Andolfi. Detras de La Mascara Familiar
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Familia e individuo:
dos sistemas en evolución
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dos interactuantes consigue definir con respecto a quién se debe producir la
diferenciación. Sería el caso de un navegante que pretendiera definir su
posición sobre la base de un único punto de referencia. Aun en las situaciones
en que la relación parece diádica, por ejemplo en las familias de un solo
progenitor o en las parejas, comprobamos que cada uno de los miembros forma
parte de una amplia red de relaciones que incluye a las respectivas familias de
origen.
En la relación más circunscrita se reflejan los innumerables triángulos que cada
individuo integra en aquellas.
Toda familia va creando y deshaciendo sus propios triángulos relaciónales, y
estas peripecias condicionan la evolución de su estructura. En virtud de
interacciones que permiten a los miembros experimentar lo que está permitido
en la relación y lo que no, se forma una unidad sistémica gobernada por
modalidades de relación que son propias del sistema como tal y susceptibles de
nuevas formulaciones y adaptaciones con el paso del tiempo, según cambian
las necesidades de los miembros individuales y del grupo como un todo. La
posibilidad de variar estas modalidades relaciónales permite a cada quien
experimentar nuevas partes de sí mismo, en que se espeja el grado de
diferenciación adquirido en el interior de la familia.
Cabe suponer que, para diferenciarse, cada miembro tendrá que ensanchar y
deslindar un espacio personal por la vía de los intercambios con el exterior; así
definirá su identidad.
Esta se enriquecerá en la medida en que el individuo aprenda y experimente
nuevas modalidades relaciónales que le permitan variar las funciones que
cumple dentro de los sistemas a que pertenece, en momentos evolutivos
diversos y con personas diferentes, sin perder por ello el sentido de su personal
continuidad (Menghi, 1977).
La capacidad de trasladarse de un lugar a otro, de participar, de separarse, de
pertenecer a subsistemas diversos permite desempeñar funciones diferentes de
las que otros cumplen, trocar unas funciones por otras y adquirir nuevas,
proceso en el cual se expresarán aspectos más y más diferenciados del propio
sí-mismo. Esto enfrenta a la familia con fases de desorganización, necesarias
para modificar el equilibrio de un estadio y para alcanzar un equilibrio más
adecuado. En este proceso se pasa por períodos de inestabilidad en que son
reajustadas las relaciones de cohesión-diferenciación entre los miembros. Son
fases caracterizadas por la confusión y la incertidumbre, y por
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ello mismo señalan el paso hacia nuevos equilibrios funcionales que se alcanzarán
sólo si la familia puede tolerar el acrecentamiento de la diversidad entre sus
miembros.
La analogía con los fenómenos biológicos es sorprendente.
En efecto, los miembros de un sistema se comportan como las células de un
organismo en el curso de la evolución embriogenética. Un conjunto indiferenciado y
confuso se convierte poco a poco, sobre la base de informaciones provenientes del
núcleo y de los tejidos circundantes, en un órgano específico compuesto por células
que poseen características y fúnciones diferentes. De esta manera, la función cobra
una dimensión doble: es una característica de cierta célula, pero al mismo tiempo el
producto de la interacción con otras células y con el patrimonio genético. Del mismo
modo, en la evolución del ser humano, en virtud de un intercambio continuo de
conductas- informaciones, cada individuo, al par que se diferencia, adquiere una
identidad específica y funciones peculiares que evolucionan en el tiempo. Estas
fúnciones, que los miembros de un sistema han negociado tácitamente, permiten la
adaptación al ambiente y el despliegue de la vida de relación. La mudanza en las
fúnciones de uno de los miembros produce el cambio contemporáneo en las
fúnciones complementarias de los demás, y es lo que caracteriza tanto al proceso de
crecimiento del individuo cuanto a la continua reorganización del sistema familiar en
el curso del ciclo vital.
Pero no siempre esta evolución se puede producir. En efecto, a veces sucede que las
reglas de asociación que gobiernan al sistema familiar impiden la individuación y la
autonomía de los miembros. Esta falta de autonomía, expresada en la imposibilidad
de modificar las fúnciones con el paso del tiempo, determina que las personas
coexistan sólo en el nivel de funciones, esto es, las constriñe a vivir solamente en
fúnción de los demás. En una situación así, todos los miembros experimentan la
dificultad de afirmar y reconocer la identidad de sí mismos y de los demás; ninguno
podrá elegir libremente entre poner en escena ciertas funciones o dejar vacío el
papel, sino que estarán constreñidos a ser siempre como el sistema lo impone
(Pipemo, 1979).
Si de hecho los procesos de diferenciación se tienen que efectuar dentro de un
sistema en que preexisten expectativas específicas con respecto a las fúnciones de
cada
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quien, la individuación de los miembros tropezará con serios obstáculos. Por
ejemplo, si los padres obligan a un niño a comportarse de continuo como una
persona madura, exigiéndole las prestaciones de un adulto, el pequeño deberá
hacer un esfuerzo para adecuarse a esa demanda; este empeño será el precio
que tiene que pagar para mantener una relación en que le va mucho. Ahora
bien, el resultado final será una progresiva alienación en la función que le
asignaron; el desequilibrio entre la prestación que le demandan y la madurez
emotiva que debería acompañarla, pero que él no tiene, asimilará su conducta a
un recitado automático. Su situación se agravará con posterioridad si en algún
momento se le requieren prestaciones contradictorias con la conducta adulta;
por ejemplo, que siga siendo pequeñito y no alcance la maduración sexual.
Esto inevitablemente disminuirá su posibilidad de diferenciarse en todos los
campos en que las demandas son conflictivas o, por lo menos, muy
desequilibradas.
Si la función representa el conjunto de las conductas que dentro de una relación
satisfacen las demandas recíprocas, es evidente que, según las familias, puede
cobrar una connotación positiva o una negativa. En el primer caso, cada quien
adquiere poco a poco una imagen diferenciada de sí mismo, de los demás y de
sí respecto de los demás, que puede ser «proyectada» en el espacio. Esto
supone que cada uno sabe que puede compartir su espacio personal con el de
los demás, pero sin sentirse constreñido a existir sólo en función de ellos. Para
que el encuentro produzca un enriquecimiento recíproco, es necesario que no
se lo viva como una injerencia, sino que ocurra sobre la base de un intercambio
real en que cada participante da y recibe al mismo tiempo.
En cambio, la función cobra una connotación negativa cuando su asignación es
rígida e irreversible o cuando entra en contradicción con la función biológica;
es el caso en que la función paterna se asigna a un hijo y no al padre.
Esto determina una alienación progresiva del individuo más involucrado, a
expensas del desarrollo de su sí-mismo y de su espacio personal. Cuando este
proceso tiende a hacerse irreversible, rígido e indiferenciado, se engendra la
situación patológica. Si el hijo asume la función del padre —y no en momentos
de imperiosa necesidad, sino de manera indiscriminada y sin límites
temporales—, esa función se convertirá en una cárcel para él y
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para los demás. En estos casos, cada uno se erige en el artífice y la víctima de
idéntica «trampa funcional».
La falta de confines interpersonales nítidos que deriva de esta modalidad de relación
se traduce en la imposibilidad de participar libremente en relaciones de intimidad o
de separación. Mantener de manera continua una distancia de seguridad o, por el
contrario, determinar relaciones fusiónales, he ahí las conductas más comunes en
estos sistemas, en los que se confunde el espacio personal con el espacio de
interacción, el individuo con la función que desempeña, ser por sí mismo y ser en
función de los demás. La injerencia en el espacio personal ajeno y la simultánea
pérdida del propio se pueden convertir entonces en la única posibilidad de
coexistencia. La actitud protectora, la indiferencia, el rechazo, la victimización, la
locura, son primero atributos individuales constantes, y se vuelven después roles
estereotipados en un libreto siempre idéntico. Si esta modalidad relacional es la
principal o la única posible, el sistema se hará rígido en esa misma medida; la
necesidad vital de vivir en función recíproca hace más y más estériles los
intercambios de interacción, y menos definidas las fronteras, al tiempo que el espacio
personal se reduce hasta confundirse con el espacio de interacción.
Los miembros de estas familias se pueden comparar con un conjunto de recipientes.
Sumergidos en un líquido, sólo podrán flotar si las superficies que presentan
soluciones de continuidad permanecen soldadas entre sí (figura 1 ).
Figura 1.
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Por otro lado, si uno de los recipientes consiguiera soltarse y definir con nitidez
sus propios límites, los otros correrían el riesgo de irse al fondo (figura 2 ).
Figura 2.
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cios y de relaciones emotivas en el nivel de la pareja parental, y entre cada
cónyuge y sus propios progenitores.
Es que un sistema familiar no constituye una realidad bidimensional simple,
sino una realidad tridimensional más compleja, en que la historia de las
relaciones del pasado se encama en el presente para que se pueda desarrollar en
el futuro. En las familias en que los cambios de relación se perciben
amenazadores, se introduce una rigidez en los esquemas de interacción
presentes y en las funciones desempeñadas por cada miembro, que después
cristalizan en relaciones estereotipadas, a expensas de experiencias-
informaciones nuevas y diferenciadas.
Flexibilidad o rigidez de un sistema no son características intrínsecas de su
estructura, sino que se manifiestan ligadas con el dinamismo y las variaciones
de estado en un espacio y en un tiempo definidos; se las puede especificar por
referencia a la capacidad de tolerar una desorganización temporaria con miras a
una estabilidad nueva.
Un sistema que era flexible en el estadio A, acaso se vuelva rígido en el estadio
B (Andolfi et al., 1978). En este sentido cabe conjeturar que una patología
individual se manifestará a raíz de modificaciones o presiones intrasistémicas o
intersistémicas de determinadas entidades que corresponden a fases evolutivas
de la familia; estará entonces destinada a garantizar el mantenimiento de los
equilibrios funcionales adquiridos. De este modo, es posible que el sistema se
trasforme para no cambiar (Ashby, 1971); es decir, es posible que utilice el
input nuevo para introducir variaciones que no cuestionen ni modifiquen su
funcionamiento.
Ya hemos dicho que toda tensión, se origine en cambios intrasistémicos (el
nacimiento de los hijos, su adolescencia, su alejamiento del hogar, la
menopausia, la muerte de un familiar, el divorcio, etc.) o intersistémicos
(cambios de domicilio, modificaciones del ambiente o de las condiciones de
trabajo, profundas trasformaciones en el nivel de los valores, etc.), gravitará
sobre el funcionamiento familiar requiriendo un proceso de adaptación, es
decir, una trasformación de las reglas de asociación, susceptible de asegurar la
cohesión de la familia, por un lado, y de promover el crecimiento psicológico
de sus miembros, por el otro (Andolfi, 1977).
Frente a una posibilidad de cambio que el sistema en su conjunto percibe
traumática, una reacción es obrar de
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modo que uno de sus miembros asegure la mitigación del stress que aquella produce,
y lo asegure por la expresión de una sintomatología. Entre las familias que utilizan la
designación como respuesta a una demanda de cambio se pueden distinguir dos
tipos:
1. Familias en riesgo
2. Familias con designación rígida
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del niño representarán una válvula de seguridad para la pareja, que de este
modo podrá mantener a salvo la «armonía conyugal» . El hermano quizá se
sienta más autónomo fuera de casa, pero estará constreñido a desempeñar una
función limitadora en el subsistema de los hermanos; si la distancia entre su
manera de obrar como persona «grande» y la conducta infantil del hermano
menor es amplificada por las necesidades de los adultos, no podrá satisfacer sus
demandas de adolescente. Por otro lado, el paciente estará dispuesto a sacrificar
parte de su propia autonomía para llevar adelante, con su función de miembro
designado, la tarea de atraer sobre sí las dificultades de interacción de la
familia.
Este tipo de designación permanece fluctuante, por así decir, hasta el momento
en que la trayectoria vital de la familia pueda pasar de una persona a otra o de
una expresión sintomatológica a otra. Esto permite a los miembros del sistema
experimentar todavía una alternancia de funciones en virtud de la
reversibilidad de la relación normalidad-patología. No obstante, si este
mecanismo de designación, reversible y temporario, no consigue asegurar a la
familia la formación de ordenamientos estructurales satisfactorios, amenazará
con trasformarse en un mecanismo rígido, en que la identidad del paciente
designado y de los demás miembros de la familia será remplazada poco a poco
por funciones repetitivas, previsibles en alto grado. En esta trasformación del
mecanismo de designación, que de fluctuante se hace fijo, pesan sin duda los
influjos externos que pueden obrar como un refuerzo, confirmando a la familia
en el carácter ineluctable de sus propias soluciones.
Es muy frecuente que se demande terapia en esta fase de transición, a saber,
cuando aquel riesgo parece trasformarse en una certeza incontrovertible. En
este momento la intervención terapéutica puede promover un redescubrimiento
de potencialidades vitales dentro de un grupo familiar que se ha vuelto rígido,
pero, como cualquier otro input externo, puede por el contrario contribuir a
reforzar la condición estática de la familia, haciendo su aporte para que el
proceso se vuelva cronico (haley, 1980).
Familias con designación rígida. En este tipo de familia puede suceder que se
perciba catastrófico el paso de un
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Según lo que llevamos dicho, el comportamiento sintomático cobra un doble
significado; en efecto, si por una parte representa una trasformación funcional
para la cohesión, por la otra es señal de malestar y de sufrimiento a causa de las
restricciones que impone a todos los miembros del sistema. Es la tentativa de
fusionar aspectos contradictorios de la realidad familiar; es la expresión de un
conflicto entre las tendencias al mantenimiento y las tendencias a la ruptura de
los equilibrios adquiridos. Pero justamente en esta tentativa de «congelar», en
sus aspectos contradictorios, procesos que evolucionan en direcciones
opuestas, el síntoma puede ser interpretado como metáfora de inestabilidad,
como señal que indica la fragilidad del sistema. Por ello, la utilización del
síntoma se convertirá en uno de los objetivos prioritarios de la intervención ya
en la fase de formación del sistema terapéutico (Andolfi y Angelo, 1980).
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