Mujercitas

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Mujercitas

Por

Louisa May Alcott


PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1 - EL JUEGO DEL PEREGRINO

—Navidad no será Navidad sin regalos —murmuró Jo, tendida sobre la


alfombra.

—¡Es tan triste ser pobre! —suspiró Meg mirando su vestido


viejo.

— No me parece justo que algunas muchachas tengan tantas cosas


bonitas, y otras nada —añadió la pequeña Amy con gesto displicente.

—Tendremos a papá y a mamá y a nosotras mismas —dijo Beth


alegremente desde su rincón.

Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales se reflejaba la luz del fuego
de la chimenea, se iluminaron al oír las animosas palabras; pero volvieron
a ensombrecerse cuando Jo dijo tristemente:

—No tenemos aquí a papá, ni lo tendremos por mucho


tiempo.

No dijo "tal vez nunca", pero cada una lo añadió silenciosamente para
sí, pensando en el padre, tan lejos, donde se hacía la guerra civil.

Nadie habló durante un minuto; después dijo Meg con diferente


tono:

—Saben que la razón por la que mamá propuso que no hubiera regalos
esta Navidad fue porque el invierno va a ser duro para todo el mundo, y
piensa que no debemos gastar dinero en gustos mientras nuestros
hombres sufren tanto en el frente. No podemos ayudar mucho, pero sí
hacer pequeños sacrificios y debemos hacerlos alegremente. Pero temo
que yo no los haga —y Meg sacudió la cabeza al pensar arrepentida en
todas las cosas que deseaba.

—Pero pienso que el poco dinero que gastaríamos no ayudaría mucho.


Tenemos un peso cada una, y el ejército no se beneficiaría mucho si le
diéramos tan poco dinero. Estoy conforme con no recibir nada ni de mamá
ni de ustedes, pero deseo comprar Undine y Sintran para mí. ¡Lo he
deseado por tanto tiempo! —dijo Jo, que era un ratón de biblioteca.

—He decidido gastar el mío en música nueva —dijo Beth suspirando,


aunque nadie la oyó excepto la escobilla del fogón y el asa de la caldera.

—Me compraré una cajita de lápices de dibujo; verdaderamente los


necesito —anunció Amy con decisión.

—Mamá no ha dicho nada de nuestro propio dinero, y no desearía que


renunciáramos a todo. Compremos cada una lo que deseamos y tengamos
algo
de diversión; me parece que trabajamos como unas negras para ganarlo —
exclamó Jo examinando los tacones de sus botas con aire resignado.

— Yo sé que lo hago dando lecciones a esos niños terribles casi todo el


día, cuando deseo mucho divertirme en casa —dijo Meg quejosa.

—No hace la mitad de lo que yo hago —repuso Jo—. ¿Qué te parecería


a ti estar encarcelada por horas enteras en compañía de una señora vieja,
nerviosa y caprichosa, que te tiene corriendo de acá para allá, no está
jamás contenta y te fastidia de tal modo que te entran ganas de saltar por la
ventana o darle una bofetada?

— Es malo quejarse, pero a mí me parece que fregar platos y arreglar


la casa es el trabajo más desagradable del mundo. Me irrita y me pone tan
ásperas y tiesas las manos que no puedo tocar bien el piano —y Beth las
miró con tal suspiro, que cualquiera pudo oír esta vez.

—No creo que ninguna de ustedes sufra como yo —gritó Amy—;


porque no tienen que ir a la escuela con muchachas impertinentes, que las
atormentan si no llevan la lección bien preparada, se ríen de nuestros
vestidos, difaman a nuestro padre porque no es rico y nos insultan porque
no tienen la nariz bonita.

—Si quieres decir difamar dilo así, aunque mejor sería no usar palabras
altisonantes —dijo Jo, riéndose.

—Yo sé lo que quiero decir, y no hay que criticarme tanto. Es bueno


usar palabras escogidas para mejorar el vocabulario —respondió

solemnemente Amy.—No disputen niñas: ¿no te gustaría que

tuviésemos el dinero que perdió papá cuando éramos pequeñas, Jo?


¡Ay de mí!, ¡qué felices y buenas seríamos si no tuviésemos necesidades!
—dijo Meg, que podía recordar un tiempo en que la familia había vivido con
holgura.

—Has dicho el otro día que, en tu opinión, éramos más felices que los
niños King, porque ellos no hacían más que reñir y quejarse continuamente
a pesar de su dinero.

—Es verdad, Beth; bueno, creo que lo somos, porque, si tenemos que
trabajar, nos divertimos al hacerlo, y formamos una cuadrilla muy alegre,
según Jo.

— ¡Jo habla en una jerga tan chocante! —observó Amy, echando una
mirada crítica hacia la larga figura tendida sobre la alfombra.

Jo se levantó de un salto, metió las manos en los bolsillos del delantal y


se puso a silbar.
—No hagas eso, Jo, es cosa de
chicos.
—Por eso lo hago.

—Detesto a las muchachas rudas, de modales


ordinarios.

—Y yo aborrezco a las muchachas afectadas y


pedantes.

—"Pájaros en sus niditos se entienden" —cantó Beth la pacificadora,


con una expresión tan cómica que las dos voces agudas se templaron en
una risa, y la riña terminó de momento.

—Realmente, hijas mías, ambas merecen censura —dijo Meg


poniéndose a corregir a sus hermanas con el aire propio de hermana
mayor—. Tienes ya edad, Jo, de dejar trucos de muchachos y conducirte
mejor. No importaba tanto cuando eras una niña pequeña, pero ahora que
eres tan alta y te has puesto moño, deberías recordar que eres una
señorita.

—¡No lo soy! ¡Y si el ponerme moño me hace señorita, me arreglaré el


pelo en dos trenzas hasta que tenga veinte años! —gritó Jo, quitándose la
red del pelo y sacudiendo una espesa melena de color castaño—. Detesto
pensar que he de crecer y ser la señorita March, vestirme con faldas largas
y ponerme primorosa. Ya es bastante malo ser chica, gustándome tanto los
juegos, las maneras y los trabajos de los muchachos. No puedo
acostumbrarme a mi desengaño de no ser muchacho, y menos ahora que
me muero de ganas de ir a pelear al lado de papá y tengo que permanecer
en casa haciendo calceta como una vieja cualquiera —y Jo sacudió el
calcetín azul, el color del ejército, hasta sonar todas las agujas, dejando
rodar el ovillo hasta el otro lado del cuarto.

—¡Pobre Jo! Lo siento mucho, pero no podemos remediarlo; tendrás


que contentarte con dar a tu nombre forma masculina y jugar a que eres
hermano nuestro —contestó Beth acariciando la cabeza tosca puesta sobre
sus rodillas, con una mano cuyo suave tacto no habían logrado destruir
todo el fregar de platos y todo el trabajo doméstico.

—En cuanto a ti, Amy —dijo Meg—, eres demasiado afectada y


presumida. Ahora tus modales causan gracia, pero llegarás a ser una
persona muy tonta si no tienes cuidado. Me gustan mucho tus modales
agradables cuando no tratas de ser elegante, pero tus palabras exóticas
son tan malas como la jerga de Jo.

—Si Jo es un muchacho y Amy algo afectada, ¿qué soy yo, si se puede


saber? —preguntó Beth dispuesta a recibir su parte de la reprimenda.

—Tú eres una niña querida, y nada más —respondió Meg


calurosamente y nadie la contradijo, porque el "ratoncito" era la favorita de
la familia.

Como nuestros lectores jóvenes querrán formarse una idea del aspecto
de nuestras heroínas, aprovecharemos para trazar un dibujo de las cuatro
hermanas ocupadas en hacer calceta en un crepúsculo de diciembre,
mientras
fuera caía silenciosamente la nieve y dentro de la casa chisporroteaba
alegremente el fuego. El cuarto era agradable, aunque la alfombra estaba
algo descolorida y los muebles eran de una simplicidad severa; buenos
cuadros colgaban de las paredes, en los estantes había libros, florecían
crisantemos y rosas de Navidad en las ventanas, y por toda la casa flotaba
una atmósfera de paz.Margaret o Meg, la mayor de las cuatro chicas,

tenía dieciséis años; era muy bonita, regordeta y rubia; tenía los ojos
grandes, abundante pelo castaño claro, boca delicada y unas manos
blancas, de las cuales se vanagloriaba un poco. Jo, que tenía quince años,
era muy alta, esbelta y morena, y le recordaba a uno un potro; nunca
parecía saber qué hacer con sus largas extremidades, que se le
atravesaban en el camino. Tenía la boca decidida, la nariz respingada, ojos
grises muy penetrantes, que parecían verlo todo, y se ponían
alternativamente feroces, burlones o pensativos. Su única belleza era su
cabello, hermoso y largo, pero generalmente lo llevaba descuidadamente
recogido en una redecilla para que no le estorbara; los hombros cargados,
las manos y los pies grandes y un aire de abandono en su vestido y la
tosquedad de una chica que se hacía rápidamente mujer a pesar suyo.
Elizabeth o Beth tenía unos trece años; su cara era rosada, el pelo liso y los
ojos claros; había cierta timidez en el ademán y en la voz; pero una
expresión llena de paz, que rara vez se turbaba. Su padre la llamaba
"Pequeña Tranquilidad", y el nombre era muy adecuado, porque parecía
vivir en un mundo feliz, su propio reino, del cual no salía sino para
encontrar a los pocos a quienes amaba y respetaba. Aunque fuese la más
joven, Amy era una persona importantísima, al menos en su propia opinión.
Una verdadera virgen de la nieve; los ojos azules, el pelo color de oro,
formando bucles sobre las espaldas, pálida y grácil, siempre se comportaba
como una señorita cuidadosa de sus maneras.

El reloj dio las seis, y después de limpiar el polvo de la estufa Beth puso
un par de zapatillas delante del fuego para calentarlas.

De una manera u otra la vista de las viejas zapatillas tuvo buen efecto
sobre las chicas porque venía la madre, y todas se dispusieron a brindarle
un buen recibimiento. Meg puso fin a su sermón y encendió la lámpara.
Amy sacó la butaca espontáneamente, y aun Jo olvidó su cansancio para
sentarse más derecha y acercar las zapatillas al fuego.

—Están muy gastadas; mamá debería tener otro


par.

—Yo pensaba comprárselas con mi dinero —dijo


Beth.

—¡No, yo lo haré! —gritó Amy.

—Soy la mayor —empezó a decir Meg, pero Jo la Interrumpió con


decisión.
—Soy el hombre de la familia, ahora que papá está fuera, yo me
encargaré de las zapatillas, porque me ha dicho que cuidase de mamá
mientras él estuviera ausente.

—¿Saben lo que debemos hacer? —dijo Beth—; que cada una le


compre un regalo de Navidad, y no comprar nada para nosotras.
—¡Tú habías de tener idea tan feliz, querida mía! ¿Qué compraremos?
— exclamó Jo.

Todas reflexionaron un momento; entonces Meg dijo, como si la vista


de sus propias manos hermosas le sugiriera la idea:

—Le regalaré un par de


guantes.

—Zapatillas del ejército, las mejores que haya —gritó


Jo.

—Unos pañuelos bordados —dijo Beth.

—Yo le compraré un frasco de colonia; le gusta mucho y, como no


costará tanto, me sobrará algo para comprarme alguna cosa —añadió
Amy.

—¿Y cómo le daremos las cosas? —exclamó


Meg.

—Las pondremos sobre la mesa y traeremos a mamá para que abra los
paquetes.

—¿No recuerdan lo que hacíamos en los cumpleaños? —respondió


Jo.

—Yo solía asustarme horriblemente cuando me llegaba el turno de


sentarme en la silla grande, con una corona en la cabeza y verlas a todas
marchando alrededor para darme regalos y besarme, pero me ponía
nerviosa que me miraran mientras abría los paquetes —dijo Beth, que
estaba tostando el pan para el té y se tostaba al mismo tiempo la cara.

—Que piense mamá que vamos a comprarnos algunas cosas y así le


daremos una sorpresa. Necesitamos salir para hacer compras mañana por
la tarde, Meg; hay mucho que hacer para la pieza que representamos la
Noche de Navidad —dijo Jo, que andaba de un lado para otro con las
manos a la espalda y la nariz levantada.
—No pienso representar después de esta vez; estoy algo crecida para
estas cosas —observó Meg, que era una niña en todo lo que fuera juegos.

—No dejarás de hacerlo, lo aseguro, mientras puedas presentarte


vestida de blanco, con el pelo suelto y adornado con joyas hechas de papel
dorado. Eres la mejor actriz que tenemos, y si abandonas el teatro se
acabarán nuestras funciones —repuso Jo—. Debemos ensayar la pieza
esta tarde. Ven aquí, Amy, y repite la escena donde te desmayas, porque
te pones tiesa como una estaca al hacerlo.
—No es culpa mía; jamás he visto a nadie desmayarse y no me gusta
ponerme pálida cayendo de espalda como tú lo haces. Si no puedo hacerlo
fácilmente, me dejaré caer con gracia en una silla; no me importa que Hugo
se acerque a mí con una pistola —dijo Amy, que no tenía talento dramático,
pero a quien habían escogido porque era pequeña y el protagonista podía
llevársela en brazos.

—Hazlo de esta manera; aprieta las manos así, y ve tambaleándote a


través del cuarto, gritando locamente: ¡Rodrigo!, ¡sálvame!, ¡sálvame! —y
Jo lo hizo, dando un chillido verdaderamente melodramático.

Amy procuró imitarla, pero extendió las manos con demasiada rigidez,
caminó mecánicamente y su exclamación sugirió que la pinchaban con
alfileres en lugar de demostrar terror y angustia. Jo suspiró con
desesperación, y Meg se rio a carcajadas, mientras Beth dejaba quemar el
pan por mirar lo que pasaba.

— ¡Es inútil! Sal lo mejor que puedas cuando llegue el momento, y si el


público silba no me eches la culpa. Vamos, Meg.

Todo lo demás se deslizó sin tropiezo, porque don Pedro desafió al


mundo entero en un parlamento de dos páginas sin interrupción. Hagar, la
bruja, se encorvó sobre su caldero de efecto mágico. Rodrigo rompió sus
cadenas como un valiente, y Hugo murió de remordimiento lanzando
exclamaciones incoherentes.

—Es lo mejor que hemos hecho hasta ahora —dijo Meg, mientras el
traidor se incorporaba frotándose los codos.
—No comprendo cómo puedes escribir y representar cosas tan
magníficas, Jo. ¡Eres un verdadero Shakespeare! —dijo Beth.

—No lo soy —respondió Jo humildemente—. Creo que "La Maldición de


la Bruja" está bastante bien; pero me gustaría tratar de representar
Macbeth si tuviéramos una trampa para Banquo. Siempre he deseado un
papel en el cual tuviera que matar a alguien. ¿Es un puñal eso que veo
delante de mí? — murmuró Jo girando los ojos, y con ademán de asir algo
en el aire, como lo había visto hacer a un actor famoso.

—No, son las parrillas con las zapatillas de mamá encima en lugar del
pan. ¡Beth está embobada por la escena! —exclamó Meg, y el ensayo
terminó con una carcajada general.

—Me alegro de encontrarlas tan divertidas, hijas —dijo una voz resuelta
en la puerta, y actores y espectadores se volvieron para recibir a una
señora algo regordeta, maternal, cuyos ojos parecían decir "¿puedo
ayudarlo?", con aire verdaderamente encantador. No era una persona de
especial hermosura;
pero para los hijos las madres son siempre hermosas, y las chicas
pensaban que aquella capa gris y aquel sombrero pasado de moda cubrían
la mujer más espléndida del mundo.

—Bueno, queridas mías, ¿cómo lo han pasado hoy? Había tanto que
hacer preparando los cajones para enviarlos mañana, que no volví para la
comida. ¿Ha venido alguien, Elizabeth? ¿Cómo está tu resfriado,
Margaret? Jo, pareces muy fatigada. Ven y dame un beso, niña.

Mientras hacía estas preguntas maternales, la señora March se ponía


las zapatillas calientes, y, sentándose en la butaca, puso a Amy sobre sus
rodillas, disponiéndose a gozar de su hora más feliz del día. Las
muchachas iban de un lado a otro, tratando de poner todo en orden, cada
una a su modo. Meg preparó la mesa para el té; Jo trajo la leña y puso las
sillas, dejando caer volcando y haciendo ruido con todo lo que tocaba; Beth
iba y venía de la sala a la cocina, y Amy daba consejos a todas mientras
estaba sentada con las manos cruzadas.
Mientras se sentaban a la mesa, la señora March dijo,
sonriéndose:

—Tengo una grata sorpresa para después de la


cena.

Una sonrisa feliz pasó de cara en cara como un rayo de sol. Beth
palmoteó, sin hacer caso de la galleta caliente que tenía, y Jo sacudió la
servilleta, exclamando:

—¡Carta! ¡Carta! ¡Tres vivas para papá!

—Sí, una carta larga. Está bien, y piensa que soportará el frío mejor de
lo que pensamos. Envía toda clase de buenos deseos para Navidad, y un
mensaje especial para sus hijas —dijo la señora March acariciando el
bolsillo como si tuviera en él un tesoro.

—Coman rápido. No te detengas para dar vueltas al dedo meñique y


comer con afectación, Amy —gritó Jo, ahogándose al beber el té y dejando
el pedazo de pan, que cayó sobre la alfombra por el lado de la mantequilla;
muy excitada por la sorpresa. Beth no comió más, yendo a sentarse en un
rincón oscuro para soñar con el placer venidero hasta que las otras
estuviesen listas.

— Creo que papá hizo una cosa magnífica marchando como capellán
cuando era demasiado viejo para alistarse y no bastante fuerte para ser
soldado —dijo Meg animosa.

—Yo quisiera ir de tamborcillo, o de cantinero, o de enfermera, para


estar cerca y ayudarle —exclamó Jo, suspirando.

—Debe ser muy desagradable dormir en una tienda de campaña y


comer toda clase de cosas que tienen mal gusto y beber en una lata —
murmuró Amy.

—¿Cuándo volverá, mamá? —preguntó Beth, con voz


temblorosa.
—No por mucho tiempo, querida mía, a menos que esté enfermo.
Quedará para hacer fielmente su trabajo mientras pueda, y no le pediremos
que vuelva un minuto antes de que puedan pasarse sin él. Ahora, oigan lo

que dice la carta.Todas se acercaron al fuego, la madre en la butaca,

Beth a sus pies, Meg y Amy sentadas sobre los brazos de la silla y Jo
apoyándose en el respaldo, de manera que nadie pudiera ver ninguna
señal de emoción si la carta tenía algo conmovedor.

En aquel tiempo duro se escribían muy pocas cartas que no


conmovieran, especialmente entre las enviadas a casa de los padres. En
esta carta se decía poco de las molestias sufridas, de los peligros
afrontados o de la nostalgia a la cual había que sobreponerse; era una
carta alegre, llena de descripciones de la vida del soldado, de las marchas
y de noticias militares; y sólo hacia el final el autor de la carta dejó brotar el
amor paternal de su corazón y su deseo de ver a las niñas que había
dejado en casa.

"Mi cariño y un beso a cada una. Diles que pienso en ellas durante el
día, y por la noche oro por ellas, y siempre encuentro en su cariño el mejor
consuelo. Un año de espera para verlas parece interminable, pero
recuérdales que, mientras esperamos, podemos todos trabajar, de manera
que estos días tan duros no se desperdicien. Sé que ellas recordarán todo
lo que les dije, que serán niñas cariñosas para ti, que cuando vuelva podré
enorgullecerme de mis mujercitas más que nunca."

Todas se conmovían algo al llegar a esta parte, Jo no se avergonzó de


la gruesa lágrima que caía sobre el papel blanco, y Amy no se preocupó de
que iba a desarreglar sus bucles al esconder la cara en el seno de su
madre y dijo sollozando:

—¡Soy egoísta! Pero trataré de ser mejor para que no se lleve un


chasco conmigo.

—¡Trataremos todas! —exclamó Meg—. Pienso demasiado en mi


apariencia y detesto trabajar, pero no lo haré más si puedo remediarlo.

—Trataré de ser lo que le gusta a él llamarme "una mujercita", y no ser


brusca y atolondrada; cumpliré aquí con mi deber en vez de desear estar
en otra parte —dijo Jo, pensando que dominarse a sí misma era obra más
difícil que hacer frente a unos rebeldes.

Beth no dijo nada, pero secó sus lágrimas con el calcetín del ejército y
se puso a trabajar con todas sus fuerzas, no perdiendo tiempo en hacer lo
que tenía más cerca de ella, mientras decidía en su corazón ser como su
padre lo deseaba cuando al cabo de un año pudiera regresar felizmente a
su casa.
La señora March rompió el silencio que siguió a las palabras de Jo,
diciendo con voz alegre:

—¿Se acuerdan de cómo representaban "El Peregrino" cuando eran


pequeñas? Nada les gustaba tanto como que les pusiera hatillos de trapos
a la espalda para representar la carga, les hiciera sombreros, bastones y
rollos de papel y las dejara viajar a través de la casa, desde la bodega, que
era la Ciudad de Destrucción, hasta la boardilla, donde tenían todas las
cosas bonitas que podían encontrar para construir una Ciudad Celestial.

—¡Qué divertido era, especialmente cuando nos acercábamos a los


leones, peleábamos con Apolo y pasábamos por el valle donde estaban los
duendes! — dijo Jo.

—A mí me gustaba el lugar donde las cargas caían y rodaban escalera


abajo —murmuró Meg.

—Mi parte favorita era cuando salíamos a la azotea donde estaban


nuestras flores, enramadas y cosas bonitas y nos parábamos y
cantábamos de alegría allá arriba al sol —dijo Beth, sonriéndose, como si
aquel momento feliz hubiera vuelto.

—Yo no recuerdo mucho, pero sí que tenía miedo de la bodega y de la


entrada oscura, y siempre me gustaban los pastelitos y la leche que
tomábamos allá arriba. Si no fuera ya mayor para tales niñerías, me
gustaría mucho representarlo otra vez —susurró Amy, que hablaba de
renunciar a niñerías a la edad madura de doce años.

—No somos demasiado mayores para ese juego, querida mía, porque
es un entretenimiento al que siempre jugamos de una manera u otra.
Nuestras cargas están aquí, nuestro camino está delante de nosotras y el
deseo de bondad y felicidad es el guía que nos dirige a través de muchas
penas y equivocaciones hasta la paz, que es una verdadera Ciudad
Celestial. Ahora, peregrinitas mías, vamos a comenzar de nuevo, no para
divertimos, sino de veras, y veremos hasta dónde pueden llegar antes de
que vuelva papá.

— Pero, mamá ¿dónde están nuestras cargas? —preguntó Amy, que


tomaba todo al pie de la letra.

—Cada uno ha dicho hace un momento cuál era su carga, menos Beth;
en mi opinión no tiene ninguna —dijo su madre.

—Sí, la tengo; la mía es sentirme disminuida y envidiar a las que tocan


pianos bonitos y tener miedo de la gente.

La carga de Beth era tan cómica que a todos dio ganas de reír; pero
nadie lo hizo, porque se hubiera ofendido mucho.

—Hagamos esto — dijo Meg, pensativa—. Es solamente otro nombre


para
tratar de ser buenas, y la historia puede ayudarnos; aunque lo deseamos,
ser buenas es algo difícil, nos olvidamos, y no nos esforzamos.

—Esta noche estábamos en el Pantano del Abatimiento y vino mamá, y


nos sacó de él, como en el libro lo hizo el hombre que se llamaba Auxilio.
Deberíamos tener nuestro rollo de aviso como Cristiano. ¿Qué haremos
para eso? —preguntó Jo, encantada con la idea que prestaba algo de
romanticismo a la tarea poco interesante de cumplir con su deber.

— Busquen debajo de la almohada en la mañana de Navidad, y


encontrarán su guía —respondió la señora March.

Discutieron el proyecto nuevo, mientras la vieja Hanna levantaba la


mesa; después salieron las cuatro cestillas de costura, y volaron las agujas
mientras las chicas cosían sábanas para la tía March. El trabajo era poco
interesante pero esta noche nadie se quejó. Habían adoptado el plan
ideado por Jo, de dividir las costuras largas en cuatro partes, que llamaban
Europa, Asia, África y América; de esta manera hacían mucho camino,
sobre todo cuando hablaban de los países diferentes según cosían a través
de ellos. A las nueve dejaron el trabajo y cantaron, como acostumbraban,
antes de acostarse. Nadie sino Beth podía sacar música del viejo piano;
pero ella tenía una manera especial de tocar las teclas amarillas y
componer un acompañamiento para las canciones simples que cantaban.
Meg tenía una voz aflautada y ella, con su madre, dirigía el pequeño coro.
Amy chirriaba como un grillo. Jo cantaba a su gusto, poniendo alguna
corchea o algún silencio donde no hacía falta. Siempre habían cantado por
la noche desde el tiempo en que apenas sabían hablar:

Centellead, centellead, estrellitas y esto se había convertido en una


costumbre de familia, porque la madre era cantora por naturaleza. Por la
mañana, lo primero que se oía era su voz, mientras andaba por la casa
cantando como una alondra; y por la noche, el último sonido era la misma
voz alegre, porque las chicas no parecían nunca demasiado mayores para
aquella conocida canción de cuna.

CAPÍTULO 2 - UNA FELIZ NAVIDAD

Jo fue la primera en despertarse al amanecer gris de la mañana de


Navidad. No había medias colgadas delante de la estufa, y por un momento
se llevó tanto chasco, como una vez, hacía ya mucho, que su mediecita se
había caído al suelo por estar muy llena de regalos. Entonces recordó lo
que su madre había prometido, y, metiendo la mano debajo de la
almohada, sacó un librito encuadernado en rojo. Lo reconoció muy bien,
porque era una bella historia de
la vida más perfecta que jamás pasó por el mundo, y Jo sintió que era un
verdadero guía para cualquier peregrino embarcado en el largo viaje de la
vida. Despertó a Meg con un " ¡Felices Pascuas! ", y le dijo que buscase
debajo de la almohada. Apareció un libro, encuadernado en verde, con la
misma estampa dentro y unas palabras escritas por su madre, que
aumentaban en mucho el valor del regalo a sus ojos. Pronto Beth y Amy se
despertaron para buscar y descubrir sus libros, el uno de color gris azulado,
el otro azul; y todas sentadas contemplaban sus regalos, mientras se
sonrosaba el oriente con el amanecer.

A pesar de sus pequeñas vanidades, tenía Meg una naturaleza dulce y


piadosa, que ejercía gran influjo sobre sus hermanas, en especial sobre Jo,
que la amaba tiernamente y la obedecía por su gran dulzura.

—Niñas —dijo Meg, gravemente, dirigiendo la mirada desde la cabeza


desordenada a su lado hasta las cabecitas en el cuarto próximo—. Mamá
desea que empecemos a leer, amar y acordarnos de estos libritos, y
tenemos que comenzar inmediatamente. Solíamos hacerlo fielmente, pero
desde que papá se marchó y con la pena de esta guerra, hemos
descuidado muchas cosas. Pueden hacer lo que gusten pero yo tendré mi
libro aquí sobre la mesita, y todas las mañanas, en cuanto despierte, leeré
un poquito, porque sé que me hará mucho bien y me ayudará durante todo
el día.

Entonces abrió su Nuevo Testamento y se puso a leer. Jo la abrazó y


cara con cara, leyó, con aquella expresión tranquila que raras veces tenía
su cara inquieta.

—¡Qué buena es Meg! Ven, Amy, hagamos lo mismo. Yo te ayudaré


con las palabras difíciles, y nos explicaremos lo que no podemos
comprender — susurró Beth, muy impresionada con los bonitos libros y con
el ejemplo de su hermana.

—Me alegro de que el mío sea azul —dijo Amy, y entonces los
dormitorios quedaron tranquilos mientras ellas volvían las páginas y el sol
del invierno se deslizaba para acariciar y dar un saludo de Navidad a las
cabezas rubias y a las caras pensativas.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Meg, cuando, media hora después,


bajó con Jo las escaleras para darle las gracias por sus regalos.

—¡Quién sabe! Una pobre criatura vino pidiendo limosna, y la señora


salió inmediatamente para ver lo que necesitaba. No he visto jamás una
mujer como ella en eso de dar comida, bebida y carbón, —respondió
Hanna, que vivía con la familia desde que naciera Meg, y a quien todas
trataban como a una amiga más que como a una criada.

—Supongo que mamá volverá pronto; así que preparen los pastelitos y
cuiden que todo esté listo —dijo Meg, mirando los regalos, que estaban en
un cesto debajo del sofá, dispuestos para sacarlos en el momento
oportuno—. Pero, ¿dónde está el frasco de Colonia de Amy? —agregó, al
ver que faltaba el frasquito.

—Lo sacó hace un minuto y salió para adornarlo con un lazo o algo
parecido —respondió Jo, que saltaba alrededor del cuarto para suavizar
algo las zapatillas nuevas del ejército.

—¡Qué bonitos son mis pañuelos! ¿No les parece? Hanna me los lavó y
planchó, y yo misma los bordé —dijo Beth, mirando orgullosa— mente las
letras desiguales que tanto trabajo le habían costado.

—¡Qué ocurrencia! ¿Pues no ha puesto "Mamá" en lugar de "M.


March"? ¡Qué gracioso! —gritó Jo, levantando uno de los pañuelos.

—¿No está bien así? Pensaba que era mejor hacerlo de ese modo,
porque las iniciales de Meg son "M.M.", y no quiero que nadie los use sino
mamá — dijo Beth, algo preocupada.

—Está bien, querida mía, y es una idea muy buena; así nadie puede
equivocarse ahora. Le gustará mucho a ella, lo sé —repuso Meg,
frunciendo las cejas a Jo y sonriendo a Beth.

—¡Aquí está mamá; escondan el cesto! —gritó Jo, al oír que la puerta
se cerraba y sonaban pasos en el vestíbulo.

Amy entró precipitadamente, y pareció algo avergonzada cuando vio a


todas sus hermanas esperándola.

—¿Dónde has estado y qué traes escondido? —preguntó Meg, muy


sorprendida al ver, por su toca y capa, que Amy, la perezosa, había salido
tan temprano.

—No te rías de mí, Jo; no quería que nadie lo supiera hasta que llegase
la hora. Es que he cambiado el frasquito por otro mayor y he dado todo mi
dinero por él, porque trato de no ser egoísta como antes.

Al hablar así, mostraba Amy el bello frasco que reemplazaba al otro


barato, y tan sincera y humilde parecía en su esfuerzo de olvidarse de sí
misma, que Meg la abrazó y Jo la llamó un "prodigio", mientras Beth corría
a la ventana en busca de su rosa más bella para adornar el magnífico
frasco.

—¡Me daba vergüenza de mi regalo!, después de leer y hablar de ser


buena esta mañana; así que corrí a la tienda para cambiarlo en cuanto me
levanté; estoy muy contenta porque ahora mi regalo es el más bello.

Otro golpe de la puerta hizo que el cesto desapareciera debajo del sofá,
y las chicas se acercaron a la mesa listas para su desayuno.
—¡Feliz Navidad, mamá! ¡Y que tengas muchísimas! Muchas gracias
por los libros; hemos leído algo y vamos a hacerlo todos los días —gritaron
todas a coro.—¡Feliz Navidad, hijas mías! Me alegro mucho de que

hayan comenzado a leer inmediatamente, y espero que perseveren


haciéndolo. Pero antes de sentamos tengo algo que decir. No lejos de aquí
hay una pobre mujer con un hijo recién nacido. En una cama se acurrucan
seis niños para no helarse, porque no tienen ningún fuego. Allí no hay nada
que comer, y el chico mayor vino para decirme que estaban sufriendo de
hambre y frío. Hijas mías, ¿quieren darle su desayuno como regalo de
Navidad?

Todas tenían más apetito que de ordinario, porque habían esperado


cerca de una hora, y por un momento nadie habló, pero solo por un
momento, porque Jo dijo impetuosamente:

—Me alegro mucho de que hayas venido antes de que hubiésemos


comenzado.

—¿Puedo ir para ayudar a llevar las cosas a los pobrecitos? —preguntó


Beth, ansiosamente.
—Yo llevaré la crema y los panecillos —añadió Amy, renunciando
valerosamente a lo que más le gustaba.

Meg estaba ya cubriendo los pastelillos y amontonando el pan en un


plato grande.

—Pensé que lo harían —dijo la señora March, sonriendo satisfecha—.


Todas pueden ir conmigo para ayudar; cuando volvamos, desayunaremos
con pan y leche, y en la comida lo compensaremos.

Pronto estuvieron todas listas y salieron. Felizmente era temprano y


fueron por calles apartadas; así que poca gente las vio y nadie se rio de la
curiosa compañía.

Un cuarto vacío y miserable, con las ventanas rotas, sin fuego en el


hogar, las sábanas hechas jirones, una madre enferma, un recién nacido
que lloraba y un grupo de niños pálidos y flacos debajo de una vieja colcha,
tratando de calentarse. ¡Cómo abrieron los ojos y sonrieron al entrar las
chicas!

—¡Ah, Dios mío! ¡Ángeles buenos vienen a ayudarnos! —exclamó la


pobre mujer, llorando de alegría.

—Vaya unos ángeles graciosos con tocas y mitones —dijo Jo, haciendo
reír a todos.

En pocos minutos pareció que hubieran trabajado allí buenos espíritus.


Hanna, que había traído leña, encendió fuego y suplantó los vidrios rotos
con
sombreros viejos y su propia toquilla. La señora March dio té y leche a la
mujer, y la confortó con promesas de ayuda, mientras vestía al niño
pequeño tan cariñosamente como si hubiese sido su propio hijo. Mientras
las chicas ponían la mesa, agrupaban a los niños alrededor del fuego y les
daban de comer como si fuesen pájaros hambrientos, riéndose, hablando y
tratando de comprender el inglés chapurreado y cómico que hablaban,
porque era una familia de inmigrantes.

—¡Qué bueno es esto! ¡Los ángeles benditos! —exclamaban los


pobrecitos, mientras comían y se calentaban las manos al fuego.

Jamás, antes, las chicas habían recibido el nombre de ángeles, y lo


encontraron muy agradable, especialmente Jo, a quien, desde que nació,
todas la habían considerado un "Sancho". Fue un desayuno muy alegre,
aunque no participaran de él; y cuando salieron, dejando atrás tanto
consuelo, no había en la ciudad cuatro personas más felices que las niñas
que renunciaran a su propio desayuno y se contentaran con pan y leche en
la mañana de Navidad.

—Eso se llama amar a nuestro prójimo más que a nosotros mismos, y


me gusta —dijo Meg, mientras sacaban sus regalos aprovechando el
momento en que su madre subiera a buscar vestidos para los hombres
Hummel.

No había mucho que ver, pero en los pocos paquetes había mucho
cariño; y el florero alto, con rosas rojas, crisantemos y hojas, puesto en
medio de los regalos, daba una apariencia elegante a la mesa.

—¡Qué viene mamá! ¡Toca, Beth! ¡Abre la puerta,


Amy!

— ¡Tres "vivas" a mamá! —gritó Jo, dando saltos por el cuarto, mientras
Meg se adelantaba para conducir a la señora March a la silla de honor.

Beth tocó su marcha más viva. Amy abrió la puerta y Meg escoltó con
mucha dignidad a su madre. La señora March estaba sorprendida y
conmovida, y sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, al examinar sus
regalos y leer las líneas que los acompañaban. Inmediatamente se calzó
las zapatillas, puso un pañuelo nuevo en el bolsillo, empapado con agua de
colonia, se prendió la rosa en el pecho y dijo que los guantes le iban muy
bien.

Hubo no pocas risas, besos y explicaciones, en la manera cariñosa y


simple que hace tan gratas en su momento estas fiestas de familia y dejan
un recuerdo tan dulce de ellas. Después todas se pusieron a trabajar.

Las caridades y ceremonias de la mañana habían llevado tanto tiempo,


que el resto del día hubo que dedicarlo a los preparativos de los festejos de
la tarde. No teniendo dinero de sobra para gastarlo en funciones caseras,
las chicas ponían en el trabajo su ingenio, y como la necesidad es madre
de la invención, hacían ellas misma todo lo que necesitaban. Y algunas de
sus
producciones eran muy
ingeniosas.

Guitarras fabricadas con cartón, lámparas antiguas hechas de


mantequeras viejas, cubiertas con papel plateado, magníficos mantos de
algodón viejo, centelleando con lentejuelas de hojalata y armaduras
cubiertas con las recortaduras de latas de conserva. Los muebles estaban
acostumbrados a los cambios constantes y el cuarto grande era escena de
muchas diversiones inocentes.

No se admitían caballeros, lo cual permitía a Jo hacer papeles de


hombre y darse el gusto de ponerse un par de botas altas que le había
regalado una amiga suya, que conocía a una señora parienta de un actor.

Estas botas, un antiguo florete, un chaleco labrado que había servido en


otro tiempo en el estudio de un pintor, eran los tesoros principales de Jo, y
los sacaba en todas las ocasiones. A causa de lo reducido de la compañía,
los dos actores principales se veían obligados a tomar varios papeles cada
uno, y, ciertamente, merecían elogios por el gran trabajo que se tomaban
para aprender tres o cuatro papeles diferentes, cambiar tantas veces de
traje, y, además, ocuparse en el manejo del escenario. Era un buen
ejercicio para sus memorias, una diversión inocente y les ocupaba muchas
horas, que de otro modo hubiesen estado perdidas, solitarias o pasadas en
compañía menos provechosa.

La noche de Navidad una docena de chicas se agruparon sobre la


cama, que era el palco, enfrente de las cortinas de cretona azul y amarillo,
que hacían de telón. Había mucho zumbido detrás de las cortinas, algo de
humo de la lámpara, y, de vez en cuando, una risa falsa de Amy, a quien la
excitación ponía nerviosa. Al poco tiempo sonó una campana, se
descorrieron las cortinas y la representación empezó.
El "bosque tenebroso", que se mencionaba en el cartel, estaba
representado por algunos arbustos en macetas, bayeta verde sobre el piso
y una caverna en la distancia. Esta caverna tenía por techo una percha y
por paredes algunos abrigos; dentro había un hornillo encendido con una
marmita negra, sobre la cual se encorvaba una vieja bruja. El escenario
estaba en la oscuridad y el resplandor que venía del hornillo hacía buen
efecto. Especialmente cuando al destapar la bruja la caldera salió vapor de
verdad. Se dio un momento al público para reponerse de su primer
movimiento de sorpresa; entonces entró Hugo, el villano, andando con
paso majestuoso, espada ruidosa al cinto, un chambergo, barba negra,
capa misteriosa y las famosas botas. Después de andar de un lado para
otro muy agitado, se golpeó la frente y cantó una melodía salvaje, sobre su
odio a Rodrigo, su amor a Zara y su resolución de matar al uno y ganar la
mano de la otra.

Los tonos ásperos de la voz de Hugo y sus vehementes exclamaciones


hicieron fuerte impresión en el público, que aplaudía cada vez que se
paraba para tomar aliento. Inclinándose, como quien está bien
acostumbrado a cosechar aplausos, pasó a la caverna y mandó salir a
Hagar con estas palabras: "¡Hola bruja, te necesito!"

Meg salió con la cara circundada con crin de caballo gris, un traje rojo y
negro, un bastón y la capa llena de signos cabalísticos.

Hugo le pidió una poción que hiciese a Zara adorarle, y otra para
deshacerse de Rodrigo. Hagar, cantando, una melodía dramática, prometió
los dos, y se puso a invocar al espíritu que había de traer el filtro mágico

para dar amor.Sonaron acordes melodiosos, y entonces, del fondo de

la caverna, apareció una figura pequeña en blanco y nebuloso, con alas


que centelleaban, cabello rubio y sobre la cabeza una corona de rosas.
Agitando su vara, dijo, cantando, que venía desde la luna y traía un filtro de
mágicos efectos; y, dejando caer un frasquito dorado a los pies de la bruja,
desapareció.

Otra canción de Hagar trajo a la escena una segunda aparición: un


diablillo negro que, después de murmurar una respuesta, echó un frasquito
oscuro a Hagar y desapareció con risa burlona. Dando las gracias, y
poniendo las pociones en sus botas, se retiró Hugo, y Hagar puso en
conocimiento de los oyentes que, por haber él matado a algunos amigos
suyos en tiempos pasados, ella le había echado una maldición, y había
decidido contrariar sus planes, vengándose así de él. Entonces cayó el
telón y los espectadores descansaron chupando caramelos y discutiendo
los méritos de la obra.

Antes de que el telón volviera a levantarse se oyó mucho martilleo; pero


cuando se vio la obra maestra de tramoya que habían construido, nadie se
quejó de la tardanza. Era verdaderamente maravillosa. Una torre se
elevaba al cielo raso; a la mitad de su altura aparecía una ventana, en la
cual ardía una lámpara, y detrás de la cortina blanca estaba Zara, vestida
de azul con encajes de plata, esperando a Rodrigo. Llegó él, ricamente
ataviado, sombrero adornado con plumas, capa roja, una guitarra, y,
naturalmente, las botas famosas. Al pie de la torre cantó una serenata con
tonos cariñosos. Zara respondió, y, después de un diálogo musical, ella
consintió en fugarse con él. Entonces llegó el efecto supremo del drama.
Rodrigo sacó una escala de cuerda de cinco escalones, le echó un extremo
y la invitó a descender. Tímidamente se deslizó de la reja, puso la mano
sobre el hombro de Rodrigo, y estaba por saltar graciosamente cuando,
¡pobre Zara!, se olvidó de la cola de su falda. Esta se enganchó en la
ventana; la torre tembló, doblándose hacia adelante, y cayó con estrépito,
sepultando a los infelices amantes entre las ruinas.

Un grito unánime se alzó cuando las botas amarillas salieron de entre


las
ruinas, agitándose furiosamente, y una cabeza rubia surgió, exclamando: "
¡Ya te lo decía yo!" "¡Ya te lo decía yo!" Con admirable presencia de ánimo,
don Pedro, el padre cruel, se precipitó para sacar a su hija de entre las
ruinas, con un aparte vivo: ¡No se rían, sigan como si tal cosa!"; y
ordenando a Rodrigo que se levantara, lo desterró del reino con enojo y
desprecio. Aunque visiblemente trastornado por la caída de la torre,
Rodrigo desafió al anciano caballero, y se negó a marcharse. Este ejemplo
audaz animó a Zara; ella también desafió a su padre, que los mandó
encerrar en los calabozos más profundos del castillo. Un escudero pequeño
y regordete entró con cadenas y se los llevó, dando señales de no poco
susto y olvidándose de recitar su papel.

El acto tercero se desarrollaba en la sala del castillo, y aquí reapareció


Hagar, que venía a librar a los amantes y matar a Hugo. Le oye venir y se
esconde; le ve echar las pociones en dos vasos de vino, y mandar al tímido
criado que los lleve a los presos. Mientras el criado dice algo a Hugo,
Hagar cambia los vasos por otros sin veneno. Fernando, el criado, se los
lleva, y Hagar vuelve a poner en la mesa el vaso envenenado. Hugo, con
sed, después de una canción larga, lo bebe; pierde la cabeza, y tras
muchas convulsiones y pataleos, cae al suelo y muere, mientras Hagar, en
una canción dramática y melodiosa, le dice lo que ha hecho.

Esta escena fue verdaderamente sensacional, aunque espectadores


más exigentes la hubieran considerado deslucida, al ver que al villano se le
desataba una abundante cabellera en el momento de dar con su cuerpo en

tierra.En el cuarto acto apareció Rodrigo desesperado, a punto de

darse una puñalada, porque alguien le había dicho que Zara lo había
abandonado. Cuando el puñal estaba a punto de penetrar en su corazón,
se oyó debajo de su ventana una canción encantadora, que le decía que
Zara permanecía fiel, pero que estaba en peligro y que él podía salvarla si
quería. Le echan una llave al calabozo, la cual abre la puerta, y loco de
alegría arroja sus cadenas y sale precipitadamente para buscar y librar a su
amada.

El quinto acto empieza con borrascosa escena entre Zara y don Pedro.
Desea el padre que su hija se meta a monja, pero ella se niega, y después
de una súplica conmovedora, está a punto de desmayarse, cuando entra
Rodrigo precipitadamente, pidiendo su mano. Don Pedro se la niega
porque no es rico. Gritan y gesticulan terriblemente, y Rodrigo se dispone a
llevarse a Zara, que ha caído extenuada en sus brazos, cuando entra el
criado tímido con una carta y un paquete de parte de Hagar, que ha
desaparecido misteriosamente. La carta dice que la bruja lega riquezas
fabulosas a los amantes y un horrible destino a don Pedro si se opone a su
felicidad. Se abre el paquete y una lluvia de monedas de lata cubre el
suelo. Esto ablanda por completo al severo padre; da su consentimiento sin
chistar, todos se juntan en coro alegre y cae el telón,
mientras los amantes, muy felices y agradecidos, se arrodillan para recibir
la bendición de don Pedro.

Calurosos aplausos, inesperadamente reprimidos; la cama plegadiza,


sobre la cual estaba construido el palco, se cerró súbitamente atrapando
debajo a los entusiasmados espectadores. Rodrigo y don Pedro acudieron
presurosos a libertarlos, y sacaron a todos sin daño, aunque muchos no
podían hablar de tanto reírse.

Apenas se había calmado la agitación, cuando apareció Hanna,


diciendo que la señora March rogaba a las señoritas que bajasen a cenar.

Cuando vieron la mesa, todas se miraron alegremente asombradas. Era


de esperar que su madre les diera una pequeña fiesta, pero cosa tan
magnífica como aquélla no se había visto desde los pasados tiempos de
abundancia. Había mantecados de dos clases, de color rosa y blanco, y
pastelillos, frutas y dulces franceses muy ricos, y, en medio de la mesa,
cuatro ramos de flores de invernadero.

La sorpresa las dejó mudas; miraban estupefactas a la mesa, y


después a su madre, que parecía disfrutar muchísimo del espectáculo.

—¿Lo han hecho las hadas? —preguntó


Amy.

—Ha sido San Nicolás —dijo Beth.

—Mamá lo hizo —repuso Meg, sonriendo dulcemente, a pesar de la


barba cana que todavía llevaba puesta.

—La tía March tuvo una corazonada y ha enviado la cena —gritó Jo,
con inspiración súbita.

—Todas se equivocan; el viejo señor Laurence lo envió —respondió la


señora March.

—¿El abuelo de ese muchacho Laurence? ¿Cómo se le habrá ocurrido


tal cosa? ¡Si no lo conocemos! —exclamó Meg.

—Hanna contó a uno de sus criados lo que hicieron con su desayuno;


es un señor excéntrico, pero eso le gustó. Conoció a mi padre hace
muchos años, y esta tarde me envió una carta muy amable para decir que
esperaba que le permitiese expresar sus sentimientos amistosos hacia mis
niñas, enviándoles unas pequeñeces, con motivo de la festividad del día.
No podía rehusar, y es así como tienen esta noche una pequeña fiesta para
compensarlas del desayuno de pan y leche.

—Ese muchacho ha puesto la idea en la cabeza de su abuelo; estoy


segura de esto. Es muy simpático, y me gustaría que nos tratáramos.
Parece que quisiera tratarnos; pero es tímido; y Meg es tan correcta, que
no me permite
hablar con él cuando nos encontramos —dijo Jo, mientras circulaban los
platos y los helados empezaban a desaparecer entre un coro de
exclamaciones alegres.

— ¿Quieres decir la gente que vive en la casa grande de al lado?—


preguntó una de las chicas—. Mi madre conoce al señor Laurence, pero
dice que es muy orgulloso y no le gusta mezclarse con sus vecinos. Tiene a
su nieto encerrado en casa, cuando no está paseando a caballo o en
compañía de su maestro, y lo hace estudiar mucho. Lo invitamos a nuestra
fiesta, pero no vino. Mamá dice que es muy amable, aunque no nos habla
nunca de las muchachas.

— Nuestro gato se escapó una vez y él lo devolvió, y yo hablé con él


por encima de la valla. Nos entendíamos muy bien, hablando del criquet y
de cosas por el estiló, pero vio venir a Meg y se marchó. Tengo la intención
de hacer amistad algún día, porque necesita diversión, estoy segura —dijo
Jo, decididamente.

—Me gustan sus modales y parece un verdadero caballero; de modo


que si se presenta ocasión oportuna, no me opongo a que entables amistad
con él. El mismo trajo las flores, y lo hubiera invitado a entrar de haber
estado segura de lo que estaba ocurriendo arriba. Parecía estar deseoso
de quedarse al escuchar risas y juego, que él no tiene, seguramente, en su
casa.

—Me alegro de que no lo hicieras, mamá —dijo Jo, riéndose y mirando


sus botas—. Pero alguna vez tendremos una función a la cual él pueda
venir. Quizá querrá interpretar un papel; ¡qué divertido sería!

—Nunca he tenido un ramillete; ¡qué bonito es! —dijo Meg, examinando


sus flores con mucho interés.

—Son preciosas, pero para mí las rosas de Beth son más dulces —dijo
la señora March, oliendo el ramillete, medio marchito, que llevaba en su
cinturón.

Beth abrazó a su madre y


murmuró:

—Me gustaría poder enviar a papá mi ramillete. Temo que él no pase


una Navidad tan feliz como nosotras.

CAPÍTULO 3 - EL BAILE DE AÑO NUEVO

—¡Jo! ¡Jo! ¿Dónde estás? —gritó Meg, al pie de la escalera que


conducía a la boardilla.

—Aquí —respondió, desde arriba, una voz algo


ronca.
Y corriendo arriba, Meg encontró a su hermana comiendo manzanas y
llorando con la lectura de El heredero de los Redclyffe, envuelta en una
toquilla y sentada en un viejo sofá de tres patas, al lado de la ventana
soleada. Era el refugio preferido de Jo; aquí le gustaba retirarse con media
docena de manzanas y un libro interesante, para gozar de la tranquilidad y
de la compañía de un ratón querido, que vivía allí y no tenía miedo de ella.
Cuando llegó Meg, el amiguito desapareció en su agujero. Jo se limpió las
lágrimas y se dispuso a oír las noticias.

—¡Qué gusto! Mira. ¡Una tarjeta de invitación de la señora Gardiner


para mañana por la noche! —gritó Meg, agitando el precioso papel que
procedió a leer después con juvenil satisfacción:

"La señora Gardiner se complace en invitar a la señorita Meg y a la


señorita Jo a un sencillo baile la noche de Año Nuevo."

—Mamá quiere que vayamos. ¿Qué nos vamos a


poner?

—¿De qué sirve preguntarlo, cuando sabes muy bien que nos
pondremos nuestros trajes de muselina de lana, porque no tenemos otros?
—dijo Jo, con la boca llena.

—¡Si tuviera un traje de seda! —suspiró Meg—. Mamá dice que quizá
pueda hacerme uno cuando tenga dieciocho años; pero dos años es una
espera interminable.

— Estoy segura de que nuestros trajes parecen de seda y son bastante


buenos para nosotras. El tuyo es tan bueno como si fuera nuevo; pero me
olvidaba de la quemadura y del rasgón en el mío; ¿qué haré? La
quemadura se ve mucho y no puedo estrechar nada la falda.

—Tendrás que estar sentada siempre que puedas y ocultar la espalda;


el frente está bien. Tendré una nueva cinta azul para el pelo, y mamá me
prestará su prendedor de perlas; mis zapatos nuevos son muy bonitos y
mis guantes pueden pasar.

—Los míos están arruinados con manchas de gaseosa, y no puedo


comprar otros, de manera que iré sin ellos —dijo Jo, que no se preocupaba
mucho por su vestimenta.

—Si no llevas guantes, no voy — gritó Meg, con decisión—. Los


guantes son más importantes que cualquier otra cosa; no puedes bailar sin
ellos, y si no puedes bailar voy a estar mortificada.
—Me quedaré sentada; a mí no me gustan los bailes de sociedad; no
me divierte ir dando vueltas acompasadas; me gusta volar, saltar y brincar.

—No puedes pedir a mamá que te compre otros nuevos; ¡son tan caros
y eres tan descuidada!... Dijo cuando estropeaste aquéllos que no te
compraría
otros este invierno. ¿No puedes arreglarlos de algún
modo?

—Puedo tenerlos apretados en la mano, de modo que nadie vea lo


manchados que están; es todo lo que puedo hacer. No; ya sé cómo
podemos arreglarlo: cada una se pone un guante bueno y lleva en la mano
el otro malo; ¿comprendes?

—Tus manos son más grandes que las mías y ensancharías mis
guantes — comenzó a decir Meg.

—Entonces iré sin guantes. No me importa lo que diga la gente —gritó


Jo, volviendo a tomar el libro.

—Puedes tenerlo, puedes tenerlo, pero no me lo ensucies y condúcete


bien; no te pongas las manos a la espalda, ni mires fijamente a nadie; ni
digas " ¡Cristóbal Colón!" ¿Sabes?

—No te preocupes por mí; estaré tan tiesa como si me hubiera tragado
un molinillo, y no meteré la pata, si puedo evitarlo. Ahora contesta la carta y
déjame en paz para acabar esta magnífica historia.

Meg se fue para "aceptar muy agradecida" la invitación, examinar su


vestido y planchar su único cuello de encaje, mientras Jo, acabada la
historia y las manzanas, jugaba con su ratón.

La noche de Año Nuevo la sala estaba vacía, porque las dos chicas
jóvenes servían de doncellas a las dos mayores, que preparaban su
indumentaria para el baile. Sencillos como eran los trajes, había mucho que
ir y venir, reír y hablar, y por algún tiempo la casa olió a pelo quemado; Meg
quería hacerse unos bucles y Jo se encargó de retorcerle con las tenacillas
los rizos atados con papeles.
—¿Tienen que oler así? —preguntó Beth desde su asiento sobre la
cama.

—Es la humedad que se seca —respondió


Jo.

—¡Qué extraño! ¡Huele a plumas quemadas! — observó Amy,


arreglando sus propios hermosos bucles con aire de superioridad.

—¡Ahora voy a quitar los papelitos, y verás que bucles! —dijo Jo


dejando las tenacillas.

Quitó los papelitos, pero no aparecieron los bucles esperados, porque el


pelo se había adherido al papel y lo había arrancado con él.

—¡Oh, oh, oh! ¿Qué has hecho? ¡Me has estropeado el pelo! ¡No
puedo ir! ¡Mi pelo! ¡Mi pelo! —exclamó Meg, mirando los rizos desiguales

sobre su frente.—¡Es mi mala pata! No debías haberme pedido que lo

hiciera, sabiendo
que lo echo a perder todo. Lo siento mucho, pero es que las tenacillas
estaban demasiado calientes —suspiró la pobre Jo, mirando con lágrimas
de arrepentimiento el flequillo chamuscado.

—Tiene remedio: rízalos y ponte la cinta de manera que los extremos


caigan un poquito sobre la frente y estarás a la moda. He visto a muchas
chicas así —repuso Amy para consolarla.

— Esto me pasa por querer ponerme hermosa. ¡Ojalá hubiese dejado el


pelo en paz! —gritó Meg.

—Eso digo yo. ¡Era tan liso y hermoso! Pero pronto crecerá de nuevo
— dijo Beth, corriendo a besar y consolar a la oveja esquilada.

Después de otros contratiempos menos graves, Meg terminó su tocado


y, con ayuda de toda la familia, Jo arregló su propio pelo y se puso el
vestido. Estaban muy bien con sus sencillos trajes. Meg, de gris plateado
con cinta de terciopelo azul, vuelos de encaje y el prendedor de perlas; Jo,
de color castaño, con cuello planchado de caballero y unos crisantemos
blancos por todo adorno. Cada una se puso un guante bonito y limpio y
llevó en la mano otro sucio. Los zapatos de Meg, de tacones altos, le iban
muy apretados y la lastimaban, aunque ella no quería reconocerlo; y a Jo le
parecía llevar clavadas en la cabeza las diecinueve horquillas que
sujetaban su cabellera, pero, ¿qué remedio?; había que ser elegante o
morir.

—¡Que se diviertan mucho, queridas mías! —dijo la señora March al


verlas salir—. No coman demasiado en la cena y vuelvan a las once,
cuando mande a Hanna a buscarlas.

Cuando cerraban la puerta de la verja al salir, una voz les gritó desde la
ventana:

—Niñas, ¿llevan los pañuelos


bonitos?

—Sí, sí, los llevamos, y el de Meg huele a colonia —gritó Jo, y añadió
riéndose—: Creo que mamá nos preguntaría eso aunque estuviésemos
huyendo de un terremoto.

—Es uno de sus gustos aristocráticos, y tiene razón, porque, una


verdadera señora se conoce siempre por el calzado limpio, los guantes y el
pañuelo — respondió Meg.

— Ahora no olvides de mantener el paño malo de tu falda de modo que


no se vea, Jo. ¿Está bien mi cinturón? ¿Se me ve mucho el pelo? —dijo
Meg, al dejar de contemplarse en el espejo del tocador de la señora
Gardiner, después de mirarse largo rato.

—Sé muy bien que me olvidaré de todo. Si me ves hacer algo que esté
mal, avísame con un guiño —respondió Jo, arreglándose el cuello y
cepillándose
rápidamente.

—No, una señora no guiña; arquearé las cejas si haces algo incorrecto,
o un movimiento de cabeza si todo va bien. Ahora mantén derechos los
hombros y da pasos cortos; no des la mano si te presentan a alguien: no se
hace.

—¿Cómo aprendes todas estas reglas? Yo no puedo hacerlo nunca.


¡Qué movida es esa música!

Bajaron la escalera sintiéndose algo tímidas, porque rara vez iban a


reuniones de sociedad, y aunque aquélla no era muy formal, para ellas
constituía un acontecimiento. La señora Gardiner, una señora anciana y
majestuosa, las saludó amablemente y las dejó con la mayor de sus seis
hijas. Meg conocía a Sallie y pronto perdió su timidez; pero Jo, que no
gustaba de la compañía ni de la charla de las muchachas, se quedó
recostada contra la pared, tan desorientada como, un potro en un jardín. En
otra parte de la sala, una media docena de muchachos hablaban de
patines, y Jo quería unirse a ellos, porque patinar era uno de los placeres
de su vida. Telegrafió su deseo a Meg, pero las cejas se arquearon de
manera tan alarmante que no se atrevió a moverse. Nadie vino a hablar
con ella y poco a poco se fue disolviendo el grupo que tenía más cerca,
hasta dejarla sola. No podía ir de un lado a otro con el fin de divertirse, para
que no se viera el paño quemado de la falda, de manera que se quedó
mirando a la gente con aire de abandono hasta que comenzó el baile. Meg
fue invitada inmediatamente, y los zapatos estrechos saltaban tan
alegremente que nadie hubiera sospechado lo que hacían sufrir a quien los
llevaba puestos. Jo vio a un muchacho alto de pelo rojo, que se acercaba al
rincón donde ella estaba, y, temiendo una invitación a bailar, se ocultó
detrás de unas cortinas, esperando ver a escondidas desde allí y divertirse
en paz. Por desgracia, otra persona tímida había escogido el mismo sitio,
porque al dejar caer la cortina tras sí, se encontró cara a cara con
Laurence.

—¡Ay de mí!; no sabía que había aquí alguien —balbuceó Jo,


disponiéndose a salir tan rápido como entrara.

Pero el chico se rio y dijo de buen humor, aunque parecía algo


sorprendido:

—No se preocupe por mí; quédese si quiere. ¿No le estorbaré a


usted?

—Ni lo más mínimo; vine aquí porque no conozco a mucha gente, y me


sentía molesto, ¿sabe usted?

—Y yo también. No se vaya, por favor, a no ser que lo


prefiera.

El chico volvió a sentarse, con la vista baja, hasta que Jo, tratando de
ser cortés, dijo:
—Creo que he tenido el placer de verlo antes. Vive usted cerca de
nosotros, ¿no es así?

—En la casa próxima a la suya —contestó él, levantando los ojos y


riéndose cordialmente, porque la cortesía de Jo le resultaba
verdaderamente cómica al recordar cómo habían charlado sobre el criquet
cuando él le devolvió el gato.

Eso puso a Jo a sus anchas, y también ella rio al decir muy


sinceramente:

—Hemos disfrutado mucho con su regalo de


Navidad.

—Mi abuelo lo envió.

—Pero usted le dio la idea de enviarlo. ¡A que


sí!

—¿Cómo está su gato, señorita March? —preguntó el chico, tratando


de permanecer serio, aunque la alegría le brillaba en los ojos.

—Muy bien, gracias, señor Laurence; pero yo no soy la señorita March,


soy simplemente Jo —respondió la muchacha.

—Ni yo soy señor Laurence, soy Laurie.

—Laurie Laurence. ¡Qué nombre más


curioso!
—Mi primer nombre es Teodoro; pero no me gusta, porque los chicos
me llaman Dora; así que logré que me llamaran Laurie en lugar del otro.

—Yo también detesto mi nombre; ¡es demasiado romántico! Querría


que todos me llamaran "Josefina" en lugar de Jo. ¿Cómo logró usted quitar
a los chicos la costumbre de llamarle Dora?

—A palos.

—No puedo darle palos a la tía March, así que supongo que tendré que
aguantarme.

—¿No le gusta a usted bailar, señorita


Josefina?

—Me gusta bastante si hay mucho espacio y todos se mueven ligero...


En un lugar como éste, me expondría a volcar algo, pisarle los pies a
alguien o hacer alguna barbaridad; así que evito el peligro y la dejo a Meg
que se luzca. ¿No baila usted?

—Algunas veces. He estado en el extranjero muchos años y no llevo


aquí el tiempo suficiente para saber cómo se hacen las cosas.

—¡En el extranjero! —exclamó Jo—; ¡hábleme de eso! A mí me gusta


mucho oír a la gente describir sus viajes.

Laurie parecía no saber por dónde empezar, pero pronto las preguntas
ansiosas de Jo lo orientaron; y le dijo cómo había estado en una escuela en
Vevey, donde los chicos no llevaban nunca sombreros y tenían una flota de
botes sobre el lago, y para divertirse durante las vacaciones hacían viajes a
pie por Suiza en compañía de sus maestros.

—¡Cuánto me gustaría haber estado allá! —exclamó Jo—. ¿Ha ido

usted a París?—Estuvimos allí el invierno pasado.

—¿Sabe usted hablar


francés?

—No nos permitían hablar otro idioma en


Vevey.

—Diga algo en francés. Puedo leerlo, pero no sé


pronunciarlo.

—Quel nom a cette jeune demoiselle en les pantoufles jófies? —dijo


Laurie, bondadosamente.

—¡Qué bien lo pronuncia usted! Veamos. Ha dicho: "¿Quién es la


señorita de los zapatos bonitos?"; ¿es así?

—Oui, mademoiselle.

—Es mi hermana Meg y usted lo sabía. ¿No le parece que es


hermosa?

—Sí, me recuerda a las chicas alemanas; tan fresca y tranquila parece;


baila como una señora.

Jo se sonrojó al oír tal elogio de su hermana, y lo guardó en la memoria


para repetírselo a Meg. Ambos miraban, criticaban y charlaban, hasta que
se encontraron tan a gusto como dos viejos amigos.

Pronto perdió Laurie su timidez, porque la manera varonil de Jo le


divertía mucho y le quitaba todo azoramiento, y ella recobró de nuevo su
alegría, porque había olvidado el traje y nadie le arqueaba las cejas. Le
gustaba el muchacho Laurence más que nunca, y lo observó un poco para
poder describirlo a sus hermanas; no teniendo hermanos y pocos primos,
los chicos eran para ella criaturas casi desconocidas.

Pelo negro y rizado, cutis oscuro, ojos grandes y negros, nariz larga,
dientes bonitos, las manos y los pies pequeños, tan alto como yo; muy
cortés para ser chico y muy burlón. ¿Qué edad tendrá? Jo tenía la pregunta
en la punta de la lengua; pero se contuvo a tiempo y, con tacto raro en ella,
trató de descubrirlo de una manera indirecta.

—Supongo que pronto irá usted a la Universidad. Ya lo veo


machacando en sus libros; quiero decir, estudiando mucho —y Jo se
sonrojó por el terrible "machacando" que sé le escapara.
Laurie se sonrió y respondió, encogiéndose de
hombros:
—Tardaré todavía dos o tres años; no iré antes de cumplir
diecisiete.

—¿Pero no tiene usted más que quince años? —preguntó Jo, mirando
al chico alto, a quien ella había dado diecisiete.

—Dieciséis el mes que viene.

—¡Cuánto me gustaría ir a la Universidad! Parece que a usted no le


gusta.

—La detesto; nada más que trabajar o divertirse; y no me gusta la


manera que tienen de hacerlo en este país.

—¿Qué le gusta a usted?

—Vivir en Italia, divertirme a mi modo.

Jo ansiaba preguntarle cuál era su modo; pero Laurie había fruncido las
cejas de tal modo, que Jo cambió de asunto, diciendo:

—¡Qué polca magnífica! ¿Por qué no va a


bailarla?

—Si viene usted conmigo —respondió él, haciendo una reverencia a la


francesa.

—No puedo, porque le he dicho a Meg que no bailaría, porque... —y


aquí se detuvo, no sabiendo si decir la verdad o reírse.

—¿Por qué? —preguntó Laurie, interesado vivamente—. ¿No lo dirá

usted?—¡Jamás!

—¿Jamás?

—Bueno, tengo la mala costumbre de ponerme de pie delante del fuego


y así quemo mis vestidos, como me sucedió con éste; aunque está bien
remendado, se ve un poco, y Meg me aconsejó que no me moviera para
que nadie lo vea. Usted puede reírse si quiere; es muy gracioso...

Pero Laurie no se rio; miró al suelo por un minuto y con una expresión
que extrañó a Jo, dijo dulcemente:

—No haga caso de eso; yo le diré cómo nos las arreglaremos; allá hay
un pasillo grande, donde podemos bailar muy bien sin que nadie nos vea.
¡Hágame el favor de venir!

Jo le dio las gracias y se fue alegremente, deseando mucho tener dos


guantes buenos cuando vio los que se ponía su compañero, color perla. El
pasillo estaba vacío y bailaron una polca magnífica, porque Laurie bailaba
bien y le enseñó el paso alemán, que encantó a Jo, por su balanceo y
movimiento. Cuando cesó la música se sentaron sobre las escaleras para
respirar, Laurie estaba describiendo una fiesta de estudiantes en
Heidelberg
cuando apareció Meg en busca de su hermana. Hizo una seña, y Jo la
siguió de mala gana a una salita, donde se sentó sobre un sofá,
agarrándose el pie y algo pálida.—Me he torcido el tobillo. Este

estúpido tacón alto se torció y me produjo una torcedura horrible. Me


duele tanto, que apenas puedo estar de pie y no sé cómo voy a volver a
casa —dijo, estremeciéndose de dolor.

—Ya sabía yo que te lastimarías los pies con esos dichosos zapatos. Lo
siento mucho, pero no sé qué puedes hacer, como no sea tomar un coche
o quedarte aquí toda la noche —respondió Jo dulcemente, frotando el
pobre tobillo al mismo tiempo.

—No puedo tomar un coche; costaría mucho; además, sería difícil


encontrarlo, porque la mayor parte de los invitados han venido en sus
propios vehículos; las cocheras están lejos, y no tenemos a nadie a quien
enviar.

—Yo iré.

—De ningún modo; son más de las diez y está oscuro como boca de
lobo. No puedo quedarme aquí, porque la casa está llena; algunas amigas
de Sallie están de visita. Descansaré hasta que venga Hanna, y entonces
saldré lo mejor que pueda.

—Se lo diré a Laurie, él irá —dijo Jo, como quien tiene una idea
feliz.

—¡No por favor! No pidas nada ni hables a nadie. Búscame mis


chanclos y pon estos zapatos con nuestras cosas. No puedo bailar más;
pero en cuanto se acabe la cena, espera a Hanna y avísame en cuanto
llegue.

—Ahora van a cenar. Me quedaré contigo, lo


prefiero.

—No, querida; ve y tráeme un poco de café. Estoy tan cansada que no


puedo moverme.

Meg se reclinó con los chanclos bien escondidos, y Jo hizo su camino


torpemente al comedor. Dirigiéndose a la mesa, procuró el café, que volcó
inmediatamente, poniendo el frente de su vestido tan malo como la
espalda.

—¡Ay de mí! ¡qué atolondrada soy! —exclamó Jo, estropeando el


guante de Meg al frotar con él la mancha del vestido.

—¿Puedo ayudarla? —dijo una voz amistosa. Era Laurie, con una taza
llena en una mano y un plato de helado en la otra.

—Trataba de buscar algo para Meg, que está muy cansada; alguien me
hizo tropezar, y aquí estoy hecha una calamidad —respondió Jo, echando
una mirada desde la falda manchada al guante teñido de café.

—¡Qué lástima! Yo buscaba a alguien para darle esto. ¿Puedo


llevárselo a
su hermana?

— ¡Muchas gracias! Lo guiaré a donde está. No me ofrezco a llevarlo yo


misma, porque temo hacer otro desastre.
Jo fue adelante, y como si estuviera muy acostumbrado a servir a las
señoras, Laurie acercó una mesita, trajo helado y café para Jo, y estuvo tan
cortés, que hasta la exigente Meg lo calificó de "muchacho muy simpático".

Pasaron un buen rato con los caramelos, que tenían preguntas y


respuestas, y estaban en medio de un juego tranquilo de "Susurro", con
dos o tres jóvenes que se habían unido a ellos, cuando apareció Hanna.
Meg, olvidando su pie, se levantó tan rápidamente que tuvo que agarrarse
de Jo, lanzando un quejido.

—¡Silencio! ¡No digas nada! —susurró, añadiendo en voz alta—: No es


nada, me torcí un poco el pie, nada más — y bajó las escaleras cojeando
para ponerse el abrigo. Hanna protestaba, Meg lloraba y Jo estaba
desesperada, hasta que decidió tomar a su cargo las cosas. Corrió abajo, y
al primer criado que encontró le preguntó si podía buscarle un coche.
Resultó ser un camarero nuevo, que no conocía la vecindad, y Jo estaba
buscando ayuda por otro lado, cuando Laurie, que había oído lo que decía,
vino a ofrecer el coche de su abuelo, que acababa de venir por él.

—Es demasiado temprano y usted no querrá irse todavía —comenzó


Jo, aliviada en su ansiedad, pero vacilando en aceptar la oferta.

—Siempre me voy temprano..., ¡de veras! Permítame que las lleve a su


casa; paso por allá, como usted sabe, y me han dicho que está lloviendo.

Eso la decidió; diciéndole lo que le había ocurrido a Meg, Jo aceptó


agradecida y subió corriendo a buscar el resto de la compañía. Hanna
detestaba la lluvia tanto como un gato, así que no se opuso, y se fueron en
el lujoso carruaje, sintiéndose muy alegres y elegantes.

Laurie subió al pescante, para que Meg pudiese descansar el pie en el


asiento, y las chicas hablaron del baile a su gusto.

—Me he divertido mucho; ¿y tú? —preguntó Jo, desarreglando su


cabello y sentándose cómodamente.

—Sí, hasta que me torcí el pie. La amiga de Sallie, Anna Moffat,


simpatizó conmigo y me invitó a pasar una semana en su casa cuando
vaya Sallie; Sallie irá durante la primavera, en la temporada de ópera, y
será magnífico, si mamá me permite ir —respondió Meg, animándose al
pensarlo.

—Te vi bailar con el hombre rubio, del cual me escapé; ¿era


simpático?

—Mucho. Tiene el cabello color castaño, no rubio; estuvo muy cortés, y


bailé una redoval deliciosa con él.
—Parecía un saltamontes cuando bailaba el paso nuevo. Laurie y yo no
podíamos contener la risa. ¿Nos oíste?

—No, pero fue algo muy descortés. ¿Qué hacían escondidos allí tanto
tiempo?

Jo contó su aventura, y cuando terminó estaban ya a la puerta de la


casa. Después de dar a Laurie las gracias por su amabilidad, se
despidieron y entraron a hurtadillas, con la esperanza de no despertar a
nadie; pero apenas crujió la puerta de su dormitorio, dos gorritos de dormir
aparecieron y dos voces adormiladas, pero ansiosas, gritaron:

—¡Cuenten del baile! ¡Cuenten del baile!

Con lo que Meg describía como "gran falta de buenos modales", Jo


había guardado algunos dulces para las hermanitas, y pronto se callaron
después de oír lo más interesante del baile.

—No parece sino que soy una verdadera señora, volviendo a casa en
coche y sentándome en peinador con una doncella que me sirva —dijo
Meg, mientras Jo le frotaba el pie con árnica y le cepillaba el cabello.

Y creo que Meg tenía razón.

CAPÍTULO 4 - CARGAS

— ¡Ay de mí! ¡Qué difícil se hace tomar las bolsas y echar a andar! —
suspiró Meg la mañana después del baile. Habían terminado las
vacaciones, y una semana de diversión no resultaba lo más adecuado para
continuar el trabajo, que nunca le había gustado.

—Me gustaría que fuese Navidad o Año Nuevo siempre. ¡Qué divertido!
— respondió Jo, bostezando tristemente.

—No nos divertiríamos ni la mitad que ahora. Pero parece tan


agradable tener cenas especiales y recibir ramilletes, ir a bailes, volver a
casa en coche, y leer y descansar, y no trabajar. Es vivir como la gente
rica, y siempre envidio a las chicas que lo pueden hacer; ¡me gusta tanto el
lujo! —dijo Meg, tratando de decidir entre dos trajes gastados cuál era el
menos deslucido.

—Bueno, no podemos tenerlo; así que de nada vale quejarse; echemos


al hombro la carga y andemos tan alegremente como mamá. Estoy segura
de que la tía March es un fardo del cual uno no puede deshacerse, pero
supongo que cuando haya aprendido a llevarlo sin quejarme se me caerá
de los hombros, o se hará tan ligero que no me molestará.
Esta comparación hizo tanta gracia a Jo, que la puso de buen humor;
Meg no se animó, porque su carga consistía en cuatro niños mimados y le
parecía más pesada que nunca. No tenía gusto ni para arreglarse, como de
costumbre.

—¿De qué sirve estar bien, cuando nadie me ve, fuera de esos
chiquillos, y a nadie le importa que sea bonita o fea? —murmuró, cerrando
de golpe el cajón de la cómoda—. Tendré que trabajar y trabajar toda mi
vida, con unos ratitos de diversión de vez en cuando, y hacerme vieja; fea y
agria, porque soy pobre y no puedo gozar de la vida como otras
muchachas. ¡Qué desgracia!

Con este ánimo bajó Meg a desayunarse, con cara lastimera y un


humor de perros. Todas parecían disgustadas y dispuestas a quejarse.

Beth tenía dolor de cabeza, estaba echada en el sofá, tratando de


consolarse con la gata y los tres gatitos; Amy estaba inquieta porque no
había aprendido sus lecciones y no podía encontrar sus chanclos; Jo no
dejaba de silbar y hacía mucho ruido preparándose; la señora March
estaba muy ocupada, terminando una carta que debía salir
inmediatamente, y Hanna estaba gruñona por haberse acostado tan tarde
la noche pasada.

—¡Nunca hubo familia tan malhumorada! —gritó Jo, perdiendo la


paciencia, cuando ya había volcado el tintero, roto los cordones de sus
botas y aplastado su sombrero, sentándose encima de él.

—Y tú la más malhumorada de todas —respondió Amy, borrando la


suma, equivocada, con las lágrimas que habían caído sobre su pizarra.

—Beth, si no encierras a estos horribles gatos en la bodega, los haré


ahogar

—exclamó Meg, muy irritada, al tratar de deshacerse de los gatitos que


se le habían subido a los hombros.

Jo se reía, Meg regañaba, Beth imploraba y Amy lloraba, porque no


podía acordarse de cuánto era nueve por doce.

— ¡Niñas, niñas! Cállense un minuto. Tengo que enviar esta carta por el
primer correo y me confunden con tanto ruido —gritó la señora March.

Hubo un momento de silencio, interrumpido por Hanna, que entró


precipitadamente, puso dos pastelillos calientes sobre la mesa y salió de
nuevo. Estos pastelillos eran una institución; las chicas los llamaban
"manguitos", y habían descubierto que los pastelillos calientes venían muy
bien en las mañanas frías. Nunca se olvidaba Hanna de hacerlos, por
ocupada o gruñona que estuviera, porque las pobrecitas tenían que andar
mucho, no tomaban otra cosa para almorzar y rara vez volvían a casa
antes de las tres.

— Que mimes a tus gatos y que se te quite el dolor de cabeza, Beth.


Adiós, mamá; somos una cuadrilla de vagas esta mañana, pero volveremos
hechas unos verdaderos ángeles. Vamos Meg —y Jo echó a andar con la
idea de que
los peregrinos no salían como era
debido.

Siempre miraban hacia atrás antes de volver la esquina, porque su


madre estaba siempre en la ventana para decirles adiós con la mano,
sonriendo. Parecía como si no pudieran cumplir sus deberes diarios sin
aquella despedida que les hacía el efecto de un rayo de sol.

— Si mamá nos amenazara con el puño en lugar de echarnos besos,


nos estaría bien empleado, porque jamás se han visto vagas más ingratas
que nosotras — gritó Jo, que tomaba como saludable penitencia el camino
cubierto de lodo y el viento agudo.

—No uses palabras tan


vulgares.

—Me gustan las palabras fuertes con algún


sentido.

—Llámate lo que quieras; pero yo no me tengo por vaga ni permito que


me lo digan.

—Tú eres una calamidad; estás de un humor de perros porque no


puedes sentarte en medio del lujo todo el tiempo. ¡Pobrecita! Espera hasta
que yo haga fortuna y gozarás de coches, helados, zapatos de tacones
altos, ramilletes y mozos rubios que bailen contigo.

—¡Qué ridícula eres, Jo! —dijo Meg, riéndose, sin embargo, de aquellas
tonterías.

—Suerte que tienes de que lo sea; si yo adoptara esos aires de aflicción


y desmayo que tú empleas, estábamos listas. Gracias a Dios, siempre
puedo encontrar algo gracioso para darme ánimo. No te quejes más y
vuelve a casa alegre.

Jo dio a su hermana un golpecito en la espalda cuando se separaban


para seguir cada una su camino, llevando un pastelillo caliente en la mano
y tratando de estar alegre a pesar del tiempo invernal, del trabajo duro y de
sus juveniles deseos no realizados.
Cuando el señor March perdió su dinero, tratando de ayudar a un
amigo, las dos chicas mayores rogaron se les permitiera hacer algo por su
propio sostén a lo menos. Creyendo que nunca es demasiado pronto para
cultivar energía, laboriosidad e independencia, sus padres consintieron, y
ambas se pusieron a trabajar con la buena voluntad que triunfa de todos los
obstáculos.

Meg encontró empleo como institutriz, y se sintió rica con su sueldo


pequeño. Como ella decía, "le gustaba el lujo", y su mayor pena era ser
pobre. Lo encontraba más duro de soportar que las otras, porque podía
recordar un tiempo en que la casa había sido bella, la vida holgada y
agradable y nada les había faltado. Procuraba no sentir envidia ni
descontento, pero era natural que la muchacha deseara cosas bonitas,
amigas alegres, inteligentes y una vida
feliz. En casa de los King veía todos los días lo que deseaba tanto, porque
las hermanas mayores de los niños acababan de entrar en sociedad, y muy
a menudo veía Meg visiones de trajes de baile, y ramilletes, oía charlas
animadas acerca de teatros y conciertos, partidas de trineo y toda clase de
diversiones, y también veía gastar dinero en bagatelas, un dinero que para
ella hubiera sido de mucha utilidad. La pobre Meg se quejaba poco, pero a
veces cierto sentido de injusticia la hacía sentirse agria hacia todo el
mundo, porque todavía no había aprendido lo rica que era en aquellas
bendiciones que realmente pueden hacer feliz la vida.

Jo le convenía a la tía March, que era renga y necesitaba una persona


activa para cuidarla. La anciana señora, sin hijos, se había ofrecido a
adoptar una de las chicas cuando vinieron las dificultades, y se enojó
porque los padres rehusaran su oferta. Otros amigos dijeron a la familia
March, que habían perdido toda ocasión de ser recordados en el
testamento de la rica anciana, pero los poco mundanos March dijeron:

— No podemos renunciar a nuestras chicas ni por doce fortunas. Ricos


o pobres, viviremos juntos, y seremos felices todos juntos.

Por algún tiempo la señora anciana no quiso tratarse con ellos; pero
encontrándose en una ocasión con Jo en casa de una amiga, algo en su
cara cómica y en sus maneras toscas la impresionó favorablemente, y
propuso tomarla como señorita de compañía. Esto no le gustaba a Jo en lo
más mínimo, pero aceptó la colocación a falta de otra mejor, y, con gran
sorpresa de todo el mundo, se llevó muy bien con su irascible parienta. De
vez en cuando había una borrasca, y una vez Jo llegó a irse a su casa,
diciendo que no podía soportar más; pero la tía March se calmó pronto e
insistió tanto en que Jo volviese, que ella no pudo rehusar, porque había
algo amable en la vieja señora, a pesar de todo.

Sospecho que la verdadera atracción era una biblioteca grande de


hermosos libros viejos, abandonados al polvo y a las arañas desde la
muerte del tío March. Jo se acordaba de aquel señor, viejo y bondadoso,
que le permitía construir ferrocarriles y puentes con sus diccionarios
grandes, le contaba historias referentes a las ilustraciones curiosas en sus
libros latinos y le compraba caramelos cuando la encontraba en la calle. El
cuarto, oscuro y cubierto de polvo, con los bustos, que parecían encararla
desde los altos armarios, las butacas, las esferas y sobre todo, el sinfín de
libros entre los cuales podía escoger a su gusto, hacían de la biblioteca un
verdadero paraíso para ella.

Tan pronto como la tía March se echaba a dormir la siesta, Jo se dirigía


corriendo a su refugio y, sentada en la butaca grande, devoraba poesía,
novela, historia, viajes y cuadros como un ratón de biblioteca. Pero como
no hay
felicidad duradera en este mundo, en el preciso momento en que llegaba al
corazón de la historia, al verso más dulce del poema o a la aventura más
peligrosa de un explorador, una voz chillona gritaba: " ¡Jo! ¡Jo! " y tenía que
dejar su paraíso para devanar hilo, lavar el perro o leer las obras de
Belsham durante horas.

La ambición de Jo era hacer algo magnífico; qué fuera, ella no lo sabía,


pero dejaba al tiempo el descubrírselo, y entretanto su aflicción más grande
era no poder leer, correr y montar a caballo tanto como quisiera. Siendo
viva como una pimienta, teniendo una lengua aguda y un espíritu inquieto,
su vida estaba llena de altibajos, cómicos y patéticos a la vez. Pero la
disciplina que encontró en casa de la tía March era precisamente la que
necesitaba; el pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque
ganara poco, la hacía feliz a pesar de los continuos "¡Jo!".

Beth era demasiado tímida para ir a la escuela; lo había intentado, pero


sufría tanto que había abandonado la idea, y estudiaba sus lecciones en
casa con su padre. Aun después que se fue, y cuando su madre tenía que
dedicar todo su esfuerzo a las sociedades para la ayuda a los soldados,
Beth continuó estudiando fielmente sola, haciendo lo mejor que podía. Era
muy hogareña, y ayudaba a Hanna a tener la casa limpia y cómoda para
las trabajadoras, sin esperar más recompensa que la del cariño de los
suyos. Pasaba días largos y tranquilos, pero no solitaria ni ociosa, porque
su pequeño mundo estaba poblado de amigos imaginarios y ella era por
temperamento una abeja industriosa. Tenía seis muñecas que levantar y
vestir cada mañana, porque Beth era todavía niña y quería a sus favoritas
tanto como antes. No había ninguna perfecta y bella entre ellas; todas
habían sido desechadas cuando ella las prohijó; cuando sus hermanas
fueron demasiado mayores para tales ídolos, pasaron a ella, pues Amy no
quería tener nada que fuera viejo o feo. Beth las cuidaba con más cariño,
por lo mismo, y construyó un hospital para muñecas enfermas. Nunca
clavaba alfileres en sus corazones de algodón, ni les hablaba severamente,
ni les daba golpes; aun la más fea no podía quejarse de descuido; daba de
comer, vestía, cuidaba y acariciaba a todas con cariño incansable. Un
fragmento de muñeca abandonada había pertenecido a Jo, y después de
una vida tempestuosa había quedado abandonada en el saco de trapos, de
cuyo triste hospicio Beth la rescató llevándola a su asilo. Como le faltaba la
parte superior de la cabeza, le puso un gorro bonito y, como no tenía
brazos ni piernas, escondió estas imperfecciones envolviéndola en una
manta y dándole la mejor cama, como a enferma crónica. El cuidado que
daba a esta muñeca era conmovedor, aunque provocara sonrisas. Le traía
flores, le leía cuentos, la sacaba a respirar el aire, la arrullaba con
canciones de cuna y nunca se acostaba sin besar su cara sucia y susurrar
cariñosamente: "¡Qué pases una buena noche, pobrecita!".
Tenía Beth sus penas como las demás; y no siendo un ángel, sino una
muchacha muy viva, a menudo tenía su "llantito", como decía Jo, porque no
podía tomar lecciones de música y tener un piano bueno. Amaba la música,
trataba de aprender con mucha aplicación y tocaba con tanta paciencia el
desafinado y viejo instrumento, que parecía que alguien (sin que esto fuera
alusión a la tía March) debería ayudarle. Pero nadie lo hizo y nadie vio a
Beth limpiar, las lágrimas que caían sobre las amarillentas teclas cuando
estaba sola. Mientras trabajaba cantaba como una alondra; nunca estaba
demasiado cansada para tocar el piano con el objeto de distraer a su
madre o a las chicas, y día tras día se decía a sí misma, llena de
esperanza: "Yo sé que obtendré mi música alguna vez si soy buena."

En el mundo hay muchísimas Beth, tímidas y tranquilas, sentadas en


rincones hasta que alguien las necesita y que viven para los demás tan
alegremente, que nadie se da cuenta de los sacrificios que hacen hasta
que el grillo del hogar cesa de chirriar y desaparece el dulce rayo de sol,
dejando atrás silencio y sombra.

Si alguien hubiera preguntado a Amy cuál era la pena más grande de


su vida, hubiera respondido enseguida: "mi nariz". Cuando era muy
pequeña, Jo la había dejado caer en el cajón del carbón, y Amy insistía que
la caída había arruinado para siempre su nariz. Le había quedado algo
chata, y por más que se la estiraba no podía darle una punta aristocrática.
Nadie hacía caso de eso fuera de ella, y la nariz hacía por su parte todo lo
posible por crecer, pero Amy lamentaba la falta de una nariz griega y
dibujaba horas enteras narices bellas para consolarse.

"El pequeño Rafael", como la llamaban sus hermanas, tenía verdadero


talento para dibujar, y nunca era tan feliz como cuando copiaba flores,
diseñaba hadas o ilustraba cuentos. Sus maestros se quejaban de que en
lugar de hacer sus cálculos cubría de animalitos su pizarra; las páginas
blancas de su atlas estaban llenas de copias de mapas y de sus libros
salían volando, en los momentos menos oportunos, caricaturas sumamente
cómicas. Estudiaba sus lecciones tan bien como era posible, y su buen
comportamiento la libraba de muchas reprensiones. Sus compañeros la
querían mucho por su buen carácter y por el arte que tenía de agradar sin
dificultad; sus aires, sus gracias, eran muy admirados, y su talento también;
porque, además de dibujar, podía tocar doce tonadas, hacer ganchillo y
leer el francés sin pronunciar mal más que las dos terceras partes de las
palabras. Tenía una lúgubre manera de decir: "cuando papá era rico
hacíamos tal o cual cosa", que conmovía a cualquiera, y las chicas
consideraban sus palabras escogidas como muy elegantes.

Amy estaba en buen camino de ser echada a perder por los mimos;
todo el mundo la acariciaba, y sus pequeñas vanidades y su egoísmo
crecían a buen paso. Pero algo atenuaba su vanidad: tenía que usar los
vestidos de su prima.
La madre de Florence tenía pésimo gusto, y Amy sufría mucho al tener que
llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, trajes que no le iban bien y
delantales chillones. Todo era de buena calidad, bien hecho y poco usado;
pero ese invierno los ojos artísticos de Amy sufrían lo indecible con un
vestido morado oscuro de lunares amarillos.

—Mi único consuelo —dijo a Meg, con los ojos llenos de lágrimas— es
que mamá no hace pliegues en mis trajes cada vez que soy mala, como
hace la madre de María Parks. Hija, es verdaderamente terrible, porque
algunas veces se porta tan mal, que el vestido no llega a las rodillas y no
puede venir a la escuela. Cuando pienso en esta degradación, creo que
puedo soportar hasta mi nariz chata y el vestido morado con lunares
amarillos.

Meg era la confidente y consejera de Amy, y por cierta atracción


extraña de los caracteres opuestos, Jo lo era para la dulce Beth. Solamente
a Jo contaba la tímida niña sus pensamientos, y sobre su hermana
grandota y atolondrada ejercía Beth, sin saberlo, más influencia que
ninguna otra persona de la familia. Las dos chicas mayores eran muy
amigas, pero ambas habían tomado una de las pequeñas bajo su cuidado,
y las protegían cada una a su manera; era lo que llamaban "jugar a las
mamás".

—¿Tiene alguna de ustedes algo que contar? He pasado un día triste y


estoy verdaderamente ansiosa de alguna diversión —dijo Meg mientras
estaban sentadas cosiendo aquella noche.

—Me pasó una cosa curiosa con la tía hoy, pero como salí con la mía
se las voy a contar —dijo Jo, que se complacía mucho en contar
incidentes—. Estaba leyendo el interminable Belsham y moscardoneando,
como suelo, porque así se duerme la tía, y entonces saco algún libro
interesante, y leo ávidamente hasta que se despierta. Pero esta vez me
entró a mí el sueño, y antes de que ella hubiera dado la primera cabezada
se me escapó un bostezo tal, que ella me preguntó qué quería decir
abriendo la boca lo bastante para tragarme el libro entero.

—¡Ojalá pudiera hacerlo y acabar con él de una vez! —dije, tratando de


no ser impertinente.

"Entonces me echó un largo sermón sobre mis pecados, y me dijo que


reflexionara sobre ellos mientras ella descabezaba un sueño. Siempre
tarda bastante en esta operación; de modo que tan pronto como su gorro
comenzó a cabecear como una dalia demasiado pesada, saqué de mi
bolsillo El vicario de Wakefield y me puse a leerlo con un ojo en el libro y
otro en la tía. Había llegado al punto donde todos caen al agua, cuando me
olvidé de todo y solté una carcajada. La tía se despertó, y de mejor humor
después de una siesta, me dijo que leyese un poco para ver qué obra tan
ligera prefería yo al digno e instructivo Belsham. Leí lo mejor posible, y le
gustó, porque solamente dijo:
—No entiendo jota de todo eso; comienza desde el principio,
niña.

Al comienzo fui procurando hacer los primeros capítulos tan


interesantes como podía. Una vez tuve la picardía de pararme en un punto
lleno de interés y decir tímidamente:

"—Temo que la fatigue, señora; ¿no desea que lo


deje?

Ella tomó la calceta; que se le había caído de las manos, y mirándome


severamente a través de las gafas, dijo con su modo brusco:

"—Acabe usted el capítulo y no sea impertinente,


señorita."

—¿Reconoció que le gustaba? —preguntó


Meg.
—¡No, hija, no! Pero dejó descansar el viejo Belsham; y cuando volví
para buscar mis guantes esta tarde, allá estaba tan absorta con El vicario
de Wakefield, que no me oyó reír, mientras yo bailaba de gusto en el
vestíbulo al pensar en el buen tiempo futuro. ¡Qué vida tan agradable
podría pasarse si quisiera! No la envidio a pesar de su dinero, porque,
después de todo, los ricos tienen tantas penas como los pobres, creo yo —
contestó Jo.

—Eso me recuerda —dijo Meg— que tengo algo que contar. No es


gracioso como el incidente de Jo, pero me dio mucho que pensar mientras
volvía. Hoy en casa de los King todos estaban alborotados y una de las
niñas dijo que su hermano mayor había hecho algo malo y que su padre lo
había echado de casa. Oía a la señora King llorar y al señor King hablar
fuerte, y Grace y Ellen volvieron las caras cuando pasaron junto a mí, para
que no viera sus ojos enrojecidos. Naturalmente, no pregunté nada, pero
me daba lástima de ellos y estaba contenta de no tener hermanos rebeldes
que hicieran cosas malas y deshonraran a la familia.

—Creo que estar deshonrando en la escuela es mucho peor que


cualquier cosa que pueden hacer chicos malos —dijo Amy, moviendo la
cabeza, como si ella tuviese larga experiencia de la vida—. Hoy vino Susie
Perkins a la escuela con una sortija de cornerina roja muy hermosa; me
encantaba tanto, que deseaba de todo corazón que fuese mía. Bueno,
dibujó ella una caricatura del señor Davis, con una nariz monstruosa, joroba
y las palabras: "¡Señoritas, que las estoy viendo!", saliendo de su boca
dentro de un globo. Estábamos riéndonos del dibujo cuando súbitamente el
profesor nos vio de veras y mandó a Susie que llevase su pizarra. Estaba
paralizada de terror, pero fue. ¿Y qué piensan que hizo él? ¡La tomó por la
oreja, imaginen, por la oreja!, la condujo a la tribuna y la hizo estar de pie
durante media hora, teniendo la pizarra de manera que todo el mundo la
pudiera ver.

—¿No se rieron las chicas cuando vieron la caricatura? —preguntó Jo,


que encontraba divertidísimo el conflicto.
— ¿Reír?, ni una; se quedaron tranquilas como ratoncitos, y Susie lloró
a mares, lo sé. No la envidiaba entonces, porque pensaba que millones de
sortijas de cornerinas no hubieran podido hacerme feliz después de eso.
Nunca hubiera podido recobrar ánimo después de tal mortificación — y
Amy continuó su trabajo, orgullosa de su virtud y de haber hecho un párrafo
tan bien construido.

—Esta mañana vi una cosa que me gustó mucho, y tenía la intención de


contarla a la hora de la comida, pero lo olvidé —dijo Beth, mientras ponía
en orden el cesto de Jo—. Cuando fui a comprar almejas, el viejo señor
Laurence estaba en la pescadería, pero no me vio, porque yo me quedé
quieta detrás de un barril y él estaba ocupado con el pescadero, señor
Cutter. Una mujer pobre entró con un balde y una escoba, y preguntó si le
permitía hacer alguna limpieza a cambio de un poco de pescado, porque no
tenía nada que dar de comer a su niño y no había encontrado trabajo para
el día. El señor Cutter estaba muy ocupado, y dijo que no de mal humor; ya
se iba ella con aire de tristeza y de hambre, cuando el señor Laurence
enganchó un pescado grande con la punta encorvada de su bastón y se lo
dio. Estaba ella tan contenta y sorprendida, que abrazó el pescado y no se
cansaba de dar las gracias al señor Laurence. " ¡Ande, ande, vaya a
guisarlo! ", le dijo él, y ella se marchó más alegre que unas castañuelas.
Qué buena acción fue, ¿verdad? ¡Qué gracioso era verla abrazando el
pescado y diciéndole al señor Laurence que Dios le diera la gloria!

Cuando terminaron de reír de la historia de Beth, pidieron a la madre


que contase otra, y, después de pensar un momento, dijo ella gravemente:

— Hoy, mientras cortaba chaquetas de franela en la sala, me sentía


muy ansiosa por papá, y pensaba qué solas y desamparadas quedaríamos
si le ocurriese algo malo. No hacía bien al preocuparme tanto, pero no
podía evitarlo, hasta que vino un viejo a hacer un pedido. Se sentó a mi
lado y me puse a hablar con él, porque parecía pobre, cansado y ansioso.
"¿Tiene usted hijos en la guerra?", le pregunté. "Sí, señora; tenía cuatro,
pero dos han muerto, otro está prisionero y ahora voy para ver al otro, que
está enfermo en un hospital de Washington", contestó sencillamente. "Ha
hecho usted mucho por su patria, señor", le dije, sintiendo hacía él respeto
en lugar de compasión.
"Ni un pedacito más de lo que debía, señora. Iría yo mismo si pudiera
servir de algo; como no puedo, doy mis hijos y los doy de buena voluntad."
Hablaba con tan buen ánimo, parecía tan sincero y tan contento de dar
toda su riqueza, que me sentí avergonzada. Yo había dado un hombre, y lo
consideraba demasiado, mientras que él había dado cuatro sin
escatimarlos; yo tenía todas mis hijas para consolarme en casa y su último
hijo lo esperaba, separado por larga distancia, quizá para decirle "adiós"
para siempre. Me sentí tan feliz y rica pensando en mi fortuna, que le hice
un buen paquete, le di
algún dinero y le agradecí la lección que me había
dado.

—Cuéntanos otra historia, mamá; una historia con moraleja, como ésta.
Me gusta pensar en ellas después, si son verdaderas y no muy
pedagógicas — dijo Jo, después de un corto silencio.

La señora March sonrió y comenzó enseguida, porque había contado


historias a aquel auditorio durante muchos años y sabía cómo complacerlo.

—Había una vez cuatro chicas que tenían lo bastante para comer y
vestirse, no pocas comodidades y placeres, buenos amigos, benévolos
padres que las amaban tiernamente y todavía no estaban contentas. (Al
llegar aquí, las oyentes se miraron a hurtadillas y se pusieron a coser
diligentemente.) Estas chicas deseaban ser buenas y tomaron excelentes
resoluciones; pero por una cosa o por otra, no lograban cumplirlas muy
bien, y con frecuencia decían: "¡Si tuviéramos tal o cual cosa!" o "¡si
pudiéramos hacer esto o aquello!", olvidando completamente cuánto tenían
ya y cuántas cosas agradables podían ya hacer. Fueron y preguntaron a
una vieja qué métodos podrían usar para ser felices, y ella les dijo: "Cuando
se sientan descontentas, piensen en lo que poseen y estén agradecidas."
(Aquí Jo levantó la cabeza, como si fuera a hablar, pero no lo hizo, al notar
que la historia no había terminado.) Como eran chicas razonables,
decidieron seguir el consejo, y quedaron sorprendidas al ver lo ricas que
eran. Una descubrió que el dinero no podía evitar que la vergüenza y la
tristeza entraran en las casas de los ricos; otra, que, aunque pobre, era
mucho más feliz con su juventud, salud y buen humor, que cierta señora,
vieja y descontentadiza, que no sabía gozar de sus comodidades; una
tercera, que desagradable como era trabajar en la cocina, era más
desagradable tener que pedirlo como una limosna, y la cuarta, que las
sortijas de cornalina no eran tan valiosas como la buena conducta. Así,
convinieron en dejar de quejarse, gozar de lo que ya tenían y tratar de
merecerlo, no fuera que lo perdiesen, en vez de que aumentara; y creo que
nunca se arrepintieron de haber seguido el consejo de la vieja.

—Vaya, mamá, qué habilidad para volver nuestros cuentos contra


nosotras y darnos un sermón en lugar de una historia —exclamó Meg.

—A mí me gusta esta clase de sermones; es de la misma clase que los


que solía contarnos papá —dijo Beth, pensativa, poniendo en orden las
agujas sobre la almohadilla de Jo.

—No me quejo nunca tanto como las demás, y ahora tendré más
cuidado todavía, porque lo sucedido a Susie me ha hecho reflexionar —
repuso Amy.

—Necesitábamos esa lección y no la olvidaremos. Si lo hacemos,


digamos, como la vieja Cloe en El Tío Tom: piensen en sus bendiciones,
niños, piensen en sus bendiciones —susurró Jo, que no podía resistir la
tentación de sacar un
chiste del sermoncito, aunque lo tomase tan en serio como las
demás.

CAPÍTULO 5 - COMO BUENOS VECINOS

—¿Qué disparate se te ha ocurrido ahora, Jo? —preguntó Meg, una


tarde de nieve, viendo cruzar el vestíbulo a su hermana con botas de goma,
un abrigo viejo con capucha, la escoba en una mano y la pala en la otra.

—Salgo para ejercitarme —respondió Jo, con un guiño


malicioso.
—Hubiera pensado que dos paseos largos por la mañana te bastarían.
Hace frío y está nublado; te aconsejo que te quedes al lado del fuego,
como yo — dijo Meg, tiritando.

—Nunca hago caso de los consejos; no puedo quedarme quieta todo el


día, y como no soy gata, no me gusta dormitar junto a la estufa. Me gustan
las aventuras y voy a buscar alguna.

Volvió Meg a calentarse los pies y leer Ivanhoe, y Jo comenzó a abrir


sendas con mucha energía. Como la nieve estaba floja pronto abrió con la
escoba una senda alrededor del jardín, para que Beth pudiera pasearse
cuando saliera el sol, porque sus muñecas enfermas necesitaban tomar
aire. El jardín separaba la casa de los señores March de la del señor
Laurence, las dos estaban en un suburbio de la ciudad, que todavía tenía
mucho de campo, con bosquecillos, prados, huertas y calles tranquilas. Un
seto bajo separaba las dos propiedades. De un lado había una vieja casa
oscura, algo desnuda y descolorida, desprovista ahora del follaje de su
emparrado y de las flores que en verano la rodeaban. Del otro lado una
casa señorial de piedra, que denotaba a las claras las señales de la
comodidad y del lujo, en la cochera grande, en los paseos que conducían a
los invernaderos y en las cosas bellas entrevistas detrás de las lujosas
cortinas. Pero, a pesar de todo, parecía una casa solitaria, sin vida; no
había niños que jugaran en el césped, ni rostro maternal que sonriera
desde la ventana, y con la excepción del viejo señor y su nieto, poca gente
salía y entraba.

A los ojos de Jo era un palacio encantado, lleno de placeres y


esplendores, que nadie disfrutaba. Por mucho tiempo había deseado
contemplar aquellas glorias escondidas y tratar al muchacho Laurence, que
parecía desear aquella amistad, aunque no sabía cómo entablarla. Desde
el baile había tenido aún más interés en tratarlo y había imaginado varios
modos de entrar en conversación con él; pero no lo había visto por aquellos
días y Jo ya empezaba a creer que se habría marchado, cuando un día, en
una ventana del piso alto, vio una cara morena mirando con nostalgia al
jardín de ellas, donde Beth y Amy se
arrojaban bolas de nieve.
"Ese muchacho sufre por falta de compañía y diversión —se dijo—. Su
abuelo no sabe lo que le conviene y lo tiene encerrado siempre solo.
Necesita la compañía de chicos alegres que jueguen con él, o por lo menos
de alguien que sea joven y animado. Ganas me dan de pasar y decírselo
así al viejo caballero."

Aficionada a las aventuras, la idea le encantaba, y aunque sus acciones


escandalizaran a Meg, no echó al olvido el plan de "pasar" a la casa vecina,
y cuando llegó la tarde de la nevada, Jo estaba lista para intentarlo. Vio
salir en coche al señor Laurence, y entonces se puso a abrir un sendero
hasta el seto, donde se paró para hacer un reconocimiento. Todo estaba
tranquilo; no se veían criados; en una ventana del piso alto, una cabeza de
pelo rizado y negro, apoyada sobre una mano delgada, era la única señal
de vida.

"Allá está —pensó Jo—. ¡Pobre chico! ¡Completamente solo y enfermo


en un día tan triste! ¡Qué lástima! Arrojaré una bola de nieve y cuando mire
le diré algo para animarlo."

Allá fue la pelota de nieve y al momento el chico volvió la cabeza,


mostrando una cara que perdió su aspecto de tristeza, con ojos que se
alegraban y labios que sonreían. Jo hizo una señal, rio y agitó la escoba
mientras gritaba:

—¿Cómo está usted? ¿Está


enfermo?

Abrió la ventana Laurie y gritó, ronco como un


cuervo:

—Mejor, gracias. He tenido un catarro terrible y llevo una semana


encerrado en casa.

—Lo siento mucho. ¿Cómo se distrae


usted?

—De ningún modo; esto es más aburrido que un


sepulcro.
—¿No lee usted?

—No mucho; no me lo permiten.

—¿No hay alguien que le lea algo en voz


alta?

—Algunas veces mi abuelo lo hace; pero mis libros no le interesan y no


me gusta pedirle siempre a Brooke que me lea.

—Entonces, llame a alguien que vaya a


visitarlo.

— No quiero ver a nadie. Los chicos hacen mucho ruido y me duele la


cabeza.

—¿No hay alguna muchacha amable que pueda leerle y entretenerlo?


Las
muchachas son más tranquilas y desempeñan con gusto el papel de
enfermeras.

—No conozco a ninguna.

—Me conoce usted a mí —comenzó a decir Jo, riéndose al punto y


parándose.

— ¡Claro que la conozco! ¿Quiere usted hacerme el favor de venir? —


gritó Laurie.

—Yo no soy una persona agradable y tranquila, pero iré si mamá me lo


permite. Voy a preguntárselo. Cierre esa ventana, como buen muchacho, y
espere que vuelva.

Con estas palabras, Jo se cargó al hombro la escoba y entró en la casa,


preguntándose qué pensarían de ella. Laurie estaba algo excitado con la
idea de recibir una visita y se apresuró a prepararse, porque, como la
señora March decía, era un "caballerito"

Para hacer honor a su visita, se peinó el cabello rizado, se puso un


cuello limpio y trató de arreglar el cuarto, que, a pesar de seis criadas,
estaba de todo menos en orden. Pronto sonó una campana y se oyó una
voz decidida preguntando por don Laurie, y una criada, sorprendida, entró
precipitadamente para anunciar la visita de una señorita.

—Bueno, que pase; es la señorita Jo —dijo Laurie, acercándose a la


puerta de su pequeño despacho para recibir a Jo, que entró sonriendo y
colorada, sin timidez alguna, con un plato tapado en una mano y en la otra
los tres gatitos de Beth.—Aquí estoy con alforja y equipaje —dijo

animadamente —. Mamá lo saluda y se alegra de que yo pueda


ayudarle a pasar el tiempo. Meg me pidió que le trajera un poquito de su
pudding blanco; lo hace muy bien; Beth pensó que la vista de los gatitos lo
alegraría. Yo sabía que iban a molestarle, pero no pude rehusar, ya que
deseaba tanto contribuir con algo.

Resultó que el gracioso préstamo de Beth tuvo gran éxito, porque al


reírse de los gatitos olvidó Laurie su timidez y entró en conversación
fácilmente.

—Esto parece demasiado bello para comerlo —dijo sonriendo con


placer, cuando Jo destapó el plato y mostró el pudding blanco, adornado
con una guirnalda de hojas verdes y rojas del geranio favorito de Amy.

—No vale nada; es sólo una manera de expresar nuestros buenos


deseos. Diga a la criada que lo guarde para cuando tome usted el té; es
muy ligero y no le hará daño; como es tan suave, se deslizará por la
garganta sin lastimarla. ¡Qué cuarto tan bonito!
—Podría serlo si estuviera bien arreglado; pero las criadas son
perezosas y no sé cómo hacer para que se esmeren. Me hacen perder la
paciencia.

—Yo se lo pondré en orden en un abrir y cerrar de ojos; sólo necesita


que se barra delante de la chimenea, así... y arreglar las cosas sobre la
repisa, así...

poner los libros aquí y los frascos allá, volver el sofá de espalda a la luz
y esponjar un poco los almohadones. Ahora está bien.
Lo estaba, efectivamente; porque, riendo y charlando, Jo había puesto
las cosas en su sitio, de manera que el cuarto tenía otro aspecto. Laurie la
observaba manteniendo un silencio respetuoso, y cuando ella lo invitó a
acomodarse en el sofá, se sentó, dando un suspiro de satisfacción y
diciendo con gratitud:

—¡Qué amable es usted! Sí, eso era lo que faltaba. Ahora hágame el
favor de sentarse en la butaca y permítame que haga algo para entretener
a mi visita.

— No; yo soy quien ha venido para entretenerlo a usted. ¿Quiere que le


lea en voz alta? —dijo Jo, mirando cariñosamente los libros que le parecían
llenos de interés.

—Muchas gracias, pero los he leído todos; y, si no le desagrada,


preferiría charlar —respondió Laurie.

—Ni en lo más mínimo; puedo hablar todo el día si me da usted cuerda.


Dice Beth que soy una cotorra.

—¿Es Beth la de las mejillas rosadas, que se queda mucho en casa y


sale, a veces, con una cesta? —preguntó Laurie con interés.

—Sí, esa es Beth; es muy amiga mía y una niña


bonísima.

—La hermana bonita es Meg y la del pelo rizado es Amy, ¿No es


así?

—¿Cómo ha descubierto usted todo eso? Laurie se ruborizó, pero


contestó francamente:

— Muchas veces las oigo llamarse unas a otras, y cuando estoy aquí
arriba solo no puedo evitar mirar a su casa; ustedes siempre parecen estar
contentas. Dispénseme si soy descortés, pero a veces se olvidan de correr
las cortinas donde están las flores, y cuando están encendidas las
lámparas, es un verdadero cuadro el que forman ustedes con su madre,
todas alrededor de la mesa; su madre se sienta siempre enfrente y parece
tan amable detrás de las flores, que no puedo dejar de mirarla. No tengo
madre, ¿sabe usted? —y Laurie atizó el fuego para ocultar un temblor
nervioso en sus labios, que no podía dominar.

La expresión de soledad y nostalgia de sus ojos conmovió a Jo. Ella


había recibido una educación tan sencilla, que carecía de malicia, y a pesar
de haber
cumplido quince años, era tan inocente y sincera como una pequeña.
Laurie estaba enfermo y solo, y comprendiendo lo rica que era ella en amor
paternal y felicidad, trató alegremente de compartir su riqueza con él. Había
una expresión muy amistosa en su cara morena y una dulzura poco
acostumbrada en su voz clara al decir:

— No cerraremos más aquella cortina y le permitimos mirar todo lo que


quiera. Pero en vez de mirar, debía usted venir a vernos. Mi madre es tan
buena, que le haría mucho bien, y Beth le cantaría a usted, si yo se lo
pidiera, y Amy bailaría; Meg y yo lo haríamos reír con nuestros trajes
teatrales y pasaríamos ratos muy alegres. ¿No le permitiría su abuelo
venir?

— Creo que lo permitiría si su madre se lo pidiera. Él es muy amable,


aunque no lo parece, y me deja hacer casi todo lo que quiero; solamente
teme que moleste a los extraños —dijo Laurie, animándose gradualmente.

—Pero no somos extraños, somos vecinos, y no nos molestaría nunca.


Deseamos tratarnos con usted y yo lo he intentado muchas veces. No
llevamos aquí mucho tiempo, como usted sabe, y hemos hecho amistad
con todos los vecinos, menos con ustedes.

—Usted verá: mi abuelo vive entre sus libros y no le interesa lo que


pasa en el mundo. El señor Brooke, mi profesor, no vive aquí, y no tengo
nadie que pueda acompañarme; me quedo en casa y me arreglo como
puedo.

—Es una lástima; debe animarse y hacer visitas a todas partes donde lo
inviten; así tendrá muchos amigos y casas agradables donde ir. No haga
caso de su timidez; no le durará mucho tiempo si empieza a salir.
Laurie se puso colorado de nuevo, pero no se ofendió por lo de la
timidez; había tanta buena voluntad en los consejos de Jo, que era
imposible tomarlos a mal.—¿Le gusta a usted su escuela? —preguntó

el chico, cambiando de conversación, después de una breve pausa.


—No voy a la escuela; soy hombre de negocios; muchacha de
negocios, quiero decir. Le hago compañía a mi tía, una querida vieja
gruñona — respondió Jo.

Laurie iba a hacer otra pregunta, pero recordando a tiempo que no era
cortés averiguar demasiado las vidas ajenas, se calló otra vez, un poco
cortado. Jo apreció sus buenas maneras, pero como no le importaba
mucho reírse un poco a costa de la tía March, hizo una ingeniosa
descripción de la señora vieja e impaciente, de su perro de lanas, de su
loro, que hablaba español, y de la biblioteca donde tanto se divertía ella.
Laurie escuchaba encantado, y cuando le contó el episodio del caballero
viejo y presumido que fue una vez a hacer la
corte a la tía March, y cuando estaba en medio de una bella frase el loro le
quitó la peluca, con gran desaliento del galán, el muchacho se desternilló
de risa, y una criada asomó la cabeza por la puerta para ver qué pasaba.

—¡Oh, esto me hace mucho bien! ¡Siga, siga, haga el favor! —dijo
retirando la cara del almohadón, colorada y resplandeciente de alegría.

Muy satisfecha de su éxito, Jo siguió, efectivamente, y habló de sus


juegos y proyectos, de sus esperanzas y temores por su padre y los
acontecimientos más interesantes del mundo pequeño en el cual se movían
las hermanas. Después se pusieron a hablar de libros, y Jo descubrió con
placer que Laurie los amaba tanto como ella y había leído aún más.

—Si le gustan tanto, bajemos para que vea los nuestros. Mi abuelo está
fuera, no tema —dijo Laurie.

—Yo no tengo miedo de nada —respondió Jo, sacudiendo la


cabeza.
—¡Lo creo! —contestó el chico, mirándola con admiración aunque
pensando que no le faltarían razones para tener miedo del viejo caballero si
se encontraba con él en algunos momentos de mal humor.

Como toda la casa estaba muy templada, Laurie llevó a Jo de sala en


sala, dejándola examinar cualquier cosa que le llamara la atención, hasta
que llegaron a la biblioteca, donde ella dio unas cuantas palmadas y saltos,
como solía hacer cuando se entusiasmaba. La biblioteca estaba atestada
de libros, y había también cuadros y estatuas, vitrinas encantadoras llenas
de monedas y curiosidades, butacas que invitaban al descanso, mesas
raras y figuras de bronce, y, lo mejor de todo, una chimenea abierta,
encuadrada por curiosos azulejos.

—¡Qué riqueza! —suspiró Jo, dejándose caer en una butaca tapizada


de terciopelo y mirando a su alrededor con intensa satisfacción—.
Theodore Laurence, debería usted ser el chico más feliz del mundo —
agregó, gravemente.

—Un chico no puede vivir y alimentarse de libros —dijo Laurie,


sentándose sobre una mesa de enfrente.

Antes de que pudiera agregar más sonó una campana, y Jo dio un


salto, exclamando alarmada:

—¡Ay de mí! ¡Es su abuelo!

—Bueno, ¿y qué importa? ¿Usted no tiene miedo de nada, verdad? —


respondió el chico, con aire de picardía.

—Creo que le tengo un poquito de miedo, pero no sé por qué. Mamá


me dio permiso para venir, y no creo que usted se haya empeorado por mi
visita
— dijo Jo, dominándose, aunque tenía los ojos clavados en la
puerta.

—Al contrario, me ha hecho mucho bien, y le estoy muy agradecido;


pero temo que usted se haya cansado de hablarme; es tan agradable, que
no me resignaba a parar —repuso Laurie sinceramente.
—El médico, que viene a verle a usted, señorito —dijo la
criada.

—Dispénseme un minuto. Tengo que ir a verlo —susurró


Laurie.

—No se preocupe por mí. Aquí estoy tan contenta como unas
castañuelas —respondió Jo.

Se fue Laurie y su visitante se entretuvo a su manera. Estaba enfrente


de un buen retrato del señor anciano, cuando la puerta volvió a abrirse, y,
sin darse vuelta, dijo ella decididamente:

—Ahora estoy segura de que no le tendría miedo, porque sus ojos son
benévolos aunque la boca sea algo severa, y parece una de esas personas
firmes que siempre hacen lo que quieren. No es tan guapo como mi abuelo,
pero me agrada.

—¡Gracias, señorita! —respondió una voz ronca a sus


espaldas.

Se volvió espantada, y se encontró frente a frente con el viejo señor


Laurence. La pobre Jo enrojeció hasta más no poder y su corazón empezó
a latir a velocidad vertiginosa. Un deseo violento de escaparse la invadió;
pero significaba una cobardía las y muchachas se reirían de ella; decidió
quedarse y salir del paso como pudiera. Otra mirada le mostró que los ojos
vivaces que la miraban bajo las cejas espesas y grises eran aún más
benévolos que en el retrato; en ellos había un guiño picaresco que aplacó
en mucho su temor. La voz era aún más ronca que antes cuando el viejo
señor dijo bruscamente, después de una pausa terrible:

—¿Conque no me tiene miedo,


eh?

—No mucho señor.

—¿Y no me ve usted tan guapo como su


abuelo?
—No, señor, no tanto.

—¿Y hago siempre lo que quiero, no es


así?

—Sólo dije que parecía.

—Pero, a pesar de eso, ¿le


agrado?

—Así es, señor.

Las respuestas conformaron al viejo caballero; se rio un momento, le


estrechó la mano, y, asiéndola de la barbilla, le examinó la cara, diciendo
después con un movimiento de
cabeza.

—Tiene usted el espíritu de su abuelo, aunque no se parece a él; era


buen mozo, querida mía; pero, lo que vale más, era un hombre valiente y
honrado, y me siento orgulloso de haber sido su amigo.

—Gracias, señor —dijo Jo, perdiendo después de esto toda su


timidez.

—¿Qué ha estado usted haciendo con este muchacho mío? —fue la


pregunta siguiente, hecha abruptamente.

—Solamente he tratado de ser buena vecina, señor —y Jo explicó el


porqué de su visita.

—Piensa usted que él necesita que lo animen un poquito; ¿no es


así?

—Sí, señor; parece algo solitario, y quizá la compañía de jóvenes le


haría bien. Somos solamente muchachas, pero nos alegraríamos de poder
ayudar, si es posible, porque no nos olvidamos del magnífico regalo de
Navidad que usted nos envió —dijo vivamente Jo.

—¡Ta, ta, ta! ¡Fue cosa del chico! ¿Cómo está la pobre
mujer?
—Muy mejorada, señor —y Jo se puso a hablar velozmente de la
familia Hummel, en la cual su madre había interesado a amigos más ricos
que ellas.

—Esa era la manera que tenía el padre de su madre de usted de hacer


el bien. Iré a ver a su madre algún día. Dígaselo así. Ya suena la campana
para el té; lo tomamos temprano a causa del chico. Baje con nosotros, y
siga siendo buena vecina.

—Si no le estorba mi compañía,


señor.

—Si me estorbara no la invitaría —respondió el señor Laurence,


ofreciéndole el brazo con la cortesía de los viejos tiempos.

"¿Qué diría Meg si nos viera?", pensó Jo, mientras caminaba con su
nuevo amigo, imaginándose cómo la escucharían en su casa cuando les
contara los acontecimientos del día.

—¿Qué mosca le ha picado al mozo? —dijo el viejo señor, mientras


Laurie bajaba corriendo la escalera y se paraba en seco, estupefacto, a la
vista de Jo del brazo de su formidable abuelo.

— No sabía que había usted vuelto, señor —dijo mientras echaba a Jo


una mirada triunfal.

—Se ve que no lo sabía por la manera de bajar la escalera. Venga


usted a tomar el té, señor, y pórtese como un caballero —y después de dar
al muchacho un cariñoso tirón de pelo, el señor Laurence continuó andando
mientras su nieto gesticulaba a sus espaldas con tanta gracia, que por poco
provocan una explosión de risa en
Jo.

Mientras bebía cuatro tazas de té, el abuelo habló poco pero observaba
a los jóvenes, que charlaban como antiguos amigos, y no le pasó
inadvertido el cambio operado en su nieto. Había color y vivacidad en la
cara del chico y una alegría genuina en su risa.

"Ella tiene razón; el chico está muy solo. Veré lo que pueden hacer esas
niñas para solucionarlo", pensó el señor Laurence, mientras observaba y
escuchaba. Jo le gustaba por sus maneras bruscas y originales; parecía
entender al muchacho casi tan bien como si ella misma fuera muchacho.

Si los Laurence hubieran sido lo que Jo llamaba "tiesos y almidonados",


no se hubiera entendido con ellos, porque la gente así siempre la coartaba
e irritaba; pero viéndolos tan francos y naturales, ella lo estaba también y
les produjo buena impresión. Cuando se levantaron quiso despedirse, pero
Laurie dijo que tenía algo más que mostrarle, y la condujo al invernadero
que estaba iluminado en su honor. Era como un lugar encantado, con las
paredes cubiertas de flores de cada lado, la dulce luz, el aire húmedo y tibio
y las vides y plantas exóticas. Su nuevo amigo cortó las flores más bellas, y
las ató en un ramo, diciendo, con mirada alegre:

—Hágame el favor de dárselas a su señora madre, y dígale que me


gusta mucho la medicina que me envió.

Encontraron al señor Laurence de pie delante del fuego en el salón. La


atención de Jo quedó completamente cautivada por un hermoso piano de
cola, abierto.

—¿Toca usted el piano? —preguntó Jo volviéndose a Laurie con


expresión llena de respeto.

—Algunas veces —respondió.

—Hágame el favor de tocar el piano ahora; deseo oírlo para


contárselo a

Beth.

—¿No querrá usted tocar primero?

—No sé tocar; soy demasiado torpe como para aprender, pero me


gusta mucho la música.

Tocó Laurie el piano, y Jo lo escuchó con la nariz escondida entre


heliotropos y rosas. Su respeto y estimación del "muchacho Laurie"
aumentó, porque tocaba muy bien y sin presunción. Deseaba que Beth
pudiese oírle, pero no lo dijo; elogió su arte hasta confundir al chico, y su
abuelo lo sacó del aprieto.

—Basta, basta, señorita, no le convienen tantas alabanzas. No está mal


su
música, pero espero que sea tan aplicado en cosas más importantes. ¿Se
va usted ya? Bueno, muchas gracias, y venga otra vez. Mis saludos a su
señora madre; buenas noches, doctor Jo.

Le dio la mano amablemente, pero parecía algo contrariado. Cuando


estaban en el vestíbulo, Jo preguntó si había dicho alguna cosa
inconveniente, pero Laurie meneó la cabeza.

—No; la falta fue mía; no le gusta oírme tocar el


piano.

—¿Por qué no?

—Se lo diré otro día. John la acompañará a su casa, porque yo no


puedo hacerlo.

—No es necesario; no soy una señorita, y estoy a un paso. Cuídese


mucho.

—Sí, pero espero que volverá.

Si usted promete venir a vemos cuando se haya


restablecido.

—Lo haré con mucho gusto.

—Buenas noches, Laurie.

—Buenas noches, Jo, buenas


noches.

Cuando contó todas las aventuras de la tarde, la familia se sintió


inclinada a hacer una visita en corporación, porque cada una encontró algo
muy atractivo en la casa grande. La señora March deseaba hablar de su
padre con el anciano, que no lo había olvidado; Meg, anhelaba pasearse
por el invernadero; Beth, suspiraba por tocar el piano de cola, y Amy
ambicionaba ver los bellos cuadros y estatuas.

—Mamá, ¿por qué no le gustó al señor Laurence oír tocar el piano a


Laurie? —preguntó Jo.

—No estoy segura, pero pienso que la razón es que su hijo se casó con
una señora italiana, estudiante de música, lo cual enojó al viejo, que es
muy orgulloso. La señora era buena, hermosa y culta, pero a él no le gustó,
y desde el casamiento no volvió a ver a su hijo. Los padres de Laurie
murieron siendo él pequeño y entonces el abuelo lo trajo a su casa. Me
imagino que el chico, que nació en Italia, no es muy fuerte, y que el viejo
teme perderlo, por lo cual lo cuida mucho. El amor a la música le viene a
Laurie de nacimiento, porque se parece a su madre, y me figuro que su
abuelo teme que quiera ser músico; de todas maneras, su habilidad le
recuerda a la mujer que no quería, y por eso frunció el ceño, como dice Jo.

—¡Ay de mí!, ¡qué romántico! —exclamó Meg.

—¡Qué tonto! —dijo Jo—; que lo dejen ser músico si quiere, y no lo


fastidien mandándolo al colegio aunque lo
aborrezcan.

—Eso explica por qué tiene ojos grandes y negros, y buenos modales,
supongo; los italianos siempre son simpáticos —dijo Meg, que era algo
sentimental.

—¿Qué sabes tú de sus ojos y de sus modales? Apenas has hablado


con él —gritó Jo, que no tenía nada de sentimental.

—Lo vi en el baile, y lo que has contado demuestra que sabe cómo


conducirse. Lo que dijo de la medicina enviada por mamá estuvo muy bien

dicho.—Supongo que él quiso decir el pudding blanco.

—¡Qué tonta eres, niña! Quiso decir que tú lo eras, eso está bien
claro.

—¿De veras? —dijo Jo, abriendo los ojos, como si no se le hubiera


ocurrido tal cosa antes.

—¡Jamás he visto una muchacha como tú! Cuando recibes un cumplido


no te enteras —repuso Meg, con aspecto de persona entendida.

—Pienso que es todo tontería; te agradeceré que no seas tonta y no


estropees mi diversión, Laurie es un buen chico y me gusta; no consiento
alusiones sentimentales o cumplimientos y estupideces por el estilo,
seremos buenas con él, porque es huérfano de padre y madre, y puede
venir a visitarnos; ¿verdad, mamá?

—Sí, Jo; tu amiguito será bienvenido, y espero que Meg recordará que
las niñas deben ser niñas tanto tiempo como puedan.

—Yo no me tengo por niña, y aún no he entrado en los trece años —


dijo Amy—. ¿Qué dices tú, Beth?

—Yo pensaba en nuestro "Peregrino" —respondió Beth, que no había


oído una palabra—. Cómo salíamos del Pantano del Desaliento y pasamos
por la Puerta Estrecha al resolver ser buenas y subimos al collado
Dificultad, procurando serio; y esa casa allá va a ser nuestro Palacio
Hermoso.

—Pero antes tenemos que pasar junto a los leones —dijo Jo, como si la
perspectiva de tal encuentro fuera muy atrayente.

CAPÍTULO 6 - BETH DESCUBRE EL PALACIO HERMOSO

La casa grande resultó ser un palacio hermoso, aunque pasó algún


tiempo antes de que todas entraran en él. Beth encontró muy difícil pasar
junto a los
leones. El viejo señor Laurence fue el más grande de todos; pero después
de su visita, cuando dijo algo gracioso o amable a cada muchacha, y habló
de tiempos viejos con la señora March, nadie, con excepción de la tímida
Beth le temía mucho.
El otro león era su pobreza y la riqueza de Laurie; porque no querían
aceptar atenciones a las cuales no podían corresponder. Pero después de
algún tiempo descubrieron que él era quien se consideraba favorecido; todo
le parecía poco para demostrar su gratitud a la bienvenida maternal de la
señora March, la compañía alegre de las chicas y el consuelo que encontró
en su humilde casa; de modo que pronto olvidaron el orgullo y cambiaron
atenciones mutuas, sin detenerse a pensar cuál era mayor.

La nueva amistad crecía como hierba en primavera. A todas les


gustaba Laurie, y él, por su parte, dijo confidencialmente a su abuelo que
las March eran muchachas excelentes. Con el delicioso entusiasmo de la
juventud, acogieron al muchacho solitario de tal manera que pronto era
como de la casa, y halló encantador el compañerismo inocente de aquellas
chicas sencillas. No habiendo conocido jamás madre ni hermanas,
experimentó pronto su influencia; su dinamismo y laboriosidad lo avergonzó
de la vida indolente que llevaba. Estaba cansado de libros y ahora le
interesaban tanto las personas, que el señor Brooke, su profesor, tuvo que
dar informes poco satisfactorios de su trabajo; porque Laurie siempre
"hacía rabonas" y se escapaba a casa de la señora March.

— No haga caso; déjelo que se tome una vacación, y, después


recuperará el tiempo perdido —dijo el viejo señor—. La buena señora,
nuestra vecina, dice que él estudia demasiado y necesita compañía joven,
diversión y ejercicio. Sospecho que tiene razón, y que yo he estado
cuidando al muchacho como si fuese su abuela. Que haga lo que quiera,
con tal que sea feliz; no puede hacer muchas picardías en esa casa de
monjitas, y la señora March le ayuda más que nosotros.

¡Qué buenos ratos pasaban! ¡Qué representaciones y cuadros vivos!


¡Qué carreras de trineos y juegos de patinar! ¡Qué veladas tan alegres en
la vieja sala, y de vez en cuando convites en la casa grande! Meg podía
pasearse por el invernadero cuando quería y disfrutar de las flores; Jo
devoraba los libros y hacía desternillar de risa al viejo caballero con sus
críticas; Amy copiaba cuadros y se complacía con la belleza de estatuas y
estampas, y Laurie hacía los honores de la casa de una manera
encantadora.
Pero Beth, aunque muy atraída por el piano de cola, no tenía valor para
ir a la "mansión de la dicha", como la llamaba ella. Fue una vez con Jo,
pero el viejo señor, ignorante de su debilidad, la miró fijamente por debajo
de sus espesas cejas, lanzando un "¡ah!" tan fuerte que la dejó aterrada; se
fue
corriendo y declaró que no volvería más ni aun por el piano querido. No
hubo razonamientos ni ruegos que pudieran vencer su miedo, hasta que, al
llegar el hecho a oídos del señor Laurence de modo misterioso, él se
encargó de buscar una solución. Durante una de sus breves visitas, dirigió
hábilmente la conversación hacia la música; habló de los famosos
cantantes que había visto, de los bellos órganos que había oído, y contó
anécdotas tan interesantes, que Beth, dejando su rincón lejano, fue
acercándose poco a poco, como fascinada. Se puso detrás de la silla del
viejo y escuchaba con los bellos ojos bien abiertos y las mejillas coloreadas
por la emoción. Sin hacer más caso de ella que si hubiese sido una mosca,
el señor Laurence continuó hablando de las lecciones y maestros de
Laurie; y entonces, como si la idea se le acabara de ocurrir, dijo a la señora
March:

—El chico descuida ahora la música, me alegro, porque se estaba


aficionando demasiado. Pero el piano sufre por la falta de uso; ¿no le
gustaría a alguna de sus hijas venir a practicar de vez en cuando para que
no se desafine?

Beth avanzó un poquito, apretándose las manos para no dar palmadas,


porque la tentación era fuerte, y el pensamiento de practicar en aquel
magnífico instrumento casi le quitó el aliento. Antes de que pudiese
responder la señora March, el señor Laurence continuó diciendo con un
curioso movimiento de cabeza:

—No necesitan ver o hablar a nadie, sino entrar a cualquier hora; yo


estoy encerrado en mi estudio, al otro extremo de la casa; Laurie está
mucho fuera, y pasadas las nueve las criadas no se acercan al salón. Al
decir esto, se levantó como para irse y añadió—: Hágame el favor de
repetir lo que he dicho a las niñas, pero si no desean venir no importa.
En esto una mano pequeña se deslizó en la suya, y Beth levantó a él
los ojos, con la cara llena de gratitud, diciendo con sinceridad, aunque
tímida:

—Sí, señor; ¡lo desean mucho,


muchísimo!

—¿Eres tú la aficionada a la música? —preguntó él sin brusquedad,


mirándola cariñosamente.

—Soy Beth; me gusta muchísimo la música e iré, si está usted seguro


de que nadie me oirá y que no molestaré —añadió, temiendo ser descortés
y temblando de su propia audacia a medida que hablaba.

— Ni un alma, querida mía; la casa está vacía la mitad del día; ven y
haz todo el ruido que quieras; te lo agradeceré.

—¡Qué amable es usted,


señor!

Beth se ruborizó bajo su mirada amistosa, y ya sin miedo, le estrechó la


mano, porque le faltaban palabras para darle las gracias por el regalo
precioso que le había hecho. El viejo caballero le acarició suavemente la
cabeza, e inclinándose la besó, diciendo en tono raro en él:

—Yo tenía una niña con los ojos como los tuyos, Dios te bendiga,
querida mía. ¡Buenos días, señora! —y se fue precipitadamente.

¡Cómo cantaba Beth aquella tarde, y cuánto se rieron de ella porque


durante la noche despertó a Amy tocando el piano sobre su cara, en
sueños! Al día siguiente, habiendo visto salir al abuelo y a su nieto, Beth,
después de retroceder dos o tres veces, entró por la puerta lateral y se
encaminó silenciosa como un ratoncillo, al salón donde estaba su ídolo. Por
casualidad, había algunas piezas fáciles de música sobre el piano; con
manos temblorosas y haciendo pausas frecuentes para escuchar y mirar
alrededor, Beth tocó al fin el magnífico instrumento; inmediatamente olvidó
su miedo, se olvidó de sí misma y lo olvidó todo por el encanto indecible
que le daba la música, porque era como la voz de un amigo querido.
Se quedó allí hasta que Hanna vino a buscarla para la comida; pero no
tenía apetito, y no hacía más que sonreír a todas en estado de perfecta
beatitud.

Desde entonces, casi todos los días, la capuchita bruna atravesó el


seto, y un espíritu melodioso, que parecía entrar y salir sin ser visto,
visitaba el salón grande. Jamás supo que muchas veces el viejo señor
abría la puerta de su estudio para escuchar los aires antiguos, que le
gustaban; jamás vio a Laurie hacer guardia en el vestíbulo para que no se
acercasen las criadas; jamás sospechó que los libros de ejercicios
musicales y las canciones nuevas, colocadas en el musiquero, habían sido
puestos allí para ella; y cuando en su casa el muchacho hablaba de música
con ella, sólo pensó en su amabilidad al decirle cosas que la ayudaban
tanto. De manera que disfrutó mucho y halló que la realidad era tan buena
como su deseo la había imaginado, cosa que no se ve siempre en la vida.
Quizá por estar tan agradecida a esta bendición recibió otra; de todas
maneras, merecía las dos.

—Mamá, he pensado bordar un par de zapatillas para el señor


Laurence. Es tan amable conmigo, que debo agradecerle, y no sé otro
modo de hacerlo. ¿Puedo bordarlas? —preguntó Beth, unas semanas
después de su visita.

—Sí, querida mía; le agradará mucho, y será un buen modo de darle las
gracias. Las muchachas te ayudarán con ellas, y yo pagaré el gasto de
poner las suelas cuando estén listas.

Después de largas discusiones con Meg y Jo, se escogió el dibujo, se


compraron los materiales y se comenzaron las zapatillas. Encontraron
apropiado un pequeño ramillete de pensamientos, serios sin dejar de ser
alegres, sobre un fondo de púrpura más oscuro, que Beth bordó,
ayudándola
sus hermanas, de vez en cuando, en las partes más difíciles. Como era
muy hábil para las labores de aguja, las zapatillas se terminaron antes de
que llegaran a aburrir a ninguna de ellas. Entonces escribió una cartita
sencilla, y con la ayuda de Laurie logró ponerlas furtivamente encima de la
mesa del estudio, una mañana, antes de que se levantase el viejo
caballero.

Pasada la emoción del momento, Beth esperó para ver qué sucedería.
Pasé todo el día y parte del siguiente sin que llegase una respuesta, y
comenzaba a temer que había ofendido a su enigmático amigo. La tarde
del segundo día salió para hacer un recado. Al volver vio desde la calle a
tres, mejor dicho, cuatro cabezas que aparecían y desaparecían en la
ventana de la sala, y luego oyó varias voces alegres que le gritaban:

—¡Carta del viejo señor para ti! ¡Ven corriendo!

—¡Beth! ¡Te ha enviado...! — comenzó a decir Amy, gesticulando con


desusada energía; pero no pudo decir más porque las otras cerraron la
ventana.

Beth, sorprendida, apuró el paso; a la entrada la agarraron sus


hermanas, y en procesión triunfal la llevaron a la sala, diciendo a la vez:

—¡Mira! ¡Mira!

Beth miró, efectivamente, y palideció de alegría y sorpresa al


contemplar un pequeño piano vertical, sobre cuya tapa brillante había una
carta dirigida a la "señorita Elizabeth".

—¿Para mí? —preguntó Beth, agarrándose a Jo para no caer al suelo,


de emoción.

—¡Claro que es para ti, querida mía! ¡Qué generoso ha sido! ¿No te
parece que es el anciano más bueno del mundo? Aquí está la llave, dentro
de la carta, no la hemos abierto, aunque estábamos deshechas por saber
lo que dice — gritó Jo, abrazándose a su hermana y dándole la cartita.

—¡Léela tú; yo no puedo; me siento tan extraña! ¡Qué hermoso es! —y


Beth escondió la cara en el delantal de Jo, completamente dominada por su
emoción.

Jo abrió el sobre y se echó a reír, porque las primeras palabras que vio
eran:Señorita March. Muy señorita mía:

—¡Qué bien suena! Quisiera que alguien me escribiese así —dijo Amy,
pensando que tal encabezamiento era muy elegante.

He tenido muchos pares de zapatillas en mi vida, pero ningunas que me


hayan quedado tan bien como las suyas —continuó Jo—. El pensamiento
es mi flor preferida, y éstos me recordarán siempre a la amable donante.
Me
gusta pagar mis obligaciones, por lo cual creo que usted permitirá al
"caballero anciano" enviarle algo que perteneció en otro tiempo a la
pequeña nieta que perdió. Expresando a usted mis cordiales gracias y
buenos deseos, quedo

Su amigo agradecido y atento servidor, James


Laurence.

—Vaya, Beth, éste es un honor del cual puedes estar orgullosa. Laurie
me dijo cuánto quería el señor Laurence a la niña que murió y con cuánto
cuidado guardaba todas sus cosas. Piénsalo bien, te ha dado su mismo
piano. Mira lo que resulta de tener ojos grandes y azules y ser aficionada a
la música —dijo Jo, tratando de calmar a Beth, que temblaba tan excitada
como jamás estuviera en su vida.

—Mira los encantadores candeleros y la seda verde, que parece tan


bonita con la rosa de oro en el centro, y el taburete, todo completo —replicó
Meg, abriendo el instrumento para mostrar sus bellezas.

—"Su atento servidor, James Laurence", y te lo ha escrito a ti. ¡Figúrate!


Tengo que decírselo a las chicas; les parecerá estupendo —agregó Amy,
muy impresionada.

— ¡Tócalo, hija de mi alma!, que oigamos el sonido del pianillo —dijo


Hanna, que siempre participaba de las alegrías y tristezas de la familia.

Beth tocó, y todas declararon que era el piano más extraordinario que
habían oído.
Evidentemente acababa de ser afinado y arreglado, pero, a pesar de su
perfección, creo que el verdadero encanto para ellas consistía en la cara
radiante de felicidad con que Beth tocaba cariñosamente las hermosas
teclas, blancas y negras, y apretaba los brillantes pedales.

— Tendrás que ir a darle las gracias —dijo Jo, por pura broma, porque
no tenía la menor idea de que la niña fuera de veras.

—Sí, pienso hacerlo; y mejor será hacerlo ahora mismo, antes de que
me entre miedo pensándolo mucho — y con indecible asombro de toda la
familia, Beth salió al jardín, atravesó el seto y entró en casa de los
Laurence.

—¡Válgame Dios! ¡Esto sí que es la cosa más extraña que he visto en


mi vida! Tiene la cabeza trastornada por el piano.

—Si no hubiera perdido el juicio, no hubiera ido —exclamó Hanna,


viéndola marchar. El milagro dejó mudas a las muchachas.

Se hubieran sorprendido aún más de haber visto lo que hizo Beth


después. Fue y llamó a la puerta del estudio sin darse tiempo para pensar;
y cuando una voz ronca gritó "adelante", entró y se acercó al señor
Laurence, que parecía completamente sorprendido; ella extendió la mano y
dijo con voz temblorosa:
—He venido para darle las gracias, señor, por... —pero no concluyó
porque él parecía tan amable, que se olvidó por completo de su discurso, y
acordándose sólo de que había perdido su niña querida, le echó los brazos
al cuello y le dio un beso.

Si el techo de la casa se le hubiera caído, no se hubiera sorprendido


más el anciano caballero; pero le gustó, sin duda, le gustó
extraordinariamente, y tanto lo conmovió y agradó aquel beso, lleno de
confianza, que toda su aspereza desapareció; sentó a la niña en sus
rodillas y puso su mejilla arrugada sobre la rosada mejilla de su amiguita,
imaginándose que tenía a su propia nieta otra vez. Beth perdió su miedo
desde aquel momento, y sentada allí charló con su viejo amigo tan tranquila
como si lo hubiese conocido toda su vida; el amor desecha el temor, y la
gratitud vence el orgullo. Cuando volvió a su casa, él la acompañó hasta su
propia puerta, le estrechó la mano cordialmente y se quitó el sombrero al
retirarse, muy arrogante y erguido, como marcial caballero que era.

Cuando las muchachas vieron semejante despedida, Jo se puso a


danzar, Amy casi se cayó de la ventana y Meg exclamó, elevando las
manos:

—¿No se hunden las


esferas?

CAPÍTULO 7 - AMY PASA POR EL VALLE DE LA HUMILLACIÓN

— ¿No es ese muchacho un verdadero cíclope? —dijo Amy un día, al


ver pasar a Laurie a caballo haciendo floreos con el látigo.

—¿Cómo te atreves a decir tal cosa, cuando el chico tiene sus dos
ojos? ¡Y muy hermosos que son! —exclamó Jo, a quien no le gustaba oír
observaciones desconsideradas sobre su amigo.

—No he dicho nada de sus ojos, y no comprendo por qué te enojas


cuando admiro su modo de montar a caballo.

—¡Válgame Dios!; esta boba quiso decir un centauro y lo llamó un


cíclope —exclamó Jo.

—No hay que ser tan descortés; fue solamente un lapsus linguae, como
dice el señor Davis —respondió Amy, dejando estupefacta a Jo con su
latín.

—Quisiera tener una parte del dinero que Laurie se gasta en ese
caballo — añadió, como si hablara para sí, pero con la esperanza de que la
oyesen sus hermanas.

—¿Por qué? —preguntó Meg


amablemente.
—¡Me hace tanta falta!; tengo muchísimas deudas y falta un mes para
que me llegue el turno de recibir el dinero para mis gastos.

—¿Tienes deudas, Amy?; ¿qué quieres decir? —preguntó


gravemente.

—Debo, por lo menos, una docena de limas y no puede pagarlas, ya


ves, hasta que tenga el dinero, porque mamá no permite que se anote nada
a cuenta en la tienda.

—Dímelo todo —es que están las limas de moda ahora? Antes era
guardar cachos de goma para hacer pelotas.

—Ya ves, las chicas están siempre comprándolas, y si una no quiere


que la consideren tacaña, tiene que comprarlas también. No piensan más
que en las limas. Todas las están chupando en sus pupitres durante las
horas de escuela y las cambian por lápices, sortijas de azabache, muñecas
de papel u otra cosa durante el recreo. Si una muchacha es amiga de otra,
le regala una lima; si la quiere fastidiar, come una lima delante de ella, sin
ofrecerle ni una chupada. Se convidan por turno, y yo he recibido
muchísimas, pero no he podido corresponder y debo hacerlo, porque son
deudas de honor; ¿comprendes?

—¿Cuánto costaría pagarlas todas y restituir tu crédito? —preguntó


Meg, sacando su portamonedas.

—Un peso bastaría; y aún sobrarían unos centavos para regalarte


algunas. ¿No te gustan las limas?

— No mucho; puedes tomar mi parte. Aquí tienes el dinero; hazlo durar


todo lo que puedas, porque ya sabes que no hay mucho.

—¡Oh; gracias!, ¡qué lindo debe ser tener dinero propio! Tendré un
verdadero banquete, porque esta semana no he probado ni una. No me
animaba a tomarlas, no pudiendo yo dar otras y sufro por no tenerlas.

Al día siguiente Amy llegó algo tarde a la escuela; no pudo resistir la


tentación de mostrar, con orgullo excusable, antes de ponerlo en el interior
de su pupitre, un paquete de papel oscuro.

En muy pocos minutos corrió por su grupo el rumor de que Amy March
tenía veinticuatro limas, y que iba a convidar; sus amigas la colmaban de
atenciones. Katy Brown la invitó a su próxima fiesta; Mary Kingsley insistió
en prestarle su reloj hasta la hora del recreo, y Jenny Snow, una señorita
algo mordaz, que se había burlado mucho de Amy cuando ésta no tenía
limas, inmediatamente intentó hacer las paces y se ofreció a proporcionarle
las soluciones de algunos formidables problemas de aritmética. Pero Amy
no se había olvidado de las cáusticas observaciones que hiciera en otras
ocasiones, y destruyó las esperanzas de aquella muchacha con un
telegrama aterrador: "Es inútil que te vuelvas amable de repente, porque no
tendrás ninguna.
Sucedió aquella mañana que un personaje visitó la escuela y elogió los
mapas de Amy, dibujados con mucha habilidad. Aquel honor a su enemiga
irritó a la señorita Snow y puso ufana como un pavo real a la señorita
March. Pero, ay, el orgullo nunca está lejos de la caída, y la vengativa
Snow devolvió el rechazo con desastroso resultado. Tan pronto como el
visitante hizo los elogios acostumbrados y se marchó, Jenny, so pretexto
de hacer una pregunta importante, hizo saber al señor Davis, el profesor,
que Amy March tenía limas dentro de su pupitre.

El señor Davis había prohibido las limas y había jurado a la vista de


todas dar palmetazos a la primera persona descubierta en flagrante
quebranto de la regla. Este hombre había logrado, tras una guerra larga y
borrascosa, desterrar la goma de mascar, había hecho una hoguera de
novelas y periódicos confiscados, había suprimido una estafeta privada,
había prohibido muecas, motes y caricaturas; en fin, había hecho todo lo
que puede hacer un hombre para tener en orden a cincuenta chicas
rebeldes. Dios sabe cómo ponen a prueba los chicos la paciencia humana;
pero las chicas son mucho peores, en especial para señores nerviosos, de
temperamento tiránico y escaso talento para la enseñanza. El señor Davis
sabía mucho de griego, latín, álgebra y demás materias, y por ello era
considerado como un buen profesor; pero de modales, sentimiento, moral y
buen ejemplo no hacía mucho caso. El momento para denunciar a Amy era
calamitoso, y Jenny lo sabía.

Evidentemente, aquella mañana el señor Davis había tomado el café


demasiado fuerte; el viento era del este, cosa que siempre agravaba su
neuralgia, y sus alumnas no lo habían dejado en tan buen lugar como él
creía merecer; estaba de un humor de perros. La palabra "limas" fue como
el fósforo acercado a la pólvora.

Enrojeciendo de ira, golpeó el pupitre con tanta energía, que Jenny


saltó a ocupar su asiento con ligereza poco usual.

—Señoritas, háganme el favor de


atender.

Cesó el murmullo, y cincuenta pares de ojos azules, grises, negros y


color castaño se fijaron obedientemente sobre el rostro terrible del profesor.

—Señorita March, venga usted aquí.

Amy se levantó para obedecer, serena en apariencia, pero con secreto


miedo por sus limas.

—Traiga las limas que tiene en el pupitre —fue la orden inesperada,


que la paralizó antes de levantarse.

—No las lleves todas —murmuró su vecina, como señorita de mucha


presencia de ánimo.
Amy sacó precipitadamente seis y puso las otras delante del señor
Davis, pensando que cualquier hombre que tuviese corazón se conmovería
por aquel aroma encantador. Desgraciadamente, el señor Davis detestaba
el olor de la lima, y la repugnancia aumentó su enojo.

—¿Están todas?

—No todas —balbuceó Amy.

—Traiga las restantes


inmediatamente.

Echando una mirada de desesperación a su "camarilla",


obedeció.

—¿Está usted segura de que no hay


más?

—Nunca miento, señor.

—Así lo veo, Ahora tome esas cosas repugnantes de dos en dos y


tírelas por la ventana.

Se alzó un suspiro simultáneo al desvanecerse la última esperanza de


gozar el codiciado regalo. Roja de vergüenza y rabia, Amy fue y volvió doce
veces mortales, y al dejar caer cada par de las jugosas frutas, un grito en la
calle completó la congoja de las chicas, porque les indicó que los niños
irlandeses, sus enemigos declarados, iban a disfrutar el festín que ellas se
perdían.

Cuando Amy volvía del último viaje, el señor Davis lanzó un siniestro
"ejem", y dijo con su voz más solemne:

—Señoritas: ustedes recordarán lo que dije hace una semana. Siento


mucho lo ocurrido, pero jamás permito que mis reglas se quebranten y
nunca falto a mi palabra. Señorita March, haga usted el favor de extender la
mano.

Amy se sobresaltó y puso las manos a la espalda, dirigiéndole una


mirada suplicante que abogaba en su favor mejor que cuanto hubiera
podido decir. Era una de las alumnas predilectas de "el viejo Davis", y
hubiera quebrantado su palabra si una señorita, sin poder contenerse, no
hubiera dejado escapar su indignación en un silbido. Aquel silbido, aunque
débil, exasperó al irascible profesor, y decidió la suerte de la culpable.

—Extienda la mano, señorita March.

Demasiado orgullosa para llorar o implorar perdón, Amy apretó los


dientes, echó hacia atrás la cabeza y, sin vacilar, aguantó sobre su palma
pequeña unos golpes picantes. Ni fueron muchos ni fuertes, pero para ella
era lo mismo. Por primera vez en su vida le habían pegado, y a sus propios
ojos la vergüenza era tan grande como si la hubiera derribado al suelo.
—Quédese de pie en la plataforma hasta la hora del recreo —dijo el
señor Davis, resuelto a acabar bien lo que había comenzado.
Aquello era terrible; dar la cara a toda la escuela, llena de vergüenza
por lo que acababa de aguantar, le pareció imposible, y por un momento
creyó que iba a caer desplomada llorando hasta romperse el corazón. La
sensación de haber sufrido una injusticia y el pensamiento de Jenny Snow
la ayudaron a sostenerse. Poniéndose en el lugar ignominioso, clavó los
ojos sobre la chimenea de la estufa por encima de lo que parecía un mar
de caras; tan quieta se mantenía y tan pálida estaba, que las chicas apenas
podían estudiar con aquella figura pequeña y lastimosa enfrente de ellas.

Durante los quince minutos siguientes, la niña orgullosa y sensitiva


soportó una vergüenza y un dolor que jamás olvidaría. El incidente podría
ser trivial y risible para otras, pero para ella constituía una dura experiencia;
durante los doce años de su vida sólo el amor la había gobernado y jamás
había recibido un golpe. El escozor de la mano y el dolor del corazón
desaparecían ahora ante el penoso pensamiento: "Tengo que contarlo todo
en casa, ¡y qué desengaño voy a darles!"

Los quince minutos parecían una hora, pero al fin se acabaron. Nunca
había oído con tanto deseo la palabra "recreo".

—Puede retirarse, señorita March —dijo el señor Davis, pareciendo,


como en realidad lo estaba, algo avergonzado.

No olvidó pronto la mirada acusadora que Amy le echó, dirigiéndose,


sin decir una palabra a nadie, al vestíbulo, para recoger sus cosas y
abandonar aquel lugar "para siempre", según se decía a sí misma
apasionadamente. Estaba en deplorable estado cuando llegó a su casa; y
cuando volvieron las chicas mayores, algo más tarde, se convocó al punto
una reunión de protesta.

La señora March dijo poco, pero parecía perturbada, y calmó a su hija


de manera más cariñosa. Meg lavó la mano ofendida con glicerina y con
sus propias lágrimas. Beth pensé que para tales dolores ni siquiera sus
gatitos queridos serían capaces de ofrecer un bálsamo reparador, y Jo,
muy enojada, propuso que el señor Davis fuese arrestado sin demora,
mientras Hanna se deshacía de rabia contra "el miserable", y machacaba
las patatas para la comida como si lo tuviera a él bajo la maza de su
mortero.

Nadie se dio cuenta de la huida de Amy fuera de sus compañeras; pero


aquellas perspicaces señoritas notaron que por la tarde estaba el señor
Davis más agradable y, al mismo tiempo, trabajaba con desacostumbrada
nerviosidad. Un momento antes de que la escuela se cerrara, Jo entró y
con expresión severa se encaminó a la mesa del profesor para entregar
una carta de su madre, después de lo cual recogió lo que pertenecía a
Amy, quitándose cuidadosamente el barro de las botas sobre la estera,
como si quisiera sacudir de sus pies hasta el polvo del lugar.
—Sí, puedes tener una vacación; pero quiero que todos los días
estudies un poquito en compañía de Beth —dijo la señora March aquella
noche—. No apruebo los castigos corporales, especialmente para niñas.
No me gusta la manera de enseñar del señor Davis, ni creo que tus
compañeras te hagan mucho bien; así que pediré consejo a tu padre antes
de enviarte a otro lado.

—Eso es bueno. ¡Ojalá se le fueran todas las chicas y le dejaran vacía


la vieja escuela! Se vuelve una loca al acordarse de aquellas limas
encantadoras — suspiró Amy, con aire de mártir.

—No siento que las perdieras, porque habías quebrantado las reglas y
mereciste ser castigada por tu desobediencia —fue la respuesta severa,
algo diferente de lo que esperaba la niña.

—¿Quieres decir que te alegras de que me hayan avergonzado delante


de toda la escuela? —preguntó Amy.

—No digo que yo hubiera elegido esa manera de castigar una falta —
respondió su madre —; pero no estoy segura de que no te hará mejor que
un método más suave. Te estás poniendo demasiado vana y pretenciosa,
querida mía, y es hora de que comiences a corregirte, Tienes bastante
talento y virtudes, pero no hay que hacer ostentación, porque la vanidad
estropea el carácter más fino. El verdadero talento y bondad no pasan
mucho tiempo inadvertidos; aunque pasaran, el conocimiento de poseerlo y
de usarlo bien, debe satisfacernos, la sencillez es el mejor encanto de todo
poder.

— Tiene usted razón, así es —gritó Laurie, que estaba jugando al


ajedrez con Jo en un rincón del cuarto—. Yo conocí a una niña que tenía
verdadero talento para la música y no lo sabía, ni sospechaba los aires
dulces que componía cuando estaba sola, y si alguien se lo hubiera dicho,

no lo hubiera creído.—Quisiera haber conocido a esa muchacha;

quizá me hubiera ayudado a mí, que soy tan torpe —dijo Beth.
—Pues la conoces y te ayuda más que cualquier otra persona —
contestó Laurie, mirándola con tan pícara expresión en sus ojos negros y
alegres, que Beth se ruborizó y escondió la cara en el cojín del sofá, muy
sorprendida por tal descubrimiento.

Jo permitió que Laurie ganase el juego para pagarle aquel elogio de su


Beth, que después de tal alabanza no quiso tocar el piano, por mucho que
le rogaran. Laurie hizo lo mejor posible, cantó de una manera encantadora
y estuvo de muy buen humor, porque rara vez dejaba ver a los March el
lado sombrío de su carácter. Cuando Laurie se retiró, Amy, que había
estado pensativa toda la tarde, dijo de repente, como si una nueva idea se
le hubiera ocurrido:
—¿Es Laurie un chico culto?

—Sí, ha recibido una educación esmerada y tiene mucho talento; será


un hombre excelente, si no lo echan a perder con mimos y atenciones —
contestó su madre.

—No es pretencioso, ¿verdad? —preguntó


Amy.

—De ninguna manera; por eso es tan atrayente y todas lo queremos


tanto.

—Comprendo; es agradable tener talento y ser elegante, pero no lo es


darse importancia ni vanagloriarse —dijo Amy gravemente.
Esas cosas se advierten siempre en la conversación y los modales de
una persona si se usan con modestia; pero no es necesario hacer
ostentación de ellas —dijo la señora March.

—Como no es de buen gusto ponerte a la vez todos tus sombreros,


todos tus vestidos y todos tus lazos para que la gente sepa que los tienes
—añadió Jo, y la conversación terminó con una carcajada.

CAPÍTULO 8 - JO SE ENCUENTRA CON APOLO

—¿Adónde van, niñas? — preguntó Amy, entrando en el dormitorio de


sus hermanas mayores la tarde de un sábado, y hallándolas ocupadas
preparándose para salir de manera tan secreta, que picó su curiosidad.

—No te importa; las niñas pequeñas no deben ser preguntonas —


respondió Jo con severidad.

Si hay algo que nos irrita en nuestra juventud, es que se nos recuerde
nuestra pequeñez, y más aún que se nos despida con un "vete, querida". Al
recibir este insulto, Amy se irguió y resolvió descubrir el secreto, aunque
fuera menester atormentarlas por una hora entera. Volviéndose a Meg, que
nunca le negaba una cosa por mucho tiempo, dijo dulcemente:

— ¡Dímelo! Creo que podían dejarme ir también, porque Beth está


ocupada con sus muñecas y me aburro sola.

—No puedo, querida, porque no estás invitada —comenzó Meg; pero


Jo la interrumpió impaciente:

—Meg, cállate, ¡que lo vas a echar a perder! No puedes ir, Amy, no


seas niña y no te quejes.

—Van a alguna parte con Laurie, lo sé. Susurraban y se reían ayer por
la tarde cuando estaban sentadas en el sofá y cuando yo entré dejaron la
conversación. ¿No van con él?
—Sí, vamos con él; ahora hazme el favor de callarte y no nos fastidies
más. Amy se calló, pero observó que Meg ponía a escondidas un abanico
en el

bolsillo.

—¡Ya sé! ¡Ya sé! Van al teatro a ver "Los siete castillos", —gritó,
añadiendo con mucha resolución—: Y yo iré también, porque mamá ha
dicho que podía verla; y tengo mi dinero de gastitos. ¡Qué mezquinas, no
habérmelo dicho a tiempo!

—Escúchame un minuto y sé razonable —dijo Meg, tratando de


calmarla —. Mamá no quiere que la veas esta semana, porque tus ojos no
pueden todavía soportar la luz de esa comedia de magia. La semana que
viene podrás ir con Beth y Hanna, y te divertirás mucho.

—Eso no me gusta tanto como ir con ustedes y Laurie. Déjame ir; he


estado enferma y en casa con este catarro tanto tiempo, que ansío una
diversión. ¡Déjame, Meg! Seré muy buena —imploró Amy tan
patéticamente como pudo.

—¿Qué hacemos? ¿La llevamos? No creo que mamá se disgustaría si


la abrigamos bien —comenzó Meg.

—Si ella va, no voy yo, y si yo no voy no le gustará a Laurie; además,


sería muy descortés después de habernos invitado a nosotras dos, llevar
también a Amy.

—Yo hubiera pensado que a ella no le gustaría colarse donde no la


llaman

—dijo Jo muy enojada.

Su tono y maneras irritaron tanto a Amy, que comenzó a ponerse las


botas diciendo muy decidida:

—¡Voy y voy! Meg dice que puedo ir, y si me pago la entrada, a Laurie
no le importa nada.
—No puedes sentarte con nosotros, porque nuestras localidades están
ya tomadas y no vas a sentarte sola; Laurie tendrá que cederte su asiento,
lo cual estropeará nuestro placer, o te buscará otro, y eso no está bien,
cuando no te ha invitado. No adelantará nada; de modo que puedes
quedarte donde estás — regañó Jo, cada vez más enojada.

Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy se echó a llorar y Meg
se puso a convencerla, cuando Laurie llamó desde abajo y las dos chicas
se apresuraron a bajar, dejando a su hermana lamentándose sin consuelo.
En el momento en que salían, Amy gritó desde la barandilla de la escalera,
con voz amenazadora:
—¡Lo vas a sentir, Jo! ¡Ya lo verás!

—¡Tonterías! —respondió Jo, cerrando de golpe la


puerta.

Se divirtieron mucho, porque "Los siete castillos del lago diamante" era
todo lo brillante y maravilloso que cualquier persona podía desear. Pero a
pesar de los diablillos rojos, de los duendes chispeantes, de los príncipes y
princesas magníficos la diversión de Jo tenía una nota amarga. El pelo
rubio de la reina de las hadas le recordó a Amy, y en los entreactos no
podía dejar de pensar qué haría su hermana para hacerle "sentir" lo
ocurrido. Ella y Amy habían tenido en el curso de sus vidas muchas
peleítas, porque ambas poseían carácter fuerte y se enojaban con facilidad,
aunque luego se avergonzaban de su proceder. Aunque era mayor, a Jo le
era más difícil dominarse y poner freno a su carácter ardiente. Su enojo
nunca duraba largo tiempo, y después de confesar su falta se arrepentía
sinceramente, y procuraba corregirse. Sus hermanas decían que les
gustaba ver a Jo enfadada, porque después era un verdadero ángel. La
pobre Jo trataba desesperadamente de ser buena, pero su enemigo interior
estaba siempre listo para inflamarse y vencerla, y necesitó años de
esfuerzos pacientes para dominarlo.

Cuando llegaron a casa encontraron a Amy leyendo en la sala. Ella


adoptó aires de ofendida al entrar las hermanas, sin levantar los ojos de su
libro ni hacer una pregunta. Quizá la curiosidad hubiese vencido el
resentimiento si Beth hubiera estado allí para hacer preguntas y obtener
una descripción brillante de la pieza. Al quitarse el sombrero Jo echó una
mirada a la cómoda, porque en su última riña Amy había desahogado su
rabia volcando el cajón de Jo sobre el suelo. Pero todo estaba en su sitio, y
después de echar una rápida mirada a sus varios cajones y bolsos, Jo
dedujo que Amy había olvidado y perdonado las ofensas. En eso se
engañó, porque al día siguiente hizo un descubrimiento que levantó una
borrasca. Hacia el atardecer, Meg, Beth y Amy estaban juntas, cuando Jo
entró precipitadamente en el cuarto muy excitada y preguntó sin aliento:

—¿Quién ha quitado de su sitio mi libro de


cuentos?

Meg y Beth contestaron al punto que ellas no lo habían tocado. Amy


atizó el fuego y no dijo nada. Jo la vio ponerse colorada y se abalanzó
sobre ella.

—¡Amy, tú lo tienes!

—No; no lo tengo.

—Entonces, sabes dónde


está.

—No; no lo sé.

—¡Mentira! —gritó Jo, asiéndola por los hombros con una furia capaz
de atemorizar a una niña mucho más valerosa que Amy.
—No lo sé. No lo tengo; no sé dónde está ni me
importa.

— Tú sabes algo de ello y será mejor que lo digas inmediatamente, si


no quieres decirlo a la fuerza —y Jo la sacudió ligeramente.

—Sermonea cuanto quieras; no volverás a tener ese libro tonto —gritó


Amy, excitándose también.

—¿Por qué no?


—Lo he quemado.

—¡Cómo! ¿Mi pequeño libro que mucho quería, y en el cual trabajaba


tanto, con la intención de acabarlo antes de que papá vuelva? Lo has
quemado, ¿verdad? —dijo Jo poniéndose muy pálida, mientras sus ojos
llameaban y sus manos aferraban a Amy nerviosamente.

—Sí, lo quemé. Te dije que te haría pagar tu enojo de ayer, y lo he


hecho, de modo que...

Pero Amy no pudo acabar, porque Jo, dominada por su genio irascible,
sacudió a Amy hasta hacerla temblar de pies a cabeza, mientras gritaba,
llena de dolor y furia:

—¡Mala! ¡Mala! ¡No podré escribirlo de nuevo, y no te lo perdonaré en


toda mi vida!

Meg corrió en socorro de Amy. Beth intentó calmar a Jo; pero ésta se
hallaba fuera de sí, y dando una última bofetada a su hermana, salió del
cuarto precipitadamente para refugiarse en la boardilla y acabar a solas su
pelea.

Abajo se aclaró la borrasca cuando la señora March volvió, y después


de escuchar lo sucedido, hizo comprender a Amy el daño que había hecho
a su hermana. El libro de Jo era el orgullo de su corazón, y la familia lo
consideraba como un ensayo literario que prometía mucho. Eran solamente
seis pequeños cuentos de hadas, pero Jo los había compuesto con mucha
paciencia, poniendo todo su corazón en aquel trabajo, con la esperanza de
hacer algo que mereciera publicarse. Acababa de copiarlos
cuidadosamente y había roto el borrador; de modo que la fogata de Amy
había consumido el trabajo cariñoso de varios años. A los demás no les
parecía muy importante, pero para Jo era una calamidad terrible, de la que
no creía poder consolarse jamás. Beth lo lamentaba como si hubiera sido la
muerte de un gatito y Meg rehusó defender a su favorita; la señora March
parecía afligida, y Amy pensaba que nadie podría quererla hasta que no
hubiese pedido perdón por el acto que ya lamentaba más que nadie.

Cuando tocó la campana para el té, Jo apareció tan severa e


inabordable, que Amy tuvo que apelar a todo su valor para decirle
humildemente:
—Perdóname lo que hice, Jo; lo siento
muchísimo.

—¡No te perdonaré jamás! —fue la fría respuesta de Jo, y a partir de


ese momento ignoró a su hermana.

Nadie habló del asunto, ni aun su madre porque todas sabían por
experiencia que cuando Jo estaba de mal humor, eran inútiles las palabras
y lo mejor era esperar hasta que algún incidente propio de su carácter
generoso quebrantase el resentimiento de Jo y todo se olvidara. No fue
aquella una velada feliz; porque, aunque cosieron, como de costumbre,
mientras leía su madre en voz alta un buen libro, algo faltaba, y la dulce
paz del hogar estaba interrumpida. Más aún lo sintieron cuando llegó la
hora de cantar; porque Beth no pudo hacer más que tocar, Jo estaba muda
como una ostra y Amy se echó a llorar, de modo que Meg y su madre
cantaron solas, no sin desentonar, a pesar de sus mejores esfuerzos.

Al dar a Jo el acostumbrado beso de "buenas noches", su madre


murmuró suavemente.

—Querida mía, no dejes que termine el día enojada. Perdónense


ambas y empiecen de nuevo mañana.

Jo tenía ganas de apoyar la cabeza en aquel seno maternal y llorar


hasta que pasasen su dolor y su ira; pero las lágrimas hubieran sido una
debilidad femenina. Su resentimiento era tan profundo que no podía
perdonar todavía. Sacudió la cabeza, contuvo el llanto y dijo hoscamente:

—Fue algo vil y no merece que la


perdonen.

Dicho esto, se marchó a la cama y aquella noche no hubo charla ni


confidencias.

Amy estaba muy ofendida porque sus proposiciones de paz habían sido
rechazadas. Casi deseaba no haberse humillado, para sentirse más
humillada que antes. Empezó a enorgullecerse de su virtud superior de un
modo especialmente irritante. Jo parecía todavía una nube borrascosa y
aquel día todo fue mal. La mañana era muy fría. Dejó caer su pastelillo
caliente en el barro; la tía March tuvo un ataque de nervios; Meg estaba
pensativa; Beth quería parecer pesarosa y triste cuando llegó a casa, y
Amy continuaba haciendo observaciones acerca de personas que hablaban
siempre de ser buenas y no querían hacer el más pequeño esfuerzo para
conseguirlo.

"¡Todo el mundo está tan desagradable!... Pediré a Laurie que me


acompañe a patinar. Él siempre es amable y está de buen humor; estoy
segura de que su compañía me dará ánimo", dijo Jo para sí.

Amy oyó el entrechoque de los patines y miró por la ventana,


exclamando impacientemente:
—¡Bueno!, y me prometió que yo iría con ella la próxima vez; porque
éste es el último hielo que tendremos. Pero es inútil pedir a una
cascarrabias que me lleve.

—No digas eso. Has sido muy mala, y es duro para ella perdonar la
pérdida de su precioso librito; pero creo que lo hará si buscas su
indulgencia en el momento propicio —dijo Meg—. Síguelos, y no digas
nada hasta que Jo esté de buen humor; entonces aprovecha un momento
tranquilo y dale un beso, o haz algo cariñoso, y estoy segura de que serán
buenas amigas de nuevo.

—Lo intentaré —repuso Amy, que encontraba muy conveniente el


consejo. No estaba lejos el río, pero ambos estaban ya listos antes de que
Amy los alcanzara. Jo la vio venir y le volvió la espalda. Laurie no la vio
porque estaba

patinando cuidadosamente a lo largo de la orilla, probando el


hielo.

—Iré a la primera vuelta para ver si está firme antes de que empecemos
a correr —oyó Amy que decía el muchacho, mientras salía disparando
como un cosaco, con su chaqueta y gorro forrados de piel.
Jo oyó a Amy sin aliento después de su carrera, golpeando el suelo y
calentándose los dedos con el aliento, al tratar de ponerse los patines; pero
Jo no se volvió, sino que continuó haciendo zigzags río abajo, encontrando
cierta amarga satisfacción en los apuros de su hermana. Había alimentado
tanto su enojo, que éste la dominaba por completo, como suele ocurrir con
los malos pensamientos y sentimientos cuando no se expulsan al primer
momento. Al doblar el recodo gritó Laurie:

—Sigue cerca de la orilla; no está seguro en el


centro.

Jo lo oyó, pero Amy luchaba por levantarse y no pudo oír una palabra.
Jo echó una ojeada a sus espaldas y el diablillo que había venido
abrigando murmuró a su oído:

"No importa que no lo haya oído; que se cuide


sola."

Laurie había desaparecido tras el recodo. Jo iba a dar la vuelta, y Amy,


siguiéndolos a gran distancia, se dirigía hacia el hielo más liso a la mitad
del río. Durante un minuto Jo se quedó quieta, con un sentimiento extraño
en el corazón; después se decidió a seguir adelante; pero algo la detuvo y
la hizo girar a tiempo para ver que Amy alzaba las manos y se hundía bajo
el hielo roto, dando un grito, que le heló a Jo la sangre en las venas. Trató
de llamar a Laurie, pero había perdido la voz; trató de correr, pero sus pies
no podían moverse; por un instante se quedó paralizada y aterrada, con los
ojos clavados en la pequeña capucha azul encima del agua oscura. Alguien
pasó a su lado a toda carrera, y la voz de Laurie gritó:

—Unas tablas de la valla. ¡Pronto, pronto!


Jamás supo cómo lo hizo; pero durante los pocos minutos que
siguieron, trabajó como una poseída, obedeciendo ciegamente a Laurie,
que conservó su serenidad, y tendiéndose boca abajo en el hielo sostuvo a
Amy con sus brazos hasta que Jo hubo arrastrado un trozo de la
empalizada, y juntos sacaron del agua a la niña, más espantada que
lastimada.
—Ahora tenemos que llevarla a casa tan pronto como podamos.
Cúbrela con nuestros abrigos mientras le quito estos malhadados patines
—gritó Laurie, luchando con las correas, que nunca le habían parecido tan
complicadas.

Tiritando, chorreando y llorando, Amy fue conducida a casa; y después


de tanta agitación, se durmió envuelta en mantas, delante de un buen
fuego. Durante todo este trajín Jo apenas había hablado; corría de un lado
a otro pálida y desencajada, con el vestido rasgado y las manos cortadas y
heridas por el hielo, los palos y las hebillas de las correas. Cuando Amy se
quedó cómodamente dormida y la casa estuvo tranquila, su madre, sentada
al lado de la cama, llamó a Jo y comenzó a vendarle las manos heridas.

—¿Estás segura de que está bien? —murmuró Jo, mirando con


remordimiento la cabellera dorada que pudo haberse perdido para siempre
bajo el hielo traidor.

—Está bien, querida mía; no se ha herido, y creo que ni se resfriará;


fueron muy prudentes en cubrirla bien y traerla pronto a casa —dijo su
madre, muy animada.

—Laurie lo hizo todo; yo no hice más que dejarla sola. Mamá, si ella
muriera yo tendría la culpa —y Jo cayó al lado de la cama deshecha en
llanto, relatando todo lo que había sucedido, condenando su rudeza de
corazón y expresando con sus lágrimas la gratitud por haber escapado del
duro castigo que podía haber caído sobre ella—. ¡Es mi mal genio! Trato de
corregirlo; creo que lo he logrado, y entonces surge peor que antes. ¡Oh,
mamá!, ¿qué puedo hacer? — gritó la pobre Jo desesperada.

—Vela y ora, querida mía; no te canses de intentarlo y nunca pienses


que es imposible vencer tu defecto —dijo la señora March, atrayendo a su
hombro la cabeza desordenada y besando las mejillas húmedas con tanta
ternura que Jo lloró más que nunca.

—No lo sabes bien; no puedes adivinar lo malo que es. Parece como si
yo fuera capaz de hacer cualquier atrocidad cuando la pasión me domina;
tan feroz soy, que podría hacer daño a cualquiera, y hacerlo con gusto.
Tengo miedo de que un día haré algo terrible y estropearé mi vida,
haciéndome aborrecer de todo el mundo. ¡Oh, mamá, ayúdame! ¡Ayúdame!

—Lo haré, hija mía, lo haré. No llores tanto. Pero recuerda este día y
resuelve con toda tu voluntad que nunca te hallarás en otro parecido. Jo de
mi alma, todos tenemos nuestras tentaciones, algunas aún mayores que
las tuyas, y a menudo debemos luchar durante toda la vida para vencerlas.
Piensas que tu carácter es el peor del mundo, pero el mío solía ser lo
mismo.

—¿El tuyo, mamá? ¡Pero si no te enojas nunca! —exclamó Jo,


olvidando su remordimiento con la sorpresa de semejante descubrimiento.

—He tratado de mejorarlo desde hace cuarenta años y sólo he logrado


reprimirlo. Me enojo casi todos los días de mi vida, Jo; pero he aprendido a
no demostrarlo, y todavía tengo la esperanza de aprender a no sentirlo,
aunque necesite otros cuarenta años para conseguirlo.

La paciencia y humildad de aquel rostro querido valía más para Jo que


el discurso más sabio o la reprensión más severa. Se sintió consolada por
la simpatía y la confidencia que había recibido. Saber que su madre tenía
un defecto parecido al suyo y que había tratado de curarlo, la ayudó a
soportar su prueba, aunque para una chica de quince años eso de velar y
orar durante cuarenta años le parecía demasiado.

—¿Mamá, estás muy enojada cuando aprietas los labios y sales del
cuarto algunas veces si regañas a la tía March o alguien te estorba? —
preguntó Jo, sintiéndose más cerca de su madre y más querida por ella que
nunca.

—Sí; he aprendido a contener las palabras bruscas que vienen a mis


labios, y cuando siento que quieren salir contra mi voluntad, salgo por un
minuto, y me reprocho por ser tan débil y mala.

—Cómo has aprendido a mantenerte tranquila? Eso es lo que


encuentro difícil, porque las palabras mordaces saltan de mis labios antes
de que me dé cuenta, y cuanto más digo, peor me pongo, hasta llegar a
herir los sentimientos de los demás y decir cosas terribles. Dime cómo
puedo hacerlo, querida mamá.—Mi buena madre me ayudaba.

—Como tú puedes hacerlo con nosotras —interrumpió


Jo.

—Pero la perdí cuando era poco mayor que tú, y durante muchos años
tuve que luchar sola, porque era demasiado orgullosa para confesar mi
debilidad a ninguna otra persona. Pasé tiempos muy malos, Jo, y lloré
muchas veces mis fracasos; porque a pesar de mis esfuerzos, nunca
parecía adelantar nada. Entonces llegó tu padre, y fui tan feliz que
encontraba fácil ser buena. Poco después, cuando tuve cuatro hijitas a mi
alrededor y éramos pobres, la antigua lucha comenzó de nuevo, porque no
soy paciente por temperamento, y ver que a mis niñas les faltaba alguna
cosa me atormentaba.

—¡Pobre mamá! Entonces, ¿quién te


ayudó?
—Tu padre, Jo. El nunca pierde la paciencia, ni duda, ni se queja;
siempre tiene esperanza, trabaja y espera tan alegremente, que uno se
avergüenza de conducirse de otra manera delante de él. Ayudándome y
confortándome, me demostró que yo tenía que practicar todas las virtudes
que deseaba que mis hijas poseyeran, porque yo era para ellas un ejemplo.
Era más fácil intentarlo por su bien que por el mío. Una mirada de susto o
de sorpresa de una de ustedes cuando yo hablaba duramente, me corregía
como ningún reto podría hacerlo; el amor, el respeto y la confianza de mis
niñas era la recompensa más dulce que pudieran recibir mis esfuerzos para

ser la mujer que ellas debían imitar.—¡Oh, mamá, si algún día lograra

yo ser la mitad de buena que tú, estaría satisfecha! —exclamó Jo muy


conmovida.

—Espero que lograrás ser mucho mejor, querida mía; pero tienes que
vigilar al "enemigo de tu corazón", como lo llama tu padre; de lo contrario,
él entristecerá o estropeará tu vida. Has recibido una amonestación;
acuérdate de ella y procura con toda tu alma dominar ese genio antes que
te traiga una tristeza o un arrepentimiento mayor que los de hoy.

—Lo procuraré, mamá; lo procuraré de veras. Pero tienes que


ayudarme, recordármelo y contenerme cuando voy a saltar. Algunas veces
he visto a papá llevarse el dedo a los labios y mirarte con expresión
cariñosa, aunque triste, y tú siempre apretabas los labios o te marchabas.
¿Era que te lo recordaba entonces?

—Sí; yo le había pedido que me ayudara de ese modo, y nunca lo


olvidó; así me evitó decir palabras funestas.

Jo notó que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas y que sus


labios temblaban, y temiendo haber dicho demasiado, murmuró
preocupada:

—¿Hacía yo mal en observarte y hablar de eso ahora? No quiero ser


impertinente; ¡pero, es tan consolador decir todo lo que pienso y sentirme
tan segura y feliz aquí!

—Jo mía, puedes decir cualquier cosa a tu madre, porque mi mayor


felicidad y orgullo es sentir que mis hijas confían en mí y saben cuánto las

quiero.—Pensé que te había entristecido.

—No, querida mía; pero hablar de tu padre me recuerda cuánto lo


extraño y con cuánta fidelidad debo vigilar para guardarle sus hijas buenas
y seguras.

—Y sin embargo, tú le dijiste que fuera a la guerra, mamá, y no lloraste


al marcharse, ni te quejas ahora como si no necesitaras ayuda alguna —
dijo Jo, algo sorprendida.
Di lo mejor que poseía a la patria querida, y contuve mis lágrimas hasta
que se hubiese marchado. ¿Por qué he de quejarme, cuando no hemos
hecho más que lo correcto y al fin seremos más felices por haberlo hecho?
Si parezco no necesitar ayuda, es porque tengo un amigo aún mejor que mi
esposo para confortarme y sostenerme. Hija mía, las penas y tentaciones
de tu vida comienzan ahora y quizá sean muchísimas, pero puedes
vencerlas a todas si aprendes a sentir la fuerza y ternura de tu Padre
celestial como sientes la de tu padre terrestre. Cuanto más le ames y
confíes en El, tanto más te sentirás envuelta por su protección y tanto
menos dependerás del poder y la sabiduría humanos. Su amor y cuidado
nunca se cansan ni cambian, ni tampoco te los puede quitar nadie, sino que
pueden llegar a ser la fuente de una paz, de una felicidad y de una fuerza
que durarán toda la vida. Créelo con todo tu corazón, pide la ayuda de Dios
en todos tus cuidados, esperanzas, pecados y tristezas, tan libre y
confiadamente como vienes a tu madre.

Jo abrazó a su madre por respuesta, y durante el silencio siguiente


brotó del fondo de su corazón la oración más sincera de su vida; en aquella
hora, triste aunque feliz, había aprendido no solamente la amargura del
remordimiento y de la desesperación, sino también la dulzura de la
abnegación y del dominio de sí misma, y conducida por la mano maternal,
se había acercado al Amigo que recibe a los niños con un amor más fuerte
que el de cualquier padre, más tierno que el de cualquier madre.

Amy se movió y suspiró entre sueños. Deseosa de comenzar enseguida


la corrección de su falta, Jo la miró con una expresión desconocida hasta
entonces.

—He dejado pasar el día enojada; no quise perdonarla ayer, y hoy, si


no hubiera sido por Laurie, sería demasiado tarde. ¿Cómo pude ser tan
mala? — dijo Jo a media voz, inclinándose sobre su hermana y acariciando
su cabellera húmeda.

Como si la hubiese oído, Amy abrió los ojos y extendió los brazos con
una sonrisa que penetró hasta el corazón de Jo. Ninguna habló, pero se
abrazaron a pesar de las mantas, y todo quedó perdonado y olvidado con
un beso sincero.

CAPÍTULO 9 - MEG VISITA LA FERIA DE LAS VANIDADES

—La verdad es que esos chicos han contraído el sarampión con mucha
oportunidad —dijo Meg ese día de abril, mientras empaquetaba el baúl-
mundo en su dormitorio, ayudada por sus hermanas.

—¡Qué amable ha sido Annie Moffat no olvidando su promesa! Debe ser


magnífico tener dos semanas de recreo —respondió Jo, que parecía un
molino de viento al plegar las faldas con sus largos brazos.

—¡Y el tiempo es tan agradable! Me alegro mucho de eso —añadió


Beth, arreglando lazos para el cuello y el pelo en su mejor estuche, que
había prestado a su hermana mayor para ocasión tan importante.

—Me gustaría ir a divertirme y vestirme con esta ropa tan bonita —dijo
Amy, con la boca llena de alfileres, que estaba poniendo en el acerico de
su hermana.

—Ojalá vinieran todas conmigo; pero como no puede ser, guardaré mis
aventuras para contarlas cuando vuelva. Es lo menos que puedo hacer,
cuando han sido tan buenas prestándome cosas y ayudándome en los
preparativos — respondió Meg, contemplando el sencillo equipo, que a sus
ojos parecía casi perfecto.

—¿Qué te dio mamá de la caja de tesoros? —preguntó Amy, que no


había presenciado la apertura de cierta caja de cedro, en la cual la señora
March guardaba unas reliquias del esplendor pasado para regalarlas a sus
hijas en ocasión oportuna.

—Un par de medias de seda, aquel bello abanico tallado y una faja
azul. Deseaba el traje de seda violeta, pero no hay tiempo para arreglarlo;
de modo que debo contentarme con mi viejo traje de lana escocesa.

—Quedará muy bien encima de mi nueva falda de muselina con la faja


para realzarla. Quisiera no haber roto mi pulsera de coral para poder
prestártela — dijo Jo.

—En la caja de tesoros hay un collar de perlas antiguo y muy bello; pero
mamá dice que las flores naturales son el adorno más hermoso para una
joven, y Laurie ha prometido enviarme todas las que yo desee —respondió
Meg—. Ahora, veamos: está mi nuevo traje gris... Riza la pluma de mi
sombrero, Beth...; después, mi traje de muselina de lana fina para el
domingo y la pequeña reunión... Parece algo pesado para la primavera,
¿verdad? ¡Qué bien estaría el traje de seda violeta!

—No importa, tienes el de tartán para la reunión importante y tú estás


angelical cuando te vistes de blanco —dijo Amy, encantada ante el
montoncito de elegancias.

—No está escotado y no tiene bastante vuelo, pero tendrá que servir.
Mi traje azul ha quedado tan bien después de estar vuelto del revés y
adornado, que parece nuevo. Mi chaqueta de seda no está a la moda, ni mi
sombrero es como el de Sallie. No quise decir nada, pero me llevé un gran
chasco con mi paraguas. Dije a mamá que me comprase uno con mango
blanco, pero lo
olvidó y compró uno verde con mango feo y amarillo. Es fuerte y práctico,
así que no debo quejarme, pero sé que me dará vergüenza llevarlo al lado
del paraguas de seda que tiene Annie, con mango de oro —suspiró Meg,
mirando con ojo crítico el pequeño paraguas.

—Cámbialo —aconsejó Jo.

—No seré tan tonta de ofender a mamá, cuando se ha tomado tantas


molestias para obtener mis cosas. Es una tontería, y no voy a dejarme
vencer por ella. Mis medias de seda y los dos pares de guantes son mi
consuelo. ¡Qué buena eres en prestarme los tuyos, Jo! Me siento tan rica y
elegante con dos pares nuevos y los viejos limpios. —Y Meg echó otra
mirada al estuche de los guantes—. Annie Moffat tiene lazos azules y rosas
en sus gorros de noche; ¿quieres poner algunos en los míos?

—No, por cierto; los gorros de noche adornados no combinarían con


vestidos sencillos y sin adornos. Los pobres no deben adornarse —dijo Jo
con decisión.

—Me pregunto si podré tener alguna vez encaje verdadero en mis trajes
y lazos en mis gorros —susurró Meg, impaciente.

—El otro día decías que serías completamente feliz nada más que con
poder visitar a Annie Moffat —observó Beth con suma tranquilidad.
—Verdad que lo dije. Bueno; estoy alegre y no me quejaré; pero parece
que cuanto más se recibe más se quiere... ¿No es así? ¡Vaya! Ya está todo
listo y empaquetado, excepto mi traje de baile, el cual dejaré para mamá —
dijo Meg, animándose a pasar la vista del baúl a medio llenar al vestido
blanco, tantas veces planchado y remendado, al cual denominaba vestido
de baile.

Al día siguiente hacía un tiempo espléndido, y Meg partió triunfante


para pasar quince días de novedad y placer. La señora March había
consentido en la visita con cierto disgusto, temiendo que Meg no volviera
tan contenta como iba. Pero ella había rogado tanto, Sallie había prometido
tan repetidamente cuidarla bien, y parecía tan agradable un poco de
distracción después del trabajo invernal, que la señora March cedió y su
hija fue a probar por vez primera la vida mundana.

Los Moffat afectaban un estilo mundano, y la sencilla Meg se sintió al


principio algo intimidada por lo magnífico de la casa y la elegancia de sus
moradores. Pero a pesar de su vida frívola eran gente amable y pronto la
hicieron sentirse cómoda. Tal vez Meg, sin comprender por qué, tuvo la
sensación de que no eran personas muy cultivadas o inteligentes, y de que
todo su oropel no bastaba para ocultar el material ordinario de que estaban
hechas. Era ciertamente agradable comer bien, pasearse en coche,
ponerse los mejores vestidos todos los días y no hacer más que divertirse.
Esto convenía a sus
gustos; pronto comenzó a imitar las maneras y la conversación de sus
compañeras, a darse tono y servirse de frases francesas, rizarse el pelo,
apretarse la cintura y hablar de modas tan bien como podía. Cuanto más
veía las cosas bonitas de Annie, tanto más las envidiaba y suspiraba por
ser rica. Ahora su casa le parecía desnuda y triste cuando pensaba en ella,
el trabajo se le hacía más difícil que nunca, y se sentía como una
muchacha muy poco favorecida por la fortuna, a pesar de los guantes
nuevos y las medias de seda.

No tenía, sin embargo, mucho tiempo para quejarse, porque las tres
chicas estaban muy ocupadas en "divertirse mucho". Iban de tiendas,
paseaban, andaban a caballo y hacían visitas todo el día; por la tarde iban
al teatro y a la ópera, o jugaban en casa, porque Annie Moffat tenía
muchísimos amigos y sabía cómo divertirles. Sus hermanas mayores eran
señoritas muy correctas; una tenía novio, lo cual parecía a Meg muy
interesante y romántico. El señor Moffat era un viejo regordete y jovial,
amigo del padre de ella, y su esposa, una señora regordeta y alegre que
tomó tanto cariño a Meg como su hija se lo había tomado. Todos la
atendían mucho, y "Daisy", como la llamaban, estaba en buen camino de
tener la cabeza trastornada.

Cuando llegó la noche del pequeño baile descubrió que el vestido de


muselina de lana fina no iba bien, porque las otras chicas se ponían
vestidos ligeros y se engalanaban hermosamente; así que sacó el vestido
de tartán, que parecía más viejo, soso y gastado que nunca al lado del
flamante vestido de Sallie. Meg notó la mirada que las chicas echaron a su
traje, y después una a la otra, y sus mejillas se encendieron porque, a
pesar de su dulzura, era muy orgullosa.

Nadie habló de ello, pero Sallie se ofreció a arreglarle el pelo, Annie a


atarle la faja y Belle, la que tenía novio, alabó la blancura de sus brazos;
pero en la amabilidad con que la trataban, Meg no vio más que lástima
hacia su pobreza, y se sintió desanimada al verse aparte, mientras las otras
reían, charlaban y corrían como ligeras mariposas. Su malestar iba
haciéndose más amargo cuando entró la doncella con una cajita de flores.
Antes de que pudiese hablar, Annie la había destapado dejando a la vista
las bellas rosas, brezos y helechos que contenía.

—Deben ser para Belle; George siempre le envía algunas flores, pero
éstas son encantadoras —exclamó Annie.

—Son para la señorita March, según dijo el mensajero. Aquí hay una
carta —repuso la doncella, entregándosela a Meg.

—¡Qué gusto! ¿De quién son? No sabíamos que tenías novio —gritaron
las chicas, llenas de curiosidad y sorpresa.

— La carta es de mamá y las flores de Laurie —contestó sencillamente


Meg, aunque muy contenta de que no la hubieran
olvidado.

—¿De veras? —dijo Annie, dudosa, mientras Meg metía la cartita a


hurtadillas en su bolsillo, como un talismán contra la vanidad y el falso
orgullo.

Sintiéndose casi feliz otra vez, escogió algunos helechos y rosas para sí
misma y pronto arregló las otras en bonitos ramilletes para adornar a sus
amigas, ofreciéndoselos tan graciosamente, que Clara, la hermana mayor,
le dijo que era "la niña más amable que había visto". La buena acción puso
fin a su abatimiento, y cuando las demás fueron a que las viera la señora
Moffat, se miró al espejo y se encontró con una cara con ojos alegres,
según ponía los helechos en su pelo rizado y fijaba las rosas en el traje,
que no le parecía tan usado.

Aquella noche se divirtió mucho, porque bailó cuanto quiso; todos


fueron muy amables y recibió tres cumplidos. Annie la hizo cantar y alguien
dijo que tenía una voz bien timbrada; el comandante Lincoln preguntó quién
era "la muchachita fresca de ojos bellos", y el señor Moffat insistió en bailar
con ella porque "no vacilaba y tenía un paso muy ligero". Pasó un rato muy
agradable, hasta que oyó por casualidad una conversación que la perturbó
muchísimo. Estaba sentada a la puerta del invernadero, esperando a su
compañero que iba a traerle un helado, cuando oyó una voz al otro lado de
la pared florida que preguntaba:

—¿Qué edad tiene él?

—Dieciséis o diecisiete años, diría yo —dijo otra


voz.

—¡Qué magnífico partido para una de esas chicas!, ¿no le parece a


usted? Sallie dice que son amigos íntimos ahora y el viejo está chiflado por
ellas.

—Supongo que la señora March tiene sus proyectos, y está haciendo


un juego prudente, temprano como es. Claro es que la muchacha no
piensa todavía en ello —dijo la señora Moffat.
—Ella dijo aquella mentira tocante a su mamá como si se diera cuenta,
y se ruborizó cuando llegaron las flores. ¡Pobrecilla! ¡Estaría tan bonita si
se vistiera a la moda!

— ¿Piensa usted que se ofendería si nos ofreciéramos a prestarle otro


vestido para el jueves? —preguntó otra voz.

—Es orgullosa, pero no creo que le importaría, porque no tiene más


traje que ese viejo de tartán. Puede que se lo rasgue esta noche, lo que
será una buena oportunidad para ofrecerle otro nuevo.

—Veremos; invitaré a ese Laurence en honor de ella y nos divertiremos


mucho con ello después.
En esto apareció el compañero de Meg, que la encontró algo colorada y
agitada. Era orgullosa y en aquel momento su orgullo le fue útil, porque la
ayudó a ocultar su mortificación por lo que acababa de oír; porque por
inocente que fuera, no pudo menos de comprender la murmuración de sus
amigas. Trató de olvidarla, pero no pudo. Las frases "la señora March tiene
sus proyectos", "esa mentira acerca de su mamá" y "el viejo vestido de
tartán" venían insistentemente a su memoria, hasta darle ganas de llorar y
escaparse a casa para contar sus penas y pedir consejos. Como esto era
imposible, hizo lo que pudo para simular alegría; y lo consiguió tan bien,
que nadie hubiera sospechado el esfuerzo que le costaba. Estuvo muy
contenta cuando terminó, y pudo irse tranquilamente a la cama, donde
podía pensar hasta dolerle la cabeza y refrescar con algunas lágrimas sus
mejillas ardientes.

Aquellas necias, aunque bien intencionadas palabras, le habían


descubierto a Meg un mundo desconocido, perturbando la paz de aquel en
que hasta entonces había vívido tan felizmente como un niño. Su inocente
amistad con Laurie había sido estropeada por la conversación tonta que
había oído; su confianza en su madre había sido un poco sacudida por los
proyectos mundanos que la señora Moffat le atribuía, y la sensata
resolución de contentar con el simple vestido que convenía a la hija de un
hombre pobre estaba debilitada por la innecesaria lástima que las otras
chicas le habían demostrado.
La pobre Meg pasó la noche sin dormir y se levantó con los ojos
pesados, infeliz, algo enojada hacia sus amigas y medio avergonzada de sí
misma por no haber hablado francamente y aclarado todo. Aquella mañana
todas estaban dormilonas, y las chicas no tenían suficiente energía para
reanudar su tejido. Enseguida Meg notó algo en la conducta de sus amigas;
la trataban más respetuosamente, pensó, se interesaban en lo que decía y
la miraban con ojos que descubrían su curiosidad. Todo esto la sorprendió
y la lisonjeó, aunque no lo comprendió, hasta que la señorita Belle levantó
los ojos de su escritura y dijo con aire sentimental:

—Querida Meg, he enviado una invitación a tu amigo el señor Laurence


para el jueves. Quisiéramos conocerlo y hacerte este cumplido.

Meg se ruborizó, pero con cierta idea maliciosa de reírse de las chicas,
respondió modestamente:

—Eres muy amable, pero temo que no


vendrá.

—¿Por qué no, cherie? —preguntó la señorita Belle con cierta


alarma.

—Es demasiado viejo.

—Hija mía, ¿qué quieres decir? ¿Qué edad tiene?, quisiera saber —
preguntó la señorita Clara.
—Cerca de los setenta, creo —respondió Meg, haciéndose la
tonta.

—¡Qué pícara eres! Queremos decir el joven —exclamó la señorita


Belle.

—No hay ningún joven; Laurie no es más que un chico —y Meg se rio
también de la mirada sorprendida que las hermanas canjearon al describir
ella así a su novio supuesto.

—De tu edad, poco más o menos —dijo


Inés.
— Más bien de la edad de mi hermana Jo; yo cumpliré diecisiete años
en agosto.

—Qué amable es enviándote flores, ¿no te parece? —dijo


Annie.

—Sí; lo hace a menudo con todas nosotras, porque tiene muchas en su


casa y a nosotras nos gustan mucho. Mi madre y el viejo señor Laurence
son amigos, comprenderán así, que no hay nada extraño en que nosotros,
niños, juguemos juntos —respondió Meg, esperando que, con estas
explicaciones no volverían sobre el asunto.

—Es claro que Meg todavía no se da cuenta —dijo la señorita Clara,


con una seña de cabeza a Belle.

—Un estado de inocencia pastoral en todo ello —respondió la señorita


Belle encogiéndose de hombros.

—Voy a salir para hacer algunas compritas para las muchachas;


¿puedo hacer algo por ustedes, señoritas? — preguntó la señora Moffat,
entrando como un elefante vestida de seda y encajes.

—No, gracias, señora —respondió Sallie—; tengo mi traje nuevo de


seda rosa para el jueves y no me hace falta nada.

—Ni yo —comenzó a decir Meg, pero se detuvo, porque pensó que le


hacían falta varias cosas y no podía obtenerlas.

—¿Qué traje te vas a poner? —preguntó


Sallie.

—Mi viejo traje blanco otra vez, si puedo arreglarlo de modo que pueda
pasar; anoche se rasgó por varias partes —repuso Meg, tratando de hablar
con naturalidad, aunque se sentía muy preocupada.

—¿Por qué no envías a casa por otro? —dijo Sallie, que no era muy
observadora.

—No tengo ningún otro —contestó Meg, haciendo un pequeño


esfuerzo; pero Sallie no se dio cuenta y exclamó, amable y sorprendida:

—¿No tienes más que aquél? ¡Qué curioso! —no acabó su discurso,
porque Belle meneó la cabeza y la interrumpió, diciendo amablemente:
—Nada de eso. ¿De qué sirve tener muchos vestidos cuando aún no se
está de largo? No necesitas enviar a casa, Meg, aunque tuvieras una
docena, porque yo tengo un traje encantador de seda azul, que me ha
quedado chico, y tú te lo pondrás para darme gusto. ¿Verdad, querida?

—Eres muy amable, pero no me importa usar mi vestido viejo, si no te


ofendes; es bastante bueno para una chica de mi edad —respondió Meg.

—No, dame el placer de vestirte a la moda. Lo deseo mucho y estarás


verdaderamente encantadora con algo de ayuda. No permitiré que alguien
te vea hasta que tu tocado esté completo, y entonces entraremos
súbitamente como Cenicienta y madrina en el baile —dijo Belle con voz
persuasiva.

Meg no pudo rehusar la oferta hecha tan amablemente, porque el deseo


de ver si estaría "verdaderamente encantadora" después de ciertos tocados
le hizo aceptar y olvidar todos sus primeros sentimientos desagradables
hacia los Moffat.

La noche del jueves Belle se encerró con su doncella y las dos lograron
hacer de Meg una gentil dama. Le rizaron el pelo, le frotaron el cuello y los
brazos con cierto polvo perfumado, tocaron sus labios con pomada coralina
y le hubieran dado color a las mejillas si Meg no se hubiese opuesto. La
empaquetaron en un traje azul celeste tan apretado que apenas podía
respirar, y tan escotado que la modesta Meg se ruborizó al mirarse al
espejo. Un juego de filigrana de plata se añadió a su atavío, compuesto de
pulseras, collar, broche, y aún pendientes, porque Hortense los fijó con
seda de color rosa que no se notaba. Un ramillete de capullos de rosas al
pecho y una écharpe reconciliaron a Meg con el escote, y un par de
zapatos de seda azul de tacones altos satisfizo el deseo de su corazón. Un
pañuelo de encaje, un abanico de plumas y un ramillete en mango de plata
completaron su tocado, y la señorita Belle al mirarla encontró la misma
satisfacción de una niña que acaba de vestir a su gusto una muñeca.
—La señorita está encantadora, tres jolie, ¿no es verdad? —exclamó
Hortense, cruzando las manos con fingido arrobamiento.

—Ven y preséntate —dijo la señorita Belle, precediéndola al cuarto


donde esperaban las otras.

Al seguirla con mucho crujir de seda, retintín de pendientes, movimiento


de bucles y palpitación de corazón, Meg pensaba que al fin su diversión
había comenzado de veras, porque el espejo le dijo claramente que estaba
"verdaderamente encantadora".

—Mientras yo me visto, Annie, enséñale cómo arreglar su falda y esos


tacones franceses, o dará un tropezón. No arruinen el trabajo encantador
de mis manos —dijo Belle, saliendo precipitadamente, muy satisfecha de
su

éxito.—Temo bajar; me siento tan extraña, tiesa y medio desnuda...

—susurró Meg a la señorita Sallie cuando tocó la campana y la señora


Moffat envió a decir que bajasen las señoritas.

— No pareces la misma, pero estás muy bonita. No puedo lucir a tu


lado, porque Belle tiene gusto y estás completamente francesa, te lo
aseguro. Deja colgar las flores; no te ocupes demasiado de ellas y no
tropieces —respondió Sallie.Acordándose bien del aviso, Meg bajó la

escalera sin tropiezo y entró majestuosamente en el salón, donde


estaban reunidos los Moffat y algunos invitados tempranos. Pronto
descubrió que hay algo encantador en los vestidos elegantes que atrae a
cierta clase de gente y asegura su respeto. Algunos jóvenes que no habían
hecho caso de ella antes se tornaron de repente muy amables: algunos
muchachos que no habían hecho más que mirarla con extrañeza durante la
reunión anterior, ahora no se contentaron con mirarla, sino que rogaron ser
presentados a ella y le dijeron toda clase de tonterías; y algunas damas
ancianas, que sentadas en sofás criticaban a los demás, preguntaron con
interés quién era. Oyó a la señora Moffat que respondía a una de ellas:
—Daisy March... Su padre es coronel en el ejército... Una de nuestras
mejores familias, pero cambios de fortuna, ¿sabe usted?... Amiga de los
Laurence; una persona encantadora, le aseguro; mi Eduardo está loco por
ella.

—¡Vaya, vaya! —dijo la otra dama, levantando sus anteojos para


inspeccionar otra vez a Meg, que trató de aparentar no haber oído, ni
ofenderse por las mentiras de la señora Moffat.

La "extraña sensación" no desapareció, pero se imaginó hacer el nuevo


papel de una dama elegante y logró hacerlo bastante bien, aunque el traje
ajustado le causaba dolores en el costado, la cola del traje se le ponía entre
los pies y temía constantemente que los pendientes se le cayeran y se
rompiesen. Estaba abanicándose y riéndose de las bromas tontas de cierto
mozo, que trataba de ser chistoso, cuando de pronto dejó de reír y se
quedó desconcertada, porque vio a Laurie enfrente de ella. El la miraba
fijamente, sin disimular su sorpresa ni su desaprobación, según pensó ella;
porque aunque saludó y sonrió, algo en sus ojos honestos la hizo
ruborizarse y desear haberse puesto su vestido viejo. Para completar su
confusión, vio a Belle hacerle señas a Annie y ambas pasaban la mirada de
ella a Laurie, más tímido y aniñado que de costumbre, cosa que ella
observó con placer.

"¡Qué locas son metiéndome tales ideas en la cabeza! No haré caso de


ello, ni cambiaré lo más mínimo", pensó Meg, y atravesó la sala con mucho
crujir
de seda para dar la mano a su
amigo.

— Me alegro que hayas llegado, porque temía que no vinieras —dijo


con aire de persona mayor.

—Jo quiso que viniera para contarle cómo


estabas.

—¿Qué le dirás? —preguntó Meg llena de curiosidad por saber lo que


pensaba de ella, aunque sintiéndose por primera vez algo desconcertada
delante de él.

—Diré que no te conocí, porque pareces tan crecida y tan diferente que
me da miedo de ti —dijo, jugueteando con el botón del guante.

—¡Qué tontería! Las chicas me han vestido por diversión y me gusta.


¿No se asombraría Jo si me viera?

—Creo que sí.

—¿No te agrada mi apariencia?

—No, no me agrada.

—¿Por qué no?

El observó el pelo rizado, a los hombros desnudos y al traje recargado


de adornos con tal expresión que la desconcertó más que la respuesta.

—No me agradan adornos ni


plumas.

No pudiendo aguantar tales cosas de un muchacho más joven que ella,


Meg lo dejó, diciendo con petulancia:

—Jamás he visto un chico más


descortés.

Sintiéndose muy enfadada, se acercó a una ventana apartada para


refrescar sus mejillas, porque el traje apretado le hacía salir a la cara
colores demasiado vivos. Mientras estaba allí pasó el comandante Lincoln y
un minuto después le oyó decir a su madre:

—Se han burlado de aquella muchachita. Deseaba que usted la viese,


pero la han estropeado por completo; esta noche no es nada más que una
muñeca.

—¡Ay de mí! —suspiró Meg—. Ojalá hubiera sido sensata y me hubiese


puesto mi vestido; no habría dado una impresión desagradable ni me
hubiera sentido tan molesta y avergonzada. Apoyó la frente sobre el vidrio
frío y permaneció allí, medio oculta por las cortinas, sin hacer caso de que
había comenzado su vals favorito, cuando alguien la tocó, y volviéndose vio
a Laurie que parecía arrepentido al decir con su mejor reverencia y la mano
extendida:

—Perdona mi descortesía y ven a bailar


conmigo.

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