Freixedo Salvador - Interpelacion A Jesus de Nazaret
Freixedo Salvador - Interpelacion A Jesus de Nazaret
Freixedo Salvador - Interpelacion A Jesus de Nazaret
Dijiste «mi carga es suave y mi yugo ligero» (Mt 11,30), pero lo primero que
tenemos que replicar a estas palabras es por qué tenemos que llevar ninguna carga
ni ningún yugo en añadidura a los que ya de por sí nos impone la vida. Y además,
¿con qué lógica y con qué derecho vienes tú, que te proclamas nuestro salvador, a
imponernos más servidumbre? Si en realidad eres «salvador», sálvanos de todas
ellas y no nos impongas más.
Dijiste también que «no venías a ser servido sino a servir» (Mr 10,45). Pero
no lo decías en serio, y si lo dijiste no sabías bien lo que decías. Porque la verdad es
que con tus prédicas, tus milagros, tus amenazas y tus ilusorias promesas pusiste a
tu incondicional servicio a cientos de miles de hombres y mujeres que a lo largo de
veinte siglos han estado ciegamente a tu disposición, entregándote totalmente sus
vidas, abandonando sus familias, renunciando a formar una propia y privándose
de placeres legítimos y de bienes materiales.
Siempre me has dado gran pena cuando te oigo decir desde lo alto de la cruz
aquellas desesperadas palabras: «Padre mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt
27,46). En realidad debió ser para ti tristísimo el descubrir en aquellas terribles
circunstancias que «el padre», en quien habías confado ciegamente y al que habías
entregado tu vida, era tan cruel contigo como lo había sido siempre con tu pueblo,
y que te había traicionado y abandonado igual que lo traicionó y abandonó a él.
Jesús de Nazaret, oye la increpación que un hombre del siglo XX tiene que
hacerte a la luz de lo que ha sido la historia de la religión que tú fundaste.
Tus seguidores te llaman profeta y hacen de ello una prueba más de que tú
eres Dios. Pero ¿qué profetizaste, Jesús de Nazaret? Profetizaste que Jerusalén sería
destruida y que no quedaría de ella piedra sobre piedra (Lu 19,44), y
efectivamente, Jerusalén fue asediada y asaltada unas cuantas veces, tal como lo
había sido antes de que aparecieses tú; pero ahí está llena de vida y recién
convertida, contra viento y marea, en la nueva capital del terrorista Estado de
Israel. Tus conciudadanos, violentos y fanáticos como tú, han dejado de ser las
víctimas de los nazis y se han convertido en los nazis del Medio Oriente.
Prometiste que estarías con tus apóstoles y con tu Iglesia hasta el fn de los
tiempos (Mt 28,20), pero tus pobres apóstoles acabaron casi todos de una manera
bastante desastrada (aunque tú tienes una enfermiza predilección por lo
catastrófco) y tu Iglesia va de tumbo en tumbo desde sus comienzos sin dar
señales de estar muy bien atendida.
Profetizaste para muy pronto el fn del mundo con terribles cataclismos (Mt
24; Mr 13; Lu 2), y lo hiciste con lujo de detalles. Pues bien, las señales que para ello
diste ya se han cumplido hace tiempo y de sobra. Tu doctrina ya ha sido predicada
a todos los pueblos, aunque muchos de ellos no la hayan querido oír o la hayan
positivamente rechazado. Además, tal como tú exigías, tus hermanos judíos ya se
han enterado de sobra quién fuiste tú, aunque no te hayan dado crédito.
Tus feles de hoy, en cambio, leen esas mismas palabras con mucho más
recelo. En primer lugar, tú no acabas de venir, y yo personalmente te estoy muy
agradecido que no lo hagas, porque, según dijiste, tu venida va a ser a sangre y
fuego. En segundo lugar, porque a tus seguidores realmente feles a lo largo de la
historia no les ha ido muy bien. Los pobres, los gimientes, los perseguidos y los
mansos han sido siempre los perdedores en este mundo, y nadie ha vuelto para
asegurarnos que en realidad en el más allá hayan recibido lo que se les había
prometido.
¡No! Jesús de Nazaret: ni las profecías fueron tales profecías ni mucho menos
pudieron cumplirse en ti. Lo que tus predicadores han hecho a lo largo de los
siglos fue manejar caprichosa y fanáticamente la jerga bíblica, y acomodártela a ti
en lo que les convenía. Pero por encima de las palabras escritas, interpretadas y
acomodadas con mejor o peor intención, ahí están dos mil años de historia con la
cruda realidad de los hechos. Tu divinidad es un puro mito, tu redención no existió
más que en tu cabeza, y los humanos, por defectuosos que seamos, no necesitamos
que nos salves de nada. La muerte se encarga de purifcarnos y de hacernos dar el
salto a otra dimensión. Y tú no fuiste ninguna excepción de ello.
Navidad
Y para que veas que soy comprensivo te admito que en cierto aspecto
simpatizo con la fábula de tu nacimiento en un pesebre, con la humildad de tus
padres y hasta me enternezco imaginando a la mula y al buey calentándote. Si esto
contribuye a hacernos más humanos y más fraternos, ¡bienvenido!
Una cueva es el lugar donde solían nacer los otros «salvadores» anteriores a
ti. «Nacidos en una cueva (o en lugar muy humilde) o llevados a ella al poco de
nacer, por una u otra razón, fueron Krishna, Hau-ki, Esculapio, Quirino, Baco,
Adonis, Apolo, Mithra, Atis, el dios de los frigios, y Hermes», El cristianismo, un
mito más.
Tus teólogos nos dicen que hay una gran diferencia; porque tú eres Dios y
los otros, por muy desgraciados que hayan sido en su nacimiento o en su muerte,
eran sólo hombres. Es decir, que el que un hombre mortal nazca desvalido y de
padres miserables es cosa casi natural en este mundo desquiciado, pero lo que
tiene que llenarnos de pasmo es que tú, hijo de Dios, nazcas de la misma manera.
Tu dijiste: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12) y tus fanáticos se han
encargado de repetirlo por siglos a los cuatro vientos, diciéndonos que tú «eres la
luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo».
Y no sólo eso, sino que tú mismo extendiste esta cualidad de iluminar a tus
discípulos y representantes. Tuyas son estas palabras: «Vosotros sois la luz del
mundo» (Mt 5,14).
Y si del siglo X, con sus tinieblas culturales saltamos al XIV y al XV, nos
sumergiremos otra vez en un cenagoso mundo de tinieblas morales, en la casa de
tus supremos representantes. Si tus Papas del «siglo de hierro» usaban la espada
de una manera muy poco evangélica los de los siglos XIV y XV usaron el dinero de
un modo nada edifcante. Si realmente te hubieras preocupado por tu Iglesia,
hubieses hecho algo por impedir que llegasen al solio pontifcio tipejos como
Clemente VII, el primer Juan XXIII, Paulo II, Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI,
Julio II, León X… y un largo etcétera de pontífces corruptos, cuya vida de lujos y
ostentación distaba muchísimo de los principios del evangelio que tú habías vivido
y que ellos farisaicamente continuaban predicando.
Dices que eres la luz del mundo. ¿Por qué no iluminaste a muchos de tus
seguidores, investidos de poder civil o eclesiástico, para que no ensombreciesen
tanto las vidas de sus súbditos? Sus mentes estaban tan en tinieblas como las de
muchas otras autoridades que no te conocieron. Y en muchos casos el haberte
conocido les obnubiló aún más la razón, porque los hizo más fanáticos y más
atropelladores de los derechos de sus súbditos, que aquellos que no se llamaban
cristianos.
¿Luz del mundo? Tus fanáticos, a fuerza de oírlo muy seriamente desde su
infancia, llegan a creer que tú fuiste en realidad una lumbrera que iluminó a este
mundo en tinieblas; pero pregúntales a todos aquellos pueblos para los que el
cristianismo ha signifcado la destrucción de su cultura el derribo de todos sus
templos, el asesinato de todos sus líderes y hasta la desaparición de su lengua.
«No se enciende una luz —dijiste— y se pone debajo de una mesa; porque
desde allí no alumbra. Antes al contrario se pone encima para que dé luz y todos
puedan ver» (Lu 8,16). Si tú eras luz, ¿porqué no te colocaste donde tus
mandamientos, tus consejos y tus ejemplos fuesen más vistos y tuviesen mayor
infuencia en las vidas de los que iban a seguirte? ¿Por qué nada más morir tú
empezaron las luchas entre tus discípulos y se apagó la claridad de tus enseñanzas
y la bondad de tus ejemplos?
Si tú eres «la sola luz que ilumina a este mundo», gran parte de la
humanidad ha estado siempre en tinieblas, porque lo cierto es que nunca te ha
conocido. Y los que te conocieron «no te recibieron», como dijo tu evangelista, y
han vivido tan a oscuras como los paganos. Dime, Jesús de Nazaret, ¿dónde está tu
luz?
Tus doctrinas se mezclaron con las que las habían precedido; tus
representantes las acomodaron a los intereses de los poderosos y a los suyos
propios, y al cabo de los años se habían convertido en «tradiciones seculares» y en
ritos sin sentido. El miedo a las autoridades civiles y religiosas y el terror al «más
allá» mantenía a la grey sumisa. Pero, salvo los fanáticos —que por no tener cabeza
nunca tienen dudas—, la humanidad seguía en tinieblas. Tu luz se apagó contigo
en el Calvario.
«No vine a traer la paz, sino la guerra»
Tu lo has dicho. Tus doctrinarios saben explicar muy bien la frase y acaban
diciéndonos con melifuas palabras que tú eres el «príncipe de la paz» y otras
bellezas por el estilo.
Para esta inicua tarea iban los misioneros al lado de los soldados, y como no
podía ser menos, las «conversiones en masa» se simultaneaban con las matanzas
en masa de aquellos que no querían rendir sus derechos y sus mentes.
Creen todavía en ti porque no saben, a pesar de que bien claro lo dijiste, que
no venías a traer la paz, sino la guerra. ¡Qué bien has cumplido esta palabra tuya!
A los bisontes les ha ido mejor que a los indios, porque se han multiplicado
mientras pacen apaciblemente en los terrenos que les han sido acotados, mientras
que los indios, sumergidos de repente y artifcialmente en una cultura que no es la
suya, agonizan diezmados por el aburrimiento y el alcohol.
Estos son tus cristianos, Jesús de Nazaret. Así actúan cuando quieren
«extender tu reino». Lo extienden ál igual que lo extendió aquel otro alucinado
llamado Mahoma: a golpe de espada, y con «guerras santas». Tus discípulos
organizaron otras «guerras santas» a las que llamaron «cruzadas», y por amor a ti
asesinaron a miles de seres humanos cuyo único pecado era no creer en ti.
Y si malos fueron para con los no creyentes, peores aún fueron entre sí,
odiándose a muerte y matándose durante siglos por diferentes interpretaciones de
tus confusas y contradictorias prédicas. ¿Por qué no dejaste nada escrito indicando
claramente cuál era tu voluntad y cuáles eran tus ideas? Hubieses evitado las
espantosas carnicerías que tus discípulos cometieron unos contra otros pensando
todos que ellos eran los que interpretaban felmente tus deseos y tu pensamiento.
La historia de Europa durante veinte siglos es una continua lucha entre tus
seguidores. Primero se excomulgaban y se perseguían, porque unos decían que tú
eras Dios y otros lo negaban. Más tarde, cuando tus representantes cogieron el
poder civil o se aliaron a los que lo tenían, mataban a los que no se les sometían o
incluso a los que no pensaban como ellos. Y más tarde aún, tus discípulos
divididos en cien sectas, invocando todos tu nombre, organizaron guerras
fratricidas que duraron siglos y que llenaron Europa de odio y de muertos.
¿No habías dicho tú que «estarías con tu Iglesia hasta el fn de los siglos» (Mt
28,20)? ¿No veías desde las alturas cómo tu Iglesia tenía y tiene desgarradas las
entrañas con tantas divisiones y peleas? ¿Por qué entonces no la has socorrido y
has permitido que se desmiembre en tantas sectas que todavía siguen haciéndose
la guerra, aunque hoy ya no sea en los campos de batalla, sino mediante libros, en
emisiones de radio y en las pantallas de televisión? O fallaste a tu promesa o
hablaste por hablar, sin saber bien lo que decías, o no tienes poder ninguno desde
el más allá sobre este cúmulo de confusas creencias que se ha extendido por el
mundo como un tumor canceroso.
Hoy día ya las ideas religiosas en Occidente no son como antaño causas de
guerras, porque las sociedades más evolucionadas han caído en la cuenta de que
los dogmas que tus representantes siguen sosteniendo no tienen sentido. Hoy día
las guerras vienen de la paranoia y de las ambiciones de unos cuantos audaces a
quienes la masa borreguil escoge «democráticamente» o que se han adueñado del
poder por la violencia o el engaño.
El que esto escribe sabe muy bien lo que son estas «batallas sociales» debidas
a la religión, por haberlas padecido en propia carne a raíz de su rebelión contra los
dogmas y contra el fariseísmo de los jerarcas. Con motivo de mi libro Mi Iglesia
duerme, escrito hace ya más de veinte años, muchos de los que hasta entonces
habían sido grandes amigos no volvieron a dirigirme la palabra y se apartaban de
mí como de un apestado.
Y con gran dolor tengo también que decir que personas que me querían
entrañablemente comenzaron a sufrir cuando cayeron en cuenta que mis ideas ya
no eran «ortodoxas». El amor que me tenían les impidió alejarse de mí, pero entre
nosotros se hizo un vacío que no existía antes.
Efectivamente, viniste a traer la guerra, y hasta te jactas de ello
contradiciéndote a ti mismo.
Tu frase «el que no está conmigo está contra mí» (Le 11,23) es el perfecto
lema de la intolerancia, y nos da la pauta para toda la violencia que vemos en la
actuación de tus seguidores a lo largo de la historia, y hasta de la ascética
predicada por tus fanáticos «directores de almas» y místicos. «¡Guerra contra sí
mismo!» «¡Guerra al placer!» «¡Guerra a las pasiones!» «¡Guerra al sexo!» Todo lo
agradable de la naturaleza es sospechoso para ti y para tus ascetas. Ya lo dijiste con
otras palabras, indicadoras de tu talante rigorista y apasionado: «La vida del
hombre sobre la Tierra es lucha». Y los aturdidos hombres nos preguntamos:
lucha…, ¿por qué? ¿No entraste en el mundo invocando la paz? ¿No es la lucha
enemiga de la paz? ¿No te presentabas a tus discípulos, después de tu crucifxión,
diciéndoles como primer saludo, «la paz sea con vosotros»? (Jn 20,19) ¿No es la
vida ya de por sí bastante agitada y difcultosa para que encima vengas tú a
hacérnosla más difícil? Jesús de Nazaret, ¡déjanos en paz! y no nos acongojes más
el alma con tus amenazas, con tus prohibiciones y tus mandamientos antinaturales.
Si realmente quieres ayudar a esta doliente humanidad, líbrala de sus estúpidos
líderes, que en lugar de ayudarnos a vivir racionalmente y en paz, y en vez de
gastar el dinero que nos sacan en proporcionarnos bienestar lo gastan en darse
buena vida y en pagarle a los maniacos de la guerra para que sigan fabricando
armas y nos tengan muertos de miedo. Hacen lo mismo que tú: nos dicen que se
sacrifcan por nosotros y que su trabajo es sólo por nuestro bien, pero la cruel
realidad es que nos llenan de angustia, robándonos nuestro dinero y nuestra paz.
«Mi paz os dejo, mi paz os doy»… ¡Qué ciegos están tus seguidores y qué
ciego estuve yo por tantos años al no ver la enorme mentira de esta y de otras
muchas palabras que tú ilusoriamente dijiste y que tus interesados
«representantes» han seguido repitiendo pomposamente, aunque viesen a su
alrededor a la miseria, al odio y a la guerra campando por sus respetos. Tú dijiste
que «tu paz no era como la del mundo» (Jn 14,27). No sabemos cómo es la paz del
mundo, pero tampoco sabemos cómo es la tuya, porque a lo largo de la historia
hemos podido ver muchas veces cómo hombres y mujeres que se entregaron a ti en
cuerpo y alma, y que lógicamente deberían haberse hecho merecedores de la paz
que tu prometiste, se vieron atropellados injustamente y privados no sólo de la paz
sino de la vida. ¿Dónde estabas tú para hacer valer tu promesa? Esperemos que los
estuvieses aguardando en el «reino de los cielos»; porque también habías dicho
que «de los pobres de espíritu seria el reino de los cielos» (Mt 5,9). Esperemos;
porque ciertamente ni a los pacífcos ni a los pobres de espíritu les ha ido nunca
demasiado bien en el reino de la Tierra.
La santa misa
He aquí unas palabras tuyas que —cosa rara— tus seguidores han sabido
interpretar bien y poner al día. Dijiste: «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo
vosotros a plena luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los tejados» (Mt
10,27). Ellos traducen: «Lo que el pueblo aplastado susurra con miedo, gritadlo
vosotros en las homilías; y lo que se cuchichea en las ofcinas, decidlo en los
púlpitos».
Pero desgraciadamente por un monseñor Romero que murió al pie del altar
como un moderno Baraquías (Mt 23,35), asesinado por los militares-verdugos de
su país por haber convertido el púlpito en «tejado» denunciador, hay miles de
«pastores» que lo único que hacen es pastorearse a sí mismos banquetear con los
engalanados opresores y repartir cada domingo hierba pedestre y regurgitada a su
rey. Porque en eso se ha convertido la misa: en una rutina tediosa en la que los
viejos bostezan y de la que los jóvenes huyen como de la peste.
En los países menos desarrollados y en aquellos pueblos donde las
costumbres tradicionales están todavía muy arraigadas, la misa dominical es un
acto social esperado por todas las mujeres, adolescentes y adultas, como la única
ocasión de relacionarse con «el mundo». Las jovencitas casaderas se aderezan para
ser vistas y los jóvenes, aunque se queden cerca de la puerta y no les importe nada
lo que el sacerdote hace, no dejan de asistir porque es la única ocasión de ver a la
dama de sus sueños.
Sin embargo, aun desde este punto de vista humano y social, la misa tiene
otros ángulos que ya no son tan apreciados por otra parte de nuestra sociedad. La
picaresca popular le atribuye muchas cosas a esta ceremonia. Tal como dijo
alguien, «Dios nos dio la mañana del domingo para dormirla, pero los curas nos la
echan a perder con la santa misa».
Según ellos, en la misa estás tú, Jesús de Nazaret, en cuerpo y alma. Porque
en ella es donde se celebra la eucaristía, y la eucaristía eres tú mismo, aunque bajo
las apariencias de pan y vino. Y al decir esto estamos entrando en un terreno
resbaloso que increíblemente sigue siendo transitado en nuestros tiempos por
miles de personas que se consideran inteligentes. Entramos en el terreno del mito
descarnado y primitivo.
Según ellos, ahí estás tú, después de dos mil años, presente y vivo en cada
una de las misas. ¡Y tus cristianos, con sus títulos académicos, con sus avances
tecnológicos, con su sonrisa incrédula y despectiva hacia todo aquello que huela a
«espíritus» o a cualquier cosa «acientífca», admiten el mito tan tranquilamente y
acuden sumisos y devotos a comerte convertido en pan! ¿Dónde se queda el
espíritu crítico tan depurado que nuestra sociedad muestra ante otras realidades
de las que hay muchas más evidencias que las que tenemos de la realidad de la
eucaristía?
Tus cristianos desconocen que el mito de comerse a Dios es tan viejo como la
humanidad. Griegos y romanos se comían a Demeter y a Ceres cuando ingerían
ciertas tortas rituales de trigo; el «soma» era la bebida con la que los hindúes se
identifcaban con la divinidad; cuando los devotos de Mithra bebían del cáliz
llamado «agathodemon» estaban bebiendo la sangre de su dios y otro tanto les
sucedía a los creyentes en Tammuz y Osiris…
Naturalmente todos estos ritos que he citado para tus feles son puras
aberraciones con las que Satanás logró embaucar a aquellos pobres paganos. En
cambio, tu «transustanciación» —que en la jerga teológica es la manera que el pan
tiene de convertirse en tu cuerpo— es genuina. Ahí no hay duda. Hay puro
milagro y poder de Dios. O como dicen los pentecostales cuando les da el arrebato
místico: «¡Hay fuerza en el cuerpo de Cristo!».
¡Cómo se nos obnubila la mente para juzgar sin prejuicio cualquier cosa que
sea entrañablemente nuestra!
Como no podía ser menos, un mito tan diáfano tuvo y tiene detractores aun
entre los propios cristianos. Y más cuando según tu costumbre, tú no hablaste claro
sobre ello, siendo así que en un tema tan discutible y tan dudoso deberías haber
dejado las cosas mucho más claramente defnidas. Te limitaste a bendecir el pan y
el vino y a decir a aquellos pobres hombres que hiciesen lo mismo en recuerdo
tuyo (Le 22,19; Mt 26,26). Pero estas palabras son demasiado genéricas y
naturalmente trajeron toda la confusión que dura hasta nuestros días.
Porque lo cierto es que tus cristianos protestantes, con muy buen sentido,
creen que tu presencia en el pan, al igual que toda la ceremonia, es meramente
simbólica y niegan que tú estés realmente presente en las especies, mientras que
los católicos dicen con gran segundad —y gran credulidad— que ¡el que toca la
hostia te toca a ti! Y de ser esto así, tu eucaristía se convierte en un rompecabezas:
¿estás o no en las partículas?, ¿cuándo te retiras una vez que eres ingerido por el
comulgante?, ¿cómo es posible que algunas personas hayan sido envenenadas con
hostias consagradas?… ¡Cuánto fanatismo y cuánta infantilidad!
Hoy pienso con asombro en las muchas horas que yo mismo pasé hincado
delante del sagrario. Yo creía sinceramente que tú estabas allí con una presencia
real, y por eso te hacía compañía y te pedía ingenuamente que me ayudases a mí y
a otros en los muchos problemas de la vida. Me aprovechaba de tu presencia tan
próxima y tan humana para tratar de ahondar mi amistad contigo. No hace mucho
entré en un convento de monjas en cuya capilla en penumbra dos religiosas
completamente inmóviles «estaban de guardia» arrodilladas en el medio del
comulgatorio ante la custodia expuesta. Para ellas tú estabas allí. Éramos sólo tres
personas en el templo. Se oía el silencio. Sentado, comencé a recordar tiempos idos,
y sentí de repente una profundísima pena, no por mí, sino por aquellas dos pobres
mujeres que llenas de buena fe, habiendo renunciado a lo mejor de la vida,
consumían su existencia allí de rodillas en el silencio entre sombras entregando su
corazón a otra sombra y ¡adorando a una oblea de trigo!
Dijiste: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36), y sin embargo, tus
máximos representantes han sido desde hace siglos monarcas de un reino. Y lo
remachabas diciendo: «Si mi reino fuese de este mundo mi gente habría combatido
para que yo no fuese entregado a los judíos».
Tan en serio han tomado su papel de reyes y de señores de este mundo que
desde muy temprano en la historia se preocuparon de agenciarse territorios
arrebatándoselos a las buenas o a las malas a otros reyes y señores más débiles que
ellos. Nuestro catolicísimo Felipe II tuvo que hacerle la guerra a uno de ellos
(Paulo IV), que quiso usurparle sus posesiones en Italia; y si nos pusiésemos a
enumerar todas las guerras que tus representantes, grandes y pequeños, han hecho
con el único objeto de conseguir o de defender tierras y ciudades, no
terminaríamos.
¡Qué mal ejemplo, Jesús de Nazaret, han dado tus pontífces a lo largo de la
historia! ¿Cómo no los asististe de una manera especial, tal como lo habías
prometido, para que respetasen tu voluntad y no hiciesen caricatura o burla de tus
palabras? Dijiste: «Las zorras tienen cuevas y las aves del cielo tienen nidos, pero el
hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lu 9,58). Tus representantes
están muy lejos de imitar tu ejemplo en cuanto a vivienda. No sólo los pontífces
romanos han vivido siempre en suntuosas mansiones, sino que hasta los cientos de
obispos de todo el mundo distan mucho de no tener dónde reclinar la cabeza. Y
esto se ha hecho tan común y normal que sus moradas se llaman ordinariamente
«palacio episcopal».
Dijiste también: «No toméis oro ni plata ni cobre, ni tengáis dos túnicas ni
sandalias…» (Mt 10,10). Tus obispos no tienen sandalias; tienen zapatos con
hebillas plateadas o doradas, que lucirían ridículas en los pies de cualquier otro
ciudadano. Y tus cardenales no sé si tienen dos túnicas, pero en la que hasta hace
poco tenían lucían una grotesca cola ¡de hasta ocho metros de largo! ¿No los veías
tú desde el sagrario, en donde dicen que estás de cuerpo presente, avanzar
pomposamente como pavos reales por la nave central de sus respectivas
catedrales, arrastrando tras de sí aquel ínclito apéndice, aquella sacra trapería roja
que resume toda la mundanidad y toda la ridiculez de las cortes renacentistas y
dieciochescas? ¿No te cogían ellos poco después en sus manos al celebrar la misa?
¿Por qué nunca le dijiste nada a alguno de ellos acerca de la burla que suponía el
representarte a ti y vestir de aquella manera? No sólo una burla a ti y a tus
palabras, sino una provocación y un insulto para los miles de sus «ovejas» que
viven en la miseria o pasando estrecheces.
¿Y los pobres de los que tú tanto hablabas? Para los pobres, Juan XXII
reservó tus bienaventuranzas, que también están en el evangelio.
Dijiste: «Mi Padre y yo somos una misma cosa» (Jn 10,30). «Sed perfectos
como vuestro Padre es perfecto» (Mt 5,48). «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar
cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos
dará cosas buenas a los que se lo pidan?» (Mt 7,11).
¡Qué buena idea tenías de tu padre, Jesús de Nazaret, pero qué equivocada!
No se merecía que tú pensases tan bien de él. ¿No fuiste demasiado ingenuo en
farte tanto de un señor que se había portado tan mal con tu pueblo? Porque si
hemos de creer lo que la Biblia nos dice, tu padre dio muestras en repetidas
ocasiones de no tener entrañas. No sólo fue cruel con los enemigos del pueblo
hebreo, sino con su mismo pueblo escogido. Sólo un padre demente o ciego por la
ira podría hacer lo que tu padre hizo en tantas ocasiones con sus hijos —tus
hermanos— y contigo mismo.
Pero de Dios no tenemos derecho a pensar que sea demente ni que se deje
dominar por la ira ni que sea vengativo o rencoroso o mezquino. Y sin embargo, o
rechazamos de plano la Biblia o no tenemos más remedio que admitir semejantes
defectos en tu padre.
Oye este otro pasaje tomado del capítulo 32 del mismo libro: «Entonces,
Moisés, viendo al pueblo desenfrenado… se puso a las puertas del campamento y
exclamó; «¡A mí los de Yahvé!», y se le unieron los hijos de Leví. El les dijo: «Así
dice Yahvé: “Cíñase cada uno su espada al costado; pasad y repasad por el
campamento de puerta en puerta y matad cada uno a su hermano, a su amigo y a
su pariente”. Cumplieron los hijos de Leví la orden de Moisés, y cayeron aquel día
unos tres mil hombres del pueblo. Y dijo Moisés: “Hoy os habéis ganado la
investidura como sacerdotes de Yahvé a costa de vuestros hijos y de vuestros
hermanos, para que él os dé hoy la bendición”».
¡Qué padre tan salvaje tenías! ¿No te parece que distaba infnitamente de la
perfección que cabe esperar de Dios? En las páginas del Pentateuco muy
frecuentemente nos encontramos con estas frases: «Encendióse la ira de Yahvé».
«Deja que ahora encienda mi ira contra este pueblo y lo devore» (Ex 33,10), etc.
¿No alababas tú la mansedumbre? Y ¿no te llenaste de asombro cuando te
enteraste de cómo tu padre se dejaba dominar tan fácilmente por la ira?: «Yo no iré
contigo, porque eres un pueblo de dura cerviz, no sea que te destruya por el
camino» (Ex 33,3).
¿No te dio miedo que pudiese hacer lo mismo contigo? ¿No te horrorizaste
cuando supiste cómo se portó con los hijos de Aarón, a los que mató sólo por
ofrecerle incienso incorrectamente? Y ¿no te indignaste cuando supiste cómo
fulminó a Uzzá sólo por tocar el arca? No la tocó con atrevimiento o por maldad,
sino porque se balanceó peligrosamente amenazando caerse. Hizo sólo un gesto
natural e instintivo, llevado por su gran respeto hacia aquel objeto sagrado. Pero el
mal humor y la intolerancia de tu padre no aguantaba ni desobediencias
inconscientes y lo fulminó en el acto.
Es cierto que el más allá nos da algo de miedo al no saber nada de él. Pero
nos da miedo porque sólo podemos llegar a él pasando por la angosta puerta de la
muerte, y sobre todo, por lo que tus teólogos nos han dicho de él, inventando
estados eternos de sufrimiento y delirios por el estilo.
Pero dinos: ¿con qué derecho lo hiciste? ¿No seguía siendo el mismo? ¿Es
que acaso la Tora había perdido su vigencia? Jesús de Nazaret, el que tú llamabas
«mi padre» cometió contigo una felonía más y te engañó inicuamente. Te hizo
creer que contigo y con tus cristianos iba a portarse de manera diferente, y por eso
tú te entregaste a él. Pero seguía siendo el mismo y tu desesperación en la cruz fue
un tardío reconocimiento de tu error.
Tus devotos han dicho repetidamente que «Dios es amor». Ojalá se hubiesen
contentado con decir esa frase y no nos hubiesen seguido diciendo lindezas
absurdas acerca de sus cualidades y de su misma esencia, que eran sólo una
proyección de la pequeñez de sus mentes. ¿Cómo tus teólogos han tenido la osadía
de dividir a Dios en tres, defnirlo, humanizarlo y hasta hacerlo asesino de sí
mismo?
Dijiste: «El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo
desparrama» (Mt 12,30; Lu 11,23). Tus palabras te traicionan, ¡OH Cristo! Sí hoy
día las pronunciases en nuestra sociedad te llamarían enseguida, y con razón,
intolerante. ¿No puede uno quedarse neutral sin pensar ni recoger contigo? ¡No!
Tú no quieres neutrales; tú no le toleras a nadie que se limite a mirar.
Necesariamente hay que agacharse a recoger contigo. Porque tú eres Dios y tienes
toda la razón. Pero mucho vas a tener que hacer para convencernos de que eres
Dios cuando vemos que tu mal humor es tan humano.
Esta intolerancia tuya y este talante de celote que tus biógrafos tan bien han
disimulado, se lo has trasladado a tu Iglesia que ha hecho gala de él repetidas
veces a largo de los siglos.
Las hogueras con que tus inquisidores limpiaron a Europa de gentes que no
querían «recoger contigo» son una prueba de ello. El Concilio Vaticano II, con un
fariseísmo increíble, nos viene a decir ahora que «hay que respetar las creencias de
cada uno», y que «el santuario de la conciencia es inviolable». Pero tus santos
esbirros de los siglos XIII al XVIII no lo creyeron así y abrasaron entre las llamas a
los que «no estaban contigo». Es decir, fueron consecuentes con tu intolerante
máxima.
¿No nos habías dicho que eras «manso y humilde de corazón»? (Mt 11,29).
¿No habías alabado a los mansos y les habías prometido los bienes de la tierra? (Mt
5,4). ¿No quedamos en que «no habías venido a ser servido, sino a servir»? (Mr
10,45). ¿No nos habías dicho que «el que de los tuyos fuese el primero se hiciese el
último»? (Mr 9,35). Eres muy contradictorio, Jesús de Nazaret.
Di a tus cristianos que sean más tolerantes; que aprendan de los feles de
otros credos a ser más respetuosos con las ideas religiosas de los demás. Que se
enteren de que cuando tus misioneros llegaron a tierras donde el budismo o el
hinduismo eran la religión principal, las autoridades los recibieron amigablemente
y les mandaron exponer en su presencia las nuevas doctrinas para compararlas con
las suyas y quedarse con ellas si eran mejores. Y de hecho, algunos se quedaron
con ellas porque vieron que no eran tan malas como las que habían practicado
hasta entonces.
Diles en general a tus cristianos más recalcitrantes que sean más civilizados
y que se olviden un poco de sus ritos y dogmas y los cambien por comprensión,
por respeto y por buenos modales, de los que tan faltos han estado a lo largo de la
historia. Diles que se olviden para siempre de «índices» de libros prohibidos y de
censuras gubernamentales para las puras ideas. Y mucho más diles que se olviden
de Inquisiciones y de Santos Ofcios. El Santo Ofcio tenía el ofcio nada santo de
mandar a pobres gentes a la hoguera.
En el otrora famoso Directorio del sacerdote, escrito por el jesuita padre Benito
Valuy, podemos leer lindezas como éstas, que nos muestran a las claras el
desenfrenado machismo que por siglos ha imperado en la Iglesia: «¿Qué es la
mujer? San Jerónimo responde que es la puerta del diablo, el camino de la
iniquidad, la mordedura de un escorpión». En otra parte dice que «la mujer es
fuego, el hombre, estopa, y el diablo, fuelle» (!).
San Buenaventura dice que una mujer adornada y bella con sus aderezos es
una espada del demonio bien aflada. Cornelio a Lapide —un jesuita muy famoso
por sus comentarios bíblicos—, dice que «la mirada de la mujer es de basilisco, y su
voz, de sirena. Con ella encanta y con la vista quita el juicio, y con entrambas cosas
pierde y mata».
Es increíble con qué tranquilidad y hasta con qué sinceridad muchos buenos
católicos, repitiendo lo que sus líderes les dicen, afrman, por el contrario, que el
cristianismo ayudó grandemente a la dignifcación de la mujer y que gracias a él,
ella pasó a tener en el seno de la familia un rango similar al del hombre, al mismo
tiempo que en la sociedad su participación se acrecentaba de una manera notable.
Para ello nos hacen comparaciones con otras culturas y sociedades en donde
las mujeres son tratadas como una mera posesión de los varones y en donde hasta
son sacrifcadas con él cuando éste fallece. Y de una manera particular nos
presentan a la mujer en la cultura islámica, sometida por completo a la voluntad de
su marido, teniendo que soportar la humillación de la poligamia y no pudiendo
participar en mil actividades normales de la sociedad en que las mujeres
occidentales toman parte de una manera muy activa.
Ante tamaña discriminación, tus jerarcas de hoy están haciendo pinitos para
que no los tachen de machistas y de perpetuadores de una discriminación injusta…
Pero corren el peligro de «ahorrar en el alpiste del canario».
¿Por qué esta manía con el sexo y por qué esta sospecha de la mujer, como si
ella estuviese demasiado inclinada a él o no fuese capaz de asumir un papel
importante en lo que se refere a la extensión de tu doctrina?
Pero lo cierto es que con tus prédicas y tus actitudes sobre la mujer y sobre el
sexo nos has hecho mucho daño. Es inútil que digan que exagero, porque en tu
Iglesia, a lo largo de los siglos, hay muchos ejemplos para demostrar lo funestas
que han sido estas doctrinas y creencias. La castración antinatural a que son
obligados los sacerdotes de tu iglesia católica, los cientos de miles de vírgenes que
han sacrifcado sus vidas en conventos femeninos, sólo «por hacerse tus esposas
místicas», y detalles tan grotescos como el del monte Atos, entre otros, en donde no
sea permite la entrada no sólo de mujer alguna, sino de ningún animal hembra,
para que no perturbe la serenidad de los monjes y su paz de espíritu son sólo unos
pocos ejemplos de esta enfermiza manera de pensar que ha sido normal en tu
Iglesia.
Pedid y recibiréis
Nos recuerdan a las untuosas frases con que tus pontífces empiezan sus
encíclicas. En tiempos pasados las comenzaban de la misma manera, llamándose
«siervos de los siervos de Dios» e imponiendo luego dictatorialmente su voluntad
sobre los siervos de Dios. Invocaban farisaicamente en sus bulas y cartas pastorales
tu misericordia y benignidad y acababan incitando a los católicos a aplastar a los
que no tenían la misma idea de ti. «Aplastemos a esta peste repugnante —decía
Inocencio III en su Bula para la cruzada contra los albigenses— hasta que no quede
de ellos memoria».
Cristo: ¿estás sordo? ¿No oyes todo este infnito clamor que cada día sale de
los habitantes de este mundo que tú dices que viniste a salvar? ¿De qué nos has
salvado si el dolor es hoy tan grande como cuando tú anduviste entre nosotros?
¿Para qué nos amenazaste con infernos si esta vida, para miles de seres humanos
se ha convertido en un verdadero inferno?
La iglesia estaba cerrada. Al igual que están tus oídos a las plegarias de
tantos fervientes seguidores tuyos que inútilmente claman a ti cada día para que
los ayudes en tantos problemas como conlleva la vida diaria.
Deja, por tanto, de decirnos que pidamos con confanza porque seremos
oídos, y de que llamemos porque se nos abrirá. La humanidad, desde hace miles
de años, está pidiéndole a todos los dioses de turno que la liberen de las
enfermedades y de tantas otras miserias que acongojan la vida. Pero el tropel de
dioses, incluido tu padre Yahvé, han dejado que los humanos sigan gimiendo bajo
mil calamidades en este triste planeta. Y tú, Cristo, no has sido ninguna excepción.
Tus cristianos no son más felices que los seguidores de los otros dioses.
¡Qué manía tienes, Jesús de Nazaret, en hacer infelices a tus seguidores! Con
una insistencia psicótica te regodeas en aconsejarles el dolor en este mundo con la
promesa de que en el más allá serán recompensados. Pero ¿quién nos dice que
habrá un «más allá» o que en ese «más allá» tú tendrás algún poder? Porque lo
cierto es que no nos diste ninguna prueba de que tal cosa existiese.
Naturalmente que tus seguidores dicen que sí diste pruebas de que tú eres el
rey del más allá. Lo solucionan todo de raíz diciendo que tienes necesariamente
que serlo puesto que eres el Hijo de Dios y el creador de todo el Universo. Pero
todas esas pomposas afrmaciones no dejan de ser meras palabras. Palabras huecas
que han venido resonando a lo largo de los siglos, pero que la misma historia se
encarga de desmentirlas. Tus promesas no se han cumplido, el mundo sigue tan
empecatado como lo estaba cuando tú viniste, y la Iglesia que fundaste está
derrumbándose estrepitosamente.
Pero siguen embaucando a los ingenuos para que hagan votos y para que
renuncien. Y miles de ellos, engañados por sus palabras e hipnotizados por la
indudable sugestión que el recuerdo de tu persona sigue ejerciendo en el mundo
occidental, truncan sus vidas entregándolas a una causa que no merece la pena
porque es únicamente el fruto de las ilusiones de muchos alucinados.
Y tú, que desde el más allá sabes que el cristianismo no es más que un
conjunto de creencias míticas y absurdas, no haces nada por evitar que todas esas
vidas se malogren, entregadas a la perpetuación de un mito inútil y pernicioso.
Sigues allá arriba o dondequiera que estés, sin aparecerte a nadie ni hacer el único
milagro que merecería la pena.
Lo han llevado no sólo como símbolo, sino que lo han traducido en obras
crucifcando a pueblos enteros al destruir sus culturas, sus lenguas y su libertad.
Los ejércitos pontifcios, los cruzados, los soldados de los reyes catolicísimos y los
fanáticos de todas tus sectas cristianas han llenado de cruces el mundo. Y hoy, tan
identifcada está la cruz con la muerte y con el dolor que en los cementerios es el
principal motivo ornamental: donde quiera que haya una cruz hay un cadáver. Y
la cruz sigue siendo tu gran símbolo. Moriste en ella por salvarnos. Si eso fuese
cierto te tendríamos que estar agradecidos. Pero lo que no acabamos de
comprender es por qué quieres también crucifcarnos a nosotros. ¿De qué nos
sirvió entonces tu muerte en la cruz si nosotros también tenemos que morir en ella?
Hoy cuento esto con verdadero rubor, al pensar en cómo pude estar tan
fanatizado hasta el punto de no ver lo antinatural de tales prácticas. Lo hago
únicamente para dar testimonio de que esta idea trágica y masoquista de la vida se
ha dado durante muchos siglos en el cristianismo hasta nuestros mismos días.
Por eso, ante una visión tan negativa, lo lógico era que en la Edad Media la
gente huyese del mundo y se refugiase en los conventos, suicidándose mediante
los votos de castración sexual, castración mental y castración económica. La vida
consistía en esperar la muerte. Y la muerte sería tanto mejor cuanto peor fuese la
vida. Para asegurar el cielo había que convertir la vida en un inferno. ¡Cuánto
masoquismo sacro podemos leer en las obras de los grandes místicos y ascetas de
la Iglesia! En vez de ser consideradas como fruto de un fanatismo rabioso o como
el delirio de mentes psicóticas condicionadas por los complejos que les habían
causado sus inhumanos votos han servido de guía para miles de pobres
atormentados por el miedo al inferno y a la eternidad que la misma Iglesia ha
fomentado durante siglos.
Y ¿qué tiene de extraño que con tanta frecuencia mueran en plena juventud
y tengan que soportar durante toda su vida dolorosas enfermedades físicas? ¡Ellos,
tus grandes amigos!
Y ¿qué tiene de extraño que sus mentes se vean sometidas a los terribles
tormentos que San Juan de la Cruz nos describe en sus alucinantes tratados
místicos y que él bautizó con el nombre de «noche oscura del alma»?
En la vida de algunos místicos esta idea del dolor redentor se hacía tan
obsesiva que llegaban a decir que «sufrían cuando no sufrían». El enfermizo amor
que hacia ti sentían llegaba a perturbarles la mente. Y lo malo es que no faltaban
teólogos que encontrasen «sublime» y «angélica» tal enfermedad mental y hasta
escribían tratados enteros de «teología mística». ¡Cuánto han hecho delirar a la
humanidad las religiones y cuánto ha disparatado la mente de los mortales
desesperados por no saber adonde los llevan después de esta vida!
Tus teólogos
Diles que se callen, Jesús de Nazaret. Que se callen de una vez para siempre
y que dejen de decir memeces y de ponerle sambenitos a Dios: que si Él es esto o lo
otro y que si nos va a hacer esto o lo de más allá si no creemos o no hacemos lo que
a ellos se les ocurre.
En esto de inventarle calumnias a Dios, tú les diste mal ejemplo cuando les
hablaste de un Dios vengativo que era capaz de ensañarse eternamente con sus
criaturas. ¡Qué bien han seguido ellos tus pautas de intolerancia, haciendo aún más
estrictas las condiciones para entrar en tu fantasioso «reino de los cielos» y
apretando aún más la soga de tus imposiciones alrededor del cuello del pobre
mortal!
Diles que no inventen más pecados y que prediquen que los únicos pecados
son la injusticia y el egoísmo; que todo le es lícito al ser humano con tal que respete
los derechos de los demás y no se cierre a las necesidades de sus hermanos
pensando que él no tiene responsabilidad alguna con relación a ellos.
Diles que si quieren ser realmente guías de la sociedad y «orientadores del
mundo» que se dejen de fabular sobre Dios y sus atributos y que en buena parte se
olviden de las enseñanzas de sus predecesores que no han servido más que para
confundir las mentes de los cristianos. Que más bien piensen en ver cómo se puede
enderezar el equivocado rumbo que esta sociedad y esta cultura llevan. Pero que
no lo hagan trayendo por los pelos y a destiempo los viejos textos bíblicos que hoy
ya están completamente desfasados.
Y diles que no mezclen a Dios con esas cosas. Que dejen de traquetear la
idea de Dios poniéndola al servicio de sus intereses. Que dejen de faltarle al
respeto defniéndolo, analizándolo y diciendo de Él toda suerte de tonterías.
Aunque hubiese un Dios personal como ellos piensan, tal Dios sería por completo
inalcanzable por la limitadísima mente del hombre, que ni siquiera es capaz de
comprender las profundidades de la materia que lo rodea. En cuanto la mente
humana penetra a través del microscopio en las profundidades de la materia o se
asoma mediante los telescopios a la infnitud del cosmos, siente un vértigo que le
imposibilita para decir nada. «Ni el ojo vio ni el oído oyó», dijo el primer místico
cristiano (1 Cor 2,9); pero tus teólogos se sienten capaces de descomponer al autor
de las galaxias y no tienen inconveniente en desmenuzarlo y en explicárselo en
detalle a tus pobres cristianos.
Tienen una idea de Dios tan material, tan humana, tan concreta y tan
ramplona que se atreven a ultrajarlo y hasta a levantarle calumnias, como cuando
nos dicen que es capaz de castigarnos eternamente. Y a fuerza de defnirlo y de
decirnos sus gustos y cualidades, indirectamente lo han hecho responsable de toda
la miseria y de todo el dolor que hay en el mundo. Un Dios tan cazuelero como
ellos nos presentan, lógicamente, es el autor de todo este bárbaro desconcierto que
por todas partes observamos en nuestro mundo.
¿No se han hartado de decirnos, como si fuésemos niños, que Dios ve todas
nuestras acciones y conoce todos nuestros pensamientos? ¿Y no dijiste tú mismo
que «ni un cabello de nuestra cabeza se cae sin que vuestro padre lo permita?» (Lu
21,18). Si, por tanto, Dios tiene ojos como los hombres para ver y tiene sentimientos
como los nuestros para ofenderse y para reaccionar ante la injusticia y el dolor,
¿qué hace cuando asoma su mirada a este triste planeta y lo ve lleno de angustia y
de injusticia por todas partes? Si es tan sensible para ofenderse con los pecados que
van directamente contra Él, ¿por qué no lo es para ofenderse con los que van
contra los desvalidos de este mundo? ¿No dijiste tú, Jesús de Nazaret, que habías
venido para defenderlos?
Diles a tus teólogos que se callen de una vez y que dejen a Dios en paz,
porque no tienen la más mínima idea de qué es eso que los hombres buscamos
como la raíz profunda de nuestra existencia. Los pueblos antiguos sabían de esto
más que ellos, y por eso a Dios le llamaban «el innombrable» y en muchos casos ni
se atrevían a mencionar su nombre. Pero las disparatadas ideas que sobre Dios la
teología cristiana ha fabricado en casi dos mil años, no son más que un eco de las
tuyas, Jesús de Nazaret. Tu Dios también era mezquino y cruel y muy poco
«padre», a pesar de que tú no te cansaste de llamarle así.
Pero tú, Jesús de Nazaret, no estás muy libre de culpa en este particular.
Porque tú bien claro dijiste: «Hay eunucos que lo son porque nacieron así del
vientre de sus madres; y los hay que lo son porque los hicieron a la fuerza los
hombres. Pero también hay eunucos que lo son porque se castraron a sí mismos
por el reino de los cielos» (Mt. 19,12). Es decir, que tú alababas esta inhumana
castración «mística» «por el reino de los cielos».
Diles que dejen de fabular y de intoxicar las mentes de sus hermanos que
bastante intoxicadas están ya con la labor de todos sus predecesores y de la sarta
de doctrinarios, doctores, místicos y profetas chifados que tanto han abundado en
la Iglesia a lo largo de los siglos. Y ya que son tan seguidores de la Biblia diles que
se apliquen lo que el profeta Ezequiel dice: «La palabra de Yahvé me fue dirigida
en estos términos: “Hijo del hombre, profetiza contra los profetas de Israel;
profetiza y di a los que enseñan por su propia cuenta. Así les dice el Señor Yahvé:
¡Ay de los profetas insensatos que siguen su propia inspiración sin haber visto
nada! Como chacales entre las ruinas, tales son tus profetas, Israel… Tienen
visiones vanas y enseñanzas mentirosas cuando dicen: «Oráculo de Yahvé», sin
que Yahvé haya dicho nada… ¿No es cierto que no hacéis más que inventar y no
exponéis más que enseñanzas mentirosas cuando decís: «Oráculo de Yahvé»,
siendo así que yo no he hablado?”» (Ez 13,1-8). Así son tus teólogos: fabuladores
profesionales que han dicho tantas y tantas cosas increíbles acerca del más allá y
han envenenado de tal manera la palabra «Dios» que en la actualidad ya es
imposible limpiarla, y para muchos hombres se ha convertido en algo intolerable.
Fuego eterno
Como «iluminado» que eras te dejaste engañar por las voces que oías y
creíste en sus amenazas, porque no sabías que esas voces que vienen del más allá,
hace siglos que llevan atemorizando a la humanidad para que ésta no se rebele y se
mantenga sumisa.
Pero hoy ya sabemos a qué atenernos. Tus amenazas de fuegos eternos son
las mismas «predicciones» que en nuestros días corren de boca en boca
presagiando tremendos cataclismos para un cercano próximo. Son maneras sutiles
de sembrar la angustia entre el género humano que han sido siempre muy usadas
por las misteriosas inteligencias que han manipulado siempre a los «iluminados»
de todos los tiempos. Y tú fuiste indudablemente un «iluminado», pero para tu
mal y para el nuestro.
Con qué vehemencia decías: «Entrad por la puerta estrecha porque ancho y
espacioso es el camino que lleva a la perdición y son muchos los que entran por
ella; y en cambio, ¡qué estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la
vida y qué pocos son los que la encuentran!» (Mt 7,13). «¡Serpientes, raza de
víboras! ¿Cómo vais a escapar de la condenación del inferno?» (Mt 23,33).
Con tu enorme poder de convicción, al igual que todos los «iluminados»,
nos pasaste la angustia existencial y el miedo al más allá que a ti te comunicaron y
mataste en gran parte la alegría de vivir.
Prueba de ello son los miles y miles de anacoretas y monjes que pensaron
que sólo podían librarse del fuego eterno y llegar a ser amigos tuyos si
renunciaban a casi todas las alegrías de la vida y se dedicaban de lleno a la
penitencia.
Tu visión de nuestra vida en este mundo no era nada optimista por más que
los teólogos quieran hoy decirnos lo contrario. Para ti la palabra «mundo»
signifcaba algo malo, y cuando hablabas de él les decías a tus discípulos que lo
evitasen, porque estaba lleno de tentaciones y de pecado. «Vosotros no sois del
mundo como yo tampoco soy del mundo. Si fuerais del mundo éste no os odiaría.
Sufriréis y lloraréis y el mundo se alegrará» (Jn 15, 16,17).
Toda esta tétrica visión de la vida se acrecienta aún más con tu malhadada
predicación del fuego eterno para aquellos que no sigan tus enseñanzas. ¿Cómo es
posible que después de decirnos que venías a ayudarnos, nos aterrorices con la
predicación de un castigo que no se terminará jamás? ¿Cómo es posible que no
vieses que semejante amenaza era una monstruosidad?
Hoy, por el contrario, ya no nos dicen eso y hasta algunos niegan que tú lo
hayas dicho nunca. Hoy nos dicen que el inferno es algo material y transitorio que
nada tiene que ver con la idea común que el pueblo cristiano tiene de él.
Pero tú insistes, sin dejar lugar para la duda, en que el tormento del inferno
es sin fn y que es específcamente con fuego. ¿Quién que tenga dos dedos de frente
y que pueda pensar con libertad te podrá creer? ¿Cómo es posible que los
cristianos en masa no se hayan rebelado contra semejante disparate, que no sólo
nos pinta a un Dios vengativo y cruel, sino que va contra un elemental sentido
común?
Y si algún artista llegó a atreverse a ridiculizar las penas infernales no fue así
el caso de Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, uno de los cristianos más
infuyentes que ha tenido la Iglesia en sus veinte siglos de historia.
En su famosísimo libro de los Ejercicios espirituales, cuando describe el
inferno, admite, sin lugar a dudas y al pie de la letra, lo que los artistas plasmaban
en sus lienzos, y no sólo nos describe la desesperación de los «dañados» —como él
les llama a los condenados eternos—, al ser abrasados por las llamas, sino que baja
a detalles tan concretos como el de describirnos la «sentina y piedra azufre» que
tienen que respirar como parte de su tormento. ¡Cuánta aberración y cuánta
insensatez!
¿Qué de extraño hay en que de vez en cuando surgieran por todas partes
bandas de fagelantes que recorrían toda Europa dando aquellos espectáculos
religioso-circenses en los que corrían ríos de sangre? Toda aquella epidemia
paranoica que foreció durante varios siglos en la Edad Media tenía su raíz en esta
nefasta y absurda idea del inferno eterno. Y tú, Jesús de Nazaret, fuiste el gran
propagador de ella. Porque si bien es cierto que griegos y romanos, al igual que
muchos otros pueblos y culturas, tenían también sus infernos a los que iban
después de la muerte, el que tú predicaste y en el que frmemente creías es peor
que el de todos ellos. De los otros infernos tarde o temprano se salía o se huía o era
uno rescatado; pero del tuyo, no. El que tu padre nos tiene preparados no tiene fn.
Y para que veas que no somos tan malos como nos juzgas, sino que más bien
somos víctimas de quien nos ha hecho así, hoy te perdonamos el gran daño que
nos hiciste con semejantes ideas infernales.
Pero no sería malo que inspirases a tus representantes para que no sigan
diciendo infantilidades acerca del más allá y para que dejen de meterle miedo a las
pobres gentes que aún creen en ellos. Aunque me temo que ni tú tienes poder para
aparecerte a nadie ni tus representantes te prestarían oídos en el caso de que lo
hicieses. En la actualidad ya no saben qué pensar, tanto en ésta como en muchas
otras doctrinas que tú les dejaste y que antaño defendieron con gran decisión.
Los Cristos de las cumbres
Allá estás de piedra o de hierro, desafando rayos y vientos, con los brazos
en alto en ademán de bendecir o de proteger a los humanos que como hormigas se
menean en el fondo del valle o en el caótico mare mágnum de nuestras ciudades. Si
la cruz nos habla de la muerte y el sufrimiento que tu religión ha sido para los que
la han padecido, el hierro y la piedra de tus grandes estatuas son otro perfecto
símbolo de cuál es la protección que tú les has brindado a tus cristianos a través de
los siglos.
Y en otra ciudad los criminales de los dos bandos que llevaban a dar el fatal
«paseo» a sus víctimas, pasaban irremediablemente bajo tu solemne imagen
colocada en lo alto de la fachada de una iglesia. Y tu presencia no sirvió ni en uno
ni en otro caso para detener a aquellos estúpidos asesinos. Unos asesinaban por
creer que con ello defendían tu causa, y otros, por odio a ti y a tu doctrina. El caso
es que pusiste a pelear hermanos contra hermanos, tal como lo has hecho a lo largo
de la historia, por más que tú dijeses que venías a traer la paz y tus voceros lo sigan
repitiendo como papagayos a pesar de que la historia los contradice.
Ojalá los humanos hubiésemos sido tan sabios como aquella cigüeña que en
un pueblo de la provincia de León aprovechó los brazos erguidos de tu pétrea
imagen en lo alto de la torre de la iglesia para construir su gran nido. Aunque esto
esté muy lejos de tu mística tarea de redentor, haces mejor papel, ¡Oh Cristo!,
aguantando como un Atlas el nido de una cigüeña que poniendo a pelear a los
hermanos entre sí.
Pero tus teólogos, a fuerza de fabular, presentan tu fliación divina con unos
adjetivos que la hacen sospechosa. Dicen de ti, en primer lugar, que eres el
«primogénito» de Dios.
Lo primero que tenemos que decir es que aplicar el término «hijo» a Dios es
bastante audaz y falto de imaginación y hasta de respeto. Porque la palabra hijo
pertenece al ámbito biológico, al reino de la carne y de la sangre. Los hijos son
engendrados por sus progenitores y paridos por sus madres. Pero Dios no
pertenece al reino animal y, por tanto, Dios no tiene hijos. Tal como se lee en el
Corán, «decir que Dios tiene hijos es una blasfemia».
Aparte de esto, tus teólogos nos dicen que «fuiste engendrado desde toda la
eternidad». ¡Se necesita imaginación! La teología es una ciencia fcción sacra, y por
eso, se permite licencias intelectuales como ésta de llamarte «hijo eterno».
Los que no dudaron ni un segundo de que tú eras Dios, porque les convenía
para sus propios intereses, fueron tus apóstoles y tus primeros jerarcas.
Discutieron acerbamente en cuanto a cómo tú eras Dios y cuáles eran tus íntimas
relaciones con el Padre, y resistieron a los muchos que te veían sólo como a un
hombre extraordinario. Pero enseguida te pusieron a la diestra del Padre; y como
no hay dos sin tres, siguiendo la pauta de otras religiones más antiguas, crearon un
«ente de razón» llamado Espíritu Santo y lo hicieron de tu mismo rango. El
cristianismo tenía ya su trinidad, al igual que todas las religiones importantes de la
antigüedad.
La idea que los cristianos más evolucionados van teniendo de Dios no tiene
nada que ver con «el Señor» de los cristianos o de la Biblia, que a juzgar por lo que
nos dicen tus representantes era bastante cascarrabias. ¿Cómo es Dios?… ¿Puede
un sordo oír los acordes de una sinfonía? ¿Puede un ciego ver los arreboles de un
atardecer? ¿Pueden las dos libras de gelatina gris que tenemos encerradas en el
cráneo comprender la esencia de esa gigantesca máquina inteligente que se llama
Universo?
Pero no eres Dios, Jesús de Nazaret, ni falta que te hace. Ser Dios es
demasiado complicado para un simple hombre como tú. Tus representantes
seguirán diciéndolo y hasta excomulgando al que no lo crea. Pero ya tú en el más
allá te habrás convencido de que las cosas no son ni como ellos dicen ni como tú
creías.
Si en realidad hubieses sido Dios, probablemente hubieses actuado de una
manera muy diferente a como lo hiciste. Tu muerte en la cruz fue un fracaso y tu
Iglesia nos ha demostrado con su historia de dos mil años que es un error
monumental. Los hombres tenemos derecho a esperar que Dios haga las cosas
mejor.
La católica España
Nos has aguado la historia, Jesús de Nazaret. Desde niños venimos oyendo
la cantaleta de nuestra fdelidad a Roma y de que tú y tu Iglesia pertenecéis a la
esencia de nuestra cultura, y hemos acabado por creérnoslo.
Con una mentalidad así no es nada extraño que a lo largo de nuestra historia
hayamos gastado lo mejor de nuestras energías en serte feles y en seguir las
retrógradas pautas que tus representantes nos han predicado o nos han impuesto
durante más de dos mil años y que tú mismo dejaste más o menos estatuidas en
tus evangelios.
Por serte no sólo feles, sino estúpidamente feles hemos perdido en varias
épocas de la historia la marcha de los acontecimientos apeándonos del tren del
progreso y quedándonos atrás con relación a otras naciones de Europa. Y todo por
serte leales a ti, a tu Iglesia enlatada y llena de falsas creencias y a tus
representantes miopes y bien apoltronados, disfrutando de las rentas de la fe de un
pueblo con siglos de opio religioso.
Los pueblos que como el nuestro te han sido especialmente feles, han
corrido la misma suerte. Entre las naciones del norte podemos señalar de una
manera específca a Irlanda y Polonia. Dos países intensamente católicos que se
han quedado atrasados entre sus vecinos septentrionales y que han llevado
siempre las de perder en sus confrontaciones con las otras naciones. Toda su
energía y su creatividad se les fue, al igual que a nosotros, en edifcar
mastodónticas catedrales y en fundar y poblar infnidad de monasterios con la for
de sus hijos e hijas. Aturdidos y fanatizados con siglos de prédicas, te entregaban
sus vidas con toda generosidad, y tú, a través de tus interesados representantes, las
exigías la más inútil de las esterilidades.
En la Europa actual hay una sorda lucha entre el Norte y el Sur. El Norte es
más fuerte y más desarrollado. El Sur es más pobre y más desorganizado. Pero eso
sí, el Sur es más católico o más «ortodoxo»; es decir, más fel a ti y más entregado
ciegamente a tus enseñanzas. Los europeos del norte las tomaron con más flosofía
y con menos corazón y supieron a tiempo prescindir de algunas de ellas que eran
deshumanizantes o que iban contra el sentido común. Y gracias a ello progresaron
y se hicieron fuertes, siendo capaces de superar difcultades en las que los católicos
países del sur estamos todavía entrampados. En el norte, en vez de fundar órdenes
monásticas en donde la for de la juventud masculina perdía su tiempo estudiando
teología, y oleadas de jovencitas guardaban pagana e inútilmente su virginidad, se
dedicaron a construir una sociedad más justa, libre de las ataduras a las que había
estado sometida en la Edad Media, cuando tu Iglesia imponía por la fuerza sus
retrógradas doctrinas. El «que inventen ellos», pronunciado por un hombre
inteligente pero envenenado por el cristianismo desde su nacimiento, fue una gran
realidad. Ellos inventaron efectivamente maneras de combatir el hambre,
máquinas y utensilios para mejorar nuestra vida diaria y leyes para organizar de
una manera más justa y más humana la sociedad.
¿Qué haces allí, Jesús de Nazaret? ¿Quién te ha puesto a ser testigo del
desorden que reina en los tribunales de justicia? «Deja que los muertos entierren a
sus muertos» (Mt 8,22). Deja que los jueces, abogados, procuradores [2], fscales y
secretarios entierren día a día a la verdadera justicia y sigan adelante con toda su
escenografía en la que representan tan seriamente la tragicomedia de la
jurisprudencia.
¿Qué haces tú allí, al igual que en muchos otros lugares públicos si tú «no
viniste a juzgar a nadie» (Jn 12,47)?. Tu presencia en esos lugares es, en cierta
manera, un resto de lo que ha sido la presencia de tu Iglesia en la vida de las
sociedades cristianas en siglos pasados, y en otro sentido, un símbolo de lo que
sigue siendo tu infuencia en nuestra sociedad. Todavía tus deshumanizadas
prédicas siguen imbuyendo la mente de muchas personas e instituciones.
La verdad era que las enseñanzas tuyas y las que ella te atribuía porque
favorecían sus intereses eran las que iban contra el progreso y el bienestar de los
españoles. Y nuestros gobernantes, que, por siglos, o han sido honestamente
católicos o lo han fngido por no buscarse confictos con tus maquiavélicos e
intrigantes jerarcas, han seguido perpetuando estas funestas creencias y mitos que
nos han impedido evolucionar como seres verdaderamente racionales.
Oye a uno de ellos, víctima del cerrilismo de uno de tus feles, que imbuido
de tu intolerancia y de tu mesianismo gobernó «cristianamente» durante treinta y
ocho años a España después de haberla castrado intelectualmente para que no
tuviese malos pensamientos:
«¡Cristo!
no a enjugarlas…
no a cerrarlas…
no a apagarlas…
Viniste a decir:
Este Cristo español, sin sexo alguno, más allá yace de esa diferencia que es el
trágico nudo de la historia.
Únicamente me voy a limitar a citar unos cuantos versos del más «enxebre»
de los poetas gallegos —Curros Enríquez— que dejó bien patente a lo largo de
toda su vida y obra poética lo que sentía acerca de tu padre, de tu obra y de tus
representantes. Uso la traducción del gallego de Celso Emilio Ferreiro (Editora
Nacional, Madrid, 1977).
Dios paró su mente. Vio malos gobiernos que falsos y aleves con el yugo de
los pueblos engordan y crecen; clérigos que feroces como perros rabiosos predican
a los feles con un fusil al hombro; ricos que robando sus gavetas llena, médicos
tramposos, hombres hambreados, mujeres desnudas, espigados niños que no
saben leer y, en fn, tantas cosas que no debieran verse, que Dios, horrorizado y
haciéndose cruces, conocida la causa de que el inferno crezca, se metió en la gloria
diciendo entre dientes: «Si yo hice tal mundo que el diablo me lleve».
Ya entré por fn. Ya entré. La luz febea a través de las vidrieras de colores los
semblantes de los justos ilumina santos de palo sin veta en que la gubia hizo mil
primores. En un sillón recamado estilo Luis XIX, aquí sentado al Padre Eterno
miro, hosco y austero; está serio conmigo porque un día le llamé viejo en una
poesía.
Pero el muchacho bien sabe que lo quiero. San Pedro allá con su ganzúa me
hace gestos de rabia, gestos locos.
Jugando por los huertos del convento una vez a su estatua le abrí la cabeza
con una piedra.
Para tratarme así tantas y tantas celebridades santas, mucho debí pecar; pero
no tiemblo.
Allá en el fondo de la desierta nave oigo que me llama, lánguida y suave una
voz dolorida, la voz del diablo. ¡Salve, mi viejo amigo rival del Eterno, luchador
antiguo, protesta viva contra la fuerza bruta! Bajo el pie de Miguel, que te da
guerra, como bajo un cacique de mi tierra, tú siempre triunfas en la inmortal
disputa.
Los verdaderos poetas son ingenuos, y por eso mismo son audaces y no
temen llamarle a las cosas por sus nombres. Y se atreven a decir claramente lo que
sienten, contrariamente a los políticos que nunca dicen abiertamente lo que
piensan hasta no estar seguros de que no les va a restar simpatías o votos lo que
digan.
Es cierto que moriste pensando que nos salvabas. Pero así han muerto miles
y miles de seres humanos que dieron la vida por sus hermanos. Los que murieron
por crear una patria o por defenderla; los que murieron por enfrentarse a los
injustos y a los tiranos; los que sacrifcaron su salud por descubrir algo útil para la
humanidad y hasta los que inmolaron sus vidas en todas las religiones por seguir
ingenuamente unos mandamientos «divinos».
¡Eran sólo pobres hombres, Jesús de Nazaret, que dieron su vida, que era lo
más precioso que tenían! Mientras que tú te creías Dios, y decías ser señor no sólo
de esta vida, sino de lo que hay después de ella.
La sangre y la vida de muchos de ellos claman contra ti, porque por tu culpa
la derramaron o la perdieron.
¡Allá los otros mesías con sus mandamientos y con las gentes a quienes
lograron engañar! Nosotros en Occidente te hemos seguido a ti y tu presencia no
nos ha hecho más felices que otros pueblos. Somos más avanzados
tecnológicamente, pero eso no nos ha hecho más felices. Aparte de que los avances
tecnológicos y sociales no son debidos a ti ni a tus enseñanzas, sino más bien a
pesar de ellas. Si por ellas fuese, estaríamos todavía hoy teniendo a la Biblia como a
la guía absoluta de nuestras vidas.
«Mi justo vive de la fe» (Ro 1,17), decías repitiendo una frase que según la
Biblia le gustaba mucho a tu maquiavélico padre. Pero una vez más habéis
resultado falsos profetas y os habéis equivocado. Vuestros «justos» han sido
borrados de la faz de la Tierra en innumerables ocasiones sin que hayáis hecho
nada por ellos.
Esta podría ser una de las grandes pruebas de que no eres el que decías ser.
Si en verdad fueras «el mesías», «el salvador», «el hijo de Dios», habrías defendido
mejor los intereses de los que te seguían felmente. Pero no ha sido así. Los leones
desgarraban las carnes de tus mártires, y ¡tú callado! Tan callado como los dioses
de las demás religiones.
Pasan los años y el autor de la obra muere, al igual que mueren todos los
que conocían su trabajo. Y siguen pasando los años, segando como a la hierba
generación tras generación, y un buen día alguien encuentra «tu imagen», que al
poco tiempo se convierte en «tu sagrada imagen», y enseguida, en «tu milagrosa
imagen», porque la fe ciega de tus devotos y su recalentada imaginación
comienzan a desencadenar las poderosas fuerzas que yacen en nuestro psiquismo.
Lo que ha pasado con tu efgie, Jesús de Nazaret, es sólo una leve sombra de
lo que ha pasado con tu persona y con tu obra. Alrededor de cuatro datos
inseguros que tenemos de tu existencia y de unas cuantas palabras que dicen que
dijiste, tus seguidos han montado toda una biografía fantástica llena de portentos y
un tinglado dogmático que llena cientos de volúmenes.
¿No va siendo hora de que la Santa Madre Iglesia se decida con valentía a
decirle a sus feles que dejen de venerar el famoso lienzo como si fuese la pieza
original que envolvió tu cuerpo y vean en él simplemente la obra de un artista
piadoso? Inspira a tus jerarcas, Jesús de Nazaret, pero no estés nada seguro de que
te van a hacer caso. Las rentas de la fe han sido siempre una tentación muy fuerte.
Destructor de culturas
De nuevo insistiré en estas palabras tuyas: «El que no está conmigo está
contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama» (Mt 12,30). Te equivocas, Jesús
de Nazaret. Tu temperamento de celote te hacer ser extremista en tus sentimientos
y juicios. Alguien puede no estar contigo, y sin embargo, no estar contra ti. Y
alguien puede observar cómo tú recoges sin que necesariamente se ponga a
desparramar lo que tú quieres recoger.
Esta psicología tuya, que tus seguidores han heredado tan bien, es la que los
ha llevado a destruir obras de arte, lenguas, documentos y hasta culturas enteras,
pensando que «estaban contra ti» cuando en realidad lo único que hacían era
expresar los sentimientos humanos de otra manera y buscar el «más allá» o el
absoluto por caminos diferentes a los que tú enseñaste. Este es uno de los grandes
pecados que tu Iglesia tiene sobre sus espaldas. Cuando en tiempos modernos tus
misioneros llegan a países independientes con culturas diferentes pero con una
conciencia mayor de su dignidad, se guardan muy bien de querer imponer
liturgias, vestimentas y maneras de vivir que pugnen contra la esencia de aquellas
culturas. No sólo eso sino que, contrariamente a lo que sucedía en siglos pasados,
no tienen inconveniente en adoptar maneras y estilos que en otros tiempos
hubiesen sido tachados de «paganos».
Tus apologetas nos hablaban en nuestra infancia con horror de los incendios
de bibliotecas llevados a cabo en Alejandría por los fanáticos mahometanos. Pero
no nos decían que ya para esas fechas tus pontífces romanos y bizantinos habían
hecho una labor semejante, aunque no tan ostentosa, con todo el legado de la
cultura grecorromana de la que ellos fueron los principales herederos. No sólo
persiguieron e hicieron desaparecer a los autores estrictamente anticristianos o
heterodoxos como pudieron ser Celso, Porfrio, Marción, Luciano de Samo Sata,
Flavio Filóstrato, Taciano, Celestio, Arrio, etc., sino que tenazmente con una labor
de zapa que les llevó siglos fueron borrando las huellas de autores «paganos» que
nada tenían que ver con el cristianismo y cuyo único pecado era no haberte
conocido o haber expresado sus ideas artísticas o flosófcas de una manera
diferente a como tú las expresaste.
Y los que tengan alguna duda de que esto haya sido así en los primeros diez
siglos de tu Iglesia, no tienen más que asomarse a lo que fue la «evangelización» de
los pueblos de América en donde se repitió lo que había sucedido unos cuantos
siglos antes. De esto sí tenemos una abundantísima documentación que no deja
lugar a dudas.
Fray Pedro de Gante y los mil fray Pedros que en América y en el mundo
entero se han dedicado a aniquilar artes y culturas, siguiendo las mojigatas normas
de moral de tu cristianismo, creían que admitir la repugnante idea de un inferno
eterno o el mito de la trinidad era «recoger», mientras que pensar que Dios no es
un «señor» y sí «algo» que se manifesta en cada fuente o en cada for era
«desparramar». Y por eso desparramaron y destruyeron estúpidamente códices,
estatuas, pinturas y templos enteros, para que tus pastores pudiesen «recoger» con
más tranquilidad las ofrendas de los pobres indios saqueados.
Tus jerarcas, para estar a tono con las otras religiones, han jugado con las
fechas de tu vida. Te hicieron nacer en la época del año en que el Padre Sol nace en
el horizonte, y te hicieron resucitar al comienzo de la primavera, cuando la Madre
Tierra resucita, después de la muerte invernal. Y si esas fechas importantes están
de acuerdo con la naturaleza, no lo están menos con las antiguas religiones que por
esos mismos días celebraban festas en todo semejantes.
Antes del cristianismo los pueblos antiguos celebraban el día más largo del
año con grandes fogatas para saludar al sol en su triunfo. Pues bien, tus jerarcas
colocaron precisamente por esas fechas la festa de tu precursor (Juan el Bautista) y
la celebraron con las «hogueras de San Juan», con las que querían apagar el
recuerdo de las antiguas y rituales fogatas paganas. Tu festa del Corpus —que no
comenzó a celebrarse si no hasta el siglo XIII, para contrarrestar las herejías que
entonces se propagaban contra la eucaristía— también está superpuesta sobre otra
festa pagana. Y esta es la razón de por qué durante muchos años,
simultáneamente con la festa del Corpus, y además de la procesión estrictamente
eclesiástica, había otras celebraciones populares totalmente ajenas a lo religioso y
de claro sabor pagano, que pese a las prohibiciones persisten aún en algunos
pueblos pequeños. Tus representantes, al igual que han hecho en muchas otras
ocasiones, se valieron del poder civil —en este caso, de los reyes Carlos II y Carlos
III— para acabar defnitivamente con estas festividades populares que empañaban
el esplendor de la celebración religiosa.
Creo en el amor. En el amor que funde, que atrae, que sintoniza, que une. En
el amor que espera, que comprende, que tolera, que regala, que perdona. Creo en
el amor como la energía más grande del mundo, capaz de lograr lo que no logra la
fuerza ni el miedo.
Creo en el amor que da paz, que busca lo bueno, que perdona lo malo, que
alaba lo bello.
Creo en el hombre.
A pesar de ser como una leve chispa de vida en la noche del tiempo, sin
posibilidad de estirar su estancia en este planeta.
Creo en el hombre.
Tan microbio y tan gigante; tan mezquino y tan generoso; tan cobarde y tan
audaz; tan efímero y tan creador.
Creo en el hombre porque en sus entrañas lleva, sépalo o no, una energía
divina, y en su mente es, sépalo o no, una chispa divina de la incomprensible
energía que rige el Universo.
Creo en el hombre porque es una gota del inmenso océano divino.
Seré como es el amor, como es la luz, como es la energía que existe antes y
después del tiempo. Puede ser que pase a formar parte de un todo más vasto en el
que seré como una célula pensante que al mismo tiempo que conserva su
personalidad individual adquiere conciencia de pertenecer a un ser mayor.
No sé casi nada del futuro, pero me acostaré a morir con la absoluta certeza
de que estoy a punto de nacer. Nacer a algo infnitamente más vasto y más
grandioso.
Creo que después de esta vida aquel que haya hecho méritos para ello, en
otras palabras, aquel que haya evolucionado tal como se esperaba de él, pasará a
un nivel superior de vida en esta inmensa morada que es el Universo. O dicho más
poéticamente, aunque no menos realísticamente, vibrará en un tono más alto en la
fantástica sinfonía del Cosmos.
Al llegar de vuelta de la vida —al igual que los niños al llegar de vuelta de la
escuela— el hombre quiere encontrar a su mamá-Dios en casa. Tiene necesidad de
abrazarla, de saber que está allí, de contarle las incidencias de la clase de la vida.
Pero tal Dios-mamá, Dios-hombre, Dios-persona, no existe. Dios es algo
completamente diferente.
No creo, tal como ya dije, que Dios tenga hijos y mucho menos que Él pueda
hacerse hijo de nadie.
No creo que la Biblia sea la palabra de Dios, por lo tanto, que sea infalible o
que haya sido inmediatamente inspirada por Él.
No creo que el hombre nazca con ningún pecado. Si los hombres, que somos
tan injustos, no le atribuimos a nadie pecado o crímenes que no haya cometido,
¿cómo vamos a pensar que Dios lo hace?
Y una vez que liberamos al hombre del sambenito con el que lo hacen nacer
los teólogos del cristianismo, desaparece automáticamente la necesidad de
redenciones y salvaciones. ¿Redimirnos de un pecado que no hemos cometido?
¿Salvarnos de un inferno que no existe?
Sí creo en el inferno que estos fanáticos con sus doctrinas les han hecho
pasar durante veinte siglos a tantas buenas personas. Si alguien hubiese en este
mundo que merecería el inferno serían estos doctrinarios con su infernales
doctrinas. Pero ni aun a esto, yo —que disto mucho de ser tan bueno y tan
tolerante como Dios— los mandaría allá, porque hay que reconocer que el inferno
con el que nos amenaza el cristianismo es algo muy serio, y estos pobres diablos no
se merecen tanto mal.
¿Qué pasará entonces con los «impíos»? ¿Qué pasará con todos aquellos que
han obrado mal hiriendo a sus hermanos y no respetando las leyes justas?
A los otros impíos, a los que se han dedicado a fastidiar a los demás y que
han parasitado en la buena voluntad de sus hermanos; a los que se han
enriquecido injustamente a costa del sudor de otros, a los que han abusado, a los
que han extorsionado, a los que han legislado en su propio benefcio, a los que han
politiqueado con la buena fe y la credulidad de las multitudes, a los que han
trafcado con las drogas, a todos los grandes culpables que valiéndose de la
política, de la milicia del dinero o de los dogmas han convertido este mundo en el
inferno que es en la actualidad, ¿qué les pasará?
Escribir un epitafo para uno mismo es algo serio y una tarea en la que uno
tiene que acudir a lo más profundo de su ser para encontrar allí la esencia de sus
pensamientos y de sus emociones.
En un momento así siento en mis labios el sabor de mis raíces, y por eso, con
el permiso del lector, lo escribiré en el gallego tradicional que hablaron mis
antepasados:
Anque cabucou, asenllou facelo ben. E foise sen cruz, sen sacramentos, sen beizon
de Sua Santidade porque non compren pra ren.
Tí que ollas, coida que és só un soñó e que axiña estarás coma min. Non enxangues
porque o tempo fuxe. Esfroita asisadamente cada intre, i-arránxate pro alen.
Porque na morte acordamos do soñó da vida.
Saúdoche.
Aunque cometió errores, trató de hacer el bien. Y se fue sin cruz, sin sacramentos y
sin Bendición Apostólica porque no hacen falta para nada.
Tú que miras, piensa que eres sólo un sueño y que muy pronto estarás como yo.
No pierdas el tiempo, porque pasa rápido. Disfruta sabiamente cada instante y
prepárate para el más allá. Porque en la muerte despertamos del sueño de la vida.
Te saludo.
Reconciliación
Estos en la mayoría de los casos no os quieren ofender, sino que el mal que
hacen es debido a sus pasiones, que en su raíz no fueron creadas por ellos
voluntariamente, sino que ya las traían a la hora de nacer, al igual que Las traemos
todos. Es una especie de defecto de fabricación con que tu padre nos manda al
mundo, y en realidad no nos podemos explicar por qué nos hacen tan defectuosos.
Es algo así como el famoso «pecado original» que a fuerza de repetido ya debe
haber perdido su originalidad.
Es natural que toda esta confusión de ideas generase en ti un mal humor que
se haya traducido en tus ásperas palabras y doctrinas, que tus representantes se
encargaron de endurecer más todavía para así tener mejor subyugados a tus
creyentes.
Jesús de Nazaret, fuiste víctima del mismo engaño que han padecido todos
los otros «hijos de Dios» que te precedieron y que vinieron después de ti.
Tú, Jesús de Nazaret, fuiste uno de estos. Tuviste más éxito que la mayor
parte de los que te habían precedido porque el mito que se formó con tus prédicas
ha durado ya veinte siglos, abarca a buena parte de la humanidad y es seguido por
los pueblos más avanzados y con mayor infuencia entre sus hermanos.
Como tú bien dijiste, «hay otras moradas» (Jn 14,2). En el Cosmos hay
muchos niveles, y estamos seguros de que cuando se nos acabe la vida iremos a
alguno de ellos, que ciertamente será muy poco parecido a los que nos presentan
tus doctrinas y hasta a lo que nosotros podemos imaginar.
Pero, eso sí, no nos sigas queriendo imponer tu «yugo» y tu «carga», por
muy suaves que a ti te parezcan, y por muy necesarias que tú los creas para entrar
en el reino de los cielos. No creemos en el reino de los cielos que tú predicaste. No
nos sigas atemorizando con un más allá tenebroso. Creemos en el más allá, pero el
nuestro es más optimista que el tuyo y el de tu Iglesia. Envía a él a los fariseos que
simulando ser feles a tus mandamientos hayan sido injustos con sus hermanos; así
tendrán tiempo de aburrirse por toda la eternidad, de hacerse trampas los unos a
otros, y de aguantar el mal humor de tu padre.
Pero no sigas atando las conciencias de tus creyentes, haciéndoles tener una
idea equivocada y negativa de este mundo y de esta vida. Déjalos disfrutar de
todo, absolutamente de todo, mientras no hagan daño deliberadamente a los
demás y respeten sus derechos.
El Yahvé bíblico que tú tenías por tu padre es sólo un pobre diablo que vaga
perdido por los muchos caminos y dimensiones del Cosmos infnito. Por qué se
portó así contigo y con tu pueblo, y por qué no usa todo su poder en otras cosas
más positivas es un misterio para nuestra mente humana.
Y en otro orden de cosas, quién sabe si tanto Yahvé como nosotros no somos
más que los sueños de alguien.
Más difícil nos va a ser que los que se dicen tus representantes se porten de
la misma manera y lo acepten también. A ellos les va mucho en que todo el
tinglado dogmático-institucional —con colectas, tasas matrimoniales e impuestos
estatales incluidos— continúe como está. Han tardado dos mil años en organizar
todo este complicado modus vivendi y no lo van a dejar caer de repente.
Además, trabaja en su favor el que los «corderos» del redil —como en más
de una ocasión tú llamaste a tus seguidores— siguen bebiendo mansamente la
leche que ellos les dan, en vez de destetarse y empezar a comer alimento de
adultos.
Los que murieron en las guerras que tus doctrinas causaron ya no están aquí
para acusarte; y los que llevan una vida de penitencia y privaciones debido al
miedo inconsciente que tus predicadores les inculcaron y a las falsas promesas
para el más allá, esos seguirán creyendo en ti porque la intoxicación mental que
tienen es grave y sólo se convencerán cuando traspasen el umbral hacia la otra
vida. Cuando lleguen allá no sé qué les podrás decir; aunque me imagino que en
las otras dimensiones, cuando lo sepamos todo lo perdonaremos todo; y ellos
también serán capaces de comprenderte, y hasta de dar por bien sacrifcada su
vida.
[1]
El que quiera profundizar sobre este tema debería leer el libro del
catedrático universitario Francisco José Bastida titulado Jueces y franquismo (el
pensamiento político del Tribunal Supremo en la dictadura), edit. Ariel, 1986. <<
[2]
Si el lector logra averiguar qué papel hacen los procuradores en un juicio,
le agradecería me lo comunicase porque yo nunca lo he entendido. <<
[3]
El poeta se refere al famoso Cristo de la catedral de Orense, del que es
tradición popular que le crece la barba. <<
[4]
Este capítulo, escrito hace ya muchos meses, cobra especial vigencia tras la
admisión en octubre de 1988 por parte de la Santa Sede de la falsedad de la
«Sábana Santa» de Turín. <<
[5]
Este capítulo está tomado de Por qué agoniza el cristianismo. <<