Psicópata - Jonathan Kellerman
Psicópata - Jonathan Kellerman
Psicópata - Jonathan Kellerman
Jonathan Kellerman
Primer caso.
Deborah Brittain tenía diecinueve años, estudiaba
segundo de francés, y acusaba a Patrick Allan Huang,
un estudiante de segundo de ingeniería de dieciocho
años, de seguirla en la biblioteca de la universidad y de
dirigirle comentarios «lascivos y sugerentes». Huang
negaba todo interés sexual hacia Brittain y afirmaba que
ella «se le insinuó» al pedirle ayuda para manejar los
ordenadores de búsqueda de la biblioteca y al decirle
repetidamente que era inteligentísimo.
Brittain reconocía haberle pedido ayuda a Huang, ya
que el muchacho «tenía aspecto de saber de
ordenadores», y lo había felicitado por su habilidad
«por mera cortesía. ¿Es que una chica no puede
mostrarse amable sin que la acosen?».
Segundo caso.
Una estudiante de inglés de primer curso llamada
Cynthia Vespucci había asistido a una fiesta
prenavideña en la fraternidad Xi Pi Omega, donde
conoció a un estudiante de primer curso de
empresariales llamado Kenneth Storm, hijo.
Reconociéndolo como a un compañero de la secundaria,
bailó con él, «porque, aunque la mayoría de los otros
chicos estaban borrachos y haciendo el salvaje, él,
aquella noche, se comportó como un perfecto
caballero».
Vespucci y Storm comenzaron a salir. No hubo entre
ellos nada sexual hasta su cuarta cita, cuando, según
Vespucci, Storm la llevó en coche hasta un remoto
punto de Bel Air, a cinco kilómetros del campus, y
exigió tener relaciones sexuales con ella. Al negarse,
Storm la agarró por el brazo. Ella notó que el aliento le
olía a alcohol, logró separarse, y le dijo que la dejara
conducir. El, entonces, la obligó a bajarse del coche y
luego tiró el bolso por la ventanilla, rompiéndole la
correa y diseminando por el suelo su contenido, parte
del cual, incluido el dinero suelto, cayó por una
alcantarilla. Storm se fue en el coche, dejando a
Vespucci abandonada. Ella trató de meterse en alguno
de los colegios mayores, pero todos estaban cerrados y
nadie respondió a sus llamadas. La muchacha tuvo que
volver a pie a su residencia, echando a perder un parde
zapatos, y «sintiendo un pánico increíble».
Llegado su turno de responder a las acusaciones,
Kenneth Storm se negó a hacerlo, afirmando:
—Todo eso son cuentos.
Ante la insistencia de la profesora Devane, el joven
preguntó:
—¿Qué demonios espera que diga?
En ese momento, en el diálogo intervino el
estudiante graduado, Casey Locking:
—Escucha, amigo, aunque soy hombre, no siento el
menor respeto hacia los que maltratan a las mujeres. Si
lo que ella dice es cierto, tienes mucho que aprender, y
más vale que lo aprendas cuando aún eres joven. Si
estás en desacuerdo, habla. Pero si optas por no
defenderte, luego no te quejes.
Storm respondió con una «sarta de improperios».
En ese momento, sorprendentemente, Cynthia
Vespucci pareció cambiar de opinión.
—Bueno, de acuerdo, no volvamos a vernos y
terminemos con esto de una vez. (Sollozos.)
Tercer caso.
En esta sesión, el tribunal estaba formado
únicamente por Devane y Casey Locking. ¿Se habría
cansado la profesora Steinberger de las tácticas
inquisitoriales de Hope? Según leía, me fui dando
cuenta de que aquél era el más serio de los tres casos.
Una estudiante de segundo año de sicología llamada
Tessa Ann Bowlby acusaba a un estudiante graduado en
artes escénicas llamado Reed Muscadine de haberla
violado durante una cita. Los dos coincidían en varios
puntos iniciales: se encontraron en el comedor de la
unión de estudiantes durante un almuerzo, y
únicamente salieron aquella noche. Fueron a ver la
película Speed en el cine Village, y, luego, cenaron en
Pinocchio, un restaurante italiano de Westwood Village.
Después, fueron al apartamento de Muscadine en la
zona de MidWilshire a beber vino y oír música. Se
besaron y desnudaron parcialmente. En este punto,
ambas historias divergían. Bowlby aseguraba que ella
no quiso que la cosa fuera a más, pero Muscadine se
colocó sobre ella y la penetró a la fuerza. Muscadine
aseguraba que la cosa se hizo de mutuo acuerdo.
M IKE A. C RUVIC
D OCTOR EN M EDICINA, FACOG 1
C ONSULTA LIMITADA A PROBLEMAS DE FERTILIDAD
1
Fellow of the American College of Obstetricians and
Gvnaecologists. Miembro del Colegio Norteamericano
de Obstetricia y Ginecología.
los destroza. Hay que analizar cada caso, encontrar la
solución adecuada...
—Sonrió ampliamente—. Supongo que me considero
a mí mismo algo así como un detective. —Consultó su
reloj.
—¿Qué cometido cumplía la profesora Devane en
todo eso?
—Recurría a Hope en caso de duda.
—¿De duda respecto a qué?
—Respecto a la madurez sicológica de los pacientes.
—Cruvic arrugó la frente y los cortos y canosos cabellos
se inclinaron hacia abajo—. Los tratamientos de
fertilidad son un proceso agotador, tanto física como
sicológicamente. Y a veces no obtenemos el más mínimo
resultado. Siempre que hablo con un posible paciente,
lo primero que hago es advertirle de ese riesgo; pero no
todos son capaces de encajar el fracaso. Con pacientes
así, lo mejor es renunciar al tratamiento. A veces, yo
mismo me doy cuenta de cuáles son los casos
inadecuados. Cuando no estoy seguro, recurro a
expertos.
—¿Utiliza a otros sicólogos, además de a la profesora
Devane?
—En el pasado, los utilicé. Y algunos pacientes
tienen sus propios doctores. Pero en cuanto la conocí,
Hope se convirtió en mi consultora favorita.
El hombre apoyó las manos en las rodillas.
—Era extraordinaria —siguió—. Sumamente
perspicaz. Una gran juez de las personas. Y trataba
admirablemente a los pacientes. Y es que, a diferencia
de otros sicólogos y siquiatras, ella no ganaba nada
reteniendo a los pacientes en inacabables tratamientos.
—¿Y por qué no?
—Le sobraba trabajo.
—¿Por su libro?
—El libro, las clases. —Juntó sonoramente las
manos—. Rápida, al grano y aplicando la menor
cantidad posible de terapia, así era ella. Como un
cirujano, que es mi segunda gran vocación.
Las carnosas mejillas habían adquirido un tono casi
escarlata y los ojos parecían distantes.
Cruvic se echó hacia adelante y se frotó un poco más
el pie.
—Fue una gran pérdida para la profesión. Hay
montones de sicólogos que están más locos que sus
pacientes; pero Hope no. Hope sabía hablar a la gente
de forma que todos la entendieran. Era fantástica.
—¿Cuántos casos le envió usted?
—Nunca llevé la cuenta.
—¿Hubo algún paciente que no quedase satisfecho
con ella?
—No, ninguno... Vamos, no hablará usted en serio.
No, no, no, detective, totalmente imposible. Aquí
tratamos con personas civilizadas, no con sicópatas.
Milo se encogió de hombros y sonrió.
—Dispense, pero tenía que preguntárselo... Dígame
una cosa: ¿me equivoco, o ahora hay más problemas de
infertilidad que antes?
—No, no se equivoca. La cosa se debe en parte a que
la gente tiene los hijos más tarde. Para una mujer, la
edad ideal de concebir es desde la adolescencia hasta los
veintitantos años. Retrase esa fecha diez o quince años,
y se encuentra con el útero envejecido y con las
posibilidades de fecundación sumamente disminuidas.
Se puso una mano sobre cada rodilla y sus
pantalones se tensaron sobre unos muslos gruesos y
musculosos.
—Nunca le diría esto a los pacientes, porque ellos ya
tienen bastantes angustias personales, pero parte del
problema radica también en los excesos de
promiscuidad que hubo en los años setenta. Reiteradas
infecciones subclínicas, endometriosis... Todo va
dejando sus cicatrices internas. Para eso utilizaba a
Hope entre otras cosas: para que ayudara a mis
pacientes a enfrentarse a sus angustias y a sus
complejos de culpa.
—¿Por qué le pagaba a ella directamente en vez de
cobrar ella sus propios honorarios?
Cruvic echó hacia atrás la cabeza. Las manos
dejaron las rodillas y fueron a posarse en el cojín del
diván.
—Por los seguros —dijo Cruvic—. Lo intentamos de
los dos modos y resultó que era más fácil recuperar el
pago de una consulta ginecológica que el de un
tratamiento de sicoterapia.
Otra palmadita al corto cabello.
—Según mi contable, todo está dentro de la más
estricta legalidad. Ahora, si me disculpan...
—¿La doctora también se llevaba bien con los
maridos? —pregunté.
—¿Y por qué iba a llevarse mal con ellos?
—Sus opiniones sobre los hombres eran bastante
polémicas.
—¿A qué se refiere?
—Al libro.
—Ah, ya. Bueno, aquí nunca se mostró polémica en
ningún sentido. Todos estábamos encantados con ella...
Naturalmente, yo no soy nadie para decirle cómo debe
enfocar usted la investigación; pero creo que se
equivoca de medio a medio. El asesinato de Hope no
tuvo nada que ver con el trabajo que hacía para mí.
—Estoy seguro de que tiene usted razón —dijo
Milo—. ¿Cómo la conoció?
—En otra clínica.
—¿Dónde?
—En una clínica de beneficencia de Santa Mónica.
—¿Cuál?
—El Centro Femenino de Salud. Una institución con
la que colaboro desde hace tiempo. Una vez al año,
celebran una fiesta para reunir fondos. Hope y yo
coincidimos en ella, y trabamos conversación.
Se puso en pie. Tenía la corbata un poco torcida y se
la enderezó.
—Si me disculpan, ahí fuera tengo unas damas que
desean ser mamás.
—Claro. Muchas gracias, doctor. —Milo también se
puso en pie. Bloqueando la puerta—. Otra cosa.
¿Guardaba aquí la profesora Devane los historiales de
sus pacientes?
—Ella no llevaba historiales propios, sino que
tomaba notas en los míos. Eso nos permitía
comunicarnos con mayor facilidad. Guardo bien mis
papeles, así que su confidencialidad estaba garantizada.
—Pero ella recibía aquí a los pacientes.
—Sí.
—¿En esta sala, por casualidad?
—Sí, es posible —dijo Cruvic—, pero no estoy seguro,
porque de asignar las consultas no me ocupo yo, sino la
encargada de personal.
—Pero la doctora Devane trabajaba en esta ala —dijo
Milo—. Por discreción.
—En efecto.
—Este es un sitio de lo más discreto, desde luego.
Me refiero a su emplazamiento. Lejos de las zonas
concurridas.
Los grandes hombros de Cruvic subieron y bajaron.
—A nosotros nos gusta.
Trató de pasar junto a Milo.
Al tiempo que simulaba hacerse a un lado, Milo sacó
su cuaderno.
—¿Hace usted trabajos de fertilidad para ese centro
femenino?
Cruvic tomó aire y se obligó a sonreír.
—La fertilidad no es un tema que suela preocupar a
los pobres. En el centro, contribuyo con mi tiempo a
atender los diversos problemas de las mujeres.
—¿Abortos incluidos?
—Con el debido respeto, no creo que eso venga a
cuento.
Milo sonrió.
—Probablemente, tiene usted razón.
—Le supongo al corriente de que no puedo hablar de
los casos de los que me ocupo. Hasta las pobres tienen
derecho a que se respete su...
—Dispense, doctor. No le preguntaba por casos
específicos. Sólo quería enterarme más o menos de lo
que hace usted allí.
—¿Y por qué tiene que mencionar los abortos? ¿Con
qué intención lo ha hecho, teniente?
—El aborto, aunque esté legalizado, es un tema
polémico. Y ciertas personas defienden sus opiniones
respecto a él incluso con violencia. Así que, si usted
realiza abortos, y si la profesora Devane también estaba
metida en ello, tal vez eso arroje una nueva luz sobre
nuestra investigación.
—Por Dios —dijo Cruvic—. Lo mismo que Hope, yo
apoyo el derecho de la mujer a elegir, pero si alguien
quisiera tomar represalias, lo haría contra el
responsable directo de las operaciones. —Se golpeó el
pecho—. Y aquí estoy, vivo y coleando.
—Sí, claro —dijo Milo—. Hágase cargo: esa pregunta
también era obligada.
—Me hago cargo —dijo Cruvic, ceñudo—.
Comprendo que mi opinión no vale gran cosa, pero creo
que a Hope la asesinó un sicópata. Un tipo que odia a
las mujeres, y que sólo la eligió porque era famosa. Un
chiflado. No un paciente de aquí ni del Centro
Femenino.
—No diga eso, doctor. Valoramos mucho su opinión.
Eso es justamente lo que nos hace falta. Opiniones de
personas que la conocieron.
Cruvic enrojeció y se tocó la corbata.
—Sólo la conocía profesionalmente. Pero creo que
su muerte es un claro indicio de lo mal que andan
ciertas cosas en nuestra sociedad.
—¿A qué se refiere?
—Al éxito y a los enfermizos resquemores que
suscita. Adulamos a las personas de talento, las
encumbramos, y luego nos divertimos derribándolas de
sus pedestales. ¿Por qué? Porque nos sentimos
amenazados por su éxito.
Sus mejillas tenían un tono escarlata vivo.
Rodeó a Milo, se detuvo en el umbral y se volvió a
mirarnos.
—Los perdedores castigan a los triunfadores,
caballeros. Si eso sigue así, todos saldremos perdiendo.
Buena suerte.
—Por si recuerda usted algo... —dijo Milo,
tendiéndole una tarjeta. La versión seria de la tarjeta, no
la que los detectives se pasan entre ellos y que dice:
ROBO-HOMICIDIOS: NUESTRA JORNADA COMIENZA CUANDO
LA DE USTEDES TERMINA.
Cruvic se la guardó en un bolsillo. Luego echó a
andar pasillo abajo, abrió la puerta que daba al ala
oeste, y desapareció por ella.
—¿Alguna hipótesis? —preguntó Milo.
—Bueno —dije—, se sonrojó al decir que sólo la
conocía profesionalmente, así que tal vez hubiera algo
más entre ellos.
Y también se puso un poco nervioso cuando habló
de los pagos, así que también ahí puede haber gato
encerrado. Tal vez se llevara parte de los honorarios de
Hope, tal vez le cobrase comisiones, tal vez facturase
como consultas ginecológicas las que en realidad eran
sicológicas para obtener un reembolso más rápido de las
compañías de seguros... Lo que sea. La mención de los
abortos lo alteró mucho, así que probablemente los
realiza en el centro. Y puede que también aquí, para
quienes pueden pagar altos precios. En tal caso, a
Cruvic no le gustaría que la cosa se supiera, y no sólo
porque el aborto sea un tema polémico, sino también
porque a un paciente sometido a un tratamiento de
fertilidad puede resultarle incómodo encontrarse bajo
el cuidado de alguien que también se dedica a destruir
fetos. Pero Cruvic tuvo razón al decir que el blanco
lógico de cualquier represalia hubiera sido él mismo. Y
yo insisto en lo que dije de que un asesino con
motivaciones políticas habría hecho público algún tipo
de manifiesto.
Cuando llegamos a la puerta de salida, Milo dijo:
—Si se estaban acostando juntos, lo de la consultoría
podría haber sido un modo discreto de pasarle fondos a
una amante.
—Ella no necesitaba esos cuarenta mil. El año
pasado ganó seiscientos de los grandes.
—Se conocieron antes de que se publicara el libro.
Quizá estuvieran enredados desde hacía años. Y
Seacrest se enteró. Ya sé que es un poco cogido por los
pelos, pero recuerda las heridas en el corazón, los
genitales y la espalda. Una traición. ¿No te parece que
Cruvic se apasionó excesivamente al hablar de ella?
—Sí; pero puede que el tipo sea así, apasionado.
—Pues nuestro apasionado doctor dijo lo mismo que
Seacrest: «La cosa no tuvo nada que ver conmigo.»
—Nadie quiere verse implicado en un asesinato
—dije.
Milo frunció el ceño y abrió la puerta que daba al
patio. La enfermera Anna estaba sentada a la mesa de
jardín, fumando y leyendo el periódico. Alzó la vista y
nos saludó con la mano.
Milo también le entregó a ella una tarjeta. La mujer
meneó la cabeza.
—Sólo veía a la doctora Devane cuando ella venía
aquí a trabajar.
—¿Y cada cuándo era eso?
—No tenía días fijos. De vez en cuando.
—¿Tenía ella su propia llave?
—Sí.
—¿Y siempre pasaba consulta en la sala en la que
estábamos nosotros?
Anna asintió con la cabeza.
—¿Era simpática? —preguntó Milo.
Una brevísima pausa.
—Sí.
—¿Tiene algo que decimos acerca de la doctora
Devane?
—No —contestó Anna—. ¿Qué les iba a decir?
Milo se encogió de hombros.
Ella hizo lo mismo, aplastó el cigarrillo, recogió su
periódico y se puso en pie.
—Se terminó el descanso. Vuelta al trabajo. Buenos
días.
Anna regresó al edificio mientras nosotros
recorríamos el sendero de losas. Cuando abrimos la
gran puerta que conducía a la calle, ella aún nos
observaba.
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Nombre que se aplica a los trabajadores agrícolas
itinerantes, en particular a los procedentes de
Oklahoma. La familia Joad, protagonista de Las uvas de
fuera de ascendencia okie. ¿Sabe usted algo sobre los
okies?
Asentí con la cabeza.
—¿De dónde procede su familia? —preguntó la
señora Campos.
—De Missouri.
Ella reflexionó sobre mi respuesta.
—Bueno, a mí me pareció que Lottie era okie pura.
Bonita, como ya le he dicho, pero flaca, casi esquelética.
Hablaba con mucho acento y no parecía tener una gran
educación. Ya sé que ahora lo de okie es un término que
se considera despectivo, pero yo soy demasiado vieja
para preocuparme por los cambios del viento. Por
entonces nadie se escandalizaba por usar la palabra
okie, así que los sigo llamando okies. Mi propia familia
es californiana, pero a mí me han llamado de todo,
desde comedora de tacos hasta pelo grasiento, y no me
he muerto. ¿Sabe usted quiénes eran los californios?
—Los primeros colonos mexicanos.
—Los primeros colonos después de los indios. Antes
de que los de Nueva Inglaterra acudieran al oeste en
busca de oro. En mí se mezclan las ascendencias
hispana y anglosajona, pero como no parezco
exactamente el prototipo de la mujer norteamericana,
toda la vida me han llamado espalda mojada y chicana.
E L PREMIO B ROOKE-HASTINGS
A LA E XCELENCIA A CADÉMICA
C ONCEDIDO A
H OPE A LICE D EVANE
E STUDIANTE DE Ú LTIMO C URSO
—¿Brooke-Hastings? —pregunté.
—La compañía de piensos.
Le devolví el trofeo y ella lo dejó en una mesita.
Volvimos a tomar asiento.
—Insistió en que me lo quedase. Tras la muerte de
mi segundo marido, guardé en los armarios muchas
cosas, entre ellas esto. No había vuelto a recordarlo
hasta ahora.
—¿Le contó Hope alguna otra cosa?
—Hablamos de qué universidad le convenía más, y
de qué carrera debía cursar. Le dije que la Universidad
de Berkeley no tenía nada que envidiar a las de la Ivy
League3 y era bastante más barata. Nunca supe si me
hizo caso o no.
—Sí se lo hizo: se graduó en Berkeley —dije, y mis
palabras llevaron una sonrisa a sus labios.
—Yo por entonces ya había comenzado a recoger
perros, y también hablamos de eso. De las excelencias
de la piedad. A ella le interesaban las ciencias de la vida,
y pensé que podría ser una buena doctora o veterinaria.
Sicóloga... Sí, eso también iba con su carácter. —La
señora Campos comenzó a juguetear con su trenza—.
¿Otra naranjada? —me ofreció.
—No, gracias —dije.
—Yo tampoco tomaré más cerveza, no vaya usted a
pensar que soy una borrachina... Como le decía, Hope
era una muchacha muy cortés y educada, y tenía un
magnífico léxico. Esta ciudad era bastante salvaje, pero
Hope nunca llegó a formar parte de ella. Era como si
sólo estuviera aquí de visita. En cierto modo, con Lottie
ocurría lo mismo... Pese a su...conducta, destacaba entre
la sordidez general. Hope también me contó lo que
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La Ivy League es una asociación atlética formada
por las universidades más antiguas y prestigiosas de
Estados Unidos: Brown, Columbia, Cornell, Dartmouth,
Harvard, Pennsylvania, Princeton y Yale. (N. de la t.)
hacía Lottie en Bakersfield. Era bailarina. Supongo que
ya sabe a qué me refiero. Trabajaba en un antro llamado
Blue Barn. Un sitio para vaqueros. Antes, en las afueras
de la ciudad, pasados los corrales de ganado y las
fábricas de fertilizantes, había un montón de tugurios.
Country y sexo para los chicos blancos, y mariachis y
sexo para los mexicanos. Chicas que bailaban y se
sentaban en las piernas de los clientes... Mi segundo
marido fue por allí unas cuantas veces hasta que yo me
enteré y le ajusté las cuentas.
—El Blue Barn —dije.
—No se moleste en buscarlo, porque cerró hace
años. Era propiedad de un gánster inmigrante que
trataba en ganado de dudosa procedencia. Abrió el club
durante los años sesenta, cuando los hippies pusieron
de moda quitarse la ropa, y amasó una gran fortuna.
Luego lo vendió todo y se fue a San Francisco.
—¿Por qué?
—Probablemente, porque en San Francisco tenían
aún más manga ancha que aquí.
—¿De qué época estamos hablando?
Tras reflexionar unos momentos, Elsa Campos
replicó:
—De los setenta. Tengo entendido que el tipo
también hizo cine porno.
—Estamos hablando del jefe de Lottie.
—Si a lo que ella hacía se le podía llamar trabajo, a
lo que él hacía también se le podía llamar ser jefe.
—Esa vida debió de resultarle muy dura a Hope.
—La pobre lloró al contármelo. Y no sólo por las
cosas que Lottie hacía para vivir, sino porque Hope
estaba convencida de que su madre sólo las hacía por
ella. Como si, caso de no haber tenido una hija, Lottie
hubiera trabajado de secretaria o algo así. La verdad es
que ciertas mujeres no se molestan en aprender una
profesión si ven el modo de salir adelante por otros
medios. La noche del día que llegó a Higginsville, Lottie
ya salió a dar un paseo llevando un traje rojo muy
ceñido que era como un reclamo.
—¿Se fue a San Francisco con el dueño del club?
—Pues no lo sé; pero... ¿para qué iba a querer él
llevársela, habiendo tantas hippies jovencitas por todas
partes? En aquellas fechas, Lottie ya era demasiado
mayor para la clase de negocios a que se dedicaba aquel
tipo.
—¿Cómo se llamaba el jefe de Lottie?
—Kruvinski. Polaco, yugoslavo, checoslovaco o algo
así. Al parecer, durante la segunda guerra mundial, fue
general en no sé qué ejército, se trajo dinero de Europa,
se instaló en California y comenzó a comprar terrenos.
¿Por qué le interesa saber su nombre?
—Hope trabajaba con un doctor llamado Mike
Cruvic.
—Pues parece que ha tropezado usted con una
buena pista —dijo ella, sonriendo—. El nombre de pila
de Kruvinski también era Mike. Pero todo el mundo lo
llamaba Micky. Big Micky Kruvinski. Aunque, en
realidad, más que grande, era recio. De cuerpo, de
cuello, de todo. En una visita que hice a Bakersfield con
mi segundo marido, nos lo encontramos desayunando
en una cafetería. Gran sonrisa, cordial apretón de
manos... Me pareció un hombre simpático. Pero Joe, mi
marido, me dijo que no me fiara, que yo no tenía ni la
menor idea de las barbaridades de que era capaz aquel
tipo. ¿Qué edad tiene el doctor Cruvic?
—Más o menos, la de Hope.
—Entonces, tiene que ser el hijo. Big Micky sólo tuvo
un hijo: Little Micky. Él y Hope asistían a la misma clase
en la secundaria de Bakersfield. Precisamente, él fue el
alumno varón que ganó el premio Brooke-Hastings con
Hope. Todos sospecharon un apaño, pero si el chico
llegó a ser médico, quizá fuera de veras inteligente.
—¿Por qué se sospechó que hubo apaño?
—Porque Big Micky era el propietario de la
Compañía Brooke-Hastings. Y del principal matadero
de la ciudad, y de plantas enlatadoras, y de máquinas
expendedoras, y de una gasolinera, y de grandes
terrenos de labranza. Todo eso, además de los clubes. El
hombre, simplemente, no paraba de adquirir
propiedades.
—¿Vive aún?
—No sé. Yo no me acerco por la ciudad. Me quedo
aquí, ocupándome de mis cosas.
Cogió el trofeo y lo golpeó con una uña. El chapado
era de poca calidad, y de él se desprendieron unos
fragmentos dorados que cayeron lentamente al suelo.
—Joe, mi marido, se fumaba cuatro paquetes
diarios, así que acabó sufriendo un enfisema. El día que
Hope vino a verme, él estaba en el dormitorio de atrás,
bajo una tienda de oxígeno. Cuando ella se fue, yo fui a
enseñarle a mi marido el trofeo y el artículo, y él se echó
a reír. Lanzó tales carcajadas que estuvo a punto de
desmayarse. Le pregunté dónde estaba la gracia y él me
dijo: «¿A que no sabes quién es el ganador masculino?
¡El hijo de Big Micky!» Luego se rió un poco más y dijo:
«Supongo que esa golfa trabajó horas extra para echarle
una mano a su hija.» Eso a mí me sentó fatal. Yo estaba
tan contenta de mi éxito como maestra, y va mi marido
y me pincha el globo en las narices. Pero no le dije nada,
porque, ¿cómo iba a discutir con un hombre en aquel
estado? Además, sospechaba que debía de haber algo de
verdad en sus palabras, porque yo sabía cómo era Lottie
y lo que hacía. Sin embargo, Hope era brillante, y estoy
segura de que se mereció el premio. ¿Qué especialidad
médica escogió Little Micky?
—Ginecología.
—Así que se dedica a tocar mujeres. De tal palo... ¿Y
dice usted que Hope trabajó con él? ¿Por qué?
—Él es especialista en fertilidad —dije—. Nos dijo
que Hope servía de consejera a los pacientes.
—Fertilidad. Qué risa.
—¿Por qué?
—El hijo de Big Micky trabajando por la vida. ¿Es un
hombre decente?
—No lo sé.
—Sería estupendo que lo fuera. Que tanto él como
Hope hubieran logrado elevarse por encima de sus
orígenes. Está bien que el chico ayude a la creación de
vida en vez de terminar con ella como hacía su padre.
—¿Big Micky mató a alguien?
—Pues podría ser, pero a lo que me refiero es a cómo
liquidó espiritualmente a aquellas pobres muchachas.
Las usó y punto. —Se apretó las manos—. Y su
comportamiento con los animales. Eso siempre es
significativo. Su matadero era un gran edificio gris con
furgonetas sobre raíles que entraban y salían. En un
extremo concentraban a los animales, los metían en las
furgonetas mugiendo y gimiendo, y por el otro extremo
salían despedazados y colgados de ganchos. Yo lo vi
personalmente porque Joe tuvo la amabilidad de
llevarme por allí una vez, al salir de un restaurante de la
ciudad. Cosas así le parecían divertidas. Acabábamos de
cenar estupendamente, y no se le ocurrió llevarme a
mejor sitio. —Se humedeció los labios, como si tratara
de librarse de un mal sabor.
»Aunque ya era tarde, el matadero estaba
funcionando a pleno rendimiento. Se oía y se olía a un
kilómetro de distancia. Yo me puse furiosa, y le ordené
a Joe que diera media vuelta. Él lo hizo, pero no sin
antes hablarme de Big Micky. Me contó que a ese tipo le
gustaba ir por el matadero a eso de media noche. Al
parecer, se ponía un delantal de goma y unas botas y
luego empuñaba un bate de béisbol con clavos en la
punta. Los trabajadores paraban la línea, llevaban ante
su jefe unas cuantas reses y cerdos, y lo dejaban
desfogarse con ellos durante el tiempo que le apetecía.
—Elsa Campos se estremeció.
»Según Joe, ésas eran las cosas que a Big Micky le
divertían.
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«Autocontrol.»
Años más tarde, Hope lo redujo a una tesis
académica.
La hija de una prostituta. Eso no habría sonado bien
en el club de la facultad. Si Seacrest estaba enterado, era
lógico que hubiera tratado de dar la menor importancia
posible a la historia familiar de su esposa.
«El pequeño Micky y la pequeña Hope.»
El alumno y la alumna más aventajados.
La ceremonia de la feria del condado. Sonrisas,
flashes, banderines 4H 4, bandas de música. Casi me era
posible percibir el olor a mazorcas de maíz y a estiércol
de caballo.
Una niña cautiva. Una adolescente, estudiante
ejemplar, que todas las noches escuchaba desde su
dormitorio los gritos de su madre. Que veía las
constantes magulladuras.
¿Percibiría Cruvic el olor a matadero que se
desprendía de su padre?
Él y ella, unidos por las buenas notas y las altas
aspiraciones. Él y ella, ansiosos de respetabilidad.
Él y ella, condiscípulos en la secundaria. Tal vez
incluso novios.
Colaboradores. En trabajos de fertilidad, abortos,
esterilizaciones.
«Control.»
Big Micky se trasladó a San Francisco. Clubes más
depravados, producción de pornografía... Robert
Barone, el abogado, solía defender a pornógrafos. Se
4
Programa creado en 1926 por el Departamento de
Agricultura de Estados Unidos a fin de ayudar al pleno
desarrollo como ciudadanos de los jóvenes campesinos,
instruyéndolos en agricultura, ganadería, carpintería,
servicios comunales, etcétera. Las cuatro haches del
nombre hacen referencia al cuádruple propósito del
programa: mejorar la cabeza, el corazón, las manos y la
salud. (Head, Heart, Hands, Health.) (N. de la t.)
ocupaba de ello desde su bufete de San Francisco.
Hope también trabajaba para él como consultora.
Fertilidad, abortos. ¿Qué más?
¿Proyectos 4H para adultos? ¿Un nuevo giro a la
cría de animales domésticos?
Yo hice mi proyecto para el club 4H el verano del
año que cumplí los trece. Escogí la cría de conejillos de
angora, porque son animales de esquila y no se
sacrifican. Mi maestra había sido la esposa de un
granjero. Era una mujer bonita, morena, seria, de
manos ásperas. La señora Dehmers... Susan Dehmers.
Cuando empezamos, me aconsejó: «De todas maneras,
no te encariñes con ellos, Alexander, porque no
seguirán contigo para siempre.»
Pensé en Big Micky y en su mazo. Comercialización
y venta de mujeres como si fueran carne.
Su hijo abandonó la residencia quirúrgica al cabo de
sólo un año, y consiguió permiso para pasar doce meses
en el Instituto Brooke-Hastings.
Un pequeño chiste privado.
¿Le habría parecido gracioso a Hope?
Cariño:
Espero que te haya ido bien en tu viaje. En Saugus
tienen una excelente oferta de vieja madera de arce
tirolesa, y además tengo que entregar unos
instrumentos en el estudio Hot-Sound de Hollywood.
Spike y yo esperamos regresar antes de las 10, pero
puede que sea un poco más tarde.
Te dejo los números en los que voy a estar. Si no
has cenado, mira en la nevera. Te ha llamado Milo. Un
beso.
29
30
31
32
33
35
36
37
38
39
40
E VALUACIÓN SICOLÓGICA:
REED MUSCADINE
PRISIONERO N.º 46555532
REALIZADA POR: ALEXANDER DELAWARE
DOCTOR EN SICOLOGÍA