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Cambio de Esquemas - Robert J Sawyer

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El

cincuenta por ciento de posibilidades de haber desarrollado una


enfermedad degenerativa incurable ya era bastante malo, pero Pierre
Tardivel, investigador del Proyecto Genoma humano, descubrió que todo
podía empeorar… con la amenaza de un grupo de nazis, por ejemplo; o
tratando de conseguir un seguro médico para descubrir que la aseguradora
está tomando muestras genéticas de sus clientes; o, cuando prosigue sus
pesquisas, encontrando una cadena de asesinatos sin resolver cuyas
víctimas son personas aseguradas por la compañía…
La conclusión puede ser terrible: ¿Acaso los adelantos científicos que el
mismo Pierre está haciendo son empleados para incrementar los beneficios
de las compañías aseguradoras? Y todo puede empeorar…
Cambio de esquemas es una novela sorprendente que introduce elementos
del mejor thriller, en la tradición de Michael Crichton y Robin Cook, en una
trama atractiva y enrevesada, cuyos inesperados giros mantienen la intriga
hasta la última página para desembocar en un final apabullante, de los que
no se olvidan.

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Robert J. Sawyer

Cambio de esquemas
ePub r1.0
Darthdahar 01.04.14

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Título original: Frameshift
Robert J. Sawyer, 1997.
Traducción: Carlos Lacasa
Retoque de portada: Darthdahar

Editor digital: Darthdahar


ePub base r1.0

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Para Terence M. Green y Merle Casci
con agradecimiento y amistad.

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Agradecimientos
Quiero dar las gracias a mi agente, Ralph Vicinanza; mi editor en Tor Books, David
G. Hartwell; Tad Dembinski, también de Tor; Jane Johnson de HarperCollins UK; la
doctora Catherine Brown, especialista en obstetricia y ginecología; David E. Gilbert,
de la División de Ciencias de la Vida del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley; el
doctor David Gotlib, medico residente del Departamento de Psiquiatría del Hospital
John Hopkins de Baltimore, Maryland; el doctor Robert A. Hegele, de la División de
Endocrinología y Metabolismo, del Hospital St. Michael de la Universidad de
Toronto; Isla Horvath, Director de Comunicaciones de la Sociedad Huntington de
Canadá; el doctor Joe S. Mymryk, del Centro Regional del Cáncer de London,
Ontario; el doctor Ariel Reích, que fue mi anfitrión durante mi visita a la Universidad
de California, Berkeley, y que buscó información después de que me fuera; y el
difunto premio Nobel doctor Luis W. Álvarez, que me recibió amablemente en el
Laboratorio Lawrence Berkeley.
Muchas gracias también a: Kent Brewster; Michael y Nomi Burstein; Stephen P.
Conners; Richard Curtis, Marina Frants; Peter Halasz; Howard Miller; Amy Victoria
Meo, Lorraine Pooley y Jean-Louis Trudel.
Y, como siempre, estoy en deuda con mi grupo habitual de incisivos lectores de
manuscritos: Asbed Bedrossian, Ted Bleaney, David Livingstone Clink, Richard M.
Gotlib, Terence M. Green, Alan B. Sawyer, Edo van Belkom, Andrew Weiner, y,
sobre todo, mi encantadora esposa Carolyn Clink.

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Prólogo

Es mejor ser odiado por lo que eres que amado por lo que no eres.
André Gide, Premio Nobel de Literatura 1947

Berkeley, California
Hoy

Parecía un lugar improbable para morir.


Durante el curso académico, veintitrés mil estudiantes a jornada completa
recorrían los bien arbolados terrenos de la Universidad de California, Berkeley. Pero
aquella fresca noche de junio el campus estaba casi vacío.
Pierre Tardivel alargó la mano para coger la de Molly. Era un hombre de treinta y
tres años, esbelto, fibroso y bien parecido, con el pelo del mismo color chocolate que
los ojos. Molly, que cumpliría los treinta y tres en un par de semanas, era hermosa…
asombrosamente hermosa, aun sin maquillaje. Tenía unos pómulos altos, labios
sensuales y ojos azul oscuro, y llevaba el pelo rubio natural con raya al medio, corto
por delante pero cayéndole sobre los hombros por detrás. Apretó la mano de Pierre, y
empezaron a caminar juntos.
Acababan de sonar las once de la noche en el Campanario. Molly había estado
trabajando hasta tarde en el departamento de Psicología, donde era profesora adjunta.
A Pierre no le gustaba que volviese a casa sola, así que se había quedado en el
Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, situado en una colina que dominaba el
campus, hasta que ella le telefoneó diciendo que estaba lista para salir. No suponía
una molestia para él; al contrario, el problema habitual de Molly era conseguir que se
tomase un respiro en su investigación.
Molly no tenía ninguna duda sobre los sentimientos de Pierre hacia ella; era una
de las pocas ventajas de su don. A veces deseaba que le pasara el brazo alrededor
mientras caminaba, pero a Pierre no le gustaba hacerlo. No era que no fuese
afectuoso: era francocanadiense, después de todo, y tenía la naturaleza expansiva de
la primera parte de esa dualidad, y el deseo de protegerse contra el frío de la segunda.
Pero él decía que ya habría tiempo de que Molly le ayudase, cada uno con el brazo
alrededor de la cintura del otro. Por el momento, y mientras todavía pudiera, prefería
caminar libremente.
Mientras cruzaban el puente a la altura de la bifurcación norte de Strawberry
Creek, Molly preguntó:
—¿Qué tal el trabajo?
—Burian Klimus se ha puesto muy pesado —dijo Pierre con su sonoro acento.

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Molly rio con un sonido gutural. Cuando hablaba, su voz era aguda y femenina,
pero su risa tenía un toque vulgar que según Pierre resultaba muy sexy.
—O sea, como siempre.
—Exacto —contestó Pierre—. Klimus quiere la perfección, y supongo que él
puede exigirla. Pero el objetivo básico del Proyecto Genoma Humano es descubrir
qué nos hace humanos, y a veces los humanos cometen errores —Molly estaba
bastante acostumbrada al acento de Pierre, pero la repetición de «huma-nó» tres veces
en una misma frase hizo aflorar una sonrisa en sus labios—. Ha estado a punto de
arrancarle el pellejo a Shari esta tarde.
Molly asintió.
—Ayer oí a alguien haciendo una imitación de Klimus en el Club de la Facultad.
—Se aclaró la garganta y fingió un acento alemán—. «No sólo soy miembro del Herr
Club… también soy su canciller».
Pierre soltó una carcajada.
Había un banco de hierro forjado un poco más adelante. Un hombre corpulento de
algo menos de treinta años, vestido con unos vaqueros gastados y una cazadora de
cuero desabrochada, estaba sentado en él. Tenía una barbilla como dos pequeños
puños que brotasen de la parte inferior de su cara, y llevaba muy corto, más o menos
un centímetro, el pelo color rubio sucio. Qué falta de respeto, pensó Molly, estás en el
hogar del movimiento hippie de los 60, así que deberías dejarte crecer un poco el
pelo.
Siguieron andando. Normalmente, se habrían apartado del banco, dejando al
desconocido un generoso espacio libre: Molly procuraba evitar que los extraños
entrasen en su zona. Pero un poste de luz y un arbusto limitaban el borde del camino,
así que acabaron pasando a medio metro del hombre, Molly más cerca incluso que
Pierre.
Ya era hora de que apareciese el puto franchute.
Molly apretó la mano, sus uñas cortas y sin pintar clavándose en el dorso de la de
Pierre.
Mala suerte, no está solo… pero puede que Grozny lo prefiera así.
El tembloroso susurro de Molly fue tan bajo que estuvo a punto de perderse en la
brisa.
—Vámonos de aquí —Pierre enarcó las cejas, pero aceleró su paso. Ella lanzó
una mirada atrás—. Se ha levantado —dijo en voz baja—. Viene hacia nosotros.
Molly examinó el terreno. La puerta norte del campus estaba a unos treinta
metros frente a ellos, y más allá los cafés desiertos de Euclid Avenue. A la izquierda
había una valla que separaba la universidad de Hearst Avenue. A la derecha, más
árboles y Haviland Hall, sede de la Escuela de Graduados Sociales. La mayor parte
de sus ventanas estaban a oscuras. Oyeron el sonido de un autobús al otro lado de la

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verja… por la hora, sería el último en mucho tiempo. Pierre se mordió el labio. Las
pisadas se acercaban suavemente. Metió la mano en el bolsillo, y Molly pudo oír el
tintineo de las llaves cuando se las puso entre los dedos.
Ella abrió la cremallera de su bolso de cuero blanco y sacó su silbato
antiviolación. Se arriesgó a mirar otra vez hacia atrás y… ¡Cristo, un cuchillo!
«¡Corre!» gritó, girando a la derecha mientras se llevaba el silbato a los labios. El
sonido rasgó la noche.
Pierre se lanzó hacia delante, directo a la puerta norte, pero miró por encima del
hombro tras recorrer unos pocos metros. Perdido el elemento sorpresa, quizá el
extraño se hubiese marchado, pero Pierre tenía que asegurarse de que no iba tras
Molly…
… y fue un error. El hombre había perdido terreno (Pierre tenía las piernas más
largas y había empezado a correr antes), pero aquello le dio la oportunidad de
acercarse. A unos diez metros, Molly, que también había dejado de correr, gritó el
nombre de Pierre.
El tipo llevaba un cuchillo de monte en la mano derecha. Era difícil distinguirlo
en la oscuridad, salvo por el reflejo de la luz de las farolas en la hoja de treinta
centímetros. Lo sujetaba con la punta hacia abajo, como si hubiese pensado
clavárselo a Pierre en la espalda.
El hombre arremetió, y Pierre hizo lo mismo que cualquier buen muchacho de
Montreal que hubiese crecido queriendo jugar con los Canadiens: fintó hacia la
izquierda, y cuando el otro se movió en la misma dirección hizo un quiebro a la
derecha, embistiéndole. El atacante perdió el equilibrio y Pierre avanzó, con la llave
de su apartamento encajada entre sus dedos índice y medio. Golpeó en la cara al
desconocido, que aulló de dolor cuando la llave le cortó la mejilla.
Molly corrió hacia el hombre por detrás, saltó sobre su espalda y empezó a
golpearle con los puños crispados. El otro empezó a girar, como queriendo atrapar a
la mujer que tenía encima, y Pierre aprovechó para usar otra maniobra de hockey y
hacerle caer. Pero en lugar de soltar el cuchillo, como Pierre había pensado que haría,
lo agarró todavía más fuerte. Al caer, su brazo se torció y su cazadora de cuero quedó
abierta. El peso de Molly sobre su espalda hizo que la afilada hoja se le clavase a lo
largo en el vientre.
De pronto hubo sangre por todas partes. Molly se apartó del hombre, haciendo
una mueca de dolor. El otro no se movía, y su respiración sonaba de forma líquida,
burbujeante.
Pierre agarró la mano de Molly y empezó a retroceder, pero entonces comprendió
lo grave que era la herida, aquel hombre moriría desangrado si no se le atendía de
inmediato.
—Busca un teléfono —le dijo a Molly—. Llama al nueve-uno-uno —ella partió

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hacia Haviland Hall.
Hizo rodar al hombre sobre su espalda y el cuchillo se salió de su lugar. Cogió el
arma y la arrojó tan lejos como pudo, por si la herida no era tan grave. Después abrió
la ligera camisa de algodón del asaltante, ahora empapada de sangre, exponiendo el
corte. El hombre sufría un shock traumático: su tez, difícil de determinar a la pálida
luz, estaba de un color blanco grisáceo. Pierre se quitó su propia camisa beige de la
Universidad McGill y la enrolló para usarla como vendaje de presión.
Molly volvió a los pocos minutos, jadeando por la carrera.
—Ya viene una ambulancia, y la policía. ¿Cómo está?
Él mantuvo la presión sobre la herida, pero la tela estaba empapada.
—Se está muriendo —dijo con voz angustiada.
Molly se acercó, observando al asaltante.
—¿Le conoces?
Pierre meneó la cabeza.
—Recordaría esa barbilla.
Ella se arrodilló junto al hombre y cerró los ojos, escuchando la voz que sólo ella
podría oír.
No es justo, estaba pensando. Sólo he matado a quien Grozny dijo que se lo
merecía. Pero yo no merezco morir. No soy un jodido…
La frase no pronunciada se interrumpió abruptamente. Molly abrió los ojos y
apartó suavemente de la camisa las manos cubiertas de sangre de Pierre.
—Ha muerto —dijo.
Pierre, todavía de rodillas, se echó hacia atrás muy despacio. Su cara estaba
blanca como el hueso y la mandíbula le colgaba un poco. Molly reconoció las
señales: ahora era él quien sufría un shock. Le ayudó a apartarse del cuerpo, y le hizo
sentarse en la hierba junto a la base de una secoya.
Tras lo que pareció una eternidad, por fin oyeron las sirenas que se acercaban. La
policía de la ciudad llegó por la puerta norte, seguida unos momentos después por un
coche de la seguridad del campus procedente de la Biblioteca Moffit. Los dos
vehículos aparcaron uno junto al otro, cerca de la arboleda.
Los policías de la ciudad eran un equipo sal-y-pimienta: un robusto hombre de
color y una mujer blanca más alta y esbelta. El hombre parecía estar al mando. Sacó
un paquete sellado de guantes de látex de su compartimiento y se los puso sobre las
manos carnosas, acercándose para examinar el cadáver. Le buscó el pulso en las
muñecas, después meneó la cabeza y probó en la base del cuello.
—Cristo —dijo—. ¿Karen?
Su compañera enfocó la cara del muerto con una linterna.
—Le dieron un buen puñetazo, desde luego —dijo indicando la herida abierta por
la llave de Pierre. Entonces parpadeó—. Oye, ¿no le detuvimos hace unas semanas?

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El policía negro asintió.
—Chuck Hanratty. Basura. —Meneó la cabeza, pero parecía más intrigado que
triste. Se puso en pie, se quitó los guantes y miró brevemente al vigilante del campus,
un blanco regordete de pelo canoso que apartaba la vista del cadáver. Después se
volvió hacia Pierre y Molly—. ¿Está herido alguno de ustedes?
—No —dijo Molly con la voz temblándole ligeramente—. Sólo algo aturdidos.
La otra policía estaba examinando la zona con su linterna.
—¿Es este el cuchillo? —preguntó mirando a Pierre y señalando el arma, que
había caído junto a otra secoya.
Pierre levantó los ojos, pero no parecía oír.
—El cuchillo —repitió la policía—. El cuchillo que le mató.
Pierre asintió con la cabeza.
—Quería matarnos —dijo Molly.
El hombre negro la miró.
—¿Estudia usted aquí?
—No, trabajo en la facultad. Departamento de Psicología.
—¿Nombre?
—Molly Bond.
El policía señaló con la cabeza a Pierre, que seguía con la mirada fija en el
espacio.
—¿Y él?
—Se llama Pierre Tardivel. Pertenece al Centro Genoma Humano, en el
Laboratorio Lawrence Berkeley.
El oficial se volvió hacia el vigilante del campus.
—¿Conoce a estas personas?
El viejo se estaba recuperando poco a poco; aquel tipo de cosas no tenía nada que
ver con llamar a la grúa para que se llevase los coches mal aparcados. Meneó la
cabeza.
—Muéstrenme sus permisos de conducir y sus identificaciones de la universidad,
por favor —dijo el policía a Molly y Pierre.
Molly abrió el bolso y enseñó sus papeles. Pierre, helado al no llevar camisa,
estremecido todavía por la muerte del hombre y cubierto hasta los codos de sangre
coagulada, se las arregló para sacar su cartera, pero se quedó mirándola como si no
supiese abrirla. Molly la cogió suavemente y mostró su identificación.
—Canadiense —dijo el hombre, como si fuese algo sospechoso—. ¿Tiene papeles
para estar en este país?
—Papeles… —repitió Pierre, todavía confuso.
—Tiene una carta verde —contestó Molly. Rebuscó en la cartera hasta
encontrarla y se la mostró al policía, que asintió con la cabeza. La mujer había sacado

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una cámara Polaroid del coche patrulla y estaba tomando fotos de la escena.
Por fin llegó la ambulancia, entró por la puerta norte, pero no pudo pasar por el
camino donde estaban ellos. Aunque los demás vehículos habían apagado sus sirenas
una vez detenidos, la ambulancia dejó en marcha las luces del techo, proyectando
unas sombras anaranjadas que danzaban por todo el lugar. El aire estaba lleno del
sonido de las radios. Dos paramédicos corrieron hacia el hombre caído. También
habían llegado algunos curiosos.
—No hay pulso ni signos de respiración —dijo el oficial.
Los paramédicos hicieron algunas comprobaciones, asintiendo entre ellos.
—Está listo —dijo uno—. De todas formas, tenemos que llevárnoslo.
—¿Karen?
—Sí. Ya tengo bastantes fotos.
—Adelante, entonces. —El policía se volvió hacia Pierre y Molly—. Tendrán que
hacer una declaración.
—Fue en defensa propia —explicó Molly.
Por primera vez, el hombre mostró una cierta afabilidad.
—Por supuesto. No se preocupe, es pura rutina. El sujeto que les atacó tenía un
buen expediente: robo, agresión, quema de cruces…
—¿Quema de cruces? —Molly quedó sorprendida.
El policía asintió.
—Un mal tipo, ese Hanratty. Estaba metido en un grupo neonazi llamado el Reich
Milenario. Actúan sobre todo en San Francisco, por la zona de la Bahía, pero también
han estado reclutando aquí en Berkeley —contempló los edificios de los alrededores
—. ¿Tienen su coche por aquí?
—Íbamos a pie.
—Bien… mire, es más de medianoche y, francamente, su amigo parece un poco
ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les acercamos a casa? Pueden pasar
mañana por la comisaría para hacer su declaración —le dio una tarjeta.
—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, reaccionando
por fin.
El policía se encogió de hombros.
—Ningún misterio. Quería su cartera y el bolso de su amiga.
Pero Molly sabía que no era cierto. Tomó la mano sucia de sangre de Pierre y le
guio hacia el coche patrulla.
Pierre entró en la ducha, lavándose la sangre del pecho y los brazos y tiñendo el
agua de rojo. Se frotó hasta quedar en carne viva. Después de secarse, se metió en la
cama junto a Molly, y ambos se abrazaron.
—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —preguntó en la oscuridad, bufando
ruidosamente—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de matarme? Al

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fin y al cabo…
Se calló, la frase en inglés formada ya en su mente. Pero Molly sabía lo que había
estado a punto de decir, y le atrajo hacia ella, abrazándole con fuerza.
Al fin y al cabo, había pensado Pierre Tardivel, pronto estaré muerto de todas
formas.

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Libro Uno

Vivamos en la adversidad, luchando con brío; arriesguémonos a agotarnos


antes que a herrumbrarnos.
Theodore Roosevelt, Premio Nobel de la Paz 1906

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CAPÍTULO 1
Agosto de 1943

Los gritos sonaban como el maíz en la sartén: al principio uno o dos, y después
cientos de ellos amontonándose, hasta que por fin iban disminuyendo y se apagaban
por completo, y entonces todo había terminado.
Jubas Meyer intentaba no pensar en ello. Incluso muchos de los bastardos al
mando lo intentaban. A sólo cuarenta metros, una banda de músicos judíos tocaba a
punta de pistola para acallar con sus canciones los gritos de los moribundos, pues el
rumor del motor diesel en la Maschinehaus no bastaba para ocultarlos.
Finalmente, mientras Jubas y los otros esperaban ya preparados, los dos
operadores ucranianos abrieron trabajosamente las enormes puertas. Un humo azul
salió de la abertura.
Como solía ocurrir, los cadáveres desnudos aún se mantenían en pie. La gente
había sido apiñada de tal forma —hasta quinientos en aquella pequeña cámara— que
no había espacio para que cayera. Pero al abrirse las puertas, los muertos más
próximos a la salida se desplomaron bajo el cálido sol del verano, con los rostros
moteados e hinchados por el monóxido de carbono. La peste a sudor, orina y vómito
llenaba el aire.
Jubas y su compañero Shlomo Malamud avanzaron llevando su camilla de
madera, con ella podían cargar a dos niños o un adulto en cada viaje. No tenían
fuerzas para llevar más. Jubas podía contarse fácilmente las costillas a través de la
piel, y los piojos atormentaban su cuero cabelludo.
Empezaron por una mujer de unos cuarenta años: su pecho izquierdo tenía una
larga cuchillada. Llevaron el cadáver hasta el puesto dental; allí, un hombre pálido de
poco más de treinta años llamado Yehiel Reichman le echó la cabeza hacia atrás
abriéndole la boca. Vio un brillo de oro, cogió unas tenazas manchadas de sangre y
extrajo el diente.
Shlomo y Jubas arrojaron el cadáver a la fosa junto con los demás, intentando
ignorar el zumbido de las moscas y el hedor de la carne podrida y las evacuaciones
postmortem. Volvieron a la cámara y…
No…
¡No!
Dios, no.
Rachel no…
Pero lo era. La propia hermana de Jubas, yaciendo desnuda entre los muertos,
mirándole con unos ojos tan verdes y vacíos de vida como las esmeraldas.

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Él había rezado por que escapase, por que estuviese a salvo, por…
Jubas retrocedió tambaleándose, tropezó y cayó al suelo, con lágrimas en los ojos
que al resbalar por sus mejillas abrían surcos en la mugre que le cubría el rostro.
Shlomo acudió en ayuda de su amigo.
—Vamos —susurró—. Deprisa, antes de que vengan…
Pero Jubas estaba llorando ahora, incapaz de controlarse.
—Nos pasa a todos —dijo Shlomo para tranquilizarle.
Jubas sacudió la cabeza. Shlomo no lo entendía. Tragó aire, y por fin pudo
forzarse a hablar.
—Es Rachel —dijo estremeciéndose entre sollozos mientras señalaba el cadáver.
Las moscas ya estaban caminando sobre la cara de su hermana.
Shlomo puso una mano en el hombro de Jubas: le habían separado de su hermano
Saúl, y lo único que le mantenía con vida era la esperanza de que él estuviese a salvo.
—¡Levanta! —gritó una voz familiar. Un alto y robusto ucraniano calzado con
botas se acercaba a ellos. Llevaba un rifle con una bayoneta calada… la misma
bayoneta que Jubas le había visto afilar frecuentemente hasta dejarla como un
escalpelo.
Jubas alzó la mirada. Podía distinguir aquel rostro incluso a través de las
lágrimas: una cara redonda de unos treinta años, de orejas protuberantes, labios finos
y calvicie incipiente.
Shlomo se acercó al ucraniano, arriesgándolo todo. Pudo oler el licor barato en el
aliento del hombre.
—Un momento, Ivan, ten compasión… es la hermana de Jubas.
La ancha boca de Ivan se abrió en una mueca terrible. Inclinándose, cortó el
pezón derecho de Rachel con su bayoneta, haciéndolo saltar de la hoja con un golpe
del dedo. El pezón cayó girando hasta acabar con el lado sangrante sobre el regazo de
Jubas.
—Quédatelo de recuerdo —dijo Ivan.
Era un monstruo.
Un demonio.
El mal hecho carne.
Su nombre era Ivan. Nadie sabía su apellido, y los judíos le apodaban Ivan el
Terrible. Había llegado al campo un año antes, en julio de 1942. Algunos decían que
había recibido una buena educación antes de la guerra: hablaba mejor que los demás
guardias. Unos pocos llegaban a afirmar que había sido médico, viendo la precisión
con que cortaba la carne humana. Pero lo que hubiese hecho en la vida civil había
quedado atrás.
Jubas Meyer había calculado cuántos cadáveres sacaban de las cámaras cada día
él y Shlomo, cuántos otros pares de judíos eran obligados a hacer lo mismo, cuántos

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trenes de carga habían llegado hasta la fecha.
Los resultados eran estremecedores. Allí, en aquel pequeño campo, se ejecutaba
cada día a entre diez y doce mil personas; algunos días, la cifra alcanzaba las quince
mil. Hasta el momento se habría exterminado a más de medio millón de personas. Y
había rumores de otros campos: uno en Belzac, otro en Sobibor, quizá otros más.
No cabía duda: los nazis pretendían matar a todos los judíos, borrarlos de la faz
de la tierra.
Y allí en Treblinka, a ochenta kilómetros al nordeste de Varsovia, Ivan el Terrible
era el principal agente de tal destrucción. Sí, tenía un compañero llamado Nikolai que
le ayudaba a operar las cámaras, pero era Ivan el sádico más allá de lo creíble, quien
violaba a las mujeres antes de gasearlas, quien les hacía cortes —sobre todo en los
pechos— mientras marchaban desnudas hacia las cámaras, quien obligaba a los
judíos a copular con cadáveres mientras soltaba una fría risa gutural y les golpeaba
con una cañería de plomo.
Ivan disfrutaba de ello, y sus frecuentes borracheras no hacían sino incrementar
su crueldad natural. Como ucraniano, probablemente había sido un prisionero de
guerra, pero se había presentado como Wachmann voluntario, demostrando una
notable pericia técnica que le hizo quedar a cargo de las cámaras de gas. Los
alemanes confiaban tanto en él que le dejaban salir del campo. Jubas le había oído
fanfarroneando con Nikolai sobre la puta a la que frecuentaba en el cercano pueblo de
Wolga Okranik. «Si crees que los judíos chillan mucho,» había dicho Ivan, «tendrías
que oír a mi María».
Fue un milagro.
Ivan y Nikolai abrieron las puertas, y…
… Dios, era increíble…
… una niña rubia de unos doce años, apenas en la pubertad, salió desnuda y
tambaleándose de la cámara, todavía viva.
A sus espaldas, los cadáveres empezaron a caer como fichas de dominó.
Pero ella estaba viva. Los hombres y mujeres habían estado tan apretados esa vez
que sus mismos cuerpos habían formado una bolsa de aire.
La niña, con los ojos abiertos de terror, se quedó en pie bajo el sol, boqueando en
busca de oxígeno. Y cuando por fin tuvo aliento para hacerlo, gritó «¡Ma-ma! ¡Ma-
ma!».
Pero su madre estaba entre los muertos.
Jubas Meyer y Shlomo Malamud se quedaron apartando cadáveres, agitando los
brazos para espantar a las moscas, respirando por la boca para evitar el hedor. Ivan se
dirigió hacia la niña con un látigo en la mano, Y Jubas le dirigió una mirada de
reproche. El ucraniano debió verla, pues se olvidó de la niña por un momento y
empezó a azotar a Jubas. El prisionero se mordió la lengua hasta saborear la salada

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sangre; gritar sólo prolongaría la tortura.
Cuando Ivan se hartó de azotarle, dio un paso atrás y contempló a Jubas,
encorvado por el dolor.
—¡Davay yebatsa! —gritó.
Incluso la niña conocía aquellas obscenas palabras: empezó a retroceder, pero
Ivan se puso junto a ella, agarrando brutalmente su hombro desnudo y derribándola al
suelo.
—¡Davay yebatsa! —gritó de nuevo a Jubas. Arrastró a la niña hasta el lugar
donde había dejado su rifle, apoyado en la pared de la Maschinehaus. Apuntó el arma
hacia Jubas—. ¡Davay yebatsa!
Jubas cerró los ojos.
Eran noticias horribles, devastadoras.
El ritmo de las ejecuciones estaba aflojando.
No significó que los alemanes hubieran cambiado de idea.
No significaba que hubiesen abandonado su loco plan.
Significaba que se estaban quedando sin judíos que matar.
El campo no tardaría en perder su utilidad. Al principio, los alemanes habían
ordenado enterrar los cadáveres, pero últimamente estaban removiendo la tierra para
exhumarlos e incinerarlos. Las cenizas flotaban continuamente por el aire, y el acre
olor de la carne quemada aguijoneaba las fosas nasales. Los nazis no querían dejar
pruebas de lo que había ocurrido allí.
Y tampoco querían testigos. Pronto ordenarían entrar en las cámaras a los propios
cargadores de cadáveres.
—Tenemos que huir —dijo Jubas Meyer—. Tenemos que salir de aquí.
Shlomo miró a su amigo.
—Nos matarán si lo intentamos.
—Nos matarán de todas formas.
La revuelta se planeó en cuchicheos, un hombre pasando la voz al siguiente. El
lunes, 2 de agosto de 1943, sería el día. No todos escaparían, estaba claro. Pero
algunos sí… seguramente algunos sí. Y contarían al mundo lo que había ocurrido.
El sol ardía furiosamente, como si el mismo Dios estuviese ayudando a los nazis a
incinerar cadáveres. Pero Dios no haría algo así: el calor se convirtió en una ventaja
cuando el ayudante del comandante del campo se llevó a un grupo de guardias
ucranianos para darse un baño refrescante en el río Bug.
Los judíos del campo inferior —la zona donde los prisioneros eran descargados y
preparados— habían reunido algunas armas hechas por ellos mismos. Uno había
llenado de gasolina unas grandes latas. Otro había robado algunos cortaalambres. Un
tercero se las había arreglado para ocultar un hacha entre la basura que le habían
ordenado apartar. Incluso tenían algunas pistolas.

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Unos pocos habían ocultado tiempo atrás oro o dinero en agujeros de los árboles,
o lo habían enterrado. Tal y como eran exhumados los cuerpos, lo mismo ocurría con
algunos tesoros.
Todo estaba listo para empezar a las 4:30 de la tarde. Había tensión en el
ambiente, y todos estaban nerviosos. Y entonces, justo antes de las 4:00…
—¡Chico! —gritó Kuttner, un gordo miembro de las SS.
El niño, de unos once años, se quedó quieto. Temblaba de la cabeza a los pies. El
SS se acercó, con una fusta en la mano.
—¡Chico! —dijo de nuevo—. ¿Qué llevas en los bolsillos?
Jubas Meyer y Shlomo Malamud estaban a unos cinco metros, llevando un
cadáver exhumado al horno crematorio. Se detuvieron para contemplar la escena. Los
bolsillos del mugriento y andrajoso sobretodo del muchacho abultaban ligeramente.
El niño no dijo nada. Sus ojos estaban muy abiertos y sus labios se habían
retraído a causa del miedo, mostrando unos dientes podridos. A pesar del fuerte calor,
temblaba como si estuviese bajo cero. El guardia se acercó a él y le golpeó el muslo
con la fusta: pudo oírse un inconfundible tintineo de monedas. Kuttner entornó los
ojos.
—Vacía los bolsillos, judío.
El niño se dio la vuelta a medias para encararse al hombre. Sus dientes
castañeteaban. Intentó meter la mano en el bolsillo, pero le temblaba tanto que no
conseguía acertar. El nazi le golpeó en el hombro con la fusta, y el ruido espantó a los
pájaros, cuyos vuelos y llamadas fueron un contrapunto para el grito del niño. Kuttner
le metió su propia mano gorda en el bolsillo y extrajo varias monedas alemanas.
Volvió a meter la mano: el bolsillo parecía estar vacío, pero Jubas pudo ver cómo le
acariciaba los genitales a través de la tela.
—¿De dónde has sacado ese dinero?
Sacudiendo la cabeza, el niño señaló más allá del camuflaje de árboles y
cercados, hacia el campo superior donde las cámaras de gas y los hornos estaban
ocultos a la vista.
El guardia le agarró del hombro.
—Ven conmigo, chico. Stangl se ocupará de ti.
Pero el niño no era el único que escondía algo. Jubas Meyer tenía una de las seis
pistolas robadas. Si llevaban al muchacho ante el comandante Franz Stangl, revelaría
los planes para la revuelta, a sólo treinta minutos de su inicio.
Meyer no podía permitir que ocurriese. Sacó el arma de entre los pliegues de su
propio delantal, apuntó al gordo alemán y…
… fue como eyacular, la liberación, el instante, la recompensa…
… apretó el gatillo, y vio los ojos del alemán abrirse de par en par, vio su boca
formando una O, vio su gorda, fea, odiosa forma caer al suelo.

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La señal para iniciar la revuelta debía haber sido la detonación de una granada,
pero el disparo de Meyer puso todo en marcha. Gritos de «¡Ahora!» recorrieron el
campo inferior. Las bombonas de gas estallaron. Había 850 judíos en el campo aquel
día; todos corrieron hacia las alambradas. Algunos llevaban mantas, que arrojaron
sobre las crueles espinas de metal; otros tenían cortaalambres y los usaron
furiosamente. Los que tenían pistolas mataron a todos los guardias que pudieron.
Había fuego y humo por todas partes. Los guardias que habían ido a nadar volvieron
rápidamente y montaron a caballo o subieron a vehículos blindados. Trescientos
cincuenta judíos saltaron las vallas y llegaron al bosque: muchos fueron rodeados con
facilidad y muertos a tiros, siendo los ecos de los disparos y los gritos de pájaros y
animales salvajes lo último que oyeron en su vida.
Pero algunos consiguieron aprovechar la fuga, corrieron a los bosques, y
siguieron corriendo para salvar la vida. Jubas Meyer estaba entre ellos. Shlomo
Malamud huyó también, y consagró su vida a buscar a su hermano Saúl. Y otros a los
que Jubas conocía o de los que había oído hablar consiguieron escapar: Eliahu
Rosenberg y Pinhas Epstein; Casinúr Landowski y Zalmon Chudzik. Y David
Solomon, también.
Pero ellos, y quizá otros cuarenta y cinco, fueron todos los supervivientes de
Treblinka.

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CAPÍTULO 2
Comienzos de los 80

Ronald Reagan había jurado hacía poco el cargo de presidente, y, momentos


después, Irán había liberado a los rehenes americanos cautivos durante 444 días. Aquí
en Canadá, Pierre Trudeau estaba en medio de su período de vuelta como primer
ministro, esforzándose por llevar a casa de Gran Bretaña una Constitución
canadiense.
Un Pierre Tardivel de dieciocho años estaba frente a una casa desconocida en los
suburbios de Toronto, el cuello de su cazadora roja de la Universidad McGill subido
para protegerse del frío y seco viento que bajaba por la calle cubierta de sal.
Ahora que estaba allí, no parecía tan buena idea. Quizá debería darse la vuelta y
regresar a la estación de autobuses, regresar a Montreal. Su madre estaría encantada
si se rindiese ahora, y, bueno, si la esposa de Henry Spade le había dicho la verdad
sobre su marido, Pierre no estaba seguro de poder enfrentarse al hombre. Debería
limitarse a…
No. No, ya había llegado hasta allí. Tenía que verlo por sí mismo.
Pierre inspiró profundamente, inhalando el vigorizante aire, intentando calmar las
mariposas en su estómago. Recorrió el porche hasta la puerta principal de la casa
adosada, pulsó el timbre y oyó un amortiguado sonido de campanas desde el interior.
Unos momentos después, la puerta se abrió para mostrar a una mujer guapa, de
mediana edad.
—Hola, señora Spade. Soy Pierre Tardivel —era consciente de lo fuera de lugar
que debía de sonar su acento quebequés… otro recordatorio de que era un intruso.
Durante un momento, la señora Spade le miró de arriba abajo con lo que a Pierre
le pareció una expresión de reconocimiento. Él sólo le había dicho por teléfono que
sus padres habían sido amigos de su marido años atrás cuando Spade vivió en
Montreal por los años sesenta. Pero tenía que haberse dado cuenta de que Pierre tenía
una razón especial para hacer aquella visita. ¿Qué le había dicho su madre cuando la
enfrentó a la evidencia? «Sabía que eras de Henry: eres su vivo retrato».
—Hola, Pierre —dijo la mujer. La voz era más amable de lo que le había parecido
por teléfono, pero seguía habiendo un rastro de cautela en ella—. Llámame Dorothy.
Y pasa, por favor —se hizo a un lado y Pierre entró en el vestíbulo—. Dorothy se
parecía un poco a su madre: pelo oscuro, fríos ojos azul-grises, labios carnosos…
Quizá Henry Spade se sentía atraído por un tipo específico de mujer. Pierre abrió la
cremallera de su chaqueta, pero no hizo ningún movimiento para quitársela.
—Henry está arriba, en su habitación —dijo Dorothy. Su habitación.

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¿Dormitorios separados? Qué impersonal—. Es más fácil para él si está tumbado. ¿Te
importa verle allí?
Pierre negó con la cabeza.
—Muy bien —siguió ella—. Ven conmigo.
Entraron en el salón brillantemente iluminado. Dos paredes estaban
completamente cubiertas por estanterías para libros hechas de madera oscura. Una
escalera llevaba al piso superior. A lo largo de la barandilla había un raíl para una
pequeña silla eléctrica. La propia silla estaba en lo alto. Dorothy guio a Pierre arriba,
hasta la primera puerta a la izquierda.
Pierre se esforzó por mantener su expresión neutra.
En la cama, un hombre parecía estar bailando sobre su espalda. Sus brazos y
piernas se movían constantemente, girando en hombros y caderas, codos y rodillas,
muñecas y tobillos. Su cabeza oscilaba de izquierda a derecha en la almohada. Su
pelo era de color gris acero, y, por supuesto, sus ojos eran castaños.
—Bonjour —dijo Pierre, tan sorprendido que olvidó hablar en inglés. Empezó de
nuevo—. Hola. Soy Pierre Tardivel.
La voz del hombre era débil y confusa. Hablar era claramente un esfuerzo.
—Hola, P-Pierre —dijo. Hizo una pausa, pero Pierre no supo si para ordenar sus
pensamientos o sencillamente para que su cuerpo cediese un poco a sus órdenes—.
¿Cómo está tu madre?
Pierre pestañeó repetidamente. No quería insultar al hombre llorando delante de
él.
—Está muy bien.
La cabeza de Henry rodó de lado a lado, pero mantuvo los ojos fijos en Pierre.
Pierre se dio cuenta de que esperaba más que una frase hecha.
—Está bien de salud. Trabaja en la sección de préstamos de una gran oficina del
Banco de Montreal.
—¿Es feliz? —preguntó Henry trabajosamente.
—Le gusta su trabajo, y el dinero no es ningún problema. Cobramos un buen
seguro cuando papá murió.
Henry tragó saliva con lo que pareció una considerable dificultad.
—No… no sabía que hubiese muerto. Dile… que lo siento mucho.
Las palabras parecían sinceras. Ningún sarcasmo, ningún doble sentido. Alain
Tardivel había sido su rival, pero Henry parecía de verdad entristecido. Pierre apretó
su mandíbula por un momento, y asintió.
—Se lo diré.
—Es una mujer maravillosa —dijo Henry.
—Tengo una foto suya —Pierre sacó su cartera y buscó el pequeño retrato de su
madre con una blusa de seda blanca. Sostuvo la cartera dónde Henry pudiese verla.

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Henry la miró fijamente un buen rato.
—Supongo que yo he cambiado más que ella.
Pierre forzó una débil sonrisa.
—¿Eres… único hijo? —algunas palabras se perdieron en la convulsión que pasó
por el cuerpo de Henry como una ola.
—Sí… —no tenía sentido mencionar a su hermana pequeña, Marie-Claire, que
había muerto a los dos años de edad—. Sí, el único.
—Eres un joven bien parecido.
Pierre sonrió, sinceramente esa vez, y Henry pareció devolverle la sonrisa.
Dorothy, quizá consciente de lo que no se decía, o simplemente aburrida por la
conversación sobre personas desconocidas, rompió el silencio.
—Bueno, veo que tenéis cosas de las que hablar. ¿Quieres tomar algo, Pierre?
¿Un café?
—No, gracias.
—Bien —dijo ella al salir.
Pierre se quedó en pie junto a la cama. Era lógico que Henry tuviese su propia
habitación. ¿Cómo no iba a tenerla? Nadie podría dormir a su lado, con las constantes
sacudidas de sus miembros.
El hombre en la cama alzó el brazo derecho hacia él. Lo movió poco a poco de un
lado a otro, como la rama de un árbol oscilando con el viento. Pierre le tomó la mano,
sujetándola firmemente. Henry sonrió.
—Te pareces… mucho a mí… cuando tenía tu edad.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Pierre.
—¿Sabe quién soy?
Henry asintió.
—Cuando tu madre quedó embarazada, creí que había esperanzas. Pero ella
terminó con nuestra relación. Creí… que, si estaba en lo cierto, tendría noticias antes
de ahora —su cabeza estaba moviéndose, pero consiguió mantener los ojos fijos en
Pierre—. Ojalá lo hubiese sabido.
Pierre le apretó la mano.
—Lo mismo digo —hubo una pausa—. ¿Tienes… más hijos?
—Dos hijas. Adoptadas. Dorothy… Dorothy no podía…
Pierre asintió.
—En cierto modo, es mejor así —dijo Henry, dejando que su mirada se apartase
—. La enfermedad de Huntington es…
Pierre tragó saliva.
—Hereditaria. Lo sé.
La cabeza de Henry se movió adelante y atrás más rápido de lo normal, una señal
deliberada perdida en los espasmos musculares.

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—Si hubiese sabido que la tenía, nunca… nunca me hubiese permitido engendrar
un hijo. Lo siento. Lo siento m-mucho.
Pierre asintió.
—Tú también puedes tenerla.
Pierre no dijo nada.
—No hay ningún test —dijo su padre—. Lo siento.
Pierre miró a Henry moviéndose sobre la cama, sus rodillas doblándose, el brazo
libre ondeando en el aire. Y en medio de todo aquello había una cara no muy distinta
a la suya, amplia y de rasgos suaves, con profundos ojos pardos. Se dio cuenta de que
no sabía la edad de Henry. ¿Cuarenta y cinco? Quizá incluso cincuenta. Ciertamente
no más de eso. El brazo derecho de Henry empezó a agitarse rápidamente. Pierre, no
seguro de qué hacer, le soltó la mano.
—Me… me alegro de haberte conocido por fin —dijo Pierre. Y sabiendo que
nunca tendría otra oportunidad, añadió una sola palabra—. Papá.
Los ojos de Henry estaban húmedos.
—¿Necesitas algo? ¿Dinero?
Pierre sacudió la cabeza.
—No, nada. En serio. Sólo quería conocerte.
El labio inferior de Henry temblaba. Al principio, Pierre no supo si era sólo parte
de la corea o tenía un significado más profundo. Pero cuando Henry volvió a hablar,
su voz estaba llena de dolor.
—He… he olvidado tu nombre.
—Pierre. Pierre Jacques Tardivel.
—Pierre —repitió Henry—. Un buen nombre —hizo una larga pausa, y después
dijo—: ¿Cómo está tu madre? ¿Tienes alguna foto suya?
Pierre bajó a la sala. Dorothy estaba sentada en una silla, leyendo una novela de
Jackie Collins. Le miró con una pálida sonrisa.
—Gracias —dijo Pierre—. Gracias por todo.
Ella asintió.
—Tenía muchas ganas de verte.
—Y yo me alegro de haberle visto. Pero debo irme ya.
—Espera —dijo Dorothy, cogiendo un sobre de la mesita y poniéndose en pie—.
Tengo algo para ti.
—Le he dicho que no necesito dinero.
—No es eso. Son fotografías. De Henry, de hace una docena de años. Tú serías un
niño entonces. Fotografías de cómo era. De como sé que le gustaría que le recordases.
Pierre tomó el sobre. Los ojos le picaban.
—Gracias —dijo.
Dorothy asintió, sin que su cara ocultase realmente su dolor.

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CAPÍTULO 3
Pierre volvió a Montreal. Su médico de cabecera le remitió a un especialista en
enfermedades genéticas. Pierre fue a su consulta, no lejos del Estadio Olímpico.
—La enfermedad de Huntington se transmite en un gen dominante —le dijo el
doctor Laviolette, en francés—. Hay exactamente un cincuenta por ciento de
posibilidades de que la hayas heredado —hizo una pausa, atusándose el pelo gris—.
Tu caso es muy raro… descubrir el riesgo en la edad adulta; la mayoría de los sujetos
de riesgo lo han sabido durante años. ¿Cómo te enteraste?
Pierre guardó silencio por un momento, pensando. ¿Hacía falta entrar en detalles?
¿Que había descubierto en una clase de genética de primer curso que era imposible
que dos padres de ojos azules tuviesen un niño de ojos pardos? ¿Que pidió
explicaciones a su madre Elisabeth? ¿Que ella le confesó haber tenido una aventura
con un tal Henry Spade durante los primeros años de matrimonio con Alain Tardivel,
el hombre al que Pierre había creído su padre, un hombre que llevaba dos años
muerto? ¿Que Elisabeth, una católica, había sido incapaz de divorciarse de Alain?
¿Que había ocultado con éxito a su marido que aquel niño de ojos pardos no era su
hijo biológico? ¿Y que Henry Spade se había mudado a Toronto, sin llegar a saber
que había engendrado un hijo?
Era demasiado, y demasiado personal.
—No conocí a mi verdadero padre hasta hace poco —se limitó a decir.
Laviolette asintió.
—¿Cuántos años tienes, Pierre?
—Cumplo diecinueve el mes que viene.
El doctor frunció el ceño.
—Me temo que no hay una prueba para determinar si tienes la enfermedad. Puede
que no la tengas, pero sólo lo sabrás cuando superes la mediana edad sin mostrar
síntomas. Por otra parte, podrías empezar a desarrollarlos en cuestión de diez o
quince años.
Laviolette le miró en silencio. Ya habían repasado lo peor de todo. La enfermedad
de Huntington (también conocida como corea de Huntington) afecta a más o menos
un millón de personas en todo el mundo. Destruye selectivamente dos partes del
cerebro que ayudan a controlar el movimiento. Los síntomas, que por lo general
empiezan a manifestarse entre los treinta y los cincuenta años, incluyen posturas
anormales, demencia progresiva, y actividad muscular involuntaria; el nombre de
«corea» se refiere a los movimientos típicos de la enfermedad. La enfermedad
misma, o mejor dicho sus complicaciones, acaba matando a la victima: los enfermos
suelen morir atragantados con la comida porque han perdido el control muscular para
tragar.

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—¿Has pensado alguna vez en el suicidio, Pierre?
Las cejas de Pierre se elevaron ante la inesperada pregunta.
—No.
—No me refiero a que lo hayas hecho por la posibilidad de tener la enfermedad
de Huntington. Quiero decir en general. ¿Has pensado en matarte?
—No. No seriamente.
—¿Eres propenso a la depresión?
—No más que cualquiera, supongo.
—¿Hastío? ¿Falta de interés?
Pierre pensó en mentir, pero no lo hizo.
—Hummm, sí. He de admitir algo de eso —se encogió de hombros—. La gente
dice que no estoy motivado, que me dejo llevar.
Laviolette asintió.
—¿Sabes quién era Woody Guthrie?
—¿Quién?
El doctor puso una cara de «estos chicos de ahora…».
—Compuso This Land is Your Land.
—Ah, sí. Claro.
—Murió de la enfermedad de Huntington en 1967. Su hijo Arlo… has oído hablar
de él, ¿no?
Pierre sacudió la cabeza. Laviolette suspiró.
—Me haces sentir viejo. Arlo compuso Alice's Restaurant.
Pierre parecía en blanco.
—Música folk —dijo Laviolette.
—En inglés, claro —respondió Pierre, despectivo.
—Todavía peor —dijo el doctor con un guiño—. Inglés americano. De todas
formas, Arlo es probablemente la persona más famosa en tu situación. Tiene un
cincuenta por ciento de posibilidades de haber heredado el gen, igual que tú. Habló
de ello en una entrevista de la revista People: te daré una fotocopia antes de que te
vayas.
Pierre, inseguro de qué decir, se limitó a hacer un gesto con la cabeza.
Laviolette cogió su pluma y su cuaderno de recetas.
—Voy a darte el número del grupo local de apoyo a enfermos de Huntington;
quiero que llames —copió un número de teléfono de una guía de los servicios
sanitarios de Montreal, arrancó la hoja y se la entregó a Pierre. Hizo una pausa, como
si estuviese pensando algo, y cogió una de sus tarjetas del soporte de latón de la
mesa, escribiendo otro número de teléfono bajo el de la consulta—. Y voy a hacer
algo que no hago nunca. Éste es el número de mi casa. Si no me encuentras en la
consulta, llámame allí. A la hora que sea. A veces… a veces la gente no encaja bien

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estas cosas. Por favor, si alguna vez piensas en hacer una tontería, llámame.
Prométeme que lo harás, Pierre.
—Quiere decir si se me ocurre suicidarme, ¿no?
El doctor asintió.
Pierre tomó la tarjeta. Para su sorpresa, le temblaba la mano.
De noche, solo en su habitación, ni siquiera había conseguido desvestirse del todo
para acostarse. Se limitó a mirar fijamente a la nada, sin enfocar, sin pensar.
Era injusto, mierda. Totalmente injusto.
¿Qué había hecho para merecer aquello?
Había un pequeño crucifijo sobre la puerta de su habitación; estaba allí desde su
infancia. Miró al pequeño Jesús… pero rezar no tenía sentido. La suerte estaba
echada: lo que fuese, sería. Si tenía o no el gen se había decidido casi veinte años
atrás, en el momento de su concepción.
Pierre había comprado un LP de Arlo Guthrie. No había encontrado nada de
Woody Guthrie en A&A's, pero la biblioteca de Montreal tenía un viejo disco de un
grupo llamado los Almanac Singers del que Woody había formado parte una vez. Lo
escuchó también.
La música de los Almanac Singers parecía llena de esperanza; la de Arlo sonaba
triste. Podía ser cualquier cosa.
Pierre había leído que la mayoría de los enfermos de Huntington acababan sus
vidas en el hospital. La estancia media antes de la muerte era de siete años.
Fuera, el viento silbaba. Una rama del árbol al lado de la casa pasaba una y otra
vez por la ventana, como una mano retorcida y huesuda que le llamase.
No quería morir. Pero tampoco quería vivir años de sufrimiento.
Pensó en su padre… su verdadero padre, Henry Spade. Sacudiéndose en la cama
mientras sus facultades desaparecían.
Sus ojos se detuvieron sobre su escritorio, un trasto blanco de imitación a madera.
Sobre él estaba su ejemplar de Les Misérables, que acababa de leer para su clase de
literatura francesa. Jean Valjean había robado un pedazo de pan, y no importaba lo
que hiciera, no podría deshacer lo hecho; estaría marcado hasta el día de su muerte.
Pierre también estaba marcado, de una forma o de otra, pero no había manera de
saberlo. Si fuese como Valjean, si fuese un convicto, entonces también tendría un
Javert que le persiguiese incansable, destinado a atraparle.
En el libro, las tornas cambiaban al fin, con el inspector Javert como víctima.
Incapaz de cambiar lo que era, tomaba la única salida, arrojándose desde un puente a
las aguas heladas del Sena.
La única salida…
Pierre se levantó, encendió su flexo color hueso y buscó la tarjeta del doctor
Laviolette. La miró fijamente, leyéndola una y otra vez.

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La única salida…
Volvió a la cama y se sentó, escuchando el viento un poco más. Sin fijarse
siquiera en lo que estaba haciendo, empezó a pasarse el borde de la tarjeta por la
muñeca izquierda, adelante y atrás, como si fuera una cuchilla.

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CAPÍTULO 4
A los dieciocho años, Molly Bond era una estudiante de subgrado de Psicología en la
Universidad de Minnesota. Se alojaba en una residencia aunque su familia viviese en
Minneapolis. Pero ni aun así aguantaba estar en la misma casa que ellos: su
desaprobadora madre, su superficial hermana Jessica, y el nuevo marido de su madre,
Paul, cuyos pensamientos sobre ella eran cualquier cosa menos paternales.
Pero algunos acontecimientos familiares le obligaban a volver a casa. Hoy era
uno de ellos.
—Feliz cumpleaños, Paul —dijo inclinándose para darle un beso en la mejilla—.
Te quiero.
Debería contestar lo mismo.
—Yo también te quiero, encanto.
Molly retrocedió, intentando evitar que se oyese su suspiro. No era una gran
fiesta, pero quizá lo hiciesen mejor el año siguiente. Era el cuadragésimo noveno
cumpleaños de Paul; intentarían conmemorar el gran cinco-cero con un poco más de
estilo.
Si Paul todavía estaba por allí, claro. Lo que Molly había querido detectar al
inclinarse sobre Paul era un Yo también te quiero espontáneo, no preparado, genuino.
Pero no. Ella había oído Debería contestar lo mismo, y entonces, un momento
después, las palabras pronunciadas, falsas, prefabricadas, sin emoción.
La madre de Molly salió de la cocina con un pastel… de zanahoria, el favorito de
Paul, coronado con el debido número de velas, incluyendo una para la buena suerte,
dispuestas como las estrellas de la bandera de Estados Unidos. Jessica ayudó a Paul a
apartar sus regalos.
Molly no pudo resistirse. Mientras su madre trasteaba con la cámara, se acercó a
su padrastro, poniéndole de nuevo en su zona.
—Ahora piensa un deseo y apaga las velas —dijo su madre.
Paul cerró los ojos. Desearía, pensó, no haberme casado. Sopló hacia las
pequeñas llamas, y el humo se elevó hacia el techo.
Molly no estaba verdaderamente sorprendida. Al principio había pensado que
Paul estaba teniendo una aventura: solía quedarse en el trabajo hasta tarde, o
desaparecer durante todo el sábado, diciendo que iba a la oficina. Pero la verdad, en
cierto modo, era igual de mala. No era que quisiera irse con otra persona:
sencillamente, no quería estar con ellas.
Cantaron «Cumpleaños Feliz», y Paul cortó el pastel. Los pensamientos de la
madre de Molly no eran mejores. Sospechaba que su hija podía ser lesbiana, pues
raramente se la veía con hombres. Odiaba su trabajo, pero fingía lo contrario, y
aunque puso dinero para ayudar a Molly con los gastos de la universidad, había

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lamentado cada dólar. Le recordaba lo duro que había trabajado hasta que su primer
marido, el padre de Molly, acabó sus estudios en la escuela de comercio.
Molly miró de nuevo a Paul y descubrió que en el fondo no podía culparle. Ella
también quería alejarse de aquella familia… lejos, muy lejos, para poder pasar por
alto los cumpleaños y Navidades. Paul le dio un pedazo de pastel, y Molly se lo llevó
al extremo más apartado de la mesa, sentándose sola.
Absorto en sus problemas personales, Pierre suspendió todas sus asignaturas de
primero. Fue a ver al decano de estudios de subgrado y le explicó su situación. El
decano le dio una segunda oportunidad: la Universidad McGill ofrecía un plan de
estudios reducido durante el verano. Pierre conseguiría sólo un par de créditos, pero
sería bastante para devolverle al buen camino de cara a septiembre.
Y Pierre se encontró de nuevo en un curso de introducción a la genética. Por
casualidad, daba las clases el mismo profesor ayudante anglo de cuello de lápiz que le
había hablado de la herencia en el color de los ojos. Pierre nunca prestaba mucha
atención en clase: sus viejos cuadernos de apuntes estaban llenos sobre todo de
garabatos parecidos a insignias de equipos de hockey. Pero aquel día estaba
intentando escuchar… por lo menos con una oreja.
—Fue el mayor enigma de la ciencia a comienzos de los cincuenta. ¿Qué forma
tenía la molécula de ADN? Fue una carrera contra el tiempo, con muchas luminarias,
Linus Pauling incluido, trabajando en el problema. Sabían que quien descubriese la
respuesta sería recordado para siempre…
O quizá con ambas orejas…
—Un joven biólogo, no mayor que cualquiera de vosotros, llamado James
Watson, empezó a buscar la respuesta con Francis Crick. Trabajando sobre la obra de
Maurice Wilkins y los estudios cristalográficos de rayos X hechos por Rosalind
Franklin…
Pierre se sentó bien, atento.
—… Watson y Crick sabían que las cuatro bases usadas en ADN (adenina,
guanina, timina y citosina) tenían distintos tamaños. Pero usando modelos de cartón
de las bases, pudieron demostrar que, al unirse, la adenina y la timina creaban una
forma combinada de la misma longitud que la formada por la unión de la adenina y la
citosina. Y también demostraron que esas formas combinadas podían ser los peldaños
de una escalera en espiral…
Atento.
—Fue un avance asombroso… y todavía es más asombroso que James Watson
sólo tuviese veinticinco años cuando él y Crick demostraron que la molécula de ADN
tenía la forma de una doble hélice…
De mañana, tras una noche pasada más despierto que dormido, Pierre estaba
sentado al borde de su cama.

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Había cumplido diecinueve años en abril.
Muchos de los sujetos de riesgo de la enfermedad de Huntington habían
desarrollado los síntomas a los treinta y ocho años, por decir una cifra. Justo el doble
de su edad.
Tan poco tiempo.
Pero había ocurrido mucho en los últimos diecinueve años.
Recuerdos vagos y tempranos de niñeras y triciclos y canicas y veranos
interminables y Batman en su primera temporada en la televisión.
El jardín de infancia. Dios, parecía tanto tiempo. La clase de Mademoiselle
Renault. Tenues recuerdos de las celebraciones del centenario de Canadá.
Ser un Louveteau, un boy-scout Lobezno, pero sin conseguir nunca una insignia
de mérito.
Dos años de campamento de verano.
El traslado familiar de Clearpoint a Outrement, y el tener que adaptarse a un
colegio nuevo.
Romperse el brazo jugando al hockey callejero.
Y la crisis del Frente Quebequés de Liberación en octubre de 1970, y sus padres
intentando explicar a un chico muy asustado lo que significaban las noticias de la
televisión, y por qué había soldados en las calles.
Robert Apollinaire, su amigo cuando tenía diez años, que se había mudado a
veinte manzanas de distancia, y al que nunca volvió a ver.
Y la pubertad, y todo lo que aquello trajo consigo.
El alboroto cuando los juegos olímpicos de 1976 fueron celebrados en Montreal.
Su primer beso, en una fiesta, jugando a la botella.
Y ver La guerra de las galaxias por primera vez y pensar que era la mejor película
de todos los tiempos.
Su primera novia, Marie… se preguntaba dónde estaría ahora.
Conseguir su permiso de conducir, y chocar con el coche de Papá dos meses
después.
Descubrir las palabras mágicas Je t'aime, y lo eficaces que eran para introducir la
mano bajo un jersey o una falda. Y aprender su verdadero significado el verano de
sus diecisiete años, con Danielle. Y llorar solo en una esquina después de que ella
rompiera con él.
Aprender a beber cerveza, y después a disfrutar del sabor. Fiestas. Trabajos de
verano. Una función escolar en la que se ocupó de la iluminación. Ganar entradas
para los partidos en casa de los Canadiens en un concurso de la radio… ¡qué año
había sido! Pasar, desmotivado, por el instituto. Escribir artículos deportivos para
L'Informateur, el periódico escolar. La gran pelea con Roch Laval: quince años de
amistad acabados en una tarde, y nunca recuperados.

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El ataque cardíaco de papá. Pierre había pensado que el dolor de perderle nunca
desaparecería, pero sí lo hizo. El tiempo cura todas las heridas.
Casi todas.
Todo aquello en diecinueve años. Era mucho tiempo, era un período largo, era…
era, quizá, todo lo que le quedaba. El profesor de cuello de lápiz había hablado en su
última clase de James D. Watson. Sólo tenía veinticinco años cuando co-descubrió la
naturaleza helicoidal del ADN. Y había ganado el Premio Nobel a los treinta y cuatro.
Pierre sabía que era brillante. Había pasado el instituto porque podía hacerlo.
Fuese cual fuese la asignatura, no tenía problemas. ¿Estudiar? Menuda broma.
¿Llevar a casa un montón de libros? ¿Y qué más?
Una vida que podía ser muy breve.
Un Premio Nobel a los treinta y cuatro años.
Pierre empezó a vestirse, poniéndose la ropa interior y una camisa.
Sentía un vacío en el corazón, un inmenso sentimiento de pérdida. Pero tras unos
momentos, comprendió que no era la posible pérdida futura lo que lamentaba. Era el
pasado perdido, el tiempo malgastado, las horas quemadas, los días sin logros,
dejándose llevar.
Se puso los calcetines.
Haría que le cundiese… cada minuto.
Pierre Jacques Tardivel sería recordado.
Miró su reloj.
No tenía tiempo que perder.
Nada de tiempo.

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CAPÍTULO 5
Seis años antes
Jerusalén.

El padre de Avi Meyer, Jubas Meyer, había sido uno de los cincuenta prisioneros
que escaparon del campo de exterminio de Treblinka. Jubas había vivido tres años
más, pero murió antes del nacimiento de Avi. Criado en Chicago, donde sus padres se
habían establecido tras un tiempo en un campamento de refugiados, Avi había
acusado la ausencia de su padre. Pero poco después de su bar mitzvah, en 1960, su
madre le dijo «Ya eres un hombre, Avi. Debes saber por lo que pasó tu padre… por lo
que pasó todo nuestro pueblo».
Y se lo contó. Todo.
Los nazis.
Treblinka.
Sí, su padre había escapado del campo, pero su hermano y tres hermanas habían
muerto allí, como los abuelos de Avi, e innumerables parientes y conocidos.
Todos muertos. Fantasmas.
Pero ahora, quizá, los fantasmas podrían descansar. Tenían al hombre que les
había atormentado, el hombre que les había torturado, al hombre que les había
gaseado hasta la muerte.
Ivan el Terrible. Tenían al bastardo. Y ahora iba a pagar.
Avi, un hombre feo y robusto con cara de bulldog, era un agente de la Oficina de
Investigaciones Especiales, la división del Departamento de Justicia de Estados
Unidos consagrada a perseguir a los criminales de guerra nazis. Él y sus colegas de la
OIE habían identificado a un peón obrero de automoción de Cleveland llamado John
Demjanjuk como Ivan el Terrible.
Oh, ahora Demjanjuk no parecía malvado. Era un ucraniano calvo y rechoncho de
casi setenta años, con orejas protuberantes y ojos almendrados tras unas gafas de
concha. Y, cierto, no parecía tan astuto como decían algunos informes, pero no era el
primer hombre cuyo intelecto se embotaba con los años.
Los agentes de la OIE habían mostrado fotografías incluyendo la de Demjanjuk
entre otros a los supervivientes de Treblinka. Basándose en sus identificaciones, y en
una tarjeta de identidad de las SS recuperada de los soviéticos, la ciudadanía
estadounidense de Demjanjuk había sido revocada en 1981. Había sido extraditado a
Israel, y ahora estaba siendo sometido a juicio por el único crimen capital de la ley
israelí.
La sala del tribunal en el centro de convenciones de Binyanei Ha'uma de

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Jerusalén era grande… de hecho, era en realidad la Sala Dos, un teatro alquilado para
celebrar aquel juicio, el más importante desde el de Eichmann, para que tantos
espectadores como fuese posible pudieran ver cómo se hacía historia. Gran parte del
público eran supervivientes del Holocausto y sus familias. Los supervivientes eran
cada vez menos: desde el juicio de desnaturalización de Demjanjuk en Cleveland, tres
de los que le habían identificado como Ivan el Terrible habían fallecido.
El banco de los jueces estaba en el escenario: tres altas sillas de cuero negro, con
la del centro todavía más elevada que las otras dos. A cada lado había una bandera
israelí azul y blanca. A la izquierda del escenario, los asientos de la acusación y la
silla de los testigos; a la derecha, la mesa para los abogados defensores; y, detrás, el
espacio donde Demjanjuk, con una camisa de cuello abierto y una chaqueta deportiva
azul, estaba sentado con su intérprete y un guardia. Todos los muebles eran de
madera clara pulida. El escenario se elevaba un metro sobre los asientos del público.
Los equipos de televisión estaban al fondo de la sala: el juicio se transmitía en
directo.
Ya había pasado una semana de juicio. Avi Meyer, presente como observador de
la OIE, mataba el tiempo hasta que se llamase a audiencia releyendo una edición de
bolsillo de Matar a un ruiseñor. El cuento de Harper Lee le había afectado
profundamente cuando lo leyó en la universidad. No es que las experiencias de Scout,
es decir la señorita Jean Louise Finch, en el Profundo Sur tuviesen nada que ver con
su infancia en Chicago. Pero la historia, la historia de las verdades que escondemos,
de la búsqueda de la justicia, era intemporal.
De hecho, quizá el libro tuviera tanto que ver con su incorporación a la OIE como
los fantasmas de los parientes a los que nunca había conocido. Tom Robinson, un
hombre negro, era acusado de la violación de una muchacha blanca llamada Mayella
Ewell. La única prueba física era la cara magullada de Mayella: había sido golpeada
repetidamente por un zurdo. Su padre, un sucio borracho empobrecido, era zurdo.
Tom Robinson era un tullido: su brazo izquierdo era veinticinco centímetros más
corto que el derecho, y acababa en una diminuta mano arrugada. Tom declaró que
Mayella se había arrojado sobre él, que había rechazado sus avances, y que su padre
le había golpeado por tentar a un negro. No había la menor prueba de violación, y
Tom Robinson era físicamente incapaz de infligir aquellos golpes.
Pero en aquel soñoliento pueblo sureño de Maycomb, Alabama, el jurado
compuesto exclusivamente por varones blancos había encontrado culpable a Tom
Robinson. El testimonio de una muchacha blanca debía ser tenido en mayor
consideración que el de un negro y, bueno, aunque Robinson no fuera culpable de
aquel crimen en particular, era un negro haragán culpable sin duda de alguna otra
cosa.
No cabía duda de que la justicia necesitaba allí guardianes virtuosos. Y había uno

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en Matar a un ruiseñor: el padre abogado de Jean Louise, Atticus Finch, que defendía
a Tom a pesar de las calumnias de los lugareños, haciendo una defensa animosa,
inteligente, digna.
En los años treinta, el palacio de justicia, como todo lo demás, estaba segregado.
Los negros tenían que sentarse en la platea.
Jean Louise y su hermano Jem se habían colado en el tribunal y encontrado un
sitio desde el que mirar, cerca del amable Reverendo Sykes.
Cuando el juicio terminó y Tom Robinson fue llevado a la cárcel, cuando todos
los blancos hubieron salido, los negros esperaron en silencio mientras Atticus Finch
recogía sus libros de leyes. Mientras salía, los hombres y mujeres negros, sabiendo en
sus corazones que Tom era inocente, que aquella era su carga y que Atticus había
hecho todo lo posible, se levantaron en un silencioso saludo. El Reverendo Sykes
habló a la joven hija de Atticus: Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está
pasando.
Incluso en la derrota, un hombre virtuoso es honrado por aquellos que saben que
hizo cuanto pudo por una causa honorable. Su padre está pasando…
El Juez del Tribunal Supremo Dov Levin y los jueces del distrito de Jerusalén Zvi
Tal y Dalia Dorner, el tribunal que decidiría el destino de John Demjanjuk, entraron
en el teatro. Cuando estuvieron sentados, el alguacil anunció el comienzo de la
sesión.
—¡Beit Hamishpat! El Estado de Israel contra Ivan, «John», hijo de Nikolai
Demjanjuk, expediente criminal 373/86 en el Tribunal del Distrito de Jerusalén,
constituido como Tribunal Especial bajo la Ley para el Castigo de Nazis y
Colaboradores. Sesión matutina de 24 de Shevat de 5747, 23 de febrero de 1987.
Avi Meyer dobló la esquina de la página para marcarla.
—Mi nombre es Epstein, Pinhas, hijo de Dov y Sara. Nací en Czestochowa,
Polonia, el 3 de marzo de 1925. Viví allí con mis padres hasta el día en que fuimos
llevados a Treblinka.
Avi Meyer, que acababa de cumplir los cuarenta y por lo tanto era particularmente
consciente de las señales del envejecimiento, pensó que Epstein parecía diez años
más joven de sus sesenta y dos. Era alto, con una cabeza cubierta de pelo castaño
rojizo peinado hacia atrás.
Los tres jueces escuchaban con atención: el barbudo Zvi Tal, con un yarmulke
sobre su fuerte pelo gris; Dov Levin, severo, calvo, con gafas de concha; y Dalia
Dorner, con el pelo corto y vestida con chaqueta y corbata como sus colegas
masculinos.
—Señorías —dijo Epstein, volviéndose hacia ellos—. Recuerdo un incidente…
todavía tengo pesadillas con él. Un día, una niña logró escapar con vida de la cámara
de gas. Tendría doce o catorce años. Como Jubas Meyer, Shlomo Malamud y otros,

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yo era un portador de cadáveres, que sacaba a los muertos de las cámaras. —Avi
Meyer se irguió en su asiento al oír el nombre de su padre—. Las palabras de aquella
niña siguen sonando en mis oídos. Decía «¡Madre! ¡Madre!». —Epstein hizo una
pausa para secarse las lágrimas—. Bien, Ivan fue a por Jubas y…
Avi Meyer sentía los latidos de su corazón. Epstein se había callado, y miraba de
un juez a otro, sobre todo a Dalia Dorner, como si le intimidase una presencia
femenina.
—Lo siento. Me da vergüenza repetir lo que dijo Ivan.
Dov Levin frunció el ceño y se quitó las gafas.
—Si es importante que oigamos sus palabras, dígalas.
Epstein tomó aire.
—Ivan golpeó a Jubas, y gritó Davay yebatsa…
Levin enarcó sus pobladas cejas negras.
—¿Qué significa eso?
Epstein se retorció en su silla.
—«Ven a follar», en ruso. Le dijo a Jubas «Quítate los pantalones y ven a follar».
Y señaló a la muchacha.
Avi Meyer sintió la bilis en el fondo de su garganta. Creía haber oído todos los
horrores veintisiete años atrás, después de su bar mitzvah. Su madre estaba muerta
ya; esperó que ella nunca lo hubiera sabido.
Mickey Shaked, uno de los tres fiscales de Israel, tenía el pelo rizado y unos ojos
tristes, espirituales. Puso una serie de fotos sobre un cartón ante Epstein. Era una hoja
con ocho fotografías: dos filas de tres fotos y una fila final de dos. Las cinco primeras
eran fotos de pasaporte; la sexta procedía de algún otro documento. Sólo la séptima y
la octava eran instantáneas, casi el doble de grandes que las otras. De las ocho
fotografías, sólo la séptima mostraba un hombre casi totalmente calvo, sólo la
séptima era la de un hombre de cara redonda.
—¿Reconoce a alguien en estas fotografías?
Epstein asintió, pero al principio fue incapaz de dar voz a sus pensamientos. Por
fin puso un dedo sobre la séptima foto.
—Le conozco.
—¿En qué?
—La frente, la cara redonda, el cuello muy corto, los hombros anchos, las orejas
salientes… Es Ivan el Terrible, tal y como le recuerdo de Treblinka.
—¿Y ve ahora a ese hombre en esta sala? —preguntó Shaked, mirando a su
alrededor como si no tuviese idea de dónde podía estar el monstruo.
Epstein elevó la voz al señalar a Demjanjuk.
—¡Sí, está sentado ahí mismo!
Los espectadores aplaudieron realmente. El abogado israelí de Demjanjuk, Yoram

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Sheftel, extendió implorante los brazos hacia el tribunal. El juez Levin frunció el
ceño, como si no quisiera interrumpir una buena función, pero acabó por pedir orden
en la sala.
Había otro testigo declarando: Eliahu Rosenberg, un hombre bajo y compacto, de
pelo gris y pobladas cejas oscuras.
—Le ruego que mire al acusado. Fíjese en él —dijo Shaked.
Rosenberg se volvió hacia los jueces.
—¿Pueden pedirle que se quite las gafas?
Demjanjuk se las quitó de inmediato, pero cuando Mark O'Connor, su abogado
americano, se puso en pie para protestar, volvió a ponérselas.
—Señor O'Connor —dijo ceñudo el Juez Levin—. ¿Cuál es su objeción?
O'Connor miró a Demjanjuk, después a Rosenberg, y por fin de nuevo a Levin. Se
encogió de hombros.
—Mi cliente no tiene nada que ocultar.
Demjanjuk se puso en pie y volvió a quitarse las gafas. Después se inclinó hacia
O'Connor.
—Está bien —le dijo—. Haga que se acerque —señaló el borde de su estrado—.
Que venga aquí.
Al principio, O'Connor chistó a Demjanjuk, pero después pareció pensar que
quizá fuese buena idea.
—Mar Rosenberg, ¿por qué no viene para mirarle de cerca?
Rosenberg dejó el asiento de los testigos y se acercó a Demjanjuk sin apartar la
mirada de él. Puso una mano sobre la barandilla del estrado para sostenerse.
—¡Posmotree! —gritó—. ¡Mírame!
Demjanjuk le miró a los ojos y ofreció su mano.
—Shalom.
Rosenberg retrocedió tambaleándose.
—¡Asesino! ¿Cómo te atreves a ofrecerme la mano? —Avi Meyer vio cómo
Adina, la esposa de Rosenberg, se desmayaba en la tercera fila. Su hija la cogió en
brazos. Rosenberg volvió airado a su asiento.
—Se le ha pedido que mire de cerca al acusado —dijo el Juez Dov Levin—. ¿Qué
ha visto?
La voz de Rosenberg temblaba.
—Es Ivan —musitó intentando recobrar la compostura—. Lo digo sin vacilar y
sin la menor duda. Es Ivan de Treblinka… Ivan el de las cámaras de gas. Nunca
olvidaré esos ojos… esos ojos de asesino.
Demjanjuk gritó algo. Avi Meyer no lo entendió bien, y O'Connor, entorpecido
por el audífono traductor, tampoco pareció captarlo. Se quitó los auriculares y se dio
la vuelta para mirar a su cliente.

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Avi aguzó el oído.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el abogado.
Demjanjuk, con la cara roja, cruzó los brazos sin contestar. El abogado israelí,
Yoram Sheftel, se acercó a O'Connor y tradujo.
—Ha dicho Atah shakran, «es un mentiroso».
—¡Estoy diciendo la verdad! —gritó Rosenberg—. ¡Es Ivan el Terrible!

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CAPÍTULO 6
Trece meses después
Minneapolis

Molly Bond se sentía… bueno, no estaba segura de cómo se sentía. Barata, pero
excitada; llena de miedo, pero también de esperanza.
Había cumplido veintiséis años aquel verano, e iba camino de doctorarse en
psicología del comportamiento. Pero esa noche no estaba estudiando. Estaba sentada
en un bar a unas manzanas del campus de la Universidad de Minnesota, y el aire lleno
de humo le picaba en los ojos. Ya había tomado té helado de Long Island, intentando
hacer acopio de valor. Llevaba una ajustada blusa roja de seda, sin sujetador debajo.
Si se miraba el pecho, podía ver los puntos de los pezones apretados contra la tela. Se
había desabrochado un botón antes de entrar, e hizo lo mismo con el segundo.
Además llevaba una falda negra de cuero que no le llegaba ni a medio muslo, medias
oscuras, y zapatos negros de tacón de aguja. El pelo rubio le caía suelto sobre los
hombros, y se había puesto sombra de ojos verde, y un pintalabios tan rojo como su
blusa de seda.
Vio a un tío que entraba en el bar: no estaba mal, moreno, de unos veinticinco
años, ojos marrones y abundante pelo oscuro. Italiano, quizá. Llevaba una cazadora
de la UM, con las letras MED en una manga. Perfecto.
Molly notó que la miraba. Su estómago se agitó. Le devolvió la mirada con una
pequeña sonrisa y apartó la vista.
Bastó con eso. Él se acercó y ocupó el taburete junto al suyo, dentro de su zona.
—¿Puedo invitarte a una copa?
—Té helado de Long Island —asintió ella, señalando su vaso vacío. Él hizo señas
al camarero.
Los pensamientos del tío eran pornográficos. Cuando creía que no le miraba,
Molly pudo verle estudiando su escote. Cruzó las piernas sobre el taburete, haciendo
botar sus pechos.
No tardaron en ir a su casa. Era el típico apartamento de estudiante, no lejos del
campus: cajas vacías de pizza en la cocina, libros de texto por encima de los muebles.
Él se disculpó por el desorden y empezó a despejar el sofá.
—No es necesario —dijo Molly. Sólo había dos puertas, y ninguna estaba
cerrada: se dirigió a la que daba al dormitorio.
Él se aproximó, sus manos encontrando los pechos a través de la blusa, y bajo
ella, y después ayudando a Molly a quitársela. Ella le desabrochó el cinturón, y se
quitaron el resto de la ropa de camino a la cama, bastándoles con la luz que llegaba

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del salón. Él sacó un paquete de tres condones de la mesita de noche y miró a Molly.
—Odio estas cosas —dijo tanteando las aguas, esperando que ella estuviese de
acuerdo—. Matan la sensación.
Molly le acarició el pecho peludo y musculoso brazo hasta llegar a la mano,
cogiendo los condones y dejándolos de nuevo en el cajón de la mesilla.
—¿Para qué molestarse, entonces? —dijo sonriente. Le acarició el pene hasta que
estuvo completamente erecto.
Cinco años después
Washington, D.C.

Avi Meyer estaba sentado en su apartamento, con la boca abierta.


Demjanjuk había sido declarado culpable, por supuesto, y sentenciado a muerte.
Había estado claro desde el comienzo del juicio. Habría una apelación, tal y como
exigía la ley de Israel. Avi no sería enviado de nuevo para el segundo juicio: sus jefes
de la OIE estaban seguros de que nada cambiaría. Seguro que todas las declaraciones
que llegaban a la prensa eran sólo astutas jugadas de los abogados de altos vuelos de
Demjanjuk. Como la entrevista emitida en 60 minutos con María Dudek, una flaca
mujer de setenta años, con el pelo blanco cubierto con un pañuelo, ropas raídas y sólo
unos pocos dientes, una mujer que había sido prostituta en los años 40 en el pueblo
de Wolga Okranik, cerca de Treblinka, una mujer que había tenido un cliente regular
que operaba las cámaras de gas, una mujer que había gritado de pasión comprada por
él… Estaba claro que aquella anciana se equivocaba al decir que el nombre de su
cliente no era Ivan Demjanjuk sino Ivan Marchenko.
Pero no. Avi Meyer contempló en la CNN cómo se deshacía el trabajo de la OIE.
El Tribunal Supremo israelí, presidido por Meir Shamgar, había revocado la condena
de John Demjanjuk.
Demjanjuk llevaba cinco años y medio prisionero en Israel. Su apelación se había
retrasado tres años debido a un ataque cardíaco del Juez Zvi Tal. Y durante esos tres
años, la Unión Soviética había caído, saliendo a la luz antiguos archivos secretos.
Como decía María Dudek, el operario de la cámara de gas de Treblinka había sido
Ivan Marchenko, un ucraniano que se parecía a Demjanjuk. Pero el parecido era sólo
pasajero. Demjanjuk había nacido el 3 de abril de 1920, y Marchenko el 2 de febrero
de 1911. Demjanjuk tenía los ojos azules, mientras que los de Marchenko eran
marrones.
Marchenko había estado casado antes de la guerra. El yerno de Demjanjuk, Ed
Nishnic, había ido a Rusia, encontrando a la familia de Marchenko en Seryovka, un
pueblo del distrito de Dnepropetrovsk. La familia no había visto a Marchenko desde
que se alistó en el Ejército Rojo en julio de 1941. La esposa abandonada de
Marchenko había muerto apenas un mes antes de la visita de Nishnic, y su hija se

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derrumbó entre lágrimas al saber de los horrores cometidos por su padre en
Treblinka. «Me alegro de que madre muriese sin saberlo,» se dijo que había
explicado.
Al oír aquellas palabras, Avi sintió que el corazón le daba un vuelco. Era el
mismo sentimiento que había tenido al saber que Ivan había obligado a su padre a
violar a una niña.
Los archivos de la KGB tenían una declaración jurada de Nikolai Shelaiev, el otro
operador de la cámara de gas de Treblinka, que había sido, bastante literalmente, el
menor de dos males. Capturado por los soviéticos en 1950, Shelaiev había sido
juzgado y ejecutado como criminal de guerra en 1952. Su declaración contenía la
última referencia a Marchenko, visto saliendo de un burdel de Fiume en 1945. Le
había dicho a Nikolai que no tenía ninguna intención de volver a casa con su familia.
Antes incluso de que María Dudek hablase con Mike Wallace, antes de que
Demjanjuk fuese despojado de su ciudadanía americana, Avi había sabido que el
apellido usado por Ivan el Terrible en Treblinka podía haber sido Marchenko. Pero
aquello no tenía importancia, se había dicho: el apellido Marchenko estaba de todas
formas íntimamente ligado a Demjanjuk. En un formulario cumplimentado por
Demjanjuk para pedir la condición de refugiado, lo había dado como apellido de
soltera de su madre.
Pero antes del primer juicio había salido a la luz la licencia matrimonial de los
padres de Demjanjuk, de 24 de enero de 1910. Demostraba que el nombre de soltera
de su madre no era Marchenko, sino Tabachuk. Interrogado al respecto, Demjanjuk
explicó que había olvidado el apellido de soltera de su madre, y, sin considerarlo
importante, se había limitado a poner un apellido ucraniano muy corriente para
terminar con el papeleo.
Claro, había pensado Avi. Seguro.
Pero ahora parecía que era la verdad. John Demjanjuk no era Ivan…
… y Avi Meyer y el resto de la OIE habían estado a punto de convertirse en los
responsables de la ejecución de un inocente.
Avi necesitaba relajarse, apartar su mente de todo aquello.
Cruzó el salón hasta el armario donde guardaba sus cintas de vídeo. Recuerdos de
Brighton Beach siempre le animaba, y Golfus de Roma, y…
Sin pensarlo, cogió un estuche de dos cintas.
Vencedores y vencidos.
No era precisamente alegre, pero al menos mantendría su mente ocupada durante
tres horas, hasta que fuese el momento de acostarse, Avi introdujo la primera cinta en
el vídeo, y, mientras sonaba la emocionante obertura, puso algunas palomitas en el
microondas.
La película fue avanzando. Avi bebió tres cervezas.

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Los papeles se habían invertido en Nuremberg: Burt Lancaster interpretaba a
Ernst Janning, uno de los cuatro jueces alemanes encausados. Parecía un papel
pequeño, secundario, hasta que Janning subía al estrado en la última media hora de
metraje…
El caso contra Janning giraba sobre Feldenstein, un judío a quien había hecho
ejecutar basándose en falsas acusaciones de inmoralidad. Janning reclamaba su
derecho a hablar, a pesar de las objeciones de su abogado. Cuando subía a su estrado,
Avi sintió un nudo en el estómago. Janning contaba las mentiras de Hitler a la
sociedad alemana: «Hay diablos entre nosotros: comunistas, liberales, judíos,
gitanos… Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida». Janning
meneaba la cabeza. Era la vieja historia del chivo expiatorio.
Lancaster hablaba trabajosamente, poniendo todo su oficio en el monólogo. No es
fácil decir la verdad, decía, pero si hay alguna salvación para Alemania, los que
conocemos nuestra culpa debemos admitirla, por doloroso y humillante que sea.
Hacía una pausa. Ya tenía mi veredicto en el caso de Feldenstein antes de entrar en el
tribunal. Le hubiese declarado culpable pese a cualquier prueba. No era un juicio,
sino un ritual de sacrificio en que Feldenstein el judío era víctima desvalida.
Avi detuvo la cinta, decidiendo no ver el resto aunque casi había terminado. Fue
al baño para lavarse los dientes.
Pero había pulsado PAUSA en lugar de STOP. A los cinco minutos, la cinta se
puso de nuevo en marcha: más CNN. Avi volvió al salón, buscando el mando a
distancia…
… y decidió acabar de ver la película. Algo en él necesitaba ver el final otra vez.
Después del juicio y de que Janning y los otros tres juristas nazis fuesen
condenados a cadena perpetua, Spencer Tracy, en el papel del juez americano
Haywood, visitaba a Janning en la cárcel a petición de éste. Janning había escrito
memorias de los casos de los que aún se enorgullecía, los justos, aquellos por los que
quería ser recordado. Daba los papeles a Haywood para que los guardase.
Y entonces, con una mínima nota de súplica en su voz, Lancaster controlando su
papel a la perfección, decía: Juez Haywood… la razón por la que le he pedido que
venga… Esas personas, esos millones de personas… Nunca pensé que llegaría a
aquello. Debe creerlo. Debe creerlo.
Había un momento de silencio, y entonces Spencer Tracy decía con tristeza,
suavemente: Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a
muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Avi Meyer apagó el televisor y se quedó sentado en la oscuridad, hundido en el
sofá.
Diablos entre nosotros, la frase de Hitler, según decía Janning. Volvió a mirar en
su armario: junto al hueco de Vencedores y vencidos estaba Asesinos entre nosotros:

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La historia de Simon Wiesenthal.
Ecos. Ecos incómodos, pero ecos al fin y al cabo.
Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida.
Avi había querido creerlo. Destruye la miseria, deja que los fantasmas descansen.
Y Demjanjuk… Demjanjuk…
Era la vieja historia del chivo expiatorio.
No. No, había sido un buen caso, un caso justo, un…
Ya tenía mi veredicto antes de entrar en el tribunal. Le hubiese declarado culpable
pese a cualquier prueba. No fue un juicio, sino un ritual de sacrificio.
Sí, en el fondo, Avi Meyer lo había sabido. Y sin duda los jueces Dov Levin, Zvi
Tal y Dalia Dorner lo habían sabido también.
Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un
hombre sabiendo que era inocente.
Mar Levin, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un
hombre sabiendo que era inocente.
Mar Tal, llegó a aquello…
Giveret Dorner, llegó a aquello…
Avi sintió que se le revolvía el estómago.
Agente Meyer, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un
hombre sabiendo que era inocente.
Avi se levantó y miró por la ventana hacia la Calle D. Su visión estaba borrosa.
Queríamos justicia. Queríamos que alguien pagase. Puso la mano contra el frío
cristal. ¿Qué había hecho? ¿Qué había hecho?
Ahora, los fiscales de Israel estaban diciendo, bueno, si Demjanjuk no fue Ivan el
Terrible, quizá fuera un guardia en Sobibor o algún otro campo nazi.
Avi pensó en Tom Robinson, con su mano negra y lisiada. Negro haragán… si no
era culpable de violar a Mayella Ewell, probablemente lo sería de alguna otra cosa.
La CNN había mostrado el teatro convertido en sala del tribunal, el mismo teatro
en el que Avi se había sentado cinco años antes, observando el desarrollo del caso.
Demjanjuk, todavía cautivo, estaba siendo llevado a la celda donde había pasado las
últimas dos mil noches.
Avi salió del salón, hacia la oscuridad.
Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está pasando.
Pero ni siquiera los fantasmas se pusieron en pie para señalar la salida de Avi
Meyer.

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CAPÍTULO 7
Pierre Tardivel se convirtió en un hombre consagrado a sus estudios. Decidió
especializarse en genética, el campo que, después de todo, había supuesto un giro en
su vida. No tardó en distinguirse y comenzar una brillante carrera como investigador
en Canadá.
En marzo de 1993, supo que se había descubierto el gen de la enfermedad de
Huntington, bastando con una sencilla y barata prueba de ADN para determinar si
uno tenía el gen y, por consiguiente, si sufriría la enfermedad en el futuro. Pero Pierre
no se hizo la prueba. Casi tenía miedo de hacerlo. ¿No aflojaría el ritmo si estaba
sano? ¿Volvería a malgastar su vida? ¿A dejarse llevar por las décadas?
A los treinta y dos años, Pierre recibió una beca distinguida de postdoctorado en
el Laboratorio Lawrence Berkeley, situado en una colina sobre la Universidad de
California, Berkeley. Se le asignó al Proyecto Genoma Humano, el esfuerzo
internacional por delimitar y secuenciar todo el ADN que constituye a un ser
humano.
El campus de Berkeley era exactamente como un campus universitario debería
ser: soleado y verde y lleno de espacios abiertos, precisamente el tipo de lugar donde
uno podría imaginar el nacimiento del amor libre.
Menos maravilloso resultaba el nuevo jefe de Pierre, el antipático Burian Klimus,
que había ganado un Premio Nobel por sus descubrimientos para secuenciar el ADN:
la llamada Técnica Klimus, usada en laboratorios de todo el mundo.
Si el Profesor Kingsfield de The Paper Chase hubiese sido un luchador, hubiese
sido la perfecta imagen de Klimus, un hombre grueso y completamente calvo de
ochenta y un años, con un cuello de medio metro de circunferencia. Sus ojos eran
pardos, y su cara, aunque arrugada, sólo mostraba las arrugas de un cuerpo en
contracción; no había líneas de la risa… de hecho, Pierre no vio señales de que
Klimus riese alguna vez.
—No se preocupe por el doctor Klimus —le había dicho Joan Dawson, la
secretaria general del Centro Genoma Humano, el primer día de Pierre en su nuevo
trabajo. Aunque el título completo de Klimus era Profesor de Bioquímica del William
M. Stanley (más o menos una cuarta parte de los mil cien científicos e ingenieros del
LLB tenían deberes académicos en los campus de Berkeley o San Francisco de la
Universidad de California), habían dicho a Pierre que el viejo prefería que le
llamasen «Doctor», no «Profesor». Era un pensador, no un simple maestro.
Joan le cayó bien de inmediato a Pierre, aunque se sentía extraño tuteando a una
mujer que le doblaba en edad. Era amable y dulce: la acogedora madre canosa y con
gafas de todos los distraídos profesores y estudiantes de la UCB que trabajaban en el
Proyecto Genoma Humano. Joan llevaba a menudo galletas o bizcochos caseros,

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dejándolos para que todo el mundo los disfrutase junto a la siempre presente cafetera.
De hecho, poco después de empezar en su nuevo trabajo, Pierre se encontró
sentado frente al escritorio de Joan, masticando una enorme galleta de mantequilla
con M&M's puestos en la masa, mientras esperaba para una cita con Klimus. Joan
estaba mirando una hoja de papel.
—Esto está delicioso —dijo Pierre. Hizo un gesto hacia el plato, en el que todavía
quedaban cinco grandes galletas—. No sé cómo puedes resistirlo. Tiene que ser una
tentación comérselas todas.
Joan levantó la vista, sonriendo.
—Oh, no como ninguna. Soy diabética, ¿sabes? Desde hace unos veinte años.
Pero me encanta hornear, y a la gente parece gustarle lo que traigo. Me gusta ver que
disfrutan con ello.
Pierre cabeceó, impresionado por el autosacrificio. Ya había visto que Joan
llevaba una pulsera de Alerta Médica; ahora entendía por qué. Joan volvió a bizquear
ante la hoja de su escritorio, pero acabó por suspirar y alargársela a Pierre.
—¿Serías tan amable de leerme la última línea? No consigo verla.
—Dice: «Todos los informes de personal Q-4 deben llegar a la oficina del director
no más tarde del 15 de septiembre».
—Gracias —dijo Joan—. Me temo que estoy empezando a sufrir cataratas.
Tendré que operarme un día de estos.
Pierre asintió con simpatía: las cataratas eran comunes entre los diabéticos de
mayor edad.
Miró su reloj: su cita llevaba ya cuatro minutos de retraso. Mierda, odiaba perder
el tiempo.
Aunque Molly había jugado con la idea de intentar conseguir un trabajo en la
Universidad Duke, famosa por sus investigaciones de supuestos fenómenos
psíquicos, aceptó un puesto de profesora adjunta en la Universidad de California,
Berkeley. Había escogido la UCB porque estaba lo bastante lejos de su madre y Paul
(que seguía allí, para la sorpresa de Molly), y de su hermana Jessica (que acababa de
pasar por un breve matrimonio y un divorcio) como para que las visitas fuesen muy
improbables.
Una nueva vida, una nueva ciudad… pero maldición, seguía cometiendo los
mismos errores estúpidos, empeñada en pensar que, de alguna forma las cosas serían
distintas esa vez, que podría pasar una tarde sentada frente a un tipo que no dejaba de
pensar marranadas sobre ella.
Rudy no había sido peor que cualquiera de sus esporádicas citas anteriores, hasta
que se tomó un par de copas… y sus pensamientos superficiales se convirtieron en un
simple torrente de pornografía. Tío, me encantaría follarla. Comerme su coñito. Abre
las piernas, nena, ábrelas bien…

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Ella había probado a cambiar de tema de conversación, pero no importaba de qué
hablasen, los pensamientos en la superficie de la mente de Rudy eran como pintadas
de urinario. Molly comentó que los Oakland As iban bastante bien esa temporada. Yo
sí que correría una carrera contigo, nena, bien adentro. Le preguntó a Rudy por su
trabajo. ¡Trabájate esto, guarra! Chúpala entera… Parecía que iba a llover. Mi lefa es
lo que te va a llover encima, nena…
Finalmente, no pudo aguantarlo más. Eran sólo las 8:40… muy temprano para dar
por terminada una cita que había empezado a las 7:30, pero tenía que salir de allí.
—Discúlpame —dijo Molly—. Creo… creo que esa salsa al pesto me ha sentado
fatal. No estoy bien. Creo que debería irme a casa.
Rudy parecía preocupado.
—Lo siento —dijo. Le hizo una seña al camarero—. Vamos, te llevaré a tu casa.
—No. No, gracias. Prefiero andar… seguro que me vendrá bien un paseo.
—Te acompaño.
—No, de verdad, estaré bien. Pero gracias por ofrecerte —sacó la cartera de su
pequeño bolso—. Con impuestos y propina, mi parte debería ser unos quince dólares
—dijo poniendo esa cantidad en la mesa.
Rudy parecía defraudado, pero al menos su preocupación por su salud era lo
bastante genuina como para haberle borrado el Foro Penthouse de la mente.
—Lo siento —dijo de nuevo.
Molly forzó una sonrisa.
—Yo también.
—Te llamaré.
Ella asintió y salió del restaurante a toda prisa.
El aire nocturno era cálido y agradable. Molly empezó a caminar sin preocuparse
por la dirección. Lo único que sabía era que no quería volver a su apartamento. No
una noche de viernes: demasiado solitario, demasiado vacío.
Estaba en University Avenue, que lógicamente acabaría por llevarla al campus. Se
cruzó con varias parejas (algunas gay, otras hetero) en dirección contraria, captando
los pensamientos claramente sexuales de quienes entraban en su zona… pero no
había problema, pues no se referían a ella. Llegó hasta la Biblioteca Doe, y decidió
entrar. De hecho, la salsa al pesto estaba haciendo gruñir sus intestinos, así que una
visita al lavabo no sería mala idea.
Después subió a la planta principal. La biblioteca estaba casi vacía. ¿Quién iba a
estar estudiando un viernes por la noche, y con el curso recién empezado?
—Buenas, Profesora Bond —dijo un bibliotecario sentado en la mesa de
información. Era un hombre flaco, de mediana edad.
—Hola, Pablo. No hay mucha gente esta noche.
Pablo asintió, sonriendo.

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—Desde luego. Pero tenemos nuestros habituales. El guardia nocturno está aquí,
como siempre —señaló con el pulgar hacia una mesa de roble algo apartada. Un
hombre bien parecido, de unos treinta años y pelo color chocolate, estaba absorto en
un libro.
—¿El guardia nocturno?
—El doctor Tardivel, del LLB —explicó Pablo—. Viene casi todas las noches y
se queda hasta que cerramos. Siempre me está mandando a buscarle revistas.
Molly volvió a mirar al tipo. No le sonaba su nombre y no recordaba haberle visto
por el campus. Dejó a Pablo y se encaminó hacia la sala de lectura principal.
Casualmente, los últimos ejemplares de muchas revistas estaban en unos estantes
cerca de la mesa del tal Tardivel. Empezó a buscar un número reciente de
Developmental Psychology o Cognition para matar una hora o dos. Cuando se agachó
para inspeccionar las revistas del estante inferior, sus pantalones se tensaron.
Un pensamiento acarició su consciencia como el roce de una pluma sobre la piel
desnuda… pero era ininteligible.
Las revistas estaban desordenadas, y las puso en orden cronológico, con las más
recientes en lo alto de la pila.
Otro pensamiento cruzó por su mente… y de pronto se dio cuenta de por qué no
lo entendía. El pensamiento estaba en francés; Molly reconoció el sonido mental del
idioma.
Encontró el último número de DP, se puso en pie y buscó un lugar para sentarse.
Había un montón de sillas libres, por supuesto, pero, bueno…
Francés.
El tío pensaba en francés.
Y además era bastante atractivo.
Se sentó a su lado y abrió su revista. Él levantó la mirada, con una expresión de
sorpresa. Molly le sonrió.
—Bonita noche —dijo, sin pensarlo siquiera.
Él le devolvió la sonrisa.
—Sí que lo es.
Molly sintió que le latía el corazón: todavía pensaba en francés. Había conocido a
otros extranjeros, pero todos pasaban a pensar en inglés cuando hablaban en ese
idioma.
—Qué acento tan bonito. ¿Francés?
—Franco-canadiense. De Montreal.
—¿Eres un estudiante de intercambio? —preguntó Molly, aunque sabía que no lo
era.
—No, no. Tengo una beca postdoctorado en el LLB.
—Ah, entonces conocerás a Burian Klimus —ella fingió un estremecimiento—.

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Es un tipo frío.
Pierre se rio.
—Y tanto.
—Me llamo Molly Bond. Soy profesora adjunta del departamento de Psicología.
—Enchanté. Yo soy Pierre Tardivel —hizo una pausa—. Psicología, ¿eh?
Siempre me ha interesado.
—Uau.
—¿Uau?
—Es verdad que decís eso. Me refiero a los canadienses. Decís «eh».
Pierre pareció sonrojarse un poco.
—También decimos «es un placer».
—¿Qué?
—Aquí, si le dices «gracias» a alguien, todos contestan «uh, uh». Nosotros
decimos «es un placer».
Molly se rio.
—Touché —y se llevó la mano a la boca—. Vaya, supongo que sé algo de francés,
después de todo.
Pierre sonrió. Era una sonrisa realmente agradable.
—¿Y qué? —preguntó Molly, mirando las viejas estanterías—. ¿Vienes mucho
por aquí?
Pierre asintió. Había montones de pensamientos en la superficie de su mente, pero
para su deleite, Molly no entendía ni uno de ellos. Y el francés era un idioma tan
bonito… casi como una suave música de fondo en lugar del irritante ruido de los
pensamientos articulados de la mayoría de las personas.
Las palabras de Molly salieron antes de que pudiera pensar lo que decía.
—¿Te apetece un café? Hacen unos cappuccinos estupendos en Bancroft —
añadió, como si hiciese falta justificarse de alguna forma.
Pierre tenía una extraña expresión, una mezcla de incredulidad y agradable
sorpresa por su inesperada suerte.
—Sería delicioso.
Sí, pensó Molly. Ya lo creo.
Hablaron durante horas, sin que el constante acompañamiento de los
pensamientos en francés de Pierre fuesen molestos. Quizá fuese tan cerdo como
muchos hombres, pero Molly lo dudaba. Pierre parecía genuinamente interesado en lo
que ella decía, escuchando atentamente. Y tenía un maravilloso sentido de humor;
Molly no podía recordar la última vez que había disfrutado tanto de la compañía de
alguien.
Molly había oído que los franceses (y los franco-canadienses) tenían una actitud
hacia las mujeres distinta de los americanos. Se mostraban más relajados con ellas,

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menos obligados a estar probándose continuamente. Sólo se lo había creído a medias.
Sospechaba que aquella pose tan tranquila hacia el desnudo femenino era parte de
una vasta conspiración: ¡poned cara de póquer, y harán botar las tetas delante de
vosotros! Pero Pierre parecía de verdad interesado en su mente y su trabajo… y
aquello encendía más a Molly que cualquier exhibición de machote.
De pronto llegó la medianoche y el café empezó a cerrar.
—Dios mío, ¿adónde se ha ido el tiempo?
—Se ha ido al pasado —dijo Pierre—. Y he gozado de cada momento. No había
disfrutado de un descanso como éste en semanas —sus ojos se encontraron—. Merci
beaucoup.
Molly sonrió.
—A estas horas, alguien debería escoltarte hasta tu coche o tu casa. ¿Me
permites?
Ella sonrió de nuevo.
—Me encantaría. Vivo a unas pocas manzanas. —Salieron del café. Pierre andaba
con las manos a la espalda. Molly se preguntó si intentaría cogerle la mano, pero no
lo hizo.
—La verdad es que tengo que ver más de todo esto —dijo él—. Había pensado ir
a San Francisco mañana, hacer un poco de turismo.
—¿Aceptas compañía?
Habían llegado a la entrada del bloque de apartamentos.
—Desde luego —dijo Pierre—. Gracias.
Hubo un momento de silencio. Bueno, pensó Molly, volveremos a vernos por la
mañana, a menos… la idea, o quizá fuese la brisa nocturna, hizo que se
estremeciera… a menos que se quede esta noche. Pero lo que pensaba aquel Pierre
era un completo misterio.
—¿Te parece bien que almorcemos juntos a las once?
—Perfecto —dijo ella—. Allí, al otro lado de la calle.
Se preguntó si le iba a dar un beso. Era excitante no saber lo que pensaba hacer.
El momento se alargó. Él no hizo su jugada… y aquello también era excitante.
—Hasta mañana, entonces. Au revoir.
Molly entró. Sonreía de oreja a oreja.

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CAPÍTULO 8
Su relación avanzaba muy bien. Habían estado tres veces en el apartamento de Molly,
pero ella no había visto aún su casa: aquella fue la gran noche; la A&E emitía otro
telefilme de Cracker con Robbie Coltrane, y a los dos les encantaba la serie. Pero
Molly sólo tenía un televisor de trece pulgadas, y el de Pierre tenía veintisiete… lo
mínimo para ver los partidos de hockey de forma decente.
Pierre hizo un poco de limpieza, recogiendo los calcetines y la ropa interior del
suelo del salón, quitando los periódicos del sofá verde y naranja, y limpiando el polvo
en lo que consideraba un trabajo respetable… pasando la manga de su jersey de los
Montreal Canadiens por encima del televisor y el estéreo.
Encargaron una pizza de La Val durante el último intermedio, y al terminar la
película charlaron sobre ella mientras esperaban. A Molly le gustaba mucho el uso de
la psicología en la serie; el personaje de Coltrane, Fitz, era un psicólogo forense que
trabajaba con la policía de Manchester.
—Desde luego, es un tipo asombroso.
—Y sexy —añadió Molly.
—¿Quién, Fitz?
—Sí.
—¡Si le sobran cuarenta kilos, es un alcohólico, un ludópata y fuma como una
chimenea!
—Pero esa mente… esa intensidad…
—Acabará en urgencias con un ataque al corazón.
—Lo sé —suspiró Molly—. Espero que tenga un buen seguro médico.
—Gran Bretaña es como Canadá: hay seguridad social.
—Eso no suena muy bien por aquí. Pero debo decir que me gusta la idea de una
medicina socializada. Es una pena que Hillary no lo consiguiera. —Una pausa—.
Supongo que no te hizo ninguna gracia tener que pagar por tu seguro médico.
—Seguramente no me la hará. Todavía no me he hecho un seguro.
Molly se quedó boquiabierta.
—¿No tienes seguro médico?
—Pues… no.
—Estarás cubierto por el plan de la facultad.
—No. Al fin y al cabo, no soy miembro de la facultad, sino un simple
postdoctorado.
—Pierre, deberías hacerte algún seguro médico. ¿Y si te pasa algo?
—Supongo que no había pensado en ello. Estoy tan acostumbrado al sistema
canadiense, que me cubría de forma automática, que no se me había ocurrido hacer
nada al respecto.

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—¿Todavía te cubre el plan canadiense?
—En realidad es un plan provincial, el de Québec. Pero este año no he cumplido
los requisitos de residencia, así que no, no estoy cubierto.
—Más vale que hagas algo pronto. Un accidente podría dejarte en la ruina.
—¿Puedes recomendarme a alguien?
—Yo no tengo ni idea. Estoy bajo el plan de la facultad. Creo que es Sanidad
Secoya. Pero no sé qué compañía es mejor para seguros individuales. He visto
anuncios de una que se llama Bay Area, y otra… ¿cómo era? Cóndor, creo.
—Les llamaré.
—Mañana. Hazlo mañana mismo. Mi tío se rompió una pierna y tuvieron que
ponerle en tracción. No tenía seguro, y la factura fue de treinta y cinco mil dólares.
No le quedó más remedio que vender su casa para pagarla.
Pierre le dio unas palmaditas en la mano.
—De acuerdo entonces. Será lo primero que haga mañana.
Por fin llegó su pizza. Pierre llevó la caja a la mesa del comedor y la abrió. Molly
comía sus porciones directamente de la caja, pero a él le gustaba que le quemase el
cielo del paladar, así que metía cada porción en el microondas durante treinta
segundos antes de atacarla. La cocina olía a queso y pepperoni, junto con el aroma
del cartón ligeramente húmedo de la caja.
Tras terminar su tercera porción, Molly preguntó, como caído del cielo:
—¿Qué opinas de los niños?
Pierre se sirvió un cuarto pedazo.
—Me gustan.
—A mí también. Siempre he querido ser madre.
Pierre asintió, sin saber qué se esperaba que dijese.
—Quiero decir —continuó Molly— que el doctorado me ocupó mucho tiempo,
y… bueno, no encontraba a la persona adecuada.
—Eso pasa a veces.
Molly picó de su pizza.
—Oh, sí. Por supuesto, no es ningún problema insuperable… Me refiero a no
tener un marido. Tengo un montón de amigas que son madres solteras. Sí, en su
mayoría no lo planearon así, pero de todas formas lo hacen muy bien. De hecho, yo…
—¿Qué?
Ella apartó la vista.
—No, nada.
Pierre sintió curiosidad.
—Dime.
Molly lo pensó durante un rato.
—Hice algo muy estúpido… hace unos seis años, más o menos.

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Pierre enarcó las cejas.
—Tenía veinticinco años y, francamente, había perdido la esperanza de encontrar
un hombre con el que pudiera tener una relación a largo plazo. —Levantó la mano—.
Sí, ya sé que veinticinco años son pocos, pero ya tenía seis más que mi madre cuando
ella me tuvo a mí, y… bueno, no quiero entrar en detalles ahora, pero lo había pasado
muy mal con los chicos, y no parecía que eso fuese a cambiar. Pero yo quería un
niño, y… bueno, me acosté con algunos hombres… cuatro o cinco ligues de una
noche. —Volvió a alzar la mano, como si sintiese la necesidad de hacer que pareciese
menos sórdido—. Todos eran estudiantes de medicina; procuraba elegir con cuidado.
Lo hice cada vez en el mejor momento de mi ciclo; sólo quería quedarme
embarazada. Entiéndeme, no buscaba un marido… sino un poco de esperma.
Pierre tenía la cabeza ladeada. Estaba claro que no sabía cómo responder.
Molly se encogió de hombros.
—Pero no funcionó; no me quedé embarazada. —Miró al techo por unos
momentos y tomó aire—. Sólo conseguí una gonorrea. —Suspiró ruidosamente—.
Supongo que tuve suerte de no coger el sida. Dios, qué idiota fui.
La cara de Pierre debió de reflejar su sorpresa. Ya se habían acostado juntos
algunas veces.
—No te preocupes. Estoy completamente curada, gracias a Dios. Hice todas las
pruebas de seguimiento después de la cura con penicilina. Estoy limpia. Fue una
estupidez, pero… quería un hijo.
—¿Por qué paraste?
Molly miró al suelo. Apenas se oía su voz.
—La gonorrea afectó a mis trompas de Falopio. No puedo quedarme embarazada
de la manera normal; si alguna vez lo hago, tendrá que ser por fertilización in vitro…,
y eso cuesta dinero. Unos diez mil por intento la última vez que miré. Mi seguro no lo
cubre, pues mis trompas obturadas no son una condición congénita. Pero he estado
ahorrando arriba.
—Oh.
—Yo… bueno, pensé que debías saberlo… —Calló, y se encogió de hombros otra
vez—. Lo siento.
Pierre miró su porción de pizza, que ya se había enfriado, y cogió distraídamente
un pimiento verde. Se suponía que estaban cortados por la mitad, pero aquel había
llegado entero a una de sus porciones.
—No sé si es lo mejor, pero supongo que soy lo bastante anticuado como para
creer que un niño debería tener padre y madre.
Molly encontró su mirada, y la sostuvo.
—Opino exactamente lo mismo.
A las dos de la tarde, Pierre entró en la oficina del Centro Genoma Humano… y

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descubrió sorprendido que había una fiesta. No bastaba con el habitual suministro de
golosinas caseras de Joan Dawson: alguien había salido y comprado bolsas de nachos
y galletitas de queso, y varias botellas de champán.
Apenas había entrado cuando otra genetista, Donna Yamashita, le dio un vaso.
—¿Qué celebramos? —preguntó por encima del ruido.
—Por fin han conseguido lo que querían de la Triste Hannah —contestó
Yamashita con una sonrisa.
—¿Qué Hannah? —preguntó él, pero Yamashita ya se había ido para saludar a
alguien. Pierre se acercó a la mesa de Joan. Ella tenía un líquido oscuro en su copa.
Probablemente cola sin azúcar: como diabética, no podía beber alcohol—. ¿Qué
pasa? ¿Quién es la Triste Hannah?
Joan sonrió amablemente.
—Es el esqueleto de Neanderthal prestado por la Universidad Hebrea de Givat
Ram. El doctor Klimus llevaba meses intentando extraer ADN de los huesos, y hoy
ha conseguido una serie completa.
El propio viejo se había acercado a ellos… y por una vez había una sonrisa en su
cara ancha y con manchas hepáticas.
—Así es —dijo con su fría y seca voz. Miró a un rechoncho paleontólogo de la
UCB que estaba a su lado—. Ahora que tenemos ADN Neanderthal, podremos hacer
algo de verdadera ciencia sobre los orígenes humanos, en lugar de aventuradas
especulaciones.
—Eso es maravilloso —replicó Pierre por encima del estruendo de los reunidos
—. ¿Qué antigüedad tienen los huesos?
—Sesenta y dos mil años —dijo Klimus triunfalmente.
—Pero el ADN se habrá degradado tras todo ese tiempo.
—Eso es lo bueno del lugar donde encontraron a la Triste Hannah. Murió en una
cueva, quedando completamente aislada… Era toda una buena mujer de las cavernas.
Las bacterias aeróbicas de la cueva consumieron todo el oxígeno, así que ha pasado
los últimos sesenta mil años en un entorno libre de oxígeno, lo que impidió que sus
pirimidinas se oxidasen. Hemos recuperado veintitrés pares de cromosomas.
—¡Menuda suerte! —dijo Pierre.
—Claro que sí —contestó Dona Yamashita, que había vuelto a aparecer junto al
codo de Pierre—. Hannah contestará a muchas preguntas, incluyendo la gran cuestión
de si los Neanderthal eran una especie separada, Homo neanderthalensis, o sólo una
subespecie de la humanidad moderna, Homo sapiens neanderthalensis, y…
Klimus cortó a Yamashita.
—… y podremos decir si murieron sin dejar descendencia, o si se cruzaron con el
hombre de Cro-magnon, mezclando sus genes con los nuestros.
—Es estupendo.

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—Por supuesto, quedarán muchas preguntas sin contestar sobre los Neanderthal,
como detalles de su aspecto físico, cultura y demás. Pero hoy es un día notable. —
Klimus dio la espalda a Pierre, y en una inesperada muestra de exuberancia, golpeó el
borde de su copa con su pluma Mont Blanc—. ¡Escuchen todos! ¡Atiendan, por
favor! ¡Quisiera proponer un brindis…! ¡por la Triste Hannah, que pronto será la
Neanderthal mejor conocida de la historia!

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CAPÍTULO 9
El laboratorio de Pierre era casi como cualquier otro que hubiese visto: un póster de
la tabla periódica en una pared; un ajado ejemplar de la Biblia Rubber abierto sobre
un escritorio; montones de recipientes de laboratorio en sus soportes; una pequeña
centrifugadora; una terminal UNIX con notas Post-it pegadas al borde del monitor;
una ducha de emergencia, para casos de accidentes químicos; un área de trabajo
rodeada de cristal bajo una campana extractora de humo. Las paredes eran de ese
enfermizo amarillo crema que parece tan común en los ambientes universitarios. La
iluminación era fluorescente; el suelo, de baldosines.
Pierre estaba trabajando en uno de los contadores que se alineaban a lo largo de
las cuatro paredes de la sala, mirando las posiciones de ADN en un panel iluminado
encima del contador. Llevaba una manchada bata blanca de laboratorio, pero sin
abotonar por arriba, de forma que podía verse su camiseta del Carnaval de Invierno
de Québec. Nunca había quedado más sorprendido que cuando un estudiante
americano confundió al Bonhomme de su camiseta con el gigante de malvavisco de
Los Cazafantasmas… algo semejante a confundir al Tío Sam con el Coronel Sanders
del pollo frito.
Burian Klimus apareció en la puerta, con aspecto desconcertado. Junto a él había
una atractiva mujer asiático-americana de cabello negro, que llevaba moldeado como
un crespo halo alrededor de la cara.
—Ahí lo tiene —dijo Klimus.
—Sr. Tardivel, soy Tiffany Feng, de Seguros Médicos Cóndor.
Pierre asintió en dirección a Klimus.
—Gracias por traerla, señor —el viejo genetista frunció el ceño y se marchó.
Tiffany tendría poco menos de treinta años. Llevaba un maletín negro, chaqueta
azul y pantalones a juego. Su blusa blanca estaba abierta en el escote más de lo que
uno podría esperar. A Pierre le hizo gracia: sospechó que Tiffany se vestiría de forma
distinta según su cliente fuese hombre o mujer.
—Lamento el retraso, había un tráfico terrible en el puente. —Ella le entregó una
tarjeta profesional amarilla y negra, y estudió apreciativamente el laboratorio—.
Obviamente, es usted un científico.
—Soy biólogo molecular. Trabajo en el Proyecto Genoma Humano.
—¿De veras? ¡Es fascinante!
—¿Sabe algo de ello?
—Hemos tenido algunas buenas conferencias en el trabajo —ella sonrió—. Creo
que está usted interesado en hablar sobre opciones de seguro.
Pierre hizo un gesto a Tiffany para que tomase asiento.
—Así es. Soy de Canadá, y nunca he tenido un seguro médico. El plan de Québec

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para residentes me cubrirá todavía durante algún tiempo, pero…
Tiffany asintió.
—He ayudado a varios canadienses en su caso. Su plan provincial de salud cubre
sólo el valor monetario que tendrían los mismos servicios en Canadá, donde el
gobierno fija los precios. Pero aquí no hay ese control: como verá, los gastos son más
elevados y su plan de Québec no cubre el extra. Además, los planes provinciales
cubren los gastos médicos, pero no cosas como habitaciones de hospital privadas -
hizo una pausa—. ¿Tiene algún seguro bajo el plan de la asociación de la facultad?
—No pertenezco a su personal: sólo soy un investigador visitante.
Ella puso su maletín sobre el banco y lo abrió.
—Bien, entonces necesita un programa global. Nosotros ofrecemos lo que
llamamos nuestro Plan Oro, que cubre el cien por cien de todas sus facturas
hospitalarias por emergencias, incluyendo traslados en ambulancia y todo lo que
pueda necesitar, como sillas de ruedas o muletas. También cubre sus necesidades
médicas rutinarias, como chequeos médicos anuales, tratamientos y demás. —Le
entregó un tríptico ribeteado en oro.
Pierre tomó el folleto y le echó un vistazo. Los enfermos de Huntington solían
acabar sus vidas con una larga estancia en el hospital. Si tenía la enfermedad, querría
una habitación privada, por supuesto, y… ah, bien. El seguro cubría servicios de
enfermería a domicilio e incluso tratamientos experimentales.
—Suena bien. ¿Qué hay de las primas?
—Siguen una escala —ella sacó una carpeta amarilla y negra del maletín—.
¿Puedo preguntarle su edad?
—Treinta y dos.
—¿Fuma?
—No.
—¿Tiene algún problema médico, como diabetes, sida o un soplo cardíaco?
—No.
—¿Viven todavía sus padres?
—Mi madre sí.
—¿De qué murió su padre?
—Mmm… se refiere a mi padre biológico, supongo.
Tiffany pestañeó.
—Sí.
Henry Spade había muerto cuatro años atrás; Pierre había asistido al funeral en
Toronto.
—Complicaciones de la enfermedad de Huntington.
Ella cerró la carpeta, mirando a Pierre por un momento.
—Oh, eso complica bastante las cosas. ¿Tiene usted la enfermedad?

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—No lo sé.
—¿No tiene síntomas?
—Ninguno.
—La enfermedad se transmite en un gen dominante, ¿verdad? Así que tiene usted
un cincuenta por ciento de posibilidades de haberla heredado.
—Correcto.
—¿Pero no se ha hecho la prueba?
—No.
Ella suspiró.
—Esto es muy irregular, Pierre. Yo no decido a quién se cubre y a quién no, pero
puedo decirle lo que va a pasar si cursamos su solicitud ahora: la rechazarán en base a
su historial familiar.
—¿De verdad? Supongo que debería haber tenido la boca cerrada.
—No le hubiese hecho ningún bien a largo plazo: una reclamación relacionada
con su enfermedad de Huntington sería investigada. Si comprobásemos que conocía
usted su historial familiar al hacer la solicitud, perdería sus derechos. No, ha hecho
bien en decírmelo, pero…
—¿Pero qué?
—Como ya le he dicho, esto es muy irregular. —Volvió a abrir la carpeta, yendo a
una de las últimas secciones—. No suelo enseñar esta tabla a los clientes, pero…
bien, lo explica claramente. Como puede ver, tenemos tres niveles básicos de primas
en cada categoría por edad/sexo. En la compañía los llamamos niveles A, M, y B, por
alto, medio y bajo. Si usted tuviera un historial familiar que mostrase, digamos, una
predisposición al infarto a partir de los cuarenta años, algo así, le extenderíamos la
póliza, pero al nivel A, el superior. Si su historial familiar fuese favorable, le
ofreceríamos el nivel M, que también es bastante elevado…
—¡Y tanto! —dijo Pierre, mirando las cifras de la columna «Hombres 30-34».
—Sí, pero eso es porque no se nos permite exigir pruebas genéticas a los
solicitantes. Por tanto, debemos asumir que usted podría tener un serio desorden
genético. Ahora, se supone que después de enseñarle ese nivel tengo que decirle:
«Bien, como sabe no está obligado a hacerse una prueba genética, pero si lo hace
voluntariamente, y los resultados son favorables, puedo ofrecerle este nivel, el B».
—Es sólo la mitad que el M.
—Exactamente. Es un incentivo para hacerse la prueba. No le obligamos a ello,
pero si lo hace voluntariamente, puede ahorrarse un montón de dinero.
—No parece muy justo.
Tiffany se encogió de hombros.
—Muchas compañías de seguros lo hacen así ahora.
—Pero usted está diciendo que no puede conseguir cualquier seguro médico

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debido a mi historial familiar.
—Cierto. La enfermedad de Huntington es simplemente demasiado costosa, y su
nivel de riesgo, un cincuenta por ciento, es demasiado alto para considerar la idea de
cubrirle. Pero si la prueba demuestra que no tiene el gen…
—Pero yo no quiero hacerme la prueba.
—Bueno, entonces se complica todavía más —suspiró ella, intentando explicarlo
mejor—. El mes pasado, el Gobernador Wilson firmó un proyecto de ley del Senado.
Entrará en vigor el primero de enero, dentro de diez semanas. La nueva ley dice que
las aseguradoras médicas de California no podrán seguir usando pruebas genéticas
para discriminar a quienes tienen el gen portador de una enfermedad pero no
muestran síntomas de ella. En otras palabras, no podremos considerar la posibilidad
de tener el gen de Huntington o el ALS o cualquier otra enfermedad tardía como
condición preexistente en personas por lo demás sanas.
—Bueno, es que no es una condición preexistente.
—Con todos los respetos, señor Tardivel, eso es una cuestión de interpretación.
La nueva ley es la primera en todo el país. En los demás estados, tener los genes es
una condición preexistente, aunque no muestre los síntomas. Incluso los pocos
estados que tienen leyes antidiscriminación genética, como Florida, Ohio, Iowa y un
par más, hacen excepciones para las compañías de seguros, permitiéndoles recurrir a
los actuarios y precedentes para decidir a quién aseguran y con qué primas.
Pierre frunció el ceño.
—Pero lo que está diciendo es que, como estamos en California, si espero hasta el
uno de enero, no podrán rechazarme por mi historial familiar.
—Se equivoca: sí que podremos. Hay información válida de que es usted un
solicitante de alto riesgo, y no estamos obligados a asegurarle en ese caso.
—Entonces, ¿qué diferencia hay?
—La diferencia es que la información genética tiene prioridad sobre el historial
familiar. ¿Ve? Si tenemos información genética concreta, tiene prioridad sobre
cualquier otra cosa que podamos inferir de los historiales médicos de sus padres o
hermanos. Si se hace usted la prueba, de acuerdo con la nueva ley estatal tenemos que
darle una póliza sin tener en cuenta sus resultados relacionados con la enfermedad de
Huntington. Aunque la prueba demuestre que tiene el gen del Huntington, tendremos
que aceptar su solicitud siempre que la presente antes de mostrar síntomas: no
podremos rechazarle o gravarle basándonos en información genética.
—Espere, es una tontería: si no me hago la prueba, hay un cincuenta por ciento de
posibilidades de que acabe reclamándoles un montón de dinero a causa de mi
Huntington, así que me rechazan por mi historial familiar. Pero si me hago la prueba,
y aunque se demuestre que hay un cien por ciento de posibilidades de que vaya a
tener la enfermedad y costarles mucho dinero, ¿tendrán que asegurarme?

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—Así es, o al menos así será cuando la nueva ley entre en vigor.
—Pero yo no quiero hacerme la prueba.
—¿No? Pensaba que le gustaría saberlo.
—No. No me gustaría. Es muy raro que los casos de riesgo se hagan la prueba.
No queremos saberlo con seguridad.
Tiffany se encogió de hombros.
—Bien, si usted quiere estar asegurado, sólo tiene esas opciones. Mire, podemos
llenar ahora los formularios, pero ponerles fecha de uno de enero… bueno, dos de
enero, el primer día laborable del año. Yo le llamaré ese día, y usted me dirá lo que
quiere. Si ya se ha hecho la prueba, o ha decidido hacérsela, cursaré la solicitud. Si
no, me limitaré a romperla.
Era obvio que Tiffany no quería arriesgarse a perder una venta, pero demonios,
aquello ya les había llevado demasiado tiempo; Pierre no quería pasar por la misma
charla otra vez.
—Me gustaría ver otros planes antes de tomar una decisión —dijo.
—Por supuesto. —Tiffany le mostró varias pólizas: los predecibles Planes Plata y
Bronce, con beneficios más reducidos, un plan exclusivamente hospitalario, otro sólo
de medicinas, y otros. Pero ella le recomendó el Plan Oro, y Pierre estuvo de acuerdo,
diciéndose que el escote de Tiffany no había tenido nada que ver en su decisión.
—No lo lamentará —dijo ella—. No sólo está comprando un seguro médico: está
comprando tranquilidad mental. —Sacó un formulario de su maletín—. Si puede
rellenar esto… y no olvide ponerle fecha de dos de enero del año que viene. —Se
abrió la chaqueta: en su bolsillo interior tenía una hilera de bolígrafos idénticos de
punta retráctil. Sacó uno y se lo entregó a Pierre.
Él apretó el botón con el pulgar para sacar la punta, y llenó el formulario. Al
terminar, le entregó el papel a Tiffany, pero empezó a guardarse distraídamente el
bolígrafo en su bolsillo.
Ella le hizo un gesto.
—¿Mi bolígrafo?
Pierre sonrió con mansedumbre y se lo devolvió.
—Perdone.
—Bien, le llamaré a principio de año. Pero tenga cuidado hasta entonces: no
queremos que le pase nada antes de estar asegurado.
—Aún no sé si me haré la prueba.
—Eso depende de usted.
A mí no me lo parece, pensó Pierre, pero decidió no alargar la cuestión.

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CAPÍTULO 10
Pierre había buscado cuidadosamente un campo de especialización. Su primer
impulso fue investigar directamente la enfermedad de Huntington, pero desde que se
había descubierto el gen, muchos científicos estaban concentrándose en ello.
Naturalmente, Pierre esperaba que encontrasen una cura… y lo bastante pronto para
ayudarle, claro, si resultaba tener la enfermedad. Pero también conocía la necesidad
de ser objetivo en la ciencia: no podía perder tiempo siguiendo tenues pistas que
probablemente no le llevarían a nada… pistas que alguien sin Huntington no vacilaría
en abandonar, pero a las que él, por desesperación, concedería demasiado tiempo.
Pierre decidió concentrarse en un campo poco estudiado por los demás genetistas.
Tenía la esperanza de que ese campo le permitiera lograr un descubrimiento
importante que valiese un premio Nobel. Centró su investigación en lo que se llama
el «ADN basura» o intrones: el noventa por ciento del genoma humano que no actúa
como código para la síntesis de proteínas.
Nadie sabía con certeza para qué servía todo ese ADN. Algunas partes parecían
proceder de secuencias de virus que hubieran invadido el genoma en el pasado; otras
eran como repeticiones de un incesante tartamudeo (irónicamente parecido en
estructura al raro gen causante de la enfermedad de Huntington); otras eran restos
desactivados procedentes de nuestro pasado evolutivo. La mayoría de los genetistas
opinaban que el Proyecto Genoma Humano podría completarse antes si aquellas
nueve décimas partes de basura fueran simplemente ignoradas. Pero Pierre albergaba
la sospecha de que había algo significativo codificado y todavía sin descifrar en aquel
enredo de nucleótidos.
Su nueva ayudante de investigación, una estudiante de postgrado de la UCB
llamada Shari Cohen, no estaba de acuerdo con él.
Shari era pequeña, y siempre iba inmaculadamente vestida, como una muñeca de
porcelana de piel pálida y brillante cabello negro… y con un gran anillo de
compromiso de diamantes.
—¿Has tenido suerte en la biblioteca? —preguntó Pierre.
Ella sacudió la cabeza.
—No, y debo decir que me parece un tiro a ciegas, Pierre —hablaba con acento
de Brooklyn—. Después de todo, el código genético es simple y bien comprendido.
Y así parecía ser. Cuatro bases formaban los peldaños de la escalera del ADN:
adenina, citosina, guanina y timina. Cada una de ellas era una letra del alfabeto
genético. En realidad se hacía referencia a ellas sólo con sus iniciales: A, C, G y T.
Esas letras combinadas formaban las palabras de tres letras del lenguaje genético.
—Bueno —dijo Pierre—. Veámoslo así: el alfabeto genético dispone de cuatro
letras, y todas sus palabras son de tres letras. Por lo tanto, ¿cuántas palabras posibles

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hay en el lenguaje genético?
—Cuatro elevado al cubo —contestó Shari—. Es decir, sesenta y cuatro.
—De acuerdo. ¿Y qué hacen realmente esas sesenta y cuatro palabras?
—Especifican los aminoácidos utilizados en la síntesis de proteínas. La palabra
AAA especifica la lisina, AAC la asparagina, y así sucesivamente.
—¿Cuántos aminoácidos diferentes se utilizan para crear proteínas?
—Veinte.
—Pero hemos dicho que hay sesenta y cuatro palabras en el vocabulario genético.
—Bueno, tres de esas palabras son signos de puntuación.
—Pero aun teniendo en cuenta esas tres, todavía quedan sesenta y una palabras
para expresar sólo veinte conceptos. —Pierre fue al otro lado de la habitación y
señaló un diagrama titulado El código genético.
Shari se puso a su lado.
—El lenguaje genético tiene sinónimos, como el inglés —señaló el primer
recuadro del diagrama—. La alanina, por ejemplo, está especificada por GCA, GCC,
GCG y GCT.
—Bien, pero ¿por qué existen esos sinónimos? ¿Por qué no usar sólo veinte
palabras, una para cada aminoácido?
Shari se encogió de hombros.
—Probablemente se trate de un mecanismo de seguridad, para reducir la
probabilidad de errores de transcripción que puedan alterar el mensaje.
Pierre hizo un gesto hacia el diagrama.
—Pero algunos aminoácidos pueden especificarse hasta de seis formas diferentes,
y otros sólo de una. Si los sinónimos protegen contra los errores de transcripción,
asignarías algunos para cada palabra. Si diseñases un código de sesenta y cuatro
palabras simplemente por redundancia, asignarías tres palabras a cada uno de los
veinte aminoácidos, y usarías las cuatro restantes como signos de puntuación.
—Supongo. Pero el sistema de códigos del ADN no fue diseñado: evolucionó.
—De acuerdo, de acuerdo, pero la naturaleza tiende a hallar la solución óptima a
base de la prueba y el error. Como la misma doble hélice: ¿recuerdas cómo supieron
Crick y Watson que habían encontrado la respuesta a cuál era la estructura del ADN?
No es que su versión fuera la única posible, sino que se trataba de la más hermosa.
¿Por qué algunos aspectos del ADN han de ser tan elegantes y otros, incluso el propio
código genético, tan chapuceros? Apuesto a que Dios, la naturaleza, o lo que sea que
haya creado el ADN no es en absoluto chapucero.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que, tal vez, elegir uno u otro sinónimo al especificar un aminoácido dé
información adicional.
Las delicadas cejas de Shari se elevaron de golpe.

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—Como «si es un embrión, inserta este aminoácido, pero si se trata de un ser ya
nacido, no lo insertes». —Aplaudió. El misterio de cómo se diferencian las células a
lo largo del desarrollo de un feto no había sido resuelto todavía.
—No puede ser algo tan directo, o los genetistas lo sabrían desde hace mucho.
Pero la elección de sinónimos en un tramo largo de ADN, ya sea en sus partes activas
o en los intrones, puede ser importante.
—O puede que no —dijo Shari, un poco resentida por el rechazo de su idea.
Pierre sonrió.
—O puede que no. Pero averigüémoslo, sea lo que sea.
EL CÓDIGO GENÉTICO Alanina Arginina Ácido aspártico Asparagina Cisteína
Ácido glutámico Glutamina GCA AGA GAC AAC TGC GAA CAA GCC AGG GAT
AAT TGT GAG CAG GCG CGA GCT CGC CGG CGT
Glicina Histidina Isoleucina Leucina Lisina Metionina (INICIO). Fenilalanina
GCA CAC ATA CTA AAA ATG TTC GGC CAT ATC CTC AAG TTT GGG
ATT CTG GGT CTT TTA TTG
Prolina Serina Tereonina Triptófano Tirosina Valina PARADA CCA AGC ACA
TGG TAC GTA TAA CCC AGT ACC TAT GTC TAG CCG TCA ACG GTG TGA
CCT TCC ACT GTT TCG TCT
Una mañana de domingo.

A Molly le encantaba ir a San Francisco: adoraba sus restaurantes de marisco, sus


barrios, sus colinas, sus tranvías, su arquitectura…
La calle donde se encontraba estaba desierta; no era raro, teniendo en cuenta lo
temprano de la hora. Molly había ido a San Francisco para asistir a una asamblea
unitaria; no era particularmente religiosa, y había encontrado insufrible la hipocresía
de muchos clérigos a los que había conocido, pero disfrutaba de la perspectiva de la
Iglesia Unitaria, y el conferenciante invitado de hoy, un experto en inteligencia
artificial, sonaba fascinante.
Había aparcado a unas manzanas del salón comunal. La reunión no empezaba
hasta las nueve, y se le ocurrió ir a McDonald para tomar un Huevo McMuffin
antes… la comida rápida era el único vicio que intentaba abandonar periódicamente,
pero sin ganas. Mientras caminaba a lo largo de una empinada acera hacia el
restaurante, reparó en un viejo un poco más arriba, vestido con una gabardina negra.
Estaba inclinado, hurgando con su bastón en algo que había junto a la base de un
árbol.
Molly continuó andando, mientras disfrutaba del vivificante aire de la mañana. El
cielo estaba despejado, una prístina bóveda azul por encima de los edificios
estucados.
Ya sólo estaba a una docena de pasos del hombre de negro. Su gabardina era un

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caro modelo London Fog, y sus zapatos negros habían sido lustrados recientemente.
Tenía por lo menos ochenta años, pero era alto para su edad. Llevaba una gorra azul
marino que le ceñía las orejas. Aunque llevaba subido el cuello de la gabardina, podía
verse que era un hombre de cuello grueso, con fofos pliegues colgantes. El viejo
estaba demasiado absorto para notar que se acercaba. Molly oyó un suave sonido
quejumbroso: miró hacia abajo y su boca quedó abierta por el horror. El hombre de
negro estaba torturando a un gato con su bastón.
Era obvio que el gato había sido atropellado por un coche y estaba agonizando.
Su pelaje moteado blanco, negro, anaranjado y crema, estaba cubierto de sangre por
todo el lado izquierdo. Había pasado algo de tiempo desde el golpe (gran parte de la
sangre se había secado en una costra marrón), pero aún goteaba un fluido rojo de un
largo corte. Uno de los ojos se le había salido a medias del cráneo, cobrando un tono
gris azulado.
—¡Eh! ¿Está loco? ¡Deje en paz al pobre animal!
El hombre debía de haberse encontrado con el gato por casualidad, y parecía que
se había estado divirtiendo con sus patéticos lamentos cuando le pinchaba con el
bastón. Se volvió hacia Molly. Ella se sintió asqueada al ver que su viejo pene, blanco
y erecto como un hueso, salía por la cremallera bajada de los pantalones, y que su
otra mano había estado asiéndolo.
—¡Blyat! —gritó el hombre con un fuerte acento, sus ojos estrechados como
siniestras ranuras—. ¡Blyat!
—¡Largo de aquí! ¡Voy a llamar a la policía!
El hombre le gritó Blyat una vez más y se alejó renqueando. Molly pensó en
perseguirle y retenerle hasta que llegase la policía, pero tocar a aquel tipo era lo
último que quería hacer. Se inclinó para mirar al gato: estaba fatal; deseó conocer
alguna forma de acabar rápidamente con su miseria, pero probablemente sólo
conseguiría atormentar más a la pobre criatura.
—Ya está, ya está… —dijo en tono consolador—. Se ha ido, ya no te molestará.
—El gato se movió ligeramente. Su respiración era trabajosa.
Molly echó una mirada en derredor: había un teléfono público al final de la
manzana. Corrió hacia él y buscó el número de emergencia de la Sociedad Protectora
de Animales.
—Hay un gato agonizando junto a la carretera. —Levantó la vista para comprobar
la dirección—. En la acera de Portola Drive, a media manzana de la esquina con
Swanson. Supongo que le atropelló un coche, quizá hace una hora o dos… No, yo
esperaré con el animal, gracias. Muchas gracias… y, por favor, dense prisa.
Se sentó en la acera con las piernas cruzadas al lado del gato, deseando poder
encontrar ánimos para acariciar al pobre animal, pero era demasiado repugnante.
Miró calle abajo, furiosa y confusa. El viejo de negro se había ido.

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CAPÍTULO 11
Tres semanas después.

Pierre estaba sentado en su laboratorio, mirando el reloj. Shari le había dicho que
quizá volviese tarde del almuerzo, pero eran las 14:45, y un almuerzo de tres horas
parecía excesivo incluso para la Costa Oeste. Quizá había sido un idiota al contratar a
alguien a punto de casarse. Ella tendría un millón de cosas que hacer antes de la boda,
al fin y al cabo…
La puerta se abrió, y Shari pasó al interior. Sus ojos estaban inyectados en sangre,
y aunque obviamente se había tomado un momento para intentar arreglarse, había
llorado mucho.
—¡Shari! —dijo Pierre, levantándose y yendo hacia ella—. ¿Qué pasa?
Ella le miró, con el labio inferior temblando. Pierre no pudo recordar la última
vez que vio a alguien de aspecto tan triste. Su voz era baja y temblorosa.
—Howard y yo hemos roto —había lágrimas en sus ojos.
—Oh, Shari. Lo siento mucho —él no la conocía tanto y no estaba seguro de si
debía entrometerse… aunque probablemente ella necesitaba hablar con alguien. Todo
había ido bien antes de que se marchase a almorzar; era muy posible que Pierre fuese
la primera cara amistosa que veía desde lo que hubiese pasado—. ¿Habéis… os
habéis peleado?
Las lágrimas rodaron despacio por las mejillas de Shari. Ella meneó su cabeza.
Pierre no sabía qué hacer. Pensó en acercarse y darle un abrazo para consolarla,
pero era su jefe… no podía hacer eso. Finalmente se quedó en el sitio.
—Debe de ser doloroso.
Shari asintió casi imperceptiblemente. Pierre la llevó hasta un taburete del
laboratorio. Ella se sentó, con las manos en el regazo. Pierre notó que el anillo de
compromiso había desaparecido.
—Todo iba tan bien… —dijo, su voz llena de angustia. Se quedó un buen rato en
silencio. De nuevo, Pierre pensó en establecer contacto con ella, poniéndole una
mano en el hombro, por ejemplo. Odiaba ver sufrir tanto a alguien—. Pero… pero
mis padres vinieron de Polonia tras la Segunda Guerra Mundial, y los padres de
Howard son de los Balcanes.
Pierre la miró, sin entender nada.
—¿No lo ves? Los dos somos ashkenazi.
Él alzó los hombros, confuso.
—Judíos de Europa Oriental. Hacía falta un análisis.
Pierre no sabía mucho de judaísmo, aunque había muchos judíos angloparlantes

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en Montreal.
—¿Cómo?
—Por el Tay-Sachs —dijo Shari, sonando casi molesta por tener que
pronunciarlo.
—Oh —respondió Pierre muy suavemente, entendiéndolo en el acto. El Tay-
Sachs era una enfermedad genética que provocaba un fallo al producir la enzima
hexosaminidasa-A, que, a su vez, hacía que una sustancia grasa se acumulase en las
células nerviosas del cerebro. A diferencia del Huntington, el Tay-Sachs se
manifestaba en la infancia, causando ceguera, demencia, convulsiones, parálisis
generalizada, y muerte… normalmente hacia los cuatro años. Se encontraba casi
exclusivamente entre los judíos de origen europeo oriental. Un cuatro por ciento de
los judíos americanos procedentes de allí tenían el gen, pero en aquel caso era
recesivo, lo que significaba que un niño tenía que recibir los genes de ambos padres
para sufrir la enfermedad. Si los dos padres tenían el gen, cualquier hijo suyo tenía un
veinticinco por ciento de posibilidades de tener Tay-Sachs.
Quizá Shari lo había entendido mal. Sí, era una estudiante de genética, pero…
—¿Los dos tenéis el gen? —le preguntó suavemente.
Shari asintió y se limpió las mejillas.
—Yo no tenía idea de que lo llevase. Pero Howard sospechaba que lo tenía y
nunca me dijo una palabra —parecía resentida—. Su hermana descubrió que lo tenía
cuando se casó, pero no pasó nada porque su novio no era portador. Pero Howard
sabía que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades… y nunca me lo dijo —miró
a Pierre brevemente, y después bajó la vista al suelo—. No puedes tener secretos con
alguien a quien amas.
Pierre pensó en él y Molly, pero no dijo nada. Hubo silencio entre ambos quizá
durante medio minuto.
—Pero hay otras opciones —dijo Pierre—. La amniocentesis puede determinar si
un feto ha recibido dos genes de Tay-Sachs. En ese caso, podrías… —Pierre no pudo
forzarse a decir «abortar» en voz alta.
Pero Shari lo entendió.
—Ya lo sé —ella sorbió unas cuantas veces. Se quedó callada un momento, como
pensando si seguir o no—. Pero tengo endometriosis; mi ginecólogo me advirtió hace
años que me costaría mucho quedarme embarazada. Se lo dije a Howard cuando
empezamos a ir en serio. Yo quiero tener hijos, pero va a ser una batalla cuesta arriba,
y…
Él asintió. Y no había forma de que ella pudiese permitirse el lujo de interrumpir
los embarazos.
—Lo lamento mucho, Shari, pero… —hizo una pausa, inseguro de si debía decir
algo más.

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Ella le miró con expresión interrogativa.
—También está la adopción. No es tan malo: yo fui criado por alguien que no era
mi padre biológico.
Shari se sonó la nariz, y soltó una fría risa.
—Tú no eres judío —era una afirmación, no una pregunta.
Pierre negó con la cabeza.
Ella exhaló ruidosamente, como acobardada ante la perspectiva de intentar
explicar tanto.
—Seis millones de judíos murieron en la Segunda Guerra Mundial… incluyendo
muchos familiares de mis padres. Desde la infancia, me han educado para creer que
debo tener mis propios hijos, que debo hacer mi parte para ayudar a la recuperación
de mi pueblo —parecía estar muy lejos—. No lo entiendes.
Pierre guardó silencio durante algún tiempo.
—Lo siento, Shari —dijo al fin, poniéndole una mano sobre el hombro. Ella
respondió de inmediato, derrumbándose contra su pecho, y sollozando suavemente un
buen rato.

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CAPÍTULO 12
Pierre y Molly estaban sentados, juntos y abrazados, en el sofá verde y naranja de la
salita de Pierre. Habían llegado al punto en que pasaban juntos casi todas las noches,
ya fuera en el apartamento de él o en el de ella. Molly se acomodó en el hueco del
hombro de Pierre. Dardos de ámbar del sol poniente entraban por la ventana. Pierre
había pasado la aspiradora por segunda vez desde que estaba en el piso. La luz del sol
resaltaba los senderos abiertos por su Hoover.
—Pierre… —dijo Molly, pero luego se quedó callada.
—¿Sí?
—Oh, nada. Yo… no, nada.
—No, dime —Pierre alzó las cejas— ¿Qué estás pensando?
—La cuestión —dijo Molly con lentitud— es qué piensas tú.
—¿Cómo?
Molly parecía dudar sobre si seguir adelante o no. Después se irguió en el sofá,
agarró el brazo de Pierre y atrajo su mano a su regazo, entrelazando sus dedos con los
de él.
—Vamos a jugar a una cosa. Piensa una palabra, una palabra en inglés, y yo
intentaré adivinarla.
Pierre sonrió.
—¿Cualquier palabra?
—Sí.
—Ya está.
—Ahora concéntrate en la palabra. Conc… es «oso hormiguero».
—C'est vrai —dijo Pierre sorprendido—. ¿Cómo lo has hecho?
—Prueba otra vez.
—De acuerdo… ya.
—¿Qué es pi… pi-ri-mi-dín? ¿Es francés?
—¿Cómo lo has hecho?
—¿Qué significa esa palabra?
—Pirimidina. Es un tipo de base orgánica. ¿Cómo lo haces?
—Probemos otra vez.
Pierre apartó su mano.
—No. Dime cómo lo haces.
Ella le miró. Estaban tan cerca uno de otro que la mirada de Molly iba de uno a
otro de los ojos de Pierre. Abrió la boca como para hablar, la cerró, y lo volvió a
intentar.
—Puedo… —cerró los ojos—. Dios mío. Creía que contarte lo de mi gonorrea
había sido difícil. Nunca le he contado esto a nadie —hizo una pausa y respiró

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profundamente—. Puedo leer las mentes, Pierre.
Pierre ladeó la cabeza. Tenía la boca un poco abierta. Estaba claro que no sabía
qué decir.
—Es verdad. He podido desde los trece años.
—Ya —dijo Pierre, con tono de creer que era sólo un truco que podría descubrir
si pensaba en ello—. Muy bien. ¿Qué estoy pensando ahora?
—Está en francés; no entiendo el francés. Vu-le-vu… cu… no sé qué más. Moi
significa yo.
—¿Cuál es mi número de la Seguridad Social canadiense?
—Ahora no estás pensando en él. No puedo leerlo si no piensas en él —una pausa
—. Estás pensando los números en francés. Cinq, eso es cinco, ¿no? Huit… ocho.
Deux… dos. Eh, lo estás repitiendo. Me cuesta seguirte. Piénsalo una vez más ahora.
Cinq huit deux… six un neuf, huit trois neuf.
—Leer las mentes no es… —se detuvo.
—«No es posible». ¿No es eso lo que ibas a decir?
—¿Pero cómo lo haces?
—No lo sé.
Pierre estuvo callado largo rato, sentado y sin moverse.
—¿Has de estar en contacto físico con la persona?
—No. Pero tengo que estar cerca. La persona ha de estar en lo que yo llamo mi
«zona», no más de un metro. Ha sido muy difícil estudiarlo de forma empírica, ya
que soy al mismo tiempo el experimentador y el sujeto experimental. Y además sin
revelar a quienes me rodean lo que intento hacer. Pero diría que el… efecto… sigue
una ley del cuadrado inverso. Si estoy al doble de distancia sólo oigo, si «oír» es la
palabra adecuada, los pensamientos a una cuarta parte del volumen, por decirlo de
alguna forma.
—Has dicho «oír». ¿No ves mis pensamientos? ¿No recibes imágenes mentales?
—Exacto. Si sólo hubieras pensado en la imagen de un oso hormiguero, no podría
haberlo sabido. Pero cuando te concentraste en las palabras «oso hormiguero»…
«oír» es una palabra tan buena como otra cualquiera, lo oí tan claramente como si me
lo dijeras al oído.
—Es… increíble.
—Ibas a decir «asombroso», pero cambiaste de idea antes de pronunciar las
palabras.
Pierre se echó atrás en el sofá, aturdido.
—Puedo detectar lo que llamo «pensamientos articulados», las palabras que usa
tu cerebro. No puedo detectar imágenes. Ni emociones. Gracias a Dios, no recibo las
emociones.
Pierre la miraba con una mezcla de asombro y fascinación.

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—Debe de ser algo abrumador.
—A veces lo es —asintió Molly. Pero hago un esfuerzo consciente por no invadir
la intimidad de los demás. Me han llamado «distante» varias veces, pero es
literalmente cierto. Tiendo a guardar una cierta distancia, a no estar demasiado cerca
de la gente para mantenerla fuera de mi zona.
—Leer las mentes —dijo Pierre de nuevo, como si repetirlo hiciese más fácil
aceptar la idea—. Incroyable —meneó la cabeza— ¿Tienen otros miembros de tu
familia esta… esta capacidad?
—No. Una vez se lo pregunté a mi hermana Jessica, y pensó que estaba loca. Y
mi madre… mi madre no me hubiese dejado salir ciertas noches si hubiese podido
leer mis pensamientos.
—¿Por qué lo ocultas?
Molly le miró como si no pudiese creer la pregunta.
—Quiero llevar una vida normal… al menos tan normal como sea posible. No
quiero que me estudien, ni que me conviertan en un espectáculo de feria o, Dios me
libre, que me ofrezcan trabajar para la CIA o algo así.
—¿Y nunca se lo has dicho a nadie antes?
—Nunca.
—¿Pero me lo has dicho a mí?
Ella le miró a los ojos.
—Sí.
Pierre entendió lo que significaba.
—Gracias —dijo. Le sonrió… pero la sonrisa no tardó en desvanecerse—. No
sé… No sé si podré vivir con la idea de que mis pensamientos no son privados.
Molly se movió en el sofá, poniendo una de sus piernas bajo el cuerpo y tomando
la otra mano de Pierre.
—Pero eso es lo bueno. No puedo leer tus pensamientos… porque piensas en
francés.
—¿Sí? —se sorprendió Pierre—. No sabía que pensase en uno u otro idioma. Los
pensamientos son… bueno, pensamientos.
—El pensamiento más complejo es articulado. Se formula en palabras. Créeme,
es mi campo. Sólo piensas en francés.
—¿Así que puedes oír las palabras de mis pensamientos, pero no las entiendes?
—Sí. Ya sabes, entiendo algunas palabras francesas… como casi todo el mundo.
Bonjour, au revoir, oui, non, esas cosas. Pero mientras sigas pensando en francés no
podré leer tu mente.
—No sé. Es tal invasión de la intimidad…
Molly le cogió las manos con fuerza.
—Mira, siempre sabrás que tus pensamientos son privados cuando estés fuera de

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mi zona… a un metro, más o menos.
Pierre meneaba la cabeza.
—Es como… Mon Dieu, no lo sé. Es como descubrir que tu novia es Wonder
Woman.
Molly rio.
—Ella tiene las tetas mucho más grandes.
Pierre sonrió, después se inclinó y le dio un beso. Pero se apartó enseguida.
—¿Sabías que iba a hacer eso?
Ella negó con la cabeza.
—En realidad, no. Tal vez medio segundo antes de que fuera evidente.
Pierre volvió a recostarse en el sofá.
—Esto cambia las cosas.
—No necesariamente, Pierre. Sólo si tú dejas que lo haga.
Él asintió.
—Yo…
Y ella oyó las palabras en su mente, las palabras que llevaba tanto tiempo
queriendo oír, pero que aún tenían que ser pronunciadas en voz alta. Las palabras que
tanto significaban.
—Yo también te quiero —dijo acurrucándose en sus brazos.
Pierre la abrazó con fuerza.
—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo tras unos momentos.
—Seguimos adelante. Intentamos construir un futuro juntos.
Él suspiró ruidosamente.
—Lo siento —dijo Molly, sentándose de nuevo y mirando a Pierre—. Ya te estoy
presionando otra vez.
—No, no es eso. Es sólo que… —Se calló, pero después pensó en lo que le había
dicho Shari Cohen aquella tarde: Howard nunca me lo dijo. No puedes tener secretos
con alguien a quien amas. Inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco—.
Demonios, es una noche de grandes revelaciones, ¿no? No me estás presionando,
Molly. Quiero construir un futuro contigo. Pero… en fin… puede que yo no tenga
mucho futuro.
Molly le miró, confundida.
—¿Qué dices?
Pierre le mantuvo la mirada, esperando su reacción.
—Es posible que tenga la enfermedad de Huntington.
Molly se encogió un poco.
—¿De verdad?
—¿Sabes lo que es?
—Más o menos. Un vecino de mi madre la tenía. Dios mío, Pierre. Lo siento.

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Él se tensó un poco. Molly, aunque aturdida, tuvo la perspicacia de reconocer la
reacción. Pierre no quería piedad. Le apretó la mano.
—Vi lo que le pasó al señor DeWitt… el vecino de mi madre, pero no sé los
detalles. Esa enfermedad es hereditaria, ¿no? Uno de tus padres debió tenerla
también.
—Mi padre —asintió Pierre.
—Sé que provoca dificultades musculares.
—Más que eso. También provoca deterioro mental.
Molly apartó la mirada.
—Oh.
—Los síntomas pueden aparecer en cualquier momento: a los treinta, a los
cuarenta, o incluso más tarde. Puede que queden veinte años buenos, o podría
empezar a tener síntomas mañana. O, si tengo suerte, no tendré el gen y no sufriré la
enfermedad.
Molly sintió que los ojos le picaban. Lo educado habría sido hacerse a un lado, no
dejar que Pierre supiera que estaba llorando, pero no habría sido honesto. No se
trataba de piedad, al fin y al cabo. Le miró a la cara, después se inclinó y le besó.
Al separarse hubo un largo silencio entre ellos. Finalmente Molly alzó la mano
para secarse la mejilla, y después acariciar suavemente la de Pierre, que también
estaba húmeda.
—Mis padres —dijo con lentitud— se divorciaron cuando yo tenía cinco años. —
Exhaló como si aquel viejo dolor pudiera salir con el aire—. En estos tiempos, cinco
o diez años buenos juntos es todo lo que consigue la mayoría de la gente.
—Tú te mereces más. Te mereces algo mejor.
Ella meneó la cabeza.
—Nunca he tenido nada mejor que esto. No… no me ha ido muy bien con los
hombres. Ser capaz de leer sus pensamientos… Tú eres distinto.
—No lo sabes. Podría ser tan malo como los demás.
Molly sonrió.
—No lo eres. He visto cómo me escuchas, cómo te interesas por mis opiniones.
No eres un gorila macho.
—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca.
Ella se rio, pero volvió a ponerse seria casi al momento.
—Mira, suena como si fuera una creída, pero sé que soy guapa…
—De hecho, creo que estás de muerte.
—No estoy buscando piropos. Déjame terminar. Sé que soy guapa… la gente me
lo ha dicho desde que era pequeña. Mi hermana Jessica ha trabajado muchas veces
como modelo, y mi madre aún hace que la gente gire la cabeza al verla pasar. Ella
decía que el gran problema de su primer matrimonio era que su marido sólo estaba

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interesado en su aspecto. Papá es un ejecutivo: quería una esposa trofeo, y a mamá no
le bastaba con eso. Tú eres el único hombre que he conocido que ha mirado más allá
de mi aspecto exterior. Te gusto por mi mente, por…
—Por el conjunto de tu personalidad.
—¿Qué?
—Es de Martin Luther King. Los ganadores del premio Nobel son mi afición, y
siempre me ha gustado la gran oratoria… aunque sea en inglés. —Pierre cerró los
ojos, haciendo memoria—. «Tengo el sueño de que algún día esta nación se elevará al
verdadero significado de su credo, de esa verdad evidente de que todos los hombres
son creados iguales. Tengo el sueño de que mis cuatro hijos vivirán algún día en un
país donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el conjunto de su
personalidad». —Miró a Molly y se encogió de hombros—. Quizá sea porque puedo
tener la enfermedad de Huntington, pero intento ver más allá de los rasgos genéticos,
como la belleza… Eso no quiere decir que tu belleza no me importe.
Molly le devolvió la sonrisa.
—Tengo que preguntártelo. ¿Qué significa joli petit cul?
Pierre se aclaró la garganta.
—Bueno… es un poco grosero. «Bonito culo» sería una buena aproximación.
¿Dónde lo has oído?
—En la Biblioteca Doe, la noche en que nos conocimos. Fue el primer
pensamiento tuyo que recibí.
—Oh.
Molly rio.
—No te preocupes —dijo con picardía—. Me gusta que me encuentres atractiva
físicamente, mientras no sea lo único que te interese.
—No lo es. —Pierre sonrió, pero la cara se le entristeció enseguida—. Pero sigo
sin ver qué futuro podemos tener.
—Yo tampoco lo sé. Pero podemos descubrirlo juntos. Te quiero, Pierre Tardivel
—Molly le abrazó.
—Yo también te quiero —dijo él por fin en voz alta. Todavía abrazados, con la
cabeza descansando en el hombro de Pierre, Molly habló de nuevo.
—Creo que deberíamos casarnos.
—¿Qué? Molly, sólo hace unos meses que nos conocemos.
—Lo sé. Pero te quiero, y tú a mí. Y tal vez no tengamos mucho tiempo que
perder.
—No puedo casarme contigo.
—¿Por qué no? ¿Porque no soy católica?
Pierre rio abiertamente.
—No, cariño, no —la abrazó de nuevo—. Dios cómo te quiero. Pero no puedo

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pedirte que te metas en una relación conmigo.
—No me lo estás pidiendo. Yo te lo he pedido a ti.
—Pero…
—Pero nada. Sé dónde me meto.
—Pero seguramente…
—Ese argumento no servirá.
—¿Y qué hay de…?
—Tampoco me preocupa.
—Pero de todas formas…
—¡Venga! Ni tú te crees eso.
—¿Van a ser así todas nuestras discusiones?
—Por supuesto. No tenemos tiempo para perderlo en peleas.
Pierre calló un rato mientras se mordía el labio inferior.
—Hay una prueba —dijo al fin.
—Adelante, estoy preparada —contestó Molly.
Pierre rio.
—No, no, no. Quiero decir que hay una prueba para la enfermedad de
Huntington. Hace ya un tiempo que existe. El gen de Huntington se descubrió en
marzo de 1993.
—¿Y no te has hecho la prueba?
—No… yo… No.
—¿Por qué no? —el tono era de curiosidad, no de enfrentamiento.
Pierre soltó aire y miró hacia el techo.
—No hay cura para la enfermedad de Huntington. No hay nada que pueda
ayudarme si lo sé. Y… y… —suspiró—. No sé cómo explicártelo. Mi ayudante Shari
me ha dicho hoy una cosa: «tú no eres judío». Quiere decir que hay cosas de ella que
no puedo entender porque no estoy en su lugar. La mayoría de los casos de riesgo de
la enfermedad de Huntington no se ha hecho la prueba.
—¿Por qué? ¿Es dolorosa?
—No. Basta con una gota de sangre.
—¿Es cara?
—No. Demonios, podría hacerla yo mismo con el equipo de mi laboratorio.
—Entonces ¿por qué?
—¿Sabes quién es Arlo Guthrie?
—Claro.
Pierre enarcó las cejas; había esperado que lo ignorase, como le había ocurrido a
él tantos años atrás.
—Bueno, pues su padre Woody murió de Huntington, pero él no se ha hecho la
prueba —una pausa—. ¿Sabes quién es Nancy Wexler?

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—No.
—Todos los que tienen la enfermedad de Huntington saben quién es. Es la
presidenta de la Fundación de Enfermedades Hereditarias, que encabezó la búsqueda
del gen de Huntington. Como Arlo, tiene el cincuenta por ciento de posibilidades de
tener la enfermedad de Huntington (su madre murió a causa de ella), y tampoco se ha
hecho la prueba.
—No entiendo por qué la gente no se hace la prueba. Yo querría saberlo.
Pierre suspiró, pensando otra vez en lo que le había dicho Shari.
—Eso es lo que dicen todos los que no están en peligro de tenerla. Pero no es tan
sencillo. Si descubres que tienes la enfermedad, pierdes toda esperanza. Es incurable.
Por ahora, espero…
Molly asintió.
—Y… bueno, a veces las noches se me hacen difíciles. He pensado en el suicidio.
Lo hacen muchos casos de riesgo. He estado… cerca un par de veces. Lo que me ha
impedido hacerlo es la posibilidad de que tal vez no tenga la enfermedad. —Suspiró,
intentando decidir qué diría a continuación—. Un estudio demostró que el veinticinco
por ciento de quienes se hacen la prueba y tienen el gen defectuoso intentan
suicidarse… y uno de cada cuatro de ellos lo consigue. No sé… no sé si podría
superar todas las noches si lo supiera con seguridad.
—Pero la otra cara de la moneda es que, si resultase que no lo tienes, podrías
relajarte.
—Exacto, la otra cara de la moneda. Es una cuestión de cara o cruz: hay un
cincuenta por ciento de posibilidades. Pero te equivocas al creer que podría relajarme.
Un diez por ciento de quienes se hacen la prueba y no tienen la enfermedad acaban
sufriendo serios trastornos emocionales.
—¿Por qué?
Pierre apartó la mirada.
—Los que podemos tener la enfermedad vivimos pensando que nuestras vidas
pueden ser muy cortas. Renunciamos a muchas cosas por ello. Antes de conocerte,
llevaba nueve años sin haberme relacionado con ninguna mujer, y para ser sincero, no
creía que fuese a hacerlo nunca.
Ella asintió, como si por fin quedase resuelto un misterio.
—Por eso estás tan entregado —dijo con sus ojos azules muy abiertos—. Por eso
te esfuerzas tanto.
—Pero cuando haces sacrificios y luego descubres que eran innecesarios, el
arrepentimiento puede ser insoportable. Por eso algunos de los que descubren que no
tienen la enfermedad acaban suicidándose —se calló por unos momentos—. Pero
ahora no se trata sólo de mí. Supongo que debería hacerme la prueba.
Molly se acercó y le acarició la mejilla.

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—No —dijo—. No lo hagas por mí. Si alguna vez quieres hacerla, hazla por ti
mismo. Hablaba en serio: quiero casarme contigo y, si resulta que tienes la
enfermedad, ya nos enfrentaremos a ello en su momento. Mi propuesta no dependía
de que te hicieras o no la prueba.
Pierre parpadeó. Estaba a punto de llorar.
—Tengo tanta suerte de haberte encontrado…
Molly sonrió.
—Yo siento lo mismo.
Se abrazaron con fuerza.
—Pero no sé… —dijo Pierre cuando se separaron—. Quizá debería hacerme la
prueba de todas formas. Te hice caso y hablé con alguien de Seguros Cóndor hace un
par de semanas. Pero no llegué a hacerme la póliza.
—¿No tienes aún seguro médico?
Pierre negó con la cabeza.
—Ahora me habrían rechazado por mi historial familiar. Pero dentro de dos
meses, a partir de Año Nuevo, entra en vigor una nueva ley en California. No prohíbe
a las compañías el uso de información familiar, pero sí el de información genética, y
ésta tiene prioridad. Si me hago la prueba, tendrán que asegurarme,
independientemente de los resultados. Ni siquiera pueden cobrarme más, mientras no
tenga los síntomas.
Molly se quedó callada por un momento, digiriendo eso.
—Ya sabes lo que te he dicho. No quiero que te hagas la prueba por mí. Además,
si no te puedes asegurar aquí, siempre podemos irnos a Canadá, ¿no?
—Supongo, pero no quiero dejar el LLB: es la oportunidad de mi vida.
—Bueno, hay treinta millones de americanos sin seguro médico, pero se las
apañan.
—No. Una cosa es dejar que te arriesgues a estar casada con alguien que puede
ponerse muy enfermo, pero pedirte además que te arriesgues a arruinarte es otra.
Debo hacerme la prueba.
—Si crees que es lo mejor, adelante. Pero me casaré contigo en cualquier caso.
—No lo digas ahora. Espera a que tengamos los resultados.
—¿Cuánto se tarda?
—Bueno, normalmente un laboratorio exige que pases por meses de
asesoramiento antes de hacer la prueba, para asegurarse de que de verdad quieres
hacerla y de que serás capaz de hacer frente al resultado. Pero…
—¿Sí?
—No es difícil. No más que cualquier otra prueba genética. Ya te he dicho que
podría hacerla yo mismo en mi laboratorio.
—No quiero que te sientas presionado a hacerlo.

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Pierre se encogió de hombros.
—No eres tú quien presiona, sino la compañía de seguros —guardó silencio unos
instantes—. De acuerdo —dijo por fin—. Ya es hora de que lo sepa.

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CAPÍTULO 13
—Explícame qué vas a hacer —dijo Molly, sentada en un taburete del laboratorio de
Pierre. Eran las diez de la mañana de un sábado—. Quiero entender lo que pasa.
Pierre asintió.
—Muy bien. El jueves extraje unas muestras de mi ADN de una gota de sangre.
Separé dos copias del cromosoma cuatro, corté algunos segmentos usando ciertas
enzimas, y preparé unas imágenes radiactivas de esos segmentos. El revelado lleva
bastante tiempo, pero ya deberían estar listas. Así que ahora podremos ver lo que dice
mi código genético respecto del gen asociado a la enfermedad de Huntington. Ese
gen incluye un área llamada IT15 (por «transcripción interesante nº 15»), un nombre
asignado cuando no se sabía para qué servía.
—¿Y si tienes IT15 tienes la enfermedad de Huntington?
—No es tan sencillo. Todo el mundo tiene la zona IT15. Como con todos los
genes, la función del IT15 es la de código para la síntesis de una molécula de
proteína. La proteína creada a partir del IT15 ha sido bautizada recientemente como
«huntingtina».
—Entonces, si todos tienen el IT15, y todos producen huntingtina, ¿qué es lo que
determina si tienes o no la enfermedad?
—Los enfermos tienen una forma mutante del IT15 que les hace producir
demasiada huntingtina. La huntingtina es esencial para la organización del sistema
nervioso durante las primeras semanas del desarrollo del embrión. Debería dejar de
producirse en un momento dado, pero en las personas que tienen la enfermedad de
Huntington no ocurre así, y eso causa daños en el desarrollo del cerebro. Tanto en la
versión normal como en la mutante del IT15 hay una repetición de tripletas de
nucleótidos: citosina-adenina-guanina, o CAG, una y otra vez. En el código genético,
cada tripleta especifica la producción de un determinado aminoácido, y los
aminoácidos son los ladrillos para construir proteínas. Resulta que el CAG es uno de
los códigos para producir el aminoácido llamado glutamina. En los individuos sanos,
el IT15 contiene entre once y treinta y ocho repeticiones de esta tripleta. Pero los
enfermos de Huntington tienen entre cuarenta y dos y cien repeticiones más o menos
de CAG.
—De acuerdo. Así que miramos cada uno de tus cromosomas cuatro,
encontramos el inicio de las repeticiones de las tripletas CAG, y simplemente
contamos el número de repeticiones de esa tripleta. ¿No?
—Eso es.
—¿Seguro de quieres seguir con esto?
Pierre asintió.
—Seguro.

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—Pues vamos allá.
Y empezaron. Era un trabajo pesado, que exigía examinar cuidadosamente la
película. Unas tenues líneas representaban cada nucleótido. Pierre usaba un rotulador
especial para escribir letras bajo cada tripleta: CAG, CAG. Mientras tanto, Molly
anotaba el número de repeticiones en un papel.
Sin muestras de la sangre de Elisabeth Tardivel y Henry Spade, no era fácil decir
cuál de los cromosomas cuatro procedía del padre. Así que Pierre tuvo que hacer la
comprobación en ambos. En el primero, la cadena de tripletas CAG terminó tras
diecisiete repeticiones.
Pierre suspiró aliviado.
—Uno listo, falta otro.
Empezó a comprobar la secuencia en el segundo cromosoma. No reaccionó al
llegar a once, el mínimo normal. Pero al llegar a veinticinco, Pierre vio que la mano
le temblaba.
Molly le tocó el brazo.
—No te preocupes. Has dicho que puedes tener hasta treinta y ocho y seguir
siendo normal.
—Pero lo que no te he dicho es que el setenta por ciento de la gente sana tiene
veinticuatro repeticiones o menos.
Molly se mordió el labio.
Pierre siguió con la secuencia. Veintiséis, veintisiete, veintiocho.
Su visión se hizo borrosa.
Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho.
Mierda. Puta mierda.
Treinta y nueve.
Dios, jodida puta mierda.
—Bueno, —dijo Molly intentando parecer valiente— treinta y ocho puede ser el
límite normal, pero tiene que haber al menos cuarenta y dos…
Cuarenta.
Cuarenta y uno.
Cuarenta y dos.
—Lo siento, cariño. Lo siento tanto…
Pierre bajó el rotulador. Todo su cuerpo temblaba.
Una probabilidad del cincuenta por ciento.
La tirada de una moneda.
Cara o cruz.
Ahí va la moneda.
Pierre no dijo nada. El corazón le latía fuertemente.
—Vámonos a casa —dijo Molly, acariciándole el dorso de la mano.

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—No. Todavía no.
—No hay nada más que hacer.
—Sí que lo hay. Quiero terminar la secuencia. Quiero saber cuántas repeticiones
tengo.
—¿Qué importancia tiene?
—Tiene mucha importancia —dijo Pierre con la voz trémula—. Tiene toda la
importancia del mundo.
Molly parecía perpleja.
—No te lo expliqué todo. Merde. Merde. Merde. No te lo expliqué todo.
—¿Qué?
—Hay una correlación inversa entre el número de repeticiones y la edad en que
aparece la enfermedad.
Molly pareció no entenderlo, o no querer hacerlo.
—¿Qué? —preguntó de nuevo.
—Cuantas más repeticiones hay, más pronto pueden aparecer los síntomas.
Algunos pacientes desarrollan la enfermedad en la infancia, otros no muestran los
síntomas hasta los ochenta años. Debo… debo terminar la secuencia. Necesito saber
cuántas repeticiones tengo.
Molly le miró. No había nada que decir.
Pierre se frotó los ojos, se sonó y volvió a estudiar la película. La cuenta siguió
subiendo. Cuarenta y cinco.
Cincuenta.
Cincuenta y cinco.
Sesenta.
El tiempo pasaba. Pierre se sentía enfermo, pero siguió escribiendo las letras una
y otra vez en la película: CAG, CAG, CAG…
Molly se levantó y anduvo por la habitación. Encontró una caja de «Kimwipes»,
caros pañuelos de papel para trabajos de laboratorio. Los usó para secarse los ojos.
Intentaba que Pierre no viera que estaba llorando.
Al fin, Pierre llegó a un codón que no era CAG. El total: setenta y nueve
repeticiones.
Hubo un largo silencio. En algún lugar a lo lejos sonó la sirena de un camión de
bomberos.
—¿Cuánto tiempo?
—Setenta y nueve es una cifra muy elevada —dijo Pierre en voz baja—. Mucho.
—Tomó aire, pensando—. Ahora tengo treinta y dos años. No hay una correlación
exacta. No puedo estar seguro… Pero supongo que los primeros síntomas no
tardarán. Seguramente a los treinta y cinco o treinta y seis.
—Entonces, tú…

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—Síntomas externos. —Levantó una mano—. La enfermedad puede tardar años o
décadas. Los primeros síntomas podrían ser simplemente una menor coordinación, o
tics faciales. Podrían pasar años hasta que las cosas empeorasen. O…
—¿O qué?
Pierre se encogió de hombros.
—Bueno —dijo tristemente—. Supongo que esto es todo.
Molly intentó cogerle la mano, pero Pierre la apartó.
—Por favor —dijo—. Se acabó.
—¿Qué es lo que se ha acabado?
—Por favor, no lo hagas más difícil.
—Te amo —dijo Molly con suavidad.
—Por favor, no…
—Y sé que tú me amas.
—Molly, me estoy muriendo.
Ella se acercó, le echó los brazos al cuello y dejó reposar la cabeza contra el
pecho de Pierre. Todos sus pensamientos estaban en francés.
—Todavía quiero casarme contigo.
—Molly, sólo quiero lo mejor para ti. No quiero ser una carga.
Molly le estrechó entre sus brazos.
—Quiero casarme contigo, y quiero tener un hijo.
—No. No puedo tener hijos. El número de repeticiones tiende a crecer de
generación en generación. Es un fenómeno llamado «anticipación». Tengo setenta y
nueve repeticiones: un hijo que heredara ese gen podría fácilmente tener más, y
desarrollar la enfermedad en la adolescencia, o incluso antes.
—Pero…
—Sin peros. Lo siento, era una locura. No funcionaría. —Él vio su cara, vio el
dolor, sintiendo cómo se rompía su propio corazón—. Por favor, no lo hagas más
difícil para los dos. Vete a casa, ¿quieres? Se acabó.
—Pierre…
—Se acabó. Ya he perdido demasiado tiempo con esto.
Pudo sentir cómo le hirieron sus palabras. Molly fue hacia la puerta del
laboratorio, pero le miró una vez más. Él no le devolvió la mirada.
Molly salió de la habitación. Pierre se sentó en un taburete del laboratorio, con las
manos temblorosas.

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CAPÍTULO 14
Pierre llamó a Tiffany Feng y le dijo que cursase su solicitud. La compañía podía
haber puesto objeciones al informal análisis si los resultados hubiesen sido negativos,
pero no había ventaja concebible en fingir un resultado positivo. Tiffany dijo que la
declaración de Pierre en papel oficial del Centro Genoma Humano, escriturada por el
archivista del campus, sería prueba suficiente.
Pierre volvió a pasar las noches en la Biblioteca Doe. De vez en cuando alzaba la
vista, mirando a su alrededor en busca de una cara familiar.
Ella nunca aparecía.
Pasó cada una de esas noches leyendo y buscando más información sobre el ADN
basura. Ahora, más que nunca, sabía que corría contra el tiempo. Ya era siete años
mayor que James D. Watson cuando éste hizo su gran descubrimiento, y sólo dos
años menor que cuando recibió el premio Nobel.
El fuerte tictac de un reloj de pared encima de la silla de Pierre le hizo irse a otra
mesa.
Había empezado con el material más reciente e iba retrocediendo. Una referencia
en el índice de una revista atrajo su atención. «Otro tipo de herencia».
Otro tipo de herencia…
¿Podría ser?
Pidió a Pablo que le buscara el Scientific American de junio de 1989.
Allí estaba… exactamente lo que buscaba. Otro nivel completamente distinto de
información potencialmente codificada en el ADN, y un sistema plausible para la
herencia fiable de esa información de una generación a otra.
El código genético consistía en cuatro letras: A, C, G y T. La C era la citosina, y
la fórmula química de la citosina era C4H5N3O: cuatro carbonos, cinco hidrógenos,
tres nitrógenos y un oxígeno.
Pero no toda la citosina era igual. Desde hacía tiempo se sabía que uno de esos
cinco hidrógenos podía ser sustituido por un grupo metilo, CH3, un átomo de
carbono unido a tres de hidrógeno. Lógicamente, el proceso se llamaba metilación de
la citosina.
Así, al escribir una fórmula genética, por ejemplo el CAG repetido en los genes
enfermos de Pierre, la C podía ser citosina normal o estar en la forma metilada,
llamada 5-metilcitosina. Los genetistas no se preocupaban por cuál de las dos era, ya
que resultaban en las mismas proteínas sintetizadas.
Pero en aquel artículo de Robin Holliday en el Scientific American se describía
un hallazgo intrigante: casi siempre que la citosina sufre una metilación, la base
siguiente en la cadena de ADN es guanina: un doblete CG.
Pero C y G unidas a un lado de una cadena de ADN significa que debe haber una

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G y una C en la cadena opuesta. Después de todo, la citosina siempre se une con la
guanina, y la guanina con la citosina.
En su artículo, Holliday proponía una enzima hipotética a la que llamaba
«metilasa de mantenimiento». Esa enzima uniría un grupo metilo a una citosina
adyacente a una guanina si y sólo si el doblete correspondiente del otro lado estaba ya
metilado.
Todo era hipotético. La metilasa de mantenimiento podía no existir.
Pero si existía…
Pierre miró el reloj: era casi la hora de cerrar. Hizo una fotocopia del artículo,
devolvió la revista a Pablo y se fue a casa.
Esa noche soñó con Estocolmo.
—Buenos días, Shari —dijo Pierre, al entrar en el laboratorio.
Shari llevaba una blusa beige bajo un traje de dos piezas color vino. Se había
cortado el pelo oscuro hacía poco y ahora lo llevaba elegantemente corto, con raya a
la izquierda, y curvándose hacia la base del cuello. Como Pierre, se estaba enterrando
en el trabajo, en un intento de superar la pérdida de Howard.
—¿Qué es esto? —dijo sosteniendo una placa de rayos X que había encontrado
mientras ordenaba todo. El laboratorio hubiese sido una pocilga de no ser por las
periódicas limpiezas de Shari.
Pierre miró el pedazo de película e intentó sonar despreocupado.
—Nada. Sólo basura.
—Quien sea, tiene la enfermedad de Huntington.
—Sólo es una placa vieja.
—Es tuya, ¿no?
Pierre pensó en seguir mintiendo, pero se encogió de hombros.
—Creí que la había tirado.
—Lo siento, Pierre. Lo siento mucho.
—No se lo digas a nadie.
—No, claro no. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Hace unas semanas.
—¿Cómo se lo ha tomado Molly?
—Hemos… hemos terminado.
Shari metió la placa en un cubo de basura Rubbermaid.
—Oh.
Pierre se encogió de hombros.
Se miraron uno a otro por un momento. La mente de Pierre hizo lo que él suponía
que hacían todas las mentes masculinas en momentos así. Pensó un instante en Shari
y él, en las posibilidades existentes. Los dos tenían genes enfermos. Él tenía treinta y
dos años y ella veintiséis: no era una diferencia ultrajante. Pero… pero había otras

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distancias entre ellos. Y él no vio en su cara ninguna indicación, ninguna sugerencia,
ningún ánimo. La idea no se le había ocurrido.
Algunas distancias no son fáciles de cubrir.
—No pensemos en ello. Tengo algunos datos que quiero enseñarte. Algo que
encontré anoche en la biblioteca.
Shari pareció querer seguir con el tema de su enfermedad, pero asintió y tomó
asiento en un taburete.
Pierre le habló del artículo en el Scientific American; de las dos formas de
citosina, la normal y la variante 5-metilcitosina; y de la enzima hipotética que podía
transformar a la una en la otra, pero sólo si la citosina en el doblete CG del lado
opuesto ya estaba metilado.
—Hipotéticamente —remarcó Shari—. Si es que existe.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero supón que lo hace. ¿Qué pasa cuando se
reproduce el ADN? Por supuesto, la escalera se abre por el centro, formando dos
hebras. Una contiene todos los componentes izquierdos de los pares, quizá algo así…
Escribió en la pizarra que cubría casi toda una pared:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
—¿Ves ese doblete CG? Muy bien, digamos que su citosina es metilada. —
Repasó las letras con su tiza:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
—Ahora, en la reproducción del ADN, nucleótidos libres encajan en los lugares
apropiados de cada hebra, de forma que el lado derecho acabará pareciéndose a
esto… —su tiza voló por la pizarra, escribiendo la secuencia complementaria:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
Lado derecho: A-G-T-G-C-A
—¿Vea? Justo en el lado opuesto del par zurdo CG está el par diestro GC. —Hizo
una pausa, esperando a que Shari asintiese—. Ahora llega la metilasa de
mantenimiento y ve que no hay paridad entre los dos lados, así que agrega un grupo
de metilo a la derecha. —Repasó otras dos letras de la pizarra.
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
Lado derecho: A-G-T-G-C-A
—Al mismo tiempo, la otra mitad de la hebra original se llena con nucleótidos
libres flotantes. Pero la metilasa de mantenimiento hace la misma cosa,
reproduciendo la metilación de la citosina en ambos lados, si originalmente estaba
presente en uno de ellos.
Pierre palmeó para quitarse el polvo de tiza.
—¡Voilá! Postulando esa enzima, acabas con un mecanismo que preserva el
estado de la metilación de la citosina de una generación celular a la siguiente.
—Y piensa en nuestro trabajo con los sinónimos. —Hizo un gesto en dirección a

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la tabla del código genético.
—¿Sí?
—Hay un posible nivel adicional de codificación oculto en el ADN, si la elección
de sinónimo es significativa. Ahora tenemos un posible tipo segundo de código
adicional en el ADN: el código de si la citosina está metilada o no. Apuesto a que uno
o ambos de esos códigos adicionales es la clave del propósito de lo que llamamos el
ADN basura.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Bien, como se supone que dijo Einstein, «Dios es sutil, pero no malicioso». —
Sonrió a Shari—. No importa lo complejos que sean los códigos, deberíamos poder
descifrarlos.
Pierre se fue a casa. Su apartamento parecía inmenso. Se sentó en el sofá del
salón, tirando ociosamente de un hilo naranja que salía de uno de los cojines.
Él y Shari estaban haciendo progresos. Estaban cerca de algo, lo sabía.
Pero no se sentía feliz. No estaba entusiasmado.
Dios, qué idiota soy.
Vio el programa de Letterman, y el de Conan O'Brien.
No se rio.
Empezó a prepararse para dormir, dejando sus calcetines y ropa interior tirados en
el suelo… ya no había razón para no hacerlo.
Había vuelto a leer a Camus. Su grueso ejemplar de las Obras completas estaba
abierto boca abajo sobre uno de los cojines verde y naranja. Camus, que había ganado
el premio Nobel de Literatura en 1957; Camus, que hablaba de lo absurdo de la
condición humana. «No quiero ser un genio,» había dicho. «Ya tengo bastantes
problemas intentando ser un hombre».
Pierre se sentó y exhaló en la oscuridad. Lo absurdo de la condición humana. Su
total absurdo. Lo absurdo de ser un hombre.
Bertrand Russell pasó también por su mente… otro laureado con el Nobel, en
1950.
«Temer al amor es temer a la vida. Y quien teme a la vida ya está muerto en tres
partes».
Muerto en tres partes… bastante exacto para un enfermo de Huntington de treinta
y dos años.
Pierre se arrastró a la cama, quedándose en una posición fetal.
Apenas durmió… pero cuando lo hizo no soñó con Estocolmo, sino con Molly.

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CAPÍTULO 15
—No puedo dejarte repetir el examen —dijo Molly al estudiante sentado ante ella—,
pero si coges otro proyecto de investigación, puedo darte hasta diez marcas en
créditos extra: si consigues ocho o más, aprobarás… por los pelos. Tú decides.
El estudiante se estaba mirando las manos, que descansaban en su regazo.
—Haré el proyecto. Gracias, Profesora Bond.
—No hay de qué, Alex. Todos merecemos una segunda oportunidad.
El estudiante se puso en pie y salió del atestado despacho. Pierre, que había
estado esperando fuera a que Molly se quedase sola, se quedó en la puerta,
sosteniendo una docena de rosas rojas.
—Lo siento mucho.
Molly alzó la mirada, atónita.
—Soy un impresentable. —En realidad dijo «anguila»*, pero Molly supuso que
quería decir lo otro, aunque también era aplicable. Siguió callada.
—¿Puedo pasar?
Molly asintió sin palabras.
Pierre entró y cerró la puerta.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, y soy un idiota.
El silencio se prolongó unos momentos.
—Bonitas flores —dijo Molly por fin.
Pierre la miraba como si intentase leer sus pensamientos en sus ojos.
—Si todavía me quieres como marido, me sentiré muy honrado.
Ella siguió callada un tiempo.
—Quiero tener un hijo.
Pierre lo había pensado mucho.
—Lo comprendo. Si quieres que adoptemos un niño, estaré encantado de ayudarte
a criarlo mientras pueda.
—¿Adoptar? No. Quiero un hijo propio. Me haré la fertilización in vitro.
—Oh.
—No te preocupes por los genes defectuosos —dijo ella—. Leí un artículo en
Cosmopolitan. Podrían cultivar los embriones fuera de mi cuerpo y hacer la prueba
para ver si habían heredado el gen, para implantar sólo los saludables.
Pierre era católico; la idea de tal procedimiento le hacía sentir incómodo…
desechar embriones viables para que no pasasen un defecto genético. Pero no era su
principal objeción.
—Lo que te dije iba muy en serio. Creo que un niño debe tener tanto madre como
padre… y probablemente no voy a vivir lo bastante para verle crecer. En conciencia
no puedo dar inicio a una nueva vida a la que sé que no voy a poder ver ni siquiera

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durante su infancia. La adopción es un caso especial: en cualquier caso siempre será
bueno para el niño, aunque no siempre vaya a tener un padre.
* Juego de palabras intraducible a costa del acento del protagonista, que
pronuncia «heel» (sujeto rastrero y despreciable) como «eel» (anguila).
—Sea como sea, voy a hacerlo —dijo Molly con firmeza—. Voy a tener un bebé,
y por fertilización in vitro.
Pierre sintió que perdía terreno.
—No puedo ser el donante del esperma. Lo… lo siento. Simplemente no puedo.
Molly se sentó sin decir una palabra. Pierre se sentía furioso consigo mismo. Se
suponía que iba a ser una reconciliación, demonios. ¿Cómo se había desmadrado
tanto?
Molly habló por fin.
—¿Podrías querer a un niño que no fuera biológicamente tuyo?
Pierre ya lo había pensado al considerar la adopción.
—Oui.
—Iba a tener un hijo sin marido en todo caso —dijo Molly—. Millones de niños
han crecido sin padre. Yo misma no lo tuve durante la mayor parte de mi niñez.
—Lo sé.
—¿Y todavía quieres casarte conmigo, aunque siga adelante y tenga un hijo
usando esperma donado?
Pierre asintió de nuevo con un gesto, pues no se fiaba de su voz.
—Y ¿podrías llegar a querer al niño?
Se había preparado para querer a un niño adoptado. ¿Por qué aquello parecía tan
distinto? Aunque… Aunque…
—Sí —dijo por fin—. Al fin y al cabo, será en parte tuyo. —Miró los ojos azules
de Molly—. Y te quiero sin condiciones. —Aguardó mientras el corazón le latía unas
cuantas veces más—. ¿Querrás ser la señora Tardivel?
Molly bajó la mirada y negó con la cabeza.
—No. No puedo. —Pero cuando alzó la cabeza, estaba sonriendo—. Pero acepto
ser la señora Bond, que se ha casado con el señor Tardivel.
—Entonces, ¿te casarás conmigo?
Molly se levantó y se acercó a él, poniéndole los brazos alrededor del cuello.
—Oui.
Se besaron durante varios segundos, pero al separarse Pierre puso una condición.
—En cualquier momento, cualquier momento, si crees que mi enfermedad es
demasiado para ti, o encuentras una oportunidad de ser feliz que pueda durar el resto
de tu vida, más que el resto de la mía, quiero que me dejes.
Molly quedó en silencio, con la boca ligeramente abierta.
—Promételo.

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—Lo prometo —dijo ella al fin.
Aquella noche, Pierre y Molly hicieron lo que habían hecho a menudo antes de
romper: dieron un largo paseo. Habían picado algo en un café de Telegraph Avenue,
ahora estaban dando una vuelta y parándose de vez en cuando ante los escaparates.
Como muchas parejas jóvenes, todavía seguían intentando conocer cada faceta de la
personalidad y el pasado del otro. En un largo paseo, habían hablado de sus anteriores
experiencias sexuales; en otro, de las relaciones con sus padres; y en otros sobre
control de armas o ecología. Noches de sondeo, de conversaciones estimulantes, en
las que cada uno refinaba su imagen mental del otro.
Y aquella noche llegó la mayor de las preguntas, mientras paseaban disfrutando
del calor del anochecer.
—¿Crees en Dios? —preguntó Molly.
Pierre bajó la mirada hacia la acera.
—No lo sé.
—¿No? —dijo ella, claramente intrigada.
Pierre sonaba un poco incómodo.
—Bueno, es difícil seguir creyendo en Dios cuando ocurre algo como esto. Ya
sabes, mi enfermedad. No quiero decir que empezase a cuestionarme mi fe el mes
pasado, cuando hicimos la prueba: empecé a dudar cuando conocí a mi verdadero
padre. —Pierre ya le había contado aquello en el curso de otro largo paseo.
Molly asintió.
—¿Pero creías en Dios antes de descubrir que tenías la enfermedad de
Huntington?
—Supongo. Como la mayoría de los francocanadienses, soy católico. Ahora sólo
voy a misa en Pascua y Navidad, pero cuando vivía en Montreal iba todos los
domingos. Incluso cantaba en el coro.
Molly hizo una mueca: le había oído cantar.
—Pero ahora te resulta difícil creer, porque un Dios misericordioso no te haría
una cosa así.
Habían llegado a un banco del parque. Molly hizo un gesto para que se sentaran,
y así lo hicieron, con Pierre rodeándole los hombros con el brazo.
—Más o menos.
Molly le tocó el brazo y pareció dudar un poco antes de contestarle.
—Perdona que te lo diga… no quiero parecer argumentativa… pero siempre me
ha parecido que ese razonamiento era poco serio. —Levantó una mano—. Lo siento,
no pretendo criticarte. Sólo que… bueno, la dureza de nuestro mundo es algo
evidente para cualquiera. Gente muriendo de hambre en África, pobreza en
Sudamérica, tiroteos aquí en Estados Unidos… Terremotos, tornados, guerras,
enfermedades… —Meneó la cabeza—. Me parece, y hablo sólo por mí, raro que uno

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pueda aceptarlo sin cuestionarse la fe hasta que ocurre algo personal. ¿Me entiendes?
Un millón de personas mueren de hambre en Etiopía, y decimos que es una desgracia.
Pero si nosotros, o algún conocido, tiene cáncer, o un ataque al corazón, o la
enfermedad de Huntington, o lo que sea, entonces decimos, «Hey, no puede haber un
Dios». —Sonrió—. Lo siento, es una tontería. Perdóname.
Pierre asintió despacio.
—No, tienes razón. Resulta ridículo cuando se plantea así. —Hizo una pausa—.
¿Y tú? ¿Crees en Dios?
Molly se encogió de hombros.
—Bueno, me crie en la Iglesia Unitaria, y a veces voy a una comunidad en San
Francisco. No creo en un Dios personal, pero quizá sí en un creador. Soy lo que
llaman una teísta evolucionista.
—Qu'est-ce que c'est?
—Alguien que cree que Dios planificó por adelantado el gran esquema, la
dirección general que iba a tomar la vida, el camino general del universo, y esas
cosas, pero que, después de ponerlo todo en marcha, se conforma con ver cómo se va
desplegando todo, dejando que crezca y se desarrolle por sí mismo, a lo largo del
camino previsto.
Pierre sonrió.
—Bueno, el camino que hemos tomado nosotros lleva a mi apartamento… y ya es
tarde.
Ella le devolvió la sonrisa.
—No demasiado tarde para conocernos en sentido bíblico, espero.
Pierre se levantó y le ofreció su mano.
—Sí, en verdad te lo digo.

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CAPÍTULO 16
Fue una boda pequeña y tranquila. Pierre había pensado casarse en la capilla de la
UCB, pero resultó que no la había… la corrección política californiana. En lugar de
ello, acabaron casándose en la sala de estar de una compañera de Molly, la profesora
Ingrid Lagerkvist, con el capellán de la comunidad unitaria de Molly como oficiante.
Ingrid, una pelirroja de treinta y cuatro años con los ojos azules más claros que
Pierre había visto nunca, fue la dama de honor de Molly. Normalmente estaba
bastante delgada, pero iba por el quinto mes de embarazo. Pierre, que llevaba menos
de un año en California, reclutó como padrino al marido de Ingrid, Sven, un oso de
hombre con larga melena castaña, una gran barba de reflejos rojizos y gafas estilo
Ben Franklin. Entre los asistentes: la madre de Pierre, Elisabeth, llegada en avión
desde Montreal; una burbujeante Joan Dawson y un serio Burian Klimus; y Shari
Cohen, a quien Pierre no pudo dejar de ver un poco triste: quizá había sido un error
invitarle a una boda tres meses después de su propia ruptura. No hubo miembros de la
familia de Molly: ella ni siquiera había dicho a su madre que fuera a casarse.
Molly y Pierre habían discutido un poco sobre los votos que intercambiarían.
Pierre no quería que Molly prometiera mantener el matrimonio «en la salud y en la
enfermedad», insistiendo en que debía sentirse libre para dejarle en cualquier
momento si él caía enfermo. Y así:
—Pierre Tardivel, —preguntó el sacerdote unitario de pelo blanco, que llevaba un
traje seglar de tres piezas con un clavel rojo en la solapa— ¿quieres a Molly Louise
como tu legítima esposa, para cuidarla y honrarla, para amarla y protegerla, para
respetarla y ayudarle a que realice todo su potencial mientras os llevéis el uno al otro
en vuestros corazones?
—Sí, quiero —dijo Pierre, y, sonriendo a su madre, añadió:
—Oui.
—Y tú, Molly Louise, ¿quieres a Pierre Tardivel como tu legítimo esposo, para
cuidarle y honrarle, para amarle y protegerle, para respetarle y ayudarle a que realice
todo su potencial mientras os llevéis el uno al otro en vuestros corazones?
—Sí, quiero —dijo ella mirando a Pierre a los ojos.
—Por la autoridad que me ha conferido el estado de California, me siento
orgulloso y feliz de proclamaros marido y mujer. Pierre y Molly, podéis…
Pero ya estaban haciéndolo. Y fue un beso largo y prolongado.
Su luna de miel, cinco días en la Columbia Británica, fue maravillosa. Pero
pronto estuvieron de vuelta en el trabajo, con Pierre pasando sus acostumbradas
largas horas en el laboratorio. Habían dejado sus apartamentos y comprado una casa
de seis habitaciones y paredes de estuco blanco en Spruce Street, al lado de otra casa
de estuco rosa. Los últimos vestigios de la herencia de Pierre del seguro de vida de

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Alain Tardivel cubrieron la entrada. Pierre se había llevado una decepción al cambiar
el dinero a dólares estadounidenses, pero se alegró al descubrir que los intereses de la
hipoteca eran deducibles, no como en Canadá. Además le encantaba tener un patio, y
las plantas crecían espectacularmente en aquel clima, aunque los caracoles gigantes
eran una maldición.
Aquella noche, una calurosa tarde de junio, Pierre se sentó a la mesa del comedor,
cubierta de recipientes de comida china. Tiffany Feng le había enviado tiempo atrás
una copia totalmente ejecutada de su póliza del Plan Oro, pero entre su boda, su
mudanza y el trabajo del laboratorio, apenas le había echado un vistazo. Molly se
había hartado de comida china y estaba sentada en un sofá en la salita contigua,
hojeando el Newsweek.
—¡Eh, escucha esto! —dijo Pierre en voz alta—. En «Beneficio Estándar» dice:
«En los casos en que la amniocentesis, el análisis genético o alguna otra prueba
prenatal diagnostique que el niño requerirá amplios tratamientos médicos tras el
nacimiento y a lo largo de su vida, Seguros Médicos Cóndor pagará todos los costes
de la interrupción del embarazo en un hospital o clínica abortiva autorizada por el
gobierno».
Molly levantó la mirada.
—Es bastante normal. La póliza del personal de la universidad también lo
incluye.
—Pero no me parece bien.
—¿Por qué no?
Pierre frunció el ceño.
—Simplemente… no sé, parece una especie de eugenesia económica. Si el niño
no es perfecto, usted puede abortar gratis. Pero escucha esta otra cláusula, ésta es la
que de verdad me molesta: «Aunque nuestros beneficios de salud prenatal
normalmente se amplían hasta cubrir los cuidados postparto, si la amniocentesis, el
análisis genético o alguna otra prueba prenatal indica que el niño nacerá con síntomas
de un desorden genético, y la madre no ha aprovechado el beneficio descrito bajo la
sección veintidós, párrafo seis (se refiere al aborto gratis de bebés defectuosos) la
cobertura postparto quedará anulada». ¿Ves lo que significa? Si no aceptas la oferta
de un aborto gratis cuando está claro que no vas a tener un bebé perfecto, y sigues
adelante y das a luz, tu seguro para cubrir los cuidados del niño es cancelado. La
compañía proporciona un enorme incentivo económico para interrumpir todos los
embarazos que no sean perfectos.
—Supongo. —Dijo Molly lentamente. Se había levantado y estaba en la puerta
del comedor, apoyada contra la pared— ¿No leí sobre un caso que era exactamente
opuesto? Una pareja, ambos genéticamente sordos, optó por el aborto cuando las
pruebas prenatales demostraron que el niño no iba a ser sordo, pues pensaban que no

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podrían relacionarse con él. Estas cosas van en los dos sentidos.
—Aquello era distinto. No estoy seguro de considerar moral el aborto de un niño
normal sólo por ser normal… pero al menos fue una decisión de los padres. Pero
esto… —meneó la cabeza—. Decisiones que deberían ser asuntos privados de las
familias, ya sea interrumpir un embarazo o, como en mi caso, someterme a una
prueba genética, son tomadas en tu nombre por compañías de seguros: aborta, o
pierde el seguro; hazte la prueba, o pierde el seguro. Apesta.
Cogió el recipiente de chop-suey, pero lo dejó sin comer nada. Su apetito había
desaparecido.

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CAPÍTULO 17
Molly era esta vez la encargada de hacer la cena. Pierre solía intentar ayudarla, pero
había aprendido que era mejor para ella si se limitaba a quedarse al margen. Ella
estaba haciendo spaghetti… unos diez minutos de trabajo cuando se ocupaba Pierre,
pues recurría al ragú para la salsa y al queso preparado. Pero para Molly era una gran
producción, con salsa hecha por ella misma y queso parmesano fresco rallado. Él
estaba sentado en la sala de estar, haciendo zapping con los canales de televisión.
Cuando Molly dijo que la cena estaba lista, Pierre se acercó. Tenían una mesa de
mármol con sillas verdes de mimbre. Sin mirar, Pierre cogió el respaldo de la silla y
fue a sentarse, pero se puso en pie casi de inmediato.
Había una gran abeja de peluche en su silla, con unos grandes ojos como los de
Mickey Mouse y pelo negro y amarillo. Pierre la levantó de la silla.
—¿Qué es esto? —preguntó. Molly llegaba desde la cocina en aquel momento,
con dos humeantes platos de spaghetti. Los puso en la mesa antes de hablar.
—Bueno, —dijo haciendo un gesto hacia la abeja— creo que ya es hora de
fertilizar mis flores.
—¿Quieres seguir adelante con la fertilización in vitro?
Molly asintió.
—Si todavía te parece bien. —Alzó una mano—. Sé que cuesta un montón de
dinero pero, francamente… estoy asustada por lo de Ingrid.
Ingrid Lagerkvist, la amiga de Molly, había dado a luz a un niño con el síndrome
de Down; la probabilidad de tener un hijo así crecía con la edad.
—Encontraremos el dinero —dijo Pierre—. No te preocupes. —Mostró una
amplia sonrisa—. ¡Vamos a tener un bebé! —Echó queso en los spaghetti, y después
hizo algo que Molly siempre encontraba divertido: los cortó en trozos pequeños—.
¡Un bebé!
—Oui, monsieur.
El jefe de Pierre, el doctor Burian Klimus, alzó la mirada y les saludó asintiendo
cortésmente a ambos.
—Tardivel, Molly.
—Gracias por recibirnos, señor. —Dijo Pierre, sentándose al extremo más alejado
del amplio escritorio—. Sé lo ocupado que está. —Klimus no derrochaba energías
confirmando lo obvio. Permaneció sentado en silencio tras el atestado escritorio, con
una expresión ligeramente irritada en su ancha y avejentada cara, esperando que
Pierre fuese al grano—. Necesitamos su consejo. Molly y yo quisiéramos tener un
hijo.
—Las flores y el Chianti son un excelente comienzo —dijo Klimus secamente,
sin ni siquiera parpadear.

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Pierre rio, más por nerviosismo que por el chiste. Miró a su alrededor. Había una
segunda puerta que daba a otra habitación. Tras el escritorio de Klimus había un
anaquel con dos globos: uno era la Tierra, sin fronteras políticas, y el otro Marte,
pensó Pierre por su color rojizo. Volvió la mirada a su jefe.
—Hemos decidido hacerlo por fertilización in vitro… y, bueno, como usted
escribió aquel gran artículo de Science sobre las nuevas tecnologías reproductivas
con el profesor Sousa, pues…
—¿Por qué la fertilización in vitro?
—Tengo bloqueadas las trompas de Falopio —dijo Molly.
—Ya veo. —Klimus se echó atrás en su silla, que crujió al hacerlo, y entrelazó los
dedos tras la calva cabeza—. Supongo que conocen los rudimentos del
procedimiento. Los óvulos serán extraídos de Molly y mezclados con el esperma de
Pierre en un recipiente de Petri. Una vez formados los embriones, se implantan y a
esperar lo mejor.
—En realidad, no pensamos usar mi esperma. —Se removió un poco en su
asiento—. Yo… no estoy en disposición de ser el padre biológico.
—¿Es impotente?
La pregunta sorprendió a Pierre.
—No.
—¿Tiene un bajo nivel de esperma? Hay procedimientos…
—No tengo idea de cuál es mi nivel de esperma. Supongo que el normal.
—¿Entonces por qué? Tiene usted una mente adecuada.
Pierre tragó saliva.
—Tengo algunos… genes defectuosos.
—Eugenesia voluntaria. Lo apruebo. Pero ya sabe que cuando el embrión tiene
ocho células de tamaño, podemos hacer pruebas genéticas y…
Pierre no veía motivo para debatir con el viejo.
—Usaremos esperma de un donante —dijo con firmeza.
—Es su decisión —Klimus se encogió de hombros.
—Pero estamos buscando una buena clínica. Usted visitó varias al escribir aquel
artículo. ¿Hay alguna que pueda recomendarnos?
—Hay unas cuantas bastante buenas en la Bahía.
—¿Cuál sería la más barata? —preguntó Pierre. Klimus le miró inexpresivamente
—. Bueno, sabemos que cuesta unos diez mil dólares.
—Por intento. Y la fertilización in vitro sólo tiene un porcentaje de éxito del
veinte por ciento. En realidad, el coste medio de un bebé por ese procedimiento es de
unos cuarenta mil dólares.
Pierre se quedó boquiabierto. ¿Cuarenta mil? Era muchísimo dinero, y la hipoteca
les estaba matando. No podrían pagarlo.

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Pero Molly siguió adelante.
—¿Elige la clínica al donante de esperma?
—A veces. Lo más frecuente es que la mujer elija en un catálogo que indica las
potenciales características físicas, mentales y étnicas del padre, y… —Se detuvo en
mitad de la frase, en blanco, como si su mente estuviera a millones de kilómetros de
allí.
Al fin, Pierre se inclinó un poco hacia él.
—¿Sí?
—¿Y por qué no yo? —preguntó Klimus.
—¿Cómo dice?
—Yo. Como donante.
Molly abrió la boca. Klimus se dio cuenta de su sorpresa y extendió la mano.
—Podemos hacerlo aquí, en el LLB. Yo me encargaré de la fertilización y
Gwendolyn Bacon, una especialista en fertilización in vitro que me debe un favor,
puedo conseguir que haga la extracción del óvulo y la implantación del embrión.
—No sé… —dijo Pierre.
—Les propongo un trato: acéptenme como donante y pagaré todos los gastos del
procedimiento, no importa cuántos intentos hagan falta. He invertido bien el dinero
de mi premio Nobel, y tengo algunos contratos de consultaría muy lucrativos.
—Pero… —empezó Molly. Se calló, sin saber qué decir. Deseó que no hubiera
aquel amplio escritorio entre ambos para poder leer la mente de Klimus. Todo lo que
captaba era una batería de francés de Pierre.
—Soy viejo, ya sé —dijo Klimus sin rastro de humor—. Pero eso importa poco
en cuanto a mi esperma. Soy muy capaz de servir como padre biológico… y aportaré
documentación completa para demostrar que no soy portador del HIV.
Pierre tragó aire.
—¿No sería irregular conocer al donante?
—Oh, será nuestro secreto —dijo Klimus, alzando la mano otra vez—. Quieren
buen ADN, ¿no? Tengo el premio Nobel y un CI de 163. Mi longevidad está
demostrada, y mi vista y reflejos son excelentes. No tengo los genes del Alzheimer ni
de la diabetes, o cualquier otra enfermedad seria. —Sonrió un poco—. Lo peor de mi
ADN es la calvicie, y debo confesar que fue bastante precoz.
Durante la propuesta de Klimus, Molly había empezado a sacudir la cabeza
adelante y atrás, adelante y atrás, pero había dejado de hacerlo cuando Klimus calló.
Miraba a Pierre, como si pretendiese medir su reacción.
Klimus también miraba a Pierre.
—Vamos, joven —dijo con una sonrisa seca y fría—. Más vale malo conocido…
—¿Pero por qué? —preguntó Pierre—. ¿Por qué quiere usted hacerlo?
—Tengo ochenta y cuatro años, y no tengo hijos. Simplemente no quiero que los

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genes Klimus desaparezcan de la reserva genética —miró a ambos sucesivamente—.
Son una pareja joven, que acaba de empezar. Sé cuánto gana usted, Tardivel, y puedo
suponer lo que gana Molly. Decenas de miles de dólares es mucho dinero para
ustedes.
Pierre miró a Molly y se encogió de hombros.
—Yo… supongo que no hay problema —dijo lentamente, como si no estuviera
seguro de sí mismo.
Klimus juntó las manos en una palmada que sonó como un disparo.
—¡Maravilloso! Molly, le prepararé una cita con la doctora Bacon, que le
prescribirá un tratamiento con hormonas para que desarrolle varios óvulos. —Se puso
en pie, desechando toda discusión—. Felicidades, Madre —dijo a Molly, y después,
en un inesperado gesto de campechanía, puso un huesudo brazo sobre los hombros de
Pierre—. Y felicidades a usted, también, Padre.
—Tenemos problemas —dijo Shari, entrando en el laboratorio con una fotocopia
—. He encontrado esta nota en un número atrasado de Physical Review Letters. —
Parecía disgustada.
Pierre estaba trabajando con su centrifugadora. Dejó que siguiese girando por la
inercia y miró a su ayudante.
—¿Qué dice?
—Algunos investigadores de Boston sostienen que aunque el ADN que codifica
la síntesis proteínica está estructurada como un código (una palabra mal y el mensaje
se desvirtúa) el ADN basura o intrónico está estructurado como un idioma, con
suficientes redundancias como para que los pequeños errores no importen.
—¿Como un idioma? ¿Qué quieren decir?
—En las partes activas del ADN, descubrieron que la distribución de los diversos
codones de tres letras es aleatoria. Pero en el ADN basura, si atiendes a la
distribución de «palabras» de tres, cuatro, cinco, seis, siete, y ocho pares de bases,
ves que es como un lenguaje humano. Si la palabra más común aparece diez mil
veces, la décima más común aparece sólo mil veces, y la centésima más común sólo
cien… muy parecido a la distribución relativa del inglés. La palabra «el» es un orden
de magnitud más común que «su», y a la vez «su» es un orden de magnitud más
común que, por ejemplo, «ve». Estadísticamente, es un esquema muy propio de un
idioma real.
—¡Excelente!
Pero la frente de porcelana de Shari estaba marcada por las arrugas.
—Es terrible. Significa que hay otros haciendo progresos en esto. Esta nota fue
publicada en el número de diciembre de 1994.
Pierre se encogió de hombros.
—¿Recuerdas a Watson y Crick, buscando la estructura del ADN? ¿Quién más

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trabajaba en el mismo problema?
—Linus Pauling, entre otros.
—Pauling, exacto, que ya había ganado un Nobel por su trabajo sobre los enlaces
químicos. —Miró a Shari—. Pero ni siquiera el viejo Linus pudo ver la verdad:
propuso un modelo triple de Rube Goldberg. —Pierre lo había aprendido todo sobre
Goldberg desde su llegada a Berkeley: había sido alumno de la UCB y sus dibujos se
exhibían en el campus—. Sí, hay otros trabajando en nuestro campo. Pero prefiero
que vengas y me digas que hay buenas razones para pensar que hay algo importante
codificado en el ADN que no procesa proteínas a que me digas que todos los que lo
han mirado antes coinciden en que no es más que basura. Sé que estamos sobre la
pista, Shari. Lo sé. —Hizo una pausa—. Buen trabajo. Ve a casa y duerme un poco.
—Tú también deberías irte a casa.
Pierre sonrió.
—En realidad esta noche los papeles han cambiado. Estoy esperando a Molly.
Tenía una reunión del departamento, y voy a quedarme aquí hasta que llame.
—Muy bien, hasta mañana.
—Buenas noches, Shari. Y ve con cuidado: se ha hecho muy tarde.
Shari salió del laboratorio y empezó a andar por el corredor. Al salir, esperó a que
llegase el autobús. Pero quería dar un paseo por el campus antes de irse a casa, y pasó
cerca del edificio de Psicología, donde estaba la esposa de Pierre. En el exterior,
Shari se sobresaltó al toparse con un joven de aspecto rudo que paseaba impaciente
como si esperase a alguien. Iba vestido con una cazadora de cuero y vaqueros
desgastados, llevaba el pelo rubio muy corto, y su extraña barbilla hacía pensar en
dos puños protuberantes.
Un cliente desagradable, pensó Shari mientras se alejaba en la oscuridad…

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Libro Dos

Cuanto más hacia atrás mires, más podrás ver hacia delante.
Sir Winston Churchill, Premio Nobel de Literatura 1953

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CAPÍTULO 18
Era de noche. Dos oficiales de policía, una blanca y otro negro. Una acera salpicada
de sangre. Un hombre llamado Chuck Hanratty muerto y su cadáver en una
ambulancia. Pierre se estremeció en la brisa nocturna, su camisa convertida en un
trapo empapado de sangre.
—Mire, es más de medianoche —dijo el policía negro a Molly— y, francamente,
su amigo parece un poco ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les
acercamos a casa? Pueden pasar mañana por la comisaría para hacer su declaración
—le dio su tarjeta.
—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, saliendo poco a
poco del shock nervioso.
El policía encogió sus anchos hombros.
—Ningún misterio. Quería su cartera y su bolso.
Pero Molly había leído la mente del hombre, y sabía que no se trataba de un
simple atraco, sino de un atentado deliberado contra la vida de Pierre. Cogió
suavemente la mano de su marido y le guio hacia el coche patrulla.
Pierre y Molly estaban en la cama. Ella le abrazaba estrechamente.
—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —se preguntó Pierre de nuevo. Estaba
todavía muy afectado—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de
matarme? Al fin y al cabo… —Su voz se apagó, pero Molly pudo leer la frase ya
formulada en inglés: Al fin y al cabo, pronto estaré muerto de todas formas.
Ella sacudió la cabeza tanto como se lo permitió su almohada.
—No sé por qué, pero iba a por ti. A por ti en particular.
—¿Estás segura? —La voz de Pierre al hacer la pregunta traicionaba su débil
esperanza de que Molly se equivocase.
—Cuando pasamos junto a él, Hanratty estaba pensando «Ya era hora de que
apareciese el jodido franchute».
Pierre se envaró ligeramente.
—No puedes decirle eso a la policía.
—Claro que no. —Molly forzó una pequeña risa—. De todas formas, no me
creerían. Pero alguien llamado Grozny le había encargado que te matase… y al
parecer, ya había matado a otros por orden suya.
Pierre todavía estaba intentando digerirlo. Un hombre había muerto justo delante
de él. Sí, había sido defensa propia, pero podía decirse que Pierre le había matado.
Había cruzado el continente hasta el hogar del amor libre y el movimiento pacifista, y
había terminado con las manos manchadas de la sangre de un ser humano.
Un cuchillo cortando el cuerpo del hombre; Molly sobre su espalda, Pierre
haciéndole caer.

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Si Hanratty hubiese dejado caer el cuchillo. Si sólo…
Muerto.
Muerto.
No podía sacudirse el espanto, no podía escapar del dolor.
Se tomaría el día libre… algo que nunca había hecho antes salvo en su luna de
miel.
—Quizá debas hablar con algún profesional —dijo Molly—. Ingrid hizo un
estudio con los veteranos de la Tormenta del Desierto, y podría recomendarnos a
alguien que trate la tensión postraumática.
Pierre sacudió la cabeza. También habían intentado llevarle a un psicólogo
cuando resultó ser un sujeto de riesgo de la enfermedad de Huntington. Pero parecía
algo interminable: no había tenido tiempo para ello.
—Estaré bien —dijo, pero sus palabras sonaron huecas.
Molly asintió y siguió abrazándole.
Avi Meyer estaba sentado ante su escritorio metálico en la central de la OIE en
Washington. Su ventana, con los estores en ángulo para bloquear la mayor parte de la
luz solar, dominaba la cuadrícula de la calle K. Era mediodía y ya se notaba la
barbilla áspera, al pasarse la mano.
Entró Susan Tuttle, su ayudante.
—Pasternak acaba de mandarnos un fax… puede que te interese.
—¿Qué es?
—Hace dos días mataron a un neonazi de San Francisco llamado Chuck Hanratty.
—¿Qué edad tenía?
—¿Hanratty? Veinticuatro.
Avi hizo un gesto de rechazo con la mano.
—No era lo bastante viejo para ser un criminal de guerra. ¿Y aparte de que hay un
capullo menos en el mundo, por qué cree Pasternak que puede interesarme?
—Hanratty murió en una pelea al intentar atracar a un francocanadiense llamado
Pierre Tardivel.
Avi frunció el ceño.
—¿Y?
—Y el tal Tardivel trabaja en Berkeley, en el Centro Genoma Humano, así que su
jefe es…
Las pobladas cejas de Avi se elevaron.
—Burian Klimus.
—Exacto.
Avi apuñaló el botón del intercomunicador de su escritorio.
—¿Pam?
—¿Sí? —respondió una voz femenina.

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—Necesito un vuelo a California…
Cuando Pierre fue a la comisaría de Berkeley para cumplimentar su declaración,
pidió al policía negro (resultó llamarse Munroe) más información sobre Chuck
Hanratty. Realmente, Munroe no tenía mucho que agregar. Hanratty había vivido, y
sido arrestado con frecuencia, en San Francisco. Tras pensarlo durante un día, Pierre
decidió conducir a través del puente de Oakland Bay y probar suerte en la central de
policía de San Francisco.
Llovía. El puente daba a la 101, y la central estaba justo al sur, en el 850 de
Bryant, entre las calles Sexta y Séptima. Pierre plegó su paraguas, entró en el edificio
y recorrió un corto pasillo hasta el mostrador del sargento de entrada, un corpulento
hombre blanco de pelo negro y rizado sobre una cabeza en forma de torta. Tenía un
monitor de ordenador bajo el escritorio, visible a través de un cristal en el tablero.
Estaba leyendo algo en él, pero levantó la vista cuando Pierre carraspeó.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
Pierre no estaba seguro de cómo empezar.
—Sufrí un atraco hace poco.
—¿Oh, sí? ¿Quiere presentar una denuncia?
—No, no. Ya he hecho la declaración, allí en Berkeley. Sólo estaba buscando algo
más de información. El tipo que me atacó vivía aquí, y… bueno… murió en la pelea.
Cayó sobre su propio cuchillo.
—¿Cómo ha dicho usted que se llama?
—Tardivel. T-A-R-D-I-V-E-L.
El sargento tecleó en su ordenador.
—¿Puedo ver alguna identificación?
Pierre abrió la cartera y encontró su permiso de conducir de Québec. El sargento
lo miró, asintió y volvió a su monitor.
—Bien, señor, no sé qué tipo de información desea. Si el atracador murió, no
vamos a estar buscando sospechosos.
—Claro, lo entiendo. Simplemente me interesan los demás casos en los que
estuviese implicado.
El sargento le miró con sospecha.
—¿Por qué?
Pierre pensó que la verdad sería lo más sencillo.
—Los policías de Berkeley me dijeron que Hanratty era miembro de un grupo
neonazi. Me he roto la cabeza pensando qué podría tener contra mí.
—¿Es usted judío?
Pierre meneó su cabeza.
—Pero es extranjero. A los cabezas rapadas no les gustan los inmigrantes.
—Ya lo supongo, pero… bueno, me pregunto si podría ver su expediente.

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El policía miró a Pierre durante unos momentos.
—Lo dudo —dijo por fin.
—Pero…
—Esto no es una biblioteca pública. Su caso está cerrado. Si su compañía de
seguros necesita algún documento para una reclamación, puede ponerse en contacto
con nosotros o con la policía de Berkeley por los canales habituales. Olvídese de otra
cosa.
Pierre pensó por un momento en insistir, pero comprendió que no serviría de
nada. Dejó caer un sarcástico «Merci beaucoup» y se volvió hacia la salida. Todavía
estaba lloviendo, por lo que se detuvo en la puerta para abrir el paraguas. Mientras lo
hacía, su mirada pasó por el directorio del edificio, hecho de pequeñas letras blancas
de plástico en un panel negro cubierto por un cristal.
Forense, 314.
Pierre enarcó las cejas y miró hacia atrás. El sargento estaba leyendo con la
cabeza inclinada hacia abajo. Pierre pasó disimuladamente y entró en el ascensor.
Bajó en el tercer piso. En la puerta de la sala 314 había un letrero de «Forense»,
con dos nombres en letra más pequeña: H. Kawabata y J. Howells. Abrió la puerta y
asomó la cabeza al interior.
—¿Hola?
Una alta y cuarentona mujer asiática apareció desde un panel de separación.
Llevaba el pelo rubio cortado a lo paje, tres anillos en la mano derecha, una pulsera
de cadena en la misma muñeca, una gargantilla a juego, y dos pequeños remaches en
la oreja izquierda. Tenía puesta sin abotonar su bata blanca de laboratorio, encima de
un traje pantalón rosa. Su lápiz de labios hacía juego con el traje.
—¿Qué desea? —dijo sin preámbulos.
A Pierre no le gustaba presuponer, pero aquello parecía una apuesta segura.
—¿Señorita Kawabata?
—Sí, soy yo.
Pierre sonrió y pasó al interior.
—Perdone. Estaba en el edificio por otro asunto y no he podido resistirme a pasar.
Sé que tenía que haber concertado una cita, pero…
La voz de la mujer asiática se endureció un poco.
—Todas las compras se hacen a través de la oficina del cuarto piso.
Pierre meneó la cabeza. Quizá tendría que mejorar su gusto para las chaquetas
deportivas.
—No soy un vendedor, sino un genetista. Trabajo en el Centro Genoma Humano
del LLB.
Ella se llevó una mano a los labios.
—¡Oh, lo siento! Pase, pase, ¿señor…?

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—Tardivel. Doctor Pierre Tardivel.
—Yo soy Helen —dijo la mujer extendiendo su mano—. Hice mi trabajo de
graduación en la UCB. He oído que ahora tienen a ese ganador del Nobel a cargo de
todo, cómo se llama…
—Burian Klimus.
Helen asintió.
—Eso es, la Técnica Klimus… Un gran método; estamos empezando a usarla
aquí. ¿Cómo es trabajar para él? —Pierre decidió ser sincero—. Es un bruto. Por
suerte, últimamente pasa mucho tiempo en el Instituto de los Orígenes Humanos; se
ha interesado por el ADN de Neanderthal.
Ella sonrió.
—Una vez le vi en la tele: parecía lo bastante viejo para conocerlo por
experiencia propia.
Pierre rio y echó una mirada a la sala. Como casi todos los laboratorios que había
visto, tenía algunos chistes de Far Side pegados a los archivadores.
—Tienen un buen equipo.
Helen miró los centrifugadores, microscopios y demás aparatos, como si
estuviese evaluándolos.
—Cumple con su función. No tenemos tanto trabajo con ADN como me gustaría,
pero es emocionante cuando testifico ante el tribunal. Crucificamos a un violador
múltiple la semana pasada: no se merecía nada mejor.
—Leí sobre el caso en el Chronicle. Enhorabuena.
—Gracias.
—Sabe, me pregunto si podría ayudarme. Yo… fui atacado la semana pasada; por
eso estoy aquí. Quería descubrir qué podía tener contra mí esa persona en particular,
y…
—Y le han mandado a paseo, ¿no?
Pierre sonrió.
—Exactamente.
—¿Qué quiere saber?
—Uno de los policías que llegaron me dijo que el atacante era un neonazi, y que
tenía muchos antecedentes. Me preguntaba si no habría algo más de información
disponible.
Helen frunció el ceño.
—¿De verdad está en el Centro Genoma Humano?
Pierre iba a sacar su cartera, pero en lugar de ello, sonrió.
—Póngame a prueba.
Los ojos de Helen lanzaron un destello.
—Veamos… ¿Qué es un riflip?

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—Polimorfismo de longitud de fragmento restringido —dijo él de inmediato—.
Es la variación de una persona a otra en el tamaño de las piezas de ADN cortadas por
una enzima de restricción específica.
—Me encantaría visitar tu laboratorio, Pierre.
Esa vez, él sacó la cartera y le dio una de sus tarjetas. Tenía tarjetas nuevas desde
el mes pasado, cuando el laboratorio cambió su nombre a Laboratorio Nacional
Lawrence Berkeley.
—Cuando quieras.
Ella se acercó a su escritorio y guardó la tarjeta en una cajita de metal. Después se
colocó ante su terminal.
—¿Por dónde empezamos?
—El hombre que me atacó se llamaba Chuck Hanratty. Aún no sé por qué iba a
por mí en particular. Pone un poco nervioso saber que alguien quiere matarte.
Helen tecleó con dos dedos, enarcando sus delicadas cejas.
—Te lo cargaste.
—En realidad, cayó sobre su propio cuchillo. ¿Dice que le maté?
—No, no, lo siento. Dice que murió en una pelea con su víctima. ¿Qué es lo que
buscas?
—Cualquier cosa. Otras personas a las que hubiese atacado, por ejemplo.
—Te imprimiré una copia de su expediente; pero no le digas a nadie de dónde la
has sacado. Mira… esto es interesante: tras su muerte, mandamos unos agentes a la
casa donde se alojaba. El tipo vivía en un mal barrio… Entre sus cosas encontraron
una cartera con tarjetas de crédito a nombre de un tal Bryan Proctor, con y griega. La
referencia cruzada en el archivo dice que Proctor murió en San Francisco dos días
antes de tu ataque: un desconocido le disparó. También encontraron una pistola en
casa de Hanratty, y el informe de balística confirmó que era el arma homicida del
caso Proctor.
—¿Ha dejado Proctor algún familiar?
Helen presionó algunas teclas.
—Una esposa.
—¿Hay alguna forma de que hablemos?
—Eso depende de ella.

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CAPÍTULO 19
—¿Pierre Tardivel?
Pierre, que estaba inclinado sobre su mesa de laboratorio, alzó la mirada.
—¿Sí?
Un hombre de baja estatura, cara de bulldog y mentón oscurecido por la barba
entró en la sala.
—Me llamo Avi Meyer. —Le mostró una identificación—. Soy agente federal,
Departamento de Justicia. Me gustaría hablar con usted.
Pierre se incorporó.
—Oh… claro. Por supuesto. Siéntese. —Le indicó un taburete del laboratorio.
Avi permaneció de pie.
—Usted no es estadounidense, ¿verdad?
—No, soy…
—De Canadá, ¿cierto?
—Sí, nací en…
—En Québec.
—Québec, sí. Montreal. ¿Qué es lo que…?
—¿Qué le trajo a los Estados Unidos?
Pierre pensó en decir «Air Canada», pero decidió no hacerlo.
—Tengo una beca de postdoctorado.
—¿Es usted un genetista?
—Sí. Bueno, mi doctorado es en biología molecular, pero…
—¿Qué relación tiene con los demás genetistas de aquí?
—No sé a qué se refiere. Son mis colegas, y algunos mis amigos…
—El profesor Sinclair: ¿cuál es su relación?
—¿Toby? Me cae bien, pero apenas le conozco.
—¿Y qué hay de Donna Yamasaki?
Pierre enarcó las cejas.
—Es muy agradable, pero su apellido…
—¿Se conocían antes de que usted viniese a Berkeley?
—No.
—Su jefe es Burian Klimus.
—Sí. Quiero decir, hay bastantes niveles entre él y yo, pero sí, él es quien manda
aquí.
—¿Cuándo le conoció?
—Más o menos a los tres días de empezar aquí.
—¿No le conocía de antes?
—Conocía su reputación, por supuesto, pero…

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—No es pariente suyo, ¿verdad?
—¿Klimus? Es checo, ¿no? Yo no…
—Ucraniano, en realidad. ¿No tuvo contacto con él antes de venir a Berkeley?
—Ninguno.
—¿Pertenece usted a alguno de los mismos grupos que los demás genetistas del
centro?
—Casi todos estamos en alguna asociación profesional y cosas así, pero…
—No. Fuera de su profesión.
—No pertenezco a ningún grupo.
—¿Ninguno?
Pierre meneó la cabeza.
—Usted sufrió una agresión hace poco.
—¿Es por eso? Porque…
—¿Conocía…
—… ya declaré en la comisaría. Fue en defensa propia.
—… al hombre que le atacó?
—¿Conocerle? ¿Quiere decir personalmente? No, no le había visto en mi vida.
—¿Entonces, por qué le atacó? ¿Por qué precisamente a usted?
—Eso es lo que me gustaría saber.
—¿Así que no cree que fuese cuestión de azar?
—La policía cree que sí, pero…
—¿Pero qué?
—No, nada. Sólo…
—¿Tiene alguna razón para pensar que no fue así?
—… me pareció… ¿qué? No, la verdad es que no.
—¿Y usted nunca había visto a su atacante rondando por aquí?
—Nunca le había visto en ninguna parte.
—¿Con el profesor Klimus, por ejemplo?
—No.
—¿O con la doctora Yamasaki? ¿O el doctor Sinclair?
—No. Oiga, ¿a qué viene todo esto?
—El hombre que le atacó pertenecía a una organización neonazi.
—El Reich Milenario, sí.
—¿Conoce el grupo? —preguntó Avi con los ojos entornados.
—No, no, no. Uno de los policías lo mencionó.
—¿Tiene alguna conexión con el Reich Milenario?
—¿Qué? No, claro que no.
—¿Cuáles son sus ideas políticas, señor Tardivel?
—NDP. ¿Qué impor…?

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—¿Qué cojones significa «NDP»?
—Un partido socialdemócrata canadiense. ¿Qué importa…?
—¿Socialista? ¿Como en nacional-socialista?
—No, no. El NDP es…
—¿Qué opina de… no sé, la inmigración?
—Soy un inmigrante. Llegué aquí hace menos de un año.
—Sí, y ya ha matado a un ciudadano americano.
—Fue en defensa propia, maldición. Pregúntele a la policía.
—Ya he leído el informe. ¿Por qué iba a querer atacarle un neonazi, señor
Tardivel?
—No tengo ni idea.
—¿Tiene alguna relación con organizaciones neonazis?
—Claro que no.
—Hay muchos antisemitas entre los franceses de Montreal.
Pierre suspiró.
—Ha leído demasiado a Mordecai Richler; yo no soy antisemita.
—¿Y qué hay de los demás genetistas?
—¿Qué tipo de pregunta es esa?
—¿Sabe si alguno de los genetistas del laboratorio o de la universidad tiene
contactos con organizaciones nazis?
—Por supuesto que no. Bueno…
—¿Sí?
—No, nada.
—Señor Tardivel, sus evasivas están agotando mi paciencia. Usted no es todavía
ciudadano estadounidense… y no querrá ninguna anotación especial en su expediente
de inmigración. Podría hacer que le devolviesen a Canadá en menos de lo que se
tarda en decir Anne Murray.
—Cristo… Mire, el único que yo sepa que se acerca a ser un nazi es…
—¿Sí?
—No quiero causarle problemas, pero… bueno, Felix Sousa es un profesor de la
UCB.
—¿Sousa? ¿Nadie más?
—No. ¿Conoce a Sousa?
Avi hizo una mueca.
—El tipo de los-blancos-son-superiores-a-los-negros.
Pierre asintió.
—Es profesor con plaza fija. No pueden hacer nada para callarle. Pero si alguien
es un nazi aquí, es él.
—Muy bien, gracias. No mencione esta conversación a nadie.

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—Sigo sin saber…
Pero Avi Meyer ya había salido.
—¿Susan? Soy Avi. Sí… vale. ¿Qué? Corrina, Corrina, con Whoopi Goldberg.
Bah, no ha estado mal; mejor que la comida del avión, en todo caso. Sí, he visto a
Tardivel. No lo dijo a las claras, pero creo que piensa que el ataque iba dirigido
específicamente contra él. Mañana revisaré los expedientes de la policía de San
Francisco y del departamento del sheriff de Alameda County sobre el Reich
Milenario. No, voy a evitar Klimus, al menos de momento. No quiero enseñar
nuestras cartas…

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CAPÍTULO 20
—Ya que vamos a tener un bebé, —dijo Molly, sentada en el sofá del salón— hay
algo que quiero que hagas.
Pierre dejó el mando a distancia.
—¿Qué?
—Nunca he dejado que nadie estudie mi… don. Pero como vamos a tener un hijo,
creo que deberíamos saber algo más. No sé si quiero que el niño sea telépata o no;
una parte de mí lo desea, pero otra prefiere que no. Pero si resulta que también puede
hacerlo, quiero poder avisarle antes de que desarrolle la capacidad. Lo pasé muy mal
cuando empezó a ocurrirme a los trece años… Creía que me estaba volviendo loca.
Pierre asintió.
—La verdad es que me intriga, pero no quería fisgar.
—Y yo te quiero por ello. Pero deberíamos saberlo. Debe de haber algo distinto
en mi ADN. ¿Podrías descubrirlo?
Él frunció el ceño.
—Es casi imposible encontrar la causa genética de algo con sólo un caso. Si
supiésemos de un gran grupo de gente con tu capacidad, podríamos seguir el rastro
del gen responsable. Así es como se descubrió el gen de Huntington: usaron muestras
de sangre de setenta y cinco familias de todo el mundo con casos de Huntington. Pero
como eres la única telépata de la que tenemos noticia, no creo que podamos hacer
nada para encontrar el gen.
—Bien, si no podemos saberlo a partir del ADN, ¿qué hay de la ingeniería
inversa? Supongo que debe de haber algo distinto en la química de mi cerebro… un
neurotransmisor o algo así que no tenga nadie, algo químico que me permite usar mi
red de neuronas como un receptor. Si pudiéramos aislarlo y establecer su secuencia
de aminoácidos, ¿podrías buscar en mi ADN el código de esos aminoácidos?
—Supongo que podría hacerse, si es un neurotransmisor basado en una proteína.
Pero ninguno de los dos tiene la suficiente experiencia para hacer ese tipo de trabajo.
Deberíamos meter a alguien más para tomar muestras de los fluidos y separar los
neurotransmisores. Y aun así, es sólo una corazonada. No obstante, —dijo con la voz
un tanto ausente— si pudiéramos identificar el neurotransmisor, quizá lográsemos
sintetizarlo algún día. Puede que lo único necesario para leer las mentes sean ciertos
compuestos químicos en el cerebro.
Pero Molly negaba con la cabeza.
—No quiero parecer sexista, pero creo que la única razón por la que he
sobrevivido tanto tiempo a esto es porque soy una mujer. Me estremezco al pensar lo
que un machote loco de testosterona podría hacer al captar pensamientos ofensivos…
seguramente mataría a todo el mundo. —Se volvió para mirar a Pierre—. No. Tal vez

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algún día, en el futuro lejano, la humanidad sea capaz de manejar algo así. Pero no
ahora; no es el momento adecuado.
Pierre estaba preparando un gel de electrofóresis cuando sonó el teléfono por
tercera vez aquella mañana. Suspiró e hizo rodar la silla a través de la habitación
hasta llegar al auricular.
—Tardivel —contestó secamente.
—Hola, Pierre. Soy Jasmine Lucarelli, de endocrinología.
Él suavizó el tono de inmediato.
—Oh, hola, Jasmine. Gracias por llamar.
—Uh, uh. Escucha… ¿de dónde sale esa muestra de fluidos que nos enviaste?
Pierre vaciló.
—Ah, era… de una mujer.
—Nunca había visto nada igual. El espécimen contenía todos los
neurotransmisores habituales: serotonina, acetilcolina, GABA, dopamina… Pero
también una proteína que nunca había visto antes. Y muy compleja. Supongo que es
un neurotransmisor por su estructura básica… la colina es uno de sus principales
componentes.
—¿Has completado el análisis?
—No personalmente: lo hizo uno de mis estudiantes de grado.
—¿Puedes enviarme una copia?
—Por supuesto. Pero me gustaría saber de dónde has sacado esto.
Pierre suspiró.
—Es… una broma, me temo. Un estudiante de bioquímica lo preparó para poner
en evidencia a su profe.
—Mierda. Son como críos, ¿verdad?
—Sí. De todas formas, gracias por echarle un vistazo. Pero mándame tus notas
sobre su estructura química, por favor… quiero poner una copia en el expediente del
estudiante por si intenta repetir el numerito.
—Cuenta con ello.
—Muchas gracias, Jasmine.
—No hay problema.
Pierre colgó el teléfono, con el corazón a todo gas.
Había pasado los últimos catorce días estudiando el inusual neurotransmisor del
cerebro de Molly. No sabía si era el origen de la telepatía o un producto de la misma.
Pero la sustancia, a pesar de su complejidad, no era sino una proteína y, como todas
las proteínas, estaba formada por aminoácidos. Pierre estudió las diversas secuencias
de ADN que podían ser el código de la cadena de aminoácidos más característica de
la molécula. Había muchas combinaciones posibles a causa de los sinónimos de los
codones, pero las desarrolló todas. Después construyó segmentos de ARN que

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pudieran complementar las diversas secuencias de ADN que buscaba.
Pierre tomó un tubo de ensayo lleno de sangre de Molly y utilizó hidrógeno
líquido para congelarlo a setenta grados bajo cero. Eso rompió las membranas
celulares de los glóbulos rojos, pero dejó intactos a los glóbulos blancos, más
resistentes. Después descongeló la muestra y los glóbulos rojos rotos se disolvieron
en diminutos fragmentos.
A continuación, puso el tubo de ensayo en la centrifugadora a 1600 rpm. Los
millones de glóbulos blancos, los únicos objetos grandes que quedaban en la muestra
de sangre, quedaron apiñados en el fondo del tubo, formando una costra sólida
blanca. La extrajo y la dejó durante un par de horas en una solución de proteinasa K,
que digirió las membranas celulares de los glóbulos blancos y otras proteínas.
Después añadió fenol y cloroformo, limpiando los restos de proteínas en veinte
minutos. Acto seguido añadió etanol, que a lo largo de las dos horas siguientes
precipitó las delicadas fibras del ADN purificado de Molly.
Pierre unió sus segmentos especiales de ARN al ADN de Molly para ver si se
fijaban en alguna parte. Necesitó más de cien intentos, pero por fin resultó que la
secuencia que codificaba la producción del neurotransmisor relacionado con la
telepatía estaba en el brazo corto del cromosoma 13.
Pierre usó su terminal para conectar con la base de datos de secuencias del
genoma, que contenía todas las secuencias genéticas transcritas por los cientos de
laboratorios y universidades de todo el mundo que se afanaban en descodificar el
genoma humano. Quería ver cómo era esa parte del cromosoma 13 en las personas
normales. Por suerte, el gen ya había sido secuenciado en detalle por el equipo de
Leeds. El valor normal era CAT CAG GGT GTC CAT, pero el espécimen de Molly
empezaba por TCA TCA GGG TGT CCA, algo del todo distinto, así que…
No.
No, no era del todo distinto. Simplemente estaba desplazado un lugar a la
derecha. Se había añadido accidentalmente un nucleótido (una T en este caso), al
duplicar el ADN de Molly.
Una mutación por desplazamiento, un cambio de esquema. Al quitar o poner un
nucleótido, todas las palabras genéticas quedaban alteradas a partir de aquel punto. El
TCA TCA GGG TGT CCA de Molly codificaba los aminoácidos serina, serina,
glicina, cisteína y prolina, mientras que la secuencia estándar CAT CAG GGT GTC
CAT era el código de histiclina, glutamina, glicina, valina y arginina. Ambas cadenas
tenían glicina en el centro, pues GGG y GGT eran sinónimos.
Habitualmente los desplazamientos lo estropeaban todo, convirtiendo el código
genético en una jerigonza sin sentido. Muchos embriones humanos sufrían un aborto
espontáneo temprano, antes incluso de que las madres se percatasen del embarazo.
Esos cambios de esquema eran una causa probable de tales abortos. Pero en aquel

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caso…
Una mutación por desplazamiento que podía causar la telepatía.
Pierre se recostó en su silla, aturdido.

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CAPÍTULO 21
Aunque se había asignado un terreno para construir una instalación de genoma en el
LLB, por el momento el Centro Genoma Humano estaba encajonado en el tercer piso
del edificio 74, que formaba parte de la División de Ciencias de la Vida. En el
edificio también se hacía investigación médica, lo que significaba que ni siquiera
tenían que salir de él para encontrar un pequeño quirófano.
Fue la noche del viernes del largo fin de semana del Día del Trabajo*, la última
fiesta del verano. Casi todos habían salido de la ciudad o estaban en casa, disfrutando
del tiempo libre. Molly y Pierre se reunieron con Burian Klimus en su despacho.
También estaban la doctora Gwendolyn Bacon y sus dos ayudantes, y los seis se
dirigieron al piso inferior.
Pierre se quedó fuera con Klimus mientras Molly yacía en el quirófano. La
doctora Bacon, una mujer flaca y bronceada de unos cincuenta años, con el cabello
blanco como la nieve, esperó mientras uno de sus ayudantes administraba un sedante
intravenoso a Molly. Después, la doctora insertó una larga y hueca aguja en la vagina
de Molly. Observando con el equipo de ultrasonidos, usó succión para extraer una
muestra de material. Las hormonas con las que había tratado a Molly debían haberle
hecho madurar múltiples ovocitos en aquel ciclo, en vez de sólo uno como era
habitual. El material fue transferido rápidamente a un vaso de Petri que contenía un
caldo de cultivo, y el otro ayudante lo comprobó con el microscopio para asegurarse
de que tuviera óvulos.
Cuando todo hubo terminado, Molly se vistió y Pierre y Klimus entraron en el
quirófano.
—Tenemos quince óvulos —dijo la doctora—. ¡Buen trabajo, Molly!
Ella asintió, pero se apartó un poco, frotándose la sien derecha. Pierre reconoció
las señales: le dolía la cabeza y quería poner una cierta distancia con los demás para
conseguir algo de paz y silencio mental. El dolor de cabeza se debía sin duda a lo
incómodo del procedimiento y aquellas luces tan brillantes, y probablemente se había
intensificado por tener que escuchar los intensos pensamientos clínicos de la doctora
mientras realizaba la extracción.
—De acuerdo —dijo Klimus desde el extremo de la habitación—. Ahora, si me
dejan solo, me ocuparé de… del resto del procedimiento.
Pierre miró al hombre. Parecía un poco… bueno, embarazado era probablemente
la palabra correcta. Al fin y al cabo, el viejo tenía que meneársela en un vaso de
precipitados. Se preguntó por un momento qué usaría como ayuda. ¿El Playboy? ¿El
Penthouse? ¿Las Actas de la Academia Nacional? El semen podía haberse recogido
semanas antes, pero el esperma fresco tenía un noventa por ciento de posibilidades de
fertilizar los óvulos, frente al sesenta por ciento del congelado.

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—No fertilice todos los óvulos —dijo la doctora Bacon a Klimus—. Reserve la
mitad.
Era un buen consejo. Era posible que el esperma de Klimus tuviera escasa
movilidad (algo frecuente en los hombres de más edad) y no pudiera fertilizar los
óvulos. Así, sería posible almacenar los óvulos para repetir el intento con otro
donante, evitando a Molly otra sesión con la aguja. Una vez añadido el esperma de
Klimus, la mezcla se pondría en una incubadora. Klimus volvería al día siguiente por
la noche para comprobar el resultado: la fertilización debería ocurrir muy pronto,
pero pasaría como mínimo un día antes de que pudiera ser detectada. Klimus llamaría
a Pierre y Molly y a la doctora Bacon para decirles el resultado, y si disponían de
óvulos fertilizados, volverían todos la noche siguiente, la del domingo, momento en
el que los embriones estarían ya en la fase de cuatro células, listos para su
implantación: la doctora Bacon insertaría cuatro o cinco directamente en el útero de
Molly a través del canal cervical.
Si ninguno se implantaba, volverían a intentarlo. Si uno o dos lo conseguían, un
test de embarazo corriente daría resultado positivo entre diez y catorce días después.
Si resultaban implantados más óvulos… bueno, Pierre había oído hablar de un
método llamado «reducción selectiva», (otra razón para negarse a utilizar su propio
esperma): la reducción selectiva se hacía a las pocas semanas de embarazo, utilizando
ultrasonidos para localizar los fetos más accesibles e inyectar veneno directamente en
sus corazones.
—Bueno —dijo la doctora Bacon—. Yo me voy a casa. Mantengan los dedos
cruzados.
—Muchas gracias —respondió Molly, sentada en una silla al otro lado de la
habitación.
—Sí, muchas gracias —dijo Pierre—. De verdad.
—Lo he hecho encantada —contestó ella, marchándose con sus ayudantes.
—Ustedes dos también deberían marcharse —dijo Klimus—. Salgan a cenar,
distráiganse. Les llamaré mañana por la noche.
El teléfono sonó en la sala de estar de Pierre y Molly a las 8:52 de la noche
siguiente. Se miraron uno a otro con ansiedad, dudando de quién debía atender la
llamada.
Pierre asintió y Molly se lanzó a coger el teléfono, llevándose el auricular a la
cara.
—¿Diga? ¿Sí? ¿De verdad? ¡Oh, es magnífico! ¡Maravilloso! Muchas gracias,
Burian. ¡Muchísimas gracias! Sí, sí, mañana. Estaremos ahí a las ocho. ¡Un millón de
gracias! Hasta mañana.
Pierre ya se había levantado y abrazaba la cintura de su esposa desde atrás. Molly
dejó el auricular.

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—¡Tenemos siete óvulos fertilizados!
Pierre hizo que se girase y le dio un apasionado beso. Sus lenguas bailaron un
tiempo y él le acarició los pechos. Cayeron sobre el sofá e hicieron el amor de forma
caliente y salvaje, primero lamiéndose y besándose. Ella le tomó en su boca mientras
él le daba lengüetazos y, después, por supuesto, Pierre introdujo su pene en el cuerpo
de Molly, empujando, empujando como si intentase impulsar su propio esperma a
través de las bloqueadas trompas de Falopio de ella, explotando al final en un
orgasmo. Después los dos se quedaron tumbados, acariciándose agotados.
Pierre supo que, durante el resto de su vida, pensaría en aquella espectacular
sesión de amor como el momento en que su hijo había sido concebido.
Craig Bullen entró en el ultramoderno despacho del 37º piso del edificio de
Seguros Médicos Cóndor en San Francisco. Sentado a su escritorio como cada día
laborable de los últimos cuarenta años estaba Abraham Danielson, el fundador de la
compañía. Bullen tenía unos sentimientos mezclados hacia el viejo. Era un bastardo
costroso, desde luego, pero le había escogido quince años atrás, cuando Bullen se
graduó en la Escuela de Negocios Empresarial de Harvard. Le había dicho «eres el
chaval más codicioso que he visto en muchos años». Danielson ya era viejo entonces,
y se lo había dicho como un cumplido. Le había hecho ascender en la compañía, y
ahora Bullen era el Consejero Delegado. Pero Danielson seguía al timón, y Bullen
solía hacer comprobaciones con él. Pero aquel día la cara de Danielson estaba más
arrugada de lo habitual, y su ceño fruncido realzaba el efecto.
—¿Cuál es el problema?
Danielson hizo un gesto hacia la copia impresa que tenía sobre el escritorio.
—Proyecciones para el próximo año fiscal —dijo con voz ruda y seca—. Aún nos
va bastante bien en Oregón y Washington, pero esa nueva ley antidiscriminación
genética nos va a hacer polvo aquí en el norte de California. Tenemos muchas nuevas
pólizas de gente que nunca se había asegurado antes, así que eso ha subido un poco el
nivel. Pero el año siguiente y todos los demás, muchas de esas personas empezarán a
mostrar síntomas, y a presentar reclamaciones. —Suspiró con un sonido áspero,
como el papel—. Creí que estábamos a salvo cuando esa zorra presuntuosa de Hillary
Clinton se cayó de morros, pero si los estados de Oregón o Washington adoptan una
ley parecida, demonios, puede que tengamos que cerrar el quiosco.
Bullen meneó ligeramente la cabeza. Ya había oído cosas así de Danielson, pero
empeoraba con los años.
—Estamos presionando como locos en Salem y Olympia —dijo intentando
tranquilizar al viejo—. Y la Asociación de Compañías Aseguradoras está luchando
duro en Washington D.C. contra cualquier regulación federal similar. La ley de
California es una aberración, seguro.
—¿Dónde está ese realismo de ojos de acero, Craig? Los días de ganancias están

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contados. Cristo, si pudiera conseguir un buen precio, vendería mi treinta y tres por
ciento y me largaría. —Danielson volvió a suspirar y levantó la mirada—. ¿Querías
verme por algo?
—Sí, y está relacionado con el tema, en cierto modo. Tenemos una carta de un
genetista del —consultó la hoja que llevaba— Laboratorio Nacional Lawrence
Berkeley. Pone objeciones a la cláusula que anima a interrumpir los embarazos
genéticamente defectuosos.
El viejo alargó una huesuda mano hacia la carta y echó un vistazo al texto.
—«Bioética» —dijo despectivo—. Y «el lado humano de la ecuación». —Soltó
un bufido—. Al menos, no menciona Un mundo feliz.
—Sí, sí que lo hace. Donde dice «pesadilla huxleyana».
—Dile que se vaya al infierno —dijo Danielson, devolviéndole la carta a su
protegido—. Ese tipo en su torre de marfil no sabe nada del mundo real.
Pierre había conservado la copia del expediente de Chuck Hanratty durante ocho
semanas. Ansiaba hablar con la viuda de Bryan Proctor, pero no había querido
molestarla hasta que hubiese pasado un período de tiempo decente desde el asesinato
de su marido.
Pero ahora lamentaba la espera: la viuda parecía haberse mudado. Volvió a
comprobar la dirección. No había duda: aquel oscuro edificio de apartamentos unas
pocas manzanas al sur de Chinatown, era el lugar donde había vivido Bryan Proctor.
Pero aunque había veintiún nombres en el llamador del portal, ninguno de ellos era
Proctor. Pierre estaba a punto de rendirse y volver a casa cuando decidió probar con
el encargado: apretó el botón y esperó.
—¿Sí? —dijo una voz femenina entre la ruidosa estática.
—Hola, busco a la señora Proctor.
—Pase. Puerta uno-cero-uno.
Oyó un chasquido en la puerta, seguido por un molesto zumbido. Se le hizo la
luz… ¡por supuesto! Bryan Proctor debía de ser el encargado; por eso no aparecía su
nombre.
Caminó por el corredor. Era un edificio en malas condiciones, con la moqueta
sucia y gastada. La puerta 101 estaba junto al único ascensor. Una mujer grande con
una de esas barbillas como pelotas de golf que tiene a veces la gente estaba en la
puerta abierta. Llevaba unos vaqueros viejos y una andrajosa camiseta blanca.
—¿Sí? —dijo a guisa de saludo—. El apartamento vacante está en el segundo
piso. Necesitamos el alquiler del primer mes y el último, más referencias.
Pierre había visto el anuncio de un apartamento de dos habitaciones al acercarse
al edificio.
—No he venido por eso. Perdone que no llamase antes, pero su número no está en
la guía, y… bueno, no sé por dónde empezar. Lamento mucho la pérdida de su

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marido.
—Gracias —dijo ella con cautela, estrechando los ojos—. ¿Conocía usted a
Bryan?
—No, no.
—Entonces, si está intentando venderme algo, le ruego que me deje en paz.
Pierre negó, asombrado; debía de parecer Willy Loman*.
—No es nada de eso. Sólo… verá me llamo Pierre Tardivel.
La mujer le miró inexpresivamente.
—¿Y?
—Soy la última persona a la que atacó Chuck Hanratty. Estaba allí cuando murió.
—¿Usted mató a ese bastardo?
—Mmm… sí.
Ella se hizo a un lado.
—Pase por favor. ¿Quiere tomar algo? ¿Café? ¿Una cerveza?
Le guio hasta la salita. Sólo había dos librerías, una estaba llena de trofeos de
bolos y la otra de CDs. Había un libro de bolsillo abierto boca abajo sobre la mesita:
una novela rosa de la colección Arlequín.
—Una cerveza estaría bien.
—Siéntese en el sofá y ahora se la traigo. —La mujer despareció durante unos
momentos, y Pierre siguió observando la estancia. Había ejemplares del National
Enquirer y TV Guide** sobre un televisor que parecía tener quince años. No había
cuadros enmarcados, pero sí un póster del Gran Cañón sujeto con cinta adhesiva
amarillenta. No había indicios de que los Proctor hubiesen tenido hijos. Pudo ver
tarjetas de pésame alineadas a lo largo de la tapa de un viejo tocadiscos.
La señora Proctor volvió con una lata de Budweiser. Él tiró de la anilla, tomó un
trago, y contuvo una mueca: nunca se acostumbraría al pis de vaca que los
estadounidenses llamaban cerveza.
—Es mejor así —dijo la señora Proctor, sentándose en una silla—. Aunque
hubieran cogido a Hanratty, hubiera vuelto a la calle en un par de años. Mi marido
está muerto, pero no era nadie importante. No habrían llevado a Hanratty a la silla por
eso.
Pierre no dijo nada durante un rato, pero al fin habló.
—Hanratty me atacó… pero no fue un atraco cualquiera. Iba a por mí
expresamente.
—¿De veras? La policía me dijo…
—No, iba a por mí. Él… bueno, lo dijo.
Sus ojillos porcinos se ensancharon.
—¿En serio?
—Pero yo no le había visto en mi vida. Demonios, sólo llevo un año en

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California.
—No me sorprende.
—¿Perdón?
—Tiene un acento del carajo.
—Oh, bueno, soy de Montreal.
—¿De ahí arriba en Canadá?
—Sí.
—Uno de nuestros antiguos inquilinos encontró trabajo en Vancouver. Quizá le
conozca.
Pierre sonrió indulgentemente.
* Willy Loman es el atribulado vendedor de «Muerte de un viajante».
** En España, los equivalentes podrían ser, respectivamente; «El caso» y
«Teleprograma».
—Señora, Canadá es más grande que los Estados Unidos. Vancouver está bastante
lejos de donde yo vivía.
—¿Más grande que Estados Unidos? Venga ya. Éste es el país más grande del
mundo.
Pierre puso los ojos en blanco, pero decidió no insistir.
—En todo caso, Hanratty iba a por mí en particular. Me preguntaba si también
tendría algo contra su marido.
—No me lo imagino. La policía dijo que fue un robo. El tipo no esperaba que mi
marido estuviese en casa. Probablemente pensaba que al ser encargado tendría
herramientas que valdría la pena robar. Sí que las tenía, pero las guardaba en el cuarto
de las calderas, no aquí. Se ve que Bryan sorprendió al bastardo, y él le pegó un tiro.
—Ya veo. ¿Pero y si iba a por su marido, no a por las herramientas?
—¿Por qué?
—Bueno, no lo sé. Simplemente me pregunto si él y yo teníamos algo en común.
Hanratty era miembro de un grupo neonazi. Puede que yo no le gustase por ser
extranjero, por ejemplo.
—Mi Bryan nació aquí en los buenos y viejos Estados Unidos. En Lincoln,
Nebraska, para ser exactos.
—¿Y en cuanto a política?
—Republicano… aunque a veces le costaba mover el culo para votar.
—¿Religión?
—Presbiteriano.
—¿Fue a la universidad?
—¿Bryan? —rio ella—. Dejó el colegio en octavo. Pero no era tonto, ojo. Era un
buen hombre, y podía arreglar casi cualquier cosa. Pero no fue mucho a la escuela.
—Era mayor que yo, ¿no?

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—Depende. ¿Es usted tan joven como parece?
—Tengo treinta y tres años.
—Mi Bryan tenía cuarenta y nueve. —Ella pareció entristecerse un poco—. No
hay nada peor que morir joven, ¿verdad?
Él asintió. Nada peor.
Pierre miró la mesa del laboratorio. Desde que era pequeño, había odiado limpiar
y ordenar las cosas. Volverlas a poner en su sitio no era tan divertido como sacarlas.
Pero era algo que tenía que hacerse. Había vasos y retortas por todas partes, y muchos
de los recipientes debían ser cuidadosamente lavados: al fin y al cabo, un laboratorio
de biología molecular era un perfecto criadero de gérmenes.
Desmontó la retorta y la puso en uno de los armarios. Después tomó un vaso de
precipitado y lo llevó al fregadero, enjuagándolo con agua fría y poniéndolo a secar
en un soporte. Después cogió los vasos de Petri y los puso en una bolsa de desechos
especial. Volvió a la mesa y, al coger una gran redoma, vio cómo caía de su mano
temblorosa. Había cristales rotos por todas partes, y el contenido salpicó de amarillo
las baldosas.
Pierre soltó un taco en francés. Sólo estoy cansado, se dijo. Ha sido un día muy
largo, y estoy distraído por mi charla con la viuda de Proctor. Necesito una buena
noche de sueño.
Cansado. Nada más que eso.
Y, sin embargo… Dios, ¿tendría que pasar por eso cada vez que se le cayese algo?
¿Cada vez que tropezase? ¿Cada vez que chocase con una pared?
¡Joder! ¡Sólo-estaba-cansado! Cansado. Punto.
A menos que…
A menos fuese la puta enfermedad de enfermedad de Huntington asomando por
fin su monstruosa cabeza.
No. No era nada.
Nada.
Llevó el recogedor al cubo de basura y lo vació.
Mañana todo iría bien.
Seguro, estupendo.

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CAPÍTULO 22
Era temprano, Pierre y Molly contemplaban juntos en su cuarto de baño la tira de
papel de la prueba. Una segunda señal azul apareció en la superficie blanca.
—Oui? —dijo Pierre.
—Uau… Uau.
Pierre besó a su esposa.
—Felicidades.
—Vamos a ser padres —dijo ella en tono soñador.
Pierre le acarició el pelo.
—No creí que me pudiera pasar. No a mí.
—Será maravilloso.
—Vas a ser una madre estupenda.
—Y tú un padrazo.
Pierre sonrió ante la idea.
—¿Prefieres que sea niño o niña?
—Podíamos habérselo dicho a Burian, para que eligiese el esperma. Hay una
diferencia, ¿no?
Pierre asintió.
—No lo sé. Supongo que una niña, pero es sólo por mi familia, mi madre, mi
hermana y yo estuvimos solas bastante tiempo antes de que Paul apareciera. No sé
cómo me las apañaría con un niño.
—Estupendamente, seguro.
—¿Tú tienes alguna preferencia?
—¿Yo? No, creo que no. Ya sé que se supone que cada hombre quiere un hijo
para jugar a la pelota con él, pero… —Se calló, decidido a no completar el
pensamiento—. Creo que una niña sería más sencillo.
Molly no se había dado cuenta de aquello, o había preferido pasarlo por alto.
—En realidad no me importa lo que sea —dijo al fin, con la voz todavía
embelesada— mientras esté sano.
Después de un largo día en el Centro Genoma Humano, Joan Dawson estaba
contenta de volver a casa. Como todas las noches, había caminado aproximadamente
un kilómetro y medio desde la estación de la Bahía. A su edad no estaba para muchos
trotes, pero se pasaba el día tras su escritorio, y los diabéticos tienen que vigilar su
peso.
No había nadie por los alrededores; vivía en un vecindario muy tranquilo. Cuando
ella y su marido compraron la casa en 1959, había muchas familias jóvenes. El barrio
había crecido con ellos, pero las casas ya estaban fuera del alcance de las parejas
jóvenes modernas. Ahora era una zona sobre todo para gente mayor… los más

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afortunados seguían juntos, pero muchos otros, como Joan, habían perdido a sus
cónyuges con los años. Su Bud había muerto en 1987.
Joan recorrió el camino delantero de su casa, abrió el buzón, pasó la facturas,
sonrió al ver que había llegado el último número del Ellery Queen's Mystery
Magazine, buscó sus llaves y entró. Encendió la luz del porche, se dirigió a su salita,
y…
—¿Joan Dawson?
El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Se dio la vuelta. Un joven
blanco de cabeza rapada y calaveras tatuadas en los antebrazos la estaba mirando con
sus pálidos ojos azules.
Joan todavía sujetaba su bolso. Se lo alargó.
—¡Cójalo! ¡Cójalo! ¡Puede quedarse con el dinero!
El hombre llevaba una camiseta negra de Megadeath, un chaleco vaquero,
pantalones vaqueros con artísticos cortes y zapatillas Adidas grises. Meneó la cabeza.
—No es su dinero lo que quiero.
Joan empezó a retroceder, sosteniendo todavía el bolso ante ella, pero ahora como
si fuese un escudo.
—¡No! No… hay joyas arriba. Montones de joyas. Puede quedárselas.
—Tampoco quiero sus joyas. —Empezó a acercarse a ella.
Joan había llegado a la mesita de café. Tropezó, cayendo sobre el tablero de
cristal, que se rompió con el sonido de un disparo. Se puso en pie como pudo,
sintiendo un agudo dolor en el tobillo: se lo había torcido al caer.
—Por favor. Por favor, eso no.
El cabeza rapada se quedó quieto por un momento, con una expresión de disgusto
en la cara.
—Joder, señora, no sea asquerosa. Podría ser mi abuela.
Joan sintió una oleada de esperanza luchando por salir a la superficie.
—Gracias —dijo—. Gracias, gracias, gracias. —Estaba con la espalda contra el
áspero ladrillo de la chimenea.
El hombre abrió su chaleco. Llevaba un largo cuchillo de caza de un solo filo y
empuñadura negra en una vaina bajo el brazo. Sacó el arma y se divirtió durante un
segundo enviando un reflejo de brillo a la cara horrorizada de la mujer.
Joan alargó la mano en busca del atizador, lo cogió y lo alzó en el aire.
—¡Atrás! ¿Qué es lo que quiere?
El hombre sonrió abiertamente, mostrando los dientes manchados de tabaco.
—Quiero que muera.
Ella tomó aire como preludio a un grito, pero antes de que pudiera lanzarlo, el
hombre arrojó su cuchillo, que se clavó en el pecho de Joan hasta la mitad de la hoja.
Ella cayó al suelo ante la chimenea, con la boca abierta en la perfecta O del grito

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muerto antes de nacer.
Pierre sentado ante su terminal UNIX. El monitor estaba encendido, pero no lo
leía; estaba hojeando el Daily Californian, el periódico de los estudiantes de la UCB.
Noticias sobre el equipo de fútbol americano del campus; grandes debates sobre la
supresión de las cuotas raciales para los estudiantes; una carta al director protestando
contra Felix Sousa.
La mente de Pierre vagó de vuelta a la última vez que había hablado con alguien
sobre Sousa. Había sido aquel extraño tipo con cara de bulldog que irrumpió en el
laboratorio tres meses atrás. Ari algo. No, no… Ari no. Avi. Avi… Avi Meyer, eso
era.
Pierre no había llegado a saber de qué iba todo aquello. Cerró el periódico y
volvió a su ordenador, abriendo una ventana al banco de datos de teléfonos
gubernamentales en CD-ROM, accesible desde la red de área local.
Avi Meyer le había dicho que trabajaba para el Departamento de Justicia. La base
de datos no tenía listados de agentes, pero Pierre encontró un número de consulta
general en Washington. Resaltó el número, apretó la tecla para abrir su programa de
teléfono, señaló la opción de llamada personal en la ventana que acababa de abrirse y
dejó que su módem hiciese la llamada por él mientras cogía el auricular.
—Justicia —dijo una voz femenina al otro extremo de la línea. Faltan la Verdad y
el Modo de Vida Americano, pensó Pierre.
—Hola —dijo—. ¿Tienen ahí a alguien llamado Avi Meyer?
Ruido de teclado.
—Sí. Ahora está fuera de la ciudad, pero puedo pasarle a su buzón de voz, o
ponerle con una recepcionista de la OIE.
—¿OIE?
—Oficina de Investigaciones Especiales —dijo la voz.
—Oh, claro. Bueno, si no está ya volveré a llamar, gracias. —Colgó, hizo clic en
su icono de CompuServe y conectó con Magazine Database Plus, que se había
convertido en su herramienta de investigación favorita desde que la descubriera un
par de meses atrás. Tenía el texto completo de todos los artículos de más de
doscientas revistas de información general y especializada, incluyendo publicaciones
como Science y Nature, desde 1986. Introdujo dos órdenes de búsqueda:
«Investigaciones Especiales» y «OIE», especificando en ese último caso que se
trataba de una palabra.
El primer resultado de la búsqueda fue un artículo de People sobre el actor Lee
Majors. En su serie de los años 70 El hombre de los seis millones de dólares había
trabajado para una ficticia agencia gubernamental llamada la OIE. Pierre continuó
buscando.
El segundo resultado dio en el blanco: era un artículo de 1993 aparecido en el

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New Republic. La frase resaltada empezaba: «La conducta del mayor enemigo de
Demjanjuk en este país, la Oficina de Investigaciones Especiales, que puso en marcha
las redes de la injusticia contra él…».
Pierre leyó, fascinado. La OIE era de hecho parte del Departamento de Justicia:
una división fundada en 1979, consagrada a descubrir a los criminales de guerra nazis
y sus colaboradores en los Estados Unidos.
El caso contra el tal Demjanjuk, un obrero del automóvil jubilado de Cleveland,
un hombre sencillo que sólo había asistido cuatro años al colegio, había empezado
como el primer gran éxito de la OIE. Se acusaba a Demjanjuk de ser Ivan el Terrible,
un guardia en el campo de la muerte de Treblinka. Había sido extraditado a Israel,
donde se le declaró culpable en 1988, tras el segundo de los dos juicios por crímenes
de guerra celebrados allí. Como en el primero, el de Adolf Eichmann, Demjanjuk fue
sentenciado a muerte.
Pero la reputación de la OIE quedó en entredicho cuando, en la apelación, el
Tribunal Supremo de Israel revocó la condena de John Demjanjuk. En una revisión
de lo ocurrido, el juez federal Thomas Wiseman señaló que la OIE no había cubierto
«los mínimos requerimientos de la conducta profesional» en su actuación contra
Demjanjuk, considerándole culpable de antemano e ignorando todas las pruebas de lo
contrario.
Pierre siguió leyendo. La OIE había sabido que el hombre a quien buscaba se
llamaba en realidad Marchenko, no Demjanjuk. Sí, John Demjanjuk había dado
incorrectamente Marchenko como nombre de soltera de su madre al pedir la
condición de refugiado, pero posteriormente dijo que no recordaba cuál era y por eso
había dado un nombre habitual ucraniano.
Encontró más artículos sobre el asunto Demjanjuk en Time, Maclean's, The
Economist, National Review, People y otras revistas. En parte encontraba interesante
la historia de la vida de Demjanjuk por el matrimonio de sus propios padres,
Elisabeth y Alain Tardivel. Demjanjuk se había casado con una mujer llamada Vera
en un campo de refugiados el 1 de septiembre de 1947. No tenía nada de raro… salvo
por el hecho de que cuando Vera y Demjanjuk se conocieron, ella ya estaba casada
con otro expatriado, Eugene Sakowski. Sakowski se fue a Bélgica por tres semanas, y
en su ausencia Demjanjuk le arrebató a Vera; cuando volvió, Vera se divorció de él y
se casó con John.
Pierre dejó escapar su aliento en un largo suspiro. Parecía haber triángulos por
todas partes. Se preguntó qué habría sido de su propia vida de haberse divorciado su
madre de Alain Tardivel para poder casarse con Henry Spade.
Una frase en la pantalla atrajo su atención: era la descripción de Demjanjuk. La
base de datos sólo contenía textos, no fotografías, pero empezó a formarse una
imagen en la mente de Pierre: un ucraniano calvo, fornido, de cuello grueso, labios

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finos, ojos almendrados y orejas protuberantes.
Mierda…
No podía ser.
No podía ser.
A fin de cuentas, había ganado un premio Nobel.
Sí… y el jodido Kurt Waldheim había acabado como secretario general de la
ONU.
Calvo, orejas salientes. Ucraniano.
Demjanjuk había sido identificado por aquellos rasgos. Pero Demjanjuk no había
sido Ivan el Terrible.
Lo que significaba que otro lo había sido.
Alguien a quien los artículos llamaban Ivan Marchenko. Alguien que podía seguir
vivo.
Burian Klimus era ucraniano, y él mismo había dicho que era calvo desde su
juventud. Tenía las orejas grandes (lo que no era raro en un hombre de su edad),
aunque a Pierre nunca le habían parecido protuberantes. Pero podía haberlas
corregido con una pequeña operación años atrás.
Y Avi Meyer era un cazador de nazis.
Un cazador de nazis que había estado husmeando por el LLB…
Meyer había preguntado por varios genetistas, pero sin estar realmente interesado
en todos ellos. Incluso se había referido a Donna Yamashita como Donna Yamasaki;
no había forma de confundir el nombre de alguien a quien se estaba investigando de
verdad.
Además, ni Yamashita ni Toby Sinclair eran lo bastante viejos para ser criminales
de guerra.
Pero Burian Klimus lo era.
Pierre meneó la cabeza.
Dios.
Si tenía razón, si Meyer tenía razón…
… Molly llevaba en su seno al hijo de un monstruo.

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CAPÍTULO 23
Pierre sabía dónde encontrar cualquier publicación de biología en el campus, pero no
tenía idea de en qué biblioteca de la UCB habría cosas como Time y National
Review. Buscaba fotos de Demjanjuk, tanto actuales como las viejas por las que se le
confundió con Ivan. Joan Dawson parecía saberlo casi todo sobre la universidad; sin
duda sabría dónde encontrar esas revistas. Pierre dejó su laboratorio y se encaminó
hacia la oficina principal del Centro.
Se detuvo en el umbral. Burian Klimus estaba allí, sacando su correo del casillero
con su nombre. A su espalda, Pierre podía ver la unión de sus orejas con la cabeza.
Había unos pequeños pliegues blancos. ¿Eran las cicatrices? ¿O todos los ancianos
los tenían?
—Buenos días, señor —dijo, entrando en la oficina.
Klimus se giró y miró a Pierre. Ojos castaño oscuro, labios finos… ¿era el rostro
del mal? ¿Podía ser el hombre que había matado a tantas personas?
—Tardivel —dijo a modo de saludo.
Pierre se encontró cara a cara con el hombre, y apartó un poco la mirada.
—¿No está Joan?
—No.
Pierre miró el reloj sobre la puerta y frunció el ceño. Entonces se le ocurrió una
cosa.
—Por cierto, señor, hace un par de meses me encontré con alguien a quien puede
que conozca… un tal señor Meyer.
—¿Jacob Meyer? Ese usurero mierdecilla… No es amigo mío.
Desde luego, aquello sonaba como un comentario antisemita, el tipo de frase que
usaría un nazi sin pensar… a menos, claro, que Jacob Meyer fuese precisamente un
usurero mierdecilla.
—Uh… no. Se llamaba Avi Meyer.
Klimus negó con la cabeza.
—Nunca he oído hablar de él.
Pierre parpadeó.
—Más o menos así de alto —dijo poniéndose la mano al la altura de la nuez—.
Con cejas muy pobladas y cara de bulldog.
—No.
Pierre volvió a mirar el reloj.
—Hace tres horas que Joan debería estar aquí.
Klimus abrió un sobre con el dedo.
—¿No sabe si tenía algo que hacer en otro sitio?
El viejo se encogió de hombros.

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—Es diabética, y vive sola.
Klimus estaba leyendo la carta que había sacado del sobre. No contestó.
—¿Tenemos su número de teléfono? —preguntó Pierre.
—Supongo que sí, en algún sitio. Pero no tengo ni idea de dónde.
Pierre miró a su alrededor en busca de una guía telefónica. Encontró una en el
estante inferior de una estantería baja tras el escritorio de Joan y empezó a pasar
hojas.
—No hay ninguna J. Dawson.
—Puede que esté todavía a nombre de su difunto marido —dijo Klimus.
—¿Qué era?
Klimus hizo ondear la carta que estaba sosteniendo.
—Bud, creo.
—Tampoco hay ningún B. Dawson.
El viejo hizo un áspero ruido con la garganta.
—En realidad, Bud no es un nombre. Nadie se llama así.
—¿Es un diminutivo? ¿Para qué nombre?
—William, generalmente.
—Hay un W. P. Dawson en Delbert.
Klimus no contestó. Pierre marcó el número y le atendió un contestador
automático.
—Es un contestador —dijo—, pero es la voz de Joan, y… Hola Joan, soy Pierre
Tardivel, del LLB. Llamo para ver si estás bien. Es casi la una, y estamos un poco
preocupados por ti. Si estás ahí, ¿puedes coger el teléfono? —Esperó unos treinta
segundos, y colgó. Se mordió el labio—. Delbert. Eso no está demasiado lejos,
¿verdad?
Klimus hizo un gesto de negación.
—Unos ocho kilómetros.
Pierre volvió a mirar el reloj. Una anciana diabética, viviendo sola. Si sufría una
reacción de insulina…
—Creo que voy a pasarme por allí.
Klimus no dijo nada.
Pierre abrió la entrada de coches de Joan. Algo iba mal: la luz del porche estaba
encendida, aunque ya había llegado la tarde. Anduvo hasta la puerta delantera, había
un periódico matutino, el San Francisco Chronicle, sobre el felpudo. Pierre pulsó el
timbre y esperó dando golpecitos con el pie. Nada. Lo intentó de nuevo. Ninguna
respuesta.
Pierre exhaló ruidosamente, inseguro de qué hacer. Echó una mirada a su
alrededor. Había varias piedras grandes en el pequeño arriate de flores frente a la
casa. Las levantó una por una, esperando encontrar una llave, pero no vio más que

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una gran salamandra gris, otra cosa de Berkeley a la que todavía tenía que
acostumbrarse. Sopesó la piedra más grande, pensando en usarla para romper el
cristal de la puerta, pero no quería exagerar…
Anduvo por el ancho tramo de césped entre la casa de Joan y la de al lado, muy
preocupado. Había una pequeña cerca de madera, cubierta en su mayor parte de
pintura blanca descascarillada, entre el patio delantero y la parte de atrás. Parte de la
cerca era una puerta, y Pierre movió la oxidada manilla, la hizo girar y entró en el
patio trasero, ocupado en su mayoría por bien atendidos cultivos de hortalizas. La
parte trasera de la casa tenía pequeñas ventanas, y una puerta corrediza de cristal que
dominaba el patio. Se acercó a la primera ventana y apretó la cara contra cristal,
cubriéndose con las manos para evitar el reflejo del cielo. Nada. Sólo una pequeña
habitación empapelada con un televisor y un sillón tapizado en pana.
Probó en la segunda ventana. La cocina. Joan tenía todos los aparatos
concebibles: triturador de basura, licuadora, batidora, horno de pan, dos microondas,
y más.
Miró por la puerta de cristal, y…
Santo Dios…
Joan estaba al otro lado, la cara vuelta hacia él y los ojos todavía abiertos. Bajo
ella se extendía un charco oscuro de más de un metro de diámetro; su forma era
irregular en la alfombra, pero había llenado el área despejada frente a la chimenea.
Pierre sintió que el desayuno subía por su garganta. Corrió de vuelta a su coche,
condujo hasta encontrar un teléfono público en un 7-Eleven, y marcó el 9-1-1.
Pierre esperaba sentado en el porche de Joan, con la barbilla sobre los brazos. Un
coche de policía de Berkeley se detuvo junto a la acera. Pierre alzó la mirada,
poniéndose una mano en la frente a modo de visera, y guiñó para distinguir las
figuras uniformadas que se acercaban contra el resplandor del sol de la tarde: un
negro corpulento y una esbelta mujer blanca.
—Señor Tardivel, ¿no? —dijo el policía, quitándose unas gafas de sol y
guardándolas en el bolsillo de su chaqueta.
Él se puso en pie.
—¿Oficial…?
—Munroe. Y Granatstein. —Añadió haciendo un gesto hacia su compañera.
—Claro —respondió Pierre, saludándoles con un gesto de la cabeza—. Hola.
—Vamos a verlo —dijo Munroe. Pierre los guio por el camino entre las casas, a
través de la cerca, que había dejado abierta, y hasta el patio trasero. Munroe había
sacado su porra por si tenía que romper una ventana, pero al llegar a la puerta vio que
la cerradura estaba forzada—. ¿Ha entrado?
—No.
Munroe pasó y examinó rápidamente el cuerpo. Mientras tanto, Granatstein

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empezó a buscar por el patio cualquier cosa que el asaltante pudiese haber dejado
caer al huir. El policía salió al exterior y sacó un pequeño cuaderno de notas, con una
espiral de alambre en la parte superior. Buscó una página en blanco.
—¿A qué hora llegó usted?
—A las trece quince —dijo Pierre—. O sea, a la una y cuarto.
—¿Está seguro?
—Miro mucho mi reloj.
—¿Y ella estaba muerta ya?
—Por supuesto…
—¿Había estado aquí alguna vez?
—No.
—¿Y por qué vino hoy?
—No se había presentado en el trabajo. Pensé que debía comprobar si le pasaba
algo.
—¿Por qué? ¿Qué le importaba a usted?
—Es una amiga. Y es diabética. Pensé que podía estar sufriendo una reacción de
insulina.
—¿Qué estaba haciendo usted por la parte de atrás de la casa?
—Bueno, ella no contestaba, así que…
—¿Así que se puso a fisgar?
—Yo…
—El cuchillo ha desaparecido, pero a juzgar por el corte, es muy similar al que
mató a Chuck Hanratty.
—Espere un momento —dijo Pierre.
—Y usted está presente en ambas escenas…
—Espere un jodido momento…
—Creo que debería venir con nosotros y hacer otra declaración.
—Yo no lo hice. Ya estaba muerta cuando la encontré. Mírela; debe de llevar
horas muerta.
La larga ceja única de Munroe se abultó en el centro.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Estoy doctorado en biología molecular; sé cuánto tarda la sangre en ponerse tan
negra.
—Otra coincidencia, ¿no?
—Sí. Sí.
—¿Dice que trabajaban juntos?
—Así es. En el Centro Genoma Humano, Laboratorio Nacional Lawrence
Berkeley.
—Alguien intentó matarle, y ahora, cuatro meses después, alguien la mata a ella.

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¿Es eso?
—Supongo.
Munroe parecía escéptico.
—Tendrá que esperar a que llegue el forense; después vendrá con nosotros.
Pierre estaba sentado en una silla de madera, en una pequeña sala de
interrogatorios en la comisaría de Berkeley. El cuarto olía a sudor; Pierre también
podía oler el café del oficial Munroe. Las luces del techo eran fluorescentes, y una
parpadeaba un poco, dándole dolor de cabeza.
La puerta metálica tenía un pequeño ventanuco. Pierre vio un destello de pelo
rubio, la puerta se abrió y…
—¡Molly!
—Pierre, yo…
—Hola, señora Tardivel —dijo Munroe, poniéndose entre ellos—. Gracias por
venir. —Hizo un gesto con la cabeza al sargento que había escoltado a Molly hasta
allí.
Que Molly no corrigiese automáticamente al policía sobre su nombre era una
señal de lo preocupada que estaba.
—¿Qué pasa?
—¿Estuvo usted con su marido anoche entre las cinco y las siete? —El análisis
preliminar del forense sugería que Joan Dawson había muerto en algún momento de
aquel período.
Molly llevaba una sudadera naranja y pantalones vaqueros.
—Sí. Salimos a cenar.
—¿Dónde?
—Chez Panisse.
La ceja de Munroe se elevó hacia la frente al oír el nombre del caro restaurante.
—¿Celebraban algo?
—Acabábamos de enterarnos de que vamos a tener un hijo. Mire, ¿qué es lo
que…?
—¿Y estuvieron allí desde las cinco?
—Sí. Tuvimos que ir pronto para conseguir mesa sin una reserva. Docenas de
personas nos vieron.
Munroe frunció los labios, pensativo.
—De acuerdo, de acuerdo. Déjenme hacer una llamada. —Salió de la habitación,
y Molly corrió hacia Pierre, abrazándole.
—¿Qué demonios pasa?
—He estado en casa de Joan Dawson, y ha sido asesinada.
—¡Asesinada! —Los ojos de Molly estaban muy abiertos.
Pierre asintió.

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—Asesinada… —repitió Molly, como si la palabra fuera tan extranjera como las
frases en francés que a veces se le escapaban a Pierre—. ¿Y sospechan de ti? Es una
locura.
—Ya lo sé, pero…
—¿Qué estabas haciendo en casa de Joan?
Le contó lo sucedido.
—Dios, es horrible. Ella era tan…
Munroe volvió a entrar en el cuarto.
—De acuerdo. Es una suerte que tenga usted ese acento, señor Tardivel. Todo el
mundo en Chez Panisse les recordaba. Puede irse, pero…
Pierre hizo un sonido exasperado.
—¿Pero qué? ¿No acaba de decir que puedo irme?
Munroe alzó su mano carnosa.
—Sí, sí. Todo está conforme. Sólo iba a decirle que tuviese cuidado. Quizá sea
sólo una coincidencia, pero…
Pierre asintió torvamente.
—Sí. Gracias.
Salieron de la comisaría. Molly había tomado un taxi, y subieron al Toyota de
Pierre, que estaba sofocantemente caliente después de haber pasado dos horas al sol
en el aparcamiento de la policía. Mientras volvían a la universidad, Pierre le preguntó
qué bibliotecas del campus podían tener People o Time.
—La Doe, probablemente… en el cuarto piso. ¿Por qué?
—Ya lo verás.
Se dirigieron allí. Pierre se negó a decirle a su esposa qué buscaba, y procuró
pensar en francés para que no pudiese leerle la mente. Un bibliotecario le dejó los
números que quería Pierre, y éste pasó las hojas rápidamente, asintiendo ante lo que
encontraba. Abrió un ejemplar de People sobre un escritorio, cogió algunas hojas de
papel (folletos sobre las multas por retraso de la biblioteca), y las usó para ocultar
toda la página excepto una pequeña fotografía: un retrato de 1942 de John
Demjanjuk.
—Muy bien —dijo señalando la foto—. Mira y dime si le reconoces.
Molly se inclinó y estudió la fotografía.
—No sé…
—Es una foto vieja, de 1942. ¿Le conoces?
—Eso es mucho tiempo, y… oh, ya lo veo. Es Burian Klimus, ¿verdad? Vaya,
debe de haberse operado las orejas.
Pierre suspiró.
—Vamos a dar un paseo. Tenemos que hablar de algo.
—¿No deberías avisar en el laboratorio de la muerte de Joan?

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—Más tarde. Esto no puede esperar.
—Esa fotografía no era de Burian Klimus —dijo Pierre cuando salieron de la
Biblioteca Doe y empezaron a andar hacia el sur. Era una hermosa tarde de otoño, y
el sol se deslizaba hacia el horizonte—. Es de un hombre llamado John Demjanjuk.
Se cruzaron con un grupo de estudiantes.
—Ese nombre me suena de algo —dijo Molly.
Pierre asintió.
—Ha salido unas cuantas veces en las noticias. Le juzgaron en Israel por ser Ivan
el Terrible, el operador de la cámara de gas en el campo de la muerte de Treblinka, en
Polonia.
—Sí, sí. Pero era inocente, ¿no?
—Así es. Un caso de identidad confundida. Otra persona que se parecía mucho a
Demjanjuk era el verdadero Ivan el Terrible. Y sigue vivo.
—Oh —dijo Molly—. Oh.
—Exacto: Burian Klimus se parece a Demjanjuk… al menos un poco.
—Pero eso no es razón suficiente para pensar que puede ser un criminal de
guerra.
Pierre miró hacia arriba. La estela de un avión había partido por la mitad el cielo
sin nubes.
—¿Recuerdas que te conté que un agente federal vino a verme después del ataque
de Chuck Hanratty? Bien, pues he descubierto que trabaja para la sección del
Departamento de Justicia que persigue a los nazis.
—Me cuesta creer que un hombre que ha ganado el Premio Nobel pueda ser tan
malo.
—En fin, no ganó el Nobel de la Paz. De todas formas, el encargado de las
cámaras de gas, Ivan Marchenko, había sido un prisionero de guerra antes de
presentarse voluntario con los nazis. ¿Quién sabe lo que hacía antes de la guerra, o
qué hizo después? ¿Quién sabe qué nivel de educación tenía?
—Pero un Premio Nobel…
—¿Sabes quién era William Shockley?
—Mmm… ¿el inventeur del transistor?
Pierre sonrió.
—Tramposa.
Molly se ruborizó un poco.
—Bueno, pues sí, Shockley inventó el transistor, y ganó el Premio Nobel por ello
en 1956. También era un racista fanático. Decía que los negros eran genéticamente
inferiores a los blancos, y que los únicos negros listos lo eran porque tenían algo de
sangre blanca. Defendía la esterilización de los pobres, así como la de cualquiera con
un CI inferior a la media. Créeme, he leído bastantes biografías de ganadores del

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Premio Nobel como para saber que no todos eran buenas personas.
—Pero si Klimus es ese Ivan Marchenko…
—Si es Marchenko, entonces… —Pierre miró hacia el estómago de su mujer—.
Entonces el niño es de Marchenko.
—Oh, mierda… ni siquiera se me había ocurrido. —Ella bajó la mirada—. Pienso
en él como tu hijo…
Pierre sonrió.
—Yo también. Pero si es el hijo de Ivan el Terrible, puede… puede que no
queramos continuar con el embarazo.
Habían llegado a la plaza interior de Sather Gate. Pierre se movió hacia uno de
los bancos. Los dos se sentaron, y él le rodeó los hombros con el brazo.
Ella le miró.
—Ya sé que sólo hace un día que sabemos con seguridad que estoy embarazada,
pero yo me he sentido embarazada desde la implantación. Y lo había esperado tanto
tiempo…
Pierre le acarició el brazo.
—Podríamos intentarlo de nuevo, ir a una clínica normal.
Molly cerró los ojos.
—Es mucho dinero. Y tuvimos suerte de que la implantación funcionase a la
primera.
—Pero si el niño es de Marchenko…
Molly miró a su alrededor. La gente caminaba en todas las direcciones. Algunas
palomas estaban contoneándose a unos pocos metros.
—Sabes que te quiero, Pierre, y admiro el trabajo que haces como genetista. Y sé
que los genetistas piensan «de tal palo, tal astilla». Pero sabes cuál es mi
especialidad: la psicología del comportamiento, como la enseñaba el buen y viejo
B.F. Skinner. Creo sinceramente que no importa quiénes sean los padres biológicos,
mientras el niño tenga un padre cariñoso y una madre que le cuide.
Pierre pensó en ello. Habían discutido el tema algunas veces durante sus largos
paseos, pero nunca había esperado que se convirtiese en algo más que un debate
intelectual. Pero ahora…
—Tú podrías saberlo con certeza. Podrías leer la mente de Klimus.
Molly se encogió de hombros.
—Lo intentaré, pero sabes que no puedo escudriñar en su mente. Tiene que estar
pensando (en inglés, y de forma articulada) sobre el tema. Eso es todo lo que puedo
leer, no lo olvides. Podríamos intentar manipular la conversación para que sus
pensamientos se volviesen hacia su pasado nazi, pero a menos que formule una frase,
no podré leerlo. —Cogió la mano de Pierre y la puso sobre su estómago—. Pero
aunque Klimus sea un monstruo, este niño es nuestro.

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Era la última hora de la tarde en la Costa Oeste, y en Washington debía de haber
anochecido. Pierre se abrió camino por el sistema de buzones de voz del
Departamento de Justicia hasta llegar al que buscaba.
—Aquí el agente Avi Meyer. Estaré en Lexington, Kentucky, hasta el lunes 8 de
octubre, pero compruebo mi buzón de voz con frecuencia. Por favor, deje su mensaje
al oír la señal.
¡Beeep!
—Señor Meyer, soy el doctor Pierre Tardivel, del Laboratorio Nacional Lawrence
Berkeley… ¿Me recuerda? Mire, una mujer de nuestro personal fue asesinada
anoche. Necesito hablar con usted. Llámeme aquí o a mi casa. El número es el…

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CAPÍTULO 24
El funeral de Joan Dawson se celebró dos días después en una iglesia episcopaliana.
Pierre y Molly asistieron. Mientras esperaban a que empezase el servicio, Pierre se
encontró luchando para contener las lágrimas; Joan había sido siempre tan amable,
tan amistosa, tan servicial…
Burian Klimus llegó a la iglesia. No parecía correcto aprovechar una ocasión tan
solemne, pero Molly no tenía muchas oportunidades de verle. Cuando el anciano se
sentó en un banco al fondo, ellos se pusieron a su lado, con Molly junto a él.
—Es una pena —dijo ella en voz baja.
Klimus asintió.
—Pero qué vida tuvo. Alguien me ha dicho que Joan nació en 1929. No puedo
imaginar lo aterrador que debió de ser para una niña de diez años ver cómo el mundo
iba a la guerra.
—No más difícil que para un hombre de veintiocho años —dijo secamente
Klimus.
—Perdone —contestó Molly—. ¿Dónde estuvo usted durante la guerra?
—En Ucrania, sobre todo. —Y Polonia.
—¿Estuvo usted en Polonia? —Klimus la miró—. La, bueno, la familia de mi
padre estuvo allí.
—Sí, durante un tiempo.
—Había un campo allí… Treblinka.
—Había varios campos.
—Unos lugares terribles. —Molly intentó otra aproximación—. «Burian»… ¿es
el equivalente ucraniano de «John»? Todos los idiomas parecen tener su versión de
ese nombre: «Jean» en francés, «Ivan» en ruso…
—No. En ucraniano, «John» también es «Ivan». —Klimus pareció embarazado
por un momento—. «Burian» significa en realidad «vive cerca de las hierbas».
—Oh, me encantan los nombres ucranianos. Son tan musicales. Klimus,
Marcynuk, Toronchuk, Mymryk… Marchenko.
Ivan Marchenko, pensó Klimus, formando espontáneamente el nombre.
—Sí, supongo que lo son.
—La guerra debió de ser terrible, y…
—No me gusta pensar en ello, y… oh, discúlpeme. Allí está el Decano Cowles;
tendría que ir a saludarle. —Klimus se levantó y se alejó de ellos.
Mientras circulaban hacia el cementerio, Pierre se volvió para mirar a su esposa.
—¿Qué tal? ¿Hubo suerte?
Molly se encogió de hombros.
—No sé qué decir. Desde luego, no pensaba nada como, «eh, en realidad soy Ivan

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el Terrible y maté a cientos de miles de personas». Tampoco es ninguna sorpresa,
mucha gente que ha hecho cosas terribles en el pasado ha elaborado complejos
mecanismos de defensa psicológica para impedir que los recuerdos afloren a su
mente. Eso sí, conoce el nombre «Ivan Marchenko»: enseguida unió las palabras en
su cabeza.
Pierre frunció el ceño.
—Bien, veré a Avi Meyer esta tarde. Puede que tenga respuestas concretas sobre
el pasado de Klimus.
Avi Meyer voló directamente a San Francisco desde Kentucky, donde había
estado investigando a algunos miembros octogenarios del KKK. Había acordado
reunirse con Pierre en Skates, en el paseo marítimo de Seawall Drive. El restaurante
daba a la Bahía, apoyado en unos pilares que no parecían lo bastante fuertes para
sostenerlo. Las gaviotas se posaban en el borde del tejado, intentando mantenerse a
pesar del viento. Era media tarde, y el cielo estaba oscurecido. Consiguieron una
mesa junto a uno de los ventanales, viendo San Francisco al otro lado de las aguas.
—Muy bien, agente Meyer —dijo Pierre en cuanto se sentaron—. Sé que es usted
una especie de cazador de nazis. También sé que fui atacado, y que mi amiga Joan
Dawson está muerta. Dígame cuál es la relación, y por qué está fisgando en el LNLB.
Avi sorbió su café. Miró más allá de las plantas colgantes, hacia el exterior. Un
avión de carga volaba a través de la Bahía, en dirección a Alameda.
—Vigilamos sistemáticamente los laboratorios genéticos de universidades y
corporaciones.
—¿Qué?
—También echamos una mirada a los departamentos de física, ciencias políticas,
y algunas otras áreas.
—¿Para qué?
—Son los sitios donde hay más posibilidad de que acabe un nazi. No hace falta
que le diga que siempre ha habido una cierta controversia acerca de la investigación
genética. Crear una raza superior, discriminación basada en la composición
genética…
—¡Oh, venga!
—Usted mismo mencionó a Felix Sousa…
—Él no pertenece al CGH; es sólo un profesor de bioquímica de la universidad, y
además…
—… y además está Philippe Rushton, en su Canadá natal, dándole un nuevo
significado a lo del «Gran Norte Blanco».
—Rushton y Sousa son demasiado jóvenes para ser nazis.
—Las universidades están llenas de gente que se oculta de una cosa o de otra; en
Canadá, la mitad de sus profesores llegaron huyendo del reclutamiento para la guerra

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de Vietnam.
—Igual que su presidente, por amor de Dios.
Avi se encogió de hombros.
—¿Ha visto El extraño, la película de Orson Welles? Es sobre un nazi que trabaja
como profesor en un colegio americano. Podría contarle cien casos reales parecidos.
—Y por eso piensa que Burian Klimus es Ivan Marchenko.
La pequeña boca de Avi se quedó abierta.
—Es usted bueno —dijo por fin.
—Necesito saber si es cierto.
—¿Por qué tanto interés? He revisado sus expedientes de McGill y la Universidad
de Toron…
—¿Que ha hecho qué?
—No fue un activista universitario, ni pertenecía a ningún grupo de justicia
social. ¿Por qué le importa lo que pudo hacer Klimus hace medio siglo? Un
francófono de Montreal… ¿Por qué iba a preocuparse?
—Maldita sea, ya le dije que no soy antisemita. Puede que haya un problema con
eso en Québec, pero yo no soy parte de él. —Pierre intentó tranquilizarse—. Mire, he
visto fotos de Demjanjuk. Sé el aspecto que tenía en su juventud, y que se parecía a
Klimus.
Una camarera se acercó a ellos.
—Sprite —dijo Pierre. Ella asintió y se marchó.
—Klimus se parece todavía más a Marchenko que Demjanjuk —explicó Avi.
Pierre parpadeó.
—¿Tienen fotografías de Marchenko? —Ninguno de los artículos del banco de
datos mencionaba su existencia.
—Los israelíes tienen el expediente SS de Marchenko desde 1991. —Abrió su
maletín, sacó un sobre de papel manila, y extrajo dos hojas. La primera era una
fotocopia de un formulario de aspecto antiguo, con una pequeña foto de cabeza y
hombros en el ángulo superior izquierdo. La segunda era una ampliación de la foto:
mostraba a un hombre de unos treinta años, cara ancha (retorcida por un ceño cruel),
calvicie incipiente y orejas protuberantes.
Las cejas de Pierre se elevaron.
—Puede ver que se parece a Demjanjuk.
Avi frunció el entrecejo tristemente.
—Dígame.
Pierre estudió las fotocopias.
—¿Es Burian Klimus? —preguntó Avi, dando golpecitos en la foto ampliada.
—Las orejas son distintas.
—Las de Klimus no sobresalen. Pero es bastante fácil de arreglar.

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Pierre asintió y volvió a mirar la foto.
—Sí. Sí, podría ser Klimus.
—Es lo que pensé yo al ver la foto de Klimus en People, cuando le nombraron
director del Centro Genoma Humano. Si es Marchenko, no tiene usted idea de la
clase de monstruo que era. No sólo gaseaba a la gente: la torturaba, la violaba. Le
gustaba cortar los pezones a las mujeres.
Pierre hizo una mueca.
—¿Pero aparte del parecido, tiene alguna prueba de que Klimus sea Marchenko?
—Es un genetista.
—Eso no es un crimen. —El tono de Pierre fue cortante.
—Y nació en el mismo pueblo de Ucrania que Ivan Marchenko… y el mismo
año, 1911.
—¿De veras?
—Uh-huh. Y también está lo que le ocurrió a usted. Su ataque fue la primera
conexión directa entre el movimiento nazi y la tarea genética que se realiza en el
laboratorio.
—Pero Chuck Hanratty era un neonazi.
—Cierto. Pero muchos grupos neonazis fueron fundados por auténticos nazis de
la Segunda Guerra Mundial. ¿Sabe cómo se llama el fundador del Reich Milenario?
—No.
—En los documentos incautados por la policía de San Francisco, aparece con el
nombre en clave de Grozny.
El estómago de Pierre dio un vuelco. Alguien llamado Grozny le había encargado
que te matase, le había dicho Molly tras leer la mente de Hanratty.
—Grozny —repitió—. ¿Qué significa?
—Ivan Grozny es como se dice en ruso Ivan el Terrible. Así llamaban los
prisioneros de Treblinka a Ivan Marchenko.
Pierre se sentía confuso.
—Pero es una locura. ¿Qué podría tener Grozny contra mí?
La camarera apareció con el Sprite de Pierre.
—Es una buena pregunta.
—¿Y qué hay de Joan Dawson? ¿Por qué iba a querer matarla Klimus?
Avi meneó la cabeza.
—No tengo ni idea. Pero si fuese usted, vigilaría mi espalda.
Pierre frunció el ceño y contempló las olas de la Bahía.
—Es el segundo que me lo dice últimamente. —Tomó un sorbo de su bebida—.
¿Y qué hacemos ahora?
—No hay nada que podamos hacer, al menos hasta tener alguna prueba sólida.
Pero estos casos no se resuelven de la noche a la mañana: si Klimus es Marchenko,

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ha evitado ser descubierto durante más de cincuenta años. Tenga los ojos bien
abiertos y avíseme de todo lo que descubra.

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CAPÍTULO 25
Siete meses después

—Gracias por recibirme —dijo Pierre, manteniendo las manos firmes a base de
aferrar el borde del escritorio. Aunque aún se sentía como si no perteneciera allí, ya
no podía negar la verdad: estaba manifestando síntomas de la enfermedad de
Huntington. La reunión del grupo de apoyo se celebraba en un aula de instituto del
distrito de Richmond de San Francisco, a medio camino entre Presidio y el Golden
Gate Park.
La cabeza de Carl Berringer osciló hacia delante y hacia atrás, y pasaron unos
momentos hasta que pudo contestar. Pero cuando lo hizo, sus palabras estaban llenas
de calor.
—Nos alegramos de que hayas venido. ¿Qué te parece la oradora? —Berringer
era un hombre de pelo blanco, piel pálida y ojos azules, que aparentaba unos cuarenta
y cinco años. La oradora invitada había hablado de cómo afrontar la forma juvenil de
la enfermedad.
—Estupenda —dijo Pierre, que se había desentendido de la charla y había
dedicado el tiempo a mirar subrepticiamente a los demás, muchos de los cuales
estaban en fases posteriores de la enfermedad. Después de todo, aparte de su padre
Henry Spade, Pierre nunca había visto a nadie con un Huntington avanzado de cerca.
Observó su dolor, su sufrimiento, las caras contorsionadas, la incapacidad para hablar
claramente, la tortura de algo tan simple como intentar tragar, y llegó el pensamiento
de que quizá algunos de ellos estarían mejor muertos. Era horrible pensar aquello, lo
sabía, pero…
… pero ahí, porque no hay gracia de Dios, voy yo. La condición de Pierre
empeoraba progresivamente; ya había roto montones de vasos y probetas. Pero sólo
quienes le conocían bien sospechaban que le ocurriese algo serio. Sólo una tendencia
a las manos temblonas, ocasionales tics faciales, ligeros errores al hablar…
—Trabajas en el LLB, ¿verdad? —preguntó Carl, su cabeza moviéndose todavía.
—En realidad, ahora es el LNLB. Agregaron la palabra Nacional hace casi un
año.
—Hace un par de años vino un tipo del laboratorio a darnos una charla. Un
grandullón viejo y calvo. No recuerdo su nombre, pero había ganado el Premio
Nobel.
Pierre enarcó las cejas.
—¿Burian Klimus?
—Eso es. Chico, tuvimos suerte de conseguirlo. Todo lo que podemos ofrecer a

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los oradores es una taza de la Asociación. Pero acababa de entrar en el Lawrence
Berkeley, y la universidad estaba mandándole a dar charlas. —Las manos de Carl
habían empezado a moverse, como si estuviese haciendo ejercicios de flexión de
dedos. Pierre intentó no mirarlo fijamente—. De todas formas, estoy contento de que
hayas venido. Espero verte mucho por aquí. A todos nos viene bien algo de apoyo.
Pierre asintió. No estaba seguro de si le alegraba haber cedido finalmente e ido
allí: parecía un recordatorio innecesariamente gráfico de lo que le aguardaba en el
futuro. Echó una mirada a su alrededor. Molly, enormemente embarazada, estaba
apartada en un rincón sorbiendo agua mineral en compañía de una mujer de edad
mediana, al parecer una cuidadora. Sin duda estaba escuchando lo que se le
avecinaba.
Los casos realmente temidos ni siquiera estaban allí; estarían en cama en sus
casas o en un hospital. Pierre contó a dieciocho personas: siete eran obvios enfermos
de Huntington, siete más eran sus cuidadores, y quedaban cuatro de estado por
determinar. Podían ser enfermos a quienes se había diagnosticado el gen de
Huntington recientemente, o cuidadores de pacientes demasiado enfermos para
asistir.
—¿Es la asistencia normal?
La cabeza de Berringer todavía estaba dando tirones, y su brazo derecho había
empezado a moverse adelante y atrás, como si estuviese caminando.
—Últimamente sí. Perdimos cinco miembros el año pasado.
Pierre miró al suelo. La enfermedad era terminal; era una realidad inquebrantable.
—Lo siento.
—Lo esperábamos en algunos de ellos. Sally Banas, por ejemplo. De hecho,
había aguantado más de los que pensábamos que haría. —Los movimientos de cabeza
de Berringer le distraían; Pierre luchó contra la irritación creciente—. Otro fue un
suicidio. Un hombre joven, sólo había venido a un par de encuentros. Se lo acababan
de diagnosticar. Ya sabes cómo es eso.
Pierre asintió. Y tanto que lo sabía.
—Pero los otros tres… —Berringer había alargado la mano izquierda para
cogerse la derecha—. El mundo es un lugar loco, Pierre. Quizá no sea tan malo en
Canadá, pero aquí…
—¿Qué pasó?
—Bueno, todos eran miembros bastante nuevos, que apenas habían empezado a
manifestar la enfermedad. Les quedaban años por delante. Uno de ellos, Peter
Mansbridge, murió de un disparo. Otros dos fueron acuchillados, con seis meses de
diferencia. Parece que fueron atracos.
—Dios —dijo Pierre. ¿Qué había hecho trasladándose allí? Le habían atacado,
Joan Dawson había sido asesinada, y a cada paso se encontraba con más crímenes

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violentos.
Berringer intentó menear la cabeza, pero el gesto quedó semioculto por los
tirones.
—No pido piedad, —dijo despacio— pero pensarías que quien nos viera
movernos como lo hacemos nos dejaría en paz, en vez de matarnos por los pocos
dólares que podamos llevar en la cartera.

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CAPÍTULO 26
Por fin llegó el gran día. Pierre llevó a Molly al hospital Alta Bates en Colby Street.
En el maletero del Toyota había desde dos semanas atrás una maleta con ropa para
ella y una cámara de vídeo… un inesperado regalo de Burian Klimus, que había
insistido en que grabar los nacimientos en vídeo era lo más moderno.
Alta Bates tenía magníficas salas de parto, más parecidas a suites de hotel que a
instalaciones hospitalarias. Pierre tenía que admitir que en los hospitales públicos de
Canadá se echaba en falta algo de lujo, pero allí… demonios, daba gracias a que el
seguro de Molly cubriese los gastos.
Pierre se sentó en una silla acolchada, contemplando a su mujer y su hija recién
nacida.
Una enfermera negra de mediana edad llegó para comprobar su estado.
—¿Han elegido nombre?
Molly miró a Pierre para asegurarse de que estaba conforme con la elección. Él
asintió.
—Amanda. Amanda Hélène.
—Un nombre inglés y uno francés —dijo Pierre, sonriendo a la enfermera.
—Los dos son muy bonitos.
—Amanda quiere decir «digna de ser amada» —explicó Molly. Alguien dio un
golpe para llamar a la puerta, abriéndola a continuación.
—¿Puedo pasar?
—¡Burian!
—Doctor Klimus —dijo Pierre, un poco sorprendido—. Qué amable por su parte.
—No es nada, no es nada —contestó el hombre, entrando en la habitación.
—Les dejaré solos —dijo la enfermera con una sonrisa mientras salía.
—¿El parto fue bien? ¿Sin complicaciones?
—Estupendamente. Agotador, pero muy bien —dijo Molly.
—¿Lo grabó en vídeo?
Pierre asintió.
—¿Y el bebé es normal?
—Perfecto.
—¿Niño o niña? —Pierre sintió alzarse sus cejas: por lo general, aquella era la
primera pregunta, no la cuarta.
—Una niña —contestó Molly.
Klimus se acercó para verla.
—Una buena mata de pelo —dijo pasándose la mano por su propia bola de billar,
pero sin hacer más comentarios sobre la paternidad—. ¿Cuánto pesa?
—Tres kilos y medio.

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—¿Y cuánto mide?
—Cuarenta y tres centímetros.
—Muy bien.
Molly se llevó discretamente a Amanda al pecho, oculto en su mayor parte por la
bata de hospital. Entonces levantó la mirada.
—Quiero darle las gracias, Burian. Los dos queremos hacerlo, por todo lo que ha
hecho por nosotros. No sabe cómo se lo agradecemos.
—Oui —dijo Pierre, todos sus temores disipados. Su hija era un ángel, ¿cómo iba
a tener los genes de un demonio?—. Mille fois merci.
El anciano asintió y apartó la mirada.
—No fue nada.
Je ne suis pas fou, pensó Pierre un mes después. No estoy loco.
Pero el desplazamiento había desaparecido. Él había querido hacer más estudios
de la secuencia de ADN que producía el extraño neurotransmisor asociado con la
telepatía de Molly. Había usado una enzima de restricción para cortar el tramo de
cromosoma trece que codificaba su síntesis. Hasta ahí, todo bien. Entonces, para
disponer de un suministro ilimitado de material genético, preparó una amplificación
de RCP, la reacción en cadena de polimerasa que seguiría reproduciendo ese
segmento de ADN una y otra vez. Sin necesitar nada más que un tubo de ensayo
conteniendo el espécimen, un termociclo y unos reactivos, la RCP podía producir
cien mil millones de copias de una molécula de ADN en una tarde. Y ahora tenía
miles de millones de copias… pero, aunque las copias eran idénticas entre sí, no eran
como el original. La base de timina que se había introducido en el código genético de
Molly, causando el desplazamiento, no estaba presente en las copias. En el punto
clave, los cortes de ADN producidos por RCP eran CAT CAG GGT GTC CAT. Como
los de Pierre y los de cualquiera.
¿Habría metido la pata? ¿Y si había leído mal la secuencia de nucleótidos en la
muestra original de ADN de Molly que había extraído de su sangre meses atrás?
Hurgó en su cajón hasta encontrar la placa original. No había error: la timina intrusa
estaba allí.
Pasó por el largo proceso de hacer otra placa original del ADN original de Molly.
Justo, ahí estaba la timina, cambiando el esquema de CAT CAG GGT GTC CAT a
TCA TCA GGG TGT CCA.
La RCP era un simple procedimiento químico: no sabía si la timina debía estar
allí o no. Se suponía que tenía que reproducir fielmente la secuencia.
Pero no lo había hecho. O (o algo en el proceso de reproducción del ADN) había
corregido la secuencia, volviéndola a poner como debía estar.
Pierre meneó la cabeza, asombrado.
—Buenos días, doctor Klimus —dijo Pierre entrando en la oficina para recoger su

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correo.
—Tardivel. ¿Cómo está el bebé?
—Muy bien, señor. Estupendamente.
—¿Tiene todavía todo ese pelo?
—Oh, sí. —Pierre sonrió—. De hecho, hasta tiene la espalda peluda. Ni siquiera
yo la tengo así. Pero el pediatra dice que no es raro, y que desaparecerá en cuanto sus
hormonas se equilibren.
—¿Es inteligente?
—Eso me parece.
—¿Bien ajustada?
—Para tener un mes es bastante callada, y en cierto modo es mejor así. Al menos
podemos dormir un poco.
—Me gustaría ir a su casa este fin de semana para ver a la niña.
Era un tanto presuntuoso, pensó Pierre… pero maldición, era su padre biológico.
Sintió un nudo en el estómago, y se maldijo por no haber previsto los problemas.
Pero era su jefe, y su beca tenía que ser renovada.
—Oh… claro —dijo. Esperó que Klimus percibiese su falta de entusiasmo y no
insistiese en ello. Cogió su correo del casillero.
—Entonces quizá vaya a cenar el domingo. ¿Qué tal a las seis? Convirtámoslo en
una velada.
El corazón de Pierre se hundió. Pensó en algo que dijo Einstein una vez: «a veces
se paga mucho por las cosas gratis».
—Claro —dijo resignándose—. ¿Por qué no?
El viejo asintió sin más comentarios y volvió a su correo. Pierre se quedó quieto
por un momento, hasta que, comprendiendo que habían terminado con él, cogió sus
cartas y se dirigió de vuelta al laboratorio.

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CAPÍTULO 27
Burian Klimus se sentó en el salón de Pierre y Molly. No parecía caerle bien a
Amanda, pero tampoco hizo ningún intento de sostenerla o decirle cosas. Aquello
molestó a Pierre: al fin y al cabo, el viejo había querido ver a la niña. Pero en vez de
jugar con ella, se limitó a seguir preguntando cosas sobre sus hábitos de alimentación
y sueño, mientras (para sorpresa de Pierre) tomaba notas en cirílico en un cuadernito
de bolsillo.
Por fin llegó la hora de la cena. Habían acordado que, aunque le tocaba cocinar a
Pierre, probablemente la velada saldría mejor con algo más elaborado que perritos
calientes o platos precocinados. Molly preparó pollo a la Kiev (Klimus era ucraniano,
después de todo), patatas al gratén y coles de Bruselas. Pierre abrió una botella de
liebfraumilch como acompañamiento, y los tres adultos se sentaron a la mesa,
dejando a Amanda, a la que Molly ya había dado el pecho, dormitando en su cuna.
Pierre probó todo tipo de temas adecuados para una conversación, pero Klimus no
seguía ninguno de ellos, así que acabó preguntándole en qué trabajaba ahora.
—Bueno, ya sabe que últimamente paso mucho tiempo en el Instituto de los
Orígenes Humanos —el IOH también estaba en Berkeley; su director era Donald
Johanson, descubridor de la famosa Australopithecus afarensis conocida como Lucy
—. Espero hacer progresos con el ADN de la Triste Hannah para resolver la cuestión
de la procedencia de África.
—Gran película* —dijo Molly en tono ligero, intentando evitar que la
conversación girase en torno al trabajo—. Meryl Streep lo hacía muy bien.
Klimus enarcó una ceja.
—Sé que Pierre está al tanto del asunto de Hannah. Pero ¿y usted, Molly?
Ella meneó la cabeza. Klimus le habló de su logro al extraer ADN intacto de los
huesos de la Neanderthal de Israel, y después hizo una pausa para reconfortarse con
otro sorbo de vino. Pierre se levantó para abrir una segunda botella.
—Bien —explicó Klimus. Hay dos modelos enfrentados por el origen de los
humanos modernos. Uno es el que conocemos como la procedencia de África; el otro
es la hipótesis multiregional. Ambas coinciden en que el Homo erectus empezó a
extenderse de África a Eurasia hace 1,8 millones de años: el hombre de Java, el de
Pekín, el de Heidelberg, son todos especímenes de erectus. Pero la hipótesis de la
procedencia de África dice que el hombre moderno, el Homo sapiens, que puede o no
incluir a los Neanderthal como subgrupo, evolucionó en el este de África, pero no se
extendió hasta una segunda migración hace cien o doscientos mil años. Los
defensores de esta teoría dicen que cuando esta segunda oleada se encontró con
grupos erectus en Asia y Europa, los derrotó, dejando al Homo sapiens como la única
especie existente de la humanidad.

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Hizo una pausa el tiempo suficiente para que Pierre le sirviese otro vaso de vino.
—La hipótesis multiregional es bastante distinta: dice que todos esos grupos
erectus evolucionaron, llegando independientemente al hombre moderno. Eso
explicaría la presencia simultánea del Homo sapiens en fósiles de toda Eurasia.
—Pero —dijo Molly, intrigada a su pesar— si tienes poblaciones aisladas,
acabarás con especies distintas evolucionando en cada lugar, como en las Islas
Galápagos. —Se levantó para empezar a fregar los cacharros.
Klimus le dio su plato.
—Los partidarios de esta idea dicen que hubo numerosos cruces entre las diversas
poblaciones, posibilitando así un desarrollo similar.
—¿Cruces desde Francia hasta Indonesia? —preguntó Molly, desapareciendo en
la cocina por un momento—. Y yo que creí que mi hermana se lo montaba bien…
Pierre se rio, pero Molly meneaba la cabeza al volver.
—No sé. Esa teoría multiregional me suena más a ejercicio de corrección política
que a verdadera ciencia… un intento de evitar la cuestión quién-evolucionó-primero
y decir «eh, todos lo hicimos juntos».
Klimus asintió.
—Por lo general, estaría de acuerdo. Pero hay excelentes secuencias de cráneos
todo el camino desde el Homo erectus pasando por el de Neanderthal hasta llegar a
humanos modernos en Java y China. Parece que hubo una evolución independiente
hacia el Homo sapiens al menos en esas ocasiones, y probablemente también en otras
partes.
—Pero eso es evolutivamente absurdo —dijo Molly—. El modelo clásico de
evolución dice que, a través de la mutación, un individuo adquiere una ventaja para la
supervivencia, y que sus descendientes, gracias a esa ventaja, se imponen a todos los
demás y acaban creando una nueva especie.
Pierre se levantó para ayudar a Molly a servir el postre, una mousse de chocolate
que había hecho ella misma.
—Siempre he tenido un problema con ese método —dijo—. Pensemos en ello:
significa que, en unas pocas generaciones, toda la población descenderá de ese
afortunado mutante. Eso da como resultado una reserva genética muy reducida y
tiende a concentrar los trastornos genéticos recesivos. —Le dio un cuenco de cristal a
Klimus y volvió a sentarse—. Es como la Reina Victoria, que tenía el gen de la
hemofilia: sus descendientes se mezclaron con las casas reales de Europa,
devastándolas. Suponer que poblaciones enteras descienden de un único padre cada
vez que se da una ventaja a causa de una mutación haría la vida extraordinariamente
precaria. Si el mutante no muriese por accidente, él y los suyos lo harían
posiblemente a causa de las enfermedades genéticas. —Probó la mousse y asintió,
impresionado—. Pero si la evolución pudiese, de alguna forma, ocurrir

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simultáneamente en poblaciones dispersas, como sugiere la hipótesis multiregional…
Bueno, supongo que eso evitaría el problema. No se me ocurre ningún mecanismo
que lo permitiese, aunque…
Amanda empezó a llorar. Pierre se levantó de inmediato y corrió hacia ella,
abrazándola contra su hombro y meciéndola suavemente.
—Ea, ea, cariño. Ya está, no llores —sonrió a Klimus, al volver al comedor—. Lo
siento.
—No pasa nada, no pasa nada —Klimus sacó su cuaderno y apuntó algo.

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CAPÍTULO 28
Seis semanas después

—Mira a Mamá, cariño. Venga, mira a Mamá. Buena chica. Ahora, Papá va a
pincharte en el brazo. Sólo te dolerá un poquito, y se te pasará enseguida. ¿De
acuerdo, tesoro? Aquí está mi dedo, dale un buen apretón. Muy bien. Vamos allá. No,
no… no llores, mi amor. No llores, ya está. Todo va a ir bien, nena… Todo va a salir
estupendamente.
Pierre comprobó una pequeña muestra del ADN de Amanda. Su hija carecía de la
mutación por desplazamiento del cromosoma trece, por lo que probablemente no
sería telépata. Curiosamente, Molly parecía tener sentimientos encontrados sobre
ello, pero Pierre tenía que admitir que estaba aliviado.
El trabajo anterior de Pierre había demostrado que sólo uno de los dos
cromosomas 13 de Molly tenía el desplazamiento de la telepatía, lo que significaba
que Amanda había tenido sólo un cincuenta por ciento de posibilidades de heredarlo
de su madre (habiendo recibido uno de los cromosomas de Molly y otro de Klimus).
Así que no era raro que no hubiese heredado el gen, y sin embargo…
Sin embargo, durante la sencilla reproducción por RCP del ADN de Molly, el
desplazamiento había sido corregido, así que…
Así que era posible que Amanda, por suerte o por desgracia, hubiese recibido de
su madre el cromosoma 13 no desplazado, o…
O que ninguno de los óvulos de Molly contuviese el ADN mutado. ¿Habría sido
corregido de algún modo allí también, como en la repetición de RCP?
Obviamente, el desplazamiento no podía ser corregido cada vez que apareciese, o
habría quedado fijado cuando Molly se estaba desarrollando como un embrión. Pero
estaba siendo corregido ahora. Pierre tenía que saber si la corrección estaba presente
en los óvulos no fertilizados de Molly, o si la corrección sólo aparecía después de que
el óvulo hubiera sido fertilizado y empezase a dividirse.
Gracias a los tratamientos de hormonas previos a la fertilización, Molly había
desarrollado un gran número de óvulos en un mismo ciclo. Gwendolyn Bacon le
había extraído quince, pero ella había dicho a Klimus que intentara fertilizar sólo la
mitad de ellos, lo que significaba que siete u ocho de los óvulos no fertilizados de
Molly podían seguir allí en el edificio 74.
Después de telefonear a Molly para conseguir su permiso, Pierre dejó su propio
laboratorio y se encaminó al mismo quirófano donde se habían extraído los óvulos de
Molly hacía más de un año. Conocía a uno de los técnicos: era hincha de los San José
Sharks, y solían discutir sobre hockey. Pierre no tuvo ningún problema para que

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encontrase y le diese los óvulos fertilizados de Molly, siete de los cuales estaban
todavía conservados en frío.
Por supuesto, era posible que en una selección aleatoria de siete óvulos, todos
tuviesen el mismo cromosoma 13 materno, pero no era probable. Las posibilidades
eran las mismas que tenía una familia de que los siete hijos fuesen todos varones:
50% x 50% x 50% x 50% x 50% x 50% x 50%, es decir, el 0,078%. Una posibilidad
minúscula.
Pero había ocurrido. Ni uno de los óvulos tenía el desplazamiento.
A menos…
Que los dos cromosomas 13 de Molly difiriesen de otras maneras, claro. Pierre
empezó a comparar otros puntos en los cromosomas extraídos de los óvulos, y…
No. No todos los óvulos tenían el mismo cromosoma 13.
Cuatro de ellos habían recibido uno de los cromosomas 13 de Molly, el mismo
que, en ella, no tenía el desplazamiento.
Y tres habían recibido el otro cromosoma, el que, en el cuerpo de Molly, tenía la
mutación.
Pero, increíblemente, los desplazamientos habían sido corregidos en cada uno de
los óvulos…
Un mes después, Pierre y Molly fueron al Aeropuerto Internacional de San
Francisco. Pierre estaba a punto de conocer a su suegra y su cuñada. Amanda iba a
ser bautizada el día siguiente; aunque los Bond no eran católicos, la madre de Molly
había insistido en estar presente para ello, al menos.
—¡Allí están! —dijo Molly señalando a través de un mar de personas ocupadas
con sus maletas y carritos.
Pierre buscó entre la multitud. Había visto fotos de Barbara y Jessica Bond antes,
pero ninguna de las caras le llamaba la atención. Dos mujeres estaban agitando los
brazos al fondo, con una amplia sonrisa. Se abrieron paso a través de la pequeña
puerta de salida donde se apiñaba la multitud. Molly corrió a abrazar a madre, y
después de un momento de torpeza entre hermanas, también a Jessica.
—Mamá, Jess —dijo—. Éste es Pierre.
Hubo otro momento de vacilación; entonces la señora Bond se adelantó para
estrecharle entre sus brazos.
—Me alegro de conocerte por fin —dijo, con un mínimo matiz de reproche. No le
había gustado nada que Molly se casase sin siquiera invitarla.
—Es un placer para mí.
—Eh —dijo Jessica, con un tono de ligera provocación en su voz, intentando
aliviar la tensión que pudiese haber causado el comentario de su madre—. Nos habías
dicho que era francocanadiense, pero no que tuviese un acento tan seductor.
Molly soltó una risita, algo que Pierre no le había oído nunca. Ella y su hermana

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eran de nuevo adolescentes.
—Búscate tu propio inmigrante —dijo Molly, volviéndose hacia él—. Cariño,
ésta es Jessica.
Jessica extendió su mano, el dorso hacia arriba.
—Enchantée.
Pierre adoptó el papel que se le pedía, inclinándose y besando la mano de su
cuñada.
—C'est moi, qui est enchanté, mademoiselle —Jessica rio. Desde luego, era un
bombón. Molly le había dicho que había trabajado como modelo, y ahora podía ver
por qué. Era una versión más alta y llamativa de su hermana. Llevaba un maquillaje
expertamente aplicado: línea de ojos negra, un poco de color en las mejillas, y lápiz
de labios rosa. Molly estaba junto a él, y Pierre se sintió preocupado, relajándose
después al comprender que estaba pensando en francés.
—Me temo que hemos aparcado un poco lejos —dijo. Las maletas de las mujeres
no eran muy grandes. Incluso unos meses atrás, Pierre hubiese cogido una con cada
mano y empezado a andar. Pero su condición empeoraba un poco cada día, y era
probable que se le cayesen. Aunque su pie había estado agitándose un poco, esperaba
haber hecho un trabajo creíble haciéndolo pasar por un golpeteo propio de una
inquieta personalidad tipo A.
Al lado, un hombre de gran tamaño estaba haciendo un numerito de machote
desechando el carrito que había encontrado su compañera y acarreando él solo una
enorme Samsonite. Pierre se apresuró a quedarse con el carro y puso los equipajes en
él. Al menos, podría empujarlo por ellas. De hecho, era mejor tenerlo como una
especie de discreto andador mientras recorrían el largo trecho hasta el coche.
—¿Qué tal el vuelo? —preguntó.
—Un vuelo —dijo Jessica. Pierre sonrió, sintiendo un espíritu afín. ¿Qué más
podía decirse de pasar hora encerrado en una lata?
—¿Dónde está Amanda? —El tono de Barbara dejó muy claro que estaba en su
papel de nueva abuela, ansiosa de ver a su primera nieta.
—Una vecina está cuidando de ella. Pensamos que todo esto —dijo Molly
poniendo los ojos en blanco y señalando el ajetreo— sería demasiado para ella.
—Me hubiese encantado estar allí contigo —dijo Barbara. Pierre se permitió un
ligero suspiro, que se perdió en el ruido de la terminal. Su suegra no iba a perdonar
fácilmente que Molly se hubiese distanciado tanto de ella. Barbara y Jessica sólo iban
a pasar cuatro días allí, pero supo que iba a parecer mucho más.
Salieron por unas puertas de cristal corredizas al sol de la tarde. Apenas
estuvieron en el exterior, Jessica pescó un paquete de Virginia Slims de su bolso y
encendió uno. Pierre maniobró ligeramente para que no le llegase el humo. De
repente parecía mucho menos atractiva.

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Molly abrió su boca como para reprocharle que fumase, pero al final no dijo nada.
Su madre reconoció la expresión y se encogió de hombros.
—No hay manera. Le he dicho mil veces que lo deje.
Jessica dio una profunda, desafiante calada. Siguieron andando hacia el
aparcamiento.
—¿Habéis estado antes en California? —preguntó Pierre, metiéndose en su papel.
—Estuve en Disney World de pequeña.
—Disneylandia —corrigió Molly, sonando a hermana mayor—. Disney World
está en Florida.
—Bueno, lo que sea. Seguro que aún se acuerdan de ti vomitando en las tazas
locas —contestó Jessica. Miró a Pierre con los ojos muy abiertos, como si todavía
estuviese afectada por ello—. No entiendo cómo puede marearse nadie en las tazas
locas.
Pierre encontró su coche.
—Ya estamos —dijo, señalando con la cabeza mientras empujaba el carrito.
Sí, pensó. Va a hacerse muy largo.
Pierre se las arregló para llevar el equipaje escaleras arriba. Molly le miró con
compasión. Aquellos escalones les habían preocupado al comprar la casa, y verle
luchar con los bultos le dio una clara idea de lo que se avecinaba. La puerta trasera se
abría al nivel del suelo. Los dos sabían que terminaría convirtiéndose en su entrada
principal. Una vez dentro, la madre y la hermana de Molly se dejaron caer, exhaustas,
en las sillas del salón.
—Bonita casa —dijo Jessica, mirando a su alrededor.
Molly sonrió. Era una bonita casa. El gusto en muebles de Pierre era abismal
(Molly se estremecía al recordar aquel horrible sofá verde y naranja que había
tenido), pero ella tenía buen ojo para aquellas cosas; incluso había impartido un curso
sobre la psicología de la estética. Toda la habitación estaba amueblada en madera
clara natural y toques de malaquita verde.
—Voy a por Amanda. Pierre, sirve algo de beber a Mamá y Jess.
Pierre asintió y se puso a ello. Molly salió al crepúsculo, disfrutando de la
momentánea soledad. Había sido mucho más fácil reconstruir su relación con su
madre y su hermana mediante cartas y conferencias telefónicas. Pero ahora que
estaban allí, tenía que enfrentarse de nuevo a sus pensamientos: la desaprobación de
su madre por la forma en que Molly había dejado Minnesota, su incertidumbre ante
su rápido romance y matrimonio con un extranjero, sus mil pequeñas críticas a su
forma de vestir y los dos kilos de más que no se había quitado tras el embarazo.
Y Jessica, con su irritante superficialidad… por no hablar de su descarado
coqueteo con Pierre.
Había sido un error que viniese, no tenía duda. Intentaría mantenerlas fuera de su

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zona, no oír sus pensamientos, recordar que, como Amanda, eran de su misma carne
y sangre.
Llegó a la puerta del bungalow rosa de al lado y tocó el timbre.
—Hola, Molly —dijo la señora Bailey al abrir la puerta—. ¿Vienes a llevarte a tu
ángel?
Molly sonrió. La señora Bailey era una viuda de unos sesenta y cinco años que
parecía tener una infinita afición a cuidar de Amanda. Su vista era bastante pobre,
pero le encantaba acunar al bebé y cantarle de forma desafinada pero entusiasta. Pasó
al vestíbulo, y la señora Bailey fue a por Amanda, que estaba dormida. Se la entregó
a su madre, y Amanda accedió al traslado con un parpadeo de sus grandes ojos
marrones.
—Muchas gracias, señora Bailey.
—Sabes que me encanta, querida.
Molly meció a Amanda en sus brazos mientras la llevaba a casa. Subió los
escalones y entró por la puerta delantera.
La llegada del bebé hizo que Barbara y Jessica se levantasen. Aunque Pierre
también quería ver a su hija, comprendió que no podía competir con las tres mujeres.
Se quedó en su silla, sonriendo.
—Oooh —dijo Jessica, inclinándose para mirar al bebé en los brazos de Molly—.
¡Qué encanto!
Su madre se acercó.
—¡Es una monada! —Movió un dedo frente a los ojos del bebé. Amanda estaba
satisfecha con toda aquella atención.
Molly sintió los latidos de su corazón y la ira que crecía dentro de ella. Apartó el
bebé y se lo llevó al otro lado de la sala.
—¿Qué pasa? —preguntó su hermana.
—Nada —dijo, demasiado cortante. Se dio la vuelta, forzando una sonrisa—.
Nada —repitió más suavemente—. Amanda estaba durmiendo. No quiero agobiarla.
Fue a la escalera y empezó a subir. Vio que Pierre intentaba captar su mirada,
pero continuó.
Menudo callo, había pensado Jessica.
¡Dios mío, qué niña tan fea! había pensado su madre.
Molly consiguió llegar al piso superior y el dormitorio antes de empezar a
estremecerse de cólera. Se sentó al borde de la cama, meciendo a su hermosa hija en
sus brazos.
Pasaron tres meses; estaban a mediados de diciembre.
Amanda, en una cuna al otro lado de la habitación, se despertó poco después de
las 3 de la madrugada y empezó a llorar. El ruido despertó a sus padres. Molly se
sentó en la silla junto a la ventana, y Pierre la miró en silencio bajo la luz de la luna,

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mientras daba el pecho a su hija. Era difícil imaginar algo más bonito.
Su muñeca izquierda empezó a moverse adelante y atrás. Molly volvió a acostar a
Amanda, besó su frente, y regresó a la cama. Pierre no tardó en oír el sonido regular
de la respiración de su esposa al dormirse de nuevo. Pero él estaba despierto por
completo. Intentó calmar el movimiento de su muñeca sujetándola con su otra mano,
que pronto empezó a sacudirse a su vez.
Recordó la reunión del grupo de apoyo de Huntington en San Francisco. Todas
aquellas personas moviéndose, temblando, bailando. Todas como él. Toda esa pobre
gente…
Hace un par de años vino un tipo del laboratorio a darnos una charla. Un
grandullón viejo y calvo. No recuerdo su nombre, pero había ganado el Premio
Nobel.
Burian Klimus había hablado a aquel grupo, y…
Mierda puta. Jodida mierda puta.
Avi Meyer no lo había demostrado aún (de hecho, quizá nunca lo demostrase,
después de medio siglo), pero Klimus podía ser muy bien un nazi.
Lo que significaba que podía estar involucrado en el movimiento neonazi local…
Los neonazis eran los responsables del intento de apuñalar a Pierre y del asesinato
de Bryan Proctor y, dado el parecido del arma, muy posiblemente del de Joan
Dawson. Klimus había dado una charla al grupo de apoyo, y probablemente conocido
a los tres que habían sido asesinados.
Klimus trabajaba con Joan; seguro que había reparado en sus incipientes
cataratas.
Y Klimus sabía que Pierre tenía un trastorno genético. Él mismo se lo había dicho
al explicarle por qué él y Molly querían usar esperma donado.
Eugenesia voluntaria, había dicho Klimus. Lo apruebo.
¿Podía ser que el viejo estuviese intentando mejorar la reserva genética?
¿Eliminar a algún enfermo de Huntington, quizá un diabético o dos?
Pero no… aquello no tenía sentido.
Joan Dawson había dejado muy atrás la menopausia; aunque tenía una hija
crecida, ella misma era incapaz de hacer más contribuciones a la reserva genética.
Y Klimus sabía que Pierre no iba a engendrar. Pero si no era eugenesia, ¿qué era?
Le llegó una imagen del pasado, de los primeros 80; un dibujo en la primera
página de Le Devoir.
Doce bebés muertos. No por eugenesia.
Piedad… o, al menos, la versión de alguien de la piedad.
Al fin y al cabo, Pierre había tenido el mismo pensamiento; involuntario, mal
recibido, injusto, pero allí estaba: algunos enfermos de Huntington estarían mejor
muertos. Y lo mismo podía decirse de una anciana que vivía sola y que estaba a punto

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de perder la vista.
Pierre pasó despierto el resto de la noche, temblando.

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CAPÍTULO 29
Pierre subió en ascensor al tercer piso de la central de policía de San Francisco y
caminó hasta el laboratorio forense. Llamó a la puerta y se asomó al interior.
—Hola, Helen.
Helen Kawabata levantó la mirada de su escritorio. Llevaba un elegante traje
verde, anillos de jade y pendientes esmeralda. También había cambiado su pelo:
seguía siendo rubio, pero había dejado el corte a lo paje a favor de un estilo más corto
y punk.
—Oh, hola, Pierre —dijo rápidamente—. Hacía tiempo que no te veía. Gracias
por la visita a tus laboratorios, realmente la disfruté.
—Es un placer. —De vez en cuando, Pierre intentaba contestar a los
agradecimientos con el «uh uh» californiano, pero no se sentía cómodo con él. Su
sonrisa era un poco ovejuna—. Me temo que debo pedirte otro favor.
La sonrisa de Helen se desvaneció lo justo para indicar que daba las cuentas por
igualadas: ella le había hecho un favor, y él se lo había pagado con un almuerzo y una
visita al LNLB. No parecía ansiosa de volver a ayudarle.
—Hace unos meses fui a un encuentro de un grupo de apoyo de enfermos de
Huntington. Me dijeron que tres miembros del mismo habían muerto en los dos
últimos años.
—Bueno, es una enfermedad fatal.
—No murieron de Huntington. Fueron asesinados.
—Oh.
—¿Habría hecho la policía alguna investigación especial en un caso así?
—¿Tres personas que pertenecen a un mismo grupo asesinadas? Sí, lo
comprobaríamos.
—Yo soy el cuarto, en cierto modo.
—¿Porque fuiste a una de esas reuniones? ¿Qué hiciste, dar una charla sobre
genética?
—Tengo la enfermedad de Huntington, Helen.
—Oh —ella apartó la mirada—. Lo siento. Yo…
—Notaste el temblor de mis manos cuando te enseñé mi laboratorio.
Helen asintió.
—Creí… creí que habías bebido demasiado en el almuerzo. —Una pausa—. Lo
siento.
Pierre se encogió de hombros.
—Yo también.
—¿Así que piensas que alguien va a por los enfermos de Huntington?
—Podría ser eso, o…

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—¿O qué?
—Sé que parece una locura, pero el asesino podría creer estar haciéndoles un
favor.
Helen alzó sus finas cejas negras.
—¿Qué?
—Hubo un caso famoso en Toronto a principios de los 80. En Canadá no se
hablaba de otra cosa. ¿Conoces el Hospital para Niños Enfermos?
—Sí.
—En 1980 y 1981, una docena de bebés fueron asesinados en la sala de cuidados
cardíacos. Una enfermera llamada Susan Nelles fue acusada y exculpada
posteriormente. El caso nunca fue resuelto, pero la teoría más popular es que alguien
del personal del hospital estaba matando a los bebés por una misericordia mal
entendida. Todos eran enfermos congénitos del corazón, y alguien podía haber
pensado que iban a llevar unas vidas cortas y agónicas, así que decidió acabar con su
miseria.
—¿Y crees que es lo que está pasando con los miembros de tu grupo?
—Es una posibilidad.
—Pero el tipo que intentó matarte… ¿cómo se llama?
—Hanratty. Chuck Hanratty.
—Eso. ¿No era un neonazi? No es el tipo de persona dada a los gestos
humanitarios… si es que puedes llamar humanitario a eso.
—No, pero estaba haciendo el trabajo por órdenes de algún otro.
—No recuerdo haber visto nada de eso en el informe del caso.
—Es… sólo especulaba.
—Asesinatos por compasión —dijo Helen, considerando la idea—. Es un ángulo
interesante.
—Y no creo que se trate sólo de enfermos de Huntington. Joan Dawson, la
secretaria del Centro Genoma Humano, también fue asesinada. La policía dijo que
habían usado el mismo tipo de cuchillo que en el ataque contra mí. Era una anciana
diabética, y estaba empezando a quedarse ciega.
—¿Así que piensas que tu ángel de misericordia está eliminando a todos los que
sufren algún trastorno genético?
—Puede que sí.
—¿Pero cómo lo averiguaría el asesino? ¿Quién sabría de tu caso y del de, como
se llamaba, Joan?
—Alguien con quien trabajásemos los dos… y que también hubiese dado una
charla al grupo de apoyo.
—¿Y existe tal persona?
—Sí.

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—¿Quién es?
—Prefiero no decirlo hasta estar seguro.
—Pero…
—¿Cuánto tiempo conserváis muestras de tejido de las autopsias?
—Depende. Años, en cualquier caso. Ya sabes lo lentos que van los tribunales.
¿Por qué?
—Así que tenéis muestras de asesinatos no resueltos cometidos en los dos últimos
años…
—Si se realizó una autopsia… no siempre las hacemos, son muy caras. Y si el
caso sigue sin estar resuelto. Pero seguro que habrá muestras por ahí.
—¿Puedo acceder a ellas?
—¿Para qué?
—Para ver si algunos de esos casos pueden ser también asesinatos «compasivos».
—Pierre, no quiero sonar cruel, pero…
—¿Qué?
—Bueno, la enfermedad de Huntington afecta también a la mente, ¿no? ¿Seguro
que no se trata de paranoia?
Pierre empezó a protestar, pero se limitó a encogerse de hombros.
—Quizá, no lo sé. Pero puedes ayudarme a descubrirlo. Me basta con muestras
pequeñas. Lo suficiente para sacar un juego completo de cromosomas.
Ella lo pensó durante un momento.
—Pides cosas muy raras.
—Por favor.
—Mira, te diré lo que haremos: puedo conseguirte las que tenemos aquí. Pero no
voy a pedirlas a otros laboratorios; llamaría demasiado la atención.
—Gracias —dijo Pierre—. ¿Puedes asegurarte de incluir una muestra de Bryan
Proctor?
—¿Quién?
—El encargado que fue asesinado por Chuck Hanratty.
—Ah, ya. —Helen tecleó en su ordenador—. No podrá ser. Aquí dice que un
inquilino oyó el disparo que le mató, eso determinó la hora de su muerte, así que no
tomamos muestras de tejidos.
—Mala suerte. De todas formas, me quedaré con lo que puedas conseguirme.
—De acuerdo, pero me debes una bien gorda. ¿Cuántas muestras necesitas?
—Todas las que puedas conseguir. —Pierre hizo una pausa, preguntándose hasta
qué punto podía confiar en Helen. No quería hablar demasiado, pero maldición,
necesitaba su ayuda—. La persona que tengo en mente también está siendo
investigada por el Departamento de Justicia por ser un posible criminal de guerra
nazi, y…

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—¿En serio?
—Sí, y eso explica la conexión neonazi. Además, si mató a miles de personas
hace cincuenta años, es muy posible que ordenara muchos más asesinatos de los que
sabemos.
Helen lo pensó por un momento y se encogió de hombros.
—Veré qué puedo hacer. Pero ten en cuenta que es casi Navidad, la época en que
estamos más ocupados. Tendrás que ser paciente.
Pierre supo que sería mejor no insistir.
—Gracias.
—Uh uh.
Dos meses después.
Pierre se apresuró a entrar en casa por la puerta de atrás. Había renunciado a
enfrentarse a los escalones delanteros dos semanas antes. Eran las 17:35, y fue directo
al sofá, cogiendo el control remoto y encendiendo el televisor.
—¡Molly! —gritó—. ¡Ven, rápido!
Molly apareció llevando en brazos a Amanda, que en ocho meses había adquirido
aún más pelo castaño.
—¿Qué pasa?
—He oído al salir del trabajo que iban a emitir la entrevista con Felix Sousa. Creí
que llegaría con tiempo de sobra, pero ha habido un accidente en Cedar.
El anuncio de minifurgonetas Chrysler estaba terminando. La bola giratoria de
máquina de escribir de Hard Copy voló hacia ellos, haciendo un molesto ¡thunk-
thunk!; la presentadora, una guapa rubia llamada Terry Murphy, apareció en pantalla.
—Bienvenidos de nuevo —dijo—. ¿Son los negros inferiores a los blancos? Un
nuevo estudio dice que sí, y Wendy Di Maio nos lo cuenta. ¿Wendy?
Molly se sentó junto a Pierre en el sofá, sosteniendo a Amanda contra su hombro.
La imagen pasó a algunas tomas de archivo del patio de la UCB tras Sather Gate,
con «niños de las flores» paseando y un hippie de pecho desnudo sentado bajo un
árbol y tocando la guitarra.
—Gracias, Terry —dijo una voz femenina sobre las imágenes—. En 1967, la
Universidad de California, Berkeley, fue el hogar del movimiento hippie, un
movimiento que predicaba hacer el amor y no la guerra, un movimiento que abrazaba
a toda la familia humana.
La imagen se disolvió, sustituida por una moderna toma de vídeo desde el mismo
ángulo.
—Hoy, los hippies se han ido, y éstas son las nuevas caras de la UCB.
La cámara enfocó a un hombre blanco que caminaba hacia ella, en buen estado
físico, de hombros anchos, con una cazadora negra de cuero con el cuello vuelto
hacia arriba y gafas de espejo como las de un aviador. Pierre soltó un bufido.

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—Cristo, si hasta se ha vestido de soldado de asalto.
La voz volvió a hablar.
—Éste es el Profesor Felix Sousa, un genetista de la UCB. No hay paz al paso de
su investigación… ni amor para él por parte de muchos estudiantes y empleados de la
universidad, que le tachan de racista.
La imagen cambió a Sousa en uno de los laboratorios de química de Latimer Hall,
con vasos y probetas desplegados ante él sobre una mesa. Pierre resopló de nuevo;
nunca había visto a Sousa en un laboratorio.
—He dedicado años a esta investigación, señorita Di Maio —dijo Sousa. Su voz
era sonora y culta, de pronunciación muy cuidada y casi relamida—. Es difícil
reducirla a unas cuantas afirmaciones, pero…
La imagen pasó a la periodista, una mujer atractiva de boca ancha y ondulado
pelo oscuro, que asentía animando a Sousa a seguir. La cámara volvió a Sousa.
—En términos muy simplificados, mi investigación demuestra que las tres razas
de la humanidad emergieron en épocas distintas. Los negros aparecieron como un
grupo racialmente distinto hace unos doscientos mil años. Los blancos por otra parte,
lo hicieron hace ciento diez mil años. Y los orientales entraron en escena hace
cuarenta y un mil años. Bueno, ¿es sorprendente que la raza más vieja sea la más
primitiva en términos de desarrollo cerebral? —Sousa extendió las manos, como si le
pidiera al público que usara su sentido común—. Por término medio, la raza negra es
la que tiene el cerebro más pequeño y el CI más bajo de todas. También tiene la
mayor tasa de criminalidad y es la más promiscua. Los orientales, por otra parte, son
los más brillantes, los menos propensos a la delincuencia y los más contenidos
sexualmente hablando. Los blancos están en un punto medio entre los otros dos
grupos.
La imagen pasó a Sousa dando una clase. Los alumnos, todos blancos, parecían
embelesados.
—Las teorías de Sousa no se detienen aquí —dijo la periodista—. Incluso sugiere
que los viejos mitos de vestuario pueden ser ciertos.
De vuelta a la entrevista.
—Los negros tienen el pene más grande que los blancos, por lo general —decía
Sousa—. Y los blancos están más dotados que los orientales. Hay una relación
inversa entre el tamaño de los genitales y la inteligencia. —Sousa hizo una pausa y
sonrió, mostrando unos dientes perfectos—. Por supuesto, siempre hay excepciones.
La voz de Wendy Di Maio sonó de nuevo.
—Gran parte de la obra de Sousa recuerda a otros estudios igualmente
controvertidos, como la investigación hecha pública en 1989 por Philippe Rushton,
—imagen estática de Rushton, un hombre blanco sorprendentemente guapo de unos
cuarenta y cinco años— psicólogo en la Universidad de Ontario Occidental en

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Canadá, y las conclusiones del polémico bestseller de 1994 La curva de campana. —
La pantalla mostró la portada del libro.
Una toma de exteriores. Di Maio caminando por el campus entre Lewis y
Hildebrand Hall.
—¿Es justo que esta investigación obviamente racista se realice en instituciones
públicas? Se lo preguntamos al presidente de la universidad.
La cámara enfocó lo que se suponía que era la ventana del presidente, aunque su
despacho estaba al otro lado del campus. Un plano corto del presidente sentado en
una lujosa habitación con paneles de madera. Su nombre y título aparecieron
sobreimpresos en la pantalla. El anciano extendió los brazos.
—El Profesor Sousa tiene plaza fija. Eso significa que tiene absoluta libertad para
seguir cualquier línea de investigación intelectual, sin presiones administrativas…
Vieron el resto del reportaje, y después Pierre apagó el aparato. Meneó la cabeza
suavemente.
—Dios, esto sí que me cabrea. Con todo el trabajo de calidad que se está haciendo
en la UCB, y se dedican a enseñar estas mierdas. Y sabes que habrá gente que piense
que Sousa tiene razón…
Cenaron en silencio una lasaña de microondas (era el turno de Pierre el gourmet),
con papilla de manzana para Amanda. Con ocho meses, la niña tenía un apetito muy
saludable.
Finalmente, después de que Molly acostase a Amanda, se sentaron a la mesa del
comedor, tomando un café.
—Un penique por tus pensamientos —dijo ella, inquieta por el silencio de Pierre.
—Creí que podías cogerlos gratis —contestó él, un poco cortante. Su expresión
demostró que lo lamentaba—. Lo siento, cariño. Perdóname. Es que estoy enfadado.
—¿Por?
—Bueno, por Felix Sousa, claro… y eso me ha hecho pensar en el artículo que él
y Klimus escribieron hace unos años para Science sobre tecnologías reproductivas. Y
pensar en ello me ha hecho pensar en Seguros Cóndor… ya sabes, ese negocio de
imponer económicamente el aborto de fetos imperfectos. —Hizo una pausa—. Si no
tuviese ya síntomas de Huntington, cancelaría mi póliza como protesta.
Molly mostró su simpatía.
—Lo siento.
—Y esa estúpida carta que me envió Cóndor… Una mierda paternalista de algún
relaciones públicas. No me hicieron ni caso.
Molly tomó un sorbo de café.
—Bueno, hay una forma de conseguir un poco más de atención. Hazte accionista
de Cóndor. Las compañías suelen ser más receptivas a las quejas de sus accionistas,
pues saben que si no, podrían plantearlas en persona en las reuniones. Hice un curso

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de ética en la UM, y el profesor nos lo dijo.
—Pero yo no quiero apoyar a una compañía así.
—Bueno, no hace falta que inviertas mucho.
—¿Te refieres a comprar sólo una acción?
Molly se rio.
—Ya veo que no tocas mucho el mercado. Normalmente las acciones se compran
y venden en múltiplos de cien.
—Oh.
—No tienes corredor de bolsa, ¿verdad?
Pierre negó con la cabeza.
—Puedes llamar a la mía: Laurie Lee, de Davis Adair. Es muy buena explicando
las cosas.
Pierre la miraba sorprendido.
—¿De verdad crees que debería hacerlo?
—Claro. Aumentará tus posibilidades.
—¿Cuánto costarían cien acciones?
—Buena pregunta —dijo Molly. Fue al dormitorio, y Pierre la siguió, agarrándose
cuidadosamente a la barandilla para no perder el equilibrio en las escaleras. En un
rincón estaba su ordenador Dell Pentium. Molly lo encendió y se conectó a
CompuServe, abriendo un par de menús y señalando la pantalla—. Cóndor ha cerrado
hoy a once y tres octavos por acción.
—Así que cien acciones costarían… ¿cuánto? Mil ciento y…
—Mil ciento treinta y siete dólares con cincuenta centavos, más comisión.
—Eso es bastante dinero.
—Ya lo sé, pero será todo líquido. Podrás recuperarlo casi todo si decides vender
más adelante. De hecho… —Apretó algunas teclas más—. Mira —dijo señalando la
tabla de la pantalla—. Han estado subiendo firmemente. Estaban en sólo ocho y siete
octavos a esta fecha del año pasado.
Pierre puso cara de estar impresionado.
—Así que podríamos acabar ganando dinero aunque vendiésemos. Pero, al menos
por ahora, Cóndor tendrá que tomarte en serio.
Pierre asintió despacio, pensándolo.
—De acuerdo —dijo al fin—. Hagámoslo. ¿Cuál es el procedimiento?
Molly alcanzó el teléfono.
—Primero, llamamos a mi corredora.
—Puede que no esté tan tarde.
Ella sonrió con indulgencia.
—Puede que aquí sean las ocho de la tarde, pero en Tokio es mediodía. Laurie
tiene muchos clientes aficionados al índice Nikkei. Es muy probable que la

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encontremos.
Marcó el número. Obviamente, conocía aquel mundo. Ya había mencionado sus
inversiones en el pasado, pero Pierre nunca se había dado cuenta de hasta qué punto
dominaba el tema.
—Hola. Con Laurie Lee, por favor. —Una pausa—. Hola, Laurie, soy Molly
Bond. Muy bien, gracias. No, no es para mí… para mi marido. Le he dicho que eres
la mejor en el negocio. —Risas—. Muy bien. De todas formas, ¿puedes hacerte cargo
de él, por favor? Se llama Pierre Tardivel; ahora te lo paso.
Le dio el auricular a Pierre, que dudó por un momento pero al final se lo llevó a la
oreja.
—Hola, señorita Lee.
Su voz era aguda, pero no chirriante.
—Hola, Pierre. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Bueno, me gustaría abrir una cuenta para comprar algunas acciones.
—Muy bien, muy bien. Necesitaré algunos detalles personales…
Le pidió datos sobre su patrón, y su número de la Seguridad Social (que Pierre
tuvo que consultar, pues acababa de recibirlo).
—De acuerdo —dijo Laurie—. Ya está todo claro. ¿Hay algo que quiera que le
compre?
Él tragó saliva.
—Sí. Cien acciones de Seguros Médicos Cóndor, por favor.
—Están en la Bolsa de California; no podré cursar la orden hasta mañana. Pero en
cuanto abra, le conseguiré cien S-M-C Clase B. —Pierre pudo oír el ruido del teclado
—. Una buena decisión, Pierre. Excelente. La compañía no sólo va muy bien por sí
misma (está muy cerca de su punto más alto, que fue hace sólo dos semanas), sino
que lo ha hecho significativamente mejor que su competencia en el último año. Le
enviaré confirmación de la compra por correo.
Pierre le dio las gracias y colgó, sintiéndose como un magnate de la bolsa.
Tres semanas después, Pierre estaba trabajando en su laboratorio. El teléfono
sonó.
—¿Allo?
—Hola, Pierre. Soy Helen Kawabata, de la policía de San Francisco.
—¡Hola, Helen! Me preguntaba qué sería de ti.
Lo siento, pero hemos estado muy liados con el caso de ese asesino en serie. De
todas formas, por fin te he encontrado algunas muestras de tejido.
—¡Gracias! ¿Cuántas tienes?
—Ciento diecisiete.
—¡Estupendo!
—Bueno, no todas son de San Francisco. Mi laboratorio tiene un contrato de

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colaboración con algunas comunidades de los alrededores. Y algunas muestras tienen
varios años.
—¿Pero son de asesinatos sin resolver?
—Exacto.
—Maravilloso. Muchas gracias, Helen. ¿Cuándo puedo pasar a por ellas?
—Oh, cuando te…
—Voy para allá.
Pierre recogió las muestras, las llevó al LNLB, y se las entregó a Shari Cohen y
otros cinco estudiantes; siempre había muchos disponibles. Mediante la reacción en
cadena de la polimerasa, los estudiantes podrían hacer copias de cada ADN, y
después someter el material a pruebas para treinta y cinco desórdenes genéticos
importantes listados por Pierre.
Al salir del edificio 74 aquella tarde, Pierre pasó junto a Klimus en un corredor.
Respondió al breve «Buenas noches» del anciano con un discreto «Auf
Wiedersehen», pero Klimus no pareció oírle.

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CAPÍTULO 30
Mientras esperaba que los estudiantes le informasen sobre las muestras de Helen
Kawabata, Pierre localizó todas las citosinas en la porción del ADN de Molly que
contenía el código del neurotransmisor de la telepatía. Repasó los números una y otra
vez, buscando un patrón. Había querido romper el supuesto código que representaba
la metilación de la citosina, y no podía pensar en un tramo de ADN más interesante
para trabajar que aquella parte del cromosoma 13 de Molly.
Y por fin tuvo éxito.
Era increíble. Pero si pudiera verificarlo, si pudiera demostrarlo empíricamente…
Aquello lo cambiaría todo.
De acuerdo con su modelo, los estados metilados de la citosina proporcionaban
una comprobación de seguridad, una prueba matemática de que la cadena de ADN
hubiera sido copiada exactamente. Toleraba errores en algunas partes de la cadena
(aunque esos errores tendían a convertirla en un lío inútil), pero en otras
(notablemente en torno al desplazamiento de la telepatía), no permitía ningún error,
invocando alguna clase de mecanismo de corrección enzimático en cuanto se iniciaba
la copia. La suma de comprobación que efectuaba la citosina metilada actuaba casi
como un guardián. El código para sintetizar el neurotransmisor especial estaba allí, de
acuerdo, pero desactivado, y cualquier intento de activarlo era corregido a partir de la
primera copia del ADN.
Pierre miró por la ventana del laboratorio.
Si en una región protegida se producía un desplazamiento accidental a causa de
una adición o pérdida aleatoria de un par de bases del cromosoma, el control de la
citosina metilada se aseguraba de corregirlo en cualquier copia futura, incluso las
utilizadas en los óvulos o el esperma, impidiendo que el error en el código pasase a la
siguiente generación. Los padres de Molly no habían sido telépatas, ni lo era su
hermana, ni lo serían sus hijos.
Pierre entendió lo que significaba, pero la sorpresa no remitió. Las implicaciones
eran asombrosas: un mecanismo interno que corregía las mutaciones por
desplazamiento, una forma de impedir que ciertos tramos funcionales del código
genético se volvieran activos.
De algún modo, el regulador enzimático había fallado en el desarrollo del cuerpo
de Molly. Quizá se debiese a alguna droga o medicamento tomado por su madre
durante el embarazo, o la falta de algún nutriente en su dieta. Había tantas variables,
y había sido tanto tiempo atrás, que probablemente sería imposible duplicar las
condiciones bioquímicas bajo las que se había desarrollado Molly entre la concepción
y el nacimiento. Pero cualquier cosa que hubiese ocurrido entonces había permitido la
expresión de algo que había sido (el lenguaje antropomórfico seguía saltando a la

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mente de Pierre, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo), que había sido diseñado para
permanecer oculto.
Una tarde de sábado de junio. Sonó el timbre de la puerta.
—¿Quién será? —preguntó Pierre a la pequeña Amanda, que estaba sentada en su
regazo—. ¿Quién será? —repitió en voz alta y suave, con los tonos exagerados
usados por generaciones de padres al hablar con sus niños. Mientras tanto, Molly se
acercó a la puerta. Tras echar un vistazo por la mirilla, abrió para franquear la entrada
a Ingrid y Sven Lagerkvist y su hijo Erik.
—¡Mira quién está aquí! —dijo Pierre, todavía hablando en tono infantil a
Amanda—. ¡Mira quién es! Es Erik. Mira, es Erik.
Amanda sonrió.
Sven llevaba un gran paquete envuelto en papel de regalo. Besó a Molly en la
mejilla, le dio el regalo y entró en la sala. Molly puso el paquete encima de la mesa
de café y se acercó a Pierre para coger a Amanda. Aunque Pierre adoraba sostener a
su hija en brazos mientras estaba sentado, había dejado de llevarla mientras andaba
después de que casi se le cayese unas semanas antes.
Molly llevó a Amanda al centro del cuarto, dejándola en la alfombra, cerca de la
mesita. Sven, sujetando la carnosa manita de Erik, lo llevó junto a la niña.
—Manda —dijo Erik, a su típica manera suave y gangosa. Como solía ocurrir con
las víctimas del síndrome de Down, la lengua de Erik quedaba a medias fuera de su
boca cuando no estaba hablando.
Amanda sonrió e hizo un pequeño ruido con la garganta.
Pierre volvió a su silla. Odiaba aquel ruido, aquella especie de rasgueo. Cada vez
que Amanda lo emitía, su corazón saltaba. Quizá esa vez… quizá por fin…
Molly señaló la caja brillantemente envuelta y habló a su hija.
—Mira lo que te han traído Erik y tío Sven y tía Ingrid. ¡Mira! Un regalo para la
niña del cumpleaños. —Se volvió hacia el matrimonio Lagerkvist—. Muchas gracias,
chicos. Realmente apreciamos que hayáis venido.
—Oh, es un placer —dijo Ingrid. Llevaba su pelo rojo suelto sobre los hombros
—. Erik y Amanda siempre parecen pasarlo muy bien juntos.
Pierre apartó la mirada. Erik tenía dos años y Amanda uno. Normalmente, no
habrían sido buenos compañeros de juego, pero el síndrome de Down de Erik había
retrasado su desarrollo mental y estaban más o menos al mismo nivel.
—¿Queréis café? —preguntó Pierre, levantándose con cuidado y aferrándose al
respaldo de la silla hasta quedar en completo equilibrio.
—Me encantaría —dijo Sven.
—Por favor —contestó Ingrid.
Pierre cabeceó. Habían dejado atrás el punto, gracias a Dios, en que Ingrid insistía
en ofrecerse a ayudar a Pierre en cada nimiedad. Podía ocuparse sin problemas de

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hacer café… aunque necesitase a alguien para llevar las humeantes tazas a la sala.
Puso café molido en la cafetera. Al lado estaba la tarta que había comprado
Molly, un pastel de cumpleaños de los Picapiedra coronado con figuras de plástico de
Pedro y Wilma rodeando a una pequeña Pebbles; Molly le había dicho que había una
versión Pablo/Betty/Bamm Bamm para niños. Las letras rojas sobre el glaseado
blanco decían «Feliz Primer Cumpleaños, Amanda». Pierre se resistió al impulso de
coger furtivamente algo de glaseado. Agregó agua a la cafetera y volvió al salón.
El regalo había sido puesto a un lado, aún sin abrir; esperarían a la tarta. Erik y
Amanda estaban jugando con dos de los muñecos de peluche favoritos de la niña: un
elefante rosa y un rinoceronte azul.
Molly sonrió a Pierre cuando éste entró.
—Están tan monos juntos…
Pierre asintió e intentó devolverle la sonrisa. Erik siempre se portaba muy bien;
parecía estar pasando con calma por lo que para un niño normal serían los Terribles
Dos. Pero todos sabían cuál era el problema de Erik. A Pierre le estaba destrozando
no saber qué le ocurría a Amanda. Tras un año de vida, ni siquiera había dicho
«mamá» o «papá». No había duda de que era inteligente, y de que parecía entender el
idioma hablado, pero no lo usaba. Era intrigante y a la vez descorazonador. Por
supuesto, muchos niños no hablaban hasta después de su primer año. Pero el padre
biológico de Amanda era un genio certificado, y su madre tenía un doctorado en
Psicología; debería estar en el extremo más rápido del ciclo de desarrollo, y…
No, maldición. Estaban en una fiesta: un mal momento para pensar en todo
aquello. Pierre volvió a la sala.
Ingrid, en el sofá, hizo un gesto hacia Erik y Amanda.
—El tiempo pasa tan rápido… Antes de que nos demos cuenta, ya serán mayores.
—Todos envejecemos —dijo Sven. Había estado limpiándose sus gafas de Ben
Franklin con el faldón de su camisa de safari—. Por supuesto —continuó, mientras
volvía a ponérselas en la nariz—, me he sentido viejo desde que las chicas del
Playboy empezaron a ser más jóvenes que yo.
Pierre sonrió.
—En mi caso han sido las reposiciones de La familia Partridge. Cuando la veía a
mediados de los setenta, la que me gustaba era Susan Dey. Pero hace poco vi un viejo
capítulo, y no era más que una niña flacucha. Ahora no puedo apartar la mirada de
Shirley Jones.
Todos rieron.
—Yo me di cuenta de que estaba envejeciendo —dijo Molly— cuando me
encontré la primera cana.
Sven hizo un gesto desdeñoso.
—Las canas no son nada —dijo; tenía un buen puñado en su poblada barba—.

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Pero el vello púbico gris…
El timbre sonó de nuevo, y Pierre fue a abrir esta vez. Burian Klimus estaba de
pie ante la puerta, su eterna libretita presente visible en el bolsillo de su pecho.
—Espero no haberme retrasado mucho —dijo el viejo.
Pierre sonrió sin calor. Había esperado que su jefe estuviese bromeando al decir
que acudiría al cumpleaños de Amanda. Klimus seguía encontrando razones para
visitarles en su casa, seguía observando a Amanda y seguía tomando notas. Pierre
quería mandarle al infierno, pero aún no tenía una plaza fija en el LNLB. Suspirando,
se hizo a un lado y le dejó pasar.
Todos se habían ido ya a casa. El pastel había sido devorado, pero su bandeja de
cartón estaba todavía la mesa del salón, con un anillo de azúcar y migas sobre su
superficie. Había vasos de vino vacíos encima de varios muebles y en uno de los
altavoces del estéreo. Ya limpiarían luego; en aquel momento, Pierre sólo quería
sentarse en el sofá y relajarse, rodeando los hombros de su esposa con el brazo. La
pequeña Amanda estaba en el regazo de Molly, agarrando uno de los dedos de su
padre con su mano regordeta izquierda.
—Hoy has sido una buena chica —dijo Pierre en tono agudo a su hija—. Sí, has
sido muy buena.
Amanda le miró con sus grandes ojos castaños.
—Una buena chica —repitió él.
La niña sonrió.
—Pa-pa. Di Pa-pa.
La sonrisa de Amanda se desvaneció.
—Lo está pensando —dijo Molly—. Oigo las palabras: «Pa-pa, Pa-pa». Puede
articular el pensamiento.
Pierre sintió escozor en los ojos. Amanda podía articular el pensamiento, y Molly
podía oírlo, pero para él sólo había silencio.
Pasó el tiempo.
Pierre se había pasado una mañana larga y en gran medida infructuosa probando
diferentes modelos de ordenador para codificar esquemas en su estudio del ADN
basura. Se echó hacia atrás en la silla, entrelazó los dedos tras la cabeza y estiró su
columna vertebral. Su lata de Diet Pepsi estaba vacía; pensó en ir a la máquina para
conseguir otra.
Shari Cohen entró en el laboratorio.
—Por fin hemos acabado con esos informes, Pierre. Siento que hayamos tardado
tanto.
Pierre le hizo un gesto para que se acercase y los dejase en su mesa. Le dio las
gracias, añadió los nuevos informes al montón de otras pruebas genéticas de
asesinatos no resueltos que habían llegado antes y empezó a estudiarlos.

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Nada raro en el primero. Nada en el segundo. Cero en el tercero. Oh, un
Alzheimer en el cuarto. Nada en el quinto, nada en el sexto… Ah, un gen de cáncer
de pecho. Y un pobre tipo con el gen del Alzheimer y el de la neurofibromatosis.
Otros tres sin nada. Uno con un gen de enfermedad cardiaca, y otro con
predisposición al cáncer de recto…
Pierre llevaba la cuenta en un papel cuadriculado. Cuando hubo terminado con los
117 casos, se echó hacia atrás en su silla, asombrado.
Veintidós de las víctimas de asesinato tenían trastornos genéticos importantes.
Aquello era (hurgó en su desordenado cajón en busca de la calculadora) algo menos
del 19%. Sólo un 7% de la población general tenía los desórdenes genéticos que
Pierre había pedido a los estudiantes que buscasen.
Las muestras que le había dado Helen estaban etiquetadas, pero Pierre no
reconoció ninguno de los 117 nombres, y menos los 22 que habían tenido
enfermedades genéticas. Había esperado que algunos de ellos fuesen conocidos de la
UCB o del LNLB, o gente a la que Klimus hubiese mencionado de pasada.
Y quedaba el caso de Bryan Proctor, el único asesinato concluyentemente
relacionado con el intento de acabar con Pierre. Chuck Hanratty había estado
involucrado en ambos. Pero no tenía muestras de tejido de Proctor, y nada de lo que
le había dicho su viuda indicaba que sufriese un trastorno genético. Tendría que
encontrar tiempo para visitar de nuevo a la señora Proctor, pero…
¡Merde! Ya eran las dos. Hora de salir para recoger a Molly. Su estómago empezó
a agitarse. Los asesinatos podían esperar; aquella tarde iban a descubrir cuál era el
problema de Amanda.
—Hola, señor y señora Tardivel —dijo el doctor Gainsley. Era un hombre bajito
de bigote gris, con una franja de pelo gris-rojizo alrededor de la cabeza calva—.
Gracias por venir.
Pierre echó un vistazo a su esposa para ver si corregía al doctor diciéndole que él
era el señor Tardivel y ella la señora Bond, pero Molly no dijo una palabra. Pudo ver
por su rostro que sólo pensaba en Amanda.
El doctor les miró a ambos con expresión seria.
—Francamente, creí que su pediatra bromeaba cuando les envió a mi consulta;
después de todo, muchos niños no hablan hasta que tienen dieciocho meses o más.
Pero… bueno, vean esta radiografía. —Les condujo hacia un panel iluminado con
una radiografía colocada en el mismo. La imagen mostraba la parte inferior del
cráneo de un niño, la mandíbula y el cuello—. Ésta es Amanda —dijo. Señaló una
pequeña mancha en lo alto de la garganta—. Es difícil ver los tejidos blandos, pero
¿distinguen este huesecillo en forma de U? Es el hioides. A diferencia de la mayoría
de los huesos, no está conectado directamente a ningún otro. Más bien, flota en la
garganta, actuando como anclaje para los músculos que conectan la mandíbula, la

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laringe y la lengua. Bien, en un niño normal de la edad de Amanda, esperamos ver el
hueso por aquí abajo. —Señaló un punto bastante más abajo en la garganta, en una
línea detrás del centro de la mandíbula inferior.
—¿Y…? —preguntó Molly, con tono de perplejidad.
Gainsley hizo que se sentasen en las sillas ante su amplio escritorio de tablero de
cristal.
—Veamos si puedo explicárselo de forma sencilla. Señora Tardivel, ¿dio usted el
pecho a su hija?
—Por supuesto.
—Bueno, se daría cuenta de que podía mamar de forma continuada, sin necesitar
pausas para respirar.
Molly asintió levemente.
—¿No es normal?
—Sí lo es, en los recién nacidos. En ellos, el camino de la boca a la garganta se
curva ligeramente hacia abajo. Eso permite que el aire fluya directamente de la nariz
a los pulmones sin pasar por la boca, de forma que puedan respirar y comer al mismo
tiempo.
Molly asintió de nuevo.
—Pero cuando el bebé empieza a crecer, las cosas cambian. La laringe se
desplaza garganta abajo, y el hioides con ella. El camino entre los labios y la faringe
se convierte en un ángulo recto en vez de ser una curva suave. Lo malo es que se abre
un espacio encima de la laringe, donde puede quedar atrapada la comida y
asfixiarnos. La ventaja es que la recolocación de la laringe nos proporciona una gama
vocal mucho mayor.
Pierre y Molly se miraron brevemente, pero no dijeron nada.
—Bien —continuó Gainsley—. Normalmente, el desplazamiento de la laringe ya
está avanzado alrededor del primer año, y terminado a los dieciocho meses. Pero la
laringe de Amanda no se ha movido en absoluto; sigue en la parte superior de la
garganta. Aunque puede hacer algunos sonidos, otros muchos se le resistirán,
especialmente las vocales «O», «I» y «U». También tendrá problemas con la G
blanda y la K.
—Pero su laringe acabará por descender, ¿no? —preguntó Pierre. Uno de sus
testículos no había bajado hasta que tuvo cinco o seis años… suponía que no sería
ningún problema.
Gainsley meneó la cabeza.
—Lo dudo. En muchos aspectos, Amanda se desarrolla como una niña normal.
De hecho, incluso es más bien grande para su edad. Pero en este particular, parece
que no habrá cambios.
—¿Puede corregirse quirúrgicamente?

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Gainsley se tiró ligeramente del bigote.
—Estamos hablando de una reestructuración masiva de la garganta. Habría
muchos riesgos… y una mínima posibilidad de éxito. No lo aconsejo.
Pierre alargó la mano para coger la de su esposa.
—¿Y qué hay de… de las otras cosas?
Gainsley asintió.
—Bueno… muchos niños nacen muy peludos; hay más de una razón por la que a
veces llamamos «monitos» a nuestros hijos. Sus hormonas cambiarán en la pubertad,
y perderá la mayor parte de vello.
—¿Y… la cara?
—Le hice la prueba del síndrome de Down. No creí que fuera el problema, pero
es bastante fácil de hacer: no lo tiene. Y sus hormonas pituitarias y la glándula
tiroides parecen normales para una niña de su edad… —Gainsley miró al espacio
vacío entre Pierre y Molly—. ¿Hay algo que, esto… que yo debiera saber?
Pierre robó una mirada a Molly, y después asintió levemente.
—No soy el padre biológico de Amanda. Utilizamos esperma de un donante.
Gainsley hizo un gesto con la cabeza.
—Pensé que se trataba de algo así. ¿Saben cuál es la etnia del padre?
—Ucraniano —dijo Pierre.
El doctor asintió de nuevo.
—Muchos europeos orientales tienen una complexión más fuerte, facciones más
marcadas y más vello corporal que los occidentales. Así que, por lo que se refiere a la
apariencia de Amanda, lo más seguro es que se estén preocupando por algo sin
importancia. Simplemente ha salido a su padre biológico.

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CAPÍTULO 31
Pierre condujo hasta el ruinoso edificio de San Francisco, y apretó el botón de
ENCARGADO. Unos momentos después, respondió una familiar voz femenina.
—¿Sí?
—¿Señora Proctor? Soy Pierre Tardivel otra vez. Tengo una pregunta más, si no
le importa.
—Deben de estar reponiendo Colombo en Canadá.
Pierre hizo una mueca, captando el chiste.
—Lo siento, pero si pudiera…
El zumbido de la puerta cortó su frase. Giró la manilla y se dirigió al apartamento
101 a través del vulgar corredor. Un anciano asiático estaba saliendo del pequeño
ascensor junto a la puerta, miró a Pierre con suspicacia, pero siguió su camino. La
señora Proctor abrió la puerta justo antes de que llamase.
—Gracias por recibirme de nuevo.
—Era una broma —dijo la gorda mujer con barbilla de pelota de golf. Se había
cortado el pelo desde su anterior conversación—. Pase, pase —se hizo a un lado y
tiró de Pierre hacia la salita. El viejo televisor estaba encendido, mostrando El precio
justo.
—Quería hacerle una pregunta sobre su marido —dijo él, sentándose en el sofá
—. Si usted…
—Jesús, hombre. ¿Está borracho?
Pierre sintió la sangre subiéndole a la cara.
—No. Tengo un trastorno neurológico, y…
—Oh, perdone —ella se encogió de hombros—. Tenemos muchos borrachos por
aquí. Mal barrio.
Pierre inspiró profundamente, intentando tranquilizarse.
—Sólo tengo una pregunta rápida. Puede sonar extraño, pero ¿tenía su marido
algún tipo de desorden genético? Ya sabe, algo que su médico dijese que era
hereditario… ¿Hipertensión, diabetes, algo así?
—No.
Pierre frunció los labios, defraudado. Pero aún…
—¿Sabe de qué murieron sus padres? Si alguno de ellos sufría una enfermedad
del corazón, por ejemplo, Bryan pudo haber heredado sus genes.
Ella le miró.
—Es una afirmación irreflexiva, joven.
Pierre pestañeó, desconcertado.
—¿Perdón?
—Los padres de Bryan no han muerto. Viven en Florida.

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—Oh, lo siento.
—¿Qué siente, que estén vivos?
—No, no, no. Siento mi error. Pero aún… aún… ¿Están bien de salud? ¿Alguno
de ellos tiene Alzheimer?
La señora Proctor rio.
—El padre de Bryan juega dieciocho hoyos todos los días, y su madre es dura
como un clavo. No les pasa nada.
—¿Cuántos años tienen?
—Veamos… Ted tiene… ochenta y tres u ochenta y cuatro. Y Paula es dos años
más joven.
Pierre asintió.
—Gracias. Una última pregunta: ¿conoce a un hombre llamado Burian Klimus?
—¿Qué clase de nombre es ese?
—Ucraniano. Es un hombre viejo, de unos ochenta años, calvo, con tipo de
luchador.
—No, no me suena de nada.
—Podría haber usado otro nombre. ¿Ivan Marchenko?
Ella meneó la cabeza.
—¿O Grozny? ¿Ivan Grozny?
—Lo siento.
Pierre asintió y se puso en pie. Quizá Bryan Proctor fuese una pista falsa, alguien
a quien Hanratty había matado sólo por sus herramientas o su dinero. Al fin y al cabo,
sonaba como un tipo con excelente perfil genético, y…
—Mmm… ¿puedo usar su baño antes de irme?
Ella señaló un corto pasillo, iluminado por una sola bombilla en una esfera blanca
fijada al techo.
Pierre avanzó poco a poco hasta el baño, de paredes azul claro y adornos verde
oscuro. Cerró la puerta, teniendo que empujar para conseguir que encajase en el
marco; se había combado un poco tras años de exposición al vapor de la ducha.
Sintiéndose como un canalla, abrió la puerta con espejo del botiquín y miró dentro.
¡Allí! Una maquinilla de afeitar Gillette para hombre. Se la metió en el bolsillo. Tiró
de la cadena de la cisterna y dejó correr el agua del lavabo unos momentos antes de
salir.
—Muchas gracias —dijo, preguntándose si parecería tan avergonzado como se
sentía.
—¿Por qué me ha preguntado todo eso?
—Oh, nada. Sólo era una idea tonta. Lo siento.
Ella se encogió de hombros.
—No tiene importancia.

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—No volveré a molestarla.
—No hay problema. Duermo mucho mejor desde que usted… desde que ese
Hanratty murió. Vuelva cuando quiera —sonrió—. Además, me gusta Colombo.
Pierre salió del edificio y se dirigió a la central de policía.
Molly se había tomado un permiso por maternidad de dos años sin impartir clases
(el máximo permitido sin perder su categoría), pero seguía yendo al campus medio
día a la semana para reunirse con estudiantes cuyas tesis dirigía y asistir a reuniones
del departamento.
Tras la última entrevista con un estudiante, usó el PC de su despacho para buscar
información en el Magazine Database Plus, en cuyos placeres había sido iniciada por
Pierre.
Estaba a punto de desconectarse cuando se le ocurrió una idea. Había tratado de
encajar cuanto les había dicho el doctor Gainsley, pero aún no lo comprendía del
todo. Tecleó una consulta sobre «trastornos del habla», pero había más de trescientos
artículos sobre el tema. Borró esa búsqueda y siguió pensando. ¿Qué era lo que había
dicho Gainsley? ¿Algo sobre el hueso hioides? Ni siquiera estaba segura de cómo
deletrear esa palabra. Pero valía la pena intentarlo. Seleccionó «Búsqueda de palabras
en el texto del artículo», y tecleó HIOIDES. Aparecieron catorce artículos.
Contempló la pantalla, leyendo una y otra vez tres de las referencias.
«Nunca más, dijo el cavernícola» (estructuras laríngeas en los ancestros
humanos). Speech Dynamics, enero-febrero de 1997, v6 n2 p24 (3). Referencia
#A19429340. Texto: Sí (1551 palabras); Resumen: Sí.
«Los huesos del cuello del Neanderthal inician un debate» (los fósiles de hioides
pueden indicar la capacidad de hablar), Science News, 24 de abril de 1993, v143 n17
p262 (l). Referencia #A13805017. Texto: Sí (557 palabras); Resumen: Sí.
«Debate sobre el lenguaje Neanderthal: lenguas revividas» (nueva reconstrucción
del cráneo Neanderthal de La Chapelle), Science, 3 de abril de 1992, v256 n5053 p33
(2). Referencia: #A12180871. Texto: Sí (1273 palabras); Resumen: No.
Molly seleccionó los tres artículos y los leyó hasta el final.
Los antropólogos habían debatido mucho tiempo sobre si los hombres de
Neanderthal podían hablar o no, pero era difícil decidirlo, ya que no se conservaban
tejidos blandos. En los años sesenta, el lingüista Philip Lieberman y el anatomista
Edmund Crelin habían realizado un estudio del más famoso espécimen Neanderthal,
el encontrado en 1908 en La Chapelle-aux-Saints. Basándose en él, concluyeron que
los hombres de Neanderthal tenían la laringe muy alta en la garganta, con las vías
respiratorias ligeramente curvadas hacia abajo desde la parte trasera de la boca, lo
que significaba que los hombres de Neanderthal carecían de la gama vocal de los
humanos modernos.
Esta postura fue rebatida en 1989, cuando se descubrió un esqueleto de

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Neanderthal apodado Moisés cerca del monte Carmelo, en Israel. Por primera vez se
había encontrado un hueso hioides de Neanderthal. Aunque era algo mayor que el
hioides humano moderno, las proporciones eran idénticas. Por desgracia, el cráneo de
Moisés no estaba entre sus restos, lo que hacía imposible la reconstrucción completa
del tracto vocal y determinar la posición del hioides.
El artículo de Science incluía una cita de Alan Mann, de la universidad de
Pennsylvania, según la cual, vistas las pruebas contradictorias, era imposible que «un
observador imparcial» optase por una u otra teoría. Ian Tattersall, del Museo
Americano de Historia Natural, se mostraba de acuerdo, diciendo que la mayoría de
los antropólogos estaban «a la espera» de nuevas pruebas.
El cuerpo de Molly temblaba cuando terminó de leer los artículos. De una forma
horrible, increíble, impensable, Burian Klimus parecía haber encontrado una forma
de sacar esas nuevas pruebas a la luz.
—Hola, Helen.
Helen Kawabata levantó la vista.
—Jesús, Pierre. Deberías tener tu propia plaza de aparcamiento aquí.
Él sonrió con mansedumbre.
—Lo siento, pero…
—Pero vas a pedirme otro favor.
—Un día de estos pasaré sólo para decir hola.
—Sí, claro, ¿de qué se trata esta vez?
Pierre se sacó del bolsillo la maquinilla de afeitar.
—Conseguí esto de la señora Proctor. Es la maquinilla de afeitar de su marido, y
se me ocurrió que podrías sacar una muestra de ADN. Yo no sé sacar muestras de
manchas de sangre seca y esas cosas.
Helen fue a un armario, sacó una bolsa de plástico para especímenes y la sostuvo
abierta.
—Métela ahí.
Pierre lo hizo.
—Puede que tarde unos días en poder echarle un vistazo.
—Gracias, Helen. Eres un melocotón.
Ella se rio.
—¿Un melocotón? Necesitas una edición más moderna del Berlitz, Pierre. Eso ya
no lo dice nadie*.
Molly, furiosa por lo que Klimus podía haber hecho, estaba saliendo del campus
por North Gate Hall cuando oyó la discusión. Miró a su alrededor para ver qué
pasaba. Había una pareja de estudiantes veinteañeros a unos veinte metros de
distancia. El chico llevaba el largo pelo castaño recogido en una cola de caballo. Su
cara era redonda y, en aquel momento, más bien roja. Estaba gritándole a una joven

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rubia de pequeña estatura, vestida con unos vaqueros lavados a la piedra y una
sudadera amarilla de los Simpson. Él llevaba vaqueros negros y una cazadora de
pana, cuya cremallera abierta permitía ver una camiseta blanca. Estaba gritando en un
idioma que Molly no reconoció. Mientras hablaba, remarcaba cada punto apuntando
con un dedo a la cara de la chica.
Molly frenó un poco el paso. Los problemas de acoso a las estudiantes no
terminaban nunca, y quería asegurarse de si debía intervenir. Pero la chica parecía
arreglárselas por sí misma. Devolvió los gritos en el mismo idioma. Su lenguaje
corporal era distinto, pero igualmente hostil: tenía ambas manos extendidas ante ella,
como si quisiese estrangular al otro.
Molly sólo pretendía mirar lo necesario para comprobar que no iba a haber
violencia, y que la mujer participaba voluntariamente en la bronca. Algunos
transeúntes se habían detenido a mirar, aunque la mayoría continuaba su camino tras
un vistazo. La chica se quitó un anillo. No era de boda ni de compromiso, pues lo
llevaba en otro dedo, pero claramente había sido un regalo del joven. Se lo tiró,
marchándose enojada. El anillo le rebotó en el pecho y cayó en la hierba.
Molly se giró para marcharse, pero cuando el joven se arrodilló sobre la hierba en
busca del anillo, gritó «¡Blyat!» a la chica. Molly se quedó paralizada, y su mente
volvió a aquel lejano día en San Francisco: el carcamal que atormentaba al gato
moribundo le había gritado la misma palabra.
Fue en busca de la chica, que caminaba resueltamente hacia la puerta del edificio
más cercano, con la cabeza alta e ignorando las miradas. El hombre seguía buscando
el anillo en el césped. Molly la alcanzó cuando estaba tirando de una de las manillas
de la puerta, pulimentada por las manos de un millar de estudiantes al día.
—¿Estás bien?
Ella le miró con la cara roja de ira, pero no dijo nada.
—Me llamo Molly Bond, y soy profesora del Departamento de Psicología. Me
preguntaba si estabas bien.
La chica mantuvo la mirada un poco más, y después hizo un gesto con la cabeza
hacia el joven.
—Mejor que nunca —dijo con un marcado acento.
—¿Es tu novio? —preguntó Molly. El chico se puso en pie, con el anillo en alto y
mirando hacia ellas.
—Era. Le cogí haciendo trampa.
—¿Eres una estudiante de intercambio?
—De Lituania. Aquí para estudiar informática.
* «Peach» significa literalmente melocotón, pero también se usa para hablar de
una mujer muy atractiva, o de alguien muy simpático y agradable. Berlizt es el
nombre de un famoso sistema de enseñanza de idiomas.

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Molly asintió. Parecía el momento natural para dar la conversación por terminada.
Sabía que tocaba decir «Bueno, si estás bien…» y seguir su camino. Pero tenía que
saberlo; intentó adoptar un tono despreocupado.
—Te llamó blyat. ¿Es una palabra…? —y se dio cuenta de que estaba a punto de
parecer una ignorante. ¿Existiría un idioma lituano? Su educación del Medio Oeste le
había dejado algunas lagunas. Pero siguió adelante—. ¿Es una palabra lituana?
—Nyet. Es ruso.
—¿Qué significa?
—No es cosa bonita de decir.
—Lo siento, pero… —Qué demonios, ¿por qué no decir la verdad?— Alguien me
lo llamó una vez. Siempre me he preguntado qué significa.
—No sé la palabra inglesa. Es la parte sexual femenina, ¿comprende? —Miró con
rencor hacia el joven, que estaba desapareciendo—. No es que vaya a ver el mío de
nuevo.
Molly miró también al joven.
—Capullo.
—Da —dijo la estudiante. Tras un leve gesto de cabeza a Molly, entró en el
edificio.
Pierre acompañó a Molly mientras ella cargaba con Amanda escaleras arriba y la
acostaba en la cuna a los pies de su gran cama de matrimonio. Se inclinaron por turno
para besar a la niña en la frente. Molly había estado extrañamente absorta toda la
noche: estaba claro que rumiaba algo…
Amanda miró a su padre con expectación. Pierre sonrió, sabiendo que no se iba a
librar fácilmente. Cogió de la estantería el ejemplar de Vamos al zoo. Amanda
sacudió la cabeza. Pierre alzó las cejas, pero devolvió el libro a su sitio. Había sido el
favorito cinco noches seguidas. Ignoraba el motivo del cambio, pero como ya se sabía
el libro de memoria, le pareció perfecto. Cogió un librito cuadrado titulado La
pequeña señorita Contrario, pero Amanda volvió a negar con la cabeza. Hizo un
nuevo intento con un libro de Barrio Sésamo, El gran día de Coco. Amanda sonrió
ampliamente. Pierre se sentó sobre la cama y empezó a leer. Mientras tanto, Molly
bajó las escaleras. Pierre leyó todo el libro (unos diez minutos de lectura) antes de
que Amanda pareciera lista para dormir. Se inclinó para besar a su hija una vez más,
comprobó que el monitor de bebés estaba en marcha y salió sin hacer ruido de la
habitación.
Cuando llegó a la sala de estar, Molly estaba sentada en el sofá, con una pierna
bajo su cuerpo. Sostenía un ejemplar del New Yorker, pero no parecía mirarlo. Un
CD de Shania Twain sonaba débilmente. Molly dejó la revista y le miró.
—¿Está dormida?
—Eso creo.

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—Bien —dijo en tono serio—. He esperado a que estuviese dormida. Tenemos
que hablar.
Pierre se acercó al sofá y se sentó junto a ella. Molly le miró un momento y
después apartó los ojos.
—¿He hecho algo mal?
—No… no, tú no.
—¿Entonces?
Molly soltó aire.
—Estaba preocupada por Amanda y he investigado un poco.
Pierre sonrió, animándola a continuar.
—¿Y?
Ella volvió a apartar la mirada.
—Puede que sea una locura, pero… —Juntó las manos en su regazo y las miró
fijamente—. Algunos antropólogos discuten sobre el hecho de que el hombre de
Neanderthal tenía exactamente la misma estructura de la garganta que el doctor
Gainsley nos dijo que tenía Amanda.
Pierre sintió que sus cejas se elevaban.
—¿Y?
—Y… resulta que tu jefe, el famoso Burian Klimus, tuvo éxito al extraer el ADN
de ese espécimen de Neanderthal israelí.
—La Triste Hannah —dijo Pierre—. Pero no pensarás que…
Ella le miró.
—Quiero a Amanda tal y como es, pero…
—Tabernac —dijo Pierre—. Tabernac.
Pudo verlo todo en su mente. Cuando Molly, Pierre, la doctora Bacon y sus dos
ayudantes hubieron salido del quirófano, Klimus no se había masturbado en un vaso.
En lugar de eso, había cogido uno de los óvulos de Molly con una pipeta de vidrio,
manteniéndolo por succión. Trabajando cuidadosamente bajo el microscopio, había
abierto el óvulo y, utilizando una pipeta más pequeña, había sacado los veintitrés
cromosomas de la dotación haploide de Molly, sustituyéndolos por los cuarenta y seis
cromosomas de la dotación diploide de Hannah. El resultado final: un óvulo
fertilizado que contenía sólo el ADN de Hannah.
Por supuesto, abrir el óvulo podía haber dañado la zona pellucida, un
recubrimiento gelatinoso imprescindible para que el embrión se implantara y
desarrollara. Pero desde que Jerry Hall y Sandra Yee demostraron en 1991 que podía
emplearse una zona pellucida sintética para recubrir las células de los óvulos, la
clonación de seres humanos era teóricamente posible. Y sólo dos años más tarde, en
un congreso de la Sociedad Americana de Fertilización celebrado precisamente en
Montreal, Hall y sus colaboradores habían anunciado que lo habían hecho, aunque sin

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desarrollar los embriones más allá de su fase inicial.
Sí, era factible. Lo que estaba sugiriendo Molly era una posibilidad real. Klimus
podía haber utilizado ese procedimiento para preparar varios huevos con una copia
del ADN de Hannah, cultivarlos in vitro hasta el estado multicelular y, después, la
doctora Bacon, seguramente sin saber su procedencia, los había insertado en Molly,
esperando que al menos uno de ellos lograra implantarse.
—Si es cierto —dijo Molly, su mirada pasando del ojo izquierdo de Pierre al
derecho una y otra vez— si es cierto, eso no cambiará lo que sientes por Amanda,
¿verdad?
Pierre guardó silencio.
La voz de Molly adquirió un tono apremiante.
—¿Verdad?
—Bueno, no. No, supongo que no. Es sólo que, bueno, quiero decir que ya sabía
que no era mi hija biológica… Sabía que no era parte de mí. Pero siempre había
pensado que sí era parte de ti. Pero si lo que estás sugiriendo es cierto, entonces… —
dejó la frase sin terminar.
El CD de Shania Twain había dejado de sonar. Pierre se levantó, se acercó al
estéreo, sacó el disco, lo puso de nuevo en su funda y desconectó el aparato.
Intentaba pensar desesperadamente. Era una locura… una locura. Vale, Amanda tenía
trastornos del habla, ¿y qué? Muchos niños tenían problemas mucho más graves.
Pensó en el pequeño Erik Lagerkvist, que estaba infinitamente peor que Amanda.
Guardó el CD en su sitio y volvió al sofá.
—Quiero a Amanda —dijo al sentarse. Tomó las manos de Molly entre las suyas
—. Es nuestra hija.
Ella asintió, aliviada. Hubo una pausa.
—De todas formas, tenemos que saberlo. Puede afectar a muchas cosas… el
colegio, enfermedades…
Pierre miró el reloj. Acababan de dar las nueve.
—Voy al laboratorio.
—¿Para qué?
—Casi todos se habrán ido ya a casa. Voy a robar una muestra del ADN de la
Triste Hannah.

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CAPÍTULO 32
Pierre usó su tarjeta electrónica para entrar en las oficinas del Centro Genoma
Humano. Los huesos de la Triste Hannah solían guardarse en el Instituto de los
Orígenes Humanos, y Pierre suponía que también habría algunas copias de su ADN
allí. El material era demasiado precioso para tenerlo en sólo una instalación.
Tenía que haber un juego de llaves de emergencia en alguna parte. Se acercó a la
antigua mesa de Joan Dawson, el cajón superior no estaba cerrado, y en él había un
llavero con unas dos docenas de llaves distintas. Pierre lo cogió y avanzó por el
corredor.
Probó con la cerradura de la puerta de Klimus, pero ninguna de las llaves
encajaba. Lo intentó con una tras otra, procurando vanamente que no hiciesen
demasiado ruido. Pierre se sentía infernalmente nervioso, y…
—¿Puedo ayudarle? —preguntó una voz con marcado acento.
El corazón de Pierre dio un vuelco. Levantó la vista.
—¡Carlos! —dijo, reconociendo al conserje—. Me ha asustado.
—Perdone, doctor Tardivel. No le había reconocido. ¿Necesita entrar en el
despacho del doctor Klimus?
—Mmm… sí. Sí, necesito un libro de consulta y lo tiene él.
Carlos cogió su propio llavero, que llevaba sujeto al cinturón mediante un
dispositivo que alargaba un cordón cuando tiraba y lo recogía al soltarlo. Se agachó,
abrió la puerta y pasó al interior, encendiendo las luces. Los paneles luminosos
vacilaron un poco al cobrar vida; su intensa luz se reflejó en el cristal que recubría las
fotografías astronómicas enmarcadas. El conserje franqueó el paso a Pierre, que
fingió buscar un libro en los estantes de roble que iban del suelo al techo.
—¿Lo encuentra? —preguntó Carlos.
—No… no están en orden alfabético. Me llevará un rato encontrarlo.
—Bueno, pues quédese y busque. Pero asegúrese de cerrar bien cuando salga,
últimamente hemos tenido algunos problemas con intrusos.
—De acuerdo. Gracias.
Carlos se marchó. Pierre escuchó cómo sus pisadas se perdían en la distancia, y
fue a la segunda puerta. También estaba cerrada, y ninguna de sus llaves la abría.
Buscó en el cajón del escritorio de Klimus, esperando que hubiese más llaves. Nada.
Cerró la puerta y se giró. Su brazo se movió inesperadamente, golpeando el globo de
Marte que había sobre el anaquel. Durante un terrible momento, Pierre pensó que iba
a caer al suelo, pero el planeta rojo se limitó a dar un par de vueltas sobre su eje y
después se quedó quieto.
Pierre sacó su tarjeta de Macy's de la cartera y probó a meterla en el hueco entre
la puerta y la jamba, como había visto en innumerables programas de televisión. El

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tiempo pasaba. Le aterrorizaba que Carlos volviese. Pero por fin consiguió mover el
pequeño pestillo, abrió la puerta y entró, buscando el interruptor de la luz.
Había un pequeño refrigerador, colocado sobre lo que parecía un soporte para un
horno microondas. Pegada a la puerta del refrigerador había una nota de impresora:
«Especímenes biológicos altamente perecederos. No apagar ni desconectar esta
unidad».
Pierre abrió la puerta del refrigerador. Había tres estantes de alambre, todos con
recipientes sellados de cristal. En las baldas de la puerta había latas de Dr. Pepper.
Todos los recipientes estaban etiquetados, y le costó sólo unos minutos encontrar el
que buscaba. La etiqueta adhesiva de uno de ellos tenía una palabra escrita a mano:
«Hannah».
Pierre tomó el frasco, cerró el refrigerador, apagó la luz de la habitación pequeña,
y la del despacho de Klimus, y cerró, aunque sin llave, la puerta principal. Fue a su
propio laboratorio y usó enzimas de restricción para cortar algunos fragmentos de
prueba del ADN, preparándolos para hacer copias mediante la reacción en cadena de
polimerasa. Cuando volviese al día siguiente, tendría millones de copias de los
fragmentos.
Volvió a la oficina de Klimus, devolvió el recipiente al refrigerador, cerró las
puertas de la habitación y el despacho, y regresó a casa, rebosante de adrenalina.
Al día siguiente, mientras Pierre avanzaba por el pasillo hacia su laboratorio, oyó
sonar su teléfono. Corrió (lo que para él era correr; cualquiera le hubiese adelantado
caminando a buen paso) a la puerta y agarró el auricular.
—¿Diga?
—Eh, Pierre. Soy Helen Kawabata.
—Hola, Helen.
—Estás de suerte. Había bastante ADN en la maquinilla de Bryan Proctor. La
hoja estaba embotada; debió de usarla durante mucho tiempo. Esta mañana tengo que
ir al juzgado, pero puedes pasar a recoger las muestras esta tarde si te viene bien.
—Gracias, Helen. Te lo agradezco de verdad.
—Es lo menos que puede hacer un melocotón. Hasta luego.
Pierre se puso a comparar el ADN de Amanda y Hannah: no era tan completo
como un perfil genético, pero daría resultados en dos días y no en dos semanas. Una
vez establecido el proceso, cogió su coche y condujo hasta la central de policía de
San Francisco, recogió las muestras refrigeradas del ADN de Proctor, y volvió
directamente al LNLB. Se encontró con Shari Cohen en el pasillo.
—Shari, ¿podrías hacer la misma serie de pruebas a una muestra más, por favor?
—Claro.
—Gracias, aquí la tienes. Y asegúrate de comprobar que hay un cromosoma Y. —
Cabía la posibilidad de que la señora Proctor usase una maquinilla de hombre para

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afeitarse las piernas y axilas.
—Lo haré.
—Gracias. Avísame en cuanto tengas los resultados.
Aquella noche, Pierre llegó a casa, besó a Molly y Amanda, y se sentó en el sofá
para leer su correo. Intentaba alejar sus pensamientos del ADN de Amanda; no
tendría los resultados hasta dos días después…
Su ejemplar de Maclean's había llegado de Canadá, con noticias que tenían dos
semanas de retraso, y también un número de Solaris. Procuraba leer revistas en
francés para seguir pensando principalmente en su idioma. También había llegado la
factura de la Visa, y…
… eh, algo de Seguros Médicos Cóndor. Un gran sobre de papel manila. Lo abrió,
era el informe anual de la compañía, y una nota anunciando la próxima asamblea
general.
Molly se sentó a su lado y empezó a hojear el informe mientras Pierre leía la nota
de la asamblea. Era un libro fino y muy bien encuadernado, de cubierta amarilla y
negra y tamaño folio.
—«Cóndor es la compañía líder del Pacífico Noroeste en el campo de la cobertura
sanitaria» —dijo, leyendo la primera página—. «Consagrados a la previsión y la
excelencia, proporcionamos tranquilidad de espíritu a 1.7 millones de asegurados en
el norte de California, Oregón y el estado de Washington».
—Tranquilidad de espíritu, un huevo —dijo Pierre—. No hay ninguna
tranquilidad de espíritu en decirle a una madre embarazada que tiene que abortar o
perder su cobertura, ni en decirle a un sujeto de riesgo de Huntington que tiene que
hacerse una prueba genética. —Le enseñó la nota—. ¿Crees que debería ir?
—¿Cuándo es?
—El viernes, 18 de octubre. Eso es… dentro de tres meses.
—Claro que sí. Enséñales lo que es la tranquilidad de espíritu.
El primer día de agosto, Pierre fue temprano a su laboratorio, preparado para
comprobar las huellas de ADN de la Triste Hannah y Amanda Tardivel-Bond.
Todo lo que tenía que hacer era mirar las placas, y…
Joder. Mierda puta, joder.
Eran idénticas.
Encontró una silla y consiguió sentarse antes de caer al suelo.
Su hija, su bebé, era un clon de una mujer Neanderthal que había vivido y muerto
en Oriente Medio sesenta y dos mil años atrás. Todo era…
—¿Pierre?
Levantó la mirada, tardando unos momentos en enfocarla. Cubrió las placas que
había estado mirando con las manos.
—Oh, hola, Shari.

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—He terminado de hacer las pruebas a la última muestra de ADN.
La cabeza de Pierre todavía daba vueltas. Estuvo a punto de preguntar «¿Qué
muestra?». Claro, la de Bryan Proctor, la que Helen Kawabata había recuperado de su
maquinilla.
—¿Y?
Shari se encogió de hombros.
—Nada. Negativo en todas. Y sí era un hombre.
—¿Diabetes? ¿Enfermedad del corazón? ¿Alzheimer? ¿Huntington?
—Limpio como una patena.
Pierre suspiró.
—Gracias, Shari. Me has ayudado mucho.
—¿Estás bien, Pierre?
—Perfectamente. No hay problema. —No pudo mirarle a los ojos.
Ella le observó durante un momento más, pero acabó por volver a su mesa del
laboratorio y ponerse a trabajar. Pierre se recostó en su silla. Estaba tan seguro de que
había descubierto algo… alguna vasta conspiración que incluía el asesinato piadoso
de quienes se enfrentaban a un siniestro futuro genético. Pero Chuck Hanratty había
matado a Bryan Proctor, un hombre sin trastornos hereditarios graves. No tenía
sentido.
Volvió a mirar las placas del ADN de Hannah y Amanda, y se puso en pie.
—Me voy a casa —le dijo a Shari al pasar junto a ella.
—¿Seguro que estás bien?
Pierre la oyó, pero no confió en su capacidad para responder. Anduvo hasta el
aparcamiento y subió a su coche.

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CAPÍTULO 33
Pierre entró por la puerta principal. Molly se apresuró a recibirle, con la pequeña
Amanda gateando tras ella.
—¿Qué?
Pierre resopló, sin saber cómo dar la noticia.
—Es un clon.
Aunque había sido la primera en sospecharlo, Molly puso unos ojos como platos.
—Ese cabronazo.
Pierre asintió.
Amanda había llegado hasta su padre. Le miró con sus grandes ojos pardos,
levantando los brazos hacia él.
Pierre miró hacia abajo.
Amanda.
Amanda Hélène Tardivel-Bond.
O…
O la Triste Hannah II.
La niña seguía levantando los brazos. Parecía confusa al ver que no la recogía.
No, maldita sea, pensó Pierre. Es Amanda… es mi hija.
Se agachó y la levantó del suelo. Ella le puso los brazos alrededor del cuello y se
retorció de alegría. Pierre la sujetaba con una mano y revolvía su pelo castaño con la
otra.
—¿Cómo te va? ¿Cómo está la chica de papá?
Amanda le sonrió. Hubiese querido llevarla al sofá del salón, pero era arriesgado.
En lugar de ello la bajó al suelo, cogió su manita y recorrieron juntos el largo trecho.
Pierre se sentó y Amanda se puso sobre su regazo.
Molly entró en la habitación y se sentó en la butaca de enfrente.
—¿Y qué hacemos ahora?
—No lo sé. Ni siquiera sé si debemos hacer algo.
—¿Después de lo que ha hecho?
Pierre levantó una mano.
—Lo sé. ¿Crees que no me importa? Dios, me siento como si hubiese violado a
mi mujer. Quiero retorcerle el cuello, matarle con mis propias manos, pero…
—¿Pero qué?
—Pero hay que pensar en Amanda —acarició la cabeza de su hija, arreglando el
pelo que él había revuelto antes—. Si vamos a por Klimus, puede que se sepa la
verdad sobre ella.
Molly reflexionó.
—Tenemos que sacarle de nuestras vidas… no quiero que venga aquí para

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estudiarla. Mira, cuando se entere de que sabemos la verdad, tendrá que ceder. Lo que
hizo fue contrario a la ética…
—Absolutamente.
—… así que se arriesga a perderlo todo si se descubre: su posición en el LNLB,
sus contratos de consultoría… todo.
—¿Pero y si se descubre la verdad sobre Amanda?
—No lo sé. ¿No podríamos irnos de aquí? ¿Ir a Canadá y cambiar nuestros
nombres? ¿Puedes volver a Canadá, no?
Pierre asintió.
—Sé que querías quedarte aquí, pero…
Pierre meneó la cabeza.
—Eso no importa. Haré lo que sea por mi hija… lo que sea —abrazó contra su
pecho a Amanda, que ronroneó de placer.

—Profesor Klimus —dijo Pierre, en tono seco. Había pretendido mostrarse


tranquilo y razonable, pero bastó con la visión del viejo para hacer que le hirviese la
sangre.
Klimus levantó la vista. Sus ojos pardos pasaron de Pierre a Molly. Echó atrás su
cabeza calva abajo y volvió la página de la revista abierta sobre su mesa.
—Estoy muy ocupado. Si quieren verme, tendrán que concertar una cita con mi
secretaria.
Molly cerró la puerta del despacho.
—¿Cómo pudo hacerlo? —preguntó Pierre apretando los dientes.
Klimus alargó la mano hacia el teléfono.
—Creo que llamaré a seguridad.
Pierre le arrebató el auricular y lo puso violentamente en su sitio.
—No va a llamar a nadie. Le he preguntado cómo fue capaz de hacerlo.
—¿Hacer qué? —dijo Klimus, intentando fingir inocencia. Se frotó la mano de la
que Pierre le había arrancado el teléfono.
—No intente jugar con nosotros. Conseguí una muestra del ADN de la Triste
Hannah. Es el mismo que el de Amanda.
Klimus se inclinó hacia delante.
—Sí, es el mismo. ¿Qué le hizo sospecharlo?
—¿Y eso qué mierda importa ahora?
—Es el centro de la cuestión, ¿no? —dijo Klimus, abriendo los brazos—. Algo
les hizo ver que el espécimen infantil no era un Homo sapiens sapiens. ¿Qué fue?
—«Espécimen infantil» —repitió Molly, estremecida—. No la llame así.
—¿Cómo supo que no era su hija?
—¡Maldita sea! ¡Dios…! —Pierre soltó un torrente de obscenidades en francés,

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incapaz de contenerse—. ¡Se sienta tan tranquilo, haciéndonos preguntas! ¡Debería
partirle en dos, viejo de mierda!
Klimus encogió sus anchos hombros.
—Hacer preguntas es el trabajo de un científico.
—¿Científico? Usted no es un científico, es un monstruo.
Klimus se levantó.
—Usted, mocoso… Soy Burian Klimus —pronunció su nombre como una
oración—. No se atreva a hablarme así. Puedo hacer que no vuelva a trabajar en
ningún laboratorio del mundo.
Molly tenía la cara roja y respiraba entrecortadamente.
—Burian… confiábamos en usted.
—Querían un bebé, y lo tuvieron. Querían fertilización in vitro, un proceso caro,
y la consiguieron gratis.
Pierre abría y cerraba los puños.
—Bastardo… no siente ningún remordimiento por lo que ha hecho.
—Lo que he hecho es maravilloso. No ha habido un niño como el espécimen
infantil desde la Edad de Piedra.
—Deje de llamarla así, maldita sea —dijo Molly—. Es mi hija.
—Dígalo de nuevo.
—Basta… ni lo intente —dijo Pierre—. Sí, queremos a Amanda… pero eso no
tiene nada que ver.
—Lo tiene todo que ver con ello. Y también con que usted, doctor Tardivel, va a
sentarse y cerrar la boca.
—No voy a callarme. Voy a hablar con el director del LNLB y con la policía.
—No va a hacer nada de eso. Tendría que explicar la naturaleza de su queja… y
eso significaría desvelar la naturaleza de la niña —Klimus se volvió hacia Molly, con
expresión de suficiencia—. ¿De verdad quiere que su hija se convierta en una
atracción pública, señora Bond?
—Cree que es su as en la manga, ¿verdad? —dijo Pierre—. Pues se equivoca.
Estamos preparados para contar la verdad a cualquiera que pueda encerrarle.
—Haremos que le metan en la cárcel —siguió Molly—. Y después iremos a
Canadá y cambiaremos de nombre… estoy segura de que le suena.
Klimus no pestañeó.
—Les aconsejo que no lo hagan. Si quieren lo mejor para el espécimen infantil…
—Ya me he hartado, hijo de puta —dijo Pierre. Cogió el teléfono, marcando el
número del director del LNLB.
—Es decisión suya —dijo Klimus, encogiéndose de hombros—. Por supuesto,
creí que ustedes preferirían evitar una batalla legal por la custodia.
—Cust… —los ojos de Molly se ensancharon—. No sería capaz.

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—La niña es un clon, doctora Bond. Puede que usted la alumbrase, pero no es su
madre biológica; no está emparentada con ninguno de ustedes.
—¿Dígame? —se oyó una voz masculina al otro extremo del teléfono.
—Usted decide, Tardivel. Estoy preparado para luchar hasta el final.
Pierre le miró fijamente, pero colgó el teléfono.
—Nunca podría ganar.
—¿No? El pariente más cercano de Amanda es la Triste Hannah… y los restos de
Hannah están bajo la custodia legal del Instituto de los Orígenes Humanos, por un
acuerdo con el gobierno de Israel. La doctora Bond no es más que una madre
sustituta… y por lo general los tribunales no les reconocen muchos derechos.
Molly se volvió a Pierre.
—No puede hacerlo, ¿verdad? No puede llevarse a Amanda.
—Es usted un bastardo —dijo Pierre.
—Yo no —contestó Klimus, encogiéndose de hombros—. Si está en duda la
filiación de alguien, es la de Amanda. Ahora, creo que les he preguntado cómo se
dieron cuenta de que no era hija suya. Espero una respuesta —alargó la mano hacia el
teléfono—. O puede que sea yo quien llame al director. Cuanto antes empecemos esta
batalla legal, antes la terminaremos.
Pierre volvió a tirar del aparato.
—Veo que prefieren mantener la discreción. Muy bien, díganme cómo
descubrieron la genealogía de Amanda.
La cara de Pierre estaba roja, y sus puños se abrían y cerraban espasmódicamente.
Molly no dijo nada.
—Es una niña muy fea, ya lo sé —dijo Klimus.
—Maldito sea… monstruo —contestó Molly—. Es preciosa.
Klimus no pareció oírlo. Hablaba en tono circunspecto, mirando a uno y a otro.
—Sí, teníamos ADN de Neanderthal, pero quedaban muchas preguntas que no
podíamos contestar. ¿Eran capaces de hablar, por ejemplo? Hay un gran debate al
respecto entre los antropólogos… deberían oír a Leakey y Johanson discutiéndolo.
Bueno, ahora lo sabemos, no podían hablar en voz alta. Probablemente tenían su
propio y eficaz lenguaje de signos. Veremos si Amanda aprende el Ameslan* más
rápido de lo normal. Puede que tenga más aptitudes que nosotros para comunicarse
mediante signos. Y la mayor pregunta de todas: ¿son la misma especie que nosotros?
Es decir, ¿era el hombre de Neanderthal el Homo sapiens neanderthalensis, sólo una
subespecie, capaz de producir descendencia fértil con un humano moderno? O era
algo totalmente distinto, Homo neanderthalensis. Quizás capaz de tener un hijo
estéril con un humano moderno, de la misma forma en que un caballo y un asno
pueden producir una mula, pero no de tener descendientes fértiles. Bueno, lo
averiguaremos en cuanto Amanda llegue a la pubertad.

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—Que le jodan —dijo Molly.
—Sería una opción.
Ella se abalanzó contra Klimus, dispuesta a matarle. Pierre se interpuso,
agarrando a su mujer y haciendo que se sentase de nuevo.
—Ahora no —le dijo.
—Seguiremos con la charada de que es su hija —dijo Klimus sin inmutarse—.
Pero la visitaré cada semana y llevaré un registro de su crecimiento y sus aptitudes
intelectuales. Cuando llegue el momento de publicar esa información, lo haré como
haría usted, doctora Bond, en un caso de estudio psicológico, refiriéndome al
espécimen infantil meramente como «niño A». Ustedes no emprenderán ninguna
acción contra mí; si lo hacen, entablaré una lucha por la custodia que hará que la
defensa de O.J. Simpson parezca el primer caso de un abogado del turno de oficio —
se volvió hacia Pierre—. Y usted, doctor Tardivel, no volverá a hablarme en ese tono
nunca más. ¿Estamos de acuerdo?
Pierre, furioso, no dijo nada.
Molly miró a su marido.
—No dejes que se la lleve. Cuando…
Se detuvo bruscamente, pero a veces es posible leer las mentes sin tener el
beneficio de un capricho genético. Cuando tú no estés, será todo lo que me quede.
—De acuerdo —dijo él, con la mandíbula crispada—. Vámonos, Molly.
—Pero…
—Vámonos.
—Hasta el sábado —dijo Klimus—. Ah, llevaré equipo para tomar muestras de
sangre. Supongo que no les importará.
—Jodido cabrón.
—Palos y piedras rompen los huesos —repuso Klimus, encogiéndose de hombros
—. Pero los de Amanda me pertenecen**.
Molly se levantó, con la cara completamente roja.
—Vamos —dijo Pierre.
Salieron del despacho. Pierre dio un portazo y aferró la mano de su esposa antes
de empezar a andar por el pasillo. Llegaron a su laboratorio; Shari no estaba.
—Maldito sea —dijo Molly, rompiendo a llorar—. Maldito sea, maldito sea,
maldito sea. Tenemos que encontrar alguna forma de librarnos de él. Si hubiese un
caso de asesinato justificado, sería éste.
—No digas eso.
—¿Por qué no? Sé que piensas lo mismo.
—Antes no estaba seguro, pero ahora sí. Este tipo de experimentos es puro y
jodido Hitler. Klimus tiene que ser Marchenko —abrazó a su esposa—. No te
preocupes, va a morir, sí. Pero no le mataremos nosotros. Lo harán los israelíes,

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colgándole por sus crímenes de guerra.

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CAPÍTULO 34
—Justicia —dijo la voz femenina al otro extremo de la línea.
—Con Avi Meyer, OIE.
—Lo siento, el Agente Meyer está fuera. Si quiere…
—Su buzón de voz, entonces.
—Le paso.
—Aquí el Agente Avi Meyer. Estoy en una reunión en Quantico, y no volveré a la
oficina hasta mañana. Por favor, deje su mensaje al oír la señal.
¡Beep!
—Avi, llámeme en cuanto pueda. Soy Pierre Tardivel, el genetista del Lawrence
Berkeley. Llámeme enseguida, es importante. —Pierre dio su número y colgó.
—Hoy está fuera de la ciudad —le dijo a Molly, que aguardaba sentada en un
taburete del laboratorio—. Volveré a llamarle el lunes si no lo hace él antes. —Se
acercó a ella, abrazándola—. Todo irá bien… lo arreglaremos.
Los ojos de Molly todavía estaban inyectados en sangre.
—Lo sé —dijo—. Lo sé. —Miró su reloj—. Vamos a por Amanda. Quiero estar
con mi hija.
Pierre la abrazó de nuevo.
La conciencia de Pierre llevaba varios días acosándole. No era como si se hubiera
llevado algo valioso. Pero era algo muy personal. Quizá fuese algo importante para la
viuda de Bryan Proctor, una forma de recordar a su marido. Y, bueno, si las cosas
salían mal con Klimus y tenían que huir a Canadá, Pierre no quería quedarse con
aquel remordimiento. No sabía qué pretexto usar, pero si lograba volver al
apartamento, quizá pudiera dejar de nuevo la maquinilla en el botiquín,
escondiéndola entre otros objetos para que su reaparición no fuese muy descarada.
Llegó al edificio y apretó el botón ENCARGADO.
—¿Sí?
—¿Señora Proctor? Soy Pierre Tardivel —tras unos segundos de silencio, la
puerta zumbó por fin. Pierre se encaminó lentamente hasta el apartamento 101. La
señora Proctor le esperaba en la puerta, con las manos en las caderas.
—Cogió la maquinilla de mi marido —dijo en tono neutro.
Pierre sintió que se ruborizaba.
—Lo siento. No pretendía disgustarla —sacó una bolsita de plástico conteniendo
la maquinilla—. Soy… soy genetista; necesitaba una muestra del ADN de su marido.
—¿Para qué demonios?
—Pensé que podía tener un trastorno genético que usted ignorase.
—¿Y?
—No lo tenía. Al menos, no uno común y que se pudiese detectar fácilmente con

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una prueba.
—Ya se lo dije yo. ¿De qué va todo esto, señor Tardivel?
Pierre quiso estar a un millón de kilómetros de allí.
—Lo siento. Es una tontería. Me siento fatal.
Ella siguió mirándole fijamente, sin parpadear, adelantando su barbilla en forma
de pelota de golf.
—Tenía la estúpida teoría de que la muerte de su marido y el intento de
asesinarme podían estar relacionados. Ya sabe que tengo una enfermedad genética, y
pensé que quizá él también tuviese una.
—Pero no la tenía.
—No, su salud era perfecta.
La mujer le miró sorprendida.
—No creo que yo le dijera eso. Estaba en lista de espera para un trasplante de
riñón.
Pierre sintió que su corazón daba un respingo.
—¿Qué?
—Los riñones no le funcionaban bien.
Él se enfadó.
—Le pregunté si tenía alguna enfermedad hereditaria…
—No era hereditario. Sufrió un accidente de coche hace unos diez años y se
lesionó los riñones. Cada vez estaba peor.
—Dios —dijo Pierre—. Santo Dios.
—Justicia.
—Con Avi Meyer, OIE, por favor.
—Un segundo.
—Meyer.
—Avi, soy Pierre Tardivel.
—Hola, Pierre. Perdone que no le llamase, estaba fuera de la ciudad. ¿Ha tenido
suerte con su queja contra Seguros Cóndor? —Pierre le había preguntado tiempo
atrás si la política abortiva de Cóndor estaba dentro de la ley federal; lo estaba.
—No —respondió—. Pero no le llamo por eso. Se trata de Burian Klimus.
—No tenemos nada nuevo —dijo Avi con un suspiro.
—Quizá ustedes no, pero yo sí. Tenían razón, es Ivan Grozny.
La voz de Avi sonó interesada, pero cauta.
—¿Qué le hace pensarlo?
—¿Recuerda que intentaron matarme? El tipo que lo hizo era un neonazi llamado
Chuck Hanratty, ¿verdad?
—Uh-huh.
—Bien, Hanratty había matado antes a alguien llamado Bryan Proctor… y

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Proctor tenía una lesión en los riñones.
—¿Y qué?
—Y Joan Dawson, una diabética que trabajaba en el LNLB, fue asesinada
también, con un cuchillo muy parecido al que usó Hanratty contra mí. No fue él, por
supuesto, ya estaba muerto cuando ocurrió. Pero pudo haber sido alguien relacionado
con él… es decir, relacionado con el Reich Milenario.
—Vale, pero…
—Y tres enfermos de Huntington fueron asesinados recientemente en San
Francisco… y Burian Klimus conocía a los tres.
—¿En serio?
—Y he comprobado muestras de tejido de ciento diecisiete víctimas de asesinatos
sin resolver aquí en la Bahía: un número muy elevado de ellas tenían genes
defectuosos.
—Así que usted cree… mierda, usted cree que Klimus está limpiando la sociedad
de individuos defectuosos.
—Mein Kampf, capítulo primero, versículo uno.
—¿Está seguro de todo esto?
—Positivamente.
—Más le vale estar en lo cierto.
—Lo estoy.
—Porque si esto es alguna mierda de empleado descontento que quiere causarle
problemas a su jefe, está cometiendo un grave error. La OIE es parte del
Departamento de Justicia, y nadie jode a Justicia.
El tono de Pierre era resuelto.
—Klimus es Ivan el Terrible. Estoy convencido.

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CAPÍTULO 35
Pierre quería a su hija… no tenía duda. Pero, bueno, era un científico, y no podía
evitar sentirse intrigado por su herencia especial. Sabía que su ADN diferiría menos
de un 1% del de un humano moderno. Demonios, el ADN de chimpancé se
diferenciaba sólo en un 1.6% del humano (habiéndose separado ambas especies unos
seis millones de años atrás). Las diferencias entre Amanda y otros niños que no se
hubiesen saltado los últimos sesenta mil años de evolución humana serían
seguramente muy sutiles. Pero algo, algún diminuto cambio genético, había dado a
los físicamente menos poderosos humanos modernos una ventaja sobre los
Neanderthal, llevando a la desaparición de estos últimos. Las áreas de sujeción de los
músculos pectorales del Neanderthal doblaban en tamaño a las de los humanos
modernos; seguramente habían tenido el físico de Arnold Schwarzenegger sin tener
que trabajar su musculatura. Pero algo inclinó la balanza a favor del Homo sapiens
sapiens. Aunque se sentía ultrajado por el experimento de Klimus, Pierre podía
entender la fascinación de estudiar el ADN Neanderthal.
Usando enzimas de restricción para romper el ADN de Amanda en fragmentos
manejables, empezó a buscar diferencias, sorprendiéndose al encontrar algunas
inesperadas. No estaban en el ADN de la síntesis de proteínas, sino en diversos
tramos de ADN basura.
Intrigado, decidió hacer una visita al Zoo de San Francisco. Seguro que podría
convencer al cuidador para que le diese algunas muestras de tejido de primate…
Pierre y Molly asistieron a otra reunión del grupo de apoyo de enfermos de
Huntington. A esas alturas, realmente necesitaba el apoyo.
La oradora invitada era una locuaz relaciones públicas de una compañía que
fabricaba sillas de ruedas, andadores y otras ayudas para los que tuviesen problemas
de movilidad. Pierre no había imaginado que hubiese tantas opciones tecnológicas.
Después de la charla, habló de nuevo con Carl Berringer.
—Buena reunión —dijo—. La charla ha sido interesante.
Toda la mitad superior del cuerpo de Berringer estaba temblando.
—Ya nos conocemos, ¿verdad?
—Mmm… sí. Pierre Tardivel, de Montreal, originalmente. Vine a otra reunión
hace unos quince meses.
—Perdóneme. Mi memoria no es lo que era.
Pierre asintió. Él no había sufrido muchas dificultades mentales, pero era
consciente de que solían darse en su enfermedad.
—Estas charlas son un arma de doble filo —dijo Berringer, apuntando con la
cabeza en dirección a la oradora, que hablaba con algunas personas al otro lado del
aula—. Para los que tenemos un seguro está muy bien… mire qué aparatos tan

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ingeniosos. Pero muchos de nuestros miembros no están cubiertos por un seguro, y
probablemente no pueden pagarse ninguna de estas cosas.
Aunque la ley de California que había entrado en vigor dos años antes permitía a
quienes tuviesen el gen de Huntington suscribir un seguro siempre que no mostrasen
síntomas de la enfermedad, los que ya los mostraban solían quedar al descubierto.
—Se lo digo yo. Ese sistema que tienen en Canadá es lo único con sentido en la
época genética: cobertura universal, con la población compartiendo los riesgos
conjuntamente. —Hizo una pausa—. ¿Está asegurado?
—Sí.
—Qué suerte. Yo estoy bajo el plan de mi esposa, pero tuve que dejar mi trabajo
para conseguirlo; sólo cubre a los cónyuges dependientes.
Pierre asintió gravemente.
—Lo lamento.
—Probablemente no valía la pena. La compañía de mi mujer es Seguros Bay
Area, pero nosotros la llamamos «Seguros Bah». Tienen unos límites ridículos para
las enfermedades catastróficas. ¿Con quién está usted?
—Cóndor.
—Ah, sí. Me rechazaron.
—De hecho, tengo algunas acciones de la compañía —dijo Pierre—. Estaba
pensando en asistir a la asamblea de accionistas de este año y armar un poco de jaleo
sobre su política. ¿Sabe si hay algún otro miembro que esté asegurado con ellos?
Berringer detuvo sus temblores agarrándose fuertemente al soporte de aluminio
que había bajo la pizarra del aula. Contempló a los reunidos.
—Bien, veamos… Peter Mansbridge lo estaba.
Aquel nombre se había quedado grabado en la memoria de Pierre la primera vez
que lo mencionó Berringer, pues casualmente era el del presentador de The National,
el noticiario nocturno de la CBC*.
—¿Peter Mansbridge? ¿No es a quien mataron a tiros?
Berringer asintió.
—Una lástima. La persona más agradable que pudiese imaginar.
—¿Alguien más?
Berringer levantó la mano izquierda para rascarse la cabeza. Su mano se movió
como un pájaro revoloteando.
—Solía recordar estas cosas —dijo tristemente—. Tenía una memoria de elefante.
—No se preocupe. No tiene importancia.
—No, no, espere… —Berringer se volvió para encararse a los asistentes—. ¡Por
favor! —exclamó—. ¡Atención, por favor!
La gente se dio la vuelta para mirarle; los cuidadores del grupo dejaron de
moverse.

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—Disculpad un momento, por favor. Este amigo, hmm…
—Pierre.
—Pierre se pregunta si alguien está asegurado con Cóndor.
Pierre se sintió turbado al ver que su sencilla pregunta causaba tanto interés, pero
sonrió débilmente.
—Yo —dijo una guapa mujer negra de unos cuarenta años, levantando una mano
muy cuidada. Estaba junto a una silla de ruedas; un hombre de color se sentaba en
ella, con las piernas en continuo movimiento—. Por supuesto, no cubren a Burt.
—¿Alguien más?
Un hombre blanco con Huntington levantó el brazo, que oscilaba como un
arbolillo bajo un viento variable.
* CBC: Canadian Broadcasting Corporation. El equivalente canadiense a RTVE.
—¿No tenía una póliza Cathy Jurima?
—Es verdad —dijo otro cuidador—. Era huérfana y no tenía antecedentes
familiares. La aceptaron muchos años atrás.
—¿Quién es Cathy Jurima?
Carl frunció el ceño.
—Otra de nuestros miembros asesinados.
Un loco pensamiento asaltó a Pierre.
—¿Y el otro al que mataron? ¿Tenía seguro?
Carl volvió a preguntar.
—¿Alguien recuerda en qué compañía estaba… oh, cómo se llamaba… Juan
Kahlo?
Las cabezas se menearon por toda la sala… algunas en negación.
Carl se encogió de hombros.
—Lo siento.
—Gracias, de todas formas —contestó Pierre, intentando sonar tranquilo.
Dejaron la reunión. Pierre guardó silencio durante el viaje de vuelta, pensando.
Molly conducía. Aparcaron en su paseo de entrada y fueron a la casa de al lado a
recoger a Amanda. Ya eran las 10:40, y rechazaron la invitación a café y pastel de la
señora Bailey.
Amanda había estado durmiendo, pero despertó al oír llegar a sus padres. Molly
agarró a la niña: era peligroso que Pierre cargase con ella si tenían que bajar por los
escalones de cemento del porche de la vecina. Mientras volvían a casa, Molly abrazó
a Amanda.
—No, cariño, está bien… ¿Lo hiciste? ¿De verdad? ¡Seguro que la señora Bailey
se quedó sorprendida de lo bien que dibujas!
Pierre sintió que el corazón le pesaba. Quería a Amanda con toda su alma, pero
siempre se sentía como si hubiese un muro entre los dos. Sobre todo cuando Molly

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tenía aquellas conversaciones con ella, leyendo sus pensamientos y contestándolos.
Entraron en su casa, y Molly se sentó en el sofá, con Amanda sobre su regazo.
—¿Tendría Joan Dawson el mismo plan sanitario que tú?
Molly acariciaba con ternura el pelo castaño de Amanda.
—No necesariamente. Yo soy profesora, y ella era personal no docente. Son
sindicatos distintos.
—¿Recuerdas su funeral?
Al parecer, Amanda estaba pensando algo a su madre.
—Un momento, cariño —le dijo Molly—. Sí, lo recuerdo.
—Conocimos a su hija allí. Beth… ¿verdad?
—¿Una pelirroja delgada? Sí.
—¿Cómo se llamaba su marido?
—Christopher, creo.
—Sí, pero ¿cuál era el apellido?
—Por Dios, no tengo la menor…
Pierre insistió.
—Era irlandés… O'Connor, O'Brien, algo así…
Molly arrugó la frente.
—Christopher… Christopher… Christopher O'Malley.
—¡O'Malley, sí! —Entró en el comedor y buscó la guía telefónica.
—Es muy tarde para llamar —dijo Molly.
Pierre no pareció oírlo. Ya estaba marcando.
—¿Hola? ¿Hola, Beth? Beth, perdone que llame tan tarde. Soy Pierre Tardivel;
nos conocimos en el funeral de su madre, ¿recuerda? Trabajaba con ella en el LNLB.
Eso es. Escuche, necesito saber qué compañía cubría el seguro médico de su madre.
No, no… eso es un seguro de vida; su seguro médico. Exacto, médico. ¿Está segura?
De acuerdo, muchas gracias. Lamento haberla molestado. ¿Qué? No, no, qué va. No
es nada de lo que tenga que preocuparse. Sólo… sólo un poco de papeleo en el
despacho. Gracias. Adiós.
Colgó el teléfono. La mano le temblaba.
—¿Sí? —preguntó Molly.
—Cóndor —dijo él como si fuese una palabrota.
—Cristo.
—Uno más —dijo él, apartando la guía de Berkeley y cogiendo la de San
Francisco, mucho más gruesa.
—¿Hola? Hola, señora Proctor. Soy Pierre Tardivel. Perdone que llame a estas
horas, pero… sí, exacto. —Hizo su mejor imitación de Peter Falk—. «Sólo una cosa
más». —Volvió a su voz normal—. Me pregunto si podría decirme con qué compañía
tenía su marido el seguro médico. No, no me importa esperar. —Cubrió el auricular

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con la mano—. Va a mirarlo.
Molly asintió. Amanda se estaba durmiendo en sus brazos.
—Sí, sigo aquí. ¿De verdad? Gracias. Muchísimas gracias. Y perdone. Adiós.
—¿Y bien?
—¿Te suena de algo «la compañía líder del Pacífico Noroeste en el campo de la
cobertura sanitaria»?
—Joder —dijo Molly.
—¿Dónde está ese informe anual de Cóndor?
—Allí, en el revistero de la salita.
Pierre salió del comedor, apresurándose por los escalones, y tropezó por culpa de
un movimiento inesperado de su pie izquierdo. Molly se acercó sosteniendo a
Amanda, que lloraba despertada por el ruido del golpe.
—¿Estás bien? —preguntó, con la cara distorsionada por el miedo.
Pierre usó la barandilla para ponerse de nuevo en pie.
—Perfectamente —dijo. Siguió avanzando y volvió poco después con el informe.
Subió por las escaleras con más cuidado y se sentó en el sofá. Amanda había dejado
de llorar y miraba con curiosidad.
Molly se sentó al lado de su marido, que estaba frotándose la espinilla. Él le pasó
el informe.
—Busca aquello que me leíste cuando lo recibimos… la parte sobre cuántas
pólizas tiene la compañía.
Ella abrió la cubierta amarilla y negra y pasó unas cuantas páginas.
—Aquí está. «Consagrados a la previsión y la excelencia, proporcionamos
tranquilidad de espíritu a 1.7 millones de asegurados en el norte de California,
Oregón y el estado de Washington».
Pierre sintió un gusto a bilis en el fondo de su garganta.
—No me extraña que sus acciones vayan tan bien. Bonita manera de aumentar los
beneficios: eliminar a todos los que vayan a hacer una reclamación importante.
Enfermos de Huntington, diabéticos que están quedándose ciegos, un encargado de
mantenimiento que necesita un trasplante de riñón…
—¿Eliminar?
—Eliminar… y quiero decir «matar».
—Es una locura, Pierre.
—Para mí o para ti, quizá. ¿Pero para una compañía que obliga a abortar? ¿Una
compañía que exige a las personas que se sometan a pruebas genéticas que pueden
llevarlas al suicidio?
—Pero —dijo Molly, intentando poner una nota de cordura en la conversación—
Cóndor es una gran compañía. Piensa en cuánta gente tendrían que matar para que
tuviese un verdadero efecto en su cuenta de beneficios.

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Pierre pensó un momento.
—Si se cargasen a mil asegurados, cada uno de los cuales reclamaría una
cobertura media de unos cien mil dólares, el coste de una operación de bypass, o de
un par de años de enfermera a domicilio, aumentarían sus beneficios en cien millones
de dólares.
—¿Mil asesinatos? Es una tontería.
—¿De verdad? Repártelos en tres estados a lo largo de varios años, y nadie lo
notará.
—¿Pero cómo sabrían a por quién ir? De acuerdo, sabían que tú ibas a desarrollar
la enfermedad de Huntington porque se lo dijiste, pero no tendrían forma de saberlo
de antemano en la mayoría de los casos.
—Por las pruebas genéticas de los asegurados.
—No en este estado. Es parte de la misma ley que impide la discriminación
genética. Las compañías aseguradoras no pueden pedir datos genéticos a los médicos
de los asegurados.
Pierre se levantó y empezó a andar de forma insegura.
—La única forma sería hacer sus propias pruebas genéticas, detectando de
antemano las posibles reclamaciones. Al fin y al cabo, si esperasen a que el
asegurado hiciese la reclamación antes de matarle, alguien se daría cuenta.
—Pero las aseguradoras no toman muestras de tejidos de forma sistemática. Por
lo general trabajan con cuestionarios, y si hace falta un chequeo médico, se ocupa el
médico de cabecera. Y volvemos a lo mismo, la ley prohíbe que el médico dé los
resultados de las pruebas genéticas a la compañía, por lo menos aquí en California.
—Entonces deben de conseguir las muestras de tejidos de alguna otra forma… de
forma clandestina.
—Oh, venga, Pierre. ¿Cómo podrían hacerlo?
—Supongo que durante la entrevista inicial con el cliente… normalmente, es el
único momento en que alguien de la compañía de seguros está físicamente cerca de
él.
—¿Qué hay de tu entrevista? ¿Te tocó el vendedor?
—No. Ni siquiera nos dimos la mano.
—¿Seguro?
Él asintió.
—No recuerdo a todo el mundo, pero bueno, a ella sí. —Se encogió de hombros
—. Era… ah, bastante llamativa.
—Bueno, si no te tocó, no pudo tomar una muestra de tejido.
—Quizá. Pero hay una forma de averiguarlo.
—Hola, señorita Jacobs. Soy Tiffany Feng, de Seguros Médicos Cóndor.
—Pase, por favor —dijo Molly.

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—Muchas gracias… vaya, qué casa tan bonita.
—Gracias. ¿Le apetece un café?
—No, está bien así.
—Bien. Pero siéntese, por favor.
Tiffany se sentó en el sofá y sacó unos cuantos folletos de su maletín. Los dejó
sobre la mesita, junto al transmisor azul y blanco del monitor de bebés. Molly se
sentó a su lado, para tenerla dentro de su zona.
—Debería darme algunos datos más sobre usted, señorita Jacobs.
—Por favor —dijo Molly—, llámeme Karen.
—Karen.
—Bueno, estoy divorciada. Y trabajo por cuenta propia. Tengo una niña —dijo
señalando el transmisor— pero ahora está con una vecina. En todo caso, creo que
debería hacerme un seguro médico.
—No puede equivocarse con Seguros Cóndor. Déjeme que le hable de nuestro
Plan Oro. Es nuestro plan más amplio…
Molly escuchó intensamente lo que decía Tiffany. Todos sus pensamientos eran
benignos: la comisión que conseguiría por la póliza (se sorprendió al descubrir que
era más de un año entero de primas), las demás citas que tenía para el resto del día, y
así sucesivamente.
—De acuerdo, suscribiré la póliza Oro —dijo cuando Tiffany hubo terminado su
discurso.
—Oh, no lo lamentará. Necesito que rellene un formulario. —Tiffany sacó una
hoja de su maletín y la puso sobre la mesa. Después abrió su chaqueta, revelando un
bolsillo interior con una hilera de bolígrafos. Escogió uno y se lo dio a Molly. Era de
punta retráctil. Molly apretó el botón con el pulgar y empezó a rellenar el impreso.
De pronto se oyó el sonido de una puerta al abrirse en el piso de arriba.
—Creí que estábamos solas.
—Oh, sólo es mi marido.
—¿Su marido? Pero me había dicho… ¡Oh, Dios!
Pierre bajaba tambaleándose; por una vez, no le molestó la visión sacada de una
película de monstruos que debía de estar ofreciendo. Su mano izquierda se agarraba
firmemente a la barandilla, y con la derecha, que se agitaba salvajemente, sujetaba el
receptor del bebé.
—Hola, Tiffany —dijo. La boca pintada de la vendedora estaba abierta por la
sorpresa—. ¿Se acuerda de mí?
—¡Usted es Pierre Trudeau! —dijo ella, con los ojos muy abiertos.
—Casi. En realidad es Tardivel. —Se volvió a su esposa—. Molly, quiero echarle
un vistazo a ese bolígrafo.
Tiffany intentó quitárselo, pero Molly apartó la mano. Pierre tomó el bolígrafo y

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se sentó en una butaca para desmontarlo. Esparció las piezas sobre la mesita: había un
depósito de tinta con un muelle alrededor, pero los componentes del botón del
extremo eran muy raros. Pierre sostuvo el botón cromado a la luz. Había una pequeña
púa, casi imperceptible. Guiñando los ojos, pudo ver que estaba hueca.
Adoptó una expresión impresionada.
—Bonito juguete —dijo mirando a Tiffany—. Cuando el cliente aprieta el botón
con el pulgar, le saca un pequeño núcleo de células superficiales. No siente nada.
Los ojos de Tiffany estaban muy abiertos, y su voz tenía un tono suplicante.
—Por favor, señor Tardivel, devuélvame el bolígrafo o tendré problemas.
—Y tanto que los va a tener —dijo Pierre torvamente—. En este estado es ilegal
la discriminación genética… y apuesto a que robar células de un cuerpo encaja en la
definición legal de asalto.
—¡Pero no hacemos ninguna discriminación! Las muestras de tejido son sólo para
fines actuariales.
—¿Qué?
—Miren, la nueva ley está perjudicando a las compañías aseguradoras. No se nos
permite recibir información genética de los médicos a menos que carezca de los
demás datos personales del sujeto. ¿Cómo vamos a mantener actualizadas nuestras
tablas actuariales? Necesitamos nuestra propia base de datos de tejido, hacer nuestras
propias pruebas.
—Pero están haciendo mucho más que eso. Van a por los asegurados.
—¿Qué?
—Los asegurados —repitió Pierre—. Si tienen genes defectuosos, ustedes…
—No guardamos registros que relacionen las muestras de tejido con individuos
específicos. Ya se lo he dicho, es sólo para estudios actuariales… simple estadística.
—Pero…
—No —dijo Molly, sentada todavía junto a Tiffany—. Lo cree de verdad.
—Es la verdad —dijo ella enfáticamente.
—Pero entonces… —Pierre se calló. Maudit, ella no lo sabía.
—Por favor, no se lo cuenten a nadie. Perdería mi empleo.
—¿Usan estos bolígrafos todos los vendedores de Cóndor?
—No, sólo los mejores. Recibimos comisiones extra, así…
—Así nadie deja nunca la compañía. ¿Quiere un consejo? Deje su trabajo. Déjelo
hoy, ahora mismo, y empiece a buscar empleo en otro sitio… antes de que todos los
demás de Cóndor se encuentren en la calle con usted.
—Por favor, mi secretaria ni siquiera sabe a quién iba a ver hoy. Sólo le pido que
no diga que el bolígrafo era mío.
Pierre la miró un momento.
—De acuerdo: si usted no le dice a nadie que tenemos el bolígrafo, yo no diré de

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dónde lo sacamos. ¿Qué le parece?
—¡Gracias! ¡Muchas gracias!
Pierre asintió, y señaló la puerta principal con un dedo tembloroso.
—Y ahora, largo de mi casa.
Tiffany se puso en pie, cogió su maletín y se escabulló por la puerta. Pierre se
echó hacia atrás en la silla y miró Molly. Ambos guardaron silencio durante un rato.
—Bien, ¿qué hacemos ahora?
Pierre miró al techo, pensando.
—Bueno, esta conspiración tiene que llegar a los niveles más altos de la
compañía, así que tendremos que ver al presidente. ¿Cómo se llama?
Molly cogió el informe anual de Cóndor y pasó las páginas hasta que encontrar la
lista de directivos.
—«Craig D. Bullen, MBA (Harvard), Presidente y Consejero Delegado».
—De acuerdo, entramos para ver a ese Craig Bullen, y…
—¿Cómo hacemos eso?
—Puede que no les importase lo que tenía que decir sobre sus abortos forzosos,
pero te aseguro que me prestarán atención como genetista.
—¿Uh?
—Le enviaré otra carta con membrete del Centro Genoma Humano diciendo que
hay un descubrimiento… un hallazgo que revolucionará la ciencia actuarial, y que
estoy dispuesto a enseñárselo. Demonios, hasta los vendedores como Tiffany saben
del Proyecto Genoma Humano; puedes apostar que el presidente de la compañía lo
sigue de cerca y saltará a la oportunidad de ponerse por delante de la competencia.
Molly asintió, impresionada.
—¿Pero qué haremos cuando acepte verte?
Pierre sonrió.
—Pondremos a Wonder Woman manos a la obra.

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CAPÍTULO 36
Condujeron hasta el edificio de Seguros Cóndor en el Toyota de Pierre. Estaba en un
terreno bien arbolado de doce hectáreas a las afueras de San Francisco, no lejos del
océano. Era un monolito de cristal y acero estilo Bauhaus que se alzaba cuarenta
pisos por encima del paisaje y estaba rodeado de aparcamientos. La propiedad entera
quedaba delimitada por una cadena.
Llegaron hasta la cabina de entrada, dijeron al guardia que tenían una cita con
Craig Bullen, y esperaron mientras lo confirmaba por teléfono. La barrera, pintada
con cheurones amarillos y negros, se levantó, y pudieron aparcar y acceder a la puerta
principal.
El espacioso vestíbulo estaba decorado con bronce y mármol rojo. Había dos
grandes banderas estadounidenses en el atrio, que también contenía un estanque con
peces de colores del tamaño del antebrazo de Pierre. Había otro guardia sentado tras
una amplia mesa de mármol. Fueron hasta allí y recibieron sendas insignias de
visitantes con la fecha puesta.
—Las oficinas ejecutivas están en el piso 37 —dijo el guardia, señalando una
hilera de ascensores. El cartel sobre las puertas de falso mármol decía «Pisos 31-40
exclusivamente».
Ellos entraron en la cabina, que tenía espejos en las paredes y lámparas en el
suelo. Sonaba una versión instrumental de Reflections, el viejo éxito de las Supremes.
Cuando salieron del ascensor, una señal les dirigió a la oficina del presidente.
Pierre se metió las manos en los bolsillos para controlar el temblor. Al llegar a las
altas puertas de cristal, sus ojos se abrieron como platos. La morena recepcionista de
Bullen era impresionante… al nivel de la Playmate del Año de Playboy. Ella les
sonrió con unos dientes blanquísimos.
—Hola —dijo Pierre—. Los doctores Tardivel y Bond, para una cita con el señor
Bullen.
Ella cogió el auricular del teléfono. Pierre pensó que debía ser parte del Valle de
la Silicona. Molly captó la palabra y le dio una ligera palmada en el brazo.
Habiendo recibido el visto bueno, la secretaria se puso en pie y oscilando las
caderas sobre sus tacones de aguja, escoltó a Pierre y Molly hasta el santuario
interior, abriendo la pesada puerta de madera.
Estaba claro que se había gastado una buena parte de las ganancias de Seguros
Cóndor en la oficina de Craig Bullen. Medía unos seis metros de ancho por doce de
largo, y estaba cubierto de paneles de madera (pino de California, supuso Pierre) con
intrincados grabados de ciervos y perros de caza. Ocho paisajes al óleo, sin duda
originales, colgaban de las paredes. Pierre se quedó pasmado al ver que el más
cercano, que representaba los páramos escoceses, era de John Constable, y como

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buen canadiense, reconoció a su lado las distintivas líneas estilizadas de la obra de
Emily Carr, el cuadro incluía uno de sus característicos postes tótem Haida.
Bullen se levantó tras su amplio escritorio de caoba y cruzó la amplia habitación.
Era un hombre atlético y ancho de espaldas, de unos cuarenta años, con el rostro
moreno y marcado de alguien que pasaba mucho tiempo en la playa. Tenía una
cabeza imponente, ojos pardos, y una línea del pelo en retirada, que le dejaba un
grisáceo copete en lo alto de la frente. Su traje a medida era azul oscuro, y llevaba
unos intrigantes gemelos de dos centímetros de ancho hechos de piezas de reloj
bañadas en oro.
—Doctor Tardivel —dijo con voz profunda al extender su manaza—. Me alegra
que haya venido.
—Gracias —dijo Pierre, tomando la mano rápidamente y sacudiéndola con vigor
para que no se notase que la suya temblaba.
El apretón de Bullen era firme, quizá demasiado, una agresiva exhibición de
masculinidad. Se volvió hacia Molly, y sus cejas se reunieron para celebrar una
conferencia con su copete.
—¿Y usted es?
—Mi esposa, la doctora Molly Bond —dijo Pierre, devolviendo las manos a los
bolsillos. Se pisó el pie izquierdo con el derecho, intentando impedir que se moviese.
Bullen le estrechó también la mano.
—Es usted muy hermosa —dijo sonriendo—. No sabía que el doctor Tardivel
fuese a traer compañía, pero ahora me alegro de ello.
Molly se ruborizó ligeramente.
—Gracias.
Bullen empezó a andar.
—Vengan, por favor.
Una larga mesa de conferencias de madera pulida ocupaba parte de la habitación;
tenía asientos para catorce. Bullen se acercó un antiguo globo terráqueo gigante y
apartó el hemisferio norte, revelando una serie de botellas de licor en el interior.
—¿Les apetece algo?
Pierre meneó la cabeza.
—No, gracias —dijo Molly.
—¿Café? ¿Un refresco, quizá? Rosalee estará encantada de traerles lo que les
apetezca.
Pierre pensó durante un momento en pedir algo, sólo para echarle otra mirada a la
espectacular secretaria. Sonrió tristemente. No puedes escapar de tus genes.
—No, gracias.
—Muy bien —dijo Bullen. Cerró la Tierra y tomó asiento en la mesa—. Ahora,
doctor Tardivel, creo que han hecho un descubrimiento en su laboratorio.

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Pierre asintió y le hizo un gesto a Molly para que se sentase. Ella cogió la silla
forrada de cuero que había junto a Bullen y se acercó un poco más a él para tenerle en
su zona. Su rodilla derecha estaba prácticamente rozando la del hombre. Pierre se
puso al otro lado de la mesa, usando los respaldos de las sillas como soportes. Se
quitó la chaqueta sport (debajo llevaba una camisa azul claro de manga corta) y se
sentó junto a ellos.
—Creo que puede decirse que lo que hemos descubierto hará estremecerse a toda
la industria de los seguros.
Bullen asintió, interesado.
—Siga, soy todo oídos. —Había un bloque de hojas para notas encuadernado en
cuero sobre la mesa. Bullen lo abrió y sacó una pluma de color oro y negro del
bolsillo de su chaqueta.
—Lo que hemos descubierto, bien, tiene la naturaleza de una anomalía
estadística. —Hizo una pausa, mirando a Bullen significativamente.
—Las estadísticas son la sangre vital de los seguros, doctor Tardivel.
—Bien dicho, porque la sangre tiene un papel muy importante en todo esto. —
Pierre miró a Molly y levantó mínimamente las cejas. Su esposa asintió, podía leer la
mente de Bullen. Pierre siguió adelante—. Bien, hemos descubierto que su compañía
tiene una proporción muy baja de reclamaciones de grandes cantidades.
Unas pocas arrugas verticales se unieron a las horizontales en la frente bronceada
de Bullen cuando juntó las cejas.
—Hemos tenido mucha suerte últimamente.
—¿No ha sido algo más que simple suerte, señor Bullen?
Bullen estaba obviamente molesto.
—Procuramos realizar una buena gestión. Supongo que no habrá leído a Milton
Friedman, pero…
—Ya que lo menciona, lo he hecho —dijo Pierre, disfrutando al ver cómo se
elevaban las cejas de Bullen… Friedman había ganado el Premio Nobel de economía
en 1976—. Sé que planteó la pregunta «¿Tienen los ejecutivos, siempre que se
mantengan dentro de los límites de la ley, alguna responsabilidad en sus actividades
empresariales aparte de ganar tanto dinero como sea posible para sus accionistas?».
Bullen asintió.
—Sí, y su respuesta fue que no.
—Pero la clave está en mantenerse dentro de la ley, ¿no? Y eso es muy difícil de
conseguir.
—Creí que tenía algo que decirme sobre el Proyecto Genoma Humano —dijo
Bullen, con la cara roja. Volvió a poner el capuchón sobre su pluma.
El corazón de Pierre latía tan fuerte que temió que Bullen y Molly pudiesen oírlo.
De pronto se sentía confuso. Le ocurría cada vez con más frecuencia, pero había

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estado negando la evidencia. Podía aceptar que su enfermedad le hubiese arrebatado
la mayor parte de sus aptitudes físicas, pero se negaba a pensar que pudiese ocurrir lo
mismo con su mente. Cerró los ojos por un momento y tomó aire, intentando recordar
lo que debía decir a continuación.
—Señor Bullen, creo que su compañía está tomando ilegalmente muestras
genéticas de sus solicitantes de pólizas.
Molly abrió mucho los ojos. Apenas pronunciadas las palabras, Pierre
comprendió que había dicho precisamente lo que no debía decir. Debía intentar
conducir la conversación alrededor del tema y dejar que Molly leyese los
pensamientos de Bullen. Pero ahora…
Bullen le miró primero a él, después a Molly y luego otra vez a él.
—No sé de qué me habla —dijo poco a poco.
¿Qué podían hacer? ¿Intentar retroceder? Pero la acusación ya estaba hecha, y
Bullen claramente en guardia.
—He visto los bolígrafos.
Bullen se encogió de hombros.
—No tienen nada de ilegal.
¿Seguir presionando? Seguramente era lo único que podían hacer.
—Están recogiendo muestras de tejido sin permiso.
Bullen se recostó en su silla y abrió los brazos.
—Doctor Tardivel, la silla en la que está sentado está tapizada en cuero, y hoy es
un bonito y caluroso día de verano, incluso con el aire acondicionando.
Probablemente, su antebrazo está pegado al brazo de la silla, ¿no? Cuando se levante,
dejará allí centenares de células de su piel. Yo podría recogerlas sin ningún problema.
Si usase usted mi baño —hizo un gesto hacia la puerta entre los paneles de madera—
y dejase sus heces en la taza, habría miles y miles de células epiteliales de sus
intestinos sobre ellas, y también podría recogerlas. Si dejase pelos con folículos, o si
escupiese en mi lavabo, o se sonase la nariz, o cientos de otras cosas, podría recoger
muestras de su ADN sin que usted lo supiese. Mis abogados me han dicho que no hay
nada ilegal en recoger material que la gente deja de todas formas.
—Pero no sólo recogen células. Están usando la información para determinar qué
asegurados tienen más probabilidades de reclamar grandes sumas.
Bullen alzó la mano con la palma hacia fuera.
—Sólo en términos generales, para poder planificar de forma responsable. Eso
permite a mis estadísticos prever el valor en dólares de las reclamaciones que
tendremos que cubrir en el futuro, lo que redunda en beneficio de los asegurados. Por
ejemplo, estábamos totalmente desprevenidos para todas las reclamaciones
relacionadas con el SIDA; hubo un momento a finales de los ochenta en que pareció
que íbamos al Capítulo Once.

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—¿Capítulo Once?
—La quiebra, doctor Tardivel. A nadie le sirve tener una póliza con un asegurador
en quiebra. Así, podemos planificar con antelación las reclamaciones que habremos
de cubrir.
—No creo que sea así, señor Bullen. Pienso que lo hacen para evitar pagar las
reclamaciones. Identifican de antemano y eliminan a los asegurados que harán
reclamaciones sustanciosas en el futuro.
Molly dio un pequeño respingo, y Pierre supo que había ido demasiado lejos.
Mierda, ¿por qué no podía pensar a derechas?
Bullen inclinó su cabeza a un lado.
—¿Qué?
Pierre miró a Molly, y después a Bullen. Tomó aire, pero ya era demasiado tarde
para detenerse.
—Su compañía está matando gente, ¿verdad, señor Bullen? Usted ordena el
asesinato de cualquiera que descubra que puede reclamarles mucho dinero.
—Doctor Tardivel… si es de verdad un doctor… creo que debería marcharse.
—Es verdad, ¿no? —dijo Pierre, queriendo resolverlo de una vez.
—Usted mató a Joan Dawson. Usted mató a Bryan Proctor. Usted mató a Peter
Mansbridge. Usted mató a Cathy Jurima. Y también intentó matarme a mí… y
hubiesen vuelto a intentarlo si no fuese a levantar sospechas.
Bullen se había puesto en pie.
—¡Rosalee! ¡Rosalee!
La pesada puerta se abrió un poco, y la impresionante morena asomó la cabeza.
—¿Señor?
—¡Llame a seguridad! Esta gente está loca. —Bullen retrocedió rápidamente
hasta su mesa—. ¡Largo, ustedes dos! Fuera de aquí. —Rosalee ya estaba en el
teléfono. Bullen sacó un pequeño revólver de un cajón—. ¡Fuera!
Pierre se sentó sobre la mesa, deslizándose rápidamente por su pulida superficie
para interponerse entre Molly y el arma.
—Ya nos vamos. Ya nos vamos. Baje eso.
Rosalee reapareció. Sus labios inyectados de colágeno se abrieron al ver el arma
de Bullen.
—S-s-seguridad está en camino —tartamudeó.
No tardaron en llegar cuatro corpulentos guardias de uniforme gris. Dos de ellos
habían desenfundado grandes revólveres.
—Sáquenlos de las instalaciones —ordenó Bullen.
—Venga —ordenó uno de los guardias haciendo un gesto con su arma.
Pierre empezó a andar, y Molly le siguió. Los guardias les condujeron hasta los
ascensores. Uno de ellos estaba bloqueado, y fue donde les hicieron entrar. Un

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guardia giró una llave en el panel de control, y el ascensor bajó a toda prisa los treinta
y siete pisos hasta el suelo. A Pierre se le taponaron los oídos con el descenso.
—Fuera —dijo el mismo guardia que había hablado antes.
Pierre y Molly se dirigieron al aparcamiento, con dos guardias siguiéndoles.
Subieron a su Toyota y salieron de la propiedad.
Pierre temblaba de los pies a la cabeza, su corea agravada por la adrenalina que
recorría su sistema.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Molly.
—Me… me confundí.
—Has hablado demasiado.
Pierre cerró los ojos.
—Lo sé, lo sé. Lo siento. Sólo… Mierda, odio esta puta enfermedad.
Los neumáticos chirriaron ligeramente al tomar una curva a la izquierda.
—¿Qué hay de Bullen?
Molly meneó la cabeza.
—Nada.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No hizo más que pensar cosas como «Dios mío, está loco» y «Ha perdido el
juicio», y…
—¿Sí?
—Y «Mira cómo tiembla: debe de estar borracho».
—¿Pero no pensó nada sobre los asesinatos?
Ella cogió otra carretera.
—Nada.
—¿Ninguna culpa? ¿Ninguna sorpresa de que le hubiesen cogido?
—No, nada de eso. Te digo que no tenía ni idea de qué hablabas.
—Pero estaba tan seguro… Todas las pruebas…
Llegaron a un semáforo y Molly detuvo el coche.
—Pruebas que has visto tú —dijo en voz baja. Le miró un momento y bajó los
ojos.
—No, joder. Lo que ha pasado ahí no significa nada. Esto no es una alucinación,
no me he vuelto loco.
La luz se puso verde, y Molly pisó el acelerador.
Recorrieron el resto del camino a casa en silencio.

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CAPÍTULO 37
Un mes después.

Pierre, exhausto, entró por la puerta de atrás y de inmediato se sintió más


animado. Su casa no era cara, y su mobiliario de IKEA era sencillo. Pero era
cómoda… la clase de vida que nunca había pensado que tendría: una esposa, el olor
de la cena en la cocina, juguetes diseminados por el suelo, una chimenea…
Molly entró en el salón, llevando a Amanda.
—¡Mira quién ha venido! ¡Es Papá!… No lo sé, voy a preguntárselo. —Miró a su
marido—. Quiere saber si te han gustado las galletas.
Últimamente, Pierre se llevaba al trabajo una bolsa con el almuerzo; era más fácil
comer en su laboratorio que recorrer los largos pasillos del edificio 74 hasta la
cafetería.
—Estaban deliciosas. Gracias por prepararlas.
Amanda sonrió.
Molly besó a Pierre, que se había sentado en el sofá, y puso a Amanda en sus
brazos. Él levantó a la niña por encima de su cabeza, y Amanda hizo pequeños
gorgoteos de alegría.
—¿Cómo está mi chica?
Molly fue un momento a la cocina para remover el estofado, y se reunió de nuevo
con ellos. Pierre sentó a Amanda en sus rodillas y las movió arriba y abajo. El
televisor mostraba imágenes de Barrio Sésamo, pero sin sonido.
—¿Has sido buena hoy? ¿Te has portado bien con Mamá?
Amanda se retorció alegremente, como si le complaciese la sugerencia de que
podía portarse mal.
—La cena estará lista en veinte minutos —dijo Molly.
Pierre sonrió.
—Gracias. Lamento no haber estado en casa a tiempo. Sé que era mi turno.
—No te preocupes, cariño. Me gusta hacerlo.
Parecía un poco melancólica. Ninguno de los dos sabía exactamente qué harían
con Amanda cuando acabase la excedencia de dos años de Molly. No podían llevar a
una niña muda a una guardería normal, y no habían encontrado ninguna para casos
especiales que pareciese adecuada. Había una cerca para niños sordos, pero ninguna
para niños que pudiesen oír pero no hablar. Molly había hablado de no volver a la
universidad, pero los dos sabían que debía hacerlo. Estaba a punto de conseguir una
plaza fija, y necesitaría una carrera sólida cuando Pierre no estuviera con ellas.
Pierre cogió a Amanda de nuevo y la sostuvo ante él. Empezó a ponerle caras

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raras y ella se rio como una loca. Pero después de unos momentos, empezó a mover
las manos, como si intentase decirle algo. Pierre se la puso en el regazo para que
pudiera mover las manos libremente. Bebida, decía.
Pierre respondió con otros signos. ¿Qué dices?
Por favor. Bebida, por favor.
Molly sonrió.
—Ahora la traigo. ¿Zumo de manzana?
Amanda asintió. Durante algún tiempo, se había resistido a aprender el lenguaje
de signos; parecía una molestia innecesaria… hasta que se dio cuenta de que, aunque
su madre podía oír lo que estaba pensando, su padre no podía hacerlo, ni nadie más.
Molly volvió con un vasito de plástico medio lleno de zumo. Amanda lo cogió,
vaciándolo en un par de tragos, y se lo devolvió a su madre.
—Tengo que hacer la ensalada.
—Gracias.
Ella sonrió y se marchó. Pierre se quitó a Amanda del regazo y la sentó a su lado
en el sofá. Sabía que el lenguaje de signos era, en el mejor de los casos, un pobre
sustituto del habla, y todavía peor de la telepatía, pero poder comunicarse con su hija
lo era todo para él. Cuando intercambiaban gestos, era como si el muro entre ellos
desapareciese. ¿Qué has hecho hoy?
Jugado, respondió Amanda. Visto la tele. Dibujado.
¿Qué has dibujado?
Amanda le miró inexpresiva.
Pierre repitió los signos. ¿Qué has dibujado?
Ella se encogió de hombros.
Pierre no tenía tanta práctica como le gustaría con los signos. Supuso que habría
cometido algún error, y repitió la pregunta de otra forma. ¿Tú has dibujado qué?
Los ojos de Amanda estaban muy abiertos.
Pierre se miró las manos… y vio que estaban temblando. No se había dado
cuenta. Se cogió la mano izquierda, intentando contener los temblores. Probó a
repetir los signos, pero no le salían. No podía abrir la palma izquierda para decir
«dibujado», ni podía hacer que su índice derecho se moviese a través de los dedos de
la otra mano para decir «qué».
Amanda tenía el ceño fruncido. Podía ver claramente que Pierre estaba
disgustado. Él lo intentó de nuevo, pero sus signos parecían hostiles, como hechos
con garras. Se dio cuenta de que estaba asustando a su hija, pero maldición, si
pudiese controlar sus dedos…
Amanda empezó a llorar.
—Cariño, la asamblea de accionistas de Cóndor es el mes que viene —dijo Molly.
Estaban comiendo carne hecha a la barbacoa en su patio trasero. Ella le había cortado

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su ración en pedacitos manejables; aunque Pierre podía cortar la comida blanda, tenía
problemas para hacer cortes consecutivos en el mismo sitio.
Él asintió. Sus manos se movían ya constantemente, y sus piernas lo hacían casi
todo el tiempo.
—No nos dejarán pasar después de lo que pasó con Craig Bullen.
—No pueden impedirte asistir, eres un accionista.
—De todas formas, sería más fácil si no llamásemos la atención.
—Podríamos ir disfrazados.
—¿Disfrazados? —El tono de Pierre mostraba su sorpresa.
—Exacto. Nada excesivo, pero… bueno, podrías dejarte barba. Aún faltan cuatro
semanas, y… —No terminó la frase, pero Pierre supo lo que estaba pensando: sus
afeitados eran cada vez peores a causa del temblor de sus manos. Una barba
simplificaría su vida de todas formas.
—De acuerdo, me dejaré barba. ¿Y tú?
—No, yo tendría que tomar píldoras de testosterona para hacerlo.
Pierre sonrió.
—¿Qué vas a hacer para disfrazarte?
—Bueno, conozco bastante a Constance Brinkley, del Centro de Arte Dramático.
Muchos de sus alumnos siguen cursos de psicología. Seguro que me dejará una
peluca castaña.
—Una verdadera operación de incógnito, ¿eh?
—¿Por qué no? Siempre ha sido uno de tus puntos más fuertes…
Un mes después, la barba de Pierre resultó ser mucho más satisfactoria de lo que
había imaginado. Molly había llevado la peluca a casa la noche anterior,
sorprendiendo a Pierre con su cambio de aspecto: su piel parecía casi de porcelana
por el contraste, y sus ojos color aciano resaltaban vivamente. Convenció a Molly
para que se dejase la peluca puesta aquella noche, lo que le inspiró nuevos niveles de
creatividad. Molly bromeó llamándole su vibrador de metro ochenta.
El día siguiente, Molly condujo hasta San Francisco. Pierre había renunciado
discretamente a conducir desde que un incontrolable movimiento del brazo estuvo a
punto de hacerle caer al Pacífico desde la Autopista 1.
Mientras se acercaban al edificio de Seguros Cóndor, Pierre pudo ver un pequeño
helicóptero volando por la zona, aunque no distinguió las marcas, estaba pintado de
negro y oro, los colores de la compañía. Meneó la cabeza al ver que aterrizaba en lo
alto del edificio: más primas bien gastadas.
Aparcaron su coche y entraron.
Bajaron del ascensor en el sótano del edificio. Durante las últimas semanas,
Pierre había empezado a caminar con la ayuda de un bastón. Había largas mesas para
que los accionistas se registrasen, y Pierre se acercó lentamente a ellas, donde recibió

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una copia de la agenda de la reunión. Había cientos de personas dando vueltas,
bebiendo café o agua mineral y comiendo canapés servidos por mujeres
elegantemente uniformadas. Molly y Pierre entraron en la sala de conferencias, que
tendría unos setecientos asientos. Encontraron dos asientos juntos en el centro, uno de
ellos junto al pasillo. Pierre ocupó el asiento y agarró firmemente el puño de su
bastón, intentando controlar los temblores. Molly se sentó a su lado, ajustándose
ligeramente la peluca, y estudió la agenda.
En el escenario, había nueve hombres y una mujer, todos blancos, sentados tras
una larga mesa de caoba. Craig Bullen estaba en el centro. Llevaba un traje gris
antracita con un clavel rojo en la solapa. Habló con los hombres que tenía a los lados,
y después fue hacia el estrado.
—Damas y caballeros —dijo ante el micrófono—. Bienvenidos a la Asamblea
General Anual de Seguros Médicos Cóndor. Me llamo Craig Bullen y soy el
presidente de la compañía.
Unos pocos rezagados todavía estaban sentándose, pero todos los demás
rompieron a aplaudir. Pierre resistió el impulso de abuchear. El aplauso se alargó más
de lo que la cortesía hubiese requerido. La sala de conferencias estaba llena hasta tres
cuartas partes de su capacidad. Muchos de los presentes parecían accionistas
individuales, pero Molly se había fijado en varios tipos trajeados que probablemente
representaban a fondos de inversión con intereses en la compañía.
Bullen sonreía de oreja a oreja.
—Gracias —dijo cuando cesaron los aplausos—. Muchas gracias. Ha sido un año
espectacular, ¿no es cierto?
Más aplausos.
—Nuestro jefe financiero, Garrett Sims, les dirá algunas cosas sobre eso más
adelante, pero dejen que les hable de nuestros progresos. Empezaré por presentarles a
los interventores…
Se sucedieron los informes habituales y fueron planteadas tres mociones, aunque
estaba claro que la junta tenía los votos suficientes para decidir lo que quisiese.
Algunos miembros del público hicieron preguntas. Un joven protestó por el hecho de
que el informe anual no estuviese impreso en papel reciclado. Pierre sonrió: el
espíritu del radicalismo californiano seguía vivo.
Bullen volvió al estrado.
—Por supuesto, el mayor impacto en nuestra cuenta de beneficios ha sido el
proyecto de ley once cuarenta y seis del senador Patrick Johnston, que entró en vigor
el uno de enero de hace tres años. Esa ley nos ha impedido negar pólizas a quienes
tienen serios trastornos genéticos basándonos en sus pruebas, siempre que no hayan
manifestado los síntomas. Las compañías aseguradoras de California han presionado
intensamente en Sacramento oponiéndose a esa ley, y de hecho habían conseguido

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que el Gobernador Wilson la vetase, pero el senador Johnston siguió presentándola
hasta que Wilson tuvo que firmarla. —Miró al público—. Ésas son las malas noticias.
Las buenas son que seguimos presionando en los estados de Oregón y Washington
para asegurarnos de que no se introduce ningún proyecto similar. Hasta ahora, la ley
de California sigue siendo la única de su tipo en el país… y pretendemos que siga
siéndolo.
El público aplaudió. Pierre se sintió irritado.
Al final de las presentaciones formales, Bullen, cuya voz grave sonaba
notablemente ronca, preguntó si había algún otro asunto. Pierre tocó con el codo a
Molly, que levantó la mano por él. No quería que le viesen agitar el brazo como un
pelota de sexto curso. Otras dos personas fueron escuchadas primero, y entonces
Bullen señaló a Molly.
Ella se levantó un momento.
—En realidad —dijo en voz alta— es mi marido quien quiere hablar. —Lenta,
trabajosamente, Pierre se levantó apoyándose sobre su bastón. Anduvo hasta el
micrófono que había en el centro del pasillo. Sus pies vacilaban al moverse, y el
brazo que no sujetaba el bastón se alzaba y caía continuamente. Algunas personas
boquearon sorprendidas. Alguien de unas filas más atrás dijo a su acompañante que
aquel tipo debía de estar borracho; Molly se dio la vuelta y le lanzó una mirada
asesina.
Pierre llegó por fin al micrófono. Estaba demasiado bajo para él, pero sabía que le
faltaba coordinación para mover la pieza que le permitiría estirar una de las secciones
telescópicas. Se agarró al soporte con la mano izquierda mientras se apoyaba en el
bastón con la derecha.
—Hola —dijo—. No sólo soy un accionista; también soy ingeniero genético. —
Bullen se irguió en su asiento, reconociendo quizá el acento de Pierre. Hizo señas a
alguien entre bastidores—. He oído que el señor Bullen les dice lo mala que es la ley
contra la discriminación genética. Pero eso no es cierto: es algo maravilloso. Yo
procedo de Canadá, donde creemos que el derecho a la atención médica es algo tan
inalienable como la libertad de expresión. La ley del senador Johnston reconoce que
ninguno de nosotros puede controlar su composición genética.
Hizo una pausa para tomar aliento, su diafragma sufría espasmos a veces. Vio que
dos guardias de seguridad habían aparecido en la sala; ambos iban armados.
—Trabajo en el Proyecto Genoma Humano. Estamos secuenciando todo el ADN
que forma al ser humano. Ya conocemos la localización del gen de la enfermedad de
Huntington, que es lo que yo tengo, así como los de algunas formas de Alzheimer, el
cáncer de pecho y ciertas enfermedades cardíacas. Pero en el futuro sabremos dónde
está cada gen y qué es lo que hace. Puede que lo consigamos mientras muchos de
ustedes siguen vivos. Hoy sólo podemos hacer pruebas genéticas para unas cuantas

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cosas, pero mañana podremos decir quién va a ser obeso, quién desarrollará mucho
colesterol, quién tendrá cáncer de colon. Entonces, si no fuera por leyes como la del
senador Johnston, podrían ser ustedes o sus hijos o nietos quienes se quedasen sin red
de seguridad, en nombre del beneficio. —Su instinto natural era extender los brazos
en un gesto implorante, pero no podía hacerlo sin perder el equilibrio—. No
deberíamos oponernos a que otros estados adopten leyes como la de California, sino
que deberíamos ayudarles a aceptar los mismos principios. Deberíamos…
Craig Bullen habló con firmeza por su propio micrófono.
—Los seguros son un negocio, doctor Tardivel.
Pierre se sorprendió ante el uso de su nombre. Las cartas estaban boca arriba.
—Sí, pero…
—Y esta buena gente —Bullen abrió los brazos, y Pierre se preguntó por un
momento si estaba burlándose del gesto que él no había podido hacer— también tiene
derechos. El derecho de ver que su dinero duramente ganado rinde beneficios. El
derecho de beneficiarse con el sudor de su frente. Invierten su dinero aquí, en esta
compañía, porque quieren seguridad financiera… seguridad para jubilarse
cómodamente, seguridad para capear los malos tiempos. Ha dicho usted que es
genetista, ¿no?
—Sí.
—¿Pero por qué no dice también a estas personas que tiene una póliza? ¿Por qué
no les dice que solicitó el seguro un día después de que la ley del senador Johnston
entrase en vigor? ¿Por qué no les habla de los miles de dólares que ha reclamado a
esta compañía, para pagar desde los fármacos para combatir su corea hasta el bastón
que lleva? Es usted una carga, señor… una carga para cada uno de los aquí reunidos.
Su seguro representa la caridad que nos impone el estado.
—Pero yo…
—Y hay un lugar para la caridad, estoy de acuerdo. Le sorprenderá saber, doctor
Tardivel, que el año pasado doné personalmente, de mi propio bolsillo, diez mil
dólares a un hospital de SIDA aquí en San Francisco. Pero nuestra generosidad debe
tener unos límites razonables. La atención médica cuesta dinero. Su querido sistema
socializado canadiense podría venirse abajo por la subida constante de los costes.
—Eso no…
—Por favor, señor, ya ha hecho uso de la palabra. Ahora tome asiento.
Un hombre de voz grave gritó desde el fondo.
—¡Siéntate, franchute!
—¡Vuélvete a tu casa si no te gusta esto! —gritó una mujer.
—¡Une minute! —dijo Pierre.
—¡Cancela tu póliza! ¡Deja de chuparnos la sangre!
—Ustedes no lo entienden —intentó explicar—. Es…

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Un tipo empezó a abuchearle, y pronto se le unieron otros.
Alguien le tiró una agenda enrollada. Bullen hizo señas con los dedos a los
guardias de seguridad, que empezaron a avanzar. Pierre suspiró ruidosamente y
emprendió el largo y arduo camino de vuelta a su asiento. Molly le dio unas
palmaditas en el brazo.
—Tienes los huevos cuadrados, tío —dijo el hombre que se sentaba detrás de
ellos.
Molly, que había estado detectando algunos pensamientos de aquel hombre y su
mujer a lo largo de la velada, se dio la vuelta.
—Y usted tiene un lío con su secretaria Rebecca.
El hombre quedó boquiabierto y empezó a balbucear mientras su esposa se
inclinaba hacia él.
—Vámonos, Pierre. No tiene sentido que nos quedemos más tiempo.
Pierre asintió y empezó el complejo proceso de levantarse. Bullen seguía con la
asamblea.
—Lamento esta desdichada exhibición. Ahora, damas y caballeros, como cada
año, terminaremos con unas palabras del fundador de la compañía, el señor Abraham
Danielson.
Pierre estaba a medio camino por el pasillo. En el escenario, un octogenario
completamente calvo se levantó de la mesa y emprendió su propio y lento camino
hacia el estrado. Molly, que estaba cogiendo su bolso, levantó la mirada y…
¡Oh, Dios mío!
Aquella cara, aquellos ojos oscuros y crueles…
Llevaba una gorra la otra vez que le vio, ocultando su calvicie y apretándole las
orejas contra la cabeza, pero era él, no cabía duda…
—¡Pierre, espera! —Su marido se giró para mirarla. Molly estaba boquiabierta.
—Fundé esta compañía hace cuarenta y ocho años —dijo Danielson, con una voz
aflautada y de acento europeo oriental—. Por aquel entonces…
—Es él —susurró Molly mientras Pierre volvía a sentarse—. ¡Es el hombre que
vi torturando a un gato!
—¿Estás segura?
Molly asintió vigorosamente.
—¡Es él!
Pierre entornó los ojos para verle mejor: cuello grueso, calvo. Sí, todos los
carcamales se parecían un poco, pero aquel tipo recordaba mucho a Burian Klimus,
aunque Klimus no tenía las orejas así. De hecho, a quien se parecía era a…
Jesús, era la viva imagen de John Demjanjuk.
—Dios santo. —Cayó de golpe en su asiento, como si alguien le hubiese quitado
el aliento—. Dios santo, Molly, ¡es Ivan Marchenko!

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—Pero… pero cuando le vi aquella mañana en san Francisco me gritó en ruso, no
en ucraniano.
—Mucha gente habla ruso en Ucrania —Pierre sacudió la cabeza atrás y adelante.
Tenía sentido. ¿Qué mejor empleo para un nazi sin trabajo que el de actuario? Había
pasado los años de guerra dividiendo a las personas en clases buenas y malas (ario,
judío, amo, esclavo), y ahora tenía otra forma de hacerlo. Y los asesinatos, cometidos
por neonazis a las órdenes de alguien llamado Grozny. ¿Cuánta gente debía ser
eliminada para asegurar los obscenos beneficios de Cóndor? Por alta que fuese la
cifra, no era sino calderilla comparada con todos los que Marchenko había matado
medio siglo antes.
Si tuviese una cámara… si pudiese mostrar a Avi Meyer la cara de aquel jodido
cabrón hijo de puta…
Se levantaron de nuevo, con Pierre moviéndose tan rápido como podía. Llegaron
a los ascensores y Molly apretó el botón de llamada. Mientras esperaban, un
hombretón negro vestido con chaqueta de paño salió tras ellos.
—¡Esperen! —gritó. Llevaba una gran bolsa de cuero colgada del hombro.
Molly miró las filas de números iluminados sobre las puertas de los cuatro
ascensores. El más próximo estaba todavía a ocho pisos de distancia.
—¡Esperen! —repitió el hombre, trotando para cubrir la distancia—. Doctor
Tardivel, quiero hablar un momento con usted.
Molly se acercó a su marido.
—Ya ha dicho cuanto tenía que decir ahí dentro.
El hombre negó con la cabeza. Tenía poco más de cuarenta años, con unas
pinceladas blancas en su pelo corto.
—No lo creo. Pienso que tiene muchas más cosas que decir. —Miró directamente
a Pierre—. ¿Verdad?
Las piernas de Pierre estaban intentando alejarse de él.
—Bueno…
—¿Qué es lo que quiere? —cortó Molly. El ascensor había llegado ya, y las
puertas estaban abiertas.
El negro se llevó la mano a la chaqueta, y por un horrible momento Pierre pensó
que iba a sacar una pistola… pero se trataba de un gastado tarjetero de piel. Le dio
una tarjeta a Molly.
—Me llamo Barnaby Lincoln. Soy redactor financiero del San Francisco
Chronicle.
—¿Qué está hacien…? —empezó a decir Pierre.
—Estaba cubriendo la asamblea de accionistas. Pero hay una historia mejor en lo
que decía usted.
—No pueden ver el futuro… no se dan cuenta de dónde irá a parar.

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—Exacto. Llevo años cubriendo historias de aseguradoras; todas están fuera de
control. Hace falta una ley federal que impida el uso de perfiles genéticos para decidir
si se acepta o no una póliza.
Pierre se sintió intrigado. Ivan Marchenko llevaba libre cincuenta años; unos
minutos más no importarían.
—D'accord.
—¿Podemos ir a tomar un café a alguna parte?
—Sí —respondió Pierre—. Pero antes, necesito que me haga un favor. Necesito
una foto de Abraham Danielson.
Lincoln frunció el ceño.
—Al viejo no le gusta que le tomen fotos. Ni siquiera tenemos una fotografía de
archivo en el Chronicle.
—No me sorprende. ¿Tiene un teleobjetivo? Podría tomarla desde el fondo de la
sala, necesito una imagen clara de cabeza y hombros.
—¿Para qué?
Pierre se quedó callado un momento.
—No puedo decírselo ahora, pero si toma esa foto y me da unas cuantas copias, le
prometo que será el primero a quien llame cuando… —conocía la expresión francesa,
pero tuvo que esforzarse para recordar el equivalente en inglés—… cuando salte la
historia.
Lincoln se encogió de hombros.
—Esperen aquí. —Volvió a la sala de conferencias. Cuando abrió la puerta, Pierre
pudo reconocer la voz de Craig Bullen saliendo de los altavoces. Tanto mejor:
Danielson se habría sentado y no esperaría que le tomasen una foto entonces. Lincoln
salió a los pocos minutos—. La tengo —dijo.
—Bien. Salgamos de aquí.

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CAPÍTULO 38
—Avi Meyer —dijo una voz familiar con acento de Chicago.
—Avi, soy Pierre Tardivel, del LNLB —Pierre apretó el botón de transmisión de
su fax.
—Eh, Pierre. ¿Qué hay de nuevo con Klimus?
—Nada, pero…
—Nosotros tampoco tenemos nada todavía. Tengo un agente en Kiev, trabajando
con archivos de su época en campamentos de refugiados, aunque…
—No, no, no. Klimus no es Ivan Marchenko.
—¿Qué?
—Estaba equivocado. No es Marchenko.
—¿Seguro?
—Positivamente.
—Maldita sea, Pierre. Llevamos meses en esto por su insistencia…
—He visto a Marchenko. Cara a cara.
—¿En Berkeley?
—No, en San Francisco. Y Molly le vio en la calle, con una gabardina.
—¿Qué es esto? ¿La nueva versión de las apariciones de Elvis? —Avi resopló
ruidosamente. Su tono dejaba claro que lamentaba haberse dejado liar por un sabueso
aficionado—. Mierda, ¿a quién va a señalar ahora? ¿A Ross Perot? Tiene orejas de
jarra, después de todo. ¿O a Patrick Stewart? Ése sí que es un calvo de aspecto
sospechoso. ¿Qué tal el Papa? El muy jodido tiene acento de Europa Oriental, y…
—En serio, Avi. Le he visto. Ahora se hace llamar Abraham Danielson. Es el
fundador de una compañía llamada Seguros Médicos Cóndor.
Ruido de teclas al fondo.
—No tenemos expediente de nadie con ese nombre, y… ¿Cóndor? ¿No es la
gente de esa póliza de aborto que no le gusta? Maldita sea, Pierre, le dije que no fuese
jodiendo al Departamento de Justicia. Podría hacer que le encerrasen por esto.
Primero nos pone sobre la pista de su jefe porque le ha cabreado de alguna forma, y
ahora nos azuza contra el tipo cuya compañía ofende su delicada sensibilidad…
—No, le digo que esta vez no hay duda.
—Claro, claro.
—Hablo en serio, joder. Ese tipo es un monstruo…
—Porque fomenta los abortos.
—Porque es Ivan Grozny. Porque dirige el Reich Milenario. Y porque ha
ordenado la ejecución de miles de personas aquí en California.
—¿Puede probarlo? ¿Puede probar una palabra de todo eso? Porque si no
puede…

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—Compruebe su fax, Avi.
—¿Qué? Oh… un segundo. —Pierre pudo oír cómo Avi dejaba el auricular y se
movía por su despacho. Un momento después volvió a coger el aparato—. ¿De dónde
ha sacado esta foto?
—La tomó un periodista del San Francisco Chronicle.
—¿Es… cómo ha dicho que se llamaba, Abraham Danielson?
—El mismo.
—Mierda, se parece a Marchenko.
—A mí me lo va a contar —dijo Pierre con satisfacción.
—Haré que mi ayudante revise sus papeles de inmigración; puede que lleve un
par de semanas. Pero si esto no funciona, Pierre…
—Ya sé, ya sé… deportación instantánea.
Amanda todavía no había dicho nada en voz alta, aunque, de acuerdo con Molly,
podía articular mentalmente varios cientos de palabras… muchas más de las que tenía
que aprender en el lenguaje de signos.
Era sábado por la tarde, la hora de la visita semanal de Klimus. El viejo llegó a las
tres. No llevaba ningún regalo para Amanda (nunca lo hacía), pero sí su habitual
libretita de notas en el bolsillo delantero. Se sentaba en el sofá, tomando notas sobre
el comportamiento de Amanda y su aptitud para comunicarse con las manos. Molly
debía mantener a la niña alejada de su zona: Amanda entendía que, a menos que
estuviese cerca de su madre, ella no podía leer sus pensamientos, pero no entendía
que tal habilidad era un secreto, así que Molly mantenía las distancias, esperando que
nada en el comportamiento de la niña le diese una pista a Klimus.
A las dos horas, Klimus se levantó para marcharse, pero Molly se puso a su lado.
—Por favor, quédese.
Klimus parecía sorprendido. Estaba acostumbrado a la hostilidad de Molly y
Pierre.
—¿Para qué?
—Para charlar un poco, nada más —dijo Molly, inclinándose más hacia él.
—¿Sobre qué?
—Oh, esto y aquello… Cosas. Realmente no nos conocemos mucho… y bueno,
si va a ser parte de la familia, creí que deberíamos…
—Soy un hombre muy ocupado.
Pero Pierre se sentó también, en una silla frente a la cama.
—Hemos puesto más café. Estará en un minuto.
Klimus exhaló y extendió los brazos.
—Muy bien.
Amanda gateó hasta su madre y empezó a subírsele al regazo, pero Molly impidió
que siguiera avanzando.

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—Ve con tu padre —dijo. Obviamente, Amanda pensaba que aquel regazo a
mano era tan bueno como el de su padre, pero al fin pareció encogerse de hombros y
se acercó a Pierre, que la sentó sobre él.
—Cuéntenos algo de usted.
—¿Por ejemplo?
—Oh, no sé. ¿Qué programas de televisión le gustan?
—Sólo veo 60 minutos. Todo lo demás es basura.
Las cejas de Pierre se alzaron. 60 minutos había sido el primer programa en
hablar de Ivan Marchenko. Por eso Klimus conocía el nombre.
—Pues bien —dijo Klimus torpemente—. ¿Y cómo están sus amigos los
Lagerkvist?
—Estupendamente. Ingrid está hablando de pasarse a la práctica privada.
—Ah. ¿Se quedaría en Berkeley?
—Si los Lagerkvist tienen algún plan de mudarse, lo guardan en secreto. —Molly
hizo una pausa—. Los secretos son muy interesantes, ¿verdad? —Miraba
directamente a Klimus—. Lo que quiero decir es que todos tenemos secretos: yo los
tengo, Pierre también… incluso la pequeña Amanda, estoy segura. ¿Y qué hay de
usted, Burian? ¿Cuál es su secreto?
«¿De qué va?» pensaba Klimus.
—Ya sabe… algo profundo, escondido…
Está loca si piensa que voy a hablarle de mi vida privada…
—No sé qué espera que le diga, Molly.
—Bueno, nada en realidad. Sólo estoy divagando. Me preguntaba qué es lo que
hace ponerse en marcha a un hombre como usted. Ya sabe que soy psicóloga. Tendrá
que perdonarme que me sienta intrigada por la mente de un genio.
Así está mejor. Un poco de respeto.
—La gente normal tiene todo tipo de secretos… cosas sexuales…
Cristo, ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice…
—Secretos financieros… tal vez alguna pequeña trampa en la declaración…
No más que cualquier otro…
—O secretos relacionados con sus trabajos…
El de profesor universitario es el mejor trabajo del mundo: viajes, respeto, un
dinero decente, poder…
—… o con su investigación…
No últimamente.
—Su investigación más temprana…
De todas formas, el premio tenía que ser para mí.
—¿Su… su Premio Nobel, quizá?
Tottenham se llevó el secreto a la tumba…

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Molly le miró directamente a los ojos.
—¿Tottenham?
La piel de pergamino de Klimus adquirió un poco de color.
—Tottenham…
—¿Quién es ese hombre?
Mujer.
—¿O esa mujer?
Cristo, qué es…
—No conozco a nadie que se llame…
Amanda estaba jugando con los dedos de Pierre. Él habló en voz alta.
—Tottenham… ¿no será Myra Tottenham?
Molly miró a su marido.
—¿Conoces ese nombre?
Pierre frunció el ceño, pensando. ¿Dónde lo había oído antes?
—Una bioquímica de Stanford en los años sesenta. Hace poco leí un viejo
artículo suyo sobre mutaciones sin sentido.
Los ojos de Molly se estrecharon. Había estudiado la biografía de Klimus en el
Quién es quién como preparación para aquello.
—¿No estuvo usted en Stanford durante los sesenta? ¿Qué le pasó a Myra
Tottenham?
—Oh, esa Tottenham —dijo Klimus encogiéndose de hombros. Murió en 1969,
creo. Leucemia.
Puta frígida.
Molly arrugó la frente.
—Myra Tottenham. Un nombre bonito. ¿Trabajaban juntos?
Intenté trabajármela.
—No.
—Es triste cuando alguien muere así.
No para mí.
—Las personas mueren todo el tiempo, Molly. —Klimus se puso en pie—.
Ahora, tengo que irme.
—Pero el café… —dijo Pierre.
—No, no. Me voy ya. Adiós.
Molly acompañó a Klimus a la puerta. Una vez se hubo ido, ella volvió al salón y
dio una palmada. Todavía en brazos de su padre, Amanda se volvió para mirarla,
sorprendida por el ruido.
—¿Y bien?
—Sé que nunca podré sacarte del hockey… pero la pesca es mi deporte favorito.
—¿Está muy lejos Stanford?

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Molly se encogió de hombros.
—No mucho. Unos sesenta kilómetros.
Pierre besó a su hija en la mejilla y le habló con voz consoladora.
—Pronto no tendrás que ver a ese viejo malo.
Pierre no podía hacer el trabajo por sí mismo, ya que requería una mano
demasiado firme. Pero el LNLB tenía un estupendo taller: se hacía una gran variedad
de trabajo en el laboratorio, y las peticiones de herramientas y piezas de diseño
especial eran muy habituales. Pierre hizo que Shari dibujase un esquema según su
descripción verbal, y después tomó el autobús hasta la UCB, donde hizo una visita a
Stanley Hall, sede del laboratorio de virus de la universidad. Había acertado: allí
tenían las jeringuillas más estrechas que había visto jamás. Consiguió unas cuantas y
volvió al taller.
El responsable del taller, un ingeniero mecánico llamado Jesús DiMarco, examinó
el tosco esquema de Pierre y sugirió tres o cuatro refinamientos, tras lo cual cursó la
orden de trabajo. El LNLB era un laboratorio del gobierno, y todo generaba
papeleo… aunque no tanto como hubiese hecho en Canadá.
—¿Cómo va a llamar a este aparato? —preguntó.
Pierre frunció el ceño, pensando.
—Digamos que es un zumbador de broma.
DiMarco rio entre dientes.
—Bastante ingenioso —dijo.
—Llámeme Q.
—¿Cómo?
—Ya sabe… —Pierre silbó el tema musical de James Bond.
DiMarco se rio.
—Ah, ya. Venga a partir de las tres. Estará listo.
—Redacción —dijo la voz masculina.
—Con Barnaby Lincoln, por favor. Es un redactor financiero.
—Ha salido, y… oh, espere. Ahí viene. —La voz gritó en el teléfono; Pierre
odiaba a la gente que no se apartaba el auricular de la boca al gritar—. ¡Barney!
¡Tienes una llamada! —El auricular cayó sobre una superficie dura, y alguien lo
recogió momentos después.
—Aquí Lincoln.
—Barnaby, soy Pierre Tardivel.
—¡Pierre! Me alegra oírle. ¿Ha pensado en lo que hablamos?
—Suena interesante, sí. Pero no le llamo por eso. Ante todo, gracias por las fotos
de Danielson, eran estupendas.
—Por eso me pagan la fortuna que me pagan —dijo Lincoln en tono de póquer.
—Necesito que haga algo más por mí.

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—¿Sí?
—¿Va a entrevistar pronto a Abraham Danielson?
—Buenooo… no he entrevistado al viejo desde… demonios desde hace seis años.
—¿Le atendería si llamase?
—Supongo que sí.
—¿Puede organizar una entrevista? ¿Puede verle, aunque sean cinco minutos?
—Claro, ¿pero por qué?
—Hágalo. Pero pase por mi laboratorio antes de ir. Se lo explicaré todo aquí.
Lincoln se lo pensó por un momento.
—Más vale que sea una buena historia.
—¿Puede decir «Pulitzer»? —contestó Pierre.
La recepcionista acompañó a Barnaby Lincoln hasta el despacho.
—Barney —dijo Abraham Danielson, levantándose de su silla de cuero.
Lincoln avanzó, tendiendo la mano.
—Gracias por recibirme con tan poca antelación.
Danielson miró la mano de Lincoln. Éste la mantuvo extendida. Finalmente, le
dio un firme apretón.
Pierre se había quedado trabajando en casa: últimamente era engorroso ir al
LNLB, pues Molly tenía que llevarle en coche. Decidió ir al salón para reponer sus
existencias de Diet Pepsi. El café era una forma demasiado peligrosa de conseguir su
cafeína de la mañana: ahora volcaba su bebida al menos una vez por semana ahora, y
no quería escaldarse. Y la Pepsi normal tenía mucho azúcar: arruinaría el teclado o el
ordenador si se le cayese encima. Pero el aspartamo no era conductivo; aunque podía
pringarlo todo, no arruinaría el sistema electrónico. Por supuesto, hizo bastante ruido
al subir los escalones, pero el lavaplatos estaba en marcha y su traqueteo ahogaba los
demás sonidos. Cuando entró en la sala, vio que Molly estaba sentada con Amanda
en el sofá. Molly estaba diciéndole algo a la niña que Pierre no pudo entender, y
Amanda parecía estar concentrándose mucho.
Las contempló por un momento, alegrándose de, al menos hasta cierto punto,
haber dejado de sentir celos por la proximidad de su esposa con Amanda. Sí, seguía
doliéndole no poder comunicarse con ella como le gustaría, pero había llegado a
comprender lo importante que era aquella relación especial entre Molly y Amanda.
Amanda parecía totalmente cómoda con la habilidad de Molly para meterse en su
mente y oír sus pensamientos; casi era un alivio para la niña poder comunicarse sin
esfuerzo con otro ser humano. Y el vínculo de Molly con su hija iba incluso más allá
de lo normal entre madres e hijos; ella podía tocar la misma mente de Amanda.
Pierre seguía pensando principalmente en francés, y sabía, puesto que casi
siempre hablaba en inglés, que a cierto nivel subconsciente lo hacía como defensa
contra la lectura de sus pensamientos. Pero Amanda había aceptado la habilidad de su

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madre desde el principio, y no erigía ninguna barrera; tenían una intimidad que lo
trascendía todo… y Pierre se alegraba al menos de eso. Su esposa ya no se sentía
torturada por su don, sino que agradecía tenerlo. Y Pierre sabía que cuando él no
estuviese, Molly y Amanda seguirían estando unidas para apoyarse entre sí y para
enfrentarse juntas al futuro, casi como si fuesen una.
—Inténtalo otra vez —decía Molly, de espaldas a Pierre—. Puedes hacerlo.
Pierre entró en el salón.
—¿Qué estáis tramando?
Molly levantó la mirada, sorprendida.
—Nada —dijo con demasiada rapidez—. Nada. —Parecía avergonzada. Amanda
tenía los ojos muy abiertos, como cuando era sorprendida haciendo algo malo.
—Pareces el gato que se comió el canario —dijo Pierre con una sonrisa divertida
—. ¿Qué es…?
Sonó el teléfono, y Molly se levantó de un salto.
—Ya lo cojo yo —dijo yendo a la cocina—. ¡Pierre! ¡Es para ti!
Él entró cuidadosamente en la cocina. El ruido del lavaplatos era irritante, pero le
llevaría varios minutos ir a otra habitación.
—¿Diga?
—¿Pierre? Soy Avi.
Molly volvió al salón; Pierre pudo oír que volvía a hablar con Amanda en tono de
conspiración.
—Hemos encontrado los registros de inmigración de Abraham Danielson. Usted
tenía razón, no es su verdadero nombre. Pero eso no es raro; muchos inmigrantes
cambiaron sus nombres al llegar aquí después de la guerra. Según su solicitud de
visado, su nombre es Avrom Darylchenko. Nacido en 1911, el mismo año que Ivan
Marchenko. Aunque Klimus también nació aquel año, y no demuestra nada. Estaba
viviendo en Rijeka cuando solicitó venir aquí.
—De acuerdo.
—No encontramos nada anterior a 1945 sobre Avrom Darylchenko, pero eso
tampoco prueba una mierda. Muchos archivos se perdieron durante la guerra, y hay
toneladas de material en la vieja Unión Soviética que nadie ha mirado todavía. De
todas formas, es interesante que lo último que tenemos sobre Ivan Marchenko sea la
declaración de Nikolai Shelaiev de que le vio en Fiume en 1944, y que lo primero de
Avrom Darylchenko sea su solicitud de visado el año siguiente.
—¿Está muy lejos Rijeka de Fiume?
—Yo me preguntaba lo mismo; al principio no podía encontrar Fiume en mi atlas,
y es que resulta que, no se lo pierda, Fiume y Rijeka son el mismo lugar. Fiume es el
viejo nombre italiano de la ciudad.
—Jesús. ¿Y qué van a hacer ahora?

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—Voy a enseñar la foto a los supervivientes de Treblinka. Mañana vuelo a Nuevo
México para ver a uno de ellos, y después iré a Israel.
—¿No puede enviar la foto por fax a la policía de allí?
—No, quiero hacerlo personalmente. Quiero ver a los testigos cuando les enseñe
la foto. La jodimos en el caso Demjanjuk por no llevar bien las identificaciones.
Yoram Sheftel, el abogado israelí de Demjanjuk, dice que en todos sus años en el
negocio no ha visto nunca a la policía de Israel llevar bien una identificación
fotográfica. En el caso Demjanjuk, mezclaron su fotografía con otras siete, pero
algunas de las fotos eran más grandes o más claras que otras, y muchas no se parecían
en nada al hombre descrito por los testigos. Esta vez voy a supervisarlo todo, paso a
paso. Así no habrá cagadas. —Una pausa—. En cualquier caso, tengo que ir.
—Espere… una cosa más.
—¿Quién es usted, Colombo?
Al menos era una mejora sobre la asunción generalizada de que era un vendedor.
—Cuando tienen a alguien en custodia, ¿qué registros de identificación guardan?
—¿A qué se refiere?
—Llevan archivos, ¿no? La caza de nazis consiste en demostrar identidades.
Supongo que si tienen a alguien en custodia, tomarán medidas para asegurarse de que
pueden identificar a esa persona años después si es necesario.
—Claro, tomamos las huellas digitales, incluso algún examen retinal…
—¿Toman muestras de tejido para la identificación del ADN?
—Ese tipo de pruebas no es legal.
—Eso no es una respuesta directa. ¿Lo hacen? Es bastante fácil, después de todo.
Sólo hacen falta unas cuantas células. ¿Lo hacen?
—Entre nosotros, sí.
—¿Lo hacían ya en los 80?
—Sí.
—Entonces tendrán una muestra de tejido de John Demjanjuk en sus archivos.
—Supongo. ¿Por qué?
—Consígala. Haga que la envíen a mi laboratorio por mensajero.
—¿Por qué?
—Simplemente hágalo. Si tengo razón… si tengo razón, podré aclarar el misterio
de lo que fue mal en el juicio de Ivan el Terrible en Jerusalén hace tantos años.

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CAPÍTULO 39
El teléfono volvió a sonar el día siguiente.
—Pierre, soy Avi. Llamo desde el aeropuerto O'Hare. He estado con Salmon
Chudzik esta mañana; es un superviviente de Treblinka que vive en Estados Unidos.
—¿Y?
—El pobre bastardo tiene la enfermedad de Alzheimer.
—Merde.
—Exactamente. Aunque… bueno, quizá suene cruel, pero en este caso puede que
sea una bendición.
—¿Eh?
—Su hija dice que lo ha olvidado todo sobre Treblinka. Por primera vez en más
de cincuenta años, puede dormir toda la noche.
Pierre no supo qué contestar.
—¿Cuándo sale para Israel?
—Dentro de unas tres horas.
—Espero que tenga más suerte allí.
La voz de Avi sonaba cansada.
—Yo también. Sólo hubo cincuenta supervivientes de Treblinka, y ya han muerto
más de treinta y cinco de ellos. Sólo quedan cuatro que no hayan identificado
erróneamente a Demjanjuk como Ivan… y Chudzik era uno de ellos.
—¿Y qué pasa si no tenemos una identificación positiva?
—Que nos quedamos sin caso. Mire todas las pruebas que tenían contra O.J.
Simpson: no significaron nada para el jurado. Sin testigos oculares, estamos
hundidos. Y digo testigos, en plural. Los israelíes no prestarán atención a menos que
tengamos como mínimo dos identificaciones independientes.
—Santo Cristo.
—En este momento —dijo Avi— aceptaría hasta su ayuda.
Avi Meyer había pasado los últimos días resolviendo asuntos jurisdiccionales con
Izzy Tischler, un detective de paisano de la División de Investigación de Crímenes
Nazis de la Policía de Israel. Por fin estaban listos para intentar su primera
identificación. Tischler, un cuarentón alto, delgado y pelirrojo, llevaba un yarmulke;
Avi se puso un sombrero de lona, intentando protegerse de aquel sol brutal.
Caminaron por la estrecha calle, entre edificios de ladrillo amarillo y pequeños
balcones pegados unos a otros. Dos judíos ortodoxos y un árabe se cruzaron en la
acera, sin mirarse.
—Aquí es —dijo Tischler, comparando el número de la calle con una dirección
que llevaba escrita en una nota Post-it, doblada por la mitad para que la tira adhesiva
quedase cubierta. La puerta estaba a sólo un metro de la calzada. Había hierbas

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creciendo en las grietas del camino de piedra, pero la belleza del mezuzah de
cerámica del umbral fascinó a Avi. Llamaron a la puerta, y al poco tiempo abrió una
mujer de mediana edad-.
—Shalom —dijo Avi—. Me llamo Avi Meyer, y me acompaña el Detective
Tischler, de la Policía de Israel. ¿Vive aquí Casimir Landowski?
—Está arriba. ¿De qué se trata?
—¿Podemos hablar con él?
—¿Sobre qué?
—Sólo necesitamos que identifique algunas fotos.
Ella les miró.
—Han encontrado a Ivan Grozny —dijo en tono neutro.
Avi dio un respingo.
—Es importante que la identificación no esté condicionada. ¿Es usted hija de
Casimir Landowski?
—Sí. Mi marido yo cuidamos de él desde que murió su esposa.
—Su padre no puede saber de antemano a quién vamos a pedirle que identifique.
Si lo supiese, los abogados de la defensa podrían pedir que se desestimase la
identificación. Por favor, no le diga nada.
—No podrá ayudarles.
—¿Por qué no?
—Porque se ha quedado ciego, por eso. Complicaciones de la diabetes.
—Oh —dijo Avi, sintiendo que se le hundía el corazón—. Lo lamento.
—Aunque pudiera ver, no sé si les dejaría hablar con él.
—¿Por qué?
—Siguió el juicio de John Demjanjuk en la televisión. ¿Cuándo fue, hace diez
años? Aún podía ver, y sabía que tenían ustedes al tipo equivocado. Le habían
mostrado fotos de Demjanjuk, y él había dicho que no era Ivan.
—Lo sé. Por eso hubiese sido un gran testigo ahora.
—Pero ver aquel juicio acabó con él. Todos aquellos testimonios sobre Treblinka.
Él nunca había hablado de ello, nunca me dijo ni una palabra. Pero se sentaba allí,
transpuesto, día tras día, escuchando los testimonios. Conocía a algunos de los
testigos, y les oyó hablar de todo lo que hizo ese carnicero… asesinatos, violaciones,
torturas… Él creía que, si nunca hablaba de ello, de algún modo podría separarlo de
su vida, mantenerlo aislado. Pero tener que vivirlo todo de nuevo, aunque fuese en el
salón de su casa, estuvo a punto de matarle. Pedirle que lo hiciese otra vez… nunca
haría algo así. Tiene noventa y tres años; no sobreviviría.
—Lo siento. —Avi miró a la mujer, intentando calibrarla. Se le ocurrió que quizá
el hombre no estuviese ciego de verdad. Podía ser que sólo intentase protegerle—.
Yo… de todas formas, me gustaría hablar con su padre, si es posible. Ya sabe, sólo

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para estrechar su mano. He venido desde Estados Unidos.
—No me cree —dijo ella en el mismo tono de antes. Pero se encogió de hombros
—. Les dejaré hablar con él, pero no pueden decirle ni una palabra de por qué están
aquí. No quiero que le trastornen.
—Lo prometo.
—Pasen, entonces. —Subió seguida por Avi y Tischler. Landowski estaba
sentado ante un televisor. Avi pensó que había cogido a la mujer en una mentira, pero
después se dio cuenta de que el hombre no estaba mirando la televisión, sino
escuchándola. Era un programa en hebreo. La entrevistadora, una mujer joven, estaba
preguntando a sus invitados por sus primeras experiencias sexuales. Landowski
escuchaba atentamente. Su bastón blanco estaba apoyado contra la pared en un
rincón.
—Abba, quiero presentarte a unos viejos amigos míos. Sólo están de paso.
El hombre se puso en pie lenta y trabajosamente. Avi vio que sus ojos estaban
completamente nublados.
—Es un placer conocerle —dijo estrechando su mano nudosa—. Un gran placer.
—Ese acento… ¿es usted americano?
—Sí.
—¿Qué le trae a Israel? —preguntó el hombre, en tono bajo.
—Los monumentos. Ya sabe, la historia.
—Oh, sí. Tenemos mucho de eso.
Pierre cogió un teléfono del laboratorio.
—¿Diga?
—¿Pierre?
—Hola, Avi. ¿Cómo va el tanteo?
—Fuerzas del bien cero, fuerzas del mal dos.
—¿Ninguna identificación?
—Todavía no. El segundo tipo es ciego. Complicaciones de la diabetes, dijo su
hija.
Pierre bufó.
—¿Le parece divertido?
—Divertido no. Simplemente irónico. El primer testigo tenía Alzheimer, y el
segundo tiene diabetes. Ambas son enfermedades de origen genético. Como
Danielson, Marchenko discrimina a las personas que sufren esas mismas
enfermedades, que ahora son lo que le está salvando.
—Sí —dijo Avi—. Bueno, esperemos que las cosas mejoren. Sólo nos quedan dos
cartuchos.
—Téngame al tanto.
—Claro. Adiós.

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Pierre volvió al panel luminoso, inclinándose sobre las dos radiografías. Pasó
horas allí, pero al terminar asintió con satisfacción. Era exactamente lo que había
esperado.
Cuando Avi volviese, tendría una buena sorpresa para él.
Avi y Tischler fueron a Jerusalén para su siguiente intento. Todos los edificios
eran de piedra, de acuerdo con una ordenanza municipal; al ocaso, el reflejo de la luz
convertía Jerusalén en la fabulosa Ciudad de Oro. Encontraron la vieja casa que
buscaban y llamaron en la puerta. Abrió un chico de unos trece años que llevaba un
yarmulke y una camiseta de Melrose Place. Avi meneó la cabeza: siempre le había
sorprendido la omnipresencia de la cultura popular americana.
—¿Sí? —preguntó el chico en hebreo.
Avi sonrió.
—Shalom. —Sabía que su hebreo era bastante tosco, pero le había dicho a
Tischler que quería ocuparse de todas las conversaciones. No podía arriesgarse a que
la policía israelí dijese algo que pudiera contaminar la identificación—. Me llamo Avi
Meyer. Estoy buscando a Shlomo Malamud.
—Es mi zayde —dijo el chico. Pero sus ojos se estrecharon de inmediato—. ¿Qué
quieren?
—Sólo hablar con él. Es un momento.
—¿Sobre qué?
Avi suspiró.
—Vengo de Estados Unidos…
—¿De verdad? No joda —interrumpió el chico, dejando claro que eso había sido
obvio desde la primera sílaba de Meyer.
—… y este hombre es un agente de la policía israelí. Enséñeselo —dijo
volviéndose a Tischler. Éste mostró su identificación.
—Mi zayde es muy viejo, y casi nunca sale de casa. No ha hecho nada.
—Lo sabemos. Sólo queremos hablar con él un momento.
—Será mejor que vengan cuando esté mi padre.
—¿Y cuándo será eso?
—Vendrá el viernes, por el Shabbat. Ahora está en Haifa, por negocios.
—Sólo será un momento. —Desde la puerta, Avi pudo ver a un anciano
encorvado que se dirigía a la cocina, ignorante de su presencia.
—¿Es él?
El chico no tuvo que mirar atrás.
—Es muy viejo.
—¡Shlomo Malamud! —llamó Avi.
El hombre se giró poco a poco, con una expresión de sorpresa en su cara arrugada
y curtida por el sol.

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—¡Mar Malamud!
El anciano empezó a acercarse.
—Déjalo —le dijo el chico, intentando que no se acercase más—. Ya me ocupo
yo.
—Mar Malamud —dijo Avi—. He venido desde muy lejos para hacerle sólo una
pregunta, señor. Necesito que mire unas fotografías y me diga si reconoce a alguien.
Malamud se acercaba poco a poco, pero su nieto seguía bloqueando la entrada.
—Está perdiendo el tiempo. Es ciego.
Avi sintió que se le encogía el corazón. ¡Otra vez no! Mierda, ¿por qué no lo
había comprobado antes de salir? ¿Cómo iba a explicarle aquello a su jefe? «Sí señor,
efectivamente. Gasté tres mil dólares en volar al otro lado del mundo para enseñar
unas fotos a un grupo de viejos ciegos».
El anciano seguía acercándose por el pasillo.
—Siento haberle molestado —dijo Avi, dándose la vuelta para marcharse.
—¿Qué quieren ustedes dos? —preguntó Malamud con una voz tan seca como el
desierto.
—Nada —contestó Avi. Pensó durante un segundo que su hebreo le había fallado
—. ¿Ha dicho «ustedes dos»? —Tischler no había abierto la boca en todo el tiempo.
—Hable más alto, joven. Apenas puedo oírle.
Avi se volvió hacia el chico.
—¿Es ciego, o no?
—Claro que sí. Bueno, legalmente.
—¿Cuánta visión conserva, señor Malamud?
—No mucha.
—Si le muestro una serie de fotografías, ¿podría distinguirlas?
—Quizá.
—¿Podemos pasar?
El anciano lo pensó durante un buen rato.
—Supongo que sí —dijo al fin.
El adolescente, con aspecto mortificado por la derrota, se apartó a regañadientes.
Avi y Tischler siguieron a Malamud a paso de tortuga hasta la cocina. Malamud cogió
una silla (Avi no supo decir si la había visto o simplemente sabía dónde estaba) y se
sentó, indicándoles que hicieran lo mismo. Avi sacó una pequeña grabadora de
bolsillo de su maletín y la puso cerca de Malamud. Después desplegó las fotos ante el
anciano. Eran tres filas de ocho fotografías cada una, veinticuatro en total.
—Son fotografías modernas. Todas muestran a hombres de ochenta o noventa
años. Pero estamos intentando identificar a alguien que usted pudo haber conocido en
su juventud… quizá a principios de los años 40.
Malamud levantó los ojos llenos de esperanza.

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—¿Han encontrado a Saúl?
Avi miró al adolescente.
—¿Quién es Saúl?
—Su hermano. Desapareció en la guerra. Mi abuelo estuvo en Treblinka, y a su
hermano le llevaron a Chelm.
—He estado buscándole desde entonces —dijo el anciano—. ¡Y ustedes le han
encontrado!
Aquello era ideal. Si Malamud pensaba que estaban buscando a otra persona y
con todo señalaba a Ivan Grozny, sería difícil desacreditar la identificación ante el
tribunal. Pero Avi no fue capaz de usar así al anciano.
—No —dijo—. Lo siento, pero esto no tiene nada que ver con su hermano.
La cara del hombre se hundió visiblemente.
—¿Entonces?
—Si pudiese mirar las fotografías…
Malamud se tomó un momento para recuperarse, y después sacó unas gafas de su
bolsillo delantero. Tenían unas lentes muy gruesas.
—Sigo sin ver muy bien.
Avi soltó un suspiro. Pero Malamud continuó hablando.
—Ezra, ve a por mi lupa.
El chico, ahora un poco intrigado, parecía reacio a marcharse, pero tras vacilar un
momento entró en otra habitación, volviendo con una lupa digna de Sherlock
Holmes. El anciano se quitó las gafas y extendió la mano, dejando que Ezra se la
pusiese allí. Acto seguido se inclinó de nuevo sobre las fotos.
—No —dijo tras mirar la primera fotografía—. No —repitió tras la segunda.
—Recuerde —dijo Avi, sabiendo que debía permanecer callado, pero incapaz de
hacerlo— que busca a alguien de hace unos cincuenta o más años. Intente
imaginarlos como hombres jóvenes.
Malamud gruñó, como diciendo que no había necesidad de recordárselo: podía
ser viejo, pero no era idiota. Pasaba de una cara a otra, con el ojo a apenas unos
centímetros de las fotos.
—No. No. Tampoco. No… ¡oh, señor! Señor, oh señor… —Su dedo estaba sobre
la fotografía de Danielson—. ¡Es él! Después de tantos años…
Avi sintió que se le aceleraba el pulso.
—¿Quién? —dijo intentando controlar su voz—. ¿Quién es?
—Ese monstruo de Treblinka. —La cara de Malamud estaba completamente
blanca, y su mano temblaba tanto que parecía que fuese a dejar caer la lupa. Ezra se
la quitó con suavidad.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama?
—Ivan —dijo el anciano, prácticamente escupiendo la palabra—. Ivan Grozny.

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—¿Está seguro? ¿Tiene alguna duda?
—Esos ojos. Esa boca. No… ninguna duda. Es él, el diablo en persona.
Avi cerró los ojos.
—Gracias —dijo—. Si preparamos una declaración en ese sentido, ¿la firmará?
—¿Dónde está? ¿Le han cogido?
—Está en los Estados Unidos.
—¿Le traerán aquí? ¿Para juzgarle?
—Sí.
El anciano guardó silencio durante un buen rato.
—Sí, firmaré una declaración. Tienen miedo de que muera antes del juicio,
¿verdad? De que no viva para declarar ante el tribunal.
Avi no dijo nada.
—Viviré. Usted me ha dado algo por lo que vivir. —Extendió la mano, buscando
la de Avi. Él sintió la piel áspera, y floja. La manga de Malamud se había deslizado
por su antebrazo, revelando el número de serie tatuado—. Gracias —dijo—. Gracias
por traerlo a la justicia. —Hizo una pausa—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Meyer, señor. Agente Avi Meyer, del departamento de Justicia de los Estados
Unidos.
—Conocí a alguien llamado Meyer en Treblinka. Jubas Meyer. Trabajábamos
juntos acarreando cadáveres.
Avi sintió pinchazos en los ojos.
—Era mi padre.
—Un buen hombre, Jubas.
—Murió antes de que yo naciese. ¿Cómo… cómo era?
—Siéntese —dijo Malamud— y se lo contaré.
Meyer miró a Tischler, pidiéndole indulgencia.
—Adelante —dijo Tischler con amabilidad—. La familia es importante.
Avi tomó asiento, con el corazón acelerado.
Malamud le contó historias sobre Jubas, que escuchó con toda atención. Cuando
el anciano terminó, volvió a estrecharle la mano.
—Gracias. Muchas gracias.
Malamud negó con la cabeza.
—No, hijo. Gracias a usted. Gracias, en mi nombre y en el de su padre. Él se
sentiría orgulloso de usted.
Avi sonrió, parpadeando para contener las lágrimas.
Pierre había hecho pruebas sobre el ADN de varios tipos de primate recogido en
el zoo, determinando no sólo el grado de divergencia genética, sino también la forma
específica en que variaban segmentos clave de sus cromosomas 13. Él y Shari
estaban absortos en el diseño de una simulación por ordenador. Integraron todos sus

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datos de metilación de la citosina, todos los patrones detectados en los intrones
humanos y no humanos, y todas sus ideas sobre el significado de los codones
sinónimos.
Era un proyecto colosal, con una enorme base de datos. La simulación era
demasiado compleja para el PC de su laboratorio. Pero el LNLB tenía un
superordenador Cray, una máquina capaz de procesar todo aquello en un abrir y
cerrar de ojos. Pierre había pedido que se le asignase algo de tiempo de computación
del Cray, y les tocaba dentro de dos semanas.
Necesitarían hasta el último minuto para tener la simulación preparada, pero si
todo iba bien, conseguirían por fin las respuestas que habían estado buscando.
—¿David Solomon?
—¿Sí?
—Me llamo Avi Meyer, y trabajo para el gobierno de los Estados Unidos. Éste es
el Detective Izzy Tischler, de la policía de Israel. Nos gustaría mostrarle algunas fotos
y ver si reconoce a alguien.
La cara de Solomon era como una bolsa de papel arrugada, moreno y curtida por
la exposición al sol y el viento. La única parte afilada era la nariz, una cosa enorme,
curva y ganchuda como el pico de un águila, y con la superficie cubierta de pequeños
capilares. Sus ojos eran de un marrón tan oscuro que apenas se le distinguían las
pupilas, y el resto de sus ojos era más amarillo que blanco, recorrido por multitud de
venillas.
—¿Por qué?
—No puedo decírselo hasta que haya visto las fotos.
Solomon se encogió de hombros.
—De acuerdo.
—¿Podemos pasar?
Otro encogimiento.
—Claro. —El anciano entró en la salita y se sentó en el gastado sofá. No había
aire acondicionado; el calor era asfixiante. Tischler apartó escrupulosamente un
jarrón de la mesita y, al no encontrar dónde ponerlo, se quedó con él en la mano. Avi
puso su grabadora en marcha y después extendió las fotos, en tres filas de ocho.
Solomon se quitó las gafas que llevaba, sustituyéndolas por otras que sacó del
bolsillo.
—Estas personas…
—¡Ivan Marchenko! —dijo el hombre enseguida.
Avi se inclinó ansiosamente.
—¿Cuál?
—El tercero de la fila central.
Avi sintió que se le encogía el estómago. La tercera foto de la fila central era

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efectivamente la de un hombre calvo y de cara redonda, pero no se trataba de
Marchenko, sino del conserje de la central de la OIE en Washington. Sabía que si
hacía alguna pregunta capciosa, como «¿Está seguro? ¿No ve a nadie que se parezca
más?», los abogados defensores se reirían de aquella prueba. Incapaz de ocultar la
decepción en su voz, se limitó a decir «Gracias», disponiéndose a recoger las
fotografías.
Pero Solomon seguía inclinado sobre ellas.
—Reconocería esta cara en cualquier parte —dijo. Alargó un nudoso dedo y dio
unos golpecitos en la sexta foto de la fila.
Avi sintió fluir la adrenalina.
—Pero ha dicho la tercera…
—Claro. La tercera por la derecha. —El hombre miró a Avi—. Ese acento es
americano, ¿verdad? ¿No lee hebreo*?
Avi soltó una carcajada.
—Está claro que no tanto como debería.
—Pierre, soy Avi Meyer.
—¿Cómo va todo?
—Tengo dos identificaciones positivas.
—¡Estupendo!
* El hebreo se lee de derecha a izquierda.
—Volaré de vuelta a Washington dentro de unos días. Todavía me queda algo de
trabajo con la policía israelí para preparar la extradición.
—No. Venga directamente aquí, a San Francisco. Tengo algo que querrá ver.

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CAPÍTULO 40
Pierre intentó ignorar la mirada de Avi Meyer. Habían pasado veintiséis meses desde
la última vez que se vieron, y aunque Pierre le había explicado su condición por
teléfono, su corea fue una sorpresa para Avi.
Despacio, con mucho cuidado, Pierre puso dos placas de radiografías en el panel
luminoso del laboratorio, intentando hacer que sus lados coincidiesen. Se sentó en un
taburete e hizo un gesto a Avi para que las mirase.
—¿Qué es lo que ve?
Avi se encogió de hombros, sin saber qué esperaba Pierre que dijera.
—¿Un grupo de líneas negras?
—Exacto… casi como una versión borrosa de los códigos de barras de los
supermercados. Pero estos códigos de barras —señaló una de las placas con un dedo
tembloroso— son huellas de ADN de dos personas distintas.
—¿De quién?
—Enseguida llegaremos a eso. Verá que los códigos son bastante distintos, ¿no?
Avi movió su cabeza de bulldog.
—Aquí, por ejemplo, hay una línea gruesa, pero en el mismo punto de la otra
placa no hay otra igual, ¿cierto?
Avi asintió de nuevo.
—Pero algunas de las líneas son iguales. Aquí hay una línea fina y… ¡mire! la
otra persona tiene una igual en el mismo sitio.
—Ya lo veo. —La voz de Avi sonaba impaciente.
—Ahora, compare las dos huellas, y dígame en qué proporción cree que
coinciden.
—No veo qué…
—Hágalo, ¿quiere?
Avi suspiró resignado y entornó los pequeños ojos hacia las placas.
—No sé… Un veinte o treinta por ciento.
—Alrededor de una cuarta parte, en otras palabras.
—Eso me parece.
—Un cuarto. Bien. Usted debe saber algo de genética, como todo el mundo.
¿Cuánto ADN recibe usted de sus padres?
—Todo.
Pierre sonrió.
—No me refería a eso. ¿Qué proporción recibe de su padre y de su madre?
—Ah, mitad y mitad. ¿No?
—Exacto. Todo el ADN de un ser humano procede la mitad de su padre y la
mitad de su madre. Ahora, dígame: ¿tiene usted un hermano?

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—Sí.
—De acuerdo. Entonces, si usted tiene la mitad del ADN de su madre, también la
tiene su hermano, ¿verdad?
—Claro.
—¿Pero es la misma mitad?
Avi se pasó la mano por el rastrojo de su cara.
—¿Qué quiere decir?
—¿El ADN que recibió usted de su madre es el mismo que recibió su hermano?
—No sé… supongo que si recibí una selección al azar de los genes de mi madre,
y Barry también, algunos de ellos coincidirían. ¿Un cincuenta por ciento?
—Eso es —dijo Pierre. No estaba asintiendo deliberadamente, pero las sacudidas
de su cabeza causaban esa impresión—. Una media del cincuenta por ciento. Así que,
si ponemos juntas su huella de ADN y la de su hermano, ¿qué podemos esperar?
—Mmm… ¿la mitad de mis barras en el mismo sitio que la mitad de las suyas?
—¡Exactamente! ¿Pero qué tenemos aquí? —preguntó señalando el panel
iluminado.
—Una coincidencia del veinticinco por ciento.
—Así que es improbable que estas personas sean hermanos.
Avi asintió.
—Pero de todas formas, parecen parientes, ¿no?
—Supongo.
—De acuerdo. Leí una cosa cuando empecé con este asunto que se me ha
quedado grabada. En su solicitud de la condición de refugiado, John Demjanjuk dijo
que el nombre de soltera de su madre era Marchenko.
—Sí, pero estaba equivocado. Su apellido de soltera era Tabachuk. Demjanjuk
dijo que no lo recordaba, así que dio un apellido ucraniano corriente.
—Eso siempre me ha sonado raro. Yo sé cuál era el nombre de soltera de mi
madre, Ménard… y el de su madre, Bergeron. ¿Cómo puede alguien no acordarse del
apellido de soltera de su propia madre? Al fin y al cabo, Demjanjuk rellenó aquel
formulario en los años 40, cuando tenía veintitantos años. No era un anciano cuya
memoria estuviese flaqueando.
Avi se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Lo que está claro es que no lo recordaba.
—Oh, yo creo que lo recordaba muy bien… pero que no entendió la pregunta.
—¿Qué?
—No entendió la pregunta. Dígame: ¿qué significa el término «apellido de
soltera»?
Avi frunció el ceño, irritado.
—El nombre de nacimiento de una mujer.

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—Eso es. Pero supongamos que Demjanjuk, quien, de acuerdo con los artículos
que leí, no pasó del cuarto año de colegio, supongamos que pensó que significaba el
nombre de su madre antes de casarse con su padre.
—Es lo mismo.
—No necesariamente. Sólo sería lo mismo si su madre no hubiese estado casada
antes.
—Pero… oh, mierda. Mierda, mierda, mierda.
—¿Lo ve? ¿Cuál era el nombre de pila de la madre de Demjanjuk?
—Olga. Murió en 1970.
—Si nació como Olga Tabachuk, pero se había casado y después divorciado de
un hombre llamado Marchenko antes de casarse con el padre de John Demjanjuk…
—… Nikolai Demjanjuk…
—… cuando le preguntaron el apellido de soltera de su madre, John Demjanjuk
pudo haberlo entendido como su apellido anterior, y por eso contestó «Marchenko».
Y si Olga tuvo un hijo llamado Ivan en 1911 con Marchenko, y otro también llamado
Ivan 9 años después con Nikolai Demjanjuk, entonces…
—¡Entonces Ivan Marchenko e Ivan Demjanjuk serían medio hermanos!
—¡Exacto! Medio hermanos, teniendo aproximadamente el veinticinco por ciento
de su ADN en común. De hecho, incluso tiene sentido que los dos sean calvos. El gen
de la calvicie masculina se hereda de la madre; reside en el cromosoma X. Y eso
explicaría por qué se parecen tanto, y por qué tantos testigos se confundieron.
—Pero… espere, espere. Eso no encaja. Nikolai y Olga Tabachuk se casaron el
24 de enero de 1910, e Ivan Marchenko nació más tarde, el 2 de marzo de 1911. Eso
significa que fue concebido en el verano de 1910, después de que Olga pasase a
llamarse Demjanjuk.
Pierre frunció el ceño por un momento, pero pensando en su propia madre y
Henry Spade, no tardó en dar con la respuesta.
—¡Un triángulo!
—¿Qué?
—Un triángulo, ¿no lo ve? Piense en el matrimonio del propio John Demjanjuk
en 1947. Recuerdo haber leído que estuvo tonteando con la esposa de otro hombre
mientras el marido estaba lejos. —Pierre hizo una pausa—. Ya sabe que a veces
resumimos el credo de los genetistas como «de tal padre, tal hijo»… pero «de tal
madre, tal hijo» es igual de válido para muchas cosas. Mi mujer es psicóloga del
comportamiento y no le gusta admitirlo, pero ciertos tipos de infidelidad se
transmiten en las familias. Digamos que Olga Tabachuk se casó con Marchenko
padre, se divorció de él, y se casó con Nikolai Demjanjuk.
—De acuerdo.
—Pero Nikolai deja su pueblo y se marcha a… ¿dónde nació Demjanjuk?

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—Dub Macharenzi.
—Se marcha a Dub-lo que sea. Va allí en busca de trabajo o algo por el estilo,
diciendo que volverá a por su mujer cuando se haya establecido. Bien, cuando el gato
está lejos… Olga vuelve a acostarse con su ex marido, Marchenko. Queda
embarazada y da a luz al hijo de Marchenko, un niño al que llaman Ivan. Pero
entonces Nikolai envía un mensaje a su esposa para que se reúna con él en Dub como
se llame. Olga abandona al bebé Ivan, dejándole con Marchenko padre. De hecho,
aquí hay algo que le gustaría a mi esposa: a Ivan Marchenko le gustaba cortar los
pezones a las mujeres. Podríamos considerarlo una venganza contra la madre que le
abandonó.
Avi asintió lentamente.
—Tiene sentido. Si Olga abandonó al bebé Ivan Marchenko, y si su segundo
marido, Nikolai Demjanjuk, no llegó a enterarse de lo ocurrido, eso podría explicar
por qué el hijo que tuvo con Demjanjuk se llamaba también Ivan… le puso el mismo
nombre para no ser descubierta si alguna vez llamaba sin querer a su hijo legítimo por
el nombre del bastardo. —Avi contempló el panel—. Supongo que una de estas
placas procede de la muestra de tejido de John Demjanjuk que le envié, ¿no?
—La de la izquierda, para ser exactos.
—Y la otra… ¿Abraham Danielson?
—Efectivamente.
—¿Cómo consiguió la muestra?
—Hice que me construyeran un aparatito. —Pierre se levantó poco a poco del
taburete, agarrándose al borde para mantener el equilibrio. Después fue hasta un
estante y cogió un pequeño objeto. Volvió junto a Avi y extendió la mano para que
pudiera ver lo que tenía. Pero era imposible verlo bien a causa del temblor; Avi alargó
la mano y lo cogió. Era como una pequeña chincheta color carne, con una punta muy
corta y fina.
—Lo llamo «zumbador de broma» —dijo Pierre sentándose de nuevo—. Se pega
a la palma de la mano con una gotita de pegamento de cianocrilato, y al estrecharle la
mano a alguien, toma una muestra de células de la piel. La presión de la mano basta
para disimular el diminuto pinchazo. —Levantó la mano—. No todo el mérito es mío,
saqué la idea de un bolígrafo especial que usa Seguros Cóndor; parecía justicia
poética usar un instrumento parecido. Un periodista que conozco, el mismo que tomó
la foto de Danielson que le envié, lo llevó a una entrevista con Danielson y le
estrechó la mano.
Avi asintió, impresionado.
—¿Puedo quedarme con una copia de estas placas?
—Claro ¿Para qué?
—Cuando hayamos terminado, quiero mandárselas al abogado de Demjanjuk en

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Cleveland. Quizá le ayuden a recuperar su ciudadanía. —Miró a Pierre y se encogió
de hombros—. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Entonces, ¿cómo estamos ahora?
—Tenemos dos identificaciones de testigos, ambas positivas. Pero los testigos son
viejos, y uno de ellos es legalmente ciego. Me gustaría tener más. De todas formas,
esto de los medio hermanos rehabilita hasta cierto punto las identificaciones erróneas
de Demjanjuk.
—Entonces, ¿tenemos suficiente para actuar?
Avi suspiró.
—No lo sé. Danielson ni siquiera era sospechoso de ser un nazi. Ha hecho un
buen trabajo ocultando sus huellas.
—Sin duda habrá podido pagar a la gente a lo largo de los años… haciendo que
desapareciese cualquier archivo molesto.
—Muy probable. Los israelíes van a tomárselo con mucho cuidado, después de lo
que pasó la última vez.
—¿Qué más necesita para el caso?
—¿En el mejor de los mundos posibles? Una confesión.
Pierre frunció el ceño. Por supuesto, Molly podría confirmar la culpa de
Danielson con mucha facilidad, pero Pierre no quería que tuviese que testificar.
—Podría reunirme con él llevando un micrófono.
—¿Qué le hace pensar que le recibiría? —El tono de Avi era un tanto desdeñoso,
como si dijese «¿Qué le hace pensar que recibiría a alguien en su estado?».
Pierre rechinó sus dientes.
—Ya se nos ocurrirá algo.
—Y aunque acepte recibirle, ¿por qué cree que confesará?
—No hace falta que confiese, basta con que diga algo lo bastante incriminatorio
como para justificar su arresto. Entonces podrán interrogarle bien.
—Supongo. Exigiría algo de papeleo…
—Adelante, hágalo.
—No sé, Pierre. Usted es un civil, y…
—Soy un voluntario. ¿Acaso quiere que ese bastardo quede libre?
Avi lo pensó.
—De acuerdo —dijo al fin—. Probemos.

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CAPÍTULO 41
—Despacho de Abraham Danielson —dijo una voz de mujer.
—¿Puedo hablar con él, por favor?
—¿Quién llama?
—El doctor Pierre Tardivel.
—Un momento.
Silencio.
—Lo siento, doctor Tardivel. El señor Danielson no puede atender su llamada
ahora. ¿Quiere dejarle un mensaje?
—Dígale que una mujer de Polonia llamada María Dudek me dijo que le llamase.
Dele el mensaje ahora; esperaré.
—Está realmente muy ocupado, señor y…
—Usted dele el mensaje. Estoy seguro de que querrá atender esta llamada.
—Yo no puedo…
—Hágalo.
Hubo un momento de silencio mientras la secretaria rumiaba aquello.
—Espere un segundo.
Un clic al quedar Pierre en espera. Pasaron tres minutos.
Otro clic.
—Abraham Danielson al habla.
—Hola Ivan. María Dudek le envía recuerdos.
—No sé de qué…
—Reúnase conmigo dentro de una hora en el Laboratorio Nacional Lawrence
Berkeley.
—No voy a ir a ninguna parte. Usted está loco…
—Puede hablar conmigo, o yo empezaré a hablar con otra gente. Creo que el
Departamento de Justicia tiene una oficina especial para buscar criminales de guerra.
El silencio duró casi treinta segundos.
—Si vamos a hablar —dijo Danielson— será aquí, en mi terreno.
—Pero…
—Tómelo o déjelo.
Pierre miró a Avi Meyer, que estaba escuchando por un supletorio. Avi alzó tres
dedos.
—Estaré allí a las tres. Asegúrese de que el guardia sabe que me espera.
—Pierre Tardivel —dijo. Estaba frente a la mesa de la secretaria en la antecámara
del fundador, situada en el piso 37 del edificio de 40 plantas de Seguros Cóndor—.
Tengo una cita con Abraham Danielson.
La secretaria era dos décadas más vieja que Rosalee, el bombón que trabajaba en

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aquella misma planta para el Consejero Delegado Craig Bullen. Quedó claramente
sorprendida por los miembros danzantes y los tics faciales de Pierre, pero recuperó
rápidamente la compostura.
—Siéntese, por favor. El señor Danielson le recibirá en unos momentos.
Pierre entendió que estaban poniéndole en su lugar, que Danielson quería tener
una ventaja psicológica: no pasas tres años durmiendo con una psicóloga todas las
noches sin aprender una cosa o dos. Pero sus palmas seguían sudando. Con la ayuda
de su bastón, se acercó lentamente al sofá. Los últimos números de varias revistas,
incluyendo Forbes y Business Week, reposaban sobre la mesita de cristal; también
había una copia del informe anual amarillo y negro de Cóndor.
Avi Meyer, otros cuatro agentes de la OIE y dos oficiales de la policía de San
Francisco esperaban estacionados no muy lejos de allí, fuera de los límites de la
propiedad. Estaban todos apiñados en una furgoneta alquilada llena de equipos de
escucha.
Después de unos minutos, sonó el teléfono de la recepcionista.
—¿Sí, señor? Enseguida… El señor Danielson le verá ahora.
Pierre se puso en pie y caminó despacio hacia el despacho. Era más pequeño que
el de Craig Bullen (no tenía mesa de reuniones), pero los muebles eran igualmente
opulentos. Los gustos de Danielson eran irónicamente más modernos que los de
Bullen, tendiendo al cuero negro y cromo, con acentos en turquesa y rosa.
—Señor Tardivel —dijo Danielson, sin rastro de amabilidad en su voz aguda y
con acento—. ¿Qué significa esta tontería?
—Veo que reconoció el nombre de María Dudek —respondió Pierre, sentándose
poco a poco ante el escritorio de Danielson.
—Ese nombre no significa nada para mí.
—¿Entonces por qué accedió a recibirme?
—Es usted un accionista; le recuerdo de su patético numerito en la asamblea.
Siempre procuro atender a mis accionistas.
—Ya había estado aquí antes. Oh, no en este despacho, pero sí en este piso. Tuve
una reunión con Craig Bullen. Pero elegí mal entonces: el títere en lugar del titiritero.
—Sinceramente, no sé de qué me habla.
—Y no sólo he descubierto que es usted Ivan Marchenko… como si no fuese ya
bastante malo. También sé que es el líder del Reich Milenario. Usted ha hecho algo
más que discriminar a personas con desórdenes genéticos, como el mayor accionista
individual de la compañía, aumenta sus beneficios matando a los asegurados que
reclamarían en el futuro cuantiosas sumas.
Danielson miraba a Pierre con expresión neutra.
—Está loco.
Pierre no dijo nada. Sus manos bailaban.

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Danielson extendió los brazos.
—Sufre usted la corea de Huntington, ¿no? Es un desorden nervioso degenerativo
que tiene un profundo efecto en las facultades. Lo que sea que usted piensa que sabe
es sin duda producto de su enfermedad.
Pierre frunció el ceño.
—¿De verdad? He investigado mucho, estudiando asesinatos sin resolver de los
últimos años. Un número desproporcionado de víctimas tenía trastornos genéticos o
estaba esperando caros tratamientos médicos. Y la mayoría de ese subconjunto estaba
asegurada por Cóndor. Y sé que toman por sistema muestras de células de los nuevos
asegurados; si alguno de ellos tiene malos genes o reclama un tratamiento caro, hace
que le maten.
—Vamos, vamos, señor Tardivel. Lo que usted sugiere es monstruoso, y le
aseguro que yo no soy un monstruo.
—¿No? ¿Qué hizo exactamente durante la Segunda Guerra Mundial?
—No creo que sea asunto suyo, pero era soldado del Ejército Rojo en Ucrania.
—Y una mierda. —Pierre dejó la palabra colgando entre ellos durante varios
segundos—. Su verdadero nombre es Ivan Marchenko. Fue adiestrado en Trawniki y
destinado después a Treblinka.
—Ivan Marchenko… —dijo Danielson, pronunciando cada sílaba con cuidado—.
Ese nombre tampoco me suena.
—¿No? Y supongo que tampoco reconocerá el de Ivan Grozny.
—Eso sería «Ivan el Terrible», ¿no? ¿No fue el primer zar de Rusia? —La cara de
Danielson estaba tranquila.
—Ivan el Terrible operaba la cámara de gas de Treblinka… el campo de
exterminio en Polonia donde mataron a ochocientas setenta mil personas.
—No tengo nada que ver con eso.
—Hay testigos.
—¿De algo que pasó hace más de cincuenta años? Vamos…
—Puedo probar las dos acusaciones contra usted: los asesinatos de asegurados, y
que es Ivan. La pregunta es, ¿cuál prefiere admitir? ¿Cree que tendrá más
posibilidades aquí en California o en un juicio por crímenes de guerra en Israel?
—Está usted loco.
—Eso ya lo ha dicho antes.
—Cualquier buen abogado podría hacer picadillo en el estrado a un testigo con un
trastorno cerebral.
Pierre se encogió de hombros.
—Bien, si mi historia no le interesa, se la ofreceré a los periódicos. Conozco a
Barnaby Lincoln, del Chronicle. —Inició el largo proceso de levantarse de su silla.
Danielson entornó los ojos.

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—¿Qué es lo que quiere?
Pierre volvió a bajar.
—Ah, ahora empezamos a entendernos. Lo que quiero, Ivan, son cinco millones
de dólares… suficiente para que mi mujer y mi hija estén bien cuando mi enfermedad
acabe conmigo.
—Eso es mucho dinero.
—Comprará mi silencio.
—Si yo soy el monstruo que usted piensa, ¿qué le hace creer que podrá
chantajearme impunemente? Si he matado a tanta gente como usted dice, nada me
impide matarle también a usted. —Hizo una pausa y miró directamente a Pierre—. O
a su mujer y su hija.
Por una vez, Pierre agradeció su corea, que enmascaraba el hecho de que estaba
temblando de miedo.
—He tomado precauciones. La información está en manos de personas de
confianza, tanto aquí en los Estados Unidos como en Canadá… personas a las que
nunca encontrará. Si me ocurre algo, a mí o a mi familia, tienen instrucciones de
hacerlo público.
Danielson guardó silencio por un buen rato.
—No soy un hombre al que le guste estar acorralado.
Pierre no dijo nada.
—Deme una semana para prepararlo, y…
La puerta del despacho se abrió de golpe y entró un robusto guardia de seguridad.
Danielson se puso en pie.
—¿Qué pasa?
—Disculpe la interrupción, señor, pero hemos detectado un transmisor en el
despacho.
Los ojos de Danielson se estrecharon.
—Regístrele —ordenó. Luego siguió hablando en voz alta, como para dejar
constancia—. No he admitido nada. Sólo estaba siguiendo la corriente a un enfermo
mental.
El guardia agarró a Pierre por debajo del hombro izquierdo, le alzó de la silla y
empezó a cachearle. Sólo tardó unos momentos en encontrar el pequeño micrófono
bajo la camisa de Pierre; lo arrancó y se lo tendió a Danielson.
Pierre intentó parecer valiente.
—Ya no importa. Hay siete policías y agentes del gobierno esperando que salga
del edificio para interrogarle, y tenemos dos identificaciones positivas de
supervivientes de Treblinka…
Danielson golpeó la mesa con el puño. Al principio Pierre pensó que era un gesto
de frustración, pero una pequeña sección del tablero se elevó en ángulo, mostrando

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una consola de mando. Danielson pulsó varios botones, y de pronto una fina pared de
metal descendió del techo, justo delante de las rótulas de Pierre. Si sus pies no
hubieran estado moviéndose hacia atrás a causa de la corea, seguramente habrían sido
cortados.
El guardia parecía sorprendido: o no conocía la existencia de la pared o nunca
había esperado verla en funcionamiento. Pierre también estaba atónito, pero
Marchenko/Danielson era un fugitivo multimillonario que había estado preparándose
para cualquier eventualidad durante cinco décadas. Sin duda, habría una salida
secreta.
—Vamos, tío —dijo el guardia, metiéndose el micro en el bolsillo y agarrando de
nuevo a Pierre por el brazo. Le sacó del despacho, pasando ante la sorprendida
secretaria y tirando de él hasta el ascensor. El guardia pulsó el botón de llamada, pero
el pequeño cuadrado de plástico no se encendió. Probó de nuevo, maldiciendo.
Marchenko debía de haber bloqueado los ascensores para retrasar a los agentes de la
OIE; aunque pudieran abrirse paso a través de los guardias de seguridad, les llevaría
un buen rato subir los treinta y siete pisos a pie.
El carnoso guardia soltó a Pierre que, habiendo dejado su bastón en el despacho
de Marchenko, cayó pronto al suelo. El guardia le miró con expresión de disgusto.
—Cristo, es un jodido parala, ¿no? —dijo. Miró pensativo la puerta del ascensor
—. Supongo que no podrá hacer nada malo si le dejo aquí. —Dio la vuelta a la
esquina, y Pierre pudo oír el ruido de una puerta al abrirse y de los pies del guardia
sobre los escalones mientras bajaba, probablemente para unirse a la defensa del
edificio.
Pierre estaba solo en el corredor de los ascensores, pero vio a la secretaria de
Marchenko a través de las puertas de cristal de la antecámara. Le estaba mirando,
como si no supiese qué hacer. Extendió una mano hacia ella. La secretaria se levantó
y entró en el despacho. Pierre dejó salir el aire. Deseó poder quedarse quieto, pero sus
piernas estaban bailando continuamente y su cabeza no hacía más que sacudirse.
La mujer reapareció… ¡y con el bastón de Pierre! Se acercó a él y le ayudó a
levantarse.
—No sé qué es lo que le pasa, pero nadie debería tratar a una persona como han
hecho con usted.
Pierre tomó el bastón, apoyándose en él.
—Merci.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué le ha pasado al señor Danielson?
—¿Sabía usted de esa pared de emergencia?
Ella meneó la cabeza.
—Me asusté al oír el golpe. Creí que era otro terremoto.
—Puede que haya tiros —dijo Pierre—. Debería salir de este piso. Baje unos

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cuantos y busque un lugar donde esconderse.
Ella le miró, superada por la situación.
—¿Y usted?
Pierre intentó encogerse de hombros, pero el gesto se perdió en su corea.
—Esto no tiene remedio. —Agitó un brazo hacia las escaleras—. Venga,
búsquese un sitio seguro.
Ella asintió y desapareció tras la esquina. Pierre no estaba seguro de qué hacer a
continuación. Decidió acercarse a la mesa de la secretaria. El teléfono tampoco
funcionaba.
Intentó imaginar la escena abajo, los agentes y policías irrumpiendo en la entrada
con las placas en alto… seguramente se habrían puesto en marcha al oír el
descubrimiento del micrófono. Pierre recordaba más cosas del edificio de su visita
anterior que de la reunión con Marchenko, había estado tan nervioso que realmente
no había mirado el edificio mientras se acercaban. Una torre de cristal y acero, con
una pista para helicópteros en el tejado…
Dulce Jesús… un helicóptero. Marchenko no estaba bajando: probablemente ya
había subido al tejado, tres pisos más arriba.
Pierre dobló la esquina cojeando. La puerta de las escaleras estaba claramente
marcada, junto a las de los lavabos. La empujó y sintió una corriente de aire frío. Las
paredes eran de hormigón desnudo, y los escalones estaban pintados de gris. Empezó
a subir lenta y dolorosamente, cada tramo cubría medio piso, así que habría al menos
seis antes de llegar al tejado.
No necesitaba el bastón, ya que se apoyaba en la barandilla, pero no se atrevió a
dejarlo. Lo sostuvo en su mano libre, haciendo que oscilase como el de Charlie
Chaplin.
Podía oír ecos de pisadas muy, muy por debajo. Otros estaban usando las
escaleras para subir. Pero treinta y siete pisos… era agotador incluso para un hombre
joven. Siguió subiendo, pasando de un tramo de escaleras al siguiente. Esperó que
Avi también dedujese que Marchenko había subido, no bajado.
Pierre continuó la ascensión. Sus pulmones estaban bombeando aire y su
respiración se estremecía en jadeos. Su corazón saltó al oír un disparo abajo.
Estaba ya en el piso 39, el número había sido pintado toscamente sobre la puerta
de incendios. Por un momento maldijo su crianza canadiense: ni siquiera se le había
ocurrido pedirle un arma a Avi.
Pierre subió un poco más, pero de pronto cayó al moverse su pierna a la izquierda
cuando él le había ordenado hacerlo hacia delante. Su bastón quedó trabado entre dos
de los soportes metálicos de la barandilla, y Pierre se agarró a él. Hubo un crujido
cuando un punto en medio del bastón soportó todo su peso durante un segundo, pero
Pierre se soltó y cayó dando tumbos hasta el rellano. Su codo izquierdo se estrelló

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contra el suelo de hormigón. El dolor fue insoportable. Pierre se tocó el codo con la
otra mano, que quedó manchada de sangre. Su bastón había aterrizado a un par de
metros; se arrastró hasta él y luchó por levantarse. Ya de pie, aguardó a que sus
pulmones recuperasen la normalidad antes de reiniciar la subida.
Un tramo, vuelta, y después otro. Ya estaba ante la puerta con un «40». Pero…
maldición, no estaba pensando con claridad. El helipuerto estaba en el tejado, otros
dos tramos por encima. Y todos sus esfuerzos asumían que habría una salida al
tejado. De lo contrario, tendría que volver a bajar y buscar el acceso a la pista.
Subió a tirones, escalón tras escalón. Las pisadas abajo sonaban más cerca; los
agentes de Justicia debían de haber llegado más o menos al vigésimo piso.
Por fin llegó a lo alto. Había una puerta, pintada de azul en vez de gris, con la
palabra TEJADO en ella. Pierre giró el pomo y la puerta se abrió al exterior. Después
del rato pasado en la penumbra de las escaleras, el sol del atardecer le hirió la vista.
Pierre se aferró al quicio de la puerta para no caer. El fuerte viento le azotó, ocultando
el ruido de la puerta al abrirse.
Marchenko estaba de pie a unos veinte metros de distancia, de espaldas a Pierre.
Esperaba junto a un pequeño cobertizo metálico verde y blanco que probablemente
contenía las herramientas para el mantenimiento del helicóptero. No había ningún
helicóptero a la vista, pero el suelo tenía pintado un círculo amarillo como punto de
aterrizaje, y el viejo miraba el cielo con impaciencia.
El viento chilló al meterse por las escaleras. Pierre se adelantó. La azotea era
cuadrada, con un parapeto de un metro de alto a lo largo del borde. Había gaviotas
posadas es una ordenada hilera sobre el parapeto sur. Dos estructuras de cemento
debían de albergar la maquinaria de los ascensores: una de ellas tenía una luz de
posición roja en lo alto, y la otra dos focos apagados. En un rincón había tres antenas
receptoras de satélite pequeñas y dos grandes, y un repetidor en otro.
Marchenko no había reparado en la llegada de Pierre. El viejo sostenía un
teléfono móvil en la mano izquierda… sin duda lo había usado para llamar a un
helicóptero.
Pierre intentó evaluar sus posibilidades. Tenía treinta y cinco años, por amor de
Dios. Marchenko tenía ochenta y siete. No debía haber color, bastaría con agarrar al
viejo carcamal y llevarle escaleras abajo hasta la justicia.
Pero… ¿quién podía decirlo? Pierre se apoyó en su bastón. Había bastantes
posibilidades de que Marchenko le matase… sobre todo si iba armado. No había
indicios de que llevase una pistola, y de hecho, el arma favorita de Ivan el Terrible
medio siglo atrás había sido un tubo de plomo. Pero, aun desarmado, podía ser que le
derrotase.
Quizá no tuviese que hacer nada. Miró de nuevo el cielo. No había signos de que
se acercase un helicóptero. Los agentes de Avi no tardarían en llegar, y…

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—¡Usted! —Marchenko le había descubierto. El grito hizo que las gaviotas
alzasen el vuelo, sus chillidos perdiéndose en el viento. El viejo se acercó a paso
lento. Pierre comprendió que debía alejarse de la puerta de las escaleras. Todo lo que
necesitaba Marchenko para derrotarle era un buen empujón escaleras abajo.
Pierre se tambaleó hacia el norte. Marchenko cambió el curso y continuó
acortando la distancia. Pierre pensó en el Pequod y Moby Dick, surcando las olas y
maniobrando cuidadosamente. Marchenko siguió describiendo un círculo.
Me reconoce, pensó Pierre, y voy a cogerle*. Cojeando como el capitán Ahab, su
bastón sustituyendo a la pata de palo, Pierre avanzó tan rápido como pudo. Sabía que
retroceder sería estúpido; si se dejaba acorralar, Marchenko no tendría problemas
para levantarle por encima del parapeto y arrojarle a una pringosa muerte cuarenta
pisos más abajo. Pierre se acercó al centro del tejado, con el viento azotando su pelo
y cortándole con dedos de hielo.
La ancha cara de Marchenko estaba retorcida de furia… no sólo contra él, supuso
Pierre, sino también contra quien tuviese que haber llegado para recogerle. Seguía sin
haber señales de ningún helicóptero, aunque varias estelas de aviones a reacción se
cruzaban en el cielo, como marcas de azotes en la espalda de un prisionero.
Sólo estaban a cinco metros de distancia. La cabeza calva de Marchenko brillaba
con un lustre de sudor, que a la rojiza luz del atardecer casi parecía una capa. La
ascensión al tejado también había sido difícil para él; la salida secreta de su despacho
debía de dar acceso a las escaleras, no a los ascensores.
Marchenko abrió los brazos, como si él esperase que Pierre intentara eludirle.
Pierre pretendía levantar el bastón lo suficiente para usarlo como arma… pero se dio
cuenta de que sólo podría hacerlo si apoyaba la espalda en algún sitio. Se movió
como un cangrejo hasta la más cercana de las estructuras de hormigón.
Marchenko acortó la distancia entre ambos. Aún sostenía el teléfono en la mano
izquierda, pero atacó con la derecha. Su puño dio a Pierre en el hombro, aunque no lo
bastante fuerte para doler de verdad. Al parecer, Marchenko se dio cuenta: buscó
unas llaves en su bolsillo, poniéndolas de forma que sobresaliesen entre sus
esqueléticos dedos… tal y como Pierre había hecho dos años antes para defenderse de
Chuck Hanratty.
Estaban a unos tres metros de la pared. Pierre creyó oír otro disparo en las
escaleras. Los hombres de la OIE debían de estar siendo contenidos por los guardias
de seguridad en uno de los pisos más altos. Pero sin duda Avi habría pedido ya
refuerzos.
Pierre apoyó la espalda contra la pared de hormigón. Levantó el bastón y golpeó
con todas sus fuerzas. Había apuntado a la cabeza de Marchenko, pero los temblores
desviaron su brazo, y el viejo recibió el impacto en el hombro derecho. Hubo un
fuerte crujido. Pierre esperaba haberle roto la escápula, pero había sido el bastón. Vio

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que estaba parcialmente roto en el medio, en el mismo sitio donde había aguantado
todo su peso al caerse escaleras abajo. El golpe había hecho que Marchenko soltase el
teléfono móvil, que cayó al suelo perdiendo las pilas.
Más disparos en las escaleras. Pierre vio un helicóptero en el horizonte, pero no
podía decir si se acercaba a ellos. Marchenko empezó a retroceder. No había reparado
en el helicóptero, pero sí en que estaba en desventaja si dejaba que Pierre tuviese
ambas manos libre.
—Ven, pedazo de mierda —le provocó con su voz aflautada—. Ven y cógeme,
jodido pedazo de mierda. —Movió la mano y sus llaves relucieron al sol—. Vamos…
—Morceau de merde —respondió Pierre, apartándose de la pared y apoyado en el
bastón. Esperaba que siguiese sosteniéndole siempre que cargase el peso en vertical.
Marchenko estaba bailando hacia atrás, provocando a Pierre para que se acercase
a… al cobertizo de las herramientas, parecía, donde podría encontrar un arma mejor
que un juego de llaves. Pierre deseó que tropezase, quizá no pudiera derrotarle a
golpes, pero aún le sacaba por lo menos diez kilos al viejo. Quizá bastase con
sentarse encima de él para someterle.
Marchenko miró hacia atrás para asegurarse de que no había obstáculos y vio el
helicóptero, ahora a sólo un par de kilómetros. Pierre aprovechó para mirar también a
sus espaldas, pero no había nadie acercándose por las escaleras.
Continuaron arrastrándose por el tejado, azotados por las manos invisibles del
viento. Por fin, haciendo acopio de sus fuerzas, Pierre saltó hacia delante. No fue un
gran salto, pero dio en el pecho de Marchenko, y el viejo cayó sobre el suelo de
hormigón, con Pierre detrás. La mano con las llaves golpeó a Pierre, que sintió cómo
le rasgaban la mejilla. Él arqueó la espalda y probó a dar un puñetazo en la cara a
Marchenko. El impacto sonó con un ruido de rotura. Marchenko abrió la boca para
gritar de dolor, y Pierre puedo ver que los dientes superiores se le habían salido del
sitio: el golpe le había roto la dentadura postiza.
Intentó repetir el ataque, pero perdió el equilibrio y Marchenko pudo apartarle y
ponerse en pie. Su cabeza calva tenía raspones allí donde había golpeado el suelo de
hormigón.
El viejo se tambaleó hacia el cobertizo. Había una cerradura en la puerta, pero
una de las llaves ahora ensangrentadas de Marchenko pudo abrirla. Pierre, boca
arriba, intentó tomar aire y recuperar el control de sus piernas, que se agitaban
salvajemente. Marchenko salió del cobertizo con una larga palanca negra que debía
de servir para abrir las cajas llevadas por helicóptero. Se acercó a Pierre.
—Antes de que muera —dijo mientras levantaba la palanca sobre su cabeza—
necesito saberlo. ¿Es judío?
Pierre negó con la cabeza.
—Lástima. Hubiese resultado perfecto. —Marchenko descargó un golpe, pero

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Pierre rodó justo a tiempo. El extremo plano de la palanca hizo saltar esquirlas de
hormigón.
Ya podía distinguirse el ruido del helicóptero. Pierre lo miró un momento. No era
el aparato amarillo y negro que había visto meses atrás, sino uno privado, blanco y
plata. Probablemente habría llamado a alguno de sus compinches del Reich Milenario
para que acudiese al rescate.
El viejo volvió atacar con la palanca, que hizo brotar chispas del suelo. Pierre
rodó de nuevo sobre sí mismo y alzó su bastón, pero Marchenko lo partió en dos con
la palanca.
El siguiente golpe fue en las rodillas. Pierre gritó al sentir que se le rompía la
rótula izquierda. La palanca volvió a elevarse, esta vez apuntándole a la cabeza.
Pierre se retorció en el suelo, extendió el brazo y agarró a Marchenko por el tobillo,
derribándole. La palanca cayó sobre el costado del viejo con un ruido de costillas
rotas.
Pierre levantó la mirada. El helicóptero sobrevolaba la escena preparándose para
aterrizar, levantando polvo sobre la azotea. El piloto en el asiento de la derecha…
Cristo, incluso llevaba la cazadora y las gafas de espejo de Hard Copy. Felix Sousa.
Aquel jodido no sólo pensaba como un nazi; era un miembro con carnet del Reich
Milenario de Ivan Marchenko.
El aparato empezó a bajar, y Pierre pudo sentir el empujón del aire desplazado
por las aspas. Esperó que aquello mantuviese a Marchenko en el suelo, pero el viejo
ya se estaba poniendo en pie. El helicóptero tocó el suelo.
Pierre vio que se acercaba otro helicóptero. Era difícil distinguir algo con todo el
viento, pero las letras SFPD* del fuselaje eran bastante visibles.
Marchenko se inclinó sobre Pierre, claramente decidido a acabar con él, pero
Sousa le hizo gestos frenéticos para que subiese; el helicóptero de la policía estaría
allí enseguida. La cara redonda de Marchenko se contorsionó en una horrible sonrisa
torcida, su dentadura postiza todavía suelta, y el nazi escupió un despectivo gargajo
sanguinolento sobre el rostro de Pierre. Cojeó hacia el helicóptero sujetándose las
costillas rotas, inclinado para evitar las aspas.
De pronto, Avi Meyer apareció en la puerta de la escalera. Estaba tan rojo como
una remolacha después de haber subido cuarenta pisos a pie. Sacó una pistola de su
chaqueta y apuntó al helicóptero, pero Marchenko ya había subido a bordo, cerrando
su puerta curvada, y el aparato alzó el vuelo.
Sin embargo, el helicóptero de la policía intentaba obligarles a aterrizar volando
directamente encima de ellos. Sousa se dirigió hacia el norte, moviéndose de lado
unos pocos metros por encima de la azotea y casi rozando el parapeto. El helicóptero
de la policía le siguió.
Pierre entornó los ojos, intentando mirar y a la vez protegerse del aire y el polvo.

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Avi se apartó de la puerta, y otros dos hombres aparecieron tras él, boqueando en
busca de aire. Uno se agarraba el costado, haciendo muecas de agonía. Avi se
tambaleó hasta el lado sur del tejado, lo más lejos posible del ruido de los
helicópteros, y sacó su teléfono móvil.
Pierre, mientras tanto, recogió la palanca y, usándola como bastón y procurando
no descargar su peso sobre la rodilla destrozada, se acercó al lado norte. Sentía
náuseas y un dolor casi insoportable a cada paso. Al llegar al parapeto, cayó contra él
y se llevó ambas manos a la rodilla. Podía oír el ruido de las aspas por debajo de él.
—Habla la policía —dijo una voz femenina desde un altavoz del segundo
helicóptero. Casi era inaudible con todo el ruido—. Le ordeno que aterrice.
Pierre se obligó a ponerse en pie, apoyándose en el parapeto. Estaba a punto de
desvanecerse de dolor. La agonía de la corea sacudía su cuerpo. Mirar hacia abajo le
mareaba: cuarenta pisos hasta el asfalto del aparcamiento. Había cinco coches
patrulla junto al edificio, con las luces encendidas. El helicóptero plateado estaba un
poco a la derecha de Pierre y unos diez metros más abajo. Probablemente, Marchenko
podía ver la oficina de Craig Bullen, con sus paneles de secoya y sus cuadros de valor
incalculable.
El helicóptero de la policía se había apartado un poco, como si buscase un buen
ángulo para disparar. Pierre pudo ver claramente a la piloto y su compañero, ambos
uniformados, en la cabina similar a una burbuja, parecían estar discutiendo entre sí.
Al final el helicóptero empezó a alejarse; quien pensase que era peligroso volar tan
cerca del edificio había ganado la discusión.
El rotor del helicóptero de Sousa era un borrón redondo bajo Pierre. El ruido era
ensordecedor, pero en cuestión de segundos Sousa se apartaría del edificio. Podría
dirigirse en línea recta hacia el Pacífico, sobre aguas internacionales, más allá de la
jurisdicción de la policía, o incluso del Departamento de Justicia, quizá posándose en
un barco rumbo a México u otro país; seguramente el plan de huida de Marchenko
contemplaba más cosas que simplemente el helicóptero.
Pierre agarró la palanca, sopesándola. Probablemente no funcionaría…
probablemente sería desviada. Pero no iba a quedarse plantado sin hacer nada.
Pierre cerró los ojos, reuniendo todo el dominio y las fuerzas que le quedaban. Y
entonces tiró la palanca tan fuerte como pudo para que cayese verticalmente sobre las
aspas del helicóptero.
Estaba preparado para echarse atrás, en caso de que la palanca saliese despedida
de vuelta hacia él.
Se oyó un terrible chasquido. El helicóptero empezó a vibrar, inclinándose hacia
el edificio, y…
… las aspas tocaron el cristal, enviando una lluvia de astillas brillantes al
asfalto…

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… y empezaron a atravesar la estructura de metal entre dos ventanas, cortando el
metal en pequeños fragmentos, lanzando chispas a cada contacto.
El helicóptero avanzaba ahora hacia delante, y el rotor golpeó una pared entre
despachos adyacentes, astillando los paneles de madera con un ruido de sierra
mecánica, y después el hormigón que había tras ellos. Las puntas de las aspas se
rompieron, acortándose a cada revolución, pedacitos de metal volando como confeti.
El helicóptero se inclinó, girando lentamente en el sentido de las agujas del reloj,
su rotor de cola entrando en el edificio y haciendo trizas más muebles y ventanas.
Las turbinas del aparato estaban gritando; salía humo del motor y llamas de los
tubos. La cabina se inclinó hacia delante y el helicóptero empezó a caer, piso tras piso
tras piso. Pierre pudo ver a la gente dispersándose e intentando apartarse de su caída.
Oyó pisadas, casi ahogadas por el estruendo del helicóptero de la policía. Avi
estaba corriendo a través de la azotea.
El helicóptero de Sousa siguió cayendo, casi a cámara lenta, sus aspas rotas
girando torpemente y frenando un poco la caída. Fue reduciendo aparentemente su
tamaño hasta…
Se aplastó contra el pavimento como un huevo, esparciendo cristal y metal por
todas partes…
… y, como una flor que se abriese, las llamas surgieron del aparato. Pronto, una
columna de humo negro se elevó hasta la azotea y más allá.
El helicóptero de la policía voló en círculo sobre la escena, aterrizando después
en el aparcamiento más alejado.
Pierre contempló aquel infierno rodeado de espectadores, iluminado por el rojo
sol, las llamas reflejadas en las ventanas y las sirenas de los coches patrulla. Por fin,
Ivan Grozny estaba muerto.
Pierre se tambaleó hacia atrás y se derrumbó en agonía contra el parapeto.
—¿Está bien? —le preguntó Avi, inclinándose para mirarle después de ver la
carnicería de abajo.
Las manos de Pierre estaban de nuevo sobre su rodilla destrozada. El dolor era
increíble, como si le clavasen dagas a mazazos en la pierna. Asintió,
estremeciéndose.
Avi cogió su teléfono móvil.
—Aquí Meyer. Necesitamos médicos en el tejado ahora mismo.
Otro agente de la OIE apareció en las escaleras… pero no estaba sin aliento.
Trotó hasta Avi y Pierre.
—Hemos conseguido que funcione uno de los ascensores. Estaban bloqueados en
el piso cuarenta, pero hemos podido poner uno en marcha con la llave de emergencia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Avi.
El agente miró un momento a Pierre antes de contestar.

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—Parece que alguien dejó caer una palanca desde aquí sobre las aspas del
helicóptero, haciendo que chocase.
Avi asintió y alejó al agente con un gesto. Cuando se quedaron solos, se inclinó
hacia Pierre, cogiéndole por los hombros.
—¿Tiró usted esa palanca?
Pierre no dijo nada.
—Maldita sea, Pierre… no tomamos atajos en la OIE. Danielson ni siquiera había
sido acusado todavía.
Pierre se encogió de hombros.
—«La justicia —dijo entrecortadamente citando a otro ganador del Nobel, aunque
en aquel momento no podía recordar de quién se trataba— siempre se retrasa y al
final se hace sólo por error». —Levantó su mano derecha de la rodilla y la elevó en el
aire. Aunque estaban resguardados del viento, su brazo se movía como mecido por
una brisa que sólo él pudiese sentir—. Échele la culpa a mi Huntington.
Avi entornó los ojos y asintió. Después se apoyó en la pared, agotado no sólo por
la subida sino también por los años de caza de Ivanes y Adolfs y Heinrichs. Cerró los
ojos y exhaló lentamente, esperando que llegasen los médicos.

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CAPÍTULO 42
En cuanto empezaron las horas de visita, Molly acudió a la habitación de Pierre en el
Hospital General de San Francisco. Él la miró desde la cama. Llevaba vendado el
lado izquierdo de la cara, y sus piernas estaban en tracción.
—Hola, cariño.
—Hola, encanto —respondió Pierre. Hizo un gesto hacia todo el equipo que le
rodeaba—. Después de que te fueras ayer alguien dijo que mi factura del hospital iba
a estar en torno a los doscientos mil dólares. —Compuso una sonrisa—. Desde luego,
me alegro de que Tiffany me aconsejase el Plan Oro.
—Te he comprado un periódico —dijo ella, sacando un ejemplar del San
Francisco Chronicle de su bolsa de lona.
—Gracias, pero no me apetece mucho leer.
—Entonces te lo leeré yo. Hay un artículo en primera plana de aquel hombre al
que conocimos, Barnaby Lincoln.
—¿De veras?
—Uh-huh. —Molly se aclaró la garganta—. Funcionarios de la Junta Estatal de
Seguros de California, escoltados por fuerzas de seguridad del estado, han tomado el
control de la compañía Seguros Médicos Cóndor de San Francisco, tras las
sorprendentes revelaciones de la semana pasada. «Cóndor ha quedado fuera del
negocio,» dijo el comisionado Clark Finchurst. «El fondo de emergencia de la
industria aseguradora, creado para hacer frente a este tipo de cosas, se hará cargo de
las reclamaciones hasta que las pólizas de Cóndor puedan ser traspasadas a otras
compañías».
—¡Muy bien!
—Dice que va a haber una investigación a fondo. Craig Bullen está colaborando
con las autoridades.
—Me alegro por él.
—Ah, te he traído la impresión que querías. —Molly sacó de su bolsa una pila de
papel de ordenador de cinco centímetros de grueso.
—Gracias.
Ella se sentó en el borde de la cama y agarró una de las manos temblorosas de
Pierre.
—Te quiero.
—Y yo a ti —respondió él apretando la mano—. Te quiero más de lo que pueden
decir las palabras.
Pierre estaba en su cama del hospital. Sus seis minutos de tiempo de computación
con el superordenador Cray del LNLB habían llegado por fin, ejecutando la
simulación que habían preparado él y Shari. Pierre empezó a recorrer las trescientas

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ochenta y cuatro páginas impresas.
Cuando terminó, operó el control manual de su cama y la echó hacia atrás,
contemplando el techo.
Tenía sentido. Todo encajaba.
La existencia de los sinónimos de los codones permitía de veras añadir
información a la que ya indicaban las A, C, G y T del código genético. Sí, tanto AAA
como AAG indicaban la lisina, pero la forma AAA también actuaba como un cero en
lo que Shari ya había bautizado, en una nota al margen, como «la función del
portero», que gobernaba la corrección o la invocación de mutaciones por
desplazamiento. Mientras tanto, la forma AAG representaba un uno.
Pero eso no era más que la punta del iceberg. Había cuatro codones válidos de la
prolina: CGA, CCC, CCG y CCT. En ellos, la última letra indicaba un orden de
magnitud de desplazamiento en base dieciséis del cursor de corte, el cursor que
indicaba la posición donde se añadiría o eliminaría un nucleótido en la cadena de
ADN para formar un desplazamiento. La forma CCT movía el cursor dieciséis
nucleótidos; la forma CCC lo movía 162, es decir, 256 nucleótidos; la forma CCA
163, 4096 nucleótidos; y la forma CCG lo movía 164, o 65 536 nucleótidos.
Otros sinónimos realizaban funciones diferentes: GAA y GAG formaban
glutamina, pero también indicaban la dirección de movimiento del cursor de corte.
GAG lo movía hacia la «izquierda» (en la dirección que iba desde los tres átomos de
carbono hacia los cinco átomos de carbono en cada desoxirribosa) y GAA lo movía
hacia la «derecha» (desde los cinco átomos de carbono hacia los tres). TTT, que
significaba fenilalanina, indicaba la inserción de un nucleótido, mientras que su
sinónimo TTC era la instrucción para eliminar un nucleótido. Y los cuatro codones de
la treonina —ACA, ACC, ACG y ACT— indicaban en la última letra cuál sería el
nucleótido a insertar en la posición del cursor de corte.
La codificación basada en los sinónimos movía el cursor, pero el momento exacto
del desplazamiento estaba gobernado por algunas secuencias al parecer
tartamudeantes del ADN basura. A la pequeña escala de un individuo, ya había
quedado demostrado que el número de repeticiones de CAG indicaba la edad a la que
empezarían a manifestarse los síntomas de la enfermedad de Huntington, y tal y
como Pierre le había explicado a Molly, el número de repeticiones variaba de
generación en generación en un fenómeno llamado «anticipación»… un nombre
irónicamente profético.
De hecho, la simulación informática sugería prometedoras líneas de investigación
sobre cómo manipular los temporizadores genéticos, una investigación que podía
llevar finalmente a la cura de la enfermedad de Huntington y dolencias relacionadas.
No era probable ningún descubrimiento repentino, pero quizá en una década sería
posible controlar los temporizadores genéticos aberrantes. Se había cerrado el círculo:

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al decidir no investigar la enfermedad de Huntington, Pierre podía haber logrado el
descubrimiento que en definitiva conduciría a una cura para ella.
Si eso hubiera sido todo lo que su investigación sugería, se hubiese sentido
intelectualmente satisfecho, pero aplastado por la cruel ironía: nada que no fuera una
cura inmediata llegaría a tiempo para Pierre Jacques Tardivel.
Pero Pierre no sentía tristeza. Al contrario, se alegraba de que los temporizadores
genéticos apuntasen a algo que estaba más allá de sus problemas personales, más allá
de los problemas, por reales y dolorosos que fueran, de esa una de cada diez mil
personas que sufrían la enfermedad de Huntington. Los temporizadores apuntaban
una verdad, una revelación fundamental que afectaba a cada uno de los cinco mil
millones de seres humanos vivos, a cada uno de los miles de millones que habían
existido antes, y a cada uno de los innumerables trillones de seres humanos aún por
nacer.
Según indicaba la simulación, los temporizadores de ADN, aumentando
generación tras generación mediante la anticipación genética, podrían desaparecer en
poblaciones enteras casi de forma simultánea. Los multirregionalistas estaban más
cerca de la verdad de lo que habían imaginado: la investigación de Pierre demostraba
que eran posibles los pasos evolutivos preprogramados en vastos grupos de seres al
mismo tiempo.
Pierre recordó una cita de —por supuesto— un ganador del premio Nobel. El
filósofo francés Henri Bergson había escrito en su obra de 1907 Evolución creativa
que «el presente no contiene otra cosa que el pasado, y todo lo que se encuentra en el
efecto ya estaba en la causa». El ADN basura era un lenguaje, como sugería el
artículo encontrado por Shari; el lenguaje en el que su diseñador había escrito el plan
maestro de la vida. El corazón de Pierre se aceleró por la excitación y la adrenalina
recorría sus venas, pero finalmente se acostó para dormir, con la impresión todavía
contra el pecho y soñando con la mano de Dios.
Molly empujó la puerta de la oficina del despacho y pasó al interior.
—Doctor Klimus…
—Molly, estoy muy ocupado…
—¿Demasiado ocupado para hablar de Myra Tottenham?
Klimus levantó la mirada. Alguien pasaba por el corredor.
—Cierre la puerta.
Molly lo hizo y tomó asiento.
—Shari Cohen y yo hemos pasado un día en Stanford, rebuscando en los papeles
de Myra; tienen montones de ellos en sus archivos.
Klimus se las arregló para componer una débil sonrisa.
—Las universidades adoran el papel.
—Desde luego. Myra Tottenham estaba trabajando en la forma de acelerar las

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secuencias de nucleótidos cuando murió.
—¿Sí? Verá, no sé qué tiene que ver esto…
—Lo tiene todo que ver, Burian. Su técnica, que usaba enzimas de restricción
especializados, estaba años por delante de lo que hacían los demás.
—¿Qué puede saber una psicóloga de investigación genética?
—No mucho. Pero Shari dice que lo que estaba haciendo la doctora Tottenham se
parece mucho a lo que hoy llamamos la Técnica Klimus… eso por lo que le dieron a
usted el Premio Nobel. También repasamos sus papeles en Stanford. Usted iba en la
dirección equivocada, intentando usar nucleótidos de carga iónica como técnica de
clasificación…
—Podía haber funcionado…
—Podía haber funcionado en un universo donde el hidrógeno libre no se uniese a
todo. Pero aquí estaba en un callejón sin salida… un callejón que no abandonó hasta
la muerte de Myra Tottenham.
Hubo una pausa muy larga.
—El comité Nobel es muy reacio a dar premios a título póstumo —dijo Klimus
como si lo justificase todo.
Molly se cruzó de brazos.
—Quiero sus notas sobre Amanda. Y su palabra de que nunca intentará verla de
nuevo.
—Señora Bond…
—Amanda es mi hija… mía y de Pierre. En todos los sentidos que importan.
Usted no volverá a molestarnos nunca.
—Pero…
—Sin peros. Deme los cuadernos.
—Necesito… necesito algo de tiempo para reunirlos.
—Tiempo para fotocopiarlos, querrá decir. Ni lo sueñe. Le acompañaré a donde
quiera para recogerlos, pero no voy a dejarle solo ni un momento hasta que los
hayamos encontrado y quemado todos.
Klimus se quedó sentado unos segundos, pensando. El único sonido era el suave
rumor de un reloj eléctrico.
—Es usted una zorra dura de pelar —dijo por fin, abriendo el cajón de la
izquierda de su mesa y sacando una docena de cuadernillos de espiral.
—No, no lo soy. Sólo soy la madre de mi hija.
Habían pasado cuatro meses. Mientras caminaba despacio por el laboratorio,
Shari Cohen tenía aspecto de desear encontrarse en cualquier otro lugar del mundo.
Pierre estaba sentado en un taburete del laboratorio.
—Pierre… no… no sé cómo decírtelo, pero los resultados más recientes de tu
prueba… —Shari apartó la mirada—. Lo siento, Pierre, pero están equivocados.

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Pierre alzó un tembloroso brazo.
—¿Equivocados?
—Hiciste mal el fraccionamiento. Me temo que voy a tener que repetirlo.
—Lo siento. A veces… a veces me confundo.
Shari asintió. Su labio superior temblaba.
—Lo sé —dijo. Estuvo callada un largo rato—. Pierre, quizá sea el momento de
que…
—No —dijo él con tanta firmeza como pudo. Levantó sus manos temblorosas
hacia Shari, como si quisiera detener sus palabras—. No me pidas que deje de venir
al laboratorio. —Exhaló un largo suspiro—. Quizá tengas razón… quizá ya no pueda
ocuparme de tareas complejas. Pero tienes que dejarme que ayude.
—Puedo seguir adelante con tu trabajo. Terminaré nuestro artículo —Shari
sonrió. Aquel artículo iba a dejar asombrados a todos—. Te recordarán, Pierre. No
sólo como a Crick y Watson, sino como a Darwin. Él nos dijo de dónde venimos, y tú
nos has dicho adónde vamos…
Shari hizo una pausa. El último descubrimiento de Pierre (probablemente su
descubrimiento final) era la secuencia de ADN que aparentemente controlaba el
descenso del hueso hioides en la garganta, una secuencia desplazada en un sentido en
el ADN de la Triste Hannah, y en el otro en el del Homo sapiens sapiens. Le había
enseñado a Shari una muestra de ADN con el desplazamiento de la telepatía, aunque
sin decirle a quién pertenecía, y ella sólo creía a medias las afirmaciones de Pierre
sobre su propósito.
Pierre echó una patética mirada a su alrededor.
—Tiene que haber algo que pueda hacer. Lavar los recipientes, ordenar los
archivos… lo que sea.
Shari miró el cubo de basura donde descansaban los restos de un frasco que Pierre
había dejado caer el día anterior.
—Ya has dedicado mucho al proyecto… Sé que se supone que eres tú quien cita a
los ganadores del premio Nobel, pero creo que Woodrow Wilson dijo una vez: «No
sólo uso todo mi cerebro, sino también todos los que puedo tomar prestados». Puedes
tomar prestado el mío; yo seguiré por los dos. Ya es hora de que te relajes, de que
pases algo de tiempo con tu mujer y tu hija.
Pierre sintió pinchazos en los ojos. Había sabido que aquel día llegaría, pero era
demasiado pronto… demasiado pronto.
Hubo un momento de torpeza entre los dos, y Pierre recordó aquella tarde tres
años y medio antes cuando él acabó abrazando a Shari mientras ella lloraba por la
ruptura de su compromiso. Quizá ella también reconoció el parecido, pues, con una
pequeña sonrisa, se acercó y le abrazó suavemente, sin apretar, sin constreñir el baile
de su cuerpo.

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—Serás recordado, Pierre —dijo—. Lo sabes. Serás recordado para siempre por
lo que has descubierto aquí.
Pierre asintió, intentando encontrar consuelo en sus palabras, pero las lágrimas no
tardaron en rodar por sus mejillas.
—No llores. No llores.
Miró a Shari y meneó la cabeza.
—Sé que hicimos un buen trabajo, pero…
Ella se apartó el pelo de la frente.
—¿Pero qué?
—Partes y pedazos —contestó—. Puedo entender partes y pedazos de ello. Pero
el conjunto, los nucleótidos, las enzimas, las reacciones, las secuencias genéticas…
—se secó la mejilla con su mano temblorosa—. No lo recuerdo todo, y lo que
recuerdo, ya no lo entiendo.
Shari le dio una palmadita en el hombro.
—No importa. Tú hiciste el trabajo. Tú hiciste los descubrimientos. Yo puedo
acabarlo a partir de aquí.
—¿Pero qué voy a hacer yo ahora? No sé hacer otra cosa.
Shari habló suavemente.
—Tienes otro mensaje de Barnaby Lincoln, del Chronicle. ¿Por qué no le
devuelves la llamada?

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CAPÍTULO 43
Dieciocho meses después

Pierre estaba ocupado esos días. Barnaby Lincoln tenía razón: el trabajo en los
grupos de presión era satisfactorio. ¿Y quién podía saberlo? Quizá algún día incluso
diese fruto. Mientras tanto, Shari había terminado con su artículo conjunto «Un
mecanismo intrónico del ADN para invocar mutaciones por desplazamiento como
fuerza conductora en la evolución», enviándolo a la revista Nature.
Pero hoy no era un día para preocuparse por lo que las autoridades de la revista
fuesen a hacer con el artículo, ni para ocuparse de los teléfonos ni dictar cartas.
No podían limitarse a ir al estudio fotográfico de Sears; tomar fotos de la familia
Tardivel-Bond era algo un poco más complicado. Pierre tenía buenos y malos
momentos, y había que esperar más de una hora a que reuniese el control suficiente
como para permanecer razonablemente quieto. Y Amanda… bueno, con tres años ya
aceptaba mejor a la gente, pero seguía siendo más fácil mantenerla apartada de
adultos bienintencionados pero estúpidos que decían constantemente cosas
equivocadas, creyendo que al no ser capaz de hablar tampoco podía oír.
Molly había ayudado a Pierre a ponerse su ropa, como todos los días. Al principio
había pensado en ponerle traje y corbata, todo serio y formal, pero aquel no era
Pierre, y ella quería recordarle tal y como era. Así que le ayudó a ponerse el jersey
rojo de los Montreal Canadiens que tanto le gustaba.
Por su parte, ella se vistió un poco mejor de lo que solía, con una blusa de seda
azul pálido y una elegante falda negra. Incluso se puso lápiz de labios y sombra de
ojos.
Habían tomado prestada la compleja cámara de la universidad. Molly preparó
cuidadosamente el encuadre, poniendo dos sillas ante la chimenea.
Amanda llevaba un precioso vestido rosa de flores. Molly había jugado con la
idea de combatir el estereotipo, pero aquel día, al menos, quería que su hija tuviese el
mismo aspecto que cualquier niña. A veces aquellas cosas importaban.
—Creo… que ya estoy listo —dijo Pierre por fin.
Molly sonrió y le ayudó a sentarse en una de las sillas. Su antebrazo derecho se
movía un poco, pero Pierre lo sujetó con la otra mano. Molly se sentó, se arregló la
ropa y le hizo gestos a Amanda para que fuese a sentarse en su regazo; ella lo hizo
pavoneándose con su falda por la habitación.
Molly besó su frente, y Amanda sonrió. En su mano izquierda, Molly sostenía el
disparador de la cámara. Señaló la lente y le dijo a Amanda que mirase allí y
sonriese.

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Pierre se soltó el brazo y sonrió también al ver que, al menos por el momento,
había dejado de sacudirse. Se las arregló para levantarlo poco a poco y pasarlo por
encima de los hombros de su esposa. La pequeña Amanda alargó su manita y agarró
tres de los dedos de su padre. Molly accionó el disparador, y la luz roja de aviso y
después el flash se sucedieron.
Amanda saltó en el regazo de su madre, sorprendida y entusiasmada por las
brillantes luces. Molly esperó a que se calmase un poco antes de tomar otra foto, y
mientras tanto, pensó en el notable retrato de familia que componían. No eran
simplemente una mujer y su marido y su hija que se querían mucho. También era, en
un sentido muy real, un retrato de la raza humana: del silencio, del habla y de la
telepatía; del pasado, el presente y el futuro; de dónde venía, dónde estaba y adónde
iba.
La telepatía de Molly, aquí, ahora, al alba del siglo XXI, había sido un accidente,
el resultado de un nucleótido que se había colado en su ADN. Pero el código genético
del neurotransmisor de la telepatía estaba allí, oculto, cambiado en otro esquema, en
el ADN de todos los hombres y mujeres de la Tierra.
Molly recordó sus palabras: «Tal vez algún día, en el futuro lejano, la humanidad
sea capaz de manejar algo así. Pero no ahora; no es el momento adecuado».
No es el momento adecuado.
Los descubrimientos de Pierre habían sido asombrosos: todo estaba allí. No sólo
lo que habíamos sido. No sólo códigos de colas y escamas y huevos de cáscara dura.
No sólo nuestro pasado como peces, anfibios y reptiles. No sólo las órdenes que
iniciaban la danza de la ontogenia recapitulando aparentemente la filogenia durante el
desarrollo del embrión. No sólo restos y desechos.
No sólo basura.
Sí, el pasado estaba allí. Pero también el futuro. También el plan, el diseño
maestro, aquello en lo que nos convertiríamos.
¿Qué era lo que le había dicho a Pierre tantos años atrás? «Dios planificó por
adelantado el gran esquema, la dirección general que iba a tomar la vida, el camino
general del universo… pero, después de ponerlo todo en marcha, se conforma con ver
cómo se va desplegando, dejando que crezca y se desarrolle por sí mismo, a lo largo
del camino previsto».
Accionó de nuevo el disparador de la cámara. La luz llenó la habitación.
Amanda miró a su padre y movió las manos. ¿Por qué hacemos esto?
—Lo hacemos —dijo Pierre— porque somos una familia —las palabras salieron
despacio, pero con claridad.
Los grandes ojos pardos de Amanda le miraron. Su cara estaba contorsionada.
Había pasado mucho tiempo practicando en secreto con su madre. Incluso habían
estado a punto de ser sorprendidas un día que Pierre llegó al salón sin que se diesen

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cuenta. Aún no lo había conseguido nunca, pero sabía que era un momento muy
especial, así que lo intentó con todas sus fuerzas.
El sonido era tosco, como el rasgar de un papel grueso, más una fuerte aspiración
que otra cosa. Pero también era inconfundible, al menos para alguien que había
ansiado oírlo.
—Te quiero —dijo Amanda mirando a su padre. Pierre pensó algo en francés,
pero entonces, sonriendo a su mujer y estrechándola más fuerte, volvió a pensar lo
mismo en francés.
La vida, pensó Pierre Tardivel, no puede ser mejor que esto.

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Epílogo

Hay dos tragedias en la vida. Una es perder lo que desea tu corazón. La


otra es conseguirlo.
George Bernard Shaw, Premio Nobel de literatura de 1925.

Trece años después

Valerie Beckett, primera presidenta de los Estados Unidos, contempló a las


quinientas personas reunidas en el césped de la Casa Blanca, la mayoría sentadas en
las sillas metálicas plegables dispuestas para la ocasión, pero algunas en sillas de
ruedas. Más allá de la reja de hierro forjado del jardín, varios cientos más de
espectadores y turistas observaban maravillados. Era un día luminoso y soleado, el
cielo estaba despejado y el aire olía a rosas. Su esposo, el Primer Caballero Roger
Ashton, le sonrió desde la primera fila. Había pequeñas cámaras de televisión, mucho
menores que las de unos años antes, colocadas sobre finos trípodes. Las banderas
ondeaban un poco con la ligera brisa.
—Nos hemos reunido hoy en honor a un gran ser humano —dijo desde el estrado
de madera con el sello presidencial—. Su nombre es conocido para muchos de
nosotros como el co-ganador con Shari Cohen-Goldfarb, que hoy nos acompaña, de
un Premio Nobel por sus asombrosos descubrimientos sobre los secretos ocultos en
nuestro ADN, descubrimientos que han cambiado nuestra perspectiva sobre nosotros
mismos y nuestra evolución. Para algunos, no hay mayor honor posible, y desde
luego no creo que yo pueda otorgar una medalla más importante. Pero en realidad no
es la medalla lo que importa, sino el abnegado trabajo que representa. Durante diez
años, el hombre al que honramos hoy, encabezó la lucha por conseguir que una ley
federal prohibiese a las compañías de seguros de los cincuenta y un estados la
discriminación contra los nacidos y no nacidos basada en sus perfiles genéticos o en
su historial familiar. Bien, como todos saben, durante la última sesión del Congreso,
ese mismo principio pasó a constituirse como ley, y…
Hizo una pausa para los aplausos antes de continuar.
—… y el Proyecto Tardivel ya no existe; ahora es el Estatuto Tardivel, una nueva
ley nacional. Y hoy nos hemos reunido para honrar la memoria del doctor Pierre
Jacques Tardivel, que luchó por ella hasta el día de su muerte.
Molly, todavía bella a los cincuenta, miró a su hija de dieciséis años, Amanda.
Echaba de menos a su marido, Dios, como le echaba de menos, pero estaba
agradecida más allá de las palabras por Amanda, y por el vínculo especial que
compartían.

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¿Lista? pensó Amanda. Molly asintió.
Ojalá Papá hubiese vivido para ver esto.
Molly tomó la mano de su hija.
—Estaría muy orgulloso de ti —susurró.
La Presidenta Beckett continuó.
—Voy a pedir a la viuda del doctor Tardivel, Molly Bond, y a su hija Amanda,
que acepten esta medalla con el agradecimiento del pueblo de los Estados Unidos de
América.
Molly se puso en pie. Ella y Amanda (robusta, con unos bucles que le colgaban
sobre las cejas cubriendo la sutil cornisa de hueso de la base de su frente) avanzaron
hasta la presidenta, que tomó sus manos por turno. Molly se puso ante el micrófono.
—Gracias —dijo—. Sé que esto hubiese significado mucho para Pierre. Gracias a
todos.
Amanda todavía estaba dentro de la zona de su madre. Te quiero, pensó. Molly
sonrió. Amanda no podía leer su mente, pero estaban tan unidas que no hacía falta
decir nada para que su hija supiese lo que ella estaba pensando. Yo también te quiero.
Amanda levantó las manos y empezó a hacer signos.
Molly se inclinó de nuevo sobre el micro para traducir.
—Amanda dice que echa de menos a su padre cada día, y que le quiere mucho. Y
dice también que le gustaría recitar un breve discurso que era uno de los favoritos de
Pierre, un discurso pronunciado por primera vez hace medio siglo, a sólo unos cientos
de metros de este lugar, por otro hombre que acabó ganando el Premio Nobel.
Amanda hizo una pausa por un momento y miró a su madre, sacando fuerzas de
su vínculo. Entonces sus manos empezaron a moverse de nuevo en una intrincada
danza.
—Tengo un sueño —dijo Molly dando voz a los gestos de su hija—. Tengo el
sueño de que algún día esta nación se elevará al verdadero significado de su credo, de
esa verdad evidente de que todos los hombres son creados iguales. Tengo el sueño de
que mis cuatro hijos vivirán algún día en un país donde no serán juzgados por el color
de su piel sino por el conjunto de su personalidad. Hoy tengo un sueño.
Amanda se detuvo. Molly limpió las lágrimas de sus ojos, y las manos de
Amanda volvieron a moverse.
—Con esta ley que nos hace mirar más allá de nuestros genes —siguió
traduciendo Molly— ese gran sueño de una nación en la que se considere que todos
son creados iguales se acerca un paso más a la realidad.
Amanda bajó las manos y miró a su madre, compartiendo un pensamiento
especial con ella. Después se dio la vuelta y miró a la multitud que aplaudía
rabiosamente.
La hija de Pierre Tardivel sonrió.

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Y era una hermosa sonrisa.

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ROBERT J. SAWYER (1960) nació en Ottawa, Canadá, un 29 de abril. En la
actualidad reside en Thornhill, Ontario (al norte de Toronto), con su esposa Carolyn
Clink.
Realizó su primera venta profesional en 1979, mientras estudiaba en Ryerson, al
Strasenburgh Planetarium de Rochester, New York. El trabajo en cuestión fue una
historia corta, «Motive», que formaba parte de una trilogía titulada «Futurescapes». A
pesar de que esta historia nunca fue publicada, se considera el embrión de muchos de
los temas que posteriormente ha tratado en su obra, combinando misterio, crímenes y
ficción especulativa.
Su primer relato publicado fue «The Contest», en el anuario literario de Ryerson
(White Wall Review 1980). Por azares del destino, el editor de este anuario era Ed
Greenwood, una institución en el universo AD&D de TSR que facilitó que «The
Contest» fuera publicado posteriormente en la antología 200 Great Fantasy Short
Short Stories, cuyos editores fueron Isaac Asimov, Terry Carr y Martin H. Greenberg.
Gracias a esta publicación y a algunos trabajos de encargo más, vive
profesionalmente como escritor desde 1983, después de graduarse en la Ryerson
Polytechnic University de Toronto en Radio y Televisión en 1982. Los primeros seis
años de profesión, sin embargo, los dedicó a colaborar con revistas y periódicos
americanos y canadienses, mediante artículos de los temas más diversos que tuvieran
que ver con los ordenadores, su gran pasión. En esa época trabajó en la televisión por
cable canadiense (Visión TV) y, alternando con un programa radiofónico, consiguió

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entrevistar a Isaac Asimov, Samuel R. Delany, Gregory Benford, Robert Silverberg,
Harry Turtledove, Kim Stanley Robinson, Thomas M. Disch y Ursula K. Leguin,
entre otros.
Siempre ha sido un asociacionista activo, y ha llegado a presidir la Science fiction
and Fantasy Writers of America, la Crime Writers of Canada y la Writers' Union of
Canada (que agrupa a todos los escritores canadienses), y pertenece a la Writers
Guild of Canada (que agrupa a los guionistas canadienses).
Sus aficiones incluyen la paleontología (que toca el presente Cambio de esquemas
y a la que va a dedicar uno de sus próximos libros), el Trivial en familia, e Internet,
donde su página personal ha obtenido el prestigioso Eyesite Web Award patrocinado
por The Microsoft Network y que podréis encontrar en:
www.ourworld.compuserve.com/homepages/sawyer/

www.lectulandia.com - Página 263


Notas

www.lectulandia.com - Página 264


* El Día del Trabajo, «Labor Day», se celebra en EE UU el primer lunes de
septiembre. <<

www.lectulandia.com - Página 265


* El título original de la película «Memorias de África» es Out of Africa, igual que el

nombre de la teoría de la procedencia de África. <<

www.lectulandia.com - Página 266


* Lenguaje de signos americano <<

www.lectulandia.com - Página 267


** Klimus parafrasea burlonamente una frase hecha: «Palos y piedras rompen los

huesos, pero las palabras no me hacen daño». <<

www.lectulandia.com - Página 268


** El protagonista está citando la novela «Moby Dick». <<

www.lectulandia.com - Página 269


** Departamento de Policía de San Francisco. <<

www.lectulandia.com - Página 270

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