahora lo quiero todo. ¡Todo! –repitió y apartó la bufanda que lo en-
mascaraba dejando al descubierto su cara marcada por la viruela–. ¡Quiero todo lo que tienes,
incluyendo tu arrogante cabeza!
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Más de mil hombres se apretujaban en el pequeño patio. Mientras el polvo me ahogaba, recibí
innumerables puntapiés de los que luchaban, hasta que logré arrastrarme hasta un rincón,
junto a la pared.
Uno de los bandidos abandonó la lucha y se inclinó sobre mí. Apartó el manto que me cu-
bría el rostro y me miró a los ojos.
–¡Por la madre de Isis! –suspiró–. ¡Qué hermosa eres! Era un demonio horrible, desden-
tado y con una cicatriz en la mejilla. Su aliento olía a albañal.
–Espera que este asunto termine. Después te daré algo que te hará chillar de placer –
prometió y me cogió la cara para acercarla a la suya. Me besó.
Mi primer impulso fue alejarme de él, pero lo resistí y le devolví el beso. Soy un artista
en el arte del amor, que aprendí en las habitaciones de los esclavos del señor Intef. Mis besos
pueden volver loco a un hombre.
Puse en juego toda mi habilidad y el bandido quedó transfigurado. Mientras permanecía
como petrificado desenvainé la daga que llevaba bajo la blusa y deslicé la punta entre su quin -
ta y sexta costilla. Cuando el alcaudón trató de gritar, sofoqué su grito con mis labios y le
abracé amorosamente mientras retorcía la hoja en su corazón, hasta que, con un estremeci-
miento, se relajó por completo y lo dejé caer.
Miré con rapidez a mi alrededor. En el poco rato que había tardado en liquidar a mi admi-
rador, la situación del pequeño grupo de guardias que rodeaban el altar había empeorado. Dos
guardias habían caído y Amseth estaba herido. Empuñaba la espada con la mano izquierda y el
brazo derecho le colgaba, ensangrentado.
Noté con alivio que Tanus estaba intacto y que seguía riendo con salvaje alegría mientras
luchaba con la espada. Pensé que tardaba demasiado en tender la trampa. La banda entera de
alcaudones se arracimaba dentro del templo y lo rodeaba como una jauría rodearía el árbol al
que ha trepado un leopardo. En poco tiempo, él y sus gallardos hombres serían vencidos.
Mientras lo observaba, Tanus mató a otro hombre de una estocada en el cuello y ense-
guida liberó la espada de la carne de su víctima y retrocedió. Echó atrás la cabeza y lanzó un
grito que resonó con fuerza entre los muros que nos rodeaban.
–¡A mí, los Azules!
Como un solo hombre, todas las esclavas se pusieron en pie de un salto y se quitaron sus
largas vestiduras. Desenvainaron las espadas y cayeron sobre la retaguardia de la horda de al-
caudones. Fue una sorpresa completa y arrolladora. Los vi matar a cien bandidos o más, antes
de que se dieran cuenta de lo que sucedía y pudieran defenderse. Cuando se volvieron para
hacer frente al inesperado ataque, le dieron la espalda a Tanus y su pequeño grupo.
Reconozco que lucharon bien, aunque estoy seguro de que más que el coraje, lo que los
impulsaba era el terror. Pero estaban demasiado cerca unos de otros para poder mover libre-
mente la espada y, además, se enfrentaban a una de las mejores compañías de Egipto, que es
lo mismo que decir del mundo entero.
Siguieron resistiendo durante un rato. Después Tanus volvió a gritar desde el medio del
tumulto. Durante un momento creí que se trataba de otra orden, pero enseguida me di cuenta
de que eran las primeras notas del himno de batalla de los guardias. Aunque había oído decir
que los Azules siempre lo cantaban cuando la batalla estaba en su apogeo, nunca lo creí posi -
ble. Y en aquel instante, a mi alrededor cien voces tensas entonaron la canción:
El ruido del batir de las espadas acompañaba la letra, como el clamor de martillos sobre
los yunques del otro mundo. En vista de tan arrogante ferocidad, los alcaudones vacilaron y de
repente aquello dejó de ser una batalla para convertirse en una masacre.
He visto una jauría de perros salvajes rodear y destrozar una manada de ovejas. Aquello
fue peor. Algunos alcaudones cayeron de rodillas suplicando clemencia. Pero no hubo piedad
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para ellos. Otros trataron de llegar a la salida, pero allí los esperaban los guardias, espada en
mano.
Yo bailoteaba alrededor de los que guerreaban, gritando a Tanus y tratando de que me
oyera en medio del tumulto. –¡Ordénales que se detengan! ¡Necesitamos prisioneros! Tanus no
podía oírme, o quizá simplemente hacía caso omiso de mi advertencia.
Continuaba la lucha cantando y riendo, con Kratas a su derecha y Remrem a su izquier -
da. Tenía la barba empapada por la sangre de sus víctimas y los ojos resplandecientes en la
máscara roja que era su rostro, donde brillaba una locura desconocida para mí. ¡Jubilosa Hapi,
cómo gozaba en el fragor de la batalla!
–¡Detente, Tanus! ¡No los mates a todos! –Esta vez me oyó. Noté que su locura desapa -
recía y que volvía a ser dueño de sí mismo.
–¡Perdonad la vida a aquellos que lo pidan! –rugió; los guardias obedecieron. Unos dos-
cientos alcaudones, de los mil primitivos, se humillaron, deponiendo las armas y suplicando
que se les perdonara la vida.
Permanecí unos momentos mareado y vacilante ante aquella carnicería hasta que, por el
rabillo del ojo, percibí un movimiento furtivo.
Shufti se había dado cuenta de que le sería imposible huir por la entrada. Arrojó la espa -
da y salió corriendo hacia el muro oriental del templo, cerca de donde yo me encontraba.
Aquella era la parte más ruinosa y el muro había quedado reducido a la mitad de su altura ori-
ginal. Los adobes caídos formaban una especie de rampa que Shufti empezó a trepar, resba -
lando y cayendo, pese a lo cual muy pronto llegó a la parte superior de la pared. Por lo visto
yo era el único que había notado su intento de huida. Los guardias estaban ocupados con los
otros prisioneros y Tanus me daba la espalda y dirigía la limpieza del campo de batalla.
Casi sin pensar en lo que hacía, cogí medio ladrillo y, cuando Shufti llegó a la parte supe-
rior de la pared, se lo arrojé con todas mis fuerzas. Le golpeó la nuca con tanta fuerza que el
bandido cayó de rodillas. Después, el traicionero montón de escombros cedió bajo su peso y se
deslizó hacia atrás yendo a caer a mis pies envuelto en una nube de polvo y medio inconscien-
te.
De inmediato salté sobre él, me senté a horcajadas sobre su pecho y apreté la punta de
mi daga contra su cuello. Shufti me miró fijamente con su único ojo, todavía vidrioso por el
golpe.
–No te muevas –le advertí–, porque en caso contrario te destriparé como a un pescado.
Había perdido el manto y el pelo me caía sobre los hombros. Entonces él me reconoció,
cosa nada sorprendente. Nos habíamos encontrado con frecuencia, aunque en circunstancias
diferentes.
–¡Taita, el eunuco! –murmuró–. ¿El señor Intef está enterado de lo que haces?
–Pronto lo averiguará –aseguré y le pinché con la daga haciéndole lanzar un gemido–.
Pero no serás tú quien se lo diga.
Sin apartar la daga de su cuello, grité a un par de guardias que se lo llevaran. Lo pusie -
ron boca abajo y le ataron las muñecas antes de llevárselo a rastras.
Tanus me había visto capturar a Shufti y se acercó, esquivando a muertos y heridos.
–¡Buena puntería, Taita! Veo que no has olvidado nada de lo que te enseñé. –Me dio una
palmada en la espalda con tanta fuerza que trastabillé–. Todavía te queda mucho trabajo que
hacer. Han matado a cuatro de los nuestros y por lo menos hay una docena de heridos.
–¿Y qué me dices del campamento de los alcaudones? –pregunté.
–¿Qué campamento?
–Un millar de alcaudones no pueden haber surgido de la arena, como flores del desierto.
Deben haber traído consigo esclavos y bestias de carga. No deben de estar lejos. No puedes
dejarlos escapar. Nadie debe huir para contar la batalla que hemos librado hoy. No hay que
permitir que lleven a Karnak la noticia de que aún vives.
–¡Dulce Isis, tienes razón! Pero ¿cómo los encontraremos? –Era evidente que Tanus to-
davía estaba aturdido por el fragor de la batalla. A veces me pregunto que haría sin mí.
–¡Siguiendo el rastro! –contesté con impaciencia–. Un millar de pares de pies tiene que
haber dejado un rastro claro y fácil de seguir.
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Río sagrado Wilbur Smith
Encontrar su campamento fue tan sencillo como había supuesto. Acompañado por Kratas
y cincuenta hombres, rodeé la ciudad y detrás de la primera cadena de colinas encontré el ras-
tro que habían dejado. Lo seguimos al trote y antes de haber recorrido una milla subimos a
una elevación del terreno y descubrimos el campamento en un valle.
La sorpresa fue completa. Habían dejado menos de veinte hombres para custodiar las
mulas y las mujeres. Kratas y sus guardias los derrotaron al primer ataque; esta vez llegué
demasiado tarde para poder salvar algún prisionero. Sólo dejaron con vida a las mujeres y una
vez que el campamento estuvo en sus manos, Kratas permitió que sus hombres las hicieran
suyas, como parte del tradicional botín de los vencedores.
Las mujeres me parecieron más guapas de lo esperado, teniendo en cuenta la compañía
en que andaban. Entre ellas vi bastantes caras bonitas. Se sometieron al ritual de la conquista
con notable agrado. Algunas hasta reían y bromeaban cuando los guardias se las jugaban a los
dados. La vocación de seguir a una banda de alcaudones no era precisamente delicada y duda -
ba que aquellas señoras fuesen vírgenes ruborosas. Una por una, fueron conducidas por sus
nuevos dueños detrás del grupo de rocas más cercano, donde sin más ceremonia les levanta -
ron las faldas.
La Luna nueva sigue a la muerte de la vieja; la primavera sigue al verano; ninguna de
aquellas señoras daba muestras de lamentarse por la pérdida de sus anteriores esposos. Más
bien parecía probable que allí, en las arenas del desierto, se estuvieran forjando relaciones
nuevas y tal vez duraderas.
En cuanto a mí, me interesaban más las mulas de carga que lo que transportaban. Había
más de ciento cincuenta, en su mayoría animales fuertes y jóvenes que alcanzarían buenos
precios en los mercados de Karnak o Safayá. Supuse que, cuando se dividiera el dinero de la
venta, por lo menos debía corresponderme la parte de un centurión. Después de todo, había
invertido grandes sumas de mis propios ahorros para llevar a cabo la empresa y me corres-
pondía cierta compensación. Hablaría seriamente con Tanus al respecto y estaba seguro de ser
comprendido. Tanus es un espíritu generoso.
El sol ya se había puesto cuando llegamos a Gallala, cargados con el botín y seguidos por
las mujeres quienes, con toda naturalidad, se habían encariñado con sus nuevos hombres.
Uno de los edificios más pequeños, situado cerca de los pozos, había sido convertido en
hospital. Allí trabajé durante toda la noche, cosiendo a los guardias heridos a la luz de antor-
chas y de lámparas de aceite. Como siempre, me impresionó el estoicismo de aquellos hom-
bres; a pesar de que muchos tenían heridas graves y dolorosas, antes de que amaneciera sólo
había perdido a uno de mis pacientes, Amseth, que sucumbió por la pérdida de sangre; le ha-
bían cortado las arterias de un brazo. Si hubiera podido atenderlo inmediatamente después de
la batalla, en lugar de internarme en el desierto, tal vez habría logrado salvarlo. Y pese a que
el responsable era Tanus, me agobió la tan familiar sensación de culpa y de pena que experi-
mento frente a una muerte que podía haber evitado. Sin embargo, confiaba en que los demás
pacientes se recuperarían con rapidez. Eran todos jóvenes y fuertes, y estaban en espléndidas
condiciones físicas.
No hubo alcaudones heridos a quienes atender. Todos fueron degollados en el campo de
batalla. Como médico, me preocupaba la antigua costumbre de tratar así al enemigo herido,
aunque supongo que tiene cierta lógica. ¿Qué sentido tenía que los vencedores desperdiciaran
sus recursos con los vencidos, si lo más probable era que no tuvieran valor como esclavos y
que si se les permitía recuperarse tal vez volvieran a atacarlos algún día?
134
Río sagrado Wilbur Smith
Trabajé toda la noche, teniendo como único alimento un trago de vino y algún bocado
que pude tomar con mis manos ensangrentadas. Estaba al borde del agotamiento, pero para
mí aún no habría descanso. En cuanto amaneció, Tanus me mandó llamar.
Los prisioneros sanos estaban encerrados en el templo de Bes, con las muñecas atadas
detrás de la espalda, sentados en largas filas contra la pared y vigilados por los guardias.
En cuanto entré en el templo, Tanus me llamó. Estaba acompañado por un grupo de ofi-
ciales. Yo seguía vestido con la ropa de esposa asiria, así que levanté la falda salpicada de san-
gre y crucé el templo sembrado con restos de la batalla.
–Hay trece clanes de alcaudones... ¿no es eso lo que me dijiste, Taita? –me preguntó; yo
asentí–. Cada clan tiene su jefe. Nos hemos apoderado de Shufti. Veamos si reconoces a al-
guno de los otros en este ramillete de bandidos. –Con una risita señaló a los prisioneros y me
cogió del brazo para acompañarme en mi recorrido. Yo seguía con el rostro velado para que
ninguno pudiera reconocerme. A medida que avanzaba iba observándoles las caras; reconocí a
dos de ellos: Ajeku, jefe del clan del sur que cometía sus fechorías en los alrededores de Sie-
na, Elefantina y la primera catarata, y Setek, jefe de KomOmbo, que actuaba más al norte.
Era evidente que Shufti había reunido todos los hombres que pudo en el escaso tiempo
con que había contado. Entre los cautivos había integrantes de todos los clanes. A medida que
identificaba a los jefes dándoles una palmada en el hombro, los sacaban de allí a rastras.
Cuando llegamos al final, Tanus preguntó:
–¿Estás seguro de no haber pasado por alto a ninguno?
–¿Cómo quieres que esté seguro? Te dije que no llegué a conocer a todos los jefes.
Tanus se encogió de hombros.
–Era imposible que cazáramos a todos los pájaros a la vez. Debemos considerarnos afor-
tunados por haber capturado tan pronto a tres de ellos. Te propongo que revisemos las cabe-
zas de los muertos. Tal vez tengamos la suerte de descubrir algún otro.
Era una tarea horrible que habría afectado a un estómago más delicado que el mío, pero
la carne humana, tanto viva como muerta, es mi trabajo. Mientras permanecíamos sentados
en los escalones del templo y disfrutábamos del desayuno, nos fueron enseñando, una por
una, todas las cabezas, sujetándolas por el pelo ensangrentado, con las lenguas colgando de
los labios laxos y los ojos polvorientos clavados en el otro mundo.
Mi apetito era tan grande como de costumbre, pues durante los últimos dos días había
comido muy poco. Mientras iba señalando las cabezas que reconocía, devoraba las deliciosas
tortas y frutas que Tiamat había traído. Entre los muertos había bastantes ladrones comunes
que había conocido cuando trabajaba para el señor Intef, pero sólo un jefe alcaudón. Se trata -
ba de NeferTemu de Qena, un integrante de poca monta de aquella espantosa hermandad.
–Con éste son cuatro –gruñó Tanus satisfecho y ordenó que la cabeza de NeferTemu fue-
ra colocada sobre la pirámide de cráneos que estaban levantando frente a Gallala.
–De manera que hemos abatido a cuatro. Debemos encontrar los otros nueve. Empeza-
remos por interrogar a nuestros prisioneros. –Se puso en pie ágilmente; terminé presuroso los
restos del desayuno y le seguí a regañadientes al templo de Bes.
Pese a haber sido yo el que había insistido en que era necesario contar con informadores
de los clanes y el que había sugerido la manera de reclutarlos, cuando llegó la hora de llevar
mis sugerencias a la práctica me sentí invadido por la culpa y los remordimientos. Una cosa es
sugerir un acto despiadado y otra muy distinta estar presente cuando se ejecuta.
Formulé la débil excusa de que en el precario hospital los heridos podían necesitarme,
pero Tanus le quitó toda importancia.
–No me vengas con escrúpulos ahora, Taita. Estarás a mi lado durante el interrogatorio
para asegurarte de no haber pasado por alto a ninguno de tus viejos amigos en la primera ins-
pección.
El interrogatorio fue rápido y despiadado, lo cual supongo que era lo apropiado conside-
rando las características de los hombres a quienes nos enfrentábamos.
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Río sagrado Wilbur Smith
Tanus trepó al altar de piedra de Bes y, con el sello del halcón en la mano, miró a los pri-
sioneros con una sonrisa que debió dejarlos congelados pese a que estaban sentados bajo los
rayos del sol del desierto.
–Soy portador del sello del faraón Mamosis y hablo con su voz –les dijo con tono sombrío
mientras alzaba la estatuilla–. Soy vuestro juez y vuestro verdugo. –Hizo una pausa y paseó
lentamente la mirada por las caras de los prisioneros. Cuando su vista se detenía en un bandi-
do éste bajaba los ojos. Ninguno pudo sostener su mirada penetrante.
–Habéis sido capturados con las manos en la masa. Si alguno es capaz de negarlo, que
se ponga en pie y declare su inocencia.
Esperó mientras las sombras impacientes de los buitres, que volaban en círculos sobre
nuestras cabezas, se entrecruzaban en el patio polvoriento.
–¡Vamos! ¡Que hablen los inocentes! –Levantó la cabeza para mirar los buitres de grotes-
cas cabezas, rosadas y calvas–. Vuestros hermanos esperan con impaciencia el festín. No los
hagamos esperar.
Al ver que nadie se movía, Tanus bajó el sello del halcón.
–Vuestros actos, de los que todos los presentes hemos sido testigos, os condenan. Vues-
tro silencio confirma el veredicto. Sois culpables. En nombre del divino faraón os sentencio a
morir decapitados. Vuestras cabezas serán exhibidas a lo largo de las rutas de las caravanas.
Todos los hombres temerosos de la ley que transiten por esas rutas verán vuestros cráneos
sonriéndoles desde la vera del camino y sabrán que el alcaudón se ha encontrado con el águi -
la. Sabrán que la época de la anarquía ha terminado y que la paz ha vuelto a Egipto. He habla-
do. El faraón Mamosis ha hablado.
Tanus hizo una seña con la cabeza y el primer prisionero fue arrastrado y puesto de rodi -
llas ante el altar.
–Si respondes a estas tres preguntas se te perdonará la vida, podrás alistarte como sol-
dado en mi regimiento y contarás con la paga y los privilegios correspondientes. Si te niegas a
contestar, tu sentencia se cumplirá de inmediato –dijo Tanus.
Miró con expresión severa al prisionero arrodillado.
–La primera pregunta es ésta: ¿a qué clan perteneces?
El condenado no contestó. El juramento de sangre de los alcaudones era demasiado fuer-
te para que se atreviera a quebrantarlo.
–Esta es la segunda pregunta –prosiguió Tanus–. ¿Quién es tu jefe?
El hombre siguió en silencio.
–Esta es la tercera y última pregunta: ¿Me conducirás al escondite donde se oculta tu
clan?
El hombre levantó la cabeza y escupió. Su saliva amarillenta manchó las piedras. Tanus
hizo una seña al guardia que esperaba con la espada desenvainada. Fue un golpe limpio y la
cabeza del bandido rodó a los pies de los escalones del altar.
–Otra cabeza para la pirámide –dijo Tanus en voz baja y asintió para que le acercaran al
siguiente prisionero.
Le hizo las mismas preguntas y cuando el alcaudón respondió con una palabrota, Tanus
volvió a hacer una señal. Esta vez el verdugo calculó mal y el cuerpo del bandido cayó con la
cabeza parcialmente seccionada. Hicieron falta tres golpes más para que la cabeza rodara por
los escalones de piedra.
Tanus hizo cortar veintitrés cabezas. Yo las iba contando para distraerme de las oleadas
de compasión que me asaltaban. Pero entonces uno de los condenados cedió. Era joven, poco
más que un niño. Con voz aguda, respondió a las preguntas casi antes de que Tanus tuviera
tiempo de hacérselas.
–Me llamo Hui. Soy hermano de sangre del clan de Basti el Cruel. Conozco sus escondites
y te conduciré hasta ellos.
Tanus sonrió con sombría satisfacción e hizo señas de que se llevaran al muchacho.
–Cuidadlo bien –recomendó a los carceleros–. Ahora forma parte de los Azules y es nues-
tro compañero de armas.
136
Río sagrado Wilbur Smith
Después de aquella deserción, las cosas fueron más fáciles, aunque muchos siguieron de-
safiando a Tanus. Algunos lo maldecían; otros reían desafiantes hasta que la espada caía y la
bravuconada terminaba en un chorro de sangre, con el último aliento que surgía de la gargan-
ta.
Me llenaban de admiración aquellos que, después de una vida despreciable, decidían mo-
rir con algo parecido al honor. Se reían de la muerte. Yo me sabía incapaz de esa clase de va-
lentía. De haber estado en aquella situación, habría actuado igual que los prisioneros más dé-
biles.
–Pertenezco al clan de Ur –confesó uno.
–Yo soy del clan de MaaEnTef, jefe de la orilla occidental hasta El Jarga –dijo otro. Y así
hasta que tuvimos chivatos para conducirnos hasta las fortalezas de los restantes jefes alcau-
dones y un considerable montón de cabezas para añadir a la pirámide que se alzaba junto al
pozo.
Uno de los temas sobre los que Tanus y yo habíamos reflexionado era el destino que da -
ríamos a los tres jefes que habíamos capturado y a la cantidad de chivatos que habían surgido
entre los prisioneros.
La influencia de los alcaudones era tan grande que no queríamos conservar a nuestros
cautivos dentro de Egipto. No había prisión lo suficientemente segura para impedir que AjSeth
y sus jefes los pusieran en libertad, valiéndose de sobornos, por la fuerza o silenciándolos me -
diante venenos u otros medios igualmente desagradables. Sabíamos que AjSeth era como un
pulpo cuya cabeza permanecía oculta pero cuyos tentáculos llegaban hasta todos los rincones
de nuestro gobierno y penetraban en la base misma de nuestra existencia.
Entonces recordé a mi querido amigo Tiamat, el mercader de Safayá.
Marchando, ya no como una caravana de esclavas, sino como un destacamento de los
Guardias de los Cocodrilos Azules, regresamos al puerto del Mar Rojo en la mitad de tiempo
que habíamos tardado en llegar hasta Gallala. Embarcamos a los cautivos en una de las naves
mercantes de Tiamat, que nos esperaba en el puerto, y el capitán zarpó de inmediato rumbo a
la costa de Arabia. Allí, en la pequeña isla de Jez Baquan, Tiamat tenía una especie de cárcel
de máxima seguridad para esclavos, guardada por carceleros propios. Las aguas que rodeaban
la isla eran patrulladas por feroces tiburones azules. Tiamat nos aseguró que ninguno de los
que había intentado huir de la isla había podido burlar la vigilancia de los carceleros ni la vora-
cidad de los tiburones.
Sólo uno de los cautivos permaneció con nosotros. Era Hui, del clan de Basti el Cruel, el
primero en capitular ante la amenaza de ejecución. Durante la marcha hacia el mar, Tanus lo
había mantenido a su lado y lo había conquistado con la fuerza irresistible de su personalidad.
Al llegar a la costa, Hui era su obediente esclavo. Nunca ha dejado de sorprenderme el don
que tiene Tanus para conquistar la lealtad y la devoción de las personas más insospechadas.
Estoy convencido de que Hui, que con tanta rapidez había cedido ante la amenaza de ejecu-
ción, en aquel momento estaría dispuesto a dar su vida por Tanus.
Hui nos contó todos los detalles que recordaba sobre el clan al que una vez había estado
ligado por un pacto de sangre. Yo escuchaba en silencio, con mi pincel preparado para escribir
todo lo que nos iba contando.
Nos enteramos de que el cuartel general de Basti el Cruel se encontraba en el desierto de
GebelUmmBahari, sobre una pequeña meseta, protegido y rodeado por riscos. Oculto e inex-
pugnable, pero a menos de dos días de marcha de la ribera oriental del Nilo y de las transita-
das rutas de caravanas que corrían paralelas a sus orillas, era el nido perfecto para un bandi-
do.
–Existe un sendero que lleva hasta la cima. Está cortado en la roca como una escalera.
Tiene apenas el ancho necesario para que suba un hombre –nos informó Hui.
–¿No hay ningún otro camino hasta la cumbre? –preguntó Tanus, ante lo que Hui sonrió
y se apoyó un dedo contra la nariz con aire conspirador.
–Sí, lo hay. Yo lo he usado a menudo para volver a la montaña después de haber aban -
donado mi puesto para ir a visitar a mi familia. Si se hubiera enterado de que no estaba, Basti
me habría mandado matar. Es difícil trepar por allí, pero una docena de buenos escaladores
137
Río sagrado Wilbur Smith
podría lograrlo y dominar la cima mientras el resto de la tropa sube a reforzarlos por el sende -
ro. Yo los llevaré hasta allí, AjHorus.
Era la primera vez que oía aquel nombre. AjHorus, el hermano del gran dios Horus. Era
un excelente nombre para Tanus. Por supuesto que Hui y los demás prisioneros no podían co-
nocer la verdadera identidad de Tanus. Sólo sabían que debía de ser una especie de dios. Te-
nía el aspecto de un dios, luchaba como un dios y en medio de la batalla invocaba el nombre
de Horus. Así que decidieron que debía de ser hermano de Horus.
¡AjHorus! Era un nombre que en los meses venideros todo Egipto llegaría a conocer bien.
Sería gritado de una colina a otra. Sería llevado a lo largo de las rutas de las caravanas. Viaja-
ría por el río en labios de los remeros, de ciudad en ciudad, de reino en reino. En torno a ese
nombre crecería una leyenda y las historias de sus victorias se irían exagerando a medida que
la gente fuera repitiéndolas.
AjHorus era el poderoso guerrero que había salido de la nada, enviado por su hermano
Horus para continuar la lucha eterna contra el mal, contra AjSeth, el señor de los alcaudones.
¡AjHorus! Cada vez que el pueblo de Egipto repitiera este nombre, los corazones se llena-
rían de esperanza.
Pero aquel día en que estábamos sentados en el jardín de Tiamat, el mercader, todo eso
todavía pertenecía al futuro. Sólo yo conocía la ansiedad de Tanus por apoderarse de Basti y
su prisa por conducir a sus hombres a GebelUmmBahari para cazarlo.
No sólo se trataba de que Basti fuese el más cruel de todos los jefes alcaudones. Había
mucho más. Tanus tenía cuentas personales que saldar con aquel bandido.
Sabía por mí que Basti había sido el instrumento utilizado por AjSeth para destruir la for-
tuna de su padre, Pianki, señor de Harrab.
–Puedo conducirte a la cima de GebelUmmBahari –prometió Hui–. Y entregarte a Basti.
Tanus permaneció algunos instantes en silencio en la oscuridad, saboreando aquella pro-
mesa. Nos quedamos sentados oyendo cantar a la alondra en el jardín de Tiamat. Era un soni-
do totalmente distinto de los desagradables temas de los que estábamos hablando. Al cabo de
un rato Tanus suspiró y despidió a Hui.
–Te has portado bien, muchacho –dijo–. Cumple con tu promesa y comprobarás que soy
agradecido.
Hui se prosternó ante él, como si se tratara de un dios, y Tanus, irritado, lo empujó con
un pie.
–¡Basta de tonterías. Y ahora, ¡vete!
Aquella reciente y no deseada elevación al rango de dios le molestaba. Nadie podría acu-
sarlo de ser modesto o humilde, pero Tanus era un pragmático sin falsas ilusiones con respec -
to a su posición en la vida. Jamás aspiró a ser faraón o un ser divino y siempre reaccionaba
con disgusto ante las actitudes serviles u obsequiosas de quienes le rodeaban.
En cuanto el muchacho se retiró, Tanus se volvió hacia mí.
–Estuve toda la noche despierto y pensando en lo que me dijiste acerca de mi padre. Mi
cuerpo y mi alma arden en deseos de venganza contra aquel que le causó tantas penurias e
hizo caer tantas desgracias sobre él y que en definitiva lo llevó a la muerte. Apenas logro con -
tenerme. Me muero de ganas de abandonar este camino tortuoso que has planeado para atra-
par a AjSeth. Quisiera ir a buscarle directamente y arrancar su cruel corazón con mis propias
manos.
–Si lo haces, perderás todo –contesté–. Lo sabes bien. Hazlo a mi manera y no sólo res -
taurarás tu honor sino también el de tu padre. Si me haces caso, recuperarás las propiedades
y la fortuna que te fueron robadas; no sólo obtendrás una venganza completa, sino que ese
camino te llevará hacia Lostris y al cumplimiento de la visión que los Laberintos de AmónRa
me dieron de vosotros dos. Confía en mí, Tanus. Por tu bien y por el bien de mi ama, te ruego
que confíes en mí.
–Si no confiara en ti, ¿en quién podría confiar? –preguntó él, poniéndome una mano so-
bre el brazo–. Sé que tienes razón, pero nunca he sido paciente. Siempre me ha resultado más
fácil el camino rápido y directo.
138
Río sagrado Wilbur Smith
–De momento, olvídate de AjSeth. Piensa sólo en el próximo paso del camino tortuoso
que debemos recorrer juntos. Piensa en Basti el Cruel. Fue Basti quien destruyó las caravanas
de tu padre que regresaban de Oriente. Durante cinco temporadas las caravanas del señor de
Harrab fueron atacadas y robadas en el camino. Fue Basti quien destruyó las minas de cobre
que tu padre tenía en Sestra y asesinó a los ingenieros y esclavos que allí trabajaban. Desde
entonces esos ricos yacimientos permanecen inactivos. Fue Basti quien organizó los saqueos
sistemáticos de las propiedades que tu padre poseía a lo largo del Nilo, quien asesinó a los es-
clavos que trabajaban el campo y quemó las cosechas, hasta que por fin en los dominios del
señor de Harrab no creció más que la maleza y se vio obligado a venderlo todo por una mínima
parte de su verdadero valor.
–Todo eso puede ser cierto, pero en última instancia fue AjSeth quien lo ordenó.
–Nadie te creerá, ni siquiera el faraón, a menos que el mismo Basti lo confiese –dije con
impaciencia–. ¿Por qué eres tan tozudo? Hemos hablado de esto un millar de veces. Primero
los jefes y por fin la cabeza de la serpiente, AjSeth.
–Ya sé que la tuya es la voz de la sabiduría. Pero esperar es difícil. Ardo en deseos de
vengarme y de limpiar mi honor de la mancha de sedición y de traición que pesa sobre él, y
ardo – ¡oh, si supieras cómo!– por Lostris. –Me apretó el hombro con tanta fuerza que hice
una mueca de dolor–. Ya has hecho bastante aquí, amigo mío. Jamás habría podido lograr tan-
to sin tu ayuda. Si no hubieras ido a buscarme, tal vez seguiría borracho y en brazos de alguna
sucia prostituta. La deuda que tengo contigo es tan grande que jamás podré saldarla. Pero
ahora debo rogarte que te marches. Haces falta en otra parte. Basti es asunto mío y no es ne-
cesario que lo comparta contigo. No me acompañarás a GebelUmmBahari. Te envío de regreso
al lugar donde perteneces, al que también yo pertenezco, pero donde no puedo estar, junto a
Lostris. Te aseguro que te envidio, amigo mío. Renunciaría a mi esperanza de inmortalidad con
tal de ir en tu lugar.
Protesté débilmente. Juré que lo único que deseaba era enfrentarme con aquellos villa-
nos, que era su compañero en esa gesta y que me sentiría ofendido si no me reservaba un lu-
gar en la próxima campaña. Pero en el fondo de mi alma estaba tranquilo; sé que cuando Ta-
nus toma una decisión nadie puede disuadirle, a excepción, en contadas ocasiones, de su ami -
go y consejero, el esclavo Taita.
Lo cierto es que ya había disfrutado bastante de actos heroicos y de gente que trataba de
matarme. Por naturaleza no soy soldado. Los rigores de una campaña en el desierto me resul-
tan odiosos. Me sería imposible aguantar otra semana de calor, sudor y moscas, sin siquiera
ver de lejos las dulces aguas verdes del Nilo. Deseaba sentir la ropa de hilo limpio sobre mi
cuerpo recién bañado y mi piel untada de aceite. Extrañaba a mi ama más de lo que podría ex-
presar con palabras. Nuestra vida tranquila y civilizada en la isla de Elefantina, nuestra música
y nuestras largas conversaciones, mis mascotas y mis rollos de papiro, todo aquello me atraía
de manera irresistible.
Tanus tenía razón; él ya no me necesitaba y mi lugar estaba junto a mi ama. Sin embar -
go, aceptar sus órdenes con demasiada rapidez tal vez hubiera significado reducir la estima
que me tenía y eso era algo que tampoco deseaba.
Por fin permití que me convenciera y, disimulando mi ansiedad, comencé los preparativos
para mi regreso a Elefantina.
Tanus ordenó a Kratas que regresara a Karnak a buscar refuerzos para la expedición al
desierto de GebelUmmBahari. Yo viajaría bajo su protección; la despedida de Tanus no fue
cosa fácil. En dos ocasiones, cuando ya había abandonado la casa de Tiamat para reunirme
con Kratas, que me esperaba en las afueras de la ciudad, Tanus me hizo regresar para darme
otro mensaje para mi ama.
–Dile que pienso constantemente en ella.
–Ya me lo has dicho –protesté.
–Dile que mis sueños están llenos de imágenes de su hermoso rostro.
–Eso también me lo habías dicho. Te aseguro que puedo recitar todos tus mensajes de
memoria. Dime algo nuevo –supliqué.
139
Río sagrado Wilbur Smith
–Dile que creo en la visión que te inspiraron los Laberintos de AmónRa y que sé que den-
tro de pocos años estaremos juntos...
–Kratas me espera. Si me sigues reteniendo, ¿cómo quieres que le transmita tus mensa-
jes?
–Dile que todo lo que hago es por ella. Que respiro por ella... –Se interrumpió y me abra-
zó–. La verdad es, Taita, que no sé si podré vivir un solo día más sin ella.
–Cinco años pasan con la velocidad de un sólo día. Cuando vuelvas a verla, habrás recu-
perado tu honor y volverás a ser un personaje importante en el país. Y ella te amará aún más.
Al escuchar esas palabras, Tanus me soltó.
–Cuídala hasta que yo pueda encargarme personalmente de tan grato deber. Y ahora
vete. Corre a su lado.
–Hace una hora que trato de hacerlo –contesté, huyendo.
El trayecto hasta Karnak nos llevó menos de una semana. Temeroso de ser descubierto
por Rasfer o por Intef, permanecí en mi querida ciudad únicamente el tiempo necesario para
conseguir plaza en una de las naves que se dirigían hacia el sur. Dejé a Kratas ocupado en re-
clutar mil hombres entre los guardias del faraón y embarqué.
Tuvimos viento del norte durante todo el viaje y a los doce días de haber zarpado de Te-
bas arribamos al muelle oriental de Elefantina. Todavía vestía el traje y la peluca de los sacer-
dotes y nadie me reconoció al bajar a tierra.
Por el precio de un pequeño anillo de cobre alquilé un falucho para que me llevara a la
isla real y desembarqué en los escalones de piedra que conducían a nuestro jardín del harén.
Subí presuroso la escalera, con el corazón latiéndome con fuerza dentro del pecho. Hacía de -
masiado tiempo que estaba separado de mi ama. Y en momentos como aquél comprendía la
fuerza de los sentimientos que me inspiraba. Estaba convencido de que el amor de Tanus no
era más que una brisa leve en comparación con el jamsin de mis propias emociones.
Me recibió una de las esclavas cuchitas de Lostris y trató de impedirme la entrada.
–Mi ama está enferma, sacerdote. En este momento hay otro médico con ella. No te reci-
birá.
–¡Por supuesto que me recibirá! –contesté, arrancándome la peluca.
–¡Taita! –gritó la esclava. Cayó de rodillas, frenética, y empezó a hacer el signo contra el
mal de ojo–. Estás muerto. Este no eres tú sino una aparición del más allá.
La aparté y me dirigí a los aposentos privados de mi ama. En la puerta tropecé con uno
de los sacerdotes de Osiris que se autodenominan médicos.
–¿Qué haces aquí? –le pregunté, espantado al comprobar que uno de aquellos curande-
ros había estado cerca de mi ama. Y antes de que pudiera contestarme, grité–: ¡Fuera! ¡Vete
de aquí! ¡Llévate tus encantamientos y tus inmundas pociones y no vuelvas!
El sacerdote me miró, dispuesto a discutir, pero lo saqué a empujones. Después corrí ha-
cia el lecho de mi ama.
El olor de la enfermedad, amargo y fuerte, llenaba el aposento. Un salvaje dolor hizo pre-
sa en mí cuando miré a Lostris. Parecía haberse encogido y su piel estaba pálida como las ce-
nizas de un fuego apagado. Se encontraba dormida o bien en estado de coma. No lo supe con
seguridad; había oscuras ojeras debajo de sus párpados cerrados y el aspecto de los párpados,
seco y cuarteado, me horrorizó.
Retiré la sábana de hilo que la cubría. Estaba desnuda. Miré con horror su cuerpo. Era
como si la carne se hubiera derretido. Sus extremidades eran delgadas como palillos y las cos-
tillas y los huesos de la pelvis sobresalían bajo la piel de aspecto enfermizo, como los huesos
del ganado en épocas de sequía. Con ternura, le coloqué una mano en la axila para comprobar
si tenía fiebre, pero su piel estaba fresca. ¿Qué clase de enfermedad sería ésta?, me pregunté,
preocupado. Hasta entonces, nunca había visto nada igual.
Sin apartarme de su lado, llamé a gritos a las esclavas, pero ninguna se atrevió a enfren-
tarse con el fantasma de Taita. Tuve que entrar en la habitación donde dormían y sacar a una
de ellas que pretendía ocultarse bajo la cama.
140
Río sagrado Wilbur Smith
–¿Qué han hecho con vuestra ama para que se encuentre en ese estado? –Le di una pa-
tada en el culo para obligarla a prestarme atención y la esclava lloriqueó y se cubrió la cara
para no mirarme.
–Se niega a comer. Apenas ha probado bocado en las últimas semanas. No quiere comer
desde que la momia de Tanus, señor de Harrab, fue depositada en su tumba del Valle de los
Nobles. Hasta perdió al hijo del faraón que llevaba en su seno. Compadécete de mí, bondadoso
fantasma, porque no he hecho mal alguno.
La miré un instante sorprendido, hasta que por fin comprendí lo sucedido. Mi mensaje
nunca llegó a manos de Lostris. Adiviné que el mensaje que Kratas había despachado desde
Luxor no había llegado a Elefantina. Posiblemente el que lo llevaba había sido víctima de los al-
caudones; otro cadáver que flotaba por el río con la bolsa vacía y una herida en el cuello. Abri -
gué la esperanza de que mi carta hubiera caído en manos de algún ladrón que no supiera leer
y que no se la hubieran llevado a AjSeth. Pero en aquel momento no tenía tiempo para preo-
cuparme por eso.
Corrí a la habitación de mi ama y me arrodillé junto a su lecho.
–¡Querida mía! –susurré, acariciándole la frente–. Soy yo, Taita, tu esclavo.
Ella se agitó levemente y murmuró algo que no alcancé a entender. Comprendí que no
había tiempo que perder; estaba muy grave. Había transcurrido más de un mes desde la falsa
noticia de la muerte de Tanus. Si lo que la esclava había dicho era verdad y no comía bocado
desde entonces, era un milagro que siguiera con vida. Me levanté de un salto y corrí a mis ha-
bitaciones. A pesar de mi «defunción» todo seguía igual y encontré el cofre de mis medica -
mentos en la alcoba donde lo había dejado. Con él en brazos, regresé a la habitación de mi
ama. Me temblaban las manos cuando encendí una rama del arbusto del escorpión en la llama
de la lámpara de aceite que había junto a su lecho. Le acerqué el extremo encendido a la na -
riz. Casi de inmediato jadeó, estornudó y luchó por evitar el humo picante.
–Soy yo, Taita, señora. Háblame.
Abrió los ojos y vi en ellos una fugaz expresión de placer que se apagó enseguida cuando
recordó su congoja. Me tendió sus brazos pálidos y delgados y yo la estreché contra mi pecho.
–Taita –sollozó con suavidad–. Ha muerto. Tanus ha muerto. No puedo vivir sin él.
–¡No! ¡No! Tanus vive. Acabo de estar con él y me envía mensajes de su amor y devo-
ción.
–Es una crueldad que te burles así de mí. Sé que ha muerto. Su tumba ha sido sellada...
–Fue un subterfugio para engañar a sus enemigos –exclamé–. Tanus vive. Te lo juro. Te
ama. Te espera.
–¡Oh, si pudiera creerte! Pero te conozco demasiado bien. Eres capaz de mentir con tal
de protegerme. ¿Cómo puedes atormentarme con falsas promesas? Te odio... –Trató de des-
prenderse de mi abrazo.
–Te lo juro. Tanus vive.
–Júralo por el honor de la madre a quien nunca conociste. Júralo por la ira de todos los
dioses. –Apenas tenía fuerzas para desafiarme.
–Lo juro por todo eso, y también por el amor que te tengo y por mis deberes hacia ti, mi
ama.
–¿Es posible que sea cierto? –Noté que en ella volvía a renacer la esperanza y que un
leve toque de color iluminaba sus mejillas–. ¡Oh, Taita! ¿Será realmente cierto?
–¿Crees que de no ser así yo podría tener un aspecto tan alegre? Te consta que le amo
casi tanto como a ti. ¿Crees que podría sonreír si Tanus estuviera realmente muerto?
Mientras me miraba a los ojos, empecé a contarle todo lo sucedido desde que la había
dejado, tantas semanas antes. Sólo omití los detalles del estado en que encontré a Tanus en la
casucha del pantano y la presencia de la mujerzuela que le acompañaba.
Mi señora no pronunció palabra, pero su mirada no se apartó de mis ojos mientras bebía
mis palabras. Su rostro pálido, casi transparente de inanición, resplandecía como una perla
mientras le contaba nuestras aventuras en Gallala, o la manera en que Tanus condujo la lucha,
como un dios, y cómo cantaba en medio del fragor de la batalla.
141
Río sagrado Wilbur Smith
–Así que, como ves, es cierto. Tanus vive –dije. Entonces ella habló por primera vez des-
de el comienzo de mi narración.
–Si es cierto que vive, tráemelo. No comeré un solo bocado hasta que vuelva a verlo.
–Si eso es lo que quieres, lo traeré a tu lado en cuanto pueda enviarle un mensajero –
prometí, y saqué el espejo de bronce bruñido de mi cofre de medicamentos. Le coloqué el es-
pejo frente a los ojos y pregunté con suavidad–: ¿Quieres que te vea, tal como estás ahora?
Ella contempló su imagen demacrada, sus ojos hundidos.
–Lo mandaré a buscar hoy mismo, si tú lo ordenas. Si realmente lo deseas puede estar
aquí dentro de una semana. –La vi luchar con sus emociones.
–Estoy fea –susurró–. Parezco una vieja.
–Tu belleza sigue ahí, bajo la superficie.
–No puedo permitir que Tanus me vea así. –La vanidad femenina había triunfado sobre
las demás emociones.
–Entonces debes comer.
–¿Me prometes –dijo, vacilante–, me prometes que está vivo y que me lo traerás en
cuanto me recupere? Coloca tu mano sobre mi corazón y júramelo.
Pude palpar todas sus costillas y el corazón que palpitaba como un ave enjaulada.
–Te lo prometo –dije.
–Confiaré en ti por esta vez. Pero si mientes nunca volveré a creerte. ¡Tráeme algo de
comer!
Mientras me dirigía presuroso a la cocina no pude menos que sentirme satisfecho. Taita,
el hábil, había vuelto a salirse con la suya.
Mezclé leche tibia con miel. Tendríamos que empezar poco a poco, porque mi ama había
llegado casi hasta la inanición. Vomitó el contenido del primer recipiente, pero logró conservar
el segundo en el estómago. Si hubiese tardado otro día en volver, tal vez habría sido demasia-
do tarde.
Difundida por las charlatanas esclavas, la noticia de mi milagroso regreso desde la tumba
corrió por la isla como una epidemia de viruela. Antes de que cayera la noche, el faraón envió
a Atón en mi busca. Hasta mi viejo amigo Atón se mostraba tenso y reservado en mi presen-
cia. Se alejó de mí cuando traté de tocarle, como si mi mano pudiera pasar a través de su car -
ne como una nube de humo. Mientras cruzábamos el palacio, esclavos y nobles se apartaban
de mi camino y desde todas las ventanas y rincones oscuros me observaban rostros con expre-
sión inquisitiva.
El faraón me recibió con una rara mezcla de respeto y nerviosismo, cosa extraña en
quien era a la vez rey y dios.
–¿Donde has estado, Taita? –preguntó, como si realmente no quisiera escuchar mi res-
puesta.
Me prosterné a sus pies.
–Divino faraón, como tú mismo eres un dios, entiendo que me haces esa pregunta para
ponerme a prueba. Sabes bien que mis labios están sellados. Sería un sacrilegio que hablara
de esos misterios, hasta contigo. Por favor, te ruego que les transmitas a las demás deidades
que son tus pares, y particularmente a Anubis, el dios de los cementerios, que he sido fiel a la
confianza que han depositado en mí. Que he mantenido el juramento de silencio que me impu-
sieron. Diles que he pasado la prueba que pusiste en mi camino.
Consideró mis palabras con ojos vidriosos y se movió inquieto. Me di cuenta de que que-
ría formular varias preguntas y que las iba descartando por turno. No le había dejado apertura
posible.
Por fin dijo sin la más mínima convicción:
–Sin duda alguna, Taita, has pasado la prueba que te preparé. Bienvenido de nuevo. Te
hemos extrañado. –Pero me di cuenta de que todas sus sospechas acababan de ser confirma -
das y que me trataba con el respeto debido a quien ha desvelado el último de los misterios.
Me acerqué, arrastrándome sobre manos y pies, y pregunté en un susurro:
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Río sagrado Wilbur Smith
La recuperación de mi ama fue tan rápida que empecé a sospechar que inconscientemen-
te debía haber invocado a alguna fuerza que estaba más allá de mi propia comprensión, y me
embargó un temor casi religioso frente a mis propios poderes.
El cuerpo de Lostris se fue reafirmando casi a ojos vistas. Las lamentables bolsas de piel
se convirtieron nuevamente en pechos rellenos, lo suficientemente dulces como para que la
imagen de piedra de la diosa Hapi situada a la entrada de la habitación ardiera de envidia.
Oleadas de sangre fresca y joven tiñeron su piel hasta que volvió a resplandecer y su risa vol -
vió a resonar cantarina como las fuentes de nuestro jardín.
Muy pronto me resultó imposible obligarla a permanecer en cama. A las tres semanas de
mi regreso a Elefantina ya jugaba en el jardín con sus esclavas, bailando y saltando para al-
canzar la vejiga inflada antes que las demás, hasta que, temeroso de que estuviera haciendo
esfuerzos indebidos, confisqué la pelota y le ordené que regresara a su habitación. Sólo me
obedeció cuando hicimos otro trato y accedí a cantar con ella y a enseñarle Las fórmulas más
arcanas del tablero de bao, para que pudiera disfrutar de su primera victoria sobre Atón, que
era adicto a ese juego.
Todas las tardes Atón venía a interesarse por la salud de mi ama en nombre del rey.
Después jugaba al bao con nosotros. Por fin parecía haber llegado a la conclusión de que yo no
era un fantasma peligroso y, aunque me trataba con un respeto nuevo en él, nuestra vieja
amistad sobrevivió a mi fallecimiento.
Todas las mañanas, Lostris me pedía que renovara la promesa que le había hecho. Des-
pués cogía el espejo y se estudiaba sin el menor rastro de vanidad, para comprobar si había
recuperado su belleza lo suficiente como para poder ser vista por Tanus.
–Mi pelo parece paja y me está saliendo otro grano en la barbilla –se quejaba–. Hazme
nuevamente hermosa, Taita. Te lo pido por el bien de Tanus.
–Primero te estropeas y luego pides a Taita que te ayude a recuperar la belleza –me que-
jaba. Y ella reía y me echaba los brazos al cuello.
–Para eso estás aquí, viejo bribón. Para cuidarme.
Todas las noches, cuando le preparaba un tónico y se lo llevaba para que lo bebiera an -
tes de dormir, me obligaba a repetir mi promesa.
–Jura que me traerás a Tanus en cuanto esté lista para recibirle.
143
Río sagrado Wilbur Smith
Evitaba pensar en las dificultades y peligros que aquella promesa podía acarrearnos.
–Te lo juro –repetía obediente y ella se reclinaba contra el respaldo de marfil y se dormía
con una sonrisa en los labios. Ya cumpliría la promesa cuando llegara el momento.
del águila, y que voló hasta las cumbres inaccesibles de GebelUmmBahari para presentarse
milagrosamente en medio del clan de Basti el Cruel. Con sus propias manos arrojó a quinientos
bandidos desde lo alto de los riscos...
–¡Dime más! –suplicó ella, aplaudiendo; con su entusiasmo estuvo a punto de hacer zo-
zobrar el esquife.
–Dicen que en todos los cruces de caminos y en todas las rutas de las caravanas ha erigi-
do altos monumentos que recuerdan su paso.
–¿Monumentos? ¿Qué clase de monumentos?
–Altas pirámides de cráneos humanos. Las cabezas de los bandidos que ha decapitado,
como una advertencia para los demás.
Mi ama se estremeció horrorizada, pero su rostro seguía resplandeciendo.
–¿A tantos ha matado? –preguntó.
–Algunos dicen que a cinco mil, otros afirman que a cincuenta mil. Y hasta hay quienes
se atreven a decir que a cien mil, pero creo que estos últimos exageran un poco.
–¡Cuéntame más!
–Dicen que ya ha capturado por lo menos a seis jefes de los alcaudones...
–¡Y que les cortó la cabeza! –anticipó mi ama con truculenta fascinación.
–No, dicen que no les ha dado muerte, sino que los ha convertido en simios. Dicen que
los tiene enjaulados para su propio placer.
–¿Crees que todo eso es posible? –preguntó ella, riendo.
–Para un dios, todo es posible.
–Tanus es mi dios. ¡Oh, Taita! ¿Cuándo me permitirás verle?
–Pronto –prometí–. Tu belleza es cada día más notable. Pronto estarás totalmente recu-
perada.
–Mientras tanto debes enterarte de todas las historias que se cuenten sobre AjHorus y
repetírmelas.
Todos los días me enviaba a los muelles en busca de noticias de AjHorus.
–Ahora dicen que nadie ha visto el rostro de AjHorus, porque usa un casco con visera
que sólo deja sus ojos al descubierto. También dicen que en el fragor de la batalla, la cabeza
de AjHorus estalla en llamas, unas llamas que ciegan a sus enemigos –le informé después de
una de estas incursiones a los muelles.
–A plena luz del día he visto que la cabellera de Tanus parecía arder con un resplandor
divino –confirmó mi ama. Otra mañana pude decirle:
–Dicen que es capaz de multiplicar su cuerpo terrenal corno las imágenes de un espejo,
que puede estar en muchos lugares al mismo tiempo, porque en un mismo día ha sido visto en
Qena y en KomOmbo, a cientos de kilómetros de distancia.
–¿Crees que es posible? –preguntó, admirada.
–Algunos dicen que no es cierto. Dicen que cubre esas enormes distancias porque nunca
duerme. Dicen que durante la noche galopa en la oscuridad montado en un león y que de día
vuela por el cielo montado en una enorme águila blanca, para caer sobre sus enemigos cuando
ellos menos lo esperan.
–Eso podría ser cierto. –Asintió con toda seriedad–. No creo en lo de las imágenes del es-
pejo, pero lo del águila y el león puede ser cierto. Tanus es capaz de hacer algo así.
–Yo creo más bien que en Egipto todo el mundo está ansioso por ver a AjHorus, y que las
historias son fruto de ese deseo. Lo ven detrás de cada arbusto. En cuanto a la velocidad de
sus viajes, bueno, yo he marchado con los guardias y te puedo asegurar que... –Pero ella me
interrumpió, sin esperar que terminara.
–No hay fantasía en tu alma, Taita. Pondrías en duda que las nubes son los vellones del
rebaño de Osiris, y que el sol es el rostro de Ra, simplemente porque no puedes estirar la
mano y tocarlos. Pero yo creo que Tanus es capaz de todo eso.
Esta afirmación puso punto final a la discusión y yo bajé la cabeza, sumiso.
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Río sagrado Wilbur Smith
Por las tardes, reanudamos nuestra antigua costumbre de caminar por las calles y mer -
cados. Al igual que antes de su enfermedad, mi ama era recibida por un pueblo que la adora-
ba; Lostris se detenía a conversar con todos, sin fijarse en su posición social. Desde sacerdotes
hasta prostitutas, nadie era inmune a su hermosura y su encanto.
Siempre conseguía que la conversación girara en torno a AjHorus, pues la gente deseaba
tanto como ella hablar del nuevo dios. Para entonces, la imaginación popular ya lo había eleva-
do de semidiós a miembro del panteón. Los ciudadanos de Elefantina habían iniciado una sus-
cripción para construir un templo en honor de AjHorus, a la que mi ama contribuyó con una
suma generosa.
Para erigir el templo se eligió un lugar a la orilla del río, frente al templo de Horus, el
hermano del nuevo dios; el faraón declaró formalmente su intención de consagrar personal-
mente el edificio. Tenía motivos más que suficientes para estar agradecido. En el país reinaba
un nuevo espíritu de confianza. Las rutas de las caravanas eran ahora seguras, de manera que
el comercio entre el Alto Egipto y el resto del mundo florecía.
Donde antes llegaba una caravana de Oriente, ahora cuatro cruzaban el desierto sin peli -
gro y otras tantas iniciaban el viaje de regreso. Para abastecer esas caravanas, hacían falta
millares de mulas de carga y los labradores y criadores las llevaban a la ciudad, sonriendo ante
la perspectiva de los altos precios que alcanzarían.
Como ahora era seguro trabajar los campos, más allá de los muros que rodeaban las ciu -
dades, se sembraban tierras en las que durante décadas sólo habían crecido malas hierbas.
Los labradores, después de haberse convertido en pordioseros, comenzaban nuevamente a
prosperar. Por los caminos ahora protegidos por las legiones de AjHorus, los bueyes arrastra-
ban trineos cargados de mercancías y los mercados estaban atestados de toda clase de pro-
ductos frescos.
Parte de las ganancias de los mercaderes y propietarios de tierras se invertían en la
construcción de nuevas villas en las afueras de las ciudades, donde una vez más era seguro vi-
vir. Los obreros y artesanos que en un tiempo recorrían las calles de Tebas en busca de traba-
jo, empezaron a ser solicitados y pudieron utilizar sus ganancias no sólo en los objetos más in-
dispensables, sino en lujos para sí mismos y sus familias. Los mercados se fortalecieron.
El volumen del tráfico que navegaba por el Nilo creció hasta tal punto que hicieron falta
más naves y todos los astilleros comenzaron a trabajar a pleno rendimiento. Los capitanes y
tripulaciones de las naves de río gastaban sus recientes ganancias en las tabernas y casas de
placer, de modo que las prostitutas y cortesanas reclamaban ropa fina y bisutería, con lo que
los sastres y joyeros prosperaron y se hicieron construir casas nuevas, mientras sus esposas
recorrían los mercados con oro y plata en las carteras, comprando de todo, desde nuevos es -
clavos hasta cacerolas.
Egipto volvía a la vida después de diez años de sufrir estragos a manos de AjSeth y los
alcaudones.
Como consecuencia de ello, el erario creció y los recaudadores de impuestos circulaban
con el mismo placer con que circulaban los buitres sobre los cadáveres de los bandidos que
AjHorus y sus legiones sembraban a lo largo del país. Por supuesto que el faraón estaba agra-
decido.
También lo estábamos mi ama y yo. Por sugerencia mía, ambos invertimos dinero en una
expedición comercial que partía rumbo a Siria. Cuando esa expedición regresó, seis meses
después, habíamos logrado una ganancia igual a cincuenta veces el capital inicial. Mi ama se
compró un collar de perlas y cinco nuevas esclavas para hacerme aún más desgraciado. Pru-
dente como siempre, yo utilicé mi parte en la compra de cinco parcelas de excelente tierra en
la ribera oriental del río, y un escriba redactó los títulos de propiedad y los hizo inscribir en los
libros del templo.
Llegó el temido día. Una mañana mi ama estudió su imagen en el espejo con más aten -
ción que de costumbre y declaró que por fin estaba preparada. Con justicia debo confesar que
nunca me había parecido más hermosa. Era como si todos sus sufrimientos le hubieran propor-
cionado una nueva elasticidad. Los últimos rastros de adolescencia, de inseguridad y de gordu-
ra juvenil se habían evaporado de sus facciones; se había convertido en una mujer, madura y
compuesta.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Confié en ti, Taita. Demuéstrame ahora que no fui tonta al hacerlo. Trae a Tanus.
Cuando Tanus y yo nos separamos en Safayá, no pudimos convenir un método seguro
para intercambiar mensajes.
–Estaré constantemente en movimiento y es imposible saber adónde me llevará esta
campaña. Dile a Lostris que no se preocupe si no recibe noticias mías. Dile que le enviaré un
mensaje cuando mi tarea esté cumplida. Pero dile que allí estaré cuando los frutos de nuestro
amor estén maduros en el árbol y listos para ser cosechados.
Fue por eso que no tuvimos noticias suyas, aparte de los enloquecidos rumores que co-
rrían por los muelles y los bazares.
Una vez más, fue como si los dioses intervinieran para salvarme, esta vez de la ira de mi
ama Lostris. Ese día corría un nuevo rumor por la plaza del mercado. Una caravana que llega-
ba desde el norte acababa de encontrar a la vera del camino, a menos de tres kilómetros de
los muros de la ciudad, una pirámide de cráneos humanos recién erigida. Las cabezas estaban
tan frescas que apenas desprendían olor y los cuervos y buitres todavía no habían tenido tiem-
po de despellejarlas.
–Eso sólo significa una cosa –comentaban los chismosos del mercado–. Que AjHorus
anda por los alrededores de Siena, posiblemente a muy poca distancia de Elefantina. Ha caído
sobre los restos del clan de Ajeku, que merodeaban por el desierto desde que su jefe fue de-
gollado en Gallala. AjHorus ha dado muerte a los últimos bandidos y amontonado sus cabezas
a la vera del camino. ¡Gracias al nuevo dios el sur ha quedado libre de los temidos alcaudones!
Esa era sin duda una buena noticia, la mejor que había oído en semanas y ardía en de -
seos de transmitírsela a mi ama. Me abrí camino entre el gentío de marineros, mercaderes y
pescadores en busca de un botero que me llevara de regreso a la isla.
Alguien me tiró del brazo, y yo me desprendí de él con impaciencia. A pesar de la nueva
prosperidad que reinaba en el país, o tal vez a causa de ella, los mendigos estaban cada día
más exigentes. No me resultó fácil librarme de éste, y me volví con la mano en alto y aire
amenazador.
–¡No le pegues a un viejo amigo! Traigo un mensaje para ti de uno de los dioses –gimo-
teó el mendigo. Me contuve y le miré sorprendido.
–¡Hui! –Mi corazón se llenó de júbilo al reconocer la sonrisa del ex ladrón–. ¿Qué haces
aquí? –Y sin esperar respuesta a mi pregunta, añadí–: Sígueme.
Le conduje hasta un prostíbulo situado en una angosta callejuela del muelle. Allí alquila-
ban habitaciones por cortos períodos de tiempo que se medían por relojes de agua colocados
en las puertas; cobraban un anillo de cobre por este servicio. Pagué la exorbitante tarifa y, en
cuanto estuvimos solos, agarré a Hui por su capa andrajosa.
–¿Qué noticias puedes darme de tu jefe? –pregunté; él rió con insolencia.
–Tengo la garganta tan seca que apenas puedo hablar. –Había adoptado el aire fanfarrón
y la insolencia de los Azules. ¡Con qué rapidez aprende el mono nuevos trucos! Grité que nos
subieran un jarro de cerveza. Hui bebió como una mula sedienta, después bajó el jarro y eruc-
tó feliz.
–El dios AjHorus os envía saludos, a ti y a otra persona cuyo nombre no debe mencionar-
se. Me pide que te diga que la tarea ha sido cumplida y que todos los pájaros están en la jaula.
Te recuerda que sólo faltan pocos meses para el próximo festival de Osiris y que ha llegado la
hora de escribir un nuevo texto para la obra de teatro, para diversión del faraón.
–¿Dónde está? ¿Cuánto tardarás en reunirte con él? –pregunté con ansiedad.
–Puedo estar con él antes de que AmónRa, el dios del sol, se oculte tras las colinas de
occidente –declaró Hui, y miró por la ventana el sol que se encontraba en la mitad de su reco -
rrido. Tanus estaba muy cerca de la ciudad y volví a alegrarme. ¡Qué ganas tenía de abrazarle
y de escuchar sus sonoras carcajadas!
Sonriéndome con anticipación, me paseé por la inmunda habitación, mientras decidía el
mensaje que le encargaría a Hui que le transmitiera.
Había oscurecido cuando desembarqué en la isla y subí los escalones del jardín. Una de
las esclavas lloraba junto a la puerta, acariciándose una oreja hinchada.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Me ha pegado! –lloriqueó y noté que su dignidad había sufrido más que la oreja.
–Cuando hables de tu ama debes referirte a «mi señora» –la amonesté–. De todos mo-
dos, ¿de qué te quejas? Los esclavos están aquí para que se les pegue.
No era habitual que mi ama le levantara la mano a nadie. Sin duda debe estar de muy
mal humor, pensé, aminorando el paso. Cuando llegué a sus aposentos, ahora caminando con
lentitud, otra de las esclavas huía del dormitorio llorando. Tras ella apareció mi señora, roja de
ira.
–¡Has convertido mi pelo en un fardo de paja! –Al verme se interrumpió. Me atacó con
tanto entusiasmo, que supe que yo era el verdadero objeto de su ira.
–¿Dónde has estado? –preguntó–. Antes de mediodía te ordené que fueras al puerto.
¿Cómo te atreves a hacerme esperar tanto tiempo? –Avanzó hacia mí con tal expresión que re-
trocedí nervioso.
–Está aquí –me apresuré a comunicarle, y enseguida bajé la voz para que ninguna de las
esclavas pudiera oírme–. Tanus está aquí –susurré–. Pasado mañana cumpliré la promesa que
te hice.
El estado de ánimo de mi ama dio un giro de ciento ochenta grados y se lanzó en mis
brazos. Acto seguido se alejó en busca de las esclavas ofendidas, para consolarlas.
Como parte de su tributo anual, el rey vasallo de los amoritas envió al faraón un par de
leopardos de caza, desde su reino del otro lado del mar Rojo. El rey estaba ansioso por probar
las magníficas criaturas en la caza de gacelas, que abundaban en las dunas desérticas de la ri-
bera occidental. Toda la corte, incluyendo a mi ama, recibió la orden de asistir a la partida de
caza.
Navegamos hasta la orilla oeste en una flotilla de pequeñas naves, con las velas blancas
y los alegres gallardetes al viento. Nos acompañaban las risas y la música de laúdes y sistros.
Faltaban pocos días para el comienzo de la crecida del gran río y esta expectativa, junto con el
nuevo clima de prosperidad del país, aumentaban el estado de ánimo carnavalesco de la corte.
Mi ama era la más alegre de todos, saludando feliz a los amigos que viajaban en otros
botes, mientras nuestro esquife cortaba a gran velocidad las verdosas aguas del verano.
Por lo visto yo era el único que no iba feliz y despreocupado. El viento era desapacible y
caluroso en exceso. Además soplaba desde un cuadrante nada adecuado. Yo miraba con ansie-
dad el cielo del oeste. Se veía luminoso y sin nubes, pero tenía un brillo metálico que no era
normal. Parecía como si estuviera amaneciendo desde el lado opuesto al que tan bien conocía-
mos.
Alejé mis temores y traté de dejarme llevar por el espíritu festivo que allí reinaba. Fraca-
sé, porque no sólo me preocupaba el estado del tiempo. Si alguna parte de mi plan fracasaba,
mi vida correría peligro. Y tal vez también otras vidas, mucho más valiosas que la mía.
Mi preocupación debía de reflejarse en el rostro, porque mi ama me rozó suavemente
con su bonito pie de uñas pintadas y me dijo:
–¿Por qué estás tan triste, Taita? Cualquiera que te vea pensará que estás tramando
algo. ¡Sonríe! Te ordeno que sonrías.
Cuando desembarcamos en la orilla oeste nos esperaba un ejército de esclavos. Lacayos
que sostenían espléndidos asnos de montar, procedentes de los establos reales, con gualdra-
pas de seda. Asnos de carga que llevaban tiendas, alfombras, cestos de comida y de vino, y
todas las provisiones necesarias para una excursión de la realeza. Nos atendía un regimiento
de esclavos, algunos para cobijar a las señoras bajo sombrillas, otros para servir a los nobles
invitados. También había payasos, acróbatas y músicos para entretenerlos, y cien monteros
para ir de caza.
La jaula de los leopardos estaba montada sobre un trineo tirado por un par de bueyes
blancos alrededor del cual se concentró la corte para admirar las exóticas bestias. No existía
esta clase de leopardos en nuestra tierra. Eran los primeros que veía y despertaron hasta tal
punto mi curiosidad que por un rato olvidé mis otras preocupaciones. Me acerqué cuanto pude
a la jaula, tratando de no pisar a algún noble irascible.
Eran los felinos más hermosos que pudiera imaginarse, de mayor estatura y más delga -
dos que nuestros leopardos, con extremidades largas y vientres cóncavos. Las sinuosas colas
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Río sagrado Wilbur Smith
parecían expresar su estado de ánimo. La dorada piel estaba salpicada de rosetas negras y
desde el lagrimal de ambos ojos descendía una línea negra, que semejaba lágrimas. Esto,
combinado con su aire majestuoso, les daba un aire exótico y trágico a la vez que me dejó fas-
cinado. Deseé poder ser dueño de alguno y decidí convencer de ello a mi ama. El faraón jamás
le había negado un capricho.
Demasiado pronto para mi gusto, la barca real llegó a la orilla oeste y, junto con el resto
de la corte, nos apresuramos a dar la bienvenida al faraón. Vestía ropa ligera de caza y, por
una vez, parecía relajado y feliz. Se detuvo junto a mi ama y, mientras ella le hacía las reve-
rencias rituales, le preguntó por su salud. Me aterrorizó la posibilidad de que decidiera mante -
nerla a su lado durante el resto del día, lo cual habría estropeado todos mis planes. Pero por
fortuna, los leopardos atrajeron su atención y se dirigió hacia ellos, sin ordenar a mi señora
que le siguiera.
Lostris y yo nos perdimos en medio de la multitud y nos dirigimos hacia un asno destina-
do para mi ama. Mientras la ayudaba a montar, le dirigí algunas palabras en voz baja al pala -
frenero. Cuando él me dijo lo que yo esperaba oír, deslicé un anillo de plata en su mano, don-
de desapareció como por arte de magia.
Con un esclavo conduciendo al asno y otro que sostenía una sombrilla sobre la cabeza de
mi ama Lostris, seguimos al rey hacia el desierto. Nos detuvimos con frecuencia para beber
algo fresco y por ese motivo tardamos toda la mañana en llegar al Valle de las Gacelas. En el
trayecto pasamos a cierta distancia del antiguo cementerio de Tras, que databa de la época de
los primeros faraones. Algunos sabios afirmaban que las tumbas habían sido cavadas tres mil
años antes en la ladera del risco de piedra negra; no consigo imaginar cómo pudieron llegar a
esa conclusión. Con cierto disimulo, cuando pasamos por allí, estudié la entrada de las tumbas.
Por desgracia, desde tanta distancia no pude distinguir rastros de alguna presencia humana
reciente y me sentí irrazonablemente desilusionado. Mientras continuábamos nuestro viaje, no
dejaba de mirar hacia atrás.
El Valle de las Gacelas era uno de los cotos de caza reales, protegido por los decretos de
una larga lista de faraones. Sobre las colinas que dominaban el valle había un destacamento
permanente de montaraces destinados a reforzar la proclama real, que reservaba para sí la
caza de todas las criaturas que allí vivían. La pena por cazar en aquel lugar sin permiso del rey
era morir en la horca.
Los nobles desmontaron en la cima de una de las colinas que se alzaban en el árido y an-
cho valle. De inmediato se armaron tiendas para cobijarlos y se les ofrecieron jarros de cerve -
za para saciar la sed producida por el viaje.
Me aseguré un buen lugar desde el que mi ama y yo pudiéramos observar la cacería,
pero del que también pudiéramos retirarnos discretamente sin llamar la atención. En la distan-
cia, alcanzaba a distinguir las manadas de gacelas que pastaban en el fondo del valle, que el
espejismo convertía en un terreno acuoso y trémulo. Señalé las gacelas a mi ama.
–¿Qué pueden comer allí? –preguntó–. No hay rastros de vegetación. Deben de alimen-
tarse de piedras, pues es lo único que sobra.
–Muchas no son piedras sino plantas –le dije. Cuando rió con incredulidad, arranqué de la
tierra un puñado de aquellas plantas milagrosas.
–Son piedras –insistió ella y sólo se convenció de lo contrario cuando las cogió y las es-
trujó. La savia espesa le corrió por los dedos y ella se maravilló de la astucia del dios que ha -
bía imaginado tal engaño–. ¿De esto se alimentan las gacelas? Parece imposible.
No pudimos continuar la conversación porque comenzaba la cacería. Dos de los monteros
reales abrieron la jaula dejando en libertad a los leopardos. Yo supuse que intentarían escapar,
pero eran mansos como gatitos y se restregaron cariñosamente contra las piernas de sus
guardianes. Emitían un extraño sonido parecido a un gorjeo, que hubiera sido más lógico en un
ave que en un depredador salvaje.
En el extremo opuesto del valle podíamos ver la formación de batidores que, distorsiona -
dos por la distancia, parecían particularmente pequeños. Avanzaban con lentitud hacia noso-
tros mientras las manadas de antílopes se amontonaban delante de ellos.
Mientras el rey y los monteros que llevaban a los leopardos atados descendían hacia el
fondo del valle, nosotros y el resto de la corte permanecimos en lo alto de la colina. Los corte -
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Río sagrado Wilbur Smith
sanos ya empezaban a apostar y yo estaba tan ansioso como ellos por ver el resultado de la
cacería, pero mi ama tenía los pensamientos en otra parte.
–¿Podemos irnos ya? –preguntó en un susurro–. ¿Cuándo podemos huir hacia el desier-
to?
–En cuanto comience la cacería todos los ojos estarán fijos en ella. Entonces será nuestra
oportunidad. –Mientras hablaba, el viento que nos había impulsado por el río y nos había re-
frescado durante la marcha dejó de soplar. Fue como si un calderero hubiera abierto la puerta
de su fragua. El aire era tan caliente que casi nos impedía respirar.
Volví a mirar el horizonte hacia el oeste. El cielo había adquirido un tono amarillo sulfú-
reo. Mientras lo observaba, tuve la sensación de que la mancha se expandía por el cielo, lo
cual me inquietó. Por lo visto fui el único que notó el extraño fenómeno.
Aunque los cazadores ya habían llegado al valle, aún estaban lo bastante cerca como
para permitirme observar a los grandes felinos. Habían visto las manadas de gacelas que se
acercaban lentamente. Eso bastó para que dejaran de ser cariñosos gatitos y se convirtieran
en los salvajes predadores que realmente eran. Alzaban las cabezas, atentos y alerta, las ore-
jas hacia delante, las traíllas tirantes. Sus vientres cóncavos estaban hundidos y todos sus
músculos tan tensos como la cuerda del arco en el momento de lanzar la flecha.
Mi ama me tiró de la camisa y dijo imperiosamente:
–Vamos ya, Taita. –Con cierta desgana, empecé a acercarme a un grupo de rocas que
iban a cubrir nuestra retirada y a ocultarnos del resto de la comitiva. La plata con la que so-
borné al palafrenero nos proporcionó un burro que esperaba oculto entre las rocas. En cuanto
llegamos donde estaba, comprobé que llevara todo lo que había ordenado: un odre con agua y
una bolsa de cuero llena de provisiones. Todo estaba en orden. Sin poder contenerme, supli-
qué a mi señora:
–Espera sólo un momento. –Antes de que ella pudiera impedírmelo, trepé a las rocas
para ver lo que sucedía en el valle. Los antílopes más cercanos cruzaban a corta distancia del
lugar donde se encontraba el faraón que sostenía a los leopardos por la traílla. Me asomé justo
a tiempo; en aquel momento los soltaba. Los animales avanzaron a paso largo, con las cabe -
zas levantadas, como si estudiaran la manada para elegir su presa. De repente la manada to-
mó conciencia de la presencia de los feroces leopardos y se lanzó a una carrera desenfrenada.
Como una bandada de golondrinas, se alejaron por la planicie polvorienta.
Los felinos estiraron sus largos cuerpos, adelantaron las patas delanteras, luego los cuar-
tos traseros, plegando los torsos delgados antes de volver a estirarse. Con rapidez alcanzaron
su máxima velocidad. Jamás había visto animales tan veloces. Comparándolos con las gacelas
parecía como si éstas hubieran caído de repente en un terreno pantanoso que les impidiera la
huida. Con elegancia y sin esfuerzo, los dos felinos acortaron distancias y pasaron junto a un
par de gacelas rezagadas antes de alcanzar las víctimas elegidas.
Presas del pánico, los antílopes trataron de esquivarlos. Brincaban y cambiaban de direc-
ción en el aire, retorciéndose y girando en el instante en que sus elegantes cascos pisaban la
tierra calcinada. Los felinos las seguían con grácil facilidad y el final era inevitable. Levantando
una nube de polvo, cada uno derribó a una gacela estrangulándola con las garras. Las víctimas
pataleaban convulsivamente y por fin quedaron inmóviles en el rigor de la muerte.
La excitación me había conmovido dejándome sin aliento. Pero la voz de mi ama me vol-
vió a la realidad.
–¡Taita! ¡Baja de ahí inmediatamente! ¡Te van a ver! –Me deslicé y me reuní con ella.
Aunque seguía tenso, la subí a la montura y conduje al burro hacia un lugar donde quedába-
mos ocultos de la gente de la cacería. Mi ama no era capaz de seguir enfadada conmigo duran -
te mucho tiempo, y en cuanto mencioné el nombre de Tanus, olvidó por completo su irritación
y azuzó al burro para llegar cuanto antes a nuestro destino.
Sólo después de pasar otro risco y de estar completamente seguro de que nos habíamos
alejado suficientemente del Valle de las Gacelas, enfilé directamente hacia el cementerio de
Tras. En el aire quieto y caluroso, los cascos del burro repiqueteaban sobre las piedras como si
transitáramos sobre vidrios rotos. Muy pronto estuve bañado en sudor, pues el aire era sofo-
cante y pesado, anuncio de tormenta. Antes de llegar a las tumbas, le dije a mi ama:
–El aire es tan seco como los huesos viejos. Deberías beber un poco de agua...
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Pensando en la preciada agua, llevé el odre hasta las profundidades de la tumba, donde
el borrico no pudiera pisarlo.
Ya estaba completamente oscuro, así que encendí la lámpara que el esclavo había inclui-
do en la carga. La tumba se iluminó con una alegre luz amarilla.
Mientras me ocupaba de la lámpara, de espaldas a la entrada, mi ama gritó. Fue un grito
tan agudo y lleno de terror que mi corazón comenzó a galopar como los cascos de una gacela
en plena huida. Me volví llevando la mano a la daga, pero al ver el monstruo que obstruía la
entrada quedé petrificado y ni siquiera atiné a desenvainarla. Supe instintivamente que la di-
minuta hoja no nos serviría de nada contra aquella extraña criatura.
A la débil luz de la lámpara, la silueta estaba distorsionada. Comprendí que se trataba de
una figura humana, pero era demasiado grande para ser un hombre. Su cabeza grotesca me
convenció de que era el horrible monstruo del otro mundo con cabeza de cocodrilo, el que de -
vora los corazones de aquellos a quienes la balanza de Tot considera indignos, el monstruo re -
tratado en las paredes de la tumba. La cabeza brillaba con escamas de reptil y el pico era el de
un águila gigante. Los ojos eran cavidades profundas e insondables que nos miraban, implaca-
bles. De sus hombros brotaban grandes alas. Semiplegadas, se agitaban en torno al enorme
cuerpo como las del halcón cuando ataca. Yo temía que la extraña criatura alzara el vuelo y
cayera sobre mi ama para clavarle los espolones. Ella debió de temerlo tanto como yo, porque
volvió a gritar mientras se agazapaba a los pies del monstruo.
De repente me di cuenta de que la criatura no tenía alas, sino que eran los pliegues de
una larga capa de lana, como la que usan los beduinos, que flameaba movida por el viento.
Mientras ambos seguíamos petrificados por la horrible presencia, la aparición alzó ambas ma-
nos y levantó el visor del casco de guerra dorado en forma de cabeza de águila. Después sacu -
dió la cabeza y una masa de rizos dorados cayó sobre sus anchos hombros.
–Desde la cima del acantilado os vi en medio de la tormenta –dijo una voz familiar y que-
rida.
Mi ama volvió a gritar, pero esta vez, sin duda, de júbilo. –¡Tanus!
Corrió hacia él y Tanus la levantó a tanta altura que la cabeza de Lostris rozó el techo de
la tumba. Después de depositarla en el suelo, la estrechó contra su pecho. Desde el nido de
sus brazos, ella alzó el rostro, buscando la boca de él. Fue como si se devoraran uno a otro
con la fuerza de su pasión.
Yo quedé olvidado, en las sombras de la tumba. Pese a haber conspirado y arriesgado
tanto para unirlos, me resulta imposible consignar aquí los sentimientos que me asaltaron al
ser testigo renuente del encuentro. Creo que los celos constituyen la más innoble de todas las
emociones. Amaba a Lostris tanto como la amaba Tanus, y no precisamente con un amor de
padre o de hermano. Soy eunuco, pero lo que sentía por ella era el amor de un hombre, sin
esperanzas, por supuesto, pero por eso mismo tanto más amargo. No podía quedarme allí, ob-
servándoles, así que empecé a alejarme como un cachorro apaleado; al ver que me alejaba,
Tanus interrumpió el beso que amenazaba con destruir mi alma.
–No me dejes a solas con la esposa del rey, Taita. Quédate con nosotros para proteger-
me de esta terrible tentación. Peligra nuestro honor. No puedo confiar en mí mismo. Debes
permanecer aquí para comprobar que no avergüenzo a la esposa del faraón.
–¡Vete! –ordenó mi señora desde los brazos de su amado–. Déjanos solos. En este mo -
mento me niego a oír hablar de honor y de vergüenza. Nuestro amor nos ha sido negado du -
rante mucho tiempo. No puedo esperar a que se cumpla la profecía de los Laberintos. Déjanos
solos ahora, gentil Taita.
Huí como si de ello dependiera mi vida. Pude haber salido a la tormenta, para morir allí.
Así habría encontrado alivio. Pero era demasiado cobarde y permití que el viento me hiciera
volver. Me fui a trompicones hasta un rincón donde el viento no me hostigaba y me dejé caer
sobre el suelo de piedra. Me cubrí la cabeza con el manto, para no ver ni oír, pero a pesar de
que fuera bramaba la tormenta, no alcanzaba a ahogar los sonidos que llegaban desde la cá-
mara mortuoria.
Durante dos días, la tormenta siguió soplando con idéntica ferocidad. Dormí parte del
tiempo, obligándome a buscar el olvido, pero cada vez que despertaba los oía, y los sonidos
apasionados me torturaban. Es extraño que no hubiera sentido tal desesperación cuando mi
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ama estaba con el rey... pero en realidad no es extraño, porque el anciano no significaba nada
para ella.
Este era otro mundo de tormentos para mí. Las exclamaciones, los quejidos, los susurros
me destrozaban el corazón. Los rítmicos sollozos de una jovencita, sollozos que no eran de do-
lor, amenazaban con destruirme. Su salvaje grito de éxtasis final me resultaba más doloroso
que la herida del cuchillo al castrar.
Por fin el viento amainó y murió, gimiendo al pie de los riscos. La luz aumentó y com-
prendí que era mi tercer día de encarcelamiento en la tumba. Me puse en pie y los llamé, sin
atreverme a entrar en la tumba por miedo a lo que pudiera encontrar. Durante algunos instan -
tes no obtuve respuesta, y luego habló mi ama, con una voz ronca y sorprendida que reverbe-
ró en las paredes de la caverna.
–¿Eres tú, Taita? Creí haber muerto en la tormenta y encontrarme en las praderas occi-
dentales del paraíso.
Una vez que cesó la tormenta, nos quedaba poco tiempo. Los monteros del rey ya debían
de estar buscándonos. La tormenta era la mejor excusa para nuestra ausencia. Estaba seguro
de que los supervivientes de la cacería debían de estar diseminados por aquellas terribles coli-
nas. Pero la partida que nos buscaba no debía encontrarnos en compañía de Tanus.
Por otra parte, durante esos días Tanus y yo prácticamente no habíamos hablado y tenía-
mos mucho de qué hablar. Apresuradamente, de pie en la entrada de la tumba, hicimos nues-
tros planes.
Mi ama estaba callada y compuesta, como pocas veces la había visto. La incorregible
charlatana estaba allí, junto a Tanus, observándole con desconocida serenidad. Me hizo pensar
en una sacerdotisa ante la imagen de su dios. Su mirada no se apartaba del rostro de Tanus y
de vez en cuando estiraba la mano para tocarlo, como para convencerse de que realmente era
él.
Cada vez que lo hacía, Tanus interrumpía lo que estaba diciendo y se volvía a mirarla. Yo
me veía obligado a devolverle a la conversación. Ante una adoración tan manifiesta, mis pro -
pios sentimientos me parecieron bajos y despreciables. Me obligué a alegrarme por ellos.
Tardamos más de lo que yo consideraba prudente en tratar todos nuestros asuntos, pero
por fin me despedí de Tanus con un abrazo y saqué al burro a la luz del día. Mi ama se quedó
atrás y la esperé en el valle.
Por fin los vi salir de la tumba. Permanecieron mucho tiempo mirándose, sin tocarse, y
por fin Tanus se volvió y se alejó. Mi ama se quedó observándole hasta que desapareció de su
vista y luego se encaminó hacia donde yo esperaba. Caminaba como en un sueño.
La ayudé a montar, y mientras le ajustaba la cincha de la montura, se inclinó y me cogió
la mano.
–Gracias –dijo con sencillez.
–No merezco tu gratitud –contesté.
–Soy la persona más feliz del mundo. Todo lo que me dijiste acerca del amor es cierto.
Por favor, te pido que te alegres por mí, aunque... –No terminó la frase, y de repente com -
prendí que había percibido mis emociones más secretas. Aun en medio de su enorme alegría,
le apesadumbraba haberme causado dolor. Creo que en ese momento la amé más que nunca.
Me volví, cogí las riendas y la conduje de regreso al Nilo.
Desde una colina lejana, uno de los monteros reales consiguió distinguirnos y nos saludó
alegremente. –Os hemos estado buscando por orden del rey –dijo, acercándose presuroso.
–¿Se ha salvado el faraón? –pregunté.
–Se encuentra a salvo en el palacio de la isla de Elefantina y ha dado orden de llevar a la
señora Lostris a su presencia tan pronto como la encontráramos.
En el muelle de palacio nos esperaba Atón, que respiró con alivio al ver a mi ama.
–Han encontrado los cuerpos de veintitrés infortunados que perecieron en la tormenta –
informó con truculento placer–. Estábamos seguros de que vosotros también estaríais muer-
tos. Pese a todo, oré en el templo de Hapi para que regresarais sanos y salvos. –Parecía tan
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–Soy la esposa del faraón. Yo soy quien establece las costumbres. Durante el banquete
te haré un regalo; te lo entregaré delante de todos.
–¿Me dirás de qué se trata? –pregunté con cierta ansiedad. Nunca sé qué travesura se le
puede pasar por la cabeza.
–¡Pues claro que te diré de qué se trata! –sonrió con aire misterioso–. Se trata de un se -
creto, de eso se trata.
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–Taita, el esclavo. Durante todos los años de mi vida, has sido un escudo para mí. Has
sido mi mentor y mi tutor. Me has enseñado a leer y a escribir. Me has aclarado los misterios
de las estrellas y de las artes arcanas. Me has enseñado a cantar y a bailar. Me has indicado
cómo encontrar el camino de la felicidad y la alegría en muchas cosas. Te estoy agradecida.
Las reales damas se inquietaban nuevamente. Hasta ese momento jamás habían oído
ponderar a un esclavo con palabras tan efusivas.
–El día del jamsin me hiciste un servicio que debo premiar. El faraón te ha concedido el
Oro de las Alabanzas. Yo te he reservado un regalo propio.
Sacó un rollo de papiro que ocultaba debajo del manto.
–Te arrodillaste ante mí como un esclavo. Ahora te pondrás de pie siendo un hombre li -
bre. –Me tendió el papiro–. Esta es tu acta de manumisión, redactada por los escribas de la
corte. De ahora en adelante, eres libre.
Levanté la cabeza por primera vez y la miré con incredulidad. Ella me puso el rollo de pa-
piro en las manos y me sonrió con cariño.
–No lo esperabas, ¿verdad? Estás tan sorprendido que no puedes pronunciar palabra.
Dime algo, Taita. Di que me agradeces el regalo.
Cada palabra que pronunciaba me hería como un dardo envenenado. La sola idea de
afrontar la vida sin ella me petrificó la lengua. Como hombre libre, quedaría excluido para
siempre de su presencia. Nunca volvería a prepararle la comida, ni a atenderla cuando se ba-
ñara. Jamás volvería a cubrirla con mantas cuando se dispusiera a dormir, ni podría despertar-
la al amanecer, ni estaría a su lado cuando abriera sus hermosos ojos verdes a un nuevo día.
Nunca volvería a cantar con ella, ni a sostenerle la taza, ni tendría el placer de contemplar su
belleza.
Me acababan de asestar un golpe y la miré con desesperanza, como aquel cuya vida ha
llegado a su fin.
–Sé feliz, Taita –me ordenó mi ama–. Quiero que seas feliz con esa nueva libertad que te
he otorgado.
–¡Nunca volveré a ser feliz! –exclamé–. Me has arrojado de tu lado. ¿Cómo quieres que
sea feliz?
La sonrisa de Lostris se borró y me miró turbada.
–Te ofrezco el regalo más preciado que puedo otorgar. ¡Te ofrezco tu libertad!
Negué con la cabeza.
–Me acabas de infligir el más duro de los castigos. Me apartas de tu lado. Jamás volveré
a saber lo que es la felicidad.
–No es un castigo, Taita. Mi intención era premiarte. Por favor, ¿no lo entiendes?
–El único premio que deseo es permanecer a tu lado durante el resto de mi vida. –Sentí
que las lágrimas me inundaban los ojos y traté de contenerlas–. ¡Por favor, señora, te lo supli-
co, no me alejes de tu lado! Si en algo me aprecias, permíteme permanecer contigo.
–¡No llores! –me ordenó–. Porque si lo haces, lloraré contigo frente a todas mis invitadas.
–Realmente creo que hasta ese momento no había contemplado las consecuencias de tan
equivocada demostración de generosidad. Las lágrimas inundaron mis ojos y rodaron por mis
mejillas–. ¡Basta! ¡Esto no es lo que yo quería! –Sus lágrimas acompañaban las mías–. Yo sólo
quería honrarte, como te ha honrado el rey.
–El único regalo que espero de ti es el derecho de servirte durante todos los días de mi
vida. Por favor, señora, rescinde este documento. Dame tu permiso para romperlo.
Ella asintió vigorosamente, llorando como cuando se caía siendo niña y se lastimaba una
rodilla. Yo rasgué una y otra vez la hoja de papiro. No contento con ello, acerqué los fragmen -
tos a la llama de la lámpara hasta que quedaron negros y retorcidos.
–Prométeme que nunca volverás a tratar de alejarme de tu lado. Jura que no volverás a
tratar de liberarme. –Ella asintió a través de sus lágrimas, pero yo me negué a conformarme
con eso–. Dilo –insistí–. Dilo en voz alta para que todos te oigan.
–Prometo conservarte como mi esclavo, no venderte nunca ni ponerte en libertad –susu-
rró con voz ronca y entonces, en sus ojos verdes apareció una llamita de picardía–. A menos
que, por supuesto, me enfurezcas demasiado, en cuyo caso inmediatamente llamaré a los es-
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cribas. –Me tendió una mano para ayudarme–. ¡Levántate, hombre tonto, y atiende tus debe-
res! Mi copa está vacía.
Ocupé el lugar que me correspondía, a su espalda y volví a llenarle la copa. Las invita-
das, algo borrachas, creyeron que sólo había sido un diálogo divertido, preparado para entre-
tenerlas y comenzaron a aplaudir, a silbar y a arrojarnos pétalos de flores para demostrar su
satisfacción. Noté que las aliviaba creer que todo aquello no había sido una falta de decoro y
que el esclavo seguía siendo esclavo.
Mi ama se llevó la copa de vino a los labios pero antes de beber me miró por encima de
la copa y me sonrió. Aunque noté que todavía tenía los ojos húmedos, su sonrisa me levantó el
ánimo y me devolvió la alegría. Me sentí más cerca de ella que nunca.
El día siguiente al banquete y a mi hora de libertad, vimos que el río había iniciado la
crecida anual. No lo notamos hasta que nos despertaron los gritos jubilosos de los centinelas
del puerto. Todavía resacoso, me levanté y fui hacia el río. La gente ya se alineaba a lo largo
de ambas orillas. Saludaban la crecida con oraciones, cánticos y agitando hojas de palma.
Las aguas bajas eran del color verde brillante del cardenillo. La inundación se lo había lle-
vado y ahora el río era de color gris oscuro. Durante la noche había crecido hasta la mitad de
los pilones del puerto y pronto cubriría el muelle. Desde allí se abriría paso hasta los canales
de regadío que desde hacía tantos meses permanecían secos y agrietados. Luego se desborda -
ría e inundaría los campos, cubriendo las chozas de los labradores y llevándose los mojones
que dividían las propiedades.
Después de cada inundación, la supervisión y reemplazo de los mojones era responsabili-
dad del Guardián de las Aguas. El señor Intef había multiplicado su fortuna favoreciendo cada
año las reclamaciones de los ricos cuando llegaba el momento de volver a colocarlos.
Río arriba resonaba el distante ruido de las cataratas. La crecida superaba las barreras
naturales de roca que había a su paso y mientras rugía en las gargantas, la espuma se alzaba
en el cielo azul como una columna plateada que se veía desde todos los rincones del monarca -
do de Siena. La fina neblina flotando sobre la isla nos refrescaba el rostro y nos llenaba de ale-
gría, pues era la única forma de lluvia que conocíamos en el valle.
Las playas que rodeaban la isla eran devoradas por la crecida ante nuestra mirada. Muy
pronto el muelle quedaría sumergido y el río lamería las puertas de nuestro jardín. Sólo un es-
tudio de los niveles del nilómetro podía indicarnos si se detendría allí. De esos niveles dependía
la prosperidad o el hambre para los habitantes de aquellas tierras.
Me apresuré a regresar en busca de mi ama; para preparar la ceremonia de las aguas,
en la que yo desempeñaría un papel prominente, nos vestimos con nuestras mejores ropas y
me puse mi nueva cadena de oro. Luego, en compañía del resto del personal y de las señoras
del harén, nos unimos a la espontánea procesión que se encaminaba hacia el templo de Hapi.
Nos precedían el faraón y los grandes señores de Egipto. Los sacerdotes, gordos por la
buena vida, esperaban en los escalones del templo. Tenían las cabezas afeitadas, la coronilla
brillante de aceite y los ojos resplandecientes de avaricia, porque aquel día el rey haría gene-
rosas ofrendas.
En presencia del rey, la estatua de la diosa fue sacada del santuario cubierta de flores y
de rojas telas de hilo. Después la bañaron en aceites y perfumes mientras entonábamos sal-
mos de alabanza y de agradecimiento por habernos enviado la crecida.
A lo lejos, en el sur, en las tierras que ningún hombre civilizado había visitado jamás, la
diosa Hapi se sentaba en la cima de su montaña y, con dos cántaros de capacidad infinita, ver-
tía en el Nilo las aguas sagradas. El agua de cada cántaro era de distinto color y gusto. Una,
dulce y verde brillante; la otra, gris y densa a causa del limo que todos los años inundaba
nuestros campos de fertilidad.
Mientras cantábamos, el rey hacía ofrendas de cereal, carne, vino, oro y plata. Después
llamó a sus sabios, a sus ingenieros y matemáticos, y les rogó que entraran al nilómetro para
iniciar sus observaciones y sus cálculos.
Cuando era esclavo del señor Intef, había sido nombrado uno de los custodios del agua.
Era el único esclavo en tan ilustre compañía pero me consolaba pensar que muy pocos lucían
el Oro de las Alabanzas y que todos me trataban con respeto. Ya habían trabajado anterior-
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Río sagrado Wilbur Smith
mente conmigo y conocían mi valía. En su momento les había ayudado a diseñar los nilóme-
tros que medían la crecida del río, cuya construcción había supervisado personalmente. Yo fui
quien descubrió la compleja fórmula mediante la que se podía determinar la altura y el volu-
men que tendría cada crecida.
Iluminado por la luz temblorosa de las antorchas, seguí al sumo sacerdote hasta la boca
del nilómetro, una negra abertura en la parte trasera del santuario. Bajamos al pozo, cuyos
escalones de piedra estaban resbaladizos por el barro y la crecida del río. Bajo nuestros pies
huyó una de esas mortíferas cobras negras de agua; con un furioso sonido se zambulló en el
agua oscura que ya llegaba hasta la mitad del pozo.
Nos reunimos en el último escalón seco y, a la luz de las antorchas, estudiamos las mar-
cas cinceladas por mis albañiles en las paredes del pozo. Cada uno de los símbolos poseía va-
lores tanto mágicos como empíricos.
Con extremo cuidado, hicimos la primera y más importante lectura. A lo largo de los cin -
co días siguientes nos turnaríamos para observar y registrar las diferentes alturas del agua y
para medir las lecturas con un reloj de agua. Por las muestras de agua, estimaríamos la canti-
dad de limo que arrastraba y basándonos en todos esos factores sacaríamos nuestras conclu-
siones finales.
Después de cinco días de observación, venían tres días de cálculos que cubrirían varios
rollos de papiros. Por fin, estuvimos en condiciones de presentar nuestras conclusiones al rey.
Aquel día el faraón regresó al templo con la máxima pompa, acompañado por sus nobles y
buena parte de la población de Elefantina.
Cuando los altos sacerdotes leyeron los resultados en voz alta, el rey comenzó a sonreír.
Vaticinábamos una inundación de proporciones casi perfectas. No sería demasiado escasa, en
cuyo caso los campos quedarían calcinados por el sol, privados de la rica capa de limo tan ne-
cesaria para su fertilidad, ni sería tan grande como para arrastrar los canales, ahogando los
pueblos y ciudades que se alzaban al borde del río. Aquella temporada nos brindaría abundan-
tes cosechas y ganado gordo.
El faraón sonrió, no tanto por la buena suerte de sus súbditos, sino por los impuestos
abundantes que cobrarían sus recaudadores. Los impuestos anuales se computaban según el
valor de la crecida y aquel año se sumarían nuevos tesoros a los almacenes de su templo fune-
rario. Para cerrar la ceremonia de la bendición de las aguas en el templo de Hapi, el faraón
anunció la fecha de la peregrinación bienal a Tebas para participar en el festival de Osiris. Pa-
recía imposible que ya hubieran transcurrido dos años desde que mi ama había interpretado el
papel de la diosa en la última pasión de Osiris.
Aquella noche dormí tan poco como cuando me tocaba vigilar el nilómetro, ya que mi
ama estaba demasiado excitada para acostarse. Me obligó a permanecer sentado con ella has-
ta el amanecer, cantando, riendo y haciéndome repetir las historias de Tanus que nunca se
cansaba de oír.
Faltaban ocho días para que la flotilla zarpara rumbo al norte sobre la crecida del Nilo.
Cuando llegáramos, Tanus, señor de Harrab, nos estaría esperando en Tebas. Mi ama no cabía
en sí de felicidad.
La flotilla reunida en los muelles de Elefantina era tan numerosa que parecía cubrir el río
de una orilla a otra. Mi ama bromeó diciendo que, con sólo pasar del puente de una nave al de
la otra, podría cruzar el Nilo sin mojarse los pies. Con banderas y gallardetes al viento en to-
dos los palos mayores, la flota era todo un espectáculo.
Nosotros, igual que el resto de la corte, ya habíamos embarcado y desde la cubierta vito -
reamos al rey al verle bajar los escalones de mármol del palacio para subir a la barca real. En
cuanto estuvo a bordo, un centenar de cuernos resonaron, impartiendo la orden de levar an-
clas. De inmediato, la flota se puso en marcha, proa al norte. Con la corriente a favor y la fuer-
za de los remos, iniciamos el viaje.
En el país reinaba un espíritu diferente desde que AjHorus había destruido a los alcaudo-
nes. Los habitantes de todos los pueblos se acercaban a la orilla del río para saludar al rey. El
faraón, luciendo la doble corona, estaba sentado en lo alto del castillo de popa para que todos
pudieran verle con claridad. El pueblo le saludaba agitando hojas de palma y gritando:
158
Río sagrado Wilbur Smith
–¡Que todos los dioses sonrían al faraón! –El río no sólo les traía a su rey sino también la
promesa de su propia benevolencia y se sentían felices.
Durante los días siguientes, en dos ocasiones el faraón bajó a tierra acompañado por
todo su séquito para inspeccionar los monumentos erigidos por AjHorus en los cruces de cami -
nos de las caravanas. Los campesinos cuidaban aquellos horribles montones de calaveras
como si fueran reliquias sagradas del nuevo dios. Habían lustrado cada calavera hasta dejarla
brillante como el marfil y las habían unido con arcilla para que perduraran a lo largo de los
años. Por último habían edificado santuarios sobre cada montón y los habían puesto al cuidado
de sacerdotes.
En ambos santuarios, mi ama dejó un anillo de oro como ofrenda, que fue alegremente
aceptada por los guardianes. De nada sirvieron mis protestas ante tanta prodigalidad. Muchas
veces mi ama no demostraba el respeto debido por la fortuna que, con tanto trabajo, yo esta -
ba amasando para ella. Si yo no la frenara, posiblemente lo habría donado todo con una sonri-
sa a los ansiosos sacerdotes y a los pobres insaciables.
Diez días después de partir de Elefantina, la comitiva real acampó en un agradable pro-
montorio, cerca de una curva del río. Aquella noche el programa de entretenimientos incluía a
uno de los más famosos narradores de historias del país; por lo general nada agradaba tanto a
Lostris como una buena historia. Tanto ella como yo esperábamos ansiosos la llegada de la no -
che y, desde nuestra salida del palacio, hablábamos constantemente del tema. Por lo tanto,
sufrí una amarga decepción cuando mi ama se declaró demasiado cansada para asistir. Aun-
que trató de convencerme de que yo debía ir y llevar conmigo al resto del personal de su casa,
no quise dejarla sola con su malestar. Le di una bebida caliente y dormí en el suelo, a los pies
de su cama, por si me necesitaba durante la noche.
Por la mañana, realmente me preocupé al tratar de despertarla. Por lo general saltaba de
la cama con una sonrisa, lista para devorar el nuevo día, como una verdadera glotona de la
alegría de vivir. Sin embargo, aquella mañana se cubrió la cabeza con las mantas y murmuró:
–Déjame dormir un poco más. Me siento pesada y deprimida como una vieja.
–El rey ha decidido que zarparemos temprano. Debemos estar a bordo antes de la salida
del sol. Te traeré una infusión caliente que te animará.
Vertí agua hirviendo sobre unas hierbas recogidas con mis propias manos durante la fase
más propicia de la Luna anterior.
–No seas pesado! –protestó, pero me negué a dejarla dormir. La desperté y la obligué a
beber. Mi ama hizo una mueca de desagrado–. Juro que tratas de envenenarme –se quejó y,
antes de que yo pudiera hacer nada por impedirlo, vomitó copiosamente.
Después pareció tan sorprendida como yo. Nos quedamos mirando, consternados, el
charco humeante que había junto a su cama.
–¿Qué me pasa, Taita? –susurró–. Nunca me había sucedido nada semejante.
Entonces lo comprendí.
–¡El jamsin! –exclamé–. ¡El cementerio de Tras! ¡Tanus!
Lostris me miró sin comprender y después su sonrisa iluminó la tienda como si fuera una
lámpara.
–¡Voy a tener un hijo! –exclamó.
–¡No hables en voz tan alta! –supliqué.
–¡Un hijo de Tanus! ¡Estoy embarazada de Tanus! No podía ser hijo del rey porque había
conseguido mantenerle apartado de mi señora desde su intento de morir de inanición y su
aborto.
–¡Oh, Taita! –ronroneó levantándose el camisón para examinar su vientre chato y firme–.
¡Piénsalo! ¡Un niño idéntico a Tanus creciendo en mi interior! –Se palpó el vientre, esperanza -
da–. ¡Sabía que las delicias que descubrí en la tumba de Tras no podían pasar desapercibidas a
los dioses! Me han dado un recuerdo que durará toda la vida.
–Te apresuras demasiado –advertí–. Tal vez sólo sea un cólico. Antes de poder estar se -
guro, debo hacerte algunas pruebas.
–No necesito pruebas. Lo sé en mi corazón y en lo profundo de mi cuerpo.
159
Río sagrado Wilbur Smith
–Pero, a pesar de todo, haremos las pruebas –insistí y fui en busca de la escupidera so -
bre la que ella se sentó para proporcionarme las primeras aguas del día que yo dividí en dos
partes iguales.
Mezclé la mitad de la orina con una parte igual de agua del Nilo. Después llené dos jarros
con tierra negra y en cada uno de ellos planté cinco semillas. Regué uno de los jarros con agua
del Nilo y el otro con la mezcla que acababa de hacer. Esta era la primera prueba.
Después, entre los cañaverales de la laguna cercana al campamento, capturé diez ranas.
No eran de la variedad verde y amarilla, sino criaturas negras y flacas. No tienen las cabezas
separadas del cuerpo rechoncho por el cuello y sus ojos están colocados en lo alto de la cabe -
za, tan arriba que los niños las llaman «las que miran el cielo».
Coloqué cinco ranas en jarros llenos de agua del río y las otras cinco en jarros con la
mezcla. A la mañana siguiente, en la intimidad del dormitorio de mi ama, retiramos el lienzo
con que había cubierto los jarros y estudiamos el contenido.
El cereal regado por Lostris había echado abundantes brotes mientras las otras semillas
permanecían inertes. Las ranas que no habían recibido la bendición de mi ama permanecían
igual pero las otras cinco afortunadas habían puesto una larga hilera plateada de huevos ne -
gros.
–¡Te lo dije! –exclamó mi ama antes de que yo pudiera expresar el diagnóstico oficial–.
¡Oh, gracias a todos los dioses! ¡En la vida me había sucedido nada tan maravilloso!
–Hablaré inmediatamente con Atón. Esta misma noche compartirás el lecho del rey –dije
con aire sombrío y ella me miró sorprendida–. Ni siquiera el faraón, que cree casi todo lo que
le digo, estará dispuesto a creer que has quedado embarazada por efecto de las semillas que
hizo volar el viento jamsin. Debemos darle un padre a nuestro pequeño bastardo. –Ya conside-
raba que el pequeño era nuestro y no sólo de ella. Aunque hacía esfuerzos por ocultarlo, su fe-
cundidad me alegraba tanto como a ella.
–¡No vuelvas a llamarle bastardo! –me advirtió–. Será un príncipe.
–Será príncipe siempre que pueda encontrarle un rey por padre. Prepárate. Iré a ver al
faraón.
Anoche tuve un sueño, Gran Egipto –le dije al faraón–. Fue tan sorprendente que, para
confirmarlo, apelé a los Laberintos de AmónRa. El faraón se inclinó ansiosamente hacia delan-
te. Había llegado a creer en mis sueños y en los Laberintos tanto como cualquiera de mis otros
pacientes.
–Esta vez se trata de algo inequívoco, majestad. En mi sueño se me apareció la diosa
Isis, quien prometió contrarrestar la influencia maléfica de su hermano Seth, que con tanta
crueldad te privó de tu primer hijo cuando mi ama Lostris cayó enferma. Llámala a tu lecho el
primer día del festival de Osiris y serás bendecido con otro hijo. Esa es la promesa de la diosa.
–Hoy es la víspera del festival. –El rey parecía encantado–. En verdad, Taita, hace meses
que estoy preparado para cumplir con ese agradable deber, si me lo hubieras permitido. Pero
no me has dicho lo que viste en los Laberintos de AmónRa. –Se volvió a inclinar ansiosamente
hacia delante pero yo ya tenía la respuesta preparada.
–Lo mismo que la vez anterior, fue una visión, sólo que en esta ocasión fue más fuerte y
vívida. El mismo bosque interminable de árboles que crecían a lo largo de la ribera del río,
cada uno de ellos coronado e imperial. Tu dinastía que se extendía a lo largo de los tiempos,
fuerte y continuada.
El faraón lanzó un suspiro de satisfacción.
–Envíame a esa criatura.
Cuando regresé a la tienda, mi ama me esperaba. Se había preparado y estaba de buen
humor.
–Cerraré los ojos e imaginaré que estoy nuevamente en la tumba de Tras, con Tanus –
dijo y se echó a reír–. Aunque imaginar que el rey pueda ser Tanus es como imaginar que la
cola del ratón se ha convertido en la trompa del elefante.
160
Río sagrado Wilbur Smith
En cuanto el rey terminó de cenar, envió a Atón en busca de mi ama. Lostris se alejó con
expresión tranquila y paso firme, soñando tal vez con su pequeño príncipe y con el verdadero
padre que nos esperaba en Tebas.
Querida Tebas, hermosa Tebas de las cien puertas... qué alegría verla aparecer ante no -
sotros, decorando la ancha ribera del río con sus templos y sus muros resplandeciente. Mi ama
lanzaba exclamaciones cada vez que veíamos un lugar conocido o memorable. Luego, cuando
la barca real echó amarras en el muelle bajo el palacio del gran visir, ambos quedamos en si-
lencio y la alegría del regreso desapareció de nuestros corazones. Mi ama me cogió la mano
como una niña asustada por cuentos de aparecidos: acabábamos de ver a su padre.
El señor Intef, en compañía de sus hijos, Menset y Sobek, los dos héroes sin pulgares,
presidía la multitud de nobles y padres de Tebas que esperaban en el muelle para recibir al
rey. El señor Intef era tan cortés y amable como yo lo veía en mis pesadillas y me sentí asus -
tado.
–Ahora debes andar con mucho cuidado, Taita –me susurró mi ama–. Tratarán de elimi-
narte. Recuerda la cobra.
Detrás del gran visir estaba Rasfer. Durante nuestra ausencia había sido ascendido. Aho-
ra lucía el tocado de Comandante de Diez Mil y empuñaba el látigo de oro que proclamaba su
rango. Sus músculos faciales no habían mejorado. Un costado del rostro todavía le colgaba y la
saliva escapaba de sus labios. En cuanto me reconoció me dedicó una sonrisa con la mitad de
su cara y alzó el látigo dorado, en un irónico gesto de bienvenida.
–Te prometo, mi ama, que mientras Rasfer y yo estemos en Tebas, mantendré la mano
sobre la daga y no comeré más que fruta que haya pelado con mis propias manos –murmuré,
mientras sonreía a Rasfer y le saludaba alegremente con la mano.
–No debes aceptar regalos de extraños –insistió mi ama–. Y dormirás a los pies de mi
cama, donde pueda protegerte durante la noche. Y durante el día permanecerás a mi lado y no
andarás vagando por tu cuenta.
–Nada me resultará más agradable –contesté, y durante los días siguientes mantuve mi
promesa y estuve bajo su protección inmediata, pues estaba seguro de que el señor Intef no
arriesgaría su relación con el trono poniendo en peligro a su hija.
Como es natural, a menudo estábamos en compañía del gran visir, porque él tenía la
obligación de escoltar al rey en las ceremonias del festival. Durante todo el tiempo, el señor
Intef desempeñó el papel de padre cariñoso y considerado con Lostris, a quien trataba con la
deferencia debida a una esposa real. Todas las mañanas le enviaba regalos, oro y joyas, y ex-
quisitas tallas de escarabajos y de dioses hechas en marfil y en maderas preciosas. A pesar de
las órdenes de mi ama, no devolví esos regalos. No quería poner en guardia al enemigo y ade -
más eran objetos valiosos. Los vendí discretamente e invertí lo obtenido en cereal que dejé de-
positado en graneros de mercaderes de confianza, hombres que eran mis amigos.
Con la perspectiva de la siguiente cosecha, los precios del cereal eran los más bajos de
los últimos diez años. Sólo cabía suponer una cosa: que subirían, aunque fuera necesario es -
perar para cobrar las ganancias. Los mercaderes me dieron recibos a nombre de mi ama que
yo deposité en los archivos de las cortes de justicia. Sólo reservé una quinta parte para mí, lo
cual consideré una comisión muy moderada.
Estas operaciones me proporcionaban un secreto placer cada vez que sorprendía al señor
Intef observándome con sus pálidos ojos de leopardo. Aquella mirada no me permitía abrigar
dudas con respecto a sus sentimientos. Recordé su persistencia y su paciencia cuando debía
habérselas con un enemigo. Esperaba en el centro de la telaraña y cuando me miraba, sus
ojos resplandecían como los de una araña. Yo recordaba el jarro de leche envenenada y la co-
bra y, pese a todas mis precauciones, me sentía inquieto.
Mientras tanto el festival proseguía con las ceremonias y tradiciones de siglos. Sin em-
bargo, aquel año los que cazaron los hipopótamos en la laguna de Hapi no fueron los Azules de
Tanus sino otro regimiento y otra compañía de actores representó la pasión en el templo de
Osiris. Como se encontraba vigente el decreto del faraón, el texto era el mío y las palabras re-
sultaban igualmente fuertes y conmovedoras. Sin embargo, la nueva Isis no era tan hermosa
como mi ama, ni Horus tan noble e impresionante como Tanus. Por otra parte, Seth resultaba
encantador comparado con la interpretación que Rasfer había hecho de él.
161
Río sagrado Wilbur Smith
El festival finalizó, como lo había hecho durante siglos, con la reunión del pueblo en el
templo de Osiris para escuchar la proclama del soberano. El faraón estaba sentado en el alto
trono situado sobre el estrado de piedra, frente al santuario de Osiris, para que toda la congre-
gación pudiera verlo con claridad. Lucía la doble corona y portaba el cayado y el azote.
Aquel año se había producido un cambio en la habitual disposición del templo, por una
sugerencia que hice al faraón. Ordenó que se pusieran andamios de madera pegados a tres de
las paredes interiores del templo. Se alzaban en gradas hasta la mitad de los muros de piedra
maciza, proporcionando asiento a millares de notables de Tebas; desde allí podían disfrutar de
una vista privilegiada e ininterrumpida de los actos. También sugerí que, para disimular su
fealdad, los andamios se adornaran con colgaduras de colores y con hojas de palma. Desde
entonces estas estructuras se convirtieron en algo habitual, levantándose en todos los actos
públicos, en la rutas de procesiones reales y alrededor de los campos de justas atléticas. Y
hasta ahora se conocen como gradas Taita.
Hubo mucha competencia por conseguir asientos en las gradas, pero como yo era su
creador pude reservar las plazas mejor situadas para mi ama y para mí. Estábamos justo fren-
te al trono y un poco por encima del rey, de manera que podíamos ver todo el patio interior
del templo. Di a mi ama un cojín de cuero relleno con lana de oveja y una canasta con frutas y
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Río sagrado Wilbur Smith
tortas, además de unas jarras de refrescos y de cerveza, para entretener el apetito mientras
durara la ceremonia.
A nuestro alrededor se encontraban los personajes más nobles del país, señores y seño-
ras vestidos a la última moda. Los generales y almirantes empuñando sus látigos de oro y
exhibiendo con orgullo los honores y estandartes de sus regimientos; los dirigentes de los gre-
mios y los ricos mercaderes; los sacerdotes y los embajadores de los estados vasallos del im -
perio; todos estaban allí.
Frente al rey se extendían los atrios del templo, que se abrían uno en el otro, como rom -
pecabezas infantiles, con los muros de piedra tan bien dispuestos que las puertas quedaban
perfectamente alineadas. Desde el exterior, en la Avenida de los Carneros Sagrados, junto a
los pilonos de la entrada principal, un fiel podría ver claramente al rey en su alto trono, a casi
cuatrocientos pasos de distancia, mirando a través de las puertas interiores.
Todos los atrios estaban atestados de gente y los que allí no cabían llenaban la avenida
sagrada y los jardines, fuera de los muros del templo. Pese a haber vivido casi toda mi vida en
Tebas, jamás había visto una multitud semejante. Era imposible contar a los presentes, pero
calculé que debían de ser doscientas mil almas por lo menos. Era tan fuerte el murmullo de vo-
ces que tuve la sensación de ser una simple abeja en medio del zumbido de un gran panal.
El trono estaba rodeado por un reducido grupo de dignatarios. Entre ellos no podía faltar,
por supuesto, el sumo sacerdote de Osiris. En el último año el antiguo sacerdote había aban-
donado este mundo transitorio para iniciar su viaje por el más allá, rumbo a las praderas occi-
dentales del paraíso eterno. El nuevo superior era un hombre más joven y firme, que difícil-
mente se dejaría manipular por el señor Intef. En realidad, mientras supervisábamos la cons-
trucción de las gradas, Taita colaboró conmigo en ciertos arreglos de la ceremonia.
Pero la figura más impresionante del grupo, que incluso rivalizaba con la del faraón, era
la del gran visir. El señor Intef atraía todas las miradas. Era alto, de aire majestuoso, con una
apostura de leyenda. Con las pesadas cadenas del Oro de las Alabanzas sobre el pecho y los
hombros, parecía surgido del mito del panteón. A sus espaldas vi la odiosa figura de Rasfer.
El señor Intef inició la ceremonia a la manera tradicional, de pie en un espacio vacío de-
lante del trono, para dar la bienvenida al rey en nombre de las ciudades mellizas de Tebas.
Mientras él hablaba, miré de reojo a mi ama y, aunque compartía su mismo odio, me impresio-
nó la expresión de ira con que, sin disimulo alguno, miraba a su propio padre. Quise advertirle
que disimulara sus sentimientos, pero comprendí que, al hacerlo, sólo conseguiría llamar la
atención sobre su ardiente antagonismo.
El gran visir habló con todo detalle, enumerando sus logros y los leales servicios que ha-
bía rendido a la corona durante el último año. La multitud murmuraba y se movía inquieta,
aburrida e incómoda. El calor que despedían tantos cuerpos y los rayos de sol que caían sobre
los atrios atestados, quedaba atrapado entre los muros del templo. Vi a varias mujeres tamba-
learse y perder el conocimiento.
Cuando el señor Intef terminó de hablar, el sumo sacerdote ocupó su lugar. Con el sol
del mediodía brillando sobre nuestras cabezas, le hizo un informe al rey sobre los asuntos ecle-
siásticos de Tebas. A medida que hablaba, el calor y el olor aumentaban; los perfumes y acei-
tes fragantes ya no lograban disimular el olor de los cuerpos calientes, sucios y sudorosos. Los
presentes no tenían posibilidad de salir para cumplir con sus funciones corporales. Hombres y
mujeres simplemente se agachaban en el lugar donde se encontraban. El templo comenzó a
apestar como una pocilga o una letrina pública. Yo le pasé a mi ama un pañuelo de seda em -
papado en perfume para que se cubriera la nariz.
Hubo un suspiro de alivio cuando por fin el sumo sacerdote terminó su alocución con una
bendición para el rey en nombre del dios Osiris. Luego hizo una profunda reverencia y se retiró
a su lugar, detrás del gran visir. Por primera vez desde que comenzara a agruparse, antes del
amanecer, la multitud guardó un profundo silencio. Olvidando el aburrimiento y la incomodi-
dad, se inclinaron hacia delante para escuchar al faraón.
El rey se puso en pie. Me sorprendió la fortaleza del anciano, porque durante todo el
tiempo había permanecido inmóvil como una estatua. Extendió los brazos en un gesto de ben -
dición y en ese instante el sagrado cáliz de las costumbres y la tradición quedó hecho trizas
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Río sagrado Wilbur Smith
por un acontecimiento que consternó a toda la congregación: sacerdotes, nobles y pueblo por
igual. Fui uno de los pocos presentes que no se sorprendió, porque había participado en su
preparación.
Las grandes puertas de cobre bruñido del santuario se abrieron de par en par. Dio la im-
presión de que ninguna fuerza humana participaba en la apertura, como si las puertas se
abrieran por su propio impulso.
Entre los atrios se oyó un jadeo, algo parecido a las hojas del tamarindo cuando lo sacu-
de el viento. De repente, una mujer gritó e inmediatamente un aterrado gemido sacudió a to-
dos los presentes. Algunos cayeron de rodillas, otros alzaron los brazos al cielo, los más se cu-
brieron el rostro para no quedar cegados ante un espectáculo no destinado al ojo del hombre.
Un dios salió por las puertas del santuario, un dios alto y aterrador, cuya capa se arre-
molinaba alrededor de sus hombros con cada movimiento que hacía. Tenía el casco coronado
por una pluma de airón y sus facciones eran grotescas y metálicas, mitad águila y mitad hom-
bre, con un pico curvo y oscuras ranuras en lugar de ojos.
–¡AjHorus! –gritó una mujer cayendo al suelo desmayada.
–¡AjHorus! –repitieron todos–. ¡Es el dios! –Y uno tras otro, todos fueron cayendo de ro-
dillas, en actitud reverente. Los que estaban en las gradas altas se arrodillaron y otros hicieron
la señal contra el mal de ojo. Hasta los nobles que rodeaban el trono se arrodillaron. En el
templo sólo dos personas permanecían en pie. El faraón, sobre los escalones del trono como
una estatua pintada, y el gran visir de Tebas, alto y arrogante.
AjHorus se detuvo ante el rey y lo miró a través de las rasgadas hendiduras de la másca-
ra de bronce; ni siquiera entonces el faraón vaciló. El rey tenía las mejillas pintadas de blanco,
de modo que no pude saber si había palidecido, pero en sus ojos percibí un brillo que podía de-
berse al éxtasis religioso o bien al terror.
–¿Quién eres? –desafió el faraón–. ¿Eres fantasma o ser humano? ¿Por qué perturbas
nuestros solemnes actos? –Lo dijo con voz fuerte y clara en la que no pude detectar temor, y
mi estima por él aumentó. Tal vez fuera débil, anciano y crédulo, pero el anciano todavía se-
guía siendo valiente. Era capaz de alzarse frente a un hombre o un dios y mantener su terreno
como un guerrero.
AjHorus le contestó con una voz que había comandado regimientos en los momentos más
desesperados de la batalla, una voz que resonó entre los pilares de piedra.
–No soy fantasma, sino hombre, gran faraón. Soy un hombre que te pertenece. Me pre -
sento ante ti en respuesta a tus órdenes. Me presento ante ti para rendir cuentas de la misión
que me encomendaste en este mismo lugar y en este mismo día, hace dos años.
Se quitó el casco y la mata de pelo rizado cayó sobre sus hombros. La congregación lo
reconoció al instante. Resonó un grito que conmovió los cimientos del templo.
–¡Señor Tanus! ¡Tanus! ¡Tanus!
Creo que mi ama era la que más fuerte gritaba, ensordeciéndome.
–¡Tanus! ¡AjHorus! ¡AjHorus! –Los dos nombres se confundían y chocaban contra los mu-
ros del templo como olas impulsadas por la tormenta.
–¡Se ha levantado de su tumba! ¡Se ha convertido en un dios entre nosotros!
Los gritos no cesaron hasta que Tanus desenvainó la espada y la alzó en un gesto que
era una orden inconfundible de silencio. En el acto le obedecieron y pudo volver a hablar.
–¡Gran Egipto! ¿Tengo tu permiso para hablar?
Creo que en ese momento el rey ya no podía confiar en su propia voz, porque hizo un
gesto con el cayado y el azote y se desplomó en el trono.
Tanus se dirigió a él en un tono vibrante que se oyó con claridad en todos los rincones
del templo.
–Hace dos años me encargaste la destrucción de los viperinos nidos de asesinos y ladro -
nes que amenazaban la vida del país. Me confiaste el sello del halcón real.
Introdujo una mano bajo la capa y sacó la estatuilla azul que colocó sobre los escalones
del trono. Después dio un paso atrás y volvió a hablar.
–A fin de poder llevar a cabo mejor las órdenes del rey, simulé mi propia muerte y me
encargué de que la momia de un desconocido quedara sellada en mi tumba.
164
Río sagrado Wilbur Smith
–¡BakHer! –gritó una voz, y los demás la corearon hasta que Tanus volvió a ordenar si -
lencio.
–Conduje a mil valientes Azules al desierto y a lugares salvajes y saqué de sus fortalezas
ocultas a los alcaudones. Los decapitamos por centenares y apilamos sus cabezas a la vera de
los caminos.
–¡BakHer! –gritaron–. Es cierto. AjHorus ha hecho todas esas cosas. –Tanus volvió a im-
poner silencio.
–Acabé con el poder de los jefes alcaudones. Decapité sin piedad a sus seguidores. En
todo Egipto sólo queda uno que sigue llamándose alcaudón.
Por fin todos guardaron silencio, devorando cada palabra que él pronunciaba, fascinados.
Ni siquiera el faraón lograba contener su impaciencia.
–Habla, señor Tanus, a quien los hombres ahora conocen por el nombre de AjHorus.
Dame su nombre, para demostrarle lo que es la ira del faraón.
–Se oculta tras el nombre de AjSeth –rugió Tanus–. La infamia de sus actos está a la al-
tura de la de su hermano, el dios de las tinieblas.
–Dime su verdadero nombre –ordenó el faraón, poniéndose en pie en medio de su agita-
ción–. ¡Nombra al último de los alcaudones!
Tanus alargó ese momento. Miró a su alrededor con lentitud. Cuando nuestras miradas
se encontraron asentí, tan levemente que sólo él notó mi gesto, pero su mirada no se detuvo
en mí, sino que se clavó en las puertas abiertas del santuario.
La atención de todos los presentes estaba fija hasta tal punto en el señor Tanus que al
principio no vieron la fila de hombres armados que salía del santuario. Aunque vestían sus ar -
maduras completas y sus escudos de guerra, los reconocí a casi todos bajo los cascos. Allí es-
taban Remrem, Astes y cincuenta guerreros de los Azules. Formaron con rapidez alrededor del
trono, como si se tratara de una guardia real. Sin llamar la atención, Remrem y Astes se colo-
caron detrás del señor Intef. En cuanto todos ocuparon sus respectivas posiciones, Tanus vol -
vió a hablar.
–Te daré el nombre de AjSeth, divino faraón. Permanece desvergonzadamente a la som-
bra de tu trono. –Tanus señaló con su espada–. Ahí lo tienes, con el Oro de las Alabanzas alre -
dedor de su cuello de traidor. Allí está el compañero del faraón que ha convertido el reino en
un campo de juego de asesinos y bandidos. Ese es AjSeth, el gobernador de Tebas, gran visir
del Alto Egipto.
El templo quedó sumido en un tremendo silencio. Por lo menos diez mil de los presentes
debían haber sufrido agravios de manos del señor Intef y tenían motivos para odiarlo, pero no
se alzó ninguna voz jubilosa ni triunfante en su contra. Todos sabían lo terrible que era su ira y
lo certera que era su venganza. Yo alcanzaba a percibir el olor a miedo que flotaba en el aire,
espeso como el humo del incienso. Todos comprendían que ni siquiera la fama de Tanus y sus
logros eran suficientes para que, sin pruebas, esa acusación prevaleciera contra un personaje
como el señor Intef. Demostrar alegría o abierta aceptación en aquel momento sería una ton-
tería mortal.
En medio del silencio, el señor Intef rió. Fue una risa desdeñosa y, como quitándole im -
portancia, le dio la espalda a Tanus para hablar directamente con el rey.
–El sol del desierto le ha calcinado el cerebro. Ese pobre muchacho se ha vuelto loco. No
hay una sola palabra de verdad en todos sus desvaríos. Debería enfurecerme, pero en cambio
me apena que un guerrero de su fama haya caído tan bajo. –Le tendió ambas manos al fara-
ón, en un gesto digno y leal–. Durante toda mi vida he servido al faraón y a mi pueblo. Mi ho -
nor es tan poco vulnerable que no veo la necesidad de defenderme de estas acusaciones alti-
sonantes. Deposito, sin miedo, mi confianza en la justicia y la sabiduría del divino rey. En lugar
de mi lengua, permitiré que hablen los hechos y mi amor por el faraón.
Vi que en la cara maquillada del rey se pintaban la confusión y la indecisión. Le tembla-
ban los labios y tenía el entrecejo fruncido, porque no había sido bendecido con una mente rá-
pida e incisiva. Instantes después abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera pro-
nunciar un juicio desgraciado, Tanus volvió a levantar la espada y señaló las puertas abiertas
del santuario.
165
Río sagrado Wilbur Smith
Por las puertas avanzaba una procesión de hombres tan poco habitual que el faraón los
miró con la boca abierta. A la vanguardia iba Kratas, con la visera levantada y la espada en la
mano derecha. Los que le seguían sólo vestían taparrabos, iban descalzos y con la cabeza des-
cubierta. Tenían los brazos atados detrás de la espalda y caminaban arrastrando los pies,
como los esclavos que van a ser vendidos en subasta pública.
Yo observaba la expresión del señor Intef y noté que hacía una mueca de dolor, como si
hubiera recibido una bofetada en la cara. Acababa de reconocer a los cautivos a quienes sin
duda creía muertos hace tiempo, adornando junto con las demás calaveras la vera de algún
camino. Miró de reojo la pequeña puerta de la sacristía que se encontraba casi oculta por las
colgaduras. Era el único camino de huida de aquel templo atestado, pero Remrem dio un paso
hacia la derecha y le bloqueó la salida. El señor Intef volvió a mirar el trono y levantó la man-
díbula en un gesto desafiante.
Los seis cautivos se alinearon delante del trono y luego, ante una orden de Kratas, caye-
ron de rodillas e inclinaron las cabezas.
–¿Quiénes son estas criaturas? –preguntó el faraón. Tanus se detuvo junto al primero de
ellos, le cogió por las muñecas y le obligó a ponerse en pie. La piel del prisionero estaba llena
de antiguas marcas de viruela y su ojo ciego reflejaba la luz como si fuera una moneda de pla-
ta.
–El divino faraón pregunta quién eres –dijo Tanus en voz baja–. ¡Contéstale!
–Gran Egipto, soy Shufti –contestó el cautivo–. En un tiempo fui jefe de una banda de al-
caudones, antes de que AjHorus desmembrara y matara a mis hombres en la ciudad de Galla-
la.
–Dile al rey quién era tu jefe supremo –insistió Tanus.
–Mi jefe supremo era AjSeth –contestó Shufti–. Hice un pacto de sangre con AjSeth, y le
pagaba como subsidio la cuarta parte de todas mis ganancias. En retribución, AjSeth me ga-
rantizaba inmunidad ante las fuerzas de la ley y me proporcionaba información acerca de mis
futuras víctimas.
–Señala al hombre que conoces como AjSeth –ordenó Tanus y Shufti se adelantó hasta
colocarse junto al señor Intef. Se llenó la boca de saliva y escupió sobre el magnífico uniforme
del gran visir.
–¡Este es AjSeth! –exclamó–. ¡Y que los gusanos se hagan un festín con sus vísceras!
Kratas arrastró a Shufti hacia un lado y Tanus puso en pie al siguiente cautivo.
–Dile al rey quién eres –ordenó.
–Soy Ajeku y era jefe de una banda de alcaudones, pero todos mis hombres han muerto.
–¿Quién era tu jefe supremo? ¿A quién le pagabas un subsidio? –preguntó Tanus.
–Mi jefe supremo era el señor Intef. Mi subsidio iba a parar a los cofres del gran visir.
Mientras lo acusaban, el señor Intef permanecía orgulloso y lejano, sin demostrar la me-
nor emoción. En ningún momento se defendió mientras, uno tras otro, los jefes alcaudones le
acusaban.
–El señor Intef era mi jefe supremo. El señor Intef es AjSeth.
El silencio de la multitud que llenaba el templo era tan opresivo como el calor. Todos ob-
servaban horrorizados o poseídos por un odio silencioso, o confusos e incrédulos. Sin embargo,
antes de que hubiera hablado el faraón, nadie se atrevía a hablar contra el gran visir o a de-
mostrar sus emociones.
El último de los jefes fue interrogado. Era un hombre alto, delgado, musculoso y tostado
por el sol. Por sus venas corría sangre beduina; sus ojos eran negros y su nariz aguileña. Tenía
una barba espesa y rizada y una expresión arrogante.
–Me llamo Basti. –Hablaba con más claridad que cualquiera de los otros– Los hombres
me llaman Basti el Cruel, aunque ignoro por qué. –Sonrió–. Fui jefe de una banda de alcaudo -
nes hasta que AjHorus nos destruyó. Mi jefe supremo era el señor Intef.
A él no lo arrastraron hacia atrás como habían hecho con los demás. Tanus volvió a ha-
blar.
–Dile al rey si conociste a Pianki, señor de Harrab, que en otros tiempos fue un noble de
Tebas.
166
Río sagrado Wilbur Smith
en las bestias del campo. –El señor Intef los señaló y realmente estaban semidesnudos y ata -
dos como animales–. ¡Míralos, divina majestad! ¿No es ésa la clase de hombres que pueden
ser sobornados o azotados hasta que aceptan declarar cualquier cosa con tal de salvar el pelle-
jo? ¿Pesa más para ti la palabra de uno de esos bribones que la de un hombre que te ha servi -
do fielmente a lo largo de toda su vida?
Noté el pequeño e involuntario gesto de asentimiento del rey ante el razonamiento del
hombre a quien consideraba un amigo, del hombre a quien había concedido confianza y hono-
res.
–Todo lo que dices es cierto. Siempre me has servido bien. Y en verdad, estos hombres
son unos desconocidos. Es posible que hayan sido coaccionados. –Vaciló y el señor Intef perci-
bió que acababa de sacar ventaja.
–Hasta ahora sólo me han acusado con palabras. Supongo que habrá pruebas para apo-
yar cargos tan graves. ¿Existe alguna persona en Egipto que sea capaz de presentar evidencia
en mi contra, verdaderas pruebas y no simples palabras? Si la hay, que se adelante. En ese
caso responderé a los cargos. Pero si nadie tiene pruebas, no tengo nada que decir.
Noté que aquellas palabras preocuparon profundamente al faraón. Miró a su alrededor,
como buscando las evidencias que el señor Intef exigía, y luego obviamente tomó una deci-
sión.
–Señor Tanus, ¿qué pruebas tienes, aparte de la palabra de asesinos y criminales?
–La bestia ha cubierto bien sus huellas –admitió Tanus–, y se ha ocultado en lo más es-
peso del bosque, donde no es fácil llegar hasta él. No poseo más pruebas contra el señor Intef,
pero tal vez algún otro las tenga, alguien que se sienta inspirado por lo que ha oído hoy aquí.
Te suplico, Real Egipto, que le preguntes a tu pueblo si no hay entre ellos alguien que pueda
presentar alguna prueba que nos ayude.
–Faraón, es una provocación. Es lo mismo que alentar a mis enemigos para que salgan
de la oscuridad y me ataquen –exclamó el señor Intef, protestando con violencia. Pero el fara-
ón le hizo callar con un gesto brusco.
–Los falsos testigos que declaren contra ti lo harán a riesgo de su propia vida –prometió,
y enseguida se dirigió a la congregación–. ¡Pueblo mío! ¡Ciudadanos de Tebas! Habéis oído la
acusación que se ha hecho en contra de mi gran visir, un hombre a quien amo y en quien con -
fío. ¿Alguien puede proporcionar las pruebas de las que carece el señor Tanus? De ser así, lo
exhorto a hablar.
Me encontré en pie antes de darme cuenta de lo que hacía y hablé en voz tan alta que yo
mismo me sorprendí.
–Soy Taita, en un tiempo esclavo del señor Intef –grité, y el faraón me miró con el entre-
cejo fruncido–. Hay algo que deseo enseñarte, majestad.
–Te conocemos, Taita, el médico. Puedes acercarte.
Abandoné mi lugar en las gradas y mientras me acercaba al rey, miré al señor Intef y
trastabillé. Su odio era tan tangible que tuve la sensación de haber chocado contra un muro de
piedra.
–Divino Egipto, éste es un esclavo. –La voz del señor Intef era fría y tensa–. La palabra
de un esclavo contra la de un señor del círculo de Tebas y un alto funcionario del reino... ¿Qué
clase de broma es ésta?
Yo todavía estaba tan condicionado a responder al sonido de su voz y a sucumbir a sus
palabras, que vacilé. Pero en aquel momento sentí la mano de Tanus sobre mi brazo. A pesar
de ser sólo un brevísimo contacto, me proporcionó la fuerza que me faltaba. Pero el señor
Intef vio el gesto y se lo señaló al rey.
–Te suplico que notes que ese esclavo está al servicio de mi acusador. Este no es más
que otro de los monos entrenados del señor Tanus. –La voz del señor Intef era nuevamente
suave como la tibia miel–. Su insolencia no tiene límites. En los códigos legales existen penas
para...
El faraón le hizo callar con un gesto del azote.
–Abusas de la buena opinión que tenemos de ti, señor Intef. Puedo interpretar o modifi-
car a mi gusto los códigos legales. En ellos hay penas tanto para las personas de alcurnia
como para el hombre común. Sería conveniente que lo recordaras.
168
Río sagrado Wilbur Smith
El señor Intef hizo una reverencia en señal de sumisión y guardó silencio; debió com-
prender la gravedad del problema en que se encontraba, porque su rostro estaba macilento y
demacrado.
En aquel momento, el rey me miró.
–Estas circunstancias tan poco habituales nos permiten poner en práctica remedios que
no tienen precedentes. Sin embargo, Taita el esclavo, quiero advertirte que si tus palabras
fueran frívolas, si carecieran de prueba o de sustento, te aguarda la soga de la horca.
La amenaza del rey, unida a la venenosa mirada que me dirigió el señor Intef, me estre-
mecieron.
–Mientras fui esclavo del gran visir, era su mensajero y su emisario. Me utilizaba para co-
municarse con los jefes de los alcaudones. Conozco a todos esos hombres –agregué, señalan -
do a los cautivos a quienes Kratas custodiaba cerca del trono–. Era yo quien les llevaba las ór-
denes del señor Intef.
–¡Mentira! Siguen siendo palabras que no se apoyan en prueba alguna –exclamó el señor
Intef, pero ya con un dejo de desesperación en la voz–. ¿Dónde están las pruebas?
–¡Silencio! –ordenó el rey con voz de trueno y repentina ferocidad–. Escucharemos el
testimonio de Taita el esclavo. –Me miraba directamente; respiré hondo antes de continuar.
–Fui yo quien llevé las órdenes del señor Intef a Basti el Cruel. Le ordenaba que destru-
yera la fortuna y las propiedades de Pianki, señor de Harrab. En aquella época, yo era el confi -
dente de Intef. Sabía que él deseaba ocupar el cargo de gran visir. Y los alcaudones llevaron a
cabo todo lo que él les ordenó. El señor de Harrab fue destruido y privado del cariño y del fa-
vor del faraón, así que bebió la copa de Datura. Yo, Taita, lo atestiguo.
–Es verdad –corroboró Basti el Cruel, levantando las manos en dirección al trono–. Todo
lo que Taita declara es cierto.
¡BakHer! –gritaron los jefes alcaudones–. Taita dice la verdad.
–Sin embargo, siguen siendo sólo palabras –dijo el rey–. El señor Intef ha exigido prue -
bas. Yo, el faraón, exijo pruebas.
–Durante la mitad de mi vida he sido el escriba y el tesorero del gran visir. Yo llevaba los
registros de su fortuna. En mis papiros anotaba sus ganancias y sus gastos. Cobraba las su-
mas que los jefes alcaudones le pagaban y decidía el destino de toda su fortuna.
–¿Puedes mostrarme esos rollos de papiro, Taita? –Ante la mención de un tesoro, la cara
del faraón brillaba como una luna llena. Ahora había logrado que me prestara atención.
–No, majestad, no puedo hacerlo. Los rollos de papiro siempre quedaron en poder del se-
ñor Intef.
El faraón no hizo el menor esfuerzo por ocultar su desilusión, su rostro se endureció,
pero yo continué hablando con tozudez.
–No puedo enseñarte los papiros, pero tal vez pueda conducirte hasta el tesoro que el
gran visir os ha robado, a ti y a todo tu pueblo. Yo fui quien edifiqué la tesorería secreta donde
escondí las riquezas que le pagaban los alcaudones. En esos almacenes también coloqué las ri-
quezas que los recaudadores de impuestos del faraón nunca vieron.
La excitación del rey creció. Aunque todos los presentes tenían los ojos clavados en mí y
los nobles se adelantaban para oír mejor cada palabra que pronunciaba, yo observaba disimu-
ladamente al señor Intef. Las bruñidas puertas de cobre del santuario eran altos espejos que
magnificaban su imagen. Podía ver cada detalle de su expresión y cada uno de sus movimien-
tos, por leve que fuera.
Había decidido correr el grave riesgo de suponer que sus tesoros seguían guardados en
el lugar secreto donde yo los había almacenado. Pero bien podía haberlos trasladado en cual-
quier momento de los últimos dos años. Sin embargo, mover un tesoro de tanta envergadura
habría significado un enorme trabajo y un riesgo mayor que dejarlo donde estaba. Para trasla -
dar sus riquezas, el señor Intef se habría visto forzado a confiar en otras personas, y eso era
algo que no le gustaba hacer. Era, por naturaleza, un hombre desconfiado, a lo cual se ha de
añadir el hecho de que, hasta hacía poco, me creía muerto y a mis secretos conmigo.
Calculé que mis posibilidades de triunfo debían de ser de un cincuenta por ciento y ba-
sándome en ello arriesgué mi vida. Contuve el aliento al observar al señor Intef reflejado en
169
Río sagrado Wilbur Smith
las puertas de bronce. Entonces mi corazón empezó a galopar y mi espíritu se elevó como lle-
vado por las alas del águila. Por su expresión de pánico supe que mi flecha acababa de dar en
el blanco. Había vencido. El tesoro seguía estando donde lo dejé. Supe que podría conducir al
faraón hasta el botín que el señor Intef había reunido a lo largo de toda su vida.
Pero él aún no se daba por vencido. Me apresuré demasiado en creer que eso sería tan
fácil de lograr. Le vi hacer un gesto con la mano derecha, que me intrigó, y mientras lo medi -
taba casi fue demasiado tarde.
En medio de mi sensación de triunfo, había olvidado a Rasfer. El señor Intef le hizo una
seña casi imperceptible con la mano derecha, pero Rasfer reaccionó como un perro de caza en-
trenado ante la orden de atacar del cazador. Se arrojó sobre mí con repentina ferocidad y me
cogió completamente por sorpresa. Se encontraba a sólo diez pasos de distancia, y mientras
los cubría, desenvainó la espada.
Había dos hombres de Kratas entre él y yo pero le daban la espalda; Rasfer les empujó
haciéndoles perder el equilibrio. Uno de ellos cayó al suelo frente a Tanus y le bloqueó el paso
cuando mi amigo trató de venir en mi auxilio. Me encontraba solo, indefenso, y Rasfer alzó la
espada con ambas manos para atravesarme la cabeza y clavármela en los huesos del pecho.
Yo alcé las manos para tratar de detener el golpe, pero el terror me petrificaba las piernas y no
me pude mover ni tratar de esquivar el impacto.
No llegué a ver a Tanus arrojando la espada. Sólo tenía ojos para el rostro de Rasfer,
pero de repente la espada volaba por el aire. El terror me embotaba hasta tal punto los senti-
dos que el tiempo parecía transcurrir tan lentamente como el aceite que cae de un jarro volca-
do. Observé la espada de Tanus que giraba lentamente sobre sí misma en el aire y con cada
revolución lanzaba destellos parecidos a los de los relámpagos del verano. Pero antes de dar
una vuelta completa alcanzó su meta y fue la empuñadura y no el filo lo que se estrelló contra
la cabeza de Rasfer. No alcanzó a matarlo, pero le echó la cabeza hacia atrás, azotándole el
cuello como si fuera una rama de sauce sacudida por el viento. El golpe lo cegó y se le pusie -
ron los ojos en blanco.
Rasfer nunca llegó a completar la estocada. Se le doblaron las piernas y cayó a mis pies.
La espada escapó de las manos inertes y fue a golpear un lado del trono del faraón. El rey se
quedó mirándola con expresión de incredulidad. El filo le había tocado el brazo, hiriéndole leve-
mente. Ante nuestros ojos atónitos, de la herida surgió un hilo de gotas de sangre color rubí
que fue a manchar el níveo shenti del faraón.
Tanus quebró el horrorizado silencio.
–Gran Egipto, tú mismo has visto que el señor Intef dio a esa bestia la orden de atacar.
Ya sabes quién es culpable de haber puesto en peligro tu real persona. –Saltó sobre el guardia
caído y cogió del brazo al señor Intef. Luego se lo retorció hasta que el gran visir cayó de rodi -
llas chillando de dolor.
–¡Me negaba a creer esto de ti! –dijo el faraón con voz apenada, mirando a su gran vi-
sir–. He confiado en ti durante toda mi vida, ¡y tú me has despreciado!
–¡Escúchame, Gran Egipto! –suplicó de rodillas el señor Intef, pero el faraón volvió el
rostro para no mirarle.
–Ya te he escuchado durante demasiado tiempo. –Hizo a Tanus una seña con la cabeza–.
Que tus hombres le vigilen bien, pero que lo traten con cortesía porque su culpa aún no ha
sido completamente probada.
Por fin, el faraón se dirigió a la congregación.
–Estos han sido acontecimientos extraños y sin precedente. Suspendo estos actos para
estudiar a fondo las pruebas que me presentará Taita el esclavo. La población de Tebas se vol-
verá a reunir para escuchar mi sentencia mañana al mediodía en este mismo lugar. He habla-
do.
Entramos por la puerta principal a la sala de audiencias del palacio del gran visir. El fara-
ón se detuvo en el umbral. Aunque la herida producida por la espada de Rasfer era leve, se la
había vendado con tela de hilo y le había puesto un cabestrillo.
El faraón estudió lentamente el vestíbulo. En el extremo opuesto del largo salón se alza -
ba el trono del gran visir. Tallado en un sólido bloque de alabastro, no era menos imponente
170
Río sagrado Wilbur Smith
que el del faraón en la isla de Elefantina. Los altos muros habían sido enyesados, y en ellos se
veían los frescos más impresionantes que yo haya diseñado. Convertían el inmenso salón en
un jardín de las delicias. Los había pintado personalmente mientras fui esclavo del señor Intef
y me produjo una profunda emoción verlos.
No me cabe duda de que, sin tener en cuenta ninguno de mis otros logros, sólo esos tra -
bajos me harían merecedor del título de pintor más significativo en la historia de nuestro pue-
blo. Era una pena que yo, su creador, me viera ahora en la obligación de demolerlos. Fue el
único punto negativo de aquel día tumultuoso y, por lo demás, triunfal.
Conduje al faraón al extremo del salón. Por una vez en la vida, fuimos dispensados de
todo protocolo y el faraón estaba ansioso como un niño. Me seguía tan de cerca que práctica -
mente tropezaba con mis talones y su corte real marchaba detrás nuestro con idéntica avidez.
Le llevé hasta la pared del trono y nos detuvimos bajo el mural que representaba al dios
sol, AmónRa, en su viaje diario a través de los cielos. Pese a la excitación que le embargaba,
alcancé a notar la expresión reverente con que el rey miró mis pinturas.
A nuestras espaldas, el gran salón estaba prácticamente atestado por los cortesanos del
rey, sus guerreros y sus nobles, además de las esposas y concubinas reales, que habrían esta-
do dispuestas a renunciar a sus cajas de cosméticos antes que perderse tan excitante momen-
to. Naturalmente, mi ama estaba en primera fila. Tanus marchaba sólo a un paso detrás del
rey. El y sus Azules habían asumido los deberes de la guardia real.
–Que tus hombres traigan al señor Intef –ordenó el faraón a Tanus.
Con gélida cortesía, Kratas condujo a Intef hasta la pared, pero se interpuso entre el pri-
sionero y el rey, y permaneció con la espada desenvainada y listo para el ataque.
–Puedes proceder, Taita –dijo el rey. Yo medí la pared dando exactamente treinta pasos
desde uno de los rincones y marqué la distancia con un trozo de tiza.
–Detrás de esta pared están los aposentos privados del gran visir –expliqué al rey–. La
última vez que el palacio fue renovado se hicieron ciertas alteraciones. Al señor Intef le gusta
tener su fortuna al alcance de la mano.
–A veces eres excesivamente parlanchín, Taita. –Al faraón no le interesaba mi conferen-
cia sobre la arquitectura del palacio–. Vayamos al grano. Estoy impaciente por saber qué hay
aquí oculto.
–¡Que se acerquen los albañiles! –llamé y un grupo de estos fuertes bribones, con sus
delantales de cuero, avanzó entre los presentes y dejó caer sus bolsas de herramientas al pie
del trono. Los había enviado a buscar al otro lado del río, donde trabajaban en la tumba del fa-
raón. El polvillo blanco que les cubría el pelo les daba un aire de edad y de sabiduría que pocos
de ellos merecían.
Pedí prestada una escuadra al capataz y marqué una forma oblonga sobre la pared. Des-
pués retrocedí y me dirigí al maestro albañil.
–¡Con suavidad, por favor! Tratad de dañar los frescos lo menos posible. Son grandes
obras de arte.
Con los martillos de madera y los cinceles de piedra atacaron la pared sin hacer mucho
caso de mis recomendaciones. Pintura y yeso volaron en pedazos y cayeron ruidosamente al
suelo de mármol. El polvo ofendió a las señoras, quienes se cubrieron la boca y la nariz con
sus chales.
Poco a poco, bajo la capa de yeso, fue apareciendo el muro de piedra. El faraón lanzó
una exclamación e, ignorando el polvo, se acercó a observar el diseño que aparecía debajo.
Las formas regulares de los bloques de piedra eran interrumpidas por una piedra de color ex-
traño que tenía la forma casi exacta del dibujo que yo había trazado sobre la pared.
–¡Allí hay una puerta oculta! –exclamó–. ¡Abridla inmediatamente!
Obedeciendo la orden del rey, los albañiles atacaron con ímpetu la puerta sellada y en
cuanto retiraron la piedra principal, las demás se desprendieron con facilidad, revelando una
negra abertura. El faraón, que a estas alturas ya se había hecho cargo de la dirección del tra -
bajo, pidió con tono excitado que se encendieran las antorchas.
171
Río sagrado Wilbur Smith
–Todo el espacio que hay detrás de esta pared es un compartimiento secreto –informé al
faraón, mientras esperábamos la llegada de las antorchas–. Lo hice construir por orden del se -
ñor Intef.
En cuanto llegaron las antorchas, Tanus cogió una de ellas e iluminó el camino del rey. El
faraón entró al compartimiento secreto en compañía de Tanus y yo los seguí de cerca.
Hacía tanto tiempo que no estaba allí que miré a mi alrededor con el mismo interés que
los demás. En todo aquel tiempo no había habido ningún cambio. Los cofres y cubas de cedro
y de madera de acacia estaban exactamente donde yo los había dejado. Le señalé al rey las
cubas a las que convenía que prestara toda su atención, y él ordenó:
–¡Que las lleven a la sala de audiencias!
–Para eso harán falta hombres fuertes –comenté con sequedad–. Son bastante pesadas.
Hubo que apelar a tres de los hombres más fuertes de los Azules para poder levantar
cada cuba y salieron tropezando bajo el peso de la carga.
–Es la primera vez que veo esas cajas –protestó el señor Intef cuando colocaron la pri-
mera sobre el estrado del trono del gran visir–. Tampoco sabía que hubiera una cámara secre-
ta detrás de esa pared. Debe de haber sido construida por mi predecesor, y las cajas colocadas
allí por orden suya.
–Majestad, observa el sello de esta tapa –señalé, y el rey miró la marca de arcilla.
–¿De quién es este sello? –preguntó.
–Observa el anillo que lleva el gran visir en el dedo anular, majestad –murmuré–. ¿Puedo
sugerir respetuosamente que el faraón lo compare con el sello de la caja?
–Por favor, señor Intef, entrégame tu anillo –pidió el rey con exagerada cortesía. El gran
visir ocultó su mano izquierda detrás de la espalda.
–Gran Egipto, hace veinte años que uso este anillo. El dedo me ha engordado y me resul-
ta imposible sacármelo.
–Señor Tanus. –El rey se volvió hacia Tanus–. Desenvaina la espada. Amputa el dedo del
señor Intef y tráemelo con el anillo puesto. –Tanus esbozó una sonrisa cruel y se adelantó
para obedecer, empezando a desenvainar la espada.
–Tal vez esté equivocado –admitió el señor Intef con presteza–. Veamos si me lo puedo
sacar. –El anillo se deslizó con facilidad de su dedo y Tanus dobló una rodilla para entregárselo
al rey.
El faraón se inclinó sobre la caja para comparar el anillo con el sello. Cuando volvió a er -
guirse, su rostro estaba rojo de ira.
–Coinciden perfectamente. Este sello fue hecho con tu anillo, señor Intef.
Pero el gran visir no respondió a la acusación. Permaneció con los brazos cruzados y una
expresión pétrea.
–¡Romped el sello! ¡Abrid la caja! –ordenó el faraón; valiéndose de la espada, Tanus cor-
tó el sello y alzó la tapa de la caja.
Al ver el contenido del cofre, el rey no pudo evitar una exclamación.
–¡Por todos los dioses! –Y los cortesanos se acercaron sin ceremonia para mirar, empu-
jándose unos a otros.
–¡Oro! –El rey se llenó ambas manos con anillos del metal precioso y después los dejó
caer como cascada entre sus dedos. Conservó un solo anillo en la mano y lo acercó a sus ojos
para observar las marcas–. Cada anillo pesa dos deben de oro puro. ¿Cuánto contendrá este
cofre, y cuántos cofres hay en la cámara secreta? –Era una pregunta retórica y él no esperaba
respuesta, pese a lo cual yo se la ofrecí.
–Este cofre contiene... –leí la anotación que había inscrito en la tapa muchos años
atrás–. Contiene un taj y trescientos deben de oro puro. En cuanto a la cantidad de cofres, si
la memoria no me engaña, debería haber cincuenta y tres de oro y veintitrés de plata almace -
nados aquí. Sin embargo, he olvidado el número exacto de cofres de alhajas que ocultamos.
–¿Será posible que no pueda confiar en nadie? Tú, señor Intef, a quien traté como a un
hermano. No hay bondad que no hayas recibido de mis manos... ¿y es así como me pagas?
172
Río sagrado Wilbur Smith
tu culpabilidad ha sido mil veces probada. Yo, Mamosis, el octavo de ese nombre, Faraón y go-
bernante de nuestro Egipto, te considero culpable de todos los crímenes que se te imputan y
estimo que no mereces clemencia ni piedad.
–¡Viva el faraón! –gritó Tanus y el saludo fue repetido por el pueblo de Tebas–. ¡Que viva
eternamente!
Cuando por fin reinó el silencio, el faraón volvió a hablar.
–Señor Intef, luces el Oro de las Alabanzas. Me ofende ver tal condecoración sobre el pe-
cho de un traidor. –Miró a Tanus–. Centurión, quítale el collar al prisionero.
Tanus se lo quitó y lo entregó al rey. El faraón lo cogió con ambas manos, pero cuando
Tanus comenzaba a retirarse, le retuvo.
–El nombre del señor de Harrab fue mancillado con la calumnia de la traición. Tu padre
fue acosado hasta la muerte. Has demostrado su inocencia. Dejo sin efecto todas las senten-
cias que hubiera en contra de Pianki, señor de Harrab, y a título póstumo le devuelvo todos los
honores que le fueron arrebatados. Esos honores y títulos los heredas tú, su hijo.
–¡BakHer! –gritaron todos los presentes–. ¡Larga vida al faraón! ¡Viva Tanus, señor de
Harrab!
–Además de esos títulos que ahora recibes en herencia, te concedo una nueva distinción.
Has destruido a los alcaudones y entregado a su jefe supremo a la justicia. En reconocimiento
por este servicio prestado a la corona, te condecoro con el Oro del Valor. ¡Arrodíllate, señor de
Harrab, y recibe el favor del rey!
–¡BakHer! –gritaron todos al unísono cuando le colocó las cadenas de oro que instantes
antes lucía el señor Intef, pero a las que agregó el pendiente de una estrella, la condecoración
del guerrero–. ¡Viva el señor de Harrab!
Cuando Tanus retrocedió, el faraón volvió a fijar su atención en los prisioneros.
–Señor Intef, te privo de tu título como señor del círculo de Tebas. Tu nombre y tu rango
serán borrados de todos los monumentos públicos y de la tumba que te has preparado en el
Valle de los Nobles. Tus propiedades y todas tus posesiones, incluyendo tu tesoro ilícito, serán
transferidos a la corona, con excepción de las propiedades que en un tiempo pertenecieron a
Pianki, señor de Harrab, y que por medios poco honestos han llegado a tu poder. Estas serán
ahora restituidas al heredero de su antiguo dueño, mi apreciado Tanus, señor de Harrab.
–¡BakHer! ¡El faraón es sabio! ¡Viva el faraón! –vitoreaba el pueblo con entusiasmo. A mi
lado, mi ama lloraba desvergonzadamente, pero la verdad es que también lloraban casi todas
las damas reales. Pocas eran capaces de resistirse a aquella figura heroica cuyo pelo dorado
hacía palidecer las cadenas de oro que le rodeaban el cuello.
En aquel momento el rey me cogió por sorpresa. Miró directamente hacia donde yo me
encontraba, sentado junto a mi ama.
–Hay otra persona que ha prestado un servicio a la corona, el que reveló el paradero del
tesoro robado. Que se adelante Taita el esclavo.
Bajé de las gradas y me detuve ante el trono, desde donde el rey me habló con particular
suavidad.
–Has sufrido daños indescriptibles de manos del traidor Intef y de Rasfer, su secuaz.
Ellos te han obligado a cometer actos nefastos y crímenes capitales en contra del Estado, cons-
pirando con bandidos y ladrones, y ocultando el tesoro de tu amo de los recaudadores de im -
puestos. Sin embargo, ésos no fueron crímenes de tu propia inspiración. Como esclavo, esta-
bas obligado a cumplir con la voluntad de tu amo. Por lo tanto te absuelvo de toda culpa y res-
ponsabilidad. Te considero inocente de todo crimen, y premio los servicios que nos has presta-
do con dos tajs de oro puro, que te serán pagados del tesoro confiscado al traidor Intef.
El anuncio fue recibido con un murmullo de sorpresa. Yo no pude menos que jadear. Era
una suma fabulosa. Una fortuna equivalente a la de los señores más ricos del país, suficiente
para adquirir grandes extensiones de tierras fértiles al borde del río, para construir magníficas
villas en ellas y para comprar trescientos esclavos que las labraran; una suma que bastaba
para enjaezar una flota de naves mercantes y enviarlas a los confines de la Tierra para que re-
gresaran con más riquezas. Era una fortuna tan grande que ni siquiera cabía en mi imagina-
ción. Pero el rey aún no había terminado.
174
Río sagrado Wilbur Smith
–Como eres esclavo, esa suma no se te pagará a ti, sino a tu ama, la señora Lostris, es -
posa del faraón. –Debí de haber adivinado que el faraón mantendría la fortuna dentro de la fa-
milia.
Yo, que durante un instante fui uno de los hombres más ricos de Egipto, me incliné ante
el rey y regresé a mi lugar, junto a mi ama. Ella me apretó la mano, para consolarme, pero en
realidad no me sentía desgraciado. Nuestros destinos estaban tan entrelazados que yo era par-
te de ella y supe que nunca más volveríamos a tener necesidades materiales. Ya estaba ocupa-
do planeando cómo invertir la fortuna de mi ama.
Por fin el rey estaba en condiciones de dictar sentencia a la hilera de prisioneros, pero
cuando habló, sólo miraba a Intef.
–Los crímenes que habéis cometido no tienen igual. En este caso, ningún castigo conoci-
do sería bastante duro y severo. Ésta es, pues, la sentencia que os impongo. Al amanecer del
día siguiente al festival de Osiris, marcharéis por las calles de Tebas, desnudos y atados. Aún
con vida, seréis clavados por los pies a la puerta Principal de la ciudad, con la cabeza colgando
hacia abajo. Y allí quedaréis hasta que los cuervos hayan pelado completamente, vuestros
huesos. Después, los huesos serán descolgados, molidos hasta convertirlos en polvo y arroja-
dos a nuestra Madre el Nilo.
Al oír la sentencia Intef palideció y se tambaleó. Al ordenar que sus cuerpos se dispersa-
ran para que nunca pudieran ser preservados y embalsamados, el faraón condenaba a los pri-
sioneros al olvido. Para un egipcio, no podía haber castigo mayor. Acababan de negarles, por
toda la eternidad, las praderas del paraíso.
175
Río sagrado Wilbur Smith
debía solazarse con la perspectiva de ver a Intef clavado boca abajo en las puertas de la ciu -
dad.
Es verdad que demostró un enfado pasajero y dijo que la justicia había sido burlada,
pero durante todo el tiempo que estuvimos en su presencia, estudió subrepticiamente el mani-
fiesto del tesoro. Hasta cuando Tanus admitió su responsabilidad en la huida del prisionero, el
faraón hizo un gesto como quitándole importancia.
–La culpa la tiene el capitán de la guardia y él ya ha sido suficientemente castigado con
el veneno que bebió. Tú has enviado naves y tropas en persecución del fugitivo. Has hecho
todo lo que se podía esperar de ti, señor de Harrab. Sólo falta que hagas cumplir mi sentencia
en los demás criminales.
–¿El faraón presenciará la ejecución? –preguntó Tanus, ante lo que el faraón miró a su
alrededor, en busca de una excusa para quedarse con su manifiesto y con los informes de los
recaudadores de impuestos.
–Tengo mucho que hacer aquí, señor Tanus. Procede sin mí. Infórmame cuando las sen-
tencias se hayan cumplido.
Era tan grande el interés del público por las ejecuciones que los padres de la ciudad eri-
gieron gradas Taita frente a las puertas principales de la ciudad. Intercambiaban un anillo de
plata por un lugar en las gradas. No faltaron interesados y las gradas se vieron rápidamente
atestadas. Los
que no consiguieron asiento entre ellas se dispersaron por los campos, más allá de los muros
de la ciudad. Muchos llevaban cerveza y vino para convertir la ocasión en una celebración y
brindar al paso de los jefes alcaudones. Eran pocos los que no habían perdido cónyuges, her-
manos o hijos a manos de los alcaudones.
Completamente desnudos y atados unos a otros, tal como lo había ordenado el faraón,
los condenados atravesaron las calles de Karnak. La multitud se alineaba a ambos lados y
arrojaba excrementos y barro a su paso, mientras les insultaban y les amenazaban con el pu-
ño cerrado. Los niños bailoteaban delante de la procesión, cantando versos burlescos com-
puestos en el momento:
Obedeciendo los deseos de mi ama, había adquirido un lugar en las gradas para observar
el cumplimiento de la sentencia. En realidad, en cuanto entraron los prisioneros, no tuve ojos
para la ropa y las alhajas de las mujeres que me rodeaban. En su lugar, miré a Rasfer y traté
de alimentar el odio que le tenía. Me obligué a recitar cada acto cruel y malvado que había co-
metido contra mí, a revivir la agonía que me infligió su cuchillo. Pero ahí estaba él, con la pan-
za que le caía casi hasta las rodillas, la cara cubierta de excrementos y el cuerpo grotesco lleno
de mugre. Era difícil odiarle tanto como merecía.
Me divisó entre las gradas y me sonrió. Los músculos paralizados de un lado de la cara
convertían su sonrisa en una mueca irónica.
–Gracias por venir a despedirme, eunuco –gritó–. Tal vez volvamos a encontrarnos en las
praderas del paraíso, donde espero tener el placer de cortarte nuevamente las bolas.
Tal sarcasmo debió haberme ayudado a odiarle, pero en cualquier caso no pude. Aun así
le grité:
–No irás más allá del barro del fondo del río, viejo amigo. Al próximo bagre que ase, lo
llamaré Rasfer.
Fue el primer prisionero que alzaron hasta las puertas de madera. Hicieron falta tres
hombres para tirar de la cuerda, al tiempo que otros cuatro empujaban desde abajo. Allí lo
mantuvieron mientras uno de los armeros del regimiento colocaba una escalera a su lado y
trepaba armado de un martillo de piedra.
Rasfer dejó de bromear cuando le clavaron el primero de los gruesos clavos de cobre que
le atravesó la carne y los huesos de los enormes pies callosos. Entonces comenzó a rugir, a
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Río sagrado Wilbur Smith
maldecir y a retorcerse entre las manos de los hombres que lo sujetaban. Mientras tanto, la
multitud vitoreaba, reía y exhortaba al sudoroso armero a que continuara su trabajo.
Sólo cuando los clavos estuvieron bien asegurados y el armero bajó a contemplar el re-
sultado de su trabajo, se hicieron evidentes los destrozos que ocasionaba este novedoso casti-
go. Rasfer aullaba y rugía, se retorcía de arriba abajo, y la sangre le corría lentamente por las
piernas. El peso de su vientre colgante estaba invertido y la enorme mata de pelo de sus geni-
tales le golpeaba contra el ombligo. A medida que se retorcía y luchaba, la carne fue lenta -
mente soltándose de los clavos, hasta que por fin quedó enteramente libre. Rasfer cayó a tie-
rra donde quedó saltando como pez recién sacado del agua. Los espectadores estaban encan-
tados y chillaban alegremente.
Mentados por la actitud del público, los verdugos volvieron a levantarlo hasta la parte su-
perior de las puertas y el armero trepó nuevamente por la escalera, armado con su martillo,
para volver a clavarlo. A fin de que Rasfer quedara mejor asegurado, y para impedir que si-
guiera luchando, Tanus ordenó que no sólo le clavaran los pies sino también las manos.
Esta vez la operación tuvo más éxito. Rasfer quedó colgando boca abajo, con las extre-
midades extendidas como una monstruosa estrella de mar. Ya no gritaba porque la masa de
sus intestinos le presionaba los pulmones. Luchaba por cada bocanada de aire y no le sobraba
aliento para gritar.
Uno a uno, los demás condenados fueron alzados hasta las puertas y clavados a ellas,
mientras el gentío seguía abucheando y aplaudiendo. El único que no les proporcionó mucha
diversión fue Basti el Cruel, ante cuya crucifixión se hizo un completo silencio.
A medida que transcurría el día, el sol caía sobre los crucificados y el calor se hacía cada
vez más intenso. A mediodía los prisioneros estaban tan debilitados por el calor, el dolor y la
pérdida de sangre que colgaban en silencio igual que las reses en los ganchos de los carnice -
ros. Los espectadores empezaron a perder interés y a alejarse. Algunos alcaudones duraron
más que otros. Basti continuó respirando durante todo el día. A la puesta de sol aspiró una
temblorosa bocanada de aire y por fin quedó colgando, inerte.
Rasfer fue el más fuerte de todos. Sobrevivió a Basti aún durante mucho tiempo. Tenía la
cara llena de sangre e hinchada y la lengua le colgaba entre los labios, como una ancha tajada
de hígado de tono púrpura. De vez en cuando lanzaba un profundo gemido y sus ojos aletea-
ban y se abrían. Con cada gemido, su agonía era también mía. Hacía tiempo que mi odio se
había tornado en una profunda piedad, la misma que hubiera sentido por cualquier animal tor-
turado.
La multitud se había dispersado dejándome solo en las desiertas gradas. Sin disimular el
disgusto que le producía cumplir con el cruel deber encomendado por el rey, Tanus permaneció
en su puesto hasta la puesta de sol. Después delegó la guardia en uno de sus capitanes y re -
gresó a la ciudad.
Sólo quedábamos diez guardias junto a las puertas, yo, que estaba en las gradas, y un
puñado de mendigos tirados como harapos a los pies de los muros de la ciudad. Las llamas de
las antorchas situadas a los lados de las puertas, titilaban con la brisa del río, arrojando una
luz espectral sobre la macabra escena.
Rasfer volvió a gemir, y ya no pude soportarlo. Cogí un jarro de cerveza de mi cesto y
bajé a hablar con el capitán de la guardia. Nos conocíamos del desierto y ante mi petición se
echó a reír.
–Eres un tonto sensible, Taita. Ese cretino está más muerto que vivo; ya no vale la pena
preocuparse por él. Pero, por un rato miraré para otro lado. No tardes mucho.
Me acerqué a las puertas; la cabeza de Rasfer estaba a la altura de la mía. Lo llamé sua-
vemente por su nombre y abrió los ojos. No estaba seguro de si me comprendía, pero susurré:
«Aquí tengo un poco de cerveza para humedecerte la lengua.»
Hizo un suave sonido entrecortado. Me miraba fijamente. Si aún sentía algo, yo sabía
que la sed era un tormento de todos los infiernos. Le vertí algunas gotas de cerveza en la len -
gua, cuidando de que no le entraran en la nariz. Hizo un débil e inútil esfuerzo por tragar. Ha-
bría sido imposible aunque hubiera tenido más fuerzas. El líquido salía por las comisuras de los
labios y le corría por las mejillas.
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Río sagrado Wilbur Smith
Rasfer cerró los ojos. Ése era el momento que yo esperaba. Saqué la daga de entre los
pliegues de mi manto. Coloqué con cuidado la punta detrás de su oreja y luego, con un solo
movimiento, se la clavé hasta la empuñadura. Se le arqueó la espalda en un espasmo final y
luego se relajó. Retiré la daga. Había muy poca sangre. Escondí el arma entre los pliegues de
mi manto y me volví para retirarme.
–Que los sueños del paraíso te arrullen durante la noche, Taita –me gritó el capitán de la
guardia. Pero yo había perdido la voz y no pude contestar. Nunca creí que lloraría por Rasfer, y
tal vez no lo hice. Quizá sólo lloraba por mí mismo.
Por orden del faraón, el regreso de la corte a Elefantina se retrasó un mes. El rey dispo-
nía de un nuevo tesoro y estaba exultante. Yo jamás lo había visto tan feliz. Me alegraba por
él. Para entonces el viejo ya me inspiraba verdadero cariño. Algunas noches permanecía hasta
tarde con él y sus escribas, revisando las cuentas de la tesorería real, cuyo estado en aquel
momento era realmente alentador.
En otras ocasiones, el faraón me mandaba llamar para consultarme sobre los cambios
que debían efectuarse en el templo mortuorio y en la tumba real, modificaciones que ahora es-
taba en condiciones económicas de llevar a cabo. Calculé que por lo menos la mitad del tesoro
recién hallado iría a la tumba con el faraón. Seleccionó las mejores alhajas de la colección de
Intef y envió por lo menos quince tajs de lingotes a los orfebres del templo, para que los con-
virtieran en objetos funerarios.
No obstante, encontró tiempo para mandar llamar a Tanus y pedirle consejo sobre asun-
tos militares. Ya le reconocía como a uno de los generales más destacados de su ejército.
Estuve presente en algunas de estas reuniones. La amenaza del falso faraón del Bajo
Egipto estaba presente y nos preocupaba a todos. Tan grande era el ascendiente que Tanus
tenía sobre el faraón que pudo aprovechar esos temores y persuadirlo de la necesidad de cons-
truir cinco nuevas escuadras de naves de guerra, y de volver a equipar a los regimientos de
guardias con nuevas armas y sandalias... pero no pudo convencer al monarca de que pagara
todos los sueldos atrasados. Muchos de los soldados no cobraban desde hacía más de medio
año. Estos refuerzos levantaron considerablemente la moral del ejército y los soldados supie-
ron a quién debían agradecérselo. Rugían como leones y alzaban los puños cerrados en un
gesto de saludo cada vez que Tanus los inspeccionaba.
La mayoría de las veces que Tanus era citado a una audiencia con el rey, mi ama en -
contraba alguna excusa para estar presente. Pese a que tenía el sentido común de mantenerse
en segundo plano, ella y Tanus intercambiaban miradas tan ardientes que yo temía que pudie -
ran quemar la falsa barba del faraón. Por fortuna, aparte de mí, nadie pareció notar aquellos
encendidos mensajes de pasión.
Siempre que mi ama se enteraba de que yo debía ver a Tanus en privado, me encargaba
largos y ardientes mensajes para que se los transmitiera. A mi regreso le llevaba sus respues-
tas, que eran tan largas y ardientes como sus mensajes. Por suerte, esos intercambios de pa-
labras de amor eran altamente repetitivos y no me resultaba difícil memorizarlos.
Lostris nunca se cansaba de suplicarme que encontrara algún subterfugio para que ella y
Tanus pudieran volver a encontrarse a solas. Confieso que el temor por mi propia vida y la se -
guridad de mi ama y de la criatura por nacer me impidieron dedicar todas mis energías e inge-
nio a satisfacer su demanda. En una ocasión en que me acerqué a Tanus para decirle que mi
ama le invitaba a reunirse con ella, él suspiró y rechazó la invitación entre protestas de amor
eterno.
–Ese interludio en las tumbas de Tras fue una verdadera locura, Taita. Nunca tuve inten-
ciones de comprometer el honor de la señora Lostris y, de no ser por el jamsin, jamás habría
sucedido nada. No podemos volver a correr ese riesgo. Dile que la amo más que a la vida mis-
ma. Dile que ya llegará nuestro momento, puesto que los Laberintos de AmónRa nos lo han
prometido. Dile que la esperaré toda la vida.
Al recibir el mensaje de amor, mi ama dio un golpe en el suelo, tildó de tozudo a su ena -
morado, dijo que no tenía el menor interés en ella, rompió un vaso y dos recipientes de vidrio,
arrojó al río un espejo con incrustaciones de piedras preciosas que le había regalado el rey, y
por fin se desplomó sobre la cama donde lloró hasta la hora de la cena.
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–¿Lo que no te gusta es abandonar la ciudad? –pregunté–. ¿O será a cierto soldado que
vive en ella? –Me dio una bofetada, aunque con suavidad.
–¿Para ti no hay nada sagrado, ni siquiera el amor puro y verdadero? A pesar de tus pa -
piros y de tu lenguaje grandilocuente, en el fondo de tu corazón eres un bárbaro.
Así de rápido transcurrieron los días para todos nosotros, hasta que una mañana, al con-
sultar el calendario, caí en la cuenta de que habían pasado más de dos meses desde que mi
señora Lostris había reanudado sus deberes maritales en el lecho del faraón. Aunque todavía
no se le notaba su estado, había llegado la hora de comunicar al rey su buena fortuna y su pr -
óxima paternidad.
Cuando le hice saber mis intenciones a mi ama, me obligó a prometer que, antes de ha-
blar con el rey, le diría a Tanus que él era el verdadero padre de la criatura. Aquella misma
tarde salí a cumplir mi promesa. Encontré a Tanus en los astilleros de la orilla occidental, mal -
diciendo a los obreros y amenazando con arrojarlos al río para que alimentaran a los cocodri-
los. En cuanto me vio olvidó su enfado y me condujo a bordo de la nave que acababan de bo -
tar. Con orgullo, me enseñó la nueva bomba para achicar agua de la sentina, en el caso de que
la nave sufriera daños en una batalla. Parecía haber olvidado que fui yo quien diseñé el equipo,
cosa que tuve que recordarle con tacto.
–Pronto pretenderás que te pague tus ideas, viejo bribón. Eres tan avaro como cualquier
mercader sirio. –Me dio una palmada en la espalda y me llevó al otro extremo de cubierta don-
de ninguno de los marineros pudiera escucharnos. Bajó la voz–. ¿Cómo está tu ama? Anoche
volví a soñar con ella. Dime, ¿está bien? ¿Cómo están sus huerfanitos? ¡Cuánta generosidad!
¡Cuánta belleza! Todo Tebas la adora. La nombran en todas partes y el sonido de su nombre se
me clava en el corazón como una espada.
–Pronto tendrás dos a quien amar –le dije y se quedó mirándome boquiabierto como un
hombre que de repente perdiera el sentido–. Aquella noche, en las tumbas de Tras, lo que su-
cedió superó en mucho al jamsin.
Me abrazó con tanta fuerza que me impedía respirar.
–¿Qué adivinanza es ésta? Habla claro o te tiro al río. ¿Qué estás diciendo, viejo pícaro?
No juegues conmigo a las adivinanzas.
–Mi ama Lostris va a tener un hijo tuyo. Me envió a decírtelo para que fueras el primero
en saberlo. Aún no lo sabe ni el rey. –Hice un esfuerzo por respirar–. Y ahora suéltame antes
de que acabes lesionándome. –Me soltó tan repentinamente que caí al agua.
–¡Un hijo! –exclamó. Era increíble que ambos hubieran dado inmediatamente por des-
contado el sexo de la pobre criatura–. ¡Es un milagro! ¡Un regalo de Horus! –En aquel momen-
to Tanus estaba convencido de que era el primer hombre del mundo que iba a ser padre– ¡Mi
hijo! –meneó la cabeza, admirado. Sonreía como un idiota–. ¡Mi mujer y mi hijo! ¡Tengo que ir
a verlos ahora mismo! –Empezó a caminar por cubierta y tuve que correr para alcanzarlo. Debí
apelar a todo mi poder de persuasión para impedir que entrara como una tromba en el harén
de palacio. Por fin le acompañé a una de las tabernas más cercanas para brindar por el niño.
Por suerte, allí nos encontramos con un grupo de Azules que estaban de permiso. Ordené y
pagué una ronda del mejor vino de la taberna y los dejé bebiendo. En la taberna había hom-
bres de otros regimientos, de manera que probablemente la noche terminara en una gresca.
Tanus estaba excitado y los Azules nunca necesitaban mucho para enzarzarse en una pelea.
De la taberna fui directamente a palacio. El faraón se mostró encantado de verme.
–Ahora mismo iba a mandar en tu busca, Taita. He pensado que hemos sido demasiado
tacaños con las puertas de entrada de mi templo. Quiero algo más grandioso...
–¡Faraón! –exclamé–. ¡Gran y Divino Egipto! Te traigo maravillosas noticias. La diosa Isis
ha cumplido la promesa que te hizo. Tu dinastía será eterna. Las profecías de los Laberintos de
AmónRa se cumplirán. La Luna de mi ama ha sido cubierta por los cascos del poderoso toro de
Egipto. ¡La señora Lostris va a darte un hijo!
Por una vez el faraón olvidó funerales y edificación de templos y, lo mismo que Tanus, su
primer pensamiento fue ir a verla. Encabezada por el rey, una sólida multitud de nobles y cor-
tesanos atravesó los corredores de palacio, turbulentos como el Nilo en plena crecida. Mi ama
nos esperaba en el jardín del harén. Con la natural habilidad de las mujeres, se las había com-
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puesto para que el escenario destacara su belleza. Estaba sentada en un banco bajo, rodeada
de flores y con el Nilo a sus espaldas. Por un instante creí que el rey iba a caer de rodillas ante
ella, pero ni la perspectiva de inmortalidad logró hacerle olvidar hasta tal punto la dignidad.
En cambio la llenó de felicitaciones, de halagos y de preguntas acerca de su salud. En
ningún momento apartó la mirada fascinada del vientre de mi ama, del cual surgiría el milagro.
Por fin le preguntó:
–Pequeña mía ¿te hace falta algo para ser completamente feliz? ¿Puedo hacer algo para
proporcionarte mayor comodidad en este momento tan difícil de tu vida?
Mi ama volvió a llenarme de admiración. Podría haber sido un gran general o un merca-
der de grano, porque su sentido de la oportunidad era impecable.
–Majestad, Tebas es la ciudad donde he nacido. No puedo ser completamente feliz en
ningún otro lugar de Egipto. Suplico de tu generosidad y comprensión para que permitas que
tu hijo nazca aquí, en Tebas. ¡Por favor, no me obligues a regresar a Elefantina!
Contuve el aliento. La sede de la corte era un asunto de Estado. Trasladarla de una ciu-
dad a otra era una decisión que afectaba a las vidas de miles de ciudadanos. Era una decisión
que no podía tomarse basándose en el capricho de una chiquilla que aún no había cumplido los
dieciséis años.
El faraón se sorprendió ante tal petición y se rascó la falsa barba.
–¿Quieres vivir en Tebas? ¡Está bien, entonces la corte se mudará a Tebas! –Se volvió
hacia mí–. Taita, diséñame un nuevo palacio. –Volvió a mirar a mi ama–. ¿Quieres que lo
construyamos allí, en la ribera occidental, querida? –preguntó señalando la orilla opuesta.
–La ribera occidental es fresca y bonita. Estoy segura de que allí seré muy feliz.
–En la orilla occidental, Taita. No ahorres en nada. Debe ser un hogar digno del hijo del
faraón, que se llamará Memnón, el que gobierna el amanecer. Será llamado el Palacio de
Memnón.
De esta manera tan sencilla mi ama acababa de cargarme con una montaña de trabajo e
iba acostumbrando al rey a las múltiples demandas que recibiría en nombre del hijo que lleva-
ba en las entrañas. A partir de entonces, el faraón nunca le negó nada de lo que pidiera, fue -
ran títulos u honores para aquellos a quienes apreciaba, limosnas para quienes tenía bajo su
protección, o comidas extrañas y exóticas para ella, que había que ir a buscar a los confines
del imperio. Creo que, como una criatura traviesa, disfrutaba poniendo a prueba los límites del
nuevo poder que ejercía sobre el rey.
Nunca había visto la nieve, pese a haber oído hablar de ella en mis fragmentarios recuer-
dos de infancia de la tierra montañosa en que nací. Mi ama pidió que le llevaran nieve para re-
frescarse la frente en el calor del valle del Nilo. El faraón ordenó de inmediato que se organiza -
ra un torneo de atletismo, durante el que se eligieron los cien corredores más veloces del Alto
Egipto, que fueron enviados a Siria en busca de nieve para mi ama con una caja especial que
diseñé al efecto para impedir que se derritiera. Ese fue probablemente el único de sus capri-
chos que no pudo ser satisfecho. Lo único que recibimos de las lejanas montañas fue un par -
che húmedo en el fondo de la caja.
En todo lo demás, se cumplieron sus deseos. En una ocasión estuvo presente cuando Ta-
nus daba al rey un informe sobre el orden de batalla de la flota egipcia. Mi ama permaneció
sentada en silencio en segundo plano hasta que Tanus terminó y se retiró. Luego comentó en
voz baja:
–He oído decir que el señor Tanus es el mejor general que tenemos. ¿No crees, divino
esposo, que sería justo ascenderle al cargo de Gran León de Egipto y confiarle el mando del
ejército del norte? –Una vez más, me espanté ante su descaro, pero el faraón asintió con aire
pensativo.
–Ya había pensado en esa posibilidad, querida, a pesar de que es todavía muy joven para
el cargo.
Al día siguiente Tanus fue llamado a presencia del rey y salió de la audiencia como Gran
León de Egipto y comandante del ala norte del ejército. El anciano general que le había prece-
dido fue jubilado con una importante pensión y relegado a una sinecura dentro de la casa real.
Desde entonces, Tanus tuvo trescientas naves y casi treinta mil hombres a sus órdenes. El as-
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censo significaba que pasaba a ocupar el cuarto lugar en el mando del ejército, sólo precedido
por Nembet y un par de viejos decrépitos.
–El señor Tanus es un hombre orgulloso –me informó la señora Lostris, como si yo lo ig-
norara por completo–. Si alguna vez le dices que yo intervine en su nombramiento, te venderé
al primer mercader sirio que encuentre –amenazó.
En todo aquel tiempo, su vientre, que en una época fue terso y plano, se iba hinchando.
A pesar del montón de trabajo que tenía, me vi obligado a transmitir diariamente partes sobre
su progreso, no sólo al palacio, sino también al cuartel general del ejército del norte.
A medida que avanzaba el embarazo de mi ama, pude lograr que redujera sus activida-
des. Le prohibí que visitara los hospitales y orfanatos, por temor de que a ella o a su hijo les
contagiaran los piojos o las enfermedades de los pobres. Durante las horas de más calor del
día, insistía en que descansara bajo el techo de paja que había construido en el jardín del gran
visir. Cuando se quejaba de aburrimiento por la forzosa inactividad, el faraón le enviaba a sus
músicos para entretenerla y yo abandonaba mi trabajo en el Palacio de Memnón para hacerle
compañía, contarle cuentos o conversar sobre las últimas proezas de Tanus.
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Era muy estricto con su dieta y no le permitía beber ni vino ni cerveza. Ordené a los jar -
dineros de palacio que nos dieran frutas y verduras frescas todos los días y me impuse la obli-
gación de quitarle toda la grasa a la carne que ella comía porque sabía que provocaría inactivi -
dad al niño que llevaba en su seno. Le preparaba personalmente las comidas y cada noche,
cuando la acompañaba a su dormitorio, preparaba una poción especial de hierbas y jugos para
fortalecer al niño.
Por supuesto, cuando se le antojaba comer un guiso de hígado y riñones de gacela, o en-
salada de lenguas de alondra o asado de pechuga de avutarda salvaje, el rey enviaba inmedia-
tamente cien cazadores al desierto para proporcionarle tales delicias. Yo me abstuve de infor-
mar al señor Tanus acerca de aquellas extrañas necesidades de mi ama por temor de que, en
lugar de proseguir la guerra contra el falso faraón, el ejército del norte fuera enviado al desier-
to a cazar gacelas, alondras o avutardas.
A medida que se acercaba la fecha del parto me costaba más conciliar el sueño. Le había
prometido un príncipe al rey, pero él no esperaba que su heredero llegara tan precipitadamen-
te. Hasta un dios es capaz de contar los días transcurridos desde el festival de Osiris. No esta-
ba en mis manos evitar que la criatura resultara una princesa, pero por lo menos podía prepa -
rar al rey para su temprana llegada.
El faraón había adquirido un agudo interés por el tema del embarazo y el parto, que por
el momento rivalizaba con su obsesión por los templos y las tumbas. Prácticamente todos los
días tenía que tranquilizarle, asegurándole que las caderas algo estrechas de la señora Lostris
no serían obstáculo para un parto normal y que su tierna edad, lejos de resultar perjudicial,
era altamente favorable para que nuestra empresa tuviera un final feliz.
Aproveché la oportunidad para informarle del hecho interesante pero poco conocido de
que muchos de los grandes atletas, guerreros y sabios de la historia habían sido prematura-
mente expuestos a la luz del día.
–Creo, majestad, que es algo así como el caso del holgazán que permanece demasiado
tiempo en la cama, mientras que los grandes hombres son siempre madrugadores. He notado
que tú, divino faraón, siempre estás en pie antes del amanecer. No me sorprendería enterarme
de que también tu nacimiento fue prematuro. –Sabía que no era así pero, por supuesto, él no
iba a contradecirme–. Sería una circunstancia sumamente propicia que este príncipe imitara a
su padre, separándose antes de tiempo del vientre de su madre. –Esperaba no haberme ex-
tendido demasiado en el tema pero mi elocuencia pareció convencer al rey.
En definitiva, la criatura cooperó ampliamente extendiendo en casi dos semanas la per-
manencia lógica en el vientre de su madre y yo no hice nada por apresurar su nacimiento. La
duración del embarazo era tan cercana a lo normal que ninguna mala lengua podría decir
nada, pero, en cambio, el faraón fue bendecido por el nacimiento prematuro que había llegado
a considerar tan deseable.
No me sorprendió que los primeros síntomas comenzaran a la hora más intempestiva.
Rompió aguas durante la tercera guardia de la noche. El horario me dio una excusa para pres-
cindir de los servicios de una partera. No confío en esas brujas con sangre seca bajo las uñas
largas y descuidadas.
Una vez que empezó, Lostris manejó el asunto con su habitual aplomo y celeridad. Ape -
nas había tenido tiempo de despertar del todo, lavarme las manos en vino caliente y exponer
mi instrumental a la llama de la lámpara, cuando me dijo alegremente:
–Será mejor que vuelvas a mirar, Taita. Creo que está sucediendo algo. –Le hice caso, a
pesar de saber que era demasiado pronto. Una sola mirada fue suficiente y llamé a gritos a sus
esclavas.
–¡Rápido, perezosas! ¡Id a buscar a las esposas reales!
–¿A cuáles? –preguntó la primera muchacha, entrando en la habitación casi desnuda y
medio dormida.
–¡A todas! ¡A cualquiera de ellas! –Ningún príncipe podía heredar la doble corona a me-
nos que hubiese nacido ante testigos dispuestos a declarar que no hubo posibilidades de cam-
biar al recién nacido.
Las reales damas empezaron a aparecer justo cuando la criatura asomó por primera vez.
Mi ama sufrió una fuerte contracción y apareció la parte superior de la cabeza. Yo temía que
estuviera coronada por una melena de rizos dorados, pero para mi alivio alcancé a ver una es-
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Río sagrado Wilbur Smith
pesa pelusa oscura, parecida a la de las nutrias de río. Tiempo después su color comenzaría a
cambiar y un tono rojizo empezaría a resplandecer entre los rizos negros, pero sólo a la luz del
sol.
–¡Empuja! –ordené a mi ama–. ¡Empuja con fuerza! –Los jóvenes huesos de su pelvis,
todavía sin la rigidez de los años, se abrieron para dar paso al niño, cuyo camino estaba bien
lubricado. La criatura me cogió desprevenido. Salió como sale la piedra de la honda y su pe-
queño cuerpo resbaladizo casi se me escapa de las manos.
Antes de que lograra sostenerlo, mi ama hizo un esfuerzo por apoyarse sobre los codos.
Tenía el pelo mojado por el sudor y una expresión de desesperada ansiedad.
–¿Es varón? ¡Dímelo! ¡Dímelo!
Las damas reales que llenaban la habitación fueron testigos del primer acto que realizó la
criatura al ingresar en nuestro mundo. De un pene del tamaño de mi dedo meñique, el príncipe
Memnón, primero de ese nombre, lanzó un chorro de orina que casi llegó hasta el techo. Yo
me encontraba en su camino y me empapó.
–¿Es un varón? –volvió a preguntar mi ama y un coro de voces contestó al unísono.
–¡Un varón! ¡Salud, Memnón, príncipe heredero de Egipto!
Yo no lograba hablar porque me ardían los ojos, no sólo a causa de la orina real, sino
también por las lágrimas de alegría y alivio que me provocó el llanto del recién nacido, un llan -
to furioso y malhumorado.
Movía los brazos y pataleaba con tanta fuerza que me costaba sujetarlo. Cuando se me
aclaró la vista pude ver el cuerpo fuerte y delgado, y la pequeña y orgullosa cabeza coronada
por la espesa mata de pelo oscuro.
Hace mucho que he perdido la cuenta de la cantidad de niños que he traído al mundo,
pero en mi experiencia no hubo nada que me preparara para lo que acababa de vivir. Toda mi
capacidad de amor se cristalizó en aquel momento. Supe que se acababa de iniciar algo que
duraría toda una vida y que cada día sería más fuerte. Supe que mi vida acababa de dar un
giro y que ya nada volvería a ser como antes.
Mientras cortaba el cordón umbilical y bañaba a la criatura, me sentí invadido por una
sensación de temor reverente, casi religioso, que jamás había experimentado en el santuario
de ninguno de los dioses de Egipto. Mis ojos y mi alma se solazaron con aquel cuerpo pequeño
y perfecto, y con aquella carita colorada y arrugada en la que la fuerza y el valor se reflejaban
con tanta claridad como en el rostro de su verdadero padre.
Lo puse en brazos de su madre y pronto encontró el pezón hinchado al que se agarró
como se agarra el leopardo al cuello de la gacela. Mi ama me miró en aquel momento. Yo no
podía hablar, pero no había palabras que pudieran expresar lo que pasó silenciosamente entre
nosotros. Ambos sabíamos que algo maravilloso acababa de empezar aunque no alcanzáramos
a comprenderlo completamente.
La dejé feliz con su hijo y me encaminé a informar al rey. No tenía prisa. Sabía que ya le
habrían dado la noticia. Las damas reales no se caracterizan por su discreción. Lo más proba -
ble era que el rey ya se encontrara camino del harén.
Me detuve en el jardín, con una sensación de irrealidad. Amanecía y AmónRa, el dios del
sol, asomaba sobre las colinas del este. Murmuré una oración de agradecimiento. Mientras mi-
raba hacia arriba una bandada de palomas del palacio sobrevoló el jardín. Los rayos del sol ilu-
minaban sus alas que resplandecían como joyas en el cielo.
Entonces vi una mancha negra en la distancia; enseguida la reconocí, era un halcón que
llegaba del desierto. Plegó las alas y descendió en picado. Había elegido como presa al ave que
iba a la cabeza de la bandada de palomas y el golpe fue mortalmente preciso. Hubo un revolo-
teo de plumas parecido a una nube de humo hasta que la paloma murió. El halcón siempre
agarra a su víctima y se deja caer a tierra aprisionándola con las garras.
Esta vez no fue así. El halcón mató a la paloma y luego abrió las garras y la soltó. El
cuerpo del ave cayó y, lanzando un grito agudo, el halcón empezó a sobrevolar mi cabeza.
Trazó tres círculos y tres veces lanzó aquel grito de guerra. El tres es uno de los números má-
gicos más poderosos. Comprendí que aquél no era un hecho natural. El halcón era un mensa-
jero; quizás se trataba del mismo Horus en su otra personificación.
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Río sagrado Wilbur Smith
El cuerpo de la paloma cayó a mis pies; algunas gotas de su sangre tibia salpicaron mis
sandalias. Supe que era una señal del dios. Un auspicio de protección para el infante. También
comprendí que era una exhortación para mí. El dios lo encomendaba a mi cuidado.
Cogí la paloma muerta y la alcé hacia el cielo.
–Acepto jubiloso la confianza que has depositado en mí, ¡oh, Horus! A lo largo de mi vida
seré fiel a esa confianza.
El halcón dejó oír un último y salvaje grito y se alejó; con rápidos aleteos cruzó las an-
chas aguas del Nilo y regresó a las praderas occidentales del paraíso donde habitan los dioses.
Arranqué una pluma a la paloma y la coloqué bajo el colchón del príncipe para que le die-
ra buena suerte.
La alegría y el orgullo que sentía el faraón por el nacimiento del heredero no tenían lími-
tes. Declaró aquel día festivo y durante una noche entera los ciudadanos del Alto Egipto canta-
ron y bailaron en las calles, se solazaron con la carne y el vino del faraón y bendijeron al prín-
cipe Memnón por cada bocado que consumieron. El hecho de que fuese hijo de mi ama Lostris,
a quien tanto amaban, hizo que la ocasión fuese aún más alegre.
Mi ama era tan joven y fuerte que a los pocos días ya estuvo en condiciones de compare-
cer ante la corte en pleno amamantando a su hijo. Sentada en el pequeño trono que había
bajo el del rey, era un hermoso cuadro de juvenil maternidad. Cuando abrió su vestidura y le-
vantó uno de sus pechos hinchados de leche para alimentar al infante, la vitorearon con tanta
fuerza que asustaron al niño. La criatura soltó el pecho de su madre, rugió con la cara roja de
furia y el país entero se enamoró de él.
–Es un león –decían–. Tiene el corazón lleno de sangre de reyes y de guerreros.
Una vez que lograron tranquilizar al príncipe y volvió a prenderse del pecho de su madre,
el faraón se puso en pie para dirigirse a sus súbditos.
–Reconozco a esta criatura como mi hijo y descendiente directo de mi sangre. Es mi pri-
mogénito y será faraón después de mí. A vosotros, nobles señores y damas, a todos mis súb -
ditos encomiendo al príncipe Memnón.
Los vítores continuaban; ninguno de los presentes quería ser el primero en callarse para
que no se pusiera en duda su lealtad.
Durante la ceremonia permanecí en una galería superior en compañía de otros sirvientes
y esclavos de la casa real. Estirando el cuello podía ver la alta figura del señor Tanus. Estaba
en la tercera fila debajo del trono, junto con Nembet y los otros jefes militares. Aunque vito -
reaba igual que el resto, pude leer la expresión de su rostro sincero, una expresión que trataba
de ocultar. Su hijo era declarado hijo de otro hombre y no podía hacer nada por impedirlo. Ni
siquiera yo, que tan bien le conocía, podía comprender hasta que punto era profundo su dolor.
El rey ordenó silencio y continuó hablando.
–También os encomiendo a la madre del príncipe, la señora Lostris. Que sepan todos los
hombres que, a partir de ahora, será la que se siente más cerca de mi trono. De hoy en ade-
lante la elevo al rango de principal consorte y esposa del faraón. Será llamada reina Lostris y
su rango sólo será precedido por el del rey y su príncipe. Más aún, hasta que el príncipe haya
llegado a la mayoría de edad, la reina Lostris actuará como mi regente y, cuando yo no pueda
hacerlo, presidirá la Nación en mi lugar.
No creo que hubiera un alma en todo el Alto Reino que no quisiera a mi ama, si excep-
tuamos alguna de las esposas reales mayores que no habían podido dar un heredero al faraón
y que en aquel momento se sintieron desbancadas por ella. Todos los demás demostraron su
amor en la aclamación con que recibieron el pronunciamiento del rey.
Para finalizar la ceremonia de nombramiento del heredero, la familia real abandonó el
salón. En el patio principal, el faraón subió al trineo real tirado por bueyes blancos y, con la
reina Lostris llevando al príncipe en brazos a su lado, avanzaron por la Avenida de los Carneros
hasta el templo de Osiris para ofrecer sacrificios al dios. A ambos lados de la avenida sagrada
se alineaban los ciudadanos de Tebas que demostraban su devoción al rey y su amor por la
reina y su hijo recién nacido a voz en cuello.
Aquella noche, mientras servía a Lostris y a la criatura, mi ama me susurró:
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Oh, Taita! ¿Viste a Tanus entre la multitud? ¡Qué día de alegría y de tristeza ha sido!
Tuve ganas de llorar por él. Le vi tan alto y tan valiente; y tuvo que ser testigo silencioso de
que le quitaran a su hijo. Te aseguro que estuve por ponerme en pie de un salto y gritar:
«¡Este es el hijo de Tanus, señor de Harrab, y yo amo a ambos!»
–Por el bien de todos, majestad, me alegro de que por una vez hayas sido capaz de con -
tener tu lengua.
Ella lanzó una risita.
–¡Es tan extraño que tengas que llamarme así: majestad! Me hace sentir una impostora.
–Pasó al príncipe de un pecho al otro y, por ambos extremos del pequeño cuerpo, el niño lanzó
una doble descarga de aire de un volumen y resonancia realmente imperiales.
–No cabe duda de que fue concebido en medio de una tormenta de viento –comenté con
sequedad, y mi ama volvió a reír, pero de inmediato lanzó un suspiro.
–¡Pensar que mi amado Tanus nunca podrá compartir con nosotros estos momentos de
intimidad! ¿Te das cuenta de que ni siquiera ha tenido en brazos a Memnón y que tal vez nun -
ca lo pueda hacer? Creo que voy a volver a llorar.
–Te aconsejo que te contengas, ama. Si lloras, tal vez se te agrie la leche. –Una adver-
tencia de escasa veracidad científica pero eficaz para que hiciera lo que le pedía. Sofocó sus lá-
grimas.
–¿Hay alguna manera de que Tanus disfrute de nuestro hijo?
Lo medité durante algunos instantes y luego hice una sugerencia que le provocó una ex-
clamación de placer. Como para aprobar lo que acababa de sugerir, el príncipe volvió a dejar
escapar un viento resonante.
Al día siguiente, cuando el faraón vino a visitar a su hijo, la reina puso en práctica mi su-
gerencia.
–Querido y divino esposo, ¿has pensado en seleccionar tutores especiales para el príncipe
Memnón?
El faraón rió con indulgencia.
–No es más que un niño. ¿No crees que antes de que se le enseñen otras cosas debe
aprender a caminar y a hablar?
–Creo que sus tutores deberían ser nombrados ya, para que crezca conociéndolos.
–Muy bien. –El rey sonrió y colocó al niño sobre sus rodillas–. ¿A quién sugieres?
–Para cultivarlo, necesitamos a uno de nuestros grandes sabios. Una persona versada en
todas las ciencias y los misterios.
En los ojos del rey brilló una chispa de picardía.
–No creo conocer a nadie que responda a esa descripción –dijo, sonriéndome. La llegada
del niño había modificado el carácter del faraón; desde su nacimiento el rey se mostraba casi
jovial y no me habría extrañado que en cualquier momento me guiñara un ojo. Sin embargo,
su nueva actitud ante la vida no llegaba tan lejos.
La reina continuó hablando, sin dejarse amilanar por la respuesta de su real esposo.
–También necesitaremos un soldado versado en el arte de la guerra y el uso de las ar-
mas para que lo entrene como guerrero. Creo que debería ser alguien joven y de buena cuna.
Alguien de confianza, por supuesto, y leal a la corona.
–¿Y a quién sugieres para ese cargo, querida? Pocos soldados poseen todas esas virtu-
des. –No creo que hubiera astucia o malicia en la pregunta del faraón, pero mi ama no era
tonta. Inclinó graciosamente la cabeza y dijo:
–El rey es un hombre sabio y sabrá quién, entre todos sus generales, es el más indicado
para el cargo.
En la siguiente audiencia pública, el rey anunció quiénes serían los tutores del príncipe.
Taita, el esclavo y médico, sería responsable de la educación y el comportamiento de Memnón.
Esto prácticamente no sorprendió a nadie, pero hubo un rumor de comentarios cuando el rey
continuó diciendo:
–De ahora en adelante el Gran León de Egipto, señor de Harrab, será responsable de su
entrenamiento en el uso de las armas, en tácticas militares y en estrategia. –Por lo tanto,
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Río sagrado Wilbur Smith
cuando el señor de Harrab no estuviera en campaña, tendría el deber de servir al príncipe una
vez por semana.
Mientras esperaba que estuvieran listos los aposentos en el nuevo palacio que estaba
construyendo en la orilla opuesta del río, mi ama se mudó a un ala del palacio del gran visir
que daba al jardín que yo había plantado para su padre. Esto concordaba con su nuevo rango
de esposa principal. La audiencia semanal que el príncipe Memnón mantenía con sus tutores
oficiales tenía lugar bajo el techo de paja y en presencia de la reina Lostris. A menudo asistían
otros funcionarios o cortesanos y de vez en cuando venía el faraón en persona, acompañado
por toda su comitiva, de manera que casi siempre estábamos rodeados de gente.
Sin embargo, de vez en cuando nos encontrábamos los cuatro solos. La primera vez que
pudimos gozar de soledad, la reina Lostris puso al príncipe en brazos de su padre y fui testigo
de la alegría con que Tanus contempló el rostro de su hijo. Memnón estuvo a la altura de las
circunstancias vomitando sobre el uniforme de su padre, pero ni siquiera entonces Tanus lo
soltó.
A partir de entonces, reservamos todos los acontecimientos especiales de la vida de la
criatura para el momento en que estuviera presente su padre. Tanus le dio la primera cuchara-
da de papilla y el príncipe se sobresaltó tanto ante aquel sabor desconocido que arrugó la cari-
ta y escupió aquella repulsiva mezcla. Después empezó a berrear para que la leche de su ma-
dre le quitara aquel horrible sabor de boca. La reina Lostris lo cogió en brazos y, mientras Ta-
nus observaba fascinado, le dio el pecho. De repente Tanus se inclinó y sacó el pezón de la
boca del príncipe. Esto divirtió a todos, salvo al príncipe y a mí. Memnón se sintió ultrajado
ante aquel tratamiento y lo demostró. Yo me escandalicé. Imaginé al rey llegando inesperada-
mente para encontrar al Gran León de Egipto con un seno real en la mano y sin el menor de-
seo de soltarlo.
Cuando, con razón, protesté, mi ama dijo:
–No actúes como una vieja mojigata, Taita! Sólo es una diversión inocente.
–Una diversión sí. Pero dudo que sea inocente –murmuré; no había podido menos que
notar la luz que iluminó los rostros de ambos ante un contacto tan íntimo. La pasión flotaba en
el aire. Sabía que no se podrían contener mucho más y que hasta el sentido del deber y del
honor de Tanus acabaría por sucumbir ante un amor tan grande como el que se tenían.
Aquella misma tarde visité el templo de Horus y ofrecí un generoso sacrificio. Después
oré y le pedí al dios:
–Que la profecía de los Laberintos no tarde demasiado en cumplirse; ellos ya no pueden
contenerse y eso puede significar la muerte y la desgracia para todos.
A veces es preferible que los hombres no intenten alterar el destino ya que nuestras ora -
ciones pueden ser respondidas de modo inesperado.
Naturalmente, yo era el médico del príncipe, pero a decir verdad mi capacidad profesio-
nal no le hacía mucha falta. Había sido bendecido con la abundante salud y la fuerza precoz de
su padre. Su apetito y su digestión eran ejemplares. Devoraba con leonina voracidad cualquier
cosa que se le pusiera en la boca, y el alimento salía rápidamente por el otro extremo con la
forma y consistencia deseadas.
Dormía sin interrupción y despertaba llorando de hambre. Si le enseñaba un dedo, obser-
vaba cómo se movía de un lado al otro con sus inmensos ojos negros y en cuanto estaba a su
alcance lo cogía e intentaba levantarse. En este sentido triunfó mucho antes que ninguna otra
criatura que haya conocido. A la edad en que otros empezaban a sentarse ya gateaba y a la
edad en que otros empiezan a gatear ya daba sus primeros pasos.
Aquel día notable, Tanus estaba presente. Durante dos meses había estado en campaña,
pues las tropas del usurpador habían capturado Asyut. Aquella ciudad era esencial para nues-
tras defensas del norte y el faraón le había ordenado que viajara río abajo con toda su flota
para reconquistarla.
Tiempo después supe por Kratas lo feroz que había sido la lucha, pero al final Tanus lo-
gró vencer las defensas e hizo su entrada a la ciudad al frente de sus amados Azules. Obliga-
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Río sagrado Wilbur Smith
ron al pretendiente a huir e incluso a retroceder más allá de sus propios límites con considera -
bles pérdidas.
Tanus navegó de regreso a Tebas y a la gratitud del reino. El faraón le impuso otra con-
decoración, el Oro del Valor, y ordenó recompensar a las tropas que le habían ayudado a lo -
grar la victoria.
Tanus fue directamente de la audiencia con el rey al jardín donde le estábamos esperan-
do. Mientras yo montaba guardia en la entrada, mi ama y él se abrazaron con todo el fuego de
la larga separación. Por fin me vi obligado a separarlos pues aquel abrazo sólo podía conducir
en una dirección.
–Señor Tanus –dije con voz aguda–, el príncipe Memnón se impacienta.
Se separaron a regañadientes y Tanus se acercó al lugar donde el niño reposaba sobre
unas pieles de chacal extendidas en la sombra. Tanus hincó ante él una rodilla.
–¡Saludos, alteza real! Te traigo noticias de nuestro triunfo... –dijo en son de burla cari-
ñosa y Memnón lanzó un grito de alegría al reconocer a su padre; enseguida la resplandeciente
cadena de oro atrajo su mirada. Con gran esfuerzo se puso en pie, dio cuatro pasos, cogió la
cadena y se colgó de ella con ambas manos.
Todos aplaudimos y, sosteniéndose de la cadena, Memnón miró sonriente a su alrededor,
aceptando el aplauso como algo merecido.
–¡Por las alas de Horus! El metal amarillo le atrae tanto como a ti, Taita –dijo Tanus,
riendo.
–No es el oro lo que le atrae, sino la posibilidad de ganarlo –declaró mi ama–. Llegará el
día en que él también lucirá el Oro del Valor sobre el pecho.
–¡No lo dudes! –Tanus alzó al niño y Memnón chilló de placer y pataleó para animar a Ta-
nus a seguir jugando con él.
Para Tanus y para mí, los adelantos del niño marcaban el cambio de las estaciones con
tanta seguridad como la crecida y la bajada del río. También la vida de mi ama giraba alrede-
dor de aquellas horas que pasaba a solas con el niño y el hombre. Cada intervalo entre las vi -
sitas de Tanus le parecía insoportablemente largo, cada visita insoportablemente corta.
La inundación de aquel verano fue tan fructífera como habíamos previsto en la ceremonia
de las aguas celebrada en Elefantina. Cuando la crecida se retiró, los campos resplandecían
bajo la capa de limo negro. Poco más tarde los cubría el verde del cereal y de la fruta. Cuando
el príncipe dio sus primeros pasos, los graneros de Egipto estaban colmados y hasta las des-
pensas de los súbditos más pobres se encontraban bien provistas. En la ribera occidental, el
palacio de Memnón iba tomando forma y la guerra del norte se volvía en favor nuestro. Los
dioses sonreían al faraón y a todo su reino.
Los únicos descontentos eran los enamorados que, pese a estar tan cerca como para to -
carse, se encontraban separados por un golfo más ancho que el valle en que vivíamos. En dis-
tintas, pero numerosas ocasiones, me acusaban con la profecía de los Laberintos de AmónRa,
como si yo fuera personalmente responsable del cumplimiento de aquellas visiones. En vano
protestaba diciendo que no era más que el espejo en el que se reflejaba el futuro y no el que
movía las piedras en el tablero del destino.
El viejo año murió y el río comenzó a crecer un vez más, completando el círculo intermi -
nable. Esta era la cuarta inundación profetizada por los Laberintos. Yo deseaba tanto como
ellos que mi visión se cumpliera antes del fin de la temporada. Al ver que no sucedía, Tanus y
mi ama me reprendieron severamente.
–¿Cuándo estaré libre para unirme a Tanus? –suspiraba la reina Lostris–. Debes hacer
algo, Taita.
–No es a mí, sino a los dioses a quienes debes interrogar. Yo sólo puedo rezarles.
Cuando transcurrió otro año sin que se modificaran las circunstancias de nuestra vida,
hasta Tanus estaba amargado.
–Deposité tanta confianza en ti que hasta basé mi futura felicidad en tu palabra. Te juro,
Taita, que si no haces algo pronto... –Se interrumpió y me miró. La amenaza que implicaban
sus palabras me impresionó.
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Transcurrió otro año; incluso yo empezaba a perder fe en mi propia profecía. Estaba con-
vencido de que los dioses debían de haber cambiado de idea, o que lo que yo había visto era
sólo fruto de mi fantasía.
El príncipe Memnón tenía casi cinco años y su madre veintiuno, cuando en una de nues-
tras naves de exploración llegó un mensajero del norte con los ojos desorbitados.
–El Delta ha caído, el pretendiente rojo ha muerto. El Bajo Egipto está en llamas. Las ciu-
dades de Menfis y Avaris han sido destruidas. ¡Los templos han sido incendiados y han ardido
hasta los cimientos, las imágenes de los dioses han sido arrojadas al suelo! –informó a gritos.
El faraón replicó:
–No es posible. Me gustaría creerte pero no puedo. ¿Cómo va a suceder algo así sin que
nos enteremos? El usurpador poseía una gran fuerza; durante más de quince años hemos sido
incapaces de destronarlo. ¿Cómo y quién ha sido capaz de conseguirlo en un sólo día?
El mensajero temblaba de cansancio y de miedo; el viaje había sido largo y difícil y sabía
como trataban en Tebas a los portadores de malas noticias.
–El pretendiente rojo fue destruido sin tener tiempo de desenvainar la espada. Dispersa-
ron a sus ejércitos antes de que las trompetas de guerra pudieran dar la alarma.
–¿Cómo lo hicieron?
–No lo sé, Divino Egipto. Dicen que un nuevo y terrible enemigo ha surgido de Oriente,
que es veloz como el viento y que no existe nación capaz de resistir su furia. Aunque nunca lo
han visto, nuestros ejércitos se encuentran en plena retirada desde la frontera del norte. Ni los
más valientes se atreven a enfrentarse.
–¿Quién es ese enemigo? –preguntó el faraón. Y por primera vez notamos un dejo de te-
mor en su voz.
–Les llaman los reyes de los pastores. Los hicsos.
Tanus y yo habíamos bromeado con aquel nombre. Jamás volveríamos a hacerlo.
El faraón reunió al consejo de guerra en cónclave secreto. Tiempo después me enteré por
Kratas de lo tratado en aquellas deliberaciones. Tanus, por supuesto, jamás quebrantaría su
juramento, ni siquiera conmigo o con mi ama. Pero pude sonsacar a Kratas porque aquel que -
rido y pendenciero bribón no sabía defenderse de mis estratagemas.
Tanus había ascendido a Kratas al rango de Mejor de Diez Mil y le había entregado el
mando de los Guardias del Cocodrilo Azul. El lazo que los unía seguía siendo sólido como el pe-
dernal. Como comandante de regimiento, Kratas tenía derecho a asistir al consejo de guerra.
Pese a que por su bajo rango no estaba autorizado a hablar en las sesiones, nos relataba fiel-
mente todo lo que allí se decía.
El consejo estaba dividido. Por un lado estaban los ancianos, encabezados por Nembet, y
por otro, los jóvenes, liderados por Tanus. Por desgracia, la última decisión estaba en manos
de los ancianos que impusieron sus arcaicos puntos de vista.
Tanus quería retirar las fuerzas principales de la frontera y reforzar las defensas a lo lar-
go del río. Al mismo tiempo, quería enviar grupos de reconocimiento y de exploración para es-
tudiar la naturaleza del misterioso enemigo. Contábamos con espías en todas las ciudades del
norte, pero por algún motivo desconocido, todavía no se habían recibido informes de ellos. Ta-
nus quería reunir esos informes y estudiarlos antes de desplegar su fuerza principal para la ba-
talla.
–Sin saber con qué nos enfrentamos, es imposible trazar la estrategia correcta –dijo en
el concilio.
Nembet y su facción rechazaban todas las sugerencias de Tanus. El anciano almirante
nunca le perdonó la humillación que sufrió el día en que salvó la barca real cuando estaba a
punto de zozobrar. Su oposición a Tanus era más por principio que por la lógica o la razón.
–No cederemos un sólo metro cuadrado de nuestra tierra sagrada. Sugerirlo ya es una
cobardía. Nos enfrentaremos al enemigo y lo destruiremos allí donde lo encontremos. No baila-
remos ni flirtearemos con ellos como si fuéramos un grupo de muchachas de pueblo.
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–¡Señor! –rugió Tanus, enfurecido por la sugerencia de cobardía–. Sólo un imbécil, y vie-
jo además, tomaría una decisión antes de conocer los hechos. No tenemos ningún indicio en
que basarnos...
Fue en vano. Al final prevaleció la antigüedad de los tres generales que precedían en ran-
go a Tanus en el ejército.
Se le ordenó que viajara de inmediato al norte, para reunir a las tropas. Debía mantener
la frontera y hacerse fuerte allí. Se le prohibía efectuar una retirada estratégica hasta las coli-
nas anteriores a Asyut, que era la línea defensiva natural y desde la que los muros de la ciu-
dad proporcionaban una segunda línea defensiva. La flota y el ejército del norte se encontra-
rían bajo su mando directo, con trescientas naves de guerra para facilitar el transporte y domi-
nar el río.
Mientras tanto, Nembet avanzaría con el resto del ejército, incluyendo los regimientos de
la frontera con Cuch, en el sur. Ante aquel nuevo peligro, debía ignorarse la amenaza negra
del interior de África. En cuanto reuniera todas las tropas, Nembet viajaría hacia el norte con
los refuerzos para unirse a Tanus. En el término de un mes habrían formado un ejército inven -
cible de sesenta mil hombres y cuatrocientas naves. Mientras tanto, Tanus debía mantener la
frontera a toda costa.
Nembet finalizó sus órdenes con una severa amonestación.
–El señor de Harrab tiene órdenes de mantener todas sus fuerzas en la frontera. No se le
permite realizar incursiones o enviar partidas de exploración al norte.
–Mi señor Nembet, esas órdenes significan vendarme los ojos y atarme de pies y manos.
Me están negando la posibilidad de conducir esta campaña de una manera prudente y eficaz. –
Las protestas de Tanus fueron inútiles. Nembet se solazaba en la satisfacción de haber im-
puesto su autoridad sobre su joven rival; había conseguido vengarse en parte de él. En tan
mezquinas emociones humanas se apoya el destino de las naciones.
El faraón anunció personalmente su intención de ocupar el lugar que le correspondía a la
cabeza de su ejército. Durante mil años, el faraón siempre había estado presente cada vez que
se libraba una batalla decisiva. Aunque no pude menos que admirar el coraje del rey, deseé
que no hubiera elegido aquel momento para demostrarlo. El faraón Mamosis no era un guerre-
ro y su presencia haría poco para aumentar nuestras posibilidades de victoria. Tal vez la moral
de la tropa creciera cuando le vieran en la vanguardia, pero en realidad él y su comitiva serían
más un estorbo que una ayuda para Tanus.
El rey no viajaría solo rumbo al campo de batalla. Lo seguiría toda la corte, incluyendo a
su esposa principal y a su hijo. La reina debía ir acompañada de su séquito y el príncipe Mem -
nón de sus tutores, de manera que yo también viajaría hacia el norte, rumbo a Asyut y el fren-
te.
Nadie conocía ni comprendía al enemigo. Tuve la sensación de que mi ama y el príncipe
correrían un peligro innecesario. Por otra parte, la seguridad de un esclavo no tenía la menor
importancia, salvo para el esclavo mismo. Apenas pude cerrar los ojos la noche antes de que
zarpáramos rumbo a Asyut y el campo de batalla.
A medida que nos acercábamos al norte, cada vez eran más numerosos y preocupantes
los informes que llegaban del frente, echando un jarro de agua fría sobre nuestra alegría y
confianza. A menudo, durante el trayecto, Tanus subía a nuestra nave, aparentemente para
conversar conmigo sobre esos temas. Sin embargo, aprovechaba cada visita para pasar un
rato con el príncipe y su madre.
Nunca he estado de acuerdo con la costumbre de que las mujeres sigan al ejército a una
batalla. En tiempos de paz o de guerra ellas son una maravillosa distracción... Hasta un gue -
rrero del calibre de Tanus podía llegar a distraerse de su principal objetivo. Todos sus pensa-
mientos deberían concentrarse en la tarea encomendada; cuando se lo dije, se rió y me dio
palmadas en la espalda.
–Lostris y el niño me dan un motivo para luchar. No te preocupes, viejo amigo, defende -
ré como un león a este cachorro.
Pronto encontramos a los primeros guerreros en retirada, grupos de desertores que sa-
queaban los pueblos en su huida hacia el sur por las riberas del río. Con poca ceremonia y sin
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Río sagrado Wilbur Smith
ninguna vacilación, Tanus hizo degollar a varios centenares, ordenó colocar sus cabezas en pi-
cas o espadas y las plantó a lo largo del río en señal de ejemplo y advertencia. Después reunió
a los demás y los reagrupó al mando de oficiales de confianza. No hubo más deserciones y las
tropas permanecieron fieles a sus banderas. Un nuevo espíritu reinaba entre ellas.
Nuestra flotilla llegó a la ciudad amurallada de Asyut, que daba al río. Desafiando las ór -
denes dadas por Nembet, Tanus dejó allí una pequeña reserva estratégica de cinco mil hom-
bres al mando de Remrem. Después zarpamos hacia el norte, para ocupar nuestras posiciones
en la frontera, donde aguardaríamos la llegada del misterioso rey pastor.
La flota permaneció anclada a lo ancho del río en formación de batalla, pero las naves
contaban con escasa tripulación. Los soldados desembarcaron junto con el cuerpo principal de
infantería y se desplegaron por la orilla oriental del río.
Convencí al faraón de que permitiera que mi ama y el príncipe permanecieran a bordo de
la amplia y cómoda embarcación que los había llevado hasta allí. Era un lugar más fresco y
saludable, y la huida sería más veloz si nuestro ejército llegara a sufrir un revés.
El rey desembarcó con el ejército y estableció su campamento en los campos altos, más
allá de las riberas inundadas. Allí había un pueblo desierto; hacía años que sus habitantes ha-
bían abandonado la frontera que estaba en perpetua disputa con el falso faraón. Por allí siem-
pre había habido escaramuzas, por lo que los labradores abandonaron todo intento de trabajar
aquellos campos fértiles pero peligrosos. El pueblo abandonado se llamaba Abnu.
La crecida del Nilo había comenzado a ceder pocas semanas antes de nuestra llegada a
Abnu y, aunque el agua todavía corría con fuerza por los canales de regadío y los campos eran
pantanos de barro negro, el curso principal del río se había replegado hacia las orillas perma -
nentes del Nilo.
Dentro de las restricciones impuestas por Nembet, Tanus comenzó los preparativos para
enfrentarse al enemigo. Los regimientos acamparon en sus respectivas posiciones de combate.
Astes comandaba la flota del río, Tanus se hizo cargo del centro con su flanco izquierdo ancla -
do en el Nilo, y Kratas estaba al mando del ala derecha.
El desierto se extendía hacia el este, grisáceo y amenazador. Ningún ejército podría so -
brevivir en aquel lugar desolado, ardiente y seco. Nuestro flanco derecho era seguro e inex-
pugnable.
Lo único que sabíamos sobre los hicsos era que habían llegado por tierra y que no po -
seían flota propia. Tanus suponía que se enfrentaría a ellos en tierra firme y que sería un en-
cuentro de infanterías. Sabía que podía impedir que los hicsos cruzaran el río y, por lo tanto,
podría presentarles batalla en el campo de su elección. Lo ideal habría sido que no fuera en
Abnu, pero Nembet lo había decidido así. El pueblo de Abnu se alzaba en una loma de poca al-
tura, rodeado de campos sin cultivar. Por lo menos aseguraba una buena visibilidad, y tendría -
mos al enemigo en la mira mucho antes de que pudiera presentarnos combate.
Tanus tenía a sus órdenes a treinta mil de los mejores soldados de Egipto. Yo jamás ha-
bía visto una fuerza tan importante. En realidad, dudo que alguna vez se hubiera reunido un
ejército de ese tamaño en el valle del Nilo. Muy pronto llegaría Nembet con otros treinta mil
hombres. Entonces se convertiría en el ejército más grande de la historia.
Acompañé a Tanus a inspeccionarlo. La moral de la tropa había subido desde que Tanus
se había hecho cargo del mando. Tal vez la presencia del faraón también hubiera contribuido a
animarlos. Vitorearon a Tanus cuando éste recorrió sus filas. Me sentí alentado y aliviado al
comprobar que eran una verdadera multitud y que su estado de ánimo era tan alegre.
No podía imaginar que existiera enemigo lo suficientemente poderoso para abatirnos.
Contábamos con doce mil arqueros con cascos de cuero lustrado y petos de cuero almohadilla-
do capaces de detener una flecha, a menos que fuera disparada a muy corta distancia. Había
ocho mil lanceros, con largos escudos de piel de hipopótamo, duro como el bronce. Los diez
mil soldados armados de espadas, con gorros de piel de leopardo, también iban armados con
hondas, cuyas piedras podían romper un cráneo a cincuenta pasos de distancia.
Mientras observaba a Tanus instruyendo a aquella masa ingente de hombres armados,
me sentía confiado. Sin embargo, me preocupaba no saber más de los hicsos y de la fuerza
que reunían. Señalé a Tanus que el consejo de guerra le había prohibido enviar patrullas de re-
conocimiento por tierra, pero que nunca se había mencionado la posibilidad de utilizar naves
para ese propósito.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Debiste haber sido escriba legal –rió Tanus–, puedes lograr que las palabras bailen al
son de la música que se te ocurra interpretar. –Pero le ordenó a Hui que navegara hacia el
norte con una escuadra de veloces naves y que llegara hasta Minich, o hasta donde encontrara
al enemigo. Se trataba del mismo Hui que habíamos capturado en Gallala y que había sido uno
de los alcaudones de Basti. Bajo la protección de Tanus, el joven bribón había ascendido con
rapidez y en aquel momento comandaba una escuadra de naves.
Hui tenía órdenes estrictas de evitar enfrentamientos y de regresar a informar en cuatro
días. Obediente, al cuarto día regresó. Había llegado a Minich sin ver otra nave y sin encontrar
resistencia alguna. Todos los pueblos al borde del río estaban desiertos y la ciudad de Minich
había sido saqueada e incendiada.
Pero Hui había logrado capturar a un puñado de desertores del destrozado ejército del
falso faraón. Eran las primeras personas que interrogábamos que habían sido testigos oculares
de la invasión de los hicsos. Pero ninguno de ellos llegó a luchar contra el ejército del rey de
los pastores. Todos habían huido al ver que se aproximaba. Por lo tanto, los informes que nos
dieron eran tan improbables y confusos que resultaban completamente increíbles.
¿Cómo íbamos a creer en la existencia de un ejército que navegaba por el desierto en
naves veloces como el viento? Según nuestros informadores, las nubes de polvo que flotaban
sobre la extraña flota eran tan altas que oscurecían el número de atacantes e infundían terror
en cualquier ejército que los viera avanzar.
–No son hombres –informaron los prisioneros–. Son espíritus malignos del otro mundo
que vuelan sobre los vientos endemoniados del desierto.
Después de interrogar cuidadosamente a los prisioneros y de comprobar que ni con car-
bón ardiente en la cabeza alteraban su informe, Tanus ordenó su sumaria ejecución. No quería
que aquellas locas historias comenzaran a circular e hicieron cundir el desaliento entre nues-
tras fuerzas que tan recientemente habían recuperado el valor.
Tras diez días de espera en Abnu, recibimos informes de que Nembet, por fin, ya estaba
en camino con refuerzos y que tardaría en llegar a Asyut unas dos semanas. El efecto que esta
noticia tuvo sobre la tropa fue maravilloso: los gorriones se hicieron águilas de golpe. Tanus
ordenó que se les diera una ración extra de cerveza y de carne para celebrar la buena nueva.
El suculento olor de la grasa de carnero llenaba la noche y el sonido de risas y canciones no se
desvaneció hasta la última guardia.
Había dejado a mi ama a bordo de la nave, en compañía de su hijo, para bajar a tierra a
atender una llamada de Tanus. Quería que estuviera presente en el último consejo de guerra
que iba a celebrar con los comandantes del regimiento.
–Viejo bribón, tú que eres una inagotable fuente de conocimientos, tal vez puedas decir-
nos cómo hundir una flota que navega por tierra firme.
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Río sagrado Wilbur Smith
de volver a fijar la vista en ella. Al principio no me alarmé, pues tuve que mirarla durante un
rato para darme cuenta de que se movía.
–¡Qué extraño! –pensé en voz alta–. Tal vez sea el principio del jamsin.
Pero no era la estación del jamsin y el aire no estaba cargado de fuerzas maléficas,
anuncios de las tormentas del desierto; por el contrario, la mañana era fresca y fragante.
Mientras así discurría, la nube se fue extendiendo y ensanchando. La base se apoyaba en
tierra en lugar de estar suspendida en el aire. Sin embargo, para proceder de este mundo era
demasiado ancha y veloz. Una bandada de pájaros podía moverse a esa velocidad y las lan-
gostas podían alzarse hacia el cielo con la misma densidad, pero aquello no era ni una cosa ni
otra.
Aunque la nube era de un amarillo ocre, al principio no pude creer que fuera polvo. He
visto a los órices galopar en grandes manadas a través de las dunas en sus migraciones anua-
les y nunca los vi levantar semejante polvareda. Podría haber sido el humo provocado por un
incendio, pero en el desierto no había nada que pudiera quemarse. Tenía que ser polvo, y sin
embargo me costaba creerlo. Crecía y se acercaba con rapidez mientras la miraba atónito y
perplejo.
De pronto vi un resplandor en la base de la gran nube y me sentí transportado a la visión
de los Laberintos de AmónRa. Era la misma escena. La primera fue fantasía; ésta era realidad.
Supe que aquellos reflejos procedían de armaduras de guerra y de espadas de bronce bruñido.
Empecé a caminar y, solo, en lo alto de la colina, grité al viento una advertencia que nadie es-
cuchó.
Entonces oí las trompetas de guerra en el campamento. Los piquetes de vigilancia tam-
bién habían visto la nube de polvo, y hacían sonar la alarma. El sonido de las trompetas forma-
ba parte de mi visión. Su estridente y acelerada melodía amenazaba con hacerme estallar el
cráneo y conseguía estremecerme el corazón y congelarme la sangre. Sabía por la visión que
aquel día fatídico caería una dinastía y que las langostas de Oriente devorarían la esencia de
nuestro Egipto. Estaba aterrorizado y temía por mi ama y por la criatura que formaba parte de
esa dinastía.
A mis pies, el campamento era un hervidero de hombres que corrían a las armas. Eran
las abejas de la colmena derribada que pululaban en un enjambre desordenado. Los gritos de
los sargentos y las órdenes de los capitanes eran prácticamente ahogados por el ronco sonido
de los cuernos.
Vi al faraón salir de su tienda en medio de un grupo de hombres fuertemente armados.
Lo empujaron hasta la cima de la colina; habían instalado su trono entre las rocas, desde don-
de se veía la llanura y el ancho cauce del río. Lo alzaron para sentarlo en el trono, le dieron el
cayado y el azote, y le colocaron la doble corona. El faraón permaneció sentado como una es -
tatua de mármol, con el rostro blanco como la ceniza, mientras los regimientos formaban para
la batalla. Tanus había instruido bien a sus hombres y, después de los primeros momentos de
confusión, volvió rápidamente a reinar el orden.
Bajé la colina a la carrera para estar cerca del rey, y fue tan rápida la respuesta de las
divisiones de Tanus que cuando llegué al pie del trono, sus divisiones se extendían por la plani-
cie como una serpiente en espiral, preparadas para enfrentarse a la nube amarillenta de polvo
que se les aproximaba.
Kratas ocupaba el flanco derecho con su división. En el primer declive de la colina reco-
nocí su alta figura entre el abanico de oficiales que le rodeaba. Tanus y los suyos estaban justo
debajo de donde yo me encontraba, tan cerca que podía oír sus conversaciones. Hablaban del
avance del enemigo en términos fríos y académicos, como si fuera un mero problema teórico
del curso de instrucción de oficiales.
Tanus había distribuido sus fuerzas en la formación clásica: los lanceros pesados ocupa-
ban la vanguardia; prepararon sus escudos y apoyaron las puntas de las lanzas en el suelo.
Las cabezas de bronce de las lanzas resplandecían a la luz del sol del amanecer y el porte de
los hombres era tranquilo y grave. Detrás de ellos estaban los arqueros con los arcos extendi -
dos y tensos. Detrás de cada arquero había un joven ayudante con las flechas. Durante la ba-
talla, se encargarían de recoger las flechas del enemigo para unirlas a las suyas. Los espada -
chines estaban en la reserva, tropas ligeras y veloces capaces de tapar una brecha o aprove-
char un punto débil de las formaciones enemigas.
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Río sagrado Wilbur Smith
Los movimientos de una batalla se parecían a los del tablero de bao. Había aperturas clá-
sicas con defensas preestablecidas, desarrolladas a lo largo de los siglos. Yo las había estudia-
do y había escrito tres de los rollos de papiro definitivos sobre el tema de tácticas militares que
debían estudiar los oficiales que recibían instrucción en Tebas.
En aquel momento, al analizar las disposiciones adoptadas por Tanus, no pude encon-
trarles defecto alguno y mi confianza aumentó. ¿Cómo iba a vencer un enemigo a aquellas
huestes de veteranos bien entrenados y endurecidos en la guerra y a aquel brillante y joven
general que jamás había perdido una batalla?
Después volví a mirar aquella inquietante nube amarilla que avanzaba y mi confianza fla-
queó. Aquello superaba toda tradición militar, toda experiencia de combate en nuestra larga y
orgullosa historia. ¿Nos enfrentábamos a hombres mortales o, como se rumoreaba, a espíritus
maléficos?
Me quedé mirando el remolino de nubes; estaba tan cerca que pude distinguir formas os-
curas entre las siniestras cortinas de polvo. Se me pusieron los pelos de punta al reconocer las
siluetas en forma de naves de las que nos habían advertido nuestros prisioneros. Pero eran
más pequeñas y veloces que una nave en el agua, y aún más veloces que cualquier criatura en
la Tierra.
Resultaba difícil seguir cualquiera de aquellas siluetas con la mirada; eran etéreas y rápi-
das como mariposas a la luz de una linterna; rodaban, zigzagueaban y desaparecían entre las
movedizas nubes, de manera que cuando reaparecían era imposible saber si se trataba de la
misma o de otra semejante. No había manera de contarlas, ni siquiera de adivinar lo que venía
detrás, pues la nube de polvo se extendía hasta el horizonte del que habían surgido.
Aunque nuestras filas permanecían firmes y serenas a la luz del sol, pude notar el temor
que había hecho mella en ellas. La conversación de los oficiales de Tanus cesó; permanecían
en un silencio expectante y lleno de admiración mientras observaban desplegarse al enemigo.
Entonces me di cuenta de que la nube de polvo ya no avanzaba hacia nosotros. Pendía
en el cielo y gradualmente comenzó a asentarse y a aclararse, de modo que pude distinguir
vagamente los vehículos que iban a la vanguardia. Pero estaba tan confuso y alarmado que
ahora no podría decir si eran mil o más.
Más tarde aprendimos que aquel tiempo muerto formaba parte del plan de ataque del rey
de los pastores. Yo lo ignoraba entonces, pero durante aquella parada saciaban su sed y se
reagrupaban para el avance final.
En nuestras filas reinaba un terrible silencio, tan profundo que el susurro de la brisa reso-
naba con fuerza entre las rocas de la colina en la que nos encontrábamos. El único movimiento
era el de nuestras banderas ondeando al viento a la cabeza de cada división. Me reconfortó ver
el estandarte de los Cocodrilos Azules flameando en el centro de nuestras líneas.
Lentamente, las nubes de polvo se fueron asentando y pudimos ver las naves de los hi-
csos, fila tras fila. Todavía estaban demasiado lejos para distinguir los detalles, pero noté que
las de retaguardia eran mucho más grandes que las de vanguardia. Me dio la impresión de que
de techo llevaban velas de tela o de cuero. Vi que los hombres descargaban lo que me parecie-
ron grandes tinajas de agua y se adelantaban con ellas. Me pregunté qué clase de hombres se-
rían aquellos, capaces de consumir tanta agua. Todo lo que hacían aquellos extranjeros era un
enigma al que no encontraba explicación.
El silencio y la espera se prolongaron hasta que cada músculo y nervio de mi cuerpo pa-
recieron gritar a causa de la tensión. De repente, se pusieron de nuevo en movimiento.
Desde las filas delanteras, algunos de aquellos extraños vehículos iniciaron el avance ha-
cia nosotros. Un murmullo surgió de nuestras filas al comprobar la rapidez con que se movían.
Tras el breve período de descanso, parecían haber redoblado la velocidad. La distancia que nos
separaba se acortó y nuestras huestes lanzaron otra exclamación cuando vimos que cada
vehículo iba arrastrado por un par de bestias extraordinarias.
Eran de la altura del órix salvaje, con la misma crin en la cresta de sus arqueados cue-
llos. No tenían astas como los órices, y sus cabezas tenían una forma más esbelta. Los ojos
eran grandes y los ollares anchos. Las patas eran largas y terminaban en cascos. Avanzaban
con una gracia peculiar, apenas parecían tocar la superficie del desierto.
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Aun ahora, después de transcurridos tantos años, recuerdo con claridad la emoción que
sentí al ver un caballo por primera vez. Al mismo tiempo, aquellas maravillosas bestias nos
inspiraban a todos un profundo temor. Oí decir a uno de los oficiales:
–¡Sin duda esos monstruos son asesinos y comen carne humana!
Un escalofrío de horror recorrió nuestras filas mientras esperábamos que las bestias ca-
yeran sobre nosotros y nos devoraran como leones hambrientos. Pero el primero de los
vehículos viró y avanzó paralelo a nuestras primeras filas. Observé, admirado, que se movía
sobre discos giratorios. Al principio me sentí tan sorprendido que mi mente se negó a aceptar-
lo. En cualquier caso, mi primer encuentro visual con un carro me resultó casi tan emocionante
como los caballos que lo tiraban. Había una larga lanza entre la yunta de caballos conectada
con un eje, según supe después. El alto guardabarros estaba cubierto de metal dorado y los
paneles laterales eran bajos para que el arquero pudiera disparar sus flechas a ambos lados.
Abarqué todo con una sola mirada para después centrar mi atención en los discos girato-
rios sobre los que el carro se desplazaba con tanta suavidad y rapidez aun en terreno desigual.
Durante miles de años, nosotros, los egipcios, habíamos sido los hombres más cultos y civiliza-
dos de la Tierra; en cuanto a las ciencias y la religión habíamos superado ampliamente a todas
las naciones. Sin embargo, a pesar de nuestra cultura y sabiduría, nunca habíamos concebido
nada parecido. Nuestros trineos se arrastraban sobre patines de madera que desperdiciaban la
fuerza de los bueyes; acarreábamos grandes bloques de piedra sobre rodillos de madera sin
llegar a dar nunca el siguiente paso lógico.
Observé detenidamente la primera rueda y su simplicidad y belleza estalló en mi cabeza
como un rayo. Al momento comprendí su estructura y me desprecié por no haberla descubier-
to yo mismo antes. Había sido creada con altas dosis de ingenio, por lo que enseguida com-
prendí que aquella maravillosa invención nos destruiría, de la misma manera que había aniqui -
lado al usurpador rojo del Bajo Egipto.
El carro dorado cruzó veloz ante nuestro frente, lejos del alcance de los arcos. Aparté la
mirada de las milagrosas ruedas giratorias y de las aterradoras criaturas que de ellas tiraban y
miré a los dos hombres subidos en el carro. Uno de ellos iba inclinado sobre el guardabarros y
parecía controlar a las bestias por medio de cuerdas de cuero trenzado atadas a la cabeza de
los animales. El hombre más alto que iba detrás era un rey. Su porte imperial no dejaba lugar
a dudas.
No tardé mucho en ver que era asiático, de piel ambarina y nariz aguileña. Su barba era
negra, espesa y cuadrada a la altura del peto, rizada y artísticamente trenzada con cintas de
colores. Su armadura era una piel resplandeciente de escamas de pescado y la corona alta,
cuadrada y de oro llevaba imágenes en relieve de un dios extraño y tenía incrustaciones de
piedras preciosas. Sus armas colgaban del panel lateral del carro, al alcance de la mano. La
espada de hoja ancha tenía la empuñadura de plata y marfil. Junto a ella había dos carcajs lle-
nos de flechas emplumadas. El arco que el rey llevaba a su lado tenía una forma poco común
que no había visto nunca. No se trataba del arco sencillo y limpio de los egipcios; en el arco de
los hicsos, los dos extremos se curvaban hacia fuera.
Cuando el carro pasó frente a nuestras líneas, el rey clavó en el suelo una lanza con un
gallardete rojo en la punta. Los hombres que me rodeaban gruñeron alterados.
–¿Qué hace? ¿Para qué será esa lanza? ¿Será un símbolo religioso o nos estará desafian-
do?
Yo miraba el gallardete boquiabierto, pero tenía los sentidos embotados por todo lo que
acababa de ver y no le encontraba ningún significado. El carro continuó avanzando velozmen-
te, siempre fuera del alcance de nuestras flechas, y el asirio coronado clavó otra lanza. Des-
pués giró y volvió sobre sus pasos. Acababa de ver al faraón en su trono, bajo el que se detu-
vo. Los caballos estaban empapados en sudor. Los ojos giraban furiosos en sus órbitas y los
ollares se ensanchaban, exponiendo las mucosas rosadas. Movían la cabeza arriba y abajo; sus
crines semejaban la cabellera de una mujer flotando al viento bajo los rayos del sol.
El rey hicso saludó despectivamente al faraón Mamosis, Hijo de Ra, Divino Gobernante de
los Dos Reinos. Hizo un saludo lacónico e irónico con la mano enfundada. Después lanzó una
carcajada. El desafío fue tan evidente como si lo hubiera expresado en perfecto egipcio. Su risa
burlona llegó hasta nosotros y nuestros guerreros, furiosos, emitieron un sonido semejante a
los lejanos truenos del verano.
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ron en abanico y atacaron a toda velocidad nuestra desprotegida retaguardia, sin dejar de
arrojar sus proyectiles.
Cuando nuestras tropas se volvieron para responder al ataque, fueron atropelladas por
otra falange de carros veloces procedentes de la llanura. El primer asalto abrió a nuestro
ejército en dos, separando a Tanus de Kratas. Los siguientes carros dividieron las dos mitades
en grupos más pequeños y aislados. Ya no formábamos una masa compacta. Pequeños grupos
de cincuenta o cien hombres luchaban espalda contra espalda con el coraje de los condenados.
Los hicsos continuaban su interminable avance a través de la inmensa llanura. Detrás de
los carros ligeros de dos ruedas llegaron los pesados carros de guerra de cuatro ruedas, con
diez hombres cada uno. Vellones de oveja cubrían los laterales. Nuestras flechas chocaban con
total ineficacia contra la lana suave y espesa; nuestras espadas no alcanzaban a los hombres
situados en la alta caja del carro. Ellos, en cambio, conseguían clavar sus lanzas y romper las
confusas masas de nuestros soldados convirtiéndolos en pequeños nudos de aterrorizados su-
pervivientes. Cuando alguno de nuestros capitanes lograba reunir hombres para el contraata-
que, los carros de guerra se alejaban fuera de nuestro alcance. Con sus temibles arcos rom-
pían nuestros valientes ataques y, en cuanto titubeábamos, volvían a atacar.
Fui totalmente consciente del momento en que la batalla se convirtió en una inmensa
masacre. Los restos de la división de Kratas, en el flanco derecho, habían disparado sus últi-
mas flechas. Los hicsos identificaban a nuestros capitanes por sus cascos emplumados y los
mataron a casi todos. Los hombres, al quedar desarmados y sin líderes, se dieron a la fuga
arrojando sus armas y corriendo hacia el río. Pero era imposible superar la velocidad de los ca-
rros de los hicsos.
Las tropas en desbandada chocaron con la división de Tanus al pie de la colina y se en-
tremezclaron con ella. Aquella masa de hombres presa del pánico sofocó la poca resistencia
que Tanus todavía estaba en condiciones de ofrecer. El terror era contagioso y el centro de
nuestras líneas se quebró y trató de huir, pero los carros mortíferos los rodearon, como lobos
al rebaño.
En pleno caos, en medio de los despojos sangrientos y del tumulto de la derrota, sólo los
Azules permanecían firmes junto a Tanus y al emblema de los Cocodrilos. Formaban una pe-
queña isla entre un torrente de hombres vencidos. Ni siquiera los carros podían romper su uni -
dad porque, con el instinto del gran general, Tanus los agrupó y los hizo retroceder hasta un
lugar de rocas y barrancos donde los hicsos no podían atacarlos. Los Azules eran un muro, un
bastión alrededor del trono del Faraón.
Al estar junto al rey, me encontraba en medio del círculo de los héroes. Me era difícil se -
guir en pie, con todos aquellos hombres luchando a mi alrededor, impulsados hacia delante y
hacia atrás por la batalla, como algas que se aferran a una roca en medio del oleaje y la co -
rriente.
Vi que Kratas luchaba abriéndose paso desde la destrozada ala derecha para reunirse con
nosotros. Su casco emplumado atraía las flechas de los hicsos, que volaban alrededor de su
cabeza como una plaga de langostas, pero logró salir indemne y nuestro anillo se abrió para
recibirlo. Me vio y se rió, presa de inmensa satisfacción.
–¡Por los excrementos humeantes de Seth! Esto es más divertido que construir palacios
para pequeños príncipes, ¿verdad? –Kratas nunca había destacado por su ingenio y yo estaba
demasiado ocupado tratando de mantenerme en pie para molestarme en contestarle.
El y Tanus se encontraron cerca del trono. Kratas le sonrió como un imbécil.
–¡Ni por todo el tesoro del faraón me hubiera perdido esto! Quiero uno de esos trineos de
los hicsos. –Sin duda Kratas tampoco era uno de los más importantes ingenieros de Egipto.
Seguía convencido de que los carros eran una especie de trineos. Hasta allí llegaba su imagi-
nación.
Tanus se tocó el casco con la espada en señal de bienvenida y, aunque habló despreocu-
padamente, su expresión era grave; la de un general que acaba de perder una batalla, un
ejército y un imperio.
–Por hoy, nuestro trabajo aquí ha terminado –le dijo a Kratas–. Veamos si estos mons-
truos nadan tan bien como corren. ¡De regreso al río! –Entonces, hombro con hombro, ambos
se abrieron paso hacia el trono.
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Por encima de sus cabezas, más allá de nuestro pequeño anillo defensivo, podía ver
como nuestro ejército destrozado se dirigía al río, acosado aún por los escuadrones de carros.
Vi que el carro dorado del rey de los hicsos se apartaba de la formación y se encaminaba
hacia nosotros, pisoteando a nuestros hombres con los caballos y haciéndolos pedazos con los
resplandecientes cuchillos de las ruedas. El auriga detuvo los caballos antes de llegar a la ba-
rrera de rocas que nos protegía. Guardando el equilibrio sin dificultad, el rey de los hicsos me
apuntó desde el carro con su arco. Por lo menos eso fue lo que creí. Cuando me agaché para
esquivar la flecha, comprendí que no iba dirigida a mí. Pasó silbando sobre mi cabeza y me
volví para observar su vuelo. Fue a clavarse en el pecho del faraón.
El faraón lanzó un grito ronco y se tambaleó en su trono. No había sangre porque la mis-
ma flecha taponaba la herida; las plumas tenían bonitos tonos escarlatas y verdes. El faraón se
deslizó de costado y se desplomó hacia donde yo estaba. Abrí los brazos para recibirlo. Su
peso me hizo caer de rodillas, así que no vi alejarse al carro del rey de los hicsos, pero escuché
su risa burlona que se iba perdiendo en la distancia.
Tanus se inclinó sobre mí, que seguía sosteniendo al rey.
–¿Está malherido? –preguntó.
«Está muerto», pensé. El ángulo de entrada de la flecha y la profundidad de la herida só-
lo podían tener un final posible, pero contuve mis palabras antes de pronunciarlas. Sabía que
el ánimo de nuestros hombres decaería si el Gran Egipto moría. Así que me limité a decir:
–Está malherido. Pero si conseguimos llevarlo de vuelta a la nave, es posible que se re-
cupere.
–¡Traed un escudo! –rugió Tanus. En cuanto llegó el escudo colocamos suavemente en él
al faraón. Todavía no había sangre, pero yo sabía que se le estaba llenando el pecho, como si
fuera un tonel de vino. Palpé con rapidez, en busca de la cabeza de la flecha, pero no había
salido por la espalda del faraón. La punta todavía estaba profundamente enterrada entre sus
costillas. Corté la vara de la flecha que le sobresalía del pecho y lo cubrí con su chal de hilo.
–Taita –susurró el faraón–. ¿Volveré a ver a mi hijo?
–Sí, Poderoso Egipto, te lo juro.
–¿Y mi dinastía sobrevivirá?
–Tal como lo predijeron los Laberintos de AmónRa.
–¡Necesito diez hombres fuertes! –rugió Tanus.
Rápidamente los hombres requeridos se reunieron alrededor de la improvisada camilla y
entre todos alzaron al rey.
–¡Formación de tortuga! ¡A mí los Azules! –Juntando los escudos, los Azules formaron un
muro alrededor del rey.
Tanus corrió hacia el estandarte del Cocodrilo Azul que todavía flameaba y lo arrancó de
su asta. Se lo envolvió alrededor de la cintura y anudó las puntas.
–¡Si los hicsos quieren este estandarte tendrán que arrancármelo! –gritó y los hombres
vitorearon la loca bravata–. ¡Ahora todos juntos! ¡De regreso a las naves! ¡A paso redoblado!
En cuanto abandonamos el refugio de las rocas, los carros nos volvieron a atacar.
–¡Olvidaos de los hombres!–ordenó Tanus, encontrando por fin la clave–. ¡Matad a las
bestias! –Cuando el primer carro nos alcanzó, Tanus alzó su arco Lanata. Sus arqueros tam-
bién se prepararon y todos dispararon siguiendo su ejemplo.
La mitad de nuestras flechas no dio en el blanco porque corríamos por terreno desigual y
los arqueros estaban sin aliento. Algunas chocaron contra la caja del primer carro y se rompie-
ron o quedaron clavadas en la madera. Otras rebotaron contra los petos de bronce que cubrían
los pechos de los caballos.
Sólo una flecha dio en el blanco. Salió disparada del gran arco Lanata, sus plumas silba-
ron al viento y se clavó en la cabeza de uno de los caballos. La criatura cayó desplomada, en-
redando los tiros y arrastrando en la caída a su compañero, en medio de una nube de polvo y
de una lluvia de coces. Los que iban en el carro cayeron al suelo cuando el vehículo volcó, y los
carros que lo seguían se desviaron para no chocar contra los restos del primero. Un grito de
alegría surgió de nuestras filas y todos aceleramos el paso. Este fue nuestro primer éxito en
aquel aciago día.
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–¡A mí, los Azules! –rugió Tanus y luego comenzó a cantar. De inmediato los hombres
que lo rodeaban entonaron a gritos el himno de batalla del regimiento. Sus voces sonaban ten-
sas y ásperas a causa de la sed y del esfuerzo; aunque la canción fue mal entonada, su sonido
reanimaba los corazones y hacía bullir la sangre. Me puse a cantar con ellos, y mi voz se elevó
clara y dulce.
–¡Que Horus te bendiga, mi pequeño canario! –exclamó Tanus riendo, mientras corría-
mos hacia el río. Los carros nos rodearon y, por primera vez aquel día, notamos que comenza -
ban a dar muestras de cansancio. Habían presenciado el destino sufrido por sus camaradas.
Después tres de ellos, en formación en V, cargaron sobre nosotros.
–¡Apuntad a las cabezas de las bestias! –gritó Tanus y dio ejemplo lanzando una flecha
que derribó otro caballo. El carro volcó y quedó destrozado sobre el pedregoso terreno, provo-
cando la retirada del resto de los vehículos.
Cuando nuestra formación pasó junto al carro volcado, algunos de nuestros hombres co-
rrieron a apuñalar a los caballos que relinchaban atrapados bajo los restos del carro. Este acto
cruel y vengativo reflejaba el odio y el miedo rayano en la superstición que sentían hacia aque-
llos animales. También mataron a los aurigas, pero sin ningún rencor.
Con dos de sus carros destruidos, los hicsos fueron reacios a volver a atacar nuestra pe-
queña formación. Nos acercábamos rápidamente al pantano cubierto de barro y acequias que
marcaba el principio de la ribera. Creo que fui el único en darse cuenta de que el enemigo so-
bre ruedas no podría seguirnos a través del pantano.
Aunque corría junto a la camilla del rey, pude distinguir entre los huecos creados en
nuestras filas los mortíferos efectos de la batalla que se libraba a nuestro alrededor.
Éramos el único destacamento de supervivientes con alguna cohesión. El resto del ejérci-
to egipcio atravesaba la llanura sin orden ni concierto, totalmente aterrorizado, muchos de
ellos arrojando sus armas. Cuando se les acercaba un carro, caían de rodillas y alzaban los
brazos al cielo, en actitud de súplica. Los hicsos no daban cuartel. En vez de malgastar sus fle-
chas, los despedazaban con los cuchillos giratorios de las ruedas, o los mataban a punta de
lanza o a golpes de maza de piedra, destrozándoles la cabeza. Arrastraban a la víctima tras
ellos, todavía clavada a la lanza, hasta que la punta se desprendía. Sólo entonces abandona -
ban el cadáver en el polvo.
Jamás había visto carnicería semejante. En ninguna narración de antiguas batallas había
leído nada igual. Los hicsos degollaron a nuestros hombres a miles. La llanura de Abnu parecía
un campo de cereal después de la siega. Nuestros muertos se amontonaban como gavillas de
heno puestas a secar.
Durante mil años nuestros ejércitos habían sido invencibles y nuestras espadas habían
triunfado en todo el mundo. Allí, en los campos de Abnu, acababa de terminar una era. En me -
dio de aquella carnicería, los Azules cantaban, y yo con ellos, pese a tener los ojos inundados
de lágrimas por la vergüenza.
Cuando llegamos a la primera zanja de regadío, se nos acercó a toda velocidad otra for-
mación de carros, en columna de a tres. Lanzamos sobre ellos una lluvia de flechas, pero no
logró detenerlos. Los caballos jadeaban y los aurigas les gritaban palabras de aliento. Vi que
Tanus disparaba dos veces, pero en ambas ocasiones sus flechas se desviaron o erraron el
blanco a causa del zigzaguear de los carros en un terreno lleno de baches. La formación arrasó
como una tromba, rompiendo la tortuga de escudos entrelazados.
Dos de los hombres que llevaban la camilla del faraón quedaron despedazados por los
cuchillos de las ruedas y el rey herido cayó a tierra. Me puse de rodillas a su lado para cubrirlo
con mi cuerpo y así protegerlo de las lanzas de los hicsos, pero los carros no se detuvieron.
Nunca se detenían para impedir que los rodearan. Se alejaban velozmente antes de que nues-
tros hombres pudieran alcanzarlos con la espada. Sólo entonces viraban, se reagrupaban y
volvían a la carga.
Tanus me ayudó a levantarme.
–Si consigues que te maten, ¿quién quedará para componer una oda a nuestro heroís-
mo? –me reprendió. Enseguida gritó pidiendo hombres. Volvieron a levantar la camilla del rey
y corrieron con ella hasta la zanja más cercana.
Podía oír el chirrido de las ruedas de los carros que nos perseguían, pero no miré hacia
atrás. Suelo ser un excelente corredor, pero en aquel momento dejé atrás a los porteadores de
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la camilla como si tuvieran los pies encadenados al suelo. Traté de saltar al otro lado de la
zanja pero era demasiado ancha y me enterré en el barro hasta la rodilla. El carro que me per-
seguía chocó contra el terraplén de la zanja y una de sus ruedas se hizo pedazos. La caja del
vehículo cayó dentro de la zanja y estuvo a punto de aplastarme pero logré hacerme a un lado
justo a tiempo.
Rápidamente, los Azules mataron a puñaladas a los caballos y a los hombres que habían
quedado tendidos e indefensos en el barro. Aproveché el momento para acercarme al carro.
La rueda sana todavía giraba en el aire. Coloqué sobre ella la mano para estudiarla y la
dejé girar bajo mis dedos. Permanecí allí tan sólo el tiempo necesario para respirar hondo tres
veces; ya sabía tanto sobre la rueda como cualquiera de los hicsos y vislumbré la manera de
perfeccionarla.
–¡Por los melodiosos pedos de Seth! ¡Taita, si te pones a soñar en este momento, logra -
rás que nos maten a todos! –me gritó Kratas.
Volví a la realidad y me apoderé de uno de los arcos de puntas curvas que colgaba del
costado del carro y saqué una flecha del carcaj. Quería examinarlos con tranquilidad. Después
crucé la zanja, justo cuando el escuadrón de carros volvía a atacar, corriendo paralelo a la zan-
ja y disparando flechas sobre nosotros.
Los hombres que llevaban la camilla del rey me llevaban cien pasos de delantera y yo era
el último de nuestro pequeño grupo. A mis espaldas, los aurigas rugían de frustración al com-
probar que les era imposible seguirnos y dispararon una andanada de flechas a mi alrededor.
Una de ellas me golpeó en un hombro, pero la punta no llegó a clavarse y la flecha cayó. Me
hizo una pequeña herida que sólo descubrí mucho después.
Aunque ellos habían echado a andar mucho antes que yo, alcancé a los porteadores de la
camilla en el momento en que llegaban a la orilla principal del Nilo. Allí se amontonaban los su-
pervivientes de la batalla. Casi todos se encontraban desarmados y eran pocos los que no es-
taban heridos. Todos estaban movidos por un único deseo: regresar cuanto antes a los barcos
que los habían conducido hasta allí desde Tebas.
Tanus me llamó al verme.
–A partir de este momento, pongo al faraón en tus manos, Taita. Llévalo a bordo de la
nave real y haz todo lo que puedas por salvarle la vida.
–¿Y tú cuándo abordarás la nave? –pregunté.
–Mi deber está aquí, junto a mis hombres. Debo salvar a todos los que pueda y embar-
carlos. –Dicho esto, se alejó, dando órdenes tras identificar a sus capitanes y comandantes en-
tre aquella turba de vencidos.
Me acerqué al rey y me arrodillé junto a la improvisada camilla. Todavía vivía. Lo exami-
né y constaté que apenas estaba consciente. Tenía la piel pegajosa y fría como la de los repti-
les y su respiración era superficial. Sólo había un fino anillo de sangre alrededor del extremo
de la flecha que sobresalía de la herida, pero cuando le apoyé la mano sobre el pecho noté que
la sangre burbujeaba en sus pulmones con cada aspiración. Un hilillo de sangre le corría por la
barbilla. Comprendí que, si quería hacer algo por salvarle, debía hacerlo enseguida. Grité pi-
diendo un bote para llevarle hasta la barca.
Los porteadores de la camilla lo colocaron en el esquife; me senté a su lado mientras na-
vegábamos rumbo a la gran barca real que permanecía anclada en el curso principal del río.
La comitiva del rey se reunió en la borda para vernos llegar. Había una multitud de espo-
sas reales y todos los cortesanos y sacerdotes que no habían tomado parte en la lucha. Cuan -
do nos acercamos, reconocí entre ellos a Lostris. Estaba muy pálida y su expresión era de an -
siedad. Llevaba a su hijo de la mano.
En cuanto los que estaban a bordo de la barca pudieron ver al rey en su camilla con la
cara ensangrentada, pues yo no había podido limpiarla, lanzaron un grito de alarma y de dolor.
Las mujeres lloraban y chillaban, mientras que los hombres aullaban como perros.
Entre todas las mujeres, mi ama era la que estaba más cerca cuando la camilla fue subi-
da a bordo y colocada sobre cubierta. Como esposa principal, tenía el deber de ser la primera
en atenderle. Las otras le dejaron sitio cuando se inclinó sobre el rey para limpiarle el barro y
la sangre de la cara. El la reconoció, porque le oí susurrar su nombre y preguntar por su hijo.
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Lostris llamó al príncipe y el faraón le sonrió con ternura y trató de levantar la mano para aca -
riciarle, pero no tuvo fuerzas y la mano cayó a un lado.
Ordené a la tripulación que llevara al faraón a sus aposentos; mi ama se acercó con rapi-
dez para preguntarme en voz baja e imperiosa:
–¿Qué sabes de Tanus? ¿Está a salvo? ¡Oh, Taita, dime que no ha muerto a manos del
enemigo!
–Está a salvo. Nada puede hacerle daño. Ya te he narrado la visión de los Laberintos.
Todo esto estaba previsto. Pero ahora debo ocuparme del rey y me hará falta tu ayuda. Deja a
Memnón con sus niñeras y acompáñame.
Yo seguía totalmente cubierto de barro, igual que el faraón, pues ambos habíamos caído
en la misma zanja. Pedí a la reina Lostris y a dos de las damas reales que lo desnudaran, lo
bañaran y que lo acostaran en sábanas de hilo limpias. Mientras, volví a cubierta para bañar-
me con baldes de agua que los marineros sacaban del río. Nunca opero estando sucio porque
he descubierto que, por algún motivo, perjudica al paciente y favorece la acumulación de hu-
mores mórbidos.
Mientras me bañaba, no dejé de observar la ribera oriental del río donde nuestro ejército,
deshecho, se amontonaba tras la protección de las zanjas y del pantano. Aquella multitud dig-
na de lástima había sido en varias ocasiones una fuerza poderosa y llena de orgullo, y me sentí
asaltado por la vergüenza y el temor. Vi entonces la alta figura de Tanus que caminaba entre
ellos. Al verlo llegar, los hombres se levantaban del barro e intentaban reagruparse con cierto
aire militar. Incluso creí captar a través del viento el clamor de vítores.
Si en aquel momento la infantería del enemigo hubiera cruzado el pantano para atacar-
los, la carnicería y la derrota habrían sido completas. Ni un solo hombre de nuestro poderoso
ejército hubiera logrado sobrevivir, pues ni siquiera Tanus podía ofrecer resistencia. Pero, aun-
que oteé el este preocupado, no vi rastros de escudos de infantería ni el destello de espadas
avanzando por la colina.
Sobre la llanura de Abnu seguía flotando aquella terrible nube de polvo, por lo que supu-
se que los carros seguían en movimiento. Si la infantería enemiga no caía sobre él, Tanus aún
podría salvar algo en aquel aciago día. Fue una lección que ya no olvidaría y que nos sería útil
en los años venideros. Los carros podían ganar una batalla, pero sólo la infantería consolidaba
la victoria.
Ahora, en la ribera del río, la batalla era exclusivamente un asunto de Tanus. Yo tenía
que librar una batalla contra la muerte en la barca real.
Aún tenemos esperanzas –le susurré a Lostris al regresar junto al rey–. Tanus está reu-
niendo a sus tropas y si existe un hombre capaz de salvar a Egipto de los hicsos, es él. –Des-
pués me volví hacia el rey y me olvidé de todo lo demás para pensar sólo en mi paciente.
Como suelo hacer, mientras examinaba la herida iba murmurando mis pensamientos en
voz alta. Hacía menos de una hora, según un reloj de agua, que la fatídica flecha había dado
en el blanco. Sin embargo, la piel que rodeaba el cabo roto de la flecha estaba inflamada y de
color púrpura.
–Hay que extraer la flecha. Si dejo la punta dentro de su cuerpo, el rey habrá muerto an-
tes del amanecer. –Creí que el faraón ya no me podía oír pero cuando hablé, abrió los ojos y
me miró directamente.
–¿Existe alguna posibilidad de que viva? –preguntó.
–Siempre existe una posibilidad. –Era una respuesta poco sincera. Yo mismo lo noté en
el tono de mi voz, y él también lo percibió.
-Gracias, Taita. Sé que harás por mí todo lo que esté en tu mano y, si llegaras a fracasar,
en este momento te absuelvo de toda culpa.
Fue una actitud generosa, porque muchos médicos que me precedieron habían sido ahor-
cados, como castigo por haber dejado escapar entre sus dedos la vida de un rey.
–La cabeza de la flecha está profundamente clavada. Sufrirás, pero te administraré el
polvo del shepenn rojo, la flor del sueño, para que te alivie.
–¿Dónde está mi esposa principal, la reina Lostris? –preguntó.
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Mientras iban en busca del joven príncipe, eché de la cabina con pocas ceremonias a la
multitud de nobles. Después preparé una poción de shepenn rojo tan fuerte como me atreví,
pues sabía que el dolor podía malograr mis mejores esfuerzos, y destruir a mi paciente con
tanta rapidez como un desliz del escalpelo.
Una vez terminó de beberla, esperé que las pupilas del faraón se contrajeran hasta con-
vertirse en meros puntitos y que sus párpados se cerraran. Después alejé de allí al príncipe y
sus niñeras.
A mi partida de Tebas supuse que tendría que habérmelas con heridas de flechas, de ma-
nera que llevé conmigo mis cucharas. Yo mismo había diseñado aquel instrumento, aunque
había un matasanos en Menfis y otro en Gaza que se atribuían la invención. Desinfecté las cu -
charas y los escalpelos con la llama de las velas y luego me lavé las manos con vino caliente.
–No me parece prudente que utilices una de tus cucharas cuando la cabeza de la flecha
está tan profunda y tan cerca del corazón –dijo Lostris al ver mis preparativos. En ocasiones
habla como si supiera más que su maestro.
–Si dejo ahí la flecha, sin duda alguna la herida se gangrenará. En ese caso lo habré ma -
tado con tanta seguridad como si lo hubiera decapitado. Esta es la única posibilidad que tengo
de salvarle.
Nos miramos un segundo a los ojos y nos hablamos sin palabras. Esta era la visión de los
Laberintos de AmónRa. ¿Deseábamos evitar las benevolentes consecuencias que podía depa-
rarnos?
–Es mi marido. Es el faraón.
Mi ama me cogió las manos para enfatizar sus palabras.
–Sálvalo, Taita. Sálvalo si puedes.
–Sabes bien que lo haré –contesté.
–¿Necesitas que te ayude? –Me había asistido muchas veces con anterioridad. Asentí y
me incliné sobre el rey.
Había tres maneras de extraer la flecha. La primera era arrancarla. He oído decir que un
cirujano de Damasco dobla la rama flexible de un árbol y la une a la vara de la flecha. Cuando
suelta la rama, el empuje de ésta al enderezarse arranca la flecha del paciente. Nunca he in-
tentado poner en práctica un tratamiento tan brutal, porque estoy convencido de que son po-
cos los hombres capaces de sobrevivir a él.
El segundo método consistía en empujar la flecha y hundirla hasta que la punta asomara
por el otro lado. Para conseguirlo, se la puede empujar con un martillo, como si se clavara un
clavo. En cuanto la punta asoma, se sierra y la vara de la flecha se puede retirar libremente.
Este tratamiento es casi tan brutal como el primero.
Mi método es la cuchara Taita. He dado mi nombre a la cuchara modestamente, porque
los otros cirujanos la reivindicarían como propia y es necesario que la posteridad conozca mi
genialidad.
En primer lugar examiné la flecha que, junto con el arco, había sacado del carro volcado
de los hicsos. Me sorprendió descubrir que la cabeza no era de bronce sino de piedra. Por su-
puesto que la piedra es más barata y fácil de obtener en cantidad, pero pocas veces he oído
hablar de un general que intente hacer economías cuando se lanza a la conquista de un reino.
La cabeza de piedra hablaba con elocuencia de los limitados recursos de los hicsos y sugería
un motivo para aquel salvaje ataque contra Egipto. Las guerras se inician en busca de tierras o
de riquezas, y por lo visto el rey de los hicsos carecía de ambas.
Tenía que confiar en que la flecha clavada en el pecho del faraón tuviera la misma forma
y diseño. Comparé un par de mis cucharas con la afilada punta de piedra. Tengo cucharas de
varios tamaños y elegí dos que encerraban ajustadamente la cabeza de la flecha, cubriendo las
afiladas aristas con un metal pulido.
Para entonces, la droga ya había surtido efecto y el faraón estaba inconsciente, con el
trozo de flecha sobresaliendo de la piel arrugada y cubierta de vello. Volví a apoyar la oreja
contra su pecho y escuché el aliento que silbaba y producía un gorgoteo en sus pulmones.
Convencido de que todavía vivía, unté con grasa de carnero las cucharas elegidas, para lubri-
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car la entrada de la herida. Dejé las cucharas a mano y cogí uno de mis más afilados escalpe -
los.
Hice una seña con la cabeza a los cuatro fuertes guardias que la reina Lostris había elegi-
do mientras yo completaba mis preparativos. Los hombres cogieron al faraón por las muñecas
y los tobillos, y lo sujetaron con firmeza. La reina se situó junto a la cabeza del rey, sacó de mi
cofre de medicamentos un tubo de madera, lo puso entre sus labios y lo hundió en su gargan-
ta. Con eso mantendría la tráquea libre y abierta. También impediría que el faraón se mordiera
o se tragara su propia lengua, o que a causa del dolor apretara tanto los dientes que se los
rompiera.
–Primero tengo que agrandar la herida alrededor de la flecha para poder llegar hasta la
punta –murmuré, y así lo hice con la punta del escalpelo. El faraón tensó el cuerpo, pero los
hombres lo sujetaron sin piedad.
Trabajé con rapidez, porque he aprendido que la velocidad es crucial en una operación de
esta naturaleza. Hice un corte a cada lado de la flecha. La piel del ser humano es dura y elásti -
ca e impediría la entrada de las cucharas, de manera que me vi obligado a traspasarla.
Dejé a un lado el cuchillo y cogí el par de cucharas lubricadas. Utilizando la vara de la fle-
cha como guía, las fui introduciendo en la herida hasta que sólo sobresalieron los largos man-
gos.
Ahora el faraón se retorcía y se contraía entre las manos que le sujetaban. Sudaba por
todos los poros de su piel y finas gotas le caían por el cráneo de pelusa gris. Sus gritos se fil-
traban por el tubo de madera y retumbaban por toda la barca.
Había aprendido a ignorar la agonía de mis pacientes, de modo que hundí aún más las
cucharas en la boca distendida de la herida, hasta que sentí que tocaban la pétrea punta de la
flecha. Esta era la parte más delicada de la operación. Utilizando los mangos como un par de
pinzas, separé las cucharas y las coloqué sobre la punta de la flecha. Cuando sentí que se ce-
rraban solas, abrigué la esperanza de haber cubierto completamente la tosca piedra.
Cogí cuidadosamente los mangos de las cucharas y la vara de la flecha y tiré de todos
ellos al mismo tiempo. Si las lengüetas todavía estaban libres, se clavarían en la carne del fa -
raón, resistiendo mi tirón. Tuve ganas de gritar de alivio al sentir que todo cedía. Pero, aun
así, la succión de la carne húmeda era considerable y tuve que emplear toda mi fuerza para
extraer la flecha.
Fue espantoso presenciar y escuchar el dolor del faraón cuando la masa de caña, piedra
y metal comenzó a atravesar su pecho. El shepenn rojo ya no le hacía efecto y el dolor era sal-
vaje. Yo sabía que le estaba haciendo un daño terrible y percibía que sus tejidos y tendones se
desgarraban.
Mi propio sudor me corría por los ojos, cegándome parcialmente, pero en ningún mo-
mento dejé de tirar; de repente la flecha ensangrentada salió por completo. Me tambaleé hacia
atrás y choqué contra la pared. Me apoyé allí unos instantes, extenuado por el esfuerzo. Du-
rante largo rato permanecí observando la sangre oscura, semicoagulada, que brotaba de la he-
rida, hasta que por fin logré reponerme y regresar junto al rey dando trompicones, para resta-
ñarla.
Unté la herida con mirra y con miel cristalizada, luego la vendé apretadamente con ven-
das de hilo limpio. Mientras trabajaba, recitaba el conjuro para la cicatrización de las heridas.
Éstas eran las palabras para una herida sangrante causada por arma blanca o por flecha.
Hay versos específicos para todo tipo de heridas, desde quemaduras hasta las infligidas por los
colmillos o las garras del león. Aprenderlos constituye gran parte del entrenamiento de un mé-
dico. Personalmente nunca he sabido con seguridad hasta qué punto son eficaces esos conju-
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ros; sin embargo, creo que mis pacientes merecen que emplee todos los medios a mi disposi -
ción para lograr su curación.
El faraón pareció aliviado después de vendarle la herida y pude dejarle al cuidado de sus
mujeres y regresar a cubierta. Necesitaba respirar aire fresco porque me había quedado casi
tan exhausto como el enfermo después de la operación.
Ya anochecía; el sol caía lentamente tras las desoladas colinas del oeste, arrojando sus
últimos reflejos sobre el campo de batalla. No hubo más ataques por parte de la infantería de
los hicsos, pero Tanus seguía transportando los restos de su vencido ejército desde las orillas
del río hasta las naves ancladas.
Observé los botes cargados de hombres heridos y extenuados que pasaban junto a nues-
tra barca y sentí una inmensa compasión por ellos y por todo nuestro pueblo. Aquél sería para
siempre el día más aciago de nuestra historia. Entonces noté que la nube de polvo que levan -
taban los carros de los hicsos empezaba a desplazarse hacia el sur, rumbo a Tebas. La puesta
del sol teñía las nubes del color de la sangre. Para mí encerraba una señal y mi compasión se
transformó en pánico.
Anochecía cuando Tanus subió a bordo de la barca real. A la luz de las antorchas su as-
pecto era parecido al de los cadáveres del campo de batalla. Estaba pálido y cubierto de polvo.
La sangre seca y el barro se habían endurecido y tenía profundas ojeras. Nada más verme pre-
guntó por el faraón.
–Pude extraerle la flecha –contesté–. La herida es profunda y se encuentra cerca del co -
razón. Está muy débil pero si logra sobrevivir tres días, creo que se salvará.
–¿Y cómo están tu ama y su hijo? –Era algo que preguntaba cada vez que nos encontrá-
bamos.
–La reina Lostris está rendida de cansancio porque me asistió en la operación. En este
momento está con el rey. El príncipe está tan guapo como siempre; ahora mismo está dur -
miendo con sus niñeras.
Noté que Tanus se tambaleaba y comprendí que había llegado al límite de sus fuerzas.
–Ahora debes descansar... –empecé a decir pero no me hizo caso.
–¡Traed lámparas! –ordenó–. Taita, ve a buscar los pinceles, los frascos de tinta y los ro-
llos de papiro. Debo avisar a Nembet para que no caiga en la trampa de los hicsos.
De manera que Tanus y yo permanecimos la mitad de la noche en cubierta; ésta es la
carta que me dictó:
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Hice cuatro copias del mensaje y, a medida que las iba completando, Tanus pedía men-
sajeros para que se las llevaran al señor de Nembet, Gran León de Egipto, que avanzaba desde
el sur con refuerzos. Tanus envió dos naves veloces río arriba, cada una con una copia. Luego
llamó a sus mejores corredores y los envió en busca de Nembet.
–Al menos uno de los papiros llegará a manos de Nembet. Ya no puedes hacer nada más
hasta que amanezca –dije–. Ahora debes dormir; si mueres, Egipto morirá contigo.
Ni siquiera entonces quiso ir al camarote. Se enroscó en la cubierta como un perro para
poder estar listo si había una emergencia. Yo me encaminé al camarote para estar cerca del
rey y consolar a mi ama.
Volví a cubierta antes del amanecer. Tanus estaba dando órdenes de quemar la flota. Yo
no era quién para poner en tela de juicio esa decisión, pero él me vio mirarle con incredulidad
y en cuanto los mensajeros se alejaron me dijo con tono brusco:
–Acabo de recibir un informe. Mis comandantes han pasado lista. De los treinta mil hom-
bres que ayer se enfrentaron a los hicsos sólo quedan siete mil. Entre ellos hay cinco mil heri -
dos, muchos de los cuales morirán. De los que no están heridos, muy pocos son marineros.
Sólo me quedan hombres suficientes para tripular la mitad de la flota. Debo abandonar el resto
de las naves pero no puedo permitir que caigan en manos del enemigo.
Utilizaron haces de juncos para encender los fuegos; una vez que prendían, las naves ar-
dían ferozmente. Era un espectáculo triste incluso para mi ama y para mí, que no éramos ma-
rineros. Para Tanus fue mucho peor. Permaneció solo en la proa de la barca real, observando
el incendio de sus embarcaciones con la pena y la desesperación patentes en todos los rasgos
de su rostro. Para él, las naves eran seres vivos.
Ante la corte, mi ama no podía estar a su lado, en el lugar que le correspondía; cogió mi
mano con disimulo y ambos nos lamentamos por Tanus y por todo Egipto al ver aquellas naves
ardiendo como teas. Las llamas estaban cubiertas de humo negro, pero aun así su luz rivaliza -
ba con la proximidad del amanecer.
Por fin, Tanus ordenó que las cien naves restantes levaran anclas y la pequeña flota, car-
gada de heridos y moribundos, viró hacia el sur.
Atrás quedaba el humo de la pira funeraria mientras delante, una nube de polvo amari-
llento se extendía cada vez más alta y ancha. Los carros de los hicsos se internaban en el Alto
Reino, rumbo a la indefensa Tebas y a sus tesoros.
Era como si los dioses le hubieran vuelto la espalda a Egipto; el viento, que por lo gene -
ral en aquella época del año soplaba con fuerza del norte, murió por completo para soplar con
renovadas energías desde el sur. Por lo tanto, nos vimos obligados a luchar contra la corriente
y contra el viento. Avanzábamos lenta y pesadamente por el río, con las reducidas tripulacio -
nes luchando con los remos. No podíamos mantenernos a la par del ejército de los hicsos que
se alejaba inexorablemente de nosotros.
Mis deberes de médico del rey me ocupaban casi todo el día. Pero en el resto de las na-
ves morían hombres a quienes hubiera podido salvar. Cada vez que subía a cubierta para res -
pirar un poco de aire fresco y gozar de un breve descanso veía que se arrojaban cadáveres al
río. Cuando caían al agua, un remolino de cocodrilos se agitaba bajo la superficie. Aquellos es-
pantosos reptiles seguían a la flota como si fueran buitres.
El faraón se recobraba y al segundo día ya pudo tragar un poco de caldo. Aquella tarde
volvió a decir que quería ver al príncipe y llevaron a Memnón a su presencia.
Memnón estaba en la edad en que los chicos son inquietos como saltamontes y ruidosos
como una bandada de estorninos. El faraón solía ser indulgente con la criatura y a Memnón le
encantaba estar con él. Era un niño muy guapo, de piernas fuertes, el color de piel de su ma-
dre y grandes ojos de un verde oscuro. Tenía el pelo rizado como los corderos recién nacidos y
la luz del sol le arrancaba tonalidades que recordaban la cabellera de Tanus.
El cariño del faraón por Memnón era más evidente que nunca. Aquella criatura y la pro-
mesa que le había arrancado a mi ama eran su esperanza de inmortalidad. En contra de mis
deseos y mis consejos, estuvo con el niño hasta después de la puesta de sol. Yo sabía que el
exceso de energía de Memnón y su permanente exigencia de atención estaban cansando al
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rey, pero no pude intervenir hasta que llegó la hora en que el niño debía cenar y se lo llevaron
sus niñeras.
Mi ama y yo permanecimos junto al rey, que se hundió casi inmediatamente en un sueño
profundo. Aun sin el maquillaje blanco, estaba tan pálido como las sábanas de hilo sobre las
que yacía.
El día siguiente era el tercero desde que le hirieron, por lo tanto, el más peligroso. Si so-
brevivía a aquel día se salvaría. Pero al alba, cuando desperté, percibí en el camarote el olor
almizcleño de la corrupción. Al tocarla, la piel del faraón me quemó los dedos como una olla de
agua hirviendo. Llamé a mi ama que vino corriendo desde sus aposentos.
–¿Qué sucede, Taita? –No dijo más, porque la respuesta se pintaba en mi rostro. Perma-
neció de pie a mi lado mientras quitaba los vendajes del faraón. Vendar al paciente es una de
las artes del cirujano, y yo había cosido las vendas de hilo para mantenerlas en su lugar. Corté
los hilos que las unían y dejé la herida al descubierto.
–¡Misericordiosa Hapi, ora por él! –Al percibir el olor le dieron nauseas. La negra costra
que taponaba la boca de la herida se abrió y de ella comenzó a manar un arroyo lento y visco-
so de pus espeso y verde.
–¡Necrosis! –susurré. Aquel humor maligno que hacía su aparición al tercer día y se ex-
tendía por todo el cuerpo como se extiende el fuego del invierno por los lechos secos de papi -
ros era la pesadilla de los cirujanos.
–¿Qué podemos hacer? –preguntó mi ama, a lo cual respondí con un movimiento de ca-
beza.
–Habrá muerto antes de que caiga la noche –aseguré; nos quedamos junto a su lecho
esperando lo inevitable. A medida que se fue corriendo la voz de que el faraón se estaba mu-
riendo, la cabina se fue llenando de sacerdotes, mujeres y cortesanos. Todos esperábamos en
silencio.
Tanus fue el último en llegar y permaneció detrás del gentío, con el casco bajo el brazo,
en señal de respeto y de duelo. Su mirada no iba dirigida al lecho de muerte, sino a la reina
Lostris. Ella mantuvo el rostro todo el tiempo vuelto hacia otro lado, pero yo sabía que sentía
su presencia en cada fibra de su ser.
Se cubría la cabeza con un chal de hilo bordado, pero de cintura para arriba estaba des-
nuda. Desde que destetó al príncipe, sus pechos habían perdido la pesada carga de leche. Era
delgada como una virgen y la maternidad no había marcado su pecho ni su plano vientre con
estrías. Su piel estaba tan suave como si acabara de untarla con aceite perfumado.
Coloqué paños mojados sobre el cuerpo ardiente del faraón, en un intento de bajar la fie-
bre, pero el calor los secaba rápidamente por lo que tenía que cambiarlos a intervalos cortos.
El faraón se movía inquieto y lanzaba exclamaciones, presa del delirio, acosado por todos los
terrores y monstruos del otro mundo que esperaban para recibirle.
A veces recitaba fragmentos del Libro de los Muertos. Desde la infancia los sacerdotes le
habían enseñado a memorizar aquel libro, pues era la clave y el mapa para atravesar las tinie-
blas hasta llegar a las lejanas praderas del paraíso.
Poco a poco, su voz y sus movimientos fueron debilitándose y poco después de que el sol
llegara a su cenit, lanzó un último suspiro y se inmovilizó. Busqué en su garganta el palpitar de
la vida, pero no lo encontré; la piel se iba enfriando bajo mis dedos.
208
Río sagrado Wilbur Smith
–El faraón ha muerto –dije con suavidad mientras le cerraba los párpados–. ¡Que viva
eternamente!
El grito de duelo se alzó entre todos los allí reunidos; mi ama dirigía a las damas reales
en el ulular salvaje del dolor. Aquel sonido me ponía los pelos de punta, así que abandoné la
cabina en cuanto pude. Tanus me siguió a cubierta y me agarró del brazo.
–¿Hiciste todo lo que pudiste para salvarlo? –preguntó con rudeza–. ¿No será ésta otra
de tus artimañas?
Yo sabía que aquella falta de amabilidad era el reflejo de un sentimiento de culpa y de
temor, de manera que le respondí sin brusquedad.
–Le mató la flecha de los hicsos. Hice todo lo que estuvo a mi alcance por salvarle. Fue el
destino de los Laberintos de AmónRa; ninguno de nosotros tiene la culpa y nadie ha cometido
un crimen.
Tanus suspiró y me pasó uno de sus fuertes brazos sobre los hombros.
–No había previsto nada de lo ocurrido. Sólo pensé en mi amor por la reina y por nuestro
hijo. Debería alegrarme de que ahora sea libre, pero no puedo. Es demasiado lo que se ha per-
dido y destruido. No somos más que granos de trigo en el molino de los Laberintos.
–Llegarán tiempos mejores para todos nosotros –le aseguré, pese a no tener base alguna
en qué apoyarme–. Pero mi ama aún tiene un deber sagrado y, a través de ella, también lo te-
nemos tú y yo. –Y le recordé el solemne juramento que la reina Lostris había hecho al rey: que
preservaría su cuerpo mortal y le daría una sepultura digna, para que su Ka pudiera empren-
der viaje a las praderas del paraíso.
–Dime cómo puedo ayudar –contestó Tanus con sencillez–, pero recuerda que los hicsos
están destruyendo el Alto Egipto y que van por delante de nosotros. Por lo tanto no puedo ga-
rantizar que la tumba del faraón no sea violada.
–Entonces, si es necesario, debemos encontrarle otra tumba. Nuestra primera preocupa-
ción debe ser la preservación de su cuerpo. Con este calor se pudrirá antes de la puesta del
sol. Yo no soy hábil en el arte de embalsamar, pero sé la manera en que podremos cumplir con
la palabra empeñada.
Tanus envió a sus marineros a la bodega de la barca y subieron una de las inmensas ti -
najas de arcilla que contenía aceitunas en vinagre. Después, siguiendo mis instrucciones, vació
la tinaja y la volvió a llenar con agua hirviendo. Mientras el agua todavía estaba caliente, echó
tres bolsas de sal marina de la mejor calidad. Después llenó con la misma mezcla tres tinajas
de vino más pequeñas y las colocó en cubierta para que se enfriaran.
Mientras tanto, yo trabajaba a solas en la cabina. Lostris quiso ayudarme. Consideraba
que era parte de su deber hacia su difunto esposo, pero yo le pedí que se alejara y cuidara del
príncipe.
Abrí el cuerpo del faraón por la izquierda, desde las costillas hasta el hueso de la cadera.
A través de aquella incisión, extraje el contenido del pecho y del estómago, sacándolos por el
diafragma con ayuda del cuchillo. Como es natural, dejé el corazón en su sitio puesto que es el
órgano de la vida y de la inteligencia. También dejé los riñones, pues son los receptáculos del
agua y representan el Nilo sagrado. Llené la cavidad con sal y luego la suturé con catgut. No
tenía cuchara de embalsamador con la que sacar la pasta blanda y amarillenta de la cavidad
del cráneo a través de los orificios nasales, de manera que la dejé en su sitio. De todos modos,
no tenía importancia. Dividí las vísceras en sus distintas partes: hígado, pulmones, estómago y
entrañas. Lavé el estómago y los intestinos con salmuera, una tarea realmente repugnante.
Hecho esto, aproveché la oportunidad para examinar minuciosamente los pulmones del
rey. El pulmón derecho se veía sano y rosado, pero el izquierdo había sido perforado por la fle-
cha y se había desinflado como una vejiga pinchada. Estaba lleno de pus y de sangre negra y
podrida. Me sorprendió que el anciano hubiera podido sobrevivir tanto tiempo con una herida
tan grave. Me sentí absuelto. Ningún médico hubiera podido salvarle y no hubo error en mi
tratamiento.
Por fin ordené a los marineros que trasladaran a la cabina las tinajas llenas de salmuera
ya fría. Tanus me ayudó a colocar al faraón en posición fetal y lo introdujimos en la cuba de
aceitunas. Me aseguré de que estuviera completamente inmerso en la fuerte salmuera. Luego
colocamos las vísceras en los canopes más pequeños. Sellamos todos los recipientes con cera
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Río sagrado Wilbur Smith
y resina, y los atamos firmemente en los compartimentos reforzados bajo cubierta, donde el
faraón almacenaba su tesoro. Creo que a él le debía gustar descansar así, rodeado de oro y de
barras de plata.
Había hecho lo posible por ayudar a mi ama a cumplir su voto. Una vez en Tebas, envia -
ría el cuerpo del rey a los embalsamadores, siempre que los hicsos no hubieran llegado antes
que nosotros y que la ciudad y sus habitantes todavía existieran cuando llegáramos.
Al llegar a la ciudad amurallada de Asyut, comprobamos que los hicsos habían dejado só-
lo un pequeño destacamento para sitiarla, continuando hacia el sur con el grueso del ejército.
Pese a que se trataba de un destacamento de menos de cien carros, los sitiadores eran dema-
siado fuertes para que pudiéramos atacarlos con nuestro ejército diezmado.
El objetivo principal de Tanus consistía en rescatar a Remrem y a los cinco mil soldados
que se encontraban dentro de los muros de la ciudad y luego seguir navegando río arriba para
encontrarnos con el señor de Nembet y su refuerzo de treinta mil hombres. Anclado en el cur -
so principal del río, fuera del alcance de los temidos carros de los hicsos, Tanus pudo transmi-
tir sus intenciones a Remrem por medio de señales.
Años antes, había ayudado a Tanus a crear un sistema de señales utilizando dos bande-
ras de colores, por medio de las cuales podíamos deletrear un mensaje a cualquiera que estu-
viera al alcance de nuestra vista ya fuera a través de un valle, de una montaña a otra, o desde
los muros de una ciudad a la llanura y el río. Por medio de las banderas, Tanus pudo advertir a
Remrem que estuviera listo para recibirnos aquella noche. Luego, protegidas por la oscuridad,
veinte de nuestras naves se acercaron velozmente a la playa, bajo los muros de la ciudad. En
el mismo instante, Remrem abrió de par en par las puertas laterales y, al frente de su regi-
miento, se abrió camino entre los hicsos. Antes de que el enemigo tuviera tiempo de enjaezar
sus caballos, Remrem y todos sus hombres estaban embarcados y a salvo.
De inmediato, Tanus hizo señas al resto de la flotilla para que levara anclas. Abandonó la
ciudad de Asyut al saqueo y el pillaje y seguimos remontando el río a fuerza de remos. Duran-
te el resto de la noche, cada vez que mirábamos a popa veíamos las llamas de la ciudad incen -
diada que iluminaban el horizonte del norte.
–Que esos desgraciados me perdonen –me dijo Tanus en voz baja–. No tuve alternativa,
me vi obligado a sacrificarlos. Mi deber está al sur, en Tebas.
Como soldado, pudo tomar la dura decisión sin vacilar, pero como hombre se lamentaba
amargamente por lo que acababa de hacer. En aquel momento además de mi amor despertó
mi admiración.
Remrem nos dijo que había visto pasar dos fragatas frente a Asyut el día anterior; por lo
tanto, los despachos que Tanus me dictó ya debían de estar en poder del señor Nembet.
Remrem también pudo proporcionarnos alguna información y noticias acerca de los hi-
csos y su campaña hacia el sur. Había logrado capturar a dos traidores egipcios que habían en-
trado en Asyut para espiar a los defensores de la ciudad. Sometidos a tortura aullaron como
chacales que eran y, antes de morir, dijeron a Remrem muchas cosas acerca de los hicsos que
eran de enorme valor e interés para nosotros.
El rey de los hicsos, aquel con el que habíamos tenido tan desastroso enfrentamiento en
las llanuras de Abnu, se llamaba Salitis. Su tribu era de sangre semítica y en sus orígenes ha-
bía sido un pueblo nómada y pastor que habitaba en las montañas Zagros, cerca del lago Van.
Aquello confirmó mi primera impresión sobre los terribles asirios. Por sus facciones había adivi-
nado sus orígenes semíticos, pero me preguntaba cómo habría logrado un pueblo pastor desa-
rrollar un vehículo tan extraordinario como el carro y dónde habrían hallado al maravilloso ani-
mal que los egipcios llamamos ahora caballo y al que temíamos como si se tratara de una cria-
tura del otro mundo.
En otros aspectos los hicsos parecían un pueblo atrasado. No sabían leer ni escribir y su
gobierno era una dura tiranía ejercida por el barbudo Salitis. Nosotros, los egipcios, le odiába -
mos y temíamos aún más de lo que odiábamos y temíamos a las salvajes criaturas que tiraban
de sus carros.
210
Río sagrado Wilbur Smith
El dios principal de los hicsos se llamaba Sutej, el dios de las tormentas. No era necesario
poseer amplios conocimientos religiosos para reconocer en él a nuestro temido Seth. La elec-
ción de dios hecha por aquel pueblo era lógica y su comportamiento hacía honor al dios elegi-
do. Ningún pueblo civilizado incendiaría, saquearía y asesinaría como lo hacían ellos. El hecho
de que nosotros torturemos a los traidores no puede compararse con las atrocidades cometi -
das por esos bárbaros.
Muchas veces he observado que las naciones eligen a sus dioses para que convengan a
su propia naturaleza. Los filisteos adoran a Baal y arrojan niños vivos al horno feroz que es su
boca. Las negras tribus de los cuchitas adoran monstruos y criaturas del otro mundo en medio
de extraños rituales. Los egipcios adoramos dioses justos y decentes, que son benevolentes
con la Humanidad y no exigen sacrificios humanos. Y los hicsos tienen a Sutej.
Por lo visto, los cautivos de Remrem no eran los únicos traidores egipcios que viajaban
con las huestes enemigas. Con un carbón ardiendo en el culo, uno de los prisioneros habló de
un gran señor del Alto Egipto que formaba parte del consejo de guerra del rey Salitis. Al oír
esta versión, recordé cuánto me había intrigado el conocimiento que los hicsos demostraron en
Abnu con respecto a nuestro orden de batalla. En aquel momento ya sospeché que debía de
haber entre ellos algún espía que conocía nuestros secretos.
Si aquello era cierto, debíamos suponer que el enemigo estaba al tanto de nuestra fuerza
y de nuestras debilidades.
Debían de conocer los planos y defensas de todas nuestras ciudades. Y, sobre todo, de-
bían de estar enterados del rico tesoro que el Faraón había acumulado en su templo funerario.
–Tal vez esto explique la prisa con que el rey Salitis se dirige a Tebas –le sugerí a Ta-
nus–. Debemos suponer que tratarán de cruzar el Nilo en la primera oportunidad que se les
presente. –Al oírlo, Tanus lanzó una maldición.
–Si Horus es bondadoso, me entregará a ese egipcio traidor. –Se golpeó la palma con el
puño cerrado–. Debemos impedir que Salitis cruce el río. Nuestras naves son la única ventaja
que tenemos sobre él y debo aprovecharla hasta sus últimas consecuencias.
Comenzó a pasearse por cubierta y alzó la vista al cielo.
–¿Cuándo cambiará este maldito viento y empezará a soplar del norte? Con cada hora
que pasa los carros del enemigo van ganando distancia. ¿Dónde está la flota de Nembet? De -
bemos unir nuestras fuerzas y mantener la línea del río.
Aquella tarde, el consejo de Estado del Alto Egipto se congregó en la popa de la barca
real, alrededor del trono. El sumo sacerdote de Osiris representaba la fuerza espiritual; el can-
ciller, señor de Merkeset, representaba el cuerpo temporal del Estado, y Tanus, señor de Ha-
rrab, representaba la autoridad militar.
Entre los tres colocaron a la reina Lostris en el trono de Egipto y le pusieron a su hijo en
el regazo. Mientras todos los hombres y mujeres a bordo de la barca alzaban sus voces en un
saludo real, las otras embarcaciones de la flota pasaron navegando a nuestro lado y hasta los
soldados heridos se arrastraron hasta la borda para vitorear a la nueva regente y al joven he-
redero del gran trono de Egipto.
El sumo sacerdote de Osiris sujetó la falsa barba de la realeza a la barbilla de mi ama.
Con ello no disminuyó en nada su hermosura ni su feminidad. El señor de Merseket le colocó la
cola de león alrededor de la cintura y la alta corona rojiblanca en la cabeza. Por fin Tanus subió
al trono para ponerle en las manos el cayado y el azote. Cuando Memnón vio los relucientes
juguetes que Tanus tenía en la mano, se inclinó para quitárselos.
–¡Es un verdadero rey! Sabe que le pertenecen por derecho propio –aplaudió Tanus, con
orgullo, y la corte entera rugió con aprobación ante tan precoz comportamiento.
Creo que era la primera vez que reíamos desde la batalla de Abnu. Tuve la sensación de
que aquella risa era una catarsis y que marcaba un nuevo principio para todos nosotros. Hasta
entonces habíamos estado sobrecogidos por el impacto de la derrota y por la muerte del fara -
ón. Pero en aquel momento, cuando los grandes señores de Egipto se adelantaron uno a uno
para arrodillarse ante el trono ocupado por aquella hermosa joven y su real hijo, todos nos
animamos. Fuimos rescatados de la apatía y de la desesperación, y resucitaron nuestros de-
seos de luchar y de resistir.
211
Río sagrado Wilbur Smith
Tanus fue el último en arrodillarse ante el trono y hacer el juramento de lealtad. Cuando
le miró, la adoración que por él sentía la reina fue tan evidente, que le cubrió el rostro y res -
plandeció como un amanecer en sus ojos verdes. Me sorprendió que nadie, entre la multitud,
lo hubiera notado.
Después del anochecer, mi ama me envió al puente con un mensaje para el comandante
de sus ejércitos. Le citaba para celebrar un consejo de guerra en la cabina principal. Aquella
vez Tanus no se atrevió a negarse, pues acababa de jurarle obediencia.
Apenas había comenzado el extraordinario consejo de guerra, del que fui el único testigo,
cuando la nueva regente de Egipto me expulsó de la cabina y me ordenó que montara guardia
junto a la puerta y rechazara a cualquier otro visitante. Lo último que vi en el momento de co -
rrer las pesadas cortinas, fue que caían uno en brazos del otro. Tan grande era la urgencia y la
necesidad de ambos, y tanto el tiempo que les había sido negada, que se arrojaron uno contra
el otro, más como enemigos que se unen en mortal combate que como amantes.
Los felices sonidos del encuentro persistieron durante la mayor parte de la noche. Fue un
consuelo para mí que no estuviésemos anclados sino navegando a toda velocidad río arriba
para reunirnos con el señor de Nembet. El ruido de los remos, el retumbar del tambor marcan-
do el ritmo y los cánticos de los remeros casi ahogaban el tumulto de la cabina real.
Cuando subió a la cabina de popa para el cambio de la guardia nocturna, Tanus tenía la
sonrisa y el aire satisfecho del general que acaba de ganar una batalla famosa. Mi ama subió a
cubierta poco después; resplandecía con una nueva y etérea belleza que incluso me sorprendió
a mí, que ya estoy habituado a su hermosura. Durante el resto del día se mostró cariñosa y
amable con todos los que la rodeaban y encontró numerosas ocasiones para consultar al co-
mandante de su ejército. Así, el príncipe Memnón y yo pudimos pasar casi todo el día juntos,
circunstancia que a ambos nos gustaba mucho.
Con la dudosa ayuda del príncipe había comenzado a tallar una serie de modelos de ma-
dera. Uno de ellos era un carro con caballos. Otro, una rueda con un eje, con los que estaba
experimentando.
Memnón se puso de puntillas para ver girar suavemente la rueda sobre su eje.
–Un disco sólido es demasiado pesado ¿no te parece, Mem? Mira con qué rapidez pierde
velocidad.
–¡Dámelo! –exigió el príncipe, arrancándome la rueda de las manos. La pequeña rueda
salió volando de sus dedos regordetes, cayó sobre cubierta y se partió en cuatro trozos casi
iguales.
–¡Eres tan malo como los hicsos! –le reprendí con severidad. Pero él pareció considerarlo
un halago. Me arrodillé para recoger los restos de mi pobre modelo.
Los fragmentos todavía formaban un círculo sobre el suelo de cubierta y antes de que mi
mano llegara a tocarlos, tuve una extraña visión. Mentalmente, los trozos sólidos de madera
se convirtieron en espacios vacíos y los espacios vacíos en material sólido.
–¡Por el dulce aliento de Horus! ¡Lo has logrado, Mem! –Le abracé–. ¡Un aro, unido al eje
por un radio de madera! ¿Qué otros milagros lograrás cuando seas faraón?
Y así el Príncipe Real, Memnón, primero de ese nombre, Gobernante del Alba –sólo con
una pequeña ayuda por parte de su amigo– concibió la rueda de radios. Ni siquiera entonces
soñé con que llegaría el día en que ambos viajaríamos sobre ellas rumbo a la gloria.
Vimos al primer egipcio muerto antes del mediodía. Llegó flotando por el río con el vien-
tre hinchado y el rostro vuelto hacia el cielo. Había un negro cuervo posado sobre su pecho. Le
arrancó los ojos de un picotazo y echó atrás la cabeza para tragárselos.
Permanecimos en silencio, apoyados contra la barandilla de la nave, observando al muer-
to que flotaba tranquilamente a nuestro lado.
–Lleva el shenti de los Guardias del León –dijo Tanus en voz baja–. La fuerza de avanza -
da del ejército de Nembet. Ruego a Horus que no encontremos otros como éste flotando en el
río.
Pero los hubo. Diez más, después cien y así fueron aumentando hasta que toda la super-
ficie del río, de orilla a orilla, apareció alfombrada de cadáveres. Flotaban apretados como las
hojas del jacinto acuático que en verano obstruyen los canales de regadío.
212
Río sagrado Wilbur Smith
Por fin encontramos uno que seguía con vida. Era un capitán de los Guardias del León, el
segundo de Nembet. En medio de la corriente, iba agarrado a una mata de tallos de papiro flo-
tantes. Una maza de piedra le había destrozado el hombro, dejándole el brazo inservible para
siempre.
Cuando se recuperó lo suficiente para poder hablar, Tanus se agachó junto al colchón
donde yacía.
–¿Qué puedes decirme del señor de Nembet?
–El señor de Nembet ha muerto, lo mismo que todo su estado mayor –informó el capitán
con voz ronca.
–¿No recibió mi despacho con advertencias sobre los hicsos?
–Sí, la víspera de la batalla, pero al leerlo se echó a reír.
–¿Dices que se echó a reír? –preguntó Tanus–. ¿Cómo es posible?
–Dijo que el cachorro había sido destruido. Perdóname, señor Tanus, pero así fue como
te llamó. Y que ahora trataba de cubrir su estupidez y su cobardía con mensajes espurios. Dijo
que lucharía a la manera clásica.
–¡Estúpido arrogante! –se lamentó Tanus–. Cuéntame el resto.
–El señor de Nembet desplegó sus fuerzas en la orilla este, con el río a sus espaldas. El
enemigo cayó sobre nosotros como el viento y nos arrojó al agua.
–¿Cuántos de los nuestros lograron salvarse? –preguntó Tanus en voz baja.
–Creo que soy el único superviviente de los que desembarcamos con el señor de Nembet.
No vi que quedara ningún otro con vida. La matanza fue tan espantosa que no tengo palabras
para describirla.
–¡Nuestros mejores regimientos diezmados! –se lamentó Tanus–. Salvo por nuestras na-
ves, hemos quedado indefensos. ¿Qué sucedió con la flota de Nembet? ¿Estaba anclada en
medio del río?
–El señor de Nembet ancló la mayor parte de la flota, pero llevó cincuenta naves a tierra,
a retaguardia.
–¿Y por qué lo hizo? –explotó Tanus, furioso–. La seguridad de nuestras naves es el prin-
cipio más importante de nuestro plan de batalla.
–No conozco los pensamientos del señor de Nembet, pero supongo que quizá lo hiciera
para poder disponer de ellas en el caso de que tu advertencia resultara justificada.
–¿Entonces cuál ha sido la suerte de nuestra flota? Nembet perdió nuestro ejército pero
¿salvó las naves? –preguntó Tanus en un tono que reflejaban su angustia y su ira.
–La mayoría de las embarcaciones que permanecían ancladas fueron hundidas o incen-
diadas por la reducida tripulación. Pude ver las llamas y el humo desde donde me encontraba.
Otras, las menos, levaron anclas y huyeron hacia Tebas. Cuando pasaron a mi lado grité a sus
tripulantes pero estaban tan aterrorizados que ni siquiera me sacaron del agua.
–¿Y las cincuenta naves que estaban en la playa...? –Tanus hizo una pausa para respirar
hondo antes de terminar–. ¿Qué sucedió con la escuadrilla que estaba en tierra?
–Cayeron en manos de los hicsos –contestó el capitán temblando, porque temía la reac-
ción enfurecida de Tanus–. Vi al enemigo apoderarse de ellas mientras me arrastraba la co-
rriente.
Tanus se dirigió a proa. Miró el río, donde todavía flotaban cadáveres y los restos calcina-
dos de la flota de Nembet. Fui a su lado para tratar de calmarle cuando estallara su ira.
–De manera que ese viejo imbécil y orgulloso ha sacrificado su vida y la de todos sus
hombres, simplemente por rencor hacia mí. Deberíamos erigir una pirámide en recuerdo de su
estupidez, porque Egipto jamás ha visto nada parecido.
–No ha sido su única estupidez –murmuré, y Tanus asintió con aire sombrío.
–No, no ha sido su única estupidez. También les ha dado a los hicsos la posibilidad de
cruzar el río. ¡Dulce leche del seno de Isis! Una vez que hayan cruzado el río estaremos real -
mente acabados.
Tal vez la diosa le oyera pronunciar su nombre, porque en aquel preciso instante noté
que cambiaba la dirección del viento que durante tanto tiempo había soplado contra nuestros
213
Río sagrado Wilbur Smith
rostros. Tanus también lo notó. Giró sobre sus talones y rugió una orden a sus oficiales de
popa.
–El viento nos es favorable. Enviad una señal a toda la flota. ¡A toda vela! Cambiad cada
hora a los remeros, guiándoos por el reloj de agua. Que los tambores aumenten el ritmo al
máximo. ¡Hacia el sur a toda vela!
El viento empezó a soplar con fuerza desde el norte. Nuestras velas se inflaron como el
vientre de una mujer embarazada. Los tambores marcaban el ritmo de los remeros y, luchan -
do contra la corriente, la flota de guerra empezó a navegar velozmente hacia el sur.
–¡Mi agradecimiento a la diosa del viento! –gritó Tanus–. ¡Divina Isis, permite que llegue-
mos a tiempo para atacarlos mientras estén en el agua!
La barca real era lenta y torpe. Empezó a quedar rezagada del resto de la flota. Fue
como si volviera a intervenir el destino porque la vieja nave de Tanus, la que él tanto amaba,
el Aliento de Horus, navegaba cerca de nosotros en la formación.
Ahora estaba bajo las órdenes de otro capitán, pero seguía siendo una embarcación pe-
queña y formidable, hecha para la velocidad y el ataque. El agudo cuerno de bronce sobresalía
de proa, justo por encima de la línea de flotación. Tanus le hizo señas de que se colocara junto
a la barca real, le transfirió la enseña de los Cocodrilos Azules y se hizo cargo del mando.
Mi lugar estaba junto a mi ama y el príncipe. Realmente no sé cómo me encontré a bordo
del Aliento de Horus, junto a Tanus, navegando río arriba. A veces soy tan colosalmente estú-
pido como el señor de Nembet. Recuerdo que, en cuanto la barca real comenzó a quedar reza-
gada, empecé a lamentar amargamente mi impetuosidad. Consideré la posibilidad de decirle a
Tanus que había cambiado de idea y pedirle que me volviera a embarcar en la barca real. Pero
cuando le miré a la cara, decidí que prefería volver a enfrentarme a los hicsos.
Tanus daba órdenes desde la cubierta del Aliento de Horus. Aquellas órdenes iban pasan-
do de una nave a otra por medio de banderas y gritos. Sin disminuir la velocidad, Tanus des-
plegó la flota. Reunió las galeras a su alrededor mientras se iba abriendo paso hasta la van-
guardia de la flotilla.
Los heridos y los que ya no estaban en condiciones de luchar fueron trasladados a las na-
ves más lentas que se quedaron atrás para mantenerse a la altura de la barca real. Las galeras
más veloces se prepararon para la acción. Estaban principalmente tripuladas por las tropas
frescas de Remrem que habíamos recogido después del sitio de Asyut. Los hombres ardían por
tener la oportunidad de vengar la derrota de Abnu. Tanus izó el estandarte de los Cocodrilos
Azules en el mástil principal del Aliento de Horus y todos rugieron presa de la excitación previa
a una batalla. ¡Con cuánta rapidez había logrado levantarles el ánimo después de una derrota
tan sangrienta!
Las señales de la reciente catástrofe sufrida por Nembet eran más evidentes a cada legua
que recorríamos. Los cadáveres y los restos de los naufragios estaban encallados en los lechos
de papiros a ambos lados del río. Entonces, volvimos a ver la polvareda de los carros que se
confundía con el humo de las fogatas del campamento de los hicsos.
–¡Es exactamente lo que yo esperaba! –dijo Tanus, exultante–. Ahora que Nembet les ha
regalado los medios para cruzar el río, han detenido el avance sobre Tebas. Pero no son mari -
neros y tardarán en embarcar a sus hombres y carros. Si Horus es bondadoso, llegaremos a
tiempo para ayudarles en su camino.
En formación extendida de combate rodeamos la última curva ancha del río y nos en-
contramos con los hicsos frente a nosotros. Por una de esas felices casualidades de la guerra,
habíamos llegado en el momento preciso en que se disponían a cruzar el Nilo.
Allí estaban las cincuenta galeras capturadas, dispersas por el río de manera tosca. Las
velas y los cabos estaban enredados y cada remero llevaba su propio ritmo. Los remos salpica-
ban agua y se enganchaban unos con otros. El timón de cada nave era tembloroso e iba com -
pletamente desacompasado con las embarcaciones que lo rodeaban.
Notamos que la mayoría de los hicsos que estaban en cubierta vestían la armadura com-
pleta. Era evidente que no sabían lo difícil que resulta nadar en esas condiciones. Nos miraron
consternados cuando cargamos sobre ellos. Ahora, por fin, los papeles se habían invertido. No-
214
Río sagrado Wilbur Smith
sotros nos encontrábamos en nuestro elemento, mientras ellos flameaban al viento como una
vela rota.
Mientras nos acercábamos, tuve algunos instantes para estudiar al enemigo. El grueso
del ejército de los hicsos todavía se encontraba en la ribera oriental. Habían acampado y eran
tan numerosos que el campamento se extendía hasta el pie de las colinas del desierto.
El rey Salitis había enviado solamente una pequeña fuerza al otro lado del río. Casi con
seguridad debían de tener órdenes de marchar a toda velocidad por la orilla oeste y tomar al
asalto el templo funerario del faraón Mamosis antes de que nosotros tuviéramos tiempo de sa-
car de allí el tesoro.
Nos acercamos velozmente al convoy y, por encima del resonar de los tambores y los
gritos sedientos de sangre de nuestros hombres, grité a Tanus:
–¡Mira! ¡Ya han cruzado los caballos!
Casi desprotegidos, a excepción de unos cuantos guardias armados, en la orilla occiden-
tal había una enorme manada de aquellos terribles animales. Calculé que habría varios cente-
nares. Aun a distancia, alcanzábamos a ver las largas crines y colas movidas por el fuerte
viento del norte.
El espectáculo era impresionante. Algunos de los hombres que me rodeaban se estreme-
cieron y lanzaron maldiciones llenas de odio. Oí que uno de ellos murmuraba:
–Los hicsos alimentan a esos monstruos con carne humana, lo mismo que si fueran leo-
nes o chacales mansos. Este es el motivo de esta matanza. Tienen que conseguir comida para
esas bestias. ¡Quién sabe a cuántos de nuestros camaradas habrán devorado ya!
No pude contradecirle. Incluso creí que aquel hombre podría tener razón. Dejé de mirar a
aquellos hermosos pero monstruosos animales, para observar a las naves con que nos enfren-
tábamos.
–Los hemos sorprendido en el momento de cruzar los carros y los hombres –le indiqué a
Tanus. En las cubiertas de las naves de Nembet se amontonaban carros y equipo de guerra y
se arracimaban los aurigas hicsos. Al comprender el peligro que les acechaba, algunos trataron
de virar para regresar a la orilla oriental. Chocaron con las naves que les seguían y, engancha-
das unas con otras, quedaron a merced de la corriente.
Al ver la confusión que reinaba en el enemigo, Tanus lanzó una estentórea carcajada y
gritó:
–Orden general de redoblar el ritmo para aumentar la velocidad. Encended las flechas de
fuego.
Los hicsos nunca habían sufrido un ataque con flechas de fuego y, ante el pensamiento
de lo que sucedería, no pude por menos que reír con Tanus con cierto histerismo. De repente
me puse tenso y mi risa se evaporó.
–¡Mira, Tanus! –dije, agarrándole del brazo–. ¡Mira la galera que va enfrente! En la popa.
Allí está nuestro traidor.
Al principio Tanus no reconoció la alta y augusta figura apoyada contra la barandilla de la
nave, porque lucía la armadura de escamas de pescado y el alto casco de guerra de los hicsos.
De repente lanzó un rugido lleno de cólera.
– ¡Intef! ¿Cómo no adivinamos que se trataba de él?
–Ahora lo veo todo con claridad. Él fue quien guió a Salitis hasta Egipto. Viajó a Oriente y
deliberadamente tentó a los hicsos describiéndoles los tesoros. –Mi furia y mi cólera eran idén-
ticas a las de Tanus.
Tanus alzó el arco Lanata y disparó una flecha, pero nos encontrábamos a excesiva dis -
tancia y la flecha rebotó contra la armadura del señor Intef. Volvió la cabeza, asustado por el
impacto y miró directamente hacia donde nos encontrábamos. Nos vio a Tanus y a mí, y por
un instante creí notar miedo en sus ojos. Después se agachó y se ocultó tras la borda de la
nave.
Nuestras primeras embarcaciones se abalanzaron contra las naves tripuladas por los con-
fusos y atemorizados hicsos. Con un fuerte crujido, el cuerno de bronce se clavó en el centro
de la embarcación en que viajaba Intef. El impacto me tiró al suelo. Cuando volví a ponerme
en pie, no sin cierta dificultad, los remeros ya hacían retroceder al Aliento de Horus y con otro
215
Río sagrado Wilbur Smith
fuerte crujido de maderas nos desprendimos de la nave averiada. Al mismo tiempo, nuestros
arqueros disparaban una pesada lluvia de flechas incendiarias sobre la nave enemiga. Las ca-
bezas de las flechas estaban envueltas en tallos de papiro empapados en resina que ardían
como cometas y que dejaban tras de sí una estela de chispas y de humo al dar contra las velas
y las jarcias. El viento del norte abanicaba las llamas que se alzaban por los aparejos con dia-
bólica exuberancia.
El agua penetraba por el orificio que habíamos abierto en el casco y la nave se escoraba
peligrosamente. Las velas se encendieron y ardieron con sorprendente rapidez. A pesar de la
distancia, el calor me chamuscó las pestañas. La pesada vela principal, envuelta en llamas, ca-
yó sobre cubierta atrapando a la tripulación y a la multitud de aurigas, cuyos gritos nos ensor-
decieron cuando sus cabellos y vestiduras se incendiaron. Cuando los vi saltar por la borda en -
vueltos en llamas y hundirse en el agua arrastrados por el peso de sus armaduras, recordé la
llanura de Abnu y no los compadecí. Un pequeño remolino en el agua y una diminuta nube de
humo marcaba el lugar donde se ahogaban.
En todo el curso del río, las naves de los hicsos ardían y se hundían. Aquellos hombres no
tenían la experiencia ni la capacidad necesarias para contrarrestar nuestro ataque y se en-
contraban tan indefensos como nosotros ante el avance de sus carros. Nuestras naves retroce-
dían y volvían a atacar, destrozándoles los cascos y disparándoles torrentes de flechas incen-
diarias.
Yo observaba la primera nave que atacamos, tratando de ver al señor Intef. La embarca-
ción prácticamente se había hundido cuando reapareció. Se había despojado del casco y la ar-
madura, y sólo se cubría con un taparrabos. Se balanceó con agilidad sobre la borda de la
nave a punto de zozobrar y entonces, cuando las llamas ya se alzaban para abrazarlo, unió las
manos por encima de la cabeza y se zambulló en el agua.
Era hijo del Nilo y se sentía como pez en el agua. Se hundió e instantes después reapare-
ció a cincuenta pasos del lugar donde se había zambullido; el pelo largo echado hacia atrás le
daba el aspecto de una nutria.
–¡Allá va! –le grité a Tanus–. ¡No permitas que huya ese maldito!
De inmediato Tanus dio la orden de que el Aliento de Horus virara, pero a pesar de que el
timonel hizo la maniobra con celeridad, la nave tardó en responder. Mientras tanto, el señor de
Intef se deslizaba por el agua como un pez rumbo a la orilla oriental y la protección de sus
aliados hicsos.
–¡Remad con fuerza! –ordenó Tanus a sus remeros de estribor. En cuanto estuvimos en
dirección al fugitivo, Tanus ordenó que todos remaran a la vez y así navegar a la máxima velo-
cidad. Pero Intef ya se nos había adelantado y se encontraba cerca de la orilla donde cinco mil
arqueros hicsos esperaban, listos para cubrirlo con sus extraños arcos.
–¡Que Seth les orine encima! –gritó Tanus con tono desafiante–. ¡Les arrancaremos a
Intef de debajo de sus narices! –Y dirigió el Aliento de Horus directamente hacia ellos, persi-
guiendo a la solitaria figura del nadador.
Cuando estábamos a tiro, muy cerca de la orilla, los hicsos dispararon una andanada de
flechas que oscureció el cielo, cayendo en una nube a nuestro alrededor. Eran tantas que la
cubierta pronto quedó como un lecho de agujas y algunos de nuestros marineros cayeron de
sus bancos, retorciéndose por el dolor de las heridas.
Pero ya nos encontrábamos cerca de Intef; cuando miró por encima del hombro vi la ex-
presión de terror en su rostro al comprender que no lograría huir de nuestra afilada proa. Olvi-
dando las flechas, corrí a proa para gritarle:
–¡Te odié desde el día en que te conocí! ¡Siempre me repugnó que me tocaras! ¡Quiero
verte morir! ¡Eres malvado! ¡Malvado!
Me oyó. Lo vi en sus ojos, pero en aquel momento volvieron a intervenir los dioses de las
sombras. Una de las galeras de los hicsos que estaba a punto de hundirse, fue arrastrada ha-
cia nosotros por la corriente, despidiendo humo y llamas. De habernos tocado, también nues-
tra embarcación habría quedado convertida en una tea. Tanus se vio obligado a virar y a orde-
nar a sus hombres que remaran hacia atrás. La nave incendiada quedó entre nosotros y la cos-
ta. El señor Intef desapareció de mi vista, pero cuando la nave en llamas avanzó, volví a verlo.
Tres aurigas hicsos lo sacaban del agua y le ayudaban a encaramarse al inclinado barranco.
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Río sagrado Wilbur Smith
Intef se detuvo al llegar a la parte superior del barranco, se volvió a mirarnos y luego
desapareció, dejándome temblando de ira y frustración. Dado que las flechas seguían haciendo
estragos entre nuestros hombres, Tanus ordenó que nos alejáramos para continuar destruyen-
do las pocas embarcaciones que seguían a flote.
Cuando la última de ellas escoró y dio una vuelta de campana, las verdes aguas del Nilo
la inundaron y convirtieron las llamas en una nube de vapor. Nuestros arqueros se inclinaron y
dispararon contra los pocos hicsos supervivientes que chapoteaban débilmente en la superficie.
En cuanto todos murieron, Tanus dirigió su atención a la orilla occidental donde quedaba
un pequeño destacamento enemigo y la manada de caballos. Cuando nuestra nave se acercó a
la costa, los hicsos se volvieron y huyeron, pero nuestros hombres saltaron a tierra espada en
mano y se lanzaron en su persecución. Los hicsos eran aurigas y estaban acostumbrados a lu-
char desde sus carros. Nuestros hombres eran de infantería y estaban entrenados para correr.
Como una jauría de chacales aislaron y rodearon al enemigo. Luego lo derribaron, dejando el
terreno cubierto de un centenar de cuerpos sangrantes.
Yo había saltado a tierra tras la primera oleada de nuestras tropas. Estaba seriamente
preocupado. No tenía ningún sentido que me dedicara a hacer modelos y diseños de carros si
no iba a disponer de animales que tiraran de las ruedas de radios que ya veía en mi imagina-
ción.
Requirió un enorme valor por mi parte acercarme hacia la manada que los hicsos habían
abandonado al borde del río. Cada paso me exigió un esfuerzo de voluntad porque había cen-
tenares y era evidente que estaban inquietos y alarmados por los gritos, las carreras de los
hombres y el entrechocar de armas. Estaba seguro de que en cualquier momento me atacarían
como leones heridos. Los imaginé devorando mi carne todavía caliente y crujiente. Entonces
mi valor se evaporó y no pude acercarme más. Me detuve a una distancia de cien pasos para
mirar fascinado aquellos espantosos depredadores, dispuesto a huir a la primera señal de ata-
que.
Aquélla fue la primera oportunidad que tuve de estudiarlos. En su mayoría eran de color
grisáceo con ligeros tonos de bayo, alazán y ruano. Uno o dos de ellos eran negros como Seth.
Tenían la altura de un hombre, pecho fuerte y grácil cuello. Las crines parecían hermosas ca-
belleras de mujer y su piel brillaba a la luz del sol como si estuviera bruñida.
Uno de los que se encontraba más cerca de mí, echó atrás la cabeza y alzó el labio supe -
rior. Retrocedí al ver los grandes dientes blancos y cuadrados que se alineaban en su quijada.
Dio unas cuantas coces y emitió un sonido tan espeluznante que me di la vuelta y eché a an -
dar hacia la nave con cierta presteza.
En aquel momento el grito ronco de uno de nuestros soldados detuvo mi cobarde huida.
–¡Matemos a los monstruos de los hicsos!
–¡A matar a los monstruos! –corearon todos.
–¡No! –grité yo, olvidando toda preocupación por mi propia seguridad–. ¡No! ¡Hay que
salvar los caballos! Los necesitamos.
Mi voz se perdió en medio del furibundo grito de guerra de nuestras tropas que se preci-
pitaron hacia la manada de caballos, con los escudos en alto y las espadas todavía empapadas
con la sangre de los hicsos. Algunos hombres se detuvieron para colocar flechas en sus arcos y
dispararlas contra la manada.
–¡No! –volví a gritar cuando un semental negro se alzó sobre sus patas traseras relin-
chando, con una flecha clavada en el flanco–. ¡No! ¡Por favor, no! –volví a gritar cuando uno
de los marineros atacó a una yegua con un hacha de mano hiriéndola en el menudillo. El ha-
chazo la invalidó y no pudo escapar al siguiente golpe que recibió entre las orejas y la hizo
caer pataleando–. ¡Dejadlos! ¡Dejadlos! –supliqué, pero las flechas derribaron a una docena de
caballos y las hachas y espadas hirieron a otros tantos antes de que la manada se desbandara
y saliera a galope por la polvorienta llanura, en dirección al desierto.
Me protegí los ojos del sol para verlos alejarse y tuve la sensación de que parte de mi co-
razón se iba con ellos. Cuando desaparecieron, corrí a proteger a los animales heridos que ya -
cían entre los lechos de papiros. Pero los soldados se me adelantaron. Era tan grande su ira
que se reunieron alrededor de los cuerpos de los pobres animales. Presa de un frenesí de odio,
clavaban las espadas en la carne de las bestias y les destrozaban las cabezas a hachazos.
217
Río sagrado Wilbur Smith
Un poco apartado, había un grupo de tallos de papiros. Allí escondido, lejos de las mira-
das de los furibundos soldados, estaba el semental negro al que habían herido con una flecha.
Estaba dolorido y caminaba cojeando, con la flecha profundamente clavada en el pecho. Corrí
hacia él sin pensar en mi propia seguridad, pero me detuve en seco cuando le vi volver la ca-
beza para mirarme.
Entonces comprendí el peligro que corría. Era una bestia herida que, como un león en su
misma situación, acabaría atacándome. El semental y yo nos miramos y sentí que mi miedo se
desvanecía.
Sus ojos eran enormes y estaban transidos de dolor. Ojos bondadosos, ojos hermosos
que me llenaron de piedad. El animal hizo un sonido leve y tembloroso y se acercó renquean-
do. Estiré la mano y le toqué el hocico; pude comprobar que, al tacto, parecía de seda de Ara-
bia. Vino directamente hacia mí y apretó la frente contra mi pecho en un gesto de confianza y
de súplica que era casi humano. Supe que me estaba pidiendo ayuda.
Instintivamente, le eché los brazos al cuello y lo abracé. En aquel momento mi mayor
deseo era salvarlo, pero de sus ollares empezó a manar una sangre caliente que me corrió por
el pecho. Supe que la flecha le había atravesado los pulmones y que se estaba muriendo. Ya
estaba más allá de cualquier posibilidad de ayuda que yo pudiera prestarle.
–¡Pobre animal! ¿Qué te han hecho esos cretinos ignorantes? –susurré. En medio de mi
angustia y de mi dolor, comprendí que mi vida había vuelto a cambiar y que aquella criatura
moribunda era la causante del cambio. De alguna manera, presentí que, en el futuro, siempre
que dejara mis huellas en tierras africanas, a su lado quedarían marcadas las huellas de un ca-
ballo. Acababa de encontrar otro gran amor que llenaría mis días.
El semental volvió a lanzar otro gemido tembloroso y sentí su aliento cálido contra mi
piel. Entonces sus patas cedieron y cayó pesadamente de costado. Allí quedó jadeando, tratan-
do de respirar con los pulmones perforados. De la herida de su pecho empezaron a surgir bri-
llantes burbujas rojas. Me senté a su lado, coloqué la noble cabeza sobre mi regazo y esperé
con él que le llegara la muerte. Después me levanté para dirigirme al Aliento de Horus.
Me costaba ver el camino porque las lágrimas me cegaban. Una vez más me maldije por
ser débil y sentimental, pero eso no me ayudó a endurecerme. Siempre he sido vulnerable
ante el sufrimiento de otra criatura, humana o no, sobre todo cuando se trata de un ser noble
y hermoso.
–¡Maldito seas, Taita! ¿Dónde has estado? – preguntó Tanus, furioso, cuando subí a bor-
do–. Estamos en plena batalla. El ejército no puede esperarte mientras te dedicas a soñar des-
pierto.
Pero a pesar de su cólera, no me había abandonado.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Tengo mis naves! – me gritó Tanus–. ¡No necesito esas bestias que se alimentan de
carne humana! Son una abominación para los hombres decentes y para los dioses. Son criatu -
ras de Seth y de Sutej y no quiero tener nada que ver con ellas.
Comprendí demasiado tarde que había llevado a Tanus a una posición desde la que le re-
sultaría imposible retroceder. Era un hombre inteligente hasta que el orgullo obnubilaba su ra-
zón. Moderé el tono y le hablé con voz meliflua.
Por favor, Tanus, escúchame. He tenido en mis manos la cabeza de uno de esos anima-
les. Son seres fuertes pero extrañamente agradables. Sus ojos brillan con la inteligencia de un
perro fiel. No comen carne...
–¿Cómo puedes saberlo basándote en un breve contacto? –preguntó, todavía lleno de or-
gullo herido.
–Por los dientes –contesté–. No tienen los colmillos ni las garras de los animales carnívo-
ros. Los cerdos son los únicos animales con pezuñas que comen carne y éstos no son cerdos.
Le vi titubear y aproveché la ventaja obtenida.
–Si eso no te basta, considera las provisiones que han traído los hicsos. ¿Crees que nece-
sitan esa montaña de heno para alimentar animales carnívoros?
–Carne o heno, no quiero seguir discutiendo. Ya has oído mi decisión. Dejaremos que
esos malditos caballos mueran en el desierto. Esta es mi decisión y es definitiva. –Se alejó pi-
sando fuerte.
–¿Definitiva, eh? – murmuré yo en voz baja–. Ya lo veremos.
Han sido muy contadas las ocasiones en que no he podido salirme con la mía con mi
ama, y la suya era ahora la más alta autoridad de Egipto. Aquella noche, en cuanto la barca
real se acercó para ponerse bajo la protección de las naves de guerra, recurrí a ella.
Sin que lo supiera el enamorado comandante, le enseñé el pequeño modelo de carro tira-
do por minúsculos caballos tallados en madera que había preparado para ella. A la reina Lostris
le encantaron. Ella no había visto a los escuadrones de carros de guerra en acción y por lo tan-
to no odiaba tanto a los caballos como el resto del ejército. Después de haber captado toda su
atención con el modelo de carro, le describí la muerte del semental con detalles tan desgarra -
dores que ambos terminarnos llorando. Ella no puede resistir mis lágrimas, ni yo las suyas.
–Tienes que ir de inmediato al desierto a rescatar a esos maravillosos animales. Cuando
estén en tu poder, te ordeno que construyas un escuadrón de carros para mis ejércitos –excla-
mó.
Si Tanus hubiera hablado con ella antes de que yo tuviera oportunidad de persuadirla,
dudo que me hubiera dado esa orden y, en tal caso, muy distinta habría sido la historia de
nuestro mundo. De todos modos, Tanus se enfureció al enterarse de lo que había hecho y es -
tuvimos a punto de cortar definitivamente nuestras relaciones.
Fue una suerte que la reina Lostris me hubiera ordenado que desembarcara de inmedia-
to, pues así pude huir de la fuerza de su furia. Sólo conté con unas pocas horas para reunir al-
gunos ayudantes, cuyo jefe resultó ser el más insólito de estos personajes.
Nunca le había tenido demasiada simpatía a Hui, el alcaudón que habíamos capturado en
Gallala y que comandaba una de las naves que Tanus hundió en Abnu. En aquel momento era
un capitán sin barco y un hombre que buscaba un motivo para seguir adelante. En cuanto co-
rrió por la flota el rumor de mi misión, me fue a buscar.
–¿Qué sabes sobre caballos? –me desafió. Era una pregunta que en aquel momento no
estaba preparado para contestar.
–Obviamente, no tanto como tú –fue mi cautelosa respuesta.
–En una época yo fui mozo de cuadra –alardeó.
–¿Y eso qué es?
–La persona que cuida de los caballos –contestó.
Y yo me quedé mirándole, sorprendido.
–¿Dónde has visto un caballo antes de ese maldito día en Abnu? –pregunté.
–Cuando era niño mis padres fueron asesinados y me capturó una tribu de bárbaros que
vagaban por las lejanas llanuras de Oriente, a un año de viaje del río Eufrates. Mis captores
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Río sagrado Wilbur Smith
eran gente de a caballo y durante mi infancia conviví con esos animales. La leche de yegua era
mi alimento y por la noche, para dormir, me protegía bajo la panza de algún caballo, porque a
los esclavos no se nos permitía entrar en las tiendas de la tribu. Huí de la esclavitud montado
en el lomo de mi semental favorito. El me llevó lejos y a toda velocidad. Pero murió mucho an-
tes de que llegáramos al Eufrates.
Así fue que Hui me acompañara cuando la nave llegó a la orilla occidental con mi peque-
ño grupo de renuentes cazadores de caballos. Sólo logré reclutar dieciséis hombres y la mayo -
ría eran la hez y la escoria del ejército. Tanus se encargó de que ninguno de sus mejores hom-
bres se uniera a mí. No podía contradecir la orden de la regente de Egipto, pero logró que me
resultara muy difícil cumplirla.
Por sugerencia de Hui equipé a mis hombres con ropas livianas de hilo y les di bolsas de
cereal. Todos, salvo Hui y yo, estaban aterrorizados hasta la incontinencia con sólo pensar en
aquellos animales. Cuando desperté, después de nuestra primera noche de campamento, des-
cubrí que absolutamente todos aquellos valientes habían desaparecido; nunca volvimos a sa-
ber de ellos.
–No nos queda más remedio que regresar –me desesperé–. Solos nada podremos hacer.
Tanus se alegrará. Debió de suponer que esto sucedería.
–No estás solo –dijo alegremente Hui–. Me tienes a mí.
Por primera vez los sentimientos que me inspiraba aquel jovencito fueron cálidos. Nos di-
vidimos la carga de sogas y de bolsas de cuero llenas de cereal molido y seguimos viaje.
Las huellas de los caballos ya tenían tres días, pero como se habían mantenido juntos, en
una sola manada, no era difícil seguirles el rastro. Hui me aseguró que entre ellos el instinto
de la manada era muy fuerte y que habiendo tanto pasto a la orilla del río, lo más probable es
que no se hubieran alejado mucho. Estaba convencido de que no se habían dirigido al desierto,
que era lo que yo temía.
–¿Por qué iban a hacer eso? Allí no hay agua ni comida –razonó Hui. Y el tiempo demos-
tró que no se equivocaba.
Con la llegada de los hicsos, los labradores habían abandonado sus granjas para refugiar-
se en la seguridad de las ciudades amuralladas. Los campos estaban abandonados y el trigo a
medio crecer. Encontramos a la manada al día siguiente, antes del mediodía. Pastaba pacífica-
mente en un campo. Incluso después de mi experiencia con el semental herido, aquellas mis -
teriosas criaturas me ponían nervioso.
–Sin duda capturar a algunos será difícil y peligroso –le confié a Hui, buscando su conse-
jo. Ni siquiera se me había ocurrido la posibilidad de capturar a los trescientos caballos. Hubie-
se estado satisfecho con veinte y encantado con cincuenta. Imaginaba que tendríamos que de-
rribarlos uno a uno, y luego atarlos con las sogas que llevábamos.
–He oído que tienes fama de ser un esclavo muy inteligente –dijo Hui, sonriéndome, en -
cantado por poder demostrar un conocimiento superior en algo–. Pero sin duda es un rumor
sin fundamento.
Me enseñó a hacer un bozal con las sogas. Hicimos una docena hasta que se sintió satis-
fecho del resultado. Después nos hicimos cada uno con un bozal y con una de las bolsas de
cuero que contenían cereal molido y nos encaminamos hacia la manada. Siguiendo el consejo
de Hui, no caminamos directamente hacia ellos, sino que nos fuimos acercando lentamente en
ángulo.
–¡Ahora despacio! me advirtió Hui cuando los caballos levantaron las cabezas y nos estu-
diaron con su mirada franca y casi infantil que ya conocía tan bien.
–Siéntate. –Nos dejamos caer en la hierba y permanecimos inmóviles hasta que los ani-
males se pusieron a pastar de nuevo. Después empezamos a acercarnos hasta que volvieron a
ponerse nerviosos.
–¡Abajo! –ordenó Hui y, cuando estuvimos agazapados en la hierba, continuó diciendo–:
Les encanta el sonido de una voz suave. Cuando era un chaval, les cantaba para tranquilizar-
los. ¡Observa esto! –Empezó a cantar en un idioma desconocido que supuse debía ser la len-
gua bárbara de sus captores.
La voz de Hui era tan melodiosa como el graznar de los cuervos cuando pelean por los
restos de un perro muerto. Los caballos más cercanos se volvieron para observarnos con curio-
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Río sagrado Wilbur Smith
sidad. Apoyé una mano sobre el brazo de Hui para pedirle que guardara silencio. Estaba segu -
ro de que a la manada el sonido de su voz debía resultarle tan desagradable como a mí.
–Déjame intentarlo –susurré. Empecé a cantar la canción de cuna que había compuesto
para mi príncipe.
Duerme, pequeño Mem, que gobiernas el amanecer, duerme, pequeño príncipe, que el
mundo gobernarás, descansa la cabeza llena de sueños maravillosos, descansa los brazos,
que, fuertes, espada y arco empuñarán.
Una de las yeguas más cercanas dio unos pasos hacia mí y, cuando se detuvo, emitió
aquel peculiar sonido tembloroso y suave con los labios. Me miró con curiosidad y yo seguí
cantando suavemente. Junto a ella había un potrillo, un hermoso animal bayo, de atractiva ca-
beza y orejas erguidas.
Gracias al especial cariño y comprensión que me inspiraban los animales, yo ya empeza-
ba a reconocer los detalles importantes en la cría de caballos. Aprendía instintivamente y con
rapidez cómo tratarlos. Ya no dependía por completo de las instrucciones de Hui.
Sin dejar de cantar con suavidad, cogí un puñado de cereal molido y se lo ofrecí a la ye -
gua. Noté que no era la primera vez que le daban de comer de la mano y que comprendía mi
ofrecimiento. Resopló ruidosamente y se acercó unos pasos más. Aun ahora sigo recordando la
emoción que me embargó cuando dio el último paso y apoyó con delicadeza el morro en mis
manos para probar el cereal. Yo reí, lleno de alegría. La yegua no hizo el menor esfuerzo por
alejarse cuando le pasé el otro brazo por el cogote y apoyé con suavidad mi mejilla contra la
suya para inhalar el extraño y cálido olor de su piel.
–El bozal –me recordó Hui en voz baja, y yo se lo deslicé sobre la cabeza tal como él me
había indicado–. Ya es tuya –dijo Hui.
–Y yo soy suyo –contesté sin pensar. Pero era cierto. Nos habíamos conquistado mutua -
mente.
El resto de la manada lo había observado todo. En cuanto le puse el bozal a la yegua, se
tranquilizaron y permitieron que Hui y yo camináramos tranquilamente entre ellos. Se nos
acercaban para comer de la mano y permitían que les levantáramos los cascos y que les acari -
ciáramos el cogote.
Mientras ocurría, me pareció milagroso, pero tras una breve reflexión, comprendí que era
completamente natural. Desde su nacimiento estos caballos estaban acostumbrados a que los
manosearan y mimaran, que los alimentaran y enjaezaran. Habían vivido siempre con la cerca-
na y permanente presencia del hombre. El verdadero milagro sucedió después, cuando me di
cuenta de que reconocían el afecto y eran capaces de devolverlo.
Hui había elegido y puesto un bozal a otra yegua y no cesaba de hablar, exhibiendo sus
conocimientos y experiencia en materia equina. Yo estaba tan eufórico que, por una vez, tanta
ostentación no me molestó.
–Muy bien –dijo por fin–, ahora montaremos. –Y para mi estupefacción, apoyó ambas
manos sobre el lomo de la yegua, se alzó y pasó una pierna sobre el cuerpo del animal para
sentarse sobre él. Me quedé mirándole con incredulidad, esperando que la yegua reaccionara
violentamente, que se levantara sobre las patas traseras y arrojara a Hui al suelo o que, por lo
menos, con sus fuertes dientes tirara de una pierna y lo desmontara. Pero, en cambio, el ani-
mal permaneció quieto y en actitud servicial.
–¡Arre, cariño! –exclamó Hui, clavándole los talones en las costillas. La yegua empezó a
caminar obedientemente y cuando volvió a picarla, se lanzó al trote y luego al galope. Hui la
guiaba con facilidad, pero de un modo que yo no alcanzaba a comprender. Caballo y jinete tra-
zaron elegantes movimientos y después regresaron donde yo estaba.
»Vamos, Taita. ¡Intenta galopar! –Comprendí que esperaba que yo me negara, lo que
hizo que me sobrepusiera a mi desconfianza. No iba a consentir que se sintiera superior a mí.
Mi primer intento no tuvo éxito, pero la yegua permaneció estoicamente quieta y Hui se
echó a reír.
221
Río sagrado Wilbur Smith
–Esa yegua tiene mucho que enseñarte. Deberías bautizarla con el nombre de «Pacien-
cia». –Yo no le vi la gracia, pero el nombre quedó y desde entonces la yegua se llamó Pacien-
cia.
Empínate más antes de pasar la pierna por el lomo, y ten cuidado de no aplastarte las
bolas al sentarte –aconsejó Hui, y acto seguido se echó a reír a carcajadas–. ¡Olvidaba que ya
no necesitas preocuparte por ellas! ¡Apuesto a que te encantaría tener un par de bolas en las
que sentarte!
La broma consiguió enfriar los cálidos sentimientos que empezaba a inspirarme Hui. Me
lancé al lomo de la yegua y me agarré del cogote con ambas manos, temeroso de descoyun-
tarme piernas y brazos y de chafarme el cráneo.
–¡Siéntate derecho! –dijo Hui, comenzando la instrucción, en la que Paciencia me ayudó
con su naturaleza dulce e indulgente.
Me sorprendió pensar en esas criaturas como si fueran seres humanos, pero en los días
que siguieron, cabalgando rumbo a Tebas, descubrí que los caballos pueden ser tontos o inteli-
gentes, desconfiados o crédulos, malhumorados o traviesos, amistosos o indiferentes, valien-
tes o tímidos, nerviosos o flemáticos, sufridos o impacientes, sorprendentes o previsibles... en
definitiva, tan parecidos al hombre como pueda serlo una criatura que camina a cuatro patas.
Cuanto más cosas aprendía acerca de ellos, más quería aprender. Cuanto más tiempo pasaba
trabajando con ellos, más aprendía a amarlos.
Yo encabezaba la marcha, montando a Paciencia, con el potro detrás. La manada, los
trescientos dieciséis caballos, nos seguía. Hui cerraba la marcha para recoger a los rezagados.
Con cada legua que avanzábamos, me sentía más seguro y diestro a lomos de Paciencia y
nuestro mutuo entendimiento era más fuerte. La yegua se convirtió en una extensión de mi
propio cuerpo, pero mucho más fuerte y veloz que mis débiles piernas. Me parecía tan natural
estar montado sobre el ancho lomo, que me sorprendía que fuesen tan pocos los que estaban
dispuestos a compartir conmigo la experiencia.
Tal vez la actitud de nuestro ejército hacia los caballos no sólo se debiera al pánico que
sufrieron en las llanuras de Abnu, sino también a las palabras y a la reacción de Tanus, señor
de Harrab. Fuera cual fuese el motivo, no encontré un solo egipcio dispuesto a montar un ca-
ballo, a excepción de Hui y, mucho después, el príncipe Memnón. A pesar de todo, los egipcios
aprendieron a cruzar y a criar caballos y a cuidar de ellos. Bajo mi tutela, llegaron a ser auri-
gas diestros y veloces, pero con excepción de Hui, el príncipe y yo, jamás vi a ninguno mon -
tando a caballo. Aunque los carros que yo diseñé barrieran todo lo que se alzaba ante ellos y
convirtieran Egipto en el rey de la creación; jamás oí a Tanus una palabra amable hacia estos
animales valientes y dispuestos que le llevaban a la batalla.
Incluso años después, cuando el caballo ya era algo común dentro del reino, se conside-
raba, en cierta manera, indecente y obsceno montarlos. Cuando pasábamos los tres montados,
muchos escupían al suelo y hacían la señal contra el mal de ojo.
túnel, salvo que su mente tortuosa era muy dada a esa clase de ideas. Su palacio estaba lleno
de trampas y pasadizos secretos, como la madriguera del conejo o la guarida del zorro del de-
sierto.
Cuando el señor Intef reveló al rey Salitis la existencia del pasadizo, éste envió una pe -
queña partida de sus mejores hombres quienes, una vez dentro de los muros de la ciudad,
atacaron a los confiados guardias egipcios que custodiaban la puerta principal, los asesinaron y
abrieron las puertas de par en par. De esta manera, la horda principal de los hicsos arrasó la
ciudad y, a los pocos días de comenzado el cerco, Tebas estaba perdida y sus habitantes asesi-
nados.
Desde la ribera occidental, donde Tanus tenía ahora su cuartel general en el palacio del
príncipe Memnón a medio construir, alcanzábamos a ver los techos calcinados de los edificios
incendiados por los hicsos. Todos los días veíamos las nubes de polvo que levantaban sus ca-
rros cuando corrían de un lado a otro de la orilla, y el brillo de las hojas de sus espadas mien -
tras se preparaban para la batalla que todos sabíamos que se avecinaba.
Con la flota tristemente reducida, Tanus había logrado hasta entonces mantener la línea
del río y, durante mi ausencia, había impedido otro intento de los hicsos de cruzar el Nilo. Pero
nuestras defensas eran pocas y estaban muy extendidas; debíamos custodiar una amplia fran-
ja de la ribera mientras el enemigo podía atravesar el río por donde quisiera. Nuestros espías
de la ribera oriental nos informaron de que habían confiscado todas las embarcaciones que en -
contraron, desde botes hasta naves. También habían capturado a muchos de nuestros hom-
bres que se dedicaban a la construcción de navíos y les obligaban a trabajar en los astilleros
de Tebas. No nos cabía la menor duda de que el señor Intef les aconsejaba al respecto, puesto
que él debía de estar tan ansioso como Salitis, el bárbaro, de apoderarse del tesoro del faraón.
Los tripulantes de nuestras naves permanecían día y noche preparados para la lucha y
Tanus sólo dormía cuando podía, que no era a menudo. Mi ama y yo no lo veíamos mucho y
cuando aparecía le encontrábamos macilento y malhumorado.
Todas las noches llegaban centenares de refugiados a la orilla occidental. De ambos
sexos y de todas las edades, cruzaban el Nilo en una extraña mezcla de balsas y de pequeñas
y variopintas embarcaciones. Los más fuertes cruzaban el ancho río a nado. Todos estaban
desesperados por huir del terror de los hicsos. Nos contaban historias horrorosas de rapiña y
de saqueos, pero también nos ponían al tanto de las últimas actividades del enemigo.
La llegada de aquella gente nos alegraba, por supuesto; eran compatriotas y parientes.
Pero su número superaba nuestros recursos. Nuestros principales graneros estaban en Tebas y
la mayor parte de nuestros rebaños de vacunos y de ovejas había caído en manos del enemi-
go. La reina Lostris me encomendó la tarea de reunir todo el grano y el ganado que hubiera en
la orilla occidental. Hice listas y llevé registros para racionar nuestras existencias de carne y de
granos. Por suerte las palmeras datileras estaban en plena producción y el río nos proporciona-
ba un abastecimiento interminable de pescado. Los hicsos jamás conseguirían hacernos rendir
por hambre.
Mi ama también me había nombrado Principal de los Caballos Reales. No hubo mucha
competencia por ese nombramiento, sobre todo porque no implicaba pago o privilegio alguno.
Nombré a Hui mi ayudante y él, por medio de sobornos, amenazas y chantajes consiguió reclu-
tar un centenar de hombres para que le ayudaran en el cuidado de nuestra pequeña manada.
Más tarde entrenaríamos a aquellos hombres para que fueran nuestros primeros aurigas.
No me suponía ningún sacrificio dedicar algún tiempo a visitar nuestras caballerizas pro-
visionales situadas en la necrópolis. La yegua Paciencia siempre corría a recibirme y yo llevaba
pan para ofrecerles a ella y a su potro. Muchas veces lograba separar al príncipe Memnón de
su madre y sus niñeras y lo llevaba a las caballerizas subido a hombros. En cuanto el pequeño
veía a los caballos, gritaba excitado.
Llevaba al príncipe en mi regazo cada vez que montaba a Paciencia y galopábamos a ori-
llas del río. Memnón chasqueaba la lengua y movía su pequeño trasero, imitando los gestos
con que yo urgía a Paciencia a que galopara más rápido. Siempre cuidaba de que la ruta que
seguíamos en esos paseos no se cruzara en el camino de Tanus. El no me había perdonado
aún y, de haber visto a su hijo montando un maldito caballo, creo que mi vida habría corrido
serio peligro.
223
Río sagrado Wilbur Smith
También pasaba gran parte de mi tiempo en la armería del templo funerario del faraón,
donde contaba con la ayuda de los mejores artesanos del mundo para construir mi primer ca-
rro. Allí, mientras trabajaba en el diseño de aquellos vehículos, concebí una idea que sería
nuestra primera defensa contra los carros de los hicsos. Eran simplemente largas estacas de
madera con ambos extremos afilados y con las puntas endurecidas por el fuego. Cada uno de
nuestros soldados de infantería llevaría consigo diez de esas estacas cargadas a la espalda en
un haz. Ante la proximidad de un escuadrón de caballería, las estacas se clavaban en el suelo
en ángulo, para que la punta quedara a la altura del pecho de un caballo. Luego nuestros hom-
bres tomaban posiciones detrás de la barricada de estacas y desde allí disparaban sus flechas.
Cuando demostré su funcionamiento a Tanus, por primera vez desde nuestra discusión
sobre los caballos, me abrazó y dijo:
–Bueno, me alegra comprobar que por lo menos todavía no te has vuelto senil. –Y así
supe que en parte me había perdonado.
Pero el terreno que gané con él en ese sentido, lo perdí casi totalmente en cuanto a los
carros Taita.
Mis artesanos y yo por fin habíamos terminado de construir el primer carro. El frente y
los laterales eran de bambú trenzado al estilo de las canastas. El eje era de madera de acacia.
Los ejes eran de bronce forjado a mano, untados con grasa de carnero, y los radios de las rue-
das estaban ligados con aros de bronce. El carro era tan liviano que dos aurigas podían levan-
tarlo y transportarlo sobre terreno pedregoso donde los caballos no podían tirar de él. Hasta yo
mismo me di cuenta de que era una obra maestra y los obreros lo bautizaron con el nombre de
carro Taita, a lo cual, por cierto, no me opuse.
Hui y yo enjaezamos dos de nuestros mejores caballos, Paciencia y Cuchillo, y salimos a
dar nuestra primera vuelta en el carro Taita. Tardamos algo en aprender a controlar las jar -
cias, pero no demasiado. Los caballos habían crecido con ello y nos enseñaron cómo hacerlo.
Al final, volábamos a caballo y girábamos abruptamente en pleno galope.
Cuando regresamos a las caballerizas, arrebolados por la excitación y llenos de júbilo por
nuestro logro, ambos estábamos convencidos de que nuestro carro era más veloz y maniobra-
ble que los de los hicsos. Durante diez días completos pusimos a prueba y fuimos modificando
mi creación. Por la noche trabajábamos en la armería a la luz de las lámparas hasta la última
guardia. Sólo entonces decidí mostrárselo a Tanus.
Tanus fue a la caballeriza a regañadientes y de malhumor, y se resistió a viajar en el ca-
rro conmigo.
–Confío en este invento tuyo tanto como confío en esas malditas bestias que lo arrastran
–gruñó. Yo me mostré extremadamente persuasivo y por fin logré que subiera al carro y parti-
mos.
Al principio puse a los caballos al trote, hasta que me di cuenta de que Tanus se relajaba
y, a pesar suyo, comenzaba a disfrutar del paseo. Después apremié a los caballos.
–Observa la velocidad que desarrolla. Puedes caer sobre el enemigo antes de que él se
dé cuenta de tu presencia –dije, exultante.
Tanus rió por primera vez y su risa me alentó.
–Con tus naves dominas el río. Con estos carros, dominarás la tierra. Con ambos, gober-
narás el mundo. Nada se te podrá resistir. –Tuve buen cuidado de no menospreciar sus ama-
das naves y no hice comparaciones desfavorables.
–¿Esta es la mayor velocidad que puedes desarrollar? –preguntó a gritos, para hacerse
oír sobre el aullido del viento y el repiquetear de los cascos–. Con viento a favor, el Aliento de
Horus es más rápido. –Lo cual era una mentira y un desafío.
–Agárrate con fuerza y respira hondo –le advertí–. Te llevaré hasta donde vuelan las
águilas. –Y les di rienda suelta a Paciencia y a Cuchillo.
Ningún hombre ha viajado jamás a una velocidad mayor. El viento nos hacía lagrimear.
–¡Dulce aliento de Isis! –gritó Tanus, excitado–. Esto es... –Nunca llegué a saber qué
pensaba. Tanus jamás terminó la frase porque en aquel momento una de nuestras ruedas cho-
có contra una piedra y la llanta se rompió.
El carro volcó; Tanus y yo volamos por el aire. Caí sobre la tierra dura con una fuerza
que debió haberme dejado inválido, pero estaba tan preocupado por el efecto que aquel pe-
224
Río sagrado Wilbur Smith
queño accidente podía causar en Tanus y por el posible fracaso de mis sueños y planes, que no
sentí dolor alguno.
Me puse en pie de un salto y, como a veinte pasos de distancia, vi a Tanus gateando con
sus rodillas ensangrentadas. Estaba cubierto de polvo y parecía haber perdido la piel de la mi -
tad de la cara. Se levantó y, tratando de mantener la dignidad, regresó al carro, pero renquea-
ba notoriamente.
Permaneció algunos instantes contemplando las ruinas de mi invento y de repente lanzó
un rugido parecido al del toro herido. Luego pateó el carro con tanta fuerza que éste se volcó
hacia el otro lado, como si fuera el juguete de un niño. Después Tanus giró sobre sus talones
sin siquiera mirarme y se alejó renqueando. No le volví a ver en una semana, y cuando por fin
nos encontramos, ninguno de los dos mencionó el incidente ni el carro.
Ese podría haber sido el fin del asunto, en cuyo caso nunca habríamos reunido nuestro
primer escuadrón de carros, de no ser porque la tozudez y el orgullo de mi ama eran aún ma -
yores que los de su amante. Ella había sido la que me había dado la orden y se negaba a re -
tractarse. Cuando Tanus intentó convencerla de que abandonara la idea, lo único que consiguió
fue fortalecer mi posición. En el término de tres días, Hui y yo habíamos reconstruido el carro y
armado otro idéntico.
Cuando los embalsamadores de la capilla funeraria completaron los setenta días rituales
de la momificación real, ya contábamos con nuestro primer escuadrón de cincuenta carros y
habíamos entrenado a los aurigas necesarios para conducirlos.
225
Río sagrado Wilbur Smith
cuando lo sacaron de allí, todos los tejidos grasos se habían disuelto y las capas exteriores de
la piel habían desaparecido, salvo en la cabeza.
A continuación lo volvieron a colocar sobre la plancha de piedra y lo enderezaron, exten-
diendo su cuerpo. Después lo limpiaron y secaron. Rellenaron el estómago vacío con trozos de
hilo empapado en resina y cera, y suturaron la abertura. Mientras tanto, disecaron sus órganos
internos y los colocaron dentro de los canopes que sellaron de inmediato.
Durante los cuarenta días restantes, dejaron que el cuerpo del rey se secara por comple-
to. Alinearon las puertas de la capilla en dirección a los vientos cálidos y secos para que sopla -
ran sobre la loza funeraria. Al finalizar el período ritual de setenta días, el cuerpo del faraón
estaba tan seco como un trozo de leña.
Volvieron a colocarle las uñas que le habían retirado antes de hundirlo en el baño de sal
de natrón, fijándolas mediante finos hilos de alambre de oro. Le envolvieron el cuerpo en la
primera capa de vendas de hilo blanco, dejando expuestos el cuello y la cabeza. El vendaje era
meticuloso y complejo; las vendas se cruzaban y entrecruzaban unas sobre otras, formando
elaborados dibujos. Debajo se colocaron encantamientos y amuletos de oro y piedras precio-
sas. Luego empaparon las vendas en laca y resinas que, al secarse, adquirían la dureza de la
piedra.
Entonces llegó la hora de la Abertura de la Boca, que tradicionalmente era realizada por
el pariente más cercano del faraón. Como Memnón era aún demasiado joven, la regente ocupó
su lugar.
Mi ama y yo nos encaminamos juntos a la capilla en la penumbra del amanecer y fuimos
testigos del momento en que apartaron la sábana de hilo que cubría al rey. La cabeza del fara-
ón estaba milagrosamente preservada. Tenía los ojos cerrados y su expresión era serena. Los
embalsamadores le habían coloreado y pintado el rostro y tenía mejor aspecto muerto que en
vida.
Mientras el sumo sacerdote de AmónRa y el gran maestre del gremio de los embalsama-
dores preparaban los instrumentos para la ceremonia, entonamos el encantamiento para no
morir por segunda vez.
El es el reflejo y no el espejo.
Es la música y no la lira.
Es la piedra y no el cincel que le da forma.
Vivirá por siempre.
No morirá por segunda vez.
La reina Lostris se inclinó sobre el cuerpo del faraón y apoyó la cuchara de la vida sobre
sus labios pintados.
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Río sagrado Wilbur Smith
Luego aguardamos mientras los embalsamadores envolvían la cabeza del faraón con ven-
dajes y los pintaban con resina. Modelaron las vendas mojadas con resina, de acuerdo a la
cara que ocultaban. Finalmente, colocaron sobre su rostro ciego y vendado la primera de las
máscaras funerarias.
Era la máscara funeraria de oro puro que habíamos visto fundir. En vida, el faraón había
posado para el escultor, de manera que la máscara era sorprendentemente parecida a él. Los
ojos de resplandeciente cristal de roca y obsidiana parecían mirarme con toda la humanidad
que el hombre bajo la máscara poseía en vida. La cabeza de cobra del uraeus se alzaba de la
noble frente, majestuosa y mística.
Luego la momia envuelta en vendas fue colocada en el sarcófago dorado interior, que se
selló y colocó a su vez en el segundo sarcófago dorado, con otra máscara mortuoria repujada
en la tapa. La mitad del tesoro recuperado del escondite del señor Intef había costeado aquel
peso enorme de metales y piedras preciosas.
Eran siete sarcófagos en total, incluyendo uno inmenso de piedra que esperaba colocado
encima del trineo de oro, listo para transportar al faraón hasta su tumba, situada bajo las coli-
nas. Pero mi ama se negó a permitir que aquello se llevara a cabo.
–He hecho un voto sagrado. No puedo depositar a mi marido en una tumba que puede
ser violada y saqueada por los bárbaros hicsos. El faraón permanecerá aquí hasta que pueda
cumplir la promesa que le hice. Encontraré una tumba segura donde pueda descansar durante
toda la eternidad. Le he dado mi palabra de que nadie turbará su descanso.
Tres noches después comprobamos lo sabia que había sido la reina Lostris al retrasar el
entierro del rey. Los hicsos hicieron un esfuerzo decidido por cruzar el río y Tanus apenas pudo
contenerlos. Llevaron a cabo el intento en un lugar sin vigilar, tres kilómetros al norte de Esna.
Hicieron cruzar a todos los caballos a nado y luego los siguieron en una pequeña armada de
botes que habían llevado desde Tebas por tierra, a fin de que no adivináramos sus intenciones.
En realidad, lograron hacer una cabeza de playa en la orilla oeste antes de que Tanus lle-
gara con sus naves. Pese a ello, no habían descargado aún los carros y los arneses de los ca -
ballos cuando Tanus apareció. En el primer ataque, Tanus dejó desamparados a tres mil hi-
csos, destruyendo los botes con los carros a bordo. Los caballos, ante tal descarga, huyeron en
estampida.
Sin sus carros, los hicsos se encontraban en las mismas condiciones que nosotros; ante
la imposibilidad de huir, lucharon con inflexible decisión. El número, en uno y otro bando, era
prácticamente igual, pues Tanus sólo había logrado trasladar un regimiento completo. El resto
de su ejército se extendía por la orilla oeste. La lucha fue cruenta y confusa debido a la oscuri -
dad reinante, rota únicamente por las llamaradas de las naves incendiadas en la playa.
Por casualidad, o por otro capricho del destino, Hui y yo acabábamos de llegar a Esna
para hacer ejercicios de entrenamiento con nuestro pequeño escuadrón de cincuenta carros y
sus correspondientes aurigas. En realidad nos habíamos alejado treinta kilómetros de Tebas
tan sólo para escapar de la intromisión y posible desaprobación de Tanus.
Habíamos acampado en el sagrado bosquecillo de tamarindos, junto al templo de Horus.
Yo estaba extenuado después de un largo día de galopar a gran velocidad. Al regresar al cam-
pamento, Hui me dio un jarro de vino de gran calidad y lo probé con notable falta de modera-
ción. Estaba profundamente dormido cuando Hui entró dando traspiés en mi tienda y me des-
pertó.
–Se ven incendios río abajo –me informó–. Cuando el viento cambia, se oyen vítores y
hace un rato me pareció reconocer el himno de batalla de los Azules entonado por varias vo-
ces. Creo que están combatiendo.
Pese a trastabillar tanto como él –por los efectos del vino, no hay duda–, le grité que
despertara a los hombres y ataran los carros. Éramos novatos y no conseguimos tener listos
los caballos y los carros hasta el alba. En la fría neblina del río, trotamos por el camino del nor-
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Río sagrado Wilbur Smith
te en columna de dos en fondo. Yo marchaba al frente mientras Hui guiaba la retaguardia. Los
ejercicios del día anterior habían reducido los cincuenta carros a treinta, puesto que aún no ha-
bía logrado perfeccionar las ruedas de radios. Tenían una alarmante tendencia a volar hechas
pedazos cuando giraban a gran velocidad y por lo tanto casi la mitad de mis fuerzas habían
quedado inutilizadas.
El viento azotándome el pecho desnudo me provocó un escalofrío y contrarrestó el exce -
so de vino ingerido. Empezaba a abrigar la esperanza de que Hui se hubiese equivocado cuan-
do, de repente, nos llegó el coro inconfundible de gritos y vítores y el ruido metálico del entre -
chocar del bronce, que sólo podía significar una cosa. Cuando se escuchan una vez, los sonidos
de la batalla ya no se olvidan ni se confunden. El pedregoso sendero que seguíamos dobló a la
izquierda. Entonces pudimos contemplar el campo abierto.
El sol acababa de asomar por el horizonte, convirtiendo la superficie del río en una lámi -
na bruñida de cobre que dañaba la vista. Las naves de Tanus se encontraban cerca de la orilla,
muy juntas, tratando de alcanzar a los hicsos con sus flechas y, a la vez, impedirles la retirada
por el río.
El desamparado regimiento de los hicsos se había reunido en el centro de un trigal verde
que les cubría hasta las rodillas. Formaban un círculo, hombro con hombro, con los escudos
unidos y las espadas apuntando. Cuando hicimos nuestra aparición, acababan de rechazar un
intento de las tropas de Tanus de romper el círculo. El regimiento egipcio retrocedía para rea-
gruparse, abandonando a sus muertos y heridos en la periferia del círculo enemigo.
A pesar de haber escrito sobre la guerra, no soy soldado. Había aceptado con reticencias
el rango de Comandante de los Caballos Reales, impuesto por mi ama. Mi intención era simple-
mente perfeccionar mi carro, instruir al primer escuadrón y luego pasárselo a Hui o a algún
otro profesional de las armas.
Tenía frío y seguía algo borracho cuando me oí dar la orden de desplegarse en formación
angular. Era la maniobra que habíamos practicado el día anterior y los carros que iban detrás
del mío se desplegaron con razonable eficacia. Tuve plena conciencia del sonido de cascos so-
bre la tierra blanda y del crujido de los arneses, del chirrido de las ruedas que giraban sobre
las llantas de metal y del traqueteo de jabalinas cuando mis aurigas extrajeron sus dardos de
los carcajs. Miré a derecha e izquierda, pasando revista al pequeño escuadrón que marchaba
en formación con mi carro a la cabeza. Era una formación que había copiado de los hicsos.
Respiré hondo.
–¡Escuadrón a la carga! –grité con voz chillona por el miedo–. ¡Adelante a todo galope!
Sólo tuve que levantar la mano izquierda en que sostenía las riendas para que Paciencia
y Cuchillo saltaran hacia delante. Estuve a punto de caer hacia atrás, pero con la mano libre
me agarré al carro y cargamos directamente contra el círculo de hicsos.
El carro avanzaba dando tumbos sobre la tierra arada. Por encima de los caballos vi que
el muro de escudos de los hicsos, reluciente e impenetrable, se acercaba a pasos agigantados.
A derecha e izquierda los hombres gritaban y lanzaban vítores para ocultar su pánico y
yo grité con ellos como el perro a la luna llena. Los caballos resoplaban y relinchaban y de re -
pente Paciencia levantó su larga cola y comenzó a tirarse pedos al ritmo del galope. Me resultó
tan cómico que mis gritos de terror acabaron siendo carcajadas. El casco que me había presta-
do Hui me quedaba grande. Se me cayó, dejando mi cabellera al viento.
Paciencia y Cuchillo formaban la mejor yunta del escuadrón y nuestro carro se adelantó
al resto de la formación. Traté de acortarles el paso tirando de las riendas, pero Paciencia no
quiso saber nada. Su júbilo era evidente, estaba tan excitada como todos nosotros. Estiró el
cuello y apresuró el paso.
Pasamos junto a las tropas de infantería egipcia, en retirada tras el fallido asalto al círcu-
lo de los hicsos y se precipitaron fuera de nuestro camino mirándonos boquiabiertos.
–¡Vamos! –exclamé en plena carcajada–. ¡Les enseñaremos cómo se hace! Ante mis pa-
labras los soldados giraron sobre sus talones y echaron a correr detrás de nosotros, en direc -
ción al enemigo. A mis espaldas, las trompetas tocaban a carga, y el sonido de los cuernos pa-
reció espolear a los caballos. A mi derecha vi flamear el estandarte de batalla de Tanus y reco-
nocí su casco emplumado que se destacaba del resto.
–¿Y ahora qué piensas de mis malditas bestias? –grité al pasar a su lado, y Paciencia vol-
vió a tirarse un pedo, despertando de nuevo mi risa nerviosa.
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Río sagrado Wilbur Smith
El carro de mi izquierda avanzaba casi al mismo nivel que el mío, pero en aquel momen -
to la rueda se rompió, arrojando fuera a los aurigas y haciendo caer a los caballos. El resto
continuó avanzando.
La primera fila del enemigo se encontraba tan cerca que podía ver sus ojos por encima
de los escudos. Sus flechas pasaban silbando junto a mis oídos. Distinguí con claridad las figu-
ras de bestias y demonios que llevaban talladas en los altos cascos, las gotas de sudor que bri -
llaban en sus barbas rizadas y llenas de cintas de colores, oí el grito de guerra que lanzaron...
y entonces cargamos sobre ellos.
Mis caballos saltaron juntos sobre la barrera de escudos que cayó deshecha por la fuerza
y el furor del ataque. Vi volar por los aires a un hombre y oí sus huesos quebrarse como ramas
secas. A mis espaldas, mi arquero hacía estragos en el enemigo. Yo lo había elegido por consi-
derarlo el mejor de mis reclutas, y demostró lo acertado de mi elección.
Los carros que venían detrás fueron ampliando el boquete que habíamos abierto y, prác-
ticamente sin detenernos, continuamos la carrera hasta salir por el otro extremo del círculo de
los hicsos. Después giramos y volvimos a atacarlos en grupos de tres.
Tanus aprovechó la ocasión y lanzó su infantería a la brecha que acabábamos de abrir.
La formación de los hicsos se deshizo en grupos de hombres que luchaban por su vida. Uno
tras otro se fue desintegrando y, presas del pánico, huyeron hacia el río. En cuanto los tuvie -
ron a su alcance, los arqueros lanzaron nubes de flechas desde las naves.
Delante de mí había un grupo aislado de guerreros hicsos que todavía luchaban espalda
contra espalda, consiguiendo contener a nuestros hombres. Hice girar el carro y me dirigí hacia
ellos a todo galope. Antes de alcanzarlos, mi rueda derecha se rompió, la caja liviana del carro
volcó y yo volé por los aires y caí de cabeza. Mis ojos se llenaron de estrellas y meteoros de
brillantes luces. Después sólo hubo oscuridad.
El éxito de mis carros en Esna y la sensación de confianza que nos dio, duró poco. Secre-
tamente, yo esperaba y temía lo que iba a suceder. Era la reacción lógica del enemigo, y tanto
Salitis como Intef debieron hacerlo mucho antes.
Sabíamos que, al arrasar el Bajo Egipto, Salitis había capturado intacta la mayor parte de
la flota del pretendiente rojo. Aquellas embarcaciones continuaban abandonadas en los mue-
lles de Menfis y de Tanis, en el Delta. Además, en la marina del usurpador debía de haber va-
rios egipcios renegados, a disposición de Salitis. Y, aunque no fuera el caso, para tripular
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Río sagrado Wilbur Smith
aquellas galeras el rey de los hicsos podría reclutar suficientes mercenarios sirios en Gaza y
Joppa, y en otros puertos de la costa oriental del Gran Mar.
Sabía que eso sucedería, pero me abstuve de advertir a Tanus o a Lostris porque no de-
seaba aumentar el desaliento en nuestra gente. Busqué alguna manera de repeler el ataque de
Salitis e Intef, pero no se me ocurrió ninguna. Como no podía aportar ninguna solución, decidí
callarme.
Cuando nuestros espías de la orilla opuesta a Asyut nos advirtieron de la proximidad de
la flota que venía del Delta, Tanus se apresuró a navegar hacia el norte con sus embarcaciones
para enfrentarse a ellos. Su flota era superior a la reunida por Salitis e Intef, pero aun así pasó
una semana antes de que Tanus pudiera destruir las naves enemigas u obligarlas a huir de re-
greso al Delta.
Además de las naves de guerra, Salitis había traído las naves de transporte y, aprove-
chando el fragor de la batalla, pudo embarcar casi dos regimientos completos de caballos y ca-
rros y hacerlos cruzar a nuestra orilla sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo.
Los regimientos estaban formados por unos trescientos carros de combate bajo las órde-
nes del mismo Salitis. Por fin había logrado su propósito. Ya nada podría detener su marcha
hacia el sur. Lo único que pudieron hacer nuestras naves fue tratar de mantenerse al mismo
nivel que la nube de polvo que levantaba en su carrera hacia el templo funerario de Mamosis y
todos sus tesoros.
Cuando la noticia llegó al palacio de Memnón, la reina Lostris reunió el consejo de guerra.
Su primera pregunta fue para Tanus. –Ahora que ha cruzado el río, ¿puedes detener al bárba-
ro?
–Podría retrasarlo –contestó él con sinceridad–. Hemos aprendido mucho acerca de él.
Podemos esperarle detrás de muros de piedra o tras las barreras de afiladas estacas con las
que nos ha equipado Taita. Pero Salitis no tiene necesidad de presentar batalla. Sus carros son
tan veloces que puede rodearnos, tal como hizo en Asyut. No, no le puedo detener.
La reina Lostris me miró con expresión preocupada.
–¿Y tus carros, Taita? ¿Pueden presentar batalla a los hicsos?
–Majestad, tengo cuarenta carros. Salitis tiene trescientos. Mis carros son más veloces
pero mis hombres no son tan expertos como los suyos. Además, está el problema de las rue-
das. Todavía no las he perfeccionado. Salitis nos destruiría con facilidad. Si contara con el
tiempo y los recursos necesarios, podría construir carros nuevos y mejores, con ruedas que no
se deshicieran, pero no puedo reemplazar a los caballos. No podemos arriesgar los caballos.
Son nuestra única esperanza de una eventual victoria.
Mientras así debatíamos, llegó otro mensajero, esta vez del sur. Había navegado con el
viento a favor, de manera que sus noticias sólo tenían un día de antigüedad. Tanus le ordenó
que entrara a la sala del consejo y el mensajero cayó de rodillas ante la reina.
–¡Habla, hombre! –lo alentó Tanus–. ¿Qué tienes que decir?
El mensajero tartamudeaba, temiendo por su vida.
–Divina majestad; mientras nuestra flota estaba ocupada en Asyut, el enemigo cruzaba
el río por Esna. Lo mismo que la vez anterior, obligaron a los caballos a cruzar a nado, pero
esta vez no estaban allí nuestras naves para detener sus embarcaciones. Han cruzado dos re -
gimientos. Los caballos ya han sido enganchados a los carros y vienen hacia aquí en medio de
una nube de polvo, veloces como el vuelo de la golondrina. Dentro de tres días estarán aquí.
Nadie habló; Tanus despidió al hombre con órdenes de que lo alimentaran y cuidaran. El
mensajero, que esperaba ser condenado a muerte, besó las sandalias de la reina Lostris.
Cuando estuvimos solos, Tanus habló en voz baja.
–Salitis tiene cuatro regimientos a este lado del río. Seiscientos carros. Todo ha termina -
do.
–¡No! –La voz de mi ama tembló con la fuerza de su negativa–. Los dioses no pueden
abandonar a Egipto. No es posible que nuestra civilización perezca. Tenemos demasiado que
ofrecer al mundo.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Por supuesto que puedo seguir luchando –accedió Tanus–. Pero en definitiva, el resulta-
do será el mismo. No podremos vencer.
Mi ama se volvió hacia mí.
–Taita, no te lo he pedido antes porque sé lo que te cuesta. Pero, antes de tomar la deci -
sión final, te pido que consultes en mi nombre los Laberintos de AmónRa. Debo saber lo que
los dioses desean de nosotros.
Incliné la cabeza en señal de aceptación y susurré: –Iré a buscar mi cofre.
El lugar que elegí para la adivinación fue el santuario dedicado a Horus, en el palacio de
Memnón. El santuario no estaba terminado pero yo estaba seguro de que Horus ya había ex-
tendido su influencia beneficiosa sobre el edificio.
Mi ama se sentó frente a mí, con Tanus a su lado, y me observó fascinada mientras bebía
la poción que abriría los ojos de mi alma, de mi Ka, esa pequeña criatura parecida a un ave
que vive en el corazón de cada uno y que es nuestro alter ego.
Coloqué ante ellos los Laberintos de marfil y les pedí que los acariciaran para dotarlos de
su espíritu y del espíritu del país que representaban, Egipto. Mientras los observaba dividir los
grupos de piezas de marfil, sentí que la droga hacía efecto y que los latidos de mi corazón eran
más lentos a medida que la muerte se arrastraba a mi alrededor.
Cogí los dos Laberintos resultantes y los acerqué a mi pecho. Empezaron a calentarse
contra mi piel; mi instinto me decía que me alejara de la oscuridad que iba cerniéndose sobre
mí, pero me rendí y me dejé llevar por ella.
Como si llegara desde muy lejos, oí la voz de mi ama.
–¿Qué será de la doble corona? ¿Podremos resistir a los bárbaros?
Las visiones comenzaron a tomar forma ante mis ojos y me transportaron hasta los días
todavía por venir. Presencié acontecimientos que aún no se habían producido.
Cuando por fin regresé del largo viaje de los Laberintos, el sol de la mañana entraba a
raudales por la abertura del techo y caía sobre el altar de Horus. Temblaba y me sentía marea -
do por el efecto de la droga y por el recuerdo de los extraños hechos que había presenciado.
Mi ama y Tanus no se habían movido de mi lado en toda la noche. Sus rostros ansiosos
fueron lo primero que vi al regresar, tan distorsionados y vacilantes que creí que formaban
parte de la visión.
–¿Estás bien, Taita? ¡Háblanos! Dinos qué has visto. –Mi ama estaba preocupada. No po-
día ocultar el sentimiento de culpa que le producía haberme obligado a entrar una vez más en
los Laberintos de AmónRa.
–Había una serpiente. –Mi voz sonaba extraña en mis oídos, como si no me pertenecie-
ra–. Una gran serpiente verde que se arrastraba por el desierto.
Noté la expresión intrigada de sus rostros, pero como todavía no había analizado lo que
acababa de ver, no pude ofrecerles guía alguna.
–Tengo sed –susurré–. Tengo la garganta seca y mi lengua parece una piedra cubierta de
musgo.
Tanus fue en busca de un jarro de vino, me lo sirvió y bebí con avidez.
–Háblanos de esa serpiente –ordenó mi ama.
–Su cuerpo sinuoso no tenía fin y a la luz del sol resplandecía con tonos verdes. Se
arrastraba a través de una tierra extraña habitada por hombres altos y desnudos, y bestias ex-
trañas y maravillosas.
–¿Pudiste ver la cabeza o la cola de la serpiente? –preguntó mi ama; negué con la cabe-
za–. ¿Dónde estabas? –insistió. Había olvidado cuánto disfrutaba de mis visiones y el placer
que le proporcionaba interpretarlas.
–Cabalgaba sobre el lomo de la serpiente –contesté–. Pero no estaba solo.
– ¿Quién estaba contigo?
–Tú estabas a mi lado, señora, y Memnón. Al otro lado estaba Tanus y la serpiente nos
llevaba a todos.
–¡El Nilo! La serpiente era el río –exclamó ella, triunfante–. Viste un viaje por el río.
231
Río sagrado Wilbur Smith
–¿En qué dirección? –preguntó Tanus. Estaba tan fascinado como ella–. ¿Hacia dónde co-
rría el río?
Hice un esfuerzo por recordar cada detalle.
–Vi que el sol nacía a mi izquierda.
–¡Hacia el sur! –exclamó él.
–Hacia las profundidades de África –añadió mi ama.
–Al final, el cuerpo de la serpiente se bifurcaba y en cada ramal había una cabeza.
–¿El Nilo tiene dos ramales? –preguntó mi señora Lostris en voz alta–. ¿O esa visión tie -
ne un significado más profundo?
–Oigamos el resto de lo que Taita tiene que decirnos –dijo Tanus, interrumpiendo sus es-
peculaciones–. Continúa, viejo amigo.
–Entonces vi a la diosa –seguí diciendo–. Estaba sentada sobre una alta montaña. Las
cabezas de la serpiente la adoraban. Mi señora no se pudo contener.
–¿A qué diosa viste? ¡Oh, dime de una vez quién era!
–Tenía la cabeza barbuda de un hombre y los pechos y los genitales de una mujer. De su
vagina surgían dos corrientes de agua que entraban por las bocas abiertas de la serpiente de
dos cabezas.
–Era la diosa Hapi, la diosa del río –susurró Lostris–. Ella genera el río dentro de sí y lo
expele para que fluya a lo largo del mundo.
–¿Qué más has visto? –preguntó Tanus.
–La diosa nos sonrió y en su rostro brillaban el amor y la benevolencia. Habló con voz de
trueno que tenía el sonido del viento y del mar.
–¿Qué nos dijo? –preguntó la reina Lostris llena de temor religioso.
–Dijo: «Dejad que mi criatura venga a mí. Yo la haré fuerte para que triunfe y mi pueblo
no perezca ante los bárbaros.» –Repetía las palabras que resonaban como un tambor dentro
de mi cabeza.
–Yo soy la criatura de la diosa del río –dijo mi ama con sencillez–. Al nacer me ofrecieron
a ella. Ahora me llama y debo acudir al lugar donde habita en el extremo del Nilo.
–Es el mismo viaje que en una ocasión pensamos hacer Taita y yo –murmuró Tanus,
pensativo–. Y ahora la diosa nos ordena que lo emprendamos. No podemos negarnos.
–Sí, debemos ir, pero regresaremos –prometió mi ama–. Esta es mi tierra, Egipto. Esta
es mi ciudad, la hermosa Tebas de las mil puertas. No puedo abandonarlos para siempre. Re -
gresaré. Lo juro. Pongo por testigo a la diosa Hapi. ¡Regresaremos!
La decisión de viajar hacia el sur, más allá de las cataratas, internándonos en las tierras
salvajes e inexploradas, ya la habíamos tomado Tanus y yo años antes. Aquella vez fue para
huir del odio y la venganza del faraón. Ahora huíamos de un enemigo aún más despiadado.
Era como si los dioses hubieran decidido que debíamos hacer aquel viaje y no estuvieran dis -
puestos a que los desobedeciéramos.
Tuvimos poco tiempo para hacer los preparativos. Los hicsos se precipitaban a atacarnos
desde dos direcciones y nuestros piquetes informaban de que, en el término de tres días po -
dríamos verlos desde el palacio de Memnón.
Tanus puso a Kratas al frente de la mitad de sus fuerzas y lo envió al encuentro del rey
Salitis, que avanzaba desde Asyut y que posiblemente sería el primero en llegar a la necrópo-
lis. Kratas tenía órdenes de librar la batalla en retirada. Su misión consistiría en retrasar todo
lo posible a Salitis, utilizando las estacas y defendiendo todas las posiciones fortificadas pero
sin correr el riesgo de quedar aislado o de ser vencido. Cuando no pudiera seguir aguantando,
debía evacuar a sus hombres, embarcándolos en las naves.
Tanus se hizo cargo de la otra mitad del ejército y se encaminó hacia el sur para librar
otra batalla contra la división de hicsos que avanzaba desde Esna.
Mientras tanto, Lostris debía embarcar a nuestro pueblo y todas sus posesiones en las
naves restantes. Mi ama delegó aquella misión en el señor Merseket; como era de esperar me
nombró su asistente. El señor Merseket no sólo era ya un viejo chocho, sino que se había ca-
232
Río sagrado Wilbur Smith
sado hacía poco con una jovencita de dieciséis años. Por lo tanto no estaba en condiciones de
ser útil. Tanto la planificación como la ejecución íntegra de la evacuación cayeron sobre mis
hombros.
Antes de planear nada, tenía que ocuparme de mis caballos. En aquel momento ya com-
prendía con meridiana claridad que eran la clave de nuestra supervivencia como nación y como
pueblo civilizado. Sumando los animales capturados en Esna, contábamos ya con varios miles
de caballos en nuestra tropa. Los dividí en cuatro grupos, para que les resultara más fácil en-
contrar lugares donde pastar durante el trayecto. Además, al ser grupos más pequeños levan-
tarían menos polvo y podrían pasar desapercibidos a los exploradores hicsos.
Envié a Hui, a mis aurigas y a los mozos de cuadra en dirección a Elefantina, con órdenes
de evitar las orillas del río, por donde avanzaban los hicsos con sus carros, y de mantenerse
tierra adentro, cerca del desierto.
Una vez despachados los caballos pude prestar mi atención a los seres humanos. Com-
prendí que el número de embarcaciones de que disponíamos limitaba la cantidad de personas
que podría acompañarnos en el largo viaje. Estaba convencido de que prácticamente todos los
egipcios querrían formar parte del éxodo. La crueldad y ferocidad de los hicsos eran notorias
por todas las ciudades que incendiaban y por las atrocidades que cometían contra nuestra gen-
te. Los peligros desconocidos de la selva y el desierto africanos eran preferibles a aquellos
monstruos sedientos de sangre que se aproximaban en sus carros.
En definitiva calculé que sólo podríamos acomodar doce mil almas a bordo de la flota; así
lo comuniqué a mi ama.
–Tendremos que ser inflexibles con respecto a quienes seleccionemos y a quienes deje-
mos atrás –le dije. Pero ella se negó a escuchar mi consejo.
–Se trata de mi pueblo. Estaría dispuesta a renunciar a mi propio lugar, antes de dejar a
uno solo de ellos en manos de los hicsos.
–Pero ¿y los viejos y decrépitos, majestad? ¿Y los enfermos y los que son demasiado jó-
venes?
–A todos los ciudadanos se les dará la opción de acompañarnos. No dejaré atrás a un
solo anciano, a un mendigo, a un recién nacido ni a un leproso. Ellos forman parte de mi pue -
blo y si no pueden ir, entonces el príncipe Memnón y yo nos quedaremos a acompañarlos. –
Sabía que al mencionar al príncipe aseguraba su victoria sobre mí.
Las embarcaciones prácticamente se hundirían con semejante peso pero no me quedaba
alternativa. Al menos, me produjo cierta satisfacción poder embarcar primero a los ciudadanos
más útiles. Elegí hombres de todos los oficios y profesiones; albañiles y tejedores, herreros y
alfareros, curtidores y fabricantes de velas, escribas y pintores, constructores de embarcacio-
nes y carpinteros, todos descollantes en sus respectivas disciplinas. Me preocupé de que éstos
estuvieran a salvo en las embarcaciones de transporte. Me produjo particular placer situar en
las literas más incómodas a los sacerdotes y escribas legales, parásitos del cuerpo sano del Es-
tado.
Cuando todos estuvieron a bordo, permití que el populacho se reuniera en los muelles.
A causa de la intransigencia de mi ama, tuve que ser especialmente cuidadoso en la elec-
ción de lo que cargaríamos. No habría lugar para frivolidades. Reuní las armas, las herramien-
tas y los materiales imprescindibles para construir otra civilización en tierras desconocidas. En
cuanto al resto de la carga, hice todo lo posible por reducir su peso y tamaño. Por ejemplo, en
lugar de granos y frutos, cargué semillas, colocándolas en jarros de arcilla sellados con resina
y cera.
Cada fardo que subía a bordo significaba que había que dejar atrás alguna otra cosa.
Nuestro viaje podía durar diez años o toda una vida. El trayecto sería duro. Sabíamos que más
adelante se encontraban las grandes cataratas. No nos atrevíamos a cargar con nada más que
lo estrictamente necesario, pero además estaba la promesa que mi ama había hecho al faraón.
Apenas había lugar para los vivos... ¿cuánto espacio podíamos dedicar a los muertos?
–Le hice una promesa en su lecho de muerte –insistió mi ama–. No puedo dejarlo aquí.
–Majestad, encontraré un lugar seguro para ocultar el cuerpo del rey, una tumba sin
nombre en las colinas donde ningún ser vivo podrá hallarlo. Cuando regresemos a Tebas lo
exhumaremos y le daremos el entierro real que le has prometido.
233
Río sagrado Wilbur Smith
–Si quebranto mi promesa, los dioses nos abandonarán y maldecirán nuestro viaje. El
cuerpo del rey debe ir con nosotros.
Una fugaz mirada a su rostro me indicó que no ganaría nada con seguir discutiendo.
Abrimos el inmenso ataúd de piedra y extrajimos los seis sarcófagos interiores. Eran tan gran-
des que habría hecho falta una nave entera para transportarlos.
Tomé una decisión sin consultar a la reina Lostris. Ordené a los obreros que sólo retira-
ran los dos sarcófagos interiores de oro más cercanos al cuerpo momificado del rey y los cubri-
mos con gruesas lonas de hilo que cosimos a su alrededor para protegerlos. El tamaño y el
peso quedaron así reducidos a proporciones aceptables y los depositamos en la bodega del
Aliento de Horus.
El grueso del tesoro del faraón, oro, plata y piedras preciosas fue embalado en cajas de
madera de cedro. Ordené a los herreros que arrancaran todos los adornos y entorchados de
los cajones descartados y del armazón de madera del gran trineo funerario y los fundieran en
barras. Interiormente, me produjo gran satisfacción poder deshacer una monstruosidad de tan
mal gusto. Luego los distribuí entre todas las naves. De este modo, reducía el riesgo de que
todo el tesoro se perdiera a causa de un golpe de mala suerte.
Hubo gran cantidad de objetos del tesoro funerario que no pudimos llevar: los muebles y
las estatuas, las armaduras ceremoniales y las tallas de figuras ushabti y, por supuesto, el
marco poco agraciado de la carroza fúnebre a la que le había hecho arrancar todo el oro. Para
evitar que cayeran en manos de los hicsos, los amontonamos en el patio del templo y yo per-
sonalmente arrojé una tea encendida sobre aquella montaña de tesoros y observé como se
convertían en cenizas.
Todo esto fue hecho apresuradamente y, antes de que hubiéramos terminado de cargar
la última nave, los vigías nos advirtieron de que ya se veían las nubes de polvo de los hicsos.
Al cabo de una hora, las tropas que habían tratado de mantenerlos a raya comenzaron a llegar
a la necrópolis y a embarcar en las naves que los aguardaban.
Me encontré con Tanus en el sendero que llevaba del templo al embarcadero. Iba a la ca-
beza de sus guardias. A fuerza de valor y sacrificio, él y sus hombres habían logrado ganar al-
gunos días para que pudiéramos completar la evacuación. Pero ya no podían hacer más y el
enemigo se echaba encima.
Tanus me vio y gritó por encima de la multitud:
–¿Están la reina y el príncipe a bordo del Aliento de Horus?
Me abrí paso entre el gentío y me acerqué.
–Mi ama se niega a partir hasta que todo su pueblo esté a bordo de las naves. Me ordenó
que en cuanto llegaras te llevara a su presencia. Te espera en sus habitaciones de palacio.
El me miró, estupefacto.
–El enemigo se acerca a toda velocidad. La reina Lostris y el príncipe son más valiosos
que todo este populacho. ¿Por qué no la obligaste a embarcarse?
No pude menos que reír.
–Imposible. Deberías saberlo tan bien como yo. Se niega a abandonar a un solo egipcio
en manos de los hicsos.
–¡Maldito sea el orgullo de esa mujer! Conseguirá que nos maten a todos. –Sus palabras
ásperas se contradecían con la expresión de orgullo y admiración de su rostro sudoroso y cu-
bierto de polvo; me sonrió–. Bueno, si se niega a embarcarse por sus propios medios, no me
quedará más remedio que ir en su busca.
Nos abrimos paso entre las largas hileras de pasajeros que se encaminaban al muelle,
cargados de bultos que contenían sus posesiones. Mientras caminábamos apresuradamente,
Tanus me señaló las nubes de polvo que se acercaban desde ambas direcciones.
–Están avanzando con más rapidez de la que creí posible. Ni siquiera se han detenido
para dar de beber a los caballos. A menos que nos demos prisa, nos sorprenderán con la mitad
de nuestra gente todavía en tierra –dijo con aire torvo señalando el muelle.
La anchura del muelle sólo permitía cargar las naves de dos en dos. La muchedumbre se
agolpaba en el sendero y congestionaba las entradas del puerto. Sus llantos y lamentos au-
mentaban la confusión; en aquel momento alguien gritó:
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Los hicsos ya están aquí! ¡Corred! ¡Sálvese quien pueda! ¡Los hicsos ya están aquí!
El pánico se apoderó de la multitud que comenzó a empujar hacia delante, enloquecida.
Algunas mujeres quedaron aplastadas contra las puertas de piedra, los niños fueron pisoteados
por la muchedumbre; desapareció todo orden y control. Ciudadanos decentes y soldados disci-
plinados quedaron reducidos a una multitud desesperada que luchaba por su propia supervi-
vencia.
Me vi obligado a usar la estaca para abrirme paso. Por fin conseguirnos apartarnos de la
multitud y corrimos hacia las puertas de palacio. Los salones y corredores estaban desiertos, a
excepción de algunos saqueadores que, al ver a Tanus se alejaron a la carrera. Tanus tenía un
aspecto terrible, delgado, cubierto de polvo, cansado por la batalla y con una incipiente barba
que le cubría la barbilla. Corrió hacia las habitaciones privadas de la reina y encontró su alcoba
sin custodia y con las puertas abiertas de par en par. Entró apresuradamente.
Mi ama estaba sentada en la terraza, bajo la parra, con el príncipe Memnón en su rega-
zo. Le señalaba la flota y ambos estaban entusiasmados con el espectáculo.
–¡Mira qué embarcaciones tan bonitas!
Al vernos, la reina Lostris se puso en pie, sonriente, y el príncipe Memnón se deslizó de
sus rodillas y corrió hacia Tanus.
Tanus lo cogió y lo subió al hombro. Luego abrazó a mi ama con el brazo libre. –¿Dónde
están tus esclavas? ¿Dónde están Atón y el señor Merseket? –preguntó Tanus.
–Los mandé a las embarcaciones.
–Taita dice que te has negado a embarcar. Está muy enfadado contigo, y con razón.
–Perdóname, querido Taita. –Su sonrisa era capaz de iluminar mi vida o de destrozarme
el corazón.
–Mejor será que pidas perdón al rey Salitis –sugerí muy tenso–. Te aseguro que llegará
en cualquier momento. –La cogí del brazo–. Ahora que ha llegado tu rudo soldado, ¿me harás
el favor de embarcar?
Nos alejamos apresuradamente de la terraza y recorrimos los pasillos del palacio. Está-
bamos completamente solos; hasta los ladrones habían desaparecido como ratas en sus cue-
vas. El único que estaba completamente despreocupado era el príncipe Memnón. Para él, éste
no era más que otro juego divertido. Sentado sobre los hombros de Tanus, lo espoleaba y gri-
taba:
–¡Arre! –como gritaba yo cuando montaba a Paciencia.
Cruzamos los jardines y llegamos a la escalera de piedra que conducía al sendero eleva-
do, el camino más corto hacia el muelle. Mientras caminábamos me di cuenta de que las cir-
cunstancias habían cambiado drásticamente en el tiempo transcurrido desde que habíamos
salido en busca de mi ama y del príncipe. El camino estaba desierto y el último de los refugia -
dos había embarcado. Más allá de las almenas se veían los mástiles que se mecían lentamente
por el canal, rumbo al río.
Con una sensación de vacío en la boca del estómago, me di cuenta de que éramos los
únicos que quedábamos en tierra y que todavía nos separaba cerca de un kilómetro del muelle
desierto. Los tres nos detuvimos al mismo tiempo y observamos las naves que se alejaban.
–Le dije al capitán que esperara –gemí–, pero con los hicsos tan cerca, su única preocu-
pación debe de haber sido ponerse a salvo.
–¿Y ahora qué podemos hacer? –preguntó mi ama y hasta las exclamaciones de felicidad
de Memnón fueron acallándose.
–Si conseguimos llegar a la orilla del río, sin duda Kratas o Remrem nos verán y manda-
rán un esquife a buscarnos –sugerí; Tanus aceptó enseguida.
–¡Por aquí! ¡Seguidme! –gritó–. Taita, cuida de tu ama. La cogí del brazo para ayudarla,
pero mi ama era fuerte y ágil como un pastor y corrió a mi lado.
Entonces oí los caballos y el chirrido de las ruedas de los carros. Eran sonidos inconfundi-
bles y terroríficos.
Hacía tres días que nuestros caballos habían partido y ya debían de estar cerca de Ele-
fantina. Nuestros carros estaban desmantelados y a bordo de la flota. Los carros que oíamos
en aquel momento no estaban a la vista, pero sabíamos a quién pertenecían.
235
Río sagrado Wilbur Smith
–¡Los hicsos! –exclamé en voz baja y nos detuvimos formando un apretado grupo–. Debe
de tratarse de una avanzada.
–Por el ruido, no creo que sean más de dos o tres carros –calculó Tanus– Pero es más
que suficiente. Nos han cortado la retirada.
–Me parece que hemos tardado demasiado en salir –dijo mi ama con fingida tranquilidad
y nos miró con una confianza total–. ¿Qué sugerís?
Su desfachatez me dejó pasmado. Su obstinación era la única causa del peligro que co-
rríamos. Si hubiera seguido mis consejos, en aquel momento estaríamos a bordo del Aliento de
Horus, navegando río arriba rumbo a Elefantina.
Tanus levantó una mano para pedir silencio y permanecimos escuchando los sonidos de
los carros del enemigo que marchaban por el sendero al pie del muro. Cuanto más se acerca-
ban, más seguros estábamos de que se trataba de una pequeña partida.
De repente el ruido de las ruedas se detuvo. Los caballos resoplaban y pateaban el suelo
con impaciencia. Oímos voces que hablaban en un idioma duro y gutural. Se encontraban justo
debajo de donde nosotros estábamos y Tanus hizo un gesto pidiendo silencio. El príncipe Mem-
nón no estaba acostumbrado a que le dieran órdenes ni que nadie se opusiera a sus deseos. El
también había oído y reconocido los sonidos.
–¡Caballos! –gritó con voz sonora–. ¡Quiero ver los caballos!
Se produjo un repentino tumulto. Los hicsos impartían órdenes a gritos y las armas repi -
queteaban en sus fundas. Entonces oímos pasos sobre la escalera de piedra y un grupo de
enemigos subió apresuradamente a la calzada elevada.
Los altos cascos asomaron sobre la balaustrada de piedra justo delante de donde nos en-
contrábamos y luego los vimos de cuerpo entero. Eran cinco y se dirigieron hacia nosotros con
las espadas desenvainadas; llevaban petos de escamas de pescado y cintas de colores en las
barbas. Uno de ellos era más alto que los otros. Al principio no lo reconocí porque se había de -
jado crecer la barba y la tenía adornada con cintas, al estilo de los hicsos. Además, el visor del
casco le ocultaba parte de la cara. Pero en aquel momento gritó con una voz que jamás podré
olvidar:
–¡Así que eres tú, joven Harrab! Maté al perro viejo y ahora mataré al cachorro.
Debí de haber supuesto que Intef sería el primero en llegar para husmear el tesoro del
faraón como una hiena hambrienta. Debía de haberse adelantado a la división principal de los
hicsos para llegar antes que nadie al templo funerario. Pero a pesar de su fanfarronada, no co-
rrió al encuentro de Tanus, sino que hizo señas a los aurigas hicsos para que hicieran el traba -
jo en su lugar.
Tanus bajó al príncipe Memnón de sus hombros y me lo pasó como si se tratara de un
muñeco.
–¡Corre! –ordenó–. Trataré de ganar unos minutos. –Sin pérdida de tiempo, atacó a los
hicsos mientras ellos todavía seguían arremolinados en la escalera, donde no tenían sitio para
manejar sus armas. Mató limpiamente al primero, de una estocada al cuello.
–No te quedes ahí con la boca abierta –me gritó–. ¡Corre!
Yo no estaba con la boca abierta, pero con el niño en brazos sabía que su orden era inú -
til. Cargado como estaba, jamás llegaría a la orilla.
Subí al parapeto del camino elevado y miré hacia abajo. Justo debajo había dos carros
hicsos cuyos caballos piafaban impacientes. Sólo quedaba un hombre para contenerlos, pues
los otros se habían apresurado a subir la escalera. Estaba delante de los cuatro animales y con
toda su atención puesta en ellos. No me había visto.
Sin soltar a Memnón, pasé las piernas sobre el parapeto y me arrojé hacia delante. Cuan-
do caímos, el príncipe lanzó un grito de alarma. Desde el camino elevado hasta el lugar donde
estaba el auriga había una altura de alrededor de cuatro veces la de un hombre alto. Fácilmen-
te me habría roto una pierna en la caída, si no hubiera aterrizado sobre la cabeza del confiado
hicso. El impacto le rompió el cuello y oí el ruido que hacían sus vértebras al quebrarse. El
hombre se desplomó, amortiguando nuestra caída.
Me levanté con dificultad. Memnón chillaba, furioso por un tratamiento tan rudo. Lo de-
posité en el carro más cercano y levanté la vista para mirar a mi ama. Estaba arriba, asomada
al parapeto.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Salta! –grité–. ¡Yo te cogeré! –No vaciló ni un instante. Se tiró con tanta rapidez que
todavía no había tenido tiempo de prepararme. Cayó sobre mí, con sus cortas faldas revolo-
teando en el aire y exponiendo sus largos muslos delgados. Su cuerpo me golpeó con fuerza y
me dejó sin aire. Caímos juntos, enredados.
Me puse en pie, jadeante, la ayudé a levantarse y la empujé con rudeza, gritando:
–¡Encárgate de Memnón! –Ella lo cogió justo en el momento en que el pequeño trataba
de escapar del carro. Todavía chillaba de ira y de miedo. Yo tuve que trepar sobre ambos para
alcanzar las riendas y controlar a los caballos.
–¡Agarraos con fuerza! –Los caballos respondieron de inmediato y, con la habilidad que
me caracteriza, coloqué el carro justo debajo de la pared. Una de las ruedas pisó al hombre a
quien había matado en mi caída.
–¡Por aquí, Tanus! –grité.
Vi que saltaba al parapeto y se balanceaba mientras luchaba a brazo partido con el grupo
de aurigas hicsos que lo acosaban como sabuesos alrededor del árbol al que ha trepado un
leopardo.
–¡Salta, Tanus, salta! –grité y, obedeciendo, se dejó caer. Con la capa revoloteando, ate-
rrizó sobre el lomo de uno de los caballos. La espada saltó de su mano y cayó con un pequeño
estruendo sobre la tierra dura; Tanus se aferró a la crin del caballo.
–¡Arre! –grité a los animales, azuzándoles con las riendas. Los caballos dieron un salto y
comenzaron a galopar. Los conduje a campo abierto, en dirección al Nilo. En el centro del río
se veían las velas de la flota y en medio del bosque de mástiles podía distinguir el gallardete
del Aliento de Horus. Estábamos a casi un kilómetro de la orilla y miré hacia atrás por encima
del hombro.
Intef y sus hombres habían bajado corriendo la escalera y en aquel momento trepaban al
otro carro. Me maldije por no haberlo desmantelado. Sólo habría tardado un instante en cortar
los arreos y ahuyentar a los caballos, pero era tal mi prisa por alejar de allí a mi ama y al prín -
cipe que ni siquiera se me había ocurrido aquella posibilidad.
Y ahora Intef nos perseguía. Su carro no había avanzado cien pasos cuando comprendí
que era más veloz que el que yo conducía. El peso de Tanus sobre el lomo de uno de los caba -
llos impedía que el animal galopara con libertad. Seguía abrazado al cogote de la pobre bestia.
Parecía petrificado de terror. Creo que aquélla fue la primera vez que lo vi realmente asustado.
Lo he visto permanecer firme frente a un león en pleno ataque pero los caballos le aterroriza-
ban.
Evité pensar en el carro que nos perseguía y miré hacia delante concentrándome en mi
recién adquirida habilidad para conducir el vehículo. Marchábamos sobre tierra cultivada y a
través de un laberinto de canales de regadío y de zanjas. Comparado con mi vehículo, el carro
de los hicsos era pesado y poco manejable. Las ruedas de madera sólida, con cuchillos girato-
rios se hundían profundamente en la tierra labrada y la armadura de bronce y los adornos au-
mentaban considerablemente su peso. Los caballos debían de haber corrido mucho antes de
que yo empuñara las riendas. Estaban cubiertos de sudor y tenían la boca llena de espuma.
Antes de que hubiéramos cubierto la mitad de la distancia que nos separaba del río, es-
cuché los gritos del auriga hicso y el repiquetear de los cascos de sus caballos. Miré hacia atrás
y comprobé que estaban a menos de tres largos de distancia. El auriga azotaba a los caballos
con un látigo de cuero con nudos y les gritaba en su ruda y desagradable lengua. A su lado, el
señor Intef se inclinaba ansioso sobre un lado del carro. Las cintas de su barba revoloteaban a
ambos lados del mentón y en sus facciones apuestas brillaba la excitación del cazador.
Me gritó, haciéndose oír por encima del ruido de los caballos.
–Taita, mi viejo querido, ¿todavía me amas? Quiero que me lo demuestres una vez más
antes de que mueras. –Y lanzó una carcajada–. Te arrodillarás ante mí y morirás con la boca
llena. –El horror me erizó la piel ante la imagen que despertaron sus palabras.
Delante nuestro había una zanja de regadío; giré para continuar la carrera en paralelo ya
que sus márgenes eran hondos y escarpados. El carro de los hicsos nos seguía, acortando dis -
tancias a cada instante.
–Y en cuanto a ti, mi hermosa hija, te entregaré a los soldados hicsos para que jueguen
contigo. Te enseñarán algunos trucos que Harrab no conoce. Ahora que tengo a tu cachorro ya
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Río sagrado Wilbur Smith
no me haces falta. –Al oírlo, la reina Lostris abrazó con fuerza a su hijo. Estaba pálida como la
cera.
Comprendí de inmediato los planes de Intef. Una criatura egipcia de sangre real, aun
siendo sátrapa de los hicsos, tendría la lealtad de todo nuestro pueblo. El príncipe Memnón era
el títere a través del cual el rey Salitis y el señor Intef pretendían gobernar ambos reinos. Era
el antiguo truco de los conquistadores. Forcé al máximo mis caballos pero estaban cansados y
avanzaban cada vez con más lentitud. El carro del señor Intef se acercó tanto que ya no era
necesario que gritara para hacerse oír.
–Señor de Harrab, éste es un placer largo tiempo retrasado. Me pregunto qué haremos
contigo. Ante todo, tú y yo observaremos a los soldados mientras entretienen a mi hija... –
Traté de cerrar mis oídos a tanta porquería pero la voz de Intef era insidiosa.
Yo seguía mirando hacia delante, concentrándome en el terreno, pero por el rabillo del
ojo pude ver que las cabezas de los caballos hicsos se ponían a la altura de nuestro vehículo.
Galopaban a nuestro lado, con las crines al viento y los ojos enloquecidos.
Miré hacia atrás. El soldado hicso que viajaba detrás de Intef colocaba una flecha en su
arco en aquel momento. Estaban tan cerca que a pesar de los saltos de los carros sobre el te-
rreno desigual, era imposible que fallara el tiro.
No podía contar con Tanus. Se le había caído la espada y seguía aferrado al cuello del ca-
ballo que estaba más alejado. Sólo contaba con mi pequeña daga; la reina Lostris se había
arrodillado, tratando de proteger al príncipe con su cuerpo.
Sólo entonces comprendí el error que acababa de cometer el auriga hicso. Había coloca-
do sus caballos entre nuestro carro y la profunda zanja de regadío. No le quedaba espacio para
maniobrar.
El arquero alzó el arco y lo tensó. Me apuntaba a mí. Le miré a los ojos. Tenía cejas ne -
gras y espesas, y ojos oscuros e implacables como los del lagarto. Los caballos de los hicsos
corrían a la par de mis ruedas. Con un movimiento de riendas, me acerqué a ellos. Los res-
plandecientes cuchillos de bronce que sobresalían de las ruedas de mi carro silbaron suave-
mente mientras giraban hacia las patas de los caballos.
Al comprender su error, el auriga hicso lanzó un grito de indignación. Sus caballos habían
quedado atrapados entre la zanja y los cuchillos, cuyas hojas estaban a escasa distancia de la
patas del gran semental bayo que corría más cerca.
En aquel preciso instante, el arquero hicso disparó la flecha, pero mi giro repentino le im-
pidió alcanzar su objetivo. La flecha pareció volar muy lentamente hacia mi cabeza, pero fue
una ilusión producida por el pánico que me embargaba. Pasó como un rayo de luz sobre mi
hombro, el borde de la punta me rozó la oreja y unas gotas de sangre salpicaron mi pecho.
El auriga había tratado de repeler mi maniobra alejándose de mí, pero ahora corría al
borde de la zanja de regadío. La tierra se deshacía bajo el peso de las ruedas y el carro se
tambaleaba sobre el borde.
Volví a hacer girar los caballos, acercándolos aún más al otro carro. Los cuchillos de la
rueda se clavaron en las patas del caballo más cercano que lanzó un dolorido relincho. Vi tro-
zos de piel y de pelo volando sobre mi carro. Hice un esfuerzo por sobreponerme al dolor del
animal y volví a acercarle las ruedas de mi carro. Esta vez, de las patas deshechas volaron tro-
zos de hueso y chorros de sangre; el caballo se desplomó pataleando y arrastró con él a su
compañero de tiro. El carro cayó a la zanja.
Vi que los dos pasajeros salieron despedidos, pero el auriga quedó aprisionado bajo el
carro y las pesadas ruedas que seguían girando.
Nuestro carro avanzaba ahora peligrosamente cerca del borde de la zanja, pero logré
controlar a los caballos y ponernos a salvo.
–¡Sooo! –exclamé para que acortaran el paso y miré hacia atrás. Una nube de polvo flo-
taba sobre la zanja donde había desaparecido el carro de los hicsos. Puse mis caballos al trote.
La orilla del río se encontraba a doscientos pasos de distancia y nada se interponía en nuestro
camino hacia la seguridad.
Miré hacia atrás por última vez. El arquero hicso, el que me disparó la flecha, seguía tira -
do en el lugar en que había caído. Intef yacía un poco más lejos del borde de la zanja. Real-
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Río sagrado Wilbur Smith
mente creo que lo habría dejado allí, de no haber notado que se movía, pero en aquel momen-
to se sentó y se puso en pie con aire inseguro.
De repente todo el odio que aquel hombre me inspiraba me ahogó con tanta fuerza que
me hirvió la sangre. Fue como si se me hubiera reventado una vena detrás de los ojos, nu-
blándome la visión con la sangre. Lancé un grito salvaje e incoherente e hice girar a los caba-
llos en un apretado círculo hasta que nos encaminamos nuevamente hacia el terraplén.
Intef estaba de pie en el camino. En la caída había perdido el casco y las armas y parecía
mareado, pues iba dando traspiés. Azucé a los caballos poniéndolos al galope y las pesadas
ruedas comenzaron a avanzar ruidosamente. Dirigí el carro directamente hacia él. Tenía la
barba enmarañada y las cintas que la adornaban estaban llenas de polvo. También su mirada
estaba enturbiada, pero al oír que se acercaban los caballos, levantó la cabeza y su vista se
aclaró de repente.
–No! –gritó, empezando a retroceder. Estiró los brazos como si con ellos pudiera detener
el enorme carruaje y los caballos a toda carrera. Yo iba directamente a por él, pero en el últi-
mo momento los dioses de las sombras volvieron a defenderle. Cuando ya casi estaba sobre
él, se echó a un lado. Al verle con paso inseguro había supuesto que estaba débil e indefenso,
sin embargo se movió con la rapidez y la agilidad del chacal perseguido por los sabuesos. El
peso del carro y su difícil maniobrabilidad me impidieron girar con rapidez suficiente para se-
guir su movimiento.
Al no poder arrollarlo, tuve que seguir avanzando. Luché con las riendas, pero los caba -
llos me alejaron cien pasos más antes de que lograra controlarlos y pudiera girar el pesado
vehículo. Para cuando lo conseguí, Intef ya corría hacia el refugio que le ofrecía la zanja. Si la
alcanzaba estaría a salvo. Maldije mientras me lanzaba a su captura.
Sus dioses por fin le abandonaron. Ya casi había llegado a la zanja, pero al girar la cabe-
za para mirarme no vio donde ponía los pies y tropezó con un montón de terrones de greda,
duros como piedras, y se torció un tobillo. Cayó pesadamente pero giró sobre sí mismo y vol-
vió a ponerse en pie, como un acróbata. Trató de echar a correr otra vez, pero el dolor del to-
billo se lo impidió. Avanzó un paso o dos y luego trató de llegar a la zanja saltando sobre un
pie.
–¡Por fin te tengo! –grité. Guardando el equilibrio con una sola pierna, se dio la vuelta en
el momento en que estaba a punto de arrollarlo. Estaba pálido, pero sus ojos de leopardo
echaban chispas por el odio y la amargura que contenía su alma retorcida.
–¡Es mi padre! –exclamó Lostris a mi lado, estrechando al príncipe contra su pecho, para
impedir que viera lo que sucedía–. Déjalo, Taita. Es de mi propia sangre.
En mi vida la había desobedecido. Esa fue la primera vez. No intenté detener los caballos
y, por primera vez, miré a Intef a los ojos sin temor.
Estuvo a punto de salvarse en el último momento. Tirándose de costado con gran fuerza
y agilidad logró esquivar los caballos y las ruedas del carro pero no así los cuchillos giratorios.
Una de las hojas de bronce se enganchó en su peto de escamas de pescado. La punta del cu-
chillo atravesó la armadura clavándosele en el estómago. El cuchillo comenzó a girar en el in-
terior de sus entrañas sacándolas a la luz, como hace la mujer del pescador al destripar los pe -
ces grandes en el mercado.
Fue arrastrado, enganchado por sus propias entrañas, pero lentamente se fue quedando
atrás a medida que, del vientre socavado, fueron saliendo más trozos de intestino. En cuanto
aparecían, los sujetaba con ambas manos, pero se le escurrían de los dedos, manteniéndole
unido a las ruedas giratorias, como si de un cordón umbilical se tratara.
Sólo deseo no volver a oír en mi vida sus gritos desgarradores. Sin embargo, a veces si-
guen asaltándome en mis pesadillas; aun en el umbral de la muerte, Intef logró asestar su úl -
timo golpe contra mí. Jamás lo he podido olvidar.
Cuando por fin se rompió la siniestra soga que lo arrastraba, quedó en medio del campo,
inmóvil y en silencio.
Detuve los caballos; Tanus desmontó y se acercó al carro. Ayudó a bajar a mi ama y al
príncipe y los abrazó estrechamente contra su pecho. Lostris lloraba.
–¡Fue tan horrible! A pesar de todo el mal que nos hizo, seguía siendo mi padre.
–Está bien –la tranquilizó Tanus, abrazándola–. Ya ha terminado todo.
239
Río sagrado Wilbur Smith
Por encima del hombro de su madre, el príncipe Memnón espiaba la figura despatarrada
de su abuelo con la fascinación propia de las criaturas por los espectáculos macabros. De re-
pente exclamó con su voz clara e infantil:
–Era un hombre malo.
–Sí –convine con suavidad–, era un hombre muy malo. – ¿Y ese hombre malo ahora está
muerto?
–Sí, Mem, está muerto. Ahora, por la noche todos podremos dormir mejor.
Tuve que azuzar a los caballos para alcanzar a la flotilla; por fin conseguí ponerme a la
par de la nave de Kratas, que nos reconoció pese a no serle familiar el vehículo en que viajá-
bamos. Aun a distancia distinguimos su total desconcierto. Nos creía a salvo a bordo de una de
las primeras naves de la flotilla, según me dijo después.
Antes de abandonar el carro, solté los caballos. Después nos adentramos en el agua y
caminamos hasta el pequeño bote que Kratas había enviado en nuestra ayuda.
Los hicsos no podían permitir que huyéramos con tanta facilidad. Día tras día, sus carros
perseguían nuestra flotilla por ambas márgenes del Nilo, mientras navegábamos hacia el sur.
Cada vez que mirábamos atrás por encima de la borda del Aliento de Horus veíamos la
polvareda que levantaban las columnas enemigas que nos perseguían. Muchas veces el polvo
se mezclaba con las negras nubes de humo de las ciudades y los pueblos ribereños que incen-
diaban a su paso después de saquearlos. En cada ciudad egipcia por la que pasábamos, un
grupo de pequeñas embarcaciones levaba anclas para unirse a nuestra flota, de manera que
nuestra armada aumentaba con cada nuevo día.
En ocasiones, cuando el viento soplaba de cara, las columnas de carros se ponían a nues-
tra altura. Entonces los veíamos a ambas márgenes del río, gritando desafiantes entre burlas
hirientes pero inútiles. Sin embargo, la eterna Madre Nilo nos brindaba su protección, tal como
lo había hecho durante siglos, haciéndonos inalcanzables para los hicsos en medio de su cau -
dal. Después, el viento volvía a soplar del norte, nos adelantábamos una vez más y las nubes
de polvo quedaban relegadas al horizonte.
–Los caballos no van a poder mantener por más tiempo este ritmo –le dije a Tanus en la
mañana del duodécimo día.
–No estés tan seguro. Salitis ambiciona el tesoro del faraón Mamosis y al legítimo here-
dero de la doble corona –contestó Tanus sencillamente–. El oro y el poder son capaces de for -
talecer de forma increíble la resolución de un hombre. Aún no será la última vez que veamos a
estos bárbaros.
A la mañana siguiente, el viento había vuelto a cambiar y una vez más los carros acorta-
ron distancias, sobrepasando a los barcos que navegaban a la vanguardia en el momento en
que llegábamos a las Puertas de Hapi; allí el Nilo pasaba a tener menos de cuatrocientos pasos
de una a otra orilla y los altos acantilados de piedra negra eran muy escarpados a ambos la -
dos. Al pasar por las Puertas de Hapi íbamos totalmente contracorriente, lo que aminoró la ve-
locidad e indujo a Tanus a ordenar el relevo de los remeros.
–Creo que tienes razón, Taita. Aquí es donde nos estarán esperando –me dijo con tono
pesimista y casi inmediatamente después señaló hacia delante–. Allí están.
Al frente de la flota, el Aliento de Horus acababa de traspasar las Puertas de Hapi y para
ver la escarpada cara de los acantilados tuvimos que inclinar la cabeza totalmente hacia atrás.
La distancia deformaba la figura de los arqueros enemigos situados en los salientes rocosos,
dándoles el aspecto de enanos grotescos.
–Desde esa altura pueden disparar sus flechas de una orilla a otra sin dificultad –murmu-
ró Tanus–. Estaremos a tiro todo el día. Será duro para todos, pero sobre todo para las muje-
res y los niños.
Fue aún peor de lo que Tanus suponía. La primera flecha disparada contra nuestra nave
dejó tras sí una estela de humo y cayó al agua a poca distancia de la proa.
–Flechas incendiarias –exclamó Tanus–. Tenías razón una vez más, Taita. El bárbaro
aprende con rapidez.
240
Río sagrado Wilbur Smith
–No es difícil enseñarle nuevos trucos a un mono. –Yo odiaba a los hicsos como cualquier
hombre de nuestra flota.
–Veamos si tus fuelles, además de achicar el agua de una nave también sirven para lle-
narla de agua –dijo Tanus.
Yo había previsto aquel ataque con fuego, de manera que durante los últimos cuatro días
había estado trabajando en las naves en las que Tanus había instalado las bombas de achique
diseñadas por mí. A medida que nuestras embarcaciones se iban acercando, Tanus ordenaba
al capitán que arriara las velas para empaparlas y que inundara la cubierta con la ayuda de las
bombas; luego se llenaban de agua los baldes y se distribuían por cubierta; hecho esto, una de
las naves provista de bomba de achique escoltaba a otra embarcación camino de la garganta
rocosa y la lluvia de fuego de los hicsos.
Tardamos dos días enteros en pasar, pues los acantilados detenían el viento. En el desfi-
ladero hacía calor y no soplaba la menor brisa, con lo que cada embarcación tenía que avanzar
a golpe de remo a contracorriente. Las flechas caían sobre nosotros trazando hermosas y res-
plandecientes parábolas, y se clavaban en los mástiles y las cubiertas provocando pequeños
incendios que eran apagados con las mangueras de cuero de la nave escolta. No había manera
de repeler el ataque, pues los arqueros hicsos estaban fuera de tiro, no sólo por la altura y la
distancia, sino también porque nuestros arcos eran menos potentes. Remrem desembarcó al
mando de una partida en un intento por hacerlos salir de sus aventajados puestos, pero los hi-
csos forzaron su retirada con grandes pérdidas.
Las naves que lograban pasar iban llenas de trozos calcinados. Otras menos afortunadas
fueron devoradas por las llamas pese a los baldes y las bombas de agua. Hubo que cortar sus
amarras y dejarlas a merced de la corriente, estorbando al resto de la flota que se disponía a
traspasar el desfiladero. En la mayoría de los casos logramos sacar a la tripulación y los pasa-
jeros antes de que las llamas hicieran presa de las naves. Pero con algunas llegamos demasia-
do tarde. Los chillidos de las mujeres y niños envueltos en llamas helaban la sangre. Jamás
podré olvidar la imagen de una joven saltando de una cubierta, con la larga cabellera en lla -
mas, como si llevara la guirnalda de bodas.
En las Puertas de Hapi perdimos más de cincuenta embarcaciones. Gallardetes de duelo
ondeaban en todos los barcos cuando continuamos la travesía hacia Elefantina; por lo menos,
los hicsos y sus caballos parecían haberse agotado en su larga persecución hacia el sur. Las
nubes de polvo ya no empañaban nuestro horizonte y tuvimos un respiro para llorar a nuestros
muertos y reparar nuestras naves.
Sin embargo, ninguno de nosotros creía que el enemigo se hubiera dado por vencido. En
definitiva, el futuro demostraría que el aliciente del tesoro del faraón resultaba irresistible.
241
Río sagrado Wilbur Smith
Yo había llenado tres rollos de papiro con pensamientos y diagramas sobre la manera en
que consideraba que aquellos animales podían ser más ventajosamente utilizados en campa-
ñas militares. Deseaba poder hablar del tema con Tanus, pero los asuntos equinos no interesa-
ban al Gran León de Egipto.
–Si es necesario, construye esos malditos chismes, pero por favor no me hables de ellos
–pidió.
El príncipe se mostraba mucho más receptivo y, mientras yo trabajaba, manteníamos
largas conversaciones que no darían sus frutos hasta mucho tiempo después. Aunque Memnón
prefería la compañía de Tanus, yo no le iba a la zaga en su afecto, y pasábamos largas y feli -
ces horas disfrutando de nuestra mutua compañía.
Desde el principio demostró ser una criatura excepcionalmente precoz e inteligente, y
bajo mi influencia desarrolló sus dones con más rapidez que ningún otro niño a quien haya te-
nido que instruir. A su edad, ni siquiera mi ama aprendía con tanta rapidez.
Le construí un arco de juguete del diseño que estaba estudiando y él lo dominó casi de
inmediato. Muy pronto llegó con sus flechas hasta el otro extremo de la nave, para aflicción de
sus niñeras que por lo general eran sus blancos preferidos. Cuando veían al príncipe con el
arco no se atrevían a inclinarse; a menos de veinte pasos de distancia el pequeño rara vez
erraba el blanco de un par de nalgas femeninas.
Después del arco, su juguete favorito era el carro y los caballos en miniatura que le había
tallado. También tallé la pequeña figura de un auriga con las riendas en la mano. El príncipe
inmediatamente lo bautizó con el nombre de Mem y a los caballos los llamó Paciencia y Cuchi-
llo. Gateaba incansablemente por la cubierta empujando el carro, lanzando relinchos y gritos
de «¡Arre!».
Para tratarse de un niño tan pequeño siempre tenía conciencia de lo que le rodeaba. A
sus resplandecientes ojos oscuros escapaba muy poco de lo que sucedía a su alrededor. No me
sorprendió que fuera el primero de todos los que viajábamos en el Aliento de Horus en ver la
extraña figura que esperaba sobre la orilla derecha del Nilo.
–¡Caballos! –gritó. E instantes después agregó–: ¡Mirad! ¡Es Hui!
Corrí hacia popa y mi corazón se llenó de júbilo al comprobar que tenía razón. Era Hui
que, montando a Cuchillo, galopaba a nuestro encuentro por la orilla del río.
–Hui ha conseguido llegar a Elefantina con los caballos. Le perdono todos sus demás pe-
cados y estupideces. Ha salvado mis caballos.
–Estoy muy orgulloso de Hui –dijo el príncipe con gran seriedad, imitando con tanta
exactitud mis palabras y entonación, que mi ama y todos los presentes estallaron en carcaja-
das.
Al llegar a Elefantina pudimos descansar. Hacía tantos días que no veíamos señales de
que nos persiguieran que un renovado optimismo se extendió sobre las naves y la ciudad. Los
hombres empezaron a hablar de abandonar la huida al sur para permanecer allí, al pie de las
cataratas, y formar un nuevo ejército para oponerse al invasor.
No permití que mi ama se dejara seducir por aquel espíritu de confianza que echaba
raíces en tierra tan poco profunda. La convencí de que mi visión de los Laberintos nos había
enseñado el verdadero camino y que nuestro destino todavía estaba en el sur. Mientras tanto
continué con mis preparativos. Creo que, para entonces, más que la amenaza de los hicsos lo
que me fascinaba era la aventura en sí.
Quería saber qué había más allá de las cataratas, y por la noche, después de un día de
duro trabajo en los muelles, permanecía despierto en la biblioteca del palacio, leyendo las na-
rraciones de hombres que habían dado antes que nosotros aquel primer paso hacia lo descono-
cido.
Contaban que el río no tenía fin, que corría hasta los confines de la Tierra. Escribían que
después de la primera catarata había otra, aún mayor, que ningún hombre o nave podría ja-
más remontar. Afirmaban que el trayecto entre la primera y la segunda catarata exigía por lo
menos un año de viaje y que más allá el río continuaba fluyendo.
Yo quería verlo. Mi deseo más ferviente era ver dónde comenzaba el gran río que era
nuestra vida.
242
Río sagrado Wilbur Smith
Cuando por fin me quedaba dormido sobre los papiros, a la luz de la lámpara, volvía a
ver en sueños a la diosa que nos daba la bienvenida sentada en la cima de la montaña y de
cuya enorme vagina surgían a borbotones los dos ríos mellizos. Y pese a haber dormido poco,
despertaba al alba, fresco y excitado, y corría a los muelles para continuar los preparativos del
viaje.
Tuve la suerte de que la mayor parte de las sogas para la flota se tejieran allí, en Ele -
fantina. Por lo tanto pude elegir los mejores cables. Algunos eran del grosor de mi dedo, otros
del grosor de mi muslo. Llené con ellos todo el espacio disponible en las bodegas de las em-
barcaciones, ya atestadas de provisiones. Sabía que cuando llegáramos a las cataratas nos re-
sultarían imprescindibles.
No me sorprendió que en Elefantina se dieran a conocer los de corazón débil. Los rigores
de la huida desde Tebas habían convencido a muchos de que confiar en la compasión y la pie-
dad de los hicsos era preferible a continuar un viaje hacia los ardientes desiertos del sur, don-
de nos aguardaban hombres y bestias aún más salvajes.
Cuando Tanus se enteró de que había tantos miles de ciudadanos ansiosos de desertar,
rugió:
–¡Malditos traidores y renegados! ¡Yo sé lo que hay que hacer con ellos! –Y expresó su
intención de atacarlos con sus legiones para obligarlos a embarcar.
Al principio contó con el apoyo de mi ama. Sus motivos eran muy distintos a los de Ta -
nus. A ella sólo le preocupaba el bienestar de sus súbditos y su promesa de no dejar a ninguno
de ellos en manos de los hicsos.
Me vi obligado a discutir con ambos durante una noche entera para poder convencerles
de que estaríamos mejor sin pasajeros descontentos. Por fin, la reina Lostris firmó un decreto
en el que permitía que cualquier persona que deseara permanecer en Elefantina así lo hiciera,
aunque agregó a la proclama un detalle muy suyo. El decreto fue leído en voz alta en todas las
calles de la ciudad y en los muelles donde estaban ancladas nuestras embarcaciones.
Yo, la reina Lostris, regente de Egipto, madre del príncipe Memnón, heredero de la doble
corona de ambos reinos, en este acto hago una solemne promesa al pueblo de esta tierra.
Hago un juramento ante los dioses a quienes les pido que lo atestigüen. Os juro que, a la
mayoría de edad del príncipe, regresaré con él a esta ciudad de Elefantina para elevarlo al
trono de Egipto y colocar la doble corona sobre su frente, a fin de que pueda arrojar al opresor
de nuestra tierra y gobernar con justicia y piedad durante todos los días de su vida.
Soy yo, la reina Lostris, regente de Egipto, quien así habla.
Esta declaración aumentó el amor y la lealtad que la gente del pueblo sentía por la reina
y el príncipe. Dudo que en toda nuestra historia haya habido un gobernante tan amado como
ella.
Cuando se confeccionaron las listas de los que seguirían con nosotros hasta más allá de
las cataratas, no me sorprendió comprobar que estaban todos aquellos cuya capacidad y leal-
tad más valorábamos. Los que deseaban quedarse en Elefantina eran los que preferíamos per-
der, incluyendo a gran parte del clero.
Sin embargo, el tiempo demostraría que aquellos que no viajaron también nos resulta-
rían de gran valor. Durante los largos años del éxodo nos enviarían con regularidad noticias río
arriba. Y lo que es aún más importante, mantendrían vivo en el corazón del pueblo el recuerdo
del príncipe Memnón y la promesa de la reina Lostris.
Gradualmente, a lo largo de los largos y amargos años de tiranía de los hicsos, la leyen-
da del regreso del príncipe se extendió por los dos reinos. En definitiva, todo el pueblo de Egip-
to, desde la primera catarata hasta las siete bocas del Nilo, en el gran delta, creían en su re-
greso y oraban por la llegada de ese día.
Hui tenía a los caballos esperándome en las praderas de la orilla occidental, bajo las du-
nas anaranjadas. El príncipe y yo los visitábamos todos los días y, aunque cada vez pesaba
más, Memnón cabalgaba sentado sobre mis hombros para poder ver mejor toda la manada.
243
Río sagrado Wilbur Smith
Memnón ya conocía por el nombre a todos sus caballos favoritos. Paciencia y Cuchillo se
acercaban a comer de su mano cada vez que los llamaba. La primera vez que cabalgó solo so-
bre su lomo, Paciencia fue tan dulce con él como lo era con el potro; el príncipe gritaba de
emoción al poder galopar a sus anchas por la pradera.
Durante la marcha, Hui había aprendido a manejar bien la manada y, basándonos en sus
conocimientos, planeamos detalladamente todo lo concerniente al bienestar de los animales
para el siguiente trayecto. Le expliqué el papel que deseaba que desempeñaran los caballos en
el paso de la catarata, y los puse, tanto a él como a los aurigas y caballerizos, a trabajar tren -
zando y uniendo arneses.
En la primera oportunidad posible, Tanus y yo nos encaminamos río arriba para explorar
las cataratas. El nivel del río era tan bajo que todas las islas quedaban al descubierto y los ca-
nales que había entre ellas tan poco profundos, que un hombre podía vadearlos sin que el
agua le cubriera la cabeza.
Las cataratas se extendían a lo largo de muchos kilómetros, una vasta confusión de res-
plandecientes moles de piedra erosionadas por el agua y de arroyos serpenteantes que se des-
lizaban entre ellas. Hasta yo me sentí descorazonado ante la tarea que nos esperaba. Tanus
dio su opinión con su habitual y brutal franqueza.
–Por aquí es imposible empujar un esquife sin destrozarle el casco. ¿Cómo vamos a pa-
sar una nave con toda su carga? ¿Sobre el lomo de uno de tus malditos caballos? –Lanzó una
carcajada carente del menor rastro de humor.
Iniciamos el regreso a Elefantina; antes de llegar a la ciudad, yo había llegado a la con -
clusión de que la única manera de seguir adelante sería abandonar las naves y viajar por tie-
rra. Las penurias que esto suponía eran difíciles de imaginar. Sin embargo, tal vez podríamos
volver a construir la flota en la ribera del río, más allá de las cataratas.
Al llegar al palacio de Elefantina nos encaminamos directamente a la sala de audiencias
para informar a la reina Lostris. Ella escuchó todo lo que teníamos que decir y luego meneó la
cabeza.
–No creo que la diosa nos haya abandonado tan pronto –dijo, y nos condujo, junto con
toda la corte, al templo de Hapi, en el extremo sur de la isla.
Hizo generosos sacrificios a la diosa y rezamos durante toda la noche, rogándole que nos
guiara. Nunca he creído que se pueda obtener el favor de los dioses cortando el cuello de unas
cuantas cabras y poniendo racimos de uvas sobre el altar, sin embargo oré con el fervor de un
sumo sacerdote. Al amanecer me dolían terriblemente las nalgas por haber permanecido toda
la noche sentado sobre los duros bancos de piedra.
En cuanto los rayos del sol naciente penetraron por las puertas del santuario e iluminaron
el altar, mi ama me envió a mirar el nilómetro. No había llegado al escalón inferior cuando me
encontré con el agua hasta los tobillos.
Hapi había escuchado nuestras oraciones. El Nilo había empezado a crecer con varias se-
manas de anticipación.
Al día siguiente, una de las naves que Tanus había dejado atrás para que observara los
movimientos de los hicsos llegó navegando a toda vela, impulsada por el viento del norte. Los
hicsos habían vuelto a emprender la marcha. Llegarían a Elefantina en el término de una se-
mana.
Tanus partió de inmediato con el grueso de su ejército para preparar la defensa de las
cataratas; el señor Merkeset y yo tuvimos que encargarnos de embarcar a nuestra gente. Lo -
gré apartar al señor Merkeset de su joven esposa el tiempo suficiente para que firmara las ór-
denes que yo había preparado meticulosamente. Esta vez pudimos evitar el caos y el pánico
que habían dominado en Tebas, y la flota se preparó ordenadamente para partir hacia las cata-
ratas.
Cuando iniciamos el viaje, cincuenta mil egipcios se alineaban en ambas orillas del río
para despedirnos con lloros, entonando salmos a Hapi y saludando con hojas de palma. La rei-
na Lostris iba de pie en la proa del Aliento de Horus, con el príncipe a su lado. Ambos saluda-
ban a la multitud mientras navegábamos lentamente río arriba. A los veintiún años de edad,
mi ama estaba en el apogeo de su belleza. Los que la miraban quedaban sobrecogidos por una
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Río sagrado Wilbur Smith
admiración casi religiosa. Esa belleza se repetía en el rostro del niño que, con gesto decidido,
empuñaba el cayado y el azote de Egipto.
–¡Regresaremos! –exclamaba mi ama.
–¡Regresaremos! ¡Esperadnos! ¡Regresaremos! –repetía el pequeño.
Aquel día, a orillas de la madre río, nació la leyenda que mantendría viva la esperanza de
nuestra desgraciada y oprimida tierra a lo largo de su época más oscura.
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Río sagrado Wilbur Smith
muy cortas para sujetarlo con firmeza. Orgulloso, el príncipe saludaba con la mano a su padre
que iba en la popa de la nave.
Cuando por fin llegamos al profundo y manso curso del río, más allá de los rápidos, el
canto de trabajo de los marineros se trocó en un himno de alabanza a Hapi, que nos había
permitido superar el difícil obstáculo.
Una vez que mi ama estuvo a bordo de la nave, mandó llamar al maestro albañil. Le or-
denó que tallara un obelisco en la roca maciza que orlaba la garganta. Mientras nosotros lu -
chábamos por subir al resto de las embarcaciones, los albañiles trabajaban con fuego y cincel
para tallar la larga y delgada columna de piedra; luego grabaron las palabras que mi ama les
dictó utilizando los jeroglíficos faraónicos en los que su nombre y el del príncipe se encontra-
ban incluidos.
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Río sagrado Wilbur Smith
El rey Salitis era tenaz. Envió unas legiones a limpiar el sendero y otras a trepar a los
acantilados y desalojar a nuestras tropas de las cimas. Las pérdidas que sufrieron los hicsos en
hombres y caballos fueron terribles y las nuestras, mínimas. Cuando trepaban laboriosamente
al acantilado con sus pesadas armaduras de bronce, nuestras flechas llovían sobre ellos. Y lue-
go, antes de que lograran llegar a nuestras posiciones, Kratas ordenaba a sus hombres que se
replegaran al puesto de defensa siguiente.
Esta batalla unilateral sólo podía tener un resultado. Antes de haber llegado a mitad de la
garganta, el rey Salitis se vio obligado a abandonar la persecución. Tanus y mi ama estaban
con nosotros en lo alto del acantilado cuando los hicsos iniciaron la retirada. Dejaron el camino
sembrado con restos de sus carros, equipo de guerra y testimonios de la derrota sufrida.
–¡Que suenen las trompetas! –ordenó Tanus. Y en la garganta resonó la burlona fanfarria
que acompañaría a los hicsos en su retirada. El último carro de aquel triste desfile fue el
vehículo dorado del rey. Incluso desde lo alto del precipicio, reconocimos la salvaje figura de
Salitis, con su alto casco de bronce y la negra barba que flotaba sobre sus hombros. Alzó el
arco y lo sacudió en dirección a nosotros. Tenía el rostro distorsionado por la frustración y la
ira.
Le observamos hasta que desapareció de nuestra vista. Tanus hizo que nuestros explora-
dores le siguieran hasta Elefantina para asegurarse de que no se trataba de una falsa retirada.
En lo más hondo de mi corazón yo sabía que Salitis no volvería a perseguirnos. Hapi había
cumplido su promesa y nos ofrecía de nuevo su protección.
Entonces nos volvimos y, siguiendo el camino trazado a lo largo del precipicio por las ca-
bras salvajes, regresamos al lugar donde estaba anclada la flotilla.
Los albañiles habían terminado el obelisco. Era un trozo de piedra sólida de una altura
equivalente a la de tres hombres. Yo había marcado las proporciones y la forma sobre la roca
madre antes de que ellos realizaran el primer corte. Gracias a mí, la línea del monumento era
tan elegante que, una vez colocado en la cima del farallón, sobre el último tramo de las catara-
tas, daba la impresión de ser mucho más alto. Desde allí dominaba la escena de nuestro triun-
fo.
Todo el pueblo se reunió debajo cuando la reina se lo dedicó a la diosa del río. Ella misma
leyó en voz alta la inscripción que los artesanos habían grabado sobre la piedra lustrada.
Yo, la reina Lostris, regente de Egipto y viuda del faraón Mamosis, el octavo de ese nom-
bre, madre del príncipe heredero Memnón, que después de mi gobernará los dos reinos, he or -
denado la construcción de este monumento.
Esta es la marca y la prueba de la promesa que he hecho al pueblo de Egipto, de que re-
gresaré a ellos desde el desierto al que he sido arrojada por los bárbaros.
Esta piedra ha sido colocada aquí durante el primer año de mi reinado, novecientos des-
pués de la construcción de la gran pirámide del faraón Keops.
Que esta piedra permanezca inamovible como la pirámide hasta que yo haya cumplido
mi promesa de regresar.
Entonces, en presencia de todo el pueblo, impuso el Oro del Valor a Tanus, Kratas, Rem -
rem y Astes, los héroes que habían hecho posible nuestro paso por la catarata.
Luego me pidió que me acercara; cuando me arrodillé a sus pies, susurró, para que sólo
yo pudiera oírla:
–¿Cómo iba a olvidarme de ti, mi querido y fiel Taita? Jamás habríamos llegado hasta
aquí sin tu ayuda. –Me tocó la mejilla con suavidad y agregó–: Sé cuánto te gustan estas chu -
cherías. –Y me colocó alrededor del cuello la pesada cadena del Oro de las Alabanzas. Más
adelante la pesé. Treinta debens, cinco más que la cadena que me había impuesto el faraón.
Durante el trayecto de regreso caminé junto a mi ama para protegerla con la sombrilla
de plumas de avestruz y ella me volvió a sonreír. Para mí, cada una de sus sonrisas era infini-
tamente más preciosa que la pesada cadena de oro que llevaba sobre los hombros.
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Río sagrado Wilbur Smith
Descubrimos que la apariencia y el carácter del río habían cambiado. Ya no era la presen-
cia ancha y serena que nos había confortado y sustentado durante toda la vida. Se había con -
vertido en un ser más severo y salvaje. La suavidad y la compasión no abundaban en su es-
píritu. Era más angosto y más profundo. A ambos lados, las orillas se alzaban escarpadas y
abruptas; las gargantas y los arroyuelos estaban toscamente cavados en la tierra áspera. Os-
curos acantilados nos observaban ceñudos desde las alturas. En algunos lugares, las tierras
bajas de la orilla eran tan angostas que los caballos y las ovejas tenían que avanzar de uno en
uno por el sendero que las cabras salvajes habían trazado entre los acantilados y el agua. En
otras partes, el sendero desaparecía por completo debido a que los farallones y los acantilados
se internaban en el río. Entonces no había forma de hacer avanzar a nuestros caballos; Hui no
tenía más remedio que obligarlos a meterse en el agua y cruzar a nado el ancho río hasta la
orilla opuesta, donde los acantilados retrocedían y les dejaban sitio para pasar.
De allí en adelante vimos pocos signos de presencia humana. En una ocasión nuestros
exploradores encontraron el casco carcomido por los gusanos de una tosca canoa, encallada en
un banco de arena; y en las tierras bajas hallaron un grupo de chozas. Los techos eran de jun-
cos trenzados y carecían de paredes. Había restos de rejillas para ahumar pescado y cenizas
de fogatas, pero eso era todo. Ni restos de alfarería o de algún abalorio que nos permitiera de-
ducir de qué clase de gente se trataba.
Estábamos ansiosos por establecer contacto con las tribus de Cuch pues necesitábamos
esclavos. Nuestra civilización se basaba en la posesión de esclavos y habíamos llevado muy
pocos con nosotros. Tanus envió exploradores para que se adelantaran a la flota y nos advir -
tieran con tiempo de la presencia de seres humanos, a fin de poder organizar a nuestros caza -
dores de esclavos. No me parecía irónico que yo, un esclavo, dedicara tanto tiempo a planear
la captura de otros seres humanos.
La medida de toda fortuna reside en cuatro productos: tierras, oro, esclavos y marfil. Es -
tábamos convencidos de que la tierra que teníamos por delante era rica en los cuatro. Si que-
ríamos fortalecernos hasta el punto de regresar y echar de Egipto a los hicsos teníamos que
descubrir esas riquezas en la tierra inexplorada hacia la que navegábamos.
A medida que viajábamos, la reina Lostris enviaba buscadores de oro a las colinas que
flanqueaban el río. Trepaban por las gargantas y los arroyos secos, raspando y cavando en to -
dos los lugares posibles, arrancando fragmentos de las vetas de cuarzo y esquisto, machacán-
dolos hasta convertirlos en polvo y lavándolos en una bandeja de arcilla, sin perder la esperan-
za de ver el metal reluciente y precioso en el fondo del recipiente.
Los cazadores reales salían con ellos en busca de animales para alimentarnos. También
buscaban el rastro de esas grandes bestias grises con dientes de marfil en sus cabezas mons-
truosas. Yo interrogaba a toda la flota en busca de algún hombre que hubiera visto un elefan -
te, vivo o muerto. Pese a que los colmillos de elefante eran conocidos en todo el mundo civili -
zado, no pude encontrar un solo hombre que pudiera ayudarme en mis averiguaciones. La idea
de ver aquellas fabulosas bestias me producía una extraña e increíble excitación.
Innumerables criaturas, tanto conocidas como desconocidas, habitaban aquel mundo sal-
vaje.
En todos los lugares donde crecían cañaverales a la orilla del río encontrábamos manadas
de hipopótamos tendidos en las aguas poco profundas, que parecían grandes rocas redondas.
Después de largos y eruditos debates teológicos, seguíamos sin saber si aquellas bestias que
habitaban más allá de las cataratas pertenecían a la diosa, como las de abajo, o eran de la co-
rona. Los sacerdotes de Hapi sostenían con firmeza el primer punto de vista, mientras que el
resto, deseosos de degustar la grasa y la carne tierna de aquellos animales, éramos de la opi-
nión contraria.
Fue una coincidencia que, llegados a este punto, la diosa Hapi se apareciera en uno de
mis famosos sueños. La vi surgir de las verdes aguas, sonriendo beatíficamente y colocar en
manos de mi ama un hipopótamo diminuto, de tamaño no mayor que el de una perdiz. En
cuanto desperté, me apresuré a relatar este extraño sueño a la regente. Mis sueños y predic-
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Río sagrado Wilbur Smith
ciones eran aceptados sin discusión por mi ama, y por lo tanto por el resto de la flota, como la
voluntad manifiesta de los dioses.
Aquella noche nos solazamos comiendo filetes de hipopótamo, asados en las fogatas que
habíamos hecho cerca de donde estaban amarradas las naves. Mi fama y popularidad, que ya
eran altas en la flota, crecieron después de aquel sueño. Sólo los sacerdotes de Hapi se mos -
traron reacios a dejarse llevar por el sentimiento de calidez que reinaba hacia mí.
El río rebosaba peces. Al pie de las cataratas, nuestro pueblo había pescado durante más
de mil años. Aquellas aguas no habían sido tocadas por el hombre y sus redes. Pescamos bri-
llantes percas azules, más pesadas que el más gordo de los hombres. Había bagres inmensos,
con bigotes del largo de mi brazo, demasiado fuertes y pesados para que los pudiéramos pes-
car con redes. Con un movimiento de sus grandes colas las destrozaban como si fuesen frági -
les telas de araña. Nuestros hombres los cazaban en los bajíos con lanzas, como si se tratara
de hipopótamos. Uno de aquellos peces podía alimentar a cincuenta hombres; su carne rica y
amarillenta dejaba caer la grasa sobre las fogatas.
En los riscos colgaban nidos de águilas y buitres que desde abajo parecían montones de
leña; los excrementos pintaban las rocas con resplandecientes toques de blanco. Las aves tra-
zaban grandes círculos sobre nosotros en el aire caliente que se elevaba desde las negras ro-
cas de la garganta.
Desde las alturas, grandes manadas de cabras salvajes nos observaban pasar con aire
desdeñoso y actitud majestuosa. Tanus salió a cazarlas pero transcurrieron varias semanas
antes de que volviera con uno de aquellos preciados trofeos. Tenían la vista aguda de los bui -
tres y la agilidad de los lagartos; eran capaces de trepar sin esfuerzo por un muro vertical.
Uno de aquellos viejos machos era de la altura de un hombre. La barba, que brotaba de
su mentón y de su cuello barría la roca sobre la que estaba. Sus cuernos se curvaban sobre sí
mismos desde poderosas bases almenadas. Cuando Tanus por fin lo cazó, lo hizo con una fle -
cha disparada desde la cumbre de un monte a la cima de otro, a través de un barranco de cien
pasos de profundidad. El macho cayó al vacío y giró en el aire una y otra vez antes de estre-
llarse contra las rocas del fondo.
Como conocía mi pasión por todos los seres salvajes, después de desollarlo y de limpiar
de carne los huesos, Tanus regresó con la cabeza y la cornamenta del macho y me las regaló.
Debió de poner en juego toda su fuerza para descender con tamaña carga por despeñaderos
tan peligrosos. Mientras seguíamos navegando rumbo a lo desconocido, limpié la cabeza y la
coloqué como mascarón de proa de nuestra nave.
Los meses transcurrían; a medida que la inundación decrecía, el nivel del río empezó a
disminuir bajo nuestras quillas. Al pasar frente a cabos abruptos, podíamos ver las marcas que
las aguas habían dejado en el acantilado en sucesivas crecidas del río.
Por la noche, Memnón y yo permanecíamos sentados en cubierta todo el tiempo permiti-
do por mi ama y estudiábamos las estrellas que iluminaban el firmamento con un brillo lecho-
so. Le enseñé el nombre y la naturaleza de cada uno de aquellos puntos luminosos y la mane -
ra en que afectaban el destino de los hombres. Al observar los cuerpos celestes, pude determi -
nar que el río ya no nos llevaba directamente hacia el sur, sino que virábamos rumbo al oeste.
Estas observaciones desencadenaron otra acalorada controversia entre los sabios y estudiosos
de nuestra compañía.
–El río nos conduce directamente a las praderas occidentales del paraíso –sugerían los
sacerdotes de Osiris y AmónRa.
–Es un truco de Seth que desea confundirnos –afirmaban los sacerdotes de Hapi, quienes
hasta aquel momento habían ejercido una influencia indebida en nuestros concilios. La reina
Lostris estaba bajo la advocación de su diosa y casi todos aceptábamos que Hapi era la patro-
na de nuestra expedición. Por lo tanto, los sacerdotes de la diosa se enfurecían al comprobar
que su posición se debilitaba debido al caprichoso deambular del río–. Pronto el río volverá a
virar hacia el sur –prometieron. Nunca ha dejado de sorprenderme que los hombres poco es-
crupulosos manipulen los deseos de los dioses para que coincidan con los propios.
Antes de que el asunto pudiera ser resuelto, llegamos a la segunda catarata.
249
Río sagrado Wilbur Smith
Aquél era el punto más lejano al que había llegado un hombre civilizado. Nadie se había
aventurado nunca más allá. Al explorar la catarata, el motivo nos resultó evidente. Los rápidos
eran más extensos y turbulentos que los que ya habíamos superado.
A lo largo de una amplia zona, varias islas inmensas y centenares de otras más pequeñas
dividían el cauce del Nilo. En aquel momento el nivel del río estaba bajando y en la mayoría de
los lugares se podía ver el fondo. Ante nosotros, a lo largo de muchos kilómetros, se extendía
un laberinto de riachuelos sembrados de rocas. Su grandeza y la amenaza que encerraban,
nos llenó de temor.
–¿Cómo sabremos que no hay otra catarata, y luego otra más, custodiando el río? –se
preguntaban los propensos al desaliento–. Gastaremos nuestras fuerzas, y en definitiva nos
encontraremos entre un rápido y otro, sin posibilidades de avanzar ni de retroceder. Debería-
mos dar marcha atrás ahora, antes de que sea demasiado tarde –aseguraban.
–Seguiremos adelante –decretó mi ama–. Los que deseen volver quedan en libertad de
hacerlo. Pero no tendrán naves ni caballos. Volverán por su cuenta y estoy convencida de que
lo hicsos les brindarán una calurosa bienvenida.
Nadie aceptó tan magnánima oferta. En cambio, desembarcaron sobre las fértiles islas
que interrumpían el curso del río.
En agudo contraste con los secos y terribles desiertos de ambas orillas, la espuma de los
rápidos durante la inundación y el agua que se filtraba a través de la tierra transformaban
aquellas islas en verdes bosques. Nacidos de semillas arrastradas por el agua desde los confi-
nes de la Tierra, altos árboles, de especies completamente desconocidas para nosotros, crecían
sobre la tierra que la Madre Nilo había amontonado sobre los cimientos de piedra.
No podríamos cruzar hasta que el Nilo iniciara la siguiente inundación y nos proporciona-
ra aguas bastante profundas para nuestras naves, para lo cual todavía faltaban muchos me-
ses.
Nuestros labradores desembarcaron y despejaron trozos de tierra para plantar las semi-
llas que habíamos tenido la prudencia de llevar. A los pocos días, las semillas germinaron y,
bajo el ardiente sol, las plantas parecían crecer a ojos vista. A los pocos meses, el trigo estaba
listo para ser cosechado y saboreábamos las frutas y verduras que tanto habíamos extrañado
desde nuestra partida de Egipto. Las quejas de nuestra gente se acallaron.
En realidad, aquellas islas eran tan atractivas y su tierra tan fértil, que parte de nuestra
gente empezó a hablar de la posibilidad de instalarse allí definitivamente. Una delegación de
los sacerdotes de AmónRa se dirigió a la reina y le pidió autorización para erigir un templo al
dios en una de las islas. Mi ama respondió:
–Somos viajeros en este lugar. Al final regresaremos a Egipto. Ese es el voto y la prome-
sa que hice a mi pueblo. No edificaremos templos ni casas permanentes. Hasta que regrese-
mos a Egipto, viviremos como los beduinos, en tiendas y chozas.
Ahora tenía a mi disposición la madera de los árboles que habíamos talado en las islas.
Pude experimentar con ellas y poner a prueba sus variadas cualidades. Había una acacia cuya
madera era fuerte y resistente. Era el material más apropiado que había hallado hasta enton-
ces para construir los radios de las ruedas de mis carros. Puse a trabajar a mis carpinteros y
tejedores para armar los carros que habíamos llevado y construir más con las maderas y el
bambú de las islas.
En la orilla izquierda, debajo de las cataratas, las tierras llanas tenían varios kilómetros
de ancho. Pronto, nuestros escuadrones de carros volvieron a entrenarse y ejercitarse en
aquellas llanuras. Los radios de las ruedas seguían rompiéndose cuando íbamos a gran veloci-
dad, aunque no con tanta frecuencia. Pude convencer a Tanus de que volviera a viajar en ca-
rro, aunque se negó terminantemente a hacerlo a menos que el auriga fuese yo.
Asimismo pude completar el primer arco eficaz de extremos curvos, un proyecto en el
que trabajaba desde nuestra partida de Elefantina. Estaba hecho con los mismos materiales
empleados en Lanata: madera, marfil y cuerno. Pero su forma era distinta. Cuando no estaba
tenso, los extremos se curvaban hacia fuera, alejándose del arquero. Al tensar el arma, ésta
adquiría la forma familiar del arco, pero la tensión tanto de la cuerda como del tronco del arco
se multiplicaba desproporcionadamente, considerando su menor tamaño.
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Río sagrado Wilbur Smith
Ante mi leve insistencia, Tanus accedió a probarlo contra una serie de blancos que erigí
sobre la orilla oriental. Después de disparar veinte flechas no hizo demasiados comentarios,
pero pude notar el asombro que le provocaba la distancia alcanzada por los proyectiles y lo
certero de los disparos. Conocía muy bien a mi Tanus. Era reaccionario y conservador hasta el
tuétano. Lanata había sido su primer amor. Sabía que no le resultaría fácil reconocer un nuevo
amor, de manera que no le acosé pidiéndole una opinión; ya me la daría cuando quisiera.
Entonces llegaron nuestros exploradores para informar de una migración de órices. Des-
de nuestro paso por la primera catarata, habíamos visto pequeños rebaños de aquellos magní-
ficos animales. Por lo general pastaban a la orilla del río, pero huían hacia el desierto en cuan-
to nos acercábamos con nuestras embarcaciones. Nuestros exploradores informaban de la
existencia de un movimiento masivo de aquellos animales, cosa que no ocurría con frecuencia.
Yo lo había visto una sola vez. Cuando, más o menos cada veinte años, se desencadenaba una
tormenta eléctrica en el desierto, el pasto tierno que nacía de la tierra mojada atraía a mana-
das de órices diseminadas a cientos de kilómetros de distancia.
Mientras avanzaban hacia los nuevos campos de pastoreo, las manadas se amalgama-
ban, formando un masivo movimiento de animales en el desierto. Aquel suceso nos proporcio-
naba la posibilidad de modificar nuestra dieta y la oportunidad de utilizar nuestros carros.
Por primera vez Tanus mostró verdadero interés por ellos. Cuando se instaló en mi
vehículo noté que, en lugar de Lanata, el que colgaba del costado del carro era el nuevo arco
con los extremos curvos. Sin decir una palabra, azucé a los caballos y los dirigí hacia una sali -
da del angosto valle del Nilo que daba acceso al desierto.
El escuadrón estaba formado por cincuenta carros veloces; les seguían una docena de
pesados carros de ruedas sólidas, con forraje y agua para cinco días. Iniciamos la marcha al
trote, en columnas de a dos y con una distancia de tres largos entre una fila y otra. Esta ya se
había convertido en nuestra habitual formación de viaje.
A fin de reducir el peso, sólo nos cubríamos con escuetos taparrabos. Después de tantos
meses remando, los hombres estaban en un estado físico espléndido. Sus torsos musculosos,
recién aceitados, resplandecían bajo el sol como si se tratara de los cuerpos de jóvenes dioses.
Cada carro llevaba su insignia de brillantes colores sobre una larga vara de bambú. Al cruzar
entre las sierras por el sendero de cabras, éramos un espectáculo realmente impresionante.
Miré hacia atrás y hasta yo, que nunca había sido soldado, me sentí fascinado por el espectá -
culo.
Los hicsos y el éxodo habían impuesto a la Nación un nuevo espíritu militar. Hasta enton-
ces siempre habíamos sido un pueblo de sabios, comerciantes y sacerdotes, pero ahora, gra-
cias a la decisión de la reina Lostris de repeler al tirano, y bajo el mando de Tanus, nos con -
vertíamos rápidamente en un pueblo guerrero.
Al pasar sobre la cima de la sierra, antes de llegar al desierto, una pequeña figura apare-
ció tras el último montón de rocas.
–¡Sooo! –dije, para detener a los caballos–. ¿Qué haces aquí, tan lejos de los barcos?
No había visto al príncipe desde la tarde anterior y lo creía a salvo con sus niñeras. Me
sorprendió encontrarlo allí, al borde del desierto y le hablé con tono de enfado. Todavía no te-
nía seis años, pero llevaba su arco de juguete al hombro y una expresión decidida en el rostro,
idéntica a la de su padre cuando estaba de mal humor.
–Voy a cazar con vosotros –contestó Memnón.
–No! –le contradije–. Te enviaré inmediatamente de regreso. Tu madre sabrá cómo tra-
tar a un niño que se aleja del campamento sin decir a sus tutores dónde va.
–Soy el príncipe heredero de Egipto –declaró Memnón. Pero pese a su orgullosa declara-
ción, le temblaban los labios–. Ningún hombre se atreverá a prohibirme que vaya. En tiempos
de necesidad, tengo el derecho y el sagrado deber de conducir a mi pueblo.
Nos adentrábamos en terreno peligroso. El príncipe conocía sus derechos y responsabili-
dades. Era yo quien se los había enseñado. Pero, en verdad, nunca supuse que los ejercería
tan pronto. Había convertido el tema en un asunto de protocolo real y resultaba difícil, imposi-
ble, discutir. Busqué desesperadamente una vía de escape.
–¿Por qué no me lo pediste antes? –Sólo quería ganar tiempo.
251
Río sagrado Wilbur Smith
–Porque en ese caso habrías recurrido a mi madre –contestó el pequeño con sinceridad–,
y ella te hubiera apoyado, como hace siempre.
–Todavía puedo recurrir a la reina –amenacé, pero Memnón miró hacia el valle, hacia las
naves que parecían juguetes, y sonrió. Ambos sabíamos que era imposible que ordenara el re-
greso de todo el batallón.
–¡Por favor, Tata, déjame ir! –suplicó, cambiando de tono. El pequeño demonio me ata-
caba por todos los flancos. Cuando sacaba a relucir todo su encanto, me resultaba imposible
resistirme. Entonces tuve una inspiración.
–El comandante de esta expedición es el señor de Harrab. Debes pedirle permiso a él.
La relación entre ellos era extraña. Sólo tres personas en el mundo –los padres y yo– sa-
bíamos quién era el verdadero progenitor de Memnón. El príncipe veía en Tanus a su tutor y al
comandante de sus ejércitos. Y aunque había llegado a tomarle enorme cariño, también le te-
mía. Tanus no era el tipo de hombre con quien un niño, aunque se tratara de un príncipe, po -
día jugar.
En aquel momento, ambos se miraron. Comprendí que Memnón estaba pensando cuál
sería su mejor plan de ataque, mientras Tanus hacía enormes esfuerzos por contener la risa.
–Señor de Harrab –Memnón se decidió por una aproximación formal–, deseo ir con voso-
tros. Creo que será una lección muy útil. Después de todo, algún día tendré que conducir el
ejército. –Yo le había enseñado lógica y dialéctica. Era un alumno de quien podía enorgullecer -
me.
–¿Es una orden, príncipe Memnón? –Tanus consiguió ocultar su diversión tras un impo-
nente ceño y noté que los ojos del niño empezaban a llenarse de lágrimas.
Meneó la cabeza, con aspecto de enorme tristeza.
–No, mi señor. –Volvía a ser un niño–. Pero me gustaría mucho ir a cazar con vosotros,
por favor.
–La reina me hará colgar –contestó Tanus–, pero sube y colócate frente a mí, briboncete.
Al príncipe le encantaba que Tanus lo llamara bribón. Era un apelativo que por lo general
reservaba para los hombres de su antiguo regimiento de Azules y hacía que se sintiera uno de
ellos. Lanzó un grito de júbilo y, en su prisa por obedecer, casi tropezó con sus propios pies.
Tanus se inclinó y lo cogió del brazo. Luego lo alzó y lo colocó en el carro entre nosotros dos.
–¡Arre! –gritó Memnón a Paciencia y a Cuchillo. Y continuamos marchando hacia el de-
sierto, pero no antes de que yo enviara de regreso un mensajero para avisar a la reina que el
príncipe estaba sano y salvo. Ninguna leona era tan fiera como mi ama cuando se trataba del
cuidado de su cachorro.
Cuando alcanzamos la senda de la migración, encontramos que era una faja de arena pi-
soteada de centenares de metros de ancho. Los cascos de los órices son anchos para cubrir las
suaves arenas del desierto. Dejan una huella distintiva, que tiene la forma de la punta de lanza
de los hicsos. Varios miles de antílopes habían pasado por allí.
–¿Cuándo? –preguntó Tanus y desmonté para examinar las huellas. Bajé a Memnón con-
migo, porque nunca perdía una oportunidad para instruirle. Le enseñé que la brisa nocturna
había erosionado la arena y que una cantidad de pequeños insectos y de lagartos habían im -
preso sus huellas sobre las del rebaño.
–Pasaron por aquí ayer, a la puesta de sol –opiné–. Pero avanzan con lentitud. Con un
poco de suerte podremos alcanzarlos antes de mediodía. Esperamos a que se nos acercaran
los carros pesados. Dimos agua a los caballos y luego seguimos viaje, siguiendo la ancha hue-
lla a través de las dunas.
Pronto encontramos los cuerpos de los animales más débiles, que habían sucumbido.
Eran los más jóvenes y los más viejos; cuervos y buitres luchaban sobre sus restos, mientras
pequeños chacales rojos se paseaban por los alrededores, con la esperanza de poder probar un
bocado.
Seguimos el ancho camino hasta que por fin vimos una nube de polvo sobre el horizonte.
Apresuramos el paso. Al llegar a la cima de una cadena de colinas rocosas, cuyas crestas bailo-
teaban por efecto del espejismo, vimos el rebaño que se extendía bajo nosotros. Habíamos al-
canzado la zona donde, semanas antes, se había desencadenado la tormenta. Hasta donde al-
canzaba nuestra vista, el desierto se había transformado en un jardín florido.
252
Río sagrado Wilbur Smith
Las últimas lluvias quizás hubieran caído allí cien años antes. Parecía imposible, pero las
semillas de aquellas plantas habían permanecido dormidas durante todo aquel tiempo. Mien-
tras esperaban que volviera a llover, habían sido quemadas y disecadas por el sol y los vientos
del desierto. Para cualquiera que dudara de la existencia de los dioses, aquel milagro era una
prueba. Para cualquier hombre que dudara de que la vida es eterna, aquello contenía una pro-
mesa de inmortalidad. Si las flores eran capaces de sobrevivir así, sin duda alguna el alma del
hombre, que es infinitamente más maravillosa y valiosa, debe también vivir eternamente.
Debajo de nosotros, el paisaje estaba pintado en tonos verdes suaves y los contornos y
perfiles de las colinas se destacaban en verdes más oscuros. Este era el telón de fondo del ma-
ravilloso arco iris de colores que iluminaba la Tierra. Las flores crecían en hileras y en grupos.
Los capullos parecían buscar la compañía de los de su propia clase, lo mismo que las manadas
de antílopes y las bandadas de aves. Las margaritas anaranjadas crecían juntas, las de pétalos
blancos cubrían laderas enteras que parecían nevadas. Había campos de gladiolos azules, de li-
las rojas y de brezo amarillo.
Hasta los matorrales de plantas espinosas que siempre parecían secas, como hombres
muertos miles de años antes, estaban ahora cubiertas de frescas vestiduras verdes, con guir-
naldas de capullos amarillos coronando sus cabezas ajadas. Pero por hermoso que fuera aque-
llo, sabía que sería efímero. En el transcurso de otro mes, el desierto volvería a triunfar. Las
flores se marchitarían y la hierba se convertiría en polvo que volaría a merced de los vientos
ardientes. De tanto esplendor no quedaría nada, a excepción de las semillas, pequeñas como
granos de arena, dispuestas a esperar durante años, con monumental paciencia.
–Tanta belleza debería ser compartida con el ser amado –suspiró Tanus, con admira-
ción–. ¡Ojala estuviera aquí la reina!
El hecho de que Tanus estuviera tan emocionado, demostraba lo glorioso del espectácu -
lo. El era soldado y cazador, pero por una vez, en lugar de pensar en la presa, se sumió en la
contemplación de tanta belleza, con temor casi religioso.
El grito de Kratas que viajaba en un carro detrás nuestro, nos arrancó de nuestro estado
de ánimo contemplativo.
–¡Por el mal aliento de Seth, debe de haber más de diez mil!– Los órices se extendían
hasta las verdes siluetas de las colinas más lejanas. Los machos viejos se mantenían distantes
y solitarios, separados de los demás, pero el resto se movía en grupos de diez o de cien, y al-
gunas manadas superaban toda posibilidad de cálculo numérico. Eran inmensas manchas tos-
tadas que parecían sombras de nubes sobre la llanura. Tuve la impresión de que todos los óri-
ces de África se habían reunido allí.
Volvimos a abrevar los caballos antes de comenzar la cacería. Aproveché para adelantar-
me a observar aquella enorme reunión de seres vivos. Como siempre, llevé a Memnón, pero
cuando le cogí de la mano, se liberó enseguida.
–No me lleves de la mano delante de los hombres, Taita –me pidió con tono solemne–.
Creerán que todavía soy un niño.
Los animales más cercanos alzaron la cabeza y nos miraron con cierta curiosidad. Se me
ocurrió que tal vez nunca hubieran visto un ser humano y no veían peligro alguno en nuestra
presencia.
El órix es una criatura magnífica, tan alta como un caballo, con el mismo tipo de cola, os-
cura, que puede llegar hasta el suelo. Su cara está pintada con intricadas espirales y rayas ne-
gras sobre fondo pálido. Por el cuello le corre una crin oscura y dura que aumenta su parecido
con el caballo, pero sus cuernos no se parecen a los de ningún animal creado por los dioses.
Son finos y rectos, con la punta parecida a la daga que llevo en la cintura. Casi tan largos
como alto es el animal que los luce, son armas formidables. Mientras otros antílopes son ino-
fensivos y prefieren la huida a la agresión, el órix es capaz de defenderse incluso del ataque de
un león.
Le hablé a Memnón del coraje y la resistencia de aquellos animales y le expliqué que po-
dían pasar toda la vida sin beber agua de ningún río o fuente.
–El rocío les proporciona el agua que necesitan y también las raíces del desierto que des-
entierran con sus cascos.
El príncipe me escuchaba con avidez, pues había heredado de su padre el amor por la
caza, y yo le había enseñado a respetar a todos los seres vivientes.
253
Río sagrado Wilbur Smith
–El verdadero cazador comprende y respeta a las aves y los animales que caza –le expli-
qué, y él asintió con aire serio.
–Yo quiero ser un verdadero cazador y un soldado, igual que Tanus.
–El hombre no nace con esos dones. Debe aprenderlos, lo mismo que tú debes aprender
a ser un gobernante grande y justo.
Experimenté una punzada de pena cuando Tanus me llamó para avisarme de que los ca-
ballos ya habían terminado de beber. Al mirar hacia atrás vi que los aurigas montaban en los
carros. Hubiera preferido pasar el resto del día en compañía de mi príncipe, observando el
magnífico espectáculo que se desarrollaba en la llanura. Regresé a regañadientes, para hacer-
me cargo de las riendas y avanzar a la cabeza de la columna.
En los otros carros, los hombres ya tenían los arcos tensos y la fiebre de la cacería había
hecho presa en ellos. Parecían sabuesos sujetos por una corta traílla, que olfateaban la presa.
–¡Señor Tanus! –gritó Kratas desde su carro–. ¿Hacemos una apuesta?
Antes de que Tanus pudiera contestar, murmuré:
–Apuesta también por mí; ese viejo bribón nunca ha disparado desde un carro en movi-
miento.
–Sólo se tendrán en cuenta los animales muertos de un flechazo. Cualquiera que tenga
más de una flecha no cuenta. –Cada arquero marcaba sus flechas para poder reclamar la pre-
sa. La marca de Tanus era el Wadjet, el Ojo Herido de Horus–. Un deben de oro por cada órix
derribado.
–Que sean dos –sugerí–. Uno en mi nombre. –No soy jugador, pero aquél no era un jue -
go. Tanus tenía su nuevo arco de extremos curvos, y yo era el mejor auriga de todo nuestro
ejército.
Todavía éramos novatos, pero había estudiado el uso que
hacían los hicsos de los carros. Llevaba grabadas en la memoria todas las evoluciones que rea-
lizaron aquel día nefasto en las llanuras de Abnu. Para mí, ésta no era sólo una cacería que nos
proporcionaría carne y deporte, sino una práctica y un entrenamiento para el juego mucho
más importante de la guerra.
Debíamos aprender a mantener la formación para sacarle el mayor provecho posible y
para poder controlarla en medio de la confusión de una batalla, aunque las circunstancias cam-
biaran con cada movimiento del enemigo y con los azares de la guerra.
Mientras trotábamos por la llanura di la primera señal y la columna se dividió en tres fi-
las. Nos abrimos con suavidad, como los pétalos de un lirio. Los flancos se extendieron como
las astas de un toro para rodear a la presa, mientras mi columna, la del centro, conformaba el
pecho del toro. Las astas contendrían al enemigo, mientras nosotros lo asaltábamos y abatía-
mos con nuestro mortífero abrazo.
Las manadas de gacelas alzaron las cabezas y nos miraron con sensación de alarma. Co-
menzaron a alejarse, reuniendo a sus semejantes a medida que pasaban a su lado; las peque-
ñas manadas se iban agrandando como una piedra que, al rodar por la pendiente, provoca una
avalancha. Pronto la llanura pareció estar viva. Los órices avanzaban de una manera peculiar,
como si se mecieran, y levantaban nubes de polvo que flotaban sobre sus lomos. Sus largas y
oscuras colas se movían de un lado a otro.
Mantuve al paso a mi escuadrón. No quería cansar demasiado pronto a los caballos con
una cacería excesivamente larga y pesada. Observaba las nubes de polvo que levantaban las
columnas que iban rodeando con rapidez a la manada.
Por fin se unieron a lo lejos. Habíamos cerrado el círculo. Las manadas de órices acorta-
ron el paso al encontrar bloqueadas sus rutas de huida. Empezaron a arremolinarse y se pro -
dujo una enorme confusión cuando los líderes volvieron sobre sus pasos y chocaron con los
que les seguían.
Obedeciendo mis órdenes, una vez que las columnas de los flancos completaron el movi-
miento envolvente, empezaron a avanzar al paso hacia el centro del círculo. Teníamos aquel
inmenso rebaño de órices en nuestras manos y lentamente fuimos estrechando el círculo. La
mayoría de los sorprendidos animales se detuvo, sin saber en qué dirección correr. Miraran ha-
cia donde miraran, veían acercarse los carros.
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Río sagrado Wilbur Smith
Nos fuimos acercando poco a poco. Nuestros caballos todavía estaban frescos y ansiosos
por correr. Percibían la excitación reinante y alzaban las cabezas, pidiendo rienda y resoplan-
do. Los rebaños de órices volvieron a ponerse en movimiento, pero sin una dirección definida.
Giraban sobre sí mismos, echaban a correr, se detenían en seco y volvían a girar para correr
en dirección contraria.
Yo me sentía satisfecho por el control y disciplina de nuestros escuadrones. Mantenían su
formación rígidamente, sin agruparse ni dejar brechas. Las señales que yo daba eran repetidas
a lo largo de la línea de carros e instantáneamente obedecidas. Por fin nos estábamos convir-
tiendo en un ejército. Pronto seríamos capaces de enfrentarnos a cualquier enemigo con
perspectivas de triunfo, aunque se tratara de los veteranos hicsos que se habían pasado la
vida sobre sus carros.
Cogí del brazo al príncipe, que se encontraba a mis espaldas y lo puse delante de mí. Allí
podía protegerle con mi cuerpo; Memnón se aferró al panel delantero del carro. Ahora, Tanus
tenía ambas manos libres para disparar y el príncipe estaba a salvo.
–Déjame las riendas, Tata. Yo conduciré –suplicó Memnón. En algunas ocasiones se lo
había permitido, de modo que hablaba con toda seriedad, pese a que apenas tenía la altura
suficiente para ver por encima del panel delantero. No quise reír, porque él se lo tomaba muy
en serio.
–Otro día, Mem. Hoy quiero que observes y aprendas.
Por fin nos encontrábamos a menos de cien pasos de los órices más cercanos. La presión
era demasiado fuerte y los animales no pudieron soportarla. Conducidos por una hembra vieja,
cien de ellos cargaron directamente contra nosotros. A una señal mía, los carros acortaron las
distancias que los separaban, hasta que corríamos rueda contra rueda, formando un muro de
caballos y de hombres. Las trompetas llamaron a la carga. Puse mis caballos al galope y corri -
mos al encuentro de los órices.
Tanus disparaba por encima de mi hombro derecho. Podía ver todas sus flechas. Era la
primera vez que disparaba desde un carro en marcha y las tres primeras flechas no dieron en
el blanco; mientras, el carro se introducía en medio de la manada de órices que corrían desen -
frenadamente. Pero Tanus era un maestro en el uso del arco y enseguida ajustó su puntería.
La flecha siguiente se clavó en el pecho de la hembra vieja que conducía la manada. Debió de
partirle el corazón, porque cayó de bruces sobre la arena y rodó sobre sí misma. Los animales
que la seguían se abrieron a ambos lados proporcionando a Tanus amplios blancos laterales.
Me resultó fascinante observar las dos flechas siguientes que trazaron un arco en el aire y ca-
yeron detrás de los órices.
Siempre existe la tentación de disparar directamente a un blanco en movimiento, en lu-
gar de apuntar a un lugar vacío delante de él, que es donde el blanco se encontrará cuando
llegue la flecha. El cálculo se complicaba a causa del movimiento del carro con relación al del
blanco. Yo trataba de facilitarle la tarea, avanzando a la misma velocidad que los órices. Pese
a todo, no me sorprendió que otras dos flechas disparadas por Tanus erraran y cayeran detrás
de su presa.
Entonces volvió a ajustar su puntería y la flecha siguiente se clavó hasta las plumas en el
pecho de un órix. Mató a otros tres; a nuestro alrededor la cacería se convertía en una batalla
salvaje; el polvo lo oscurecía todo, salvo las siluetas más cercanas de carros que avanzaban
veloces, y de animales en desenfrenada carrera.
Me acercaba lentamente a un par de órices, cuando el casco de uno de ellos levantó un
afilado trozo de piedra del tamaño de la última falange de mi pulgar. Antes de que lograra es-
quivarlo, golpeó a Memnón en la frente y, cuando el pequeño levantó el rostro para mirarme,
vi que tenía una herida sobre el ojo.
–¡Estás herido, Mem! –exclamé, empezando a frenar los caballos.
–No es nada –contestó él, secándose la sangre con la punta del chal–. No te detengas,
Tata. Sigue tras ellos. Si no lo haces, Kratas ganará la apuesta.
De manera que me interné en la polvareda. A mi lado el arco de Tanus cantaba su horri -
ble canción; el príncipe gritaba de excitación, como un cachorrillo la primera vez que persigue
un conejo.
Algunos órices lograron escapar al desierto abierto mientras otros se volvían hacia la
trampa. Los hombres lanzaban gritos de excitación y de triunfo, los caballos relinchaban y los
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Río sagrado Wilbur Smith
órices bufaban y bramaban cuando las flechas se les clavaban y los abatían en un enredo de
cascos y de cuernos. A nuestro alrededor resonaban como un trueno los cascos y las ruedas;
nos encontrábamos inmersos en la niebla amarilla del polvo.
Hasta el mejor caballo tiene un límite para mantenerse a galope tendido. Cuando sofrené
a Paciencia y a Cuchillo y los puse al paso, el polvo se había mezclado con el sudor convirtién-
dose en barro y cubriéndoles los flancos. Estaban agotados.
Poco a poco, las nubes de polvo que oscurecían el campo se fueron disipando y desapa -
recieron. El espectáculo era terrible.
Nuestro escuadrón se encontraba diseminado por toda la llanura. Conté cinco carros cu-
yas ruedas se habían deshecho durante la cacería. Los vehículos volcados parecían los jugue-
tes rotos de un gigante furibundo. Los hombres heridos permanecían tendidos en tierra, junto
a los carros, y sus camaradas se inclinaban sobre ellos para curar sus heridas.
Los carros que no habían sufrido daños estaban parados. Los caballos se encontraban ex-
tenuados. Luchaban por respirar y tenían la boca llena de espuma. Estaban completamente
empapados, como si hubieran cruzado el río a nado.
Las presas se encontraban diseminadas por el campo en idéntico desorden. Muchas esta-
ban muertas. Otras habían quedado heridas o mutiladas. Algunas seguían en pie, con las cabe-
zas gachas. Otras se alejaban cojeando por las dunas, con paso lento y vacilante. Las flechas
habían dejado manchas oscuras de sangre sobre su piel.
Aquél era el lastimoso final de todas las cacerías, cuando el calor y la excitación se han
enfriado y hay que rematar a las presas heridas.
Cerca de donde nos encontrábamos vi a un macho viejo, sentado sobre su grupa y con
las patas estiradas frente a él. La flecha que lo había abatido sobresalía tanto sobre su lomo
que supe que la punta le había roto la espina dorsal. Cogí el arco y salté al suelo. Mientras me
acercaba, el macho volvió la cabeza para mirarme. Luego hizo un último y valiente esfuerzo y
arrastró sus patas traseras para avanzar. Me atacó con sus largas astas negras, pero tenía los
ojos llenos de lágrimas de mortal agonía. Tuve que clavarle dos flechas en el pecho antes de
que lanzara un último quejido, cayera de costado, pateara convulsivamente, y por fin quedara
inmóvil.
Cuando volví al carro miré la cara del príncipe. Tenía los ojos llenos de lágrimas y en su
rostro manchado de sangre había una expresión de pena por el órix. Volvió el rostro para que
no viera sus lágrimas, pero yo me sentí orgulloso de ellas. Aquel que no tiene compasión por la
presa, no es un verdadero cazador.
Cogí su cabeza rizada entre mis manos y le obligué a mirarme. Le limpié con suavidad la
herida de la frente y se la vendé con un trozo de tela de hilo limpio.
Esa noche acampamos en la florida llanura, cuyo dulce aroma perfumaba la oscuridad,
envolviendo el olor de la sangre recién derramada.
No había luna, pero las estrellas brillaban en el cielo, bañando las colinas con su lumino -
sidad plateada. Permanecimos hasta tarde sentados alrededor de las fogatas, dándonos un
atracón de hígados y corazones de órix. El príncipe se sentó al principio entre Tanus y yo,
pero, ante las insistentes llamadas de soldados y oficiales, que competían por atraer su aten -
ción, no tardó en ir de un grupo a otro con la mayor naturalidad. Los hombres cuidaban su len-
guaje y sus bromas delante del pequeño, que se sentía a sus anchas entre ellos.
Se deshicieron en un mar de atenciones al verle la cabeza vendada.
–Ahora sí que eres un verdadero soldado, igual que nosotros –le decían, enseñándole sus
propias cicatrices.
–Hiciste bien en permitir que nos acompañara –le dije a Tanus, mientras ambos le obser-
vábamos con orgullo–. Esta es la mejor instrucción que puede recibir un cadete.
–Los hombres ya le quieren –comentó Tanus–. Un general necesita dos cosas: suerte y la
devoción de sus tropas.
–Debe permitírsele salir en todas las expediciones, siempre que no sean demasiado peli-
grosas. –Tanus se rió de mi ocurrente idea.
256
Río sagrado Wilbur Smith
–De acuerdo. Tú te encargarás de convencer a su madre. Hay ciertas cosas que superan
mi poder de persuasión.
Al otro extremo del campamento, Kratas enseñaba a Memnón la versión cándida de la
canción del regimiento, que el príncipe cantaba con su dulce voz, mientras los hombres marca-
ban el ritmo con las palmas y coreaban el estribillo. Casi me zurraron cuando quise llevarle a la
cama que le había preparado bajo uno de los carros; hasta Tanus se unió a ellos.
–Deja que el chico se quede un rato más con nosotros –ordenó; de modo que hasta bien
pasada la medianoche no pude envolver al príncipe en mi manta de lana.
–Taita, ¿alguna vez seré capaz de disparar como lo hace el Señor Tanus? –me preguntó,
adormilado.
–Serás uno de los grandes generales de nuestro Egipto y algún día tallaré la lista de tus
victorias en los obeliscos de piedra, para que todo el mundo las conozca.
Se quedó pensando un rato y luego suspiró.
–¿Y cuándo me harás un arco de verdad, en vez de ese juguete infantil?
–En cuanto tengas fuerza para tensarlo –prometí. –Gracias, Taita. Me gustará mucho. –Y
se durmió tan rápido como se apaga la llama al soplarla.
Regresamos triunfantes a la flota con los carros cargados de carne de órix, salada y cura-
da al sol. Esperaba que mi ama me reprendiera severamente por haber raptado al príncipe.
Había preparado mi defensa y estaba decidido a echarle toda la culpa al señor de Harrab.
Sin embargo, la reprimenda fue más suave de lo que yo había supuesto. Acusó a Mem-
nón de ser un niño malo por haberla preocupado y luego le abrazó con tanta fuerza que el pe -
queño a punto estuvo de morir asfixiado. Cuando se volvió hacia mí, me lancé a exponerle en
una interminable perorata el papel que Tanus había tenido en todo aquello, explayándome en
la valiosa instrucción y experiencia que la cacería había representado para el príncipe, pero me
dio la impresión de que el tema le traía sin cuidado.
–¿Cuánto hace que tú y yo no salimos juntos a pescar? –preguntó. Ve a buscar tus lan-
zas de pesca, Taita. Saldremos en uno de los esquifes. Estaremos solos en el río, como en los
viejos tiempos.
Me daba en la nariz que no íbamos a pescar mucho. Lo que ella quería era estar a solas
en medio del río para que nadie escuchara nuestra conversación. Debía de ser de suma impor-
tancia lo que la mantenía en vilo.
Remé río abajo por las tranquilas aguas, hasta quedar ocultos tras una alta roca en un
recodo del río. Al ver fracasado todo intento de iniciar una conversación, dejé los remos y cogí
el laúd. Entoné las canciones que a ella más le gustaban, esperando que se decidiera a hablar.
Por fin, me miró y en sus ojos vi una extraña mezcla de alegría y preocupación.
–Creo que voy a tener un hijo, Taita.
No sé por qué me sorprendió tanto esa declaración. Después de todo, desde nuestra par-
tida de Elefantina, ella y el comandante de su ejército habían estado todas las noches encerra-
dos en cónclaves secretos, mientras yo montaba guardia frente a la puerta de la cabina. Sin
embargo, fue tanta mi alarma que los dedos se me petrificaron sobre las cuerdas del laúd y la
canción murió en mi garganta. Tardé un rato en recuperar la voz.
–Mi señora, ¿usaste la infusión de hierbas que te preparé? –pregunté tímidamente.
–Algunas veces sí, pero otras me olvidé. –Sonrió avergonzada. Mi señor Tanus puede lle-
gar a ser muy impaciente. Además, es muy poco romántico andar con potes y jarros cuando
hay cosas mejores y más urgentes que hacer.
–Cosas como hacer bebés que no tendrán un rey que los reconozca como hijos.
–Es muy grave, ¿verdad, Taita?
Toqué algunos acordes en el laúd, mientras meditaba la respuesta.
–¿«Muy grave» dices? Creo que eso es decir poco. Si das a luz a un bastardo, o si deci -
des casarte, estarás obligada a renunciar a la regencia. Esa es la costumbre y la ley. El señor
Merkeset sería tu posible sucesor en la regencia, pero los nobles se disputarán el cargo. Sin tu
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Río sagrado Wilbur Smith
protección como regente, el príncipe correría un grave peligro. Estaríamos divididos por rivali -
dades destructivas... –Interrumpí la dialéctica, estremecido ante tal perspectiva.
–Si Tanus fuera regente en mi lugar, yo podría casarme con él –propuso ella alegremen -
te.
–No creas que no se me había ocurrido –contesté en tono sombrío–. Sería la solución
para todos nuestros problemas. Pero no tienes en cuenta a Tanus.
–Si yo se lo pido, no me cabe la menor duda de que aceptará con mucho gusto. –Sonrió
aliviada–. Entonces podré ser su esposa. Ya no tendremos que andar con pretextos para estar
a solas.
–¡Ojala fuese tan simple! Pero Tanus nunca aceptará. El no puede...
–¿Qué tonterías estás diciendo? –Ya le saltaban chispas de los ojos, así que me apresuré
a seguir hablando.
–Esa noche en Tebas, la noche en que el faraón mandó arrestar a Tanus por sedición,
nosotros tratamos de obligarle a apoderarse de la corona. Kratas y todos los oficiales le jura-
ron que ellos y el resto del ejército le apoyarían. Querían ir a palacio y colocar a Tanus en el
trono.
–¿Y por qué no aceptó? Hubiera sido un espléndido rey. ¡Nos habría ahorrado tanto sufri-
miento!
–Tanus rechazó el ofrecimiento. Declaró que no era un traidor y que jamás se sentaría en
el trono de Egipto.
–¡Eso fue hace mucho tiempo! ¡Todo ha cambiado! –exclamó ella, exasperada.
–No, nada ha cambiado. Ese día Tanus hizo un juramento y puso por testigo al dios Ho-
rus. Juró que jamás ceñiría la corona a su cabeza.
– ¡Pero eso ya no cuenta! Puede desdecirse del juramento.
– ¿Tú renegarías de un juramento hecho ante el dios Horus? –Ante mi pregunta, desvió
la mirada y bajó la cabeza.
–¿Lo harías? –insistí.
Aunque reacia, negó con un gesto.
–No –susurró–. No podría.
–Tanus está atado por el mismo código de honor. No puedes pedirle que haga lo que tú
misma no te atreves a hacer –le expliqué con suavidad–. Podemos planteárselo, por supuesto,
pero ya sabemos cuál será su respuesta.
–¿Y tú no puedes hacer nada? –preguntó, mirándome con esa expresión de confianza
ciega que tanto me enfurecía. Siempre que se metía en el mayor de los peligros, iba a mí y me
decía: «¡Tú puedes hacer algo!»
–Sí, algo puedo hacer, pero tú no estarás dispuesta a aceptarlo, del mismo modo que Ta-
nus no está dispuesto a ceñir la corona del faraón.
–Si algo te importo, ni siquiera lo sugieras. –Me había comprendido de inmediato, echán-
dose para atrás como si le acabara de pegar–. Preferiría morir antes que matar este milagro de
amor que Tanus ha puesto en mis entrañas. La criatura le encarna a él, a mí y a nuestro amor.
Jamás podría matar todo lo que representa.
–Entonces, majestad, no puedo sugerirte nada más.
Me sonrió con una confianza y una fe tan sublimes, que quedé sin aliento.
–Sé que se te ocurrirá algo, mi querido Taita. Siempre se te ocurre algo.
De modo que tuve un sueño.
Relaté mi sueño ante una sesión plenaria del consejo de Estado citado por la Regente de
nuestro Egipto. La reina Lostris y el príncipe Memnón estaban sentados en el alto trono, en la
cubierta de popa del Aliento de Horus. La galera se encontraba anclada a la orilla occidental
del Nilo. Los miembros del concilio ocupaban los asientos debajo del trono.
258
Río sagrado Wilbur Smith
El señor Merkeset y los nobles representaban el brazo secular del Estado; los sumos
sacerdotes de AmónRa, Osiris y Hapi representaban el brazo sagrado; el señor de Harrab y
cincuenta de sus oficiales superiores representaban al ejército.
Yo me encontraba de pie sobre cubierta, debajo del trono y frente a la distinguida concu -
rrencia. Esta vez había cuidado mi aspecto físico más que en otras ocasiones. El maquillaje era
sutil y atractivo. Me había perfumado el cabello con esencias aromáticas y lo tenía peinado a la
moda que yo mismo había creado. Llevaba las dos cadenas del Oro de las Alabanzas y tenía el
pecho y los brazos bien desarrollados de conducir carros. Debí de arreglarme con mucho acier-
to pues la mayoría de los concurrentes me contemplaron boquiabiertos y en algunos noté cier-
ta lascivia en la mirada.
–Majestades. –Hice una profunda reverencia en dirección a la pareja que ocupaba el
trono, a cuyo saludo respondió el príncipe Memnón con su sonrisa desvergonzada. Todavía
conservaba la cabeza vendada, aunque ya no lo necesitaba. Estaba tan orgulloso de su herida,
que dejé que siguiera usando la venda. Le miré con el ceño fruncido y así adecuó su expresión
al tono de la reunión–. Majestades, anoche tuve un sueño extraño y maravilloso que considero
mi deber relatar. Pido anuencia para hacerlo.
–Todos los presentes tienen conciencia del don sagrado que posees –replicó graciosa-
mente la reina Lostris–. Tanto el príncipe como yo, sabemos que puedes ver el futuro y adivi-
nar, por medio de sueños y visiones, los deseos y la voluntad de los dioses. Te ordeno que ha -
bles de esos misterios.
Hice una nueva reverencia y me volví hacia el concilio.
–Anoche, como es mi deber, dormí delante de la puerta de la cabina real. La reina Lostris
se encontraba sola en su lecho y el príncipe dormía en su alcoba, detrás de la cortina.
Hasta el señor Merkeset se inclinó hacia delante y llevó una mano a la oreja sana, pues
era completamente sordo de la otra. A todos les gustaba una buena historia y una sabrosa
profecía.
–Al despertar durante la tercera guardia de la noche, vi una extraña luz en la nave. Sentí
que un viento frío me azotaba las mejillas, a pesar de que todas las puertas y portillas estaban
cerradas.
Mi audiencia se movió, inquieta e interesada. Había logrado el tono justo y fantasmagóri-
co.
–Entonces oí que resonaban pasos en el casco de la nave, pasos lentos y majestuosos
que no podían ser los de un ser viviente. –Hice una pausa dramática–. Esos sonidos extraños y
fantasmales provenían de la bodega de la nave. –Hice una nueva pausa para que absorbieran
mis palabras.
–Sí, mis señores –continué diciendo–, de la bodega donde el cajón de oro del faraón Ma-
mosis, el octavo de ese nombre, se encuentra esperando sepultura.
Algunos de los asistentes se estremecieron, presas de un profundo temor religioso, mien-
tras otros hacían la señal contra el mal de ojo.
–Los pasos se acercaban al lugar donde yo dormía, delante de la puerta de la reina. El
resplandor celestial crecía en intensidad y, mientras yo temblaba, ante mí apareció una figura.
Tenía la forma de un hombre, pero no era humana porque resplandecía como la luna llena. Su
rostro era la divina reencarnación del rey, tal como yo lo conocí, y, sin embargo alterado al re -
flejar su naturaleza divina.
Todos estaban silenciosos y extasiados. Nadie se movía. Estudié sus rostros en busca de
alguna muestra de incredulidad, pero no encontré ninguna.
Entonces, de repente una voz infantil rompió el silencio; el príncipe exclamó con claridad:
–¡BakHer! ¡Era mi padre! ¡BakHer! ¡Era el faraón! Los demás le hicieron coro.
–¡BakHer! ¡Era el faraón! ¡Viva el faraón!
Esperé que reinara el silencio y entonces dejé que se extendiera hasta que todos se sin -
tieron sobrecogidos.
–El faraón se me acercó. No podía moverme. Pasó a mi lado y entró en la cabina de su
graciosa majestad, la reina Lostris. Pese a no poder moverme ni emitir un solo sonido, vi todo
259
Río sagrado Wilbur Smith
lo que pasó. Mientras la reina dormía, el Divino faraón se puso sobre ella con todo su esplen-
dor y disfrutó de los placeres maritales. Sus cuerpos se unieron.
Aún no veía muestras de incredulidad en ningún rostro. Antes de seguir hablando, esperé
que mis palabras tuvieran el efecto deseado.
–El faraón se separó del cuerpo de la reina dormida, me miró y me habló.
Imito con tanta fidelidad las voces de otros hombres, que todos creen escuchar realmen-
te al imitado. Hablé entonces con la voz del faraón.
–«He dotado a la reina de mi divinidad –dijo el faraón Mamosis–. Ella es una conmigo y
con los dioses. He plantado en ella mi divina semilla. Mi esposa, que no ha conocido a más
hombre que a mí, llevará en su seno a una criatura de mi sangre real. Para todos los hombres,
ésa será la señal de que goza de mi protección y de que todavía cuido de ella.»
Volví a inclinarme ante la pareja que ocupaba el trono.
–El rey regresó a la bodega y se metió una vez más en el cajón de oro en el que ahora
descansa. Esta fue mi visión.
–¡Viva el faraón! –gritó el señor Tanus, siguiendo mis indicaciones. Y los demás corearon
sus palabras.
–¡Viva la reina Lostris! ¡Viva! ¡Viva la divina criatura que lleva en su seno! ¡Vida eterna a
todos sus hijos!
Esa noche, cuando me preparaba para retirarme, mi ama me llamó y me dijo en un susu-
rro:
–Tu visión fue tan vívida y la narraste tan bien, que no podré dormir por temor a que el
faraón vuelva a visitarme. Custodia bien la puerta.
–Me atrevo a decir que tal vez haya alguien lo suficientemente inoportuno y osado para
interrumpir tu real sueño, pero dudo que sea el faraón Mamosis. Si algún tunante se acerca a
tu cabina con intenciones de aprovecharse de tu naturaleza dulce y cariñosa, ¿qué debo hacer?
–Dormir profundamente, querido Taita, y taparte los oídos. –A la luz de las lámparas sus
mejillas resplandecieron al ruborizarse.
Una vez más, mis premoniciones resultaron ciertas. Esa noche un misterioso visitante se
acercó a la cabina; no era precisamente el fantasma del faraón. Obedecí las órdenes de la rei-
na. Me tapé los oídos.
El Nilo volvió a crecer, recordándonos el transcurso de otro año. Cosechamos el trigo que
sembramos en las islas y reunimos nuestro ganado. Desarmamos los carros y los cargamos
sobre las cubiertas de las naves. Enrollamos las tiendas y las guardamos en las bodegas de las
embarcaciones. Por fin, cuando todo estuvo listo, extendimos las sogas en la orilla y todos los
hombres y caballos sanos nos pusimos en camino. Tardamos casi un mes de durísimo trabajo
en cruzar las terribles cataratas. Se ahogaron dieciséis hombres y la negra roca redujo cinco
naves a astillas. Pero por fin logramos superarlas e izamos las velas para navegar en la tran -
quila corriente del río, más allá de los rápidos.
A medida que las semanas se convertían en meses, bajo nuestras quillas, el Nilo descri-
bía una curva lenta y majestuosa. Desde que salimos de Elefantina, decidí trazar un mapa del
curso del río. Utilicé el sol y las estrellas para que me indicaran la dirección, pero me resultó
muy difícil medir la distancia recorrida. Al principio le ordenaba a un esclavo que caminara por
la orilla, contando cada paso que daba, pero el método era tan poco preciso que anulaba todos
mis cálculos.
La solución se me ocurrió una mañana, mientras hacíamos maniobras con los carros. Ob-
servé los giros de la rueda derecha y comprendí que cada vuelta de la llanta marcaba la medi -
da exacta del terreno recorrido. A partir de entonces un carro avanzó por la orilla del río. Una
de las ruedas llevaba un banderín en la llanta y un hombre de confianza, sentado en el carro,
hacía una marca en un papiro cada vez que el banderín daba una vuelta completa.
Todas las noches calculaba la dirección y distancias recorridas y las marcaba en mi mapa.
Poco a poco me fueron resultando claros el recorrido y el trazado del río. Comprobé que des-
pués de hacer un amplio meandro hacia el oeste, retomaba la dirección del sur, tal como pre -
dijeron los sacerdotes de Hapi.
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Río sagrado Wilbur Smith
Los navegantes nos habíamos convertido en una comunidad cerrada, prácticamente una
ciudad itinerante, sin muros ni estructura permanente. La vida florecía y se apagaba. Nuestro
número aumentaba, pues la mayoría de los que embarcamos en Elefantina estábamos en lo
mejor de la vida y las mujeres eran fértiles. Jóvenes parejas se casaban en las riberas del río,
rompiendo entre ambos el jarro de agua del Nilo. Nacían niños, a los que veíamos crecer.
Algunos de nuestros ancianos morían y había accidentes y peligros que costaban la vida
a algunos de los más jóvenes. Los embalsamábamos, cavábamos tumbas en las laderas de las
colinas agrestes, los dejábamos en su sueño y continuábamos el viaje.
Observábamos las festividades y orábamos a nuestros dioses. Comíamos opíparamente y
ayunábamos cuando correspondía, además de bailar, cantar y estudiar los fenómenos natura-
les. Yo daba clases a los niños mayores en la cubierta de la nave, entre los que destacaba
Memnón como el mejor de mis alumnos.
Antes de que finalizara el año y mientras el curso del río seguía rumbo hacia el sur, llega-
mos a la tercera catarata que interrumpía el curso del Nilo. Desembarcamos una vez más, des-
malezamos la tierra y la sembramos mientras esperábamos a que el Nilo volviera a crecer y
nos ayudara a pasar.
Fue allí, en la tercera gran catarata, cuando llegó otra alegría a mi vida. en una tienda de
lona, montada a la orilla del río, asistí al parto de mi señora y ayudé a traer a este mundo a la
princesa Tehuti, la hija reconocida del difunto faraón Mamosis.
A mis ojos, Tehuti era hermosa como sólo puede serlo un milagro. Siempre que podía,
me sentaba junto a su cuna para observar admirado sus pequeños pies y manos. Cuando tenía
hambre y quería el pecho de su madre, a veces le metía mi dedo meñique en la boca por el
mero placer de sentir sus encías al mordisquearlo.
Por fin el río creció y nos permitió atravesar la tercera catarata. Continuamos navegando
y, de forma casi imperceptible, el río giró hacia el este, describiendo un amplio meandro bajo
nuestras quillas.
Antes de que terminara el año, fue necesario que recurriera a otro de mis famosos sue-
ños, pues mi señora padecía una vez más un embarazo virginal que sólo podía ser explicado
por medios sobrenaturales. El fantasma del difunto faraón había vuelto a merodear.
Mi señora tenía el vientre enorme cuando llegamos a la cuarta catarata. Ese salto de
aguas turbulentas y de rocas que parecían dientes de cocodrilo era aún más formidable que los
anteriores, y entre nuestra gente cundió la desesperación. Cuando creían que nadie les oía, se
quejaban unos a otros.
–Estas infernales barreras nos persiguen. Los dioses las han colocado en el río para im-
pedir que sigamos adelante.
Yo podía leer en sus labios cuando se reunían a conversar a la orilla del río. Nadie sospe -
chaba que comprendía lo que decían, aunque no oyera las palabras que pronunciaban.
–Quedaremos atrapados detrás de esos rápidos y jamás podremos regresar río abajo.
Deberíamos volver ahora, antes de que sea demasiado tarde.
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Río sagrado Wilbur Smith
Hasta en los consejos de Estado leía esas palabras en labios de algunos nobles que, sen-
tados en la parte de atrás, se decían unos a otros en voz baja:
–Si seguimos adelante, moriremos todos en este desierto y nuestras almas vagarán por
él eternamente y sin descanso.
Entre la nobleza joven había elementos particularmente arrogantes y tozudos. Sembra-
ban el descontento y tramaban la insurrección. Supe que debíamos actuar con rapidez y deci-
sión, cuando vi que el señor Aqer decía a uno de sus hombres de confianza:
–Estamos en manos de esa mujer, de esa pequeña puta del difunto rey, cuando lo que
realmente necesitamos es que nos dirija un hombre fuerte. Debe haber alguna manera de li -
brarnos de ella.
En primer lugar, con la ayuda de mi viejo amigo Atón, confeccioné una lista de los des-
contentos y posibles traidores. No me sorprendió que a la cabeza de esa lista figurara el mis -
mo señor Aqer, hijo mayor del señor Merkeset, en cuyos labios había leído esos sentimientos
desleales. Aqer era un joven malhumorado, con ideas desmesuradas acerca de su propia valía
e importancia. Sospeché que había tenido la presunción de imaginarse sentado en el trono de
los dos reinos, ciñendo su cabeza con la doble corona.
Cuando les expliqué a Tanus y a mi ama lo que consideraba que debía hacerse, convoca-
ron un solemne consejo de Estado que se realizó a la orilla del río.
La reina Lostris abrió el cónclave.
–Sé bien que todos suspiráis por vuestras propias tierras y estáis cansados de este largo
viaje. Comparto todos vuestros sueños sobre Tebas.
Vi cómo Aqer intercambiaba miradas significativas con sus seguidores, aumentando mis
sospechas.
–Sin embargo, ciudadanos de Egipto, nada es tan malo como parece. Tal como Hapi pro-
metió, ha velado por nuestra expedición. Nos encontramos mucho más cerca de Tebas de lo
que imagináis. Para regresar a nuestra amada ciudad, no será necesario recorrer el mismo y
penoso camino. No tendremos que volver a afrontar los peligros y penurias por las que nos
han hecho pasar esas espantosas cataratas que bloquean el curso del río.
Todos los presentes se movieron, inquietos, susurrando palabras de escepticismo. Aqer
rió y, aunque no lo hizo lo suficientemente fuerte como para romper los límites que imponía el
respeto, mi ama le oyó.
–¡Veo, mi señor Aqer, que dudas de mi palabra!
–¡De ninguna manera, majestad! ¡Maldeciría un comportamiento tan desleal! –Aqer re-
trocedía con premura. Todavía no se sentía suficientemente fuerte ni estaba seguro de contar
con el apoyo necesario para una confrontación. Yo le había descubierto antes de que estuviera
preparado.
–Mi esclavo, Taita, ha trazado un mapa del curso del río que hemos cubierto durante es-
tos años –prosiguió la reina–. Todos habéis visto el carro con el banderín en la rueda que va
midiendo el terreno recorrido. Taita también ha estudiado los cuerpos celestes para conocer la
dirección de nuestro viaje. Le ordeno que se ponga de pie ante el concilio y que nos revele lo
que indican sus cálculos.
El príncipe Memnón me había ayudado a hacer copias del plano en veinte rollos de papi-
ro. A los nueve años ya era un excelente escriba. Le entregué una copia a todos los nobles an -
cianos, para que pudieran seguir mi conferencia con más facilidad. Atraje su atención sobre el
curso casi circular que habíamos seguido desde que salimos de Elefantina.
La sorpresa de todos fue evidente. Sólo los sacerdotes habían tenido conocimiento previo
de lo ocurrido, al ser ellos también estudiosos de las estrellas y tener cierta experiencia en el
campo de la navegación. Pero hasta ellos quedaron sorprendidos ante la extensión de la curva
del río, lo cual no me sorprendió a mí, pues las copias del mapa que les enseñé no eran del
todo exactas. Me había tomado ciertas libertades en consideración a Aqer y sus seguidores,
haciendo que la distancia a través del meandro pareciera más corta de lo que, según mis cál-
culos, realmente era.
–Mis señores, como podéis ver por este mapa, desde que pasamos la segunda catarata
hemos viajado casi mil quinientos kilómetros, pero en este momento sólo nos encontramos a
unos centenares de kilómetros de nuestro punto de partida.
262
Río sagrado Wilbur Smith
Kratas se puso de pie para formular una pregunta que yo había puesto en sus labios an-
tes del comienzo de la reunión.
–¿Eso significa que sería posible coger el atajo a través del desierto y llegar a la segunda
catarata en el tiempo que se tarda en llegar de Tebas al Mar Rojo y regresar? Yo he hecho va -
rias veces ese viaje.
Me volví hacia él.
–Yo te acompañé en uno de ellos. Tardamos diez días en ir y diez en volver; entonces no
teníamos caballos. Atravesar por esta angosta franja del desierto no tendría que ser más difí-
cil. Significa que desde aquí podríamos estar de regreso en pocos meses en la ciudad de Ele-
fantina, siendo únicamente necesario pasar por la primera catarata, en Siena.
Hubo un murmullo de sorprendidos comentarios. Los mapas pasaban de mano en mano y
eran ávidamente estudiados. En un abrir y cerrar de ojos, el estado de ánimo de la asamblea
cambió radicalmente. En todos se advertía una patética ansiedad por aceptar mi teoría. La
inesperada proximidad del hogar y de la tierra que todos conocían les levantaba el ánimo.
Sólo Aqer y sus amigos estaban fuera de sí. Acababan de perder la pieza con la que pen-
saban ganar la partida. Tal como yo esperaba, el señor Aqer se puso de pie, furioso, para plan-
tear la siguiente pregunta:
–¿Hasta qué punto son fidedignos los garabatos de este esclavo? –preguntó con tono
ofensivo y altanero–. Es sencillo hacer unos cuantos trazos en un papiro, pero cuando esos tra-
zos se convierten en kilómetros de rocas y de arena, el asunto cambia por completo. ¿Cómo
puede demostrar este esclavo que sus locas teorías son reales?
–Mi señor Aqer, éste es precisamente el quid de la cuestión –dijo mi ama, plácidamen-
te–. Con tus palabras acabas de demostrar que eres capaz de comprender el problema al que
nos enfrentamos. Tengo intenciones de enviar una expedición compuesta por los mejores
hombres, para que crucen ese trecho del desierto y abran la ruta hacia el norte, la ruta de re-
greso a nuestra hermosa Tebas.
Noté que la expresión de Aqer cambiaba repentinamente, al comprender la trampa en
que acababa de caer. Se sentó apresuradamente y simuló un gran desinterés. Pero mi ama no
permitió que escapara con tanta facilidad.
–Estaba indecisa con respecto a la persona más indicada para comandar esa expedición,
pero ahora, viendo su comprensión y percepción del problema, comprendo que el señor Aqer
es el más indicado para esa tarea. ¿No es así, mi señor? –preguntó con dulzura. Y antes de
que Aqer pudiera negarse, continuó diciendo–: Te estamos muy agradecidos, señor Aqer. Pue-
des elegir todos los hombres y el equipo que sean necesarios. Te ordeno que partas antes de
la próxima Luna llena. Con luna te resultará más fácil viajar por el desierto durante la noche.
Así evitarás el calor de las horas del día. Te haré acompañar por hombres que sepan guiarse
por las estrellas. Se supone que podrás llegar a la segunda catarata y estar aquí de regreso
antes de fin de mes. Si lo logras, te condecoraré con el Oro de las Alabanzas.
El señor Aqer se quedó mirándola boquiabierto. Aún continuaba sentado en su banco, pe-
trificado por la sorpresa, cuando todos sus compañeros ya se habían marchado. Yo pensaba
que buscaría una excusa para evitar la tarea que le habíamos impuesto, pero me sorprendió
cuando vino a pedirme consejo y ayuda para organizar la partida de exploración. Por lo visto,
le había juzgado mal; ahora que se le encomendaba una misión de trascendencia, tal vez fuera
posible que dejara de crear problemas y se convirtiera en un miembro útil del equipo.
Elegí algunos de nuestros mejores hombres y caballos, y reservé para él cinco de los ca-
rros más resistentes, capaces de transportar odres de agua que, bien administrados, podrían
durarle treinta días. Cuando llegó la Luna llena, Aqer estaba tan alegre y tan lleno de optimis-
mo que me sentí culpable por haber restado importancia a la distancia y a los peligros del via-
je.
Cuando la expedición partió, les acompañé durante un trecho para indicarles el camino.
Luego los observé mientras se alejaban a la luz plateada de la Luna, en dirección al grupo de
estrellas que denominamos el Laúd y que marca el horizonte del norte.
En el transcurso de las semanas siguientes, mientras esperábamos bajo la cuarta catara-
ta, pensé en Aqer todos los días, con la esperanza de que el mapa que le había dado se ajusta-
ra a la realidad más de lo que yo confiaba. Por lo menos, con su viaje había desaparecido la
amenaza inmediata de una rebelión.
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Río sagrado Wilbur Smith
Mientras esperábamos, sembramos las tierras ya desmalezadas de las islas y de las ori-
llas del río. Al ser allí las tierras más altas, era más difícil su riego, por lo que la cantidad y ca -
lidad de la cosecha sería considerablemente menor.
El sistema de riego que empleábamos se basaba en los tradicionales cigoñales de largos
brazos, equilibrados como una balanza. Un esclavo maniobraba desde un extremo del palo, in -
troduciendo en el agua la vasija de barro que pendía del otro extremo, que después levantaba
para verter en la acequia el agua recogida. Era una tarea lenta y agotadora. Con orillas altas,
como las de allí, era también un sistema de riego sumamente antieconómico.
Todas las tardes, Memnón y yo recorríamos en carro la orilla del río; la cosecha iba a ser
muy escasa ese año, lo cual era preocupante. Teníamos miles de bocas que alimentar y el tri-
go seguía siendo la base de nuestra dieta. Presagié una época de hambruna, a menos que en-
contrara la manera de mejorar aquel sistema.
No sé qué me hizo pensar en la rueda para ese propósito, salvo que en ese momento de
mi vida la ciencia de la rueda se había convertido para mí en una obsesión y una pasión. Aún
no había resuelto el problema de las ruedas de nuestros carros, que se deshacían cuando co -
rríamos a gran velocidad. Mis sueños estaban llenos de ruedas que giraban y se deshacían,
ruedas con cuchillos de bronce en las llantas o con banderines para medir las distancias reco-
rridas. Ruedas grandes y pequeñas, imágenes que me acosaban y perturbaban mis sueños.
Había oído decir a uno de los sacerdotes de Hapi que existía una variedad de madera que
se endurecía y adquiría más resistencia después de haber estado cierto tiempo dentro del
agua, de manera que decidí experimentar con esa idea. Mientras bajábamos al río una de las
ruedas de carro, la corriente empezó a hacerla girar sobre su eje. Lo observé distraído, pero
llegué a darme cuenta de que la rueda dejaba de girar a medida que se hundía en el agua. No
pensé más en el asunto.
Algunos días después, se hundió una pequeña embarcación que cruzaba de una isla a
otra y los dos hombres que la tripulaban fueron arrastrados a los rápidos, donde se ahogaron.
Memnón y yo fuimos testigos de la tragedia desde la orilla. Nos dejó muy mal cuerpo a los
dos. Aproveché la ocasión para volver a advertirle de que el río era poderoso y que encerraba
grandes peligros.
–Tiene tanta fuerza, que hasta hace girar la rueda de un carro.
–No te creo, Tata. Lo dices para darme miedo, porque sabes que me encanta nadar en el
río.
De manera que dispuse lo necesario para que comprobara la veracidad de mis palabras.
Nos quedamos impresionados al ver cómo giraba la rueda cuando la introdujimos en el agua.
–Y giraría todavía más rápido, Tata, si tuviera remos sujetos a la llanta –sugirió Memnón.
Me quedé mirándole, asombrado. En ese momento tenía poco más de diez años, sin embargo
lo veía todo con ojos frescos e inquisitivos. En la siguiente Luna llena, ya habíamos construido
una rueda que, impulsada por el río, levantaba agua en una serie de pequeños jarros de arcilla
cocida y los volcaba en un canal, en lo alto de la orilla del Nilo. Pese a lo avanzado de su em-
barazo, mi señora bajó a tierra para observar ese invento maravilloso que le fascinó.
–Eres muy hábil con todo lo que se refiere al agua, Taita –me dijo–. ¿Recuerdas el banco
de agua que me construiste en Elefantina?
–Te podría construir otro ahora, si sólo permitieras que viviéramos en casas decentes,
como personas civilizadas.
Tanus se encontraba igualmente impresionado por la rueda de agua, aunque se negaba a
manifestarlo. Pero me sonrió.
–¡Muy inteligente! Pero, ¿cuándo se hará pedazos como tus famosas ruedas de carros? –
preguntó. Kratas y otros militares igualmente necios celebraron sus palabras, como si se trata-
ra de un chiste magnífico. A partir de entonces, cada vez que se rompía una rueda de carro,
decían que había «hecho Tata», por el sobrenombre que me había puesto el príncipe.
A pesar de las bromas, los trigales pronto crecieron muy verdes en las altas orillas del
Nilo. Ésa no fue la única cosecha que tuvimos en la cuarta catarata. La reina Lostris dio a luz
otra princesa real. La pequeña era aún más exquisita, si cabe, que su hermana.
Lo extraño fue que la princesa Bekatha llegara al mundo con la cabeza cubierta de rizos
dorados. Su divino y fantasmal padre, el faraón Mamosis, había sido moreno y el pelo de su
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madre era oscuro como las alas del águila negra. Nadie podía explicarse aquel sorprendente
color de pelo, pero todos coincidieron en que era particularmente bonito.
La princesa Bekatha tenía dos meses cuando el Nilo comenzaba a subir, de modo que
reanudamos los preparativos para atravesar la cuarta catarata. Ya éramos expertos en lo que
se había convertido en una tarea anual, por lo que conocíamos todos los artificios y tretas ne -
cesarios para vencer la rapacidad del río.
Todavía no habíamos iniciado la travesía cuando el campamento se vio sacudido por una
tremenda excitación. Oí los gritos y los vítores desde la otra orilla, donde el príncipe Memnón y
yo inspeccionábamos los caballos y nos asegurábamos de que todo estuviera listo.
Nos apresuramos a volver a los botes, cruzamos a la orilla oeste y encontramos el cam-
pamento en plena algarabía. Nos abrimos paso entre la multitud que agitaba hojas de palma y
entonaba canciones de bienvenida. En el centro de tanto alboroto encontramos una pequeña
caravana de carros abollados y caballos esqueléticos junto a un grupo de veteranos enjutos y
endurecidos, curtidos por el sol y templados por el desierto.
–¡Que Seth os maldiga a ti y a tu maldito mapa, Taita! –me gritó Aqer desde el primer
carro–. No sé cuál de los dos miente más. La distancia es casi el doble de lo que tú decías.
–¿Así que realmente llegasteis al extremo norte del meandro del río? –le contesté, sal-
tando de excitación y luchando por abrirme paso entre el gentío.
–¡Por supuesto! Fuimos hasta allí y volvimos –rió, encantado con el éxito de su empre-
sa–. Acampamos en la segunda catarata y comimos pescado fresco del Nilo. El camino de re-
greso a Tebas está abierto.
Mi ama ordenó que se celebrara una fiesta de bienvenida a los viajeros. Aqer era el hom -
bre del momento. En el punto culminante de la fiesta, la reina le condecoró con el Oro de las
Alabanzas y lo ascendió al rango de Mejor de Diez Mil. Se me revolvió el estómago de verle tan
pagado de sí mismo. Por si fuera poco, la reina le dio también el mando de la Cuarta División
de Carros y dictó un decreto por el que, a nuestro regreso a Tebas, se le concederían cien fed-
dans de las mejores tierras junto al río.
Me pareció que todo eso era excesivo, sobre todo el regalo de tantas tierras que sin duda
debían de ser parte de las propiedades de mi ama. Después de todo, Aqer estuvo al borde del
amotinamiento y, aunque su logro era laudable, a fin de cuentas era yo quien había propuesto
y planeado la expedición. En esas circunstancias, me pareció que no habría estado de más que
concediera otra cadena de oro al sufrido esclavo Taita.
Sin embargo, no pude menos que aplaudir la sagacidad de mi señora. Había convertido al
señor Aqer, potencialmente uno de sus más peligrosos adversarios, en un defensor ardiente y
leal, que en los años venideros tendría oportunidad de demostrarle reiteradamente su valía. La
reina sabía manejar a los hombres, creciéndose, año tras año, en el arte de gobernar.
Una vez domado el señor Aqer y asegurado nuestro camino de regreso a través del de-
sierto, teníamos las espaldas cubiertas y estábamos en condiciones de cruzar la cuarta catara-
ta con buen humor y espíritu valiente.
Apenas llevábamos un mes viajando, cuando comprobamos que nuestra suerte había
cambiado y que la diosa cumplía su promesa. Cada día se hacía más evidente que ya había-
mos pasado lo peor. El desierto por fin quedaba atrás, extendiéndose hacia el sur el cauce del
río, ancho y tranquilo, transportándonos a tierras desconocidas para todos nosotros.
Fue allí donde, por primera vez, muchos de los nuestros presenciaron el milagro de la llu-
via, que azotó nuestras caras estupefactas, mientras el trueno retumbaba en el cielo y los re-
lámpagos nos cegaban con su blanco fuego.
Estas lluvias copiosas y regulares creaban un paisaje nuevo y excitante que nos llenaba
de admiración. A ambas orillas del Nilo se extendía una amplia sabana, rica en pasto para
nuestros caballos, que no marcaba límites a nuestros carros. Podíamos viajar a donde deseára-
mos, sin dunas o colinas rocosas que impidieran el avance.
No era éste el único don que nos concedía la diosa. Había árboles. Hacía siglos que en
nuestro país los árboles habían sido derribados por las hachas y la codicia de los hombres.
Para nosotros, los egipcios, la madera era un lujo poco común y muy apreciado. Cada trozo de
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madera que usábamos debía ser transportado en naves o a lomos de bestias de carga desde
lejanas regiones extranjeras.
Ahora veíamos árboles enormes por todas partes. No crecían en densos bosques, como
los que habíamos visto en las islas de las cataratas, sino en pequeños grupos, separados entre
sí por amplios pastizales. Aquellas llanuras reunían madera suficiente como para reconstruir
todas las flotas del mundo. Más aún, había madera suficiente para reconstruir las ciudades de
todo el mundo civilizado y para techar y amueblar todas sus habitaciones. Aun así, quedaría
bastante para servir de combustible durante muchos siglos. Nosotros, que durante toda la vida
habíamos cocinado nuestra comida sobre ladrillos hechos con las heces de nuestros animales,
miramos admirados a nuestro alrededor.
Ese no era el único tesoro a nuestro alcance en esa legendaria tierra de Cuch, a la que
por fin acabábamos de llegar.
Los vi por primera vez a lo lejos, creyendo que eran monumentos de piedra. Estaban pa-
rados en las ambarinas llanuras, a la sombra de enormes acacias. Luego, ante nuestras per -
plejas miradas, las rocas comenzaron a moverse.
–¡Elefantes! –Jamás había visto ninguno, pero no podían ser otra cosa. A mi alrededor
empezaron a gritar:
–¡Elefantes! ¡Marfil! –Eran riquezas con las que el faraón Mamosis, pese a su tesoro fune-
rario, jamás se habría atrevido a soñar. Dondequiera que miráramos, había manadas de ele-
fantes.
–¡Los hay a millares! –exclamó Tanus, brillando en sus ojos la pasión del cazador–. ¡Mí-
ralos, Taita! ¡Son numerosísimos!
Las planicies no sólo estaban llenas de elefantes, sino de toda clase de criaturas vivien-
tes. Había antílopes y gacelas; algunos resultaban familiares para nosotros, de otros ni siquie-
ra habíamos oído hablar. Llegaríamos a conocerlos bien en el futuro, dando nombres a las
abundantes y diversas especies.
Los órices se mezclaban con manadas de kobes cuyas astas se curvaban como el arco
que le había fabricado a Tanus. Había jirafas moteadas cuyos largos cuellos llegaban a las ra-
mas superiores de las acacias. Los cuernos de los rinocerontes eran de la altura de un hombre
y tan afilados como lanzas. Los búfalos se revolcaban en el barro a la orilla del río. Eran enor -
mes bovinos, negros como la barba de Seth e igual de feos. Pronto conoceríamos la malicia
que se ocultaba tras la mirada melancólica con que nos observaban y la amenaza que encerra -
ban aquellos cuernos negros.
–¡Descargad los carros! –rugió Tanus con impaciencia–. ¡Atad los caballos! ¡Comenzamos
la cacería!
Si yo hubiera sospechado el peligro hacia el que nos encaminábamos, jamás habría per -
mitido que el príncipe Memnón subiera al carro detrás de mí cuando fuimos a la caza de ele -
fantes. A nuestros ojos ignorantes, parecían bestias sumamente dóciles, lentas, torpes y ton-
tas. Con seguridad serían fáciles de cazar.
Tanus ardía de impaciencia por salir tras la nueva presa, de modo que no esperó a que
se formaran las cuatro divisiones de carros. En cuanto estuvo lista la primera división de cin -
cuenta vehículos, dio la orden de partir. Desafiamos a los que iban en los otros carros e hici-
mos apuestas mientras la larga columna de vehículos corría por la orilla del río.
–Déjame conducir, Tata –pidió el príncipe–. Soy tan buen auriga como tú. –Pese a ser un
auriga excelente, de mano suave y con buen instinto para el manejo de las riendas, cuyo arte
practicaba casi a diario, la presunción del príncipe era completamente infundada. No era tan
bueno como yo; en el ejército nadie lo era, menos aún un mequetrefe de once años.
–Obsérvame y aprende –contesté con severidad; cuando Memnón recurrió a Tanus, éste
por una vez me apoyó.
–Taita tiene razón. Esto es algo que ninguno de nosotros ha hecho hasta ahora. Mantén
los ojos abiertos y la boca cerrada, muchacho.
Frente a nosotros una pequeña manada de las extrañas bestias grises se deleitaba co-
miendo los frutos caídos de las ramas más altas. Mientras nos acercábamos al trote, los estu-
dié lleno de curiosidad. Tenían orejas enormes que extendieron como pantallas cuando se vol-
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vieron a mirarnos. Alzaron la trompa, supuse que para olernos. Me pregunté si alguna vez ha-
brían olido a un hombre o un caballo.
Había pequeños elefantes que las madres reunían en el centro de la manada para cuidar-
los mejor. Me emocionó esa muestra de amor maternal; por primera vez sospeché que esos
animales no eran tan lentos ni tontos como parecían.
–Estas son hembras –le dije a Tanus–. Llevan a las crías y sus colmillos son pequeños y
de poco valor.
–Tienes razón –contestó Tanus, señalando hacia otro lado–. Mira allí. Esos deben de ser
machos. Mira lo altos y gruesos que son. Fíjate cómo brillan sus colmillos a la luz del sol.
Hice una seña a los carros que nos seguían y viramos para alejarnos de las hembras y
sus crías. Continuamos la marcha, siempre manteniendo la formación, hacia el bosquecillo de
acacias donde se encontraban los dos machos grandes. A medida que avanzábamos, nos veía-
mos obligados a rodear ramas caídas de los árboles y evitar gigantescos troncos de acacias
arrancados de raíz de la tierra. Aún no teníamos idea de la increíble fuerza de esas criaturas,
de ahí mi siguiente comentario:
–Ha debido de caer una enorme tormenta para causar tanto destrozo. –Esos animales
parecían tan mansos e indefensos, que ni por un instante se me ocurrió que los responsables
fuesen los elefantes.
Los dos machos viejos que habíamos elegido presintieron que nos acercábamos y se vol-
vieron para plantarnos cara. Entonces me di realmente cuenta de su verdadero tamaño. Cuan-
do extendían las orejas parecía como si el cielo se encapotara con una gran nube gris de tor-
menta.
–¡Mira qué colmillos! –gritó Tanus. Seguía imperturbable, pues sólo le preocupaba el tro-
feo de caza, pero los caballos estaban nerviosos y asustadizos. Habían olido a los animales y
levantaban las cabezas, inquietos. Resultaba difícil controlarlos y conseguir que avanzaran en
línea recta.
–El de la derecha es el más grande –chilló Memnón–. Deberíamos cazarlo primero. –El
cachorro salía al padre.
–Ya escuchaste la orden real –rió Tanus–. Cazaremos el de la derecha. Que Kratas se en-
cargue del otro; es bastante bueno para él.
Así que alcé el puño cerrado para dar la orden de que la columna se dividiera en dos fi -
las. Kratas viró a la izquierda, seguido por veinticinco carros, mientras nosotros avanzamos en
línea recta hacia la inmensa bestia gris que nos hacía frente. Los amarillos colmillos de marfil,
gruesos como las columnas del templo de Horus, sobresalían de su enorme cabeza.
–¡A todo galope! –gritó Tanus–. ¡Alcánzalo antes de que huya!
–¡Arre! –les grité a Paciencia y a Cuchillo, que emprendieron el galope. Tanus y yo supo-
níamos que el animal echaría a correr en cuanto viera que le amenazábamos. En anteriores
partidas de caza ninguna presa esperó jamás a pie firme nuestra primera carga. Hasta el león
huye del cazador, a menos que esté herido o acorralado. ¿Cómo iban a reaccionar de manera
distinta esos animales?
–Su cabeza es tan grande que me sirve de blanco excelente –dijo Tanus, alborozado,
mientras colocaba una flecha en el arco–. Lo mataré de un solo flechazo, antes de que pueda
huir. Pasa cerca de esa larga y ridícula nariz.
Detrás de nosotros, nuestra columna avanzaba de a uno en fondo. Nuestro plan consistía
en abrirnos a cada lado del macho y dispararle flechas a medida que pasábamos. Luego gira-
ríamos y volveríamos sobre nuestros pasos, según la clásica táctica de los carros.
Ya estábamos encima del macho, que no retrocedía un solo paso. Tal vez estos animales
fueran tan poco inteligentes como parecían. Sería una presa fácil y percibí la desilusión de Ta-
nus ante un deporte tan pobre.
–¡Vamos, viejo estúpido! –gritó con desprecio–. ¡No te quedes ahí parado! ¡Defiéndete!
Fue como si el macho hubiera escuchado y comprendido el desafío. Alzó la trompa y lan-
zó un grito que nos dejó a todos atónitos, y sordos también. Los caballos salieron en estampi-
da, empotrándome con tal fuerza contra la parte frontal del carro que casi pierdo las costillas.
Perdí el control de los caballos y nos alejamos.
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–¡Mi señor Tanus! –exclamó el príncipe, irguiéndose cuan alto era. Casi le llegaba a los
hombros a su padre–. Protesto...
–Ahórrate tus aires de realeza conmigo, jovencito. Vuelve y protéstale a tu madre, si
quieres. –Alzó al príncipe con una mano y lo subió al otro carro.
–Señor Tanus, tengo derecho a... –Hacía un último y desesperado intento de continuar
en la cacería.
–Y yo tengo derecho a darte una buena azotaína con la vaina de mi espada si sigues aquí
–contestó Tanus, dándole la espalda. A partir de entonces, ambos dejamos de preocuparnos
por el muchacho. –Recolectar marfil no es tan fácil como juntar hongos –comenté–. Tendre-
mos que pensar en un plan mejor.
–No es posible matar a esas criaturas disparándoles a la cabeza –gruñó Tanus–. Volvere-
mos a cargar y veremos qué sucede si se les dispara flechas a través de las costillas. Aunque
no tengan cerebro en la cabeza, sin duda deben tener pulmones y corazón.
Tomé las riendas, pero me di cuenta de que Paciencia y Cuchillo estaban nerviosos ante
la perspectiva de volver al campo. Ninguno de nosotros había disfrutado del primer encuentro
con los elefantes.
–Me dirigiré directamente a él –le indiqué a Tanus–, y luego giraré de repente para que
te resulte más fácil hacer blanco en sus costillas.
Puse los caballos al trote y poco a poco fui aumentando la velocidad a medida que nos
adentrábamos en el bosque de acacias. Delante de nosotros, el macho recorría furioso el te-
rreno sembrado de restos de carros, cadáveres de hombres y de caballos. Nos vio venir y lan-
zó otro de esos terribles gritos que hielan la sangre. Los caballos alzaron las orejas y se volvie -
ron a espantar. Los contuve a duras penas y seguimos adelante.
El elefante cargó contra nosotros; fue como una avalancha de piedras en la ladera de una
montaña. En su furia y su dolor, el espectáculo era terrible, pero yo contuve con firmeza a mis
caballos, sin lanzarlos todavía a toda velocidad. Cuando ya el encontronazo parecía inevitable,
les pegué un latigazo y les grité, lanzándolos a galope tendido. En ese mismo instante, giré
bruscamente hacia la izquierda, directo al flanco del animal. A una distancia de menos de vein -
te pasos, Tanus le disparó tres flechas al pecho en rápida sucesión. Las tres se le clavaron en-
tre las costillas y se hundieron profundamente en su piel.
El macho volvió a barritar, pero esta vez de dolor. Aunque trató de atacarnos con la
trompa, logramos ponernos fuera de su alcance. Al mirar hacia atrás, lo vi parado, pero al ba -
rritar de nuevo, de su trompa surgió un chorro de sangre.
–¡Los pulmones! –grité–. ¡Buen trabajo, Tanus! Le has atravesado los pulmones.
–Ahora ya sabemos lo que hay que hacer –dijo Tanus, eufórico–. Volvamos. Le clavaré
otra en el corazón.
Al girar, noté que los caballos seguían fuertes y dispuestos. ¡Arre, preciosos!
Pese a estar mortalmente herido, el viejo elefante todavía estaba muy lejos de la muerte.
Más tarde aprendería con qué tenacidad se aferran a la vida estas magníficas bestias. En ese
momento, el macho nos atacó con un coraje digno de admiración. Aun en el fragor de la cace-
ría y pese al miedo que tenía por mi propia seguridad, me avergoncé de la tortura a la que le
estábamos sometiendo.
Quizás por eso permití que los caballos se acercaran demasiado: por respeto hacia él.
Quería que mi coraje estuviera a la altura del suyo. Cuando ya era casi demasiado tarde, tiré
de las riendas para que los caballos giraran, alejándose de la embestida. Mi intención era pasar
muy cerca, pero fuera del alcance de la temible trompa.
Justo entonces se deshizo una rueda del carro. Al ser arrojado por el aire como un acró-
bata sentí el típico mareo, pero como no era la primera vez que me sucedía, ya había aprendi -
do a caer como un gato. Al tocar el suelo, rodé dos veces sobre mí mismo. La tierra era blanda
y la hierba densa como un colchón. Me levanté sin haber sufrido daño alguno y en pleno uso
de mis facultades. Una sola mirada me indicó que Tanus no había tenido tanta suerte. Yacía in-
móvil, cuan largo era.
Los caballos estaban en pie, pero anclados por el peso muerto del carro volcado. El ele -
fante los atacó. Asestó un buen trompazo a Cuchillo, que era el más cercano, y le rompió la
columna vertebral. Cuchillo cayó de rodillas relinchando de dolor, aún atado a Paciencia. El ele-
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fante clavó el colmillo en el pecho de Cuchillo y lo levantó por los aires, donde pateaba y lu-
chaba indefenso.
Debí salir por pies en ese momento, mientras el elefante estaba distraído, pero Paciencia
seguía ilesa. No podía abandonarla. El elefante estaba vuelto hacia otro lado y sus propias ore-
jas, extendidas como la vela de una nave, me ocultaban de su vista. No me vio correr hacia él.
Desenvainé la espada de Tanus que pendía del carro volcado y corrí hacia Paciencia.
A pesar de que el elefante la arrastraba por los arneses de cuero que la ligaban a Cuchillo
y aunque tenía el pescuezo salpicado por la sangre del otro caballo, no estaba herida; pero es-
taba fuera de sí, relinchando y dando coces, hasta el punto de que casi me destroza el cráneo
al acercarme por detrás. Esquivé las pezuñas por los pelos.
Corté la correa que la ataba al carro; la espada estaba tan afilada que hubiera cortado un
pelo en el aire. El cuero cedió con facilidad. Con tres golpes de espada, Paciencia quedó nueva-
mente en libertad. Me agarré a la crin para montarla, pero estaba tan aterrorizada que saltó
encabritada antes de que consiguiera sujetarme bien. Caí pesadamente al suelo, bajo el carro
volcado.
Me levanté a duras penas y vi que Paciencia se alejaba por el bosquecillo. Corría rápida,
luego no estaba herida. Busqué a Tanus. Seguía tumbado boca abajo a diez pasos del carro. Le
creí muerto, pero en ese momento levantó la cabeza y miró a su alrededor algo perplejo. Si
hacía un movimiento brusco, atraería la atención del elefante. Deseé con toda el alma que per-
maneciera quieto. No me atreví a hacer el menor ruido, pues tenía al enfurecido animal prácti-
camente encima de mí.
Levanté la vista para mirarle. El pobre Cuchillo estaba empalado en su colmillo y las tiras
y riendas se habían enredado en la trompa. El elefante empezó a alejarse, arrastrando tras de
sí el carro destrozado. Intentaba librarse del peso muerto de Cuchillo. El colmillo había abierto
en canal el vientre del caballo; el olor de las entrañas se mezclaba con el de la sangre y con
ese otro olor tan peculiar del elefante. Pero más intenso que todos esos olores era el de mi
propio miedo.
Me aseguré de que el elefante tuviera la cabeza vuelta hacia otro lado antes de levantar-
me y correr agachado hacia donde estaba Tanus.
–¡Arriba! ¡Levántate! –grazné en un susurro ronco, tratando de ayudarle a levantarse,
pero era un hombre pesado y todavía estaba medio inconsciente. Volví desesperadamente la
cabeza para mirar al elefante. Se alejaba, llevando consigo los arneses enrollados y el cadáver
del caballo.
Pasé el brazo de Tanus alrededor de mi cuello y metí el hombro bajo su axila. Apelando a
toda mi fuerza, conseguí ponerlo en pie; él se me colgó, inseguro, haciéndome tambalear bajo
su peso.
–¡Animo! –susurré con tono urgente–. En cualquier momento el elefante se volverá y nos
verá.
Intenté arrastrar a Tanus conmigo, pero después de dar un solo paso, lanzó un quejido y
se apoyó contra mí.
–Mi pierna –murmuró–. No puedo moverla. La rodilla no me sostiene, Me he torcido esta
maldita pierna.
Entonces fui consciente del peligro que corríamos. Mi antigua tendencia a la cobardía vol-
vió a abrumarme y sentí que también a mí me fallaban las piernas.
–¡Sal de aquí, viejo imbécil! –me susurró Tanus al oído–. Déjame. ¡Sálvate!
El elefante levantó la cabeza y la sacudió como sacude las orejas el perro al llegar a nado
a la costa. Esas grandes orejas le golpearon los flancos y el cuerpo deshecho de Cuchillo se
deslizó del colmillo. El elefante lo echó a un lado como si no fuera más que un conejo muerto.
La fuerza de ese macho era absolutamente increíble. Si era capaz de librarse con tanta facili -
dad del peso de un caballo y un carro, ¿qué no podría hacer con mi enjuto cuerpo?
–¡Corre! ¡Por amor de Horus, corre, imbécil! –Tanus trató de alejarme a empujones. Pero
una extraña obstinación me impidió abandonarle, pese al miedo que tenía, y me lo colgué del
hombro. El elefante oyó la voz de Tanus y se volvió con las grandes orejas completamente
abiertas, como la vela mayor de una galera de guerra. Se nos quedó mirando. Estábamos a
menos de cincuenta pasos de él.
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Yo ignoraba entonces –lo aprendería después– que la vista del elefante es tan pobre que
prácticamente es ciego. Se guía casi enteramente por el oído y el olfato. Tan sólo el movimien -
to atrae su mirada; si nos hubiéramos quedado quietos, no habría percibido nuestra presencia.
–¡Nos ha visto! –Arrastré conmigo a Tanus, obligándole a saltar con la pierna sana. El
elefante notó el movimiento y barritó. Tanus y yo tropezamos y estuvimos a punto de caer.
Entonces el elefante cargó directamente hacia nosotros.
Se nos acercó dando zancadas con las orejas revoloteando al viento. Tenía la frente llena
de flechas y por la cara le corrían hilos de sangre. Cada vez que barritaba, le salía un chorro de
sangre por la trompa. Alto como una roca y negro como la muerte, arremetió contra nosotros.
Llegué a ver cada arruga que enmarcaba sus ojos. Entre las tupidas pestañas brillaba tal furia,
que sentí que el corazón se me petrificaba e impedía que mis piernas se movieran bajo su
peso.
El paso del tiempo adquirió un ritmo más lento, dándome la sensación de estar viviendo
un sueño. Me puse de pie y observé a la muerte que se nos acercaba con lenta y majestuosa
deliberación, pero no podía hacer el menor movimiento por evitarla.
–¡Tata! –Una voz infantil resonó en mi cabeza; se trataba de un engaño provocado por el
miedo, no podía ser otra cosa–. ¡Ya voy, Tata!
Volví la cabeza, incrédulo, desviando mi mirada de la muerte que nos acechaba. Campo a
través, se acercaba un carro a todo galope. Los caballos tenían el cuello estirado y sus cabezas
subían y bajaban como el martillo del herrero sobre el yunque. Tenían las orejas estiradas ha-
cia atrás y los ollares muy abiertos, rosados y húmedos. No distinguí ningún auriga al mando
de las riendas.
–¡Prepárate, Tata! –Entonces vi la cabecita que apenas se asomaba sobre el panel delan-
tero del carro. Dos manos pequeñas sujetaban las riendas firmemente.
–¡Mem! –grité–. ¡No te acerques! ¡Retrocede!
El viento revolvía su cabellera, a cuyos rizos negros el sol arrancaba destellos dorados.
Siguió avanzando sin pausa ni vacilación.
–¡Azotaré a ese pequeño rufián por haberme desobedecido! –gruñó Tanus mientras sal-
taba sobre una pierna. Ambos habíamos olvidado el peligro que corríamos.
–¡Arre! –gritó Memnón, lanzando a los caballos a todo galope. Hizo girar el carro tan
bruscamente que la rueda interior se detuvo en seco y giró sobre su eje. La criatura había cru-
zado frente a nosotros, protegiéndonos por un instante de la carga del elefante. Mientras el ca-
rro giraba, el animal se detuvo un momento. Fue una maniobra magníficamente ejecutada.
Cargué con Tanus al hombro y lo subí al carro de un empujón. Acto seguido, me tiré en -
cima de él. Cuando aterricé, Memnón dio rienda suelta a los caballos y saltamos hacia delante
con tanta fuerza que estuve a punto de salir despedido, pero logré asirme al panel lateral del
carro y recuperé el equilibrio.
–¡Adelante, Mem! –grité–. ¡A toda velocidad!
–¡Arre! –gritó el príncipe. Los aterrorizados caballos corrían perseguidos por los barritos
del enfurecido elefante que nos seguía a corta distancia.
Los tres miramos hacia atrás. La cabeza del elefante colgaba sobre nosotros, impidiéndo-
nos ver nada más. Estiraba la trompa para alcanzarnos; estaba tan cerca que, cada vez que
barritaba, nos rociaba las caras con su chorro sanguinolento; cualquiera que nos hubiera visto
nos habría creído víctimas de una terrible enfermedad infecciosa.
No conseguíamos ganar distancia y, a su vez, el elefante tampoco lograba alcanzarnos.
Recorrimos el claro del bosque arracimados en el carro, que avanzaba respetando todos los
baches. El más pequeño error de nuestro auriga hubiera bastado para que cayéramos en un
pozo o chocáramos contra un tronco caído. Pero el príncipe manejaba las riendas como un ve -
terano, eligiendo con mirada fría y mano firme el camino a través del bosque. Para esquivar el
ataque enloquecido del elefante, más de una vez hizo girar el carro sobre una sola rueda, a
punto de volcarlo. Sin embargo, en ningún momento vaciló.
De repente, todo se acabó. Una de las flechas que el elefante tenía clavada en el pecho
había ido penetrando hasta seccionarle el corazón. La pobre bestia vomitó un brillante río de
sangre y murió repentinamente. Se desmoronó con tal estruendo que hizo temblar la tierra.
271
Río sagrado Wilbur Smith
Quedó tumbado de costado, con un largo colmillo apuntando al cielo, en un último gesto ma-
jestuoso y desafiante.
Memnón detuvo los caballos. Tanus y yo bajamos del carro, tambaleantes, y nos detuvi-
mos a contemplar el inmenso cadáver. Tanus se sujetó al carro para aliviar su pierna herida y
lentamente se volvió hacia el chico, que ignoraba que era su padre.
–¡Por Horus que he conocido hombres valientes, pero ninguno como tú, muchacho! –Co-
gió a Memnón en sus brazos y lo estrechó contra su pecho.
No pude ver mucho más porque mis perennes y tediosas lágrimas me nublaron la vista.
Siempre he reconocido que soy un tonto sentimental, pero no puedo evitarlo. Hacía demasiado
tiempo que esperaba ser testigo de aquel momento.
Conseguí recobrar el control de mis errantes emociones al oír el sonido de vítores distan -
tes. Nadie se había dado cuenta de que la cacería había tenido lugar a la vista de la flota. El
Aliento de Horus estaba amarrado cerca de la orilla del Nilo; a popa pude distinguir la esbelta
silueta de mi ama. A pesar de la distancia, noté su palidez y la tensión de sus facciones.
El Oro del Valor es el premio del guerrero, de mayor distinción que el Oro de las Alaban-
zas. Sólo se concede a los héroes.
Nos reunimos en cubierta. Estaban presentes todas las personas más allegadas a la reina
y los comandantes de las divisiones de su ejército. Contra el mástil, se exhibían los colmillos
del elefante como trofeos de guerra y los oficiales vestían sus uniformes de gala. Los abande-
rados permanecían de pie detrás del trono y las trompetas tocaron fanfarria en el momento en
que el príncipe se arrodilló ante la reina.
–¡Mis amados súbditos! –dijo la reina con voz clara–. Nobles funcionarios del concilio, ge-
nerales y oficiales del ejército: Alabo en vuestra presencia al príncipe heredero Memnón, que
se ha ganado el favor mío y el de todos mis súbditos. –Dedicó una sonrisa al jovencito de once
años al que trataba como a un general victorioso.
»Por su valiente conducta en el campo de batalla, ordeno que el príncipe Memnón sea re-
cibido en el regimiento de los Guardias del Cocodrilo Azul, con el rango de subalterno de se-
gunda clase, y le otorgo el Oro del Valor, para que lo luzca con orgullo.
La cadena había sido especialmente forjada por los orfebres reales para que luciera bien
en el cuello de un muchachito de la edad de Memnón. Con mis propias manos esculpí un ele-
fante de oro para que colgara de la cadena. Era perfecto en todos sus detalles, una verdadera
obra de arte en miniatura, con trocitos de granate por ojos y colmillos de auténtico marfil.
Volví a sentir que se me saltaban las lágrimas cuando los hombres vitorearon a mi
apuesto príncipe, pero logré contenerlas a duras penas. En ese momento, no era yo el único
que se revolcaba en el sentimentalismo como se revuelca en el barro un perro con verrugas.
Hasta Kratas, Remrem y Astes, pese a la actitud fría que les gustaba cultivar con tanta asidui -
dad, sonreían como idiotas y juro que vi más de un par de ojos húmedos entre soldados y ofi-
ciales. Lo mismo que sus padres, el muchacho había sabido ganarse el afecto y la lealtad de
los hombres. Al finalizar el acto, todos los oficiales de los Azules se adelantaron para saludar al
príncipe y abrazarle con aire solemne, como a un compañero de armas.
Esa tarde, a la puesta del sol, cuando recorríamos juntos la orilla del Nilo, de repente
Memnón detuvo los caballos y se volvió hacia mí.
–He sido llamado a mi regimiento. Por fin soy soldado, de manera que ahora debes ha -
cerme un arco, Tata.
–Te haré el arco más espléndido que guerrero alguno haya tensado –prometí.
Me miró un momento con gran seriedad y luego suspiró.
–Gracias, Tata. Creo que éste es el día más feliz de mi vida. –Por su modo de decirlo,
aquellos once años sonaron como una edad muy avanzada.
Al día siguiente, cuando la flota echó anclas para pasar la noche, fui en busca del príncipe
y lo encontré solo en la orilla, oculto a la vista de curiosos. Como no me había visto, pude ob-
servarlo durante un rato.
Estaba completamente desnudo. A pesar de mis advertencias sobre las corrientes y los
cocodrilos, era evidente que había estado nadando en el río, porque tenía el pelo empapado.
272
Río sagrado Wilbur Smith
Sin embargo, me intrigó su comportamiento. Había elegido dos grandes piedras redondas de la
playa y, con una en cada mano, las levantaba y bajaba en un extraño ritual.
–Me estás espiando, Tata –dijo de repente, sin volver la cabeza–. ¿Necesitas algo?
–Quiero saber qué haces con esas piedras. ¿Estás adorando a algún nuevo dios cuchita?
–Estoy fortaleciendo mis brazos para poder tensar el nuevo arco. Quiero que sea fuerte y
pesado. No me dejaré engañar con otro juguete, Tata, ¿me has entendido?
Vimos otra catarata, la quinta, que sería la penúltima que encontraríamos en nuestro via-
je. Sin embargo, ésta no constituyó la misma barrera que las otras para nuestro avance. Debi -
do al cambio del terreno que nos rodeaba, nuestro viaje ya no encontraba obstáculos en el
curso del río.
Mientras esperábamos a que el Nilo volviera a crecer, plantamos nuestras semillas, como
siempre, pero al mismo tiempo pudimos enviar carros en largas exploraciones por la sabana.
Mi ama despachó expediciones hacia el sur, para perseguir manadas de elefantes y obtener
marfil.
Las enormes manadas de magníficas bestias grises que nos recibieron tan confiados a
nuestra llegada a Cuch, ahora se habían dispersado y esfumado. Dondequiera que las encon-
trábamos, las cazábamos despiadadamente; habían aprendido la lección bien y con rapidez. Al
llegar a la quinta catarata, encontramos manadas pastando en los bosques, a ambas orillas.
Había millares de elefantes, de modo que Tanus ordenó de inmediato que se prepararan los
carros. Habíamos afinado nuestras tácticas para cazarlos, evitando las pérdidas enormes que
nos causaron los primeros dos machos. En la quinta catarata, durante el primer día, matamos
ciento siete elefantes y sólo perdimos tres carros.
Al día siguiente, desde los barcos no se divisaba un solo elefante. A pesar de que los ca-
rros salieron en su busca, siguiendo las huellas que habían dejado al huir a través del bosque,
tardaron cinco días en alcanzarlos.
A menudo, después de llevar varias semanas fuera, las expediciones de caza regresaban
al campamento sin haber encontrado un solo elefante ni reunido un solo colmillo. Lo que al
principio creímos que iba a ser un interminable surtidor de marfil resultó ser sólo una ilusión.
Como comentó el príncipe el primer día, la caza de elefantes no era tan simple como parecía.
Pero los carros que viajaban hacia el sur no regresaban con las manos completamente
vacías. Habían encontrado algo que para nosotros era aún más valioso que el marfil. Encontra -
ron hombres.
Hacía varios meses que yo no abandonaba el campamento, pues estaba enfrascado en
mis eternos experimentos con las ruedas de los carros. Fue durante ese tiempo que por fin en-
contré la solución al problema que me había acosado desde el principio, motivo de diversión y
de burla para Tanus y sus inseparables: el fracaso ocasional de algunos de mis diseños.
En definitiva, la respuesta no fue simple, sino que residía en una combinación de facto -
res, empezando por el material con el que se construían los radios de las ruedas. En ese mo -
mento yo contaba con una variedad casi ilimitada de tipos de madera con que trabajar, ade-
más de los cuernos de órix y de rinocerontes que cazábamos en las cercanías del campamento
y que, a diferencia de las manadas de elefantes, no se alejaban aunque los persiguiéramos.
Descubrí que mojando el corazón de la madera de acacia, se volvía tan dura que era ca -
paz de doblar la cabeza del hacha de bronce más afilada. Combiné esa madera con capas de
cornamenta y las uní con alambre de bronce, más o menos de la misma manera que procedí
con los materiales del arco Lanata. El resultado fue que por fin conté con una rueda que podía
viajar por cualquier terreno sin hacerse pedazos. Cuando Hui y yo completarnos los primeros
diez carros con esas nuevas ruedas, desafié a Kratas y a Remrem, que eran los aurigas más
notoriamente destructivos de carros del ejército, a tratar de destruirlas con sus andanzas. La
apuesta fue de diez deben de oro.
Ése era un juego muy del agrado de esos dos niños grandes, que aceptaron el reto con
infantil entusiasmo. A partir de ese momento, durante semanas, sus gritos y el repiqueteo de
cascos de caballos a todo galope resonaron en todos los bosques de las orillas del Nilo. Cuando
se les acabó el tiempo estipulado, Hui se quejó de que habían extenuado veinte equipos de ca-
273
Río sagrado Wilbur Smith
ballos. Sin embargo, en cierta forma le consoló saber que habíamos ganado la apuesta. Nues-
tras ruedas habían resistido las pruebas más difíciles.
–Unos días más –se quejó Kratas mientras entregaba su oro con una falta total de espíri-
tu deportivo– y estoy convencido de que hubiéramos hecho otro «Tata». –Y nos brindó una
pantomima que él consideraba divertida, en la que una rueda se destrozaba y el auriga salía
despedido por los aires.
–Eres un excelente payaso, valiente Kratas, pero yo me he quedado con tu oro. –Lo hice
tintinear bajo sus narices–. Lo único que haces es repetir una vieja broma que ya se ha vuelto
un poco rancia.
En ese momento hizo su llegada la expedición conducida por el señor Aqer, que había
salido en busca de elefantes. En lugar de marfil, traía la noticia de que hacia el sur habían en -
contrado pueblos habitados por seres humanos.
Esperábamos encontrar tribus en cuanto pasáramos la primera catarata. Durante siglos,
la tierra de Cuch nos había proporcionado esclavos que eran capturados por su propia gente,
posiblemente en guerras tribales, y conducidos a los puestos de avanzada de nuestro imperio
junto con otras mercaderías: marfil, plumas de avestruz, cuernos de rinoceronte y polvo de
oro. Las descaradas sirvientas negras de la reina Lostris eran nativas de esa tierra, y habían
llegado a ella por medio de los mercados de esclavos de Elefantina.
Aún me resulta inexplicable que hasta ese momento no hubiéramos encontrado seres hu-
manos. Tal vez habían retrocedido a causa de guerras y de expediciones de caza de esclavos,
de la misma manera que nosotros espantábamos a las manadas de elefantes. También es po-
sible que el hambre y las enfermedades los hubieran borrado del mapa. Pero son sólo conjetu -
ras. Lo cierto es que hasta ese momento apenas si habíamos encontrado rastros de presencia
humana.
Sin embargo, ahora que por fin los encontrábamos, la excitación se convertía en una es-
pecie de epidemia entre nosotros. Los esclavos nos eran aún más necesarios que el oro o el
marfil. Nuestra civilización íntegra y nuestra forma de vida se basaban en la posesión de escla-
vos, un sistema tolerado por los dioses y santificado por siglos de uso. Nos resultó imposible
sacar muchos de nuestros propios esclavos de Egipto y en ese momento, para nuestra supervi-
vencia y crecimiento como nación, resultaba imperativo que capturáramos otros en reemplazo
de los que habíamos dejado atrás por necesidad.
Tanus ordenó que partiera de inmediato una expedición a gran escala. La conduciría per-
sonalmente, pues no sabíamos con qué podíamos encontrarnos río arriba. Aparte de los prisio -
neros de guerra, nosotros, los egipcios, siempre habíamos comprado nuestros esclavos a mer-
caderes extranjeros y, que yo sepa, ésa era la primera vez que nos veríamos obligados a ca -
zarlos personalmente. Era un deporte tan nuevo para nosotros como la caza del elefante, pero
por lo menos esta vez no suponíamos que nuestra presa sería dócil o poco inteligente.
Tanus todavía continuaba negándose a viajar en un carro no conducido por mí. Ni siquie -
ra los fracasados intentos de Kratas y Remrem por destruir las nuevas ruedas lograron con-
vencerle de las virtudes de mis carros. Así pues, encabezábamos la columna, pero el segundo
carro estaba conducido por el subalterno más joven de los Azules, el príncipe heredero, Mem-
nón.
Elegí a los dos mejores aurigas para que le acompañaran. El jovencito pesaba tan poco,
que el carro estaba en condiciones de llevar un hombre más. Por otra parte, el príncipe no te-
nía bastante fuerza para levantar un extremo del carro, cuando era necesario bajar y pasarlo
sobre obstáculos que no podía salvar andando. Memnón necesitaba la ayuda de un segundo
hombre.
Los primeros pueblos que hallamos se encontraban a la orilla del río, a tres días de viaje
de la catarata. Eran grupos de miserables refugios hechos de malezas, demasiado rudimenta-
rios para merecer el nombre de chozas. Tanus envió exploradores con orden de adelantarse en
misión de reconocimiento y luego, al alba, los rodeamos en un solo movimiento, veloz y envol-
vente.
La gente que salió de aquellos toscos refugios, dando traspiés, estaba demasiado sor-
prendida para ofrecer resistencia, o para intentar huir. Se reunieron en un apretado grupo,
mientras hablaban y miraban atónitos el círculo de carros y escudos que los rodeaba.
274
Río sagrado Wilbur Smith
–¡Una caza excelente! –exclamó Tanus, encantado, cuando los revisamos. Los hombres
eran altos y flacos, con piernas largas y delgadas. Su estatura era mucho mayor que la nues -
tra; hasta Tanus parecía bajo cuando caminó entre ellos, dividiéndolos en grupos, como el la-
brador divide a sus rebaños.
–¡Hay algunos especimenes realmente buenos! –exclamó entusiasmado– ¡Mira esa belle-
za! –Señalaba a un joven de físico excepcional–. En el mercado de esclavos de Elefantina al-
canzaría un precio de diez anillos de oro.
Las mujeres eran fuertes y saludables. Tenían espaldas rectas y dientes blancos y pare-
jos. Todas las adultas llevaban a un niño sobre la cadera y a otro de la mano.
Sin embargo, era la gente más primitiva que yo había conocido. Ni hombres ni mujeres
usaban ropa, exhibiendo el sexo desvergonzadamente, aunque las jovencitas lucían alrededor
de la cintura una especie de collar de cuentas hecho de cáscaras de huevos de avestruz. Ense-
guida noté que a todas las mujeres maduras las habían circuncidado de la manera más brutal.
Más tarde supe que para esta operación utilizaban un cuchillo de piedra o bien una astilla de
bambú. Tenían las vaginas llenas de cicatrices y deformadas hasta el punto de haber quedado
convertidas en abiertas cavidades que luego abrochaban con trozos de hueso o de marfil. Las
jovencitas menores todavía no habían sufrido esa mutilación, por lo que decidí que en el futuro
esa costumbre sería prohibida. En ese sentido estaba seguro de contar con el apoyo de mi
ama.
Tenían la piel tan oscura que, a la luz del sol del amanecer, parecía del color de una uva
negra demasiado madura. Algunos de ellos estaban pintarrajeados con una pasta de ceniza o
de arcilla blanca, con la que se trazaban toscos dibujos con las puntas de los dedos. Se unta -
ban el pelo con una mezcla de sangre de buey y arcilla, con lo que formaban un alto casco bri -
llante que exageraba su altura, ya de por sí impresionante.
Algo que me impresionó enseguida fue que no hubiera ancianos entre ellos. Más tarde
supe que tenían la costumbre de romper con palos las piernas de los viejos, para luego aban-
donarlos a la orilla del río ofreciéndolos en sacrificio a los cocodrilos. Creían que los cocodrilos
eran la reencarnación de sus antepasados muertos y que, alimentándolos, la víctima pasaba a
formar parte del proceso.
No habían fraguado ningún metal. Sus armas eran garrotes de madera y estacas con las
puntas afiladas. Desconocían el arte de los alfareros y sus embarcaciones eran las calabazas
de plantas silvestres. No sembraban, sino que se alimentaban de los peces que atrapaban en
trampas que parecían canastos y de los rebaños de ganado de largas astas que eran su pose-
sión más preciada. Los desangraban por una vena del cuello y mezclaban la sangre con leche
tibia recién ordeñada, mezcla que bebían con deleite.
Al estudiarlos en el transcurso de los meses siguientes, descubrí que no sabían leer ni es-
cribir. El único instrumento musical que poseían era un tambor hecho de un tronco ahuecado,
y sus canciones eran una imitación de los gruñidos y bramidos de los animales salvajes. Sus
bailes eran flagrantes parodias del acto sexual en los que filas de hombres y mujeres desnudos
se aproximaban unos a otros moviendo las caderas, hasta encontrarse. Cuando esto sucedía,
la imitación daba paso a la realidad y se producían las orgías más licenciosas.
Cuando el príncipe Memnón me preguntó qué derecho teníamos de capturar a esa gente
como si fuera ganado, le contesté:
–Son salvajes y nosotros, gente civilizada. Lo mismo que el padre tiene un deber hacia
su hijo, así también nosotros tenemos el deber de elevarlos de ese estado de ignorancia total y
de enseñarles a conocer a los verdaderos dioses. Ellos, por su parte, nos pagan con su trabajo.
–Memnón era un jovencito inteligente y, después de mi explicación, nunca volvió a interrogar-
me acerca de la lógica o la moralidad de lo que hacíamos.
Por sugerencia mía, mi ama permitió que dos de sus esclavas acompañaran a la expedi-
ción. Mi relación personal con aquellas desvergonzadas nunca fue muy buena, pero en ese mo-
mento sus servicios eran particularmente valiosos. Ambas conservaban recuerdos infantiles, de
la época anterior a su captura, y tenían un rudimentario conocimiento del lenguaje de las tri -
bus de Cuch. Eso fue más que suficiente para que pudiéramos dar comienzo al proceso de do-
mar a nuestros cautivos. Como músico que soy, percibo con mucha claridad los sonidos de la
voz humana y, además, poseo una natural capacidad lingüística. A las pocas semanas pude
expresarme en el idioma de los shilluks, como se llamaba ese pueblo.
275
Río sagrado Wilbur Smith
Su lenguaje era tan primitivo como sus costumbres y su forma de vida. La totalidad de
su vocabulario no excedía las quinientas palabras, que registré en mis rollos de papiro y ense-
ñé a los jefes de esclavos y a los instructores del ejército, en quienes Tanus delegó la instruc -
ción militar de los nuevos esclavos. Entre esa gente, Tanus acababa de encontrar sus regi-
mientos de infantería, que complementarían las divisiones de carros.
Esta primera expedición no nos permitió advertir la naturaleza guerrera de los shilluks.
Todo resultó demasiado fácil, por lo que no estábamos preparados para lo que sucedió cuando
atacamos los pueblos siguientes. Para entonces, los shilluks ya habían sido puestos sobre aviso
y estaban preparados para ofrecernos resistencia.
Habían alejado el ganado y ocultado a mujeres y niños. Desnudos y sólo armados con
garrotes de madera, atacaron nuestros carros, arcos y espadas, con una valentía y una tenaci-
dad difícil de creer.
–¡Por la cera podrida de la oreja de Seth! –maldijo Kratas, fascinado, una vez que recha-
zamos otra carga– ¡Cada uno de esos demonios negros es un soldado nato!
–¡Bien entrenados y armados con bronces, los shilluks serán capaces de enfrentarse a
cualquier infantería del mundo! –convino Tanus–. No les disparéis. Quiero capturar vivos a to-
dos los que pueda.
Tanus los extenuó con los carros y, sólo cuando cayeron de rodillas, después de haber
desgastado todo su increíble empuje y valentía, los jefes de esclavos pudieron ponerles la soga
al cuello.
Tanus seleccionó a los mejores para su regimiento de infantería y aprendió su idioma con
tanta rapidez como yo. Muy pronto los shilluks le consideraron un dios, como sustituto de los
cocodrilos, y Tanus aprendió a quererlos casi tanto como quería yo a mis caballos. Al fin y a la
postre, ya no hizo falta cazar a los shilluks como si fueran animales. Aquellos lanceros, maravi-
llosamente altos y ágiles, salían de sus escondites por su propia voluntad e iban al encuentro
de Tanus para rogarle que les permitiera unirse a sus regimientos.
Tanus los armó con largas lanzas de punta de bronce y con escudos de piel de elefante.
Los uniformó con shenti de colas de gato montés y con plumas de avestruz. Sus sargentos los
instruían en todas las evoluciones clásicas de la guerra y muy pronto aprendimos a integrar
esas tácticas con las de los carros.
No todos los shilluks ingresaron en el ejército. Otros demostraron ser remeros infatiga -
bles en las galeras, y la mayoría se destacaron como pastores o mozos de cuadra, porque ha-
bían nacido para cuidar de sus rebaños.
Muy pronto nos enteramos de que sus mortales enemigos eran las tribus que habitaban
más al sur, los dinkas y los mandaris. Esas tribus eran aún más primitivas y carecían de los
instintos guerreros de los shilluks. Nada agradó tanto a los nuevos regimientos de shilluks
como ser enviados al sur, en compañía de sus oficiales egipcios y ayudados por los carros,
para luchar contra sus ancestrales enemigos. Capturaron millares de dinkas y mandaris. Los
utilizamos como obreros no especializados y para trabajos pesados. Ninguno de ellos se nos
acercó por su propia voluntad, como algunos de los shilluks.
Una vez que pasamos la flota por la quinta catarata, toda la tierra de Cuch se extendía
ante nosotros. Ahora, bajo la guía de los shilluks, la flota navegaba río arriba, mientras los ca -
rros salían a explorar ambas orillas y regresaban con más marfil y con esclavos recién captura-
dos.
Pronto alcanzamos el ancho cauce del río que desde el este se une con el brazo principal
del Nilo. El caudal de este río se reducía a un perezoso goteo que caía sobre sus charcos hun-
didos. Pero los shilluks nos aseguraron que, en la estación de las lluvias, ese río, al que pusi-
mos por nombre Atbara, se convertiría en un furioso torrente y que sus aguas contribuirían a
la crecida anual del Nilo. La reina Lostris envió una expedición de buscadores de oro, con guías
shilluks, para que siguieran hasta donde fuera posible el curso del Atbara. La flota siguió nave-
gando hacia el sur, cazando y capturando esclavos por el camino.
Me preocupaba verlo y trataba de evitarlo, pero a menudo el carro conducido por el prín -
cipe Memnón iba a la cabeza de una de esas veloces columnas. Como es natural, me encargué
de que siempre fuera respaldado por buenos hombres. Pero allí fuera, en las tierras africanas,
siempre reinaba el peligro y él era sólo un muchacho.
276
Río sagrado Wilbur Smith
Tenía la convicción de que debía pasar más tiempo en mi compañía, en la cubierta del
Aliento de Horus, en lugar de entretenerse con hombres como Kratas y Remrem. A esos dos
truhanes les preocupaba tan poco la seguridad del príncipe como la propia. Le animaban con
apuestas y desafíos y ponderaban con extravagancia sus actos más temerarios. Pronto Mem-
nón se convirtió en un atrevido y en un demonio, igual que todos ellos, y, cuando regresaba de
una de esas escapadas, se divertía horrorizándome con narraciones de todo lo ocurrido.
Cuando protesté ante Tanus, él simplemente se echó a reír.
–Si algún día ha de ceñir en su frente la doble corona, debemos permitir que desafíe el
peligro y que aprenda a conducir hombres. –Mi ama coincidía con Tanus respecto a la instruc -
ción de Memnón. Tuve que contentarme con sacar el mayor provecho posible al tiempo duran-
te el que todavía podía estar a solas con mi príncipe.
Por lo menos, tenía a mis dos princesitas. Eran un consuelo maravilloso. Tehuti y Baka-
tha eran cada día más encantadoras y yo era, no sólo nominalmente, su esclavo. Debido a las
peculiares circunstancias de nuestra vida, yo estaba más cerca de ellas de lo que podía estarlo
su propio padre. La primera palabra que pronunció Bakatha fue «Tata» y Tehuti se negaba a
dormir hasta que le contaba un cuento. Me sujetaban cuando otros deberes me obligaban a
alejarme de la flota. Creo que ésta fue la época más feliz de mi vida. Me sentía el centro de mi
familia y rodeado del sólido afecto de todos ellos.
La fortuna de nuestra Nación era casi tan brillante como la mía. Pronto uno de los busca-
dores de oro regresó de la expedición por el río Atbara. Se arrodilló ante la reina Lostris y colo-
có a sus pies una pequeña bolsa de cuero. Luego, a petición de la reina, la abrió y vertió una
cascada de brillantes pepitas. Algunas eran pequeñas como granos de arena, otras, grandes
como la última falange de mi pulgar. Todas brillaban con ese resplandor inconfundible.
Se convocó a los orfebres, quienes, después de trabajar en sus hornos y sus crisoles de
arcilla, declararon que se trataba de verdadero oro de una extraordinaria pureza. Tanus y yo
nos dirigimos al lugar del Atbara donde había sido hallado. Ayudé a perfeccionar los métodos
que se utilizaban para extraerlo. Teníamos millares de esclavos mandaris y dinkas para cargar
canastos de grava y subirlos hasta las esclusas que los albañiles habían cavado en las laderas
de piedra de las sierras que daban al río.
Dibujé las largas hileras de esclavos negros desnudos, la piel húmeda brillante a la luz
del sol, trepando la ladera. Cada uno balanceaba sobre su cabeza un pesado canasto. Quería
llevarle esos dibujos a mi ama.
Cuando dejamos a los mineros en pleno trabajo y regresamos junto a la flota, llevába-
mos con nosotros quinientos deben de anillos de oro recién fundidos.
Aún encontramos otra catarata en nuestro viaje hacia el sur. Era el sexto y definitivo
grupo de rápidos, pero su paso resultó más veloz y fácil que cualquiera de los otros. Nuestros
carros de guerra y carretas de carga pudieron hacer un rodeo alrededor de los rápidos, de
modo que por fin llegamos a la mística confluencia de los dos ríos enormes que se convertían
en el Nilo, que tanto amábamos y tan bien conocíamos.
–Este es el lugar que Taita vio en sus visiones de los Laberintos de AmónRa. Aquí es don-
de Hapi permite que sus aguas fluyan y se mezclen. Este es el lugar sagrado de la diosa –de-
claró la reina Lostris–. Hemos finalizado nuestro viaje. Es aquí donde la diosa nos fortalecerá
para que regresemos a Egipto. Bautizo este lugar con el nombre del Qebut, el Lugar del Viento
Norte, pues fue ése el viento que nos impulsó hasta aquí.
–Es un lugar propicio. La diosa ya nos ha demostrado su favor al proporcionarnos escla-
vos y oro –aprobaron los grandes nobles del consejo de Estado–. No deberíamos continuar via-
jando.
–Sólo falta encontrar el lugar adecuado para la tumba de mi marido, el faraón Mamosis –
aclaró la reina Lostris–. Una vez que la tumba haya sido construida y el cadáver del faraón es-
té sellado en su interior, habré cumplido mi voto. Ese será el momento de regresar triunfantes
a nuestro Egipto. Sólo después de haberlo hecho podremos atacar a los usurpadores hicsos y
expulsarlos de nuestra tierra.
Creo que fui uno de los pocos que se sintió feliz y aliviado por esa decisión. Los demás
estaban consumidos por la nostalgia de la patria y cansados de los largos años de viaje. Por
otra parte, yo había sido atacado por una enfermedad aún más perniciosa, la fiebre de los via-
277
Río sagrado Wilbur Smith
jes. Quería ver lo que había detrás de la siguiente curva del río y más allá de la cima de la si-
guiente colina. Quería seguir y seguir, hasta el fin del mundo. Por eso, me alegró infinitamente
que mi ama me eligiera para que buscara el emplazamiento de la tumba real, ordenando al
príncipe Memnón que me escoltara con su escuadrón en esa expedición. Así, no sólo podría
permitirme gozar de ese nuevo apetito por los viajes, sino que volvería a disfrutar del placer
de la compañía del príncipe.
A los catorce años, el príncipe Memnón fue puesto al mando de la expedición. Esto no era
excepcional. En nuestra historia hubo faraones que a esa edad comandaron ejércitos en plena
batalla. El príncipe tomó con mucha seriedad sus responsabilidades. Inspeccionó personalmen-
te cada carro y cada caballo. Cada carro contaría con tres equipos de caballos, para poder
cambiarlos y refrescarlos con regularidad.
Luego ambos deliberamos largamente y con todo detalle acerca de la dirección que se-
guiríamos en nuestra búsqueda del lugar ideal para la tumba del rey. Debía ser un lugar roco-
so y deshabitado, de difícil acceso para los ladrones de tumbas. Debía haber un risco para ca-
var en él la tumba y todos sus pasajes secundarios.
Desde que nos adentramos en la tierra de Cuch, no habíamos visto ningún lugar que
cumpliera todos esos requisitos. Repasamos lo que sabíamos sobre las tierras que quedaron
atrás y tratamos de adivinar lo que tendríamos por delante. En ese momento nos encontrába-
mos en Qebui, el punto donde confluían ambos ríos, el lugar más hermoso que habíamos visi-
tado en todo nuestro largo viaje.
Era como si allí se hubieran reunido todas las aves del cielo, desde el pequeño martín
pescador hasta la majestuosa grulla azul, desde las sibilantes bandadas de patos cuyas multi-
tudes oscurecían el sol, hasta los chorlitos y las avefrías, que paseaban por el borde del agua,
sólo deteniéndose para emitir esa quejumbrosa pregunta: «¿Pipi? ¿Pipi?» En los plateados bos-
ques de acacias y en la abierta sabana, pastaban innumerables manadas de antílopes, que de-
bían sumar varios millones. Era casi como si ese lugar, sede de la diosa, fuese sagrado para
todos los estratos de la vida. Debajo del punto de unión de los ríos, el agua hervía de peces,
mientras que en el cielo, las águilas pescadoras de cabeza blanca trazaban círculos lentos
contra el azul sorprendente del cielo africano y emitían su extraño canto.
Cada uno de esos ríos gemelos expresaba un carácter y un estado de ánimo distintos, lo
mismo que dos niños nacidos de la misma madre pueden ser diferentes en todos los detalles
de su cuerpo y de su mente. El brazo derecho era lento y amarillo, de mayor volumen que el
otro, pero no tan agresivo. El brazo oriental era de un turbio gris azulado, un turbulento caudal
que echaba a un lado a su mellizo cuando se encontraban, obligándolo a refugiarse contra la
orilla y manteniendo su propio carácter turbio durante muchos kilómetros, antes de permitir,
con mal humor, que el flujo suave y amarillento lo absorbiera.
–¿Qué río debemos seguir, Tata? –preguntó Memnón. Yo mandé llamar a los guías shi-
lluks.
–El río amarillo viene de un enorme y pestilente pantano que no tiene fin. Ningún hombre
puede entrar allí. Es un lugar para cocodrilos, hipopótamos e insectos que pican. Es un lugar
de fiebre donde el hombre puede perderse y vagar eternamente –nos dijo el shilluk.
–¿Y qué me dices del otro río? –pregunté.
–El río oscuro sale del cielo y desciende de las montañas de piedra que se alzan hasta las
nubes. Ningún hombre puede trepar esas espantosas gargantas.
–Seguiremos el brazo oscuro de la izquierda –decidió el príncipe–. En esos lugares roco-
sos encontraremos el lugar de descanso para mi padre.
De manera que viajamos hacia el este hasta que vimos alzarse las montañas en el hori-
zonte. Formaban una muralla azul tan alta y formidable que sobrepasaba cualquier cosa que
hubiéramos visto o creído posible. En comparación con esas grandes montañas, las sierras que
conocimos en el valle del Nilo eran como la huella de pajaritos en la arena. Cada día, a medida
que nos acercábamos a ellas, crecían y trepaban más alto en dirección al cielo, convirtiendo en
enano el mundo que las rodeaba.
–Ningún hombre puede subir allá arriba –se maravilló Memnón–. Ese debe de ser el ho-
gar de los dioses.
278
Río sagrado Wilbur Smith
Observamos los relámpagos que jugueteaban sobre las montañas, iluminando los grupos
de nubes que ocultaban de nuestra vista los picos. Oímos el trueno, gruñendo como el león en-
tre las gargantas y los valles, que nos sobrecogió a todos.
Apenas nos aventuramos hasta el pie de la inmensa cadena de montañas, cuando los ris-
cos y las gargantas nos cortaron el paso, obligándonos a regresar a los carros. Al pie de esas
montañas hallamos un valle oculto, con laderas escarpadas de piedra. Durante veinte días, el
príncipe y yo exploramos aquel lugar salvaje, hasta que por fin nos detuvimos ante una negra
roca y Memnón dijo en voz baja:
–Este es el lugar donde el cuerpo de mi padre descansará eternamente. –Miró las rocas
que caían verticalmente, con expresión soñadora y mística–. Me parece oír su voz dentro de mi
cabeza. Aquí será feliz.
De modo que estudié el lugar y marqué la roca, hundiendo clavijas de bronce en las hen-
diduras, marcando la dirección y el ángulo del pasaje de entrada para los albañiles que irían a
comenzar la obra. Hecho esto, salimos del laberinto de valles y gargantas, y regresamos al
Nilo, a la confluencia de los ríos, donde esperaba nuestra flota.
Habíamos acampado en las grandes llanuras, a sólo pocos días de viaje de Qebui, cuando
en medio de la noche me despertaron terroríficos gruñidos y el ruido de una masa de animales
en movimiento, que parecían rodearnos en la oscuridad.
Memnón ordenó a los trompetas que llamaran a las armas y nos pusimos de pie, en el
centro del círculo de carros. Arrojamos leña a las fogatas y observamos la oscuridad de la no-
che. Al resplandor de las llamas vimos pasar a nuestro lado una corriente oscura, parecida a la
crecida del Nilo. Los espectrales gritos y bufidos eran casi ensordecedores y la presión de ese
tropel de animales era tan fuerte que chocaban contra el círculo exterior de carros y hasta vol -
caron algunos de ellos. En ese tumulto era imposible descansar, por lo que permanecimos en
guardia el resto de la noche. En todo ese tiempo, el flujo de criaturas vivientes no cesó ni un
instante.
Cuando el amanecer iluminó la escena, vimos el más extraordinario de los espectáculos.
En todas direcciones y hasta donde alcanzaba la vista, la planicie estaba cubierta por una al-
fombra de animales en movimiento. Todos avanzaban en la misma dirección, con una extraña
y fatalista decisión, las cabezas colgantes, cubiertos del polvo que ellos mismos levantaban y
lanzando gritos extraños y lastimeros. De vez en cuando, alguna sección de la interminable
manada se asustaba sin motivo alguno y levantaban las cabezas. Entonces hacían cabriolas,
bufaban y se perseguían unos a otros en inútiles círculos, como remolinos en medio de un río
tranquilo. Enseguida retomaban el mismo paso pausado y seguían al enjambre que los prece-
día rumbo a la distancia cubierta por la neblina.
Nos pusimos de pie y los miramos, estupefactos. Todos los animales de esa enorme con -
currencia eran de la misma especie y cada individuo era idéntico a los demás en todos los as-
pectos. Eran todos de un tono púrpura oscuro, con una crin hirsuta en la papada y cuernos en
forma de luna creciente. Sus cabezas eran deformes, con desagradables narices bulbosas, y
los cuerpos caían de altos cuartos delanteros a patas zancudas.
Cuando por fin atamos los carros y reanudamos nuestro propio viaje, pasamos como una
flota de galeras a través de este mar de seres vivientes. Se abrieron para darnos paso, pero
permanecieron tan cerca que con sólo estirar un brazo hubiéramos podido tocarlos. No tenían
el menor miedo y nos miraban con ojos obtusos y totalmente faltos de curiosidad.
Cuando llegó la hora del almuerzo, Memnón tensó su arco y mató cinco de esos antílopes
con otras tantas flechas. Los despellejamos mientras sus compañeros seguían pastando a me-
nos de un metro de distancia. A pesar de la extraña apariencia de esos animales, la carne, una
vez asada, era realmente sabrosa.
–Este es otro regalo de los dioses –declaró Memnón–. En cuanto nos reunamos con el
grueso del ejército, enviaremos una expedición para que siga a estas manadas. Podremos ahu-
mar carne suficiente para el ejército y los esclavos, hasta que estas bestias vuelvan a aparecer
el año próximo.
Nuestros guías shilluks nos informaron de que esa increíble migración era algo que suce-
día todos los años, cuando las manadas se trasladaban de una tierra de pastoreo a otra, a va-
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Río sagrado Wilbur Smith
rios cientos de kilómetros de distancia. Los shilluks llamaban «ñu» a estas bestias, imitando el
sonido de su extraño grito.
–Esta será una fuente interminable de carne, que podremos renovar cada año –le infor-
mé al príncipe.
Ninguno de nosotros podía prever los catastróficos acontecimientos que desencadenaría
la visita de esos ñúes tan poco agraciados. Me podría haber servido de advertencia la manera
en que alzaban las cabezas y bufaban sin motivo, o la descarga de mucosidad de las narices de
algunos de ellos, que noté cuando pasaban a nuestro lado. Sin embargo, no me detuve a pen-
sar en ello y supuse que serían criaturas tranquilas e inofensivas que sólo nos proporcionarían
enormes beneficios.
En cuanto llegamos a los ríos gemelos, pusimos en conocimiento de la reina Lostris la mi-
gración de ñúes que se estaba produciendo, aceptando de inmediato la propuesta del príncipe
Memnón. Asistido por Kratas y Remrem, le puso al frente de una columna de doscientos ca-
rros, apoyados por carretas de carga y varios millares de shilluks. Le ordenó matar tantos ñúes
como pudieran ser ahumados para alimentar al ejército.
Yo no fui con la expedición, pues el papel de ayudante de carnicero no me atrae. Sin em -
bargo, pronto el humo de las fogatas sobre las que se curaba la carne, comenzó a oscurecer el
horizonte. Antes de que pasaran muchos días, comenzaron a regresar las carretas cargadas
con carne ennegrecida y ahumada.
Exactamente veinte días después de nuestro primer encuentro con la manada de ñúes,
yo me encontraba sentado a la sombra de un árbol a la orilla del Nilo, jugando al bao con mi
viejo amigo Atón. Como pequeña indulgencia hacia mí mismo y por deferencia a Atón, acababa
de abrir uno de los preciosos jarros de vino de calidad tres palmas que quedaba de los que ha-
bía llevado desde Egipto. Atón y yo jugábamos y discutíamos, como lo hacen los viejos ami -
gos, al tiempo que bebíamos el vino, apreciando su calidad.
No teníamos manera de saber que la catástrofe se precipitaba sobre nosotros. Por el con-
trario, yo tenía todos los motivos del mundo para estar satisfecho conmigo mismo. El día ante -
rior había terminado los dibujos y planos de la tumba del faraón, en los que incorporé diversos
detalles para impedir y frustrar las depredaciones de cualquier ladrón de tumbas. La reina Los-
tris aprobó los planos y nombró capataz de la obra a uno de los albañiles. Me indicó que podía
requisar todos los esclavos y equipos que me fueran necesarios. Mi ama estaba decidida a no
escatimar esfuerzos ni dinero para cumplir con el voto que le había hecho a su difunto esposo.
Le edificaría la mejor tumba que mi ingenio pudiera diseñar.
Acababa de ganarle a Atón la tercera partida sucesiva de bao; estaba ocupado en servir
otro poco de ese vino realmente excelente, cuando oí ruido de cascos y, al levantar la vista, vi
a un jinete que se acercaba a galope tendido. A pesar de la distancia, reconocí a Hui. Muy po-
cos otros montaban a caballo y decididamente nadie se atrevía a ir a tal velocidad. Al ver la
expresión de su rostro, fue tanta mi alarma que me levanté bruscamente, volcando el vino y
tumbando el tablero de bao.
–¡Taita! –me gritó desde cien metros de distancia–. ¡Los caballos! ¡Que la dulce Isis ten-
ga piedad de nosotros! ¡Los caballos!
En cuanto detuvo el caballo, monté detrás de él y me agarré a su cintura.
–¡No pierdas tiempo hablando! ¡Corre, amigo, corre!
Primero me acerqué a Paciencia. La mitad de la manada se encontraba débil, pero ella
era mi primer amor. La yegua yacía de costado y respiraba con dificultad. Ya estaba vieja, los
pelos grises le nevaban el morro. Yo no la había atado a un carro desde el día en que el elefan-
te macho mató a Cuchillo. Sin embargo, aunque ya no tirara de un carro, era la mejor yegua
de cría de toda la manada. Todos sus potros heredaban su gran corazón y su despierta inteli-
gencia. Acababa de destetar un hermoso potrillo que en ese momento estaba a su lado, mirán-
dola ansiosamente.
Me arrodillé junto a ella.
–¿Qué te sucede, mi valiente? –pregunté con suavidad. Al reconocer mi voz, Paciencia
abrió los ojos.
Tenía los párpados pegados por la mucosidad. Su estado me espantó. Tenía el cuello y la
garganta hinchados hasta casi el doble de su tamaño normal. Un líquido maloliente y amari-
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Río sagrado Wilbur Smith
llento le salía de la boca y los ollares. Ardía de fiebre, hasta tal punto que despedía calor como
las hogueras del campamento.
Trató de levantarse cuando la acaricié, pero estaba demasiado débil. Volvió a desplomar-
se y el aliento gorgoteaba y le silbaba en la garganta. El pus, cremoso y espeso, burbujeaba
en sus ollares; la estaba asfixiando. Se le cerraba la garganta y cada respiración era una lu-
cha.
Me miraba con una expresión casi humana de confianza y de súplica. Me sentí totalmente
impotente. Esa enfermedad superaba toda mi experiencia en este campo. Me quité de los
hombros el níveo chal de hilo, que utilicé para limpiarle el pus de la nariz. Era un intento inútil,
pues en cuanto la limpiaba, volvían a manar chorros de pus.
–¡Taita! –era Hui quien gritaba–. Todos nuestros animales han sido atacados por esta
peste. –Agradecido por la distracción, me alejé de Paciencia y reconocí al resto de la manada.
La mitad de los caballos ya se habían desplomado y los que aún se mantenían en pie trastabi -
llaban o ya comenzaba a manarles pus de la boca.
–¿Qué debemos hacer? –me preguntaron Hui y todos los aurigas. La confianza que me
brindaban representaba una pesada carga para mí. Esperaban que yo evitara el terrible desas-
tre, pero estaba más allá de mis posibilidades. No conocía ningún remedio para ese mal y ni si-
quiera se me ocurría ningún tratamiento drástico, por inverosímil que pareciese.
Regresé dando traspiés al lugar donde yacía Paciencia y le volví a limpiar el pus de la
boca y los ollares. Se moría a marchas forzadas. Ahora, cada bocanada de aire era una lucha
terrible. El dolor me dejaba sin fuerzas; ante mi impotencia, presentí que no tardaría en rom -
per a llorar y, entonces ya no sería útil para nadie, ni caballos ni hombres.
Alguien se arrodilló a mi lado; al levantar la vista comprobé que era uno de los mozos de
cuadra shilluk, un individuo agradable y dispuesto, que me consideraba su amo.
–Es la enfermedad de los ñúes –me informó, en su lenguaje tan simple–. Muchos mori -
rán.
Me quedé mirándolo. De repente sus palabras empezaron a tener sentido en mi mente
confusa. Recordé los bufidos de estos animales color pizarra cuya multitud oscurecía la plani-
cie, a los que consideré un regalo de los dioses benevolentes.
–Esta enfermedad mata a nuestro ganado cuando llegan los ñúes. Los que sobreviven
están a salvo. Nunca vuelven a enfermar.
–¿Qué se puede hacer para salvarlos, Habani? –pregunté; hizo un movimiento negativo
con la cabeza.
–No se puede hacer nada.
Yo tenía la cabeza de Paciencia en mis brazos cuando murió. El aliento se le ahogó en la
garganta, se estremeció, las patas se le pusieron tiesas y luego se relajó. Gemí de dolor y es -
tuve a punto de dejarme llevar por aquella pena tan profunda. Pero al levantar la vista vi que
el potro de Paciencia se desplomaba y que de la boca le empezaba a manar el pus.
En ese momento mi desesperación se trocó en una furia ciega.
–¡No! –grité–. ¡No permitiré que tú también mueras!
Corrí hacia el potro y le ordené a Habani que me alcanzara baldes de agua caliente. Utili-
zando un paño de hilo, limpié el cuello del potro, en un intento por reducir la hinchazón, pero
no obtuve ningún resultado. El pus seguía saliendo por sus ollares y la piel caliente del cuello
se estiraba mientras la carne se le hinchaba como la pelota que se llena de aire.
–Está muriéndose –sentenció Habani con un movimiento de cabeza–. Muchos morirán.
–No permitiré que esto suceda –juré sobriamente; envié a Hui a la nave en busca de mi
cofre de medicamentos.
Cuando regresó, el potro ya estaba en las últimas; se ahogaba; bajo mis manos frenéti-
cas, percibí que su fuerza se iba agotando. Lo palpé en busca de los huesos de la tráquea don-
de se unían la garganta y el pecho. Con un corte expuse la tráquea sinuosa y blanca y clavé en
ella la punta de mi escalpelo. De inmediato, el aire siseó a través de la abertura y vi que el pe-
cho del potro se expandía y que se le inflaban los pulmones. Empezó a respirar nuevamente
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Río sagrado Wilbur Smith
con un ritmo regular y constante, pero la sangre y la mucosidad le volvían a cerrar la herida de
la garganta.
A toda prisa, corté un trozo de bambú del carro más cercano, separé el tubo hueco de un
extremo y lo introduje en la herida. El bambú mantenía la herida abierta, de modo que el potro
dejó de luchar en cuanto el aire empezó a pasar sin impedimento alguno.
–¡Hui! –grité–. ¡Ven! ¡Te enseñaré cómo salvarlos!
Antes de que cayera la noche, había enseñado a más de cien aurigas y mozos de cuadra
cómo llevar a cabo esa tosca pero eficaz operación quirúrgica. Seguimos trabajando durante
toda la noche, a la luz titilante de las numerosas lámparas de aceite.
En esa época, la manada real superaba los trece mil caballos. Por más que lo intentamos,
fue imposible salvarlos a todos. Seguimos trabajando, embadurnados hasta los codos de la
sangre de los animales. Cuando nos vencía el cansancio, nos echábamos en un montón de
paja y dormíamos una hora. Luego nos levantábamos vacilantes y volvíamos a la lucha.
Algunos caballos no estaban muy afectados por la enfermedad, a la que llamé Estrangu-
lador Amarillo. Parecían contar con una innata resistencia a sus ataques. En ellos, la descarga
de mucosidad no era mayor que la que había visto en la manada de ñúes, y muchos pudieron
mantenerse en pie y vencer la enfermedad en pocos días.
Muchos otros murieron antes de que pudiéramos abrirles la tráquea; algunos de los que
operamos con éxito, murieron después, debido a la gangrena y a ciertas complicaciones que se
produjeron en el corte que les habíamos hecho. Además, habían salido muchos en la expedi -
ción a los que no podría ayudar: el príncipe Memnón perdió dos de cada tres caballos y se vio
obligado a abandonar carros en el camino y a regresar a pie al campamento.
Al final, perdimos más de la mitad de nuestros caballos; murieron siete mil y los que so-
brevivieron estaban tan débiles y alicaídos que debieron pasar muchos meses antes de que pu-
dieran tirar de un carro. El potro de Paciencia sobrevivió. Llegué a sentir por él lo que sentí por
su madre; ocupó el lado derecho de mi carro. Era tan digno de confianza y tan fuerte que lo
llamé Roca.
–¿De qué modo ha afectado esta peste a nuestras esperanzas de regresar pronto a Egip-
to? –preguntó mi ama.
–Nos ha retrasado muchos años –contesté; vi el dolor que se reflejaba en su mirada. He-
mos perdido a la mayoría de nuestros caballos mejor entrenados, como Paciencia. Tendremos
que volver a dedicarnos a la cría de la manada real y entrenar a los caballos jóvenes para que
ocupen el lugar de los anteriores en los carros.
Al año siguiente esperé con temor la migración anual de los ñúes. Pero cuando llegó y
sus múltiples concurrentes volvieron a oscurecer el horizonte, quedó demostrado que Habani
tenía razón. Sólo unos pocos caballos tuvieron los síntomas del Estrangulador Amarillo y de
forma tan benigna que sólo tardaron unas semanas en volver a estar fuertes y en condiciones
de trabajar.
Lo que me asombró fue que los potros nacidos después de la primera infección, los que
jamás estuvieron expuestos a la enfermedad, eran tan inmunes como las madres que habían
contraído la peste. Era como si la inmunidad les fuera transferida en la leche materna. Tuve la
certeza de que nunca más volveríamos a sufrir la epidemia en toda su virulencia.
En ese momento, por encargo de mi ama, mi principal misión era construir la tumba del
faraón en las montañas. Me vi obligado a pasar gran parte de mi tiempo en aquel lugar impo -
nente y salvaje; llegaron a fascinarme las montañas con sus cambios de humor.
Lo mismo que la mujer hermosa, las montañas eran imprevisibles. A veces, se veían dis -
tantes y ocultas tras velos de nubes densos y movedizos, atravesados por relámpagos y por el
retumbar de truenos. En otros momentos, se exhibían hermosas y seductoras, llamándome,
desafiándome a descubrir todos sus secretos y a disfrutar de sus peligrosos encantos.
A pesar de tener ocho mil esclavos a mis órdenes y de contar con la ayuda de nuestros
mejores artesanos y artistas, el ritmo de los trabajos de construcción de la tumba era lento. Yo
sabía que harían falta muchos años para completar el elaborado mausoleo que mi ama insistía
en que edificáramos y para decorarlo de una manera digna del señor de los Dos Reinos. En
realidad, no tenía sentido apresurar los trabajos, porque tardaríamos el mismo tiempo en vol-
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Río sagrado Wilbur Smith
ver a criar los caballos necesarios para completar la manada real y para instruir a la infantería
shilluk hasta que estuvieran a la altura de los escuadrones de hicsos a los que algún día ten-
drían que enfrentarse.
Cuando no estaba en las montañas, trabajando en la tumba, pasaba mi tiempo en Qebui,
donde me esperaban innumerables tareas y placeres: desde la educación de mis dos princesi-
tas hasta la creación de nuevas tácticas militares en compañía del príncipe y del señor Tanus.
A esas alturas, ya era evidente que llegaría el día en que Memnón ejercería el mando de todas
las divisiones de carros. En cambio, Tanus nunca lograría superar la desconfianza que le inspi-
raban los caballos. Era navegante e infante hasta la médula de los huesos; a medida que
avanzaba en edad se volvía cada vez más conservador y tradicionalista en el uso de sus nue-
vos regimientos de shilluks.
El príncipe se estaba convirtiendo en un auriga valiente e innovador. Cada día se me
acercaba con una docena de ideas nuevas: algunas poco prácticas; otras absolutamente bri-
llantes. Las pusimos todas en práctica, aun aquellas que yo consideraba imposibles de realizar.
Memnón tenía dieciséis años cuando la reina lo ascendió al rango de Mejor de Diez Mil.
Ahora que Tanus casi no salía conmigo, paulatinamente fui convirtiéndome en el principal
auriga de Memnón. Había entre ambos un entendimiento casi instintivo que se extendía a
nuestro equipo preferido de caballos, Roca y Cadena. Cuando viajábamos, a Memnón todavía
le gustaba conducir, así que yo permanecía de pie tras él. Sin embargo, en cuanto se iniciaba
la acción, me arrojaba las riendas para tomar el arco o las jabalinas. Yo conducía el carro a la
lucha y realizaba las evoluciones que habíamos soñado juntos.
A medida que Memnón maduraba y su fuerza aumentaba, empezamos a ganar premios
en las competiciones militares que eran una parte importante de nuestra vida en Qebui. Prime-
ro triunfamos en carreras por terreno llano, donde Roca y Cadena podían exhibirse a toda ve-
locidad. Después empezamos a ganar los concursos de tiro y de jabalina. No tardamos en con -
vertirnos en el carro al que era preciso superar para reclamar la cinta de los ganadores de ma-
nos de la reina Lostris. Recuerdo los vítores que resonaban cuando nuestro carro cruzaba vo -
lando el último tramo de la pista, conmigo manejando las riendas, mientras Memnón lanzaba
jabalinas a derecha e izquierda contra los muñecos rellenos de paja. Luego la loca carrera por
la recta final, durante la que el príncipe pegaba alaridos como un demonio, con la larga cabe-
llera revoloteando, como la melena del león en pleno ataque.
Pronto hubo otros encuentros en los que el príncipe empezó a destacar sin mi asistencia.
Cada vez que pasaba al lado de jovencitas, con el Oro del Valor resplandeciente en su pecho y
la cinta del campeón anudada a su trenza, ellas estallaban en risitas, se ruborizaban y le lan -
zaban miradas lánguidas. En una ocasión, entré apresuradamente a su tienda para darle una
noticia importante, para salir más apresuradamente aún al encontrar a mi príncipe bien mon-
tado y ausente de todo lo que no fuese la cara bonita y el cuerpo tierno que tenía debajo. Me
retiré en silencio, algo entristecido al pensar que la edad de su inocencia había llegado a su fin.
Entre todos esos placeres ninguno podía compararse con las horas preciosas que todavía
pasaba en compañía de mi ama. En ese su año treinta y tres de vida, estaba en la plenitud de
su belleza. Su elegancia y su aplomo aumentaban su atractivo. Sin lugar a dudas se había con-
vertido en una reina y en una mujer inigualable.
Todo su pueblo la amaba, pero nadie tanto como yo. Ni siquiera Tanus me superaba en
devoción. Era para mí un orgullo que todavía me siguiera necesitando tanto y que confiara
hasta tal punto en mi buen juicio y mis consejos. A pesar de las otras bendiciones que adorna -
ban mi existencia, ella siempre sería el gran amor de mi vida.
Debería sentirme totalmente satisfecho conmigo mismo y con mi vida, pero soy de natu-
raleza inquieta y esa inquietud se veía agudizada por la nueva necesidad de viajar que se ha -
bía apoderado de mí. Siempre que hacía una pausa en mis trabajos sobre la tumba del faraón,
levantaba la vista para mirar a las montañas, atraído por ellas. Comencé a hacer cortas excur -
siones hasta sus gargantas solitarias, a menudo solo, pero a veces acompañado por Hui o al -
gún otro.
Hui estaba conmigo la primera vez que vi los rebaños de cabras montesas en los eleva -
dos y escarpados peñascos de la montaña. Eran de una especie que nunca habíamos visto, dos
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Río sagrado Wilbur Smith
veces más altas que las cabras salvajes del valle del Nilo. Algunos machos viejos llevaban una
cornamenta retorcida que les daba el aspecto de bestias monstruosas y fabulosas.
Hui volvió a los ríos mellizos de Qebui donde estaba la flota, con la noticia de la existen-
cia de aquellas bestias; en menos de un mes, Tanus llegó al valle de la tumba del rey, con el
arco al hombro y el príncipe Memnón a su lado. El príncipe se convertía rápidamente en un ca -
zador tan ardiente y ansioso como su padre. Por mi parte, yo estaba encantado con la posibili -
dad de explorar esas fascinantes tierras altas en tal compañía.
Teníamos intenciones de aventurarnos sólo hasta la primera línea de picos, pero, cuando
trepamos hasta su cima, ante nuestra vista se desplegó un espectáculo que cortaba la respira -
ción. Contra el cielo se perfilaban otras montañas, cuyas cumbres tenían la forma de yunques
del color pardo de los leones. Convertían en enanos a los picos en los que nos encontrábamos
y nos pedían a gritos su escalada.
El Nilo trepaba parejo a nosotros a través de valles empinados y oscuras gargantas que
agitaban sus aguas hasta convertirlas en un blanco resplandeciente. No siempre nos era posi-
ble seguir su curso; en algunos lugares nos veíamos obligados a cruzarlo y a continuar por
senderos retorcidos de cabras.
Entonces, cuando ya nos habíamos adentrado en sus fauces profundas, la montaña des-
encadenó toda su furia sobre nosotros.
Había cien hombres en nuestra compañía y diez caballos de carga para transportar nues-
tras provisiones. Habíamos acampado en una de las insondables gargantas, con los trofeos
frescos de la última caza de Tanus y Memnón extendidos en el suelo rocoso para que los apre -
ciáramos y admiráramos. Eran dos cabezas de cabra, las más grandes que habíamos visto en
todos nuestros viajes, con cornamentas tan pesadas que hubo que emplear dos esclavos para
que alzaran una de ellas. De repente, empezó a llover.
En nuestro valle de Egipto tal vez llovía una vez en veinte años. Ninguno había imagina-
do jamás algo remotamente parecido a la lluvia que arreciaba en ese momento sobre nosotros.
Al principio, densas nubes negras cubrieron la angosta franja de cielo que se podía ver
entre los riscos que nos encerraban, de manera que pasamos de un mediodía soleado a la no -
che más oscura. Un viento gélido recorrió el valle, helando nuestros cuerpos y nuestro espíritu.
Nos arracimamos unos junto a los otros, angustiados.
Entonces, del sombrío vientre de las nubes surgieron rayos que hicieron añicos las rocas
que nos rodeaban, llenando el aire de olor a azufre. Las piedras despedían chispas. El trueno
retumbó sobre nosotros, magnificado a medida que rodaba de risco en risco, y la tierra tembló
bajo nuestros pies.
Entonces se puso a llover. No lo hizo en forma de gotas: fue como si las cataratas del
Nilo cayeran sobre nosotros en plena crecida. Ya no quedaba aire para respirar; el agua nos
llenaba la boca y la nariz, y sentimos que nos ahogábamos. La lluvia era tan densa que sólo al-
canzábamos a ver la figura borrosa del hombre que se encontraba a nuestro lado. Se abatió
sobre nosotros con tanta fuerza que nos tiró al suelo, obligándonos a protegernos debajo de la
roca más cercana. Pero aun así, agredía todos nuestros sentidos y aguijoneaba nuestra piel
expuesta como un enjambre de avispas furiosas.
Hacía frío. Yo jamás había conocido un frío semejante, además de que sólo llevábamos
puestos los chales de hilo. El frío nos debilitaba y nos hacía temblar hasta el punto de que nos
castañeteaban los dientes, cosa imposible de evitar aunque cerráramos la mandíbula con todas
nuestras fuerzas.
Entonces, pese al ruido de la lluvia, oí el sonido del agua convertida en un monstruo en-
furecido. Se aproximaba un muro de agua grisácea que se extendía de risco en risco, arras-
trándolo todo a su paso.
Me atrapó en su cauce, haciéndome girar como un remolino. Sentí que la vida se me iba
a golpes, mientras el agua helada me arrojaba contra las rocas y me obstruía la garganta. Me
hundí en la oscuridad y creí morir.
Tengo un vago recuerdo de manos que me arrancaban del torrente y me arrastraban a
una orilla lejana. La voz del príncipe me llamó, obligándome a regresar. Antes de que pudiera
abrir los ojos percibí el olor a leña ardiendo y sentí el calor de las llamas en el costado.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Despierta, Tata! ¡Háblame! –Abrí los ojos ante la apremiante voz. El rostro de Memnón
flotaba ante mí, sonriente. Después, girándose hacia un tercero, dijo–: Ya despertó, señor Ta -
nus.
Nos encontrábamos en una cueva abierta en la roca. Fuera, la noche había caído. Tanus
se acercó y se agachó junto al príncipe.
–¿Cómo estás, viejo amigo? No creo que tengas ningún hueso roto.
Luché por sentarme y me palpé todo el cuerpo antes de contestar.
–Tengo la sensación de haberme roto la cabeza. Me duele todo. Por lo demás, tengo frío
y estoy hambriento.
–Entonces vivirás –afirmó Tanus con una risita–, aunque hasta hace un rato dudé que
ninguno de nosotros lo lograra. Tenemos que salir de estas malditas montañas antes de que
suceda algo peor. Ha sido una locura aventurarnos a un lugar donde los ríos surgen del cielo.
–¿Y los demás? –pregunté.
Tanus movió la cabeza, apesadumbrado.
–Se ahogaron todos. Fuiste el único que pudimos sacar de la corriente.
–¿Y los caballos?
–Perdidos –gruñó–. Se perdieron todos.
–¿Comida?
–Nada– contestó Tanus–. Hasta perdí mi arco en el río. Lo único que me queda es la es-
pada y la ropa que llevo puesta.
–El señor Tanus tiene razón. –Su advertencia había despertado mi habitual prudencia y
estaba dispuesto a aconsejar cautela–. Es posible que, tras las vestiduras de hombres civiliza -
dos, se escondan peligrosos salvajes.
Nos sentamos y permanecimos un rato discutiendo, pero al final pudo más la curiosidad y
descendimos por una hondonada para espiar más de cerca a aquellos desconocidos.
Al acercarnos, comprobamos que se trataba de gente alta, bien formada, probablemente
más robusta de lo que somos los egipcios. Tenían una buena mata de pelo, oscuro y profusa-
mente rizado. Los hombres tenían barba; nosotros llevábamos siempre la cara afeitada. Usa-
ban prendas largas, probablemente de lana y de brillantes colores. En contraposición con
nuestras sandalias, usaban botas de cuero blando y enrollaban una tela brillante alrededor de
sus cabezas.
Las mujeres que trabajaban entre las tiendas no usaban velo y eran alegres. Cantaban y
charlaban en un idioma desconocido para mí, pero sus voces eran melodiosas. Sacaban agua,
cocinaban junto a las fogatas y molían trigo.
Un grupo de hombres jugaba junto a un tablero que, desde donde yo me ocultaba, se
parecía mucho al de bao. Conversaban y discutían sobre el movimiento de las piedras. En de-
terminado momento, dos de ellos se levantaron y sacaron las dagas de sus cinturones. Se en-
frentaron gruñendo y siseando como dos furibundos gatos monteses.
En ese momento un tercer hombre, que estaba sentado, solo y apartado, se levantó y se
estiró como un leopardo adormilado. Cruzó tranquilamente la distancia que lo separaba de los
otros y, con la espada, les arrancó las dagas de la mano. De inmediato, ambos protagonistas
cedieron y volvieron a sentarse.
El que acababa de restablecer la paz era claramente el jefe. Era un hombre alto, con el
aspecto ágil y delgado de una cabra montés. También se parecía a las cabras en otros senti -
dos. Su barba era larga y espesa como la del macho cabrío y sus facciones eran toscas: la na-
riz, pesada y aguileña, y la boca, ancha y de expresión cruel. Recuerdo que pensé que proba -
blemente despedía la misma pestilencia que los machos cabríos que Tanus había cazado en la
montaña.
De repente, Tanus me cogió del brazo y me susurró al oído:
–¡Mira eso!
El jefe lucía los ropajes más fastuosos de todos. Su manto tenía rayas rojas y azules, y
sus pendientes eran piedras que resplandecían como la Luna llena. Pero no comprendí qué ex-
citaba tanto a Tanus.
–Su espada –siseó–. ¡Mira la espada!
La estudié por primera vez. Era más larga que las nuestras, con empuñadura de filigrana
de oro, un adorno que hasta entonces jamás había visto. Tenía un protector para la mano, en -
garzado con piedras preciosas. Era una obra de arte que, sin duda, debía de haber ocupado la
vida entera de un artesano.
Sin embargo, no era eso lo que había llamado la atención de Tanus, sino la hoja. De la
longitud del brazo del jefe, estaba hecha de un metal que no era amarillo como el bronce, ni
rojizo como el cobre. Era de un extraño color azul plateado, como las escamas de la perca del
Nilo recién sacada del agua. Tenía incrustaciones de oro, como para destacar su valor único.
–¿Qué es eso? –murmuró Tanus, en un ronco susurro–. ¿Qué metal es ése?
–No lo sé.
El jefe volvió a sentarse frente a su tienda, ahora con la espada sobre las rodillas. Con un
trozo de roca volcánica en forma de falo, empezó a acariciar amorosamente el borde de la
hoja. El metal emitía un chirrido agudo cada vez que la piedra lo tocaba. Ningún bronce resonó
jamás así. Parecía el ronroneo del león cuando descansa.
–La quiero –dijo Tanus–. No descansaré hasta conseguir esa espada.
Le dirigí una mirada asustada, pues nunca le había oído expresarse en ese tono. Al pare-
cer, hablaba en serio. Estaba poseído por una repentina pasión.
–No podemos seguir aquí –le dije en voz baja–. Nos descubrirán. –Le agarré del brazo,
pero se resistió. Miraba fijamente la espada.
286
Río sagrado Wilbur Smith
–Vayamos a echar una ojeada a los caballos –insistí. Por fin me permitió que le alejara.
Llevé a Memnón con la otra mano. Una vez a prudente distancia, rodeamos el campamento y
nos acercamos a los caballos.
Al verlos de cerca, me sentí invadido por una pasión tan desmedida como la que había
concebido Tanus por la espada azul. Eran de una raza diferente a la de los caballos hicsos. Más
altos y mejor proporcionados. Sus cabezas eran nobles y sus ollares más anchos. Yo sabía que
esos ollares eran garantía de empuje y resistencia. Los ojos estaban situados más adelante en
la cabeza y eran más prominentes que los de nuestros animales. Eran unos ojos grandes y
bondadosos, en los que brillaba la inteligencia.
–¡Qué bonitos son! –susurró Memnón–. Observa la postura de la cabeza y el arco de los
cuellos.
Tanus suspiraba por la espada; nosotros deseábamos los caballos con idéntica pasión.
–Un solo semental de esos podría servir a nuestras yeguas –supliqué a cualquier dios que
me estuviera escuchando–. Cambiaría toda esperanza de vida eterna por uno solo de esos se-
mentales.
Uno de los mozos de cuadra miró en nuestra dirección. Enseguida le dijo algo a otro
hombre y empezaron a caminar hacia nosotros. Esta vez no tuve necesidad de insistir: los tres
nos ocultamos tras una roca y nos alejamos arrastrándonos. Encontramos un escondite seguro
río abajo, entre una de las rocas caídas, y de inmediato nos enredamos en una discusión en la
que todos hablábamos y nadie escuchaba.
–Iré a ofrecerle mil deben de oro –juraba Tanus–. Tengo que conseguir esa espada.
–Te matará antes. ¿No te diste cuenta de que la acariciaba como si fuese su hijo primo -
génito?
–¡Esos caballos! –se maravillaba Memnón–. Jamás soñé que existiera belleza semejante.
Horus debe de tener bestias como ésas para que tiren de su carroza.
–¿No visteis cómo se atacaron esos dos? –les previne–. Son hombres salvajes y sedien-
tos de sangre. Serían capaces de arrancaros las entrañas antes de que tuvierais tiempo de
abrir la boca para decir una palabra. Además, ¿qué les podéis ofrecer a cambio? Se darán
cuenta de que somos unos pordioseros.
–Esta noche podríamos robar tres sementales y bajar montados hasta la llanura –propu-
so Memnón y, aunque la idea me resultó atractiva, le contesté en tono severo–: Eres el prínci -
pe heredero de Egipto, no un ladrón.
Memnón me sonrió.
–Con tal de tener uno de esos caballos, estaría dispuesto a cortar cuellos como el peor
bandido de Tebas.
Mientras así discutíamos, oímos de repente voces que se acercaban desde el campamen-
to por la orilla del río. Buscarnos un lugar mejor para ocultarnos.
Las voces se acercaban. Un grupo de mujeres se detuvo a nuestros pies, al borde del
agua. Había tres mujeres mayores y una muchacha. Las mujeres usaban mantos de un tono
pardusco y tiras negras alrededor de la cabeza. Me dio la impresión de que eran sirvientas o
niñeras. No se me ocurrió que pudieran ser carceleras pues trataban a la muchacha con espe -
cial deferencia.
La muchacha era alta y delgada, y al caminar oscilaba como el tallo de un papiro movido
por la brisa del Nilo. Lucía una corta túnica de lana a rayas amarillas y azules, que dejaba al
descubierto sus rodillas. Aunque usaba botas cortas de blando cuero cosido, pude ver que sus
piernas eran delgadas y suaves.
Las mujeres se detuvieron debajo de nuestro escondite y una de las mayores comenzó a
desvestir a la muchacha. Las otras dos llenaron con agua del Nilo los jarros de arcilla que ba-
lanceaban sobre sus cabezas. El río todavía llevaba abundante agua de la crecida. Nadie podía
meterse sin peligro en ese torrente helado. Era evidente que pensaban bañar a la muchacha
con los jarros.
Una de las mujeres le sacó la túnica por encima de la cabeza y la muchacha permaneció
desnuda al borde del agua. Oí jadear a Memnón. Al mirarle, me di sobrada cuenta de que ha -
bía olvidado por completo la idea de robar los caballos.
287
Río sagrado Wilbur Smith
Mientras dos de las mujeres echaban agua sobre el cuerpo de la muchacha, la tercera la
frotaba con un trapo doblado. La chica levantó los brazos por encima de la cabeza y giró lenta-
mente, para permitirles lavarle todo el cuerpo. Reía y chillaba por el frío del agua; tenía piel de
gallina alrededor de los pezones, que eran del tono rubí de los granates, incrustados como
alhajas en sus senos suaves y redondos.
Su pelo era una oscura mata de rizos apretados, su piel del color del corazón de la made -
ra de acacia, una vez que se la aceita para que adquiera su pátina; era de un tostado que res -
plandecía bajo el sol de las montañas.
Las facciones eran delicadas: la nariz fina y cincelada; los labios, suaves y generosos,
pero no gruesos; los ojos, grandes y oscuros, colocados sobre altos pómulos; las pestañas, tan
largas que se enredaban. Era hermosa. Sólo he conocido una mujer más hermosa que ella. De
repente les dijo algo a las mujeres que la acompañaban. Se hicieron a un lado y ella subió con
sus largas piernas hacia donde nos encontrábamos. Antes de llegar a nuestro escondrijo, se
colocó detrás de una roca que la ocultaba de las mujeres, pero desde donde nosotros podía-
mos verla perfectamente. Miró rápidamente a su alrededor, pero no nos vio. El agua helada
debía de haberla afectado, porque se agachó y su propia agua tintineó sobre la roca a sus pies.
Memnón lanzó un suave quejido. Fue instintivo, no intencionado; un sonido de deseo tan
intenso que resultó doloroso. La chica se puso de pie de un salto y miró directamente hacia
donde nos encontrábamos. Memnón estaba de pie a un costado, un poco alejado de Tanus y
de mí. Aunque nosotros seguíamos ocultos, ella le pudo ver a él.
Se miraron fijamente. La muchacha temblaba, mientras le observaba con sus enormes
ojos oscuros. Supuse que correría o gritaría. En lugar de eso, miró por encima del hombro
como para asegurarse de que las otras mujeres no la habían seguido. Después se volvió hacia
Memnón y en voz suave y dulce, le hizo una pregunta, a la vez que tendía una mano en acti-
tud suplicante.
–No comprendo –susurró Memnón, extendiendo sus propias manos en un gesto de impo-
tencia.
La muchacha se le acercó y repitió la pregunta con impaciencia y al ver que Memnón sa-
cudía la cabeza, le tomó una mano y la sacudió. En su agitación alzó la voz. Le estaba pidiendo
algo.
–¡Masara! –Una de las mujeres la había oído–. ¡Masara!
–Obviamente era el nombre de la muchacha, porque hizo un gesto pidiéndole silencio y
cautela a Memnón y se volvió para alejarse. Pero las tres mujeres habían comenzado a trepar
por la pendiente, tras Masara. Hablaban llenas de alarma y agitación, y rodearon juntas la
roca. Se detuvieron en seco al ver a Memnón.
Durante unos instantes nadie se movió, pero las tres mujeres no tardaron mucho en gri-
tar al unísono. La muchacha desnuda parecía dispuesta a correr hacia Memnón, pero dos de
las mujeres la detuvieron; ahora gritaban las cuatro, porque la chica luchaba por liberarse de
las otras.
–Hora de volver a casa –dijo Tanus, cogiéndome del brazo, y yo le seguí de un salto.
En el campamento se elevaron las voces de una multitud de hombres, alertados por los
gritos de las mujeres. Cuando me detuve para mirar atrás, los vi subiendo por la roca. Tam-
bién observé que, en lugar de seguirnos, Memnón se había quedado allí para ayudar a la mu -
chacha.
Las tres mujeres mayores eran grandes y la sostenían con fuerza, redoblando sus gritos.
Aunque Masara hacía esfuerzos desesperados por liberarse, Memnón no conseguía arrancarla
de sus carceleras.
–¡Tanus! –grité–. Memnón tiene problemas.
Volvimos sobre nuestros pasos y, entre ambos, le obligamos a alejarse. Nos siguió a re-
gañadientes.
–Volveré a buscarte –le gritó a la chica, mirando por encima del hombro mientras corría
a nuestro lado–. Sé valiente. Volveré a buscarte.
Cuando hoy en día alguien me asegura que no existe el amor a primera vista, sonrío en
silencio y pienso en ese día en que Memnón vio por primera vez a Masara.
288
Río sagrado Wilbur Smith
En la lucha por alejar de allí a Memnón habíamos perdido tiempo y nuestros perseguido-
res ya estaban muy cerca cuando tomamos por uno de los senderos de cabras, rumbo a la
parte superior de la ladera. Una flecha pasó rozando el hombro de Memnón y chocó contra una
roca. Nos sirvió de acicate para correr con mayor rapidez.
Íbamos en columna por el angosto sendero. Memnón delante, Tanus detrás de él. Yo
marchaba el último y, a causa del peso del cofre de medicamentos que llevaba colgado a la es-
palda, empecé a quedarme atrás. Otra flecha silbó por encima de nuestras cabezas y luego
una tercera se clavó en el cofre que llevaba a mi espalda, con tanta fuerza que me hizo trasta-
billar. Pero el cofre detuvo la flecha que, de otra manera, me hubiera atravesado el cuerpo.
–¡Vamos, Taita! –me gritó Tanus–. ¡Tira ese maldito cofre o te alcanzarán!
Memnón y él ya se me habían adelantado cincuenta pasos y seguían ganando distancia,
pero yo no podía abandonar mi preciado cofre. En ese momento dispararon otra flecha; esta
vez no tuve tanta suerte: se me clavó en el muslo y me despeñé.
Rodé hasta quedar en posición sentada y observé horrorizado la vara que sobresalía del
muslo. Después miré a nuestros perseguidores. A la cabeza iba el jefe de la túnica a rayas que
se había adelantado cien pasos a sus propios hombres. Trepaba por el sendero dando elásticas
zancadas, cubriendo distancias con tanta rapidez como los machos cabríos a los que se parecía
en tantos otros aspectos.
–¡Taita! –exclamó Tanus–. ¿Estás bien? –Se había detenido y miraba hacia atrás preocu-
pado. Memnón había cruzado al otro lado, desapareciendo de nuestra vista.
–¡Me dieron con una flecha! –grité–. Seguid caminando. Dejadme. No os puedo seguir.
Sin dudarlo un momento, Tanus volvió sobre sus pasos, a saltos, hasta donde yo estaba.
El jefe etíope le vio venir y gritó desafiante. Desenvainó la espada azul y trepó empuñándola.
Tanus trató de levantarme.
–No vale la pena. Estoy malherido. Ponte a salvo –le dije, pero el etíope ya casi estaba
sobre nosotros. Tanus me soltó el brazo y desenvainó su propia espada.
Se enfrentaron en una lucha asesina. Yo no abrigaba la menor duda sobre el desenlace
final de aquel duelo, pues Tanus era el guerrero más fuerte y hábil de Egipto. Cuando diera
muerte al etíope estaríamos todos condenados, porque no podíamos esperar compasión por
parte de sus hombres.
El etíope lanzó la primera estocada a la cabeza de Tanus, un golpe imprudente teniendo
en cuenta la destreza de su oponente. La respuesta de Tanus fue, como yo bien sabía, una pa -
rada a la altura de la cabeza, con el consiguiente impulso de su cuerpo destinado a clavar la
punta de la espada en el cuello del jefe etíope. Era uno de los golpes preferidos de Tanus.
Los filos se encontraron, pero no se oyó el ruido del entrechocar de metales. La hoja azul
cortó limpiamente el bronce de Tanus, como si se tratara de la rama verde de un sauce llorón.
Tanus quedó con la empuñadura en la mano y con el recuerdo de lo que una vez fue una larga
y mortífera hoja de bronce.
Tanus quedó sorprendido por la facilidad con que el etíope le había desarmado y fue len-
to en defenderse de la siguiente embestida que llegó con la rapidez del rayo. Saltó hacia atrás
justo a tiempo, pero la punta azul de la espada le hizo un corte largo y superficial en el pecho
desnudo, del que enseguida empezó a manar sangre.
–¡Corre, Tanus! –grité–. ¡Si no corres nos matará a los dos!
El etíope intentó un nuevo ataque, pero yo estaba tumbado en medio del angosto sende-
ro. Tuvo que saltar por encima de mí para llegar hasta Tanus. Cuando lo hizo, le agarré por las
rodillas y lo tiré, enredándonos en una agitada maraña. Mientras se encontraba encima de mí,
el etíope intentó clavarme la punta de la espada en el vientre. Me hice a un lado con tanta vio-
lencia que ambos rodamos fuera del sendero y comenzamos a caer por la inclinada ladera.
Mientras el impulso aceleraba las evoluciones de la caída, aún pude ver por última vez a Ta -
nus, que se asomaba por el borde del sendero; le supliqué en un chillido desesperado:
–¡Corre! ¡Cuida de Memnón!
Las rocas de pizarra y los guijarros sueltos eran tan traicioneros como las arenas movedi-
zas de un pantano; no daban posibilidad de detenerse ni de agarrarse a nada. El etíope y yo
volábamos cada uno por su lado, pero ambos éramos arrastrados hacia el borde del torrente.
Yo estaba magullado y golpeado hasta el borde de la inconsciencia, y allí quedé, lanzando que-
289
Río sagrado Wilbur Smith
jidos, hasta que unas manos rudas me obligaron a levantarme, mientras sobre mi cabeza
caían golpes y maldiciones. El jefe impidió que me mataran y arrojaran mi cuerpo al río. Esta -
ba cubierto de polvo, lo mismo que yo, y la caída le había rasgado el manto, pero todavía em-
puñaba la espada. Los hombres comenzaron a arrastrarme hacia el campamento. Miré deses-
peradamente a mi alrededor y, tirado entre las rocas, vi mi cofre de medicamentos. El arnés
de cuero se había roto.
–Traed eso –ordené a mis captores con toda la fuerza y dignidad que pude reunir, seña -
lándoles el cofre. Los hombres rieron ante mi insolencia, pero el jefe envió a uno de ellos a
buscarlo.
Dos hombres tuvieron que sostenerme pues la flecha me estaba causando un dolor inso-
portable. Cada paso hasta el campamento fue una tortura y, al llegar, me arrojaron violenta-
mente al suelo en el espacio abierto entre el círculo de tiendas.
Entonces discutieron acaloradamente, largo y tendido. Era obvio que les intrigaba mi ori-
gen y los motivos de mi presencia allí; trataban de decidir qué debían hacer conmigo. De cuan-
do en cuando, alguno se levantaba, me daba un puntapié en las costillas y me asediaba a pre-
guntas. Yo permanecía lo más quieto y silencioso posible, para no provocar una violencia ma-
yor.
Hubo un momento de distracción cuando la partida que había ido en busca de Tanus y
Memnón regresó con las manos vacías. Entonces volvieron a oírse gritos con gestos amenaza-
dores hacia mí, mientras intercambiaban amargas recriminaciones e insultos. Me alegró pensar
que habían logrado escapar.
Después de un rato, mis captores recordaron mi presencia y regresaron para desahogar
su frustración en mi persona con más puntapiés y golpes. Por fin el jefe les llamó y les ordenó
que no siguieran torturándome. Después, casi todos perdieron interés por mí y se alejaron. Me
dejaron tumbado en el suelo, cubierto de mugre y contusiones, con la flecha todavía clavada
en el muslo.
El jefe volvió a tomar asiento frente a la tienda más grande, que sin duda era la suya, y,
mientras afilaba su espada, me observaba con expresión tranquila pero inescrutable. De vez
en cuando intercambiaba algunas palabras con uno de sus hombres, pero tuve la impresión de
que el peligro inmediato ya había pasado.
Esperé prudentemente a que se presentara el momento que juzgué indicado y me dirigí
directamente a él. Señalé mi cofre de medicamentos que había sido descuidadamente arrojado
contra una de las tiendas y traté de hablar con voz tranquila, para aplacarlo.
–Necesito mi cofre. Tengo que curarme la herida.
Aunque él no comprendió mis palabras, mis gestos fueron claros. Ordenó a uno de sus
hombres que le alcanzara el cofre. Lo hizo depositar en el suelo, frente a él, y lo abrió. Extrajo
lo que en él había, meticulosamente, examinando con cuidado cada detalle de su contenido.
Cuando algo le llamaba particularmente la atención, lo levantaba y me hacía una pregunta,
que yo trataba de contestar por medio de gestos.
Pareció convencido de que, aparte de los escalpelos, el cofre no contenía nada que ence-
rrara un peligro. No sé si ya se habría dado cuenta de que eran medicamentos. Sin embargo,
le indiqué por señas lo que necesitaba hacer, señalando mi pierna y haciendo como que me
arrancaba la flecha. Se detuvo a mi lado, espada en mano, y me indicó con toda claridad que a
la primera traición me cortaría la cabeza. Sin embargo, me permitió usar los instrumentos.
La flecha había penetrado en mi carne en un ángulo y en una posición tales, que dificul-
taba la extracción. Además, el dolor que yo mismo me infligía al utilizar las cucharas Taita para
atrapar y cubrir la punta de la flecha, me llevó en más de una ocasión al borde del desmayo.
Jadeaba y estaba empapado en sudor, cuando por fin me dispuse a arrancar la flecha. Ya
para entonces, estaba rodeado por la mitad de los hombres del campamento. Obviamente nin -
guno de ellos había visto jamás sacar una flecha así, con tanta facilidad y tan poco daño en el
cuerpo de la víctima. Se impresionaron aún más al ver la destreza con que vendé la herida.
En cualquier nación y en cualquier cultura, hasta en las más primitivas, el que cura y el
médico ocupan un lugar especial. Yo acababa de demostrar mis credenciales de la manera más
convincente y mi posición dentro del campamento etíope sufrió una drástica alteración.
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Río sagrado Wilbur Smith
Por orden del jefe, fui llevado a una de las tiendas donde me acostaron sobre un colchón
de paja. Colocaron el cofre de medicamentos a la cabecera de la cama. Una de las mujeres me
sirvió una comida de cereal, guiso de pollo y espesa leche agria.
Por la mañana, cuando desmontaron las tiendas, me colocaron en una camilla hecha con
dos postes y tirada por un caballo. De esa manera, formé parte de la larga caravana. Así me
arrastraron por senderos irregulares y rodeados de precipicios. Para mi desconsuelo, por la di-
rección del sol, comprobé que íbamos de vuelta a las montañas; temí haberme perdido defini -
tivamente de mi pueblo. El hecho de que fuera médico probablemente me había salvado la
vida, pero al mismo tiempo me concedía un valor tan grande, que era difícil que alguna vez me
liberaran. A partir de ese momento ya no era sólo esclavo de nombre.
A pesar de las sacudidas de la camilla, mi pierna comenzó a sanar, lo que impresionó aún
más a mis captores; no tardaron en traerme a otros integrantes de la comunidad que habían
caído enfermos o heridos.
Curé a un tiñoso y sané un panadizo de un dedo pulgar. Cosí a un hombre que había ga -
nado demasiado apostando con dos amigos de genio vivo. Los etíopes tenían la costumbre de
arreglar todas sus diferencias por medio de la daga. Cuando un caballo arrojó a su jinete en
una hondonada, le entablillé el brazo roto. Soldó bien y mí reputación creció. El jefe etíope me
miró con renovado respeto. A partir de entonces me ofrecían la fuente de comida después de
que él hubiera escogido, pero antes de que se permitiera comer a ningún otro.
Cuando mi pierna cicatrizó hasta el punto de permitirme caminar, me encargaron la di-
rección del campamento. Sin embargo, no permitían que me perdiera de vista. Un hombre ar -
mado me seguía a todas partes y me vigilaba incluso cuando satisfacía mis necesidades ínti-
mas entre las rocas.
Me mantenían apartado de Masara; sólo la veía de lejos al iniciar el viaje de cada día y
cuando acampábamos para pasar la noche. Durante la marcha a través de las montañas íba-
mos separados. Yo cabalgaba cerca de la vanguardia de la caravana, mientras que ella lo hacía
en la retaguardia. Estaba siempre en compañía de sus carceleras y rodeada de guardias arma -
dos.
Cada vez que nos veíamos, Masara me dirigía miradas desesperadas como si, de alguna
manera, yo estuviera en condiciones de ayudarla. Era evidente que se trataba de una prisione-
ra de alto rango. Era una jovencita tan hermosa que a menudo me descubría pensando en ella
y tratando de imaginar la razón de su cautiverio. Llegué a la conclusión de que se trataba de
una esposa mal dispuesta a quien conducían al encuentro de su futuro marido, o bien el rehén
en alguna intriga política.
Sin conocer el idioma, no podía abrigar esperanzas de comprender lo que estaba suce-
diendo, o aprender algo acerca de los etíopes. Me empeñé en aprender la lengua geez.
Tengo oído de músico y lo aproveché. Escuchaba con atención todas las conversaciones
que se mantenían a mi alrededor y reconocía la cadencia y el ritmo de su manera de hablar. Al
poco tiempo, deduje que el nombre del jefe era Arkoun. Una mañana, antes de que la carava-
na se pusiera en marcha, Arkoun impartía órdenes a sus secuaces. Esperé hasta que hubo ter -
minado una larga y ardiente arenga y luego la repetí, con el tono y la cadencia precisos.
Me escucharon en sorprendido silencio y luego estallaron en carcajadas. Rugían de risa y
se golpeaban la espalda unos a otros; las lágrimas les corrían por las mejillas ya que poseían
un sentido del humor directo y poco complicado. Yo no tenía la menor idea de lo que acababa
de decir, pero no cabía duda de que lo había dicho bien.
Gritaban frases de mi discurso y meneaban la cabeza, imitando el modo de hablar pom-
poso de Arkoun. Durante largo rato reinó el desorden, pero por fin Arkoun se acercó y me gritó
una pregunta acusadora. Yo no comprendí una palabra de lo que había dicho pero repetí la
misma pregunta, palabra por palabra.
Esa vez provoqué un verdadero tumulto. La broma era tan graciosa que no se podían
aguantar. Hombres maduros se abrazaban para no caerse de risa, chillaban y se enjugaban los
ojos. Uno de ellos cayó a una fogata y se quemó la barba.
A pesar de que se reían de él, Arkoun también rió y me dio una palmada en la espalda. A
partir de entonces, todos los hombres y mujeres del campamento se convirtieron en mis ma-
estros. Sólo tenía que señalar un objeto para que me dijeran su nombre en geez. Cuando co-
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Río sagrado Wilbur Smith
mencé a unir las palabras para formar frases, me corregían con presteza y se mostraban ex-
traordinariamente orgullosos de mis progresos.
Me llevó cierto tiempo comprender la gramática del idioma. Los verbos se conjugaban de
un modo que no tenía ninguna relación con el egipcio, y el género y los plurales de los sustan-
tivos eran extraños. Sin embargo, en el término de diez días, hablaba geez de una manera
comprensible; incluso había logrado reunir una colección de maldiciones e invectivas.
Mientras aprendía el idioma y curaba sus enfermedades, estudiaba sus costumbres. Eran
jugadores empedernidos y el juego del tablero era para ellos una pasión. Lo llamaban dom,
pero era una forma simplificada y rudimentaria del bao. El número de casillas y la cantidad de
piedras que entraban en el juego eran distintos a los del bao. Pero los objetivos y principios
eran similares.
Arkoun era el campeón de dom de la banda, pero al estudiar su manera de jugar, descu-
brí que no tenía la menor idea acerca de la clásica regla de las siete piedras. Tampoco com -
prendía el protocolo de los cuatro toros. Sin un conocimiento completo de estas reglas, ningún
jugador podía aspirar ni siquiera al tercer grado de los maestros. Medité sobre el riesgo que
podía significar que humillara a un tirano tan lleno de vanidad como Arkoun, pero por fin decidí
que sería la única manera de obtener ascendente sobre él.
La siguiente vez que se instaló frente a su tienda con el tablero, retorciéndose los bigotes
a la espera de que se acercara un contrincante, aparté de un codazo al primer aspirante y me
senté frente a él, de piernas cruzadas.
–No tengo plata para apostar –dije en mi rudimentario geez–. Juego por amor a las pie-
dras.
El asintió con aire grave. Como buen adicto al tablero, comprendía perfectamente ese
sentimiento. La noticia de que Arkoun y yo nos íbamos a enfrentar corrió por el campamento y
todos se acercaron a mirar, riendo y empujándose.
Cuando dejé que Arkoun colocará tres piedras en el castillo del este, se codearon y lanza-
ron risitas de desilusión por lo corto que sería el juego. Una sola piedra más en el este y gana -
ría. No comprendían el significado de los cuatro toros que yo había colocado en el sur. Enton-
ces solté mis toros, que avanzaron invencibles por el tablero, separando las piedras de Arkoun
que carecían de apoyo y aislando el castillo del este. No pudo impedirlo. Cuatro movimientos y
el tablero sería mío. Ni siquiera había tenido necesidad de utilizar la regla de las siete piedras.
Durante algunos instantes se hizo el silencio. Creo que Arkoun tardó un rato en compren-
der la enormidad de su derrota. Cuando se dio cuenta, se puso en pie y desenvainó la espada.
En aquel momento temí haber hecho mal mis cálculos. Supuse que me cortaría la cabeza, o
que por lo menos me rebanaría un brazo. Alzó la espada y luego la bajó con un grito de furia.
Con una docena de golpes convirtió el tablero en astillas y diseminó las piedras por todo el
campamento. Después se encaminó hacia las rocas, tironeándose la barba y profiriendo ame-
nazas de muerte contra mi persona en dirección a los altos riscos, que las repetían a lo largo
de los valles en una serie de ecos cada vez más débiles.
Transcurrieron tres días antes de que Arkoun volviera a instalar el tablero. Me indicó por
señas que ocupara de nuevo el lugar de su oponente. El pobre hombre no sospechaba lo que le
esperaba.
Día a día aumentaban mis conocimientos del idioma geez y por fin llegué a comprender a
mis captores y el motivo de aquel largo viaje a través de cañones y gargantas.
Había subestimado a Arkoun. No era un jefe, sino un rey. Su nombre completo era
Arkoun Gannouchi Maryam, Negusa Naghast, Rey de Reyes y gobernante del Estado etíope de
Aksum. Poco después supe que en aquellas tierras, cualquier bandido con cien caballos y cin-
cuenta esposas podía autodenominarse rey y que podía haber veinte Reyes de Reyes al mismo
tiempo, alborotando por conquistar tierras y botín. El vecino más cercano de Arkoun era un tal
Preste BeniJuan, quien también declaraba ser Rey de Reyes y gobernante del Estado etíope de
Aksum. Por lo visto existía cierta dosis de rivalidad entre ambos monarcas. Habían librado va-
rias batallas pero ninguna había sido definitiva.
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Río sagrado Wilbur Smith
Masara era la hija preferida del Preste BeniJuan. Había sido secuestrada por otro bando-
lero, uno de los que aún no se había coronado ni adoptado el título obligatorio de Rey de Re-
yes. En un acuerdo comercial, Masara le fue vendida a Arkoun a cambio de una carga de ba -
rras de plata. Arkoun tenía intención de utilizarla para ganar terreno al padre. Por lo visto, la
toma de rehenes y el pago de rescate jugaban un papel muy importante en los asuntos de Es-
tado de Etiopía.
No pudiendo confiar tan valioso rehén a ninguno de sus hombres, Arkoun fue personal-
mente a tomar posesión de la princesa Masara. Nuestra caravana la llevaba de regreso a la
fortaleza de Arkoun. Pude reunir ésta y otras informaciones por mediación de las esclavas que
me traían la comida y por conversaciones mantenidas sobre el tablero de dom. Cuando llega-
mos a Amba Kamara, la fortaleza del rey Arkoun Gannouchi Maryam, ya era un experto en la
compleja política de los distintos estados etíopes de Aksum y de los numerosos pretendientes
al trono del imperio.
La excitación hacía presa en la caravana a medida que nos aproximábamos al fin de
nuestro viaje. Por fin trepamos por el angosto y serpenteante camino, no más ancho que un
simple sendero de cabras, que conducía a la cima de otra amba. Estas ambas eran los macizos
que formaban las cadenas montañosas del centro de Etiopía. Cada una era una montaña acha-
tada, con escarpadas laderas que caían en picado hasta el valle que la separaba de la siguiente
montaña.
Al estar al borde del precipicio, me resultó fácil comprender que aquellas tierras estuvie-
ran fragmentadas en tantos pequeños reinos y principados. Cada amba constituía una fortaleza
natural e inexpugnable. El hombre que se encontraba allí arriba era invencible y bien podía au-
todenominarse rey sin miedo a ser desafiado.
Arkoun cabalgaba a mi lado y señaló las montañas del sur.
–Ahí está el escondrijo de ese ladrón de caballos, Preste BeniJuan, el más traicionero de
los hombres. –Escupió en dirección a su rival.
Arkoun era un hombre de considerable crueldad y dado a la traición. Si consideraba que
Preste BeniJuan era su maestro, el padre de Masara debía de ser un hombre formidable. Cru-
zamos la meseta de Amba Kamara, a través de algunos pueblos de chozas de paredes de pie -
dra y campos sembrados con sorgo y trigo. Los campesinos eran sujetos altos, de pelo rizado;
iban armados con espadas y redondos escudos de cobre. Parecían tan feroces y guerreros
como cualquiera de los hombres que integraban nuestra caravana.
En el otro extremo del amba, el sendero nos condujo hasta la fortaleza natural más ex-
traordinaria que yo haya visto nunca. En la meseta principal de la montaña, la erosión había
formado un contrafuerte rodeado de precipicios abismales.
Un angosto camino cruzaba el precipicio, un arco natural de piedra que lo unía a la mese-
ta. El sendero era tan angosto que cuando un caballo empezaba a cruzarlo no podía dar la
vuelta hasta haber llegado al otro lado.
El precipicio tenía trescientos metros de profundidad y caía directamente sobre la gar-
ganta del río. Los caballos se acobardaban de tal manera que los jinetes se veían obligados a
desmontar, vendarles los ojos y cruzarlos llevándolos de la brida. Cuando me encontraba a mi-
tad de camino comencé a temblar, presa del vértigo; no me atrevía a mirar al vacío. Tuve que
apelar a toda mi fuerza de voluntad para seguir caminando en lugar de arrojarme al suelo y
aferrarme a las rocas que había bajo mis pies.
En la cima de la roca había un grotesco castillo de bloques de piedra y techos de paja.
Las ventanas abiertas estaban cubiertas con cortinas de cuero, y las aguas residuales que
salían del castillo ensuciaban el acantilado.
Cadáveres de hombres y mujeres festoneaban las almenas, como gallardetes que deco-
rasen un festival macabro. Algunos colgaban allí desde hacía tanto tiempo que sus huesos ha -
bían sido blanqueados por los cuervos que sobrevolaban el precipicio. Algunas víctimas todavía
estaban vivas y contemplé horrorizado sus últimos y débiles movimientos. Sin embargo, la
gran mayoría estaban muertos y en diferentes estados de descomposición. El olor a carne pu-
trefacta era tan intenso que ni siquiera el viento que gemía permanentemente lograba disper -
sarlo.
El rey Arkoun decía que los cuervos eran sus pollos. A veces les ponía el alimento sobre
los muros, otras les arrojaba comida desde el sendero elevado hacia la garganta. El grito que
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Río sagrado Wilbur Smith
lanzaba una víctima infortunada al caer en las profundidades era otra característica de nuestra
vida en la cumbre de Adbar Seged, La Casa de la Canción del Viento.
Estas ejecuciones, las palizas, la amputación de manos o pies y arrancar lenguas con te-
nazas al rojo vivo eran las principales diversiones del rey Arkoun cuando no estaba jugando al
dom o planeando un ataque a algún Rey de Reyes vecino. Con frecuencia Arkoun empuñaba
personalmente el hacha o las pinzas, y sus risotadas eran tan estridentes como los gritos de
sus víctimas.
En cuanto nuestra caravana cruzó el puente e hizo su entrada en el patio central de
Adbar Seged, Masara fue rápidamente apartada por sus carceleras, que se internaron con ella
en el laberinto de pasajes de piedra. Yo fui conducido a mis nuevas habitaciones, que lindaban
con las de Arkoun.
Me instalaron en una celda de piedra, oscura y llena de corrientes de aire. De la chime-
nea salía un humo espeso que ennegrecía las paredes pero despedía escaso calor. Aunque
usaba la ropa de lana de la región, en Adbar Seged siempre tuve frío. ¡Cómo extrañaba el sol
del Nilo y el oasis brillante que era mi Egipto! Sentado sobre aquellas almenas castigadas por
el viento, añoraba a mi familia, a Memnón, a Tanus, a mis pequeñas princesitas, pero sobre
todo a mi ama. A veces despertaba durante la noche con las mejillas empapadas en lágrimas y
debía cubrirme la cabeza con la frazada de piel de oveja para que Arkoun no escuchara mis so-
llozos a través del grueso muro de piedra.
A menudo le suplicaba que me pusiera en libertad. Pero ¿por qué me quieres abandonar,
Taita?
–Quiero volver con mi familia.
–Ahora, tu familia soy yo –contestaba riendo–. Yo soy tu padre.
Le hice una apuesta. Si le ganaba cien partidas sucesivas de dom, me dejaría ir y me
proporcionaría una escolta hasta las grandes llanuras del Nilo. Cuando gané el centésimo jue-
go, lanzó una risita y meneó la cabeza, sorprendido de mi candor.
–¿Dije cien? Creo que no. Creo que dije mil. –Se volvió hacia sus acólitos–. ¿La apuesta
no fue por mil?
–¡Por mil! –corearon ellos–. ¡La apuesta fue por mil!
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Río sagrado Wilbur Smith
–Es peor de lo que temía –Me volví hacia sus guardianas y les hablé en geez–. Si queréis
que la salve, necesito mi cofre. Id a buscarlo inmediatamente.
Las mujeres se encaminaron rápidamente hacia la puerta. Agaché la cabeza y dije a Ma-
sara en voz baja:
–Eres una chica inteligente y una excelente actriz. ¿Cómo lograste vomitar? ¿Te hiciste
cosquillas en la garganta con una pluma?
Ella sonrió y contestó, también en susurros:
–No se me ocurrió mejor manera de encontrarme contigo. Cuando las mujeres me dije-
ron que habías aprendido a hablar en geez, supe que podríamos ayudarnos mutuamente.
–Espero que sea posible.
–¡He estado tan sola! Hasta la posibilidad de conversar con un amigo será una alegría. –
Su confianza era tan espontánea que me emocionó–. Tal vez entre los dos logremos encontrar
una manera de salir de este espantoso lugar.
En aquel momento oímos regresar a las mujeres. Sus voces retumbaban en los pasillos
exteriores. Masara me cogió la mano.
–¿Eres mi amigo, verdad? ¿Volverás a verme?
–Lo soy y lo haré.
–¡Rápido! Dímelo antes de irte. ¿Cómo se llama?
–¿Quién?
–El que estaba contigo junto al río. El que parece un joven dios.
–Se llama Memnón.
–¡Memnón! –Repitió el nombre con reverencia–. Es un nombre maravilloso. Como él.
Las mujeres entraron en tropel en la habitación y Masara apretó su estómago sano y lan-
zó un quejido, como si estuviera al borde de la muerte. Mientras meneaba la cabeza con aire
preocupado, preparé un tónico de hierbas que de todos modos le haría bien y dije que volvería
por la mañana.
Al día siguiente, el estado de Masara había mejorado y pude permanecer un buen rato
con ella. Sólo una de las cancerberas estaba presente y pronto se aburrió y se alejó al otro ex-
tremo de la habitación. Masara y yo pudimos intercambiar algunas palabras en voz baja.
–Memnón me dijo algo. Pero no lo entendí. ¿Qué dijo?
–Dijo: «Volveré a buscarte. Sé valiente. Volveré en tu busca.»
–No es posible que lo haya dicho con seriedad. No me conoce. Sólo me vio un momento.
–Meneó la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas– ¿Crees que hablaba en serio, Taita? –
Lo dijo con un tono de súplica que me conmovió y no pude permitir que sufriera más de lo que
ya había padecido.
–Memnón es el príncipe heredero de Egipto y un hombre de honor. Jamás lo habría dicho
si no lo pensara.
Esas fueron las únicas frases que pudimos intercambiar, pero al día siguiente regresé. Lo
primero que me preguntó fue:
–Vuelve a contarme lo que dijo Memnón. –Y tuve que repetir su promesa.
Le dije a Arkoun que la salud de Masara estaba mejorando, pero que era necesario per-
mitirle pasear todos los días por las almenas.
–En caso contrario no me hago responsable de su estado de salud.
Lo pensó durante un día entero. Sin embargo, Masara era una propiedad valiosa, por la
que había pagado un caballo cargado de barras de plata, así que finalmente dio su permiso.
A medida que los guardias se acostumbraron a vernos juntos, nuestros paseos fueron
alargándose. Por fin, Masara y yo pudimos pasar casi todas las mañanas haciéndonos compa-
ñía, conversando interminablemente.
Masara quería saberlo todo acerca de Memnón y yo me esforzaba por recordar anécdotas
que pudieran entretenerla. Ella tenía sus preferidas, que me obligaba a repetirle hasta que las
aprendió de memoria; incluso llegó a corregirme si modificaba algún detalle. Disfrutaba espe-
cialmente con la narración de cómo nos había rescatado a Tanus y a mí del ataque del viejo
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Río sagrado Wilbur Smith
elefante macho y del acto solemne en que recibió el Oro del Valor como reconocimiento a
aquel heroico acto.
–Háblame de su madre, la reina –y enseguida añadió–: Háblame de Egipto. Háblame de
tus dioses. Háblame de la época en que Memnón era un bebé. –Sus preguntas siempre volvían
a él y yo me alegraba de hablarle de todos, porque los echaba de menos. Hablar de ellos me
producía la sensación de tenerlos más cerca.
Una mañana la encontré angustiada.
–Anoche tuve una pesadilla. Soñé que Memnón venía a buscarme pero yo no comprendía
una palabra de lo que decía. Debes enseñarme a hablar egipcio, Taita. Empezaremos hoy mis-
mo. ¡Ahora mismo!
Estaba desesperada por aprender y era una chica inteligente. Progresó muy rápido. No
tardamos en hablar entre nosotros solamente en egipcio. Además, nos resultaba útil para
mantener conversaciones privadas en presencia de los guardias.
Cuando no hablábamos de Memnón, analizábamos nuestras posibilidades de huir. Por su-
puesto que era algo en lo que yo pensaba desde nuestra llegada a Adbar Seged, pero me re-
sultaba de gran ayuda que ella pensara en lo mismo.
–Aun en el caso de que lográramos huir de esta fortaleza, es imposible cruzar las monta-
ñas sin ayuda –me advirtió–. Los senderos son como una madeja de lana enmarañada. Jamás
lograrías desenredarla. Cada clan está en guerra con su vecino. No confían en desconocidos y
te cortarían el cuello en la creencia de que eres un espía.
–¿Entonces, qué podemos hacer? –pregunté.
–Si logras huir, debes recurrir a mi padre. El te protegerá y te guiará de regreso a tu
pueblo. Entonces le dirás a Memnón dónde estoy y él vendrá a salvarme. –Lo dijo con tanta
confianza, que no me atreví a mirarla a los ojos.
En aquel momento comprendí que Masara se había creado una imagen de Memnón que
no correspondía a la realidad. Estaba enamorada de un dios y no de un muchacho tan joven e
inexperto como ella. El responsable era yo y mis historias acerca del príncipe. Ahora no podía
herirla y deshacer sus ilusiones diciéndole lo lejos que estaban todas aquellas fantasías de la
realidad.
–Si yo recurro al Preste BeniJuan, creerá que soy uno de los espías de Arkoun. Me hará
cortar la cabeza –dije, tratando de evitar la responsabilidad que me imponía.
–Te indicaré lo que debes decirle. Cosas que sólo él y yo sabemos. Eso le demostrará que
eres mi mensajero.
Acababa de bloquearme aquella vía de escape, de manera que intenté otra.
–¿Y cómo encontraría el camino hasta la fortaleza de tu padre? Me dijiste que los sende -
ros son como una madeja de lana enredada.
–Yo te explicaré cómo llegar. Eres tan inteligente que recordarás cada una de mis pala -
bras.
Para entonces, le tenía casi tanto cariño como el que les profesaba a mis princesitas. Es -
taba dispuesto a correr cualquier riesgo con tal de evitarle un daño. Me recordaba tanto a mi
ama a su misma edad, que me sentí incapaz de negarle nada.
–Está bien. Explícamelo. –Y así comenzamos a planear nuestra huida. Para mí no era
más que un juego para mantener latentes sus esperanzas y su estado de ánimo optimista. En
el fondo no tenía esperanzas de hallar una manera de salir de aquella fortaleza.
Hablamos de la posibilidad de hacer una soga para bajar por el acantilado, pero cada vez
que desde mi celda miraba el precipicio, me estremecía. Masara comenzó a coleccionar trozos
de lana y de tela que ocultaba bajo su colchón. Pensaba trenzar la soga con ellos. No me atreví
a decirle que una soga del grosor necesario para sostener nuestro peso y del largo suficiente
para conducirnos al fondo del precipicio, llenaría su celda hasta el techo.
Durante dos largos años languidecimos en las alturas de Adbar Seged y nunca pudimos
encontrar una manera de huir. A pesar de todo, Masara nunca perdió la esperanza. Un día me
preguntó:
–¿Qué me dijo Memnón? Vuelve a contarme lo que prometió.
–Dijo: «Volveré en tu busca. Sé valiente.»
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Río sagrado Wilbur Smith
La noche antes de la batalla, Arkoun me retuvo hasta tarde en su tienda. Mientras impar-
tía las últimas órdenes a sus comandantes, no cesaba de afilar su espada azul. De vez en
cuando se cortaba algún pelo del brazo y asentía con satisfacción.
Por fin untó la hoja con grasa de carnero. Aquel extraño metal azul plateado debía con-
servarse siempre engrasado; en caso contrario se cubría de un polvo rojo, como si sangrara.
La espada azul había llegado a ejercer tanta fascinación sobre mí como sobre Tanus.
Cuando se encontraba de buen humor, Arkoun me permitía empuñarla. Sorprendían su peso y
el filo de la hoja. Imaginé los estragos que podría causar en manos de un espadachín como Ta-
nus. Sabía que, si volvíamos a encontrarnos, Tanus exigiría que se la describiera con todo de-
talle, de modo que interrogué a Arkoun, quien nunca se cansaba de presumir de su arma.
Me contó que la espada había sido fraguada en el corazón de un volcán por uno de los
dioses paganos de Etiopía. El bisabuelo de Arkoun la había ganado al dios en una partida de
dom que había durado veinte días y veinte noches. Era una historia plausible, a excepción del
detalle de la partida de dom. Si el bisabuelo de Arkoun jugaba como su bisnieto, el dios que
perdió la espada debía de ser bastante estúpido.
Arkoun solicitó mi opinión sobre sus planes para la batalla del día siguiente. Me sabía
erudito en tácticas militares. Le dije que su plan era brillante. Los etíopes sabían tanto acerca
de tácticas militares como sobre el juego del dom. Claro que el terreno no permitía el aprove-
chamiento total de los caballos y además no contaban con carros; sus batallas se desarrolla-
ban de una manera inconexa y caprichosa.
La gran estrategia de Arkoun para el día siguiente consistía en dividir sus fuerzas en cua-
tro grupos que se ocultarían entre las rocas para salir repentinamente, apoderarse de algunos
rehenes, degollar unos cuantos enemigos y huir.
–Eres uno de los grandes generales de la historia –le dije para halagarlo–. Me gustaría
tener un papiro para exaltar tu genio. –Le gustó la idea y prometió proporcionarme los mate-
riales necesarios en cuanto regresáramos a Adbar Seged.
Por lo visto, el Preste BeniJuan era tan buen estratega como él. A la mañana siguiente
nos enfrentamos en un amplio valle rodeado de laderas verticales. El campo de batalla había
sido previamente convenido por mutuo acuerdo. Antes de nuestra llegada, el Preste BeniJuan
ya había tomado posiciones en un extremo del valle. Se adelantó para insultar y desafiar a
Arkoun desde una prudente distancia.
El Preste BeniJuan era flaco como una estaca, de larga barba blanca y rizos plateados
que le llegaban a la cintura. En la distancia me resultó imposible distinguir con claridad sus
facciones, pero las mujeres me habían dicho que, de joven, había sido uno de los sujetos más
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Río sagrado Wilbur Smith
apuestos de Etiopía y que tenía doscientas esposas. Algunas mujeres se suicidaron por amor a
él. Tuve la clara impresión de que empleaba mejor su talento en el harén que en el campo de
batalla.
Una vez que el Preste BeniJuan terminó con lo que tenía que decir, Arkoun avanzó y le
replicó con largueza. Sus floridos y poéticos insultos chocaban contra los acantilados y resona -
ban en las gargantas. Me esforcé por grabar algunos en mi memoria, pues eran dignos de re-
cordar.
Cuando Arkoun terminó su diatriba, supuse que comenzaría la batalla. Pero me equivoca-
ba. En cada bando había varios guerreros que también deseaban hablar. Me quedé dormido
contra una roca, bajo el cálido sol, sonriendo al imaginar cómo se divertirían Tanus y sus Azu-
les si tuvieran que vérselas con aquellos campeones de la retórica.
Caía la tarde cuando desperté sobresaltado al oír el entrechocar de armas. Arkoun acaba-
ba de lanzar su primer asalto. Uno de sus destacamentos avanzó hacia las posiciones del Pres -
te BeniJuan, batiendo las espadas contra los escudos de bronce. Al poco rato, regresaban a su
punto de partida sin haber infligido ni sufrido baja alguna.
Después de intercambiar otra serie de insultos, le llegó el turno de atacar al Preste Beni-
Juan. Cargó y se retiró con idéntico vigor y similares resultados. Así transcurrió el día, insulto
tras insulto, carga tras carga. Al caer la noche, ambos ejércitos se retiraron. Acampamos al pie
del valle y Arkoun me mandó llamar.
–¡Qué batalla! –exclamó con tono triunfante al verme entrar en su tienda–. Transcurrirán
muchos meses antes de que el Preste BeniJuan se atreva a desafiarme de nuevo.
–¿Mañana no proseguirá la batalla? –pregunté.
–Mañana regresaremos a Adbar Seged –me informó–, y escribirás una narración comple-
ta de mi victoria en tus papiros. Espero que, después de esta resonante derrota, el Preste Be-
niJuan no tarde en rendirse.
Siete de nuestros hombres habían resultado heridos en aquel feroz encuentro, todos por
flechas disparadas desde gran distancia. Las extraje, limpié y vendé las heridas; al día siguien-
te me encargué de que los heridos se cargaran en camillas y me situé a su lado mientras ini -
ciábamos el camino de regreso.
Uno de los hombres estaba herido en el vientre y sufría grandes dolores. Supe que en
menos de una semana la gangrena le mataría, pero hice todo lo posible por aliviar sus sufri-
mientos y amortiguar los golpes de la camilla en los tramos más abruptos del sendero.
A última hora de la tarde llegamos a un vado del río, el mismo que habíamos cruzado en
nuestro camino hacia la batalla con BeniJuan. Reconocí el vado en la descripción que Masara
me había hecho del terreno y la ruta hacia la fortaleza de su padre. El río era uno de los nume -
rosos tributarios del Nilo que descendían de las montañas. Los días anteriores había llovido y el
vado era profundo.
Empecé a cruzarlo, junto a la camilla de mi paciente. Ya deliraba. A mitad del vado com-
prendí que habíamos subestimado la altura y fuerza del agua. La corriente volteó la camilla y
arrastró al pobre caballo hacia aguas más profundas donde sus cascos perdieron contacto con
la grava del fondo.
Yo me había colgado de los arneses y, en cuestión de segundos, tanto el caballo como yo
nadábamos. La corriente de agua helada y verdosa nos arrastraba arroyo abajo. El herido cayó
de la camilla y, al tratar de alcanzarlo, solté el arnés del caballo. La corriente nos separó.
El herido desapareció bajo la superficie pero, para entonces, yo sólo intentaba nadar para
salvar mi propia vida. Me puse de espaldas con los pies bajo el agua. De ese modo podía utili-
zarlos para alejarme de las rocas contra las que me impulsaba la corriente. Algunos hombres
de Arkoun corrieron tras de mí a lo largo de la orilla pero pronto el río hizo una curva pronun -
ciada y no encontraron manera de rodear el acantilado. El caballo y yo estábamos solos.
Más allá del meandro, la corriente era más suave y pude nadar hasta el caballo. De mo -
mento estaba a salvo. Comprendí que los dioses me habían dado la oportunidad de huir. Mur-
muré una oración de agradecimiento y utilicé la crin del caballo para dirigirlo por el centro del
río.
Había oscurecido cuando dirigí el caballo hacia una playa arenosa. Habíamos recorrido
varios kilómetros. Juzgué que se trataba de un lugar seguro donde, al menos hasta la mañana
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Río sagrado Wilbur Smith
siguiente, los hombres de Arkoun no me seguirían para volver a capturarme. Jamás se aventu -
rarían por la garganta en plena oscuridad. Pero tenía tanto frío que mi cuerpo se estremecía,
presa de espasmos incontrolables.
Conduje al caballo a un lugar protegido del viento y me apoyé contra sus flancos. Poco a
poco, su calidez fue penetrando en mi cuerpo hasta que dejé de temblar. Cuando entré en ca-
lor, reuní un poco de leña. Utilizando el método de los shilluks, logré encender un fuego con
gran dificultad. Extendí mi ropa para que se secara y me tumbé junto a las llamas para pasar
la noche.
En cuanto la luz del amanecer iluminó el sendero, me vestí y monté. Me alejé del río,
pues sabía que los hombres de Arkoun concentrarían la búsqueda a lo largo de las orillas.
Dos días después, siguiendo las instrucciones de Masara, llegué a uno de los pueblos for-
tificados en lo alto de una montaña, dentro de los dominios del Preste BeniJuan. El jefe del
pueblo expresó su intención de degollarme sin pérdida de tiempo y apropiarse de mi caballo.
Utilicé todo mi poder de persuasión y conseguí que me condujera a la fortaleza del Preste Be -
niJuan, aunque, eso sí, se quedó con el caballo.
Los guías que me escoltaban hablaban del Preste BeniJuan en términos cálidos y afectuo-
sos. Los pueblos que cruzamos en el camino eran más limpios y prósperos que los de Arkoun.
El ganado estaba más gordo, los campos bien trabajados y la gente mejor alimentada. Los ca-
ballos que vi eran magníficos. La belleza de aquellos animales era tan grande que al verlos se
me llenaban los ojos de lágrimas.
Cuando por fin divisamos el castillo, en lo alto de otra amba, comprobé que se encontra-
ba en mejor estado de conservación que el de Arkoun y que de sus muros no colgaban espe-
luznantes trofeos.
De cerca, el Preste BeniJuan era, sin duda, un hombre apuesto. Su pelo y barba platea -
dos le conferían un singular aire de dignidad. Su tez era clara y los ojos oscuros e inteligentes.
Al principio se mostró sumamente escéptico con respecto a mi historia, pero poco a poco, a
medida que le fui recitando los detalles íntimos que me había contado Masara, su trato se fue
modificando. Se mostró profundamente afectado por el mensaje de amor y obediencia que su
hija le enviaba y me interrogó con ansiedad respecto a su estado de salud y a su bienestar.
Luego sus sirvientes me condujeron a habitaciones que, de acuerdo a los cánones etíopes,
eran francamente suntuosas y me dieron ropa limpia de lana.
Una vez comido y descansado, los sirvientes me llevaron de regreso a la celda húmeda y
llena de humo que era la sala de audiencias del Preste BeniJuan.
–Majestad, hace dos años que Masara es prisionera de Arkoun –señalé de inmediato–. Es
una criatura joven y tierna. Sufre mucho en aquellas mazmorras malolientes. –Bordé un poco
la realidad para que el padre comprendiera lo difícil que era la situación de su hija.
–He intentado reunir el rescate que Arkoun pide por mí hija –se excusó el Preste Beni-
Juan–. Pero para satisfacer la avaricia de ese tirano tendría que fundir todos los objetos de
plata que hay en Aksum. Además, exige gran cantidad de tierras y buena parte de mis pueblos
principales. Cedérselos significaría debilitar mi reino y condenar a miles de mis súbditos a su
tiranía.
–Yo podría conducir a tu ejército hasta Adbar Seged. Podrías sitiar el castillo y obligarle a
devolverte a Masara.
El Preste BeniJuan pareció sorprendido ante aquella proposición. No creo que se le hubie-
ra ocurrido semejante posibilidad. No concordaba con la forma de guerrear que tenían los etío-
pes.
–Conozco muy bien Adbar Segel, pero es inexpugnable –me contestó–. Arkoun está res-
paldado por un fuerte ejército. Hemos librado fieras batallas contra él. Mis hombres son verda-
deros leones, pero nunca hemos podido vencerlo. –Yo había visto a los leones del Prester Beni-
Juan en plena batalla y supe que su estimación de la situación era correcta. El ejército que co -
mandaba jamás podría abrigar la esperanza de atacar Adbar Seged y liberar a Masara por la
fuerza de las armas.
Al día siguiente, le presenté otra propuesta.
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Río sagrado Wilbur Smith
–Gran Emperador de Aksum, Rey de Reyes, como bien sabes, vengo de la nación egipcia.
La reina Lostris, regente de Egipto, se encuentra con sus ejércitos en la confluencia de los dos
ríos, allí donde el Nilo se encuentra con su mellizo.
El asintió.
–Lo sé. Esos egipcios han entrado en mi territorio sin mi permiso. Cavan minas en mis
valles. Pronto caeré sobre ellos y los aniquilaré.
En aquel momento el sorprendido fui yo. El Preste BeniJuan estaba enterado de los tra-
bajos que se realizaban para cavar la tumba del faraón y nuestro pueblo corría el riesgo de ser
atacado. Por lo tanto, modifiqué con rapidez la propuesta que iba a hacerle.
–Mi pueblo es hábil en el arte de los sitios y la guerra –expliqué–. Tengo influencia sobre
la reina Lostris. Si me envías de regreso a su lado, a salvo, la convenceré para que te haga
partícipe de su amistad. Sus tropas podrían atacar la fortaleza de Adbar Seged y liberar a tu
hija.
Pese a que el Preste BeniJuan intentó disimularlo, me di cuenta de que mi ofrecimiento le
agradaba.
–¿Y qué exigiría tu reina a cambio de su amistad? –preguntó con cautela.
Regateamos durante cinco días, pero por fin hicimos un trato.
–Permitirás que la reina Lostris continúe su trabajo en el valle y lo declararás zona prohi -
bida. Tu pueblo no podrá entrar en él bajo pena de muerte –le dije. Aquello era en beneficio de
mi ama. Aseguraría que la tumba del faraón no fuese profanada.
–Estoy de acuerdo –dijo el Preste BeniJuan. –Entregarás a la reina Lostris dos mil caba-
llos que yo elegiré entre tus manadas. –Aquello era en mi propio beneficio.
–Mil –contestó el rey.
–Dos mil –insistí con firmeza.
–De acuerdo –dijo el Preste BeniJuan.
–Una vez que quede en libertad, a la princesa Masara le será permitido casarse con el
hombre que elija. Tú no lo prohibirás. –Aquello era en beneficio de Memnón y la chica.
–Eso va en contra de nuestras costumbres –suspiró él–. Pero acepto.
–Cuando los capturemos, Arkoun y la fortaleza de Adbar Seged serán para ti–. La expre-
sión del rey se hizo más alegre y asintió vigorosamente–. Finalmente, los egipcios podremos
quedarnos todos los botines de guerra que quitemos a Arkoun, incluyendo la legendaria espa-
da azul. –Aquello era en beneficio de Tanus.
–Estoy de acuerdo –dijo el Preste BeniJuan, y comprendí que creía haber hecho un exce-
lente negocio.
Me dio una escolta de cincuenta hombres y al día siguiente inicié el regreso a Qebui,
montado en un excelente semental que el rey me dio como regalo de despedida.
Todavía estábamos a cinco días de viaje de Qebui cuando vi la nube de polvo que se
acercaba velozmente por la llanura. Luego vi los carros que bailoteaban en el espejismo produ-
cido por el calor. A medida que se acercaban, se desplegaban en formación de ataque y a
pleno galope. Era un espectáculo hermoso. La separación entre los vehículos era tan exacta
que parecían formar un collar de cuentas. Me pregunté quién los mandaría. Cuando estuvieron
más cerca, me protegí los ojos del sol y mi corazón saltó dentro del pecho al reconocer los ca-
ballos que tiraban del carro que iba en cabeza. Eran Roca y Cadena, mis preferidos. Sin em-
bargo, no reconocí inmediatamente al auriga que los manejaba. Hacía casi tres años que no
veía a Memnón. La diferencia de edad entre los diecisiete y los veinte años es la diferencia que
hay entre un muchacho y un hombre.
Me había acostumbrado a cabalgar con silla y estribos, al estilo de los etíopes, de modo
que me alcé sobre los estribos y saludé. Al reconocerme, Memnón azuzó a los caballos que se
lanzaron al galope.
–¡Mem! –aullé–. ¡Mem! –Y el viento me trajo su respuesta.
–¡Tata! ¡Por la dulce leche de Isis, eres tú!
300
Río sagrado Wilbur Smith
Detuvo los caballos, saltó al suelo y me desmontó. Primero me abrazó, luego me mantu -
vo a distancia con sus brazos y ambos nos estudiamos con avidez.
–Estás pálido y flaco, Tata. Te sobresalen los huesos. ¿Y eso que veo son canas? –pre -
guntó, señalándome las sienes.
Ya era más alto que yo, de cintura estrecha y hombros anchos. Su piel, tostada por el sol
y aceitada, era del tono del ámbar bruñido. La risa le tensaba los músculos del cuello. Lucía
pulseras de oro y el Oro del Valor alrededor del pecho desnudo. Aunque parecía imposible, es -
taba más guapo que la última vez que lo vi. Me recordaba a un leopardo, elástico y elegante.
Me levantó por el aire y me depositó en el carro.
–Toma las riendas –ordenó–. Quiero comprobar si has perdido tu antigua habilidad.
–¿Hacia dónde? –pregunté.
–Hacia el oeste, rumbo a Qebui, por supuesto –ordenó–. Mi madre se enfadará si no te
llevo directamente con ella.
Aquella noche permanecimos juntos, sentados frente a una fogata, lejos de los demás
oficiales para poder conversar en privado. Estuvimos un rato en silencio, contemplando el brillo
plateado de las estrellas y por fin Memnón dijo:
–Cuando creí haberte perdido, fue como si hubiera perdido parte de mi propio ser. Estás
entretejido con los primeros recuerdos de mi existencia.
Yo, que soy tan versado en las palabras, no pude encontrar ninguna para responderle.
Volvimos a quedar en silencio hasta que apoyó una mano sobre mi hombro.
–¿Has vuelto a ver a aquella chica? –preguntó; la fuerza con que asía mi hombro des-
mentía su tono de indiferencia. – ¿Qué chica? –me burlé.
–La que estaba en el río el día en que nos separamos. –¿Había una chica? –pregunté,
frunciendo el entrecejo, como si me esforzara por recordar–. ¿Cómo era?
–Su rostro era un lirio oscuro y su piel del color de la miel silvestre. La llamaban Masara
y su recuerdo sigue desvelándome.
–Su nombre completo es Masara BeniJuan –informé–, y he estado prisionero con ella du-
rante dos años en la fortaleza de Adbad Seged. Allí aprendí a amarla, porque su naturaleza es
aún más dulce que su rostro.
Entonces Memnón me zarandeó sin piedad.
–¡Dime todo lo que sepas de ella, Tata! Absolutamente todo. No omitas un solo detalle.
Así que permanecimos el resto de la noche sentados junto al fuego, hablando de la mu-
chacha. Le conté que, por él, había aprendido a hablar en egipcio. Le conté que su promesa la
había consolado a lo largo de aquellos días sombríos y solitarios. Por fin le transmití el mensaje
que le enviaba, el mensaje que me gritó desde las almenas de Adbar Seged cuando me aleja -
ba.
«Dile que he sido valiente. Dile que le amo.»
Memnón permaneció largo rato en silencio, con la mirada fija en las llamas y por fin dijo
con suavidad:
–¿Cómo es posible que me ame? No me conoce.
–¿Y tú la conoces más de lo que ella te conoce a ti? –pregunté; negó con la cabeza–. ¿La
amas?
–Sí –contestó Memnón con sencillez.
–Pues ella te ama de la misma manera.
–Le hice una promesa. ¿Me ayudarás a cumplirla, querido Tata?
Nunca he conocido una alegría tan grande como la que sentí a mi regreso a Qebui cuan-
do abordé el Aliento de Horus. Memnón había enviado un mensajero para que se nos adelanta-
ra anunciando mi regreso, y todos me esperaban.
–¡Por los apestosos pies de Seth! –exclamó Kratas–. ¡Creí que por fin nos habíamos libra-
do de ti, viejo bribón! –Y me abrazó con tanta fuerza que temí que me quebrara varias costi-
llas.
301
Río sagrado Wilbur Smith
Tanus me cogió por los hombros y se quedó mirándome unos instantes antes de sonreír.
–De no haber sido por ti, ese etíope peludo habría terminado conmigo. Pero salió ganan-
do al llevarte a ti de prisionero. ¡Gracias, viejo amigo! –Vi a Tanus más envejecido. Al igual
que yo, tenía canas en el pelo y su rostro, curtido por la intemperie, comenzaba a erosionarse
como la piedra.
Mis pequeñas princesitas ya no eran pequeñas, pero seguían siendo adorables. Me trata-
ban con timidez, porque no me recordaban. Me miraron sorprendidas cuando me incliné ante
ellas. El pelo de Bekatha se había oscurecido hasta adquirir un tono cobrizo. Me fascinó la posi-
bilidad de reconquistar su cariño.
Por fin, Tehuti me recordó.
–¡Tata! –exclamó–. ¿Me has traído algún regalo?
–Sí, alteza –contesté–. Te he traído mi corazón de regalo.
Mi señora me sonrió al verme caminar hacia ella. Lucía la ligera corona nemes y la cabe -
za de cobra de oro en la frente. Al sonreírme, distinguí una mella que afeaba su sonrisa. Había
engordado y los pesados asuntos de Estado habían dejado huellas en su entrecejo fruncido y
alrededor de los ojos, marcados por infinidad de pequeñas arrugas. Pero para mí seguía siendo
la mujer más hermosa del mundo.
Se levantó del trono cuando me arrodillé ante ella. Era el mayor favor que podía dispen-
sarme. Apoyó una mano sobre mi cabeza inclinada, lo que fue verdaderamente una caricia.
–Has estado demasiado tiempo alejado de nosotros, Taita –dijo en voz tan baja que sólo
yo pude oírla–. Esta noche volverás a dormir a los pies de mi cama.
Esa noche, cuando acabó de beber el caldo de hierbas que le había preparado, y después
de que la hube arropado con la frazada, cerró los ojos y murmuró con suavidad:
–¿Puedo confiar en que no me besarás cuando esté dormida?
–No, majestad –susurré, inclinándome sobre ella. Sonrió cuando mis labios tocaron los
suyos.
–Nunca nos vuelvas a dejar durante tanto tiempo, Taita.
302
Río sagrado Wilbur Smith
–El Preste BeniJuan está dispuesto a cederte el valle cíe la tumba del faraón. Sus guerre-
ros lo custodiarán contra los ladrones de tumbas. Declarará el valle tabú y, siendo como son
gente supersticiosa, los etíopes respetarán la prohibición mucho tiempo después de que haya-
mos regresado a Tebas.
Le advertí a Memnón que no le mencionara a la reina el interés sentimental que le lleva-
ba a la expedición contra Arkoun. No sería beneficioso para nuestra causa. Toda madre es
también una amante; pocas veces le gusta que su hijo se aleje en brazos de otra mujer.
Ninguna mujer, ni siquiera una reina, era capaz de resistir al encanto y la astucia combi -
nadas de los tres, Tanus, Memnón y yo. La reina Lostris accedió a que nuestras fuerzas expe-
dicionarias marcharan contra Adbar Seged.
Dejamos los carros de guerra y las carretas de carga en el valle de la tumba del faraón y
marchamos hacia las montañas. El Preste BeniJuan había enviado una compañía de guías a
nuestro encuentro. Eran cien de sus mejores hombres y los más fieles.
Tanus escogió una división completa de sus shilluks salvajes y sedientos de sangre, a
quienes prometió todo el ganado que lograran capturar. Cada uno de esos negros paganos lle-
vaba una manta de gruesa piel de chacal enrollada sobre los hombros, pues recordábamos el
viento frío de los pasos de montaña.
Como apoyo, contábamos con tres compañías de arqueros egipcios, al mando del señor
Kratas. Durante mi estancia en Adbar Seged, ese viejo rufián había pasado a integrar el grupo
de los nobles. Tenía hambre de una verdadera batalla, El y todos sus hombres iban armados
con el nuevo arco de extremos curvos, que tenía una distancia de tiro que superaba en dos-
cientos pasos la de los largos arcos etíopes.
Memnón había seleccionado un pequeño grupo de los mejores espadachines y luchadores
que teníamos. Entre ellos estaba Remrem, por supuesto, lo mismo que el señor Aqer y Astes.
Yo formaba parte de este destacamento especial, no por mis virtudes de guerrero, sino porque
era el único que había entrado en la fortaleza de Adbar Seged.
Hui estaba deseando acompañarnos y me ofreció toda clase de sobornos para lograrlo.
Por fin cedí a sus deseos, sobre todo porque necesitaba un experto para que me ayudara a se -
leccionar los caballos que el Preste BeniJuan me había prometido.
Convencí a Tanus y al príncipe de que era vital moverse con rapidez, no sólo para sor-
prender al enemigo, sino porque pronto arreciarían las lluvias sobre las montañas. Durante mi
cautiverio en Adbar Seged estudié las pautas del tiempo y de las estaciones. Si las lluvias nos
sorprendían en los valles, serían un enemigo más poderoso que cualquier ejército etíope.
Nos acercamos a Amba Kamara en menos de un mes. Nuestra columna atravesaba los
pasos serpenteando, como una larga y mortífera cobra. Las lanzas que empuñaban los shilluks
resplandecían al sol como las escamas de la serpiente. No encontramos a nadie que se nos
opusiera. Los pueblos por los que pasábamos estaban desiertos. Los habitantes habían huido,
llevando consigo a las mujeres y al ganado. Aunque cada día las nubes se arracimaban negras
y lúgubres sobre los picos de las montañas y por la noche retumbaban los truenos, no se des -
encadenaron las lluvias, de modo que los vados de los ríos se mantenían.
Veinticinco días después de partir, nos encontramos en el valle del macizo de Amba Ka-
mara, desde donde contemplamos el camino serpenteante que nos conduciría a las alturas.
En los anteriores viajes en que subí y bajé esa montaña, tuve oportunidad de estudiar las
defensas que Arkoun erigió en el sendero. Consistían en una barrera de piedras y reductos de
paredes. Al señalárselos a Tanus, distinguimos las cabezas descubiertas de sus defensores
asomándose por los puntos de resistencia.
–El punto flaco de la avalancha de piedras es que sólo puede caer una vez, y mis shilluks
son lo suficientemente rápidos como para esquivar la carga de un búfalo –dijo Tanus, con aire
pensativo.
Los envió por el sendero en pequeños grupos y cuando los defensores retiraron las cuñas
que sostenían las rocas para hacerlas rodar, los negros lanceros de largas piernas se hicieron a
un lado con la agilidad de la cabra montés. Una vez pasada la avalancha, siguieron trepando
por la escarpada ladera. Saltando de roca en roca al tiempo que lanzaban horripilantes alari-
303
Río sagrado Wilbur Smith
dos, de los que ponen los pelos de punta, obligaron a trepar a los defensores y los arrojaron al
precipicio.
Sólo los detuvieron los arqueros de Arkoun, ocultos tras los reductos de piedra. Al verlo,
Kratas se precipitó ladera arriba con sus arqueros. Los egipcios pudieron mantenerse fuera de
peligro, gracias a su superior radio de tiro con el que disparaban andanadas de flechas directas
al cielo.
Resultaba fascinante ver aquel enjambre de flechas elevándose en el aire como una ban-
dada de pájaros, para luego caer en picado sobre los arqueros parapetados. Primero gritaron y
luego salieron escapados pendiente arriba. De inmediato, los shilluks fueron tras ellos, ladran-
do como sabuesos. Desde el fondo del valle podía oírse su grito de guerra.
–¡Kajan! ¡Kajan! ¡Matar! ¡Matar!
Pese a tener las piernas fuertes y una gran resistencia tras años de práctica, me costó
mucho mantener el ritmo de Memnón y del pequeño grupo. Ya empezaban a pesarme los
años.
Todos vestíamos los largos ropajes etíopes de lana y llevábamos los tradicionales escu-
dos redondos de nuestros enemigos. Sólo faltaba ponernos las pelucas de crin de caballo para
parecer verdaderos etíopes, pero mientras los shilluks se sintieran tan eufóricos no era muy
prudente completar el disfraz. Cuando por fin llegué a la meseta del amba, vi que Tanus rea-
grupaba a la infantería. El único defecto que tienen los shilluks como guerreros es que una vez
que han mojado sus lanzas en sangre, se vuelven locos y es casi imposible controlarlos. Tanus
barritaba como un elefante y asestaba golpes a diestro y siniestro con el látigo de oro que de -
notaba su rango. Una vez bajo control, los shilluks formaron filas y marcharon rumbo al primer
pueblo en el que los etíopes les esperaban escondidos tras los muros. Cuando una oleada de
altas figuras negras con tocados de níveas plumas de avestruz corrió a la carga, los defensores
arremetieron con una lluvia de flechas. Los shilluks consiguieron protegerse con sus grandes
escudos.
Cuando los shilluks los atacaron, algunos etíopes avanzaron, blandiendo sus espadas. No
les faltaba coraje, pero esa manera de luchar era nueva para ellos. Jamás se habían visto obli-
gados a enfrentarse a una carga tan mortífera.
Me quedé el tiempo suficiente para verlos enzarzados en la lucha y luego indiqué a Mem-
nón y a su grupo:
–¡Las pelucas! –Todos se pusieron las negras pelucas de crin de caballo que había hecho
yo con mis propias manos siguiendo los cánones de belleza de los etíopes, que las preferían
con abundante pelo.
Con las largas túnicas a rayas y las pelucas puestas, pasábamos por hombres de Arkoun.
–¡Por aquí! ¡Seguidme! –exclamé, lanzando el grito de guerra de los etíopes. Ellos me si-
guieron con gritos aterradores. Evitamos pasar por el pueblo donde aún proseguía la lucha y
atravesamos los campos a todo correr y en completo desorden.
Debíamos llegar a la fortaleza y estar junto a Masara antes de que Arkoun comprendiera
que había perdido la batalla. No vacilaría en matarla en cuanto se diera cuenta de que ya care-
cía de valor para él. Supuse que posiblemente le daría muerte con la espada azul o bien arro-
jándola por la garganta desde el puente. Esos eran sus métodos predilectos para despachar a
sus víctimas.
Mientras cruzábamos el amba nos dimos cuenta de que la meseta íntegra era un verda-
dero tumulto. Bandas de guerreros de tupido pelo vagaban presa de la mayor confusión. Las
mujeres arrastraban a sus hijos de la mano con sus bienes apilados en las cabezas, llorando de
miedo mientras corrían de un lado para otro, como pollos al oler al zorro. Las cabras balaban,
las vacas mugían y levantaban polvo en su agitación. Los pastores habían huido. Nadie nos
prestó la menor atención al vernos trotar por los campos.
Seguirnos el movimiento general en dirección a Adbar Seged, en el extremo opuesto de
la meseta y, a medida que nos aproximábamos al puente, la multitud se fue haciendo cada vez
más densa y nos vimos obligados a abrirnos paso entre el gentío. Había guardias custodiando
la subida al puente. Impedían el paso de los fugitivos con espadas y garrotes. Las mujeres gri -
taban, suplicando que se les concediera asilo en la fortaleza, y alzaban en alto a sus hijos para
implorar clemencia. Algunas caían y eran pisoteadas por los que venían detrás.
304
Río sagrado Wilbur Smith
–Formad la tortuga –ordenó Memnón en voz baja. Nuestro pequeño grupo estrechó filas
y entrelazó los bordes de los escudos etíopes. Nos abrimos camino entre la multitud como un
tiburón entre un cardumen de sardinas. Entre los más débiles que iban al frente, algunos fue -
ron empujados y cayeron al precipicio. Sus gritos aumentaron el pánico. Cuando llegamos al
puente, los guardias intentaron detenernos, pero estaban hasta tal punto rodeados por la mul-
titud que no tenían lugar para esgrimir sus armas y ellos mismos corrían peligro de caer por el
acantilado.
–¡Estamos bajo las órdenes directas del rey Arkoun! – grité en geez–. ¡Apartaos!
–¿Cuál es el santo y seña? –me preguntó a gritos el jefe de la guardia mientras luchaba
por mantener el equilibrio y no caer. La multitud empujaba hacia un lado y hacia el otro, presa
del pánico–. Tienes que decirme el santo y seña –repitió, amenazándome con la espada.
Durante la época de encarcelamiento en la fortaleza había oído infinidad de veces el san-
to y seña, pues mi celda se encontraba sobre la entrada principal. Existía la posibilidad de que
lo hubieran cambiado, en cuyo caso estaba dispuesto a permitir que los míos mataran al jefe
de la guardia, pero de todos modos grité:
–¡La montaña es alta!
–Pasad. –El hombre se hizo a un lado y luchamos por separarnos del gentío, propinando
codazos y puntapiés a los que trataban de seguirnos. Corrimos hacia el puente. Era tanta mi
urgencia por estar con Masara, que prácticamente no noté el precipicio a ambos lados y guié
sin temor a mi grupo hasta la fortaleza.
–¿Dónde está el rey Arkoun? –les grité a los guardias que bloqueaban la entrada de la
fortaleza. Al ver que vacilaban, grité–: ¡La montaña es alta! Traigo despachos urgentes para el
rey. ¡Dejadnos pasar! –Traspasamos la puerta antes de que decidieran impedírnoslo y, con
doce buenos hombres a mis espaldas, corrí hacia la escalera exterior que conducía a la terraza
superior.
Dos hombres armados montaban guardia frente a la puerta de Masara y, al verlos, me
alegré. Me preocupaba la posibilidad de que hubieran trasladado a la muchacha a algún otro
lugar del castillo, pero la presencia de los guardias me aseguraba de lo contrario.
–¿Quién eres tú? –gritó uno de ellos, desenvainando la espada–. ¿Con qué autoridad...?
–No terminó la frase. Me hice a un lado y dejé que Memnón y Remrem se adelantaran. Ambos
atacaron a los guardias y terminaron con ellos antes de que tuvieran tiempo de defenderse.
La puerta de Masara estaba cerrada por dentro y, cuando unimos nuestras fuerzas para
derribarla, del otro lado surgió un coro de chillidos femeninos. Al tercer intento, la puerta cedió
y la inercia me arrojó al interior de la habitación. Estaba en penumbras y apenas logré distin-
guir al grupo de mujeres que se arracimaban en un rincón.
–¡Masara! –Mientras pronunciaba su nombre me arranqué la peluca de la cabeza dejando
que mi propio pelo cayera sobre los hombros. Enseguida me reconoció.
–¡Taita! –Mordió la muñeca de la mujer que intentaba retenerla y corrió hacia mí. Me
echó los brazos al cuello, pero, al mirar por encima de mi hombro, me soltó, abrió los ojos
como platos y el color inundó sus mejillas.
Memnón se acababa de quitar la peluca. Sin ella era indudablemente un príncipe. Me hice
a un lado y dejé a Masara allí, de pie, sola. Ambos quedaron mirándose. Durante unos instan -
tes que parecieron una eternidad, ninguno de los dos se movió ni habló. Después, Masara dijo
en voz baja y tímidamente en egipcio:
–Has venido. Has cumplido tu promesa. Sabía que lo harías.
Creo que esa fue la única vez en la vida en que a Memnón le faltaron palabras. Sólo pudo
asentir con la cabeza y entonces fui testigo de un fenómeno sorprendente. Se le puso tan colo-
rado el cuello y luego el rostro, que hasta en la penumbra resplandeció. El príncipe heredero
de Egipto, Hijo del faraón, comandante de la primera división de carros, Mejor de Diez Mil, Por-
tador del Oro del Valor, permanecía allí, ruborizado y mudo como un campesino cualquiera.
A mis espaldas una de las mujeres chilló como una gallina asustada y, antes de que pu -
diera contenerla, me esquivó y corrió hacia la escalera interior. Sus gritos retumbaban en la
caja de la escalera.
–¡Guardias! ¡El enemigo ha conseguido entrar en el ala este! ¡Venid, rápido! –Casi de in-
mediato, en la escalera oímos ruido de pisadas apresuradas.
305
Río sagrado Wilbur Smith
Cuando se encontraron, Arkoun se concentró. Tensó los hombros y echó el peso del cuer-
po hacia delante. Utilizó el impulso de su ataque para descargar una estocada a la cabeza de
Tanus. Tanus alzó el escudo y la hoja azul golpeó el pesado bronce. Una espada de metal infe-
rior se habría partido, pero la espada azul lo traspasó como si fuera piel de cabra, quedándose
clavada en el centro.
Entonces comprendí la intención de Tanus. Torció el escudo de manera que la espada
azul quedó atrapada. Arkoun luchó por liberar su arma, retorciéndose y estirando con fuerza
hacia atrás, pero Tanus la tenía aprisionada.
Arkoun reunió todas sus fuerzas y volvió a estirar. Esta vez Tanus no se resistió, sino que
saltó hacia delante, en la dirección en que Arkoun tiraba. Ese movimiento inesperado hizo que
Arkoun perdiera el equilibrio.
Arkoun comenzó a trastabillar al borde del precipicio. Para recuperar el equilibrio se vio
obligado a soltar la espada, dejándola clavada en el escudo de bronce.
En un esforzado intento por guardar el equilibrio, se puso a girar los brazos. Aprovechan-
do la coyuntura, Tanus arremetió contra Arkoun golpeándole en pleno estómago con la empu-
ñadura de la espada aún clavada en el escudo.
Arkoun cayó al vacío. Dio un lento salto mortal en el aire y luego cayó en picado, con el
manto revoloteando a su alrededor.
Recorrió el mismo trayecto que habían hecho otros muchos desgraciados por mandato
suyo. No dejó de gritar hasta que se estrelló contra las rocas, unos trescientos metros más
abajo.
Tanus estaba solo en medio del puente. Todavía mantenía el escudo en alto, con la espa -
da azul clavada en el metal.
Lentamente la agitación y la lucha se fueron calmando. Los etíopes se desanimaron al
ver a su rey vencido y lanzado al vacío. Arrojaron las armas y pidieron clemencia. Los oficiales
egipcios pudieron salvar a algunos de ellos de los sanguinarios shilluks, arrastrándolos hasta
donde los jefes de esclavos esperaban para atarlos.
Aquel espectáculo no me interesaba. Yo sólo tenía ojos para Tanus, fuera, en el puente.
Al acercarse a las puertas de la fortaleza, los hombres le vitorearon y alzaron las armas en se-
ñal de bienvenida.
–¡Qué empuje tiene todavía el viejo toro! –exclamó Memnón riendo, admirado. Pero yo
no reí con él. Sentí un escalofrío, presentí la inminente tragedia.
–¡Tanus! –susurré. Caminaba con paso lento e inseguro. Al descender del puente de pie-
dra bajó el escudo y entonces vi la mancha que se extendía por su peto.
Arrojé a Masara en brazos de Memnón y bajé corriendo la escalera exterior. Los guardias
etíopes de la entrada trataron de entregarme sus armas, pero los aparté de mi camino y corrí
hacia el puente.
Tanus me sonrió al verme correr hacia él. Se detuvo, le flaquearon las piernas y se sentó
pesadamente. Me arrodillé a su lado y vi la raja que atravesaba el peto de cocodrilo. Sangraba
profusamente, pues la espada azul había penetrado más profundamente de lo que había creí-
do.
Desaté cuidadosamente las tiras que mantenían la armadura en su lugar y le quité el
peto. Tanus y yo miramos la herida al mismo tiempo. Era un orificio del ancho exacto de la
hoja de la espada, una pequeña boca de rojos labios húmedos. Cada respiración de Tanus lle-
naba el orificio de burbujas rosadas. Era una herida de pulmón, pero no me atreví a decírselo.
No existe el hombre que pueda sobrevivir a las heridas de pulmón.
–Estás herido. –No quise mirarle a la cara ante un comentario tan estúpido.
–No, viejo amigo, no estoy herido –contestó él con suavidad–. Estoy muerto.
Los shilluks hicieron una camilla con las lanzas y las cubrieron con una manta de piel de
oveja. Tumbaron en ella a Tanus y lentamente y con gran suavidad lo llevaron al interior de la
fortaleza de Adbar Seged.
En cuanto lo tumbamos en la cama del rey Arkoun, ordené que salieran todos. Cuando
quedamos solos, coloqué la espada azul a su lado, sobre la cama. Tanus me sonrió y apoyó la
mano sobre la empuñadura de oro y piedras preciosas.
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Río sagrado Wilbur Smith
–He pagado un precio muy alto por este tesoro –murmuró–. Me habría gustado empu-
ñarla aunque fuera una vez en el campo de batalla.
No pude ofrecerle esperanza ni consuelo. Era un viejo soldado y había visto demasiadas
heridas de pulmón. Ni siquiera podía engañarle con respecto al desenlace final. Le vendé la he-
rida con una almohadilla de lana y vendas de hilo. Mientras lo hacía, recitaba el encantamiento
para detener la sangre:
–Aléjate de mi, criatura de Seth...
Pero Tanus se me iba. Cada respiración era un esfuerzo y yo alcanzaba a oír que la san-
gre le burbujeaba en los pulmones como una criatura oculta en los pantanos profundos.
Le preparé una poción de la flor del sueño, pero se negó a beberla.
–Quiero vivir plenamente cada minuto que me quede de vida –dijo–. Hasta el último.
–¿Qué más puedo hacer por ti?
–¡Ya has hecho tanto! –contestó–. Pero nuestras peticiones no tienen fin. Negué con un
movimiento de cabeza.
–Lo que no tiene fin es lo que estoy dispuesto a dar.
–Entonces, éstos son mis últimos deseos. En primer lugar, jamás le digas a Memnón que
soy su padre. Siempre debe creer que por sus venas corre la sangre de los faraones. Le hará
falta toda la fuerza del mundo para afrontar el destino que le espera.
–Estaría tan orgulloso de compartir tu sangre como la de cualquier rey.
–Júrame que nunca se lo dirás.
–Te lo juro –contesté y permaneció unos instantes en silencio, como reuniendo fuerzas
para volver a hablar. –Tengo que pedirte algo más.
–Te lo concedo antes de saber de qué se trata –contesté.
–Cuida a la mujer que nunca pudo ser mi esposa. Protégela y socórrela como has hecho
durante todos estos años.
-Sabes que lo haré.
–Sí, sé que lo harás, porque siempre la has amado tanto como yo. Cuida de Lostris y de
nuestros hijos. Los pongo a todos en tus manos.
Cerró los ojos y yo creí que se acercaba el fin, pero las fuerzas de Tanus eran superiores
a las de otros hombres. Instantes después los volvió a abrir.
–Quiero ver al príncipe –dijo.
–Espera tu llamada en la terraza –contesté, acercándome a la puerta.
Memnón estaba en el otro extremo de la terraza, con Masara a su lado. Ambos permane-
cían muy juntos, pero sin tocarse. Sus expresiones eran serias, y conversaban en susurros. En
cuanto hablé, levantaron la mirada. Memnón se me acercó, dejando sola a la muchacha. Se
encaminó directamente hacia la cama de Tanus y se quedó mirándole. Tanus le sonrió, pero su
sonrisa era vacilante. Yo sabía el esfuerzo que le exigía.
–Alteza, te he enseñado todo lo que sé acerca de la guerra, pero no puedo enseñarte lo
que es la vida. Eso es algo que cada hombre debe aprender por sí mismo. No tengo nada más
que decirte antes de iniciar este nuevo viaje, aparte de agradecer el regalo que ha sido cono-
certe y servirte.
–Has sido mucho más que un tutor para mí –contestó Memnón en voz baja–. Fuiste el
padre a quien no conocí. Tanus cerró los ojos e hizo una mueca de dolor.
Memnón se inclinó y le agarró el brazo con fuerza.
–El dolor no es más que otro enemigo al que hay que enfrentarse y vencer. Tú me lo en -
señaste, señor Tanus. –El príncipe creía que la mueca la había provocado el dolor físico, pero
yo sabía que la causante era la palabra «padre».
Tanus abrió los ojos.
–Gracias, alteza. Es bueno tenerte ayudándome a soportar esta última agonía.
–No me llames alteza, sino amigo –pidió Memnón cayendo de rodillas junto a la cama,
sin soltar el brazo de Tanus.
308
Río sagrado Wilbur Smith
–Tengo un regalo para ti, amigo. –La sangre que se coagulaba en sus pulmones le velaba
la voz. Tanteó el colchón en busca de la empuñadura de la espada azul que continuaba a su
lado, pero no tuvo fuerzas para levantarla. Apartó la mano de Memnón de su brazo y la colocó
sobre la enjoyada empuñadura. –Ahora esta espada es tuya –susurró.
–Pensaré en ti cada vez que la desenvaine. Pronunciaré tu nombre cada vez que la em -
puñe en el campo de batalla. –Memnón cogió la espada.
–Me haces un gran honor.
Memnón se irguió, se encaminó al centro de la habitación y, con la espada en la mano
derecha, adoptó la posición clásica del espadachín. Se llevó la hoja a los labios, saludando al
hombre que yacía en la cama.
–Así me enseñaste a hacerlo.
Acto seguido inició el ejercicio de armas, en el que Tanus le había instruido en la infancia.
Ejecutó las doce paradas y luego los cortes y estocadas con lenta perfección. La hoja azul gira-
ba y arremetía como un águila reluciente. Silbaba y gemía en el aire, e iluminaba la penumbra
de la habitación con rayos de luz.
Memnón finalizó sus ejercicios con la embestida directa dirigida a la garganta de un ene-
migo imaginario. Luego colocó la punta de la espada entre sus pies y apoyó ambas manos so-
bre la empuñadura.
–Has aprendido bien –dijo Tanus, asintiendo–. No puedo enseñarte nada más. No me voy
demasiado pronto.
–Esperaré contigo –dijo Memnón.
–No –contestó Tanus con un gesto de cansancio–. Tu destino te aguarda más allá de los
muros de esta habitación deprimente. Debes ir a su encuentro, sin mirar hacia atrás. Taita se
quedará conmigo. Lleva contigo a la muchacha. Ve hacia la reina Lostris y prepárala para la
noticia de mi muerte.
–Ve en paz, señor Tanus. –Memnón no estaba dispuesto a mancillar ese momento so-
lemne con discusiones inútiles. Se acercó a la cama y besó a su padre en los labios. Después
se volvió y, sin mirar atrás, salió de la habitación con la espada azul en la mano.
–Inicia el camino a la gloria, hijo mío –susurró Tanus y se volvió, de cara a la pared de
piedra. Me senté a los pies de su cama y clavé la mirada en el sucio suelo de piedra. No quería
ver llorar a un hombre como Tanus.
Tomé la cuchara de bronce y la introduje en sus fosas nasales hasta que sentí la delgada
pared de hueso en el extremo. Perforé esa partición con un fuerte empuje y extraje la materia
blanda de la cavidad de su cráneo. Sólo entonces lo entregué a los embalsamadores.
Aunque no tenía nada más que hacer allí, esperé junto a Tanus en ese frío y tenebroso
castillo de Adbar Seged a que transcurrieran los cuarenta largos días de la momificación. Al re -
cordarlo ahora, comprendo que fue una debilidad por mi parte. No podía soportar el dolor de
mi ama cuando se enterara de la muerte de Tanus. Había permitido que Memnón se hiciera
cargo de una responsabilidad que me correspondía por derecho propio. Me oculté con el muer-
to, cuando debí estar junto a la persona viva que me necesitaba. Siempre he sido un cobarde.
No había sarcófago donde colocar el cuerpo momificado de Tanus. Yo le construiría uno
cuando por fin llegáramos a Qebui, donde se encontraba la flota. Encargué a las mujeres etío-
pes que le tejieran una larga canasta. La trama del tejido era tan fina que parecía de hilo. Era
capaz de contener agua como si se tratara de un jarro de arcilla cocida.
Lo bajamos de las montañas. Los shilluks de Tanus llevaban con facilidad el peso de su
cuerpo desecado. Se disputaban ese honor. A veces, entonaban sus salvajes cánticos de duelo
mientras seguíamos nuestro camino atravesando gargantas y pasos barridos por el viento. En
otros momentos, entonaban los cantos guerreros que Tanus les había enseñado.
Caminé junto a su féretro durante todo ese extenuante trayecto. En las montañas arre-
ciaron las lluvias y nos empapamos hasta los huesos. Inundaron los vados, obligándonos a
cruzarlos a nado. Por la noche, dentro de mi tienda, el ataúd de paja de Tanus permanecía
junto a mi catre. Yo le hablaba en voz alta en la oscuridad, como si pudiera oírme y contestar -
me, lo mismo que en los viejos tiempos.
Por fin descendimos por el último paso y ante nosotros se extendieron las grandes llanu-
ras. Cuando nos acercábamos a Qebui, mi señora salió al encuentro de nuestra triste carava-
na. Iba en un carro, de pie detrás del príncipe Memnón.
Al ver que se nos acercaban, ordené a los porteadores shilluks que depositaran el ataúd
de paja de Tanus bajo las ramas de una gigantesca acacia. Mi ama bajó del carro y se acercó
al ataúd. Apoyó sobre él una mano e inclinó la cabeza en silencio.
Me espantó ver los estragos provocados en ella por el dolor. Había hebras grises en su
pelo y sus ojos estaban opacos, ya sin brillo ni alegría. Comprendí que los días de su juventud
y de su belleza habían desaparecido definitivamente. Era una figura solitaria y trágica. Su des-
consuelo resultaba tan evidente, que era imposible que quien la mirara no supiera sin lugar a
dudas que se trataba de una viuda.
Me acerqué a ella para advertírselo.
–Señora, no debes permitir que todos vean tan claramente tu dolor. Nadie debe saber
que Tanus fue más que tu amigo y el general de tus ejércitos. Por su recuerdo y por el honor
que a él tanto le importaba, debes contener tus lágrimas.
–Ya no me quedan lágrimas –contestó en voz baja–. He llorado todo mi dolor. Sólo tú y
yo sabremos la verdad.
Colocamos el humilde féretro de paja en la bodega del Aliento de Horus, junto al magnífi-
co féretro de oro del faraón. Permanecí junto a Lostris, tal como se lo había prometido a Ta-
nus, hasta que la espantosa agonía de su duelo se convirtió en el dolor sordo y eterno que ja-
más la abandonaría. Entonces, obedeciendo sus órdenes, regresé al valle de la tumba para su-
pervisar la terminación de la obra del sepulcro del faraón.
Siguiendo las órdenes de mi señora, también elegí un lugar para la tumba de Tanus. A
pesar de que hice todo lo que estaba a mi alcance con los materiales y los artesanos disponi-
bles, el lugar de descanso de Tanus sería la choza de un labrador comparada con el palacio fu-
nerario del faraón Mamosis.
Un ejército de artesanos había trabajado durante todos esos años para completar los
magníficos murales que decoraban los corredores y cámaras subterráneas de la tumba del rey.
Las salas de almacenamiento de la tumba estaban llenas de todos los tesoros que habíamos
llevado con nosotros desde Tebas.
La tumba de Tanus se construyó apresuradamente. Él no había acumulado tesoros du-
rante sus años de servicio al Estado y a la Corona. Pinté en los muros escenas que relataban
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Río sagrado Wilbur Smith
los acontecimientos de su existencia terrenal, sus cacerías de bestias enormes y sus batallas
con el pretendiente rojo, con los hicsos y el último asalto a la fortaleza de Adbar Seged. Sin
embargo no me atreví a pintar sus logros más nobles, su amor por mi señora y la amistad per-
durable con que me honró. El amor de una reina es traición; la amistad de un esclavo es de-
gradante. Cuando por fin estuvo terminada, quedé a solas en la modesta tumba de Tanus,
donde él permanecería por toda la eternidad; de repente me consumió la furia de que eso fue-
se todo lo que podía hacer por él. Para mi era más hombre que ningún faraón que hubiera ce-
ñido la doble corona. Esa corona que pudo haber sido suya, que debió ser suya, pero que él
rechazó. Para mí, Tanus era más rey de lo que jamás lo fue el faraón.
Entonces se me ocurrió una idea. Era tan fantástica que traté de quitármela de la cabeza.
El solo hecho de contemplarla implicaba una tremenda traición, una ofensa a los ojos de los
hombres y los dioses.
Sin embargo, en el transcurso de las semanas siguientes, esa idea me persiguió. ¡Le de -
bía tanto a Tanus y tan poco al faraón! Aunque significara mi perdición, sería un precio justo
que estaba dispuesto a pagar. Durante toda mi vida, Tanus me había dado mucho más que
eso.
No la podía llevar a cabo solo. Necesitaba ayuda. ¿Pero a quién recurrir? Imposible pen-
sar en la reina Lostris o en el príncipe. Mi señora estaba atada por el juramento que le hizo al
faraón, y Memnón ignoraba quién era en realidad su padre. No se lo podía decir sin quebrantar
mi juramento a Tanus.
En definitiva, sólo existía una persona que amó a Tanus casi tanto como yo, que no te-
mía a dioses ni hombres y que poseía la fuerza física de la que yo carecía.
–¡Por el sucio culo de Seth! –El señor Kratas estalló en carcajadas cuando le revelé mi
plan–. Nadie más que tú hubiera sido capaz de tramar algo semejante. Eres el bribón más
grande que he conocido, Taita, pero te amo por proporcionarme esta última oportunidad de
honrar a Tanus.
Juntos lo planeamos cuidadosamente. Hasta llegué al extremo de enviar a los guardias
que custodiaban la bodega del Aliento de Horus una jarra de vino pesadamente rociada con el
polvo de la flor del sueño.
Cuando Kratas y yo por fin entramos en la bodega de la nave donde estaban los dos
ataúdes, mi decisión flaqueó. Tuve la sensación de que el Ka del faraón Mamosis me observa-
ba desde las sombras, y que su espíritu apesadumbrado me perseguiría durante todos los días
de mi vida, buscando vengarse de ese sacrilegio.
Pero Kratas no tenía esos escrúpulos y puso manos a la obra con tanto empeño, que va-
rias veces debí advertirle que no hiciera tanto ruido al abrir las pesadas tapas del ataúd real y
sacar el cuerpo momificado del rey.
Tanus era más alto y corpulento que el faraón, pero afortunadamente los que construye-
ron el ataúd nos habían dejado algo de espacio y durante el proceso de embalsamamiento su
cuerpo se había encogido. Aun así, nos vimos obligados a quitarle varias capas de vendas para
que cupiera en el gran sarcófago dorado.
Murmuré unas palabras de disculpa para el faraón Mamosis cuando lo colocamos en el
humilde sarcófago de madera, en cuya parte exterior estaba pintado el Gran León de Egipto.
Allí sobraba lugar y, antes de sellar la tapa, lo llenamos con las vendas de hilo que habíamos
retirado del cuerpo de Tanus.
Una vez que pasaron las lluvias y regresó la estación fría del año, mi señora ordenó que
la procesión fúnebre partiera de Qebui rumbo al valle de la tumba. La primera división de ca-
rros, encabezada por el príncipe Memnón, iba delante. Detrás seguían cincuenta carretas car-
gadas con los tesoros funerarios del faraón Mamosis. La viuda real, reina Lostris, viajaba en la
carroza que llevaba el sarcófago dorado. Me regocijó verla hacer ese último viaje en compañía
del único hombre a quien había amado, aunque creyera que acompañaba a otro. Más de una
vez la vi mirar hacia atrás, en dirección a la parte final de la larga y triste caravana que cruza -
ba la llanura y que medía siete kilómetros y medio de principio a fin.
La carroza de la retaguardia que llevaba el sarcófago de madera más ligero, iba seguida
por un regimiento de shilluks. Sus voces magníficas nos llegaban con claridad a los que enca-
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Río sagrado Wilbur Smith
bezábamos la columna. Cantaban su último adiós a Tanus. Yo sabía que él los escucharía y
que sabría a quién estaba destinada la canción.
Cuando por fin llegamos al valle de la tumba, el ataúd de oro fue colocado debajo de un
tabernáculo, a la entrada del mausoleo real. El techo de hilo de la tienda estaba iluminado con
textos e ilustraciones del Libro de los Muertos.
Se realizarían dos funerales separados. El primero era el menos importante, el del Gran
León de Egipto. Luego seguiría el funeral real, más elaborado y grandioso.
Y así fue que tres días después de nuestra llegada al valle, el sarcófago de madera fue
colocado en la tumba que yo había preparado para Tanus, y los sacerdotes consagraron la
tumba a Horus, patrono de Tanus. Luego la sellaron.
Durante este ritual, mi señora logró contener su dolor y no demostrar más que la tristeza
lógica que debía sentir una reina hacia un sirviente fiel, aunque yo sabía que en su interior mo-
ría algo que jamás volvería a nacer.
Toda esa noche, en el valle resonaron las canciones del regimiento de los shilluks, que
lloraban al hombre que se había convertido en uno de sus dioses. Hasta nuestros días, siguen
gritando su nombre en el fragor de la batalla.
Diez días después del primer funeral, el sarcófago dorado fue colocado sobre su trineo de
madera y arrastrado dentro de la amplia tumba real. Hizo falta el esfuerzo de trescientos es-
clavos para guiarlo a lo largo de los corredores. Yo había diseñado la tumba con tanta preci-
sión, que sólo cabía una mano entre los laterales del sarcófago y las paredes, y entre la tapa y
el techo de piedra.
Para frustrar los esfuerzos de futuros ladrones que pudieran tratar de violar la tumba
real, había construido un laberinto de túneles debajo de la montaña. Desde la entrada, en el
frente del risco, un amplio pasaje conducía directamente a una imponente bóveda decorada
con maravillosos murales. En el centro de esa sala coloqué un sarcófago de piedra vacío, cuya
tapa había sido retirada y apoyada a un lado. El primer ladrón de tumbas que entrara creería
haber llegado tarde y que otro la había robado antes que él.
En realidad, había otro túnel que partía del ángulo derecho del pasadizo de entrada. La
boca del túnel estaba disfrazada como sala de almacenamiento del tesoro funerario. Hubo que
hacer girar el sarcófago para introducirlo en ese pasaje secundario. Desde allí se entraba en un
laberinto de falsos pasajes y bóvedas funerarias, a cual más engañosa. En total había cuatro
cámaras funerarias, pero tres de ellas permanecerían eternamente vacías. Había tres puertas
ocultas y dos pozos verticales. Hubo que levantar el sarcófago por uno de ellos y bajarlo por el
otro.
Hicieron falta quince días para que el sarcófago recorriera el estrecho laberinto hasta su
lugar de descanso final. El techo y las paredes de la tumba habían sido pintados con toda la
habilidad y el arte que los dioses me han concedido. No existía un sólo espacio del tamaño de
una pulga que no resplandeciera de color y movimiento.
De esa cámara partían cinco salas de almacenamiento. En ellas se colocó el tesoro que el
faraón Mamosis había acumulado durante toda su vida, y que redujo a nuestro Egipto a la po-
breza. Le propuse a mi ama que, en lugar de enterrar ese tesoro en la tierra, lo utilizara para
pagar al ejército y cubrir las necesidades de la lucha que nos esperaba para derrocar al tirano
hicso y liberar a nuestro pueblo y nuestra tierra.
–El tesoro le pertenece al faraón –me contestó ella–. Aquí, en Cuch, hemos reunido otro
tesoro en oro, esclavos y marfil. Eso será suficiente. Que el divino Mamosis tenga lo que es
suyo... He jurado que así será.
Por lo tanto, al decimoquinto día, el sarcófago dorado fue introducido dentro del de pie-
dra tallado en la roca del lugar. Mediante un sistema de sogas y de palancas se puso la pesada
tapa.
La familia real, los sacerdotes y los nobles entraron a la tumba para efectuar los ritos fi-
nales.
Mi señora y el príncipe estaban de pie junto a la cabecera del sarcófago, y los sacerdotes
entonaron sus encantamientos y leyeron fragmentos del Libro de los Muertos. El humo de las
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Río sagrado Wilbur Smith
lámparas y el aliento del gentío en un lugar tan pequeño pronto viciaron el aire hasta hacerlo
irrespirable.
A la débil luz amarillenta noté que mi señora palidecía y que su frente se perlaba de go-
tas de sudor. Me abrí paso entre los presentes y logré llegar a su lado justo en el momento en
que se tambaleaba y desfallecía. Logré impedir que su cabeza golpeara contra la tapa de pie-
dra del sarcófago.
La sacamos de la tumba en una camilla. El aire fresco de montaña la ayudó a recuperar -
se con rapidez, pese a lo cual la confiné a la cama en su tienda durante el resto del día.
Esa noche, mientras le preparaba su tónico de hierbas, permaneció acostada en silencio,
pensativa. Una vez que bebió la infusión, me susurró:
–He tenido una extraordinaria sensación. Mientras estaba junto a la tumba del faraón, de
repente me pareció sentir a Tanus muy cerca de mí. Sentí que su mano me tocaba la cara y
que su voz me susurraba palabras al oído. En ese momento me desmayé.
–Tanus siempre estará cerca de ti –dije.
–Así lo creo –contestó sin más.
Ahora comprendo, aunque en ese momento no pudiera percibirlo, que su declinación co-
menzó el día en que colocamos a Tanus en su tumba. Mi ama había perdido la alegría de vivir
y la fuerza de voluntad para seguir adelante.
Al día siguiente volví a la tumba real con los albañiles y los esclavos, para sellar las puer-
tas y los pozos y para armar los dispositivos que custodiarían la cámara funeraria. Al retirarnos
a lo largo del laberinto de pasadizos, clausuramos las puertas secretas con piedras y argamasa
sobre los que pintamos murales. Sellamos las entradas de los pozos verticales para que pare-
cieran suelos y techos.
Coloqué montones de rocas que caerían produciendo una verdadera avalancha al pisar
las baldosas, y llené los pozos verticales de madera. Cuando se pudriera a lo largo de los siglos
y los hongos la devoraran, emitiría vapores tóxicos que asfixiarían a cualquier intruso que hu-
biera encontrado el camino a través de los pasajes y puertas secretos.
Pero antes de hacer todo esto me encaminé a la verdadera cámara funeraria para despe-
dirme de Tanus. Llevaba conmigo un gran paquete envuelto en una sábana de hilo. Me detuve
por última vez junto al sarcófago real y ordené a los obreros que se retiraran. Sería el último
en abandonar la tumba y detrás de mí la entrada quedaría sellada.
Cuando estuve solo, abrí el paquete del que saqué el gran arco Lanata. Tanus le había
puesto ese nombre en honor de mi ama y yo lo había hecho para él. Era el último regalo que le
hacíamos ambos. Lo coloqué sobre el sarcófago de piedra.
En el paquete había otro objeto. Era una figura ushabti tallada por mí. La coloqué a los
pies del sarcófago. Para tallarla había utilizado tres espejos de cobre; así pude estudiar mis
facciones desde todos los ángulos y reproducirlas con fidelidad. El muñeco era un Taita en mi-
niatura.
En la base había grabado estas palabras: «Me llamo Taita. Soy médico y poeta. Soy ar-
quitecto y filósofo. Soy tu amigo. Responderé por ti.»
Al salir de la cámara funeraria me detuve en la entrada y miré atrás por última vez.
–Adiós, viejo amigo –dije–. Soy más rico por haberte conocido. Espéranos al otro lado.
Tardé muchos meses en terminar la tumba real. A medida que retrocedíamos por el labe-
rinto, inspeccionaba personalmente cada puerta sellada y cada dispositivo secreto que instalá-
bamos.
Estaba solo, pues mi ama y el príncipe habían viajado a las montañas, rumbo a la forta -
leza del Preste BeniJuan. Los acompañó toda la corte para preparar la boda de Memnón y Ma-
sara. Hui iba con ellos, para elegir los caballos de las manadas etíopes que formaban parte del
pago convenido por atacar Adbar Seged y rescatar a Masara.
Cuando por fin mi trabajo en la tumba quedó terminado y mis obreros sellaron la entrada
exterior partí hacia las montañas, hacia aquellos parajes fríos. No quería perderme el banquete
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Río sagrado Wilbur Smith
nupcial, pero había tardado más tiempo del previsto en terminar la tumba. Viajé con toda la
rapidez que podían soportar los caballos.
Llegué al palacio del Preste BeniJuan cinco días antes de la boda y me dirigí directamente
hacia el ala de palacio donde se alojaban mi ama y su séquito.
–No he vuelto a sonreír desde que nos separamos, Taita –confesó al verme–. Cántame.
Cuéntame historias. Hazme reír.
No era tarea fácil la que me encomendaba, pues la melancolía se había instalado profun-
damente dentro de su alma; y la verdad era que tampoco yo me sentía alegre y despreocupa -
do. Presentí que no era sólo la tristeza lo que la afectaba. Pronto abandonamos todo intento de
diversión y comenzamos a conversar acerca de asuntos de Estado.
Para los jóvenes amantes, la boda era una unión de almas gemelas bendecida por los
dioses, pero para el resto de nosotros era una boda real y un contrato entre naciones. Había
que negociar acuerdos y tratados, decidir dotes, sellar acuerdos comerciales entre el Rey de
Reyes y gobernante de Aksum y la regente de Egipto, cuya frente lucía la doble corona de los
dos reinos.
Tal como supuse, al principio a mi ama no le entusiasmó la perspectiva de que su único
hijo desposara a una mujer de otra raza.
–Todo en ellos es distinto, Taita. Los dioses que veneran, el lenguaje que utilizan, el color
de su piel... ¡Oh, cuánto habría deseado que eligiera una muchacha de nuestro pueblo!
–Ya lo hará –razoné–. Desposará a cincuenta, tal vez a cien egipcias. También se casará
con libias, hurritas e hicsas. Todas las razas y naciones que conquiste en los años venideros le
proporcionarán esposas, cuchitas, hititas, asirias...
–Deja de burlarte, Taita –dijo mi ama golpeando el suelo con el pie con algo de su anti -
guo fuego–. Sabes perfectamente bien a qué me refiero. Esas serán bodas de Estado. Esta, la
primera de Memnón, es la unión de dos corazones.
Lo que decía era cierto. En aquel momento florecía la promesa de amor que Memnón y
Masara habían intercambiado durante aquellos breves instantes junto al río.
Gocé del privilegio especial de estar muy cerca de ellos durante aquellos días. Ambos re-
conocían todo lo que había hecho para unirlos y me lo agradecían. Era, para ambos, un viejo
amigo, alguien en quien se puede depositar una confianza total.
No compartía las preocupaciones de mi ama. A pesar de que los jóvenes eran distintos
en todos los aspectos que ella enumeraba, los corazones de Memnón y Masara procedían del
mismo molde. Ambos poseían la dedicación, la firmeza de espíritu y el toque de crueldad que
debe poseer un gobernante. Eran una verdadera pareja; él el terzuelo, ella, el halcón. Sabía
que Masara no apartaría a Memnón de su destino, sino que lo alentaría e incitaría a logros más
altos. Yo estaba contento con los resultados de mi tarea de casamentero.
Un brillante día de sol en la montaña, bajo las miradas de veinte mil hombres y mujeres
de Egipto y de Etiopía que se arracimaban en laderas y serranías, Memnón y Masara, juntos a
la orilla del río, rompieron el jarro de agua que el sumo sacerdote de Osiris había cogido en el
Nilo recién nacido.
El novio y la novia encabezaban la caravana cuando descendimos de las montañas carga-
dos con la dote de una princesa y los tratados sellados entre nuestras dos naciones.
Hui y sus mozos de cuadra nos seguían con una manada de cinco mil caballos. Algunos
se nos habían entregado en pago por nuestros servicios de mercenarios, otros formaban parte
de la dote de Masara.
Antes de llegar a la unión de los dos ríos en Qebui, vimos una mancha oscura sobre la
llanura, como si una nube arrojara su sombra sobre la sabana. Pero el sol resplandecía en el
cielo despejado.
Las manadas de ñúes regresaban de su migración anual.
A las pocas semanas de este contacto con los ñúes, la peste del Estrangulador Amarillo
cayó sobre la manada de caballos etíopes, arrastrándose como una riada a través de un valle.
Como es natural, Hui y yo esperábamos que eso sucediera cuando regresaran los ñúes y
habíamos hecho los preparativos necesarios. Habíamos enseñado a los mozos de cuadra y au-
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Río sagrado Wilbur Smith
rigas a hacer una traqueotomía y a tratar las heridas para prevenir la gangrena hasta que el
animal lograra recuperarse.
Durante largas semanas casi nadie disfrutó de muchas horas de sueño, pero al final mu-
rieron menos de dos mil caballos a causa de la peste y, antes de la crecida del Nilo, los super -
vivientes estaban suficientemente fuertes para que comenzáramos a entrenarlos y a atarlos a
los carros.
Cuando empezó la crecida, los sacerdotes hicieron sacrificios en la orilla del río, cada uno
a su dios, e hicieron los pronósticos para el año que se avecinaba. Unos consultaban las entra-
ñas de las ovejas sacrificadas, otros observaban el vuelo de las aves y los jarros llenos de agua
del Nilo. Cada uno adivinaba el porvenir a su manera.
La reina Lostris hizo sacrificios a Hapi. Aunque asistía con ella a los ritos, mi corazón es -
taba en otra parte. Soy un hombre de Horus, lo mismo que Kratas y el príncipe Memnón. Le
hicimos una ofrenda de oro y marfil a nuestro dios y le rogamos que nos guiara.
No es frecuente que los dioses se pongan de acuerdo, así como tampoco es frecuente
que lo hagan los hombres. Sin embargo, aquel año fue distinto a cualquier otro que yo hubiera
conocido. Con excepción de Anubis, Tot y Nut, los dioses se expresaron con una sola voz. Es -
tos tres son deidades menores. Sus consejos podían descartarse con tranquilidad. Todos los
grandes dioses, AmónRa, Osiris, Horus, Hapi, Isis y doscientos más, tanto grandes como pe-
queños, nos dieron el mismo consejo: «Ha llegado la hora de regresar a la sagrada tierra ne-
gra de Kemit.»
Kratas, que es pagano de corazón y cínico por naturaleza, sugirió que todos los sacerdo-
tes habían conspirado para poner esas palabras en boca de sus dioses. Y pese a que yo expre -
sé una escandalizada indignación ante aquella blasfemia, me sentía secretamente inclinado a
coincidir con su opinión.
Los sacerdotes son hombres débiles y amantes del lujo, y durante casi dos décadas ha-
bíamos vivido la existencia dura de los viajeros y los guerreros en las tierras de Cuch. Creo
que ellos extrañaban la dulce Tebas aún más que mi ama. Tal vez no fueron los dioses, sino
los hombres los que nos aconsejaron regresar al norte.
La reina Lostris reunió al alto consejo de Estado y cuando hizo la proclama que reafirma-
ba el dictado de los dioses, los nobles y los sacerdotes se pusieron en pie como un solo hom -
bre para vitorearla. Yo la vitoreé como el que más y aquella noche mis sueños estuvieron lle-
nos de imágenes de Tebas, y de aquellos días lejanos en que Tanus, Lostris y yo éramos jóve -
nes y felices.
Aunque mi rango sólo era el de Maestro del Caballo Real, formaba parte del personal del
príncipe Memnón. A menudo recurría a mí para solucionar los problemas logísticos que se nos
presentaban. Durante el día, conducía su carro, con el gallardete azul flameando sobre nues-
tras cabezas, mientras él pasaba revista a los regimientos y los conducía en ejercicios de gue-
rra. Muchas noches, los tres, el príncipe, Kratas y yo, permanecíamos hasta tarde sentados
frente a un jarro de vino, hablando sobre el regreso. En esas ocasiones, la princesa Masara nos
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Río sagrado Wilbur Smith
servía, llenando los jarros con sus propias manos. Después se sentaba sobre un almohadón de
piel de oveja a los pies de Memnón y escuchaba cada palabra que decíamos. Cuando nuestras
miradas se encontraban, me sonreía.
Nuestra mayor preocupación era tratar de evitar el peligroso tránsito de las cataratas du-
rante el viaje río abajo. Estas sólo se podían cruzar en épocas de crecida, lo que limitaba los
períodos de tiempo durante los que podríamos viajar.
Propuse que construyéramos otra flota de naves debajo de la quinta catarata; en ellas
podríamos transportar a nuestro ejército hasta el punto desde donde se podía atajar cruzando
el desierto. Cuando volviéramos a llegar al río sobre la primera catarata, construiríamos otro
escuadrón de veloces naves de guerra y de barcas que nos transportaría hasta Elefantina.
Estaba seguro de que, si calculábamos el tiempo correctamente, lográbamos pasar los
rápidos y sorprendíamos a la flota de los hicsos anclada en la ruta a Elefantina, infligiríamos un
doloroso revés al enemigo y capturaríamos las embarcaciones necesarias para aumentar nues-
tra fuerza de naves de guerra. Una vez que nos hubiéramos asegurado un punto de apoyo, ba-
jaríamos la infantería y los carros por la garganta de la primera catarata y nos enfrentaríamos
a los hicsos sobre las llanuras de Egipto.
Iniciamos la primera etapa del regreso durante la siguiente crecida. En Qebui, que duran-
te tantos años había sido nuestra capital, sólo dejamos una guarnición. Qebui pasaba a ser
una avanzada comercial del imperio. Por allí cruzarían las riquezas de Cuch y de Etiopía en su
camino a Tebas.
Cuando el grueso de la flota inició el viaje de regreso al norte, Hui y yo, junto con qui -
nientos mozos de cuadra y un escuadrón de carros, quedamos atrás esperando la nueva mi-
gración de ñúes. Llegaron tan repentinamente como siempre, cubriendo los dorados pastizales
de la sabana con una enorme mancha negra. Salimos a su encuentro en los carros.
Era muy sencillo capturar a aquellas bestias. Los alcanzábamos con los carros y les pasá-
bamos un lazo alrededor del cuello. Luchaban un instante bajo las cuerdas y enseguida se re-
signaban a la captura. En el término de diez días habíamos encerrado seis mil en los cercados
que para tal propósito habíamos construido a orillas del Nilo.
Allí quedó demostrada la falta de empuje y de fortaleza de aquellos animales. Morían a
centenares, sin causa ni motivo. Los tratábamos con bondad y dulzura. Los alimentábamos y
les proporcionábamos abundante agua, igual que a nuestros caballos. Pero era como si su es-
píritu salvaje rechazara el cautiverio, y morían.
En definitiva, perdimos casi la mitad de los que capturamos y muchos más murieron en
el transcurso del largo viaje hacia el norte.
Dos años después de que la reina Lostris hubiera dado la orden de regresar, nuestro pue-
blo se reunió en la orilla oriental del Nilo sobre la cuarta catarata. Ante nosotros se extendía el
camino del desierto que cruzaba el enorme meandro del río.
Durante todo el año anterior, las caravanas de carros habían partido desde aquel punto.
Todas iban cargadas de tinajas de arcilla selladas con tapas de madera y llenas de agua del
Nilo. A lo largo del camino polvoriento, cada quince kilómetros habíamos instalado puestos de
agua potable. Consistían en treinta mil tinajas de agua enterradas para impedir que se rajaran
o reventaran bajo los furiosos rayos del sol.
Éramos casi cincuenta mil almas y otros tantos animales, incluyendo la disminuida mana-
da de ñúes cautivos. Los carros con el agua iniciaban la marcha desde el río todas las noches.
Su tarea era interminable.
Esperamos a la vera del río que saliera la Luna nueva para que iluminara nuestro camino
a través del desierto. Pese a haber planeado la partida para aquella época por ser la más fría
del año, el sol y el calor serían abrumadores tanto para hombres como para bestias. Sólo via-
jaríamos de noche.
Dos días antes de salir, mi ama dijo:
–Taita, ¿cuánto tiempo hace que tú y yo no pasamos un día pescando en el río? Prepara
tus lanzas y un esquife.
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Río sagrado Wilbur Smith
Supe que quería conversar conmigo acerca de algo de la mayor importancia. Avanzamos
por las aguas verdosas y paramos cerca de un sauce llorón de la orilla opuesta, lejos de oídos
curiosos.
Primero hablamos de la inminente partida por el desierto y de la perspectiva de regresar
a Tebas.
–¿Cuándo volveré a ver sus muros resplandecientes, Taita? –preguntó mi ama, suspiran-
do. Y sólo pude responderle que lo ignoraba.
–Si los dioses son bondadosos, podríamos estar en Elefantina el año que viene por estas
fechas, cuando la crecida del Nilo permita que nuestras naves crucen la primera catarata. Des-
pués, nuestra suerte fluirá como el río, con los peligros y las fortunas de la guerra.
Pero mi ama no me había llevado al río para hablar de aquello; los ojos se le llenaron de
lágrimas al preguntarme:
–¿Cuánto hace que nos ha abandonado Tanus, Taita?
–Inició su viaje a las praderas del paraíso hace más de tres años –contesté con voz aho-
gada por la emoción.
–De manera que han transcurrido varios meses desde que me tuvo en sus brazos –dijo
ella. Yo asentí. No sabía adónde quería llegar.
–Desde entonces he soñado con él casi todas las noches, Taita. ¿Existe la posibilidad de
que haya regresado para dejar su semilla en mis entrañas mientras yo dormía?
–Todo es posible –contesté con cuidado–. Le dijimos al pueblo que así fueron concebidas
Tehuti y Bekatha. Sinceramente, nunca he tenido noticia de un suceso semejante.
Ambos permanecimos algunos instantes en silencio. Ella dejó caer una mano al agua y
luego la sacó y observó cómo se deslizaban las gotas por sus dedos. Después volvió a hablar,
sin mirarme.
–Creo que voy a tener otro hijo –susurró–. Mi luna roja ha menguado y se ha marchita -
do.
–Ama –contesté en voz baja y con mucho tacto–, te aproximas a la época de tu vida en
que los ríos de tu útero se empiezan a secar. –Las mujeres egipcias son como las flores del de -
sierto que florecen temprano pero se marchitan con la misma celeridad.
Ella negó con la cabeza.
–No, Taita. No se trata de eso. Siento que la criatura crece en mis entrañas.
La miré en silencio. Una vez más sentí que las alas de la tragedia me rozaban, poniéndo-
me los pelos de punta.
–No es necesario que me preguntes si he conocido otro hombre. –Esta vez, al hablarme,
me miró directamente a los ojos–. Sabes que no es así.
–Lo sé perfectamente. Sin embargo no puedo creer que te haya embarazado un fantas-
ma, por amado y bienvenido que sea. Tal vez tu deseo de tener otro hijo haya excitado tu
imaginación.
–Palpa mi vientre, Taita –ordenó–. Hay un ser vivo dentro de mí. Un ser que crece día a
día.
–Te palparé esta noche, en la intimidad de tu cabina. No aquí, en el río, donde pueden
vernos ojos indiscretos.
Mi ama estaba desnuda acostada sobre las sábanas de hilo. Primero estudié su rostro y
luego su cuerpo. Al mirarla con ojos de hombre seguía pareciéndome hermosa. Pero como mé-
dico percibía con claridad que la dureza de la vida nómada había provocado un cambio cruel en
ella. Tenía el pelo casi enteramente plateado, y el dolor y las obligaciones de la regencia ha-
bían cincelado un mensaje sombrío sobre su ceño. Estaba envejeciendo. Su cuerpo había dado
vida a otras tres vidas. Pero en aquel momento sus pechos estaban vacíos, no los hinchaba la
leche de un nuevo embarazo. Estaba delgada. Debí haberlo notado antes. La suya era una del-
gadez poco natural, era prácticamente piel y huesos. Sin embargo, su vientre sobresalía del
cuerpo como una pálida bola de marfil, desproporcionado respecto a los delgados brazos y
piernas.
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Apoyé las manos con suavidad sobre las rayas plateadas del vientre, donde la piel se ha-
bía estirado para acomodar su carga jubilosa. Noté aquella cosa que tenía dentro y supe de in-
mediato que lo que había bajo mis dedos no era vida. Era la muerte.
No encontré palabras. Me volví, salí a cubierta y miré las estrellas. Eran frías y estaban
muy lejos, como los dioses; a ellas no les importaba; a los dioses tampoco. No tenía sentido
suplicarles, ni a los dioses ni a las estrellas.
Sabía qué era lo que crecía dentro de mi ama. Lo había palpado en los cuerpos de otras
mujeres. Cuando murieron, abrí la matriz y vi lo que las había matado. Era algo horrible y de -
forme, que no se parecía a nada conocido, humano o animal. Era una bola informe de carne
roja inflamada. Era cosa de Seth.
Transcurrió mucho tiempo antes de que lograra reunir el valor suficiente para regresar a
la cabina.
Mi ama se había cubierto con un manto. Estaba sentada en el centro de la cama y me
miró con sus inmensos ojos verdes que nunca envejecerían. En aquel momento parecía una ni-
ña.
–Ama, ¿por qué no me hablaste del dolor? –pregunté con suavidad.
–¿Cómo sabes que me duele? –me susurró ella–. Traté de ocultártelo.
Nuestra caravana se internó en el desierto viajando de noche a través de las arenas pla-
teadas. Algunas veces mi ama caminaba a mi lado y las princesas retozaban a nuestro alrede-
dor, riendo excitadas por la aventura. En otras ocasiones, cuando el dolor era muy fuerte, mi
ama viajaba en la carreta que había equipado para su comodidad. Entonces me sentaba a su
lado y le sostenía la mano hasta que el polvo de la flor del sueño ejercía su magia y la aliviaba.
Todas las noches avanzábamos justo hasta el siguiente puesto, por el camino ahora cla-
ramente marcado por los miles de vehículos que nos habían precedido. Durante las largas ho-
ras del día, nos tumbábamos bajo los carros y dormitábamos en medio del calor agobiante.
Al amanecer de nuestro trigésimo primer día de viaje vimos un espectáculo notable: una
vela sin barco en las arenas del desierto ondeando suavemente en dirección sur. Después de
recorrer unos cuantos kilómetros más, descubrimos que habíamos sido víctimas de un engaño
de la naturaleza. El casco de la nave se ocultaba tras las dunas que rodeaban el Nilo, que pro-
seguía su eterno fluir. Acabábamos de cruzar el meandro del río.
El príncipe Memnón y todo su personal se encontraban allí para darnos la bienvenida. La
escuadra de nuevas galeras estaba casi terminada. Fue la vela de una de esas embarcaciones
la que nos desorientó al acercarnos al río. Todas las planchas y los mástiles habían sido corta -
dos y aserrados en las extensas llanuras de Cuch y transportados a través del desierto. La to-
talidad de los carros estaba armada. Hui cruzó el desierto con la manada de caballos y las ca -
rretas transportaban el forraje. Hasta mis ñúes esperaban en los terrenos cercados a orillas del
río.
Aunque todavía no habían llegado las caravanas de carretas con las mujeres y los niños,
el grueso de nuestro pueblo ya estaba allí. Había sido una empresa increíble, una tarea digna
de los dioses. Sólo hombres como Kratas, Remrem y Memnón habían sido capaces de llevarla
a cabo en un plazo tan corto.
Ahora, sólo la primera catarata se alzaba entre nosotros y la sagrada tierra de nuestro
Egipto.
Continuamos nuestro camino hacia el norte. Mi ama viajaba en una nueva barca espe-
cialmente construida para ella y las princesas. Contaba con una amplia y bien ventilada cabina
que yo equipé con todos los lujos y comodidades a nuestro alcance. Las cortinas eran de lana
etíope bordada, y los muebles de madera de acacia con incrustaciones de marfil y de oro de
Cuch. Decoré las mamparas con pinturas de flores, aves y otros objetos bonitos.
Como siempre, yo dormía a los pies de la cama de mi ama. Tres noches después de par -
tir, desperté en mitad de la noche. La reina Lostris lloraba silenciosamente. Aunque ahogaba
sus sollozos con una almohada, el estremecimiento de sus hombros me despertó. Acudí a ella
de inmediato.
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Yo, la reina Lostris, Regente de Egipto y viuda del faraón Mamosis, el octavo de ese nom-
bre, madre del príncipe heredero Memnón, que después de mí gobernará los dos reinos, he or -
denado la construcción de este monumento...
Llegó la inundación. Las aguas crecieron hasta la cima de las rocas que custodiaban la
entrada de la garganta, tornándose su color verde en gris. La catarata comenzó a gruñir como
una bestia en su guarida y la nube de espuma se remontó hasta los cielos, tan alta como las
colinas que flanqueaban el Nilo.
Abordé la nave capitana, en compañía de Kratas y del faraón. Levamos anclas y nos de -
jamos llevar por la corriente. Los remeros alzaban los rostros para observar a Kratas, de pie en
la popa, cogiendo con sus garras de oso el remo del timón.
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Río sagrado Wilbur Smith
En proa, dos equipos de marineros a las órdenes del rey estaban dispuestos a alejar los
obstáculos con la ayuda de los remos. Yo me quedé junto a Kratas, con el mapa de los rápidos
extendido en la cubierta para indicarle las vueltas y los giros del canal a medida que fuéramos
llegando a ellos. A decir verdad, el mapa no me hacía falta, pues me sabía de memoria cada lí-
nea en él trazada. Además, había apostado hombres de confianza a ambos lados de la gargan-
ta y en las islas del curso principal del río. Mediante banderas y señales, ellos nos indicarían el
camino.
A medida que aumentaba la velocidad de la corriente, miré hacia atrás por última vez
para ver si el resto de la escuadra se preparaba para seguirnos. Después me volví hacia delan-
te y sentí un nudo en las entrañas y las nalgas apretadas del miedo. Delante de nosotros, la
garganta humeaba como la boca de un horno.
La velocidad aumentaba de forma engañosa. Los remeros apenas tocaban la superficie
del agua, sólo lo estrictamente necesario para mantener la proa en la dirección indicada. Flotá-
bamos tan suave y ligeramente, que daba la impresión de que nos dejábamos llevar por una
corriente lenta. Sólo al mirar las orillas y verlas pasar velozmente, me di cuenta de la veloci -
dad a la que avanzábamos. Las rocas de la garganta volaban a nuestro encuentro. Pese a
todo, al ver la sonrisa en el rostro ajado de Kratas, comprendí la magnitud del peligro al que
nos arriesgábamos. Kratas sólo sonreía así cuando veía que la muerte le señalaba con su dedo
huesudo.
–¡Vamos, bribones! –gritó a la tripulación–. Hoy lograré que vuestras madres se sientan
orgullosas de vosotros o si no encontraré trabajo para los embalsamadores.
El río estaba dividido por tres islas y el cauce se estrechaba.
–Vira a babor y dirige el timón hacia la cruz azul –dije, tratando de hablar con tono indi -
ferente; entonces sentí que la cubierta se escoraba a mis pies y me agarré a la borda.
Volamos por un salto de aguas grises y nuestra proa se balanceó vertiginosamente. Creí
que la nave ya estaba descontrolada y esperé oír el crujido de la madera al chocar contra las
rocas y que la cubierta se abriera bajo mis pies. Entonces vi que la proa se enderezaba y que
la cruz azul pintada sobre la roca estaba directamente frente a nosotros.
–¡Vira todo a estribor al llegar a la bandera! –grité con voz aguda, pero vi que el hombre
de la isla central nos hacía señas con la bandera para que dobláramos. Kratas sostuvo con
fuerza el remo del timón y les gritó a los remeros:
–¡Los de la derecha, remad hacia atrás, los otros hacia delante! ¡Todos juntos! ¡Ya! –La
cubierta se escoró en un ángulo agudo cuando viramos.
El muro de rocas pasó a nuestro lado como un rayo y avanzamos a la velocidad del galo -
pe de un caballo. Otro viraje y estaríamos frente a los primeros rápidos. Negras rocas se cer-
nían ante nosotros; el agua las golpeaba furiosamente perfilando su silueta. Se alzaba en
enormes olas estáticas o se abría en verdes hondonadas. Se enroscaba sobre sí misma y ex-
plotaba en velos blancos, a través de los cuales la roca nos enseñaba sus negros colmillos. Se
me encogió el estómago cuando saltamos por el borde y caímos por el talud. Al llegar al fondo
nos revolcamos y giramos como un puñado de pasto seco en un remolino.
–¡Remad a la izquierda! –aulló Kratas–. ¡Tirad hasta que os revienten las bolas!
La embarcación se equilibró y nos dirigimos hacia el siguiente hueco en la roca. El agua
blanca bañaba la cubierta y se me metía en los ojos. Siseaba a nuestro lado, volando a la mis-
ma velocidad que nosotros y las olas eran más altas que la cubierta de popa.
–¡Por el prepucio ulcerado de Seth, desde mi primera hembra que no me divertía tanto!
–rió Kratas. Y la roca surgió ante nosotros como un elefante macho en plena carga.
La tocamos una vez y la roca nos raspó el vientre. La cubierta se estremeció bajo nues -
tros pies. Yo tenía demasiado miedo para gritar. Entonces el equipo del faraón nos liberó em -
pujando con pértigas y proseguimos la carrera.
Oí un estruendo impresionante cuando una de las galeras que nos seguían chocó con
fuerza contra la roca. No me atreví a mirar atrás mientras calculaba nuestro siguiente viraje,
pero pronto estuvimos rodeados de los restos del naufragio y de hombres que se ahogaban.
Nos gritaban pidiendo ayuda mientras la corriente los alejaba y los estrellaba contra las rocas,
pero resultaba imposible socorrerlos. La muerte nos pisaba los talones y proseguimos viaje
embriagados con su olor. Durante esa hora viví cien vidas y morí en cada una de ellas. Por fin,
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Río sagrado Wilbur Smith
la catarata nos arrojó al cauce principal del río. De las veintitrés galeras que se internaron en
la garganta, dieciocho salieron ilesas. Las otras se hicieron añicos y los cadáveres de los tripu-
lantes quedaron flotando en las grises aguas del Nilo.
No tuvimos tiempo de celebrar el triunfo de nuestra travesía. Frente a nosotros se en-
contraba la isla de Elefantina y en las dos riberas se alzaban las recordadas murallas y los edi-
ficios de la ciudad.
–¡Arqueros, tensad los arcos! –ordenó desde la proa el rey Tamosis–. ¡Izad la insignia
azul! ¡Tambor, aumenta el ritmo a velocidad de ataque!
Nuestra pequeña escuadra se introdujo velozmente en la masa de embarcaciones que ro-
deaban Elefantina. Eran casi todas barcas mercantes y de transporte. Las dejamos de lado
para dirigirnos directamente hacia las galeras de los hicsos. Las tripulaciones de las naves ene-
migas estaban formadas por marineros egipcios, porque nadie conocía el río mejor que ellos.
Únicamente los oficiales eran hicsos. Muchos de ellos se encontraban en tierra, disfrutan-
do de los palacios de placer de los muelles.
Gracias a nuestros espías sabíamos que la bandera del almirante representaba una cola
de golondrina escarlata y oro, y era tan larga que su punta se introducía en el agua. De modo
que nos dirigimos a la embarcación que la izaba y Memnón la abordó seguido de veinte hom-
bres.
–¡Liberémonos de la tiranía de los hicsos! –rugían–. ¡Defendamos a nuestro Egipto!
La tripulación se quedó mirándoles con la boca abierta. Los habían cogido completamente
por sorpresa y estaban casi todos desarmados. Sus armas estaban guardadas bajo llave en las
bodegas porque los oficiales hicsos no confiaban en ellos.
Cada una de las naves de nuestra escuadra eligió una embarcación enemiga, que abordó
con idéntica rapidez. En todas, la reacción de la tripulación fue la misma. Después de los pri -
meros instantes de sorpresa, preguntaron a gritos:
–¿Quiénes sois?
Y la respuesta fue:
–¡Egipcios! El ejército del verdadero faraón Tamosis. ¡Uníos a nosotros, compatriotas!
¡Derroquemos al tirano!
Se volvieron hacia los oficiales hicsos y les dieron muerte antes de que pudiéramos impe-
dirlo. Luego abrazaron a nuestros hombres con gritos de bienvenida.
–¡Por Egipto! –vitoreaban. ¡Por Tamosis! ¡Por Egipto y por Tamosis!
Los vítores saltaban de una embarcación a otra. Los hombres bailaban sobre las bordas
de las naves y trepaban a los mástiles para rasgar y bajar las insignias de los hicsos. Se abrie-
ron paso por la fuerza hasta las bodegas repletas de armas y se pasaron espadas y arcos.
Después bajaron a tierra. Sacaron a rastras a los hicsos de las tabernas y los hirieron de
muerte, convirtiendo las zanjas en regueros de sangre. Luego corrieron por las calles hasta las
barracas de la guarnición y cayeron sobre los guardias.
–¡Por Egipto y por Tamosis! –cantaban.
Algunos oficiales hicsos reunieron a sus hombres y consiguieron hacerse fuertes durante
un rato en focos de resistencia rodeados por la turba furibunda. Pero cuando Kratas y Memnón
desembarcaron con sus veteranos, en el término de dos horas la ciudad al completo era nues -
tra.
La mayoría de los carros de los hicsos quedaron abandonados, pero la mitad de un es-
cuadrón salió por las puertas del este y cruzó a galope el puente que atravesaba los campos
inundados hasta llegar a terreno seco.
Abandoné la nave y recorrí presuroso las callejuelas traseras que tan bien conocía, rum-
bo a la torre del norte, edificada sobre la muralla. Desde allí tendría la mejor vista panorámica
de la ciudad y sus alrededores. Observé con amargura al destacamento de carros en plena hui-
da. Cada uno de los que en ese momento escapaba lucharía después contra nosotros y yo que-
ría esos caballos. Cuando me volvía para observar lo que sucedía en la ciudad, vi una pequeñí-
sima nube de polvo que se elevaba al pie de las abruptas colinas del sur.
Me protegí los ojos del sol y la observé. Me invadió la excitación. La nube se acercaba
con rapidez y debajo de ella distinguía formas oscuras.
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Río sagrado Wilbur Smith
–¡Por Horus! ¡Es Remrem! –susurré, encantado. El viejo guerrero había cruzado con la
primera división de carros el terreno abrupto de las colinas en un tiempo menor que el previs -
to. Sólo hacía dos días que nos habíamos separado.
Observé con orgullo profesional que la primera división se desplegaba en columnas de a
cuatro en fondo. Hui y yo los habíamos instruido bien. Fue una maniobra perfectamente reali-
zada y Remrem tenía a los hicsos enfilados. La mitad de los vehículos estaban todavía en el
puente. Tuve la impresión de que el comandante enemigo ni siquiera se había apercibido del
enorme escuadrón que se acercaba a su flanco expuesto. En el último momento intentó modi -
ficar la formación para enfrentarse a la carga de Remrem, pero ya era demasiado tarde. Mejor
le hubiera ido poner pies en polvorosa.
Los carros de Remrem arremetieron contra él y lo arrastraron como basura que flota en
las aguas del Nilo. Seguí observando hasta estar seguro de que Remrem capturaba a la mayo-
ría de los caballos de los hicsos. Sólo entonces lancé un suspiro de alivio y me volví a mirar la
ciudad.
El júbilo de la liberación había enloquecido al pueblo. Bailaban por las calles, enarbolando
cualquier trozo de paño azul que pudieran encontrar. El azul era el color del faraón Tamosis.
Las mujeres se ataban cintas azules en el pelo y los hombres usaban lazos azules alrededor de
la cintura y se ataban bandas azules en los brazos.
Todavía quedaban algunos focos aislados de lucha, pero poco a poco los hicsos que so-
brevivieron fueron reducidos o sacados a rastras de los edificios que defendían. Una de las ba-
rracas en la que todavía quedaban centenares de hombres fue incendiada. Oí los alaridos de
los soldados que ardían y me llegó el olor a carne quemada. Se parecía al olor del cerdo asado.
Hubo pillaje, por supuesto: algunos de los ciudadanos más ilustres forzaron tabernas y
vinaterías y salieron a la calle cargados de cántaros de vino. Cuando uno de los cántaros se
rompía, se ponían a cuatro patas y bebían el vino de la zanja igual que cerdos.
Vi a tres hombres que perseguían a una muchacha en una callejuela. Cuando la apresa-
ron, la tiraron al suelo y le rasgaron la falda. Dos de ellos se encargaron de sostenerla, exten -
diendo sus piernas y brazos, mientras el tercero la montaba. Me abstuve de mirar el resto.
En cuanto Memnón y Kratas acabaron con los últimos focos de resistencia, iniciaron la ta-
rea de imponer orden en la ciudad. Escuadrones de tropas disciplinadas recorrieron las calles al
trote, utilizando los mangos de sus lanzas de guerra como garrotes para imponer a golpes sen-
tido común a la multitud borracha y delirante.
Memnón ordenó que algunos de los que sorprendieron en actos de pillaje o de violación
fueran ahorcados inmediatamente y que los cadáveres fueran colgados por los tobillos en las
puertas de la ciudad. Al caer la noche, en la ciudad reinaba la calma y, una vez más, los hom-
bres y mujeres decentes podían volver a caminar por las calles.
Memnón instaló su cuartel general en el palacio del faraón Mamosis, que en una época
fue nuestro hogar en la isla Elefantina. En cuanto puse mis pies en tierra firme me encaminé a
nuestros viejos aposentos en el harén.
Todavía seguían siendo lujosos y habían escapado del pillaje. Quienquiera que los hubie-
ra ocupado, trató mis murales con el debido respeto. El jardín rebosaba de hermosas plantas y
los estanques estaban repletos de peces y de lotos. El jardinero egipcio me contó que el co-
mandante de la guarnición, que allí vivía, admiraba nuestro modo de vida y trató de imitarlo.
Me sentí agradecido por ello.
A los pocos días las habitaciones y el jardín volvieron a estar en condiciones de recibir a
mi ama. Luego me dirigí a Memnón y le pedí permiso para llevar a la reina a su casa.
El faraón estaba enfrascado en la ardua tarea de apoderarse de su reino. Millares de
asuntos exigían su atención, pero durante algunos instantes los dejó de lado para abrazarme
de nuevo.
–Todo anda bien, Tata.
–Feliz regreso, majestad –contesté–, pero todavía queda mucho por hacer.
–Te ordeno que cuando estemos solos como ahora no me llames majestad, sino Mem,
como has hecho siempre. –Me sonrió–. Pero tienes razón. Queda mucho por hacer y poco
tiempo para llevarlo a cabo antes de que Salitis y sus huestes remonten el Delta para atacar-
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Río sagrado Wilbur Smith
nos. Hemos ganado la primera pequeña escaramuza. Todavía nos esperan las grandes y más
duras batallas.
–Tengo una tarea que me dará enorme placer, Mem. He preparado las habitaciones de la
reina madre. ¿Puedo viajar río arriba y traerla a Elefantina? Ya ha esperado demasiado el mo-
mento de pisar tierra egipcia.
–Parte de inmediato, Tata –me ordenó–, y trae también contigo a la reina Masara.
El río estaba demasiado crecido y el camino del desierto era excesivamente duro. Cien
esclavos se encargaron de transportar las literas de ambas reinas por la orilla del Nilo, a través
de la garganta hasta nuestro verde valle.
No fue casualidad que, al cruzar la frontera, el primer edificio que encontramos fuese un
pequeño templo. Yo había planeado nuestra ruta para que así fuera.
–¿Qué santuario es éste, Taita? –preguntó mi ama, corriendo las cortinas de su litera.
–Es el templo del dios AjHorus, señora. ¿Deseas orar aquí?
–Gracias –susurró ella. Sabía que era obra mía. La ayudé a descender de la litera y se
apoyó pesadamente en mí al entrar en la fresca penumbra del edificio de piedra.
Oramos juntos, y yo tuve la seguridad de que Tanus escuchaba las voces de las dos per-
sonas que más le habían amado en el mundo. Antes de continuar el viaje, Lostris me ordenó
que entregara a los sacerdotes todo el oro que llevábamos con nosotros y prometió enviar más
para la conservación y el embellecimiento del templo.
Cuando llegamos al palacio de Elefantina, estaba extenuada. Día a día, lo que llevaba en
sus entrañas crecía y se alimentaba de su cuerpo ya sin fuerzas. La recosté bajo el techo de
paja del jardín, donde ella cerró los ojos y descansó durante un rato. Luego los abrió y me
sonrió con suavidad.
–En un tiempo fuimos felices aquí. ¿Pero crees que volveré a ver Tebas antes de morir? –
No pude responderle. Era inútil hacerle promesas que no estaba en mí poder cumplir–. Si lle-
gara a morir antes, ¿me prometes que me llevarás de regreso y me edificarás una tumba en
las colinas desde la que pueda ver mi hermosa ciudad?
–Te lo prometo de todo corazón –respondí.
En los días siguientes, Atón y yo resucitamos nuestra vieja telaraña de espías e informa -
dores a lo largo del Alto Egipto. Muchos de los que en una época trabajaban para nosotros ha -
bían muerto hacía mucho tiempo, pero otros sobrevivían. Utilizando oro y patriotismo como
señuelos, reclutaron espías más jóvenes en todos los pueblos y ciudades.
Pronto contamos con espías dentro del palacio del sátrapa de los hicsos en Tebas y hasta
en puntos tan al norte como el Delta. Por ellos supimos qué regimientos estaban destacados
en cada ciudad y cuáles se encontraban en marcha. Supimos la fuerza con que contaban, y los
nombres y debilidades de sus comandantes. Nos enteramos del número exacto de carros y de
naves que tenían y, a medida que bajaban las aguas del Nilo, estuvimos en condiciones de se-
guir el movimiento hacia el sur de la enorme masa de hombres y máquinas de guerra. Mien-
tras, el rey Salitis seguía camino de Tebas.
En nombre del faraón Tamosis, logré hacer llegar mensajes secretos a los egipcios que
militaban en esos regimientos, instándolos a la rebelión. Poco a poco comenzaron a llegar has-
ta nuestras líneas, trayendo consigo valiosa información. Muy pronto los desertores egipcios
del ejército hicso inundaron la ciudad. Dos regimientos completos de arqueros llegaron desfi-
lando, con la insignia azul al viento y cantando: «¡Egipto y Tamosis!»
Se amotinaron los tripulantes de cien galeras de guerra, degollando a sus oficiales hicsos.
Cuando llegaron navegando río arriba para unirse a nosotros, iban precedidas por una flota de
barcas que habían capturado en el puerto de Tebas. Esas barcas estaban cargadas de cereales,
aceite, sal, lino y madera, todos los elementos necesarios para la guerra.
Para entonces, la totalidad de nuestras tropas habían cruzado la catarata y se encontra-
ban desplegadas alrededor de la ciudad, con la única excepción de la pequeña manada de ñúes
domesticados. A éstos los dejé para el final. Desde el mirador de la torre norte distinguía las lí-
neas de caballos que se extendían en muchos kilómetros a ambas orillas. Las fogatas de los
campamentos militares teñían de azul el aire.
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Río sagrado Wilbur Smith
Día a día éramos más fuertes y en todo Egipto crecían la excitación y el interés. El pesa -
do aroma de la libertad perfumaba el aire que aspirábamos. Kemit era una nación en vías de
resurgimiento. En la calle y en las tabernas se entonaban los himnos patrios, y las prostitutas
y los mercaderes de vinos engordaban.
Enfrascados en nuestros mapas y despachos, Atón y yo veíamos surgir un cuadro distin-
to. Percibíamos que el gigante hicso se desperezaba al despertar y extendía su puño hacia no -
sotros. Desde Menfis y todos los pueblos y ciudades del Delta, los regimientos del rey Salitis se
habían puesto en marcha. Todos los caminos estaban taponados por sus carros y el río plaga-
do por sus naves, que ahora avanzaban hacia el sur, rumbo a Tebas.
Esperé hasta saber que el señor Apachan, el comandante de los carros hicsos, había lle-
gado a Tebas y acampaba fuera de la ciudad amurallada, con todos sus vehículos y la totalidad
de sus caballos. Entonces me presenté ante el consejo de guerra del faraón Tamosis.
–Majestad, he venido para informar de que en este momento el enemigo tiene ciento
veinte mil caballos y doce mil carros a las puertas de Tebas. Dentro de dos meses el Nilo habrá
bajado hasta un nivel que permitirá que Apachan dé comienzo a su avance final.
Hasta Kratas tenía una expresión grave.
–Hemos conocido situaciones peores –empezó a decir, pero el rey le detuvo en seco.
–Veo por su expresión que el Gran Maestro del Caballo Real tiene algo más que decir.
¿Me equivoco, Taita?
–El faraón siempre tiene razón –convine–. Suplico que me permitas bajar a mis ñúes que
esperan más allá de la catarata.
Kratas lanzó una carcajada.
–¡Por la cabeza calva de Seth, Taita! ¿Qué pretendes? ¿Cabalgar contra los hicsos a lo-
mos de esas torpes bestias? –Yo le reí la gracia. Su sentido del humor es tan sutil como el de
los shilluks que comanda.
A la mañana siguiente, Hui y yo emprendimos la marcha río arriba para bajar a los ñúes.
De los seis mil que había en un principio, sólo quedaban vivos trescientos, pero eran completa-
mente mansos y capaces de comer de la mano del hombre. Condujimos la manada a paso
tranquilo para no debilitarlos aún más.
Los caballos capturados por Remrem en la breve batalla contra los carros hicsos que
huían se habían mantenido alejados de los que bajamos con nosotros desde Cuch por orden
mía. Hui y yo colocamos a los ñúes en los mismos campos de pastoreo en que se encontraban
los capturados por Remrem, y poco después todos pastaban pacíficamente. Esa noche encerra-
mos a los ñúes y a los caballos de los hicsos en los mismos cercados. Dejé a Hui encargado de
vigilarlos y regresé al palacio de la isla Elefantina.
Debo admitir que los días que siguieron viví en un estado de profunda duda y desazón.
Había puesto mucha fe en el éxito de aquella treta que, después de todo, dependía de un
acontecimiento natural que no alcanzaba a comprender del todo. Si fracasaba, tendríamos que
hacer frente a toda la furia de un enemigo que nos superaba por lo menos en una proporción
de cuatro a uno.
Había trabajado hasta tarde con Atón y me quedé dormido sobre mis rollos de papiro en
la biblioteca de palacio; de pronto me sentí sacudido por un par de manos poco delicadas y oí
que Hui me gritaba:
–¡Vamos, viejo bribón perezoso! ¡Despierta de una vez! Tengo algo para ti.
Tenía caballos esperando fuera. En cuanto la nave nos dejó en la orilla, montamos. Galo-
pamos todo el trayecto a lo largo de la ribera, iluminados por la Luna, y llegamos con nuestros
caballos empapados de sudor. Los mozos de cuadra habían encendido lámparas y a su débil
luz amarillenta trabajaban en los cercados.
Varios de los caballos de los hicsos se habían desplomado, manándoles de la boca y los
ollares el espeso pus amarillento. Los mozos de cuadra les cortaban la tráquea en las que in-
troducían cañas huecas para impedir que murieran asfixiados.
–¡Dio resultado! –gritó Hui, abrazándome y bailoteando a mi alrededor–. ¡El Estrangula-
dor Amarillo! ¡Resultó! ¡Resultó!
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Río sagrado Wilbur Smith
–La idea fue mía, ¿no es cierto? –pregunté con toda la dignidad que sus demostraciones
me permitían–. ¡Por supuesto que resultó!
Desde hacía semanas las barcazas estaban ancladas a la orilla, en espera de ese día.
Cargamos inmediatamente todos los caballos que podían mantenerse en pie. Dejamos a los
ñúes en los cercados. En el lugar al que nos dirigíamos, su presencia sería demasiado difícil de
explicar.
Con una de las galeras capturadas a los hicsos arrastrando cada barcaza, remamos hasta
la corriente y enfilamos hacia el norte. Con cincuenta remos a cada lado, y con la corriente y el
viento a favor, navegamos a una excelente velocidad hacia Tebas, para entregarle nuestro re-
galo a Apachan.
En cuanto pasamos Kom Ombo, bajamos la bandera azul e izamos banderas y gallarde-
tes capturados al enemigo. Muchos de los remeros de las galeras habían nacido bajo la domi-
nación de los hicsos, algunos tenían padres de ambas nacionalidades y hablaban los dos idio -
mas con idéntica fluidez.
Dos noches después de pasar frente a Kom Ombo, una galera de los hicsos nos intercep-
tó. Se detuvo a nuestro lado y un grupo de oficiales nos abordó para inspeccionar la carga que
llevábamos.
–Son caballos para los carros del señor Apachan –informó nuestro capitán. Su padre era
hicso, pero la madre pertenecía a la nobleza egipcia. Su declaración era natural y sus creden -
ciales convincentes. Luego de una breve inspección, nos permitieron pasar. Antes de llegar a
Tebas nos detuvieron y abordaron dos veces más, pero en ambas ocasiones nuestro capitán
logró engañar a los oficiales hicsos que subieron a bordo.
A esas alturas, mi principal preocupación era el estado de los caballos. A pesar de nues-
tros esfuerzos, comenzaban a morir y la mitad de los que aún vivían se encontraban en condi-
ciones lamentables. Arrojamos los cadáveres por la borda y seguimos viaje a la mayor veloci-
dad posible.
Mi plan original consistía en vender los caballos al contramaestre hicso del puerto de Te-
bas, pero ningún entendido consentiría en comprar una manada en estado tan lamentable. Hui
y yo decidimos emprender otro curso de acción.
Hicimos lo necesario para llegar a Tebas al anochecer. Me causó un intenso dolor recono-
cer tantos lugares familiares. A la luz del sol poniente, las murallas de la ciudadela resplande -
cían con un tinte rosado. Las tres elegantes torres que yo había edificado para Intef todavía
apuntaban al cielo; acertaron llamándolas los Dedos de Horus.
El palacio de Memnón de la ribera oeste, que dejé a medio construir, había sido reedifica-
do por los hicsos. Hasta yo tuve que admitir que la influencia asiática era agradable. Las espi-
rales y torres de vigilancia adquirían una calidad misteriosa y exótica. Deseé que mi ama estu-
viera allí para que compartiera conmigo ese momento de regreso al hogar. Durante la mitad
de la vida de Lostris ambos habíamos suspirado por él.
A pesar de la penumbra, pudimos distinguir la enorme cantidad de hombres, caballos y
carros que había fuera del recinto amurallado. Pese a haber recibido informes exactos, no re-
sultaba fácil avistar tales multitudes. Mi espíritu se amedrentó al mirarlos y recordar el peque-
ño ejército que habíamos dejado en Elefantina.
Nos haría falta contar con todo el favor de los dioses y con algo más que un poco de bue-
na suerte para triunfar contra enemigo tan poderoso. Cuando los últimos vestigios de luz des-
aparecieron en la noche, las fogatas de los hicsos florecieron y resplandecieron en la planicie,
como un campo de estrellas. Eran interminables; se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
Al acercarnos, los olimos. El ejército desprende un olor muy peculiar. Es una mezcla de
muchos olores: el olor de las fogatas, de la comida al cocinarse, el olor dulce de la hierba re -
cién cortada y el olor amoniacal de los caballos. El hedor de los residuos fecales humanos de-
positados en pozos abiertos, de la piel y del sudor de los caballos, de las virutas de madera y
de la cerveza rancia. Pero sobre todo es el olor a hombre, a millares de hombres, que viven
unos junto a otros en tiendas, chozas y barracas.
Seguimos navegando y los sonidos flotaban sobre las aguas iluminadas por las estrellas
hasta nuestra nave silenciosa. El bufar y relinchar de caballos, el golpe del martillo del herrero
326
Río sagrado Wilbur Smith
sobre el yunque fabricando puntas de lanzas y hojas de espadas, los gritos desafiantes de los
centinelas y las voces de hombres que cantaban, discutían y reían.
Yo permanecía en cubierta, de pie junto al capitán de la nave principal y lo guié hacia la
orilla oriental. Recordaba el muelle de madera de los mercaderes, que se encontraba fuera de
las murallas de la ciudad. Si se mantenía en pie, sería el mejor lugar para desembarcar nues-
tra manada.
Reconocí la entrada al muelle y nos acercamos a remo. Era exactamente como lo recor-
daba. En cuanto nos acercamos, el jefe del embarcadero se nos acercó, exigiendo papeles y
nuestro permiso para comerciar.
Yo decidí halagarle y mostrarme servil con él.
–Hemos tenido un terrible accidente, excelencia –dije sonriente e inclinándome obsequio-
so ante él–. El viento me voló los permisos de la mano, una verdadera treta de Seth.
Se irguió como un sapo furioso, pero cedió en cuanto deslicé un pesado anillo de oro en
su gorda mano. Probó el metal entre sus dientes y se alejó sonriendo.
Envié a tierra a uno de los mozos de cuadra para que apagara las antorchas que ilumina-
ban el muelle. No quería que ningún ojo curioso viera la condición en que se encontraban los
caballos que íbamos a desembarcar. Algunos de nuestros animales estaban demasiado débiles
para levantarse, otros trastabillaban y se tambaleaban; a casi todos les manaba una mucosi-
dad maloliente de la boca y los ollares.
Nos vimos obligados a ponerles cabezadas y bajarlos con cabestros. En definitiva sólo ha-
bía cien caballos en condiciones de caminar.
Los condujimos por el sendero hasta el terreno alto donde, según nos habían informado
nuestros espías, se encontraban los cercados principales. Nuestros espías también nos habían
proporcionado el santo y seña de la primera división de carros de los hicsos, y los que habla -
ban el idioma entre los nuestros respondieron a las preguntas de los centinelas.
Recorrimos con nuestros caballos toda la extensión del campamento enemigo. A medida
que avanzábamos, comenzamos a dejar en libertad a nuestros animales enfermos, para que
algunos de ellos se pasearan entre las líneas de las veinte divisiones de carros. Nos movíamos
con tanta indiferencia y naturalidad, que no provocamos alarma alguna, llegando incluso a
charlar y gastar bromas con los mozos de cuadra enemigos que encontramos en el camino.
Cuando en el cielo del este se pintaron las primeras luces del alba, regresamos al muelle
de madera donde habíamos desembarcado. Sólo una de las galeras esperaba para recogernos;
el resto de la flotilla inició el regreso hacia el sur en cuanto se deshizo de su carga de caballos
enfermos.
Abordamos la nave y, a pesar de que Hui y el resto de los mozos de cuadra se tumbaron
extenuados sobre cubierta, yo permanecí a popa, observando las murallas de mi hermosa Te-
bas, que iban quedando atrás, bañadas por la luz pura del amanecer.
Diez días después hicimos nuestra entrada en el puerto de Elefantina, y tras entregar mi
informe al faraón Tamosis, me dirigí presuroso al jardín del harén. Mi ama estaba acostada a la
sombra del techo de paja. Se la veía pálida y tan delgada que no pude impedir que me tembla-
ran las manos cuando me tendí ante ella, en señal de obediencia. Al verme, estalló en sollozos.
–Te he echado tanto de menos, Taita. ¡Nos queda tan poco tiempo para estar juntos!
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Río sagrado Wilbur Smith
–No permitiré que le despiertes ahora, Taita. El rey está extenuado. Esta es su primera
noche de sueño ininterrumpido en un mes.
–Debo verle, majestad. Me encuentro bajo sus órdenes directas...
Mientras discutíamos, una voz juvenil me llamó desde el otro lado de la cortina.
–¿Eres tú, Taita? –La cortina se corrió y el rey se presentó ante nosotros en toda su es -
pléndida desnudez. Era un hombre como he visto pocos, delgado y duro como la hoja de la es -
pada azul y tan majestuoso en su masculinidad que al mirarlo tuve mayor conciencia de mi
propia incapacidad.
–¿Qué sucede, Taita?
–Han llegado despachos del norte. Del campamento de los hicsos. Una terrible peste ha
hecho presa de las líneas del enemigo. La mitad de sus caballos están enfermos y cada día
caen millares, víctimas de la enfermedad.
–Eres un mago, Taita. ¿Cómo es posible que alguna vez nos hayamos burlado de ti y de
tus ñúes? –Me cogió por los hombros y me miró a los ojos–. ¿Estás dispuesto a cabalgar con-
migo rumbo a la gloria?
–Sí, lo estoy, faraón.
–Entonces ata a Roca y a Cadena, y que la insignia azul flamee sobre mi carro. Regresa-
mos a Tebas, a nuestro hogar.
Por fin nos encontrábamos frente a la ciudad de las cien puertas, con cuatro divisiones de
carros y treinta mil hombres de infantería. Ante nosotros estaba la tropa del rey Salitis, pero
detrás de sus multitudes los Dedos de Horus nos llamaban y, a la luz del amanecer, las mura-
llas de Tebas resplandecían con un brillo perlado.
Como una pitón gigantesca que se desenrosca, el ejército de los hicsos se desplegaba
ante nosotros, columna tras columna, fila tras fila. Las puntas de sus lanzas brillaban y los cas-
cos dorados de los oficiales reflejaban los rayos del sol.
–¿Dónde está Apachan con sus carros? –preguntó el rey y clavé la mirada en los Dedos
de Horus que se alzaban cerca del río. Tuve que aguzarla para distinguir los pequeños banderi -
nes de colores que ondeaban en lo alto de la torre.
–Apachan tiene cinco divisiones en el centro y mantiene seis más en reserva. Están ocul-
tos tras las murallas de la ciudad.
Leí las señales del espía que había apostado en la más alta de las tres torres. Sabía que
desde allí tendría una vista de halcón del campo de batalla.
–Eso sólo significa once divisiones, Tata –dijo el rey, indignado–. Sabemos que tiene
veinte. ¿Dónde están las otras?
–El Estrangulador Amarillo –contesté–. Ha atado los carros a los caballos que aún se tie-
nen en pie.
–¡Por Horus! ¡Ojala tengas razón! Espero que Apachan no nos haya preparado alguna
agradable sorpresa. –Me tocó el hombro–. Los dados están echados, Tata. Ya es tarde para
modificar nada. Debemos librar esta batalla con lo que los dioses nos hayan concedido. ¡Va-
mos! ¡A pasar revista a las tropas!
Tomé las riendas y dirigí el carro hacia el frente del ejército. El rey se dejó ver ante sus
tropas. Su presencia les daría ánimo y valor. Recorrí las largas filas con los caballos al trote.
Roca y Cadena habían sido cepillados hasta tal punto que, bajo la luz del sol, el pelo de ambos
resplandecía como bronce bruñido. El carro real estaba recubierto de una delgada capa de do-
rado a la hoja, la única concesión que hice a mi exigencia de vehículos livianos.
El oro era más delgado que una hoja de papiro y sólo agregaba cien deben al peso total
del vehículo, aunque lo convertía en una exhibición fascinante. El que lo mirara, amigo o ene -
migo, no podía dudar de que ése era el carro del faraón y sentirse alternativamente alentado o
preso de temor religioso en medio del fragor de la batalla. En su larga y cimbreante asta de
bambú, el gallardete azul flameaba a impulsos de la brisa sobre nuestras cabezas, arrancando
vítores a nuestro paso.
El día de nuestra partida de Qebui para iniciar el regreso, yo había hecho el voto de no
cortarme el pelo hasta haber hecho un sacrificio en el templo de Horus, que se erguía en el
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Río sagrado Wilbur Smith
centro de Tebas. El pelo me llegaba ya a la cintura y, para ocultar las canas, lo había teñido
con henna importada de las tierras que se extendían al otro lado del río Indus. Se convirtió en
una melena dorada que destacaba a la perfección mi belleza. Me había puesto un sencillo fal-
dellín almidonado del hilo más blanco, y lucía el Oro de las Alabanzas sobre el pecho desnudo.
No deseaba en modo alguno oscurecer la gloria de mi joven faraón, de modo que obvié el ma -
quillaje y cualquier otro tipo de ornamento.
Pasamos ante el numeroso regimiento de los lanceros shilluks, situados en el centro.
Esos magníficos paganos sedientos de sangre constituían la roca que anclaba nuestras líneas.
A nuestro paso vitorearon.
–Ya jan! ¡Tanus! ¡Kajan! ¡Tamosis!
Al alzar las lanzas en señal de saludo, las blancas plumas de avestruz de sus tocados se
mecían como la espuma del río en las cataratas. Vi a Kratas en medio de ellos, que me gritaba.
Sus palabras se perdieron en medio de diez mil voces, pero leí en sus labios lo que decía.
–¡Esta noche tú y yo nos emborracharemos juntos en Tebas, viejo rufián!
Los shilluks se extendían en profundidad, fila tras fila, regimiento tras regimiento. Kratas
los había ejercitado incesantemente en las prácticas que yo le ayudé a crear para luchar contra
carros. Aparte de sus largas lanzas, cada uno de ellos llevaba un atado de jabalinas y una hon-
da de madera y cuero para lanzarlas con más fuerza. Delante de sus filas, habían clavado las
estacas de madera de puntas afiladas, formando una empalizada. Los carros de los hicsos ten-
drían que vencer ese obstáculo antes de poder atacarlos.
Detrás de ellos se alineaban los arqueros egipcios, preparados para adelantarse entre los
shilluks o iniciar una retirada, según lo aconsejara el desarrollo de la batalla. Levantaron en
alto sus arcos de extremos curvos y vitorearon al faraón.
–¡Tamosis! ¡Egipto y Tamosis!
El faraón lucía la corona azul de guerra, con el uraeus dorado en la frente y las cabezas
entrelazadas del buitre y la cobra, los símbolos de los dos reinos, cuyos ojos de piedras precio-
sas resplandecían. Respondió al saludo de sus arqueros alzando la hoja desnuda de la espada
azul. Giramos hacia el flanco izquierdo, pero, antes de iniciar el regreso, Memnón me detuvo,
apoyando una mano en mi hombro. Durante algunos instantes contemplamos el campo de ba-
talla. Los hicsos ya se adelantaban. La primera línea de sus tropas era doblemente superior a
la nuestra.
–Según indica tu propio tratado sobre la guerra, Tata –citó–. «Una defensa circunspecta
hasta que el enemigo se haya comprometido y luego un ataque rápido y audaz.»
–Recuerdas bien la lección, señor.
–Es evidente que hemos sido desbordados y es probable que Apachan nos ataque desde
el principio con sus cinco divisiones de carros.
–Coincido contigo, Mem.
–Pero nosotros sabemos lo que debemos hacer, ¿no es cierto, Tata? –Me propinó unos
golpecitos en el hombro e iniciamos el regreso al lugar donde nuestros carros esperaban a re -
taguardia.
Remrem encabezaba la primera división, Astes la segunda y el señor Aqer la tercera. Re-
cién ascendido al rango de Mejor de Diez Mil, el capitán Hui estaba al mando de la cuarta divi-
sión. Dos regimientos de shilluks custodiaban nuestro equipaje y los caballos de repuesto.
–Mira a ese viejo perro de caza –comentó Memnón, señalando a Remrem con la cabeza–.
Se muere por iniciar la marcha. Por Horus que antes de que este día haya terminado le ense -
ñaré un poco de paciencia.
Oímos que los cuernos sonaban en el centro.
–Ahora comienza –dijo Memnón, señalando hacia el frente, y vimos que los carros hicsos
se acercaban entre nubes de polvo–. Sí, Apachan ha soltado los carros.
Miró nuestra división, y Remrem levantó en alto la espada.
–La primera está lista, majestad –dijo con tono ansioso, pero Memnón no le hizo caso y
señaló en cambio a Aqer. La tercera división se adelantó en columnas de a cuatro, y el faraón
la encabezó.
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centro se abría. A galope tendido, Memnón volvió a formar la tercera división y la envió a abrir
el centro del enemigo.
Antes de que iniciáramos la carga, dirigí la mirada hacia la ciudad. El polvo casi me impe-
día verla, pero en lo alto del Dedo de Horus alcancé a distinguir dos banderas blancas. Era la
señal de advertencia que me hacía el vigía allí apostado. Me volví con rapidez y miré en direc-
ción al fuerte oriental de la ciudad.
–¡Majestad! –exclamé, señalando. Al seguir la dirección de mi brazo, el rey vio la primera
división de carros de los hicsos que salía al trote del lugar donde se ocultaba, tras la curva de
la muralla. Parecía una columna de hormigas en plena marcha.
–Apachan recurre a sus reservas para salvar a la infantería –gritó Memnón, sobre el fra-
gor de la batalla–. Un poco más y nos hubiera sorprendido. ¡Bien hecho, Tata!
Nos vimos obligados a dejar escapar a la infantería, formando para enfrentarnos a los ca-
rros de Apachan. Cargamos unos contra los otros en un campo de batalla sembrado de carros
deshechos y volcados, flechas y jabalinas tiradas, caballos muertos y heridos, y hombres mori-
bundos. En tanto nos acercábamos, me erguí en la base del carro para mirar hacia delante.
Había algo poco habitual en la marcha de los carros enemigos, y de repente supe lo que suce-
día.
–¡Mira los caballos, majestad! –exclamé–. Han atado animales enfermos. –Los caballos
que iban a la vanguardia tenían el pecho pintado con una capa de mucosidad amarilla que les
brotaba de las bocas entreabiertas. Delante de mi vista, uno de ellos tropezó y se desplomó,
arrastrando consigo a su compañero de tiro.
–¡Dulce Isis! Tienes razón. Sus caballos están terminados antes de comenzar –contestó
Memnón. Supo instantáneamente lo que debía hacer. El hecho de que fuese capaz de desviar
una carga de carros ya lanzados, me indicó la medida de su soberbio control. En el último mo-
mento rechazó el encuentro frente a frente. Ante la carga del enemigo, nos abrimos como una
flor, desplegándonos a ambos lados. Giramos y nos encaminamos de regreso a nuestras lí -
neas, obligándolos a seguirnos, extenuando hasta lo indecible a sus caballos enfermos y ja-
deantes.
Volábamos delante de ellos en una formación compacta y apretada. El avance enemigo
comenzó a vacilar y quebrarse a medida que los caballos más débiles caían. Algunos se des -
plomaban como heridos en la cabeza por una flecha. Otros simplemente acortaban el paso y se
detenían, quedaban parados con las cabezas gachas, mientras la mucosidad surgía de sus bo -
cas en hilos dorados.
Los caballos de Aqer ya estaban casi agotados. Habían sido sometidos a dos cargas furio-
sas, sin tregua. Todavía perseguido por lo que restaba de la división de Apachan, Memnón los
condujo hasta donde esperaba Hui con la cuarta división, junto a Remrem y la primera.
–¡faraón! ¡La primera está lista! ¡Permíteme atacar! ¡En nombre de todos los dioses,
dame la orden de cargar! –aulló Remrem, completamente frustrado.
Memnón apenas miró en su dirección. Detuve mi carro junto al de Hui. Dos mozos de
cuadra desataron nuestros caballos cubiertos de sudor y ataron otros frescos. Mientras la divi-
sión extenuada de Aqer pasaba a nuestro lado, nos enfrentamos a la carga de los hicsos.
–¿Estás listo, capitán Hui? –preguntó Memnón y Hui alzó su arco en un gesto de saludo.
–¡Por Egipto y Tamosis! –gritó.
–Entonces, ¡en marcha! ¡A la carga! –Memnón lanzó una carcajada y nuestros caballos
saltaron hacia delante.
Frente a nosotros, había seis divisiones completas de carros de Apachan diseminadas por
el campo de batalla. La mitad de ellos estaban volcados o rotos, con los caballos caídos a cau -
sa del Estrangulador Amarillo, sofocados y medio muertos. Los demás sólo avanzaban al paso,
jadeantes. Sin embargo, el resto de los carros avanzaba ordenadamente.
Salimos a su encuentro. En el centro de la división descollaba un carro alto, revestido de
bronce. En él viajaba un hombre de estatura tan elevada que se destacaba del resto. Lucía el
alto casco dorado de la realeza de los hicsos y tenía la oscura barba trenzada y adornada con
cintas de colores que revoloteaban al viento como bonitas mariposas sobre un arbusto de flo-
res.
–¡Apachan! –gritó Memnón con tono desafiante–. ¡Eres hombre muerto!
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Río sagrado Wilbur Smith
Apachan le oyó y vio nuestro carro dorado. Giró para ir a nuestro encuentro y Memnón
me dio un golpe en el hombro.
–Ponme al lado de ese cerdo barbudo. Por fin ha llegado la hora de la espada.
Cuando nos acercamos, Apachan nos disparó dos flechas. Memnón detuvo una con su es-
cudo. Yo me agaché para esquivar la otra. Pero en ningún momento perdí la concentración.
Observaba esos horribles cuchillos giratorios de las ruedas del carro de Apachan. Eran capaces
de rebanar las patas de mis caballos.
A mis espaldas oí el ruido que hacía Memnón al desenvainar la espada azul y por el rabi-
llo del ojo percibí el destello acerado cuando se puso en guardia.
Hice girar las cabezas de mis caballos, simulando un giro a la derecha para confundir al
auriga hicso, pero en el instante en que empezábamos a distanciarnos, volví a cambiar de di-
rección. Evité los cuchillos de las ruedas y pasé muy cerca del carro enemigo; luego doblé en
un ángulo agudo detrás de ellos. Con la mano libre cogí el gancho de arpeo y lo arrojé sobre el
panel lateral del otro carro. Ahora habíamos quedado amarrados, pero yo logré una ventaja:
estábamos detrás de ellos.
Apachan giró sobre sí mismo y me lanzó una estocada con la espada, pero me arrodillé
para esquivarla y Memnón la detuvo con su escudo. Después atacó con la espada azul. Un
fragmento de bronce se enroscó en la espada de Apachan, cortado por el acero. Al verlo, el hi-
cso lanzó un grito de incredulidad y levantó su escudo de bronce para protegerse de la siguien-
te estocada.
Apachan era un espadachín soberbio, pero no estaba a la altura de mi rey y su espada
azul. Memnón le deshizo el escudo y luego, cuando Apachan trató de protegerse la cabeza con
la espada, golpeó con fuerza la hoja de bronce. La espada azul partió limpiamente la hoja de
bronce y Apachan sólo quedó con la empuñadura en la mano.
Abrió la boca y nos gritó. Tenía los dientes negros y podridos y me roció la cara con la
saliva. Para finalizar, Memnón utilizó la clásica estocada directa. Introdujo la hoja de la espada
azul en la boca abierta de Apachan y se la clavó en la parte posterior de la garganta. El furioso
alarido del hicso fue ahogado por un torrente de sangre brillante que surgió de entre sus vellu -
dos labios.
Corté la soga del gancho de arpeo y dejé en libertad el carro hicso. Los caballos, desbo -
cados y completamente fuera de control, iniciaron una loca carrera hacia la línea de carros tra-
bados en combate. Pese a estar muriendo, Apachan se aferró al borde del carro y se mantuvo
erguido. Una bocanada de sangre le empapó el peto, como una cascada. Fue un espectáculo
que provocó consternación en sus aurigas. Trataban de desenganchar los caballos enfermos y
vacilantes, pero nosotros les clavamos las jabalinas. Los perseguimos durante todo el camino
de regreso, hasta que estuvimos dentro del radio de tiro de los arqueros y una lluvia de flechas
nos obligó a detenernos.
–Todavía no ha terminado –le advertí a Memnón mientras regresábamos a nuestras filas
al paso, con nuestros caballos cansados–. Has destrozado los carros de Apachan, pero todavía
tendrás que habértelas con la infantería de Beon.
–Llévame a donde está Kratas –ordenó el faraón.
Detuve nuestro carro ante el regimiento de los shilluks y Memnón le preguntó a Kratas:
–¿Qué dices, mi señor?
–Temo, majestad, que mis hombres se dormirán a menos que les encuentres alguna ta -
rea.
–Entonces quiero que entonen una canción y vayan hacia delante, para que sean útiles.
Los shilluks iniciaron su avance. Se movían a un ritmo curioso y lerdo, y cada tres pasos
golpeaban el suelo con el pie al mismo tiempo, estremeciendo el terreno. Cantaban con esas
voces africanas melodiosas y profundas, un sonido parecido al zumbido de un enjambre de fu-
riosas abejas negras, a la vez que golpeaban las lanzas contra los escudos de cuero crudo.
Los hicsos eran disciplinados y valerosos; de no ser así no habrían podido conquistar la
mitad del mundo. Habíamos destrozado sus carros, pero aguardaban a pie firme el avance de
Kratas detrás de un muro de escudos de bronce.
Ambos ejércitos se encontraron como toros de lidia del templo. El toro blanco y el toro
negro entrelazaron sus cuernos y lucharon pecho contra pecho, lanza contra lanza.
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Río sagrado Wilbur Smith
Mientras luchaban las infanterías, el faraón contuvo a sus carros, utilizándolos con habili-
dad y osadía sólo cuando notaba una apertura o una debilidad en las posiciones enemigas.
Cuando vio que un destacamento de infantería de los hicsos se encontraba aislado a la izquier-
da, envió a la división de Aqer, que los aniquiló en dos rápidas cargas. Cuando Beon intentó
enviar refuerzos al frente para fortalecer su maltrecha vanguardia, el faraón envió a Astes al
mando de quinientos carros para frustrar su intento.
Los hicsos reunieron cada uno de los carros que les quedaba y todos los caballos que aún
podían mantenerse en pie y atacaron con ellos nuestro flanco derecho. Memnón envió a Hui y
a Astes a su encuentro para impedir el ataque. Dejó a Remrem al pie de su carro, maldiciendo,
suplicando y golpeando el suelo con los pies.
El faraón y yo giramos alrededor del campo de batalla en el carro dorado, observando
cada detalle del conflicto y las modificaciones que se iban produciendo. Memnón hizo entrar en
la lucha a sus reservas exactamente en los lugares en que eran más necesarias y en el mo-
mento indicado, algo que es imposible enseñar o aprender. Era como si el pulso y el ritmo de
la batalla latieran en su corazón y él lo sintiera en su sangre.
Yo buscaba constantemente a Kratas en el fragor de la batalla. En ocasiones lo perdía de
vista y temía que hubiera caído, pero luego volvía a ver su casco, con la pluma de avestruz
cortada y con el bronce salpicado por su propia sangre y la sangre de otros.
Allí, en el centro, donde luchaba Kratas, fue donde los hicsos comenzaron a ceder te -
rreno. Fue como las primeras gotas que aparecen en el muro de tierra de un dique; la línea
enemiga se estiró hasta el punto de romperse. Bajo la presión permanente de los shilluks, las
líneas traseras comenzaron a sentir el empuje de sus propios compañeros que retrocedían.
–¡Por el amor de Horus y la compasión de todos los dioses, Tata, éste es el momento de
nuestra victoria! –exclamó Memnón, dándose cuenta de ello aún antes que yo.
Nos encaminamos a galope hacia el lugar donde todavía esperaba Remrem, al que el fa-
raón le gritó:
–¿Estás listo, señor Remrem?
–Estoy listo desde el amanecer, majestad, pero no soy ningún señor.
–¿Te atreves a discutirle a tu rey? A partir de este momento te nombro señor. El centro
del enemigo está cediendo. ¡Sal con tus carros, persíguelos y oblígalos a regresar a Menfis!
–¡Que vivas por siempre, faraón! –rugió el señor Remrem, subiendo al carro de un solo
salto. Salió al frente de la primera división. Sus caballos estaban frescos y fuertes, y el espíritu
de lucha de todos se encontraba exacerbado por la larga espera.
Arremetieron contra el flanco derecho de los hicsos. Los atravesaron prácticamente sin
detenerse, luego giraron para atacar desde atrás el centro del enemigo. Fue el momento per-
fecto; cuando el resultado de la batalla era incierto, el centro del enemigo quedó destrozado.
En el tiempo que se tarda en contener el aliento, los hicsos ya estaban en retirada.
Corrieron hacia las puertas de la ciudad, pero hasta los shilluks de Kratas estaban dema-
siado cansados para perseguirlos. Se encontraban hundidos hasta las rodillas en pilas de
muertos y moribundos, de modo que se apoyaron en sus lanzas para descansar y permitieron
que los hicsos huyeran. Quedó ampliamente demostrada entonces la genialidad militar de
Memnón. Había reservado para ese momento la primera división de carros. Ellos se hicieron
cargo de la persecución; vi cómo la espada de Remrem se alzaba y caía a un ritmo tremendo
mientras perseguían al enemigo.
Cuando los primeros hicsos en retirada llegaron a las puertas de la ciudad, desde el inte-
rior se las cerraron en las narices. Mis espías y agentes habían cumplido bien con su trabajo. El
pueblo de Tebas se encontraba en plena rebelión, haciendo nuestra la ciudad. Cerraron las
puertas con tranca, impidiendo la entrada a las deshechas legiones de los hicsos.
Remrem los persiguió hasta que cayó la noche y sus caballos quedaron extenuados. Los
obligó a retroceder cuarenta y cinco kilómetros, de modo que cada metro del camino hacia el
norte quedó sembrado de armas y de cuerpos decapitados.
Conduje el carro dorado del faraón hasta la puerta principal de la ciudad. Al llegar, se ir-
guió cuan alto era y les gritó a los centinelas:
–¡Abrid las puertas! ¡Dejad paso!
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Hui me esperaba con un carro tirado por caballos frescos. –Te acompañaré, Taita –ofre -
ció, pero yo hice un movimiento negativo con la cabeza.
–Viajaré más rápido si voy solo –contesté–. Entra en la ciudad y disfruta de tu triunfo. Mil
muchachas bonitas te esperan para darte la bienvenida al hogar.
Antes de emprender el camino del sur, me dirigí al campo de batalla. Los chacales y las
hienas ya daban cuenta del festín que les habíamos ofrecido. Sus aullidos y gruñidos se entre -
mezclaban con los quejidos de los moribundos. Los muertos se apilaban igual que restos de un
naufragio a la orilla del río al bajar las aguas.
Dirigí el carro hacia el lugar donde había visto a Kratas por última vez, en el lugar más
horripilante de aquel espantoso campo de batalla. Las pilas de cadáveres tenían la misma altu-
ra que las ruedas de mi carro. Vi el casco de Kratas tirado en el polvo que la sangre había con-
vertido en barro espeso. Bajé del carro y lo recogí. El penacho había desaparecido y todo el
casco estaba abollado y hundido.
Arrojé el casco al suelo y comencé a buscar el cadáver de Kratas. Bajo una pila de cadá-
veres sobresalía una de sus piernas, como la rama de una acacia gigante. Eran cuerpos de shi-
lluks y de hicsos, que descansaban juntos en la tregua de la muerte. Los aparté y encontré a
Kratas, tendido de espaldas. Estaba empapado en sangre negra y coagulada que le cubría el
pelo. Su cara era una máscara negra, cubierta de costrones.
Me arrodillé a su lado y susurré:
–¿Será necesario que todos mueran? ¿Deben morir todos los que realmente amo? –Me
incliné y besé sus labios ensangrentados.
Se sentó y se quedó mirándome. Entonces esbozó esa sonrisa amplia y juvenil tan suya.
–¡Por el moco seco de la nariz de Seth, ésta sí que ha sido una verdadera pelea! –dijo, a
guisa de saludo.
–¡Kratas! –Lo miré encantado–. Tú sí que vivirás eternamente.
–No lo dudes ni por un instante, muchacho. Pero en este momento me hace falta un tra-
go.
Corrí al carro en busca de la vasija de vino. La sostuvo con el brazo estirado y permitió
que el vino pasara por su garganta sin siquiera tomarse el trabajo de tragar. Cuando la vasija
estuvo vacía, la arrojó a un lado y eructó.
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–Eso basta para empezar –dijo, guiñándome un ojo–. Y ahora, viejo réprobo, indícame el
camino hacia la taberna más cercana.
Con más velocidad que cualquier barco navegando contracorriente, llevé la noticia a Ele-
fantina. Iba solo en el carro, de modo que los caballos corrían ligeros. Cambié de caballos en
cada posta del camino al sur y galopé sin detenerme en ningún momento. Los mozos de cua-
dra me alcanzaban una jarra o un trozo de pan mientras cambiaban los caballos. No dormí ni
descansé siquiera.
Durante la noche, las estrellas y la Luna me iluminaban el camino y Horus dirigía mis
manos cansadas sobre las riendas, pues aunque me dolía todo el cuerpo y me tambaleaba de
cansancio, no sufrí percance alguno durante el viaje.
En cada posta de caballos y en cada pueblo del camino, comunicaba la noticia a gritos:
–¡Victoria! ¡Una victoria enorme! El faraón ha triunfado en Tebas. Los hicsos han huido.
–¡Benditos sean todos los dioses por siempre jamás! –contestaban–. ¡Egipto y Tamosis!
Continué galopando, hoy en día se sigue comentando mi paso por el camino del sur. Ha-
blan del auriga delgado, con los ojos inyectados en sangre, el manto cubierto de polvo y man -
chado de sangre seca, el pelo largo flameando al viento, el heraldo de la victoria, el que llevó a
Elefantina la buena nueva de la batalla que puso a Egipto en el camino de la libertad.
Viajé de Tebas a Elefantina en dos días y dos noches y, cuando llegué al palacio, apenas
me quedaban fuerzas para dirigirme a trompicones al jardín donde reposaba mi ama y arrojar-
me ante ella.
–Señora –grazné a través de los labios rajados y la garganta reseca por el polvo–, el fa-
raón ha tenido una gran victoria. He venido a llevarte a casa.
Navegamos río abajo rumbo a Tebas. Las princesas viajaban con nosotros para acompa-
ñarnos y alegrar a su madre. Se sentaban a su lado en cubierta y le cantaban. Rimaban, ha-
cían adivinanzas y reían, pero en sus risas había tristeza y, cuando miraban a mi ama, en sus
ojos se notaba una profunda preocupación.
La reina Lostris estaba tan frágil como un ave herida. Sus huesos no pesaban nada y su
carne era traslúcida como la madreperla. Yo la alzaba y la transportaba con tanta facilidad
como cuando tenía diez años. El polvo de la flor del sueño ya no lograba adormecer el dolor
que le mordía el vientre como las pinzas de un cangrejo clavándosele.
Cuando, después del último recodo del río, tuvimos por fin a la vista las murallas de Te-
bas, la llevé en brazos a proa. La sostuve con un brazo alrededor de los hombros, mientras
disfrutábamos de las escenas largamente recordadas, reviviendo mil jubilosos recuerdos de ju-
ventud.
Pero el esfuerzo la cansó. En el instante mismo en que echamos anclas a los pies del Pa-
lacio de Memnón, vimos que la mitad del pueblo de Tebas esperaba para darle la bienvenida.
El faraón Tamosis encabezaba la densa multitud.
Cuando los portadores de litera la llevaron a tierra, su pueblo la vitoreó. Aunque la ma-
yoría de ellos jamás la había visto, la leyenda de la reina compasiva persistió durante el largo
exilio. Las madres alzaban a sus niños para que los bendijera y se estiraban para tocarle la
mano que ella tenía apoyada en el borde de la litera.
–Ora a Hapi por nosotros –suplicaban–. ¡Ruega por nosotros, Madre de Egipto!
El faraón Tamosis caminaba junto a la litera, como un ciudadano cualquiera y Tehuti y
Bekatha los seguían a corta distancia. Ambas princesas esbozaban brillantes sonrisas, pese a
tener los ojos anegados en lágrimas.
Atón había preparado aposentos para la reina. Al llegar a la puerta, los alejé a todos, in-
cluyendo al rey. Recosté a mi señora en la terraza, bajo la glorieta de la parra. Desde allí, al
otro lado del Nilo, podía contemplar las murallas de su bien amada Tebas.
Al oscurecer la llevé a su dormitorio. Mientras se tumbaba en sus sábanas de hilo, levan -
tó la vista para mirarme.
–Taita –murmuró–, ¿te atreverías a consultar por última vez los Laberintos de AmónRa?
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Río sagrado Wilbur Smith
–Nada puedo negarte, señora –contesté, inclinando la cabeza. Fui por mi cofre de medi-
camentos.
Me senté junto a su cama con las piernas cruzadas sobre el suelo empedrado y ella me
observó mientras preparaba las hierbas. Las deshice en el mortero de alabastro y calenté el
agua en la olla de cobre.
Alcé la taza humeante y la saludé con ella.
–Gracias –susurró. Bebí todo el contenido de la taza. Cerré los ojos y esperé esa sen-
sación familiar pero temida de deslizarme por los límites de la realidad para caer en el mundo
de los sueños y las visiones.
Cuando regresé, las lámparas humeaban y ardían con luz mortecina, y el palacio estaba
en silencio. No llegaba sonido alguno del río ni de la ciudad dormida de la otra orilla, sólo el
dulce canto de un ruiseñor en el jardín y la ligera respiración de mi señora, que descansaba la
cabeza en su almohada de seda.
Creí que dormía. Pero en cuanto alcé mi mano temblorosa para enjugar el sudor frío de
mi cara, abrió los ojos.
–¡Pobre Taita! ¿Tan terrible ha sido?
Había sido mucho peor que otras veces. Me dolía la cabeza y se me había enturbiado la
vista. Supe que jamás volvería a consultar los Laberintos. Esa había sido la última vez; lo ha -
bía hecho sólo por ella.
–Vi el buitre y la cobra en ambas orillas del río, separados por las aguas. Vi que las
aguas se alzaban y caían durante cien estaciones. Vi cien cosechas de trigo y cien aves que vo-
laban sobre el río. Debajo de ellas, vi el polvo de la batalla y el resplandor de las espadas. Vi
que el humo de las ciudades incendiadas se mezclaba con el polvo.
»Por fin vi que la cobra y el buitre se unían. Los vi hermanarse y entrelazarse sobre una
seda azul. Había banderas azules en las murallas de la ciudad y en los pilonos del templo.
»Vi gallardetes azules en los carros que recorrían el mundo. Vi monumentos tan altos y
poderosos que permanecerían durante diez mil años. Vi los pueblos de cincuenta naciones dis-
tintas inclinándose ante ellos.
Suspiré y me llevé los dedos a las sienes, para tratar de aquietar las palpitaciones de mi
cabeza. Por fin dije: –Esa ha sido mi visión.
Ninguno de los dos habló ni se movió durante largo rato. Por fin, mi ama susurró:
–Deben transcurrir cien estaciones antes de que los dos reinos se unan, cien años de
guerras y de luchas antes de que por fin los hicsos se vean obligados a salir de la tierra sagra -
da de nuestro Egipto. Será duro y difícil de soportar para mi pueblo.
–Pero estarán unidos bajo la bandera azul y los reyes de tu estirpe conquistarán el mun-
do. Todas las naciones del planeta les rendirán homenaje –añadí, interpretando para ella el
resto de mi visión.
–Eso me alivia. –Suspiró y se quedó dormida. Yo no dormí, pues sabía que todavía me
necesitaba a su lado.
Volvió a despertar a esa hora que precede al alba y que es la más oscura de la noche.
–¡El dolor! ¡Dulce Isis, el dolor!
Le preparé una mezcla de shepenn rojo. Instantes después dijo:
–El dolor ha pasado, pero tengo frío. Abrázame, Taita, dame calor con tu cuerpo.
La tomé entre mis brazos y la tuve abrazada mientras dormía.
Volvió a despertar cuando los primeros tímidos rayos del amanecer se filtraban por la
puerta que daba a la terraza.
–Sólo he amado a dos hombres en mi vida –murmuró–, y tú has sido uno de ellos. Tal
vez en la próxima vida, los dioses sean más benévolos con nuestro amor.
No pude darle ninguna respuesta. Cerró los ojos por última vez. Se fue en silencio y me
dejó. Su último aliento no fue más fuerte que el anterior, pero yo percibí el frío en sus labios,
cuando los besé.
–Adiós, mi señora –murmuré–. Adiós, amor mío.
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Río sagrado Wilbur Smith
He escrito estos papiros durante los setenta días y noches del embalsamamiento real.
Son mi último tributo a mi señora. Antes de que los embalsamadores se la llevaran de mi lado,
le hice en el costado izquierdo la misma incisión que le había hecho a Tanus. Le abrí la matriz
y le saqué ese terrible íncubo que la mató. Era de carne y sangre, pero no era humano. En el
momento de arrojarlo al fuego, lo maldije a él y al inmundo dios Seth que lo introdujo en su
cuerpo. He preparado diez vasijas de alabastro en las que colocaré estos papiros. Los dejaré
con ella. Estoy pintando todos los murales de su tumba con mis propias manos. Son los mejo-
res que he creado. Cada pincelada es una expresión de mi amor.
Ojala pudiera descansar con ella en esta tumba, porque estoy enfermo de dolor y horri-
blemente cansado. Pero todavía debo cuidar de mis dos princesas y de mi rey.
Ellos me necesitan.
FIN
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