Mujercitas
Mujercitas
Mujercitas
Por
Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales se reflejaba la luz del fuego
de la chimenea, se iluminaron al oír las animosas palabras; pero volvieron
a ensombrecerse cuando Jo dijo tristemente:
No dijo "tal vez nunca", pero cada una lo añadió silenciosamente para
sí, pensando en el padre, tan lejos, donde se hacía la guerra civil.
—Saben que la razón por la que mamá propuso que no hubiera regalos
esta Navidad fue porque el invierno va a ser duro para todo el mundo, y
piensa que no debemos gastar dinero en gustos mientras nuestros
hombres sufren tanto en el frente. No podemos ayudar mucho, pero sí
hacer pequeños sacrificios y debemos hacerlos alegremente. Pero temo
que yo no los haga —y Meg sacudió la cabeza al pensar arrepentida en
todas las cosas que deseaba.
—Si quieres decir difamar dilo así, aunque mejor sería no usar palabras
altisonantes —dijo Jo, riéndose.
—Has dicho el otro día que, en tu opinión, éramos más felices que los
niños King, porque ellos no hacían más que reñir y quejarse continuamente
a pesar de su dinero.
—Es verdad, Beth; bueno, creo que lo somos, porque, si tenemos que
trabajar, nos divertimos al hacerlo, y formamos una cuadrilla muy alegre,
según Jo.
— ¡Jo habla en una jerga tan chocante! —observó Amy, echando una
mirada crítica hacia la larga figura tendida sobre la alfombra.
Como nuestros lectores jóvenes querrán formarse una idea del aspecto
de nuestras heroínas, aprovecharemos para trazar un dibujo de las cuatro
hermanas ocupadas en hacer calceta en un crepúsculo de diciembre,
mientras
fuera caía silenciosamente la nieve y dentro de la casa chisporroteaba
alegremente el fuego. El cuarto era agradable, aunque la alfombra estaba
algo descolorida y los muebles eran de una simplicidad severa; buenos
cuadros colgaban de las paredes, en los estantes había libros, florecían
crisantemos y rosas de Navidad en las ventanas, y por toda la casa flotaba
una atmósfera de paz.Margaret o Meg, la mayor de las cuatro chicas,
tenía dieciséis años; era muy bonita, regordeta y rubia; tenía los ojos
grandes, abundante pelo castaño claro, boca delicada y unas manos
blancas, de las cuales se vanagloriaba un poco. Jo, que tenía quince años,
era muy alta, esbelta y morena, y le recordaba a uno un potro; nunca
parecía saber qué hacer con sus largas extremidades, que se le
atravesaban en el camino. Tenía la boca decidida, la nariz respingada, ojos
grises muy penetrantes, que parecían verlo todo, y se ponían
alternativamente feroces, burlones o pensativos. Su única belleza era su
cabello, hermoso y largo, pero generalmente lo llevaba descuidadamente
recogido en una redecilla para que no le estorbara; los hombros cargados,
las manos y los pies grandes y un aire de abandono en su vestido y la
tosquedad de una chica que se hacía rápidamente mujer a pesar suyo.
Elizabeth o Beth tenía unos trece años; su cara era rosada, el pelo liso y los
ojos claros; había cierta timidez en el ademán y en la voz; pero una
expresión llena de paz, que rara vez se turbaba. Su padre la llamaba
"Pequeña Tranquilidad", y el nombre era muy adecuado, porque parecía
vivir en un mundo feliz, su propio reino, del cual no salía sino para
encontrar a los pocos a quienes amaba y respetaba. Aunque fuese la más
joven, Amy era una persona importantísima, al menos en su propia opinión.
Una verdadera virgen de la nieve; los ojos azules, el pelo color de oro,
formando bucles sobre las espaldas, pálida y grácil, siempre se comportaba
como una señorita cuidadosa de sus maneras.
El reloj dio las seis, y después de limpiar el polvo de la estufa Beth puso
un par de zapatillas delante del fuego para calentarlas.
De una manera u otra la vista de las viejas zapatillas tuvo buen efecto
sobre las chicas porque venía la madre, y todas se dispusieron a brindarle
un buen recibimiento. Meg puso fin a su sermón y encendió la lámpara.
Amy sacó la butaca espontáneamente, y aun Jo olvidó su cansancio para
sentarse más derecha y acercar las zapatillas al fuego.
—Las pondremos sobre la mesa y traeremos a mamá para que abra los
paquetes.
Amy procuró imitarla, pero extendió las manos con demasiada rigidez,
caminó mecánicamente y su exclamación sugirió que la pinchaban con
alfileres en lugar de demostrar terror y angustia. Jo suspiró con
desesperación, y Meg se rio a carcajadas, mientras Beth dejaba quemar el
pan por mirar lo que pasaba.
—Es lo mejor que hemos hecho hasta ahora —dijo Meg, mientras el
traidor se incorporaba frotándose los codos.
—No comprendo cómo puedes escribir y representar cosas tan
magníficas, Jo. ¡Eres un verdadero Shakespeare! —dijo Beth.
—No, son las parrillas con las zapatillas de mamá encima en lugar del
pan. ¡Beth está embobada por la escena! —exclamó Meg, y el ensayo
terminó con una carcajada general.
—Me alegro de encontrarlas tan divertidas, hijas —dijo una voz resuelta
en la puerta, y actores y espectadores se volvieron para recibir a una
señora algo regordeta, maternal, cuyos ojos parecían decir "¿puedo
ayudarlo?", con aire verdaderamente encantador. No era una persona de
especial hermosura;
pero para los hijos las madres son siempre hermosas, y las chicas
pensaban que aquella capa gris y aquel sombrero pasado de moda cubrían
la mujer más espléndida del mundo.
—Bueno, queridas mías, ¿cómo lo han pasado hoy? Había tanto que
hacer preparando los cajones para enviarlos mañana, que no volví para la
comida. ¿Ha venido alguien, Elizabeth? ¿Cómo está tu resfriado,
Margaret? Jo, pareces muy fatigada. Ven y dame un beso, niña.
Una sonrisa feliz pasó de cara en cara como un rayo de sol. Beth
palmoteó, sin hacer caso de la galleta caliente que tenía, y Jo sacudió la
servilleta, exclamando:
—Sí, una carta larga. Está bien, y piensa que soportará el frío mejor de
lo que pensamos. Envía toda clase de buenos deseos para Navidad, y un
mensaje especial para sus hijas —dijo la señora March acariciando el
bolsillo como si tuviera en él un tesoro.
— Creo que papá hizo una cosa magnífica marchando como capellán
cuando era demasiado viejo para alistarse y no bastante fuerte para ser
soldado —dijo Meg animosa.
Beth a sus pies, Meg y Amy sentadas sobre los brazos de la silla y Jo
apoyándose en el respaldo, de manera que nadie pudiera ver ninguna
señal de emoción si la carta tenía algo conmovedor.
"Mi cariño y un beso a cada una. Diles que pienso en ellas durante el
día, y por la noche oro por ellas, y siempre encuentro en su cariño el mejor
consuelo. Un año de espera para verlas parece interminable, pero
recuérdales que, mientras esperamos, podemos todos trabajar, de manera
que estos días tan duros no se desperdicien. Sé que ellas recordarán todo
lo que les dije, que serán niñas cariñosas para ti, que cuando vuelva podré
enorgullecerme de mis mujercitas más que nunca."
Beth no dijo nada, pero secó sus lágrimas con el calcetín del ejército y
se puso a trabajar con todas sus fuerzas, no perdiendo tiempo en hacer lo
que tenía más cerca de ella, mientras decidía en su corazón ser como su
padre lo deseaba cuando al cabo de un año pudiera regresar felizmente a
su casa.
La señora March rompió el silencio que siguió a las palabras de Jo,
diciendo con voz alegre:
—No somos demasiado mayores para ese juego, querida mía, porque
es un entretenimiento al que siempre jugamos de una manera u otra.
Nuestras cargas están aquí, nuestro camino está delante de nosotras y el
deseo de bondad y felicidad es el guía que nos dirige a través de muchas
penas y equivocaciones hasta la paz, que es una verdadera Ciudad
Celestial. Ahora, peregrinitas mías, vamos a comenzar de nuevo, no para
divertimos, sino de veras, y veremos hasta dónde pueden llegar antes de
que vuelva papá.
—Cada uno ha dicho hace un momento cuál era su carga, menos Beth;
en mi opinión no tiene ninguna —dijo su madre.
La carga de Beth era tan cómica que a todos dio ganas de reír; pero
nadie lo hizo, porque se hubiera ofendido mucho.
—Me alegro de que el mío sea azul —dijo Amy, y entonces los
dormitorios quedaron tranquilos mientras ellas volvían las páginas y el sol
del invierno se deslizaba para acariciar y dar un saludo de Navidad a las
cabezas rubias y a las caras pensativas.
—Supongo que mamá volverá pronto; así que preparen los pastelitos y
cuiden que todo esté listo —dijo Meg, mirando los regalos, que estaban en
un cesto debajo del sofá, dispuestos para sacarlos en el momento
oportuno—. Pero, ¿dónde está el frasco de Colonia de Amy? —agregó, al
ver que faltaba el frasquito.
—Lo sacó hace un minuto y salió para adornarlo con un lazo o algo
parecido —respondió Jo, que saltaba alrededor del cuarto para suavizar
algo las zapatillas nuevas del ejército.
—¡Qué bonitos son mis pañuelos! ¿No les parece? Hanna me los lavó y
planchó, y yo misma los bordé —dijo Beth, mirando orgullosa— mente las
letras desiguales que tanto trabajo le habían costado.
—¿No está bien así? Pensaba que era mejor hacerlo de ese modo,
porque las iniciales de Meg son "M.M.", y no quiero que nadie los use sino
mamá — dijo Beth, algo preocupada.
—Está bien, querida mía, y es una idea muy buena; así nadie puede
equivocarse ahora. Le gustará mucho a ella, lo sé —repuso Meg,
frunciendo las cejas a Jo y sonriendo a Beth.
—¡Aquí está mamá; escondan el cesto! —gritó Jo, al oír que la puerta
se cerraba y sonaban pasos en el vestíbulo.
—No te rías de mí, Jo; no quería que nadie lo supiera hasta que llegase
la hora. Es que he cambiado el frasquito por otro mayor y he dado todo mi
dinero por él, porque trato de no ser egoísta como antes.
Otro golpe de la puerta hizo que el cesto desapareciera debajo del sofá,
y las chicas se acercaron a la mesa listas para su desayuno.
—¡Feliz Navidad, mamá! ¡Y que tengas muchísimas! Muchas gracias
por los libros; hemos leído algo y vamos a hacerlo todos los días —gritaron
todas a coro.—¡Feliz Navidad, hijas mías! Me alegro mucho de que
—Vaya unos ángeles graciosos con tocas y mitones —dijo Jo, haciendo
reír a todos.
No había mucho que ver, pero en los pocos paquetes había mucho
cariño; y el florero alto, con rosas rojas, crisantemos y hojas, puesto en
medio de los regalos, daba una apariencia elegante a la mesa.
— ¡Tres "vivas" a mamá! —gritó Jo, dando saltos por el cuarto, mientras
Meg se adelantaba para conducir a la señora March a la silla de honor.
Beth tocó su marcha más viva. Amy abrió la puerta y Meg escoltó con
mucha dignidad a su madre. La señora March estaba sorprendida y
conmovida, y sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, al examinar sus
regalos y leer las líneas que los acompañaban. Inmediatamente se calzó
las zapatillas, puso un pañuelo nuevo en el bolsillo, empapado con agua de
colonia, se prendió la rosa en el pecho y dijo que los guantes le iban muy
bien.
Meg salió con la cara circundada con crin de caballo gris, un traje rojo y
negro, un bastón y la capa llena de signos cabalísticos.
Hugo le pidió una poción que hiciese a Zara adorarle, y otra para
deshacerse de Rodrigo. Hagar, cantando, una melodía dramática, prometió
los dos, y se puso a invocar al espíritu que había de traer el filtro mágico
darse una puñalada, porque alguien le había dicho que Zara lo había
abandonado. Cuando el puñal estaba a punto de penetrar en su corazón,
se oyó debajo de su ventana una canción encantadora, que le decía que
Zara permanecía fiel, pero que estaba en peligro y que él podía salvarla si
quería. Le echan una llave al calabozo, la cual abre la puerta, y loco de
alegría arroja sus cadenas y sale precipitadamente para buscar y librar a su
amada.
El quinto acto empieza con borrascosa escena entre Zara y don Pedro.
Desea el padre que su hija se meta a monja, pero ella se niega, y después
de una súplica conmovedora, está a punto de desmayarse, cuando entra
Rodrigo precipitadamente, pidiendo su mano. Don Pedro se la niega
porque no es rico. Gritan y gesticulan terriblemente, y Rodrigo se dispone a
llevarse a Zara, que ha caído extenuada en sus brazos, cuando entra el
criado tímido con una carta y un paquete de parte de Hagar, que ha
desaparecido misteriosamente. La carta dice que la bruja lega riquezas
fabulosas a los amantes y un horrible destino a don Pedro si se opone a su
felicidad. Se abre el paquete y una lluvia de monedas de lata cubre el
suelo. Esto ablanda por completo al severo padre; da su consentimiento sin
chistar, todos se juntan en coro alegre y cae el telón,
mientras los amantes, muy felices y agradecidos, se arrodillan para recibir
la bendición de don Pedro.
—La tía March tuvo una corazonada y ha enviado la cena —gritó Jo,
con inspiración súbita.
—Son preciosas, pero para mí las rosas de Beth son más dulces —dijo
la señora March, oliendo el ramillete, medio marchito, que llevaba en su
cinturón.
—¿De qué sirve preguntarlo, cuando sabes muy bien que nos
pondremos nuestros trajes de muselina de lana, porque no tenemos otros?
—dijo Jo, con la boca llena.
—¡Si tuviera un traje de seda! —suspiró Meg—. Mamá dice que quizá
pueda hacerme uno cuando tenga dieciocho años; pero dos años es una
espera interminable.
—No puedes pedir a mamá que te compre otros nuevos; ¡son tan caros
y eres tan descuidada!... Dijo cuando estropeaste aquéllos que no te
compraría
otros este invierno. ¿No puedes arreglarlos de algún
modo?
—Tus manos son más grandes que las mías y ensancharías mis
guantes — comenzó a decir Meg.
—No te preocupes por mí; estaré tan tiesa como si me hubiera tragado
un molinillo, y no meteré la pata, si puedo evitarlo. Ahora contesta la carta y
déjame en paz para acabar esta magnífica historia.
La noche de Año Nuevo la sala estaba vacía, porque las dos chicas
jóvenes servían de doncellas a las dos mayores, que preparaban su
indumentaria para el baile. Sencillos como eran los trajes, había mucho que
ir y venir, reír y hablar, y por algún tiempo la casa olió a pelo quemado; Meg
quería hacerse unos bucles y Jo se encargó de retorcerle con las tenacillas
los rizos atados con papeles.
—¿Tienen que oler así? —preguntó Beth desde su asiento sobre la
cama.
—¡Oh, oh, oh! ¿Qué has hecho? ¡Me has estropeado el pelo! ¡No
puedo ir! ¡Mi pelo! ¡Mi pelo! —exclamó Meg, mirando los rizos desiguales
hiciera, sabiendo
que lo echo a perder todo. Lo siento mucho, pero es que las tenacillas
estaban demasiado calientes —suspiró la pobre Jo, mirando con lágrimas
de arrepentimiento el flequillo chamuscado.
—Eso digo yo. ¡Era tan liso y hermoso! Pero pronto crecerá de nuevo
— dijo Beth, corriendo a besar y consolar a la oveja esquilada.
Cuando cerraban la puerta de la verja al salir, una voz les gritó desde la
ventana:
—Sí, sí, los llevamos, y el de Meg huele a colonia —gritó Jo, y añadió
riéndose—: Creo que mamá nos preguntaría eso aunque estuviésemos
huyendo de un terremoto.
—Sé muy bien que me olvidaré de todo. Si me ves hacer algo que esté
mal, avísame con un guiño —respondió Jo, arreglándose el cuello y
cepillándose
rápidamente.
—No, una señora no guiña; arquearé las cejas si haces algo incorrecto,
o un movimiento de cabeza si todo va bien. Ahora mantén derechos los
hombros y da pasos cortos; no des la mano si te presentan a alguien: no se
hace.
El chico volvió a sentarse, con la vista baja, hasta que Jo, tratando de
ser cortés, dijo:
—Creo que he tenido el placer de verlo antes. Vive usted cerca de
nosotros, ¿no es así?
—A palos.
—No puedo darle palos a la tía March, así que supongo que tendré que
aguantarme.
Laurie parecía no saber por dónde empezar, pero pronto las preguntas
ansiosas de Jo lo orientaron; y le dijo cómo había estado en una escuela en
Vevey, donde los chicos no llevaban nunca sombreros y tenían una flota de
botes sobre el lago, y para divertirse durante las vacaciones hacían viajes a
pie por Suiza en compañía de sus maestros.
—Oui, mademoiselle.
Pelo negro y rizado, cutis oscuro, ojos grandes y negros, nariz larga,
dientes bonitos, las manos y los pies pequeños, tan alto como yo; muy
cortés para ser chico y muy burlón. ¿Qué edad tendrá? Jo tenía la pregunta
en la punta de la lengua; pero se contuvo a tiempo y, con tacto raro en ella,
trató de descubrirlo de una manera indirecta.
—¿Pero no tiene usted más que quince años? —preguntó Jo, mirando
al chico alto, a quien ella había dado diecisiete.
Jo ansiaba preguntarle cuál era su modo; pero Laurie había fruncido las
cejas de tal modo, que Jo cambió de asunto, diciendo:
usted?—¡Jamás!
—¿Jamás?
Pero Laurie no se rio; miró al suelo por un minuto y con una expresión
que extrañó a Jo, dijo dulcemente:
—No haga caso de eso; yo le diré cómo nos las arreglaremos; allá hay
un pasillo grande, donde podemos bailar muy bien sin que nadie nos vea.
¡Hágame el favor de venir!
—Ya sabía yo que te lastimarías los pies con esos dichosos zapatos. Lo
siento mucho, pero no sé qué puedes hacer, como no sea tomar un coche
o quedarte aquí toda la noche —respondió Jo dulcemente, frotando el
pobre tobillo al mismo tiempo.
—Yo iré.
—De ningún modo; son más de las diez y está oscuro como boca de
lobo. No puedo quedarme aquí, porque la casa está llena; algunas amigas
de Sallie están de visita. Descansaré hasta que venga Hanna, y entonces
saldré lo mejor que pueda.
—Se lo diré a Laurie, él irá —dijo Jo, como quien tiene una idea
feliz.
—¿Puedo ayudarla? —dijo una voz amistosa. Era Laurie, con una taza
llena en una mano y un plato de helado en la otra.
—Trataba de buscar algo para Meg, que está muy cansada; alguien me
hizo tropezar, y aquí estoy hecha una calamidad —respondió Jo, echando
una mirada desde la falda manchada al guante teñido de café.
—No, pero fue algo muy descortés. ¿Qué hacían escondidos allí tanto
tiempo?
—No parece sino que soy una verdadera señora, volviendo a casa en
coche y sentándome en peinador con una doncella que me sirva —dijo
Meg, mientras Jo le frotaba el pie con árnica y le cepillaba el cabello.
CAPÍTULO 4 - CARGAS
— ¡Ay de mí! ¡Qué difícil se hace tomar las bolsas y echar a andar! —
suspiró Meg la mañana después del baile. Habían terminado las
vacaciones, y una semana de diversión no resultaba lo más adecuado para
continuar el trabajo, que nunca le había gustado.
—Me gustaría que fuese Navidad o Año Nuevo siempre. ¡Qué divertido!
— respondió Jo, bostezando tristemente.
—¿De qué sirve estar bien, cuando nadie me ve, fuera de esos
chiquillos, y a nadie le importa que sea bonita o fea? —murmuró, cerrando
de golpe el cajón de la cómoda—. Tendré que trabajar y trabajar toda mi
vida, con unos ratitos de diversión de vez en cuando, y hacerme vieja; fea y
agria, porque soy pobre y no puedo gozar de la vida como otras
muchachas. ¡Qué desgracia!
— ¡Niñas, niñas! Cállense un minuto. Tengo que enviar esta carta por el
primer correo y me confunden con tanto ruido —gritó la señora March.
—¡Qué ridícula eres, Jo! —dijo Meg, riéndose, sin embargo, de aquellas
tonterías.
Por algún tiempo la señora anciana no quiso tratarse con ellos; pero
encontrándose en una ocasión con Jo en casa de una amiga, algo en su
cara cómica y en sus maneras toscas la impresionó favorablemente, y
propuso tomarla como señorita de compañía. Esto no le gustaba a Jo en lo
más mínimo, pero aceptó la colocación a falta de otra mejor, y, con gran
sorpresa de todo el mundo, se llevó muy bien con su irascible parienta. De
vez en cuando había una borrasca, y una vez Jo llegó a irse a su casa,
diciendo que no podía soportar más; pero la tía March se calmó pronto e
insistió tanto en que Jo volviese, que ella no pudo rehusar, porque había
algo amable en la vieja señora, a pesar de todo.
Amy estaba en buen camino de ser echada a perder por los mimos;
todo el mundo la acariciaba, y sus pequeñas vanidades y su egoísmo
crecían a buen paso. Pero algo atenuaba su vanidad: tenía que usar los
vestidos de su prima.
La madre de Florence tenía pésimo gusto, y Amy sufría mucho al tener que
llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, trajes que no le iban bien y
delantales chillones. Todo era de buena calidad, bien hecho y poco usado;
pero ese invierno los ojos artísticos de Amy sufrían lo indecible con un
vestido morado oscuro de lunares amarillos.
—Mi único consuelo —dijo a Meg, con los ojos llenos de lágrimas— es
que mamá no hace pliegues en mis trajes cada vez que soy mala, como
hace la madre de María Parks. Hija, es verdaderamente terrible, porque
algunas veces se porta tan mal, que el vestido no llega a las rodillas y no
puede venir a la escuela. Cuando pienso en esta degradación, creo que
puedo soportar hasta mi nariz chata y el vestido morado con lunares
amarillos.
—Me pasó una cosa curiosa con la tía hoy, pero como salí con la mía
se las voy a contar —dijo Jo, que se complacía mucho en contar
incidentes—. Estaba leyendo el interminable Belsham y moscardoneando,
como suelo, porque así se duerme la tía, y entonces saco algún libro
interesante, y leo ávidamente hasta que se despierta. Pero esta vez me
entró a mí el sueño, y antes de que ella hubiera dado la primera cabezada
se me escapó un bostezo tal, que ella me preguntó qué quería decir
abriendo la boca lo bastante para tragarme el libro entero.
—Cuéntanos otra historia, mamá; una historia con moraleja, como ésta.
Me gusta pensar en ellas después, si son verdaderas y no muy
pedagógicas — dijo Jo, después de un corto silencio.
—Había una vez cuatro chicas que tenían lo bastante para comer y
vestirse, no pocas comodidades y placeres, buenos amigos, benévolos
padres que las amaban tiernamente y todavía no estaban contentas. (Al
llegar aquí, las oyentes se miraron a hurtadillas y se pusieron a coser
diligentemente.) Estas chicas deseaban ser buenas y tomaron excelentes
resoluciones; pero por una cosa o por otra, no lograban cumplirlas muy
bien, y con frecuencia decían: "¡Si tuviéramos tal o cual cosa!" o "¡si
pudiéramos hacer esto o aquello!", olvidando completamente cuánto tenían
ya y cuántas cosas agradables podían ya hacer. Fueron y preguntaron a
una vieja qué métodos podrían usar para ser felices, y ella les dijo: "Cuando
se sientan descontentas, piensen en lo que poseen y estén agradecidas."
(Aquí Jo levantó la cabeza, como si fuera a hablar, pero no lo hizo, al notar
que la historia no había terminado.) Como eran chicas razonables,
decidieron seguir el consejo, y quedaron sorprendidas al ver lo ricas que
eran. Una descubrió que el dinero no podía evitar que la vergüenza y la
tristeza entraran en las casas de los ricos; otra, que, aunque pobre, era
mucho más feliz con su juventud, salud y buen humor, que cierta señora,
vieja y descontentadiza, que no sabía gozar de sus comodidades; una
tercera, que desagradable como era trabajar en la cocina, era más
desagradable tener que pedirlo como una limosna, y la cuarta, que las
sortijas de cornalina no eran tan valiosas como la buena conducta. Así,
convinieron en dejar de quejarse, gozar de lo que ya tenían y tratar de
merecerlo, no fuera que lo perdiesen, en vez de que aumentara; y creo que
nunca se arrepintieron de haber seguido el consejo de la vieja.
—No me quejo nunca tanto como las demás, y ahora tendré más
cuidado todavía, porque lo sucedido a Susie me ha hecho reflexionar —
repuso Amy.
poner los libros aquí y los frascos allá, volver el sofá de espalda a la luz
y esponjar un poco los almohadones. Ahora está bien.
Lo estaba, efectivamente; porque, riendo y charlando, Jo había puesto
las cosas en su sitio, de manera que el cuarto tenía otro aspecto. Laurie la
observaba manteniendo un silencio respetuoso, y cuando ella lo invitó a
acomodarse en el sofá, se sentó, dando un suspiro de satisfacción y
diciendo con gratitud:
—¡Qué amable es usted! Sí, eso era lo que faltaba. Ahora hágame el
favor de sentarse en la butaca y permítame que haga algo para entretener
a mi visita.
— Muchas veces las oigo llamarse unas a otras, y cuando estoy aquí
arriba solo no puedo evitar mirar a su casa; ustedes siempre parecen estar
contentas. Dispénseme si soy descortés, pero a veces se olvidan de correr
las cortinas donde están las flores, y cuando están encendidas las
lámparas, es un verdadero cuadro el que forman ustedes con su madre,
todas alrededor de la mesa; su madre se sienta siempre enfrente y parece
tan amable detrás de las flores, que no puedo dejar de mirarla. No tengo
madre, ¿sabe usted? —y Laurie atizó el fuego para ocultar un temblor
nervioso en sus labios, que no podía dominar.
—Es una lástima; debe animarse y hacer visitas a todas partes donde lo
inviten; así tendrá muchos amigos y casas agradables donde ir. No haga
caso de su timidez; no le durará mucho tiempo si empieza a salir.
Laurie se puso colorado de nuevo, pero no se ofendió por lo de la
timidez; había tanta buena voluntad en los consejos de Jo, que era
imposible tomarlos a mal.—¿Le gusta a usted su escuela? —preguntó
Laurie iba a hacer otra pregunta, pero recordando a tiempo que no era
cortés averiguar demasiado las vidas ajenas, se calló otra vez, un poco
cortado. Jo apreció sus buenas maneras, pero como no le importaba
mucho reírse un poco a costa de la tía March, hizo una ingeniosa
descripción de la señora vieja e impaciente, de su perro de lanas, de su
loro, que hablaba español, y de la biblioteca donde tanto se divertía ella.
Laurie escuchaba encantado, y cuando le contó el episodio del caballero
viejo y presumido que fue una vez a hacer la
corte a la tía March, y cuando estaba en medio de una bella frase el loro le
quitó la peluca, con gran desaliento del galán, el muchacho se desternilló
de risa, y una criada asomó la cabeza por la puerta para ver qué pasaba.
—¡Oh, esto me hace mucho bien! ¡Siga, siga, haga el favor! —dijo
retirando la cara del almohadón, colorada y resplandeciente de alegría.
—Si le gustan tanto, bajemos para que vea los nuestros. Mi abuelo está
fuera, no tema —dijo Laurie.
—No se preocupe por mí. Aquí estoy tan contenta como unas
castañuelas —respondió Jo.
—Ahora estoy segura de que no le tendría miedo, porque sus ojos son
benévolos aunque la boca sea algo severa, y parece una de esas personas
firmes que siempre hacen lo que quieren. No es tan guapo como mi abuelo,
pero me agrada.
—¡Ta, ta, ta! ¡Fue cosa del chico! ¿Cómo está la pobre
mujer?
—Muy mejorada, señor —y Jo se puso a hablar velozmente de la
familia Hummel, en la cual su madre había interesado a amigos más ricos
que ellas.
"¿Qué diría Meg si nos viera?", pensó Jo, mientras caminaba con su
nuevo amigo, imaginándose cómo la escucharían en su casa cuando les
contara los acontecimientos del día.
Mientras bebía cuatro tazas de té, el abuelo habló poco pero observaba
a los jóvenes, que charlaban como antiguos amigos, y no le pasó
inadvertido el cambio operado en su nieto. Había color y vivacidad en la
cara del chico y una alegría genuina en su risa.
"Ella tiene razón; el chico está muy solo. Veré lo que pueden hacer esas
niñas para solucionarlo", pensó el señor Laurence, mientras observaba y
escuchaba. Jo le gustaba por sus maneras bruscas y originales; parecía
entender al muchacho casi tan bien como si ella misma fuera muchacho.
Beth.
—No estoy segura, pero pienso que la razón es que su hijo se casó con
una señora italiana, estudiante de música, lo cual enojó al viejo, que es
muy orgulloso. La señora era buena, hermosa y culta, pero a él no le gustó,
y desde el casamiento no volvió a ver a su hijo. Los padres de Laurie
murieron siendo él pequeño y entonces el abuelo lo trajo a su casa. Me
imagino que el chico, que nació en Italia, no es muy fuerte, y que el viejo
teme perderlo, por lo cual lo cuida mucho. El amor a la música le viene a
Laurie de nacimiento, porque se parece a su madre, y me figuro que su
abuelo teme que quiera ser músico; de todas maneras, su habilidad le
recuerda a la mujer que no quería, y por eso frunció el ceño, como dice Jo.
—Eso explica por qué tiene ojos grandes y negros, y buenos modales,
supongo; los italianos siempre son simpáticos —dijo Meg, que era algo
sentimental.
—¡Qué tonta eres, niña! Quiso decir que tú lo eras, eso está bien
claro.
—Sí, Jo; tu amiguito será bienvenido, y espero que Meg recordará que
las niñas deben ser niñas tanto tiempo como puedan.
—Pero antes tenemos que pasar junto a los leones —dijo Jo, como si la
perspectiva de tal encuentro fuera muy atrayente.
— Ni un alma, querida mía; la casa está vacía la mitad del día; ven y
haz todo el ruido que quieras; te lo agradeceré.
—Yo tenía una niña con los ojos como los tuyos, Dios te bendiga,
querida mía. ¡Buenos días, señora! —y se fue precipitadamente.
—Sí, querida mía; le agradará mucho, y será un buen modo de darle las
gracias. Las muchachas te ayudarán con ellas, y yo pagaré el gasto de
poner las suelas cuando estén listas.
Pasada la emoción del momento, Beth esperó para ver qué sucedería.
Pasé todo el día y parte del siguiente sin que llegase una respuesta, y
comenzaba a temer que había ofendido a su enigmático amigo. La tarde
del segundo día salió para hacer un recado. Al volver vio desde la calle a
tres, mejor dicho, cuatro cabezas que aparecían y desaparecían en la
ventana de la sala, y luego oyó varias voces alegres que le gritaban:
—¡Mira! ¡Mira!
—¡Claro que es para ti, querida mía! ¡Qué generoso ha sido! ¿No te
parece que es el anciano más bueno del mundo? Aquí está la llave, dentro
de la carta, no la hemos abierto, aunque estábamos deshechas por saber
lo que dice — gritó Jo, abrazándose a su hermana y dándole la cartita.
Jo abrió el sobre y se echó a reír, porque las primeras palabras que vio
eran:Señorita March. Muy señorita mía:
—¡Qué bien suena! Quisiera que alguien me escribiese así —dijo Amy,
pensando que tal encabezamiento era muy elegante.
—Vaya, Beth, éste es un honor del cual puedes estar orgullosa. Laurie
me dijo cuánto quería el señor Laurence a la niña que murió y con cuánto
cuidado guardaba todas sus cosas. Piénsalo bien, te ha dado su mismo
piano. Mira lo que resulta de tener ojos grandes y azules y ser aficionada a
la música —dijo Jo, tratando de calmar a Beth, que temblaba tan excitada
como jamás estuviera en su vida.
Beth tocó, y todas declararon que era el piano más extraordinario que
habían oído.
Evidentemente acababa de ser afinado y arreglado, pero, a pesar de su
perfección, creo que el verdadero encanto para ellas consistía en la cara
radiante de felicidad con que Beth tocaba cariñosamente las hermosas
teclas, blancas y negras, y apretaba los brillantes pedales.
— Tendrás que ir a darle las gracias —dijo Jo, por pura broma, porque
no tenía la menor idea de que la niña fuera de veras.
—Sí, pienso hacerlo; y mejor será hacerlo ahora mismo, antes de que
me entre miedo pensándolo mucho — y con indecible asombro de toda la
familia, Beth salió al jardín, atravesó el seto y entró en casa de los
Laurence.
—¿Cómo te atreves a decir tal cosa, cuando el chico tiene sus dos
ojos? ¡Y muy hermosos que son! —exclamó Jo, a quien no le gustaba oír
observaciones desconsideradas sobre su amigo.
—No hay que ser tan descortés; fue solamente un lapsus linguae, como
dice el señor Davis —respondió Amy, dejando estupefacta a Jo con su
latín.
—Quisiera tener una parte del dinero que Laurie se gasta en ese
caballo — añadió, como si hablara para sí, pero con la esperanza de que la
oyesen sus hermanas.
—Dímelo todo —es que están las limas de moda ahora? Antes era
guardar cachos de goma para hacer pelotas.
—¡Oh; gracias!, ¡qué lindo debe ser tener dinero propio! Tendré un
verdadero banquete, porque esta semana no he probado ni una. No me
animaba a tomarlas, no pudiendo yo dar otras y sufro por no tenerlas.
En muy pocos minutos corrió por su grupo el rumor de que Amy March
tenía veinticuatro limas, y que iba a convidar; sus amigas la colmaban de
atenciones. Katy Brown la invitó a su próxima fiesta; Mary Kingsley insistió
en prestarle su reloj hasta la hora del recreo, y Jenny Snow, una señorita
algo mordaz, que se había burlado mucho de Amy cuando ésta no tenía
limas, inmediatamente intentó hacer las paces y se ofreció a proporcionarle
las soluciones de algunos formidables problemas de aritmética. Pero Amy
no se había olvidado de las cáusticas observaciones que hiciera en otras
ocasiones, y destruyó las esperanzas de aquella muchacha con un
telegrama aterrador: "Es inútil que te vuelvas amable de repente, porque no
tendrás ninguna.
Sucedió aquella mañana que un personaje visitó la escuela y elogió los
mapas de Amy, dibujados con mucha habilidad. Aquel honor a su enemiga
irritó a la señorita Snow y puso ufana como un pavo real a la señorita
March. Pero, ay, el orgullo nunca está lejos de la caída, y la vengativa
Snow devolvió el rechazo con desastroso resultado. Tan pronto como el
visitante hizo los elogios acostumbrados y se marchó, Jenny, so pretexto
de hacer una pregunta importante, hizo saber al señor Davis, el profesor,
que Amy March tenía limas dentro de su pupitre.
—¿Están todas?
Cuando Amy volvía del último viaje, el señor Davis lanzó un siniestro
"ejem", y dijo con su voz más solemne:
Los quince minutos parecían una hora, pero al fin se acabaron. Nunca
había oído con tanto deseo la palabra "recreo".
—No siento que las perdieras, porque habías quebrantado las reglas y
mereciste ser castigada por tu desobediencia —fue la respuesta severa,
algo diferente de lo que esperaba la niña.
—No digo que yo hubiera elegido esa manera de castigar una falta —
respondió su madre —; pero no estoy segura de que no te hará mejor que
un método más suave. Te estás poniendo demasiado vana y pretenciosa,
querida mía, y es hora de que comiences a corregirte, Tienes bastante
talento y virtudes, pero no hay que hacer ostentación, porque la vanidad
estropea el carácter más fino. El verdadero talento y bondad no pasan
mucho tiempo inadvertidos; aunque pasaran, el conocimiento de poseerlo y
de usarlo bien, debe satisfacernos, la sencillez es el mejor encanto de todo
poder.
quizá me hubiera ayudado a mí, que soy tan torpe —dijo Beth.
—Pues la conoces y te ayuda más que cualquier otra persona —
contestó Laurie, mirándola con tan pícara expresión en sus ojos negros y
alegres, que Beth se ruborizó y escondió la cara en el cojín del sofá, muy
sorprendida por tal descubrimiento.
Si hay algo que nos irrita en nuestra juventud, es que se nos recuerde
nuestra pequeñez, y más aún que se nos despida con un "vete, querida". Al
recibir este insulto, Amy se irguió y resolvió descubrir el secreto, aunque
fuera menester atormentarlas por una hora entera. Volviéndose a Meg, que
nunca le negaba una cosa por mucho tiempo, dijo dulcemente:
—Van a alguna parte con Laurie, lo sé. Susurraban y se reían ayer por
la tarde cuando estaban sentadas en el sofá y cuando yo entré dejaron la
conversación. ¿No van con él?
—Sí, vamos con él; ahora hazme el favor de callarte y no nos fastidies
más. Amy se calló, pero observó que Meg ponía a escondidas un abanico
en el
bolsillo.
—¡Ya sé! ¡Ya sé! Van al teatro a ver "Los siete castillos", —gritó,
añadiendo con mucha resolución—: Y yo iré también, porque mamá ha
dicho que podía verla; y tengo mi dinero de gastitos. ¡Qué mezquinas, no
habérmelo dicho a tiempo!
—¡Voy y voy! Meg dice que puedo ir, y si me pago la entrada, a Laurie
no le importa nada.
—No puedes sentarte con nosotros, porque nuestras localidades están
ya tomadas y no vas a sentarte sola; Laurie tendrá que cederte su asiento,
lo cual estropeará nuestro placer, o te buscará otro, y eso no está bien,
cuando no te ha invitado. No adelantará nada; de modo que puedes
quedarte donde estás — regañó Jo, cada vez más enojada.
Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy se echó a llorar y Meg
se puso a convencerla, cuando Laurie llamó desde abajo y las dos chicas
se apresuraron a bajar, dejando a su hermana lamentándose sin consuelo.
En el momento en que salían, Amy gritó desde la barandilla de la escalera,
con voz amenazadora:
—¡Lo vas a sentir, Jo! ¡Ya lo verás!
Se divirtieron mucho, porque "Los siete castillos del lago diamante" era
todo lo brillante y maravilloso que cualquier persona podía desear. Pero a
pesar de los diablillos rojos, de los duendes chispeantes, de los príncipes y
princesas magníficos la diversión de Jo tenía una nota amarga. El pelo
rubio de la reina de las hadas le recordó a Amy, y en los entreactos no
podía dejar de pensar qué haría su hermana para hacerle "sentir" lo
ocurrido. Ella y Amy habían tenido en el curso de sus vidas muchas
peleítas, porque ambas poseían carácter fuerte y se enojaban con facilidad,
aunque luego se avergonzaban de su proceder. Aunque era mayor, a Jo le
era más difícil dominarse y poner freno a su carácter ardiente. Su enojo
nunca duraba largo tiempo, y después de confesar su falta se arrepentía
sinceramente, y procuraba corregirse. Sus hermanas decían que les
gustaba ver a Jo enfadada, porque después era un verdadero ángel. La
pobre Jo trataba desesperadamente de ser buena, pero su enemigo interior
estaba siempre listo para inflamarse y vencerla, y necesitó años de
esfuerzos pacientes para dominarlo.
—¡Amy, tú lo tienes!
—No; no lo tengo.
—No; no lo sé.
—¡Mentira! —gritó Jo, asiéndola por los hombros con una furia capaz
de atemorizar a una niña mucho más valerosa que Amy.
—No lo sé. No lo tengo; no sé dónde está ni me
importa.
Pero Amy no pudo acabar, porque Jo, dominada por su genio irascible,
sacudió a Amy hasta hacerla temblar de pies a cabeza, mientras gritaba,
llena de dolor y furia:
Meg corrió en socorro de Amy. Beth intentó calmar a Jo; pero ésta se
hallaba fuera de sí, y dando una última bofetada a su hermana, salió del
cuarto precipitadamente para refugiarse en la boardilla y acabar a solas su
pelea.
Nadie habló del asunto, ni aun su madre porque todas sabían por
experiencia que cuando Jo estaba de mal humor, eran inútiles las palabras
y lo mejor era esperar hasta que algún incidente propio de su carácter
generoso quebrantase el resentimiento de Jo y todo se olvidara. No fue
aquella una velada feliz; porque, aunque cosieron, como de costumbre,
mientras leía su madre en voz alta un buen libro, algo faltaba, y la dulce
paz del hogar estaba interrumpida. Más aún lo sintieron cuando llegó la
hora de cantar; porque Beth no pudo hacer más que tocar, Jo estaba muda
como una ostra y Amy se echó a llorar, de modo que Meg y su madre
cantaron solas, no sin desentonar, a pesar de sus mejores esfuerzos.
Amy estaba muy ofendida porque sus proposiciones de paz habían sido
rechazadas. Casi deseaba no haberse humillado, para sentirse más
humillada que antes. Empezó a enorgullecerse de su virtud superior de un
modo especialmente irritante. Jo parecía todavía una nube borrascosa y
aquel día todo fue mal. La mañana era muy fría. Dejó caer su pastelillo
caliente en el barro; la tía March tuvo un ataque de nervios; Meg estaba
pensativa; Beth quería parecer pesarosa y triste cuando llegó a casa, y
Amy continuaba haciendo observaciones acerca de personas que hablaban
siempre de ser buenas y no querían hacer el más pequeño esfuerzo para
conseguirlo.
—No digas eso. Has sido muy mala, y es duro para ella perdonar la
pérdida de su precioso librito; pero creo que lo hará si buscas su
indulgencia en el momento propicio —dijo Meg—. Síguelos, y no digas
nada hasta que Jo esté de buen humor; entonces aprovecha un momento
tranquilo y dale un beso, o haz algo cariñoso, y estoy segura de que serán
buenas amigas de nuevo.
—Iré a la primera vuelta para ver si está firme antes de que empecemos
a correr —oyó Amy que decía el muchacho, mientras salía disparando
como un cosaco, con su chaqueta y gorro forrados de piel.
Jo oyó a Amy sin aliento después de su carrera, golpeando el suelo y
calentándose los dedos con el aliento, al tratar de ponerse los patines; pero
Jo no se volvió, sino que continuó haciendo zigzags río abajo, encontrando
cierta amarga satisfacción en los apuros de su hermana. Había alimentado
tanto su enojo, que éste la dominaba por completo, como suele ocurrir con
los malos pensamientos y sentimientos cuando no se expulsan al primer
momento. Al doblar el recodo gritó Laurie:
Jo lo oyó, pero Amy luchaba por levantarse y no pudo oír una palabra.
Jo echó una ojeada a sus espaldas y el diablillo que había venido
abrigando murmuró a su oído:
—Laurie lo hizo todo; yo no hice más que dejarla sola. Mamá, si ella
muriera yo tendría la culpa —y Jo cayó al lado de la cama deshecha en
llanto, relatando todo lo que había sucedido, condenando su rudeza de
corazón y expresando con sus lágrimas la gratitud por haber escapado del
duro castigo que podía haber caído sobre ella—. ¡Es mi mal genio! Trato de
corregirlo; creo que lo he logrado, y entonces surge peor que antes. ¡Oh,
mamá!, ¿qué puedo hacer? — gritó la pobre Jo desesperada.
—No lo sabes bien; no puedes adivinar lo malo que es. Parece como si
yo fuera capaz de hacer cualquier atrocidad cuando la pasión me domina;
tan feroz soy, que podría hacer daño a cualquiera, y hacerlo con gusto.
Tengo miedo de que un día haré algo terrible y estropearé mi vida,
haciéndome aborrecer de todo el mundo. ¡Oh, mamá, ayúdame! ¡Ayúdame!
—Lo haré, hija mía, lo haré. No llores tanto. Pero recuerda este día y
resuelve con toda tu voluntad que nunca te hallarás en otro parecido. Jo de
mi alma, todos tenemos nuestras tentaciones, algunas aún mayores que
las tuyas, y a menudo debemos luchar durante toda la vida para vencerlas.
Piensas que tu carácter es el peor del mundo, pero el mío solía ser lo
mismo.
—¿Mamá, estás muy enojada cuando aprietas los labios y sales del
cuarto algunas veces si regañas a la tía March o alguien te estorba? —
preguntó Jo, sintiéndose más cerca de su madre y más querida por ella que
nunca.
—Pero la perdí cuando era poco mayor que tú, y durante muchos años
tuve que luchar sola, porque era demasiado orgullosa para confesar mi
debilidad a ninguna otra persona. Pasé tiempos muy malos, Jo, y lloré
muchas veces mis fracasos; porque a pesar de mis esfuerzos, nunca
parecía adelantar nada. Entonces llegó tu padre, y fui tan feliz que
encontraba fácil ser buena. Poco después, cuando tuve cuatro hijitas a mi
alrededor y éramos pobres, la antigua lucha comenzó de nuevo, porque no
soy paciente por temperamento, y ver que a mis niñas les faltaba alguna
cosa me atormentaba.
ser la mujer que ellas debían imitar.—¡Oh, mamá, si algún día lograra
—Espero que lograrás ser mucho mejor, querida mía; pero tienes que
vigilar al "enemigo de tu corazón", como lo llama tu padre; de lo contrario,
él entristecerá o estropeará tu vida. Has recibido una amonestación;
acuérdate de ella y procura con toda tu alma dominar ese genio antes que
te traiga una tristeza o un arrepentimiento mayor que los de hoy.
Como si la hubiese oído, Amy abrió los ojos y extendió los brazos con
una sonrisa que penetró hasta el corazón de Jo. Ninguna habló, pero se
abrazaron a pesar de las mantas, y todo quedó perdonado y olvidado con
un beso sincero.
—La verdad es que esos chicos han contraído el sarampión con mucha
oportunidad —dijo Meg ese día de abril, mientras empaquetaba el baúl-
mundo en su dormitorio, ayudada por sus hermanas.
—Me gustaría ir a divertirme y vestirme con esta ropa tan bonita —dijo
Amy, con la boca llena de alfileres, que estaba poniendo en el acerico de
su hermana.
—Ojalá vinieran todas conmigo; pero como no puede ser, guardaré mis
aventuras para contarlas cuando vuelva. Es lo menos que puedo hacer,
cuando han sido tan buenas prestándome cosas y ayudándome en los
preparativos — respondió Meg, contemplando el sencillo equipo, que a sus
ojos parecía casi perfecto.
—Un par de medias de seda, aquel bello abanico tallado y una faja
azul. Deseaba el traje de seda violeta, pero no hay tiempo para arreglarlo;
de modo que debo contentarme con mi viejo traje de lana escocesa.
—En la caja de tesoros hay un collar de perlas antiguo y muy bello; pero
mamá dice que las flores naturales son el adorno más hermoso para una
joven, y Laurie ha prometido enviarme todas las que yo desee —respondió
Meg—. Ahora, veamos: está mi nuevo traje gris... Riza la pluma de mi
sombrero, Beth...; después, mi traje de muselina de lana fina para el
domingo y la pequeña reunión... Parece algo pesado para la primavera,
¿verdad? ¡Qué bien estaría el traje de seda violeta!
—No está escotado y no tiene bastante vuelo, pero tendrá que servir.
Mi traje azul ha quedado tan bien después de estar vuelto del revés y
adornado, que parece nuevo. Mi chaqueta de seda no está a la moda, ni mi
sombrero es como el de Sallie. No quise decir nada, pero me llevé un gran
chasco con mi paraguas. Dije a mamá que me comprase uno con mango
blanco, pero lo
olvidó y compró uno verde con mango feo y amarillo. Es fuerte y práctico,
así que no debo quejarme, pero sé que me dará vergüenza llevarlo al lado
del paraguas de seda que tiene Annie, con mango de oro —suspiró Meg,
mirando con ojo crítico el pequeño paraguas.
—Me pregunto si podré tener alguna vez encaje verdadero en mis trajes
y lazos en mis gorros —susurró Meg, impaciente.
—El otro día decías que serías completamente feliz nada más que con
poder visitar a Annie Moffat —observó Beth con suma tranquilidad.
—Verdad que lo dije. Bueno; estoy alegre y no me quejaré; pero parece
que cuanto más se recibe más se quiere... ¿No es así? ¡Vaya! Ya está todo
listo y empaquetado, excepto mi traje de baile, el cual dejaré para mamá —
dijo Meg, animándose a pasar la vista del baúl a medio llenar al vestido
blanco, tantas veces planchado y remendado, al cual denominaba vestido
de baile.
No tenía, sin embargo, mucho tiempo para quejarse, porque las tres
chicas estaban muy ocupadas en "divertirse mucho". Iban de tiendas,
paseaban, andaban a caballo y hacían visitas todo el día; por la tarde iban
al teatro y a la ópera, o jugaban en casa, porque Annie Moffat tenía
muchísimos amigos y sabía cómo divertirles. Sus hermanas mayores eran
señoritas muy correctas; una tenía novio, lo cual parecía a Meg muy
interesante y romántico. El señor Moffat era un viejo regordete y jovial,
amigo del padre de ella, y su esposa, una señora regordeta y alegre que
tomó tanto cariño a Meg como su hija se lo había tomado. Todos la
atendían mucho, y "Daisy", como la llamaban, estaba en buen camino de
tener la cabeza trastornada.
—Deben ser para Belle; George siempre le envía algunas flores, pero
éstas son encantadoras —exclamó Annie.
—Son para la señorita March, según dijo el mensajero. Aquí hay una
carta —repuso la doncella, entregándosela a Meg.
—¡Qué gusto! ¿De quién son? No sabíamos que tenías novio —gritaron
las chicas, llenas de curiosidad y sorpresa.
Sintiéndose casi feliz otra vez, escogió algunos helechos y rosas para sí
misma y pronto arregló las otras en bonitos ramilletes para adornar a sus
amigas, ofreciéndoselos tan graciosamente, que Clara, la hermana mayor,
le dijo que era "la niña más amable que había visto". La buena acción puso
fin a su abatimiento, y cuando las demás fueron a que las viera la señora
Moffat, se miró al espejo y se encontró con una cara con ojos alegres,
según ponía los helechos en su pelo rizado y fijaba las rosas en el traje,
que no le parecía tan usado.
Meg se ruborizó, pero con cierta idea maliciosa de reírse de las chicas,
respondió modestamente:
—Hija mía, ¿qué quieres decir? ¿Qué edad tiene?, quisiera saber —
preguntó la señorita Clara.
—Cerca de los setenta, creo —respondió Meg, haciéndose la
tonta.
—No hay ningún joven; Laurie no es más que un chico —y Meg se rio
también de la mirada sorprendida que las hermanas canjearon al describir
ella así a su novio supuesto.
—Mi viejo traje blanco otra vez, si puedo arreglarlo de modo que pueda
pasar; anoche se rasgó por varias partes —repuso Meg, tratando de hablar
con naturalidad, aunque se sentía muy preocupada.
—¿Por qué no envías a casa por otro? —dijo Sallie, que no era muy
observadora.
—¿No tienes más que aquél? ¡Qué curioso! —no acabó su discurso,
porque Belle meneó la cabeza y la interrumpió, diciendo amablemente:
—Nada de eso. ¿De qué sirve tener muchos vestidos cuando aún no se
está de largo? No necesitas enviar a casa, Meg, aunque tuvieras una
docena, porque yo tengo un traje encantador de seda azul, que me ha
quedado chico, y tú te lo pondrás para darme gusto. ¿Verdad, querida?
La noche del jueves Belle se encerró con su doncella y las dos lograron
hacer de Meg una gentil dama. Le rizaron el pelo, le frotaron el cuello y los
brazos con cierto polvo perfumado, tocaron sus labios con pomada coralina
y le hubieran dado color a las mejillas si Meg no se hubiese opuesto. La
empaquetaron en un traje azul celeste tan apretado que apenas podía
respirar, y tan escotado que la modesta Meg se ruborizó al mirarse al
espejo. Un juego de filigrana de plata se añadió a su atavío, compuesto de
pulseras, collar, broche, y aún pendientes, porque Hortense los fijó con
seda de color rosa que no se notaba. Un ramillete de capullos de rosas al
pecho y una écharpe reconciliaron a Meg con el escote, y un par de
zapatos de seda azul de tacones altos satisfizo el deseo de su corazón. Un
pañuelo de encaje, un abanico de plumas y un ramillete en mango de plata
completaron su tocado, y la señorita Belle al mirarla encontró la misma
satisfacción de una niña que acaba de vestir a su gusto una muñeca.
—La señorita está encantadora, tres jolie, ¿no es verdad? —exclamó
Hortense, cruzando las manos con fingido arrobamiento.
—Diré que no te conocí, porque pareces tan crecida y tan diferente que
me da miedo de ti —dijo, jugueteando con el botón del guante.
—No, no me agrada.