Arturo Sulca

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TESIS PUCP

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ

FACULTAD DE LETRAS Y CIENCIAS HUMANAS

Vals, sujeto y nación en el Perú

TESIS PARA OPTAR EL TÍTULO DE LICENCIADO

EN LINGÜÍSTICA Y LITERATURA CON MENCIÓN EN LITERATURA HISPÁNICA

PRESENTADA POR

ARTURO SULCA MUÑOZ

Lima-Perú

2005
2

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 4

CAPÍTULO 1: DIVERSIÓN, JARANA, CRIOLLADA 12

1. Jaranas de callejón: el goce de la “miseria alegre” en la fiesta criolla 13

2. Más allá del callejón: alcohol y comida como objetos de nivelación

social 21

3. La sabiduría criolla: ascenso social y fantasía en el vals replanero 34

CAPÍTULO 2: EL VALS DE AMOR, O LAS CONTRADICCIONES DE LA MASCULINIDAD

CRIOLLA 51

1. “Nuestro secreto”: deseo, identidad y dominación masculina 52

2. “Víbora”: la mujer como encarnación abstracta del mal 57

3. “El rosario de mi madre” o la madre como objeto de amor 64

4. “Yo la quería, patita”: sujeto criollo, mujer y burguesía 71

CAPÍTULO 3: LA NOSTALGIA LIMEÑISTA, O LAS VICISITUDES DE LA RESISTENCIA

CRIOLLA 82

1. La oligarquía contraataca: Lima y el imaginario anticapitalista criollo 83

2. La ofensiva de los fantasmas virreinales 94

3. “La flor de la canela” o el recomienzo imaginario de la dominación

oligárquica 99

CAPÍTULO 4: VALS, ESTADO Y NACIÓN 110

1. Identidad, incaísmo y territorio nacional en “Mi Perú” 111

2. “Bello durmiente” de Chabuca Granda y los espejismos de la


3

“promesa de la vida peruana” 119

3. “Y se llama Perú”: memoria feliz del velasquismo 127

CONCLUSIONES 143

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 149


4

INTRODUCCIÓN

Lo que me interesa investigar en esta tesis son los mecanismos por los que el

vals criollo ha formulado, entre la década de 1950 y la de 1970, una representación del

sujeto popular como garantía política e ideológica de un proyecto de comunidad

nacional peruana sostenida por un sistema de dominación oligárquico-imperialista. Por

un lado, el sujeto criollo se afirma en la posibilidad de realización de un proyecto

colectivo de nación tendiente a la prosperidad y felicidad en la vida social y material del

pueblo; por el otro, se niega, sin embargo, las posibilidades de emprender proyectos que

se planteen superar modelos de sociedad basados en la dependencia del imperialismo y

en las desigualdades de clase, etnicidad y género. De este modo, el sujeto resulta

afirmando la supremacía de los intereses individuales sobre los sociales, de lo criollo

sobre lo andino, del hombre sobre la mujer, de Lima sobre las provincias, del Perú sobre

el resto de países. El criollismo ha producido un sujeto que, si bien está insatisfecho por

sus condiciones individuales y sociales de vida, no está convencido de construir o

participar en la construcción de propuesta alguna de cambio. La subjetividad criolla

reúne, a un mismo tiempo, la imagen de una nación heroica y privilegiada por dios y la

naturaleza y otra cuyos individuos demuestran la persistencia de la frustración y el

fracaso. El sujeto criollo es, en este sentido, la queja temerosa y evasiva que no apuesta

por la reivindicación, es el antagonismo que se regocija en serlo, en no ser resuelto. En

suma, el vals criollo ha creado un imaginario en el que los sujetos no desarrollan una

conciencia histórica y política del régimen de dominación que les lleve a una acción

transformadora de la realidad social peruana.


5

El vals criollo ha representado una nación peruana en la que todas las clases

sociales y grupos culturales confluyen en una comunidad armónica de intereses. Por un

lado, se construye una imagen de nación multiétnica, en la que el mestizaje representa el

elemento central, y como lo criollo es representado como lo mestizo por excelencia, por

consiguiente será ese rasgo el considerado principal por sobre las particularidades

étnicas de todas las poblaciones peruanas. Por otro lado, la tradición histórica y la

geografía peruana son desvinculadas de los contextos concretos de luchas sociales y

políticas en los que se inscriben. Con ello, la tradición y la geografía se convierten en

instrumentos ideológicos para extraer los problemas nacionales del cúmulo de

contradicciones sociales que han operado a lo largo de la historia peruana. En definitiva,

el Perú de los criollos resulta ser un efecto de borramiento de las luchas entre las clases

populares y las élites económicas y políticas de la nación.

Desde el período de crisis del poder oligárquico en el Perú a mediados del siglo

XX, el criollismo ha construido la autoridad de su voz sobre la base del

auntonombramiento como representante legítimo del pueblo peruano. Aquellos que no

se identifiquen con lo criollo no pueden ser considerados dentro de la comunidad

“nacional” y “popular”. Es decir, la identificación con lo criollo es propuesta como la

garantía para reconocer la “verdadera” identidad peruana. Sin embargo, detrás de tal

autonombramiento, ha sido fundamental la progresiva intervención de sectores de la

burguesía y las clases medias en el proceso de producción, circulación y consumo de la

música criolla, ya sea desde el Estado o desde la empresa privada. Así, con la asunción

de la música criolla como género musical “oficial”, las clases dominantes han intentado

crear un semblante de acercamiento hacia el sujeto popular, pero que no suponga la

afirmación de la presencia y actuación indígenas en el país. Para decirlo de otro modo,

el vals criollo no ha significado una propuesta artística que supere la visión de las
6

poblaciones indígenas como masas subordinadas a los intereses del Estado nacional.

Muy por el contrario, ha reforzado tanto en la burguesía como en sectores populares

urbanos un sentimiento de alejamiento del mundo andino.

Desde el siglo XIX, la burguesía “peruana”, asentada preferentemente en las

ciudades costeñas, ha abrazado más el mundo occidental que el peruano. No ha sentido

mayor identificación con la vastedad de tradiciones y manifestaciones culturales de los

pueblos andinos. La promoción y aceptación del vals por parte de la burguesía y

pequeña burguesía han constituido uno de sus esfuerzos para identificarse con los

valores populares y hacerse de un “espíritu nacional” que les otorgue legitimidad en la

nueva composición de clases en el Perú de la segunda mitad del XX. No obstante, la

expresión musical que han escogido es aquella que más rechaza el “problema del indio”.

Entonces, a través de los valses, las clases dominantes y medias han producido un

intento de formulación de un “proyecto nacional” que incorpore a ciertas clases

populares pero sin romper con la persistencia de la “herencia colonial” ni con el

predominio de los valores culturales y estilos de vida del imperialismo en el Perú.

Por ello, sostengo que, a pesar del rostro popular y nacional que ha mostrado, la

subjetividad criolla no ha significado una verdadera fuerza de resistencia cultural ni de

cambio en las mentalidades frente a los regímenes de dominación social, ya sean

feudales, burgueses o imperialistas. Antes bien, el movimiento criollo ha manifestado

en sus producciones musicales un desdén de la situación de opresión de la población

indígena y de las luchas por defender sus intereses libradas desde el siglo XVI. El vals

criollo ha constituido, por tanto, un fracasado intento de la cultura peruana por imaginar

una comunidad nacional orgánica basada en lo popular.

Ahora bien, el período histórico escogido para la investigación no ha sido

arbitrario. Por un lado, entre los años 40 y 70, se ubican las principales producciones del
7

movimiento musical criollo. Esas décadas vieron nacer y morir muchos de los más

importantes cantantes, conjuntos y compositores de la música criolla: Los Embajadores

Criollos, Los Morochucos, Los Chamas, Los Troveros Criollos, Fiesta Criolla, Chabuca

Granda, Luis Abanto Morales, etcétera. Este boom tuvo su base material en el desarrollo

de la industria fonográfica y de la radiodifusión en el país, con lo que se logra crear un

público consumidor de los productos musicales criollos tanto en sectores de las clases

populares, de las clases medias e, inclusive, de las clases propietarias. Por otro lado, el

período comprendido entre los 40 y 70 son años de profundas transformaciones

sociales, políticas y económicas en el Perú, entre las que resalta la cancelación de una

forma de dominación capitalista y el inicio de una nueva: el denominado Estado

oligárquico comienza a fracturarse debido a la crisis originada en el seno del bloque de

clases que detentan el poder del Estado y debido al ascenso de las luchas de las clases

populares. Dicho “ocaso” constituye una renovada estrategia de ciertas fracciones

burguesas y sectores medios en su lucha por preservar su dominio sobre las clases

trabajadoras. Entonces, esta intersección entre el complejo proceso de transformaciones

al interior de la propia cultura musical criolla y en las formaciones sociales y políticas

del Perú ha sido el criterio fundamental para determinar el período histórico en el que se

ha explorado las relaciones entre subjetividad, sociedad y política en los textos

correspondientes a los valses criollos.

A lo largo de los cuatro capítulos, he procurado demostrar que la música popular

constituye una instancia fundamental para el análisis de los vínculos entre las

relaciones sociales, económicas y la cultura. Estudiar las imágenes producidas por la

música popular permite al investigador desarrollar un mapa más amplio de los sentidos

comunes asentados en la vida cotidiana, a través de los cuales se transmiten posiciones

específicas respecto de la ideología del poder dominante. Defiendo la idea de que las
8

imágenes producidas por la cultura popular y la cultura letrada guardan una relación

más bien dinámica en tanto que constituyen elaboraciones creativas de las mismas

formaciones sociales. Más aún, es imposible negar que, antes que la literatura

propiamente dicha, la cultura de los medios masivos de comunicación ha sido el espacio

principal de recreación de la idea de nación en el Perú.

De este modo, he procurado abarcar los principales temas conceptualizados en la

música criolla, necesarios para entender qué clase de comunidad nacional es imaginada

desde su punto de vista y bajo qué condiciones políticas, económicas, sociales y

culturales es concebida. Lamentablemente, he tenido que restringirme al análisis textual

de las canciones. Estoy convencido de que el estudio de los procesos de significación

generados por el lenguaje es de un valor insoslayable para el estudio global del

fenómeno, pero otros muchos procesos deben ser estudiados para un entendimiento

cabal del movimiento criollo: la producción técnico-musical, la producción industrial, el

proceso de institucionalización y profesionalización de los músicos, la venta y el

consumo de la música, etcétera. Considero que las conclusiones a las que he llegado tras

la teorización de los significados producidos por las letras no necesariamente son del

todo extrapolables al resto de aspectos implicados en la música criolla ni tampoco a la

totalidad de valses compuestos a lo largo del siglo XX. Me ha interesado únicamente

plantear ciertos problemas comunes a los valses más representativos del cancionero

popular peruano. Sin embargo, es posible que este aporte abra nuevas pistas para el

estudio de la cultura popular en el Perú, que cada vez concita mayor atención de parte

de los críticos literarios y los científicos sociales de nuestro medio. 1

1
Al respecto, han sido de especial interés para la presente investigación los aportes de Cornejo Polar
(1996 y 1994), del Águila (1997), Hamann (2003), Hurtado (1995), López Maguiña (2001), Majluf
(2001), Medina (2001), Méndez (1992), Merino (1994), Muñoz (2001a), Neira (2001 y 1996), Nugent
(1992), Oliart (1995) ,Panfichi (2001 y 1995), Panfichi y Portocarrero (1995), Portocarrero (2004, 2001b
9

***

He dividido el trabajo en cuatro capítulos. En el primero (“Diversión, jarana,

criollada”), he sostenido que el espíritu de la fiesta criolla y la “viveza”,

despectivamente llamada “criollada”, constituyen una estrategia de la subjetividad

criolla en la que, con el propósito de evadir la disciplina y control impuestos por el

capitalismo avanzado, se termina por ser copartícipes del mantenimiento del ideal

burgués de existencia. A través de la construcción de la imagen del criollo como un

individuo “vivo” o “pendejo”, el criollismo ha evidenciado mecanismos del propio

orden burgués peruano: valerse fundamentalmente de transgresiones de la legalidad

pública para reproducir las relaciones capitalistas de producción. De este modo, el

criollismo ha contribuido a fortalecer la imagen del burgués como un hombre

respetuoso de las leyes y forjador del progreso de la nación y la imagen del sujeto

popular como el transgresor permanente de la ley, que no se dedica sino a divertirse y se

resiste a trabajar. En este estereotipo, la dominación capitalista aparece como algo

amable y benefactor y los peruanos como “ociosos” que no se someten mansamente a

las condiciones dadas por el mercado.

En el segundo capítulo (“El vals de amor, o las contradicciones de la

masculinidad criolla”), he querido demostrar que el amor expresado por la subjetividad

masculina criolla constituye, ante todo, un simulacro: tras la imagen de víctima inocente

sometida a los caprichos de la mujer, el sujeto masculino satisface sus deseos de

autorepresentarse como un ser superior a la mujer, por lo cual tendría derecho a

reclamarla como su propiedad. La imagen del criollo como la de un “macho”

apasionado y tierno que ha sucumbido ante la “debilidad” femenina es un producto de la

y 1991), Portocarrero, ed. (1993), Rosario (2003), Silva Santisteban (1998), Ubilluz (2003), Vich (2003,
2002 y 2001), y Vich y Dejo (1993).
10

relación entre los sexos reproducida por el propio capitalismo. Como han señalado

Marx y Engels ((1973 [1848]: 126-127):

Para el burgués, su mujer no es otra cosa que un instrumento de producción. […]

Nuestros burgueses, no satisfechos con tener a su disposición las mujeres y las

hijas de sus obreros, sin hablar de la prostitución oficial, encuentran un placer

singular en seducirse mutuamente las esposas. […] El matrimonio burgués es, en

realidad, la comunidad de las esposas.

Aunque la masculinidad criolla parezca alejada de la figura patriarcal del padre fuerte,

protector y jefe de familia, incluso de la del narciso donjuán, sus aspiraciones como

varón apuntan hacia ese norte: ser el macho burgués que no puede ser.

En el capítulo tres, me he concentrado en la teorización del lugar ocupado por la

ciudad de Lima en la fantasía criolla. A partir del examen de tres valses, he querido

destacar que la obsesión criolla por el recuerdo de una Lima “que se va” constituye una

estrategia ideológica que favorece a las élites económicas y políticas que han controlado

–y controlan- el país desde la capital de la república. La evocación de la presunta

belleza dejada por la dominación colonial española ha constituido una reivindicación de

los sectores de línea oligárquica expresados en el criollismo. Con el título de este

capítulo, he deseado expresar que el imaginario criollo ha representado una

pseudoresistencia frente a las transformaciones “modernizadoras” del capitalismo

industrial; de lo que se trata, más bien, es del deseo de no cancelar la dominación

oligárquica y el modo de vida que acarreaba para los beneficiarios de tal sistema social.

Por último, en el cuarto capítulo, el que le da el título a todo el trabajo, he

formulado una crítica de las representaciones de la nación y su relación con el Estado

en tres conocidos valses. El punto de partida de la visión criolla es la glorificación de las

“riquezas” del territorio nacional; sin embargo, el ideal de una nación unida para
11

progresar sobre la base del aprovechamiento de sus recursos naturales no pasa por la

reflexión sobre las relaciones sociales que sirvan de soporte a tal “progreso”. La

concentración en las imágenes idealizadas del territorio nacional y del pasado incaico

supone un intento de desviar la atención de las relaciones reales de explotación. La

nación es imaginada como un producto sublime de la naturaleza dado a los peruanos por

Dios. Es más, esta imagen de nación trae a las clases gobernantes y a los sectores

aglutinados en torno a ellas réditos ideológicos que favorecen su permanencia en los

aparatos del Estado: agroexportadores, dueños de mineras, gamonales, comerciantes,

industriales, pequeña burguesía profesional y similares han utilizado representaciones

semejantes para obtener la hegemonía ideológica deseada.


12

CAPÍTULO 1

DIVERSIÓN, JARANA, CRIOLLADA

Como reacción frente a la corrupción desatada durante la dictadura de Fujimori

y Montesinos, ha aparecido en el Perú una serie de estudios que se han propuesto

investigar cuál ha sido el papel de la ética en el proceso de construcción histórica del

Estado-nación en el peruano 2. La discusión suele estar planteada en términos de la

permanente fricción entre lo particular de las pulsiones individuales y la pretendida

aspiración de universalidad contenida en un proyecto colectivo de nación. En este

sentido, se ha sostenido que el orden social no ha podido sostenerse como un cuerpo

sólido de instituciones en las que los ciudadanos cumplan sus deberes y exijan sus

derechos. La historia republicana no haría más que develar a los peruanos la constante

vulnerabilidad del Estado y de la “sociedad civil”. En este panorama, la llamada viveza

criolla o “criollada” es identificada como una posición ética que habría contribuido a la

constitución de una débil democracia en el Perú.

Sin embargo, ¿cuál es el lugar que ocupa la “viveza” del criollo en la dinámica

de las relaciones de fuerza entre las clases sociales? ¿Es suficiente con señalar con que

responde a un cinismo sistemático o a una anomia propia de la sociedad peruana?

¿Guardará alguna relación la forma en que los criollos organizan su diversión con la

forma en que están socialmente organizados la producción y el poder en nuestro país?

Lo que me interesa resaltar en este capítulo es cómo el sujeto criollo, en su concepción

de la relación entre el individuo y la sociedad, no alcanza comprender ni se cuestiona en

2
Algunos de estos estudios son Portocarrero (2004), Ubilluz (2003), Neira (2001), Velarde (2001),
Grompone (2001) y Muñoz (2001b). Para revisar una posición crítica respecto de esta línea de
investigación, véase Rochabrún (2001).
13

lo sustancial el modo en que se reproducen las relaciones sociales en el sistema

capitalista y cómo el conjunto de prácticas denominadas con el nombre de “criollada”

contribuyen a tal reproducción. En tal sentido, sostendré que la ética configurada por la

transgresión criolla de la moralidad y de la legalidad constituye un simulacro de

relación no contradictoria o, inclusive, de cierta resistencia de ciertos sectores sociales

urbanos costeños frente al poder de las clases dominantes.

En las siguientes páginas, desarrollaré mi trabajo a partir del análisis de tres

valses criollos: “Callejón de un solo caño” de los hermanos Victoria y Nicomedes Santa

Cruz; y “Carretas, aquí es el tono” y “Desembólate, chontril” ambos de Mario

Cavagnaro. En el primero, examinaré la concepción criolla de la pobreza urbana a partir

de la representación del viejo callejón limeño como espacio por excelencia de la jarana.

En el segundo, me detendré en las tensiones entre el antagonismo de clases y el disfrute

alcohólico del sujeto criollo durante la jarana. En el tercero, voy a analizar de qué forma

la “criollada” es utilizada como un medio para efectuar un salto imaginario de una clase

popular a una opuesta, es decir, cómo perteneciendo a una clase pobre se puede adoptar

una conciencia “arribista” a través de comportamientos y creencias individualistas.

1. JARANAS DE CALLEJÓN: EL GOCE DE LA “MISERIA ALEGRE” EN LA FIESTA CRIOLLA

Desde las últimas décadas del siglo XIX hasta las primeras del XX, el callejón

ha sido considerado como el espacio supremo de realización de las llamadas “jaranas

criollas”. Esta fiesta se daba con ocasión de matrimonios, bautizos, cumpleaños, fiestas

religiosas, etc., a la que asistían sobre todo negros, mulatos y mestizos que pertenecían a

las clases trabajadoras de la ciudad (obreros, artesanos, carpinteros, etc.). Los elementos

básicos de cualquier jarana los constituían la guitarra, el pisco y el cajón. No obstante,


14

las jaranas llegan con el tiempo a adquirir un carácter casi mítico y sagrado entre los

criollos. Es más, los jaranistas conformaban una suerte de aristocracia popular; su

carácter jaranero les daba cierto aire de distinción, que los podía insertar en un juego de

relaciones con la “élite señorial” limeña (Muñoz 2001a: 115-120).

En ese sentido puede decirse que la producción musical criolla estaba asentada

sobre la base de la territorialidad local. Los músicos eran identificados por la

adscripción barrial de su estilo de cantar o tocar la guitarra. Por ejemplo, el estilo de

Malambo se diferenciaba claramente del de Bajo El Puente, este del de Cuartel Segundo

y este del de Barrios Altos y así sucesivamente. Lo importante era ubicar el estilo que

pudiese distinguir los diferentes espacios territoriales de las clases populares de Lima. Y

el momento en que se podía notar claramente esto era en la jarana. Desde ahí, la autoría

de las canciones no tenía mucha relevancia entre los sujetos populares.

Sin embargo, conforme la industria extranjera va teniendo presencia en el Perú

por medio del fonógrafo, las fiestas populares de la ciudad van siendo atestadas de

géneros musicales foráneos que obedecen a modas impuestas por el mercado

internacional. El vals, la polca y la marinera poco a poco van siendo considerados como

géneros reservados para personas de edad; en cambio, los jóvenes escuchan y bailan

tango, jazz, swing, charleston o one-step. Lloréns (1983) afirma que durante la década

de 1910 la música criolla corre el riesgo de desaparecer totalmente por el

desplazamiento de dichos géneros en el gusto popular. No obstante, a partir de la década

de 1940, el espacio de difusión de la música criolla se traslada del callejón a las radios.

Con ello, se ofrece la posibilidad de acceder a las interpretaciones musicales en

cualquier momento y lugar en el que se disponga de dicho medio de comunicación, por

lo que cada quien podía “gozar de una jarana” aun estando solo. En otras palabras, la
15

radiodifusión contribuye a la paulatina extinción de las tradicionales jaranas criollas en

Lima.

Difundido durante la década de los 50, “Callejón de un solo caño” de Nicomedes

y Victoria Santa Cruz, es uno de aquellos valses que ejemplifican lo que José Diez

Canseco (1949) denominó la “miseria alegre”. La contradicción de tener que

“jaranearse” mientras se vive en condiciones miserables, de “estar jodidos pero

contentos”, es un fantasma ideológico que ronda los valses “pícaros” y “jaraneros” que

se concentran en este motivo.

Examinemos esta canción con más detalle:

¡Qué bonito tono se va a armar

en el cuartito de mi primo Nicomedes!

¡Parece que viene buena zambería...!

Al dulce bordonear de las vihuelas,

hoy día se estremece como antaño

el viejo callejón de un solo caño

con el repiquetear de castañuelas.

Y siguen las guitarras con sus trinos

quitando el sueño a todos los vecinos.

y siguen las guitarras con sus trinos

quitando el sueño a todos los vecinos.

Alegre taconear hace crujir el cuarto dieciséis,

a la voz varonil de un buen cantor que con sabor

en pleno jaranear pide un cajón antes de amanecer


16

y empieza la sabrosa marinera.

Hacia la década de los 50 el modo de producción en el Perú estaba entrando en

profunda transformación a raíz de la presencia cada vez mayor de un capitalismo

industrial, sobre todo, en la costa. Ya no se podía decir que la situación social era

homóloga a la de las épocas de la “república aristocrática” (1895-1919), en la que las

actividades productivas se encontraban en la agricultura de exportación, la extracción de

minerales y monopolios comerciales y financieros (Burga y Flores Galindo 1994: 133-

142). Así, la constitución gradual de un mercado interior movido sobre todo por la

moderna industria va transformando no solo las relaciones sociales sino también las

propias subjetividades. Aunque no sea evidente a primera impresión, la segunda estrofa

de “Callejón de un solo caño” (la primera cantada) constituye la patencia de que esa

serie de transformaciones a nivel de la base económica produce determinados efectos en

los imaginarios urbanos.

Lo que el texto de la canción criolla está transmitiendo allí es una proyección

imaginaria del deseo del sujeto criollo: lo que se pretende recordar es aquello que es

agradable al sujeto, aquello que aparentemente no le produce dolor. Por eso, son tan

importantes las metáforas referidas a la música: la música puede servir como una suerte

de medicina que permite a los sujetos hacer vivible la pobreza. Sin duda alguna que ello

constituye un engaño, pero dicho engaño actúa como fundamento mismo de la

subjetividad de un sector numeroso de las clases populares tradicionales de Lima.

En otras palabras, la desbordante festividad de “Callejón de un solo caño” puede

constituir un mecanismo de defensa de la vieja plebe colonial limeña frente a la aparente

imposibilidad de transformación de sus condiciones reales de existencia. Es más, la

fiesta se representa de una manera tan exageradamente festiva que la propia estructura

física del callejón se remece y los vecinos no pueden conciliar el sueño por las noches.
17

Pero por alguna extraña razón la vieja y debilitada estructura del callejón no se ve

dañada por el remecimiento que provoca la jarana, ni los vecinos reclaman a los

jaranistas por el bullicio. Pareciera, pues, que la jarana criolla poseyera ciertas

características que le permiten mantener en apariencia un equilibrio en el disfrute -al

que Freud llamara “principio del placer”- que no daña la infraestructura del callejón

sino que más bien le dota de movimiento y que se muestra como un placer lo

suficientemente seductor como para que los vecinos estén a gusto con él y se olviden de

que en verdad puede representar una gran molestia. Ese “equilibrio en el disfrute”, esa

representación del callejón como una fiesta perpetua, constituye la respuesta de la

subjetividad frente a los efectos perturbadores de la contradicción social de clases.

Alegre taconear hace crujir el cuarto dieciséis,

a la voz varonil de un buen cantor que con sabor

en pleno jaranear pide un cajón antes de amanecer

y empieza la sabrosa marinera.

Como puede notarse, la escena no se concentra ya en el espacio íntegro del callejón,

como sucedía en el pasaje anterior; lo que tenemos aquí es el espacio más estrecho y

supuestamente de mayor privacidad como es uno de los cuartos del callejón. Una de

estas piezas era (y es) lo suficientemente estrecha como para que no puedan festejar

demasiadas personas; además, la estructura de tugurio que caracteriza al callejón supone

que la fiesta de un vecino involucra necesariamente a los cuartos de otras familias. Es

así que la jarana se traslada al recinto familiar en el que tiene lugar la diversión más

intensa: ya no solamente se especta el concierto de los instrumentos musicales, sino que

se tiene ahora la encarnación de ese disfrute en el cuerpo mismo de los concurrentes,

por medio de manifestaciones de baile y canto. Si en el pasaje anterior se podía notar

que la función de los instrumentos musicales era la de producir un goce difuso que se
18

diseminaba a lo largo del callejón, acá presenciamos uno localizado en los cuerpos de

los jaranistas y por ello aún más sentido. Se tiene que tener en cuenta que el “alegre

taconear”, el intenso y al mismo tiempo delicado golpe de los pies en el suelo a la hora

de bailar la música criolla, produce un efecto casi destructivo tanto en la pieza así como

en la voz de quien canta.

Hay que observar que la corporización de este disfrute se focaliza en un espacio

en el que el vínculo intersubjetivo ocupa un sitial fundamental. Recordemos que toda

jarana de callejón era una fiesta ofrecida por una familia de las tradicionales clases

populares limeñas, fiesta que se realizaba en ocasiones especiales para la familia. Sin

embargo, la celebración no se reducía al círculo familiar más próximo, sino que se

extendía hacia todos aquellos con quienes se había entablado redes de socialización

destinadas a crear vínculos de familiaridad y solidaridad con los otros. Por eso, el

disfrute afecta directamente al lazo criollo de intersubjetividad y no a una individualidad

aislada.

Pero me gustaría que nos detuviéramos un instante en la segunda parte del pasaje

citado: “[...] la voz varonil de un buen cantor que con sabor/en pleno jaranear pide un

cajón antes de amanecer/y empieza la sabrosa marinera”. La imagen se centra en el

cantor, el cual debe ostentar al menos tres características: masculinidad, humor y vigor.

Aquel que canta tiene que demostrar, incluso antes que estar dotado de una voz óptima

en términos musicales, el carácter eminentemente masculino de su voz; en otros

términos, lo no masculino en la corporización del goce jaranero tiene que ser excluido

para que este se constituya como tal. Asimismo, resulta de vital importancia que el

jaranista cantor tenga “sabor”, vale decir, un humor y carisma especiales que le

permitan ser siempre simpático a los demás. Este humor criollo implicará

adicionalmente una habilidad especial para jugar con la ironía y con el “doble sentido”,
19

aquel en el que lo sexual se mueve como una sombra del sentido recto. Por último, el

cantor demuestra ante los demás que él es infatigable ante los efectos de un placer muy

prolongado: poco antes de que amanezca, cuando los asistentes de la fiesta ya estarían

agotados después de tantas horas de baile, música y licor, uno de los jaranistas coge el

instrumento musical criollo que más esfuerzo demanda de su intérprete (el cajón) y

permite que la jarana siga, sin solución alguna de continuidad, con uno de los bailes

criollos que demandan un esfuerzo físico mayúsculo y, además, un grado de coquetería,

de provocación sexual en la pareja de baile que ningún otro baile criollo lo posee (la

marinera)

Ahora bien, la canción de los hermanos Santa Cruz se difunde en las radios

durante el segundo gobierno de Manuel Prado (1956-1962), el último de los

oligárquicos, también llamado el de la “convivencia”, por la coalición establecida por la

oligarquía y el APRA. Este período está caracterizado también por la migración de

grandes masas de hombres y mujeres desde el campo a la ciudad, fruto de la crisis del

gamonalismo en los Andes. De este modo, el espacio en el que habitaban las personas

de las clases pobres limeñas no era ya predominantemente el “centro” de la ciudad y sus

alrededores sino zonas más apartadas del “damero de Pizarro”. En este sentido, parece

poco probable que “el callejón de un solo caño” se “estremezca” al igual que en otros

tiempos, en los cuales jamás gozó de ninguna clase de beneficios económicos. El hecho

de creer que hubo un pasado prístino de disfrute y que tal pasado se mantiene incólume

hasta el presente no revela sino un (falso) deseo de sentirse pleno en su continuum de

placer, lo que solo se puede poner en escena durante la performance de la jarana criolla.

Sin embargo, ¿por qué la canción tiene que enfatizar la figura del caño único en

el callejón? Recordemos que a finales de los años 50 y principios de los 60 estaban

comenzando a impulsarse nuevos sectores de la clase media en Lima, producto del


20

desarrollo del capitalismo industrial. Creo conveniente sostener que son los individuos

de estas nuevas clases aquellos a quienes se dirige el consumo de la música criolla, pues

ésta para seguir produciéndose necesitaba de un público urbano más amplio y ya no tan

limitado como era el de los callejones por estos años. Si la imagen del “callejón de un

solo caño” se torna tan representativa del criollismo, es porque a través de esta imagen

se crea la ilusión de que los criollos pobres pueden arreglárselas muy bien con sus

precariedades económicas y que, es más, pueden disfrutar de la vida sin reclamos ante el

Estado. El mensaje que se quiere traficar aquí es que estos “viejos limeños pobres” (a

diferencia de los “nuevos pobres” de las “barriadas” sí saben conformarse y contentarse

con lo poco que tienen, y no se quejan por el orden social establecido. Posiblemente este

contenido ideológico corresponda al despliegue de fuerzas realizado por la soterrada

lucha de clases entablada entre la oligarquía y las nuevas clases medias. Pero lo que sí

queda claro es que se busca difundir la imagen del limeño pobre de los barrios

tradicionales como la de aquel que con alegría sabe resistir su miseria, lo cual no es más

que un truco que sirve para que los sujetos populares no busquen subvertir las

relaciones sociales que determinan sus precariedades.

¿Cómo entender esto en términos políticos? Pues en este caso aquellos

individuos que están oprimidos por un orden social semifeudal y semi-industrial como

era el oligárquico parecen postergar el cuestionamiento que les permita superar tales

condiciones de opresión, vale decir, no están dispuestos a renunciar al goce que les

proporciona liberarse de la explotación. Existe una voluntad de ignorar en qué miseria

se encuentran y simplemente se persuaden de que tales condiciones no son más que

condiciones de “buena vida”. Se opta por el placer que se puede obtener de seguir

dominado y ser cómplice de la dominación, antes que suspender la opresión que los ata

al callejón y quizás perder la vida en el intento.


21

2. MÁS ALLÁ DEL CALLEJÓN: ALCOHOL Y COMIDA COMO OBJETOS DE NIVELACIÓN

SOCIAL

La representación de la “viveza criolla” se hace más patente en un contexto

urbano más moderno, en el que los medios masivos de comunicación cumplen su

función de dispositivo de reproducción ideológica del Estado. Así, pues, es el

compositor arequipeño Mario Cavagnaro, quien, a partir de 1950 introduce en el

imaginario musical criollo la representación de las prácticas asociadas con lo que se ha

denominado “criollada” o “viveza criolla”. Cavagnaro solía mostrar en sus valses a

personajes como el “cojudo”, el “conchudo” y el “pendejo”, personajes que surgen en la

Lima que se iba modernizando poco a poco a mediados del siglo XX.

Pero Cavagnaro no fue el único músico criollo que se insertó en esta clase de

producción. A partir de él comenzaron a surgir una serie de compositores y de

intérpretes que se dedicaban a este género específico de vals “pícaro”. En pocas

palabras, se convirtió en una necesidad productiva de la industria discográfica y de las

radios en nuestro medio. Inclusive se llegó a armar una polémica por el vocabulario y

los giros de lenguaje que Cavagnaro y otros utilizaron, un lenguaje que fue calificado

por algunos de “soez”, “grosero” o “vulgar” pues era abundante en palabras usadas por

los pobladores de los barrios marginales de Lima, que se asociaban con individuos

adscritos al lumpen. A este tipo de expresión lingüística se le llamó “replana” y a los

valses escritos con ella, “valses replaneros”. Esto implicaba obviamente una

estigmatización del sujeto popular limeño, promovida y difundida por los propios

medios de comunicación que estaban a manos de las nuevas clases medias y sectores

burgueses.
22

Ahora bien, es de gran utilidad estudiar los llamados “valses replaneros” para

explorar los mecanismos de la “criollada” en la sociedad limeña de este período. Este

fenómeno es más complejo de lo que puede parecer a simple vista y la actuación del

sujeto criollo en la jarana y sus recursos humorísticos en ella son elementos cruciales

para su análisis. En esta línea, me interesa que nos detengamos en uno de los valses

jaraneros de Mario Cavagnaro que se ha vuelto más distintivo del género, “Carretas,

aquí es el tono”, vals que ha sido famoso gracias a la interpretación de Los Troveros

Criollos, especialmente por su primera voz, el “Carreta” Jorge Pérez.

Noche de club, plan de quemar,

los tragos vienen y van.

¿Dónde es el plan pa’ jaranear?

¡Esta noche hay que farrear!

Ahí viene el gato trayendo el dato

de una criolla jaranita,..

Se ha armado en la Villa Anita

de rompe y raja una farra,

el pisco se torna en jarra

¡y es hasta de mañanita!

¡Carretas, aquí es el tono!

Pasen de frente, al fondo está el bar,

y ontá la dueña del santo

que la venimos a saludar...

Y luego hay que nivelarse

con los que toman desde temprano,


23

pásame la bota, hermano,

que quiero hacer un salud

Bailemos de punta y taco

a quitarse el saco pa’ jaranear,

luqueando siempre a la gila

¡que no la vayan a paletear!,

mandándose siempre el viaje

de buenos tragos, no importa el raje,

que al que toca y al que canta

se le seca la garganta,

que al que toca y al que canta

se le seca la garganta.

Salu, salú, salucito

cabe otro pisquito para resbalar

la papa a la huancaína

que allá en la cocina

me acabo ‘e tirar.

Ya iremos de madrugada

en un cola ‘e pato

hasta La Parada,

a calmar la tranca asesina

con un criollazo caldo de gallina.


24

El objeto central de este vals es el licor. La comida es otro elemento importante

pero que cumple una función que depende del licor. Ahora bien, ¿por qué la

identificación criolla, para operar, necesita del alcohol como elemento en torno del cual

se generan las acciones del sujeto criollo? ¿Cuál es la relación del alcohol y la comida

con la “viveza criolla” y cuál su relación con la reproducción de determinadas

relaciones sociales en la Lima de los años 50?

Comencemos analizando la constitución de la “viveza criolla” en tanto actitud

hacia el mundo social en la primera parte del vals. Lo que se pone en escena es el

“vínculo de compadrazgo” entre los jaraneros.

[E]l sentido del compadre estaba vinculado a los valores populares de dignidad

en la pobreza, de apoyo solidario entre iguales. Los compadres eran (y son), en

primer lugar, amigos de la jarana. No los unía sobre todo el trabajo o las

obligaciones familiares, sino el compartir el tiempo libre, en especial la juerga

[...] La fiesta, entonces, cumplía una función integradora. Y las ‘escapadas’

llevaban a los compadres a otros espacios, a vincularse con otras personas,

nuevos compadres, amigos o simplemente ‘conocidos. (del Águila 1997: 49)

El “compadre” o “carreta” constituye una intersubjetividad que permite al

individuo de los sectores populares limeños atravesar las diferencias de clases en tanto

que implica una suspensión imaginaria de tal diferencia. Así, el “compadrazgo” otorga

al sujeto popular criollo la posibilidad del olvido de la experiencia de explotación que

supone el trabajo como medio de subsistencia en la ciudad, esto es, una ilusión de

igualdad en el espacio de la jarana entre aquellos que pueden ocupar posiciones sociales

incluso antagónicas. El elemento que permite esta mediación, este intercambio fluido

entre distintos sujetos, es el licor: su virtud es la de sostener el goce con los otros y así
25

al criollo le sea posible tolerar las condiciones reales de su existencia en espacios

sociales diversos del suyo propio (como la Villa Anita). 3

La Villa Anita era una casa de recreo situada aisladamente en el campo, que

pertenecía a una familia con cierta posición dentro de la sociedad oligárquica. Sin

embargo, en los años 50, el proceso de modernización de Lima fue irreversible y

acelerado, y ello implicó necesariamente el desplazamiento de los individuos de clases

sociales distintas dentro del espacio urbano. Así, pues, lo que vemos dentro del pasaje

citado es la imagen de un espacio emparentado con la oligarquía que permanece anclado

fuera del movimiento urbano, y un sujeto popular que puede movilizarse con relativa

libertad desde su propio espacio urbano adscrito a las clases subalternas. Y en este

sentido, la noticia de la jarana criolla aparece como un elemento que establece una

mediación entre el sujeto popular y cierto orden oligárquico. Desde el punto de vista de

las capas oligárquicas, la actitud del subalterno sería la de un “conchudo” que se

inmiscuye en lugares a los que no pertenece. Sin embargo, sería precisamente dicha

“conchudez” la que le permite acceder a los privilegios de este sector social.

En el mismo fragmento citado, cabe resaltar el hecho de que hay otro sujeto

popular: el que ha avisado acerca de la celebración. No tiene un vínculo directo con los

individuos de esa esfera social, sino que se plantea una serie de intermediarios a través

del dato menudo transmitido a través de la oralidad, lo que permite la vinculación. Es

más, el “gato” que trae “el dato de la criolla jaranita” no parece transmitir la

información -o en todo caso es irrelevante- acerca del motivo de la jarana. Eso se puede

3
Podemos encontrar muy bien ilustrado este tipo de vínculo en “El jefe” (1958), cuento de Julio Ramón
Ribeyro, donde el nexo criollo establecido a partir del licor y la juerga crea la ilusión de desaparición de
las jerarquías sociales entre Felipe Bueno, el apoderado de una empresa, y Eusebio Zapatero, su
empleado. Ambientado en la Lima de los 50, el relato de Ribeyro es aún más dramático que el vals: tras
haber compartido casualmente una noche de borrachera con Felipe Bueno en la que se suspendieron las
diferencias de posición social gracias al trato de “compadres”, Eusebio Zapatero cree haber ganado la
confianza de su jefe como para solicitarle más adelante un incremento salarial; pero a la mañana
26

solucionar. Es parte de la habilidad del criollo el inventar alguna explicación ingeniosa

para evadir las restricciones del régimen establecido. Pero esta capacidad para burlar las

constricciones que impone el ordenamiento oligárquico, que el criollo sabe mostrar en

la jarana se puede observar mejor en el siguiente pasaje:

¡Carretas, aquí es el tono!

Pasen de frente, al fondo está el bar,

y ontá la dueña del santo

que la venimos a saludar...

Y luego hay que nivelarse

con los que toman desde temprano,

pásame la bota, hermano,

que quiero hacer un salud.

Una vez ubicada la Villa Anita, en la periferia de la ciudad, el sujeto popular no ingresa

solo a la “farra”: llega inevitablemente con personas de su círculo más intimo de amigos

o conocidos (los “carretas”). ¿Por qué? Porque la presencia de un colectivo de sujetos

subalternos dentro de la fiesta podría atenuar las contradicciones de clase en ese espacio

social. Si uno llegara solo, las posibilidades de realización de las estrategias de la

“viveza” criolla disminuirían, pues esta es intrínsecamente social y se presenta como un

colchón amortiguador frente a los antagonismos sociales: para decirlo en otros términos,

impide que la subjetividad de la clase popular se desvanezca en el aire, descargando

todo el peso de las tensiones únicamente en el individuo.

Entonces, como “buenos” criollos, el primer lugar a donde se dirigen los

“carretas” es el bar, sitio del que aprovechan pues en una casa de barrio popular no se

cuenta con un bar para disfrutar del licor permanentemente. Pero el ingresar a la villa y

siguiente, cuando el empleado busca a Bueno en su oficina y se dirige a él como si fuesen viejos amigos,
27

dirigirse de inmediato al bar puede parecer un exceso de confianza. Es preciso ser un

poco más discretos. Por esta razón, el “carreta” profiere la frase “y ontá la dueña del

santo/que la venimos a saludar”. No se sabe si es una fiesta de cumpleaños, y si fuera

así, no se sabe si la persona que cumple años es una mujer. El asunto es que el “carreta”

debe mostrar cierta cortesía con la “señora de la casa”, código estrechamente vinculado

con la mentalidad oligárquica y que puede funcionar para congraciarse con los invitados

de la fiesta.

Ahora bien, el criollo tiene que hacer alarde de que él es una especie de campeón

en el goce alcohólico “y luego hay que nivelarse/con los que toman desde

temprano/pásame la bota hermano/que quiero hacer un salud”. Esta es una suerte de

desafío solapado a la oligarquía, pues la idea es que el subalterno tiene que demostrar

ante quienes están ocupando cierta posición privilegiada dentro de la sociedad, que él

puede prevaricar esa desigual distribución de goce dentro de la sociedad. Es la

subalternidad criolla la que se siente en la capacidad de poseer una mayor acumulación

y concentración de goce frente a aquellos que sí ejercen la propiedad de ciertos bienes y

de ciertos medios de producción. En este sentido, el criollo subalterno se cree en las

mismas condiciones de reclamar la botella de licor (“bota”) de la que todos beben y

“hacer un salud” con ella.

Creo que este “hacer un salud” es muy significativo pues permite un momento

de igualación con la persona que se liba: el brindis es la objetivación de un deseo

respecto de otra persona, lo cual muestra la fantasía de compartir un espacio común

entre sujetos sociales muy separados. En el fragmento citado, el brindis devela la

instauración de un goce imaginario que pretende borrar el antagonismo de clases, para

este actúa con indiferencia, es decir, trata a Zapatero como a uno más de sus empleados.
28

convivir con él, para hacerlo más llevadero, tolerable, sin proponerse transformarlo

sustancialmente.

Bailemos de punta y taco

a quitarse el saco pa’ jaranear,

luqueando siempre a la gila

¡que no la vayan a paletear!,

mandándose siempre el viaje

de buenos tragos, no importa el raje,

que al que toca y al que canta

se le seca la garganta,

que al que toca y al que canta

se le seca la garganta.

Pese a estar en un ambiente en el que podría ser marginado por su extracción de clase, el

carreta debe divertirse sin inhibiciones. El hecho de que pueda ser visto como una suerte

de advenedizo no debe constreñirlo a ponerle un límite a su ritmo normal de gozar:

“bailemos de punta y taco/a quitarse el saco pa’ jaranear”. Sin embargo, el sujeto

popular criollo no descuida en el baile a los objetos relacionados con su goce: la mujer y

el licor. La mujer funciona aquí como aquel objeto de goce que no se puede compartir;

es más, hay algo de ella tan atractivo que los otros aparentemente desean llevarse:

“luqueando siempre a la gila/¡que no la vayan a paletear!”. En esta frase se muestra a

un sujeto vigilante frente a la posibilidad de que en la fiesta alguien le vaya a robar parte

de su goce acariciando obscenamente (“paletear”) a su pareja. Es decir, que esta

privilegiada acumulación y concentración de disfrute ganado por el sujeto criollo a

través de la viveza resulta ser más frágil de lo que parece, pues se asienta en un objeto

(“la gila”) que puede ser tomado por cada quien para su goce particular, incluso dentro
29

del círculo de los propios carretas, lo que terminaría por destruir el lazo que sostiene la

propia viveza criolla. Esa sería una viveza mayúscula e inaceptable, totalmente

prohibida dentro del código de los criollos.

La inseguridad del criollo parece provenir de su propia concepción de la mujer:

un sujeto que se ofrece “libremente” como objeto de satisfacción sexual para los

hombres. Así, la jarana se presenta como aquel espacio en el que los criollos pueden

obtener placer del cuerpo de la pareja de sus “compadres” sin que estos lo sepan. Por

esta razón, el sujeto criollo desconfía tanto de su pareja como de sus amigos de jarana.

En este sentido, el lazo intersubjetivo no es concebido como una relación sincera con el

par, sino como un vínculo sostenido por un engaño con el que se busca asegurar la

satisfacción individual a costa del otro. Por lo tanto, este “otro” es para el criollo no la

posibilidad de un compañero sino el sutil asedio de un traidor.

Por otra parte, el sujeto popular criollo tampoco permitirá descuidarse en el

placer brindado por el licor: “mandándose siempre el viaje/de buenos tragos, no importa

el raje/que al que toca y al que canta/se le seca la garganta/que al que toca y al que

canta/se le seca la garganta”. ¿Por qué? Porque así el sujeto criollo popular se aseguraría

tanto la acumulación de goce, así como la ostentación de él ante los otros participantes

de la fiesta. Mientras que cada invitado puede beber apenas lo que se le está asignado en

una posición específica dentro del espacio de la villa, el subalterno es el único que se

mueve alternativamente de un sitio a otro para conseguir más licor, a través de

estrategias que podrían estar tipificadas de “criolladas”, por ejemplo, el hecho de alegar

que porque interpreta algún instrumento musical o canta necesita más licor. El punto es

dar cualquier pretexto que dé señas de “agudeza y arte de ingenio” para conseguir los

placeres deseados sin ofrecer la apariencia de estar quebrantando las normas sociales

impuestas por las capas oligárquicas. En otras palabras, el criollo se vale de la


30

“criollada” para ocultar ante los demás el hecho de que él no pertenece al círculo

familiar y social de la fiesta a la que asiste y de que tampoco tiene suficiente poder

adquisitivo para comprar por su cuenta el tan deseado licor.

Una cuestión primordial en el imaginario popular criollo en el Perú es el hecho

de querer “pasar piola”, vale decir, obtener un goce ilícito de manera que el resto no se

percate de la transgresión y que dicho goce esté envuelto de humor. En “Carretas, aquí

es el tono”, el criollo procura “pasar piola” en la fiesta, es decir, que su presencia no sea

notada o que no sea tomada por relevante como para ser corrido pero, a su vez, de

manera que pueda disfrutar al máximo de los placeres jaraneros. En ello no solo se

incluye el licor sino también la comida criolla:

Salu, salú, salucito

cabe otro pisquito para resbalar

la papa a la huancaína

que allá en la cocina

me acabo ‘e tirar.

Ya iremos de madrugada

en un cola ‘e pato

hasta La Parada,

a calmar la tranca asesina

con un criollazo caldo de gallina.

Nótese que el sujeto se muestra sensiblemente apurado para retirarse de la Villa Anita,

no sin antes beber unas últimas copas de pisco. Pero esta vez introduce el argumento de

la comida: “cabe otro pisquito para resbalar/la papa a la huancaína/que allá en la

cocina/me cabo ‘e tirar”. El criollo popular ha sabido transgredir las normas del lugar

como para disfrutar completamente de la jarana a través de la comida. La idea es que no


31

podrá haber satisfacción libidinal en la fiesta si es que el criollo se retira sin comer, así

que tiene que buscar la forma de disfrutar de ella, le den o no permiso para ello (a eso se

refiere la palabra “tirar”). Pero a su vez la ingesta del plato de comida le sirve de motivo

para hacer los últimos brindis. Aquí el precepto horaciano del carpe diem se da del

siguiente modo: es preciso tomar algo del goce oligárquico lo más rápidamente posible

para que la transgresión no sea sancionada por la ley moral oligárquica. Además, puede

decirse que la ingesta del plato de papa a la huancaína tiene un carácter relativamente

oculto, ya que el sujeto ha tenido que deslizarse subrepticiamente a la cocina para

comer. Sin embargo, no tiene vergüenza de ello y lo toma como justificación de sus

tragos antes de la partida.

En el fragmento anteriormente citado, el criollo es representado a partir de

rápidos desplazamientos a lo largo del espació físico en el que se desarrolla la jarana: el

criollo se mueve incesantemente de un lado al otro para disfrutar. Los otros invitados de

la fiesta, pertenecientes a clases sociales superiores, no necesitan desplazarse porque

ellos probablemente ya se “mueven” lo suficiente en la existencia real del mercado o de

las relaciones de poder. Esto es, tienen mayores posibilidades de acceso al capital, los

bienes y los servicios intercambiados en la sociedad. Su ausencia o pasividad en la

representación de la canción son aparentes: una aparente inmovilidad frente a los

rápidos desplazamientos del criollo en la escena. Dichos movimientos del criollo se

establecen como una estrategia que permite burlar las trabas ofrecidas por la

supeditación al poder económico: el licor, quiéralo o no, es una mercancía y, por ende,

el dinero resulta imprescindible para su adquisición; sin embargo, como al sujeto

popular criollo le hace falta, el medio alternativo usado para acceder a los beneficios

proporcionados por la mercancía licor es la de viveza o criollada. Es decir, si

consideramos la doble naturaleza de la mercancía como valor de uso y valor de cambio,


32

el criollo pretende tener acceso solo a la primera de estas características (valor de uso, la

utilidad material) cuando sabe bien que el carácter de valor de cambio es constitutivo de

la mercancía licor que desea disfrutar. En otros términos, el criollo cree atender a la

naturaleza de cosa física y no a la relación social expresada en el licor. Por lo tanto, los

desplazamientos físicos del criollo en esta sección del vals tienen por objeto acentuar

este proceso de cosificación de la mercancía licor 4. Así, siguiendo la fórmula que utiliza

Zizek para expresar el cinismo, lo que encerraría el “secreto” de la criollada sería: “yo

sé bien que el licor es una mercancía y que necesito dinero para su consumo, pero aún

así actúo como si el licor no fuese una mercancía sino un objeto natural de disfrute”

(Zizek 1992: 55-58).

Ahora bien, el sujeto popular limeño retorna finalmente en una unidad de

transporte público urbano (el “cola de pato”), que lo lleva hasta el populoso mercado de

abastos de La Parada, ubicado en el distrito de La Victoria, cerca del límite con el

distrito de El Agustino. En primer lugar, es necesario resaltar el hecho de que el medio

de transporte utilizado es de carácter popular, lo cual supone ya una diferencia de clase:

cualquier burgués tendrá un vehículo propio; el criollo, en cambio, está obligado a uno

masivo. En la metáfora de “cola de pato”, lo interesante reside en que el transporte

popular es representado como sucio, excrementicio, pues dicha ave está caracterizada en

el imaginario popular por emitir con mucha frecuencia sus heces fecales. En segundo

4
“Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los
hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del
trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la
relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los
objetos, existente al margen de los productores” (Marx [1867]). Este “misterio” es lo que Marx denomina
como “carácter fetichista de la mercancía”, que es un rasgo inherente al sistema de producción capitalista.
En este sentido, la relación del sujeto criollo con el licor indica cómo el propio sistema mercantil
emergente en la Lima de los 50 genera una fantasía imaginaria por la cual las relaciones de producción e
intercambio comercial son invisibilizadas por el efecto de exacerbación del consumo gozoso de una
mercancía específica. El consumo del pisco crea, así, la ilusión de una integración social de los sujetos
que participan de la jarana. El pisco permite imaginar a todos como iguales obviando momentáneamente
la condición de explotación y enajenación del trabajo de los sujetos populares.
33

lugar, La Parada es uno de los grandes mercados populares que aparecen en Lima a

mediados del siglo XX, producto del crecimiento urbano. Específicamente, La Parada

era un mercado destinado a abastecer de bienes primarios a toda la ciudad, pero quienes

concurrían a él –ya sea para comprar al por mayor o al por menor- eran básicamente los

pobladores de los barrios populares y marginales, o sea personas pobres, migrantes

andinos, etc.

Así, pues, la referencia al mercado de La Parada atestigua el movimiento

comercial de masas de la época y, además, la adscripción del sujeto de nuestro vals al

espacio de las nuevas clases oprimidas. En el vals citado, La Parada es el lugar de

reencuentro con el estilo de vida de los sectores populares, donde el sujeto popular

encuentra el caldo de gallina que puede contrarrestar el malestar físico originado por la

excesiva ingesta de alcohol (Patch 1967). No obstante, La Parada está representada en el

imaginario de las clases dominantes como el símbolo del caos y la suciedad generados

por las nuevas clases populares compuestas por migrantes andinos. Por consiguiente,

luego de haber salido de una fiesta en la que se respetan las normas de conducta de los

sectores dominantes, al usar el “cola de pato” y circular por La Parada, el criollo se

reinserta en los espacios de las clases subalternas bajo el estigma de lo abyecto.

Paradójicamente, el hecho de que el sujeto popular se “haya dado el gusto” de

trasladarse de un espacio de clase baja a otro de clase acomodada ha tenido su costo. El

principal ha sido el de la vulneración del cuerpo. Entonces, es el cuerpo el que tiene que

restablecerse ingiriendo alguna sustancia alimenticia de composición aparentemente

precaria como el caldo de gallina. Aparte de la frase “criolla jaranita”, es esta comida la

única a la que se le coloca el adjetivo “criollazo”, pues dentro del contexto del vals

cumple la función de restaurar el orden social y corporal tras la “transgresión” de haber

accedido a un goce restringido a los sujetos populares por acción del mercado. En este
34

sentido, podríamos señalar que el caldo de gallina constituye una suerte de paliativo

para contrarrestar los efectos de la transgresión criolla y, al mismo tiempo, asegurar la

persistencia de dicha transgresión en la vida social. Lo fundamental reside en que la

sistematicidad de la transgresión no produce ningún cambio en la estructura social sino

que incluso “normaliza” la opresión oligárquica en el imaginario social de la Lima de

mediados de siglo XX.

El desgaste de las energías físicas supuesto en la “tranca asesina” está asociado

al espacio burgués (la Villa Anita). Allí son “asesinadas” las fuerzas físicas del sujeto

popular en tanto fuerzas productivas de la sociedad capitalista. En contraposición, el

caldo de gallina constituye aquello que posibilita renovar la producción de las relaciones

burguesas de producción. Si el caldo de gallina no existiera, el sujeto popular

desaparecería como fuerza motora de la sociedad de clases. En otras palabras, mediante

el círculo vicioso tranca asesina/caldo de gallina/tranca asesina, el propio sujeto

popular ha creado su forma de reproducir las relaciones de explotación que lo

aprisionan.

3. LA SABIDURÍA CRIOLLA: ASCENSO SOCIAL Y FANTASÍA EN EL VALS REPLANERO

Parte de la obra musical de Mario Cavagnaro tiene la virtud de develar a

plenitud las fantasías sobre las cuales está montada la ideología criolla. Y parte del

rechazo que generó entre los propios criollos fue el sacar a la luz aquello que, desde una

perspectiva despectiva y elitista, es denominado como “criollada”. Sin embargo, la

propia imagen del “criollazo”, sobre todo en sus aspectos ya no tan amables, ha quedado

en la historia de la música criolla, en valses que ahora pocos recuerdan pero que en su

momento fueron un éxito comercial para las empresas discográficas y para las radios.
35

Fueron aquellos valses que Cavagnaro compuso para el dúo Los Troveros Criollos en la

primera mitad de la década de los 50.

Ahora bien, me interesa detenerme en un vals de Cavagnaro que Jorge Pérez y

Lucho Garland (primera y segunda voz de Los Troveros Criollos) grabaron antes de su

separación en 1955: “Desembólate, chontril”, lo que traducido a la jerga contemporánea

se diría “desahuévate, cholo”. Con justeza, Sinesio López (1982) ha señalado que una

de las peculiaridades del criollismo es la cultura del “arribismo”, vale decir, ese

conjunto de prácticas individuales orientadas a encontrar un cauce de ascenso dentro de

la escala de clases sociales, prácticas que no supongan una participación en la dialéctica

de capital y trabajo. Definitivamente, la categoría “arribismo”, al igual que “criollada”,

está enunciada desde una posición que se pretende de una clase social superior que

facultaría al sujeto que la emplea ostentar un sentimiento de superioridad. Pero, a pesar

de ello, es posible, sí, encontrar ciertas estrategias “arribistas”.

En este sentido, el que sabe insertarse dentro de un sector social más alto

haciendo alarde de su “viveza” será el candidato a mejor arribista. Ello genera en el

criollismo una visión de grandiosidad en el sujeto respecto de sí mismo, un sentimiento

de omnipotencia que lo lleva la autoglorificación de sus dotes.

Sí, compadre, yo me soy ese valse replanero,

Jaranista, timbeador, pabiloso, pinturero;

siendo valse del solar tiro plan en Miraflores

y soy pata carretón de los grandes batidores.

A ajustarse el cinturón y a pulirse feligresas

que he venido a jaranear y esto no es todos los meses.

¡Desembólate, chontril!
36

Manya bien el estilacho

que he venido a jaranear

y allá voy, si no, me agacho.

Soy el valse que nació promediando una jarana

de esas que comienzan firme y rematan en la cana.

Alegaba un feligrés que no vuelve la replana...

es lo que él está pensando mientras su gila me llama.

Desembólate, chontril, no hables mal de la replana

si tú quieres jaranear y roncar en la jarana.

Pero véngase mi china que aquí está su carretón,

venga un par de huaracasos y tremendo jaranón.

Para sentar el escabeche, dame más del que me dabas

y verás para bailar cómo se mueven las tabas.

Después del seco y volteao las vihuelas trinarán,

cada cual a su estofao a bailar a lo bacán.

Pero, compadre, ¿qué hace usted?,

la cerveza se le entibia y la gila se le va

y es que usted para en Bolivia.

Es notable observar que, a diferencia de los dos valses anteriormente analizados,

“Desembólate, chontril” hace uso de la primera persona del singular (yo) para aludir a

una identificación directa entre el sujeto enunciador y el vals replanero. En este sentido,

el criollo se autorrepresenta como un sujeto que, aunque proveniente de las clases

populares, se distingue de sus pares de clase y de los individuos de clases dominantes


37

gracias a sus prácticas y su peculiar lenguaje. Respecto de las clases dominantes, la

posición de este sujeto es la de elaborar estrategias de negociación con la estructura de

desigualdad del orden social vigente que le garanticen la reproducción de sus

condiciones materiales de vida sin someterse al régimen de explotación laboral.

Respecto de las clases populares, la posición del sujeto criollo es la de generar

mecanismos de ridiculización hacia los sujetos populares andinos por no adoptar ellos la

misma performance del criollo en la dinámica de las relaciones entre clases sociales.

Sin embargo, la caracterización de “replanero”, “jaranista”, “timbeador”,

“pabiloso” y “pinturero” que se ofrecen como marcas de identidad corresponden al

discurso liberal que las clases dominantes de la “república aristocrática” habían

construido acerca del criollo popular: un individuo de las clases subordinadas, grosero y

vulgar, dado a los juegos de azar, que no contribuye con actividades productivas que

otorguen un progreso a la nación (Muñoz 2001a, Panfichi 2000 y 1995). En otras

palabras, desde la mirada liberal, el sujeto popular criollo se encuentra lo más alejado de

una ética del trabajo que lo estimule a dotar de fuerza a la dinámica económica nacional.

Pero el vals de Cavagnaro no solamente reproduce las imágenes estigmatizadas

que del sujeto popular urbano se tenía en la Lima de principios de siglo XX. El criollo

de mediados de siglo es alguien que puede salir del limitado espacio geográfico en el

que está circunscrito. Ya no solo se movilizará entre los distritos asociados a las clases

dominadas, sino que puede conectarse con un espacio urbano asociado con las clases

dominantes, como ha sido (y aún es) el distrito de Miraflores. Sin embargo, ante esta

red de interdependencia entre clases sociales establecida en la cartografía urbana, el

criollo del vals replanero ya no se considera ese “rebelde” que “por doquier pregona la

igualdad en el amor” como ocurre en “El plebeyo”; sino que ahora se muestra

conciliador frente a las contradicciones entre clases. Se trata de un comportamiento que


38

tiende a apropiarse de determinados actitudes de los sujetos de las clases en el poder:

“siendo valse del solar tiro plan en Miraflores/ y soy pata carretón de los grandes

batidores”.

En el lunfardo 5, la palabra “batidor” se utiliza para denominar a aquel que

colabora con la policía por medio de la transmisión de información que permita delatar

o acusar de delito a determinadas personas. Así, el “batidor” está revestido de un poder

especial dentro de los sectores populares por su vinculación con el aparato represivo del

Estado. En otras palabras, el “batidor” no es un individuo que genere confianza a los

demás por ser una fuente de activación de la violencia de las clases dominantes. Ahora

bien, en “Desembólate, chontril”, la proximidad a la represión policial a través de los

“grandes batidores” representa para el criollo, por un lado, un instrumento de defensa

frente al poder burgués y, por otro, un instrumento de distinción y discriminación

respecto de los otros sujetos populares. El criollo es consciente de que “tirar plan en

Miraflores” (es decir, tener citas amorosas con mujeres de dicho distrito) puede generar

fricciones en su relación con la burguesía por “transgredir” aquella norma social que

censura las relaciones de pareja entre personas de clases sociales opuestas. Así, ser

“pata carretón de los grandes batidores” constituye una estrategia de resistencia del

criollo frente a las consecuencias que puede acarrear su permanente transgresión de la

prohibición burguesa en el ámbito privado. El carácter sistemático de esta práctica es

aquello que le otorga a la posición del sujeto criollo la apariencia de una relativa

estabilidad en el tejido social. Sin embargo, la confianza y seguridad del criollo con

respecto a su relación de amistad con agentes de la coerción burguesa se confunden con

5
El “lunfardo” o “lunfa” es una variedad del español hablada en la zona del río de La Plata (Argentina y
Uruguay) por personas de clases populares. Desde las primeras décadas del siglo XX, el lunfardo de
Buenos Aires se hizo conocido a través de los tangos, especialmente los llamados “tangos de arrabal”, en
los que se presentaba a personajes adscritos al lumpen urbano. Mario Cavagnaro, como buena parte de los
39

la más sincera ingenuidad: dicha relación no puede ser perdurable puesto que la policía

y sus aliados conforman un instrumento de poder y violencia de las clases dominantes.

De este modo, manejar un cierto grado de relación amable con la represión estatal que

aparentemente no poseen los sujetos populares provenientes del campo es el elemento

que el sujeto criollo destaca en la configuración de su praxis cotidiana. En este sentido,

el criollo se representa a sí mismo como un potencial enemigo de aquellos sujetos

populares que no comparten sus prácticas.

No obstante, la subjetividad criolla no solo se define en un juego con los marcos

permitidos por la legalidad burguesa, sino también por la transgresión de las

prohibiciones impuestas desde la moral católica. Así pues, son estas dos variables –

legalidad burguesa y moral cristiana- las que definen el modo en que el sujeto criollo

configura su performance en el espacio urbano de la Lima de los 50.

A ajustarse el cinturón y a pulirse feligresas

que he venido a jaranear y esto no es todos los meses.

¡Desembólate, chontril!

Manya bien el estilacho

que he venido a jaranear

y allá voy, si no, me agacho.

Soy el valse que nació promediando una jarana

de esas que comienzan firme y rematan en la cana.

Alegaba un feligrés que no vuelve la replana...

es lo que él está pensando mientras su gila me llama.

Desembólate, chontril, no hables mal de la replana

músicos latinoamericanos de mediados del XX, se sintió fuertemente atraído por el estilo musical y de
40

si tú quieres jaranear y roncar en la jarana.

Desde el siglo XVI, la ciudad de Lima se constituyó como uno de los bastiones

desde el cual la Iglesia ejerció su poder como instrumento fundamental de la

dominación colonial de España. La moral difundida por la religión católica sirvió como

un elemento de cohesión entre la aristocracia y los estamentos plebeyos de la Lima

virreinal. El carácter estable del poder colonial en Lima no residía exclusivamente en su

aparato de violencia organizada sino también en un conjunto de preceptos que rigen la

conducta de los hombres sobre la base de la prohibición del “pecado” y la subsecuente

generación de la culpa en los sujetos. Así, “pecado” era todo aquello que contraviniese a

lo normado por la Iglesia según su interpretación de las “Sagradas Escrituras”. El

elemento central sobre el que giran las leyes morales dictadas por el catolicismo eran,

en este sentido, los límites de la libertad de los individuos durante su vida terrenal. Sin

embargo, las libertades humanas no encontraban, en la práctica, un límite en lo

establecido por el “reino de los cielos” sino por los nobles que gobernaban el virreinato

del Perú.

La revolución por la independencia desarrollada durante las primeras décadas

del siglo XIX no logró romper ni con el poderío de la Iglesia ni con la tradición

cultivada por ella. Esta ruptura con el catolicismo no ocurrió en ninguna parte de

América Latina. Las corrientes libertadoras impulsadas por Bolívar y San Martín no

tenían como propósito generar antagonismos con la Iglesia sino que más bien buscaban

su participación en los actos proclamatorios de independencia de los nacientes Estados-

nación latinoamericanos. De esta suerte, no hubo transformación sustancial en el cuerpo

de creencias y rituales de los habitantes de Lima en el cambio de colonia española a

república peruana. No existía, pues, en la capital del Perú, una clase social que

lenguaje utilizado por los tangos, lo que intentó volcar en sus valses replaneros.
41

desempeñase un papel revolucionario en el proceso de destrucción total del régimen

feudal y sus visiones del mundo como sí lo fue la burguesía en la Revolución Francesa.

No es cierto, sin embargo, que los diferentes sectores sociales de la Lima

colonial y republicana obedeciesen explícitamente las máximas morales impartidas por

el cristianismo. Es más, es sabido que lima se caracterizaba por su vida “licenciosa”,

poco respetuosa de la moralidad prescrita, desde las capas más altas hasta las más bajas.

Tanto las Tradiciones peruanas como las Tradiciones en salsa verde, el teatro de Felipe

Pardo y Aliaga o el de Manuel Ascensio Segura son productos culturales en los que se

representa el poco apego demostrado por los limeños durante la historia a los

imperativos morales ordenados por la Iglesia católica. Esto no significa, sin embargo,

que existiese una contradicción real entre la moral católica y las “malas costumbres”

limeñas. Todo lo contrario; el carácter “indecente” de las formas sociales de diversión

de Lima se condecían con el modo de organización del goce ya estipulado por la Iglesia.

Las transgresiones de la moral católica no eran más que aquello que se esperaba que no

practicasen los individuos: lo que se practicaba resultaba ser exactamente aquello que de

alguna u otra forma negaba la ley moral. Todo el fenómeno se cerraba en el círculo

vicioso de prohibición/goce/prohibición. En esencia, ni la prohibición tenía por

contrario al goce ni el goce por contrario a la prohibición. Ambas resultaban ser

complementarias, por lo que en realidad no existía una superación real de la prohibición

sino simplemente su cotidiana inversión en la vida de los limeños.

Muñoz (2001a) ha señalado que en el período 1895-1930 la joven burguesía

local buscó implementar en Lima una serie de reformas que tenían por finalidad de

reemplazar las viejas diversiones limeñas por unas nuevas, más modernas, que

incentivaran el progreso del modo de producción capitalista que tímidamente iba

gestándose. Sin embargo, la implantación de la moral burguesa de la competencia y del


42

trabajo no tuvo el éxito esperado: por más que lucharon los burgueses por desaparecer

por completo las viejas diversiones, no pudieron lograrlo y lo que se produjo fue un

acoplamiento entre las nuevas y antiguas diversiones. En este sentido, el moralismo

católico siguió nutriendo la imaginación de las tradiciones populares de la Lima de

principios del XX. La burguesía liberal no tenía la suficiente capacidad para romper con

la aristocracia terrateniente que detentaba la mayor parte del poder político y social del

país. Asimismo, la naciente clase obrera no había podido desarrollar estructuras de

poder sustantivas que le permitiesen emprender un cambio global de la sociedad

peruana; además, las prácticas del grueso de las clases populares limeñas se encontraban

lo suficientemente envueltas todavía en la moral tradicional de la Iglesia católica como

para proponer una transformación radical del modo de vida en la ciudad.

Hacia los años 50, las luchas contra las “viejas” diversiones públicas de la

capital habían cesado. En su alianza con el imperialismo, el gamonalismo y las

fracciones burguesas más atrasadas, la burguesía industrial comprendió que de lo que se

trataba era de, gracias a los nuevos medios de comunicación y de transporte, producir

toda clase de bienes de consumo de modo tal que se consolidase más y con mayor

celeridad su intervención en el poder. De esta manera, se pasa de desdeñar la tradicional

cultura popular de Lima a promover una nueva “cultura de masas” en la que los

elementos de la tradición cultural y religiosa criolla estén incorporados. La música

criolla y el vals en particular se convertirán en expresiones de la cultura que la

burguesía industrial promueve en el Estado nacional que está construyendo sin mucha

rotundidad a mediados del siglo anterior.

Ahora bien, en “Desembólate, chontril”, la transgresión de la moral católica y de

la legalidad burguesa supone una forma de disfrute (la jarana) inscrita en las

coordenadas de la relación sostenida por el criollo con el “feligrés”, por una parte, y con
43

el “chontril”, por otra. Los “feligreses” son aquellos sujetos urbanos cuyas conductas

procuran respetar las normas de vida seguidas por la comunidad católica. En este

sentido, parecen ser individuos que no llegan a asimilar la nueva lógica individualista

impuesta por la dinámica social. Por su lado, el “chontril”, el cholo, es aquel nuevo

sujeto urbano popular proveniente del ámbito rural andino que no atina a insertarse

eficazmente en el orden moral y social de la Lima moderna. En su relación con ambos

sujetos, el criollo se presenta como el modelo de comportamiento más adecuado para la

nueva realidad urbana. Pero ¿cuán distante se encuentra realmente el criollo respecto de

la moral producida por la tradición católica y de qué modo se relaciona ello con su

relación con la sociedad burguesa?

La transgresión fundamental del criollo hacia la moral del “feligrés” reside en su

poco cultivo del espíritu manifestado en su proclividad a los placeres sexuales con las

mujeres y a la diversión de la fiesta criolla. Es decir, la transgresión reside en la

suspensión de los dictámenes morales cristianos en la forma en que el criollo se entrega

al goce. Sin embargo, el vals señala que dicha suspensión tiene un carácter temporal: “A

ajustarse el cinturón y a pulirse feligresas/que he venido a jaranear y esto no es todos los

meses”. La jarana se plantea como la situación en la que el criollo pone en escena su

transgresión de la moral tradicional. No obstante, la frecuencia con que se presenta esta

situación en la vida del sujeto criollo es bastante limitada (“no es todos los meses”). En

otras palabras, de ordinario, el sujeto criollo actúa bajo los preceptos morales del

cristianismo, es un hombre respetable y piadoso que se entrega a los ritos religiosos con

fervor, pero cuando asiste a la jarana sufre una transmutación: sin dejar de fingir ser un

hombre refinado y educado a su manera (debido a su “estilacho” y a su “ajuste de

cinturón”), se lanza al flirteo indiscriminado de aquellas mujeres que se supone

acomodan su actuación a lo prescrito por la religión católica (“a pulirse feligresas”).


44

Más allá de las coordenadas determinadas por la jarana, no parece existir mayor

cuestionamiento de las reglas de conducta impartidas por la religión.

El criollo es, pues, aquel sujeto urbano que, sin romper con la concepción

cristiana del mundo, sabe cómo, cuándo y dónde suspender tácticamente el gobierno de

los imperativos morales cristianos en la vida de los sujetos. En efecto, él declara ser “el

valse que nació promediando una jarana”, es decir, aquel fugaz producto estético

surgido de las trampas tendidas por la transgresión criolla. La jarana modelo es, en esta

línea, “de esas que comienzan firme y rematan en la cana”, vale decir, aquella que se

inicia en una casa “de familia” en el más estricto cumplimiento de las leyes y culmina

con un breve encierro en prisión de sus asistentes por vulnerar el orden público vigilado

por el Estado. Así, tanto las transgresiones de la moral de los “feligreses” durante la

jarana así como la transgresión de las reglas de la convivencia en la ciudad constituyen

elementos que proporcionan satisfacción libidinal al sujeto criollo. El ingreso a prisión

es parte de la diversión porque se tiene la confianza en que el vínculo con los “grandes

batidores” posibilitará la rápida salida. En otras palabras, el sujeto criollo se ríe tanto

frente a los dispositivos de represión burguesa así como frente al diseño moral católico,

pero no constituye una amenaza real para el orden social y moral vigente.

Por otra parte, el elemento clave en la economía libidinal del sujeto criollo es la

replana: “Alegaba un feligrés que no vuelve la replana,/es lo que él está pensando

mientras su gila me llama”. De acuerdo con el vals, la replana le imprime un atributo

erótico al criollo que lo vuelve deseable a los ojos de la “gila” del “feligrés” e

indeseable a la mirada de este. Gracias al empleo de la replana, el criollo aparece

revestido de carga sexual, mientras que por su ignorancia de la replana, el feligrés

aparece desexualizado. La replana es aquella irrupción permanente de lo

obsceno/popular en el orden simbólico del moralista. El criollo es aquel sujeto que, sin
45

buscar que la pareja del “feligrés” abandone el sistema de creencias del catolicismo, le

invita a poner en escena una falsa representación de libertad individual. Por más que la

“gila” crea que realmente se ha apartado del moralismo de su pareja, no ha hace sino

seguir bajo sus designios al mantener una relación sentimental que le sirve para

conservar las apariencias de “mujer de su casa”. Así, el criollo replanero significa para

la pareja del pío la asediante tentación del “pecado”, vale decir, la posibilidad –negada

por la ideología cristiana- de afirmarse como legítimo sujeto de deseo en su posición de

mujer. De esta suerte, la replana resulta siendo una marca de virilidad de la que el

criollo puede ufanarse en un contexto en el que se impone un aparato ideológico que

pretende reprimir la sexualidad de lo sujetos. El criollo sería así el único sujeto popular

que –en apariencia- habría podido sortear las estrategias de castración simbólica del

discurso religioso.

De otro lado, el sujeto criollo es representado en una unidad relacional con el

sujeto popular andino (el “chontril”). Para la visión criolla, en Lima, existen dos clases

de individuos en el mundo popular: los criollos y los cholos. La primera clase se define

por su juego transgresor con el estado social y moral de las cosas; el segundo, por su

torpeza para desenvolverse en un ambiente que le es ajeno. En este sentido, no se

representa al cholo como un individuo aislado del mundo criollo, sino, más bien, como

un sujeto que tiene el deseo de compartir espacios semejantes a los del criollo. Esto es,

entre andinos y criollos se ha tejido una red de interdependencias en la que predomina el

imperativo criollo de transgresión. En ningún momento de “Desembólate, chontril”, se

representa una resistencia andina frente a lo criollo; por el contrario, el cholo aparece

deseando participar del mismo tipo de disfrute que el limeño criollo, la jarana. D esta

suerte, se presenta como necesario el “acriollamiento” del andino, una necesidad


46

impuesta por la nueva dinámica social y económica de la Lima de mediados del siglo

XX.

La dinámica del “acriollamiento” es la de borrar toda huella de rebeldía del

sujeto respecto del dominio social y político de las clases que usufructúan el poder

político-militar del país. Este fenómeno convierte al sujeto popular (no solo al andino)

en un ser dócil y cómplice de la opresión de clase dirigida desde Lima. En este sentido,

el concepto de “acriollamiento” presupone una visión de la sociedad en la que no

existen mayores cambios ni transformaciones que el propio proceso de

“acriollamiento”; una vez llegado al término de este proceso, no hay mayor

movimiento. Cada individuo tendría asignada la posición que le corresponde en el orden

social. En esta visión, el individuo no deviene individuo por el proceso de desarrollo de

las relaciones sociales: ni el trabajo ni el conocimiento determinan la actividad humana.

El “acriollamiento”, en último término, se plantea como un fenómeno que no ha sido

producido por las propias relaciones sociales, sino que se supone ya dado en la

sociedad y al que deben atenerse todos los sectores populares de la capital peruana.

Aquellos elementos que definen los patrones de conducta que el criollo propone

como modelo al sujeto andino son el “estilacho” y la “replana”. Ambos son propuestos

como atributos de la subjetividad criolla que generan el goce femenino y de los que el

“chontril” está privado, pero a los cuales debe aspirar si desea afirmar su masculinidad.

Para jaranear, vale decir, para inscribirse en la forma específica de goce del criollo, el

cholo debe “manyar bien el estilacho”, esto es, debe colocarse la investidura del criollo

y actuar como él para obtener el reconocimiento de los otros. Asimismo, al criollo le

está prohibido cuestionar el consenso que sobre la replana existe en los espacios criollos

so pena de ser aislado de tales espacios, tanto por los hombres como por las mujeres.

Así pues, la lección que el criollo pretende dar al cholo (“desembólate, chontril”) es la
47

de asumir una ética basada, primero, en la negación de la subjetividad andina y, luego,

en la celebración del teatro de las transgresiones de la moral cristiana y de la legalidad

burguesa imperantes en la ciudad. En ningún caso, se plantea una unidad de intereses o

de sentimientos entre criollos y andinos que les permita afirmarse como sujetos de

clases dominadas.

En este sentido, el ideal de vida que se propone el criollo se sostiene en las

posibilidades de diversión que la jarana le puede otorgar. Todas las energías de la vida

cotidiana deberían estar orientadas a ponerse en movimiento, sobre todo, durante la

fiesta criolla:

Pero véngase mi china que aquí está su carretón,

venga un par de huaracasos y tremendo jaranón.

Para sentar el escabeche, dame más del que me dabas

y verás para bailar cómo se mueven las tabas.

Después del seco y volteao las vihuelas trinarán,

cada cual a su estofao a bailar a lo bacán.

Pero, compadre, ¿qué hace usted?,

la cerveza se le entibia y la gila se le va

y es que usted para en Bolivia.

A diferencia del criollo, el “cojudo”, el “chontril”, el que “para en Bolivia”, no es lo

suficientemente resuelto para disfrutar no solo de los placeres del licor y la comida

durante la jarana, sino también de la mujer (“mi china”, “la gila”). La escena es clara: el

sujeto masculino no puede entablar una relación sexual directa con el sujeto femenino

sino que necesita de ciertos elementos mediadores que le permitan construir una fantasía
48

inconsciente en la que la relación con la mujer es posible 6. Esta es la función que

cumplen el “par de huaracasos”, el “escabeche”, el “seco y volteao” y la “cerveza”.

Todos estos son objetos que, si son consumidos en cierto exceso, es posible la puesta en

escena de la diversión jaranera. En otras palabras, el acceso al goce se ve impedido

radicalmente si es que no están presentes estos elementos. Así, la “viveza” constituye el

corpus de tácticas para posibilitar dicho goce a través de tales elementos. Resulta muy

interesante notar que es la mujer aquella entidad que objetiva ese goce pero cuyo

disfrute directo es representado como imposible tanto para el limeño como para el

andino. Aquellos que aparentemente sí tendrían acceso a ese pleno disfrute directo del

que no pueden gozar los “criollazos” serían, pues, los individuos adscritos a la clase

dominante, con la cual no buscan enfrentarse sino, más bien, mantener un diálogo

cómplice, una negociación resignada.

***

Durante la “república aristocrática” (1895-1919), el criollo fue visto por la

burguesía como la antítesis del ideal de hombre que buscaba formar en la sociedad

peruana y limeña. Los criollos eran considerados unos holgazanes que solo pensaban en

“jaranearse” y en entregarse al placer del licor y los juegos de azar. El objetivo del

Estado oligárquico era, pues, el de cambiar las viejas diversiones limeñas por unas

nuevas que funcionasen como instrumentos ideológicos efectivos para construir el

individuo burgués. De este modo, el criollo es representado en el discurso “oficial”

como una rémora para emprender el camino del progreso del país (Muñoz 2001a: 42-

73).

Esta visión negativa del modo de vida de las clases populares de la Lima del 900

se plasma en la creación de una nueva reglamentación civil y penal que prohibía la

6
En la imaginación criolla, la mujer es representada como una puta, es decir, una mujer cuyo goce sexual
49

vagancia y los juegos de azar y en el esfuerzo de la burguesía por difundir diversiones

que contribuyesen a corregir la “inmoralidad de las costumbres”. Sin embargo, el deseo

de desterrar determinadas diversiones populares se enfrenta con intereses económicos

de aquellos que administran los negocios de entretenimiento y que transan con el Estado

la permanencia de sus negocios en la ciudad (Muñoz 2001a: 42-73).

Ahora bien, hacia la década de los 50, cuando la música criolla era producida

por una industria discográfica nacional, los valses jaraneros y replaneros rescataban el

estereotipo del criollo construido por la burguesía a principios del siglo XX. Así, hasta

cierto punto, las tres canciones arriba analizadas representan al criollo como lo opuesto

al ideal de individuo burgués: en “Callejón de un solo caño”, la imagen de una

población de los tugurios limeños cuya vida se reduce a las jaranas del callejón; en

“Carretas aquí es el tono”, un grupo de criollos en la Lima de los 50 movido por la

búsqueda del disfrute alcohólico sobre todo en espacios fuera del ámbito popular; en

“Desembólate, chontril”, la imagen de un criollo que, si bien es cierto se opone al

modelo del burgués, puede convivir entre estos y marginar a los sujetos andinos.

El nuevo individuo burgués debía ser una persona de “voluntad firme”,

calculadora, ahorradora, educada y amante del trabajo. En otras palabras, se buscaba

que los sujetos populares, sin abandonar su posición social y económica, adoptase una

conciencia de clase que lo mantuviera cerca de la burguesía. Los trabajadores deberían

creer, según esta perspectiva, que la naturaleza del trabajo en la sociedad burguesa está

libre de contradicciones, que el despliegue de las capacidades laborales depende de una

disposición moral antes que de una relación social. Desde este punto de vista, la

condición de miseria económica de las clases trabajadoras reposaría en su espíritu débil,

que no busca emular el estilo de vida burgués (Muñoz 2001a: 42-73).

se ha transformado en mercancía por cuya adquisición compiten todos los criollos


50

Frente a este modelo de sujeto, la figura del criollo “vivo” y jaranero” parece ser

su contraparte, una subjetividad que se aferra diversas formas de vida para resistir al

dominio capitalista. Así, el criollo aparecería ante la mirada de la burguesía como el

individuo que transgrede la moralidad y la legalidad impuestas por ella. Sin embargo, la

transgresión criolla del orden “justo” y “bueno” de la sociedad burguesa no altera en lo

absoluto las relaciones de poder y producción imperantes. Los criollos de los 50

reproducen la imagen que la burguesía desea ver en ellos. La sociedad oligárquica en el

Perú ha creado su propio modelo de transgresor, de manera tal que su imagen no pierda

hegemonía.

No desafiar el poder dominante sino simular que lo desafía es lo que sostiene el

vínculo criollo. No representarse como enemigo de la burguesía ni de la élite señorial

sino como su “compañero de aventuras”. Creer que la “viveza” puede ser la forma de

burlar la vigilancia de las leyes es la falsa estrategia de resistencia que mantiene unida la

comunidad criolla. De este modo, se logra crear una división imaginaria en el campo

popular entre criollos y andinos, y fortalece así la dominación de la clase burguesa. Esto

favorecerá el paulatino aislamiento de la propia música criolla a partir de la década de

los 50, a pesar del fuerte impulso dado por los medios masivos de comunicación. La

transgresión criolla de la ideología liberal se muestra, así, como una transgresión

constitutiva de los propios mecanismos burgueses de dominación. La “criollada” no

será un acto de insubordinación frente al poder político sino un resignado

acomodamiento frente a un orden social que se le ofrece como omnipotente.


51

CAPÍTULO 2

EL VALS DE AMOR O LAS CONTRADICCIONES DE LA MASCULINIDAD CRIOLLA.

En una entrevista concedida a VSD, viejo suplemento de espectáculos de La

República, Rómulo Varillas, la primera voz de Los Embajadores Criollos, confesaba

que en el “ring” del amor siempre se “dejaba noquear”: “Es que soy muy sensible.

Siempre me gana el corazón. Cada que me noqueaban salía una canción: “Mujer

interesada”, “Alicia”, “Elsa” […]” (1982:15). Esta metáfora del “ring” de box es muy

sugerente: un terreno de lucha calculada entre dos contendores, que se ofrece como un

espectáculo motivado por intereses económicos. Así, la relación entre hombre y mujer

estaría atravesada por esa misma lógica según la cual es necesario vencer al otro con el

objeto de obtener determinados beneficios. En este sentido, resulta importante detenerse

en la frase “dejarse noquear”. Producido por la caída súbita y definitiva del

contrincante, el knock out reporta al boxeador la máxima victoria. De este modo, cuando

Varillas representa a la mujer como la “noqueadora” está resaltando que la mujer es

aquel individuo calculador que busca siempre pulverizar a su “rival”, el hombre.

No obstante, es necesario notar el carácter de simulación que tiene el

“enfrentamiento” amoroso: no es la mujer quien “noquee” al hombre; es este el que se

“deja noquear”, debido a su “sensibilidad” y a que “siempre” le “gana el cariño”. Es así

que, para el criollo, el amor se convierte en fuente de su ventura y su desgracia. En la

fantasía criolla, la mujer es la dicha y la condena del sujeto masculino. El propio

Rómulo Varillas afirma que las “noqueadas” femeninas son el origen de sus valses de

amor. Es decir que en el acto masculino de fingirse víctima de la “perversidad” de las


52

mujeres podemos encontrar una clave para entender la forma cómo la dominación

masculina se reproduce en los productos simbólicos criollos.

El sufrimiento del criollo tiene algo de impostado, de teatral, no únicamente en

cuanto a su carácter de ficción, sino porque siempre es una representación para otros. En

la relación entre los sexos, hay siempre un tercero que funciona como un mediador

evanescente. Así, pues, simulacro de felicidad y desdicha, la mujer y la existencia del

otro constituyen las variables necesarias para explorar la subjetividad masculina

producida en el cancionero criollo. Para ello, he partido del análisis de cuatro valses

compuestos entre la década de los 50 y la de los 70: “Nuestro secreto” de Félix Pasache;

“Víbora” de Rómulo Varillas; “El rosario de mi madre” de Mario Cavagnaro; y “Yo la

quería, patita”, también de Cavagnaro.

1. “NUESTRO SECRETO”: DESEO, IDENTIDAD Y DOMINACIÓN MASCULINA

En la tradición cultural criolla, hay, de ordinario, un excesivo peso de la opinión

de los otros. El sujeto popular criollo vive más o menos pendiente del “qué dirán”, vale

decir, de la circulación pública de cierta información sobre la vida privada de los

próximos a espaldas de estos. En el caso de la representación de la relación amorosa, la

palabra proveniente del “chisme” aparece como un obstáculo que se debe saber sortear a

riesgo de convertir más vulnerable la precariedad de la relación. Dicho de otro modo, la

“fortaleza” de la relación de amor no se sostiene en la entrega sincera e incondicional al

otro sujeto ni en la construcción del respeto y la confianza entre los amantes sino, más

bien, sobre la atención y la cautela respecto de la palabra de terceros, lo que supone el

permanente asedio de la suspicacia en la relación de pareja. En este sentido, la

comunidad criolla puede ser, a un mismo tiempo, garante y amenaza del deseo y las
53

aspiraciones del sujeto. “Nuestro secreto”, vals de Félix Pasache que data de los años

70, evidencia las contradicciones de la comunidad criolla imaginada, en tanto constructo

que funciona como un amo en la economía psíquica del sujeto:

Este secreto que tienes conmigo

nadie lo sabrá,

este secreto quedará escondido

una eternidad.

Yo te aseguro nunca diré nada

de lo que pasó,

y no te preocupes que todo lo nuestro

queda entre tú y yo.

Nadie sabrá que tu pecho

juntito al mío ha latido,

que disfrutamos instantes

de fascinante dulzura.

Nunca diré que hubo noches

que te adoré con locura,

nadie sabrá que en tus brazos,

borracho de amor, me quedé dormido.

“Nuestro secreto” obedece a un conjunto de tensiones al interior de la propia

masculinidad criolla. Esta subjetividad está relacionada con una imagen de


54

indoblegabilidad de la cual se hace alarde ante las mujeres, pero también ante los otros

hombres. En la última canción analizada en el capítulo anterior, apreciamos a un sujeto

masculino que hacía gala de su capacidad sexual cuando señalaba que su costumbre era

la de “pulirse feligresas”. Esta representación de sujeto que goza de cierta omnipotencia

sexual respecto de la mujer no puede controlar, sin embargo, toda la articulación de los

deseos masculinos. Existe un resto que no puede ser atrapado por los discursos

ideológicos sobre la masculinidad. Ese “resto” atenta contra la apariencia que se

pretende dar de individuo activo, astuto e incluso agresivo.

La estrategia discursiva de este vals nos demuestra la falsedad de la imagen de

consistencia de la identidad masculina criolla. La representación de las contradicciones

identitarias se desarrolla de forma gradual en el vals escogido: las dos primeras estrofas

muestran a un hombre que aún se autorrepresenta como un hombre fuerte y con un

poder de sujeción sobre la mujer o con un poder sobre sí mismo.

El sujeto masculino afirma, ante todo, que el “secreto” de amor es un asunto de

la mujer respecto del hombre y no al revés (“este secreto que tienes conmigo/nadie lo

sabrá”). En cierto modo, el sujeto pretende tomar distancia de tal “secreto”. No

quedaría del todo claro si él lo siente o no de su incumbencia. En otros términos,

podríamos estar frente a un intento de banalización o relativización de un asunto que,

como veremos, toca el centro mismo de la subjetividad criolla. Sin embargo, pese a esta

adjudicación del “secreto” a la mujer, el sujeto masculino está empecinado en mantener

el carácter de “tesoro” de dicho secreto: “este secreto seguirá escondido/una

eternidad”. Cuando digo “tesoro”, lo digo en el sentido lacaniano del vocablo: “lo que

es ‘en nosotros más que nosotros mismos’, esa X elusiva, inalcanzable, que confiere a

todos nuestros actos un aura de magia, aunque no puede ser identificada como ninguna

de nuestras cualidades positivas.” (Zizek 2000: 132) El “tesoro oculto” del sujeto es, en
55

este sentido, un elemento constitutivo de su deseo, que este pone para sí como sagrado,

lejos de la esfera del deseo del Otro. El sujeto mantendrá escondido dicho objeto-tesoro

para que no ingrese en el campo de visión de ese Otro. De ser descubierto el “tesoro”, la

identidad simbólica del sujeto corre peligro de desintegrarse; frente a esta “amenaza”

será preferible que permanezca oculto.

Así, el secreto que el sujeto masculino criollo guarda como un tesoro es objeto

de cierta desesperación por parte suya: “yo te aseguro nunca diré nada/de lo que

pasó,/y no te preocupes que todo lo nuestro/queda entre tú y yo”. Si es que el tú y el yo,

vale decir, los dos sujetos comprometidos en el “secreto”, son los dos actores

principales de la situación, ¿quiénes son aquellos otros que podrían enterarse del asunto

fuera de ellos? Pues el círculo de pares del criollo, concretamente, otros sujetos

masculinos criollos, los “compadres”, los “patitas” o los “carretas”. Todas estas

denominaciones son sinónimas. La opinión pública que podría tener conocimiento de

dicho “secreto” la constituye un público muy específico. Es el Otro del mundo criollo el

que podría colocarse en una posición amenazante de revelar el secreto del sujeto, pero

es ese mismo Otro aquello que fascina al sujeto, puesto que en todo momento se siente

tentado a confiarle su secreto a aquel. En resumen, el Otro de la comunidad de criollos

produce temor y, a la vez, fascinación en el sujeto a la medida en que aquel parece

sostener algún tipo de relación con el objeto-secreto de este.

En lo que resta del vals, el peso de la comunidad intersubjetiva es cada vez

mayor en la economía libidinal del sujeto criollo, a tal punto que él mismo termina

haciendo explícito en que consistía el tan misterioso secreto que se negaba a mostrar:

Nadie sabrá que tu pecho

juntito al mío ha latido,

que disfrutamos instantes


56

de fascinante dulzura.

Nunca diré que hubo noches

que te adoré con locura,

nadie sabrá que en tus brazos,

borracho de amor, me quedé dormido.

La primera de estas secuencias revela la intensidad emocional del encuentro amoroso

entre el hombre y la mujer. Pero lo que le interesa al sujeto es remarcar el hecho de que

“nadie” (léase la comunidad criolla) se enterará que entre él y una mujer pudo darse una

experiencia amorosa y erótica tan plena: el acto de darse en amor a otro cuerpo y

encontrarse con otro para recibirlo también en amor.

La segunda secuencia citada es aún más enfática en esta línea: el sujeto recalca

que cederá en su deseo ante la tentación que le representa la comunidad imaginaria de

criollos. Allí se remarca que en el encuentro sexual con la mujer hubo una pasión

desmedida (“adorar con locura”), pero sobre todo que el hombre en los brazos de la

mujer abandonó su virilidad. La virilidad, en tanto discurso ideológico, implica un goce

sexual pronunciado y un control sobre la expresión de los sentimientos y emociones,

que se consideran o femeninos o pueriles. El “borracho”, por su parte, representa el

descontrol, la pérdida del manejo de ciertas facultades corporales y de la represión de

los afectos, el caminar a la deriva del propio deseo, su obnubilamiento. Adicionalmente,

la frase “[...] en tus brazos,/borracho de amor, me quedé dormido” agrega la figura del

sujeto masculino que se ofrece como objeto de amor de la mujer casi como un niño en

los brazos de su madre. Es decir, durante un breve instante de desvarío (la borrachera de

amor) el sujeto masculino, activo como se cree, pasa a ser objeto “pasivo”, amado por

una mujer. El hombre ha sido poseído (sexualmente) por una mujer y no al revés como
57

sería de esperar en la ideología criolla masculina. De eso, “los demás”, “la gente” (del

mundo criollo) no debe saber nada.

Ahora bien, ¿cuál es en realidad el secreto que tanto se deseaba mantener en

reserva? Indudablemente, el secreto no puede ser el apasionado encuentro sexual entre

el hombre y la mujer porque de ello el oyente del vals ya está enterado.

Paradójicamente, el sujeto resulta confesando, ante la propia comunidad imaginada de

criollos (la audiencia del vals) que él en un momento de aparente desvarío (“borracho de

amor”) hizo caso omiso de su máscara viril y se convirtió en objeto de deseo de su

propio objeto de deseo, la mujer.

Entonces, el “secreto” del sujeto criollo reside en que su alejamiento de la

ideología machista, esto es, su abandono momentáneo de virilidad con la mujer, no

constituye una ruptura con tal ideología sino, más bien, la condición de su propio

mantenimiento. Es decir, el machismo puede ser transgredido en el ámbito de la

intimidad, pero ello no supone que el vínculo ideológico sea disuelto. Por consiguiente,

“Nuestro secreto” no hace alusión al secreto compartido por el hombre y la mujer sino

al compartido por los propios hombres: el secreto de que el momento de

distanciamiento del discurso machista no constituye, en efecto, ningún peligro para su

funcionamiento. La dominación masculina requiere de las pequeñas desobediencias de

los sujetos que la efectivizan para que siga existiendo. En otras palabras, el machismo

necesita de sujetos que crean que, por momentos, han dejado de serlos.

2. “VÍBORA”: LA MUJER COMO ENCARNACIÓN ABSTRACTA DEL MAL

En la década de los 40, la representación de la “mujer mala” sufre un boom. Las

películas y canciones mexicanas ejercen una poderosa influencia sobre toda una
58

generación de hombres y mujeres en América Latina. Los tangos de arrabal acentúan la

imagen de una mujer que lleva la marca del mal y de un hombre que queda a merced de

sus designios. Por otro lado, por estos mismos años, Hollywood, por medio del llamado

film noir, se encarga de difundir la “imagen de la femme fatale, la mujer fatal, una suerte

de actualización de la Dama del amor cortés medieval signada por el mal.

Es así que el asedio de la “mujer mala” en la cultura de masas de mediados del

siglo XX incide también en el movimiento musical criollo. Sin embargo, esta

incorporación no es una simple réplica de la oleada mass-mediática latinoamericana.

Las especificidades que se dan en el vals limeño están vinculadas con el modo en que la

identidad masculina se ha constituido en las clases populares y medias en la Lima de

mediados del XX. Esto está relacionado a su vez con el desarrollo que va tomando la

dominación oligárquica en el Perú entre los años 40 y 70.

Una de estas representaciones de la maldad femenina que aún circula en nuestro

medio es la de “Víbora”, vals compuesto por Rómulo Varillas, el “llorón”, quien fue la

primera voz del trío Los Embajadores Criollos. Este fue uno de los conjuntos musicales

que más éxito tuvo desde fines de la década de los 40.

Yo sé que has de vivir

pensando en la maldad

que conmigo cometiste,

ese daño tan cruel

que me hiciste, mujer,

nunca lo perdonaré.

Me culpaste de algo

que nunca cometí,

ese remordimiento
59

no deja un momento

que vivas en paz.

Lamento haberte amado,

desprecio aquel cariño

y maldigo el momento

en que te conocí.

Víbora, ese nombre te han puesto

porque en el alma llevas

el veneno mortal.

Víbora, ese nombre te han puesto

porque en el alma llevas

el veneno mortal

de la calumnia y la maldad.

Maruja Barrig (1981) sostiene que la mujer ha sido imaginada en la tradición

occidental en dos planos contradictorios: por un lado, es la encarnación de la virtud (la

virgen María) y, por otro, la encarnación de la maldad (Eva). En “Víbora”, nos

encontramos frente al segundo caso: la mujer como portadora del mal humano. El título

de la canción es bastante elocuente en este sentido: “víbora”, que refiere directamente a

la tradición del Génesis, en el cual la mujer (Eva) es aquella que “cede en el pecado” al

aceptar la Tentación de acceder a los frutos del Árbol de la Vida y el Conocimiento -

árbol prohibido por Jehová- por intermedio de la serpiente, la que personificaba a

Lucifer. Esta tradición bíblica tiene un peso fundamental en el imaginario criollo por

tratarse de una cultura que siempre ha estado bajo los designios ideológicos de la Iglesia
60

católica en su versión más tradicional. Aunque a mediados del siglo XX los sujetos

populares criollos guardaban una distancia prudente de la doctrina católica, no obstante,

su deseo, su economía libidinal, estaba formada por una imaginación plenamente

constituida bajo los parámetros cristianos.

Sin embargo, ¿qué nos dice acerca del sujeto masculino esta imagen de mujer?

¿Qué posición asume este en el orden simbólico y social? ¿Cuál es la ubicación de la

mujer dentro de la fantasía masculina en tanto objeto del deseo de los hombres?

Yo sé que has de vivir

pensando en la maldad

que conmigo cometiste,

ese daño tan cruel

que me hiciste, mujer,

nunca lo perdonaré.

Me culpaste de algo

que nunca cometí,

ese remordimiento

no deja un momento

que vivas en paz.

En esta secuencia, me ha interesado colocar en cursivas aquellas palabras que hacen

referencia a la “crueldad” femenina. ¿En qué consiste tal “maldad”? Este vals no nos

proporciona mucha información al respecto. El enunciado “Me culpaste de algo/que

nunca cometí” es bastante vago. No se puede saber a qué se refiere con “algo”; lo único

de lo que se puede tener noticia es que el sujeto se desmiente: él nunca cometió aquello

de lo que se le culpó. Uno podría intuir que ese “algo” alude a alguna acusación de

infidelidad hacia el varón. Pero en ese caso, ¿por qué aquello tendría que convertirse en
61

un “daño tan cruel”? De otro lado, se podría hacer alusión a alguna experiencia de

infidelidad de parte de la mujer después de la cual ella acusaría al hombre de “algo”. Sin

embargo, la hipótesis de la “infidelidad” es, en cualquier caso, poco productiva. ¿Por

qué? Me interesa sostener que lo que inscribe el sujeto masculino criollo en este vals es

la representación de un mal abstracto, un mal como radicalmente opuesto a la virtud, un

mal como negación del bien.

Sin embargo, así como Eva fue castigada por haber ofrecido a Adán la manzana

del árbol prohibido, esta mujer-víbora del vals criollo recibe también un castigo: la

culpa. La mujer-víbora está signada, según el sujeto masculino, por un remordimiento

que la atormentará por el resto de sus días. El supuesto daño que la mujer cometió se

convertirá en la justa pena proporcionada por el destino a causa de la maldad que la

caracterizaría.

No obstante, el edípico tormento de la culpa como castigo frente al mal

cometido no es más que una proyección imaginaria del sujeto masculino para

proporcionarse una satisfacción narcisista. ¿Cuál es, pues, la reacción de este sujeto

frente a la “maldad” femenina? Pues la de mostrarse como una víctima inocente de los

caprichos de la mujer. La mujer, ser “humano” y “maldito” por excelencia, sería una

suerte de autómata que sin ninguna razón profiere una desmesurada crueldad al hombre,

tal cual se da en la estructura libidinal del amor cortés.

Según Zizek (1999), el hombre se presenta como el siervo que debe obedecer

hasta las más insensatas demandas de su Dama. La clásica imagen de la mujer como ser

sublime en el amor cortés no hace sino enmascarar la naturaleza de un ser indolente e

incapaz de escuchar a su propio amante. Sin embargo, la dinámica según la cual la

mujer se representa como amo severo tiene un componente teatral: el hombre finge que

el juego cortés escapa de su propio dominio, simula que él se encuentra bajo el designio
62

de los imperativos de la Dama cuando en realidad es él quien controla dicha puesta en

escena. Así, el hombre es el director del teatro cortés que pretende pasar como simple

objeto de uso de las órdenes de la Dama. Más aún, esta simulación, añade Zizek,

funciona como la condición de posibilidad de una relación “armónica” entre los sexos

en el amor cortés.

Definitivamente, algo de esto podemos corroborar en el vals “Víbora”. Sin

ninguna justificación, la mujer inventa “algo” que el hombre “nunca cometió”. Según el

vals, ello obedecería a la naturaleza maldita de la mujer: “Víbora, ese nombre te han

puesto/porque en el alma llevas/el veneno mortal/de la calumnia y la maldad”. Pero a

diferencia de la fría dama del amor cortés que lanza demandas sin sentido alguno, esta

mujer-víbora es un ser al que se le asume como creado exclusivamente para dañar al

hombre; no demanda nada, únicamente calumnia pues posee una “esencia” espiritual

intrínsecamente maligna. La identidad de esta mujer está sustentada en ser el objeto que

mueve el deseo masculino, por un lado, y, por otro, el sujeto que sistemáticamente

destruye al varón.

En el texto del Génesis, la mujer es nombrada “Eva” por Adán después de haber

recibido el castigo de Dios “el Señor”, a diferencia de Adán cuyo nombre provino de la

propia palabra de Dios. Es decir, el nombre de la mujer llega como parte del proceso de

la Caída del paraíso. En el vals “Víbora”, el hombre no nombra a la mujer; muy por el

contrario la mujer es llamada “Víbora” por el Otro de la opinión pública: “Víbora, ese

nombre te han puesto”. A diferencia de Adán, el hombre de este vals parece haber

perdido toda agencia en ese sentido: el no nombra a su “víbora”, ella es nombrada por

los otros. Es más, este nombre es solo una consecuencia de una realidad malévola que

preexiste al nombre “víbora”; es decir, este nombre le vendría a la mujer por añadidura

porque ella habría sido desde siempre aquello a lo cual el nombre hace alusión: el
63

significante no puede aprehender toda la sustancia que aprehende. En el Génesis, se

puede distinguir una Eva que era intrínsecamente inocente, que aparece como víctima

de la astucia de la serpiente para que tenga acceso al conocimiento del bien y del mal;

en “Víbora”, la mujer es representada como eternamente astuta, “pendeja”, podríamos

decir en términos criollos. Es decir, la mentira –arma fundamental de la “criollada”

masculina- aparece en la mujer solo en el terreno del amor y con el objeto de arremeter

contra el hombre.

Ahora bien, esta representación de la mujer como un ser que se vale de la

mentira y la calumnia para martirizar al hombre sirve solo para visibilizar mejor las

características del sujeto masculino.

Lamento haberte amado,

desprecio aquel cariño

y maldigo el momento

en que te conocí.

La cadena significante que he colocado en cursivas (lamento-desprecio-maldigo) nos

muestra a un sujeto masculino que reacciona, de una forma excesiva: el desprecio. Este

tipo de rechazo supone una cuota de frialdad, un distanciamiento respecto del objeto

despreciado: el sujeto que desprecia representa tal objeto en un estatus de vileza y

bajeza que no lo hacen digno ya de su atención. Entonces, lo que hemos tenido desde el

principio es a un sujeto masculino que ha intentado construirse por encima de la mujer,

un hombre con un yo “bueno”, “virtuoso”, “limpio”, “sin maldad”; sin embargo, este

énfasis en la supuesta pureza de sentimientos del varón lo único que arroja a la luz es la

ratificación del hombre en una posición de supremacía imaginaria respecto de la mujer,

en tanto que pretende controlar los significados asociados a la mujer. En otros

términos: el hombre muestra la careta de ser esclavo del objeto de su deseo (la mujer),
64

pero, el verdadero “amo”, el que se atribuye la potestad de abyectizar a la mujer, es el

hombre.

3. “EL ROSARIO DE MI MADRE” O LA MADRE COMO OBJETO DE AMOR

El tema del despecho es común a los valses criollos: un hombre que se siente

engañado, traicionado por su pareja, hacia la cual lanza todo su odio. Muchos valses

guardan un tono patético y, de ordinario, masoquista. Mario Cavagnaro, compositor del

que he analizado ya “Carretas, aquí es el tono” y “Desembólate, chontril”, compuso

también muchos valses en esta línea. El mercado musical no solo exigía los novedosos

“valses replaneros”, llenos de picardía jaranera, sino también los ya clásicos valses de

amor. Una vez más, la virtud de Cavagnaro fue la de explicitar el núcleo fantasmático

duro de la subjetividad del movimiento criollo, más allá del ampuloso lenguaje

modernista que abundaba en los valses hasta la década de los 40.

De otra parte, es necesario sostener que la figura materna representa una

presencia fundamental en el criollismo. En los artículos de costumbre de Felipe Pardo,

por ejemplo, podemos observar sujetos masculinos en quienes la madre ejerce un

dominio considerable. En el caso de Pardo, el objetivo era abogar por una virilidad más

firme entre los hombres de su época; es decir, reclamaba una dominación masculina

más efectiva. Sin embargo, la cultura popular criolla de mediados del siglo XX muestra

más bien una masculinidad que fracasa visiblemente en su intento de hacer semblante

de integridad. El sujeto criollo siempre se ve en el amor y enredado entre sus propios

deseos, condenado por el propio cauce de sus ilusiones (Vich 2003: 360). Uno de estos

puntos de resquebrajamiento de la identidad criolla es la configuración de la figura de la

madre como objeto de amor. “El rosario de mi madre”, vals de Cavagnaro, grabado
65

durante la década de los 60 por el dúo los Dávalos, es uno de esos valses que nos rinde

cuenta de la complejidad de esta problemática.

Aunque no creas tú, como que me oye Dios,

esta será la última cita de los dos.

Comprenderás que es por demás

que te empeñes en fingir

porque el dolor de un mal amor

no es como para morir.

Pero desecha ya mi más bella ilusión,

a nadie ya en el mundo daré mi corazón.

Devuélveme mi amor para matarlo,

devuélveme el cariño que te di,

tú no eres quien merece conservarlo,

tú ya no vales nada para mí.

Devuélveme el rosario de mi madre

y quédate con todo lo demás,

lo tuyo te lo envío cualquier tarde,

no quiero que me veas nunca más.

Desde la óptica de este vals, las contradicciones surgidas en una relación

sentimental entre hombre y mujer no son producto del desarrollo interno de la relación

sino más bien arbitrariedades creadas por la mujer para justificar su existencia como

individuo. La relación de pareja es concebida como una relación armónica cuyo final

está determinado por la irrupción de la “maldad” femenina. Durante el tiempo de vida


66

de tal relación, la subjetividad masculina no sufriría mayores cambios: el hombre sería

siempre generoso, desprendido, bueno. En cambio, la mujer adoptaría al inicio de la

relación un comportamiento que tras un tiempo se tornaría en lo opuesto: de actuar

como una persona bella y entregada al amor pasaría a comportarse como lo que

realmente habría sido, un ser miserable y ruin que solo existe para usar al hombre

según su conveniencia.

Así pues, la relación con la mujer le serviría al hombre para “comprobar” la idea

que tiene de la subjetividad femenina. En este sentido, el amor hacia ella es rechazado

porque el sujeto criollo siente que cedió a la “apariencia”, el “engaño”, el “fingimiento”

de la mujer; el hombre no se mantuvo en la sustancia “pura” de su ser: Por este motivo,

el varón se siente en la obligación de ser quien dé término a la relación amorosa:

“Aunque no creas tú, como que me oye Dios,/esta será la última cita de los dos.”

El sujeto criollo desea cortar su relación con la mujer porque esta relación

representa un oprobio para él, un oprobio que proviene del sentimiento de impotencia

padecido frente a una falta cometida por la mujer: la mujer no puede conservar algo en

el sujeto que es más que el sujeto mismo. La imposibilidad de que la mujer guarde en su

seno esa valiosa “esencia” del hombre le lleva a este al reproche:

Comprenderás que es por demás

que te empeñes en fingir

porque el dolor de un mal amor

no es como para morir.

Pero desecha ya mi más bella ilusión,

a nadie ya en el mundo daré mi corazón.

La mujer es una fingidora o, como diría otro famoso vals, es “interesada”. Ella

simula su amor, y el hombre se siente en la obligación de desenmascararla y hacerle


67

consciente de su mascarada. Para la fantasía masculina, la mujer fingiría el dolor que

representa la ruptura amorosa (“el dolor de un gran amor/no es como para morir”). Sin

duda alguna, hay una minimización del estado del dolor: el dolor, el excesivo displacer,

sería un simulacro femenino lleno de falsedad, al que es preciso restarle importancia,

pues “no es como para morir”. La lección que pretende dar el sujeto criollo a la mujer es

la de que él, pese a sufrir el mismo “dolor de un gran amor”, no ve peligrar los

cimientos de su subjetividad.

Para que la subjetividad masculina no peligre, la mujer debe desechar la “más

bella ilusión” del hombre. Este habría dado de sí algo absolutamente esencial que no

posee la mujer: el “corazón”. El significante “corazón” es un significante clave en la

tradición musical criolla. En valses como “Yo perdí el corazón” de José Escajadillo, el

sujeto criollo está atravesado por una culpa que lo martiriza a causa de haber entregado

a la mujer aquello que constituye lo sublime de su ser. Ahora bien, lo que “El rosario de

mi madre” pone en escena es que el significante “corazón” simboliza para el sujeto un

objeto absolutamente sagrado cuyo acceso está velado a cualquier individuo; aquella

mujer que tenga la suerte de acceder a él tendrá que cuidarlo más que a su propia vida.

Así, pues, el “corazón” resulta siendo el objeto más delicado que existe, la objetivación

de la más absoluta fragilidad. Por esta razón, el sujeto masculino jura que después de

esta relación amorosa “no dará ya su corazón”, ya que este está demasiado maltratado y,

de seguir así, se vendría abajo la existencia misma del sujeto. Podría decirse que el

“corazón” criollo es de una naturaleza tan precaria que, en verdad, ninguna mujer podría

hacerse “merecedora” de acceder a él.

Devuélveme mi amor para matarlo,

devuélveme el cariño que te di,

tú no eres quien merece conservarlo,


68

tú ya no vales nada para mí.

Este fragmento escenifica el momento en el que el sujeto ofrece su amor mismo, su

entrega, como objeto de odio. Antes que la mujer termine destruyendo el

“corazón”/”amor” del sujeto masculino, este se autorrepresenta como un sujeto lo

suficientemente poderoso como para destruirlo. Esta acción no es más que una

demostración de la simulación de una omnipotencia masculina que se erige como

respuesta defensiva ante la emergencia de la falta constitutiva de su subjetividad.

El “amor” puede ser matado; el “cariño que te di”, también. Estos son objetos

que pueden y deben ser devueltos al sujeto para que él mismo satisfaga su ilusión de

omnipotencia. Pero de entre todo lo devuelto, existe un objeto que, si bien es cierto es

demandado desesperadamente, no es destruido ni se lo pretende siquiera. Dicho objeto

es el rosario de la madre del sujeto. Ello implica que, en realidad, no era el “corazón” o

el “amor” aquello que significaba la esencia misma del sujeto; había algo más, una

materia realmente indestructible para el sujeto: la madre.

Devuélveme el rosario de mi madre

y quédate con todo lo demás,

lo tuyo te lo envío cualquier tarde,

no quiero que me veas nunca más.

El rosario implica la restauración del vínculo primordial con la madre como objeto de

amor. “Víbora”, el vals analizado antes, mostraba la vigencia del imaginario cristiano en

la fantasía criolla. En este vals el rosario cumple la función de encarnar una manera

específica de construcción de la identidad femenina. En la tradición católica, son

básicamente las mujeres las que llevan la costumbre de rezar el rosario como medio de

consolidación de la comunidad a partir de la imagen de la virgen María. Esta encarna la

figura de la pureza, el restablecimiento de la mujer después de la Caída del paraíso a


69

causa de Eva. La madre de Cristo habría venido a redimir la imagen de la mujer para

borrar ese núcleo pecaminoso intrínseco a su naturaleza. El culto mariano se remonta a

la alta edad media y con él nace una elevación de la virginidad como objeto prohibido y

sagrado. Para la tradición criolla, la virgen María implica el establecimiento de un

modelo de feminidad como modelo normativo, un modelo en el que la mujer (la madre)

queda sujeta al espacio del bien soberano. Pero, a su vez, la virgen nunca es entendida

por sí misma; representa un vínculo entre el sujeto, Dios Padre y Dios Hijo. Por eso, su

carácter de excelsa virtud: su posición de intermediaria con aquellos que otorgarán la

salvación al sujeto. El rosario es, así, un medio material simbólico que confiere a la

comunidad católica la posibilidad de renovación de un compromiso vinculante con la

atemorizante figura paterna de la divinidad.

¿Por qué el sujeto masculino habría tenido que entregarle a la mujer el rosario de

su madre? ¿Qué necesidad se esconde tras ello para que después ese sea el único objeto

que exige se le sea devuelto? En este vals, el rosario sirve como mediador para hacer

posible la relación entre el hombre y la mujer. El rosario sería ese “pedazo” de la madre

que el sujeto criollo habría entregado a la mujer para que sea posible su relación con

ella. Ese “pedacito” de la madre que es el rosario representa una parte del Bien del que

siente provenir el criollo, una imagen que apacigua la otredad absoluta que significa la

madre en la economía libidinal del sujeto. El rosario implica la beatitud de la madre, la

gracia divina que es transmitida en virtud al sostén del culto a la virgen María tal cual lo

he referido en el párrafo anterior. Más aún, el rosario, en tanto imagen, es más

significativo pues, por su forma de collar relacionado a la maternidad (virgen María),

puede asemejarse al cordón umbilical, ese medio que conecta al niño antes de nacer con

la madre y que lo hace Uno con ella. Es decir que el “rosario de la madre” vendría a

restablecer la imagen de una unicidad perdida con la madre, unidad que se perdería al
70

ingresar al mundo social. Tal unidad solo existe a un nivel imaginario, para

proporcionarle al sujeto una aparente tranquilidad frente al horror que pueda representar

para él la propia existencia. En resumen, este objeto permitiría hacer más tolerable lo

insoportable de una determinada realidad, aquello que en la teoría psicoanalítica

lacaniana se ha dado en llamar “lo real”.

Entonces, ya que el sujeto masculino ha fracasado en su intento de sostener una

relación con una mujer, en vista de la imagen de ésta como una simuladora, el “rosario”

emerge como garantía para dicha relación. El sujeto masculino le proporcionó a su

pareja el “rosario de su madre” para que pueda servirle como una suerte de antídoto del

“veneno mortal” del horror que representa la mujer. Luego, como la garantía de la

posibilidad de la relación amorosa (el rosario) no funcionó, el sujeto le exige a la mujer

dicho objeto. Lo cual quiere decir que ya no fue su “corazón” o su “amor”

necesariamente aquello que el sujeto masculino entregó a la mujer, sino -antes bien- fue

esa porción de la “suprema” bondad materna contenida en el rosario y que se plantea

como la esencia misma del sujeto en este vals. El hombre no desea ser visto nunca más

por la mujer porque ahora que le sea devuelto el “rosario de la madre” ya tendrá otra

vez la imagen de ese ser que sí “supo conservar” el amor del sujeto. El rosario de la

madre llenaría el vacío producido por la destrucción del “corazón”, se tornaría, pues, en

el centro de la ontología criolla.

Lo paradójico de este vals se encuentra en el hecho de que, pese a que el sujeto

criollo cree que la única que podría “conservar” verdaderamente su”amor”/”corazón” es

su madre, de todos modos se lo entrega a la pareja, casi solo para ratificar la imagen de

“víbora” que tiene de la mujer. Si en la tradición cristiana occidental la mujer-pareja

(Eva) es representada como la responsable del “pecado original” de la especie humana y

la mujer-madre (María) aparece como el elemento que redime a la mujer de tal


71

“pecado”; en “El rosario de mi madre”, por el contrario, se produce una inversión de

dicha secuencia: la mujer-pareja no será más que una versión distorsionada, una réplica

distante y degradada del amor materno. La madre es representada como un objeto de

amor preexistente a la relación de pareja que, al producirse el fracaso del criollo en tal

relación, se actualiza en su omnipotencia sobre el deseo masculino. Así, el hombre, que

aparecía representado como un amo frente a la mujer en el vals “Víbora”, se nos

presenta ahora como un individuo heterónomo, sometido a la marca de la presencia

fantasmática materna. Cada fracaso en las relaciones amorosas con mujeres significará

para el criollo, pues, la confirmación de que es todavía un ser humano dominado por la

arbitrariedad del Otro (madre) y no uno capaz de enfrentarse con resolución a las

determinaciones de la realidad y asumir con responsabilidad las consecuencias de sus

actos y decisiones.

4. “YO LA QUERÍA, PATITA”: SUJETO CRIOLLO, MUJER Y BURGUESÍA

Es usual encontrar en el sentido común el dictum que afirma que “Los hombres

no lloran”. Los varones tienen que hacer alarde de una naturaleza fuerte, vigorosa y

valiente. El llanto está reservado para las mujeres. Sin embargo, siempre existen

espacios en los que el llanto masculino se vuelve lícito. En el cancionero popular

latinoamericano (y el vals peruano no es la excepción) ese espacio en el que se les está

permitido llorar a los hombres es la cantina. En la cantina, el hombre puede encontrar a

otros como él que, gracias a los efectos del alcohol, se sienten con la suficiente

confianza para compartir sus frustraciones, sus fracasos, y, por consiguiente, llorar. Pero

esta es tan solo una licencia que el hombre se toma por un lapso determinado de tiempo.

Luego de ello, todo regresa a la normalidad.


72

La cantina es un espacio muy distinto al de la peña. Una peña era un ambiente

destinado a promocionar la música criolla que surgió en los años 60. Era una suerte de

restaurante en el que se presentaban músicos, se servía comida y licor, y también se

bailaba. El objetivo de la peña era el de recrear el ambiente de las jaranas criollas de

principios de siglo XX en un contexto en el que la música criolla circulaba ya no de

casa en casa, sino a través, de los discos, la radio y la televisión. En las peñas había

hombres y mujeres, y el personaje principal -podría decirse- era la música.

La cantina, en cambio, es un ambiente cuyo protagonista es el alcohol. Grupos

pequeños de hombres agolpados en una mesa en torno a unas botellas de licor cantaban

valses y boleros y compartían sus penas al tiempo que intensificaban la ebriedad. Hay

algo de espectacularidad y performance en la cantina: los hombres beben alcohol

buscando desinhibirse y levantar su propia censura. Producto de ello es la “borrachera”

que implica la pérdida del dominio sobre las propias facultades racionales. Es al

“borracho” a quien la ideología machista le otorga el permiso de llorar, pero sin perder

la “hombría”. Y de ordinario, la única “responsable” de las “trancas cantineras” es una

mujer. “Yo la quería, patita”, vals de Mario Cavagnaro, hecho famoso por el cantante

Jorge Pérez, rinde cuenta de estos avatares de la masculinidad criolla en la primera

mitad de la década de los 50.

No se haga de rogar, carreta, y sírvase otro trago,

que aquí entre copa y copa le quiero hacer saber

por qué es que estoy tan triste, tan solo y amargado

y hasta la remaceta hoy me quiero poner.

No se haga de rogar, patita, y párese otro pomo,

no crea usted, compadre, que ya me licorié


73

si estoy con los crisoles rojimios y de llanto,

por qué llora un carreta por culpa de una mujer.

Yo la quería, patita,

era la gila más buena moza del callejón,

y usted, compadre, que me conoce yo soy derecho,

ella no supo corresponder a mi corazón.

Hoy me pasaron el dato

que el blanquiñoso que la tenía la abandonó

y dicen que está la negra

sufrida para el castigo,

que ella está de cualquier cosa

y su hijito de mendigo,

por eso he llorau, carreta, de pica, de rabia y pena,

y aunque digan que no es buena

yo la quiero aún, patita.

El lugar de enunciación del vals es la cantina. El “carreta”, el “patita”, a quien se

dirige el sujeto criollo es el “cantinero”, así que la única vinculación entre este y aquel

es la de una transacción económica a través del licor. En consecuencia, la relación entre

ambos es de empleado a cliente. Sin embargo, esta relación puramente comercial cobra

matices peculiares debido al estado de excesiva embriaguez (“borrachera”) del cliente.

Así, si el sujeto utiliza los significantes “carreta” y “patita” es para crear un vínculo

afectivo entre él y su receptor (el cantinero) allí donde no existía. La estrategia de

comprometer al cantinero con la confesión de la desafortunada experiencia amorosa del


74

“borracho” sirve para garantizar que el cantinero siga escuchándole y sirviéndole licor y

así continuar la “tranca asesina” con la que el sujeto masculino se autoinflinge

sufrimiento.

En el capítulo anterior, observábamos cómo el criollo hacía uso de su “viveza”

para asegurarse el consumo de las bebidas alcohólicas sin recurrir a la operación de

compra. Tuviese o no problemas con los demás por faltar a la norma social, el criollo

siempre se sentía victorioso en tales circunstancias. Ahora, en cambio, derrotado,

suplica al cantinero que siga proporcionándole licor. “No se haga de rogar” es la

expresión de ruego de la que se vale el criollo para prolongar su consumo de alcohol a

pesar de la negativa del vendedor. El efecto buscado por el criollo es, entonces, obtener

la compasión del cantinero con el objetivo de eliminar el último obstáculo que impida

se concrete el deseo de dañar su cuerpo. En otras palabras, de lo que se trata es de borrar

aquel elemento que restrinja la puesta en escena del goce criollo de autoinflingirse

dolor.

En este sentido, la figura del cantinero está desprovista de todo contenido

personal, ya que simplemente es una forma humana que le sirve al sujeto para

narrativizar los antagonismos de su subjetividad. El criollo sabe bien que, mientras

permanezca en la cantina, el cantinero será siempre el vendedor de licor, no su amigo.

Por consiguiente, la relación social de mercado será aquello que el criollo, en su afán de

cubrirla, termina reproduciendo: la representación de su “pena” requiere, para

concretarse, del enmascaramiento de los mecanismos mercantiles.

No se haga de rogar, patita, y párese otro pomo,

no crea usted, compadre, que ya me licorié

si estoy con los crisoles rojimios y de llanto,

por qué llora un carreta por culpa de una mujer.


75

Excesivamente ebrio así como está, el criollo exige al cantinero (“patita”) más licor.

¿Cuál es el mecanismo que está actuando detrás? Fuller (2001: 27-29) señala que en el

Perú la identidad masculina pasa por la demostración de la virilidad, vale decir, una

cualidad aparentemente dada por la naturaleza según la cual las características del

hombre se resumen en una sexualidad activa, fortaleza física y valentía. En el pasaje

citado, el sujeto tiene que hacer demostración -ante el otro sujeto de su mismo sexo- de

su resistencia para el alcohol: “no crea usted, compadre, que ya me licorié”.

Como no puede demostrar que fue un conquistador sexual (pues por algo está en

la cantina), para remarcar que no tuvo éxito en esta faena, le queda solamente demostrar

que sí puede ofrecer una omnipotencia para disfrutar de la bebida alcohólica.

Portocarrero (2001a y 2003) ha insistido en que en la cultura criolla existe un marcado

“priapismo”, es decir, una tendencia en que la fantasía de omnipotencia en tanto goce

fálico perpetuo se remarca a cada paso. Sin duda, podríamos afirmar en este fragmento

de “Yo la quería, patita” una actitud “priapística” de parte del sujeto enunciante: el

criollo no puede demostrar que es potente sexualmente, tiene que cubrir esa falta y

seguir manteniendo la apariencia aunque sea sacrificando su propio cuerpo. Sea como

fuere, el criollo tratará -a toda costa- de conservar la fantasía priapística para tapar sus

faltas y carencias ante el otro.

Sin embargo, ese semblante se difumina al ver al sujeto criollo como un sujeto

débil –como cualquier otro-, con los ojos rojos y llorosos (“con los crisoles rojimios y

de llanto”). La contradicción radica en cómo un hombre que se quiere autoconstruir

como omnipotente resulta ser batido tan fácilmente por un ser tan débil, como lo es la

mujer dentro de la ideología criolla: “por qué llora un carreta por culpa de una mujer”.

En apariencia, el único ser capaz de derribar la fortaleza y vigor masculinos es la mujer.

Y aquí se repite la imagen –ideológica- de la mujer como responsable de las desgracias


76

masculinas: si no fuese por ella, el sujeto masculino sería un sujeto armónico, sin

fisuras. Es aquella la que impediría la completud subjetiva masculina:

Yo la quería, patita,

era la gila más buena moza del callejón,

y usted, compadre, que me conoce yo soy derecho,

ella no supo corresponder a mi corazón.

Para remarcar el hecho de que dicha experiencia amorosa no debe ser confundida con

una aventura sexual más, el sujeto criollo afirma que amaba a aquella mujer, vale decir,

que aquello que se busca representar ante el otro es la sinceridad de los sentimientos del

sujeto masculino en contraposición –está claro- a la falsedad de los de la mujer. Este

antagonismo entre la máscara de la sinceridad sentimental masculina y la imagen de

conquistador sexual debe tomarse como un antagonismo constitutivo de la subjetividad

masculina criolla. En ambos lados, es la mujer la que falta, la que nunca se puede tener.

En este sentido, la visión de haber poseído a la mujer más bella del callejón es tan solo

una compensación imaginaria frente a la inalcanzabilidad de la mujer en tanto objeto de

deseo. La satisfacción libidinal del sujeto masculino se expresa en su posesión de eso

que todos los hombres desean, pero que pocos pueden tener: la Mujer. El sujeto criollo

pudo tener para sí el objeto en el que se encierra todo el deseo del otro. Y lo que ahora

le perturba es que ese objeto-causa del deseo de los otros (la Mujer) no se haya fijado a

su subjetividad: “y usted, compadre, que me conoce yo soy derecho/ella no supo

corresponder a mi corazón”. La mujer, pues, no supo corresponder al nuevo estatus que

el hombre obtuviera al poseerla, el estatus de poseedor del goce del Otro, ese placer

desconocido que está vedado para todos y que se muestra como un imposible, un

misterio. Aún así, el sujeto masculino sí accedió a tal goce (al menos en el nivel de las

representaciones imaginarias).
77

Hoy me pasaron el dato

que el blanquiñoso que la tenía la abandonó

y dicen que está la negra

sufrida para el castigo,

que ella está de cualquier cosa

y su hijito de mendigo,

por eso he llorau, carreta, de pica, de rabia y pena,

y aunque digan que no es buena

yo la quiero aún, patita.

Puede afirmarse que en ninguno de los valses de amor anteriormente analizados,

aparece con tanta fuerza la contradicción de clases, en tanto constitutiva de la

subjetividad (masculina) criolla: el sujeto criollo no puede tener acceso al objeto de

goce del otro (la mujer) porque hay otro –que ya no es su par sino más bien su rival

absoluto- que le ha hurtado la posibilidad de ese goce. Y ¿quién es ese otro? Pues el

“blanquiñoso”, es decir, un individuo cuya extracción racial y económica están adscritas

a la burguesía como nueva clase en el poder. Esta pertenencia a la clase burguesa está

marcada por el factor racial: el burgués es blanco, y el criollo popular, mestizo o negro

(pero no “cholo”). El sujeto popular, por “macho” que crea ser, no puede competir con

el burgués en el terreno de la virilidad porque aquel no goza del plus (de goce) que

acarrea el poder económico y social.

Ahora bien, este fragmento detalla aquello que ha desencadenado la

“borrachera” del criollo en la cantina: la información de que el burgués (el

“blanquiñoso”) que llegó a “poseer” a la mujer del criollo hoy la ha abandonado y ella

se encuentra gozando de su libertad sexual mientras su hijo mendiga por las calles. La

transmisión de esta información tiene el inmediato efecto en el criollo de provocar


78

“pica”, “rabia” y “pena”, estados emocionales que desencadenan ese llanto masculino –

reprimido- que solo puede expresarse muy ebrio en la cantina.

Existe una diferencia notable entre la actitud del “blanquiñoso” burgués y la del

criollo: el primero abandonó a la “negra”, a “la gila más buena moza del callejón”,

mientras que el segundo fue abandonado por ella. Es decir, al burgués no le interesó

más que instrumentalizar a la mujer: gozó sexualmente con ella, pero, en cuanto ello

conllevó a la concepción de un hijo, la abandonó. En este punto, es clave el comentario

que el “Carreta” Jorge Pérez introduce en su clásica interpretación de este vals: “Yo la

quería, patita, pero vino el blanquiñoso y se la llevó en Cadillac”. De lo que se trata,

entonces, es de una subrepticia lucha de clases a nivel sexual. El burgués, por ser

burgués (con las connotaciones racistas que ello comporta), sí materializa su fantasía de

omnipotencia, puesto que posee y ostenta las mercancías (el “Cadillac”, por ejemplo)

que, desde su punto de vista, despiertan el interés de la mujer de clase popular por

cambiar su posición dentro de la estructura social. En cambio, el hombre de clase

popular no tiene nada que pueda satisfacer las aspiraciones arribistas de esta “mujer

interesada”; tiene tan solo “alma, corazón y vida”.

Entonces, el esquema de las relaciones representadas en el vals es el siguiente:

• el sujeto popular masculino desea poseer a aquella mujer a la que considera la

más atractiva dentro de su espacio social, pues tal posesión le otorgaría una

prerrogativa de poder frente a sus pares;

• sin embargo, dicha mujer ha dirigido sus intereses hacia el objetivo de moverse

a un espacio social “superior” por medio de la relación con un hombre adscrito a

las clases dominantes;


79

• no obstante, el burgués buscó a la mujer de clase popular no con el fin de

entablar un compromiso de pareja sino con el de reafirmarse en su posición

social por medio de una demostración de su poder;

• por ello, cuando el criollo comprueba que la mujer que le había sido arrebatada

por el burgués ha sido ya utilizada y abandonada por este, siente que ha sido

despojado de su más preciado símbolo de poder, esto es, la posesión absoluta de

la mujer.

La “pica” alude aquí al sentimiento de desazón del criollo frente a la imponente

figura del burgués. Dicha situación, sin embargo, es vista como deseable. No es que al

criollo le dé rabia la canallada del burgués. La “pica” implica un cierto nivel de envidia.

El “picón” es aquél que no se ha quedado satisfecho con aquello por lo cual se ha visto

obligado a elegir: él hubiera querido x pero hubo otro que la tomó y él quedó con la

insatisfacción y con el deseo de arrebatarle en cualquier momento al otro aquello que

considera se le debió dar. En resumidas cuentas, el sujeto de la “pica” es un sujeto

obsesionado por el deseo del otro. Si el criollo siente “pica” de su otro (el burgués

“blanquiñoso”), es porque desea gozar de aquello que él goza y quizá también de la

misma forma, de modo que el goce de ese “indeseable” burgués de la fantasía criolla es

en verdad el objeto de deseo del sujeto criollo. Y quien ocupa esa posición en esta

estructura fantasmática es, desde luego, la mujer.

De esta manera éste resulta ser el motor de la “rabia” por la cual llora el sujeto

criollo. Rabia porque se genera un estado de inercia que lo relega a la impotencia más

radical, un círculo vicioso que termina en la degradación moral y física del sujeto. Esta

“rabia”, además, está acompañada de “pena”, no únicamente respecto de lo que sería la

actual situación de la mujer (vida “libertina” y con un hijo de mendigo) sino –sobre

todo- respecto de su propia situación de imposibilidad de acción frente al otro, a la cual


80

no puede más que resignarse. No se puede negar, pues, que hay una suerte de

“sentimiento trágico de la vida”: el hombre plegado a una miseria moral a la que le

arrastró una mujer de la que “dicen que no es buena” y que se ve ahora “sufrida para el

castigo” por haber rechazado a un “carreta derecho” que sí la quería. Desde luego, que

quien sale victorioso en esta narrativa fantasmática es el burgués. Por tanto, podemos

concluir que en el criollismo (al menos a partir del examen de esta canción) se

representa a un sujeto burgués todopoderoso en todos los sentidos posibles y a un sujeto

popular exento de energías siquiera para sostener una lucha social. No es posible, de

este modo, trascender del mero ámbito privado y dar el salto a una transformación

política más amplia.

***

A mediados del siglo XX, la cantante criolla Esther Granados acuñó la frase “Yo

solita me jaraneo”. Posteriormente muchas otras cantantes, como Lucila Campos, que se

han concentrado en la interpretación de valses jaraneros han repetido la misma frase. Lo

que me interesa resaltar de este estribillo es el hecho de que en el criollismo el goce

femenino puede darse con independencia de los otros, sin necesidad de un soporte

explícito con el vínculo social. En cambio, el goce masculino, sea del tipo que fuera,

siempre requiere del apoyo en el otro. Es el grupo de pares criollos el que tiene que estar

presente para que el criollo pueda descargar sus penas.

A través del otro, el criollo puede vehiculizar ese paradójico disfrute causado por

el consumo excesivo de alcohol. Como lo muestra “Yo la quería, patita”, “ponerse hasta

la remaceta” significa el acceso a un tipo de goce específico producido pese a la acción

de un determinado displacer en el sujeto. Este goce, entendido como un plus respecto

del dolor, se posibilita gracias a la presencia del otro. Solo en este contexto puede
81

emerger la dimensión emocional del sujeto masculino. La masculinidad criolla está

constituida, así, a partir de un excedente de goce asegurado o imposibilitado por el Otro.

Sin embargo, el acercamiento criollo al otro es un acercamiento narciso: el otro

solo me importa en cuanto pueda ser un canal de satisfacción de ciertas necesidades

personales. Con ello, el criollo no se opone realmente al modelo de individuo

propugnado por el capitalismo, sino que, más bien, resulta ser un efecto ideológico de

este. En el conocido vals “Propiedad privada”, por ejemplo, se señala: “porque siendo tu

dueño, no me importa más nada que verte solo mía, mi propiedad privada.”. Al sujeto

criollo le interesa tener los “privilegios” de los hombres de las clases propietarias,

“gozar” del poder de sojuzgamiento sobre otros individuos como medios de producción

y, entre ellos, la mujer. La actitud criolla es homóloga a la del capitalista, que, mediante

la explotación del trabajo, se apropia del plusproducto generado por este. Así, lo que el

criollo expresa a la mujer no es amor -esa entrega gratuita a otro ser humano- sino antes

bien la frustración de no poder apoderarse de su cuerpo y emociones tal como lo hacen

individuos de gran poder económico.

Por eso, podemos afirmar sin vacilación que en los valses de amor el gran

ausente es, paradójicamente, el propio amor. Los valses de “amor” son canciones

producidas por el sujeto criollo para plasmar la amable imagen que ha construido de sí

mismo: finge ser la víctima de una presunta maldad femenina pero no es más que un

manipulador de las representaciones simbólicas que fracasa en sus reiterados esfuerzos

por hacer real su sueño de ser un día más omnipresente en el deseo femenino que

cualquier pequeño burgués.


82

CAPÍTULO 3

LA NOSTALGIA LIMEÑISTA O LAS VISCISITUDES DE LA RESISTENCIA CRIOLLA

¿Por qué será que todavía existen


infelices que nos hablan de una Lima
señorial, antigua, colonial y bella?
¿Por qué quedan todavía desgraciados
que anhelan sin cesar la ciudad de los Reyes,
las tapadas, los balcones, la alameda,
si de eso sólo queda un basural de hambre,
de miseria y de mentira?
Ciudad de los Reyes
de la explotación y el hambre,
tres veces coronada por la sumisión,
ciudad triste, hambrienta, mísera
por todos lados,
salvo pequeños rinconcitos
donde se canta "la flor de la canela"
"viva el Perú y sereno" y se bebe whisky
con hielo y cocacolas.
JAVIER HERAUD

Steve Stein (1986) sostiene que, a principios del siglo XX, el vals criollo

configuró un sistema de valores que se ofrecían como respuesta a la estructura de

dominación sufrida por el proletariado limeño. Resignación, fatalismo y conformismo

son los sentimientos manifestados en el vals y no rebeldía o una conciencia que lleve a

resistir. Sin embargo, es inexacta la observación de que la música criolla fuese una

expresión únicamente de la clase obrera urbana que emergía en la Lima de aquellos

años. El criollismo se planteó como una expresión cultural de diversas clases populares,

modernas o tradicionales. Sin embargo, ¿es válida, para la Lima de los años 50 y 60, la

afirmación de Stein acerca de la inexistencia de estrategias de resistencia en el

movimiento cultural criollo? ¿Cómo se posiciona el sujeto criollo frente a las

transformaciones sociales producidas por el desarrollo del capitalismo en el Perú a

mediados del siglo XX?


83

Me interesa examinar cómo la representación de una fantasía nostálgica de la

ciudad de Lima se instala en el imaginario del vals criollo entre los años 50 y 70 como

una alternativa de oponer resistencia frente a los embates del proceso de modernización

urbano-industrial promovido por un capitalismo semicolonial y débil y un Estado

oligárquico en crisis. El período histórico escogido es especialmente significativo

puesto que implica el despliegue de la radiodifusión y la industria discográfica, que

imprimen una acelerada mercantilización en el modo de producción de la música

criolla. Sostendré, en este capítulo, que la imagen de una Lima señorial constituye una

respuesta contradictoria de sujetos populares, de las nuevas clases medias y de ciertas

fracciones burguesas de la Lima de mediados de siglo XX frente a los antagonismos

sociales impuestos por un régimen productivo basado en el capital dependiente. Con

este fin, analizaré tres valses: "Pasito a paso otra vez" de Chabuca Granda, "Callecita de

antaño" de María Delgado y "La flor de la canela" de Chabuca Granda, canciones en las

que estudiaremos cómo se produce una interpretación de la historia peruana sobre la

base de una visión nostálgica de algunos momentos del desarrollo de la ciudad de Lima

anteriores a la década de los 50 o, incluso, a la instauración de la república en el Perú.

1. LA OLIGARQUÍA CONTRAATACA: LIMA Y EL IMAGINARIO ANTICAPITALISTA CRIOLLO

Uno de los problemas fundamentales abordados por los estudios literarios y

sociales peruanos es el proceso de las grandes migraciones del campo a la ciudad

acontecidos en el Perú desde mediados del siglo XX. Para caracterizar este fenómeno,

se han utilizado denominaciones como “desborde popular” (Matos Mar 1984), “otro

sendero” (de Soto 1986), “heterogeneidad no dialéctica” (Cornejo Polar 1996), “nuevos

limeños” (Portocarrero 1993), sujetos subalternos (proveniente de los subaltern studies),


84

etc. En efecto, el proceso migratorio constituye una de las dimensiones cruciales del

desarrollo capitalista peruano. Estuvo motivado más que por la creciente concentración

de capitales en el sector industrial urbano de la costa, por la crisis económica, política y

social del gamonalismo serrano y el mayor crecimiento de la agroexportación de la

costa norte. Así, el desplazamiento de grandes masas humanas con el propósito de

asegurar su subsistencia agudizó los niveles de pobreza de aquellas poblaciones andinas

que guardaban la esperanza de forjar un mundo mejor. Por tanto, los acelerados

procesos de urbanización y tecnificación que se van produciendo durante estos años en

el Perú ocurren al margen de las necesidades e intereses de las clases populares.

Lo que deseo resaltar es que durante este período la lucha de clases está latente o

manifiesta entre la emergente burguesía industrial y las masas –principalmente andinas-

que mueven la economía del país. Es decir, el proceso es doble: “desborde” desde

“abajo” y desde “arriba”, acumulación de riquezas para el empresariado y mayor

empobrecimiento para los sectores populares. Sin embargo, lo que debe advertirse aquí

es otra pugna social y política, la disputada al nivel de las altas esferas de poder entre la

moderna burguesía industrial y la tradicional oligarquía. Frente al avance de la

dominación burguesa, no son solo los sectores populares los que ofrecen una ofensiva;

son también los viejos grupos dominantes, vale decir, el bloque de clases que

conservaba aún ciertas características feudales o semifeudales. Este bloque oligárquico

había tenido su época de gloria entre 1895 y 1919, pero a partir del gobierno de Leguía

el capital monopolista norteamericano comenzó a fracturarla, hasta que la dictadura de

Velasco le dio la estocada final y la expulsó de la dirección del Estado. Durante este

período, para conservar sus prerrogativas sociales y políticas, ciertas fracciones de las

clases oligárquicas fueron estableciendo coaliciones con sectores de las nuevas clases

medias. Ya en bloque, oligarquía y clases medias, establecen luchas tanto en el nivel


85

estrictamente político así como en el de las representaciones simbólicas. Para esta

coalición, las clases desposeídas son vistas como un peligro inminente que debe ser

silenciado o distraído. Es, entonces, a este nivel que se plantea la resistencia criolla

frente a la subrepticia transformación capitalista vivida por el país entre los 40 y los 60:

el nivel de la lucha por la hegemonía ideológica sobre los actores sociales.

En esta perspectiva, Chabuca Granda –al menos durante sus primeras

producciones- resulta ser muy significativa de las contradicciones implícitas en el

imaginario del movimiento musical criollo: ese “querer regresar” a formaciones sociales

que van siendo destruidas por la penetración de la gran producción de mercancías. El

vals “Pasito a paso otra vez” revela claramente lo dicho:

No sé si quieras volver, no sé si puedas,

ni si te puedo esperar, ni si es que sabes

que Lima quedó inmóvil y en sosiego

y que puedes volver, es casi como fue.

Mis ilusiones serán locura de mis sueños,

pues será como volver a todo lo perdido;

es como soñar en que nada ha cambiado

y todo lo vivido empieza a comenzar.

Mira, que habrá que volver a viajar en tranvía otra vez,

de esquina a esquina un balcón

y en cada paradero soñar

que el tiempo vuelve a empezar que se llegue a destino

y que todo camino está, está por recorrer


86

pasito a paso otra vez,

por las veredas quietas y al sol,

la madreselva, el pacae, ñorbos, nísperos y melocotón,

tu corazón antañón viajará de regreso

al ritmo ya olvidado de la vieja ilusión.

Y dejaremos pasar las horas sin apremios,

la sobremesa vendrá sabia y tranquila,

y luego tal vez te escuche reposada,

abrigando el silencio ya dormido.

No sé si quieras saber que empieza la mañana

como las vieras nacer, como tú las traías,

que todo el ayer se prepara al regreso

y que nuestra ciudad se ha detenido.

[CORO]

Ayúdame a volver atrás.

Ayúdame a volver atrás.

Ayúdame a volver atrás.

Ayúdame a volver atrás.

Ayúdame a volver atrás.

Pasito a paso otra vez...

Me gustaría comenzar por el elocuente enunciado “ayúdame a volver atrás”.

Creo que dicha frase, es la mejor entrada para la comprensión de la propuesta de la


87

canción de Granda. ¿Por qué aparece aquí un deseo tan desesperado de “volver atrás?

¿De quién parte tal deseo y a quién busca interpelar? ¿Qué habría en el presente que

obliga a una retirada imaginaria al pasado? O, al revés, ¿qué encuentra el sujeto en el

pasado que le produce tanta tranquilidad y seguridad para su existencia social e

individual? No pretendo dar respuesta inmediata a estas preguntas sino plantearlas como

ejes transversales de la propuesta teórica que busco construir aquí.

El deseo fundamental del sujeto criollo es el de detener el proceso de

modernización de Lima y regresar –aunque sea en la imaginación- a un punto de la

historia contemporánea de la ciudad en el que no se pueda percibir la violencia de las

transformaciones de la sociedad capitalista: “Lima quedó inmóvil y en sosiego” y

“puedes volver, es casi como fue”. Es bastante claro que este “casi” es absolutamente

falso: para la década de los 60, ya nada en la ciudad de Lima era como había sido hasta

décadas atrás. Frente a los cambios suscitados, no había posibilidad de retorno a un

orden social menos complejo. Por tanto, el deseo criollo imagina a una Lima fuera del

movimiento histórico, en la que se pueda disfrutar de la calma; en otras palabras,

pareciera que la subjetividad criolla no aspira una ciudad con los avances tecnológicos

de la modernidad. La pregunta clave aquí es: ¿en qué punto de la historia del Perú se

debería haber quedado la Lima de este vals?

La convicción de una Lima históricamente estancada se manifiesta en la primera

estrofa por medio de una apelación directa al receptor: “No sé si quieras volver, no sé si

puedas,/ ni si te puedo esperar, ni si es que sabes”. Tal apelación aparece de forma

negativa: se presupone que quizás no exista de parte del receptor ni la suficiente

voluntad ni capacidad para comprender la real dimensión del saber o deseo que se busca

transmitir. Es más, en un gesto de soberbia, el enunciador manifiesta su impaciencia

frente a la posibilidad de que el otro pueda tener acceso a ese saber acerca de la presunta
88

inmovilidad y calma de la ciudad. Sin duda, el énfasis se encuentra en la incertidumbre

de poder sostener una comunicación con el otro; incertidumbre que encierra al individuo

en sí mismo, fuera del alcance, del reconocimiento del par, del próximo. Imposibilidad

de establecer un vínculo social en el que la cooperación con los otros no tiene cabida.

En todo caso, la restauración oligárquica de Lima imaginada por el criollo es presentada

como una aspiración que no goza de popularidad por hallarse lejos de ser evidente al

común de las personas.

Sin embargo, el problema relativo a la naturaleza de la “resistencia” criolla no ha

sido lo suficientemente aclarado. Francisco José Merino (1994) sostiene que hay una

“resistencia al cambio”, que se da “en un primer momento, como primera reacción”, a

través de “elementos defensivos” frente a lo “nuevo”, frente al “otro” (298). Si bien esta

afirmación no deja de ser cierta, tiene a la vez un carácter genérico. En sintagmas como

“volver a todo lo perdido”, “soñar en que nada ha cambiado” y “todo lo vivido empieza

a comenzar”, podemos observar que el sujeto criollo percibe que el momento histórico

en que se encuentra (los años 60) ofrece una amenaza al modo de vida del que

disfrutaba anteriormente: como hay otros que amenazan, que perturban su espacio, el

sujeto criollo se resiste a plegarse a las nuevas transformaciones materiales y sociales

producidas en la Lima de los 60 y se repliega sobre su misma posición como

mecanismo de defensa que le permitiría hacer más tolerable la existencia.

Efectivamente, uno de los cambios producidos durante la década de los 60 en

nuestro país fue el proceso de paulatina expansión de una industria regida por los

modelos de desarrollo económico prescritos por capitales imperialistas (Durand 1998).

En la tercera estrofa, es donde podemos corroborar la resistencia criolla no frente a

cualquier cambio, sino concretamente al efectuado por la industrialización. Dicho con

otras palabras, el sujeto criollo no se resiste a la modernidad en abstracto; está, más


89

bien, a favor de ella, pero de una modernidad no impulsada autónomamente por la

fracción industrial de la clase burguesa peruana.

¿Qué implica, en esta dirección, el sueño criollo de volver a viajar en tranvía

observando los viejos balcones virreinales y creyendo que la historia puede retroceder y

rescribirse de otro modo? La época de mayor circulación del tranvía fue la de la

“república aristocrática”, período de apogeo de la “burguesía” agroexportadora,

representante máxima de la oligarquía. Como lo ha señalado Hugo Neira (1996), la

Lima de las primeras décadas del siglo XX tenía el aspecto de una aldea antes que el de

una ciudad. El tranvía servía básicamente para conectar el centro de la ciudad (núcleo

político de la oligarquía) con el balneario de Barranco. La intensa exportación no solo

trajo consigo el empleo de un medio de transporte que permitiera el desarrollo del sector

extractivo-minero –como lo eran los ferrocarriles-, sino también uno que permitiera el

transporte público urbano como lo fue el tranvía. La diferencia que este guarda con los

actuales medios de transporte público reside no solo en su menor complejidad

tecnológica y mayores dimensiones físicas, sino además en su limitada circulación por

la ciudad (recorrido restringido, escasas redes viales y pocas unidades de transporte). La

exigua demanda de esta clase de vehículo se debía al magro crecimiento y desarrollo de

Lima. En este sentido, el tranvía fue el vehículo de transporte público característico de

la capital peruana antes del incremento de las industrias y la explosión demográfica

producida por las migraciones masivas emprendidas en la década de los 40. El sueño

criollo de volver a viajar en tranvía constituirá, entonces, un esfuerzo imaginario por

resistir el avance de las fracciones más modernas de la burguesía y el de las clases

populares emergentes de la ciudad.

En un capítulo anterior, hemos observado cómo el sujeto criollo estaba inserto

entre los otros sujetos populares al hacer uso del “cola de pato”, un tipo de transporte
90

público de dimensiones menores a las de un “microbús”, que ofrecía sus servicios a los

nuevos sectores populares de la ciudad asentados en la periferia de la Lima tradicional.

En cambio, en esta canción, el sujeto criollo es un individuo que no se reconoce entre

las multitudes de la nueva Lima y que para no sentir la dureza de su paulatino

aislamiento en la sociedad estructura una fantasía en la que el regreso a los medios de

transporte y comunicación de inicios del XX son considerados garantía de conservación

de una armonía y felicidad atribuidas a la vieja Lima colonial y aristocrática.

Deseo recalcar que bajo ningún término el sujeto criollo es un adversario tenaz

del proceso de modernización; él está preocupado en determinar qué clases o fracciones

de clase propulsarían y se beneficiarían de tal proceso o, si en provecho de

determinados grupos, no sería mejor postergarlo. Por este motivo, se dice en la canción

que

todo camino está, está por recorrer

pasito a paso otra vez,

por las veredas quietas y al sol,

la madreselva, el pacae, ñorbos, nísperos y melocotón,

Necesariamente una ciudad industrializada va creando nuevas necesidades que reclaman

de la apertura de nuevos mercados y, sobre todo, de una clase trabajadora mucho mayor.

Así, pues, aunque sumamente limitada por las grandes industrias del imperialismo

estadounidense, Lima no ha sido una excepción al desarrollo del industrialismo. Los

“caminos” de la historia se “recorrieron” en esta dirección. Sin embargo, en el

fragmento citado, el sujeto criollo se niega a aceptar ese “camino” ya “recorrido” por

los sujetos sociales y propone “recorrerlo” nuevamente; el criollo, en suma, cree que las

fuerzas históricas están todavía en la capacidad de revertir el desarrollo del capitalismo

en favor de los sectores oligárquicos. En este sentido, lo que se estaría reclamando es


91

una lentificación del acelerado ritmo de la historia para que aquellos sectores sociales

que se fueron quedando atrás tengan la oportunidad de existir. La última línea del pasaje

que he vuelto a citar es bastante elocuente. Se menciona una serie de árboles frutales y

florales que abundaban en Lima cuando todavía la industria no era la principal actividad

productiva del Perú, sino la agricultura de exportación. Pero la nómina de plantas tiene

un efecto esteticista: a través de la imagen de una belleza natural manada de la tierra se

busca persuadir a los oyentes acerca de los beneficios que podría traer la fantasía criolla

esbozada en la canción.

La estetización del orden social y la creencia según la cual este es

profundamente armónico se sigue dibujando a lo largo de este vals de Chabuca Granda

por medio de la imagen de la familia como institución oligárquica fundamental (Burga y

Flores Galindo 1994).

Y dejaremos pasar las horas sin apremios,

la sobremesa vendrá sabia y tranquila,

y luego tal vez te escuche reposada,

abrigando el silencio ya dormido.

El rito de comer es un rito mediado por la cultura y las relaciones sociales y

económicas. A su vez, la sobremesa solía ser un acto en el que se reforzaban las

relaciones familiares patriarcales. Si se toma a la sobremesa como una costumbre de

corte aristocrático, se pueden observar dos características: el mandato patriarcal de

disfrutar ese momento con la familia y el fortalecimiento de la posición social incluso

en momentos aparentemente insignificantes. Indudablemente un trabajador que tuviera

una jornada de doce o quince horas diarias no tendría tiempo para sobremesas, aunque

fuese su deseo. El tiempo libre del que disponían ciertas fracciones burguesas o feudales

les permitía una holganza tal como para reproducir en el nivel doméstico sus prácticas
92

de clase. Así, las familias oligárquicas sí podían otorgarse la prerrogativa de dejar

“pasar las horas sin apremios” para procurar la fidelidad de todos los miembros a su

modus vivendi: sin ostentación simbólica de armonía familiar no sería posible concebir

a la oligarquía como clase dominante.

La sobremesa del vals, pues, no será ni “sabia” ni “tranquila”. Nunca “sabia”

porque las conversaciones que se puedan producir en ese momento no tienen por qué

tener un carácter de trascendencia; no tranquila porque el goce de la tranquilidad viene

como un imperativo proveniente de un padre-jefe. No obstante, en esta misma parte de

la canción, se alude a cierta figura materna: “y luego tal vez te escuche reposada/

abrigando el silencio ya dormido”. La imagen es la de un bebé que se ha quedado

dormido después de la “acogedora” sobremesa. La alusión femenina se verifica en el

participio “reposada” que se encuentra en femenino y cuyo referente el receptor no sabe

ubicar por la escasa información proporcionada. Pero mi hipótesis acerca de la identidad

de esa segunda persona en singular y femenino que guarda connotaciones maternas es la

siguiente: puesto que la imagen de la sobremesa es una imagen oligárquica de paz social

y familiar, ese “silencio ya dormido” tendría que ser también fruto de la oligarquía; es

decir, la oligarquía sería representada como madre de ese silencio, como engendradora

de un orden imaginario en el que los antagonismos sociales pueden ser silenciados por

medio de la transmisión de un conjunto de imágenes y de la imposición de prácticas que

busquen domesticar a los sujetos. Dicho silenciamiento será celosamente cuidado,

protegido, “abrigado”, por la propia burguesía oligárquica y sus aliados. En otras

palabras, el bloque social dominante se esforzará por idear estrategias que le permitan

ejercer su poder, ya sea por dispositivos económicos, políticos o ideológicos. Así, la

imagen de la madre tendría por objeto crear la ilusión de que la oligarquía es un ser

tierno y dulce y no ya un padre represivo, autoritario.


93

Ahora bien, el sujeto de este vals es totalmente consciente de que sus deseos de

restablecer el orden oligárquico son ilusos: “mis ilusiones serán locura de mi sueños”.

No obstante, persiste en ello y convoca a ese núcleo de goce oligárquico que pudiera

residir en los otros: “tu corazón antañón viajará de regreso/ al ritmo ya olvidado de la

vieja ilusión”. Se intenta, pues, una interpelación a nivel de los afectos y las emociones

antes que a alguna clase de argumento racional. Es que en la década de los 60 la caída

de la burguesía agroexportadora y demás fracciones oligárquicas se encontraban en un

proceso de desmoronamiento, en el que la reforma agraria del gobierno de Velasco fue

la estocada final. Pero frente a este embate, ¿en qué consistió la ofensiva oligárquica al

nivel de la superestructura? ¿De qué forma “todo el ayer se prepara al regreso”? Pues

una de las estrategias que se van construyendo es la de la articulación del propio

movimiento musical criollo.

Manuel Burga y Alberto Flores Galindo (1994) señalan que, durante las dos

primeras décadas del siglo XX, la burguesía oligárquica nunca se preocupó por

establecer un discurso ideológico que le permitiera armar un proyecto de dominación

nacional. Sin embargo, gracias al desarrollo de la radio y la industria fonográfica, la

oligarquía intentó armar algo así como un proyecto ideológico que le permitiera infundir

sus intereses de clase. En esa empresa, fue apoyada por sectores de clase media y

algunos empresarios. Pero todo esto originaba una contradicción: aquella fracción de

clase que la estaba venciendo (los industriales) fue la que posibilitó el crecimiento del

criollismo, un movimiento que ideológicamente se inclinaba también del lado

oligárquico. En este sentido, el movimiento criollo no logra ser una caja de resonancia

que reflejara todos los intereses de clase de la oligarquía. Los sujetos criollos están

escindidos entre los intereses de diferentes fracciones de la burguesía y los de la clase


94

media. Indudablemente, el poder oligárquico no era ya lo suficientemente fuerte como

para que pudiera dirigir un movimiento multiclasista como lo fue el criollo.

Por todo ello, pienso que aquello que devela esta canción es el espacio en el que

el ayer que se prepara eternamente para el regreso es el propio criollismo, ese lugar

imaginario en el que Lima es una imagen idealizada de un momento de nuestra historia.

Negarse a ver el problema no es solucionarlo. Y si el problema fundamental era la

expansión de la burguesía industrial y de las subsecuentes contradicciones entre capital

y trabajo, la tarea a realizar era plantear una lucha frontal a dicha situación, que

contemple dimensiones de universalidad y no de intereses particulares de ciertos

estratos sociales que no necesariamente son los menos favorecidos por el orden

imperialista. La frase final del vals (“ayúdame a volver atrás”) se puede interpretar

como una invitación del sujeto criollo a que el receptor aúne esfuerzos para un proyecto

cuyo futuro reposa únicamente en la pervivencia de una ilusión, en la promesa de

restablecimiento de un modo de producción y de organización socio-política que vivía

su crisis definitiva y ya muy pocos aún anhelan.

2. LA OFENSIVA DE LOS FANTASMAS VIRREINALES

En Lima la horrible, Sebastián Salazar Bondy (1964) sostiene que, en tanto

tendencia ideológica, uno de los motivos principales del criollismo es el de la “arcadia

colonial”. Esta sería una ficción imaginaria, construida por ciertos sectores de la vieja

élite señorial, en la que se rememora el pasado aristocrático de la Lima dominada por el

colonialismo español como si no hubiese estado atravesado por antagonismos y luchas

sociales. La configuración de la “arcadia colonial” está determinada por el espacio

arquitectónico relacionado con las capas sociales dominantes durante el funcionamiento


95

del virreinato del Perú. Si aparecen alusiones a seres humanos, se trata de personajes

aristocráticos que son representados como estatuas vivientes que pretenden infundir no

solo superioridad social frente a los sujetos dominados sino también una superioridad

moral y cultural.

Si bien es cierto que esta “arcadia colonial” aparece ya en diversas

representaciones culturales del siglo XIX, solo a partir de la década de los 50 será

difundida a las masas por medio de lo que Lloréns (1983: 83) ha dado en llamar

“criollismo aristocratizante”. En este sentido, lo que busco resaltar en el análisis del vals

“Callecita de antaño” es cómo la imagen de una Lima virreinal se convierte para el

sujeto criollo en un objeto imaginario de deseo: un “volver atrás” más radical que

implica una relación libidinal paradójica del sujeto criollo con el recuerdo del viejo

orden colonial hispánico.

Oh Lima virreinal que en tus balcones

guardabas el encanto del ayer,

tapadas bajo el manto que ocultaban

el embrujo de su rostro angelical.

La luz de tus faroles en tus calles

y el suave aroma del jacarandá,

pregones que en el viento se escuchaban,

en las noches misteriosas del ayer.

Callecita de antaño,

callejas por doquier,

virreyes encumbrados,
96

recuerdos del ayer.

Claveles y jazmines perfuman el jardín

de esta antañera tierra de Lima virreinal.

Los significantes atribuidos a la Lima colonial están emparentados: “encanto”,

“embrujo”, “noches misteriosas”. Sin embargo, ¿en qué reside ese misterio que el sujeto

criollo atribuye a la vieja ciudad virreinal? Es preciso detenerse en la imagen de la

primera estrofa: Lima es elogiada porque permitía mantener oculta tras sus balcones de

cajonería la belleza de las “tapadas”, mujeres limeñas que ocultaban su rostro bajo un

manto. Es decir, la Lima que extrañan los criollos es una ciudad que permitía disimular

la propia presencia criolla dentro de un régimen colonial. En otros términos, Lima es

una suerte de cómplice de los privilegios de clase que durante mucho tiempo tuvo la

aristocracia criolla gracias a su acomodamiento en el orden colonial.

Así, son las “tapadas” las que constituyen “el encanto del ayer”. Obsérvese que

el ocultamiento del pretendido esplendor criollo está doblemente reforzado: primero, el

balcón; luego, el manto. Primero, una protección ofrecida por el propio diseño

arquitectónico de la ciudad; después, una protección más individualizada del sujeto

criollo, como si el ocultamiento ofrecido por las propias estructuras coloniales no fuese

suficiente. La “ventaja” que trae el orden colonial es la de mantener intactos las

comodidades a las que podía tener acceso la élite criolla durante el virreinato.

Sin duda que un posicionamiento tal es absolutamente problemático. Durante el

período colonial, aunque los criollos gozaban de un estatus privilegiado, estaban

subordinados a los peninsulares. No se puede olvidar que se trataba de un régimen

colonial y como tal solo los colonizadores detentaban todas las riquezas provenientes de

la explotación de los indios.


97

En otros términos, a través de esta canción, el sujeto criollo expresa su deseo de

preferir conservar una posición subalterna como la tenida en la administración colonial

de España antes que ser barridos totalmente por un orden social en el que ya no hay

lugar para ese tipo de ubicación en el poder, no porque el sistema capitalista sea menos

injusto sino porque los esquemas de dominación son distintos, vale decir, porque se

establecerán nuevas reglas de juego y no se permitirá que viejas élites le arrebaten su

poder. No es necesario recalcar que este tipo de construcción obedece, otra vez, a un

deseo oligárquico, síntoma de una lucha de clases al nivel ideológico.

Resulta de vital importancia resaltar que en la segunda estrofa del vals

desaparece casi totalmente la presencia humana y, más aún, la criolla. La escena es la de

una calle limeña durante el virreinato español, iluminada tenuemente por faroles, en la

que solo se perciben olores agradables de cierto árbol (el jacarandá) y, sin causar

disturbios, unos esclavos negros entonan sus pregones. Es decir, todo conserva su lugar,

su orden. Nada ni nadie puede revelar la arbitrariedad del estado actual de cosas. Por

eso, es esencial el aire de misterio y de nocturnidad. La imagen de compartir y guardar

el secreto del posicionamiento servil del grueso de criollos durante la colonia es lo

cifrado en estas líneas. Antes que una representación fiel a la realidad de un sistema

colonial, lo que se pone de relieve es el deseo del sujeto criollo por mantener en secreto

los beneficios que él podría haber obtenido del colonialismo.

En el coro:

Callecita de antaño,

callejas por doquier,

virreyes encumbrados,

recuerdos del ayer.

Claveles y jazmines perfuman el jardín


98

de esta antañera tierra de Lima virreinal.

Se recalca la calle como espacio urbano privilegiado. A diferencia del callejón, visto en

el primer capítulo, la calle ofrece aquí un espacio abierto, de aparente libertad, en el que

se puede contemplar la distribución de los habitantes de la ciudad. En el caso de la

colonia, la “callecita” a la que se hace referencia es una calle en la que predominaban

las portentosas mansiones de la nobleza peninsular. El “damero de Pizarro” privilegiaba

una disposición urbana en la que las clases sociales estén notoriamente marcadas: al

centro del “damero”, se debían ubicar los edificios más importantes de la administración

colonial, en torno de los cuales se debían ubicar las residencias aristocráticas, y en las

afueras de la ciudad debían ubicarse las viviendas de la plebe. Son estas calles en las

que las estructuras coloniales de subordinación se hacen visibles; aquel espacio en el

que la imaginación criolla se recrea, muy al margen de la precariedad de las calles de las

clases explotadas. Para la mentalidad oligárquica subyacente a este vals, no existen

calles plebeyas (“callejas por doquier”). Por tanto, existe una clara voluntad de

ocultamiento u olvido de los conflictos sociales y culturales en el período virreinal para

ofrecer a la audiencia del vals criollo una imagen de paz social que se encontraría en los

remotos orígenes de la clase oligárquica. Ya no se trata solamente de establecer la

memoria del pasado más reciente de la oligarquía limeña sino también de enarbolar una

genealogía mítica asentada en el Perú colonial.

La batalla que lo oligárquico pugna en el terreno de la memoria nacional se

eslabona con el exaltamiento de la figura del virrey. El virrey, representante oficial del

rey de España en territorios conquistados, constituiría aquella figura a la que los criollos

se habrían acomodado para no ser desplazados en la estructura de dominación. Ubicarse

al lado del virrey implicaba ubicarse al lado del summum del dominio precapitalista. En

otros términos, el advenimiento de la república habría inaugurado el principio del fin de


99

los aristócratas, proceso que se extendería hasta el siglo XX. El momento de gloria sería

aquel en el que se podía ser cómplices del poder español.

Como puede notarse, esta imagen aparentemente se contradice con la que

analizábamos en la sección anterior. En “Pasito a paso otra vez” se resalta el período de

la “república aristocrática” como la “época de oro” de la dominación oligárquica, una

dominación pretendidamente libre de trabas. Sin embargo, ahora se trata de traer a la

memoria una situación histórica en la que la dominación estaba sometida directamente a

otro poder mayor o, mejor dicho, en el que se era un apéndice de un poder imperial. No

obstante, es claro que el régimen de dominación oligárquica no implicó tampoco la real

independencia económica, social y política del Perú respecto del poder del capital

monopólico extranjero.

En suma, la posición monárquica que reluce en este vals no es por vocación

sino, antes bien, por conveniencia. El régimen monárquico-colonial ofrece a los criollos

determinadas oportunidades y con eso se adecúan. El resto es un falso regocijo

proveniente de la contemplación de la belleza botánica de la ciudad: concentrarse en el

solaz de la imagen de la ciudad jardín es un buen elemento para olvidarse de las

contradicciones de la sociedad. Para los criollos, les resultaba mejor evocar

idealizaciones hermosistas de la Lima virreinal antes que proponer luchas democráticas

con los afectados por la polarización social, que para la década de los 50 y 60 habitaban

las zonas alejadas del “damero de Pizarro” entre cerros, esteras o adobe: en su afán de

contener el avance del capitalismo, en este vals, las pulsiones oligárquicas del sujeto

criollo dejan intacto el ritmo de agudización de las desigualdades en nuestro país.

3. “LA FLOR DE LA CANELA” O EL RECOMIENZO IMAGINARIO DE LA DOMINACIÓN

OLIGÁRQUICA
100

Estrenado y grabado por el trío Los Chamas hacia 1953, “La flor de la canela”

de Chabuca Granda se ha convertido en el ícono de la Lima criolla y, para algunos, en

una especie de segundo himno nacional. Lo cierto es que en este vals se suprime

ilusoriamente el conflicto y la imagen del poder, bajo una mirada estetizante de la

realidad social.

Déjame que te cuente, limeño,

déjame que te diga la gloria

del ensueño que evoca la memoria

del viejo puente, del río y la alameda.

Déjame que te cuente, limeño,

ahora que aún perfuma el recuerdo,

ahora que aún se mece en un sueño,

el viejo puente, el río y la alameda

Jazmines en el pelo y rosas en la cara,

airosa caminaba la flor de la canela,

derramaba lisura y a su paso dejaba

aroma de mixtura que en el pecho llevaba.

Del puente a la alameda,

menudo pie la lleva

por la vereda que se estremece

al ritmo de su cadera,
101

recogía la risa de la brisa del río

y al viento la lanzaba del puente a la alameda.

Déjame que te cuente, limeño,

ay deja que te diga, moreno, mi pensamiento,

a ver si así despiertas del sueño,

del sueño que entretiene, moreno, tu sentimiento.

Aspiras de la lisura que da la flor de canela,

adórnala con jazmines matizando su hermosura,

alfombras de nuevo el puente y engalana la alameda,

que el río acompasará su paso por la vereda.

En vida, Chabuca Granda siempre declaró que la única que merecía todos los

homenajes era su verdadera “flor de la canela”, la mulata rimense Victoria Angulo,

miembro –por entonces- de una cuadrilla del Señor de los Milagros y, años atrás,

lavandera en la casa de Barranco de Chabuca. Me parece importante resaltar estos

datos antes del análisis porque así podemos advertir cómo la “oficialización” de la

belleza femenina negra y su conversión en objeto de culto apuntan a la neutralización

del sujeto popular como objeto de explotación económica y, por consiguiente, sujeto

político de una transformación de la sociedad en su conjunto.

Es claro que, más que otro, este vals produce una representación de la capital del

Perú como un espacio en el que los intereses de las viejas clases oligárquicas y los de

las clases populares pueden coincidir. Lo criollo aparece aquí como el elemento de

conciliación entre las clases protagónicas del Estado oligárquico. Así, el sujeto popular

es admitido por la mirada criolla en cuanto no aparezca como un sujeto con iniciativa
102

propia sino como objeto de contemplación, privado de pensamiento y de una capacidad

de lucha.

Ahora bien, como señala Ortega (1986: 41-56), el río Rímac, el viejo puente

colonial y la Alameda de los Descalzos conforman una imagen de Lima, que –como la

misma Chabuca Granda lo decía- proviene de la conferencia homónima de Raúl Porras

Barrenechea. Según Ortega (1986), para Porras, estos tres elementos son el testimonio

de una tradición que ha sobrevivido a una Historia entendida como destrucción

mediante los procesos de urbanización. En este sentido, la modernización capitalista de

Lima se concibe como proceso destructor que produce que “todo lo sólido se

desvanezca en el aire” (Berman 1982). Para este caso, “lo sólido” correspondería a las

relaciones oligárquicas y a las tradiciones culturales creadas en torno a ella. Sin

embargo, ¿qué función social cumple la localización geográfica del sujeto popular negro

entre el río, el puente y la alameda, y qué fantasías sustentan esta narración simbólica?

El espacio urbano que va “del puente a la alameda” (Malambo, Bajo el Puente,

Cuartel Segundo, todo lo que corresponde al actual distrito del Rímac) ha sido la zona

en la que habitaba el grueso de la población negra de la plebe colonial y de las clases

populares de Lima hasta los años treinta. En la misma ciudad, convivían las dos caras de

un mismo sistema, separadas sólo por el río Rímac: la oligarquía y el pueblo, los

blancos y los negros. Los criollos acomodados y los criollos pobres. El sujeto criollo de

este vals manifiesta una voluntad de controlar material y simbólicamente el goce del

sujeto popular negro, que es representado sin los excesos que puedan hacer peligrar la

ficción que sostiene el orden social añorado por los criollos. La actuación de este sujeto

popular es percibida como si obedeciera casi por instinto a la ley consagrada en el

discurso público por las fracciones oligárquicas. La Flor de la Canela no se permite a sí

misma ir más allá de la cartografía diseñada por el poder que aún desea dominarla:
103

camina armónicamente por donde tiene que caminar y ríe sólo lo necesario del puente a

la alameda. En suma, lo que sucede es que el sujeto criollo prefiere imaginar al negro

como un ser domesticado pues padece un profundo pánico sobre cualquier intento de

rebeldía.

Por otro lado, para que el sujeto femenino negro pueda desplazarse entre el

“viejo puente” y la Alameda de los Descalzos, cual Perricholi, debe ser imaginado con

el “garbo” aristocrático (airosa) y esa extraña combinación de pudor y atrevimiento de

las patronas blancas (la lisura). De no ser así, los “señores” y los “mistis” se podrían

confrontar con el fantasma de la “negra belicosa” que se pueden encontrar a la vuelta de

la esquina (Oliart, 1995: 282). Para la ideología criolla, la ‘flor de la canela’ es “bella”

siempre y cuando sea un sujeto (casi) estático, que no cambie de rol ni asuma una

posición agente, es decir, siempre y cuando no cuestione su subalternidad. Lo estético

sirve aquí para encubrir el deseo de hegemonía oligárquica.

En este sentido, son exactos los comentarios de Lloréns (1983) y Ortega (1986),

cuando señalan que en el texto de este vals se representa a la mulata, como si fuese una

mujer blanca de la élite señorial criolla. En efecto, en “La Flor de la Canela”, el sujeto

criollo yuxtapone los estereotipos raciales y sexuales de una mujer limeña blanca a los

de la mujer negra. Fanni Muñoz (2001a: 237) señala que desde finales del siglo XIX y

principios del XX, producto de la tradición colonial, los negros fueron identificados

“como una raza bárbara, inmoral, violenta, ociosa y dada a la sensualidad”. En ese

sentido, esta abyectización es el reverso exacto de la imagen de la “flor de la canela” y

lo que quizá, en cierto modo, la sustenta. La mujer negra constituye “ese oscuro objeto

del deseo” criollo, esa fuerza de trabajo, que, por abyecta, debe ser paradójicamente

negada. Basta con corroborar que, por ejemplo, durante el siglo XIX, la mujer negra

siempre fue objeto de abierto deseo sexual dentro del discurso criollo, constituyendo
104

una suerte de ‘goce ilegal’ para los señores blancos; sin embargo, tal proximidad física

no hacía más que develarnos una inconmensurable distancia social (Oliart, 1995: 281-

283).

Por lo mismo, quisiera detenerme en la intersección entre higiene y campo

social: la característica esencial de “la flor de la canela”, y el motivo por el cual se le

elogia tanto, es su olor. El título mismo del vals anuncia esto: la “flor de la canela” no

sólo encarna la belleza morena de las mulatas, sino, sobre todo, su presunto aroma de

jazmines, rosas, canela, en fin, de “mixtura”. Nugent (1992) observa que en la ideología

burguesa el aseo personal está asociado a la dignidad de una persona. Por ese motivo, se

cree que si la pobreza es llevada con limpieza es una pobreza digna (“soy pobre, pero

limpio”). Para el burgués, el negro podría encarnar metafóricamente este ideal, a

diferencia del sujeto andino a quien siempre se mira como intrínsecamente sucio. Así,

mediante el “buen” olor, se transfiere el significante del poder hacia el sujeto subalterno

con el fin de sublimarlo en tanto objeto de sometimiento y deseo.

Pasemos ahora al momento en que se interpela directamente al “moreno/limeño”

en cuanto receptor ideal de la canción:

Déjame que te cuente, limeño,

ay deja que te diga, moreno, mi pensamiento,

a ver si así despiertas del sueño,

del sueño que entretiene, moreno, tu sentimiento.

Aspiras de la lisura que da la flor de canela,

adórnala con jazmines matizando su hermosura,

alfombras de nuevo el puente y engalana la alameda,

que el río acompasará su paso por la vereda.


105

Foucault (1992: 15-20) sostiene que, en el orden moderno del discurso, la oposición de

lo verdadero y lo falso se ha erigido históricamente como un procedimiento de

exclusión que se ejerce institucionalmente por medio de la coacción y de la violencia.

En el caso del vals de Chabuca Granda, la voluntad de saber se amalgama a las

categorías de clase y raza: el sujeto criollo se autorrepresenta como poseedor de la

verdad, del pensamiento y del lenguaje, esto es, como el sujeto que puede controlar los

significados y que, por lo mismo, ha accedido finalmente a la hegemonía. Por su parte,

el sujeto popular es representado en el terreno de la sumisión y del engaño, sumido en el

sueño y en los vagos sentimientos. En consecuencia, la “voluntad de verdad” de la

ideología criolla, ya no tan hegemónica para la Lima de los años 50, procura ejercer un

control fantasmático sobre el potencial subversivo de la subjetividad popular.

Debo señalar que la figura de la “flor de la canela” constituye la construcción

ideológica de un sujeto popular extraído de las relaciones sociales de producción. Así, el

trabajo productivo es una actividad que está por fuera de su existencia. Es más,

cualquier vinculación de la “flor de la canela” con la esfera de aquellos individuos

supeditados a vender su fuerza de trabajo a la burguesía le resta todo sentido. La “flor

de la canela” es un artefacto de la oligarquía recubierto de la máscara de lo popular, lo

que posibilita al bloque dominante reproducir su dominio en el imaginario popular. Este

enmascaramiento del poder burgués-oligárquico no puede ser mantenido en la imagen

del “moreno”, receptor modelo de la canción, que está obligado a trabajar para

embellecer a la “flor de la canela”, vale decir, para satisfacer los intereses de la sociedad

oligárquica. En este sentido, el esquema de dominación permanece en la representación

criolla del mundo popular: una mujer negra (la “flor de la canela”) que hace las veces de

la aristócrata y un hombre negro (el “moreno” limeño), relegado a una posición

subalterna; ambos coexistiendo sin conflictos en un mismo espacio. La división entre


106

sujetos dominantes y sujetos subalternos es, pues, naturalizada y representada de

manera problemática desde la perspectiva criolla. De este modo, lo que se ofrece al

oyente como un homenaje a la identidad negra y, a su vez, al género femenino, no es

más que la consolidación de un régimen de explotación cuyo ocaso, para los años 50, ya

se prefiguraba.

Existe un cierto grado de conciencia de la agonía de este modo de vida social

cuando al inicio del vals, se señala que toda esa representación tiene un carácter ilusorio

(“ensueño”), de algo que ya ha muerto y en ese momento solo se puede recordar aunque

de una manera agradable (“ahora que aún perfuma el recuerdo,/ ahora que aún se mecen

en un sueño”). Esto es, que pese a saber que eso es ya una fase que se estaba terminando

en la historia peruana, las gratificaciones que proporciona para ciertos sectores la

sociedad señorial son tan seductoras que resulta difícil desprenderse de ellas para

plantear luchas conjuntas con los nuevos sujetos sociales y enfrentarse a los avances del

imperialismo norteamericano. Sin embargo, sería quizás ingenuo creer que una

conciencia de este tipo haya podido surgir en grupos sociales tan conservadores. La

subordinación de los negros respecto de los blancos y la absoluta prescindencia de los

migrantes andinos en la construcción de la nación parecen ser prácticas difíciles de

erradicar en una visión del mundo como la que muestra este tan conocido vals.

***

El gran fenómeno de masas que significó la música criolla para la Lima de los

50, 60 y 70 no constituyó en modo alguno un esfuerzo de los sectores oligárquicos que

gobernaban la sociedad peruana por aquel entonces. Fueron, por el contrario, ciertas

fracciones de la burguesía industrial local las que controlaron el proceso de producción

y distribución de los productos de este género musical. Así, fábricas de discos de vinilo,

casas comerciales, radios y canales de televisión que operaban con capitales nacionales
107

–provenientes, sobre todo, de empresarios costeños- fueron los principales interesados

en generar un mercado interno en el rubro de los massmedia lo suficientemente sólido

como para resistir la competencia de la oferta internacional. En ese sentido, se hacía

necesario promover productos culturales que satisfagan las expectativas ideológicas de

una burguesía emergente en relación a un público consumidor localizado en las

ciudades.

El propósito de los distintos estamentos empresariales que decidieron invertir en

la producción musical criolla era el de articular en el país una comunidad nacional que

se condijera con el proyecto que espontáneamente iban construyendo como clase

interesada en desarrollar un poder de dominación sobre el resto de la sociedad. En este

proyecto, el empresariado fue apoyado –tanto en el proceso productivo, la difusión y el

consumo- por aquellos sectores de las clases populares y medias que veían en dicha

iniciativa una alternativa de constituir una nación con cultura propia. Frente a la fuerte

penetración de productos musicales promocionados por la gran industria fonográfica del

imperialismo, el movimiento criollo constituye una respuesta conjunta de empresarios y

sujetos populares urbanos (en buena medida de la costa) por reelaborar el legado de

ciertas tradiciones populares y crear una memoria colectiva que dote de autonomía

ideológica a aquellos que habitan el territorio peruano.

Sin embargo, la industrialización producida en el Perú desde los 40 no logró

romper con la forma de organización política e ideológica que la oligarquía había

implantado desde el 900. El tipo de relación que la débil burguesía industrial desarrolló

con la oligarquía de la tierra durante este período es el de una tensa convivencia en

virtud a la dependencia que las industrias mantenían con un sector estratégico

controlado por la oligarquía: la banca. De esta suerte, la ideología que la clase

empresarial comienza a producir y reproducir por los media no tuvo la capacidad de


108

tomar distancia de los presupuestos ideológicos de los grandes agroexportadores y sus

aliados.

Lo que he denominado “nostalgia limeñista” es una tendencia ideológica

expresada en los valses criollos que representa las relaciones de fuerza entre el

empresariado peruano moderno y el latifundismo inscritas en su proceso de lucha por

asegurar y expandir la relación de explotación sobre la mayor parte de habitantes del

país. La nostalgia limeñista significa la restitución imaginaria de la sociedad oligárquica

en tiempos en que el capitalismo desarrollaba una nueva industria urbana. Así pues,

antes que mostrarse como una formación cultural que encarne las aspiraciones de la

modernidad, el criollismo revela los deseos de sujetos adscritos a clases sociales cuyos

intereses no están enfocados en la industria urbana moderna. En otras palabras, la

nostalgia criolla por una Lima feudal o semifeudal constituye el testimonio de

tendencias contradictorias al interior de la producción ideológica del sistema

socioeconómico industrial que se estaba gestando en el Perú: en el terreno del aparato

productivo, se apostaba –aunque de forma limitada- por una mayor modernización de

los medios de comunicación masiva; pero, en el terreno del imaginario implantado a las

masas, la propensión es a no reconocer los logros conseguidos en materia de

modernización urbana y a aferrarse a la representación de una Lima en la que los ideales

de la aristocracia terrateniente se realizan sin mayores obstáculos. Esta contradicción

nos demuestra, pues, hasta qué punto los intereses de las nuevas fracciones burguesas

dependían económica, política e ideológicamente del poder oligárquico.

Ahora bien, los capitalistas que impulsaron la producción criolla en el período

estudiado no llegaron a articular una propuesta ideológica autónoma respecto del

atrasado bloque oligárquico, puesto que buena parte de sus intereses como clase se

definían en relación a los capitales imperialistas. No podía existir una comunidad de


109

intereses entre los capitalistas (criollos) y las masas (indígenas): mientras las élites

blancas –nacionales y extranjeras- luchaban por mantener su dominación económica y

política en todo el territorio peruano, los indios se organizaban para recuperar las tierras

que les habían sido expropiadas en el transcurso de la historia. Por esta razón, el intento

de plantear un proyecto de carácter nacional vía la añoranza de la organización colonial

española resultó un intento arbitrario y estéril por articular a las distintas nacionalidades

de nuestro país bajo la bandera de la unidad cultural e histórica peruana.

La imaginación criolla se confina en el pasado virreinal y aristocrático de Lima

con la finalidad de que las masas populares construyan una identidad nacional basada en

la consideración del antiguo colonialismo español como un sistema de relaciones

sociales armónicas. Frente no solo a las intensas oleadas migratorias del campo a la

ciudad sino también frente a un movimiento campesino y popular en ascenso, el

nostálgico limeñismo de los criollos se define no por la resistencia histórica a la

dominación del imperio español sino por la aceptación de dicho régimen social. En este

sentido, la nostalgia limeñista no solo plantea una contradicción entre el proyecto

capitalista de nación y el paradigma de la feudalidad o la semifeudalidad, sino además

un antagonismo entre el centralismo limeño –en el que se interrelacionaban intereses

oligárquicos y democrático-burgueses- y los intereses geopolíticos de las nacionalidades

oprimidas por el Estado peruano. Por este motivo, la “resistencia criolla” no constituye

una resistencia frente al capitalismo como tal, sino, más bien, frente al desarrollo de una

industria moderna y descentralizada que busque autonomía respecto del poder

imperialista. Para concluir: la nostalgia limeñista es una resistencia ideológica hacia los

efectos políticos de las formas que adoptó la lucha de clases en el período de los 50 y

60, vale decir, las luchas obreras, las luchas por la tierra y las luchas por la

supervivencia de las masas migrantes.


110

CAPÍTULO 4

VALS, ESTADO Y NACIÓN

Marita Hamann (2003) señala que en el Perú la pregunta por la identidad

nacional ha llegado a cobrar el status de síntoma en la fantasía social de los peruanos, es

decir, ha llegado a convertirse en una formación significante que, más allá de cualquier

contingencia histórica, se repite insistentemente tanto en el discurso público como en la

vida cotidiana. Cada momento del siglo XX habría tomado esta cuestión e intentado

darle desesperadamente alguna respuesta que finalmente nunca satisfizo. Sin embargo,

creo que la cuestión de la identidad peruana antes de ser un problema para los peruanos

en general es algo que sobre todo le concierne al Perú criollo.

Así, en 1944, durante el primer gobierno de Manuel Prado, se decreta el 31 de

octubre como el día de la canción criolla. A partir de este momento el acercamiento del

movimiento criollo a determinadas fracciones y estamentos de la burguesía se vuelve

cotidiano: se promueve intensamente la radiodifusión, la producción discográfica, las

presentaciones en la televisión, los compositores crean sus asociaciones y perciben

retribuciones económicas por el “derecho de propiedad intelectual”... Los intérpretes se

convierten en estrellas famosas del medio nacional e inclusive comienzan a frecuentar el

palacio de gobierno. Los Embajadores Criollos, por ejemplo, se convierten en los

predilectos de Odría; Augusto Polo Campos compone para Belaúnde y Velasco;

Chabuca Granda manifiesta su ferviente admiración por el gobierno de Velasco; etc.

Es a partir de estas relaciones entre movimiento musical criollo y Estado, que se

comienza a consolidar un imaginario en torno a la nación. Es necesario recalcar el

carácter histórico de este fenómeno pues conforme van avanzando las décadas y se
111

configura una nueva estructura de clases, la obsesión por “lo peruano” va

intensificándose. En Pinglo, por ejemplo, este asunto no tiene casi importancia; pero

entre las décadas de los 50 y 70 ello constituye uno de los móviles fundamentales del

criollismo. En este capítulo, lo que me interesa discutir es cómo la subjetividad criolla

elabora una imagen de identidad peruana que plantea nexos ambiguos con el Estado y

con la división social y étnica del trabajo en el Perú. Me interesa, entonces, estudiar el

inconsciente político del nacionalismo criollo a partir del análisis de tres conocidos

valses: “Mi Perú” de Manuel Raygada, de finales de la década de los 40; “Bello

durmiente” de Chabuca Granda, de 1956; y “Y se llama Perú” de Augusto Polo

Campos, de la década de los 70.

1. IDENTIDAD, INCAÍSMO Y TERRITORIO NACIONAL EN “MI PERÚ”

“Mi Perú” es, sin duda alguna, el más conocido de todos los valses criollos.

Tomado casi como himno nacional, ha sido transmitido durante décadas en la escuela

pública y los medios masivos de comunicación. Las personas mayores identificadas con

este vals suelen tomarlo como una canción casi sacra. Sin embargo, muchos desconocen

su autor y el momento en que se escribió. Su sentido es claro: el de infundir la creencia

entre los sujetos de que los productos simbólicos que favorecen el mantenimiento de la

ideología están más allá de la historia.

En el ámbito del criollismo, el origen de “Mi Perú” tiene el carácter de un mito.

Allá a finales de los años 40, Manuel Raygada 7, su compositor, se encontraba

7
Manuel Raygada Ballesteros (Callao, 1904-1971), apodado el “Chato” Raygada, fue uno de los
compositores más destacados en la generación de músicos criollos posterior a la muerte de Felipe Pinglo.
En 1929, viajó a Santiago de Chile, donde tuvo diversas presentaciones como intérprete musical en
cabarets, teatros y radios. Durante su estadía allí, compuso sus dos más famosas canciones: la polca
“Nostalgia chalaca” y el vals “Mi Perú”. En 1956, regresó a Lima invitado por el municipio del Callao y
112

trabajando como músico itinerante por los restaurantes de Santiago de Chile. En una

ocasión, mantuvo algún altercado con un chileno, quien con el objeto de ofenderlo lanzó

una serie de improperios contra los peruanos, a lo que Raygada habría respondido:

“Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz”. Más tarde, estas palabras se convertirían

en las palabras iniciales de su vals “Mi Perú”. La pregunta que surge de inmediato es:

¿qué se habría dicho que fuese tan vergonzoso para los peruanos como para que

Raygada tuviese que desmentirlo y tornar ese motivo de vergüenza en uno de orgullo?

Al margen del valor de verdad de dicho relato, lo que me importa aquí es explorar en la

canción cómo y por qué una determinada imagen del territorio nacional funciona como

compensación de la subjetividad criolla frente a su visión de la sociedad peruana.

Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz

de haber nacido en esta hermosa tierra del sol

donde el indómito inca, prefiriendo morir,

legó a su raza la gran herencia de su valor.

Ricas montañas, hermosas sierras,

risueñas playas es mi Perú,

fértiles tierras, cumbres nevadas,

ríos, quebradas es mi Perú.

Así es mi raza, noble y humilde por tradición,

pero es rebelde cuando coactan su libertad,

entonces poniendo alma, mente y corazón

residió en la Unidad Vecinal de la Perla. Durante estos años, se desempeñó como administrador del
mercado principal del Callao, época en la que compuso “Mi retorno”, “Mechita”, “Así era ella” y “Lima
criolla”. (Villanueva y Donaire 1987: 148).
113

rompe cadenas aunque la muerte vea llegar.

Si bien los enunciados de este vals y la melodía con la que se interpreta parecen

mostrar un optimismo exacerbado ante las potencialidades nacionales, ello no hace más

que ocultar las profundas contradicciones que cruzan al sujeto criollo a la hora de

producir una narrativa acerca de la totalidad social de la nación. Desde su título notamos

una clara intención de establecer una identificación abstracta entre el sujeto dicente y el

referente de la nación. ¿Por qué abstracta? Pues, porque, por un lado, no se cuenta con

mayores referencias sobre el sujeto del discurso (pertenencia de clase, identidad social,

cultural, etc.) y, por otro lado, el referente del país (el Perú) permanece en un nivel en el

que todavía no se puede visibilizar un conjunto de individuos que posibilite

históricamente dicho referente nacional.

Ahora bien, lo primero que cabe resaltar es la ganancia de placer que la

identidad nacional produce al sujeto de este vals: la peruanidad es para él motivo de

“orgullo” y “felicidad”, como si aquello que se instala en la esencia del ser peruano

tuviese en sí la capacidad de colmar un vacío en la existencia del sujeto. Pero ¿cuáles

son aquellos elementos de la realidad social que se nos evidencian como causa de ese

peculiar estado de insatisfacción? En la primera secuencia se señala la pertenencia al

territorio nacional, un territorio que siglos atrás fuera escenario del despliegue del

Tawantinsuyo. Aquí no se debe dejar pasar por alto el sintagma “tierra del sol”: la

propiedad de la tierra no reside directamente en individuos humanos, ya sea en forma de

propiedad colectiva o propiedad privada; la tierra le pertenece a un cuerpo celeste que

representaba una de las máximas divinidades incaicas. Sin embargo, en el imaginario

social, el inca es el representante, diríamos, la encarnación humana de la divinidad

solar; es decir, la apropiación de la tierra está mediada por la figura de otro hombre, la

de uno que ocupa la posición del amo en el espacio social. En suma, lo que se hace
114

patente en tal expresión es la relación de externalidad del sujeto criollo respecto del

suelo nacional: ha nacido ahí, pero no es su dueño. En el momento de su discurso, el

sujeto criollo reconocería una suerte de subordinación al antiguo poseedor de la tierra

peruana (el sol-inca), pero en el presente la relación del hombre con la naturaleza y con

otros hombres queda como una interrogante sin resolver.

El siguiente elemento lo constituye la personalidad reconocida en el inca. Debe

resultar claro que el inca al que hace referencia el vals es Atahualpa. Atahualpa ocupa

una ubicación singular en el desarrollo de las mentalidades en la vida social peruana.

Dos son las escenas que se suelen resaltar de su actuación en la historia: el

(des)encuentro con el padre Valverde en Cajamarca y el encuentro con Pizarro en el

“cuarto del rescate”. En la primera escena, se suele resaltar el carácter de vejación

sufrida por el inca ante la arrogancia de la cultura letrada de occidente; Atahualpa sería

el emblema de la cultura oral andina subalternizada sistemáticamente a lo largo de la

historia. Para decirlo en una palabra, Atahualpa sería la víctima paradigmática de un

luctuoso desarrollo histórico de nuestra patria. La otra escena, en cambio, remarcaría el

aparente desprendimiento del inca, su capacidad de sacrificar las riquezas nativas por su

rescate, esto es, por la liberación del hombre que representa el cuerpo social de la

nación. Así, pues, Atahualpa oscilaría entre la ingenuidad y la nobleza.

El Atahualpa de “Mi Perú” es un Atahualpa más próximo al de la segunda

escena: aquel que dio la vida por su pueblo, aquel que se resistió firmemente a la

dominación española, aquel que, como Bolognesi o Alfonso Ugarte, optó por el

heroísmo de la inmolación por la patria. Es “su raza” la que habrá heredado ese arrojo y

valentía, es decir, son los indios quienes legítimamente preconizan tales valores. Sin

embargo, ¿cuán exacta es esta representación criolla en relación al Atahualpa del que

nos habla la ciencia histórica? A la llegada de los españoles, Atahualpa se encontraba


115

en una encarnizada guerra civil con su hermano Huáscar por el usufructo del poder

político-militar del Tawantinsuyo. Esta lucha era, sin duda, una lucha entre élites

gobernantes que buscaban mantener un determinado régimen de explotación; no fue una

lucha entre las nacionalidades sometidas y esas mismas élites. Atahualpa no era un líder

de la masa dominada, sino, antes bien, ocupaba el sitial más elevado en una jerarquía de

poder. En este sentido, es falso que Atahualpa haya preferido la muerte para darse como

modelo de virtud a su pueblo. Como lo señala la historia, Atahualpa intentó salir del

cautiverio al que lo habían sometido los invasores españoles pues de su posición de jefe

político y militar dependía una lucha política al interior de las propias estructuras

sociales del Tawantinsuyo.

En este punto, el vals analizado brinda, una información bastante pobre. El

carácter rebelde se señala apenas en el adjetivo “indómito”; luego, cuando se profiere la

frase “prefiriendo morir” no se indica ante qué se coloca la muerte como preferible. Lo

que se resalta, en cualquier caso, es esta suerte de martirologio del inca Atahualpa. Así,

se pasa igualmente rápido al presunto legado moral que dejó su “raza”, esa “raza” que –

dicho sea de paso- no es reconocida, en un primer momento, como propia sino más bien

como distante y, hasta cierto punto, remota, perdida en la historia. Resulta paradójico

que el vals resalte la opción de la muerte como algo conscientemente buscado antes que

la lucha y la resistencia que se podrían desprender de su connatural insubordinación

(“indómito inca”). Esa velada ambigüedad de la actitud del inca constituiría también la

herencia moral asumida por la “raza” indígena a lo largo de la historia. 8

Después de una estrofa con significados que no dejan de encontrarse en tensión,

la que le sigue no es menos compleja:

8
Cabe resaltar aquí que el vals no menciona en ningún momento la palabra “pueblo”, alusiva siempre a la
naturaleza social de los individuos humanos, sino más bien que se emplea “raza”, que alude antes bien a
116

Ricas montañas, hermosas sierras,

risueñas playas es mi Perú,

fértiles tierras, cumbres nevadas,

ríos, quebradas es mi Perú.

Como verificábamos en la primera estrofa, la base de la “identidad peruana” no

se halla en la articulación de las relaciones entre los hombres, sino más bien en la tierra,

en la naturaleza. El cuadro dibujado resalta la hermosura, abundancia y diversidad de la

geografía peruana. Se trataría, pues, de un derroche de riqueza ecológica que

naturalmente brota de la “tierra del sol”. Pero la valoración de esta riqueza ecológica se

realiza bajo dos formas: una económica y otra estética. El Sol, antiguo dios incaico, nos

habría regalado estas invalorables riquezas para que nosotros en el presente gocemos de

ellas. Ese cuadro no estaría ahí para ser solamente objeto de contemplación, sino

también de explotación humana. Dada la riqueza de las montañas y la fertilidad de las

tierras los peruanos estarían predestinados desde antiguo a transformar esa naturaleza.

Sin embargo, el énfasis puesto en la canción es el de una naturaleza tan rica y preciosa

que los hombres no pueden más que sentirse avasallados ante imponencia tal. Así, pues,

la relación del hombre con la naturaleza tiene un carácter excesivo respecto de la

relación del hombre con los otros hombres; no obstante, ese exceso se halla del lado de

la naturaleza y lo sujetos humanos quedan en una condición de relativa frustración ante

sus fuerzas productivas. Por consiguiente, si el Perú es esa naturaleza que excede por

mucho a los pobres animales humanos, los peruanos conformarían una especie de

rebaño impotente, aplastados por su propia patria. El Perú sería para los peruanos un

espectáculo hermoso pero terrible.

una naturaleza biológica que distingue a los grupos humanos entre sí con el objeto de plantear diferencias
relacionadas a la subordinación de unos sobre otros.
117

Después del coro, la última estrofa retoma el tema de los hombres. Aquella

“raza” que antes se veía como distante y ajena, ahora se la reconoce como propia (“así

es mi raza”). Es esta la “raza” que habría explotado la riqueza ecológica durante tantos

siglos de historia antes de la conquista hispánica. Sin embargo, la valoración de los

indios, esto es, de la “raza incaica” está atravesada por una contradicción fundamental:

por un lado, la “raza peruana” es “noble y humilde”, esto es, sumisa, con una actitud de

conformidad con el sistema de explotación al que la tienen sometida; por otro lado, se

muestra “rebelde” en ocasiones críticas en que circunstancias exteriores atentan contra

su cotidiana “libertad”.

Este vals se compuso hacia fines de la década de los 40 cuando el problema del

indio todavía pasaba por el problema de la apropiación oligárquica y gamonal de la

tierra. ¿De qué libertad de la “raza del inca” se podía hablar si es que el hombre de los

Andes se encontraba subyugado a condiciones de servidumbre y hasta de esclavitud? La

libertad del hombre andino sería coactada a diario en situaciones socioeconómicas de

esa índole. Si el indio fuese rebelde cuando coactan su libertad, entonces el carácter

propio sería la rebeldía y no la sumisión que se pretenden significar bajo los adjetivos

de “noble” y “humilde”. Entonces, tras esta percepción se encuentra otra según la cual

los indios no son más que unos individuos cobardes y tontos que no ofrecen una

resistencia real ante la opresión. Por eso, además, se señala que la “lucha” de los indios

solo se da en el terreno más ideal posible (“entonces poniendo alma, mente y corazón”).

No se señala en ningún caso que la permanente violencia del sistema social pueda ser

combatida por algún tipo de violencia popular organizada. La “rebeldía” de “mi raza”

estaría tan solo cargada de buena voluntad, de buenos sentimientos. Es más, el vals no

detalla qué clase de circunstancias son las que podrían coactar la libertad de los indios,

menos aún se menciona qué sujetos sociales estarían involucrados en tal coacción. La
118

respuesta es clara: el aparato coercitivo del Estado, la represión de las burguesías

locales, la del gamonalismo... Una afirmación de esta clase resultaría, indudablemente,

incómoda para la imaginación criolla.

Por tanto, ¿qué “cadenas” podría romper esa “raza” si de suyo es la pasividad, la

inacción, la inocencia quizá? Bajo consideraciones tales, para el sujeto criollo, ningún

grupo humano podría levantarse en rebelión en ninguna parte del mundo ni “aunque la

muerte vea llegar”. Esta suerte de esencialismo atribuido a la subjetividad del indio no

hace más que naturalizar las relaciones de producción que se entablan entre los sectores

sociales y, así, cancelar las posibilidades tanto objetivas como subjetivas de su

liberación. En términos de Alain Badiou (1990a y 1990b), ese supuesto rompimiento de

cadenas no sería sino un simulacro de liberación, esto es, una apariencia que no

implicaría la irrupción de una verdad histórica rotunda que permita la ruptura real del

lazo social del orden establecido.

Cecilia Méndez (1992 y 1993) señala que el nacionalismo criollo del siglo XIX,

de corte aristocrático, preconiza un ideal de república que para erigirse requiere del

desplazamiento del indio como sujeto de la historia peruana: por un lado, la visión

liberal (Simón Bolívar) sueña con una patria unida de propietarios libres, prósperos e

ilustrados; por otro lado, la visión conservadora (Felipe Pardo) acaricia el ideal de

convivir entre nobles de abolengo bajo un régimen oligárquico. En cualquier caso, los

indios conforman un cúmulo de individuos torpes, cuya raza se ha degenerado con el

pasar de los siglos. Jamás podrán alcanzar la “magnificencia” cultural y biológica que

tuvieron los incas. De esta suerte, se pretende aparentar una revalorización de lo andino

a través de una negación radical de su presente, vale decir, a través de una concesión

celebratoria a una imagen ideal, ahistórica, del período de dominación incaica. La


119

romántica afirmación del pasado incaico servirá de instrumento ideológico para

legitimar la posición criolla.

Sin embargo, en este vals, el sujeto criollo se sitúa en una posición en la que

“eleva” al indio al lugar de “raza auténticamente peruana”. Es decir, ocurre exactamente

lo contrario: de prescindir totalmente del indio (como lo plantea Cecilia Méndez para el

XIX), se pasa a prescindir de todos menos del indio. Un aparente giro de 180 grados,

desde luego. Lo cierto es que tal “elevación” de la figura del indio no lleva a este a ser

identificado como la “encarnación humana” del Perú. El Perú, en tanto comunidad de

seres humanos, queda reducido a la abstracción y estetización del territorio nacional. La

representación criolla del indio está plagada de tal cantidad de ambigüedades, que no

puede ser capaz de asumir al indio como sujeto nacional. En otras palabras, el llamado a

ser el sujeto no llega a ser más que una sombra impotente de la tierra. Y la subjetividad

criolla, “portadora por excelencia” del Espíritu peruano, no será más que remedo inútil

de esa sombra.

2. “BELLO DURMIENTE” DE CHABUCA GRANDA Y LOS ESPEJISMOS DE LA “PROMESA

DE LA VIDA PERUANA”

En 1956, Manuel Prado Ugarteche resulta elegido por segunda vez presidente de

la República. La oligarquía agroexportadora, financiera y comercial buscará fortalecerse

frente al avance de la burguesía industrial. El capital imperialista norteamericano,

gracias a las políticas liberales del gobierno, logra conservar sus prerrogativas sobre los

principales sectores productivos. Además, el pradismo llega a consolidar una alianza

política con el APRA, conocida como la “convivencia”, con la cual el capitalismo

oligárquico buscaba ejercer un control más amplio, en términos políticos e ideológicos,


120

sobre las clases dominadas. Por esa misma época, la compositora Chabuca Granda se

encontraba en Europa. Ya había compuesto su vals “La flor de la canela” y otros de

tema limeñista. Sin embargo, “Bello durmiente” se ofrece como una respuesta musical

criolla frente al nuevo gobierno pradista. Así, antes que ser una enérgica denuncia de lo

que representaba para el pueblo la segunda administración de Prado, Chabuca Granda

retoma el motivo de la riqueza natural para hacer patente lo que ella consideraba como

vacíos sustanciales en la política estatal peruana. Lo interesante resulta observar que la

carga erótica que le imprime a la imagen del país es tan intensa que las intenciones

políticas críticas de la compositora se desdibujan.

¡Te amo... Perú!

Y recorriera toda la gama de verdes que te adorna

Y el gris soberbio manto de tu costa

Que al subir por los cerros en colores se torna.

Me empinaría en tu más alta cumbre

Para estirar mis brazos y abrazarte.

Y en esta soledad pedirte humilde

Que devuelvas mi beso al yo besarte.

Es un derroche de amor el suelo mío,

Y es que es el hijo del sol el Perú mío,

Es un gigante al que arrullan sus anhelos,

Bello durmiente que sueñas frente al cielo.

Este su sueño comparten tres amadas,


121

Desnuda costa ilusionada,

Exuberante la selva apasionada

Y una tímida sierra enamorada.

[CORO]

Generoso Perú, bello durmiente...

“Bello durmiente” retoma el tópico de la identidad entre país y espacio

geográfico. Sin embargo, en este vals asistimos a una sexualización de esta relación y a

la relación entre el sujeto de la enunciación y la representación del país. La primera

secuencia detalla los elementos que constituyen el atractivo del Perú y que despiertan el

deseo del sujeto enunciador: la “gama de verdes” de la selva, el “gris soberbio manto”

de la costa y los “colores” de la sierra. El esquema de regiones geográficas sigue el

esquema tradicional en que se divide el suelo peruano. En la historia de la república,

esta división ha tenido siempre un correlato geopolítico concreto. La costa ha sido el

territorio predilecto para la agricultura de exportación; la sierra, los Andes, ha sido

tratada como una especie de yacimiento minero gigantesco; y la selva ha guardado

siempre un aire salvaje de territorio que debe ser conquistado. La idea es que cada

región geográfica posee su atractivo. Así, la que ofrece mayor diversidad cromática es

la sierra, ya que “sus cerros” están cargados de toda clase de colores; no hay un color

que le haya sido arrebatado. Esto es, en atractivos naturales ninguna de las regiones

tiene más que ofrecer que la sierra. Desde la perspectiva de este vals criollo, ni siquiera

la selva puede ser comparada con la riqueza serrana; su variedad de verdes podrá ser

muy amplia, pero al fin tan solo constituyen variaciones sobre un mismo color. Del otro

lado, la costa no ofrece al ojo gran espectáculo, únicamente el monótono gris de la capa

de nubes estrato en un gran sector de la franja costera. No obstante, no por eso, la costa

deja de ser atractiva, “soberbia”, para la autora del vals. En suma, aunque con sus
122

diversos matices, todo el territorio nacional constituye una fuente visual de satisfacción

libidinal para el sujeto criollo.

En esta narrativa, la belleza atribuida al territorio nacional es lo que genera el

acto de “amor” en el sujeto. Aquí existe una clara diferencia sexual entre el sujeto de la

enunciación y la representación de la nación: el sujeto del vals enuncia en posición

femenina, mientras que el Perú es descrito como en posición masculina. El país es un

hombre cuyos atractivos físicos movilizan las demandas femeninas. Es aquí la mujer la

que se encuentra en búsqueda, en provocación del deseo masculino. El sujeto femenino

del vals remarca el hecho de que el “empinarse en la más alta cumbre” lo lleva a cabo

con el objeto de propiciar un encuentro privado, íntimo, con el sujeto masculino.

La metáfora de la demanda de amor no muestra sino un reclamo de eficiencia

política al Estado oligárquico. El Estado estaría tan alejado de las necesidades de la

población que el sujeto criollo se siente obligado a “empinarse en su más alta cumbre”

para que sus demandas sean atendidas. La sexualización de la imagen del Estado supone

una visión de éste como una entidad omnipotente. Debería de ser como se supone debe

ser un hombre: viril, fuerte, activo, dominante. Si el sujeto enunciador del vals es

femenino tal como son representadas la costa, la sierra y la selva (“las tres amadas” del

Perú), los reclamos de tal sujeto pueden ser identificables a los de dichas regiones. Es

decir, costa, sierra y selva –tanto su territorio como su población- deberían estar

supeditadas a la dominación ejercida por la burguesía a través de su “amado”: el Estado-

nación. Es más, las demandas regionales deberían ser expresadas de forma “humilde”-

como el sujeto de la canción: “en esta soledad pedirte humilde/ que devuelvas mi beso

al yo besarte”. Puesto que en la ideología patriarcal la mujer es un ser sumiso,

sojuzgado a los planes masculinos, sus “amadas”, es decir, las tres regiones deberían

también dirigirse hacia el Estado sumisamente para que él disponga de ellas. Sin
123

embargo, ni la nación (las tres regiones) ni el Estado actuarían como deberían actuar: ni

el Estado busca consolidar su dominio ni las regiones nacionales buscan ser

“amancebadas” por el poder del Estado. En este sentido, lo que habría pretendido

Chabuca Granda es generar un doble efecto: que se efectivice la dominación política

burguesa y que las poblaciones se sujeten “humildemente” a ella, ambas pretensiones

guiadas por la fascinación frente a las “riquezas” naturales del territorio peruano.

Ahora bien, en el sentido “común” peruano en torno a la identidad nacional está

muy difundida la idea de que el Perú es, si no el más rico, al menos uno de los países

más ricos del mundo en relación a sus recursos naturales, es decir, según esta visión,

todas las condiciones estarían dadas para emprender el camino hacia el desarrollo

nacional, lo único que faltaría es que los peruanos tomen conciencia de esas

“posibilidades objetivas”. Este punto de vista es homólogo al expresado en el vals

“Bello durmiente”: el territorio nacional es “un derroche de amor”, una fuente

inagotable de riqueza, la precondición del progreso de la nación; no obstante, el mayor

obstáculo reside en el hecho de que el Perú –tanto la sociedad como el Estado peruano

posiblemente- no es sino “un gigante al que arrullan sus anhelos”, un “bello durmiente

que duerme frente al cielo”. En otras palabras, para la mirada criolla, tanto burguesía

como clases populares deberían contribuir a un proyecto conjunto de edificación

nacional más aún cuando el suelo peruano ofrece muchas potencialidades para el

desarrollo económico.

Esta visión guarda estrecha relación con la tan conocida frase atribuida a

Antonio Raimondi: “El Perú es un mendigo sentado en una banca de oro”. Para José

Luis Rosario (2003), esta frase encierra lo que denomina el goce imaginario de la

autoglorificación criolla. Según Rosario (2003: 6), la fantasía de la grandeza peruana

expresada en la frase de Raimondi puede tener un significado doble: por un lado, la


124

autoglorificación puede servir para justificar las contradicciones y arbitrariedades de

una formación social determinada y predicar una postura de resignación ante ella; por

otro lado, la representación imaginaria de una grandeza perdida concebiría dicha

grandeza como algo ya positivamente dado en la historia, es decir, en algún momento

del pasado los antiguos peruanos habrían ya alcanzado tal grandeza que con el

transcurrir de los años se fue perdiendo. En otros términos, según este universo

ideológico, no haría falta que los hombres del presente tengan que construir algo nuevo.

Tal novedad no existiría pues la grandeza nacional habría funcionado siempre como una

causa eterna anclada en un momento difuso del pasado prehispánico o, en todo caso, en

la configuración geográfica misma de la nación.

Pero en el caso de este vals, el Perú no aparece representado como un mendigo,

es decir, el elemento dinero no aparece como elemento mediatizador entre el hombre y

la naturaleza. En la frase de Raimondi aparece el antagonismo riqueza/pobreza para

provocar una indignación en el receptor que lo lleve no a luchar contra la acumulación y

concentración de capitales, sino a plantearse formas para desarrollar un proceso

nacional de producción de riquezas. En Raimondi, habría una sobrevaloración –de corte

moralista- de la imagen del rico. En cambio, en el vals de Chabuca, toda contradicción

social ha sido borrada. No hay ni visos de una polaridad entre ricos y pobres, sino más

bien una visión corporativa de la sociedad, es decir, el Perú como un único cuerpo

gigante integrado en el que todos los órganos cumplen su función y no suscitan mayor

peligro para la unidad social. Chabuca Granda creería que los intereses (los “anhelos”,

según ella) de las diversas clases sociales y estamentos del Perú de los años 50 bien

pudieran integrarse en un todo compacto, sin diferencias de intereses. Es más, la

comunión de todos constituiría ese gigante que “desde siempre” es el Perú. Es decir,

según esta visión, por ejemplo, los intereses del gamonal podrían converger con los del
125

pongo, los intereses de los “barones del azúcar” (los hacendados de la costa norte)

podían convergir sin mayores inconvenientes con los de los campesinos. Lo único que

según Chabuca granda haría falta es que todos se dispongan a trabajar unánimemente

para construir una sola nación. Que los anhelos de la sociedad peruana en su conjunto se

den a la acción, a la labor de forjar una patria grande y hermosa: este sería el ideal de

nación. En ningún caso, pues, la defensa de lo nacional supondría una resolución de las

contradicciones con el imperialismo que dé fin a la situación neocolonial peruana.

Este su sueño comparten tres amadas,

Desnuda costa ilusionada,

Exuberante la selva apasionada

Y una tímida sierra enamorada.

En “La moza del gobierno” de Ricardo Palma (1973), puede observarse una

visión sobre la nación, común a los escritores de la época: la nación es como una mujer,

a la que el Estado puede tomar como su propiedad. Sin embargo, en “Bello durmiente”,

la representación de la nación es un poco más compleja: el Perú es un “gigante”, un

“bello durmiente”, un sujeto masculino que tiene frente a sí tres mujeres de las que

puede gozar (la costa, la sierra y la selva). En otros términos, el Perú sería el poseedor

del objeto del deseo de estas tres regiones naturales; más aún, se supone que él mismo

es ese objeto de deseo del cual no es consciente. Las regiones geográficas simplemente

estarían clamando ser gozadas por el Perú, ser explotadas para que de ellas se pueda

extraer la mayor riqueza posible. Sin embargo, ese Perú –podríamos decir- no actúa

como varón; tiene ante sí tres amadas que lo único que esperan es ser satisfechas por él,

pero ese Perú solo muestra una radical impotencia ante tal seducción. No obstante, esa

inercia del Perú de Granda se sostiene en su no acceso a un saber específico, vale decir,

la conciencia de su grandeza y de su belleza, saber al que tendría inmediato acceso si se


126

satisficiera a través de la belleza y exuberancia de sus “amadas”. Así, pues, la crítica de

Chabuca Granda se funda no en una natural imposibilidad del Perú para llevar a cabo tal

acto, sino en una falta de voluntad política para tomar las decisiones trascendentales

para el país, a una indiferencia totalmente injustificada. De este modo, si el Estado

peruano despertara de sus ilusiones, si dejara de adormecerse por el querer y pasara al

hacer, entonces también costa, sierra y selva saldrían de su letargo.

La propuesta de Chabuca, surgida de su descontento por el segundo gobierno de

Prado, consiste en el ingreso efectivo del país en el desarrollo económico y social

mediante el despliegue de fuerzas de todos los peruanos tomando en cuenta las

particularidades que le brindan sus respectivas regiones geográficas. La clave para la

salida del “subdesarrollo” o de la “dependencia” se encontraría en dejar atrás falsas

pretensiones al nivel de la política del Estado burgués. Lo que el vals abiertamente

omite es las disputas por el poder en relación a los propios sectores sociales. Se asume

que no existe un desbalance de poder entre las clases o que la construcción de un nuevo

poder por parte de clases ajenas al bloque dominante es ilegítima. El sueño político del

que Chabuca Granda deja constancia en este vals solo podría concretarse dado el caso

de un Estado que pretenda plantearse como integracionista, vale decir, que no busca

favorecer a ninguna clase en particular sino a la “unidad nacional”, un Estado que no

ejerce una violencia estructural sobre la mayoría de la sociedad. Dicho sueño político

tan solo tendría una aparente intención democratizadora; en la práctica, de concretarse,

sería tan solo instrumento ideológico de las clases capitalistas en el poder. En este

sentido, ¿cuánto se distanciaba verdaderamente la propuesta política de Granda de la de

Prado? Pues no demasiado. Ambas abogarían por sistemas sociopolíticos en el que el

poder real jamás residiría plenamente en las clases populares.


127

3. “Y SE LLAMA PERÚ”: MEMORIA FELIZ DEL VELASQUISMO

El gobierno de la junta militar encabezada por el general Juan Velasco Alvarado

(1968-1975) lleva a la práctica –y supera- todas las reformas esbozadas en el discurso

por el “reformismo burgués” del período anterior. La aplicación de la reforma agraria, la

solución al problema con la International Petroleum Company (IPC) y el impulso al

desarrollo de la industria nacional son asuntos que estaban presentes en las propuestas

de la alianza Acción Popular-Democracia Cristiana durante el primer gobierno de

Belaúnde (1963-1968) pero que, debido a las pugnas con la oligarquía y las

confluencias con el imperialismo estadounidense, no llegaron a ver la luz. En este

sentido, en contraste a la opinión de Guerra García (1983a, 1983b y 1983c) según la

cual el “velasquismo” –“deudor” de las propuestas políticas de Haya y de Mariátegui-

representa la continuación de las luchas populares durante el siglo XX, me interesa

sostener, por el contrario, que la “primera fase” del gobierno militar representa el

intento de construcción de un capitalismo “nacional” en el que burguesía industrial,

tecnocracia y Fuerzas Armadas sean los nuevos agentes de dominación. 9

Carlos Franco (1983a y 1983b) ha insistido en que la dictadura de Velasco fue

un régimen “políticamente autoritario” y “socialmente democratizador”. Según él, esa

era la única forma con la que se podía romper la dominación oligárquica, a través de

una ruptura violenta. Sin embargo, lo que evita señalar es que esa “violencia

revolucionaria” provenía de la voluntad de uno de los aparatos del Estado (las Fuerzas

Armadas) sin el concurso del movimiento popular. En este sentido, lo “socialmente

democratizador” del régimen es una verdad a medias: el poder popular no fue agente

revolucionario de la “revolución peruana” del 68. El gobierno militar no era, de ningún


128

modo, un sujeto político que representase los intereses populares, pese a que alentó la

sindicalización en los distintos sectores de la producción. En ningún momento, dejó de

primar la institucionalidad militar. La confusión al respecto se origina en la fraseología

izquierdista que solía utilizarse en el discurso oficial, motivo por el cual –por ejemplo-

el Partido Comunista Peruano (“prosoviético”) estableciera una relación de

colaboración con el gobierno de Velasco.

El motor ideológico del régimen militar fue la propuesta de fundación de un

Estado nacional que integre a las grandes masas a un desarrollo social global. La

llamada “democracia social con participación plena” renueva la tutela burguesa de la

organización autónoma de las clases populares, solo que ahora ya no a manos de una

atrasada oligarquía sino bajo la dirección de los institutos armados, la nueva burocracia

tecnificada y la fracción industrial de la burguesía. En esta línea, tampoco se logró

romper la cadena de dependencia respecto del imperialismo. Como señala Henry Pease

(1998 [1977]: 379-381), la expropiación de la IPC fue un acto coyuntural y solo implicó

una redefinición de la presencia del capital imperialista en el país.

Así, la política de “participación popular” tiene por objeto atenuar la

contradicción entre las clases trabajadoras y la burguesía nativa. La “comunidad

industrial”, por ejemplo, distribuye la propiedad y la gestión de las empresas

industriales entre los trabajadores y los propietarios: la “propiedad social” fue un ideal

que nunca se dio en la práctica, pues los aparatos del Estado, en su incesante

concentración de poder, forjaron contradicciones tanto con el empresariado como con la

clase obrera. Asimismo, el SINAMOS (Sistema Nacional de Movilización Social) fue

un marco burocrático de aparente flexibilidad que buscó el apoyo de las organizaciones

populares para conseguir una legitimidad más amplia en la población. No obstante, la

9
Para un amplio debate sobre el “reformismo burgués”, véase Lauer (1978).
129

toma final de las decisiones reposaba en la rígida estructura de jerarquías de la

institución militar.

Entonces, lo que el “velasquismo” habría hecho es representar el abrupto paso de

un régimen oligárquico de Estado semicolonial y desarrollo primario-exportador a un

capitalismo de Estado10. La cúpula militar produjo un cambio al interior del bloque de

clases en el poder y algunos procesos de democratización sociopolítica. Es este modelo

de Estado capitalista con el que Augusto Polo Campos cuenta para componer el vals “Y

se llama Perú” por encargo del general Velasco. Años más tarde, Alan García lo tomaría

como emblema de su gobierno y, en el 2001, durante la campaña electoral para la

presidencia, lo utilizaría para un spot publicitario en donde cantaba a dúo con Arturo

“Zambo” Cavero, el cantante criollo que interpretara por primera vez la composición de

Polo Campos.

Cosechando en mis mares, sembrando en mis tierras,

quiero más a mi patria,

mi nación que, luchando,

rompió las cadenas de la esclavitud.

Es la tierra del inca, que el sol ilumina

porque Dios lo manda

y es que Dios a la gloria le cambió de nombre

y le puso Perú.

Atesora en sus playas las riquezas pesqueras

de mi mar soberano,
130

y en la sierra bravía la nieve perpetua

es bandera de paz.

La montaña en sus venas guardaba el petróleo

de nuestro mañana,

y la tierra serrana nos da a manos llenas

el acero y el pan.

Y se llama Perú, con P de patria,

la E del ejemplo, la R del rifle y la U de la unión.

Yo también me llamo Perú, pues mi raza peruana

con la sangre y el alma pintó los colores de mi pabellón.

¡Yo también me llamo Perú! Con P de patria,

la E del ejemplo, la R del rifle y la U de la unión.

Yo también me llamo Perú, pues mi raza peruana

con la sangre y el alma pintó los colores de mi pabellón.

Como puede notarse el eje central es una determinada conceptualización del

trabajo humano en cuanto fuerza productiva fundamental para la generación de una

“integración nacional”. Así, el vals comienza aludiendo a dos actividades productivas

muy específicas que se planteaban como claves del proyecto nacional en los años 70: la

pesquería y la agricultura. Sin embargo, estas dos actividades no se plantean ni como

enajenación mediante el trabajo asalariado (capitalismo) ni como necesidad vital del

individuo en su sociedad (comunismo). El trabajo ligado a estos sectores primarios de

la economía es concebido bajo las coordenadas del “amor a la patria”. Aparentemente

10
Para mayor información sobre la caracterización del período 1968-175 como “capitalismo de Estado”,
131

esta conceptualización del trabajo sería una suerte de “tercera vía”, “ni capitalismo ni

comunismo” como señalaba reiteradamente el general Velasco Alvarado.

El vals de Polo Campos es bastante puntual en relación a la división del trabajo

dentro del modelo de nación que se pretende justificar. La costa está estrechamente

vinculada al trabajo pesquero, el cual a su vez está relacionado a la política de

protección de la soberanía nacional: “Atesora en sus playas las riquezas pesqueras/ de

mi mar soberano”. La sierra es vista como una proveedora de insumos agrícolas y de

productos mineros: “Y la tierra serrana nos da a manos llenas/ el acero y el pan.”

Finalmente, la selva es representada como una eterna fuente de petróleo: “La montaña

en sus venas guardaba el petróleo/de nuestro mañana”. Sin embargo, esta división para

la población nacional no se plantea como una división social del trabajo, sino antes bien

como una división natural. No son las relaciones entre los hombres las que

determinarán, pues, la ubicación de los sujetos humanos en las diferentes ramas

productivas; será, antes bien, la disposición natural de la geografía física. No se habla en

ningún caso de un país avocado a la gran industria, relativa a sectores secundarios o

terciarios de la producción. Todo pareciera obedecer al libre arbitrio de lo

proporcionado por el suelo.

Todo pareciera orquestado por una fuerza superior, sobrehumana, para que el

Perú sea una nación pujante y desarrollada. Según esta lógica nada obedecería a un

desarrollo histórico de las relaciones entre los propios hombres. Ni la actividad agrícola

ni la minería ni la industria pesquera ni la extracción de petróleo implican, para el

imaginario del nacionalismo criollo-velasquista, la explotación del trabajo de unos

hombres por el de otros. La relación del hombre con la naturaleza sería armónica pues

las relaciones sociales son representadas también como armónicas. Dicha “armonía

véase Guerra García (1983c: 104-107


132

social” estaría garantizada por la mediación de Dios. Él habría diseñado el orden

cósmico y la historia de modo tal que los beneficios para la comunidad nacional estarían

ya garantizados desde siempre.

La aparición de la figura de una entidad divina en la canción contribuye a la

desaparición de la mediación que cumple el Estado en el orden público. El Perú es

imaginado como el país elegido por la mano de Dios. Es decir, los peruanos tendrían el

privilegio de haber sido tocados por la gracia divina no solo en este período histórico -el

del “gobierno revolucionario del Perú”- sino en todos los períodos de la historia e

incluso más allá de ella. Es mandato de Dios que el sol ilumine el territorio nacional,

territorio que es reconocido como la “tierra del inca”.

A diferencia de “Mi Perú”, en este vals el universo simbólico incaico está

subordinado al judeocristiano. Todo obedece a la disposición de un ser superior

incorpóreo, de naturaleza puramente espiritual. Más aún, el significante “Perú” es el

equivalente del significante “gloria”. Así, pues, existiría una predestinación para que la

sociedad peruana en su conjunto ocupe el lugar privilegiado de lo glorioso; el Perú sería

el summum de la perfección de lo divino. En este sentido, trabajar sin cuestionar el

orden público significaría no solo una demostración de amor a la patria, sino una

demostración de amor a Dios pues a su intercesión se debería la gloria peruana. Plantear

críticas al Estado, desde este punto de vista, sería una traición a la patria, un sacrilegio,

un pecado imperdonable.

Esta glorificación de la nación mantiene un correlato claro con la concepción de

libertad que se tiene en la canción. Toda la comunidad nacional habría contribuido a

“romper las cadenas de la esclavitud”. Lo no dicho aquí es la equivalencia implícita

entre nación y Estado. Durante el período de la “revolución peruana”, las reformas

emprendidas, no fueron directamente conquistas de las masas; fueron obra de una


133

estructura de cambio social organizada “de arriba hacia abajo”, desde la tecnocracia

militar y sectores de las clases medias incorporados a la burocracia estatal. Si bien es

cierto que las reformas velasquistas llevan a cabo un proceso de transformación que

materializaba varios de los proyectos de la izquierda en el Perú, tales reformas tuvieron

por objeto, sobre todo, la contención de una posible revolución social dirigida por los

partidos socialistas y los movimientos populares del país en ese momento. Las

relaciones sociales basadas en la propiedad privada no fueron totalmente abolidas por

el velasquismo, pero sí en una parte: lo que se produjo fue una forma sui generis de

propiedad burguesa en la que los medios de producción eran compartidos entre la

burguesía, el Estado y los trabajadores. El poder de conducción de las industrias y

demás actividades económicas no residía en la organización de los trabajadores.

Por otro lado, la mencionada victoria nacional contra la esclavitud es enunciada

como un acto abstracto. ¿De qué se habla cuando se habla de nación? ¿Se habla de una

amplia alianza de todos los sectores sociales contra la “esclavitud” o contra el

colonialismo? El mensaje subrepticio sería algo así: “ahora ya no hay esclavitud en

nuestra patria, ahora podemos ufanarnos de nuestra libertad; enrumbémonos, pues, a

impulsar sin vacilación la grandeza de nuestra nación”. De este modo, se vacía de todo

contenido socioeconómico real el significante “nación”. En dicho término, pueden caber

tanto las clases propietarias así como las no propietarias. Lo importante es la

adscripción del sujeto a la esfera de pertenencia de la nación. Todo aquel que se

identifique con la nación deberá identificarse con el ideal de integración social no

conflictiva que se propone en la canción. De este modo la libertad estará adscrita a todo

el bloque representado en la nación. La resistencia se dará del bloque nacional hacia las

naciones foráneas, imperialistas o no. La defensa de la soberanía nacional, una vez

alcanzada la libertad, será el verdadero campo de batalla: defender el suelo patrio frente
134

a todo enemigo externo. Las relaciones económicas, sociales y políticas al interior del

país no representan “peligros” para la “unidad nacional”. Todos los sectores sociales

deben someterse a la autoridad pública para que se proteja la soberanía. Tal autoridad

solo obedecerá a los nobles ideales de nación estatuidos por mandato divino. En otros

términos, el rol del Estado no es cuestionable puesto que se lo concibe enteramente

representativo del cuerpo nacional. La ambigüedad de la representación de esta canción

reside en que no se plantea como problema la cuestión de qué clase o clases sociales

tendrían que dirigir la defensa de la “soberanía nacional” si lo que se pretende es romper

con las relaciones de supeditación al imperialismo.

Sin embargo, en el vals, la intervención del Estado-nación tiene sentido si son

las fuerzas armadas las que dirigen todos los procesos de transformación social tal como

sucedió durante el régimen velasquista. Ya en la estrofa en que se hace referencia a los

Andes se introduce un viso de la concepción política militar: “y en la sierra bravía la

nieve perpetua/ es bandera de paz.” ¿Cómo siendo “bravía” la sierra puede distinguirse

también por una “bandera de paz”? El potencial insurreccional de las poblaciones

andinas es contenido, así, de inmediato con una representación de los andes como

intrínsecamente pacífico al mismo tiempo. Lo que sucede aquí es que se pretende

desconocer las luchas de clase bajo la imposición de una paz social. Con una “bravura”

tal, la dichosa “paz social” solo se podría conseguir a través de la acción del aparato

represivo del Estado sobre las poblaciones que ofrezcan amenaza de levantamientos por

las polarizaciones sociales que se produzcan en el cuerpo social.

A este respecto, el acróstico formado con las letras de la palabra “Perú” es

significativo:

Y se llama Perú, con P de patria,

la E del ejemplo, la R del rifle y la U de la unión.


135

Yo también me llamo Perú, pues mi raza peruana

con la sangre y el alma pintó los colores de mi pabellón.

El significante “patria” como significante primordial del texto de la canción se

justifica en todo su autotelismo: la patria no necesita justificación para su existencia; la

patria es la patria. En el universo discursivo de este vals, el significante “patria”

representa la más pura tautología, nada se le puede oponer pues ella lo es todo, contiene

a la vez todos los otros significantes y los dota de sentido. Su presencia se asume en

todas las dimensiones de la subjetividad peruana. Todo el deseo del sujeto tendrá que

estar dirigido a colmar el vacío que deja la sola presencia de tal significante. “Patria”

constituirá el centro articulador de la cadena de significantes restante que conforma la

palabra “Perú”: “ejemplo”, “rifle”, y “unión”. “Perú” no solo implicará patria a secas, es

decir, cualquier patria; hablar del Perú para el sujeto criollo de este vals será hablar de

una patria ejemplar, un país que se erige por encima de todos los otros para ofrecerse

como modelo a seguir, como paradigma de virtud ante las otras naciones. Sin duda, esta

glorificación del sujeto nacional implica un goce narcisista pero también cierta

arrogancia en relación a lo que se considera como propio. La patria se mostraría como

una suerte de metasujeto, que emerge como rector de los sujetos particulares. En

términos hegelianos, podríamos decir que esta perspectiva es representativa de un

universalismo abstracto, un falso universalismo. Un universalismo real, concreto, que

aterrice en la realidad social, se enunciaría desde un o unos cuantos sujetos colectivos

desde los cuales enunciar la universalidad.

Son los dos últimos significantes del acróstico los que afirman los dos aspectos

que estructuran la propuesta política de este vals. Lo que líneas atrás sostenía en

relación al vínculo con las fuerzas armadas que se propone en la representación del

Estado se ve confirmado ahora. El significante “rifle” refiere directamente a las


136

instituciones armadas del Estado y más específicamente al ejército. No solo la

“seguridad nacional” estará garantizada por la intervención política de las fuerzas

armadas sino sobre todo la unidad de la nación. Es decir, este ideal abstracto de

integración nacional al que me he referido a lo largo de mi análisis solo puede ser

imaginado en la ficción simbólica si y solo sí las instituciones castrenses constituyen el

actor político fundamental. En este sentido, la letra “r” y la “u” son inseparables; las

fuerzas militares y la unión de todos los peruanos están obligadas a marchar juntos. Así,

la identidad nacional se podrá comprender si se entienden como indesligables “patria”,

“ejemplo”, “rifle” y “unión”. Con ello se justifica ampliamente el autoritarismo del

aparato estatal coercitivo de una forma tal que rebasa la propia “experiencia

velasquista”.

Pero toda esta cadena significante constituye la base de la identidad simbólica

del sujeto de la enunciación de este vals: “yo me llamo Perú”. Es decir, el significante

con el que el sujeto se identifica y dota de significados su existencia es el significante

nacional. Con ello se borra toda distancia entre el sujeto particular y ese metasujeto que

es en sí la nación. Así, la subjetividad criolla no se puede concebir como fuera de la

esfera de influencia de la cadena patria-ejemplo-rifle-unión. Fuera de esta cadena, el

sujeto criollo desaparece. Por ello, es posible sostener que en este vals, el sujeto criollo

se autopropone como un efecto de la significación generada por dicha cadena

significante.

Benedict Anderson (1993) ha señalado que los Estados nacionales, a partir del

siglo XIX, han recurrido a medios representacionales para imaginar la comunidad

nacional como una totalidad social cuyos habitantes perciben que conviven un tiempo

simultáneo y se mueven en una tradición cultural determinada. Así, periódicos, novelas,

museos o mapas habrían servido, en buena cuenta, para construir un imaginario y una
137

identidad que aglutine a los hombres y mujeres del territorio nacional. La bandera

nacional es uno de esos símbolos que se inventan en los Estados-nación del siglo XIX

para expresar el fervor patriótico, el lazo con el territorio después de obtenida la

independencia nacional tras un período de colonialismo. La bandera peruana será la

metáfora de la autonomía política y económica de la naciente república respecto de la

dominación colonial española. Las emociones, los deseos y las esperanzas de la nación

entera debían estar representadas en la bandera. En este sentido, la bandera debía

funcionar como un símbolo visual que permita vehiculizar las pasiones y pulsiones de

las masas.

Lo que sucede con la intervención de la imagen de la bandera en “Y se llama

Perú” gira en torno de esta lógica. La bandera nacional (“mi pabellón” según el vals) se

representa como un producto simbólico de la “sangre” y el “alma” de la “raza peruana”.

La mención de una “raza peruana” enfatiza una distinción no solo cultural sino sobre

todo biológica de los peruanos en relación a los habitantes de otras naciones. Pese a las

apariencias, el sentimiento de superioridad, basado en una construcción tan etérea como

la “raza peruana”, no expresa sino un profundo derrotismo: como no se percibe que se

haya podido construir una subjetividad colectiva cuyas luchas demuestren victorias

duraderas, emerge la necesidad de referirse a una sustancialidad sin tiempo que tiene la

capacidad de activar los mecanismos de la historia. El sintagma “raza peruana” no se

ancla tampoco en ninguna de las tradiciones peruanas: la “raza peruana” no son los

blancos ni los indios ni los negros; es, más bien, como el producto resultante del

mestizaje de esas tres “razas” que ya no se reconoce en sus antecesoras. El pabellón

nacional será, según Augusto Polo Campos, la demostración del sacrificio y de la virtud

de esa “raza”. En ella, todos los peruanos habrían depositado lo más puro de su espíritu,

su coraje, su tenacidad, su arrojo por la patria.


138

Sin embargo, ¿en qué se basa esta obsesión criolla por la bandera como

expresión plena de la peruanidad? ¿Acaso dicho símbolo “patrio” no fue en el Perú el

resultado de una decisión arbitraria tomada por las élites de propietarios y militares que

no solo no eran representativos de la mayoría del país, sino que además eran aquellos

que hacían uso de la represión para preservar la dominación de clase? La bandera en el

Perú ha estado vinculada desde el siglo XIX a las fuerzas armadas del Estado. Para las

instituciones castrenses, dicho símbolo debe ser tomado como un objeto sagrado que

mueva el anhelo de “defender” al Estado. La particular ideología nacionalista del

CAEM (Centro de Altos Estudios Militares), donde se formaron los cuadros militares de

las décadas de los 50, 60 y 70, entre ellos Velasco, consideraba también la bandera

como un símbolo cuyo estatus no pasaba por cuestionamientos. En este sentido, el

exagerado énfasis de Polo Campos obedece a una defensa acérrima de un Estado

“fuerte” en el que el ejército y las otras organizaciones militares jueguen un rol

fundamental de defensa de la soberanía. Lo que no ve Polo Campos es que ese aparato

represivo no sería sino un instrumento para reproducir las relaciones de producción en

el marco de la sociedad capitalista. El ejército al que el imaginario del vals criollo de los

70 rinde homenaje no es un ejército de liberación nacional ni un ejército de las clases

populares para sostener una lucha directa contra la violencia de clase. La operación

discursiva efectuada por la subjetividad criolla en este vals es la de trasladar las

presuntas glorias de la “raza peruana” a un aparato militar ilegítimo.

En este sentido, la insistencia por el trabajo manual, la búsqueda de integración

nacional y el enorgullecimiento por la supuesta libertad nacional son los elementos que

permiten construir el ideal de un Estado que procure invisibilizar las contradicciones de

clase en la sociedad y las contradicciones con el imperialismo, que las crea ya superadas

en un momento histórico en el que aún la estructura de clases moviliza el trabajo


139

humano. Para el imaginario nacionalista criollo, un estado de cosas tal tendrá que ser

vigilado por la represión militar; de no seguir tal normativa, los individuos recibirían el

castigo correspondiente: dejarían de ser peruanos.

***

La relación entre el sujeto criollo y la transformación de las relaciones sociales a

lo largo del siglo XX es el factor determinante de la incorporación del Estado como

garante de la nacionalidad en el imaginario criollo. A medida que los aparatos

represivos e ideológicos van haciéndose más visibles en todo el territorio peruano a

causa del ingreso de nuevas clases sociales en el escenario de la lucha, la demanda de

una “unidad nacional” resguardada por el Estado configura cada vez más los intereses

de aquellos sectores sociales identificados con el criollismo. Así, a partir de los años 50,

las clases medias se constituyen como una fuerza social que pretende articular una

alternativa política frente al Estado oligárquico: los intereses “nacionales”

paulatinamente se van colocando en su discurso por sobre los intereses populares de

clase, se propone al Estado como “eficaz mediador” de los conflictos sociales y el

imperialismo norteamericano no es visto como enemigo sino como sostén necesario...

Lo que me interesa destacar es que la emergencia del reformismo “democrático” a

mediados del siglo XX como expresión política de las nuevas clases medias es

correlativa a la del nacionalismo del movimiento musical criollo.

Ahora bien, las canciones aquí seleccionadas están relacionadas con la crisis del

Estado oligárquico y la emergencia de nuevas formas de dominación burguesa

expresadas en el poder estatal. “Mi Perú”, aparecida durante la dictadura de Odría

(1948-1956), construye una feliz identificación con la nación a partir del vínculo de la

presunta belleza del territorio nacional, el pasado común de los “valerosos” incas y la
140

“raza” indígena como símbolo de orgullo patriótico; en ningún momento se habla de

sujetos sociales como agentes de resistencia y lucha ante los poderes fácticos de ese

momento histórico. La categoría que le permite construir una visión abarcante de la

totalidad de la población del país es la de ciudadano peruano. La ciudadanía (categoría

tan puesta en boga hoy en día por la ciencia política liberal) es la ficción de la sociedad

burguesa que le otorga al Estado la facultad de dirigirse a todos sus súbditos por igual,

abstrayendo totalmente el desarrollo histórico de la lucha entre clases sociales. A través

de la categoría de ciudadano, el Estado moderno busca la eficiencia de la dominación de

las clases o fracciones de clase localizadas en el poder político. En este sentido, la

abstracción del “peruano” posibilita más una identificación con una forma de Estado

que con el punto de vista de las clases subordinadas. Una visión de esta naturaleza no

encaja, sin duda, con –por ejemplo- la de los terratenientes tradicionales de la sierra de

mediados de siglo XX pero sí quizá con la de ciertos grupos del bloque en el poder que

busquen una modernización de la dominación capitalista o la de gruesos sectores de las

clases medias que van desarrollándose desde la década de los 50.

Por otro lado, en “Bello durmiente” e “Y se llama Perú” la imagen del Estado

cobra mayor presencia. La categoría de ciudadanía peruana ya se presupone. En la

composición de Chabuca Granda, difundida durante el segundo gobierno de Prado

(1956-1962), hay un reclamo del sujeto criollo al gobierno y a la administración estatal

para que se emprenda el camino hacia el “desarrollo económico” sobre la base de la

explotación de la biodiversidad del territorio peruano. La imagen del “gigante”

empleada en la canción encaja bien en el ideal de “país desarrollado” que se impone

como modelo económico después de la segunda guerra mundial y que en América latina

se implantó a través del modelo de “industrialización por sustitución de importaciones”

recomendado por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). El


141

reformismo de Chabuca se puede entender como una visión según la cual es preciso que

se emprenda un salto cualitativo en la economía nacional pero sin alterar violentamente

la estructura de clases del Estado oligárquico. En el caso del vals de Polo Campos,

compuesto para la dictadura de Velasco (1968-1975), el patriotismo estatal es explícito,

pero se trata ahora de otro tipo de Estado. El punto de partida de “Y se llama Perú” es el

de una “paz social” entendida como el consenso de población y Fuerzas Armadas para

desarrollar ciertas ramas productivas promovidas por el Estado (petróleo, pesquería,

agricultura, minería, etc.). Para esta visión eminentemente estatista, la sola idea de las

luchas autónomas del movimiento popular por transformar las relaciones de

explotación son percibidas implícitamente como condenables: en nombre de la “nación”

se transmite una visión en la que la represión militar de toda iniciativa política del

pueblo es legitimada. Más allá de la derrota del poder oligárquico en el 68, lo que la

subjetividad criolla preconiza en “Y se llama Perú” es la invisibilización de la violencia

de clase expresada en el Estado post-oligárquico; es decir, según esta óptica, el Estado

producido a finales de los 60 y la primera mitad de los 70 se encuentra más allá de

cualquier interés de clase, más allá de la dominación y de las luchas por el poder, vale

decir, más allá de la política. Parafraseando a James Petras (s/f: 9), “Y se llama Perú”

ha producido una verdadera “metafísica de la pospolítica”.

En todas las canciones seleccionadas en este capítulo, el común denominador ha

sido la sobrefijación en el territorio nacional como motivo de orgullo, como promesa de

desarrollo o como generador de riquezas. En cualquier caso, el territorio nacional visto

como la “Cosa” portadora de la identidad nacional representa siempre un fragmento

desprendido de la totalidad de las relaciones capitalistas de producción. Es decir, el

“territorio nacional” no es una realidad natural, inafecta de los procesos sociales y

políticos, sino que, más bien, es el espacio imaginario en el que se circunscriben los
142

límites de dominio del Estado. En otros términos, el territorio nacional da cuenta del

alcance geopolítico del Estado que se está construyendo. De esta suerte, en el vals

criollo, el “territorio nacional” es ocultado en su dimensión de objetivo geopolítico

estratégico de las clases en el poder.

En suma, la preocupación “nacional” expresada en el vals criollo entre los años

40 y 70 deja intactas las relaciones de propiedad reguladas por el desarrollo del

capitalismo. En un contexto de tomas de tierras, de movilizaciones obreras, de

levantamientos campesinos y de guerrillas en los Andes, la respuesta del criollismo es la

invención de una nación lo suficientemente desarraigada de la realidad como para que

los legítimos derechos populares queden marginados. Si bien el criollismo no se opone

a la estructura de dominación del Estado oligárquico, su interés por construir una

“comunidad imaginada” nacional plantea ya una determinada distancia respecto del

propio proyecto oligárquico. Por consiguiente, el nacionalismo criollo constituye una

sutil ofensiva ideológica de aquellos sectores que, sin romper con el poder capitalista,

buscaban un cambio hacia un régimen político más “democrático” y una sociedad más

“inclusiva”. La ficción criolla del “nosotros” peruano promovida por los medios

masivos de comunicación desde mediados de siglo buscó constituir individuos dóciles

al desarrollo del capitalismo en el Perú y, de este modo, contener la construcción de una

subjetividad política transformadora del orden social.


143

CONCLUSIONES

A mediados del siglo XX, el capitalismo habría creado en el Perú su propia

imagen de resistencia popular precapitalista: el criollismo. A lo largo del relato teórico

construido en esta tesis, me ha interesado sostener que el sujeto criollo representa una

“distorsión” inherente, una “desviación” constitutiva del orden capitalista peruano

generada durante el proceso de consolidación nacional de dicho orden a partir de la

década de 1950.

Paradójicamente, la representación criolla del sujeto popular como un individuo

“vivo”, entregado a la jarana y no al trabajo, proviene del proyecto de modernización de

Lima emprendido por la burguesía liberal a principios del siglo XX. Posteriormente, los

valses producidos entre los años 50 y 70 incorporan aquella representación burguesa del

sujeto popular urbano para asumirla como símbolo de su propia resistencia frente al

capitalismo. Es decir, lo que a principios del XX era rechazado por las “élites

modernizadoras” y relegado a la “esfera privada” (Muñoz 2001a), décadas más tarde

empezó a ser promovido y celebrado por los medios de comunicación, los sujetos

urbanos e, inclusive, el Estado. Así, para consolidar su dominio durante el período

histórico estudiado, la “moderna” sociedad burguesa habría restaurado las imágenes que

años atrás había considerado como síntomas del atraso social y cultural de la nación.

A diferencia del “pícaro” de la narrativa española de la “edad de oro”, el “vivo”

criollo es representado como un sujeto popular que transgrede la ley no para garantizar

su subsistencia sino para acceder a espacios de diversión de la ciudad. En el vals, el

criollo pareciera que no tiene la necesidad de trabajar para asegurar su economía

personal o familiar. El criollo burla la moral pública con el propósito de obtener los
144

medios necesarios para disfrutar de la jarana: licor, comida, mujeres… El criollo de los

valses ha creado mecanismos de oportunismo y colusión con el poder para prescindir de

la pura capacidad adquisitiva como obstáculo para el goce individual. Se

autorrepresenta como un “caballero respetable” y no como un individuo que requiere

de las determinaciones de la relación capital-trabajo asalariado para disfrutar de los

ratos libres con sus “amigos”. En ese sentido, la “viveza” criolla resulta ser una

resistencia frente a un mundo manejado por el dinero y la disciplina laboral. El criollo

representado en los valses jaraneros será pobre pero rechaza los medios

despersonalizados de intercambio impuestos por la sociedad burguesa.

Gracias a su ingeniosa prescindencia del dinero, el criollo se atribuye virtudes de

nobleza y bondad de las que carecería la mujer. Para el universo simbólico criollo, la

mujer de clase popular es aquel individuo que, para desclasarse, no tiene reparos en

desembarazarse fácilmente de su pareja y conseguir a un buen burgués. Si la “viveza”

del sujeto masculino reside en la habilidad de jaranear sin recurrir al intercambio

mercantil, la “viveza” de la mujer reside en ofrecerse como un bien a ser intercambiado

por el dinero del hombre rico: ella le da su cuerpo y a cambio obtiene su ansiada vida de

lujos. Sin embargo, esta “viveza” no le depara a la mujer más que penas: termina por ser

utilizada como un objeto sexual. Sin aceptación ya entre los hombres de su clase, la

“viva” se convierte, así, en una suerte de paria para la sociedad limeña. La contradicción

del sujeto criollo reside en que tanta astucia, tanta “viveza”, no le sirvió para retener a la

mujer como a su propiedad. Más pudo el burgués con todas sus ofertas económicas que

el criollo con su espíritu jaranero, desenfadado y mordaz. Si bien no escapa a la esfera

del individualismo, la moral criolla no puede nada frente al individualismo capitalista.

En otras palabras, el terreno de las relaciones con la mujer es aquel en el que se devela
145

la superioridad de las estrategias económicas del burgués frente a las imposturas

morales de corte aristocrático del “vivo”.

Sin embargo, frente a este “oprobio” en el ámbito privado, el criollo reacciona

aferrándose a la “esfera pública” legada por los antiguos conquistadores y colonizadores

españoles y por sus descendientes: trae a colación los “logros” del colonialismo español

y de la “república aristocrática”. Al intentar ver algo rescatable en la capital peruana, el

criollo les encuentra una belleza sublime a la arquitectura y diseño urbanístico dejados

por el virreinato español o a lo que quedaba de idílica aldea en la Lima de principios del

siglo XX. No puede reconocer ni las modernas fábricas ni las “barriadas” de la periferia

de la ciudad. En una palabra, el criollo se niega a constatar la existencia de facto del

mundo y actores sociales que estaba creando la modernidad capitalista en la ciudad. El

criollo opta por replegarse en los vestigios de una Lima preindustrial en la que la

“superioridad natural” y no la mera “capacidad” económica es lo que diferenciaba a los

sujetos sociales. En otros términos, la representación criolla constituye una respuesta

conservadora frente a una sociedad que se está tornando cada vez más capitalista, en la

que el criollo no puede ni quiere someterse a sus condiciones. En suma, el criollo

moderno prefiere verse como el plebeyo de la colonia, más próximo a la aristocracia,

antes que saberse cercano al nuevo pobre de la ciudad venido de los Andes.

De esta manera, la nostalgia limeñista no ha servido sino para camuflar el

profundo desprecio de ciertos sectores sociales -sobre todo urbanos- hacia los hombres

y las mujeres andinos. El racismo es la sombra que, inevitable, ha acompañado a los

esfuerzos criollos por inventar una nación peruana armónica, sin luchas intestinas, sin

antagonismos con el poder imperialista. Me explico mejor: a lo largo del siglo XX, lo

criollo se ha construido como una etnicidad ficticia en la que los diversos grupos

humanos que pueblan el Perú deban converger sin mayor conflicto. En este sentido,
146

promover y -en cierto modo- legitimar una división racial del trabajo se ofrece como el

horizonte constitutivo del imaginario criollo (Quijano 2001).

Para el criollo es preferible mantener la sociedad cerrada de señores en la que

puede conservar sus “privilegios” personales más allá del poder del capital, es preferible

que el Perú siga siendo una república oligárquica de carácter semicolonial en la que el

mundo tradicional andino es explotado bajo el trabajo servil de la tierra. Por ello, las

representaciones de los valses analizados obvian la irrupción del desarrollo industrial

moderno puesto que bajo un régimen social enteramente capitalista la “viveza” (es

decir, esa forma de transgresión del orden público a través de recursos de carácter

extraeconómico) no tendría mayor efectividad. Por eso, el discurso criollo ha construido

un imaginario en que parte del país se resiste a desarrollar bajo los modelos de

sociedades capitalistas avanzadas, tales como los Estados Unidos o Europa occidental.

Ahora bien, como resultado de su negativa a aceptar la derrota frente al mundo

capitalista, el criollo se refugia en la amable imagen que ha construido de la geografía

peruana y del pasado incaico. Por un lado, el paisaje y recursos naturales son para él los

medios de realización de la felicidad nacional, su divisa inalienable. Para la visión

criolla, los peruanos no podrán alardear del capital que circula en su mercado ni del

nuevo mundo creado por él pero sí de las “posibilidades” de desarrollo económico

configuradas por su propio territorio. Por otro lado, los valses estudiados postulan el

período incaico como un momento de grandeza económica y moral de la historia

nacional que subsanaría la incapacidad atribuida a los individuos reales del país. El

criollo no se enorgullece de su propia subjetividad puesto que ha demostrado su

“inferioridad” frente a las prácticas sociales impuestas por el capitalismo. Tampoco se

enorgullece de los sujetos indígenas, ya que para él son tan solo un remedo raquítico de

la vieja “gloria” incaica, escombros de un imponente pasado lleno de logros que ya no


147

volverá. Lo que el criollo busca al celebrar el territorio peruano y el imperio incaico es

efectuar una compensación imaginaria frente a la apabullante riqueza material y

espiritual de los países altamente industrializados, con los que se siente impotente de

competir.

El Perú de los criollos es representado como un país importador de bienes y

capitales provenientes de países imperialistas, y exportador de materias primas. A las

“maravillas” del mundo creadas por la burguesía mundial, el criollo le opone sus playas,

sus nevados, su mar, su selva, sus incas. No es que no tenga nada: tiene la “riqueza” de

un suelo patrio tocado por la mano de dios. En el fondo, el criollo está librando una

batalla para demostrar su “superioridad natural” respecto del imperialismo. Con ello, el

sujeto criollo le encuentra, así una “ventaja comparativa” al “subdesarrollo” y se alínea

a la división internacional del trabajo creada por el imperialismo de mediados del siglo

XX en la cual países como el Perú tenían que mantenerse como “semicolonias” bajo un

modelo primario-exportador de desarrollo económico.

El criollismo resulta ser así una formación imaginaria precapitalista que intenta

mostrarse como contraria al régimen capitalista de producción. No obstante, es este

mismo régimen el que ha alentado y determinado su emergencia en el imaginario

nacional a mediados del siglo pasado. Es, en realidad, el efecto ideológico de una forma

de constitución de las relaciones sociales basadas en la producción capitalista del Perú

en un momento histórico en el que la feudalidad sostenía todavía parte del tejido social

y la burguesía no había obtenido su hegemonía como clase dominante.

Sin embargo, lo criollo popular ha sido incorporado a la “narrativa” nacional del

desarrollo capitalista peruano tan solo como mercancía útil para el crecimiento de un

segmento del mercado interno. Una vez explotado todo el capital de la música criolla,

una vez agotadas las potencialidades del criollismo para “mover” el mercado cultural
148

peruano, el capitalismo tuvo que convertir en valor de cambio los productos artísticos

de otras culturas del país. La cultura popular criolla le rindió beneficios a nuestro

capitalismo cuando recién iniciaba su despegue y aún no veía la Lima “chola”, migrante

y andina, como una gran masa de población que introducía nuevas demandas. Con el

paso del tiempo, el mercado siguió diversificándose y relegó a un plano muy secundario

a la música criolla con el propósito de satisfacer a sus nuevos consumidores en una

sociedad en la que la semifeudalidad ha desaparecido por completo y el neoliberalismo

ha alcanzado progresivamente la hegemonía ideológica y política.

Así, a pesar de haber afincado su imaginario en las clases populares urbanas, el

criollismo rechaza la posibilidad de cambiar el sistema de relaciones sociales que

determina la desigualdad y la pobreza. Abraza la multietnicidad como la realidad

cultural que le dota de sentido pero rechaza cualquier otra etnicidad peruana que no sea

la criolla. Oscila entre la posición de la víctima y la de quien busca aprovecharse de la

situación ajena para beneficio personal. Intenta defender intereses nacionales pero no

pasa de las fronteras del provincialismo limeño y de la añoranza del orden colonial

español. En conclusión, el criollismo ha creado una identidad en el Perú que, tras su

celebración de libertad y aparente dotación de posibilidades simbólicas de disfrute de la

vida a los miembros de una sociedad de clases, resta de fuerza moral y psicológica de

cambio a tales sujetos, restringe o incluso priva de las potencialidades que tiene todo

individuo para revertir las situaciones desventajosas de su realidad circundante.


149

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