Cambio de Esquemas - Robert J Sawyer
Cambio de Esquemas - Robert J Sawyer
Cambio de Esquemas - Robert J Sawyer
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Robert J. Sawyer
Cambio de esquemas
ePub r1.0
Darthdahar 01.04.14
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Título original: Frameshift
Robert J. Sawyer, 1997.
Traducción: Carlos Lacasa
Retoque de portada: Darthdahar
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Para Terence M. Green y Merle Casci
con agradecimiento y amistad.
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Agradecimientos
Quiero dar las gracias a mi agente, Ralph Vicinanza; mi editor en Tor Books, David
G. Hartwell; Tad Dembinski, también de Tor; Jane Johnson de HarperCollins UK; la
doctora Catherine Brown, especialista en obstetricia y ginecología; David E. Gilbert,
de la División de Ciencias de la Vida del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley; el
doctor David Gotlib, medico residente del Departamento de Psiquiatría del Hospital
John Hopkins de Baltimore, Maryland; el doctor Robert A. Hegele, de la División de
Endocrinología y Metabolismo, del Hospital St. Michael de la Universidad de
Toronto; Isla Horvath, Director de Comunicaciones de la Sociedad Huntington de
Canadá; el doctor Joe S. Mymryk, del Centro Regional del Cáncer de London,
Ontario; el doctor Ariel Reích, que fue mi anfitrión durante mi visita a la Universidad
de California, Berkeley, y que buscó información después de que me fuera; y el
difunto premio Nobel doctor Luis W. Álvarez, que me recibió amablemente en el
Laboratorio Lawrence Berkeley.
Muchas gracias también a: Kent Brewster; Michael y Nomi Burstein; Stephen P.
Conners; Richard Curtis, Marina Frants; Peter Halasz; Howard Miller; Amy Victoria
Meo, Lorraine Pooley y Jean-Louis Trudel.
Y, como siempre, estoy en deuda con mi grupo habitual de incisivos lectores de
manuscritos: Asbed Bedrossian, Ted Bleaney, David Livingstone Clink, Richard M.
Gotlib, Terence M. Green, Alan B. Sawyer, Edo van Belkom, Andrew Weiner, y,
sobre todo, mi encantadora esposa Carolyn Clink.
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Prólogo
Es mejor ser odiado por lo que eres que amado por lo que no eres.
André Gide, Premio Nobel de Literatura 1947
Berkeley, California
Hoy
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Molly rio con un sonido gutural. Cuando hablaba, su voz era aguda y femenina,
pero su risa tenía un toque vulgar que según Pierre resultaba muy sexy.
—O sea, como siempre.
—Exacto —contestó Pierre—. Klimus quiere la perfección, y supongo que él
puede exigirla. Pero el objetivo básico del Proyecto Genoma Humano es descubrir
qué nos hace humanos, y a veces los humanos cometen errores —Molly estaba
bastante acostumbrada al acento de Pierre, pero la repetición de «huma-nó» tres veces
en una misma frase hizo aflorar una sonrisa en sus labios—. Ha estado a punto de
arrancarle el pellejo a Shari esta tarde.
Molly asintió.
—Ayer oí a alguien haciendo una imitación de Klimus en el Club de la Facultad.
—Se aclaró la garganta y fingió un acento alemán—. «No sólo soy miembro del Herr
Club… también soy su canciller».
Pierre soltó una carcajada.
Había un banco de hierro forjado un poco más adelante. Un hombre corpulento de
algo menos de treinta años, vestido con unos vaqueros gastados y una cazadora de
cuero desabrochada, estaba sentado en él. Tenía una barbilla como dos pequeños
puños que brotasen de la parte inferior de su cara, y llevaba muy corto, más o menos
un centímetro, el pelo color rubio sucio. Qué falta de respeto, pensó Molly, estás en el
hogar del movimiento hippie de los 60, así que deberías dejarte crecer un poco el
pelo.
Siguieron andando. Normalmente, se habrían apartado del banco, dejando al
desconocido un generoso espacio libre: Molly procuraba evitar que los extraños
entrasen en su zona. Pero un poste de luz y un arbusto limitaban el borde del camino,
así que acabaron pasando a medio metro del hombre, Molly más cerca incluso que
Pierre.
Ya era hora de que apareciese el puto franchute.
Molly apretó la mano, sus uñas cortas y sin pintar clavándose en el dorso de la de
Pierre.
Mala suerte, no está solo… pero puede que Grozny lo prefiera así.
El tembloroso susurro de Molly fue tan bajo que estuvo a punto de perderse en la
brisa.
—Vámonos de aquí —Pierre enarcó las cejas, pero aceleró su paso. Ella lanzó
una mirada atrás—. Se ha levantado —dijo en voz baja—. Viene hacia nosotros.
Molly examinó el terreno. La puerta norte del campus estaba a unos treinta
metros frente a ellos, y más allá los cafés desiertos de Euclid Avenue. A la izquierda
había una valla que separaba la universidad de Hearst Avenue. A la derecha, más
árboles y Haviland Hall, sede de la Escuela de Graduados Sociales. La mayor parte
de sus ventanas estaban a oscuras. Oyeron el sonido de un autobús al otro lado de la
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verja… por la hora, sería el último en mucho tiempo. Pierre se mordió el labio. Las
pisadas se acercaban suavemente. Metió la mano en el bolsillo, y Molly pudo oír el
tintineo de las llaves cuando se las puso entre los dedos.
Ella abrió la cremallera de su bolso de cuero blanco y sacó su silbato
antiviolación. Se arriesgó a mirar otra vez hacia atrás y… ¡Cristo, un cuchillo!
«¡Corre!» gritó, girando a la derecha mientras se llevaba el silbato a los labios. El
sonido rasgó la noche.
Pierre se lanzó hacia delante, directo a la puerta norte, pero miró por encima del
hombro tras recorrer unos pocos metros. Perdido el elemento sorpresa, quizá el
extraño se hubiese marchado, pero Pierre tenía que asegurarse de que no iba tras
Molly…
… y fue un error. El hombre había perdido terreno (Pierre tenía las piernas más
largas y había empezado a correr antes), pero aquello le dio la oportunidad de
acercarse. A unos diez metros, Molly, que también había dejado de correr, gritó el
nombre de Pierre.
El tipo llevaba un cuchillo de monte en la mano derecha. Era difícil distinguirlo
en la oscuridad, salvo por el reflejo de la luz de las farolas en la hoja de treinta
centímetros. Lo sujetaba con la punta hacia abajo, como si hubiese pensado
clavárselo a Pierre en la espalda.
El hombre arremetió, y Pierre hizo lo mismo que cualquier buen muchacho de
Montreal que hubiese crecido queriendo jugar con los Canadiens: fintó hacia la
izquierda, y cuando el otro se movió en la misma dirección hizo un quiebro a la
derecha, embistiéndole. El atacante perdió el equilibrio y Pierre avanzó, con la llave
de su apartamento encajada entre sus dedos índice y medio. Golpeó en la cara al
desconocido, que aulló de dolor cuando la llave le cortó la mejilla.
Molly corrió hacia el hombre por detrás, saltó sobre su espalda y empezó a
golpearle con los puños crispados. El otro empezó a girar, como queriendo atrapar a
la mujer que tenía encima, y Pierre aprovechó para usar otra maniobra de hockey y
hacerle caer. Pero en lugar de soltar el cuchillo, como Pierre había pensado que haría,
lo agarró todavía más fuerte. Al caer, su brazo se torció y su cazadora de cuero quedó
abierta. El peso de Molly sobre su espalda hizo que la afilada hoja se le clavase a lo
largo en el vientre.
De pronto hubo sangre por todas partes. Molly se apartó del hombre, haciendo
una mueca de dolor. El otro no se movía, y su respiración sonaba de forma líquida,
burbujeante.
Pierre agarró la mano de Molly y empezó a retroceder, pero entonces comprendió
lo grave que era la herida, aquel hombre moriría desangrado si no se le atendía de
inmediato.
—Busca un teléfono —le dijo a Molly—. Llama al nueve-uno-uno —ella partió
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hacia Haviland Hall.
Hizo rodar al hombre sobre su espalda y el cuchillo se salió de su lugar. Cogió el
arma y la arrojó tan lejos como pudo, por si la herida no era tan grave. Después abrió
la ligera camisa de algodón del asaltante, ahora empapada de sangre, exponiendo el
corte. El hombre sufría un shock traumático: su tez, difícil de determinar a la pálida
luz, estaba de un color blanco grisáceo. Pierre se quitó su propia camisa beige de la
Universidad McGill y la enrolló para usarla como vendaje de presión.
Molly volvió a los pocos minutos, jadeando por la carrera.
—Ya viene una ambulancia, y la policía. ¿Cómo está?
Él mantuvo la presión sobre la herida, pero la tela estaba empapada.
—Se está muriendo —dijo con voz angustiada.
Molly se acercó, observando al asaltante.
—¿Le conoces?
Pierre meneó la cabeza.
—Recordaría esa barbilla.
Ella se arrodilló junto al hombre y cerró los ojos, escuchando la voz que sólo ella
podría oír.
No es justo, estaba pensando. Sólo he matado a quien Grozny dijo que se lo
merecía. Pero yo no merezco morir. No soy un jodido…
La frase no pronunciada se interrumpió abruptamente. Molly abrió los ojos y
apartó suavemente de la camisa las manos cubiertas de sangre de Pierre.
—Ha muerto —dijo.
Pierre, todavía de rodillas, se echó hacia atrás muy despacio. Su cara estaba
blanca como el hueso y la mandíbula le colgaba un poco. Molly reconoció las
señales: ahora era él quien sufría un shock. Le ayudó a apartarse del cuerpo, y le hizo
sentarse en la hierba junto a la base de una secoya.
Tras lo que pareció una eternidad, por fin oyeron las sirenas que se acercaban. La
policía de la ciudad llegó por la puerta norte, seguida unos momentos después por un
coche de la seguridad del campus procedente de la Biblioteca Moffit. Los dos
vehículos aparcaron uno junto al otro, cerca de la arboleda.
Los policías de la ciudad eran un equipo sal-y-pimienta: un robusto hombre de
color y una mujer blanca más alta y esbelta. El hombre parecía estar al mando. Sacó
un paquete sellado de guantes de látex de su compartimiento y se los puso sobre las
manos carnosas, acercándose para examinar el cadáver. Le buscó el pulso en las
muñecas, después meneó la cabeza y probó en la base del cuello.
—Cristo —dijo—. ¿Karen?
Su compañera enfocó la cara del muerto con una linterna.
—Le dieron un buen puñetazo, desde luego —dijo indicando la herida abierta por
la llave de Pierre. Entonces parpadeó—. Oye, ¿no le detuvimos hace unas semanas?
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El policía negro asintió.
—Chuck Hanratty. Basura. —Meneó la cabeza, pero parecía más intrigado que
triste. Se puso en pie, se quitó los guantes y miró brevemente al vigilante del campus,
un blanco regordete de pelo canoso que apartaba la vista del cadáver. Después se
volvió hacia Pierre y Molly—. ¿Está herido alguno de ustedes?
—No —dijo Molly con la voz temblándole ligeramente—. Sólo algo aturdidos.
La otra policía estaba examinando la zona con su linterna.
—¿Es este el cuchillo? —preguntó mirando a Pierre y señalando el arma, que
había caído junto a otra secoya.
Pierre levantó los ojos, pero no parecía oír.
—El cuchillo —repitió la policía—. El cuchillo que le mató.
Pierre asintió con la cabeza.
—Quería matarnos —dijo Molly.
El hombre negro la miró.
—¿Estudia usted aquí?
—No, trabajo en la facultad. Departamento de Psicología.
—¿Nombre?
—Molly Bond.
El policía señaló con la cabeza a Pierre, que seguía con la mirada fija en el
espacio.
—¿Y él?
—Se llama Pierre Tardivel. Pertenece al Centro Genoma Humano, en el
Laboratorio Lawrence Berkeley.
El oficial se volvió hacia el vigilante del campus.
—¿Conoce a estas personas?
El viejo se estaba recuperando poco a poco; aquel tipo de cosas no tenía nada que
ver con llamar a la grúa para que se llevase los coches mal aparcados. Meneó la
cabeza.
—Muéstrenme sus permisos de conducir y sus identificaciones de la universidad,
por favor —dijo el policía a Molly y Pierre.
Molly abrió el bolso y enseñó sus papeles. Pierre, helado al no llevar camisa,
estremecido todavía por la muerte del hombre y cubierto hasta los codos de sangre
coagulada, se las arregló para sacar su cartera, pero se quedó mirándola como si no
supiese abrirla. Molly la cogió suavemente y mostró su identificación.
—Canadiense —dijo el hombre, como si fuese algo sospechoso—. ¿Tiene papeles
para estar en este país?
—Papeles… —repitió Pierre, todavía confuso.
—Tiene una carta verde —contestó Molly. Rebuscó en la cartera hasta
encontrarla y se la mostró al policía, que asintió con la cabeza. La mujer había sacado
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una cámara Polaroid del coche patrulla y estaba tomando fotos de la escena.
Por fin llegó la ambulancia, entró por la puerta norte, pero no pudo pasar por el
camino donde estaban ellos. Aunque los demás vehículos habían apagado sus sirenas
una vez detenidos, la ambulancia dejó en marcha las luces del techo, proyectando
unas sombras anaranjadas que danzaban por todo el lugar. El aire estaba lleno del
sonido de las radios. Dos paramédicos corrieron hacia el hombre caído. También
habían llegado algunos curiosos.
—No hay pulso ni signos de respiración —dijo el oficial.
Los paramédicos hicieron algunas comprobaciones, asintiendo entre ellos.
—Está listo —dijo uno—. De todas formas, tenemos que llevárnoslo.
—¿Karen?
—Sí. Ya tengo bastantes fotos.
—Adelante, entonces. —El policía se volvió hacia Pierre y Molly—. Tendrán que
hacer una declaración.
—Fue en defensa propia —explicó Molly.
Por primera vez, el hombre mostró una cierta afabilidad.
—Por supuesto. No se preocupe, es pura rutina. El sujeto que les atacó tenía un
buen expediente: robo, agresión, quema de cruces…
—¿Quema de cruces? —Molly quedó sorprendida.
El policía asintió.
—Un mal tipo, ese Hanratty. Estaba metido en un grupo neonazi llamado el Reich
Milenario. Actúan sobre todo en San Francisco, por la zona de la Bahía, pero también
han estado reclutando aquí en Berkeley —contempló los edificios de los alrededores
—. ¿Tienen su coche por aquí?
—Íbamos a pie.
—Bien… mire, es más de medianoche y, francamente, su amigo parece un poco
ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les acercamos a casa? Pueden pasar
mañana por la comisaría para hacer su declaración —le dio una tarjeta.
—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, reaccionando
por fin.
El policía se encogió de hombros.
—Ningún misterio. Quería su cartera y el bolso de su amiga.
Pero Molly sabía que no era cierto. Tomó la mano sucia de sangre de Pierre y le
guio hacia el coche patrulla.
Pierre entró en la ducha, lavándose la sangre del pecho y los brazos y tiñendo el
agua de rojo. Se frotó hasta quedar en carne viva. Después de secarse, se metió en la
cama junto a Molly, y ambos se abrazaron.
—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —preguntó en la oscuridad, bufando
ruidosamente—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de matarme? Al
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fin y al cabo…
Se calló, la frase en inglés formada ya en su mente. Pero Molly sabía lo que había
estado a punto de decir, y le atrajo hacia ella, abrazándole con fuerza.
Al fin y al cabo, había pensado Pierre Tardivel, pronto estaré muerto de todas
formas.
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Libro Uno
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CAPÍTULO 1
Agosto de 1943
Los gritos sonaban como el maíz en la sartén: al principio uno o dos, y después
cientos de ellos amontonándose, hasta que por fin iban disminuyendo y se apagaban
por completo, y entonces todo había terminado.
Jubas Meyer intentaba no pensar en ello. Incluso muchos de los bastardos al
mando lo intentaban. A sólo cuarenta metros, una banda de músicos judíos tocaba a
punta de pistola para acallar con sus canciones los gritos de los moribundos, pues el
rumor del motor diesel en la Maschinehaus no bastaba para ocultarlos.
Finalmente, mientras Jubas y los otros esperaban ya preparados, los dos
operadores ucranianos abrieron trabajosamente las enormes puertas. Un humo azul
salió de la abertura.
Como solía ocurrir, los cadáveres desnudos aún se mantenían en pie. La gente
había sido apiñada de tal forma —hasta quinientos en aquella pequeña cámara— que
no había espacio para que cayera. Pero al abrirse las puertas, los muertos más
próximos a la salida se desplomaron bajo el cálido sol del verano, con los rostros
moteados e hinchados por el monóxido de carbono. La peste a sudor, orina y vómito
llenaba el aire.
Jubas y su compañero Shlomo Malamud avanzaron llevando su camilla de
madera, con ella podían cargar a dos niños o un adulto en cada viaje. No tenían
fuerzas para llevar más. Jubas podía contarse fácilmente las costillas a través de la
piel, y los piojos atormentaban su cuero cabelludo.
Empezaron por una mujer de unos cuarenta años: su pecho izquierdo tenía una
larga cuchillada. Llevaron el cadáver hasta el puesto dental; allí, un hombre pálido de
poco más de treinta años llamado Yehiel Reichman le echó la cabeza hacia atrás
abriéndole la boca. Vio un brillo de oro, cogió unas tenazas manchadas de sangre y
extrajo el diente.
Shlomo y Jubas arrojaron el cadáver a la fosa junto con los demás, intentando
ignorar el zumbido de las moscas y el hedor de la carne podrida y las evacuaciones
postmortem. Volvieron a la cámara y…
No…
¡No!
Dios, no.
Rachel no…
Pero lo era. La propia hermana de Jubas, yaciendo desnuda entre los muertos,
mirándole con unos ojos tan verdes y vacíos de vida como las esmeraldas.
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Él había rezado por que escapase, por que estuviese a salvo, por…
Jubas retrocedió tambaleándose, tropezó y cayó al suelo, con lágrimas en los ojos
que al resbalar por sus mejillas abrían surcos en la mugre que le cubría el rostro.
Shlomo acudió en ayuda de su amigo.
—Vamos —susurró—. Deprisa, antes de que vengan…
Pero Jubas estaba llorando ahora, incapaz de controlarse.
—Nos pasa a todos —dijo Shlomo para tranquilizarle.
Jubas sacudió la cabeza. Shlomo no lo entendía. Tragó aire, y por fin pudo
forzarse a hablar.
—Es Rachel —dijo estremeciéndose entre sollozos mientras señalaba el cadáver.
Las moscas ya estaban caminando sobre la cara de su hermana.
Shlomo puso una mano en el hombro de Jubas: le habían separado de su hermano
Saúl, y lo único que le mantenía con vida era la esperanza de que él estuviese a salvo.
—¡Levanta! —gritó una voz familiar. Un alto y robusto ucraniano calzado con
botas se acercaba a ellos. Llevaba un rifle con una bayoneta calada… la misma
bayoneta que Jubas le había visto afilar frecuentemente hasta dejarla como un
escalpelo.
Jubas alzó la mirada. Podía distinguir aquel rostro incluso a través de las
lágrimas: una cara redonda de unos treinta años, de orejas protuberantes, labios finos
y calvicie incipiente.
Shlomo se acercó al ucraniano, arriesgándolo todo. Pudo oler el licor barato en el
aliento del hombre.
—Un momento, Ivan, ten compasión… es la hermana de Jubas.
La ancha boca de Ivan se abrió en una mueca terrible. Inclinándose, cortó el
pezón derecho de Rachel con su bayoneta, haciéndolo saltar de la hoja con un golpe
del dedo. El pezón cayó girando hasta acabar con el lado sangrante sobre el regazo de
Jubas.
—Quédatelo de recuerdo —dijo Ivan.
Era un monstruo.
Un demonio.
El mal hecho carne.
Su nombre era Ivan. Nadie sabía su apellido, y los judíos le apodaban Ivan el
Terrible. Había llegado al campo un año antes, en julio de 1942. Algunos decían que
había recibido una buena educación antes de la guerra: hablaba mejor que los demás
guardias. Unos pocos llegaban a afirmar que había sido médico, viendo la precisión
con que cortaba la carne humana. Pero lo que hubiese hecho en la vida civil había
quedado atrás.
Jubas Meyer había calculado cuántos cadáveres sacaban de las cámaras cada día
él y Shlomo, cuántos otros pares de judíos eran obligados a hacer lo mismo, cuántos
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trenes de carga habían llegado hasta la fecha.
Los resultados eran estremecedores. Allí, en aquel pequeño campo, se ejecutaba
cada día a entre diez y doce mil personas; algunos días, la cifra alcanzaba las quince
mil. Hasta el momento se habría exterminado a más de medio millón de personas. Y
había rumores de otros campos: uno en Belzac, otro en Sobibor, quizá otros más.
No cabía duda: los nazis pretendían matar a todos los judíos, borrarlos de la faz
de la tierra.
Y allí en Treblinka, a ochenta kilómetros al nordeste de Varsovia, Ivan el Terrible
era el principal agente de tal destrucción. Sí, tenía un compañero llamado Nikolai que
le ayudaba a operar las cámaras, pero era Ivan el sádico más allá de lo creíble, quien
violaba a las mujeres antes de gasearlas, quien les hacía cortes —sobre todo en los
pechos— mientras marchaban desnudas hacia las cámaras, quien obligaba a los
judíos a copular con cadáveres mientras soltaba una fría risa gutural y les golpeaba
con una cañería de plomo.
Ivan disfrutaba de ello, y sus frecuentes borracheras no hacían sino incrementar
su crueldad natural. Como ucraniano, probablemente había sido un prisionero de
guerra, pero se había presentado como Wachmann voluntario, demostrando una
notable pericia técnica que le hizo quedar a cargo de las cámaras de gas. Los
alemanes confiaban tanto en él que le dejaban salir del campo. Jubas le había oído
fanfarroneando con Nikolai sobre la puta a la que frecuentaba en el cercano pueblo de
Wolga Okranik. «Si crees que los judíos chillan mucho,» había dicho Ivan, «tendrías
que oír a mi María».
Fue un milagro.
Ivan y Nikolai abrieron las puertas, y…
… Dios, era increíble…
… una niña rubia de unos doce años, apenas en la pubertad, salió desnuda y
tambaleándose de la cámara, todavía viva.
A sus espaldas, los cadáveres empezaron a caer como fichas de dominó.
Pero ella estaba viva. Los hombres y mujeres habían estado tan apretados esa vez
que sus mismos cuerpos habían formado una bolsa de aire.
La niña, con los ojos abiertos de terror, se quedó en pie bajo el sol, boqueando en
busca de oxígeno. Y cuando por fin tuvo aliento para hacerlo, gritó «¡Ma-ma! ¡Ma-
ma!».
Pero su madre estaba entre los muertos.
Jubas Meyer y Shlomo Malamud se quedaron apartando cadáveres, agitando los
brazos para espantar a las moscas, respirando por la boca para evitar el hedor. Ivan se
dirigió hacia la niña con un látigo en la mano, Y Jubas le dirigió una mirada de
reproche. El ucraniano debió verla, pues se olvidó de la niña por un momento y
empezó a azotar a Jubas. El prisionero se mordió la lengua hasta saborear la salada
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sangre; gritar sólo prolongaría la tortura.
Cuando Ivan se hartó de azotarle, dio un paso atrás y contempló a Jubas,
encorvado por el dolor.
—¡Davay yebatsa! —gritó.
Incluso la niña conocía aquellas obscenas palabras: empezó a retroceder, pero
Ivan se puso junto a ella, agarrando brutalmente su hombro desnudo y derribándola al
suelo.
—¡Davay yebatsa! —gritó de nuevo a Jubas. Arrastró a la niña hasta el lugar
donde había dejado su rifle, apoyado en la pared de la Maschinehaus. Apuntó el arma
hacia Jubas—. ¡Davay yebatsa!
Jubas cerró los ojos.
Eran noticias horribles, devastadoras.
El ritmo de las ejecuciones estaba aflojando.
No significó que los alemanes hubieran cambiado de idea.
No significaba que hubiesen abandonado su loco plan.
Significaba que se estaban quedando sin judíos que matar.
El campo no tardaría en perder su utilidad. Al principio, los alemanes habían
ordenado enterrar los cadáveres, pero últimamente estaban removiendo la tierra para
exhumarlos e incinerarlos. Las cenizas flotaban continuamente por el aire, y el acre
olor de la carne quemada aguijoneaba las fosas nasales. Los nazis no querían dejar
pruebas de lo que había ocurrido allí.
Y tampoco querían testigos. Pronto ordenarían entrar en las cámaras a los propios
cargadores de cadáveres.
—Tenemos que huir —dijo Jubas Meyer—. Tenemos que salir de aquí.
Shlomo miró a su amigo.
—Nos matarán si lo intentamos.
—Nos matarán de todas formas.
La revuelta se planeó en cuchicheos, un hombre pasando la voz al siguiente. El
lunes, 2 de agosto de 1943, sería el día. No todos escaparían, estaba claro. Pero
algunos sí… seguramente algunos sí. Y contarían al mundo lo que había ocurrido.
El sol ardía furiosamente, como si el mismo Dios estuviese ayudando a los nazis a
incinerar cadáveres. Pero Dios no haría algo así: el calor se convirtió en una ventaja
cuando el ayudante del comandante del campo se llevó a un grupo de guardias
ucranianos para darse un baño refrescante en el río Bug.
Los judíos del campo inferior —la zona donde los prisioneros eran descargados y
preparados— habían reunido algunas armas hechas por ellos mismos. Uno había
llenado de gasolina unas grandes latas. Otro había robado algunos cortaalambres. Un
tercero se las había arreglado para ocultar un hacha entre la basura que le habían
ordenado apartar. Incluso tenían algunas pistolas.
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Unos pocos habían ocultado tiempo atrás oro o dinero en agujeros de los árboles,
o lo habían enterrado. Tal y como eran exhumados los cuerpos, lo mismo ocurría con
algunos tesoros.
Todo estaba listo para empezar a las 4:30 de la tarde. Había tensión en el
ambiente, y todos estaban nerviosos. Y entonces, justo antes de las 4:00…
—¡Chico! —gritó Kuttner, un gordo miembro de las SS.
El niño, de unos once años, se quedó quieto. Temblaba de la cabeza a los pies. El
SS se acercó, con una fusta en la mano.
—¡Chico! —dijo de nuevo—. ¿Qué llevas en los bolsillos?
Jubas Meyer y Shlomo Malamud estaban a unos cinco metros, llevando un
cadáver exhumado al horno crematorio. Se detuvieron para contemplar la escena. Los
bolsillos del mugriento y andrajoso sobretodo del muchacho abultaban ligeramente.
El niño no dijo nada. Sus ojos estaban muy abiertos y sus labios se habían
retraído a causa del miedo, mostrando unos dientes podridos. A pesar del fuerte calor,
temblaba como si estuviese bajo cero. El guardia se acercó a él y le golpeó el muslo
con la fusta: pudo oírse un inconfundible tintineo de monedas. Kuttner entornó los
ojos.
—Vacía los bolsillos, judío.
El niño se dio la vuelta a medias para encararse al hombre. Sus dientes
castañeteaban. Intentó meter la mano en el bolsillo, pero le temblaba tanto que no
conseguía acertar. El nazi le golpeó en el hombro con la fusta, y el ruido espantó a los
pájaros, cuyos vuelos y llamadas fueron un contrapunto para el grito del niño. Kuttner
le metió su propia mano gorda en el bolsillo y extrajo varias monedas alemanas.
Volvió a meter la mano: el bolsillo parecía estar vacío, pero Jubas pudo ver cómo le
acariciaba los genitales a través de la tela.
—¿De dónde has sacado ese dinero?
Sacudiendo la cabeza, el niño señaló más allá del camuflaje de árboles y
cercados, hacia el campo superior donde las cámaras de gas y los hornos estaban
ocultos a la vista.
El guardia le agarró del hombro.
—Ven conmigo, chico. Stangl se ocupará de ti.
Pero el niño no era el único que escondía algo. Jubas Meyer tenía una de las seis
pistolas robadas. Si llevaban al muchacho ante el comandante Franz Stangl, revelaría
los planes para la revuelta, a sólo treinta minutos de su inicio.
Meyer no podía permitir que ocurriese. Sacó el arma de entre los pliegues de su
propio delantal, apuntó al gordo alemán y…
… fue como eyacular, la liberación, el instante, la recompensa…
… apretó el gatillo, y vio los ojos del alemán abrirse de par en par, vio su boca
formando una O, vio su gorda, fea, odiosa forma caer al suelo.
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La señal para iniciar la revuelta debía haber sido la detonación de una granada,
pero el disparo de Meyer puso todo en marcha. Gritos de «¡Ahora!» recorrieron el
campo inferior. Las bombonas de gas estallaron. Había 850 judíos en el campo aquel
día; todos corrieron hacia las alambradas. Algunos llevaban mantas, que arrojaron
sobre las crueles espinas de metal; otros tenían cortaalambres y los usaron
furiosamente. Los que tenían pistolas mataron a todos los guardias que pudieron.
Había fuego y humo por todas partes. Los guardias que habían ido a nadar volvieron
rápidamente y montaron a caballo o subieron a vehículos blindados. Trescientos
cincuenta judíos saltaron las vallas y llegaron al bosque: muchos fueron rodeados con
facilidad y muertos a tiros, siendo los ecos de los disparos y los gritos de pájaros y
animales salvajes lo último que oyeron en su vida.
Pero algunos consiguieron aprovechar la fuga, corrieron a los bosques, y
siguieron corriendo para salvar la vida. Jubas Meyer estaba entre ellos. Shlomo
Malamud huyó también, y consagró su vida a buscar a su hermano Saúl. Y otros a los
que Jubas conocía o de los que había oído hablar consiguieron escapar: Eliahu
Rosenberg y Pinhas Epstein; Casinúr Landowski y Zalmon Chudzik. Y David
Solomon, también.
Pero ellos, y quizá otros cuarenta y cinco, fueron todos los supervivientes de
Treblinka.
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CAPÍTULO 2
Comienzos de los 80
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¿Dormitorios separados? Qué impersonal—. Es más fácil para él si está tumbado. ¿Te
importa verle allí?
Pierre negó con la cabeza.
—Muy bien —siguió ella—. Ven conmigo.
Entraron en el salón brillantemente iluminado. Dos paredes estaban
completamente cubiertas por estanterías para libros hechas de madera oscura. Una
escalera llevaba al piso superior. A lo largo de la barandilla había un raíl para una
pequeña silla eléctrica. La propia silla estaba en lo alto. Dorothy guio a Pierre arriba,
hasta la primera puerta a la izquierda.
Pierre se esforzó por mantener su expresión neutra.
En la cama, un hombre parecía estar bailando sobre su espalda. Sus brazos y
piernas se movían constantemente, girando en hombros y caderas, codos y rodillas,
muñecas y tobillos. Su cabeza oscilaba de izquierda a derecha en la almohada. Su
pelo era de color gris acero, y, por supuesto, sus ojos eran castaños.
—Bonjour —dijo Pierre, tan sorprendido que olvidó hablar en inglés. Empezó de
nuevo—. Hola. Soy Pierre Tardivel.
La voz del hombre era débil y confusa. Hablar era claramente un esfuerzo.
—Hola, P-Pierre —dijo. Hizo una pausa, pero Pierre no supo si para ordenar sus
pensamientos o sencillamente para que su cuerpo cediese un poco a sus órdenes—.
¿Cómo está tu madre?
Pierre pestañeó repetidamente. No quería insultar al hombre llorando delante de
él.
—Está muy bien.
La cabeza de Henry rodó de lado a lado, pero mantuvo los ojos fijos en Pierre.
Pierre se dio cuenta de que esperaba más que una frase hecha.
—Está bien de salud. Trabaja en la sección de préstamos de una gran oficina del
Banco de Montreal.
—¿Es feliz? —preguntó Henry trabajosamente.
—Le gusta su trabajo, y el dinero no es ningún problema. Cobramos un buen
seguro cuando papá murió.
Henry tragó saliva con lo que pareció una considerable dificultad.
—No… no sabía que hubiese muerto. Dile… que lo siento mucho.
Las palabras parecían sinceras. Ningún sarcasmo, ningún doble sentido. Alain
Tardivel había sido su rival, pero Henry parecía de verdad entristecido. Pierre apretó
su mandíbula por un momento, y asintió.
—Se lo diré.
—Es una mujer maravillosa —dijo Henry.
—Tengo una foto suya —Pierre sacó su cartera y buscó el pequeño retrato de su
madre con una blusa de seda blanca. Sostuvo la cartera dónde Henry pudiese verla.
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Henry la miró fijamente un buen rato.
—Supongo que yo he cambiado más que ella.
Pierre forzó una débil sonrisa.
—¿Eres… único hijo? —algunas palabras se perdieron en la convulsión que pasó
por el cuerpo de Henry como una ola.
—Sí… —no tenía sentido mencionar a su hermana pequeña, Marie-Claire, que
había muerto a los dos años de edad—. Sí, el único.
—Eres un joven bien parecido.
Pierre sonrió, sinceramente esa vez, y Henry pareció devolverle la sonrisa.
Dorothy, quizá consciente de lo que no se decía, o simplemente aburrida por la
conversación sobre personas desconocidas, rompió el silencio.
—Bueno, veo que tenéis cosas de las que hablar. ¿Quieres tomar algo, Pierre?
¿Un café?
—No, gracias.
—Bien —dijo ella al salir.
Pierre se quedó en pie junto a la cama. Era lógico que Henry tuviese su propia
habitación. ¿Cómo no iba a tenerla? Nadie podría dormir a su lado, con las constantes
sacudidas de sus miembros.
El hombre en la cama alzó el brazo derecho hacia él. Lo movió poco a poco de un
lado a otro, como la rama de un árbol oscilando con el viento. Pierre le tomó la mano,
sujetándola firmemente. Henry sonrió.
—Te pareces… mucho a mí… cuando tenía tu edad.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Pierre.
—¿Sabe quién soy?
Henry asintió.
—Cuando tu madre quedó embarazada, creí que había esperanzas. Pero ella
terminó con nuestra relación. Creí… que, si estaba en lo cierto, tendría noticias antes
de ahora —su cabeza estaba moviéndose, pero consiguió mantener los ojos fijos en
Pierre—. Ojalá lo hubiese sabido.
Pierre le apretó la mano.
—Lo mismo digo —hubo una pausa—. ¿Tienes… más hijos?
—Dos hijas. Adoptadas. Dorothy… Dorothy no podía…
Pierre asintió.
—En cierto modo, es mejor así —dijo Henry, dejando que su mirada se apartase
—. La enfermedad de Huntington es…
Pierre tragó saliva.
—Hereditaria. Lo sé.
La cabeza de Henry se movió adelante y atrás más rápido de lo normal, una señal
deliberada perdida en los espasmos musculares.
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—Si hubiese sabido que la tenía, nunca… nunca me hubiese permitido engendrar
un hijo. Lo siento. Lo siento m-mucho.
Pierre asintió.
—Tú también puedes tenerla.
Pierre no dijo nada.
—No hay ningún test —dijo su padre—. Lo siento.
Pierre miró a Henry moviéndose sobre la cama, sus rodillas doblándose, el brazo
libre ondeando en el aire. Y en medio de todo aquello había una cara no muy distinta
a la suya, amplia y de rasgos suaves, con profundos ojos pardos. Se dio cuenta de que
no sabía la edad de Henry. ¿Cuarenta y cinco? Quizá incluso cincuenta. Ciertamente
no más de eso. El brazo derecho de Henry empezó a agitarse rápidamente. Pierre, no
seguro de qué hacer, le soltó la mano.
—Me… me alegro de haberte conocido por fin —dijo Pierre. Y sabiendo que
nunca tendría otra oportunidad, añadió una sola palabra—. Papá.
Los ojos de Henry estaban húmedos.
—¿Necesitas algo? ¿Dinero?
Pierre sacudió la cabeza.
—No, nada. En serio. Sólo quería conocerte.
El labio inferior de Henry temblaba. Al principio, Pierre no supo si era sólo parte
de la corea o tenía un significado más profundo. Pero cuando Henry volvió a hablar,
su voz estaba llena de dolor.
—He… he olvidado tu nombre.
—Pierre. Pierre Jacques Tardivel.
—Pierre —repitió Henry—. Un buen nombre —hizo una larga pausa, y después
dijo—: ¿Cómo está tu madre? ¿Tienes alguna foto suya?
Pierre bajó a la sala. Dorothy estaba sentada en una silla, leyendo una novela de
Jackie Collins. Le miró con una pálida sonrisa.
—Gracias —dijo Pierre—. Gracias por todo.
Ella asintió.
—Tenía muchas ganas de verte.
—Y yo me alegro de haberle visto. Pero debo irme ya.
—Espera —dijo Dorothy, cogiendo un sobre de la mesita y poniéndose en pie—.
Tengo algo para ti.
—Le he dicho que no necesito dinero.
—No es eso. Son fotografías. De Henry, de hace una docena de años. Tú serías un
niño entonces. Fotografías de cómo era. De como sé que le gustaría que le recordases.
Pierre tomó el sobre. Los ojos le picaban.
—Gracias —dijo.
Dorothy asintió, sin que su cara ocultase realmente su dolor.
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CAPÍTULO 3
Pierre volvió a Montreal. Su médico de cabecera le remitió a un especialista en
enfermedades genéticas. Pierre fue a su consulta, no lejos del Estadio Olímpico.
—La enfermedad de Huntington se transmite en un gen dominante —le dijo el
doctor Laviolette, en francés—. Hay exactamente un cincuenta por ciento de
posibilidades de que la hayas heredado —hizo una pausa, atusándose el pelo gris—.
Tu caso es muy raro… descubrir el riesgo en la edad adulta; la mayoría de los sujetos
de riesgo lo han sabido durante años. ¿Cómo te enteraste?
Pierre guardó silencio por un momento, pensando. ¿Hacía falta entrar en detalles?
¿Que había descubierto en una clase de genética de primer curso que era imposible
que dos padres de ojos azules tuviesen un niño de ojos pardos? ¿Que pidió
explicaciones a su madre Elisabeth? ¿Que ella le confesó haber tenido una aventura
con un tal Henry Spade durante los primeros años de matrimonio con Alain Tardivel,
el hombre al que Pierre había creído su padre, un hombre que llevaba dos años
muerto? ¿Que Elisabeth, una católica, había sido incapaz de divorciarse de Alain?
¿Que había ocultado con éxito a su marido que aquel niño de ojos pardos no era su
hijo biológico? ¿Y que Henry Spade se había mudado a Toronto, sin llegar a saber
que había engendrado un hijo?
Era demasiado, y demasiado personal.
—No conocí a mi verdadero padre hasta hace poco —se limitó a decir.
Laviolette asintió.
—¿Cuántos años tienes, Pierre?
—Cumplo diecinueve el mes que viene.
El doctor frunció el ceño.
—Me temo que no hay una prueba para determinar si tienes la enfermedad. Puede
que no la tengas, pero sólo lo sabrás cuando superes la mediana edad sin mostrar
síntomas. Por otra parte, podrías empezar a desarrollarlos en cuestión de diez o
quince años.
Laviolette le miró en silencio. Ya habían repasado lo peor de todo. La enfermedad
de Huntington (también conocida como corea de Huntington) afecta a más o menos
un millón de personas en todo el mundo. Destruye selectivamente dos partes del
cerebro que ayudan a controlar el movimiento. Los síntomas, que por lo general
empiezan a manifestarse entre los treinta y los cincuenta años, incluyen posturas
anormales, demencia progresiva, y actividad muscular involuntaria; el nombre de
«corea» se refiere a los movimientos típicos de la enfermedad. La enfermedad
misma, o mejor dicho sus complicaciones, acaba matando a la victima: los enfermos
suelen morir atragantados con la comida porque han perdido el control muscular para
tragar.
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—¿Has pensado alguna vez en el suicidio, Pierre?
Las cejas de Pierre se elevaron ante la inesperada pregunta.
—No.
—No me refiero a que lo hayas hecho por la posibilidad de tener la enfermedad
de Huntington. Quiero decir en general. ¿Has pensado en matarte?
—No. No seriamente.
—¿Eres propenso a la depresión?
—No más que cualquiera, supongo.
—¿Hastío? ¿Falta de interés?
Pierre pensó en mentir, pero no lo hizo.
—Hummm, sí. He de admitir algo de eso —se encogió de hombros—. La gente
dice que no estoy motivado, que me dejo llevar.
Laviolette asintió.
—¿Sabes quién era Woody Guthrie?
—¿Quién?
El doctor puso una cara de «estos chicos de ahora…».
—Compuso This Land is Your Land.
—Ah, sí. Claro.
—Murió de la enfermedad de Huntington en 1967. Su hijo Arlo… has oído hablar
de él, ¿no?
Pierre sacudió la cabeza. Laviolette suspiró.
—Me haces sentir viejo. Arlo compuso Alice's Restaurant.
Pierre parecía en blanco.
—Música folk —dijo Laviolette.
—En inglés, claro —respondió Pierre, despectivo.
—Todavía peor —dijo el doctor con un guiño—. Inglés americano. De todas
formas, Arlo es probablemente la persona más famosa en tu situación. Tiene un
cincuenta por ciento de posibilidades de haber heredado el gen, igual que tú. Habló
de ello en una entrevista de la revista People: te daré una fotocopia antes de que te
vayas.
Pierre, inseguro de qué decir, se limitó a hacer un gesto con la cabeza.
Laviolette cogió su pluma y su cuaderno de recetas.
—Voy a darte el número del grupo local de apoyo a enfermos de Huntington;
quiero que llames —copió un número de teléfono de una guía de los servicios
sanitarios de Montreal, arrancó la hoja y se la entregó a Pierre. Hizo una pausa, como
si estuviese pensando algo, y cogió una de sus tarjetas del soporte de latón de la
mesa, escribiendo otro número de teléfono bajo el de la consulta—. Y voy a hacer
algo que no hago nunca. Éste es el número de mi casa. Si no me encuentras en la
consulta, llámame allí. A la hora que sea. A veces… a veces la gente no encaja bien
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estas cosas. Por favor, si alguna vez piensas en hacer una tontería, llámame.
Prométeme que lo harás, Pierre.
—Quiere decir si se me ocurre suicidarme, ¿no?
El doctor asintió.
Pierre tomó la tarjeta. Para su sorpresa, le temblaba la mano.
De noche, solo en su habitación, ni siquiera había conseguido desvestirse del todo
para acostarse. Se limitó a mirar fijamente a la nada, sin enfocar, sin pensar.
Era injusto, mierda. Totalmente injusto.
¿Qué había hecho para merecer aquello?
Había un pequeño crucifijo sobre la puerta de su habitación; estaba allí desde su
infancia. Miró al pequeño Jesús… pero rezar no tenía sentido. La suerte estaba
echada: lo que fuese, sería. Si tenía o no el gen se había decidido casi veinte años
atrás, en el momento de su concepción.
Pierre había comprado un LP de Arlo Guthrie. No había encontrado nada de
Woody Guthrie en A&A's, pero la biblioteca de Montreal tenía un viejo disco de un
grupo llamado los Almanac Singers del que Woody había formado parte una vez. Lo
escuchó también.
La música de los Almanac Singers parecía llena de esperanza; la de Arlo sonaba
triste. Podía ser cualquier cosa.
Pierre había leído que la mayoría de los enfermos de Huntington acababan sus
vidas en el hospital. La estancia media antes de la muerte era de siete años.
Fuera, el viento silbaba. Una rama del árbol al lado de la casa pasaba una y otra
vez por la ventana, como una mano retorcida y huesuda que le llamase.
No quería morir. Pero tampoco quería vivir años de sufrimiento.
Pensó en su padre… su verdadero padre, Henry Spade. Sacudiéndose en la cama
mientras sus facultades desaparecían.
Sus ojos se detuvieron sobre su escritorio, un trasto blanco de imitación a madera.
Sobre él estaba su ejemplar de Les Misérables, que acababa de leer para su clase de
literatura francesa. Jean Valjean había robado un pedazo de pan, y no importaba lo
que hiciera, no podría deshacer lo hecho; estaría marcado hasta el día de su muerte.
Pierre también estaba marcado, de una forma o de otra, pero no había manera de
saberlo. Si fuese como Valjean, si fuese un convicto, entonces también tendría un
Javert que le persiguiese incansable, destinado a atraparle.
En el libro, las tornas cambiaban al fin, con el inspector Javert como víctima.
Incapaz de cambiar lo que era, tomaba la única salida, arrojándose desde un puente a
las aguas heladas del Sena.
La única salida…
Pierre se levantó, encendió su flexo color hueso y buscó la tarjeta del doctor
Laviolette. La miró fijamente, leyéndola una y otra vez.
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La única salida…
Volvió a la cama y se sentó, escuchando el viento un poco más. Sin fijarse
siquiera en lo que estaba haciendo, empezó a pasarse el borde de la tarjeta por la
muñeca izquierda, adelante y atrás, como si fuera una cuchilla.
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CAPÍTULO 4
A los dieciocho años, Molly Bond era una estudiante de subgrado de Psicología en la
Universidad de Minnesota. Se alojaba en una residencia aunque su familia viviese en
Minneapolis. Pero ni aun así aguantaba estar en la misma casa que ellos: su
desaprobadora madre, su superficial hermana Jessica, y el nuevo marido de su madre,
Paul, cuyos pensamientos sobre ella eran cualquier cosa menos paternales.
Pero algunos acontecimientos familiares le obligaban a volver a casa. Hoy era
uno de ellos.
—Feliz cumpleaños, Paul —dijo inclinándose para darle un beso en la mejilla—.
Te quiero.
Debería contestar lo mismo.
—Yo también te quiero, encanto.
Molly retrocedió, intentando evitar que se oyese su suspiro. No era una gran
fiesta, pero quizá lo hiciesen mejor el año siguiente. Era el cuadragésimo noveno
cumpleaños de Paul; intentarían conmemorar el gran cinco-cero con un poco más de
estilo.
Si Paul todavía estaba por allí, claro. Lo que Molly había querido detectar al
inclinarse sobre Paul era un Yo también te quiero espontáneo, no preparado, genuino.
Pero no. Ella había oído Debería contestar lo mismo, y entonces, un momento
después, las palabras pronunciadas, falsas, prefabricadas, sin emoción.
La madre de Molly salió de la cocina con un pastel… de zanahoria, el favorito de
Paul, coronado con el debido número de velas, incluyendo una para la buena suerte,
dispuestas como las estrellas de la bandera de Estados Unidos. Jessica ayudó a Paul a
apartar sus regalos.
Molly no pudo resistirse. Mientras su madre trasteaba con la cámara, se acercó a
su padrastro, poniéndole de nuevo en su zona.
—Ahora piensa un deseo y apaga las velas —dijo su madre.
Paul cerró los ojos. Desearía, pensó, no haberme casado. Sopló hacia las
pequeñas llamas, y el humo se elevó hacia el techo.
Molly no estaba verdaderamente sorprendida. Al principio había pensado que
Paul estaba teniendo una aventura: solía quedarse en el trabajo hasta tarde, o
desaparecer durante todo el sábado, diciendo que iba a la oficina. Pero la verdad, en
cierto modo, era igual de mala. No era que quisiera irse con otra persona:
sencillamente, no quería estar con ellas.
Cantaron «Cumpleaños Feliz», y Paul cortó el pastel. Los pensamientos de la
madre de Molly no eran mejores. Sospechaba que su hija podía ser lesbiana, pues
raramente se la veía con hombres. Odiaba su trabajo, pero fingía lo contrario, y
aunque puso dinero para ayudar a Molly con los gastos de la universidad, había
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lamentado cada dólar. Le recordaba lo duro que había trabajado hasta que su primer
marido, el padre de Molly, acabó sus estudios en la escuela de comercio.
Molly miró de nuevo a Paul y descubrió que en el fondo no podía culparle. Ella
también quería alejarse de aquella familia… lejos, muy lejos, para poder pasar por
alto los cumpleaños y Navidades. Paul le dio un pedazo de pastel, y Molly se lo llevó
al extremo más apartado de la mesa, sentándose sola.
Absorto en sus problemas personales, Pierre suspendió todas sus asignaturas de
primero. Fue a ver al decano de estudios de subgrado y le explicó su situación. El
decano le dio una segunda oportunidad: la Universidad McGill ofrecía un plan de
estudios reducido durante el verano. Pierre conseguiría sólo un par de créditos, pero
sería bastante para devolverle al buen camino de cara a septiembre.
Y Pierre se encontró de nuevo en un curso de introducción a la genética. Por
casualidad, daba las clases el mismo profesor ayudante anglo de cuello de lápiz que le
había hablado de la herencia en el color de los ojos. Pierre nunca prestaba mucha
atención en clase: sus viejos cuadernos de apuntes estaban llenos sobre todo de
garabatos parecidos a insignias de equipos de hockey. Pero aquel día estaba
intentando escuchar… por lo menos con una oreja.
—Fue el mayor enigma de la ciencia a comienzos de los cincuenta. ¿Qué forma
tenía la molécula de ADN? Fue una carrera contra el tiempo, con muchas luminarias,
Linus Pauling incluido, trabajando en el problema. Sabían que quien descubriese la
respuesta sería recordado para siempre…
O quizá con ambas orejas…
—Un joven biólogo, no mayor que cualquiera de vosotros, llamado James
Watson, empezó a buscar la respuesta con Francis Crick. Trabajando sobre la obra de
Maurice Wilkins y los estudios cristalográficos de rayos X hechos por Rosalind
Franklin…
Pierre se sentó bien, atento.
—… Watson y Crick sabían que las cuatro bases usadas en ADN (adenina,
guanina, timina y citosina) tenían distintos tamaños. Pero usando modelos de cartón
de las bases, pudieron demostrar que, al unirse, la adenina y la timina creaban una
forma combinada de la misma longitud que la formada por la unión de la adenina y la
citosina. Y también demostraron que esas formas combinadas podían ser los peldaños
de una escalera en espiral…
Atento.
—Fue un avance asombroso… y todavía es más asombroso que James Watson
sólo tuviese veinticinco años cuando él y Crick demostraron que la molécula de ADN
tenía la forma de una doble hélice…
De mañana, tras una noche pasada más despierto que dormido, Pierre estaba
sentado al borde de su cama.
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Había cumplido diecinueve años en abril.
Muchos de los sujetos de riesgo de la enfermedad de Huntington habían
desarrollado los síntomas a los treinta y ocho años, por decir una cifra. Justo el doble
de su edad.
Tan poco tiempo.
Pero había ocurrido mucho en los últimos diecinueve años.
Recuerdos vagos y tempranos de niñeras y triciclos y canicas y veranos
interminables y Batman en su primera temporada en la televisión.
El jardín de infancia. Dios, parecía tanto tiempo. La clase de Mademoiselle
Renault. Tenues recuerdos de las celebraciones del centenario de Canadá.
Ser un Louveteau, un boy-scout Lobezno, pero sin conseguir nunca una insignia
de mérito.
Dos años de campamento de verano.
El traslado familiar de Clearpoint a Outrement, y el tener que adaptarse a un
colegio nuevo.
Romperse el brazo jugando al hockey callejero.
Y la crisis del Frente Quebequés de Liberación en octubre de 1970, y sus padres
intentando explicar a un chico muy asustado lo que significaban las noticias de la
televisión, y por qué había soldados en las calles.
Robert Apollinaire, su amigo cuando tenía diez años, que se había mudado a
veinte manzanas de distancia, y al que nunca volvió a ver.
Y la pubertad, y todo lo que aquello trajo consigo.
El alboroto cuando los juegos olímpicos de 1976 fueron celebrados en Montreal.
Su primer beso, en una fiesta, jugando a la botella.
Y ver La guerra de las galaxias por primera vez y pensar que era la mejor película
de todos los tiempos.
Su primera novia, Marie… se preguntaba dónde estaría ahora.
Conseguir su permiso de conducir, y chocar con el coche de Papá dos meses
después.
Descubrir las palabras mágicas Je t'aime, y lo eficaces que eran para introducir la
mano bajo un jersey o una falda. Y aprender su verdadero significado el verano de
sus diecisiete años, con Danielle. Y llorar solo en una esquina después de que ella
rompiera con él.
Aprender a beber cerveza, y después a disfrutar del sabor. Fiestas. Trabajos de
verano. Una función escolar en la que se ocupó de la iluminación. Ganar entradas
para los partidos en casa de los Canadiens en un concurso de la radio… ¡qué año
había sido! Pasar, desmotivado, por el instituto. Escribir artículos deportivos para
L'Informateur, el periódico escolar. La gran pelea con Roch Laval: quince años de
amistad acabados en una tarde, y nunca recuperados.
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El ataque cardíaco de papá. Pierre había pensado que el dolor de perderle nunca
desaparecería, pero sí lo hizo. El tiempo cura todas las heridas.
Casi todas.
Todo aquello en diecinueve años. Era mucho tiempo, era un período largo, era…
era, quizá, todo lo que le quedaba. El profesor de cuello de lápiz había hablado en su
última clase de James D. Watson. Sólo tenía veinticinco años cuando co-descubrió la
naturaleza helicoidal del ADN. Y había ganado el Premio Nobel a los treinta y cuatro.
Pierre sabía que era brillante. Había pasado el instituto porque podía hacerlo.
Fuese cual fuese la asignatura, no tenía problemas. ¿Estudiar? Menuda broma.
¿Llevar a casa un montón de libros? ¿Y qué más?
Una vida que podía ser muy breve.
Un Premio Nobel a los treinta y cuatro años.
Pierre empezó a vestirse, poniéndose la ropa interior y una camisa.
Sentía un vacío en el corazón, un inmenso sentimiento de pérdida. Pero tras unos
momentos, comprendió que no era la posible pérdida futura lo que lamentaba. Era el
pasado perdido, el tiempo malgastado, las horas quemadas, los días sin logros,
dejándose llevar.
Se puso los calcetines.
Haría que le cundiese… cada minuto.
Pierre Jacques Tardivel sería recordado.
Miró su reloj.
No tenía tiempo que perder.
Nada de tiempo.
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CAPÍTULO 5
Seis años antes
Jerusalén.
El padre de Avi Meyer, Jubas Meyer, había sido uno de los cincuenta prisioneros
que escaparon del campo de exterminio de Treblinka. Jubas había vivido tres años
más, pero murió antes del nacimiento de Avi. Criado en Chicago, donde sus padres se
habían establecido tras un tiempo en un campamento de refugiados, Avi había
acusado la ausencia de su padre. Pero poco después de su bar mitzvah, en 1960, su
madre le dijo «Ya eres un hombre, Avi. Debes saber por lo que pasó tu padre… por lo
que pasó todo nuestro pueblo».
Y se lo contó. Todo.
Los nazis.
Treblinka.
Sí, su padre había escapado del campo, pero su hermano y tres hermanas habían
muerto allí, como los abuelos de Avi, e innumerables parientes y conocidos.
Todos muertos. Fantasmas.
Pero ahora, quizá, los fantasmas podrían descansar. Tenían al hombre que les
había atormentado, el hombre que les había torturado, al hombre que les había
gaseado hasta la muerte.
Ivan el Terrible. Tenían al bastardo. Y ahora iba a pagar.
Avi, un hombre feo y robusto con cara de bulldog, era un agente de la Oficina de
Investigaciones Especiales, la división del Departamento de Justicia de Estados
Unidos consagrada a perseguir a los criminales de guerra nazis. Él y sus colegas de la
OIE habían identificado a un peón obrero de automoción de Cleveland llamado John
Demjanjuk como Ivan el Terrible.
Oh, ahora Demjanjuk no parecía malvado. Era un ucraniano calvo y rechoncho de
casi setenta años, con orejas protuberantes y ojos almendrados tras unas gafas de
concha. Y, cierto, no parecía tan astuto como decían algunos informes, pero no era el
primer hombre cuyo intelecto se embotaba con los años.
Los agentes de la OIE habían mostrado fotografías incluyendo la de Demjanjuk
entre otros a los supervivientes de Treblinka. Basándose en sus identificaciones, y en
una tarjeta de identidad de las SS recuperada de los soviéticos, la ciudadanía
estadounidense de Demjanjuk había sido revocada en 1981. Había sido extraditado a
Israel, y ahora estaba siendo sometido a juicio por el único crimen capital de la ley
israelí.
La sala del tribunal en el centro de convenciones de Binyanei Ha'uma de
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Jerusalén era grande… de hecho, era en realidad la Sala Dos, un teatro alquilado para
celebrar aquel juicio, el más importante desde el de Eichmann, para que tantos
espectadores como fuese posible pudieran ver cómo se hacía historia. Gran parte del
público eran supervivientes del Holocausto y sus familias. Los supervivientes eran
cada vez menos: desde el juicio de desnaturalización de Demjanjuk en Cleveland, tres
de los que le habían identificado como Ivan el Terrible habían fallecido.
El banco de los jueces estaba en el escenario: tres altas sillas de cuero negro, con
la del centro todavía más elevada que las otras dos. A cada lado había una bandera
israelí azul y blanca. A la izquierda del escenario, los asientos de la acusación y la
silla de los testigos; a la derecha, la mesa para los abogados defensores; y, detrás, el
espacio donde Demjanjuk, con una camisa de cuello abierto y una chaqueta deportiva
azul, estaba sentado con su intérprete y un guardia. Todos los muebles eran de
madera clara pulida. El escenario se elevaba un metro sobre los asientos del público.
Los equipos de televisión estaban al fondo de la sala: el juicio se transmitía en
directo.
Ya había pasado una semana de juicio. Avi Meyer, presente como observador de
la OIE, mataba el tiempo hasta que se llamase a audiencia releyendo una edición de
bolsillo de Matar a un ruiseñor. El cuento de Harper Lee le había afectado
profundamente cuando lo leyó en la universidad. No es que las experiencias de Scout,
es decir la señorita Jean Louise Finch, en el Profundo Sur tuviesen nada que ver con
su infancia en Chicago. Pero la historia, la historia de las verdades que escondemos,
de la búsqueda de la justicia, era intemporal.
De hecho, quizá el libro tuviera tanto que ver con su incorporación a la OIE como
los fantasmas de los parientes a los que nunca había conocido. Tom Robinson, un
hombre negro, era acusado de la violación de una muchacha blanca llamada Mayella
Ewell. La única prueba física era la cara magullada de Mayella: había sido golpeada
repetidamente por un zurdo. Su padre, un sucio borracho empobrecido, era zurdo.
Tom Robinson era un tullido: su brazo izquierdo era veinticinco centímetros más
corto que el derecho, y acababa en una diminuta mano arrugada. Tom declaró que
Mayella se había arrojado sobre él, que había rechazado sus avances, y que su padre
le había golpeado por tentar a un negro. No había la menor prueba de violación, y
Tom Robinson era físicamente incapaz de infligir aquellos golpes.
Pero en aquel soñoliento pueblo sureño de Maycomb, Alabama, el jurado
compuesto exclusivamente por varones blancos había encontrado culpable a Tom
Robinson. El testimonio de una muchacha blanca debía ser tenido en mayor
consideración que el de un negro y, bueno, aunque Robinson no fuera culpable de
aquel crimen en particular, era un negro haragán culpable sin duda de alguna otra
cosa.
No cabía duda de que la justicia necesitaba allí guardianes virtuosos. Y había uno
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en Matar a un ruiseñor: el padre abogado de Jean Louise, Atticus Finch, que defendía
a Tom a pesar de las calumnias de los lugareños, haciendo una defensa animosa,
inteligente, digna.
En los años treinta, el palacio de justicia, como todo lo demás, estaba segregado.
Los negros tenían que sentarse en la platea.
Jean Louise y su hermano Jem se habían colado en el tribunal y encontrado un
sitio desde el que mirar, cerca del amable Reverendo Sykes.
Cuando el juicio terminó y Tom Robinson fue llevado a la cárcel, cuando todos
los blancos hubieron salido, los negros esperaron en silencio mientras Atticus Finch
recogía sus libros de leyes. Mientras salía, los hombres y mujeres negros, sabiendo en
sus corazones que Tom era inocente, que aquella era su carga y que Atticus había
hecho todo lo posible, se levantaron en un silencioso saludo. El Reverendo Sykes
habló a la joven hija de Atticus: Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está
pasando.
Incluso en la derrota, un hombre virtuoso es honrado por aquellos que saben que
hizo cuanto pudo por una causa honorable. Su padre está pasando…
El Juez del Tribunal Supremo Dov Levin y los jueces del distrito de Jerusalén Zvi
Tal y Dalia Dorner, el tribunal que decidiría el destino de John Demjanjuk, entraron
en el teatro. Cuando estuvieron sentados, el alguacil anunció el comienzo de la
sesión.
—¡Beit Hamishpat! El Estado de Israel contra Ivan, «John», hijo de Nikolai
Demjanjuk, expediente criminal 373/86 en el Tribunal del Distrito de Jerusalén,
constituido como Tribunal Especial bajo la Ley para el Castigo de Nazis y
Colaboradores. Sesión matutina de 24 de Shevat de 5747, 23 de febrero de 1987.
Avi Meyer dobló la esquina de la página para marcarla.
—Mi nombre es Epstein, Pinhas, hijo de Dov y Sara. Nací en Czestochowa,
Polonia, el 3 de marzo de 1925. Viví allí con mis padres hasta el día en que fuimos
llevados a Treblinka.
Avi Meyer, que acababa de cumplir los cuarenta y por lo tanto era particularmente
consciente de las señales del envejecimiento, pensó que Epstein parecía diez años
más joven de sus sesenta y dos. Era alto, con una cabeza cubierta de pelo castaño
rojizo peinado hacia atrás.
Los tres jueces escuchaban con atención: el barbudo Zvi Tal, con un yarmulke
sobre su fuerte pelo gris; Dov Levin, severo, calvo, con gafas de concha; y Dalia
Dorner, con el pelo corto y vestida con chaqueta y corbata como sus colegas
masculinos.
—Señorías —dijo Epstein, volviéndose hacia ellos—. Recuerdo un incidente…
todavía tengo pesadillas con él. Un día, una niña logró escapar con vida de la cámara
de gas. Tendría doce o catorce años. Como Jubas Meyer, Shlomo Malamud y otros,
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yo era un portador de cadáveres, que sacaba a los muertos de las cámaras. —Avi
Meyer se irguió en su asiento al oír el nombre de su padre—. Las palabras de aquella
niña siguen sonando en mis oídos. Decía «¡Madre! ¡Madre!». —Epstein hizo una
pausa para secarse las lágrimas—. Bien, Ivan fue a por Jubas y…
Avi Meyer sentía los latidos de su corazón. Epstein se había callado, y miraba de
un juez a otro, sobre todo a Dalia Dorner, como si le intimidase una presencia
femenina.
—Lo siento. Me da vergüenza repetir lo que dijo Ivan.
Dov Levin frunció el ceño y se quitó las gafas.
—Si es importante que oigamos sus palabras, dígalas.
Epstein tomó aire.
—Ivan golpeó a Jubas, y gritó Davay yebatsa…
Levin enarcó sus pobladas cejas negras.
—¿Qué significa eso?
Epstein se retorció en su silla.
—«Ven a follar», en ruso. Le dijo a Jubas «Quítate los pantalones y ven a follar».
Y señaló a la muchacha.
Avi Meyer sintió la bilis en el fondo de su garganta. Creía haber oído todos los
horrores veintisiete años atrás, después de su bar mitzvah. Su madre estaba muerta
ya; esperó que ella nunca lo hubiera sabido.
Mickey Shaked, uno de los tres fiscales de Israel, tenía el pelo rizado y unos ojos
tristes, espirituales. Puso una serie de fotos sobre un cartón ante Epstein. Era una hoja
con ocho fotografías: dos filas de tres fotos y una fila final de dos. Las cinco primeras
eran fotos de pasaporte; la sexta procedía de algún otro documento. Sólo la séptima y
la octava eran instantáneas, casi el doble de grandes que las otras. De las ocho
fotografías, sólo la séptima mostraba un hombre casi totalmente calvo, sólo la
séptima era la de un hombre de cara redonda.
—¿Reconoce a alguien en estas fotografías?
Epstein asintió, pero al principio fue incapaz de dar voz a sus pensamientos. Por
fin puso un dedo sobre la séptima foto.
—Le conozco.
—¿En qué?
—La frente, la cara redonda, el cuello muy corto, los hombros anchos, las orejas
salientes… Es Ivan el Terrible, tal y como le recuerdo de Treblinka.
—¿Y ve ahora a ese hombre en esta sala? —preguntó Shaked, mirando a su
alrededor como si no tuviese idea de dónde podía estar el monstruo.
Epstein elevó la voz al señalar a Demjanjuk.
—¡Sí, está sentado ahí mismo!
Los espectadores aplaudieron realmente. El abogado israelí de Demjanjuk, Yoram
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Sheftel, extendió implorante los brazos hacia el tribunal. El juez Levin frunció el
ceño, como si no quisiera interrumpir una buena función, pero acabó por pedir orden
en la sala.
Había otro testigo declarando: Eliahu Rosenberg, un hombre bajo y compacto, de
pelo gris y pobladas cejas oscuras.
—Le ruego que mire al acusado. Fíjese en él —dijo Shaked.
Rosenberg se volvió hacia los jueces.
—¿Pueden pedirle que se quite las gafas?
Demjanjuk se las quitó de inmediato, pero cuando Mark O'Connor, su abogado
americano, se puso en pie para protestar, volvió a ponérselas.
—Señor O'Connor —dijo ceñudo el Juez Levin—. ¿Cuál es su objeción?
O'Connor miró a Demjanjuk, después a Rosenberg, y por fin de nuevo a Levin. Se
encogió de hombros.
—Mi cliente no tiene nada que ocultar.
Demjanjuk se puso en pie y volvió a quitarse las gafas. Después se inclinó hacia
O'Connor.
—Está bien —le dijo—. Haga que se acerque —señaló el borde de su estrado—.
Que venga aquí.
Al principio, O'Connor chistó a Demjanjuk, pero después pareció pensar que
quizá fuese buena idea.
—Mar Rosenberg, ¿por qué no viene para mirarle de cerca?
Rosenberg dejó el asiento de los testigos y se acercó a Demjanjuk sin apartar la
mirada de él. Puso una mano sobre la barandilla del estrado para sostenerse.
—¡Posmotree! —gritó—. ¡Mírame!
Demjanjuk le miró a los ojos y ofreció su mano.
—Shalom.
Rosenberg retrocedió tambaleándose.
—¡Asesino! ¿Cómo te atreves a ofrecerme la mano? —Avi Meyer vio cómo
Adina, la esposa de Rosenberg, se desmayaba en la tercera fila. Su hija la cogió en
brazos. Rosenberg volvió airado a su asiento.
—Se le ha pedido que mire de cerca al acusado —dijo el Juez Dov Levin—. ¿Qué
ha visto?
La voz de Rosenberg temblaba.
—Es Ivan —musitó intentando recobrar la compostura—. Lo digo sin vacilar y
sin la menor duda. Es Ivan de Treblinka… Ivan el de las cámaras de gas. Nunca
olvidaré esos ojos… esos ojos de asesino.
Demjanjuk gritó algo. Avi Meyer no lo entendió bien, y O'Connor, entorpecido
por el audífono traductor, tampoco pareció captarlo. Se quitó los auriculares y se dio
la vuelta para mirar a su cliente.
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Avi aguzó el oído.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el abogado.
Demjanjuk, con la cara roja, cruzó los brazos sin contestar. El abogado israelí,
Yoram Sheftel, se acercó a O'Connor y tradujo.
—Ha dicho Atah shakran, «es un mentiroso».
—¡Estoy diciendo la verdad! —gritó Rosenberg—. ¡Es Ivan el Terrible!
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CAPÍTULO 6
Trece meses después
Minneapolis
Molly Bond se sentía… bueno, no estaba segura de cómo se sentía. Barata, pero
excitada; llena de miedo, pero también de esperanza.
Había cumplido veintiséis años aquel verano, e iba camino de doctorarse en
psicología del comportamiento. Pero esa noche no estaba estudiando. Estaba sentada
en un bar a unas manzanas del campus de la Universidad de Minnesota, y el aire lleno
de humo le picaba en los ojos. Ya había tomado té helado de Long Island, intentando
hacer acopio de valor. Llevaba una ajustada blusa roja de seda, sin sujetador debajo.
Si se miraba el pecho, podía ver los puntos de los pezones apretados contra la tela. Se
había desabrochado un botón antes de entrar, e hizo lo mismo con el segundo.
Además llevaba una falda negra de cuero que no le llegaba ni a medio muslo, medias
oscuras, y zapatos negros de tacón de aguja. El pelo rubio le caía suelto sobre los
hombros, y se había puesto sombra de ojos verde, y un pintalabios tan rojo como su
blusa de seda.
Vio a un tío que entraba en el bar: no estaba mal, moreno, de unos veinticinco
años, ojos marrones y abundante pelo oscuro. Italiano, quizá. Llevaba una cazadora
de la UM, con las letras MED en una manga. Perfecto.
Molly notó que la miraba. Su estómago se agitó. Le devolvió la mirada con una
pequeña sonrisa y apartó la vista.
Bastó con eso. Él se acercó y ocupó el taburete junto al suyo, dentro de su zona.
—¿Puedo invitarte a una copa?
—Té helado de Long Island —asintió ella, señalando su vaso vacío. Él hizo señas
al camarero.
Los pensamientos del tío eran pornográficos. Cuando creía que no le miraba,
Molly pudo verle estudiando su escote. Cruzó las piernas sobre el taburete, haciendo
botar sus pechos.
No tardaron en ir a su casa. Era el típico apartamento de estudiante, no lejos del
campus: cajas vacías de pizza en la cocina, libros de texto por encima de los muebles.
Él se disculpó por el desorden y empezó a despejar el sofá.
—No es necesario —dijo Molly. Sólo había dos puertas, y ninguna estaba
cerrada: se dirigió a la que daba al dormitorio.
Él se aproximó, sus manos encontrando los pechos a través de la blusa, y bajo
ella, y después ayudando a Molly a quitársela. Ella le desabrochó el cinturón, y se
quitaron el resto de la ropa de camino a la cama, bastándoles con la luz que llegaba
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del salón. Él sacó un paquete de tres condones de la mesita de noche y miró a Molly.
—Odio estas cosas —dijo tanteando las aguas, esperando que ella estuviese de
acuerdo—. Matan la sensación.
Molly le acarició el pecho peludo y musculoso brazo hasta llegar a la mano,
cogiendo los condones y dejándolos de nuevo en el cajón de la mesilla.
—¿Para qué molestarse, entonces? —dijo sonriente. Le acarició el pene hasta que
estuvo completamente erecto.
Cinco años después
Washington, D.C.
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derrumbó entre lágrimas al saber de los horrores cometidos por su padre en
Treblinka. «Me alegro de que madre muriese sin saberlo,» se dijo que había
explicado.
Al oír aquellas palabras, Avi sintió que el corazón le daba un vuelco. Era el
mismo sentimiento que había tenido al saber que Ivan había obligado a su padre a
violar a una niña.
Los archivos de la KGB tenían una declaración jurada de Nikolai Shelaiev, el otro
operador de la cámara de gas de Treblinka, que había sido, bastante literalmente, el
menor de dos males. Capturado por los soviéticos en 1950, Shelaiev había sido
juzgado y ejecutado como criminal de guerra en 1952. Su declaración contenía la
última referencia a Marchenko, visto saliendo de un burdel de Fiume en 1945. Le
había dicho a Nikolai que no tenía ninguna intención de volver a casa con su familia.
Antes incluso de que María Dudek hablase con Mike Wallace, antes de que
Demjanjuk fuese despojado de su ciudadanía americana, Avi había sabido que el
apellido usado por Ivan el Terrible en Treblinka podía haber sido Marchenko. Pero
aquello no tenía importancia, se había dicho: el apellido Marchenko estaba de todas
formas íntimamente ligado a Demjanjuk. En un formulario cumplimentado por
Demjanjuk para pedir la condición de refugiado, lo había dado como apellido de
soltera de su madre.
Pero antes del primer juicio había salido a la luz la licencia matrimonial de los
padres de Demjanjuk, de 24 de enero de 1910. Demostraba que el nombre de soltera
de su madre no era Marchenko, sino Tabachuk. Interrogado al respecto, Demjanjuk
explicó que había olvidado el apellido de soltera de su madre, y, sin considerarlo
importante, se había limitado a poner un apellido ucraniano muy corriente para
terminar con el papeleo.
Claro, había pensado Avi. Seguro.
Pero ahora parecía que era la verdad. John Demjanjuk no era Ivan…
… y Avi Meyer y el resto de la OIE habían estado a punto de convertirse en los
responsables de la ejecución de un inocente.
Avi necesitaba relajarse, apartar su mente de todo aquello.
Cruzó el salón hasta el armario donde guardaba sus cintas de vídeo. Recuerdos de
Brighton Beach siempre le animaba, y Golfus de Roma, y…
Sin pensarlo, cogió un estuche de dos cintas.
Vencedores y vencidos.
No era precisamente alegre, pero al menos mantendría su mente ocupada durante
tres horas, hasta que fuese el momento de acostarse, Avi introdujo la primera cinta en
el vídeo, y, mientras sonaba la emocionante obertura, puso algunas palomitas en el
microondas.
La película fue avanzando. Avi bebió tres cervezas.
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Los papeles se habían invertido en Nuremberg: Burt Lancaster interpretaba a
Ernst Janning, uno de los cuatro jueces alemanes encausados. Parecía un papel
pequeño, secundario, hasta que Janning subía al estrado en la última media hora de
metraje…
El caso contra Janning giraba sobre Feldenstein, un judío a quien había hecho
ejecutar basándose en falsas acusaciones de inmoralidad. Janning reclamaba su
derecho a hablar, a pesar de las objeciones de su abogado. Cuando subía a su estrado,
Avi sintió un nudo en el estómago. Janning contaba las mentiras de Hitler a la
sociedad alemana: «Hay diablos entre nosotros: comunistas, liberales, judíos,
gitanos… Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida». Janning
meneaba la cabeza. Era la vieja historia del chivo expiatorio.
Lancaster hablaba trabajosamente, poniendo todo su oficio en el monólogo. No es
fácil decir la verdad, decía, pero si hay alguna salvación para Alemania, los que
conocemos nuestra culpa debemos admitirla, por doloroso y humillante que sea.
Hacía una pausa. Ya tenía mi veredicto en el caso de Feldenstein antes de entrar en el
tribunal. Le hubiese declarado culpable pese a cualquier prueba. No era un juicio,
sino un ritual de sacrificio en que Feldenstein el judío era víctima desvalida.
Avi detuvo la cinta, decidiendo no ver el resto aunque casi había terminado. Fue
al baño para lavarse los dientes.
Pero había pulsado PAUSA en lugar de STOP. A los cinco minutos, la cinta se
puso de nuevo en marcha: más CNN. Avi volvió al salón, buscando el mando a
distancia…
… y decidió acabar de ver la película. Algo en él necesitaba ver el final otra vez.
Después del juicio y de que Janning y los otros tres juristas nazis fuesen
condenados a cadena perpetua, Spencer Tracy, en el papel del juez americano
Haywood, visitaba a Janning en la cárcel a petición de éste. Janning había escrito
memorias de los casos de los que aún se enorgullecía, los justos, aquellos por los que
quería ser recordado. Daba los papeles a Haywood para que los guardase.
Y entonces, con una mínima nota de súplica en su voz, Lancaster controlando su
papel a la perfección, decía: Juez Haywood… la razón por la que le he pedido que
venga… Esas personas, esos millones de personas… Nunca pensé que llegaría a
aquello. Debe creerlo. Debe creerlo.
Había un momento de silencio, y entonces Spencer Tracy decía con tristeza,
suavemente: Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a
muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Avi Meyer apagó el televisor y se quedó sentado en la oscuridad, hundido en el
sofá.
Diablos entre nosotros, la frase de Hitler, según decía Janning. Volvió a mirar en
su armario: junto al hueco de Vencedores y vencidos estaba Asesinos entre nosotros:
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La historia de Simon Wiesenthal.
Ecos. Ecos incómodos, pero ecos al fin y al cabo.
Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida.
Avi había querido creerlo. Destruye la miseria, deja que los fantasmas descansen.
Y Demjanjuk… Demjanjuk…
Era la vieja historia del chivo expiatorio.
No. No, había sido un buen caso, un caso justo, un…
Ya tenía mi veredicto antes de entrar en el tribunal. Le hubiese declarado culpable
pese a cualquier prueba. No fue un juicio, sino un ritual de sacrificio.
Sí, en el fondo, Avi Meyer lo había sabido. Y sin duda los jueces Dov Levin, Zvi
Tal y Dalia Dorner lo habían sabido también.
Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un
hombre sabiendo que era inocente.
Mar Levin, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un
hombre sabiendo que era inocente.
Mar Tal, llegó a aquello…
Giveret Dorner, llegó a aquello…
Avi sintió que se le revolvía el estómago.
Agente Meyer, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un
hombre sabiendo que era inocente.
Avi se levantó y miró por la ventana hacia la Calle D. Su visión estaba borrosa.
Queríamos justicia. Queríamos que alguien pagase. Puso la mano contra el frío
cristal. ¿Qué había hecho? ¿Qué había hecho?
Ahora, los fiscales de Israel estaban diciendo, bueno, si Demjanjuk no fue Ivan el
Terrible, quizá fuera un guardia en Sobibor o algún otro campo nazi.
Avi pensó en Tom Robinson, con su mano negra y lisiada. Negro haragán… si no
era culpable de violar a Mayella Ewell, probablemente lo sería de alguna otra cosa.
La CNN había mostrado el teatro convertido en sala del tribunal, el mismo teatro
en el que Avi se había sentado cinco años antes, observando el desarrollo del caso.
Demjanjuk, todavía cautivo, estaba siendo llevado a la celda donde había pasado las
últimas dos mil noches.
Avi salió del salón, hacia la oscuridad.
Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está pasando.
Pero ni siquiera los fantasmas se pusieron en pie para señalar la salida de Avi
Meyer.
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CAPÍTULO 7
Pierre Tardivel se convirtió en un hombre consagrado a sus estudios. Decidió
especializarse en genética, el campo que, después de todo, había supuesto un giro en
su vida. No tardó en distinguirse y comenzar una brillante carrera como investigador
en Canadá.
En marzo de 1993, supo que se había descubierto el gen de la enfermedad de
Huntington, bastando con una sencilla y barata prueba de ADN para determinar si
uno tenía el gen y, por consiguiente, si sufriría la enfermedad en el futuro. Pero Pierre
no se hizo la prueba. Casi tenía miedo de hacerlo. ¿No aflojaría el ritmo si estaba
sano? ¿Volvería a malgastar su vida? ¿A dejarse llevar por las décadas?
A los treinta y dos años, Pierre recibió una beca distinguida de postdoctorado en
el Laboratorio Lawrence Berkeley, situado en una colina sobre la Universidad de
California, Berkeley. Se le asignó al Proyecto Genoma Humano, el esfuerzo
internacional por delimitar y secuenciar todo el ADN que constituye a un ser
humano.
El campus de Berkeley era exactamente como un campus universitario debería
ser: soleado y verde y lleno de espacios abiertos, precisamente el tipo de lugar donde
uno podría imaginar el nacimiento del amor libre.
Menos maravilloso resultaba el nuevo jefe de Pierre, el antipático Burian Klimus,
que había ganado un Premio Nobel por sus descubrimientos para secuenciar el ADN:
la llamada Técnica Klimus, usada en laboratorios de todo el mundo.
Si el Profesor Kingsfield de The Paper Chase hubiese sido un luchador, hubiese
sido la perfecta imagen de Klimus, un hombre grueso y completamente calvo de
ochenta y un años, con un cuello de medio metro de circunferencia. Sus ojos eran
pardos, y su cara, aunque arrugada, sólo mostraba las arrugas de un cuerpo en
contracción; no había líneas de la risa… de hecho, Pierre no vio señales de que
Klimus riese alguna vez.
—No se preocupe por el doctor Klimus —le había dicho Joan Dawson, la
secretaria general del Centro Genoma Humano, el primer día de Pierre en su nuevo
trabajo. Aunque el título completo de Klimus era Profesor de Bioquímica del William
M. Stanley (más o menos una cuarta parte de los mil cien científicos e ingenieros del
LLB tenían deberes académicos en los campus de Berkeley o San Francisco de la
Universidad de California), habían dicho a Pierre que el viejo prefería que le
llamasen «Doctor», no «Profesor». Era un pensador, no un simple maestro.
Joan le cayó bien de inmediato a Pierre, aunque se sentía extraño tuteando a una
mujer que le doblaba en edad. Era amable y dulce: la acogedora madre canosa y con
gafas de todos los distraídos profesores y estudiantes de la UCB que trabajaban en el
Proyecto Genoma Humano. Joan llevaba a menudo galletas o bizcochos caseros,
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dejándolos para que todo el mundo los disfrutase junto a la siempre presente cafetera.
De hecho, poco después de empezar en su nuevo trabajo, Pierre se encontró
sentado frente al escritorio de Joan, masticando una enorme galleta de mantequilla
con M&M's puestos en la masa, mientras esperaba para una cita con Klimus. Joan
estaba mirando una hoja de papel.
—Esto está delicioso —dijo Pierre. Hizo un gesto hacia el plato, en el que todavía
quedaban cinco grandes galletas—. No sé cómo puedes resistirlo. Tiene que ser una
tentación comérselas todas.
Joan levantó la vista, sonriendo.
—Oh, no como ninguna. Soy diabética, ¿sabes? Desde hace unos veinte años.
Pero me encanta hornear, y a la gente parece gustarle lo que traigo. Me gusta ver que
disfrutan con ello.
Pierre cabeceó, impresionado por el autosacrificio. Ya había visto que Joan
llevaba una pulsera de Alerta Médica; ahora entendía por qué. Joan volvió a bizquear
ante la hoja de su escritorio, pero acabó por suspirar y alargársela a Pierre.
—¿Serías tan amable de leerme la última línea? No consigo verla.
—Dice: «Todos los informes de personal Q-4 deben llegar a la oficina del director
no más tarde del 15 de septiembre».
—Gracias —dijo Joan—. Me temo que estoy empezando a sufrir cataratas.
Tendré que operarme un día de estos.
Pierre asintió con simpatía: las cataratas eran comunes entre los diabéticos de
mayor edad.
Miró su reloj: su cita llevaba ya cuatro minutos de retraso. Mierda, odiaba perder
el tiempo.
Aunque Molly había jugado con la idea de intentar conseguir un trabajo en la
Universidad Duke, famosa por sus investigaciones de supuestos fenómenos
psíquicos, aceptó un puesto de profesora adjunta en la Universidad de California,
Berkeley. Había escogido la UCB porque estaba lo bastante lejos de su madre y Paul
(que seguía allí, para la sorpresa de Molly), y de su hermana Jessica (que acababa de
pasar por un breve matrimonio y un divorcio) como para que las visitas fuesen muy
improbables.
Una nueva vida, una nueva ciudad… pero maldición, seguía cometiendo los
mismos errores estúpidos, empeñada en pensar que, de alguna forma las cosas serían
distintas esa vez, que podría pasar una tarde sentada frente a un tipo que no dejaba de
pensar marranadas sobre ella.
Rudy no había sido peor que cualquiera de sus esporádicas citas anteriores, hasta
que se tomó un par de copas… y sus pensamientos superficiales se convirtieron en un
simple torrente de pornografía. Tío, me encantaría follarla. Comerme su coñito. Abre
las piernas, nena, ábrelas bien…
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Ella había probado a cambiar de tema de conversación, pero no importaba de qué
hablasen, los pensamientos en la superficie de la mente de Rudy eran como pintadas
de urinario. Molly comentó que los Oakland As iban bastante bien esa temporada. Yo
sí que correría una carrera contigo, nena, bien adentro. Le preguntó a Rudy por su
trabajo. ¡Trabájate esto, guarra! Chúpala entera… Parecía que iba a llover. Mi lefa es
lo que te va a llover encima, nena…
Finalmente, no pudo aguantarlo más. Eran sólo las 8:40… muy temprano para dar
por terminada una cita que había empezado a las 7:30, pero tenía que salir de allí.
—Discúlpame —dijo Molly—. Creo… creo que esa salsa al pesto me ha sentado
fatal. No estoy bien. Creo que debería irme a casa.
Rudy parecía preocupado.
—Lo siento —dijo. Le hizo una seña al camarero—. Vamos, te llevaré a tu casa.
—No. No, gracias. Prefiero andar… seguro que me vendrá bien un paseo.
—Te acompaño.
—No, de verdad, estaré bien. Pero gracias por ofrecerte —sacó la cartera de su
pequeño bolso—. Con impuestos y propina, mi parte debería ser unos quince dólares
—dijo poniendo esa cantidad en la mesa.
Rudy parecía defraudado, pero al menos su preocupación por su salud era lo
bastante genuina como para haberle borrado el Foro Penthouse de la mente.
—Lo siento —dijo de nuevo.
Molly forzó una sonrisa.
—Yo también.
—Te llamaré.
Ella asintió y salió del restaurante a toda prisa.
El aire nocturno era cálido y agradable. Molly empezó a caminar sin preocuparse
por la dirección. Lo único que sabía era que no quería volver a su apartamento. No
una noche de viernes: demasiado solitario, demasiado vacío.
Estaba en University Avenue, que lógicamente acabaría por llevarla al campus. Se
cruzó con varias parejas (algunas gay, otras hetero) en dirección contraria, captando
los pensamientos claramente sexuales de quienes entraban en su zona… pero no
había problema, pues no se referían a ella. Llegó hasta la Biblioteca Doe, y decidió
entrar. De hecho, la salsa al pesto estaba haciendo gruñir sus intestinos, así que una
visita al lavabo no sería mala idea.
Después subió a la planta principal. La biblioteca estaba casi vacía. ¿Quién iba a
estar estudiando un viernes por la noche, y con el curso recién empezado?
—Buenas, Profesora Bond —dijo un bibliotecario sentado en la mesa de
información. Era un hombre flaco, de mediana edad.
—Hola, Pablo. No hay mucha gente esta noche.
Pablo asintió, sonriendo.
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—Desde luego. Pero tenemos nuestros habituales. El guardia nocturno está aquí,
como siempre —señaló con el pulgar hacia una mesa de roble algo apartada. Un
hombre bien parecido, de unos treinta años y pelo color chocolate, estaba absorto en
un libro.
—¿El guardia nocturno?
—El doctor Tardivel, del LLB —explicó Pablo—. Viene casi todas las noches y
se queda hasta que cerramos. Siempre me está mandando a buscarle revistas.
Molly volvió a mirar al tipo. No le sonaba su nombre y no recordaba haberle visto
por el campus. Dejó a Pablo y se encaminó hacia la sala de lectura principal.
Casualmente, los últimos ejemplares de muchas revistas estaban en unos estantes
cerca de la mesa del tal Tardivel. Empezó a buscar un número reciente de
Developmental Psychology o Cognition para matar una hora o dos. Cuando se agachó
para inspeccionar las revistas del estante inferior, sus pantalones se tensaron.
Un pensamiento acarició su consciencia como el roce de una pluma sobre la piel
desnuda… pero era ininteligible.
Las revistas estaban desordenadas, y las puso en orden cronológico, con las más
recientes en lo alto de la pila.
Otro pensamiento cruzó por su mente… y de pronto se dio cuenta de por qué no
lo entendía. El pensamiento estaba en francés; Molly reconoció el sonido mental del
idioma.
Encontró el último número de DP, se puso en pie y buscó un lugar para sentarse.
Había un montón de sillas libres, por supuesto, pero, bueno…
Francés.
El tío pensaba en francés.
Y además era bastante atractivo.
Se sentó a su lado y abrió su revista. Él levantó la mirada, con una expresión de
sorpresa. Molly le sonrió.
—Bonita noche —dijo, sin pensarlo siquiera.
Él le devolvió la sonrisa.
—Sí que lo es.
Molly sintió que le latía el corazón: todavía pensaba en francés. Había conocido a
otros extranjeros, pero todos pasaban a pensar en inglés cuando hablaban en ese
idioma.
—Qué acento tan bonito. ¿Francés?
—Franco-canadiense. De Montreal.
—¿Eres un estudiante de intercambio? —preguntó Molly, aunque sabía que no lo
era.
—No, no. Tengo una beca postdoctorado en el LLB.
—Ah, entonces conocerás a Burian Klimus —ella fingió un estremecimiento—.
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Es un tipo frío.
Pierre se rio.
—Y tanto.
—Me llamo Molly Bond. Soy profesora adjunta del departamento de Psicología.
—Enchanté. Yo soy Pierre Tardivel —hizo una pausa—. Psicología, ¿eh?
Siempre me ha interesado.
—Uau.
—¿Uau?
—Es verdad que decís eso. Me refiero a los canadienses. Decís «eh».
Pierre pareció sonrojarse un poco.
—También decimos «es un placer».
—¿Qué?
—Aquí, si le dices «gracias» a alguien, todos contestan «uh, uh». Nosotros
decimos «es un placer».
Molly se rio.
—Touché —y se llevó la mano a la boca—. Vaya, supongo que sé algo de francés,
después de todo.
Pierre sonrió. Era una sonrisa realmente agradable.
—¿Y qué? —preguntó Molly, mirando las viejas estanterías—. ¿Vienes mucho
por aquí?
Pierre asintió. Había montones de pensamientos en la superficie de su mente, pero
para su deleite, Molly no entendía ni uno de ellos. Y el francés era un idioma tan
bonito… casi como una suave música de fondo en lugar del irritante ruido de los
pensamientos articulados de la mayoría de las personas.
Las palabras de Molly salieron antes de que pudiera pensar lo que decía.
—¿Te apetece un café? Hacen unos cappuccinos estupendos en Bancroft —
añadió, como si hiciese falta justificarse de alguna forma.
Pierre tenía una extraña expresión, una mezcla de incredulidad y agradable
sorpresa por su inesperada suerte.
—Sería delicioso.
Sí, pensó Molly. Ya lo creo.
Hablaron durante horas, sin que el constante acompañamiento de los
pensamientos en francés de Pierre fuesen molestos. Quizá fuese tan cerdo como
muchos hombres, pero Molly lo dudaba. Pierre parecía genuinamente interesado en lo
que ella decía, escuchando atentamente. Y tenía un maravilloso sentido de humor;
Molly no podía recordar la última vez que había disfrutado tanto de la compañía de
alguien.
Molly había oído que los franceses (y los franco-canadienses) tenían una actitud
hacia las mujeres distinta de los americanos. Se mostraban más relajados con ellas,
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menos obligados a estar probándose continuamente. Sólo se lo había creído a medias.
Sospechaba que aquella pose tan tranquila hacia el desnudo femenino era parte de
una vasta conspiración: ¡poned cara de póquer, y harán botar las tetas delante de
vosotros! Pero Pierre parecía de verdad interesado en su mente y su trabajo… y
aquello encendía más a Molly que cualquier exhibición de machote.
De pronto llegó la medianoche y el café empezó a cerrar.
—Dios mío, ¿adónde se ha ido el tiempo?
—Se ha ido al pasado —dijo Pierre—. Y he gozado de cada momento. No había
disfrutado de un descanso como éste en semanas —sus ojos se encontraron—. Merci
beaucoup.
Molly sonrió.
—A estas horas, alguien debería escoltarte hasta tu coche o tu casa. ¿Me
permites?
Ella sonrió de nuevo.
—Me encantaría. Vivo a unas pocas manzanas. —Salieron del café. Pierre andaba
con las manos a la espalda. Molly se preguntó si intentaría cogerle la mano, pero no
lo hizo.
—La verdad es que tengo que ver más de todo esto —dijo él—. Había pensado ir
a San Francisco mañana, hacer un poco de turismo.
—¿Aceptas compañía?
Habían llegado a la entrada del bloque de apartamentos.
—Desde luego —dijo Pierre—. Gracias.
Hubo un momento de silencio. Bueno, pensó Molly, volveremos a vernos por la
mañana, a menos… la idea, o quizá fuese la brisa nocturna, hizo que se
estremeciera… a menos que se quede esta noche. Pero lo que pensaba aquel Pierre
era un completo misterio.
—¿Te parece bien que almorcemos juntos a las once?
—Perfecto —dijo ella—. Allí, al otro lado de la calle.
Se preguntó si le iba a dar un beso. Era excitante no saber lo que pensaba hacer.
El momento se alargó. Él no hizo su jugada… y aquello también era excitante.
—Hasta mañana, entonces. Au revoir.
Molly entró. Sonreía de oreja a oreja.
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CAPÍTULO 8
Su relación avanzaba muy bien. Habían estado tres veces en el apartamento de Molly,
pero ella no había visto aún su casa: aquella fue la gran noche; la A&E emitía otro
telefilme de Cracker con Robbie Coltrane, y a los dos les encantaba la serie. Pero
Molly sólo tenía un televisor de trece pulgadas, y el de Pierre tenía veintisiete… lo
mínimo para ver los partidos de hockey de forma decente.
Pierre hizo un poco de limpieza, recogiendo los calcetines y la ropa interior del
suelo del salón, quitando los periódicos del sofá verde y naranja, y limpiando el polvo
en lo que consideraba un trabajo respetable… pasando la manga de su jersey de los
Montreal Canadiens por encima del televisor y el estéreo.
Encargaron una pizza de La Val durante el último intermedio, y al terminar la
película charlaron sobre ella mientras esperaban. A Molly le gustaba mucho el uso de
la psicología en la serie; el personaje de Coltrane, Fitz, era un psicólogo forense que
trabajaba con la policía de Manchester.
—Desde luego, es un tipo asombroso.
—Y sexy —añadió Molly.
—¿Quién, Fitz?
—Sí.
—¡Si le sobran cuarenta kilos, es un alcohólico, un ludópata y fuma como una
chimenea!
—Pero esa mente… esa intensidad…
—Acabará en urgencias con un ataque al corazón.
—Lo sé —suspiró Molly—. Espero que tenga un buen seguro médico.
—Gran Bretaña es como Canadá: hay seguridad social.
—Eso no suena muy bien por aquí. Pero debo decir que me gusta la idea de una
medicina socializada. Es una pena que Hillary no lo consiguiera. —Una pausa—.
Supongo que no te hizo ninguna gracia tener que pagar por tu seguro médico.
—Seguramente no me la hará. Todavía no me he hecho un seguro.
Molly se quedó boquiabierta.
—¿No tienes seguro médico?
—Pues… no.
—Estarás cubierto por el plan de la facultad.
—No. Al fin y al cabo, no soy miembro de la facultad, sino un simple
postdoctorado.
—Pierre, deberías hacerte algún seguro médico. ¿Y si te pasa algo?
—Supongo que no había pensado en ello. Estoy tan acostumbrado al sistema
canadiense, que me cubría de forma automática, que no se me había ocurrido hacer
nada al respecto.
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—¿Todavía te cubre el plan canadiense?
—En realidad es un plan provincial, el de Québec. Pero este año no he cumplido
los requisitos de residencia, así que no, no estoy cubierto.
—Más vale que hagas algo pronto. Un accidente podría dejarte en la ruina.
—¿Puedes recomendarme a alguien?
—Yo no tengo ni idea. Estoy bajo el plan de la facultad. Creo que es Sanidad
Secoya. Pero no sé qué compañía es mejor para seguros individuales. He visto
anuncios de una que se llama Bay Area, y otra… ¿cómo era? Cóndor, creo.
—Les llamaré.
—Mañana. Hazlo mañana mismo. Mi tío se rompió una pierna y tuvieron que
ponerle en tracción. No tenía seguro, y la factura fue de treinta y cinco mil dólares.
No le quedó más remedio que vender su casa para pagarla.
Pierre le dio unas palmaditas en la mano.
—De acuerdo entonces. Será lo primero que haga mañana.
Por fin llegó su pizza. Pierre llevó la caja a la mesa del comedor y la abrió. Molly
comía sus porciones directamente de la caja, pero a él le gustaba que le quemase el
cielo del paladar, así que metía cada porción en el microondas durante treinta
segundos antes de atacarla. La cocina olía a queso y pepperoni, junto con el aroma
del cartón ligeramente húmedo de la caja.
Tras terminar su tercera porción, Molly preguntó, como caído del cielo:
—¿Qué opinas de los niños?
Pierre se sirvió un cuarto pedazo.
—Me gustan.
—A mí también. Siempre he querido ser madre.
Pierre asintió, sin saber qué se esperaba que dijese.
—Quiero decir —continuó Molly— que el doctorado me ocupó mucho tiempo,
y… bueno, no encontraba a la persona adecuada.
—Eso pasa a veces.
Molly picó de su pizza.
—Oh, sí. Por supuesto, no es ningún problema insuperable… Me refiero a no
tener un marido. Tengo un montón de amigas que son madres solteras. Sí, en su
mayoría no lo planearon así, pero de todas formas lo hacen muy bien. De hecho, yo…
—¿Qué?
Ella apartó la vista.
—No, nada.
Pierre sintió curiosidad.
—Dime.
Molly lo pensó durante un rato.
—Hice algo muy estúpido… hace unos seis años, más o menos.
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Pierre enarcó las cejas.
—Tenía veinticinco años y, francamente, había perdido la esperanza de encontrar
un hombre con el que pudiera tener una relación a largo plazo. —Levantó la mano—.
Sí, ya sé que veinticinco años son pocos, pero ya tenía seis más que mi madre cuando
ella me tuvo a mí, y… bueno, no quiero entrar en detalles ahora, pero lo había pasado
muy mal con los chicos, y no parecía que eso fuese a cambiar. Pero yo quería un
niño, y… bueno, me acosté con algunos hombres… cuatro o cinco ligues de una
noche. —Volvió a alzar la mano, como si sintiese la necesidad de hacer que pareciese
menos sórdido—. Todos eran estudiantes de medicina; procuraba elegir con cuidado.
Lo hice cada vez en el mejor momento de mi ciclo; sólo quería quedarme
embarazada. Entiéndeme, no buscaba un marido… sino un poco de esperma.
Pierre tenía la cabeza ladeada. Estaba claro que no sabía cómo responder.
Molly se encogió de hombros.
—Pero no funcionó; no me quedé embarazada. —Miró al techo por unos
momentos y tomó aire—. Sólo conseguí una gonorrea. —Suspiró ruidosamente—.
Supongo que tuve suerte de no coger el sida. Dios, qué idiota fui.
La cara de Pierre debió de reflejar su sorpresa. Ya se habían acostado juntos
algunas veces.
—No te preocupes. Estoy completamente curada, gracias a Dios. Hice todas las
pruebas de seguimiento después de la cura con penicilina. Estoy limpia. Fue una
estupidez, pero… quería un hijo.
—¿Por qué paraste?
Molly miró al suelo. Apenas se oía su voz.
—La gonorrea afectó a mis trompas de Falopio. No puedo quedarme embarazada
de la manera normal; si alguna vez lo hago, tendrá que ser por fertilización in vitro…,
y eso cuesta dinero. Unos diez mil por intento la última vez que miré. Mi seguro no lo
cubre, pues mis trompas obturadas no son una condición congénita. Pero he estado
ahorrando arriba.
—Oh.
—Yo… bueno, pensé que debías saberlo… —Calló, y se encogió de hombros otra
vez—. Lo siento.
Pierre miró su porción de pizza, que ya se había enfriado, y cogió distraídamente
un pimiento verde. Se suponía que estaban cortados por la mitad, pero aquel había
llegado entero a una de sus porciones.
—No sé si es lo mejor, pero supongo que soy lo bastante anticuado como para
creer que un niño debería tener padre y madre.
Molly encontró su mirada, y la sostuvo.
—Opino exactamente lo mismo.
A las dos de la tarde, Pierre entró en la oficina del Centro Genoma Humano… y
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descubrió sorprendido que había una fiesta. No bastaba con el habitual suministro de
golosinas caseras de Joan Dawson: alguien había salido y comprado bolsas de nachos
y galletitas de queso, y varias botellas de champán.
Apenas había entrado cuando otra genetista, Donna Yamashita, le dio un vaso.
—¿Qué celebramos? —preguntó por encima del ruido.
—Por fin han conseguido lo que querían de la Triste Hannah —contestó
Yamashita con una sonrisa.
—¿Qué Hannah? —preguntó él, pero Yamashita ya se había ido para saludar a
alguien. Pierre se acercó a la mesa de Joan. Ella tenía un líquido oscuro en su copa.
Probablemente cola sin azúcar: como diabética, no podía beber alcohol—. ¿Qué
pasa? ¿Quién es la Triste Hannah?
Joan sonrió amablemente.
—Es el esqueleto de Neanderthal prestado por la Universidad Hebrea de Givat
Ram. El doctor Klimus llevaba meses intentando extraer ADN de los huesos, y hoy
ha conseguido una serie completa.
El propio viejo se había acercado a ellos… y por una vez había una sonrisa en su
cara ancha y con manchas hepáticas.
—Así es —dijo con su fría y seca voz. Miró a un rechoncho paleontólogo de la
UCB que estaba a su lado—. Ahora que tenemos ADN Neanderthal, podremos hacer
algo de verdadera ciencia sobre los orígenes humanos, en lugar de aventuradas
especulaciones.
—Eso es maravilloso —replicó Pierre por encima del estruendo de los reunidos
—. ¿Qué antigüedad tienen los huesos?
—Sesenta y dos mil años —dijo Klimus triunfalmente.
—Pero el ADN se habrá degradado tras todo ese tiempo.
—Eso es lo bueno del lugar donde encontraron a la Triste Hannah. Murió en una
cueva, quedando completamente aislada… Era toda una buena mujer de las cavernas.
Las bacterias aeróbicas de la cueva consumieron todo el oxígeno, así que ha pasado
los últimos sesenta mil años en un entorno libre de oxígeno, lo que impidió que sus
pirimidinas se oxidasen. Hemos recuperado veintitrés pares de cromosomas.
—¡Menuda suerte! —dijo Pierre.
—Claro que sí —contestó Dona Yamashita, que había vuelto a aparecer junto al
codo de Pierre—. Hannah contestará a muchas preguntas, incluyendo la gran cuestión
de si los Neanderthal eran una especie separada, Homo neanderthalensis, o sólo una
subespecie de la humanidad moderna, Homo sapiens neanderthalensis, y…
Klimus cortó a Yamashita.
—… y podremos decir si murieron sin dejar descendencia, o si se cruzaron con el
hombre de Cro-magnon, mezclando sus genes con los nuestros.
—Es estupendo.
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—Por supuesto, quedarán muchas preguntas sin contestar sobre los Neanderthal,
como detalles de su aspecto físico, cultura y demás. Pero hoy es un día notable. —
Klimus dio la espalda a Pierre, y en una inesperada muestra de exuberancia, golpeó el
borde de su copa con su pluma Mont Blanc—. ¡Escuchen todos! ¡Atiendan, por
favor! ¡Quisiera proponer un brindis…! ¡por la Triste Hannah, que pronto será la
Neanderthal mejor conocida de la historia!
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CAPÍTULO 9
El laboratorio de Pierre era casi como cualquier otro que hubiese visto: un póster de
la tabla periódica en una pared; un ajado ejemplar de la Biblia Rubber abierto sobre
un escritorio; montones de recipientes de laboratorio en sus soportes; una pequeña
centrifugadora; una terminal UNIX con notas Post-it pegadas al borde del monitor;
una ducha de emergencia, para casos de accidentes químicos; un área de trabajo
rodeada de cristal bajo una campana extractora de humo. Las paredes eran de ese
enfermizo amarillo crema que parece tan común en los ambientes universitarios. La
iluminación era fluorescente; el suelo, de baldosines.
Pierre estaba trabajando en uno de los contadores que se alineaban a lo largo de
las cuatro paredes de la sala, mirando las posiciones de ADN en un panel iluminado
encima del contador. Llevaba una manchada bata blanca de laboratorio, pero sin
abotonar por arriba, de forma que podía verse su camiseta del Carnaval de Invierno
de Québec. Nunca había quedado más sorprendido que cuando un estudiante
americano confundió al Bonhomme de su camiseta con el gigante de malvavisco de
Los Cazafantasmas… algo semejante a confundir al Tío Sam con el Coronel Sanders
del pollo frito.
Burian Klimus apareció en la puerta, con aspecto desconcertado. Junto a él había
una atractiva mujer asiático-americana de cabello negro, que llevaba moldeado como
un crespo halo alrededor de la cara.
—Ahí lo tiene —dijo Klimus.
—Sr. Tardivel, soy Tiffany Feng, de Seguros Médicos Cóndor.
Pierre asintió en dirección a Klimus.
—Gracias por traerla, señor —el viejo genetista frunció el ceño y se marchó.
Tiffany tendría poco menos de treinta años. Llevaba un maletín negro, chaqueta
azul y pantalones a juego. Su blusa blanca estaba abierta en el escote más de lo que
uno podría esperar. A Pierre le hizo gracia: sospechó que Tiffany se vestiría de forma
distinta según su cliente fuese hombre o mujer.
—Lamento el retraso, había un tráfico terrible en el puente. —Ella le entregó una
tarjeta profesional amarilla y negra, y estudió apreciativamente el laboratorio—.
Obviamente, es usted un científico.
—Soy biólogo molecular. Trabajo en el Proyecto Genoma Humano.
—¿De veras? ¡Es fascinante!
—¿Sabe algo de ello?
—Hemos tenido algunas buenas conferencias en el trabajo —ella sonrió—. Creo
que está usted interesado en hablar sobre opciones de seguro.
Pierre hizo un gesto a Tiffany para que tomase asiento.
—Así es. Soy de Canadá, y nunca he tenido un seguro médico. El plan de Québec
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para residentes me cubrirá todavía durante algún tiempo, pero…
Tiffany asintió.
—He ayudado a varios canadienses en su caso. Su plan provincial de salud cubre
sólo el valor monetario que tendrían los mismos servicios en Canadá, donde el
gobierno fija los precios. Pero aquí no hay ese control: como verá, los gastos son más
elevados y su plan de Québec no cubre el extra. Además, los planes provinciales
cubren los gastos médicos, pero no cosas como habitaciones de hospital privadas -
hizo una pausa—. ¿Tiene algún seguro bajo el plan de la asociación de la facultad?
—No pertenezco a su personal: sólo soy un investigador visitante.
Ella puso su maletín sobre el banco y lo abrió.
—Bien, entonces necesita un programa global. Nosotros ofrecemos lo que
llamamos nuestro Plan Oro, que cubre el cien por cien de todas sus facturas
hospitalarias por emergencias, incluyendo traslados en ambulancia y todo lo que
pueda necesitar, como sillas de ruedas o muletas. También cubre sus necesidades
médicas rutinarias, como chequeos médicos anuales, tratamientos y demás. —Le
entregó un tríptico ribeteado en oro.
Pierre tomó el folleto y le echó un vistazo. Los enfermos de Huntington solían
acabar sus vidas con una larga estancia en el hospital. Si tenía la enfermedad, querría
una habitación privada, por supuesto, y… ah, bien. El seguro cubría servicios de
enfermería a domicilio e incluso tratamientos experimentales.
—Suena bien. ¿Qué hay de las primas?
—Siguen una escala —ella sacó una carpeta amarilla y negra del maletín—.
¿Puedo preguntarle su edad?
—Treinta y dos.
—¿Fuma?
—No.
—¿Tiene algún problema médico, como diabetes, sida o un soplo cardíaco?
—No.
—¿Viven todavía sus padres?
—Mi madre sí.
—¿De qué murió su padre?
—Mmm… se refiere a mi padre biológico, supongo.
Tiffany pestañeó.
—Sí.
Henry Spade había muerto cuatro años atrás; Pierre había asistido al funeral en
Toronto.
—Complicaciones de la enfermedad de Huntington.
Ella cerró la carpeta, mirando a Pierre por un momento.
—Oh, eso complica bastante las cosas. ¿Tiene usted la enfermedad?
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—No lo sé.
—¿No tiene síntomas?
—Ninguno.
—La enfermedad se transmite en un gen dominante, ¿verdad? Así que tiene usted
un cincuenta por ciento de posibilidades de haberla heredado.
—Correcto.
—¿Pero no se ha hecho la prueba?
—No.
Ella suspiró.
—Esto es muy irregular, Pierre. Yo no decido a quién se cubre y a quién no, pero
puedo decirle lo que va a pasar si cursamos su solicitud ahora: la rechazarán en base a
su historial familiar.
—¿De verdad? Supongo que debería haber tenido la boca cerrada.
—No le hubiese hecho ningún bien a largo plazo: una reclamación relacionada
con su enfermedad de Huntington sería investigada. Si comprobásemos que conocía
usted su historial familiar al hacer la solicitud, perdería sus derechos. No, ha hecho
bien en decírmelo, pero…
—¿Pero qué?
—Como ya le he dicho, esto es muy irregular. —Volvió a abrir la carpeta, yendo a
una de las últimas secciones—. No suelo enseñar esta tabla a los clientes, pero…
bien, lo explica claramente. Como puede ver, tenemos tres niveles básicos de primas
en cada categoría por edad/sexo. En la compañía los llamamos niveles A, M, y B, por
alto, medio y bajo. Si usted tuviera un historial familiar que mostrase, digamos, una
predisposición al infarto a partir de los cuarenta años, algo así, le extenderíamos la
póliza, pero al nivel A, el superior. Si su historial familiar fuese favorable, le
ofreceríamos el nivel M, que también es bastante elevado…
—¡Y tanto! —dijo Pierre, mirando las cifras de la columna «Hombres 30-34».
—Sí, pero eso es porque no se nos permite exigir pruebas genéticas a los
solicitantes. Por tanto, debemos asumir que usted podría tener un serio desorden
genético. Ahora, se supone que después de enseñarle ese nivel tengo que decirle:
«Bien, como sabe no está obligado a hacerse una prueba genética, pero si lo hace
voluntariamente, y los resultados son favorables, puedo ofrecerle este nivel, el B».
—Es sólo la mitad que el M.
—Exactamente. Es un incentivo para hacerse la prueba. No le obligamos a ello,
pero si lo hace voluntariamente, puede ahorrarse un montón de dinero.
—No parece muy justo.
Tiffany se encogió de hombros.
—Muchas compañías de seguros lo hacen así ahora.
—Pero usted está diciendo que no puede conseguir cualquier seguro médico
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debido a mi historial familiar.
—Cierto. La enfermedad de Huntington es simplemente demasiado costosa, y su
nivel de riesgo, un cincuenta por ciento, es demasiado alto para considerar la idea de
cubrirle. Pero si la prueba demuestra que no tiene el gen…
—Pero yo no quiero hacerme la prueba.
—Bueno, entonces se complica todavía más —suspiró ella, intentando explicarlo
mejor—. El mes pasado, el Gobernador Wilson firmó un proyecto de ley del Senado.
Entrará en vigor el primero de enero, dentro de diez semanas. La nueva ley dice que
las aseguradoras médicas de California no podrán seguir usando pruebas genéticas
para discriminar a quienes tienen el gen portador de una enfermedad pero no
muestran síntomas de ella. En otras palabras, no podremos considerar la posibilidad
de tener el gen de Huntington o el ALS o cualquier otra enfermedad tardía como
condición preexistente en personas por lo demás sanas.
—Bueno, es que no es una condición preexistente.
—Con todos los respetos, señor Tardivel, eso es una cuestión de interpretación.
La nueva ley es la primera en todo el país. En los demás estados, tener los genes es
una condición preexistente, aunque no muestre los síntomas. Incluso los pocos
estados que tienen leyes antidiscriminación genética, como Florida, Ohio, Iowa y un
par más, hacen excepciones para las compañías de seguros, permitiéndoles recurrir a
los actuarios y precedentes para decidir a quién aseguran y con qué primas.
Pierre frunció el ceño.
—Pero lo que está diciendo es que, como estamos en California, si espero hasta el
uno de enero, no podrán rechazarme por mi historial familiar.
—Se equivoca: sí que podremos. Hay información válida de que es usted un
solicitante de alto riesgo, y no estamos obligados a asegurarle en ese caso.
—Entonces, ¿qué diferencia hay?
—La diferencia es que la información genética tiene prioridad sobre el historial
familiar. ¿Ve? Si tenemos información genética concreta, tiene prioridad sobre
cualquier otra cosa que podamos inferir de los historiales médicos de sus padres o
hermanos. Si se hace usted la prueba, de acuerdo con la nueva ley estatal tenemos que
darle una póliza sin tener en cuenta sus resultados relacionados con la enfermedad de
Huntington. Aunque la prueba demuestre que tiene el gen del Huntington, tendremos
que aceptar su solicitud siempre que la presente antes de mostrar síntomas: no
podremos rechazarle o gravarle basándonos en información genética.
—Espere, es una tontería: si no me hago la prueba, hay un cincuenta por ciento de
posibilidades de que acabe reclamándoles un montón de dinero a causa de mi
Huntington, así que me rechazan por mi historial familiar. Pero si me hago la prueba,
y aunque se demuestre que hay un cien por ciento de posibilidades de que vaya a
tener la enfermedad y costarles mucho dinero, ¿tendrán que asegurarme?
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—Así es, o al menos así será cuando la nueva ley entre en vigor.
—Pero yo no quiero hacerme la prueba.
—¿No? Pensaba que le gustaría saberlo.
—No. No me gustaría. Es muy raro que los casos de riesgo se hagan la prueba.
No queremos saberlo con seguridad.
Tiffany se encogió de hombros.
—Bien, si usted quiere estar asegurado, sólo tiene esas opciones. Mire, podemos
llenar ahora los formularios, pero ponerles fecha de uno de enero… bueno, dos de
enero, el primer día laborable del año. Yo le llamaré ese día, y usted me dirá lo que
quiere. Si ya se ha hecho la prueba, o ha decidido hacérsela, cursaré la solicitud. Si
no, me limitaré a romperla.
Era obvio que Tiffany no quería arriesgarse a perder una venta, pero demonios,
aquello ya les había llevado demasiado tiempo; Pierre no quería pasar por la misma
charla otra vez.
—Me gustaría ver otros planes antes de tomar una decisión —dijo.
—Por supuesto. —Tiffany le mostró varias pólizas: los predecibles Planes Plata y
Bronce, con beneficios más reducidos, un plan exclusivamente hospitalario, otro sólo
de medicinas, y otros. Pero ella le recomendó el Plan Oro, y Pierre estuvo de acuerdo,
diciéndose que el escote de Tiffany no había tenido nada que ver en su decisión.
—No lo lamentará —dijo ella—. No sólo está comprando un seguro médico: está
comprando tranquilidad mental. —Sacó un formulario de su maletín—. Si puede
rellenar esto… y no olvide ponerle fecha de dos de enero del año que viene. —Se
abrió la chaqueta: en su bolsillo interior tenía una hilera de bolígrafos idénticos de
punta retráctil. Sacó uno y se lo entregó a Pierre.
Él apretó el botón con el pulgar para sacar la punta, y llenó el formulario. Al
terminar, le entregó el papel a Tiffany, pero empezó a guardarse distraídamente el
bolígrafo en su bolsillo.
Ella le hizo un gesto.
—¿Mi bolígrafo?
Pierre sonrió con mansedumbre y se lo devolvió.
—Perdone.
—Bien, le llamaré a principio de año. Pero tenga cuidado hasta entonces: no
queremos que le pase nada antes de estar asegurado.
—Aún no sé si me haré la prueba.
—Eso depende de usted.
A mí no me lo parece, pensó Pierre, pero decidió no alargar la cuestión.
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CAPÍTULO 10
Pierre había buscado cuidadosamente un campo de especialización. Su primer
impulso fue investigar directamente la enfermedad de Huntington, pero desde que se
había descubierto el gen, muchos científicos estaban concentrándose en ello.
Naturalmente, Pierre esperaba que encontrasen una cura… y lo bastante pronto para
ayudarle, claro, si resultaba tener la enfermedad. Pero también conocía la necesidad
de ser objetivo en la ciencia: no podía perder tiempo siguiendo tenues pistas que
probablemente no le llevarían a nada… pistas que alguien sin Huntington no vacilaría
en abandonar, pero a las que él, por desesperación, concedería demasiado tiempo.
Pierre decidió concentrarse en un campo poco estudiado por los demás genetistas.
Tenía la esperanza de que ese campo le permitiera lograr un descubrimiento
importante que valiese un premio Nobel. Centró su investigación en lo que se llama
el «ADN basura» o intrones: el noventa por ciento del genoma humano que no actúa
como código para la síntesis de proteínas.
Nadie sabía con certeza para qué servía todo ese ADN. Algunas partes parecían
proceder de secuencias de virus que hubieran invadido el genoma en el pasado; otras
eran como repeticiones de un incesante tartamudeo (irónicamente parecido en
estructura al raro gen causante de la enfermedad de Huntington); otras eran restos
desactivados procedentes de nuestro pasado evolutivo. La mayoría de los genetistas
opinaban que el Proyecto Genoma Humano podría completarse antes si aquellas
nueve décimas partes de basura fueran simplemente ignoradas. Pero Pierre albergaba
la sospecha de que había algo significativo codificado y todavía sin descifrar en aquel
enredo de nucleótidos.
Su nueva ayudante de investigación, una estudiante de postgrado de la UCB
llamada Shari Cohen, no estaba de acuerdo con él.
Shari era pequeña, y siempre iba inmaculadamente vestida, como una muñeca de
porcelana de piel pálida y brillante cabello negro… y con un gran anillo de
compromiso de diamantes.
—¿Has tenido suerte en la biblioteca? —preguntó Pierre.
Ella sacudió la cabeza.
—No, y debo decir que me parece un tiro a ciegas, Pierre —hablaba con acento
de Brooklyn—. Después de todo, el código genético es simple y bien comprendido.
Y así parecía ser. Cuatro bases formaban los peldaños de la escalera del ADN:
adenina, citosina, guanina y timina. Cada una de ellas era una letra del alfabeto
genético. En realidad se hacía referencia a ellas sólo con sus iniciales: A, C, G y T.
Esas letras combinadas formaban las palabras de tres letras del lenguaje genético.
—Bueno —dijo Pierre—. Veámoslo así: el alfabeto genético dispone de cuatro
letras, y todas sus palabras son de tres letras. Por lo tanto, ¿cuántas palabras posibles
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hay en el lenguaje genético?
—Cuatro elevado al cubo —contestó Shari—. Es decir, sesenta y cuatro.
—De acuerdo. ¿Y qué hacen realmente esas sesenta y cuatro palabras?
—Especifican los aminoácidos utilizados en la síntesis de proteínas. La palabra
AAA especifica la lisina, AAC la asparagina, y así sucesivamente.
—¿Cuántos aminoácidos diferentes se utilizan para crear proteínas?
—Veinte.
—Pero hemos dicho que hay sesenta y cuatro palabras en el vocabulario genético.
—Bueno, tres de esas palabras son signos de puntuación.
—Pero aun teniendo en cuenta esas tres, todavía quedan sesenta y una palabras
para expresar sólo veinte conceptos. —Pierre fue al otro lado de la habitación y
señaló un diagrama titulado El código genético.
Shari se puso a su lado.
—El lenguaje genético tiene sinónimos, como el inglés —señaló el primer
recuadro del diagrama—. La alanina, por ejemplo, está especificada por GCA, GCC,
GCG y GCT.
—Bien, pero ¿por qué existen esos sinónimos? ¿Por qué no usar sólo veinte
palabras, una para cada aminoácido?
Shari se encogió de hombros.
—Probablemente se trate de un mecanismo de seguridad, para reducir la
probabilidad de errores de transcripción que puedan alterar el mensaje.
Pierre hizo un gesto hacia el diagrama.
—Pero algunos aminoácidos pueden especificarse hasta de seis formas diferentes,
y otros sólo de una. Si los sinónimos protegen contra los errores de transcripción,
asignarías algunos para cada palabra. Si diseñases un código de sesenta y cuatro
palabras simplemente por redundancia, asignarías tres palabras a cada uno de los
veinte aminoácidos, y usarías las cuatro restantes como signos de puntuación.
—Supongo. Pero el sistema de códigos del ADN no fue diseñado: evolucionó.
—De acuerdo, de acuerdo, pero la naturaleza tiende a hallar la solución óptima a
base de la prueba y el error. Como la misma doble hélice: ¿recuerdas cómo supieron
Crick y Watson que habían encontrado la respuesta a cuál era la estructura del ADN?
No es que su versión fuera la única posible, sino que se trataba de la más hermosa.
¿Por qué algunos aspectos del ADN han de ser tan elegantes y otros, incluso el propio
código genético, tan chapuceros? Apuesto a que Dios, la naturaleza, o lo que sea que
haya creado el ADN no es en absoluto chapucero.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que, tal vez, elegir uno u otro sinónimo al especificar un aminoácido dé
información adicional.
Las delicadas cejas de Shari se elevaron de golpe.
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—Como «si es un embrión, inserta este aminoácido, pero si se trata de un ser ya
nacido, no lo insertes». —Aplaudió. El misterio de cómo se diferencian las células a
lo largo del desarrollo de un feto no había sido resuelto todavía.
—No puede ser algo tan directo, o los genetistas lo sabrían desde hace mucho.
Pero la elección de sinónimos en un tramo largo de ADN, ya sea en sus partes activas
o en los intrones, puede ser importante.
—O puede que no —dijo Shari, un poco resentida por el rechazo de su idea.
Pierre sonrió.
—O puede que no. Pero averigüémoslo, sea lo que sea.
EL CÓDIGO GENÉTICO Alanina Arginina Ácido aspártico Asparagina Cisteína
Ácido glutámico Glutamina GCA AGA GAC AAC TGC GAA CAA GCC AGG GAT
AAT TGT GAG CAG GCG CGA GCT CGC CGG CGT
Glicina Histidina Isoleucina Leucina Lisina Metionina (INICIO). Fenilalanina
GCA CAC ATA CTA AAA ATG TTC GGC CAT ATC CTC AAG TTT GGG
ATT CTG GGT CTT TTA TTG
Prolina Serina Tereonina Triptófano Tirosina Valina PARADA CCA AGC ACA
TGG TAC GTA TAA CCC AGT ACC TAT GTC TAG CCG TCA ACG GTG TGA
CCT TCC ACT GTT TCG TCT
Una mañana de domingo.
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caro modelo London Fog, y sus zapatos negros habían sido lustrados recientemente.
Tenía por lo menos ochenta años, pero era alto para su edad. Llevaba una gorra azul
marino que le ceñía las orejas. Aunque llevaba subido el cuello de la gabardina, podía
verse que era un hombre de cuello grueso, con fofos pliegues colgantes. El viejo
estaba demasiado absorto para notar que se acercaba. Molly oyó un suave sonido
quejumbroso: miró hacia abajo y su boca quedó abierta por el horror. El hombre de
negro estaba torturando a un gato con su bastón.
Era obvio que el gato había sido atropellado por un coche y estaba agonizando.
Su pelaje moteado blanco, negro, anaranjado y crema, estaba cubierto de sangre por
todo el lado izquierdo. Había pasado algo de tiempo desde el golpe (gran parte de la
sangre se había secado en una costra marrón), pero aún goteaba un fluido rojo de un
largo corte. Uno de los ojos se le había salido a medias del cráneo, cobrando un tono
gris azulado.
—¡Eh! ¿Está loco? ¡Deje en paz al pobre animal!
El hombre debía de haberse encontrado con el gato por casualidad, y parecía que
se había estado divirtiendo con sus patéticos lamentos cuando le pinchaba con el
bastón. Se volvió hacia Molly. Ella se sintió asqueada al ver que su viejo pene, blanco
y erecto como un hueso, salía por la cremallera bajada de los pantalones, y que su
otra mano había estado asiéndolo.
—¡Blyat! —gritó el hombre con un fuerte acento, sus ojos estrechados como
siniestras ranuras—. ¡Blyat!
—¡Largo de aquí! ¡Voy a llamar a la policía!
El hombre le gritó Blyat una vez más y se alejó renqueando. Molly pensó en
perseguirle y retenerle hasta que llegase la policía, pero tocar a aquel tipo era lo
último que quería hacer. Se inclinó para mirar al gato: estaba fatal; deseó conocer
alguna forma de acabar rápidamente con su miseria, pero probablemente sólo
conseguiría atormentar más a la pobre criatura.
—Ya está, ya está… —dijo en tono consolador—. Se ha ido, ya no te molestará.
—El gato se movió ligeramente. Su respiración era trabajosa.
Molly echó una mirada en derredor: había un teléfono público al final de la
manzana. Corrió hacia él y buscó el número de emergencia de la Sociedad Protectora
de Animales.
—Hay un gato agonizando junto a la carretera. —Levantó la vista para comprobar
la dirección—. En la acera de Portola Drive, a media manzana de la esquina con
Swanson. Supongo que le atropelló un coche, quizá hace una hora o dos… No, yo
esperaré con el animal, gracias. Muchas gracias… y, por favor, dense prisa.
Se sentó en la acera con las piernas cruzadas al lado del gato, deseando poder
encontrar ánimos para acariciar al pobre animal, pero era demasiado repugnante.
Miró calle abajo, furiosa y confusa. El viejo de negro se había ido.
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CAPÍTULO 11
Tres semanas después.
Pierre estaba sentado en su laboratorio, mirando el reloj. Shari le había dicho que
quizá volviese tarde del almuerzo, pero eran las 14:45, y un almuerzo de tres horas
parecía excesivo incluso para la Costa Oeste. Quizá había sido un idiota al contratar a
alguien a punto de casarse. Ella tendría un millón de cosas que hacer antes de la boda,
al fin y al cabo…
La puerta se abrió, y Shari pasó al interior. Sus ojos estaban inyectados en sangre,
y aunque obviamente se había tomado un momento para intentar arreglarse, había
llorado mucho.
—¡Shari! —dijo Pierre, levantándose y yendo hacia ella—. ¿Qué pasa?
Ella le miró, con el labio inferior temblando. Pierre no pudo recordar la última
vez que vio a alguien de aspecto tan triste. Su voz era baja y temblorosa.
—Howard y yo hemos roto —había lágrimas en sus ojos.
—Oh, Shari. Lo siento mucho —él no la conocía tanto y no estaba seguro de si
debía entrometerse… aunque probablemente ella necesitaba hablar con alguien. Todo
había ido bien antes de que se marchase a almorzar; era muy posible que Pierre fuese
la primera cara amistosa que veía desde lo que hubiese pasado—. ¿Habéis… os
habéis peleado?
Las lágrimas rodaron despacio por las mejillas de Shari. Ella meneó su cabeza.
Pierre no sabía qué hacer. Pensó en acercarse y darle un abrazo para consolarla,
pero era su jefe… no podía hacer eso. Finalmente se quedó en el sitio.
—Debe de ser doloroso.
Shari asintió casi imperceptiblemente. Pierre la llevó hasta un taburete del
laboratorio. Ella se sentó, con las manos en el regazo. Pierre notó que el anillo de
compromiso había desaparecido.
—Todo iba tan bien… —dijo, su voz llena de angustia. Se quedó un buen rato en
silencio. De nuevo, Pierre pensó en establecer contacto con ella, poniéndole una
mano en el hombro, por ejemplo. Odiaba ver sufrir tanto a alguien—. Pero… pero
mis padres vinieron de Polonia tras la Segunda Guerra Mundial, y los padres de
Howard son de los Balcanes.
Pierre la miró, sin entender nada.
—¿No lo ves? Los dos somos ashkenazi.
Él alzó los hombros, confuso.
—Judíos de Europa Oriental. Hacía falta un análisis.
Pierre no sabía mucho de judaísmo, aunque había muchos judíos angloparlantes
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en Montreal.
—¿Cómo?
—Por el Tay-Sachs —dijo Shari, sonando casi molesta por tener que
pronunciarlo.
—Oh —respondió Pierre muy suavemente, entendiéndolo en el acto. El Tay-
Sachs era una enfermedad genética que provocaba un fallo al producir la enzima
hexosaminidasa-A, que, a su vez, hacía que una sustancia grasa se acumulase en las
células nerviosas del cerebro. A diferencia del Huntington, el Tay-Sachs se
manifestaba en la infancia, causando ceguera, demencia, convulsiones, parálisis
generalizada, y muerte… normalmente hacia los cuatro años. Se encontraba casi
exclusivamente entre los judíos de origen europeo oriental. Un cuatro por ciento de
los judíos americanos procedentes de allí tenían el gen, pero en aquel caso era
recesivo, lo que significaba que un niño tenía que recibir los genes de ambos padres
para sufrir la enfermedad. Si los dos padres tenían el gen, cualquier hijo suyo tenía un
veinticinco por ciento de posibilidades de tener Tay-Sachs.
Quizá Shari lo había entendido mal. Sí, era una estudiante de genética, pero…
—¿Los dos tenéis el gen? —le preguntó suavemente.
Shari asintió y se limpió las mejillas.
—Yo no tenía idea de que lo llevase. Pero Howard sospechaba que lo tenía y
nunca me dijo una palabra —parecía resentida—. Su hermana descubrió que lo tenía
cuando se casó, pero no pasó nada porque su novio no era portador. Pero Howard
sabía que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades… y nunca me lo dijo —miró
a Pierre brevemente, y después bajó la vista al suelo—. No puedes tener secretos con
alguien a quien amas.
Pierre pensó en él y Molly, pero no dijo nada. Hubo silencio entre ambos quizá
durante medio minuto.
—Pero hay otras opciones —dijo Pierre—. La amniocentesis puede determinar si
un feto ha recibido dos genes de Tay-Sachs. En ese caso, podrías… —Pierre no pudo
forzarse a decir «abortar» en voz alta.
Pero Shari lo entendió.
—Ya lo sé —ella sorbió unas cuantas veces. Se quedó callada un momento, como
pensando si seguir o no—. Pero tengo endometriosis; mi ginecólogo me advirtió hace
años que me costaría mucho quedarme embarazada. Se lo dije a Howard cuando
empezamos a ir en serio. Yo quiero tener hijos, pero va a ser una batalla cuesta arriba,
y…
Él asintió. Y no había forma de que ella pudiese permitirse el lujo de interrumpir
los embarazos.
—Lo lamento mucho, Shari, pero… —hizo una pausa, inseguro de si debía decir
algo más.
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Ella le miró con expresión interrogativa.
—También está la adopción. No es tan malo: yo fui criado por alguien que no era
mi padre biológico.
Shari se sonó la nariz, y soltó una fría risa.
—Tú no eres judío —era una afirmación, no una pregunta.
Pierre negó con la cabeza.
Ella exhaló ruidosamente, como acobardada ante la perspectiva de intentar
explicar tanto.
—Seis millones de judíos murieron en la Segunda Guerra Mundial… incluyendo
muchos familiares de mis padres. Desde la infancia, me han educado para creer que
debo tener mis propios hijos, que debo hacer mi parte para ayudar a la recuperación
de mi pueblo —parecía estar muy lejos—. No lo entiendes.
Pierre guardó silencio durante algún tiempo.
—Lo siento, Shari —dijo al fin, poniéndole una mano sobre el hombro. Ella
respondió de inmediato, derrumbándose contra su pecho, y sollozando suavemente un
buen rato.
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CAPÍTULO 12
Pierre y Molly estaban sentados, juntos y abrazados, en el sofá verde y naranja de la
salita de Pierre. Habían llegado al punto en que pasaban juntos casi todas las noches,
ya fuera en el apartamento de él o en el de ella. Molly se acomodó en el hueco del
hombro de Pierre. Dardos de ámbar del sol poniente entraban por la ventana. Pierre
había pasado la aspiradora por segunda vez desde que estaba en el piso. La luz del sol
resaltaba los senderos abiertos por su Hoover.
—Pierre… —dijo Molly, pero luego se quedó callada.
—¿Sí?
—Oh, nada. Yo… no, nada.
—No, dime —Pierre alzó las cejas— ¿Qué estás pensando?
—La cuestión —dijo Molly con lentitud— es qué piensas tú.
—¿Cómo?
Molly parecía dudar sobre si seguir adelante o no. Después se irguió en el sofá,
agarró el brazo de Pierre y atrajo su mano a su regazo, entrelazando sus dedos con los
de él.
—Vamos a jugar a una cosa. Piensa una palabra, una palabra en inglés, y yo
intentaré adivinarla.
Pierre sonrió.
—¿Cualquier palabra?
—Sí.
—Ya está.
—Ahora concéntrate en la palabra. Conc… es «oso hormiguero».
—C'est vrai —dijo Pierre sorprendido—. ¿Cómo lo has hecho?
—Prueba otra vez.
—De acuerdo… ya.
—¿Qué es pi… pi-ri-mi-dín? ¿Es francés?
—¿Cómo lo has hecho?
—¿Qué significa esa palabra?
—Pirimidina. Es un tipo de base orgánica. ¿Cómo lo haces?
—Probemos otra vez.
Pierre apartó su mano.
—No. Dime cómo lo haces.
Ella le miró. Estaban tan cerca uno de otro que la mirada de Molly iba de uno a
otro de los ojos de Pierre. Abrió la boca como para hablar, la cerró, y lo volvió a
intentar.
—Puedo… —cerró los ojos—. Dios mío. Creía que contarte lo de mi gonorrea
había sido difícil. Nunca le he contado esto a nadie —hizo una pausa y respiró
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profundamente—. Puedo leer las mentes, Pierre.
Pierre ladeó la cabeza. Tenía la boca un poco abierta. Estaba claro que no sabía
qué decir.
—Es verdad. He podido desde los trece años.
—Ya —dijo Pierre, con tono de creer que era sólo un truco que podría descubrir
si pensaba en ello—. Muy bien. ¿Qué estoy pensando ahora?
—Está en francés; no entiendo el francés. Vu-le-vu… cu… no sé qué más. Moi
significa yo.
—¿Cuál es mi número de la Seguridad Social canadiense?
—Ahora no estás pensando en él. No puedo leerlo si no piensas en él —una pausa
—. Estás pensando los números en francés. Cinq, eso es cinco, ¿no? Huit… ocho.
Deux… dos. Eh, lo estás repitiendo. Me cuesta seguirte. Piénsalo una vez más ahora.
Cinq huit deux… six un neuf, huit trois neuf.
—Leer las mentes no es… —se detuvo.
—«No es posible». ¿No es eso lo que ibas a decir?
—¿Pero cómo lo haces?
—No lo sé.
Pierre estuvo callado largo rato, sentado y sin moverse.
—¿Has de estar en contacto físico con la persona?
—No. Pero tengo que estar cerca. La persona ha de estar en lo que yo llamo mi
«zona», no más de un metro. Ha sido muy difícil estudiarlo de forma empírica, ya
que soy al mismo tiempo el experimentador y el sujeto experimental. Y además sin
revelar a quienes me rodean lo que intento hacer. Pero diría que el… efecto… sigue
una ley del cuadrado inverso. Si estoy al doble de distancia sólo oigo, si «oír» es la
palabra adecuada, los pensamientos a una cuarta parte del volumen, por decirlo de
alguna forma.
—Has dicho «oír». ¿No ves mis pensamientos? ¿No recibes imágenes mentales?
—Exacto. Si sólo hubieras pensado en la imagen de un oso hormiguero, no podría
haberlo sabido. Pero cuando te concentraste en las palabras «oso hormiguero»…
«oír» es una palabra tan buena como otra cualquiera, lo oí tan claramente como si me
lo dijeras al oído.
—Es… increíble.
—Ibas a decir «asombroso», pero cambiaste de idea antes de pronunciar las
palabras.
Pierre se echó atrás en el sofá, aturdido.
—Puedo detectar lo que llamo «pensamientos articulados», las palabras que usa
tu cerebro. No puedo detectar imágenes. Ni emociones. Gracias a Dios, no recibo las
emociones.
Pierre la miraba con una mezcla de asombro y fascinación.
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—Debe de ser algo abrumador.
—A veces lo es —asintió Molly. Pero hago un esfuerzo consciente por no invadir
la intimidad de los demás. Me han llamado «distante» varias veces, pero es
literalmente cierto. Tiendo a guardar una cierta distancia, a no estar demasiado cerca
de la gente para mantenerla fuera de mi zona.
—Leer las mentes —dijo Pierre de nuevo, como si repetirlo hiciese más fácil
aceptar la idea—. Incroyable —meneó la cabeza— ¿Tienen otros miembros de tu
familia esta… esta capacidad?
—No. Una vez se lo pregunté a mi hermana Jessica, y pensó que estaba loca. Y
mi madre… mi madre no me hubiese dejado salir ciertas noches si hubiese podido
leer mis pensamientos.
—¿Por qué lo ocultas?
Molly le miró como si no pudiese creer la pregunta.
—Quiero llevar una vida normal… al menos tan normal como sea posible. No
quiero que me estudien, ni que me conviertan en un espectáculo de feria o, Dios me
libre, que me ofrezcan trabajar para la CIA o algo así.
—¿Y nunca se lo has dicho a nadie antes?
—Nunca.
—¿Pero me lo has dicho a mí?
Ella le miró a los ojos.
—Sí.
Pierre entendió lo que significaba.
—Gracias —dijo. Le sonrió… pero la sonrisa no tardó en desvanecerse—. No
sé… No sé si podré vivir con la idea de que mis pensamientos no son privados.
Molly se movió en el sofá, poniendo una de sus piernas bajo el cuerpo y tomando
la otra mano de Pierre.
—Pero eso es lo bueno. No puedo leer tus pensamientos… porque piensas en
francés.
—¿Sí? —se sorprendió Pierre—. No sabía que pensase en uno u otro idioma. Los
pensamientos son… bueno, pensamientos.
—El pensamiento más complejo es articulado. Se formula en palabras. Créeme,
es mi campo. Sólo piensas en francés.
—¿Así que puedes oír las palabras de mis pensamientos, pero no las entiendes?
—Sí. Ya sabes, entiendo algunas palabras francesas… como casi todo el mundo.
Bonjour, au revoir, oui, non, esas cosas. Pero mientras sigas pensando en francés no
podré leer tu mente.
—No sé. Es tal invasión de la intimidad…
Molly le cogió las manos con fuerza.
—Mira, siempre sabrás que tus pensamientos son privados cuando estés fuera de
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mi zona… a un metro, más o menos.
Pierre meneaba la cabeza.
—Es como… Mon Dieu, no lo sé. Es como descubrir que tu novia es Wonder
Woman.
Molly rio.
—Ella tiene las tetas mucho más grandes.
Pierre sonrió, después se inclinó y le dio un beso. Pero se apartó enseguida.
—¿Sabías que iba a hacer eso?
Ella negó con la cabeza.
—En realidad, no. Tal vez medio segundo antes de que fuera evidente.
Pierre volvió a recostarse en el sofá.
—Esto cambia las cosas.
—No necesariamente, Pierre. Sólo si tú dejas que lo haga.
Él asintió.
—Yo…
Y ella oyó las palabras en su mente, las palabras que llevaba tanto tiempo
queriendo oír, pero que aún tenían que ser pronunciadas en voz alta. Las palabras que
tanto significaban.
—Yo también te quiero —dijo acurrucándose en sus brazos.
Pierre la abrazó con fuerza.
—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo tras unos momentos.
—Seguimos adelante. Intentamos construir un futuro juntos.
Él suspiró ruidosamente.
—Lo siento —dijo Molly, sentándose de nuevo y mirando a Pierre—. Ya te estoy
presionando otra vez.
—No, no es eso. Es sólo que… —Se calló, pero después pensó en lo que le había
dicho Shari Cohen aquella tarde: Howard nunca me lo dijo. No puedes tener secretos
con alguien a quien amas. Inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco—.
Demonios, es una noche de grandes revelaciones, ¿no? No me estás presionando,
Molly. Quiero construir un futuro contigo. Pero… en fin… puede que yo no tenga
mucho futuro.
Molly le miró, confundida.
—¿Qué dices?
Pierre le mantuvo la mirada, esperando su reacción.
—Es posible que tenga la enfermedad de Huntington.
Molly se encogió un poco.
—¿De verdad?
—¿Sabes lo que es?
—Más o menos. Un vecino de mi madre la tenía. Dios mío, Pierre. Lo siento.
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Él se tensó un poco. Molly, aunque aturdida, tuvo la perspicacia de reconocer la
reacción. Pierre no quería piedad. Le apretó la mano.
—Vi lo que le pasó al señor DeWitt… el vecino de mi madre, pero no sé los
detalles. Esa enfermedad es hereditaria, ¿no? Uno de tus padres debió tenerla
también.
—Mi padre —asintió Pierre.
—Sé que provoca dificultades musculares.
—Más que eso. También provoca deterioro mental.
Molly apartó la mirada.
—Oh.
—Los síntomas pueden aparecer en cualquier momento: a los treinta, a los
cuarenta, o incluso más tarde. Puede que queden veinte años buenos, o podría
empezar a tener síntomas mañana. O, si tengo suerte, no tendré el gen y no sufriré la
enfermedad.
Molly sintió que los ojos le picaban. Lo educado habría sido hacerse a un lado, no
dejar que Pierre supiera que estaba llorando, pero no habría sido honesto. No se
trataba de piedad, al fin y al cabo. Le miró a la cara, después se inclinó y le besó.
Al separarse hubo un largo silencio entre ellos. Finalmente Molly alzó la mano
para secarse la mejilla, y después acariciar suavemente la de Pierre, que también
estaba húmeda.
—Mis padres —dijo con lentitud— se divorciaron cuando yo tenía cinco años. —
Exhaló como si aquel viejo dolor pudiera salir con el aire—. En estos tiempos, cinco
o diez años buenos juntos es todo lo que consigue la mayoría de la gente.
—Tú te mereces más. Te mereces algo mejor.
Ella meneó la cabeza.
—Nunca he tenido nada mejor que esto. No… no me ha ido muy bien con los
hombres. Ser capaz de leer sus pensamientos… Tú eres distinto.
—No lo sabes. Podría ser tan malo como los demás.
Molly sonrió.
—No lo eres. He visto cómo me escuchas, cómo te interesas por mis opiniones.
No eres un gorila macho.
—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca.
Ella se rio, pero volvió a ponerse seria casi al momento.
—Mira, suena como si fuera una creída, pero sé que soy guapa…
—De hecho, creo que estás de muerte.
—No estoy buscando piropos. Déjame terminar. Sé que soy guapa… la gente me
lo ha dicho desde que era pequeña. Mi hermana Jessica ha trabajado muchas veces
como modelo, y mi madre aún hace que la gente gire la cabeza al verla pasar. Ella
decía que el gran problema de su primer matrimonio era que su marido sólo estaba
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interesado en su aspecto. Papá es un ejecutivo: quería una esposa trofeo, y a mamá no
le bastaba con eso. Tú eres el único hombre que he conocido que ha mirado más allá
de mi aspecto exterior. Te gusto por mi mente, por…
—Por el conjunto de tu personalidad.
—¿Qué?
—Es de Martin Luther King. Los ganadores del premio Nobel son mi afición, y
siempre me ha gustado la gran oratoria… aunque sea en inglés. —Pierre cerró los
ojos, haciendo memoria—. «Tengo el sueño de que algún día esta nación se elevará al
verdadero significado de su credo, de esa verdad evidente de que todos los hombres
son creados iguales. Tengo el sueño de que mis cuatro hijos vivirán algún día en un
país donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el conjunto de su
personalidad». —Miró a Molly y se encogió de hombros—. Quizá sea porque puedo
tener la enfermedad de Huntington, pero intento ver más allá de los rasgos genéticos,
como la belleza… Eso no quiere decir que tu belleza no me importe.
Molly le devolvió la sonrisa.
—Tengo que preguntártelo. ¿Qué significa joli petit cul?
Pierre se aclaró la garganta.
—Bueno… es un poco grosero. «Bonito culo» sería una buena aproximación.
¿Dónde lo has oído?
—En la Biblioteca Doe, la noche en que nos conocimos. Fue el primer
pensamiento tuyo que recibí.
—Oh.
Molly rio.
—No te preocupes —dijo con picardía—. Me gusta que me encuentres atractiva
físicamente, mientras no sea lo único que te interese.
—No lo es. —Pierre sonrió, pero la cara se le entristeció enseguida—. Pero sigo
sin ver qué futuro podemos tener.
—Yo tampoco lo sé. Pero podemos descubrirlo juntos. Te quiero, Pierre Tardivel
—Molly le abrazó.
—Yo también te quiero —dijo él por fin en voz alta. Todavía abrazados, con la
cabeza descansando en el hombro de Pierre, Molly habló de nuevo.
—Creo que deberíamos casarnos.
—¿Qué? Molly, sólo hace unos meses que nos conocemos.
—Lo sé. Pero te quiero, y tú a mí. Y tal vez no tengamos mucho tiempo que
perder.
—No puedo casarme contigo.
—¿Por qué no? ¿Porque no soy católica?
Pierre rio abiertamente.
—No, cariño, no —la abrazó de nuevo—. Dios cómo te quiero. Pero no puedo
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pedirte que te metas en una relación conmigo.
—No me lo estás pidiendo. Yo te lo he pedido a ti.
—Pero…
—Pero nada. Sé dónde me meto.
—Pero seguramente…
—Ese argumento no servirá.
—¿Y qué hay de…?
—Tampoco me preocupa.
—Pero de todas formas…
—¡Venga! Ni tú te crees eso.
—¿Van a ser así todas nuestras discusiones?
—Por supuesto. No tenemos tiempo para perderlo en peleas.
Pierre calló un rato mientras se mordía el labio inferior.
—Hay una prueba —dijo al fin.
—Adelante, estoy preparada —contestó Molly.
Pierre rio.
—No, no, no. Quiero decir que hay una prueba para la enfermedad de
Huntington. Hace ya un tiempo que existe. El gen de Huntington se descubrió en
marzo de 1993.
—¿Y no te has hecho la prueba?
—No… yo… No.
—¿Por qué no? —el tono era de curiosidad, no de enfrentamiento.
Pierre soltó aire y miró hacia el techo.
—No hay cura para la enfermedad de Huntington. No hay nada que pueda
ayudarme si lo sé. Y… y… —suspiró—. No sé cómo explicártelo. Mi ayudante Shari
me ha dicho hoy una cosa: «tú no eres judío». Quiere decir que hay cosas de ella que
no puedo entender porque no estoy en su lugar. La mayoría de los casos de riesgo de
la enfermedad de Huntington no se ha hecho la prueba.
—¿Por qué? ¿Es dolorosa?
—No. Basta con una gota de sangre.
—¿Es cara?
—No. Demonios, podría hacerla yo mismo con el equipo de mi laboratorio.
—Entonces ¿por qué?
—¿Sabes quién es Arlo Guthrie?
—Claro.
Pierre enarcó las cejas; había esperado que lo ignorase, como le había ocurrido a
él tantos años atrás.
—Bueno, pues su padre Woody murió de Huntington, pero él no se ha hecho la
prueba —una pausa—. ¿Sabes quién es Nancy Wexler?
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—No.
—Todos los que tienen la enfermedad de Huntington saben quién es. Es la
presidenta de la Fundación de Enfermedades Hereditarias, que encabezó la búsqueda
del gen de Huntington. Como Arlo, tiene el cincuenta por ciento de posibilidades de
tener la enfermedad de Huntington (su madre murió a causa de ella), y tampoco se ha
hecho la prueba.
—No entiendo por qué la gente no se hace la prueba. Yo querría saberlo.
Pierre suspiró, pensando otra vez en lo que le había dicho Shari.
—Eso es lo que dicen todos los que no están en peligro de tenerla. Pero no es tan
sencillo. Si descubres que tienes la enfermedad, pierdes toda esperanza. Es incurable.
Por ahora, espero…
Molly asintió.
—Y… bueno, a veces las noches se me hacen difíciles. He pensado en el suicidio.
Lo hacen muchos casos de riesgo. He estado… cerca un par de veces. Lo que me ha
impedido hacerlo es la posibilidad de que tal vez no tenga la enfermedad. —Suspiró,
intentando decidir qué diría a continuación—. Un estudio demostró que el veinticinco
por ciento de quienes se hacen la prueba y tienen el gen defectuoso intentan
suicidarse… y uno de cada cuatro de ellos lo consigue. No sé… no sé si podría
superar todas las noches si lo supiera con seguridad.
—Pero la otra cara de la moneda es que, si resultase que no lo tienes, podrías
relajarte.
—Exacto, la otra cara de la moneda. Es una cuestión de cara o cruz: hay un
cincuenta por ciento de posibilidades. Pero te equivocas al creer que podría relajarme.
Un diez por ciento de quienes se hacen la prueba y no tienen la enfermedad acaban
sufriendo serios trastornos emocionales.
—¿Por qué?
Pierre apartó la mirada.
—Los que podemos tener la enfermedad vivimos pensando que nuestras vidas
pueden ser muy cortas. Renunciamos a muchas cosas por ello. Antes de conocerte,
llevaba nueve años sin haberme relacionado con ninguna mujer, y para ser sincero, no
creía que fuese a hacerlo nunca.
Ella asintió, como si por fin quedase resuelto un misterio.
—Por eso estás tan entregado —dijo con sus ojos azules muy abiertos—. Por eso
te esfuerzas tanto.
—Pero cuando haces sacrificios y luego descubres que eran innecesarios, el
arrepentimiento puede ser insoportable. Por eso algunos de los que descubren que no
tienen la enfermedad acaban suicidándose —se calló por unos momentos—. Pero
ahora no se trata sólo de mí. Supongo que debería hacerme la prueba.
Molly se acercó y le acarició la mejilla.
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—No —dijo—. No lo hagas por mí. Si alguna vez quieres hacerla, hazla por ti
mismo. Hablaba en serio: quiero casarme contigo y, si resulta que tienes la
enfermedad, ya nos enfrentaremos a ello en su momento. Mi propuesta no dependía
de que te hicieras o no la prueba.
Pierre parpadeó. Estaba a punto de llorar.
—Tengo tanta suerte de haberte encontrado…
Molly sonrió.
—Yo siento lo mismo.
Se abrazaron con fuerza.
—Pero no sé… —dijo Pierre cuando se separaron—. Quizá debería hacerme la
prueba de todas formas. Te hice caso y hablé con alguien de Seguros Cóndor hace un
par de semanas. Pero no llegué a hacerme la póliza.
—¿No tienes aún seguro médico?
Pierre negó con la cabeza.
—Ahora me habrían rechazado por mi historial familiar. Pero dentro de dos
meses, a partir de Año Nuevo, entra en vigor una nueva ley en California. No prohíbe
a las compañías el uso de información familiar, pero sí el de información genética, y
ésta tiene prioridad. Si me hago la prueba, tendrán que asegurarme,
independientemente de los resultados. Ni siquiera pueden cobrarme más, mientras no
tenga los síntomas.
Molly se quedó callada por un momento, digiriendo eso.
—Ya sabes lo que te he dicho. No quiero que te hagas la prueba por mí. Además,
si no te puedes asegurar aquí, siempre podemos irnos a Canadá, ¿no?
—Supongo, pero no quiero dejar el LLB: es la oportunidad de mi vida.
—Bueno, hay treinta millones de americanos sin seguro médico, pero se las
apañan.
—No. Una cosa es dejar que te arriesgues a estar casada con alguien que puede
ponerse muy enfermo, pero pedirte además que te arriesgues a arruinarte es otra.
Debo hacerme la prueba.
—Si crees que es lo mejor, adelante. Pero me casaré contigo en cualquier caso.
—No lo digas ahora. Espera a que tengamos los resultados.
—¿Cuánto se tarda?
—Bueno, normalmente un laboratorio exige que pases por meses de
asesoramiento antes de hacer la prueba, para asegurarse de que de verdad quieres
hacerla y de que serás capaz de hacer frente al resultado. Pero…
—¿Sí?
—No es difícil. No más que cualquier otra prueba genética. Ya te he dicho que
podría hacerla yo mismo en mi laboratorio.
—No quiero que te sientas presionado a hacerlo.
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Pierre se encogió de hombros.
—No eres tú quien presiona, sino la compañía de seguros —guardó silencio unos
instantes—. De acuerdo —dijo por fin—. Ya es hora de que lo sepa.
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CAPÍTULO 13
—Explícame qué vas a hacer —dijo Molly, sentada en un taburete del laboratorio de
Pierre. Eran las diez de la mañana de un sábado—. Quiero entender lo que pasa.
Pierre asintió.
—Muy bien. El jueves extraje unas muestras de mi ADN de una gota de sangre.
Separé dos copias del cromosoma cuatro, corté algunos segmentos usando ciertas
enzimas, y preparé unas imágenes radiactivas de esos segmentos. El revelado lleva
bastante tiempo, pero ya deberían estar listas. Así que ahora podremos ver lo que dice
mi código genético respecto del gen asociado a la enfermedad de Huntington. Ese
gen incluye un área llamada IT15 (por «transcripción interesante nº 15»), un nombre
asignado cuando no se sabía para qué servía.
—¿Y si tienes IT15 tienes la enfermedad de Huntington?
—No es tan sencillo. Todo el mundo tiene la zona IT15. Como con todos los
genes, la función del IT15 es la de código para la síntesis de una molécula de
proteína. La proteína creada a partir del IT15 ha sido bautizada recientemente como
«huntingtina».
—Entonces, si todos tienen el IT15, y todos producen huntingtina, ¿qué es lo que
determina si tienes o no la enfermedad?
—Los enfermos tienen una forma mutante del IT15 que les hace producir
demasiada huntingtina. La huntingtina es esencial para la organización del sistema
nervioso durante las primeras semanas del desarrollo del embrión. Debería dejar de
producirse en un momento dado, pero en las personas que tienen la enfermedad de
Huntington no ocurre así, y eso causa daños en el desarrollo del cerebro. Tanto en la
versión normal como en la mutante del IT15 hay una repetición de tripletas de
nucleótidos: citosina-adenina-guanina, o CAG, una y otra vez. En el código genético,
cada tripleta especifica la producción de un determinado aminoácido, y los
aminoácidos son los ladrillos para construir proteínas. Resulta que el CAG es uno de
los códigos para producir el aminoácido llamado glutamina. En los individuos sanos,
el IT15 contiene entre once y treinta y ocho repeticiones de esta tripleta. Pero los
enfermos de Huntington tienen entre cuarenta y dos y cien repeticiones más o menos
de CAG.
—De acuerdo. Así que miramos cada uno de tus cromosomas cuatro,
encontramos el inicio de las repeticiones de las tripletas CAG, y simplemente
contamos el número de repeticiones de esa tripleta. ¿No?
—Eso es.
—¿Seguro de quieres seguir con esto?
Pierre asintió.
—Seguro.
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—Pues vamos allá.
Y empezaron. Era un trabajo pesado, que exigía examinar cuidadosamente la
película. Unas tenues líneas representaban cada nucleótido. Pierre usaba un rotulador
especial para escribir letras bajo cada tripleta: CAG, CAG. Mientras tanto, Molly
anotaba el número de repeticiones en un papel.
Sin muestras de la sangre de Elisabeth Tardivel y Henry Spade, no era fácil decir
cuál de los cromosomas cuatro procedía del padre. Así que Pierre tuvo que hacer la
comprobación en ambos. En el primero, la cadena de tripletas CAG terminó tras
diecisiete repeticiones.
Pierre suspiró aliviado.
—Uno listo, falta otro.
Empezó a comprobar la secuencia en el segundo cromosoma. No reaccionó al
llegar a once, el mínimo normal. Pero al llegar a veinticinco, Pierre vio que la mano
le temblaba.
Molly le tocó el brazo.
—No te preocupes. Has dicho que puedes tener hasta treinta y ocho y seguir
siendo normal.
—Pero lo que no te he dicho es que el setenta por ciento de la gente sana tiene
veinticuatro repeticiones o menos.
Molly se mordió el labio.
Pierre siguió con la secuencia. Veintiséis, veintisiete, veintiocho.
Su visión se hizo borrosa.
Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho.
Mierda. Puta mierda.
Treinta y nueve.
Dios, jodida puta mierda.
—Bueno, —dijo Molly intentando parecer valiente— treinta y ocho puede ser el
límite normal, pero tiene que haber al menos cuarenta y dos…
Cuarenta.
Cuarenta y uno.
Cuarenta y dos.
—Lo siento, cariño. Lo siento tanto…
Pierre bajó el rotulador. Todo su cuerpo temblaba.
Una probabilidad del cincuenta por ciento.
La tirada de una moneda.
Cara o cruz.
Ahí va la moneda.
Pierre no dijo nada. El corazón le latía fuertemente.
—Vámonos a casa —dijo Molly, acariciándole el dorso de la mano.
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—No. Todavía no.
—No hay nada más que hacer.
—Sí que lo hay. Quiero terminar la secuencia. Quiero saber cuántas repeticiones
tengo.
—¿Qué importancia tiene?
—Tiene mucha importancia —dijo Pierre con la voz trémula—. Tiene toda la
importancia del mundo.
Molly parecía perpleja.
—No te lo expliqué todo. Merde. Merde. Merde. No te lo expliqué todo.
—¿Qué?
—Hay una correlación inversa entre el número de repeticiones y la edad en que
aparece la enfermedad.
Molly pareció no entenderlo, o no querer hacerlo.
—¿Qué? —preguntó de nuevo.
—Cuantas más repeticiones hay, más pronto pueden aparecer los síntomas.
Algunos pacientes desarrollan la enfermedad en la infancia, otros no muestran los
síntomas hasta los ochenta años. Debo… debo terminar la secuencia. Necesito saber
cuántas repeticiones tengo.
Molly le miró. No había nada que decir.
Pierre se frotó los ojos, se sonó y volvió a estudiar la película. La cuenta siguió
subiendo. Cuarenta y cinco.
Cincuenta.
Cincuenta y cinco.
Sesenta.
El tiempo pasaba. Pierre se sentía enfermo, pero siguió escribiendo las letras una
y otra vez en la película: CAG, CAG, CAG…
Molly se levantó y anduvo por la habitación. Encontró una caja de «Kimwipes»,
caros pañuelos de papel para trabajos de laboratorio. Los usó para secarse los ojos.
Intentaba que Pierre no viera que estaba llorando.
Al fin, Pierre llegó a un codón que no era CAG. El total: setenta y nueve
repeticiones.
Hubo un largo silencio. En algún lugar a lo lejos sonó la sirena de un camión de
bomberos.
—¿Cuánto tiempo?
—Setenta y nueve es una cifra muy elevada —dijo Pierre en voz baja—. Mucho.
—Tomó aire, pensando—. Ahora tengo treinta y dos años. No hay una correlación
exacta. No puedo estar seguro… Pero supongo que los primeros síntomas no
tardarán. Seguramente a los treinta y cinco o treinta y seis.
—Entonces, tú…
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—Síntomas externos. —Levantó una mano—. La enfermedad puede tardar años o
décadas. Los primeros síntomas podrían ser simplemente una menor coordinación, o
tics faciales. Podrían pasar años hasta que las cosas empeorasen. O…
—¿O qué?
Pierre se encogió de hombros.
—Bueno —dijo tristemente—. Supongo que esto es todo.
Molly intentó cogerle la mano, pero Pierre la apartó.
—Por favor —dijo—. Se acabó.
—¿Qué es lo que se ha acabado?
—Por favor, no lo hagas más difícil.
—Te amo —dijo Molly con suavidad.
—Por favor, no…
—Y sé que tú me amas.
—Molly, me estoy muriendo.
Ella se acercó, le echó los brazos al cuello y dejó reposar la cabeza contra el
pecho de Pierre. Todos sus pensamientos estaban en francés.
—Todavía quiero casarme contigo.
—Molly, sólo quiero lo mejor para ti. No quiero ser una carga.
Molly le estrechó entre sus brazos.
—Quiero casarme contigo, y quiero tener un hijo.
—No. No puedo tener hijos. El número de repeticiones tiende a crecer de
generación en generación. Es un fenómeno llamado «anticipación». Tengo setenta y
nueve repeticiones: un hijo que heredara ese gen podría fácilmente tener más, y
desarrollar la enfermedad en la adolescencia, o incluso antes.
—Pero…
—Sin peros. Lo siento, era una locura. No funcionaría. —Él vio su cara, vio el
dolor, sintiendo cómo se rompía su propio corazón—. Por favor, no lo hagas más
difícil para los dos. Vete a casa, ¿quieres? Se acabó.
—Pierre…
—Se acabó. Ya he perdido demasiado tiempo con esto.
Pudo sentir cómo le hirieron sus palabras. Molly fue hacia la puerta del
laboratorio, pero le miró una vez más. Él no le devolvió la mirada.
Molly salió de la habitación. Pierre se sentó en un taburete del laboratorio, con las
manos temblorosas.
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CAPÍTULO 14
Pierre llamó a Tiffany Feng y le dijo que cursase su solicitud. La compañía podía
haber puesto objeciones al informal análisis si los resultados hubiesen sido negativos,
pero no había ventaja concebible en fingir un resultado positivo. Tiffany dijo que la
declaración de Pierre en papel oficial del Centro Genoma Humano, escriturada por el
archivista del campus, sería prueba suficiente.
Pierre volvió a pasar las noches en la Biblioteca Doe. De vez en cuando alzaba la
vista, mirando a su alrededor en busca de una cara familiar.
Ella nunca aparecía.
Pasó cada una de esas noches leyendo y buscando más información sobre el ADN
basura. Ahora, más que nunca, sabía que corría contra el tiempo. Ya era siete años
mayor que James D. Watson cuando éste hizo su gran descubrimiento, y sólo dos
años menor que cuando recibió el premio Nobel.
El fuerte tictac de un reloj de pared encima de la silla de Pierre le hizo irse a otra
mesa.
Había empezado con el material más reciente e iba retrocediendo. Una referencia
en el índice de una revista atrajo su atención. «Otro tipo de herencia».
Otro tipo de herencia…
¿Podría ser?
Pidió a Pablo que le buscara el Scientific American de junio de 1989.
Allí estaba… exactamente lo que buscaba. Otro nivel completamente distinto de
información potencialmente codificada en el ADN, y un sistema plausible para la
herencia fiable de esa información de una generación a otra.
El código genético consistía en cuatro letras: A, C, G y T. La C era la citosina, y
la fórmula química de la citosina era C4H5N3O: cuatro carbonos, cinco hidrógenos,
tres nitrógenos y un oxígeno.
Pero no toda la citosina era igual. Desde hacía tiempo se sabía que uno de esos
cinco hidrógenos podía ser sustituido por un grupo metilo, CH3, un átomo de
carbono unido a tres de hidrógeno. Lógicamente, el proceso se llamaba metilación de
la citosina.
Así, al escribir una fórmula genética, por ejemplo el CAG repetido en los genes
enfermos de Pierre, la C podía ser citosina normal o estar en la forma metilada,
llamada 5-metilcitosina. Los genetistas no se preocupaban por cuál de las dos era, ya
que resultaban en las mismas proteínas sintetizadas.
Pero en aquel artículo de Robin Holliday en el Scientific American se describía
un hallazgo intrigante: casi siempre que la citosina sufre una metilación, la base
siguiente en la cadena de ADN es guanina: un doblete CG.
Pero C y G unidas a un lado de una cadena de ADN significa que debe haber una
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G y una C en la cadena opuesta. Después de todo, la citosina siempre se une con la
guanina, y la guanina con la citosina.
En su artículo, Holliday proponía una enzima hipotética a la que llamaba
«metilasa de mantenimiento». Esa enzima uniría un grupo metilo a una citosina
adyacente a una guanina si y sólo si el doblete correspondiente del otro lado estaba ya
metilado.
Todo era hipotético. La metilasa de mantenimiento podía no existir.
Pero si existía…
Pierre miró el reloj: era casi la hora de cerrar. Hizo una fotocopia del artículo,
devolvió la revista a Pablo y se fue a casa.
Esa noche soñó con Estocolmo.
—Buenos días, Shari —dijo Pierre, al entrar en el laboratorio.
Shari llevaba una blusa beige bajo un traje de dos piezas color vino. Se había
cortado el pelo oscuro hacía poco y ahora lo llevaba elegantemente corto, con raya a
la izquierda, y curvándose hacia la base del cuello. Como Pierre, se estaba enterrando
en el trabajo, en un intento de superar la pérdida de Howard.
—¿Qué es esto? —dijo sosteniendo una placa de rayos X que había encontrado
mientras ordenaba todo. El laboratorio hubiese sido una pocilga de no ser por las
periódicas limpiezas de Shari.
Pierre miró el pedazo de película e intentó sonar despreocupado.
—Nada. Sólo basura.
—Quien sea, tiene la enfermedad de Huntington.
—Sólo es una placa vieja.
—Es tuya, ¿no?
Pierre pensó en seguir mintiendo, pero se encogió de hombros.
—Creí que la había tirado.
—Lo siento, Pierre. Lo siento mucho.
—No se lo digas a nadie.
—No, claro no. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Hace unas semanas.
—¿Cómo se lo ha tomado Molly?
—Hemos… hemos terminado.
Shari metió la placa en un cubo de basura Rubbermaid.
—Oh.
Pierre se encogió de hombros.
Se miraron uno a otro por un momento. La mente de Pierre hizo lo que él suponía
que hacían todas las mentes masculinas en momentos así. Pensó un instante en Shari
y él, en las posibilidades existentes. Los dos tenían genes enfermos. Él tenía treinta y
dos años y ella veintiséis: no era una diferencia ultrajante. Pero… pero había otras
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distancias entre ellos. Y él no vio en su cara ninguna indicación, ninguna sugerencia,
ningún ánimo. La idea no se le había ocurrido.
Algunas distancias no son fáciles de cubrir.
—No pensemos en ello. Tengo algunos datos que quiero enseñarte. Algo que
encontré anoche en la biblioteca.
Shari pareció querer seguir con el tema de su enfermedad, pero asintió y tomó
asiento en un taburete.
Pierre le habló del artículo en el Scientific American; de las dos formas de
citosina, la normal y la variante 5-metilcitosina; y de la enzima hipotética que podía
transformar a la una en la otra, pero sólo si la citosina en el doblete CG del lado
opuesto ya estaba metilado.
—Hipotéticamente —remarcó Shari—. Si es que existe.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero supón que lo hace. ¿Qué pasa cuando se
reproduce el ADN? Por supuesto, la escalera se abre por el centro, formando dos
hebras. Una contiene todos los componentes izquierdos de los pares, quizá algo así…
Escribió en la pizarra que cubría casi toda una pared:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
—¿Ves ese doblete CG? Muy bien, digamos que su citosina es metilada. —
Repasó las letras con su tiza:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
—Ahora, en la reproducción del ADN, nucleótidos libres encajan en los lugares
apropiados de cada hebra, de forma que el lado derecho acabará pareciéndose a
esto… —su tiza voló por la pizarra, escribiendo la secuencia complementaria:
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
Lado derecho: A-G-T-G-C-A
—¿Vea? Justo en el lado opuesto del par zurdo CG está el par diestro GC. —Hizo
una pausa, esperando a que Shari asintiese—. Ahora llega la metilasa de
mantenimiento y ve que no hay paridad entre los dos lados, así que agrega un grupo
de metilo a la derecha. —Repasó otras dos letras de la pizarra.
Lado izquierdo: T-C-A-C-G-T
Lado derecho: A-G-T-G-C-A
—Al mismo tiempo, la otra mitad de la hebra original se llena con nucleótidos
libres flotantes. Pero la metilasa de mantenimiento hace la misma cosa,
reproduciendo la metilación de la citosina en ambos lados, si originalmente estaba
presente en uno de ellos.
Pierre palmeó para quitarse el polvo de tiza.
—¡Voilá! Postulando esa enzima, acabas con un mecanismo que preserva el
estado de la metilación de la citosina de una generación celular a la siguiente.
—Y piensa en nuestro trabajo con los sinónimos. —Hizo un gesto en dirección a
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la tabla del código genético.
—¿Sí?
—Hay un posible nivel adicional de codificación oculto en el ADN, si la elección
de sinónimo es significativa. Ahora tenemos un posible tipo segundo de código
adicional en el ADN: el código de si la citosina está metilada o no. Apuesto a que uno
o ambos de esos códigos adicionales es la clave del propósito de lo que llamamos el
ADN basura.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Bien, como se supone que dijo Einstein, «Dios es sutil, pero no malicioso». —
Sonrió a Shari—. No importa lo complejos que sean los códigos, deberíamos poder
descifrarlos.
Pierre se fue a casa. Su apartamento parecía inmenso. Se sentó en el sofá del
salón, tirando ociosamente de un hilo naranja que salía de uno de los cojines.
Él y Shari estaban haciendo progresos. Estaban cerca de algo, lo sabía.
Pero no se sentía feliz. No estaba entusiasmado.
Dios, qué idiota soy.
Vio el programa de Letterman, y el de Conan O'Brien.
No se rio.
Empezó a prepararse para dormir, dejando sus calcetines y ropa interior tirados en
el suelo… ya no había razón para no hacerlo.
Había vuelto a leer a Camus. Su grueso ejemplar de las Obras completas estaba
abierto boca abajo sobre uno de los cojines verde y naranja. Camus, que había ganado
el premio Nobel de Literatura en 1957; Camus, que hablaba de lo absurdo de la
condición humana. «No quiero ser un genio,» había dicho. «Ya tengo bastantes
problemas intentando ser un hombre».
Pierre se sentó y exhaló en la oscuridad. Lo absurdo de la condición humana. Su
total absurdo. Lo absurdo de ser un hombre.
Bertrand Russell pasó también por su mente… otro laureado con el Nobel, en
1950.
«Temer al amor es temer a la vida. Y quien teme a la vida ya está muerto en tres
partes».
Muerto en tres partes… bastante exacto para un enfermo de Huntington de treinta
y dos años.
Pierre se arrastró a la cama, quedándose en una posición fetal.
Apenas durmió… pero cuando lo hizo no soñó con Estocolmo, sino con Molly.
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CAPÍTULO 15
—No puedo dejarte repetir el examen —dijo Molly al estudiante sentado ante ella—,
pero si coges otro proyecto de investigación, puedo darte hasta diez marcas en
créditos extra: si consigues ocho o más, aprobarás… por los pelos. Tú decides.
El estudiante se estaba mirando las manos, que descansaban en su regazo.
—Haré el proyecto. Gracias, Profesora Bond.
—No hay de qué, Alex. Todos merecemos una segunda oportunidad.
El estudiante se puso en pie y salió del atestado despacho. Pierre, que había
estado esperando fuera a que Molly se quedase sola, se quedó en la puerta,
sosteniendo una docena de rosas rojas.
—Lo siento mucho.
Molly alzó la mirada, atónita.
—Soy un impresentable. —En realidad dijo «anguila»*, pero Molly supuso que
quería decir lo otro, aunque también era aplicable. Siguió callada.
—¿Puedo pasar?
Molly asintió sin palabras.
Pierre entró y cerró la puerta.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, y soy un idiota.
El silencio se prolongó unos momentos.
—Bonitas flores —dijo Molly por fin.
Pierre la miraba como si intentase leer sus pensamientos en sus ojos.
—Si todavía me quieres como marido, me sentiré muy honrado.
Ella siguió callada un tiempo.
—Quiero tener un hijo.
Pierre lo había pensado mucho.
—Lo comprendo. Si quieres que adoptemos un niño, estaré encantado de ayudarte
a criarlo mientras pueda.
—¿Adoptar? No. Quiero un hijo propio. Me haré la fertilización in vitro.
—Oh.
—No te preocupes por los genes defectuosos —dijo ella—. Leí un artículo en
Cosmopolitan. Podrían cultivar los embriones fuera de mi cuerpo y hacer la prueba
para ver si habían heredado el gen, para implantar sólo los saludables.
Pierre era católico; la idea de tal procedimiento le hacía sentir incómodo…
desechar embriones viables para que no pasasen un defecto genético. Pero no era su
principal objeción.
—Lo que te dije iba muy en serio. Creo que un niño debe tener tanto madre como
padre… y probablemente no voy a vivir lo bastante para verle crecer. En conciencia
no puedo dar inicio a una nueva vida a la que sé que no voy a poder ver ni siquiera
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durante su infancia. La adopción es un caso especial: en cualquier caso siempre será
bueno para el niño, aunque no siempre vaya a tener un padre.
* Juego de palabras intraducible a costa del acento del protagonista, que
pronuncia «heel» (sujeto rastrero y despreciable) como «eel» (anguila).
—Sea como sea, voy a hacerlo —dijo Molly con firmeza—. Voy a tener un bebé,
y por fertilización in vitro.
Pierre sintió que perdía terreno.
—No puedo ser el donante del esperma. Lo… lo siento. Simplemente no puedo.
Molly se sentó sin decir una palabra. Pierre se sentía furioso consigo mismo. Se
suponía que iba a ser una reconciliación, demonios. ¿Cómo se había desmadrado
tanto?
Molly habló por fin.
—¿Podrías querer a un niño que no fuera biológicamente tuyo?
Pierre ya lo había pensado al considerar la adopción.
—Oui.
—Iba a tener un hijo sin marido en todo caso —dijo Molly—. Millones de niños
han crecido sin padre. Yo misma no lo tuve durante la mayor parte de mi niñez.
—Lo sé.
—¿Y todavía quieres casarte conmigo, aunque siga adelante y tenga un hijo
usando esperma donado?
Pierre asintió de nuevo con un gesto, pues no se fiaba de su voz.
—Y ¿podrías llegar a querer al niño?
Se había preparado para querer a un niño adoptado. ¿Por qué aquello parecía tan
distinto? Aunque… Aunque…
—Sí —dijo por fin—. Al fin y al cabo, será en parte tuyo. —Miró los ojos azules
de Molly—. Y te quiero sin condiciones. —Aguardó mientras el corazón le latía unas
cuantas veces más—. ¿Querrás ser la señora Tardivel?
Molly bajó la mirada y negó con la cabeza.
—No. No puedo. —Pero cuando alzó la cabeza, estaba sonriendo—. Pero acepto
ser la señora Bond, que se ha casado con el señor Tardivel.
—Entonces, ¿te casarás conmigo?
Molly se levantó y se acercó a él, poniéndole los brazos alrededor del cuello.
—Oui.
Se besaron durante varios segundos, pero al separarse Pierre puso una condición.
—En cualquier momento, cualquier momento, si crees que mi enfermedad es
demasiado para ti, o encuentras una oportunidad de ser feliz que pueda durar el resto
de tu vida, más que el resto de la mía, quiero que me dejes.
Molly quedó en silencio, con la boca ligeramente abierta.
—Promételo.
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—Lo prometo —dijo ella al fin.
Aquella noche, Pierre y Molly hicieron lo que habían hecho a menudo antes de
romper: dieron un largo paseo. Habían picado algo en un café de Telegraph Avenue,
ahora estaban dando una vuelta y parándose de vez en cuando ante los escaparates.
Como muchas parejas jóvenes, todavía seguían intentando conocer cada faceta de la
personalidad y el pasado del otro. En un largo paseo, habían hablado de sus anteriores
experiencias sexuales; en otro, de las relaciones con sus padres; y en otros sobre
control de armas o ecología. Noches de sondeo, de conversaciones estimulantes, en
las que cada uno refinaba su imagen mental del otro.
Y aquella noche llegó la mayor de las preguntas, mientras paseaban disfrutando
del calor del anochecer.
—¿Crees en Dios? —preguntó Molly.
Pierre bajó la mirada hacia la acera.
—No lo sé.
—¿No? —dijo ella, claramente intrigada.
Pierre sonaba un poco incómodo.
—Bueno, es difícil seguir creyendo en Dios cuando ocurre algo como esto. Ya
sabes, mi enfermedad. No quiero decir que empezase a cuestionarme mi fe el mes
pasado, cuando hicimos la prueba: empecé a dudar cuando conocí a mi verdadero
padre. —Pierre ya le había contado aquello en el curso de otro largo paseo.
Molly asintió.
—¿Pero creías en Dios antes de descubrir que tenías la enfermedad de
Huntington?
—Supongo. Como la mayoría de los francocanadienses, soy católico. Ahora sólo
voy a misa en Pascua y Navidad, pero cuando vivía en Montreal iba todos los
domingos. Incluso cantaba en el coro.
Molly hizo una mueca: le había oído cantar.
—Pero ahora te resulta difícil creer, porque un Dios misericordioso no te haría
una cosa así.
Habían llegado a un banco del parque. Molly hizo un gesto para que se sentaran,
y así lo hicieron, con Pierre rodeándole los hombros con el brazo.
—Más o menos.
Molly le tocó el brazo y pareció dudar un poco antes de contestarle.
—Perdona que te lo diga… no quiero parecer argumentativa… pero siempre me
ha parecido que ese razonamiento era poco serio. —Levantó una mano—. Lo siento,
no pretendo criticarte. Sólo que… bueno, la dureza de nuestro mundo es algo
evidente para cualquiera. Gente muriendo de hambre en África, pobreza en
Sudamérica, tiroteos aquí en Estados Unidos… Terremotos, tornados, guerras,
enfermedades… —Meneó la cabeza—. Me parece, y hablo sólo por mí, raro que uno
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pueda aceptarlo sin cuestionarse la fe hasta que ocurre algo personal. ¿Me entiendes?
Un millón de personas mueren de hambre en Etiopía, y decimos que es una desgracia.
Pero si nosotros, o algún conocido, tiene cáncer, o un ataque al corazón, o la
enfermedad de Huntington, o lo que sea, entonces decimos, «Hey, no puede haber un
Dios». —Sonrió—. Lo siento, es una tontería. Perdóname.
Pierre asintió despacio.
—No, tienes razón. Resulta ridículo cuando se plantea así. —Hizo una pausa—.
¿Y tú? ¿Crees en Dios?
Molly se encogió de hombros.
—Bueno, me crie en la Iglesia Unitaria, y a veces voy a una comunidad en San
Francisco. No creo en un Dios personal, pero quizá sí en un creador. Soy lo que
llaman una teísta evolucionista.
—Qu'est-ce que c'est?
—Alguien que cree que Dios planificó por adelantado el gran esquema, la
dirección general que iba a tomar la vida, el camino general del universo, y esas
cosas, pero que, después de ponerlo todo en marcha, se conforma con ver cómo se va
desplegando todo, dejando que crezca y se desarrolle por sí mismo, a lo largo del
camino previsto.
Pierre sonrió.
—Bueno, el camino que hemos tomado nosotros lleva a mi apartamento… y ya es
tarde.
Ella le devolvió la sonrisa.
—No demasiado tarde para conocernos en sentido bíblico, espero.
Pierre se levantó y le ofreció su mano.
—Sí, en verdad te lo digo.
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CAPÍTULO 16
Fue una boda pequeña y tranquila. Pierre había pensado casarse en la capilla de la
UCB, pero resultó que no la había… la corrección política californiana. En lugar de
ello, acabaron casándose en la sala de estar de una compañera de Molly, la profesora
Ingrid Lagerkvist, con el capellán de la comunidad unitaria de Molly como oficiante.
Ingrid, una pelirroja de treinta y cuatro años con los ojos azules más claros que
Pierre había visto nunca, fue la dama de honor de Molly. Normalmente estaba
bastante delgada, pero iba por el quinto mes de embarazo. Pierre, que llevaba menos
de un año en California, reclutó como padrino al marido de Ingrid, Sven, un oso de
hombre con larga melena castaña, una gran barba de reflejos rojizos y gafas estilo
Ben Franklin. Entre los asistentes: la madre de Pierre, Elisabeth, llegada en avión
desde Montreal; una burbujeante Joan Dawson y un serio Burian Klimus; y Shari
Cohen, a quien Pierre no pudo dejar de ver un poco triste: quizá había sido un error
invitarle a una boda tres meses después de su propia ruptura. No hubo miembros de la
familia de Molly: ella ni siquiera había dicho a su madre que fuera a casarse.
Molly y Pierre habían discutido un poco sobre los votos que intercambiarían.
Pierre no quería que Molly prometiera mantener el matrimonio «en la salud y en la
enfermedad», insistiendo en que debía sentirse libre para dejarle en cualquier
momento si él caía enfermo. Y así:
—Pierre Tardivel, —preguntó el sacerdote unitario de pelo blanco, que llevaba un
traje seglar de tres piezas con un clavel rojo en la solapa— ¿quieres a Molly Louise
como tu legítima esposa, para cuidarla y honrarla, para amarla y protegerla, para
respetarla y ayudarle a que realice todo su potencial mientras os llevéis el uno al otro
en vuestros corazones?
—Sí, quiero —dijo Pierre, y, sonriendo a su madre, añadió:
—Oui.
—Y tú, Molly Louise, ¿quieres a Pierre Tardivel como tu legítimo esposo, para
cuidarle y honrarle, para amarle y protegerle, para respetarle y ayudarle a que realice
todo su potencial mientras os llevéis el uno al otro en vuestros corazones?
—Sí, quiero —dijo ella mirando a Pierre a los ojos.
—Por la autoridad que me ha conferido el estado de California, me siento
orgulloso y feliz de proclamaros marido y mujer. Pierre y Molly, podéis…
Pero ya estaban haciéndolo. Y fue un beso largo y prolongado.
Su luna de miel, cinco días en la Columbia Británica, fue maravillosa. Pero
pronto estuvieron de vuelta en el trabajo, con Pierre pasando sus acostumbradas
largas horas en el laboratorio. Habían dejado sus apartamentos y comprado una casa
de seis habitaciones y paredes de estuco blanco en Spruce Street, al lado de otra casa
de estuco rosa. Los últimos vestigios de la herencia de Pierre del seguro de vida de
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Alain Tardivel cubrieron la entrada. Pierre se había llevado una decepción al cambiar
el dinero a dólares estadounidenses, pero se alegró al descubrir que los intereses de la
hipoteca eran deducibles, no como en Canadá. Además le encantaba tener un patio, y
las plantas crecían espectacularmente en aquel clima, aunque los caracoles gigantes
eran una maldición.
Aquella noche, una calurosa tarde de junio, Pierre se sentó a la mesa del comedor,
cubierta de recipientes de comida china. Tiffany Feng le había enviado tiempo atrás
una copia totalmente ejecutada de su póliza del Plan Oro, pero entre su boda, su
mudanza y el trabajo del laboratorio, apenas le había echado un vistazo. Molly se
había hartado de comida china y estaba sentada en un sofá en la salita contigua,
hojeando el Newsweek.
—¡Eh, escucha esto! —dijo Pierre en voz alta—. En «Beneficio Estándar» dice:
«En los casos en que la amniocentesis, el análisis genético o alguna otra prueba
prenatal diagnostique que el niño requerirá amplios tratamientos médicos tras el
nacimiento y a lo largo de su vida, Seguros Médicos Cóndor pagará todos los costes
de la interrupción del embarazo en un hospital o clínica abortiva autorizada por el
gobierno».
Molly levantó la mirada.
—Es bastante normal. La póliza del personal de la universidad también lo
incluye.
—Pero no me parece bien.
—¿Por qué no?
Pierre frunció el ceño.
—Simplemente… no sé, parece una especie de eugenesia económica. Si el niño
no es perfecto, usted puede abortar gratis. Pero escucha esta otra cláusula, ésta es la
que de verdad me molesta: «Aunque nuestros beneficios de salud prenatal
normalmente se amplían hasta cubrir los cuidados postparto, si la amniocentesis, el
análisis genético o alguna otra prueba prenatal indica que el niño nacerá con síntomas
de un desorden genético, y la madre no ha aprovechado el beneficio descrito bajo la
sección veintidós, párrafo seis (se refiere al aborto gratis de bebés defectuosos) la
cobertura postparto quedará anulada». ¿Ves lo que significa? Si no aceptas la oferta
de un aborto gratis cuando está claro que no vas a tener un bebé perfecto, y sigues
adelante y das a luz, tu seguro para cubrir los cuidados del niño es cancelado. La
compañía proporciona un enorme incentivo económico para interrumpir todos los
embarazos que no sean perfectos.
—Supongo. —Dijo Molly lentamente. Se había levantado y estaba en la puerta
del comedor, apoyada contra la pared— ¿No leí sobre un caso que era exactamente
opuesto? Una pareja, ambos genéticamente sordos, optó por el aborto cuando las
pruebas prenatales demostraron que el niño no iba a ser sordo, pues pensaban que no
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podrían relacionarse con él. Estas cosas van en los dos sentidos.
—Aquello era distinto. No estoy seguro de considerar moral el aborto de un niño
normal sólo por ser normal… pero al menos fue una decisión de los padres. Pero
esto… —meneó la cabeza—. Decisiones que deberían ser asuntos privados de las
familias, ya sea interrumpir un embarazo o, como en mi caso, someterme a una
prueba genética, son tomadas en tu nombre por compañías de seguros: aborta, o
pierde el seguro; hazte la prueba, o pierde el seguro. Apesta.
Cogió el recipiente de chop-suey, pero lo dejó sin comer nada. Su apetito había
desaparecido.
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CAPÍTULO 17
Molly era esta vez la encargada de hacer la cena. Pierre solía intentar ayudarla, pero
había aprendido que era mejor para ella si se limitaba a quedarse al margen. Ella
estaba haciendo spaghetti… unos diez minutos de trabajo cuando se ocupaba Pierre,
pues recurría al ragú para la salsa y al queso preparado. Pero para Molly era una gran
producción, con salsa hecha por ella misma y queso parmesano fresco rallado. Él
estaba sentado en la sala de estar, haciendo zapping con los canales de televisión.
Cuando Molly dijo que la cena estaba lista, Pierre se acercó. Tenían una mesa de
mármol con sillas verdes de mimbre. Sin mirar, Pierre cogió el respaldo de la silla y
fue a sentarse, pero se puso en pie casi de inmediato.
Había una gran abeja de peluche en su silla, con unos grandes ojos como los de
Mickey Mouse y pelo negro y amarillo. Pierre la levantó de la silla.
—¿Qué es esto? —preguntó. Molly llegaba desde la cocina en aquel momento,
con dos humeantes platos de spaghetti. Los puso en la mesa antes de hablar.
—Bueno, —dijo haciendo un gesto hacia la abeja— creo que ya es hora de
fertilizar mis flores.
—¿Quieres seguir adelante con la fertilización in vitro?
Molly asintió.
—Si todavía te parece bien. —Alzó una mano—. Sé que cuesta un montón de
dinero pero, francamente… estoy asustada por lo de Ingrid.
Ingrid Lagerkvist, la amiga de Molly, había dado a luz a un niño con el síndrome
de Down; la probabilidad de tener un hijo así crecía con la edad.
—Encontraremos el dinero —dijo Pierre—. No te preocupes. —Mostró una
amplia sonrisa—. ¡Vamos a tener un bebé! —Echó queso en los spaghetti, y después
hizo algo que Molly siempre encontraba divertido: los cortó en trozos pequeños—.
¡Un bebé!
—Oui, monsieur.
El jefe de Pierre, el doctor Burian Klimus, alzó la mirada y les saludó asintiendo
cortésmente a ambos.
—Tardivel, Molly.
—Gracias por recibirnos, señor. —Dijo Pierre, sentándose al extremo más alejado
del amplio escritorio—. Sé lo ocupado que está. —Klimus no derrochaba energías
confirmando lo obvio. Permaneció sentado en silencio tras el atestado escritorio, con
una expresión ligeramente irritada en su ancha y avejentada cara, esperando que
Pierre fuese al grano—. Necesitamos su consejo. Molly y yo quisiéramos tener un
hijo.
—Las flores y el Chianti son un excelente comienzo —dijo Klimus secamente,
sin ni siquiera parpadear.
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Pierre rio, más por nerviosismo que por el chiste. Miró a su alrededor. Había una
segunda puerta que daba a otra habitación. Tras el escritorio de Klimus había un
anaquel con dos globos: uno era la Tierra, sin fronteras políticas, y el otro Marte,
pensó Pierre por su color rojizo. Volvió la mirada a su jefe.
—Hemos decidido hacerlo por fertilización in vitro… y, bueno, como usted
escribió aquel gran artículo de Science sobre las nuevas tecnologías reproductivas
con el profesor Sousa, pues…
—¿Por qué la fertilización in vitro?
—Tengo bloqueadas las trompas de Falopio —dijo Molly.
—Ya veo. —Klimus se echó atrás en su silla, que crujió al hacerlo, y entrelazó los
dedos tras la calva cabeza—. Supongo que conocen los rudimentos del
procedimiento. Los óvulos serán extraídos de Molly y mezclados con el esperma de
Pierre en un recipiente de Petri. Una vez formados los embriones, se implantan y a
esperar lo mejor.
—En realidad, no pensamos usar mi esperma. —Se removió un poco en su
asiento—. Yo… no estoy en disposición de ser el padre biológico.
—¿Es impotente?
La pregunta sorprendió a Pierre.
—No.
—¿Tiene un bajo nivel de esperma? Hay procedimientos…
—No tengo idea de cuál es mi nivel de esperma. Supongo que el normal.
—¿Entonces por qué? Tiene usted una mente adecuada.
Pierre tragó saliva.
—Tengo algunos… genes defectuosos.
—Eugenesia voluntaria. Lo apruebo. Pero ya sabe que cuando el embrión tiene
ocho células de tamaño, podemos hacer pruebas genéticas y…
Pierre no veía motivo para debatir con el viejo.
—Usaremos esperma de un donante —dijo con firmeza.
—Es su decisión —Klimus se encogió de hombros.
—Pero estamos buscando una buena clínica. Usted visitó varias al escribir aquel
artículo. ¿Hay alguna que pueda recomendarnos?
—Hay unas cuantas bastante buenas en la Bahía.
—¿Cuál sería la más barata? —preguntó Pierre. Klimus le miró inexpresivamente
—. Bueno, sabemos que cuesta unos diez mil dólares.
—Por intento. Y la fertilización in vitro sólo tiene un porcentaje de éxito del
veinte por ciento. En realidad, el coste medio de un bebé por ese procedimiento es de
unos cuarenta mil dólares.
Pierre se quedó boquiabierto. ¿Cuarenta mil? Era muchísimo dinero, y la hipoteca
les estaba matando. No podrían pagarlo.
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Pero Molly siguió adelante.
—¿Elige la clínica al donante de esperma?
—A veces. Lo más frecuente es que la mujer elija en un catálogo que indica las
potenciales características físicas, mentales y étnicas del padre, y… —Se detuvo en
mitad de la frase, en blanco, como si su mente estuviera a millones de kilómetros de
allí.
Al fin, Pierre se inclinó un poco hacia él.
—¿Sí?
—¿Y por qué no yo? —preguntó Klimus.
—¿Cómo dice?
—Yo. Como donante.
Molly abrió la boca. Klimus se dio cuenta de su sorpresa y extendió la mano.
—Podemos hacerlo aquí, en el LLB. Yo me encargaré de la fertilización y
Gwendolyn Bacon, una especialista en fertilización in vitro que me debe un favor,
puedo conseguir que haga la extracción del óvulo y la implantación del embrión.
—No sé… —dijo Pierre.
—Les propongo un trato: acéptenme como donante y pagaré todos los gastos del
procedimiento, no importa cuántos intentos hagan falta. He invertido bien el dinero
de mi premio Nobel, y tengo algunos contratos de consultaría muy lucrativos.
—Pero… —empezó Molly. Se calló, sin saber qué decir. Deseó que no hubiera
aquel amplio escritorio entre ambos para poder leer la mente de Klimus. Todo lo que
captaba era una batería de francés de Pierre.
—Soy viejo, ya sé —dijo Klimus sin rastro de humor—. Pero eso importa poco
en cuanto a mi esperma. Soy muy capaz de servir como padre biológico… y aportaré
documentación completa para demostrar que no soy portador del HIV.
Pierre tragó aire.
—¿No sería irregular conocer al donante?
—Oh, será nuestro secreto —dijo Klimus, alzando la mano otra vez—. Quieren
buen ADN, ¿no? Tengo el premio Nobel y un CI de 163. Mi longevidad está
demostrada, y mi vista y reflejos son excelentes. No tengo los genes del Alzheimer ni
de la diabetes, o cualquier otra enfermedad seria. —Sonrió un poco—. Lo peor de mi
ADN es la calvicie, y debo confesar que fue bastante precoz.
Durante la propuesta de Klimus, Molly había empezado a sacudir la cabeza
adelante y atrás, adelante y atrás, pero había dejado de hacerlo cuando Klimus calló.
Miraba a Pierre, como si pretendiese medir su reacción.
Klimus también miraba a Pierre.
—Vamos, joven —dijo con una sonrisa seca y fría—. Más vale malo conocido…
—¿Pero por qué? —preguntó Pierre—. ¿Por qué quiere usted hacerlo?
—Tengo ochenta y cuatro años, y no tengo hijos. Simplemente no quiero que los
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genes Klimus desaparezcan de la reserva genética —miró a ambos sucesivamente—.
Son una pareja joven, que acaba de empezar. Sé cuánto gana usted, Tardivel, y puedo
suponer lo que gana Molly. Decenas de miles de dólares es mucho dinero para
ustedes.
Pierre miró a Molly y se encogió de hombros.
—Yo… supongo que no hay problema —dijo lentamente, como si no estuviera
seguro de sí mismo.
Klimus juntó las manos en una palmada que sonó como un disparo.
—¡Maravilloso! Molly, le prepararé una cita con la doctora Bacon, que le
prescribirá un tratamiento con hormonas para que desarrolle varios óvulos. —Se puso
en pie, desechando toda discusión—. Felicidades, Madre —dijo a Molly, y después,
en un inesperado gesto de campechanía, puso un huesudo brazo sobre los hombros de
Pierre—. Y felicidades a usted, también, Padre.
—Tenemos problemas —dijo Shari, entrando en el laboratorio con una fotocopia
—. He encontrado esta nota en un número atrasado de Physical Review Letters. —
Parecía disgustada.
Pierre estaba trabajando con su centrifugadora. Dejó que siguiese girando por la
inercia y miró a su ayudante.
—¿Qué dice?
—Algunos investigadores de Boston sostienen que aunque el ADN que codifica
la síntesis proteínica está estructurada como un código (una palabra mal y el mensaje
se desvirtúa) el ADN basura o intrónico está estructurado como un idioma, con
suficientes redundancias como para que los pequeños errores no importen.
—¿Como un idioma? ¿Qué quieren decir?
—En las partes activas del ADN, descubrieron que la distribución de los diversos
codones de tres letras es aleatoria. Pero en el ADN basura, si atiendes a la
distribución de «palabras» de tres, cuatro, cinco, seis, siete, y ocho pares de bases,
ves que es como un lenguaje humano. Si la palabra más común aparece diez mil
veces, la décima más común aparece sólo mil veces, y la centésima más común sólo
cien… muy parecido a la distribución relativa del inglés. La palabra «el» es un orden
de magnitud más común que «su», y a la vez «su» es un orden de magnitud más
común que, por ejemplo, «ve». Estadísticamente, es un esquema muy propio de un
idioma real.
—¡Excelente!
Pero la frente de porcelana de Shari estaba marcada por las arrugas.
—Es terrible. Significa que hay otros haciendo progresos en esto. Esta nota fue
publicada en el número de diciembre de 1994.
Pierre se encogió de hombros.
—¿Recuerdas a Watson y Crick, buscando la estructura del ADN? ¿Quién más
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trabajaba en el mismo problema?
—Linus Pauling, entre otros.
—Pauling, exacto, que ya había ganado un Nobel por su trabajo sobre los enlaces
químicos. —Miró a Shari—. Pero ni siquiera el viejo Linus pudo ver la verdad:
propuso un modelo triple de Rube Goldberg. —Pierre lo había aprendido todo sobre
Goldberg desde su llegada a Berkeley: había sido alumno de la UCB y sus dibujos se
exhibían en el campus—. Sí, hay otros trabajando en nuestro campo. Pero prefiero
que vengas y me digas que hay buenas razones para pensar que hay algo importante
codificado en el ADN que no procesa proteínas a que me digas que todos los que lo
han mirado antes coinciden en que no es más que basura. Sé que estamos sobre la
pista, Shari. Lo sé. —Hizo una pausa—. Buen trabajo. Ve a casa y duerme un poco.
—Tú también deberías irte a casa.
Pierre sonrió.
—En realidad esta noche los papeles han cambiado. Estoy esperando a Molly.
Tenía una reunión del departamento, y voy a quedarme aquí hasta que llame.
—Muy bien, hasta mañana.
—Buenas noches, Shari. Y ve con cuidado: se ha hecho muy tarde.
Shari salió del laboratorio y empezó a andar por el corredor. Al salir, esperó a que
llegase el autobús. Pero quería dar un paseo por el campus antes de irse a casa, y pasó
cerca del edificio de Psicología, donde estaba la esposa de Pierre. En el exterior,
Shari se sobresaltó al toparse con un joven de aspecto rudo que paseaba impaciente
como si esperase a alguien. Iba vestido con una cazadora de cuero y vaqueros
desgastados, llevaba el pelo rubio muy corto, y su extraña barbilla hacía pensar en
dos puños protuberantes.
Un cliente desagradable, pensó Shari mientras se alejaba en la oscuridad…
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Libro Dos
Cuanto más hacia atrás mires, más podrás ver hacia delante.
Sir Winston Churchill, Premio Nobel de Literatura 1953
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CAPÍTULO 18
Era de noche. Dos oficiales de policía, una blanca y otro negro. Una acera salpicada
de sangre. Un hombre llamado Chuck Hanratty muerto y su cadáver en una
ambulancia. Pierre se estremeció en la brisa nocturna, su camisa convertida en un
trapo empapado de sangre.
—Mire, es más de medianoche —dijo el policía negro a Molly— y, francamente,
su amigo parece un poco ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les
acercamos a casa? Pueden pasar mañana por la comisaría para hacer su declaración
—le dio su tarjeta.
—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, saliendo poco a
poco del shock nervioso.
El policía encogió sus anchos hombros.
—Ningún misterio. Quería su cartera y su bolso.
Pero Molly había leído la mente del hombre, y sabía que no se trataba de un
simple atraco, sino de un atentado deliberado contra la vida de Pierre. Cogió
suavemente la mano de su marido y le guio hacia el coche patrulla.
Pierre y Molly estaban en la cama. Ella le abrazaba estrechamente.
—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —se preguntó Pierre de nuevo. Estaba
todavía muy afectado—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de
matarme? Al fin y al cabo… —Su voz se apagó, pero Molly pudo leer la frase ya
formulada en inglés: Al fin y al cabo, pronto estaré muerto de todas formas.
Ella sacudió la cabeza tanto como se lo permitió su almohada.
—No sé por qué, pero iba a por ti. A por ti en particular.
—¿Estás segura? —La voz de Pierre al hacer la pregunta traicionaba su débil
esperanza de que Molly se equivocase.
—Cuando pasamos junto a él, Hanratty estaba pensando «Ya era hora de que
apareciese el jodido franchute».
Pierre se envaró ligeramente.
—No puedes decirle eso a la policía.
—Claro que no. —Molly forzó una pequeña risa—. De todas formas, no me
creerían. Pero alguien llamado Grozny le había encargado que te matase… y al
parecer, ya había matado a otros por orden suya.
Pierre todavía estaba intentando digerirlo. Un hombre había muerto justo delante
de él. Sí, había sido defensa propia, pero podía decirse que Pierre le había matado.
Había cruzado el continente hasta el hogar del amor libre y el movimiento pacifista, y
había terminado con las manos manchadas de la sangre de un ser humano.
Un cuchillo cortando el cuerpo del hombre; Molly sobre su espalda, Pierre
haciéndole caer.
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Si Hanratty hubiese dejado caer el cuchillo. Si sólo…
Muerto.
Muerto.
No podía sacudirse el espanto, no podía escapar del dolor.
Se tomaría el día libre… algo que nunca había hecho antes salvo en su luna de
miel.
—Quizá debas hablar con algún profesional —dijo Molly—. Ingrid hizo un
estudio con los veteranos de la Tormenta del Desierto, y podría recomendarnos a
alguien que trate la tensión postraumática.
Pierre sacudió la cabeza. También habían intentado llevarle a un psicólogo
cuando resultó ser un sujeto de riesgo de la enfermedad de Huntington. Pero parecía
algo interminable: no había tenido tiempo para ello.
—Estaré bien —dijo, pero sus palabras sonaron huecas.
Molly asintió y siguió abrazándole.
Avi Meyer estaba sentado ante su escritorio metálico en la central de la OIE en
Washington. Su ventana, con los estores en ángulo para bloquear la mayor parte de la
luz solar, dominaba la cuadrícula de la calle K. Era mediodía y ya se notaba la
barbilla áspera, al pasarse la mano.
Entró Susan Tuttle, su ayudante.
—Pasternak acaba de mandarnos un fax… puede que te interese.
—¿Qué es?
—Hace dos días mataron a un neonazi de San Francisco llamado Chuck Hanratty.
—¿Qué edad tenía?
—¿Hanratty? Veinticuatro.
Avi hizo un gesto de rechazo con la mano.
—No era lo bastante viejo para ser un criminal de guerra. ¿Y aparte de que hay un
capullo menos en el mundo, por qué cree Pasternak que puede interesarme?
—Hanratty murió en una pelea al intentar atracar a un francocanadiense llamado
Pierre Tardivel.
Avi frunció el ceño.
—¿Y?
—Y el tal Tardivel trabaja en Berkeley, en el Centro Genoma Humano, así que su
jefe es…
Las pobladas cejas de Avi se elevaron.
—Burian Klimus.
—Exacto.
Avi apuñaló el botón del intercomunicador de su escritorio.
—¿Pam?
—¿Sí? —respondió una voz femenina.
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—Necesito un vuelo a California…
Cuando Pierre fue a la comisaría de Berkeley para cumplimentar su declaración,
pidió al policía negro (resultó llamarse Munroe) más información sobre Chuck
Hanratty. Realmente, Munroe no tenía mucho que agregar. Hanratty había vivido, y
sido arrestado con frecuencia, en San Francisco. Tras pensarlo durante un día, Pierre
decidió conducir a través del puente de Oakland Bay y probar suerte en la central de
policía de San Francisco.
Llovía. El puente daba a la 101, y la central estaba justo al sur, en el 850 de
Bryant, entre las calles Sexta y Séptima. Pierre plegó su paraguas, entró en el edificio
y recorrió un corto pasillo hasta el mostrador del sargento de entrada, un corpulento
hombre blanco de pelo negro y rizado sobre una cabeza en forma de torta. Tenía un
monitor de ordenador bajo el escritorio, visible a través de un cristal en el tablero.
Estaba leyendo algo en él, pero levantó la vista cuando Pierre carraspeó.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
Pierre no estaba seguro de cómo empezar.
—Sufrí un atraco hace poco.
—¿Oh, sí? ¿Quiere presentar una denuncia?
—No, no. Ya he hecho la declaración, allí en Berkeley. Sólo estaba buscando algo
más de información. El tipo que me atacó vivía aquí, y… bueno… murió en la pelea.
Cayó sobre su propio cuchillo.
—¿Cómo ha dicho usted que se llama?
—Tardivel. T-A-R-D-I-V-E-L.
El sargento tecleó en su ordenador.
—¿Puedo ver alguna identificación?
Pierre abrió la cartera y encontró su permiso de conducir de Québec. El sargento
lo miró, asintió y volvió a su monitor.
—Bien, señor, no sé qué tipo de información desea. Si el atracador murió, no
vamos a estar buscando sospechosos.
—Claro, lo entiendo. Simplemente me interesan los demás casos en los que
estuviese implicado.
El sargento le miró con sospecha.
—¿Por qué?
Pierre pensó que la verdad sería lo más sencillo.
—Los policías de Berkeley me dijeron que Hanratty era miembro de un grupo
neonazi. Me he roto la cabeza pensando qué podría tener contra mí.
—¿Es usted judío?
Pierre meneó su cabeza.
—Pero es extranjero. A los cabezas rapadas no les gustan los inmigrantes.
—Ya lo supongo, pero… bueno, me pregunto si podría ver su expediente.
—Gracias por recibirme —dijo Pierre, manteniendo las manos firmes a base de
aferrar el borde del escritorio. Aunque aún se sentía como si no perteneciera allí, ya
no podía negar la verdad: estaba manifestando síntomas de la enfermedad de
Huntington. La reunión del grupo de apoyo se celebraba en un aula de instituto del
distrito de Richmond de San Francisco, a medio camino entre Presidio y el Golden
Gate Park.
La cabeza de Carl Berringer osciló hacia delante y hacia atrás, y pasaron unos
momentos hasta que pudo contestar. Pero cuando lo hizo, sus palabras estaban llenas
de calor.
—Nos alegramos de que hayas venido. ¿Qué te parece la oradora? —Berringer
era un hombre de pelo blanco, piel pálida y ojos azules, que aparentaba unos cuarenta
y cinco años. La oradora invitada había hablado de cómo afrontar la forma juvenil de
la enfermedad.
—Estupenda —dijo Pierre, que se había desentendido de la charla y había
dedicado el tiempo a mirar subrepticiamente a los demás, muchos de los cuales
estaban en fases posteriores de la enfermedad. Después de todo, aparte de su padre
Henry Spade, Pierre nunca había visto a nadie con un Huntington avanzado de cerca.
Observó su dolor, su sufrimiento, las caras contorsionadas, la incapacidad para hablar
claramente, la tortura de algo tan simple como intentar tragar, y llegó el pensamiento
de que quizá algunos de ellos estarían mejor muertos. Era horrible pensar aquello, lo
sabía, pero…
… pero ahí, porque no hay gracia de Dios, voy yo. La condición de Pierre
empeoraba progresivamente; ya había roto montones de vasos y probetas. Pero sólo
quienes le conocían bien sospechaban que le ocurriese algo serio. Sólo una tendencia
a las manos temblonas, ocasionales tics faciales, ligeros errores al hablar…
—Trabajas en el LLB, ¿verdad? —preguntó Carl, su cabeza moviéndose todavía.
—En realidad, ahora es el LNLB. Agregaron la palabra Nacional hace casi un
año.
—Hace un par de años vino un tipo del laboratorio a darnos una charla. Un
grandullón viejo y calvo. No recuerdo su nombre, pero había ganado el Premio
Nobel.
Pierre enarcó las cejas.
—¿Burian Klimus?
—Eso es. Chico, tuvimos suerte de conseguirlo. Todo lo que podemos ofrecer a
—Mira a Mamá, cariño. Venga, mira a Mamá. Buena chica. Ahora, Papá va a
pincharte en el brazo. Sólo te dolerá un poquito, y se te pasará enseguida. ¿De
acuerdo, tesoro? Aquí está mi dedo, dale un buen apretón. Muy bien. Vamos allá. No,
no… no llores, mi amor. No llores, ya está. Todo va a ir bien, nena… Todo va a salir
estupendamente.
Pierre comprobó una pequeña muestra del ADN de Amanda. Su hija carecía de la
mutación por desplazamiento del cromosoma trece, por lo que probablemente no
sería telépata. Curiosamente, Molly parecía tener sentimientos encontrados sobre
ello, pero Pierre tenía que admitir que estaba aliviado.
El trabajo anterior de Pierre había demostrado que sólo uno de los dos
cromosomas 13 de Molly tenía el desplazamiento de la telepatía, lo que significaba
que Amanda había tenido sólo un cincuenta por ciento de posibilidades de heredarlo
de su madre (habiendo recibido uno de los cromosomas de Molly y otro de Klimus).
Así que no era raro que no hubiese heredado el gen, y sin embargo…
Sin embargo, durante la sencilla reproducción por RCP del ADN de Molly, el
desplazamiento había sido corregido, así que…
Así que era posible que Amanda, por suerte o por desgracia, hubiese recibido de
su madre el cromosoma 13 no desplazado, o…
O que ninguno de los óvulos de Molly contuviese el ADN mutado. ¿Habría sido
corregido de algún modo allí también, como en la repetición de RCP?
Obviamente, el desplazamiento no podía ser corregido cada vez que apareciese, o
habría quedado fijado cuando Molly se estaba desarrollando como un embrión. Pero
estaba siendo corregido ahora. Pierre tenía que saber si la corrección estaba presente
en los óvulos no fertilizados de Molly, o si la corrección sólo aparecía después de que
el óvulo hubiera sido fertilizado y empezase a dividirse.
Gracias a los tratamientos de hormonas previos a la fertilización, Molly había
desarrollado un gran número de óvulos en un mismo ciclo. Gwendolyn Bacon le
había extraído quince, pero ella había dicho a Klimus que intentara fertilizar sólo la
mitad de ellos, lo que significaba que siete u ocho de los óvulos no fertilizados de
Molly podían seguir allí en el edificio 74.
Después de telefonear a Molly para conseguir su permiso, Pierre dejó su propio
laboratorio y se encaminó al mismo quirófano donde se habían extraído los óvulos de
Molly hacía más de un año. Conocía a uno de los técnicos: era hincha de los San José
Sharks, y solían discutir sobre hockey. Pierre no tuvo ningún problema para que
Pierre estaba ocupado esos días. Barnaby Lincoln tenía razón: el trabajo en los
grupos de presión era satisfactorio. ¿Y quién podía saberlo? Quizá algún día incluso
diese fruto. Mientras tanto, Shari había terminado con su artículo conjunto «Un
mecanismo intrónico del ADN para invocar mutaciones por desplazamiento como
fuerza conductora en la evolución», enviándolo a la revista Nature.
Pero hoy no era un día para preocuparse por lo que las autoridades de la revista
fuesen a hacer con el artículo, ni para ocuparse de los teléfonos ni dictar cartas.
No podían limitarse a ir al estudio fotográfico de Sears; tomar fotos de la familia
Tardivel-Bond era algo un poco más complicado. Pierre tenía buenos y malos
momentos, y había que esperar más de una hora a que reuniese el control suficiente
como para permanecer razonablemente quieto. Y Amanda… bueno, con tres años ya
aceptaba mejor a la gente, pero seguía siendo más fácil mantenerla apartada de
adultos bienintencionados pero estúpidos que decían constantemente cosas
equivocadas, creyendo que al no ser capaz de hablar tampoco podía oír.
Molly había ayudado a Pierre a ponerse su ropa, como todos los días. Al principio
había pensado en ponerle traje y corbata, todo serio y formal, pero aquel no era
Pierre, y ella quería recordarle tal y como era. Así que le ayudó a ponerse el jersey
rojo de los Montreal Canadiens que tanto le gustaba.
Por su parte, ella se vistió un poco mejor de lo que solía, con una blusa de seda
azul pálido y una elegante falda negra. Incluso se puso lápiz de labios y sombra de
ojos.
Habían tomado prestada la compleja cámara de la universidad. Molly preparó
cuidadosamente el encuadre, poniendo dos sillas ante la chimenea.
Amanda llevaba un precioso vestido rosa de flores. Molly había jugado con la
idea de combatir el estereotipo, pero aquel día, al menos, quería que su hija tuviese el
mismo aspecto que cualquier niña. A veces aquellas cosas importaban.
—Creo… que ya estoy listo —dijo Pierre por fin.
Molly sonrió y le ayudó a sentarse en una de las sillas. Su antebrazo derecho se
movía un poco, pero Pierre lo sujetó con la otra mano. Molly se sentó, se arregló la
ropa y le hizo gestos a Amanda para que fuese a sentarse en su regazo; ella lo hizo
pavoneándose con su falda por la habitación.
Molly besó su frente, y Amanda sonrió. En su mano izquierda, Molly sostenía el
disparador de la cámara. Señaló la lente y le dijo a Amanda que mirase allí y
sonriese.